CUENTOS BLANCOS
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~a Verdad la Mentira.—La Nochebuena de una madre.—Abejitas de Dios.—El pe* quefio héroe.—La escala de San José.— EJLtfdjto salvador. POR
María de Echarri OON CE NS URA E C L E SjX jjb 'í
IDIItm^ítlHKElKLIUl: Editorial Barcelonesa, S. fl. C o r t és , s m . - s a r c el o n a
INDICE P ¿ 8«.
La Verdad y la Mentira
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La Nochebuena de una madre . Abejitas de O í o s
15 25
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El pequeño hér oe . . .
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L a escala de San J o s é .............................................43
El gari to sal vador .
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im n iniP É i II Ulf LIU I: Ed H crljl B arc elo n es a,
CORTE». IH.-IARCELONA
<1.
Nihil obatat.
El Cílior,
0lanat( ‘Ulistru,
El Vicario General,
JO SÉ PAL MAROLA Por mandado de Su Srfa.. T - l n-S al n d o r O a n n u , P b i o .
Striv, Canc.
LA VERDAD Y LA MENTIRA
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anda, abuelo» cuenta una historia. Mira, hace una tarde tan fea,
nda,
está lloviendo, no podem os salir.. . y es jueves. —¿Es jueves, y eso qué? replicó el abuelo , que leía reposadamente el «Año cristi ano», única lectura con que alimen taba ya su inteligencia de ochenta años y su corazón que siempre había sido fiel a Dios.
—Pues que tenemos fiesta, se apre suró a decir un mocito de ocho abriles, con la cara más lista que el mundo viera hasta entonces. —Y ya ves, abuelo, agregó el que pedfa el cuento, ¡vaya una fiesta! ence rrados en casa, sin poder hacer ruido por la nena que está dormida. —Vamos, Vamos, se apresuró a con testar el abuelo, cerrando el tomito y de jando una señal para que no se le olvidara donde quedaba la lectura . No ha y que apurarse, sentaos alrededor mío, silen cio y a escuc har, que os voy a con tar de qué manera ha venido a reinar en el mun do la Mentira y ha quedado apartada de él la Verdad. Abrieron unos ojos muy grandes los pequeñitos, tomaron un aire de superio rida d los mayores como si quisiesen decir «Nosotros lo entendemos bien y vosotros
no»; y se sentaron alrededor del abuelo, el cual sonriendo y frotándose las manos, costumbre habitual suya, comenzó de esta manera: «Encontráronse un día la Verdad y la Mentira en un bosque y decidieron vivir juntas. La Verdad era buena, sencilla, tímida y confiada. La Mentira eleg ante , atrevida, charlatana. Mandaba siempre y siempre la Verdad obedecía. Así claro es que no había riñas ni jaleos. Cierto día dijo la Mentira a la Ver dad: «Plantem os un árbol a fin de que en primavera dé flores» sombra en verano y fru tos en invierno.» La Verdad accedi ó gustosa y el árbol quedó plantado. Así que empezó a crecer, la Mentira dijo a la Verdad: «Escojamos, hermana, cada cual su sitio; las buen as cue ntas forman los
buenos amigos. Las raíces del árbol, por ejemplo, sostienen a éste y les ali mentan, no les azota el Viento ni la lluvia. ¿Quieres queda rte con ellas? En cuan to' a mí, para serte agradable me contentaré con las ramas que crecen en lo alto y que se hallan ex puestas a las heladas» al sol, a los pájaros» etc ., etc . Pero... ¡qué no se hace por aquellos que uno am a!... — ¡Qué embustera!, interrumpió una niña. — ¡Claro!... como era la Mentira, dijo un niño. —Veréis, siguió el abuelo, la V er dad un tanto confusa y agradecida, se hundió en la tierra, con gran regocijo de su compañera que se vio sola para reinar entre los hombres... El árbol crecfepronto, pronto tuvo flores hermosas; y de todas partes acudía la gente a verlas por el colorido especial que tenían. Subida
en la ram a más alta, la Mentira llamaba a los que Venían a admirar el árbol y los embobaba cosas que lesuncontaba. — ¡Quécon de las mentiras!,dijo pequeño. —Figúrate. Les decía que el mundo, la sociedad no es sino mentira. — ¡Ahí pues eso es verdad, la Madre San Carlos siempre nos lo está repitien do, exclamó una niña. —Bueno, pero es que la Mentira lo que le aseguraba es que no era posible decir la verdad y que al que lo intentase le matarían por loc o. Y tales lecciones daba profesora, y talesquedaban promesasentu les hacía,laque los oyentes siasmado s de la lección. No se hablaba en el pueblo y en la comarca sino de la Mentira y de su ciencia; en cuan to a la pobre Verdad, oculta como un topo entre las raíces del árbol, nadie se acordaba de ella. Como no tenía qué comer, se dedicó
a roer las raíces del árbol, y tanto y tanto lo hizOj que un día en que la Mentira lanzaba a su auditorio un discurso más elocuente que nunca, el viento sopló y echó a tierra al árbol que ya no tenía rafees con que so ste nerse. Al caer, las ramas aplastaron a Varios de los oyentes; la Mentira perd ió en la refriega un ojo y una pierna , quedó coja y tuerta. V aun tuvo suerte en su caída. La Verdad aparec ió con la cabeller a en desorden, con la mirada severa, y con voz ruda comenzó a reprochar a las gen tes su credulidad y flaqueza. Apenas oyó la Mentira la voz de la Verdad, ex clamó: «Ella es la autora de este desas tre. Muera, muera la Verdad.» Entonces el pueblo, el pobre pueblo, niños míos, que huye siempre de los que le dicen la verdad y siguen ciegos a los que tantas mentir as les cuent an y falsas
promesas les hacen, persiguió a la pobre Verdad que hubo de refugiarse de nuevo en su agujero . Hicie ron más: lo tapiaro n con una gran piedra para que la Verdad no pudiese salir más a la tierra. Alguien hubo, sin embargo, que sobre esa piedra escribió esto que concluye lo que no es enteramente cuento, y lo que no quiero que olvidéis para que siemp re digáis la Verdad y aborrezcáis la Men tira: A quí yace la Verdad a quien el mundo cruel mató sin enfermedad porque no reinase en él sino Mentira y Maldad.
