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Invierno de Artificio
Anais Nin
Le espera. Le ha estado esperando durante veinte años. Y llega hoy. Ese cuenco de cristal con el pez de cristal y el barco de cristal, ha sido el mar para ella, y el barco que la alejó de él cuando él la abandonó. ¿Por qué la han fascinado tan intensamente los barcos, por qué ha deseado siempre alejarse de este mundo en un barco? ¿ Por qué ha soñado siempre con la huida, con la partida? Hoy, ese pasado del que ha luchado por escapar durante tanto tiempo la golpea como un látigo. Pero hoy puede soportar ese azote porque él llega, y sabe que se cerrará el círculo de la inútil espera. Qué bien recuerda la casa junto al mar, la villa ruinosa. Tenía nueve años. Llegó allí con su madre y sus dos hermanos. Su padre estaba de pie tras una ventana, mirándoles. Estaba pálido; no parecía alegrarse de verles. Ella sintió que no les quería, que no la quería. Su enojo parecía dirigido contra todos ellos, pero a ella la afectaba más vivamente, como si se dirigiese sólo a ella. No les quería, y ella no sabía por qué. La madre le dijo a él: «Este lugar le sentará bien a tu hija». Pero él no sonrió. No pareció advertir que estaba consumida por la fiebre, que se moría por una sonrisa. Nunca aparecía una sonrisa en su cara, excepto cuando había visitas, excepto cuando había música y charla. Cuando estaban solos en casa siempre había guerra: grandes explosiones de cólera, odio, rebeldía. Guerra. Guerra durante las comidas, guerra en el piso de arriba cuando sus hermanos y ella quedaban acostados por las noches, guerra en el piso de abajo mientras ellos jugaban. Guerra. Guerra... En el estudio cerrado, o en la sala de estar, había siempre una actividad misteriosa. Música, ensayos, visitas, risas. Veía a su padre en movimiento, siempre activo, tenso, apasionadamente alegre o apasionadamente enojado. Cuando se abría la puerta aparecía él, luminoso, incandescente. Una racha de vida, incluso cuando pasaba de una habitación a otra. Una ráfaga de viento. Un misterio. No una realidad como su madre, con sus mejillas rojas, saludables, su apetito y su risa franca, natural. Jamás un poco de calma, jamás tiempo para las caricias, para la ternura. Siempre tensión. Una vida destrozada por la discordia. Incluso mientras jugaban, se cernía sobre ellos la oscura furia de aquella eterna guerra en forma de amenazas, maldiciones y reproches. Jamás un momento de alegría total. Siempre conscientes de las batallas que estaban a punto de estallar. Un día hubo una escena tan violenta que ella quedó aterrorizada. La invadió un terror inmenso, irracional. Su madre estaba incitando a su padre a una cólera tal que pensó que iba a matarla. El tenía la cara de un blanco azulado. Ella se puso a gritar. Gritó hasta que se asustaron. Durante unos días hubo un intervalo de tranquilidad. Una tregua. Una paz fingida. —Las paredes de la gran biblioteca de su padre estaban cubiertas de libros. Ella solía entrar allí a hurtadillas y leía los libros que encontraba, libros que no comprendía. Había en ella un manantial de pensamientos secretos que no podía expresar, que tal vez habría formulado si alguien se hubiese detenido a mirarlos con ternura. La única persona que habría podido ayudarla la aterrorizaba. La mirada de su padre era siempre fría, crítica, escéptica. No creía que los dibujos que le mostraba los hubiese hecho ella. Pensaba que los había calcado. No creía que ella hubiese escrito los poemas que le entregaba. Pensaba que los había copiado. Se encolerizaba porque no lograba encontrar los libros de los que imaginaba que ella había copiado sus poemas y dibujos. Ponía en duda cuanto se refería a ella, incluso sus enfermedades. Una vez, en el tren, camino de Berlín donde él debía dar un concierto, ella sufrió un dolor de oído tan intenso intenso que se echó a llorar. llorar. "Si no callas y te duermes, duermes, le dijo él, te pegaré". Ella metió la cabeza debajo de la almohada para que él no oyese sus sollozos. Lloró durante todo el viaje. Al llegar a Berlín, descubrieron que tenía un absceso en el oído. En otra ocasión, él sufrió un ataque de apendicitis. La madre le cuidaba, corría ansiosa de aquí para allá. Estaba acostado acostado en la amplia cama, muy pálido. pálido. Ella volvió de la calle, donde había estado jugando, jugando, y le dijo a su madre que le dolía mucho el vientre. Inmediatamente, su padre dijo "No le hagas caso, está haciendo comedia. Me está imitando". Pero lo cierto era que tenía un ataque de apendicitis. Hubo que llevarla al hospital y operarla. Su padre, en cambio, se recuperó. Sólo estuvo en cama tres días. ¡Cuánta crueldad! ¿Era realmente cruel, se preguntó ella ahora, o se trataba de simple egoísmo? ¿Era sólo un niño grande que no podía soportar tener un rival, ni en la persona de su propia hija? No lo sabía. Ahora le esperaba.
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Quería contárselo todo. Quería oír lo que él tuviese que decir. Quería oírle decir que la quería. No sabía por qué le quería tanto. No podía creer que tanta crueldad hubiese sido intencionada. Le quería. Él se había mostrado tan crítico, tan severo, tan suspicaz con ella que ella se había vuelto reservada, mentirosa. Nunca decía lo que realmente pensaba. Tenía miedo de él. Mentía como una árabe. Mentía para eludir sus duras miradas, sus fríos y amenazadores ojos azules. Había inventado otro mundo, un mundo de apariencias, de ilusión, de juegos, de comedias. Tiranizaba a sus dos hermanos, les enseñaba juegos, les divertía, actuaba para ellos, les tenía encandilados. Era una fierecilla, y ellos la adoraban. Nunca la abandonaban, ni por un momento. Eran sencillos, sinceros. Ella lo complicaba todo, incluso los juegos a los que jugaban. En Berlín, cuando tenía cinco años, se había escapado. A la vuelta de la esquina la esperaba un chiquillo de siete años. Se llamaba Heinrich. Era una niña pálida y enfermiza. El médico berlinés había dicho: "Tiene que vivir en su clima nativo. Vuelvan allí". Pero no había dinero para eso. Acababa de nacer su hermano más pequeño. En casa no había dinero, excepto para libros y música, para un abrigo forrado de piel, para el agua de colonia con que su padre tenía que rociar sus pañuelos, para las camisas de seda que exigía cuando salía en una gira de conciertos. En la villa junto al mar, se metió en cama y lloró durante toda la noche sin saber por qué. Pero la villa tenía un jardín. Un hermoso jardín en el que uno podía perderse. Se sentaba junto al ventanal gótico adornado con piedras de colores y miraba al exterior por una piedra tallada que había en el centro del ventanal; permanecía allí durante horas y horas contemplando aquel otro mundo misterioso. Colores. Deformaciones. Árboles color rubí. Cielos color naranja. Sentía que existían otros mundos, que se podía escapar de este mundo tan lleno de dolor. Pensaba mucho en aquel otro mundo. Rodeaba a su padre una aureola de fragancia, de pulcritud inmaculada, de elegancia. Nunca llevaba un traje arrugado, se cambiaba de ropa todos los días, y era una delicia acariciar el cuello de piel de su abrigo. La madre era una persona atareada, maternal; nunca había sido elegante. Como él les dejaba a menudo para emprender sus giras, estaban tan acostumbrados a sus despedidas que apenas interrumpían sus juegos para darle un beso. Ella recordó ahora el día que salió para una de aquellas giras. Estaba de pie en el umbral, elegante, aristocrático. Parecía el mismo de siempre. De pronto, movida por una intensa premonición, ella corrió hacia él y le abrazó apasionadamente. «¡ No te vayas, padre! ¡No me dejes! », le suplicó. Tuvieron que apartarla a la fuerza. Lloró con tal violencia que su padre se sorprendió. Aún ahora podía sentir el esfuerzo que hizo su madre por romper su abrazo. Aún podía ver la vacilación en el rostro de su padre. Le rogó e imploró que se quedase. Se aferró a él desesperadamente, clavándole los dedos en las ropas. Recordaba el esfuerzo que él hizo para desasirse, y cómo se alejó rápidamente sin mirar atrás una sola vez. También recordaba que su madre se había sorprendido ante su desesperación; no alcanzaba a comprender qué fuerza se había apoderado de ella. Desde aquel día, no había vuelto a ver a su padre. Han pasado veinte años. Y él llega hoy. Entraron en el puerto de Nueva York, su madre, sus dos hermanos y ella, en medio de una violenta tempestad. Los españoles que iban a bordo estaban aterrorizados; algunos estaban de rodillas y rezaban. No les faltaba razón para estar aterrorizados: había caído un rayo en la proa del barco. Ella se afanaba en hacer una entrada de última hora en su diario, que había empezado cuando salieron de Barcelona. Era un monólogo, o un diálogo, dedicado a él, inspirado por la superabundancia de pensamientos y sentimientos que le causó la separación. Con el océano entre ellos creía que al menos podía intentar revelarle con absoluta sinceridad el gran amor que sentía por él, así como su tristeza y añoranza. Llegaron a Nueva York con grandes cestos de mimbre, una jaula llena de pájaros, un violín en su estuche, y sin dinero. Ella llevaba el diario en un cestito. Era tímida, reservada. Captaba sólo fragmentos fugaces de la nueva realidad que la rodeaba. En el muelle les esperaban tías y primos. Los mozos negros se lanzaron sobre su equipaje. Recuerda vívidamente cómo se agarró al estuche del violín de su hermano. Quería que todo el mundo supiese que era una artista. Al entrar en el metro observó inmediatamente lo extraña que era aquella ciudad de Nueva York, con sus escaleras que se movían solas arriba y abajo. Y en el vagón cientos de bocas mascaban, masticaban. Su hermano pequeño preguntó: «¿ Son rumiantes los americanos?».
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Tenía once años. Su madre estaba ausente casi todo el día buscando trabajo. Había que zurcir calcetines y lavar platos. Tenía que bañar y vestir a sus hermanos. Tenía que entretenerles, ayudarles a estudiar. Los días estaban llenos de aburrido esfuerzo; se les exigían a todos grandes sacrificios. Aunque experimentaba un tremendo alivio al ayudar a su madre, al servirla fielmente, no dejaba de sentir que el color y la fragancia habían desaparecido de sus vidas. Cuando oía música, risas y charlas en la sala donde su madre daba lecciones de canto, la entristecía la sensación de haber perdido algo. Y así, poco a poco, se fue encerrando entre los muros de su diario. A través de él mantenía largas conversaciones consigo misma. Le hablaba, le llamaba por su nombre, como si se tratase de una persona viva, su otro yo quizá. Mirando por la ventana que daba al feo jardín trasero, se imaginaba estar contemplando parques, castillos, cancelas doradas y flores exóticas. Entre las cubiertas del diario creó otro mundo en el que contaba la verdad, en contraste con las múltiples mentiras que urdía cuando conversaba con los demás, como cuando les contaba a sus compañeras de juegos que había viajado por todo el mundo, y les describía los lugares sobre los que había leído algo en la biblioteca de su padre. El anhelo por su padre se convirtió en un quejido largo, continuo. Cada página contenía largos ruegos dirigidos a él, invocaciones a Dios para que les reuniese. Horas y horas de angustia, de sueños y fantasías, de febril inquietud, de recuerdos y ansias mórbidos y sombríos. No podía soportar la música, sobre todo las arias que cantaba su madre: «Desde aquel día», «Algún día volverá», etcétera. Su madre parecía elegir sólo las canciones que despertaban sus recuerdos. Ella se sentía lisiada, perdida, trasplantada, rebelde. Pasaba muchas horas sola. Su madre era una mujer sana, exuberante, llena de planes para el futuro. Cuando ella estaba de mal humor, la reprendía. Cuando le hacía alguna confesión, se reía de ella. Su madre parecía dudar de la sinceridad de sus sentimientos. Atribuía sus cambios de humor a su imaginación desbordante, o a la herencia. Cuando estaba enfadada, le gritaba: Mauvaise graine, va! Ahora se enfadaba a menudo, aunque no con ellos. Se veía obligada a luchar por ellos todos los días de su vida. Necesitaba todo su valor, de todo su empuje y optimismo, para enfrentarse al mundo. Nueva York era hostil, fría, indiferente. Eran inmigrantes, y se lo hacían sentir. Incluso en Nochebuena su madre tuvo que cantar en la iglesia para ganar algunos centavos. La madre les hacía sentir que su gran crimen era parecerse a su padre. Cada llamarada temperamental, cada estallido trágico era severamente condenado. Hasta la palidez de la niña servía para traerle a la madre su recuerdo. También él había estado siempre pálido y enfermizo, pero todo era comedia, decía ella. Cada día añadía una pequeña pincelada a la imagen que tenían de él. Las rabietas del hermano menor, su rebeldía, su destructividad, venían de su padre. La imaginación de la niña, sus exageraciones, sus fantasías y mentiras venían de su padre. Y era cierto. Todo venía de él, hasta las mentiras que nacían de los libros que ella había leído en su biblioteca. Cuando les contó a los niños de la escuela que una vez había viajado por Rusia en una carreta cubierta, no era una mentira, porque mentalmente había recorrido muchas veces aquel camino cubierto de nieve. El frío de Nueva York reavivó los recuerdos de los libros de su padre, de los viajes que ella había ansiado emprender con él cuando él se marchaba. Enfrentarse al frío de Nueva York requería esfuerzos sobrehumanos. Mientras daba de comer a las palomas en Central Park, de pie en medio de la nieve, hubiese deseado morir. El terror de enfrentarse cada mañana a la nieve y al hielo la paralizaba. La escuela estaba a la vuelta de la esquina, pero ella no tenía valor para salir de casa. Su madre tuvo que pedirle al portero negro que la acompañase a la fuerza. «Pobecita, le decía, tendríaj que viví en el sú.» Le prestaba sus guantes de lana y le daba palmadas en la espalda para hacerla reaccionar. Sólo en el diario podía desvelar su verdadera personalidad, sus verdaderos sentimientos. Lo que realmente deseaba era que la dejasen sola con su diario, con sus sueños en torno a su padre. En la soledad era feliz. Su mente rebosaba de ideas. Describía cada fase de su vida con detalle, con detalles minúsculos, infantiles, que ahora parecen ridículos y absurdos, pero que tenían por objeto explicarle a su padre la necesidad que sentía de su presencia. Aunque aborrecía Nueva York, pintaba su imagen en términos brillantes, con la esperanza de que ello le incitase a venir. Cuando, para entretener a sus hermanos, representaba el papel de María Antonieta avanzando orgullosamente hacia la guillotina, de pie en un carro de sillas y con un gorro de encaje, vertía lágrimas auténticas. Lloraba por el
