ocpsi, ocoxTipúa 8é X0X5 Jtaxa&axvonévoi? \m' OMXOV Y.OX 3iQoacp£t>YOuai x<5 xov eamvQWiiévov uíóv aírxoC jiÉ[VV|>avxi EÍ? xóv jcóa^iov».
PLANTEAMIENTO Y DATOS HISTÓRICOS
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lejano texto de Isaías. Obsérvese, no obstante, en primer lugar, que el «en el principio» del pasaje citado relaciona a éste con la cita del cap. 102, pero también con la del cap. 45, y que hay que unir el texto del cap. 45 al texto del cap. 100 (cf. supra). Este solo hecho hace ya muy probable, si no seguro, que tanto el cap. 45 como el 100 tienen también en cuenta el protoevangelio. Por lo que se refiere a la omisión de Gn 3,15, cierto que en lo puramente verbal es un hecho; pero, en comparación con las sugerencias positivas que se encuentran en Justino, no debería concedérsele tanto peso. Es posible incluso que para Justino la alusión a la maldición de la serpiente incluyera Gn 3,14 y 15 y que simplemente para reforzar la argumentación escriturística recurriera a Is 27,1. Si se analiza el conjunto de los referidos textos de Justino, a la vez que sus discutidas alusiones, y especialmente la obra posterior de Ireneo, tan familiarizado con Justino, en quien es manifiesta la interpretación cristológico-mariológica del protoevangelio y la antítesis Eva-María, parece que, a pesar de todo, podemos aceptar como la conclusión más coherente que la exégesis de Justino es mesiánica y que ya él fundamenta el paralelismo Eva-María en el protoevangelio. Un análisis demasiado minucioso puede sin duda revelar un contexto vivo, pero puede también destruirlo, especialmente tratándose de pensadores tan poco analíticos y tan fuertemente simbólicos como estos Padres antiguos. En el siglo 11, la aportación más significativa al desarrollo de la mariología procede de Ireneo de Lyon ("f ca. 200). A su título de «Padre de la dogmática católica» podría añadírsele el de primer mariólogo. Ireneo afirma con toda claridad que Cristo es el vencedor de la serpiente, prometido en Gn 3,15, y no se olvida ni una sola vez de mencionar que es fruto de María (la descendencia de la mujer) 14 . A continuación desarrolla Ireneo con gran habilidad la antítesis Eva-María 15. a) Eva abrió a la serpiente el camino hacia la humanidad y trajo de esa manera la muerte. María dio a luz a Cristo, que aplastó la cabeza de la serpiente, trayendo de ese modo la vida. b) La actitud interior de Eva era de falta de fe y, consecuentemente, de desobediencia a Dios. La actitud interior de María era una actitud de fe en Dios y, por consiguiente, de obediencia. c) La acción de Eva comenzó con las palabras malignas de un ángel malo. María comenzó oyendo las palabras buenas de un ángel bueno. d) Eva, cuando ocurrió esto, tenía ya esposo, pero era todavía virgen. María tenía igualmente esposo y era, no obstante, virgen. Si nos preguntamos por el simbolismo real válido, por la correspondencia histórico-salvífica entre Eva y María, ésta se encuentra sobre todo en los puntos a y b de la enumeración anterior. Con todo, los puntos c y d, más bien rebuscados («simbolismo didáctico»), no deberían impedirnos poner seriamente en su lugar el pensamiento simbólico. A partir de entonces y hasta hoy, la antítesis Eva-María ha constituido un elemento de la teología católica ló . Con todo, hay que señalar que esta antítesis originariamente se fundaba tan sólo en el papel universal y contrario de ambas mujeres en la historia salvífica y que no se derivaba, por ejemplo, de una analogía con la denominación de «segundo Adán» que la Escritura da a Cristo.
12
14
Los pasajes: Adv. Haer., 3, 23, 7: PG 7, 964B; 4, 40, 3: PG 7, 1114B; 5, 21, 1:
PG 7, 1179AB. Cf. el análisis en A. Müller, Ecclesia-Maria, 57-59. 15 Textos: Demonstrado, 33: BKV 2, Irenaus I I , 606; Adv. Haer., 5, 19, 1: P G 7, 1175B; Adv. Haer., 3, 22, 4: P G 7, 959s. 14 Études Mariales, 12-15 (París 1954-1957).
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MARÍA EN EL ACONTECIMIENTO CRISTO
PLANTEAMIENTO Y DATOS HISTÓRICOS
Para los primeros Padres, la «nueva Eva» del segundo Adán era la Iglesia 17. Una aportación aún más importante de Ireneo a la mariología fue el descubrimiento de la analogía o unidad de María y la Iglesia I8. Partiendo de que «el nacimiento nuevo e inesperado de Cristo ex virgine» es el fundamento y el núcleo de nuestro propio renacer, llega a la convicción de que la fe y el bautismo, la Iglesia, que operan este renacer de nuevo, tienen una exacta y profunda correspondencia con la virgen María. Así nacen las dos conocidas frases: «¿Cómo abandonarán (los ebionitas) el nacimiento de la muerte si no nacen otra vez por la fe al nuevo nacimiento, que procede de la virgen, al nacimiento dado maravillosa e inesperadamente por Dios como signo de salvación» 19 . Y también: «...la palabra se hará carne y el Hijo de Dios, Hijo de hombre (el puro abrirá puramente el seno materno puro, que regenerará a los hombres en Dios y al que él mismo hizo puro)...» 2 0 . La primera frase vuelve la mirada hacia atrás: el fundamento de la regeneración del cristiano se pone en el nacimiento virginal de Cristo; la segunda tiene la dirección contraria: el seno de María que engendra a Cristo es comparado con el seno de la Iglesia. Ambas comparaciones tienen en Ireneo un papel muy secundario. Por ello no podemos suponer que ha centrado ahí su mariología o que la ha desarrollado en esa dirección. No obstante, con el descubrimiento de la analogía, Ireneo ha colocado la piedra básica para las doctrinas mariológicas tal vez más importantes. Después de él, la idea fue inmediatamente recogida y desarrollada 21 . La narración evangélica de la concepción virginal de Cristo impulsa ya a Justino a llamar a María «la virgen». En el siglo n existen ya textos que confirman cómo de la concepción virginal de Cristo se deduce su nacimiento milagroso. También la afirmación de Ignacio de Antioquía reseñada anteriormente (p. 871) de que el parto de María es un misterio que hay que anunciar a gritos, pero que permaneció oculto a Satán, parece apuntar en esa dirección, puesto que un parto totalmente natural no tendría en sí nada de misterioso. En ese sentido insiste muy claramente Ireneo cuando, en el n. 54 de su obra Demostración de la predicación apostólica, escribe: «Sobre su nacimiento dice el mismo profeta en otro lugar: 'Antes de estar parturienta, ha parido; antes de sentir los dolores, dio a luz un hijo' (Is 66,7). Tales palabras aducen su nacimiento de una virgen como suceso inesperado e insospechable» 22 . Este pasaje hace probable que Ireneo, al hablar en Adv. Haer. del «nacimiento milagroso e inesperado ex virgine», haya pensado realmente que a la concepción virginal siguió un nacimiento virginal. Esta creencia aparece también en los apócrifos neotestamentarios del siglo n , como, por ejemplo, en el Protoevangelio de Santiago 20,1 23, en la Ascensión
de Isaías 11,7-14 24 y en la Oda XIX de Salomón 8S 25 . Los siglos n i y iv no muestran en este punto un desarrollo unitario de la tradición. Entre los que no aceptan la virginidad del nacimiento está incluso Jerónimo 26, junto a Tertuliano y Orígenes. Pero al fin, con Juan Crisóstomo, Efrén, Epifanio, Ambrosio y Agustín, esta creencia se convertirá en patrimonio universal de la Iglesia. Estos mismos nombres representan la creencia general en la virginidad de María después del parto. El Protoevangelio de Santiago había afirmado ya como explicación de los «hermanos de Jesús» que se trataba de hijos del primer matrimonio de José 2 7 ; con ello quedaba salvaguardada la virginidad perpetua de María. Esta, en realidad, no fue discutida posteriormente más que por Tertuliano 2S, aunque las afirmaciones a favor tampoco son siempre categóricas. Basilio, por ejemplo, opina que la teoría contraria no sería contra la fe 29 . Por otro lado, Pedro de Alejandría acuña a comienzos del siglo iv el término as.iiza.p9ávo<;, siempre virgen. La única discusión violenta conocida es la de Jerónimo con Helvidio, que prácticamente decidió para siempre la controversia en favor de la virginidad perpetua 30 . Un problema expreso de la teología cristológica es el de si María puede ser llamada con razón madre de Dios. La respuesta entra en el campo de la cristologia, pero es también decisiva para la mariología y para el culto de María. El título deotóxo^ madre de Dios, lo encontramos por primera vez a comienzos del siglo iv en la oración «Bajo tu amparo», conservada en un papiro egipcio 31. Se va extendiendo sin dificultad hasta que es impugnada por razón de la cristología en las controversias nestorianas. El Concilio de Efeso, en el 431, acaba con esta breve polémica. Como último elemento básico de la mariología añadimos el de la santidad de María, su exención del pecado. Ya en Ireneo encontramos una alusión a la existencia de imperfecciones en María, y lo mismo se repite en Tertuliano, Orígenes, Basilio, Crisóstomo, Efrén y Cirilo de Alejandría, es decir, hasta el siglo v 3 2 . La ocasión para ello es la profecía de Simeón, pues se interpreta la espada como una duda de fe, o bien la intervención «indiscreta» de María en las bodas de Cana, o bien Mt 12,46-50. La patrística latina apenas sigue en este punto a Tertuliano, siendo Ambrosio el gran defensor de la santidad de María. Al mantener Agustín esta misma línea, la proclamación del título de madre de Dios decide también en Oriente la santidad perfecta de María. Como fácilmente puede constatarse, fue en círculos de ascetas y de vírgenes donde primero se impuso la doctrina de la santidad de María, relacionada estrechamente con la de su virginidad perpetua. Aunque también las herejías estaban interesadas en ambas doctrinas —el docetismo y el maniqueísmo en la virginidad, y el pelagianismo en la exención del pecado—,
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Cf. A. Müller, ibíd., 50, especialmente para Epifanio, en quien por primera vez aparece María junto a Cristo como la nueva Eva, pp. 164s. 18 Ibíd., 63-76. " Adv. Haer., 4, 33, 4: PG 7, 1074C-1075A: «Quemadmodum autem reünquent mortis generationem, si non in novam generationem, mire et inopinate a Deo, in signum autem salutis, datam, quae est ex virgine, per fidem regenerentur?». Sobre las correcciones al texto, cf. A. Müller, ibíd., (A-í>í>. * 20 Adv. Haer., 4, 33, 11: PG 7, 1080 B: «Quoniam Verbum caro erit et filius Dei filius hominis (purus puré puram aperiens vulvam, eam quae regenerat nomines in Deum, quam ipse puram fecit)...». 21 Cf., junto a A. Müller, H. Coathalem, Le parallélisme entre la sainte Vierge et l'Église dans la tradition latine jusqu'a la fin du XII' siécle (Roma 1954) y Études Mariales, 9-11 (París 1951-1953). 22 BKV 2, Irenüus II, 622. 23 E. Hennecke, Ueutestamentliche Apokrypben (Tubinga 21924) 92.
24 25 26 27 28
Ibíd., 313. Ibíd., 455. Cf. LThK VII (1962) 28. 8,3-9,2: E. Hennecke, ibíd., 88s. R 330, 380. 29 Hom. in Christi gen., 5: PG 31, 1468B. 30 Posteriormente se opuso todavía Bonoso de Sardica y fue condenado por el papa Siricio: R. Laurentin, Petit Traite, 39; B. Altaner, Patrologie, 319. 31 Papiro n. 470, John Rylands Library, Manchester. Cf. O. Stegmüller, Sub tuum praesidium. Bemerkungen zur áltesten Überlieferung: ZKTh 74 (1952) 76-82; J. Cecchetti, Sub tuum praesidium: ECatt XI (Ciudad del Vaticano 1953) 1468-1472 (reproducción y cotejo del texto). Cf. DACL I (París 1924) 2296s. 32 Cf. LThK VII, 28s.
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MARÍA EN EL ACONTECIMIENTO CRISTO
EL PRINCIPIO FUNDAMENTAL DE LA MARIOLOGÍA
el mantenimiento dentro de la Iglesia de tales doctrinas habla en favor de que éstas tenían sus raíces en la fe eclesial y no en la herejía. Así, pues, en la fe del cristiano del siglo v se encuentra una madre de Jesús a la que hay que considerar verdadera madre de Dios, que concibió y dio a luz virginalmente a Jesús, que permaneció virgen y santísima, que por el fruto de su vientre apartó de la humanidad la maldición de Eva y que fue prototipo de la Iglesia, madre y virgen.
implicación de María en la historia salvífica. Después de referirse a sus tipos veterotestamentarios (n. 55) y a su predestinación (n. 56, 61), plantea cada uno de sus misterios en cuanto misterios de su participación creyente en toda la realidad de Cristo (cf. n. 56-59). En las secciones tercera, cuarta, quinta y sexta de nuestro trabajo expondremos con detalle, breve pero sustancialmente, desde la misma perspectiva del Concilio, lo que en él se dice. Trataremos también de profundizar en la relación entre María y la Iglesia, estudiada por el Concilio sobre todo en la sección tercera: «La bienaventurada Virgen y la Iglesia». Dejaremos para la eclesiología, en el volumen IV de esta obra, el análisis más detenido de algunos aspectos particulares.
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4.
La mariología y el Concilio Vaticano II
Esta sección preliminar no pretende esbozar todo el desarrollo teológico y dogmático de la mariología. Más tarde, en el contexto de otras cuestiones —tales como la concepción inmaculada y la asunción—, daremos algunas indicaciones históricas particulares. Para el desarrollo del capítulo como tal es importante, en cambio, tener en cuenta la orientación general que se desprende del Concilio Vaticano II en orden a la estructuración de la mariología. No se trata tanto de afirmaciones materiales concretas —el Concilio no pretendía presentar una mariología completa 33 — cuanto de una actitud básica que ha de marcar la pauta en la elaboración de una mariología actual. En este sentido, del capítulo V I I I de la Constitución dogmática sobre la Iglesia; «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia», se desprenden las directrices siguientes: Al renunciar el Concilio, tras una polémica bastante fuerte, a la publicación de un decreto especial sobre María e introducir el reelaborado esquema mariano como capítulo VIII en la Constitución sobre la Iglesia, ha colaborado muy significativamente, también desde la perspectiva ecuménica, a la superación de una mariología aislada. Este es también nuestro objetivo en el presente capítulo, en el que trataremos de integrar cada una de las afirmaciones sobre María en un contexto histórico-salvífico, cristocéntrico y eclesial, empleando los criterios que han de servir de pauta a todo trabajo teológico. Por otro lado, el Vaticano I I no pretendió decidir aquellas cuestiones que son motivo de controversia entre las diferentes escuelas católicas 34 . Esto es importante no sólo porque así se reconoce a la investigación teológica el grado de libertad que le corresponde, sino también porque ello demuestra cómo el Concilio toma cierta distancia de hecho con respecto a todas las exageraciones mariológicas. Este distanciamiento se pone de relieve en cosas concretas, especialmente en la omisión del título de corredentora, expuesto fácilmente a equívoco; en una explicación bien cuidada de la mediación de María y en un empleo ponderado del título de mediadora 35 . De esta manera, el Concilio no sólo no ofrece puntos de apoyo para proclamaciones dogmáticas sobre cuestiones marianas discutidas, sino que, de acentuar algo, lo hace en orden a la ya mencionada integración de afirmaciones marianas, la cual, si se efectúa de una manera realmente seria, acabará con una especulación ajena a lo revelado. Es importante, finalmente, el hecho de que el Concilio haya integrado conscientemente todas las declaraciones sobre María en'un contexto histórico-salvífico, como se hace notar expresamente en el título de la sección segunda del capítulo VIII de la Constitución sobre la Iglesia: «Misión de la bienaventurada Virgen en la economía salvífica». Toda esta segunda sección desarrolla la 33 34 35
Const. Lumen gentium, n. 54. Const. Lumen gentium, n. 54. Cf. n. 60ss y el comentario de O. Semmelroth: LThK VK I (1966) 336ss.
Esbozados los presupuestos externos de la mariología, podemos presentar el plan del presente tratado. Ni externa ni internamente ha sido pensado como una mariología aislada, sino como parte integrante de la doctrina salvífica general. Esta integración en un conjunto nos permite comenzar planteándonos el problema de su sistematización, es decir, si existe un principio fundamental de la mariología (sección segunda). A la luz de tal perspectiva teológica habrá que conocer y analizar el conjunto de hechos histórico-salvíficos, es decir, toda la vida de María. La consideración de la vida de María la dividimos, por razón de los conocimientos adquiridos al tratar del principio fundamental, en tres secciones: los acontecimientos anteriores a la anunciación (sección tercera); el hecho central de la anunciación (sección cuatra); los acontecimientos que siguen a la anunciación (sección quinta). El tránsito y la glorificación de María constituyen unidos el tema siguiente (sección sexta). Finalmente, de la consideración histórico-salvífica pasamos a la especulación teológica con una pregunta formal: ¿cómo hay que calificar teológicamente el puesto de María en la obra redentora? (sección séptima). La faceta específicamente eclesiológica se desarrollará en el volumen IV de esta obra, en conexión con la doctrina sobre la Iglesia.
SECCIÓN SEGUNDA
EL PRINCIPIO FUNDAMENTAL DE LA
MARIOLOGÍA
No es una norma teológica corriente establecer para cada tratado un principio fundamental. Al menos, en la cristología, la eclesiología, etc., las discusiones sobre este punto no son tan largas y manifiestas como ocurre desde hace algún tiempo en la mariología'. Ha de existir algún motivo especial para 1
Para una exposición detallada de las diversas opiniones, cf. G. Roschini, Mariologia I (Roma 21947) 323-337, que aduce a Gerson y luego a algunos autores del siglo xvn como los primeros testimonios de principios mariológicos: p. 323, n. 3. Sobre Gerson, cf. en la misma obra pp. 270s; sobre Lorenzo de Brindisi, 326. Además: «Estudios Marianos» 3 (Madrid 1944); «Marian Studies» 10 (Washington 1959); C. Dillenschneider, Le principe premier ¿'une théologie mariale organique. Orientations (París 1956; en esta obra se da un buen resumen sobre las diferentes opiniones); P. Lustrissimi, II principio fundaméntale di Mariología: «Marianum» 21 (1959) 253-269; G. de BrogUe, Le «principe fondamental» de la théologie mariale (María VI; París 1961) 297-365, con bibliografía.
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MARÍA EN EL ACONTECIMIENTO CRISTO
que precisamente en la mariología sea tan grande el interés por un principio básico. Vamos a comenzar por plantearnos una cuestión previa: la del sentido y la razón de ser de un principio mariológico fundamental. 1.
Cuestiones
formales
1. Esta cuestión es un problema de epistemología teológica 2 . Postular un principio básico parece suponer que las afirmaciones teológicas son un conjunto de conclusiones que necesariamente se deducen de un único principio. En esta suposición hay de cierto que las verdades de fe tienen teológicamente la función de principios (indemostrables) y que una de las tareas de la teología consiste en sacar de ellos conclusiones (demostrables). En este sentido, por lo que se refiere a la mariología, los principios indemostrables de las reflexiones posteriores serían, en primer lugar, las afirmaciones bíblicas inmediatas —el «natus ex María Virgine»—, y en segundo lugar, los dogmas marianos (que, por otra parte, son ya resultado de la reflexión teológica). A este respecto no puede afirmarse que la situación de la mariología sea distinta de la de los restantes tratados teológicos. De un fundamento a priori no se puede concluir la existencia de un principio mariológico único, de un principio fundamental. No obstante, a medida que se ha ido entendiendo la teología como ciencia sistemática, ha cobrado vigencia también en ella el hecho de que cuanto más simples son sus principios, el sistema, la ciencia, se hace más unitario, más vigoroso y claro. De ahí que con razón se pregunte si es posible presentar la totalidad de un tratado como un árbol con una sola raíz, como una cadena de consecuencias de un único principio. Una vez planteada esta pregunta, el paso siguiente sería decidir de dónde procede el principio sistemático. Sería tentador pensar en un principio metafísico estricto, según el cual la realidad tuviera que comportarse de una determinada manera y del que se dedujeran necesariamente unas consecuencias precisas y sólo ésas. Un principio de este tipo sería, por ejemplo, la «creación de la nada», referida al Creador, para un tratado sobre el ser y el obrar de las criaturas. No hemos de olvidar, sin embargo, que incluso un sistema metafísicamente indiscutible desborda el pensamiento humano limitado y que, por tanto, no excluye de antemano la posibilidad de que, partiendo de otros puntos de vista, se cree otro sistema distinto. Hay que admitir, según eso, que el principio fundamental de una ciencia, aunque tenga validez metafísica, no tiene por qué ser necesariamente exclusivo. Para un tratado teológico hay que añadir todavía una distinción. Por una parte, los principios de la teología son las verdades de fe; por otra, la teología escolástica explica y sistematiza estas verdades sirviéndose de conceptos filosóficos. La validez incondicional de la metafísica es para el teólogo una tentación constante de convertir el instrumento en objeto principal y, por así decirlo, encontrar en la revelación únicamente el motivo y la materia prima para un sistema totalmente autónomo de deducciones «metafísicas». Una mentalidad de este tipo buscaría como principio fundamental de'un tratado el concepto que más prometiera para la especulación metafísica y olvidaría con demasiada facilidad la referencia a la revelación concreta 3 . Para este método, la mariología es el campo preferido. *5 Cf. K. Rahner, Mariologie: LThK VII (1962) 84-87. Un ejemplo típico de esta mentalidad es T. M. Bartolomei con su libro La matemita divina di María in se stessa e come primo e supremo principio della Mariología:
EL PRINCIPIO FUNDAMENTAL DE LA MARIOLOGÍA
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No obstante, ese procedimiento pasa por alto algo esencial. La revelación no es simplemente la filosofía escolástica. Por lo que se refiere a sus realidades, es decir, los misterios sobrenaturales, no podemos agotar la revelación por medio de conceptos metafísicos, ni tampoco —y esto va íntimamente unido a lo anterior—, por lo que se refiere a su lenguaje, la revelación se corresponde sin más con ellos. La teología se alienaría a sí misma si, tratando de expresiones como Hijo de Dios, Madre de Cristo, Cabeza, Cuerpo (místico), operase con criterios puramente filosóficos, sin examinar constantemente, en el contexto concreto de las fuentes, su contenido y sus posibles consecuencias. Lo que nos permite decir qué significa y qué no significa la maternidad divina de María no es en primer lugar la metafísica del concepto de madre (de Dios), sino la Sagrada Escritura en la tradición de la Iglesia. Esto no quiere decir que sucumbamos a la teoría de que en la teología no existe en absoluto ninguna coherencia interna, puesto que todo depende de la decisión libre de Dios. Con razón dice C. Dillenschneider: «Hablando en absoluto y teniendo en cuenta la voluntad libre de Dios, es indudable que no podemos exigir una idea madre. Pero Dios no solamente es voluntad creadora, sino también sabiduría creadora. Aunque Dios no tiene que rendir cuentas a nadie de sus obras, es verdad el dicho de la Escritura de que lo ha creado todo conforme a orden, peso y medida» 4 . También en el mundo sobrenatural hemos de buscar unas leyes, ya que éstas nos revelarán los pensamientos de Dios. Pero tales leyes hemos de tratar de descubrirlas partiendo de la revelación, o al menos hemos de contrastarlas continuamente con ella. Un tratado teológico no ha de buscar, pues, como principio fundamental una afirmación metafísica, sino una sentencia que proceda del patrimonio de la fe, de otros tratados teológicos que estén por encima. La explicación debe ir en esa dirección y debe asegurar al tratado una vinculación con las restantes estructuras de la fe en vez de conducirlo a especulaciones metafísicas aisladas, aunque el teólogo bien orientado, gracias a su situación, sabe sopesar el trasfondo metafísico de cada afirmación. 2. El motivo más inmediato de que para la mariología, más que para otros tratados, se busque un principio básico reside en que su base escriturística, por ser materialmente muy reducida, la convierte especialmente en un tratado de especulación y sistematización teológica. De los siete dogmas marianos, sólo hay uno expresamente atestiguado por la Escritura, la concepción virginal de Cristo, y otro, la maternidad divina, que se deriva directamente de aquél. El parto virginal, la virginidad permanente, la inmunidad de todo pecado, la concepción inmaculada y la glorificación corporal son desarrollos orgánicos de esas dos afirmaciones bíblicas, pero no son afirmaciones bíblicas como los artículos de fe sobre Jesucristo. De ahí que sea grande la necesidad de asegurar mediante un principio vigoroso la armonía interna y la credibilidad intrínseca (independiente de la sanción por el magisterio infalible) de la mariología, así como su auténtico enraizamiento en la Escritura. Ha de ser un principio que se imponga como evidente y del que de un modo obvio, o al menos lógicamente convincente, puedan derivarse cada uno de los elementos doctrinales concretos o al DTh(P) 60 (1957) 160-193. El autor subraya que de su principio de la «maternitá divina perfettisima» (que se diferencia de la maternidad divina esencial y de la maternidad divina connatural) pueden derivarse «por deducción metafísica» (p. 193) todas las afirmaciones sobre María. Y dice incluso: «Per dedurre questi privilegi (virtualitá) basta usare del ragionamento» (p. 192). Existe un gran peligro en incluir de antemano en tales «conceptos metafísicos» todo aquello que quiere sacarse después de ellos. El artículo citado comenta el libro de F. Vacas, Maternidad divina de María (Manila 1952). * Le premier principe, 19.
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que puedan remitirse. No es éste un punto débil de la mariología; es simplemente el hecho de que, dentro de los tratados teológicos, la mariología ocupa un lugar relativamente formal. En realidad, si los examináramos con detención, veríamos que también otros tratados —por ejemplo, el de los sacramentos— se encuentran en una situación parecida. 3. Hay, pues, motivos para buscar un principio mariológico fundamental. Pero ¿qué requisitos tendrá que cumplir? Se trate de un dogma o de un axioma teológico general, ha de ser una afirmación tan segura que ilumine la unidad de la mariología con todo el edificio de la fe. Tiene además que comportarse de tal manera frente a la totalidad de las enseñanzas mariológicas teológicamente defendibles, que éstas se deduzcan necesariamente de aquél o se muestren coherentes con él. En tercer lugar, el principio mariológico fundamental ha de colocar conceptual y objetivamente a la mariología (esto valdría para cualquier otro tratado) en el puesto que le corresponde dentro del conjunto de la teología. La mariología es un tratado reciente dentro de ésta; luego ha de integrarse dentro de las verdades que nos han sido transmitidas y confirmadas desde antiguo, porque en ellas se encuentra un momento de su verdad y su credibilidad. 4. En nuestro contexto actual se plantea, finalmente, la pregunta de si sería el comienzo del tratado donde habría que formular el principio básico o más bien al final, como un fruto. De todos modos, no es determinado a priori. La problemática teológica del conjunto de la obra ha sido discutida hace ya tiempo, y la historia salvífica, incluida la realidad de Cristo, ha sido ya desarrollada de manera que pueda demostrarse y razonarse suficientemente el lugar que corresponde a la mariología. Además, es obvio que en la exposición de los distintos temas se ha de tener a la vista toda la mariología.
cepto al de madre de Dios. Este último camino aportaba, naturalmente, la solución más simple: postular como principio, aparte de la maternidad de María, su asociación a la redención 7 . Desde un punto de vista especulativo, era poco satisfactorio no poder fundamentar todas las enseñanzas marianas en un único principio, tanto más cuanto que el título de socia mediatoris (Roschini, p. 336) no era tan fácilmente deducible de la Escritura como el de mater Dei. De ahí que la mayoría de los autores intentaran englobar de alguna manera en el concepto mismo de la maternidad divina de María el aspecto de su participación en la acción redentora 8 . Así nacieron formulaciones como Mater Cbristi totalis, Mater Dei-Redemptoris, maternitas divina concrete et historice sumpta. Si, como ocurre en esta última fórmula de J. Bover y R. Bernard, se recurre al concepto de madre de Dios concretizado en la Escritura, esto supone un avance frente a una concepción puramente metafísica de la maternidad divina. Es también esta preocupación por una vinculación bíblica concreta de la mariología la que llena el libro de C. Dillenschneider, quien expone por ello como principio básico el de la maternidad del Mesías 9. De esa manera se satisface plenamente la exigencia de extraer el principio fundamental del contexto de la revelación y no del de la metafísica. Podemos mencionar también aquí la última formulación hecha de un principio mariológico; procede de G. de Broglie. María es para él «madre del Verbo divino, encarnado entre nosotros para salvar a la humanidad por su vida de renunciamiento expiatorio y por la asociación de las almas redimidas con esta forma de vida» 10. Sin perder el contacto con la Escritura, pero con gran fuerza especulativa, respondió ya en el siglo pasado M. J. Scheeben al problema de un principio mariológico básico, poniendo en el «carácter personal» de la maternidad divina de María el más fundamental y capital de sus privilegios, «en el que se integran como atributos derivados y subordinados los restantes privilegios, a la manera como los accidentes de un ser se integran en la forma de ese ser» n . Al precisar aún más esta maternidad divina, la llama matrimonium divinum, acuñando así las expresiones de «maternidad divina nupcial» y «nupcialidad divina maternal» (p. 351). En la fórmula «maternidad divina nupcial», C. Feckes ha convertido más tarde esta idea en un principio básico 12 . Tal fórmula concuerda con la tradición y con la Escritura en mantener como soporte de todo la maternidad divina y le añade a la vez el carácter nupcial que recoge la cooperación de la obra redentora de Cristo. También se han hecho intentos de no incluir formalmente en el principio fundamental la maternidad divina. Así, por ejemplo, Billot, Deneffe, Zimara y Alameda se han decidido por el principio básico de «María, la nueva Eva» 13. Se afirma que en él está contenida la maternidad divina. Pero ahí radica precisamente el motivo para que se impugne esta fórmula: que de ella no se deduce con necesidad la maternidad divina.
2.
Elaboración del principio
fundamental
Es opinión unánime e inequívoca que si María ha entrado en la teología es por razón de su maternidad. Como cualquier otra criatura, sólo puede ser tratada en la teología en función de su relación con Dios, y ésta es en María, ante todo, su calidad de madre de Jesús. De ahí que casi todos los teólogos que se han propuesto la cuestión de un principio fundamental respondan que materialmente este principio es la maternidad de María. Las diferencias residen, no obstante, en la caracterización formal de esa maternidad. El núcleo del problema lo constituye la antigua creencia de que todos los dogmas marianos podían explicarse fácilmente como consecuencia de una «maternidad divina digna o adecuada» 5 . Pero a medida que se fue elaborando más y más el papel de María en la obra salvífica, se puso de manifiesto que el simple concepto de madre de Dios «no satisfacía ya las exigencias». Había que concretarlo, completarlo y ampliarlo para que incluyera también formalmente la participación de María en la obra redentora. De ahí nació toda la discusión. Partiendo de una clasificación propuesta por Roschini y que más tarde hizo escuela 6 , podemos reseñar tres caminos por los que se intentó completar el concepto de madre de Dios: el primero trata de precisar el concepto de madre de Dios; el segundo establece otro principio, y el tercero añade un segundo con5 Cf. M. J. Scheeben, Handbuch der katholischen Dogmatik V/2 (Friburgo 21954) 352s; C. Dillenschneider, ibid., 31s. 6 G. Roschini, Mariología, 326-334; Sacrae Theologiae Summa III (Madrid 21953) 336s; K. Rahner, Le principe fundamental de la théologie mariale: RSR 42 (1954) 508s; G. de Broglie, Le principe, 299s.
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Cf. G. Roschini, ibid., 332s. Ibid., 328-332. C. Dillenschneider, Le principe premier, 3me. partie: Le principe premier de la théologie mariale d'aprés le donné revelé, 87-172; p. 172: «El principio fundamental que propondríamos para una mariología orgánica es la maternidad mesiánica, divina de María, maternidad personal, soteriológica y ecuménica». 10 Le principe fundamental, 360. 11 M. J. Scheeben, Dogmatik V/2 (Friburgo 21954) 348. Para lo siguiente, cf. hasta la p.12 352. C. Feckes, Das Fundamentalprinzip der Mariologie (Colonia 1935) 252-276. 13 Cf. G. Roschini, Mariología I, 327. Para S. Alameda: «Estudios Marianos» 3 (Madrid 1944) 183s. 56
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Es, finalmente, O. Semmelroth quien con su libro Urbild der Kirche (Wurzburgo 1950) ha abierto un nuevo camino. Como idea básica de la mariología proclama el carácter de prototipo que María posee en relación con la Iglesia. «Es un presupuesto evidente que la mariología no tendría sentido ninguno si María no se encontrara en una relación estrecha con la obra redentora... Igualmente claro y evidente resulta que Cristo, el redentor encarnado, es el centro de la economía salvífica... Desde esta perspectiva podría parecer como si la maternidad divina de María fuera el principio mariológico básico... De lo que se trata es, sin embargo, de averiguar dónde está el origen de que haya sido colocada en esta vinculación real con el Hombre-Dios. El centro de la historia salvífica no es Cristo considerado sobre todo en el misterio de la maternidad divina, el Cristo histórico. El centro de la historia salvífica y la historia salvífica misma es el Cristo total, Cristo con su Iglesia, que desposada con él, hace suya la obra de Cristo, recibe de él los frutos de esa obra en el plérotna eclesial y los transmite a cada uno de sus miembros... El misterio básico de la mariología será, por tanto, aquel que más íntimamente acerque a María al centro de la economía salvífica, a la Iglesia... Esto es, más o menos, el contenido del misterio que queremos significar diciendo que María es prototipo de la Iglesia» 14. La maternidad divina es para Semmelroth el primer don salvífico de la Iglesia. Frente al principio análogo de «María es la nueva Eva», la concepción de Semmelroth tiene la ventaja de situar esa comparación, bastante difusa en su interpretación, en el ámbito conceptual de la Iglesia, teológicamente mucho más preciso. A pesar de ello, «prototipo de la Iglesia» es todavía un símbolo. K. Rahner da plenamente el paso hacia una clara expresión conceptual cuando afirma: «María es la plenamente redimida por la gracia, la que realiza y representa con mayor plenitud lo que la gracia de Dios opera en la humanidad y en la Iglesia» 15. Resumiendo podemos hablar, pues, de tres tipos de principios básicos mariológicos (además de sus formas mixtas): los preferentemente metafísico-especulativos (cf. supra, nota 3), los bíblico-positivos (Dülenschneider) y los bíblicoespeculativos (Scheeben, Semmelroth, Rahner). En el planteamiento de toda esta problemática hay que tener presente que la discusión sobre el principio mariológico básico se ha convertido preferentemente en una cuestión sobre qué sistematización es más útil, o sea, en una cuestión que, dentro del marco descrito, queda más o menos al arbitrio de cada teólogo. En todo caso, de la elección del principio sistemático depende también en parte el contenido del tratado o, al menos, lo que va a subrayarse en él. Al intentar en las líneas que siguen fundamentar una nueva fórmula (aproximadamente la decimotercera), lo hacemos, en primer lugar, plenamente conscientes de lo arbitrario de nuestro pensamiento sistemático, sin pretender impugnar ninguna otra solución, y en segundo lugar, eligiendo conscientemente un punto de partida que tiene como base una concepción sobre los aspectos formal y material de la mariología. Pero volvamos a los requisitos del principio mariológico básico (cf. supra,
pp. 880s). Renunciamos de antemano a que puedan derivarse de él necesaria y racionalmente todas las verdades marianas en el sentido de que, una vez supuesto el principio fundamental, cualquiera puede deducir por sí mismo toda la doctrina sobre María. Dios no se limita a comunicarnos sus designios, sino que él es el único que puede enseñarnos cuáles son las consecuencias concretas de esos designios divinos 16. La misión de un principio básico no es transmitirnos lo que ya sabemos por la fe ni lo que es objeto de una deducción teológica segura. Es, por una parte, mostrarnos en lo posible la armonía y la coherencia interior de las obras divinas, y por otra, facilitar, mediante un sistema lógico y transparente, el conocimiento específicamente teológico. Ha de ser, además, un principio tanto positivo como negativo, apto para asomarse especulativamente a un campo teológico aún sin elaborar. Es, sobre todo, de este hecho de donde recibe tal principio su importancia en orden al contenido de un tratado. Toda búsqueda de un principio mariológico ha de partir, sin discusión, de la maternidad de María como el momento más claramente revelado y el de mayor contenido en su existencia. Otra cuestión será si debe o no desembocar de nuevo en ella. María es la madre del Hombre-Dios; por tanto, la madre de Dios. Esto la vincula a Dios en Cristo de un modo inconcebible e insuperable. En este punto se detiene, en lo que atañe a María, una escuela mariológica determinada, la cual se limita luego a resaltar lo que es propio de Cristo, procurando hacerlo extensivo a María, hasta donde sea posible en cada caso, en virtud de su «íntima vinculación a Cristo por la maternidad divina». De esa manera se abre una vía curiosamente única. Por parte de uno de los miembros de la relación, Cristo, el criterio continúa siendo la revelación; pero por parte de María lo es únicamente la «metafísica». Más acertado sería que, después de la primera constatación: «María se halla íntimamente vinculada a Cristo», continuáramos preguntando: ¿nos ofrece la revelación una categoría, un «concepto superior» y vivo de esa «vinculación a Cristo», del que pueda transparentarse algo sobre el alcance concreto de la maternidad de María? Esta pregunta nos introduce de lleno en la cristología y en la soteriología. Dado que éstas han sido expuestas ya en los capítulos precedentes, vamos a limitarnos a esbozar el contexto. El «decreto» divino más universal fue el de unir consigo a la humanidad y, mediante ella, a toda la creación, el de comunicarse a sí mismo a la humanidad de un modo que reprodujera la vida trinitaria. En el orden histórico concreto, esta comunicación de Dios se realizó a través de la redención de una humanidad alejada de él. Un decreto más especial de Dios, y para nosotros totalmente indeducible, es que esta su comunicación redentora tuvo lugar por el camino de la encarnación del Hijo de Dios; mediante una incorporación de la humanidad entera a Dios por la unión hipostática de la humanidad de Jesús con la persona del Hijo de Dios. Aquí se detendría de nuevo la escuela mariológica antes mencionada y diría: «Puesto que Dios decretó esta encarnación de su Hijo, determinó también en el mismo decreto la madre de su Hijo, y ésta se encuentra, por tanto, en la más íntima relación con la encarnación y con la unión hipostática y pertenece al ordo hypostaticus. De ahí nace su carácter único; es algo tan inderivable y tan incomparable como inderivable afirmamos que era el decreto de la encarnación. La manera como su maternidad personal la vincula a su divino
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Urbild der Kirche, 39s. K. Rahner, Le principe fundamental de la tbéologie mariale: RSR 42 (1954) 503. Cf. sobre ello A. Müller, Um die Grundlage der Mariologie: DTh 29 (1951) 385-401. Allí se propone, en el mismo sentido, como principio fundamental: «María es la llena de gracia». En todo caso, el artículo tiene en su contra que intenta explicar la maternidad física de María como efecto formal directo de la plenitud de gracia. Cf. la crítica en C. Dülenschneider, Le principe, 78-85.
16 Sin la creencia de que el Espíritu Santo actúa en la fe de la Iglesia, probablemente ningún papa ni ningún teólogo hubieran podido fundamentar la definición de la concepción inmaculada o de la asunción basándose únicamente en una deducción lógica.
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Hijo es algo que una persona creada no puede en absoluto imaginarse. María constituye en este sentido, por lo que se refiere al papel redentor de su Hijo, «un único principio» " con él. Sólo vislumbraremos de lleno el plan y el sentido de la encarnación si tenemos en cuenta todavía otro decreto, el más especial: el Hijo de Dios se hizo hombre con objeto de tener en cada hombre un miembro de su cuerpo unido a la divinidad. El efecto pleno de su encarnación redentora y de su acción salvífica muriendo y resucitando debían desarrollarse en la humanidad únicamente a través de sus miembros, de su Iglesia. La Iglesia, como comunidad de los redimidos, y cada uno de sus miembros han sido llamados a dar cuerpo y vida en la tierra al Hombre-Dios hasta que él vuelva; sin esta cooperación de los miembros de Cristo, la encarnación no haría realidad el sentido que tiene 1S . Existe, como es obvio, una diferencia entre la humanidad individual y concreta del Hijo de Dios y su «cuerpo místico», compuesto de muchos hombres concretos. No obstante, el decreto de redención y divinización apunta a una unidad misteriosa que no solamente puede llamarse final u operativa, sino también, aunque en un sentido misterioso, ontológica. De no existir entre cada cristiano, o la Iglesia, y el Hombre-Dios relación ontológica alguna, fundamento de la cual es la unión hipostática, el hecho mismo de la encarnación resultaría incomprensible. La razón de esto no habría que buscarla en lo trascendente del misterio de Dios, sino en un vaciamiento de sentido motivado por nuestra afirmación.
Cristo histórico y la cooperación en la humanidad del Cristo místico constituye una unidad que no puede deducirse de ningún tipo de conceptos metafísicos, sino que se encuentra únicamente en la revelación. Así se pone de manifiesto (puede descubrirse por raciocinio) que la maternidad divina de María es explicable precisamente con estas categorías reveladas. Ningún mariólogo pone en duda que la maternidad de María pertenece a los sucesos salvíficos humanos (en realidad no pertenecería, o sólo indirectamente, si María fuese, en un sentido trascendente, «un solo principio con Cristo»). Ahora bien, lo primero que nos enseña la revelación es que sólo hay un camino, una categoría de salvación: la encarnación de Cristo y la participación en su humanidad. De existir a este nivel universal otra categoría para María sola, la revelación habría hablado de ella, o esta categoría no nos afectaría. De todos modos, no es necesario establecer una nueva categoría por razón de la maternidad divina. La maternidad divina se nos presenta más bien como la participación suprema y más real en la humanidad de Cristo y como la suprema cooperación en la obra redentora. Cristo ha escogido para su encarnación el mismo camino que para la incorporación de toda la humanidad: la llamada a la cooperación humana en su obra divina. La maternidad de María se revela como la esencia de esta cooperación. Maternidad significa, en el sentido más general, acción que se sigue de concebir. La mujer sólo llega a ser madre por medio del varón. Ha de recibir el semen fecundante, no puede producirlo por sí misma. Sólo una vez que lo ha recibido en su propia naturaleza está capacitada para que el niño se forme dentro de ella. Este es el símbolo que se funde en María con el misterio redentor. Por llena de gracia —kejaritomene—, concibió por obra de Dios. Su fe hizo de su concepción un acontecimiento rebosante de gracia. Ahora bien, su Hijo era el redentor del mundo, y participar por la fe en su humanidad se llama redención, divinización. El poder de Dios la capacitó para formar dentro de ella a ese Hijo. Con esto se manifiesta un doble hecho: la maternidad de María, por ser participación suprema en la humanidad de Cristo, supone la máxima plenitud de gracia y de redención; a la vez y en analogía con el prototipo de su maternidad, la gracia y la redención tienen un carácter maternal con respecto a Cristo, con respecto a la paternidad del Padre. De esta manera, María ilumina la esencia más íntima de la redención, al igual que la redención explica la esencia teológica de su maternidad. De ahí que para nosotros la expresión teológicamente más formal del principio mariológico básico sea: Marta es quien ha recibido la máxima participación en la humanidad de Cristo. Esto no lo entendemos en un sentido «puramente físico», sino como el modo de distribución de la gracia, lo que hace que la fórmula posea una identidad real con la «María es la llena de gracia».
Si a lo dicho añadimos que en todo el decreto de la redención ésta se realiza de modo que los mismos hombres redimidos llevan a la humanidad la fuerza redentora de Cristo, puesto que son verdaderamente miembros de Cristo, se nos abre súbitamente una nueva perspectiva sobre el misterio de la maternidad divina. Podemos hallar para ella una categoría más amplia, más universal. Ser madre del Hijo de Dios encarnado está en la línea de los miembros encargados de comunicar al Redentor, y, a la inversa, ser miembro de Cristo está en la línea de la maternidad divina 19. Con esto reconocemos como un hecho que en categorías teológicas la maternidad divina no se encuentra totalmente aislada y separada de todos los restantes conceptos y órdenes. Más aún, reconocemos que su sentido teológico se entiende mejor relacionándola que aislándola. Al contemplar la maternidad divina de María dentro de todo el contexto de la doctrina de la encarnación, y, por tanto, también de la doctrina de la gracia y de la eclesiología, se realiza la aspiración del principio básico: captar una realidad lo más amplia posible mediante una idea lo más simple posible. El pensamiento queda estructurado como sigue. El Hijo de Dios se hace hombre para hacer partícipe al hombre de su divinidad mediante su humanidad. Este hacerse hombre encuentra una nueva dimensión en el hecho de haber llamado a los hombres a cooperar en la divinización, puesto que ésta históricamente sólo se realiza mediante hombres. La participación en la humanidad del 17 P. Sánchez-Céspedes sj, profesor de teología bíblica en la Universidad Pontificia Comillas, pone a su libro El misterio de María. Mariologia bíblica. I: El principio fundamental (Santander 1955) el subtítulo: Cristo y María, nn solo principio redentor. Este es el principio fundamental que se defiende a lo largo de todo el libro. María es denominada, entre otras cosas, «principio convivificador, conresucitador y conglorificador» (p. 225). 18 Esto no se dice como condición real al nivel de la causa eficiente, sino como descripción de una ordenación real de Dios. 19 Decimos solamente: «está en la línea». Aquí, en efecto, no es posible una descripción ontológico-conceptual más precisa, puesto que desconocemos la ontología de la relación entre cuerpo físico y cuerpo místico.
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No pretendemos que de esta fórmula se deduzca necesariamente —y con independencia del orden salvífico concreto— la maternidad divina de María, pero gracias a ella se explica el sentido de su maternidad divina en conexión con la doctrina de la encarnación y con la soteriología. Y, a la inversa, el hecho de que la encarnación se realizara en una madre humana corresponde con exactitud a la estructura general del orden salvífico, constituido de un modo semejante en su raíz y en su desarrollo. En esto se incluye evidentemente (puesto que hemos partido de una categoría bíblica) que la maternidad de María fue una concepción histórico-salvífica y redentora. María constituye el caso supremo del proceso redentor, y, por tanto, puede decirse también, como consecuencia, que María es la primera de los redimidos (Rahner). Esta recepción de la gracia suprema, que es a la vez donación de Cristo al mundo, se equipara a la misión de la Iglesia en el desarrollo de la redención. De ahí que pueda decirse por antonomasia que María es el
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prototipo (o la realización perfecta) de la Iglesia (Semmelroth). En este mismo sentido puede explicarse la calificación de María como nueva Eva, por más que esta imagen, más bien difusa en la revelación, no sea teológicamente concluyeme. Las fórmulas concretas restantes, tales como María madre del Mesías (Dillenschneider), María madre de Dios en el sentido histórico concreto (Bover), dicen materialmente lo mismo, pero desde un punto de vista teológico-especulativo son menos formales. Las fórmulas que unen la maternidad divina de María con su maternidad espiritual con respecto a los hombres (Roschini, García Garcés) engarzan un aspecto primario con uno secundario 20 y son, por tanto, formalmente imperfectas. En las líneas que siguen intentaremos mostrar la vinculación existente entre los dogmas marianos y nuestro principio fundamental. Puesto que hemos encontrado este principio basándonos en la maternidad divina revelada, no diremos, como quedó ya mencionado, que aquél exige ésta, sino que la maternidad divina es la primera y la más perfecta expresión y realización del principio básico. A la vez puede demostrarse, por una especie de prueba conceptual, que la maternidad divina no solamente realiza de una manera fáctica y relativa el concepto de «participación en la humanidad de Cristo», sino que lo hace en el modo más absoluto que puede imaginarse. La participación de los redimidos en la humanidad de Cristo es un misterio. Nosotros, por razón de la categoría mistérica de la revelación, no la llamaremos simplemente «metáfora» o «analogía», sino que en una categoría ontológica, propia de la revelación sobrenatural, diremos que es verdaderamente «unívoca» 21 . A pesar de ello, sigue siendo cierto que la participación de los cristianos en la humanidad de Cristo no es del mismo tipo que una participación a nivel natural. Si la proyectamos a nivel natural, hemos de hablar realmente de metáfora. Sin embargo, la participación de María en Cristo fue de tal categoría, que también a un nivel natural puede emplearse la palabra en un sentido unívoco; más aún, adquiere el mayor contenido de verdad que puede imaginarse 22. María no «sólo» tuvo la máxima participación en la humanidad de Cristo de una manera físico-sobrenatural, sino también de un modo físico-natural. En este punto hemos de examinar, no obstante, nuestra conciencia metafísica para ver si hemos de ratificar este «sólo», si realmente la categoría natural-«carnal» es superior a la sobrenatural-«espiritual». ¿No fue María «más dichosa por haber recibido la fe de Cristo que por haber concebido la carne de Cristo»? 23 . De nuevo tenemos que responder que si la participación natural en Cristo —participación que integra la sobrenatural— no tuviera por sí misma un valor superior y más intensivo, entonces la encarnación como tal hubiera sido en definitiva inútil, e igualmente la inmolación cruenta del cuerpo de Cristo en la cruz. Aquí fallan precisamente nuestras categorías exclusivamente metafísicas 24 , y sólo nos sirven las categorías de la revelación. Partiendo, pues, de éstas, afirmamos que el hecho de que María fuera también la madre física de la humanidad individual
e histórica de Cristo le confiere la suprema participación en la humanidad de su Hijo, suprema también desde la perspectiva de la gracia. Nuestro principio básico expresa, por tanto, la verdad histórico-salvífica más íntima: la de la maternidad divina. A esta participación perfecta en Cristo corresponde, como consecuencia necesaria, la mayor plenitud de gracia que un hombre después del pecado original puede imaginar. Por tanto, María es con seguridad la que más gracia tiene de todas las criaturas. En esta línea de la plenitud de gracia se integran los dogmas de la santidad perfecta de María, de su preservación del pecado original y de su glorificación en el cuerpo. Con todo, tampoco aquí podemos hablar de una consecuencia metafísicamente necesaria por la sencilla razón de que de la metafísica del orden de la gracia únicamente conocemos lo que Dios nos ha revelado. Pero, en todo caso, es matemáticamente correcto decir que (si la gracia de María debía producir todos los efectos santificantes imaginables) esto debía extenderse desde la concepción inmaculada hasta la asunción. Pero que esto de hecho se realizara así con la participación suprema en Cristo es un decreto de Dios que con seguridad sólo conocemos por la fe. Ahora bien, una vez seguros de estas verdades de fe, advertimos que son consecuencias de la participación maternal y suprema en la humanidad de Cristo. Una consecuencia que se desprende, por el contrario, de presupuestos teológicos conocidos es que participación en la humanidad de Cristo significa incorporación a su obra redentora. Esta pertenece, en efecto, a las categorías generales de la doctrina de la encarnación y de la redención. María es, entre todos aquellos que participan en Cristo, quien más íntima y umversalmente está vinculada a la obra redentora. Lo fundamental queda expresado en la expresión «de María nació el Redentor». Con esto se ha dicho todo, pero sólo en germen; de ahí podrán explicitarse varias consecuencias en el orden de la gracia. Para descubrirlas se encuentran a nuestra disposición las categorías universales de la soteriología y de la eclesiología, y sería teológicamente injustificado abandonai estas categorías y modelarse otras que únicamente fueran aplicables a la relación singular de María con Cristo. Tales categorías adolecerían, en primer lugar, de una falta de base en la revelación, y en segundo lugar, oscurecerían el hecho de que Dios ha planeado la encarnación de Cristo y la continuación de su obra redentora según un mismo esquema. Nos queda aún por examinar la triple verdad de fe de la virginidad antes del parto, en el parto y después del parto. La concepción virginal y el nacimiento de Cristo son primariamente verdades cristológicas. Como tales, iluminan el hecho de que la maternidad de María no puede ser considerada de otra manera que como su participación graciosa en Cristo. De ahí su concepción, obra exclusiva de Dios; de ahí un nacimiento que no corresponde al destino femenino universal, sino que revela con su integridad el orden de redención y de gracia al que pertenece. La virginidad permanente es, sin embargo, una verdad puramente mariológica, y no tiene el carácter de una consecuencia estrictamente necesaria. Pero a su vez revela, como verdad de fe, que la maternidad de María es un acontecimiento de la participación graciosa en Cristo. Por ello representa la suprema unidad personal con Cristo, sellada (lo que no ocurre en una maternidad natural) con la virginidad permanente, es decir, con la entrega exclusiva a Cristo. Todo el dogma del triple aspecto de la virginidad transparenta a la vez el hecho básico de que la participación de María en Cristo ha recibido de la maternidad física una realización específicamente corporal. El dogma de la glorificación corporal hay que situarlo también en esta línea. Merced al principio básico de que María es quien ha recibido la máxima participación en la humanidad de Cristo es posible integrar en una unidad llena
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20 Llamamos secundario al aspecto de la maternidad espiritual sobre los hombres, porque —en nuestra opinión— no se da sin más con la predestinación de María a ser Madre de Cristo, sino que se sigue de su plenitud de gracia como Madre de Dios. 21 De lo contrario, habría que preguntarse si hay que tomar en serio toda la cristologia, si la eucaristía es una metáfora, etc. 22 En cuanto que sólo en el concepto de la maternidad personal está integrado también el de la maternidad espiritual. 23 «Beatior ergo María percipiendo fidem Christi quam concipiendo carnem Christi» (Agustín, De s. virg., 3: PL 40, 398). 2< Esto quizá únicamente porque sabemos demasiado poco sobre la «naturaleza humana», la materia y el espíritu.
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de sentido todas las verdades marianas y, a la vez, situarlas en la relación formalmente más correcta con las verdades englobantes de la encarnación y la redención. Aparte del principio fundamental, algunos tratados aluden a ciertos principios de mariología llamados secundarios 25 . Roschini establece la siguiente clasificación: A) Principios secundarios universales: 1) el principio de la singularidad trascendente de María; 2) el principio de la conveniencia; 3) el principio de la eminencia en comparación con otros santos; 4) el principio de la analogía o de la semejanza con Cristo. B) Principios secundarios particulares: 5) el principio de la «recirculación» x; 6) el principio de la asociación de María con Cristo; 7) el principio de la solidaridad de María con la humanidad. J. Bover, con el principio fundamental de la maternidad redentora de Roschini, cuenta como demostrativos los principios «particulares» y como directivos los tres principios «universales»; con ello ha logrado una clasificación teológicamente más feliz que la de Roschini. A los principios directivos añade él el principio «límite» (p. 411), que toma expresamente de las matemáticas: la grandeza de María es un valor límite al que nuestras afirmaciones no llegarán nunca por mucho que se acerquen. El principio límite tiene también un papel negativo en lo referente «a los atributos esencialmente incomunicables de la divinidad, señaladamente la aseidad y la infinidad propiamente dicha» 27 . El hecho de que el lema «De Maria numquam satis» y la verdad teológica fundamental del papel solidario de María con la humanidad entera se encuentren el uno junto al otro como principios secundarios es algo más que un preciosismo. Los cuatro principios llamados por Roschini universales no han de servir precisamente como principios cognoscitivos heurísticos, porque conducirían a una inflación de afirmaciones teológicas sin apenas base bíblica. Mucho mejor es el caso de aquellas fórmulas que aplican simplemente a la mariología categorías teológicas más universales (principios quinto al séptimo). Este es el camino acertado. En realidad basta con un único principio secundario: más allá del patrimonio de la fe, lo que hay que decir sobre María es aquello que se desprende con claridad de los dogmas y del principio fundamental y está en armonía con el conjunto de la teología. Un ejemplo para aclarar esto: el «principio límite» de Maria numquam satis (sobre María nunca lo suficiente) llevó a atribuirle todos los carismas posibles. Ahora bien, según la teología común, tales carismas están encaminados a la construcción del cuerpo de Cristo, al cumplimiento de sus tareas. Lo acertado será, por tanto, suponer (pues no es más que una suposición) que María recibió aquellos dones carismáticos que eran importantes para el cumplimiento de sus tareas de Madre de Dios 28 . La elaboración y la fundamentación del principio básico hizo necesaria una consideración teológico-especulativa de toda la doctrina sobre María. Pero no por ello resulta superfluo analizar ahora la vida de María desde un ángulo histórico-salvífico.
25 G. Roschini, Mariología,'i3&-'il9;Sacrae Theólogiae'Summa III, 333-336; J. Bover, Los principios mariológicos (Madrid 1944) 11-33 (diferencia entre principios demostrativos y principios directivos, p. 32). 26 La «recirculación» es el pensamiento soteriológico básico de Ireneo: por un efecto exactamente contrario al del camino por el que ha llegado el pecado al mundo (desobediencia de Eva), le trajo Dios la salvación (obediencia de María). 27 J. Bover, loe. cit., 26. 28 Es significativo que la Escritura no nos refiera más que un único acontecimiento carismático en la vida de María: la visita del arcángel.
SECCIÓN TERCERA
MISTERIOS PREVIOS A LA 1.
MATERNIDAD
Predestinación de María
En sentido estrictamente «histórico», deberíamos comenzar considerando el misterio de la concepción de María. No obstante, en la especulación teológica se acostumbra estudiar toda su vida bajo la doctrina de la predestinación. Este es el motivo de que también nosotros comencemos por este tema 1 . En la bula Ineffabilis Deus, con la que Pío IX definió la inmaculada concepción de María, se encuentran las palabras: «De ahí que también la Iglesia aplique a María, en el rezo de las horas y en la celebración de la sagrada eucaristía, las mismas palabras con las que la Sagrada Escritura habla de la sabiduría increada y describe su origen divino y las refiere a su origen. Su creación fue, en efecto, decretada por Dios a la vez y en el mismo decreto que la encarnación de la sabiduría divina» 2. Y el Vaticano I I habla de la bienaventurada Virgen, «que, a una con la encarnación de la palabra divina, fue predestinada desde la eternidad como madre de Dios» (Lumen gentium, n. 61). Según Bonnefoy, esta doctrina de que María había sido predestinada en el mismo decreto divino de la encarnación fue desarrollada por los teólogos escotistas 3 . Con esto se indica ya la existencia de cierta polémica sobre la cuestión. En realidad, todos los estudios sobre este tema se enfrentan expresamente con el problema del «motivo de la encarnación». ¿Se hubiera encarnado el Hijo de Dios si Adán no hubiera pecado? La escuela escotista da una respuesta afirmativa. Según ella, Cristo fue predestinado por Dios de una manera absoluta y con anterioridad a la previsión del pecado de Adán. Según la escuela tomista, por el contrario, la encarnación fue decretada «después» de la previsión del pecado. Esta diferencia parece ser de importancia para la mariología. En efecto, si la encarnación fue decretada por Dios sin tener en cuenta el pecado original, se concluye que también María fue predestinada «en el mismo decreto» y sin tener en cuenta ese pecado. Este problema nos ocupará cuando hablemos de la concepción inmaculada de María. 1 Bibliografía: G. M. Roschini, Dizionario di Mariología (Roma 1961) 395-401, con bibliografía; J. F. Bonnefoy, The Predestination of Our Blessed Lady, en J. B. Carol, Mariology II (Milwaukee 1957) 154-176 (muy especulativo); Alma Socia Christi, vol. 3 (Roma 1952). 2 «... ad illius Virginis primordia transferre, quae uno eodemque decreto cum divinae sapientiae incarnatione fuerant praestituta» (A. Tondini, Le encicUche mariane, Roma 1954, 32). Cf. la constitución apostólica Munificentissimus Deus, con la que Pío XII definió la asunción corporal de María: «Dei Mater, Jesu Christo inde ab omni aeternitate, uno eodemque decreto praedestinationis arcano modo coniuncta...» (AAS 42 [1950] 768). 3 J. F. Bonnefoy, The Predestination, 173: «Los decretos relativos a Cristo y a su Madre son tan inseparables que dio pie a que algunos teólogos escotistas llegasen a afirmar que Cristo y María fueron elegidos primero por Dios en un único decreto. La bula Ineffabilis Deus confirmaba esta doctrina...».
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MARÍA EN EL ACONTECIMIENTO CRISTO
MISTERIOS PREVIOS A LA MATERNIDAD
El motivo de que nos planteemos el problema de la predestinación de María, a pesar de que aparentemente se trata de una cuestión puramente especulativa, tiene una explicación esencialmente histórico-salvífica. Desde una perspectiva de teología general, no podemos prescindir del tema de la predestinación, puesto que es una realidad. Tampoco debe asustarnos una terminología inevitablemente antropomórfica, pues conocemos sus límites y su valor relativo. Por otro lado, y precisamente por razón de esos límites, plantearemos únicamente aquellas cuestiones que tengan relación con la historia salvífica revelada y que puedan ser juzgadas a la luz de ésta. Por lo que se refiere a Cristo, la Sagrada Escritura habla expresamente de un decreto divino. La carta a los Efesios habla de nuestra elección en Cristo antes de la fundación del mundo (1,4), de nuestra predestinación al estado de hijos por Cristo (1,5), del «misterio de su voluntad según el amoroso designio que se formó él libremente en Cristo para llevarlo a cabo en la consumación de los tiempos: recapitular todas las cosas en Cristo, las de los cielos y las de la tierra, todo en él. En él hemos sido agraciados también con la herencia, predestinados según el propósito de aquel que todo lo ejecuta conforme al deseo de su voluntad» (1,9-11). El «misterio de Cristo» es «la economía del misterio oculto en Dios desde la eternidad» (3,9), «conforme al designio eterno, llevado a cabo en Cristo Jesús, Señor nuestro» (3,11). Palabras análogas se encuentran en Col l,26s; 1 Pe 1,20 llama a Cristo «predestinado para eso antes de la creación del mundo, y revelado al final de los tiempos». Así, pues, está justificado bíblicamente hablar de un decreto divino de encarnación. Pero aquí se separan los caminos especulativos. Según unos, Dios, al decretar en concreto la encarnación de su Hijo mediante una madre humana, predestinó virtualmente a María en el mismo decreto como madre vinculada íntimamente a él. Y la escuela escotista añade: y esto virtualmente «antes» de la previsión del pecado de los hombres; es decir, que predestinó a Cristo como el rey absoluto de la creación y a su madre como reina 4 . Esta especulación metafísica afirma además que María, como Madre de Cristo, pertenece al ordo hypostaticus, y por lo mismo su predestinación es única y esencialmente distinta de la predestinación de los restantes redimidos 5 . Ahora bien: ¿es desde esta perspectiva como hemos de plantear el problema? Es decir, ¿conseguimos realmente un conocimiento teológico a base de un análisis de todos los signa de los decretos divinos que pueden distinguirse lógicamente? Nos está permitido presuponer como un dato bíblico la predestinación de Cristo en cuanto cabeza de la humanidad y de la creación, y esto al margen de toda hipótesis tomista o escotista 6 . Tal hecho no debería separarse del de la maternidad de María. Dado que la encarnación debía ser tal que hi-
ciera a Cristo cabeza de la humanidad y le incorporase a ella, esta encarnación debía realizarse mediante una madre humana. Imaginar lo segundo sin lo primero no corresponde a la perspectiva de la revelación. Decir que Dios en su pensamiento ha destinado primeramente a Cristo y a María y después a los restantes redimidos no parece ser el modo más acertado de estructurar el proceso teológico. ¿Cuál es entonces la importancia de la afirmación de que María fue predestinada por el mismo «decreto» que su Hijo, afirmación que aparece en dos lugares tan importantes como los documentos definitorios (cf. nota 2)? Aunque estas afirmaciones no son definiciones de fe, tienen una gran autoridad para la teología. Creemos además que la fórmula tiene su puesto dentro de nuestra exposición. La circunstancia de que María fue predestinada por el mismo decreto que su Hijo significa que el decreto de la encarnación de Dios no fue un decreto mitológico, por el que la humanidad de Cristo habría «caído del cielo». Fue un decreto histórico-salvífico y eclesiológico por el que Cristo como hombre tuvo su origen en la humanidad misma y por el que se incorporó física y sobrenaturalmente la humanidad a sí mismo. Ahora bien, esto significa que el decreto de la encarnación incluye la maternidad divina y, por lo mismo, la persona de María. Afirmar que María «fue primeramente predestinada a ser madre de Dios y sólo secundariamente a la gracia y a la gloria», o que la predestinación de María a ser madre de Dios se diferencia esencialmente de la predestinación normal de los restantes redimidos a la gracia y a la gloria, sería algo conceptualmente exacto; pero, aislado y sin contexto, oscurece otras vinculaciones más importantes. Digamos, por tanto, positivamente, que Dios predestinó para su Hijo una encarnación histórico-eclesiológica. Con ello predestinó, en el mismo decreto, a una madre humana que, en virtud de su maternidad, fue la primera en recibir (por ser madre corporal) esa incorporación a Cristo, y ello de una manera eminente. María, por lo mismo, fue la primera en ser incluida en una relación divinizante con Cristo, y ello también de una manera inminente (con una proyección íntima y personal hacia la unión hipostática 7 ). El término «trascendencia», aplicado a la situación salvífica de María por razón de su predestinación, está justificado y es exacto si no insinúa un «orden superior» radicalmente distinto, sino un grado superior a todos los demás dentro del mismo orden. En este contexto hay que mencionar la afirmación de la bula Ineffabilis de que María ha sido preservada del pecado original, y, por tanto, redimida, «de un modo preferente» 8 . Así hace notar Nicolás, con mucha razón, que la Iglesia es la comunidad de todos los que han recibido la gracia de Cristo-Cabeza, que
4 5
Cf. ibíd., 160-165. Cf. G. M. Roschini, Dizionario, 396s; M. J. Nicolás, De transcendentia Matris Dei, en María et Ecclesia II (Roma 1959) 73-87. 6 Ef 1,10 dice de la anakephalaiosis, el papel que Cristo tiene como cabeza de todo lo creado, que es un misterio de la voluntad de Dios. Pero el contexto, en concreto desde 1,7, es la redención. También en la carta a los Cqíosenses se habla primero (1,14) de la redención y luego se afirma de Cristo: «El es la imagen del Dios invisible, nacido antes que toda criatura, pues por su medio se creó el universo celeste y terrestre. El es modelo y fin de todo lo creado, él es antes que todo y el universo tiene en él su consistencia. El es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. El es el principio, el primero en nacer de la muerte, para tener en todo la primacía» (1,15-18). Difícilmente puede negarse que este texto ofrece un punto de apoyo a la suposición de que Cristo no fue predestinado como el redentor a posteriori de una humanidad caída, sino como la cabeza universal por antonomasia.
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7 La pregunta de si María pertenece al orden hipostático internamente o sólo externa y reductivamente encuentra una acertada respuesta especulativa en la obra de J. M. Nicolás, que afirma el hecho y el modo de una pertenencia «interna». Sobre ello hay que advertir tan sólo que, según el autor de estas distinciones, Cayetano (cf. ibíd., 77s), la expresión se refiere exclusivamente a aquel que se encuentra en una relación de unión hipostática con Dios, es decir, Jesucristo (al igual que al orden de la gracia pertenece todo aquel que se encuentra con Dios en relación de gracia). Nicolás, por el contrario, amplía la expresión a «todo el orden de las cosas creadas, construido y fundamentado sobre esta manera de comunicación de Dios a la creación» (ibíd., 85), y en este orden puede ser incluida, por tanto, internamente María. Pero ¿aporta esta ampliación terminológica alguna ventaja teológica? 8 «Omnes pariter norunt... sacrorum antistites... palam publiceque profiteri, Sanctissimam Dei Genitricem Virginem Mariam, ob praevissa Christi Domini Redemptoris menta numquam originali subiacuisse peccato, sed praeservatam omnino fuisse ab originis labe, et idcirco sublimiori modo redemptam» (Tondini, op. cit, 40).
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la gracia de María tiene su origen en la gracia de Cristo y que, por tanto, María no está fuera de la Iglesia ni por encima de ella, sino que es su primer y más privilegiado miembro, un miembro que posee frente a los demás cierta prioridad y anterioridad de naturaleza; más aún, la Iglesia accede en María al orden hipostático 9 . La predestinación de María es, pues, una con la de Cristo, pero no constituye, según categorías teológicas válidas, un ordo a se ni es «con Cristo un solo principio redentor» 10; en ella ha sido más bien predestinado con la predestinación de Cristo todo el ordo de los redimidos y, a la vez, ha sido llevado a su suprema culminación individual. Resulta obvio que con la predestinación de María a una maternidad eclesiológica n fuera predestinada toda su existencia cristocéntrica, cuya síntesis hemos esbozado en la sección anterior, al hablar del principio fundamental. Según esto, el «contenido» de la predestinación de María puede ser considerado, si se quiere, como el principio mariológico fundamental. Este tendría entonces el carácter de una disposición divina. Cabe incluso decir que el decreto de la predestinación de María, si quiere ser objetivo, ha de ser principio fundamental. Sin embargo, en lo referente a su contenido no hemos conseguido de antemano nada, puesto que la formulación del contenido de este decreto es también una labor teológica. ¿Hay algo que decir, finalmente, desde un punto de vista histórico-salvífico sobre la predestinación «absoluta» de Cristo (también en el caso de no haber existido pecado), sobre su «primacía absoluta»? La respuesta sería que un planteamiento bíblico e histórico-salvífico incluye necesariamente ambos aspectos y que su separación es puramente lógica. Esto únicamente puede ser considerado como pérdida o como renuncia en el caso de que una lógica puramente conceptual haya conseguido un influjo excesivo sobre la teología. Sin duda que, según la Escritura (cf. nota 6), hay que considerar siempre a Cristo como el Señor de la creación absolutamente predestinado. Pero esta creación es conocida no como libre de pecado, sino como pervertida, y, por tanto, aquel hacia quien se orienta toda la creación es reconciliador mediante su sangre: no es también reconciliador, sino reconciliador como cabeza. Sería realmente insuficiente presentar a Cristo tan sólo como el redentor introducido a posteriori para redimir a una humanidad caída. Pero es arbitrario ante los datos de la revelación imaginarse su papel en el caso de que la humanidad no hubiera pecado. En un marco teológico legítimo, lo único que encontramos es una cabeza de la creación absolutamente predestinada y redentora. El carácter inescrutable del misterio del pecado es lo que hace también definitivamente inescrutable este problema. En una teología histórico-salvífica se habla, pues, de la predestinación de Cristo y de María como de una predestinación absoluta y soteriológica, pero sin tener en cuenta para nada la polémica artificial del motivo de la encarnación.
5 M. J. Nicolás, 10 Cf. supra, p. 11
op. cit., 87. 884, n. 17. Decimos maternidad divina «eclesiológica» para designar su relación trascendental con el cuerpo místico de Cristo, sin prejuzgar con la expresión «soteriológicamente» la cuestión del motivo de la encarnación.
2.
Concepción inmaculada, plenitud de gracia e integridad de María a)
Concepción inmaculada.
La maternidad divina de María es su participación en la humanidad de Cristo, y esto es para todo hombre la divinización redentora, un don de gracia. Un decreto divino que consiste en hacer de una persona la madre corporal del redentor ha de ser el decreto de gracia y de redención por antonomasia y el más perfecto que pueda imaginarse, el que haga de María la llena de gracia y la redimida de una manera más perfecta. Teológicamente es mejor no separar el aspecto de la maternidad divina y el de la gracia perfecta como si fueran causa y efecto, como si la maternidad divina fuese una dignidad independiente a la que como un don posterior tuviera que añadirse, desde «fuera» y con objeto de hacerla más digna, la plenitud de gracia. Una visión acertada de la encarnación nos prohibe concebir concretamente la maternidad divina de María de otra manera que como suprema participación redentora en Cristo. Cierto que la plenitud de gracia es «consecuencia» de la maternidad, pero no por razones externas de decoro, ni solamente como una necesidad moral, como si Dios «hubiera necesitado dos decretos» para hacer a María su madre y la llena de gracia. La plenitud de gracia es más bien el fruto interno y necesario de la maternidad, puesto que ésta significa la incorporación a Cristo. La hipótesis de una maternidad «puramente fisiológica», que en consecuencia no sería tampoco formalmente santificante, no posee fundamento teológico alguno. Cierto que puede hablarse con razón de la maternidad de María y de su gracia en analogía con el carácter bautismal del cristiano y de su gracia, y que en el caso del bautismo se puede pensar realmente la producción del carácter sin la presencia de la gracia. Sin embargo, en la maternidad de María se trata del principio de la gracia, de la redención. Y esto no solamente en el sentido de que dio a luz al Salvador, sino también de que precisamente en forma de maternidad acogió al redentor y aceptó la redención. Supuesta la omnipotencia divina, este principio de la redención activa y pasiva no podía fracasar; menos sentido tiene aún imaginar que Dios hubiese negado precisamente en el principio de la redención el «principio de la redención» y que no hubiera querido dar a María la más íntima participación en la humanidad de Cristo. La maternidad de María significa, por tanto, la gracia suprema. Esta es, como designio divino, eterna, pero su realización en María es temporal; es decir, la plenitud de gracia de María fue produciendo gradualmente los efectos temporales correspondientes n. El primero de los efectos de una gracia y de una redención eminentes fue la preservación de María del pecado original. a ) Lo primero que se trató históricamente (cf. supra, pp. 875s) no fue, sin embargo, la concepción inmaculada de María, sino la ausencia de pecado a lo largo de su vida. Ya vimos que esta ausencia de pecado no apareció al principio como un fruto necesario de su maternidad; pero, en todo caso, no después de Ambrosio se cayó en la cuenta de la necesidad de esta conclusión. La razón de que el problema sobre la exención del pecado original no se hubiera planteado antes hay que buscarla en que aún no se había desarrollado plenamente la doctrina sobre este pecado, lo que tuvo lugar en la polémica con los pelagianos 13. Pero fue precisamente esta polémica el motivo de que no se pensara en una concepción inmaculada de María. Cierto que Agustín escribe las conoci12 13
Sobre el carácter histórico de la gracia, cf. MS IV, 912ss. Sobre el desarrollo histórico de los dogmas, cf. A. Gaudel: DThC XII (1933) 317-606.
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das palabras: en honor del Señor, no quiero que María quede incluida en lo más mínimo cuando se habla del pecado, «pues ¿de dónde sabemos nosotros qué plus de gracia recibió para superar absolutamente el pecado aquella a quien le fue concedido concebir y dar a luz a Jesús, de quien es seguro que no tuvo ningún pecado?» w . Por otro lado, a la objeción de Julián de Eclana: «Por la condición de su nacimiento (en pecado original) entregas a María al diablo», Agustín responde: «No entregamos a María al diablo por razón de la condición de su nacimiento; y esto precisamente porque esa condición fue suprimida por la gracia de un nuevo nacimiento» ls . Agustín supone, pues, en María la conditio nascendi del pecado original. Detrás de ello se oculta la creencia de que el factor transmisor del pecado original es el placer sexual del acto generacional, inexistente únicamente en la concepción virginal y sobrenatural de Cristo 16 . Esta posición de la mayor autoridad teológica de la Antigüedad mantuvo bloqueado durante siglos en Occidente el desarrollo de la cuestión. En Oriente, si bien se rechazó el pelagianismo, la doctrina del pecado original no adquirió un desarrollo conceptual tan grande como en Occidente. Tampoco allí se planteó expresamente la cuestión de la ausencia en María del pecado original, aunque existen algunos textos bastante categóricos en afirmar la ausencia de pecado en María 17 .
A este Concilio le faltaba ya en aquel momento la autorización papal; de ahí que no pudiera hablarse de un dogma definido y que la discusión continuara. En 1439, Sixto IV prohibió que se presentara una u otra opinión como herética o pecaminosa (DS 1425s). El Concilio de Trento se planteó también esta situación y declaró que «no es intención incluir en este decreto, en el que se habla del pecado original, a la bienaventurada e incontaminada virgen y madre de Dios, María» (DS 1516); por el contrario, se renuevan las prescripciones de Sixto IV. Pero la polémica no ha terminado y provoca nuevas intervenciones de los papas. Con Paulo V se rompe el equilibrio entre ambos partidos y se prohiben los ataques a la doctrina de la concepción inmaculada 21 . Los últimos pasos del proceso son la fijación, por obra de Alejandro VII ( 1 6 6 1 ) n , del sentido o del objeto exacto de la fiesta litúrgica, su extensión a toda la Iglesia por Clemente XI ( 1 7 0 8 ) a y, finalmente, la definición de Pío IX, el 8 de diciembre de 1854, mediante la bula Ineffabilis Deus2*. En la introducción de este documento se proclama la predestinación eterna de María a la maternidad divina, a la santidad perfecta y a la incontaminación de pecado original. A continuación, y de una manera sumaria, se atribuye a la Iglesia, arrancando de los tiempos más antiguos, la fe en este privilegio. Se hace una alusión especial a lo realizado por los papas: fomento del culto, fijación del objeto de la fiesta, prohibición de la doctrina contraria. El documento comenta seguidamente algunos pasajes bíblicos que pueden ofrecer una referencia a este misterio, y en primer lugar el protoevangelio. Se recuerda la antítesis Eva-María de los Padres y finalmente se constata el asentimiento de la Iglesia presente, de los pastores y de los fieles. La fórmula de la definición (a la que siguen en el documento peticiones de oración) es la siguiente: «Para honor de la santa e individua Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra propia, declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, por gracia y privilegio singular de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original, ha sido revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles» (DS 2803). @) El núcleo de la anterior oposición contra esta doctrina —prescindimos de otras razones secundarias— era el temor de que exceptuando a María del pecado original quedara rota la doctrina de la necesidad universal de redención. De ahí que ello obligara a la necesidad de elaborar una explicación que, a pesar de su privilegio, subordinara también a María a la redención de Cristo. Esta explicación se encuentra, en efecto, en la cláusula de la definición misma de que María fue preservada del pecado original «en previsión de los merecimientos de Cristo». Aquí podemos encontrar el punto de partida para integrar este dogma en la historia de la salvación. María fue concebida sin pecado original porque, por su participación maternal en la humanidad de Cristo, es la llena de gracia por antonomasia. Ahora bien, su participación maternal en la humanidad de Cristo la recibió como el primer miembro de una humanidad que Cristo había venido a incorporar a sí y cuya circunstancia decisiva en esta incorporación era su necesidad de reden-
En Occidente tuvo lugar el siguiente proceso. Con motivo de la fiesta litúrgica de la Concepción de María (aceptada en Oriente sin precisión dogmática y en Inglaterra a partir del siglo xi) empieza a discutirse el contenido de esta fiesta, y es entonces por primera vez cuando Eadmero, un discípulo de Anselmo, enseña expresamente que la concepción de María está libre del pecado original 18. El siglo x n trae la gran controversia contra la fiesta y el misterio que representa, y hasta finales del siglo XIII los nombres importantes se encuentran del lado de los adversarios de la doctrina, entre ellos Bernardo de Claraval, Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, Buenaventura, Alberto Magno y Tomás de Aquino 19. Duns Scoto (con Guillermo de Ware y Raimundo Lulio) se decide a favor. A esta decisión sigue la larga y dura polémica entre dominicos y franciscanos, que en 1439 llevó a la definición del Concilio de Basilea de que todos debían aceptar la concepción inmaculada como conforme a la fe católica y a la Escritura y que no estaba permitido enseñar ni predicar lo contrario 20 . 14 De nat. et gr., 36, 42 (PL 44, 267): «(Excepta itaque sancta virgine María), de qua propter honorem Domini nullam prorsus, cum de peccatis agitur, haberi voló quaestionem: unde enim scimus, quid ei plus gratiae coUatum fuerit ad vincendum omni ex parte peccatum, quae concipere ac parare meruit quem constat nullum habuisse peccatum?...». 15 Op. imp. c. Jul., 4, 122 (PL 45, 1417.1418): «Jul.: Tu ipsam María diabolo nascendi conditione transcribís.—Aug.: Non transcribimus diabolo Mariam conditione nascendi; sed ideo, quia ipsa conditio solvitur gratia renascendi». 16 Cf. Op. imp. c. Jul, 6, 22 (PL 45, 1533): «Aut ergo ipsa (concupiscentia carnis, per quam jactus carnalium seminum provocatur) vitium est, si nulla fuit ante peccatum, aut ipsa sine dubio est vitiata peccato; et ideo ex illa trahitur origínale peccatum». Inmediatamente antes se dice expresamente de María: «María quidem mater eius, de qua camera sumpsit, de carnali concupiscentia paren tum* nata est; non autem Christum sic ipsa concepit, quem non de virili semine, sed e Spiritu Sancto procreavit» (ibíd.). 17 Cf. Andrés de Creta, Hom. I in Nat. B. Mariae: PG 97, 813C-816A. " Tractatus de conceptione sanctae Mariae: PL 159, 301-318, esp. 304-306. " Para una exposición detallada, cf. X. Le Bachelet, Inmaculée Conception (IV) dans l'Église latine aprés le Concite d'Ephése: DThC VII (1922) 979-1218 y los2 tratados sobre mariología, como el de G. M. Roschini, La Madre de Dios II (Madrid 1958) 45-69 y M. Schmaus, Dogmatik V (Munich 1955) 204-211. 20 Cf. DThC VII, 1113; Mansi, XXIX, 182s.
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DThC VII, 1172-1174; Roschini, op. cit., 66-69. DThC VII, 1174s.—a Ibíd., 1185s. Tondini, op. cit., 30-57; Graber, op. cit., 14-28. El documento lleva la denominación de «Litterae Apostolicae».
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ción. En este sentido, la maternidad divina significó para María una gracia redentora. María es, pues, una redimida precisamente por ser, como madre, la primera elegida de la humanidad. Hablando en absoluto y potencialmente, María se encontraba en una condición similar a la de la restante humanidad después de la caída, y su gracia hay que entenderla, por tanto, únicamente como efecto de la muerte redentora de Cristo. Es, pues, válida la afirmación de que María habría nacido con pecado original si los merecimientos redentores de Cristo no la hubieran preservado de él. Esta preservación de la «mancha» original es lo que llama la bula una redención «preferente». Tal estado de cosas es en sí sencillo y teológicamente indiscutible; no obstante, ha llevado a una polémica que dura hasta hoy. La teología metafísico-conceptual define la situación descrita como debitum Mariae contrahendi -peccatum originale, obligación de María de estar sometida al pecado original 25 . Cayetano, el autor de este término, quiere designar con él una realidad hipotética a la que sirve de base la realidad absoluta de la pertenencia de María a la humanidad adamítica. No obstante, la tendencia paradójica de esta teología a la objetivación condujo pronto a distinciones y polémicas 26 sobre la naturaleza de ese debitum, de si era directo o indirecto, de si manchaba o no a María. La discusión no se ha concluido todavía, sino que se ha agudizado, por cuanto ahora se habla de debitum «próximo» y «remoto», o se niega todo debitum 27. La argumentación fundamental arranca de la hipótesis escotista de la absoluta predestinación de Cristo y de María, independientemente del pecado y de la redención. En esta línea de pensamiento se afirma que María había sido ya predestinada como totalmente santa cuando fue decretada por Dios la ley del pecado original. Por tanto, María no estuvo nunca sometida a esta ley 28 . Lo que aquí atacamos no es la conclusión, sino el método seguido para llegar a eÜa, pues en teología no pueden sacarse consecuencias de unos conceptos sin verificar constantemente en la revelación el contenido de esos conceptos y de sus consecuencias. Si no queremos hacer de María un ser teológicamente aislado e independiente, «situado en medio, entre Dios y los hombres» (Roschini) y «que constituye con Cristo un solo principio redentor» (Sánchez Céspedes), es decir, un ser que la revelación no conoce, entonces será necesario contemplarla, en toda hipótesis de encarnación, como representante solidaria de toda la humanidad que Cristo incorpora a sí mismo. Esto es necesario también como exigencia de la cristología si queremos mantener una relación entre el misterio de la «asunción» de la naturaleza humana y el de la maternidad divina. Si el decreto de la encarnación se convierte en un decreto de redención (cualquiera que sea el lazo de unión entre ambos) en virtud del cual el Hombre-Dios ha de realizar esencialmente la asunción redentora de una humanidad caída, sería inconsecuente sacar de este contexto fundamental la vinculación a la humanidad en María, negando que su gracia fuera un fruto de la redención de Cristo. Por razón de la conexión que existe necesariamente entre la encarnación y la humanidad en-
tera, en el orden salvífico concreto la madre del Hombre-Dios ha de precisar la redención. La cuestión discutible de la predestinación absoluta de Cristo y de María no constituye, según eso, motivo alguno para ver nuestro problema de otro modo. Pero si afirmamos el hecho de que María fue redimida por Cristo, esto sólo puede tener su razón de ser en una fórmula condicional-irreal: María se hubiera visto sometida al pecado original si Cristo no la hubiera preservado con anterioridad de él. No vamos a examinar cómo se ha podido prescindir de esta fórmula en el marco de la fe bíblica. También el Vaticano I I apunta en esta dirección, aunque sin meterse directamente en la cuestión controvertida, cuando subraya: «También ella (María) se encuentra unida a todos los hombres del linaje de Adán necesitados de redención» {Lumen gentium, 53). Con esto, en el fondo, queda dicho todo. Cayetano definió esta situación como debitum contrahendi peccatum originale. ¿Tiene sentido el objetivar el debitum convirtiéndolo en una «mancha» 29 y demostrar después que la fe de la Iglesia excluye de María «toda mancha de pecado original»? 30. ¿No significa esto orientar la realidad de la fe hacia la terminología y no la terminología hacia la realidad de la fe? El término debitum o significa la necesidad de redención de María, y entonces no puede ser impugnado, o se le da un valor distinto en una teología exageradamente diferenciada, y entonces carece de interés 31 . Nuestra respuesta a esta cuestión es, por tanto, que María, como persona humana históricoindividual, pertenece de tal manera al linaje adamítico que en ella se hubiera hecho realidad, como en todos los hombres, el pecado original si, en el primer instante de su concepción, Dios no la hubiera preservado de él por un privilegio especial en virtud de los merecimientos de Jesucristo. Esta es la única formulación que llena las exigencias imperiosas del conjunto de la teología. El temor de que con ello caiga sobre María una «sombra» cualquiera, indigna de la madre de Dios, hay que calificarlo de injustificado. María, en efecto, no ha de aparecer como la más santa al margen de la obra redentora de Cristo, sino dentro de ella y gracias a ella.
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Ahora bien: ¿qué significado positivo tiene para la teología la doctrina de la concepción inmaculada? El pasaje neotestamentario clásico sobre el pecado original, Rom 5,12-21 a, nos ofrece lo que la fe cristiana descubrió más tarde como el sentido más profundo de Gn 3,15 y lo que la tradición entera desarrolló: la obra redentora de Cristo fue esencialmente el medio salvífico de Dios frente a la caída colectiva de la humanidad en el pecado original, y el núcleo de la obra redentora consiste en la liberación del pecado original, en la restauración de la relación filial con Dios, destruida por el pecado original. Es, pues, teológicamente consecuente reconocer en María al ser más perfectamente redimido para plantear expresamente el tema de su relación con el pecado original. La verdad es que también María debía haberlo contraído. Por otro lado, una problemática auténticamente teológica se pregunta qué efectos tuvo en orden a la ley del pecado original la perfecta participación de María en Cristo. La respuesta, en términos generales, sólo puede ser que María superó de
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Cf. DThC VII, 1156-1160. Basta con leer el pasaje citado en la nota anterior, especialmente la columna 1157, para imaginarse que se está en un laboratorio de física. * 27 Todo el tomo XI de la colección de actas «Virgo Inmaculata» (Roma 1957, 512 págs.) está dedicado a la cuestión del debitum, y en ellas aparecen expresamente tanto la afirmación como la negación del debitum. Cf. también la reseña sobre la discusión, 456-499. El presidente concluyó con las palabras: «Longe maior pars convenit in hanc sententiam: 'B. Virgo María peccatum originale contraxisset, nisi praeservata fuisset. Dico ergo ut hoc retineamus, et unusquisque det his verbis sensum plenum'» (p. 499). Cf. más bibliografía en J. B. Carol, Mariology II (Milwaukee 1957) 175. 28 Cf. J. F. Bonnefoy, op. cit., 175. 24
29 J. F. Bonnefoy, Marie indemne de toute tache du peché originel: «Virgo Immaculata» XI (1957) 48-52. 30 No resulta extraño que J. F. Bonnefoy afirme que una tesis rechazada por la mayor parte de los teólogos queda demostrada con esta exégesis como perteneciente al viejo patrimonio de fe de la Iglesia y como corroborada formalmente por la bula Ineffabilis. Cf. las dos notas anteriores 28 y 29. 31 Pero una teología aprisionada en su propio sistema conceptual no aporta utilidad ni a32 la fe ni a la propagación de la fe. Cf. sobre ello H. Haag, Biblische Schópfungslehre und kirchliche Erbsündenlehre (Stuttgart 1966) 60-66, cuya tesis no podemos discutir aquí.
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un modo perfecto el pecado original. Antes de analizar cualitativamente esta respuesta hemos de esclarecerla en un sentido «temporal» y causal. ¿Qué factor es el que ha operado la superación perfecta del pecado original en María? Si respondemos que la participación actual en la humanidad de Cristo, resultaría la hipótesis de que María fue totalmente purificada del pecado original en la concepción de Cristo (como un cristiano, a su manera, en el bautismo). Pero entonces surgiría la objeción de que María habría sido pecadora hasta la anunciación, lo cual se opondría a su dignidad como madre de Dios y, en definitiva, a la santidad de Cristo. Este es a lo largo de toda la tradición el argumento principal en favor de la santidad de María y, más tarde, en favor de su concepción inmaculada. Es un argumento de gran importancia, por más que no sea fácil comprender su fuerza probatoria interna. En primer lugar, hay que valorar acertadamente la analogía de la «contaminación» externa de la «morada» de Cristo. Luego hemos de tener presente que Cristo vino para salvar lo perdido y purificar lo impuro, de tal modo que no se vio amenazado por la impureza de los hombres. En este sentido no hubiera ido necesariamente en contra de su dignidad de redentor el haberse hecho hombre tomando carne de una madre pecadora para, de esa manera, santificar a su madre. Pero el problema cambia si se plantea formalmente con acierto la cuestión de la pureza como la disponibilidad perfecta para recibir a Cristo en una relación material y redentora plenamente personal. Tal disponibilidad es un presupuesto para esto último; un presupuesto que Dios mismo tiene que crear, que por naturaleza tiene prioridad sobre el efecto de la redención, a la que eleva, pero que en la existencia humana concreta significa a la vez una prioridad temporal. Esto quiere decir que, en la historia salvífica concreta, María tuvo que ser preparada por la gracia para poder concebir personalmente a Cristo. Si observamos esta preparación en una perspectiva humana concreta, advertimos que cualquier pecado en María hubiera dejado un «resto», una disposición negativa en perjuicio de su perfecta disposición para recibir a Cristo. Puede realmente afirmarse que a ésta le hubiera faltado algo si la santificación de María no hubiera comenzado ya con su existencia y no hubiera repercutido en la situación de pecado original. A esto añade otra reflexión bastante racional. Si María, por ser la que mayor participación tenía en la humanidad de Cristo, había de superar totalmente el pecado original, es razonable suponer que esto ocurriera en el instante de la transmisión del pecado original, es decir, como preservación del mismo en la concepción. Así, pues, el argumento tradicional de la pureza, bien entendido, viene a coincidir con el argumento de la teología histórico-salvífica, y resulta manifiesto que el principio de mayor alcance es el de que Dios hizo aparecer los distintos efectos de la predestinación global de María en el momento de su vida en que a cada uno temporalmente le correspondía. En una perspectiva conjunta, este principio escaparía mejor al hálito de lo mitológico que la suposición de que una María predestinada a la gracia suprema fue una pecadora corriente hasta el momento de la concepción de Cristo y que después, también retrospectivamente, «fue borrado todo». En lo referente a la concepción de María hay que hacer todavía una última aclaración. La expresión connota ciertamente un momento temporal, pero formalmente designa una situación ontológica. Lo que transmite el pecado original no es el placer generativo ni una «partícula carnal inmunda», sino la continuidad de la naturaleza humana, que pasa de «Adán» a los padres y de éstos al hijo. La «transmisión» del pecado original consiste en la aparición de una nueva naturaleza humana individual. Esto es lo que se quiere expresar con el término de concepción: el comienzo absoluto de una naturaleza humana indi-
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vidual. Con ello se afirma teológicamente de un modo ineludible la ausencia del pecado original y, por otro lado, se evitan de una vez para siempre todas las discusiones en torno a la animación del embrión, etc. La preservación del pecado original ha quedado fijada formalmente en ese primer instante (bula Ineffabilis), puesto que el pecado original se hubiera hecho realidad al surgir la nueva naturaleza humana. b)
Plenitud de gracia.
No necesitamos probar ya el hecho de una plenitud de gracia en María, puesto que en varias ocasiones nos hemos referido a su fundamento. La maternidad de María es en sentido soteriológico la mayor participación imaginable en la humanidad de Cristo. Nuestra tarea aquí será aclarar el contenido del concepto y con ello mostrar su significado en la historia de la salvación. a) ¿Qué significa en sí plenitud de gracia? Las expresiones metafóricas como «lleno de gracia» (Jn 1,14), «medida de la gracia» (cf. Ef 4,7), «infusión de la gracia», etc., traen consigo la tentación de concebir la gracia como algo cuantitativo. Una frase como: «La gracia de María supera a la de todos los ángeles y santos juntos», difícilmente escapa al peligro de una comprensión cuantitativa. Ahora bien, una comprensión de este tipo olvida la naturaleza de la gracia. Hemos de partir del fundamento de la gracia, de la gracia increada, de la benevolencia de Dios. El efecto formal que ésta ha tenido en el hombre ha sido, según la Escritura (2 Pe 1,4), permitirle la participación en la naturaleza de Dios, lo que Tomás de Aquino define conceptualmente como una cualidad sobrenatural del alma (S. Th. I-II, q. 110, a. 2). De una cualidad (en sentido filosófico) no puede hacerse en sí una afirmación cuantitativa («mucha»), sino únicamente una afirmación intensiva («muy»). Conceptualmente tenemos que decir, según eso, que la propiedad sobrenatural de la filiación divina es en un hombre más fuerte, más intensa, más acentuada que en otro. La intensidad de la gracia corresponde naturalmente a su causa, el amor gratuito de Dios. De acuerdo con la sabiduría de sus designios, Dios opera en un hombre una mayor semejanza divina que en otro. «El primer motivo de la diferencia de gracia reside en Dios mismo, que reparte de manera diferente los dones de su gracia con el fin de que de los diferentes grados se concluya la belleza y la perfección de la Iglesia, de igual manera que creó los diferentes niveles de las cosas para que el universo sea completo» (S. Th. I-II, q. 112, a. 4). Por tanto, la plenitud de gracia significa fundamentalmente la decisión libre y amorosa de Dios de dar a un hombre la «participación suprema» en la filiación divina; formalmente, significa esa participación suprema, la máxima intensidad de esa cualidad sobrenatural en el alma del hombre. Pero hemos de preguntarnos en seguida por el significado del superlativo «suprema», «máxima» participación. Cabe entenderlo de un modo puramente relativo: la mayor participación de todas las que en concreto existen. Cabe referirlo al plan de Dios: la mayor participación que Dios ha decidido dar en el orden concreto de la gracia. Podría apuntar, finalmente, a un significado conceptual absoluto: la mayor participación que, según la omnipotencia de Dios, es posible en el orden concreto. Dado que esta última concepción es una abstracción metafísica, prescindimos de ella y vamos a calificar la segunda como la «absoluta plenitud de gracia». Por lo que concierne a la gracia de María, es indudablemente la suprema en sentido relativo: ningún ángel ni hombre ha recibido la misma intensidad
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de vinculación a Cristo que María en su maternidad gracial y personal 33 . Pero también se puede decir que el estado de gracia de María es claramente el estado absolutamente supremo que Dios ha decretado en Cristo para el actual orden de la gracia. El fundamento de este orden de la gracia es, en efecto, la participación en la humanidad de Cristo 34 . Ahora bien, el ser madre de esta humanidad es la participación más íntima no sólo de hecho, sino también la más íntima que puede imaginarse. Partiendo de esta base, sobre todo de su orientación esencialmente soteriológica, podemos concluir que Dios quiso realizar en la madre de su Hijo su obra de gracia más perfecta en el contexto que hemos expuesto en las pp. 885ss. $) Este estado de gracia de María hemos de analizarlo y compararlo en tres aspectos diferentes: con respecto a Cristo, con respecto a la Iglesia y con respecto a la vida de María. 1) Hablando con exactitud, la plenitud de gracia de María no puede compararse con la plenitud de gracia de Cristo. Ambas proceden, en efecto, de una base diferente, y su relación es la de causa a efecto. La plenitud de gracia de la humanidad de Cristo —se trata de una «gracia creada», de la cualidad sobrenatural del alma de Cristo— tiene su origen en la unión hipostática, en el hecho de que esa naturaleza humana individual, en vez de subsistir en sí misma, y ser, por tanto, una persona humana, subsiste en el Hijo de Dios y es «la naturaleza humana de una persona divina». Un alma humana cuya subsistencia es una persona del Dios trinitario goza, como no puede ser menos, de la gracia absoluta del Padre. Aquí podría hablarse con razón de la mayor gracia que absoluta y metafísicamente es posible. Y es que, en efecto, no puede imaginarse una unidad más estrecha de la criatura con Dios que la que se da en la unidad de una sola persona. La fe expresa de este hecho es la confesión que hacemos de que el Hombre Cristo Jesús está sentado a la derecha del Padre. El Hijo de Dios se hizo hombre para ser la cabeza redentora de la humanidad. Su gracia está destinada, por tanto, a «pasar» a la humanidad, que es el conjunto de sus miembros. Con esto queda dicho que el Padre, por razón de su Hijo, ve a los restantes hombres con el agrado con que ve a ese Hijo encarnado. Este es el motivo de que la gracia de Cristo reciba el nombre de «gracia capital» 35 . La plenitud de gracia de María no se apoya en una unión hipostática, sino en la participación en la humanidad de Cristo. De ahí que sea el efecto, y el efecto más intensivo, de la gracia capital de Cristo y que sólo pueda calificarse como tal, pero no en comparación con la plenitud de gracia de Cristo. 2) Si Cristo se ha hecho hombre para la divinización redentora de la humanidad, entonces en su vuelta al «final de los tiempos», cuando llegue a su culminación su reino, la Iglesia, habrá alcanzado también su medida perfecta y su objetivo toda la participación de las criaturas en la gracia capital de Cristo. En este sentido podemos decir también de la Iglesia que posee la plenitud de la gracia de Cristo. Esta afirmación es válida además en el sentido de que Dios ha hecho a la Iglesia administradora ordinaria de su redención entre los hombres, por más que Dios conserve siempre la soberanía sobre la gracia. Pero « 33 La afirmación de que la plenitud de gracia de María es mayor que la de los ángeles y los hombres «juntos» resulta, entendida cuantitativamente, absttusa y sin objeto. Más adelante nos ocuparemos de la posibilidad de un sentido acertado de esta afirmación. 34 Esto es válido para los hombres. Sobre la gracia de los ángeles no nos ha sido revelado nada. 35 Cf. S. Th. III, q. 9, a. 8.
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en cuanto que toda gracia está orientada interiormente hacia la Iglesia o constituye la comunidad eclesial, puede decirse que también la gracia más oculta entre los hombres es gracia de la Iglesia y que ésta, por tanto, posee la plenitud de la gracia. ¿Qué relación existe entre la plenitud de gracia de María y la plenitud de gracia de la Iglesia? La respuesta hay que encontrarla en una visión de conjunto de diferentes momentos. Por una parte, se puede decir que la gracia de María es gracia de (o en) la Iglesia. Puesto que María es el miembro más perfecto de Cristo y, por ello, el miembro más perfecto de la Iglesia, también la gracia de María pertenece a las manifestaciones de gracia hechas por Dios a la Iglesia. De ahí que sólo en un sentido incompleto podría hablarse de la plenitud de gracia de la Iglesia sin tener en cuenta a la vez la gracia de María. Por otro lado, la gracia de María no se encuentra simplemente en una relación «aritmética» con la «gracia restante» de la Iglesia. Al ser su gracia (hablando globalmente) la de la maternidad sobre la cabeza de la Iglesia, de la cual procede toda gracia, la gracia restante de la Iglesia entera depende secundariamente de la gracia de María, y no es simplemente un «plus» añadido a ésta, sino su desarrollo. Dicho de otra manera: hay que calificar como objetivamente idénticas la benevolencia que Dios demostró a María haciéndola madre de su Hijo, el redentor, y su benevolencia hacia todos los hombres, cuyos efectos en el tiempo y en los individuos se desarrollan hasta la parusía. De esa manera, esta benevolencia adquirió en la maternidad de María el papel de causalidad ministerial frente a toda otra segunda forma de aparición de esa benevolencia en el desarrollo eclesiológico. En este sentido puede hablarse con razón de cierta trascendencia de la gracia de María. No obstante, esta trascendencia permanece a la vez inmanente a la Iglesia, puesto que nunca debe considerarse a María al margen de la Iglesia. Únicamente en este sentido tendría cierta razón de ser la afirmación aducida en la nota 33: la gracia de María es mayor que la de todas las criaturas «juntas», en cuanto que únicamente a ella e individualmente le fue otorgada la maternidad de Cristo y sólo contando con ella es perfecta la plenitud de gracia de la Iglesia y se realiza la maternidad divina3Ó. 3) En lo referente a la vida de María se plantea, finalmente, la pregunta: ¿fue su plenitud de gracia un fenómeno estático, igual desde el principio hasta el final, o existió un crecimiento en la gracia de María pese a su plenitud? En primer lugar, no existe razón alguna para suponer que las leyes de la gracia en María eran distintas que en los restantes redimidos. Dios concede a cada hombre la gracia que le ha sido destinada con vistas a la cooperación humana, de modo que todo acto realizado en gracia y por la gracia trae consigo un robustecimiento de la gracia en el alma conforme a la frase de san Agustín: «Dios quiere que sea merecimiento nuestro lo que son dones suyos». La donación de la gracia de Dios se extiende, pues, a lo largo de toda la vida y utiliza como instrumento suyo la acción libre del hombre en gracia. Según esto, también de María puede decirse que Dios le concedió así la última plenitud de su gracia, de modo que cada una de sus obras, realizadas en gracia, procuraban una ulterior intensificación de la misma. Es bueno reconocer el principio, pero no dar curso libre a una fantasía aritmética. Aparte este desarrollo «numérico» de la gracia, cabe pensar en un desarrollo cualitativo. La gracia de María correspondió a cada una de sus situaciones histórico-salvíficas individuales. La gracia del día de su fiat fue ciertamente mayor que la de su infancia, y a partir del fiat se desarrollaron las restantes situaciones de su vida. Aquí se encuentra precisamente el principio histórico-salvífico que ha de guiarnos en la próxima sección Sin duda que su gracia, en cada ins36
Sobre la cuestión de los carismas jerárquicos en la Iglesia, cf. la sección quinta, 9.
