Jun-Ha Llueve. Y en otro momento no me hubiera importado. Pero ahora estoy huyendo y hace varias semanas que he dejado de ser fuerte. El oscuro bosque que nos rodea parece un gigantesco infierno que nos engulle con agonía. La tormenta es tan intensa que apenas veo la espalda de mi compañero; corre varios metros por delante de mí, y lo hace de un modo que jamás había visto en él. Quizás porque nunca habíamos sentido este tipo de horror. Un pequeño grito me sobrecoge y provoca que el asfixiante calor de finales de agosto me hierva en la piel. Después, unos dedos tiemblan entre los míos. Miro por encima de mi hombro sabiendo que voy a toparme con unos ojos verdes inundados de terror. Es entonces cuando la situación me desborda. Hemos escapado de un campo de concentración. Tengo a un compañero, que no duda, al borde de la muerte y arrastro conmigo a una mujer que no está acostumbrada a huir. Sin embargo, ella es uno de los motivos por el que estoy aquí. Probablemente, no tiene sentido, apenas sé su nombre. Pero, más allá de todo eso y de las causas por las que hemos terminado de esta manera, me exijo ponerlos a salvo, y no cuestiono las razones. Me obligo a cerrar los ojos un instante y capto los vastos pasos que se nos acercan con la macabra promesa de aniquilarnos. Han decidido disparar a los tobillos, así que ahora correr es más difícil que antes. Aprieto el paso. Siena tropieza con mis pies, pero se esfuerza en seguirme el ritmo y por momentos lo logra. Su respiración me aturde, el contacto de su mano cada vez es más débil. Temo que vaya a desmayarse. Peor aún, temo que muera. Esa idea, la de perder a esta mujer y a mi compañero, es la que despierta lo que me queda de ferocidad. De pronto, la noto recorriendo mis extremidades. Casi parece que vaya a manifestarse delante de mí. Ha escogido el mejor momento y, aunque ambos sabemos que apenas tengo energía, sorprendentemente, siento que puedo hacer frente a cualquier cosa. —¡Hyung1! —grita mi compañero.
Trad. Hermano mayor. También utilizado por los hombres para referirse a otro hombre mayor sin vínculo familiar.
Una advertencia que provoca que le mire al tiempo en que me lanza la robusta rama de un árbol. La capto al vuelo antes de coger a Siena por los hombros y obligarla a acuclillarse entre la espesura. —No te muevas —le exijo. Ella asiente con la cabeza, aterrorizada, y se cubre las orejas con las manos. No tengo tiempo de ver más, acaban de rodearme unos brazos y pretenden asfixiarme. Noto cómo la rama me araña la piel al resbalarse de mi mano. Me inclino hacia delante y después hacia atrás. Repito el proceso varias veces, frustrado. Es un soldado delgado, soy mucho más corpulento que él. Sin embargo, me cuesta deshacerme de la sujeción. Tal vez porque todas las heridas de mi espalda se están abriendo de nuevo o porque la inanición comienza a hacer estragos en mi organismo; quizás por ambas cosas. Así que grito y me impulso con todas mis fuerzas hacia delante provocando, al fin, que el soldado caiga al suelo embarrado. Trato de alcanzar la rama rápidamente cuando me sujeta de la pernera del pantalón. Justo entonces me percato de que mi compañero está luchando cuerpo a cuerpo con varios soldados. Le capturan del cuello cuando recibo un fuerte puñetazo en la cara. Tropiezo hasta caer, y me perturba el agotamiento en la mirada porque no puedo ver si mi compañero sigue vivo o ya está muerto. Pero me doy cuenta de que Siena ha comenzado a temblar fuertemente. Si no me doy prisa, la capturarán, y esta vez la ejecutarán después de violarla hasta desangrarla. Esas son algunas de las prácticas que se llevan a cabo dentro del campo de concentración del que venimos. Me incorporo aprisa, aprieto con fuerza la rama y golpeo la cabeza de un soldado con toda la furia que logro reunir. El impacto resulta brutal debido a la velocidad con la que se ha acercado a mí. Así que no me sorprende el salvaje sonido que emiten algunos de sus huesos antes de desplomarse. No me paro a cotejar si le he matado, enseguida vuelvo a atacar. Asesto otro golpe y después otro. Y otro más. No importa el lugar o el daño que cause, simplemente me dejo llevar por una corrosiva locura. Quizás no es el mejor acto de todos, pero