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martirio de María Antonieta porque era consciente de los sufrimientos que la esperaban a ella. Un millón de veces encanecería en una noche, y se burlaría de ella la multitud. Un millón de veces perdería el trono, el esposo, los hijos, la vida. A los once años buscaba en las vidas de los grandes personajes analogías con el drama de su propia vida, que le parecía destinada a ser sacudida a cada recodo del camino. Al representar los papeles de otros personajes, le parecía estar recomponiendo los fragmentos de su vida descoyuntada. Sólo en la fiebre de la creación podía volver a crear la vida que había perdido. Había un pasaje en el diario en el que escribía que le gustaría revivir su vida en España. A aquella edad temprana ya lamentaba la irreversibilidad de la vida. Ya era consciente de cómo muere el pasado. Releyó lo que había escrito sobre Nueva York para su padre, pues le parecía que no le había hecho justicia a la ciudad. Mientras vivía, observaba cada momento del día, para no perderse nada. Lamentaba el paso de los minutos. Lloraba sin saber por qué, pues era joven y no había conocido aún el verdadero sufrimiento. Pero, sin ser plenamente consciente de ello, ya había padecido la mayor aflicción de su vida, la pérdida irreparable de su padre. Entonces no lo sabía, como la mayoría de nosotros no sabemos nunca cuándo experimentamos plenamente la alegría o el dolor. Pero nuestros sentimientos nos penetran como un veneno de naturaleza indeterminable. Sentimos dolores cuyo nombre u origen ignoramos. Recordaba una noche, poco antes de Navidad, cuando, sumida en una profunda desesperación, empezó a creer que su padre iba a venir, que llegaría el día de Navidad. Aunque aquel mismo día había recibido una postal suya, y sabía que él se encontraba demasiado lejos para que sus esperanzas se realizasen, un cierto sentido de lo milagroso la hacía esperar lo que era humanamente imposible. Se arrodilló y le suplicó a Dios que hiciese un milagro. Esperó a su padre todo el día de Navidad, y también el día de su cumpleaños, que era un mes después. Vendrá hoy. O mañana. O pasado mañana. Cada desilusión la dejaba asombrada, aterrorizada. Llegará hoy. Está segura. Pero, ¿cómo puede estarlo? Está al borde de un cráter. Su verdadero Dios era su padre. En la comunión le recibía a él y no a Dios. Cerraba los ojos y tragaba la blanca forma entre deliciosos escalofríos. En la sagrada comunión se unía con su padre. Su exaltación se convertía en una apariencia de santidad. Aspiraba a la santidad para ocultar el amor secreto que guardaba tan celosamente en el diario. Las lágrimas voluptuosas que vertía cuando rezaba a Dios por las noches, la alegría sin nombre cuando estaba en presencia de su padre, la dicha inexplicable de la comunión, porque entonces hablaba con su padre y le besaba. Le adoraba apasionadamente, pero, a medida que se hacía mayor, su imagen se fue haciendo borrosa. Pero no la había perdido. Su imagen estaba profundamente enterrada en la región más misteriosa de su ser. En la superficie quedaba la imagen creada por su madre: su egoísmo, su negligencia, su irresponsabilidad, su amor al lujo. Cuando, durante un tiempo, pareció haberse agotado su inmenso anhelo por el padre, cuando pareció que casi había olvidado a aquel hombre de quien la madre hablaba con tanto rencor, ello constituyó sólo el anuncio de que su imagen se había vuelto fluída; ahora discurría por canales subterráneos, por su sangre. Ya no le recordaba conscientemente; pero, de otra manera, la existencia del padre era aún más intensa que antes. Sumergido, pero mágicamente imborrable, flotaba en su sangre. A los trece años escribió en el diario que quería casarse con un hombre que se pareciese al Conde de Monte Cristo. Aparte de los ojos negros, el retrato que hacía era el de su padre: «Un hombre muy fuerte... de dientes muy blancos, de rostro pálido y misterioso... Un andar distinguido, una sonrisa distante... Me gustaría que me contase toda su vida, una vida muy triste, llena de horribles aventuras... Me gustaría que fuese orgulloso y altivo... que tocase algún instrumento...». La imagen creada por su madre, sumada a los recuerdos confusos de una niña, no forman una personalidad; pero, en su obsesiva búsqueda, ella formó a un individuo imaginario al que perseguía sin descanso. Los ojos azules de un muchacho de la escuela, el talento de un joven violinista, una cara pálida entrevista en la calle... estos fugaces aspectos de la imagen que llevaba enterrada en la sangre la conmovían hasta hacerla llorar... El escuchar música le resultaba insoportable. Cuando su madre cantaba, se deshacía en sollozos. En aquellas actas que había levantado fielmente durante veinte años, hablaba del diario como de su sombra, su doble: «Afirmo que sólo me casaré con mi doble». Que ella supiera, ese doble era el diario, que estaba lleno de reflejos como un espejo, que podía cambiar de forma y de color y servir a todo tipo de sustituciones imaginativas. Ese
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diario que había pensado enviar a su padre, que tenía que ser una revelación de su amor hacia él, se convirtió por un accidente del destino en algo secreto, en otro muro entre ella y aquel mundo al que parecía tener prohibida la entrada para siempre. Ella hubiese deseado un gran amor y una gran ternura, confianza, franqueza. Estaba segura de que su padre la habría rechazado, pues sus exigencias eran demasiado severas. Una vez le escribió que creía que él la había abandonado porque no era una hija lo bastante inteligente o bonita. Era una persona eternamente ofendida que imaginaba que nadie la quería. Este temor a no ser querida la aplastaba como una helada condena a perpetuidad. Hoy, cuando él llegue, ¿será capaz de erguir la cabeza? ¿ Será capaz de mantener la cara alta, será capaz de mirarle a los ojos, de resistir su mirada fría? ¿No temblará su cuerpo al oír su voz? Después de veinte años la obsesiona aún el temor al padre. Pero ahora le parece que él puede absolverla de todo temor. Quizás es él quien la teme a ella. Quizá viene a escuchar el juicio que sólo ella puede pronunciar. Hoy se romperá el círculo de la inútil espera. Ella espera que él la abrace, que le diga que la quiere. Le convirtió en un Dios y fue castigada por ello. Ahora, cuando llegue, desea convertirle en un padre humano. No quiere seguir temiéndole. No quiere escribir una línea más en el diario. Quiere que él destruya ese monumento que ella le erigió, quiere ser aceptada por derecho propio. Ya llega. Oye sus pasos. Había esperado al hombre de las fotografías, al hombre joven de las fotografías. No había intentado imaginar el efecto de los años en su rostro. Aquel rostro no estaba envejecido, ni mostraba arrugas, pero lo cubría una máscara. Su rostro llevaba una máscara. La piel no era igual que la piel de sus muñecas. Parecía hecha de tierra y de papiermaché, no parecía piel verdadera. Debía de haber un pequeño espacio entre la máscara y el rostro real, una separación por la que pudiese cantar la brisa, y detrás de la máscara debía de haber otra sonrisa, otra cara, y una piel como la de las muñecas, blanca y vulnerable. Cuando la vio esperando en el umbral le sonrió, con una sonrisa femenina, y avanzó hacia ella con una gracia nítida, compacta, con aire desenvuelto y juvenil. Se sintió desconcertada. Aquel hombre que se le acercaba no parecía tener nada que ver con su padre. Sus primeras palabras fueron de disculpa. Cuando se hubo quitado los guantes, y hubo comprobado con el reloj que llegaba puntual —la puntualidad era muy importante para él—, después de besarla y de decirle que se había convertido en una mujer muy hermosa, a ella le pareció casi inmediatamente estar escuchando una disculpa, una explicación de por qué les había abandonado. Era como si detrás de ella hubiese un juez, un juez imponente a quien sólo él podía ver, como si le dirigiese un hermoso y cuidado discurso, un discurso magnífico que ella escuchó con admiración, pues su lógica era impecable; el suave cambio de las frases, la larga y completa enumeración de las imperfecciones de su madre, de todo lo que él había sufrido, el modo en que presentó todos los hechos de su vida en común, todo esto formaba una perfecta y elocuente defensa, dirigida a un juez a quien ella no veía y con el que nada tenía que ver. Su padre no estaba libre de su pasado. Mientras sacaba un cigarrillo de punta dorada, y lo colocaba con gran delicadeza en una boquilla que contenía un filtro para la nicotina, le relató la historia que ella había oído de labios de su madre, siempre con un tono de disculpa y deferencia. No tuvo tiempo de decirle que comprendía que ellos dos no habían sido hechos para vivir juntos, que no era cuestión de culpas ni de defectos, sino de alquimia, que aquella alquimia había provocado la guerra, que no se trataba de juzgar ni de echarle las culpas a nadie. Su padre estaba ya embarcado en la explicación de por qué había pasado todo el invierno en el sur; no dijo que lo había pasado bien, sino que se trataba de algo absolutamente esencial para su salud. Mientras hablaba, a ella le parecía que se sentía tan avergonzado de haberles abandonado como de haber pasado todo el invierno en el sur cuando habría debido estar en París dando conciertos. Esperó a que él se olvidase de aquel juez que se erguía tras ella, y entonces, lanzándose al presente, le dijo: —¡Es escandaloso tener un padre tan joven! —¿Sabes lo que me daba miedo? —le preguntó él—. Que llegases demasiado tarde para verme reír, que llegases cuando yo hubiese perdido la capacidad de hacerte reír. En junio, cuando vuelva al sur, tienes que venir conmigo. Creerán que eres mi amante; será delicioso.
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Ella estaba de pie, apoyada en la repisa de la chimenea. Él miraba sus manos, admirándolas. Ella se echó atrás, empujando el cuenco de cristal contra la pared. El cuenco se rompió y el agua brotó de él como de una fuente, formando un charco en el suelo. El barco de cristal ya no podría seguir navegando; yacía de costado sobre las piedras de cristal de roca. Se quedaron mirando el cuenco roto y el charco de agua en el suelo. —Quizás he llegado por fin a mi puerto —dijo ella—. Quizás he llegado al final de mi vagabundeo. Te he encontrado. —Los dos hemos errado mucho —dijo él—. Yo he estado en todas las ciudades del mundo, no sólo tocando el piano... A veces, cuando miro el mapa, me parece que hasta los pueblos más pequeños podrían ser sustituidos por nombres de mujer. ¿No sería gracioso que tuviera un mapa de mujeres, de todas las mujeres que he conocido antes que a ti, de todas las mujeres que he tenido? Afortunadamente soy músico, y mis mujeres conservan el anonimato. Cuando pienso en ellas, se me ocurre un do o un la, y ¿ quién las reconocería en una sonata?¿ Qué marido vendría a matarme por expresar mi pasión hacia su mujer en forma de un cuarteto? Cuando no sonreía, su rostro era una máscara griega, sus ojos azules eran enigmáticos, sus facciones duras y voluntariosas. Parecía frío y convencional. Ella se dio cuenta de que era aquella máscara lo que la había aterrorizado de niña. La suavidad sólo aparecía en destellos fugaces como el rayo, como chispazos. Inesperadamente, cambiaba al sonreír, la dureza se rompía y la suavidad que aparecía era femenina, declarada, seductora con la belleza de los dientes, y revelaba un hoyuelo que él decía que no era tal hoyuelo sino una cicatriz de la época en que se deslizaba por las barandillas. Cuando era niña, sentía el oscuro temor de que aquel hombre no pudiese verse nunca satisfecho, de la vida, de los seres humanos, del mundo. Sólo le interesaba la perfección. Era la percepción de su exigencia lo que la angustiaba; la oscura conciencia de sus expectativas era lo que la espoleaba a realizar grandes esfuerzos. Pero ahora se dijo que ya se había esforzado bastante, que quería descansar, que había esperado mucho tiempo el reposo. No había querido comparecer ante él hasta estar completa, hasta poder satisfacerle. Ahora quería gozar. Su vida había sido una larga lucha, un largo esfuerzo por superarse, por crear, por perfeccionar, un desesperado y ansioso vuelo ascendente, siempre apuntando más alto, buscando dificultades mayores, acumulando victorias, amores, libros, creaciones, abandonando siempre a la mujer de ayer para perseguir una nueva visión. Hoy quería gozar... Entraban juntos en un mundo nuevo, en un planeta nuevo, en un mundo de transparencia en el cual todo lo que les había ocurrido desde aquel día en que ella se le abrazó con desesperación quedaba reducido a su esencia, a un esqueleto, a una silueta. La visión y el hablar de su padre eran abstractos; su rigurosa selección actuaba como un potente foco que aniquilaba cuanto les rodeaba: el color de la estancia, el olor a Tabac Blond, el calor de la chimenea, el sol de primavera que asomaba su pálido rostro por la ventana del estudio, el brillo de su anillo de oro con el escudo, los puños inmaculados de su camisa. Todo desaparecía a su alrededor, las paredes, la alfombra bajo sus pies, el brillo del satén de su vestido, el borde anaranjado de su manga, los reflejos anaranjados de las paredes, los libros apoyados unos contra otros, los lomos blancos de los libros franceses cediendo bajo los lomos rígidos de los libros ingleses, la ligereza y rapidez de su voz española, sus palabras españolas saludando y sonriendo en medio del francés. Sólo podía ver el punto que él miraba, la intensa concentración sobre el sentido de sus vidas, y sus preguntas: ¿Qué eres hoy? ¿En qué crees? ¿Qué piensas? ¿Qué lees? ¿Qué te gusta? ¿Qué música prefieres? ¿Qué idioma? ¿Qué clima? ¿Qué hora del día te gusta más? ¿Qué caprichos tienes? ¿Cuáles son tus extravagancias? ¿Y tus antipatías? ¿Quiénes son tus enemigos? ¿Quién es tu dios? ¿Y tu demonio? ¿Qué te preocupa? ¿Qué te asusta? ¿De dónde sacas valor? ¿A quién amas? ¿Qué cosas recuerdas? ¿Qué imagen tienes de mí? ¿Qué has sido? ¿Somos extraños, con veinte años entre los dos? ¿Me obedece tu sangre? ¿Te he hecho yo? ¿Eres mi hija?¿Hemos soñado? ¿Somos reales? ¿Es real nuestra vida? ¿Existe algo real? ¿Estamos aquí? ¿Te comprendo? —Eres mi hija. Pensamos igual. Nos hacen reír las mismas cosas. No me debes nada. Te has creado a ti misma, sola, aunque yo te di la semilla.