Ahora, idos a jugar, amiguitos, que la nena se ha de spertad o y podéis h acer
ruido sin miedo. Recordad a menudo lo que es una leyenda española que tiene no poca moraleja y preferid sufrir el cas tigo antes que encubrir la falta con la mentira.
LA NOCHEBUENA DE UNA MADRE
UÉ triste y qué sola estaba la pobre
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madre! Hacía tres días, que había marchad o sin ya despedirse sin se que ella tuviese la me nor sospe cha deq ue pe n saba ausentarse su único hijo, el mocetón fuerte y cariñoso, el sostén de su viudez, el que con palabras amantes la había con solado asegurándole que mientras él vi viese nunca le faltaría apoyo ni lo nece-
sario para la vida. ¿Qué había ocurrido para que el muchacho cambiase de pro ceder dejase abandonada, tenien do quey gan arsesola, el pan a costa de mucho tra ba jo, a la madre que en él cifraba sus ilusiones y sus esperanzas? Ella no lo sabía... ella no recordaba nada. Ella sólo un día había visto un poco pensativo a Juan Luis, pero sin atribuirlo a cosa gra ve. Ella la pobre no podía de cir más que una cosa, y era que su hijo se había marchado, era que su Juan Luis había desaparecido, dejándola unas líneas de despedida, perosólosinpodía decirl e rir a dónde iba a para r. Ella refe es ce nas muy amargas, horas en que no hacía sino llorar, en que le parecía que el cora zón se le saltaba de pena, en que le daba igual morirse, aunque a la vida se aferra ba por la esperanza de que el hijo volve ría y torna ría a rena cer en la casita,
asentada frente al mar, la dicha y la paz... ratos pasasurcaba ba la madre fren ¡Qué te a esedemar en elsé que ligera la barquilla de Juan Luis cuando salía a la pescaI.. ¡Qué de lágrimas derramadas ante las plan tas d é la Est rella d éla mañana, ante el alta r de Aquella que es Consuelo Supremo de los afligidos! ¡P obreju anuca! Su existencia contaba más amarguras que dichas, más dolores que risasl... De niña, huérfana de madre a los pocos mesesy de nacer,maternos... no había conocido las caricias el amor De joVen, casó con un pescador hon rado y trab ajad or, pero enfermo y que había muerto desp ués de largos pad ec í' mientos. Viuda y sin recursos, una claridad lucía en su cielo tan ennegrecido: el hijo,
el hijo que se le parecía a ella; el hijo que tenía fama de’bueno, de trab aja do r, de Valiente; el hijo guardaba para madre ternuras que que no se esperaban de su su carácter algo áspero y brusco... Y esa claridad había des apa recido también. La madre lloraba, lloraba en aquel anochec er de un día hermo so, pre ludio de una noch e en que vino al mundo el Hijo de Dios, y anun ció que habría paz en la tierra para los hombres de buena voluntad... *
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Apoya do sobre la barandi lla de un buque que volvía a España, se vefa a un hombre que miraba con ansia las costas aun lejanas, pero que se adivinaban en el horizonte. Era un hombre joven, no había cum
plido los veinticinco, y su rostro algo de macrado, resultaba simpáti co, inspi raba confianza. Sus ojos negros y expresivos miraban de frente, no se bajab an, no rehuían e l que otros se posasen sobre ellos, como el que tiene mucho que esc onder. Habla ba poco, pero siempre con bondadoso acénto, siempre con dese o de ser ag ra dable, so bre tod o si era alguna mujer de edad la que se le acercaba o un niño el que quería interrogarle. Su único afán era llegar pronto. Su aspira ción el re cala r en el puerto a tiempo de tom ar el tren y llegar al pueblo la noche llamada por los cristianos Nochebuena, porque comenzó la redención de los hombres y empezaron a entreabrirse las puertas del cielo. |O h, y qué arrepent LuiSj pues era él, de hab
amigo que le propus o huir de su hogar y buscar en América una posición y una fortuna! ¡El le había tontamente creído! El ha bía soñado con un porvenir dichoso para la madre, sin pensar en que la dicha para ella era tenerle a su lado. Y como sabía que si le hablaba, si se lo preguntaba, se iba la madre a oponer, hizo lo que el amigo, un aventurero llegado al pueblo, le prop uso: marchar sin decir nada, huir de su casa, no dejar tampoco sus señas para que la madre no le hiciese volver... y emigrar a América a hacer dinero, el
eterno sueño de muchos españoles, que como cuando Juan Luis despiertan , se en cuentran con una realidad desconsola dora. El mozo, cansado de luchar, comenzó a pensar en el regreso a la patria; ansias de su ti erruc a besad a por el mar y em
balsamada por las verdes praderas en las que crecían a millares los brezos, las campanillas, las margaritas, le atormen tab an de día y de noche. El rec uerdo de su casa aseada y limpia, en la que la ma dre siempre sonriente, siempre bondado sa , se ocupaba de tenerle prep arada la comida apetitosa, la cama mullida, la muda si volvía de la mar, le hacía sufrir, le hacía llorar; y un día rompió el con tra to que le ata ba como bes tia de carga a un amo exige nte y duro, y como emi grad o volvía a España en el vapor que estab a a punto de toca r tier ra , la tierr a donde él viera la luz prim era, la tierra montañesa. Sus ansias eran arribar a su pueblo la Nochebuena y juntos comer unas sopas, allá en su cocin a aseada, al lado de la madre que tanto seguramente había 11orádo por él.
