El enigma del mal no sólo sigue constituyendo un reto para la filosofía de la religión y la teología; es ante todo una piedra de toque de la experiencia cristiana misma, pues se le presenta al hombre como ocasión de una «voluntad de pactar con Dios más allá de la muerte». «Un pacto», como escribe Manuel Fraijó en este libro, «cuyos principales beneficiarios deberían ser los que en esta vida [... ] sólo conocieron tierras de penumbra». El presente conjunto de ensayos, algunos de ellos inéditos, reunidos por vez primera en este volumen, afronta los grandes temas de la tradición religiosa y filosófica occidental: Dios, Jesús, el mal, la libertad, la creencia en la resurrección de los muertos. De la mano de pensadores y teólogos de nuestro tiempo, y en diálogo con amigos y maestros, el autor se aventura en una reflexión lúcida y serena, al par que sólidamente fundada, encaminada a asumir el reto de relacionar a Dios con todo lo que ocurre. Hoy día, cuando ya casi no se pregunta a Dios por lo que nos pasa, volver a preguntar e incomodar a Dios puede significar la verdadera rebeldía contra el mal. Una rebeldía que, en un gesto teológicamente legítimo, no teme dejar la respuesta final «en puntos suspensivos».
Manuel Fraijó
Es catedrático de Filosofía de la Religión en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, donde también enseña Historia de las Religiones. Realizó estudios de filosofía y teología en las Universidades de Innsbruck, Münster y Tübingen, y es doctor en ambas disciplinas. Grandes maestros como E. Bloch, J. Gómez Caffarena, \Xl: Kasper, H. Küng, J. L. López Aranguren, \Xl: Pannenberg y K. Rahner han dejado honda huella en su pensamiento. Ha dedicado un especial interés al estudiode lá teología protestante de los siglos XIX y XX. Actualmente es decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Es autor, entre otros; de los libros siguientes: Jesús y los marginados. Utopía y esperanza cristiana (1985), El sentido de la historia. Introducción al pensamiento de w: Pannenberg (1986), A vueltas con la religión (22002), Fragmentos de esperanza (22000) y El cristianismo. Una aproximación (22000), publicado en esta misma Editorial, al igual que e! volumen Filosofía de la religión. Estudios y textos (22001), de! que es editor. Asimismo ha editado la obra Cristianismo e Ilustración. Homenaje al profesor José Gómez Caffarena en su setenta cumpleaños (1995).
Dios, el mal y otros ensayos
Dios, el mal y otros ensayos Manuel Fraijó
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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Religión
© Editorial Trotta, S.A., 2004 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-moil:
[email protected] http://www.trotta.es © Manuel Fraijó, 2004 ISBN: 84-8164-687-3 Depósito Legal: M- 13.483-2004 Impresión Morfa lmproslón, S.L.
A la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Educación a Distancia: a sus profesores, alumnos y personal administrativo y de servicios. Congratitud y cariño
CONTENIDO
Introducción
11 1. DIOS Y EL MAL
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
El cristianismo ante el enigma del mal. Carta a un amigo increyente La resurrección de Jesús desde la filosofía de la religión Jesús y la libertad El compromiso de Jesús con la sociedad Realidad de Dios y drama del hombre Dios: ¿Problema o misterio? Satán en horas bajas
23 75 105 127 151 181 207
n. OTROS ENSAYOS. A LA ESCUCHA DE LOS GRANDES 8. 9.
Rudolf Otto: pautas para la lectura de Lo santo Wolfhart Pannenberg: fe y razón
Procedencia de los textos Índice de autores citados Índice general.................................................................... .............
251 271 307 309 315
INTRODUCCIÓN
Se quejaba Ortega de que ninguna cultura ha enseñado al hombre a ser «lo que constitutivamentes es: mortal». Debo advertir al lector que el libro que tiene entre sus manos tampoco es un manual práctico para reconciliarse con la muerte. Las páginas que siguen están más cerca de Unamuno que de Ortega. Es decir: sin compartir la dramaticidad existencial de la protesta unamuniana frente a la muerte, se comprende su deseo de «no morirse del todo», su voluntad de pactar con Dios más allá de la muerte. Un pacto cuyos principales beneficiarios deberían ser los que en esta vida carecieron de escenarios benévolos, los que sólo conocieron tierras de penumbra. Estas líneas se escriben en los días posteriores al terremoto que ha destruido la ciudad iraní de Bam. Es, por tanto, inevitable que las presida un aire de tristeza, de amarga resignación, de preguntas tan desoladas como el paisaje de Bam. A la mente no viene nada, o vienen cosas que probablemente dentro de un mes uno no desearía haber escrito. Habrá, pues, que honrar a los muertos de Bam callando sobre ellos. Qué extrañas resultan, a la luz de las imágenes que llegan de Irán, frases como «el sufrimiento connota la superioridad del hombre sobre Dios» (S. Weil). A lo mejor son dichos sugerentes, pero convendría tener un cuidado exquisito para no «soltarlos» en lugares inapropiados; y, sinceramente, hoy no encuentro ningún escenario apropiado para semejante ocurrencia, por lo demás de dudosa corrección teológica (con todo mi respeto y simpatía para S. Weil, que abrevió voluntariamente sus días para acompañar de cerca a las víctimas de trabajos inhumanos y guerras crueles). Lo único que el paseo de la
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muerte por las casas y calles de Bam deja una vez más claro es que probablemente no existe nada ni nadie con poder suficiente para evitar tales catástrofes naturales. Dios, si existe, no puede evitar el mal físico. Tiene, igual que nosotros, que reconciliarse con los escombros y los cadáveres. Lo que nunca sabremos es cómo sobrelleva su impotencia. Las tradiciones religiosas monoteístas aseguran que siente dolor y compasión ante el sufrimiento de sus criaturas. Cosa que a ellas les ha consolado siempre mucho. Un consuelo, por cierto, altamente valorado por Unamuno. Fue él quien nos legó el credo quia consolans (creo porque es cosa que me consuela). Vale la pena, en este contexto, transcribir, a pesar de su extensión, una cita de Moltmann: Lo recuerdo: En julio de 1943, atrapado bajo una lluvia de bombas, presencié la destrucción de Hamburgo, mi ciudad natal. En esa tormenta de fuego murieron 80.000 personas. Como por obra de milagro, sobreviví, pero hasta hoy no he sabido por qué no fallecí como mis compañeros. Mi pregunta en ese infierno no fue: «¿Por qué permite Dios que esto ocurra?», sino: «Dios mío, «lónde estás?», ¿Dónde está Dios? mstá lejos de nosotros, ausente, guarecido en su cielo? ¿O es un sufriente entre los sufrientes? ¿Participa en nuestro sufrimiento? ¿Le parten el corazón nuestros dolores? Una es la pregunta teórica acerca de cómo justificar a Dios frente al sufrimiento (teodicea); otra es la pregunta existencial acerca de la comunión con Dios en el sufrimiento. La primera pregunta presupone un Dios apático; la segunda busca un Dios compasivo, que comparta nuestro sufrir".
Hace ya varios siglos, en 1755, tuvo lugar otro terremoto que cubrió de sombras el Siglo de las Luces. Ocurrió en la hermosa ciudad de Lisboa y tuvo, aproximadamente, el mismo número de víctimas que el de Bam. Pero muchas cosas han cambiado desde entonces. Por aquellos días, cercano todavía el acendrado teocentrismo de la Edad Media, las gentes lo relacionaban todo con Dios. Fue así como éste se convirtió en blanco de preguntas, de acusaciones y de piedad. Voltaire le culpó abierta y desgarradoramente de lo ocurrido; no estaría bien, decía, acusar a Dios por un ataque de fiebre, pero sí por lo ocurrido en Lisboa. Tiene razón Ferrater Mora: «Hasta 1755 había en Voltaire, casi a partes iguales, un poco de ironía, un poco de esperanza, y un poco de amargura. A partir de 1755 no le quedó ya
1. ]. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, Trotta, Madrid, 1997, pp.
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apenas más que la amargura-". Consecuencia de este estado de ánimo fue su duro alegato contra la providencia divina: «Dios se preocupa por la felicidad de los hombres tan poco como el capitán de un barco por las ratas que pululan en su bodega»:', Rousseau, en cambio, buscó a Dios -y le encontró- todo género de disculpas. Prefirió mirar para otro lado, para el lado de los humanos, y reprochó a los habitantes de Lisboa que hubieran construido edificios elevados. Y no tiene reparo alguno en aducir, como disculpa para Dios, que tal vez las víctimas de Lisboa se ahorraron males mayores como, por ejemplo, una prolongada enfermedad. El resto lo puso la piedad sincera de este gran pensador. Refiriéndose a Dios escribe: «Lo adoro, lo admiro y me postro en su presencia». Pero, por aquellas fechas, no sólo Voltaire y Rousseau incomodaron a Dios con el asunto del terremoto. Toda una legión de empedernidos optimistas, de seguidores de Leibniz, comprendieron de golpe que el mal había irrumpido con inaudita crueldad. en su siglo, en el siglo de la felicidad. Para todos hubo un antes y un después de Lisboa. La ironía del destino quiso que en 1753, dos años antes de la catástrofe, la Academia de Berlín propusiera como tema para el año 1755: «Analizar el sistema de Pope, contenido en la proposición todo está bien». Y, de pronto, en la mañana del 1 de noviembre de 1755, festividad de todos los santos, todo dejó de estar bien. Las iglesias se derrumbaron sobre los fieles que celebraban la festividad del día. Lo ocurrido en Lisboa marcó a las gentes de Europa, a sus filosofías, a sus teologías, a su literatura, a su cultura, a sus vidas. «Llanto por Lisboa» fue el título repetido por poetas y literatos. Hoy, en cambio, todo es diferente. Hace mucho tiempo que no se pregunta a Dios por los terremotos ni las inundaciones. Nadie está dispuesto a hacer de Voltaire ni de Rousseau. Ante el mal físico, Dios no tiene acusadores ni defensores. Los creyentes han aprendido muy bien, me temo que demasiado bien, que nada de eso afecta a la existencia de su Dios. Dios es compaginable con el mal y la desdicha. Ocurra lo que ocurra, siempre recibe el veredicto de «inocente». Debo confesar que me sorprende negativamente la «naturalidad» con la que se exonera a Dios de cualquier género de responsabilidad frente a los acontecimientos. Creo saber que teológicamente es una 2. ]. Ferrater Mora, Cuatro visiones de la historia universal, Alianza, Madrid, 1984, p. 77. 3. Voltaire, «Cándido o el optimismo», en Novelas y cuentos, Planeta, Barcelona, 1982, p. 97.
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operación limpia, correcta, legítima; pero algo, un senti~iento difícil de precisar, me susurra que no es buena tanta «naturalidad» en e~te asunto. Cabría incluso la posibilidad de que Dios, al menos el DIOS cristiano, se sintiera incómodo, y hasta ofendido, ante las disculpas, tal vez algo superficiales, de que es objeto. Se le mantiene, como a los mayores de la casa, al margen de los avatares. Pero no debemos olvidar que fue una ardua conquista dejas viejas tradiciones de Israel el relacionar a Dios con todo lo que ocurría, el proclamarlo señor de toda la realidad. No había un doble principio para explicar el bien y el mal. Todo salía del mismo sitio, del único Dios. Hoy, en cambio, se tiene la impresión de que no se pregunta a Dios por nada, ose le pregunta sólo por nuestro futuro en la otra vida. El presente parece correr completamente de nuestra cuenta. Todo ha conquistado su autonomía, la secularización parece perfecta. Una teología crítica ha enseñado a los creyentes a seguir creyendo, a pesar del mal; por su parte, los no creyentes es comprensible que se abstengan de preguntar. Cansados los unos y los otros de que sólo un silencio sideral responda a nuestras preguntas, hemos dejado de incomodar a Dios. Es posible quedarse hasta sin preguntas. Por supuesto: tampoco se pregunta a Dios por el mal moral. Para tal asunto se remite enseguida a nuestra libertad. Y menos aún se interroga a Dios por el mal metafísico, ese que Leibniz identificaba con la finitud del ser humano. Es el mal que más inquietaba a ese gran testigo de los males del siglo xx que fue E. Bloch. Su vida fue una tensa y prolongada partida contra el mal, que terminó en tablas. El mal, en su expresión última, la muerte, le venció; pero Bloch se había tomado ya por anticipado la revancha: en medio del siglo «más cruel de la historia conocida» (H. Arendt), Bloch legó a las generaciones futuras su gran obra El principio esperanza', Sin duda, un gran contratiempo para el mal. La peor derrota del mal es la rebeldía contra él. Bloch la encarnó con un envidiable coraje antropológico. Liberado, pues, Dios de su antigua obligación de responder a preguntas sobre el origen y la magnitud de los males que sufrimos los humanos, sólo se le encomienda la tarea de programar cuidadosamente lo que venga después de la muerte. Se espera de él que nos sorprenda con algo así como un «futuro absoluto» (K. Rahner). No es poco, sobre todo si se recuerda que, hace algo más de un siglo, Nietzsche lo envió al «paro», condenándolo a la insignificancia, en
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De próxima publicación en Trotta.
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definitiva a la muerte. Pero la historia muestra que los dioses no mueren por decreto filosófico. En cambio pueden irse extinguiendo lentamente si pierden su carácter relacional, si se les condena a un espléndido aislamiento. No es seguro que la gran tarea escatológica, esa en la que nadie puede suplir a los dioses, sea suficiente para asegurarles un futuro digno. Si sólo se les relaciona con nuestro desconocido e incierto futuro más allá de la muerte, es posible que también su futuro se torne incierto. De todo esto, y de algunas cosas más, trata este libro. Su autor es consciente de que, con él, hace una inversión en el pasado. Con otras palabras: sospecha que los temas que aborda no gozan precisamente de «rabiosa» actualidad. De ahí que, al confiarlos a la imprenta, le invada una cierta sensación de soledad. Y recuerda la advertencia de A. Machado: En mi soledad he visto cosas muyclaras, que no son verdad. Intentando huir de los peligros de la soledad, el capítulo 1, titulado «El cristianismo ante el enigma del mal», es un extenso y cordial diálogo con Javier Muguerza sobre el cristianismo y el problema del mal. Muchos años de convivencia en el Departamento de Filosofía Moral y Política de la Facultad de Filosofía de la UNED, y una entrañable amistad, nos han conducido, en diversos cursos y foros públicos, a dar forma a nuestras convergencias y divergencias sobre el tema del mal y la teodicea. En el fondo de nuestras diferencias resuena, como suele ocurrir, el eco de nuestras dispares biografías. Abordamos el tema desde ángulos muy diferentes. El suyo es rigurosamente filosófico, aunque con sensibilidad y apertura a la teología; el mío es fundamentalmente teológico, aunque marcado por la filosofía de la religión. Nuestra principal convergencia: ninguno de nosotros intenta «solucionar» el problema del mal. Ambos suscribiríamos el conciso veredicto de O. Marquard: «Theodizee gelungen, Mensch tot», cuya traducción literal sería: «Teodicea lograda, hombre muerto». El lector comprobará que Javier Muguerza no es el único pensador con el que se dialoga en este primer capítulo. Al final de sus Enéadas define Plotino la religión como «la huida de un solitario hacia otro solitario». También las citas, tan abundantes en este libro, son una especie de quebranto de la soledad. Fusionan lo propio con lo de los demás, tienen en cuenta el esfuerzo ajeno. W. Benjamin era un
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coleccionador de citas. Se valía de ellas para introducir el pasado en el presente. Consideraba que la cita es una especie de interrupción que introduce titubeos en las armónicas construcciones argumentativas de la modernidad. Quien no se mezcla con lo que le precedió y con lo que le rodea no es puro, sino pobre. El capítulo 2, titulado «La resurrección de Jesús desde la filosofía de la religión», es continuación estricta del anterior. En su respuesta al enigma del mal, el cristianismo pide que no se juzgue a una obra de teatro sólo por su primer acto. Es necesario esperar a que llegue el desenlace, el acto final, la escatología. Todo se verá entonces de forma distinta. Los males presentes palidecerán ante la gloria futura. ¿Quién se acordará del grano de trigo podrido bajo la tierra cuando aparezca en todo su esplendor la espiga? La tradición cristiana no escatima metáforas ni esfuerzo intelectual para hacer plausible lo que ha de venir, el futuro, la gran promesa de un mundo sanado, sin llanto ni lágrimas, un nuevo comienzo para las víctimas de todos los holocaustos que conoció la geografía humana. Este capítulo se detiene en el análisis de tan desorbitada promesa y se asoma a los ecos que ha ido encontrando en algunos fragmentos de la historia del pensamiento. Entre paréntesis: en este preciso instante me llama un amigo, catedrático de filosofía en la universidad, para pedirme que dirija un seminario interfacultativo sobre «el fracaso del cristianismo». Le he dicho que me lo pensaré... Y me he quedado bloqueado un buen rato. ¿Hay que dar ya por definitivo el actual fracaso del cristianismo? Pero sigamos. El capítulo 3, centrado en el estudio de la libertad -se titula «Jesús y la libertad»-, conecta también sin violencia con todo lo anterior. Sin libertad no sería posible hablar de imputabilidad ética, ni de responsabilidad, ni del mal moral. Es un capítulo en el que se pide ayuda a Dostoievski, a Spinoza y a otros grandes espíritus de la modernidad. El lector se encontrará con la leyenda de El Gran Inquisidor y su perenne actualidad; y es posible que sienta, como el autor de este libro, la fascinación y el peligro que encierra la reflexión de Spinoza sobre la libertad. El final de este capítulo se asoma a la libertad del hombre que está en los orígenes del cristianismo, Jesús de Nazaret. En algún sentido, el capítulo 4 prolonga, bajo el título «El compromiso de Jesús con la sociedad», el final del capítulo 3. Se estudia el ejercicio concreto que de su libertad hizo Jesús. A pesar de los siglos transcurridos, las prioridades que él fijó parecen pensadas para nuestros días. Las dos en las que me fijo no son las únicas, pero sí tal veZlas más decisivas. La invitación a repartir y la invitación a la esperanza
han guiado al cristianismo hasta hoy. Si se abre paso el discurso sobre el «fracaso del cristianismo» será porque ambas invitaciones se han desdibujado. Nunca fue cosa sencilla eso de repartir. También las éticas «laicas» tuvieron clara su necesidad. Ya Séneca dejó escrito: «Tienes que vivir para otro si quieres vivir para ti mismo». Sin embargo, lo cierto es que ni la ética ni la religión han ganado la partida al egoísmo. Sobre la otra invitación, la dirigida a la esperanza escatológica, el lector volverá a encontrar, con otros matices y enfoques, ideas expuestas en los capítulos 1 y 2. He procurado evitar las repeticiones, pero, al tratarse de trabajos independientes unos de otros, y en su mayor parte previamente publicados, no siempre ha sido posible. Pido disculpas. Los capítulos 5 y 6 forman una unidad. El capítulo 5, debo decirlo, se incluye aquí a petición de algunos alumnos y amigos. Bajo el título «Realidad de Dios y drama del hombre» fue publicado por la Fundación Santa María y hace años que está agotado. Nació de una conferencia pronunciada en la Cátedra de Teología Contemporánea de dicha Fundación. Publicado en 1985, me ha parecido que carecía de sentido «actualizarlo», ya que ello hubiera supuesto volverlo a escribir. El capítulo 6, titulado «Dios: éproblema o misterio?», fue publicado como homenaje a Alfonso Álvarez Bolado en su setenta cumpleaños. Ambos capítulos abordan el tema de Dios y, como no podía ser de otra forma, su relación con el mal. Mi amigo José Egida, mucho más osado que yo, acaba de publicar un libro ágil y brillante que se titula ¿Dios? Un asunto no resuelto', Personalmente, en cambio, nunca me he atrevido a dedicar un libro a esta materia. Cuando lo he intentado, siempre he terminado por derivar hacia otros asuntos. Es como cuando se viaja en avión y una densa niebla impide aterrizar en el aeropuerto de destino. El piloto se ve obligado a desviar el vuelo hacia otro aeropuerto. Es lo que me ha ocurrido siempre que me puse a hilvanar un discurso extenso sobre Dios. La densa niebla -«buscando a Dios entre la niebla» (A. Machado)hizo que terminara escribiendo sobre otras materias: el cristianismo, la religión, la esperanza, los marginados... Lo de Dios siempre lo he ido retrasando. Aquí sólo encontrará el lector atisbos, insinuaciones, perfiles breves. Si lo desea, puede completarlos con el apéndice de la segunda edición de El cristianismo. Una aproximación", dedicado también a reflexionar sobre Dios.
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5. Acento, Madrid, 2003. 6. Trorra, Madrid, 22000.
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A primera vista podría parecer que el capítulo 7, titulado «Satán en horas bajas», tiene poco que ver con Dios o con el mal. Sin embargo, el lector comprenderá bien pronto que no es así. Hubo incluso tiempos en los que se pensaba que no se podía creer honradamente en Dios sin creer al mismo tiempo en Satán. Yen el asunto del mal Satán nos ha prestado servicios incalculables. Mientras s<: creyó en él, todo resultaba explicable. El «misterio de la iniquidad» era responsabilidad del maligno. Las fuerzas del mal tenían nombre propio: Satán las encarnaba todas. Durante siglos hemos cargado sobre sus espaldas el lastre de nuestros lados oscuros. Tal vez por eso se le llama «príncipe de las tinieblas»; pero no se trata de sus tinieblas, sino de las nuestras. Por eso, la secularización de la idea de Satán ha supuesto una sobrecarga para los humanos. Ya no es posible echar la culpa a la serpiente. Ahora entramos nosotros en acción. Aparecido originariamente como un cuaderno del Instituto Fe y Secularidad, fue posteriormente traducido al portugués en Brasil. Los dos últimos capítulos responden al «y otros ensayos» que figura en el título de este libro. El capítulo 8 se centra, con cierta pasión, en la gran figura de Rudolf Otto, a quien tanto debemos todos los que nos interesamos por el estudio del hecho religioso. Su libro más conocido, Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios', publicado en 1917, fue un auténtico acontecimiento cultural y espiritual. Pasa por ser el libro alemán de teología -Otto se entendía a sí mismo ante todo como teólogo- más difundido del siglo xx. Mi estudio que, con algunas variaciones, sirve de «prólogo» a la edición del Círculo de Lectores, pretende ser una ayuda para comprender al autor y su obra. Finalmente: el capítulo 9, el último, está dedicado al gran teólogo protestante Wolfhart Pannenberg. Alguien ha dicho que uno es de donde ha hecho el bachillerato. Se podría añadir también que uno queda marcado por el tema de su tesis doctoral. Es al menos mi caso. Trabajé sobre Pannenberg y nunca he hecho el menor esfuerzo por «liberarme» de él. Considero que tendrá que pasar algún tiempo hasta que vuelva a concentrarse en una misma persona tanto saber teológico y filosófico. Este reconocimiento no obliga, obviamente, a compartir todos sus enfoques. Al lector , espero, le quedarán muy nítidas nuestras diferencias. La verdad es que, después de haber analizado su pensamiento en mi libro El sentido de la historia. Introducción al
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Círculo de Lectores, Barcelona, 2000.
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pensamiento de W. Pannenberg", sólo en contadas ocasiones volví a escribir sobre él. El estudio que aparece aquí, y que tiene en cuenta sus últimas publicaciones, me fue solicitado por la Wissenschaftliche Buchgesellschaft alemana y aparecerá bajo el título Wolfhart Pannenberg: Glaube und Vernunft en un volumen titulado Theologen des 20. jahrhunderts. Hace treinta años, en la Universidad de Münster, escuché a K. Rahner decir que a él no le inquietaba que, en medio de la seguridad teológica reinante, hubiese teólogos inseguros, dubitativos, heterodoxos. Sólo deseo añadir -y con ello concluyo esta introducción- que al autor de este libro, sujeto paciente de tantas inseguridades, tampoco le molesta en exceso la aplastante seguridad teológica de Pannenberg. Siempre gusta que exista lo que uno no tiene. Es, quizás, una forma subrepticia, velada, de esperanza. El poeta y obispo cristiano Pedro Casaldáliga escribe: Al final del camino me dirán: éhas vivido?, éhas amado? y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres.
Durante los últimos veinte años el corazón del autor de estas páginas, sin expulsar a ninguno de los anteriores, se ha ido llenando de nuevos nombres. Son, sobre todo, los nombres de los miembros de la Facultad de Filosofía de la UNED. A ellos va dedicado este libro. Pero hay otros nombres. Hace casi treinta años que, viernes tras viernes, antes en el Instituto Fe y Secularidad y ahora en el Centro Gregario Marañón de la UNED, un grupo de «incondicionales», convertido hoy en un nutrido auditorio, sigue mis conferencias. Y hace ya también más de veinte años que la Fundación Politeia, presidida por la admirada y querida ]orgina Gil-Delgado de Satrústegui, viene contando con mis conferencias y seminarios. Todos saben que cuentan con mi gratitud y cariño. Finalmente: mi amigo, Francisco Aguayo Egida, y el Ayuntamiento de Guadalcázar, mi pueblo, presidido por su alcalde, don Francisco Rejano Rot, han extremado su generosidad conmigo otorgándome el honor de dar nombre a una de sus calles. Soy bien consciente de que se trata de un honor inmerecido; pero, precisamente por ello, deseo dejar constancia aquí de mi gratitud hacia ellos y hacia todo el pueblo. 8. Cristiandad, Madrid, 1986.
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1 EL CRISTIANISMO ANTE EL ENIGMA DEL MAL. CARTA A UN AMIGO INCREYENTE
Homenaje a Javier Muguerza*
Querido Javier: Nuestros buenos amigos Roberto R. Aramayo y Francisco Álvarez me piden unas páginas que dialoguen con alguno de los variados temas filosóficos que tu obra aborda. Al parecer se trata de un «homenaje subrepticio» que, con motivo del vigésimo quinto aniversario de tu libro La razón sin esperanza -ia los libros sí les está permitido cumplir años!-, se está gestando. Como fácilmente puedes comprender, participo gustoso en esta iniciativa. No puedo olvidar que muy recientemente tuviste el detalle -uno más- de leer mis escritos sobre el cristianismo y someterlos a un afectuoso análisis'. Pero no colaboro en este homenaje con ánimo de saldar deudas; soy bien consciente de que, por mucho que me esforzase, nunca lo lograría. Prefiero, además, seguir estando «en deuda». Estar «en deuda» me parece una categoría antropológica de primer orden. Siento un ligero escalofrío cuando escucho la expresión «yo no debo nada a nadie». * Originariamente este escrito debía formar parte de un volumen de homenaje, coordinado por los profesores Roberto R. Aramayo y Francisco Álvarez. Sin embargo, dada la extensión que ha ido adquiriendo, parece más aconsejable publicarlo por separado. 1. ]. Muguerza, «Una visión del cristianismo desde la increencia», en ]. Mu- . gucrza y]. A. Estrada, Creencia e increencia: un debate en la frontera, Cuadernos Fe y Sccularidad/Sal Terrae, Santander, 2000, pp. 13-23.
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El tema sobre el que escribiré está «cantado». Sólo poseo una cierta competencia en asuntos relacionados con la religión. Más en concreto: reflexionaré sobre el cristianismo y el problema del mal. Al tratarse de un tema sobre el que tantas veces hemos dialogado con amigos y compañeros como Jesús Díaz, Antonio García-Santesmases, Marta García Alonso, Carlos Gómez y Francisco José Martínez, he preferido mantener el estilo directo, recurriendo al género epistolar. Empecemos.
1. Estudio y simpatía
Permíteme que, de entrada, «suelte» lo que considero más importante: tus escritos sobre la religión, más concretamente sobre el cristianismo y el problema del maF, inauguran un estilo nuevo de abordar esta temática. Lo «normal» en nuestro país ha sido que los increyentes, categoría en la que tú te sitúas, se aproximen al cristianismo con mucha ira y poco estudio. Tú has invertido los términos: mucho estudio y ninguna ira. No te asomas al cristianismo a través de la tarjeta de visita de papas poco edificantes ni de episodios tan sórdidos como los que dieron lugar a que Karlheinz Deschner, antiguo historiador católico, haya dedicado su vida a escribir una «historia criminal del cristianismo». Seis volúmenes lleva ya publicados esta especie de «criminalista anticatólico», como lo llama H. Küng", Es visible su regodeo en la perversidad, su triunfal enumeración de todas las formas de «delincuencia» que ensombrecen la historia de la iglesia 2. Entre dichos escritos habría que mencionar los siguientes: «El problema de Dios en la filosofía analítica»: Revistade Filosofía 96-99 (1966), pp. 291-366; «Teología filosófica y lenguaje religioso», en Instituto Fe y Secularidad (ed.), Convicciónde fe y crítica racional, Sígueme, Salamanca, 1973, pp. 261-275; «Identidad y alteridad: iBloch o Horkheimer?», en J. Gómez Caffarena (ed.), Papeles del Seminario «Racionalidad científica y convicción creyente», Memoria Académica del Instituto Fe y Secularidad, 1979-1980, Madrid, 1981, pp. 57-70. Versiones ampliadas de este texto aparecieron en las revistas Sistema y Enrahonar. Dichas versiones fueron posteriormente refundidas en el capítulo 9, «Un colofón teológico-político», del libro Desde la perplejidad, FCE, México, 21995, pp. 441-473; «Las razones de Kant», en J. Muguerza y R. Rodríguez Aramayo (eds.), Kant después de Kant, Tecnos, Madrid, 1989, pp. 630648; «La profesión de fe del increyente. Un esbozo de (antii-teodicea»: Iglesia Viva 175-176 (1995), pp. 7-36. Este texto ha sido publicado también en M. Fraijó y J. Masiá (eds.), Cristianismo e Ilustración. Homenaje al profesorJoséGómez Caffarena en su setenta cumpleaños, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1995, pp ..1 85213; Yel ya citado en la nota 1 «Una visión del cristianismo desde la increencia». 3. H. Küng, La iglesia católica, Mondadori, Barcelona, 2002, p. 18.
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católica. Tiene razón H. Küng: «Presumiblemente no soy yo el único que considera que, con el paso del tiempo, esa historia criminal del cristianismo en varios volúmenes resultará insípida, farragosa y aburrida-". Sobre todo resulta injusta, unilateral, carente de piedad. Posee un cierto halo de resentimiento. Por cierto: celebro que hayas «hecho las paces», al menos en parte, con mi amigo H. Küng. Aunque le afeas su «incontinencia apologética», le reconoces «una buena dosis de espíritu autocrítico. y le dedicas un párrafo muy logrado que he citado ya otras veces: Uno se pregunta realmente al patrocinio de qué santo encomienda el Vaticano su selección de los defensores de la fe, así como qué clase de santo será ese que no les ha inspirado todavía para premiar con dicho título los denodados esfuerzos de Küng en libros como aquél! o Ser cristiano".
Un defensor de la fe, añado yo, inteligente, culto, apasionado, curtido en mil batallas, y profundamente cristiano. Pero no nos desviemos. Te decía que, por lo general, el mundo de la increencia ha adoptado en nuestro país métodos broncos y airados de aproximación a la creencia religiosa cristiana. Sin duda han influido «crímenes» como los aireados por Deschner; pero tal vez ha pesado también otro dato al que solemos prestar poca atención: hemos sido un país sin teología. Mientras creímos, lo hicimos sin aval teológico ni filosófico; y, al dejar de creer, tampoco sentimos necesidad de acudir a la teología ni a la filosofía. Consecuencia de ello es que ni ayer supimos en qué creíamos, ni hoy sabemos en qué hemos dejado de creer. Tan gratuita fue nuestra fe de ayer como nuestra actual increencia. En este contexto considero importante el hecho de que, sin renunciar a tu sincera increencia, hayas dedicado estudios tan elegantes y llenos de comprensión a la creencia cristiana. Me considero, en mi modesta condición de suministrador de bibliografía, un testigo privilegiado de tus afanes teológicos, de tu interés por la aplicación del método histórico-crítico a la exégesis de los textos cristianos, de tu análisis de acontecimientos cristianos tan cruciales como la muerte de Jesús o los relatos sobre su resurrección. Cualquiera que lea los textos
4. Ibid., p. 19. 5. H. Küng, El cristianismo. Esencia e historia, Trotta, Madrid, 1997. 6. .J. Muguerza, «Una visión del cristianismo desde la increcncia», cit., p. 19.
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de tus dos ponencias en el Foro sobre el Hecho Religioso? podrá comprobar la sensibilidad teológica con la que te acercas a Barth, Bonhoeffer, Dorothee Solle y algunos otros. No insisto en estos puntos para halagarte tontamente (probablemente el desvelamiento de tus inclinaciones teológicas no te va a reportar grandes ganancias, al menos en la academia), sino porque estoy de acuerdo con W. Pannenberg -ya sé que no es santo de tu devoción- cuando escribe: «Los no creyentes que se ocupan de temas teológicos prestan a la teología una ayuda muy valiosa, ya que repararán en temas que el cristiano normal no suele considerar-t. Invita incluso a que se tenga en cuenta este dato a la hora de elaborar el concepto de teología. Y a J. Habermas no le resulta sorprendente «el hecho de que a alguien que, desde una perspectiva filosófica, adopta la posición de un ateísmo metódico, se le planteen las mismas cuestiones que a un teólogos". Buena prueba de las ventajas del diálogo entre creyentes e increyentes, entre filósofos y teólogos, es el Foro sobre el Hecho Religioso. Nada menos que 27 ediciones nos contemplan ya. No me parece exagerado afirmar que, sin la presencia y el estímulo de increyentes «confesos» como Ignacio Sotelo, Antonio García-Santesmases y tú mismo, tal vez el Foro no se hubiera hecho tan mayor. Resistió incluso la partida definitiva de su «media alma», el querido y recordado José Luis Aranguren; su otra «media alma», José Gómez Caffarena, asistido con eficacia y gran generosidad personal por Antonio
7. Me refiero a los ya citados «La profesión de fe del increyente. Un esbozo de (antilteodicea- y «Una visión del cristianismo desde la increencia». Serán los textos a los que con más frecuencia acudiré. En un principio pensé limitarme a comentar e! título -no e! contenido, que escapa a mi competencia- de tu libro La razón sin esperanza (Taurus, Madrid, 1977). Desistí posteriormente, pero es posible que e! resultado final de mi aportación sea, efectivamente, una glosa de dicho título. 8. W. Pannenberg, «Die Wahrheit Gottes in der Bibel und im christlichen Dogma», en W. Oelmüller (ed.), Wahrheitsansprüche der Religionen heute, F. Schüningh, Paderborn, 1986, p. 297. Es, tal vez, el momento de reconocer a W. Oe!müller, prematuramente fallecido, los muchos méritos que contrajo con la filosofía de la religión. El volumen que acabo de citar es el segundo de una trilogía cuyo primer volumen se titula Wiederkehr von Religion? ( F. Schüningh, Paderborn, 1984). El tercer volumen lleva el escueto título de Leiden ( F. Schoningh, Paderborn, 1986). Los tres volúmenes se engloban bajo el epígrafe Kolloquienzur Gegenwartsphilosophie. Se trata de seminarios en los que participan los más destacados filósofos y teólogos de! momento. Junto con su mujer, Ruth Dólle-Oelmüller, publicó obras como GrundkursReligionsphilosophie (W. Fink, München, 1997) y Diskurs: Religion (F. Schoningh, Paderborn, 31995). 9. J. Habermas, Israel o Atenas. Ensayossobrereligión, teología y racionalidad, Trotta, Madrid, 2001, p. 171.
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Blanch, continúa integrando diferencias y tendiendo puentes entre la fe cristiana y la increencia. Afirmaba Goethe que el conflicto entre la fe y la increencia constituye el tema más hondo, incluso el único tema de la historia universal. Las épocas en las que prevalece la fe son tiempos espléndidos que siempre dejan huella; en cambio, los momentos históricos dominados por la increencia marchitan todo lo que tocan y se van sin dejar rastro. Yes que, siempre según Goethe, la increencia se encadena a lo finito, no remonta el vuelo. De esta forma, empequeñece al ser humano que, al parecer, debe ser definido por aquella extensio animi ad magna (apertura del espíritu a cosas grandes) por la que se guiaban los grandes espíritus de la Edad Mediato. Una cita, querido Javier, poco halagüeña para los increyentes. Parece sugerir una especie de pugna entre los escuadrones de la finitud -los increyentes- y las huestes del Infinito -los creyentes-o Pero el mismo Goethe alertaba, con bastante cordura, de que quien desee dar alcance al Infinito debe correr en pos de lo finito en todas direcciones. En fin, habrá que preguntar a Pepe González, nuestro experto en Goethe, por la correcta interpretación del aserto goethiano!'. No quisiera concluir esta introducción sin recordar la grata impresión que dejaron en mí los tres primeros trabajos tuyos que leí sobre filosofía de la religión y que he citado en la nota 2. Me refiero a «El problema de Dios en la filosofía analítica», «Teología filosófica y lenguaje religioso», e «Identidad y alteridad: mloch o Horkheimer?», Los dos primeros casi constituyeron mi primer contacto con la filosofía analítica. Por motivos que ahora no debo explicar, y que tú conoces, dicha filosofía penetró tarde en Alemania, lugar donde yo estudiaba por aquellos años. Me sedujo especialmente tu análisis de las parábolas de Oxford, a las que posteriormente dediqué algún escrito".
10. Cf, E. Cassirer, Filosofía de la ilustración, FCE, México, 31993, p. 158. Refiriéndose a la preocupación religiosa escribía Unamuno: «No concibo a un hombre culto sin esta preocupación, y espero muy poca cosa en e! orden de la cultura [...1de aquellos que viven desinteresados de! problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto social o político» (Mi religión [1907], en Obras completas I1I, Escelicer, Madrid, 1966-1971, p. 270). 11. J. M. González García, Las huellas de Fausto, Tecnos, Madrid, 1992. 12. Cf. M. Fraijó, Fragmentos de esperanza, Verbo Divino, Estella, 22000, pp. 139-169; íd., A vueltas con la religión, Verbo Divino, Estella, 22000, pp. 47-65.
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Tu trabajo sobre Bloch y Horkheimer nos introduce de lleno en el nervio de tu teología o de tu filosofía de la religión. Ya entonces-y en esto no observo cambios sustanciales en tu pensamiento- optabas por Horkheimer. Su alteridad era «la negación de toda escatología»; su «anhelo por lo totalmente otro» era sólo eso: anhelo marcado por una más que posible frustración total. En Horkheimer no veías «ninguna veleidad trascendente». Algo que sí te parecía descubrir en la búsqueda de la «patria de la identidad» de Bloch. Aunque M. Buber-' ha insistido firmemente en que el pensamiento de Bloch no debe ser calificado de «escatológico», sino de «utópico», tú interpretabas el «trascender sin Trascendencia» blochiano en clave escatológica. Personalmente me encuentro indeciso. La rotundidad de los alegatos de Bloch en favor de escenarios benévolos, ajenos ya al mal y a la muerte, parecen ir más allá del trascender antropológico, más allá por tanto del pensar utópico; pero, por otra parte, la negación de la Trascendencia cierra el paso a la escatología. Bloch distingue entre el deseo -das Verlangte- y la realidad -das Erlangte-. La segunda es tozuda e inmisericorde. Todas nuestras palabras acaban en ese lugar que Bloch define como «a-logos». Así llama al cementerio. Supongo que reflexiones de este género condujeron a M. Buber a negar auténtica intención escatológica a la filosofía de Bloch. Pero para el ductus de mi discurso se trata de algo secundario. Yo sólo quería subrayar el rechazo de la escatología que subyace a tu preferencia por Horkheimer frente a Bloch. Un rechazo, como veremos, sostenido en el tiempo. Pero, antes de analizar las consecuencias de la negación de la escatología para el problema del mal, debo «permitirte» que te definas frente a la creencia. Lo has hecho recientemente, en el Foro sobre el Hecho Religioso. Mi trabajo consistirá, pues, en algo tan sencillo como dejarte hablar.
2. La frontera entre creencia e increencia «No soy un cristiano anónimo, sino un no-cristiano con nombre y apellidos»!", Es la respuesta contundente que diste a alguien que te preguntaba si no serías un «cristiano anónimo» en el sentido que K. Rahner daba al término. Es cierto que, a continuación, rebajas mucho
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la contundencia al aceptar la fórmula de G. Vattimo, «Creo no creen> o «no creo creer»!'. En un mismo párrafo pasas de una formulación fuerte a otra manifiestamente débil. Pero no quiero «incordian>. Todos los que te conocemos estamos bien convencidos de la autenticidad de tu increencia. Tu interlocutor tal vez conocía tu riguroso antropocentrismo ético, tu firme defensa de las causas perdidas y, sucumbiendo a un inveterado afán de identificar lo cristiano con todo lo noble, honesto, solidario y generoso, te adjudicó la condición de cristiano anónimo. Recuerdo que Küng dedica algunas páginas a deshacer este malentendido. Son textos que en su día me impresionaron. Me refiero al que sigo considerando su mejor libro, Ser cristiano 16 (1974). Uno no es cristiano por ser buena persona. Afortunadamente hay muchas buenas personas fuera del cristianismo. Lo de ser cristiano incluye referencias fuertes a la persona de Jesús, a su vida, muerte y resurrección. En fin, no te voy a aburrir recordándote lo que entiendo por cristianismo. Tienes todavía demasiado fresca la lectura de mi libro El cristianismo. Una aproximación. Eso sí: antes de continuar contigo, me tienes que permitir que rompa una lanza en defensa de mi maestro K. Rahner o, mejor dicho, de su teologúmeno de los cristianos anónimos. Se suele hablar algo despectivamente sobre esta teoría. Ciertamente no es una invención feliz, pero yo la tengo unida a los esfuerzos de Rahner por explicárnosla en clase. En la abarrotada Aula Magna de la Universidad de Münster era visible, día tras día, su forcejeo con los conceptos y con el lenguaje. Ya por aquellas fechas (1970) su teoría había sido vapuleada en casi todos los frentes, incluso en el misionero. Recuerdo cómo insistía en que no pretendía bautizar a nadie por la fuerza. Él sabía que existen otras religiones; pero era un convencido de la suya y quiso relacionar al Dios en el que creía con toda la realidad. No entendía su teoría como un esfuerzo último y desesperado por acaparar para la iglesia los valores de los miembros de otras religiones. El núcleo de su argumentación se centra en dos afirmaciones: a) todos buscamos la salvación; b) no hay más salvación que la de Cristo. De esa doble premisa deducía Rahner la radical orientación del ser humano hacia
13. M. Buber, Der utopische Sozialismus, ]akob Hegener, Koln, 1967. 14. ]. Muguerza, «Una visión del cristianismo desde la increencia», cit., p. 11.
15. Ibid. El libro de G. Vattimo al que hago referencia es Creer que se cree (Paidós, Barcelona, 1996). Cf. el libro de Teresa Oñate El retomo griego de lo divino en la postmodernidad. Una discusión con la hermenéutica nihilista de Gianni Vattimo, Aldebarán, Madrid, 2000. La obra concluye con una valiosa y clarificadora entrevista a Vattimo. 16. Trotta, Madrid, 22003.
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instalación en ella. Pero no te pido que las contestes, estoy simplemente pensando en voz alta. Personalmente me inclino a considerar que el creyente está en clara desventaja frente al increyente. Yes que, aunque a ambos les están reservados los mismos rigores del día a día, al creyente le aguarda, además, el duro trabajo extra de compaginarlos con la existencia de un Dios bueno y omnipotente. Tal vez sea una de las razones por las que Juan A. Estrada habla de la atracción ' incluso de la fascinación, del creyente por la increencia". El hecho de que la frontera entre creencia e increencia sea borrosa no te conduce a «difuminar» las diferencias. Y hay que agradecerte que las hayas marcado. De las tres religiones monoteístas te separa la «vivencia de la presencialidad de Dios» que hace posible la oración. Y, por supuesto -ya lo he apuntado anteriormente-, rechaz~s la «protología y la escatología» que les es común. En cambio, consideras que puedes hacerte cargo «de la visión que de él -de Dios- tiene el creyente como Alguien personalmente concernido e interesado por la suerte, tanto individual como colectiva, de los seres ?umanos»20. Lo que aquí rechazas es una concepción meramente intelectual, abstracta, de Dios; un Dios condenado a ser causa sui y ante el que, en conocida expresión de Heidegger, es difícil «caer de rodillas». p: continuación escribes un párrafo que considero de gran importancia a la hora de procurar una aproximación a tu increencia: y a diferencia ahora de los agnósticos, y no diga~os de los ateos ni tan siquiera está excluido que se abra a los increyentes la posibilidad de experimentar, ya que no la fe de los creyentes, al menos sí la nostalgia del Dios desaparecido tras su muerte y hasta acaso el anhelo de su por lo demás harto improbable, si es que no imposible recuperación". '
17. ]. Muguerza, «Laprofesión de fe del increyenre. Un esbozo de (antijteodicea», cit., p. 10. 18. S. Weil afirmaba que «el cambio de religión es para cualquier ser humano algo tan peli~roso como para un escritor el cambio de lengua» (Carta a un religioso, Trotta, Madrid, 1998, p. 32).