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Paseaba arriba y abajo, a todo lo largo del estudio, haciendo preguntas, y cada respuesta que ella daba era el eco en el alma de él. Ecos. Ecos. Ecos. Ecos. Ecos de la sangre. Sí, sí a todo. Exactamente. Ella ya lo sabía. Esto era lo que esperaba. Padre e hija, iguales. Al unísono. Al mismo ritmo. No hablaban. Se limitaban a corroborar las teorías del otro. Sus frases se entrelazaban. Era una mujer, tenía que vivir en un mundo construido por el hombre a quien amaba, vivir según sus normas. En el mundo que se había construido para ella, se sentía sola. Por ser una mujer, tenía que vivir en un mundo hecho por el hombre, no podía imponer el suyo, pero ahora encontraba el mundo de su padre y le parecía adecuado a ella. Con él podía recorrer el mundo con las botas de siete leguas. El pensaba y sentía las mismas cosas al mismo tiempo que ella. —Nunca he conocido otra cosa que la soledad —dijo su padre—. Nunca he conocido a una mujer a la que pudiese llevar a mi mundo. No hablaron del daño que se habían hecho el uno al otro. No revelaron la dolencia que llevaban dentro. El no supo que la tragedia que había marcado los primeros años de la vida de ella seguía marcándola hoy. No supo que el sentimiento de haber sido abandonada seguía teniendo en ella la misma fuerza, por más que ahora supiese que no era ella la que había sido abandonada sino su madre, que en realidad él no la había abandonado sino que había intentado, simplemente, salvar su propia vida. No supo que aquel sentimiento era aún tan fuerte en ella que cualquier cosa que se pareciese a un abandono provocaba en ella una violenta tempestad interior: una puerta que se cerraba bruscamente ante ella, una carta sin respuesta, un amigo que se iba de viaje, la sirvienta que se despedía para casarse, el menor indicio de descuido, dos personas que hablaban olvidando incluirla en la conversación, o alguien que felicitaba a otros y se olvidaba de ella. El menor incidente podía suscitar una angustia tan grande como la que causa la muerte, y podía reavivar el dolor de la separación hasta hacerlo tan agudo como lo había sentido el día que su padre se marchó. En un esfuerzo por combatir esa angustia había enriquecido su vida con amigos, amores y creaciones. Pero, pasado el momento de la conquista, aparecía otra vez el desierto. Las alegrías que le deparaban las amistades, los amores, un libro recién terminado, estaban en peligro por el temor a la pérdida. Tal como algunas personas son constantemente conscientes de la muerte, ella era constantemente consciente del dolor de la separación y de su inevitabilidad. Y además de esto, trataba al mundo como si éste fuese también un niño doliente, abandonado. Jamás ponía fin a una amistad por iniciativa propia. Jamás abandonaba a nadie; se pasaba la vida curando a otros de este temor allí donde empezaba a vislumbrarlo, compadeciendo al mundo entero y dándole la ilusión de la fidelidad, de la permanencia, de la solidez. Era incapaz de reprender, de rechazar, de cortar lazos, de romper relaciones, de interrumpir una correspondencia. Su padre estaba contándole la anécdota de la modesta institutriz a la que había hecho el amor porque de otro modo ella nunca hubiese sabido lo que era el amor. La llevó al campo en su hermoso coche y la hizo echarse en el brezal cuando se ponía el sol, para no tener que verle demasiado la cara. Disfrutó de la felicidad de ella por el hecho de tener una aventura, la única que tendría en su vida. Cuando ella acudió a su habitación, en el hotel, cubrió la lámpara con un pañuelo, y disfrutó nuevamente de su felicidad. Y le enseñó a peinarse, a pintarse los labios y a empolvarse la cara. Aquella aventura la volvió casi hermosa. Le hablaba de sus escapadas, describiendo la periferia de su vida, entreteniéndose en sus aventuras. No se atrevía a entrar en el reino del amor profundo, por miedo a descubrir que ella había entregado su vida a otro. Querían darse mutuamente la ilusión de haber permanecido siempre fieles el uno al otro, y de ser libres para dedicar toda su vida al otro, ahora que él había vuelto. Aún no habían mencionado el amor. Pero el amor era lo único que les obsesionaba. No era la música, ni la literatura, la pintura, le decoración ni el vestido, sino el amor, la orquestación del amor, su metamorfosis. Ella vivía en un horno de amor, rodeada de llamas. Amor obsesivo, amor apasionado, amor sensual, amor misterioso, en tinieblas, en resistencia, en contraste, amor en fraternidad, gratitud, imaginación.
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—Creo —dijo él— que deberíamos abandonar todo esto para ocuparnos el uno del otro. Esas mujeres no significan nada para mí. Pero la idea de dedicarte toda mi vida, de sacrificar las aventuras por algo mucho más maravilloso y profundo, me atrae tanto... —Pero lo mío no es una aventura... —Deberías dejarle. Eso no es amor. Sabes que tu único gran amor he sido yo... Ella no quiso decir: «No has sido el único», pero él pareció adivinar su pensamiento porque apartó los ojos de ella y añadió: —Recuerda que ya soy viejo; no me quedan muchos años para disfrutar de ti... Con esta frase, que en realidad era falsa porque estaba más joven que la mayoría de los hombres de su edad, parecía estar pidiéndole la vida, parecía casi alargar la mano para tomar plena posesión de su vida, tal como se había llevado su alma cuando era niña. Le pareció que quería volver a llevarse su alma ahora que era una mujer en su plenitud. A él le parecía natural que ella hubiese llorado su pérdida durante toda su infancia. Era cierto que él ya había emprendido el camino hacia la muerte, que se acercaba más y más a ella; y también era cierto que ella le amaba tanto que quizás una parte de ella le siguiese y pereciese con él. ¿Le seguiría año tras año, mientras decaía y desaparecía? ¿Era su amor algo separado, o formaba parte de la vida de su padre? ¿Era capaz de abandonar la tierra con él, hoy mismo? Él le estaba pidiendo que abandonase la tierra hoy mismo, pero esta vez no le seguiría. Esta vez sabía que lucharía para no entregarse totalmente. No quería morir una segunda vez. Haber permanecido tan fiel a su imagen, haber amado su imagen en otros hombres, haber sentido emoción ante los hombres que tocaban el piano, los hombres que hablaban con brillantez, ante intelectuales, profesores, filósofos, doctores, ante cada hombre de ojos azules, ante cada hombre de vida aventurera, ante cada Don Juan... ¿ no era esto haberle entregado su amor absoluto? ¿Por qué se echaba atrás, dándole la ilusión que deseaba pero no el amor absoluto? El sur de Francia. Seis maletas color gris plateado, el aroma del Tabac Blond, el brillo de las uñas arregladas, el ondear de las manos inmaculadas. Su padre saltó del tren y empezó inmediatamente a contar una historia. —En el tren había una mujer. Me ha enviado una nota preguntándome si quería cenar con ella. Lo sabía todo de mí; ha cantado mis canciones en Noruega. Pero estaba demasiado cansado, por este maldito lumbago que empiezo a tener, y además ya no puedo concentrarme en las mujeres. Sólo puedo pensar en mi prometida. En el ascensor le dio una propina exagerada al mozo negro, le preguntó por su esposa, que estaba enferma, le aconsejó un medicamento, reservó hora en la peluquería para el día siguiente, se informó de las previsiones meteorológicas, encargó unas galletas especiales y unos menús estrictamente vegetarianos. La fruta había que lavarla con agua esterilizada. Y preguntó si aún vivía en el barrio aquel flautista que no le dejaba dormir. En el dormitorio, no le permitió a ella ayudarle a deshacer las maletas. Maldecía el lumbago. Parecía sentir un temor a la intimidad, casi como si hubiese escondido un crimen en su equipaje. —Tengo que dominar a este viejo esqueleto —dijo. Se movía como un gato, con gran suavidad. Pero cuando quería podía mostrar unos músculos poderosos. Creía que había que ocultar la propia fuerza. Salieron al sol, él con un aspecto de Grande de España. Podía mirar fijamente al sol, y la tensión de su voluntad cuando decía, por ejemplo: «Quiero», le ponía rígido de la cabeza a los pies, como el sílex. Mientras le veía inclinarse para recoger tiernamente de la carretera un insecto, para depositarlo a salvo sobre una hoja, sermoneándole en un tono suave y caprichoso por su temeridad al cruzar de aquel modo una carretera por la que pasaban tantos automóviles, ella se preguntó por qué, siendo niña, sólo había podido recordarle como un hombre cruel. ¿Por qué no podía recordar ternura ni afecto algunos? Sólo accesos de cólera y severidad, de enojo cuando hacían ruido, palizas, una expresión fría y reservada durante las comidas. Mientras le veía jugar con el perro del portero se preguntó por qué no recordaba que jamás se hubiese sentado a jugar con ellos; se preguntó si aquella convicción que tenía de la crueldad de su padre no sería enteramente fruto de su imaginación. No podía hacer encajar su bondad con los animales y su dureza con sus hijos. Vivía en su mundo como un científico atento a los fenómenos de la naturaleza. Las costumbres de los insectos despertaban su curiosidad; le
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agradaba experimentar, pero los fenómenos que presentaban las vidas de sus hijos, sus secretos, sus perplejidades, no tenían para él el menor interés, es más, le molestaban. Era en realidad miopía espiritual. Al día siguiente de su llegada fue incapaz de levantarse de la cama. Hubo que encontrar una medicina especial. Se envió a buscarla a Samba, el ascensorista. El conductor del autobús fue enviado a comprar una marca especial de galletas inglesas. Hubo que telefonear a París para asegurar que enviarían las revistas musicales. Telegramas y cartas, llamadas telefónicas, Samba sudoroso, el chófer cubierto de polvo, la peluquería cancelada, encargar un menú especial para la cena, telefonear al médico, ir a buscar un periódico, Samba sudoroso, el ascensor arriba y abajo... En el hotel no había ningún otro huésped; parecía que sólo funcionase para ellos. Les servían las comidas en la habitación. Les colocaron mosquiteras, cambiaron muebles de sitio, hicieron la cama con sus sábanas de lino marcadas con grandes iniciales, ordenaron sus cepillos de plata en el tocador, se encargó al fontanero que silenciara una cañería ruidosa, se engrasaron los oxidados postigos, y el propietario fue informado de que todas las habitaciones de hotel deberían tener doble puerta. El ruido era su peor enemigo. Sus nervios, vibrantes corno las cuerdas de un violín, le habían dotado, o maldecido, con un oído agudísimo. Una mosca en la habitación podía impedirle dormir. Tenía que llevar algodón en las orejas para atenuar aquella excesiva sensibilidad. Se puso a hablar de su infancia, tan vívidamente que ella tuvo la impresión de haber regresado con ÉL a España. Volvió a sentir el calor del mediodía, oyó abrirse las cortinas de cuentas, los pasos en los suelos de baldosas, las frescas sombras verdes de las persianas bajas, las mujeres con sus batas blancas, el olor de los claveles, el agua bendita, los palmones secos sobre la cabecera de la cama, las imágenes de la Virgen hechas de encaje y satén, los sillones de mimbre, las sirvientas cantando en el patio... Le contó que solía leer debajo de la cama, a la luz de una vela, para que no le descubriese su padre. Sólo le daban un céntimo a la semana para sus gastos. Tenía que hacerse cigarrillos de paja. Siempre estaba hambriento. Rieron juntos. No tenía dinero para subir al tiovivo. Su madre cosía por la noche para que él pudiese alquilar una bicicleta al día siguiente. Miró por la ventana, desde la cama, y vio los pájaros posados en los cables del telégrafo, uno en cada cable. —Mira —le dijo—, te voy a cantar la melodía que forman así posados —y la cantó—. Está en clave de humor. —Cuando era pequeña, escribía cuentos en los que me quedaba huérfana y me veía obligada a enfrentarme al mundo sola. ¿Querías deshacerte de mí? —le preguntó su padre. —Creo que no. Creo que sólo quería enfrentarme sola a la vida, luchar sola. Era orgullosa, y esto también me impedía venir a ti hasta que me sintiese preparada... —¿Qué pasaba en esos cuentos? —Me encontraba con dificultades y obstáculos enormes, y los superaba. Me afligían sufrimientos mayores de lo habitual. Sin padre ni madre, tenía que luchar contra el mundo, contra mares embravecidos, contra el hambre, contra malvados padrastros y madrastras. Y había también misterios, persecuciones, torturas, peligros de todas clases... —¿No crees que todavía buscas todo eso? —Puede ser. Y había otro cuento, sobre un barco que estaba en un jardín. De pronto me encontraba navegando por un río, corriente abajo, y daba vueltas y más vueltas durante veinte años sin desembarcar en ninguna parte. —¿Era porque no me tenías a mí? —No lo sé. Quizás esperaba a convertirme en una mujer. En todos los cuentos de hadas en que la niña desaparece, regresa cuando tiene veinte años, o bien regresa el padre cuando ella tiene veinte años. —El padre espera a que le pase la edad de tener que sonarle la nariz. Espera a que llegue a la edad interesante. Los celos de su padre comenzaron con la lectura del diario. Advirtió que, después de añorarle obsesivamente durante dos años, había llegado a agotar el sufrimiento y había alcanzado la serenidad. Después de la serenidad se había enamorado de un muchacho irlandés, y después de un violinista. Su padre se sintió ofendido al ver que ella no había muerto completamente, que no había pasado el resto de su vida añorándole. No comprendía que ella le había
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amado mejor viviendo por él que muriendo por él. Le había amado en la vida, había vivido por él y creado para él. Había escrito el diario para él. Le había amado al enamorarse, a los once años de edad, del capitán de barco que habría podido devolverla a España. Le había amado al ocupar su lugar al lado de su madre y al convertirse en una persona lógica e intelectual a imitación de él, sin poseer para ello disposición natural. Le había amado al asumir el papel de padre ante sus hermanos, de esposo ante su madre, al inspirar valor, fuerza, al negar su personalidad femenina, emocional. Le había amado en la vida, creativamente, al escribir sobre él. Es cierto que no murió completamente; vivió en sus creaciones. Ni tampoco se vistió de luto ni en ningún momento les dio la espalda a los hombres o a la vida. Pero cuando advirtió sus celos empezó inmediatamente a darle lo que él deseaba. Comprendiendo sus celos, se puso a relatar los incidentes de su vida de modo despectivo, en tono burlón, dándole a entender que no había amado profundamente nada ni a nadie más que a él. Comprendiendo su deseo de ser arriado con exclusividad, de estar en el centro de toda vida con la que entraba en contacto, ella no se atrevió a hablar con entusiasmo ni admiración de las cosas que amaba o prefería. Aquella conciencia tan clara de los sentimientos de su padre la obligó a asumir un papel. Describió su pasado de un modo que podía ser interpretado como: nada de lo que ocurrió antes de tu llegada tiene la menor importancia... El resultado fue que nada apareció en su verdadera luz y que ella deformó su verdadera personalidad. Hoy, su padre, mirándola, leyendo su libro, observando sus ropas, examinando su casa, analizando sus ideas, dice: —Eres una amazona. Antes de que llegaras, me sentía morir. Ahora me siento renovado, fortalecido. La imagen que ella le dio de su vida le deparó la preciada oportunidad de emitir un juicio, un juicio ideal sobre aquel tipo de vida. Pero ella era tan feliz por haber encontrado un padre, un padre de voluntad firme, sabio, de juicio infalible, que olvidó momentáneamente todo lo que sabía, abandonó sus certezas. Olvidó sus propios esfuerzos, su propia sabiduría. Era tan dulce tener un padre, creer que podía existir alguien que le llevara tantos años de ventaja en la vida, que reflexionara sobre la vida de ella y sus errores, que podía guiarla y salvarla, darle fuerzas. Renunciaba a sus convicciones sólo para oírle decir: —En esa ocasión fuiste demasiado crédula. O bien: —Ese sacrificio fue inútil. ¿Por qué salvar a la escoria? Deja hundirse a los fracasados. Lo que les hace fracasar es algo que llevan en sí mismos. Tener un padre, el vidente, el dios. Le resultaba difícil mirarle a los ojos. Y nunca miraba la comida que se llevaba a la boca. Le parecía que el vegetarianismo era la dieta adecuada para un ser divino. Tenía una gran necesidad de adorar, de abandonar su poder. Ello la hacía sentirse más mujer. Volvió a pensar en su observación: «Eres una amazona. Eres fuerte». Sorprendida, se miró al espejo. Su cuerpo no era ciertamente el de una amazona. ¿Qué era lo que veía su padre? Estaba muy delgada; su cuerpo era tan ligero que un caricaturista la había dibujado una vez flotando contra el techo como un globo, mientras los demás intentaban alcanzarla con escobas y escaleras. No se trataba, pues, de la mujer del espejo, sino de sus palabras, de sus escritos, de su trabajo. Fuerza en la creación, en la vida, en las ideas. Había demostrado ser capaz de construir un mundo ella sola. «¡Amazona! » Capaz de cualquier audacia en la vida, pero vulnerable en el amor... Tradujo para sí misma aquella observación de su padre, de esta manera: Cuando alguien te dice «eres», lo que quiere decir es «¡quiero que seas! ». Él quería que ella fuese una amazona. Con un seno cercenado como en el mito, para poder usar el arco y las flechas. Y el otro seno demasiado suave, demasiado vulnerable. ¿Por qué? Porque una amazona no necesitaba un padre. Ni un amante, ni un esposo. Una amazona era una ley y un mundo por sí misma. Él estaba abdicando de su papel de padre. Para él, para el artista, un mundo gobernado por una mujer no representaba ninguna molestia, pues en él ocupaba un lugar privilegiado. Tenía toda la dulzura de su único seno, y al mismo tiempo toda la fuerza de la amazona. Podía apoyar la cabeza en aquel seno y soñar, pues a su lado había una