Sus labios murmuraban una plegaria... la que cantab a a la Virgen de su pueblo en la novena, la que no olvidó ni un día en su destierro, la que decía a María: Estrella de los mares cuyos refle jos... cuyos reflejos en mis ojos de niño resplandecieron... resplandecieron. ¿Te acuerdas, Madre, a tus pies cuántas veces recé la Salve? **• En la iglesia comenzaba la misa de media noch e... El altar apa rec ía cuajado de luces y flores, que flores se daban allí hasta en invierno, y en el coro las voces de los marineros entonaban el Gloria in excelsis Deo ...
LA NOCHEBUENA DE UNA MADRE
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Arrebujada en su mantón, hincada en el suelo, Juanuca rezaba y lloraba... Esa paz prometida a los hombres de buena voluntad, ella la había perdido: ¿la volve ría a recobrar? Abrióse la puerta casi sin ruido.-, entró un hombre... Vacilantes revelaban
miradas .. Miró a su alre ded or... in tensaSusemoción. Inquietud vivísima se dibujó en su expre sivo rostro... De pronto un grito ahogado esca póse de sus l abios. .. Jua nuca se es tremec ió y volvió la cabeza... Juan Luis cayó de rodillas a su lado y escondió su frente entre las manos de su madre. «Gloria a Dios en las altu ras , repe tían en el coro, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.» La paz ansiada había llegado.
ABEJITAS DE DIOS
eonor, niña de ocho añ os. Paz, niña de nueve. Leon or está leyendo una hoja suelta. Pa z borda en un cañam azo. Están las dos en el cuarto de estudios; es por la mañana. Después de un rato de lectura, Leo nor levanta la cabeza y dice:
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—Oye, Paz, estoy leyendo aquí unas cosas muy bonitas, si vieras...
—¿De qué se trata?, pregunta Paz suspendiendo la labor. —Pues de unas abejitas,.. —Bah, interrumpe la mayor con cierto desdén; algún cuentecito de bebés. —No, no; las abejas de que te hablo no chupan flores para luego hacer miel. —¿Pues qué hacen? —Sacar dinero. —Jesús! qué ocurrencia... Estás loca, has leído mal o ese libro se burla de ti. —No; sacar dinero para construir un templo. —Y dale... Pero, criatura, ¿cómo quieres que las abejas saquen dinero? —Pero ¿no te he dicho que estas ab ejas no son como tod as? Ya ves , se llaman Abejas místicas. —No entiendo. —¿Quieres que te lo lea? —Sí, lee mientras yo termino esta
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cenefa porque va siendo hora de que ven ga M.elle, y si no la he terminado me deja—Seguramente. seguramente sin Pues recreo.poco severa que es,,. Yo no la quiero nada. —Ni yo; pero no nos queda otro re medio que obedecerla. Anda, lee. , Leono r se acerc a a Paz y comienza su lectura. —Era cuando la semana aquella, ¿te acu erda s? que llaman sang rien ta... Los templos estaban destruidos, al menos, muchos de ello s... Hubo quien pensó en hacer algo para des agra viar a Dios de la ofensa recibida. Pero ¿qué hacer? Por fin la idea vino. Levantar el tem plo del Sagrado Corazón en el Tibidabo. — Ya he visto yo algo. Será hermo so cuando se termine. Pero he oído de cir a papá que hará n falta muchos miles de duros.
— Eso es lo que quieren conseguir mis abejita s. Sigo . En cuanto el pen sa miento fue concebido, el afán de que se llevara a la reali dad hizo tra bajar con ar diente celo al corazón que soñaba con dar esa gloria al Sagrado Corazón. ¿Cómo lo haría m ejor? Porqu e habfa ya tan tas sus cripciones... , —E s verdad. Mamá siempre está di ciendo que no puede más. —No le hagas caso. —Pero, mujer... “ Eso n os dijo la Madre Sta. Lu cía, que se decía es o, pero que en el fondo no era verdad. No te enfades. Sigo. Rec ordó el nueVo apóstol del templo na ci ona l exp iato rio...