nuestras vidas penden de ello. No soy yo el que ha decidido que sea así. Me deshago de la rama y lucho con mis propias manos. Es cierto que he perdido reflejos y que mis habilidades están un tanto mermadas. También que la madrugada y la lluvia no ayudan, pero resisto todo lo que puedo. Hasta que alguien me ensarta la afilada hoja de un cuchillo de caza en el hombro. Noto las mordeduras del acero lacerando mi carne. Me duele bastante, pero contengo mis ansias de gritar porque Siena ha empezado a moverse. Está viniendo en mi busca. Casi me parece estar viéndola a cámara lenta. Por eso no me cuesta reconocer el peligro antes de que me sacuda. Le niego con la mirada. Siena entiende el mensaje, está acostumbrada a esa manera nuestra de comunicarnos, así nos hemos conocido. Sin embargo, es demasiado tarde para que pueda retroceder. Un soldado ha aparecido tras ella. De pronto, Siena ya no me mira. Mantiene sus ojos en mí, pero no hay nada en ellos. Acaba de recibir un violento golpe en la cabeza y el sonido ha sido tan escalofriante que agita hasta el último rincón de mi cuerpo. El cielo me muestra, en todo su esplendor, la imagen al iluminarse por un relámpago.
Grito y me sacudo de mis adversarios pensando que lograré llegar hasta ella y capturarla antes de que se desplome. Y lo consigo. Acaricio la punta de sus dedos y, por un instante, me veo reflejado en sus ojos. Pero todo es una vana ilusión. Siento de nuevo la hoja de un cuchillo. Esta vez clavándose en el muslo trasero. Me maldigo de inmediato por dar un doloroso traspié. Mientras, Siena cae ante mí por la pendiente y el bosque la engulle con una indiferencia sobrecogedora. El maldito soldado insiste en mi muslo. Entonces, le capturo la muñeca, la retuerzo hasta notar sus huesos quebrarse, haciendo caso omiso a sus alaridos, y empiezo a golpear su cara. Creo que le he matado al segundo impacto, pero, aun así, continúo. Y grito. Y vuelvo a pegarle. Y vuelvo a gritar. Y, cuando estoy completamente seguro de que ha dejado esta vida, me doy la vuelta e intento lanzarme por la pendiente. Con un poco de suerte lograré dar con Siena. Pero lo escucho, y me detiene. Un disparo. Después, unos dedos que se clavan en mi espalda. Me giro, aterrorizado. No estoy preparado para verle morir. Sin embargo, insisto en dar con sus ojos mientras los míos parecen al borde de salírseme de órbita. Lo noto... Noto como el corazón me bombea histérico. Me duele muchísimo. Si es verdad que va a morir, entonces elijo irme con él a donde sea que vaya. Me tambaleo. Mi compañero, mi hermano, me mira con miedo. Tiembla. Empieza a jadear. Y noto el líquido viscoso y caliente que se derrama entre su pecho y el mío. Esa bala no era para él. Casi puedo ver a través de sus pupilas marrones el momento en que ha echado a correr hacia mí para salvarme. Se ha interpuesto entre el plomo y mi cuerpo, provocándole un agujero del tamaño de una moneda de cien won 2. Podría ser capaz de introducir un dedo y extraerle la bala, pero todo acaba en cuanto le acaricio. Otro disparo. Puedo sentir el dolor que va a causarme antes de que penetre en mi piel. En mi caso, goza de orificio de entrada y salida. A atravesado mi tórax en apenas un segundo. Y, mientras me desplomo, pienso que quizás me ha tocado algún órgano. Lo que significa que muy probablemente voy a morir desangrado. En realidad, no me importa, pero las pocas fuerzas que tengo se me están escapando conforme la sangre se derrama y me impedirá ayudar a mi compañero. Le busco con la mirada. Está tendido en el suelo a unos metros de mí. Sigue temblando cuando levanta su mano, me busca. La lluvia sigue cayendo con fuerza. Por tanto, si lloro no se notará. Empieza por cerrarme la garganta y temblarme el labio. Me siento débil, dolorido, cansado, hambriento. Aterrado. Nadie está preparado para algo así. Ni siquiera la élite. Ahora los temblores se convierten en convulsiones duras y me obligan a llorar como nunca creí que lo haría. No era el final que había imaginado para nosotros. Para ninguno de los catorce. Ni para Siena. «¿Quién eres en realidad? ¿A qué te dedicas? ¿Qué te gusta? ¿Cuáles son tus deseos, tus miedos? ¿Me dejas compartirlos contigo? ¿Te duele, hermano mío? 2
Moneda coreana.