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tante de su vida, fue incomparable con la gracia de cualquier otro hombre, como se desprende del hecho de que su primer instante, la concepción, se diferenciara del de todo hombre en lo que se refiere a la gracia.
dad ontológica de las fuerzas inferiores en el hombre no reside en su autonomía, sino en su integración. Añadamos, finalmente, para completar el tema, que en el marco de una plenitud de gracia, de una concepción inmaculada y de una ausencia de concupiscencia no existe evidentemente lugar alguno para suponer en la vida de la madre de Dios el más pequeño pecado personal. Esta imposibilidad para el pecado se apoya exclusivamente en la gracia de María, y se llama, por tanto, «impecabilidad moral». En Cristo, por el contrario, esta imposibilidad estriba en la unión hipostática de la naturaleza humana con el Hijo de Dios y se denomina «impecabilidad física». La santidad absoluta e infinita de Dios recibe el nombre de «impecabilidad metafísica».
c)
Integridad.
La doctrina de la concepción inmaculada lleva a la pregunta: ¿hay que considerar a María, por razón de su exención del pecado original, como criatura paradisíaca en posesión de la integridad, es decir, de aquellos dones «preternaturales» que son atribuidos a la primera pareja humana antes de la caída? No es fácil decir si le sería sociológicamente posible la vida entre hombres con pecado original a un hombre que respondiera a nuestra imagen del hombre del paraíso. Lo que sabemos seguro por el ejemplo de Cristo es que Dios no realizó la redención simplemente mediante un retorno al estado paradisíaco primitivo. Cristo permitió que su humanidad, en la kénosis, fuese capaz de sufrir y morir; de ahí que, desde una perspectiva histórico-salvífica, no nos sea lícito a priori suponer otra concepción. Ahora bien, con el pecado original, y como consecuencia de él, se perdió la integridad, pérdida que se denomina concupiscencia ({ornes peccati). Esta es, según Tomás de Aquino (S. Th. I-II, q. 82, a. 3), la desaparición en la naturaleza humana de aquel orden según el cual la voluntad estaba sometida a Dios y las restantes fuerzas (inferiores) estaban sometidas a la voluntad. Pablo, en Rom 7,14-23, habla expresamente del estado de inclinación involuntaria al pecado y la llama ley de sus miembros y ley del pecado. El Concilio de Trento dice que la concupiscencia no es. propiamente pecado, pero procede del pecado e inclina hacia él (DS 1515) 37 . Ahora bien, esta concupiscencia no es un castigo puramente externo, como puede serlo la muerte; es consecuencia del pecado original (y de los pecados personales), de suerte que es posible combatir y debilitar su fuerza viviendo y actuando en la gracia, aunque la superación definitiva es una promesa escatológica 38. De este estado de cosas se desprende que la concupiscencia, en su realidad concreta, no es simplemente la pérdida de un don preternatural, sino que se encuentra en estrecha vinculación con el pecado. Pero de ahí se sigue que, si la gracia y la superación del pecado es perfecta, la concupiscencia se encuentra también perfectamente superada. Dado que María, desde su concepción, fue llena de gracia, lo que ocurrió en ella no fue una superación posterior de una concupiscencia ya existente, sino una preservación previa, la cual respondía, lo mismo que en su gracia y su concepción inmaculada, a un firme designio divino. Aunque esto último no hizo desaparecer en María la condición normal del hombre en la humanidad adamítica, puesto que no correspondía al plan redentor de Dios, sí suprimió las raíces de la concupiscencia por ser esto necesario para una superación perfecta del pecado. María se encontraba, pues, en lo referente a su orden interior moralmente calificable, en el estado de integridad. Ahora bien, no hay que interpretar este estado de una manera estoica, como una especie de insensibilidad de toda la personalidad infraespiritual, sino, por el contrario, como una vitalidad especialmente perfecta de estos componentes, puesto que es el orden, no el desorden, el principio de la perfección, y la ver37 Una perspectiva cristiana, a diferencia de la estoico-platónica, no infravalora por principio los componentes no espirituales del hombre, sino que los coloca en su sitio. De ahí que el núcleo del problema del pecado se encuentre en la rebelión de la voluntad racional contra Dios. 38 Cf. J. B. Metz, Integritat: LThK V (1960) 720.
3.
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Ascendencia de Marta y desposorios con José
En los capítulos siguientes, que en gran parte ofrecen explicaciones de algunos textos marianos del NT, vamos a hacer referencia del modo más breve posible a su problemática actual. Por un lado, la exégesis católica, desde la Divino afflante Spirita, la instrucción de la Pontifica Comisión Bíblica del año 1964 y la constitución conciliar Dei Verbum, ha planteado problemas que han llevado a intentos de solución, pero no a soluciones umversalmente admitidas. Por otro lado, la discusión sobre el esquema mariológico en el Concilio Vaticano I I muestra que también en mariología es necesaria una apertura ecuménica. Un primer paso en tal sentido lo constituye el entrar en conocimiento con las opiniones de los cristianos de otras confesiones. En el excurso que sigue nos proponemos informar sobre la manera como los no católicos se sitúan ante esta problemática. La crítica puramente textual del versículo 13 del prólogo del Evangelio de Juan ofrece un punto de partida para esta discusión, en la que todavía los frentes están divididos dentro de las diferentes confesiones. La cuestión planteada es si hay que leer el verbo en singular o en plural (¿YEWTn&T) o iyvArí]QiyTav)Tras esta cuestión de mera crítica textual se oculta la pregunta de si el prólogo atestigua o no la concepción virginal. Numerosos exegetas católicos y protestantes consideran que lo original es el singular, y traducen en consecuencia: Pero a cuantos le recibieron / les dio el poder ser hijos de Dios; a quienes creen en el nombre / del que no ha nacido de sangre, ni de querer de carne, ni de querer de hombre, sino de Dios. Si el verbo está en singular, tenemos aquí un testimonio inequívoco de la concepción virginal. Pero en contra del singular está el hecho de que todos los manuscritos griegos presentan el plural. A ello se añade una razón interna, formulada por R. Schnackenburg de la siguiente manera: «Es fácil imaginar que en ocasiones existiera un interés por ver testimoniado en el cuarto Evangelio el nacimiento virginal, mientras que es difícil imaginar el caso contrario: que este testimonio fuera posteriormente destruido» (Herders Theologischer Kommentar, p. 240; cf. en el mismo sentido J. Mateos, quien afirma categóricamente: «la opción por el plural hoi es la única científicamente justificada» [El Evangelio de Juan (Ed. Cristiandad, Madrid 1979) 43-44]. Si, como atestiguan los manuscritos latinos, pudo introducirse en el prólogo, mediante un mínimo cambio textual, un testimonio del nacimiento virginal,
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¿por qué el autor o el redactor definitivo del evangelio no lo hizo? ¿No consideraba necesario un testimonio de este tipo? ¿O no conocía la tradición de Lucas y de Mateo? ¿O quiere quitar ya su fuerza a las pretensiones judías a la filiación de Abrahán, mencionadas en Jn 8,37-42, subrayando que el ser hijo de Dios tiene su origen en la gracia, independientemente de la ascendencia y del nacimiento terrenos? En el caso de que en el cuarto Evangelio no significara nada para la filiación divina la ascendencia natural, puede sospecharse que no le era ajeno al evangelista el problema de la relación entre la ascendencia terrena y la encarnación del Logos. De ahí la importancia que tiene en la opinión de exegetas no católicos el hecho de que en ningún lugar del cuarto Evangelio se desmienta la afirmación de los judíos: «¿No es este Jesús el hijo de José, cuyo padre y cuya madre nosotros conocemos?» (6,42). Estos exegetas cuentan de ese modo con la posibilidad de que en el cuarto Evangelio se defienda una encarnación del Logos conforme a las leyes naturales del nacimiento. Esta hipótesis es desarrollada luego en dos direcciones opuestas. Unos opinan que el cuarto Evangelio se opone conscientemente a la tradición recogida por Lucas sobre la concepción milagrosa. Para otros no está excluido que el evangelista, que manifiesta una comprensión tan profunda del simbolismo religioso, haya entendido la historia de la infancia según san Lucas no de una manera histórico-psicológica, sino como una pura ilustración de la verdad de fe de que Jesús es el Hijo de Dios. Un punto de apoyo exegético para esta opinión se encuentra comparando el relato lucano de la infancia con el Protoevangelio de Santiago. El género literario de ambos escritos es tan diferente que se considera imposible explicarlo si no se suponen dos intenciones distintas en la formulación: en el caso del relato lucano de la infancia, una teología del Mesías; en el caso del Protoevangelio, el interés psicológico por las reacciones de José y María ante el milagro. Estas hipótesis, defendidas por exegetas no católicos, llevan a un enjuiciamiento totalmente distinto del problema de los hermanos de Jesús. Se reconoce que la solución puramente lexicológica del problema recurre a los LXX, que en algunos lugares usan la palabra griega adelphos para designar una relación entre primos. Pero las opiniones se dividen cuando se trata de determinar el contexto a partir del que ha de justificarse la decisión en favor del sentido propio o del sentido lato de adelphos. Para los católicos, el contexto es todo el NT a la luz de la tradición. Los exegetas no católicos ven el contexto en el escrito de cada uno de los autores, es decir, de Pablo, de Marcos, de Juan, tomado aisladamente. Ahora bien, dado que las cartas paulinas son los escritos más antiguos del NT y en ellas no se contiene indicación alguna sobre una concepción virginal, algunos autores dudan de que las comunidades paulinas conocieran la virginidad de María. Si efectivamente no la conocían —como suponen estos autores—, los gálatas entenderían la frase paulina: «Santiago, el hermano del Señor» en el sentido de un hermano propiamente carnal. Tampoco los lectores del Evangelio de Marcos, desconocedores del hebreo y cuya lengua era el griego, podían encontrar en el texto indicación alguna que les permitiera sospechar que no se trataba de los hermanos corporales de Jesús, sino de sus primos. Este es el motivo de que algunos exegetas no católicos defiendan que el argumento sacado de los LXX no posee fuerza probatoria, al menos durante la época de la redacción y de la propagación de los Evangelios de Mateo y Lucas. Suponen, pues, en el siglo S un desarrollo que se diferencia tanto temporal como geográficamente y que se refleja en los diferentes escritos del NT. De ahí deducen que existen diferentes opiniones sobre la posición de María. Como punto de apoyo aducen, entre otros pasajes, Me 3,21: «Oyendo esto
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sus familiares, salieron para llevárselo, pues se decían: Está fuera de sí». Esta salida de los suyos de que aquí se habla constituye, según algunos exegetas, un todo con la noticia que se nos da en 3,31: «Vinieron su madre y sus hermanos y desde fuera le mandaron llamar». Esta opinión exegética trae consigo una grave consecuencia: la de que entre los parientes del versículo 21 figuraría también la madre de Jesús. María habría sido, por tanto, según Marcos, una mujer que, al menos al principio de la vida pública de Jesús, se habría equivocado sobre su Hijo. Una época posterior, continúan estos exegetas, se escandalizó de esta realidad y ésta es la razón de que Mateo y Lucas omitieran esa frase. Quien se impresione ante tales hipótesis se preguntará quÍ2á si tiene aún alguna razón de ser una mariología dogmática que no se enfrente con esos problemas. En este punto hay que constatar con toda objetividad que también ciertas preguntas formuladas por la ciencia son planteadas desde un ángulo determinado. Puede ocurrir que el investigador mismo sea inconsciente de los influjos racionalistas o cientificistas, hijos de una época concreta, que han actuado en la formulación de sus preguntas. Por esta razón opinamos que, antes de que los problemas planteados pasen a formar parte de una dogmática, han de ser resueltos, en una discusión abierta, por exegetas católicos. A esto se añade que la interpretación psicológica de los textos marianos del NT, como la defendida, por ejemplo, por el exegeta Paul Gachter, corresponde de tal manera al desarrollo de la piedad mañana, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, que su conservación parece suficientemente justificada. De las verdades de la vida de María expuestas hasta aquí, y que son, estrictamente hablando, transhistóricas, hemos de pasar a las verdades históricas y, por tanto —hablando con todo rigor—, histórico-salvíficas. Por lo que se refiere a la época anterior al acontecimiento central, hemos de consignar dos momentos unidos en parte entre sí: la ascendencia de la madre de Dios y sus desposorios con José. La Madre de Jesús debía encontrarse plenamente en la línea de la historia de la salvación tanto universal como particular, puesto que ésta había sido establecida por Dios por razón del futuro Redentor. María tenía que ser una parte de la historia de la salvación, lo que significa que había de pertenecer al pueblo de Israel. Este pueblo había sido escogido por Dios como portador de las promesas y de la revelación; sobre todo, como portador de la promesa de que de él saldría el Redentor de todos los pueblos (cf. Hch 15,13-18; Rom 15, 8-12). Al igual que Israel conservaba esta promesa para todos los pueblos, así dentro de Israel la conservaba la casa de David (2 Sm 7,12-16; Sal 89,36ss; Sal 132,11). María debía dar a luz al Mesías en nombre de la casa de David, con objeto de llevar a su punto culminante el sentido de la existencia del pueblo de Israel y realizar así la suprema tarea histórico-salvífica de toda la humanidad. Los dos primeros capítulos del Evangelio de Lucas, que más tarde nos ocuparán detenidamente, están dedicados a mostrar que en María se hace realidad toda la antigua alianza, todo el sentido del pueblo de Israel 39 . El canto del Magníficat, recogido en ellos, pretende expresamente colocar la elección misma de María en la línea de la elección salvífica de Israel. El Mesías tenía que nacer del pueblo de Dios, luego tenía que nacer de una hija de ese pueblo, María. Este nacimiento entrañaba un doble aspecto. La época mesiánica debía irrumpir como fruto de la renovación de Israel 40 . Y, en este 19 Es sobre todo R. Laurentin quien ha puesto esto de relieve: Structure et théologie de Luc I-II (París 1957) esp. el cap. 6: «Marie filie de Sion et tabernacle eschatologique», 148-161; además, L. Deiss, María, Hija de Sión (Madrid 1967) esp. los caps. 1 y 2. « Cf., por ejemplo, Is 1,10-19; 58,1-14; Jl 2,12-27.
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sentido, María era realmente la realidad suprema de su pueblo, su retoño más santo. Él nacimiento del Mesías tenía que ser también un nacimiento corporalsociológico: el Mesías debía tener ante la ley judía un padre que perteneciera a la casa de David; María había, pues, de desposarse con José. Según los evangelios, no hay duda de que derivan la ascendencia davídica de Jesús únicamente a través de José. Las genealogías de Jesús (Mt 1; Le 3,23-38) están construidas sobre José y se hace referencia a él como descendiente de la casa de David (Mt 1,20; Le 1,27). Esto era exactamente lo que correspondía al derecho judío, según el cual únicamente la paternidad legal decidía sobre la pertenencia familiar de un niño. De ahí que no digan nada los evangelios sobre la familia a la que María pertenecía; tal pertenencia no es decisiva, si bien es probable que también ella perteneciera a la casa de David 41 . Pero precisamente los desposorios de María con un descendiente de David la vinculan a la ley de la historia salvífica israelita. El plan de Dios era que Jesús fuera histórica y sociológicamente hijo legítimo de David, pero que ontológicamente no fuera engendrado por voluntad de varón, sino de Dios. Sería hijo de la esposa de José, pero fruto del Espíritu Santo. La maternidad mesiánica había colocado a su madre tan totalmente a disposición de Dios, que aquélla significaba su virginidad perpetua. ¿Hasta qué punto se había preparado María para esta realidad? Con otras palabras: ¿tenía ya propósito de virginidad perpetua antes de ser madre de Jesús o fue tal propósito una consecuencia de su maternidad? Esta pregunta no se ha planteado en la teología católica hasta una época muy reciente 42 . Desde que se afirmó en la conciencia creyente de la Iglesia la virginidad constante de María, se supuso también un propósito de virginidad, que se veía expresado en su pregunta al ángel: ¿Cómo ha de suceder esto si no conozco varón? (Le 1,34). Agustín y Gregorio de Nisa hablaron incluso de un voto expreso de virginidad *, el último apoyándose en el Protoevangelio de Santiago. Este problema puede verse a diferentes niveles: 1) ¿Es admisible que una muchacha judía de aquella época viera en la virginidad permanente un ideal y se decidiera por él? 2) ¿Es probable, en caso afirmativo, que accediera a contraer un matrimonio legal? Para responder a la primera pregunta, Laurentin aduce varios elementos de juicio: por una parte, las reglas de continencia del AT en el caso de un encuentro con Dios **; por otra, la práctica de los esenios y de los terapeutas. A este respecto se puede decir que los primeros argumentos hablan más bien en favor de una necesidad subsiguiente de la virginidad perpetua de María, mientras que con referencia a los segundos habría que preguntarse si las prácticas de los esenios gozaban de consideración en María y dentro de su ambiente espiritual. La segunda pregunta nos parece más acuciante: ¿se desposó María por obe41
Cf. R. Laurentin, op. cit., 112-116. El autor opina que si María, al ser «pariente» de Isabel, hubiera pertenecido a la tribu de Leví, Lucas hubiera aludido a ello expresamente. Las jóvenes israelitas sólo estaban obligadas a casarse dentro de la familia paterna cuando eran herederas: Nm 36,8. * 42 Después de S. Landersdorfer, Bemerkungen zu Lukas 1,26-38: BZ 7 (1909) 30-48, sobre todo D. Haugg, Das erste biblische Marienwort. Eine exegetische Studie zu Lukas 1,34 (Stuttgart 1938). Cf. sobre la situación actual de la discusión y para lo que sigue R. Laurentin, Luc I-II, 176-188; P. Gachter, María en el Evangelio (Bilbao 1959) 139-171. 43 Agustín, De s. virg., 4, 4: PL 40, 398; Sermo, 225, 2, 2: PL 38, 1096s; Sermo, 291,44 5: PL 38, 1318; Gregorio de Nisa, Or. itt diem Nat. Chr.: PG 46, 1140. Ex 19,15; 1 Sm 21,5s; cf. R. Laurentin, Luc I-II, 180s.
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diencia, a pesar de un propósito secreto de virginidad, con la confianza de que Dios solucionaría un problema que a ella le parecía insoluble, o tal vez simpatizaba José con los mismos pensamientos y se habían propuesto en común un matrimonio virginal? Con ello quedaría replanteada la pregunta del párrafo anterior: ¿existían relaciones con la mentalidad de los esenios? Esta pregunta nos plantea el problema de si hemos de suponer que María, «pese» a que su plenitud de gracia la colocaba a un nivel sin duda alguna «neotestamentario», tenía intención de casarse, dado que en el NT (según las palabras de Jesús y de Pablo, Mt 19,12.29; 1 Cor 7,32ss) el no casarse es calificado como una vocación especial. En el ámbito católico no fue posible presentar correctamente este problema hasta que se hubo superado la vieja concepción de que el placer sexual era en sí algo pecaminoso. Pero entonces se podía argumentar: la plenitud de gracia condujo a María a estar totalmente disponible a la voluntad de Dios; sin revelación alguna especial María supuso, como toda muchacha judía, que Dios la había destinado al matrimonio; precisamente su santidad perfecta la capacitaba para desear en concreto el matrimonio sin por ello apartarse lo más mínimo de Dios. Desde un punto de vista teológico, no hay nada que objetar contra esta argumentación. No obstante, siempre será discutible exegéticamente si está de acuerdo con el texto de Lucas y si es más acertada que la hipótesis de un propósito de virginidad. La opción depende esencialmente de la óptica religiosoteológica del observador. Quien, conforme con la mentalidad «moderna», quiera prescindir lo más posible de suposiciones extraordinarias, de procesos milagrosos e hipótesis secundarias y prefiera la nueva óptica del matrimonio y la sexualidad, encontrará más probable la segunda explicación. Quien, por el contrario, esté fuertemente impresionado por el hecho de la plenitud de gracia de María y de su especial misión no tendrá dificultad alguna en admitir que una iluminación especial de Dios empujó a María a un propósito de virginidad ni en suponer en José la disposición correspondiente.
SECCIÓN CUARTA
EL ACONTECIMIENTO
CENTRAL: MARÍA, MADRE DE DIOS
En la maternidad de María hemos encontrado, desde el punto de vista de la teología y la revelación, el concepto clave de la mariología a partir del cual hemos desarrollado el principio fundamental. De igual manera ahora, desde una perspectiva histórico-salvífica, vemos en la «anunciación», en la que María se convierte en Madre de Dios, el acontecimiento central de su vida y su misión. En la sección tercera reconocíamos ya esa maternidad como fuente de su plenitud de gracia. La exposición del principio fundamental y de la predestinación de María íenían como fondo el momento cristológico de su maternidad, la explicación de lo que ésta es como participación en la humanidad de Cristo. Ahora, con esa base, hemos de preguntarnos por el papel histórico-salvífico y más bien subjetivo de María que se refleja en el acontecimiento central. Ño preguntamos ya qué es la maternidad de María, sino qué es María como Madre de Cristo
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en la historia de la salvación'. El evangelio pone ya de relieve, desde un punto de vista meramente externo, que el instante en que María se convierte en Madre es el acontecimiento central de su vida. Le 1,26-56 no solamente es la perícopa más larga en la que María desarrolla el papel principal, sino que es también la única. Entonces es, en efecto, cuando María vive un acontecimiento carismático, el diálogo con un ángel, y cuando sale de ella un efecto carismático: con su saludo Isabel queda llena del Espíritu Santo.
Aquí se pone también de manifiesto el sentido más profundo del hecho de que Dios se revele: una acción salvífica de Dios que excluyera radicalmente al hombre y le convirtiera en un objeto puramente pasivo no necesitaría revelación alguna. Si Dios se revela, es que entiende su obrar como algo distinto, como un diálogo personal con el hombre. La revelación es el lazo de unión entre la naturaleza personal del hombre y su perfecta filiación divina, imagen de la vida trinitaria 3 . La respuesta dada por el hombre a esta epifanía de Dios, que no es simplemente «transmisión de un conocimiento», sino comunicación personal plena, es la fe. Esta, a su vez, no es meramente una aceptación del conocimiento, sino un entrar de lleno en la comunicación de Dios, proceso que incluye la esfera del conocimiento, la esfera de la voluntad e incluso la esfera más íntima del ser 4. Ahora bien, Cristo es la perfecta epifanía de Dios, y la misión propia de María es concebirle. De ahí que pueda afirmarse que existía una necesidad verdaderamente interna de que esta concepción se realizara con una revelación.
1.
Significado de la anunciación para María
A María se le anuncia su misión divina y su elección por medio de un ángel 2. Un hecho de este tipo no es raro en la Biblia. El Evangelio de Lucas describe, inmediatamente antes, la aparición de un ángel a Zacarías para anunciarle el nacimiento del precursor (Le 1,5-25). En tres ocasiones nos refiere Mateo que a José se le aparece un ángel en sueños (Mt l,20s; 2,13.19s). A los pastores de Belén es un ángel del Señor quien les anuncia el nacimiento del Mesías (Le 2,8-14). En la segunda fase decisiva de la nueva alianza, los ángeles anuncian la resurrección del Señor (Mt 28,5ss) e informan sobre la ascensión (Hch l,10s). En la antigua alianza son apariciones angélicas análogas el mensaje a Agar (Gn 18,1-15) y la intervención del ángel en el sacrificio de Isaías (Gn 22,lls.l6ss). En todos estos casos los ángeles son mensajeros de una acción divina, introducen la vida del hombre en un plan (histórico-salvífico) divino y exigen de él fe, una actitud personal (cf. especialmente Gn 18,12ss; Le l,18ss). Es exactamente esta misma situación la que caracteriza la historia de la anunciación de María. En la vida de María irrumpe el plan salvífico de Dios, y esta vez no un plan secundario, como en el caso de Agar, o un designio cuya misión es crear las bases o preparar, como en el caso de Abrahán o de Zacarías, sino el designio que es corona y culminación de los demás, la venida del Mesías mediante la maternidad de María. Así, pues, para la vida de María la anunciación es ante todo una revelación. La Biblia dice que es ahora cuando María se entera de su eterna predestinación, cuando se le manifiesta la dimensión histórico-salvífica de su vida. Es importante poner de relieve esta circunstancia. María, que es por antonomasia el prototipo de una elección histórico-salvífica, pudo desconocer hasta este momento su puesto en el plan de Dios. Pero el designio de Dios no prescinde de ella ni la emplea como un instrumento muerto, sino que, como a Abrahán, «padre de todos los creyentes» (Rom 4,lis), la convierte, en el instante previsto, en protagonista de un diálogo con Dios. De este modo llega a ser en la historia de la salvación «persona» en el sentido más elevado de la palabra. Por este solo hecho resulta ya imposible concebir la maternidad de María como algo puramente físico cuya importancia histórico-salvífica estribara únicamente en su efecto y permaneciera como algo totalmente externo a la historia de la salvación. El largo proceso de la historia de la salvación, que tuvo sus comienzos en el diálogo de Dios con Adán, empieza a alcanzar ahora su punto culminante. 1 Citemos una vez más el estudio decisivo de R. Laurentin sobre el pasaje correspondiente: R. Laurentin, Structure et théologie de Luc I-II (París 1957); igualmente, L. Deiss, María, Hija de Sión, 74-126. 2 Aquí no nos interesa en absoluto la fenomenología u ontología de una tal revelación angélica. La dimensión teológica del acontecimiento, por cuya razón se encuentra en el evangelio, es en todo caso la misma.
2.
La revelación
La única expresión acertada del contenido del mensaje angélico se resume así: María será madre del Mesías. Los términos en que está formulado el mensaje son todos ellos palabras claves del AT para señalar la venida del Mesías 5 . Esto se aplica, en primer lugar, a la palabra de saludo Xaípe: ¡alégrate! Significa el anuncio de la alegría mesiánica 6 . La expresión «el Señor está contigo» designa en el AT tina alianza con Dios, su elección y ayuda 7 . Mediante ella se establece un verdadero paralelo entre las palabras del ángel y Sof 3,15s, donde se dice: «Yahvé, el rey de Israel, está en medio de ti» (literalmente: «en tu seno»). En opinión de Laurentin, esta última expresión ha movido a Lucas a poner en boca del ángel: «Concebirás en tu seno» (Le 1,31), lo que en sí es un pleonasmo, pero cuyo objetivo es despertar la analogía con el texto veterotestamentario 8 . Este mismo efecto tiene en hebreo el nombre de Jesús (Yeshua = Yahvé Salvador). Recuerda a Sof 3,17: «Yahvé, tu Dios, en tu seno fuerte salvador» (yoshia). 3 Cf. Jn 6,57: «A mí me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo gracias al Padre; pues también quien me come vivirá gracias a mí». 4 La división de esta actitud global del hombre frente al Dios salvador en fe, esperanza y caridad, fundándose en Rom 5,1-5 y en 1 Cor 13,13, permite varias distinciones y perspectivas valiosas; pero también la visión conjunta de esta situación es imprescindible para entender las cosas y la Biblia. 5 Cf. R. Laurentin, Structure, 64-69. 6 L. Deiss, María, Hija de Sión, 93-103; R. Laurentin, op. cit., 64. Los pasajes escriturísticos correspondientes son: Jl 2,23: «Hijos de Sión, alegraos y festejad al Señor, vuestro Dios...»; Sof 3,14s: «¡Grita, ciudad de Sión; lanza vítores, Israel; festéjalo exultante, Jerusalén capital! Que el Señor ha expulsado a los tiranos, ha echado a tus enemigos; el Señor dentro de ti es el rey de Israel y ya no temerás nada malo»; Zac 9,9: «Alégrate, ciudad de Sión; aclama, Jerusalén; mira a tu rey que está llegando: justo, victorioso, humilde...». La raíz hebrea es en Joel y en Zacarías gyl, y en Sofonías, rnn. 7 L. Deiss, op. cit., 113-126. Los pasajes, entre otros: Gn 26,24; Ex 3,12; Dt 20,1-4; Is 41,9s; Jr 30,11. Añadamos que el «no temas» del ángel es también una expresión que8 se encuentra en los mensajes de salvación del AT. R. Laurentin, op. cit., 68-71.
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La profecía que sigue sobre Jesús tiene sus raíces en la profecía de Natán sobre la descendencia de David 9 en 2 Sm 7,12-16: «Estableceré después de ti a una descendencia tuya, nacida de tus entrañas, y consolidaré tu reino... Yo estableceré su trono por siempre. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo... Tu trono será estable por la eternidad». Si añadimos la profecía de Isaías 9,5-6: «Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo que tiene sobre su hombro la soberanía... para dilatar el imperio y para una paz ilimitada, sobre el trono de David y sobre su reino, para afirmarlo y consolidarlo en el derecho y justicia», tenemos ya de hecho interpretado todo el mensaje del ángel como cumplimiento de la profecía mesiánica: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Yahvé-Salvador. El será grande y llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin» (Le l,31ss). La pregunta de María sobre el modo de su concepción (cf. supra, p. 906) es un paralelo literario de la pregunta hecha por Zacarías en conversación con el mismo ángel (Le 1,18). En ambos casos la pregunta está provocada por el anuncio de un acontecimiento milagroso, en Isabel y Zacarías por la supresión de la esterilidad; en María por una concepción divina. Es el ángel mismo quien en Le 1,36 confirma la vinculación entre ambos. No obstante, la diferente respuesta dada por el ángel muestra que la pregunta de María no había nacido de una duda, como la de Zacarías. 3.
La concepción por obra del Espíritu
Santo
El ángel anuncia a María que concebirá al «Yahvé-Salvador» sin conocer varón, porque el Espíritu Santo vendrá sobre ella y la virtud del Altísimo la cubrirá con su sombra (un paralelismo poético hebreo). De nuevo podemos hacer referencia a la nube del AT que significa la presencia de Dios; por ejemplo, cuando Dios toma posesión del arca de la alianza en Ex 40,34-38 y en la consagración del templo salomónico, 2 Cr 5,13s. Lucas compara así a María con el arca de la alianza y con el templo en el que se instala Dios. En otro lugar de esta obra se ha expuesto ya qué significado tiene desde una perspectiva teológica general la concepción virginal de Cristo. Es el signo de la absoluta iniciativa de Dios en la redención, el signo de que frente al encadenamiento de maldición que pesa sobre cada concepción de un hijo de Adán, el hombre nuevo, Cristo, no nace de la voluntad de varón, sino de Dios. Esta idea adquiere su realidad primera y más densa en María. En este sentido nada ha cambiado para María entre su propia concepción y la concepción de su Hijo. Al igual que entonces Dios, sin intervención de ella, sin «obra» alguna de su parte, la colmó de gracia y la preservó de la maldición de Adán, así ahora Dios dispone sin intervención de María que conciba únicamente por obra suya. En las «predecesoras» de María —Sara (Gn 21,ls), Ana (1 Sm l,19s) e Isabel (Le 1,24)— Dios opera también la concepción, pero medíante el medio humano del matrimonio. En María, para* mostrar el cumplimiento de la señal y el carácter enteramente gratuito de la redención, únicamente actúa Dios. La procreación del varón representa el punto culminante del poder y de la capacidad humanos. En la concepción del Redentor no hay intermediarios. Esta concepción es, también para María, la llena de gracia, obra exclusiva de Dios. ' Ibíd., 71-73.
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El hecho de que con ello quedara preservada la «integridad virginal» de María no es, visto en sí mismo, un privilegio; únicamente lo es visto a la luz del estado de pecado original en que se encuentra el hombre. La unión del hombre y la mujer es por naturaleza y al margen de las consecuencias del pecado original un momento de culminación, no un detrimentum pudoris. Lo que de negativo tiene la concepción y el nacimiento es un signo de la maldición de Adán. El que ese elemento negativo no hiciera su aparición en María hay que atribuirlo, por tanto, al momento de gracia y «novedad» t0 del nacimiento de Cristo. La venida del Espíritu Santo sobre María tiene para ella un significado ulterior, como se desprende precisamente de las analogías veterotestamentarias. María, con esa venida, queda «santificada» y «consagrada», en el sentido de que Dios toma posesión de ella. También aquí el proceso y su revelación son únicamente cumplimiento de lo que había sido dispuesto ya desde siempre mediante el decreto de la plenitud de gracia y había cobrado una primera realidad, sólo conocida por Dios, en la concepción inmaculada. Aquí se establece, por razón de la expresión, un paralelismo directo con Cristo. Is 11,2 dice del Mesías: «Y el Espíritu de Dios reposará sobre él» (xai. ávocrauaETai. Én:' aúxóv TUiEÜpa TOÜ deoü), e Is 61,1, que Jesús se aplica a sí mismo (Le 4,18), dice: «El Espíritu del Señor está sobre mí» diz' ifjué). El texto primitivo griego de Lucas dice:TCVEÜIXO.xupíou én' épué. La venida del Espíritu sobre María se encuentra, por tanto, en una línea análoga a lo que ocurre en el Mesías. En ambos casos es una toma de posesión que santifica, aun cuando el objetivo sea fundamentalmente distinto. En cambio, las consecuencias son comparables: por este asentamiento del Espíritu en él, el Mesías se convierte en el portador del Espíritu por antonomasia; María se convierte en la receptora por antonomasia del Espíritu y, de ese modo, en madre del Mesías. La idea se halla plenamente en la perspectiva bíblica de que con esta palabra ha quedado expresada la gran transformación (externa) en la vida de María. Dios se ha posesionado totalmente de ella, y a partir de ahora la única misión de María, la que determine y llene el sentido de su existencia, será el ser la madre del Mesías. Podríamos plantear aquí brevemente la cuestión de si María en la anunciación sabía que su Hijo era verdadero Dios u . Ya el mero planteamiento exige una cautelosa distinción. Podemos afirmar con seguridad que a la Virgen María, por mucha que fuera su gracia, le resultaría extraña la terminología greco-metafísica de nuestros dogmas cristológicos: la unidad de persona y dualidad de naturaleza y la unión hipostática; sería ingenuo suponer que Dios la había introducido en esta terminología del siglo n i . Atengámonos al texto, visto a la luz del AT. A María le es revelado que será madre del Mesías. Al igual que Sofonías dice del tiempo mesiánico en Sión: «Yahvé está en tu seno», así oye María ahora: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo». El nombre «Yahvé es Salvador» había sido dado a otros; sin embargo, podía revelar un sentido sorprendente, como el «Dios-con-nosotros» de Is 7,14. Se le llamará además «Hijo del Altísimo», denominación que se aplica también a varios elegidos de Dios (2 Sm 7,14) y que admitía una nueva interpretación. Esto mismo puede decirse del dominio «eterno». Finalmente, la concepción es considerada como la acción de posarse la nube de Yahvé sobre el arca o sobre el templo. Llegamos así a la conclusión de que la diversidad de sentido de las expre10
Cf. en p. 874 esta expresión empleada por Ireneo. " R. Laurentin, op. cit., 165-175.
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siones que encontramos en nuestro texto pueden interpretarse orientándolas hacia la divinidad de Cristo. No podemos suponer que María, a quien estaba destinada esta revelación, se encontrara ajena a toda comprensión de la Escritura. Lo exacto sería admitir lo contrario. Podemos, pues, concluir que a María se le otorgó en aquel instante la comprensión de la divinidad de su hijo, que se desprendía para ella de la revelación misma. Laurentin afirma con razón que se trata de un conocimiento tácito más que expreso, material más que conceptual, de una «actitud vital» (attitude vítale) n. Una dificultad especial contra esta conclusión parece nacer de Le 2,49s, donde se dice que María y José no entendieron la explicación de Jesús de que debía estar en lo que era de «su Padre». Laurentin trata de explicar este no entender de un modo puramente psicológico, y es posible que tenga parte de razón u . Pero quizá el fondo de aquella escena no es lo que ahora nos ocupa, es decir, la «divinidad de Cristo». Jesús hubiera podido llamar también al templo la casa de su Padre aunque sólo hubiera sido «Hijo de Dios» en sentido amplio. El no entender podría referirse a aquella súbita «absorción» de Cristo, motivada por una misión aparentemente inconexa, que le llevó además a una sorprendente «falta de miramientos» frente a sus padres terrenos. Este comportamiento pudo ser incomprensible para María —y aquí tiene su parte la interpretación psicológica— si ella reconocía de esa manera global al Mesías, Hijo suyo, como Dios. En el n. 9 de la sección siguiente nos ocuparemos más detalladamente de toda esta problemática.
bargo, este problema —al que ya hemos hecho referencia en una ocasión (cf. sufra, p. 892)— no tiene objeto. Sara tenía un papel externo en la historia salvífica (Gn 15,6), mientras que Abrahán creyó. Igualmente en Zacarías lo único importante desde un punto de vista histórico-salvífico fue la predicación de su hijo Juan, y por ello Juan fue concebido en contra de la duda de su padre. Finalmente, la incredulidad de Israel estaba vinculada en el plan divino con el misterio de la elección de los gentiles (Rom 11,11.25). Ahora bien, en el caso de la concepción de Cristo se trataba del proceso mismo de la redención; del nacimiento del Redentor mediante la cooperación fiel y material de la humanidad que había de ser redimida. Ambas cosas, la maternidad y la actitud fiel de la humanidad, constituyen un momento esencial del plan salvífico. De ahí que también la respuesta fiel de María pertenezca íntima y necesariamente al decreto divino. Los motivos que la hacían insustituible no eran externos, sino internos. Y, por lo mismo, Dios había preparado a María para ese instante llenándola de gracia. Por tanto, habría sido imposible, en el marco de la libertad humana de María, una respuesta negativa. c) A pesar de ello, no es una farsa el que Dios le revele su plan y el que María dé libremente su respuesta. Es precisamente así como actúa Dios: eleva al hombre a dialogar con él y le permite que le responda. María tenía que responder afirmativamente, pero tenía que responder. En su respuesta ha quedado fijado de una vez para siempre el proceso de redención del género humano: primero, el decreto y la revelación de Dios; segundo, la respuesta del hombre. La respuesta de María es también un acto de fe perfecto y total, un acto que refleja exactamente la naturaleza del diálogo humano, al igual que el designio inmutable de la revelación y de la gracia refleja la naturaleza del «Tú» divino. Ecce ancilla Domini, he aquí la sierva de Yahvé (la esclava, la posesión), expresa una actitud básica de entrega total a Dios, que es lo que constituye el «creer». María no dice primeramente «creo», en el sentido de quien en su entendimiento tiene algo por verdadero. Esta fe se da ya por supuesta y está incluida en el acto mucho más amplio de una entrega absoluta a Dios, un Dios a quien ya desde hace tiempo se conoce y que constituye una realidad existencia!, pero que actúa de una manera totalmente nueva y más profunda por medio de esa entrega, que influye a su vez en el conocimiento. Sobre la base del ecce ancilla se levanta el fiat mihi, hágase. Esta forma verbal no es una afirmación puramente objetiva, sino que incluye la voluntad de la persona que habla. María no constata, sino que desea, asiente gozosamente, se coloca personalmente del lado del suceso. Se trata del núcleo subjetivo indivisible en el diálogo que el hombre mantiene con Dios en la fe, del elemento más íntimo de la respuesta humana. Dios, mediante la fe, opera esta respuesta, que, por otro lado, pertenece al hombre con toda la intensidad con la que algo puede pertenecer a una persona libre y creada 14. Este estado de cosas queda recogido en la forma «mihi», en mí. María no coloca su persona en el puesto del sujeto que actúa, sino en el puesto de aquel a quien le ocurre algo. De esa manera queda testimoniada la incontestable soberanía de la acción divina. El deseo expresado en el fiat no se refiere a una acción suya propia, sino a la acción de Dios, a dejar que Dios realice algo. En la respuesta de María a la revelación de Dios se refleja, pues, la actitud de la fe perfecta; y ésta queda referida a la comunicación más perfecta y más básica del Dios redentor. Esta es la razón de que en la respuesta de María se
4.
El «fiat» de María
María responde a la revelación del mensaje angélico. En ese momento María se encuentra en el punto culminante del papel para el que ha sido llamada. Partiendo de la respuesta podemos tratar de averiguar la naturaleza de la revelación. ¿Era la pregunta del ángel un ofrecimiento de un designio de Dios al que María, no obstante, podía realmente oponerse, aunque fuera en perjuicio de ella misma y de todos? La respuesta a ambas preguntas hemos de procurar hallarla en la Escritura. a) Nada justifica la suposición de que se trata simplemente de un ofrecimiento. El ángel anuncia un decreto de Dios y no deja lugar a dudas sobre la certeza de su realización, puesto que no sólo se predice la maternidad de María, sino también todo el futuro eterno de su Hijo. Dios no pregunta; lo ha dispuesto ya así. b) En segundo lugar, los pasajes bíblicos paralelos no hacen creíble que una respuesta negativa de María hubiera invalidado el decreto de Dios. Sara se rio incrédula cuando escuchó tras la cortina de la tienda la promesa de los tres ángeles (Gn 18,10-15), pero esto no tuvo como consecuencia la retirada de la promesa, sino su robustecimiento (14). A la duda de Zacarías responde el ángel expresamente: «Mis palabras se cumplirán a su tiempo. Y tú, por no haber creído, quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que esto se cumpla» (Le 1,20). Consignemos, finalmente, lo dicho en la carta a los Romanos, donde se afirma que las promesas de Dios al pueblo judío no se han invalidado, a pesar de que éste no ha creído al Mesías en persona (Rom 11,1-32, esp. 1.12.15.23.24.26.28.29.31). En abstracto hemos de responder, por tanto, que tampoco una actitud negativa de María habría invalidado el plan de la encarnación y que éste se habría realizado «a su tiempo». En concreto, sin em12
u
Ibid., 174.— Ibíd., 168-173.
" La antinomia que existe, a nuestro parecer, entre libertad y estado de criatura constituye el núcleo de todas las discusiones sobre la libertad y la gracia, cuya solución no reside en la filosofía, sino en la fe. 58
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realizara también el acto básico de la redención de la humanidad, por cuanto se trata de un «acto» de la humanidad, es decir, de la respuesta que acepta con fe. Sin duda, puede objetarse que un análisis de este tipo proyecta en el texto bíblico una determinada teología de la gracia que no existe en él. Tampoco pretendemos afirmar que María, o al menos el evangelista, formulara de una manera refleja y en nuestra terminología tales reflexiones. No es eso lo que interesa. Si una visión teológico-conceptual de conjunto y un análisis exacto del lenguaje del texto bíblico descubren una concordancia real entre el texto y el teologúmeno, quiere decir que el texto ha sido interpretado realmente con exactitud. El hecho de que el NT no hable nunca de «dos naturalezas en Cristo» no nos lleva a afirmar que la doctrina del Concilio de Calcedonia «no está contenida en la Biblia».
de toda la historia salvífica, el de la representatividad. Filosóficamente no se ve aún cómo se puede conciliar la individualidad incomunicable de toda persona humana con la posibilidad de que un hecho del individuo tenga un significado solidario para la totalidad 18. Pero es teológicamente seguro que la historia de la salvación se cimenta precisamente en esa ley. Todo el género humano sucumbió en Adán a la maldición 19 . Por causa de Noé se vio libre de perecer todo él en el diluvio. La fe de Abrahán inaugura el árbol genealógico del Redentor. Y «al igual que todos mueren en Adán, así todos llegarán a la vida en Cristo» (1 Cor 15,22). Conforme a esta ley se realizó también la entrada de Cristo en el mundo. Tuvo lugar, como toda la redención, bajo el signo de la revelación y de la fe, del diálogo entre Dios y el hombre. Se realizó «no sin» una persona que creyera y respondiera. En María se realizó, pues, el primer encuentro, el básico y el más decisivo de todos, de Cristo con «la humanidad». Su papel personal fue en aquel instante un papel de la humanidad, conforme a la ley universal de la historia salvífica. No necesitamos suponer en María una delegación jurídica ni una «concentración» misteriosa del «sentir de la humanidad entera», como tampoco estructurar de tal manera la «redención objetiva» que sea necesaria una representante. Es un simple hecho, cuyas leyes sólo conocemos por la revelación, que en las encrucijadas decisivas de la historia de salvación la actuación de personas particulares tiene un significado para toda la humanidad 20 . En el aspecto objetivo del acontecimiento hay que hablar igualmente de un mero hecho. La estructura de la redención —revelación-fe— es para cada hombre igual. Pero en una ocasión, la primera, este proceso no sólo significa la integración de una persona concreta en Cristo, sino la encarnación del Hijo de Dios mismo, fundamento de toda otra gracia. La respuesta creyente de María fue, por lo mismo, la base y el prototipo de toda redención individual. Hay que atribuir, por tanto, al fiat de María un significado realmente universal y una dimensión que engloba en la acción, y no sólo en el efecto, a toda la humanidad. Para ello no necesita de ninguna otra vinculación fuera de la ley de solidaridad, vigente en toda la historia salvífica. Por el contrario, en la pregunta, desde un punto de vista algo distinto, actúa también otra ley «conocida», que podría denominarse «ley del cuerpo de Cristo». Entre los miembros de Cristo existe la solidaridad de la gracia, como se indica en 1 Cor 22,16: «Cuando un órgano sufre, todos sufren con él; cuando a uno lo tratan bien, con él se alegran todos»; e igualmente en
5.
Papel de María como representante de la humanidad
Partiendo del paralelo establecido entre Eva y María (cf. supra, pp. 873ss) es una afirmación firme que la maternidad de María fue tan decisiva para la salvación de toda la humanidad como lo había sido el pecado de Eva para su perdición u . En su Tratado sobre la Encarnación afirma Tomás de Aquino que María dio su sí loco totius humanae naturae, en representación de toda la naturaleza humana 16 . En la polémica acerca de la corredención, H. M. Koster desarrolló la teoría de que, para que se hiciera realidad la redención como pacto de Dios, era necesario que frente al portador universal de la redención, Cristo, hiciera su aparición quien recibiera umversalmente la redención, y ésta fue María, cima personal de la humanidad en la aceptación de la redención. Sólo así se haría realidad y llegaría a su culminación la obra de la «redención objetiva» en orden a su aplicación subjetiva para cada hombre 17 . Apoyándonos en la afirmación de Tomás de Aquino, planteémonos también nosotros la cuestión de hasta qué punto la acción de María es representativa de toda la humanidad. El hecho de que la maternidad creyente de María fue en un sentido causal indirecto decisiva para toda la humanidad, por cuanto dio a luz al Redentor, no necesita de una mayor aclaración. Así hemos de entender el pasaje antes citado de Ireneo en el que llama a María «causa de la salvación» (nota 15). Pero es Ireneo mismo quien continúa el desarrollo de esta idea, al contemplar conjuntamente la maternidad de María y la de la Iglesia (cf. supra, p. 874). La cuestión es si la acción de María tiene inmediatamente un carácter universal que la convierta, de una manera que habría que analizar más detenidamente, en acción de toda la humanidad. Para responder a esta cuestión hemos de aludir a un elemento estructural 15 Ireneo, Adv. Haer., 3, 22, 4: PG 7, 959s. «Y de igual manera que aquella... desobediente se convirtió para sí y para todo el género humano en causa de muerte, así María... fue para sí y para todo el género humano causa de salvación». Sobre lo que sigue, en su totalidad, cf. C. Feckes (ed.), Die heilsgetchichtliche Stellvertretung der Menschheit durch Marta (Paderborn 1954). El Vaticano II cita el paralelo Eva-María, aludiendo a los Padres en orden al «fiat» de María, en Lumen gentium, n. 56. w S. Th. III, q. 30, a. 1 («Consensus Virginis expetebatur loco totius humanae naturae»). 17 Die Magd des Herrn. Theologische Versuche und Überlegungen (Limburgo 21954). Cf. también el estudio sintético del mismo: Die Stellvertretung der Menschheit durch María. Ein Systemversuch, en C. Feckes (ed.), op. cit., 323-359, con un análisis jurídicofilológico y un resumen histórico.
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18 Una indicación la ofrece ya el hecho de la vinculación físico-genética de la humanidad, aún no valorado suficientemente desde un punto de vista antropológico, según el cual, al menos fundamentalmente, toda persona humana procede de otras personas humanas. De nada sirve refugiarse en la hipótesis jurídica de que para Dios sólo existe esta realidad de una manera puramente externa. En efecto, esta realidad haría desaparecer la «justicia» si no tuviera un fundamento ontológico que diera razón tanto de la personalidad como de la colectividad de la naturaleza humana. 19 No podemos detenernos aquí en problemas tales como el de si la Escritura entiende a Adán de un modo individual o colectivo y el de si la categoría de personalidad corporativa ha desempeñado algún papel y hasta qué punto. Cf. MS II, 714s (en el índice, palabra Adán). En Rom 5 se encuentra, en todo caso, frente a un único Adán un único Cristo, dato que debemos tener siempre presente en el empleo dogmático de esta tipología. 20 Tal vez cada una de las acciones del hombre tenga un significado a escala universal, aun cuando no cada acción posea el carácter de un momento decisivo. De esta forma juzgamos instintivamente los inventos, las declaraciones de guerra, los tratados, etc., por más que físicamente sólo unos pocos individuos participen directamente en todo ello.
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Col 1,24: «Me alegro de sufrir por vosotros, pues voy completando en mi carne mortal lo que falta a las penalidades de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia». Por razón de la unión en el cuerpo de Cristo, las acciones de gracia que realiza un miembro valen auténtica y esencialmente en favor de los otros miembros. La base propiamente dicha es la «gracia de Cristo Cabeza». Toda gracia de los miembros es una gracia de Cristo, Cabeza de todos los miembros, y, por tanto, en un sentido profundo, la gracia de un miembro no pertenece ya a ese miembro más que a los restantes, puesto que Cristo es la cabeza de todos. Como causa final de esta ordenación divina podría consignarse el hecho de que la redención tiene el objetivo de una unidad de amor; una unidad de amor de los hombres con Dios y análogamente entre ellos. Del hecho de que la redención, ya en su momento inicial, la encarnación, adoptara la estructura de revelación y de fe, y con ello una estructura eclesial, podemos concluir que la respuesta en fe de María, como primera acción de la Iglesia, fue también una acción en favor de la Iglesia, una obra de gracia que era también gracia para todos los miembros futuros de la Iglesia. La comunidad de bienes de gracia dentro de la Iglesia, por razón de la gracia básica de Cristo, hace que en María todos los miembros de la Iglesia hayan dado el fiat mihi a la encarnación. El que recibe gracia de Cristo Cabeza está vinculado a aquella gracia que produjo en María su asentimiento a la encarnación. En este sentido, como concreción y consumación neotestamentaria del principio universal de solidaridad, María pronunció su fiat «loco totius Ecclesiae», como representante de toda la Iglesia, y la Iglesia de todos los tiempos lo ha hecho en Marta. En este sentido, María fue en la anunciación la Iglesia y, a la vez, la madre de la Iglesia. Entiéndase bien que no defendemos con esto la teoría de que a María le corresponde con respecto a la Iglesia una especie de «gracia capital» secundaria, «maternal». El punto de enlace reside únicamente en la dependencia común de la fuente de la gracia, Cristo. La gracia maternal de María forma parte de la gracia de los miembros, actúa «horizontalmente», no «verticalmente», a no ser que queramos definir cualquier influjo de gracia entre los miembros como «gracia capital» secundaria. Pero esto sería una mala sistematización. Ahora bien, al existir la ley de la Iglesia y de su eficacia en el ámbito de la gracia, la fe de María en la anunciación tuvo un significado colectivo y universal. 6. La anunciación y la maternidad como acontecimiento central en la vida de María Ya hemos apuntado que las gracias decretadas por Dios para María fueron produciendo sus efectos en el tiempo, cada uno en su momento. Pero el «tiempo» de María tenía una estructura determinada, y el principio de estructuración fue el acontecimiento de su maternidad. Este pensamiento ha de ocuparnos aún brevemente. Hablando del principio fundamental y de la predestinación de María, afirmamos que su maternidad, como participación suprema en la humanidad de Cristo, era el fundamento de toda su existenaia. Su plenitud de gracia se encontraba unida formal e íntimamente a ella, pero en el transcurso temporal tenía a la vez la misión de prepararla para la anunciación. María debía encontrarse, por ello, sin el menor desdoro en la cumbre de su misión, y esto fue obra de su plenitud de gracia desde la concepción. Esta plenitud de gracia por su parte la encaminaba interiormente a la más perfecta entrega a Dios —argumento muy importante teológicamente en favor de un propósito consciente de virginidad en María—. La anunciación significa, según esto, el despliegue de la
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vida llena de gracia que la precede, y ésta a su vez encuentra en aquélla su razón de ser y su objetivo. La anunciación constituye, por su parte, la mayor gracia en favor de María que puede imaginarse. No existe ninguna otra forma de gracia que la participación como miembro en la humanidad de Cristo, ni existe ninguna forma superior de esta participación que la maternidad de esa humanidad, una maternidad aceptada por fe. Esto fue lo que hizo María con su sí. De ahí que por su maternidad se haya realizado en su gracia la «plenitud de los tiempos». El concepto de plenitud de gracia ha alcanzado, ahora también en el tiempo, todo su sentido. Pero la plenitud de gracia de la maternidad divina como obra de la fe está sometida a su vez a una ley de desarrollo. En la anunciación le fue dicho a María que su Hijo sería grande y que éste recibiría de Dios el trono de David. Aceptarle significa necesariamente aceptar un determinado destino. El Mesías no es un cualquiera. Estar vinculada a él como madre significa estar vinculada a una vida muy decisiva, muy inquieta, por más que los pormenores no le fueran aún revelados a María. En las distintas fases de la vida de su hijo, a María le serán asignados papeles nuevos. Pero, en todo caso, ninguno de esos papeles supera ni alcanza el papel de su maternidad fiel y virginal, sino que es siempre una simple forma o consecuencia de ésta. La actitud que mantendrá María junto a la cruz no será tampoco más que la disponibilidad para ser madre del Mesías. Por eso la anunciación es realmente el acontecimiento central en la vida de María, a partir del cual, hacia adelante y hacia atrás, puede explicarse y desarrollarse todo. Este es el pensamiento en que se funda la sección siguiente.
SECCIÓN QUINTA
MISTERIOS SUBSIGUIENTES A LA MATERNIDAD En la literatura mariológica existe generalmente una división clara entre las obras especulativo-sistemáticas, que, partiendo de los dogmas mariológicos, aducen los pasajes bíblicos correspondientes únicamente a título de «pruebas», y las biografías mañanas, que describen los sucesos de la vida de María a la luz de los dogmas. El enfoque histórico-salvífico escoge un camino intermedio. Presupone, ciertamente, los dogmas marianos, pero busca en los datos bíblicos de la vida de María conocimientos estrictamente teológicos. La cuestión que se plantea es saber si objetivamente está justificado este método. ¿Hasta qué punto los datos bíblicos, simples narraciones de hechos, poseen un valor teológico? No se trata aquí directamente del discutido problema de la pluralidad de sentidos de la Escritura ni de una exégesis alegórica o moral de pasajes, que literalmente parecen servir muy poco a la teología. Se trata menos del sentido y de la estructura de la Biblia que de la estructura de los hechos y de las leyes histórico-salvíficas. Tales leyes son, por ejemplo, la solidaridad eclesial y humanava mencionada, la tipología general de la antigua alianza carnal con respecto a la-:nueva alianza espiritual, la comunicación entre Cristo Cabeza y la Iglesia, la función de Cristo como revelador de la Trinidad, el «tipismo histórico-eclesial» de los acontecimientos neotestamentarios motivado por la «identidad del sujeto». Estas leyes operan por razón del carácter general de revelación
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que tiene la Escritura, al margen de si el autor, de acuerdo con un determinado género literario, quería conferir a un pasaje un valor simbólico que fuera más allá del histórico. Un problema de este tipo se plantea únicamente en escritos teológicos, como el Evangelio de Juan, o exegéticos, como la carta a los Hebreos. El método que seguímos aquí es examinar, conforme a las leyes mencionadas, el sentido teológico exacto de los acontecimientos de la vida de María recogidos en la Escritura'. Un examen de ese tipo no pretende ser una «teología espiritual» en el sentido de un simbolismo meramente edificante de comparación y «modelo», sino un esfuerzo por lograr conocimientos auténticamente teológicos. En todo caso, el interés no va dirigido a conseguir nuevas «tesis», sino a entender de forma más global y más profunda lo ya conocido.
es saludada y alabada por Isabel como superior a causa de su elección y de su fe. El afectuoso encuentro de María con Isabel tiene como consecuencia el que la anciana madre y su hijo queden llenos del Espíritu. De esta manera, la antigua alianza recibe su culminación de la nueva. Conforme a las palabras del ángel (Le 1,15), Juan, desde el seno materno, queda lleno del Espíritu Santo por la venida de Cristo y se convierte así en la realización más pura de la antigua alianza. Para María, esta visita viene a ser el primer hecho eclesial. Es la primera vez que unos pies humanos llevan a Cristo a los hombres y le «hacen posible» su obra de santificación. La primera obra de santificación se realiza, de acuerdo con el principio afirmado más tarde por Cristo (Mt 15,24), en favor de Israel. Es la primera misión que María tiene que realizar en su nueva tarea para con Cristo, y no carece de importancia el que esta misión esté determinada por un puro amor al prójimo. La narración pone, en efecto, de relieve que María visitó a su prima con objeto de ayudarla. El ángel le había comunicado que Isabel estaba ya en el sexto mes (Le 1,36), y María se queda allí tres meses (Le 1,56), es decir, hasta el nacimiento de Juan. La narración evangélica muestra que María era consciente de su papel histórico-salvífico, tal vez incluso del especial significado de aquel momento para la antigua alianza. Así lo demuestra su canto de alabanza, el Magníficat3. Según la opinión de F. Ceuppens 4 y de P. Gachter 5 , este canto procede realmente de María y no ha sido puesto en sus labios únicamente a título «redaccional». Como quiera que sea, es indiscutible que el Magníficat está plenamente enraizado en el lenguaje del AT; los diez versos contienen al menos diecisiete citas o alusiones al AT *. El Magníficat nos interesa no tanto desde una perspectiva literaria cuanto por su contenido. María hace en él dos afirmaciones sobre sí misma; primera: «El ha mirado la pequenez de su sierva; grandes cosas ha hecho en mí el Poderoso»; y segunda: «He aquí que desde ahora me felicitarán todas las generaciones». Tras el júbilo introductorio y después de estas afirmaciones, los restantes seis versos (o cuatro de las siete estrofas) son una alabanza a Dios en el lenguaje del AT, y más en concreto en el lenguaje de los «pobres de Yahvé» 7 . La estrofa séptima interpreta expresamente el acontecimiento cantado, la maternidad del Mesías, como la aceptación del «siervo Israel» y el cumplimiento de las promesas hechas a Abrahán. El Magníficat interpreta, pues, la actitud de María frente a su propia elección. Es una actitud que se encuentra plenamente en la línea espiritual de los pobres de Yahvé y que realiza los tres pasos característicos: abatimiento propio, obra maravillosa de Dios, bienaventuranza propia. Los comentaristas católicos acentúan que «María misma» anunció ya su culto a lo largo de las generaciones, mientras que los exegetas protestantes se fijan en la TaireívüXTK;, la. pequenez que María reconoce en sí misma. De hecho, el texto dice ambas cosas: María participaba del abatimiento de los piadosos judíos posexílicos y, en sentido más amplio, de todo el linaje de Adán. Pero, porque Dios la liberó de tal abatimiento, hay que alabarla como dichosa. La frase «grandes cosas ha hecho en mí el Poderoso» (fecit mihi) corresponde exactamente a su respuesta anterior fíat mihi: ha hecho en mí-hágase en mí. Su grandeza reside en la acep-
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1.
Encuentro de María con Isabel (Le 1,39-56)
Dios había establecido el pueblo de Israel y la antigua alianza con sus ordenaciones como estadio previo de la alianza nueva y eterna. Son numerosos los pasajes del AT que apuntan a una nueva realidad futura, especialmente en conexión con el ocaso del reino davídico. Toda la expectación profética y posexílica del Mesías era una expectación de algo nuevo 2 . El pasaje más claro se encuentra en Jr 31,31-34: «Vienen días, palabra de Yahvé, en que yo haré una alianza nueva con la casa de Israel y la casa de Judá; no como la alianza que hice con sus padres, cuando tomándolos de la mano los saqué de la tierra de Egipto; ellos quebrantaron mi alianza, y yo los rechacé, palabra de Yahvé. Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra de Yahvé: yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. No tendrán ya que enseñarse unos a otros ni exhortarse unos a otros, dicendo: 'Conoced a Yahvé', sino que todos me conocerán, desde los pequeños a los grandes, palabra de Yahvé, porque les perdonaré sus maldades y no me acordaré más de sus pecados». También Dn 9,27 habla del final de la antigua alianza, y Mal 1,10 alude veladamente a la sustitución de la antigua víctima por la nueva. Tras el exilio se pensaba que el profetismo había desaparecido. Es entonces cuando Zacarías, representante del culto veterotestamentario, recibe la revelación divina de que tendrá un hijo profeta, que «caminará delante del Señor en el espíritu y el poder de Elias». Así queda expresado bíblicamente que en Zacarías e Isabel ha llegado la antigua alianza a su última misión y que Juan realizará la antigua alianza mediante un ministerio profético que introduce de una manera inmediata la nueva alianza. El paso de los discípulos de Juan a Jesús, provocado por el mismo Juan (Jn 1,35-39; 3,22-30), es punto culminante y punto final de la antigua alianza. Cuando María, constituida a raíz de la anunciación en la primera portadora de la nueva alianza, visita a su «pariente» (CUYYEV^ significa la «engendrada juntamente») Isabel, que lleva en su seno a Juan, visita de hecho a la última portadora de la antigua alianza. La antigua alianza, la esposa tantas veces infiel, recibe de Dios su última fidelidad para que profluzca su último buen fruto. Pero la joven lleva la nueva alianza, que es superior a la antigua. El antiquísimo tema bíblico del mayor y el menor, en el que el menor es preferido (CaínAbel, Esaú-Jacob), encuentra así su interpretación y su feliz cumplimiento. María 1 2
Cf. para toda la sección las indicaciones de Lumen gentium, n. 57ss. Cf. en Is 1,1-15 con 2,1-5; 6,9-13 con 9,1-6; 11 y 12; 40,l-5.9ss; 42,1-9; 52,1-9; 54; 59,20-60,22; 62; 66,5-14; Jr 23,1-8; 31,1-14.31-34; 33,14-26; Ez 16,59-63.
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Cf. L. Deiss, Marta, Hija de Sión, 157-192. F. Ceuppens, De Mariologia bíblica (Roma 21951) 118-121. P. Gachter, María en el Evangelio (Bilbao 1959). 6 Cf. las indicaciones de las ediciones de la Biblia. Otros giros característicos aparecen en el canto de Ana (1 Sm 2,1-10) y, sobre todo, en los salmos. 7 Cf. L. Deiss, María, Hija de Sión, 172-192; además, Sof 2,3 y 3,11-13.
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tación de lo que Dios ha hecho en ella, actitud que responde a una ley universal de la gracia. El Magníficat interpreta, pues, este proceso de gracia realizado en María como cumplimiento de las promesas hechas a Israel «desde antiguo» y en la forma más reciente de la promesa hecha a los pobres. «Ha hecho en mí cosas grandes» y «ha acogido a Israel su siervo» son pensamientos paralelos. En la concesión de gracia a María se han realizado las promesas. Tal es el anuncio dirigido a la familia sacerdotal de la que pronto brotará el último profeta de la antigua alianza. Este «convertirá a muchos de los hijos de Israel al Señor su Dios» y «preparará al Señor un pueblo bien dispuesto» (Le l,16s). Así, pues, el primer hecho de Cristo y la primera misión de su madre van dirigidos, según el Magníficat, a su pueblo, el cual debe ser preparado para su venida.
lo oculto, en la pobreza, en el abandono, puesto que «en el albergue no había sitio para ellos» (Le 2,7). El Mesías viene al mundo en un establo en lugar de venir al mundo en la vivienda del carpintero. La pasión mesiánica se anuncia por un instante, y María es la primera que se ve incluida en ella, puesto que es quien tiene que dar a luz en tales circunstancias, «para que se cumpla la Escritura». El nacimiento de Cristo es, por tanto, la primera participación de María en la pasión de su Hijo, el primer sacrificio de la «dicha de ser madre» en aras de otra comunión, nupcial, con el siervo de Dios. b) «Y dio a luz a su Hijo primogénito y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Le 2,7). Los apócrifos se imaginaron este nacimiento únicamente como un efluvio de luz procedente de María 8 . Pero Lucas dice que María dio a luz 9 . La indicación de que era el primogénito (en hebreo: «el que abre el seno»), añadida por Lucas únicamente para indicar la situación legal que correspondía a Jesús (cf. Le 2,23) 10 , indujo a Tertuliano a afirmar, con su ingeniosidad habitual, que Cristo es el único que ha abierto realmente el seno materno, puesto que en su caso éste no había sido abierto antes por un varón u . Con ello excluía la idea de la virginidad en el parto. Ambrosio, defensor de la virginidad en el parto a, interpreta el pensamiento de Tertuliano aplicando más bien la apertura del seno materno a la Iglesia u . Sabemos, por otro lado (cf. supra, pp. 874s), que en el pensamiento cristiano arraigó muy pronto la idea de un nacimiento milagroso y virginal. Esta cuestión, planteada de nuevo en época reciente 14, aunque sólo a propósito de la interpretación de la fórmula de fe, nos introduce en las categorías totalmente específicas de la teología mariana que se refieren al carácter significativo del cuerpo. Las tendencias teológicas sobre este punto responden claramente a la actitud general de una época. La valoración positiva que existe hoy de la sexualidad inclina a otros resultados que la actitud negativa de la antigüedad y de la Edad Media. En nuestra problemática se trata, por una parte, de la maternidad auténtica de María, y por otra, de la verdad significativa de su virginidad. El trasfondo de ambos aspectos se halla, por tanto, en el carácter significativo del cuerpo. La elección de María implica el ser verdadera madre corporal del Mesías e Hijo de Dios. Si concibió milagrosamente por obra de Dios, estuvo, sin embargo, nueve meses embarazada como corresponde a una verdadera maternidad y Cristo recorrió todas las fases del desarrollo que precede al nacimiento. Entre los momentos más importantes de una maternidad se encuentra sin duda el del parto, y esto no sólo desde una perspectiva fisiológica, sino también desde una perspectiva personal. Iría en menoscabo de la realidad de la maternidad de María aceptar, con los apócrifos, que el niño «apareció allí de repente», de modo que
2.
Nacimiento de Jesús
a) El censo o empadronamiento ordenado en aquellos meses por el emperador Augusto para todo el Imperio pondrá en contacto la vida de Cristo con la vida pública del mundo, de la «sociedad». La mención evangélica del censo nos muestra que tenemos ante nosotros un acontecimiento de interés para la interpretación de la historia salvífica. Ni Jesús ni María se ven Ubres de someterse a esta disposición civil que afecta a José, el padre adoptivo. Hemos visto ya a José en el papel de garante legal de la ascendencia davídica del Mesías, es decir, en el ámbito jurídico externo de la historia salvífica. Ahora es él también quien crea la vinculación con el mundo, con la sociedad humana. En él reconocemos el «tipo» de un doble elemento que compone la Iglesia y que en ocasiones se ha absolutizado, mientras que en otras se ha descuidado: la estructura jurídica y la integración en una estructura social determinada. La figura de José, «hombre justo», realiza y preserva este doble elemento en ese núcleo de la Iglesia que es la Sagrada Familia. Es José quien introduce a Jesús en la ley veterotestamentaria y quien cumple sus normas sobre la paternidad legal. Por medio de él, también Jesús forma parte del orden social humano y nace como subdito de Roma en una provincia del Imperio. Sin embargo, estas dos funciones de José no están desvinculadas, sino que la una sirve a la otra. Precisamente la ascendencia davídica de José es la que le asigna un puesto en el orden social. En el cumplimiento de la prescripción del censo, Lucas ve también el cumplimiento de la profecía mesiánica de que de Belén «saldrá el que ha de ser jefe de Israel, cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy remota antigüedad. Los entregará hasta el tiempo en que la que ha de parir parirá, y el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel, y se afirmará y apacentará con la fortaleza de Yahvé y con la majestad del nombre de Yahvé, su Dios; y habrá seguridad, porque su prestigio se extenderá hasta los confines de la tierra (Miq 5,lss). En una relación mutua semejante se encuentran los elementos sociológicos de la Iglesia y su situación dentro de una estructura social determinada. María, «tipo» del ser de gracia de la Iglesia, se*ha visto sometida a estas necesidades por su vinculación a José. Podríamos decir, paradójicamente, que tuvo que «seguir a su hijo a Belén», porque él tenía que nacer en Belén. Tras servir en la familia de Zacarías a la antigua alianza en su vertiente de gracia, ahora tiene que coronar la vertiente jurídica de la antigua alianza y, a la vez, de la sociedad. Pero ambas cosas no significan sólo eso, sino que tienen un significado ganuinamente mesiánico. El nacimiento de Jesús en Belén no es solamente un nacimiento en la ciudad de David, sino también un nacimiento en
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Protoev. Sant., 19, 2. Se ha supuesto que en la afirmación de que ella lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre debe verse una referencia a un nacimiento milagroso, porque esto sería inverosímil después de un nacimiento normal. Pero tal suposición es muy discutible. 10 Y que no tiene nada que ver con la cuestión de si María tuvo más hijos. " De carne Chr., 23, 3-5 (CChr 2, 914s). 12 Ep., 42, 4-7: PL 16, 1125s. 13 En Le 2,56s: CSEL 32/4, 72s; en el medio se encuentra tal vez Epifanio, quien subraya que María es siempre virgen y virgen por antonomasia (Panar., 78, 5, 5-6, 1), pero refiere sin más explicación a Cristo el pasaje de la apertura del seno materno. 14 Cf. K. Rahner, «Virginitas in partu». En torno al problema de la tradición y de la evolución del dogma, en Escritos IV, 177-211; R. Laurentin, Le mystére de la naissance virginale: «Ephemerides Mariologicae» 10 (1960) 345-374.
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María se asustó y sólo un instante después descubrió que no estaba ya embarazada 15. El nacimiento hay que imaginarlo como un acto de María, incluso como un acto corporal. Esto es, en definitiva, lo que dice el texto bíblico. Pero precisamente la referencia a la Biblia nos dice que tomemos también en serio la otra idea. Como consecuencia del pecado original fue maldita la maternidad de Eva: «Mucho te haré sufrir en tu preñez; parirás hijos con dolor» (Gn 3,16). Ahora bien, la concepción virginal de Cristo fue precisamente la excepción de la ley y de la maldición de Adán, el nuevo comienzo puesto por Dios en orden a la gracia. Corresponde perfectamente al pensamiento simbólico de la Biblia que el segundo acontecimiento decisivo, el nacimiento, obedezca igualmente no a la ley vieja, sino a una ley nueva. Sería bíblicamente una falta de lógica que el fruto del Espíritu Santo y de la virgen obedeciera en su nacimiento a la maldición de Eva. Este es el fundamento bíblico de la tradición que terminó por expresar la virginidad en el parto.
El pensamiento moderno, a diferencia del antiguo, encuentra una gran dificultad en considerar una efectiva «apertura del seno materno» producida únicamente por el parto como una injuria a María. De ahí que nos sea imposible imaginar el parto virginal como algo puramente estático-corporal, como acostumbraba hacerlo el pensamiento cristiano desde el Protoevangelio de Santiago. Lo que de esa manera se consigue es ampliar y profundizar la verdad como tal. El parto, todo él, hay que considerarlo libre de maldición, íntegro; y el momento específicamente corporal-simbólico de la gracia de María no queda en él infravalorado, sino que es tomado en serio. Esta perspectiva mantendrá alejado de la fe todo aquello que desde la ciencia o desde un dogmatismo material pudiera empequeñecerla. c) El nacimiento de Jesús fue un proceso milagroso en el sentido de que la integridad de su madre se vio libre de la maldición; pero tal proceso se desarrolló en la plena oscuridad. A pesar de ello, no ocurrió sin revelación. Según Lucas, los vecinos de aquella pareja solitaria, los pastores que se encontraban en las cercanías, supieron por un ángel del Señor quién era el niño que había nacido en la soledad: «Hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, el Mesías Señor» (Le 2,11). Los pastores propagaron la noticia, en primer lugar, con su visita al niño. «Pero María conservaba todas estas palabras, meditándolas en su corazón» (Le 2,19). En esta frase se apoya la teología para atribuir a María en su actuación frente a Cristo una conciencia clara del contexto mesiánico. Su actitud frente a la revelación es contemplativa. Es el mismo Lucas quien nos recoge las palabras del Señor con motivo de la bienaventuranza a su madre: «Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Le 11,28). Aquí se supone que María lo hace así. María está tan abierta a la revelación como lo estuvo al poder del Altísimo, ya que éste vino por la revelación. La fe continúa siendo su respuesta esencial. Si en la anunciación su fe engendró al Mesías, a partir de ahora su fe interpreta a este Hijo suyo. María, al obrar, ha de seguir el camino de su Hijo y lo hace acompañándole con su fe, mediante la cual procura conocerle y comprenderle. La Biblia no nos presenta una María omnisciente para quien su Hijo no fuera un misterio, sino una joven que cree en su Hijo y se deja llevar en la fe paso a paso. Esta obediencia constante de María, que nace de la contemplación, tiene para su vida y su misión un valor tal, que quita todo interés al problema del crecimiento cuantitativo de sus conocimientos y del momento en que fueron adquiridos.
La teología se encuentra, pues, ante la necesidad de hacer compatibles un verdadero parto físico y un nacimiento exento de la maldición de Eva. Conceptualmente puede apuntarse la diferencia de que la autenticidad del parto se encuentra formalmente al nivel de lo corporal, mientras que la maldición de Eva reside únicamente en la consecuencia. Conceptualmente cabe, por tanto, pensar que la maldición de Eva, suprimida esencialmente en el nacimiento de Cristo, quedó privada de su consecuencia en el momento del parto, pero que éste conservó plenamente su «naturalidad». Fue un proceso que escapa a nuestro conocimiento y a nuestra imaginación, puesto que no sabemos cómo obra, cómo reacciona, cómo siente una persona que de una manera totalmente personal está libre del pecado original. De todas maneras, a la vista del influjo que en todo nacimiento tienen las condiciones físico-psíquicas, podemos sospechar que también una situación personal de ese tipo pudo tener un influjo decisivo en los pormenores y en la vivencia de aquel parto. No es difícil comprender el motivo por el que a esta integridad en el nacimiento se la ha designado y se la designa con el nombre de «virginidad en el parto», por más que la expresión no es tan clara como en el caso de «concepción virginal», donde la palabra «virginal» se refiere de un modo directo y esencial al no haber conocido varón. El nacimiento significa un proceso en el estado corporal de la mujer análogo al acto sexual: «parto virginal» quiere decir, según esto, integridad en el proceso del nacimiento. Por esta razón habla ya Tertuliano de «virgen con respecto al varón, pero no con respecto al parto», y añade que la que concibió como virgen «contrajo nupcias al dar a luz, pues contrajo nupcias con la ley de la apertura del cuerpo» (patefacti corporis lege). Tertuliano habla también de una nuptialis passio en el seno de María 16. Desde un punto de vista teológico, este estado de cosas sólo podría ser interesante si tuviera que ver con el aspecto moral de la virginidad o con la maldición de Eva. Lo primero no es el caso, puesto que el hecho ético-sexual de la virginidad no tiene realmente ninguna relación con lo que el parto cambia en el cuerpo de la mujer. Ha sido, por el contrario, el aspecto, de violencia y contaminación que caracteriza tanto el contacto sexual de una virgen como su dar a luz lo que ha conducido a ver en tal aspecto el signo especial de la maldición del pecado original y a concentrar en la integridad corporal la expresión valorativa de la virginidad perpetua. 15 16
Cf. la Ascensión de Isaías. Cf. nota 11.
3.
Matrimonio de Marta y virginidad
perpetua
La Iglesia cree desde antiguo que María permaneció virgen, que después de su «primogénito» no tuvo más hijos y que su matrimonio con José no se consumó corporalmente. Esta creencia de la Iglesia creció y se fue imponiendo «a pesar» de aquellos pasajes bíblicos que parecen ser argumentos en contra. Comenzaremos por examinar esos pasajes para mostrar luego el significado de la virginidad perpetua de María. En la Escritura no se dice expressis verbis que María permaneciera virgen; esto se convirtió en verdad de fe, en cierto sentido, como evidencia teológica. Tal evolución no habría sido posible si se hubiera dado la convicción de que la Escritura ofrecía fundamentos serios y seguros para la opinión contraria. Lo que buscamos, pues, en el texto bíblico no es si enseña la virginidad permanente de María, sino si dice algo que se oponga a esta virginidad o que la haga poco probable.
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Son ya muchos los estudios que se han dedicado a esta cuestión. Aquí vamos a seguir la exposición reciente y detallada de J. Blinzler 17 . Los textos discutidos son los siguientes: 1. a) Mt 1,18: «María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo», b) Mt 1,25: «Sin haber tenido relación con él, María dio a luz un hijo». 2. Le 2,7: «Y dio a luz a su hijo primogénito». 3. En tercer lugar hay que mencionar todos los textos que hablan de los hermanos y hermanas de Jesús. Sólo existe verdadera controversia en torno a los textos sobre los hermanos de Jesús. Ya hemos dicho a propósito del texto copiado en 2 que en él únicamente se pretende hacer notar la situación legal de Jesús, y no afirmar que tuviera hermanos 18. Los dos textos de Mateo no se pronuncian sobre la cuestión de si José y María tuvieron hijos tras el nacimiento de Jesús. Precisamente la manera como Mateo se expresa muestra que esta cuestión carecía de interés para él y para el ambiente en que él escribía y al que destinaba su escrito. Ambos textos únicamente pretenden decir que Jesús no es hijo de José, puesto que él, hasta el día del nacimiento, no conoció en absoluto a María 19 . Quedan por examinar los textos sobre los hermanos de Jesús. Podemos dividirlos en los siguientes grupos: 1. Textos evangélicos que mencionan simplemente la existencia de «hermanos y hermanas de Jesús». El más expresivo entre ellos es Me 6,3: «¿No es acaso el carpintero, hijo de María, y el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas, no viven aquí entre nosotros?» (cf. también Mt 13,55s; Jn 2,12). 2. Textos evangélicos que muestran cierta oposición de los hermanos contra Jesús. Son las narraciones sobre la intención con que visitan a Jesús sus hermanos: Mt 12,46-50; Me 3,31-35; Le 8,19-21; según Me 3,21: «Oyendo esto sus parientes, salieron para llevárselo, pues decían: Está fuera de sí»; parece que detrás de esta visita hay una incomprensión. Jn 7,5 dice también claramente: «Ni siquiera sus hermanos creían en él». 3. Textos no evangélicos que también se limitan a mencionar la existencia de hermanos: Hch 1,14; 1 Cor 9,5; Gal 1,19 (Santiago). A la vista de estos textos podemos plantearnos tres preguntas: 1. ¿Existen referencias seguras de que estos hermanos de Jesús son hijos de María? 2. ¿Existen en la Escritura puntos de referencia para la opinión contraria? 3. ¿Pueden explicarse estos textos de acuerdo con la Escritura, en caso de que se admita la virginidad perpetua de María? 1. La respuesta a la primera pregunta ha de analizar la expresión «hermano», ¿tSsXcpói; {en hebreo: 'ah)^. Si bien OC8EA<|>Ó<; designa sólo, por regla general, al hermano o hermanastro, la expresión hebrea puede expresar cualquier 17
J. Blinzler, Brüder und Schwestern Jesu, en Lexicón der Marienkunde (Ratisbona 1960) 959-969, con bibliografía. Cf. del mismo autor Brüder Jesu: LThK II (1958) 714-717; H. Haag, Diccionario de la Biblia (Barcelona 1963) 829-831; A. Durand, Fréres du Seigneur: DAFC II (París 1915) 131-148; J. Blinzler, Die Brüder und Schwestern Jesu (Stuttgart 1967). 18 Cf. en Lexikon der híarienkunde, 962, una inscripción sepulcral que habla de la muerte de una mujer al nacer su hijo primogénito. Resulta casi divertido tener que decir que un hijo es el primero aun cuando no le siga un segundo. 19 Pasajes con un ejemplo análogo del «hasta»: Gn 8,7 (LXX); 2 Sm 6,23; Sal 110,1. 20 Cf. J. Blinzler, Brüder, 960s.
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grado de parentesco (Gn 3,18; Lv 10,4; 2 Re 10,13, etc.), y los LXX traducen en esos casos por á8eX,cpó<;. Suponiendo que Jesús tuviera primos (en distinto grado), los cuales entre los palestinos recibían el nombre de hermanos —término que, según los textos, pronto vino a ser nombre de grupo—, era de esperar que también el NT griego los llamara áSsXcpoí. Por tanto, este término por sí mismo no decide nada. 2. Un fundamento bíblico de que los hermanos de Jesús eran únicamente primos suyos puede verse en los textos y hechos siguientes. En primer lugar, siempre se habla de hermanos de Jesús, minea de hijos de María o de José, ni siquiera cuando los hermanos son mencionados juntamente con María (lo que ocurre casi siempre). Jesús, además, en el texto primitivo griego de Me 6,3 es llamado el hijo de María, con artículo, lo cual le caracteriza como hijo único 21. Por otro lado, según las costumbres semitas, sus hermanos más jóvenes nunca se hubieran presentado de un modo tan autoritario ante Jesús, como sucede en Me 3,21 y Jn 7,3s. Aquéllos, por tanto, tienen que haber sido mayores que Jesús, el primogénito, y por lo mismo no pueden ser hijos de María. Hay que añadir, finalmente, que la entrega de María a Juan (Jn 19,26s) no sería comprensible si María hubiese tenido otros hijos, y menos aún cuando se sabe que los «hermanos de Jesús» estaban presentes en la comunidad de Pentecostés (Hch 1,14). El argumento más fuerte en contra, aunque sólo tiene un valor particular, reside en el hecho de que el mismo evangelio atribuye a dos de los hermanos de Jesús una madre que no es la de Jesús. Es «María, la madre de Santiago y de José» (Mt 27,56) y «María, la madre de Santiago el Menor y de José» (Me 15, 40). Estos mismos nombres, con la misma diferencia, aparecen en la lista de los hermanos de Jesús en Mt 13,55/Mc 6,3. Es de suponer que se trata de la misma persona, puesto que no se la distingue. De esa manera se plantea el problema de la identificación de su madre. La comparación de las listas de mujeres que estuvieron junto a la cruz nos dan lo siguiente: María Magdalena es nombrada por todos: Mt y Me nombran a Salomé, madre de los hijos del Zebedeo, y a María, madre de Santiago y de José, mientras que Juan nombra (después de la madre de Jesús) a la hermana de su madre, «María de Cleofás». No es necesaria una identificación que armonice todo esto, puesto que Me y Mt nombran expresamente tan sólo una selección. Sorprende, sin embargo, el que Mt y Me hablen de una María como madre de Santiago y de José, y Juan de una María de Cleofás. Aparte de esto, Mt 27,61 y 28,1 hace mención de «la otra María» (en Me 16,1, «María, la de Santiago»), lo que sólo resulta claro si junto a la Magdalena (y a la madre de Jesús) no se encontraban otras dos Marías. Una primera conclusión probable sería, por tanto, que María de Cleofás es la madre de Santiago y de José, los hermanos del Señor. En este caso debería ser a la vez «hermana» de la madre de Jesús, y esto hablaría en favor de que, pese a todas las cuestiones rítmicas, en la lista de Jn 19,25 sólo se cuentan tres mujeres, y habría que considerar, por tanto, a María de Cleofás como la hermana de la madre de Jesús. Mucho más complicada resulta aún la cuestión si incluimos en nuestra consideración al Santiago Alfeo de la lista de los apóstoles y a su hermano Judas, y lo comparamos con el Santiago, el hermano del Señor, de las cartas de Pablo. Dado que esto nada esencial aporta a nuestra problemática, vamos a prescindir de ello 72. Importante es para nosotros, en todo caso, el testimonio de Hegesipo 21 De no haber sido el único hijo tendría que haber hablado aquí del «primogénito», con relación a los restantes hijos de María. 22 Una solución mucho «más armónica» sería suponer que Cleofás = Alfeo es el hermano del Señor de Me 6,3, y, por tanto, no sólo es el mismo «Santiago el Menor»
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(cf. nota 22), que llama a Simeón primo (ávéipioi;) del Señor, por ser hijo de Cleofás, el hermano de José. Según esto, María de Cleofás sería más bien la madre de Simeón y de Judas, y no la madre del Santiago y José que aparecen en el círculo de los hermanos del Señor. Baste sacar aquí la conclusión de que los evangelios hacen en muchos lugares probable, e incluso moralmente seguro, que María después de Jesús no tuvo más hijos, y que los llamados hermanos de Jesús eran primos suyos procedentes de distintas líneas. Con esta constatación se ha contestado ya a nuestra tercera pregunta. Los textos de la Escritura no solamente pueden explicarse suponiendo que María no tuvo más hijos, sino que ésta es su mejor explicación. En otro caso deberíamos encontrar una explicación a los textos aducidos en el apartado 2 e igualmente a las preguntas: ¿Quiénes son Santiago y José mencionados en Me 15,40 si no son los hermanos del Señor? ¿Quién es, en Hegesipo, el «primo» Simeón si no es el denominado en los evangelios hermano del Señor? De lo contrario estaríamos obligados a admitir que junto a los hermanos carnales de Jesús existían tres hermanos en el sentido amplio con el mismo nombre. La creencia en la virginidad permanente de María no se ve, por tanto, amenazada por la Escritura, sino que puede sentirse tranquila y apoyada por ella. Queda, pues, por exponer la interpretación teológica de esa virginidad. ¿Qué «sentido» tiene teológicamente que María permaneciera siempre virgen? En el pensamiento actual no cabe la idea de que María se hubiera «manchado» o hecho «indigna» en caso de haber consumado con su esposo un matrimonio legítimo. Las tradiciones veterotestamentarias, de las que hicimos ya mención en la p. 906 (nota 44), tendrían que ser examinadas despacio. Puede que la imagen de pureza ritual desempeñe un papel esencial, pero existen también, sin duda, razones psicológicas más profundas e incluso razones ontológicas. A un nivel previo a lo personal, esto podría expresarse con la categoría de propiedad: lo que de una manera especial es «propiedad» de Dios, eso no puede el hombre «poseerlo». Pero es a nivel de lo personal donde este pensamiento consigue toda su fuerza. Una entrega personal y plena a Dios no permite por naturaleza una entrega personal y plena a un hombre. Ese es el sentido de la tradición rabínica de que Moisés, después de la aparición de Dios en la zarza ardiendo, no conoció ya a su mujer 23 . Esta reflexión concuerda con la idea de la exigencia de Cristo de abandonar mujer e hijos, de «hacerse eunuco» por el
reino de los cielos (Mt 19,12.29), y con la idea de Pablo de la división que surge en el casado (1 Cor 7,32ss). Esta idea suele encontrar oposición en el cristiano casado, que no quiere interpretar su estado como una «entrega precaria a Dios». Es una idea, sin embargo, que se entiende a partir del matrimonio. El hecho de que un matrimonio excluya una segunda relación semejante no tiene sus raíces más profundas en la sexualidad tomada por sí sola, sino en el carácter personal del amor. El adulterio y la bigamia se convierten, en un matrimonio digno, en algo psicológicamente imposible. Este es el motivo de que una entrega personal y absoluta a Dios empuje hacia la virginidad. Un matrimonio humano sería en ese caso una especie de bigamia. A propósito de la «inferioridad» religiosa del matrimonio que brota aparentemente de ahí, habría que decir tres cosas. En primer lugar, no se trata de una inferioridad ética, como si la abstinencia sexual fuera en sí misma un valor ético superior a una vida sexual personal. En segundo lugar, no se trata de una inferioridad con respecto a la pertenencia al cuerpo de Cristo, a la situación de redención y de gracia. En tercer lugar, la comparación con la monogamia sólo posee una validez condicional. Un amor matrimonial, en efecto, no excluye a Dios, el Infinito y el Creador, como excluye a otro ser humano, puesto que Dios, por ser el objetivo último, también es amado en el matrimonio y por el matrimonio; y no está subordinado a éste, sino que se encuentra por encima de él. Pero precisamente este último momento fundamenta la diferencia de grado (que no es en sí misma una diferencia de valor en el sentido de los dos primeros momentos) entre la entrega inmediata a Dios «por amor al Reino» y la entrega mediata en el matrimonio.
de Me 15,40, sino también el Santiago hijo de Alfeo de la lista de los apóstoles y el Santiago hermano del Señor a que alude Pablo. La dificultad está en que este Santiago y su hermano Judas (Le 6,16), los hermanos del Señor, eran apóstoles, mientras que ios evangelios distinguen a los apóstoles de los hermanos de Jesús y afirman incluso (Jn 7,5) que les faltaba fe en Jesús en una época en la que ya habían sido escogidos los apóstoles. Por otro lado, la identificación se opone a lo transmitido por Hegesipo; J. Blinzler, op. cit., 966s; F. Ceuppens, Mariologia Bíblica, 194s. De Hegesipo resulta el cuadro siguiente: David
í
José (padre nutricio de Jesús) -» Cleofás* Leví i f Judas, hno. del S. —> Simón, hno. del S. Santiago, hno. del S. Según esto, María de Cleofás no podría ser la madre del Santiago hermano del Señor, sino que habría que contar en Jn 19,25 cuatro mujeres y suponer como madre de Santiago y de José a la que aparece sin nombre como hermana de la madre de Jesús. 23 R. Laurentin, Structure, 181.
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La elección de María en el reino de Dios no solamente significó la máxima vinculación graciosa con Dios, sino que fue una elección en la forma de la maternidad, la relación corpóreo-personal más estrecha con Cristo y que constituye una identidad real con la suprema donación de gracia. La maternidad de María es el despliegue de su elección y es el acontecimiento más decisivo del orden redentor, visto desde el redimido. Su relación con este acontecimiento fue plenamente personal, una acción de la entrega más íntima a Dios. El acontecimiento es la transferencia perfecta de la personalidad y corporalidad de María a Dios. Iría contra el valor significativo de la elección corporal de María el hecho de que ella, después del nacimiento de Jesús, hubiera —por así decirlo— puesto punto final a este episodio y tenido con su esposo relaciones conyugales normales. Esto no habría sido, ciertamente, una mancha o una indignidad, sino simplemente una alienación de su misión en el reino de Dios, que en nadie pudo ser realmente mayor de lo que fue en ella. Y es de suponer que tanto José como ella eran conscientes de este hecho precisamente por razón de la mentalidad veterotestamentaria y rabínica. María, al ser santificada, fue simplemente consagrada a Cristo y relevada de toda otra posible tarea. Como quiera que se entienda la cuestión de un propósito previo de virginidad en María, y sobre todo en José, con la revelación de la maternidad del Mesías por obra de Dios les era manifiesto a ambos que había sido tomada sobre su relación conyugal una decisión que ellos no podían cambiar. De esa manera José vino a ser de hecho el «guardián de la Virgen» y de su hijo, el defensor terreno de una realidad que era supraterrena. «El niño y su madre», expresión que encontramos en la narración de la infancia de Mt 2,11.13s.20s, constituyen un único fenómeno sobrenatural que es el único criterio para hablar de «la sagrada familia». Con ello llegamos a la pregunta de si la relación de María con José puede llamarse realmente matrimonio. Ciertamente fue matrimonio en un sentido jurídico, por cuanto ante el derecho judío no existió duda alguna sobre el hecho de esta unión y de todas sus consecuencias. Ahora bien, si la esencia más profunda
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del matrimonio no es una estructura jurídica, podremos preguntar todavía: ¿fue la unión de María y José también objetivamente, por su propia naturaleza, un matrimonio? Las reflexiones precedentes no sólo muestran que la sagrada familia renunció a consumar el matrimonio, sino también que María, por su gracia, estaba plenamente entregada a Dios de una manera que justifica en la vida cristiana la existencia de una «virginidad consagrada». ¿Qué consensus existía en esa unión? Y, sobre todo, ¿qué capacidad de entrega personal se encuentra tras ese consensus? En lugar de hacer un análisis estático-abstracto del concepto de matrimonio, vamos a intentar descubrir la esencia de la relación de María con José partiendo de su historia. Independientemente de que María hiciera o no antes de la anunciación propósito de virginidad, puede decirse que María perseguía un verdadero matrimonio con José y, por tanto, pensaba pertenecerle con un amor totalmente personal. En su alma libre del pecado original, este deseo corría a la par con una entrega íntegra y total a Dios. El amor nupcial de María era por esencia más transparente a su amor de Dios que cuanto puede serlo el de los restantes hombres, incluso redimidos. La anunciación le reveló el destino concreto de su vida en la gracia; por obra de Dios llegaría a ser la madre del Mesías. Hay que subrayar que el anuncio angélico no sólo no rompe el proyectado vínculo matrimonial, sino que lo presupone, lo necesita. El hijo de María ha de ser hijo de David mediante el matrimonio de María con José. El niño, como ser humano, tiene derecho a la autoridad paterna y a poseer un hogar. Dondequiera que el niño y su madre estén expuestos a la pasión mesiánica necesitarán también de la protección de un padre hasta que llegue para el hijo la hora en la que él mismo sea capaz de escapar a los peligros, quiera o no hacerlo. La unión de María con José, por ser una unión auténticamente matrimonial, pertenece a su vocación de madre. De ahí que también su amor personal mutuo deba considerarse en esencia como amor matrimonial. Una ficción, una simple convivencia de dos personas, no sería digna de la familia del Hijo de Dios. Pero ese matrimonio tenía como único contenido el niño engendrado por obra de Dios. El amor conyugal estaba al servicio de este niño, objeto también del amor paterno, y ambos estaban orientados de una manera directa y consciente al servicio del Santo de Dios. El amor conyugal y la entrega total a Dios podían constituir para la sagrada familia una unidad real y, lo que en ninguna otra parte es posible, ser absolutamente idénticos. A este matrimonio, con ese amor y ese hijo, le era posible todo tipo de perfección, exceptuada la realización corporal del amor, renuncia necesaria como señal de la dignidad del niño, de la misión matrimonial. Cristo había sido engendrado por obra de Dios «antes de que hubieran vivido juntos» (Mt 1,18). Su matrimonio había sido consumado por Dios, y esto mediante una concepción que confería al matrimonio su plenitud última y definitiva y la misión que tenía que cumplir. De haber existido otras concepciones, éstas hubieran estado privadas de una profunda objetividad. En aquella unión fue Dios quien engendró, y esto debía ser respetado como una señal mediante una virginidad perpetua. El fundamento de la concepción* virginal, es decir, el poder único de Dios en la redención, se extiende también a toda la vida matrimonial de María, puesto que la concepción, el nacimiento y la educación de un niño constituyen una unidad. Podemos, pues, decir en un sentido profundo que el matrimonio de María con José no fue un matrimonio incompleto, puesto que Dios lo había completado de antemano. Esto significó para ambos una realidad de la que sin duda fueron más conscientes que del aspecto de renuncia que tenía su virginidad.
Si el matrimonio cristiano es el misterio de Cristo y de la Iglesia, el matrimonio de la sagrada familia fue su manifestación. María fue el seno de esa unión, pero de otra manera lo fue también la familia como tal, y en este sentido José estaba asociado con María en la representación de la humanidad. José era también, por otra parte, el representante del padre celestial de Jesús, de quien recibía su potestad (Ef 3,15), sirviendo así como signo al misterio de los esponsales humano-divinos, simbolizado igualmente por todos los esposos. Lo decisivo es caer en la cuenta de que la intervención de Dios no debilitó en su esencia el matrimonio, sino que lo robusteció. El matrimonio de la sagrada familia puede ser realmente considerado como matrimonio escatológico. «Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en matrimonio, sino que serán como los ángeles del cielo» (Mt 22,30). Esto lo dice Cristo contra aquellos que, no reconociendo la Escritura ni el poder de Dios (Mt 22,29), juzgan el matrimonio celestial con normas terrenas. Lo cual no significa que los resucitados no se conozcan ni se amen; pero Dios será todo en todas las cosas (1 Cor 15,28), también el amor a los amantes. Será la consumación de todo matrimonio como fue la consumación del matrimonio de María y José, verdadero y escatológico. Es un error, según esto, tratar este matrimonio como un caso excepcional que no sirve para juzgar los matrimonios cristianos corrientes. El matrimonio de María y José es más bien el «valor límite» del matrimonio cristiano. Sólo él hizo nacer al Mesías y se vio lleno de este nacimiento. El matrimonio realmente cristiano recorre este camino mediante la unión corporal y la generación humana. Pero tiene que estar siempre en camino hacia un dejarse llenar cada vez más por Dios, sin que por eso abandone artificialmente el camino que le es propio 24 . También el matrimonio de María fue, por lo mismo, una tarea encomendada a la madre de Dios por su hijo, una misión histórico-salvífica, como su visita a Isabel y su alumbramiento en el establo. María debía hacer a su hijo dueño de su matrimonio, introducirle en él. Desde un punto de vista histórico-salvífico, el Señor santificó el matrimonio de un modo mucho más esencial como niño en el matrimonio de su madre que como invitado en las bodas de Cana. 4.
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Presentación en el templo
«Y cuando les llegó el día de su purificación conforme a la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la ley del Señor: que todo varón primogénito que abre el seno materno sea consagrado al Señor (Ex 13,2), y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones, según la prescripción de la ley del Señor (Lv 12,8)» (Le 2,22ss). Laurentin hace observar que Lucas nada dice del rescate necesario del primogénito, sino que con la palabra «presentar» muestra a Jesús como a un levita consagrado al servicio del Señor (Ex 13,13; 18,15s; Nm 3,41; 8,11) ^ El cambio que hace en la cita bíblica de Ex 13,2.12 corrobora esta intención; Lucas introduce allí las palabras «será llamado santo» (cf. Le 1,35)26. De la ofrenda de purificación de María no habla el texto ya hasta el último versículo (2,39) 24 Queda abierta la cuestión de si un desarrollo tal del matrimonio llevaría por sí mismo, en primer lugar, a un desplazamiento de la escala de valores y, más tarde, a una desaparición de las relaciones sexuales. Se ha de prescindir, en todo caso, de una respuesta casuística que transforme el fenómeno religioso en un fenómeno ético. 25 R. Laurentin, op. cit., 115s; sobre el conjunto, cf. R. Schulte, supra, cap. VIII, sección segunda. 26 Ibíd., 51s.