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mujer armada con arco y con flechas para defenderle. Él, el escritor, el músico, el escultor, el pintor, podía yacer y soñar junto a la amazona capaz de alimentarle y de luchar por él contra el mundo... Le miró. Tenía la misma estatura que ella. Estaba un poco encorvado por la fatiga y por la conciencia de su fragilidad. Sus nervios, su sensibilidad, su dependencia de las mujeres. Parecía más esbelto y pálido. Dijo: —Antes tenía miedo de que muriese mi actual esposa. ¿Qué haría yo sin una esposa? Y pensaba que quería morir con ella. Pero ahora te tengo a ti. Sé que eres fuerte. Muchos hombres le habían dicho lo mismo, y no le había preocupado. La protección era un ritmo. Era posible intercambiar los papeles. Pero aquella frase de labios de un padre era diferente... Un padre. Por todo el mundo... buscando un padre... buscando ingenuamente un padre... enamorándose de los cabellos grises... el símbolo... todos los símbolos del padre... por todo el mundo... huérfana... necesitada del hombre guía... para ser hecha mujer... para que se le volviese a pedir... que fuese la madre... siempre la madre... siempre hacer acopio de sus fuerzas, pero no saber nunca dónde descansar, dónde apoyar la cabeza y recuperar fuerzas... siempre sacar fuerzas de sí misma... de sí misma... fuerza... para derramar amor... por todo el mundo buscando un padre... amando al padre... esperando al padre... y encontrándose con el niño. Su lumbago, y la parálisis casi total que le producía, le parecían a ella como una rigidez en las articulaciones del espíritu, provocada por su constante representar y fingir. Había asumido tantos papeles, se había disciplinado para aparecer siempre alegre, siempre inmaculado, rasurado, impecable; jugaba al amor tan a menudo que era como si padeciese un calambre debido a las posiciones forzadas que mantenía durante demasiado tiempo. Era incapaz de relajarse. El lumbago era como la rigidez y la fragilidad de las emociones que había controlado constantemente. El moverse con naturalidad en el terreno de los impulsos le producía una sensación semejante al dolor. Ahora era tan incapaz de experimentar un impulso como su cuerpo era incapaz de moverse; era incapaz de abandonarse al gran flujo irregular de la vida con su necesario desorden y fealdad. Cada gesto de meticuloso cuidado para comer sin vulgaridad, para lavarse los dientes, desinfectarse las manos, comportarse de una manera ideal, mantener la ilusión de la perfección, era como una bisagra oxidada, pues cuando un programa y un objetivo, cuando un orden estético impregna tan profundamente los movimientos de la vida, acaba corroyendo su espontaneidad como la herrumbre, y esa orientación mental, ese obligar a la naturaleza a seguir un programa, ese constante vencer y controlar la naturaleza, se habían convertido en herrumbre, la herrumbre que había acabado por paralizar su cuerpo... Se preguntó cuán lejos habría que remontarse en la corriente de la vida de su padre para encontrar el momento en que él había quedado congelado de aquel modo en una actitud. ¿ En qué momento había petrificado la voluntad sus emociones? ¿Qué golpe, qué incidente había producido aquella mineralización semejante a las que tenían lugar bajo tierra, debidas a intensas presiones? Cuando él hablaba de su infancia, ella veía a un niño luminoso que no cesaba de bailar, de correr, que estaba siempre alerta, siempre receptivo. Toda su persona estaba tensa, ilusionada, ardiente. Sunariz olisqueaba el viento con grandes esperanzas de tormentas, tragedias, aventuras, belleza. Los ojos no se retraían bajo la frente, sino que se abrían como los de un vidente. No pudo localizar el origen de aquella enfermedad de su padre, de aquel cáncer de celos. Quizás ese origen estaba muy lejano en su infancia, en los celos que sentía de su hermana enfermiza que era la preferida de su padre, en sus celos del hombre que le había robado a su novia, en la traición de ésta, en el inmenso impacto doloroso que le obligó a abandonar España. En la actualidad, si leía un recorte de prensa en el que no se le otorgaba el primer lugar en el reino de la música, sufría. Si un amigo le retiraba su admiración... Si en una habitación no era el centro de la atención de todos... Allí donde había un rival, sentía la fiebre y el veneno de la inseguridad, el temor a la derrota. En todas sus relaciones, con hombres y con mujeres, tenía que haber una batalla y un triunfador. Empezó diciéndole a ella que no le debía nada; y después se puso a buscar todo lo que de sí mismo había en ella. Del diario, sólo se fijó en los pasajes que revelaban su identidad. Y ella, lógicamente, empezó a pensar que su padre sólo amaba en ella lo que en ella había de él mismo, que más allá del reino del auto-descubrimiento, del autoamor, no sentía curiosidad alguna.
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Su padre dijo: —Aunque se me impidió educarte, tu sangre me ha obedecido. Al decir esto, su rostro brilló con la luminosidad de sus retratos más antiguos, aquella esplendorosa luminosidad que era la única característica que nunca se había desvanecido en la memoria de ella. Irradiaba una alegre sabiduría griega. Nosotros hemos de buscar luz y claridad —dijo él—, porque nos desequilibramos demasiado fácilmente. Ella estaba sentada a los pies de su cama. —Qué fuertes son tus alas... —dijo él—. Se siente que en tu vida no hay muros. Soplaba el mistral, cálido y seco. Llevaba diez días soplando. —Ahora me doy cuenta de que todas esas mujeres a las que perseguí están en ti. Pero tú eres mi hija, ¡ y no puedo casarme contigo! Eres la síntesis de todas las mujeres que he amado. —El solo hecho de habernos encontrado nos hará más fuertes para toda la vida. Samba, el negro, entró con el correo. Cuando su padre vio las cartas dirigidas a ella, dijo: —¿ Voy a tener celos también de tus cartas? Después de cada una de estas frases se producía un largo silencio. Una gran simplicidad de tono. Se miraban el uno al otro como si estuviesen escuchando música, no como si dijesen palabras. En el interior de sus cabezas, mientras estaban allí sentados, él recostado en una almohada y ella apoyada contra el pie de la cama, se desarrollaba un concierto. Dos cajas llenas de las resonancias de una orquesta. Cien instrumentos tocando a la vez. Dos largos carretes de hilo de flauta entretejiéndose entre su pasado y el de ella, las cuerdas del violín vibrando constantemente como los nervios del interior de sus cuerpos, los nervios nunca tranquilos, los fuertes golpes del tambor como los fuertes embates de la sexualidad, el latido de la sangre, la pulsación del deseo ahogando todas las vibraciones, más ruidosa que cualquier instrumento, el arpa cantando dios, dios, y los ángeles, la pureza de la frente de él, la claridad de sus ojos, dios, dios, dios, y los tambores golpeando como el deseo en las sienes. La orquesta convertida ahora en una sola voz, por un instante, enamorada, enamorada del arpa que canta dios y los violines que agitan los cabellos, y ella deslizándose suavemente el arco del violín entre las piernas, sacando música de su cuerpo, su cuerpo espumoso, el arpa cantando dios, el tambor golpeando, el violoncelo cantando tina endecha por debajo del nivel de las lágrimas, por caminos subterráneos con notas centelleando a derecha e izquierda, notas como escalinatas hacia el arpa que canta dios, dios, dios, y el fauno de la flauta burlándose de las notas que se han vuelto negras, penitenciales, las notas negras que ascienden por el polvoriento camino de las lágrimas del violoncelo, un temblor de tierra dividiendo la música en dos muros derruidos, los muros de la fe de los dos, el llanto del violoncelo, el trémolo de los violines, la pulsación del sexo irrumpiendo por la mitad y se-parando las notas blancas de las negras, y la escalinata de sonidos del piano entrando en el infierno del silencio porque, a lo lejos, por detrás de los violines, viene la segunda voz de la orquesta, la voz oscura que sale de los vientres de los instrumentos, por debajo de las notas pulsadas por dedos cálidos, en oposición a estas notas viene la canción de los vientres de los instrumentos, nacida del polen que contienen, del viento de los dedos que pasan, la alfombra de notas se queja con voces de encaje negro y dados en cables telegráficos. Las tristezas de él encerradas en el violoncelo, los sueños de los dos cubiertos de polvo dentro de la caja del piano, esa caja sobre sus cabezas llenas de resonancias, el pasado cantando, una orquesta rebosante de plenitud, amores perdidos, caras que se desvanecen, los celos retorciéndose como un cáncer, royendo la carne, la carta que no llegó nunca, el beso que no se dio, el arpa cantando dios, dios, dios, que ríe a un lado del rostro de él, dios era el hombre de ancha boca que habría podido devorarla entera, cantando en las cajas de sus cabezas. Amigos, traiciones, éxtasis. Las voces que les llevaron a la serenidad, las voces que hicieron resonar el tambor en ellos, el arco de los violines deslizándose entre las piernas, las curvas de las espaldas femeninas rindiéndose, la batuta del director, la segunda voz de los instrumentos entrelazados, el chasquido de las cuerdas, las disonancias, la dureza, el llanto de la flauta. Bailaron porque estaban tristes, bailaron por toda su vida, y la peonza dorada que bailaba en su interior hacía girar las notas, las blancas y las negras, las palabras que querían oír, las nuevas caras del mundo volviéndose
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blancas y negras, subiendo y bajando, arriba y abajo por escalinatas inclinadas desde los vientres del violoncelo lleno de lágrimas saladas, el agua subiendo lentamente, un mar de olvido. Ayer sonando en campanillas y castañuelas, y hoy una única nota completamente sola, como el miedo que le tienen a la soledad, disputando, la orquesta tomando todo su ser y levantándoles juntos de latierra donde el dolor es una canción larga y suave como el viento nocturno y no un cuchillo sanguinario a su contacto de música desde la distancia mucho más allá de la orquesta que respondía al arpa, a la flauta, al violoncelo, a los violines, a los ecos en el techo, al sabor en el techo de sus paladares, música en la lengua, en los dedos cuando los dedos buscan la carne, el rojo pistilo del deseo en los dedos que pulsan las cuerdas del violín, subiendo y cayendo los gritos de los dos, sus gritos llevados por las alas de la orquesta, dañados y heridos por su conocimiento de ella, pues lloraban y reían como las campanillas y las castañuelas, iban de escalinatas negras a escalinatas blancas, soñando espirales de deseo. ¿Dónde está la serenidad? Las fuerzas de los dos en un trabajo conjunto, sus dedos moviéndose, sus voces, estallándoles la cabeza por la plenitud del sonido, crescendo de exaltación y confusión, caos, plenitud, sin tiempo para reunir todas las notas, acurrucados en la telaraña de su pasado, de sus fracasos, de sus derrotas. Ella escribiendo un diario que era como un canto perpetuo, obsesivo, él y ella bailando con cigarrillos de dorada boquilla en los dedos, ropas arrugadas, vanidad, y adoración, fe y duda, desangrándose lentamente por el excesivo amor, el amor una herida en ellos, demasiadas delicadezas, demasiados pensamientos en torno al amor, demasiadas vibraciones, fatiga, nerviosismo, la orquesta de su deseo dividiéndose en sus muchas facetas, canciones tristes, canciones de dios, búsqueda y hambre, idealización y cinismo, humor en el rostro partido del trombón henchido de risa. Muros que caen por la embestida de las voluntades, muros del absoluto que caen mientras cada fragmento de ellos insufla música a los instrumentos, agitando los brazos, las voces, los amores, los odios, una orquesta de conflictos, un tema enfermizo, el canto del dolor, la canción de las cuerdas que nunca dejan de vibrar, pues cuando la orquesta ha callado en sus cabezas, el eco persiste, el concierto es eterno, el solo es una ilusión, los demás esperan detrás de uno para acompañar, acallar, silenciar, anegar. Música brotando de los ojos en lugar de lágrimas, música brotando de la gar ganta en lugar de palabras, música cayendo de los dedos de él en lugar de caricias, música intercambiada entre ellos en lugar de amor, anhelo en cinco líneas, las cinco líneas de los pensamientos de los dos, de sus ensueños, de sus emociones, de su yo desconocido, de su yo gigantesco, de su sombra. La clave situada irónicamente, como la mitad de un signo de interrogación, como el conocimiento que los dos tienen del destino. Pero ella estaba sentada sobre las cinco líneas maldiciendo el mundo por sus golpes, amándole por sus dentelladas, llorando por el absoluto inalcanzable, la quinta línea y la voz, diciendo siempre: ten fe, hasta las maldiciones hacen música. Cinco líneas discurriendo juntas con una canción simultánea. La pobreza, el cepillo del pelo roto, el vestidito azul, crepúsculo de sensaciones, MUSIQUE ANCIENNE, objetos flotantes. Una línea diciendo constantemente creo en dios, en un dios, en un padre que me mirará y comprenderá todas las cosas. ¡Necesito absolución! Creo en la pureza de los demás y nunca me hallo yo lo bastante pura. ¡Necesito absolución! Otra línea en la que hacía vestidos de colores, casas de colores, y en la que bailaba. Debajo de ésta venía la línea de la enfermedad, la duda, la vida como peligro, la vida como una burla de boca maligna. Todo vivía simultáneamente, el amor, el impulso, la duda del amor, la conciencia de la muerte del amor, el amor, el amor a la vida, la duda, el éxtasis, el conocimiento de su germen de muerte, todo como una orquesta. ¿Podemos vivir al unísono, padre? ¿Podemos sentir al unísono, padre? ¿Podemos pensar al unísono, padre? Unísono... unísono... unísono.