19. ]. A. Estrad~, «L~ atracci.ón del creyente por la increencia», en]. Muguerza y ]. A. Estrada, Creencia e tncreencta: un debate en la frontera, cit., pp. 38-61. 20. ]. Muguerza, «Una visión del cristianismo desde la increencia», cit., p. 12. A veces, los seres humanos parecen «experimentar» este interés divino por su suerte. La mu~rte en ac~idente d~ su hijo, de 21 años, condujo al filósofo y matemático Alfred N. Whltehead a introducir al final de su obra Process and Reality la siguiente frase: «Cod is the great companion.-t~e fellow-sufferer who understands» [Dios es el gran compañero-camarada-de-sufrimientos que comprende](Process and Reality, The MacMillan Company, New York, 1929, p. 532). 21. j, Mu?~erza, «Una ~isió? del cristianismo desde la increencia», cit., p. 12. Sobre el agnosncismo resulta iluminador el escrito de A. García Santesmases Reflexiones sobre ~/ agnosticismo, Cuadernos Fe y SecularidacIJSal Terrae, Santander, 1993. Sobre el mismo tema puede leerse: J. I. González Faus y A. García-Santesmascs, Elogio
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Desearía hacerte una observación sobre este párrafo. No estoy convencido de que agnósticos y ateos se sientan bien reflejados en él. Tal vez tampoco ellos deseen renunciar a la «nostalgia» y al «anhelo» que tú pareces reservar únicamente para el increyente, Puede que tu legítima voluntad de distinguir entre increyentes, agnósticos y ateos no vaya acompañada del suficiente acopio de rasgos diferenciadores. Es cierto que aportas un rasgo relevante, pero tengo dudas de que sea diferenciador. Escribes: A diferencia de! ateísmo, pero también de! agnosticismo, que positiva o negativamente se dejan caracterizar por referencia a la idea de gnósis o «conocimiento», para mí esta última estaría lejos de ser e! único eje, y es discutibleque sea e! eje principal, por referencia al cual se articula la distinción entre creencia e increencia. La fe religiosa es, con frecuencia, a la vez menos y más que conocimiento a secas". Es menos, explicas, ya que carece de la «constrastabilidad» que posee, por ejemplo, el conocimiento científico; y es más porque la creencia en Dios incluye un elemento «fiducial», una «confianza» que se traduce en una «fidelidad» inquebrantable al depositario de esa creencia. Y sostienes que el increyente puede compartir con el creyente, a excepción de los elementos estrictamente gnoseológicos de su fe, «no pocos de los elementos disposicionales, estimativos e incluso prácticos» que conforman dicha fe23 • De una actitud similar a la que tú describes nació, en los años sesenta y setenta, la estrecha colaboración entre la teología de la liberación y el ateísmo marxista, algo que tanto alarmó a los pusilánimes centinelas de la fe en Roma. Tampoco en este caso, estaríamos, pues, ante un rasgo diferenciadar. Ni siquiera estoy completamente convencido de que la línea divisoria entre increencia y ateísmo la marque, como indicas, «la certeza del ateo». Puedo imaginarme ateísmos dubitativos, inseguros, sutiles, agobiados de preguntas. Así ocurrió, por ejemplo, con los «ateísmos de la solidaridad», que tanto nos impactaron en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo xx. Puedo, por último, concebir un «ateísmo religioso» como el que
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parece evocar F. Savater. Un ateo, escribe, <<00 tiene por qué carecer de sensibilidad religiosa ni de receptividad ante lo sagrado»:". El paradigma de esta especie de religión atea es Spinoza. «Si por verdadera religión se entiende algo semejante al amplio e inabarcable racionalismo cósmico de Spinoza, el ateo más intransigente puede ser religioso sin perder ni un ápice de su coherencias". F. Savater se descubre a sí mismo formando parte de un mundo cuya «abrumadora grandeza, enigmática regularidad y radical extrañeza» le exaltan y le aterran. Es la presencia de lo sublime, de lo sagrado. Es a lo que Savater llama sagrado: [...] esa presencia de lo inmanejable que subyace o sesuperpone a toda realidad instrumentalizable, a ese ámbito separado y resguardado en e! que se inscribe y tiembla cuanto ordenadamente manejamos, a lo que nos ha originado, a lo que nos acoge y a lo que nos destruye. Pero sobre todo, a lo que por esencia nos ignora sin que nosotros podamos ignorarlo, a lo que no nos concede importancia y por eso mismo tiene importancia para nosotros. Esta relación asimétrica es la raíz misma de lo sagrado y de la actitud religiosa, no una característica rnás".
Tengo la impresión, Javier, de que suscribirías, como yo, esta especie de «credo ateo» de nuestro amigo Fernando. Un credo que culmina en la siguiente «confesión de fe»: Ser piadoso es saber distinguir entre lo Otro y los otros, fomentando e! respeto a esta diferencia y profundizando hasta e! éxtasis en el sobrecogimiento de saber que todo lo que somos y nos pertenece se asienta y se ve penetrado por aquello que no somos y a lo que pertenecemos-".
Habría, pienso, que recelar de una actitud religiosa que no se apuntara a las pregnantes formulaciones de Savater o a otras similares. Su atinada descripción de lo religioso me recuerda las palabras de Severo Ochoa en una de sus últimas comparecencias en televisión: «Siento irme de este mundo sin saber exactamente dónde he estado».
del agnosticismo, Cuadernos «Institut de Teología Fonarnental», n.? 36, Barcelona, 2000. A. García-Santesmases reflexiona sobre un tema afín, el laicismo, en su libro Ética, política y utopía, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001. 22. J. Muguerza, «Una visión del cristianismo desde la increencia», cit., p.11. 23. Ibid.
24. F. Savater, «Lo que no creo», en AA.W., Dios como problema en la cultura contemporánea, Ega, Bilbao, 1989, pp. 91-98, cita, p. 93. 25. Ibid. 26. [bid. 27. lbid., p. 94. Cf. también F. Savater, «Dios ante la filosofía moderna», en ]. Mnrrín Vclasco, F. Savater y]. Gómez Caffarena, Interrogante: Dios, Cuadernos Fe y Sccularidad/Sal Terrae, Santander, 1996, pp. 51-59.
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Es la apelación a lo que nos desborda, a lo desorbitado, a lo que nunca responde a nuestro más profundo gritar, a lo que siempre guarda silencio o se expresa en lenguajes extraños, en definitiva al misterio. No pretendo, Javier, difuminar las fronteras ni cruzarlas ilegalmente. F. Savater es el ateo más confeso de este país; pero reclama para sí la condición de «religioso» en un sentido cósmico, estético, metafísico. Me refiero a la cosmovisión metafísica del idealismo objetivo, tal como la entendía Dilthey. A ella pertenecían hombres como Spinoza, G. Bruno, el Cusano, Hegel, Goethe, Schopenhauer, Schelling, Schleiermacher y muchos otros. Su credo común era el rechazo de la obviedad. Se movían en el «sí, pero no» propio de toda alta filosofía. Eran gentes con antenas para el asombro, la admiración, el estremecimiento. Cosa distinta es la creencia. Se impone distinguir entre «creyente» y «religioso». Creyente es quien se adscribe a una plasmación histórica, determinada, de lo religioso. Las religiones canalizan y tematizan lo religioso en una dirección concreta, es decir, convierten al hombre religioso en creyente. Lo invitan a aceptar sus dogmas, sus símbolos, sus ritos, sus preceptos morales, sus estructuras jerárquicas. Se convierten en lo que F. Savater llama «cofradía religiosa». Y, en este punto, el autor de Ética para Amador lo tiene claro: sólo existe una cofradía religiosa no basada en el engaño, la de «los Neminianos», Su nombre deriva de nemo (nadie). Y su doctrina no puede ser más desconsoladora. Se resume en dos dogmas tan sencillos como ciertos: «nadie ha visto nunca a Dios» y «nadie puede escapar de la muerte-". Si la distinción entre «creyente» y «religioso» fuese correcta, se trataría de una distinción con consecuencias. Así como existen religiosos no creyentes, podría darse el caso de que se den creyentes no religiosos, meros socios de una u otra religión, sin arraigo en ninguna profundidad, sin el atrevimiento de pensar, sin el aguijón de la pregunta. La condición de «creyente no religioso» puede alcanzar a cualquier miembro de una religión, sin excluir a papas y ayatollah. Es más: estos últimos, al considerarse depositarios y custodios de certezas, corren mayores riesgos de terminar como gentes de la letra, ajenos a todo atisbo de espíritu. Es posible incluso que acaben creyendo únicamente en sí mismos. Y también cabe la posibilidad de que existan increyentes religiosos. En realidad, Javier, toda esta disquisición tenía como finalidad
28. FvSavater, Diccionario filosófico, Planeta, Barcelona, 1995, p. 320.
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preguntarte si te consideras uno de ellos: ¿Aceptarías la «etiq~e:a.» de increyente religioso? En uno de tus escntos hablas de la «posibilidn.] de una religión compatible con la increencia». mquivaldría a lo qUe yo denomino increyente religioso? Y que conste que sólo me permito preguntas tan impertinentes porque tú mismo, como indiqué al comienzo de este trabajo, has tenido la libertad y la sinceridad de aludir a tu autobiografía religiosa". Permíteme, antes de concluir este apartado, un apunte bibliográfico!", Me lo ha sugerido tu pertinente alusión a lo «fiducial». Alejandro de Hales distingue entre certitudo evidentiae y certitudo adhaerentiae", es decir, entre la seguridad que proporciona la evidencia objetiva y la que nace de la adhesión personal. La teología, sostiene, nunca puede ofrecer certitudoevidentiae, sino sólo certitudo adhaerentiae. Algo bien distinto de lo que un siglo antes había defendido san Anselmo de Canterbury. Según él, la teología tenía que ofrecer rationes necessariae para los contenidos de la fe. En juego estaba, para A. de Hales, el mérito de la fe. Si era cuestión de «evidencia», desaparecía el mérito, algo a lo que la época difícilmente renunciaba". A. de Hales opta, pues, por la adhaerentia, por la adhesión fiducial, por la confianza, por el «sé de quién me he fiado», de san Pablo. No es éste el momento de hacerlo, pero algún día me gustaría desarrollar las implicaciones de esta distinción, tan escueta y tan rica, en relación con el carácter cognitivo o meramente performativo de los contenidos de la fe y de su plasmación en los asertos filosófico-teológicos. Será también el momento de meditar en el sacrificium intellectus, el puerto inevitable al que nos conduce la ausencia de las evidentiae en el ámbi-
29. Sinceridad que han tenido también José Ignacio González Faus e Ignacio Sotela en su apasionante diálogo ¿Sin Dios o con Dios? Razones del agnóstico y del creyente (HOAC, Madrid, 2002). 30. Como se trata sólo de uno, espero no caer bajo el veredicto de Simmel, según el cual «hay tres categorías de filósofos: los primeros escuchan latir el corazón de las cosas; los segundos, sólo el de los hombres, y los terceros, sólo el de los conceptos; y hay una cuarta categoría (la de los profesores de filosofía), que sólo escuchan el corazón de la bibliografía» (J. Habermas, op. cit., p. 68). En cambio, W. Benjamin sostenía que el ensayo crítico ideal sería el que sólo contuviera citas, sin una sola palabra del compilador (J. M. Valverde, «Kierkegaard: la dificultad del cristianismo», en M. Fraijó [ed.], Filosofia de la religión. Estudios y textos, Trotta, Madrid, 22001, p. 267). Benjaruin era un coleccionista de citas. Se propuso salvar el pasado citándolo, recordándolo. 31. Remito al libro de A. Lang, Die theologische Prinzipienlehre der mittelalterlichen Scholastik (1964), citado por W. Pannenberg, Teorfa de la ciencia y teologia, Cristiandad, Madrid, 1981, p. 235. J2. CL W. l'anncnbcrg, Teorta de la ciencia y teologia, cir., p. 236.
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to religioso. La certitudo adhaerentiae no es posible sin un cierto sacrificium intellectus. Por lo demás, no sólo la esfera religiosa exige de los humanos tal sacrificio. Casi todas las parcelas decisivas de la vida se rozan con el misterio, con lo inefable. Wittgenstein lo supo como pocos. Rezar, afirmaba, es pensar en el sentido del mundo (un aserto que Javier Sádaba, uno de sus grandes conocedores entre nosotros, suele citar con predilección). Con frecuencia me pregunto si la historia de las religiones será algo más que un asombroso y milenario recuento de adhaerentiae, de adhesiones esperanzadas tendentes a mitigar el pesado fardo de los días en espera de que llegue la noche cerrada y definitiva. Pero, a lo mejor no conviene investigar estas cosas. «La no-verdad -decía Nietzsche- es condición de la vida». El no-saber, también. Pero no puedo, ni tal vez debo, hurgar más en tu increencia. Llevo ya algunas páginas escritas y aún no he empezado a reflexionar sobre el mal, título de esta colaboración. Con todo, tengo algunas citas en la cabeza que, a mi entender, tienen algo que ver con tu increencia y deseo «soltarlas», aunque apenas pueda comentarlas. La primera es de Ortega: «Filósofo sólo puede ser quien no cree o cree que no cree, y por eso necesita absolutamente agenciarse algo así como una creencia. La Filosofía es la ortopedia de la creencia fracturada»>'. No sé si Vattimo conocerá este texto, tan cercano al título de su libro. Ortega pensaba que la búsqueda filosófica del creyente es más metódica que existencial. Simula seguir buscando lo que ya ha encontrado. Alcanza el puerto antes de realizar la travesía. No comprendía a los medievales que, «pudiendo navegar en el hermoso transatlántico de su fe», se avenían a filosofar. Desde una fe heredada y asumida, . .el creyente se finge acompañante de quien, sin ese patrimonio previo, indaga con radicalidad, sin las muletas de la fe, sobre lo que le rodea. Pero no pretendo hacer exégesis de Ortega. Sólo me gustaría que, en alguna sobremesa, nos cuentes si, en tu caso, la filosofía ha sido o continúa siendo «la ortopedia de la creencia fracturada». y más allá de tu caso particular: con frecuencia se ha repetido que «quien no tenga ciencia, que tenga religión». ¿Suscribirías algo así como «quien no tenga religión que la reemplace con la filosofía»? Históricamente parece haber ocurrido. Claro que las figuras de re-
33. J. Ortega y Gasset, Obras completas, Alianza, Madrid, 1983, t. 8, pp. 261 s. Remito a los valiosos ensayos de Javier San Martín titulados Fenomenología y cultura en Ortega (Tecnos, Madtid, 1998). J. San Mattín es también el editor de Ortega y la fenomenología (UNED, Madrid, 1992).
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emplazo han sido múltiples. «La pregunta por el sentido de la vida Habermas- no carece de sentido»:". Intentando escudriñar ese sentido, los humanos hemos mirado en muchas direcciones, también hacia la filosofía. Me viene a la memoria el conciso veredicto de Octavio Paz: «El bálsamo que cicatriza la herida del tiempo se llama religión; el saber que nos lleva a convivir con nuestra herida se llama filosofía» (La llama doble). La segunda cita es de K. Jaspers: «Puesto que la Divinidad permanece oculta, no hay apoyo sólido más que entre las existencias que se tienden la mano»:", Hombre necesitado de ayudas -estuvo casi siempre enfermo-, K. Jaspers escribió estas líneas en tiempos especialmente duros para él. El texto supone un cierto salto de la teología a la ética, a una ética de la solidaridad, presente -creo- en tu obra y en tu actuar entre nosotros. Estos días he sido testigo en Alcalá de Henares de tu evocación de los exiliados. Un discurso imposible sin una elevada dosis de solidaridad y altas miras. Los filósofos de ambos lados del Atlántico te lo agradecemos más allá de donde alcanzan nuestras palabras. El tercer texto procede de una persona mucho más frágil que K. Jaspers. Sólo le fue dado vivir 34 años en medio de grandes penalidades. Me refiero a Simone Weil. Escribe: «De dos personas que no han hecho la experiencia de Dios, la que lo niega está probablemente más cerca de él que la que lo afirma»:". Una afirmación que nos remite de nuevo a la difícil delimitación entre creencia e increencia. ¿Qué será eso de la experiencia de Dios? K. Rahner habla permanentemente de la experiencia del Dios «que guarda silencio». ¿Cómo se escucha a un silente? Uno tiende a pensar, con Bonhoeffer, que el problema de Dios tiene su origen en Dios, no en el hombre, es decir, en lo que este valiente testigo ético-religioso del siglo xx llama «sus silencios», «su invisibilidad», «su ausenciav" ~escribe
34. J. Habermas, op. cit., p. 106. 35. K. Jaspers, La fe filosófica, Losada, Buenos Aires, 1953, p. 136. 36. La editorial Trona ha traducido algunos escritos importantes de esta pensadora profunda y solidaria. Le tocó la peor parte de nuestra guerra civil y de la segunda guerra mundial. Cito algunos de estos escritos: A la espera de Dios, 32000; Echar raíces, 1996; y la ya citada Carta a un religioso, 1998. Sobre ella puede verse el excelente libro de C. Revilla (ed.), Simone Weil: descifrar el silencio del mundo, Trotta, Madrid, 1995. La profesora Carmen Revilla acaba de publicar un valioso conjunto de . ensayos titulado Simone Weil: nombrar la experiencia, Trona, Madrid, 2003. ]7. Además dc los numerosos escritos de Bonhocffer ya traducidos al castcllano, courmnos ahora con su Ética, Trotta, Madrid, 2000. Ha sido editada y traducida pOI'
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La última cita pertenece a un pensador por el que sientes poca simpatía. Es un texto que me acompaña desde que escribí la tesina de licenciatura sobre Nietzsche, hace más de treinta años. Se encuentra en Zaratustra, ese libro enigmático que se proponía descifrar enigmas. Nietzsche narra el encuentro de Zaratustra con el último papa, ya fuera de servicio, puesto que Dios ha muerto. Un papa que sirvió a Dios hasta sus últimos momentos y que ahora vive de recuerdos. «No tengo ya Señor y, sin embargo, no soy libre», musita bellamente el anciano ex papa. Y, de golpe, espeta a Zaratustra: «Algún Dios dentro de ti te ha convertido a tu increencia»:". Es un texto que siempre me dio que pensar, aunque nunca tuve un contexto apropiado para citarlo. Hoy, querido Javier, me apetecía hacerlo. Y ahora sí, ahora tengo que volver la vista hacia el asunto del mal. Lo expuesto hasta aquí nos ayudará.
3. El mal en el cristianismo El mal ha sido siempre fuente de roces entre el cristianismo y la filosofía. Dichos roces se remontan a la primera hora del cristianismo. «Si uno encuentra a otro que lleva una azada y si ése lleva un rastrillo étienen que tener miedo ninguno de los dos?», Son, en palabras de José M. Valverde, unos «pésimos versitos- con los que Kierkegaard intentó aclarar algunas veces la «heterogeneidad entre fe cristiana y filosofía especulativa-". El cristianismo sólo concuerda con la filosofía, piensa Kierkegaard, cuando es previamente alterado. Y cita a quien considera gran maestro de alteraciones, a Hegel. Sólo al precio de una gran alteración logró Hegel que el cristianismo concordara con su filosofía. Kierkegaard declara inútil e innecesaria la búsqueda de las pruebas y de los «preámbulos de la fe» que la filosofía ofrece al cristianismo. Las pruebas, sentencia el torturado danés, sólo se le darán al creyente cuando ya no le hagan falta". La filosofía no acerca al cristianismo. Ella es «el ama seca de la vida. Vigila nuestros pasos,
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pero no nos amamanrav". Y es que «el cristianismo [...] no es una doctrina sino una existencia; no necesita profesores sino testigos; [...] Cristo no necesitó sabios, sino que se contentó con pescadoresv". Dejando a un lado estos excesos, marca de un cristiano espectacular", parece cierto que el primer cristianismo miró con recelo a la filosofía. Pablo se dio cuenta pronto de que la nueva fe que él predicaba era «locura para los griegos». Su discurso en el Areópago, donde había «filósofos epicúreos y estoicos>" tuvo poco éxito. Y es que el tema abordado, querido Javier, fue el de la escatología, el de la resurrección de los muertos, con el que la filosofía nunca hizo buenas migas. La única vez que aparece el término «filosofía» en la Biblia (Col 2, 8) tiene un sentido francamente negativo. José M. Valverde traduce así: «Mirad que nadie os atrape mediante la filosofía y el engaño vacío, conforme a la tradición de los hombres». Y ofrece una información histórica de interés: el texto citado ha resultado tan incómodo para la misma iglesia que han proliferado los intentos de mitigación. Así la Biblia francesa de Jerusalén entrecomilla el término «filosofía», cayendo en un craso anacronismo. Mayor infidelidad aún practica la Biblia unitaria de Herder al sustituir el «la» por el «su». El texto se convierte así en un inocuo «mirad que nadie os atrape mediante su filosofía... »44. y es que a la misma iglesia le ha resultado embarazoso este inicial desencuentro entre cristianismo y filosofía. Sobre todo teniendo en cuenta los buenos contactos que muy pronto se establecieron a través de los Padres apologetas y, antes incluso, por medio del más griego de los evangelios, el de Juan, que, en un alarde de incalculables consecuencias filosófico-teológicas, se atrevió a optar por ellogos en lugar de por el mito. Se dio así preferencia al Dios de los filósofos sobre el Dios de las religiones. Preguntados los primeros cristianos a qué Dios se parecía el suyo, no señalaron a Zeus, Hermes o Dioniso, sino al «Dios desconocido» del que hablaban los filósofos atenienses", La historia posterior es bien conocida. Cristianismo y filosofía han caminado de la mano en Occidente. Apenas se encontrará un
Lluís Duch. De Duch es también la magnífica introducción que preside la obra. Pero quien primero introdujo a Bonhoeffer en nuestro país fue, creo, José Joaquín Alemany, prematuramente fallecido. Sirva esta mención de recuerdo emocionado. 38. F. Nietzsche, Werke in drei Biinden, Hanser, München, 1996, vol. Il, p.500. 39. J. M. Valverde, arto cit., p. 266. 40. Ibid., p. 277.
41. Ibid., p. 270. 42. Ibid., p. 274. 43. Por las mismas fechas en las que Kierkegaard predicaba un cristianismo tan excelso se debatía en las charlas de sobremesa de Altenstein, el Kultusminister prusiano, en el círculo de Hegel, si el cristianismo duraría aún 20 o 50 años (G. Ebcling, Wort und Glaube r, J. C. B. Mohr, Tübingen, 1967, p. 359). 44. J. M. Valverdc, arto cit., pp. 266 S. 45. J. Ratzingcr, Einfuhrung in das Christentum, DTV, Münchcn, 1971, pp. 90 S.
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filósofo de relieve que no haya reflexionado sobre la fe cristiana o, es el caso extremo de Hegel, desde dicha fe. Y sólo aquellas teologías que gozaron de un fuerte anclaje filosófico resistieron e! paso de! tiempo. El maridaje entre cristianismo y filosofía nos ha marcado. «Ser enteramente no cristiano -repite insistentemente Kolakowski- significaría no pertenecer a esta cultura». Y Merleau-Ponty sostenía que «en el cara a cara con el cristianismo es donde la filosofía verifica mejor su esencia». La frase vale también a la inversa: en la confrontación con la filosofía muestra el cristianismo su auténtica fortaleza. En realidad, también e! cristianismo es una filosofía. El mensaje cristiano es un bien trabado concierto de ideas sobre Dios, el mundo, los seres humanos y la vida. Ideas que no van dirigidas a un esotérico conventículo de concernidos, sino que aman la extensión geográfica y la intensidad intelectual. Occidente ha sido muy poderoso en la creación filosófica; el hecho de que el cristianismo haya participado en esa gran aventura habla en su favor. No cualquier religión hubiera podido ser la religión de un Occidente culto y progresivamente secularizado. Y hay quien piensa, querido Javier, que esta historia aún no ha terminado. Hace unas décadas, todo parecía indicar que la secularización se había transformado en .un imparable secularismo que sólo dejaba libre a las religiones e! cammo de! gueto. Hoy, en cambio, se alzan voces que ya no preguntan por el futuro de la religión en una sociedad secularizada, sino por e! futuro de la secularización. Hubo un tiempo en e! que la secularización fue una poderosa ayuda para la religión; hoy, vuelven a proclamar las citadas voces, es la cultura secular la que necesita el apoyo de la religión. El lema de la religión podría ser: salvemos la secularización. Las instituciones seculares habrían sufrido tal pérdida de legitimidad que, sencillamente, ponen en peligro el futuro de la sociedad"; El diálogo, la colaboración, entre cristianismo y filosofía debe, pues, continuar. Y yo me alegro de que tú estés arrimando el hombro con tu habitual elegancia y buen hacer. Como ves, parece que no tengo ninguna gana de aterrizar en lo que propiamente debería ser e! tema de mi contribuci~n ~ t~ h.omenaje: el asunto del mal. Me estoy dejando llevar por la indisciplina, por
46. W. Pannenberg, «Die Wahrheit Gottes in der Bibel und im christlichen Dogma", cit., pp. 317 s. Habría que preguntar a nuestro experto en estos temas, José M. Mardones, sobre la pertinencia de esta tesis, aunque creo verla corroborada en su libro Síntomas de un retomo. La religión en el pensamiento actual, Sal Terrae, Santander, 1999.
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los dictados de una cierta asociación de ideas. Pero espero que no sea ya demasiado tarde para introducir, al menos en parte, las anunciadas reflexiones. Sobre el título de este apartado, «El mal en el cristianismo», me he pronunciado ya otras veces". Puedo, pues, ser escueto. San Agustín definía el mal como id quod nocet (aquello que daña, que perjudica). Toda la historia de! cristianismo es una prolongada meditación sobre e! mal, una generosa actuación contra él y, como nos recordaba Deschner, una desgraciada cita con él. «Desde que la humanidad comenzó a sufrir con esperanza -escribe Léon Bloy- hablamos del comienzo de la era cristiana»:", Es esencial al cristianismo conferir un nuevo significado al sufrimiento. El dolor, e! mal, ya no es, como en el caso de Leibniz, «casi nada» (beinahe nichts, prope nihil)49. El mal siempre es excesivo. Y nadie es un simple «mirón» en lo relacionado con el mal. Todos lo sufrimos y todos lo generamos. No es lícito situarlo en el diapasón de una espiritualidad mística, sin duda bien intencionada, pero torpemente aducida. Es lo que le ocurrió a Juan Pablo n. Después de visitar el campo de concentración de Mauthausen, afirmó que el Holocausto era un «regalo» para la humanidad. Elie Wiesel, de quien tomo la información", critica el «exceso de insensibilidad» del papa. Concede que e! Holocausto pueda ser «una lección, pero nunca un regalo». El cardenal Lustiger, amigo del papa, le explicó que, detrás de la afirmación papal, había «un concepto cristológico: la muerte de Jesús se interpreta como un regalo a la humanidad. Yeso es lo que lleva a ver también como un regalo la muerte de los judíos»!'. En realidad ni el papa ni su fiel arzobispo de París tuvieron una buena hora. Sus intervenciones no son de las que contribuyen a impulsar e! diálogo
47. Lo hice en El sentido de la historia (Cristiandad, Madrid, 1986) y, más recientemente, en A vueltas con la religión, cit., pp. 117-162. 48. Citado por K. Lówith, Weltgeschichte und Heilsgeschehen, Kohlhammer, Stuttgart, 1953, p. 186. 49. G. W. Leibniz, Teodicea § 19. Cf. W. Oelmüller (ed.), Theodizee Gott - vor Gericht?, Fink, München, 1990, p. 12. También merece atención W. Oelmüller (ed.), Worüber man nicht schweigen kann. Neue Diskussionen zur Tbeodizeefrage, Fink, München, 1994. El tema del mal, en diálogo con H. Jonas y otros pensadores, vuelve a ser tratado en W. Oelmüller, Philosophische Aufklarung. Ein Orientierungsversuch, Fink, Míinchen, 1994. 50. J. B. Metz y E. Wiesel, Esperar a pesar de todo, Trotta, Madrid, 1996, p. 105. El libro contiene un atinado prólogo de Reyes Mate. 51. [bid.
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entre judíos y cristianos. E. Wiesel es tajante: «Los cristianos jamás deben interpretar Auschwitz cristológicamenre-P, Bien diferente fue la sensibilidad de otro papa: Juan XXIII. Al contemplar, en una película, los cuerpos desfigurados de las víctimas de Auschwitz, exclamó: hoc est corpusChristi. y se retiró, estremecido, a orar. Se comprende sin dificultad que el gran rabino de Roma pasase la última noche de Juan XXIII, la dramática noche del 2 a13 de junio de 1963, en la Plaza de San Pedro, acompañado de numerosos creyentes judíos que, unidos a los cristianos, miraban hacia la habitación del papa bueno y le acompañaban en su agonía". Judíos y cristianos habían encontrado a alguien que era de todos. Pero retornemos a la cita de L. Bloy. Preguntado por el fundamento de la esperanza que ensalzaba, respondió: es que el cristianismo nos ha dado «su palabra de honor» de que existe la eternidad, la otra vida. Reconozco que me produce una cierta ternura esta indefensa apelación a la palabra de honor del cristianismo, es decir, de su Dios, de su Cristo, de sus libros sagrados, de sus testigos, de sus mártires, de sus teólogos, de sus pobres. Bien mirado, se trata de una expresión feliz. En el cristianismo, todo es tan frágil, y tan firme, como una palabra de honor, como una suma de promesas tenuemente avaladas por acontecimientos lejanos en el tiempo y, en su núcleo más esencial, resistentes a la comprobación histórica. Volveremos a toparnos con este dato. El lado más amargo de la relación del cristianismo con el mal es su imposibilidad de mirar hacia otro lado. Tú, Javier, lo resaltas convenientemente en tu «Profesión de fe del increyente. Un esbozo de (antilteodicea». El cristianismo no dispone, como el hinduismo, de una pareja de dioses entre los que repartir responsabilidades. No tiene un Siva a quien atribuir el mal y la destrucción, y un Visnú a quien hacer responsable del lado benévolo y amable de las cosas. En el cristianismo todo sale del mismo sitio. No hay un doble origen. El bien y el mal son hijos de un mismo padre, de un único Señor de toda la realidad, sea ésta del color que sea. Es fe de Israel, heredada firmemente por el cristianismo, que Dios es el Señor de toda la realidad. Nadie le hace la competencia. Nada de lo que ocurre escapa a su jurisdicción. Tampoco el mal. Es inútil cargar éste en la cuenta del hombre pues, ¿a qué cuenta cargamos al hombre mismo? En
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buena teología cristiana, el hombre no se ha creado a sí mismo. Hay, pues, que remontarse al Creador. Y ello aunque Rousseau, en su Profesión de fe del vicario saboyano, escribiese: «Hombre, no busques más al autor del mal: eres tú mismo»:". El problema del mal, y los intentos de justificar a Dios ante él, la teodicea, no se presentan en ningún otro ámbito cultural con tanta fuerza como en el dominado por el cristianismo-'. Y es que la fe cristiana, al creer en un Dios personal, viene a decir que haya quien preguntar por el doloroso enigma del mal. Al defender que Dios es el creador y Señor de toda la realidad, el cristiano, indirectamente, convierte a Dios en responsable último, y misterioso, de todo lo que ocurre, incluso del sufrimiento y el dolor. Religiones no monoteístas, y más aún las no teístas, apenas se atormentan con el mal y el sufrimiento. Su asentamiento en continentes donde el mal y la realidad se identifican dramáticamente tal vez las ha reconciliado con lo inevitable. No afirmo, sin embargo, que el mal esté completamente ausente de su reflexión. Me parece acertada la aseveración de Lévinas: «No hay nada en una gran espiritualidad que esté absolutamente ausente en otra gran espiritualidad-", Lo que sí me atrevo a sostener es que se equivoca Pannenberg al defender que, si se acepta la fe cristiana, el problema de la teodicea sólo tiene un «significado relativamente marginal»:". Su argumentación posee una doble vertiente. Por un lado, el cristiano, al creer en un Dios todopoderoso y misterioso, siempre puede, como Job, sofocar su protesta e inclinarse humildemente ante lo que le supera. Por tanto, llega a escribir Pannenberg, el problema de la teodicea sólo adquiere un «significado central» cuando se tambalea la fe cristiana". Por otro lado, ante el enigma del mal, la solución se llama «escatología» y el cristiano la conoce. Como ves, Javier, no hay forma de escapar a la escatología. He de hacer una puntualización: Pannenberg se refiere al creyente, no a la teología. Esta última sí deberá afrontar el problema del mal,
52. Ibid. 53. Cf. H. Küng, Eljudaismo. Pasado, presente y futuro, Trotta, Madrid, 1993 ' p. 252 ('2001).
54. ]. M. Bermudo,]. ]. Rousseau. La profesión de fe del filósofo, Montesinos, Barcelona, 1984, p. 74. 55. H. Gollwitzer, Krummes Holz - aufrechter Gang. Zur Frage nach dem Sinn des Lebens, Chr. Kaiser, München, 1973, p. 377. 56. E. Lévinas, De Dieu qui vient a l'idée, Vrin, Paris, 1982, p. 148. 57.. W. Pannenberg, «Die Wahrheit Gottes in der Bibel und im christlichen Dog111:1», CIt., p. 279. SR.
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pero de una forma más teórica que existencial". Una distinción tal vez no excesivamente rica ni convincente. Y es que Pannenberg, como su maestro K. Barth, está convencido de que «Dios, el creador, no necesita justificación alguna»:", Sólo que, más tajante que su maestro, Pannenberg llega a escribir: «Aun Dios sólo se le mide con la medida que él ha determinado que se le mida-'". No parece quedar mucho espacio para teodiceas autónomas. Tengo que ir concluyendo este apartado. En realidad, Javier, bajo el epígrafe «el mal en el cristianismo» yo sólo pretendía insistir en la sensibilidad de la fe cristiana ante el sufrimiento. Tenía presente el paulina «quien sufre que yo no sufra con él». Y me acordaba de que, desde Orígenes, se debate en la tradición cristiana la pregunta de si, en último término, no fracasa toda la creación de Dios si una sola criatura se malograra definitivamente'". Naturalmente, se trata del «malograrse escatológico» o, formulado positivamente, de la esperanza de salvación universal. Pero hay también un «malograrse histórico», hecho de niños hambrientos, de mujeres agredidas y humilladas, de víctimas olvidadas, de continentes oprimidos, de pueblos sin agua, de vidas sin sentido. La sensibilidad del cristianismo se extiende a ambos frentes: al de la salvación escatológica y al de la maldición histórica. Nunca la salvación definitiva de mañana, tan incierta, debe hacer olvidar los males de hoy, tan ciertos. y esta última observación me conduce a evocar la doble tradición desde la que el cristianismo ha contemplado el ma1 63 • Me refiero a la paulina y a la sinóptica'", La paulina, prolongada por san Agustín, hunde sus raíces en el relato del Génesis sobre el pecado original. Clemente de Alejandría lo
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tenía claro: el mal es consecuencia del pecado y éste se asienta en la libre decisión de la criatura. Dios queda libre de responsabilidad frente al mal. En esta tradición, el mal es un mal merecido. Es el fracaso de la responsabilidad personal que opta por el árbol prohibido. El punto de mira son los culpables. Es el mal moral, el cometido por un sujeto al que se supone libre, el mal de intención, ligado a la conciencia. Es el mal-culpa. La tradición sinóptica, cuyo documento más significativo es el evangelio de Lucas, también se remonta al Antiguo Testamento, en concreto al libro de Job. Es el mal no debido a un pecado previo, el mal que arrasa con todo: familia, salud, hacienda. La víctima, Job, es inocente. Entre paréntesis: el relato bíblico sólo tiene ojos para Job, es decir, para el hacendado, para el rico, para el propietario. No hay mención para los hijos y siervos muertos. A ellos no se les restituye nada. Por este y otros motivos en los que no podemos entrar ahora, el libro de Job muestra, como señala E. Bloch, que un hombre puede ser y actuar mejor que su Dios". Pero continuemos con la tradición sinóptica. En ella, el mal es inmerecido. Algo que quedó inmortalizado para siempre en el relato de Lucas sobre el hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos atracadores. El punto de mira son las víctimas. La atención se centra en el mal físico. Es el mal sufrido, el que nos sobreviene sin buscarlo ni merecerlo, el mal sin explicación. Es el mal-desgracia. Creo, Javier, que los más importantes relatos de sufrimiento en el Antiguo Testamento se inscriben en la línea del mal-desgracia, que pretende una superación empírica, visible, social del mal. Una línea que se muestra más preocupada por el hambre y la enfermedad que por el pecado o la culpa. El mismo Jesús parece situar la auténtica trascendencia del mal-culpa en su capacidad para generar cada vez mayores dosis de mal-desgracia. No pretendo con estas observaciones que, por su obligada brevedad, quedan muy indefensas, saltarme a la torera el mal moral, en el que tú tanto insistes. Tu centro de atención es la «imputabilidad ética». No te interesa el mal «en sí», es decir, considerado ontológicamente. Con términos cercanos a los que yo acabo de emplear en la descripción de las dos tradiciones afirmas que el mal es siempre «el
59. p. 298. 60. K. Barth, KD IIIIl, p. 304. Sobre K. Barth, d. P. Neuner y G. Weni (eds.), Theologen des 20. ]ahrhunderts. Eine Einführung, WBG, Darmstadt, 2002, pp. 124145. También los teólogos del siglo XIX tienen su espacio en P. Neuner y G. Wenz (eds.), Theologen des 19. [ahrhunderts, WBG, Darmstadt, 2002. 61. W. Pannenberg, Systematische Theologie, vol. 1, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotringen, 1988, p. 176 (trad. cast., Teología sistemática, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1996). 62. J.-H. Tück, Christologie und Theodizee bei ]ohann Baptist Metz. Ambivalenz der Neuzeit im Licht der Gottesfrage, Schoningh, Paderborn, 1999, p. 223. Estamos, en mi opinión, ante uno de los mejores trabajos de los últimos años sobre la teodicea. Su origen es una tesis doctoral sobre Metz. 63. Desarrollé ampliamente lo que aquí sólo insinúo enA vueltas con la religión, cit., pp. 117-163. 64. CL el artículo de A. Gesché «La théologie de la libération et le mal»: Lumen Vitae 47 (1992), pp. 281-299.
65. E. Bloch, Atheismus im Christentum, Rowohlt, Hamburg, 1970, p. 106 [trad. cnsr., El ateísmo en el cristianismo. La religión del éxodo y del Reino, Taurus, Madrid, I 'JH:J l.
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mal padecido por alguien» o «cometido por alguien». Recoges así la triple distinción de Leibniz entre «mal metafísico», «mal físico» y «mal moral-", Tal vez sólo entiendo a medias tu crítica al mal metafísico, que Leibniz identifica con la «finitud» de las criaturas. Es cierto, como afirmas, que responsable último de la finitud, o de la imperfección de la creación, no sería el hombre, sino Dios. Aunque Leibniz lo pretendía, no es posible exonerar a Dios de la imperfección de lo creado. La finitud corre de su cuenta. De ahí que, como anteriormente he indicado, no considere posible declarar a Dios «inocente» en temas relacionados con el mal. Esto supone que la raíz última del mal es la finitud, hipótesis por la que tiendo a inclinarme. El mal metafísico sería, pues, la raíz última del mal moral y del mal físico. Se objetará que el cristianismo no promete la abolición de la finitud y sí la superación del mal. También el mundo futuro, libre ya del mal, seguirá siendo finito. Luego la clave del mal no estaría en la finitud. Hay que advertir, sin embargo, que esa finitud futura será una finitud «sanada», tato cae/o diversa de la que ahora nos aqueja. La finitud in patria no es comparable con la finitud in via. ¿Dónde queda entonces la «imputabilidad ética»? Es el gran problema. Considero que no hay más imputabilidad ética que la que la finitud permita. A ella hay que preguntarle por los márgenes de libertad que nos otorga. Probablemente se trata de márgenes existentes, pero exiguos, altamente relativos. La sombra de Spinoza, a quien, según Unamuno, «le dolía Dios-", frena cualquier optimismo inmoderado en la afirmación de la libertad. También la piedra que cae po-
66. J. Muguerza, «La profesión de fe del increyente», cit., p. 13. Cf. el libro de R. Safranski El malo El drama de la libertad, Tusquets, Barcelona, 2000. Se trata de un ensayo ágil, sugerente, rico en información. Con todo, la calidad de este nuevo libro de Safranski queda muy alejada de la que alcanzó su obra Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo, Tusquets, Barcelona, 1997. Al mal metafísico, físico y moral habría que añadir el «mal estructural», del que tanto hablan la teología política y la teología de la liberación. Sin olvidar, naturalmente, el «mal teológico», consistente en la separación, en el alejamiento de Dios. Para los autores de los escritos bíblicos es éste el mal por antonomasia, el más terrible de todos. Cf. el sugerente libro de H. Kessler Gott und das Leid seiner Schopfung: Nachdenkliches zur Theodizeefrage, Echter, Würzburg, 2000. 67. M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, 111967, p. 14. De entre la ingente bibliografía sobre Unamuno deseo recordar la ya clásica obra de P. Cerezo Las máscaras de lo trágico. Filosofía y tragedia en Miguel de Unamuno, Trotta, Madrid, 1996, y el esmerado análisis de M. ]. Abella Maeso, bios y la inmortalidad. El mundo religioso de Unamuno, Verbo Divino, Estella, 1997.
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dría, si le fuese dado pensar, creer que cae libremente. Una creencia sustentada únicamente en la ignorancia de la ley de la gravedad. Y lo que está claro, asegura Spinoza, es que nuestra piedra, que alardea de caer libremente, nunca podría evitar seguir cayendo. Spinoza analiza los múltiples factores que nos impiden vivir y actuar «sólo según el dictamen de la razón». En este guiarse «sólo por la razón» cifra Spinoza la esencia de la libertad". Sin duda, una exigencia desmedida. Otra forma de echarle una mano al mal metafísico -confieso que para mí es el más englobante, el decisivo- es la que intentó Bloch. Llama «mal metafísico» a aquellos problemas de los que no se puede culpar a ningún representante de la ordenación social capitalista'". Son los problemas que permanecerán como tales incluso en una sociedad sin clases, por ejemplo, nacer aquí y ahora, así y no de otra forma... 7o • En la más perfecta de las sociedades imaginables seguiría siendo acucianteIa pregunta por el wohin, por el «hacia dónde» de la realidad, y por el toozu, es decir, por el «para qué» final de todo lo que existe y se mueve. En fin, Javier, ya conoces mi debilidad por este filósofo de la religión, tan atípico, a quien tuve la suerte de escuchar en los últimos años de su vida en la Universidad de Tübingen. Alguien le ha llamado «catedral laica de la esperanza». La esperanza es, en efecto, el nervio de su pensar filosófico. Eso sí: una esperanza lúcida y, por tanto, «enlutada»; una esperanza que encara, erguida, la posible frustración final de todos los sueños. Podría parecer que una religión que declara a su Dios omnisciente, omnipotente e infinitamente bueno no debería tener mayores problemas para hacer frente al mal. Es éste un tema sobre el que has escrito páginas muy valiosas. En él me detengo ahora.
4. Adiós a la omnipotencia Compartes, Javier, con Hans Jonas una tesis tan atractiva como la siguiente: «una religión a la medida de los hombres [...] tendría que declararse más dispuesta a renunciar a un Dios omnipotente que a un 68. B. Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico (intr., trad. y notas de V. Peña), Alianza, Madrid, 1998, pp. 359 s. Cf. también B. Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico (ed. y trad. de A. Domínguez), Trotta, Madrid, 2000, p.227. 69. E. Bloch, Geist der Utopie, en Gesamtausgabe, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1962, vol. 16, p. 418. 70. lbid., p. 426.
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Dios infinitamente bueno»?'. Afirmación que haces «desde un punto de vista ético». Permíteme que, antes de dialogar contigo sobre tan delicado asunto, escuche otras voces que me han impactado. Estoy bien seguro de que tampoco a ti te dejarán indiferente. Son alegatos desde el Holocausto. El filósofo americano R. Nozick, a quien conoces bien, afirma: El Holocausto es un acontecimiento como el pecado origina!. Algo que ha cambiado radical y drásticamente la situación y el status de la humanidad [...] La humanidad se ha hundido".
Si, hasta los días del Holocausto, la teología cristiana narraba la historia de dos transformaciones decisivas de la humanidad -el pecado original y la muerte y resurrección de Cristo-, a partir de Auschwitz ha irrumpido una tercera y definitiva transformación. La era cristiana ha terminado". De ella sólo permanecen las enseñanzas éticas y el ejemplo de vida de Jesús; pero el mensaje redentor ha dejado de operar. En esta situación se impone una especie de representación ética: Concluida la era cristiana, ha sido sustituida por otra en la que somos nosotros quienes debemos cargar sobre nuestros hombros el sufrimiento de la humanidad. Lo que, antes del Holocausto, al parecer había hecho Jesús por nosotros, lo tiene que hacer ahora la humanidad por sí misma".