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y todo lo restante se orienta a la revelación del Mesías, a su «entrada en el templo» 27 . José tuvo que pagar, sin duda, el precio del rescate por Jesús, puesto que no pertenecía a la tribu de Leví. Pero lo que pretende Lucas aquí es remontarse al pensamiento básico de aquella prescripción: «Mío es todo primogénito desde que herí a los primogénitos de Egipto» (Nm 3,13). De ahí que dijera expresamente que Jesús era el primogénito de María (Le 2,7). La primera realidad es que el primogénito pertenece al Señor, está consagrado a él; el rescate es secundario. En Cristo se cumple esa consagración, esa dedicación perfecta al Señor. Tras haber recibido en la circuncisión la señal del pacto que le introduce en el pueblo escogido, ahora se realiza en él la señal de su tarea mesiánica, la plena pertenencia del siervo de Yahvé a Dios; Jesús es «entregado» al Señor. María ha de interiorizar este nuevo hecho. Dios, por así decirlo, le ha arrebatado a su hijo de las manos; apenas le ha dado a luz, tiene que devolvérselo a él. Ahí se encuentra la característica esencial de esta maternidad históricosalvífica y redentora: el niño no es para la madre, sino para el Señor. Son dos figuras proféticas, Simeón y Ana, las que explican y ponen de manifiesto tal realidad. En ambas están contenidas las características de la antigua alianza. La viuda Ana, cuyo número de años es el resultado de doce por siete, es reemplazada por la joven María, que presenta a Dios al niño que pactará la alianza nueva y eterna. Simeón, un representante masculino de la antigua alianza, es quien expresa este misterio. Puede morir, porque ha llegado ya «la salvación» y «la luz» que esperaba. La antigua alianza da paso a la nueva que llega a los hombres desde el templo, desde la consagración a Dios. La profecía de Simeón se vuelve también hacia María, y eso es lo que la hace significativa para nuestro tratado. ¿Por qué se dice a María que su hijo ha sido puesto como signo de contradicción para caída y resurgimiento de muchos en Israel? Precisamente porque la espada atravesará también su propia alma (SieX-EucsTai). Es comprensible, al menos exegéticamente, que algunos Padres de la Iglesia interpretarán esta frase como la existencia de dudas en la fe de María, tan clara y contundente es, en efecto, su referencia al «signo de contradicción». Un texto paralelo 28 se encuentra en Ez 14,17: «Una espada atravesará el país», aunque allí se dice en un contexto totalmente distinto 29 . Un sentido más cercano al de nuestro contexto lo encontramos en Jr 4,10: «¡Ay, Señor mío! Realmente has engañado a este pueblo, prometiéndole paz, cuando tenemos al cuello la espada». Partiendo del pasaje de Ezequiel, María sería considerada como hija de Sión, como personificación del pueblo de Israel, de modo que la espada significaría simplemente la encrucijada en que Israel se encuentra. Esta interpretación satisface sólo parcialmente, dado el énfasis que recibe en el texto la expresión «una espada sobre María». Sería más fácil explicarla partiendo del texto de Jeremías. Jeremías pretende exhortar a la conversión a la vez que amenaza con un castigo bélico. Ahora bien, esto corresponde a la ambivalencia de la figura del Mesías: caída o resurgimiento. Esta ambivalencia, que culmina en la pasión del Mesías, llega también al alma de María. María es la «gloria de su pueblo Israel» (Le 2,32) y, por tanto, bienaventurada; pero a la vez, por la vinculación a su hijo, está vinculada*a su pasión. La espada no atraviesa el alma de María en un sentido subjetivo, como si ella fuera a titu-
bear entre caída y resurgimiento, sino en un sentido objetivo. La hija personal de Sión, la esposa del Redentor de quien ha hecho donación a su pueblo y a los gentiles, tomará también parte en la pasión de su hijo y esposo. La imagen popular de las «siete espadas» y de los «siete dolores» es, por tanto, teológicamente exacta. Expresa la unión de la madre, de la hija de Sión, que es la Iglesia, a los padecimientos del hijo, del siervo de Yahvé. La presentación y la profecía de Simeón están estrechamente vinculadas. María, al entregar el niño a Dios, se entrega a sí misma al destino de su hijo. Para comprender totalmente esta entrega no basta partir de una maternidad humana y de una fidelidad maternal. Hay que partir del hecho de que esta maternidad tiene a la vez un carácter nupcial y es la participación creyente en Cristo, que vino como redentor y que redime a los hombres en esa participación.
27 Laurentin señala el paralelo con la profecía de las setenta semanas de Daniel (Dn 9,24) y con Mal 3,1: «Y luego en seguida vendrá a su templo el Señor a quien buscáis» (ibtd., 45-63). 28 Ibtd., 89s. 29 Si una espada (una guerra) atraviesa el país, sólo serán salvados los justos, pero no sus hijos.
5.
Huida a Egipto y destierro (Mt 2,13-21)
«Huye; Herodes busca al niño para matarlo». Esta orden es el primer acontecimiento propiamente hostil en la vida del Niño Dios y, a la vez, la primera irrupción de la enemistad del pueblo escogido: «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11). Es, según la interpretación de Justino, la primera asechanza de la «serpiente del principio» y de su linaje (cf. pp. 871ss). María se ve confrontada de nuevo con la antigua alianza, pero esta vez no en su aspecto agraciado, como en el caso de Isabel, Simeón y Ana, sino en su obstinación. Quien acecha a la hija de Sión y al Hijo de David es el que ocupa el trono real de David sobre el monte de Sión. Por primera vez no actúan las doce legiones de ángeles (Mt 26,53s). Sólo un ángel grita: «¡Huye!». María no sólo ha sido enviada a su pueblo como portadora de gracia; ha sido colocada también en medio de la contradicción inmanente del pueblo escogido y tiene que soportarla en ella misma, antes de que su hijo la padezca conscientemente. Las palabras de Simeón encuentran aquí un primer cumplimiento. El mandato del ángel —«¡huye!»— es, a la vez, indicio de protección y de abandono. Se hace posible la huida, y el niño puede escapar a la muerte, pero no desaparece activamente el peligro. Se anuncia la imagen del pacífico siervo de Yahvé (Is 53) y la imagen de Getsemaní (Le 22,39-53). El responsable es de nuevo José, el representante de la sagrada familia, y la orden que recibe no es la de prepararse a la lucha, sino la de huir. Su misión, la de ser el lazo de unión con el pueblo y con la sociedad, se convierte ahora en algo estrictamente negativo: proteger al niño del pueblo y de la sociedad. La sagrada familia huye a Egipto, símbolo desde siempre para los judíos del país de la esclavitud. Es manifiesta la referencia a la venta de José por sus hermanos, por lo que Mateo refiere también la escena al antiguo pueblo de Israel: «De Egipto he hecho llamar a mi hijo» (Os 11,1). Por otra parte, el pueblo anónimo de los gentiles protege al Mesías de la enemistad de su propio pueblo. Cristo, oculto aún, toma por primera vez posesión de la tierra. Se anuncia una nueva ley de la redención: la Iglesia, a causa de la incredulidad de Israel, se desplaza hacia los gentiles, y éstos son agraciados hasta que al final todo Israel encuentre salvación (Rom ll,11.25s). 6.
Jesús entre los doctores (Le 2,41-51)
El muchacho judío adquiría a los doce años su mayoría de edad religiosa y con ella la primera obligación de peregrinar a Jerusalén. La segunda «entrada» de Jesús en el templo es un hecho realizado conscientemente por él y al que
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confiere claramente el sentido que tuvo la primera: entrega al Padre. Más adelante, Cristo hablará del templo como de la casa de su Padre (Jn 2,15) y verá en el templo únicamente la imagen de su cuerpo (Jn 2,19ss). La primera acción de su mayoría de edad religiosa es, por tanto, la aceptación de su misión como maestro, como revelador del Padre. En el templo fue «consagrado al Señor» y ahora realiza ese ofrecimiento al servicio del Señor. Esta acción coloca a Cristo en una antítesis consciente, casi exagerada, frente a su vida como hijo de una madre humana e hijo legal de un padre humano. Permite que sus padres, atónitos, descubran el abismo que le separa de ellos, por cuanto él sólo pertenece a Dios y es su consagración a Dios, no su pertenencia a una familia humana, lo que determina su talla. Su respuesta tiene dos niveles de comprensión (Le 2,49). En el primero puede significar: ¿Por qué me habéis buscado (por todas partes)?, ¿no sabíais que donde había que buscarme era en la casa de mi Padre? Con esto, Cristo hace alusión a su filiación divina en el sentido de su pertenencia al Padre: ¿en qué otro sitio podía estar él sino en el templo? El segundo nivel sería: ¿Por qué me habéis buscado en absoluto? No estoy sometido incondicíonalmente a vuestros derechos paternos; la única pauta de mi vida la constituye la misión que el Padre me ha encomendado. Cristo ponía así de relieve, mucho más ampliamente que en la primera interpretación, su misión mesiánica, la cual no permitía exigencia alguna sobre él. Sus padres deben «dejarle ir» allí donde le empuje la voluntad de su Padre. Cabe sospechar que Lucas escogió el giro desacostumbrado e incierto év TOÍ^ TOÜTOXTpó^JJWU para hacer posibles ambas interpretaciones. María y José no entendieron a su hijo. No entendieron su desaparición repentina ni su respuesta tanto en lo que se refiere a su contenido como a la manera de hacerla, que tenía algo de recriminación a la pregunta. Como hemos indicado ya (cf. p. 912), este no entender no está necesariamente implicado con la cuestión de si tenían un conocimiento claro de la filiación divina metafísica de su hijo. Incluso, supuesto de alguna manera tal conocimiento, continuaría en pie la falta de comprensión ante aquel comportamiento totalmente nuevo del hijo, para el que claramente no había dado fundamento alguno en su vida anterior. Una vez más, «María conservaba todas estas cosas en su corazón» (Le 2,51). Las reconocía como una continuación de la revelación sobre su hijo y respondía a ellas con su contemplación y en la misma actitud del fiat y del ancilla testimoniada en la anunciación. Era el primer eslabón de una cadena de acciones que van introduciendo a María en el papel de la esposa eclesial, en el morir de su maternidad natural y en el paso al servicio de la misión de su hijo. Es un preludio del cometido mesiánico. Cristo asignará en él un puesto a María, un puesto que no será ya el de la madre que le ordena. No le está permitido a María buscarle con dolor; su deber es más bien participar, mediante su obediencia, en la obediencia de su hijo al Padre. María, al encontrar a su hijo en el templo, fue introducida por él en un nuevo seguimiento, en el del misterio más íntimo de la vida de Jesús, el de que su alimento era hacer la voluntad del que le había enviado. En el marco de este misterio —y es lo que nos da a conocer esa introducción—, todas las categorías terrenas en que viven normalmente los miembros de Cristo han sido invalidadas; incluso aquellas que parecen formar parte de su relación con Cristo, como para María la maternidad y para José su paternidad legal. La extraña conducta de Jesús era evidentemente la más adecuada para tal introducción. Y María conservaba en su corazón «la palabra», es decir, aquel suceso lleno de sentido, y conquistaba de esa manera una nueva dimensión de su papel histórico-salvífíco.
7.
María en la vida pública de Jesús
La actuación de Jesús a los doce años en el templo era un preámbulo de su vida pública («todos los días estaba yo con vosotros en el templo»: Le 22,52; «y enseñaba diariamente en el templo»: Le 19,47). Su comportamiento de entonces frente a María fue asimismo un introducirla en el papel que había de desempeñar en toda la vida pública de su hijo. Los evangelios contienen dos pasajes que hablan directamente sobre esto y uno que lo hace indirectamente. Lo sorprendente es que Jesús, en los tres casos, responde de la misma manera que lo había hecho al ser hallado en el templo, dando un «salto» del nivel natural al sobrenatural y mesiánico. a) El primer acontecimiento de este tipo y el que abre camino son las bodas de Cana (Jn 2,1-11). Hasta ahora se han dado muchas interpretaciones de este hecho 30 ; vamos a recoger las más dignas de crédito, con objeto de comprender todo el contenido de la narración. Es seguro que, dado el carácter específico del Evangelio de Juan, se trata de una narración cuyo propósito es simbólico-teológico y cuyo primer objetivo didáctico es la «revelación de la gloria» de Jesús (Jn 2,11). Por ambos motivos, no puede carecer de importancia el que María aparezca al comienzo del suceso. En la exposición del evangelista es ella quien anuncia a Jesús que el vino se acaba. Aquí comienzan ya los problemas. ¿Busca María con eflo un milagro o se trata simplemente de pedir ayuda y consejo a Jesús? Hay que admitir que desaparecerían las dificultades si María pide realmente un milagro y si la respuesta de Jesús significa: «Mujer, ¿es que alguna vez no he estado de acuerdo contigo? Mi hora ha llegado ya»; a continuación, María indica a los sirvientes que, conforme a las palabras de Jesús, hagan los preparativos para el milagro, y Jesús realiza el milagro. Sin embargo, una suposición de este tipo proyecta una imagen dogmática de María sobre la escena bíblica y, por tanto, no se ajusta a ésta. La exégesis debe ajustarse más fielmente al texto, que nos sugiere que María se quejó ante Jesús de la falta de vino con la misma naturalidad con la que en Jerusalén le preguntó: «Pero, hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros?» (Le 2,48). Lo que constituye el núcleo de los problemas exegéticos y de sus soluciones es la respuesta de Jesús. Con una expresión corriente tanto en griego como en hebreo, Jesús dice: «¿Qué tengo yo que ver contigo, mujer?» (Jn 2,4). No hay duda de que la expresión significa esto y nada más 31 . El sentido de «¿existe entre nosotros alguna dificultad?» aparece también, pero únicamente cuando se pregunta el motivo de un acto hostil 32 . También puede significar «¡déjame en paz!». En nuestro caso, pues, queda desmentida una relación: «¿Qué tengo yo que ver contigo?». «¿Por qué me habéis buscado?» (Le 2,49). Jesús niega la relación en que se apoya su interlocutora. La mejor confirmación de ello es que la llame «mujer». Cierto que esta expresión no tiene nada de despectiva; 30 Cf., entre otros, A. Feuillet, La Vierge Marte dans le Nouveau Testament, en María VI (París 1961) 51-54; del mismo, L'heure de Jésus et le signe de Cana- EThL 36 (1960) 5-22; con bibliografía; J. P. Charlier, Le signe de Cana. Essai de théologie íohannique (Bruselas 1959); L. Deiss, María, Hija de Sión (Madrid 1967) 255-273; M. E. Boismard, Bu baptéme a Cana (París 1956) 133-159; P. Gachter, María en el Evangelio (Bilbao 1959); F. Braun, La mere des fidéles (París 1953) 49-74; A. Smitmans, Das Weinwunder von Kana. Die Auslegung von Jo 2,1-11 bei den Vatern und heute (Tubinga 1966). 31 Cf. M. E. Boismard, op. cit., 144-149; F. Braun, op cit, 51-55. 32 Jue 12,2; 1 Re 17,18; Mt 8,29.
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es una interpelación «neutral» aplicable a toda interlocutora femenina 33 . Jesús, al igual que antes en el templo, aquí rechaza que se le hable sobre la base natural de su relación de hijo. En ambos casos existe una explicación de su comportamiento que ofrece la clave para la comprensión del conjunto. En Jerusalén preguntó: «¿No sabíais que debo estar en lo que es de mi Padre?» (Le 2,49). En Cana dice: «¡Mi hora no ha llegado aún!» o «¿No ha llegado ya mi hora?», porque según la entendamos como aseveración o como pregunta retórica, la frase cambia enormemente de sentido 34 . Si la entendemos como pregunta, debe tratarse de una hora que ha llegado ya: la «hora» de la revelación del Mesías 35. Si se trata de una aseveración, la hora no ha llegado aún, y por ella ha de entenderse, según todo el contexto del Evangelio de Juan, la pasión y la glorificación de Jesús M . No es una cuestión que vayamos a decidir aquí; nos limitaremos a mostrar las consecuencias de ambas posibilidades exegéticas. Si se toma la frase como una pregunta retórica, lo que Jesús dice a su madre es: «Ha llegado la hora de mi actividad mesiánica, nuestra relación natural-familiar no tiene ya razón de ser. Me opongo a que en función de esa relación me pidas una ayuda natural». Esto correspondería con exactitud a las palabras del episodio del templo y a los restantes encuentros de Jesús y María en la vida pública. Desde esta perspectiva, la pregunta tiene cierta probabilidad. Si la frase es una aseveración, puede interpretarse a su vez de dos maneras: cristológica o mariológicamente. En el primer caso, Cristo se coloca en la esfera simbólica del «vino mesiánico», que puede significar a la vez la nueva doctrina y la eucaristía, y responde a María: «¿Por qué me hablas de un vino natural? El vino en que yo estoy pensando es el vino del reino de Dios y para él aún no ha llegado la hora» 37 . En los sinópticos es raro, pero en el Evangelio de Juan es una costumbre corriente, casi un principio estilístico, que Jesús responda a un nivel superior a aquel en que ha sido preguntado 3S . P. Gachter y F. Braun prefieren dar a la respuesta un giro mariológico: «No tengo nada que ver contigo, porque la hora (de mi muerte) no ha llegado aún. Será entonces cuando desempeñes tu función» 39 . También en esta interpretación del texto se realiza el salto de Jesús a un nivel superior, por cuanto recoge la súplica de María como una plegaria eclesiológica. También aquí dice Jesús a María que ha acabado ya su papel de madre natural, que él, por así decirlo, no la conoce ya en ese papel. Pero, por encima de ello, la respuesta de Jesús no tendría un significado mesiánico-positivo para él y un significado negativo para María, sino que incluiría para ella una alusión muy positiva a su función salvífica en el reino mesiánico. Desde un punto de vista exegético, no puede fallarse en favor de una o de otra interpretación. Si algún argumento habla en favor de un sen33 34
Cf. Mt 15,28; Le 13,12; Jn 4,21; 8,10; 20,15. M. E. Boismard, op. cit., 156s, se decide por la forma interrogativa de la frase. Como aseveración la consideran P. Gachter, op. cit.; A. Feuillet: EThL 36 (1960) 7. Lo mismo suponen F. Braun, loe. cit., 55-58 y, últimamente J. Mateos, El Evangelio de Juan, 142, 44. 35 Así, M. E. Boismard, op. cit., 150-154. 56 Así, A. Feuillet, op. cit.; P. Gachter y F. Braun insisten más en la hora de la muerte, si bien muerte y glorificación constituyen una unidad en virtud de la cual la interpretación mariológica recibe un nuevo giro; cf. infra, pp. 937s. No es admisible tomar la frase como aseveración y, a pesar de ello, entender la hora como la de la revelación mesiánica. Entonces Jesús diría en un primer momento que la hora no había llegado y la iniciaría inmediatamente después. 37 Cf. A. Feuillet: EThL 36 (1960) 15-17. 38 Mt 16,6-12; Le 2,49; Jn 2,19ss; 4,10ss; 6,34s; 13,8ss; 14,5ss. ^ 35 P Gachter, Marta en el Evangelio, 249-313; F. Braun, La mere, 57s.
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tido mariológico suplementario, es la mención de María, que aparece ya en el versículo introductorio: «Tres días después se celebraron unas bodas en Cana de Galilea y la madre de Jesús estaba allí invitada» (Jn 2,1). Esta frase pe*" mite sospechar que el evangelista quería narrar y simbolizar «la revelación de su gloria», pero ésta en relación con la madre de Jesús. Tanto en una interpretación como en la otra, lo primero que sorprende e s la reacción de María a la respuesta de Jesús. «Si os dice algo, hacedlo» (v. 5) 40> ordena María a los criados. Esta indicación parece suponer que María «no se sintió rechazada» por la respuesta de Jesús, a pesar de que no cabe otra interpretación para el «entre tú y yo, ¿qué?». Podría concluirse que María intuy 0 en la respuesta enigmática de su hijo un misterio superior, por lo que no insistió más y se limitó a poner sobre aviso a los criados «por si acaso». Podría entenderse incluso ese abandonar su preocupación a los criados como una consecuencia directa del distanciamiento pretendido por Jesús. Conforme al deseo de éste, no ha de presentarse ya con él y de ahí que ponga directamente en contacto con Jesús a los criados dependientes de ella. Al hacer una reflexión de este tipo hay que tener en cuenta, sin embargo, que las narraciones de Juan están fuertemente estilizadas y que, por lo mismo, no puede entrar sin más e» sus diálogos la psicología de las escenas históricas, sino más bien la teologíaPrescindamos de si la orden de María a los «criados» es una indicación oculta de su papel en la Iglesia (cf. Mt 12,49s); en todo caso, no lo excluimos. Jesús realiza el milagro del vino, cuya falta le había hecho notar su madre. De nuevo se plantea un problema: ¿hace esto en contra de su respuesta a María o como una consecuencia de ella? Si su frase significa: «¿es que no ha llegado ya mi hora?», entonces el milagro es una consecuencia de ella. Ese es el momento en que revela su gloria; de ahí que la falta de vino tenga para él un sentido superior al del simple apuro que están pasando los anfitriones y los criados. Pero si Jesús dijo: «Mi hora no ha llegado aún», entonces su comportamiento tiene el mismo sentido en una interpretación cristológica que en una interpretación más bien mariológica; al negar que haya llegado su hora, apunta al sentido superior que da al suceso y, realizando el milagro, ilumina simbólicamente el misterio de su hora futura: el vino de la nueva alianza, el papel de mediadora que María recibirá en la economía de la gracia. No rechaza, por tanto, a María, sino que la eleva a un plano superior. Lo que se niega es su limitación a una dimensión meramente natural, y lo que se pone de relieve es el sentido más elevado de la ayuda que Jesús aporta, a pesar de todo, a ese nivel natural. De ahí que María tuviera algo que decir a los sirvientes, correspondiera o no a la psicología de la escena histórica. Según esto, son posibles tres interpretaciones de la narración: 1) Jesús rechaza la actitud familiar de María, porque para él ha llegado ya la hora mesiánica; 2) Jesús eleva de antemano el suceso a un nivel mesiánico y dice que aún no ha llegado la hora de dar el vino mesiánico-espiritual, simbolizado en el milagro-, 3) Jesús eleva la petición de María a un nivel eclesiológico y afirma que esta petición (cuyos efectos están simbolizados en el milagro) no surtirá sus efectos hasta que él muera. Las tres interpretaciones son posibles. Lo sorprendente de la tercera sería un contenido mariológico tan expreso 41 , pero hay que 40 41
Ese es el matiz de la expresión hebrea. Es de notar que también Agustín se inclina por esta interpretación, aunque con un enfoque ligeramente distinto: In Job. tract., 8, 9: PL 35, 1455.1456; tract., 119, 1: PL 35, 1950. Agustín dice que, mientras Jesús realiza las obras de la divinidad, no conoce a su madre humana; en cambio, cuando es crucificado y sufre en la humanidad, en «su hora», se restablece la unión con ella.
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juzgarla en relación con la escena del calvario, donde a la «mujer» se le dice expresamente lo que correspondería al cumplimiento de la predicción de Cana. En todo caso, María, de una manera análoga a como ocurrió en el templo, ve rechazadas las esperanzas de su maternidad natural y se le asigna un papel oculto durante la actividad mesiánica de Jesús. Con razón habla P. Gáchter de tres estadios en la relación de María con Jesús: el de su relación maternal, el de la actividad mesiánica de Jesús y «su hora»: el estadio sin fin de su glorificación 42. El episodio de Cana describe claramente el paso del primer estadio al segundo y, con el signo milagroso, insinúa tal vez el tercero. b) Exactamente en la misma línea se encuentran los textos de los sinópticos Me 3,31-35 par. y Le 12,27s. El pasaje de Marcos refiere que, durante una intensa actividad apostólica y una polémica de Jesús, llegaron su madre y sus hermanos y desde fuera le hicieron llamar. La escena resulta especialmente dura por los versículos que preceden, 20 y 21: «Llegados a casa, se volvió a juntar la muchedumbre, tanto que no podían ni comer. Oyendo esto sus parientes, vinieron para llevárselo, pues se decían: Está fuera de sí» 43 . Al anunciarle alguno de los que le escuchaban: «Ahí fuera están tu madre y tus hermanos, que te buscan» (v. 32), Jesús respondió: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y echando una mirada sobre los que estaban sentados en derredor suyo, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos; el que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre» (vv. 33ss; cf. Mt 12,46-50). Jesús no acepta durante su actividad mesiánica una apelación al parentesco carnal, ni siquiera a la maternidad. Su familia son los «hijos de Dios», los que cumplen la voluntad del Padre. Ahí pueden encontrar su puesto los suyos y no en función de otros títulos. Jesús está poseído de este pensamiento, como lo demuestra su respuesta a la mujer que llama bienaventurados al seno y a los pechos de su madre: «¡Dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen!» (Le 11,28). ¿Llegó a su madre esta frase? Sin duda que la escuchó. Y la relacionaría con el episodio de Jerusalén. María fue conducida por su hijo, «sin compasión», hacia un completo despojamiento de su maternidad para mejor introducirla en su papel de esposa. También ella debía llegar a ser para Jesús «hermana y madre» por el camino de la fe en la palabra, del cumplimiento de la voluntad de Dios. Que María no lo haya sido es algo que no se halla de acuerdo con la Escritura, cuando ésta dice que han sido invalidadas las antiguas ataduras. Pero a María no se le había asignado en la primera fase del nuevo reino un papel visible; éste correspondía a los discípulos. La misión de María fue oculta hasta la llegada de «la hora» de Jesús. Este «tiempo intermedio», al igual que otros fenómenos análogos consignados en la Escritura, significa para María algo permanente y, a la vez, algo pasajero. La época de la predicación mesiánica es para Jesús mismo algo pasajero. Aún no es «su hora», ni es todavía la Iglesia, ni la «venida del Hijo del hombre en su reino» (Mt 16,28). Aún no ha venido el Espíritu Santo, puesto que Jesús no ha sido todavía glorificado (Jn 7,39). En esa realidad pasajera de la actividad profética de Jesús es también pasajero el papel de María en la oscuridad. Pero en este tiempo van dibujándose las
estructuras constantes de la Iglesia. Y realmente María, tras la hora del Gólgota y de Pentecostés, ya no aparecerá. Su puesto durante la vida pública de Jesús tiene también algo de permanente, como veremos en el n. 9. Es obvio que el «silencio de los evangelios» sobre la madre de Jesús no es un olvido casual o lamentable, sino una afirmación importante: lo que hay que decir sobre el papel salvífico de María durante la revelación de su hijo como Mesías se dice mediante el silencio. Esto es válido siempre, puesto que se trata de la revelación del hijo como Mesías. Lo que hay que decir sobre María está vinculado a la otra «fase». 8.
El mismo Juan, que al comienzo de la vida pública de Jesús nos refiere que «hubo unas bodas y la madre de Jesús estaba allí», al final recoge de nuevo este tema: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena». El motivo de que el evangelista introduzca de nuevo a María es la llegada de «la hora», la hora de la revelación mesiánica en su sentido supremo. También hace mención de algunas otras mujeres, pero en los versículos siguientes se trata en definitiva de María y de él mismo, «el discípulo a quien él amaba». «Jesús, al contemplar a ambos, dijo a su madre: 'Mujer, ahí tienes a tu hijo'. Y a continuación dijo al discípulo: 'Ahí tienes a tu madre'. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,26s). En este texto vio expresado Orígenes que todo verdadero discípulo de Cristo es, como segundo Cristo, un «hijo de María» 44. Y Ambrosio ve realizado este pasaje en todo «hijo de la Iglesia» 45 . Los restantes Padres sólo reconocen en las palabras de Jesús su preocupación amorosa por la madre abandonada 4 * hasta que en la Edad Media, con Ruperto de Deutz, aparece la interpretación teológica47. Después de los estudios de F. M. Braun 48 y P. Gachter 49, apenas puede dudarse ya de que exegéticamente está justificada una interpretación teológico-mariológica. Lo que llama especialmente la atención es su conexión interna con la escena de Cana. Es indiscutible que entonces Jesús pensaba mesiánicamente. Ahora está ya presente la hora mesiánica por antonomasia. En Cana, Jesús se distanció de un modo manifiesto de las pretensiones maternales de María con la expresión «entre tú y yo, ¿qué?» y llamándola «mujer». Ahora Jesús repite lo mismo y se pronuncia directamente sobre la cuestión de la maternidad: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Dado el género literario del Evangelio de Juan, apenas es imaginable que este paralelismo sea casual. Con ello gana en seguridad la teoría de que las palabras de Jesús en Cana sobre «su hora» se referían realmente al papel de María. Podrían ser descritas más o menos así: «Mujer, no me consideres ya como a tu hijo; cuando llegue mi hora, te diré quién es tu hijo». El significado de esto es en realidad que María fue convertida de madre en esposa, y de madre física de Cristo en el pueblo de Israel, en madre de gracia de los miembros de Cristo en la Iglesia. A la luz 44 45
Orígenes, Com. in Joh., 1, 4, 3: GCS 4, 8,14-9,3. In Le, 7, 5: CSEL 32/4, 284, 12-16. Cf. Juan Crisóstomo, In Joh. hom., 85, 2: PG 59, 462; Agustín, In Joh. tract., 119, ls: PL 35, 1950s; Cirilo de Alejandría, In Joh. lib., 12 (19, 26s): PG 74, 664B-D. Cf. a este propósito C. A. Kneller, Joh 19,26-27 bei den Kirchenvátern: ZKTh 40 (1916) 597-612, y más recientemente Th. Koehler, Les trincipales interprétations traditionnelles de Jo. 19,25-27 pendant les douze premiers siécles: «Études Mariales» 16 (1959) 119-155. 47 Ruperto de Deutz, Com. in Joh., lib. 13: PL 169, 789C-790B. 48 F. Braun, La mere, 77-129; P. Gáchter, María en el Evangelio, 329-369. 45 P. Gachter, op. cit., 354-357. 46
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P. Gachter, María en el Evangelio, 310ss. No cabe pensar que María, lo mismo que los hermanos incrédulos, le juzgara fuera de sí; es algo que no se sigue del texto, pues las expresiones «los suyos» y «dijeron» son demasiado vagas. Más bien podemos suponer que María, por ser la más próxima a Jesús, se vio envuelta en la acusación contra él; ella estaría preocupada como madre, pero actuaría allanando las cosas y segura de que su hijo era capaz de dar la respuesta adecuada.
María ¡unto a la cruz
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de este despliegue eclesiológico de la misión de María, Braun y Gáchter ven el título de «mujer» en el marco grandioso del protoevangelio y afirman que Cristo, en el Evangelio de Juan, habla expresamente a su madre como cumplimiento de la «mujer» del protoevangelio. Con ello se amplían las perspectivas sobre el papel «integral» de María en la obra redentora de Cristo, sobre el despliegue eclesiológico de su maternidad. En la cruz concluía el camino profético de Jesús y comenzaba su entrada en la gloria y, a la vez, en la Iglesia, que en la cruz conquistaba. Así lo ponen de manifiesto los numerosos textos patrísticos que hablan de que la Iglesia nació «del costado del segundo Adán, dormido en la cruz» 50 . De un modo análogo se desarrolla el papel de María. Si al principio era la madre del Mesías oculto y más tarde la madre oculta del Mesías apóstol, ahora, por la glorificación de su hijo, se convierte en madre del Cristo total, de la cabeza, que entra en la gloria, y del cuerpo, que en Juan se halla presente en la cruz. No carece de importancia el estructurar el pensamiento teológico de la siguiente manera: la «compasión» de María, el tema preferido desde la Edad Media, no es un nuevo acontecimiento que le trajera una nueva función. Es la consecuencia y la última estación de su maternidad mesiánica, a la que en la anunciación había dado un sí de fe. De igual manera, su maternidad espiritual sobre todos los redimidos no es un «nuevo privilegio» conquistado mediante su compasión, sino simplemente la culminación de esa maternidad mesiánica. Puede muy bien decirse que al total vaciamiento de María junto a la cruz, en analogía con la kénosis de Cristo, y conforme a la ley del grano de trigo, corresponde su paso a ser madre de todos los redimidos. Según esto, las respuestas «displicentes» dadas por Cristo a María no serían otra cosa que «estaciones» en el viacrucis que iba a convertirla en madre y esposa perfecta; la estación más dura tendría lugar junto a la cruz. Tampoco en este último instante recurre Jesús al nombre de madre. La hora prometida en Cana no significa la vuelta a una situación abandonada temporalmente; la culminación se desarrolla hacia adelante, mediante un desarrollo cuya relación con el estado anterior es la misma que existe entre el Cristo glorificado y el Cristo terreno. De ahí que sólo pudiera tener lugar por el mismo camino: a través de una pasión anonadante. «Porque entregó su vida a la muerte, yo le daré como parte suya muchedumbres» (Is 52,12). Es en el vaciamiento de su maternidad donde María consigue el pleno contenido de ella: como madre del Redentor por la gracia había sido destinada ya desde siempre a ser madre universal de los redimidos, de los miembros de su hijo.
gica. Más bien habremos de decir que lo que ocurrió entre Cristo y María tras el episodio de la cruz no pertenece a nuestros conocimientos sobre la salvación, sino que es, por así decirlo, un secreto personal de María. Entre nuestros conocimientos está —como hecho característico— el de que Cristo se apareció a I a Iglesia, a los que habían sido fieles, por razón de su función eclesial: «Id a decir a mis hermanos...» (Mt 28,10). También Sedulio parte de este principio cuando, en la poesía antes mencionada, presenta «la gloria de María», que se funda en la aparición del Resucitado, como irradiación de la Iglesia. María perteneció por esencia a la época de la encarnación de Cristo. En esta época habla y canta. En la época de la glorificación de Cristo su puesto es distinto, trascendente. En consecuencia, después de la cruz ya no se la menciona, a excepción del momento en que se alude precisamente a ese puesto.
La elevación de María a este grado perfecto de su maternidad por gracia es lo último que nos dice la Escritura sobre su relación con Jesús. Ni siquiera se nos transmite respuesta alguna de su parte; la respuesta la dio ya en la anunciación. A partir de entonces, «el discípulo la recibió en su casa». Al resucitar Jesús de entre los muertos, se aparece a los discípulos, a los apóstoles, a otras mujeres; pero nada nos dice la Escritura de que se aparezca a María. Efrén «se consuela» diciendo que en la Magdalena el nombre de María es testigo de la resurrección. Sedulio afirma (¿víctima quizá de una confusión con la Magdalena?) que, en primer lugar, Jesús, en el resplandor de su gloria, se volvió a las miradas de su madre, para que aquella madre buena, propagando la noticia maravillosa, e igualmente mensajera de la vuelta del Señor, fuera, como lo fue en otro tiempo, la senda de su venida 51 . La Escritura no dice nada sobre ello, y por lo mismo no podemos servirnos de esta opinión como de una base teoló50 Cf. sobre el tema A. Müller, Ecclesia-Maria; en el índice, «Eva-Kirche-Erschaffung aus der Seite» (p. 241), y p. 212. 51 Sedulio, Carmen paschale, 5, 357-364: CSEL 10, 140s; cf. A. Müller, op. cit., 152s.
9.
Marta en la Iglesia
En la continuación del Evangelio de Lucas, los Hechos de los Apóstoles, se alude todavía en una ocasión a María. Vamos a analizar las circunstancias en que se hace. Después de la ascensión del Señor, quien había prometido la pronta venida del Espíritu, «volvieron del Monte de los Olivos a Jerusalén...; llegados allí, subieron a la sala donde habían celebrado la pascua y permanecían allk Pedro y Juan, etc. Todos ellos, llevados de un mismo afecto, se reunían allí para la oración, en compañía de algunas mujeres y de María, la madre de Jesús, y de los hermanos de éste» (Hch l,12ss). Las circunstancias dignas de tenerse en cuenta son las siguientes: se trata de una Iglesia anterior a Pentecostés, que espera aún la magna venida del Espíritu; como protagonistas de los acontecimientos son nombrados los doce apóstoles; María se encuentra entre la comunidad reunida sin apartarse de ella, pero no como persona privilegiada ni en un aislamiento místico. María es hermana en la comunidad y discípula del Señor ensalzado. María aparece, pues, dentro de la Iglesia dirigida por los apóstoles. Es una riqueza interna de esta Iglesia, pero no ha sido llamada a una función directiva externa. En la encarnación de Cristo había sido ya cubierta por el Espíritu. Cuando, tras la exaltación de Cristo, la Iglesia reciba el Espíritu, el nombre de María desaparecerá por completo y será totalmente reemplazado por el de la Iglesia. En el libro profético de la Iglesia, el Apocalipsis, la figura de la madre del Mesías aparece como un signo: signo de la Iglesia, el pueblo de Dios del AT y del NT 5 2 . La totalidad del contexto quedará iluminada en la sección siguiente, cuando hablemos de la glorificación de María. Aquí han de ocuparnos aún dos cuestiones que se refieren al conjunto de la vida de María en la Iglesia posterior a Pentecostés. La primera es si María podía realmente, como la llena de gracia y la madre de Dios, ser miembro de una Iglesia que es constantemente imperfecta en la gracia y que ha de crecer todavía hacia una unidad plena con Cristo (Ef 4,12s). La respuesta hay que buscarla en el hecho de que María nunca cesó, a lo largo de toda su vida, de ser una creyente. Si buscamos en todos los pasajes comentados que tratan de María un rasgo común, encontraremos precisamente el de que María se situó ante su hijo divino como creyente. Presentarla como alguien que ya desde el principio «estaba al corriente» de todo y que, en consecuencia, podía dejar correr ante sí cada una de las escenas colocándose al margen y sin sentirse real52 Ap 12; sobre la interpretación, cf. A. Kassing, Die Kirche und Maña. Ihr Verháltnis im 12. Kapitel der Apokalypse (Dusseldorf 1958); F. M. Braun, La mere, 133-176.
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TRANSITO Y GLORIFICACIÓN DE MARÍA
mente afectada por ellas, suponiendo que conocía su resultado, contradice a la imagen bíblica. La cercanía de María a lo divino intensificó claramente para ella el carácter misterioso de lo divino. Parece ser que, desde Nazaret hasta el Gólgota, su fe nunca se vio libre de oscuridad, a no ser en la señal de Cana, momento luminoso también para todos los demás. La creencia de que con esta suposición María es tenida en menos tiene sus raíces en un error sobre la relación con Dios en la fe. Ni la Escritura ni los místicos entienden la «subida hacia Dios» como una especie de crepúsculo matutino que se va haciendo cada vez más claro hasta la salida del sol. La infinitud de Dios es la causa de que cuanto mayor sea una fe más oscura aparezca. Esta imagen, aparentemente extraña, que la Biblia nos da de María, y por la que con frecuencia, neciamente, se resbala en vez de pararse a examinarla, es en realidad una imagen de la fe tan profunda que constituyó el tema principal de la embajada angélica y de la respuesta de María. Dado que María creyó, podía también aprender. Al menos en tres ocasiones nos describe la Escritura lecciones dolorosas para la madre de Dios: en Jerusalén, en Cana, ante la casa de su hijo. Su plenitud de gracia era la plenitud de un ser que vivía en el tiempo y se desarrollaba en el tiempo. En su concepción había llegado el momento de su preservación del pecado original, pero todavía no el momento de su glorificación. De su maternidad divina fue informada inmediatamente antes de que el acontecimiento se hiciera realidad. Fue junto a la cruz donde comprendió que era madre del Cristo eclesiológico. Dios llevó a María a la plenitud de su gracia por el camino humano: a través de la fe, del aprendizaje y del progreso. En consecuencia, la situación de María es la que determina en su esencia a la Iglesia terrena. No podemos detenernos aquí a explicar con detalle de qué manera la Iglesia terrena, aunque segura de su plenitud de gracia, ha de recorrer su camino trabajosamente y en la oscuridad; aunque «poseedora» de todo el patrimonio de la fe, va progresando en sus conocimientos a lo largo de los siglos. La vida terrena de María hemos de contemplarla en analogía con la vida de la Iglesia. Su plenitud de gracia no la convirtió en un ser que se sintiera extraño en la comunidad de Cristo, sino únicamente en un miembro más auténtico de esta comunidad. La segunda cuestión es qué relación existe entre el puesto de María en la Iglesia como la llena de gracia y madre de los miembros de Cristo y el ministerio apostólico 5i. María, como primer miembro del cuerpo de Cristo, ¿no está por encima de todos los demás miembros? ¿Cómo puede estarles subordinada? ¿No será esto tan sólo un juego «de cortesía»? Para dar una respuesta hemos de partir de que se trata de dos esferas distintas. La función sacerdotal y la función docente en la Iglesia no es potestad de los hombres, sino de Cristo. Cristo es el único sacerdote y maestro de la Iglesia (Mt 23,8s). Aquellos miembros que gozan en la Iglesia de un ministerio son instrumentos del ministerio de Cristo, y su misión es únicamente ejercer una potestad propia de Cristo. Cristo colocó en este ministerio a los apóstoles, pero no a su madre. María, por su parte, es la llena de gracia, la primera de los redimidos, la que ha recibido la mayor participación en la humanidad de Cristo, la que por su maternidad mantiene con él la más íntima relación de esposa. Encarna, pues, la humanidad que está frente a Cristo y es aceptada por él, pero no la actuación propia de Cristo en esa humanidad. La esfera del ministerio eclesial y la esfera de la plenitud de gracia de María son, por tanto, dos esferas distintas e incomparables. El ministerio sacerdotal es «superior» a María en cuanto representa
la potestad de Cristo; la gracia de María es «superior» al ministerio eclesial en cuanto que es una gracia personal suya y no solamente ministerial. En María se ha hecho realidad lo que la «Iglesia» es en sí y primariamente como esposa de Cristo. En el ministerio eclesial se realiza lo que la Iglesia es, en representación de Cristo, como cuerpo suyo. No ofrece, pues, dificultad alguna suponer que María estuvo real y plenamente sometida a los apóstoles de la primitiva Iglesia en aquello en que hay que someterse a los apóstoles. En definitiva, a lo único que estaba sometida era a la potestad de su hijo. Pero su plenitud de gracia como esposa de Cristo era algo que no podía estar sometido sin más al ministerio eclesial. En este marco puede contemplarse su última tarea terrena, la de desaparecer en la Iglesia: la gracia está sometida al ministerio, pero a su vez, a la manera de una plataforma colocada bajo la superficie, sirve de apoyo al ministerio. María es, en la época de la exaltación de su hijo y de la Iglesia terrena, la plenitud de la Iglesia, no en la realidad visible del ministerio, sino en la realidad invisible de la gracia.
53 Cf. sobre esta cuestión en su sentido más amplio R. Laurentin, Marte, l'Éghse et le Sacerdoce (París 1953).
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SECCIÓN SEXTA
TRANSITO Y GLORIFICACIÓN DE MARÍA En la sección precedente surgieron algunas dificultades cuando tratábamos de delimitar el puesto que tiene María en la Iglesia que sigue a Pentecostés. La razón de ello está sencillamente en que, hablando con propiedad, ya no hay en esa Iglesia un «sitio» para María. La Iglesia misma ocupa en el tiempo que sigue a Pentecostés el papel de María, y María como madre del Señor se convierte, merced a la fecunda exaltación y glorificación de éste, en Madre de la Iglesia, del cuerpo místico de Cristo. Esto constituye una trascendental función en el orden de la gracia y, por tanto, hay que afirmar sin rodeos que el puesto de María después de Pentecostés no está tanto en la Iglesia como en la gloria. La total ausencia de noticias sobre ella después de Pentecostés sólo deja abierta una posibilidad: la de deducir a partir de los datos de la fe y de principios teológicos la coronación de su camino. En este sentido es perfectamente admisible la suposición de que María después de Pentecostés hubo de acabar pronto el curso de sus días en este mundo para entrar en la gloria destinada a su calidad de Madre de Cristo y Madre de la Iglesia. De hecho, desde un punto de vista especulativo, es exacta la idea de que a la glorificación de Cristo tuviera que seguir «lógicamente» la glorificación de su Madre; pero interpretar ésta como «un honor tributado por el Hijo» es teológicamente pobre, aunque materialmente exacto. Explicar la glorificación de María afirmando «sin más» que todos los muertos en Cristo son introducidos «en seguida» en la gloria corporal es, asimismo, desde el punto de vista teológico, una evasión ante el problema. Es cierto que sobre esto no hay nada definido: el problema sigue abierto; la cuestión se caracteriza, además, por nuestro desconocimiento de un «sistema de medidas» aplicable a la vida supraterrena. Pero si en una situación concreta de la fe y de la concepción teológica, en la que se supone que la resurrección de los muertos sólo ocurrirá «al fin de los tiempos», surge la doctrina de que María ha resu-
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citado ya, no hay duda de que con ello se afirma algo especial, algo que, si hacemos abstracción del problema del tiempo, se distingue al menos cualitativamente de la situación de los demás redimidos. Este algo cualitativamente distinto es justamente que a María no se la puede considerar como a otro ser humano cualquiera, sino como a un ser humano predestinado para una misión concreta en un momento determinado y singular de la historia de la salvación. María tuvo que vivir en la tierra en el momento en que el Hijo de Dios tenía que hacerse hombre. Ella recibió —en la economía graciosa de la participación en Cristo— la gracia singular de ser madre del Redentor Dios-Hombre. Y esta gracia es la que le asigna un puesto gozoso y doloroso en la vida de su hijo. Por razón de la finalidad soteriológica de la vida de su hijo, ella se vio ordenada a la redención, a toda la Iglesia; esto es lo que Cristo expresó simbólicamente en la cruz. Con la exaltación del hijo da comienzo una nueva época en la historia de la salvación. Ahora no es necesaria ya una madre terrenal del Mesías, pero análogamente, y en el mismo sentido, es necesaria una Iglesia. El papel de María se «eterniza» en la Iglesia de la misma manera que Cristo continúa en ella su vida, su muerte y su gloria. A esta eternización de la misión de María, a la permanente actualidad de su papel ya supratemporal, responde como correlato su entrada en la gloria, en el ámbito que trasciende incluso la situación terrena de la Iglesia. En María, pues, ha entrado ya la Iglesia en la etapa definitiva y eterna de la historia de la salvación, de una manera parecida a como la Iglesia «antes de sí misma» estaba ya presente en María, cuando ésta llevaba a cabo su más elevada misión, la maternidad divina. El papel histórico-salvífico de María alcanza su culminación «natural», desde un punto de vista teológico, con su entrada en la gloria. Veamos ahora cómo nació esta doctrina y las formulaciones del dogma actual. «Los testimonios de la literatura eclesiástica de los seis primeros siglos sobre la muerte de María y sobre su asunción en sentido estricto son escasos e inconexos; por tanto, desde un punto de vista puramente histórico, no se puede afirmar con certeza que exista una tradición apostólica explícitamente general e ininterrumpida sobre el modo que tuvo María de abandonar este mundo» l. Se puede formular tranquilamente esta afirmación de modo todavía más claro diciendo que no existe una tradición apostólica oral sobre el tránsito de María, particularmente en el sentido de una predicación de la fe. Resultaría contradictorio con todo sano concepto de tradición y de Iglesia querer suponer que una tradición doctrinal apostólica de trescientos o cuatrocientos años no dejase tras sí ningún rastro, que surgiese después esporádicamente en forma fantástico-legendaria y que sólo después de mil años se redescubriera como tradición apostólica. Lo que hay que hacer en tal caso es revisar el concepto de tradición. Este concepto, lo mismo en el problema de la asunción que en el de la inmaculada concepción, podría significar simplemente que la doctrina se encuentra contenida virtualmente en la predicación tradicional de la fe y que sólo en un momento evolutivo dado surge ante la conciencia de la Iglesia como algo encerrado en la doctrina y necesariamente ligado con ella. Jugie da una explicación plausible de la falta de una tradición puramente histórica 2 , pero tal explicación no basta para justificar la ausencia de una tradición de fe; conforme a lo dicho en la sección precedente (cf. supra, pp. 940s), cabría afirmar que no existe ninguna exposición doctrinal sobre el tránsito de María precisamente porque en aquel estadio concreto de la evolución teológica algo semejante habría violado el carácter recóndito de María en la Iglesia. El 1 M. Jugie, Assotnption de la Sainte Vierge, en María I (París 1949) 631. Cf. bibliografía en «Études Mariales» 6 (1948); 7 (1949); 8 (1950): Assotnption de Marie. 2 M. Jugie, op. cit., 632.
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gran conocedor de la tradición Epifanio de Salamina (f 403) afirma: «Es posible que la virgen santa muriese y fuera enterrada..., o que le dieran muerte..., o quizá siguiera en vida. Poderoso es Dios para hacer aquello que es su voluntad, por eso nadie conoce su fin» 3 . En las predicaciones coetáneas de la «fiesta en memoria» de María no se habla para nada de una subida al cielo. Desde fines del siglo v comienzan a circular los apócrifos del tránsito, nacidos fuera de Palestina, y que son leyendas destinadas a llenar los huecos de la tradición 4 . Presuponen todos que María murió y hablan de una resurrección corporal o sólo de un traslado de su cuerpo al paraíso terrenal. Cothenet se inclina a retrotraer hasta el siglo n el origen de este tipo de leyendas 5 . En el siglo vi se cambia el nombre de la «fiesta en memoria» de María por el de «fiesta del tránsito de la Madre de Dios». Ya no hay duda sobre su muerte, pero la fe en una asunción corporal se va generalizando en las homilías de la festividad y en los textos litúrgicos, como puede observarse en el PseudoModesto de Jerusalén (f 680), en Germán de Constantinopla ( t 733), Andrés de Creta (f 740), Juan Damasceno ( t 749), etc. En la Iglesia bizantina ha persistido esta doctrina, pero sólo como «piadosa creencia», no como dogma formal. La repugnancia que la definición de 1950 encontró en la Iglesia ortodoxa no se debió tanto a su contenido cuanto a la demostración que suponía del primado y de la infalibilidad pontificia. El desarrollo de la doctrina de la asunción en Occidente, donde fueron rechazados los apócrifos del tránsito (Decretum Gelasiani), comienza con la aceptación por Roma, con el papa Sergio I (687-701), de la festividad de la Dormitio. Mientras entre los galicanos ha persistido la denominación de Dormido para esta festividad, en Roma se pasa ya en el siglo v m a la denominación de Assumptio, con lo que se expresa de modo explícito la asunción corporal de María. Teológicamente, el problema entra en un estadio de controversia. Los testigos principales son dos escritos pseudónimos. El primero es una carta del Pseudo-Jerónimo a «Paula y Eustoquio» (de Pascasio Radberto, f 8 ^ 5 ) 6 , que pone en guardia contra afirmaciones temerarias sobre la resurrección de María, aunque se la pueda admitir como creencia piadosa. El otro es un escrito pseudoagustiniano, Sobre la asunción de la bienaventurada Virgen María (siglo ix, autor desconocido) 7 . En éste, sin concesión de ningún género a los apócrifos, se condena especulativamente la asunción corporal de María. Estos dos escritos se reparten el influjo a lo largo de la Edad Media, donde poco a poco se va imponiendo la «creencia piadosa» en la asunción de María 8 . Pío V retira del breviario la carta del Pseudo-Jerónimo. A lo largo de los siglos xvn y xvín surgen ciertas controversias menores sobre el problema; pero nunca se niega la asunción, sino únicamente la certeza de la doctrina como perteneciente a la fe o la revelación 9 . Por eso la discusión nunca llegó a ser tan dura como en el caso de la inmaculada concepción. A mediados del siglo xx, las respuestas de 3 Epifanio, Panar., 78, 24: PG 42, 737A. Cf. Panar., 78, 11: PG 42, 716B. Cf. para lo que sigue el estudio de M. Jugie, op. cit., 634ss. 4 Cf. E. Cothenet, Marie dans les Apocryphes, en Marta VI (París 1961) 117-148. 5 Ibíd., 144. El autor ve en las leyendas del tránsito muchos elementos de auténtica reflexión teológica (146s). 6 PL 30, 122-142. H. Barré, La croyance a l'Assomption corporelle en Occident de 750 a 1150 environ: «Études Mariales» 7 (1949) 70-73. 7 De Assumptione Beatae Mariae Virginis: PL 40, 1141-1148; cf. H. Barré, op. cit., 80-100. 8 Santo Tomás se apoya también en Agustín; cf. S. Tb. III, q. 27, a. 1. ' Cf. C. Dillenschneider, L'Assomption corporelle de Marie dans la période posttridentine: «Études Mariales» 8 (1950) 71-146.
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los obispos al papa Pío X I I eran prueba de que la piadosa suposición de antaño se había convertido en una convicción de fe. El 1 de noviembre de 1950 definía Pío XII el dogma con la constitución apostólica Munificentissimus Deus10. El papa habla en la introducción de la armonía que ofrece el conjunto de los privilegios de María y subraya la estrecha conexión que existe entre la inmaculada concepción y la asunción corporal. Habían llegado numerosas peticiones de obispos y fieles en pro de la definición n , de modo que el 1 de mayo de 1946 el papa se dirigía al episcopado haciéndole la siguiente pregunta: «¿Pensáis, venerables hermanos, de acuerdo con vuestra sabiduría y prudencia eximias, que la asunción corporal de la bienaventurada Virgen María debe ser propuesta y definida como dogma de fe? ¿Es ése vuestro deseo, el de vuestro clero y el de vuestro pueblo?» 12. Los obispos respondieron «con una adhesión casi unánime». Es en esa unanimidad donde ve el papa el argumento más sólido: «El consentimiento universal del magisterio ordinario de la Iglesia constituye un argumento seguro y cierto que prueba que la asunción corporal de la bienaventurada Virgen María a los cielos es una verdad revelada por Dios y que han de aceptarla, por tanto, todos los fieles» a. La constitución recoge después sumariamente los testimonios de la liturgia, de los Santos Padres y de los teólogos. «Todos estos argumentos y consideraciones de los Santos Padres y de los teólogos se apoyan, en último término, en la autoridad de las Sagradas Escrituras» 14. Allí se nos muestra siempre a María en la más estrecha relación con su hijo. Otro argumento es la antítesis Eva-María. La total superación del pecado en ella, que, concebida sin mancha, fue madre virgen y colaboradora del Redentor. A continuación, el papa hace votos para que esa definición redunde en provecho de la comunidad humana y de la Trinidad altísima. Espera que con ella se incremente la devoción de los cristianos a María y el deseo de unidad en el cuerpo místico, que crezca el amor de María en todos los que llevan el glorioso nombre cristiano y el respeto por la vida del hombre en nuestra época materialista y, por último, que se afiance la fe en nuestra propia resurrección. El texto de la definición es como sigue: «Para gloria de Dios Todopoderoso, que hizo a María objeto de su beneplácito especial, y de su Hijo, rey inmortal de la eternidad y vencedor del pecado y de la muerte, y para alabanza de su altísima Madre y alegría y júbilo de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra propia, anunciamos, declaramos y de-
finimos, como dogma de fe revelado por Dios, que la inmaculada y siempre virgen María, madre de Dios, acabado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» 15. Hay dos expresiones en esta fórmula definitoria que merecen una atención especial. Al decir que María fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial se elige un concepto puramente teológico. Se evita, pues, toda referencia cosmológica sobre la localización del cuerpo glorificado. Más significativa aún es la expresión «tras completar el curso de su vida terrena». Algunos años antes de la definición se había discutido de nuevo la cuestión de la muerte de María o de su tránsito sin muerte a la gloria celestial. Según las investigaciones de M. Jugie, los más antiguos testimonios sobre el tránsito de María daban más bien la impresión de no suponer su muerte 16 . La discusión acababa de entablarse y no era posible una respuesta definitiva a ningún nivel. Por eso la definición soslaya convenientemente la dificultad haciendo uso de una fórmula compatible con ambas posibilidades 17. Históricamente es imposible decidir la cuestión. La mayoría de los autores discuten la autenticidad de las homilías de un «presbítero Timoteo» que Jugie fecha entre los siglos iv y v 1 8 . Cothenet, a su vez, admite la posibilidad de que las tradiciones de los apócrifos del tránsito se remonten a fines del siglo n 19. Pero estos apócrifos se hallan todos de acuerdo en que María murió y fue enterrada en las proximidades de Jerusalén, en Getsemaní, en el valle de Josafat, al este de la ciudad 20 . Epifanio, sin embargo, no sabe que exista en Palestina ninguna tradición sobre ese punto 21. En este contexto es imposible emitir un juicio histórico. El problema de la muerte de María es sólo un problema del pensamiento y la sistematización teológica 22. Y es de notar que en esta cuestión los frentes no se ajustan al esquema de «maximalistas» (que serían aquellos que no dejan escapar ningún prívi-
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AAS 42 (1950) 753-771. Reunidas por G. Hentrich y R. von Moos: Petitiones de Assumptione corpórea B. Virginis Mariae in caelum definienda ad S. Sedem delatae, 2 vols. (Ciudad del Vaticano 1942). No hay duda de que se hizo una «piadosa presión» sobre los medios intelectuales para elevar el número de peticiones, sobre todo en los años que precedieron inmediatamente a la definición (cf. O. Perler, État actuel de la croyance a l'Assomption en Allemagne. L'attitude des théologiens allemands: «Études Mariales» S [1950] 150s). El valor de estas peticiones era más bien decorativo, por así decirlo. Lo decisivo fue el hecho de la conciencia universal de la fe. 12 AAS 42 (1950) 756: «An vos, Venerabiles Fratres, pro eximia vestra sapientia et prudentia censeatis: Assumptionem corpoream Beatissimae Virginis tamquam dogma fidei proponi et definiri posse, et an id cum clero et populo vestro exoptetis». 13 AAS 42 (1950) 757: «Itaque ex ordinarii Ecclesiae Magisterii universali consensu certum ac firmum sumitur argumentum, quo probatur corpoream Beatae Mariae Virginis in Caelum Assumptionem... veritatem esse a Deo revelatam, ideoque ab ómnibus Ecclesiae filiis firmiter fideliterque credendam». 14 AAS 42 (1950) 767: «Haec omnia Sanctorum ac theologorum argumenta considerationesque Sacris Litteris, tamquam ultimo fundamento, nituntur». 11
15 AAS 42 (1950) 77 (DS 3903): «... pronuntiamus, declaramus et definimus divinitus revelatum dogma esse: Immaculatam Deiparam semper Virginem Mariam, expleto terrestris vitae cursu, fuisse corpore et anima ad caelestem gloriam assumptam». 16 M. Jugie, La morí et l'Assomption de la Sainte Vierge. Étude historico-doctrinale (Ciudad del Vaticano 1944). 17 Cf. la discusión en torno a este punto en F. de P. Sola, La muerte de la Santísima Virgen en la constitución apostólica «Munificentissimus Deus»: «Estudios Marianos» 12 (Madrid 1952) 125-156. 18 Hom. in Simeonem: PG 86, 237-252, 245C-D. Cf. M. Jugie, Assomption, 633; en contra, G. Jonassard, L'Assomption corporelle de la Sainte Vierge et la Vatristique: «Études Mariales» 6 (1948) 103; E. Cothenet, op. cit., 144s. " Ibíd. 20 Ibíd., 145s. Cf. también las descripciones de un peregrino: Itinera hierosolymitana saec. IV-VIII: CSEL 39, 142.170.203; un punto de vista distinto en G. Caprile, L'origine della tradizione sulla morte e sul sepolcro di María a Gerusalemme: DTh(P) 63 (1960) 216-221. Los argumentos en pro y en contra de un sepulcro de María en Efeso pueden verse en C. Kopp, Das Mariengrab in Ephesus?: ThGl 45 (1955) 161-188 (negat.); J. Euzet, Remarques sur «JérusalemP-Epbese?» de Clemens Kopp: DTh(P) 60 (1957) 47-72. 21 Cf. G. Jonassard, op. cit., 100-102. 22 Continúa viva la controversia entre «mortalistas» e «inmortalistas». Bibliografía reciente: L. Ceccarini, É moría la Madonna? (Ñapóles 1962); T. Bartolomei, La mortalita di María: «Ephem. Mariol.» 10 (1960) 385-420; A. Oliva, La morte di María Ss. alia luce del privilegio maggiore e piu adatto per la Madre di Dio: «Ephem. Mariol.» 10 (1960) 273-284; G. Scelzi, La morte della Madonna in conformita con Cristo sotto l'aspetto teológico: DTh(P) 62 (1959) 69-93; G. Roschini, Dizionario di Mariologia (Roma 1961), Morte, 361-364 (bibliografía hasta 1959); Virgo Immaculata X (Roma 1957). 60
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legio que puedan atribuir a María) y «minimalistas» (los escépticos ante toda mariología puramente especulativa). La hipótesis de la muerte de María es defendida también por algunos representantes de ese tipo de mariología absolutizante, mientras que otros teológicamente equilibrados se inclinan por su inmortalidad. A continuación vamos a exponer los argumentos en que ambas opiniones buscan su punto de apoyo, para dilucidar, si ello fuera posible, cuál de las dos se halla más de acuerdo con un pensamiento de tipo histórico-salvífico. Lo primero que cabría plantear es si la falta de una tradición clara sobre este punto aboga por la muerte o por el tránsito de María. De todos modos, existe algo sobre lo que no hay que dar más vueltas: esa laguna denota por parte de los primeros cristianos un interés muy escaso por la madre del Señor. Porque, de haberse sabido que había sido arrebatada de la tierra, sería extraño que no se nos hubiese transmitido nada claro sobre este «signo de Henoc y de Elias», máxime cuando ya antes se había dicho algo parecido del apóstol Juan (cf. Jn 21,23). También resulta extraño que, de haber sido enterrada, su sepulcro cayera en un olvido tan completo que sólo unos siglos después se pudiera hablar ya de que María no había muerto. Ese «olvido» sería, de todos modos, explicable si la salida de este mundo y el entierro de María no se vieron envueltos en circunstancias extraordinarias. Quede claro que una tradición histórica de la muerte no estaría en contradicción con la tradición dogmática de la asunción. Con decir que María «fue asunta a la gloria celestial» no se ha dicho nada sobre las relaciones entre cuerpo mortal y cuerpo glorioso. Y si María murió y resucitó, habrá que comparar este hecho con la resurrección de todos los hombres, no con la resurrección de Cristo, ya que en ese caso el cuerpo muerto permanece unido hipostáticamente con la persona divina. Por tanto, desde un punto de vista teológico, no sería necesaria la hipótesis de una resurrección del «cadáver» de María. La muerte real podría postularse desde un terreno estrictamente teológico teniendo fundamentalmente en cuenta que la economía de la redención, tal como fue establecida por medio de Cristo, supone una liberación del pecado y de la muerte, pero sólo a través del sepulcro y la resurrección. Y si así ocurrió en Cristo, el primogénito entre muchos hermanos, no tiene por qué ocurrir de otra manera en los demás redimidos, ni siquiera en la primera de los redimidos. Es posible, pues, que en todo este problema se esté concibiendo la muerte de Cristo de un modo demasiado estrecho, como ufia satisfacción externa que sólo él tuviera que «pagar» y no su madre. Ahora bien, si consideramos la muerte y la resurrección como el camino querido por Dios después del pecado para toda glorificación, no tendría objeto hablar de «privilegio». De esta manera se evita la dificultad que entraña el suponer en María un hecho que no se dio en su divino hijo, esto es, el tránsito sin muerte a la vida celestial, lo cual iría en detrimento de su figura, pues así habría seguido un camino distinto del de su hijo. A María no le fue concedido en su vida terrena el don de la impasibilidad ante el dolor. Pero el dolor y la muerte se hallan en la misma línea. La muerte es la coronación de un dolor que en el cristiano está lleno siempre de sentido. Por eso muchos defensores de la inmortalidad de María hablan de su «muerte mística» junto a la cruz de Cristo. Párete, según esto, que la exención de morir habría sido para María un «privilegio obstaculizante» para su misión. Algunos partidarios de la corredención «objetiva» hablan de la necesidad de una «muerte corredentora» de María23. Ahora bien, si se mira la cuestión no de modo autonomista, sino eclesiológico, la niuerte de María no puede considerarse como una acción meritoria particular y necesaria para su función
corredentora, sino que ha de verse en ella, como en la de todo cristiano, el momento de la suprema entrega de Dios, momento fecundo para la Iglesia como apropiación de la muerte de Cristo. Veamos ahora qué es lo que puede aducirse en defensa de la inmortalidad de María. El argumento más fuerte se basa en su inmaculada concepción y en la plenitud de gracia. Desde un punto de vista teológico, la muerte es la secuela del pecado original. Mientras los demás cristianos se ven libres por el bautismo sólo de las consecuencias del pecado original, María fue preservada de este pecado. Ella estaba libre, en principio, de las consecuencias del pecado. A la plenitud de gracia de María corresponde, pues, la liberación de la muerte, ese estigma de la naturaleza viciada del hombre. Pero si María no se vio libre de otras secuelas del pecado, como, por ejemplo, el dolor, hay que dar alguna razón más para explicar por qué fue sustraída a la muerte. En esta cuestión la dimensión específicamente corporal de la gracia de María, tal como se nos muestra en su maternidad divina y en su virginidad, adquiere un especial relieve. Esa bendición sobre su cuerpo hubiera tenido en la muerte un contrapunto destructor. La virginidad sin mengua del cuerpo de María es considerada como uno de sus títulos de la gloria. Pero la muerte es la mengua que más profundamente alcanza al cuerpo, ya que lo separa del alma personal y espiritual. Por eso parece contradictorio que el cuerpo de Mafia, intacto en el milagro del nacimiento, hubiera de verse sometido después a esa separación. Invocar a este propósito la resurrección no tendría ningún resultado, porque, una vez ocurrida la muerte, el cuerpo hubiera perdido toda referencia personal. Finalmente, María es el prototipo de la Iglesia. Y, según Pablo (1 Cor 15, 51s), no todos moriremos, pero todos nos veremos transformados... Los muertos resucitarán incorruptos y todos seremos cambiados. De acuerdo con esto, los miembros de la Iglesia que vivan para el retorno de Cristo pasarán sin morir a la vida eterna. La Iglesia es, pues, inmortal en el más pleno sentido. María es la realización plena de la Iglesia; por tanto, parece razonable suponer que le fuera concedida la misma gracia que a los elegidos del último día: la entrada en la gloria celestial sin pasar por la muerte. Estos son los argumentos en pro y en contra de la muerte de María. No todos tienen la misma fuerza. A veces les falta amplitud de perspectiva, como cuando se considera la muerte de Cristo como una simple satisfacción externa o se deducen consecuencias de la concepción inmaculada de María de modo puramente especulativo, sin tener en cuenta el orden concreto de la redención. Tampoco resulta convincente esa «gloria» del cuerpo intacto de María, tomada más como cosa que como relación personal. Se puede argumentar que en el orden actual de la gracia sólo hay redención a través de la muerte, porque así fue como ocurrió en Cristo, y además la muerte en el Señor no tiene, desde un punto de vista teológico, nada de deshonroso. Pero a tal argumento se puede oponer el de que los últimos xelegidos saldrán al encuentro del Señor sin pasar por la muerte. Sucede, pues, que si el primer argumento favorece la muerte de María, el segundo confirma la opinión contraria. Y ambas interpretaciones son auténticamente «histórico-salvíficas». Queda todavía otro aspecto de la cuestión. ¿Ocurrió en la glorificación corporal de María esa «revolución cosmológica» que, según Pablo, lleva consigo la parusía y que24 de modo parcial había sucedido ya en la resurrección de Cristo? (Mt 27,53) . ¿O fue tal glorificación un hecho que, siendo para María su
Cf. G. Roschini, Dizionario, 361.
" Cf. H. Zeller, Corpora Sanctorum. Bine Studie zu Mt 27,52-53: ZKTh 71 (1949) 385465.
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auténtica escatología, no sobrepasó el orden actual de esta era de la gracia? Esto último parece ser lo más probable. En efecto, así resulta fácil explicar por qué no existe ninguna tradición antigua sobre la muerte de María: exteriormente no ocurrió nada extraordinario, su glorificación no pertenecía ya al orden de lo experimentable y sólo sería deducible después de muchos siglos de reflexión teológica. Y tal vez sea ésta la razón de por qué la Iglesia, en el momento de la definición, encontró en su conciencia creyente que María había sido glorificada, pero nada que pudiera explicar cómo había ocurrido esa glorificación. Esto pertenece al ámbito del misterio y no a la esfera de los signos externos, como hubiera sucedido de haberse tratado de un «rapto» o de una transformación a la vista de todos. En lo que concierne a los vivos del último día, lo primero que hay que ver es qué quiso decir en realidad Pablo. En 1 Cor 15,51ss, Pablo explica que la «corrupción no heredará la incorrupción» (v. 50). Por eso, «aunque no todos moriremos, todos seremos transformados». Se insiste, pues, en la necesidad de una transformación. La afirmación de que «no todos moriremos» alude al hecho de que, junto a los fallecidos antes de la venida del Señor (cosa sorprendente en parte para los primeros cristianos), habrá otros que «vivirán» esa venida. Pero este «vivir» es un supuesto, no el objeto de la reflexión de Pablo. Por tanto, no existe ningún motivo para atribuir a esta circunstancia una especial significación desde el punto de vista histórico-salvífico. Algo parecido ocurre cuando, en 1 Tes 4,15ss, Pablo afirma que en el día de la venida del Señor los muertos no serán pospuestos a los que vivan en ese día. Desde un punto de vista eclesiológico, hay que señalar que la Iglesia persistirá en su situación terrena hasta el «día» de la entrada en su estadio definitivo de gloria. Pero no vemos por qué tiene que existir una «representación de la Iglesia» a quien le sea concedido este tránsito sin pasar por la muerte terrena. Este tránsito se halla además tan envuelto en el misterio, que es imposible que podamos hacernos una idea exacta de él. Ahora bien, si Pablo no quiso enseñar formalmente como algo esencial para la Iglesia que sus últimos miembros fueran trasladados a la vida celestial sin pasar por la muerte, no resulta convincente establecer un paralelo entre ellos y María. Más bien habría que suponer que María siguió el camino de la participación en la humanidad de Cristo, como los demás redimidos, hasta el fin, hasta la muerte terrena, la cual significó para ella la transformación y la resurrección glorificadora de su cuerpo 25 . A este respecto no es necesario suponer ningún signo externo. Es posible y probable que el cadáver de María fuese enterrado y que en torno a su sepulcro no ocurriera ningún milagro. No iría en menoscabo de la veneración que su cuerpo merece el suponer que su cadáver permaneció en el sepulcro, lo mismo que no es preciso imaginar la resurrección escatológica como si los cuerpos muertos hubieran de salir de los sepulcros. En lo que concierne a la identidad física de la materia del cuerpo de María, hay que hacer notar que esta materia (excepción hecha de los tejidos de estructura más complicada) no era numéricamente la misma al fin de su vida y, por ejemplo, el día de la anunciación o del nacimiento de Jesús. Y si el alma es el principio de identidad del cuerpo, el abandono deí cadáver en el sepulcro no difiere esencialmente en nada de la constante renovación celular a lo largo de la existencia terrena. Es obvio que en las obras de los viejos teólogos no nos encontremos con reflexiones de este tipo, pues su concepción cosmológica era muy distinta de la nuestra, y además entendían los símbolos de manera más
realista y material que nosotros. De todos modos, Pablo dice con bastante claridad: «¡Necio! Lo que tú siembras no nace si no muere. Y cuando tú siembras, no siembras el cuerpo que ha de nacer, sino sólo un grano de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla. Es Dios quien le da la forma que a él le pareció, a cada semilla la suya propia... Igual pasa en la resurrección de los muertos» (1 Cor 15,36ss). Si lo que aquí se quiere subrayar de modo especial es que no puede haber comparación entre el cuerpo resucitado y el cuerpo en este mundo, la cuestión de «la identidad numérica de los elementos materiales» es algo secundario. Así, pues, la glorificación corporal de María pudo ser históricamente lo que es dogmáticamente: algo que, por pertenecer al ámbito sobrenatural del más allá, escapa por completo a la experiencia y a la «tradición». Veamos ahora el significado que desde un punto de vista histórico-salvífico puede tener en la mariología esa glorificación de María. Los argumentos que abogan por un tránsito sin muerte son en realidad los mismos que suelen aducirse en pro de su glorificación corporal. María representa la realización plena de la redención de Cristo. Todos los hombres participan en Cristo de esa redención. La participación de María en esa gracia fue tan completa que se vio totalmente libre del pecado original, y eso constituye ya una «gracia escatológica». María recibió la participación en Cristo como su verdadera madre en sentido físico, lo cual trasciende la situación de los demás redimidos. De ahí que la dimensión social y la fecundidad para los demás que en el cuerpo de Cristo tiene la gracia de la redención tuviera en María un carácter universal, al igual que su maternidad. Porque ella, por ser madre del Redentor, es en la gracia madre de todos los redimidos. No es que queramos sacar de aquí nada definitivo, pero sí resulta lógico pensar que María, como corona de la elección que marcó su vida, recibiera la plenitud de gracia de un modo superior al de los demás redimidos: con la glorificación inmediata después de su muerte. Su «corporalidad», ya que no el cuerpo material que tenía en un momento dado, se vio sometida a una ley distinta de la que rige para aquellos que tienen que aguardar su plenitud hasta la venida de Cristo: su maternidad virginal quedó «revestida» de gloria. Esto corresponde a la específica dimensión corporal de su gracia. A fin de cuentas, la glorificación de María hizo realidad su condición de prototipo de la Iglesia. Si fue la primera y la que en más alto grado participó de Cristo, también fue la primera y la que en más alto grado participó de la transfiguración de su cuerpo. Por eso María es el modelo y la prenda, por así decirlo, de la Iglesia. Porque la Iglesia tiene en la primera venida y en la resurrección de Cristo el fundamento de su glorificación, si bien ésta no adquirirá su extensión y despliegue universal hasta la segunda venida. Según la ley de la resurrección formulada por Pablo: «Cada uno a su tiempo: primero, Cristo; luego, los de Cristo, cuando él venga» (1 Cor 15,23), no es posible poner a María en ese primer puesto, que solamente corresponde a Cristo, pues la resurrección de ella está en la línea de los que son de Cristo. Pero en su anticipación «temporal» aparece una constante que se repite a lo largo de toda la historia de la salvación, y que en el caso de María adquiere unos rasgos característicos. Cada tipo del AT era una anticipación de aquello que sólo cristológica y escatológicamente adquiriría su forma definitiva. La transfiguración de Cristo en el Tabor es un anuncio de la gloria de su resurrección futura, y los milagros dirigidos a gente pagana son, con vistas a su «plan fundamental», una anticipación del despliegue universal de su reino (Mt 15,21-28; 8,8; cf. Jn 12,20-24). La existencia de María se desarrolla con vistas a la redención. Su concepción inmaculada y su maternidad son, a la vez, causa y efecto de la redención. También el milagro de Cana, en el que Cristo rechaza a su madre accediendo a la
25 Son interesantes a este respecto las reflexiones de L. Boros, Mysteriutn mortis (Olten 1962).
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vez tan cumplidamente a su ruego, puede interpretarse como una anticipación del momento en que «su hora» haya llegado. Esta anticipación en el tiempo tiene siempre el sentido de signo, revelación, alusión. Lo mismo ocurre con la glorificación corporal de María: es un signo de la elección de la Iglesia, un signo de que la escatología ha comenzado, un signo de que la resurrección de la Cabeza lleva consigo la resurrección de todo el cuerpo. En este como en todos los demás hitos de la vida de María se hace patente que su gracia personal, su relación con Cristo y su proyección sobre la Iglesia constituyen una sola realidad que tiene ya en sí toda su plenitud. Es ahí donde radica todo el significado de María en la historia de la salvación.
ciones de María con la redención. El término en torno al cual ha cristalizado la cuestión es el de «corredentora». R. Laurentin ha realizado una investigación precisa y exhaustiva sobre este título 1. Según Laurentin, a partir del siglo x, María recibe ocasionalmente el título de redemptrix, redentora, pero sólo con el significado de «madre del Redentor», un equivalente bastante aproximado a la fórmula de Ireneo «causa de nuestra salud» 2 . Cuando, ya en el siglo XII, con Bernardo de Claraval, se atribuye a María un papel propio al pie de la cruz, se evita el título de «redentora», que en este contexto podía resultar demasiado próximo al título de «redentor», exclusivo de Cristo 3 . Se comienza a poner al lado de la pasión de Cristo la com-pasión de María hasta que, en un himno anónimo del siglo xv procedente de Salzburgo, se pasa de modo inmediato de la com-passio a la corredemptrix, corredentora 4 . La idea, un tanto «fuerte», busca una expresión más suave para evitar disonancias con la fe. Persiste, sin embargo, el título de redemptrix hasta el siglo xvn para verse desplazado en el x v m por el de corredemptrix y desaparecer por fin en el siglo xix 5 . Simultáneamente comienza a adquirir auge la temática del concepto de «corredentora». A principios del siglo xvn, el jesuíta Quirino de Salazar trata por primera vez de modo expreso el problema teológico de la cooperación directa de María en la obra de la redención 6 . Aparecen los primeros impugnadores del título como el autor de los Mónita salutaria B. V. Mariae ad cultores suos indiscretos 7 . El mismo Scheeben, a quien no se puede acusar precisamente de minimalismo en cuestiones de mariología, piensa que la expresión puede dar lugar a más perjuicios que beneficios y la califica de «desenfocada» y «escandalosa» 8 . A principios del siglo xx, con motivo de la celebración del cincuentenario de la proclamación de la Inmaculada Concepción, se enciende de nuevo la disputa. «El título de corredentora se convirtió en lo que nunca había sido: en centro de la discusión sobre el papel de María en la obra redentora» 9 . Discusión que se prolonga hasta nuestros días 10.
SECCIÓN SÉPTIMA
MARÍA Y LA REDENCIÓN En las perspectivas de la historia de la salvación, el tratado sobre María termina con la doctrina de su glorificación corporal en cuanto plenitud de su gracia, de su participación en Cristo y de su misión en la Iglesia. Prescindiendo de todos los fenómenos positivos y negativos que acompañaron a su definición, lo cierto es que el carácter de esta verdad encaja perfectamente en los artículos de fe, pues expresa un misterio sobrenatural y a la vez netamente histórico-salvífico que constituye una base para la vida de fe y para el pensamiento teológico. El conjunto de los dogmas sobre María —su concepción inmaculada e impecabilidad, su maternidad divina, su virginidad intacta y su glorificación corporal —puede todavía ser objeto de una sistematización teológica. Se los puede comparar con otras categorías teológicas e intentar formular las relaciones que los unen con esas categorías. Hay en este trabajo teológico un auténtico esfuerzo por una inteligencia más profunda de la fe, por un progreso en el conocimiento de la verdad. Pero, por otra parte, este tipo de trabajo conduce a formulaciones que no poseen el carácter propio de los dogmas, sino que más que misterios son sistematizaciones más o menos veladas en el ámbito de los conceptos de la fe, y más que fundamento, son resultado de la reflexión teológica. Por eso tales formulaciones, aun en el caso de que contengan algo verdadero e indiscutible, no son materia indicada para una definición dogmática; mejor que convertirse en dogmas, deben quedar en el acervo de la teología, porque su origen inmediato se halla más en el sistema de nuestros conceptos que en algo asentado claramente por Dios. Con esto no se quiere negar que en la base de las sistematizaciones conceptuales haya siempre unos datos objetivos que pueden ser transmitidos «correctamente», si bien no de modo adecuado. En los últimos diez años, las sistematizaciones teológicas en mariología se han desarrollado fundamentalmente en dos distintas*dírecciones. Se ha intentado plantear la mariología a la luz del concepto de redención o en relación con la idea de Iglesia. Pero, como ambos conceptos se hallan estrechamente vinculados, los dos intentos de sistematización presentan múltiples puntos de contacto. El tema de la relación de María con la Iglesia —tema que ya ha aparecido con frecuencia en el transcurso de estas exposiciones— se tocará nuevamente al hablar sobre la Iglesia. Aquí intentaremos, como conclusión de la exposición histórico-salvífica, buscar una formulación conceptualmente rigurosa de las rela-
1 R. Laurentin, Le titre de corédemptrice. Étude historique (París 1951), con una antología de textos sobre las expresiones corredemptrix, redemptrix, redimit, participación de María en la obra de la redención. 2 Adv. Haer., 3, 22, 4: PG 7, 959; cf. supra, p. 914. 3 R. Laurentin, op. cit., 14s. 4 Planetas oratorius... ad B. Virginem Filium de cruce depositum quasi sinu tenentem, en G. M. Dreves, Analecta hymnica medii aevi, 6.46 (Leipzig 1905) 126, núm. 79: 20.
Pia dulcís et benigna Nullo prorsus luctu digna Si fletum bine eligeres Ut compassa redemptori Captivato transgressori Tu corredemptrix fieres. La siguiente estrofa repite el término redemptrix. 5 R. Laurentin, op. cit., 19. 6 Ib'id., 20 (textos: 51, n. 68.69).—7 Ibíd., 21. 8 M. J. Scheeben, Handbuch der katholischen Dogmatik V/2, n. 1775 y 1776 (Friburgo 21954) 463s. ' R. Laurentin, op. cit., 22. 10 Cf. nuestra exposición en Problemas y perspectivas de la mariología actual, en Panorama de la teología actual, 377-399; H. M. Koster, Quid iuxta investigationes hucusque peradas tamquam mínimum tribuendum sit B. M. Virgini in cooperatione eius ad opus redemptionis, en Maria et Ecclesia II (Roma 1959) 21-49, con bibliografía;
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Especulativamente, el problema se plantea en estos términos. Se distingue entre la «redención objetiva», esto es, el «precio de la liberación» que Cristo paga al Padre con su muerte como propiciación y mérito y que es causa sobreabundante de la redención de todos, y la «redención subjetiva», esto es, la aplicación a cada hombre de la gracia redentora obtenida objetivamente por Cristo. Dentro de este esquema, los teólogos más comedidos atribuyen a María una cooperación directa solamente en la redención subjetiva de todos, mientras que en todo lo referente a la redención objetiva su cooperación sería indirecta, o sea, como madre del Redentor n . La tendencia opuesta sostiene que María, con su compasión al pie de la cruz, mereció, por debajo de Cristo sin duda, pero junto con Cristo, el precio mismo de la redención, la redención objetiva. Tal es la opinión de la mayoría de los mariólogos que han estudiado particularmente el tema. Este parecer busca apoyo en una frase de Pío X según la cual «María mereció de congruo aquello que Cristo nos mereció de condigno» 12. Sin embargo, el contexto donde se encuentra esta cita (cf. nota) parece referirse con toda claridad a la redención subjetiva, es decir, a la mediación de la gracia. Por tanto, las palabras del papa son llevadas demasido lejos por la tesis de que el mérito de María en la corredención es un mérito de condigno, esto es, fundado en un plano de igualdad, no en una simple concesión graciosa (de congruo). Como base de la tesis se aduce la maternidad divina de María, que, según algunos autores, la convierte en «cabeza subordinada» 13 del cuerpo de Cristo, por lo que cabría hablar de una «gracia capital» de María 14 .
tividad de la redención para todos, o sea, en una «corredención receptiva» I5. Se abandona así la categoría de mérito y se evita toda igualación inadecuada del papel de María con el de Cristo. Cabe entonces preguntarse si la distinción entre una redención objetiva y otra subjetiva tiene todavía alguna razón de ser en este contexto. La distinción parece implicar la imagen de que la obra redentora logró un «acopio» material de gracia que «pasa» después a cada individuo en particular. Pero si por redención objetiva se entiende a Cristo mismo constituido Señor en la cruz y en la resurrección, y en el que puede participar cada hombre por la fe y los sacramentos, entonces la distinción adquiere un significado muy distinto. Al menos, ya no tendría sentido hablar de una «cooperación humana en la redención objetiva», pues con ello no se designaría sino a Cristo mismo como cabeza deificante de su cuerpo, considerado en los distintos hitos de su existencia como la muerte y la resurrección. Es, por otra parte, una ley de la redención el que la incorporación al Cristo redentor se realice mediante la cooperación humana, suscitada por la gracia, y esto no sólo de modo subjetivo, por medio del hombre redimido aquí y ahora, sino también objetivo, por la acción de un miembro en favor de los demás (Col 1,24). El carácter redentor, lo mismo como ser que como hacer, es algo exclusivo de Cristo, y cualquier otro supuesto carece de sentido. Pero la redención, por incluir dos extremos, implica también la cooperación de los redimidos. Cualquier «corredención» habrá de insertarse a priori en esa categoría: es una corredención «eclesial», en el sentido de que Cristo, por así decirlo, delega su propia plenitud en sus miembros en orden a los demás miembros 16. En María, pues, solamente se puede hablar de corredención si se la entiende eclesialmente y no como una función autónoma que se le atribuyera de espaldas a la Escritura y la tradición. En esa cooperación a la redención eclesialmente concebida es donde hay que reconocer a María una función universal. Su fecundidad para la Iglesia se cifra en su plenitud de gracia, y su plenitud de gracia, en su maternidad de Cristo. Y lo mismo que Cristo es el redentor universal, universal habrá de ser también para los redimidos la fecundidad de la gracia de María —«mater nobis in ordine gratiae exstitit», dice el Vaticano I I (Lumen gentium, n. 61)—, pero ello a un nivel muy distinto, el nivel polar de la cooperación eclesial de los miembros con Cristo. En el Congreso Internacional de Mariología de Lourdes, en 1958, H. M. Koster clasificó a los mariólogos en «cristotipistas» y «eclesiotipistas», según relacionaran a María, en el punto de su cooperación a la obra redentora, con Cristo o con la Iglesia 17. En el mismo Congreso y después en la crítica se dijo de esta clasificación que no existía razón para separar ambas perspectivas, ya que en el misterio de María se hallan entretejidas las dos. Koster, no obstante, apuntaba a algo rigurosamente cierto. Los que él califica de cristotipistas tienden, ante
Con estas expresiones se llega a un punto en el que las afirmaciones teológicas no son ya inteligibles. Porque los conceptos de «cabeza» y «gracia capital» tienen sentido cuando se trata de señalar el carácter único de Cristo frente a todos los redimidos, pero dejan de tenerlo cuando, por más modificaciones que se introduzcan, se aplican a alguien que no es Cristo. Y lo mismo hay que decir de «mérito de condigno»: la. idea ha sido elaborada (al plantearse el problema de la «redención objetiva») teniendo presente el carácter divino de la persona de Cristo y, por tanto, es inseparable de este contexto. Un camino completamente distinto es el que siguen H. M. Koster y O. Semmelroth al poner la cooperación de María a la redención objetiva en su recepC. Dillenschneider, Marie datis l'économie de la création rénovée (París 1957); id., Le mystére de la corédemption maríale: théories nouvelles, exposé, appréciation, critique, synthése constructive (París 1951); H. M. Koster, De corredemptione mañana in theologia hodierna (1921-1958), Roma 1960; Marie, l'Église et la Rédemption, journées d'études, Lourdes, 11-12 septiembre 1958 (Ottawa 1961); H. Lais, War María im Erlosungswerk Stellvertreterin der Menschheit?: MThZ 11 (1960) 149-153; P. Martínez, Lugar de Maña en el Cuerpo místico de Cristo: «Salmanticenses» 6 (1959) 87-105. 11 Así, W. Goossens, De cooperatione inmediata matris redemptoris ad redemptionem ohiectivam quaestionis controversae perpensatio (París 1939); H. Lennerz, De cooperatione Beatae Virginis in ipso opere redemptionis: Gr 29 (1948) 118-141. 12 Pío X, encíclica Ad diem illum, 2 febrero 1904; cf. DS 3370. 1! Cf. P. Martínez, op. cit. El mérito de condigno se admite hoy comúnmente en los medios teológicos de lengua española y también en otros. Cf. también P. Llamera, El mérito maternal corredentivo de Marta, en Alma Socia Chrísti IV (Roma 1951) 81-140; sobre este tema, vol. I, 243-255, De sollemni disputatione... Una salida a través de la «hipercongruidad» es lo que busca A. Ferland, Le mérite corédempteur d'hypercongruité de la Tres Sainte Vierge, en Marie, l'Église et la Rédemption (Ottawa 1961) 187-220. 14 T. Bartolomei, II problema sulla partecipazione della grazia capitale di Cristo alia Beata Vergine María: «Ephem. Mariol.» 7 (1957) 287-314, con bibliografía; del mismo autor, Difficolta contro la grazia capitale di María: «Ephem. Mariol.» 8 (1958) 217-248.
15 H. M. Koster, Die Magd des Herrn. Theologische Versuche und Überlegungen (Limburgo 21954); Ó. Semmelroth, Urbild der Kirche (Wurzburgo 1950). 16 Es éste un aspecto que justamente señala Semmelroth en su comentario al capítulo VIII de la constitución Lumen gentium: «Lo característico de la gracia redentora de Cristo es que eleva a los hombres a la participación en el ser y en el obrar divino-humano del Redentor. La gracia que el redimido recibe de Cristo se convierte a su vez en manantial de gracia para el otro de quien él es solidario. Esto adquiere en María un carácter modélico. Por eso, a la que recibió de manera tan señalada a la fuente de toda vida no puede menos de serle propia una maternidad espiritual sobre todos los otros miembros de la Iglesia». 17 H. M. Koster, Quid iuxta investigationes, 21s: «Conceptio christotypica in opere salutis Virginem Christo redemptori, conceptio ecclesiotypica Virginem Ecclesiae redimendae similem esse censet».
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todo, a poner a María lo más cerca posible del papel capital de Cristo (cf. notas 13 y 14) y a colocarla por encima de la Iglesia. Si lo que se quiere, frente a una «eclesiotipia» unilateral, es hacer constar el hecho de que María en muchos aspectos es semejante a Cristo, entonces la afirmación es rigurosamente cierta. Pero precisamente la medida, el canon de la semejanza de María con Cristo en la obra de la redención es la semejanza con Cristo, que la Escritura atribuye a la Iglesia, el cuerpo de Cristo, en la misma redención, y no una semejanza construida en cada caso conforme a nuevas categorías. No es que los eclesiotipistas no admitan una semejanza de María con Cristo; lo que ocurre es que se la atribuyen conforme a su papel de plenitud de la Iglesia, cosa que los cristotipistas no hacen. En este sentido, la distinción de Kóster está plenamente justificada. Queda, sin embargo, en pie que el papel «corredentor» de María posee frente al de los demás redimidos la eminencia que corresponde a su maternidad física con respecto a Cristo frente a la maternidad mística de los cristianos con respecto al mismo Cristo. Llegamos así a la última consecuencia, encerrada ya en el planteamiento del principio fundamental: el papel de María en la obra de la redención está esencialmente basado en la realidad eminente de su maternidad divina, compendio y principio clarificador de toda la mariología. Cristo fue predestinado para nacer de María como hombre, y predestinado como redentor para hacernos participar de su humanidad. Su madre, pues, al ser la que más parte tuvo en él, ocupa el primer puesto entre los redimidos. Pero la redención había sido decretada no sólo como participación en él (aspecto nupcial), sino también como fecunda cooperación con él en la salvación de los demás (aspecto corporal). Y también este aspecto se da en el más alto grado en su maternidad redentora. Los apelativos de «llena de gracia», «madre», «colaboradora», que forman una unidad, fueron actuando en el tiempo en correspondencia con el desarrollo de la vida. Primero la plenitud de gracia, después la maternidad. En ésta se hallan presentes como en su más elevada cima la plenitud de gracia y su colaboración. Los tres aspectos se siguen desarrollando en el tiempo. El carácter de colaboradora recibe en la hora de la cruz, que es la hora del nacimiento de la Iglesia, a través de las palabras de Jesús, su esencial y fecunda proyección sobre la Iglesia. Como fundamento de esta extensión de la maternidad a la Iglesia, la maternidad divina es más importante que la compasión, si bien ésta significa que, desde un punto de vista subjetivo, María realizó plenamente su misión. Esa maternidad universal y sobrenatural sobre la Iglesia recibe una actualidad permanente y por encima del tiempo con su glorificación corporal. De este modo queda sancionado el carácter suprahistórico de su misión histórica, a la vez que su ya lograda plenitud de redimida demuestra perfectamente su cooperación redentora, en calidad de miembro, pero de forma universal 18 . Analogías e imágenes como «intercesora» o «mediadora de todas las gracias» no son sino expresión de la presencia, en todo tiempo y más allá del tiempo, de esa realidad que en un momento histórico concreto se nos hizo tangible: que María, como sierva del Señor, concibió en la fe un Hijo que es el Redentor de todos.
BIBLIOGRAFÍA I.
ARTÍCULOS
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II.
ACTAS, CONGRESOS, DICCIONARIOS, OBRAS COLECTIVAS
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ALOIS MÜLLER III.
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Cf. el relieve que se da a este momento supratemporal en humen gentium, n. 62. En el volumen IV de esta obra se discute el problema de la mediación de María al exponer el tema «María y la Iglesia».
MONOGRAFÍAS
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CRISTOLOGÍA Y PNEUMATOLOGÍA CAPITULO XII
EL ACONTECIMIENTO CRISTO COMO ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO
1. a)
Relación entre cristología y pneumatología
El Espíritu Santo, horizonte y principio de la cristología.
Al final del volumen sobre la cristología pasamos a hablar del Espíritu Santo. No piense nadie que esto lo hacemos a modo de «apéndice» más o menos facultativo. Al hablar del Espíritu Santo tratamos de precisar lo que ya estaba presente en todos los enunciados anteriores, constituyendo el horizonte de comprensión y de vivencia del acontecimiento Cristo. Detenerse a explicar la radical constitución pneumática del cristiano es hoy tanto más urgente cuanto que, a raíz de la «muerte» del Dios de los «deístas», se siente en toda la cristiandad el anhelo de la experiencia viva del Dios vivo. Este anhelo supone a la vez una oportunidad única en la historia de la teología para redescubrir que la síntesis indisoluble entre experiencia de sí mismo y experiencia del Espíritu es la condición indispensable de un conocimiento vivo de Cristo. Lo que a continuación se diga es además el paso obligado al volumen IV, que ha de ocuparse de describir temáticamente el misterio de la Iglesia o, lo que es lo mismo, de la gracia. Comencemos por algunos prenotandos fundamentales, aunque sólo los planteemos de modo global. El Espíritu Santo no puede ser nunca el «objeto» de una zona acotada de la reflexión teológica, ya que es el horizonte único dentro del cual tiene lugar toda reflexión teológica como tall. Sin embargo, no sería del todo acertado que al cristocentrismo material de toda la teología (en todo tratado dogmático ha de hablarse radicalmente de Jesús de Nazaret) se pretendiera añadir materialmente un pneumatocentrismo complementario. La razón es la siguiente: la doctrina sobre el Espíritu Santo no es en primera instancia una serie de enunciados sobre él; lo primario de esta doctrina es que en teología no se puede afirmar nada sino «en» el Espíritu Santo. Conforme a la Escritura, no es el Espíritu Santo un término objetivo de relación, pues no se ha revelado utilizando el pronombre personal «yo», como ocurre con Yahvé en el AT y con Jesús en el NT. El Espíritu es antes que nada «el misterio más inobjetivable, el misterio que late más allá de toda objetivación, a cuya luz, sin embargo, se vuelve claro y transparente todo lo que admite dilucidación». No quiere «objetivarse» ante nosotros, no quiere «que le veamos; quiere ser en nosotros ojo penetrante de la gracia» 2 . Toda reflexión teológica no es, pues, en el fondo más que la explicación y la toma de conciencia de aquel horizonte formal y a priori de com1 2
Cf. MS I, 37. H. U. v. Balthasar, Spiriius Creator (Einsiedeln 1967) lOOs.
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prensión que hace posible los diversos enunciados teológicos. El Espíritu Santo, en cuanto «persona» divina «la más cercana» a nosotros, no es «mediador» entre nosotros y Cristo al modo como Cristo lo es entre el Padre y nosotros. El es la mediación que se comunica a sí misma, que media en todo sin precisar de otra mediación 3 . En diversas intervenciones a lo largo del Vaticano II se insinuó un «olvido del Espíritu» por la teología occidental. Una de las razones, y no la menos importante, de este «olvido» es que el horizonte formal de la comprensión teológica queda en buena parte implícito hasta que en el curso de la historia de la teología llega a hacerse objeto de reflexión; y ni aun entonces cabe una descripción adecuada de sus contenidos: el principio formal de la comprensión teológica no puede ser objeto de reflexión adecuada, ya que esa reflexión no es, a su vez, otra cosa que ella misma. Esto se debe a que el Espíritu Santo, aun habiendo sido enviado de un modo concreto y «perceptible» semejante al del Hijo, no se unió como el Hijo de modo concreto con una realidad creada que como tal fuese su manifestación. «El viento», «la paloma», «las lenguas de fuego», etc., lejos de ser encarnación del Espíritu Santo, son símbolos representativos del mismo, símbolos que sirven para representarnos la realidad en cuestión, pero no para «captarla» corporalmente. La experimentabilidad del Espíritu Santo es, por consiguiente, de estructura totalmente distinta de la del hombre Jesús de Nazaret, cuya corporalidad hace que nos salga al paso objetivamente. Con el Espíritu Santo no tenemos nosotros una relación bipolar, ya que él es lo inmediato (lo no mediado más que por sí mismo) de nuestra relación bipolar con Cristo mismo 4 . Esto aparece, sobre todo, en un dato reconocido prácticamente por todos los exegetas: con Cristo no entramos en relación más que por su Espíritu; de modo que la experiencia del Espíritu (la experiencia de la mediación mechándose a sí misma) es, no formalmente, pero sí materialmente, experiencia de Cristo 5 . Ahora bien, dado que —según la misma Escritura— Cristo y su Espíritu Santo no son en todos los sentidos idénticos 6 (no es el Espíritu quien se hizo hombre y murió en la cruz, sino sólo el Hijo 3 Cf. H. Mühlen, Una mystica Persona. Die Kirche ais das Mysterium der heilsgeschichtlichen Identitat des Heiligen Geistes in Christus und den Christen, en Bine Person in vielen Personen (Paderborn 31968) § 11.70-11.82. En lo sucesivo, citaremos este trabajo con la sigla UMP. 4 En la teología protestante existe la tendencia a minimizar la realidad de la creación. En contra de esa tendencia hay que acentuar que el Espíritu Santo no es esa relación que nosotros tenemos ya con Cristo por el mismo hecho de haber sido creados (cf. MS II, 380-385), sino la inmediatez inesperable y gratuita de esa relación. Y hay que volver a distinguir entre el Espíritu increado de Dios (o de Jesús) y sus efectos en el hombre, las denominadas gracias «creadas». Cf. H. Mühlen, Der Heilige Geist ais Person in der 3Trinitát, bei der Inkarnation und im Gnadenbund, en Ich-Du-Wir (Münster/ Westf. 1969) § 1.16ss. En lo sucesivo, citaremos esta obra con la sigla GP. 5 Cf. Fr. J. Schierse: MS II, 114ss. 6 Cf. Fr. J. Schierse, op. cit., 115ss. Hay que agradecer al autor el haber destacado claramente la diferencia entre el planteamiento exegético y el dogmático del problema (cf. loe. cit., 120, 155). Por eso mismo me decepciona la crítica exegética que me hace en la p. 118, n. 8. Si el exegeta recomienda al dogmático «no basarse sin más en opiniones exegéticas que no se encuentran apenas acogidas entre los especialistas», no vendría mal que aportara alguna indicación bibliográfica al respecto. Por otra parte, yo no he hablado nunca de que Jesús tuviera una conciencia «trinitaria», como él parece atribuirme. Lo que más bien he hecho ha sido esforzarme en no interferir la interpretación de textos bíblicos con ideas posbíblicas y conceptos dogmáticos. Puedo decir que un exegeta tan reconocido como R. Schnackenburg se ha mostrado muchas veces de acuerdo con los artículos de H. Zimmermann, a los que yo me remito (cf. LThK V [1960] 594sDas Johannesevangelium I = HThK IV/1 [1965] 106, 107, 440).
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EL ACONTECIMIENTO CRISTO COMO ACCIÓN DEL ESPÍRITU
en virtud del Espíritu; cf., por ejemplo, Le 1,35 y Heb 9,14), esa diferencia podemos describirla nosotros hoy como la diferencia que hay entre el Cristo que está ante nosotros como término preciso de relación (fuente encarnada del Espíritu Santo) y ese Espíritu Santo mismo en cuanto nuestra «respuesta» inobjetivada e incluso «inobjetivable» a ese Cristo. En el sentido dicho, el Espíritu de Jesús es principio formal y horizonte constitutivo de toda la teología y consecuentemente de la cristología. Pero, además, el Espíritu puede ser objeto de experiencia sensible en los efectos que él mismo opera (cf. 1 Cor 12,11), en los efectos de la que se llama gracia «creada». El Espíritu entra así en un cierto campo de experimentabilidad sensible, determinada7. Pero lo desconcertante y sobrecogedor es que esa experiencia viene siempre mediada por el contacto con los portadores del Espíritu, es decir, con los miembros de la Iglesia. No es que entre éstos y el Espíritu se establezca una especie de unión hipostática, como la del Logos con su naturaleza humana. El Espíritu aparece siempre y únicamente en hombres radicalmente sometidos al pecado. Su experimentabilidad está, pues, siempre recubierta por el pecado, real o posible, de los portadores del Espíritu 8 . Por consiguiente, si el Espíritu de Cristo es antes que nada la inmediatez misma de nuestra polaridad personal con Cristo, se impone afirmar la paradoja de que esa inmediatez viene siempre y necesariamente mediada históricamente por hombres real o posiblemente pecadores 9 . La experiencia formal y a priori del Espíritu depende indisolublemente de la experiencia histórica y a posteriori, que nos relaciona con otros hombres llamados por Dios a ser portadores del Espíritu en virtud de una voluntad de salvación universal que no conoce excepciones. Con ello tocamos el problema de la auténtica precomprensión pneumatológica de la cristología. El sentido de que Dios es el ser supremo (máxime ens) 10, la suprema causa eficiente, es —al menos para un creyente que vive su fe de modo irreflejo— cada vez más imposible a medida que el mundo circundante, objeto de nuestra experiencia, es obra del hombre mismo. Si preguntamos por la causa de los «seres» que hallamos en este entorno técnico, la respuesta nos remite al hombre mismo. Esto hace más acuciante el problema de cómo puede vivirse la presencia del Espíritu de Dios dentro de una fraternidad humana ordenada n . El misterio de la encarnación, que desemboca escatológicamente en el gran discurso judicial de Mt 25,31-46, no nos es accesible más que en la
CRISTOLOGÍA Y PNEUMATOLOGIA
experiencia del Espíritu en el seno de la comunidad de los portadores del Espíritu. Esto aparece claro en la estructura pneumatológica de la más antigua confesión eclesial de fe: Kyrios Jesús, 1 Cor 12,3 (cf. Rom 1,4; 10,9). Pablo recuerda a los corintios que, cuando eran paganos, conocieron una especie de éxtasis religioso que los sacaba de sí, y que a la vez se vieron dominados por un poder demoníaco extraño (v. 2). También el cristiano debe seguir luchando contra los «espíritus de la maldad» (cf. Ef 6,12), como se ve por la circunstancia de que alguien pueda decir bruscamente en la asamblea: «¡Maldito sea Jesús!» (v. 3). Pero ¿cómo se nota si lo dicho en éxtasis procede del Espíritu de Dios o de un poder demoníaco? Por el contenido de las palabras extáticas. Nadie que hable con el Espíritu de Dios (év iweújxaTi, deoO) puede pronunciar esa maldición. Y nadie puede decir: «Señor (es) Jesús» sino en el Espíritu Santo íév TWEÜiwm áyítp); cf- I- Hermann, Kyrios und Pneuma (Munich 1961) 70s. Traducido a nuestra teología actual, todo esto significa que la experiencia formal, a priori e inobjetivable del Espíritu, en cuanto horizonte «en» el cual se encuentra Cristo, está ordenada al Cristo corpóreo en cuanto objeto o término y «contenido» concreto, histórico —y, por tanto, a posteriori—, de dicha experiencia a. Este Cristo no se limita a «enviarnos» su Espíritu como condición indispensable de cualquier tipo de experiencia cristiana, sino que en virtud de su propia existencia pneumática (1 Cor 15,45) puede identificarse con la comunidad cristiana (1 Cor 1,13; 12,12). De ahí que el «lugar» propio de la experiencia de Cristo sea la comunidad local. Llegar a Cristo es primariamente vivir su Espíritu en la comunidad. Nadie puede prescindir de esta pre-comprensión pneumatológica o eclesiológica del acontecimiento Cristo, como puede verse precisamente en el problema del Jesús «histórico». Por una necesidad económicosalvífica (cf. Ef 2,18), nos vemos vinculados al Jesús que vivió «en» el único Espíritu; lo cual quiere decir que nos vemos remitidos a ese Jesús a través de la mediación de la Iglesia. (Esto se aplica también a la realidad eucarística. Y, en la misma medida, no puede entenderse sino como un hecho pneumático la existencia de la historia de la tradición, de las formas y de la redacción). En consecuencia, pudiera ser que la muerte del Dios «deísta» supusiera a la vez el nacimiento inesperado del Espíritu de Dios en nuestros corazones. b)
7 8 9
Cf. H. Mühlen, UMP, § 11.50-11.69. Cf. H. Mühlen, op. cit., § 11.28-11.40. Incluso los llamados carismas «libres» que el Espíritu otorga directamente a quienes lo reciben y que no se «heredan» por una sucesión visible (como es el caso de los oficios eclesiales básicos en la concepción católica), incluso esos carismas «libres» poseen una estructura eclesiológica y social, ya que se otorgan «para el bien común» (1 Cor 12,7), resultando así que cuando menos el ejercicio de dichos carismas y la aneja visibilización del Espíritu de Jesús son vulnerables a la pecaminosidad del portador del Espíritu. 10 Cf. Tomás de Aquino, S. Th. I, q. 2, a. 3. 11 La actual teología de la muerte de Dios, prepondejantemente negativa (teología que no atañe al Dios de la Sagrada Escritura, sino al Dios «deísta» de los siglos xvín y xrx, liquidado ya hace tiempo en los laboratorios materialistas), olvida casi por entero que la experiencia primaria de Dios en el primitivo cristianismo no es la del Dios creador, sino la de su Espíritu. Se queda, pues, totalmente corto H. Braun cuando califica a Dios de «un determinado modo de fraternidad humana» (Ges. Studien zum NT und seiner Umwelt [Tubinga 21967] 340). La «inobjetivabilidad» de la experiencia de Dios que él tiene en cuenta ha de aplicarse de lleno a la del Espíritu. Cf. H. Mühlen, Die abendlándische Seinsfrage ais der Tod Gottes (Paderborn 1968).