A medianoche abandonó la habitación de su padre y siguió el largo pasillo, bajo los arcos, con las lámparas mirándola, arrojando su sombra sobre las alfombras, pasando junto a puertas mudas en el hotel vacío, la cola de su vestido de seda acariciando el suelo, mientras silbaba el mistral. Cuando abrió la puerta de su habitación se cerró violentamente la ventana, y se oyó ruido de vidrios rotos. Puertas, puertas cerradas y silenciosas de habitaciones vacías, arcos conventuales, como decorados de ópera, y el mistral soplando... Sobre su cama, la blanca mosquitera pendía como un antiguo dosel nupcial...
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La esposa mística de su padre... Fue ella quien dijo la primera mentira, con profunda tristeza por no haberse atrevido a decirle a su padre: «Nuestro amor debe ser lo bastante grande para estar por encima de los celos. Evítame esas mentiras que les decimos a los débiles». Algo en los ojos de él, un parpadeo más rápido, una vacilación de la superficie azul, el leve temblor por el que ella había aprendido a detectar los celos en una cara, le impidieron decirle aquello. La verdad era imposible. Al mismo tiempo había momentos en los que sentía un extraño y oscuro placer ante la idea de engañarle. Sabía cuán falso era él. Sabía, en el fondo, que era incapaz de veracidad, que tarde o temprano la engañaría, la decepcionaría. Y quería ser ella quien engañase primero, y de manera más grave. La alegraba estar tan por delante de su padre, que era casi un mentiroso profesional. Cuando vio a su padre en la estación la sobrecogió un gran dolor. Permaneció sentada, inerte, re cordando cada palabra que él había dicho, cada sensación. Le pareció que no le había amado bastante, que él había caído sobre ella como un gran misterio, que otra vez había en ella una confusión entre dios y padre. Su severidad, su luminosidad, su música le parecieron otra vez elementos no humanos. Ella había fingido amarle humanamente. Sentada en el tren, estremecida por el movimiento, por la sensación de la creciente distancia entre ellos, angustiada por la frialdad que sentía reconoció los signos de un amor inhumano. Reconoció por algunos signos su propio fingimiento. Cada vez que fingía sentir más de lo que sentía, experimentaba aquel malestar en el corazón, aquellas tensiones y calambres en el cuerpo. Por este signo reconoció ahora sus insinceridades. En el fondo nunca había nada falso. Sus sentimientos no la engañaban jamás. Era su imaginación la que la engañaba. Su imaginación era capaz de dar a las cosas un color, un aroma, una belleza, incluso una calidez, que su cuerpo sabía muy bien que eran irreales. En su mente podía desarrollarse un verdadero teatro, y podían ocurrir en ella muchas cosas extrañas, pero sus emociones eran sinceras y se rebelaban, le impedían perderse en los profundos corredores de sus invenciones. Por medio de sus emociones llegaba a saber. Ellas eran sus ojos, su vara adivinatoria, su verdad. Ahora reconocía un amor inhumano. Echada en la chaise longue con algodones sobre los ojos, envuelta en mantas de coral, los pies en un almohadón. Echada, con una sensación parecida a la de la convelescencia. Todo peso y angustia apartados del cuerpo, y la vida como algodón sobre los párpados. Reconoció un estado que le sobrevenía a menudo, a pesar de la luz y el sonido, a pesar de las calles por las que caminaba, de sus actividades. Un estado entre el dormir y el soñar, en el que veía el cruce de dos calles —la calle de los sueños y la calle de la vida— en la palma de su mano, y las contemplaba simultáneamente como quien contempla las líneas del propio destino. Había algodón sobre sus ojos y largas e ininterrumpidas ensoñaciones, nítidas, intensas y continuas. Empezó a ver con gran claridad que lo que la destruía en aquel drama silencioso con su padre era que ella intentaba siempre decir algo que nunca habla ocurrido, o, mejor dicho, que todo lo que había ocurrido, los numerosos incidentes, el viaje al sur, le producía un estado semejante al sopor del éter del que le costaba enormemente despertar. Era una lucha con unas sombras, una historia de no encon¬trarse con el ser amado sino de amarse a sí mismo en el otro, de no ver nunca al ser amado sino sólo reflejos de su presencia en todas partes, en todas las personas; de no dirigirse nunca al ser amado excepto a través de un diario o de un libro escrito acerca de él, pues en realidad no existía contacto entre ellos, no había ningún ser humano con el que tomar contacto. Nadie había estado nunca unido a su padre, y, sin embargo, ellos dos habían creído posible llegar a una fusión en virtud de su semejanza. Pero esta misma semejanza parecía crear mayores separaciones y confusiones. Era una semejanza sin comprensión, una semejanza sin proximidad, sin continuidad. Ahora que el mundo estaba cabeza abajo y la figura de su padre se había hecho inmensa, como salida de un mito, ahora que a fuerza de pensar en él había olvidado el sonido de su voz, quería volver a abrir los ojos y asegurarse de que todo aquello no había matado la luz, la estabilidad de la tierra, el esplendor de las flores y el calor de sus otros
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amores. Por ello abrió los ojos y vio: la imagen del pie de su padre. Un día, en el sur, mientras iban en automóvil, se detuvieron junto a la carretera y él se quitó un zapato que le molestaba. Y, cuando se quitó el calcetín, ella vio el pie de una mujer. Era delicado y perfectamente formado, sensible y pequeño. Ella sintió como si se lo hubiese robado: era su propio pie el que estaba mirando, su propio pie el que él tenía en la mano. Tuvo la sensación de conocer aquel pie perfectamente. Era el suyo: tenía exactamente el mismo tamaño y el mismo color, las mismas venitas azules y eI mismo aire de no haber dado un paso en toda la vida. A aquel pie hubiese podido decirle: «Te conozco». Reconocía su ligereza, su velocidad. «Te conozco, pero si eres mi pie no te quiero. Yo no quiero a mis pies.» Confusión de pies. No está sola en el mundo. Tiene un doble. Él está sentado en el estribo del coche, y mientras él está allí ella no sabe dónde está. Está allí compadeciéndose del pie de su padre y odiándolo al mismo tiempo, debido a aquella confusión. Si se tratase del pie de otra persona, su amor podría brotar libremente en torno a él, pero ahora su amor sigue dentro de ella, inmovilizado por una especie de temor. No hay ninguna distancia que tenga que atravesar; el sentimiento se asfixia en su interior, como las espirales del amor a sí mismo, y no puede sentir amor alguno por ese pie dolorido porque ese amor vuelve a retraerse en su interior como una serpiente que se enrosca constantemente, y ella quiere siempre saltar fuera de sí misma. Ella quiere derramarse, y su amor yace enroscado en su interior y la asfixia, porque su padre es su doble, su sombra, y no sabe cuál de los dos es real. Uno de los dos tiene que morir para que el otro pueda hallar los límites de sí mismo. Para saltar libremente más allá del yo, el amor debe derramarse y saltar ese muro de identidades confundidas. Ahora, ella siente todos sus límites confundidos. No sabe dónde comienza su padre, dónde comienza ella, dónde acaba él, cuál es la diferencia entre ambos. Empieza a ver que la diferencia consiste en que él se pone guantes para trabajar en el jardín y ella también, pero él teme la pobreza y ella no. ¿Puede demostrar eso? ¿Tiene que demostrarlo? ¿Para qué? Para ella misma. Tiene que saber en qué es diferente a él. Debe deshacer la confusión de sus dos personalidades. Salió al sol. Se sentó en un café. Un hombre le envió una nota por medio del camarero. Se negó a leerla. Le habría gustado ver al hombre. Quizá le habría gustado, de haberle visto. Quizás algún día le gustará un hombre de lo más corriente, al que conocerá en un café. Nunca le ha ocurrido. Todo debe ser inmenso y profundo. En esto era completamente distinta de su padre, a quien sólo agradaban las aventuras más superficiales. Pasear, entrar en el corazón de un día de verano, como en un fruto maduro. Mirar las pintadas uñas de los pies, el blanco polvo de las sandalias. Aspirar el olor a pan de la tahona, donde se detiene a comprar un panecillo. (Cosa que su padre no habría hecho.) Muy cerca de ella pasó una mujer lisiada. Tenía el rostro quemado, lleno de cicatrices, color de hierro. Todo rastro de sus facciones había desaparecido, como en el rostro de un leproso. Tenía los ojos inyectados en sangre, las pupilas dilatadas y nubladas. Vio en aquella carne la carne de un animal, la grasa, los tendones, la sangre ennegrecida. Su padre le había dicho una vez que era fea. Lo había dicho porque al nacer era una niña espléndida, con hoyuelos, sonrosada, repleta de salud y alegría. Pero a los dos años había estado a punto de morir de unas fiebres. Perdió de repente toda su lozanía. Volvió a aparecer ante él pálida y flaca, y el esteta que había en él dijo fríamente: —¡ Qué fea eres! Nunca había podido olvidar aquellas palabras. Había tardado toda la vida en convencerse de lo contrario. Una vida entera para borrar aquellas palabras. Fue necesario el amor de los demás, la adoración de los pintores, para salvarla de sus efectos. Su actuación como padre podía resumirse en una sola palabra: crítica. Jamás un impulso de alegría, de satisfacción, de elogio. Siempre aquellos tristes ojos azules, implacables, críticos. De ahí procedía su amor a la fealdad, su esfuerzo por ver más allá de la fealdad, considerando la carne siempre como una máscara, como algo que nunca poseía la misma forma, color y rasgos que el pensamiento. De ahí procedía su amor a las creaciones de los hombres. Lo que un hombre decía o pensaba era su cara, su cuerpo; lo que un hombre inventaba era su andar, su sabor, sus colores; lo que un hombre escribía, pintaba, cantaba era su piel, su cabello, sus ojos. Para ella, las personas estaban hechas de cristal. Podía ver a través de su carne, a través de la estructura de sus huesos, y más allá. Sus ojos les despojaban de sus defectos, de sus torpezas, de sus titubeos. No se fijaba en las orejas
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grandes, en el cuerpo escuálido, en la espalda encorvada, en las manos húmedas, en el andar patoso... perdonaba... se convertía en vidente. Un sexto sentido que había nacido en ella descubría el aroma del alma de aquellas personas, la sombra que arrojaban sus penas, el fulgor de sus deseos. Más allá de las palabras y las apariencias captaba todo lo que quedaba sin decir: las chispas eléctricas de su coraje, el alcance de sus sueños, los aspectos lunares de sus estados de ánimo, el aliento animal de sus anhelos. Nunca veía al individuo fragmentado, jamás veía el aspecto o la cualidad grotesca, sino siempre la personalidad completa, la máscara y la realidad, los resultados y las intenciones, el núcleo y el fututro. Veía siempre el hombre real y el potencial, la simiente, el ensueño, las intenciones, como un todo... Ahora, debido al amor hacia su padre, ese interés por la verdad subyacente a la superficie y las apariencias se convirtió en obsesión, pues en él la máscara era más completa. El abismo que había entre su apariencia, sus palabras, sus gestos, y su verdadera personalidad, era más hondo. A través de aquella máscara de frialdad que la aterrorizaba cuando era niña, podía detectar mejor, por ser mujer, la enfermedad del espíritu de su padre. Su espíritu estaba enfermo. En lo más hondo, su padre estaba muy enfermo. Se moría por dentro; sus ojos ya no podían ver lo cálido, lo próximo, lo real. Parecía haber venido de muy lejos y disponerse a marchar otra vez inmediatamente. Fingía siempre estar presente. Su cuerpo estaba presente pero su espíritu no: su espíritu escapaba siempre por cien fisuras, huía siempre, hacia el pasado, o hacia el mañana, estaba en cualquier parte salvo en el presente. Se miraban, pero les separaban millas y millas. Sus ojos no se encontraban. Su miedo a la emoción le envolvía en un cristal que le aislaba del calor de la vida, de los olores humanos de la vida. Había levantado a su alrededor una casa de cristal que le separase de todo sufrimiento. Quería que la vida se filtrase a través de ella, que le llegase destilada, limpia de crudezas y sobresaltos. Las paredes de vidrio eran un prisma destinado a eliminar lo peligroso, y en esa eliminación artificial resultaba deformada la misma vida. Con lo malo se perdía el calor humano, la proximidad. Su amor a ella no cambió, pero la máscara volvió a su rostro tan pronto como regresó a París. Volvió a comenzar todo el engranaje de su vida artificial. Dejó de hablar como había hablado en el sur; ahora conversaba. Era el principio de su vida de salón. A su alrededor había siempre gente con la que mantenía un tono de ligereza y humor. Por las noches ella debía aparecer en su salón y hablar sin ganas de las cosas que más alejadas estaban de su pensamiento. Aquel fue el invierno de artificio. En aquel salón, con sus ventanas de vidrio emplomado, su suelo reluciente, los oscuros sofás bien asentados en las alfombras orientales, sus tenues luces y libros exquisitos, había sólo un músico de moda inclinándose en saludos. Aunque en realidad no la había abandonado, ella sentía que su padre había entrado en un mundo al que no quería seguirle. Se sentía movida a interpretar de principio a fin la escena del abandono. El aislamiento en que la dejaba la superficialidad de su padre la hacía llorar. Le dijo que por él había abandonado a todos sus amigos y actividades. Le dijo que no podía vivir de las conversaciones que mantenían en su salón. Cada frase que ella pronunciaba era casi automática. Era la escena que conocía mejor, la que le era más familiar aunque se había convertido en una absoluta mentira. Era la misma escena que la había impresionado de niña, y a partir de la cual había elaborado un modelo de vida. Mientras hablaba con lágrimas en los ojos, se compadecía a sí misma por haber vuelto a amar a su padre y a confiar en él, por haberse entregado a él, por haberlo esperado todo de él. Al mismo tiempo sabía que esto no era cierto. Mientras hablaba, su pensamiento discurría en dos direcciones, y lo mismo hacían sus sentimientos. Continuaba la habitual escena de dolor: «Me entregué a ti una vez, y me heriste. Me alegra no haberme vuelto a entregar. En el fondo no tengo la menor confianza en ti como ser humano». La escena que mejor interpretaba y la que más profundamente sentía era la del abandono. Se sentía movida a interpretarla una y otra vez. Sabía de memoria todas las frases. Estaba familiarizada con las emociones que suscitaba. Le salía fácilmente, aunque sabía muy bien que, salvo el momento en que él les abandonó años atrás, nunca había experimentado un verdadero abandono excepto en su imaginación, o por el temor a experimentarlo, o por una mala interpretación de la realidad.