Como observarás, se trata de textos cercanos a la teología de D.
Selle", a quien tú también sueles citar. Voces críticas se preguntan cómo es posible confiar tan decididamente en la acción humana, en una especie de sufrimiento vicario, cuando se desconfía de Dios. Estamos ante una manifiesta voluntad de auto salvación, ante un intento de antropodicea, tal vez incluso ante un cierto titanismo, ajeno a la teología de la esperanza cristiana. El cristiano no espera en sí mismo ni encomienda a sus propias fuerzas el futuro de la humani-
71. ]. Muguerza, «La profesión de fe del increyente», cit., p. 24. 72. R. Noziek, Der Holocaust, en Íd., Vom richtigen, guten und glücklichen Leben, Hanser, München/Wien, 1991, pp. 262-269, cita, p. 263. 73. tu«, p. 265. 74. Ibid., p. 167. 75. D. Salle, Stellvertretung, Gütersloh, 1972. Cf. también, de la misma autora, Atheistisch an Gott glauben, Walter, Olten, 1968.
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dad. Un sustantivo de escasa vigencia filosófica, la «gracia», forma parte, desde siempre, de la más genuina entraña cristiana. Prometeo, según Marx el santo más importante del calendario filosófico, nunca encontrará acomodo en el santoral cristiano. Pero, al citar a Nozick, sólo pretendía dar la palabra a un pensador para quien Auschwitz se ha convertido en el símbolo supremo de una historia de perdición y en el topos de la mitología negativa de finales del siglo xx. Naturalmente hay otros nombres, más significativos, que están en la mente de todos, como los representantes de la vieja Escuela de Frankfurt. Frente a esta absolutización del Holocausto, llevada a cabo por las mejores filosofías occidentales, llama poderosamente la atención que un teólogo judío como Jacob Neusner escriba: ¿Qué consecuencias hay que sacar del Holocausto? Considero que no hay que sacar ninguna [...] Los teólogos judíos no prestan ningún buen servicio a los fieles cuando afirman que «Auschwitz» marca un punto crucial [...] De hecho, la piedad judía siempre ha sabido reaccionar ante las catástrofes",
Neusner nos remite al teólogo ortodoxo judío Michael Wyschogrod, quien afirma: Si el Holocausto dejara de ser una cuestión marginal para la fe de Israel y penetrara en el Sancta Sanctorum como voz dominante que escucha Israel, lo que se escucharía entonces sería una voz demoníaca. Del Holocausto no puede venir ninguna clase de salvación, ni puede, a través de él, levantarse un judaísmo vacilante [oo.] Si después del Holocausto existe aún esperanza, ello se debe a que la voz de los profetas resuena en los creyentes con más vigor que la de Hitler y a que la promesa divina continúa viva por encima de los crematorios y reduce al silencio la voz de Auschwitz'",
En parecidos términos se expresa el pensador judío Emil Fackenheim: Se prohíbe a los judíos proporcionar a Hitler victorias póstumas. Se les manda sobrevivir como judíos para que el pueblo judío no perezca. [oo.] Se les prohíbe desesperar del Dios de Israel, no sea que el
76. ]. Neusner, «Holocaust - Mytos und Identitát», en M. Brocke y H. ]ochum (eds.), Wolkensaule und Feuerschein. ]üdische Theologie des Holocaust, Chr. Kaiser, . Münchcn, 1982, pp. 195-212, cita, p. 211. 77. p. 207.
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judaísmo perezca [...] Se les prohíbe desesperar del hombre y del mundo, y buscar escapatoria en el cinismo o el espiritualismo, para que así no contribuyan a entregar el mundo a las fuerzas de Auschwitz?", A lo que Fackenheim se niega es a sustituir la teología por una holocaustología, tentación en la que cayeron algunos teólogos judíos y, tal vez, algunos cristianos. El centro, insiste Fackenheim, no debe ser el Holocausto, sino Dios. La alianza de Dios con el pueblo judío sobrevivirá a Auschwitz y a cualquier catástrofe futura". Se trata de pensadores judíos que se niegan a otorgar al Holocausto el rango de un nuevo Sinaí, de una nueva revelación. Prefieren el silencio. De hecho, algunos, ante tanto dolor, se limitan a citar el impresionante texto en el que, después de narrar la muerte de los hijos de Aarón por el fuego divino, se informa de la reacción del padre con escueta densidad: «Y Aarón no dijo nada» (Lv 10, 3). Otros, como E. Wiesel, nos aseguran que «después de Auschtwiz todo es un intento»!", «A donde quiera que acudamos después de Auschwitz -insiste E. Wiesel- sólo encontraremos desesperación-",
78. E. L. Fackenheim, La presencia de Dios en la historia, Sígueme, Salamanca, 2002, p. 113. De forma contundenteafirmaD. Selle: "Por 10 que he podido observar,
la esperanza y el grado de educación están en proporción inversa: cuanto mayor es la inteligencia, la culturao los conocimientos de una persona, tanto menor essu esperanza» (D. Selle, Dios en la basura. Otro «descubrimiento» de América Latina, Verbo Divino,Estella, 1995, p. 146). Entre los carentes de esperanza incluye a los «profesn, res de universidad». Sollenarra la siguiente anécdota: al terminar de pronunciar una conferencia, se preguntó a la escritora nicaragüense GiocondaBelli qué pensaba sobre la desesperanza europea. "No hay nadie en Nicaragua -respondió- que pueda permitirse esos lujos». 79. Cf. H. Küng, El judaísmo. Pasado, presente y futuro, cit., p. 552. 80. ]. B. Metz y E. Wiesel, op. cit., p. 99. 81. Ibid., p. 100. La persistencia del recuerdo de Auschwitz, en Wiesel, Contrasta con la frecuentemente citadaexigencia delyafallecido político alemán conservador F. J. Strauss. Yaen 1969 nos ofrecióesta«perla»: «Ein Volk, dasdiese wirrschaftlichen Leistungen erbrachthat, hat ein Rechtdarauf, van Auschwitz nichtmehr horen zu wollen, La traducción castellana aproximada sería: "Un pueblo que ha sido capaz de alcanza; tan enormes logros económicos tiene derecho a exigir que nunca más se le vuelva a recordar Auschwitz», Tomo la cita de J.-H. Tück, Christologie und Theodizee bei Johann Baptist Metz, cit., p. 226, n. 17. Estaactitud, calificada por muchos como «mentalidad del punto final» (Schlusstrich-Mentalitat), es comentada por E. Wiesel de la siguiente forma: «Gestern hief es: Auschwitz, nie gehort; heute heiGt es: Auschwitz ach ja, ich weif schon». Ningunatraducción puedereflejar la fuerza del texto alemán: Una posible traducción sería: «Si en el pasado se preguntaba a los alemanes por Auschwitz, respondían inexorablemente: no tenemos ni idea; si se les pregunta en la actuali_
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Y, con mezcla de fe e ingenuidad, escribe: «Después de Auschwitz [... ] yo esperaba la llegada del Mesías, la redención, la redención total. No llegó»!'. Wiesel hace frente a tan sobrecogedora tardanza recordándose a sí mismo que «Auschwitz es lo más recóndito del misterio de Dios»83. Los testimonios, querido Javier, se podrían multiplicar fácilmente. Pero yo interrumpo aquí su enumeración. Sólo acudiré a H. jonas, en quien tú te inspiras a la hora de renunciar a la omnipotencia de Dios. Pero, antes, permíteme que cite un texto del historiador Martin Gilbert. En su monografía El Holocausto narra la historia de un joven de 16 años, Zwi Michalowski. Es un relato de posibles reacciones ante el dolor: El 27 de septiembre de 1941, debía este joven ser ejecutado, junto con más de 3.000 judíos lituanos. Cayó en la fosa inmediatamente antes de que los otros fueran alcanzados por la ráfaga. Durante la noche se arrastró fuera de la fosa común y huyó hasta la aldea más cercana. Un labrador le abre su puerta, lo ve desnudo y cubierto de sangre, y dice: «Judío, vuelve a la tumba, que es lo tuyo». Desesperado, llama por fin a la puerta de una viuda de edad y le impreca: «Soy tu Señor, Jesucristo. He descendido de la cruz. iMírame, la sangre, el sufrimiento, el dolor del inocente! iDéjame entrar!». La viuda se arroja a sus pies y lo esconde durante tres días. El joven huye al monte. Y allí se queda hasta el fin de la guerra como partisano". Probablemente no podemos evitar las grandes catástrofes, pero siempre queda la posibilidad de acoger a alguna que otra víctima y, en el espíritu de la parábola del buen samaritano, «vendar sus heridas» y «echar sobre ellas aceite y vino» (Le 10, 29-37). En 1984 pronunció Hans Jonas, filósofo de la religión, judío, una conferencia en la Universidad de Tübingen ante un auditorio que contenía la respiración. El título ha hecho ya historia: «Der Gottesbegriff nach Auschwitz. Eine jüdische Stimme» (La idea de Dios después de Auschwitz. Una voz desde el judaísmol'", Escuché aquella intervención sobrecogido. Ante mí tenía un ejemplar de un conocido libro
dad, responden: ya está bien de Auschwitz». Tomo la cita de R. McAfee Brown, Elie Wiesel. Zeuge für die Menschheit, Herder, Freiburg/Basel!Wien, 1990, p. 14. 82. ]. B. Metz y E. Wiesel, op. cit., p. 87. 83. lbid., p. 101. 84. Citado por H. Küng, El judaísmo. Pasado, presente y futuro, cit., p. 568. 85. Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1987 [incluida en Pensar sobre Dios y otros ensayos, trad. de A. Ackermann, Herder, Barcelona, 1998, pp. 195-212].
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de Jonas: La gnosis y el espíritu de la antigüedad tardia": La dedicatoria era de las que no se olvidan: «En recuerdo de mi madre. Auschwitz, 1942». Aún me parece, querido Javier, estar escuchando aquella voz que se proponía ofrecernos «un fragmento de teología especulativa», pero que, en realidad, nos ofreció mucho más: la presencia y reflexión del hijo de una víctima de! Holocausto, la lectura de un concernido. Para mí fue crucial e! momento en e! que, con voz imperceptible, se quejó de que «no hubo ningún milagro salvador en los terribles años de Auschwitz. Dios callaba». «Esverdad -añadióque hubo milagros, pero vinieron únicamente de los hombres». Se refería a milagros como e! que yo acabo de mencionar. Hubo personas que compartieron la suerte de los hijos de Israe!, que curaron heridas, que ocultaron a fugitivos. Pero a Dios no se le vio. «Aber Gott schwieg» (Pero Dios callaba), repitió varias veces Jonas. Y, siempre con voz queda, mirándonos fijamente, afirmó: «Dios no intervino, no porque no quisiera, sino porque no pudo-"; La bondad de Dios -algo a lo que Jonas no está dispuesto a renunciar- sólo es compatible con la existencia del mal si Dios no es omnipotente". No hay más salida, para que Dios siga siendo Dios, que despojarlo de un ancestral atributo, e! de su omnipotencia. Dios no es el Señor de la historia. Después de Auschwitz no se puede seguir proclamando ese señorío. Dios no pudo evitar ni remediar lo que allí ocurrió. Las súplicas de la madre de Jonas y de las otras madres que rogaron por ellas y por sus hijos no impidieron «la solución final». Hitler salió victorioso. Se cumplieron sus designios sobre seis millones de judíos. Y jonas insiste: como Dios quiere el bien, como es bondadoso, como su bondad no admite restricción alguna, se sigue que careció de poder para repetir la hazaña de Egipto, cuando liberó a su pueblo de la esclavitud que sufría. Jonas sabe que se está apartando de la ortodoxia judía, pero asume e! riesgo. Se siente, además, amparado por la tradición cabalística de la mística judía. Cree que se limita a radicalizar la doctrina del Zimzum, que explica la creación como resultado de un «repliegue» o «contracción» de la divinidad. Sólo así deja Dios de serlo «todo» y permite que exista el mundo. Si Dios no se contrae, sólo existiría él, no habría nada fuera de é1 89 • Así, pues, «una
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vez que Dios se entregó al mundo en los inicios de la creación, no le queda ya nada más que dar. Ahora es el hombre quien debe darle algo a Dios»?", Y el principal regalo que los hombres pueden hacer a Dios es comportarse de tal forma que éste no se arrepienta, «o no se arrepienta con demasiada frecuencia», de haber creado e! mundo'". Jonas es consciente de que su respuesta al problema del mal se contrapone a la de Job. Mientras Job apelaba al poder de Dios, Jonas se remite a la renuncia divina al poder. Una renuncia cuya finalidad era que «nosotros pudiésemos existir». Al final de su conferencia, Jonas nos rogó que tomásemos todo lo que había sostenido «como un balbuceo ante e! Misterio eterno-'". Personalmente no sé muy bien cómo lo tomé. Ya he mencionado, Javier, tu opción por jonas. Encuentro muy iluminador e! análisis al que sometes su teoría, análisis que ya no me es posible repetir aquí, pero que no difiere, creo, de la evocación que acabo de ofrecer". Ambos preferís salvar la bondad y dejar caer la omnipotencia. Tú rechazas la idea de «un Dios malvado», responsable último de la crónica negra de la humanidad y de las iglesias. No puede ser «malvado», piensas, el Dios en el que creyó nuestro Aranguren, el Dios que mueve a la solidaridad a tantos millones de personas que asumen los rigores de una entrega desinteresada y arriesgada a los más necesitados y desprotegidos. Y, sin embargo, un especialista en teología judía contemporánea, David R. Blumenthal, profesor de estudios judaicos en la Emory University de Atlanta, defiende la tesis de un «Dios cruel». A decir verdad, sus reflexiones me han recordado un texto de Godofredo de Estrasburgo. Él lo aplica a Cristo, pero considero que es aplicable también a Dios. Dice así: El venerado Cristo gira como banderín al viento, se pliega como vulgar paño [...] Consiente que hagan con él cuanto quieran y a todo se doblega, según el corazón de cada uno. Él es siempre lo que tú quieres que sea94 •
Blumenthal ha decidido que Dios es cruel. Ni la razón ni el sentido común, sostiene, permiten a nadie negar o limitar el poder de
90. Ibid., p. 47. 86. Editado ahora, con una valiosa introducción de A. Andreu, por la Institució Alfons el Magnanim, Diputació de Valencia, 2000. 87. H. jonas, Der Gottesbegriff nach Auschwitz. Eine jüdische Stimme, cit., p. 41. 88. tu«, p. 39. 89. Ibid., pp. 45 s.
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91. [bid. 92. [bid. 93. J. Muguerza, «La profesión de fe del increyente», cit., pp. 25 s. 94. Citado por L. Kolakowski, Vigencia y caducidad de las tradiciones cristianas, Amorrortu, Buenos Aires, 1991, p. 95.
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Dios. En cambio, se puede afirmar que «de vez en cuando (Dios) actúa con crueldad» o «que Dios, en momentos impredecibles a lo largo de la relación divino-humana permanente, hace el ma!». Es más: la tendencia al mal «es inherente a Dios»'", Como prueba de tan extrañas afirmaciones aduce, en primer lugar, el Holocausto: Dios debería «pedir perdón al pueblo judío por la parte que le corresponde en el Holocausto-". En segundo lugar, remitiéndose a algunas investigadoras feministas, considera que «la decisión de Dios de que su Hijo fuera crucificado constituye la esencia de una relación basada en la crueldad»?", Y, por último, acude también a la tradición zohárica de la mística judía. El Z6har es el libro más importante de la literatura cabalística judía. Su autor es el cabalista español Moisés de León. Y es cierto que, como en la gnosis, aquí el mal tiene su origen en el mismo Dios. Es un escrito panteísta. El Z6har, señala Juan Martín Velasco, «constituye una mezcla de teología teosófica, de cosmogonía mítica y de antropología mfstica»:". Por tanto: allí donde Jonas y tú mismo cuestionáis la omnipotencia de Dios, B1umenthal exige que limitemos la omnibenevolencia divina y no nos detengamos ante la conclusión de que Dios es cruel, «de que Dios es capaz de hacer el mal». Dios, «en consonancia con las leyes que rigen para el malhechor arrepentido», debe pedir perdón". Ya tenemos a Dios convertido en una especie de «malhechor arrepentido». Como observarás, Javier, la cita de Godofredo no está del todo fuera de lugar. Naturalmente, ante semejante Dios, urge orquestar «una teodicea de la malicia divina y de la rebelión humanav'?", Reconozco que no he leído ni, lo que es peor, me apetece leer los dos libros sobre este tema que ha escrito Blumenthal: Facing the Abusing Cad: A Theology of Protest'?' y The Banality of Cood and Evil: a Social-Psychological and Theological Reflection. Mis conocimientos sobre él se limitan al artículo que vengo citando. Se trata, sin embargo, de una síntesis de su pensamiento preparada por él mismo para la revista Concilium. No existe, pues, riesgo de alterar su pensa-
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miento, aunque sí de exponerlo sólo parcialmente. Si acabo de afirmar que no me «apetece» leer sus libros es porque creo observar una triunfal voluntad de tesis novedosa, un propósito de deslumbrar a todos los pobres infelices a los que no se nos había ocurrido dar a luz una teodicea de la maldad divina. Y, ya en serio, no encuentro en la tradición judeocristiana, a la que Blumenthal se refiere, apoyo teológico para semejante tesis. Eso sí: en los salmos, en el Libro de Job, en las lamentaciones y oraciones de Israel y en muchos pasajes de los profetas hay «quejas» y preguntas dirigidas a Dios. Pero no se le pregunta por su bondad o maldad, sino por sus clamorosas ausencias en momentos de prueba y persecución. Son gritos desde el abismo que preguntan dónde está Dios. Un grito que salió también de labios de Jesús en la cruz y que saldría, si les quedaban fuerzas para gritar, de las gargantas de las víctimas del Holocausto. Según Nietzsche, Dios murió «de piedad», de pena por no poder responder a todos esos gritos que constituyen el auténtico armazón de cualquier teodicea. Una teodicea que, en palabras de H. Blumenberg, más que una justificación de Dios, como su nombre indica, sería una especie de último intento de leer los pensamientos secretos de Dios, de penetrar en su santuario íntimo, de adivinar su mundo interior'?'. Una teodicea a la que, con toda razón, habría que considerar como «la piedad de la teología»!". Entiendo, Javier, que precisamente el deseo de salvar la bondad de Dios es lo que conduce a Jonas a negar su omnipotencia. También tú consideras que el estado que ofrece el mundo es incompatible con la existencia de un Dios infinitamente bueno y todopoderoso. De ahí que también tú dejes caer el adjetivo «todopoderoso». Recuerdas muy oportunamente que, ya en el Antiguo Testamento, en tiempos de derrota y aflicción, se priva a Dios de dicho adjetivo. En lugar de lla-
95. D. R. Blumenthal, «Teodicea: disonancias en la teoría yen la práctica. Entre la aceptación y la protesta»: Concilium 274 (1998), pp. 131-146, cita, p. 134. 96. Ibid., p. 138, n.13. 97. Ibid., p. 143. 98. J. Martín Velasco, El fenómeno místico, Trotta, Madrid, 1999, pp. 201 s. 99. D. R. Blumenthal, op. cit., p. 138, n.13. 100. Ibid., p. 144. 101. Westminster/]ohn Knox Press, 1993. El título podría traducirse así: «Plantando cara al Dios maltratador: una teología de la protesta».
102. H. Blumenberg, Matthiiuspassion, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1988, p. 93. 103. ]. B. Metz (dir.), El clamor de la tierra. El problema dramático de la teodicea, Verbo Divino, Estella, 1996, p. 27; Íd., «Theologie als Theodizee?», en W. Oelmüller (ed.), Theodizee - Gott vor Gericht?, cit., pp. 103-118, cita, pp. 104 s. De]. B. Metz cf. también Dios y el tiempo. Nueva teología política, Trotta, Madrid, 2002. Es de interés el debate entre J. B. Metz,]. Ratzinger, J. Moltmann y E. Goodman-Thau, La provocación del discurso sobre Dios, Trotta, Madrid, 2001. La edición de este texto ha sido preparada por Tierno Rainer Peters, el fiel colaborador de Metz, y Claus Urbano Entre nosotros merece una mención especial la obra editada por ]. L. Cabria y J. Sánchez-Gey Dios en el pensamiento hispano del S. xx, Sígueme, 2002. Un grupo de relevantes filósofos españoles analiza el lugar de Dios en las filosofIas de Unamuno, Ortega, Zubiri, Zambrano, Laín Entralgo, Aranguren, Marias y otros.
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marle «grande, poderoso y terrible», los hijos de Israel se resignan a llamarlo sólo «grande y terrible»'?'. También apoyas tu tesis en los sucesos del viernes santo, en el grito de un Jesús agonizante que pregunta a Dios por su abandono. Es un grito que los siglos no han apagado. Tú citas a Blumenberg que, en su Matthauspassion, interpreta el grito de Jesús como «el fracaso de Dios sin más». Y lo consideras «un trasunto de la presente situación de nuestro mundo abandonado por Dios». En efecto, Jesús murió como un «excluido» (Pannenberg), sumido en una «profunda crisis relacional con Dios» (Rahner). El grito «Dios mío, Dios mío, épor qué me has abandonado?» (Mc 15, 34) conoció, en manuscritos más antiguos del evangelio de Marcos, versiones más fuertes: «épor qué me has entregado a la ignominia?» o «épor qué me has maldecidor». Moltmann afirma que «el abandono de Dios fue la última experiencia de Dios del Crucificado en el GÓlgota... »105. Más lejos aún va K. Barth. Según él, en la muerte de Jesús, «Dios actuó como judas-l'", Y el exegeta neotestamentario W. Popkes llega a escribir que, al entregar a su hijo a la muerte, Dios hizo con él lo que Abraham no se vio obligado a hacer con su hijo Isaac!". Es natural que los acontecimientos del viernes santo te inclinen a renunciar a un Dios todopoderoso. Y también es comprensible que te busques un aliado tan genial y lúcido como D. Bonhoeffer, teólogo de un Gólgota que, gracias al delirio destructor de Hitler, terminaría conociendo de primera mano. Admiro la empatía con que te aproximas al alegato teológico de este rapsoda de un Dios impotente y sufriente. Un Dios que quiere y no puede ayudar a sus criaturas termina, naturalmente, siendo un Dios sufriente, un Dios en debilidad, en definitiva «el Dios crucificado» (Moltmann). Comprendo que la exhortación de Bonhoeffer a vivir «como si Dios no existiera», etsi Deus non daretur, te resulte «el mejor compendio de la mejor teología de la muerte de Dios»108. Se trata, sin embargo, creo, de una formulación que hay que leer e interpretar en correlación con su conocida
104. J. Muguerza, «La profesión de fe del increyente... », cit., p. 24. 105. J. Moltmann, Der Weg Jesu Christi. Christologie in messianischen Dimensionen, Gütersloher Verlagshaus, München, 1989, p. 188 [trad. cast., El camino de Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 1993]. Sobre Moltmann continúa siendo válido el estudio de C. Gómez Identidad y relevancia del cristianismo. Introducción al pensamiento de Jürgen Moltmann, UNED, Madrid, 1987. 106. K. Barth, KD II12, p. 543. 107. W. Popkes, Christus traditus, Zwingli, Gottingen, 1967, p. 286. 108. J. Muguerza, «Una visión del cristianismo desde la increencia», cit., p. 26.
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tesis «Einen Gott den es gibt gibt es nicht». La traducción aproximada sería: «No existe un Dios cuya existencia se pueda demostrar». Es tanto como decir: no existe un Dios objeto, manipulable, detectable. Una fórmula aplicable también a la omnipotencia: «Eine Allmacht die es gibt gibt es nicht» (No existe la omnipotencia tangible y demostrable). Lo que pretendo sostener es que Bonhoeffer no niega la omnipotencia de Dios. Sólo que la considera, como a Dios mismo, no visible, arcana, misteriosa. y es que, Javier, las alteraciones que se pueden introducir en una religión milenaria son mínimas. Solicitar del cristianismo que renuncie a la omnipotencia de Dios es tanto como pedirle una especie de refundación. Escribo esto experimentando las mismas dificultades que tú frente a un concepto tan desorbitado como el de omnipotencia. La filosofía no sabe qué hacer con él. Aceptarlo sería una especie de suicidio filosófico; pero, para el cristianismo, su negación equivaldría a una especie de suicidio teológico. Sin él no se entiende el Libro de Job ni gran parte de los escritos bíblicos. Habría que volverlos a redactar bajo otra óptica; te aseguro que no bastaría con arrancarle algunas páginas a la Biblia ni con tachar pasajes aislados. Se trataría de una operación de gran envergadura que los que un día contrajimos grandes obligaciones con la gran teología y sus maestros nunca realizaríamos. Preferimos, prefiero, abandonar el edificio en silencio, sin socavar sus cimientos, sin alterar su identidad, sin cambiar un distrito postal que viene siendo el mismo desde hace veinte siglos y que incontables generaciones de cristianos supieron y siguen sabiendo de rnemona. Naturalmente, los autores de los escritos bíblicos, los creyentes que colocaron este mundo bajo el paraguas protector de la omnipotencia divina, eran conscientes de que la historia no les daba la razón, de que a las gentes buenas les pasaban cosas malas!", y de que, con frecuencia, a los tiranos no les iba nada mal. Siempre tendrá algo de misteriosa esta obstinada perseverancia en la fe en un Dios todopoderoso, a pesar de la escasa visibilidad de ese poder. Entre paréntesis: recuerdo aún la cara de asombro que puso mi director de tesis, hoy cardenal Walter Kasper, al visitar Sevilla y comprobar que hay una calle dedicada a «Jesús del Gran Poder». Me miró atónito y me preguntó si eso significaba efectivamente «[esus der Grossen Macht». Al responderle afirmativamente, no pudo reprimir la risa. Y es que, si 109. Cf. U. S. Kushner, When Bad Things Happen to Good People, Schockcn Books, New York, 1981.
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ya resulta complicado atribuir el «gran poder» a Dios, la operación se torna imposible en el caso de Jesús. Además: «[esus der Grossen Macht» posee, en alemán, una sonoridad poco favorable, al menos para oídos teológicos. Si, a pesar de tanta experiencia de derrota y fracaso histórico, los hombres de la Biblia se aferran a la fe en un Dios todopoderoso es porque no miraban el asunto con ojos filosóficos ni pensaban a corto plazo. Desde la filosofía, Javier, tus conclusiones son inevitables. Es más: como diría Rahner, ya es un «caso pastoral feliz» que un filósofo se ocupe de semejante tema. Y mucho más si ese filósofo tiene un conocido pasado «analítico» ... En fin: como no reprimas algo tus inclinaciones teológicas, te veo convertido en un «caso pastoral feliz... », Bromas aparte: la mirada bíblica sobre la omnipotencia de Dios es histórica y teológica. «Según los testimonios bíblicos, escribe Moltmann, Dios es ciertamente todopoderoso, pero no es el poder. Él es amor»!", Moltmann no quiere imaginarse a Dios al estilo del infalible Gregario VII o del absolutista Luis XIV. Rechaza, como tú, la potentia Dei absoluta. Lo que la Biblia hace es recordar acontecimientos históricos concretos en los que se cree que intervino el poder de Dios, pero no se ofrecen definiciones filosóficas de su omnipotencia. Es más: no es el concepto de potentia el que acapara la atención, sino el de potestas, que, creo, admite ser traducido por «autoridad». Se trata, eso sí, de una autoridad que se impone, que convence, que arrastra. Una autoridad, dicho sea de paso, de la que carecen, en la convivencia humana, los prepotentes y los aspirantes a la omnipotencia. A mayor delirio de omnipotencia, mayor pérdida de autoridad. y lo más importante: la omnipotencia no es, en la Biblia, la constatación de un logro, sino la expresión de una esperanza. Más que una presencia, la omnipotencia es un anhelo. Es algo aún por llegar, objeto de esperanza, temario de sueños incumplidos. Si los escritores bíblicos evocan la omnipotencia de Dios, no es porque la hayan experimentado, sino porque esperan experimentarla. Buena prueba de ello es que la creación y la resurrección, expresiones máximas del poder de Dios, son aún dimensiones de futuro. La creación «gime» anhelando una configuración definitiva más lograda que la presente. Pablo vincula la creación de la nada con la resurrección de los
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muertos. Sólo la resurrección pondrá un broche de oro al trabajo del creador, sólo ella conducirá lo creado a su plenitud. El cristianismo es una permanente cita con el futuro. Los presentes históricos nunca lo avalaron. Sólo se ha mantenido asegurando que, un día, todo será distinto. Es lo que pretendió expresar Pannenberg con una frase de difícil traducción: «Die Schopfung geschieht vom Ende her- (La creación sólo estará completa al final de la historia). La escatología es inseparable de la protología. Mientras no contemplemos el cuadro en su totalidad no serán posibles pronunciamientos definitivos sobre Dios y su acción en la historia. «No hay teología sin escatología», escribe Pannenberg'!', Y J. Hick habla de la «verificación escatológica»: sólo al doblar la última curva del camino, de la vida, se rasgará ~or completo el velo, en el caso de que haya algo que desvelar. Unicamente entonces sabremos si Dios queda justificado (teodicea). La Biblia ve, pues, en el poder de Dios un aliado contra el mal, pero siempre a largo plazo. Esto explica la decisiva importancia del futuro en la teología actual. En las teologías de todos los continentes aparecen fórmulas como «el Dios de la esperanza», «el Dios del futuro», «el Dios delante de nosotros», «la reserva escatológica». Pannenberg acuñó dos asertos, centrales en su teología: «La forma de ser de Dios es el futuro» y «Dios es el poder (die Macht) del futuro». Deseaba asegurar el «primado ontológico del futuro»112. No sería difícil mostrar que esta primacía del futuro no es ajena a la filosofía o, por lo menos, a determinadas filosofías. «Sólo en la hora de la muerte, escribe Dilthey, sería posible la contemplación del todo. Habría que esperar hasta el final de la historia para estar en posesión de todo el material necesario para determinar su significadov'P. También Heidegger insiste en la primacía del futuro. Pero, a diferencia de Dilthey, defendió la posibilidad, específicamente humana, de adelantar ese futuro mediante la anticipación de la propia muerte. El cristianismo cree, pues, que Dios es todopoderoso. Pero es bien consciente de que ese poder no se manifiesta en esta tierra. Lo bueno queda remitido al futuro. El último libro de la Biblia anuncia
110. M. Welker (ed.), Diskussion über], Moltmanns Buch «Der gekreuzigte Gott», Chr. Kaiser, München, 1979, p. 171.
111. W. Pannenberg, Systematische Theologie, cit., vol. 2, Vandenhoeck & Ruprecht, Górtingen, 1991, p. 261. 112. Íd., Grundfragen systematischer Theologie, vol. 1, Vandenhoeck & Ruprecht, Gottingen, 1968, p. 393. 113. W. Dilthey, Gesammelte Schriften, VII, Vandenhoeck & Ruprecht, Stuttgart/ Gürtingcn, 1968, p. 233. A Dilthey dediqué un capítulo en mi libro Fragmentos de esperanza, cit., pp. 75-104.
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que, cuando desaparezca "la primera tierra», aparecerá «un cielo nuevo y una tierra nueva». Será el momento en el que Dios «enjugará toda lágrima [...] y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatiga, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4). En fin, Javier, ya he dialogado contigo bastante sobre el tema de la omnipotencia. En realidad podría haber sido muy breve y haberme limitado a confesarte que me siento incapaz de introducir arreglos en el seno del cristianismo. Quiero permitir que el cristianismo sea el cristianismo. Tú, en cambio, más «lanzado», «disidente empedernido», te has empeñado, si te entiendo bien, en introducir algunas «mejoras» en el interior de la fe cristiana. Mejoras que suponen recortes de gran trascendencia. Uno de ellos es el que afecta a la omnipotencia. Pero no es ése tu mayor atrevimiento. Donde más «osado» te muestras es al afirmar que «el cristianismo al que se aproxime el increyente y por cuyo futuro se interrogue habrá de ser un 'cristianismo sin protología ni escatología' o, si queremos formularlo así, un cristianismo sin alfa ni omegaw": En mi opinión, Javier, eso sería algo así como interesarse por un cristianismo no cristiano. Despojado de la protología y la escatología, el cristianismo quedaría reducido a una ética. Ciertamente no sería poco, pero no estaríamos ante lo específicamente cristiano. Es el punto en el que más pensaba detenerme, pero, en vista de la extensión que va tomando mi «homenaje», te prometo que seré muy breve. No quiero, sin embargo, concluir este apartado sin contarte una anécdota a propósito de los «recortes». Bueno, más que de una anéc-
114. ]. Muguerza, «Una visión del cristianismo desde la increencia», cit., p. 24. También el libro de ]. A. Marina Dictamen sobre Dios (Anagrama, Barcelona, 2001), tan sobrio, riguroso y lúcido, prescinde de la dimensión escatológica. De ahí que pueda hablar de «religiones éticas», «más preocupadas por la teopraxia que por la teología» (p. 228). En mi modesta opinión, las religiones monoteístas no consienten que se les ampute e! lado escatológico. Es más: si se las somete a tan traumática operación, pierden su más genuina especificidad y yo diría que hasta su interés. Por otra parte, no toda ética se desentenderá de la escatología. Existe, es cierto, una ética de la inmediatez que no se sobrecarga con preguntas que carecen de respuesta. Es una ética decorosa que prescinde de las víctimas del pasado y concentra todas sus energías en ahorrar nuevas víctimas al presente. Pero existe también un discurso ético que extiende la solidaridad al pasado. No lucha sólo por la mejor configuración de! presente, sino que pregunta insistentemente por los ya-na-presentes, en un desesperado intento de introducir sentido donde no lo hubo. Esta ética tiene un buen aliado en la escatología. Así lo vio sobriamente W. Benjamin en la impresionante imagen del «enano jorobado». Cf. e! gran relato ético que significa la obra de]. A. Marina y María de la Válgoma La lucha por la dignidad. Teoría de la felicidad política, Círculo de Lectores, Barcelona, 2000; también]. A. Marina, Ética para náufragos, Anagrama, Barcelona, 1995.
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dota se trató de un episodio triste que acabó bien, ya que sus protagonistas fueron -por suerte uno de ellos sigue entre nosotros- tan grandes teólogos como buenas personas. Me refiero a K. Rahner y a J. Moltmann. El primero había criticado lo que él consideraba intcntos reduccionistas, «recortes» de Moltmann con respecto a Dios!". Creía Rahner que el lenguaje de Moltmann sobre un Dios su [riente e impotente era una especie de gnosticismo, patripusianismo y cspcculación schellinguiana. Rahner aceptaba que Dios pueda sufrir, en el sentido de que pueda sentir compasión. Pero se atrancaba en la cristología, en la que Moltmann habla directamente de «Dios crucificado», suprimiendo así la distinción entre el Padre y el Hijo. Además, Rahner se permitió ser gráfico y escribió: Dicho de una manera simple y directa, para salir de mi miseria, de mi confusión y de mi desesperación, de nada me sirve que a Dios -por volver a las palabras simples y directas- le vaya tan mal como a mí. Lo que me sirve de consuelo es que, si Dios entra en esta historia, y en la medida en que entra como en su propia historia, se inserta en ella de manera distinta. Porque yo estoy ya de antemano emparedado en estos muros de horror, mientras que Dios -si es que esta palabra aún tiene algún significado- es para mí en un sentido auténtico, verdadera y consolador para mí, el Dios impasible!";
Rahner se pregunta de qué le sirve al hombre que a Dios le vaya tan «mal» (el adjetivo alemán que emplea es dreckig, «sucio», «enlodado») como a él. Moltmann tuvo una primera reacción, digamos que poco elegante. Acudió a insinuaciones psicologizantes (celibato, formación jesuítica, viejo) contra un Rahner que ya no podía defenderse. Por eso hablo de «episodio triste»!". Pero, como era de esperar, el autor de El Dios crucificado rectificó y publicó una carta, dirigida a un Rahner ya fallecido. «Usted-escribió- ahora sabrá ya más que antes y más que yo». Y añadía: ¿Cómo puede ser el Dios impasible Dios en un sentido consolador para usted? Quizás en el sentido de que en Dios ya no hay sufrimien115. P. Imhoff y H. Biallowons (eds.), Karl Rahner im Gesprdch, vol. I, Kosel, München, 1982, pp. 245 s. 116. Tomo la traducción, con alguna modificación, de J. R. García Murga, «¿Dios impasible o sensible a nuestro sufrimiento?»: Selecciones de teología 130 (1994), p. 107. 117. cr. Selecciones de teología 129 (1994), pp. 17-24. Cf. también H. Küng, El judaísmo. Pasado, presente y futuro, cit., p. 685, n. 39.
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to dolor ni llanto y que nosotros anhelamos, entre sufrimientos, " dolores y gemidos, la redención en él. Pero, sin duda, no en e1sentíido de que Dios está a su vez «emparedado» en su impasibilidad, en su inmovilidad y en su indeseada falta de amor 118 •
Te cuento esta historia, Javier, para que no te sientas solo con tus «recortes». La teología conoció sus mejores momentos cuando fue necesario fijar límites y distinguir entre verdades últimas y penúltimas. Sin disidencia no hay progreso. Y, como sé que me preguntarás si estoy con Rahner o con Moltmann, te adelanto la respuesta. Puedo admitir con los dos que, si Dios existe, pueda sentir compasión. Reconozco que, de esta forma, me echo en brazos de Jenófanes y Feuerbach que, con formulaciones muy similares, dejaron dicho que tendem~s a crear a Dios a nuestra medida y a proyectar en él todo lo que es Importante para nosotros. Pero ya se sabe que es dif.ícil negar to~o.~a rentesca filosófico con estos dos formidables críticos de la religión. Me inclino, sin embargo, por Rahner en la disputa cristológica. El crucificado fue Jesús de Nazaret, no Dios. La crucifixión fue un acontecimiento histórico, una cita con el dolor, a la que acudió una persona de carne y hueso, con su nombre y restantes señas de identidad. Dios no acude a las citas con la historia. Ya se quejaba Bonhoeffer de su «invisibilidad». Gráficamente escribió que esa invisibilidad macht uns kaputt, «nos destroza». Si se desea hablar de «el Dios crucificado», es preciso borrar en grado máximo la diferencia entre el Padre y el Hijo, algo que no considero posible ni conveniente. Asunto diferente sería afirmar que la ejecución de Jesús conmovió al Padre, que Dios estaba en Jesús en la tarde del viernes santo. Eso lo acepta también Rahner. Por otra parte, Moltmann mismo flaquea .en la coherencia de su discurso teológico. Con frecuencia no se sabe SI el crucificado es Dios o Jesús, o ambos a la vez. Su acendrada voluntad literaria le lleva en su libro El Dios crucificado a olvidarse de la cortesía de la claridad, deseable no sólo para el filósofo, sino también para el teólogo. Suscribo plenamente, en cambio, una advertencia que el mismo Moltmann hace: lo que ocurrió entre Jesús y su Dios en el Gólgota es su secreto personal y conviene respetarlo. A nosotros sólo nos queda mantener la siguiente paradoja: Jesús murió la muerte del Hijo de Dios abandonado por Dios1l9 •
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y ahora sí, ahora nos espera el final de estas reflexiones que tendrán como objeto otro final: la escatología.
5. La última carta En las frases finales de La ciudad de Dios evoca san Agustín un indescriptible octavo día en el que Dios completará la creación. Son palabras que la tradición cristiana repitió muchas veces: «Allí descansaremos y veremos. Veremos y amaremos. Amaremos y adoraremos. Mirad lo que habrá en el final y no acabará. Pues équé otra cosa es nuestro fin, sino entrar en ese reino que no tiene fin?». Es Javier la última carta del cristianismo. La enseña, con temor y tembl¿r, en ~ada situación dolorosa, en cada funeral; pero también cuando sale el sol y vivimos esos momentos plenos que Nietzsche no temía someter al eterno retorno. Es la única respuesta que ofrece el cristianismo a los interrogantes que nos llegan desde los múltiples holocaustos que contemplamos a diario. Ya hemos visto que Blumenberg, en su Matthauspassion, interpreta el grito de Jesús en la cruz como el «fracaso de Dios». Así sería si ése fuese el final absoluto de la película. Pero entonces no estaríamos ante la gran película «cristiana». La Pasión según san Mateo, de Juan Sebastián Bach, en la que se apoya Blumenberg, termina, igual que los evangelios, C?? l~, seg~ri dad de la resurrección, con la confianza en una reconciliación final entre Dios y el hombre 120. Es la misma confianza que preside el texto de san Agustín. . Si se da por finalizada la aventura cristiana en la tarde del Viernes santo, como creo entender que haces tú, casi se abandona el barco antes de que se haga a la mar. No hay cristianismo sin Cristo, y n? hay Cristo sin resurrección. Me impresiona la fuerza con que eSCrIbes: «Los cánticos triunfales y las ensordecedoras campanas de la teología de la gloria apenas dejan oír el clamoroso silencio qu~ la ~uerte de Dios ha esparcido a lo largo y lo ancho de ese mundo, silencio que espantaba al mismísimo Lutero como lo haría luego con Kierkegaard-F'. Tú, sobrio, increyente, filósofo moral con pathos protestante optas por la teología de la cruz. Pero, en este punto, no tengo más ~emedio que estar de acuerdo con Pannenberg: «No habría
118. La carta de Moltmann está publicada en la revista Carthaginensia 8 (1992), pp. 657-659, cita, p. 658. 119. ]. Moltmann, Der Weg]esu Christi, cit., p. 188.
120. Cf. H. Küng, El iudaismo, Pasado, presente y futuro, cit., p. 565. 121. .J. Muguerza, «Una visión del cristianismo desde la increencia», cit., p. 32.
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ningún motivo para una teología de la cruz si a la crucifixión no hubiese seguido la resurrección del Crucificado. Si a esto se le llama theologia gloriae, habría que concluir que toda teología cristiana es theología gloriae-'", Sería difícil expresarlo mejor. En todo caso, se trata de un texto que yo completaría inmediatamente con este otro: «Quien oye el mensaje de la resurrección de Cristo sin que se escuche en ese mensaje el grito del Crucificado no está prestando oídos al evangelio, sino a un mito»!". No hay cristianismo sin la memoria passionis et resurrectionis Jesu Christi. No es posible, desde el interior de la fe cristiana, debilitar ninguna de las dos fechas. El viernes santo y el domingo de resurrección se miran fijamente y siempre se entendieron bien. Por separado carecen de inteligibilidad, no iluminan ningún camino. Juntos se convirtieron, hace ya 20 siglos, en esperanza para incontables seres humanos. Las 48 horas que separan el viernes santo del domingo de resurrección son las que separan al judaísmo del cristianismo. Schalom Ben-Chorin lo expresó con admirable concisión: nos une (a judíos y cristianos) la fe de Jesús; y nos separa la fe en jesús!". y esa fe en Jesús comenzó cuando Jesús se convirtió en el Cristo, es decir, cuando se comenzó a creer en su resurrección. Problema diferente es, Javier, la plausibilidad histórica de la resurrección de Jesús y del resto de la humanidad. En ese tema no creo que haya muro divisorio alguno entre nosotros dos. Compartimos la misma desesperanza, tal vez más agudizada en mí por haber dedicado gran parte de mi vida a buscar luz donde sólo encontré oscuridad. Pero no es el momento de abordar ese asunto. Como sabes, escribí ya otras veces sobre la resurrección 125. Lo que ahora, en este mano a mano contigo, defiendo no es la historicidad de la resurrección, sino la esencial pertenencia de ésta al núcleo de la fe cristiana. Estoy, iotra vez!, en contra de los «recortes». Creamos o no tú y yo en la resu-
122. Así se expresaba W. Pannenberg en la entrevista que cierra mi libro El sentido de la historia. Introducción al pensamiento de W. Pannenberg, Cristiandad, Madrid, 1986, p. 280. 123. J. B. Metz, «Theologie als Theodizee?», cit., p. 105. 124. S. Ben-Chorin, Bruder Jesus. Der Nazarener aus jüdischer Sicht, DTV, Miinchen, 91986, p. 11. . . . . 125. Cf. M. Fraijó, Jesús y los marginados. Utopía y esperanza cristiana, Cristian, dad, Madrid, 1985, pp. 165-257; Íd., «Resurrección", en C. Flo~istán y J.-J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid, 1993, pp. 11961215.
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rrección, ésta es parte irrenunciable del cristianismo tal como éste se entiende a sí mismo. Y estoy de acuerdo con Wilfred Cantwell Smith: «No es válido ningún aserto sobre la religión (entiéndase bien: sobre la autocomprensión de una religión) mientras éste no pueda ser reconocido por los propios seguidores de tal religión-P'. Los cristianos nunca podrán reconocerse en una reconstrucción de su fe que prescinda de la protología y de la escatología. Sería como perder su más entrañable y específico distintivo. Como sabes, la creencia en la escatología, en concreto en la resurrección de los muertos, se abrió paso en las postrimerías del Antiguo Testamento, precisamente por motivos filosóficos. Así lo resalta U. Wilckens: «Se puede, pues, afirmar: la pregunta por la resurrección se plantea, en el judaísmo, en el contexto de la teodicea»127. Algo que confirma J. B. Metz: «El Israel bíblico se muestra como un pueblo con una especial sensibilidad para la teodicea-v".