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La «acción» del Espíritu Santo, problema de teología trinitaria.
Ya que en el título de este capítulo hablamos del acontecimiento Cristo como «acción» del Espíritu Santo, debemos explicar exactamente la expresión para evitar probables malentendidos. La expresión procede de la concepción trinitaria fundamental del presente volumen y no está menos justificada que cuando se afirmó que el acontecimiento Cristo es «acción» del Padre (cap. I) y es «acción» del Hijo (caps. II-XI). Con ello podría producirse la impresión de que estamos ante dos centros de actividad diversos y complementarios. Un^ idea así llevaría necesariamente a un malentendido herético del dogma 13 . La» personas divinas no se distinguen porque cada una de ellas tenga un centro espiritual propio de actividad, puesto que tal centro, en cuanto único «acto puro», les es común en el sentido más estricto. Lo que las distingue entre sí es su propia oppositio rélationis nacida de la correspondiente relación de origen (DS 1330). La descripción correcta es la de «tres modos de existencia» o «de 12 13
Cf. también W. Pannenberg, Fundamentos de cristología (Salamanca 1974) 196sS' Cf. K. Rahner: MS II, 298, 326s, así como Fr. J. Schierse: MS II, 116.
EL ACONTECIMIENTO CRISTO COMO ACCIÓN DEL ESPÍRITU
ACONTECIMIENTO DEL ESPÍRITU Y ACONTECIMIENTO CRISTO
subsistencia» de la única «naturaleza» divina 14 . Según eso, hay que comenzar por recalcar a propósito del Espíritu Santo que éste no actúa como alguien distinto del Padre y del Hijo, sino que no es más que la «tercera» y «más cercana» manifestación de la única intervención divina. ¿Qué nos da, pues, derecho a hablar de la «acción» del Espíritu Santo en el acontecimiento Cristo? ¿Podemos dejar de lado como simples «personificaciones» los asertos de la Sagrada Escritura sobre la «intervención» del Espíritu Santo en la economía de la salvación (cf., por ejemplo, 1 Cor 12,11; Jn 14,26; 15,26; 16,13ss)? ¿O no significaría esto más bien que la comunidad primitiva tuvo del Espíritu otras vivencias que las que había tenido de Jesús mismo? ¿No se establece dogmáticamente una distinción estricta entre el abajamiento del Hijo al hacerse hombre y el envío («abajamiento») del Espíritu de Cristo a la Iglesia, pluralidad de personas sometidas radicalmente al pecado? No podemos nunca caer en la tentación de pensar el Espíritu de Cristo como «sujeto» que actúa por su cuenta, independientemente del Padre y de Cristo 15 . Pero con el mismo vigor con que se rechaza esta tentación hay que mantener con Tomás de Aquino que «Spiritus sanctus dat seipsum, inquantum est sui ipsius, ut potens se uti, vel potens frui» 16 . Ahora bien, este «darse» del Espíritu Santo no podemos en modo alguno interpretarlo como «encarnación», ya que el Espíritu Santo en ningún sentido se hizo hombre, sino que su «visibilidad» se muestra en la pluralidad de las personas que existen en la Iglesia o en toda la humanidad. Su función económico-salvífica puede definirse con la fórmula siguiente: «una persona en muchas personas». La «experiencia» de la intervención de las dos personas divinas que en la economía aparecen «visiblemente» sigue leyes distintas de las del (imprescindible) lenguaje teológico conceptual.
(cf. R. Schnackenburg: LThK IX [1964] 859; F. Hahn, Christologische Hoheitstitel [Gotinga 3 1966] 281s). En vez de enumerar toda la serie de textos bíblicos, creemos que será mejor indicar a base de un ejemplo típico los orígenes pneumatológicos de la cristología neotestamentaria. Luego abordaremos sistemáticamente el problema de la relación entre encarnación y unción del Espíritu, ya que sólo desde ahí adquieren su sentido propio los correspondientes enunciados del NT. En concreto mostraremos cómo el título «Hijo de Dios» va cada vez más unido con la idea de que Jesús posee permanentemente el Espíritu o de que en Jesús está presente el Espíritu de Dios. La reflexión sigue la pista a esta relación: partiendo de los relatos que presentan a Jesús echando demonios, se remonta a su bautismo, luego a su nacimiento y, finalmente, hasta la misma preexistencia 19. Hay que tener en cuenta, no obstante, que el título «Hijo de Dios» no significa, ni mucho menos, lo que la dogmática posterior ha entendido por filiación divina, es decir, la filiación «metafísica», constitutiva de la persona de Jesús. En un principio, ya en el judaismo, este título tiene que ver con la mesianología davídico-teocrática, mesianología que la primitiva Iglesia ve cumplirse en la exaltación y entronización de Jesús a la diestra de Dios 20 . Nuestro ejemplo es típico y realmente fundamental si se tiene en cuenta que la idea de Mesías es, entre las esperanzas de una figura salvadora, la que cuenta con una prehistoria más antigua y más importante dentro del AT 2 1 . Ya entre los judíos precristianos que vivían en la diáspora griega se había llevado a cabo una síntesis muy precisa entre la idea veterotestamentaria de los «hombres de Dios» y la idea griega del freíoe, ávxjp. Estos últimos son hombres que superan la medida humana usual por sus hechos heroicos, sus logros espirituales o sus acciones en pro de la humanidad 22 . El profetismo del antiguo Israel se distingue de la idea de los {teíoi ávSpwiroi por un factor esencial: también los profetas y anunciadores griegos del destino tenían la conciencia de depender incondicionalmente del Dios que los «entusiasmaba»; pero no tenían a la vez la conciencia de estar a una distancia insalvable de ese Dios. El griego «estar en Dios» (év9ou
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Por tanto, en lo que sigue no hablaremos tanto del Espíritu Santo como «persona» cuanto de su función económico-salvífica en el acontecimiento Cristo 1 7 . Partimos del principio de teología trinitaria según el cual la diferencia entre las personas divinas (y entre su correspondiente función hipostática en la economía salvífica) es mayor que lo que se puede pensar y que, a la vez y paradójicamente, su unidad (y la unidad de su «intervención» económico-salvífica) es tan intensa que no puede imaginarse una intensidad mayor 18 .
2.
El acontecimiento del Espíritu en el acontecimiento a)
Cristo
La génesis de la cristología como pneumatología.
Dado el reducido espacio con que contamos para esta breve exposición, es imposible aportar todo el material bíblico sobre la relación entre cristología y pneumatología. Nos limitaremos por ello al material que nos ofrece la historia de la tradición, puesto que remite claramente a unos orígenes pneumatológicos de la cristología. Lo pondremos de manifiesto con un ejemplo (nueva reducción de nuestra exposición) a base de los diversos estadios de reflexión del título «Hijo de Dios», título que hay que distinguir del título absoluto «el Hijo» 14 15 16 17
Cf. también H. Mühlen, GP, § 5.04-5.23. Cf. H. Mühlen, UMP, §§ 6.11, 11.77, 13.17. S. Th. I, q. 38, a. 1 ad 1; cf. H. Mühlen, GP, § 7.28ss. Cf. H. Mühlen, GP, § 5.11-5.23. Sobre el problema del famoso axioma: «In Deo omnia sunt unum, ubi non obviat relationis oppositio» (DS 1330), que no se opone en absoluto a esta concepción, sino que la apoya; cf. loe. cit., § 10.01-10.40. 18 Cf H. Mühlen, GP, § 5.09ss; UMP, §§ 7.34, 7.41, 7.49, 7.55, 11.13, 13.19.
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15 En lo que sigue nos atenemos ante todo a la minuciosa investigación de F. Hahn, Christologische Hoheitstitel (Gotinga 31966). Hahn establece una fina distinción entre un cuño judeo-cristiano y otro pagano-cristiano de la tradición en las comunidades helenistas (op. cit., lis). El judaismo helenista precristiano (los judíos que vivían en la diáspora griega) desempeña un papel importante de eslabón, ya que en él se asumieron y transformaron ideas helenistas, posibilitando así el enlace con la tradición bíblica. 20 Cf. R. Schnackenburg, op. cit.; F. Hahn, op. cit., 284-292. 21 Cf. F. Hahn, op. cit., 133. 22 Cf. H. Windisch, Paulus und Christus. Ein religionsgeschichtlicher Vergleich (Leipzig 1934) 24-89, así como L. Bieler, &EI02 ANHP. Das Bild des «gottlichen Menschen» in Spatantike und Vrühchristentum I (Viena 1935) II (Viena 1936), y R. Bultmann, Theologie des NT I (Tubinga 31958) 132s. 23 Cf. W. Eichrodt, Teología del AT (Ed. Cristiandad, Madrid 1975) 265ss. 24 Cf. F. Hahn, op. cit., 293ss.
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ACONTECIMIENTO DEL ESPÍRITU Y ACONTECIMIENTO CRISTO
Jesús es «Hijo de Dios», cuando «Hijo de Dios» no significaba todavía más que «portador del Espíritu» 25. Esto aparece claro en los relatos de expulsiones de demonios llevadas a cabo por Jesús. Mientras el demonio en Me 1,24 dice: «Sé quién eres: el Santo de Dios (o ayioc, TOÜ SEOÜ)» 26 , le oímos decir en Me 5,7: «¿Qué tengo que ver yo contigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo? (ule TOÜ íteoO)»- Vemos aquí cómo —de modo extraordinariamente instructivo por lo que toca a la historia de la tradición— la idea de que Jesús es el hombre de Dios y el «Santo de Dios» ha sido sustituida por la idea de que Jesús es el «Hijo de Dios». El núcleo de toda la narración de Me 5,1-20 es que Jesús tiene poder sobre los espíritus inmundos por el Espíritu que Dios le ha otorgado (cf. v. 13). Aún más claro es esto si se compara la tradición de Le 11,20 y Mt 12,28. En el primero de estos textos echa Jesús a los demonios «con el dedo de Dios» 27 . En cambio, en el paralelo exacto de Mt 12,28 leemos: «Si yo expulso a los demonios con el Espíritu de Dios (ÉV TCVEÚIXOCTI. DEOÜ), eso quiere decir que ha llegado a vosotros ei reinado de Dios» 2S. No hemos hecho más que aducir un ejemplo en favor de que a Jesús se le va viendo paulatinamente como portador del Espíritu y de cómo la cristología en sí misma es pneumatología 29 . Un paso más se da en la reflexión cuando se piensa que Jesús está permanentemente lleno del Espíritu de Dios, y no ocasionalmente como los profetas del AT (cf., no obstante, Is ll,2ss; 42,1; 61,1). Un testimonio fundamental de esto aparece en la narración del bautismo, anticipación proléptica de toda la vida terrena de Jesús. Como se desprende de Me 1,8, el Espíritu, que en la antigua alianza se otorgaba sólo temporalmente a los profetas, pasa a ser una realidad general y universal. En la noticia que cierra el bautismo de Jesús, Marcos quiere indicar que aquel que bautiza con el Espíritu Santo ha comenzado por recibir ese mismo Espíritu Santo 30 . La voz celeste de Me 1,11 («Tú eres mi Hijo, a quien yo quiero, mi elegido») indica que con el descenso «corporal» (sentido concretamente por él) del Espíritu de Dios, Jesús ha sido dotado de la dignidad mesiánica de Hijo de Dios. «Corren aquí parejas diversas líneas: la antigua idea de que la actividad de Jesús es la actividad de un carismático asido por Dios; la .interpretación judeo-helenista de los hombres de Dios dotados de poder espiritual, en la línea de los SEÍOI ávQpwKüi-.., y, finalmente, la idea del Mesías como Hijo de Dios, según se percibe en el eco de Sal 2,7 e Is 42,1» 31 . Por tanto, la filiación divina
de Jesús se funda en la concesión del Espíritu de Dios, y es muy de notar que esa concesión del Espíritu es la instauración de Jesús en su oficio escatológico 32 . Volveremos sobre ello cuando emprendamos una reflexión sistemática. Estamos ante una reinterpretación de la mesianología veterotestamentaria en lo que ésta tenía de referencia a una realeza terrena. También la idea pagana del ítzloc, ávfip se reinterpreta a base de la instauración de Jesús en su oficio escatológico. La concesión del Espíritu se retrotrae aún más en la narración de su concepción. El paso decisivo de la reflexión consiste en que se habla ya del comienzo mismo de su vida terrena como tal, y no del comienzo de su actividad pública, cual es el caso del relato del bautismo. Ahora bien, la narración de la concepción no es prosecución rectilínea de lo anteriormente dicho. No leemos, como ocurre, por ejemplo, con Juan Bautista (Le 1,15), que ya desde el vientre de su Madre esté Jesús lleno del Espíritu Santo. En un principio sólo se habla de que el Espíritu se le concede a María, y ello lleva consigo el que Jesús, ya desde el primer momento de su existencia, tenga que ver con el Espíritu de Dios (cf. Le 1,34; Mt 1,18). La consecuencia de este descenso de la fuerza de Dios sobre María 33 será que lo que de ella nazca se llamará «Santo», «Hijo de Dios». De esta xXrifWiffETai (a todas luces futuro) puede deducirse que aquí, al igual que en Me 1,11, se entiende la filiación divina mesiánicamente, ya que dicha filiación se funda en un acto de colación de oficio 34 . El último paso, la anticipación de esta investidura mesiánica y de la donación del Espíritu hasta la preexistencia de Jesús, se da sobre todo en las comunidades pagano-cristianas menos afectadas por la herencia de la mentalidad judía M . El camino estaba allanado para dar este paso: en el ámbito de mentalidad helenista no se pensaba únicamente en la inhabitación permanente del Espíritu de Dios; se pensaba también que Jesús estaba colmado del Espíritu incluso corporalmente, hasta el punto de que se puede hablar —no con las palabras exactas de la misma Sagrada Escritura— de que Jesús estaba «ónticamente transido» por el Espíritu 36 . Asistimos aquí a una reinterpretación total de la escatología de la primitiva comunidad palestina en la línea de ver en Jesús una epifanía del Espíritu de Dios. Del concepto inicialmente funcional de Hijo de Dios se pasa a un concepto ontológico. No hay que olvidar, sin embargo, que aquí no se plantea aún el problema de la relación entre la encarnación exclusiva del Logos y la inhabitación del Espíritu de Dios en él (en sentido posbíblico). El trueque de la escatología en epifanía es un hecho de extraordinario interés para una dogmática concebida como «historia de la salvación». Más que preguntar por la historicidad de la «esencia», la mentalidad griega pregunta por la «esencia» percibida y presente aquí y ahora, en cuanto a base de conceptos puede ser captada como presente. Lo histórico se escapa a una conceptualización en cuanto que incluye un elemento dinámico y sólo desde el final puede ser reconocido como lo que es. Expresado con formulación moderna, el a priori es para la mentalidad griega más importante que el a posteriori de los hechos históricos, que no pueden deducirse a priori, a pesar de estar indisolublemente condicionados por el a priori mismo. El testimonio más antiguo de la reinterpretación de la escatología como epifanía lo tenemos en el episodio de la transfiguración, reproducido por Marcos (9,2-8). El meollo de este episodio lo constituyen el cambio que se opera en Jesús (v. 2) y su calificación de «Hijo de Dios» (v. 7). El y£T£[j[/Opcpcí)0r] (v. 2)
25 El camino para esta asunción de una idea originariamente pagana venía preparado por el hecho de que la primitiva comunidad palestina había desarrollado, junto a la cristología del Hijo del hombre, una concepción cristológica en la cual ocupaban el primer plano los milagros de Jesús, se veía a Jesús como el nuevo Moisés y se le pintaba con los rasgos de los carismáticos hombres de Dios de la antigua alianza (cf. F. Hahn, op. cit., 295, 380ss, así como 218ss). 26 El calificativo de «el Santo de Dios» es de origen oscuro, no explicado aún del todo. Probablemente tenga que ver con el concepto cultual de santidad y signifique que el hombre en cuestión está aparte por pertenecer a Dios; cf. F. Hahn, op. cit., 235-240. ^ 27 Según H. Schlier, estas palabras expresaban la intervención concreta y directa de Dios; cf. ThW II, 21. 28 El év puede tener aquí sentido tanto causal como instrumental. En el primer caso significa que Dios es el origen último de la acción de Jesús; en el segundo, que Jesús vence a los demonios porque en él está presente el Espíritu de Dios. 29 Para ahondar, cf. Me 3,28s y los comentarios correspondientes. 30 Cf. W. Grundmann, Das Evangelium nach Mk, 2.a ed. (Berlín, s. f.) 28s; cf. también F. Hahn, op. cit., 300, 343. 31 F. Hahn, op. cit., 301s.
32 33 35
Cf. F. Hahn, loe. cit. Cf. el 8ió del v. 35c.—34 Cf. F. Hahn, op. cit., 306s. Cf. F. Hahn, op. cit., 309.—* Cf. F. Hahn, loe. cit.
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EL ACONTECIMIENTO CRISTO COMO ACCIÓN DEL ESPÍRITU
ACONTECIMIENTO DEL ESPÍRITU Y ACONTECIMIENTO CRISTO
está en principio indicando un contexto de ideas apocalípticas: lo que a los piadosos les está prometido para el nuevo eón lo vive ya Jesús en el presente 37 . Pero, a la vez, se está pensando ya aquí en una «transformación óntica», del tipo de 2 Cor 3,18 y Rom 12,2 (cf. también 1 Cor ].5,35ss.44ss). «Al desvelar él con tales metamorfosis cuál es su verdadera esencia, se pone de manifiesto que en la persona humana de Jesús se realiza en la tierra la epifanía de la esencia divina, que aquí ha aparecido el Hijo amado de Pios» 3 8 . En cuanto el episodio de la transfiguración está en relación objetiva con la narración bautismal, no es la transfiguración de Jesús otra cosa que la manifestación del Espíritu divino, que le colma hasta en su corporeidad 39 . El desarrollo de la cristología en cuanto pneumatoíogía se concluye en aquellas comunidades helenistas donde la filiación divina de Jesús se funda en su preexistencia. Es, sobre todo, característico el texto de Gal 4,4-6: con la misma palabra é^airoffTéXXEtv (único caso en que se utiliza esta palabra) se habla de la «misión del Hijo y de la «misión» del Espíritu del Hijo. «Misión» implica en este caso más que la colación de un oficio determinado; implica también la existencia premundana de Jesús y de su Espíritu. Ef l,3ss describe con profusión la coexistencia de ambas magnitudes «antes de la fundación del mundo», hasta el punto de que debe también decirse que el Espíritu Santo preexiste como Espíritu de Jesús 40 . Lo que nos ha enseñado el ejemplo de la transmisión neotestamentaria al interpretar el título de «Hijo de Dios» hemos de interpretarlo ahora sistemáticamente en la línea de la dogmática posbíblica.
poris inservit [cf. Ef 4,16])». Dado que en este momento no se trata de desarrollar toda la eclesiología, nos limitaremos a interpretar el aspecto claramente económico-salvífico y trinitario del enunciado 41. Este texto no interpreta ya 9 la Iglesia identificándola de modo neorromántico y misticista con el acontecimiento Cristo, como era usual antes del Concilio, cuando solía calificarse a la Iglesia de «continuación de la encarnación» o de «Cristo perviviente». El Concilio evita totalmente tales expresiones 42 . En virtud de una visión refleja de la eficacia histórico-salvífica del Espíritu Santo, el Concilio distingue con más claridad el misterio de la Iglesia del misterio de la encarnación. No se habla ya de identidad, sino de «analogía»: así como, de modo absolutamente original, el Logos está unido inconfusa e indisolublemente a la naturaleza humana por él asumida, naturaleza creada únicamente con vistas a la encarnación del Logos, así también la estructura social de la Iglesia (la pluralidad de personas humanas que pertenecen a la Iglesia) está unida inconfusa e indisolublemente con el Espíritu de Cristo 43 . Es de notar que, tanto aquí como en muchos otros textos, el Concilio habla expresamente del «Espíritu de Cristo» y no sólo del «Espíritu Santo» 44 . El acontecimiento del Espíritu ha de entenderse como algo producido por la mediación de Cristo mismo y no como acontecimiento operado por el Padre sin mediación ninguna. La función histórico-salvífica del Espíritu Santo es siempre una función de Cristo mismo, en cuanto que él es quien nos «envía» y «otorga» dicho Espíritu. Ambas funciones van, pues, inconfusa e indisolublemente unidas. Si estas expresiones «que nada dicen» dejan de entenderse de modo puramente formalista pasan a adquirir el siguiente significado: el acontecimiento del Espíritu no es otra cosa que la pura y simple mediación en orden al acontecimiento Cristo, y ambas son, de modo inimaginable, un mismo acontecimiento, en cuanto que en nosotros y en Cristo está presente el mismísimo Espíritu45. Y estos dos misterios se distinguen también de modo inimaginable en cuanto que el Logos no se une más que con una única naturaleza humana, sin volver a repetir esta unión como tal, mientras que el Espíritu de Cristo se une con personas humanas ya existentes de un modo que constantemente actualiza lo ya acaecido (el acontecimiento histórico de Cristo), o de un modo que inscribe el futuro (el Cristo que vuelve) en la historia de la salvación. Esta «distinción» se impone por la revelación, sin que podamos pretender «explicarla» en lo más mínimo. Pero tal distinción no quiere decir en absoluto que por la palabra, el ministerio y los sacramentos no sea Cristo mismo quien se une con los hombres. Lo único que quiere decir es que siempre lo hace por mediación de su Espíritu. El Espíritu no se «interfiere» entre Cristo y nosotros. Es la inmediatez misma de nuestra relación personal con el propio Cristo. De ahí que esta función económico-salvífica de su Espíritu no admita una ideación objetivista ni una reflexión adecuada. Esa función es siempre el horizonte inabarcable que hace posible que tengamos encuentros inmediatos con Cristo. La experiencia del Espíritu es, por consiguiente, en sí misma una experiencia de Cristo. Y no cabe separar ni identificar ambas experiencias. A propósito de
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b)
Encarnación y misión del Espíritu en la cristología posbíblica.
En el estudio sistemático siguiente partimos del estado actual de la reflexión teológica y nos preguntamos por los correspondientes puntos de apoyo en la Sagrada Escritura (el marco de estas breves reflexiones no nos permite, por desgracia, más que esbozar ocasionalmente los estadios teológicos intermedios). Con una claridad magisterial hasta ahora desconocida, el Vaticano I I distinguió, sin separarlos, el acontecimiento Cristo y el acontecimiento Espíritu. En el artículo 8 de la Constitución sobre la Iglesia leemos: «Por eso se la compara (a la Iglesia), con una analogía no superficial (ob non mediocrem analogiam), al misterio del Verbo encarnado (incarnati Verbi mysterio assimilatur). Así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a él (ut vivum organum salutis, ei indissolubiliter unitutn, inservit), de modo semejante la estructura social de l£ Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (non dissimili modo socialis compago Ecclesiae Spiritui Christi, eam vivificanti, ad augmentum cor37 38
Cf. J. Behm: ThW IV, 765. F. Hahn, op. cit., 312. 39 El episodio de la transfiguración tiene que ver, sin duda, con lo que en 1 Cor 15 describe Pablo como transformación del oíá\na, Tpuxixóv en un aió\w. n,vev\mxiKÓv. Esta transformación, operada por el Espíritu, se realiza ya anticipadamente en la transfiguración de Jesús. Por lo demás, 2 Cor 3,18 califica esta transformación de (leranooqíofiofrai, y en este contexto se pone también la transformación en relación con el jtveC¡ia KVQÍOV (cf. Rom 8,9-11). 40 En época posbíblica derivó esta mentalidad en una identificación pura y simple del Espíritu con Jesús. Así, por ejemplo, el Pastor de Hermas afirma: «Al Espíritu Santo, que preexistía, que ha formado toda la creación, le ha hecho Dios vivir en la carne de su elección» (Parábola V, 6, 5-6; cf. J. Lébaert: HDG la, Friburgo de Br. 1965, 21s). Sobre la preexistencia del Espíritu Santo, cf. también H- Mühlen, UMP, § 11.103.
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Para una interpretación precisa, cf. H. Mühlen, UMP, § 11.7-11.19. Cf. H. Mühlen, UMP, § 10.12-10.14, así como A. Grillmeier: LThK VK I, 160b, 189a, 171a, 172b. 43 El doble inservit del texto está puesto para destacar, incluso desde el punto de vista puramente estilístico, dicha analogía, como observa expresamente la comisión teológica del Concilio (cf. H. Mühlen, UMP, § 11.09; cf. también op. cit., § 13.07). 44 Más sobre ello en H. Mühlen, GP, § 6.19-6.24. 45 En 1.7 dice el Vaticano II que el Espíritu es «unus et idem in capite et in membris existens». Cf. H. Mühlen, UMP, § 10.05.
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EL ACONTECIMIENTO CRISTO COMO ACCIÓN DEL ESPÍRITU
ACONTECIMIENTO DEL ESPÍRITU Y ACONTECIMIENTO CRISTO
este «nexus mysteriorum» "* es preciso decir más de lo que se puede «entender» si no queremos deslizamos hacia un falso misticismo («prolongación de la encarnación») o hacia un naturalismo igualmente peligroso (olvido del Espíritu, comprensión no espiritual de la palabra, el misterio y los sacramentos, clericalismo, etc.). Un apoyo claro (y nada más que un apoyo) de esta concepción lo tenemos en el modo como la Sagrada Escritura distingue en un principio el nombre propio que es «Jesús» del nombre de la función que es «Cristo». En los LXX, xpiffTÓ^ (ungido) —de xpteiv (ungir)— es la traducción del hebreo mashiaf, que desde el principio designa una junción, ya que la unción (con un aceite preparado al efecto; cf. Ex 30,22-23; 37,39) del rey (1 Sm 9,16; 16,3; 1 Re l,34,etc), del profeta (1 Re 19,16?), del sumo sacerdote (Ex 28,41) e incluso de los demás sacerdotes (Ex 30,13; 28,41; 40,15; Lv 7,36; 10,7; Nm 3,3) es siempre la encomienda de una tarea especial al servicio de Dios (cf. D. Lys, Vocabulaire Biblique [Neuchátel 2 1956] 214, así como Ph. Friedrich, Der Christus-Name im Lichte der atl. und ntl. Theologie [Colonia 1905] 21-36). En un principio, pues, el título no tiene sentido escatológico; ese sentido no lo adquiere hasta el judaismo. El NT no se refiere nunca a la unción del sumo sacerdote, y a la unción real sólo metafóricamente en Heb 1,9. Ni siquiera tiene importancia la etimología de la palabra (cf. I. de la Potterie, L'onction du Cbrist: NRTh 80 [1958] 225-252). Así, esta idea llegó a mezclarse con otras, como Hijo del hombre, Kyrios, Siervo de Yahvé, Hijo de Dios (cf. F. Hahn, op. cit., 133-225). En las primeras comunidades helenistas se nota un uso equivalente de «Cristo» e «Hijo de Dios», «con la particularidad de que el título Hijo de Dios adquiere pronto la primacía; el título 'Cristo' va perdiendo relieve y acaba por quedarse en nombre propio» (F. Hahn, op. cit., 224s). Viene a sumarse a todo ello que en el mundo de habla griega no se sabía ya que el sentido original de la palabra «Cristo» fuese la traducción del hebreo masbiaj (Mesías). De ahí que el título de Cristo se adosara sin más al nombre propio de Jesús. En algunos textos del NT se encuentra, en cambio, una referencia expresa a la unción con el Espíritu Santo en el sentido de la unción profética. Antes de abordar estos textos, del más alto interés dogmático, pongamos de relieve que el nombre propio de «Jesús» es antes que nada la expresión de que es hombre (cf. Foerster: ThW I I I , 287, 28). Prueba de ello es una frase que se repite a menudo: Jesús de Nazaret en Galilea (cf. Mt 21,11; 26,71; Me 10,47; Jn 19,19; 1,45; 18,5.7; Le 24,19; Me 16,6, etc.). Este modo de hablar está fundado en el hecho de que Jesús es el hijo de María. Cuando en Le 1,31 leemos: «Concebirás y parirás un hijo y le pondrás el nombre de Jesús», «Jesús» está queriendo expresar este hombre concreto que es Jesús de Nazaret, el Hijo de María, distinto de todos los demás que llevan ese mismo nombre. Es cierto que dicho nombre («Jesús» significa «el Señor salva») está a la vez expresando el sentido de su misión. Pero, para los testigos inmediatos de su vida, «Jesús» es antes que nada el hijo de María, o el hijo de José. Que este Jesús de Nazaret sea el Mesías prometido es algo que hay que añadir expresamente: «De ella (de María) nació Jesús, el llamado Mesías» (ó Xs.y6\iSV0C, XPSCTÓ^) (Mt, 1,16; cf. 27,17. 22). De esta humanidad del hombre Jesús se distingue, pues, claramente su «función» mesiánica, aunque no haya que relacionar precipitadamente dicha función con la unción profética. Donde con más claridad ocurre esto es en Le l,18ss y Hch 10,38. Ambos textos remiten a la narración bautismal. En Hch 10,34-43 tenemos un elemento nuclear de la primitiva predicación
apostólica. En su discurso, Pedro da por supuesto que los oyentes saben (oíSocTE) lo acaecido en toda la tierra judía, comenzando (áp^dc[xevo<;) por Galilea, a raíz del bautismo que proclamó Juan: cómo Jesús de Nazaret fue ungido por Dios con el Espíritu Santo y la fuerza, cómo pasó haciendo el bien y curando a todos los esclavizados por el demonio ( w . 37s). La comunicación del Espíritu en el bautismo es la ápx"r), e* comienzo de la actividad pública de Jesús, y con ello el comienzo de todo lo que constituye el contenido de la primitiva predicación apostólica. Este comienzo se actualiza al narrarlo, pues mientras habla Pedro reciben el Espíritu Santo sus oyentes paganos (v. 44). Es éste un hecho histórico-salvífico del más alto valor. Dogmáticamente habría que decir que en él tenemos el hecho histórico-salvífico por antonomasia. Como se desprende del verbo x p í a v (cuyo sentido no se percibe ya en el término xpurrói;, petrificado y convertido en término técnico), aquí se piensa en una unción propiamente dicha, referida además a Is 61,1 (texto citado en el v. 38), a la colación del oficio profético 47. Lo importante de verdad para nuestro contexto es que en el texto se percibe —aunque ello sea totalmente irreflejo— una diferencia entre la encarnación como tal y la comunicación del Espíritu: la expresión «Jesús de Nazaret» alude a la humanidad de Jesús y expresa, en un planteamiento dogmático posbtblico, el misterio de la encarnación. En cambio, el dativo instrumental •jrveúy.a'u ¿yítp indica que la consagración profética de Jesús ocurrió por la comunicación del Espíritu Santo y no por medio de una unción material 48 . Según el texto, cuando a Jesús se le unge con el Espíritu se le encomienda a la vez la función mesiánica, pues «hacer el bien» y «curar» son funciones del profeta de los últimos tiempos. Le 4,18 cita al detalle Is 61,ls: la palabra decisiva que alude a la función profética es en este caso sbayyEkícac8ai; todo el contexto está también remitiendo al episodio del bautismo. En cambio, en el de la anunciación —el estadio de tradición más próximo de una reflexión sobre la relación entre Cristo y el Espíritu Santo— no se habla ya de que Jesús fuese ungido por el Espíritu; de tal modo que I. de la Potterie, tras minuciosos análisis, puede llegar a la conclusión siguiente: «No existe en el NT texto alguno que aluda a una unción de Cristo en el momento de la encarnación» 49. De aquí surge la siguiente pregunta dogmática: ¿En qué relación están la encarnación del Logos (¡sólo él se hizo hombre!) y la donación del Espíritu en el acontecimiento total de la encarnación?
46
Más sobre ello en H. Mühlen, UMP, § 10.23-10.31, así como 7.20-7.63.
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La respuesta posbíblica a esta pregunta tiene tantas facetas que no podemos entrar aquí detalladamente en ella (falta hasta hoy día una exposición completa). Mostraremos con algunos ejemplos cómo la reflexión posbíblica eliminó la diferencia entre el acontecimiento Cristo y el acontecimiento Espíritu hasta rozar las lindes de la herejía formal, y cómo a la vez se perfiló claramente esa diferencia y se incluyó en una visión de conjunto, económico-trinitaria, del cristianismo. El punto bíblico de partida de la «pneumato-cristología» posterior es ante todo Rom l,3s. La construcción estrictamente paralela de los versículos 3 y 4 [para la interpretación, cf. O. Kuss, Der Romerbrief (Ratisbona 1957) 4-8, así " Cf. F. Hahn, op. cit., 395. Hahn sitúa este pasaje en el contexto de la idea de Jesús como nuevo Moisés, es decir, como Profeta de los últimos tiempos (cf. op. cit., 380ss). 48 En nuestro contexto puede quedar sin responder la pregunta de si la unción de los profetas veterotestamentarios se llevaba a cabo materialmente con aceite (cf. 1 Re 19,16), o si las palabras «Yahvé me ha ungido» de Is 61,1 sólo han de entenderse en sentido metafórico (cf. a este respecto R. Koch, Ceist und Messias, Viena 1950, 125). 49 L'onction du Cbrist: NRTh 80 (1958) 250; para todo este orden de ideas, cf. también GP, § 6.11-6.18.
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como A. Grillmeier: Chalkedon I, 11-15] está indicando que la filiación davídica (v. 3) y la filiación divina (v. 4) son dos modos de ser y existir en la historia de la salvación distintos del mismo sujeto, según el esquema «antes-después» (cf. también F. Hahn, op. cit., 252s), y que, de acuerdo con esta «cristología en dos fases», sarx y pneuma no indican la polaridad antropológica de cuerpo y alma, sino la sucesión histórico-salvífica del modo de ser terreno y del pneumático celeste. El viraje o el paso de uno a otro modo de ser es la resurrección (según esta concepción, Jesús fue constituido Hijo de Dios desde o por su resurrección [v. 4 ] ; cf. también Rom 8,9-11). El enunciado paulino ha desempeñado un gran papel en la historia del dogma. Digamos nada más que la dimensión histórico-salvífica se perdió de vista dentro de una cristología esencialista, lo que trajo consigo multitud de dificultades. Por «pneumato-cristología» se entienden tres cosas en la historia de los dogmas: 1.a Cristo es un (simple) hombre a quien en cierto momento de su vida se le otorgó el Espíritu Santo. 2. a Cristo fue un hombre que, de modo sobrenatural, fue concebido del Espíritu Santo en el vientre de María. 3. a Cristo es la encarnación misma del Espíritu divino (cf. A. Grillmeier, op. cit., 28, nota 50). Así, cuando el Pastor de Hermas habla de que el Espíritu Santo habita en la «carne», está hasta cierto punto identificando al Espíritu Santo preexistente con el Hijo. Nuevas investigaciones, en cambio, han demostrado que «Espíritu Santo» no ha de entenderse en este caso como «persona», en el sentido de la dogmática posterior, sino que tiene rasgos que le emparentan con la Sabiduría, tal como la describe la Biblia. La Escritura ha de leerse en la perspectiva del mesianismo judío [cf. J. Liébaert: HDG I l l / I a (Friburgo 1965) 21s]. Tampoco a Ignacio de Antioquía se le puede propiamente considerar como iniciador de una «pneumato-cristología», dado que él utiliza los conceptos de sarx y pneuma en la línea de Rom l,3s. De todos modos, para él el «Pneuma» es la «divinidad» que Cristo posee en común con el Padre; idea ésta que se impuso generalmente entre los Padres griegos. Tertuliano califica frecuentemente al Logos de spiritus; pero esta palabra significa, también en este caso, la naturaleza divina de Cristo (cf. A. Grillmeier, op. cit., 46). Comienza a ser peligrosa la fórmula pneuma-sarx cuando se esgrime contra la formulada por Juan logos-sarx, como ocurre en el adopcionismo de Teodoro de Bizancio: Jesús es un hombre como los demás que ha recibido en sí a Cristo, es decir, al Espíritu divino. Y en el modalismo de Noeto y de Práxeas: Cristo es la encarnación del Espíritu divino (cf. J. Liébaert, op. cit., 36s). Hipólito contrapuso entonces a este esquema pneuma-sarx el esquema logos-sarx (J. Liébaert, op. cit., 39ss). Tal esquema se fue imponiendo cada vez más a medida que svsínzefoa. la reflexión sobre el misterio trinitario en el siglo iv. Con ello quedó eliminado el impacto herético de dicha «pneumato-cristología». Largo tiempo hubo de pasar, sin embargo, hasta que pudiera imponerse —sobre todo entre los Padres griegos— una visión trinitaria completa de la relación entre el acontecimiento Cristo y el acontecimiento Espíritu. El hecho de la «unción» se interpretó en el sentido de que —para seguir con la imagen— el propio Logos es el «óleo de la unción», y la unión hipostática como tal constituye la «unción» (cf. algunos textos en GP, § 6.06.6, así como en UMP, § 8.10). Se encuentran, por otra parte, textos patrísticos que distinguen claramente entre la encarnación como tal y la «unción» del Logos encarnado con el Espíritu Santo (cf. algunos textos en UMP, § 8.11.ls). La idea de que la unión
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hipostática como tal es la «unción» la volvió a resucitar en el siglo pasado M. J. Scheeben por referencia a los Padres griegos (cf. GP, § 6.06s). Y Ritschl ha llegado a sustituir la doctrina de las dos naturalezas por una moderna «pneumato-cristología»: la encarnación de Dios en Cristo ha de entenderse análogamente a la «encarnación» de Dios en un cristiano por medio del Espíritu Saoto (cf. J. Ternus, Chalkedon I I I , 545, 557). La explicación dogmática más conforme con la Escritura de la relación entre el acontecimiento Cristo y el acontecimiento Espíritu la dio Tomás de Aquifio, S. Th. I, q. 7, a. 13. Esta explicación desarrolla de forma grandiosa el neicus mysteriorum, esto es, la relación entre Trinidad, encarnación y misión del Espíritu: para nuestra comprensión analógica, la «procesión» del Hijo es intratrinitariamente el presupuesto «lógico» de la «procesión» del Espíritu a partir del Padre y del Hijo. De ahí que en la manifestación económico-salvífica de la Trinidad sea la encarnación del Hijo en cuanto tal «lógicamente» anterior a la misión del Espíritu a la naturaleza humana asumida ya personalmente por el Logos. La diferencia temporal que en la Sagrada Escritura media entre el nacimiento de Jesús y su unción con el Espíritu en el bautismo desaparece para formar un único hecho total en el momento cronológico de la encarnación. La consecuencia es que la diferencia entre el acontecimiento Cristo y el acontecimiento del Espíritu pasa a ser, en este modo de ver las cosas, una diferencia «lógica» w . Con todo, no se puede concebir diferencia más grande, ya que el acto por el que el Hijo otorga subsistencia personal a una naturaleza humana singular y la «misión» del Espíritu a una naturaleza humana ya personal son dos momentos radicalmente diferentes. El misterio de la unción de Jesús con el Espíritu es la yuxtaposición total y única de los tres misterios básicos del cristianismo, cuales son la Trinidad, la encarnación y la misión del Espíritu. Sólo la relación entre unidad y diversidad dentro de esta «Trinidad económico-salvífica» da acceso a todo lo incomprensible de las «profundidades» de Dios. La visión de Tomás de Aquino que acabo de esbozar se corresponde, de todos triodos, plenamente con el planteamiento fundamental del Vaticano I I 5 1 . c)
El Espíritu Santo en el tiempo.
El que la unción de Jesús se vea como un hecho eminentemente históricosalvífico es fundamental a la hora de abordar el problema de la Iglesia y de la gracia (problema que no abordaremos nosotros aquí temáticamente). Si no, todo lo dicho sobre el Espíritu Santo se queda en enunciados más o menos edificantes, pero intrascendentes. Recalcamos por eso que tras la muerte o tras la «exaltación» de Jesús, nada, absolutamente nada, ocurre en la Iglesia e incluso en la humanidad entera sin el Espíritu de Jesús. Sólo por haber entrado el Espíritu Santo en la historia de la salvación, sólo por «haberse hecho» tiempo, puede darse en la Iglesia una tradición de palabra, ministerio y sacramento. Llevando adelante la analogía entre encarnación y misión del Espíritu volveremos a hablar con más detalle de la temporalización del Espíritu de Cristo en el acontecimiento total de la encarnación. Entre las diferencias esenciales que distinguen la antigua alianza de la nueva está el hecho de que el Espíritu de Dios se presentó en la antigua alianza como fuerza histórica suscitando a los profetas y a los jefes del pueblo, pero sin ser considerado propiamente como la historicidad divina del pueblo de Dios, incon50 51
Cf., sin embargo, Hch 2,5; H. Mühlen, UMP, § 8.82. Para una interpretación más precisa, cf. H. Mühlen, GP, § 7.17-7.22.
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fundible y a la vez inseparable de la historia de dicho pueblo . Los judíos estaban incluso convencidos de que, desde los últimos profetas, no había vuelto a manifestarse en la historia de la salvación el Espíritu de Dios y de que sólo al fin de los tiempos se derramaría sobre toda carne (apoyados en Jl 2,28-32). Según esta concepción, con el fin del período exílico se acaba también la acción del Espíritu Santo. Cuando el primitivo cristianismo presenta a Jesús ante todo como portador del Espíritu, está moviéndose en la línea de esas esperanzas judías. De ahí que para la reflexión teológica (en parte incluso para la reflexión teológica neotestamentaria) no sea ya nunca el Espíritu Santo la ruaj yahvé veterotestamentaria, sino —si prescindimos por un momento de la historia de la infancia— el «Espíritu de Jesús». No cabe duda ninguna de que la encarnación del Logos es a la vez su temporalizarían, ya que el Logos «vino a ser» (Jn 1,14) algo que «desde el comienzo del mundo» (Jn 17,24) no era todavía en el mismo sentido: este hombre determinado que se llama Jesús de Nazaret. El Logos no es únicamente el «término» inmutable de la existencia de su naturaleza humana «asumida»: el Logos se «rebajó» realmente «a sí mismo» (Flp 2,7). Para enunciar este misterio no basta con una sola expresión. Es preciso ir en la línea del Concilio de Calcedonia y construir al menos dos expresiones (sin confusión-sin división). Y entre ambas existe la relación de una dialéctica indisoluble. En Le 2,52 leemos que Jesús crecía en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres. Se impone hablar en un sentido analógico de una historia de la gracia en el hombre Jesús. Y si ya desde el primer instante de su existencia está «ungido» con el Espíritu Santo (en el bautismo aparece públicamente que está lleno del Espíritu), ocurre que esa historia de la gracia de Jesús es a la vez una historia de su Espíritu Santo ra. En Jn 7,39 leemos: «Todavía no había (íjv) Espíritu, pues Jesús no había sido aún glorificado». Es evidente que el Espíritu «existía» ya antes de la glorificación, es decir, antes de la muerte de Jesús y de su vuelta a la gloria: existía en Jesús mismo. Pero antes de esa glorificación no estaba en acción en el mismo sentido en que lo estuvo después. En ese estadio no podía aún ser enviado: «Os conviene que me vaya. Si no me fuera, no vendría a vosotros el Paráclito. Pero cuando me vaya os lo enviaré» (Jn 16,7). A la muerte de Jesús ocurre, pues, «algo» con el Espíritu; con esa muerte «pasa a ser» el Espíritu algo que antes no era: el Espíritu que permanece «para siempre» (tic, TOV ccwova) con los discípulos (Jn 14,16), don otorgado a la Iglesia (cf. Jn ¿O^is) 5 4 . Es, por tanto, completamente acorde con la visión histórico-salvífica de la Sagrada Escritura lo que, por ejemplo, escribe Basilio: «Al principio estaba (el Espíritu Santo) presente en la carne del Señor, hecho crisma (xpünjwx Ysvópevov) e inseparable (áxwpíoTWi;) y permanentemente presente, según la Escritura... El (el Señor) hizo todo lo que hizo por la presencia del Espíritu» S5. A raíz de su «misión» al hombre Jesús, el Espíritu Santo ni «se separa» ni tampoco se mezcla con la historia de ese hombre. La relación entre la gracia «creada» de Jesús y la fuente de esta gracia —el Espíritu que se entrega a sí mismo— reviste una dialéctica de inmutabilidad e historicidad semejante a la dialéctica que reviste la relación entre el Logos y su naturaleza humana. * 52
Cf. H. Mühlen, UMP, § 11.10-11.19. Cf. H. Mühlen, UMP, § 8.53ss. Otras explicaciones exegéticas y sistemáticas sobre este tema en op. cit., § 8.57-8.66. 55 De Spiritu Sancto, 16, 39: PG 32, 140C. A este texto se remite León XIII en su encíclica Divinum illud munus, donde leemos que Jesús, en virtud de su unción, lo hizo todo «praesente Spiritu» (ASS 29 [1896-97] 648). Cf. sobre todo ello H. Mühlen, UMP, § 8.45-8.49. 53
54
También este aspecto lo desarrolló sistemáticamente la Escolástica en la teología de las «misiones» (que ya no pueden interpretarse en un sentido místico, como envío «desde arriba»). Ya el papa León I había dicho en su famosa carta dogmática a Flaviano el año 449 con relación al Logos: «Ante témpora manens esse coepit ex tempore» (DS 294). Para Tomás de Aquino la misión del Espíritu Santo es, en sentido analógico, su «novus modus existendi in aliquo» (S. Tb. I, q. 43, a. 1). Para el mismo Tomás, la misión «ad extra» es «quoddam temporalea (loe. cit., a. 2), pues con la gracia santificante adopta el Espíritu un modo de existencia temporal (cf. loe. cit., a. 3). La «misión» del Espíritu Santo al hombre Jesús es su temporalización en un sentido semejante a como lo es la «misión» del Logos a su naturaleza humana: «misión» tiene en ambos casos la misma estructura formal de temporalización. Objetivamente, estas dos misiones son distintas en la misma medida (mayor que todo lo pensable) en que lo son las mismas personas divinas, por más juntas que aparezcan en la unción de Jesús, pues la encarnación es a la vez la temporalización del origen del Espíritu Santo 56 .
3. a)
Prolongación del acontecimiento Cristo en el acontecimiento del Espíritu
Presencia del Espíritu Santo en la obra redentora de Jesús.
Dice el Vaticano I I en el decreto sobre los sacerdotes: «Dominus Jesús, 'quem Pater sanctificavit et misit in mundum' (Jo 10,36), unctionis Spiritus qua unctus est totum Corpus Suum mysticum particeps reddit» (cap. I, 2). En este sentido —como veremos aún más de cerca—, la historia de la salvación, una vez que Jesús se ha ido, es una «participación histórico-salvífica en la unción de Jesús: en la historia de la salvación perdura realmente algo de Jesús mismo: su plenitud de Espíritu. El Concilio no habría podido decir nunca: «Dominus Jesús unionis qua unitus est totum Corpus Suum mysticum particeps reddit». Ya la encíclica Mystici corporis habla indicado que no se puede decir que el inefable vínculo con el cual el Hijo de Dios ha hecho suya una naturaleza humana concreta se extienda a toda la Iglesia (n. 53). Para evitar este malentendido misticista de la Iglesia no hay en el Concilio ni un solo texto que diga que la Iglesia sea la «prolongación de la encarnación». La historia de la salvación en cuanto tiempo de la Iglesia de Cristo no puede entenderse sin la mediación histórico-salvífica de una «participación» de la Iglesia en el Espíritu por medio de este mismo Espíritu. Para poder comprender esto más certeramente, comencemos por preguntarnos por el papel del Espíritu de Jesús en el sacrificio de la cruz. En la dogmática tradicional no encontramos casi nada al respecto. León X I I I recalca en su encíclica Divinum illud munus que Cristo hizo todo lo que hizo «praesente Spiritu», «praecipue sacrificium sui... (Heb 9,14)» S7 . Y en el canon de la misa, en la segunda oración que precede a la comunión, leemos: «Domine Jesu Christe, Fili Dei vivi, qui ex volúntate Patris, cooperante Spiritu Sancto, per mortem tuam mundum vivificasti: Libera me...». ¿Cómo ha de entenderse esta cooperación del Espíritu Santo (que esta oración entiende, sin lugar a duda, como «persona» en sentido trinitario)? No podemos desarrollar aquí todo el trasfondo de una teología bíblica del 56 57
Más detalladamente al respecto, cf. H. Mühlen, UMP, § 12.32-12.36. ASS 29 (1896-97) 648.
EL ACONTECIMIENTO CRISTO COMO ACCIÓN DEL ESPÍRITU
PROLONGACIÓN DEL ACONTECIMIENTO CRISTO
Espíritu. Nos limitaremos a una interpretación de Heb 9,14. El texto habla de que Cristo se ofrendó sin tacha a Dios «por el Espíritu eterno» (Siá TZV&¡)na.toq aíwvíou). El acceso a este enunciado singular dentro del NT nos lo abre en principio el adjetivo al&vioc,. Este adjetivo aparece frecuentemente en la carta a los Hebreos (cf. 5,9; 6,2; 9,12.14.15; 13,20). Su significado difiere del que le dan los sinópticos. En ellos significa esta palabra el tiempo ilimitado hacia adelante y hacia atrás, o un tiempo lejano, largo e ininterrumpido (cf. H. Sasse: ThW I, 198ss). Cuando se aplica a Dios, este adjetivo tiende a perder su sentido temporal y pasa a adquirir el sentido cualitativo de «divino e imperecedero» (op. cit., 208; cf. O. Cullmann, Christus und die Zeit [Zurich 2 1948] 58, n. 1). En cambio, en la carta a los Hebreos significa la perduración indestructible de lo sucedido en la nueva alianza, por contraposición a la pura promesa de la historia de Israel, que no es en sí misma «salvación» indestructible, sino nada más que su sombra imperfecta. Por otra parte, ya los Targumim conocen el concepto de «redención eterna», al estilo de los LXX en Is 45,17 (cf. BÜlerbeck, I I I , 688; O. Michel, Der Brief an die Hebrder [Gotinga K 1966] 312). Algunos manuscritos (D, P) y la Vulgata leen en nuestro texto ¿YÍOU en lugar de aiwvíou. Con ello quedaría nuestro versículo hasta cierto punto destemporalizado, por más que la participación en la «eternidad de Dios» sea un rasgo distintivo del Espíritu «Santo» (cf. O. Michel, op. cit., 314). En el contexto inmediato de nuestro texto se encuentra otras dos veces el adjetivo ai<í>vio$, antes y después de nuestro versículo; cabe suponer, por tanto, que pertenece al mismo orden de ideas determinado por el concepto de duración temporal. El v. 12 habla de a i w v í a XÚTpcnXHe,, y el v. 15, de a k o v í a xk"í)po\)op.la,. Según el v. 11, Cristo ha venido como Sumo Sacerdote de los bienes futuros y nos ha conseguido «redención eterna» por haber entrado de una vez para siempre (IqxxTía^) en el Santuario por medio de su propia sangre. Los sacrificios veterotestamentarios había que repetirlos. En cambio, Cristo, con su propio y único sacrificio, nos ha traído la redención eterna, es decir, una redención eficaz hasta un futuro ilimitado, y en este sentido, indestructible: «El sacrificio único es eternamente eficaz»58. En el trasfondo está Is 45,17: «Israel es salvado por Yahvé con salvación eterna» (teschüat olamim; LXX: a k o v í a v ffwrnpíav). Olam no significa en este caso duración supratemporal, libre de tiempo (eterno en cuanto opuesto a pasajero). Lo que olam significa aquí es que la salvación escatológica del pueblo en la época prometida de salud durará constantemente hasta el tiempo más lejano 59 . La «herencia eterna» del v. 15 es imagen de los «bienes futuros» (v. 11) o de la «redención eterna» (v. 12). En consecuencia, «Espíritu eterno» (v. 14) ha de significar que la eficacia de ese Espíritu ha de perdurar hasta el más lejano futuro, ese Espíritu por medio del cual se ha ofrendado Cristo a Dios. Este versículo adquiere así un significado eminentemente histórico-salvífico. (Hemos comenzado evitando adrede introducir una concepción existencial o «trascendental» del tiempo acorde con el contexto cultural contemporáneo). Pero no se descubre todo el sentido de Heb 9,14 hasta que se examina el 8iá, dotado aquí de sentido instrumental; Cristo áe ha ofrecido a Dios con la fuerza del Espíritu eterno: «El valor de la ofrenda no radica únicamente en la persona oferente; radica también en el modo como se ofrece... En esta acción sacrificial Cristo está también determinado por la objetividad del Espíritu
Santo (7,16; 9,14). El Espíritu Santo no es, por consiguiente, la 'posesión' de Jesús: es la fuerza que impulsa su misión y su sacrificio»60. Dentro de una concepción trinitaria posbíblica, como la del Vaticano I I , el Éautóv de Heb 9,14 (Cristo se ha ofrendado a sí mismo a Dios) está apuntando al misterio de la encarnación, pues según 1 Tim 2,3 Cristo es precisamente en cuanto hombre el mediador de la nueva alianza, (cf. Heb 9,15): el sacerdocio de Cristo tiene sus raíces en el misterio de la unión hipostática. Ahora bien, su sacerdocio lo ejercitó por la fuerza de su unción con el Espíritu Santo. Su misión mesiánica es el efecto inmediato de la comunicación del Espíritu de Dios, comunicación que ha de distinguirse de la comunicación del Logos al hombre Jesús de Nazaret. Decir que el Espíritu Santo colabora en el sacrificio de la cruz significa, pues, en primer lugar, que el Espíritu Santo está presente haciendo posible dicho sacrificio. El Espíritu Santo no se ha ofrecido a sí mismo ni ha ofrecido a Jesús al Padre: él es el poder personal de Dios en la historia, con cuya fuerza se ha ofrendado Jesús de una vez para siempre y en virtud de esa «cooperación» hace que el sacrificio de Jesús sea una realidad presente hasta el más lejano futuro. Que el Espíritu Santo colabora en el sacrificio de la cruz significa a la vez que es él quien abre la dimensión histórico-salvífica de dicho sacrificio, dimensión sin la cual la ofrenda de Jesús no sería perceptible como tal (Jesús no se ha ofrendado por sí mismo, por sus pecados, sino por nosotros, por nuestros pecados). Esa cooperación no es, por tanto, un añadido más o menos importante: es un factor intrínseco y constitutivo de lo acaecido en la cruz. A esta «cooperación» activa del Espíritu Santo responde la comunicación pasiva que se nos hace del Espíritu, como enuncia la encíclica Mystici corporis: «Hunc Spiritum proprio effuso cruore Christus nobis in Cruce promeruit» (n. 54). En la cruz nos ha «merecido», y después de la resurrección ha transmitido a la Iglesia ese mismo Espíritu con el cual fue él «ungido» y con cuya fuerza se ofrendó al Padre. El Espíritu de Jesús en cuanto su TcMipüilxa es esa «llenumbre», «ese caudal de gracia» en el cual están comprendidos y situados a priori todos los hombres. Como Espíritu «merecido» por Cristo es a la vez la «fons cuiusvis doni gratiae creatae» (Mystici corporis, n. 54) 6 1 . Antes, por tanto, de hablar de la «cooperación» de Marta en el sacrificio de la cruz, hay que comenzar por hablar con el mayor cuidado y precisión posible de la «cooperación» del Espíritu de Cristo. Si no, podría producirse la impresión —impresión que ni el Vaticano I I excluye total y reflejamente— de que María ha pasado a ocupar la función, prácticamente olvidada por la dogmática tradicional, de cooperación propia del Espíritu Santo. La «cooperación» de María no es entonces más que una cooperación con la cooperación del Espíritu Santo a la obra redentora del Hijo. Antes de que María, por la fuerza del Espíritu Santo, pueda «cooperar» con su Hijo, ya ha realizado el Espíritu Santo esa cooperación de un modo constitutivo tal que no puede complementarse constitutivamente con una «cooperación» humana (cf. más detenidamente en UMP, § 11.93-11.100). De todo lo dicho se sigue que la diferencia entre el acontecimiento Cristo y el acontecimiento Espíritu, incluso por lo que toca a lo acaecido en la cruz, no puede rebajarse a una diferencia puramente conceptual y especulativa. La dimensión histórico-salvífica de esta diferencia se pone más de manifiesto en lo que
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O. Michel, op. cit., 312. Cf. E. Jenni, Das Wort «olam» im AT: ZAW 64 (1952) 241; H. Sasse: ThW I, 200.
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w O. Michel, op. cit., 314. No se excluye, por lo demás, el que el autor de la carta a los Hebreos, en este contexto, se refiera también a la unción de Jesús con el Espíritu Santo en el sentido de Hch 10,38; Le 4,18; cf. H. Mühlen, UMP, § 8.97. 61 Cf. H. Mühlen, UMP, §§ 8.63ss, 11.93.
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PROLONGACIÓN DEL ACONTECIMIENTO CRISTO
sigue. Tras su exaltación en la cruz, Jesús de Nazaret como tal no sigue «para siempre» entre nosotros dentro del tiempo presente, objeto de nuestra experiencia. El se vuelve a una dimensión temporal que nosotros no podemos rastrear adecuadamente. Es decir, regresa al Padre. En cambio, su Espíritu se queda tic, TÓV ccwova (Jn 14,16). Si se escribiera un libro titulado El Espíritu Santo y el tiempo, podría partir de este texto. En Juan hay una clara diferenciación temporal de la glorificación de Jesús. Jn 12,28; 13,31 y 17,4 son enunciados de glorificación en aoristo unidos con enunciados de futuro o de imperativo. La cesura entre ambos períodos de la glorificación de Jesús es la «hora» en la cual Jesús con su muerte colma su obra terrena. El segundo período de la obra salvadora de Jesús coincide con la obra del Paráclito en la comunidad de discípulos 62 . Eso quiere decir que tras la muerte de Jesús comienza el «tiempo del Espíritu Santo». Al Jesús de Juan le preguntan: «Hemos aprendido en la Escritura que el Mesías seguirá aquí para siempre (fx,év£i. sí? "C¿v awiSva). ¿Cómo puedes tú decir que el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto?» (Jn 12,34). El Jesús de Juan no da en principio ninguna respuesta directa; se contenta con recomendar que se aproveche el «poco tiempo» que queda (v. 35). Hay otra pregunta que preocupa también a los discípulos: ¿cuándo se restablece el reino «eterno» del Mesías? (cf. Hch 1,6). Jn 14,16 da una respuesta: «Yo rogaré al Padre, y él os dará otro Paráclito que esté siempre con vosotros (tic, TÓV awova)». La marcha de Jesús de la historia terrena de salvación es incluso el presupuesto de ese envío, «pues si no me fuera, no vendría a vosotros el Paráclito; pero, cuando me vaya, os lo enviaré» (Jn 16,7). Cristo se queda, pues, «para siempre» (Jn 12,34) en cuanto que él (y el Padre a ruego suyo) da a los discípulos «otro Paráclito» que ya no volverá a marcharse, sino que se queda «para siempre» con ellos. Este «otro Paráclito» no es un paliativo a la ausencia de Jesús, puesto que él, precisamente, lo mantendrá presente (cf. Jn 16,13ss). La historia terrena del hombre Jesús de Nazaret tiene un fin. Pero la plenitud de Espíritu de ese Jesús terreno perdura eO la presencia permanente de su Espíritu Santo «eterno», que en el momento de la cruz era aún futuro y que se queda «para siempre». La Iglesia es, en su raíz dogmática, la presencia permanente del Espíritu de Jesús entre sus discípulos.
Jn 20,22-23 está diciendo que el donum spirituále es también el Espíritu mismo de Jesús, el que en Pentecostés descendió sobre los discípulos y permanece en el ministerio de la Iglesia. Los ministerios que arrancan de Jesús no tienen en la Iglesia una historia puramente ultramundana, «deísta» a, cual puede ser la historia de unos oficios terrenos que se van «heredando» de persona a persona: en, con y bajo los ministerios eclesiales se «transmite» a la vez el Espíritu mismo de Jesús. Análogamente a la relación del Logos con su naturaleza humana, el Espíritu de Jesús no se confunde con los ministerios de Jesús y con su historia en la Iglesia, ni se disocia de ellos. El tradere no puede, por tanto, interpretarse en un sentido objetivista, deísta, cosista, como si el don espiritual de gracia pudiera ser manipulado por los hombres, como si dicho don de gracia se «transmitiera» y se «recibiera» de modo puramente pasivo. Por ello es mejor no afirmar que los obispos «transmiten» el don espiritual con la imposición de manos. Sería más correcto decir que el Espíritu Santo se transmite a sí mismo a lo largo de la historia con la imposición de manos y que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal. La Iglesia no «dispone» del Espíritu de Cristo. Eso sería una equivocada visión «triunfalista». El Espíritu se pone a sí mismo a disposición en la historia de la palabra, del ministerio y del sacramento: se «entrega» en manos de hombres en sentido totalmente palpable, de modo semejante a como el Logos se «entregó» en manos de los hombres hasta la cruz (cf. Ef 2,5.25; Gal 2,20)«. Apoyos para esta concepción se encuentran en la Escritura en el «episodio de Pentecostés» de Juan (20,20-23). A él se remite el Vaticano I I . Ahí se describe sensiblemente cómo Jesús «transmite» a sus discípulos su propio Espíritu: «Como el Padre me ha enviado, os envío yo a vosotros. Tras estas palabras sopló sobre ellos (évEcpútrecrcv) y les dijo: Recibid el Espíritu Santo (XáSere •rcveOpux áyiov)». Podemos prescindir aquí de que con esa «transmisión» de su Espíritu Santo transmitió Jesús a sus discípulos el poder de perdonar los pecados en su nombre. Nos fijamos en que Juan describe aquí como un hecho histórico visible el envío del Espíritu Santo prometido en 14,26 y 15,26. Con el hecho sensible del soplo, Jesús «transmite» a sus discípulos su Espíritu invisible y suprahistórico. El signo externo de soplar indica, contiene y opera la gracia interna del Espíritu Santo; y de esta precisa manera prolonga Jesús en sus discípulos la misión que él mismo ha recibido del Padre 6 5 . En los discípulos, comisionados por Jesús, se prosiguió la transmisión del Espíritu por imposición de manos y no por soplo. Pero en la imposición de manos se puede captar el Espíritu de Jesús de modo no menos sensible y concreto que en el soplo.
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b)
El Espíritu se comunica en la Iglesia.
La «permanencia» del Espíritu de Cristo en virtud de su temporalización constitutiva de la historia de la Iglesia puede entenderse más de cerca por analogía con la entrega propia de Jesús en manos de los hombres. En la constitución del Vaticano I I sobre la Iglesia encontramos un texto del más alto valor pneumatológico: «Para cumplir oficios de tanta envergadura, los apóstoles fueron enriquecidos por Cristo con una efusión especial del Espíritu Santo, que descendió sobre ellos (cf. Hch 1,8; 2,24; Jn 20,22-23); y ellos a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores este don espiritual (donum spirituále tradiderunt) (cf. 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6-7), que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal (quod usque ad nos in episcopali consecratione transmissum est)» (n. 21). Prescindamos por el momento de que el contexto se refiere a la consagración episcopal. Fijémonos únicamente en que el Concilio habla de una «transmisión» del Espíritu Santo. El donum spirituále en cuestión no es únicamente el oficio apostólico como tal, es decir, en cuanto don de gracia distinto del Espíritu mismo de Jesús: la alusión a Hch 1,8; 2,4; 62 Cf. W. Thüsing, Die Erhobung und Verherrlichung Jesu im Johannesevangelium (Münster/Westf. 1959) 48.
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Cf. H. Mühlen, UMP, § 1.18. Cf. más detalladamente H. Mühlen, Die Firmung ais sakramentales Zeichen der heilsgeschichtlichen Selbstüberlieferung des Geistes Christi: ThGl 57 (1967) 263-268; cf. sobre todo 267-274. í5 Quizá convenga citar también en este contexto la admirable formulación de doble sentido de Juan: jragéStojtev TÓ jrveüna (19,30). El primer sentido es, sin duda, el mismo que el de Me 15,37; Mt 27,50 y Le 23,46: que Jesús al morir espira su hálito vital humano y lo pone en manos del Padre. Le 23,46 cita Sal 31,6, y en esa cita es TÓ JTVECIMI traducción del ruaj hebreo. Ruaj significa en el AT el principio vital que cada hombre recibe de Dios al ser creado y que al morir vuelve a Dios (Ecl 12,7; cf. F. Baumgartl: ThW VI, 358, 40, y 360, 80). Ahora bien, dado que según Jn 7,39 el Espíritu no «existía», es decir, no podía ser enviado porque Jesús no había sido aún glorificado, ese Espíritu no puede entrar activamente en la historia de la salvación hasta la glorificación de Jesús en la cruz. La frase de Juan en 19,30 tiene, por tanto, el sentido más hondo de que Jesús a la hora de su muerte «entregó» su propio Espíritu a la Iglesia, es decir, a los presentes al pie de la cruz.
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EL ACONTECIMIENTO CRISTO COMO ACCIÓN DEL ESPÍRITU
PROLONGACIÓN DEL ACONTECIMIENTO CRISTO
La prolongación así entendida del Espíritu de Jesús, su temporalización y comunicación constante es, como condición de posibilidad de toda transmisión de la palabra, el ministerio y el sacramento en la Iglesia, un factor apriórico y constitutivo de la misma. Cuando el Espíritu de Cristo se hace presente, está haciendo presente a Jesús mismo, y está a la vez dando origen a la Iglesia en cuanto realidad del orden de gracia. La Iglesia, como dice la correspondiente constitución del Vaticano II, está «compuesta» de un elemento humano y otro divino, hasta el punto de que la pluralidad de hombres que pertenecen a la Iglesia, es decir, su estructura social, y el Espíritu de Cristo constituyen una única realidad compleja (n. 8), no dándose ni mezcla ni división entre ambos «elementos». Con ello no queremos decir en absoluto que los miembros de la Iglesia, en lo que tienen de personas y de criaturas, nazcan por primera vez a la existencia por el Espíritu de Cristo, pues en Gal 4,6 leemos que el Espíritu Santo es enviado a nuestros corazones, esto es, a personas que ya existen en el tiempo. Pero lo cierto es que esas personas, por lo que toca a la gracia, las origina desde sí mismo el Espíritu de Cristo al comunicarse y transmitirse. Entendido así el origen de la Iglesia, tenemos que la Iglesia existe ya antes de la existencia del individuo, y que el tiempo de la Iglesia «prosigue» incluso después de la muerte del individuo. El cristiano nace por el bautismo a la temporalidad de la palabra, el ministerio y el sacramento (en esa temporalidad se produce la comunicación del Espíritu de Cristo). Al nacer así, el cristiano es asido por la presencia permanente del Espíritu en toda la historia de la libertad humana. De ahí que lo que Jesús dijo e hizo no deba entenderse en la línea de lo pasajero de una cosa infrapersonal, sino en la línea de la temporalidad de una persona humana (cf. Jn 14,26). Una cosa que ha pasado no existe ya. En cambio, el pasado de una persona fluye constantemente sobre ella: la persona produce su propio origen desde sí misma. En este sentido, la palabra y la obra de Jesús no son sin más palabra y obra pasadas: siguen presentes con lo que han sido en virtud de la función «rememorativa» de su Espíritu (Jn 14,26). Esta anamnesis, esta rememoración, es a la vez un acuerdo del futuro instaurado, pues lo ya acaecido produce el futuro a la vez que se funda en él. La temporalidad de la persona no discurre sin más: la persona no se agota en temporalidad, ya que se produce a si misma. Lo mismo ocurre con la Iglesia: la Iglesia no cubre un camino dado de temporalidad vacía, sino que, en virtud de que el Espíritu de Cristo se comunica en ella, recorre su camino de tal modo que su ser a priori se realiza siempre como futuro ya instaurado. De ahí procede el conocido tiempo «intermedio» de la Iglesia: entre el tiempo del Jesús histórico y el tiempo de su regreso.
Intentemos examinar más de cerca esta estructura fundamental del misterio pneumático en relación con la doctrina especial de la gracia. Podemos dar aquí por supuesto que la doctrina de las relaciones «no apropiadas» de las personas divinas con el hombre en gracia está dogmáticamente bien fundada en la Sagrada Escritura 67 . Siguen, no obstante, faltando en la dogmática católica tradicional las categorías correspondientes tomadas de la relación interpersonal. En otro contexto hemos intentado desarrollar la categoría de «causalidad personal» en relación con la inhabítación personal del Espíritu Santo, de modo que aquí podemos ya darla por supuesta*. Dicha categoría significa que de la relación personal propia —«no apropiable»— del Padre, el Hijo y el Espíritu con el hombre en gracia surge una causalidad eficiente estrictamente común a las tres personas. La gracia «creada» es, según eso, una «participación» en la única naturaleza divina tal como subsiste en el Espíritu Santo, ya que él es la comunicación «última» y «más próxima» del único acontecer divino de gracia 69. Esto se aplica tanto al hombre Jesús como a nosotros. Pero no hay que olvidar que la gracia «creada», en cuanto efecto de la comunicación del Espíritu Santo a lo inmediatamente personal del hombre, no puede ser numéricamente idéntica en Cristo y en nosotros. Esto lo recalca la encíclica Mediator Dei de Pío X I I 7 0 . Pensar en una identidad numérica sería «pancristismo». Por otra parte, el principio de esos efectos entre sí distintos, el Espíritu increado de Jesús, es numéricamente el mismo en todas las personas en gracia, como desarrolla la encíclica Mystici corporis11. El Vaticano II dice en el número 7 de la Constitución sobre la Iglesia: «Y para que nos renováramos incesantemente en él (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su Espíritu, único e idéntico en la cabeza y en los miembros (unus et idem in capite et in membris existens)». Ahora bien, esta identidad no es una identidad vacía, no es la pura y simple reflexión de una identidad consigo misma: es la identidad que se da en la diversidad. En el hombre Jesús de Nazaret está el Espíritu Santo como en su origen propio (el Logos es el origen temporalizado del Espíritu Santo). En nosotros, en cambio, está como en quienes tomamos parte en la plenitud del Espíritu de que a priori está colmado Cristo, en virtud de la identidad histórico-salvífica del único Espíritu en Cristo y en nosotros. El Espíritu de Jesús es la misma persona en Cristo y en nosotros (usamos aquí la palabra «persona» con todas las reservas); y ello no porque se salte la dimensión tiempo, sino porque se mueve en la dimensión histórico-salvífica a que él mismo da origen. El Espíritu no media únicamente entre el Señor «exaltado» y nosotros (en sentido vertical) sino que convierte en realidad constantemente presente el acontecimiento histórico de Cristo en cuanto es único en la historia, sin que con ello elimine el carácter concreto del acontecimiento histórico de Cristo, diluyéndolo en una realidad «genérica» suprahistórica en la cual «participáramos» nosotros en sentido platónico. La participación en la plenitud de gracia de Cristo por mediación del único Espíritu puede y debe interpretarse como presencialización propia
c)
Participación en la plenitud de gracia de Jesús por obra del Espíritu.
Ya hemos dicho antes cómo el Espíritu de Jesús no es un «estorbo» entre Cristo y nosotros; cómo, por el contrario, la presencia del Espíritu hace presente la plenitud de gracia de Jesús, y con ella a Jesús mismo. El Espíritu de Jesús es la inmediatez misma con la cual los cristianos se relacionan inmediata y esponsalmente con Cristo mismo. La «pareja» de la ^Iglesia no es el Espíritu de Cristo, sino Cristo mismo. Ahora bien, la mediación de esta relación no es el mismo Logos encarnado, sino su Espíritu. Por más que el Logos, en el envío de ese Espíritu suyo, nos haga entrar en relación consigo, él mismo es el origen temporalizado de ese su Espíritu. El Espíritu que se comunica a sí mismo al mediar es el Espíritu que procede de Jesús y que, a la vez, está en polaridad personal con él en la comunidad de la Iglesia esponsal 66 . Cf. H. Mühlen, UMP, § 11.75-11.82.
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Cf. MS II, 279, 285-288. Cf. H. Mühlen, GP, § 9.18-9.39. Cf. también lo correspondiente al problema de la apropiación, op. cit., § 10.01-11.03. 69 Cf. op. cit., § 9.58-9.70. 70 Aquí se condena la idea de quienes sostienen que «unam ac numero eandem ut dicitur, gratiam coniungere Christum cum mystici eius corporis membris» (ed HW der, n. 201). 71 El «principium unitatis» de la Iglesia es en sí mismo «infinitum omnino atque increatum: Divinus nempe Spiritus, qui, ut ait Angelicus, 'unus et idem numero totam ecclesiam replet et unit' (De Veritate, q. 29, a. 4c)» (n. 60). Cf. más detenidamente a\ respecto en H. Mühlen, UMP, § 3.22-3.29. 68
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EL ACONTECIMIENTO CRISTO COMO ACCIÓN DEL ESPÍRITU
PROLONGACIÓN DEL ACONTECIMIENTO CRISTO
del Espíritu de Cristo: en la medida en que Cristo nos lo otorga (cf. Jn 4,34; Ef 4,7.16), se nos hace eficazmente presente el Espíritu de Cristo. Esta «participación», por tanto, no es una reminiscencia puramente historizante ni una repetición de una realidad «genérica»: es la llegada eficaz del Espíritu del Jesús histórico a nosotros. De lo dicho se desprende que el misterio de la gracia ha de concebirse como la identidad histórico-salvífica de la gracia increada (el Espíritu Santo) en Cristo y en nosotros, al propio tiempo que la no identidad, igualmente original, de la gracia «creada» en Cristo y en nosotros. Pero tampoco puede interpretarse esta no identidad como una no identidad vacía y abstracta, ya que es una «participación» mediada en Cristo y en nosotros por el mismo Espíritu Santo. Se basa en que la «gratia capitis Christi» está a priori ordenada a todos aquellos que han de recibirla. En este sentido escribe Tomás de Aquino: «La gracia personal (gratia personalis) por la cual es santificada el alma de Cristo es esencialmente idéntica a la gracia por la cual él es cabeza de la Iglesia y santifica a otros. En cambio, ambas gracias se distinguen conceptualmente entre sí» (S. Th. I I I , q. 8, a. 5c). Según Tomás de Aquino, como ya dijimos antes, el principio de la santificación de Jesús es el Espíritu Santo, de modo tal que la plenitud que Jesús recibe al ser «ungido» no la recibe primariamente para sí mismo, esto es, para el ejercicio de su oficio mesiánico. La recibe, ante todo, de cara a los demás hombres 72 . La gracia de Cristo tiene a priori un carácter plural, está a priori ordenada a una pluralidad de personas 73 . Ahora bien, ¿cómo se lleva a cabo más exactamente esta «participación» nuestra en la gracia de Cristo? Tomás de Aquino escribe al respecto: «La gracia no nos viene de Cristo a nosotros mediante la naturaleza humana, sino únicamente por la acción personal del mismo Cristo» 74 . Mientras el «pecado original» se «transmite», en la concepción escolástica, mediante la naturaleza humana, la participación en la gracia de Cristo no se transmite sino por la acción personal de Cristo, acción que más exactamente es la misión de su Espíritu Santo 75 . La realidad del Espíritu que en él ha tenido lugar (su «unción») la prolonga Cristo en una dimensión genuinamente personal e histórico-salvífica al hacernos a nosotros partícipes de ese acontecimiento por el envío de su Espíritu. En el don de la gracia —de acuerdo con su contexto trinitario total— hay que distinguir una doble comunicación en nuestra relación con Cristo (y con el Padre por Cristo): como origen temporalizado del Espíritu Santo, Cristo se nos comunica a sí mismo al enviarnos ese su Espíritu (función que hay que distinguir claramente de la función hipostática con la cual personaliza su propia naturaleza humana) y sitúa así a la Iglesia frente a sí mismo en relación esponsal. Y también el Espíritu Santo se comunica a sí mismo (siendo así una determinada forma de existencia del único «acto puro» divino manifestada en la historia de la salvación) en el fenómeno histórico concreto de la «transmisión» de la palabra, del ministerio y el sacramento. De este modo, al ser numéricamente idéntico en él y en nosotros, el Espíritu nos «trae» a Cristo; y al ser la inme-
diatez de nuestra polaridad personal y esponsal con Cristo mismo, nos «lleva» a nosotros hasta Cristo. Al actuar así, hace que todo lo que Cristo hizo y dijo (sus palabras y sus obras, hasta su sacrificio mismo en la cruz) se haga presente en toda la historia de la salvación.
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72 Naturalmente que el Hombre Jesús está ya «santificado» por la unión hipostática con el Logos. Pero, dado que esa gracia de la uniórf hipostática es totalmente singular e irrepetible, no puede otorgársenos a nosotros. La encíclica Mystici corpons rechaza expresamente una concepción así (DS 3806). 73 Ahí aparece también la contraprueba de que al Espíritu Santo podemos llamarle «nosotros» en persona, pues toda gracia «creada» puede considerarse efecto de la comunicación del Espíritu Santo. Cf. H. Mühlen, GP, § 7.45-7.49; del mismo, UMP, § 9.19ss. 74 «Gratia non derivatur a Christo in nos mediante natura humana, sed per solam personalem actionem ipsius Christi» (S. Th. III, q. 8, a. 5 ad 1). 75 Más detenidamente al respecto H. Mühlen, UMP, § 9.08-9.20.
d) La acción redentora de Jesús se hace nuestra por medio de su Espíritu. Para terminar, nos fijaremos brevemente en que el Espíritu de Jesús, además de comunicarnos la redención «objetiva», hace que esa redención pase a ser «subjetivamente» nuestra. Ya el I I Sínodo de Orange (529) había recalcado que Dios no tiene que esperar a nuestra voluntad para que nosotros quedemos purificados de nuestros pecados; que es la comunicación eficaz del Espíritu Santo la que hace que nosotros queramos ser purificados de ellos (DS 374). Ni siquiera la primerísima «predisposición para creer», y, por consiguiente, ni la disponibilidad para recibir la acción redentora de Jesús, la tenemos «de modo natural»: es un don de gracia; lo cual quiere decir que se debe a la influencia del Espíritu Santo en nosotros (DS 375). Sobre todo cuando hablamos de que el Espíritu de Jesús se nos transmite y se nos comunica a sí mismo, debemos decir que es el Espíritu mismo quien efectúa nuestra aceptación (sin que esa aceptación sea él mismo). Si no, esa comunicación se quedaría en el plano de lo puramente finito y no podría hablarse de ella como de la comunicación real del Espíritu mismo de Jesús 76 . Toda «causalidad» en el orden de la gracia viene, por tanto, del Espíritu de Jesús, y consiguientemente de Dios mismo. No se puede hablar de «síntesis» de la operación divina y la cooperación humana, ni aun remitiéndose al Concilio de Trento, cuando afirma que cada cual recibe la gracia de Dios según su propia disposición y «cooperación» (DS 799) 77 . No se trata aquí, en modo alguno, de una cooperación unívoca entre Dios y el hombre, de una «distribución» de la única eficacia salvífica entre la operación de Dios y la cooperación del hombre en la línea de un «sinergismo» ajeno a la Biblia. Lo único que aquí ocurre es que el Espíritu Santo se comunica realmente al hombre; no que en el don de gracia se relacione el Espíritu de Dios sólo consigo mismo. Únicamente puede el hombre relacionarse con Cristo y con Dios en cuanto que el Espíritu de Dios en él se relaciona con Dios, sin que podamos distinguir qué es lo que el Espíritu hace en nosotros y qué es lo que, por nuestra parte, hacemos nosotros. Según Gal 4,6, el Espíritu clama en nosotros: «¡Abba! ¡Padre!». Y, según Rom 8,15, somos nosotros quienes clamamos en el Espíritu: «¡Abba! ¡Padre!». Resulta difícil explicar adecuadamente este misterio. Habrá que tratarlo más detenidamente en el tratado especial de la gracia. HERIBERT
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MÜHLEN
Cf. K. Rahner: LThK IV (1959) 992. Este malentendido se sigue encontrando aún hoy en muchas exposiciones protestantes. Cf., por ejemplo, W. Joest: RGG V (31961) 834; W. Pannenberg: EKL I (1956) 1614.
CAPITULO XIII
EL ACONTECIMIENTO CRISTO Y LA EXPERIENCIA DEL MUNDO
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La exposición del acontecimiento Cristo quedaría incompleto si no abordara más que su estructura trinitaria (la realidad Cristo como acción del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo). Es preciso que conozcamos su significación como respuesta a las cuestiones que se plantean al cristiano de hoy en la perspectiva de su experiencia del mundo. De entre esos problemas entresacamos tres para considerarlos a la luz del acontecimiento Cristo. Es una- selección que muy bien pudiera completarse con otros problemas. La selección está, al menos en parte, determinada por motivos prácticos, pues tanto el problema del ateísmo como el de la teodicea quedaron sin tratar en el volumen segundo, donde habrían tenido su sitio en el tratado de Dios o de la creación. Había, pues, que añadir algunos puntos de vista. Al abordar en este volumen el problema del ateísmo tocaremos también los aspectos eclesiológico y escatológico. Ahora bien, si estos problemas, juntamente con el de las religiones no cristianas, los abordamos en contexto cristológico, no es que estemos haciendo de la necesidad virtud. El acontecimiento Cristo arroja una luz decisiva sobre estos problemas. El de la teodicea no se puede responder cristianamente sino cuando la justificación de Dios de cara al mal en el mundo se ve como «la justificación del mundo que se llevó a cabo de una vez para siempre y que sigue haciéndose realidad por medio del hombre nuevo en Jesucristo»'. Que el problema del ateísmo, relacionado con la ausencia de Dios en el mundo, implica un problema cristológico es algo que ha puesto de manifiesto toda la discusión sobre la teología de la muerte de Dios 2 y, más que nada, la interpretación que da Bonhoeffer, a base de la teología de la cruz, de la evolución del mundo hacia su madurez 3 . Finalmente, valorar teológicamente las religiones no cristianas de salvación sólo es posible si se las confronta con el acontecimiento Cristo. Ninguna de las secciones siguientes pretende ser exhaustiva. Queremos que sean una especie de argumento ad hominem o de aplicación hermenéutica, que muestte ejemplarmente la importancia del acontecimiento Cristo para comprender los problemas que tiene que resolver hoy el cristiano en el contexto de su experiencia del mundo.
1 2
W. Kern, infra, 1011. Cf., por ejemplo, el estudio de G. Hasenhüttl, Die Wandlung des Gottesbildes, en Theologie im W'andel (Munich 1967) 228-253, con referencias a Vahanian, Van Burén, Hamilton y Altizer, así como la sección segunda de este capítulo (H. Vorgrimler) 598s. 3 Las afirmaciones decisivas se encuentran en Widerstand und Ergebung (Munich "1966) 241s.
ACONTECIMIENTO CRISTO Y TEODICEA
SECCIÓN PRIMERA
EL ACONTECIMIENTO 1.
CRISTO Y EL PROBLEMA DE LA TEODICEA Problemática
extrabíblica
Para decir que en este mundo hay sufrimiento y que existe el mal no hace falta acumular palabras. Lo único que las palabras harían sería difuminar esa realidad. Pero hay un aspecto que vale por todos los demás. El sufrimiento del inocente plantea desde siempre al hombre Job el problema del por qué y el para qué. Donde más amarga surge la pregunta es ante el dolor de los niños. No sólo porque el niño es inocente, sino porque el niño se ve abandonado al dolor sin la posibilidad que el adulto tiene de distanciarse del mismo a base de la rebelión, el orgullo, la resignación... El sufrimiento de los niños se calificó por eso de «mal absoluto» 1. Es lo que al Iván Karamazov de Dostoievski 2 le puso a flor de labios el grito de protesta contra este mundo y contra su Creador. Albert Camus recoge ese grito: «Hasta la muerte me negaré a amar una creación donde los niños son atormentados» 3 . Cuando Camus ve en el martirio de los niños de Belén el trauma de la vida y de la muerte de Jesucristo mismo, está proporcionando el escenario donde debe intentar articularse la respuesta cristiana: «... seguro que él había oído hablar de cierto asesinato de niños inocentes. Los niños de Judea, pasados a cuchillo mientras a él sus padres le ponían a buen recaudo... ¿Por qué, sino por su culpa, habían muerto esos niños? El no lo había querido, es cierto... Pero estoy convencido de que él no podía olvidarlo... Raquel lloraba a sus hijos muertos por culpa de él. ¡Y él vivía!». Por eso Jesús mismo quiere morir e ir allá «donde tal vez pudiera encontrar ayuda. Pero no la encontró. Y se quejó de ello. Y para colmo le censuraron por eílo. Sí, fue el tercer evangelista, según creo, quien comenzó a suprimir su queja: '¿Por qué me has abandonado?'. Era éste un grito sedicioso, ¿no es cierto?...» 4 . «Para que Dios sea un hombre debe desesperarse» 5 . Así formula Camus en línea cristiana lo que M. Guyau, el «Nietzsche francés», expresó en una línea más bien burguesa: «¡Cómo lloraría yo si fuese ese Dios!» 6 . La Siberia de Stalin; los campos nacional-socialistas de concentración; la Segunda Guerra 1 M. Conche, La souffrance des enfants comme mal absolu, en L'homme et son prochain (París 1956) 145-148; F. Heidsieck, La souffrance des enfants constitue-t-elle un mal absolu?: «Revue de l'enseignement philos.» 9 (1958) 2-7. 2 F. M. Dostoievski, Los hermanos Karamazov, sobre todo en dos relatos: «Sublevación» y «El gran inquisidor», donde se lee: «... ¿de qué sirve el infierno, si el niño ha sido ya torturado hasta la muerte? Por eso yo m« apresuro a devolver mi 2billete de entrada». Cf. R. Guardini, Religiose Gestalten in Dostojewskijs Werk (Leipzig 1939) 149-211 (hay traducción española). 3 La peste. Cf. El hombre rebelde, donde se lee: «Si el sufrimiento de los niños impide llegar a la fe...», y «no es que el sufrimiento de los niños signifique en sí una rebeldía, sino el hecho de que carece de justificación». 4 La caída (Buenos Aires 51965) 95s. 5 El hombre rebelde. 4 Esquisse d'une moral sans obligations ni sanctions (París 21890) 12.
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Mundial con Katín, Oradour, Stalingrado, Hiroshima; las guerras y los horrores posteriores a 1945 en Argelia, el Congo, Vietnam; las ciegas desgracias de cada día... 7 . El sufrimiento del mundo se convierte en el argumento contra Dios, en la «roca» del ateísmo (Georg Büchner), donde se estrella el puro sentido benévolo que en los dominios de la teodicea hace por rehuir el problema a base de rodeos. Todo lo que de mal hay en este mundo parece proporcionar una prueba experimental de que Dios no existe. Y nuestra época, que pretende verificar empíricamente sus conocimientos, siente esta «prueba experimental» más acuciantemente que nunca hasta el momento. La historia misma lo está experimentando. Y el resultado de este experimento llevado a cabo en el hombre es negativo, está hablando contra la hipótesis de Dios. La teodicea, la justificación de Dios (cf. Rom 3,4s y Sal 51,6), halló este nombre —ya mencionado en una carta de 1697— en el tratado de Leibniz: Essais de théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l'homme et l'origine du mal (1710). Este conjunto de reflexiones al respecto surgió de la discusión que Leibniz mantuvo, oralmente y por escrito, con la reina Sofía Carlota de Prusia 8 . El Diccionario de Pierre Bayle (1695-97) había situado el problema en el cruce de los dos presupuestos que lo sustentaban: la antigua convicción de que Dios rige el mundo con omnipotencia, con omnisciencia y con bondad absoluta, y la nueva pretensión de la razón humana de someter a crítica los resultados de esa intervención providente de Dios. La Teodicea de Leibniz se convirtió en el modelo del optimismo filosófico: siendo Dios perfecto, no pudo crear sino un mundo perfecto. A pesar del «mal metafísico», que viene dado con la finitud del mundo y en el cual hunden sus raíces el mal moral y físico, este mundo es en conjunto el mejor de los posibles. Por más que no entendamos cómo, esto resulta cierto a priori. Christian Wolff popularizó filosóficamente el optimismo de Leibniz 9 . En el campo de la vulgarización religiosa lo han aplicado un sinfín de apologías, dedicadas a rastrear en todos los capítulos posibles del libro de la naturaleza —a base incluso de una «insectoteología»— las huellas más menudas de la sabiduría creadora de Dios, bien con un revestimiento poético, como el libro Placer terreno en Dios (Irdisches Vergnügen in Gott... 1721 y muchas otras ediciones) de B. H. Broke 10 , o la Theologia naturalis et experimentalis de Abraham Kyburtz, basada en la producción alpina de leche y queso: es la posición «ilustrada» pseudocristiana contraria a la antiteología experimental de la actual problemática a t e a u . El siglo xviii fue el siglo de la teodicea 12, ante todo de una teodicea «bien pensante». La consigna para pasar de los efec7 Cf., por ejemplo, Letzte Briefe aus Stalingrad (Gütersloh, s. f.) 27ss, 31s, 34, 46, 53. O bien: Arnold y Philip Toynbee, Über Gott und die Welt (Munich 1965) 13-17, 21s, 26ss. O el grito de «Dios ha muerto» en las revistas escolares alemanas de los años 1965ss (en «Religionsunterricht an hoheren Schulen» 11 [1968] 27-30 [A. Lapple]). 8 Cf. C. J. Gerhardt, en Die philos. Schriften von G. W. Leibniz VI (Berlín 1885) 3-15. Ibíd., 21-365, el texto de los Essais. 5 Vernünftige Gedanken von Gott, der Welt und der Seele des Menschen... (1719), §§ 703, 977, 980s, 1047ss, 1058, 1062ss. 10 Parodiado hoy día por P. Rühmkorf, Irdisches Vergnügen in g (Hamburgo 1959); cf. P. K. Kurz: StdZ 180 (1967) 384-388. " Desde Leibniz a Kyburtz: K. Barth, KD I I I / l , 446-467. 12 Cf. las obras de J. Kremer (1909), R. Wegener (1909), O. Lempp (1910) y H. Lindau (1911), aparecidas con este o parecido título a raíz del concurso «El problema de la teodicea en la filosofía y literatura del siglo xvni...». La función crítica y sintomática del problema de la teodicea en el orden de ideas de Dios, el mundo y el hombre, se muestra también en que «Teodicea» fue, en el siglo xix, el título global de los tratados filosóficos escolares sobre Dios (cf. W. Kern: LThK X [1965] 26).
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tos positivos de «ilustración» a efectos más negativos la da el terremoto de Lisboa de 1755. Este acontecimiento sienta en el banquillo «la justa administración de la majestad divina en el cielo y en la tierra» 13. El exponente literario de este viraje —tras su Poeme sur le desastre de Lisbonne (1756)— es la sátira de Voltaire Candide ou l'optimisme (1761). Voltaire vuelca toda su burlonería sobre Leibniz y su «mejor de los mundos». Un pesimista dice: «Tout est au plus mal». Pero, para terminar, Cándido atempera la cosa: «Tout ne va pas mal». Rousseau encuentra que el mundo está lleno de mal por haber sido cambiado artificialmente por las creaciones de la cultura humana 14. Hume piensa que el curso total del mundo no da pie para pensar en un Creador a quien le importe el que sus criaturas sean felices o desgraciadas is. ¿Influyó el terror de la Revolución Francesa en la doctrina kantiana del mal radical en el mundo? Según Goethe, con esta postura se despojó Kant de su uniforme de filósofo 16. Mientras el idealismo alemán instrumentaliza todo lo negativo, incluso el pecado original del hombre 17, como algo necesario para la evolución del mundo, Schopenhauer construye el modelo pesimista anti-Leibniz: haciendo agua por todas las esquinas, este mundo es el peor de los posibles; sólo a la total sinrazón puede deber su existencia 18 . E. von Hartmann suaviza este pesimismo (en el más estricto sentido de la palabra) para sostener «que el balance de goce en este mundo arroja un resultado negativo» 19 ; es de preferir la no existencia a la existencia del mundo. Dentro del nihilismo pesimista —inaugurado optimistamente por Nietzsche— de su concepción teórica del mundo, intentan J.-P. Sartre y A. Camus —éste de modo más humano— dar con algo que en la práctica haga la vida digna de vivirse. Negado un creador personal del mundo, ha desaparecido propiamente el problema de la 8ÍXT) íteoO: quien pretende que se justifique a Dios está pretendiendo una justificación de Dios y para Dios. Como en el pasado la oposición optimismo-pesimismo, el problema de la teodicea es hoy un tema candente, como se manifiesta en el número de libros aparecidos al respecto en el último decenio. Ellos ilustran y completan lo que aquí podemos decir 20 . 13
F. Heer: «Hochland» 59 (1967) 467. Así, por ejemplo, Réponse au roi de Pologne: W I, 119s; Lettre a M. de Beaumont: WW VI, 40. 15 4 Dialoge über natürliche Religión, lOs (Hamburgo 1968) 79-104. K Die Religión innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft, 1; cf. K. Barth, Die protestantische Theologie im 19. Jabrh. (Zollikon 21952) 237-278. 17 E. Lammerzahl, Der Sündenfall in der Philosophie des deutschen Idealismus (Berlín 1934). 18 Die Welt ais Wille und Vorstellung, §§ 57-59 (WW II [1938] 366-385), y Ergánzungen, § 46 (WW III [1938] 657-675). " Zur Geschichte und Begründung des Pessimismus (1880) 67. 20 F. Petit, Le probleme du mal (París 1958); F. Dessauer, Prometbeus und die Weltübel (Francfort/M. 1959); G. M. Roschini, II problema del male... (Roma 1959); V. Subilla, // problema del male (Torre Pellice 1959); B. Welte, Über das Bose (Friburgo 1959); P. Haberlin, Das Bose (Berna 1960); E. Zoffoli, Problema e mistero del male (Turín 21960); Ch. Journet, Le mal (Brujas 1961); A.-M. Carré, Devant la souffrance du monde (París 1962); A. Combes, Dieu et la souffrance du chrétien (París 1962); A. Caracao, Huit essays sur le mal (Neuchátel 1963); L. Lavelle, Evil and Suffering (Nueva York 1963); J. Maritain, Dieu et la permission du mal (París 1963); J. Sarano, La douleur (París 1965); A. A. Bertrangs, Das Leiden im Zeugnis der Bibel (Salzburgo 1966); G. A. Buttrick, God, Pain, and Evil (Nashville/N. Y. 1966); R. Cardón, Prométhée ou le mal du siécle (Brujas 1966); C. Cunradi, The phenomenon of evil (Londres 1966); J. Hick, Evil and the God of Love (Londres 1966); C. S. Lewis, Über den Schmerz (Friburgo de Br. 21966; en inglés, en 1940); E. Borne, Le probleme du mal 14
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Si la palabra teodicea es relativamente moderna, el problema en sí es antiquísimo. Desde siempre, y al margen de las posiciones extremas del optimismo y del pesimismo, el mundo y la vida de los hombres estuvieron marcados por la doble experiencia del bien y del mal. Esto es lo que dio a los dualismos en punto a teodicea su apariencia de realidad y su fuerza de convicción. El dualismo metafísico, apenas propugnado por nadie en estado químicamente puro, tiene su versión más acusada en el mazdeísmo y en el parsismo, que se remontan a Zaratustra (hacia el 600 antes de Cristo): de los dos espíritus gemelos que proceden del dios primero Ahura Mazda, el uno se decidió por lo bueno, lo verdadero, lo ordenado, la luz, y el otro por los poderes contrarios, como el mal, etc. Cada hombre debe también decidirse por uno de estos dos campos. Pero al final de los días implantará Ahura Mazda para los buenos su reino inacabable de gozo y luz. Una concepción posterior contrapone a Arimán, señor de las tinieblas, al igualmente increado señor del reino de la luz 21 . Para el maniqueísmo (desde el siglo n i después de Cristo), forma radicalmente dualista del gnosticismo, el hombre y el mundo son malos por ser la mezcla anormal del espíritu divino bueno y de la materia corporal mala. La historia (de gracia o desgracia) discurre en tres fases: de la completa separación original de estos principios opuestos al restablecimiento de la separación, pasando por el tiempo presente, que es tiempo de mezcla, lucha y desgracia. En la gnosis y en el maniqueísmo se introdujeron las ideas y sentimientos de los órficos^ y pitagóricos, que impregnaron los siglos más o menos soterrañamente. En Platón encontraron una reflexión filosófica con restos míticos, intercalada de elementos no dualistas 22 , y se prolongaron con menos relieve en los platonismos posteriores. Pero incluso en las religiones primitivas, tanto entre los cazadores árticos y norteamericanos como entre los pueblos pastores de Asia, se encuentra la fe en un antagonista del Ser Supremo, a quien se atribuyen a menudo la muerte y el mal del mundo. La distribución de bien y mal se hace también siguiendo la oposición entre los dioses de pueblos indígenas y pueblos inmigrados, entre generaciones más antiguas y más modernas de dioses, entre dioses celestes y terrenos (o infraterrenos): tenemos así en Mesopotamia a Marduk contra Tiamat, divinidad del caos; entre los griegos, a Zeus contra los Titanes; entre los germanos, a Asen contra Vanen. Pero todo ello no tiene otro interés que el histórico 23 . El dualismo de Zaratustra se relativiza en la especulación posterior, con Jakob Bohme y Schelling, por ejemplo, quienes piensan en una disensión original dentro del Dios único entre el principio luminoso y bueno del amor y el principio oscuro y malo de la cólera: una transposición de la contraposición maniquea del Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento, una extrapolación de la tensión legítima entre justicia y misericordia de Dios. El dualismo se cuela en la forma normal e inofensiva del deísmo cuando éste, para dejar a salvo la ilimitada bondad de Dios, está dispuesto a limitar su omnipotencia y se decide por el «quiere, pero no puede» 24 .
(París 1958,41967); A. Wiegand, Die Schonheit und das Bose (Munich 1967). Añádanse las monografías estrictamente científicas. 21 J. Duchesne-GuiUemin: LThK VIII (1963) lllss. 22 H. Kuhn: LThK III (1959) 587. 23 J. Henninger: LThK III (1959) 582. 24 Cf. el esquema epicúreo: ínfra, p. 995. Publicado hace algunos años: A. Wenzl, Metaphysik ais Weg von den Grenzen der Wissenschaft an die Grenzen der Religión (Graz 21956) 206-213.
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2.