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Parecía existir una memoria más profunda que la habitual, una memoria de los tejidos y células del cuerpo en los que tatuásemos algunas escenas que configuran los hábitos del espíritu y de la vida. Era así como ella recordaba, de la manera más vívida, que siendo niña un hombre la había torturado; aún hoy no podía evitar sentirse torturada, interpretar el mundo actual como se le había aparecido entonces a la luz de su incomprensión de los motivos de las personas. No podía evitar acusar a su padre de estar destruyendo el amor absoluto que sentía por él; aunque sabía que eso no era cierto porque su amor absoluto no era él. Pero esa afirmación sólo era falsa en el aspecto temporal; es decir, fue su padre quien quebrantó su fe en lo absoluto, fue su conducta, que en su niñez ella había sido incapaz de comprender, lo que destruyó su fe en la vida y en el amor. Sabía que había engañado a su padre en cuanto a la extensión de su amor, pero la idea que tenía en la mente era: ¿ qué sentiría ahora si hubiese confiado toda mi felicidad a mi padre, si realmente hubiese esperado de él alegría y apoyo? Estaría completamente desesperada. Esta idea aumentó su tristeza, y en su rostro se manifestó una angustia tal que su padre quedó abrumado. Después de aquella escena, él continuó su vida de marioneta: una cadena de conciertos de moda, de veladas, peluqueros, camiseros, recortes de periódicos, llamadas telefónicas... Comenzó a odiarle por evaporarse en la frivolidad, por disfrazar su espíritu con tales puerilidades. Estaba llena de dudas. Le veía en una sombra constantemente obsesiva, la sombra de algo que no era. Aquel hombre que él no era interfería con lo que ella encontraba en la realidad. Aquellos encuentros en los que el amor nunca alcanzaba la comprensión, en los que todo acababa en frustración, aquel amor que no creaba nada, aquel amor estrangulaba su vida. Tan pronto como él se alejaba, empezaba otra vez a imaginarle tal como hubiese podido ser. Le imaginaba sosteniendo con ella conversaciones profundas, imaginaba ternura y comprensión. ¡Imaginaba! Como una enfermedad contagiosa que marchitase su vida real, aquel encuentro imaginario, aquel hablar imaginario, en el que ella volcaba toda su inventiva. Tan pronto como él llegaba, todas estas esperanzas eran destruidas. Su conversación era vacía, marginal. Todo su ingenio se dedicaba a rehuir cualquier punto vital, a permanecer en la superficie mediante hábiles descripciones de naderías; mediante un ágil encadenamiento de puerilidades, largos discursos triviales, premiosas descripciones de insignificancias. Aquel fantasma de lo que su padre hubiese podido ser la atormentaba como un hambre de algo que sabía que había sido inventado o creado únicamente por ella, pero que temía que no adquiriese nunca forma humana. ¿Dónde estaba el hombre al que realmente amaba? Las ventanas que él había abierto en el sur eran ventanas abiertas al pasado. El presente y el futuro parecían aterrorizarle. Nada era esencial salvo mantener puertas abiertas para la huida. Aquel anhelo constante por el hombre oculto tras la máscara, aquel pasar por alto la máscara, era también pasar por alto el daño que inevitablemente producía su utilización. Le costaba creer, como creían otros, que la máscara contaminase la sangre, que sus colores se mezclasen con los colores de la naturaleza, envenenándola. No podía creer que, como en el caso de las mujeres que habían sido pintadas con purpurina y habían muerto envenenadas, la máscara y la carne pudiesen fundirse y dar lugar a una infección. Su amor se basaba en su fe en la naturaleza pura de las personas. Ello le hacía olvidar las deformidades que pudiesen producirse en el espíritu a causa de una máscara. Ello le hacía pasar por alto el deterioro que podía afectar al rostro verdadero, los hábitos que podía determinar la máscara si se la llevaba durante largo tiempo. No podía creer que, si una persona fingía indiferencia durante el tiempo suficiente, el germen de la indiferencia podía llegar a desarrollarse, que el espíritu podía contaminarse con el fingimiento prolongado, que podía llegar un momento en que la máscara y la persona se uniesen una con otra, se fundiesen, y que esta confusión entre las dos corroyese el núcleo vital destruyéndolo... No podía creer aún que ese deterioro se estuviese produciendo en su padre. Esperaba que ocurriese un milagro. Tantas veces había visto desaparecer la dureza de un rostro, apartarse el velo que cubría unos ojos, cambiar una voz falsa, y tantas veces se le había permitido entrar, con su visión, en el verdadero yo de otras personas. Cuando tenía dieciséis años, sentía las visitaciones de su padre. A menudo descendía sobre ella cuando estaba bailando y riendo. Caía como una plaga, pues, al sentir su presencia, ella sentía una lluvia de críticas que lo cubría todo. En aquellos momentos miraba a través de los ojos de él, y no a través de los suyos. Su madre le decía siempre:
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ríe y baila, pero el padre que llevaba en ella se mostraba desdeñoso. Era una extraña intuición, ya que por entonces no sabía que su padre no sabía bailar. Una vez ella estaba bailando en un escenario. Acababa de empezar su primer número. La música española la transportaba, su torbellino la llevaba a un estado próximo al delirio. Podía sentir que el público se le entregaba. Bailaba, y arrastraba las miradas de la gente, sus sentidos, a sus giros y vueltas. Al mirar casualmente la primera fila, vio en ella a su padre. Vio su cara pálida medio oculta entre el público. Sostenía un programa ante el rostro para que ella no le reconociese. Pero ella vio su cabello, su frente, sus ojos. Era su padre. Sus pasos fallaron, perdió el ritmo. Sólo un momento. Después dio media vuelta, taconeando con fuerza, bailando tempestuosamente y sin mirar más hacia él, hasta el final. Cuando volvió a ver a su padre, años después, le preguntó si había estado allí. Él respondió que no sólo no había estado allí, sino que, de haber podido, le habría impedido bailar, porque no quería que su hija subiese a un escenario. Ella había percibido su actitud crítica incluso a distancia. Ahora le veía tal como le había adivinado, frío, formal y convencional; y la irritaban los muros carcelarios de su severidad. Tan pronto como se alejó de él todo se puso a cantar otra vez. Cada persona con la que se cruzaba en la calle le parecía una caja de música. Oyó el organillo, la canción del rodar de las ruedas. El movimiento era música. El músico era su padre, pero, en la vida, cerraba el paso a la música. La música reúne y funde todas las partes de nuestros cuerpos que estaban dispersas. Cada fragmento oxidado, cada pieza suelta, podían ser fundidos en un único ritmo. Una nota era un todo, era movimiento, ascendente o descendente, henchido de plenitud o desechado, lanzado al aire, pero siempre en movimiento. Tan pronto como se alejó de su padre volvió a oír música. Música que caía de los árboles, que brotaba de las gargantas, que brillaba en los faroles, que bajaba por las alcantarillas. Su fe en el mundo volvía a danzar. Su esperanza de milagros hacía sonar como fragmentos de una sinfonía los sonidos más miserables. La música no era separación, sino unidad. Padre, déjame marchar sola hacia la música de mi fe. Cuando estoy contigo el mundo está quieto y silencioso. Tú ordenas que se haga el silencio y la vida se detiene como un reloj que ha caído al suelo. Trazas líneas geométricas en torno a formas líquidas, y lo que extraes del caos está ya cristalizado. Tan pronto como me alejo de ti todo lo fijo se convierte en olas, mareas, se transforma en agua, y fluye. De nuevo oigo latir mi corazón desordenadamente. Oigo la música de mis gestos, y mis pies echan a correr como corre y salta la música. La música no sube por escalinatas. La música corre y yo corro con ella. La fe hace brotar música de los árboles, de la madera, del marfil. ¡No podría bailar a tu alrededor, padre, no podría bailar a tu alrededor! Tú empuñabas la batuta del director, pero ninguna música pudo brotar de la orquesta debido a tu severidad. Tan pronto como te alejaste mi corazón latió con gran desorden. Todo se fundió en música, y yo pude cantar y bailar por las calles, sin director de orquesta. Pude cantar y bailar.
Bajando por la Rue Saturne oyó a los estudiantes del Conservatorio que tocaban la «Sonata en re menor» de Bach. Y oyó también la bella voz de su madre que cantaba el «J'ai pardonné» de Schumann... Era curioso que su madre, que nunca había perdonado a su padre, pudiese cantar aquella canción de un modo más conmovedor que cualquier otra pieza. Bajando por la Rue Saturne cantaba «J'ai pardonné» en voz baja y al mismo tiempo pensaba cuánto había odiado aquella calle pues era la que cruzaba siempre cuando iba a casa de su padre. Las tardes de invierno, la lujosa morada de su padre estaba caldeada como un invernadero, y ella le encontraba pálido y tenso, trabajando en cualquier nimiedad que él se tomaba muy en serio. O ensayando, o recién levantado de su siesta. La siesta era algo que su padre cumplía como un rito religioso, como si de ella dependiera la continuidad de su vida. En el fondo, le parecía que la vida representaba un peligro, un proceso no de crecimiento sino de deterioro. Amar con excesiva intensidad, decía, hablar demasiado, reír demasiado, era desperdiciar energías. Para él la vida era un enemigo, y cualquier señal del desgaste que producía le causaba angustia. No podía soportar una grieta en el techo, un desconchado en la pintura, una escalera desgastada, una zona descolorida en el papel de la pared. Como nunca vivía totalmente el momento, una parte de él se preparaba ya para el mañana.