¿Crees que puedes resistir? ¿Podrías sobrevivir si te lo suplico? ¿Por qué estamos aquí? ¿Quién dio la orden? ¿Quién decidió algo así?». Me llevo conmigo, seguramente muy lejos de ellos, todas esas preguntas que me hubiera gustado responder. Me llevo conmigo la mirada desesperada de Siena, el terror de mi compañero, el asesinato de mis hombres, el dolor por el que pasaron al morir. Toda esta infamia.
Franco
Mi encantadora rutina se ha convertido en algo muy molesto. No percibo del mismo modo que antes la suavidad de la brisa nocturna ni la sensación cálida que me proporciona un buen cóctel. Siquiera noto las caricias furtivas y sugerentes de mi acompañante. Mi tiempo de ocio, todos los rituales de placer con los que siempre he disfrutado, me aportan ahora una extraña y retorcida ansiedad. Me siento incómodo en mi propia vida. Oteo la ciudad. Las noches son bastante calurosas. Barcelona es ahora un mar oscuro resaltado por las luces de los edificios. Desde esta terraza puedo verlo absolutamente todo, incluso lo que no quiero ver. Soy asiduo a este lugar. Es un restaurante tranquilo y elitista, donde se puede beber con calma y saborear algunos de los mejores platos de la gastronomía española. Pero hoy no estoy aquí porque lo desee. Lo he intentado. He intentado asumir lo que los demás creen que es la auténtica verdad. He intentado convertirme en el ganado de mis “colegas” de profesión. Pero cuando alguien como yo no sabe qué está pasando es difícil enfrentarse a los lobos. Soy un hombre que busca las respuestas a las preguntas que la mayoría se hace pero no se atreve a mencionar. Donde hay una sospecha hay un hecho. Por tanto, alguien debe mostrárselo al mundo. Esa es mi forma de entender la comunicación. Para algunos es asombroso; para otros, algo despreciable. Para mí es la esencia de mis principios. Sin embargo, si alguien en esta ciudad no quiere que una información salga a la luz, entonces no saldrá. Lo que me lleva a pensar que quizás las personas que están involucradas tienen esa clase de poder y ejercen ese tipo de influencia, capaz de crear una fantasía. He pensado en ello tantas veces que incluso estoy empezando a dudar de mí mismo. Me cuestiono casi tanto como me preocupo. Yo también tengo influencia, gozo de reconocimiento, dispongo de los mejores informadores y contactos. Pero poco se puede hacer si surge una noticia que todo el mundo asume. Si cierro un instante los ojos y aprieto con fuerza puedo imaginar a Siena sufriendo y rogándome. Estoy empezando a olvidar cosas demasiado obvias como la línea infantil y dulce de la curva de sus cejas o el modo en que frunce los
labios cuando está escribiendo algo interesante. Esa vitalidad que rebosa cada mañana en la redacción o la sonrisa nerviosa que me envía cuando corrijo su trabajo. Hace casi cinco semanas que ya no está. «Franco…». Creo que alguien me llama. —Franco. —Pestañeo antes de toparme con la mirada atenta de David sentado al otro lado de la mesa. Seguramente, lleva hablándome varios minutos. Me agito en mi asiento forzando una sonrisa. Sé que no es suficiente para transmitirle afecto, pero David me conoce y entiende que no estoy en mi mejor momento. —Lo siento —me disculpo antes de beber de mi copa. Hemos pedido vino tinto y unos aperitivos, pero no recuerdo el momento exacto en que nos han servido. David suspira y acepta mi sonrisa desviando la mirada hacia la panorámica de la ciudad. Percibo que está un poco molesto y que también se siente incómodo. No le he prestado atención en los últimos días y, aunque no es mi pareja, eso le