Teodicea del Antiguo
Testamento
El dualismo es el escenario predominante del mensaje del Antiguo y del Nuevo Testamento. Ese mensaje hace frente al dualismo, el cual, por el peso de la experiencia real, concede al mal un lugar entre los poderes primordiales. Al obrar así, el dualismo parece que está favoreciendo a Dios, al Dios bueno; pero lo que hace es quitar su mordiente al problema de la teodicea a costa de Dios. Según las teogonias y cosmogonías de la antigua Babilonia, lo más próximo a las narraciones bíblicas de la creación, el mal está metido desde el principio en el ser del hombre y de su mundo. Los hombres son un injerto del mal que ya existe en el reino divino. Una asamblea de dioses decide matar a Kingu y formar de su sangre unos nuevos seres a quienes pase su culpa: los hombres 25. El hombre, chivo expiatorio de los dioses. Según la llamada teodicea babilónica 26 , cuando las divinidades forman al hombre de barro, le fabrican una boca mentirosa. La narración sacerdotal de la creación en Gn 1 opone a la idea oriental antigua de que el hombre está corrompido desde su misma creación la tesis contraria: sólo Dios creó el mundo 27 , y lo creó bueno en todos sus ámbitos, y en la cumbre del mundo, que es el hombre, lo creó «muy bueno» (Gn 1,31). Esta calificación «es de gran importancia dentro de un lenguaje tan mesurado, frío y poco amigo de los superlativos como es el lenguaje de P ( = código sacerdotal)» 2S. Esta osada confesión de que la creación es muy buena, pese a todas las posibles constataciones en contra, encontró su fijación muy tarde dentro de la tradición veterotestamentaria; y ello fue posible gracias a la anterior narración yahvista de la creación, que expone una única teodicea, la teodicea más primitiva de nuestra tradición creyente 29 . Gn 2-3 da una explicación retrospectiva (etiológica) de la múltiple experiencia del dolor humano dentro de un mundo bueno creado por el Dios bueno: el hombre se ha cargado de culpa libremente desde el principio {el inciso narrativo de la serpiente tentadora «pretende que el problema se desplace del hombre lo menos posible») 30 . El mal no es un poder primordial; es algo que secundariamente entra en el mundo. No existe por necesidad natural; no procede de Dios o de la materia: lo ha causado la acción culpable del hombre al comienzo de su historia. Es un a posteriori de la existencia humana. La Biblia justifica a Dios declarando injusto al hombre. En la desobediencia del hombre a Dios está todo el sentido de la narración del paraíso y de la caída original. No pretende esa narración describir que al principio o al final del mundo se da un paraíso ideal sin sufrimiento como el que conoce la tradición mítica de los pueblos paganos: no es un documento más que atestigüe la necesidad que por doquier se siente de una teodicea y de una cosmodicea popular basada en etiologías históricas («así de habitable y deleitoso era el mundo que realmente teníamos preparado»). La pretensión libre del hombre de saberlo todo igual que Dios se trueca en ruina: el hombre queda trastornado. La forma más elemental de este ruinoso trastorno en las raíces más hondas del ser humano es la vergüenza de Gn 3,7, Sus reper-
25 Enuma elish, tablilla sexta, líneas 1-38, en Die Scbópfungsmythen (Einsiedeln 1964) 144ss; cf. 129s. Cf. N. Lohfínk, Die Erzablung vom Sündenfall, en Vas Siegeslted am Schilfmer (Francfort/M. 1965) 81-101. 26 Estrofa 26 (ed. W. G. Lambert, Oxford 1960, 88). 27 Cf. sobre esta afirmación fundamental W. Kern: MS II, 421-424. 28 G. v. Rad, Das erste Bucb Mose (Gotinga 71964) 48. *> H. Gross: MS II, 364; cf. 353-364. J. Hempel (según G. v. Rad, 81): «una teodicea de dimensión universal». 30 G. v. Rad (cf. n. 28), 70; cf. 72.
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cusiones, previstas en Gn 3,16-19, alcanzan al destino humano natural y a las realizaciones culturales del hombre, hasta culminar en que todo hombre está abocado a la muerte (3,17; cf. 2,17), en que la solidaridad humana queda destruida por la mutua inculpación (3,12), en que un hermano mata a su hermano (Gn 4,1-16; cf. 4,17-24; 9,18-27), en que los pueblos se odian (cf. Gn 11,1-9) y que se tiene miedo a Dios (3,8s). Aquí se vislumbra el origen del sufrimiento del hombre en el mundo desde entonces hasta hoy. Todo el mal y todo el sufrimiento vienen del pecado del hombre. Hay en todo este desastre de Gn 3 un rasgo luminoso que no puede quedar ignorado: aunque interpretar Gn 3,14s como «protoevangelio» mesiánico no sea exegéticamente correcto, el caso es que Dios aplaza la pena de muerte de Gn 2,17 (cf. también 4,15) y deja al hombre que siga viviendo en una forma de vida amenazada por la muerte. Más allá de la fatiga y de la muerte es salvado por la mujer, la cual, como quien pare a la vida, recibe enfáticamente el nombre de «vida» (3,20) 31 . ¿Acaso no se puede ver aquí un preevangelio? La teodicea de Gn 2-3 es una respuesta a nivel de principios que no encontró eco en el AT, salvo en Sab 2,23s; 1,12-15 y Eclo 25,24 (con ciertas resonancias en Ez 28,11-19). A pesar de ello, se mantuvo desde el yahvista del siglo rx hasta el exilio 32. Una teología demasiado afanosa de claridad (Sal 25.36. 90.111.125 y Prov 3,33; 10,2s), que no cuenta aún con la posibilidad de una retribución ultraterrena, piensa que el destino terrestre del hombre corresponde plenamente a su comportamiento ético-religioso y que, por consiguiente, es en esta vida donde el bueno recibe su premio y el malo su castigo. Esta convicción es tan firme que piensa que del hecho de que alguien sea desgraciado hay que concluir que ha cometido alguna culpa, aunque sea inconsciente: «Por eso confieso mi culpa y estoy acongojado por mi pecado» (Sal 38,19). La antigua tradición proporcionó material más que suficiente para esta teodicea ingenua que equipara felicidad con premio a la virtud y desgracia con castigo por el pecado: ahí están los destinos de Noé (Gn 6s), de Lot (Gn 19) y de otros muchos 33 . Pero el lenguaje de la realidad es muy otro. Mal 2,17 tiene que reaccionar contra la blasfemia siguiente: «Quien obra mal, agrada al Señor». «No trae ventaja ninguna servir al Señor... Ahora llamamos felices a los arrogantes: aun haciendo el mal prosperan, y aun tentando a Dios escapan libres» (Mal 3,14s) M . «Malo» y «rico» vienen a ser casi sinónimos 3S . Hay toda una escala de reacciones posibles ante estos hechos paradójicos: seguir, a pesar de todo, serenos y confiados: Sal 36. Profundo desconcierto: «Miradlos, ésos son los impíos: tranquilos, van aumentando cada vez más sus riquezas. Así que ¿de nada sirvió que yo conservara el corazón puro y lavase mis manos en inocencia...?» (Sal 73,12s). Y sigue la declaración de que hay que asirse a Dios, postura que lleva en sí misma su propio refrendo (ibíd., w . 23-28). Confianza: Dios es el sentido verdadero e indestructible de la vida: Jr 15,5-21; Sal 16. Negación decepcionada y ligera de que Dios se cuide de los hombres 36. Silencio de quien «pone un 31 G. v. Rad (ibíd., 78) dice sobre este pasaje: «¿Quién es capaz de expresar todo el dolor, amor y obstinación que se encierran en esta palabra?». Cf. H. Küng, Rechtfertigung (Einsiedeln 1957) 160ss; trad. española: La justificación según K. Bartb (Barcelona 1965); O. Loretz (véase bibliografía) 131-137. 32 Cf. J. Scharbert, Vrolegomena eines Mttestamentlers zur Erbsündenlebre (Friburgo de Br. 1968) 94-107. 33 Nm 12,1-15; 14,6-10.26-30; 15,32-36; 25,7-13; 1 Re 13,1-4; 2 Cr 26,16-21. La teoría se encuentra expresada en Ez 18,1-20. 34 Cf. Hab l,2ss.l3; Jr 12,1-4; Ecl 7,15; 8,10-14; 9,2s. 35 Sal 38,20s; 49,6s; Is 53,9; Job 21,28; Sab 2,10; cf. Mt 19,23. 31 Sal 10,3-11; 64,6s; 94,1-7; Is 29,15s; Ez 9,9; Job 22,12s.
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freno a su lengua» y no puede, con todo, seguir buscando el sentido del dolor físico: Sal 39. La antigua idea israelita de la solidaridad de grupo 37 aporta un nuevo elemento de juicio. El aspecto negativo de esta idea se puso pronto de manifiesto con el peligro de que entonces Yahvé «cobre a los hijos los pecados de sus padres» (Ex 26,5) M ; de que «los padres coman los agrazones y sea a los hijos a quienes les entre la dentera» (Ez 18,2; Jr 31,29: en contra de dicho refrán). El aspecto positivo es la gran visión del valor del sufrimiento vicario. Jeremías está aún dividido entre la intercesión del inocente, semejante a un cordero llevado al matadero, y el deseo de vengarse de sus verdugos (18,20s; ll,19s). Más claramente que aquí y que en otras situaciones de intercesión dentro del AT 3 9 , los hermanos Macabeos ofrecen su martirio por el bien del pueblo (2 Mac 7,37s). El modelo de quien sufre vicariamente está trazado en la figura del Siervo de Dios del Déutero-haías. Al entregarse a toda humillación (50,6) como «varón de dolores» (53,3) está logrando una salvación de alcance universal (42,7; 49,6-12; 52,13ss): «Cargó con nuestras dolencias y soportó nuestros dolores. Nosotros le tuvimos por un hombre marcado a quien Dios ha herido y humillado. Pero él había sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados... Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros» (53,4-6). Sigue inexorable la imagen del cordero, del animal de degüello (53,7; cf. Jr 11, 19; Sal 44,23). Al cumplirse en Jesucristo, adquieren los cantos del Siervo su relieve definitivo 40 . También en el Déutero-Zacarías, aunque no con mucha claridad, aparece viva en la figura de un buen pastor la idea de que el hombre que sufre se convierte en instrumento de Dios para la construcción de su reino (Zac 11,4-14; 12,10-14; 13,7ss; cf. Sal 22). Y no pocos de los profetas hubieron de comenzar por sufrir vicariamente para cumplir su tarea de anunciar con acciones simbólicas una «visita» inminente 41 .
inexplorable del ser y del obrar de Dios (Job 11). La experiencia viva de Job se encrespa contra tales ideas, insiste en su inocencia y llega a desear la muerte y a acusar a Dios de anular a su propia criatura y de haber sido desde siempre enemigo de Job. Se le exige a Dios una especie de disputa judicial por medio de preguntas que no difieren mucho de una requisitoria jurídica (12ss; 17,23). Ante las desmesuradas (y repetidas: 29ss) quejas de Job, donde aflora una conciencia prometeica, responde Dios mismo (38ss) mostrándole el orden del mundo a base de ejemplos que superan la capacidad del hombre. La paradoja de un orden coherente, pero en último término incomprensible, está apuntando a que las dificultades que de ahí le nacen al hombre se superan en Dios. Job opta por callar y confesar a ese Dios que le ha salido al paso, con seguridad de Uegar a la comunión con él (40,3ss; 42,1-6) 44 . La narración que sirve de marco vuelve a resumirlo todo en la teodicea ingenua de que en último término el premio se recibe en esta vida: la teodicea del «final feliz». Las palabras que el hombre Job cruza con Dios contienen grandes sentimientos plenamente humanos; muy amplio es el ámbito de la queja apasionada e inexorable del hombre ante Dios y contra Dios; una vez purificado, Job se ve restablecido en su derecho porque Dios acaba encomendando al «hereje» que interceda por los representantes de la teología «ortodoxa» (42,7ss) 45 . Todo esto es cierto. Pero la prueba de que el curso del mundo tiene sentido, con sus ejemplos exóticos y grandilocuentes (como el del hipopótamo y el cocodrilo: 40S)46, está dando a todo el género literario su propio cufio de leve y nada profundo racionalismo; y la exigencia pregonada a bombo y platillo de enmudecer ante el Dios incomprensible contrasta con lo anterior y sigue enunciándose nada más que porque sí, sin otra explicación.
Con la visión del Siervo de Yahvé alcanza el AT la cima de su teología del sufrimiento. Luego, en la línea de la literatura sapiencial 42 , el libro de Job emprende un amplio tratamiento temático del problema de la teodicea. En varias conversaciones van los interlocutores de Job urgiendo de un modo cada vez más teórico y culto la tesis tradicional básica de que en la base del sufrimiento de Job debe de haber una culpa del propio Job 4 3 . Junto a esta tesis aflora la idea de que el sufrimiento procede de la naturaleza creada, material y mortal del hombre (Job 4s). Y aparece también la recomendación de inclinarse ante lo
«¿Quién tiene derecho a preguntarle: Qué es lo que haces?» (Job 9,12; Dn 4,32). En el modo mismo de rechazar la pregunta está ya planteándose el problema del sufrimiento del inocente. Si el sufrimiento no es un signo de culpa, ¿qué es entonces? No es suficiente la respuesta posexílica (en Daniel, Sabiduría 47 , libro segundo de los Macabeos) con su esperanza en la resurrección y en el más allá. Como tampoco responde la recomendación, propia más bien de la filosofía popular, de gozar modestamente de las cosas del mundo, ya sea en plan optimista, cantando la armonía de la creación (por ejemplo, Prov 3, 16-26), ya en tono pesimista, con su tanto de decepción por el homo faber (como Ecl 2; 9,10; 11,6). Ni da tampoco respuesta la idea, con su trasfondo de función dialéctica sin desarrollar, de que Dios saca bien del mal, pues
37 E. F. Sutcliffe, Der Glaube und das Leiden nach den Zeugnissen des Alten und Neuen Testamentes (Friburgo de Br. 1958) 71-94; J. Scharbert, SoUdaritdt in Segen und Fluch im AT I (Bonn 1958); id., Heilsmittler im Alten Orient und itn AT (Friburgo de Br. 1964); id., Prolegomena... (véase n. 32; con bibliografía: 20, n. 44), espec. 31-44 («Das aitisraelitische Clandenken»). 38 Cf. Is 65,6s; Lam 5,7; 2 Mac 7,16; Ex 20,5; 34,7; Nm 14,17s; Dt 5,9s; Jr 32,18 (pero véase J. Scharbert, Prolegomena... [cf. n. 32], 55); también Jn 9,2. 39 Tales como Gn 18,23-32; 20,7; Nm 16,20ss; Job 42,8ss. 40 Cf. n. 148. ' 41 Pueden encontrarse rasgos de un sufrimiento ejemplar y —raras veces— vicario en Moisés (Ex 15,24; 16,2; 17,2s; 32,30ss; Nm 11,1-14; 14,1-10), Elias (1 Re 19), Amos (7,10-17), Oseas (1,2-15) y Jeremías (passim, por ejemplo, 16,1-13); cf. también Zac 12,9s. Véase sobre este tema J. J. Stamm, Das Leiden des Unschuldigen in Babylon und Israel (Zurich 1946) 59-75; G. v. Rad, Theologie des AT II (Munich 41965) 282-287; G. Fohrer, Die symbolischen Handlungen der Propheten (Zurich 1953) 89ss. 42 Véase MS II, 378. 43 Así, por ejemplo, Job 4,7ss; 8,4ss; 15,5s.l5s; 22,4-7.
44 G. Fohrer, Das Buch Hiob (Gütersloh 1963), esp. 546-560 («Zur Theologie des Buchs Hiob»); bibliografía: 65ss. Cf. L. Alonso Schokel, Job (Ed. Cristiandad, Madrid 1971). 45 G. Fohrer (véase n. 44), 550. 46 Cf. también: «¿Quién vuelca los cántaros del cielo?» (Job 38,37). W. Eichrodt, Vorsehungsglaube und Theodizee im AT (Hom. O. Procksch, Leipzig 1934) 66, ha exagerado probablemente al describir así el contenido de Job 38,41: «La convicción interna de que existe un ser creador que, al presentarse como algo totalmente maravilloso, es capaz de persuadirnos de la superioridad de sus derechos y de acallar todas nuestras dudas y preguntas es el contenido propio de estos discursos divinos y la refutación sin apelativos de todo tipo de teodicea racional». Pero el mismo Eichrodt (ibíd., 67) nos remite a la visión de Dios que tiene Job (42,5) como un elemento fundamental. 47 Dios da una compensación justa en la otra vida a la mujer sin hijos (Sab 3,13-4,2), al hombre bueno que muere prematuramente (4,7-16), a los pecadores que han sido felices en la tierra (4,18ss); en 5,14s se nos ofrece un cuadro del balance de buenos y malos en una y otra vida. La esperanza en el más allá se encuentra también en Sal 16,10; 49,15s y Job 19,25ss.
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Job 36,15, por ejemplo, no piensa más que en una purificación psicológica por el sufrimiento: «El salva a los pacientes por su misma paciencia; por el sufrimiento les abre el oído». La idea de prueba y purificación —«como oro en el crisol»— se encuentra también en Sab 3,4s. La afirmación clásica del poder —indirecto— de la providencia de Dios la encontramos en la historia de José: «Vosotros pensasteis hacerme daño. Pero Dios lo pensó con un fin bueno, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso» (Gn 50,20; cf. 45, 5-8)"». Sufrimiento como pena y expiación por el pecado, sufrimiento como prueba y purificación del inocente hasta recuperar una existencia sin sufrimiento ante Dios, sufrimiento vicario en la ofrenda de sí mismo: éstos son los momentos principales de la teodicea del AT. La problemática del mal en el mundo siguió siendo un oscuro misterio a lo largo del AT. De entre los diversos intentos de respuesta, el del sufrimiento vicario del Siervo de Dios está apuntando al misterioso claroscuro de Jesucristo.
según la cual Dios no quiere excluir el mal del mundo creado por su omnipotencia, no contradice a su bondad libre de envidia 56 . Es de notar que Lactancio toma su esquema de Epicuro ^ y que el contexto de sus reflexiones viene determinado por la polémica de las escuelas estoica y escéptica. También se mueve preferentemente en el terreno de la teología «natural» ^ un trabajo fundamental de Tertuliano 59 , que, además de la bondad y el poder de Dios, hace entrar en juego su sabiduría creadora. Esto es importante, porque la gran tradición del pensamiento griego, sobre todo la Estoa o la filosofía popular que de ella se deriva, ejerció un gran influjo en buena parte de la teodicea de los antiguos escritores cristianos, mayor que el que ejercieron las líneas histórico-salvíficas y cristológicas contenidas en el NT. Las destacaremos cuando salgan al paso en la patrística. Pero, dado que los elementos ontológicos y cosmológicos de respuesta se llevan la primacía en los antiguos escritores cristianos, comenzaremos por esbozar dichos elementos. La tendencia principal consiste en privar al mal de consistencia ontológica —como privatio boni— de manera que, a base de reducir el mal físico lo más posible al mal moral, todo el mal pueda atribuirse a una decisión culpable de la libertad creada. A pesar de que es claro que no quiere eliminar ni impedir el mal, Dios no puede ser su autor. Lo que ya Platón sabía 60 , ¿cómo no habría de profesarlo un cristiano (aun contra el tenor literal de Is 45,7, texto al que se remite Marción 61 )?: Dios no tiene la culpa del mal. Y no tiene la culpa porque no es su autor (ambas cosas implica el griego ávaíxio*;) a - Esto se afirma con todo énfasis. La justificación se busca por el camino de la reflexión ontológica: ¿Qué es el mal? Siendo como es algo real, no puede ser, sin embargo, una realidad creada por Dios. A resultas de la ecuación: ente = creado por Dios = bueno ° , el mal no puede ser un ente en sentido propio, no puede ser oúoia o írjtóo"TOCCXC,, no puede ser una substantia. Esto se recalca expresa y unánimemente desde Clemente de Alejandría hasta Agustín 64 . Que lo malo no tiene ningún
3.
La teodicea en la tradición cristiana
La literatura cristiana de los primeros siglos proporciona elementos de inter pretación que Agustín reúne en una síntesis cuya vigencia había de durar largo tiempo. La teología posterior aporta matices, y sólo raras veces pone radicalmente en cuestión los resultados ideológicos logrados por Agustín. La base del problema es la del AT: el dualismo, propugnado ahora por los movimientos gnósticos y maniqueos m. Es programático el título de la obra de Ireneo: «Sobre el señorío único de Dios, o que Dios no es el origen del mal» 50 . Al afirmar que el Dios único ha creado el mundo y que su providencia llega a todo 51 , se plantea candente el problema: «Unde malum?» 52 . Al intento de respuesta le precede a menudo —tal es el caso de Lactancio, Eusebio, Teodoreto, Basilio y Gregorio de Nisa B — un rechazo del politeísmo o del dualismo metafísico. Sólo entonces puede —y debe— plantearse con toda su crudeza el problema de la teodicea. No se ponen las cosas fáciles. No se puede. Partiendo del presupuesto teológico de la p w v a p / í a divina, Gregorio de Nisa enuncia el postulado siguiente: «El mundo es bueno» 54 . Pero la experiencia enseña a su amigo Basilio que «en el mundo están los males mezclados con los bienes y que los males pesan más» 55 . La problemática que de ahí surge la esquematizó Lactancio del siguiente modo: «O Dios quiere y no puede eliminar el mal, o puede y no quiere, o ni quiere ni puede, o puede y quiere». En la primera hipótesis, Dios sería impotente. En la segunda, sería envidioso. En la tercera, sería ambas cosas. La cuarta, aparentemente, es la única acertada; pero la realidad la desmiente. Lo que se impone es mostrar que la hipótesis segunda, 48 Pueden verse otros pasajes tardíos sobre este mismo tema en W. Eichrodt, op. cit., 50, n. 3. Sobre la teodicea del AT, cf. también A. Deissler: MS II, 204ss. 49 Cf. supra, p. 990. 50 Según Eusebio, Hist. eccl., 5, 20: PG 20, 484. * 51 Cf. MS II, 421-424, 443-446. 52 Tertuliano, Adv. Marcionem, I, 2: PL 2, 248 («nunc multi, et máxime haeretici»); Epifanio, Adv. Raer., 24, 6: PG 41, 313; Eusebio, Hist. eccl., 5, 27: PG 20, 510 («sobre el lugar común de los herejes»)... 53 Documentación en K. Gronau, Das Theodizeeproblem in der altchristl. Auffassung (Tubinga 1922) 19. 54 Or. cat. magna, 1, 4: PG 45, 16.21. 55 Epist, 42, 4: PG32, 356.
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De ira Dei, 13: PL 7, 121. Cf. Epicúrea (ed. Usener), fragmento 374. Cf. también Recognitiones pseudo-clementinas, 2, 54: PL 1, 1274; Tertuliano, Adv. Hermogenem, 10.14s: PL 2, 206.209s; Gregorio de Nisa, Or. cat. magna, 8: PG 45, 37. 59 Adv. Marcionem, 2, 5: PL 2, 289s. 60 Politeia, 617e: aixía éXoiiévou- freos ávaíxio<;. Cf. sobre lo que sigue W. Kern: LThK X (1965) 430-435. 61 Tertuliano, Adv. Marcionem, 1, 2: PL 2, 248. Is 45,7: «Yo modelo la luz y creo la tiniebla, yo hago la dicha y creo la desgracia (la Vulgata traduce: «creans malum»): yo soy Yahvé, el que hago todo esto». 62 Basilio, Quod Deus non est auctor malorum: PG 31, 329-354; cf. 5 (337); Taciano, Or. ad Graecos, 11: PG 6, 829; Orígenes, Contra Celsum, 4, 66: PG 11, 1133; Metodio de Olimpia, De lib. arbitrio: PG 18, 246s, 254; Atanasio de Alejandría, Contra gentes, 6s: PG 25, 14s; Agustín, De diversis quaest., 83, 21: PL 40, 16; Opus imp. c. Jul., 5, 64: PL 44, 1506 («Non itaque insanio, nec dico: 'malum creat Deus'»). 63 Cf. uno de los axiomas escolásticos sobre los trascendentales: «omne ens est bonum»; véase MS II, 409ss. 64 Clemente de Alejandría, Stromata, 4, 13 (PG 8, 1300): OÍIJC oíiaú? (hay que atribuir el pecado) 8ió oí>8e EQYO'V {teoíS. Metodio de Olimpia, De libero arbitrio (PG 18, 256); Tito de Bostra, Adv. Manichaeos, 2, ls (PG 18, 1132s); Atanasio de Alejandría, Oratio c. gentes, 6s (PG 25, 12-15): no es ovaía. Basilio, Quod Deus non est auctor malorum, 5 (PG 31, 341): . ..(ÍT|XS I8úav xmóaxaaiv... oííxe oíioíav aín% évwióaxaxov. StégEois yág áyadoü ion xó xay.ó-v... ovx év I8ú¡t wtáp^ei éaxív, aXXo.--Brci/yívETca; Hexaemeron, 2, 4s (PG 29, 38s). Gregorio de Nisa, In Ecclesiasten, 5 (PG 44, 681): T| wxxúa H/afr' éauxr]V ovv. úcpíaxaxai, áKka xf¡ axeQrjaei xoC á-ya^oí ixapucpíoxaxai, etc.; De hominis opificio, 12 (PG 44, 164); Or. cat. magna, 7 (PG 45, 28.32).
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tipo de ser propio es para Gregorio de Nacianzo un artículo de fe como la Trinidad y la encarnación 65 . Debe ser, por consiguiente, algo que se le añada y yuxtaponga al ente bueno 66 . Contradice a la bondad del mismo y la suprime en parte. Es contra naturam, puesto que toda naturaleza o physis —en el sentido dinámico y genético de lo que nascitur, de lo que cp-úst— es como tal buena 67 . Es una deficiencia del ser y de la naturaleza de las cosas, de su medida o de su orden. Es un tender a la nada, una corrupción, una deficiencia, una privación (ffTépriffi^, según Aristóteles; privado) 6S. Con ello llegamos al principal enunciado «positivo» de Agustín y de una larga tradición anterior a él: la esencia del mal es no tener esencia: «Non est ergo malum nisi privatio boni» 69. En el milenio y medio que sigue a Agustín parece que no se ha tocado fundamentalmente este enunciado 70 . Ahora bien, si el mal no puede existir realmente más que en algo bueno, tenemos aquí una prueba dialéctica de que la sustancia que lo sustenta es buena: si se aniquilara totalmente la sustancialidad buena de ésta, el mal se aniquilaría a sí mismo 71 . «Etiam voluntas mala grande testimonium est naturae bonae!» 72 . (Desde aquí se legitima también el antiguo axioma de corruptio optimi pessima). Tomás de Aquino puede ya audazmente dar la vuelta al tendón de Aquiles de la teodicea, al baluarte más firme del mal contra la existencia de Dios: «Quia malum est, Deus est» 73 . Pero con ello no se elimina el problema que surge al afirmar que Dios es infinitamente poderoso, sabio y bueno.
laya de los «apáticos» sabios estoicos y discutir que el dolor y el sufrimiento sean reales, se aborda el mal físico con multitud de explicaciones. Agustín escribe lapidariamente: «La palabra 'mal' se utiliza de dos formas: para indicar lo que el hombre hace y para indicar lo que el hombre padece; lo primero es el pecado; lo segundo es el castigo por el pecado» 75 . ¿Y el individuo que sufre sin haber pecado? Esa interpretación de que el mal se da en el mundo como justo castigo se aplica también al individuo personalmente inocente a base de la comunión de destino que implica el pecado original 76 . Se indica a la vez que el mal físico es educativo y sirve para preservar de males peores. Se apunta también que el mal físico tiene una función de prueba y purificación: es algo así como un «gimnasio de nuestras almas» 77 . Dios aparece a menudo bajo la imagen del médico, del pedagogo y del padre que corrige a su hijo 78 . De muchos modos se sirve Dios del mal para un bien mayor: ha «preferido sacar bien del mal a no permitir el mal» 79 . Aflora incluso en ocasiones la idea de que Dios no sólo cambia la finalidad del mal, sino que incluso cambia su naturaleza 80. Un bien mayor es siempre el orden y la armonía del universo, lograda a base de contradicciones, incluso a base de la contradicción entre el bien y el mal. A ese bien mayor debe servir lo individual (¿y el individuo?) 81 . Cuando todo intento de encontrar un sentido empírico fracasa, queda el recurso al más allá 82 o a las leyes generales del mundo, como la ley de la «limitación de las criaturas inferiores» 83 . Y, finalmente, queda el recurso a que la visión humana de las cosas es imperfecta y la providencia de Dios incomprensible M . Hasta qué punto fueron optimistas los griegos al pretender liquidar el problema del mal físico se ve con un ejemplo: cuanto Pablo dice de la muerte como castigo por el pecado ellos lo aplican a la muerte espiritual eterna; la muerte corporal es para ellos algo puramente natural, o adquiere incluso, en cuanto comienzo de la inmortalidad, el sentido positivo de hacer pasar lo pasajero 85 .
En el camino marcado por la pregunta de «¿de dónde viene el mal?» distingue la tradición cristiana primitiva —una vez relegado el «mal metafísico» neoplatónico— entre el mal moral y el físico. Los capadocios llaman al mal moral objetivo, y al físico nada más que subjetivo, ya que sólo existe en cuanto lo sentimos. Ya esto basta para dar lugar a la idea de que no existe otro mal real que el mal moral 74 . Pero una vez que no es posible subirse a la alta ataAmbrosio, Hexaemeron, 1, 8, 30 (PL 14, 150s): no es una «substantia naturalis» o viva. Agustín, Confessiones, 7, 12, 18: «non est substantia». 65 Oratio, 40: PG 35, 424. 66 Cf. n. 64. 67 Así, por ejemplo, Agustín, De civitate Dei II, 17: PL 41, 331; De libero arbitrio, 3, 13, 36: PL 32, 1289. 68 Agustín, De mor. Man., 2, 8, 11: PL 32, 1349s; C. ep. fund., 39: PL 42, 200s; De natura boni, 4: PL 42, 553. m C. advers. legis., 1, 5: PL 42, 607. Cf. Conf., 3, 7, 12, y n. 64, o Gronau (véase n. 53), 119, n. 2. 70 Cf. Tomás de Aquino, Sent. I, 46, 3; S. c. gent., 3, 8; De malo I, 1; S. Th. I, q. 48, a. 1; Leibniz, Theodizee, 29-33.153.378. Pueden encontrarse muchos más datos sobre este tema en el Histor. Worterbuch der Vhilosopbie (a partir de 1970) art. Privation. Algunos autores, como Cayetano (Comentario a S. Th. I-II, q. 71, a. 6; q. 72, a. 1), M. Flacius, J. B. Hirscher (Die christlkhe Moral I [Tubinga 1836] 107), J. E. Kuhn (ThQ 28 [1846] 159s), proponen objeciones a la teoría de la privación por pensar que quita al mal su realidad. 71 Agustín, De civ. Dei, 12, 3; 19, 13, 2: PL 41, 351.641; De lib. arbitrio, 2, 54: PL 32, 1270; Ench., 12: PL 40, 236s; C. Jul. op. imp., 3, 206: PL 44, 1334; Confessiones, 7, 12, 18. Tomás de Aquino, S. c. gent., 3, 12; tf. Th. I, q. 48, a. 3. La idea se encuentra ya en Aristóteles, Etica a Nicómaco, 4, 11; 1126a llss. De aquí se sigue igualmente la consecuencia de que no se da el mal puro, sumo, absoluto, el mal en sí (cf. Agustín, De quaest., 83, 6: PL 40.13). 72 De civitate Dei, 11, 17: PL 41, 331s. 73 S. c. gent., 3, 71. 74 Basilio, Quod Deus non..., 3, 5: PG 31, 333, 337-341; Gregorio de Nisa, Or. caí. magna, 7ss, 9.27s: PG 45, 32.37.41.72s. Cf. Tertuliano, De fuga in persecutione, 4: PL 2, 107; Arnobio, Adv. gentes I, 8: PL 5, 731.
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Las dificultades persisten. De ahí que tuvieran que acudir a las respuestas adicionales enunciadas en último lugar. Y, a pesar de todo, redujeron fundamentalmente el mal físico al moral, e incluso llegaron a afirmar que Dios ha querido y causado el mal físico como defensa contra el mal moral. Pero a cuenta del mal moral se plantea más acuciante aún el problema del «¿de dónde?», que incluye el problema del cómo, por qué y para qué. Vaya en palabras de 75 C. Adamantium, 26: PL 42, 169. Sobre el mal físico como castigo: Basilio, Quod Deus non..., 3s.l0: PG 31, 333.336s.353ss. Gregorio de Nacianzo, Or., 6:16, 16:4s: PG 35, 742s.940s; cf. además Gronau (véase la n. 53), 37s, n. 1, 2. 76 De civitate Dei, 22, 22: PL 41, 784-787. 77 Basilio, Quod Deus non..., 4: PG 31, 49. 78 Puede encontrarse documentación en Gronau, 38. 79 Agustín, Ench., 27: PL 40, 245. Cf. Orígenes, Comm. in Ad Rom., 8, 13: PG 14, 1200. 80 Basilio, Quod Deus non..., 4: PG 31, 336. 81 Agustín, Conf., 7, 13, 19; De ord., 1, 18: PL 32, 986; De civ. Dei, 16, 8, 2: PL 40, 486. Cf. también, por ejemplo, Teodoreto, De provid., 6s: PG 83, 644-685. 82 Así, por ejemplo, Gregorio de Nacianzo, Or., 16:5ss: PG 35, 940-944. 83 Agustín, C. Secundinum Manich., 15: PL 42, 591. 84 Gregorio de Nacianzo, Ep., 36 (PG 37, 77): «Estoy persuadido de que no hay nada irracional para la suma razón, aunque a nosotros nos lo pueda parecer»; Ep., 244 (ibíd., 385); Boecio, De consolat. philos., 4, prosa 6 (PL 63, 818). Agustín podría estar hablando a los hombres de nuestro tiempo, que respetan con todo cuidado los campos de cada especialista: «In officina non audet homo vituperare fabrum, et audet reprehenderé in hoc mundo Deum!» (In Ps., 148:12 [PL 37, 1946]). 85 Documentación de citas en Gronau (véase la n. 53), 40ss.
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Justino la respuesta que el primitivo cristianismo consideró definitiva: «Lo que el hombre hace o padece no lo hace o padece por la ley del destino: libremente hace cada cual el bien o el mal» 86 . Pues «Dios ha creado al hombre libre y dueño de sus actos» 87 . Ahí radica para muchos Padres de la Iglesia la dignidad que da al hombre el ser imagen de Dios 88 . El «dios en pequeño» que es el hombre descarga de culpa a su Dios grande y creador: «No, Dios no tiene la culpa de los males presentes: Dios te ha dado una naturaleza libre de ataduras y extrañas esclavitudes. La culpa la tiene tu desacierto al elegir lo peor en lugar de lo mejor» 89 . «La voluntad de cada uno tiene la culpa de la xaxícc que en él hay: es lo xccocóv; xccxá son también las acciones que de ahí proceden; fuera de eso, nada es para nosotros estrictamente ooaxóv» 90 . Y Ambrosio: «Intus est adversarius» 91. Orígenes llega incluso a remontar a su libre decisión original la desigualdad natural de las criaturas espirituales que Dios hubo de crear con las mismísimas oportunidades 92 . Y lo que Orígenes plantea protológicamente, lo transfiere Clemente de Alejandría escatológicamente (al menos de palabra): el alcance de la libertad humana es tal que Dios «quiere que nos salvemos por nosotros mismos» 9i. Así de optimistas son los griegos al querer explicar el destino del hombre y del mundo, tanto en el bien como en el mal, a base de la libertad de la criatura. La fundamentación más honda la da Ireneo: Dios quiere que los hombres cumplan su querer libremente; no quiere que se vean obligados al bien por la fuerza9*. Pues «para Dios no cuenta la fuerza» 95. Lo que distingue al hombre del animal es que el hombre obra libremente, no por impulso natural; el honor de ser hombre no debe recibirlo como un niño: debe hacerlo suyo por decisión propia en las experiencias de su vida, de tal modo que «tándem aliquando maturus fiat homo, in tantis maturescens ad videndum et capiendum Deum» 96 . Ahora bien, es el ingreso de la Palabra de Dios en nuestra carne lo que abre la escuela donde el niño que es el hombre puede
llegar a ser hombre adulto en libertad 97 . Ir contra esto es ser más irracional que los animales. Es algo que sólo pueden hacer aquellos que «quieren ser iguales a Dios ya antes de hacerse hombres». El orden correcto es el siguiente: «primo quidem homines, tune demum dii» 98 . La hominización del hombre es cosa de su libertad, de que responsablemente construya su futuro. La apropiación de su identidad creada a imagen de Dios, oportunidad que sólo el hombre tiene, y mucho más la apropiación de la vida divina que se le ofrece como nueva creación, está presuponiendo la libertad. Una libertad que no sea Dios mismo no puede divinizarse sino a través de sí misma. La mediación la proporciona Jesucristo, «quien por su desmesurado amor se ha hecho lo que nosotros somos, para colmarnos (perficeret) haciéndonos lo que él mismo es» 99 . La comunidad de destino con Jesucristo aparece en el horizonte de la patrística como el argumento cristiano de la teodicea. También Tertuliano insistió en que Dios respeta la libertad humana, incluso cuando ésta se desvía hacia el mal. Tanto cuenta la libertad para Tertuliano, que llegó a sacar la consecuencia deísta de que una intervención de Dios que preservara al hombre del pecado acabaría con la libertad 10°. Y esto sería así aun cuando la acción de Dios al intervenir fuera adicional y secundaria. No sería así, en cambio, si la intervención de Dios se entiende de modo más moderado: el Dios libre, eterno y trascendente puede orientar constantemente a la libertad creada, que se libera a sí misma, para que sea buena y obre bien y sin pecado (es lo que la teología, siguiendo aquello de la praedefinitio formalis, acepta como excepcional en el caso histórico-salvífico fundamental de Jesús y también de María 101 ) 102 . A la vista de esta posibilidad especulativa se
86 Apol., 2, 7: PG 6, 456. Cf. Metodio de Olimpia, Conviv. 10 virginum, 8, 16: PG 18, 168-175. Sobre el tema siguiente puede verse C. Tresmontant, La métaphysique du christianistne et la naissance de la philos. chrétienne (París 1961) 650-691; Gronau, 64-87, y especialmente 82ss. 87 Teófilo de Alejandría, Ad Autolycum, 2, 27: PG 6, 1096. Cf. Taciano, Or. ad Graecos, 7: PG 6, 820. Gregorio de Nisa llama a la voluntad humana áSéroioTov... xai ame%ovaioy, iSíoi? fte\r]\iaovv avxoxQaxoQixmc, bioixovix,évr\v (De opificio hotninis, 4: PG 44, 136; cf. ib'td., 16: 184). 88 Así, por ejemplo, Ireneo, Adv. Haer., 4, 4, 3: PG 7, 983; Cirilo de Jerusalén, Catequesis, 4:18: PG 33, 477; cf. también Tertuliano, Adv. Marc, 2, 5s: PL 2, 290ss. 89 Gregorio de Nisa, Or. cat. magna, 5: PG 45, 25; cf. ib'td., 30: 47; puede verse también C. Eunomium, Is: PG 45, 277.532; De hom. opif., 4: PG 44, 136; In cántica cant., 5: PG 44, 877; De professione christ.: PG 46, 248. Cf. I. Kant: «La historia de la naturaleza comienza, por tanto, por el bien, puesto que es obra de Dios; la historia de la libertad comienza por el mal, puesto que es obra del hombre» (Mutmassl. Anfang der Menscbengeschichte; ed. de Weischedel, VI, 93). 90 Orígenes, C. Celsum, 4, 66: PG 11, 1133; cf. De princ, 2, 9, 2: PG 11, 226. 91 Hexaemeron, 1, 8, 31: PL 14, 151. 92 De princ, 2, 9, 6: PG 11, 230s. 93 Stromata, 6, 12: PG 9, 317. 94 Adv. Haer., 4, 37: PG 7, 1099-1104, especialmente 4, 37, 6: 1103. 95 Bía frscp oí) 3teóoeoTiv (ibíd., 4, 37, 1: 1099). Cf. 4, 39, 3: 1111: «Dios no fuerza a nadie». Puede verse igualmente Basilio, Quod Deus non..., 7: PG 31, 345: ©sai... ov TÓ T|vayj«icínÉ-vov Soicoírv vmoX,vWz,a<; TTIV ávfrQtojTÍvriv qn'iaiv; cf. De hom opificio, 16: PG 44, 184. 96 Adv. Haer, 4, 37, 7: PG 7, 1104.
57 Ibíd., 4, 38: 1105-1109. Empleando un lenguaje muy plástico, Ireneo nos dice drásticamente que los hombres deberían ser «quasi a mamilla carnis eius enutriti et per talem lactationem assueti manducare et bibere Verbum Dei» (4, 38, 1: 1105). Y también: «coinfantiatum est homini Verbum Dei... propter hominis infantiam» (4, 38, 1: 1107). Cf. Tresmontant (véase la n. 86), 657-664. 98 Ibíd., 4, 38, 4: 1109. 99 Ibíd., 5, prólogo: 1120. 100 Adv. Marcionem, 2, 7: PL 2, 293: «...Si enim intercessisset, rescidisset arbitrii libertatem... O Dominum futilem... Cur permiserat liberum arbitrium, si intercedit? cur intercedit, si permittit?». 101 Véase MS III, 434ss. 102 Esta preservación del pecado por parte de Dios no significaría que el hombre debía ser creado en estado de perfección natural, tal como parece pensar Ireneo (Adv. Haer., 4, 48) o, en nuestros días, Ch. Journet (Vom Geheimnis des Übels [Essen 1963] 177); tampoco convertiría en estado permanente algo fuera de lo normal (en el orden actual eso es lo que sería de hecho) y en contra de la naturaleza de las cosas: Journet, 196. Sobre el tema principal, santo Tomás dice por una parte: «Si se da una capacidad libre de elección, es necesario que la criatura pueda afirmar o negar la causa de la que depende» (Sent., 2, 23, 1, 1); y también: «Esta naturaleza, que puede pecar y no pecar, es buena» (Sent., 2, 23, 1, 2). Tomás da una respuesta afirmativa a la pregunta «¿Debía permitir Dios la tentación o el pecado del hombre?», aunque los argumentos que emplea, tomados de la perspectiva total, no son muy convincentes. Por otra parte, reconoce que «la criatura sería mejor si respondiera siempre positivamente a Dios» (De ver., 24, 1 ad 16), e incluso «todo el género humano sería mejor si ningún hombre hubiera pecado» (Sent., 1, 46, 1, 3 ad 6); y Dios podría, «mediante su gracia», hacer que el hombre no cometiera pecado respetando su libertad (S. Th. I, q. 63, a. 1; cf. De ver., 24, 9; S. Th. I-II, q. 79, a. 1). Agustín (De civ. Dei, 14, 27: PL 41, 438): «Quis enim audeat credere aut dicere, ut ñeque ángelus ñeque homo caderet, in Dei potestate non fuisse?» (cf. De agone Christ., 11: PL 40, 297). Algunos predicadores deberían tener más cuidado al hacer sus argumentos y apelar a la libertad del hombre que tiene que ser
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agudiza el problema de por qué existe el mal moral, el pecado del hombre. Pero, incluso prescindiendo de esa teoría, parece que lo que al definir el mal como privación no se lograba sino negativamente se logra positivamente al remitirlo al mal uso humano de la libertad 103 : descargar a Dios de toda causalidad y de toda culpa en la existencia del mal. Pero aun así sigue siendo verdad que Dios ha permitido que haya mal en el mundo. ¿Por qué? Este concepto de emergencia que es el de permisión era desconocido para los semitas, lo cual explica que el AT no matice y atribuya todo el mal indistintamente a Dios 104. El concepto de permisión navega entre las dos negaciones siguientes: Dios no quiere que exista el mal (eso iría contra su santidad) ni quiere que no exista (pues entonces no existiría el mal). Dios no impide lo que podría impedir. Es decir, Dios quiere permitir que exista el mal. «Et hoc est bonum» 105. Resulta así —como vio muy bien Agustín I06— que el mal, aun siendo contra la voluntad de Dios, no queda al margen de la misma, sino integrado en una voluntad permisiva indirecta. Pero ello vuelve a plantear el problema del porqué. El neoplatónico Plotino piensa que el poder máximo consiste en utilizar el mal para el bien ltn. La patrística no le anda a la zaga en osadía y en énfasis. Para Gregorio de Nisa «es tal la sabiduría de Dios, que puede utilizar incluso el mal para fomentar el bien» 108. Agustín piensa que Dios —de un modo excesivamente directo y drástico m— saca bien del mal: Dios puede «bene
respetada por el mismo Dios (con necesidad hipotética, desde el momento en que ha creado al hombre dotado de libertad). En todo caso, podemos decir que si Dios crea criaturas espirituales, es preciso que puedan responder afirmativa y libremente a Dios; porque el amor no se puede lograr por coacción. (Bibliografía en Journet, 172, n. 314). N. Berdjajew (en Óstliches Christentum II, [Munich 1925] 259): «Dios necesita la libertad del hombre, la libertad del mundo». En esto consiste el misterio de su amor (y de todo amor). 103 Si apelamos a la tentación del demonio, no hacemos sino retrasar la solución del problema: Gronau (véase la n. 53), 92-95. 104 Además de Is 45,7 (véase la n. 61), cf. Ex 4,21; 7,3 (Rom 9,18); Is 54,16; 6,9s (Jn 12,39); Miq 1,12; Am 3,6; Dt 32,39; Lam 3,27s; Ecl 7,14. En cambio, cf. Ez 33,11 y Sant 1,13. Según E. Schillebeeckx (Gott in Welt II, 87.84s), la «permisión» no es sino «un balbuceo infantil» (?) para tratar de expresar «la trascendencia divina por encima del pecado»; cf. ibíd., 90, n. 68: «La permisión divina del pecado, expresada de manera positiva, no es sino amor redentor». 105 Tomás, S. Th. I, q. 19, a. 9 ad 3; cf. De malo, 2, 1. Agustín no distingue tanto los matices: «Está bien que no haya solamente cosas buenas, sino también malas» (Ench., 96: PL 40, 276). 106 Ench., 100 (PL 40, 279): «Nihil fieri praeter voluntatem Dei, etiam dum fit contra eius voluntatem». De ordine, 1, 7, 18 (PL 32, 986): «Nec praeter ordinem sunt mala, quae non diligit Deus, et ipsum tamen ordinem diligit». De corrept. et gratia, 43 (PL 44, 942): «Etiam de his enim qui faciunt quae non vult, facit quae vult». De praedest. sanct., 16 (PL 44, 984): «...ut hinc etiam quod faciunt contra voluntatem Dei non impleatur nisi voluntas Dei». Ench., 95 (PL 40, 276); De civ. Dei, 11, 17; 22, 2 (PL 41, 332, 752s). Calvino anula toda diferencia entre el querer directamente y el mero permitir: «¿Por qué otra razón va a permitir algo si no es'porque lo quiere así?» (Institutiones christ. religionis III, 23, 8). Algo semejante hacen Bayo y los jansenistas (cf. G. Fourure [véase bibliografía], 41-64, y más adelante, la n. 125). m Enéadas, 1, 8, 1; 2, 3, 5; 3, 2, 5; 4, 8, 7. 108 De infantibus qui praemature abripiuntur (PG 46, 189). 109 Tomás explica que el bien nace indirectamente «del» mal: el mal no es la causa, sino únicamente la occasio del bien (Sent., 1, 46, 1, 2-4; S. Th. I, q. 19, a. 9 ad ls: «per accidens»). Sobre la opinión de que es bueno que exista el mal (cf. la n. 105): «hoc non recte dicitur», dice Tomás (S. Th. I, q. 19, a. 9 ad 1).
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utens et malis, de malis bene faceré» . «Et in malis operibus nostris Dei bona opera sunt» m . Ahora bien: ¿en qué consiste ese bien mayor que Dios «saca» de permitir el mal? m . Las respuestas se quedan muy cortas o no pasan de un individualismo moralista. Así, por ejemplo, reconoce el hombre su debilidad y, al ser salvado por la gracia, se hace cargo de la magnitud y del poder de la misma, ama más el bien y, luchando contra el mal, ejercita su obediencia a Dios 113. Otra respuesta: sólo sobre la pantalla del mal se puede caer en la cuenta de lo que realmente es el bien 114 o, al menos, de lo que son determinadas virtudes como el arrepentimiento, la paciencia durante la persecución, etc. 115 . Así, por ejemplo, el negar al Señor le sirvió a Pedro para ganar en conocimiento y en humildad u ó . Sólo raras veces aparece con claridad la gran teodicea cristológica del NT, como cuando Ireneo escribe que Dios proyectó «primum animalem hominem, videlicet ut a spirituali salvaretur» 117 ; o cuando Ambrosio enuncia el tema del Exultet: Adán cayó «ut redimeretur a Christo. Félix ruina, quae reparatur in melius» m; o cuando Cirilo de Alejandría escribe que «mucho mejor» que la edad en que el primer Adán estaba aún sin culpa es la edad de Cristo, segundo Adán, «quien transforma el género humano con la novedad de la vida en el Espíritu a partir del destino que pesaba sobre él» 119. Agustín piensa que Dios quiso que la mala voluntad del hombre —al permitirla, muestra Dios «quantum boni sua gratia valeret» °°—, «en vez de dejar sin objeto su omnipotencia, sirviera para colmarla» m. Y León Magno escribe: «Con la gracia inefable de Cristo hemos conseguido mucho más de lo que habíamos perdido por la envidia del demonio», pues «quo praecessit gloria capitis, eo spes vocatur et corporis» m . Los pronunciamientos del magisterio que vale la pena citar aquí no aportan nuevos elementos de juicio. Condenan el fatalismo 123 y condenan que las ac110 Enchiridion, 100.27: PL 40, 279.245. Ibíd., 104: 281: «ut bene ipse faceret etiam de male faciente». De agone christ., 7: PL 40, 294: «et de bonis et de malis bene facit Deus». Ep., 166:15: PL 33, 727: «multa bona Deum faceré etiam de nostris malis et nostris peccatis». De civ. Dei., 14, 27; 22, 1: PL 41, 438.751. 111 De música, 6, 30: PL 32, 1180. 112 Tomas (Sent., 2, 29, 1, 3 ad 4): «Deus ex malo semper maius bonum elicit...». Tomás, S. Th. I, q. 2, a. 3 ad 3. Pedro Lombardo (Sent., 2, 1, 82), y también Alejandro de Hales en su comentario a dicho pasaje: «quod non permitteret Deus mala fieri, nisi ex eis bonum eliceret». 113 Ireneo, Adv. Haer., 3, 20; 4, 37, 7; 39, 1; 5, 3, 1: PG 7, 942-945.1104.1109s. 1128s. 4 " Ibíd., 4, 39, 1: 1110: «Disciplinam autem boni quemadmodum habere potuisset, ignorans quod ei contrarium?». Lactancio, De ira Dei, 13: PL 7, 120; Institutiones div, 5, 7: PL 6, 570s. Agustín, De ordine I, 18: PL 32, 986; De civ. Dei, 11, 18: PL 115 41, 332. Agustín, De civ. Dei, 18, 5: PL 41, 613; Sermo, 301:5s: PL 38, 1382s; In ]oann, 1, 14s: PL 35, 1386s. Tomás de Aquino, S. Th. I, q. 22, a. 2 ad 2; 48, 2 ad 3. 1,6 Agustín, Sermo, 285:3: PL 38, 1294s. 117 Adv. Haer., 3, 22, 3: PG 7, 958. Ibíd., 3, 20, 1: 942: «Magnanimus igitur fuit Deus deficiente nomine, eam, que per Verbum esset, victoriam reddendam ei praevidens». 118 In Ps., 39:21: PL 14, 1065. Cf. Tomás, muy mesurado: S. Th. III, q. 1, a. 3 ad 3. 115 De adoratione..., 17: PG 68, 1076. 120 De civ. Dei, 14, 27: PL 41, 438. Ibíd., 22, 1: 752: Dios, movido por su misericordia, va reuniendo de entre la humanidad pecadora un pueblo numeroso como para llenar el vacío producido por la caída de los ángeles y completar así la cifra «quizá todavía mayor» de los ciudadanos de la ciudad eterna. 121 Ench., 104: PL 40, 281. 122 Sermo, ll-A: PL 54, 396. 12J DS 459, contra los priscilianistas.
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ciones malas del hombre se atribuyan a Dios del mismo modo que las buenas m; condenan también la ecuación pura y simple de sufrimiento = castigo por el pecado 125. Rechazan asimismo ciertas concepciones según las cuales el mal o el diablo son sustancias o naturalezas originariamente malas 12
DS 1556 (Trento): «permissive tantumi». DS 1972, contra Bayo; DS 2470, contra Quesnel. 126 DS 286.325.457s.797.800.874.1078.1333. 127 DS 461-464.718.802.1012. 128 Cf. sobre el tema que sigue L. Bouyer, Le probléme du mal dans le christianisme antique: «Dieu vivant» 6 (1946) 15-42. Se trata de un excelente trabajo sobre el NT que, sin embargo, requeriría cierta desmitologización: cf. k visión de conjunto centrada en la caída de Satán, pp. 41s (y la controversia Sertillanges-Bouyer, ibíd., 8 [1948] 131-137, así como en L.-B. Geiger [véase la bibliografía] 281-286). 129 Es el nombre característico de Jesús en los sinópticos (fuera de ellos sólo aparece130en Hch 7,56). Cf. Me 1,12, según el cual «el Espíritu le impulsó al desierto», para ser tentado (por lo demás, la palabra gxpáUei/v es el término técnico empleado para la expulsión de demonios). El Espíritu de Dios es también el soplo del comienzo de la creación: Gn 1,2; 2,7.
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que denotan de muchos modos la constitución pecaminosa del mundo. Le 1,32 131 pone esta tarea en relación directa con el destino propio de Jesús. Cuando los fariseos objetan que él expulsa a los «demonios inferiores» por cuenta del jefe de los demonios, Jesús replica asegurando que él expulsa los demonios por medio del Espíritu de Dios: el más fuerte vence al fuerte. Negarse a reconocerlo sería pecar contra el Espíritu Santo (Me 3,22-30; Mt 12,22-32; Le 11,14-23), pues eso sería negar de plano la venida del reino de Dios, que no excluye la paciencia de dejar crecer el bien y el mal juntos (Mt 13,24-30). Jesús fue a Jerusalén a «hacerse bautizar con un bautismo» que era su muerte: «vio cómo Satán caía del cielo como un rayo» (Le 12,50; 10,18). Para Pablo, el mundo sin Cristo está en manos de poderes malignos. Sus divisas se llaman «esclavitud» 132 y «enemistad» 133. La ira de Dios gravita sobre el mundo y el hombre 134 . «Todos éramos por naturaleza (cpúcrsi) hijos de ira» (Ef 2,3). De esta divisa que llevamos marcada a fuego resulta para Pablo el sentido de las palabras «carne» 135 y «mundo» 136. La aspiración de la carne es la muerte (Rom 8,6ss); está la carne vendida al pecado (Rom 7,14), que en ella vive (Rom 7,17.20.24). La muerte vino al mundo a raíz del pecado (Rom 5,12. 14). El pecado reina a base de la muerte, reina con la muerte, que es su sueldo (Rom 5,17.21; 6,23). Los hombres son los esclavos del pecado camino de la muerte (Rom 6,16). Estos poderes básicos del mal —pecado y muerte— tienen su Siaxovux (2 Cor 3,7; Gal 2,17), sus instrumentos y órganos, sus medios y radios de acción. Son poderes sectoriales, tendenciales. Quienes mantienen al mundo esclavizado y enemigo de Dios son los «dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6,12 m), «los príncipes de este eón» (1 Cor 2,8 m), «los dioses que en realidad no lo son» (Gal 4,8), «los elementos del mundo», T A CTTOIXSWX IOV xóffpiou (Gal 4,3.9; Col 2,8.20). A estos poderes de la naturaleza «estábamos nosotros esclavizados cuando todavía éramos menores de edad» (Gal 4,3), como los paganos de entonces (y de todos los tiempos). Esclavizados a divinidades astrales, a una fe en destinos astrológicos (cf. Gal 4,10). E Israel, que había sido liberado por su Dios y Creador de los poderes naturales del mundo 139, cayó voluntariamente en una nueva esclavitud: la esclavitud de la ley m. Cristo nos ha liberado de estas redes que esclavizan y que ponen al hombre en contradicción con Dios y consigo mismo (Gal 4,1-11; Col 2,8-23). Entonces se puso de manifiesto lo despreciable de esos poderes elementales que nos escla131 Al recibir la noticia de que Herodes trata de matarle, dice Jesús: «Id a decir a ese zorro: Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y el tercer día tendré terminada mí obra». 132 Aovloc, y derivados: Rom 6,6.16-20 (siete veces); 8,15.21; Gal 4,3.8s.24s; 5,1. 133 "Ex©oa, etc.: Rom 5,10; 8,7; 1 Cor 15,26; Col 1,21; Ef 2,14.16. 134 Rom 1,18; 2,5.8; 3,5; 4,15; 5,9; 9,22; Col 3,6; Ef 5,6. 135 Rom 7,15-25; Gal 5,19; Ef 2,3; Col 2,18.23. 136 1 Cor 1,20; 3,19; 6,2; 11,32. 137 En el mismo pasaje: «Los principados, las potestades..., los espíritus del mal, que están en las alturas». Col 1,13: «el poder de las tinieblas». 138 Cf. también, sin distinguir con precisión si son buenos o malos: Rom 8,38s; 1 Cor 15,24; Col 1,16; 2,10.15; Ef 1,21; 3,10; 1 Pe 3,22. En singular, en 1 Cor 2,12: «el espíritu del mundo»; Ef 2,2: «el príncipe del imperio del aire: el espíritu que actúa ahora en los rebeldes», y en 2 Cor 4,4: «el dios de este eón». Cf. el «Señor del mundo»: Jn 12,31; 14,30; 16,11. 139 Cf. Dt 4,19; 32,8s, etc. Véase MS II, 375. Más detalles sobre la concepción de los ángeles de las naciones pueden encontrarse en G. Baumbach, Das Verstandnis des Bósen in den synoptischen Evangelien (Berlín 1963) 173s. 140 Gal 3s; Rom 2s; 4,15; 5,21; 7,8, etc. Cf. Gal 3,19; Hch 7,35.38.53; Heb 2,2.5: la ley vino únicamente por medio de «ángeles», o sea, de seres de categoría inferior.
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vizaban (Gal 4,9). «Cristo nos ha liberado para la libertad» (Gal 5,1; cf. v. 13). Cristo ha acabado con la enemistad (Ef 2,14), nos ha salvado de la cólera (Rom 5,9; 1 Tes 1,10), ha aniquilado la muerte (1 Cor 15,26). «Dios envió a su propio Hijo en una condición como la nuestra pecadora, para el asunto del pecado y en su carne mortal sentenció contra el pecado» (Rom 8,3). Cristo «abolió en su carne la ley de los minuciosos preceptos (TOV vójxov TWV EVTOXWV év SóypatoTÍa, es aXr\&eia-\\>evboc,; cf. Jn 8,31-59; 1 Jn 1,6; 2,21s.27; 4,6. 143 Jn 1,10; 14,17.27; 15,18s; 16,8.20.33; 17,9.14ss.25; 18,36; 1 Jn 2,15ss; 4,3ss; 5,4. 144 Cf. ibld., v. 6: espíritu de la verdad-espíritu del error; v. 3: espíritu del anticristo. 145 R. Prenter, Schópfung und Erlósung (Gotinga 1958) 186; cf. L. Scheffczyk, Schópfung und Vorsehung (Friburgo de Br. 1963) 19. 146 R. Bultmann, Theologie des NT (Tubinga 51965) 175-186. 147 L. Bouyer (véase la n. 128), 31.
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Cristo, que murió por todos para que todos vivan (2 Cor 5,15), vino a ser, por el sacrificio expiatorio de su sangre (Rom 3,25), el «Siervo de Dios» de la alianza nueva y eterna, cumpliendo la visión del Déutero-Isaías 148 con un realismo cruel (y en el banquete sacrificial «incruento» de la eucaristía 149 ). El es el «macho cabrío» que lleva sobre sí todas las iniquidades (Lv 16,22); y al igual que las ofrendas propiciatorias por los pecados eran quemadas fuera del campamento, «Jesús padeció también fuera del campamento para santificar al pueblo con su sangre» (Heb 13,lls), pues «era preciso que aquel por quien es todo y para quien es todo llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación» (Heb 2,10; cf. 5,9; 12,2). Entonces se produjo «de una vez para siempre» «el cumplimiento de los tiempos» (Heb 10,26). En Cristo tenemos definitiva y umversalmente (cf. Ef l,3ss) la bendición que Dios había prometido a Abrahán y a todas las familias de la tierra. Se ha levantado la maldición que pesaba en todo el ámbito de la historia (Gn 12,1-3) ,50 . Por más que sea aún mucho lo que pudiera decirse sobre el cumplimiento de toda la promesa del AT en el Mesías Jesús 151, añadamos nada más que Jesús recapitula todo el destino adámico del hombre y del mundo: «Todo lo que Cristo vive —tentación, cruz, muerte, resurrección— lo vive porque la humanidad entera se encuentra en la situación descrita por Gn 1-3, y porque esa situación es antinatural» 152. La carta a los Hebreos destaca que el destino de Jesús es común con nuestro destino humano 153 y engarza así toda la economía de la redención: «Así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, esto es, al diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a la esclavitud» (Heb 2,14s; cf. 2 Tim 1,10; Rom 4,25; 1 Cor 15,26.54-57). Por eso Jesús «tuvo que» (con Le 24,26) asumir la forma de siervo (Flp 2,7), la carne de pecado (Rom 8,3) hasta «la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8). ¿Estamos integrando todos los testimonios bíblicos cuando afirmamos que eso ocurrió como simple consecuencia de la situación del mundo creada por el pecado del hombre? En función de la constitución fundamental del mundo, caído por el pecado en el sufrimiento y en la muerte, viene a añadirse la situación histórica concreta, política, religiosa, etc., de la vida y de la obra de Jesús, en Palestina, en tiempos de Augusto. El entramado básico de la historia de la salvación podemos seguirlo a base de este teologúmeno: si el estado paradisíaco del hombre hubiera (sido y) seguido siendo realidad, las estructuras y funciones de la vida natural del hombre, incluido su desarrollo histórico y cultural, habrían sido la expresión inmediata de su relación con Dios, de su participación en la vida de Dios. Habrían sido sacratnentum naturale en el sentido más pleno del término. Concepción y nacimiento habrían comunicado a la vez la vida humana y la vida divina. La necesidad de un sacramento de regeneración es la consecuencia de la distancia entre creación y alianza, entre naturaleza y gracia a raíz del pecado I54. El mundo sano sería ya por eso mismo el mundo santo. 148 Véase supra, pp. 992s. Cf. Mt 8,17; 12,18-21; Hch 8,32-35; Rom 4,25; Heb 7, 21; 1 Pe 2,22-25. Puede verse además Le 2,32 con Is 42,6; 49,6; 46,13. Mt 20,28; 26,28 con Is 53,lls. Le 22,37 con Is 53,1.9. 149 Cf. en los relatos de la Cena el toreo ú(icov (Le 22,19s; 1 Cor 11,24) o el TOQ!/ ÚJIEQ JIOMCOV (Mt 26,28; Me 14,24) y las reminiscencias de Jr 31,31-34 y Ex 24,8. •* Cf. N. Lohfink (véase la n. 25), 95-99. 151 Véase supra, cap. III. 152 G. Wingren, Schópfung und Gesetz (Gotinga 1960) 114, n. 59. 153 Véase Heb 2,14-18; 4,14ss; 5,7-10! 154 Cf. G. Muschalek, en MS II, 457-465.
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ACONTECIMIENTO CRISTO Y TEODICEA
Los aspectos luminosos de la vida del hombre (no habría más que aspectos luminosos), con todo lo que tienen de gozo y felicidad, serían el signo y el efecto claro y poderoso de la bondad del Dios trino. La gracia sería la gloria de la naturaleza. La salvación sería directa. Pero las funciones básicas de la relación radical del mundo con Dios están trastrocadas en el estado del mundo después del pecado. Las fuerzas de la naturaleza y de la historia, usadas y «abusadas» por el pecado, han quedado privadas de su transparencia salvífica. Han venido a ser potencias no divinas neutrales, incluso tendencialmente malas y antidivinas. Lo natural inmediato ha quedado afectado. Por el pecado ha quedado pervertido desde el principio y es algo desde entonces cada vez más pervertible. La nueva salvación sólo puede producirse en el ámbito y por medio de los órganos de eso mismo que es contrario a la primera realidad gozosa y feliz: la nueva salvación sólo puede producirse en la muerte y en el sufrimiento, por la muerte y por el sufrimiento. Por la aceptación y superación libres de la muerte y del sufrimiento. Sólo la libertad de esa aceptación vencedora de los antagonistas del bien inicial puede crear una nueva transparencia: es la nueva sacramentalidad indirecta de la salvación. Los factores de desgracia de la existencia, y sólo ellos, esos factores que no se buscan ni se aceptan por sí mismos, pueden ser los claros indicativos de una voluntad de gracia («transignificación»). Esto es lo que ocurrió cuando Jesús, «en lugar del gozo que se le ofrecía, cargó con la cruz» (Heb 12,2), cuando afrontó su destino sufriente y mortal dejando bien en claro que lo hacía libremente (cf. Mt 26,52ss; Le 9,51; Jn 10,17s; 11,7-10; 18,6ss). El poder redentor no puede ya lograr sus efectos más que a través de lo antagónico de la existencia desgraciada («transfinalización»). Esto es así porque Cristo, con una potencia infinita, se metió dentro de aquellos factores de desgracia sin perder su divinidad: se hace maldición, pecado, muerte; y al hacerse maldición, pecado y muerte, salva de la maldición, del pecado y de la muerte. El estatuto de la redención del pecado es el estatuto de la salvación indirecta155. (¿No es, según eso, el cristianismo la religión de la grande o de la pequeña «oposición», siempre renovada, de un bien entendido nos autem contra?). La gracia es la cruz de la naturaleza.
gracia misma radicaliza estas... formas naturales de crucifixión y las convierte en forma privilegiada de gracia» (291). Al problema de «cómo puede la gracia, siendo como es una magnitud que tiende a la transfiguración, producir infralapsariamente la radicalización de las fuerzas contrarias a la transfiguración» (293), responde T. D.: 1) Al ser la gracia, sobrenatural como es, gracia que transfigura, puede ser gracia que crucifica (es decir, que radicaliza la situación humana de crucifixión): en y por esa crucifixión es culminación, despojo de la naturaleza misma. 2) La gracia debe presentarse como cruz si Dios quiere lograr la salvación de la humanidad como humanidad pecadora, en contra del sufrimiento y de la muerte como expresión y culminación del pecado: «debe tomar la misma forma que al pecado le sirve para encarnarse, si quiere alcanzar la forma de gracia victoriosa del pecador en la familia pecadora y redimida de Adán y de Jesucristo» (300). Su concreción última la hallan estos enunciados sobre la cruz como sacramento de la gracia en el Cristo crucificado y resucitado, quien es la culminación intrínseca y, sin embargo, gratuita de la familia de Adán. La Iglesia con sus sacramentos es el ámbito activo de la presencia permanente de Jesucristo y de la conexión de todo destino cristiano con el destino de Jesucristo. En resumen: «Una intervención interna de la gracia crucifica a la naturaleza, aunque sin destruirla, en una situación radicalizada de muerte. Pero esa crucifixión es a la vez la culminación de la naturaleza: es una forma sacramental de la victoria de Dios, tal que en ella Dios se abre y se entrega a la persona humana» (312). «La cruz es el imponente signo del misterio que es Dios en el hombre» (314). Se impone echar en este momento un rápido vistazo retrospectivo a la tradición cristiana primitiva. Ahora adquiere todo su relieve la frase de Agustín: «Matado por la muerte, mató a la muerte» 1SJ. Esto es «lo nuevo»: que al morir Dios en la carne, comunicó a la carne su vida 1S8. La liturgia pascual de la Iglesia alaba al Dios que salva por el madero de la cruz: «ut unde mors oriebatur, inde vita resurgeret; et qui in ligno vincebat, in ligno quoque vinceretur», y «mortem nostram moriendo destruxit et vitam resurgendo reparavit» (Prefacio de la Cruz); «dux vitae mortuus regnat vivus» (Himno). Drásticamente escenificaron los misterios medievales cómo los poderes del inframundo fracasaron en el momento preciso en que creyeron haber triunfado del crucificado, cuando el tonto del diablo —él, tan astuto...— y la voraz muerte se aferraron mortal-
Siguiendo en gran parte a K. Rahner, J. Terán Dutari I 5 6 da una interpretación teológica de este topos. Las formas básicas que puede adoptar la crucifixión del hombre son la muerte y —como comienzo y preparación suya— la pasión; ambas «consisten esencialmente en que lo que viene dado por la naturaleza, o lo que se le añade desde fuera, se coloca fuera del alcance de la disponibilidad total de la persona» (289). «La gracia infralapsaria afecta tan íntimamente a la constitución básica de la naturaleza que a su principio de crucifixión se le abre un camino mucho más que expedito; le da la paradójica propiedad de ser principio de vida y de transfiguración»: «la muerte y la pasión, crucifixión de la naturaleza, son elevadas por la gracia a crucifixión redentora»; «la 155 Los «rectos caminos del Señor» (Hch 13,10 siguiendo a Os 14,9) son senderos indirectos a la vez que santos y necesarios desde el punto de vista histórico-salvífico. En esto consiste ese «camino nuevo y vivificantes»: a través de la carne de Jesús (Heb 10,20). El maestro Eckhart lo llama «camino silvestre de la divinidad», según A. Auer, Leidenstheologie des Mittelalters (Salzburgo 1947) 56. En nuestros días lo expresaríamos con el refrán castellano que ha puesto Paul Claudel en la primera página de su obra El zapato de raso: «Dios escribe derecho con líneas torcidas». 156 Sobre la visión teológica de la gracia como cruz de la naturaleza: ZKTh 88 (1966) 283-314. Cf. también W. Kern: GuL 32 (1959) 58s, y LThK X (1965) 434s. Sobre el tema de la estructura de cruz que tiene la gracia en el AT, cf. E. Przywara, Alter und Neuer Bund (Viena 1965): «El 'escándalo de Dios y la cruz'... es la esencia de la analogía fidei entre el Antiguo y el Nuevo Testamento» (531).
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157 In Ioannis Evang., 12, lOs: PL 35, 1489: «Descendit enim et mortuus est, et ipse morte sua liberavit nos a morte: morte occisus, mortem occidit... Mortem suscepit, 158et mortem suspenda in cruce; et de ipsa morte liberantur mortales». Sermo, 350:1: PL 39, 1533: «lile enim, qui venit per crucis irrisionem carnis perimere corruptionem et vetustatem vinculi mortis nostrae suae mortis novitate dissolvere, mandato novo fecit hominem novum. Res enim vetus erat, ut homo moreretur. Quod ne semper valeret in homine, res nova facta est, ut Deus moreretur. Sed quia in carne mortuus est, non in divinitate, per sempiternam vitam divinitatis non permisit esse sempiternum interitum carnis». Cf. Confess., 4, 12, 19: «Et descendit huc (al reino de los muertos) ipsa vita nostra et tulit mortem nostram et occidit eam de abundantia vitae suae». Sermo ined. (edición de Morin, 21, 1): El diablo se alegró cuando consiguió llevar a la muerte al primer hombre gracias a su dominio de la tentación; pero, al matar al último hombre, hasta ese mismo primer hombre se libró de sus anillos. Ambrosio, De excessu..., 2, 46: PL 16, 1385: «Mors eius vita est omnium... immortalitatem mors sola quaesivit, atque ipsa se mors redemit». El mismo autor, en De fuga saeculi, 7, 44: PL 14, 618: «Suscepit Jesús carnem, ut maledictum carnis peccatricis aboleret; et factus est pro nobis maledictum, ut benedictio absorberet maledictionem, íntegritas peccatum, indulgentia sententiam, vita mortem». Jerónimo, Ep., 75:1: PL 22, 686: «Ideoque et mortuus est, ut mors illius morte moreretur». Y Heb 2,14, etc.; cf. supra, pp. 1005s.
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mente a este botín, a este apetitoso bocado (cf. 1 Cor 2,8; Col 2,14s: supra, p. 1003). La base de estas representaciones son antiguas teologías patrísticas de la redención 159. La tentación de Jesús 16° descubre también su dimensión histórico-salvífica. Satanás propone a Cristo que establezca inmediatamente su señorío. Aceptarlo quiere decir no tener en cuenta el pecado ni el trastrueque por él operado, cuyo exponente son el sufrimiento y la muerte; quiere decir considerar una minucia el paso del estado de gracia al de desgracia, hacer el juego a los poderes contrarios a Dios y contrarios al mundo tal como es ahora. Cristo lo rechaza como la tentación antidivina que echaría a perder su misión. Y con la misma rudeza rechaza a Pedro cuando éste pretende apartarle de su destino sufriente (cf. Mt 4,10 con 16,23 161). Ningún humanismo, ni un humanismo marxísta ni una fe evolucionista pretendidamente aideológica, puede producir el paraíso sobre la tierra. Es claro que no basta la receta de «pan y circo»: cf. Le 4,3.9 (el relato lucano de la tentación incluye una cierta tendencia antirromana) 162 . En el Sueño de un hombre ridículo ironizó Dostoievski sobre la ilusión que supone tratar a la ligera el pecado del mundo. No existe otro paraíso que el «paraíso de la cruz» (Paul Claudel). La necesidad de la redención la hemos tratado hasta ahora partiendo del mundo y de su historia de salvación y condenación, supuesto el pecado de Adán: Cristo cumple la (teodicea como) cosmodicea porque carga sobre sí, como destino propio, el destino pecador del hombre y del mundo. Vistas las cosas desde Dios, sin contar con el pecado del hombre, sigue en pie el problema de por qué Dios permitió el pecado y toda la situación subsiguiente del hombre y del mundo. Este «por qué» abarca todo el destino del mundo y del hombre, en cuya libertad llega al colmo de problematicidad. La respuesta es la siguiente: Cristo cumple la (teodicea como) antropodicea porque abre al hombre a la novedad del amor perdonador y redentor de Dios y a la oportunidad de participar del mismo. Rom 3,23 asienta de modo contundente que todos han pecado y que sólo por la gracia de Dios son justificados al haber sido rescatados por Jesucristo. Rom 11,32 explica eso mismo hablando de la intencionalidad de Dios al permitir el pecado: «Dios hizo que todos los hombres cayeran en rebeldía, para usar 159
Cf. J. Riviére: DTC XIII (1937) 1939ss, con bibliografía. E. Fascher, Jesús und der Satán. Studie zur Auslegung der Versuchungsgeschichte (Halle 1949); G. Baumbach (véase la n. 139), 27-32.106-111.169-177. Para Baumbach, en el mismo Me está «claro que en el acontecimiento de la tentación se inicia el cambio decisivo del antiguo al nuevo eón» (32); de acuerdo con otros exegetas (como E. Klostermann, J. Schniewind, C. K. Barret), ve en Me 1,13 una alusión al relato del paraíso; cf. ApMos 7-ll.17ss.24; VitAd 33-39: Jesús se presenta como el segundo Adán (31). 161 «En el Evangelio de Marcos, no es Satán el que origina los sufrimientos de Jesús, sino el que trata de impedir que Jesús vaya a la pasión» (Baumbach, 50), en contra de Le 22,3.53. «La satanología... apunta en sentido estrictamente funcional hacia la mesianología»; pero por esa misma razón, Baumbach no debería decir que no tiene relación «con la cosmología ni con la antropología» (ibíd.). «Lucas ve... a Satán queriendo dar a Jesús inmediatamente lo que, según el plan salvífico de Dios, no deberá recibir sino después de que haya tenido lugar una serie determinada de hechos necesarios (cf. 4,43; 9,22; 13,33; 17,25; 19,5; 21,9; 22,37; 24,7.26.44; Hch 1,16; 3,21; 17,3): el cumplimiento de ese dominio sobre el universo que se le ha prometido en el bautismo (5,22) citando las palabras del Sal 2» (ibíd., 171). Aquí se nos presenta «el dualismo apocalíptico entre el reino de Dios y el mundo en una forma cristianizada», aunque hay que tener en cuenta que la «entrega de poderes» de Le 4,6 suprime la posibilidad de cualquier tipo de dualismo metafísico originario (ibíd., 175). 162 G. Baumbach (véase la n. 139) 174s. 1<0
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con todos ellos de misericordia». Revelación del amor misericordioso de Dios: ¿es ése el sentido misterioso más hondo de la cruz de Cristo 163 y de la cruz del mundo? No se puede decir: «¡qué justa es la misericordia divina!» 164 . El problema es: ¡qué misericordiosa es la justicia divina, que «manifiesta su omnipotencia ante todo perdonando y teniendo misericordia!» 165 . El desprecio culpable de un hombre, su traición al amor de otro, puede convertirse en el presupuesto que hace posible (negativamente) que el amor del ofendido y traicionado se conserve, se transforme y supere sus propias realizaciones anteriores; que el mismo ofendido y traicionado perdone la crisis o la catástrofe, la supere y la redima, y llegue así a hacer posible una novedad desconocida de amor, con una intimidad absoluta y con un poder que llega a su colmo en la impotencia... Esto puede ayudar a entenderlo la experiencia de la convivencia humana. Este es el colmo de su sabiduría: tomar parte, imbécil y débilmente, en la imbecilidad de Dios, más sabia que todo el ingenio humano, y en la debilidad de Dios, más fuerte que toda la fuerza humana (cf. 1 Cor 1,17-31; 2 Cor 12,9). Lo que logra este tipo de amor superior pasa a ser forma de vida y hondura de existencia para siempre: «El sufrimiento pasa; el haber sufrido, no» (Léon Bloy). Jesús lleva sus estigmas para siempre. También las heridas del espíritu dejan cicatrices gloriosas 166. Max Frisch, no sospechoso de hacer apologética, en su novela Stiller167 llama «a quienes infantilmente se revuelven contra el dolor» a la verdadera razón del corazón. Entendiéndolo en este contexto, es acertado decir con Nietzsche 168 que «'no resistáis al mal' son las palabras más hondas del evangelio y hasta cierto punto su clave». «Hermanos, no os echéis para atrás ante el pecado de los hombres, amad al hombre incluso en su pecado, pues ésta es la imagen del amor divino y lo supremo del amor» 169: la exhortación del staretz Zosima se cumplió en Jesucristo. Su amor es el amor que va tras los pecadores y se mezcla con los descreídos y prostitutas: Le 5,30ss; 7,34.36-50; 15,1-10; 23,43; Mt 18,22; Jn 12,32. La parábola del hijo pródigo (Le 15,11-32, que debiera ser el texto evangélico para el esquema de la «permisión» en teodicea) está indicando como ningún otro texto que al culpable se le abre un amor mayor 17°. La tierra de los hombres se convierte, en Cristo, en «un fenómeno de misericordia» m. En este punto crítico resumen ciertas palabras bíblicas fundamentales —las «súmulas» del evangelio de Dios— el acontecimiento 163 Sobre la necesidad de la cruz: J. Riviére, Rédemption: DTC XIII, especialmente 1965-1981; J. Terán Dutari (véase la n. 156) 303s, n. 20. 164 Anselmo de Canterbury (el teórico de la doctrina de la satisfacción), Cur Deus homo, 2,20; cf. Tomás de Aquino, 5. Th. III, q. 46, a. 1 ad 3. 165 Oración de la misa del domingo décimo después de Pentecostés. 166 Contra Hegel, para quien (quizá de acuerdo con su sistema) «las heridas del espíritu se curan sin dejar cicatrices» (Vhanomenologie des Geistes: WW II [1832] 505). lí7 (Francfort/M. 1965) 320. Cf. L. Bloy: «El hombre tiene algunos rincones en su pobre corazón que todavía no existen; tiene que entrar en ellos el dolor para que empiecen a existir» (carta a G. Landrey del 25 de abril de 1883: «Dieu vivant» 21 [1958] 127); «...que en este mundo lo único sobrenatural es esto (el dolor). Todas las demás cosas son humanas» (carta a Barbey d'Aurevilly del 11 de diciembre de 1873, en A. Béguin, Léon Bloy [París 1943] 36). Puede2 verse además: F. Heer-G. Szczesny, Glaube und Unglaube. Ein Briefwechsel (Munich 1962), en especial la segunda parte, por ejemplo, 131s. 168 Der Antichrist, 29. Cf. sobre la praxis de Jesús: ibíd., 35. 165 Dostoievski (véase la n. 2) 643. 170 Se encuentra un «paralelo» indio en el círculo de leyendas en torno a Vishnú (en G. Mensching, Die Idee der Sünde, Leipzig 1931, 51ss); pero falta precisamente el elemento fundamental: la superioridad del nuevo amor. 171 P. Terrier, en otro contexto, en «Nova et vetera» (1929) 232.
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Cristo: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros, siendo nosotros todavía pecadores», «impíos» (Rom 5,8.6; y Jn 3,16; 1 Jn 3,16; 4,9s). «Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). «¿Significa esto —adelanta Pablo, anticipándose a una conclusión pobre de esta dialéctica de pecado y gracia— que debemos seguir en el pecado para que la gracia sea todavía mayor? ¡Nada de eso!» (Rom 6,1; cf. 3,5.8; 6,15). Lo que tenemos que hacer es seguir el ejemplo que nos ha dejado Cristo (1 Pe 2,21). «Siendo todos uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28), debemos «salir hacia él, fuera del campamento (¿el ghetto tranquilo cercado de calma?) cargando con su oprobio» (Heb 13,13). Estar con Cristo es acompañarle en la persecución, en el sufrimiento y en la cruz I72. Como Pascal, que amaba la pobreza porque Cristo la había amado ro. El mundo no encuentra la salvación «sin nosotros» (Heb 11,40). Al igual que Pablo, nosotros tenemos que completar en nuestra carne lo que falta aún a los sufrimientos de Cristo, por su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24). Para eso «llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús...; aunque vivimos, nos vemos continuamente expuestos a la muerte por causa de Jesús» (2 Cor 4,10s). «Portio nostra mors Christi est» 174. Lo que el cristiano lleva de sufrimiento con Cristo tiene su sentido cumbre en la permanente, extensiva y eficaz actualización del amor de Jesús por los hombres (por ejemplo, 1 Jn 3,16; 4,11). Tanto para Cristo como para el cristiano, ahí está la respuesta a la pregunta de Heinrich Seuse (en el Tratado de la santa pobreza): «¿Por qué trata Dios tan mal a sus amigos en el mundo?». Al entregarse al Otro se llega, sin buscarlo, a la verdadera «personalidad»: quien pierde su vida, la encontrará (Me 8,35; Mt 10,39). Es la dialéctica del grano de trigo (Jn 12,24s). El fin del sufrimiento con Jesús es la vida, la resurrección, la gloria con Cristo (por ejemplo, 2 Cor 4,10s). Esta es la respuesta de Cristo a la pregunta que Job plantea a Dios: «¿Qué supone el hombre para ti para que te ocupes tanto de él?» (Job 7,17; cf. Heb 2,6ss). «Nada ha cambiado, y todo ha cambiado» 175: estas palabras podrían figurar al frente del decisivo poder interno de transformación del amor redentor de Dios en Jesucristo. Pero en virtud de este cambio, algunas, muchas cosas, van a cambiar externamente... Con el amor, la eternidad se hace tiempo: es la cristiana (no la origenista) á'KO%aiá(X'va
mundo que tuvo lugar de una vez por todas y que sigue teniendo lugar por el hombre nuevo en Jesucristo: por el hombre nuevo que es Jesucristo y por el hombre nuevo que nosotros somos y vamos siendo. ¿Se cede así la palabra a un regocijado optimismo? Preguntar esto es volver a la «problemática extrabíblica» del comienzo (que no estaba tampoco «al margen de Cristo»). El antagonismo existencial bien-mal, y en el plano de la reflexión el antagonismo optimismopesimismo, es siempre para el cristiano y para el hombre cuestión de decisión: más que un problema teórico, es un problema, un reto de la praxis. Partiendo de la pura experiencia, junto al moderado optimismus finalis que proclaman los manuales 177, estaría del todo justificado un pessimismus vialis, como legítima posibilidad cristiana y humana de entender al mundo y al hombre. El Antiguo y el Nuevo Testamento lo atestiguan 178 . Por definitiva que sea la validez de la teodicea sacada de la Escritura, que en Jesucristo y en su destino se cumple para nosotros a modo de promesa, cuando el cristiano recurre a su experiencia mundana con el fin de asegurar y descargar a la vez provisionalmente su conciencia amenazada de creyente, se encuentra siempre más en primer plano con las reflexiones filosóficas (populares o especializadas), que ayudan más o menos y que hay que aplicar con la consiguiente cautela y gratitud, como hizo a menudo la tradición cristiana: que el mundo, lo no divino, ha de ser por naturaleza finito, incompleto, opaco y turbio, dolorosamente negativo, ya que un mundo absolutamente perfecto e incluso un mundo relativamente óptimo es una utopía, no sólo de hecho, sino por principio: es un mundo que no es mundo; que el dolor físico orgánico, como señal del peligro, y la lucha por la existencia en la naturaleza, como motor de la conservación autorregulada y del desarrollo de la vida, tienen también una función positiva; que todos los logros culturales del hombre, su inventiva y su constancia en el trabajo, dependen del grado de insatisfacción dolorosa por un mundo que ha de ser domeñado y liberado con perspectivas inauditas; e incluso quizá (¿o esto es sólo cosa de cabezas huecas y corazones ligeros?) que en este nuestro mundo hay más de bello y bueno que de feo y malo. De todos modos y en fin de cuentas, cuando Dostoievski pregunta por el sentido del sufrimiento de los niños y de los inocentes (si es que los hay), la única respuesta es creer en la vida nueva, definitiva y perdurable con Jesucristo, que «recoge» y supera este más acá desgraciado. Sin escatología no hay teodicea que valga. Ahora bien, la escatología absoluta del Dios de Jesucristo no excluye la escatología relativa que han de llevar adelante los hombres que son cristianos. Lejos de excluirla, la incluye. La escatología (absoluta) de la fe como escatología (relativa) de la acción: «escatopraxis» en nuestro mundo. Debemos considerar el mundo y la vida mejores de lo que parecen o de lo que son, haciendo realidad eso de que estamos convencidos. En esto, más que en ninguna otra cosa, se impone la idea de que la verdad está in fieri, en la acción libre del hombre. La respuesta de aqueÜos que, como Jesucristo, quisieron estar a favor de los hombres fue siempre ponerse activamente en contra de todo mal de alma y cuerpo. Una respuesta activa, vivida, sufrida y conquistada. Ella es la única que puede comunicar fuerza de convicción para los «otros» a toda la especulación filosófica y teológica, e incluso al testimonio mismo de la Escritura. El mundo de Dios puede y debe hacerse distinto y mejor por medio del hombre. El mismo Iván Karamazov no rechazaba a Dios, sino a la crea-
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172 Mt 5,lls; 10,1642; Me 8,34; Le 9,23s; 14,26s; Jn 15,18-21; Rom 6,2-12; 8,29; 2 Cor 6,3-10; Gal 5,24; 6,14.17; Flp l,29s; 3,10s; los Hechos de los Apóstoles reflejan continuamente esta idea: 5,41s; 8,1; 9,16; 13,50; 14,4ss.l8, etc. 173 Pensées, edición de Brunschvicg (1961) núm. 550. Cf. «Le Mystére de Jésus»: ibid., núm. 553; en ese capítulo se lee: «Jesús permanecerá en agonía hasta que el mundo finalice; es preciso no dormirse durante ese tiempo». Y: «Oración para pedir a Dios la aceptación de las enfermedades» (ibíd., 56-67). 174 Agustín, Ep. II, 94:5: PL 33, 349. 175 P. Hünermann, Der Durchbruch geschichtlichen Denkens im 19. Jahrhundert (Friburgo de Br. 1967) 403. En 1899, León XIII atacaba el «americanismo» en defensa de las «virtudes pasivas» (DS 3343s): ¿pueden verse en ellas los motivos y correctivos individuales específicamente cristianos dentro del mecanismo colectivo de la actividad que le corresponde al hombre en la creación de Dios? 176 El texto del Exsultet, aunque en realidad es más antiguo, se encuentra por primera vez en documentos del siglo VIL Cf. Ambrosio, supra, p. 1001, y MS II, 403, n. 110, así como Ireneo: supra, p. 998.
177 Así, por ejemplo, W. Brugger, Theologia naturalis (Barcelona 21964) 383; cf. 381390 (bibliografía: 381s). 178 Sobre la idea de que el cristiano debe estar por encima de la oposición entre optimismo y pesimismo: K. Barth, KD I I I / l , 422-446.
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ción 179 , a ese supuesto o real «univers concentrationaire» 18°. Sentir vómitos ante ello es obligado. Y el que sea el hombre mismo quien hace del mundo, a todos los niveles de la vida, un infierno para el hombre es un indecible motivo de tristeza. Pero ahí mismo está la oportunidad: si depende de él y en cuanto de él dependa, el hombre tiene la oportunidad de eliminar el mal. El que todos los pájaros canten en modo mayor 181 no basta como prueba de la bondad del mundo. Sería una resolución desafortunada y una opción insensata dedicarse al amor del evangelio en lugar de a la... técnica 1S2. La teodicea puede, finalmente, convertirse en autojustificación del hombre a base de humildad y coraje. El esfuerzo honrado por hacer las cosas mejor de lo que son no perderá la paciencia y tendrá razón cuando ponga coto al hombre necio: «Ordinatissimum est: minus interdum (!) ordinate aliquid fieri» 183. Sin «optimismos anticipados», sin «eliminar el escándalo de la cruz» 1S4. El diagnóstico debe convertirse en programa: «Un optimismo que ha pasado por la prueba del dolor, pero ¡en lucha!» 185. WALTER
KERN
BIBLIOGRAFÍA Además de la bibliografía citada en las notas (especialmente en las notas 8, 12, 20, 37, 41, 53, 86, 128, 139, 145, 155s): Balthasar, H. Urs von, El cristiano y la angustia (Ed. Cristiandad, Madrid 21964). Barth, K., Die kirchliche Dogmatik I I I / l (Zollikon 1945) 418-476 («La creación como justificación»). Benzo, M., ¿Tiene el mal una dimensión sagrada?, en Tratado de antropología teológica (Ed. Cristiandad, Madrid 1979) 245-269. 179 180
Dostoievski (véase la n. 2) 468; cf. 490.685. Esta expresión, utilizada por F. Heer («Hochland» 59 [1967] 463), procede, según A. Camus, Tagebuch, Januar 1942-Márz 1951 (Reinbek 1967) 188, de David Rousset. 181 Jean Giono, según el «Rhein. Merkur» del 10 de noviembre de 1961, p. 3. 182 J. Maritain, Le philosophe dans la cité (París 1960) 173. Kant dice, en cambio: «Es muy importante contentarse con el plan de la Providencia (aunque nos haya preparado un camino muy duro en este mundo): por una parte, para que seamos capaces de cobrar ánimo en medio de todas las dificultades; por otra, para que al culpar al destino de lo que nos sucede no perdamos de vista nuestra propia culpa, que puede ser la causa de todos esos males, olvidando la ayuda que en ese caso podríamos encontrar en la mejora de nosotros mismos» (Mutmassl. Anfang der Menschengeschichte: edición Weischedel, VI, 99). 183 Bernardo de Claraval, Ep., 276: PL 182, 482, al papa Eugenio IV. Significa la condena de todo tipo de perfeccionismo, que siempre es algo inhumano. St. J. Lee lo traduce así al lenguaje actual (Unfrisierte Gedanken, Munich '1966, 50): «Para que todo encaje bien tiene que haber algo que no encaje». Cf. también la defensa exegética que hace N. Lohfink en favor de ese pequeño egoísmo legítimo del comer, beber y estar alegre: «Aceptar la alegría que se nos presenta cada día significa liberarse de la represión de la escatología intramundana»; Technik und Tod nach Kohelet, en Strukturen christl. Existenz. (Hom. F. Wulf; Wurzburgo 1968) 26-35; ib'td., 35: tenemos así un correctivo adicional a la llamada que hacíamos en el texto en favor del trabajo para mejorar el mundo. ,M H. U. v. Balthasar, Wer ist ein Christ (Einsiedeln 31966) 110. 185 E. Bloch, Grundfragen I (Francfort/M. 1961) 40. Cf- Tübinger Einleitung in die Vhilosophie I (Francfort/M. 51967) 199: «el optimismo militante».
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SECCIÓN SEGUNDA
REFLEXIONES TEOLÓGICAS SOBRE EL ATEÍSMO Es evidente que toda teología cristiana está obligada a aceptar el reto del ateísmo. Ahora bien, siendo el ateísmo una actitud teórica o práctica que responde al problema del sentido del hombre y del mundo sin recurrir a Dios, es un fenómeno tan complejo que o se le dedica una exposición inacabable o no hay más remedio que hacerle injusticia. Con todo, está justificado que en un manual de dogmática como éste le dediquemos al menos un excurso. Ya de entrada es claro que el ateísmo pone también en cuestión toda la dogmática: lo cual quiere decir que el ateísmo pregunta a la dogmática si lo tiene en cuenta en todos sus «tratados». Pero esa pregunta que el ateísmo plantea a toda la teología se concreta de modo especial en algunos puntos críticos, que se reparten irregularmente en algunos de los «tratados» usuales de teología. Comenzaremos por aducir los principales de esos puntos críticos. Al aducirlos no perde-
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mos en absoluto de vista que se trata de la problemática actual, o al menos moderna, y que en el pasado pudieron ser otros los lugares teológicos afectados, así como en un futuro próximo volverán a ser otros distintos. El lugar primero en que la teología tradicional se encuentra con el ateísmo es el tema de la cognoscibilidad de Dios, tratado en la teología fundamental y en la dogmática (bajo aspectos distintos), tema que atañe tanto al tratado de Dios como a la antropología teológica. Ahora bien, dado que el cristianismo profesa que Dios se ha hecho en Jesucristo permanentemente próximo al hombre, y que sin esa profesión básica no podría hablarse de teología cristiana, el problema del ateísmo ha de tratarse también en la cristología. Un ateísmo que se erige en abogado apasionado del hombre y de un mundo más digno del hombre está pretendiendo en conjunto lo mismo que los cristianos consideran ser efectos últimos de la redención: el ateísmo tiene, pues, que ver con la soteriología. Si el testimonio de Dios ha sido confiado a la Iglesia, el reto ateo se refiere preferentemente a la vida de la Iglesia, pero también a la doctrina sobre la misma, a la eclesiología, incluida la doctrina sobre la relación de Iglesia y mundo, e incluido también el problema del «lenguaje eclesiástico». En cuanto pueda hablarse de una ética propia de la Iglesia, hay que pensarla en este contexto eclesiológico de cara al ateísmo. Y, finalmente, dado que la teología cristiana se ocupa de la salvación definitiva prometida y de sus condiciones, expone en la escatología (o en el tratado de la gracia o en la eclesiología) la posibilidad de salvación de todos los hombres ateos, a partir de la Palabra de Dios. Seguidamente esbozaremos sin rigor sistemático los problemas que el ateísmo plantea a cuenta de los citados puntos críticos y las respuestas o aporías de la teología cristiana. Debemos tener en cuenta una cosa desde el principio: el ateísmo (en sus diversas versiones, que hacen difícil hablar de él como de un «ismo») ha deducido normalmente de su teoría atea expresa impulsos prácticos que atañen al ámbito que desde el Vaticano I I se califica de ámbito de las «realidades terrenas» autónomas: en ellas, la Iglesia y su teología o no son competentes o lo son sólo de forma indirecta. Es evidente que en este ámbito casi inabarcable existen muchísimos más problemas que el ateísmo plantea al cristianismo y que no entran dentro de los «puntos críticos» antes apuntados. En ellos nos es absolutamente imposible entrar aquí. 1.
Ateísmo y conocimiento de Dios
Sobre los caminos por los cuales llega el hombre al conocimiento de Dios ha hablado ya detenidamente Hans Urs von Balthasar en este manual 1 . Ha mostrado a la vez cómo el Concilio Vaticano I definió dogmáticamente, de un modo relativamente cauto, que en principio se puede conocer a Dios por la luz natural de la razón; cómo hay que entender este juicio conciliar normativo en el contexto de los ontologistas, fideístas y tradicionalistas, y cómo con ello no se decidió nada en el «problema de hecho» del conocimiento de Dios 2. Damos aquí por supuesto el trabajo de Hans Urs von Balthasar como necesario para entender la totalidad del problema. Queremos que* las siguientes observaciones sean un complemento, de cara sobre todo al ateísmo. El magisterio eclesiástico, 1
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Hans Urs von Balthasar, El camino de acceso a la realidad de Dios: MS II, 29-52. No estará de más aludir aquí a esa magnífica obra en la que, incluyendo a no cristianos y ateos, Hans Urs von Balthasar nos abre un camino que llega a la misma realidad divina: Herrlichkeit (Einsiedeln 1961ss). 2 Ibíd., 26.30.
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por boca de Pío XII, repitió los enunciados optimistas sobre la cognoscibilidad de Dios por medio de la «razón natural» 3 ; y lo mismo hizo el Concilio Vaticano I I 4 , sin que estas repeticiones hayan supuesto un avance en la reflexión positiva sobre el problema. Además de ello, el Vaticano I pronunció una solemne profesión de la existencia de Dios y lanzó un anatema contra la negación de la misma 5 . Es obvio que mantenemos estos enunciados dogmáticos. Pero se imponen unas cuantas notas críticas. a) Fundamentalmente podemos preguntarnos qué puede significar una excomunión de los ateos. Es evidente que la negación implícita o explícita de Dios es absolutamente incompatible con la pertenencia a la Iglesia. Puede que el anatema lanzado tuviera su efecto en zonas tradicionalmente católicas como prevención contra movimientos políticos con la insignia del materialismo filosófico. Pero esa toma de posición frente a dicho ateísmo, ¿está conforme con la naturaleza de la Iglesia? El Concilio no se planteó la situación de la Iglesia en el mundo de entonces, en el que el ateísmo llegó a ser virulento, al menos a partir de Feuerbach, ni en el plano de las «realidades terrenas» (de las cuales no hablamos aquí), ni tampoco en el plano del problema de Dios. b) Cuando el Concilio se pronunció por el conocimiento de Dios por medio de la «razón natural», no lo hizo por polémica con el ateísmo contemporáneo, sino para acabar con una controversia intracatólica e intrateológica marcada por una «filosofía perenne» prematuramente triunfante. Los enunciados del Concilio han de leerse e interpretarse, por consiguiente, a la luz de aquellos planteamientos y polémicas, y no en el horizonte del ateísmo actual. c) Hay que indicar, con J. Ratzinger, que el Vaticano I se imaginaba las posibilidades de la razón humana en relación con el conocimiento de Dios «al modo de un silogismo de la filosofía perenne» sin relación con la historia 6 . Con ello proclamó algo «en sí» totalmente correcto en relación con las posibilidades del conocimiento humano queridas por Dios. Pero no tuvo en cuenta que el conocimiento humano se realiza dentro de un orden histórico-salvífico (querido también por Dios). Nuestro órgano para ver a Dios no es la ratio naturalis ahistórica por la sencilla razón de que esa razón natural no se da (al igual que la «naturaleza pura»). En nuestro orden concreto no podemos ver a Dios más que por la ratio purificata, el «corazón puro» que Dios mismo crea con su gracia 7 . (Este principio de la teología de la gracia no puede utilizarse para poner el conocimiento humano en contradicción con la fe. Desbordaría nuestro propósito mostrar aquí que la fe de la ratio purificata es eminentemente racional, pero es de gran importancia en el diálogo con los ateos). d) El Vaticano II intentó situar en un horizonte más amplio dichos enunciados del Vaticano I, acotando con ello los límites del racionalismo neoescolástico de entonces. Para conseguirlo, pensaba el último Concilio, hay que reflexionar también a base de la communis experientia y no sólo a base de la ratio humana 8 . Pero esas buenas intenciones no llegaron hasta el final. Es cierto que entró en la argumentación un elemento que, como tal, supone un notable progreso frente a la perspectiva individualista del Vaticano I y de Pío X I I , pues la doctrina sobre el conocimiento de Dios no puede de hecho plantearse (como hacen los libros escolásticos de texto) como si cada hombre partiera de cero 3 4 5
Encíclica Humani generis: DS 3892. Gaudium et spes, 21; Dei Verbum, 6. DS 3021. 6 J. Ratzinger, Kommentar zum I. Kapitel des I. Teils der Pastoralkonstitution, en Das7 Zweite Vatikaniscbe Zonkil III (Friburgo 1968) 313-354, y especialmente 345. Ibíd., 346s.—8 Ibíd., 345.