—Como en París; hay uno que se llama así. Mi prima me lo ha contado. —Recordó que lo que se basa en el sacrificio tiene más base que la limosna
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dada sin abnegación. Y lanzó la idea de que se contribu yera con el importe de algún sacrificio a la constru cció n del templo. —Una idea muy bonita. —Ya lo creo. Verás: se hizo así, y la lista de los donativo s recibidos por algún sacrificio es numerosa. —¿Dices alguno? —Sí. Por ejemplo el de una obrerita que se quedó sin comer un plato que le gustaba y mandó su importe para el tem plo; una señorita que sacrificó un viaje; una sirv ienta en Zaragoza que envió su salarió dp un mes. —¡Qué generosa! —Oye, oye: una obrera que tomaba los viernes sólo pan y agua; y el dinero que no gastaba, lo mandaba al Sagrado Corazó n. Un cieguecito que envía una peseta en sellos. Un médico que se privó
de fumar; que sé yo, ha y una lista inter minable. Las abejitas se portan bien como ves. —Se me ocurre una cosa. —Tú dirás, Paz. —¿Te has acordado que mañana nos han prom etido llevarnos a almorza r ni campo? — ¡Vaya! Y lo contenta que estoy. Vamos a ir en auto, me lo ha dicho papá. Y luego Vamos a alquilar unos burros. Poco que me divierte a mí ir en burro. Lo pasarem os admiradam ente; yo no hago más que mirar al cielo, para ver sí se conserva azul. Si lloviese sería un fas tidio. —Luego, ¿sería para ti un sacrificio no ir? — ¡Y flojo! Para ti, ¿no? —También. Hace días que me divier to sólo de pens ar en la excursión. Por
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eso he pensado, se me acaba de ocu rrir... —¿El qué? —Pues mira, que hagamos nosotras de abejitas. —¿Cómo? —¿No lo adivinas? Leonor mira a Paz que sonríe; luego murmura: —Y a... que dejemos... —Que dejemos el paseo, el auto, los burros, y el importe de ello les pidamos a nuestros padres nos lo den para el tem plo del Sagrado Corazón. Leonor calla, en su rostro se advierte la lucha. Sus ojos casi se llenan de lá grimas. —Si te cuesta mucho, entonces no... Podemos hacer otra cosa. Leonor dice de pro nto , con decisi ón: —Me cuesta mucho, muchísimo... No quiero mentir. Pero no importa... también
le costaría a la obrera no comer más que pan. —Entonces... —Se lo diremos a nuestros padres. Si quieren, lo hacemos y enviamos luego el dine ro para el templo nacional expiatorio. —El auto... los burros...
—Para otro día. Hoy todo para el Sagrado Corazón. —Todo. Seremos sus abejas. —Unas abejas pequeñas. —"No importa. Et Señor lo acepta todo por pequeño que sea. —Conque, en cuanto termine la cla se tú se lo dice s a tu madre, yo a la mía. —¿Dirán que sí? —Ya lo creo. — Ahora aunque llueva. —No, tontina; que haga sol, porque
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si llueve entonces el sacrificio sería a medias. —Es verdad. No se me ocurría. Pues que brille mucho el sol. —Anda, que más brillarán las mone das importe de nuestro sacrificio en el Batico de Dios. —Y que no se arruina nunca... M.elle entrando con un paquete de libros: —Siempre charlando. De alguna ton tería quizá. —De que nos hemos convertido en abejas, M.*lle —Muy bien. Si trabajan como ellas... —M ejor... Que la miel que hacemos es para el templo de Dios.
EL PEQUEÑO HÉROE
la familia, una honrada fami lia de artes an os , compuest a de pa
eunida
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dres ,limpia tre s hijos y la abuela, n torno la mesa, y agradable a la evista, el de padre, un hombretón fornido de mirada simpática, de pelo rojo y barb a de igual color, habló de esta manera: — Ya sabéis, vosotras las mujeres, vosotro s los hijos, que la gue rra entre Bélgica y Alemania se ha ^ cla rado. No
me meteré yo ahora en largos discurso s respecto de si hemos hecho bien o mal; no digo más que esto: la Patria está en peligro y hay que defenderla. ¿(uráis ha cerlo así? —¡Lo juramos!, dijeron las voces tré mulas de las mujeres. — ¡Lo juramos!, repitieron las vocecillas de los niños. — El ene m igo Va a invadi r el terruño, ¿juráis oponeros a esta invasión?
—¡Lo juramos!, gritaron con más fuer za niños y mujeres. —E stá bien; yo, yo he de marchar es ta misma noche a inco rpo raro ieafilas... Un grito de esp an to y de pena le in terrumpió. La mujer de pie le miraba con ojos aterra dos, la abuela sollozaba, los niños muy pálidos estaban a punto de llo rar también. —No lloréis, no lloréis, murmuró el
hombretón fornido, que me podéis enter necer y en estos momentos no quiero pensar sino en nuestra patria querida, en nuestra Bélgica amada que el enemigo invade. Hay que saber cumplir con su deber. Lo acab áis de jura r. Oídme. El tiempo apremia.. Para guardar mi casa en tanto que yo vuelva, te dejo a ti, Cari, ¿oyes? —Sí, pad re, resp ond ió un mu chachi to de trece años, cuyo rostro extraordinaria Virilidad.
acusa ba
—¿Puedo marchar tranquilo?, interro gó el padre poniendo una mano sobre el hombro de su hijo mayor y mirándole fi jamente. —Sí, padre, repitió el muchacho. —Está bien. Cuidarás de tu madre y de tu abue la, de tus hermanas, y tra ba jarás 1o que puedas para que tengan qué comer. Y si el enemigo viene...
Un relámpago de ira brilló en los ojos azules del artesano. —Si el enemigo viene, concluyó con ronco ace nto , antes que cae r en sus ma nos, todo. ¿Oyes? todo. —No caeremos, padre, Ve tranquilo, te respondo con mi Vida.