frustra. Él, en cierto modo, es un gran admirador de mi sutil arrogancia; sabe que, mientras exista, todo funciona en mí. Pero he dejado de ser el habitual Franco Alemany y ambos lo sabemos. En este momento no soy capaz de llevármelo a la cama como si no pasara nada. —¿Estabas pensando en ella, verdad? —¿Resulta tan evidente? —Intento bromear, pero a él no le hace demasiada gracia. Dejo la copa sobre la mesa y me enciendo un cigarrillo mientras espero su siguiente comentario. Estará cargado de pretensiones emocionales. Él siempre ha querido más que yo. —Hace semanas que estás así —habla suave y con tacto—. Has dejado de ser tú. Por supuesto. Me cuesta ser yo mismo, principalmente porque una de los míos ha desaparecido. —Tengo una cuenta pendiente, David —resoplo soltando el humo del tabaco—. Se lo debo. —¿Le debes? ¿El qué? —pregunta tajante, exigente, y yo aprieto la mandíbula, pero me doy cuenta de que es una reacción un poco desmedida y trato de disimularla humedeciéndome los labios. —Fui la última persona que habló con ella —le recuerdo—. Sé que está ahí fuera… —Fue declarada muerta hace tres semanas, Franco —espeta de un modo en que parece querer hacerme elegir. No entiendo sus motivos. No adoro a Siena como mujer, sabe que eso es imposible. Así que no comprendo porque sus comentarios comienzan a parecerme un ataque de celos—. Hay evidencias de que… —No hay cadáver —le interrumpo severo—. Ni tampoco una certeza verídica que pruebe la honestidad de esa hipótesis.
—Cierto, no se sabe dónde está el cuerpo. Pero eres periodista y ni siquiera tú puedes negar un informe forense expedido por la Interpol y aceptado por su familia. —Puede que para ti eso sea suficiente, pero yo necesito más y no voy a parar hasta descubrirlo. Pase el tiempo que pase. —He empleado un tono incisivo y contundente que no termina de satisfacerme. Pero, aun así, mis palabras causan efecto. David empieza a perder la paciencia, y yo no quiero que la mantenga. Así que este encuentro está llegando a su fin. —En el pasado, ni siquiera te hubieras justificado. —David sonríe asumiendo que nuestra liberal relación no tiene cabida en mi actualidad—. Supongo que no es el mejor momento. Se levanta y coge su chaqueta. —Lo siento, David. —Es lo máximo que puedo hacer. No me gusta herir a mis amantes, aunque a veces no tenga más remedio. David se me acerca cauteloso y me entrega una caricia en el hombro. —Llámame de vez en cuando —sonríe—. Te deseo mucha suerte. «Voy a necesitarla», pienso mientras le regalo la última sonrisa. Desaparece en el interior del restaurante justo cuando desvío la vista hacia el cielo. Me llevo las manos a la cabeza y suspiro. Estoy cansado. Muy cansado. No, la suerte aquí no puede hacer nada. Ese maldito informe forense lo ha cambiado todo. Al principio, media Europa se volcó en el problema. Pero ahora nadie está buscando a Siena porque ya ha sido registrada como fallecida. Por más que me enfurezca, lo lógico sería empezar a asumir que no va a parecer. Vuelvo a suspirar y le doy un nuevo sorbo a mi copa. Ese es el momento que escoge César Castro para llamarme. Me lanzo a por el teléfono, como hago siempre que aparece su nombre en la pantalla. No tardo en sentir los latidos de mi corazón en la garganta. —¿Qué ocurre, César? —pregunto expectante. —Ve al aeropuerto. —Su voz suena casi tan cansada como la mía—. Sales hacia Pekín en dos horas. Frunzo el ceño y un escalofrío me atraviesa la espalda. —¿Pekín? ¿Qué ha pasado? —Han encontrado a Siena. Frío. Y locura. Son las dos palabras que cruzan mi mente cuando echo a correr.