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a la hora de conocer a Dios. Pero para ese conocimiento nada nos resuelve tampoco la communis experientia: con ella no se «alcanza» ni la transmisión del conocimiento de Dios —sobre la cual hemos de volver— ni Dios mismo. El hecho de que haya en la humanidad un factor religioso no añade por sí solo nada sobre Dios. «El puro hecho no decide todavía nada sobre la verdad» 9 . Historiadores, etnólogos, psicólogos, filósofos de la cultura y representantes de otras ciencias pertinentes podrían sin dificultad poner en duda la existencia real y el «objeto» de una communis experientia. e) Afirmar sin más la posibilidad de conocer a Dios es no tener en cuenta la «oscuridad» de Dios, tema permanente en la tradición cristiana de la «teología negativa» 10. ¿Por qué, cuando Dios se comunica a la humanidad en forma de revelación, no da lugar a una certeza inequívoca y convincente para todos de antemano, sobre todo cuando esa revelación no ha de aceptarse ciegamente, sino que puede y debe pasar por la reflexión racional (lo cual es doctrina de fe católica)? ¿Qué significa que Dios se oculta a los cristianos creyentes en forma de un progresivo «estar oculto» (como son las noches e infiernos «espirituales»)? ¿Es la prueba radical de que Dios es inmanipulable? ¿Es el distintivo e indicativo de una función representativa e incluso de una solidaridad extrema con el ateo? ¿Qué significa eso para el mismo no creyente? ¿Que su incapacidad de conocer a Dios es un aviso constante a quienes están demasiado ciertos de que la fe les sitúa en comunidad con Dios (o con un supuesto Dios)? ¿Que el ateísmo, «frente a una teología excesivamente afirmativa, ha de desempeñar una y otra vez el papel de la teología negativa»? u . ¿Que el ateísmo desempeña, por tanto, frente a la cristiandad eclesial una función histórico-salvífica, una función de zapa y corrección dispuesta por la gracia misma de Dios? Sí se consideran estos problemas, se ve inmediata y claramente lo poco reflejas e incompletas que son las afirmaciones del magisterio eclesiástico cuando, en última instancia, vienen a decir que el ateísmo es mala voluntad o pura incapacidad intelectual (es decir, necedad); se contradicen, pues, a sí mismas dichas afirmaciones del magisterio cuando reconocen a los ateos la posibilidad de una existencia éticamente correcta (cf. infra, 4). f) Ya hemos indicado cómo la confrontación con el ateísmo sobre la base de un conocimiento puramente individual de Dios corre el peligro de minusvalorar e incluso ignorar la importancia de la mediación humana. (Es típico de ciertos manuales escolásticos calificar la fe fundada en el testimonio como fe, mientras que cada uno de los «instruidos» tiene su propia vía de acceso al conocimiento de Dios). Dado que el conocimiento del Dios y Padre de Jesucristo es una fe transmitida —en primer lugar, por el Revelador del Padre—, la fijación en un conocimiento puramente individual y filosófico de Dios lleva a la imposibilidad de ofrecer a los ateos un testimonio correcto de la fe de los cristianos (la consecuencia teológica de ese hecho es la disociación entre el tratado de Dios, el de la Trinidad y la cristología). La teología «de la muerte de Dios», aun siendo en conjunto una repulsa poco consistente del «teísmo», ha encontrado ahí un punto débil justamente criticable. De lo dicho no puede concluirse, naturalmente, que la metafísica carezca de importancia para el problema de Dios. Todo lo contrario. Cierto que no pueden confundirse metafísica y teología y menos aún metafísica y fe. Por sí misma
no llega la metafísica al Dios y Padre de Jesucristo. Pero llega a descubrir en la historia y en la existencia estructuras significantes que legitiman racionalmente la fe cristiana y que pueden defenderla de postulados apriorísticos. Si es verdad que todas las formas de ateísmo pueden reducirse a la doble tesis de que Dios es científicamente innecesario y éticamente imposible 12 , es claro que la respuesta no pueden ser la renuncia a pensar o la entrega a la pura paradoja. En relación con la primera tesis que enuncia todo ateo que se califique a sí mismo de científico, es ya cosa usual en la teología moderna tachar de estrecho ese concepto de ciencia e indicar las limitaciones del conocimiento alcanzable por unos métodos científicos así entendidos. En el campo católico se habla incluso de un ateísmo legítimo de cada una de las ciencias en particular 13 . Pero esa crítica no es todavía una respuesta que llene el vacío que queda y que nos diga cómo se colma el espíritu humano entero, cómo llega al Ser que no sólo está «detrás de» lo aparencial, sino que es su base primerísima y fundamental. Y éste es el problema de lo que —guste o no guste el término— se llama metafísica. El Vaticano I I ha completado al Vaticano I, especialmente en este asunto, cuando reconoce plenamente todos los logros de la scientia, pero recalcando a la vez que la sapientia es necesaria para que la ciencia y la técnica sean humanas M . Sólo así se entiende, como dice J. Ratzinger, por qué el Vaticano I puede hablar de que por culpa del hombre se oscurece o debilita el conocimiento de Dios. Este oscurecimiento no se sitúa en el campo de la scientia, como pudo creer un racionalismo neoescolástico con sus «pruebas de la existencia de Dios», sino en el campo de la sapientia, entendiendo por tal la apertura del hombre a la verdad infinita 15 . Si con un cierto derecho se puede hablar de que el hombre es «incapaz de Dios» y que «no necesita negar a Dios, ya que simplemente vive al margen de Dios» 16, incluso por lo que toca a su capacidad técnica y científica, es entonces patente que la culpa del ateísmo no hay que buscarla tanto en cada ateo, en un determinado movimiento ateo o en una ciencia determinada (donde el cristiano nada tiene que dictaminar y nada tiene, por tanto, que buscar), cuanto en la situación hereditariamente pecadora de la humanidad. Con ello queda también claro que la metafísica, de vigencia permanente en el problema de Dios, no puede adoptar la forma de una pura filosofía esencialista (por ejemplo, una teoría del conocimiento). El problema del ateísmo no lo puede captar y entender más que una metafísica existencial 17 . Esto mismo vuelve
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Ibíd. Ibíd., 346. Sobre el problema de la teología negativa, cf. también H. U. v. Balthasar: MS II 45. La bibliografía más reciente puede verse en H. Vorgrimler, Negative Theologie: LThK VII (1962) 864s. 11 J. Ratzinger, op. cit., 347.
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Card. F. Konig, Das II. V'atikanische Konzil und das Sekretariat für die Nicbtglaubenden: «Internationale Dialog Zeitschrift» 1 (1968) 79-88, y en especial 86. 13 J. Lacroix, Wege des heutigen Atheismus (Friburgo 1960) 21, etc. 14 J. Ratzinger, op. cit., 326ss. 15 Ibíd., 327. 16 Ibíd., 339. Cf. también, si se desea algo más extenso sobre este tema: J. Ratzinger, Einführung in das Christentum (Munich 1968, 29-52; trad. española: Introducción ai cristianismo (Salamanca 1970). 17 Planteamientos como los de P. Tillich, H. Ott, G. Ebeling y W. Pannenberg representan dentro de la teología moderna protestante la defensa de una metafísica no objetivante ni neutralizante (a pesar de que emplean ese nombre con muchas reservas). Cf. especialmente P. Tillich, Der Muí zum Sein (Stuttgart 1953, escritounos treinta años antes y publicado por vez primera en 1952 con el título The Courage to Be); H. Ott, Was ist systematische Theologie?, en J. M. Robinson-J. B. Cobb (eds.), Der spatere Heidegger und die Theologie (Zurich 1964) 95-133; puede encontrarse una bibliografía más amplia en H. Benckert (infra, n. 30). Partiendo del análisis lingüístico, S. Ogden, The Reality of God (Nueva York 1966). De la bibliografía católica sobre el tema, muy amplia, citaremos solamente dos títulos especialmente significativos: G. Siewerth/Gómez Caffarena, Ateísmo: CFT I (21979) 139-154, en especial 145ss; E. Schillebeeckx, Zwijgen en spreken over God in een geseculariseerde wereld: «Tijdschrift voor Theologie» 7
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a ponerse de manifiesto si se considera la segunda tesis del ateísmo, la tesis de la imposibilidad moral de Dios, el «problema de la teodicea» negativamente resuelto 18. Es claro que, al igual que este problema no es todo el problema, la respuesta metafísica al ateísmo no es toda la respuesta. Ya aludimos a ello de pasada: la importancia relativa de los distintos aspectos puede variar notablemente según las épocas. 2.
Ateísmo, cristología y sotenología
Según la doctrina cristiana tradicional, el conocimiento de Dios viene transmitido en nuestro orden histórico por la misma Palabra encarnada y reveladora de Dios. Es específico del ateísmo moderno, al poner en cuestión la fe cristiana, la negación absoluta de que Cristo sea el Elijo de Dios y Redentor. Ningún ateo serio de nuestros días comparte ya la idea de que Jesús de Nazaret es una figura puramente legendaria 19 . Hay más bien una tendencia, sobre todo entre los ateos marxistas, al igual que entre los primeros socialistas, a valorar a Jesús como revolucionario social e incluso a colocarlo en sus filas20. (Ante esta simpatía por Jesús, que también los judíos comienzan a redescubrir 21, debe preguntarse el cristiano si eso no está indicando que Jesús pertenece a todos y si él no habrá abrigado un instinto excesivo de propiedad sobre su aburguesado «divino Redentor»). Pero esa simpatía no quiere decir en absoluto que quienes la sienten estén dispuestos a ver en Jesús al Dios que, de modo único y permanente, se acercó al mundo y a la humanidad con una proximidad radical 22 . La respuesta de las Iglesias cristianas es distinta según su propia problemática teológica. a) La Iglesia católica se atiene «a lo sólido y nuclear» del cristianismo: «Al supuesto de que lo que crea a Dios es la proyección del hombre se opone el Dios que se enajena a sí mismo para conducir al hombre a su propia identidad» 23. La teología católica sigue con las formulaciones dogmáticas de los primeros concilios, sobre todo de Calcedonia, pero se fija más -que antes en la humanidad de Jesús y entiende cada vez más la cristología como cima y punto de partida de la antropología teológica. Se puede decir que el Vaticano I I hizo suya la renovación de la teología propugnada esencialmente por K. Rahner, e intentó integrarla en la respuesta al problema del ateísimo. «Se puede decir que, por primera vez en un texto del magisterio, aparece un tipo de teología totalmente cristocéntrica: tomando a Cristo como punto de partida, esta teología pretende ser una antropología, y por ese hecho comienza a ser radicalmente teológica, en el grado en que integra al hombre, a partir de Cristo, en el discurso sobre Dios, descubriendo así la más honda unidad de la teología» M . Pero el último Concilio no se contenta con una teología esencialista de la encarnación: (1967) 337-358. No vamos a tratar una vez más en nuestro esbozo ese esquema sujetoobjeto sobre el que se ha escrito hasta la saciedad. La problemática está ya tratada suficientemente al hablar de la «metafísica objetivante». 18 En la primera sección de este capítulo se habla extensamente del problema de la teodicea. " Cf., por ejemplo, el libro marxista de M. Machoyec, Jesús para ateos (Salamanca 1976). 20 Podemos citar algunos autores marxistas: R. Garaudy, P. Pasolini, M. Machovec (cf. las bibliografías que suelen aparecer en la «Internationale Dialog Zeitschríft»). 21 D. Flusser, Jesús en sus palabras y en su tiempo (Ed. Cristiandad, Madrid 1975). 22 K. Rahner, Die Forderung nach einer «Kurzformel» des chrístlichen Glaubens, en Schriften VIII (Einsiedeln 1967) 154-164. 23 J. Ratzinger, op. cit., 339. 24 Ibíd., 350.
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uniendo la teología de la encarnación y la teología de la cruz, pone de relieve la «pro-existencia» de Jesús (en el sentido de pro me y pro nobis) x y aborda desde ahí el «problema de la teodicea»: todo el sufrimiento humano está integrado en la «pro-existencia» de Jesús y está con ello abierto al principio redentor de la esperanza 26 . El ateísmo pregunta a la soteriología en qué sentido la muerte de Jesús ha supuesto un cambio decisivo en el curso de la historia humana, en el destino tanto individual como colectivo del hombre. Estos problemas los remiten el Concilio y la teología católica reciente a una teología de la esperanza y del futuro, en plena elaboración en estos momentos. En conjunto se puede decir, sin duda, que la teología católica se esfuerza por no quedarse a la zaga de Pablo: en el Hijo somos hijos, hermanos suyos y hermanos entre nosotros en el sentido más radical, con la esperanza de llegar a ser coherederos del Hijo 2 7 . b) La teología de la Iglesia oriental y la teología reformada de cuño luterano coinciden en gran parte con la católica en cuanto al punto de partida que se desarrolla en la sistemática cristológica de este volumen. En cambio, otros teólogos reformados han intentado hablar de Jesucristo sin las formulaciones paulinas y conciliares antiguas. Estos intentos van constantemente unidos al nombre de R. Bultmann y de sus discípulos y se han presentado siempre como solución a la incapacidad de creer. La diversidad de acentos se debe únicamente a la diversidad de los «destinatarios». El interlocutor de Bultmann fue siempre el hombre marcado por la moderna mentalidad científica, el hombre que por sí mismo ha llegado a dictaminar con seguridad qué es posible o imposible al hombre, qué es pensable o impensable de cara a la imagen del mundo de base científica. No hay duda de que el programa de Bultmann —interpretación existencial del mensaje del NT— tiene estrechos, aunque sólo parciales, puntos de contacto con el deseo católico de lograr una metafísica existencial. Pero resalta más la diferencia de fondo, ya que Bultmann, en su pre-comprensión filosófica de los enunciados de la Escritura, no tiene en cuenta más que al individuo, y su idea de la fe parece prescindir de la racionalidad. Con todo, el programa iniciado por él y realizado por sus discípulos (entre los cuales se cuentan también, a medias y en segunda línea, algunos católicos) ha contribuido esencialmente a eliminar las dificultades que impiden creer al «hombre moderno» 28 . Es cierto que también la teología católica, con su tradición de los «sentidos de la Escritura», ha hecho siempre una labor de «desmitologización». Pero no sería justo hacer como si ello hubiera penetrado en la conciencia común de la Iglesia y se hubiera llevado siempre a cabo con métodos de base científica. Se puede decir sin lugar a duda que la investigación y la discusión puestas en marcha por Bultmann han elevado a un nivel notablemente superior el diálogo sobre problemas fundamentales de la fe y han suscitado por parte de no pocos ateos una atención que no es ya la comprobación burlona de que se sigue repitiendo lo de siempre 29 . Pero hoy no se pueden todavía describir los resultados de la discusión desencadenada por él, sobre todo en la teología protestante, discusión que afecta incluso al ateísmo marxista y que comprende una literatura inabarcable. Con la 25 27
Ibíd., 350s.—» Ibíd., 351. Cf. todo el artículo 22 de la Gaudium et spes, con la repetición de la fórmula cristológica de Calcedonia y de los Concilios II y III de Constantinopla. 28 Cf. especialmente Th. Lorenzmeier, Exegese und Hermeneutik. Eine vergleichende Darstellung der Theologie Rudolf Bultmanns, Herbert Brauns und Gerhard Ebelings (Hamburgo 1968). 29 Cf., por ejemplo, B. Bosnjak, Filozofija i krscanstvo (Zagreb 1966) 381-414 (se fija especialmente en la teología dialéctica y en Bultmann).
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brevedad que se impone, podrían esbozarse en forma esquemática las corrientes principales: una que parte de Bultmann se encuentra con otra corriente que parte de Barth, choca con ella y, por lo pronto, no se reconcilian; entra entonces una tercera corriente, que parte de Bonhoeffer, cuyo propósito es fortalecer la línea de Bultmann. Donde más claramente se reflejan las dos tendencias primeras es en la controversia entre H. Braun y H . Gollwitzer 30 . El intento teológico de H . Braun parte de dos factores: las «teologías» y cristologías del mismo NT son tan variadas que es imposible tanto concordarlas como optar por una de ellas. En cambio, la constante neotestamentaria es la comprensión del hombre. Con la interpelación del evangelio consigue el hombre saber lo que «debe hacer» y lo que le «es lícito», es decir, el amor y la convivencia humana. Este es el primer factor. De Dios sólo es posible hablar aludiendo a esa realidad concreta que es la convivencia humana, lo que significa la liquidación de toda metafísica. Este es el segundo factor. Dios no se ha diluido en lo humano, en cuanto que la nueva visión del hombre hay que verla no como logro propio, sino como «suceso» sorprendente e incalculable. «Dios» y «Jesús» son en realidad cifras intercambiables. La tesis de Braun puede resumirse como sigue: «Dios o Jesús son la cifra de la nueva conciencia iniciada con el texto del NT. Dios existe en cuanto que es algo interno a ese proceso» 31 . H. Gollwitzer protesta contra esta tesis, diciendo que en Braun la palabra «Dios» está de más. Piensa Gollwitzer que una teología que se atenga al texto bíblico no puede convertir en superflua la palabra «Dios». Es más: debe profesar que Dios es, que Dios «es en sí» y que «es» en primer lugar el Tú absoluto, «que en Jesús adquirió historia y nombre». Un resumen correcto de la tesis de Gollwitzer sería: «La fe cristiana profesa esencial y necesariamente que Dios, a quien esa fe se debe, existe personalmente con anterioridad a ella, sin ella y fuera de ella» 3Z. E. Jüngel ha intentado satisfacer ambos puntos de vista coa una paráfrasis, como él la llama, de la doctrina de K. Barth 33 . La tesis más importante de Jüngel para nuestro contexto puede reproducirse así: «El ser en sí de Dios no se puede conocer y enunciar más que a partir de que Dios es para nosotros, puesto que el ser de Dios para nosotros se nos hizo realidad en Jesucristo» 3*. Es claro que aquí se rechaza la metafísica objetivizante; pero los resultados pueden concordarse plenamente con el punto de vista católico, en línea paulina muy directa, esbozado antes en el apartado a). Pero es también muy clara la imposibilidad de una concordancia con H. Braun. Ya en 1931 rechazó D. Bonhoeffer que se hable de Dios en términos abstractos, el que se piense a Dios al margen del hombre 35 . «Un Dios del que sim-
plemente se puede decir que 'existe' no existe» 36. Dios nos aparece en la comunidad constituida por Jesucristo, y no de otro modo. Una relación con Dios, como indica el ser de Jesús «para los demás», sólo se da en la «existencia para los demás». Por otra parte, debemos vivir en el mundo (tema de la secularización, sobre el cual volveremos) «etsi deus non daretur» 37. Bonhoeffer es seguido de cerca por el obispo J. A. T. Robinson: Jesucristo es el hombre para los demás. «Descubre que el fondo del ser humano es amor, porque en él se ha diluido la identidad y así se ha hecho patente que Dios es el amor» 38. Esta, y no las formulaciones tradicionales, es la única cristología hoy posible. D. Sólle argumenta de modo parecido cuando piensa que, de entre todos los enunciados cristológicos usuales, lo único aprovechable hoy es la idea de representatividad. Pero la palabra «Dios» es para la señora Solle (al menos de momento) imprescindible. Jesús nos representa ante Dios y representa a Dios ante nosotros: es la pura «pro-existencia» 39. En esta demasiado breve panorámica hemos reproducido los puntos de vista de la teología protestante en relación con el problema del ateísmo. Resumiéndolos, en cuanto divergen de la posición católica, podemos decir que se caracterizan por una renuncia radical a las fórmulas «teístas» y sobre todo cristológicas (en eso no puede seguirles la teología católica), pero que en el modo como recalcan que Jesús existe para nosotros y que nosotros existimos para los demás están por delante de la cristología y de la soteriología católicas. c) Una atención especial merece la teología de la «muerte de Dios» (o teología tras la muerte de Dios), que va unida sobre todo a los nombres de los americanos G. Vahanian, P. M. van Burén, Th. J. J. Altizer y W. Hamilton 40 . Los fallos ideológicos y lingüísticos de esta teología son patentes para todo observador atento. En concreto, son más que discutibles sus ideas de trascendencia y encarnación y su veneración entusiasta por el mundo en cuanto «mundanidad». Pero esto no debiera hacer perder de vista que esta teología pretende responder con la mayor seriedad y hondura a una experiencia real, es decir, empíricamente documentable. Para Vahanian y Van Burén no existe ya el Dios de la teología clásica, y queda en el aire la pregunta de si existió alguna vez si no fue como puro símbolo. Piensa Van Burén que el mismo NT no responde ya al problema de «Dios» sino remitiendo al hombre Jesús, el cual, en vez de mirar a las nubes, amó a los hombres de modo humano. Esto permite y exige reducir la teología a ética (reducción comparable a la de la astrología a astronomía) 41 . Altizer y Hamilton piensan, en cambio, que en un tiempo hubo un
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30 H. Benckert, Zur Diskussion um «Gott» in der gegenwartigen deutschsprachigen Theologie: «Studia Theologica» 22 (1968) 93-106. Ibíd., 94, presenta la bibliografía reunida por H. Braun y H. Gollwitzer, además de reproducir la discusión sostenida públicamente por ambos teólogos: Post Bultmann locutum, 2 tomos (Hamburgo 1965). Sobre H. Braun, por parte de un competente autor protestante: Th. Lorenzmeier (véase supra, n. 28); por parte católica: R. Pesch, Ungtaube und Bekebrung: «Internationale Dialog Zeitschrift» 1 (1968) 157-166 (con una importante bibliografía). 31 H. Benckert, op. cit., 98. 32 33
Wti.
E. Jüngel, Goítes Sein ist im Werden. Verantwortliche Rede vom Sein Gottes bet Karl Barth. Bine Paraphrase (Tubinga 1965). 34 H. Benckert, op. cit., 99. 35 G Hasenhüttl, Die Wandlung des Gottesbildes, en J. Ratzinger-J. Neumann (eds.), Theologie im Wandel (Friburgo 1967) 228-239.
36
D. Bonhoeffer, Akt und Sein (Munich 1956) 94. Ibíd., 28. J. A. T. Robinson, Sincero para con Dios (Barcelona 1968); G. Hasenhüttl, op. cit., 242. 39 D. Solle, Stellvertretung. Ein Kapitel Theologie nach dem Tode Gottes (Stuttgart 1965); id., Wahrheit ist konkret (Olten 1967). Puede verse también la réplica de H. Gollwitzer, totalmente insatisfactoria, Von der Stellvertretung Gottes (Munich 37 38
* Sobre este tema, cf. G. Hasenhüttl, op. cit., especialmente 243-248, con alusiones particularmente valiosas a la primera etapa del desarrollo de la teología de la muerte de Dios. Las obras fundamentales de estos teólogos serían: G. Vahanian, The Death of God (Nueva York 1961); P. M. van Burén, Reden von Gott in der Sprache der Welt (Zurich 1965); Th. J. J. Altizer-W. Hamilton, Radical Theology and the Death of God (Indianápolis 1966); Th. J. J. Altizer, ...dass Gott tot sei. Versuch eines cbristltchen Atheismus (Zurich 1968). Crítica de estos autores: B. Mondin, I teologi della morte di Dio (Turín 1968); R. Franco, Teología europea de la muerte de Dios (Granada 1968); H. Fries-R. Stahlin, Gott ist tot? (Munich 1968). G. Hasenhüttl, op. cit., 245.
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Dios trascendente a quien se podía adorar. Pero ese Dios ha muerto en el curso de la historia. Según Altizer, Dios se ha encarnado por completo en la historia, pero no para reintegrar el mundo hacia sí, sino para impulsarlo hacia su futuro inmanente. Sería errado atenerse al momento histórico caracterizado por el nombre de Jesús y volver a mirar a las nubes: el movimiento que parte del Jesús histórico pasa por la comunidad cristiana hasta llegar a la humanidad total, hasta que el «más aña» entra de lleno en el «más acá». Piensa Altizer que ese punto se ha conseguido en nuestros días. Jesús es (para nosotros hoy) aquel que nos indica nuestro puesto al lado del prójimo. Si se ama a este prójimo con el amor de Jesús, se está amando con el amor de Dios. Lo cual quiere decir, a la vez, que en ese amor humano y por ese amor humano se mata a Dios (y eso es lo que Dios mismo está deseando). Si la tarea del hombre es vivir totalmente sin Dios, Altizer prevé para el futuro una «fe mejor» 42 . Con ello se eliminan por completo de momento la «teología», cristología y soteriología tradicionales en aras de una «proexistencia» puramente humana (al menos por ahora), proexistencia que no se remite ya a una representatividad de Jesús. La respuesta que desde aquí le llega al ateísmo es la siguiente: no existe ya el Dios que en otro tiempo existió, pero con un deseo de morir ese Dios ha puesto al menos en marcha en el mundo el proceso de un amor humano extremo. Habrá que saber si el ateo está dispuesto a agradecer al difunto Dios su amor.
3.
Ateísmo e Iglesia
Para el pensamiento católico la fe cristiana es siempre una fe transmitida: para los no contemporáneos de Jesús es siempre una fe eclesial. Lo cual quiere decir que, cuando acepta la fe, el individuo entra en un movimiento de obediencia inaugurado por el camino de obediencia de Jesús y previo siempre al individuo. Por imperativo histórico es la Iglesia una magnitud de estructura social; pero está siempre sometida a la ley de no convertir en fin propio su propia institucionalidad. Todos los elementos institucionales no son más que material para llevar a cabo su sacramentalidad, su carácter eclesial de sacramento como signo eficaz de la cercanía de Dios al mundo y a la humanidad, cercanía hecha posible por la obediencia de Jesús (el verdadero y auténtico sacramento primordial). La sacramentalidad garantiza que la Iglesia en conjunto no se apartará de la fe que le ha sido otorgada (y que es tan previa a la fe del individuo que el sujeto primario del verbo «creo» es la Iglesia y no el individuo) 43; y garantiza que la Iglesia en conjunto no llevará nunca por mal camino al individuo creyente. En conjunto no se la puede separar de Cristo. Y si dejara de juzgar a Jesús como tal, dejaría de ser Iglesia. Cuando se habla de la Iglesia en relación con el problema del ateísmo no hay que pasar por alto que ningún ateísmo agresivo ha logrado acabar con la fe obediente de la Iglesia en su caminar junto con Jesús. El individuo pudo ser aniquilado; el aparato institucional pudo quedar paralizado por medidas administrativas. Pero el seguimiento de Jesús, que es lo que en última instancia significa la Iglesia, es radicalmente inexpugnable. Y es desde ahí desde donde el ateísrflo plantea el problema de la Iglesia en cuanto que ésta, como pecadora, se aparta del seguimiento de Jesús. Tampoco sobre este punto podemos hacer más que meras indicaciones. a) No cabe duda alguna de que la teología ha pretendido ser, a lo largo de épocas enteras, la ciencia fundamental e interpretativa de todo el «ámbito 42
Ibíd., 247. * H. de Lubac, Credo Ecclesiam, en Sentiré Ecclesiam (Friburgo 1961) 13-16.
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temporal». No fue tanto el ateísmo como tal cuanto cada una de las ciencias lo que en el proceso de secularización ** fue arrebatando a la teología un campo tras otro, hasta que ésta se ha dado cuenta en nuestros días de que no puede ni debe entrar en conflicto con la autonomía, los métodos y la competencia de ninguna ciencia profana. Esta nueva conciencia de la teología, razonada en parte en el Vaticano II, no ha pasado aún a ser realidad en la práctica universal de la Iglesia, cuyas intromisiones en ámbitos que no son de su competencia es algo que no pertenece del todo al pasado. De ahí proceden algunos motivos del «ateísmo científico». Un problema especial que se plantea a la teología a partir del proceso de secularización es el problema del lenguaje teológico (y, a la par, del lenguaje «kerigmático»). A pesar de que en los primeros siglos hubo de comprender la Iglesia que, tras la marcha de su Señor, estaba abocada a la historia (como reflejan en el mismo NT las múltiples «teología»), su teología ha conservado en gran parte un lenguaje muy especial. Es fácil de comprender que la Iglesia, en cuanto sociedad, precisa de una «regulación del lenguaje». Pero ¿no conducirá al estancamiento esa regulación? Cada vez le es más difícil a la Iglesia hacerse entender por el hombre secularizado y por el ateísmo. Por otra parte, en el mundo secularizado se ha desarrollado todo un sistema de conceptos que proviene o depende de una terminología que procede literalmente del sistema de conceptos de la antigua teología, pero que en cuanto a contenido nada tiene que ver con aquéllos (piénsese, por ejemplo, en las tres «personas» de Dios y en el actual concepto de persona; o en términos como sustancia, naturaleza, etc.). La problemática mayor del presente consiste en saber cómo la Iglesia podrá acabar con su falta culpable de comunicación sin renunciar a confesar que Jesús es el Cristo, porque resultará imposible que guarde este Cristo Jesús sólo para ella en un mundo eclesiástico incomunicado y aparte. Partiendo de esto se impone plantear una objeción importante (aunque no fundamental) a la llamada «teología política». No es que la teología política se presente a sí misma como disciplina teológica especial a la par con las demás: se juzga como la conciencia de la dimensión política (es decir, social) de toda la teología, con el fin de llevar a la Iglesia por medio de su teología a una función crítica en la sociedad 45 . Debemos preguntarnos en qué medida será posible esta crítica social mientras siga habiendo la incomunicación que hay entre la Iglesia y el mundo, entre la teología y las diversas ciencias profanas. En una situación así existe el peligro de que una crítica social ejercida por la Iglesia haga dar marcha atrás a la secularización. De más peso son los reparos contra la otra propuesta, planteada sobre todo por la teología de la muerte de Dios, de que la Iglesia y la teología dejen de hablar de él. Esta propuesta supone algo más que reconocer nuestra ignorancia presente y pasada acerca de Dios, que Dios no es manipulable o que —con Bonhoeffer— hay que ser muy pudorosos al hablar de Dios *>. (No pocos de los movimientos actuales, calificados a la ligera de «ateos» —algunas secciones de los masones, de las uniones de humanistas, etc., e incluso no pocos marxistas y filósofos como M. Heidegger— caen perfectamente en la cuenta de que, cuando rechazan un lenguaje eclesiástico desmesurado referido a Dios, ni se refieren 44 Como es lógico, dentro de los límites reducidos del presente esbozo no podemos estudiar a fondo este fenómeno tan característico de nuestros días. Cf. J. B. Metz, Teología del mundo (Salamanca 1970) y, sobre todo, La fe, en la historia y la sociedad (Ed. Cristiandad, Madrid 1979). 45 J. B. Metz trató ampliamente de esto en las dos obras citadas en la nota anterior, especialmente en la segunda. 46 D. Bonhoeffer, Widerstand und Ergebung (Munich 131966) 180 y 185; y además, cf. H. Ott, Wirklichkeit und Glaube I (Zurich 1966), especialmente 128-131.
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ni pueden referirse al propio Dios). Se pretende una vida comprometida sin Dios, pasar a tareas «más urgentes» y dejar por ello de hablar de Dios. Ahora bien, si hiciera eso, la Iglesia dejaría de ser Iglesia y paralelamente la teología sería sustituida por la ética. Por lo dicho se ve claramente cómo el ateísmo tuvo y tiene una de sus raíces en el estancamiento espiritual de la Iglesia y de su teología, estancamiento que se funda quizá en el miedo de la Iglesia a «configurarse al estilo» de este mundo, olvidando hasta qué punto la Iglesia, en el seguimiento de Cristo, está abocada al mundo y a su historia. b) La otra raíz del ateísmo se encuentra, sin duda, en la praxis de la Iglesia y de los cristianos 47 . De las innumerables formas de infidelidad e insuficiencia cristiana surgen otras tantas formas de ateísmo, sea a causa de encuentros individuales o de un mal comportamiento general. Brevemente nos fijaremos aquí en el marxismo por ser un paradigma muy claro 48 . A lo largo de su historia, la Iglesia ha pecado tanto contra la humanidad y el amor (y contra la justicia como presupuesto del mismo) que lo admirable no es la agresividad del ateísmo, sino su actitud inofensiva y comprensiva frente a la religión institucional. Cuando K. Marx decía que «la religión es el suspiro de la criatura oprimida, la sensibilidad de un mundo sin corazón, el espíritu de situaciones sin espíritu, el opio del pueblo» 49, en esa misma decisión de acabar con un mundo en el cual el hombre esclavizado necesita del opio está latiendo una pena porque sea preciso llegar tan lejos. No es posible trazar aquí la historia trágica de la interdependencia entre la infidelidad cristiana y la reacción atea. La primera mitad de este siglo estuvo marcada por una determinación cada vez más crasa de frentes: por ignorancia y ceguera pasó la Iglesia católica romana por alto los impulsos humanistas del comunismo y consideró al fascismo, inhumano y antihumano de raíz, como mal menor frente al comunismo (como se ve claramente por la actitud de Pío XII ante ambos 50 , incluyendo el último abuso político de la excomunión por parte del llamado Santo Oficio el 1 de julio de 1949). Entre tanto, algunas partes de la Iglesia penaban vicariamente por todos. En el sufrimiento de estas partes indefensas de la Iglesia, y no en el frente militante romano, es donde hay que ver hasta finales de los años cincuenta el testimonio del seguimiento de Jesús de cara al ateísmo. El Vaticano I I emprendió en este punto un examen de conciencia. De él dice J. Ratzinger que es «el derrumbamiento de la identificación de lo cristiano con el mundo occidental y el estímulo para ver en el sufrimiento de los pobres, en la miseria de los oprimidos, una tarea cristiana. El cristianismo debe hacerse valer como humanismo si quiere seguir adelante» 51 . Si la «teología política» se dedica a ese estímulo, hay que reconocer que es una tarea absolutamente necesaria. Lo que aquí hemos indicado, a título de ejemplo, en relación con la Iglesia y el comunismo ateo, tiene sus paralelos de menos calibre en multitud de casos de ateísmos burgueses e individuales 52 . En el ámbito cultural del mundo cris-
tiano no ha aparecido todavía ningún ateísmo, en el sentido estricto de la palabra, que no fuera reacción contra el mal comportamiento de la Iglesia. A esta luz hay que considerar también el viraje antropocéntrico de la teología, así como las «reducciones», discutibles en el plano especulativo, de la teología a la ética. Por muy discutible que sea identificar rectilíneamente amor a Dios y amor al prójimo, es necesario que la Iglesia dé testimonio de que sigue a Jesús (quien se identificó con el prójimo) a base del compromiso activo (y no «pasivizante», como dicen los marxistas) con los demás hombres, hasta llegar incluso a cooperar con la revolución donde ésta sea necesaria. Es tan discutible como innecesario concebir una «teología de la revolución», ya que la revelación de Dios no dice lo que hay que hacer en todas y cada una de las situaciones de la vida y de la historia. Bástele al cristianismo saber que una revolución puede ser expresión del amor a los demás hombres, lo mismo que Jesús amó a los desheredados. c) En el marco de la reflexión eclesiológica sobre el ateísmo hay que tener en cuenta finalmente, aunque no en último lugar, que la fe del creyente no está sólo amenazada por su infidelidad práctica B . Quien sostiene el principio de que la fe no es primariamente un resultado de las propias reflexiones lógicas, de la propia confianza en el testimonio, sino que es otorgada libremente por Dios, no podrá menos de sentirse (y no sólo a nivel de sentimiento) esencial y radicalmente inseguro en su continua dependencia de la gracia de Dios. Y esa inseguridad que nace de la dependencia no la elimina la pertenencia a la Iglesia, ya que la gracia está «oculta» bajo el velo de una institución no comparable con las instituciones profanas: oculta bajo la sacramentalidad de la Iglesia. Le hacen además sentirse inseguro las explicaciones categoriales de la fe (históricamente necesarias) que hoy se van distanciando cada vez más de la invisibilidad de la fe (y que en su visibilidad no se ven apoyadas por la experiencia de nuestro mundo). Fe y vivencia de la fe están hoy día más distantes que nunca 54 , resultando que el creyente no sabe decir si cree o no cree. En el camino del seguimiento de Jesús, esto no tiene nada de extraño: dictaminar si el creyente está atravesando la noche y el infierno de la inseguridad y del abandono, o si ha dejado a Dios a impulsos de la tentación, es un juicio que no le corresponde ni al creyente mismo ni a la Iglesia: sólo a Dios le está reservado distinguir la fe de la incredulidad, tanto en el creyente como en el no creyente. El que esto se sepa hoy con más claridad que antes contribuye también a relativizar la Iglesia (y, consiguientemente, la eclesiología): la Iglesia no es un valor absoluto; es un valor «relativo» por principio: referido a Jesús para seguirle. Así al creyente le es también más fácil que antes reconocer que, lo quiera o no, es solidario de los ateos.
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Gaudium et spes, art. 19. Se ha escrito ya un gran número de libros y artículos sobre el diálogo cristianomarxista. Desde el punto de vista católico, uno de los estudios mejores y más amplios es el de G. Girardi, Marxismo e Cristianesimo (Asís 1968) y, sobre todo, el tomo IV: El cristianismo frente al ateísmo, de la obra citada en la n. 52. 49 Werke I, 385. 50 Este es el juicio que emite un hombre que conocía de cerca la situación: R. Leiber, Pius XII: LThK VIII (1963) 542. 51 J. Ratzinger, op. cit., 343. 52 Todo el complejo del ateísmo actual en la vida y cultura de nuestro tiempo, así como en sus manifestaciones teóricas, se estudia desde la perspectiva católica en una
4.
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La salvación de los ateos
Todo lo dicho hasta aquí está reflejando los recientes y dispares intentos de la teología por entender más de cerca a los ateos, ser más justos con ellos y enciclopedia en cuatro tomos (cinco volúmenes), publicada simultáneamente en varias lenguas: G. Girardi (ed.), El ateísmo contemporáneo (Ed. Cristiandad, Madrid 1971). Esta obra, de grandes pretensiones, pone, sin embargo, de relieve que es imposible presentar el ateísmo y hacer un análisis convincente. Deben utilizarla, con todo, quienes deseen conocer a fondo el ateísmo por dentro y los problemas que plantea al cristiano de hoy. 53 J. B. Metz, La incredulidad como problema teológico: «Concilium» 6 (1965) 63-83. 54 L. M. Weber, Glaubigkeit aus Glaube, en Wort in Welt, editado por B. HaringK. Rahner (Bergen-Enkheim 1968) 186-199 (con una bibliografía muy aprovechable). 65
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ACONTECIMIENTO CRISTO Y EXPERIENCIA DEL MUNDO
REFLEXIONES TEOLÓGICAS SOBRE EL ATEÍSMO
abordar los problemas que plantean. La reflexión teológica anterior se preguntaba cómo conciliar la posibilidad de que algunos ateos consigan la salvación eterna con la verdad revelada de que la fe es necesaria para la salvación55. Frente a una exigencia estricta de una fe cristiana explícita, ya la carta a los Hebreos (11,1.3.6) ofrece los elementos básicos de una fe que, comparada con la de cuño cristológico, se ha llamado con razón «fe implícita». De ella reconoció generalmente la Escolástica postridentina que basta para salvarse. Aunque esto no diera la solución al problema de la salvación o no salvación de los ateos, marcaba un camino metódico por el cual podía continuar una reflexión legítima. Dos importantes intentos de época reciente fracasaron por sus puntos de partida. El cardenal L. Billot salva a las masas de hombres increyentes por el estado rudimentario de formación en que se encuentran (es decir, por su cortedad), por no haber llegado al grado de adultez que presupone naturalmente la fe 56 . L. Boros sitúa una última decisión en el momento de la muerte individual al abrirse la revelación total de Dios 57 . Del lado de la moderna teología protestante no podía esperarse ayuda alguna en este problema, pues da por liquidado este tema a base de un pesimismo general con respecto al destino definitivo de los ateos y se niega generalmente a aceptar una escatología futura. En la teología católica dio H. de Lubac un impulso que acabó por conducir a un consenso general y a las afirmaciones magisteriales del Vaticano I I . A una con la filosofía francesa contemporánea, sobre todo de M. Blondel, H . de Lubac distingue cuidadosamente entre la decisión radical de un hombre y lo que de esta decisión puede pasar a ser reflexión explícita y formulación verbal. Para De Lubac es evidente que hay hombres que en el fondo (llevados por la gracia de Dios) han optado por Dios sin saberlo reflejamente o sin poder expresarlo, incluso en ocasiones en que su juicio sobre la decisión radical expresa lo contrario (al igual que hay hombres que «creen que creen», pero nada más...) 5 8 . Ni el individuo ni la Iglesia pueden dictaminar en este punto sobre otra persona. Sin embargo, en De Lubac quedan oscuras no sólo la reflexión y la formulación, sino incluso qué tipo de decisión radical es ésa. Aquí comienza la reflexión teológica de K. Rahner. Su tesis del «cristianismo anónimo» la comenzó a desarrollar a propósito de la relación entre las religiones no cristianas y el cristianismo, no a propósito del problema del ateísmo 59 . La humanidad y el ser humano están fundamentalmente salvados con la encarnación del Hijo de Dios. Por tanto, aceptar ser hombre y comprometerse fraternalmente con la humanidad lleva el signo de la gracia de Cristo y es aceptar «implícitamente» al Hijo de Dios hecho hombre (también en Rahner queda oscuro qué es realmente eso de aceptar el ser hombre; de ahí que la tesis de Rahner no quede bien reproducida cuando se la resume diciendo que «todo hombre es un cristiano» * ) . Probablemente sería mejor que esta tesis rezara así: tesis del «cristianismo implícito». En el diálogo con marxistas llegó luego Rahner a la tesis del «teísmo implícito» («teísmo» no hay que entenderlo aquí en el sentido de la metafísica esencialista): «Quien toma la exigencia de su con-
ciencia por absolutamente válida para él y se atiene a ella libremente y aun sin reflexionar, está afirmando, lo sepa o no, lo conceptualice o no, que el ser absoluto de Dios es el fundamento para que pueda haber lo que se dice una exigencia ética absoluta» él . El mismo Rahner explica que lo que dice sobre la falta de reflexión puede también aplicarse a la falsa reflexión (por ejemplo, a la negación materialista de la espiritualidad del sujeto o a la confusión del futuro inmanente con el futuro absoluto). Ambas tesis coinciden, en última instancia, no por lo que toca a sus consecuencias teológicas, sino por el modo más preciso de realizarse, ya que «aceptar el ser hombre» se expresa en el plano de la existencia ética como la aceptación del imperativo de la conciencia. Para Rahner es evidente que el ateo no puede vivir una existencia ética con carácter de imperativo último si no es por intervención de la gracia de Dios. El ateo cometería una culpa que daría al traste con su salvación eterna si rechazara la existencia entera o dejara de lado el dictado de la conciencia reconocido como absoluto 62 . El Vaticano I I hizo suyo el contenido de ambas tesis de Rahner, pudiéndose decir que han sido refrendadas por el supremo magisterio católico. No adoptó materialmente sus términos, sea porque le parecieron demasiado científicos a un Concilio interesado en lograr un lenguaje «pastoral», sea porque algunos de ellos (como el de «cristianismo anónimo») dan pie a malentendidos. Las afirmaciones conciliares revisten sus matices propios. La Constitución dogmática sobre la Iglesia (art. 16) resalta preferentemente la función activa del hombre (con formulaciones que J. Ratzinger califica de «muy discutibles» y de «fácilmente colindantes con el pelagianism o » ) a : constitutivos de la salvación fuera de la Iglesia son la búsqueda humana de Dios y la vida según la conciencia (a todo lo cual se añade un influjo de la gracia). La Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (artículo 22) destaca, en cambio, que, por la redención universal y por la intervención del Espíritu Santo, es Dios mismo quien toma la iniciativa de salvar a los no creyentes. Este hecho lleva cuño «cristológico» (que es lo que quería decir la tesis rahneriana del «cristianismo anónimo»), ya que lo que ocurre es que los no creyentes quedan vinculados al misterio pascual, como dice el Concilio. Ambos textos conciliares dicen, a su modo cada uno (la Constitución sobre la Iglesia, tácitamente; la Constitución pastoral, expresamente), que entre los ateos se da existencia ética, verdad y bien, y con ello humanismo auténtico. Con ello supera el Concilio esencialmente el concepto de «hombres de buena voluntad», introducido con buenas intenciones, pero sin contenido, por Juan XXIII en el lenguaje del magisterio eclesiástico.
55 Cf. MS I, 861-870 (J. Trütsch-J. Pfammatter). Lo que se dice allí sobre la fe debe presuponerse lógicamente en este lugar. Por otra {Jarte, no era éste el momento de hablar de la crisis de fe con la debida amplitud. 56 L. Billot en una serie de artículos en la revista «Études», 1919-1923. 57 L. Boros, Mysterium Mortis. Der Mensch in der letzten Entscheidung (Olten 6 1967); del mismo autor, Erlostes Dasein (Maguncia 1965) 89-97. 58 H. de Lubac, Sur les chemins de Dieu (París 1956). 59 K. Rahner, El cristianismo y las religiones no cristianas, en Escritos de teología V (Madrid 1964) 135-156. 60 A. Roper, Die anortymen Christen (Maguncia 1963).
Sería un gran malentendido ver la teología del ateísmo de De Lubac y Rahner y las referidas afirmaciones conciliares como una bagatelización del ateísmo y una anexión ideológica triunfalista del mismo por parte del cristianismo. Todos estos intentos se mueven en el horizonte más amplio de una incertidumbre última sobre la salvación y la condenación, sobre la fe y la increencia: dentro de este marco son un intento de partir de un punto de vista cristiano, que ni quiere ni puede dejar de lado su fe, para descubrir desde ahí la fraternidad radical que une a creyentes y no creyentes en el presente, en el futuro y en la eternidad de Dios: una fraternidad que está por todos los costados marcada por el pecado y la gracia. 61 K. Rahner, En torno a la doctrina del Vaticano II sobre el ateísmo- «Concilium» 23 (1967) 377-399. 62 K. Rahner, ibíd., 388. 63 J. Ratzinger, op. cit., 353.
5.
Diálogo con los ateos
Sobre esta base existe también por parte de la Iglesia la posibilidad de un diálogo sincero entre creyentes y no creyentes **. Este diálogo puede partir del problema de qué es el hombre, así como de un amplio acuerdo sobre la dignidad y los derechos de la persona humana, y puede allanar el camino hacia una colaboración entre cristianos y ateos a la hora de construir un futuro digno del hombre. Según un texto oficial de la Iglesia católica sobre el diálogo 65 , éste es también de gran utilidad para la fe cristiana como tal. En diálogo con el interlocutor no creyente recibe la fe misma una «iluminación», la verdad absoluta (perfecta nada más que en sí) se capta con más claridad y se comprueba con más holgura que no todo lo que los cristianos tienen por verdadero viene de la revelación misma de Dios. Por estas razones considera la Iglesia católica que un conocimiento preciso de la actual crítica atea de la fe es indispensable y que es necesario fomentar el diálogo. En un diálogo entre creyentes y no creyentes se presenta una gran oportunidad ecuménica: el que cristianos de Iglesias y confesiones distintas emprendan como creyentes un diálogo con sus hermanos no creyentes puede contribuir indirectamente a lograr la unidad cristiana, cuya falta es para tantos ateos una razón para desconfiar de la transmisión eclesial de la fe. Desde el momento en que la verdad siempre es concreta (Lenin) y va tras una expresión existencial, el diálogo obliga a una identidad de la doctrina y la vida, y espolea así a la existencia cristiana a ser testimonial. Un diálogo planteado sobre la base de silenciar la propia convicción fundamental no sería diálogo, sino engaño y falta de personalidad. De ahí que el diálogo exija del cristiano el coraje de la martyría, coraje que, junto con la koinonía y la diakonía, es una nota esencial de la relación de la Iglesia con el mundo. A partir de este coraje es como hay que juzgar los intentos de dar una respuesta teológica al problema del ateísmo. A partir de este coraje hay que hacer frente a la tentación del silencio. «Dios... es la más onerada de todas las palabras humanas. Ninguna palabra está tan manchada, tan hecha jirones como ésta. Por eso precisamente no puedo renunciar a ella. Las generaciones de hombres han volcado sobre esta palabra el peso de su vida medrosa y la han echado por tierra. Yace en el polvo y lleva el peso de todas las generaciones humanas. Las generaciones de hombres, con sus partidismos religiosos, han desgarrado esta palabra. Por ella han matado y por ella han muerto. Esta palabra lleva las huellas dactilares de todos y lleva la sangre de todos... No podemos ignorar a quienes la prohiben, a quienes se remiten a una autoridad recibida de "Dios'. Pero no podemos dejarla de lado. Se entiende muy bien que haya no pocos que proponen silenciar por un tiempo las 'cosas últimas' para redimir las palabras deformadas. Pero no es así como hay que redimirlas. No podemos purificar la palabra 'Dios', no podemos lograrlo por entero. Pero, manchada y hecha jirones como está, podemos alzarla del suelo y enarbolarla sobre una hora de grave alarma como la nuestra» 66. HERBERT
BIBLIOGRAFÍA I.
REVISTAS, DICCIONARIOS, ETC.
«Concilium. Revista internacional de Teología» (Ed. Cristiandad, Madrid 1965ss). Los números 16 (junio 1966) y 23 (marzo 1967) están consagrados enteramente a este tema, que, por otra parte, aparece constantemente en sus secciones dedicadas a «cuestiones fronterizas» y «pastoral». «Evangelische Kommentare», marzo 1969 (con bibliografía). «Internationale Dialog Zeitschrift». «Lumiére et Vie», septiembre-octubre 1968. Gottier, G. M. M.-Wetter, G. A., Atheismus: SDG I (1966) 409-426. Kommentare zur Pastoralkonstitution «Gaudium et spes» des II. Vatikanischen Konzils. L'Athéisme interroge, ed. C. Bruaire (París 1968ss). Rahner, K., Ateísmo, en Sacramentum Mundi I (Barcelona 1972) 456-469. Siewerth, G./Gómez Caffarena, J., Ateísmo: CFT I (21979) 139-154 (con bibliografía). Voprosy naucnogo ateizma (Preguntas del ateísmo científico) 4 tomos (Moscú 1966-67). II.
OTRAS OBRAS
Balthasar, H. U. v., El problema de Dios en el hombre actual (Ed. Cristiandad, Madrid 1960). Bishop, J., Die «Gott-ist-tot»-Theologie (Dusseldorf 1968). Borne, E., Gott ist nicht fot (Graz 1965). Dewart, L., El futuro de la fe (Barcelona 1969). Gardavsk^, V., Gott ist nicht ganz tot (Munich 1968). Girardi, G., El ateísmo contemporáneo. 4 tomos (Ed. Cristiandad, Madrid 1971-1973). Kutschki, N. (ed.) Gott heute (Maguncia 1967). Lacroix, J., Wege des heutigen Atheismus (Friburgo de Br. 1960). Ley, H., Geschichte der Aufklarung und des Atheismus I (Berlín 1966). Lubac, H. de, Le drame de l'humanisme athée (París 1944). — Athéisme et sens de l'homme (París 1968). — Sur les chemins de Dieu (París 1966). Mauthner, F., Der Atheismus und seine Geschichte im Abendlande, 2 tomos (Berlín 1920-23). Schillebeeckx, E., Dios, futuro del hombre (Salamanca 1970). Schultz, H. J. (ed.), Wer ist das eigentlich - Gott? (Munich 1968). Solle, D., Atheistisch an Gott glauben (Friburgo de Br. 1968). Zahrnt, H., Dios no puede morir (Bilbao 1971).
VORGRIMLER SECCIÓN TERCERA
SOTERIOLOGIA 64 65
Cf. especialmente Gaudium et spes, 21, 92; Ad gentes, 11. Secretariado de los no creyentes, De dialogo cum non credentibus. Comentario de H. Vorgrimler (Tréveris 1969). 66 M. Buber, Gottesfinsternis, en Werke I (Munich 1962) 509s.
Y RELIGIONES DE SALVACIÓN NO
CRISTIANAS
Al final de un volumen en el que se ha explicado el acontecimiento Cristo como acción del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, vamos a preguntarnos en qué relación está la soteriología cristiana con las religiones de salvación no cristianas. No es preciso que demostremos la importancia que reviste este pro-
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SOTERIOLOGÍA Y RELIGIONES NO CRISTIANAS
blema para comprender el significado del acontecimiento Cristo en el marco de las grandes religiones aún vigentes y para un diálogo con ellas. La confrontación que llevemos a cabo en esta sección habrá de ser embrional: esbozaremos algunos tipos especialmente característicos de religiones de salvación no cristianas y las confrontaremos con los enunciados de la soteriología cristiana.
en el cual el caos, aunque no dominado, está reprimido. En este estadio de evolución espiritual no se puede plantear aún conceptualmente la relación del mal con la «totalidad», aun cuando se comienza a hacer sitio a una localización —transmisible por tradición— de los poderes demoníacos, vinculándolos a ciertos lugares y a acciones determinadas. Lo demoníaco es todavía un poder ambiguo, cuya intervención puede unas veces traer fortuna y otras infortunio. El mundo de lo numinoso no está todavía relacionado con puntos fijos que den lugar a un orden estable al cual pueda atenerse el hombre. En sus esfuerzos por crear una cultura, ordenará sus representaciones del mundo superior, dándoles generalmente la forma de un mito original que describe el paso del caos al cosmos. Aun cuando las fuerzas del caos son reprimidas por la sociedad cultivada, no por eso son menos operantes; de ahí que el mito cosmogónico tenga a menudo parecida o idéntica significación que el mito de la iniciación, que narra cómo el héroe cultural, el tipo del «hombre» cultivado, ha vencido a las potencias tenebrosas. Una vez que existe este orden de representaciones, ya es posible ampliar y ahondar el concepto de salvación. La prueba de iniciación consiste a menudo en una «muerte» mística: desaparecer tragado en las entrañas de un monstruo, que simboliza las fuerzas caóticas y a la vez las fuentes de la renovación. En su esfuerzo por pensar al «hombre» de cara a la muerte, la mentalidad primitiva alcanza, por medio del rito de iniciación, una altura de comprensión que presenta la necesidad de salvación como una componente explícita de la naturaleza humana 2 . Esta evolución lleva a la elaboración del concepto colectivo, no abstracto todavía, de «hombre» (miembro adulto de la sociedad) como portador de la conciencia «religiosa» y de la solidaridad necesaria para asegurar la salvación del clan. A la vez se va formando la imagen del mundo en relación con la vida, la guerra y el juego de los «hombres». La salvación aparece escuetamente vinculada a la comunidad, en forma de buena caza, de rica cosecha y de afirmación victoriosa contra el clan enemigo. Esto mismo es lo que recuerdan las festividades. Un tramo importante del camino hacia el «concepto» de salvación lo recorre la instauración de ritos colectivos de purificación. Entre ellos poseen un interés especial aquellos que señalan un «chivo expiatorio», animal u hombre. Así como la impotencia general se concentra en un solo individuo, que sirve de pararrayos, así se acumulan todos los valores de la comunidad en la persona del jefe. Sucede también que la función de señorío sacro y la de «chivo expiatorio» ÍTOpíiJnma) llegan a juntarse en el jefe. Instintivamente, la comunidad sensibiliza y actualiza con dicho rito el contenido y la idea de lo que la sabiduría romana acuñó con la expresión de corruptio optimi pessima.
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1.
Qué son las «religiones de salvación»
Desde que existe la humanidad ha existido siempre en forma progresiva la creencia en la necesidad de redención'. Es algo que pertenece a la esencia del hombre y a su natural comprensión. Entre todos los seres vivos, es notable lo débil e indefenso que el hombre llega al mundo. Sólo al cabo de mucho tiempo llega a desarrollarse por completo, dependiendo luego en gran medida de la comunidad para mantener un nivel de vida que le permita afirmar que vive «como hombre». Ya en los ritos y mitos más primitivos cuyo sentido nos es posible rastrear parece que el hombre está animado de la idea de que ciertos gestos y palabras, más allá de su utilidad inmediata, tienen el poder de conjurar ciertas amenazas que se yerguen en el horizonte de su mundo circundante. Aunque difíciles de precisar, dichos peligros o amenazas tienen mucho que ver con la debilidad humana, con sus puntos flacos. Hambre, enfermedad y muerte han acompañado incesantemente a la humanidad a lo largo de su peregrinación. Ya antes de que el hombre logre darse cuenta del peligro y dar así un primer paso para dominar el mundo con la razón, y antes de que descubra el sentido y fin de lo que le sucede, ha visto que todo ello puede alcanzarle aun cuando se esconda en la guarida más segura. En todos los aspectos se mueve su vida dentro de la vulnerabilidad esencial de su naturaleza, y en todos ellos siente su «dependencia». Su relación con el grupo pertenece a esa dependencia y vulnerabilidad, sin que él se dé cuenta de ello. La vida del grupo depende de la experiencia de los «ancianos» (séniores), portadores privilegiados de los valores sobre los cuales se funda la unidad y la vida del grupo. El duelo y los ritos funerarios, atestiguados desde la más remota antigüedad, tenían, sin duda, el doble significado de conjurar los poderes de la muerte y complacer a las fuerzas de la vida. Desde este momento es posible hablar de religiones de salvación en el sentido amplio del término. Pero si se quiere hablar de «religiones soteriológicas o de salvación» en sentido más estricto, hay que excluir de esta categoría todas las «religiones tribales», pues en esa mentalidad «primitiva» se mezclan aún de modo inseparable el ámbito de lo sacro y lo profano, de la naturaleza y la sobrenaturaleza, del bien y del mal. En este estadio no existe otro mundo que el que aquí se está viviendo. Incluso los muertos siguen formando parte de la única comunidad vital: aun sin dilucidarla y sin calificarla como tal, esa comunidad vital es el lugar de la seguridad, que coincide con la salvación. En esta estructura espiritual no tiene aún sentido hablar del «mal» in genere. Hay poderes hostiles, indeterminables y ciegos que irrumpen y cogen al hombre desprevenido. Cuando se les presta una figura determinada o se les conjura con palabras que pretenden calificarlos, pasan a ser más formidables y a la vez más escurridizos, parecido a lo que ocurre cuando un niño se «imagina» que la fuente de sus miedos está en un determinado rincón oscuro de su alcoba y forma así un mundo ordenado 1 Sobre la distinción entre necesidad de redención e indigencia de salvación, cf. B Stoeckle: MS II, 791s.
2 «En el momento en que la muerte deja de ser un modo de existencia de los vivientes, nos encontramos con una visión nueva del mundo, guiada por cierta lógica, capaz de cambiar la perspectiva del hombre arcaico. El muerto, al corromperse, no vuelve enteramente a la tierra, sino que se convierte en un cadáver: se le separa del habitat y se le proporciona su propia tumba. El honor de tener una forma de existencia superior a la de los vivientes le hace elevarse por encima del mundo que le rodea. Se va perfilando un mundo supraterreno en el que esos antepasados que ya han conseguido liberarse de la limitación terrena se convierten poco a poco en objeto de culto. Semejante individualización, nacida de una penetración racional en el mundo del mito, acarrea cierta ruptura de equilibrio entre la concepción religiosa y la concepción social. El culto a los héroes y las peregrinaciones a los sepulcros van preparando una visión épica del mundo, que significa a la vez el progreso de la historia. En cambio, la conciencia individual interviene en otra transformación importante: el descubrimiento del cuerpo. El hombre abandona su máscara y su papel en el drama para llegar por fin a su autoconciencia» (A. Leenhardt, citado en E. Dardel, L'homme dans l'univers mythique: RHPhR 35 [1955] 172).
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El concepto de caos original, presente a menudo en los mitos originales, ahonda la idea de una amenaza total: el caos original supone esa amenaza en la forma de profundos «abismos» que se abren. La lucha entre los gigantes y los dioses está expresando a su manera la amplitud cósmica de la necesidad de salvación. A la par que la idea del mal se desarrolla la idea de la naturaleza y de las propiedades de la salvación. El acontecimiento original que provocó la situación de desgracia no tiene en un principio matiz ético. Puede proceder de un despiste, de una falta de presencia de ánimo o de destreza, con resultados que no tienen relación con su causa. Establecemos que se puede hablar de religión soteriológica o de salvación en sentido estricto cuando con sus doctrinas, ritos y otras prescripciones sacralizadas se propone fundamentalmente proporcionar al hombre —a todos los hombres— el medio y la explicación para poder escapar a una situación desgraciada global que atañe a la existencia de toda la humanidad. El «mal» del cual hay que liberarse puede aún concebirse de muy diversas formas, pero en todo caso se piensa que afecta a la «totalidad». El pesimismo adquiere coloración universal, no porque todo sea absolutamente malo, sino en el sentido de que se ve en peligro la existencia del hombre como tal. Existe cierta correspondencia entre la naturaleza del medio de salvación que una religión propone y la naturaleza del mal del cual pretende salvar. Esto no quiere decir que, si clasificáramos las religiones de salvación tomando como criterio aquello de lo cual salvan, dicha clasificación correspondiera punto por punto con la obtenida tomando como criterio los medios de salvación que pro»ponen y cómo salvan. Ejemplos de lo que algunas religiones de salvación consideran como el «mal principal»: — — — — — —
La corporeidad impuesta a seres espirituales (neopitagorismo). La mezcla del bien y del mal (maniqueísmo). La ilusión de que existen «yos» separados (vedanta). La esclavitud de la concupiscencia (budismo primitivo). La división de la sociedad en clases (comunismo). El pecado original transmisible (cristianismo).
A ello corresponden los siguientes modos de entender cómo se realiza la salvación: — La ascesis y la «teoría» libran al alma de su dependencia de la materia. — El elegido lucha vivamente contra el mal, y con ritos apropiados contribuye a separar lo bueno de lo malo, a la vez que ancla a sí mismo en el bien. — La gnosis disipa la ilusión cósmica, manifiesta la unidad fundamental y con ella la felicidad. — La meditación sobre la inconsistencia de las impresiones mundanas destruye el deseo y la «sed» de vivir, causa de una existencia dolorosa. — La unión del proletariado y su dictadura tfonducen a una sociedad sin clases. — Por el bautismo y la fe se restablece la unión con Dios en el amor. Huelga decir que en la medida en que las diversas ideas del mal no son diametralmente opuestas, pueden también ser comunes los medios propuestos por las religiones de salvación, con sus correspondientes cambios de acento, más o menos grandes según los casos. En el plano de los medios salvíficos es evi-
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dente la originalidad de la solución cristiana, puesto que la fe espera la salvación esencialmente de la gracia divina, que ningún medio auxiliar puede sustituir. Una garantía tan acusada de salvación por la gracia divina no es frecuente en el mundo de las religiones, aun cuando no falte por completo, como es el caso de ciertas sectas hinduistas y de la rama amídica del «gran vehículo». Hemos de volver sobre este dato, que, a nuestro parecer, no carece de relación con el intento de penetración racional que va apareciendo, según nuestra definición, en las religiones de salvación a medida que se va ampliando y unlversalizando la visión del mundo. En este contexto se ha acentuado el carácter paradójico del concepto de salvación. Una vez que la razón llega por sus propios medios a juzgar la condición humana, llega a confiar en sus propias fuerzas y a la vez a desesperar de las mismas. De ahí que algunos teólogos, no sin razón, hayan indicado la originalidad del «pesimismo» específicamente cristiano: el pecador no descubre su situación real sino a la luz de la fe, suponiendo este descubrimiento en sí mismo ya una primera gracia. Esta indicación nos obliga a aclarar que la definición por nosotros propuesta de religiones de salvación en sentido estricto ha de entenderse de modo «análogo» para que pueda responder a la naturaleza especial del «universalismo» cristiano, que es el resultado de una iniciativa divina, y no el logro de la razón humana. (Aunque esa iniciativa divina no contradice a la razón, sino que cumple sus apetencias, es el logro de una instancia superior a la razón). La visión universal propia de las religiones de salvación ha nacido siempre de una «conversión» radical, que puede no ser más que el resultado de una reflexión sobre la naturaleza de las cosas, como parece ser el caso de la «iluminación» de Sakyamuni. La visión paulina y joánica del mundo es el resultado de una conversión de otro tipo: la causa de la misma no ha sido una reflexión sobre la naturaleza de las cosas, sino una iluminación de fe sobrenatural en Jesús, el Justo crucificado y resucitado. Por consiguiente, si se habla de una salvación budista «por la gracia de Buda», eso sólo puede hacerse en un sentido analógico lejano. Budismo y cristianismo pertenecen a la misma categoría si las religiones soteriológicas se clasifican según otro criterio: muchas de ellas atribuyen a una persona (Dios, un dios transformado o un héroe) el papel de protagonista en una «obra salvadora». Estas religiones hablan, por tanto, de un «salvador» (mítico, histórico o escatológico) que revela a los hombres un camino de salvación y le ayuda a recorrerlo hasta el final. Ese salvador actúa con su ejemplo, con su doctrina y con la victoria que logra contra los poderes hostiles. El creyente «toma parte» en su victoria, bien lográndola también él, bien por medio de una identificación mágica o de gracia, o bien de dos o tres de estas maneras a la vez. Seguidamente examinaremos algunos tipos importantes de religiones soteriológicas que son de interés no sólo en sí, sino también en orden a una confrontación con el cristianismo. Hemos elegido formas que en un orden más o menos cronológico suponen una creciente desmitologización y universalización: la de Osiris, tipo de religión cosmobiológica; las religiones mistéricas; las antiguas religiones indias, típicamente místico-metafísicas; las formas teístas indias de piedad, y, finalmente, la gnosis. Por lo demás, con frecuencia nos desviaremos del hilo de la exposición cuando haya comparaciones que nos parezcan iluminadoras. El primer ejemplo está en el límite del grado de universalidad que hemos exigido para las religiones de salvación en sentido estricto. El último ejemplo lleva a la conciencia racional a negar el reconocimiento de su carácter religioso propio.
SOTERIOLOGÍA Y RELIGIONES NO CRISTIANAS
2.
Tipos de religiones de salvación no cristianas a)
La religión de Osiris.
El caso de la religión de Osiris es interesante por diversos motivos. Nos dispensa de extender nuestro estudio a formas más o menos afines, bastante frecuentes en las antiguas culturas. Supone además la ventaja de poder explicar una evolución característica: comenzando por una divinización de la naturaleza, e incluso quizá por el ritmo del día y la noche, llega hasta los misterios de Isis, cuya soteriología adopta la forma clásica de las «religiones mistéricas», forma en la cual quisieron ver algunos el modelo de la salvación cristiana. La religión de Osiris es una de las religiones de estructura «cosmobiológica», que ve en el ritmo de la naturaleza, en la vida de las plantas, los animales y los hombres, los coletazos fatales de un drama cósmico cuyos protagonistas eternos son en último extremo la vida y la muerte. J. Sainte Fare Garnot (La vie religíeuse dans l'ancienne Égypte [París 1948] 48) lo expresa así: «Un punto esencial parece, en todo caso, seguro. Osiris debe de haber sido originariamente un dios agrario, un genio de los cereales y de la flora. Los textos de los sarcófagos (ME) lo identifican con el grano y con los cereales. Más tarde se le atribuye el origen de las cosechas: 'yo hago (sic) la espelta y la cebada para dar vida a los dioses...' La relación entre Osiris y Ja flora es también clara cuando se estudia el rito. Lo que mejor sensibiliza esta relación es la acción de esparcir granos de trigo sobre un marco de madera cubierto por un paño tenso, en el que se había dibujado el perfil de un Osiris momificado, cuyo cuerpo se cubría de tierra. El grano germinaba. Cuando había alcanzado la altura deseada (de diez a quince centímetros), se conseguía un césped con el perfil de un hombre, imagen de un 'Osiris en crecimiento'... El cuerpo del dios soporta al universo terrestre, y la crecida de nivel del Nilo no es otra cosa que el sudor de sus miembros». ¿Qué idea del mal tiene este tipo de religiones? Las culturas antiguas de Egipto y de Mesopotamia ven el mundo como objeto de litigio en la lucha que sostienen las fuerzas de la vida y de la muerte. La matanza es a menudo inmensa, y llega a ocurrir que ambos campos se mezclan de modo tal que no se les puede desenmarañar. La situación es movida y atraviesa fases más o menos críticas. El mundo de los hombres, que, quiera o no, se ve implicado en la lucha, no está desprovisto de medios de acción. Peto no puede escapar al conflicto, cuando ni siquiera los dioses pueden proclamarse siempre vencedores. Lo importante para el hombre es que conozca en cada momento cuáles son las fuerzas aliadas y cuáles las hostiles. Con otras palabras: se trata de reconocer en cada situación la estructura arquetípica que dicha situación reproduce y de entender la situación mítica que dicha situación repite, para poder así adoptar en cada caso la actitud adecuada. La idea no cambia gran cosa en las religiones de Osiris. «Osiris representa las fuerzas invencibles de la naturaleza, que se ven sometidas a pruebas y preparan la victoria futura: el yugo que de momento soportan no es más que un tramo necesario en el camino hacia la regeneración» 3. Osiris no corresponde a la idea griega dql dios «inmortal» ni es tampoco un dios de la muerte. No administra un reino o un señorío, sino que produce ante todo el trueque regular entre estados alternantes. En este estadio de la reflexión sobre la muerte no se ha convertido aún en tema explícito la distinción entre «mortal» e «inmortal». Por eso hay que reconocer incluso que en un principio no fue considerado Osiris un dios salvador como el que pre3
J. Sainte Fare Garnot, op. cit., 55.
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sentan las religiones soteriológicas en sentido estricto, aun cuando Osiris proporcione una nueva vida a los muertos «osirificados» por el rito de la momificación, rito que, en cierto sentido, podría calificarse ya de «misterio» 4 . No por ser Osiris el dios del retorno cíclico era incapaz de salvar realmente en el sentido que tiene la «idea de salvación» en las religiones soteriológicas, pues parece que el antiguo Egipto admitió la singularidad de la vida humana y con ella el carácter eterno de la estancia de los muertos en el amentis (o mejor, su carácter ilimitado). Pero, supuesto que la vida que Osiris proporciona a los muertos no es esencialmente otra que la vida cotidiana del egipcio, la diferencia, si existe, se reduce a un cambio semejante al que comporta el cambio de las estaciones. A diferencia de la viva conciencia con que el griego siente lo trágico de la muerte, el antiguo egipcio no valoró el oscuro misterio de la muerte lo suficiente como para dar toda su importancia a la esperanza de salvación. Vida y muerte son «situaciones» más o menos satisfactorias; pero la idea del bien o del mal absolutos no influye todavía en la concepción de la vida y de la muerte. b)
Los cultos mistéricos.
La religión de Osiris pudo ir preparando los espíritus para un concepto preciso de redención en cuanto que paulatinamente fue asumiendo el carácter de religión mistérica. Se caracterizan estas religiones por el especial relieve que otorgan a un rito secreto de iniciación con el cual el individuo participa del destino que el mito asigna a la divinidad. Por el embalsamamiento se realiza en el culto de Osiris la identificación mágica, por la que se les abre a los muertos la entrada en el reino del ocaso. Sin ser realmente esotérica, esta acción comporta, sobre todo en algunas de sus partes, un carácter misterioso e incluso mágico. Por lo demás, también la coronación del faraón incluye rasgos que recuerdan la «osirificación». Dicha coronación eleva la vida del faraón a un plano que le convierte en camarada de los dioses. No carece de todo fundamento Heródoto cuando piensa que Egipto es la tierra de origen de los misterios. Bajo los Ptolomeos se helenizó la religión de Osiris con la figura híbrida de Serapis (Osiris + Apis), hasta dar, finalmente, lugar a los misterios isíacos, centrados en Isis s . El concepto de destino (eítiaippévn) domina la mentalidad religiosa de la época helenista. Por eso, cuando Isis enumera a sus fieles sus títulos de adoración, el más atrayente es su poder sobre el destino. Para responder a las necesidades religiosas del tiempo se varió claramente la figura de Isis. Isis adopta 4
En el sentido propio del término, tampoco es Osiris un dios que resucita, puesto que, al igual que a Adonis y Attis, se puede aplicar también a Osiris la idea sugerida por Th. de Liagre-Bohl, Anthropologie religieuse (Leiden 1955) 43: «La resurrección periódica aparente de tales personajes no era sino un postulado lógico, consecuencia de la repetición regular de la representación del mito en el rito y en el drama cultual con ocasión de la fiesta». 5 No cabe duda de que no fue puramente accidental el que la figura del rey de los muertos fuera perdiendo su posición central a lo largo de la evolución histórica. El tipo de supervivencia por él representado no gozaba ya del favor de los nuevos partidarios de las religiones mistéricas, para los que se había convertido en una imagen terrorífica. Por otra parte, parece ser que el entusiasta seguidor de Isis descrito en El asno de oro de Apuleyo esperaba que una iniciación cada vez mayor en los misterios le proporcionara una mejora en su destino terreno. M. P. Nilsson ha demostrado que Lucio no buscaba una esperanza de inmortalidad, al menos entendida en el pleno sentido de la palabra.
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la forma de una diosa universal que puede imponer su voluntad incluso a las divinidades astrales. A pesar de este cambio esencial que sufre con el helenismo la religión egipcia, el andamiaje fundamental sigue siendo en gran parte el trasfondo cosmobiológico. Lo mismo aquí que por doquier, la aportación de la teología helenista se nota en una nueva idea de salvación, que corresponde a una nueva visión del mundo. Por influjo de ideas filosóficas que favorecen la tendencia a un monoteísmo universal, los cultos mistéricos pasan a ser religiones soteriológicas propiamente dichas incluso allí donde la salvación no le supone al creyente más que una mejora de sus oportunidades frente al destino. Se busca ser «adicto» a la divinidad que se considera más poderosa, lo mismo que se busca ser adicto al César, el otro salvador ((rwnrip) universal. La soteriología cristiana bebió del vocabulario de los cultos mistéricos. Además se fue elaborando poco a poco. Pero la fe cristiana en la salvación por Jesús, nacida inmediatamente después de la resurrección, poseía una fuerza totalmente distinta de las esperanzas que se despertaban en los creyentes de Eleusis o de otros cultos mistéricos. Aun cuando se probara que los evangelios y las cartas de Pablo llevan huellas de la teología de los misterios dionisíacos, adónicos o serápicos, eso no bastaría para probar que la persona de Jesús se entendió como salvador universal nada más que por afinidad con las figuras míticas heroicas que constituían el centro de ¡os ritos de iniciación. H. Jeanmaire, en su libro sobre Dióniso (Dionysos. Histoire du cuite de Bacchus. L'Orgiasme dans l'antiquité et les temps modernes [París 1951] p. 415), ha sentado la tesis de que la religión de Baco podría haber proporcionado un modelo al mesianismo judeo-cristiano: se basa esta tesis en la afinidad entre la postura y el papel de Dios en la cosmogonía órfica y las esperanzas en un retorno de la edad de oro, características de la corriente de la literatura sibilina. Su argumento principal se funda en el resabio dionisíaco que descubre la expresión domitor orientis con la cual alude Tácito al Mesías judío. En sí no es imposible que los judíos alejandrinos, con fines propagandísticos, se sirvieran a veces de expresiones del culto dionisíaco oficial de los Ptolomeos. Es claro que muy pronto utilizaron los judíos la literatura sibilina para su proselitismo. Pero las débiles huellas de escatología y soteriología que se pueden detectar en la mitología de Dióniso no bastan para atribuirle un influjo importante en la génesis de la soteriología judía o cristiana.
los bienes de este mundo: fecundidad de las personas y de los ganados, victoria sobre los enemigos, riqueza y salud. Reflexionando sobre la eficacia de los ritos, llegaron los brahmanes a un ahondamiento del concepto de salvación. La fuerza del rito «edifica», en el sentido más auténtico de la palabra, la vida del «oferente» (yajamána, aquel que hace presentar la ofrenda en provecho propio). Esta idea nace de una especulación que llega a atribuir a la acción sacrificial el mismo valor de la acción cósmica, cuya estructura cosmobiológica es patente. El cumplimiento minucioso de las innumerables prescripciones litúrgicas asegura a su persona una «integración» que corresponde a la perfecta integración de cada parte en el todo cósmico. Estas ideas indias encuentran un eco en el centro mismo de la religión romana, como se ve por las palabras emparentadas etimológicamente con el latino salvus. El grupo indoiránico presenta las palabras afines sarva (en sánscrito) y harva (en persa antiguo), que significan pleno, completo e incólume. De ellos distingue el sánscrito el concepto de visva, que corresponde al sentido del latino omnis. Para la palabra salus el latín conservó únicamente el sentido religioso, mientras que la acepción genérica de completo e incólume lo da con las palabras totus e integer. El sánscrito relegó, finalmente, la palabra sarva al ámbito profano a pesar de haber tenido un sentido religioso, como atestigua su uso con declinación nominal para calificar al dios Siva. Están además los textos védicos, que dan un elocuente testimonio de la importancia que en el ámbito indio había conservado la idea religiosa de totalidad. En el lenguaje del Avesta, la raíz de salus ha conservado un carácter religioso en la palabra Haurvatat, que denomina a una de las personalidades de la corte celeste de Ahuramazda. Por lo demás, el gótico alls y el griego 'óXoc, corroboran el sentido de completo e incólume, mientras que las lenguas germánicas confían a otra raíz (en gótico, hails) la función de expresar el aspecto religioso del concepto. Esta idea de la salvación por la totalización e integración de los bienes de los «tres mundos» no pudo a la larga satisfacer a ciertos círculos de la religión védica, vinculados al parecer, por encima de la tradición indoaria, a ideas autóctonas más antiguas. La meditación sistemática sobre la fuerza creadora de la palabra ritual (vdc) había llevado a dar un sentido metafísico al concepto de brahmán, que originariamente denominaba a la fórmula litúrgica. Esto dio pie a interpretar el universo como manifestación visible de un principio invisible: en la base de esta interpretación estaba la idea de que algo, en un principio nada más que germinal, va desarrollándose y adquiriendo forma. Una vez que la especulación de las Upanishads hubo elaborado esta idea de un principio «espiritual» del universo, concluyó que la base de la vida es «espiritual». Espiritual no puede tomarse aquí en el sentido absolutamente opuesto a «material». Se opone a la corporeidad únicamente en cuanto que la diversidad de formas corpóreas condiciona al conocimiento sensible. El brahmán no manifiesto es la única causa sustancial (ÚTOXEUJI-EVOV) ^ e l a s múltiples formas del universo sensible. En un tiempo que seguramente no se remonta más allá del siglo v n antes de Cristo, la mentalidad religiosa india elaboró un concepto que aún hoy domina su idea de salvación: el átman o «mismidad». En este punto parece situarse a la vanguardia de la filosofía general de la religión y no se excluye que la corriente del pensamiento órfico-pitagórico le deba su origen. El sentido del término átman es muy difícil de traducir a las lenguas de las tradiciones occidentales, pues sus expresiones, tras una especulación de siglos, han adquirido un sentido excesivamente preciso como para que de una u otra manera no hicieran violencia al pensamiento indio. En una primera aproximación y con todas las reservas, podríamos decir que en la elaboración del concepto de átman la
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Las antiguas religiones indias.
Para el tema de este capítulo nos proporcionan un rico material las religiones que surgieron en la India. El puesto obvio de este estudio está a continuación de la religión de Osiris. El viraje histórico que atrae aquí nuestra atención se sitúa inmediatamente antes del nacimiento del budismo, acontecimiento importante para la historia de las religiones de salvación. Aunque la religión védica presenta numerosas peculiaridades, sigue perteneciendo al marco general de las religiones cosmobiológicas en el que integramos la antigua religión egipcia. Como toda religión, aquella que atestigua el Rigveda conoce también un determinado concepto de salvación. En algunos himnos a Varuna resuena un tono bastante raro de arrepentimiento, que parece incluir la idea de ofensa personal a la divinidad de cuya clemencia depende únicamente el perdón. Pero tales textos aparecen aislados y no son expresión de una concepción soteriológica extendida. Lo ordinario es que a base de adulaciones bastante rastreras se intente conseguir de los dioses
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India ha dado con la inmortalidad del alma. Pero esto mismo hay que corregirlo inmediatamente indicando que a la vida infrahumana no se le niega el átman. En la tradición occidental pensamos con Aristóteles que el alma es la forma del cuerpo, con lo cual nos la representamos inmediatamente con rasgos individuales. Para indicar el factor individual, la India posee otro concepto, el de ahamkára (de abam=ego y kr=hacer). Mientras el átman, una vez liberado de las envolturas individuales, entra ipso jacto en la bienaventuranza, el ahamkára supone el obstáculo más difícil de vencer, el último obstáculo en el camino hacia la salvación. El paso decisivo que va a determinar casi todo el curso ulterior de la búsqueda espiritual de la India se da cuando Yajñavalkya enuncia la conclusión lapidaria de una larga serie de especulaciones y meditaciones sobre el sacrificio, el hombre y el universo, asegurando la identidad última de brahmán y átman y su carácter absolutamente trascendental, que no puede expresarse sino con el famoso neti neti («ni lo uno ni lo otro»). Algunas de las estaciones de este camino hacia la igualación conservarán su importancia en el curso de la historia de las religiones soteriológicas de la India. Una de estas etapas, que se desarrolla ampliamente en los Purana, compara el universo con un macrohomhre (mahápurusa). Algunos buscan el origen de la concepción paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo en un mitologúmeno de este tipo, ya que la literatura helenista no ofrece ningún ejemplo tan claro como éste. La comparación del universo con un hombre sacrificado está en la India en la misma línea que la comparación con el caballo y el toro, los dos principales animales sacrificiales. Esta comparación se remonta hasta el décimo mándala de los Rigveda (10,90; hacia el siglo v m antes de Cristo). Es probable que tal idea no deba separarse de la anteriormente citada, que presenta el sacrificio como una acción que concentra en el oferente todas las fuerzas que contribuyen al curso armónico del universo. La genial visión de Yajñavalkya presupone este trasfondo especulativo, pero lo supera simplificándolo. Si entre hombre y mundo existe una analogía y una correspondencia orgánica, eso es porque la existencia de cada uno tiene vital y místicamente sus raíces en el mismo principio indecible (brahmán), al cual consigue llegar quien se toma el trabajo de peregrinar al centro de sí mismo, al ámbito del corazón, donde se encuentra su átman, su «mismidad». Esta peregrinación es la que emprendieron los poetas inspirados de los vedas; y el espíritu que anima sus cantos es idéntico al espíritu que sustenta a todo el cosmos, el impersonal, o mejor, el suprapersonal brahmán, cuyo mensaje han captado ellos en las honduras secretas de su corazón a base de ascesis y meditación: «Entonces le preguntó Ushasta Cákráyana: 'Yajñavalkya —dijo—, el brahmán que tenemos ante nuestros ojos, que no se sustrae a nuestros ojos, el átman que habita en todos, explícamelo'. *Es tu mismidad, que habita en todos'. '¿Qué es eso que habita en todos?' 'Eso que tú inhalas al inspirar, eso es tu mismidad que habita en todos; eso que exhalas al expirar, eso es tu mismidad que habita en todo...' Entonces dijo Ushasta Cákráyana: 'Con eso me explicas lo mismo que si me dijeras: esto es un buey, esto es un caballo. El brahmán que tenemos ante nuestros ojos..., explícamelo'. 'Es tu mismidad que habita en todos'. '¿Qué es eso que habita en todos, Yajñavalkya?'. *Tú no puedes ver al que ve el ver, ni oír al que oye el oír, ni pensar al que piensa el pensar, ni conocer al que conoce el conocer. Es tu mismidad que habita en todos. Todo lo demás es penoso'. Entonces calló Ushasta Cákrdyana» (Brhadáranyaka, Up. I I I , 5, ls). Esta respuesta de Yajñavalkya nos ayuda a comprender cómo ha de entenderse el «alma», cuya «inmortalidad» ha descubierto la India no sólo a partir de la reflexión sobre la capacidad humana de captar el genus en
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los individuos. Nos ayuda también a entender cómo el «alma» sigue claramente vincul a d a a la vida «corporal». En esa respuesta se ve también clara la divisoria entre el concepto brahmánico y el concepto budista de salvación. En relación con el tema del sufrimiento que se acaba de rozar, prosigue el texto: «'El atman que vive en todo, explícamelo'. 'Es lo que se opone al hambre, a la sed, a la enfermedad, al error, a la vejez y a la muerte. Cuando los brahmanes conocen este átman, dejan de apetecer un hijo o riquezas o cualquier tipo de bienes de este mundo y llevan la vida de los monjes mendicantes. Pues apetecer un hijo o apetecer riquezas, apetecer riquezas o apetecer los bienes de este mundo, eso es apetecer siempre. Por eso, si el brahmán renunciara a saber, se contentaría con la ignorancia. Renunciando al saber y a la ignorancia se hace asceta. Y si además renuncia a la no ascesis y a la ascesis a la vez, es un brahmán'. '¿Por qué medio es realmente brahmán?'. '¿Por qué medio? Siéndolo. Todo lo que no sea esto (es decir, brahmán), es penoso'. Entonces calló Kahola Kausítakeya»
(ibíd.,6,1). El contenido del discurso sobre las Cuatro verdades nobles, con el cual inicia Buda su mensaje de redención, cuyo camino ha descubierto él bajo el Banján de Bodh-Gaja, no se diferencia del contenido de las respuestas de Yajñavalkya ni porque nos enseñe algo distinto o algo más sobre la naturaleza de las cosas, ni porque prescriba técnicas nuevas para llegar a la meta. La diferencia es patente en dos puntos: en primer lugar, Buda no cita expresamente ni el brahmán ni el átman; en segundo lugar, invierte el orden del discurso. El dolor lo coloca como arjé en la cima: su doctrina no se presenta ya, como es el caso de las Upanishads, como una respuesta al problema explícito de la esencia del brahmán y del átman; su doctrina se presenta más bien como respuesta al problema implícito de la esencia del dolor, del duhkha. Buda presenta el dolor como una forma concomitante del mundo visible, también, por tanto, del brahmán «que tenemos ante nuestros ojos» y sobre el cual le preguntaban explícitamente a Yajñavalkya. Este último parte de la identidad metaempírica de brahmán y átman para justificar la forma ascética de vida que a los que la siguen les ahorrará el dolor, fruto de la ignorancia sobre la verdadera naturaleza de las cosas. Pero Sakyamuni parte de la experiencia del dolor y no abandona este terreno. Al fin justifica un modo similar de vida, al que también él asigna un fin más allá de la experiencia, ya que ese tipo de vida ha de llevar al misterioso e indecible nirvana, invisible como el brahmán mismo. El antiguo pensamiento indio muestra con respecto a la salvación un radicalismo sin contemplaciones. El acceso a la salvación —al menos en el marco de un número limitado de existencias sucesivas— no puede esperarlo más que un grupo de selectos, lo suficientemente purificados del karman como para poder cargar con las exigencias del ideal «ascético» y «monástico» (sin paliativos): «ascesis» total y no sólo corporal, que es conversión ( p e r á v o i a ) constante; y «monacato», pensado para formar hombres verdaderamente aislados (póvaxoi)» que son autónomos por estar por encima del mundo de las relaciones que obligan y condicionan. Pero volvamos al viraje histórico, cuando Sakyamuni creyó que debía separarse de la tradición védica, a pesar de que en la forma que le había dado Yajñavalkya fuera sorprendentemente cercana a su pensamiento. Quizá no esté de más recordar que, en ese mismo momento, el mundo griego está atravesando el período presocrático y que el acontecimiento que nos ocupa se sitúa en el tiempo en que Heráclito de Efeso y Pitágoras de Samos propagan en el mundo griego sus revolucionarias doctrinas. Al igual que Buda, tampoco los pensadores de las Upanishads confían en los dioses del panteón védico. En cambio, practican el método de concentración espiritual que más tarde sistematizará Pa-
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tanjali con el nombre de Yoga. La coincidencia es aún mayor, pues también el nuevo maestro considera ilusorio el fin que se proponen los autores de los himnos del Rigveda y los oferentes cuyo proceder está codificado en los Brahmana. Entonces, ¿cuál es la diferencia tan fundamental que hace que el budismo, tan flexible y receptivo, se aparte de la tradición védíca? Con la orientación fundamentalmente «ética» de su pensamiento —por decirlo en pocas palabras , Buda trastrocó la doctrina «metafísica» de los pensadores de origen védico. Piensa Buda que todas las tesis «metafísicas» sobre la naturaleza del fin último y del alma son fuente de discusiones inútiles y de un contentamiento aún más vanidoso, que sirve de escape a aquellos que han prometido dedicar todas sus fuerzas a conseguir la liberación total. Buda se preocupa directa y exclusivamente de conseguir la salvación. Por eso se aparta de sus maestros, quienes, a pesar de haber renunciado a los ritos védicos, siguen especulando sobre el fundamento del brahmán, idea desarrollada para fundar la eficacia ontológica de los ritos a los cuales Sakyamuni negó todo tipo de fuerza salvadora. En adelante dedicará toda su atención a la existencia dolorosa. Cuando ve en la sed (tañhá) el mayor obstáculo en el camino hacia la liberación, no está proclamando una idea nueva. Pero inaugura una época nueva en la «praxis soteriológica» india cuando espolea a sus discípulos a buscar continuamente todos los medios para «desarmar» (en el sentido de «distender») los principales resortes de la existencia sometida al apetito y al cambio, con sus miedos y esperanzas vanas. En su idea del mundo sometido al cambio apenas si se diferencia el budismo de la visión védica del mundo. Puede resumirse en dos conceptos básicos conexos: el karman y el samsára. Dejemos que Yájñavalkya mismo defina el primero de estos dos conceptos: «Cuando decimos: 'El es esto o aquello', queremos decir que es como actúa, como procede. Si obra bien, es bueno; si obra mal, es malo. Es puro únicamente por la obra buena y es malo por la obra mala. Y se dice: *E1 Purusha es deseo. Como desea, así quiere; como quiere, así actúa; como actúa, así es'. Es lo que dice el verso: 'Aquello de lo cual se prenda su espíritu es lo esencial, y va como nota característica a una con su obra'. Cuando uno ha recibido el salario por la obra que hace aquí, regresa de aquel mundo a este mundo y a una (nueva) obra. Esto se aplica a los Uenos de deseo. Pero acerca de aquellos que no abrigan ningún deseo se dice: 'Aquel que no abriga ningún deseo, aquel que está libre de deseos, cuyo deseo está cumplido, cuyo deseo es la mismidad (dtman), a él no se le van los alientos. Ese es ya brahmán y entra en el brahmán'» (Brhadáranyaka, Up. IV, 4, 5-6). Notemos que la palabra karman tiene la misma raíz kr que el verbo que significa «hacer». Si nos apoyamos en la etimología, la palabra samsára significa «fluir», «pasar de un estado a otro». Pero en el lenguaje religioso tiene un sentido especial e indica el proceso cósmico en cuanto producto del karman individual y, a la vez, de la condición de existencia del ser humano, que sigue condicionado por la retribución de sus hechos pasados. La doctrina del karman solucionó dos importantes problemas que se plantean a propósito de la moralidad de los actos humanos: el hundimiento de la moral es un peligro que nace del conocimiento de *qne hay diferencias considerables y al parecer inexplicables en el destino de los seres. Este peligro se conjura explicando de modo satisfactorio que dichas diferencias se deben al peso desigual del karman de existencias anteriores. Por otra parte, el hombre sigue siendo libre, responsable de las condiciones de su acción y capaz en todo momento de variar su camino y ponerse en vías de salvación. Esta idea satisface en tal forma, que es hasta hoy el único dogma común a todos los movimientos religiosos surgidos en la India. No queda sitio para una gracia divina que, por
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uno u otro rodeo, no sea el resultado de méritos anteriores. Este es el punto flaco de esta «física de la acción», como la llama el especialista belga en budismo L. de la Vallée-Poussin. Si el movimiento hinduista de piedad, que entre los medios salvíficos concede el puesto de honor a la veneración interior de su dios (bhakti), no quiere ser infiel a su propio espíritu, habrá de encontrar un hueco para hacer sitio en determinados casos a la gracia divina. Ya la Bhagavadgitá aclara que sólo los actos animados de intención piadosa y nacidos del amor de Dios caben en la «física de la acción». Pero esto no significa aún que dichos actos sean el fruto de una gracia previa y no del karman. Algunos quieren ver la fuente de su soteriología en el momento en que el príncipe Gautama ve de súbito que la miseria es la forma concomitante del samsára. En cierto sentido, el pensamiento fundamental de Buda es menos calculador y más directo y simple. Descubierta la vanidad de la esperanza en las cosas inferiores, las abandona todas, sin intentar conservar nada, y sólo se preocupa de que la desesperación no venga a ocupar el vacío que con ello ha creado. Desarrolla sus ideas en un análisis lógico de la acción humana (prañtyasamutpáda), que es uno de los resultados y la causa a la vez de una serie de factores psicológicos y ontológicos cuya concatenación constituye el samsára. Pero en lugar de buscar el sentido ontológico de la ley del karman, lo que esta investigación persigue esencialmente es un fin pedagógico. Quiere disipar la ignorancia, ya que de sus nieblas puede servirse siempre el apetito como de «resorte». A esta «in-sapiencia» (avidyá) se le opone la «sapiencia» (prajñá), la cual conduce hasta los umbrales de la bienaventuranza, hasta el nirvana. Echar una mirada al «óctuple sendero» que contiene la cuarta «verdad noble» debiera bastar para probar que el interés del budismo original es esencialmente ético y psicológico, y en modo alguno místico y metafísico. De ahí que la sabiduría budista (prajñá), al menos en el «pequeño vehículo», no lleve aún rasgos gnostizantes. No se puede decir lo mismo de la idea de jñána que elaborarán los Vedanta sobre base upanishádica. En lugar de intentar reconstruir el microcosmos humano por el modelo perfecto de la armonía cósmica (doctrina védica de los sacrificios), en lugar de intentar llegar al mismo resultado atajando con la gnosis místico-metafísica a base de identificarse con la fórmula secreta (brahmán) (especulación upanishádica) y, finalmente, en lugar de eliminar uno tras otro a base de la ascesis los obstáculos del karman en el camino hacia el nirvana (ascesis jaina), Buda condujo a los hombres por un camino más realista a un intento nuevo, purificado de todo apetito de existencia (bhava) y de todo rechazo de la existencia (abhava). Llegó a ello por haber visto que todo apetito de felicidad no convertido no hace más que acumular nuevos obstáculos en el camino que quiere recorrer. A base de meditación llegó a darse cuenta de lo atomizador y fragmentario del momento: distendió así los resortes de la mutación y rebatió con su «conversión» del tiempo la ley inexorable del karman. En el gesto de la mano con el que ha representado normalmente a Buda el arte budista, un conocedor del simbolismo budista puede leer la actitud salvadora recomendada por Buda: es el gesto de la abhaya (del «no temer»). Con un ojo atento a los peligros del camino y con un ánimo decidido que los «desmitologiza», Buda conduce a sus discípulos hacia una meta cuya representación en «imagen» rechaza él por miedo a que pueda convertirse en objeto de una «sed» que la «mundanizaría», privándola así de la cualidad de ser lo «totalmente distinto». Por primera vez, al parecer, en la historia de la soteriología, pudo el budismo, a base de una especie de aproximación «fenomenológica» a la situación humana, dar claramente con las condiciones negativas que deben cumplir 66
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las religiones soteriológicas para ser fieles a los presupuestos implícitos de su visión. En el curso de su larga historia, el budismo ha vivido muchos renacimientos que querían recuperar la visión original del fundador, quitando la costra secular que doctas escolásticas y la piedad popular habían ido formando sobre ella. Tales intentos lograron no pocos resultados indiscutibles. De entre ellos, y dado su actual relieve en Occidente, hay que nombrar al Zen, una forma religiosa rara en la historia. De hecho, esta técnica soteriológica tradicional consigue seguir fiel a la forma original, ya que extiende la desmitologización incluso a la idea de «fundador», «escritura» y «tradición». El éxito extraordinario del budismo en el campo de la soteriología ha tenido repercusiones incalculables en el clima religioso del Extremo Oriente. No ha de excluirse que, sobre todo a partir de la actividad misionera que se desarrolló hacia Occidente durante el reinado de Asoka, ciertas influencias budistas contribuyeran en parte a variar el clima filosófico y religioso del mundo helenista. Ya antes de Platón puede sospecharse la presencia de ideas indias en la doctrina órfico-pitagórica, cuya idea de un alma separable recuerda ideas indias de transmigración de las almas. Pero, dada la orientación peculiar del mundo griego, ya antes del desarrollo de la ciencia y la filosofía, esa visión hubo de chocar con una oposición cerrada. Aun cuando en la India no faltaran fuerzas opuestas, no lograron éstas, como en Grecia, marginar de la mentalidad racional las ideas de la pervivencia del alma tras la muerte. Esto se debe a que la soteriología estaba hondamente anclada desde un principio en el esfuerzo racional por lograr una explicación del cosmos. La concepción del destino del alma individual estuvo también en el mundo griego influida por la evolución de la visión del mundo; pero la relación entre cosmología y soteriología siguió siendo más bien externa y secundaria. d)
Formas indias de religiosidad teísta.
Antes de ocuparnos de las soteriologías del mundo griego a comienzos de nuestra era debemos proseguir la línea iniciada, para mostrar la conexión de la soteriología de las sectas teístas del visnuismo y del shivaísmo con las antiguas soteriologías indias, que no creen todavía en un supremo principio personal. Comencemos por las ideas soteriológicas de las sectas visnuistas, en cuyo centro están los avalares de Krishna. La doctrina teológica de Krishna tiene fundamentalmente sus raíces en la Bhagavadgltá y en los grandes Puránas de la secta, compilaciones que contienen, más bien yuxtapuestos que relacionados, elementos de la mayor parte de los movimientos espirituales anteriores, con predominio de los Vedanta. En problemas importantes de la soteriología hallamos una diferencia, e incluso una oposición, entre los dos mayores teólogos vedánticos, cuales son Shankara y Rámánuja. Esto nos está hablando de la dificultad de interpretar teísticamente las Upanishads, base de la tradición ortodoxa. En la soteriología de Shankara, el efecto de la piedad sobre la transformación personal no es más que preparatorio. Por eso se ha comparado esta teología con la del maestro Eckhart, ya que en él la cima de la vida espiritual la ocupa la unión mística del hondón del alma con la divinidad informe. Una conclusión así es lógica en el sistema de Shankara, ya que el mundo de las formas diferenciadas no posee en él más realidad propia que las olas en la superficie del océano. La soteriología de Shankara adopta lógicamente rasgos gnósticos, al menos en sus estadios superiores. El camino de la piedad (bhakti) hacia Ishvara (el Señor personal) no puede dar acceso más que a una forma menos perfecta de felicidad «cualificada» (saguna). El jñáni (el conocedor, el «gnóstico») sigue
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ahondando en el misterio del Absoluto indeterminado, más allá que el bhakta (el que se consagra al servicio del Señor, el «piadoso»), por haber llegado a la experiencia metafísica de la vanidad de todas las diferencias, disipando así el velo de la maya (la ilusión cósmica del samsára) y las nieblas del avidyá (la ignorancia —inexperiencia— práctica de la identidad de brahmán y átman descubierta en las Upanishads). El vuelo místico y metafísico de los vedantas shankáricos elevó a los espíritus a cimas en las cuales el aire se hacía difícilmente respirable. En un tiempo en que el budismo —cuyo influjo en Shankara es indiscutible— había perdido buena parte de su predicamento, volvió a dedicarse Rámánuja a la interpretación de los textos upanishádicos que Shankara había comentado magistralmente, con el fin de justificar su interpretación teísta. La soteriología teísta que de ahí resulta provocará una controversia sobre la gracia, que no carece de analogía con la controversia que tan decisivamente marcó la historia occidental. No hay duda de que mucho antes de que tuviera el honor de entrar en la literatura brahmánica, la veneración del dios Krishna era ya un hecho en círculos populares de algunas regiones, por superposición de antiguas religiones prearias. Tanto más interesante es por ello ver cómo el krishnaísmo se fue acomodando más y más a un marco especulativo de los Vedanta, marco que hubo de reducir su libertad de movimiento, aun cuando lo enriqueciera con una antropología y cosmología que servían de base para construir una soteriología sistemática. El resultado fue de la mayor importancia para la cultura religiosa india, ya que se trataba de establecer un lazo entre la piedad de carácter personalizador y los hábitos mentales de un grupo espiritual selecto, preferentemente del grupo brahmánico. El calendario y las fórmulas litúrgicas del visnuismo popular están indicando inequívocamente el origen agrario de esta religión: su raíz primaria es semejante a la de la «religión de Osiris» y a la de los «cultos mistéricos» del mundo helenista. Pero Krishna no es un dios que muere y resucita; y las pruebas que refiere su historia se parecen más a los hechos de Hércules que al sufrimiento de Adonis y Atis. La religiosidad hinduista (que no es exclusivamente visnuista, sino que se encuentra también en las sectas de Shiva y de deidades de nombres distintos como Káli, Durgá, Parvatí, etc.) tiene su característica principal en la bhakti. Una valoración precisa de este concepto sería del mayor interés para juzgar de la soteriología de estas sectas. Pero hay que reconocer que, a pesar de los magníficos estudios recientes, no se ha disipado aún la oscuridad que recubre la historia del movimiento bhakta, e incluso del concepto mismo de bhakti. La Bhagavadgltá es el «evangelio» de la bhakti. Velada pero activa, puede encontrarse ya en ella la idea de una redención por gracia divina. La etimología de bhakti nos lleva a la raíz del verbo bhaj, que puede significar partir, repartir, compartir...; y también (a modo de «medio») gozar de, tener que ver con, servir, preferir y estar determinado. El dios antropomorfo en quien los bhakta ven la representación suprema del Absoluto se llama Bhagavant, el Señor, una denominación que procede de la misma raíz que bhakti. La bhakti cobró un gran relieve en el sur de la India cuando estuvieron en acción los a.l.var, poetas religiosos cuyos representantes máximos vivieron entre los siglos IX y xi de nuestra era. No se excluye del todo un influjo sobre la soteriología cristiana, que pudo darse a través de los puertos de Malabar. Algunos bhakta valoran tanto la importancia de la piedad personal, que rechazan los demás caminos tradicionales de salvación por considerar que no conducen a la meta. Cuando esta idea de redención se codificó en los Bhaktisütra, se puso de relieve que la esencia de la bienaventuranza no ha de buscarse en otro sitio que
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en la bhakti y que las «obras» sólo tienen valor en cuanto están al servicio de la bhakti. «Si llega a producirse este amor supremo, se da (redención) para todos». Nacimiento y muerte se basan «en la presencia de la bhakti y no en la ignorancia (avidyd)». No se rechaza el tema central de las Upanishads: que el «conocimiento» (jñána) es necesario para conseguir la salvación. Pero el objeto de dicho conocimiento se determina de otro modo. Se trata de reconocer la unicidad del Dios personal, al cual está subordinado incluso el brahmán impersonal. Este conocimiento constituye la cima de la bhakti: «Cuando la bhakti no se orienta a ninguna otra cosa, al disiparse la buddhi (distinción, apetito), nace dicho conocimiento». El alma del devoto se desposa con su Señor: la salvación consiste en un matrimonio místico. Para Rámánuja es «la salud eterna... un feliz estar con Dios por la gracia, no un perderse en el brahmán impersonal». La historia del bhaktimarga posterior a Rámánuja pone de manifiesto que en el campo de la conciencia religiosa penetraron en ciertos casos imágenes y emociones de una religiosidad con una fuerte carga erótica. Pero hay también muchos datos que apuntan a una valoración cada vez más «cristiana» del sufrimiento salvador de los «peregrinos» (viatores). El tono devoto de la poesía religiosa bhakta no se diferencia frecuentemente del de poesías cristianas. Al leerla no hay que olvidar que el trasfondo de la piedad india sigue siendo la especulación místico-metafísica de las Upanishads, mientras que la espiritualidad cristiana reposa en el fundamento totalmente distinto que es el monoteísmo profético. La metafísica de la causalidad no pasó nunca en la India a través del fuego purificador de un encuentro con el dogma de la creación. De ahí que el modo como se comunica la gracia «auténtica» (la transformación divina) se piense según el modelo de la continuidad física y eche con ello mano de las emanaciones de las cosmogonías védicas. e)
El gnosticismo.