Y el acento del chiquillo era tan firme que el padre se seren ó. Besóle con te r nura en la fren te, sen tós e a la mesa, y por última vez compartió con los suyos el alimento ganado por él con su esfuerzo y su trabajo. A ntedía noche salió de su hog ar; el deber le llamaba, la ba ndéra cte la Patria estaba en peligro; y él, como todos los hijos de Bélgica, acudía a defenderla. * ** Era al amanecer. El sol apenas em
pezaba a dorar con sus resplandores los campos y la ciudad algo lejana. Los pajarillos sacudiendo perezosos sus alas, preludiaban el concierto que todas las mañanas resonaba bajo la bóveda celeste en honor del Crea do r de la naturaleza . El cuad ro era de paz. Y sin em bargo ... A poco oyéron se lejanos ruidos, roncos sonidos , y corrió cual rápida centella la noticia de que los enemigos Victoriosos se acercaban a buen paso. Originóse la natural confusión en ca sos como es te, quiene s huían alocados para no preten caer endían manos alemanes, quienes organdeizarlos una resis tenc ia heroica p ero impo sible, ya que no había hombres; sólo ancianos, niños y mujeres quedaban en la localidad, por halla rse en el campo de batalla los hom bres Válidos. En casa de Cari las mujeres, muertas
de miedo, querían escapar sin demora, abandonándolo todo; pero el muchachi to que promesa a su pa dre, recordaba quiso hacerla de modo hecha que salvándose las niñas, su madre y su abuela, él perm a neciese en la casa tratando de librar el hogar querido, ios útiles del padre, los re cuerd os santo s de una vida honra da, del poder de los enemigos. Sabiendo que si su madre sospechaba su intento no se movería de su lado, disi muló su plan, organizó la huida dé los seres encomendados a su cuidado, con una propocos ntitudaños, y una yserenid de sus cuán doadvioimpropias marcha r la pequeña caravana juntamente con otra s que del lugar huían, y creyend o su madre que él iría con los viejos, volvióse a su casa, ocupándose en recoger con la mayo r precipitació n posible todo aquello que era un pedazo de la vida de su casa y de la existencia de todos.
De pron to, el estampido esp anto so de la metralla interrumpió su faena. El enemigo rompía el fuego contra el pueblo que no querí a en treg ars e, a pesar de no haber en él njás que unos pocos habitan tes, el Párrocg y el Alcalde. Cari palideció, no de miedo, era un corazón te mpladQ, sino de rab ia. Apre tó los puños y dirigiéndose a una de las ven tanas miró hacia el horizonte. Siguieron las bombas cayen do, el in cendio se inició en varías casas, los he ridos exhal aban quejas de d olor. Cari, en su puesto, como un guardián fiel del hogar, no se movía. Al decir su padre «an tes que caer en manos de los enemi gos, todo », quería indicar después de los seres queridos que en la casita dejaba, la casita misma dond e habían nacido sus hijos y habían sido tan felices. El mucha cho espera ba el final de la tra gedia que
en Su pueblo se desarrollaba para Ver de tomar un partido si los alemanes vencían. Un fuerte que losañicos demás hizoestallido trepidar más la casa, caer hechos los cristales. Cari cerró los ojos, una pa lidez densísim a cubrió su cara de niño con reflejos de virilidad de hombre, luego se rehizo y por la ventana tornó a mirar. Un semirrugido salió de sus labios. ¡La bandera! La bandera de su patria, enarbolada en lo alto de la Iglesia, había caí do rota, enganchándose en una de las ver jas, y allí estaba, y allí la cogerían los enemigos que mirada avanzaban presurosos. Cari echó una a su alre dedor. El hogar era sagrad o; pero más que el ho gar, el pabellón patrio. Su padre se lo hu biera mandado. Hizo la señal de la cruz, y rápido, jadeante, salió de la casa. Cuand o pisab a la calle, otro estampido tremendo seguido de un ruido sordo le
sobrec ogió . ¡La casita se hundía! La ca sita la habían deshecho los enemigos. Caribrotar ahogóa las lágrimas dolorcorrió ha cía rauda les de que sus el ojos, hacia la Iglesia, trepó a la Verja, y cuando cogida la bande ra se disponía a bajar, otro estampido l e arrojó en tierra, sin vida, abrazado a los girones del pabellón patrio, por salvar el cual había muerto como mueren los héroes. Poco después entraron en el pueblo los alemanes. Y al observa r que el cadá ver de un niño se hallaba casi envuelto por una bandera, se pararon, compren dieron el acto del muchachito valiente, y cuadrándose saludaron militarmente. Y amortajado con la bandera le enterraron.