126. Tomo la cita de H. Küng et al., El cristianismo y las grandes religiones, Cristiandad, Madrid, 1987, p. 129. Wilfred Cantwell Smith, canadiense, es un notable experto en ciencias de la religión; fue misionero protestante durante muchos años en Paquistán. 127. U. Wilckens, Auferstehung, Kreuz, Stuttgart/Berlin, 1970, p. 115. Cf. también A. Torres Queiruga, Repensar la resurrección, Trotta, Madrid, 22003. Se trata de una honda reflexión, acompañada de un auténtico alarde de información bibliográfica. 128. J. B. Metz, «Die Rede van Gott angesichts der Leidensgeschichte der Welt», en Stimmen der Zeit 210 (1992), pp. 311-320. Este artículo fue condensado por la revista Selecciones de teología 130 (1994), 1'1'.99-106, cita, p. 101. La teodicea tiene entre nosotros estudiosos de gran relieve. Entre ellos cabe citar ajo A. Estrada y A. Torres Queiruga. El primero ha publicado un libro de notable va~or filosófico-teológico, La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Tr.otta, Madrid, 22003. En las páginas 212-224 de esta obra lleva a cabo un enfrentamiento, a veces duro, con lo que Estrada llama «el sistema de Torres Queiruga», u~ sistema al que reprocha que «no es una filosofía 'después de Auschwitz', en el sentido que plantea Adorno en su Dialéctica negativa, sino que pasa de largo ante él» (p. 223). La postura de Torres Queiruga, cercana a la de Leibniz, defensora de la «forzosidad óntica del mal>" ha sido expuesta por el autor, con rigor y gran acopio de erudición,.en diversos estudios. Cito algunos: «Mal», en C. Floristán y J. -J. Tamayo (eds.), op. CIt., l?P: 753761; A. Torres Queiruga y W. Kasper, «Negatividad y mal», en AA.W., F~ cnsttana y sociedad moderna, vol. 9, SM, Madrid, 1986, 1'1'.178-217; «Replanteamiento a~~~al de la teodicea: secularización del mal, 'ponerología', 'pisteodicea'», en M. Fraijó y .l. Masiá (eds.), Cristianismo e Ilustración. Homenaje al profesor José G.~mez Caf(arena en su setenta cumpleaños, UPC, Madrid, 1995, pp. 241-294. ~na version resumI~a de este amplio estudio fue publicada, bajo el título de «El mal eVItable:.~eplanteam~ento de la teodicea», en Iglesia Viva 175-176 (1995), pp. 37-69. También en sus libros Recuperar la salvación, Encuentro, Madrid, 1979, y Creo en Dios Padre, Sal Te~rae, Santander, 1986, hay muchas páginas dedicadas al problema del mal y de la teodicea.
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Hubo una experiencia que resultó determinante: la de la injusticia. Israel llegó a creer en la resurrección como protesta contra el sufrimiento. Quiso documentar que las persecuciones y derrotas que sufrió no se alzarían con la última palabra. El triunfador definitivo sería Yahvé haciendo justicia al oprimido y concediendo «otra vida» a sus fieles seguidores. Antíoco IV (175 -164), con sus crímenes y crueldades, no quedaría impune. Los hermanos Macabeos increpan al tirano con estas palabras: «Para ti no habrá resurrección a la vida» (2 Mac 7,14). Estamos, Javier, en los albores de la fe en la resurrección. Una fe que no nació por capricho de pervivencia personal, sino por un exigente ideal de justicia. Israel concibió otro mundo para ajustar cuentas con éste. Se dio cuenta de que, si este mundo es la máxima realización de la justicia que nos cabe esperar, su Dios quedaba tocado de muerte. La justificación de Dios, la teodicea, exige otro escenario, un «más allá» que indemnice a las víctimas. La fe en la resurrección fue un intento atrevido, tal vez desesperado, de recuperar la historia de los vencidos'?". A Israel no le salían las cuentas y quiso alterar los resultados de la historia. Afirmó que el futuro será de los perdedores. Fue su particular forma de volver a ponerlo todo en su sitio. No vio más futuro a la teodicea que el que pasa por la resurrección de los muertos. Y, enfrentado al mismo tema -la injusticia, el sufrimiento, el absurdo-, el cristianismo ofreció la misma solución: los muertos resucitarán y serán objeto de las debidas reparaciones. Judíos, cristianos y musulmanes confían al mismo Dios el futuro de los injustamente tratados por la vida. El cristianismo se atreve incluso a proclamar que este mundo ha sido ya testigo de una resurrección: la de Jesús de
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Nazaret. Este acontecimiento se ha convertido en la gran «prolepsis», en la anticipación de la resurrección universal. El resto es conocido. La filosofía occidental no echó en saco roto esta tradición. Como su problema continuaba siendo el mismo, el de las víctimas inocentes a las que ya no es posible ofrecer reparación intrahistórica alguna, siguió mirando con respeto y simpatía el atrevimiento cristiano. Eso sí: procuró volcarlo en categorías filosóficas. Reemplazó el término «resurrección», tan confesional y sobrecargado teológicamente, por el de «inmortalidad del alma», más acorde con la sobriedad filosófica. Practicó, así, una doble fidelidad: a Atenas y a Jerusalén. Es decir: al pensamiento y a la religión, a la razón y a la fe, a la filosofía y a la teología. Pero ésta es una historia que recientemente conté en otro lugar!". Aquí sólo deseo añadir que, en mi modesta opinión, fue Kant quien más decididamente aplicó al cristianismo su voluntad de heredar.El dinamismo postulatorio kantiano es la genial traducción filosófica del anhelo escatológico cristiano. Según Adorno, Kant se refugió en los postulados para no verse obligado a «pensar la desesperación». Sin Dios y la inmortalidad, no hay forma de «hacer justicia a los muertos». Kant tuvo que dar cauce a su «ansia de salvar»!". Y lo hizo acudiendo a un estatuto epistemológico humilde. A los temas relacionados con «Jerusalén» no es posible aproximarse exhibiendo un triunfal «yo sé», sino un esperanzado «yo quiero». Kant confirió dignidad filosófica a un cristianismo que los ilustrados comenzaban a mirar con desdén. Recuérdese el subtítulo de la obra de Schleiermacher: Sobre la religión. Discursos a sus menospreciadores cultiuados'P: Kant encauzó la Ilustración alemana por derroteros muy distintos a
Por último, deseo llamar la atención sobre el libro de H. Háring Das Base in der Welt. Gottes Macht oder Ohnmacht?, WBG, Darmstadt, 1999. Hermann Haring, durante muchos años estrecho colaborador de H. Küng en la Universidad de Tubinga, es hoy catedrático de teología en la Universidad de Nimega, en Holanda. 129. Cf. R. Mate, La razón de los vencidos, Anthropos, Barcelona, 1991; Íd., Memoria de Occidente, Anthropos, Barcelona, 1997; Íd., De Atenas a Jerusalén. Pensadores judíos de la Modernidad, Akal, Madrid, 1999; Íd., Heidegger y el judaísmo y sobre La tolerancia compasiva, Anthropos, Barcelona, 1998. Reyes Mate es también el editor del n." 23 de la revista Isegoría dedicado a La Filosofía después del Holocausto. Más recientemente, Reyes Mate ha publicado dos textos de gran valor sobre el Holocausto: Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política, Trotta, Madrid, 2003, y Por los campos de exterminio, Anthropos, Barcelona, 2003. Cf. también J. M. Mardones, Reyes Mate et al., La ética ante las víctimas, Anthropos, Barcelona, 2003.
130. M. Fraijó, «La resurrección de Jesús desde la filosofía de la religión», en M. Fraijó, X. Alegre y A. Tornos, La fe cristiana en la resurrección, Cuadernos Fe y Secularidad/Sal Terrae, Santander, 1998, pp. 9-32. Véase el capítulo siguiente de este libro. 131. Th, W. Adorno, Dialéctica negativa, Taurus, Madrid, 1989, p. 384. Al hablar de la filosofía de la religión kantiana hay que seguir citando el ya clásico estudio de ,/. Gómez Caffarena El teísmo moral de Kant, Cristiandad, Madrid, 1983. Sobre él puede leerse J. Muguerza, «Las razones de Kant (en torno a la interpretación de la ética kantiana por José Gómez Caffarena)», cit., pp. 630-648. El pensamiento filosófico de Gómez Caffarena ha sido analizado con brillantez, rigor y simpatía por José Egida Serrano en su libro Fe e Ilustración. El proyecto filosófico de José Gómez Caffarena, UI'C, Madrid, 1999. 132. F. D. E. Schleiermacher, Sobre la religión. Discursos a sus menospreciadores cultivados, Tecnos, Madrid, 1990. La traducción y el magnífico estudio preliminar SOIl de Arscnio Ginzo Fernández. Cf. también su estudio Protestantismo y filosofía. La recepción de la Reforma en la filosofía alemana, Universidad de Alcalá, Alcalá de Henares, 2000.
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los deseados por los «menospreciadores cultivados» de la religión. Ajeno a toda furia iconoclasta, procuró relaciones de buena vecindad entre la fe y la razón, tarea en la que le habían precedido Leibniz y algunos otros ilustrados alemanes. Algo bien distinto de lo que ocurrió en la Francia de Voltaire y los enciclopedistas, donde prevaleció la voluntad de arrasar. Mirando retrospectivamente, tal vez quepa afirmar que los cambios introducidos por los ilustrados reformadores alemanes fueron de mayor alcance revolucionario que los orquestados por los ilustrados revolucionarios franceses. Pero no es momento de nuevos paseos por la historia. Urge concluir y deseo hacerlo muy apegado a tus textos. Siempre con la escatología como último horizonte, escribes: «El creyente lo es porque confía en la realización de su sueño de eternidad o, lo que todavía es más, en su instalación desde la eternidad en ese sueño--", Un sueño que a continuación llamas «sueño de Dios». «No ocurre, en cambio, así -continúas- con el increyente, cuya sed de eternidad, a la que no tendría por qué hurtarse, ha de ser para él en todo caso compatible con su renuncia a ésta o, dicho de otro modo, con la asunción tle una certidumbre de signo radicalmente antitético al de la fe cristiana: mientras los puntos suspensivos [...] dibujan para el creyente, sobre el trasfondo de un compacto entramado de certidumbres, la sombra de una incertidumbre acerca de la promesa de otra vida, esos mismos puntos suspensivos levantan para el increyente, sobre un nlar de incertidumbres como trasfondo, la sólida certidumbre de que\ semejante promesa no le está destinada y de que cualquier salvación para sí o para otros ha de buscarla, si la hay, irremisiblemente en esta vida, en la que nada ni nadie podrá, por lo demás, asegurársela: ni de antemano ni a la postre, esto es, ni protológica ni escatológicamente»!". iEstoy pensando en ofrecer este texto al próximo alumno que me solicite tema de tesis doctoral! iTendrá que analizarlo todo, comas incluidas! Lo cierto es que, hace poco, comenté esta especie de credo filosófico-teológico al parecer en términos poco felices. Así me lo has expresado, con tu acostumbrada franqueza y afecto. Lo que no he logrado captar del todo es «en qué pequé», aunque puedo sospecharlo. Pero lo mejor será que transcriba mi texto, pidiendo disculpas por su extensión: «Estamos ante formulaciones -las tuyas- tan preg133.
J. Muguerza,
«Una visión del cristianismo desde la increencia», cit., p. 36.
134. [bid.
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nantes como respetables, con las que en el futuro habrá que dialogar. Aquí sólo puedo dejar apuntado lo siguiente: el problema lo plantean precisamente aquellos para los que en esta vida no hubo salvación. Por mucha salvación que creyentes e increyentes busquemos aquí abajo, las víctimas de los despropósitos de la historia ya nunca se beneficiarán de ella. Ante semejante dato cabe decantarse por 'la sólida certidumbre' de que, por ejemplo, en lo referente al Holocausto de Auschwitz, todo quedará definitivamente como lo dejó Hitler (parece la opción de J. Muguerza); pero cabe también, incluso desde la filosofía, la posibilidad de no echar precipitadamente el cerrojo y mantener, con W. Benjamin, la 'débil esperanza mesiánica' de que la historia del sufrimiento de Auschwitz no esté totalmente clausurada y un día, no se sabe cuándo ni cómo, sus víctimas conozcan algún género de reparación. Sería algo así como abrirse a «las vivencias de esperanza», sobre las que ha reflexionado Caffarena. Ello no implicaría necesariamente, en mi opinión, el automático abandono del territorio filosófico. Es posible, por ejemplo, que Kant renovase indefinidamente el permiso de residencia en la urbanización de los filósofos a quien así pensase-P'. Intuyo que tu amable protesta, sin duda justificada, se debe a que no he acertado con tu correcta adscripción filosófica. Debería haberte situado en la grata compañía de Benjamin, Caffarena y Kant. En mi descargo te diré que me despistó mucho tu «sólida certidumbre» sobre la no existencia de otra vida, y tu aseveración de que «cualquier salvación» habrá que buscarla «irremisiblemente en esta vida». Como resulta evidente que no hay salvación posible para las víctimas de Auschwitz en esta vida, deduje que todo quedaba como lo dejó Hitler. Hoy mismo, al volver a leer tu escrito, no me sacudo la impresión de que te une al creyente la «sed de eternidad», y te separa de él la «sólida certidumbre» de que no existe tal eternidad. Pero empiezo a creer que me he empecinado en una lectura errónea. Porque en lo que sí coincidiremos es en que, si no existe Dios ni otra vida en la que hacer justicia a las víctimas, Hitler tuvo la última palabra sobre ellas!", A lo
135.
M. Fraijó, «¿Religión sin Dios en suelo monoteísta?», en AA.VV., Pensar la
religión, Fundación Juan March, Madrid, 2001, pp. 70-90, cit., p. 88. J36. Cf. el comentario de J. Habermas a la frase de Horkheimer «Es inútil pretendcr salvar un sentido incondicionado sin Dios», en J. Habermas, op. cit." pp. 121-138. La afirmación de Horkheimer, en su contexto, puede verse ahora en M. Horkhcimcr, AI/IJe/o de justicia. Teorfa critica y religión, Trotta, Madrid, 2000, p. 85. La edición de ('sla obrn ha corrido a cargo dc J. J. Sánchcz, uno de nuestros mejores conocedores ele
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mejor resulta que, bajo la expresión «sólida certidumbre», entendemos cosas diversas. Podrías incluso alegar que «sólida certidumbre» no equivale a certidumbre completa. En cuyo caso tal vez dejarías entreabierta la puerta hacia la «débil esperanza mesiánica» de Benjamino Es lo que yo había entendido siempre. De hecho otras veces situé tu pensamiento filosófico en esa órbita. Pero, al parecer, tu «sólida certidumbre» me ha descolocado. En fin, ya me dirás. Una última insistencia en la misma línea: me llaman la atención los términos en los que comentas la frase de Sénancour «Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea injusta». Con gran fuerza literaria y filosófica escribes: «Pero no a todo el mundo, y desde luego no a un increyente, tendría por qué parecerle eso una injusticia, por más que pueda lamentarlo y hasta desesperarle. En cambio, lo que difícilmente resisten los seres humanos, ni individual ni socialmente, es que sus sufrimientos lo mismo que sus alegrías, sus éxitos lo mismo que sus fracasos, sus afectos lo mismo que sus desafectos carezcan de sentido y no signifiquen algo para alguien además de uno mismo, es decir, comenzando por uno mismo pero trascendiendo ese ámbito egocéntrico y abriéndose al 'otro' o a los 'otros'. Una trascendencia que el creyente prolonga hasta abrirse al 'Otro' con mayúscula... ,,137. Como increyente, no te parece una injusticia que nos esté reservada la nada. Entiendo y respeto tu postura. Habrá incluso quien considere una broma macabra cualquier discurso sobre otra vida. Le ha bastado con ésta. Son gentes que conocieron el cansancio de ser. Pero, para mí -disculpa la tozudez-, el problema siguen siendo las víctimas. Si no te parece una injusticia que les esté reservada la nada, las dejamos a merced de sus verdugos, ya que la nada no repara
Horkheimer y de la Escuela de Frankfurt en general. Su estudio introductorio (pp. 1148) es un modelo de rigor y, al mismo tiempo, de aproximación comprensiva a un hito de la filosofía de! siglo xx. Previamente, J.J. Sánchez había traducido y dotado de otra excelente introducción la obra de Horkheimer y Adorno Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 62004. Sobre Horkheimer debe verse también e! documentado estudio de J. A. Estrada La teoría crítica de Max Horkheimer. Del socialismo ético a la resignación, Universidad de Granada, Granada, 1990. 137. J. Muguerza, «Una visión del cristianismo desde la increencia», cit., p. 34. Sobre la dimensión ética del pensamiento de J. Muguerza, d. C. Gómez Sánchez, Doce textos fundamentales de la ética del siglo xx, Alianza, Madrid, 2002. Ha sido un acierto incluir a Aranguren y Muguerza entre los más destacados estudiosos e impulsores de la ética en el siglo xx. Sólo imperativos editoriales han impedido que esta lista sea más amplia. La filosofía española brilla de forma especial en el ámbito de la ética..Buena prueba de ello son los tres clásicos volúmenes de la Historia de la ética, dirigidos y editados por Victoria Camps en la editorial Crítica.
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nada ni hace justicia a nadie. Diríamos así adiós a los patéticos alegatos de la vieja Escuela de Frankfurt en favor de la imperiosa necesidad de hacer justicia a las víctimas de la historia. De rebote, Hitler saldría de nuevo airoso. Tu posición queda convenientemente apuntalada al defender que la demanda de sentido, un sentido al que llamas «absoluto» o «último», es «todavía más acuciante, o más universalmente compartida por los seres humanos, que la demanda misma de inmortalidadv-". Personalmente me inclino a pensar que la demanda de sentido absoluto o último incluye la exigencia de inmortalidad, es decir, de nuevos escenarios reparadores en los que aquellos que aquí no experimentaron ese sentido que tú con tanto vigor postulas tengan una especie de segunda oportunidad. Sólo así se evitaría que se conviertan, como temía Unamuno, en «una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada». Es más: incluso los que en esta vida saborearon las experiencias de sentido saben que éstas están sometidas a una doble amenaza: son efímeras, es decir, duran siempre demasiado poco, y -algo muy importante para toda persona solidaria- no llegan a todos. De ahí que haya habido siempre una especie de «teodicea de la esperanza» (P. Berger) que se ha legitimado religiosamente a lo largo de la historia de la humanidad. Una «teodicea de la esperanza» con la que los humanos hemos intentado hacer frente a tanta precariedad. En fin, Javier, no te haré más preguntas. Es posible que mi condición de teólogo me conduzca a «estirar» determinadas preguntas más allá de lo que una razonable filosofía permite. En realidad, siempre que nos asomamos más allá de la muerte estamos violentando a la filosofía. Una elemental austeridad filosófica ordena no programar nuevas funciones para después de la caída del telón de la muerte. Las religiones, en cambio, continúan vendiendo entradas para eventos situados en el más allá. Personalmente miro con simpa~ía y admiración tales esfuerzos. Los encuentro muy comprensibles, incluso desde una determinada filosofía. Siempre recordaré el enorme vigor antropológico con el que Rahner afirmaba: «el hombre se tomará siempre a sí mismo lo suficientemente en serio como para no renunciar a un futuro absoluto». Es la filosofía kantiana de los postulados. Es la filosofía de gran parte de la tradición occidental. Eso sí: la filosofía no promete nada; se limita a formular exigencias, deseos que ella no está en situación de llenar. Sabe incluso que «es inútil querer
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salvar un sentido incondicional sin Dios». Pero, de Dios, no sabe, no sabemos nada. Las religiones se atreven con la promesa; la filosofía se detiene en el anhelo. Te decía que encuentro comprensibles todos estos denuedos a favor de nuevas oportunidades post mortem. Es obvio que, en vida, nos diferenciamos de otras especies inferiores. Por ejemplo: uno de nosotros escribió el Quijote, algo que no hubiera podido hacer un perro o un escarabajo. Se comprende que, habiendo sido en vida diferentes de los animales, no queramos terminar como ellos. «No quiero terminar como el ganado», protestaba Bloch. Deseamos intensamente prolongar las diferencias, mantener nuestro status privilegiado. Nos presentamos ante la muerte exigiendo un trato diferente. Pero la muerte es ciega, muda, no sabe de diferencias. «Yo no revelo nada», afirmaba la muerte en una película de Bergman. La gran pregunta es si habrá otra instancia, superior a la muerte, que quiera y pueda marcar las diferencias que deseamos. Recordarás, Javier -lo hemos comentado y escrito varias veces-, que nuestro gran «cristiano heterodoxo», José Luis Aranguren, dejaba el asunto en puntos suspensivos... También yo me apunto a la feliz fórmula de los puntos suspensivos. No es un mal destino para cuestión tan ardua. La resurrección de los muertos, como las religiones en general y el cristianismo en particular, se merecen el beneficio de la duda. Ninguno de los dioses conocidos ha sido lo suficientemente explícito como para despejar todas las incógnitas. La muerte es la última oportunidad que tienen los dioses para rasgar el velo. Si tras ella no ocurre nada, significará que nunca hubo nada. Si los muertos no resucitan, lo más probable es que no haya Dios. Creo que, en este punto, hay que dar la razón a san Pablo que vincula la existencia de Dios con la resurrección de los muertos. Y ello aunque Aranguren escribiera: «Yo no creo que la religión se lo juegue todo o tenga que jugárselo todo a la carta de la existencia de la vida eterna»!". Personalmente creo que, sin vida eterna, la religión, en este caso el cristianismo, al que se refiere Aranguren, fracasa en lo esencial. Naturalmente, siempre podrá exhibir grandes logros en múltiples campos. Sobre todo podrá alegar que ayudó a sus gentes a vivir y morir digna y esperanzadamente. Pero si, finalmente, la esperanza última, la esperanza con mayúscula, se frus-
139. Fue la respuesta de Aranguren a una pregunta de B. Parcel en una entrevista publicada en Destino (9 y 16 de septiembre de 1976). La reproduce F. Blázquez en su libro José Luis 1. Aranguren. Medio siglo de la historia de España, Ethos, Madrid, 1994, p. 262.
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tra, el cristianismo habrá ganado batallas, pero habrá perdido la guerra. Habrá sido una forma de vida temporal, pero no de vida eterna. A su luz ya no será posible evocar a la muerte con el lirismo de R. Tagore: «La muerte es dulce, la muerte es un niño que está mamando la leche de su madre y de repente se pone a llorar porque se le acaba la leche en un pecho. Su madre lo nota y suavemente lo pasa al otro, para que siga mamando. La muerte es un lloriqueo entre dos pechos»!". Pocas veces se habrá cantado a la muerte con tanta inspiración poética. El cristianismo asegura que la muerte es «un lloriqueo entre dos pechos»; pero se trata de eso, de una aseguración, de una promesa, de una «palabra de honor», Como garante de tal promesa, el cristianismo remite a su Dios, a quien llama «resucitador de muertos». El destino de ese Dios es bien curioso. Los seres humanos nos relacionamos con él en dos tiempos. Primero le echamos en cara que haya tanto mal en el mundo; y, en un segundo momento, postulamos su existencia para que lo remedie. De esta forma el mal es, casi al mismo tiempo, la gran objeción contra Dios y la condición de posibilidad de su existencia. Parece imposible, a la vista de tanto sufrimiento, que exista Dios; y sería terrible, a la vista de tanto dolor, que no existiera Dios. Es lo de Pascal: «Incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista»!", Necesitamos a Dios para que repare, más allá de la muerte, los males que antes de ella no pudo o no quiso evitar. El cristianismo espera un nuevo escenario en el que, por fin, se active la omnipotencia de Dios. La escatología será la encargada de enmendar los fallos de la protología. Lo importante es que, al final, todo cuadre y salgan las cuentas. Me viene a la memoria una frase de S. Weil: «Dios existe, puesto que lo deseo». Podría haber dicho «puesto que lo necesito». Es, de nuevo, la argumentación postulatoria. Una argumentación a la que me gustaría continuar apuntándome. Participo del lema de Ortega: «buscar la verdad, aunque no exista». Algo que, por lo demás, nunca lograremos averiguar. y si a través de la búsqueda de la verdad uno se encuentra con Dios . ' mejor que mejor. Fue el caso de san Agustín: «Donde encontré la verdad, allí encontré a mi Dios».
140. cclona, muerte 141. 2.10.
Citado por A. Oliveras, Vicente Ferrer La revolución silenciosa Planeta Bar2000, p. 89. Vale la pena leer el capít~lo que F. Savater dedic: al tema'de la en su libro Las preguntas de la vida, Ariel, Barcelona, 1999, pp. 27-44. B. Pascal, Pensamientos (ed. Brunschvicg), Espasa-Calpe Madrid 1967 frag, ' , ,
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Querido Javier, ahora concluyo de veras. Te aseguro que no pensaba extenderme tanto, pero la cosa no tiene ya remedio. Vuelvo a leer todo lo escrito y me asalta una última duda. Temo haber caído en algún momento bajo el estigma de lo que Fernando Savater llama «los doloridos», es decir, aquellos «que no renuncian a repetir la lista de víctimas del pasado como invalidación de cualquier euforia presente ...»142. No era ésa mi intención, aunque ya se sabe que las acciones no pretendidas son las que más al descubierto nos dejan. No negaré, a estas alturas, el peso de las víctimas del dolor en mi pensamiento y espero que en mi vida. Considero que los telediarios son Jos peores enemigos de la fe en Dios. Ya se quejaba K. Barth de la dificultad de reconciliar la lectura de los periódicos con la Biblia. Sin embargo, aspiro, como F. Savater, a que el grito, tan necesario y arriesgado, de «basta ya» frente a la barbarie pasada y presente, no merme las legítimas euforias nuestras de cada día. Y, sobre todo, me gustaría que no enturbie tu euforia personal-y la de los tuyos- ante el merecido homenaje que estas páginas han pretendido tributarte. Homenaje, querido Javier, que debe concluir aquí. Pero, si te animas a leer el capítulo siguiente, constatarás que no hay cambio de registro. Sus páginas desgranan, con cierto detalle, la respuesta cristiana frente al enigma del mal.
2 LA RESURRECCIÓN DE JESÚS DESDE LA FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN
Homenaje a Andrés Tornos
«Ninguna otra verdad de la fe cristiana se rechaza como se rechaza la resurrección de la carne» (San Agustín, Enarrationes in Psalmos, 88,2, 2). «Negar la resurrección de la carne es común a todos los filósofos» (Tertuliano, De praescriptione haereticorum, 7).
1.
142.
F. Savater, Diccionario filosófico, cit., p. 306.
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¿Resurrección y filosofía?
El título de este capítulo anuncia que se reflexionará sobre la resurrección de Jesús desde la filosofía de la religión. Algo que probablemente dejará perplejos a no pocos. Se preguntarán, con razón, si es posible vincular términos tan aparentemente antagónicos como «resurrección» y «filosofía». Sin embargo, el tema fue propuesto por filósofos. Reconozco que me sorprendió, en su día, que fueran precisamente filósofos no creyentes -A. García Santesmases, J. Muguerza e I. Sotelo- quienes sugirieran la conveniencia de que el Foro sobre el Hecho Religioso abordase el tema de la resurrección. Algunas veces me he preguntado, en silencio, por qué lo hicieron. Posiblemente deseaban que el cristianismo mostrase su última y más fascinante carta, la carta de la que hemos hablado al final del capítulo precedente. Es verdad que ellos no propusieron el género desde el que se debía afrontar el tema. Y es posible que, dada su honda querencia por la teología, se hubieran conformado con un abordaje puramente teológico. Pero su presencia
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en el Foro era toda una invitación a tener presente la sensibilidad filosófica en la que ellos y otros participantes nos movemos. El problema es si la resurrección soporta al menos una cierta dosis de filosofía. En favor de una respuesta afirmativa trabaja el siguiente dato de importancia: existe el reconocimiento generalizado, incluso entre teólogos y exegetas, de que los orígenes de la creencia -o de la fe- en la resurrección de los muertos son eminentemente filosóficos. En efecto: durante siglos Israel se relacionó con su Dios sin sentir la necesidad de preguntarle por el destino final de sus difuntos. Sólo lo hizo cuando cobró conciencia de que la humillación y el sufrimiento del pueblo dejaban tocado a su Dios. Ocurrió muy tarde, a mediados del siglo 11 antes de Cristo. Y parece que, incluso entonces, lo que menos interesaba era la resurrección misma. Lo verdaderamente crucial' era que Antíoco IV, el Hitler del momento, no prevaleciera sobre Yahvé. Por eso se reclama otro escenario, el definitivo, en el que se haga justicia a las víctimas del tirano. Se trataba, en último término, de justificar a Yahvé ante lo que hoy llamamos «el problema del mal». El triunfo de los tiranos de turno dejaba en entredicho la capacidad de protección del Dios de Israel. La fe en la resurrección otorga a Yahvé el honor de que su voz sea la última que se escuche. La justificación de Dios, la teodicea, entronca la resurrección con la filosofía 1. Volveremos con mayor detenimiento sobre este tema. Eso sí: la filosofía mostró siempre una cierta alergia frente al término «resurrección» y optó por hablar de la «inmortalidad del alma». Y lo hizo varios siglos antes de que Israel comenzase a pensar en la resurrección. Como es sabido, fue mérito de Platón (427-347) ofrecer la estructuración más lograda de las pruebas de la inmortalidad del alma. Pero, ya antes que él, Heráclito (544-484) nos legó algún oscuro fragmento sobre el tema: «A los hombres, tras la muerte, les aguardan cosas que ni esperan ni imaginan--. Anticipándose a ambos, Zaratustra (650-600) nos ofrece la primera escatología sistemática de la historia de las religiones. Una escatología que promete la resurrección general para el final de los tiempos y que dará lugar a un mundo renovado, el reino de Ahura Mazda, en el que sólo tendrán cabida los justos, es decir, los que en esta vida eligieron lo éticamente
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correcto. El influjo de esta escatología en las tres religiones monoteístas fue de incalculable alcance'. Volviendo a la filosofía, hay que reconocer que apenas ha hablado de resurrección; en cambio, prácticamente hasta el siglo XVIII invirtió grandes energías en probar la inmortalidad del alma. Tendremos que precisar, con la debida brevedad, la relación entre ambos conceptos. Y algo muy decisivo: incluso después de relegar al olvido el discurso sobre el alma y su inmortalidad, las mejores filosofías de este siglo han continuado debatiéndose con los grandes interrogantes del dolor, la injusticia y la muerte. Pienso en la hoy semiolvidada filosofía existencial, en la Escuela de Frankfurt, en Wittgenstein, en Bloch y en algunos pensadores judíos evocados recientemente por Reyes Mate", También por este sendero se atisba un punto de encuentro entre filosofía y resurrección: ambas contemplan fijamente la indefensión última del ser humano. Por otra parte, ningún filósofo ha fijado límites al temario de la filosofía de la religión. Es más: ésta se define más por un estilo de filosofar que por un catálogo de temas. Un estilo que debe ser abierto, crítico, cauto, libre y riguroso'. El temario no tolera la restricción. Por tanto, ni siquiera la resurrección tiene prohibida la entrada. Cabe incluso afirmar que determinadas concepciones de la filosofía de la religión favorecen considerablemente la inclusión en ella del término «resurrección». Algo que ocurre cuando, por ejemplo, se da por buena la definición de P. Winch: «La filosofía de la religión tratará del modo según el cual la religión intenta presentar un cuadro inteligible del mundos", O cuando, siguiendo a H. Peukert, se obliga a la filosofía de la religión a asumir la experiencia del sufrimiento como punto de partida de su reflexión? O cuando, como propone M. Eliade, le encomendamos la imposible tarea de iluminar «el terror de la historias". En todos estos casos la resurrección encuentra acomodo dentro de la filosofía de la religión. Le puede incluso echar una mano en su ingente tarea.
1. U. Wilckens, Auferstehung, Kreuz, Stuttgart/Berlin, 1970, pp. 114 ss; J. L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión. Escatología cristiana, Sal Terrae, Santander, 21975, p.97. 2. A. Bernabé, De Tales a Demácrito. Fragmentos presocráticos, Círculo de Lectores, Barcelona, 1995, p. 153.
3. E. O. James, Historia de las religiones, Alianza, Madrid, 1990, p. 128. 4. R. Mate, Memoria de Occidente. Actualidad de pensadores judíos olvidados, Anthropos, Barcelona, 1997. 5. Puede verse M. Fraijó (ed.), Filosofía de la religión. Estudios y textos, Trotta, Madrid, 22001, pp. 35 ss. 6. P. Winch, The Idea of a Social Science and Its Relation to Philosophy, Routlcdgc, London/New York, 71971, p. 19. 7. H. Peukert, Wissenschaftstheorie - Handlungstheorie - Fundamentale Theologi«, Palmos, Diísseldorf, 1976, p. 305, n. 6. H. M. Eliade, La prueba del laberinto, Cristiandad, Madrid, 1980, p. 122.
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Pretendía, en este primer apartado, justificar la vinculación entre términos aparentemente tan dispares como «resurrección" y «filosofía». Comprendo que no lo he logrado. Pero me tengo que contentar con las insinuaciones ofrecidas. Nos queda un largo camino por recorrer. Sólo añadiré, para concluir esta especie de introducción, que no me siento obligado a separar escrupulosamente los géneros. Es más: no lo considero posible. Estoy seguro de que a las páginas que siguen se asomará insistentemente la teología fundamental. Pero tampoco ella es un mal guía. Y forma algo así como una especie de bien avenida «sociedad ganancial» con la filosofía de la religión.
2. Un término problemático Solía repetir K. Rahner que sobre la resurrección de Jesús sólo podemos hablar en un «lenguaje paradójico». El término «resurrección» es una metáfora a la que probablemente no es posible otorgar vigencia absoluta ni universal. De hecho, W. Marxsen, uno de los teólogos protestantes que con más ahínco han estudiado el tema, considera que la palabra «resurrección» es una interpretación -interpretament, dirá él- no obligatoria, ni siquiera en el interior de la fe cristiana. La fe no está obligada a mantener la expresión «resurrección de jesús-". Es posible permanecer fiel al mensaje de Jesús sin decir expressis verbis: él ha resucitado 10. No es necesario defender esta terminología. El término «resurrección» es resultado de una reflexión 11 y está limitado culturalmente. Dentro de una antropología griega, por ejemplo, no habría sido posible hablar de resurrección. Lo importante para esta antropología dualista era que el alma abandonara la cárcel del cuerpo. El concepto de resurrección judío, basado en una antropología unitaria, habría resultado incomprensible. Algo que experimentó Pablo al dirigirse a los atenienses en el Areópago: «Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: 'Sobre esto ya te oiremos otra vez'» (Hch 17,32). La limitación cultural del concepto de resurrección conduce a Marxsen a la siguiente afirmación: «La teología cristiana no debe ni
9. W.Marxsen, U. Wilckens, G. Delling y H. G. Geyer, Die Bedeutung der Auferstehungsbotschaft [ür den Glauben an Jesus Christus, G. Mohn, Gütersloh, 1966, p.31. 10. lbid., p. 32. 11. Ibid.
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puede en modo alguno partir de la resurrección-P. Y añade: «Precisamente lo que hay que preguntar es con qué derecho objetivo se puede hablar, desde el punto de vista cristiano, de la resurrección de jesús»!'. Con esta pregunta, aparentemente escandalosa, Marxsen evoca una realidad bien conocida: «La resurrección de los muertos no es una representación específicamente cristiana»!". Es decir: no siempre que se habla de la resurrección de los muertos nos encontramos ante un fenómeno cristiano. Existen otras religiones que evocan la muerte y la resurrección de sus fieles. Como hemos visto, la creencia en la resurrección es muy anterior al nacimiento del cristianismo. Y no se puede afirmar que penetrara en éste mansamente. De hecho, después de la muerte y resurrección de Jesús existió al menos una comunidad cristiana que negaba la resurrección de los muertos. Lo sabemos porque Pablo se enfrenta a ellos: «¿Cómo decís algunos que no hay resurrección de los rnuertos?» (1 Co 15, 12). Marxsen acentúa que se trataba de cristianos pertenecientes a la comunidad de Corinto que deseaban seguir siendo cristianos, pero que no consideraban la fe en la resurrección como algo esencial al cristianismo. Se discute si negaban también la resurrección de Jesús, pero parece lo más obvio: si los muertos no resucitan, tampoco Cristo habría resucitado'". Lo originario de la fe cristiana no sería, según Marxsen, el interpretament de la resurrección, sino la experiencia de la visión: «Al comienzo de la tradición nos encontramos sólo con la afirmación de que el Crucificado ha sido visto-", La resurrección es la interpretación que se dieron a sí mismos de tal visión. Lo demás vino rodado: la visión desencadenó funciones dentro de las primeras comunidades; la principal fue la de la predicación. Y el contenido de la predicación encontró en Marxsen una formulación que hizo fortuna: «lo de Jesús sigue adelante» «
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la fe cristiana en la resurrección es una posible articulación de ese anhelo de salvación total, pero no la única. La resurrección de los muertos no debe, pues, identificarse con la esperanza de futuro. Cuando alguien afirma que los muertos no resucitan, no está sosteniendo que todo acaba con la muerte" Son posibles otras formas de articular la esperanza de futuro: el budista pensará en el nirvana; el judío anterior al siglo II creía seguir viviendo en sus hijos... Cuando todo se circunscribe al término «resurrección», piensa Marxsen, se cae en una deplorable miopía cultural. Hasta aquí W. Marxsen. He considerado conveniente recurrir a él para mostrar el carácter problemático del término «resurrección». Así, de paso, he informado sobre una de las interpretaciones de la resurrección de Jesús que más revuelo levantaron en los años sesenta". No me detendré, en cambio, en los sinsabores y sanciones que sufrió el protagonista de esta película. Son fácilmente imaginables. La iglesia protestante, a la que pertenecía, nunca le perdonó tamaña heterodoxia. Su docencia y su predicación sufrieron los rigores inquisitoriales. Otros grandes teólogos de nuestro siglo -Barth y Bultmannotorgaron toda la dignidad imaginable a la expresión «resurrección de los muertos». Consideraron que era equivalente al término «Dios». Pero con ello no mitigaron su carácter problemático. Ambos estuvieron de acuerdo en que evocar la resurrección era tan arduo como hablar de Dios. Algo que ya experimentaron los hombres del Antiguo Testamento, que para transmitir su fe en la resurrección se refugiaron en metáforas, símbolos e imágenes literarias de todo género. El Libro Segundo de los Macabeos inserta su relato sobre la resurrección en un contexto de sufrimiento y martirio: los hermanos torturados advierten al tirano que para él «no habrá resurrección a la vida» (2 M 7, 14). El primer texto sobre la resurrección ha tenido que contar una historia. Es la misma línea que seguirán los autores del Nuevo Testamento. También ellos recurren a la narración: cuentan la historia de Lázaro, del hijo de la viuda de Naím, de la hija de Jairo... Incluso la resurrección de Jesús llega hasta nosotros a través de un despliegue narrativo
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de gran calado: se narra la peregrinación de las mujeres a la tumba y se ofrecen ingenuos relatos sobre la vigilancia del sepulcro, la tumba vacía y las apariciones del Resucitado. El mismo Pablo, a quien se ha acusado de casi todo menos de falta de capacidad teórica, acude en su magistral capítulo 15 de la Primera Carta a los Corintios a un amplio registro de metáforas, símbolos e himnos para hacer inteligible el concepto de resurrección. Por último, los escritores bíblicos privilegiaron siempre una metáfora: la del despertar del sueño. Así como los dormidos retornan a la vida consciente, también los muertos despertarán a una nueva vida. El forcejeo con esta y otras metáforas pone de manifiesto que la Biblia se resiste a declarar la resurrección completamente inefable. Al mismo tiempo, el recurso a la metáfora del sueño avala el carácter problemático del término «resurrección». Las disponibilidades lingüísticas para evocarlo son precarias. Es lo que pretendía mostrar este apartado. Hasta ahora hemos intentado relacionar los términos «filosofía» y «resurrección» mostrando, además, el carácter problemático de este último. Pero, como ya he insinuado, el discurso sobre la posibilidad de otra vida después de ésta no comenzó con el cristianismo. Debemos, pues, asomarnos a los precedentes.
3. A la búsqueda de precedentes a)
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Gran parte de la filosofía occidental parece dar la razón a Rahner cuando éste afirma: el hombre se tomará siempre a sí mismo lo suficientemente en serio como para no renunciar a un futuro absoluto'". La primera gran plasmación filosófica de este afán por «durar» (Spinoza) se la debemos a Platón. Ya he aludido a él. Sus argumentos en favor de la inmortalidad del alma se adueñaron durante muchos siglos de la filosofía occidental". El principal de ellos tal vez sea el que se deriva de la simplicidad del alma: sólo lo compuesto, lo que consta de partes, se corrompe, como es el caso del cuerpo humano; pero el alma -cree Platón-, al ser una realidad simple, es inmortal. Además, si las ideas que capta el alma son eternas, también ésta lo será. El
17. W. Marxsen, Die Sache Jesu geht ioeiter, cit., p. 106. Cf. también Íd., Die Auferstehung Jesu von Nazareth, Gütersloher Taschenausgaben, Gütersloh, 1968. 18. He desarrollado con cierta amplitud las teorías sobre la resurrección de Marxsen, Bultmann, Barth, Moltmann y Pannenberg en mi libro Jesús y los marginados. Utopía y esperanza cristiana, Cristiandad, Madrid, 1985, pp. 165-244. Recientemente ha provocado polémica el libro de G. Lüdemann Die Auferstehung [esu. Historie, Er[ahrung, Theologie, Radius, Stuttgart, 1994.
19. K. Rahner, Schriften zur Theologie VI, Benziger, Einsiedeln/Zürich/Koln, 196R, p. 85. 20. Cf., sobre todo, Fedán, o de la inmortalidad del alma, en Platón, Diálogos, cd. de C. García Cual, Espasa Calpc, Madrid, 1990.
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alma y las ideas que ésta contempla son simples e inmortales. En general, Platón se niega a erigir el mundo sensible en explicación del mundo espiritual. El resto lo puso el espíritu hondamente religioso de este gran filósofo. Sin ese espíritu, piensan algunos especialistas, Platón no habría alcanzado convicciones tan profundas en el tema de la inmortalidad del alma. Naturalmente, la teoría de Platón supone la separación entre alma y cuerpo. Es dualista. La convicción de que el cuerpo es la cárcel del alma fue llevada al extremo por Aristóteles en el Protréptico, un diálogo de juventud que compuso cuando aún estaba en la Academia de Platón. Se trata de una obra muy leída en la Antigüedad y en la que Aristóteles explica que los piratas marinos etruscos, que eran muy brutales con sus prisioneros, los torturaban atándolos vivos a cadáveres, «rostro con rostro», hasta que morían". Es, piensa Aristóteles, la situación del alma: está pegada al cuerpo como los prisioneros a los cadáveres. Estos tonos dramáticos desaparecen en la posterior teoría hilemórfica aristotélica, en la que el alma es la forma del cuerpo, su sentido y finalidad. No es necesario insistir en que la antropología actual no acepta ya esta separación entre alma y cuerpo. Pero tampoco la antropología bíblica conocía el binomio alma-cuerpo. El hombre era concebido como una unidad psicosomática. Las excepciones que se podrían aducir no parecen muy significativas. Es el caso del Libro de la Sabiduría, en el que se acepta el dualismo alma-cuerpo. Se trata, sin duda, de una adaptación al helenismo. La cultura griega causó un hondo impacto en la corriente sapiencial de Israel". Hoy, bien lo sabemos, la posible vida más allá de la muerte no se expresa en forma de inmortalidad del alma". Sin embargo, durante siglos, dicha inmortalidad relegó a la penumbra la fe cristiana en la resurrección. Rahner reconoce que la separación alma-cuerpo se convirtió en la «clásica descripción teológica de la muerte--". La muerte acontecía cuando el alma abandonaba su pobre morada terrenal.