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Cuando ella veía a su padre salir de su habitación después de la siesta, siempre tenía la impresión de que estaba haciendo esfuerzos artificiales para retrasar el proceso de crecimiento, fruición, decadencia y desintegración, que es orgánico e inevitable. Creía que apartándose de la vida retrasaba la muerte, cuando, por el contrario, lo que le fatigaba era su temor a la vida y los esfuerzos que hacía por evitarla. Ella creía que el vivir nunca agotaba tanto como el esfuerzo por no vivir, y que sólo si se vivía libre y plenamente se podía descansar completa y profundamente. Al no confiar en la vida, al no abandonarse a ella, su padre no lograba dormir profundamente por las noches sin temor a la muerte... Ella salía siempre de su casa con una sensación de haberse aproximado a la muerte, pues todo en aquella casa representaba muy claramente la lucha contra ella. Abandonaba la más pulcra, la más inmaculada calle de París, donde los jardineros se ocupaban en podar y recortar unos pocos arbustos raros que crecían en macetas, en pequeños y tranquilos jardines; donde los mayordomos se ocupaban en sacar brillo a los tiradores de las puertas; donde los automóviles bajos se acercaban silenciosamente y le cogían a uno por sorpresa; donde los leones de piedra miraban a mujeres envueltas en pieles que besaban a sus perritos... Todo lo que ella había rechazado... La luz caía de lleno sobre el recién pintado rótulo de la calle. Y entonces vio que habían cambiado el nombre. El rótulo decía ya: «Antigua Rue Saturne... ahora...». Ahora... El nombre de la calle cambiado como había cambiado ella, empezando a alejarse del pasado. Deseó cambiar con la ciudad, deseó que todas las casas del pasado fuesen por fin derruidas, que desapareciese toda la ciudad del pasado. Que todo cuanto había visto, escuchado, vivido dejase de caminar con ella por calles de nombres cambiados, por el laberinto de pérdida y cambio en el que todo es olvidado... Cada paso que daba por la Rue Saturne correspondía a un millón de pasos que daba para alejarse de su padre. En la misma ciudad en la que él vivía, mil pasos la llevaban a un ambiente diferente, a ideas diferentes, a personas diferentes. Caminar bajo la lluvia para pasar delante de su casa, mirar la ventana de vidrio emplomado, pensar: por lo menos te he eludido. Mi vida más profunda, tú no sabes dónde está. En la parte más profunda de mi ser nunca has penetrado. La mujer que está aquí en la calle no es tu hija. Es la mujer que ha escapado a los estigmas del amor paterno. Para escapar de él había huido hasta el fin del mundo. Para liberarse de él había corrido a lugares a los que él no iba nunca. Le había perdido al vivir en una dirección opuesta a la de él. Buscaba a los fracasados porque a él no le agradaban los que tropezaban, los que caían; buscaba a los deformes porque él le volvía la cara a la fealdad; buscaba a los débiles porque a él le irritaban los débiles. Buscaba el caos porque él insistía en la lógica. Había viajado hasta el otro extremo de la vida y se había reunido con los vulgares, los disolutos, los débiles, los que se manchaban y empapaban de vino, entre los cuales estaba segura de no hallar el menor rastro de él. Ni rastro de él en toda la longitud del Boulevard Clichy, por donde pasaba la gente del mercado con sus carritos de verduras; ni rastro de él a las dos de la madrugada en el pequeño café frente a La Trinité; ni rastro de él en el cinema du quartier, en el Bal Musette, en el teatro de variedades. Nunca nadie que hubiese oído hablar de él. Nunca nadie que oliese como él. Nunca una voz como la suya. Fue su padre quien la arrojó a los negros y sucios rincones del mundo. Dio la espalda a todo lo que la atraía porque era también lo que le atraía a él. El lujo con su serpentina de luz, su disfraz de alegría, todo lo que brillaba, lo que relucía, lo que desprendía perfume, le habría recordado a su padre. El vencer aquella atracción le costó años dedeambular por calles mugrientas, de dormir en sábanas sucias, de recorrer lo desconocido. No fue feliz hasta que logró perderle. Su padre y ella paseaban por el Bois. En los labios de él era visible aún la señal de un beso apasionado. —Nos encontramos en Notre Dame —explicó él—. Ella empezó con el más vulgar de los interrogatorios, acusándome de no quererla. Yo seguí haciéndole a ella un análisis detenido. Le dije que se había enamorado de mí del modo en que suelen enamorarse las mujeres de un artista apuesto, que toca con vehemencia y elegancia; le dije que se trataba de un sentimiento literario e imaginario, alimentado por la lectura de mis libros, que nuestra relación no tenía una base sólida, que a nuestros encuentros los separaban intervalos de dos años. Le dije que ningún amor podía
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sobrevivir con tan escaso alimento, y que además ella era una mujer demasiado bonita para haber estado dos años sin un amante, sobre todo teniendo en cuenta que aborrece a su marido. Me respondió que notaba que no le hablaba de corazón. Yo le dije que no sabía si le hablaba de corazón o no teniendo como teníamos sólo veinte minutos en un taxi, sin cortinillas, en una ciudad inundada de luz. —¿Le hablaste en este tono irónico? —preguntó ella. —Estuve aún más cortante. Me molestaba que sólo hubiese podido concederme veinte minutos. (Había olvidado que había ido a decirle que no la amaba. Lo que más le había ofendido era que ella sólo hubiese podido escapar a la vigilancia de su marido durante veinte minutos.) —Estaba tan dolida —añadió—, que ni siquiera la besé. Mientras caminaban, ella le observó cuidadosamente el labio. Estaba un poco enrojecido y mostraba una señal azulada en la comisura, donde sin duda habían mordido con mayor pasión los dientes delicados de la condesa. Pero no le dijo nada. Estaba reconstruyendo la escena con mayor exactitud en su mente. Probablemente la condesita había llegado a la escalera de Notre Dame muy exaltada, con una expresión grave. Probablemente él se había sentido impresionado. Ella no creía que a su padre le hubiesen molestado los celos y la adoración de la condesa, sino que aquello había halagado su vanidad. Ocultaba su placer tras un aire de indiferencia, para que su oyente le tomase por un cínico Don Juan, el burlador de las mujeres. Y repitió algo que ya le había contado antes, que un día la condesa se había hecho un corte en la cara para justificar su tardanza ante su marido. Esta historia siempre le había parecido a ella inverosímil, pues es raro que una mujer enamorada ponga en peligro su belleza. Cualquier explicación habría sido más fácil que aquella rebuscada mentira sobre un accidente automovilístico. Pero, ¿por qué sentía aquella necesidad de falsificar todo cuanto le ocurría? Hacía tiempo que ella le había pedido que dejase de crear aquella ilusión de un amor exclusivo, que fuese sincero con ella. Se había ofrecido a ser su confidente. El se lo había prometido... y ahora volvía a inventar. Cuando ella llegó al día siguiente su padre no había dormido en toda la noche, pensando: voy a perderte. Y, si te pierdo, no podré seguir viviendo. Tú lo eres todo para mí. Antes de que tú llegaras mi vida estaba vacía. De cualquier modo, mi vida es un fracaso y una tragedia. Parecía profundamente triste. Sus dedos recorrían el teclado, vacilantes. Tenía los ojos como si hubiese estado caminando por un desierto. —Tú me haces comprender —le dijo— cuán vacía es toda mi actividad. Al no ser capaz de hacerte feliz pierdo la razón más importante que tenía para vivir. Volvía a ser el hombre que ella había conocido en el sur. Su voz tenía un acento de sinceridad. Pero era incapaz de dejarla ser como era. Si ella prefería Dostoievsky a Anatole France, él tenía la impresión de que le atacaba y ponía en peligro todo su edificio ideológico. Se ofendía si ella no fumaba los mismos cigarrillos que él, si no asistía a todos sus conciertos, si no admiraba a todos sus amigos. Y ella... ella quería que él abandonase sus superficialidades, sus vanidades y engaños. Eran incapaces de aceptarse mutuamente. Al comprender cada vez con mayor claridad que no le amaba, sentía una alegría extraña, como si estuviese presenciando el justo castigo por su frialdad de padre cuando ella era niña. Y este sufrimiento, que en realidad le infligía sin ningún esfuerzo, pues guardaba su secreto, le causaba alegría. Le hacía sentir que estaba compensando en ella misma toda la injusticia de la vida, que restablecía en su propio espíritu una especie de simetría con respecto a los acontecimientos de la vida. Era la realización de una simetría espiritual. Una aflicción aquí,, una aflicción allá. Abandono ayer, abandono hoy. Traición hoy, traición mañana. Dos columnas idénticamente situadas. Un engaño aquí, un engaño allá, como columnatas gemelas: un amor para hoy, un amor para mañana; un castigo para él, un castigo para el otro... y un castigo para ella misma... Geometría mística. La aritmética del inconsciente que determinaba aquel equilibrio de acontecimientos. Sentía deseos de reír cada vez que su padre repetía que él era lúcido, simple, lógico. Ella sabía que aquel orden y aquella precisión eran sólo aparentes. El había elegido vivir en la superficie, y ella descender más y más. El deseo
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fundamental de él era evitar el sufrimiento, el de ella enfrentarse totalmente a la vida. En lugar de salir de su caparazón para enfrentarse a la desintegración de su relación con ella, eludía la verdad. No había descubierto, como ella, que, al ver a la persona a la que temía ver, al leer la carta que temía leer, al dar a la vida ocasión de golpearla, había descubierto que la vida golpeaba con menos crueldad de lo que ella imaginaba. El imaginar era mucho más terrible que la realidad, porque tenía lugar en un vacío, era imposible de comprobar. En aquella cámara interior de fantasmales torturas no había manos con las que golpear o defenderse. Pero en la vida la realización movilizaba energías, fuerzas, valor, brazos y piernas con los que luchar, de modo que la guerra se convertía casi en un goce. El combatir una aflicción real, una pérdida real, un insulto real, una desilusión real, una traición real, era infinitamente menos difícil que pasar una noche en vela luchando con fantasmas. La imaginación es mucho más capaz de inventar torturas que la vida, porque la imaginación es un demonio que existe en nuestros interior y sabe dónde golpear, dónde puede herir. Conoce el punto vulnerable, cosa que la vida ignora, y que ignoran nuestros amigos y amantes porque casi siempre carecen de la imaginación necesaria. Su padre le dijo que había pasado toda la noche en vela pensando cómo podría resolverse a decirle a una cantante que no tenía voz. —Ayer casi se produjo un drama, aquí, con Laura, a causa de esa cantante. Intenté convencerla de que no se enamorase de mí asegurándole que era simplemente víctima del espejismo que rodea a todo artista, que si llegase a conocerme de cerca se sentiría desilusionada. Ayer, pues, después del recital, estuvimos hablando durante tres cuartos de hora, y cuando le dije que no quería entablar una relación con ella (en otra época de mi vida quizá lo hubiese hecho, como un juego, pero ahora tengo otras cosas por las que vivir) se echó a llorar violentamente y se le corrió el rimel. Cuando hubo empapado su pañuelo, no tuve otro remedio que prestarle el mío. Después se le cayó el lápiz de labios, y yo lo recogí y lo limpié con otro de mis pañuelos. Después de los primeros accesos de llanto, se puso a maquillarse tranquilamente y se limpió el carmín que se le había corrido con las lágrimas. Cuando se hubo ido, tiré los pañuelos a la colada. La femme de chambre los recogió y dejó toda la colada fuera de mi habitación, mientras la limpiaba. Pasó Laura, vio los pañuelos y pensó inmediatamente que la había engañado. Hube de explicárselo todo; le dije que no le había hablado de aquella mujer porque no quería dar la impresión de jactarme constantemente de que las mujeres me persiguen. A ella no le molestaba aquella aventura, pero deseaba saber la verdad. Sabía que él mentía, porque cuando una mujer llora se le corre el rímel pero no el carmín de los labios, y además, todas las mujeres elegantes han aprendido la técnica de llorar sin causar efectos fatales en el maquillaje. Se llora lo suficiente como para llenar los ojos de lágrimas, pero no más. No debe haber desbordamiento. Las lágrimas quedan en el borde de los párpados; el rímel queda intacto y el dolor es suficientemente expresado. Al cabo de unos momentos se puede repetir el proceso con destreza igual a la del camarero que llena una copa de licor exactamente hasta el borde. Una lágrima de más podría provocar una catástrofe, pero las lágrimas incontrolables sólo se vierten en un caso de amor verdadero. Sonreía disimuladamente ante aquellas ingenuas mentiras. Seguramente la verdad era que su padre se había limpiado los labios después de besar a la cantante. Él seguía con sus andanzas igual que antes, pero no soportaba reconocerlo ante sí mismo, y ante ella, debido a la imagen ideal que llevaba en su interior, la imagen de un hombre que podía ser tan profundamente conmovido y alterado por el amor de una hija largo tiempo perdida que ponía brusco final a su carrera de Don Juan. Este gesto romántico que era incapaz de hacer le atraía tanto que tenía que fingir que lo estaba realizando, de la misma manera que ella había fingido muchas veces estar de viaje escribiendo cartas en el papel de algún famoso transatlántico. —Le dije a Laura: ¿de verdad crees que si hubiera querido engañarte lo habría hecho de un modo tan descarado y estúpido, aquí mismo, en nuestra casa, donde tú podías aparecer en cualquier momento? Lo que su padre intentaba era crear para ella un mundo ideal en el cual Don Juan, por amor a su hija, renunciaba a todas las mujeres. Pero ella no podía engañarse con aquellas fantasías. Era demasiado lúcida. Eso era lo malo. No podía creer en aquello que deseaba que creyesen los demás, en un mundo hecho a la medida del deseo, un mundo ideal. Ya no creía en un mundo ideal.
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Y su padre, ¿qué quería, qué necesitaba? ¿La ilusión, que ella estaba alimentando, de una hija que no había amado a nadie excepto a él? ¿O también a él le costaba creerla? Cuando le dejó, en el sur, ¿no había dudado de la explicación que ella le dio? Cuando ella se dejaba llevar por el sueño de satisfacer el hambre de ilusión del mundo, ¿sabía que se trataba del hambre más dolorosa, la más insaciable? ¿No sabía que la aquejaban las dudas y que, aunque era capaz de obrar milagros para los demás, no tenía fe en que el cuento de hadas resultase nunca creíble para ella? Hasta le costaba amar los dones que recibía, porque sabía que pronto le serían arrebatados, como le había sido arrebatado su padre cuando le amaba tan apasionadamente, como habían sido deshechos, vendidos, perdidos, todos los hogares que había tenido siendo niña, como cada país al que se había apegado fue pronto cambiado por otro, como toda su infancia había sido pérdida, cambio, inestabilidad. Cuando entró en la casa de él, que era toda de colores marrones, madera oscura en las paredes, alfombras pardas, muebles color castaño, recordó que Spengler había hablado del marrón como el color de la filosofía. Las ventanas no se abrían a la calle; a él no le interesaba la calle, y por ello había instalado ventanas de cristales emplomados. Vivía en el seno de su hogar como viven los orientales en su ciudadela. Aislado de los transeúntes. Aquella casa hubiese podido estar en cualquier país, en Inglaterra, Holanda, Alemania, América. No tenía ningún sello de nacionalidad, ninguna influencia del exterior. Era la casa de su personalidad, la casa de sus pensamientos. El muro de lo que había creado él, sin relación con la gente, el país ni la raza. Su padre estaba aún haciendo la siesta. Ella se sentó junto a la larga hilera de archivadores, las largas, bellas y pulcras hileras de archivadores con nombres que la hacían soñar: China, Ciencia, Fotografía, Instrumentos Antiguos, Egipto, Marruecos, Cáncer, Radio, Inventos, Guitarra, España. Aquello requería horas de trabajo todos los días: leer y recortar periódicos y revistas, fechar y clasificar los recortes. Su padre tejía una verdadera tela de araña a su alrededor. Nadie estuvo nunca tan completamente instalado en el reino de las posesiones. Pasaba horas inventando nuevas maneras de colocar en su boquilla un filtro para la nicotina. Compraba medicamentos en cantidades industriales. Tenía armarios llenos de fotografías, de papel de escribir y de medicinas suficientes para varios años. Era como si temiese encontrarse de pronto con las manos vacías. Su casa era un almacén de provisiones que revelaba su forma de vivir demasiado precavida, una lucha contra la improvisación, contralo inesperado. Había preparado una fortaleza contra la necesidad, la guerra y el cambio. De acuerdo con su capacidad de hacerse invisible, intocable, inasequible, de acuerdo con su capacidad para la metamorfosis, había erigido la casa más sólida, los muros más fuertes, los muebles más macizos, los anaqueles más cargados, el universo más absolutamente lleno y catalogado. Todo para dar testimonio de su presencia, de su pervivencia, su firma en un contrato para permanecer en la tierra, visible en algunos momentos a través de sus posesiones. Mentalmente le vio dormido en el piso de arriba, con la barbilla apoyada en el codo, en la incomodísima posición que se obligaba a adoptar porque dormir con la boca abierta era feo. Le vio durmiendo sin almohada, porque la almohada bajo la cabeza era causa de arrugas. Imaginó el frasco de alcohol en el que su madre, riendo, le había dicho que se introducía por las noches a fin de mantenerse eternamente joven... Se lavaba las manos continuamente. Tenía la obsesión de lavarse y desinfectarse. El temor a los microbios jugaba un papel muy importante en su vida. La fruta había que lavarla con agua filtrada. Tenía que desinfectarse la boca. Los cubiertos debían ser esterilizados mediante una lamparilla de alcohol, como el instrumental de un médico. Nunca comía la parte del pan que por distracción había tocado con los dedos. Jamás había imaginado que quizás estaba intentando limpiar y desinfectar su espíritu, limpiarlo de sus mentiras, de su insensibilidad, de sus engaños. Para él el único peligro venía de los microbios de agua mineral. Agua esterilizada para lavar los microbios, pero su espíritu estaba sucio, imposible de lavar, anhelando liberarse del microbio de la conciencia... Toda el agua que salía del moderno grifo, que manaba de su moderno cuarto de baño, todos los ríos de Egipto, de la India, de América... y él sucio... lavando su moderno cuerpo, lavando... lavando... lavando... Una gota de agua bendita con la que exorcizar la culpa. Manos lavadas una y otra vez con la esperanza de un milagro, y no sale ningún milagro de los grifos de los modernos lavabos, no corre agua bendita por las tuberías de plomo, no corre agua
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bendita bajo los puentes de París porque el hombre que está ante el grifo no tiene fe y no es consciente de su alma: cree que sólo está lavando de sus manos la huella de unos microbios... Le comunicó a su padre que tenía que salir de viaje. l exclamó: —¡Me abandonas! Lo dijo rápidamente, angustiado, y se alejó precipitadamente. Ella hubiese querido detenerle y pedirle que le devolviese su espíritu. Le odió por el modo en que bajó la escalera, herido por los celos, como si le hubiesen expulsado. Le odió porque no podía permanecer distante, ni quedarse en lo alto de la escalera viendo cómo se marchaba. Se sintió a sí misma bajando con él, dentro de él, porque aquel dolor y aquella huida le eran tan familiares. Descendió con él y se perdió a sí misma, entró en él, se unió a él como su sombra. Se sintió vacía, fundida con la tristeza de su padre. Sabía que cuando llegase a la calle llamaría un taxi que atacaban el cuerpo. No había estudiado el microbio de la conciencia que roe el espíritu. Cuando le vio lavándose las manos, mientras miraba la espuma del jabón, volvió a verle llegando al teatro para un concierto, con su abrigo forrado de piel y su bufanda de seda blanca, e inmediatamente rodeado de mujeres. Ella tenía siete años, llevaba un vestido almidonado y guantes blancos, y estaba sentada en primera fila con su madre y hermanos. Temblaba, porque su padre les había dicho con severidad: «Y, sobre todo, no os pongáis en ridículo mostrando vuestro entusiasmo. Aplaudid discretamente. Que nadie pueda decir que los hijos del pianista aplauden a rabiar como unos paletos». Aquel entusiasmo que había que retener era una gran carga para el espíritu de una niña. Ella nunca había sido capaz de refrenar una alegría o una tristeza: reprimir significaba matar, enterrar. Ese cementerio de emociones estranguladas... ¿era aquello lo que su padre intentaba lavar? Y el día que ella le dijo que estaba embarazada y él comentó: «Ahora vales menos en el mercado, como mujer», ¿quería lavar aquello? Ninguna penetración en los sentimientos de los demás. Pasaba de la dureza al sentimentalismo. Ningún sentimiento humano intermedio, sino polos extremos de indiferencia y debilidad que nunca llegaban a formar la ecuación humana. Demasiado cálido o demasiado frío, sangre fría y corazón débil, sangre cálida y corazón frío. Mientras se lavaba las manos con aquella expresión que ella había visto en los rostros de algunos hindúes cuando entraban en el Ganges, de algunos egipcios en el Nilo, de algunos negros en el Mississippi, vio cómo lavaban la fruta y le llenaban el vaso y sentiría alivio al escapar de la persona que le había herido. Siempre estaba la capacidad de huir, de rebelarse. El organillero tocaría, y el dolor sería más profundo, más amargo. Su padre maldeciría el día plomizo que intensificaba el dolor, porque los dos habían nacido inextricablemente ligados a los humores de la naturaleza. Maldeciría aquel dolor que desfiguraba rostros y sucesos y los convertía en una larga pesadilla ininterrumpida. Deseaba rogarle a su padre que dijese que no había sentido todo aquello, que le asegurase que ella había permanecido en lo alto de la escalera con unos sentimientos separados, distintos. Pero ella no estaba allí. Caminaba junto a él, y compartía sus sentimientos. Intentaba llegar a él y tranquilizarle. Pero todo en él revoloteaba como el pájaro que ha entrado por error en una estancia y vuela ciego y atolondrado, loco de terror. El dolor que había eludido durante toda su vida le había atrapado entre cuatro paredes. Y se hería contra paredes y muebles mientras ella le miraba muda y compasiva. Tan grande su terror que no percibía la piedad de ella, y cuando ella fue a abrir la ventana para permitirle escapar, interpretó aquel gesto como una amenaza. Para huir de su terror voló locamente contra la ventana y se aplastó las plumas. ¡No revolotees tan ciegamente, padre!