Es preciso que penetremos ahora en el ámbito mediterráneo de los comienzos del cristianismo. Al hacerlo no podemos pasar en silencio un problema que hoy se discute vivamente. ¿Qué imagen de «Salvador» predominaba en dicho mundo espiritual cuando se comenzó a predicar el cristianismo? Dado que este problema, que ha dado lugar a una bibliografía inabarcable no podemos tratarlo a fondo aquí, nos contentaremos con esbozar algunos de sus aspectos, que nos llevarán a nuestra conclusión, en la cual juzgaremos de la relación existente en punto a la idea de salvación dentro y fuera del cristianismo. Entre tanto, es cosa hecha que nuestra idea del judaismo tardío ha variado notablemente y se ha perfilado desde que se descubrieron y descifraron los textos de Qumrán. Ello trajo consigo una revisión de toda la documentación. Hoy vemos con mayor claridad que el judaismo no pudo escapar a la ley general de que todo pensamiento religioso, para seguir vivo, ha de pasar por la confrontación con el desarrollo general de la historia del espíritu. En este caso las confrontaciones correspondientes ejercieron un profundo influjo en la soteriología judía, preparando así la soteriología cristiana. Entre las corrientes espirituales más activas de la época hay que contar cf platonismo medio, el cual, como reacción contra una crítica infecunda, puso en el candelera una imagen platónica del hombre que puede llamarse «mística». La filosofía de aquel tiempo contaba con una rica gama de conceptos y esquemas mentales acumulada por una tradición de escuelas y ampliada por dicha tradición, a veces a costa del nivel de sus exigencias críticas. Un laudable deseo de ser constructivos llevó a los filósofos a una popularización cada vez más acusada de las doctrinas capaces de elevar el nivel moral y hacer al hombre consciente de su dignidad y respon-
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sabilidad. Esto trajo consigo que se redujera cada vez más la diferencia entre las soteriologías religiosas, influidas también por la filosofía popular, y la pedagogía de los filósofos. Desde Epiménides, por ejemplo, se generalizó la idea de que las estrellas son «dioses visibles». El alma del sabio que guiara su vida por el modelo de su curso regular y armónico podía contar con que seguiría viviendo más allá del reino de las mutaciones sublunares, entregado con las estrellas durante siglos a la contemplación de las ideas eternas. Como se ve por el arte sepulcral, estaba entonces de moda el tema de la divinización por la contemplación filosófica. Además, el vocabulario de los misterios se afinca en la literatura estoica y neoplatónica, pues los filósofos tenían el prurito de dar a su especulación el prestigio de la antigüedad, y para ello la revestían alegóricamente con nombres biensonantes y con gestos dramáticos de héroes del mundo de la leyenda. Al ser tan buenas las posibilidades de comunicación en el ámbito de la diadojé, y al estarles a muchos orientales abierto el acceso al mundo de la cultura helenista, este ambiente espiritual típicamente sincretista se abrió ampliamente a los influjos del Oriente y se enriqueció con aportaciones de la India y de Persia. Se ha llegado a demostrar, por ejemplo, que algunas doctrinas de los brahmanes pudieron llegar hasta Hipólito de Roma sin perder sus precisos perfiles. Sobre la base de esta situación general, se intenta, desde hace casi un siglo, dar con el origen preciso de un esquema soteriológico que caracteriza una buena parte de la doctrina gnóstica, que vivió su época florida en el siglo n de nuestra era. Quizá este esquema sea aún más antiguo. Más o menos orgánicamente relacionados se encuentran la mayor parte de sus elementos ya en autores del siglo i. Filón de Alejandría salpica su obra con todos los temas del gnosticismo y proporciona argumentos de peso, que hacen pensar que dichas ideas eran conocidas en amplios círculos del llamado «judaismo marginal». Parece también que Pablo y Juan, y en menor proporción los demás autores neo testamentarios, se sirven de esas ideas en textos que fueron de importancia extraordinaria para la ulterior evolución de la soteriología cristiana. Huelga decir que esta situación plantea problemas agudos de interpretación y ordenación cronológica en los cuales no podemos entrar aquí. Sin querer anticiparnos a la respuesta que a este problema dará la historia, el estado actual de la investigación permite sacar del cúmulo de datos y teorías una conclusión para el cotejo de la soteriología comparada. Fueron numerosos y de origen muy diverso los elementos que influyeron en la forma definitiva del esquema soteriológico de la gnosis. Pero es cada vez más probable que sus rasgos básicos se deban a una interpretación de los tres primeros capítulos del Génesis, en concreto de los versículos 1,1-2; 1,27; 2,7, a base de principios exegéticos determinados por los intereses y hábitos mentales de la filosofía del momento. Esta exégesis se ocupaba ante todo de problemas cosmológicos y antropológicos y servía de propaganda a una determinada forma de vida. Dicha exégesis pretendía lograr que el judaismo fuese capaz de competir con las escuelas filosóficas paganas, ya que podía darle prestigio la antigüedad de los libros de Moisés. Dicho toscamente, de lo que se trataba era de destacar la importancia universal de la «arqueología» bíblica para ganar los espíritus a las ideas «escatológicas» del judaismo. Considerando adonde fueron a parar esas pretensiones, se ve uno tentado a hablar de una ironía de la historia. El instrumento filosófico de que se sirvió esta interpretación fue algo así como el eslabón que transmitió a la historia entera del espíritu las fuerzas explosivas represadas en la mentalidad judía durante siglos de esperanzas frustradas. Pero también el judaismo sufrió la fragmentación interna. Esa diversidad se refleja en la interpretación peculiar que
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cada dirección dio a los versículos clave. De ahí que en Filón de Alejandría se puedan encontrar ya prácticamente todos los elementos especulativos de que se había de servir la soteriología gnóstica, sin decir por ello que Filón fuese un gnóstico. Prescindiendo de la novedad de conceptos que su exégesis introdujo en el Pentateuco, Filón sigue siendo esencialmente fiel a la revelación monoteísta y se opone a una desviación hacia el dualismo. En cambio, el gnosticismo trasladó a categorías de la cosmología y antropología helenista la conciencia que el pueblo elegido tiene de ser distinto de los demás pueblos por sacar de Ja ley mosaica el conocimiento privilegiado de la voluntad de Dios. Este «trueque», que tenía a la vez algo de «encantamiento», dio lugar a un esquema soteriológico que reserva la felicidad suprema, la participación en los misterios de la vida divina, al privilegiado que logra penetrar en el misterio de la revelación divina a base de una exégesis esotérica. Poseyendo en la gnosis la llave de la Escritura, era él el único capaz de distinguir lo que en el cúmulo de escritos transmitidos por la tradición era de origen divino y lo que venía de los ángeles, de los hombres o de Satanás. La gnosis nace así del encuentro de una tradición filosófica, cuyas tendencias monoteístas se afianzan cada vez más y que llega a una visión verdaderamente universal del hombre, con una tradición religiosa de innegables vuelos universales. Y, sin embargo, paradójicamente, la gnosis desarrollará una soteriología esotérica y exclusivista. Lo más asombroso de todo ello es que una buena parte de los gnósticos judíos dispensó al kerigma apostólico una acogida entusiasta. Quizá fueron ellos los descubridores de la cristologia del segundo Adán. Sea lo que fuere de este discutido problema, es seguro que vieron en Jesús al tipo del hombre «salvado», según su imagen de salvación. Ahí se ve lo notable de su ingenuidad y de su ceguera ante el verdadero sentido de la predicación, el sacrificio y la persona del Crucificado. Aun cuando contribuyeran en gran medida a reunir y desarrollar todo un arsenal de conceptos y esquemas para formular la cristología, fallaron de lleno en el punto clave que su luz habría debido iluminar. No comprendieron que el carácter central del mensaje de la 6.yá.ia\ condenaba sin apelación posible la exclusividad de los judíos, que ellos trasladaron con su esoterismo gnóstico a sus propios «elegidos».
los espíritus predestinados, cuyo tipo perfecto es él, el «misterio» que descorre los cerrojos de la cárcel. Según la doctrina gnóstica correspondiente, ese misterio es un «carácter» sacramental que opera de modo «mágico» o una «fórmula» mágica que abre las puertas de la cárcel del destino. Esta soteriología responde a una visión que equipara con el mal la existencia en el mundo de la generación y la corrupción, es decir, de la corporeidad y la temporalidad. Todo el sistema es el producto típico de una mentalidad sincretista que no carece de habilidad, pero que tampoco responde a un espíritu filosófico. Con un espíritu de «mitologización» reúne fragmentos de doctrinas cosmogónicas, epistemológicas, astrológicas y antropológicas, y construye con todos ellos un esquema soteriológico que puede cautivar la fantasía, pero que ha perdido sus raíces de fe. Cabe preguntarse si será de más valor la «filosofía cristiana» de los Padres de la Iglesia. Si se la juzga en cuanto filosofía, también ella aparece a menudo como subproducto sincretista, surgido en un período decadente de la historia de la filosofía, y que se inclina más del lado del eclecticismo que del de un serio trabajo de búsqueda de nuevos fundamentos. Pero la unidad de la doctrina de los Padres de la Iglesia es de otro orden y no sucumbe necesariamente con las debilidades de su pensamiento especulativo. A su paso por la historia del pensamiento humano, la revelación cristiana dejó tras sí un reguero de construcciones dotrinales más o menos deficientes y rivales, animadas todas por el intento de definir de una vez para siempre en conceptos asequibles los fundamentos de la salvación. El maniqueísmo fue una de las más importantes de esas construcciones y pudo mantenerse vivo durante más de diez siglos. Este caso único de longevidad no se debe a su intento enciclopédico de incluir en la soteriología una explicación completa del mundo, sino a la expresión simple y devota de sus himnos, con los cuales el pecador podía recoger algunas migajas de la mesa del evangelio. Resulta difícil de reconocer el mensaje de la cruz bajo la sobrecarga y el disfraz cosmológico que le prestó la palabrería falsamente docta de Mani. Hasta el día de hoy han surgido al margen de la historia de la Iglesia otros sistemas soteriológicos, «inducidos» en su mayor parte por el curso de dicha historia. Los cataros, la alquimia, los cruzados de la rosa, los mormones, el caodai, el tenrikyo, los cultos de Kargo y el psicoanálisis de Jvng están demostrando con la estructura de su soteriología que dependen del cristianismo. Pero la soteriología cristiana no es un complejo del cual se pueda entresacar una parte desechando el resto. En la historia de la Iglesia es la soteriología como un fermento en «activo» y constante proceso. Está originando continuamente nuevos procesos a base de las esperanzas siempre renovadas que despierta su mensaje. La Iglesia es así, paradójicamente, portadora de un mensaje de salvación siempre joven y «revolucionario». Parece que siempre está en peligro de perecer devorada por el tumulto que provoca su paso. Pero al fin acaba llevando las olas hacia la meta de su propio curso. En la medida en que el comunismo actúa como una mística capaz de hacer nacer esperanzas en la sociedad humana, no constituye una excepción a la regla general de las soteriologías poscristianas. Por ser de todos conocida, no necesitamos exponer aquí la intención de Hegel de extraer la quintaesencia del cristianismo purificándolo del ropaje fabuloso e inaceptable para la razón crítica sin eliminar su eficacia «divinizante». La orientación escatológica de la dialéctica marxista se remonta a la soteriología que anima la esperanza cristiana, en la versión dada por Hegel. Ahora bien, así como la gnosis desarrolló, antes que la teología de la gran Iglesia, categorías y esquemas nuevos, que lograron prestar al misterio de la salvación una expresión más adecuada, nada impide que a priori acep-
Este error increíble puede explicarse por el hecho de que el interés que los judíos gnostizantes mostraron por la salvación cristiana respondía a un interés especulativo, ya que las escuelas rivales ejercitaban normalmente su capacidad exegética en los mitos y misterios para descubrir en ellos su propio sistema. Doctos gnósticos lograrán así a veces elegantes construcciones, dando en todo caso prueba de una brillante destreza y de una fantasía desbordada. Pero sus doctrinas no llevan únicamente el sello del nombre salvador. Esas doctrinas «conservaban su aspecto» en tanto que externamente se atenían lo más estrictamente posible al kerigma y a los ritos de la gran Iglesia. Al igual que los mitos de Hércules y Hermes, el «mito» cristiano es para ellos una ilustración del esquema soteriológico universal, cuya estructura depende a priori de una determinada visión del mundo. En cuanto es posible reducir a una sola fórmula el cúmulo extraordinario de sistemas gnósticos, esa estructura común es más* o menos como sigue. Apartándose de su origen «pneumático», algunos «espíritus» que participaban del pléroma, un mundo perfecto e invisible, se degradaron convirtiéndose en «almas» que están encarceladas en este mundo visible regido por las «fuerzas» del destino. Con la redención recuperan la conciencia de su nobleza natural, que revela y proclama un ser enviado desde el pléroma. Ese ser logra allanar el camino hacia la verdadera «identidad», porque, al ser consciente de su origen, puede burlar a los poderes que vigilan las esferas celestes y transmitir a
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temos la posibilidad o a posteriori comprobemos que la filosofía de Marx y Hegel puede abrir caminos a la soteriología ortodoxa. En el intento marxista, al igual que en las sectas gnósticas, la diferencia radica en el principio por el cual la evolución depende en ambos casos de una visión certera y segura del sistema y no de la «fe» en el misterio redentor. La inmediata disolución que afecta a todas las sociedades humanas lleva necesariamente a una depuración, a la ruina y a la casa «en sí misma dividida», siempre que la «piedra de escándalo» (y de impulso) para la salvación se conciba como una fórmula mágica cuya aplicación exige, a lo más, un esfuerzo de la inteligencia técnica y utópica y un cumplimiento mecánico de los planes, y no un cambio «desgarrador» en el cual el «juez» se hace «víctima» para sensibilizar la verdad en la kénosis de su propia condena. Con su intento de justificarse a base de una visión completa del mundo, las soteriologías no cristianas no tienen más remedio que dar fe de su incapacidad de realizar su programa. La soteriología cristiana está siempre «en sementera» y «en crecimiento». De ahí que en los siglos pasados no decepcionara a quienes en ella esperaban y que por la fe se vieron con ella elevados a herederos del reino.
un «salvador» personal. Pero no sería correcto dejar de lado afinidades menos patentes. Así, por ejemplo, no se puede pasar por alto que la soteriología cristiana está profundamente emparentada con ciertas corrientes judías, aun cuando éstas no atribuyan a un mesías personal un papel realmente salvador. El campo de las comparaciones está sembrado de trampas, y no hay parecido ninguno que no pueda ser rechazado con buenas razones. Otra objeción que se plantea contra el plan mismo no ha de tomarse menos en serio. Hay quien rechaza todo intento de cotejo por considerarlo inadecuado a la esencia del cristianismo. Otra dificultad práctica, que tiene su parentesco con la anterior, es que existe el peligro de que, de modo inconsciente e incontrolable, proyectemos nuestras propias estructuras religiosas sobre datos que proceden de una religión extraña y los aprobemos o condenemos superficialmente, según a primera vista nos resulten familiares o raros. Una interpretación magnánima que elija como base el «alma naturalmente cristiana» puede fácilmente errar, tanto a la hora de ver cuáles son realmente los datos que hay que interpretar como a la hora de elegir el sentido de los elementos cristianos que entran como afines en el cotejo. Para no salimos del modesto espacio de que disponemos para desarrollar nuestro amplio programa limitaremos a tres tipos de religión nuestro intento de probar la originalidad del cristianismo: con relación a la religión cosmobiológica, a la religión místico-metafísica y al budismo. Bien sabemos que las dos primeras categorías habría que justificarlas antes de emplearlas como base para una comparación. Lo haremos de una forma en extremo concisa.
3. La salvación en Cristo y las religiones de salvación no cristianas Por lo dicho hasta ahora se habrá visto que en nuestra descripción de algunos de los exponentes representativos de las religiones de salvación partimos siempre, aunque no expresamente, del patrón cristiano. Si nuestro trabajo no ha errado el tiro, ha debido quedar clara ya la originalidad de la salvación cristiana. Pero esa originalidad resaltará aún con más vigor si resumimos los datos y realizamos un cotejo explícito. Este cotejo puede nevarse a cabo desde distintos puntos de vista. Puede, por ejemplo, subrayar las peculiaridades del esquema soteriológico y limitarse a mostrar las diferencias, sin emitir un juicio de valor. Pero si se quiere emitir un juicio así, pueden aplicarse criterios de diversos tipos. Pueden estudiarse los presupuestos antropológicos de cada una de las soteriologías para emitir un juicio filosófico. Si quisiéramos llevar a cabo esa tarea con el cuidado preciso necesitaríamos mayor espacio del que disponemos. Si se quisiera realizar el cotejo a nivel teológico habría que describir la teología de las religiones no cristianas, capítulo éste que no está aún suficientemente aclarado por no estar aún resuelto el problema metodológico6. El cotejo se hace en todos los terrenos más difícil aún si se tiene en cuenta que las diversas conformaciones de una religión a lo largo del tiempo no pueden armonizarse sin más, sobre todo desde el momento en que distintos grupos se remiten a ellas y las viven cada uno a su modo. Así, por ejemplo, en el pueblo sencillo la religión egipcia es politeísta; en cambio, en ciertos círculos ilustrados nos encontramos ya muy pronto con corrientes que entienden que los innumerables dioses son «formas» de una divinidad única, referidas a situaciones diversas de la espera humana de salvación. La fecunda comparación de R. Otto entre Shankara y el maestro Eckhart muestfa también que entre teólogos y místicos de tradiciones religiosas diversas puede darse una gran proximidad, pero que eso no da pie para sacar conclusiones espectaculares por la que toca a representantes normales de las religiones en cuestión. Si nos atuviéramos a las formas externas más «llamativas», no tendríamos más remedio que poner al cristianismo en relación primordial con las religiones soteriológicas que incluyen 6
Sin embargo, cf. sobre esta cuestión B. Stoeckle: MS II, 807-825 (con bibliografía).
a) Salvación cristiana y religiones «cosmobiológicas». La soteriología cristiana condujo al desarrollo de una antropología independiente, ni griega ni semita7. La imagen del hombre de las religiones cosmobiológicas se distingue notablemente de la cristiana. De las diferencias podríamos hablar largamente. Bástenos aludir de pasada a la larga escala de «tipos de alma» que incluyen muchas de las llamadas culturas «primitivas». Entre los pueblos de elevada cultura es el antiguo Egipto un ejemplo extraordinario de semejante situación. El titubeo de la Iglesia de los dos primeros siglos en este terreno, de vital importancia a la larga para el cristianismo, nos está indicando que la solución del problema antropológico, a pesar de toda su importancia, es secundario comparado con otras consideraciones aún más importantes. Al contrario que ciertas soteriologías «cultas», la soteriología cristiana no toma como punto de partida una teoría sobre el hombre, sino la obra de Cristo. En cambio, las religiones cosmobiológicas no atribuyen una importancia tal a una acción redentora. No necesitamos volver aquí sobre todo lo que acertadamente se ha dicho acerca de la diferencia del concepto de tiempo en dichas religiones y en el cristianismo. Para prevenir de toda contraposición simplificadora recordemos que algunos egiptólogos no excluyen la posibilidad de que el dios Osiris sea la «mitificación» de una figura histórica y de que la persona de Jesús de Nazaret haya sido vista e interpretada por los evangelistas en el marco de las leyendas del judaismo tardío. De ser así, se acortaría la distancia que media entre ambas formas religiosas. Pero no está ahí el auténtico problema, sino en la cuestión de si el teólogo puede interpretar tales semejanzas como el resultado de una intervención de la 7
Cf. sobre este tema F.-P. Fiorenza-J. B. Metz: MS II, 486-511.
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providencia que conduce a la humanidad hacia el misterio del cumplimiento de la salvación en Cristo. Nosotros nos inclinamos a admitir que en ciertos casos es así. Las razones son las siguientes. Las religiones en general quieren «asignar al hombre su puesto» con toda claridad; y las religiones cosmobiológicas no constituyen una excepción a esta regla. Responden estas religiones a esa tarea haciendo del mito el reflejo de la solidaridad que une al hombre con todo el cosmos y haciendo que el rito sea una asunción del mundo en su totalidad. En este estadio, el hombre aparece como un ser humilde y altivo a la vez, que, aun estando sometido al juego de los elementos, sabe que tiene el derecho inalienable de dominarlos con medios que sólo a él pertenecen. Donde más claramente se sensibiliza esta situación es en la categoría mítica de «realeza sacra». Esta categoría desempeña un papel capital en la religión de Osiris. Consiste en que todo el sistema de valores que «constituye» una determinada cultura se proyecta sobre un miembro del grupo elegido por su prestigio o nacimiento, e incluso sobre un «hombre» arquetípico y mítico. La educación para esos valores adopta normalmente la forma de una consagración; por medio de ritos y mitos que asimila el discípulo al «arquetipo», dichos valores se imprimen hondamente en la conciencia y en el corazón. El «consagrado» queda con ello definitivamente «orientado». Ha aprendido a vivir y a morir. Lo conserva todo si se atiene al terreno de la «totalidad», pues es capaz en todo momento de «salvar» lo esencial. Esto es lo que lo salva. Tal concepción es optimista no porque elimine las pruebas —la iniciación consiste precisamente en «pasarlas»—, sino porque se considera que el iniciado es capaz de superarlas «heroicamente», siendo indiferente que tales pruebas se sitúen en el mundo de los vivos o en el de los muertos. Un hito importante se alcanza cuando ese optimismo se hace más difícil porque se cae mejor en la cuenta de que el mal está arraigado en el centro mismo del corazón. La religión de Osiris había alcanzado este hito, como indica su idea del «lastre del corazón». Al popularizarse esta idea descendió a la categoría de formalidad de eficacia mágica. Pero las palabras de confesión negativa puestas en boca de los muertos están a todas luces atestiguando que se ha dado una profundización radical al sentimiento de pecado. La religión de Osiris es un ejemplo de religión cosmobiológica que ha llegado a concebir una orientación tan absoluta, que incluye una responsabilidad total del hombre. No es casualidad el que el rito siga intentando, paradójicamente, proporcionar un auxilio mecánico: se explica por el hecho de que al hombre se le ha hecho insoportable el peso de su responsabilidad y siente la necesidad de una seguridad «total» no equivalente al precio que haya de pagar por ella. Una vez que cayó en la cuenta más exactamente de la hondura insondable de su indigencia, hubo de evolucionar necesariamente la postura del hombre ante los medios salvíficos. Su postura evolucionará bien hacia la fe en un poder «mágico» que desencadena el juego de fuerzas totalmente desproporcionado al «objeto de litigio» que es el hombre, bien hacia una concepción religiosa que se expresa en el rito, pero que mira hacia una voluntad libre superior, frente a la cual desempeña el rito el papel de invocación. Ya la forma misma del rito permite a menudo emitir un juicio sobre la postura correspondiente; o, por decirlo con más claridad, todo rito sigue siendo en este punto francamente ambivalente. Ninguna religión está a cubierto del peligro de caer en la magia. Pero ninguna religión es magia, la cosmológica igual que las demás. La cosmológica, es cierto, se inclina más fácilmente hacia la magia, porque en ella no se ha dado aún la ilustración mental que desmitologice sistemáticamente la tendencia a lo universal. De ahí que la conexión entre religión y moral, aunque no falte, sea muy débil. A través del grueso sedimento residual de tabús tradicionales, va
tomando desde el principio forma cada vez más precisa el concepto de pecado, aun cuando normalmente vaya «camuflado» en forma de miedo supersticioso.
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b) Salvación cristiana y religiones «místico-metafísicas». Propusimos que no se hablara de religión soteriológica en sentido estricto más que cuando la salvación que aquélla incluye se opone a un mal que se cree que afecta —actual o potencialmente— a la condición humana y consiguientemente a la del «mundo» entero. Una vez que el espíritu humano, en un punto cualquiera de su conciencia religiosa, ha relacionado expresamente su apetencia con un absoluto, tiende naturalmente a abarcar con esa relación todo el ámbito religioso; y lo hace con una formalización teológica cuya clave ya posee. A la concienciación reflexiva en la teoría sigue una toma metódica de posesión en la praxis: el hombre erige un sistema de iniciaciones místicas y ascéticas8. En tales procesos se pone claramente de manifiesto la problemática típica de todas las soteriologías sistemáticas, problemática que se le impone a todo aquel que quiera pensar a la vez la idea de salvación y la de Absoluto. Al descubrir las condiciones que ha de tener toda felicidad realmente perfecta, la experiencia metafísica del ser está invitando a dar el salto temerario de la mística natural. Esta visión remonta el mal a sus raíces metafísicas: la falta de ser. Donde mejor se descubre normalmente esta falta es en el contraste entre el concepto universal de ser hipostasiado en la divinidad y la existencia sometida a las condiciones de espacio y tiempo. La salvación consiste en la liberación de la limitación espacio-temporal, en la glorificación que sitúa al sujeto en el plano de los principios eternos y universales. Todas las grandes soteriologías están construidas sobre un modelo más o menos similar a éste. Pero se dan variaciones importantes que es preciso citar aquí, aunque sea brevemente. Una soteriología que pretende la universalidad, pero que está aún bastante lejos del esquema ideal, es la forma persa, caracterizada por un dualismo «horizontal» que ve en el mundo dos campos «ontológicamente» enfrentados. Está más cerca del esquema ideal, en cambio, el dualismo «vertical» de la gnosis valentiniana, que contrapone al «mundo espiritual» superior el «mundo material» inferior. Puede decirse que las soteriologías monísticas le son asintóticamente próximas. Culminan en los sistemas profundamente religiosos, y profundamente metafísicos a la vez, de Plotino y Shankara. Estos dos genios captaron la problemática soteriológica en todo su rigor. Su solución es que el «mundo» es una «ilusión», una mdyá sin densidad sustancial, fugaz imagen reflejada en la dura superficie del ser; o una materia cuyo único valor propio es el de ser el límite extremo del desarrollo de las posibilidades del Uno. Si intentamos comparar este tipo de soteriologías con la cristiana, descubrimos una extraña paradoja. Ya desde muy pronto, y por necesidad interna, el cristianismo llamó en su ayuda al pensamiento griego. Pero la salvación que una mentalidad místico-metafísica concibió espontáneamente como «rememoración» del Ser no podía ser ya para los teólogos creyentes el punto final de una ascensión continuada que corresponde a los grados de una progresiva purificación. Para la fe monoteísta en un Dios creador, el «antes» (prius) es a la vez un «arriba» (supra): entre criatura y Creador existe una distancia de planos que sólo la gracia puede, hasta cierto punto, salvar; y eso no sólo porque únicamen8 La unión del sámkhya y el yoga es quizá el mejor ejemplo de la realización sistemática de semejante programa, pero no cabe duda de que también el movimiento místico-ascético de comienzos del cristianismo responde en gran parte a la búsqueda de la theoria neoplatónica de su tiempo.
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ACONTECIMIENTO CRISTO Y EXPERIENCIA DEL MUNDO
SOTERIOLOGIA Y RELIGIONES NO CRISTIANAS
te la iniciativa «de arriba» pueda volver a sanar la humanidad herida, sino también por aquello del «mirabilius reformasti». Por otra parte, la problemática soteriológica no se soluciona «mágicamente» a base de la palabra «gracia». Vuelve a aparecer con otra forma, aunque sin haber perdido nada de su mordiente, en el punto medular de la cristología, cuando ésta encuentra su expresión clásica en el dogma calcedoniano de las dos naturalezas en una sola persona. Ahora bien, esta formulación encierra el peligro de velar el «desgarramiento» que realmente se pone de manifiesto en la «muerte sacrificial» del Crucificado y en la kénosis de la gracia que de ahí procede. Dicho d^ otro modo: en el plano teórico la dificultad sigue sin resolverse, mientras que se resuelve y «desaparece cumplida» en el plano de la vida de «seguimiento» ele Jesucristo. De este modo se cumple también en Cristo toda religión auténtica, puesto que toda auténtica religión alimenta la esperanza de utia salvación humanamente imposible; tan imposible que todo intento de definirla, todo «proyecto de salvación», ataca y destruye en sus cimientos la tendencia religiosa. Todos los hombres realmente religiosos perciben nítidamente —y los filósofos pueden comprobarlo con una expresión paradójica— que es razonable reconocer el derecho a una apetencia extra- (pre-, supra- o infra-) racional, y que negarlo no es razonable. c) Salvación cristiana y budismo.
segunda fórmula derivada expresa la doctrina del nirvana, que, aun implicando una felicidad positiva, está libre de toda esperanza psicológica o metafísica, la cual implicaría necesariamente contagiarse de las limitaciones de la existencia humana de aquel que la siente o la expresa. La esperanza o no existe o ha. de ser tan «sobrenatural» como eso. La nitidez, la sencillez, la compasión y, por decirlo todo con una sola palabra, el sublime humanismo de quien osó predicar una soteriología tan poco halagüeña para los oídos y corazones de los hombres son, a nuestro entender, un signo apenas rebatible por los teólogos cristianos de que ahí ha intervenido la gracia, y en concreto la gracia de la cruz, que a aquel que la recibe lo lleva a las orillas del inmenso océano del plan universal de salvación (integrum salvandum). Debemos insistir en estos aspectos, pues a primera vista se cree ver en el budismo los antípodas de la soteriología cristiana, tan sentimentalmente cargada de imágenes, de carne y de sangre en casos como el de la Semana Santa sevillana o granadina. Pero para quien sabe percibir lo esencial no es insalvable la distancia, a menos que reduzca el misterio cristiano al orden de la piedad del bhakta de Shiva o Krishna. El hindú piadoso conoce la noche de los sentidos y la mística de la búsqueda dolorosa del alma en pos del «matrimonio» celeste. Pero el trasfondo vedántico de la soteriología hinduista le exime de la noche del espirita, que al cristiano le sale necesariamente al paso en la relación del Hijo con el Padre. Esta relación, en la cual está llamado a participar el cristiano al recibir el Espíritu, supera toda imagen, incluida la del matrimonio místico, puesto que la relación de filiación divina, tal como aparece en el grito del Hijo y en el silencio del Padre, se le descubre al hombre a la vez que su pecado. Le hunde en un abismo de desesperación sin fondo (psicológico y metafísico) en el preciso momento en que, sin él saberlo, ese descubrimiento está salvándole. Esto alcanza y supera el grado de desmitologización del anatta y del nirvana. El pecador, conquistado y «sacrificado» por la gracia, puede recuperar su «yo». No tiene ya importancia. Puede volver a creer en el paraíso. Tampoco eso tiene importancia. La levadura desmitologizada de la salvación por la cruz no dejará por eso de proseguir su labor secreta, implacable y divinamente compasiva. Pero el descubrimiento del misterio cristiano no quita su sentido al descubrimiento de Buda. ¿No se pierde completamente el Hijo en el Padre y el Padre en el Hijo? ¿No es ése el «cumplimiento» del más inesperado y del más absoluto anatta? Y aun siendo persona, ¿no se opone el Espíritu a toda representación, tanto como el nirvana? Toda religión salvífica puede sufrir una sutil deformación y transformarse en «gnosis». Siempre que, al elaborar —cosa inevitable— una doctrina de la salvación, se acentúa el aspecto sistemático y teórico de la soterio-ZogfíZ, se pierde el contacto con las fuentes del misterio, y en el culto por él creado el espíritu humano, en un intento de autosalvación, se sustrae a la eficacia crucificante y salvadora de la paradoja soteriológica, brecha abierta en la condición humana por la que tiene Dios acceso a la criatura.
En este punto preciso de la problemática soteriológica sitúa el budismo su original concepto de salvación, que le asegura un lugar privilegiado en el grupo de las religiones universalistas o místico-metafísicas. Podría intentarse ordenar todas estas religiones en una escala valorativa según la acogida que encuentre en ellas la exigencia crítica, sin que esa acogida signifique la destrucción de su entramado religioso vivo. En este proceso parece haber alcanzado el budismo un hito que no es posible sobrepasar sin franquear el umbral de un agnosticismo incompatible con la esperanza de salvación. La meta de la esperanza del budismo más fiel a la iluminación de Sakyamuni está todo lo desmitologizada que cabe: está más lejos de todo tipo de representación que el saccidánanda del Vedanta, que el «abismo» de los valentinianos e incluso que la divinidad de Eckhart. Por otra parte, en ningún sitio como aquí se subordina tan totalmente la teoría soteriológica a la praxis. La implacable dialéctica de un Nágárjuna, por ejemplo, se sirve de las más potentes cualidades espirituales para llegar a la mayor humillación posible del espíritu humano. Para el budismo más puro la salvación se encuentra realmente al final de una larga peregrinación hasta lo inás hondo del alma, allí donde la problemática soteriológica conduce hasta el abismo de una noche interminable. Un desvelamiento de la «inconsistencia» radical del sujeto cognoscente llega incluso a desmitologizar el concepto de «apetito natural». Todo lo que este apetito puede encerrar de individualismo, incluso del más noble, es objeto de una desmitologización implacable. Con una imagen atrevida, pero que no hay duda que responde al auténtico budismo, habremos de decir que el apetito que se alimenta de la idea de salvación queda en el budismo sublimado por «autodigestión». * Para ilustrar nuestra idea, imaginémonos que Buda hubiera intentado resumir la quintaesencia de su pensamiento en una fórmula del tipo del cogito de Descartes. Este cogito budista habría rezado así: «salvandum non est». Esta fórmula paradójica habría de dividirse en dos fórmulas derivadas distintas, pero que se incluyen mutuamente: «(aliquid quod) salvandutn (esset) non est», fórmula que expresa la doctrina del anatta, es decir, de la negación de la existencia de alguien que reciba la salvación. «(Est aliquid quod) salvandum non est»: esta
ÉTIENNE
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CORNÉLIS
III.
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SIGLAS Y ABREVIATURAS
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BK BKV BKV2 BLE BM BThAM BZ Cath CathEnc CBQ CCath CChr CFT Chalkedon CivCatt C1P ColLac
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ÍNDICE
ONOMÁSTICO
Abegg, E.: 1055 Abelardo: 579 Abramowski, R.: 352, 354, 356-360, 361 Acacio de Berea: 367 Achtemeier, P. J.: 662 Adam, A.: 380, 504 Adler, N.: 731 Aeby, G.: 325 Aelredo de Rieval: 582 Agatón I: 376 Agustín: 93, 277, 334, 369, 378, 383, 545, 547, 562, 578, 581, 583-585, 633, 637, 640, 676, 678s, 683, 692, 700, 702, 70ós, 724, 733, 739, 747s, 751, 753, 759, 806, 850, 853, 855, 859, 875, 886, 893s, 906, 935, 937, 943, 994-997, 999-1001, 1010 Alain de Lille: 694, 750 Alameda, S.: 881 Aland, K.: 573 Albareda, A. M.: 584 Alberto Magno: 546, 583, 709, 860, 894 Albright, W. F.: 97 Aldama, J. A. de: 29, 52, 575, 955 Alejandro de Hales: 548, 702, 894, 1001 Ales, A. d": 659 Alexander, H. B.: 1054 Alfaro, J.: 29, 52, 81, 509, 520, 557, 560, 822, 831, 845, 850, 859s, 955 Algermissen, K.: 955 Alonso Díaz, J.: 116 Alt, A.: 96, 104, 122, 167 Altaner, B.: 575, 667, 875 Althaus, P.: 70, 81s, 264, 504, 610, 680, 719, 733, 751, 765, 794, 810, 812 Altizer, T.: 985, 1021s Amsler, S.: 96, 202 Anderson, B. W.: 183 Alvarez de Paz: 704 Alio, E.-B.: 303 Ambrosiaster: 759 Ambrosio: 91, 347, 547, 620, 633s, 639, 672, 707, 733, 739, 855, 875, 921, 996, 998, 1001, 1007, 1010 Ammán, E.: 361 Anastasio Sinaíta: 678 Anastos, M. V.: 361 Andrés de Creta: 894, 943 Andresen, C : 325s, 853, 865 Anfiloquio de Iconio: 349
Angela de Foligno: 684, 703 Angus, S.: 1055 Anselmo de Canterbury: 547, 581, 684, 706s, 724s, 860, 862, 1009 Apolinar de Laodicea: 341-347, 350, 352s, 360, 364, 366, 368, 371, 578, 675, 817 Apuleyo: 1035 Argyle, A. W.: 310, 660 Aristóteles: 384, 996, 1038 Arnobio: 996 Arnold, F. X.: 686 Amoldo de Bonneval: 626 Arrio-. 342-344, 351, 675, 817 Atanasio: 277, 341, 344-349, 351, 368, 374, 562s, 577, 666, 668, 671, 675, 682s, 731, 739, 750, 856-858, 995 Atenágoras: 667 Aubert, R.: 29, 52 Aubineau, M.: 575, 754 Audet, J.-P.: 320s, 731s Auer, J.: 850, 1006 Aulén, G.: 854 Ausejo, S. de: 535 Ayrer: 760 Baader, F. v.: 695, 737, 754 Bacon, B. W.: 238 Bacht, H.: 380, 505, 580 Baer, H. v.: 243, 824 Baier, W.: 820 Baiüie, T>. M.: 681 Balic, C: 956 Baltensweiler, H.: 661 Balthasar, H. U. v.: 23s, 55, 82, 89s, 92, 376, 412s, 453s, 456, 477, 480, 482, 488, 491s, 504, 577, 579, 585s, 637, 667, 700, 733, 738, 786, 831, 854, 960, 984, 1012, 1016, 1029 Baltzer, K.: 106 Balz, H.-R.: 52, 187, 310 Bammel, E.: 196, 763, 865, 1054 Bandt, H.: 737 Baraúna, G.: 956 Barbel, J.: 176, 348 Bardy, G.: 342, 350, 683 Barnard, L.: 325 Barré, H.: 943, 956 Barreto, ].• 273, 275s, 314
1062
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Barrett, C. K.: 271, 281, 310, 536, 568, 984, 1008 Barth, K.: 24, 55s, 66, 70, 82, 232, 236, 428-433, 439, 447, 452, 456, 460, 462, 471s, 493, 504, 591, 596, 610, 615, 642, 668, 704, 714, 719, 725, 727, 761-763, 765, 772, 774, 778, 780, 787, 799, 802, 812, 831, 866, 987s, lOlls, 1014, 1020 Barth, Chr.: 130 Bartmann, B.: 546 Bartolomei, T. M.: 878, 945, 952, 956 Bartsch, H. W.: 617, 659, 721, 764, 766s, 810, 813 Basflides: 855 Basilio: 348, 581, 639, 683, 875, 974, 994998 Basilio de S. Pablo: 685 Bauer, J. B.: 796 Bauer, M.: 758 Bauer, W.: 214, 217, 520, 576, 662, 723, 804 Bauernfeind, O.: 206, 224, 662 Baumbach, G.: 660, 1003, 1008 Baumgartel, F.: 184, 979 Baur, F. C : 787 Bavel, T. v.: 334, 378 Bayard, L.: 335 Bayle, P.: 987 Bayo: 1000, 1002 Bea, A.: 183, 685 Beauchamp, P.: 202 Beck, H.-G.: 575 Becker, J.: 822, 860, 865 Becker, U.: 662 Beda, 683, 747, 855 Begrich, J.: 99 Béguin, A.: 1009 Behm, J.: 256, 281s, 536, 968 Belarmino: 709 Benckert, H.: 1017, 1020 Bengsch, A.: 327 Benito: 684 Bennett, W. H.: 1054 Benoit, A.: 327 Benoit, P.: 543, 721, 723, 790, 795, 797, 810, 813 Bensow, O.: 674, 679 Bentzen, A.: 129,137,144, 156, 185 Benz, E.: 693, 780 Benzo, M.: 1012 Berdiajew, N.: 88, 1000 Berkhof, H.: 343 Bernard, J. H.: 811 Bernard, R.: 881 Bernardakis, P.: 671 Bernardino de Siena: 583 Bernardo de Claraval: 582s, 683s, 703, 715, 728, 894, 951, 1012 Bernhardt, K. H.: 100, 162, 175
Bertetto, D.: 956 Bertram, G.: 810, 813 Bertrams, H.: 984 Bertrand, F.: 337, 577, 683 Bertrangs, A.: 660, 988 Bertsch, L.: 577 Bérulle, P. de: 709, 773 Best, E.: 222, 271, 310, 613, 625-627, 659, 660 Betz, J.: 578, 852 Betz, O.: 267, 281s, 286, 622, 958 Beumer, J.: 28, 52 Bieder, W.: 612s, 617, 620, 623, 659, 740s, 743-745, 752, 757, 811 Biehl, P.: 27 Bieler, L.: 267, 662, 965 Bieneck, J.: 239s, 310, 568 Bihler, J.: 248 Billerbeck, P.: 116, 124, 147, 153s, 160, 213, 512, 538, 597-604, 608, 610, 696, 976 Billicsich, F.: 1013. Billot, L.: 881, 1026 Biser, E.: 811 Bishop, J.: 1029 Bizer, E.: 1013 Black, M.: 115, 146, 271 Blackman, A. M.: 1054 Blancette, O.: 866 Blank, J.: 200, 279, 310, 568, 575s, 623, 726s, 737, 865 Blass, F.: 212, 531 Bleeker, C. J.: 1054 Blinzler, J.: 69, 183, 208, 286, 422, 611613, 635, 638, 659, 661, 720, 746, 809, 924, 926, 955s Bloch, E.: 1012 Bloch, R.: 148 Blondel, M.: 1026 Bloy, L.: 1009 Bodelschwingh, Fr. v.: 533 Boecio: 438, 997 Boer, L.: 955 Boer, P. A. H. de: 96 Boer, S. de: 347 Boers, H.: 310 Bohme, J.: 989 Boismard, M.-E.: 214, 217, 285, 310, 520, 535s, 731, 790, 813, 933s, 956 Boman, Th.: 296 Bonhoeffer,*D.: 384, 395, 985, 1020s, 1023 Bonnard, P.: 259, 314, 610 Bonnefoy, J. F.: 568, 889, 896s Bonoso de Sardica: 875 Bonsirven, J.: 527, 533, 538s Boobyer, G. H.: 190, 222, 224, 661s Borgen, P.: 280 Borig, R.: 281, 310
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Born, A. v. d.: 819s Borne, E.: 988, 1013, 1029 Bornhauser, K.: 793 Bornkamm, G.: 52, 191, 194, 232, 236, 237, 246, 251, 259, 260, 281, 310, 314, 387, 418, 474, 572, 615, 642, 662 Boros, L.: 736, 757, 948, 1026 Bosch, A. v. d.: 582 Bosnjak, B.: 1019 Boso: 725 Bossuet, J.-B.: 709, 727 Botte, B.: 575, 728 Botterweck, G. J.: 80 Bouéssé, H.: 505, 728 Bourdaloue, L.: 709 Bourgoing, F.: 709 Bourguet, P. du: 118 Bourke, M. M.: 234 Bousset, W.: 267, 310, 580, 691, 741, 746, 783, 788, 810 Bouyer, L.: 581, 684, 810, 851, 856-858, 866, 1002, 1004 Bover, J.: 881, 888, 956 Brandenburg, A.: 956 Brandenburger, E.: 260, 271s, 291, 310 Brandle, M.: 624, 629s, 660 Brandon, S. G. F.: 1054 Braumann, G.: 296 Braun, F.-M.: 273, 310, 535, 568, 730, 811, 933s, 937-939, 956 Braun, H.: 267, 305s, 611, 659, 696, 962, 1020 Braun, R.: 332-334 Breen, R. B.: 811 Bréhier, L.: 93 Bremond, H.: 685, 746, 773 Brentz, T.: 678 Bretón, S.: 684, 694 Bretscher, P. G.: 613, 659 Breuning, W.: 505, 860, 866 Briére, M.: 352 Brinkmann, B.: 543 Broglie, G. de: 877, 880s Broke, B. H.: 987 Broking, E.: 1013 Bromiley, B. W.: 659 Brown, R. E.: 115, 126, 274s, 281, 289, 310, 314, 610 Brownlee, W. H.: 146, 509 Brox, N.: 191, 193, 298, 310, 699 Bruaire, C : 1029 Brugger, W.: 1011 Brun, L.: 791, 813 Brunec, M.: 98, 102 Brunner, E.: 56, 70, 82, 504s, 611 Brunner, H.: 175 Brunner, P.: 505 Bruno, G.: 748 Bruns, J. E.: 301
1063
Bsteh, A.: 866 Buber, M.: 621, 1028 Büchner, G.: 987 Büchsel, F.: 84, 292, 310, 526, 831 Bückler, F. W.: 728 Buda: 1039-1041, 1052s Budge, E. A. W.: 1055 Buenaventura: 546, 548, 577, 583-585, 684, 715, 751, 894 Bulgakow, S. N.: 681 Bultmann, R.: 29, 32, 50, 52, 83s, 89, 184, 191, 196, 198, 217, 260, 264, 267, 271, 279, 287, 290, 304-306, 310, 519, 568, 573, 579, 613, 647, 649, 662, 711, 720, 726, 763s, 768s, 771, 775, 778, 780s, 784, 791, 805, 813, 815s 965, 1004, 1019s Burén, P. M. v.: 985, 1021 Burkill, T. A.: 222, 262s, 810 Buse, I.: 650, 659, 663 Bussche, H. v. d.: 90, 275 Buttrick, G. A.: 988 Buytaert, E. M.: 352, 357 Cabrol, F.: 811 Caird, G. B.: 661, 811 Calderón, P. J.: 96, 172 Calvino, J.: 546, 751s, 1000 Callaey, F.: 684 Camelot, P. Th.: 336, 361, 385, 851 Campenhausen, H. v.: 772, 788, 792-795, 805, 813, 956 Camus, A.: 986, 988, 1012 Canivet, M.: 859 Cantalamessa, R.: 323, 332, 334, 575, 866 Cantinat, J.: 284 Caprile, G.: 945, 956 Caquot, A.: 96, 107, 111, 123, 140, 177 Caracao, A.: 988 Cardón, R.: 988 Carlson, R. A.: 96 Carlston, C. E.: 661 Carmignac, J.: 148 Carmody, J. M.: 381 Carnoy, A. J.: 1054 Carol, J. B.: 889, 896, 955 Carra de Vaux Saint Cyr: 728 Carré, A.-M.: 988 Carrer, R. E.: 576 Casartell, L. C : 1054 Casel, O.: 685 Casey, R. P.: 304, 310 Casiano: 362, 583s, 760 Castel S. Pietro, Th. da: 533 Catalina de Siena: 583, 684, 703, 709 Cayetano: 546, 891, 896s, 996 CazeUes, H.: 129, 148, 521, 659 Ceccarini, L.: 945, 956
1064
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Cecchetti, J.: 875, 956 Celestino: 363 Celso: 326, 333 Cepko: 702 Cerfaux, L.: 240, 251s, 258s, 262-264, 267, 298, 310, 509, 524, 526s, 538, 543, 674 Cerinto: 318 Cesáreo: 740, 760 Ceuppens, F.: 919, 926, 956 Ciappi, L.: 956 Cipriano: 335, 547 Cirilo de Alejandría: 277, 346, 348, 351, 353s, 363-375, 385, 388, 405, 562, 577, 672, 675, 678, 754, 759, 875, 937, 1001 Cirilo de Jerusalén: 691, 731, 740, 998 Clarke, Th. E.: 381 Claudel, P.: 760, 1006, 1008 Clavier, H.: 811 Cledonio: 347 Ciernen, C : 812 Clemente de Alejandría: 89, 335-337, 339, 577, 759, 854, 995, 998 Clemente Romano: 683 Clements, R.: 98 Closs, A.: 869 Coathalem, H.: 874, 956 Cobb, J.-B.: 1017 Cock, J. de: 612, 659 Cognet, L.: 585 Colpe, C: 156, 261, 280, 769, 1055 Combes, A.: 988 Comblin, J.: 297-300, 310 Conche, M.: 986 Condren, Ch. de: 585, 773 Congar, Y.: 118, 505, 685, 956 Connoll, D.: 663 Constantino IV: 376 Conzelmann, H.: 46, 53, 81, 194, 196, 206, 208, 212, 218, 242-245, 288s, 291, 310, 314, 568, 644-646, 651, 763, 767, 793, 798, 813, 822-828, 830, 834-838, 841-847, 851, 865, 1013 Cooke, B.: 660 Cooke, G.: 174 Cooke, S. M.: 1054 Coppens, J.: 96-99, 101, 104, 106, 129, 141, 154, 156-158, 509, 520s, 538s, 659 Cornélis, H.: 1054 Cornelius, G.: 758 Corwin, V.: 323, 325 Coste, T-: 668 Cothenet, E.: 173, 943, 945 Courcelle, P.: 748 Cranfield, C. E. B.: 228 Criado, R.: 97 Cross, F. M.: 116, 285 Crossan, T.: 663 Crouzel, FL: 337, 854 Cuervo, M.: 956
CuUmann, O.: 53, 82, 84, 87, 89s, 125, 129, 146, 156, 185, 187, 212, 213, 228, 239, 248, 258, 260, 267, 270, 289, 291s, 310, 505, 509, 524, 533, 539, 543, 568, 585, 611, 613, 659, 732, 790, 802, 976, 984 Cunradi, C : 988 Chaine, T : 811 Chardin, T. de: 692s, 736, 787 Chardon, L.: 685, 709s Charlier, J. P.: 933, 956 Chemnitz, M.: 678 Chenu, M.-D.: 584 Chevallier, M.-A.: 228 Childs, B. S.: 184 Chopin, G.: 504 Christ, F.: 958 Dabeck, P.: 661 Dabrowski, E.: 661 Dahl, N. A.: 194, 238, 263, 310, 721, 784, 810 Dahnis, E.: 156 Dahood, M.: 80, 99 Dalman, G.: 512 Dalton, T : 812 Dalton, W. D.: 218, 311, 744 Dámaso I: 347 Daniélou, J.: 318, 380, 585, 616, 618, 659, 851 Dardel, E.: 1031 Darlap, A.: 25, 53, 440, 818, 1054 Daube, D.: 211 Dautzenberg, G.: 285 Davey, J. E.: 273, 311 Davies, J. G.: 984 Davies, W. D.: 232, 236, 238s Davis, Ch. T.: 684 Debonpuie, P.: 584 Debrunner, A.: 212, 531 Decloux, S.: 1013 Dehau, P.-Th.: 732, 735 Deichgraber, R.: 115, 251, 311 Deiss, L.: 905, 908s, 919, 933, 956 Deissler, A.: 81, 99 Deissmann, A.: 266 Delcor, M.: 113, 156 Delius, W.: 956 DeUing, G.:,296s, 663, 735, 762, 764, 769, 772, 781, 783, 812s, 955 Deman, Th.: 1013 Dembowski, H.: 505 Deneffe, A.: 881 Denis, A.-M.: 661 Denzinger, H.: 851 Dequeker, L.: 157, 539 Dermenghen. E.: 703 Descartes, R.: 1052
ÍNDICE ONOMÁSTICO
1065
Ebeling, G.: 46, 53, 222, 224, 406, 491s, Dessauer, F.: 988 505, 737, 773, 1017 Dettloff, W.: 583, 865, 1054 Ebert, H.: 813 Devanandan, P. D.: 1055 Ebneter, A.: 955 Devreesse, R.: 354s, 358 Eckhart: 584, 1006, 1042, 1048, 1052 Dewart, L.: 1029 Edsman, C.-M.: 810 Dhanis, E.: 538, 663 Efrén: 875 Diadoco de Fotique: 702s Dibelius, M.: 195, 218, 225, 244, 256-258, Egberto de Schonau: 582 288s, 291, 320, 579, 613, 647, 663, 720, Eguiluz, A.: 956 Ehrhard, A.: 575 787, 956 Eichholz, G.: 773 Dídimo de Alejandría: 347, 359s, 373 Eichrodt, W.: 126, 965, 993s, 1013 Dídimo el Ciego: 277, 350 Eizenhofer, L.: 754 Diekamp, F.: 546, 755 Elert, W.: 375s, 380 Diepen, H. M.: 311, 361, 364, 378, 505, Eliade, M.: 1054s 568 Eltester, F. W.: 296 Dietelmayer, J. A.: 811 Elze, M.: 584 Dieterich, A.: 812 EUiger, K.: 121, 151, 182 Dietrich, E. L.: 81, 205 Elliott, J. H.: 286 Dietrich von Freiberg: 702 Emerton, J. A.: 156, 162 Dilthey, W.: 655 Dillenschneider, C : 877, 879-882, 886, Engnell. J.: 100, 137 Epicuro: 995 943, 952, 956 Epifanio de Salamina: 347, 740, 852, 874s, Dillinstone, F. W.: 810 Dinkler, E.: 612, 691, 810, 831 921, 943, 945, 994 Diodoro de Tarso: 352ss, 365, 368s Erman, A.: 1055 Dióscoro: 369, 372s Eross, A.: 866 Dobbe, P.: 660 Escoto Eriúgena: 702, 748, 754 Dobschütz, E. v.: 788, 813 Esnoul, A. M.: 1054 Dodd, C. H.: 195, 202, 242, 270, 273, 311, Esquerda-Bifet, T.: 957 Esteve, E. M.: 533 314, 543, 568, 795 Eudes, J.: 585 Dodds, E. R.: 1055 Euler, K. F.: 145 Dolger, F. J.: 616, 618-620, 659, 759 Eusebio de Cesárea: 342s, 351s, 545, 577, Domno de Antioquía: 369 Dondorp, A.: 660 619, 760, 852, 994 Dorner, T. A.: 757 Eusebio de Emesa: 357, 577 Doroteo de Marcianópolis: 362 Eustacio Antioqueno: 351s, 360 Domes, H.: 580, 702 Euterio de Tiana: 353 Dossetti, G. L.: 852 Eutimio: 639 Dostoievski, F. M.: 695, 986, 1008s, lOlls Eutiques: 369, 37 ls, 578, 675 Euzet, J.: 945, 957 Dreves, G. M.: 951 Evagrio: 683, 702s Dubarle, A. M.: 731 Evans, E.: 332 Duchesne-Guillemir, J.: 989 Duguet, J. J.: 685, .'46 Dumon, A.: 581 Faber F. W.: 709 Dunker, P. G.: 10: Fairbairn, A. M.: 679 Duns Scoto: 438, 894 Dupont, T.: 195, 240, 244, 251, 259, 267, Fallaize, E. N.: 1054 Farnell, L. R.: 1054 273, 311, 625, 660, 674, 796, 865 Fascher, E.: 81, 129, 626, 660, 762, 772, Duprez, A.: 266 813, 1008 Duquoc, Ch.: 314, 504s, 660, 956 Favre, R.: 810 Durand, A.: 924 Faye, E. de: 854 Dürr, L.: 137s, 153, 185 Fayuel, P.: 505 Durwell, F. X.: 198, 311, 543, 661, 762, Feckes, C : 881, 914, 955, 957 764, 769, 773, 803s, 813 Feine, P.: 83 Dutheil, J.: 659 Ferland, A.: 952 Dyer Ball, J.: 1054 Férotin, M.: 563 Ferraresi, G.: 957 Festorazzi, F.: 187 Eadmero, 894 Feuerbach, L.: 694, 1015 Earle-Ellis, E.: 202
1066
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Feuület, A.: 101, 143s, 153s, 178, 259, 284, 301s, 521, 526, 536, 568, 612s, 616, 626, 634, 638, 659s, 662, 674, 735, 865, 933s, 957 Fichtner, T.: 509 Ficino, M.: 748 Fiebig, P.: 663 Filastrio de Brescia: 759 Filón de Alejandría: 160, 165, 272, 545, 729, 1045s Filson, V.: 311, 783 Fiorenza, F.-P.: 1049 Fírmico Materno: 691 Fischer, J.: 522, 871 Fítzmyer, J. A.: 126, 160, 189, 251, 314, 318s Flacius, M.: 996 Flaviano: 369s, 372, 374, 394, 578, 975 Flavio Josefo: 124, 152, 165, 545, 729 Flender, H.: 35, 53, 242, 245, 251, 644, 650 Florand, P. F.: 685, 709s Flusser, D.: 160, 1018 Foerster, W.: 257s, 288, 492, 543, 839, 970 Fohrer, G.: 153, 165, 174, 177, 185, 992s Folch Gomes, A.: 660 Ford, J. M.: 286 Forell, U.: 640, 663 Forster, K.: 850 Forsyth, P. T.: 682 Fourure, G.: 1000,1013 Fraine, J. de: 100, 142, 271, 471, 520, 660 Francisco de Asís: 583, 683s, 755 Francisco de Sales: 703, 709 Franck, S.: 702 Franco, R.: 1021 Frank, F. H. R.: 576, 679 Frankfort, H.: 100 Franz, A.: 685 Frazer, J. G.: 1055 Freedman, D. N.: 116 Freundorfer, J.: 218, 289 Fridrichsen, A.: 663 Friedrich, G.: 126, 211, 248, 257, 267, 296, 311, 568, 650, 663 Friedrich, Ph.: 970 Fríes, H.: 53, 81, 478, 662, 852, 1021 Frings, J.: 812 Frisch, M.: 1009 Frisk, H.: 831 Frobe-Kapteyn, O.: 1054 Fuchs, E.: 46, 53, 83, 306, 311 Fuchs, J.: 546 Füglister, N.: 78, 126, 128, 149, 184, 611, 730 Fulgencio de Ruspe: 578, 747 Fuller, R. M.: 200, 251, 276, 279, 308s,
311, 640, 642s, 646, 649, 651s, 654, 658, 663 Furness, J. M.: 252 Gabathuler, H. J.: 265, 311 Gadd, C. J.: 100 Gaechter, P.: 795, 813, 905s, 919, 933s, 936-938, 957 Gagg, R. P.: 211 Gaidioz, J.: 371 Galitis, G. A.: 212, 311 Galot, J.: 812, 820, 860, 866, 957 Galtier, P.: 504s, 706s Galloway, A. D.: 311 Garaudy, R.: 1018 García Garcés: 886 García Jiménez de Cisneros: 584 Garelli, P.: 1054 Gaschienietz, R.: 812 Gardavsky, V.: 1029 Gaudel, A.: 893 Gaugler, E.: 273, 311 Geden, A. S.: 1054 Geiger, L.-B.: 1002, 1013 Geiselmann, J. R.: 81, 191, 194, 220, 251, 258, 270, 311, 505, 568 Gelin, A.: 96, 104, 116, 185, 521, 538 Genadio: 578 George, A.: 242, 246, 250, 311 Gerber, W.: 662 Gerhardson, B.: 191, 660 Gerhardt, C. J.: 987 Germán de Constantinopla: 943 Gerson, J.: 877 Gertrudis de Helfta: 684 Gesché, A.: 343s, 350s, 354 Gese, H.: 119 Gesenius, W.: 102 Gess, W. F.: 679 Gewiess, J.: 242, 256, 257, 311, 456, 526, 543, 674, 865 Geyer, B.: 714, 767, 813 GheUinck, J. de: 575 Giblet, J.: 146, 277, 311, 509 Gierens, M.: 750 Giet, S.: 320 Gilg, A.: 380, 389, 505, 568 Gils, F.: 248, 311, 510 Gilson, E.: 582 Ginsberg, H. L.: 144 Giono, J.: 1012 Giorgi, F.: 748 Girardi, G.: 1024s, 1029 Glasenapp, H. v.: 1055 Glasson, T. F.: 207 Glombitza, V.: 250 Gnilka, J.: 81, 124, 245, 251, 311, 474, 662, 728, 757, 810, 821, 839, 865, 1054 Goethe, J. W.: 695, 988
ÍNDICE ONOMÁSTICO
1067
Grossouw, W.: 536, 543 Gogarten, F.: 455, 505 Gruber, G.: 337, 854 Gogler, R.: 337 Grundmann, W.: 492, 536, 568, 570, 591, Goldammer, K.: 53, 81, 1054 597, 602, 610, 662, 966 Gollwitzer, H.: 1020s Grünhut, L.: 702 Goma, J.: 314 Gscrrwind, K.: 742, 744s, 812 Gómez Caffarena, J.: 81, 1017, 1029 Guardini, R.: 663, 986 González, S.: 348 Güder, E.: 812 González de Cardedal, O.: 314, 505, 984 Guénon, R.: 692, 694 González Faus, J. I.: 314, 505, 660, 866 Guérard des Lauriers, M.-L.: 957 González Núñez, A.: 520, 568 Gügler, A.: 754 González Ruiz, J. M.: 264, 865 Guillermo de Saint-Thierry: 582 Goossens, W.: 952, 957 Goppelt, L.: 761s, 764-767, 769, 772, Guillermo de Ware: 894 Guillet, J.: 311, 812 774s, 793, 813 Guillermo de Auxerre: 860 Gordon, C. H.: 102 Gummersbach, J.: 546 Gore, Ch.: 680s Gunkel, H.: 99, 801 Gorodetsky, N.: 681 Günther, H.: 1055 Gorres, J. J.: 703 Guny, A.: 685 Gossmann, E.: 957 Gutbrod, K.: 663 Gottier, G. M. M.: 1029 Güter, E.: 757 Goubert, P.: 375 Guthrie, W. K. C : 1055 Graber, R.: 895, 957 Güttgemanns, E.: 256, 262, 264, 311, 710, Grabner-Haider, A.: 813 Graf, H.: 957 735, 775, 810 Graham, E,: 661 Guttmann, A.: 663 Grandchamp, F.: 712 Gutwenger, E.: 446, 505, 813 Grant, R. M.: 663 Gutzwiller, R.: 297 Grass, H.: 762-765, 768s, 772, 778, 781, Guyau, M.: 986 Gyllenberg, R.: 865 783, 787-800, 802, 813 Grasser, E.: 46, 53, 245, 296, 311 Graban, A.: 685 Haag, H.: 107, 129, 572, 574, 635, 660Green, R. B.: 758 662, 701, 746s, 819s, 822, 825s, 831, Green, T. H.: 679 836, 838s, 851, 897, 924 Greer, R.: 354 Haardt, R.: 852 Greeven, H.: 237, 612, 663 Haarlem, A. v.: 344 Gregorio Magno: 634, 750, 755, 759, 805, Haberlin, P.: 988 855 Haecker, Th.: 1013 Gregorio de Elvira: 680, 734 Haedeke, H. U.: 810 Gregorio de Nisa: 348s, 353, 357, 359, Haekel, J.: 81 365, 562, 580s, 618, 620, 672, 680, 691, Haenchen, E.: 195, 200, 206, 212, 277, 702, 750, 852, 855, 906, 994-996, 998, 311, 789 1000 Hahn, A.: 342 Gregorio Nacianceno: 277, 347s, 359, 365, Hahn, F.: 50, 53, 125, 129, 146, 156, 185, 187, 192, 196, 204-207, 214s, 228s, 562, 666, 672, 685, 759, 760, 859, 996s 231, 237, 239, 246, 248, 258, 263, 267s, Grelot, P.: 114, 141, 156, 182, 184, 270, 307s, 311, 385, 416, 491, 505, 568, 731s, 810, 812 613, 662, 795, 965-968, 970-972 Gressmann, H.: 137, 185, 746 Grether, O.: 153 Hajdánek, L.: 311 Gretser, J.: 685 Halbfas, H.: 815, 817, 837 Grillmeier, A.: 41, 53, 81, 92, 220, 311, Halder, A.: 43 318, 336, 339, 343s, 349, 351s, 354, Hamann, J. G.: 695s 361, 365, 380, 449, 504s, 568s, 576, Hamilton, W.: 985, 1021 578s, 714, 810-812, 817, 835, 839, 852, Hamman, A.: 82, 84s, 92s 853s, 859, 863, 865s, 969, 972 Hammer, F.: 866 Gronau, K.: 994, 997s, 1000 Hammerich, L. L.: 257 Groot, A. de: 663 Hamon, M.: 703 Gross, H.: 101, 165, 179, 181, 184, 185, Hamp, V.: 153, 663 203 Harada, T.: 1054 Gross, J.: 856, 866, 990 Hardy, E. R.: 381
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Haring, B.: 1025 Harl, M.: 337 Harlé, P. A.: 712 Harnack, A. v.: 83, 403, 763, 851 Hartmann, C : 673 Hartmann, E. v. 988 Hartmann, S. S.: 1055 Hasenfuss, J.: 809 Hasenhüttl, G.: 53, 985, 1020s Hasenzahl, W.: 728, 810 Haspecker, J.: 81, 98, 663 Haubst, R.: 446, 505 Haugg, D.: 906, 957 Hauret, Ch.: 98, 128 Hausherr, I.: 580, 702s Haverott, J.: 625, 661 Hay, C : 353 Hebert, A. G.: 650, 663 Heer, F.: 988, 1009, 1012 Heer, J.: 234, 685, 729-731, 734, 810 Hegel, G. W. F.: 679, 681, 693s, 757, 1009, 1047s Hegermann, H.: 146, 197, 311, 699 Hegesipo: 926 Heidegger, M.: 1023 Heidsieck, F.: 986 Heüer, F.: 869, 1054 Hein, N. J.: 1054 Heinemann, I.: 663 Heinisch, P.: 152, 185 Heising, A.: 650s, 663 Heislbetz, J.: 49, 53, 819 Held, J.: 232s, 235, 615, 642s, 645s, 649, 663 Helvidio: 875 Hempel, J.: 663, 990 Hennecke, E.: 323, 576, 874s Hennínger, J.: 989 Henry, P.: 251, 257s, 311, 674, 677, 681s Hentrich, G.: 944, 957 Heráclito de Efeso: 1039 Heraclio: 376 Héring, J.: 260 Hermann, I.: 81, 264, 312, 527, 963, 984 Hermas, 318, 320s, 741, 759, 968 Herrmann, S.: 96, 118, 185, 764 Hertzberg, H. W.: 95, 130, 182 Heuschen, J.: 831 Heuser, A.: 860, 866 Heussi, K.: 580 Hick, J.: 988 Higgins, A. J. B.: 124, 192, 279, 312 Hilario de Poitiers: 547, 562, 627, 672, 676s, 679s, 714, 749, 752 Hildebrand, D. v.: 731 Hilgert, E.: 664 Hilton, W.: 703 HiUmann, W.: 720 Himeneo de Jerusalén: 342
Hipólito de Roma: 92, 319, 332s, 334s, 365, 575, 577, 619, 672, 750, 972, 1045 Hirsch, S.: 661s, 790, 813 Hirscher, J. B.: 996 Hockel, A.: 568 Hodges, Z. C : 664 Hoffmann, A.: 579 Hofmann, F.: 375, 853 Holte, R.: 853 Holtz, T.: 297-300, 302, 312 Holwerda, D. E.: 283 Holzmeister, U.: 174, 626, 661, 810 Holl, K.: 347, 349, 353, 768, 804 Holladay, W. L.: 128 Holland, H. S.: 693 Hóller, J.: 662 Homero: 731 Honorio de Autún: 578, 702 Honorio de Roma: 376s Horgl, Ch.: 818, 834 Hormisdas: 755 Hornschuh, M.: 691 Horst, F.: 120, 870 Horváth, A.: 257 Houbat, H.: 659 Houssiau, A.: 327 Hruby, K.: 116, 146 Huber, M.: 866 Huby, J.: 520 Hugo de S. Víctor: 548, 715 Huidekoper, F.: 741 Hulsbosch, A.: 659 Hülsbusch, W.: 810 Humbert, P.: 146 Hume, D.: 988 Hummel, R.: 232s, 236 Hünermann, P.: 1010 Hunger, W.: 855 Hunter, A. M.: 240 Hunzinger, C.-H.: 865 Hyldal, N.: 631, 661 Ibas de Edesa: 369, 375 Iber, G.: 280 Iersel, B. M. F. v.: 213, 229, 239, 241, 312, 568, 613, 650, 664, 813 Ignacio de Antioquía: 322-325, 581, 591, 620, 683, 871, 874, 972 Ignacio de Loyola: 584, 684, 703 Imschoot, P. v.: 509, 572, 574, 836, 838 Innitzer, Th.: 750 Ireneo: 88, 89, 317s, 322s, 327-331, 332s, 334s, 337, 339, 344, 369, 374, 545, 547, 632, 634, 672, 682s, 690, 707, 728, 740, 748s, 755, 759, 853-855, 859, 873875, 888, 911, 914, 951, 994, 998s, 1001, 1010 Isaac de Nínive: 702 Isabel de Turingia: 684
Isidoro de Sevilla: 756 Iwand, H. S.: 764 Jacopone de Todi: 684 Jansenio: 727 Jean de la Ceppede: 685 Jeanmaire, H.: 1036 Jenni, E.: 976 Jeremías, J.: 50, 53, 111, 129s, 146-148, 191, 193, 196s, 211, 218, 222, 227s, 232, 248, 253-255, 261, 272, 274, 289, 291, 296, 303, 521, 536, 569, 711, 746, 762, 768, 770, 791s, 795s, 804, 812, 1054 Jerónimo: 94, 545s, 619, 695, 875, 1007 Jervell, J.: 260, 272 Joest, W.: 763, 815, 865, 983 Johanns, P.: 1055 Johns, C. H. W.: 1054 Johnson, A. R.: 100 Johnson, S. E.: 812 Johnson, Sh.: 238 Johnston, R. F.: 1054 Jolly, J.: 1054 Joñas, H.: 319 Jones, G.: 312 Jonge, M.: 160, 173 Joppich, G.: 327 Joseph, M.: 1054 Jossua, J. P.: 569, 673 Jouassard, G.: 727, 945, 957 Journet, C: 810, 988, 999s Juan Clímaco: 581, 584 Juan Crisóstomo: 277, 353s, 363, 373, 578, 581, 631, 633, 638, 672, 678, 706s, 759, 805, 875, 937 Juan Damasceno: 378, 682, 943 Juan de Antioquía: 363s, 366s Juan de la Cruz: 684, 702, 704 Juan Hircano: 124, 165 Jugie, M.: 942s, 945, 957 Julián de Eclana: 894 Jüngel, E.: 200, 405, 505, 1020 Jungmann, J. A.: 750 Junker, H.: 101, 168 Justino: 147, 317s, 320, 323, 325-327, 330, 332, 335-337, 545, 629, 731, 740, 853, 871-874, 998 Juvenal de Jerusalén: 363 Kahler, M.: 224, 312, 579, 628, 668, 810 Kaiser, O.: 129, 138, 141, 151, 505 Kallas, J.: 664 Kamphaus, F.: 664 Kant, I: 29, 988, 998, 1012 Kásemann, E.: 35, 46, 53, 194, 251, 260, 294, 296, 307, 623, 648, 652s, 662, 674, 699, 707, 726, 762, 810, 831-834, 865 Kasper, W.: 314, 419, 505
1069
Kassing, A.: 939, 957 Kattenbusch, F.: 737 Kautzsch, E.: 102 Keck, L. E.: 222, 312, 613 Kee, H. C: 645, 664 Kehl, N.: 265, 312, 831-834, 865 Keith, A. B.: 1054 Keller, C. A.: 178, 664 Kellermann, U.: 114 Kelly, J. N. D.: 380, 569, 661, 851 Kemmer, A.: 581 Kennedy, H. A.: 1055 Kenny, A.: 662 Kern, W.: 30, 53, 985, 987, 995, 1006 Kertelge, K.: 664 Kessler, H.: 866 Ketter, P.: 661 Kettler, F. H.: 865 Kierkegaard, S.: 688, 695, 709 Kilpatrick, T. B.: 232, 1054 Kirchgassner, A.: 865 Kittel, G.: 296, 512, 783 Klappert, B.: 761, 763s, 769, 775, 781, 796, 798, 813 Klausner, J.: 96, 114, 185 Klein, G.: 35, 53, 664, 748 Klinger, E.: 50, 53 Klostermann, E.: 351, 682, 780, 1008 Knackstedt, J.: 650, 659, 664 Knauber, A.: 854 Kneller, K. A.: 684, 937 Koch, G.: 354, 762-764, 767s, 772, 778781, 783s, 787, 792s, 797s, 803, 813, 865s, 971 Koch, K.: 106 Koch, R.: 173, 228 Koehler, Th.: 937 Koepp, W.: 778 Kohler, L.: 182 Kolakowski, L.: 1013 Kolping, A.: 639, 662 Kohvitz, J.: 545 Konig, J. L.: 185, 741, 811, 1017 Kopp, C: 945, 957 Koppen, K. P.: 626, 661 Koster, H. M.: 914, 951-955, 957 Kramer, H.: 126 Kramer, W.: 204, 259, 262-264, 268-270, 312, 543, 545 Kraus, H. J.: 81, 99, 118, 128, 520, 865 Krebs, E.: 702 Kreck, W.: 808, 813, 1013 Kremer, J.: 312, 735, 739, 762-764, 768, 780s, 783, 788, 793-796, 802, 813, 987 Krinetzki, L.: 251, 260s, 674, 677 Kroll, J.: 741, 812 Kruijf, Th. de: 189, 213, 238-241, 312, 539, 613 Kruse, H.: 156, 810
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Kudasiewicz, J.: 659 Kuhl, C : 509 Kuhn, G. H.: 810, 989 Kuhn, H. W.: 115 Kuhn, J. E.: 996 Kuhn, K. G.: 204, 543 Kühn, M.: 813 Kümmel, W. G.: 28, 53, 192, 200, 272, 284, 313, 651, 787, 798 Küng, H.: 35s, 53, 57, 505, 812s, 991 Künneth, W.: 762, 764s, 767-770, 772, 774, 781, 783s, 787, 793s, 798, 813 Kurz, P. K.: 987 Kürzinger, J.: 843 Kuschk, A.: 130 Kuss, O.: 196, 214, 217, 271, 291, 312, 521, 527, 533, 617, 660, 971 Kutsch, E.: 173 Kutschki, N.: 1029 Kyburtz, A.: 987 Lacombe, O.: 1055 Lacroix, J.: 1017, 1029 Lachenschmíd, R.: 585, 811 Lack, R.: 957 Lactancio: 691, 731, 853, 994s, 1001 Lafont, F. G.: 271 Lagrange, J. M.: 535, 538 Lais, H.: 952, 957 Lakner, F.: 865 Lambert, W. G.: 990 Lambertz, M.: 234 Lamarche, P.: 112, 251, 312, 664 Lammers, K.: 802 Lá'mmerzahl, E.: 988 Lampe, G. W. H.: 242s, 312, 856, 866 Lanczkowski, G.: 865 Landersdorfer, S.: 906 Landgraf, A.: 690, 751 Langdon, S. H.: 1054 Langkammer, H.: 292 Lánnle, A.: 987 Larcher, C : 202 Largement, R.: 118 Larsson, E.: 253, 312 Latour, J.-J.: 505, 728 Latourelle, R.: 545, 664 Latte, K.: 1054 Lauchli, S.: 297 Laurentin, R.: 603, 607, 611, 777, 871, 875, 905s, 908s, 911s, 921, 926, 929s, 940, 951, 957 Lavalette, H. de: 483 Lavanchy, A.: 839 Lavelle, L.: 988 Le Bachelet, X.: 955 Le Déaut, R.: 148, 161 Leal, J.: 810 Lebon, J.: 375
Lebreton, T.: 810 Lee, St. J.: 1012 Lechmann, K.: 53 Leclercq, H.: 809 Leclercq, J.: 581s Leclercq, L.: 545, 569 Leder, H. G.: 626, 629, 661 Leenhardt, A.: 1031 Léese, K.: 693 Leeuw, G. v. d.: 129, 138,1054 Lefévre, Y.: 578, 581, 662 Legault, A.: 613, 660 Lehmann, K.: 796, 814 Lehmann, W.: 703, 727 Leiber, R.: 1024 Leibniz, G. W.: 987s, 996 Leibrecht, W.: 696 Leipoldt, J.: 869s Lempp, O.: 987 Lengsfeld, P.: 271, 312, 505 Lenin: 1028 Lennerz, H.: 952, 957 Léon-Dufour, X.: 189, 314, 664, 809, 812, 814 León Magno: 369, 371-374, 376s, 383, 385, 394, 547, 562, 576, 578, 611, 672, 675s, 706, 734, 975, 1001 Leonardi, G.: 625, 661 Leonardi, T.: 709 Leoncio: 353, 358 Lerch, D.: 266 Lercher L.: 546 Lescow, Th.: 101 Lévy, P.: 1055 Lewis, C. S.: 664, 988 Ley, H.: 1029 Leys, R.: 466 Liagre-Bohl, Th. de: 1035 Lichtenstein, E.: 196, 772, 814 Lieb, F.: 696 Liébaert, J.: 361, 380, 569, 968, 972 Liebner, K. T. A.: 679 Liégé, P. A.: 664 Lieske A.: 337 Lietzmann, H.: 196, 272, 343, 346, 563, 830 Lightfoot, J. B.: 324, 569 Ligier, L.: 527 Lindars, B.: 202 Lindau, H.: 887 Lindblom, J.: 101, 126, 164 Lindeskog, G.: 729 Lindhagen, C : 130 Lindijer, C. H.: 660 Lipinski, E.: 99 Locher, G. W.: 281 Loewenich, W. v.: 737 Lohff, W.: 456
Lohfink, G.: 98, 206, 797-799, 801, 814, 820, 825, 990, 1005, 1012 Lohmeyer, E.: 236, 251s, 257, 260, 312, 512, 569, 661, 699, 729, 770, 788, 792, 814 Lohse, B.: 575 Lohse, E.: 116, 129, 145, 174, 191, 197, 209, 380, 710, 716, 730, 735, 767, 775, 784, 793, 796, 810, 814, 831 Lonergan, B.: 505 Loofs, F.: 361s, 365, 812 Loos, H. v. d.: 653, 664 Lorenzmeier, Th.: 1019s Lorenzo de Brindisi: 877 Loretz, O.: 162, 178, 991, 1013 Lossky, V.: 87, 556, 678 Lot-Borodine, M.: 702 Lotz, J. B.: 81 LSvestam, E.: 211, 213, 312, 613 Lubac, H. de: 93, 582, 585, 666, 673, 683, 685, 691, 693, 702, 740, 851, 1022, 1026s, 1029, 1055 Lucchesi-Palli, E.: 809, 811 Luciano: 343 Luck, U.: 242, 243 Ludolfo de Sajonia: 583s, 758 Luis, A.: 958 Luis de Granada: 676 Lundberg, P.: 616, 660, 812 Lustrissimi, P.: 877, 958 Lutero, M.: 584, 684, 687s, 693s, 703, 737s, 751, 810 Lütgert, W.: 90, 273, 277, 312 Lüthi, K.: 718s Luz, U.: 190, 222 Lyonnet, S.: 264, 312, 526s, 533, 536, 712, 725, 742, 865, 984 Lys, D.: 545, 970, 984 Llamera, P.: 952, 958 McCarthy, D. F.: 96 Mac Culloch, J. A.: 812, 1054 Macdonald, J.: 148 McGinley, J.: 664 MacKencie, J. L.: 178, 182 Mackenzie, R.: 126, 327 Mackintosh, H. R.: 1054 McPhail, J. R.: 662 Machen, J. G.: 958 Machovec, M.: 1018 Magdalena de Pazzis: 703 Mahieu, L.: 727 Maier, J.: 286 Mair, A. W.: 1054 Maisch, L: 81, 865 Malet, A.: 859
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Malevez, P.: 673, 702 Malmberg, F.: 378, 504s, 563, 569, 714 Malquión: 341-343, 357 Mani: 1047 Manoir de Juaye, H. du: 361, 363, 955 Manson, T. W.: 251, 273 Marcelo de Ancira: 343, 739 Marchel, W.: 512, 569 Marciano: 369 Marción: 328, 694, 852, 855, 995 Marcozzi, V.: 664 Marcus, R.: 153 Margarita Ebner: 684, 703 Margerie, B.: 958 Marheineke, Ph.: 757 María de la Encarnación: 684 María des Vallées: 703 Mariés, L.: 126 Maritain, J.: 988, 1012 Marlow, R.: 192 Marquardt, G.: 664 Marshall, J. H.: 192, 312 Martin-Achard, R.: 179, 251 Martin, R. P.: 312 Martínez, P.: 952, 958 Martini, C. M.: 814 Marx, K.: 1024, 1048 Marxsen, W.: 53, 191, 222, 697, 761, 765, 781s, 792, 814 Masón, T. W.: 526, 539 Massi, P.: 129 Masure, E.: 664 Mateos, J.: 84, 185, 194, 273, 275s, 314, 802, 843, 865, 903, 934 Matilde de Magdeburgo: 684, 703 Matthiae, K.: 53, 191, 506, 617, 721 Matthijs, P. M. M.: 958 Maurer, C: 222, 227, 312 Mauser, U. W.: 629, 661 Mauthner, F.: 1029 Máximo de Turín: 691 Máximo el Confesor: 376, 378s, 672, 683, 703, 856, 858s Maxsein, A.: 731 May, E.: 281 Mead, R. T.: 664 Medico, H. E. del: 520 Medina, B. de: 546 Meester, A. de: 811 Mehlmann, J.: 865 Meinertz, M.: 252, 262, 289, 312 Melanchton, Ph.: 752 Melitón de Sardes: 322s, 333, 575s, 620 Ménard, J. E.: 731 Menoud, Ph. H.: 664 Mensching, G.: 81, 662, 664, 1009, 1013, 1054 Mertens, H.: 240
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Merx, A.: 148 Messner, R. O.: 1013 Metodio de Olimpia: 995, 998 Metz, J. B.: 461, 662, 864, 902, 1013, 1023, 1025, 1049 Meyer, A.: 661, 791 Meyer, R.: 126, 146, 160, 509 Michaelis, W.: 768, 790, 793, 814 Michel, A.: 504 Michel, O.: 160, 196, 236, 262, 266s, 296, 312, 520, 533, 569, 674, 737, 958, 976s, 984 Michl, J.: 301, 955 Miguéns, M.: 281 Mildenberger, Fr.: 796 Miller, A.: 99 Minette de Tillesse, G.: 222, 312 Miauel, P.: 662 Mitterer, A.: 958 Moeller, Ch.: 375 Moffat, J.: 533 Mohlberg, K.: 563 Moingt, J.: 334. Molari, C : 505 Molin, G.: 147 Moltmann, J.: 803, 808, 812 Mollat, D.: 520, 535, 652, 664 Müller, T : 81 Monden, L.: 662, 664 Mondesert, C : 153 Mondin, B.: 1021 Monníer, J.: 758, 811 Montalverne, T- 366 Montcheuil, Y. de: 550 Moos, R. v.: 944 Moraldi, L.: 526, 825 Moran, W. L.: 97, 178 Morenz, S.: 175, 1055 Moret, J.: 958 Morgenstern, J.: 156 Morris, L.: 712, 810 Mossay, J.: 346 Most, W. G.: 865 Moule, C. F. D.: 204, 285 Mouroux: 446 Mowinckel, S.: 96, 99, 114, 129, 131, 136-138, 142, 144, 156, 185, 197, 314, 538 Mühlen, H.: 502, 958, 961s, 964, 968-970, 973-975, 977, 979-982, 984 Müller, K.: 263 Müller, H.: 104, 165, 659, 662, 733, 871, 873s, 882, 938, 955, 958 Munck, T.: 263 Murphy, R. E.: 126, 182, 217 Muschalek, G.: 1005 Mussner, F.: 55, 101, 192, 201, 276, 284, 312, 536, 543, 569, 579, 652, 664, 765, 802, 814, 823, 865
Nacchiante, J.: 710 Nágárjuna: 1052 Napiórkowski, S.: 958 Ñau, F.: 361, 363 Nauck, W.: 793, 814 Nautin, P.: 332s, 575, 680, 691, 729, 851 Nazari, J.-P.: 710 Neher, A.: 509 Nelis, J.: 607, 701, 746s, 821s, 826 Nemeshegyi, P.: 337 Nepper-Christensen, P.: 232 Nestorio: 346, 361-369, 371, 374s, 385, 405, 466, 578, 675 Neumann, J.: 1020 Neunheuser, B.: 572 Neuenzeit, P.: 269, 824 Newman, J. H.: 664 Neyrinck, F.: 984 Nicolaipen, A.: 814 Nicetas de Remesiana: 739 Nicolás, J. H.: 958 Nicolás, M.-J.: 371, 563, 890-892, 958 Nicolás Cabásilas: 672 Nicolás de Cusa: 702, 748, 752s Niebuhr, R. R.: 53 Nieder, L.: 492 Nierenberg. J. E.: 704 Nietzsche, F.: 628, 863, 988, 1009 Ni?" W.: 798 Nikolainen, A. T.: 298 Nilo: 683 Nilsson, M. P.: 1035, 1055 Nisin, A.: 660 Noeto: 972 Norris, R.: 354 North, C. R.: 142, 144, 150, 197, 521 Notscher, Fr.: 796 Novaciano: 332, 334, 342 Nyberg, H. S.: 137 Nyssens, A.: 546 Ochagavía, J.: 327 O'Connor, E.: 958 Odenkirchen, P. C: 814 Oepke, A.: 188, 205, 291, 533, 659, 669, 814 Oetínger, F.: 754 Ogawa, K.: 1055 Ogden, S.: 1017 Oggioni, G.:«866 Olier, J.-J.: 585 Oliva, A.: 945, 958 Olphe-Galliard, M.: 809 O'Neill, J. C : 195, 211, 242, 312 Orbe, A.: 327, 380, 545, 569 Orígenes: 93, 326, 333s, 337-340, 341s, 344, 348, 350s, 365, 374s, 379, 577, 581-583, 617s, 623, 630, 632, 678, 682s,
702, 727, 754, 757, 759, 780, 853-856, 875, 937, 997s O'Rourke, J. J.: 616 Ortiz de Urbina, I.: 344, 347, 852 Ortkemper, F. J.: 810 Oto Rigaldo: 714 Ott, M.: 53, 244, 384, 395, 546, 866, 1017, 1023 Otto, R.: 1048 Otto, W. F.: 1055 Pablo de Constantinopla: 377 Pablo de Emesa: 367 Pablo de la Cruz: 684 Pablo de Samosata: 340s, 351, 362, 367 Pacomio: 580 Palmero, R.: 958 Panfilo: 342s Panikkar, R.: 1055 Pannenberg, W.: 41, 53, 70, 81s, 195, 312, 314, 386, 420-422, 424s, 436-438, 441-443, 446, 448, 452, 454-456, 471, 499, 501, 505, 569, 611, 763, 765, 767, 769, 772, 786s, 799, 814, 963, 983, 1017 Paredi, A.: 563 Párente, P.: 505, 958 París, G.: 685 Pascal, B.: 695, 810, 1010 Pascasio Radberto: 943 Pascher, J.: 810 Pasolini, P.: 1018 Patanjali: 1039s Paul, J.: 687 Paulino: 345s Pax, E.: 288, 312, 662, 955 Pedro Crisólogo: 546, 750, 754 Pedro de Alejandría: 875 Pedro de Constantinopla: 377 Pedro Lombardo: 578, 894, 1001 Peinador, M.: 958 Pelster, F.: 690 Pelletier, A.: 729 Penna, A.: 106 Percy, E.: 225, 253, 312, 569 Perdelwitz, R.: 812 Perels, O.: 664 Perler, O.: 575, 944, 958 Pernveden, L.: 320s Pesch, Ch.: 546, 550 Pesch, R.: 50, 215, 234, 865, 1020 Petavio, D.: 811, 859 Peterson, E.: 204, 696 Petit, F.: 988 Petitjean, A.: 108 Pétrement, S.: 1055 Pfammatter, J.: 814, 830, 1026 Philipp, W.: 662 Philo Carpasius: 756 Phillpotts, B. S.: 1054 68
1073
Phytiam-Adams: 732 Picard, M.-J.: 584 Pieper, J. B.: 1013 Pierre de Bérulle: 584 Pinches, T. G.: 1054 Piolanti, A.: 504 Piper, O. A.: 192 Pirro de Constantinopla: 377 Pitágoras de Samos: 1039 Plagnieux, J.: 380 Platón: 690s, 693, 747, 754, 989, 995, 1042 Plessis, P. J. du: 296, 569 Ptóger, O.: 120, 156 Ploig, D.: 812 Plotino: 337, 682s, 747, 754, 1000, 1051 Podechard, E.: 99 Pohle, J.: 546, 750 Poirier, L.: 298 Pokorny, P.: 311 Policarpo: 323, 749 Popkes, W.: 699s, 717-719, 767 Popper, W.: 1054 Porteous, N. W.: 156 Post, R.: 584 Porret, E.: 88 Potterie, I. de la: 174, 545, 613, 660, 827, 970s, 984 Prat, F.: 262, 312, 526s Práxeas: 972 Preisker, H.: 285 Prenter, R.: 866, 1004 Press, R.: 130 Prestel, J.: 684 Prestige, G. L.: 343, 381 Preuss, R.: 823 Prigent, P.: 297, 301, 333 Proclo: 362, 370, 374, 756 Proksch, O.: 153 Prümm, K.: 830, 1055 Przywara, E.: 810, 1006 Puccini, V.: 703 Puech, H. C : 1055 Pulleyn: 748 Quell, W.: 664 Quesnel, P.: 1002 Quillet, H.: 811 Quispel, G: 1055 Rábano Mauro: 637 Rad, G. v.: 99, 101, 116, 118, 121s, 126s, 129, 131, 137, 142, 144, 150, 168, 184, 203, 510, 765, 990-992 Rahner, K.: 29, 38, 43, 49, 53, 57, 59, 81s, 86s, 203, 229, 314, 383s, 391s, 403, 410s, 419, 424, 433-438, 444, 446, 450s, 454s, 461, 463-467, 469, 479, 483, 485s,
1074
ÍNDICE ONOMÁSTICO
488s, 499, 504, 506, 569, 571, 579, 584, 598, 685, 691, 714, 731s, 736, 757, 810, 812, 814, 816, 819, 834, 850, 859, 862s, 865, 878, 880, 882, 885, 921, 955, 958, 963, 983s, 1006, 1018, 1025-1027, 1029, 1054 Rahner, H.: 812 Raimundo Lulio: 894 Ramánuja: 1042, 1044 Ramsey, A. M.: 662, 664, 674, 679, 762, 814 Ratzinger, J.: 53, 711, 851, 865, 10151018, 1020, 1024, 1027 Rauh, Fr.: 818, 834 Raven, C. E.: 343, 692 Rawlinson, A. E. J.: 187, 273, 312 Raynaud, G.: 685 Read, D. H. C : 728 Régnon, Th. de: 859 Rehm, M.: 102, 112, 728 Reicke, B.: 604, 744, 811s Reíd, J. S.: 1054 Reidick, G.: 818, 834 Reidinger, W.: 870 Reitzenstein, R.: 664 Renard, H.: 101 Renaud, B.: 106 Rendtorff, R.: 106, 126, 509 Rengstorf, H.: 84, 188, 616-620, 662, 762765, 768s, 771s, 774, 777, 780, 790, 793, 801, 803, 814 Renié, J.: 189 Renner, R.: 664 Resch, A.: 777 Resé, M.: 146 Reuss, J.: 277 ReventW, H. v.: 128 Revon, M.: 1054 Rey, B.: 272 Rhys Davids, C. A. F.: 1054s Ricardo de S. Víctor: 548, 678, 709, 750 Ricken, F.: 817 Ricoeur, P.: 1013 Rich, A.: 839 Richard, L.: 569, 860, 866 Richard, M.: 344-346, 352, 354, 358s, 370, 375 Richardson, A.: 569, 664 Richardson, G. C : 381 Richter, G.: 147 Richter, L.: 865 Richtstátter, C: 685 Ridder, C. A.: 958 Riedl, J.: 312, 958 Riedlinger, H.: 446, 506, 569 Riedmatten, H. de: 341-343 Rienecker, F.: 533 Riesenfeld, H.: 191, 312, 661s, 812 Rigaux, B.: 35, 53, 98, 182, 208, 252, 312
Riggenbach, E.: 737, 810 Rinaldi, G.: 108 Ringgren, H.: 96, 144, 152, 185 Rissi, M.: 296 Ristow, H.: 53, 191, 506, 617, 721 Ritschl, A.: 973 Ritter, A. M.: 347 Rivera, L. F.: 635, 637, 662 Riviére, J.: 550, 569, 865s, 1008s Robert, A.: 126s, 137, 144, 153, 284, 526, 536, 865 Roberto de Melún: 690 Roberto Pullo: 714, 747, 758 Robinson, J. A. T.: 205, 207s, 304, 312, 1021 Robinson, J. M.: 27s, 54, 194, 222, 506, 1017 Robinson, J. W.: 591 Roey, A. v.: 375 Rohof, J.: 984 Romaniuk, K.: 266, 313 Romano el Músico: 687 Romer, G.: 809 Rondet, H.: 685, 958 Roper, A.: 1026 Rosa de Lima: 703 Rosenthal, K.: 682 Roschini, G.: 877, 880s, 886, 888-890, 894-896, 945s, 958, 988 Rost, L.: 96, 156 Roth, F. T. E.: 582 Rothemund, H.: 758 Rousseau, J.-J.: 988 Rousseau, O.: 812 Rousset, D.: 1012 Rousset, J.: 685 Rowley, H. H.: 129, 137s, 142, 144, 522 Rozemond, K.: 375 Rücker, A.: 671 Ruckstuhl, E.: 814 Rudasso, F.: 347 Rudolph, K.: 1055 Rufino: 739 Rühmkorf, P.: 987 Ruperto de Deutz: 582, 937 Rusch, P.: 958 Rushforth, G. M.: 812 Ruysbroquio, J.: 709 Ryckel, D.: 546 Saab, K.: 257 . Sabbe, M.: 661s Sabourin, L.: 539 Sagi-Bunic, Th.: 366 Sagnard, F. M. M.: 855 Sahlin, H.: 650, 664 Sainte Fare Garnot, J.: 1034 Salaville, S.: 671 Salazar, Q. de: 951
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Sánchez-Céspedes, P.: 884, 896, 958 Sanders, T. A.: 133 Sanna, A.: 569 Sarano, J.: 988 Sartre, J. P.: 988 Sasse, H.: 976 Sauer, J.: 659, 809 Sauser, E.: 659 Sauter, G.: 809 Savignac, J. de: 175 Scipioni, L.: 361 Scelzi, G.: 945, 958 Scroggs, R.: 271, 313 Scháder, E.: 769, 814 Schaferdiek, K.: 690 Schaefers, D.: 809 Scharbert, J.: 63, 96, 116, 126s, 129, 133, 137, 144s, 168, 179, 185, 991s Scharl, E.: 327 Schauf, H.: 984 Scheeben, M.: 82s, 504, 546, 550, 611, 758, 880-882, 951, 958, 973 Scheffczyk, L.: 81, 866, 1004 Schelkle, K. H.: 217s, 284s, 314, 569, 718, 720, 811, 826s, 856, 865, 955 Schell, H.: 664 Scheller, E. J.: 545 Schelling, F. W.: 49, 681, 989 Schenke, H. M. 261, 271, 281, 769, 1055 Schierse, F. J.: 81, 206, 292, 294, 296, 313, 403, 475, 533, 617, 829, 961, 963 Schildenberger, J.: 184, 538 Schille, G.: 222, 292, 296, 313, 664, 720 Schillebeeckx, E.: 314, 506, 811, 814, 1000, 1017, 1029 Schimmel, A.: 869 Schlatter, A.: 617, 642, 649, 664, 725, 811 Schleiermacher, F.: 29, 757, 764 Schlette, H. R.: 49, 54, 819, 1054 Schlick, M.: 27 Schlier, H.: 50, 54, 68, 263, 385, 414, 416, 427, 543, 569, 692, 718, 727, 743, 745, 761s, 768, 771s, 778, 780s, 784, 786, 791, 793, 797-799, 803, 814, 822, 842-845, 851, 866, 966 Schlingensiepen, H.: 665 Schlink, E.: 81, 391 Schmauch, W.: 236, 251 Schmaus, M.: 43, 57, 82, 504, 546, 611, 894, 955, 959 Schmid, J.: 226, 284, 513, 523, 539, 596s, 602, 610, 635, 662, 721 Schmidt, C : 812 Schmidt, K. L.: 720, 741 Schmidt, W. H.: 811, 984 Schmithals, W.: 35, 54, 200, 263 Schmitt, E.: 297
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Schmitt, J.: 196, 313, 543, 706,.814 Schnackenburg, R.: 35, 54, 59, 68, 77, 81, 147, 187, 190, 193s, 201s, 214, 245, 261, 273s, 276, 278-280, 302, 313, 468, 475, 488, 490, 493, 509, 513, 524, 536s, 539, 569, 622, 624, 626, 629, 633, 651s, 656, 660s, 674, 771, 811, 822-824, 826s, 829, 843, 866, 903, 961, 965 Schneemelcher, W.: 576, 611, 690, 692, 740, 759, 765, 793 Schneider, G.: 636, 661 Schneider, J.: 83, 273, 285, 617, 635, 660, 810s Schneider, R.: 695 Schneyer, J. B.: 575 Schniewind, J.: 642, 764, 775, 798, 1008 Schoeps, H. J.: 132, 318s Schokel, L. A.: 843, 993 Schomerus, H. W.: 1055 Schonmetzer, A.: 851 SchSnwolf, O.: 758 Schoonenberg, P.: 54, 506, 856 Schopenhauer, A.: 988 Schram, D.: 704 Schreiber, J.: 313 Schreiner, J.: 98, 118, 128, 179, 180, 222 Schrenk, G.: 512, 520, 533 Schubert, K.: 115, 147, 185, 189, 191, 313, 509, 814 Schulte, R.: 25, 59, 150, 152, 829, 929 Schultze, B.: 758 Schulz, H. J.: 758, 812 Schulz, S.: 204, 207, 222, 225, 273, 281, 287, 313 Schumacher, H.: 674 Schürmann, H.: 191, 237, 313, 512, 569, 782, 823-825, 864 Schütz, Ch.: 92, 421, 628 Schütz, H. J.: 665 Schwarz, H.: 640, 665 Schweitzer, A.: 28s, 54, 192, 313, 579, 767s Schweizer, E.: 174, 190, 216-219, 222, 243, 251, 261, 264s, 269, 527, 613, 642, 711, 716, 730, 767, 811, 832 Schwendimann, F.: 685 Sebastián Aguilar, F.: 959 Sedulio: 938s Seeberg, E.: 693, 737 Seemann, M.: 150 Seesemann, H.: 625, 660 Seibel, W.: 856 Seidensticker, Ph.: 54, 696, 763, 766s, 772, 777, 784, 787s, 790, 792, 795s, 802s, 814 Seierstad, I. P.: 509 Séjourné, P.: 862, 866 Seleuco: 349 Selwyn, E.: 812
1076
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Sell, E.: 1054 Sellers, R. V.: 369, 381 Semmelroth, O.: 81, 865, 876, 882, 952s, 955, 959 Sergio de Constantinopla: 375-377 Sertillanges, A.-D.: 1002, 1013 Seuse, H.: 1010 Sevenster, G.: 81, 187, 273, 288, 297, 313 Shankara, 1042s, 1048, 1051 Shaw, J. M.: 811 Shepherd, M. H. Jr.: 297 Sibedottom, E. M.: 273, 279, 313 Siewetth, G.: 731, 1017, 1029 Silesio: 702 Silva-Tarouca, C : 578 Simonelli, N.: 583 Simons, E.: 81 Sint, J.: 188, 814 Sjoberg, E.: 157, 222, 225, 313, 767 Skard, B.: 381 Slenczka, R.: 54 Smitmans, A.: 665, 933 Smulders, P.: 318, 352 Sócrates: 693 Soden, W. v.: 100, 811, 869 Soderblom, N.: 1055 Sofronio de Jerusalén: 376 Soggin, J. A.: 96 Sohm, R.: 804 Sohngen, G.: 665 Sola, F. de P.: 945, 959 Solowjew, W.: 681 Sdlle, D.: 1021, 1029 Spanneut, M.: 351s Spedalieri, F.: 959 Speyr, A. v.: 687, 754, 806 Spiazzi, R.: 959 Spicq, C : 285, 289, 291s, 520, 527, 533, 569, 712, 734, 744, 812 Spindeler, A.: 666, 671, 675, 866 Spitta, F.: 812 Splett, J.: 81 Staab, K.: 352 Staehelin, E.: 575 Staerk, W.: 185, 272 Stahlin, R.: 257, 1021 Stalder, K.: 264, 984 Stamm, J. J.: 101, 133, 182, 699, 992 Stammler, W.: 582 Stanley, D. M.: 198, 264, 313, 543, 777, 814 Starcky, J.: 115, 153 Stauffer, E.: 92, 569, 688, 705, 769, 794 Steckx, D. S.: 691 Steffen, B.: 811 Stegmüller, O.: 875, 959 Stein, C : 731 Steiner, M.: 626, 629, 661 Stendahl, K.: 202, 233s
Stenzel, A.: 575 Stevenson, ].: 381 Stevenson, M.: 1054 Stiassny, M. J.: 147 Stibbs, A. M.: 712 Stockmeier, P.: 353 Stoeckle, B.: 819, 1030, 1048 Stommel, E.: 731, 811 Stonehouse, N. D.: 238, 313 Strack, L.: 512, 538, 610, 696 Strange, M.: 661 Strater, P.: 955 Strathmann, H.: 298, 535 Straubinger, J.: 684 Strauch, Ph.: 703 Strauss, D. F.: 29 Strecker, G.: 190, 222, 232s, 236s, 238, 251, 253s, 260, 313, 318s Strobel, A.: 245, 814 Stuhlmacher, P.: 725 Stuiber, A.: 575, 667 Stummer, F.: 121 Sturhahn, C. L.: 313 Styler, G. M.: 222, 313 Stys, S.: 871 Suárez, F.: 546, 549, 579, 666 Subilla, V.: 988 Sucenso: 368 Sudbrack, J.: 584s Suhl, A.: 665 Sullivan, F.: 351s, 354 Surin, J.: 703 Surkau, H.-W.: 699 Suso: 684, 703 Sutcliff, E. F.: 101 Swedenborg, E.: 754 Swete, H. B.: 354 Szczesny, G.: 1009 Taciano: 995, 998 Tácito: 1036 Taille, M. de la: 773 Tappolet, W.: 955 Tarejew: 681 Tasker, R. V. G.: 202 Taulero: 684, 703, 709, 727 Taylor, V.: 240, 262, 313, 526, 537, 539, 569, 629, 661, 811 Teeple, H. M.: 148, 229, 313 Temple, W.: 682 Teodoreto de Ciro: 357, 366s, 369, 373, 375, 577, 994, 997 Teodorico da Castel S. Pietro: 292, 313 Teodoro de Bizancio: 972 Teodoro de Mopsuestia: 351, 354-360, 365, 368s, 375, 385, 630 Teofilacto: 639 Teófilo de Alejandría: 353, 363, 998
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Terán Dutari, J.: 1006, 1009 Teresa de Avila: 704 Ternus, J.: 506, 973 Terrier, P.: 1009 Tertuliano: 323, 332-335, 339, 341, 350, 371, 373s, 383, 385, 547, 619s, 629, 631s, 671, 678, 683, 749, 859, 875, 921s, 994-996, 998s Testa, E.: 832 Testuz, M.: 575 Thielicke, H.: 665 Thils, G.: 580 Thomasius, G.: 679, 757 Thomassin, L.: 90, 549 Thompson, G. H. P.: 629, 661 Thornton, T. C. G.: 285 Thum, B.: 662 Thunberg, L.: 376 Thurian, M.: 959 Thum, H.: 577s Thüsing, W.: 201, 205, 254s, 259, 268, 275, 294, 304, 313, 506, 519, 543, 569, 726, 978, 984 Tillich, P.: 504, 670, 1017 Tillmann, Fr.: 535 Timoteo de Alejandría: 620 Tito de Bostra: 995 Tobac, E.: 509 Tódt, H. E.: 192, 197, 214s, 230, 237, 246s, 313, 539, 569 Toit, A. B. du: 823 Toledo, F. de: 546 Tomás de Aquino: 426, 429, 436, 444, 448, 465, 486, 546, 548s, 555, 579, 583, 626, 679s, 706, 733, 748s, 751, 756, 760, 778, 860, 862, 894, 899, 902, 914, 943, 962, 964, 973, 975, 982, 996, 999-1001, 1009 Tomás de Kempis: 584, 709 Tondini, A.: 889, 891, 895, 959 Tonneau, R.: 355 Torrance, T. F.: 297 Tournay, R. J.: 113, 116, 129, 141, 153, 522 Townsend, H. C : 1054 Toynbee, A.: 987 Toynbee, Ph.: 987 Tresmontant, C: 998s Trilling, W.: 222, 232s, 236, 313, 665, 721, 865 Tromp, S.: 732 Truhlar, K. V.: 580 Trütsch, J.: 29, 54, 1026 Turmel, J.: 812 Turner, H. E. W.: 381, 851, 853, 856, 866 Tyciak, J.: 955 Tyson, J. B.: 222
1077
Ubertino de Cásale: 684 Unger, R.: 696 Vacas, F.: 879, 959 Vagaggini, C : 86 Vahanian, G.: 985, 1021 Valencia, G. de: 546 Valentín: 690, 855 Vallé-Poussin, L. de la: 1041 Van du Wijngaert, L.: 1013 Vandenbroucke, F.: 581-584 Vanhoye, A.: 533, 569 Vattioni, F.: 137 Vaux, R. de: 96, 116, 172s Vázquez, G.: 546 Venard, L.: 202 Verhoeven, Th.: 332 Vermes, G.: 148 Verneaux, R.: 1013 Veugelers, P.: 99 Vielhauer, Ph.: 192, 207, 222, 313, 612s, 865 Vierig, F.: 811 Vigilio papa: 375 Villarroel, A.: 959 ViUette, J.: 758 Virgulin, S.: 281 Vischer, W.: 95, 101, 538 Vogel, H.: 504, 506 Vogelsang, E.: 751 Vogt, J.: 671 Vogtle, A.: 35, 54, 81, 189, 192s, 197, 206, 222, 228s, 234, 237, 313, 499, 506, 513, 569, 611, 653, 660, 662, 665, 955 Volk, H.: 585, 959 Volker, W.: 335-337, 339, 854 Voltaire, F. M.: 988 Volter, E.: 758 Volz, P.: 114, 129, 160, 538, 746 Vollborn, W.: 662 VoUert, C : 959 Vorgrimler, H.: 229, 409, 812, 985, 1016, 1028 Voss, G.: 206, 210, 242s, 245s, 313 Vosté, J.-M.: 355, 661s Vosté, V.: 811 Vriezen, Th. C : 165 Wach, J.: 1054 Waldhauser, M.: 674, 752 Walsh, J. J.: 504 Wallace, D. H.: 187 Wank, G.: 118 Weber, A.: 343, 1025 Weber, J. J.: 959 Wegener, R.: 987 Weigl, E.: 343 Weil, S.: 695
1078
ÍNDICE
Weinreich, O.: 665 Weis-Liebersdorf, J. E.: 702 Weischedel, W.: 998, 1012 Weiser, A.: 99, 640, 665 Weiss, H . F.: 322 Welch, A. C : 509 Welte, B.: 54, 451, 506, 860, 866, 988 Wellhausen, J.: 718, 789 Wendland, H . D.: 264 Wenger, L.: 266 Wenz, H.: 803 Wenzl, A.: 989 Werner, M.: 54 Wesendonk, O. G. v.: 1055 Wessels, C : 959 Westermann, C : 129, 131-133, 137, 143, 182-184, 1013 Weston, R : 680s Wetter, P. G.: 267, 313, 1029 Weyer, H.: 342 Whiteley, D. E. H.: 262, 313 Wibbing, S.: 662 Wichmann, W.: 699, 716 Wickert, U.: 354 Widengren, G.: 100, 137, 171, 1054 Wiederkehr, D.: 464 Wiegand, A.: 989 Wiencke, G.: 811 Wikenhauser, A.: 264, 278, 284, 535 Wikgren, A.: 296 Wilkens, U.: 153, 194, 204, 206, 242, 244, 263, 313, 669, 689, 716, 762s, 773, 775s, 781, 814 Wilkens, W.: 613, 617, 619, 660 Wildberger, H.: 104, 118 Willems, B. A.: 860, 866 Williams, C : 812 WiUiam, F. M.: 959
ONOMÁSTICO
WiUis, J. T.: 106 Windisch, H.: 281, 285, 288s, 292, 296, 314, 965 Wingren, G.: 327, 1005 Wintersig, A.: 866 Wolf, E.: 224 Wolff, Ch.: 987 Wolff, H . W.: 101, 178, 261, 314, 699 Wolfl, K.: 332 Wood, J. E.: 613 Woude, A. S. v. d.: 115, 160 Wrede, D. H.: 83, 222, 224, 314 Würthwein, E.: 81, 151 Xiberta, B. F. M.: 506, 545, 563 Yajnavalkya: 1038-1040 Ysambert, N.: 546 Youngert, S. G. : 1054 Zahringer, D.: 624 Zahrnt, H.: 1029 Zandea, J.: 1055 Zedda, L.: 266, 314 Zehndorfer, P.: 661 Zeller, D.: 660, 730, 947 Zenger, E.: 108 Zerwick, M.: 731 Zielinski, B.: 662 Ziener, G.: 730, 771 Zimara, C : 881 Zimmerli, W.: 119, 129, 130, 134, 137, 142, 184 Zimmermann, H.: 189, 291s, 297s, 314, 961 Zockler, O.: 811 Zoffoli, E.: 988