LA ESCALA DE SAN JOSÉ
E
rase la octava de Todos los Santos,
y losellos, habitantes del cielo conversa ban entre tratando de unas cosas y de otras. —¿No han observado ustedes, dijo uno, que desde hace algún tiempo cir culan en nuestra ciudad gloriosa indivi duos de aspecto muy sospechoso? —Es verdad, contestaba otro Santo,
y esos recién llegad os, que ninguno de nosotros conoce, tienen unos modales que no enca jan nada en esta mansión de glo ría y santidad. Cada cual emitía su parecer, preocu pados todos de la honra de la patria ce lestial y del reino de Dios, porque en el cielo no caben sentimientos de envidia. El remedio de se mejante estad o de cosas se imponía sin dilación. Decidieron enviar una comisión a San Pedro, para exigirle explicaciones respecto de la' ad misión en el Paraíso de esos personajes de aspecto y modales tan sospechosos. La comisión halló a San Pedro suma mente ocupado . Pesaba » medía, con taba los méritos de una multitud de postu lan tes. Llegaban de todos los rincones de la tierra, pues era el momento de un jubileo de esos de primera magnitud. Esforzába se San Pedro en probar a un desgraciado
LA ESCALA RE SAN JOSÉ
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bebedor, que quería penetrar en el cielo, que le era preciso purifica rse en el Pur gatorio duran algún tiempo; el hombre suplicaba, San tePedro insistía, cuando sin tió que le golpeaban en un hombro. Era San Adrián, que le dijo: —San Pedro, portero celestial... —Déjame, replicó San Pedro, ya ves que no dispongo ni de un minuto. —Por favor, repuso San Adrián, echa a un lado a ese borracho y escúcha nos. Llenos de res peto' hacia tus augus tas funciones, venimos precisamente a preguntarte cómo es que, desde hace algún tiempo, te rebajas tanto en tus jus tos rigo res y admites en el ci elo tipos como este . El número de ellos aument a de un modo alarmante. —¡Cómo!, contestó vivamente San Pedro; vigilo de día y de noche, no des canso ni sosiego para que todo esté en
regla, para sondear todos los corazones. Puedo asegura r que nada que no es té puro se ha metido por esta puerta desde el día en que el Divino Maestro me en tregó las llaves del cielo, p orque nadie pasa sin que sus acciones, palabras y pensamientos queden pesados con toda escrupulosidad. ¡Y venís ahora con re proches de debilidades y transigencias! —Perdona, Pedro, dijo San Marcos, no te ap ure s; pe ro dirige una mirada ha cia ese mozo que está cerca de ti. ¿Cuán do hemos Visto nunca en esta mansión tipos como el suyo? Mirad , mirad qué ojeadas asustadas echa sobre nosotros, como si quisiera disimular. San Pedro no salía de su asom bro; leía y tornaba a leer sus libros del Debe y del Haber, y no acertaba a compren der lo ocurrid o. Realm ente, el mozo en cuestió n tenía más a sp ecto de columna
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de una taberna que de columna de una iglesia. Era evidente que pertene cía a la categoría de los se salvaninen extremis. la tabla postrera de unaque confesión —Nada, que me han engañado, cla mó San P edro ,lo reconozco. Pe ro as e guro que ha entrado por otra parte que no es la puerta. Que San Ivo, el único abogado que contamos entre nosotros, haga el favor de aclararnos este misterio y averiguarno s los medios de que se han valido semejantes individuos para colarse en el cielo. se San lleno desuma celo, consi cerca del Llegó intruso, y conIvo, habilidad guió descifrar el enigma. — Ya tengo la clave, gritó, volviendo hacia sus com pañeros. ¡San J osé es el único para estas cosas! He aquí explica do el ruido de la sierra, del martillo, del cepillo, que a veces oímos detrás del bos-
quecillo espeso que cubre el muro del Pa raíso . En el rincón más apartado, donde jamás pasa ni un ángel, ni un santo, San José ha colocado un taller. Y mientras le suponíamos pacíficamente entregado a su labor, ¿qué hacía nuestro Santo Patriar ca? Pues construir una escala y colocarla en la muralla que rodea la ciudad. He aquí el misterio completamente explicado. Al oír semejante revelación, los san tos todos se encaminaron hacia el lugar indicado por San Ivo. La escala de San (osé se hallaba, en efe cto , adosa da al muro. —A la vista tenemos la prueba irre cusable del delito, dijo San Mateo. Es indudable que San José hace pasar las al mas por aquí. Ahora me explico la clien tela tan numerosa que tiene en la tierra, he y por qué esa muchedumbre que mos Visto, pasa y VuelVe a pasar llevando
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puesta una medalla y haciendo novenas a San Jos é. Un inmenso clamoreo se levantó entre los biena vent urad os con tra San José. San Pedro, en especial, estaba indignado. — ¿De qué me sirven, exclamaba, mis gloriosas fundo nes de portero de la Jeru salén celestial? Soy capaz de renunciar a mi empleo antes que con sentir que se meta en la gloria un alma por otro lado que por la puerta que yo gua rdo. ¿Q ué haremos? Vamos, San Pablo, gran doc to r de las naciones, danos un consejo; y vosotros todos, sant os apóstoles, decid me: ¿Qué partido debemos tomar? Todos opinaron lo mismo: declararon que no podían tolerarse sem ejantes abu sos y que se imponía la inmediata expul sión de esa gente clandestinamente intro ducida por San José. San Jorg e, con la lanza en la man
montó sobre su corcel; San Huberto co gió su flecha; San Pablo, s u espa da: to dos ap res tar ir al combate, do sesepresent ó on Sana Jo sé en escena,cuan re clamando humildemente en estos términos: —Puesto que todos se unen contra mí, ¿qué haré yo para defende r y salvar a mis clientes? Ruego a la asamblea consi dere que no he hecho m ás que usar de mi privilegio y de mi derecho: que jamás pueda decir un mortal, cualquiera que sea, que ha acudido en Vano a mi protec ción y amparo. Si, pu es, mis protegido s tienen ellos. que marcharse, yo me iré con —Márchese si gusta, se le contestó. San José com enzóa reunir su clientela, que formaba una colección tan interesan te como numerosa. —Buen viaje, le gritaron. Vamos, pronto; en marcha. Adiós, adiós...