Tiene razón A. Tornos cuando, en el primer volumen de su excelente Escatología, escribe: «Digamos que, en pura exégesis bíblica, la creencia en la inmortalidad es un tema muy secundario para la fe de Jesús y para las interpretaciones del destino último del hombre que pueden hacerse a la luz de esta fe»25. Sin embargo, es preciso reconocer que la creencia en la inmortalidad suavizó considerablemente el carácter de provocación que, sin duda, era inherente al asombroso anuncio de la resurrección de los muertos. En efecto: dado que de todas formas, lo quisiera o no, el alma sobreviviría después de la muerte, no resultaba ya tan escandaloso ni provocador añadir el misterioso plus de la resurrección". Así parece que consideró el asunto san Agustín. Estamos buscando los precedentes filosóficos de la resurrección, Pero, como se trata sólo de una búsqueda selectiva y nuestro espacio es limitado, debemos dar un salto en el tiempo y fijarnos en la dirección que la idea de inmortalidad toma a partir de Kant. Se trata, creo, de una orientación más congenial con la fe cristiana en la resurrección. Kant siguió hablando de la inmortalidad del alma como postulado de la razón práctica". Y lo hizo por la siguiente razón: la realización del bien supremo exige que la voluntad humana se ajuste a la ley moral. La «adecuación completa» de ambas magnitudes sería la «santidad». Pero ningún ser racional puede lograr esa adecuación en el marco de su existencia finita. Es necesario un «progreso infinito» que sólo la inmortalidad del alma hace posible. De ahí que ésta se convierta en un postulado de la razón pura práctica. Pero hay más: al actuar moralmente -en la limitada medida en que esto es posible-, el ser humano se hace digno de una felicidad que este mundo nunca ofrece. También desde esta constatación postula Kant la inmortalidad. Como escribe concisamente Aranguren, la existencia de Dios y de la inmortalidad, en Kant, «debe ser admitida, no para la moralidad, sino por la moralidadv". Es decir: la moralidad, lo sabemos, anda sola, es autónoma. Pero su vinculación
21. Cf. W. D. Ross (ed.), Aristotelis fragmenta selecta, Oxford University Press, NewYork, 1987, p. 41. 22. J. L. Sicre, Introducción al Antiguo Testamento, Verbo Divino Estella 1997 pp. 265 s. ' , , 23. Aunque el concilio Vaticano II, en el n.? 14 de la constitución Gaudium et Spes, afirma: «A:í pues, al reconocer ~? sí mismo un alma espiritual e inmortal, [el hombre] ~o es vicnma de un fala.z espejismo, procedente sólo de condiciones físicas y sociales, SIllO que, por el contrano, toca la verdad profunda de la realidad». 24. Cf. E. ]üngel, Tod, Kreuz, Stuttgart/Berlin, 1971, p. 61.
25. A. Tornos, Escatología 1, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1989, p.17. 26. H. Haring, «¿Un giro antropológico? La influencia de san Agustín»: Concilium 249 (1993), p. 849. 27. I. Kant, Crítica de la razón práctica, Espasa-Calpe, Madrid, 31984, pp. 172174. 28. J. L. L. Aranguren, Ética, en Obras completas 2, Trotta, Madrid, 1994, p.285.
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con la felicidad, y la amarga constatación de que este mundo no ofrece campo abonado para alcanzar la felicidad, condujo a Kant a postular un escenario futuro más benévolo. Fue su forma de solucionar la antinomia entre deber y felicidad. Situó en un más allá lo que el más acá le negaba. Adorno llegó a afirmar que el postulado kantiano de la inmortalidad «condena lo establecido por insufrible» y se abre «al ansia de salvan>. Y añade: «Si la razón kantiana se siente impulsada a esperar contra la razón, es porque no hay mejora en este mundo que alcance a hacer justicia a los muertos, porque ninguna mejora afectaría a la injusticia de la muerte»?", El secreto de la filosofía kantiana, concluye vigorosamente Adorno, «es la imposibilidad de pensar la desesperación». Y, desde nuestros lares, Unamuno lo expresó así: «El hombre Kant no se resignaba a morir del todo. Y porque no se resignaba a morir del todo, dio el salto aquel, el salto inmortal de una a otra crítica. Quien lea sin anteojeras la Crítica de la razón práctica verá que, en rigor, se deduce en ella la existencia de Dios de la inmortalidad del alma, y no ésta de aquélla-". Esta preeminencia de la inmortalidad del alma sobre la existencia de Dios queda gráficamente plasmada en la anécdota del campesino. Al preguntarle Unamuno qué le parecería un Dios que tuviese todos los atributos divinos, pero que no garantizase la inmortalidad, el campesino le respondió: «Entonces, épara qué ese Dios?»:". Como ha destacado J. Gómez Caffarena, la afirmación kantiana de Dios y de la inmortalidad es indirecta.", En efecto: Kant pone el acento en el sombrío panorama que se seguiría si Dios y la inmortalidad fuesen una quimera. La esperanza de los humanos quedaría muy ensombrecida. Y las posibilidades de encontrar un sentido último a la realidad se verían muy mermadas. Fue todo esto lo que impulsó a Kant a vincular estrechamente los términos «fe» y «racionalidad». Desde una «fe racional», no desde el «saber», postuló, como condición de posibilidad de la no frustración radical, la existencia de Dios y de la inmortalidad. Abrió así, desde su
29. Th. W. Adorno, Dialéctica negativa, Taurus, Madrid, 1989, p. 384. 30. M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, 111967,p.l1. 31. Ibid., p. 12. 32. J. Gómez Caffarena, El teísmo moral de Kant, Cristiandad, Madrid, 1983.
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generosa concepción del hombre, grandes horizontes a la posibilidad de una fe en Dios crítica y razonada. El postulado kantiano de la inmortalidad ha recibido alguna crítica mordaz. B. Russell, que cuando aborda temas de religión suele perder el habitual tino que le es característico, escribió: «El método de postular lo que uno necesita tiene muchas ventajas. Son las mismas que las del robo con respecto al trabajo honesto»:". No parece que estemos ante una prodigiosa comprensión de la intención filosófica de Kant. Y un kantiano de lujo, Schopenhauer, estaba convencido de que, si se golpease en las losas de los sepulcros para preguntar a los muertos si quieren resucitar, moverían la cabeza negativamente. Es bien posible que así fuese, pero no estoy seguro de que la negativa de los difuntos a retornar afecte a la argumentación postulatoria kantiana. Pero, si exceptuamos algunas reacciones de este género, más chispeantes y curiosas que profundas, hay que reconocer que Kant marcó el futuro. Su pertinaz apuesta por el hombre dejó honda huella. Son muchos los que, inspirados en él, apuestan por un sentido final, por la no frustración definitiva. Es el caso de W. Benjamin. En una memorable controversia -para mí una de las más importantes del siglo xX-, Benjamin escribió a Horkheimer que el pasado, ese pasado que tanto preocupaba a ambos, no estaba completamente cerrado. Horkheimer le respondió que su afirmación era idealista y, en último término, teológica. Y añadía: las injusticias cometidas en el pasado no hay quien las mueva. Las víctimas carecen ya de futuro. Nadie las va a resucitar. Es una esperanza imposible. La respuesta a Horkheimer la ofreció Benjamin en sus Tesis de filosofía de la historiar', en las que se resiste a admitir que las víctimas de la historia carezcan por completo de futuro, de salvación. Desea seguir alentando una «débil esperanza mesiánica--". Su ángel de la historia desearía «despertar a los muertos y recomponer lo despedazado»". Pero no puede; para ello tendría que pedir ayuda a la tradición bíblica. Benjamin era consciente de que, durante siglos, esta tradición gestionó los anhelos y esperanzas de gran parte de la humanidad. Sólo que él no creía que la tradición bíblica pudiera hacer
33. B. Russell, Introduction to Mathematical Philosophy, 1919, pp. 47, 113. 34. W. Benjamin, Discursos interrumpidos 1, Taurus, Madrid, 1989, pp. 1751<) 1. 35. lbid., p. 178. .\6. lbid., p. 183.
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realidad lo que promete. Benjamin sólo hereda del legado bíblico la sensibilidad, las preguntas, pero nunca las respuestas ni las promesas. Quiere hacerse cargo de las esperanzas insatisfechas de los que nos precedieron, pero sin ayuda de ningún Dios. Es también un noble intento. Como Bloch, Benjamin sólo estaba dispuesto a «trascender sin Trascendencia». No rechazó, por principio, todo atisbo teológico, pero tampoco quería heredar demasiado. Y pertrechado sólo de su arsenal filosófico -el que le ofrecía el materialismo histórico-, no veía forma de ganarle la última batalla a la muerte. Ésa fue su lucha. Y en ella estaba cuando un 25 de septiembre de 1940, en una pequeña fonda de Portbou, machacado por muchos avatares, decidió poner fin a su vida. Su último ruego fue que hicieran saber a su hijo y a Adorno que «no podía más». Tenía 48 años. No podemos seguir acompañando a la idea de inmortalidad en su devenir histórico. En realidad, hasta el siglo XVIII no pasó grandes apuros. y en nuestro siglo tuvo varios golpes de suerte. Uno es el que acabo de relatar. Otro, en el que ya no puedo detenerme, se llamó E. Bloch'", «Por dignidad personal» se negaba este marxista, estudioso de la Biblia y amigo de teólogos, a aceptar el perecimiento definitivo. Gran melómano, se resistía a aceptar que la última melodía que escuchasen sus oídos fuese la de las paletadas de tierra que alguien arrojaría piadosamente sobre su ataúd. Para evitar semejante destino estaba dispuesto a recurrir incluso a la transmigración de las almas... Todo fue, pues, relativamente bien hasta el siglo XVIII. Pero por esas fechas, y haciendo gala de un empirismo insobornable, Hume vinculó indisolublemente el destino del alma con el del cuerpo. Observó que las peripecias del segundo afectan a la primera. Así, en la infancia, la debilidad del cuerpo y la del alma guardan una proporción exacta. De la misma forma, el vigor corporal de la edad adulta corre paralelo con el vigor del alma. Y cuando, en la vejez, declinan las fuerzas corporales, se arruga también el alma. La conclusión se impone: cuando muere el cuerpo, muere también el alma". El resto lo pusieron los diversos materialismos que conocemos. Pero de mayor alcance aún fueron los filósofos de la sospecha: Marx, Feuerbach, Nietzsche, Freud y algunos más se inscriben en la órbita de un acabamiento definitivo del hombre. Pensar lo contrario es opio,
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proyecclOn, alienación, ilusión. Nietzsche atribuía la victoria del cristianismo a «esa deplorable adulación de la vanidad personal» lograda a golpe de promesas de inmortalidad. Y, por las mismas fechas, el utilitarista J. Stuart Mill se decide, como su admirado maestro Bentham, a buscar «únicamente aquello que es alcanzable». En este espíritu, escribe: Me veo inclinado a pensar que, conforme la condición de la humanidad vaya mejorando, y los hombres sean cada vez más felices con sus vidas y más capaces de encontrar una felicidad no fundamentada en el egoísmo, irán preocupándose menos de las promesas de una vida futura".
Y añade: Son precisamente los que nunca han sido felices los que tienen este deseo. Quienes han poseído la felicidad pueden soportar la idea de dejar de existir; pero tiene que ser duro morir para quien jamás ha vivido";
J. Stuart Mill parece estar de acuerdo con Rilke: «Cada cosa en su momento. Justo en su momento, y nada más. Y nosotros también en nuestro momento. Y nunca rnásv", Si alguien intenta ir más allá, es -piensa J. Stuart Mill- porque no es un «alma generosa», porque está «apegado a su propio yo», porque es incapaz de «identificarse con ninguna otra cosa que le sobreviva o de sentir que su vida se prolonga en las jóvenes generaciones y en todos aquellos que ayudan a continuar el movimiento progresivo de los asuntos humanos...»42. Es curioso: también desde presupuestos no precisamente utilitaristas, sino profundamente religiosos, se practica en nuestros días una generosa renuncia a la resurrección. Es el caso de la teóloga protestante Dorothee Salle, que llega incluso a calificar de «atea» la pregunta por un «más allá»: La pregunta de si todo termina con la muerte es una pregunta atea. Pues équé es ese «todo» para ti? Tú no puedes describir tu propia muerte con la fórmula «entonces se acabó todo»; pues precisamente
37. Cf., sobre todo, el tercer volumen de El principio esperanza, Aguilar, Madrid, 1980, pp. 202-287 (nueva ed. casto de próxima publicación en Trotta). 38. D. Hume, «Of the Immortality of the Soul», en Essays Moral, Political and Literary, Liberty, Indianapolis, 1987, p. 596.
39. ]. S. Mili, La utilidad de la religión, Alianza, Madrid, 1986, p. 91. 40. [bid. 41. Tomo la cita de D. S. Toolan, «Reencarnación y gnosis moderna»: Concilium 249 (1993), p. 821. 42. J. S. Mill, op. cit.• p. 92.
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es esencial a la definición del cristiano que él no lo es todo para sí. No, no se acaba todo, sino que todo continúa. Continúan mis ilusiones, los proyectos en común que puse en marcha, las cosas que comencé y no terminé. Es verdad que yo ya no comeré; pero se seguirá cociendo y comiendo pan; y aunque yo ya no beba, se continuará derramando el vino de la fraternidad. Yo ya no respiraré como persona individual, como mujer del siglo xx, pero el aire continuará estando ahí para todos".
Yen línea parecida se manifiesta el teólogo católico J. M. Pohier: «No es evidente que el mejor modo que tiene Dios de guardarme en su memoria sea hacerme sobrevivirv", Unamuno lo tenía claro: los que se conforman con seguir viviendo en sus hijos o en sus obras es porque «padecen de una cierta estupidez afectiva». No es, ciertamente, la impresión que me produce el texto de D. Salle. Lo considero generoso y, por supuesto, cristiano. Lo que ocurre es que cubre únicamente un aspecto del problema. Siempre queda, como acentúa incansablemente Lévinas, «el otro», «los otros». Y nadie está legitimado para renunciar, en su nombre, a un posible escenario futuro en el que se haga justicia a sus causas. Ya dije que la fe en la resurrección nació en Israel como teodicea. Insistiré en ello en el apartado siguiente. Ahora debo cerrar éste. Tal vez sea lícito concluir que, con notables y respetables excepciones, la filosofía occidental no se ha mostrado sumisa frente a la muerte. Ha prevalecido, más bien, un manifiesto desasosiego. Casi todos sus grandes protagonistas anduvieron a vueltas con algún género de supervivencia. Por lo general, le dieron el nombre de «inmortalidad del alma». Muy pocos se atrevieron con un término tan cargado de connotaciones judeocristianas como «resurrección». Pero, con terminología diferente, se apuntó siempre en una misma dirección: el deseo de que «nuestro trabajado linaje humano sea algo más que una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada». La frase es, naturalmente, de Unamuno. b)
En Israel
En páginas anteriores aludí a la deuda de Israel con la religión de Zaratustra en el asunto de la resurrección. Habría sido lógico, por
43. D. Solle, Die Hinreise, Kreuz, Stuttgart, 1976, p. 22. . 44. J. M. Pohier, «¿Un caso de fe posfreudiana en la resurrección?»: Concilium 105 (1975), p. 295.
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tanto, que este apartado hubiese ido precedido de otro dedicado a las religiones que, antes que Israel, alumbraron esta creencia. Sólo la falta de espacio -y no razones etnocéntricas- impide la realización de esa rarea". Digamos al menos que los historiadores de las religiones están bastante de acuerdo en que «hasta el mísero hombre del Neanderthal» (E. O. James) contaba ya con una vida más allá de la tumba. Eso sí: todos los indicios apuntan a que se la imaginaba muy parecida a ésta. De ahí que equipase a sus difuntos con el alimento, las herramientas y enseres que siempre habían necesitado. Es muy improbable, sostiene James, que el hombre de Neanderthal se tomara la molestia de enterrar tan cuidadosamente a sus muertos, dotándolos de cuantas cosas pensaba que podrían necesitar en el otro mundo, si no hubiera creído en alguna forma de vida, por indefinida que ésta fuese". Yel filósofo de la religión J. Hick -siguiendo a J. G. Frazer- defiende que todas las tribus primitivas han creído en algún género de supervivencía". Finalmente, también M. Eliade piensa que «la fe en una vida más allá de la muerte parece estar demostrada, ya desde los tiempos más remotos, por el uso del ocre rojo, sustitutivo ritual de la sangre y, por lo mismo, símbolo de la vida»:". En fin, valga este recordatorio como simple alusión a que la fe de Israel en la resurrección nació enriquecida con la experiencia de otras culturas. Ya hemos indicado que la religión judía tardó muchos siglos en atisbar el tema de la resurrección". Sus hijos morían «hartos de días» sin plantearse preguntas de ultratumba. Ocurrió así mientras lo importante no era el individuo, sino el pueblo, la tribu o la familia. Solamente el progresivo debilitamiento de la compacta red de interconexiones familiares y grupales provocó la pregunta por el «más allá». Es el momento en que el individuo deja de explicarse adecuadamente por su pertenencia al grupo. Es, diríamos, la hora de los requerimientos individuales.
45. El lector puede encontrar una buena síntesis en H. Küng, ¿Vida eterna?, Trotta, Madrid, 2000, pp. 83-125 (32004). 46. E. O. James, op. cit., p. 36. Puede verse J. Martín Velasco, «El 'más allá'. Visión de algunas religiones no cristianas»: Biblia y Fe (enero-abril 1993), pp. 5-21. 47. J. Hick, Death and Eternal Life, Macmillan, London, 1976, p. 57. 48. M. Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas 1, Cristiandad, Madrid, 1978, p. 27. 49. He desarrollado más detenidamente este tema en «Resurrección», en Conceplos fundamentales del cristianismo, C. Floristán y J. -J. Tamayo (eds.), Trotta, Madrid, 1993, pp. 1201 ss.
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Este despertar de la conciencia de los derechos individuales se produjo en días de humillación y derrota para Israel. Ya hemos escuchado el grito de los Macabeos en medio de la persecución y la tortura. Es ahí donde esgrimen su última carta: el tirano no resucitará. Previamente, y en un contexto parecido, el libro de Daniel había anunciado solemnemente que «muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán» (Dn 12, 2). Ninguno de los dos textos deja claro si resucitarán sólo los que se han de salvar -resurrección para la vida- o si lo harán también los que se han de perder -resurrección para el oprobio-50 • Entre paréntesis: muchos especialistas piensan que, desde el Nuevo Testamento, habría que inclinarse por lo primero. La «condenación» consistiría, pues, en no resucitar. Y la resurrección debería ser identificada con la salvación. No habría, pues, una resurrección «neutra¡" (W. Pannenberg), subordinada al juicio final. Si así fuera, la resurrección quedaría devaluada y perdería su carácter salvífico". Semejante forma de ver las cosas parece más plausible -y más cristiana- que el habitual discurso sobre el infierno. La resurrección como antesala del infierno es -permítaseme la expresión- una triste gracia, un regalo envenenado. En todo caso, bíblicamente, la resurrección se identifica con la salvación. Pero sigamos con Israel. En medio de deportaciones y fracasos, este pueblo se dio cuenta de que, si este mundo es la máxima realización de la justicia que nos cabe esperar, su Dios quedaba tocado de muerte. La justificación de Dios, la teodicea, exige otro mundo en el que sea posible ajustar cuentas con éste. La teología de la resurrección no se originó, pues, como respuesta a caprichosos egoísmos de pervivencia; fue, más bien, un intento desesperado de recuperar la historia de los vencidos. Israel quiso alterar los resultados de la historia que soportaba. Y lo hizo siguiendo el camino de los poetas: sofocó el absurdo del presente creando poderosas constelaciones de sentido futuro. El futuro sería de los vencidos-'. Era una forma de volver a ponerlo todo en su sitio, de ajustar de nuevo la creación, de liberarse de tanto dolor acumulado. Hay que reconocerlo: la idea de una resurrección universal, con la que el pueblo judío quiso recomponer los cuerpos despedazados de sus mártires, plantea preguntas a las que sólo responde el silencio. Por ejemplo, ésta:
Se comprende que Camus relacionara la fe en la resurrección con una especie de «suicidio filosófico. Pero cabe preguntarse si no se comete también suicidio filosófico olvidando a las víctimas, archivando sus expedientes y pasando a otra cosa. Se objetará que no es necesario olvidarlas. Es posible mantener vivo su recuerdo sin postular para ellas la imposible resurrección. En este caso, habría que concluir que Israel planteó bien el problema -los vencidos no deben caer en el olvido-, pero erró la solución: las víctimas resucitarán. Es muy legítimo ver las cosas así. De hecho, la filosofía actual conoce encendidas evocaciones de las «causas perdidas» sin encomendar a ningún Dios su cuidado. Puede incluso ocurrir, como sugiere J. Muguerza, que la defensa de las causas perdidas requiera mayor coraje que el exigido para confiar a Dios esa tarea", Otros, en cambio, consideran que no es posible tal defensa sin apelar a la inmortalidad. Es el caso de L. Kolakowski". En todo caso, situado en una encrucijada de sufrimiento y desolación, el pueblo judío ideó una especie de imposible-necesario que le honra. En lugar de resignarse, se decidió a trascender las miserias del presente abriéndose a un consuelo nuevo que él consideró firme. Poco importaría, en este contexto, que no existiera la resurrección de los muertos. Para Israel valdría lo que Moltmann afirma de la resurrección de Jesús: es histórica no porque se realice en la historia, sino porque ha hecho historia", Aplicado a Israel: su fe en la resurrección de los muertos se convirtió en un asidero amable para su vida. Fue una creencia con consecuencias, una fe que hizo historia. Queda, naturalmente, pendiente la pregunta de si la resurrección, además de ser ayuda y consuelo, es también verdad. Algo que no podemos decidir sin preguntar al Nuevo Testamento.
50. ]. L. Ruiz de la Peña, op. cit., pp. 95 s. 51. W. Pannenberg, Systematische Theologie, vol. 3, Vandenhoeck & Ruprecht, Güttingen, 1993, pp. 612 s. 52. R. Mate, La razón de los vencidos, Anthropos, Barcelona, 1991.
53. W. Marxsen, Die Sache Jesu geht weiter, cit., p. 114. 54. ]. Muguerza, Desde la perplejidad, FCE, México, 21995, p. 466. 55. L. Kolakowski, Si Dios no existe..., Tecnos, Madrid, 21988, pp. 151-160. 56. ]. Moltmann, Theologie der Hoffnung, Chr. Kaiser, München, 81964, p. 164 (trad. casr., Teologia de la esperanza, Sígueme, Salamanca, 61999).
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¿Qué será de los miles de millones de cuerpos, abandonados por el espíritu de Dios, enterrados, por ejemplo, en cementerios, que ya no existen porque se convirtieron en tierra de cultivo, que produjo espigas que ahora son parte de mi cuerpee".
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4. El mensaje del Nuevo Testamento Mientras el judaísmo espera pacientemente la resurrección universal al final de los tiempos, el cristianismo, haciendo gala de una osadía sin precedentes en la historia de las religiones, anuncia que este mundo ha sido ya testigo de una resurrección: la de Jesús de N azaret. Además, esa resurrección ha anticipado ya la del resto de la humanidad. El anuncio es suficientemente espectacular para que en torno a él se dividan los espíritus. Por lo general, la crítica filosófica se encariñó con una objeción: la de la analogía. Se parte de que sólo puede ocurrir lo que se parezca a lo ya ocurrido. Lo nuevo, para ser aceptado como histórico, debe guardar una cierta analogía con lo antiguo, con lo ya conocido, con lo familiar a la mente humana. E. Troeltsch (18651923), teólogo y filósofo de la religión, acuñó incluso la fórmula «omnipotencia de la analogía». Evidentemente, desde esta confabulación en favor de la semejanza se hace inviable conferir carácter histórico a la resurrección de Jesús. No se parece a nada conocido. Los relatos evangélicos que hablen sobre ella serán fruto de alucinaciones o, como en el caso de Renan, de la imaginación de María de Magdala: <
57.
E. Renan, Vida de Jesús, Edaf, Madrid, 1978, p. 290.
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proclaman la fe de las primeras comunidades en este acontecimiento y me centraré en las tradiciones evangélicas sobre las apariciones y la tumba vacía y en el testimonio de Pablo. a)
Las apariciones
Es sabido que Bultmann considera que las narraciones sobre las apariciones y sobre el sepulcro vacío son «narraciones posteriores que Pablo no conoces". Son, piensa, relatos altamente mitológicos que sitúan la resurrección de Jesús en el mismo plano que la de Lázaro. No pocos exegetas actuales comparten la opinión de Bultmann. Los evangelios aseguran que, después de muerto, Jesús se apareció de nuevo a los suyos. Ya Celso le reprochó precisamente eso: que se apareciera sólo a los suyos. Una ejecución pública, sentencia Celso, debería haber ido seguida de una aparición igualmente pública. El hecho es que los relatos evangélicos sobre las apariciones sumergen al historiador en un mar de dudas. Estamos ante textos difíciles de armonizar entre sí. Una muestra: Marcos y Mateo señalan Galilea como lugar de las apariciones; Lucas, en cambio, las sitúa en Jerusalén. En Marcos, las mujeres se llenan de temor y no dicen nada a nadie; en Mateo y Lucas se apresuran a avisar a los discípulos. Y lo que más sospechas levanta: parece clara la intención apologética de estas narraciones. Hay un evidente interés en destacar la corporeidad del Resucitado: Jesús invita a que miren sus manos y sus pies, a que «palpen y vean» que un espíritu no tiene «carne y huesos» como él. No sienten reparo en presentar a un Jesús que, después de su resurrección, ingiere de nuevo alimento e insta a Tomás a comprobar la existencia de sus llagas. Bultmann atribuía esta masiva insistencia del Nuevo Testamento en la corporeidad a las objeciones gnósticas contra la fe en la resurrección". Un teólogo tan serio y comedido como G. Ebeling aconseja leer estos relatos en clave de «deseo». Según él, los evangelistas confiaron al papel lo que habrían deseado: ahorrarse el misterio y colocar en su lugar humanas técnicas de control y acceso a lo divino. Desde una perspectiva teológica, Ebeling no duda en afirmar: si las apariciones de Jesús a sus discípulos hubieran sido tan evidentes y masivas como
58. R. Bultmann, Kerygma und Mythos, vol. 1, Reich & Heidrich, Hamburg, '1%7, p. 44. 59. R. Bultmann, Theologie des Neuen Testaments, J. c. B. Mohr, Tübingcn, (, I%8, p. 295 (trad. cast., Teologia del Nuevo Testamento, Sígucmc, Salamanca, 1997).
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nos las presentan los evangelios, estaríamos ante el hecho «grotesco» de que los primeros testigos de la fe, los primeros que la predicaron, habrían estado dispensados de ella'", Lo suyo habría sido «palpar y ver». A esto se une que, como convincentemente ha señalado Schillebeeckx, aunque las apariciones -y la tumba vacía- fuesen históricas, no podrían ser el fundamento de la fe en la resurrección de Jesús. Dicho fundamento es preciso buscarlo en el Jesús terreno mismo. Después de su muerte, los discípulos debieron iniciar un proceso de conversión en el que pasaron, del desengaño que les había producido el final de su maestro, a reconocer en él al profeta escatológico. Lo que les movió a esa conversión no fueron las apariciones ni la tumba vacía, sino un proceso de reflexión, sostenido por la gracia de Dios, en el que se hicieron presentes varios factores: el recuerdo del mensaje de Jesús, centrado en el amor de Dios; la reflexión sobre la muerte violenta de los profetas bíblicos; y, en general, la fuerza de la experiencia vivida con el maestro. El origen de la fe en la resurrección de Jesús fue, pues, su vida. El impacto que dejó en los que vivieron con él fue tan decisivo que éstos comprendieron que su muerte violenta no podía ser el punto final definitivo. Esto no equivale a afirmar que la resurrección fue obra de los discípulos. No se puede sostener que «decidieran» resucitarlo. Lo que sí es probable es que se volvieran a reunir pensando en el Jesús terreno que habían conocido y querido -que los congregara, por tanto, el recuerdo del Crucificado- y que, en el transcurso del estar juntos, llegaran a la conclusión de que no era posible que Jesús y su buena nueva hubiesen desaparecido para siempre. Queda abierta la pregunta de si recibieron alguna ayuda externa en forma de aparición, o si fue un proceso de reflexión impulsado por la gracia de Dios. La mayoría de los teólogos cristianos continúan «apegados» a algún género de experiencia visual. Sólo así, piensan, se explicaría la transformación operada en el grupo: miedosos al principio, intrépidos después. Es una forma plausible de ver las cosas, aunque no la única. El filósofo de la religión se sentirá más cómodo en compañía de Schillebeeckx, pues resulta muy convincente su teoría de que las apariciones son una «figura teológica» para indicar que la transformación operada en los discípulos debe ser entendida como «pura gracia
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de Dios». Son una forma de otorgar la iniciativa a Dios. De hecho, en tiempos de Jesús, el proceso de conversión de un pagano al judaísmo se representaba según el modelo de las «apariciones». La conversión se atribuía a una «iluminación», a una «aparición» de arriba". Con la hipótesis de Schillebeeckx -en este ámbito todo son hipótesis- no parece que se tambaleen los cimientos de la resurrección. De hecho, incluso algún crítico de esta hipótesis -A. Descamps- concede que el Cristo resucitado «no se mostró físicamente» en ningún signo": Y Schillebeeckx ha mostrado que la tradición sobre la resurrección es anterior a las tradiciones sobre las apariciones y la tumba vacía. No depende, pues, de ellas. De hecho, las apariciones sorprenden a los discípulos ya reunidos. Parece que algo previo a ellas convocó a los seguidores de Jesús. No es disparatado pensar que se tratase del proceso de conversión, como sostiene Schillebeeckx. Por otra parte, nadie está obligado a creer en las apariciones ni en la tumba vacía. Ya es suficientemente problemático declarar la resurrección de Jesús como «objeto de fe». Si es «objeto de fe» -concluyó Bultmann-, no podrá ser al mismo tiempo «garantía de la fe», como se ha sostenido desde Pablo hasta nuestros días. El escándalo alcanzó su máxima expresión cuando Bultmann defendió que lo histórico no era la resurrección, sino la «fe de los discípulos» en ella. Una fe que, según este gran exegeta, se desentendió siempre del problema histórico. Si trasladamos esta reflexión al lenguaje de Schillebeeckx, habría que afirmar que lo único datable históricamente es la «conversión de los discípulos». Y si nos dejamos llevar por la tentación de complicar las cosas aún más, podemos recordar la polémica tesis del primer Pannenberg: la resurrección de Jesús no es objeto de fe. La fe no puede «decidir» si hace dos mil años ocurrió algo; debe ser el historiador quien tenga la última palabra'", Pannenberg llegó a exigir al historiador profano que probase la historicidad de la resurrección de Jesús. Pero no podemos continuar con este -para mí fascinante- recuento de pronunciamientos. Pocos asuntos teológico-históricos han movilizado tantas energías en el siglo xx como éste. Nuestra conclu-
60. G. Ebeling, Das Wesen des christlichen Glaubens, Sicbenstcrn, Münchcn, 1964, p. 64.
61. E. Schillebeeckx, Jesus. Die Geschichte von einem Lebenden, Herder, Freiburg, 1975, p. 339 (trad. cast.,Jesús. La historia de un viviente, Trotta, Madrid, 2002); Íd., Die AJ1'ferstehung Jesu als Grund der Erlcsung, Herder, Freiburg, 1979, p. 92. 62. Id., Die Auferstehung Jesu als Grund der Erlosung, cit., p. 98. 63. W. Panncncberg, Grundzüge der Christologie, G. Mohn, Gütersloh, 1964, p.%.
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sión es bien modesta: las apariciones no pueden ser el fundamento de la fe en la resurrección de Jesús. Pienso, además, que aquí podrían darse la mano el filósofo de la religión y una teología mínimamente crítica. Y lo mismo cabe afirmar sobre la tumba vacía. Pero esto será objeto, ya muy brevemente, del próximo apartado. b)
El sepulcro vacío
En realidad, este tema ha quedado «decidido» en el apartado anterior. En efecto: el argumento -esgrimido por P. Althaus y asumido por Pannenberg- de que los discípulos no habrían podido anunciar la resurrección de Jesús en Jerusalén si permanentemente se les podía remitir a la tumba en la que yacía su cadáver, queda muy devaluado si, como nos ha informado Schillebeeckx, la predicación sobre la resurrección es anterior al surgir de las tradiciones sobre la tumba vacía y las apariciones. Además: desde el punto de vista histórico es posible que el retorno de los discípulos a Jerusalén se demorase el tiempo suficiente como para que ya nadie pensase en la posibilidad de comprobar si el cadáver seguía en el sepulcro, en caso de que el lugar de la tumba fuese conocido. No hay que olvidar que los judíos sentían una profunda veneración por los cadáveres y sus sepulcros. Tampoco hay que excluir la posibilidad real de que Jesús fuese enterrado en una tumba común. Schillebeeckx recuerda que era lo habitual en las crucifixiones romanas. En tal caso, la búsqueda de los restos de Jesús habría tropezado con obstáculos insalvables. y lo más importante: una tumba vacía sólo demuestra que no hay ningún cadáver en su interior. Un cadáver desaparecido no es prueba de resurrección alguna'", De hecho, el sepulcro vacío fue, ya entonces, un fenómeno ambiguo. Dio lugar a interpretaciones muy dispares: unos pensaron que el cadáver había sido robado; otros creyeron que había sido trasladado de lugar; y no faltó quien barajó la hipótesis de que la muerte de Jesús había sido sólo aparente. Es posible que para hacer frente a esta última hipótesis, que debió de turbar a los primeros cristianos, se crease la escena de la lanzada. Era imprescindible asegurar la muerte real de Jesús. Consciente de esta ambigüedad, el Nuevo Testamento no presenta la tumba vacía como prueba de la resurrección. Se puede creer en esta última sin conocer la tradición del sepulcro vacío. Parece que fue
64. E. Schillebeeckx, Die AuferstehungJesu als Grund dcr ErWsIIIIK. cir., p.1 02.
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el caso de Pablo. Y hay que tener en cuenta que el descubrimiento del sepulcro vacío nunca provoca la fe. Es, más bien, fuente de extrañeza, sorpresa y consternación. La función que la teología actual le atribuye es la de acentuar la identidad entre el Crucificado y el Resucitado. Pero la resurrección de Jesús no exige que el sepulcro estuviese vacío. La posible descomposición de su cuerpo es, en el marco de la antropología semita, compatible con la resurrección de su persona. La identidad de la persona, que sería la destinataria de la resurrección, no va ligada a la permanencia de las moléculas. Hay continuidad de la persona, pero no del cuerpo". Definitivamente: la historicidad de la resurrección de Jesús no puede fundamentarse, al menos para el filósofo de la religión, en que hace dos mil años unos hombres, los evangelistas, contaron que otros hombres, los discípulos de Jesús, les comunicaron que se les había aparecido después del viernes santo, y que las mujeres habían encontrado su sepulcro vacío. Sería un fundamento demasiado endeble. Pero esta conclusión somete a nuestra última fuente -el testimonio de Pablo- a una responsabilidad casi agobiante. Se espera de ella lo que los relatos evangélicos no han podido ofrecer: la «prueba» de la historicidad de la resurrección de Jesús. Veámoslo. e) El testimonio de Pablo Sólo me fijaré en unos versículos de la Primera Carta a los Corintios (15, 3-5) que alguien ha denominado «texto fundacional del cristianismo». De hecho, existe unanimidad en que son el mejor vehículo para aproximarse a la historicidad de la resurrección de Jesús. De ahí que gocen de una preferencia universal. Su tenor es éste: «Lo que os transmití fue, ante todo, lo que yo había recibido: que el Mesías murió por nuestros pecados, como lo anunciaban las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, como lo anunciaban las Escrituras; que se apareció a Pedro, y más tarde a los Doce». En realidad, Pablo sólo afirma dos cosas: que murió y que resucitó. Lo primero queda apuntalado por el «fue sepultado»; lo segundo se manifiesta a través del «se apareció». A continuación, Pablo menciona toda una cadena de testigos a los que se puede interrogar. Cadena que se completa en los versículos siguientes: se apareció a los
65. H. Küng, Ser cristiano, Cristiandad, Madrid, 1977, pp. 444 s; d. también la nueva cd, en Trotta, Madrid, 22003, pp. 373 s.
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quinientos hermanos, a Santiago, el hermano del Señor, a todos los apóstoles y, por último, a Pablo mismo. La intención apologética del apóstol parece evidente: es posible preguntar a los testigos. Y afirma expresamente que algunos viven todavía. Esta insinuación verificacionista pareció «fatal» a Bultmann, pues chocaba con su búsqueda de una fe pura que no admite pruebas ni garantías. En cambio, para quien, como Pannenberg, trabaja en favor de una fe argumentada, el texto de Pablo se convierte en fuente de euforia. Es innegable: las «ventajas» de 1 Ca 15, 3-5 son muchas. Ante todo, es un texto muy cercano a los hechos que narra. Es posible que únicamente lo separen seis u ocho años de la muerte de Jesús. Pero esto no es todo. Pablo confiesa que transmite «lo que he recibido». El contenido del texto es, pues, anterior a la redacción del apóstol. Algo fácilmente comprobable, ya que 1 Ca 15, 3-5 emplea términos y fórmulas ajenos al lenguaje paulino. Por otra parte, el texto está desprovisto del estilo legendario de las narraciones evangélicas. Estamos ante una enumeración escueta, sin ornamentación literaria ni carácter fantástico. Es una fórmula de catecismo muy apta para ser memorizada. Sin duda, estos rasgos le confieren mayor valor histórico del que reclaman para sí las narraciones de los evangelios. Una ventaja más: Pablo se incluye a sí mismo en la cadena de testigos. Se refiere, sin duda, a su experiencia ante las puertas de Damasco. y lo que Pablo experimentó en aquel momento, crucial para él y para el futuro del cristianismo, parece que fue una especie de movilización interior. A lo mejor no habría dificultad en hablar de «conversión» en el sentido de Schillebeeckx. y como el apóstol no distingue entre su experiencia y la del resto de los destinatarios de las apariciones, podríamos concluir que se trató, en todas ellas, de experiencias espirituales, de «conversiones». Pero no todo son ventajas. W. Marxsen y algunos otros exegetas aventuran la fundada posibilidad de que las apariciones mencionadas por Pablo no pretendan informar sobre el acontecimiento histórico de la resurrección, sino legitimar a determinadas personas o grupos de las primeras comunidades cristianas. El mismo Pablo, cuando ve peligrar su autoridad, no tiene reparo en recordar que ha sido destinatario de una aparición: «ms que no he visto yo a Jesús, Señor nuestro?» (1 Ca 9, 1). Parece, pues, que el haber sido destinatario de una aparición cimentaba su autoridad. Algo que quedaría corroborado si, como sostienen algunos exegetas, Santiago sólo fue incluido en
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la lista de los agraciados con apariciones cuando comenzó a desempeñar una función importante en jerusalén"; Si el texto de Pablo sólo fuese una «fórmula de legitimación», la resurrección de Jesús quedaría en una situación francamente precaria. En este caso, los versículos de los que tanto nos prometíamos serían, en vez de soporte de la historicidad de la resurrección, inicio y fundamento del derecho canónico'". Cabe, naturalmente, la posibilidad de que sean ambas cosas a la vez: testimonio de historicidad y fórmula de legitimación. No es de excluir que en la hora fundacional del cristianismo se decidiese que sólo podía ser apóstol quien hubiese visto a Jesús después de su muerte. Si así fuese, el texto mantendría todo su valor. Por lo demás, incluso en el mejor de los casos -que Pablo pretendiera transmitir información veraz sobre la resurrección de Jesús-, el filósofo de la religión se seguirá preguntando si unos cuantos versículos escritos por un convertido del siglo I de nuestra era pueden suministrar la prueba decisiva de que uno de nosotros, Jesús de Nazaret, ha resucitado de entre los muertos. Evidentemente, nunca habrá una prueba decisiva. Pero -para decirlo todo- se tiene la impresión de que Pablo creía realmente en la resurrección de Jesús. Todo el ductus de su vida orienta en esa dirección. Y lo mismo cabe afirmar del resto de los hombres y mujeres del Nuevo Testamento. La hipótesis de la resurrección como «patraña» o como «invento pretendido», barajada por Reimarus y tantos otros críticos, se da de bruces con la fiabilidad general de los protagonistas del Nuevo Testamento. Es posible que se equivocaran, pero no parece que se propusieran engañar a nadie. No conviene olvidar que, uno tras otro, todos ellos fueron dando su vida por el contenido de su anuncio. Su seguridad interior debía de ser grande. A lo mejor experimentaron más de lo que lograron transmitir. Es muy probable que si Jesús no hubiese resucitado y, a pesar de ello, existiese algo así como un «más allá» en el que hacer pública esta información, Pablo y los demás protagonistas de la primera hora fuesen los primeros sorprendidos. La gran incógnita no es si experimentaron lo que nos transmitieron, sino si ocurrió lo que afirman haber experimentado o si fueron víctimas de un inmenso error difícil de explicar.
66. W. Marxsen, U. Wilckens, G. Delling y H. G. Geyer, op. cit., p. 26. Cf. uunbién U. Wilckens, Auferstehung, cit., pp. 25 s. 67. U. Wikkcns, Auferstehung, cit., p. 147.
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A 20 siglos de los hechos que estoy narrando, no parece probable que algo o alguien nos vaya a despejar estas dudas. De ahí que un teólogo actual, E. Schweitzer, invite a vivir con la fórmula «seguridad pascual sin garantías». Su tesis es que, cuando está en juego lo genuinamente humano y personal, no se deben exigir garantías. No las hay. Y la resurrección de Jesús pertenece a este ámbito de realidades. Ésta es, al mismo tiempo, su dignidad y su precariedad. Argumentando desde la misma sensibilidad, N. Lohfink anima a los teólogos a que no anden ocultando angustiosamente que la resurrección de Jesús no se puede probar ni demostrar. Llega incluso a escribir: «El que exige que la resurrección de Jesús le sea demostrada exactamente, comete un trágico errorv". Cabría argüir que, entre la demostración exacta y la extrema precariedad, no habría que hacer ascos a un término medio que otorgase un mayor grado de razonabilidad a tan crucial acontecimiento. En todo caso, el filósofo de la religión se siente profundamente aliviado cuando, al final de un trabajo como éste, se siente apoyado por una cierta teología crítica. Un apoyo cuya última formulación dejo al tantas veces mencionado E. Schillebeeckx: La verdadera legitimación, evidente para todos, es escatológica (tal es el sentido de la parusía). Por eso nuestra misma fe en la resurrección
es una profecía y una promesa para este mundo: indefensa, inerme y vulnerable como toda profecía. De ahí que la vida cristiana no sea «avalada" visiblemente por los hechos históricos'",
5. Conclusión: «Dejémoslo en puntos suspensivos... » (Aranguren) Al final de una extensa y rica entrevista concedida por Aranguren a Muguerza, ambos aterrizaron en el tema de una posible vida después de la muerte. Aranguren, que solía caracterizarse como cristiano heterodoxo, confiesa que no sabe si existirá dicha vida. Ante la insistencia de Muguerza, fue más explícito: «Repito que no lo sé. Si me tienta pensar en ello, es, más que nada, por la posibilidad de seguirla compartiendo con los seres queridos. Pero habría que dejarlo, me parece, en puntos suspensivos». La entrevista concluye, y alcanza su cenit literario, con un intercambio de complicidad entre entrevistador y entrevistado: «éLo dejamos en puntos suspensivos?»,
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pregunta Muguerza. «Dejérnoslo en puntos suspensivos... », responde Aranguren". Es más: si tras los puntos suspensivos hace su aparición la nada, el silencio de los silencios, la religión no habrá perdido todas las batallas. Según Aranguren, la vida eterna puede irrumpir «en cada instante de nuestra vida». No tiene que empezar necesariamente cuando caiga el telón. Puede haberse anticipado, haber formado parte de esta vida. Se trata de una experiencia que Aranguren califica de «mística» o «poética». Y concluye: «Yo no creo que la religión se lo juegue o tenga que jugárselo todo a la carta de la existencia de la vida eterna»?' . Es la sobriedad de Aranguren, en este tema más próximo a Sócrates que a Unamuno. Él mismo calificó su postura, en este punto, de «sumamente antiunamuniana». Le parecía que la religión de Unamuno giraba «en torno de sí mismo y de la permanencia de su conciencia y de su personalidad-F. En páginas anteriores hemos aludido a actitudes similares. Recuérdese lo dicho sobre D. Solle. Ya quedaron suficientemente contrastadas con otras, más tensas y dramáticas. A ellas ruego se me permita añadir una que siempre me impresionó: la de Fichte. Se negaba este filósofo a admitir que la vida consista en «comer y beber, para volver luego a tener hambre y sed y poder de nuevo comer y beber hasta que se abra ante mis pies el sepulcro y me trague, y ser yo mismo alimento que brota del suelo». No se resignaba a que todo gire en torno a «engendrar seres semejantes para que también ellos coman y beban y mueran y dejen detrás de sí otros seres que hagan lo mismo que yo hice»?'. Se me viene a la memoria la teoría de Dilthey sobre los talantes. Aranguren y Fichte muestran que éstos son, en efecto, variados. Con todo, no sé si se puede dejar la resurrección al arbitrio de los talantes. Parece que, por encima de la apetencia personal, siempre permanecerá el problema de las víctimas de la historia, cuyas frustradas biografías nos interrogan calladamente. Desde el silencio de los siglos nos preguntan -me imagino- si vamos a archivar sus expedientes y dar sus causas por definitivamente perdidas. La filosofía de la religión podría justificar los gastos que ocasione a la socie-
70. E. López-Aranguren, j. Muguerza y]. M. Valverde, Retrato de José Luis L. Aranguren, Círculo de Lectores, Barcelona, 1993, p. 88. 71. Citado por F. Blázquez, José Luis L. Aranguren. Medio siglo de la historia de España, pp, 262 s.