ÍNDICE
Abajamiento de Jesús: 215 Abandono de los discípulos según Jn: 698 de Jesús: 231, 457, 699 datos del AT: 699-701 experiencia de la Iglesia: 701-704 divino antes y después de la muerte: 751 en la cruz: 727 oposición económica de las Personas en el abandono divino de Jesús: 771 soledad de Jesús en el Monte de los Olivos: 712s Abrahán la vocación de Abrahán como comienzo de la historia de Israel: 97 Acontecimiento Cristo (cf. Historia, Historia de la salvación): 37, 38 acontecimiento Cristo y redención: 43s, 389s carácter escatológico del acontecimiento Cristo: 405s, 409, 415 diferencia e identidad del acontecimiento y el Jesús histórico: 35 doble movimiento en el acontecimiento Cristo: 398, 464 el acontecimiento Cristo como fundamento real de la revelación de Dios: 404s el acontecimento Cristo como acción del Padre: 55-81 fundamento del énfasis en el Padre: 56 principio básico: 56-59 incidencia del acontecimiento Cristo en el acontecer del mundo: 37 realización plena en la fe: 35 significación positiva de la distancia histórico-salvífica del acontecimiento Cristo: 40, 45s Actualización de los hechos salvíficos: 574s Adán Adán y Cristo: 86, 87, 93, 259s, 633, 667, 1008 en Ireneo: 333ss, 327 contraposición de Adán y Cristo en Justino: 327 Cristo como último Adán en Pablo: 270-273
ANALÍTICO
hombre primordial: 161s, 259 Adopcionismo: 318, 320s, 340, 367, 371 esquema adopcionista en el Pastor de Hermas: 321 Alianza: 732 como objetivo de la acción salvífica de Dios: 820 concepto de alianza y las funciones proféticas del mediador: 170s cristología e historia: 396s, 476s de Aarón y de Pinjas: 122, 123 de Abrahán: 122 de David: 96, 122, 123 de Noé: 122 del Sinaí: 126 de Yahvé: 122 la nueva alianza: 807 nueva alianza y eucaristía: 824s el Resucitado es la alianza en persona775s, 778 Alma de Jesús el alma de Jesús en Cirilo: 364 el alma de Jesús en Teodoro de Mopsuestia: 356 importancia del alma humana en la encarnación: 339s importancia del alma humana de Jesús en Dídimo 350 negación del alma humana de Jesús: 341-344 apolinarismo: 342s negación arriana: 343 reservas de Atanasio: 345 Amor el amor a Dios y al prójimo en la predicación de Jesús: 514 el amor como plenitud de la ley: 838s el amor de Cristo: 550 Amor de Dios el amor entre el Padre y el Hijo en la cruz y resurrección: 771 amor y cólera de Dios: 830 el amor y el problema de la teodicea: 1009ss la entrega de Jesús como manifestación del amor de Dios: 226 identificación del amor de Dios y del prójimo: 1025
1080
ÍNDICE ANALÍTICO
Analogía: 429, 456, 677 concepto análogo de naturaleza y persona: 486 entre Cristo y la Iglesia según el Vaticano II: 968, 973 entre la maternidad de María y el carácter bautismal: 893 Anakefalaiosis Cristo recapitula el destino universal del hombre y del mundo: 1005 Anamnesis: 979s Ángel de la alianza: 151 Ángel de Yahvé: 150-152 Angeles: 794s, 800, 908 en la salvación del hombre: 847 superioridad del Hijo con respecto a los ángeles: 293 Anonadamiento (cf. Kénosis): anonadamiento y exaltación: 704s Antiguo Testamento cumplimiento del AT en el NT: 85, 184s el AT como trasfondo de la cristología neotestamentaria: 183, 396 el AT a la luz de la resurrección: 783 interiorización de las exigencias del AT en la predicación de Jesús: 514s interpretación cristológica del AT: 94 relación de Cristo con el AT en el relato de las tentaciones: 631 Antropología cristológica: 432ss, 434 escolástica: 392 soteriológica: 434s Antropomorfismo: 816 Año litúrgico: 575 Apocalíptica: 46, 50, 425, 765 Apokatástasis: 760, 1010 Apariciones de Jesús: 206 Apolinarismo: 343, 346ss, 349, 364s, 366, 371 Apologética: 183 Apóstoles testigos de la resurrección: 210 Archegós: 212, 250 Arrianismo: 343, 346, 351, 364, 366, 406, 577 Ascensión: 79, 200, 206, 210, 799 Ascética: 1041 Ateísmo ateísmo e Iglesia: 1022-1025 abusos de la Iglesia en lo temporal: 1022 práctica deficiente de la Iglesia: 1023 ateísmo marxista: 1019s ateísmo y conocimiento de Dios: 10141018 el ateísmo ante el misterio del Dios oculto: 1016
problemática de las declaraciones del Vaticano I: 1014s Vaticano II: 1015, 1017, 1018 controversia H. Braun-H. Gollwitzer: 1020 cristología y ateísmo: 986, 1013s, 10181022 repulsa de Cristo como Hijo de Dios por parte del ateísmo: 1017 diálogo con los ateos: 1027 el problema del ateísmo en los tratamientos dogmáticos: 1013s excomunión de los ateos: 1025-1027 salvación de los ateos: 1025-1027 solidaridad con los ateos: 1025-1027 Balaán (oráculo de): 97 Banquete banquete pascual: 804 sacrificio y banquete: 711 Bautismo: 574 Bautismo de Jesús: 210, 421s, 510, 616623, 641, 708, 968, 1002 el bautismo como acción y pasión: 615 el bautismo como revelación: 612, 620 el bautismo de Jesús en Me: 227 interpretación del bautismo a la luz del comienzo: 613-616, 970s el baustismo como comienzo de la ipxxoTuoía: 615 Jesús como Cordero de Dios en la escena del bautismo: 623 misterio del Jordán: 616-620 interpretación de los Padres de la Iglesia: 617, 619 problemas de la historicidad: 611 Bendición bendición sacerdotal en el AT: 168s la bendición de Israel: 179s «Biografía de Jesús»: 575, 581 Brahmanes: 1036-1042 Budismo: 1039-1042, 1052 Calcedonia, Concilio de: 858, 972 Carisma e institución en el AT: 126, 127, 146s, 165s carácter carismático de la función profética en el AT: 127s y jerarquía: 8t>3 Causalidad: 815 categoría de la causalidad personal: 981 Cena (cf. Eucaristía): 193 significación de la muerte en la institución de la Cena: 231 Ciencia el concepto de la verdad en la ciencia moderna: 27s
ÍNDICE ANALÍTICO
Circuncisión de Jesús: 596-602 ratificación de la circuncisión en la muerte de Jesús: 599 sentido del rito veterotestamentario: 596-602 dedicación al culto: 599ss derecho a las promesas: 598s signo de la alianza: 596s y misterio pascual: 599 Código sacerdotal: 121 Cólera de Dios: 700, 737, 830 Comienzo: 591ss, 596s, 613-620 Comunicación de Dios el acontecimiento Cristo como comunicación insuperable: 396 la comunicación de Dios a Jesús introduce una comunicación estatológica a todos los hombres: 443 mediación eterna de la comunicación: 423s y la trascendencia del hombre en la cristología conciencial: 466 Comunicación de idiomas: 49, 365, 370, 372, 451, 457, 678 Comunismo: 1023s, 1047 Concepción de Jesús: 589s, 874, 910s Conciencia de Jesús (cf. Conocimiento de Jesús, Cristología conciencial): 467, 552555 conocimiento de la unión con el Padre: 47, 277 experiencia humana de la filiación divina: 553, 555 explicación históríco-humana: 553ss Jesús se sabe enviado: 65 visión de Dios en el hombre Jesús: 553 Conciencia mesiánica: 28 Cocupiscencia: 902 Confesión de los pecados: 781s Conocimiento de Dios: 857 en Ireneo: 329 cognoscibilidad de Dios por medio de la «razón natural»: 1014 conocimiento del Padre por el Hijo: 240s metafísica y conocimiento de Dios: 1016s y ateísmo: 1014s Conocimiento de Jesús (cf. Conciencia de Jesús): 497-499 en el cumplimiento de su misión: 445447 sobre la filiación divina: 517 limitación del conocimiento de Jesús: 577s Contemplación unidad de acción y contemplación en Jesús: 90s y fe de María: 923
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Conveniencia de la encarnación: 59s, 552 cuestiones sobre la posibilidad del acontecimiento Cristo: 428-435 posibilidad antropológica: 43ls problema a posteriori: 429, 431 posibilidad graciosa: 430s conveniencia hamartiológica: 430 potencia obediencial: 429s pecado y posibilidad de la encarnación: 434 ¿conveniencia previa?: 429 la relación del hombre con el mundo como posibilidad presupuesta para la relación de Dios con el mundo: 433 razones de conveniencia para la encarnación del Logos: 392 teología de conveniencia: 392 Corazón de Jesús: 583s Cosmos el cosmos incluido en la reconciliación: 831s Creación: 34, 58 bondad de la creación: 990 creación y cruz: 682 creación y redención: 86s, 88 Cristo como fin de la creación: 87 cristología cósmica: 201 papel mediador del Hijo en la creación según Heb.: 29ls participación de la creación en el ser de Cristo: 77 la redención como restauración del orden de la creación: 855 realización de la cristología como consumación de la acción creadora: 772 realización de Dios con la creación y realización Cristo-mundo: 38 la Sabiduría como mediadora en la creación: 154 señorío de Cristo sobre la creación: 567 teología de la creación y cristología: 396s «Cristianismo anónimo»: 1026 Cristocentrismo de la historia: 469 y aspecto teogenético de la Escritura: 58 Cristología bíblica Apocalipsis: 297-303 Cristo como vencedor escatológíco: 300s cristología de exaltación: 298 cristología cósmica: 202 el Hijo del hombre: 299 símbolo del cordero: 300 cartas pastorales: 287-291 idea de epifanía: 380ss
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ÍNDICE ANALÍTICO
mediación en la salvación: 291 soter: 289 título de Kyrios: 288 cristologia inicial de la Iglesia primitiva: 202-221 cristologia de exaltación: 209-292 Cristo x a r a oágxa y x.axá jrveüfMi: 215-221 el Hijo del hombre: 208 estadios evolutivos: 202s expectación mesiánica: 204, 207ss expectación de la parusía: 207ss fuentes: 204s intentos de explicación: 204s, 207 «maranatha»: 204, 207, 209, 504 Cristologia de san Pablo (peculiaridades): 262ss el himno cristológico de Flp 2,6-11: 251-262 confesión de fe en el Kyrios: 255s, 258 estructura: 253-254 kénosis: 257 origen paulino o prepaulino: 252 preexistencia: 256 trasfondo históríco-religioso: 259-262 tres formas en el ser de Cristo: 254 Carta a los Hebreos: 291-296 Hijo: 292 sumo sacerdote: 293-296, 258-534 carta de Pedro (primera): 284-287 Cristo como cordero sacrificial: 285s imagen del pastor: 287 Evangelio de Juan: 273-283 cristologia de exaltación: 275 cristologia de encarnación: 273ss Hijo del hombre: 279 Jesús como revelador y portador de la salvación: 275s, 277s, 287ss Paráclito: 278, 282ss preexistencia del Logos: 274 retroceso del título Kyrios en Jn: 276 Evangelio de Lucas: 242-251 apertura a la doctrina de las dos naturalezas: 220 carácter de los discursos de Hch: 204, 205s, 242 carácter señorial de la persona de Jesús: 246-247, 537-543 concepción histórico - salvífica: 242, 244, 250 descendencia davídica: 242s Hijo del hombre: 246s imagen de Cristo en Le: 248ss Jesús como profeta: 247s, 551-557 Jesús como taumaturgo: 243 la profecía de Natán y la del Emmanuel en Le: 246 parusía de Jesús: 245
unción de Jesús por el Espíritu: 243, 244ss Evangelio de Marcos: 221-232 bautismo de Jesús: 227 exaltación y abajamiento de Jesús en Me: 224s Hijo de Dios: 222, 224-227 Hijo del hombre: 222, 224ss, 229-232 Me como «evangelio de la pasión»: 223, 230 misterio de Jesús: 245 poder de Jesús: 222 secreto mesiánico en Me: 221-226 silencio impuesto a los demonios: 224 Siervo de Yahvé: 228s teoría de la obstinación: 223 transfiguración: 228s Evangelio de Mateo: 232-241 confesión de mesianidad: 237 Hijo de David: 233ss Hijo de Dios: 239ss Hijo del hombre: 237s Jesús como Kyrios: 237 Jesús como Mesías: 233, 237 misión de los discípulos: 235 milagros de Jesús: 234s prehistoria de Jesús: 234 relación entre el Mesías y el Siervo de Yahvé: 233 retroceso de las expresiones de abajamiento: 236 ¿tipología mosaica?: 238s universalismo: 233 método de la cristologia neotestamentaria: 186ss dificultad de una exposición histórica: 187s ¿estructuración de acuerdo con los títulos cristológicos?: 187s textos principales de la cristologia del NT 1 Cor 15,3ss: 196s, 202 Flp 2,6-11: 200s, 209, 215, 251-276 Gal 4,4-6: 266s Hch 2,32-36: 210ss Hch 3,20s: 204 Hch 5,31: 212 Hch 13,33: 213s Jn 1,14: 274 1 Pe 3,18; 217 Rom l,3s: 214, 216s, 290s 1 Tim 3,16: 218 unidad de la cristologia neotestamentaria: 303-310 Cristologia conciencial: 443, 465-468 Cristologta histórica (cf. Declaraciones del magisterio) afán soteriológico de la cristologia primitiva: 389s
ÍNDICE ANALÍTICO
Anfiloquio de Iconio: 349 predominio del sujeto divino en Anfiloquio: 349 Atanasio: 344-348 énfasis en la unidad: 346s idea del intercambio: 344ss, 347s, 349, 368 Cirilo de Alejandría: 340-366 é'vcDoi? cpuaijiri: 364, 365s ójiooijaioc rjuív: 368 las dos naturalezas: 367s Clemente de Alejandría: 335ss peligro de volatilizar la humanidad de Jesús: 336 Jesús como maestro: 336s transposición del concepto de trueque: 129s controversia de los tres capítulos: 375 Crisóstomo: 353s diversidad y unidad en el Dios-hombre: 354 cristologia judeocristiana: 317-322 cristologia adopcionista en el Pastor de Hermas- 320 el Espíritu Santo en los escritos judeocristianos: 321 Dídimo: 349 Diodoro: 352 Hijo natural e hijo de David: 352s dos voluntades: 375 duplicidad de naturalezas: 325, 340, 348s, 355, 359, 365s, 367s, 371ss ebionitas: 317s escuela de Antioquía: 351-360 deseo de defender la divinidad de Cristo: 351 Eustacio de Antioquía: 351s distinción de las naturalezas: 351 Eutiques: 371 problema de la unidad (cf. Unidad en Cristo): 338s, 340, 342, 346, 348s, 353, 356ss, 358ss, 364s, 367, 375ss, 388, 539s la unión como gracia: 364 Gregorio de Nacianzo: 347s las dos naturalezas: 348 Gregorio de Nisa: 348s Ignacio de Antioquía: 322-325 divinidad de Jesús y realidad de su vida humana: 323s integridad de la naturaleza humana de Cristo: 347s, 368s, 371 Ireneo: 327-331 Adán y Cristo: 328ss recapitulación: 329s tema de la unidad: 327s, 321 tema del trueque: 330 Justino: 325-327
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énfasis en el Hijo preexistente de Dios: 325 el Logos: 326 significado salvífico de la pasión de Cristo: 326 León Magno: 371ss dos naturalezas/un sujeto: 371s Nestorio: 361-366 ófiooúaioc THW'V: 367s, 370s, 454, 476 oúaía: 342, 352, 360, 370 Orígenes: 336-340 importancia del alma humana en la encarnación: 340 la existencia humana de Jesús como revelación de Dios: 339 problema de la unidad en el Dioshombre: 338s jigóaciOTov: 357ss, 370, 373 «quod non est assumptum non est redemptum»: 347, 356 Teodoro de Mopsuestia: 354-360 unidad: 355ss un jTQÓacojrov: 358 inhabilitación: 355s, 358 alma de Jesús: 355s distinción de las dos naturalezas: 355s terminología trinitaria y cristológica: 348, 370 Tertuliano: 332-335 tendencia antidocetista: 332 una sola persona: 334 ninguna confusión: 333s dos sustancias: 333, 334 imóoTamc,: 358, 370ss, 373 GEOTÓIÍO;: 352, 356, 362s, 365, 367
Cristologta pneumática: 972 génesis de la cristologia bíblica como pneumatología: 964-968 relación entre cristologia y pneumatología: 960-964 Cristologia sistemática base teórica de la cristologia: 34 configuración dinámica de la cristologia: 37, 416, 422 configuración prepascual de la cristologia: 418 constantes de la cristologia: 386-391 sujeto histórico: 387, 418 predicado teológico: 388 cristologia adopcionista: 420 cristologia y antropología: 431ss, 435, 464s cristologia e historia de la alianza: 395s, 401s cristologia desde arriba y cristologia desde abajo: 399, 439 cristologia de ocultamiento: 206 cristologia de exaltación: 34, 43, 209215, 294, 317
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ÍNDICE ANALÍTICO
Cristo a la diestra del Padre: 209 cristología de abajamiento: 34, 43 cristología funcional: 393, 401 cristología indirecta: 402 cristología de encarnación en Jn: 273ss cristología cósmica: 201 cristología centrada en el Logos: 34, 42 cristología centrada en el Hijo del hombre: 34 cristología neotestamentaria y sistemática: 391-398 cristología pascual y prepascual: 411427 cristología personal: 391, 401 cristología relacional: 346s, 395, 401 cristología escolástica: 386 cristología óntica y cristología funcional: 393, 422s cristología solidaria: 394s, 401 cristología en dos estadios: 34, 43 diversidad de cristologías: 28s dos modelos cristológicos: 316s estructura del acto de fe y cristología: 32s estructura histórica de la cristología: 394, 401, 411428 forma homológica de algunas expresiones cristológicas: 390 la resurrección de Jesús como punto de partida de una cristología neotestamentaria: 188-202, 309 necesidad de categorías ontológicas: 409 pluralidad y unidad de la cristología: 383ss relación entre cristología y teología trinitaria: 56, 399ss, 425s relación entre cristología metafísica y cristología de consumación: 47 tarea de la cristología sistemática: 382s intentos de integración: 385ss necesidad de una integración sistemática: 384s Cruz (cf. Muerte de Jesús) acontecimientos en torno a la cruz: 729ss apertura del sheol: 729 lanzada: 730 árbol cósmico de la cruz: 91, 93, 691, 730s concentración en torno a la cruz en la teología latina: 331 encarnación y cruz: 673 función del Espíritu en el sacrificio de la cruz: 975-978 interpretación insuficiente de la cruz en una teología antropológica: 736-738 la cruz como comienzo de la glorificación en Jn: 274 la cruz como juicio: 724-727
carácter judicial de la cruz en Jn: 726 la cruz como revelación del «misterium iniquitatis»: 550 la Iglesia crucificada con Jesús: 734 lógica del discurso sobre la cruz: 688690 María al pie de la cruz: 937-939 palabras de Jesús en la cruz: 727ss paradoja de la cruz: 688s problemas en torno a la cruz: 418ss reinterpretación carismática de la cruz en la Iglesia: 701-704 y creación: 862 y evangelio en Pablo: 669 y filosofía: 690-696 Alain: 694 Hegel: 693 interpretación gnóstica: 691, 808 la cruz como símbolo universal: 692 límites del lenguaje filosófico sobre la cruz: 695 Platón: 691 Teilhard de Chardin: 692 v resurrección en Pablo: 263 y Trinidad: 735-738 Culpa (cf. Pecado) culpa y castigo en el AT: 256s Cultos mistéricos: 1035s soteriología cristiana y cultos mistéricos: 1035s David descendencia davídica en Le: 243 filiación davídica: 43, 85, 21 ls, 216 filiación davídica en Mt: 233 Decisión definitiva: 1026 Declaraciones del magisterio (cf. Cristología histórica) Calcedonia: 369-375 definición: 373 problemática de la cristología calcedonense (cf. Naturalezas de Cristo): 400s carta «Laetentur»: 385 Concilio de Antioquía: 341s Concilio I de Constantinopla: 458 Concilio I I de Constantinopla: 354 Concilio I I I de Constantinopla: 375ss Efeso: 361-366 el Hijo de Dios como sujeto de la vida humana de Jesús: 366 Nicea: 344s Símbolo del año 433: 366-369 (41001)010? nui'v: 367
Sínodo de Alejandría: 345 Decreto divino de la encarnación: 883, 889ss, 896 Demonios (cf. Potencias cósmicas) Cristo como vencedor sobre las potencias: 92, 220
ÍNDICE ANALÍTICO
expulsión de demonios: 645, 654, 966 Descenso a los infiernos: 218, 738-741 descenso y ascenso: 742s el descenso como acontecimiento salvífico: 756-760 expresiones mitológicas en el lenguaje: 740 fundamento bíblico: 738s, 741-746 la solidaridad como objeto del descenso: 746ss problemática del concepto: 738s Desmitologizactón: 785s 799, 1051 Deuteronomista (historia): 107 Dios (cf. Dios Padre, Trinidad) apertura del ámbito intradivino en Cristo: 40 desarrollo de Dios en el otro: 39, 48 el ser de Dios en el otro como posibilidad del ser del hombre en Dios: 39 necesidad de la palabra «Dios»: 1020s, 1028 silencio sobre Dios: 1024s vitalidad de Dios: 765s Dios Padre Abba-Pater: 193 acción del Padre en la resurrección de Jesús: 57, 62 apertura de Jesús al Padre: 88, 511s aspecto patrogenésico de la Escritura: 57ss, 62, 74s, 392s, 403, 411 carácter inmediato de Dios y mediación cristológica: 423s conciencia del Padre en Jesús: 607ss correlación entre Jesús y Dios: 422 designio salvífico del Padre: 61-64 historia de la elección: 63 libertad del designio salvífico: 62, 76 Dios Padre como fundamento de la trascendencia de la salvación: 829, 848 Dios Padre como origen absoluto: 56s, 58, 62, 75, 410s, 416 Dios Padre como meta de la existencia de Cristo: 464 el amor del Padre al Hijo como motivo primordial de la redención: 76 el Padre como causa de la entrada de Jesús en la historia: 66-74 paternidad única y plena de Dios: 69s, 73 identidad de la acción salvífica del Padre y del Hijo: 59 iniciativa en la encarnación: 590s invisibilidad del Padre: 59 Jesús enseña una nueva relación con Dios: 194 Jesús procede del Padre: 438, 449, 551
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la exaltación de Cristo por obra de Dios: 255 la paternidad de Dios trasciende toda diferencia de sexo: 73 la paternidad de Dios en el Espíritu Santo: 77s la resurrección de Jesús por obra del Padre: 71, 188ss, 195 misión del Hijo por el Padre: 64-66, 68, 74-78, 516 relación entre el Padre y el Hijo según Jn: 277, 438 revelación de la gloria del Padre: 80, 515, 519, 555 sometimiento de Jesús al Padre: 491 voluntad salvífica de Dios en Cristo: 389 Divinidad de Cristo: 782 ¿tuvo María conocimiento de la divinidad de Cristo?: 911 Divinización: 850, 855, 856-860 cooperación del hombre en la divinización: 885 Doce (los): 223 colegio de los Doce: 36, 50s Docetismo: 340, 346, 470s, 374, 408 tendencia antidocetista en Ignacio: 322s Doctrina de Jesús: 633s Dogma el dogma cristológico y el mundo antiguo: 38 Dogmática: 34 Dolor dolor por el pecado: 990s el dolor en el budismo: 1039 problema del dolor: 986, 993 sufrimiento vicario en el AT: 944 Dominio de Cristo (cf. Señorito de Cristo) Dones preternaturales: 900 Dualismo: 988s, 994, 1003 Ebionitas: 317 Economía: 849, 890 concepto de economía en Ireneo: 88 economía y tiempo: 89 unidad de la economía salvífica en Ireneo: 327, 331 Efecto de la acción salvífica de Dios en Cristo (cf. Redención, Salvación) en el AT: 819-822 la alianza como objetivo de la acción salvífica: 820 la redención como salida impulsada por Dios: 819s visión histérico-personalista: 821 en la predicación de Jesús: 822-826 descripción de la salvación en M t / Le: 823 motivo del éxodo: 822
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ÍNDICE ANALÍTICO
motivo de la entrega en los sinópticos: 823-826 según Pablo: 829-840 acceso a la filiación: 835ss nueva relación con Dios por Cristo en el Espíritu Santo: 828, 829 reconciliación: 830-834 redención para la libertad: 834ss salvación: 838-840 en los símbolos de la fe: 850ss presentación de los tratados teológicos: 850 problemática del tema: 815-819 ¿Causalidad física?: 815 problema en la relación entre Dios y el mundo: 815s reinterpretación de los conceptos soteriológicos: 808 realidad de la redención según Jn: 826829 realidad de la redención según Ef: 858860 temas soteriológicos en los Padres de la Iglesia: 852-860 Cristo como dispensador de la inmortalidad y divinización: 856-860 Cristo como iluminador: 853s Cristo como vencedor: 854s énfasis antignóstico: 852 Elección elección del mediador en el AT: 193s Jesucristo como representante de todos los elegidos: 63 Emanuel: 103 perícopa del Emanuel (Is 7,10-17): 101106 Encarnación aceptación de todas las consecuencias del ser hombre en Dídimo: 350 conexión entre la encarnación y la muerte de Cristo: 558ss el Espíritu Santo y la «prolongación de la encarnación»: 968s, 975 el punto de partida de la cristología fuera de la encarnación: 394, 419s, 442 irrepetibilidad de la encarnación: 562 la encarnación como asunción de la «carne de pecado»: 63, 592 la encarnación como acontecimiento: 589s la encarnación como kénosis: 44, 91, 592, 595 la encarnación como obediencia: 492 la encarnación como renovación de la naturaleza humana en Máximo el Confesor: 858 manifestación del amor de Dios en la encarnación: 593s
misterio del comienzo de Jesús: 590 motivo de la encarnación: 889 papel de María en la encarnación: 867 posibilidad de la encarnación (cf. Conveniencia): 441 y misión del Espíritu: 968-975 y redención: 84, 92, 523, 547, 671-673 y restauración: 857 Entrega de Jesús: 717-720 autoentrega del Espíritu a la Iglesia: 971, 978-980, 983 Dios Padre y Judas como autores de la entrega: 718 la entrega en el AT: 717 momento judicial de la entrega: 717, 719 Entronización ceremonial de entronización en Is 9,1-6: 104 entronización escatológica en Heb: 292 entronización en el Déutero-Zacarías: 109 entronización de Jesús mediante el acontecimietno pascual: llOs, 174, 236 esquema de entronización en Flp 2,6-11: 253s la instalación del Hijo del hombre como entronización: 162 Eón la resurrección como paso del antiguo al nuevo eón: 785 Epifanía: 438 Escatología: 688 carácter escatológico del acontecimiento Cristo: 405, 408s, 415, 476, 484 presente y futura: 827 sin escatología no hay teodicea: 1011 y filiación preexistente: 423-425 Esclavitud: 836ss Escritura el sentido global de la Escritura desvelada por el Resucitado: 804 insuficiencia de un empleo atomizado del AT: 183 Espíritu de Dios (cf. Espíritu Santo) palabra, sabiduría y espíritu en el AT: 152s plenitud del Espíritu de Dios sobre el nuevo David: 105s unción de Jesús por el Espíritu en Le: 243s Espíritu Santo (cf. Espíritu de Dios) aceptación de la acción salvífica por el Espíritu: 559 actualización de la única realidad histórica de Cristo por medio del Espíritu: 980s como amor «personal» entre el Padre y el Hijo: 78, 593s
ÍNDICE ANALÍTICO
como horizonte vivencial: 960 como la mediación mediadora de sí: 960s como respectividad no objetiva: 961s, 970 como resumen de todos los dones salvíficos: 848s conocepción de María por medio del Espíritu Santo: 941 el Espíritu en Pablo: 355 el Paráclito en Jn: 278, 281ss, 827s encarnación y misión del Espíritu: 968975 en los escritos judeocristianos: 318ss, 321 experimentabilidad del Espíritu Santo: 960ss, 969 el Espíritu comunicado por el contacto con sus cortadores: 962s experiencia del Espíritu no con Jesús: 964 ordenación de la experiencia del Espíritu al Cristo corporal: 963 función del Espíritu en el sacrificio de la cruz: 975-978 la comunicación del Espíritu Santo no es encarnación: 964 la partida de Jesús como presupuesto para la misión del Espíritu: 978 misión del Espíritu y fundación de la Iglesia: 77, 807 plenitud del Espíritu Santo en el hombre Jesús: 356 posesión del Espíritu por parte de Jesús: 648, 965ss preexistencia del Espíritu Santo: 968s participación en la plenitud de gracia de Jesús por medio del Espíritu: 980s relación entre Cristo y el Espíritu: 961s, 963, 968 revelación del Esoíritu en la resurrección de Jesús: 775ss, 780 el Espíritu como instrumento y medio de la resurrección: 768s la reunión del Resucitado con el Padre como principio económico de la espiración del Espíritu: 776 sarx y pneuma: 836, 972 se transmite en la Iglesia: 978-980, 983 temporalización del Espíritu Santo: 973ss en el AT: 974 historia del Espíritu en el AT: 974 temporalización como condición de posibilidad de toda transmisión: 980 unción de Jesús por medio del Espíritu: 970ss, 972, 974 Estoicismo: 995 Etica: 809
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Eucaristía: 206, 269, 549, 574, 587 espiritualización de la eucaristía: 803 relación de la eucaristía con la Pasión: 566, 710-712 sentido salvífico de la eucaristía: 824 Eva y María: 870s, 873, 921 María nueva Eva como principio fundamental de la mariología: 882 Evangelios como relatos de la Pasión: 668s, 670 escritos a la luz de la fe pascual: 188s simultaneidad con el evangelio: 683 Evolución: 689 Exaltación de Jesús (cf. Anonadamiento, Kénosis): 46, 79, 200s, 243, 307, 321s, 415 doble sentido de la exaltación en Jn: 768 la exaltación en la cristología primitiva: 205, 209-215, 217 como capacitación para una función salvífica: 212s la resurrección como exaltación: 214s y abajamiento: 219 y parusía: 207ss y preexistencia: 201, 255ss, 262 y señorío de Jesús en Jn: 275, 369 Excomunión: 1015 Exégesis: 788, 903-905 Existencial (sobrenatural): 834 Éxodo: 822 Expectación mesiánica aporía de la expectación mesiánica después del AT: 124 en los escritos de Qumrán: 124 Experiencia: de Dios: 960, 962 del Espíritu y de Cristo: 961ss, 969 de la salvación: 836 Expiación concepto de expiación en el AT: 169 muerte expiatoria de Jesús: 196, 271, 547, 550 Expulsión de demonios: 200 Fatalismo: 1001 Fases cristología en dos fases: 972 Fe: condicionamientos históricos de la fe: 32 ¿dudas de fe en María?: 930 estructura del acto de fe y cristología: 32s referencia a Jesucristo: 34 referencia a la muerte y resurrección de Jesús: 34 estructura formal básica del acto de fe: 29-33 conocimiento del acto de fe: 30
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ÍNDICE ANALÍTICO
libertad y necesidad del acto de fe: 30, 31s referencia al otro: 28, 30, 32, 35 relación con la realidad: 31, 33, 38 fe e historia: 779 fe de Jesús: 491 fe en Jesús: 190, 516 fe incoativa anterior a la Pascua: 411 fe precristiana: 733 fe y expectación próxima de la parusía: 45 fe y milagros: 647ss «fides implícita»: 1026 «fides quae»: 841 futuro de la fe en el compromiso con con Cristo: 52 la fe de María: 908s, 912s, 915, 923, 936, 939 la fe de los «rudes»: 1016 la fe y la resurrección de Jesús: 782 la resurrección de Jesús como objeto de fe: 190, 835 posibilidad de la consumación de la fe por obra de Cristo: 37s relación entre el acto de fe y su objeto: 29s, 32, 41, 390 riesgo de la fe: 1024 significado de la distancia temporal para el desarrollo de la fe: 41, 52, 384 Fideísmo: 51 Fiesta: 1031 Filiación: 836s Filiación divina (cf. Cristología bíblica, Cristología histórica, Dios Padre) conocimiento de Jesús sobre su filiación divina: 577s, 553, 554s el Hijo en Jn: 276-279 el Hijo de Dios en Me: 222, 223ss, 228 el Hijo de Dios en Mt: 339s el Hijo de Dios en Pablo: 264-268 trasfondo helenístico: 266s el Hijo en Heb: 291 el Hijo de Dios en el Pastor de Hermas: 321 el camino prepascual de Jesús como camino filial: 490-496 elementos del título «Hijo de Dios»: 308, 388s estructura filial y vida humana de Jesús: 443-458 ^ explicación de la comunicación de conocimiento en la historia: 449s, 496s explicación de la voluntad y la libertad humana: 447s, 497 distintas explicaciones de la relación de filiación: 456 filiación divina esencial: 389
filiación eterna en la historia humana de Jesús: 435-443 acontecimiento correlativo: 450 filiación y acontecimiento pascual: 441s identidad del hombre histórico Jesús con el Hijo eterno: 438s importancia del fin: 441ss la existencia humana de Jesús como realización creatural de la filiación: 437s la historicidad como explicación humana de la filiación eterna: 440s Hijo de Dios por coposesión: 416, 439 hijo de Dios en el AT: 174-176 trasfondo oriental: 174 la filiación divina del descendiente de David: 175 Hijo natural e Hijo de David en Diodoro: 352s Jesús como Hijo de Dios: 199, 211s, 213ss, 511s, 515s el Hijo de Dios en la cristología primitiva: 214, 220 la relación de la filiación como idea capital para comprender la naturaleza divina: 436s la filiación antes de Pascua: 420 la filiación divina de Jesús y la filiación de los creyentes: 265s, 452 la filiación histórico-salvífica como fundamento de la filiación preexistente: 424 resurrección y filiación divina: 43, 419 ser Hijo y llegar a ser Hijo: 443 significación relacional de la filiación divina: 484 Filosofía cruz y filosofía: 690-696 existencialista: 1017 Fin importancia del fin en la exposición humana de la filiación: 441ss Fundación de la Iglesia: 28, 36, 50 Futuro: 52 del hombre en Cristo: 47 Genealogía de Jesús: 84, 86, 91, 233 Gloria (del Padre y del Hijo): 80, 515, 519 del Crucificado: 727 Glorificación: 275 del Hijo por el Padre: 78s, 255 el título de Kyrios: 79s, 256 resplandor de la gloria del Padre: 79s revelación de la gloria del Padre: 79s Gnosis: 852, 989, 1044-1048 extructura común de los sistemas gnósticos: 1046
ÍNDICE ANALÍTICO
esquema soteriológico de la gnosis: 1045s Gracia diversidad de la gracia: 900 de María: 885-887, 892, 895, 899-902 gracia y cruz de la naturaleza: 1006 plenitud de la gracia en la Iglesia: 900, 980-983 solidaridad en la gracia: 915s unidad de juicio y gracia: 724 Gracia de Cristo: gracia capital de Cristo: 549, 916, 982 gracia creada de Cristo: 515, 899, 981s gracia increada de Cristo: 515, 554, 899, 981s historia de la gracia en el hombre Jesús: 974 sobreabundancia de la gracia de Cristo: 272 unidad por medio de la gracia: 356 Hermenéutica diversidad del problema hermenéutico para la historia y para la fe: 52 horizonte lingüístico y pluralidad de la cristología: 383s, 385 Hijo: 621s Hijo de Dios: 965s fundamento de la filiación divina en la preexistencia: 968 origen del Hijo en el Padre: 591s Hijo del hombre: 47, 50, 84, 115-163, 168, 199, 537 en la apocalíptica del AT y del judaismo: 155-163 Dn 7: 156-158 libro de Henoc etiópico: 157-159 libro cuarto de Esdras: 157s judaismo rabínico: 160s relación entre Hijo del hombre trascendente y el Mesías: 161-163 en la cristología primitiva: 208
en Jn: 278-281 en Le: 246 en M e : 222, 224ss, 230-232 en Ap: 299 Jesús como Hijo del hombre en la transfiguración: 635 y la especulación sobre Adán: 86 Hipótesis sobre la resurrección: 34 Historia (cf. Acontecimiento Cristo, Historia de la salvación) concentración de la historia en el hombre: 48 cristocentrismo de la historia: 469 explicación de la relación de Jesús con Dios en su historia: 487-496 historia de la libertad y la voluntad de Cristo: 447 69
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historicidad de Jesús y doctrina de las dos naturalezas: 435 Jesús como hombre es el centro de la historia: 47, 49 Jesús histórico y el Cristo de la fe: 586, 778-780 la encarnación como centro de la historia de la humanidad en Justino: 325 la historia como ámbito de la fe: 31 la historia poscristiana como historia de la humanidad redimida: 45 la historia de Jesús como historia del acontecer de Dios: 407s la historia de Jesús como historia del Hijo de Dios: 479s la historia de Jesús como revelación divina: 194 la historicidad como explicación humana de la filiación eterna: 440s noción de una historia precristiana: 49 participación en la historia humana: 563 realización de la historia de la libertad personal: 439s significación teológica de la historia: 27s significación salvífica de la historia de Cristo: 395s valoración positiva de la historidad: 441, 445s Historia de la salvación (cf. Acontecimiento Cristo, Historia) dimensión histórico-salvífica de la persona de Jesús: 412s dramatismo histórico-salvífico de la historia: 395s el AT como historia particular de la salvación: 94s, 182 historia de la salvación y vida pública de Jesús: 412s historia general de la salvación: 170, 182 historia profana e historia de la salvación: 816 instauración de la salvación en la historia: 43 irrepetibilidad de Cristo y cronología: 90s Jesucristo como acontecimiento central de la historia de la salvación: 37, 90s, 186s la historia de la salvación en Le: 824 la muerte y resurrección como centro de la historia de la salvación: 44, 91 perspectiva histórico-salvífica e historia de los dogmas: 315s problemática de una noción finalísticcevolutiva de la historia de la salvación: 95
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ÍNDICE ANALÍTICO
visión histórico-salvífica en Jn: 283 Historicidad problema de la historicidad: 34 Historicismo: 45 Hombre: ambivalencia de la relación del hombre con el mundo: 454 concentración de la hostoria en el hombre: 47s el hombre como ser dotado de lenguaje: 453 el hombre viejo y el nuevo: 849 estado de perdición del hombre, según Pablo y Juan: 473 imagen del hombre según la experiencia y según la revelación: la alienación del hombre según los sinópticos: 472 la recepción del ser humano como historicidad: 440s la realidad del hombre Jesucristo como fundamento interno del ser hombre y el ser hombre como posibilidad externa del acontecimiento Cristo: 432. mediación cristológica de la relación escatológica del hombre con la inmediatez de Dios: 483ss recepción de la existencia humana: 437 relación del hombre con el mundo: 433 Hombre primordial: 692 Homología: 390 Homousta (cf. Cristología histórica, Naturaleza de Cristo): 409s, 416ss, 454, 476, 484 Origen dinámico de la consustancialidad: 416s Hora (de Jesús): 707s, 726, 936, 978 Humanismo: 1024, 1027 Idealismo alemán: 679, 988 Iglesia actitud de la Iglesia en el proceso de Jesús: 722s analogía entre Cristo y la Iglesia: 968s, 973 aspecto eclesiológico del matrimonio entre María y José: 905 comunicación con el mundo: 1023 Cristo como cabeza de la Iglesia: 79 Cristo y la comunidad en 1 Pe: 286 diferencia entre Iglesia y mundo: 45 eclesiología y ateísmo: 1014 el Espíritu se transmite en la Iglesia: 978-980 Iglesia y ateísmo: 1022-1025 Iglesia ministerial e Iglesia del amor: 723, 805s Iglesia y sacramento: 1026 la comunidad local como centro de la experiencia de Cristo: 963
la Iglesia como comunidad de los elegidos: 64 la Iglesia como fruto de salvación: 844 la Iglesia como amor: 733s la Iglesia como medio de salvación: 842 la Iglesia como nueva Eva: 873 la Iglesia, sujeto de la fe pascual: 762 la Iglesia formada por judíos y paganos482 la Iglesia en Jn: 827s la Iglesia según Ef: 842s María como prototipo de la Iglesia: 882 misión del Espíritu y fundación de la Iglesia: 807, 973 nupcias del cordero: 303 origen de la Iglesia en la cruz: 732s, 849, 938 plenitud de gracia en la Iglesia: 901 posición de María en la Iglesia: 939941 _r relación con el ministerio apostólico: 940s preocupación por el mundo: 48 resurrección y fundación de la Iglesia: 803-807 Escritura y sacramento: 804 estructura jerárquica: 803, 849 investidura ministerial de Pedro: 806 papel de las mujeres (Iglesia como esposa): 804s señorío de Cristo en la Iglesia: 566 unidad existente entre María y la Iglesia según Ireneo: 873s Imagen de Cristo Cristo como imagen del Padre: 86s, 514, 520 en el arte románico: 582 Imagen de Dios: 272 el hombre como imagen de Dios en Ireneo: 328 Imágenes de Jesús: 29 Imitación de Cristo: 26, 31 Impecancia de Jesús: 457, 558 Infancia de Jesús relatos evangélicos de la infancia: 234, 422, 587s, 903 Infierno: 701-704, 756s el infierno en el NT: 753 experiencia del infierno: 70ls experiencia del infierno en Cristo: 752, 755s experiencia del tiempo en el infierno: 702 representación del infierno: 747s ruptura de las puertas del infierno: 758-760 «timor gehennalis» de Jesús en el Monte de los Olivos: 714s Inmortalidad: 1034s, 1038
ÍNDICE ANALÍTICO
Inmutabilidad de Dios: 333s, 675, 676, 681 e historicidad en Jesús: 436s Integridad: 902s, 923, 947 Intercesión intercesión celeste de Cristo según Heb: 528-534 función intercesora de los profetas en el AT: 170s Interpretación existencial: 304s, 306, 315, 1020s nueva interpretación de conceptos escatológicos: 815 Invocación de Cristo: 392s Ira de Dios (cf. Cólera de Dios) Israel como bendición para los pueblos: 179s como mediador salvífico: 177s dignidad real, sacerdotal y profética de Israel: 177s como siervo de Yahvé, ungido e hijo: 178s como sacramento salvífico de la presencia de Dios: 176 como siervo: 141s como «Hijo de Dios»: 65 fe en Israel y fe en Jesús histórico: 51 los judíos en el proceso de Jesús: 720 la existencia de Israel en relación con el «triduum mortis»: 669 María e Israel: 905s, 918s relación de los cristianos con Isarel: 50 relación recíproca entre Israel y los pueblos: 182 y los paganos según Ef: 843s Jacob (bendiciones de): 97 Jesucristo (cf. Encarnación) Cristo como principio y fin: 39 Cristo como relación permanente de Dios con el mundo: 458-459 Cristo como legislador: 565 Cristo como cabeza de la comunidad humana: 563 Cristo como mediador: 290, 295, 407, 415s, 530s, 556s, 567 Cristo como cordero sacrificial: 1 Pe: 284s Cristo como revelador del sí de Dios: 76 Cristo como perfección y punto culminante de la historia: 36, 47 Cristo como la máxima identidad y no identidad entre Dios y el hombre según Máximo el Confesor: 858s énfasis de Calcedonia en la constitución formal del Dios-hombre: 374 el ateísmo rechaza a Cristo como Hijo de Dios: 1018
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función de Jesús como mediador en la gloria: 519 idea del Oeío? OVT|Q: 965s Jesús como portador del Espíritu: 962s, 967s, 978s preeminencia absoluta de Cristo: 44, 407, 476-485, 562 pro-existencia de Jesús: 1021s relación entre Jesús y el Espíritu: 961 tres modos de ser de Cristo en Flp 2, 6-11: 255, 256 Jesús conciencia de Jesús sobre sí mismo: 304, 309 el acontecer de Dios en Jesús: 402ss, 407ss el camino de Jesús como historia de su filiación divina: 419ss humanidad de Jesús: 47, 49, 557s Jesús como judío: 50 la existencia de Jesús como ámbito de la acción salvífica de Dios: 453 la existencia humana de Jesús como revelación de Dios en Orígenes: 339 reivindicaciones de Jesús sobre su persona: 50, 192s, 236s vida de Jesús: 412s significación de la Pascua en la vida de Jesús: 414s temporalización auténtica: 419 Jesús histórico el Jesús histórico como punto de partida: 27 el Jesús de la historia y el Cristo de la fe: 27, 35,40s, 190ss, 198, 222, 306 el Jesús histórico y la perfección de la fe: 32ss importancia teológica de la existencia histórica de Jesús: 31s, 33s José desposorio de María con José: 906s Jesús aceptado por José como hijo: 69 José como padre adoptivo de Jesús: 598 José no rescata a Jesús: 604 matrimonio de José con María: 927s Juan Bautista: 82s Judeocristianismo: 307s, 316-322 visión cristológica: 214s Juicio: 111-719,124, 727 Jesús como juicio: 671 juicio de Dios en el AT: 167s, 724s juicio por obra del Hijo del hombre en la apocalíptica: 158s la salvación como juicio: 389s palabras de juicio en Pascua: 725 Justicia en el AT: 167 de Dios: 724s, 830
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ÍNDICE ANALÍTICO
Justificación dei Siervo de Yahvé: 136 del Hijo por el Padre: 772s en el AT: 168 y resurrección: 769 Kénosis: 85s, 257, 455ss, 592, 595, 674682 conexión entre exaltación y abajamiento: 46s, 255 dimensión trinitaria de la «kénosis»: 676s, 681 doctrina barthiana de la kénosis: 704s Flp 2,5-11: 674s, 708s interpretación de los Padres de la Iglesia: 675, 678 kénosis de Cristo y desposeimiento de María: 939 kenóticos: 678-681 la diferencia entre la muerte y la resurrección revela el alcance de la kénosis: 43 la kénosis no supone autoalienación en Dios: 774 manifestación de la omnipotencia en la kénosis: 681 Kerigma: 34 la resurrrección en el kerigma: 770, 778 lo histórico y lo kerigmático: 800 la separación de kerigma y evangelio en Le: 644s teología del kerigma: 179s, 305 Kyrios (cf. Cristología bíblica): 79, 85, 200, 220s, 230, 288, 307, 540 en Mt: 236s en Le: 250 en Pablo: 255s, 258, 267, 286 en Ap: 202 dialéctica de señor y esclavo: 707s entronización como Kyrios: 773 la resurrección de Jesús y su exaltación como Kyrios: 782s Ley Jesús sometido a la Ley: 91, 597, 602s, 608 la Ley como don salvífico en el AT: 169s postura de Jesús ante la Ley judía: 192s, 513 Liberación: 167, 838s como misión del rey en el AT: 167 Libertad: 818, 998s redención para la libertad: 834s Libertad de Dios: 428ss, 432 Libertad de Jesús (cf. Voluntad de Jesús): espontaneidad en la entrega de Jesús: 723
explicación de la filiación como libertad histórica: 441s la libertad creada de Cristo, según Máximo el Confesor: 856s la libertad del Padre se revela en la libertad del Hijo para manifestarse: 774s las dos voluntades: 375ss libertad humana de Jesús: 555 libertad del Resucitado: 802 negación de la libertad humana: 342s Liturgia: 566 Logos conexión entre el nacimiento en la eternidad y en el tiempo: 40, 551 descenso y exaltación del Logos: 675s doctrina de Atanasio sobre el Logos: 857s e Hijo: 468 encarnación exclusiva del Logos: 59, 392, 426 en Clemente de Alejandría: 335s en Justino: 325s la Palabra de Dios como segundo Adán: 87s la palabra de Dios en el AT: 134ss Magia: 1050 Mal (cf. Teodicea): 1030, 1032 diferencia entre mal físico y moral: 996s reducción del mal físico al moral: 997s el mal como «privatio boni»: 995s idea del mal capital en las religiones soteriológicas: 1032 interpretación del mal en el AT: 990 origen del mal: 994ss permisión del mal: 999s, 1008 Maná tipología del maná: 630s Maniqueismo: 989, 1047 María (cf. Maternidad de María, Virginidad de Marta) anunciación: 908s, 912 ascendencia de María: 905 asunción: 942-950 definición: 944 evolución de la doctrina: 942ss muerte de María: 945-950 bodas de Cana: 933-936 concepción (de Jesús): 910-912 corredentora: 876s, 946s, 950-954 desposorios con José: 69, 906 encomienda de la Madre a Juan: 728, 937 glorificación de María: 950 huida a Egipto: 931 impecancia de María: 875, 893, 898, 902s
ÍNDICE ANALÍTICO
inmaculada concepción: 893-899, 903 argumentos tomados del principio fundamental: 895s, 897s aspecto temporal: 898 ¿«debitum contrahendi peccatum origínale»?: 895s definición: 894 evolución de la doctrina: 893s importancia para la teología: 896s inmunidad de concupiscencia: 902 Madre de Dios: 353, 355s, 362, 363, 365, 367 María y Eva en Ireneo: 329 María como prototipo de la Iglesia: 882 María al pie de la cruz: 937-939 maternidad: 68ss madre y virgen: 74 mediadora: 876 papel vicario de María en la salvación: 914-916 plenitud de gracia: 885-887, 893, 895, 899-902, 907, 916s, 928, 939, 949 en Cristo y en María: 899s visitación: 918-920 Magníficat: 919 María como portadora de la nueva alianza: 918s unidad de María y de la Iglesia según Ireneo: 874 Mariología contesto histórico-salvífico de la mariología: 888 ¿«de María numquam satis»?: 888 desarrollo de la mariología: 870-876 declaraciones del Vaticano I I : 876s Ignacio de Antioquía: 871 Ireneo: 873s Justino: 871-873 fundamento de la mariología en la revelación: 879 método teológico en la interpretación de los misterios de la vida de María: 918 paralelos en la historia de las religiones: 860 pensamiento simbólico y mariología: 868-870 la maternidad de María y el pensamiento simbólico: 869 peculiaridad del pensamiento simbólico: 868 significación de categorías simbólicas no cristianas: 869 posición dentro de la cristología: 867s principio fundamental de la mariología: 877-888 el principio fundamental y el método teológico: 878s intentos de solución- 880-882
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la maternidad de María como punto de partida: 883 María obtuvo una participación suma en la humanidad de Cristo: 886888, 895-898, 940 necesidad de un principio fundamental mariológico: 879-881 principios secundarios de la mariología: 888 problemas exegéticos de los textos neotestamentarios sobre María: 903-906 relación entre mariología, cristología y eclesiología: 885s valor y límites de la sistematización teológica: 950 Martirio: teología del martirio en el judaismo: 145 Marxismo: 1020, 1024s Maternidad de María: 868, 907-917 la maternidad como hecho central: 916s la maternidad divina como participación suprema en la humanidad de Cristo: 886s, 893, 954 ¿la maternidad divina como principio fundamental de la mariología?: 880s, 887 madre de Dios: 875s realización al pie de la cruz: 938 verdadera maternidad y virginidad de María: 921s Matrimonio de María: 923-929 de María con José y matrimonio cristiano: 926s Mediación salvífica conexión de las funciones mediadoras con Israel: 177 fracaso de los mediadores intrahistóricos: 124 función universal de los mediadores del AT: 176 la promesa a David según los salmos reales: 98s, 100 reinterpretación mesiánico-escatológica de los salmos reales: 113 Miq 5,1-5: 101 perícopa del Emanuel (Is 7,10-17): 101106 pluralismo de mediadores en el AT: 162 relación con Dios de los mediadores veterotestamentarios: 171-176 elección y santificación: 172 Is 9,1-6: 104 Is 11,1-9: 105 Mediador celeste en el AT: 149-163 convergencia de los mediadores salvíficos dentro del AT: 165 divergencia y discontinuidad: 165
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ÍNDICE ANALÍTICO
el ángel escatológico como objeto de la expectación salvífica: 151 el Hijo del hombre: 155-163 la evolución de la teología de los mediadores es la historia de un fracaso: 116 la sabiduría divina personificada: 152202 Mediador profético en el AT: 126-149 aspecto universal del profetismo veterotestamentario: 181 el Siervo de Yahvé: 129-146 el profeta mosaico: 126-129 conexión de los ministerios en la mediación mosaica: 139 el sufrimiento como elemento del mediador mosaico: 132 fusión del profeta mosaico con el profeta rey: 148s la promesa de un nuevo Moisés: 126 Moisés como siervo de Yahvé: 129 retroproyeccion a la alianza del Sinaí: 126 sucesión mosaica: 128 el profeta como intercesor: 170 el profeta como mediador de la revelación en el AT: 169s función profética de la sabiduría: 153s profetas esperados al final del AT: 146 expectación de Elias: 147 representatividad profética: 170s Mediador real en el AT: 95-116 el rey como sacerdote en el AT: 116s el rey como hijo de Dios en el AT: 174 relación entre el rey davídico y el Siervo de Yahvé: 137-139 Mediador sacerdotal en el AT: 116-125 aspecto universal del sacerdocio veterotestamentario: 181 el sumo sacerdote: 120, 124ss función mediadora y sacerdotal del Siervo de Yahvé: 140-142 función sacerdotal de la sabiduría: 153 Leví en las bendiciones de Moisés: 116 reyes y sacerdocio: 117 Mensaje de Jesús: 554, 556 Mesías concepto del Mesías en la Iglesia primitiva: 198, 540 doctrina de los dos Mesías en los Testamentos: 125 el Mesías como libertador: 167 el Mesías como crucificado en Pablo: 263 el Mesías davídico y el Hijo del hombre trascendente: 161 el Mesías lleno del Espíritu: 911 el título de Mesías por primera vez en los Salmos de Salomón: 114 expectación veterotestamentaria: 918
idea del Mesías en la cristología primitiva: 205, 211 Jesús como Mesías en Mt: 233s conexión del Mesías con el Siervo de Yahvé: 233 Jesús no acepta las ideas judías sobre el Mesías: 193s, 538 los milagros como testimonio de la mesianidad: 642s Mesías sacerdotal: 121s preguntas sobre el Mesías paciente en el judaismo: 197, 520 profesión de mesianidad ante el tribunal: 721 Qumrán: 115, 124 reivindicación mesiánica y resurrección de Jesús: 767s Metafísica: 1016 e historia: 36 Metafisicismo: 46 Metanoia: 136 Milagros de Jesús: 315, 639-659 el milagro como signo: 639 de una enseñanza hecha con autoridad: 641s en Jn: 276 el misterio de la persona de Jesús se refleja en los milagros: 658s el acontecimiento Cristo como clave para interpretar los milagros: 657s fe en la resurrección de Jesús y milagros: 656s fe y milagros: 647-650 Jesús como taumaturgo en Le: 243 los milagros como testimonio de la mesianidad: 64 ls los milagros como hechos de la obediencia de Jesús: 643 los milagros de Jesús en Mt: 235 los milagros de Jesús como clave para interpretar el acontecimiento Cristo: 658 prevalencia del hecho sobre la palabra en Le: 644 problema de la historicidad: 653-656 consideración teocéntrica de la naturaleza: 653 problemática de la fuente histórica: 655 testimonios de la actividad exorcista: 653 triple forma de los relatos de milagros: 654s problema hermenéutico: 640s Ministerio Espíritu y ministerio eclesiástico: 978980 resumen de los ministerios en la mediación mosaica: 181
ÍNDICE ANALÍTICO
Ministerio de Cristo desarrollo de la historia de la teología: 545ss expresión exhaustiva de la actividad mediadora de Cristo en sus ministerios: 544s fundamento de la trilogía ministerial en el NT: 544 triplicidad o duplicidad de los ministerios: 546 Ministerios proféticos de Cristo: 507-520 explicación sistemática: 551-557 Jesús como revelador según Jn: 514-520 Pablo: 514 testimonio de los sinópticos: 507-514 Misión el encargo misional en Mt: 235 entre paganos: 50 cristiana: 808 Misión de Jesús: 83, 90, 92-93, 233s, 421428, 445ss, 516 el acontecimiento Cristo en el contexto de la misión revelatoria: 445-447 estructura trinitaria de la misión: 399s existencia de Jesús a partir de la Misión: 708 la voluntad y la libertad de Cristo en el contexto de la misión: 447ss la misión como motivo pascual: 784 libertad amorosa en la misión de Jesús: 775 misión del Hijo y misión del Espíritu Santo: 973-975, 982 la partida de Jesús como presupuesto para la misión del Espíritu: 978 misión histórica y preexistencia intratrinitaria: 425-428 relación entre misión preexistencia: 421 Misterio: 973 Misterio de Cristo carácter público de los misterios de Cristo: 589 como misterio de la solidaridad del Hijo de Dios con la humanidad precadora: 564 éooca moderna: 583s berulianismo: 384s devotio moderna: 583s Ignacio de Loyola: 584s Lutero: 584 los misterios de Cristo en los Padres: 575, 581 Alejandrinos: 577 concepción de los apócrifos: 576 Ignacio de Antioquía: 581 los misterios de Cristo en el monacato antiguo: 580 los misterios de Cristo en la piedad de la época patrística: 580s
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Melitón de Sardes: 575s los misterios de Cristo en Tomás de Aquino: 579 los misterios de Cristo en la piedad de la Edad Media: 581-584 cirtercienses: 582 movimiento dominicano: 583s movimiento franciscano: 583 tradición benedictina: 581 misterios particulares en la Escritura: 572s, 574 misterio global y misterios particulares: 570, 572, 586s, 589, 627 no aislar los puntos culminantes de la vida de Jesús: 864 movimiento litúrgico: 585s «mysterion» en la Escritura: 572 el misterio de Cristo en Pablo: 573s principio de interpretación de los misterios de Cristo: 587 unidad y fases del misterio de Cristo: 557-565 Misterio pascual (cf. Resurrección de Jesús) como plenitud de la historia: 90ss significado de la prehistoria en la vida de Jesús: 627 revelación de la Trinidad en el misterio pascual: 777 Mística: 684, 701-704 Mito: 799s, 801, 817, 832, 834, 869, 10301032, 1050 Mito de la fertilidad: 137 Mitología: 400, 408, 417 ¿un mito gnóstico en Flp 2,6-11?: 261 mito gnóstico del redentor: 201, 278 Mitología astral: 161 Monacato: 580s antiguo monacato y misterios de Cristo: 580 experiencia carismática de abandono en el monacato: 702 Monarquianismo: 333 Monofisismo: 368, 371, 375, 377, 394, 436 Monotelismo: 376 Monte de los Olivos: 231, 713-716 Muerte: 47, 667s, 1031 anuncio de la buena nueva a los muertos (1 Pe 3,18ss): 744s concepción de la muerte en la Antigüedad: 835 desposeimiento de la muerte: 743, 1010 experiencia de la muerte en la Antigüedad: 835 inconmensurabilidad de la muerte y la resurrección: 686 interpretación griega de la muerte: 997 la muerte afecta al hombre en su totalidad: 738s
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ÍNDICE ANALÍTICO
muerte del Siervo de Yahvé: 135 muerte segunda: 686s, 707, 751-753 Muerte de Dios: 686-688, 704, 816, 960, 963, 986, 1016 Muerte de Jesús (cf. Cruz, Resurrección Jesús): carácter sustitutivo: 524 conexión entre encarnación y muerte de Cristo: 558s el morir de Jesús: 741-744, 751-755 el acontecimiento trinitario: 755s experiencia del pecado: 753-755 experiencia de la muerte segunda: 751-753 interpretación de K. Rahner: 736 Jesús muere por nosotros: 824s la muerte de Jesús como acto de total entrega a Dios: 560 la muerte de Jesús como sacrificio de la nueva alianza: 524 la muerte de Jesús como perfección radical de su relación con Dios: 488ss la salvación en el otro por medio de la muerte de Jesús: 48s muerte expiatoria: 196, 523, 535, 547 muerte y resurrección como diálogo existencial: 589s revelación de la santidad de Dios en la muerte de su Hijo: 564 sentido universal: 193 solidaridad de Jesús con los muertos: 746-751 teología de la muerte: 488s Muerte de María: 945-950 Mujer posición religiosa de la mujer: 869s Mundo concepto del mundo: 461 apertura del mundo en Jesucristo: 38s dimensión cósmica de la redención: 87, 91 la muerte y resurrección en conexión con el mundo: 44, 46 la relación del hombre con el mundo como posibilidad previa de la relación de Dios con el mundo: 433s relación del hombre con el mundo: 47s, 433 relación entre Dios con el mundo: 398ss configuración kenótica y pleromática de la relación de Dios con el mundo: 455-458 Cristo en cuanto relación permanente de Dios con el mundo: 458s el único Cristo en su relación con el mundo: 399s la existencia humana como posible
configuración de la relación de Dios con el mundo: 449s mediación cristológica de la relación escatológica de Dios con el mundo: 423s redención de la relación del hombre con el mundo mediante la relación de Dios con el mundo comunicada cristológicamente: 456-455 reconciliación del mundo por la cruz y la resurrección: 807s reconciliación entre Dios y el mundo: 830s Nacimiento nuevo nacimiento según 1 Pe: 845 Nacimiento de Jesús: 595, 920-923 Nacimiento virginal: 66-74, 874, 920s analogía entre el nacimiento virginal y resurrección de Jesús: 71-73 concepción de Jesucristo: 67, 73 la «virgen» de Is 7,10-17: 102ss paternidad única y plena de Dios: 68ss, 73s presupuesto, no mito: 73 problemática del concepto: 66s, 70 Natán (profecía de): 213s, 910 Naturaleza y sobrenaturaleza: 816 Naturalezas de Cristo (cf. Cristología histórica): 40, 485-487 diferencia óntica y ontológica: 40 doctrina de las dos naturalezas: 325, 341, 457 examen crítico de la doctrina de las dos naturalezas: 485-487 fundamento de la cristología de las dos naturalezas en Jn: 275 Jesús como acontecimiento escatológico del hombre y la doctrina de las dos naturalezas: 480-487 la doctrina de las dos naturalezas no es una base suficiente para la cristología: 398ss la doctrina de las dos naturalezas como punto de partida de la cristología escolástica: 386 la doctrina de las dos naturalezas y la cristología bíblica: 407-411 la doctrina de las dos naturalezas y la historiciclad de Jesús: 435s la doctrina de las dos naturalezas como punto de partida para la interpretación de las perfecciones humanas de Jesús: 443s, 448 problemática de la doctrina de las dos naturalezas: 374, 399s, 439, 466ss naturaleza divina: 388
ÍNDICE ANALÍTICO
concepto estático de la naturaleza divina: 469 comprensión de la naturaleza divina a partir del concepto de filiación: 436s insuficiencia del concepto de naturaleza divina: 410 la naturaleza divina de Cristo y la relación con el Padre: 392s, 400s, 407s, 413 naturaleza divina e historicidad: 436s naturaleza humana de Jesús: 387 carácter abstracto del concepto «naturaleza humana»: 410 la naturaleza humana como determinación límite: 481 la naturaleza como principio operativo: 410 naturaleza concreta: 396 necesidad del concepto «naturaleza humana»: 410 relaciones de la naturaleza humana: 395 naturaleza pura: 476 Necesidad de la redención: 860 por parte de María: 896s Nestorianismo: 354, 361ss, 365, 367s, 435s Nombre: 258 Nombre de Jesús: 597, 601, 909 diferencia entre el hombre «Jesús» y el título ministerial «Cristo»: 970 Obediencia de Jesús: 89, 91, 255, 272, 447, 491s, 499ss, 555 en Ireneo: 329 la encarnación como obediencia: 492s obediencia de Cristo y «kénosis»: 681, 706s obediencia del Hijo en su resurrección: 781s obediencia en el Monte de los Olivos: 715s obediencia total en la muerte de Jesús: 488s participación de María en la obediencia de Jesús: 933 Obstinación: 223 Ocultamiento de Dios: 341 Optimismo: 833, 988, 997s, 1011 Oración de Jesús: 491, 582 en Le: 249 Oráculos conminatorios: 101 Orden hipostático relación de María en el orden hipostático: 890s Osiris: 1034s estructura cosmobiológica de la religión de Osiris: 1050
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Paciencia: 89, 808s Paganos: 650s, 843 misión entre paganos: 28 relación entre Israel y los paganos: 50, 179s, 182 Palabra de Dios (cf. Logos): la palabra profética es eficaz: 170 las apariciones del Resucitado como prenda del advenimiento continuo de la palabra de Dios en la Iglesia: 779 manifestación en el AT: 64s Palabra, Sabiduría y Espíritu en el AT: 152 Palabras de Jesús en la cruz: 23 ls Pancritismo: 981 Paráclito: 278, 281ss Paraíso: 103, 110, 119 Parusía: 270, 296, 301ss expectación de la parusía: 200s de una parusía próxima: 28, 40s, 45, 108, 155 idea de la exaltación y expectación de la parusía: 207 la parusía de Cristo en Pablo: 267 resurrección y parusía: 766, 792 retraso de la parusía: 245 Pascua existir en el misterio pascual: 807-809 y circuncisión: 599 y rescate de los primogénitos: 604s Pasión (de Jesús) interpretación de la pasión de Jesús como sufrimiento expiatorio por «los muchos»: 197 la pasión del Dios-hombre en Cirilo: 368 r la pasión de Jesús en los «logia» sobre el Hijo del hombre: 231 problema del Mesías paciente en el judaismo: 197 problema de los sufrimientos en los cánticos del Siervo de Yahvé: 138 tentación de Jesús y pasión: 627s teología de la pasión: 682-686 Pastor alegoría de los pastores en Zac 11,4-17 y 13,7-9: 112 el nuevo David como pastor en Ez: 107 Paz: 832, 844 como contenido de la salvación en el AT: 168 Pecado: Til cambio de la relación entre Dios y el mundo por el pecado: 1005 conexión del pecado con la muerte: 743, 748s dolor por el pecado: 991, 994, 996s efectos del pecado en la relación del hombre con el mundo: 454s
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ÍNDICE ANALÍTICO
el pecado del mundo en el Monte de los Olivos: 713-715 el pecado incluido en la acción salvífica: 75, 77 la cruz como consecuencia del pecado: 92 la cruz como revelación del «mysterium iniquitatis»: 550 la teología del pecado a la luz de Cristo: 472 pecado y redención según Anselmo de Canterbury y Tomás de Aquino: 547s pecado del mundo: 84 pecado y encarnación: 87, 430, 434 tolerancia del pecado: 1009 victoria de Cristo sobre el pecado: 564 Pecado original: 893s, 896, 981 Pena de daño: 749 Pensamiento simbólico: 868-870 simbolismo ontológico y simbolismo didático: 868, 873 y pensamiento causal: 868 Pentecostés: 775s, 979 Perdición según Pablo y Juan: 473 Pérdida de la salvación: 839 Persona dignidad de la persona humana: 864 Persona de Cristo (cf. Cristología histórica, Ser de Jesús, Yo de Cristo): 485-487 actuación de la realidad de Jesús mediante la hipóstasis del Hijo: 408, 438s comienzo de la existencia humana, no comienzo de una persona humana: 72 persona humana concreta de Jesús: 387 personalización de las afirmaciones sobre la naturaleza: 391s una sola persona en Tertuliano: 334, 374 una sola persona en Teodoro de Mopsuestia: 358 unión en la persona: 486 Personalidad la filiación de Jesús como plenitud de la personalidad humana: 452 persona relacional: 438 relación entre persona y perfección: 43 y fases de evolución: 42 Personalidad (en sentido moderno) de Cristo: 41s, 43 la personalidad crece en relación con la diferencia de naturalezas: 40 la personalidad de la realidad humana de Cristo: 440ss persistencia de la personalidad humana en la filiación divina: 485s Personalidad corporativa: 157 Pesimismo: 833, 988s, 1011, 1032
Platonismo: 326 Plenitud de los tiempos: 590, 592s Pléroma: 455ss Pneumatólogía: 960-964 Potencias: 1002s triunfo de Dios sobre las potencias de la muerte: 1003s Potencias cósmicas: 255, 259, 263s Predestinación de Cristo: 61-64, 891s predestinación de la humanidad en Cristo: 64, 267 y pecado: 892 Predestinación de María: 889-892 predestinación de Cristo y de María: 890ss predestinación a la maternidad divina eclesiológica: 892 Predicación en el AT: 170 la predicación profética como palabra eficaz y predicación existencia!: 170 Predicciones: 183 Preexistencia de Cristo: 39, 256, 262, 264, 285, 302, 394, 423-428, 493-496, 515, 551, 968 doctrina de la preexistencia en los escritos judeocristianos: 321 la preexistencia en la Carta a los Hebreos: 528 la preexistencia en Justino: 325 posibilidad de una cristología de preexistencia: 443 preexistencia y exaltación: 201s, 254s preexistencia de la Sabiduría: 154 preexistencia del Logos en Jn: 274 preexistencia del Hijo del hombre: 157s, 159 problemática del concepto «preexistencia»: 426s punto de partida de la cristología fuera de la preexistencia: 394, 399, 421, 425 Presentación de Jesús: 602-607, 929-931 intervención de María: 927 José no rescata a Jesús: 604, 927 ley del rescate de los primogénitos varones: 602s ley de la purificación para la madre: 603 sentido del no rescate de Jesús: 605s Proceso de Jesús: 226, 720-724, 772s Profecías de la Pasión: 697s Profeta concepto de profetisa en el AT: 870 consagración profética de Jesús: 971 diferencia entre profeta y rey: 127 esencia de la función profética en Dt 18,15-18: 126s
ÍNDICE ANALÍTICO
mediación de la voluntad de Dios e intercesión: 127 formas institucionalizadas de lo profético: 127 Jesús como profeta en Le: 247-249, 510514, 551 rasgos proféticos: 128 Promesa davídica: 96ss Déutero-Zacarías: 109-113 el «traspasado»: 113 el rey salvífico y el Siervo de Yahvé: llls Ezequiel: 107 Jeremías: 106s Salmos de Salomón: 114 textos de Qumrán: 115 Zacarías: 108s Protoevangelio: 98, 871-873, 938, 990s Providencia: 1011 s Pueblo de Dios: el pueblo de Dios escatológico en Mt: 235 Purgatorio: 754, 757s Qumrán: 115s, 147 el Maestro de justicia: 125, 148 expectación de un Mesías sacerdotal escatológico: 124 la expectación davídica en: 115s Rey de justicia e Hijo del hombre: 160 Realidad posición de Cristo en el conjunto de la: 39 Recapitulación: 88, 93, 547, 549 Reconciliación: 134s, 388, 829-836 del mundo por la cruz y la resurrección: 807s Dios como reconciliador según Pablo: 830s el hombre reconciliado: 834-839 inclusión del universo en la: 832s según Col.: 832s Redención (cf. Efecto de la acción salvífica de Dios en Cristo, Encarnación, Salvación, Soteriología): 819s, 821s ¿autorredención?: 861s como liberación en el AT: 167 como rescate: 825s, 835 como restauración del orden de la creación: 855 creación y: 86, 88, 91, 93 de Abrahán: 819 de la comunidad: 864s de la relación del hombre con el mundo mediante la relación de Dios a través de Cristo: 453-455 del origen humano por obra de Dios a través de Cristo: 449-453
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efecto anticipado de la redención en María: 949s el juicio como redención en el AT: 168 el nestorianismo como riesgo de la redención: 365 en Cristo y las religiones soteriológicas no cristianas: 1048-1053 en la Constitución Gaudium et spes: 863-865 experiencia de la: 277 hipótesis de la acción salvífica por medio del Espíritu: 983 incorporación del hombre a la obra redentora: 886s influjo del concepto cristiano de redención en la antropología: 1049s interpretación naturalista: 853 María como perfectamente redimida: 882, 885, 887, 893, 914 necesidad universal de la redención y concepción inmaculada de María: 895 objetiva y subjetiva: 861, 914s, 952s, 983 papel de María en la: 937ss, 950-954 para la libertad: 834s «redención eterna»: 976 según Tomás de Aquino: 548s y encarnación: 85, 92 y preexistencia: 48 y salvación: 817s, 821 Reino de Dios: 35, 193, 245, 537-539 como objeto de la predicación de Jesús: 511 como reino del Padre: 512 concepción neotestamentaria del: 537539 dominio de Dios y salvación: 823 el misterio del reino de Dios en Mt: 241 Jesús como acontecimiento del: 388, 474 Relación: actuación de una relación creatural por medio de una relación divina: 439 cristología relacional: 392s, 395, 401, 408, 417, 437, 551 estructura relacional y unidad de Cristo: 457 significación relacional de la filiación divina: 483 subsistencia relacional de la realidad Cristo: 468 Relación Dios-mundo como marco de la cristología: 398s, 401s, 460 doble orientación: 399, 405, 460 establecimiento de la relación Diosmundo por el acontecimiento Cristo: 398s
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ÍNDICE ANALÍTICO
Relación mundo-Dios contenido de la relación del mundo con Dios: 471-487 de la relación negativa: 472s de la relación positiva: 473-476 prehistoria positiva: 477 Dios como ser distinto del mundo: 462s Jesucristo como relación permanente del mundo con Dios: 501-503 significación escatológica de la relación de Jesús con Dios: 476-479 la acción del mundo ante Dios: 463 la relación histórica de Jesús como relación eterna intradivina: 493-496 mediación cristológica: 463s, 466ss, 478s como solidaridad y representación: 468-471 Cristo, incluso en cuanto Hijo eterno, se halla en el movimiento hacia Dios: 466ss extensión en la historia: 487s Jesús como fundamento de la nueva relación con Dios: 475 la muerte de Jesús como realización radical de su relación con Dios: 488s la relación del mundo con Dios no afecta sólo a la realidad humana de Cristo: 465 relación de Jesús y del mundo con Dios: 47ls, 477 relación de Jesús con Dios y realizaciones humanas: 496-501 peculiaridades de la relación de Jesús con Dios: 482 prioridad de la relación de Jesús con Dios: 469 Religión: el cristianismo como religión histórica: 28 obra de Cristo en la: 49 Religiones soteriológicas: concepto de «religión soteriológica»: 1029-2033 concepto de «salvador»: 1033 idea del mal capital en las: 1032s, 1034 ideas sobre la salvación: 1032, 1039, 1041 subordinación de la soteriología a la praxis en el budismo: 1052 tipos de religiones soteriológicas no cristianas: 1034-1048 antiguas religiones de la India: 10361042 cultos mistéricos: 1035s formas de piedad teísta en la India: 1042-1044 gnosticismo: 1044-1048 religión de Osiris: 1034-1036
Representación (cf. Sustitución) Resto: 733 Resurrección: de Jesús y la resurrección de entre los muertos: 271 del Siervo de Yahvé: 136 Resurrección de Jesús (cf. Muerte de Jesús): 33s, 36, 44, 48, 79, 760-809 aceptación del sacrificio de Jesús en la resurrección: 527, 561, 773 al tercer día: 795s aspecto trinitario: 771-780 acción del Espíritu como prueba de la resurrección de Jesús: 777 la resurrección atribuida al Padre: 71ss, 188s, 194, 210, 213, 771 libertad y obediencia del Hijo: 769 revelación del Espíritu: 775s, 780 como comienzo de la fe en Cristo: 188194 como divinización suprema de la humanidad de Cristo: 559s como edificación del templo definitivo: 119s como hecho sin igual: 764s, 769, 785 como momento de crisis en el fundamento de la realidad: 38s, 44 como paso a una nueva forma de existencia: 72, 764 como paso del antiguo al nuevo eón: 785s como punto de arranque de la cristologia: 194-202, 309, 394, 413, 419s el kerigma de 1 Cor 15,3ss: 196 en Marcos: 223 como punto de partida para interpretar la comunicación de verdad entre el Padre y el Hijo: 446 como rehabilitación: 418-420 condición del Resucitado: 801-803 confesión de fe en la divinidad del Resucitado: 782s descubre el significado de la muerte de Jesús: 34, 36, 48, 198, 418-420 dudas de los discípulos: 801s el hecho de la: 800s el problema de la historicidad: 188ss, 761, 765, 785ss la resurrección acontece en el punto de contacto de la historia con la eternidad: 72 el sepulcro vacío: 765, 786s, 793s el ser en Cristo determinado por la cruz y la: 785, 807s en la historia (de la Iglesia): 778s, 786s, 803 fe en la: 762s, 787, 804 idea del Dios vivo: 765
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insuficiencia de los esquemas interJesús como revelador según Jn: 514-520, pretativos: 767 556 reivindicaciones del Jesús histórico: «sub contrario»: 431, 456, 687, 693 y fe: 31 766s Revolución: 1025 interpretación de la vida de Jesús a la Rey luz de la: 41s, 194, 394, 783s, 763, 770, 772, 775, 782, 808 función universal del: 180 la misión como motivo pascual: 784s, ideología davídica del: 103 803 absorción de esta ideología por el sacerdocio: 124 la muerte y la resurrección como diálogo la ideología del rey antes y después de existencial: 489 la Biblia: 99, 117, 138, 162 la Pascua como manifestación de la repredicados regios de la sabiduría: 153s lación de Dios con el mundo: 414 reinado escatológico de Cristo: 543 las apariciones: 762s, 775, 778, 780s, Rito: 841, 1053 784, 792, 795, 797, 801, 803 libertad del Resucitado: 801s plena comunidad de acción de Jesús con Sábado Santo: 687, 738-760 Dios por obra de la Pascua: 488s los dolores del Sábado Santo según Nirelatos de la resurrección colás de Cusa: 752 apariciones de ángeles en el sepulcro: y purgatorio: 757s 795 Sabiduría: 1 Cor 15,3-5: 762, 788 como mediadora en la creación: 154 labor de composición en los relatos función profética: 153 de la resurrección: 788-791 función sacerdotal: 154 los relatos de la resurrección en los Palabra, Sabiduría y Espíritu: 152 evangelios: 787, 789-798 personificada en el AT: 152-155 necesidad de metáforas: 798-800 predicados regios: 154 opción previa de la exégesis: 787s preexistencia: 155 problema de Galilea y Jerusalén: 792s Sacerdocio (cf. Sacrificio) problema del final de Me: 791s, 794 aarónico y levítico: 123 ¿«realismo macizo» de los relatos?: circuncisión y: 599s 802 como institución y la falta de sacerdoresurrección, muerte y encarnación: 559s tes en el AT: 117 según la Escritura: 202 fundado en Melquisedec: 117, 125 significado de la Pascua en la vida de la persona del sacerdote pasa a primer Jesús: 415, 418-420 término en los escritos posexílicos: superación de la distancia histórica por 120 obra del Resucitado: 37 según Cr: 122s testigos: 762s, 765, 786, 799 según el Código sacerdotal: 121 testimonio del Resucitado sobre sí misSacerdocio de Cristo: 520-537, 977 mo: 780-785, 801s carácter sacrificial de la obra de Cristo encuentros con el Cristo vivo: 767, según Jn: 534-537 780s Cristo como sacerdote y víctima: 44 el sumo sacerdote en Heb: 294-296, 479, trasfondo conceptual: 764-768 528-534 horizonte apocalíptico del judaismo explicación sistemática: 557-565 tardío: 766s autoinmolación eterna de Cristo en el unidad de muerte y resurrección en cielo: 561s Jn: 537 el sacerdocio de Cristo en correspony filiación divina: 43, 394, 419, 442 dencia con las fases del misterio de y fundación de la Iglesia: 803-807 la encarnación: 560-562 y parusía: 766, 792, 799 la función sacerdotal de mediación Retorno cíclico: 1035 como radicada en la encarnación: Revelación 763 contenido de la: 817 historia de los dogmas y de la teología: dirigida a María: 908s, 923 547-551 fundamentación de la función reveladora Anselmo de Canterbury: 547s de Cristo: 551, 553 Ireneo: 547 historia de la revelación y cristología: Padres latinos: 547 396s
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ÍNDICE ANALÍTICO
teología actual: 550 Tomás de Aquino: 548s Trento: 549 intercesión sacerdotal ante el Padre: 525 Jesús como sumo sacerdote: 601 mediación celeste: 530s, 557, 566 solidaridad del sumo sacerdote: 529 Sacramento acontecimiento sacramental en la Pascua: 786 la glorificación de Jesús hace posible la presencia eficaz de los sacramentos: 565s natural: 1005 sacramentalidad de la Iglesia: 1007 Sacrificio (cf. Sacerdocio, Sacerdocio de Cristo) celeste: 530s celeste y sacrificio de la cruz: 561s «cooperación» de María en el sacrificio de la cruz y «cooperación» del Espíritu Santo: 977 culto sacrificial en el AT: 116, 121, 140 de Jesús en Heb: 294s, 475 del cordero: 681 en el AT y en el NT: 531 espontaneidad del sacrificio de Cristo según Jn: 534s especulación sobre el sacrificio en las religiones de la India: 1037 irrepetibilidad del sacrificio de Cristo: 534, 557, 565 la muerte de Jesús como sacrificio de la nueva alianza: 524s y banquete: 71 ls Salmos reales: 98-100 Salvación (cf. Efecto de la acción salvífica de Dios en Cristo, Pecado, Perdición, Redención): 48 apropiación de la salvación por la fe: 843 aspecto personal de la: 833 bienes salvíficos en el AT: 168 carácter definitivo de la: 840 carácter indirecto de la: 833 como autocomunicación de Dios: 848 como liberación: 834 como visión del Padre en Orígenes: 338 concepciones de la salvación en las religiones soteriológicas: 1032, 1039 concepto de salvación entre los brahmanes: 1036s de los ateos: 1025-1027 descripción de la salvación en Mt/Lc: 822s Dios como salvación: 820s, 830 distintas concepciones: 818 el más allá y la: 845s escatológica según Ap: 846s
funciones salvíficas en el AT: 166-171 componentes regios: liberación y justificación: 166-168 componentes sacerdotales: bendición y expiación: 168 componentes proféticos: revelación e intercesión: 169-171 la distinción de naturalezas como condición de: 372 la pasión del Siervo de Yahvé como causa de la: 135 la persona de Jesús como punto aglutinante: 828s preponderancia de la: 479 presencia de la: 824, 840 promesa de la salvación en Heb: 845s realización de la salvación en la Iglesia: 844s referencia comunitaria de la: 1031 relación trascendental de la: 402 según Jn: 826-829 según Pablo: 829-840 significación salvífica de Jesús en Le: 243s situación salvífica previa: 833 universalismo de la salvación en el Déutero-Zacarías: l l l s y dominio de Dios: 819s Sangre: 824s Sangre de Jesús como sangre de la alianza: 235s Santidad de Dios: 564 Santidad de Jesús: ~i4A, 501 Santificación del mediador en el AT: 172 Satán: 1007s «derecho» de Satán sobre el hombre: 855 Jesús y Satán en el relato de las tentaciones: 625s, 632 Satisfacción: 547, 549 del Siervo de Yahvé en el AT: 134 doctrina de la: 816, 860, 862 Secreto mesiánico: 190, 222, 226, 230, 233, 442s, 645, 784 Secularización: 1023 Señorío de Cristo: 262ss, 419, 565-568 Cristo como Señor: 537-543 en la Iglesia: 765 entrada de Crkto en su señorío: 519, 566 plenitud de señorío por medio de la muerte y la resurrección: 565 sobre la creación: 567 Ser de Jesús (cf. Jesucristo, Yo de Cristo) conexión del ser y el obrar de Jesús: 42s relación entre el centro humano de acti-
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de Jesús: 707, 736, 739, 743 vidad y la filiación divina: 481, 486 con los muertos: 745-751 Sheol: 701, 746-751 del grupo: 992 concepto veterotestamentario: 746s Cristo experimenta el pecado en el «desdel sumo sacerdote en Heb: 528s census»: 753-755 la mediación cristológica como: 468-47]. imposibilidad de determinar el estado línea descendente y ascendente de l a en el: 749s solidaridad de Cristo en cada fase de Shivaísmo: 1042ss su sacrificio: 562s Siervo de Yahvé: 73, 129-146, 287, 520soteriológica: 470 523, 699s Soter: 212, 250, 289 cánticos del: 129-146 Soteriología (cf. Redención): 389s, 1014 carácter sustitutivo: 122s, 140 antropología soteriológica: 434s cuestiones literarias: 129 conexión soteriológica del problema del destinatarios del Siervo: 130s conocimiento y la libertad de Jesúsel Siervo de Yahvé como personifica434s ción del pueblo: 141ss cristología y: 397s, 402, 427, 449-455 el Siervo como figura individual e de Orígenes: 854 ideal: 143s función soteriológica del ángel de Yahvéel sufrimiento como rasgo caracterís150 tico: 132, 521s ideología del Siervo de Yahvé y térraj. funciones sacerdotales de mediación: nos soteriológicos: 144s 140-142 la persona de Jesús es la obra salvíficahistoria posterior del tema: 144-146 43 influjo en Flp 2,6-11: 260-262 justificación y exaltación del Siervo: latina: 859s 134-136 lugar de la resurrección en la soteriomisión profética: 131 logía paulina: 217s relación con el rey davidico: 138-139 ontología y soteriología de Cristo: 394 «resurrección»: 137s 395 significación soteriológica: 133-137 problema de la reinterpretación de algu. como imagen dominante en la interprenos conceptos soteriológicos: 816 tación de la resurrección: 768 proyección soteriológica de los Símbo. concepto de siervo en el AT: 172 los: 850s en la apocalíptica del judaismo tardío y del cristianismo primitivo: 145 significación soteriológica del Siervo de en Me: 227ss Yahvé en el AT: 133-135 en Mt: 233-235 temática soteriológica de lucha en el ATJesús como: 173, 175, 520-522 167 ios mediadores del AT como Siervos de unidad de la obra salvífica de Cristo seYahvé: 171ss gún Heb: 534 y el mediador real de la salvación: 112s, Subordinacianismo: 444, 448 520 Sucesión Signo de Jonás: 742, 796 mosaica: 128 Silencio (cf. Secreto mesiánico) Sufrimiento expiatorio: 862s de Jesús: 595, 628 Sumo sacerdote (Jesús): 293-297, 299, 528534, 557, 561s ' imposición de silencio a los demonios: 223 Sustitución (cf. Solidaridad): 826 Símbolo: 574 carácter sustitutivo de la pasión del Sierestructura histórico-salvífica del: 397 vo de Yahvé: 134, 140 estructura pneumatológica de la primicarácter sustitutivo del dolor expiatorio tiva confesión de fe: 963s de Jesús: 522 Sión: 96, 99, 107, 118s, 141, 143 carácter sustitutivo de la muerte sacriSoberanía de Cristo ficial de Jesús: 524s, 564 realidad peculiar de Cristo y carácter la mediación cristológica como: 468-471 funcional de sus títulos de soberapapel vicario de María en la salvación: nía: 406, 537-539 914-916 Solidaridad (cf. Sustitución) proexistencia de Jesús: 1020s cristología solidaria: 395s, 401, 462, 524, profética en el AT: 170s 550, 558 sufrimiento vicario en el AT: 991s, 994
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ÍNDICE ANALÍTICO
Tammuz liturgia de 137 Teísmo «teísmo implícito» 1026 Templo 108, 118ss conciencia del Padre en Jesús 609 el nuevo templo en Ez, Ag y Zac 119s Jesús a los doce años en el 607 610, 931s María no entiende 931s prescripciones de la ley 608s Tentaciones de Jesús 624 634, 1008 derrota de Satán vinculada a las tenta Clones en Me 627 el desierto 629s historia de las fuentes y de la tradición 624 interpretación de los sinópticos 626 634 Cristo segundo Adán (Le) 633s Cristo vencedor (Me) 626 629 Cristo verdadero Israel (Mt) 629 633 Mt relaciona las tentaciones de Jesús con la tentación de Israel en el desierto 629s «Sitz ím Leben» 624 626 y pasión 633s 670 Teodicea (cf Mal) babilónica 990 concepto y problemática filosófica 986 989, 1019 cnstológica del NT 1002 1012 la teodicea como cosmodicea y antro podicea 1008s declaraciones del magisterio lOOls del AT 990 994 versión sacerdotal y yahvista del reía to de la creación 990s el problema de la teodicea en el libro de Job 992s elementos de teodicea en la tradición cristiana 994 1002 influencias filosóficas 995s la comunión de destino con Cristo como argumento de teodicea 1001 pregunta por el origen del mal 994ss no hay teodicea sin escatología 1011 Teología cnstocentnsmo y teocentnsmo 57s de la esperanza 1019 el Espíritu Santo como horizonte de la reflexión teológica 960s el problema del ateísmo en los tratados de 1023 lenguaje de la 1022 método de la teología y de la mano logia 878, 896, 917s negativa 1016 política 1023, 1025 reducción de la teología a la ética 1021s
relación con la realidad 29 sustitución de la teología por la antropología 694 y cruz 689, 696s, 704 706 «theologia crucis» y «theologia glo nae» 705s, 1019 la teología de la cruz en Lutero 73 7s y datos históricos 28 Teología de la cruz Lutero 693 en los apócrifos 690 en Pablo 263 Teología del martirio 716s, 734s Teología de la muerte de Dios (cf Muerte de Dios) 1016 1021s, 1023s Teopasquismo 675s Teoría de la satisfacción (cf Satisfacción) 547 549 Teoría del rescate 825s Tiempo problema del tiempo escatológico 696s temporalidad como experiencia de la creaturalidad 440 temporalización del Espíritu Santo 973975 tiempo escatológico de Salvación 976 Tiempo de la Iglesia 251s, 566 Tiempo del Hi;o la apertura al Padre como constitutivo del tiempo de Jesús 89s la hora de Jesús 90, 536 la libertad en relación con el tiempo 89 Tradición el Kynos se halla tras la tradición de la Iglesia primitiva 270 Transfiguración de Jesús 510, 635 639 relación con la cruz 636, 638s, 708 Trascendencia autotrascendencia en la historia 509 como lugar de comunicación íntratnni tana 450ss comunicación de Dios y movimiento de trascendencia en la cnstología conciencial 466s «Traspasado» (Zac 12,10) 112, 144 Trinidad 400 acortamiento del horizonte trinitario en la cnstología 392, 411, 465, 467 aspecto trinitario de la experiencia del infierno por parte de Cristo 755s aspecto trinitario de la resurrección de Jesús 771780 aspecto trinitario de la salvación 828s, 848 dimensión trinitaria de la kénosis 676 679 681, 707, 735 738 distinción y unidad de las personas 964
ÍNDICE ANALÍTICO
estructura trinitaria del acontecimiento Cristo 399s, 411 referencia de toda la realidad Cristo al Padre 399s la encarnación afecta a la relación de las personas divinas 678 la interpretación de las perfecciones hu manas de Jesús depende de la manera de concebir la Trinidad 444s la comunicación de vida en la Trinidad toma forma kenótica 456s manera de concebir la Trinidad y conocimiento de Jesús 446 las personas divinas no son centros dis tintos de acción 963s motivo trinitario en la entrega de Jesús 719s preparación de la revelación trinitaria en el AT 64 relaciones no apropiadas con respecto al hombre 981 revelación decisiva de la Trinidad en el misterio pascual 777s Trinidad económica y Trinidad mma nente 56, 59, 76, 400, 425, 681 Trinidad inmanente 426s Unción de Jesús 545 Ungido de Dios (cf Mesías, Unción de Jesús) en el AT 173 Jesús como 174 Unidad de Cristo (cf Cnstología histórica) estructura relacional y 457 unidad unificante y unificada 439, 444 unión en la persona 486 Unión htpostáttca 388s, 415ss, 451, 551 como caso supremo de la relación tras cendental entre el hombre y Dios 465s como historia efectiva 410s hipóstasis actuante 438 la asunción hipostática como perfección de la criatura espiritual 552 la elevación hipostática como unción sacerdotal 561, 971 la impecancia de Cristo como consecuen cía de la 558
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la resurrección como consecuencia de la 559 y la gracia de Cristo 899s Universalismo cristiano 1033 Vedas 1036ss Venida de Jesús 83ss el que ha de venir 83ss la venida como descenso, encarnación y kénosis 85s Verdad concepto moderno de 27 Vida como bien salvífico en el AT 169s nueva en Cristo v en el Espíritu 838 según Jn 826 829 Vida de Jesús importancia de la 42s, 394 problema de escribir una 28, 191s proceso de autoconcienciación en la 43 Virginidad de María 595, 871, 873s, 887 910 912 después del parto 876, 923 929 en el parto 921ss los hermanos de Jesús 904s, 923 927, 936 matrimonio y virginidad en María 927s problemas exegéticos 903s, 923 927 ¿proposito de virginidad? 906, 928 sentido de la virginidad perpetua 927s Visión de Dios a través de la humanidad de Jesús 468 en Jesús 554, 560 durante la Pasión 713s Visnuismo 1042ss Voluntad de Jesús (cf Cnstología histórica Libertad de Jesú<:, Obediencia) 499-501 características de la 447s voluntad humana y voluntad divina en Cristo 465 Voluntad salvifica de Dios 61 64 Yahvtsta (historia) 97 Yo de Cristo (cf Persona, Personalidad Ser de Cristo) 392 expresiones «yo» en boca de Jesús 84 621 Yoga 1040