LA. ESCALA DE SAN JOSÉ
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— Dejadme tiempo para arreglar un burro, replicó San José, y me Voy en el el acto, pues, como es me lleVo conmigo a mi Esposa y anatural, mi Hijo... Estas pala bras fueron como un jarro de agua fría para los Santos, que queda ron aterrados. Mudos de espanto, se ta paban los oídos y no se atrevían a levan tar la vista. San Jorg e bajó del caballo a escap e; San Hu berto y San Ivo se alejaron ráp i damente*, los demás les siguieron confun didos. San José, al Verse solo y victorioso , tranquilizó a sus clientes y se volvió a su taller, donde se apresu ró a añad ir unos cuantos escalones a su misteriosa es cala. (Tomado del francés)
EL GATITO SALVADOR
N
encontramos, queridos niños, aquella época ya muy lejana, pero en de la que quizá habréis oído hablar, que se llama la Revolución francesa. ¿Qué fue la Revoluci ón france sa? Pues mirad, en po cas pal abras que os lo expliquen de ma nera que lo entendáis, os diré que los malos, durante un tiempo, pudieron más OS
que los buenos; que en Francia por en tonces sólo reinaba el terror, el libertinaje; y se los cogía losquerían nobles,aquella a los católicos, a todos queano maldad, y se los mataba, se Ies cortaba la cabeza, se los ahogaba en los ríos, se perse guía la religión y a sus sacerdotes, se profa naban las iglesias, como ocurrió en una iglesia de París en donde en el altar se colocó a una mujer mala; en fin, era una época, niños míos, en que más desgracia dos resultaban los que vivían presencian do tales horrores que los que morían. Reinaba Francia reypagó LuissuXVI, hombre buenoenpero débilelque de bilidad muy cara, pues tanto a él como a su mujer, María Antonieta, los llevaron a la guillotina; y a su hermana María Isabel de Francia, lo mismo; y Luis XVII, un niño como vosotro s, que fue muy maltratado en su prisión, murió de resultas de tan
malos tratamientos. No se salvó de la ca tástrofe más que la niña, la hija de Luis XVI y de María Anton ieta y hermana de Luis XVII. No vayáis a creer, sin embargo, que sólo hubo malos en Francia, no; hubo mu chos muy buenos, Verdaderos mártires de la fe y de sus ideas , como pasa en es tos tiempos, en que oís contar lo que hace el gobierno fra ncés, que no cre e en Dios, que persigue a la Iglesia, que arrancó los crucifijos de las escuelas, la fe del alma de los niños; y sin embargo en Francia hay personas buenas, que están dando ejemplo de religiosidad y de heroísmo. Lástima que en Fran cia, pequeños míos, se hayan dejado dominar tan a me nudo por los malos. Pues volviendo a mi historia, los bue nos, los que defendían la causa de Dios y del Rey, se llamaron los Blancos, tuvie
ron jefes heroicos, entre ellos Charrette, Cathelin eau y otros; los malos se llama ron los Azules. La lucha entre unos y otros fue terrible, fue gigantesca; y cuan do seáis mayorcitos leeréis los detalles de esa epopeya en que si se vertió mucha sangre mala, se derram ó mucha san gre pura y generosa que lavó la falta de la nación francesa. Entre los que defendían la causa de Luis XVII el Rey niño, pues Luis XVI ya había sido muerto en la guillotina, se con taba el conde de Saint Blaise, que vivía en unión de su mujer y dos niños en su castillo., situa do en una provi ncia de Fran cia que se llama la Bretaña, región en donde más se conserv a la religión, y cu yos habitan tes recuerda n no poco en el carácter a los aragoneses, siendo como ellos francos, leales, y al decir de las ma las lenguas, algo testarudos.
Desde que había estallado la Revo lu ción, el conde de Saint Blaise habíase unido a los partidarios del Rey y luchaba en el campo de batalla como un valiente . En el castillo seguían la condesa y los niños, la niña se llamaba Elena y el niño tenía por nombre Roberto. Como los habitantes del país los que rían mucho, y la mayoría seguían siendo monárqu icos, el conde se hallaba un ta n to tranquilo respecto de su suerte. La condesa socorría a los que pade cían hambre, y era el paño de lágrimas de todos los desgraciados del lugar, a los que visitaba juntamente con Roberto y Elena, a los cuales acostum braba as í des de pequeños a ser caritativos. Los dos niños eran buenos, y aunque Roberto era de un temperamento muy ViVo, obedecía si n rep licar a su madre y a Don Andrés, el capellán del castillo, que
por precaución estaba vestido como si no fuera sacerdo te; y a veces se tenía que esconder para escapar a la vigilancia de los pocos republicanos que había en el pueblo. Quiso la condesa que hicieran los ni ños su primera Comunión, ya que en aquellos tiempos tan terribles no se sa bía si al día siguiente se estaría en vida o habría sido guillotinado. Efectuóse la ce remonia en la capilla del castillo, no de día, como hacéis la vuestra, sino de no che; y asistier on a ella solamen te el con de, que había podido volver, y la conde sa; el capel lán les dio la Sagrada Comu nión. Apenas había terminado el acto, cuan do oyeron mucha s voces fue ra del ca sti llo. Alarma do el conde, ab rió una venta na y miró. Uno s grupos de hombres con gorro encarnado y armados de antorchas
daban gritos y pedían se abrie se el cas tillo. —Son los republicanos del pueblo, dijo el conde; ¿a qué vendrán? —«Queremos se nos entregue al ciu dadano Andrés, cura católico..,», se oyó decir. La condesa palideció. —¿Habrá aún tiempo de escapar?, di jo el conde. —Será difícil, replicó el sacerdote que permaneció sereno. Lo mejor es que baje y me entregue. — De ningún modo, replicaron los condes. Sería entregarse a la muerte. —«Que nos abran... o si no, prende mos fuego al castillo», vociferaban aque llos hombrones. —¿Cuántos somos?, murmuró el con de. — P o c o s , dijo su mujer; la mayoría
viejos, los jóvenes están en el campo de batalla. —La resistencia pues...
— Sería una locura ...
— «Y si está el ciudadano Roberto de Saint Blaise... que nos lo entreguen tam bién.» La condesa ahogó un grito de espan to... El conde se sonrió tristemente. — También yo... Y entre los que pi den mi cabeza cuántos hay a los que col mé de bienes... — ¿Qué hacer, Señor, qué hacer?..., murmuró la condesa, con angustia inde cible. Roberto, que había seguido con ViVo interés la conversación, dijo de pronto: — Mamá... ¿y el escondite?... Los condes lanzaron una exclama ción.