72. lbid. 68. N. Lohfink, «Die Auferstehung jesu»: Bibel und Leben 9 (1968), p. 53. 69. E. Schilleebeckx, Jesus. Die Geschichte van einem l.ebenden, cir., p. 57!.
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73. Tomo la cita de]. Hirschberger, Historia de la filosofía 1I, Herder, Barcelona, 1967, p. 232.
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dad manteniendo vivo el recuerdo de ese pasado irredento. «Animal guardamuertos» llamó Unamuno al hombre. No es una mala profesión, ni una mala definición del filósofo de la religión. Desde ese horizonte, se lee con emoción el relato inolvidable de San Manuel Bueno, mártir, una novela que Unamuno calificó de «filosófica y teológica». La buena de Angelina pregunta a Don Manuel: <<'¿Cree usted en la otra vida?; écree usted que al morir no nos morimos del todo?; écree que volveremos a vernos, a querernos en otro mundo venidero?; écree en la otra vida?'. El pobre santo sollozaba»?". Ni la filosofía ni la religión van más allá de ese sollozo. Pero retornemos a los «puntos suspensivos» de Aranguren y Muguerza. Son un buen compañero de viaje. Considero incluso que el «carácter escatológico» del cristianismo les otorga licitud teológica. En efecto: el cristianismo vive pendiente de un final; y mientras ese final no llegue, se hace difícil aventurar pronunciamientos definitivos. Es verdad que, al mismo tiempo, el cristianismo afirma que ese final ha quedado anticipado en la resurrección de Jesús. Cuando todo acabe, lo único que ocurrirá es que todos seremos partícipes de la resurrección de Jesús. Podría, pues, parecer que la resurrección de Jesús es el final de los puntos suspensivos. Con otras palabras: quien, después de lo ocurrido a Jesús, siga manteniendo los puntos suspensivos épuede reclamar para sí la condición de cristiano? Las páginas que preceden han mostrado que lo ocurrido a Jesús, la resurrección, se lleva mal con la historia. Un reciente y exitoso libro sobre Jesús, escrito por el exegeta católico J. Gnilka, se cierra con el entierro de Jesús. La resurrección no merece un capítulo, sino un «epílogo pascual» de página y media. En él se informa escuetamente de que la resurrección <
74. M. de Unamuno, San Manuel Bueno, mártir, Castalia, Madrid, 1987, p. 85. Una edición posterior de esta obra es la de F. Gutiérrez, Luis Vives, Zaragoza, 1994. Está realizada con gran esmerq y posee un orientador estudio introductorio. 75. J. Gnilka, Jesus van Nazareth. Botschaft und Geschichte, Herder, Frciburg, 1993, p. 319.
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mo histórico de Gnilka. Pero también son un exponente de que la resurrección se lleva mal con la historia. Por tanto, si el único acontecimiento capaz de borrar los «puntos suspensivos» es la resurrección de Jesús, y ésta es un enigma histórico, parece legítimo, incluso desde dentro del universo cristiano, mantener los «puntos suspensivos». Tan legítimo, al menos, como suprimirlos desde la experiencia de una fe confiada y filial. Una fe que, posiblemente, alienta la vida de la mayoría de los cristianos. Me quedo, pues, al final de este recorrido, con los «puntos suspensivos» del inolvidable Aranguren, aunque para él tal vez hayan dejado ya de ser «suspensivos». Como a Pascal, a quien Aranguren dedicó páginas muy valiosas, me resulta «incomprensible» que exista la resurrección de los muertos, e igualmente «incomprensible» que no exista. Será difícil que, en este punto, la filosofía pueda ir más allá de Pascal. Soy consciente de que, con esta opción, recae sobre mí -y sobre todo el discurso que he ofrecido en estas páginas- la contundencia de un admirado y querido amigo: «Es un abuso hipócrita del lenguaje decir que yo no sé si los muertos resucitan o no: sé que no resucitan, de la misma forma que sé cualquiera de las otras cosas de las que estoy razonablemente seguro-". Acepto el «varapalo» y dejo la última palabra a otro amigo: «A la tópica fetichización de la muerte -'nada esperamos y nada nos espera'-la teología se limita a oponer una frágil insinuación: ¿y si no fuera así? No es seguro, apodícticamente seguro, el aniquilamiento universal, la final reabsorción en la nada de todo lo que tuvo ser»?" Mi exposición no pretendía decir más, pero tampoco menos. Ésta es, a grandes rasgos, la respuesta cristiana al enigma del mal. Pero el mal, sobre todo el mal moral, no es concebible sin la actuación de un sujeto libre. Hacia el estudio de la libertad se orienta nuestro próximo capítulo.
76. F. Savatcr, Diccionario filosófico, Planeta, Barcelona, 1985, p. 311. 77. A. Fierro, Presentación de la teologia, Laia, Barcelona, 1980, p. 188.
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1. Introducción Debo reconocer que me he resistido a tratar el tema de la libertad. Siempre me pareció un tema abismal, ya que se dilucida en lo más recóndito de cada persona. Nada tan arduo como establecer el grado de libertad que acompaña a las acciones de los seres humanos, sobre todo a aquellas acciones que, por su trascendencia, marcaron nuestra vida o la de los que nos rodean. En algún sentido, siempre que decidimos sobre nuestra vida estamos, al mismo tiempo, decidiendo sobre las vidas de los demás, al menos de los más cercanos. Cuando, por ejemplo, se rompe un compromiso -político, afectivo, social, religioso- estamos también introduciendo cambios en las biografías de todos los afectados, estamos quebrantando expectativas y, tal vez, frustrando las esperanzas que nosotros mismos un día alentamos. Parece legítimo preguntarse por el caudal de libertad del que disponíamos al tomar tales decisiones. Obviamente, el problema se torna más complicado cuando se trata de volver la mirada hacia el pasado y reflexionar sobre la libertad de una persona, Jesús de Nazaret, a la que ninguno de nosotros hemos conocido personalmente. Nuestro conocimiento del mundo en el que le tocó vivir a Jesús es sólo aproximado. No nos es posible calibrar con precisión el peso de los condicionantes políticos, sociales, psicológicos, religiosos y culturales que influyeron en sus decisiones. Con todo, no se puede ocultar que los relatos evangélicos nos presentan a un Jesús elegantemente libre frente a la herencia de sus
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mayores. Y, probablemente, lo que se espera del autor de este trabajo es que narre la historia de esa libertad, es decir, que exponga una vez más la libertad de la que hizo gala Jesús frente a la ley, el templo, la observancia del sábado, las prescripciones rituales y un largo etcétera. Sin embargo, corriendo conscientemente el riesgo de defraudar, no vaya recorrer ese camino. Considero que es una historia suficientemente conocida. Poca novedad podría aportar mi exposición. Sólo al final de ella dedicaré unas pinceladas a la referencia expresa a la libertad de Jesús. El resto del espacio otorgado lo dedicaré a lo que Hans-Georg Gadamer, un filósofo recientemente fallecido, ha llamado Wirkungsgeschichte, es decir, a las consecuencias de la libertad de Jesús, a sus efectos y prolongación en el tiempo, a la configuración que la herencia judeocristiana en temas de libertad ha dado a nuestra cultura occidental. Esta orientación exigirá de nosotros una cierta atención a momentos puntuales de la historia de la filosofía. Espero que «filosofía» no sea sinónimo de aburrimiento. Pero lo primero que deseo evocar es una historia que no es precisamente aburrida. Sí es, en cambio, hondamente dolorosa. Por ella empiezo.
2. Un texto que no he podido olvidar Me refiero al capítulo V de Los hermanos Karamazov, de Fedor Dostoievski'. Es la leyenda de El Gran Inquisidor. Dostoievski la sitúa en la Sevilla del siglo XVI, en tiempos de rigurosa y terrible inquisición. Un día después de que fueran quemados «casi cien herejes», Jesús se deja ver en la ciudad. Como 15 siglos antes, «todos lo reconocen». De nuevo devuelve la vista a un ciego y resucita a una niña. La muchedumbre, entusiasmada, le rodea y aclama. Pero la súbita presencia del gran inquisidor acaba con el hechizo del momento. Dostoievski lo describe como «un venerable anciano de unos noventa años, alto y erguido, con rostro disecado, ojos hundidos, en los que aún brilla, como chispa de fuego, un fulgor también disecado». Viste «una sotana raída de monje, burda y sencilla». Al percibir su cercanía, la multitud se dispersa. Jesús se queda, como en
1. Sobre Dostoievski continúa siendo digno de leerse el libro de H. de Lubac El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid, 1990. Cf. el reciente estudio deI. Martínez Fernández, Dostoievski: de la igualdad a la diferencia, Biblioteca Nueva, Madrid,2003.
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otros tiempos, solo. Una leve indicación del inquisidor es suficiente para que su guardia conduzca a Jesús «a una celda sombría, oscura, estrecha». En ella, en una «noche pesada y falta de aire, como son las de Sevilla en verano», tiene lugar el interrogatorio del prisionero. Es el gran inquisidor en persona quien, con una lámpara en la mano, se acerca a Jesús, le mira fijamente, y le pregunta: «mres tú?». A continuación le reprende por haber vuelto: «No tienes derecho alguno a añadir nada a lo que ya dijiste en otro tiempo. ¿Por qué has venido a estorbarnos?». Lo dicho en otro tiempo, la revelación, está ahora en manos del papa y de los obispos. Sólo ellos tienen el poder y la libertad de interpretarla. El inquisidor informa a Jesús de que los cristianos han renunciado a la libertad que él predicó y se la han entregado a los depositarios del poder en la iglesia. La iglesia decide por ellos, determina lo que deben hacer, administra sus secretos. Y es que, prosigue el inquisidor, se ha demostrado que los hombres son incapaces de soportar la libertad. La libertad es un riesgo, un tormento. Por eso, la iglesia ha reemplazado la «libertad por la autoridad». Lo de decidir es cosa de Dios y de sus representantes. El «rebaño» no sabe distinguir entre el bien y el mal. La libertad es un «don terrible» que ocasiona un sufrimiento infinito. Se comprende que los hombres renieguen de su libertad y soliciten que alguien se la administre. Jesús, piensa el inquisidor, no calculó bien las cosas: al otorgar la libertad a los hombres les exigió demasiado. Nadie está preparado para ser libre. El prisionero escuchó en total silencio el alegato del gran inquisidor. Y renunció a su turno de réplica. De nuevo, como en los viejos tiempos, Jesús calló. Como única respuesta, señala Dostoievski, «se acercó a su interlocutor y le besó dulcemente en sus labios, ya sin sangre, nonagenarios». El experimentado inquisidor «sufrió un temblor» y sólo supo dirigirse a la puerta, abrirla, y decir: «Vete y no vengas más [oo.] no vengas de ninguna manera [oo.] nunca, nunca más». El prisionero salió y desapareció en la oscuridad de la noche sevillana. No deseo añadir ningún comentario prolijo. El texto de Dostoievski habla por sí solo. Tampoco pretendo usarlo como arma arrojadiza contra nadie. Lo aduzco porque, desde que lo leí por primera vez, lo tengo asociado a la palabra «libertad», el tema de esta exposición. Eso sí: estamos ante una denuncia que tiene unos destinatarios muy nítidos. Unos destinatarios, me temo, que ya no leen a este torturado escritor ruso. A lo mejor este recordatorio les conduce a algún género de reflexión sobre los frecuentes y terribles desencuen(ros entre las iglesias y la libertad. Desencuentros que, bajo el pontifi-
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cado de Juan Pablo 11, están alcanzando niveles insospechados, anacrónicos incluso. Resulta al menos triste que personas, instituciones y sociedades que no se remiten para nada a Jesús de Nazaret deletreen el término «libertad» con mayor soltura que los seguidores oficiales de Jesús. Pero pasemos ya a echar un vistazo a la extrema complejidad del asunto que nos ocupa.
3. ¿Somos libres? En un texto de elevado valor literario y simbólico narra Nietzsche el encuentro de Zaratustra con el último papa, ya fuera de servicio, puesto que Dios ha muerto. Un papa que sirvió a Dios hasta sus últimos momentos y ahora vive de recuerdos. «No tengo ya Señor y, sin embargo, no soy libre», musita bellamente el anciano ex papa-, Los escritos de Nietzsche tienen tantas interpretaciones como lectores; pero la confesión -a eso suena- del antiguo papa, al parecer lleno de añoranza, bien pudiera significar, sobre todo en la pluma de Nietzsche, que quien alguna vez ha «enfermado» de cristianismo no se cura nunca. El mismo Nietzsche anduvo siempre a cuestas con la herencia cristiana. Alguien ha dicho que fue un vencido, una víctima del legado cristiano. Legado del que, en palabras del autor de Zaratustra, tampoco la cultura europea logró nunca liberarse. Ni siquiera la Modernidad, tiempo rompedor y ansioso de libertades, se independizó por completo del cristianismo. Se limitó a secularizar sus valores. Pero no todos los obstáculos que limitan nuestra libertad son tan nobles como los del último papa. Hace muchos años cayó en mis manos un artículo que enumeraba veinticinco condicionamientos de la libertad. Entraba casi todo: la herencia genética, la educación, la alimentación, el paisaje que se contempla, la prensa que se lee, la televisión que se ve, los amigos y un largo etcétera. De la lectura de aquel escrito saqué la impresión de que la libertad es una especie de hilo débil, siempre a punto de romperse. La literatura filosófica conoce esta debilidad. De hecho, los historiadores de las ideas asignan más de doscientos significados a la palabra «libertad». Uno de ellos habla del «despotismo» que ejerce sobre mí lo que no controlo, en definitiva evoca la falta de libertad:
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A esta manera de pensar y de hablar corresponde la experiencia psicológica de observarme a mí mismo cediendo ante un impulso «inferior», obrando por un motivo que rechazo, razonando después «que no era yo» o que había «perdido el control de mí mismo» cuando lo hacía',
El autor del párrafo que acabo de citar, Isaiah Berlin, expresa probablemente una experiencia bastante universal. A casi todos nos gustaría que alguien nos informase de que no fuimos libres cuando tomamos determinadas decisiones. Sería un gran alivio para nuestra conciencia y para nuestra vida. Nos atribuiríamos, así, sólo lo que nos ennoblece, lo que es «presentable» ante nosotros y ante los demás. Podríamos olvidarnos de lo que hicimos, pero nunca hubiéramos querido hacer, de lo que nos avergüenza o, lo que es peor, de lo que nos tortura en la soledad de nuestra conciencia. Sin embargo, algo dentro de nosotros nos susurra que eso es un fraude, un autoengaño. El término «responsabilidad» nos martillea sin descanso. Pero vayamos por partes. Antes de evocar la inevitable presencia de la libertad, condición indispensable del hecho moral, deseo dar la palabra al más lúcido crítico de la libertad que ha conocido la filosofía. Me refiero a Baruch Spinoza. Su teoría sobre la libertad fue calificada de «hipótesis monstruosa» por sus contemporáneos. El párroco de la iglesia en la que fue enterrado le dedicó este «piadoso» epitafio: «Escupe sobre este sepulcro. Aquí yace Spinoza. Ojalá también estuviera enterrada aquí su doctrina. Así, su hedor no produciría ya pestilencia alguna en las almas». Un teólogo de la época escribía: «Desde que existe el mundo, no ha existido nadie peor que Spinoza». Estos insultos quedan ampliamente compensados por los elogios de grandes espíritus. Lessing, en conversación con Jacobi, constata: «La gente sigue hablando de Spinoza como de un perro muerto; pero no hay más filosofía que la de Spinoza». y Herder, en carta al mismo Jacobi, confiesa que la filosofía de Spinoza le «hace muy feliz». También Goethe escribe: «Me siento muy cercano a Spinoza, aunque su espíritu es mucho más profundo y puro que el mío». Finalmente, el padre de la teología protestante del siglo XIX, Schleiermacher, no tiene reparos en afirmar que Spinoza «estaba lleno del Espíritu Santo». mn qué consistía, pues, la «hipótesis monstruosa», la única parte de la filosofía de Spinoza que se hizo inmediatamente «famosa»?". En 3. I. Berlin, Dos conceptos de libertad y otros ensayos, Alianza, Madrid, 2001, p.70.
2.
F. Nietzsche, Werke in drei Blinden, Hanscr, Münchcnvl 'J'J(" vol. 11, p. 500.
(OH
4. S. Hamsphire, Spinoza, Alianza, Madrid, 1982, p. 108.
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hablar de la libertad como de una «superstición». Frases como «yo hago mi santa voluntad» producían hilaridad en nuestro filósofo. Las consideraba fruto de la ignorancia. Creemos que hacemos nuestra santa voluntad porque no nos paramos a considerar qué es lo que nos mueve a hacer nuestra santa voluntad. Pero Spinoza lo tiene claro: estamos absolutamente determinados. En su ayuda viene el ejemplo de la piedra que cae. Si le fuese dado pensar, podría creer que cae libremente; pero se trataría de una creencia falsa, sustentada únicamente en la ignorancia de la ley de la gravedad. Y, en todo caso, esa piedra que alardea de caer libremente nunca podría dejar de seguir -cayendo. Igual ocurre con los seres humanos. Tampoco ellos son libres. Nada es moralmente bueno o moralmente malo. La censura moral carece de sentido. Es necesario estudiar al hombre científicamente. El hombre es parte de la naturaleza y, por tanto, el moralista debe ser un naturalista. De nada valen las exhortaciones morales ni las apelaciones al sentimiento. Lo importante es estudiar las causas de nuestras pasiones. Lo correcto es analizar a los seres humanos tan desapasionadamente como se analiza la conducta de los árboles o de los caballos. Se comprobará, así, que todo es consecuencia de leyes necesarias. Sólo la ignorancia de esas leyes conduce a creer en la libertad, pero quien cree en la libertad está creyendo en una gran ingenuidad, en una superstición. En los humanos se repite la secuencia del reino animal: todo es cuestión de «adiestramiento». De ahí que en unos lugares se considere «bueno» lo que en otros se rechaza moralmente. Huelga decir que Spinoza exculpa a los criminales, puesto que no obran libremente. Eso sí: insiste en que debemos defendernos de ellos. En Spinoza mandan las definiciones. Y su definición de «libertad» es tan elevada que necesariamente nos deja fuera: «Se llama libre. a lo que existe por la pura necesidad de su propia naturaleza». Salta a la vista que sólo Dios sale beneficiado. Sólo él cumple tan severo requisito, únicamente él existe a se; el resto de la realidad no se autofundamenta, es dependiente, existe ah afio. No menos rigurosa es la otra definición ofrecida por nuestro filósofo: un hombre libre es «un hombre que vive sólo según el dictamen de la razón-'. El listón queda, de nuevo, demasiado alto. 5. B. Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico (intr., trad. y notas de V. Peña), Alianza, Madrid, 1998, p. 360 (cf. también B. Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico red. y trad. de A. Dorníngucz], Trorta, Madrid, 2(00).
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La «hipótesis monstruosa» resultó fecunda. Frenó todo optimismo inmoderado en la afirmación de la libertad. Era, naturalmente, una hipótesis exagerada que destruía el hecho moral y hacía imposible la imputabilidad ética. Pero nos hizo más humildes. El mismo Kant, que convirtió la libertad en un postulado fundamental de su filosofía, dudaba de que haya existido alguna vez un ser humano plenamente libre y autónomo. La divisa podría ser: somos limitadamente libres. Expresado con mayor contundencia: somos radicalmente libres, aunque no absolutamente. La libertad absoluta es una desmesura. Incluso su aplicación a Dios fue objeto de enconados debates teológicos. Lo nuestro es el ámbito de lo relativo. Pero, en tan humilde marco, la libertad es una experiencia fundamental. Me refiero, por supuesto, a la libertad con recortes, a la libertad finita y escasa, la única que conocemos. Don Quijote la ensalzó como «uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos». Y nuestro gran filósofo, Ortega y Gasset, se atrevió a escribir que el hombre es «forzosamente libre». No es posible sacudirse el fardo de la libertad. Ser libre es un destino. Ortega evoca «esa terrible libertad del hombre, que es también su más alto privilegio». No estamos obligados a hacer, ni a ser una sola cosa". Ante nosotros se abren diversas posibilidades. Nadie nos ahorrará el «tormento de la elección» (Unamuno). Ya desde niños, nuestro mundo circundante nos familiariza con un, a veces prematuro, «decídete». Muy pronto se nos pide que «nos responsabilicemos» de nuestros actos. La tarea de la educación supone la libertad, el margen, la opción. Los valores nos motivan, pero no nos determinan. Nos suponemos, y suponemos a los demás, limitadamente libres, pero libres al fin y al cabo. Por eso puede tener sentido la crítica. Pensamos que hubiera sido posible actuar de otra forma. Existe un hermoso relato bíblico (2 Sam 12, 1-7) en el que Yahvé envía al profeta Natán para que reproche al rey David el crimen que ha cometido contra Urías (10 situó en primera línea de batalla para que muriese y poder, así, apoderarse de su mujer). Natán cumple su cometido contando a David la historia de una injusticia (un hombre muy rico agasaja a un visitante sacrificando la única oveja de un pobre, en lugar de sacrificar un ejemplar de sus abundantes reses). David, conmovido por el relato, se llenó de cólera y dijo a Natán: ese hombre debe morir. Natán le replicó: «Ese hombre eres tú».
6. ]. Ortega y Gasser, Obras completas, Alianza, Madrid, 1983, t. 12, p. 76.
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Estamos ante una formulación muy lograda de lo que constituye la experiencia ética: «ese hombre eres tú». Hay momentos en los que no cabe la auto indulgencia ni la autoexculpación. Con su acostumbrado rigor moral señala Kant que, si renunciamos a una mentira, por lo demás inofensiva y útil para algún amigo, es para tener «derecho a mirarnos a nosotros mismos en la intimidad sin despreciarnos-". Se trata, continúa Kant, de actuar de forma que no tengamos que «avergonzarnos de nosotros mismos». Lo que está en juego no es el juicio de los demás sobre mí, sino mi propia mirada interior. Algo dentro de mí me dice que, aunque mis acciones no rectas nunca vayan a salir a la luz pública, no debo llevarlas a cabo. A veces, la figura de Natán con su «ese hombre eres tú» puede adquirir tonos dramáticos. Los adquiere en el caso de aquel empleado de farmacia cuyo trabajo, con el que mantiene a su mujer y a sus dos hijos, consiste en preparar medicinas recetadas. Cierto día, al repasar las copias de estas recetas, descubre con horror que la muerte misteriosa de un conciudadano hace seis meses se debe a un error que él cometió al prepararle un medicamento. Nunca han sospechado de él y la investigación sobre el caso ha sido ya archivada, pero la viuda del muerto ha quedado envuelta en la sospecha. ¿Debería este empleado revelar que la culpa fue suya? ¿o debería dejar que pasara el tiempo para que se vaya olvidando todo el asunto]". Por encima de todo cálculo utilitarista, la conciencia de nuestro empleado le recordará insistentemente: «ese hombre eres tú». Escribió Ortega que la libertad es la «elegancia» de la existencia humana, el «estilo» del vivir humano. Esa elegancia se puede retener incluso allí donde, desde fuera, nos privan de la libertad. Se puede ser libre y no tener libertades (religiosas, políticas, económicas). En la celda de la cárcel de Berlín, donde estuvo el prisionero de Hitler, D. Bonhoeffer, hubo un hombre libre (interiormente) que careció de libertad (externa). Sin embargo, es necesario señalar que la libertad sin libertades puede convertirse fácilmente en una abstracción. Con todo, es la única libertad que, durante siglos, conocieron y siguen conociendo innumerables seres humanos. Comenzábamos este apartado reflexionando sobre los muchos obstáculos que entorpecen la libertad. Bueno será irlo concluyendo recordando unas palabras de J. Ignacio González Faus:
7. I. Kant, Crítica de la razón práctica, Espasa-Calpe, Madrid, 1984, p. 12S. 8. ]. Hospers, La conducta humana, Tecnos, Madrid, '1979, p. (,7.
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Quizás pocas veces han sido los hombres más manejables y menos dueños de sí que en la épocaen la que másidolatran la libertad. Otras muchasveces, creyendousar su libertad, el hombre se priva de ella". Es el reverso de nuestra anterior afirmación: las libertades externas, sin libertad interior, pueden convertirse en un trajín, en un vértigo alocado de seres que no saben por qué hacen lo que el sistema de libertades les permite hacer. No hay requisitoria interior ni un puesto de mando firme del que partan las opciones y las decisiones. Estamos dispuestos a ser lo que se espera que seamos. Nos doblegamos ante la moda, el ambiente, la gente... Heidegger llamó a esto inautenticidad. Es el vivir en el «se»: se dice, se hace, se piensa... y existen, obviamente, las implicaciones políticas del asunto. El siguiente texto las refleja bien: En efecto, la concepción y la práctica de la libertad que se puede constatar últimamente en los países del primer mundo se muestra como difícilmente compatible con la solidaridad, puesto que el ejercicio de la libertad que se favorece está conduciendo, de hecho, a una especie de darwinismo social que sanciona y desecha lo débil e improductivo. Sólo los fuertes y poderosos pueden ejercitarcomo es debido la libertad en el actual sistema neoliberal". Es la cara amarga del progreso, ese huracán que, en palabras de W. Benjamin, sólo mira hacia adelante, hacia el futuro, sin prestar atención a «los montones de ruinas» que va dejando a su pase!'. Es el relato de los vencedores, de los triunfadores, de los satisfechos, de los que viven para acumular. Probablemente, nunca leyeron a Paul Morand: «La necesidad de acumular es uno de los signos precursores de la muerte, tanto en los individuos como en las sociedades-P. Y seguro que tampoco llegó a sus oídos lo que Bonhoeffer aprendió en las mazmorras de Hitler: «lo poco que se necesita para vivir». Lo que sí ha llegado a muchos oídos es el grito de san Pablo: «Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 3).
9. ]. I. González Faus, De «la tristeza de ser hombre» a «la libertad de hijos». Acceso creyente al hombre, Cuadernos Cristianismo i]ustícia, n." 63. Barcelona, 1995, p.10. 10. ]. Martínez Gordo, Del miedo a la libertad al miedo a la solidaridad, Cuadernos «Institut de Teologia Fonamental», n." 23, Barcelona, 1993, p. 4. 11. W. Benjamin, Discursos interrumpidos I, Taurus, Madrid, 1989, p. 183. 12. Tomo la cita de B. Wittc, Walter Benjamin. Una biografia, Gcdisa, Barcelona, 1990, p. 218.
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Pablo desea que los cristianos no pretendan ser medio-cristianos medio-judíos. Por eso les exhorta a que vivan la libertad que Cristo les ha conquistado. Una libertad que es, al mismo tiempo, don y tarea. El cristianismo nos declara libres para ser libres. La parrilla de salida no puede ser más prometedora: Cristo nos ha liberado. Pero la carrera la tarea de conquistar la libertad cada día, es personal e intransferible: Pero debemos delimitar algo más el concepto de libertad. Lo haremos, por supuesto, desde la tradición judeocristiana. Es nuestro ámbito. Lo expuesto hasta aquí tendría un colorido bien diferente si hubiese sido pensado desde el hinduismo o el budismo.
4. Más precisiones sobre el concepto de libertad «La idea de libertad», escribe R. Bultmann, es la mejor herencia de la tradición occidental. A ella debemos nuestro esplendor, nuestra fuerza y nuestra tragedia 13. Existe una especie de acuerdo tácito en que el concepto de «persona», impensable sin la dimensión de la libertad tiene profundas raíces religioso-monoteístas. Parece cierto que el judeocristianismo, al destacar la absoluta singularidad del individuo ante Dios, ha contribuido a forjar la idea de persona. Al concebir al individuo como imagen de Dios, al acentuar su condición de interlocutor válido ante su creador, se favoreció el nacimiento de nuestra nació? ?e persona como sujeto libre y responsable. Es sabido que en las religiones monoteístas el individuo es un tú ante su Dios. Filósofos personalistas como M. Buber y F. Ebner nos lo recordaron insistentemente; también teólogos protestantes como F. Gogarten y E. Brunner desarrollaron proyectos teológicos en consonancia con esta idea. Entre los católicos, el nombre de K. Rahner y su antropología teológico-filosófica lo dice todo. Muchas de las ideas expuestas en el apartado anterior está~ en deuda con Rahner. Es conocida su definición del ser humano como ~sencialmente orientado a la Trascendencia, la responsabilidad y la libertad: Rahner escribía Trascendencia con mayúscula. No era éste el caso de su compatriota, E. Bloch, que deseaba «trascender sin Trascendencia~) '. Pero deseaba «trascender», algo inviable sin libertad y responsabilidad, Trascender es elevarse sobre lo dado e inmediato , . 13. R. Bultmann, «Die Bedeutung des Gedankens der Freiheit für die abendlándische Kultur», en Glauben undVerstehen, vol. n,]. c. B. Mohr, Tübingen 1968 1) 274. ' ,.
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crear constelaciones de sentido, preguntar por el origen de la realidad, pensar y rezar, abrirse al mundo de los símbolos contemplar el arte en sus variadas manifestaciones. Nada de esto está al alcance de los anin:ales. Tal vez por ello insistía el marxista ateo E. Bloch en que no quena «acabar como el ganado»; se rebelaba contra la idea de que la muerte, apostrofada por él como «hacha de la nada» tuviese la últin:a palabra. Bloch, que no había vivido como el ganado, no quería terminar como el ganado. Lo consideraba injusto. Si él había escrito los tres volúmenes de El principioesperanza, épor qué la muerte lo iba a igualar con los escarabajos, que ni piensan ni escriben ni son libres? ¿Por qué no prolongar las diferencias con los animales más allá de la m~e~te? Pregu?tas Y.~ás preg~ntas, alentadas por la tradición judeocrrstiana. La afirmación de la libertad no es un hecho aislado. De ella brotan preguntas y exigencias como las que tan apasionadamente formuló Bloch. El judeocristianismo, y muy especialmente Jesús de Nazaret, han colaborado a que el individuo dejase de ser un fragmento numérico del grupo. El ser humano no se explica adecuadamente por su pertenencia a un conjunto étnico o social. La tradición judeocristiana ve en él un plu~ .. Un plus qu.e .se traduce en ser sujeto de exigencias y responsabilidades, El cnsnano en concreto vive ante un doble horizonte. Por una parte, descubre en su vida imperativos irrenunciables obligaciones que llaman a la puerta de su responsabilidad y libertad: Al mismo tiempo, se da cuenta de que él solo no puede responder a?ecuadamente a todo ese cúmulo de exigencias que constituyen la VIda humana. Para expresarlo con palabras de H. Braun: el cristiano conoce la tensión entre la «exigencia» (ich sol!) y la «gracia» (ich darf). Tensión que alcanzó su punto culminante en la biografía de Jesús. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento colocan a determinados individuos ante decisiones dramáticas. Recuérdese el caso de los profetas. Aparecen como hombres que de buena gana sesacudirían su elección. Temen quebrarse y defraudar a Yahvé. Y nos es familiar la imagen de Jesús suplicando aterrado que pase de él el cáliz que le espera. También Mahoma se resistió a aceptar su vocación. El Corán narra que el ángel Gabriel le presentó un libro ordenándole que recitase. Mahoma se negaba, y el ángel le apretó el libro «sobre la boca y sobre la narices» hasta el punto de que casi lo ahoga. Esta tensión, a la que sólo se puede someter a personas libres, no está reservada únicamente a individuos paradigmáticos. Para el judeocristianismo, todo ser humano, y no sólo las figuras excepcionales, es sujeto ante Dios. De todos espera ese Dios entrega, reconocimiento,
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obediencia y amor. En cierto sentido, el individuo se convierte en un solitario ante Dios. Soledad que, en determinadas épocas, se acrecienta hasta extremos insoportables. Fue el caso de la Reforma protestante. Desde el punto de vista religioso, el universo protestante se tornó muy solitario. Los canales de comunicación entre lo divino y lo humano quedaron obstruidos. El individuo se vio obligado a enfrentarse consigo mismo, con los demás y con Dios de una forma que, históricamente, carecía de precedentes. Lutero pareció romper con toda ayuda externa. Su gran genio religioso desdeñó las mediaciones. Los siete sacramentos, por ejemplo, quedaron reducidos a dos. Es más: el Reformador mantuvo una ácida polémica con Erasmo que afectó directamente al concepto de libertad. Erasmo, el genio humanista del momento, rehusó ponerse abiertamente del lado de Lutero en su ataque frontal a Roma. Además, deseoso de marcar sus diferencias de fondo con el monje agustino, publicó su célebre librito De libero arbitrio. Era una defensa humanista, culta, filosófica y teológica de la libertad. Una libertad que, en opinión de Erasmo, Lutero destruía al permitir que Dios lo invadiese todo. La enorme fuerzareligiosa de Lutero, su abrumador teocentrismo, dejaba poco espacio para el humanismo. Al Reformador le interesaba más la libertad de Dios que la del hombre. Erasmo, en cambio, era, desde el ángulo religioso, lo que podríamos llamar «un tibio», tal vez incluso un escéptico. Desde luego no era apasionadamente religioso como Lutero. En realidad, a Erasmo lo que le interesaba era la moral. Consideraba que la moral era el asunto principal de la religión. A la luz de esta preferencia, el discurso de Lutero sobre la «voluntad encadenada» resultaba poco razonable. Si no hay libertad, pensaba con razón Erasmo, no existe el hecho moral; además, si se niega la libertad, si el hombre no actúa libremente cuando comete el mal, el autor del mal es Dios. Erasmo publicó su De libero arbitrio en 1524. Un año después, en 1525, respondía Lutero con su De servo arbitrio. El Reformador sostuvo siempre que era uno de sus mejores escritos. Lo cierto es que sus páginas muestran la abismal profundidad de la experiencia religiosa de este hombre. Es la confrontación de una fe inquebrantable con el moralismo y el racionalismo de Erasmo. A Lutero le parece que Erasmo no se ha enterado de nada. Nuestra salvación no puede depender de nuestra libertad, tan frágil, tan débil. Si así fuera, no tendríamos «seguridad» de ella. Y Lutero necesita esa seguridad. Tal seguridad sólo se hace presente cuando reconocemos que todo laque acontece viene «con absoluta necesidad» de Dios. Dios actúa «hasta
en el demonio». Únicamente la fe se atreve a confiar en ese Dios que, para Lutero, no es el Dios «sonriente» de los filósofos, sino el misterio que nos envuelve, lo totalmente otro, refractario a ser pensado y armonizado con el resto de la realidad. Al Reformador le parece que Erasmo convierte la Biblia en un «código moral», El Dios de Erasmo es el Dios «adormecido» de los filósofos, un Dios sereno, previsible; el de Lutero es un Dios «insoportable», amante de la tensión y de lo desorbitado. La respuesta final del Reformador a Erasmo fue, como casi toda su teología, dialéctica. Se encierra en dos afirmaciones: a) el cristiano es un hombre libre, señor de todas las cosas y no sometido a nada; b) el cristiano es un humilde servidor de todas las cosas y sometido a todo!", Probablemente, sólo desde la genialidad religiosa de Lutero es posible comprender afirmaciones tan paradójicas. Pero la confrontación de estos dos hombres supuso días de esplendor para la reflexión sobre la libertad. Sólo por eso cuento esta historia. No puede, pues, extrañar que en el seno de la Reforma surgieran figuras desgarradas, forjadas en la soledad y en la confrontación de la propia subjetividad con Dios. Fue el caso de Kierkegaard. Expresó gráficamente la relevancia del individuo insistiendo en que «a Dios tenemos que acercarnos de uno en uno, como individuos, no en masa». Llegará a sostener que «para ser cristiano hay que permanecer solo». De aquí nace su rencor contra Hegel. Le acusa de valorar más lo universal que lo particular; la exaltación de lo universal, de la colectividad, de la totalidad, llevada a cabo por Hegel, conduce, según Kierkegaard, directamente al paganismo. El «hermano Kierkegaard- -así lo llamaba Unamuno- odiaba la nivelación. Temía al hombre-número, al hombre-fracción de un todo social. Ese hombre terminará evadiéndose de su responsabilidad como individuo. La filosofía de Kierkegaard defiende la exaltación ilimitada del individuo único e irrepetible, libre y responsable ante Dios. Pero no hay que ser un Lutero o un Kierkegaard para cargar, día a día, con la propia vida, asumiendo el peso de las decisiones personales, sometidas siempre a la incertidumbre y al error. El precio de la libertad es siempre elevado. Se comprende, como resaltó E. Fromm, que la deseemos y, al mismo tiempo, nos produzca miedo!'. Debemos, para ir cerrando este apartado, mencionar una distinción importante. Cuando hablamos de libertad nos solemos referir a
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14. M. Luther, Von der Freiheit eines Christenmenschen, Siebenstern, München/ Ilal1lburg, 1964, p. 162. 15. E. Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona, 1986.
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la «libertad de elección», es decir, a la que nos permite elegir entre dos o más posibilidades. Se supone que somos libres tanto al elegir el bien como al hacer el mal. San Agustín, en cambio, a quien tanto debe la tradición occidental, insistía en la «libertad para el bien». La auténtica libertad no consiste en poder pecar o no pecar, sino en no poder pecar, es decir, en estar tan radicado en Dios que se torna imposible apartarse de él. Cuando se peca, piensa san Agustín, se es esclavo del pecado, no se es libre"; Agustín llegará incluso, en algún momento, a dudar de la posibilidad real del pecado. El pecado consiste en apartarse de Dios (aversio a Deo); pero quien conoce de veras a Dios no se aleja de él. Por tanto, quien peca lo hace por desconocimiento de Dios y, en este sentido, no peca. Algo similar defendía K. Rahner al sostener que para pecar casi es necesario ser una especie de superhombre. Quería decir que, probablemente, nadie posee el conocimiento profundo de Dios que se requiere para que el apartarse de él pueda ser llamado pecado. Sin ese hondo conocimiento, y sin una dosis de libertad que tampoco está al alcance de todos, no es posible, desde el interior mismo de la teología cristiana, hablar de pecado. Reflexiones que, dicho sea de paso, contrastan con la extrema ligereza con la que un cierto moralismo inmisericorde ha pretendido descubrir un pecado en cada esquina. Sin restar un ápice de validez a lo expuesto hasta ahora, me asaltan dudas sobre si habré dicho lo elemental. y entiendo que lo elemental es lo que escribió Helvetius: «El hombre libre es el hombre que no está. cargado de cadenas, ni detenido en las cárceles, ni intimidado, como el esclavo, por el terror a los castigos»'? Sólo mirando de reojo a Helvetius es posible suscribir también la conocida afirmación de san Ambrosio: «Si un hombre es sabio, aunque sea un esclavo, es libre, y de aquí se sigue que por alguna norma estúpida está esclavizado» 18. Finalmente: una vez preguntaron al filósofo Anaxágoras si estaba contento de haber nacido o hubiera preferido no venir a este mundo. «Es mejor nacer que no nacer», respondió. Al interrogarle sobre las ventajas del nacer, mencionó dos. La primera: se contempla el cielo y el orden del cosmos. Y la segunda: al nacer nos abrimos a la contemplación (theoría) y a la libertad que se sigue de ella. Es un gran elogio de la libertad. Un elogio que no pierde su vigencia por el hecho de que
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sepamos, como sabemos, que la libertad sólo se alcanza en pequeñas dosis. No es una realidad lograda, sino una posibilidad, una aspiración, una meta, en definitiva: una utopía.
5. La reacción de la Modernidad
En lo expuesto hasta ahora no resueria sólo el judeocristianisrno, sino también la Modernidad, es decir, ese gran acontecimiento espiritual que comienza en el siglo xv y se extiende hasta nuestros días. Sería imposible, e innecesario, separar judeocristianismo y Modernidad. Sin embargo, deseo aludir, ya muy brevemente, a la reacción de Habermas y Blumenberg frente al legado judeocristiano. En cierto sentido, sus reacciones resultan paradigmáticas. En uno de sus últimos libros escribe ]ürgen Habermas: El cristianismo representa para la autocomprensión normativa de la Modernidad no sólo una forma precursora o un catalizador. El universalismo igualitario, de donde proceden las ideas de libertad y convivencia solidaria, así como las de forma de vida autónoma y emancipación moral de la conciencia individual, derechos humanos y democracia, es directamente una herencia de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor. Inalterada en su sustancia, esta herencia ha sido asimilada una y otra vez de manera crítica e interpretada de nuevo. Cualquier otra cosa sería palabrería posmoderna 19.
No se me ocurre nada que añadir a este texto del filósofo más importante del momento. Tal vez lo mejor que puedo hacer es añadir dos textos más. El primero es tan escueto como definitivo: «Nadie es libre mientras no todos lo sean--", El sabor cristiano de este aserto es inconfundible. Me viene a la memoria una afirmación de Hegel que camina en la misma dirección: gracias al influjo del cristianismo, la libertad no es ya patrimonio de un tirano (Oriente), ni de unos pocos que han logrado eludir la condición de esclavos (Grecia, Roma), sino del hombre en cuanto tal (pueblos germánicos)". La última cita de Habermas tiene el siguiente tenor:
16. Cf. P. Brown, Agustín de Hipona, Acento, Madrid, 2001, pp. 388 ss, 17. C. A. d'Helvetius, Del espíritu, Editora Nacional, Madrid, 1984, p. 114. 1H. r. Berlin, ofi. cit., p. 66, n. 21.
19. J. Habermas, Israel o Atenas. Ensayos sobre religión, teología y racionalidad, Trotta, Madrid, 2001, p. 185. 20. Ibid., p. 200. 21. G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid, 19H5, pp. 131 s,
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Pienso que, en cuanto europeos, no podemos comprender seriamente conceptos como moralidad, honestidad, persona e individualidad, libertad y emancipación [...] sin asimilar la sustancia del pensamiento histórico-salvífica de origen judío-cristiano".
Habermas no cree que la muerte de Dios, desde la que élfilosofa, tenga que anular la poderosa tradición judeocristiana que vertebró durante siglos el destino de Occidente. Incluso sin Dios y sin Cristo es posible ser filosófica y culturalmente cristiano. Pero también existe la tesis opuesta. En nuestros días la ha defendido H. Blumenberg". Según él, la Modernidad no se reduce a una secularización de los viejos temas cristianos. Si así fuese, la Modernidad habría expropiado al cristianismo y habría nacido bajo el estigma de la ilegitimidad. No. La Modernidad es algo más que una reedición secularizada de los grandes temas cristianos. Es lo opuesto -Gegenposition, escribe Blumenberg- al cristianismo. El hombre moderno es una autoafirmación contra un insoportable «absolutismo teológico». La Modernidd es una quiebra epocal -Epochenbruchfrente al cristianismo. Existe «discontinuidad» ente el cristianismo y la época moderna. La única continuidad que Blumenberg reconoce es la «hipoteca de los problemas heredados», pero no la de la permanencia de un sustrato cristiano. Es más: la única herencia que nos ha legado el cristianismo es la de las esperanzas que suscitó y no supo colmar. Y justo ahí comienza la tarea de la Modernidad: deberá ocupar el espacio que ha dejado vacío el cristianismo y ofrecer a nuestros grandes problemas respuestas más plausibles que las ofrecidas por una teología trasnochada. Sólo en una cosa coinciden, según Blumenberg, cristianismo y Modernidad: así como el cristianismo primitivo no pudo escapar a los problemas que le planteaba la Antigüedad, aunque le eran ajenos, tampoco la Modernidad puede volver la espalda a los temas que la fe cristiana ha dejado pendientes. No es posible responder a Blumenberg con la amplitud que la seriedad de sus planteamientos merecería. Me limito a dos breves apuntes. En primer lugar cabe dudar del rigor histórico de su tesis. Según todos los indicios, la Modernidad no comenzó sacudiéndose el cristianismo. Esto no ocurriría hasta bien entrado el siglo XIX. Toda-
22. 23. 1966.
J. Habermas,
Pensamiento postmetaftsico, Taurus, Madrid, 1990, p. 23. Cf. H. Blumenberg, Die Legitimitdt der Neuzeit, Suhrkarup, Frankfurt a. M.,
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~ía V?ltaire y Rouss~au,
a finales del siglo XVIII, defenderán con gran énfasis su fe en DlOS. La Modernidad nació eso sí intentando liberarse del ~bsoluti~mo de la autoridad eclesiá~tica y d~ su alargada sombra. Surgieron bien pronto interpretaciones heterodoxas de los temas cristianos. La tesis de Blumenberg tal vez sería correcta histórican:en~e, si se re.fir.ies~ a la iglesia y al poder que detentaba; pero su :phcaclO~ :1.cnSt1alllSm~ en su totalidad parece, siempre desde el angulo histórico, desmedida y carente de matices.