De pronto se sintió cansada de ver a su padre siempre de perfil, de verle siempre rodear las cosas, esquivarlas. La fluidez, la evasión, las desviaciones convertían su vida en una representación de sombras chinescas. Nunca se enfrentaba a la vida de Frente. Sus ojos nunca se detenían en nada, huían siempre. Su rostro huía. Sus manos huían. Ella no las veía nunca en reposo, sino siempre curvándose como hojas secas en una hoguera, cerrándose y abriéndose. Cuando pensaba en él sólo podía verle en movimiento, o bien a punto de marcharse o a punto de llegar; mejor que ninguna otra cosa podía ver, cuando se marchaba, su espalda y la forma de su cabello en la nuca. Quiso sacar a su padre a la luz. Estaba cansada de aquel ballet. Lucharía para construir una relación nueva.
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Pero él se negó a reconocer que había mentido. Estaba pálido de ira. Jamás nadie había dudado de él... o así lo afirmó. Le cegaba la ira ante aquella duda. Lo que le preocupaba no era la verdad o la falsedad de la situación, sino el daño y el insulto de que ella se hacía culpable al dudar de él. —Lo estás destruyendo todo —dijo. —Lo que estoy destruyendo no era sólido —replicó ella—. Volvamos a empezar. No hemos creado nada juntos excepto un montón de arena en el que los dos nos hundimos a veces llenos de dudas. No soy una niña. No puedo creer tus historias. Su ira y su palidez aumentaron. Lo que brillaba en sus ojos encolerizados era el orgullo que sentía por aquellas historias, por su personalidad ideal, por sus engaños. Se sentía ofendido. No cesaba de preguntarse si ella tendría razón. No era posible que tuviera razón. Ella podía ver que, al menos por un momento, él creía implícitamente en las historias que le había contado. Si no hubiese creído en ellas tan firmemente le habría humillado verse a sí mismo como un pobre comediante, como un hombre incapaz de engañar siquiera a su propia hija. —No deberías sentirte ofendido —dijo ella—. No ser capaz de engañar a tu hija no es ninguna vergüenza. Precisamente porque yo te he mentido tanto, no quiero que me mientas. Ahora —dijo él— me estás acusando de ser un Don Juan. —No te acuso de nada. Sólo te pido la verdad. —¿ Qué verdad? —preguntó él—. Yo soy una persona moral, mucho más moral que tú. —No es eso. Creía que estábamos por encima de esas cuestiones del bien y del mal. Yo no estoy diciendo que seas malo. Eso no es asunto mío. Sólo estoy diciendo que eres falso conmigo. Tengo demasiada intuición. —En lo que a mí se refiere no tienes ninguna intuición. Eso hubiese podido afectarme cuando era pequeña. Ahora no me preocupa lo que pienses de mí. —Continúa —dijo él—. Vamos, dime que no tengo talento, dime que soy incapaz de amor, dime todo lo que me decía tu madre.
—Nunca he creído ninguna de esas cosas. Pero de pronto se interrumpió. Se dio cuenta de que su padre ya no la veía a ella, sino siempre a aquel juez, aquel pasado que tanto le desazonaba. Sintió como si ya no fuese ella sino su madre, su madre con un cuerpo cansado de dar y de servir, rebelándose ante el egoísmo y la irresponsabilidad de él. Sintió la cólera y la desesperanza de su madre. Por primera vez rompió su propia imagen. Vio la imagen de su padre. Vio en él al niño que exigía un amor total y que era incapaz de amar. Vio al niño incapaz de un acto de protección, de fuerza, de abnegación. Vio al niño escondiéndose detrás del valor de ella, el mismo niño que se escondía ahora bajo la protección de Laura. Ella era su madre repitiéndole que era un fracasado como ser humano. Y quizá su madre le había dicho también que como músico no había dado lo suficiente para justificar sus limitaciones como ser humano. Durante toda su vida había jugado con las personas, con el amor, había jugado al amor, a ser pianista, a componer. Había jugado porque a nada ni a nadie podía entregar completamente su alma. Había dos regiones, dos extensiones de tierra, con un puente entre ellas, un puente delicado y frágil como los puentes de los jardines japoneses en miniatura. Quien se atrevía a cruzar aquel puente caía al abismo. Así le ocurrió a su madre. Había caído y se había ahogado. Su madre había creído que él tenía un alma. Y había caído en aquel lugar donde las emociones de él alcanzaban su límite, donde la tierra se dividía en dos, donde se abrían los círculos y se rompían los anillos. ¿Era su madre la que hablaba ahora? Estaba diciendo: —Sólo te pido que seas sincero contigo mismo. Yo admito mis mentiras, pero tú no las admites nunca. Lo único que te pido es que seas real. —Ahora dirás que soy superficial. —En este momento lo eres. Yo quería que me miraras a la cara y que fueses sincero. Paseaba arriba y abajo, pálido de ira. Le pareció que su padre no estaba discutiendo con ella sino con su propio pasado, que lo que estaba saliendo a la luz en aquellos momentos era su soterrado sentimiento de culpa hacia su madre. Si ahora veía en ella una vengadora, era sólo debido al temor que sentía de que su hija pudiera acusarle también. Contra ese juicio había erigido
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una poderosa defensa: la aprobación del resto del mundo. Pero en su interior nunca había acabado de diferenciar lo que estaba bien de lo que estaba mal. También a él le movía ahora la compulsión de decir cosas que nunca había pensado decir, de convertirla a ella en el símbolo de la persona que había venido a castigarle, a descubrir sus engaños, a demostrar su indignidad. Y no era éste el significado de su discusión con él. Ella no había venido a juzgarle, sino a disipar las falsedades. Él temía tanto que ella hubiese venido a decirle: «las cuatro personas a las que abandonaste para vivir tu vida, para salvarte, quedaron lisiadas», que no podía oír sus verdaderas palabras. La escena se desarrollaba entre dos fantasmas. El fantasma de su padre decía: —No puedo soportar la menor crítica. Inmediatamente me siento juzgado, condenado. El fantasma de ella decía: —No puedo soportar las mentiras y los engaños. Necesito verdad y sinceridad. No podían entenderse. Gesticulaban en el vacío. Gestos de desesperanza y de cólera. Su padre pa seando arriba y abajo, encolerizado por las dudas que ella le exponía, olvidando que aquellas dudas estaban bien justificadas, olvidando preguntarse si ella tenía razón o no. Y ella desesperada porque su padre se negaba a entender, porque el frágil puestecillo japonés que unía las dos regiones de su alma se negaba a sostenerla ya ni un momento, aunqueella caminaba con pie tan ligero, intentando llevar mensajes de una parte a otra, intentando establecer contactos entre lo real y lo irreal. Ya no podía ver claramente a su padre. Sólo podía ver el severo perfil que cortaba el aire como un rápido bajel de piedra, un bajel de piedra que se moviera en un mar desconocido para los seres humanos, con rumbo a regiones formadas por roca granítica. Ya no había agua, ni calidez, ni corrientes entre ellos. Toda comunicación paralizada por la falsedad. Perdida en la niebla. Perdida en una fría y blanca niebla de falsedad. Imágenes deformadas, como si las mirasen a través de un cuenco de cristal. La boca de él larga y burlona, sus ojos enormes pero vacíos en su transparencia. Inhumano. Perdidos todos los perfiles humanos. Y ella pensando: dejé de amar a mi padre hace mucho tiempo. Lo que quedaba era la esclavitud a un hábito. Pensaba que cuando le viese me sentiría feliz y exaltada. Fingía. Yo misma me creaba estados de éxtasis. Cuando se finge todo el cuerpo se rebela. Se producen grandes erupciones y revueltas, grandes y oscuros estragos, y sobre todo una falta de alegría. Una gran melancolía y desolación. Todo lo natural es causa de alegría. Y él fingía también: tenía que ganarme como un trofeo, como una victoria. Tenía que ganarme y apartarme de mi madre, tenía que ganar mi aprobación. Tenia que ganarme porque me temía. Temía el juicio de sus hijos. Y cuando no pudo ganarme se resintió su vanidad. Combatió en mí sus defectos, del mismo modo que yo odié en él mis propios defectos. Algunos gestos hechos en la infancia parecen tener repercusiones eternas. Así ocurría con el gesto que había hecho para impedir a su padre que se mar- chara; se había aferrado a su abrigo y le había re- tenido con tanta fuerza que tuvieron que arrancarla de él. Aquel gesto de desesperación parecía prolongarse durante toda su vida. Lo repetía ciegamente, temiendo siempre perder todo cuanto amaba. Era muy duro para ella creer que aquel padre al cual aún estaba intentando retener ya no era real ni importante, que el abrigo que aferraba en las manos ya no era cálido, que el cuerpo de aquel hombre no era humano, que su angustioso y trágico deseo había llegado a su final, y que su amor había muerto. Grandes fuerzas la habían empujado hacia la simetría y el equilibrio, la habían empujado a abandonar a su padre a fin de cerrar el círculo fatal del abandono. Había invertido a la fuerza el reloj de arena del dolor. Se habían perseguido el uno al otro. Habían sido esclavos de un hábito, y no del amor. Su mutuo amor había sido sustituido hacía mucho tiempo por los otros amores que les dio la vida. Todas aquellas partes del yo que habían sido atrapadas en una maraña de dolor y frustración habían sido imperceptiblemente liberadas por la vida, por 1 la creación. Pero los sentimientos de que los dos habían partido veinte años atrás, la culpa en él y el amor en ella, habían sido como raíles por los que sus obsesiones les habían lanzado a toda velocidad. Hoy se aferraba al abrigo de un amor muerto.
Ésta había sido la pesadilla: emprender esa búsqueda y envenenar todas las alegrías con la necesidad de su éxito. Descubrir que tal éxito no era necesario en la vida, sino sólo en el mito. Era el mito el que les había impedido
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negar aquel primer amor ideal o reconocer su esencia ilusoria. Lo que llamaban su destino no eran sino los raíles de sus obsesiones. Por fin entraba en el teatro de sombras chinescas de su drama y podía ver los entresijos de la obra además de la obra misma, podía ver que los decorados estaban hechos con el cartón de las ilusiones. Pasaba entre bastidores y podía dejar de llorar. El sufrimiento ya no era real. Veía las cuerdas que regían las escenas, las falsas tormentas y los falsos relámpagos. Estaba saliendo del éter del pasado. El mundo estaba lisiado. Su padre estaba lisiado. Al luchar por su libertad, para salvar la vida, su padre la había golpeado a ella, pero se había envenenado con el remordimiento. No era necesario el odio. No era necesario el castigo. La última vez que había salido del éter había sido para mirar a su hija muerta, una niñita de largas pestañas y manos delicadas. Estaba muerta. La niñita que había en ella había muerto también. La mujer estaba salvada. Y con la niña había muerto la necesidad de un padre.
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