—Es verdad... ¿Cómo no nos había mos acordado? ¡Dios mío... bendito seas! Y volviéndose al sacerdote que re za ba en Voz baja, le dijeron: —A escape. Síganos... Bajaron al piso primero, entraron en el salón principal, acercáronse a un rin cón, examinaron cuidadosa y rápidamen te un ladrillo que tenía una señal especial le dieron una Vuelta y el ladrillo se levan tó; debajo había una tram pa, levantáro n la y se veía u na esca lerilla que llegaba a un cuartuch o pequeño, ah ogado , pero en donde cabían algo apretados el conde y el capellán. El conde besó a su mujer e hijos, y haciendo bajar al capellán primero» bajó él des pués; la cond esa cerró la trampa , colocó el ladrillo y después seguida de sus hijos, bajó al vestíbulo y dio orden a los criados de que abriesen.
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MARÍA DE ECHARRI
La presencia noble y digna de la condesa impuso respeto a los invasores, los cuales, bruscamente, pero con mayor co medimiento del que solían usar, dijeron: — «Ciudadana, queremos que nos entregües al cura y al conde; te promete mos no hacerles daño, ni a ti ni a tus hijos si nos los entregas, pero son enemi gos y los queremos apresar. La condesa con una serenidad pas mosa, replicó: —Si los tuviera aquí, lo haría, pero no están en el castillo. —Sabemos sin embargo que están, ciudadana, insistió uno de los revoltosos. Conque no lo neguéis, que Va a se r peor . —Repito que no están... —Está bien: registraremos el cas lio. —Registrad lo que queráis. Desp arram áron se por toda s las habí-
taciones del castillo, rompieron muebles, robaron varias alh aja s... Pero no enco n traron a los nos que queda buscaban. —Aun el gran salón, lo co nozco bien, dijo uno de los revoluciona rios. —Es Verdad, le contestó la condesa; precisamente allí fue donde una noche llorando me pedisteis un socorro... Os lo di, ¿lo recordáis? Entonces me dijisteis... Si alguna vez nece sita usted de mí... mi vida le pertenece... El que había hablado bajó la cabeza avergonzado . Peseroencogió los otrode s hombros se burlaron de él y entonces y murmuró: «Aquellos eran otro s tiempos. Vamos al salón.» Guió a sus com pañeros al salón; la condesa y los niños siguieron en silencio; sus corazones latían con fuerza y sin ha blar rezaban. Entraron; la condesa estu-
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MARÍA DE ECHARRI
vo a punto de lanzar un grito...; se contu vo. Encima del ladrillo donde estaba la señal si bien algo confusa, se hallaba dor mido un gato hermoso, blanco, muy que rido de los niños y que con tod a libertad se pas eaba por el castill o. Si el gato no se movía, difícil les iba a ser a los revo lucionarios salirse con su intento. La angu stia de la con desa y de los niños podéis fácilmente comprenderla. Pero callaban. Elenita se apretaba asus tada contra su madre, Roberto con la mi rada resuelta se había colocado delante de ella y de su herman ita como si hubie ra querido defenderlas. Los hombr ones de go rro rojo bu sca ron por toda s partes... Uno de ellos al pasar por delante del gato le dio un pun tapié con dureza, diciendo: —¿También tú eres de los blancos, eh?...
El gato se estremeció, abrió los ojos; la condesa y sus hijos pensaron con te rro r el queladrillo se iba a mover de su sitio y dejar al descubierto. Pero no; el gato se despere zó, luego volvió a acurrucarse y a dormirse. —Es un perezosón, dijo uno de los revolucionarios. Dejémosle... Siguieron buscando; y convencidos a 1 fin de que no encontraban nada, salieron de allí llevándose Varios objetos y ame nazando con palab ras g roseras a la con desa, prometiéndole VolVer pronto y en o muertos al cura y al nocontrar vivos ble. Salieron del castillo por fin, y se vol vieron a las tab ernas del pueblo a roc iar con copas de vino su de rrota y a re par tirse el botín que llevaban. Cuando se convencieron la condesa y los niños de que estaban solos, abriero
MARÍA DE ECIIARItf 66 trampa, no sin haber cubierto de caricias al gato blanco , e hicieron salir at cape llán y al conde que estab an medio aho gados en su escondite. Comprendiendo todos que tal como se habían puesto las cosas no estaban se guro s en el castillo, ap rovecharon lo que
quedabadedeviaje noche r los prep a rativos y para tra slahace darse a Inglate rra. Disfrazados y con n o pocos apuros y sustos lograron llegar al puerto donde to maron un Vapor que les condujo a Ingla terra. El cond e volvió at camp o de bata lla, pero tuvo la suerte de que nada le pa sase. Cuando la paz volvió a reinar en Francia, Saintarruin Blaise gresaron los a sucondes castill de o algo adore , en el cual s e instalaron muy contentos de
volverse a ver en él des pués de tantos horrores. Roberto y Elena eran ya unos mucha chos. El capellán ten/a todo el pelo blanco. Los condes habían enveje cido mucho; y el gato blanco, apenas si Veía, pero se la gran Vida: todos le mimaban, pasaba todos le cuidaban, y él se deja ba que rer... No podía saber, claro está, que ha bía sido el instrumento del que se sirvió
la ocultar a unosrefugia malva dosProvidencia el esconditepara donde se habían do el conde y el capellán.