En segundo y último lugar: ni la Modernidad acabó con el cristianismo ni el cristianismo logró frenar los impulsos transformadores de la Modernidad. Han sido como esos matrimonios que andan siempre a la gresca, pero nunca se separan. Y es que, en el fondo Modernidad y cristianismo están mutuamente endeudados. Es difícil exagerar los beneficios que la religión cristiana ha recibido de la por ella tan denostada Modernidad. Hay que reconocerlo: fue el arrollador empuje de la Modernidad quien mitigó supersticiones fanatis~os e intolerancias cristianas; fue ella quien desmontó ingenuas e mt~resad~s construcciones dogmáticas; fue ella quien desacralizó fetiches e insoportables fardos autoritarios; fue ella quien creó instrumentos de análisis crítico que, aplicados a las tradiciones judeocristianas, les otorgaron el rigor perdido y contribuyeron a su plausibilidad. y fueron sus hombres más preclaros quienes, al convertir dichas tradicio~es .en el ce~tro de su reflexión filosófico-teológica, acentuaron .su dIgn~dad y ~~gencia. En algún sentido encierra algo de verdad el dicho «Dime quien se ocupa de ti y te diré lo que vales». Todo esto pone al descubierto la extremada miopía de una autoridad eclesiástica que, con el arrojo que otorga la ignorancia, creía autoafirmarse lanzando anatemas contra todo lo «moderno». Po~ ~~ p.arte, ta~~ién la Modernidad puede mirar, agradecida, a la tradición judeocristiana. Para bien o para mal-no sabemos cómo estaríamos si nos hubieran guiado otras instancias espirituales- dicha tradición es el armazón espiritual de Occidente. Acabamos de ver que Habermas sitúa en el judeocristianismo el origen de nuestros más preciados ideales: igualdad, convivencia solidaria, emancipación, derechos humanos y democracia, fraternidad y, por supuesto, el ideal sobre el que ha versado mi reflexión de esta tarde el ideal de la libertad. ' . De todo esto partió la Modernidad. Recibió, eso sí, una casa en rumas: la tradición judeocristiana había alcanzado alarmantes cotas de deterioro. Pero, al fin y al cabo, estaban puestos los cimientos,
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resistían algunas paredes y había andamios y materiales para iniciar una reparación. Una reparación difícil, costosa y lenta, pero siempre preferible a partir de cero. Kant y otros grandes protagonistas de la Modernidad fueron conscientes de ello. Por eso se decidieron a heredar el desvencijado solar judeocristiano para edificar sobre él el gran relato de la Modernidad. Un relato que Habermas ha calificado de «incompleto». También el judeocristianismo es una historia interminable y, por tanto, «incompleta». Todas las religiones están incompletas. Por eso decía R. Otto que ninguna religión debería desaparecer antes de haber dado lo mejor de sí. En nuestros días abundan los pregoneros de ambas muertes: la del judeocristianismo y la de la Modernidad. Esta última ha sido reemplazada por algo tan difuso e inasible como la posmodernidad. Tal vez convendría ser parcos con los cadáveres. No conviene amontonarlos ni velarlos simultáneamente. Certificar, al mismo tiempo, la defunción del judeocristianismo y de la Modernidad puede dar lugar a una orfandad excesiva. La condición humana, siempre precaria e inestable, no tolera que le arrebaten todos los marcos de referencia al mismo tiempo. Ni siquiera el superhombre de Nietzsche aguantó tamaño vacío. Lo normal es que necesitemos valores, pautas, pequeños o grandes dioses que nos ayuden a encontrar sentido a nuestra historia particular y a la gran historia universal. Y los méritos del judeocristianismo y de la Modernidad en este campo son indudables. Juntos han hecho de «apuntadores» en temas de sentido. A veces nos lo susurraron con mayúscula, en grandes caracteres; otras veces, su voz se tornó apenas perceptible, y su discurso sobre el sentido adquirió tonos quebrados e inseguros. Pero siempre estuvieron ahí, con voluntad de orientar y ayudar.
6. Jesús, hombre libre'" Prometí, al comienzo de esta exposición, concluirla con una referencia a la libertad de Jesús. El discurso judeocristiano sobre la libertad culmina, efectivamente, en la historia de la libertad de Jesús. Se trató, al parecer, de una libertad vivida personalmente y dejada en herencia a los que hemos venido después. Todas las religiones tienen, como escribió K. Jaspers, sus «hombres decisivos». Jesús de Nazaret es, sin
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duda, «una» figura decisiva del judaísmo y «la» figura decisiva del cristianismo. Y, con razón, se le recuerda como a un mártir de la libertad: «Por haber sido libre fue Jesús a la cruz», escribió E. Kásemann-'. Estudiosos actuales de la figura de Jesús cifran esa libertad en el estilo de vida de Jesús. Es el caso de J. P. Meier. Considera que Jesús fue un judío marginal, errante, desinstalado; un profeta carismático, exorcista y taumaturgo, una especie de enfermero ambulante, libre de ataduras dogmáticas". Otros, como J. D. Crossan, ven en Jesús a un campesino judío, a un filósofo cínico que rompe lazos con la sociedad, rehúye todo convencionalismo y defiende la libertad y la independencia personal. El Jesús de Crossan es un decidido defensor del igualitarismo, opuesto a toda clase de jerarquía, que practica la «comensalía abierta» y realiza milagros aparentes como un mago. Crossan llega, con gran osadía, a escribir: «Los cínicos eran unos hippies en el mundo de los yuppies de la época augusta. Jesús y sus seguidores, aunque no Juan el Bautista y los suyos, encajan perfectamente en este escenario-". iYa tenemos a Jesús convertido en un hippie! El recuento sería interminable. Ya constató resignadamente A. Schweitzer, al final de su exhaustiva investigación sobre la vida de Jesús, que todos proyectamos en el Nazareno nuestros propios intereses. Jesús tendría que haber vivido muchas vidas para poder ser como cada uno de nosotros lo imagina. La tesis de Schweitzer destilaba amargura teológica: nadie acierta al intentar reconstruir la biografía de Jesús. El nazareno nos sale al encuentro como «un desconocido», como alguien «sin nombre» que nos invita a seguirle", Aunque en la actualidad casi nadie comparte el severo escepticismo histórico de Schweitzer, considero arriesgado basar la libertad de Jesús sólo en su estilo de vida, como parecen hacer los autores antes mencionados. Dicho estilo de vida nos es bastante desconocido. Me parece más decisivo el siguiente dato: Jesús nació en el seno de una religión cuya Torá conocía 613 preceptos, de los cuales 365 eran
24. Es el título de un conocido libro de Christian Duquoc, publicado por la editorial Sígueme en 1975.
25. E. Kasemann, Der Ruf zur Freiheit, J. C. B. Mohr, Tübingen, 1968, p. 20. 26. ]. P. Meier, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, t. 1, Verbo Divino, Estella, 1998, pp. 34 ss. 27. ]. D. Crossan, Jesús: vida de un campesino judío, Crítica, Barcelona, 1994, p.482. 28. A. Schweitzer, Geschichte der Leben-jesu-Forschung, vol. 2, Siebenstern, Münchcn/Hamburg, p. 630 (trad. cast., Investigación sobre la vida de Jesús, vol. 1, Ediccp, Valencia, 1990; vol. Il, Verbo Divino, Estella, 2002).
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prohibiciones. Y, al leer los evangelios, se tiene la impresión de que Jesús debió sentir algo parecido a lo que narra Schalom Ben-Chorin. Este estudioso judío de la figura de Jesús habla de su propio «sufrimiento bajo la ley». Cree que sólo puede comprender correctamente a Pablo -lo mismo puede afirmarse, creo, de Jesús- quien haya hecho el esfuerzo de «poner su vida bajo la ley de Israel, de observar y practicar los usos y prescripciones de la tradición rabínica». BenChorin añade: «He intentado asumir la ley en su interpretación ortodoxa, sin encontrar en ella la felicidad, esa paz que Pablo atribuye a la justificación ante Dios-". Tal vez también Jesús pensó que aquel sinfín de mandamientos y prescripciones terminaría asfixiando al hombre e impidiendo su felicidad. Lo cierto es que, como sabemos, actuó con gran libertad frente a la ley. Jesús precedió a muchos pensadores posteriores en lo que solemos llamar «el giro antropológico». Situó al hombre en el centro. No pensó que estemos en el mundo para soportar pesados fardos legales. No nos salvan las observancias mecánicas. De ahí que desmontase los tabúes rituales: conocía bien la insuficiencia de lo externo; él tenía presente otro género de pureza, la que brota del corazón. Por eso relativizó también el ayuno, que ya entonces sólo era, con frecuencia, el ceremonioso ritual de los saciados. Dos verbos nos adentran en lo más genuino de la libertad de Jesús: relativizar y radicalizar. Se tomó la inaudita libertad de relativizar asuntos que sus mayores consideraron sagrados. A ellos pertenecían, sin duda, la rigurosa observancia del sábado y el valor concedido al templo. Su trágico final fue el resultado de tanta relativización. Los guardianes de la ley le pasaron factura. Pero Jesús no relativizó para hacer sitio a la nada. Relativizó determinados preceptos y prácticas porque deseaba poner otros acentos, porque quería radicalizar el amor, la entrega, la solidaridad, la consideración amable del prójimo. La buena nueva del anuncio del reinado de Dios exigía la introducción de «mejoras» en el legado de Israel. Expresión significativa de la libertad de Jesús frente a esa herencia es, en mi opinión, algo en lo que no se suele reparar: sus omisiones. Menciono sólo dos que fueron de especial trascendencia: a) Jesús responde a los discípulos de Juan que le preguntan por su condición mesiánica: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos
29. S. Ben-Chorin, Paulus. Der Yolkerapostel in [üdischer Sicht, DTV, Münchcn, 1980, p. 11.
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quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; iy dichoso aquel que no se escandalice de mí!» (Mt 11, 5 s.) El final de este texto ha sonado siempre extraño. ¿Por qué iban a causar escándalo los acontecimientos salvíficos anunciados por Jesús? En realidad la posibilidad del escándalo no va vinculada a lo que Jesús anuncia, sino a lo que omite. En efecto: Jesús omite la venganza escatológica, presente también en el texto de Isaías del que está tomado Mt 11, 5 s. El escándalo viene provocado por la libertad que se toma Jesús al citar sólo la parte salvífica de los oráculos de Isaías, omitiendo la alusión al castigo. b) El mismo caso se nos presenta en Le 4, 18 s. Jesús termina su predicación en Nazaret asegurando que ha sido enviado «a proclamar un año de gracia del Señor». Pero la terminación del texto de Isaías era bien diferente: «y (a proclamar) un día de venganza de nuestro Dios». De nuevo omite Jesús el anuncio de castigo. Lo que viene a continuación ha sido, con frecuencia, mal traducido. Solemos traducir: «Ytodos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Le 4,22). Deberíamos, en cambio, traducir: «Ytodos daban testimonio de él y se extrañaban de . que sólo citase las palabras (de Isaías) referidas a la gracia». De nuevo: lo que escandaliza es la libertad de Jesús, reflejada en sus omisiones. Debo concluir. A algunos de los que hemos dedicado gran parte de nuestra vida a estudiar la figura de Jesús nos quedará siempre la duda de si era, como afirma el concilio de Calcedonia, vere Deus. En cambio, no ofrece dudas su humanidad, su condición de vere horno. A dicha condición pertenece esencialmente el concepto de libertad. Jesús practicó y defendió la libertad. La tarea no resultó fácil. Todo el que tiene algo nuevo que decir debe contar, al menos en los comienzos, con la suspicacia e incomprensión de sus contemporáneos. Jesús irrumpió en el universo religioso judío, muy consolidado doctrinalmente, proponiendo, con autoridad y libertad, una nueva imagen de casi todo: de Dios, del hombre y de las mediaciones entre ambos. El conflicto no se hizo esperar. La religión de Israel no pudo integrar en su seno tanta novedad y libertad. Nació así el cristianismo, que, con acierto, ha sido llamado «una herejía del judaísmo». Hacia el fundador del cristianismo mira el próximo capítulo. En él nos asomaremos a la forma como entendió Jesús su libertad, a las propuestas de vida libre que hizo. La superación del mal sólo es posible con proyectos de vida arriesgados que superen el miedo a la libertad (E. Fromm).
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1. Cada vez más difícil Supongo que el lector no tomará a mal que comience este capítulo con una especie de confidencia: cada vez me resulta más difícil escribir o hablar sobre Jesús. En los demás oficios se adquiere, con el tiempo y el buen hacer, soltura y creciente perfección. Por lo general, al cirujano sólo le tiembla el pulso en las primeras intervenciones. En cambio, el mucho ocuparse de Jesús no resta un ápice de dramatismo a cada nueva página que se escribe sobre él. Siempre se tiene conciencia de principiante. En realidad, hay buenas razones para ello. Una somera mirada a lo que cada año se publica sobre el profeta de Nazaret atemoriza al más osado. Uno quisiera tener en cuenta todas las tradiciones, todos los esfuerzos; pero se trata de una aspiración condenada de antemano al fracaso. Al final nos vemos obligados a decir nuestra propia palabra, conscientes de su fragmentariedad, de su imposible acierto. Es lo que harán estas páginas. Hablaba R. Lulio del «oficio de maravillarse». Él lo aplicaba a la creación: «Vete por el mundo y maravíllate», escribió. Es la misma sensación que invade a quien reflexiona sobre Jesús. Su figura ha resistido, con éxito, la mordida y el desgaste de los siglos. Hoy carece prácticamente de enemigos. Bajo su sombra se han estrechado la mano ideologías muy diversas. Se ha demostrado que es un buen aliado. Son muchos los que reclaman sus buenos oficios en todo género de causas. También en el tema que nos ocupa se da por supuesto que Jesús se comprometió con la sociedad de su tiempo. Y se intenta seguir ara-
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ñando SU ayuda para hacer frente a los retos que las sociedades de fin de siglo tienen planteados. Es un esfuerzo correcto que, sin embargo, no carece de dificultades. Me referiré a dos que considero centrales. a) En vida de Jesús había unos doscientos millones de seres humanos sobre la tierra. En la actualidad acabamos de rebasar los seis mil millones. De aquellos doscientos millones, Jesús se dirigió sólo a una pequeña parte: a los hijos de la casa de Israel. Esto podría significar que el mensaje de Jesús, pensado para pocos y, probablemente, para poco tiempo -se contaba con el fin inminente del mundo- ha perdido vigencia. Nunca resulta fácil medir vigencias, pero algo parece cierto: el mundo en el que vivimos, extremadamente variado y complejo, es muy diferente del que conoció Jesús. Él nunca oyó hablar de la sociedad de la comunicación, del bienestar, del consumo, de la opulencia, del riesgo, de la gratificación instantánea o, como últimamente se suele decir, de la sociedad de la vivencia. Es más: ni siquiera manejó el concepto de «sociedad-", Y, sin embargo, hablamos -creo que correctamente- de su compromiso con la sociedad. Eso sí: es necesario hacerlo con rodeos. Una vez más, el teólogo se ve obligado a actuar como una especie de barquero que intenta unir dos lejanas orillas: la de Jesús y la nuestra. Es lo que Gadamer, con expresión feliz, ha denominado «fusión de horizontes-" Estamos ante la irrenunciable tarea hermenéutica de todo quehacer teológico. Lo de ayer debe ser recreado hoy. El horizonte de Jesús, enmarcado en una geografía diminuta y uniforme, debe impregnar el horizonte, dilatado y multicultural, de las generaciones que vivimos a principios del siglo XXI. Volveremos sobre esta difícil tarea. Ahora enunciamos nuestra segunda dificultad. b) ¿A qué Jesús nos referimos cuando elogiamos su compromiso con la sociedad? El inquietante desfile de imágenes de Jesús produce una gran perplejidad. A. Schweitzer inmortalizó, en un fascinante estudio, las diversas instantáneas de Jesús, alumbradas por los filósofos y teólogos de los siglos XVIII y XIX. Desconcertado ante tanta variedad, Schweitzer concluyó que el profeta de Nazaret está condenado a reflejar los intereses de las épocas que lo evocan: liberal para los liberales, socialista para los socialistas, pacífico para los pacifistas,
1. La revista Concilium, en su número 282 (septiembre 1999), analiza, bajo el título general de «La fe en una sociedad de la gratificación instantánea», las variadas características de las sociedades actuales. 2. H.-G. Gadamer, Wahrheit und Methode, J. c. B. Mohr, Tübingcn, 1965, pp. 289 s., 356 s., 375.
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violento para los revolucionarios, y un largo etcétera. Pero Jesús, constata resignadamente este investigador, retorna siempre a su propia época, la que le vio nacer, «como un desconocido sin nombre>'. Y añade: «No es posible encontrar ni una sola palabra que exprese 10 que Jesús significa para nosotros-", Este agudo escepticismo histórico se había iniciado, alentado por la Ilustración, en el siglo XVIII. Hasta entonces había prevalecido una comprensión literal del legado bíblico. Jesús era el que predicaban las iglesias, un ser divino «con librea humana», como solía decir K. Rahner. Con todo, en este tema las aguas nunca se deslizaron con total placidez. En los seis primeros siglos del cristianismo hubo que celebrar numerosos concilios para alcanzar un consenso fundamental sobre la figura de Jesús. La pregunta de Jesús «¿Quién decís vosotros que soy yo?» ha recibido más respuestas de las que podamos imaginar. La mayoría de ellas nunca fueron puestas por escrito. Se dieron en silencio, en el marco de lo que Kierkegaard llamó «la interioridad apasionada». Así definía este apasionsado pensador danés la fe. Es la gran historia nunca escrita, la de los que relacionaron a Jesús con las preguntas de sus vidas'. La otra historia, la escrita, es un canto a la variedad, al matiz, a los acentos múltiples. Su lema podría ser: «Aver quién lo expresa mejor». Ya el Nuevo Testamento se implica en este forcejeo para responder a la pregunta crucial que preside el evangelio de Marcos: ¿Quién es este a quien hasta el viento y el mar obedecen? (Me, 4, 41). Se trata de dar en el clavo, de hacer diana, de encontrar el título más apropiado. Se presentaron unos 55 nombres, según las noticias del Nuevo Testamento. El primer premio se lo llevó el de «Cristo» o «Mesías». Haciendo memoria debieron pensar que este título, que significaba «salvador», le venía a Jesús como anillo al dedo. Al fin y al cabo respondía perfectamente a la gran obsesión que había presidido su vida: anunciar la salvación. En el mismo esfuerzo se inscriben los concilios de la Antigüedad. Para que Jesús fuera el «salvador» había que establecer su relación con Dios, fuente suprema de salvación; y para que fuera «nuestro» salva-
3. A. Schweitzer, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, vol. 2, Siebenstern, Milnchen/Hamburg, p. 630. 4. [bid. 5. Uno de los últimos libros de F. Savater, dedicado «a los que no lo tienen todo claro», lleva por título Las preguntas de la vida, Ariel, Barcelona, 1999. Una obra tan hondamente filosófica como inteligible y amena.
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dar había que buscar su punto de encuentro con nosotros, los hombres. Se acordó que era «verdadero Dios y verdadero hombre». Una definición que representa todo un cruce de culturas y un tenso entramado de filosofías y teologías. Fue la definición que se alzó con el triunfo final; pero las definiciones de los perdedores -en los concilios también hubo vencedores y vencidos-, las heterodoxas , tampoco eran malas. A veces hay que hilar muy fino para distinguirlas de las aceptadas, de las ortodoxas. Junto a estos grandes hitos de la historia del cristianismo hay que situar al Jesús de los literatos, de los poetas, de los entusiastas, de los místicos", Y, por supuesto, al de los filósofos? Es una historia deslumbrante que, a trechos, sobrecoge. En ella, las diferencias son aún tolerables. Las preside un cierto aire de familia. Es indudable que entre el Jesús de Eusebio de Cesarea, obispo de la corte e historiador, y el de san Antonio, el Ermitaño, hay diferencias; diferencias visibles también entre el Jesús de Francisco de Asís y el del poderoso papa Inocencia III; tampoco coinciden el Jesús de Erasmo de Rotterdam y el de san Ignacio de Loyola; ni el de Hegel y Kierkegaard. Pero el aire de familia seguía presente. Como hemos indicado, la cosa se complicó extraordinariamente en el siglo XVIII. El aire de familia comenzó a desdibujarse. Nació, si se la puede llamar así, una potente teología de la sospecha. El pistoletazo de salida lo dio H. S. Reimarus (1694-1768). No coincidían, según él, los fines de Jesús y los de sus discípulos. El primero había pretendido ser un mesías político; los segundos, ante el fracaso de tal pretensión, lo convirtieron en un mesías espiritual resucitado. El revuelo fue enorme. Todo parecía tambalearse. Para salvar los muebles hubo que recurrir a una distinción -parece que fue Schleiermacher el primero en formularla claramente- entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. Se vivió como una distinción dolorosa, pero operativa. D. F. Strauss (1804-1874) se adhirió a ella, pero con resultados alarmantes: negó la fiabilidad histórica de los evangelios y apostó por la interpretación mítica. Jesús, de quien no es posible escribir una biografía, era para Strauss un judío que reivindicó para sí el mesianismo en un contexto escatológico.
6. Cf. H. Küng, Ser cristiano, Cristiandad, Madrid, 1979, pp. 154-178; cf. la nueva edición en Trotta, Madrid, 22003, pp. 129-148. 7. Cf. J. Pelikan, Jesús a través de los siglos. Su lugaren la historia de la cultura, Herder, Barcelona, 1989; X. Tilliete, El Cristo de la filosafía, Descléc de Brouwcr, Bilbao, 1994.
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Esta primera etapa de la investigación en torno al Jesús histórico culmina en la figura del mayor exegeta protestante del siglo XX: R. Bultmann. Una de sus frases dio la vuelta al mundo: no sé ni me interesa saber qué ocurría en el corazón de Jesús. Con el método histórico-crítico, que Bultmann tanto perfeccionó, no es posible acceder al Jesús terreno o real. Además: la fe, si es pura, no debe apoyarse en nada, tampoco en la investigación histórico-crítica. Debe ser una fe limpia, sin escaleras ni apoyos externos. Así dejó Bultmann las cosas. Y así siguieron hasta que un discípulo de Bultmann, E. Kásemann, en 1953, levantó de nuevo la liebre. Se iniciaba así la segunda etapa en la investigación en torno al Jesús histórico. Es, desde mi punto de vista, la más rica y prometedora. Sus protagonistas (H. Conzelmann, G. Bornkamm, H. Braun, J. M. Robinson y otros) rechazaron el minimalismo histórico de Bultmann. Temían, con razón, que Jesús volviera a convertirse, como en el caso de Strauss, en un mito. Aceptaron, por supuesto, que no era posible escribir una biografía de Jesús; pero insistieron en que tenemos acceso a los rasgos fundamentales de su vida, muerte y resurrección. Uno de ellos, G. Bornkamm, se atrevió incluso a publicar un libro sobre jesús", La aportación de los discípulos de Bultmann calmó los ánimos. Estos investigadores salvaban lo esencial. Los investigadores católicos se adhirieron, con matices, a su legado. Pero la paz no fue duradera. Hacia 1980 se inició la tercera etapa de esta apasionante historia. Esta vez, sus protagonistas no eran teólogos. Eran, son, historiadores, antropólogos, sociólogos", No se sienten obligados a vincular al Jesús histórico con el Cristo de la fe. Su interés se centra en el primero.
8. G. Bornkamm, Jesúsde Nazaret, Sígueme, Salamanca, 1990. La primera edición alemana es de 1956. 9. En una recensión de mi libro El cristianismo. Unaaproximación, titulada «La búsqueda de Jesús»: Revista de Occidente 211 (1998), pp. 231-234, echa de menos J.- J. Tamayo la presencia de los investigadores de esta tercera etapa: «Fraijó -escribe- se queda en la 'segunda búsqueda' de los postbultmannianos, de carácter preferentemente teológico ... » (p. 233). Pero, como él mismo reconoce, mi libro se centra en la verdad del cristianismo, avalada por la resurrección de Jesús, es decir, en un tema teológico con ramificaciones filosóficas. En dicho tema no alcanzo a ver la ayuda que me hubieran podido prestar los hombres y mujeres de la tercera etapa. No son asuntos que ellos aborden. Pero reconozco que mi conocimiento sobre sus aportaciones es bien precario. Aunque tal vez haya algo más: a los formados en la segunda etapa no nos resulta fácil aceptar los métodos y las conclusiones de los protagonistas de la tercera. Es significativo que J. Gnilka, en su libro Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Herder, Barcelona, 1993), tampoco los tenga en cuenta.
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Desean rescatar su imagen histórica. Para ello se esfuerzan en situarlo en el marco socio-histórico del judaísmo de su tiempo. Y piden ayuda a la literatura apócrifa (apócrifos del Nuevo Testamento y textos agnósticos de Nag Hammadi). También se apoyan en los textos qumránicos y rabínicos, en los resultados de excavaciones arqueológicas y en un largo etcétera. Los protagonistas no son ahora alemanes, sino, en su mayoría, anglosajones. El método seguido por un importante grupo, los integrados en el Seminario sobre Jesús (R. W. Funk, R. W. Hoover, J. D. Crossan y otros), es, para nuestra mentalidad, pintoresco. Determinan la autenticidad de los dichos de Jesús mediante votaciones democráticas, usando bolitas rojas, rosas, grises y negras, según el grado de probabilidad que tenga el dicho de Jesús (seguro, probable, atribuible en el fondo pero no en la forma, o no procedente de jesús)!". Los resultados a los que llegan son, de nuevo desde mi óptica personal, bastante descorazonadores. A J. D. Crossan le sale un Jesús campesino cínico. Algo que no considero posible a no ser que se desfigure por igual a Jesús y a la escuela filosófica de los cínicos. El Jesús de Crossan es un decidido defensor del igualitarismo, opuesto a toda clase de jerarquía, practica la «comensalía abierta» y realiza milagros aparentes como un mago!'. Aunque Crossan titula su libro
10. J. D. Crossan, Jesús: Vida de un campesino judío, Crítica, Barcelona, 1994, p. 488; Íd.,Jesús: Biografía revolucionaria, Grijalbo/Mondadori, Barcelona, 1996; Íd., El nacimiento del cristianismo. Qué sucedió en los años inmediatamente posteriores a la ejecución de Jesús, Sal Terrae, Santander, 2002. Resulta llamativa la práctica total ausencia de los investigadores de la segunda etapa en esta obra. Parece necesario tender puentes de acercamiento. Cf. J.-J. Tamayo Acosta (dir.), 10 palabras clave sobre Jesús de Nazaret, Verbo Divino, Estella, 1999. Es de gran valor informativo el estudio de Tamayo «Los nuevos escenarios de la cristología» (pp, 11-55), Yel de J. Peláez «Un largo viaje hacia el Jesús de la historia» (pp. 57-123). Cf. también el trabajo de R. Aguirre «Estado actual de los estudios sobre el jesús histórico después de Bultmann»: Estudios Bíblicos 54 (1996), pp. 433-463; Íd., Aproximación actual al Jesús de la historia, Universidad de Deusto, Bilbao, 1996; Íd., Ensayo sobre los orígenes del cristianismo. De la religión política de Jesús a la religión doméstica de Pablo, Verbo Divino, Estella, 2001. Cf. igualmente la información que aporta S. Guijarro en su estudio «Jesús, el hombre: investigación histórica», publicado en AA.VV., Jesús de Nazaret. Perspectivas, PPC/Fundación Santa María, Madrid, 2003, pp. 5-28; así como el estudio de S. Freyne "La investigación acerca del Jesús histórico. Reflexiones teológicas»: Concilium 269 (1997), pp. 60-79. 11. Cf. el capítulo XIII, titulado «Magia y banquete», de J. D. Crossan, Jesús: Vida de un campesino judío, cit. Según Crossan, es el capítulo fundamental del libro (p. 25). Sobre el Jesús de Crossan, del que está ausente la dimensión escatológica, se ha escrito, con cierta mordacidad, que "parece tener más colorido californiano que gnli-
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Jesús: Vida de un campesino judío, el resultado apunta a un Jesús más cínico que judío. Cada investigador, en esta tercera etapa, coloca a Jesús un cartel diferente. J. P. Meier" insiste en su estilo de vida marginal, errante y desinstalado. Y, donde otros reconocen al reformador social, Meier descubre al profeta escatológico que anuncia la intervención definitiva de Dios en la historia. Un profeta carismático, exorcista y taumaturgo. También el Jesús de E. P. Sanders-' se interesa más por la inminencia de la parusía que por las mejoras económicas y sociales. La información ofrecida hasta aquí, en la que tal vez me he excedido, pretendía dos cosas. En primer lugar evocar los muchos rostros de Jesús. Romano Guardini afirmaba que había tantas imágenes de Jesús como cristianos. Estamos, pues, abocados a la imposible ortodoxia'". Es una forma de relativizar mi propia visión del compromiso de Jesús con la sociedad. En segundo lugar: indirectamente hemos estado hablando de su compromiso con la sociedad, tal como lo ven los investigadores mencionados. Para unos ese compromiso fue de índole social; otros sitúan tal compromiso en la salvación escatológica. Y tampoco faltan los que le consideran un filósofo (cínico) que rompe lazos con la sociedad y defiende la libertad y la independencia personal. Sin olvidar a los que, en los años sesenta y setenta del siglo xx, tuvieron claro que «Jesús fue un rebelde y murió como un rebelde-P. Se dio incluso por hecho que «Jesús tuvo que disponer de un ejército armado»!", Ése habría sido su compromiso con la sociedad. Convertido en un agitador político, simpatizante de zelotas y otros revolucionarios, Jesús corrió su misma suerte y murió ajusticiado'? Un veredicto, por cierto, muy alejado del que, por las mismas fechas, situaba a Jesús entre los monjes esenios, asimilando sus enseñanzas y saboreando la
leo». Esta «maldad» se encuentra en G. Theissen y A. Merz, El Jesús histórico, Sígueme, Salamanca, 1999, p. 28. 12. J. P. Meier, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico; t. 1: Las raíces del problema y de la persona; t. II/1:Juan y Jesús. El reino de Dios, Verbo Divino, Estella, 1998 y 1999, respectivamente; t. II/2: Los milagros, Verbo Divino, Estella, 2000. 13. E. P. Sanders, La figura histórica de Jesús, Verbo Divino, Estella, 2000. 14. Evoco el título de un valioso libro de A. Fierro, La imposible ortodoxia, Sígueme, Salamanca, 1974. 15. J. Carmichael, Leben und Tod des Jesus von Nazaretb, Szczesny Verlag, Münchcn, 1965, p. 277. 16. lbid., p. 149. 17. S. G. F. Brandon, Jesus and the Zealots: A Study of the Political Factor in Primitiue Christianity, Scribner's, New York, 1967, p. 104.
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paz del desíerro'", o del que, con tono enérgico, devolvía a Jesús su pasaporte judío y lo convertía en un «fariseo liberal», en un fiel observante, aunque sin fanatismo, de la ley". En este caso, su compromiso con la sociedad habría sido más docente que político, más teológico que social. Salta a la vista que no resulta sencillo averiguar cuál fue «realmente» el compromiso de Jesús con la sociedad. Nos tendremos que conformar con ofrecer unas cuantas pistas de reflexión. Sería necesario, además, distinguir entre el compromiso personal de Jesús con la sociedad de su tiempo -arduo problema histórico- y la aplicación de su mensaje a las sociedades actuales -tema de índole hermenéutica-o Demasiados frentes para el breve espacio de que disponemos.
2. La comparación con Sócrates
Lo hemos indicado ya: Jesús se sentiría perplejo y desconcertado ante los problemas de la sociedad actual. Se ha destacado muchas veces que se llevaba mal con la universalidad, que su mirada fue restringida, que sólo le preocupó el pueblo al que pertenecía. Una y otra vez se esgrime su desconcertante respuesta a la mujer siriofenicia que imploraba su ayuda: «Espera que primero se sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (Me 7, 27). Jesús, se argumenta, no alcanza aquí el universalismo generoso de los grandes profetas del Antiguo Testamento. Lo primero que conviene señalar es que el término «perritos» no posee, en labios de Jesús, significado despectivo. Era la forma judía de designar a los paganos, en contraposición a los judíos, que eran los «hijos--". Por 10 demás, es cierto que existen dichos de Jesús de evi-
18. J. Lehmann, [esus-Report. Protokoll einer Verfiilschung, Knaur, Düsseldorf, 1970, pp. 114 ss. 19. Cf., a modo de ejemplo, D. Flusser, jesús en sus palabras y en su tiempo, Cristiandad, Madrid, 1975; Íd., El cristianismo, una religión judía, Riopiedras, Barcelona, 1995; G. Vermes, jesús, el judío, Muchnik, Barcelona, 1977; Íd., La religión de jesús el judío, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1996; P. Lapide, ¿No es éste el hijo de josé? jesús en el judaísmo actual, Riopiedras, Barcelona, 2000; K.-J. Kuschel, Dis-
cordia en la casa deAbrahdn. Lo quesepara y lo queune a judíos, cristianos y musulmanes, Verbo Divino, Estella, 1996; J. Imbach, me quién esjesús?Su significación para judíos, cristianos y musulmanes, Herder, Barcelona, 1991. 20. H. Braun,jesús, el hombredeNazarety su tiempo, Sígueme, Salamanca, 1975, p. 133. La segunda edición alemana de este libro, [esus, der Mann aus Nazareth und seineZeit, Siebenstern, Gütersloh, 1989, ha sido ampliada con doce nuevos capítulos.
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dente sabor restrictivo. Algunos son bien contundentes: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15, 24). El prójimo de Jesús no sería, pues, el hombre, sino el judío. Sus instrucciones a los Doce fueron bien precisas: «No toméis el camino de los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 5 s.). Pero también nos encontramos con textos que reflejan apertura a los no judíos. Hay una cierta tendencia, entre los investigadores, a reconocer que, en temas de universalidad, Jesús fue progresando. No partió de ella, pero llegó a ella. Así lo reflejaría la parábola del buen samaritano, en la que un no judío penetró para siempre en la historia de la humanidad como insuperable modelo del auténtico amor al prójimo (Le 10, 30-37). Lo más probable es que esta narración proceda de Jesús mismo. Desde luego es bastante ajena a la mentalidad judía de la época. Yel mandamiento del amor a los enemigos (Mt 5, 44; Le 6, 27-36) no se refiere únicamente al enemigo personal, sino al adversario religioso. El marco judío vuelve a quedar ampliamente superado. Una libertad de la que Jesús haría frecuente uso al relativizar el templo, la observancia del sábado, las purificaciones rituales y un largo etcétera. No conviene olvidar que, aunque el judaísmo actual intente recuperar la figura de jesús" -a quien considera una especie de hijo pródigo que, tras larga ausencia, retorna a la casa paterna-, sus palabras y sus actos no fueron precisamente un dechado de ortodoxia según los cánones judíos. Hay que recordar que la autoridad religiosa terminó entregándolo al poder romano para que lo crucificara. Señal inequívoca de que el profeta de Nazaret no se adaptó mansamente a las leyes de su pueblo. Los evangelios dejan claro que, al menos, intentó reformarlas. A la hora de buscar textos que avalen la universalidad de Jesús, siempre habrá que recordar la impresionante parábola del juicio final (Mt 25, 31-46). Su referente es el hombre -no sólo el judío- que tiene hambre y sed, que sufre el destino del inmigrante, que está desnudo o enfermo, o que se encuentra privado de su libertad. Se trata del ser humano que necesita apoyo, sin distinción de sexo, raza ni religión. Pocas veces se habrá hablado de una forma tan bella e inequívoca en favor del ser humano. Aunque el compromiso de Jesús con la sociedad se hubiese limitado a dejarnos esta parábola, merecería ser recordado con gratitud.
21.
H. Kiing, El judaísmo. Pasado, presente y futuro, Trotta, Madrid, 32001.
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Pero el espigueo de textos nunca será un método correcto. Es inútil echar a pelear las citas a favor o en contra de una determinada tesis. No es así como trabaja la exégesis actual. Lo decisivo es identificar el ductus general, las líneas dominantes de la palabra y de la actuación de Jesús. Algo nada fácil, ya que requiere un profundo conocimiento del Nuevo Testamento en su conjunto". Es lo que Schillebeeckx ha llamado «coherencia de contenido-", No cabe duda, por ejemplo, de que la invitación a amar a los enemigos se compagina bien, es coherente, con lo que fue la tónica de la vida y del mensaje de Jesús. En cambio, un logion como el de Mt 5, 17, donde Jesús afirma que no ha venido a abolir la ley, sino a darle estricto cumplimiento, se da de bruces con su actitud global, extremadamente crítica, frente a la ley. Con la mirada puesta en los grandes contenidos del mensaje de Jesús será muy difícil sostener que sólo pensó en sus correligionarios judíos. Obviamente están masivamente presentes en los evangelios. Eran su pueblo. Judíos eran sus padres y sus amigos; judía era su Biblia; judío era él mismo. Pero una lectura pausada de los evangelios, que pretenda identificar a los destinatarios de las bienaventuranzas, de su anuncio del Reino, de sus exigencias y de sus promesas, se topa necesariamente con el ser humano en general. Jesús no pensó que sólo los judíos fuesen hijos del Dios que él anunciaba; ni restringió su proyecto de hermandad y fraternidad a los miembros del pueblo que le vio nacer. Eso sí: el mensaje de Jesús conoce la tensión entre universalidad y particularidad. Tanto él como sus intérpretes posteriores miran hacia un doble frente. Por un lado, se abren al hombre concreto, a su respuesta personal e intransferible a la interpelación divina. El individuo es tomado en serio. No lo justifica la fe de sus antepasados, sino su propia entrega personal. Se detecta una clara insistencia en lo personal, en la responsabilidad indivídual, en las opciones éticoreligiosas del sujeto. Pero, por otro lado, también se tiene en cuenta el destino final de los pueblos, las odiseas colectivas, la obediencia o el pecado de las colectividades. Por tanto: la universalidad y la particularidad forman parte del entramado del mensaje de Jesús. Tíenen razón, sin embargo, los que sostienen que Jesús se decantó más por lo
22. Bajo el título «Penuria histórica>, he dedicado a este tema un capítulo de mi libro El cristianismo. Una aproximación, Trotta, Madrid, 22000, pp. 91-108. 23. E. Schillebeeckx,fesús. La historia de un viviente, Trona, Madrid, 2002, pp. 85 s.
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existencial que por lo social. Las grandes magnitudes sociales le fueron ajenas. Parece que pensó, como su buen seguidor S. Kierkegaard, que a Dios tenemos que acercarnos «de uno en uno». No parece que sea algo que podamos reprocharle. La humanidad ha tardado mucho en hablar en plural. Nos ha costado mucho «asociarnos». El peligro ahora es que olvidemos el singular, que venza el hombre-masa, que se apague la voz propia, que sólo haya «portavoces» de colectivos anónimos. A los conocedores de la historia de la filosofía no les resultará costoso imaginar quién ha reprochado a Jesús carencia de perspectiva universal. Fue, naturalmente, Hegel. El filósofo que escribió que «el mundo real es tal como debe ser» y que «Ía verdad es el todo» echa en cara a Jesús que se pierda en los detalles y en las menudencias de los destinos individuales. Él lo tenía claro: «cabe también que el individuo sea injustamente tratado. Pero esto no afecta para nada a la historia universal, a la que los individuos sirven como medios en su . progresión»>. De ahí que, a los ojos de Hegel, Jesús sea, simplemente, «una buena persona». A duras penas alcanza la elevación de Sócrates. y es que al profeta de Nazaret le faltó, siempre según Hegel, el horizonte universal del sabio, fino y republicano Sócrates. Jesús se enreda en sermones morales y acude insistentemente a un tono pedagógico. Sócrates, en cambio, en lugar de «predicar desde lo alto de una montaña», ejerce su «trabajo de comadrona» en plena plaza pública. y no se le ocurrió consolar a sus amigos «con la promesa de una resurrección». Eso sólo lo necesitan los «espíritus pusilánimesv". No parece, sin embargo, que el horizonte de Sócrates sea mucho más universal que el de Jesús. Más bien se tiene la impresión de que ambos se dirigieron al hombre concreto que les salía al paso. Lo que en sus legados puede haber de validez universal sólo es detectable indirectamente, es decir, analizando si su enseñanza logró plasmar algo así como constantes de la condición humana. Expresado de otra forma: su universalidad, si existe, no es el resultado de un propósito, sino la expresión de unos contenidos cuya vigencia no ha quedado desairada por el paso del tiempo. Hegel vio en Sócrates un duro competidor de Jesús. Se inscribió así en la larga lista de los que reconocen que «para entender la esencia
24. G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid, 1985, p. 77. 2'5. Son las tesis defendidas por Hegel en sus Escritos de juventud, editados en castellano por]. M. Ripalda, FCE, México/Madrid/Buenos Aires, 1978.
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íntima de la civilización moral moderna debemos, indudablemente, remontarnos a dos personalidades: Sócrates y jesús»". Ninguno de ellos dejó nada escrito. Y épocas hubo en las que hasta de su existencia se dudó. Pero superaron bien la prueba y hoy no es posible renunciar a su herencia. No sé si será correcto hablar de «su» compromiso con la sociedad; pero «la" sociedad haría mal si los olvidara. Nosotros tenemos que despedirnos aquí de Sócrates para continuar con el análisis del compromiso de Jesús. Platón concluye el Fedón afirmando que Sócrates fue «el más sabio y el más justo de los hombresv". La sabiduría y la justicia son, indudablemente, pilares fundamentales del edificio socrático. Y del de Jesús. Tal vez esta afinidad explique que san Agustín considerara a Sócrates un precursor y mártir precristiano. Este filósofo callejero e inquisitivo llegó a convertirse en modelo del anima naturaliter christiana. Erasmo lo incluye entre sus santos y, para escándalo de Lutero, llegó a rezar: Sancte Socrate, ora pro nobis28• Sin duda vio en este filósofo, maestro en el arte de dialogar y preguntar, defensor de la inmortalidad del alma y capaz de dar su vida por defender su «fe filosófica» (K. Jaspers), una brillante posibilidad de conciliar el cristianismo con los ideales helénicos. Permítaseme, para concluir este apartado, una última reflexión sobre el tema de la universalidad. Considero que, aunque Jesús sólo hubiera tenido ojos para el pueblo de Israel, la vigencia universal de su mensaje no habría quedado afectada. Y es que los hombres nos parecemos unos a otros más de lo que nuestras diferentes culturas permiten suponer-", Este parentesco esencial tiene múltiples manifestaciones: las necesidades biológicas, el hecho lingüístico, las reacciones interpersonales como la compasión, la vanidad, la curiosidad, la envidia, el rencor, etc. Sin olvidar lo más primario: que todos los seres humanos tenemos estómago. Yel estómago, recordaba una y otra vez E. Bloch, «es la primera lámpara que reclama su aceite». Jesús parece haber dispuesto de esta elemental información. Los evangelistas lo presentan ocupándose del alimento y las enfermedades de la gente.
26. R. Mondolfo, Sócrates, Editorial Universitaria, Buenos Aires, 1976, p. 134. Cf. también A. Tovar, Vida de Sócrates, Alianza, Madrid, 1986; G. Luri Medrano, El proceso de Sócrates, Trotta, Madrid, 1998. . • 27. Cito el Fedón por la edición de los Diálogos de Espasa Calpe (intr, de C. Gama Gual), Madrid, 1988, p. 211. 28. R. Mondolfo, op. cit., pp. 136 s. 29. Cf. el artículo "Universalidad" en el Diccionario filosófico de F. Savatcr (Planeta, Barcelona), pp. 400-428, especialmente pp. 407-410.
Una anécdota, atribuida a Victor Hugo, expresa gráficamente este parentesco esencial que nos permite hablar de «la humanidad». En cierta ocasión, Victor Hugo recibió el homenaje de todos los embajadores acreditados en París. Entró el embajador alemán y el gran escritor no tuvo dudas en cómo debía saludarle: <,jAlemania! ¡Ah, Goethe!»; llegó a continuación el embajador español y Victor Hugo lo tuvo de nuevo claro: <,jEspaña! ¡Ah, Cervantes!»; la aparición del inglés tampoco ofreció problemas: «Ilnglaterral ¡Ah, Shakespeare!». Finalmente hizo su entrada el embajador de, digamos, Laponia; el escritor no se arredró y dijo: «il.aponia! ¡Ah, la humanidad!». y es que la humanidad es nuestro común denominador, el único título que nos pertenece a todos por igual. «Recuerda tu humanidad y olvida todo lo demás», escribió B. Russell'". Una misma humanidad que, sin embargo, no dispone de las mismas medicinas, ni de las mismas posibilidades educativas, ni de una alimentación igualmente rica en proteínas, ni de la misma protección jurídica, ni de una vivienda con parecido confort... Parece, pues, posible que determinadas personalidades de la historia, incluso sin conciencia de universalidad, nos hayan legado historias, parábolas, símbolos, palabras, impulsos, intuiciones, ejemplos de vida o enseñanzas que, lentamente, se han ido acreditando en la experiencia de los seres humanos y han llegado a ser patrimonio de todos. Creo, sinceramente, que es el caso de Jesús de Nazaret. Sólo nos resta evocar, de forma necesariamente breve y selectiva, algunos de los servicios que prestó, y continúa prestando, a la sociedad.
3. Un mensaje para la sociedad a)
La invitación a repartir
Decía E. Mounier que las civilizaciones cristianas fueron las únicas «activas e industriosas». Se trata, probablemente, de una apreciación histórica correcta, aunque exagerada. La pregunta es si, además de activas, fueron buenas repartidoras. Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que, «sin reparto», no hay cristianismo. Pero el hecho es que, 20 siglos después de aquellos prometedores comienzos en los que los cristianos lo ponían todo en común, media humanidad derro-
]0. lbid., p. 410.
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cha lo que la otra media necesita para subsistir. El espectáculo no puede ser más deprimente. Carece hasta de una elemental estética. Estamos en situación de poder acabar con el hambre sobre la tierra; pero es el hambre la que acaba con millones de seres humanos. Informes recientes indican que la escolarización primaria de todos los niños podría hacerse realidad dentro de 33 años; la nutrición de los niños menores de cinco años podría ser posible dentro de 59 años; la mortalidad de los niños menores de un año podría desaparecer dentro de 23 años; y, pasados 20 años, es posible que haya agua potable para todos". Al mismo tiempo, en los países ricos, asistimos a una feroz globalización de la codicia y de la ambición sin límites. Se trata de un fracaso civilizatorio en toda regla, al que no es ajeno el cristianismo. El hecho de que el mayor derroche se localice en los países de milenaria tradición cristiana es toda una invitación a la reflexión. El cristianismo no ha logrado inculcar algo que Jesús vio con nitidez: que el hambre es, siempre y en cualquier continente, mala. Envilece al ser humano, lo achica y lo humilla. Las teologías de la liberación lo vieron con claridad. En realidad, bajo el impulso de Jesús, todo comenzó bien. La primera historia del cristianismo, la de los Hechos de los Apóstoles -aunque muy novelada- deja constancia de la preocupación «social. de la nueva religión. La historia de Ananías y Safira (Hch 5, 1-11) es una dramática ejemplificación de la gravedad que encierra cometer fraude en el reparto. Su pecado estuvo en no ponerlo todo en común. Un estudioso de aquellos primeros tiempos escribe: «Pero, finalmente, los beneficios que acarreaba el ser cristiano no quedaban confinados al otro mundo. Una congregación cristiana poseía un sentido comunitario más fuerte que cualquier otro grupo isiaco o mitraico equivalentes-", Incluso algunos paganos, poco amigos del nuevo movimiento religioso, dejaron constancia de la buena disposición de los cristianos para prestar ayuda material. El amor al prójimo, aunque ciertamente no fue inventado por Jesús ni por sus seguidores, «en aquella época era practicado por los cristianos con mayor efectividad que por ningún otro grupo». Se reconocía que «la iglesia ofrecía todo lo necesario para constituir una especie de seguridad social: cuidaba
31. Tomo estos datos del n.? 136 de Papeles de Cristianisme i Justicia (octubre 1999), n. 2. 32. E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, Cristiandad, Madrid, 1975, p. 177.
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de huérfanos y viudas, atendía a los ancianos, a los incapacitados y a los que carecían de medios de vida; tenía un fondo común para funerales de los pobres y un servicio para las épocas de epidemia-", Sin embargo, a pesar del indudable atractivo que semejantes prestaciones sociales debían suponer, no parece que, a la hora de convertirse al cristianismo, fuesen ellas el factor determinante. Era más decisivo «el sentimiento de grupo que el cristianismo estaba en condiciones de fomentar»:", Y es que, entonces como hoy, la soledad hacía estragos. Epicteto describió «el horrible desamparo que puede experimentar un hombre en medio de sus sernejantes'!». Desamparo que experimentaban «los bárbaros urbanizados, los campesinos llegados a las ciudades en busca de trabajo, los soldados licenciados, los rentistas arruinados por la inflación y los esclavos manumitidos. Para todas estas gentes, el entrar a formar parte de la comunidad cristiana debía de ser el único medio de conservar el respeto hacia sí mismo y dar a la propia vida algún sentido>», No es, pues, extraño -sostiene E. R. Dodds- que los primeros y más llamativos progresos del cristianismo se realizaran en las grandes ciudades: Antioquía, Roma y Alejandría. Los cristianos eran «miembros unos de otros» en un sentido mucho más que formulario. Pienso que ésta fue una causa importante, quizá la más importante de todas, de la difusión del cristianismo'?
Al leer algunos de los párrafos que acabo de citar, se siente uno dramáticamente trasladado a esta época que nos ha tocado vivir. Nuestro día a día representa, con excesiva frecuencia, una reedición, algo corregida y tal vez muy aumentada, de las aflicciones a las que tuvo que hacer frente el primitivo cristianismo. Según H. Arendt, el siglo xx ha sido el «más cruel de la historia conocida». Hemos sido testigos o protagonistas de atrocidades que, como afirma J. B. Metz, «rebajan mucho la frontera metafísica de la vergüenza por lo que sucede entre los hombres. Sólo sobreviven a una cosa así los olvidadizos. O quienes ya han conseguido olvidar que ya han olvidado algo?». Tiene razón cuando afirma que «no se puede pecar a voluntad contra
33. 34. 35. 36. 37.
Ibid., p. 178. lbid. lbid., p. 179. lbid.
38.
.J.
tu:
B. Metz y E. Wiesel, Esperar a pesar de todo, Trotta, Madrid, 1996, p. 36.
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el nombre del hombre?», Y se trata de una historia en la que el cristianismo no tiene las manos limpias. «Para mí -escribe Metz-la capacidad de futuro del cristianismo es escasa por el hecho de haber desperdiciado tanto pasado"?», Tal vez sería conveniente, como he propuesto en otro lugar", distinguir entre la actuación de los cristianos, marcada por las sombras que todos conocemos, y el cristianismo. De este último siempre será verdad lo que afirma H. Bóll: Yo antepondría el peor de los mundos cristianos al mejor de los paganos, porque en un mundo cristiano hay lugar para quienes no tienen lugar en un mundo pagano: los mutilados, los enfermos, los ancianos y los débiles. Y porque hay algo más que lugar: hay amor para aquellos que resultan inútiles para un mundo pagano y ateo. El diagnóstico sobre el cristianismo es correcto; pero el juicio de Boll sobre el mundo pagano y ateo no puede ser más desafortunado. El gran escritor olvida que, con frecuencia, los cristianos recibieron lecciones de solidaridad de los no creyentes. Dejó escrito E. Kásemann que la historia de las revoluciones provocadas por Jesús está aún por escribir'", Una de ellas es, sin duda, su invitación al reparto, a la generosidad. No parece que esté pasada de moda. Los países ricos empiezan a hablar del reparto del trabajo. Jesús no ofrece recetas económicas, sociales, ni políticas. Pero dejó caer frases que, 20 siglos más tarde, producen una especie de pasmo. Uno no sabe muy bien qué hacer con ellas. Si se las cita en público, los mismos cristianos bajan la cabeza, como diciendo: qué le vamos a hacer, la cosa no va conmigo. Y, efectivamente, son dichos tan intensos y radicales que no van con casi nadie en particular pero que pueden introducir una especie de inquietud general. Me refiero a los siguientes: «Vended vuestros bienes y dad limosna» (Le 12, 33); «Todo aquel de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Le 14, 33). La radicalidad de Lucas queda reflejada en la importante corrección que hace a Mateo y Marcos: donde, según ellos, Jesús dijo al joven rico «Vende lo que tienes y dala a los pobres» (Mt 19, 21; Mc 10, 21) Lucas hace decir a Jesús: «Vende todo cuanto tienes y repártelo entre los pobres» (Le 18, 22). Probablemente se trata de mensajes carentes de operatividad práctica. Bastantes exegetas consideran que no deben ser interpreta39.
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dos literalmente. Serían, más bien, la forma oriental de insistir en que el reparto es algo muy serio. El oriental expresa esta realidad gráficamente, recurriendo a metáforas abultadas y retadoras. Otros intérpretes recurren a la lectura apocalíptica: convencido de que el fin del mundo era inminente, Jesús exhorta al desprendimiento. Sea de ello lo que fuere, no se puede negar que Jesús exigió justicia, pilar ineludible del reparto. Atacó la injusticia social y la dureza de corazón; pasó revista a los que se visten de pieles y viven en palacios (Mt 11, 8). No odió a los ricos, pero prefirió a los pobres y optó por ellos. Su preferencia no fue fanática, excluyente ni resentida, pero sí clara y consecuente. En un escenario como el suyo era imposible extender un cheque en blanco a las aspiraciones de los poderosos. Habría sido a costa de los débiles, gentes por las que Jesús «sentía compasión». Por eso curó en sábado, en lugar de decir al enfermo: «aguanta tu dolencia y vuelve mañana»; por eso, aunque no abolió la ley, la interpretó desde el hombre; y, en lo referente al templo, fue claro y dijo que la persona está antes que el culto; además hizo gala de la suficiente libertad para llamar «zorros» a los que lo eran, aunque al mismo tiempo fuesen autoridad constituida. Y fue visto repartiendo pan, peces, consuelo y perdón. Es legítimo preguntarse con E. Schillebeeckx: Inclusoen el casode queJesúshubiese realizado todo esto literalmente [se refiere a los milagros], équé significado tendría para nosotros hoy?Esevidente que el pan no se multiplica entre nosotrosy que, por mucho que creamosen él, el aguano se cambia en vinoy los muertos no vuelven más.Jesúscuró y ayudóa algunos en su tiempo; pero équé significa eso para la humanidad?", Cuantitativamente significa bien poco. El número de los beneficiados por la acción de Jesús fue exiguo. Pero se sentó un precedente importante. Nadie, hasta entonces, se había decantado tan decididamente por los desfavorecidos. Ya sólo por ello Jesús merece figurar en el panteón de los «hombres decisivos» de la humanidad, en el que le coloca K. Jaspers. Si, además, echamos una ojeada a lo que los hermeneutas alemanes llaman Wirkungsgeschichte, es decir, el efecto sostenido del compromiso de Jesús con los marginados a través de los siglos mediante la acción de tantos hombres y mujeres que, en su
Ibid.
40. lbid., p. 54. 41. 42.
M. Fraijó, El cristianismo. Una aproximación, cito E. Kásemann, La llamada de la libertad, Sígucmc, Salamanca, 1974, p. 39.
142
43. E. Schillebeeckx, Jesús. La historia de un viviente, cit., p. 165. Dediqué a este terna el libro Jesús y los marginados, cit.
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seguimiento, optaron por la misma causa, habría que concluir que de Nazaret salió algo bueno. Bueno para sus contemporáneos y, salvando las distancias, para las sociedades de nuestros días. b)
Invitación a la esperanza
El compromiso de Jesús con la sociedad no se limitó a ofrecer poderosos impulsos para su recto funcionamiento. Su legado va más allá. Él sabía, antes que Hegel, que «la verdad de las cosas finitas es su final». Las sociedades constan de seres humanos de corta duración. Todo acaba apenas empezado. Los antiguos meditaban sobre la vita brevis y se ejercitaban en el ars moriendi. Nuestro afán, como serenamente constató Spinoza, es durar; pero nuestro destino, como sin serenidad alguna gritó Unamuno, es morir. También de este frente se ocupó Jesús. Creyó y esperó en un futuro más allá de la muerte. Es la aspiración a un futuro absoluto, al que tantas páginas dedicó Rahner. Lo hacía, naturalmente, desde su honda convicción cristiana. Una convicción -la de que los muertos resucitarán- que, aunque es anterior a Jesús, recibió de él nueva fuerza. Tal vez fue éste su compromiso de más larga duración con las sociedades humanas. En este tema abrió horizontes y suscitó esperanzas que sólo él podía ofrecer. En temas de reparto -nuestro anterior apartado- puede que sea reemplazable; pero, cuando está en juego el futuro absoluto, la mirada se vuelve inevitablemente hacia él. Decía 1. Bloy que el cristianismo nos da «su palabra de honor» de que existe otra vida. Esa palabra de honor pasa por Jesús, aunque no es suya. Sólo Dios, si existe, es resucitador de muertos. El Nuevo Testamento no hace ninguna concesión en ese tema. Decir «Dios» y decir «resucitador de muertos» es lo mismo. Y Jesús lo sabía. Él nunca se anunció a sí mismo. Siempre fue Dios, su reino, el centro de su mensaje. Y se trataba de un Dios de vida, no de muerte. La muerte queda devaluada a penúltima instancia. Lo último, lo definitivo, será Dios. Desde él habla y actúa Jesús. Dios no era para él «una medalla antigua con su relieve casi borrado» (A. Comte). Si Dios no existiera, el más «perjudicado» sería Jesús. Sólo él se lo jugó todo a esa carta. Los demás diversificamos siempre nuestras apuestas. Apostamos por Dios y, por si no nos toca, apostamos también por otros diosecillos. Pero el caso de Jesús fue único y espectacular. Su vida estuvo presidida por una gran pasión: el Padre. Puso todo su empeño en darlo a conocer. De ahí que se haya convertido en «la mejor orientación hacia Dios» (K. jaspcrs), A pesar de ello es sabido que ni jesús rasgó por
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completo el velo que protege y oculta a Dios. Después de él, Dios sigue siendo el «misterio absoluto». Pero, tras la vida y muerte de Jesús -y de la fe en su resurrección de entre los muertos-, nada volverá a ser igual. Las sociedades humanas poseen ahora un guía, un pedagogo en los asuntos relacionados con Dios. El cristianismo irá más lejos y verá en él la revelación definitiva del Padre. «Sólo Dios habla bien de Dios», escribió K. Barth. Se tiene la impresión de que Jesús tampoco lo hizo mal. Se preguntaba E. Lévinas: «ms seguro que la inmanencia sea la gracia supremao.". Jesús ofrece una respuesta serena y esperanzada a esta pregunta. Su Dios no es únicamente el origen bondadoso de la realidad, sino también su final, su salvación. No hay protología sin escatología. La creación inicial no es separable de la acogida final. Jesús comparte la esperanza de su pueblo en la resurrección. Se le ve polemizando con los saduceos -el único grupo que no aceptaba esta creencia- en un denodado esfuerzo por introducir espíritu en los burdos esquemas materiales de sus oponentes (Me 12, 18-27 par.). No, Jesús no pensó que la inmanencia fuese «la gracia suprema». Ni se decidió, como Bloch, a «trascender sin Trascendencia». Él no hubiera aceptado que «los hechos del mundo» constituyen la realidad última; ni hubiera afirmado que hay que afrontarlos «sin happy end, sin resurrección, sin vida eterna-'". Invitó, creo, a la esperanza en el Dios del futuro. Y su propia resurrección habría sido la confirmación de que Dios le daba la razón"; Personalmente interpreto esta invitación a la esperanza como compromiso con la sociedad. Me parece una respetable ayuda para vivir y morir dignamente. Esto no significa que se trate de una ayuda querida por todos. Schopenhauer estaba bien seguro de que, si se golpease en las losas de los sepulcros preguntando a los muertos si
44.
E. Lévinas, Transcendance et intelligibilité, Labor et Fides, Geneve, 1984, p.
23. 45. N. Luhmann, Funktion der Religion, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1977, p. 199. 46. Así ha quedado expuesto en el capítulo segundo de este libro. ]. Sobrino, en su libro La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Trotta, Madrid, 1999, dedica muchas páginas (25-166) al tema de la resurrección. Son textos muy valiosos. Cf. también L. Schenke, La comunidad primitiva. Historia y teología, Sígueme, Salamanca, 1999, pp. 12-29. Da que pensar el hecho de que Bonhoeffer escriba: «La resurrección no es la solución al problema de la muerte". Tal vez quería significar que la muerte es un daño irreparable. Si hay un Dios que tiene poder para resucitamos, épor qué no activa ese poder antes e impide que tengamos que morir? Parece una pregunta razonable.
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desean resucitar, éstos responderían negativamente. Existe la aceptación serena de la muerte sin añadidos escatológicos. Jorge L. Borges dejó dicho: «Para mí la muerte es una esperanza. Yo espero, como dijera mi padre, morir enteramente, en cuerpo y alma, y ser olvidado también. De modo que no pienso en la muerte con temor»:", Sin embargo, no ha sido ésta la melodía que ha prevalecido en Occidente. Contagiados tal vez por la firmeza de la promesa cristiana, muchos de nuestros grandes poetas y pensadores se abrieron a ese futuro desconocido. Algunos, como Bloch, porque «por dignidad personal» se negaban a aceptar das harte Nichts, la nada pura y dura. Ya nos hemos referido a él en los capítulos anteriores. Otros, también Bloch, pensaron en las vidas malogradas, en los que nunca fueron felices, y consideraron, con razón, que ellos serán siempre nuestra asignatura pendiente. No deben ser víctimas de la moderna industria del olvido. Kant, en un denodado esfuerzo filosófico, postuló para ellos un nuevo escenario en el que alcancen la felicidad de la que fueron dignos y que este mundo les negó. La sobriedad y contención del filósofo de Konigsberg dio paso al duelo desesperanzado de los filósofos de la Escuela de Frankfurt. Testigos atónitos de dos crueles guerras mundiales, apenas se atrevieron ya a mencionar el término «esperanza». Bloch lo hizo, pero añadiéndole un adjetivo elocuente. Su obra evoca una «esperanza enlutada». Y A. Camus lanzó una consigna que es la que tal vez están siguiendo las sociedades modernas: «Lo importante es pensar con claridad y abandonar toda esperanza». Escribo «tal vez» porque la esperanza de cada cual es su secreto personal. Y, a veces, ni uno mismo sabe si espera algo, más allá de la obligada tiniebla del sepulcro. Sin embargo, el autor de estas páginas aprendió de memoria hace muchos años unos versos de H. Heine que se atreve a citar aquí: y seguimos preguntando, una y otra vez, hasta que un puñado de tierra nos calle la boca. ¿Pero es eso una respuesta?
Sin duda, no es una respuesta, pero no se puede excluir que sea lo único que hay. Aunque Unamuno rechazaba con fuerza «el eterno
47. El texto forma parte de una entrevista a Jorge L. Borgcs, realizada en 1984. Fue reproducida por el diario El Pais del 22 de agosto de 1999, p. 27.
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ignorabimus», no parece que sea posible, en el tema que nos ocupa, salir de él. El mismo Unamuno se preguntaba si Dios será «algo sustancial fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo». Es una pregunta sin respuesta y -añadía el creador de San Manuel Bueno, mártir- «vale más que así lo sea». Uno se interroga calladamente por esta preferencia. Tal vez su secreto último esté en el conocido credo unamuniano: «Creer en Dios es anhelar que le haya y es, además, conducirse como si le hubiera; es vivir de ese anhelo y hacer de él nuestro último resorte de acción. De este anhelo o hambre de divinidad surge la esperanza... », Una esperanza que es un no rotundo a la definitividad del sepulcro, un «no morirse del todo», un pacto con Dios más allá de la muerte. Pacto que inmortalizó el poeta de Salamanca en los versos que hoy leemos en su humilde nicho del cementerio de esa ciudad: Méteme padre eterno en tu pecho misterioso hogar, dormiré tranquilo pues vengo deshecho del duro bregar.
En un debate con E. Fink, Heidegger contrapuso la espera a la esperanza. La esperanza cuenta con algo, se ocupa en firme de algo; la espera habla el lenguaje de la conformidad, el recato y la discreción. La esperanza incluye un momento de agresividad, la espera, de contención. El filósofo se limita a esperar, a «estar a la espera»; el cristiano se atreve con la esperanza", Como Unamuno, quiere «trepar a lo inaccesible». Pero la esperanza sólo se legitima si hay algo que esperar. Jesús creía que sí. Su Dios, el Padre, es una especie de dique frente a la frustración total, frente a la terrible desestabilización que conlleva toda muerte, la propia y la ajena. Es un Dios que recompone historias, que enjuga lágrimas, que lo inaugura todo de nuevo, que promete esa añorada «patria de la identidad», a la que tantos guiños hizo Bloch. La última palabra sobre las víctimas del dolor y la injusticia, anuncia Jesús a las personas o sociedades que deseen escucharle, no es la que pronunciaron sus verdugos; ese último veredicto se llama «salvación» y viene de Dios. «El último hábito no tiene bolsillos», escribió Bloch. Es un refrán alemán que alerta sobre la completa indefensión del ser
48.
Para un desarrollo más amplio véase el capítulo 6 de este libro.
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humano ante la muerte. Jesús mermó algo esa indefensión con su invitación a la esperanza. El problema será siempre cómo descubrir que Jesús estaba en lo cierto, que sus promesas se sostienen. Pero eso es ya otro cantar del que nos hemos ocupado en el capítulo 2.
4. A modo de conclusión
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reparte cubre de sombras su vida. Consciente de ello, Jesús no llamó «malos» a los ricos; más acertadamente los consideró «infelices». La elección de la «esperanza», de la esperanza escatológica, no requiere mayor justificación. Con ella forcejearemos siempre, esperando que se cumplan los buenos augurios de A. Machado: Un día tornarán, con luz del fondo ungidos, los cuerpos virginales a la orilla vieja.
Pretendíamos evocar el compromiso de Jesús con la sociedad. No ha sido tarea fácil. Hemos tropezado con dos grandes obstáculos: a) La sociedad que conoció Jesús ha sufrido transformaciones que él nunca pudo imaginar. A pesar de ello hemos señalado una serie de constantes en la vida de los pueblos y de las personas que, con muchos rodeos, nos permiten aplicar el mensaje de Jesús a la hora actual. b) Hay muchas imágenes de Jesús. No es fácil acceder al Jesús real ni, por tanto, saber si se comprometió con la sociedad. Pero también aquí hemos puesto de relieve, con la ayuda de los exegetas, ciertos rasgos de su predicación y actuación que parecen sostenerse históricamente. Logradas estas metas, sólo nos quedaba detallar el compromiso de Jesús con la sociedad. Aquí el campo era inabarcable. Hubiera sido posible, por ejemplo, recordar su alegato en favor del perdón. Una pensadora del siglo pasado, H. Arendt, no se recata en afirmar que «el descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret. El hecho de que hiciera este descubrimiento en un contexto religioso no es razón para tomarlo con menos seriedad en un sentido estrictamente secular»:", Hubiera merecido igualmente la pena detenerse en su defensa de la tolerancia. Recuérdese cómo frenó en seco la impaciencia de los que, sin dar respiro al tiempo, querían separar el trigo de la cizaña (Mt 13, 24-30). Jesús prefiere que «ambos crezcan juntos hasta la siega». Y, en la parábola de la «semilla que crece por sí sola», advierte, por cierto con gran belleza, que sólo hay que meter la hoz «cuando el fruto lo admite», es decir, cuando llega la época de la siega. Hasta ese momento, el grano brota y crece, y el sembrador debe comprender que su misión tiene un nombre: saber esperar (Me 4, 26-29). No parece probable que ningún intolerante se haya inspirado nunca en esta parábola. Había, pues, dónde elegir. Si he optado por la invitación al «reparto» y a la «esperanza» ha sido por su carácter abarcador. Quien no
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El garante último de esta esperanza escatológica es Dios. Sobre él reflexionan los dos próximos capítulos. Sólo Dios, si existe, asegura el triunfo definitivo frente al mal.
H. Arcndt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1'.1%, pp. 2SH s,
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Introducción Bajo el título «Realidad de Dios y drama del hombre», los responsables de la Cátedra de Teología Contemporánea me piden que preste especial atención al «humanismo ateo»; es decir, a ese ateísmo que se remite a la defensa del hombre como causa última de su opción atea. Se trata de importantes movimientos filosóficos, nacidos sobre todo en el siglo XIX y primera mitad del XX, pero que han mantenido su vigencia hasta nuestros días. Su tesis es bien sencilla: Dios y el hombre se excluyen. Los intentos de armonización terminan perjudicando siempre al hombre. Donde se afirma la existencia de Dios se sentencia al hombre a una situación degradante y alienada. Los dioses expropian a los hombres. Intentaremos verificar y valorar esta tesis en algunos de sus principales representantes. Pero, antes, permítaseme una observación. Parto de la definición convencional del ateísmo: ateo es el que no cree en Dios. Pero confieso que lo hago a disgusto. Mi conferencia debería haber ido precedida de otra ponencia de índole filosófico-teológica que, antes de examinar las diferentes clases de ateísmo, analizase la esencia y las condiciones de posibilidad de un proyecto de vida ateo. No hago esta afirmación porque piense que no es posible el ateísmo (creo que sólo desde presupuestos muy intrateológicos es posible adherirse a la tesis de K. Rahner sobre los cristianos anónimos), sino sencillamente porque considero que se trata de un fenómeno complejo, cambiante y ambiguo, que nunca debe ser un presupuesto ingenuo. Más que como una constante, el ateísmo debería ser considerado como una variable a analizar en cada caso. 151
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Quisiera avalar esta sospecha con dos textos de un destacado estudioso de las religiones de la humanidad: M. Eliade. Preguntado sobre si, como Malraux, pensaba que «habrá un siglo XXI religioso o no lo habrá en absoluto», M. Eliade respondió: «No es posible hacer ninguna predicción. La libertad del espíritu es tal que no es posible anticiparlas". Y añadía: «Lo que hace aún más difícil cualquier predicción en este terreno es el hecho de que ciertas formas religiosas pueden pasar desapercibidas en cuanto tales. Puede haber una creación tan nueva que al principio, e incluso durante siglos, nadie la considere creación religiosa-t. Alude al caso del cristianismo, que, en sus comienzos, fue acusado de ateísmo. M. Eliade aporta una segunda razón para dudar de la posibilidad de la opción atea. El texto merece ser citado íntegramente:
todos los tiempos. No; no nos referimos únicamente a E. Bloch y a su resistencia frente a la posibilidad de que «las mandíbulas de la muerte acaben triturándolo todo-", Son también conocidas las protestas testimoniales de los iniciadores de la Escuela de Frankfurt frente a la carga de negatividad que aqueja a las realizaciones históricas de los humanos. Ellos procedían directamente de los frentes de guerra europeos y supieron de mutilaciones esenciales que han empañado para siempre la faz de nuestro planeta. Uno de ellos, M. Horkheimer, escribía:
El terror de la historia es para mí la experiencia de un hombre sin religión, que no tiene esperanzaalgunade encontrar sentido definitivo al drama histórico, que debe sufrir los crímenes de la historia sin comprender su sentido. Un israelitacautivo en Babilonia sufría enormemente, pero aquel sufrimiento tenía un sentido: Yahvé quería castigar a su pueblo. Y sabía que, al final, iba a triunfar Yahvé, el bien por consiguiente [oo.] También para Hegel, todo acontecimiento, toda prueba era una manifestación del espíritu universal y, por consiguiente, tenía sentido. Se podía, cuando no justificar, al menos explicar racionalmente el mal histórico oo. Cuando los acontecimientos históricos se vacían de toda significación transhistórica, cuando dejan de ser lo que eran para el hombre tradicional-pruebas para un pueblo o individuo-, estamos ante lo que he llamado el terror de la
Horkheimer se resiste a que un mundo en el que «los niños mueren de hambre mientras las manos de los padres arrojan bombas-" sea la realización máxima de lo que nos cabe esperar. Sin embargo, no sería honesto omitir que no todos los impulsos del pensamiento actual entonan el mismo cantus (irmus. No todo son inquietudes en el seguimiento de Pascal o Kierkegaard. Se profesa también la renuncia a la inquietud. Existe la nueva versión del agnóstico que proclama: «Yo vivo perfectamente en la finitud y no necesito más>'? Se contempla la finitud como algo satisfactorio en sí mismo. Nada de ulteriores planteamientos sobre Dios u otra vida. Tales planteamientos denotarían una integración imperfecta en la única realidad existente: la finitud. «Hay lo que hay y nada ajeno a la realidad finita puede admitirse como existente-". Lo importante es estar perfectamente instalado en la finitud sin «echar de menos a Dios». Si alguien se cansa de lo finito es porque está «mal educado». Se impone renunciar a los «añadidos escatológicos» y a todo género de «tragedia teológica». Lo sensato será despreocuparse de la existencia de Dios. De todos modos, su verificación no es posible. Además, nos perturba.
historia'.
y como M. Eliade piensa que el terror de la historia es muy difícil de soportar «a secas», sin posibles reparaciones transhistóricas -no es el único en pensar así; recuérdense los postulados kantianos-, coloca un signo de interrogación detrás de todo alegato o credo ateo. Tal vez debamos añadir que, por supuesto, sin renunciar a su cosmovisión atea, destacados pensadores de la cultura occidental participan de la perplejidad e incluso de la protesta de M. Eliade frente al terror de la historia. Y no estamos aludiendo sólo a ese gran pensador utópico, refugio e inspirador de teólogos con antenas para los desafíos que la negatividad histórica plantea al cristianismo de
1. M. Eliade, La prueba del laberinto, Cristiandad, Madrid, 1980, p. 111. .
2. lbid. 3.
.
tu«, p. 122. 152
El sinsentido del destino individual, ya antes determinado por la falta de razón, por el carácter nuevamente natural del proceso de producción, se ha convertido en la fase actual en la característica más decisiva de la existencia. Todos están abandonados a la ciegacasualidad. De ahí mi insistencia en el anhelo de justiciaconsumadas.
4. Cf. la obra fundamental de E. Bloch, El principio esperanza, 3 vols., Aguilar, Madrid, vol. 3, 1977, pp. 79 s. (nueva ed. de próxima publicación en Trona). Remitimos también al libro de J. A. Gimbernat Ernst Bloch. Utopía y esperanza, Cátedra, Madrid, 1983. 5. M. Horkheimer, «El anhelo de lo totalmente Otro», en Anhelo de justicia. Teoría crítica y religión, ed. de].]. Sánchez, Trona, Madrid, 2000, p. 174. 6. Ibid. 7. E. Tierno Galván, ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid, 1975, p. 15. 8. p. 33.
iu«.
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Es mejor decir: «Todo es mundo, es decir, finitud-", Adquiriendo el carnet de agnóstico desaparecen muchos problemas: «El agnóstico instalado en la finitud con su ajuar existencial completo no echa nada de menos; tampoco a Dios»!". Consecuentemente, tampoco ambiciona sobrepasar la vida más allá de las fronteras del mundo ni «desfacer entuertos» históricos en un posible más allá. El agnóstico acepta el perecimiento de lo finito sin refugiarse en ilusiones de pervivencia. «Nada hay más humano y que mejor defina la finitud que perecer»!'. Una «sobrevida- u otra vida está en contradicción con el hombre y con el mundo. Hasta aquí, Tierno Galván. Su libro rebosa satisfacción y seguridad. Ha logrado una solución contundente: suprimir el problema. Vale. No le echaremos nada en cara. No nos dedicaremos a buscarle «agujeros» por los que introducir de nuevo subrepticiamente el tema «Dios». Ya Bonhoeffer anatematizó a tales perturbadores de la intimidad. A nosotros sólo nos interesa dejar constancia de que, junto a la inquietud que formula preguntas y se lanza a una búsqueda más o menos desesperada de respuestas, existe también la instalación perfecta en la finitud, la vivencia satisfecha, reconciliada con el perecer y bien avenida «con lo que hay». Tierno Galván ha rendido un tributo póstumo a ese héroe nacional llamado Sancho Panza, olvidándose de la tristeza y del sentimiento de mutilación esencial (el buen Sancho no entendería estas palabrejas) que invadían a Sancho cuando lo separaban de «su señor». Digamos, para terminar esta ya larga introducción, que aunque sin caer en las «rebajas» de Tierno Galván, cada día son más numerosos los pensadores que renuncian a hacer filosofía -ino digamos ya teología!- de la historia. Precisamente porque conocen lo q'le M. Eliade llama el «terror de la historia», renuncian
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saque la impresión de que sé qué es el ateísmo, de que tengo «clasificados» a los ateos y les hablo del ateísmo humanista como podría haberles hablado del empirista o del que se basa en que Dios y la ciencia son incompatibles. No. Probablemente tanto la fe como la increencia tienen que ver con lo que Freud llamaba el «oscuro inconsciente». Y ese oscuro inconsciente se resiste a clasificaciones simplistas y a intentos de sistematizaciones cartesianas.
1. Un acontecimiento intracristiano en el origen del atetsmo'? Me refiero a la sacudida y a la alteración de esquemas que la irrupción del protestantismo supuso para la Europa cristiana. Frente a la «plenitud» del universo católico, el protestantismo aparece como un truncamiento radical, como una reducción a «mínimos esenciales». P. Berger ha contrapuesto el «pleroma católico» a la evangélica escasez del protestantisrno". La Reforma, iniciada por Lutero, reduce el alcance de lo sagrado en la realidad. El universo sacramental sufre amputaciones sensibles. Los siete sacramentos quedan reducidos a dos: la eucaristía y el bautismo. La negación de la transubstanciación priva a la eucaristía de sus características más numinosas. Los milagros dejan de ser centrales en la vida religiosa. La amplia red de intercesiones que une al católico con los santos y los difuntos queda sensiblemente mermada. Calvino mandó castigar a una mujer porque se le había oído musitar ante la tumba de su marido requiescat in pace. Poco a poco, y no sin luchas y resistencias, el protestantismo fue ensayando una relación con Dios desprovista de milagros y magia. M. Weber llamó a este proceso «desencantamiento del mundo»!", El mundo del protestantismo dejaba de estar penetrado de seres y fuerzas sagradas. Todo se reducía a dos polos sumamente austeros: la realidad trascendente de Dios y la humanidad «caída». Radical trascendencia de Dios enfrentada a un universo inmanente, cerrado a toda posible connotación sacralizante". Desde el punto de vista religioso, el mundo del protestante se vuelve muy solitario. Faltan los «consuelos» eclesiales del católico.
12. CE., para todo este apartado, P. L. Berger, Para una teoría sociológica de la religión, Kair6s, Barcelona, 1971, pp. 151-18I. 13. lbid., p. 16I. 14. [bid. 15. Ibid., pp. 161 ss.
tu«, p. 3I.
10. lbid., p. 35. 11.
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uu., p. 85. 154
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Los canales de comunicación entre lo divino y lo humano quedan atascados. El hombre se ve obligado a enfrentarse consigo mismo de un modo que históricamente carecía de precedentes. De ahí que surgieran figuras como las de Lutero y Kierkegaard, forjadas en la soledad yen lucha con la propia subjetividad. De poco sirvió a Lutero que Staupitz le recomendase afrontar sus dudas y luchas interiores refugiándose en las llagas de Cristo. Tal solución estaba mediatizada por una instancia eclesial y Lutero había roto ya con esos canales de salvación. El agustino de Wittenberg es ya un hombre moderno que busca la salvación dentro de la propia subjetividad. Las garantías eclesiales no le sirven. Sólo un canal de comunicación con lo trascendente salvó Lutero: la «palabra de Dios»!", De ahí que dedicara sus mejores energías a traducir la Biblia al alemán. Cuando Lutero realiza su magistral traducción había 15 millones de alemanes y sólo circulaban unas 6.000 biblias en alemán. Gran parte del clero ni siquiera sabía leer. La religión estaba plagada de magia y superstición. Había comulgantes que se guardaban la sagrada forma para esparcirla sobre sus sembrados con la esperanza de que acabase con las orugas ... Otros bautizaban sus perros, caballos y ovejas para protegerlos de las epidemias... Los criminales acudían en seguida a la comunión seguros de que ésta los protegería de caer en manos de la justicia... Lutero intentó hacer frente a tanta magia y decadencia divulgando la palabra de Dios. La Sagrada Escritura se convertirá en norma suprema. Una norma que para Lutero no ofrecía problema alguno. Para él, la Sagrada Escritura era clarísima en sí misma y no ofrecía dificultades de interpretación. Con la llegada de la Modernidad, la situación cambia radicalmente. La Biblia deja de ser un conjunto de libros claros y coherentes. La investigación histórico-crítica no se detuvo ante las páginas sagradas y descubrió en ellas errores, contradicciones e intereses humanos. El único canal que había sido respetado fue desmitologizado y cayó en la implausibilidad. Se abrían así las puertas a lo que P. Berger llamara la «inundación secularizadora»!", dando lugar a una situación empírica en la que terminaría siendo posible la teología de la muerte de Dios. La separación entre Dios y el mundo, puesta en marcha por Lutero y radicalizada en nuestros días por la teología dialéctica de K. Barth y sus amigos, tuvo como consecuencia un «Dios sin mundo» y un 16. lbid., p. 162.
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«mundo sin Dios». Había sonado la hora del ateísmo. Algunos teólogos norteamericanos no dudaron en llamar a K. Barth padre del ateísmo contemporáneo. El protestantismo se convirtió así, en contra de su voluntad, en un preludio históricamente decisivo de la secularización y del ateísmo. Un cielo vacío de ángeles se abrió enseguida a la intervención de los astrónomos y, por último, de los astronautas". Naturalmente, estamos simplificando. El protestantismo no ha sido el único portador de secularización y ateísmo. Ahí está para demostrarlo la dinámica del moderno capitalismo industrial con el estilo de vida que comporta y la civilización a que da lugar". También él ha sido portador de secularización y ateísmo. Y ahí está la historia de la iglesia católica uniendo a sus indudables luces las sombras de sus egoísmos e intereses mezquinamente humanos. También ella tiene las manos sucias. Por lo demás, es bien conocido que la capacidad secularizadora del protestantismo no es un novum de la Reforma, sino que hunde sus raíces en la tradición bíblica del Antiguo Testamento. De ahí, pues, que muchos autores (R. Guardini, F. Gogarten, entre otros) distingan entre secularización (término positivo) y secularismo (término negativo). Recordemos, por último, la pasión de Lutero por el Deus absconditus, por el Dios oculto. Lutero, como su época, no cuestiona la existencia de Dios; pero lo percibe como oculto y misterioso. Llegará a decir que, a veces, Dios actúa como si fuese el demonio... La sensibilidad de Lutero por el Dios oculto y misterioso, tan alejada de las evidencias escolásticas decadentes, tiene su origen en la Biblia. Dios aparece en ella como misterio y trascendencia absoluta. Pero también se nutre del neoplatonismo, con el que Lutero estaba familiarizado. La imposibilidad de conocer el fundamento último del mundo, tan familiar al neoplatonismo, influyó poderosamente en el Reformador. La Reforma, un acontecimiento intracristiano, está en los orígenes del ateísmo contemporáneo. Con esta constatación no estamos emitiendo un juicio negativo sobre este decisivo acontecimiento de la historia del cristianismo. La Reforma era necesaria, y Lutero fue el genio religioso que la puso en marcha. La consecuencia más negativa de la Reforma, la división de la iglesia, no fue pretendida ni querida
18. Ibid., p. 163. 19. Ibid., p. 158.
17. Ibid.
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por Lutero. Eso sí: una iglesia dividida era una iglesia desmitificada en la que eran posibles diversas concepciones de Dios. Partiendo de este hecho, importantes sectores de la Modernidad pasarán a no tener «ninguna» concepción de Dios. Profesarán abiertamente el ateísmo:
2. La provocación hegeliana El ateísmo humanista siente pasión por el hombre. Es ateo porque no logra compaginar la realidad de Dios con el drama del hombre. Lo que le escandaliza no es que en este mundo exista el mal, sino que haya tanto mal. En este sentido, podría parecer que Hegel-de él fue discípulo L. Feuerbach, el padre del ateísmo contemporáneo- es un buen compañero de viaje del ateísmo humanista. En efecto, en una primera aproximación, Hegel muestra gran sensibilidad para el lado negativo de la vida. Incluso llegó a describir la historia universal como un «matadero». Contemplando el escenario de las pasiones humanas, de las luchas e intereses que mueven el curso de la historia, Hegel constató que se imponía a todos los niveles la «categoría del cambio» con sus secuelas de muerte y destrucción. Ante sus ojos aparecía gráficamente el cambio «de individuos, pueblos y Estados que ocupan la escena durante un corto espacio de tiempo [...] para desaparecer después». La contemplación de las ruinas de viejas culturas le lleva a considerar el lado negativo del cambio. El cambio va acompañado de muerte. Una muerte que siempre suscita preguntas últimas: «Pero al considerar la historia como ese matadero sobre el que son sacrificadas la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos, surge necesariamente la pregunta: éa quién, a qué finalidad última han sido ofrecidos estos crueles sacrificioso-". También Goethe, por la misma época, describía la historia como «un conglomerado de sinsentido para todo pensamiento superior-!'. Pero para Hegel la historia no es una amalgama de cambios sin rumbo: «La categoría del cambio va unida a otro aspecto: del fondo de la muerte surge nueva vida-". Y es que, para el hombre occidental la historia es una historia del Espíritu. Y, aunque también el Espíritu
20. G. W. F. Hegel, Leccionessobrela filosofía de la historiauniversal,cit. p. SO. 21. Citado por K. L6with"Weltgeschichte und Heilsgeschehen, Kohlhamme: Stutrgart, 1953, p. 56. Cf. también Id., Van Hegelzu Nietzsche, Mcincr, Stuttgart, 1969. 22. G. W. F. Hegel, Lecciones sobrela filosofía de la historiauniversal, cir., p. SO.
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sabe de luchas y destrucción, retorna siempre a sí mismo elevado y transfigurado. De esta forma, la historia de la humanidad avanza hacia grados superiores de realización. Hegel acabará reemplazando la imagen del mero cambio por la de una realización espiritual que afecta incluso a los condicionamientos naturales de la historia. Hegel sabe que su concepción de la historia, orientada irresistiblemente hacia una finalidad futura y superior, es deudora del cristianismo. En efecto, la concepción bíblica de la historia afirma que ésta es una línea que avanza hacia una finalidad última y está guiada por la providencia de una voluntad divina. En lenguaje de Hegel: está guiada por el Espíritu o por la razón como una esencia absolutamente poderosa. De ahí que el único pensamiento que la filosofía debe tener presente al meditar sobre la historia es «que la razón domina al mundo». El proceso histórico es concebido según el paradigma de una futura realización del reino de Dios. La filosofía de la historia se convierte así para Hegel en una especie de teodicea". La doctrina cristiana sobre la providencia coincide, según Hegel, con su idea de que la razón rige la historia del mundo. Sólo que, como el concepto de providencia es demasiado indeterminado y regional, no puede aspirar a lograr validez filosófica. De ahí que la filosofía esté llamada a asumir la tarea de la religión cristiana explicando cómo realiza Dios sus planes en el mundo. Para compaginar la historia universal, tal como se ofrece ante nuestros ojos, con el plan y las intenciones de Dios, recurre Hegel a un concepto muy importante en su filosofía de la historia: «la astucia de la razón». Es ella la que actúa a través de las pasiones e intereses de los hombres. En este sentido, no es casualidad, sino algo esencial a la historia, el que los resultados de los grandes acontecimientos humanos no coincidan con 10 que los hombres que los protagonizaron pretendían. Hegel ofrece ejemplos concretos: ni César ni Napoleón sabían, ni podían saber, lo que hacían cuando consolidaban sus dominios. Pero, sin saberlo, estaban realizando un plan general para la historia de Occidente. Siguiendo sus instintos, se convirtieron en instrumentos para la realización de un plan superior. Detrás de su actuación histórica actuaba la «astucia de la razón», el concepto racional equivalente a providencia". De esta forma, sin ser conscientes de ello, los individuos y los pueblos se convierten en instrumentos en las manos de Dios. Los resultados finales en su actuación superan las metas que ellos se K. Lowith, Weltgeschichte und Heilsgeschehen, cit., p. 57. 24. ¡bid., p. 58.
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habían propuesto. El Espíritu universal triunfa sobre los planes de los individuos, llegando incluso a cambiarlos. Este triunfo va siendo progresivo. La historia universal se inicia en Oriente, pero termina en Occidente. Europa, dirá Hegel, es sencillamente el final de la historia. En ella el Espíritu ha llegado a su plenitud. Gracias al influjo del cristianismo, la libertad no es ya patrimonio de un tirano (Oriente), ni de unos pocos que han logrado escapar a la condición de esclavos (Grecia, Roma), sino del hombre en cuanto tal (pueblos germánicos). El hombre de la Antigüedad se sentía dependiente de fuerzas ajenas a él, de un fatum al que había que consultar a la hora de tomar decisiones importantes. Esta vinculación a una autoridad externa, de la que se depende, es abolida por el cristianismo, que sitúa al hombre en una relación directa con el Absoluto. No puede ya extrañar que Hegel vea en Cristo el punto culminante de la historia. Con él, el tiempo ha alcanzado su plenitud. Y todo esto será posible gracias a que el Dios cristiano es Espíritu y hombre al mismo tiempo. De ahí que la historia se divida en antes y después de Cristo". La religión cristiana, interpretada en clave especulativa, permitió a Hegel su grandiosa visión de la historia universal. En ella la aparición del cristianismo pone fin a la escisión entre lo interior y lo exterior. Esta reconciliación justifica -siempre según Hegel- todos los sacrificios que lentamente la fueron preparando. La historia del mundo, en cuanto realización del espíritu cristiano, es la auténtica teodicea, la justificación de Dios. Tal vez por ello pudo Hegel afirmar que «la historia del mundo era el juicio del mundo». Sin duda, para Hegel la historia del mundo, la historia universal, se justifica a sí misma. Dijimos antes que, en nuestros días, se observa una clara renuncia a hacer filosofía de la historia. Tal vez para no incurrir en los fallos de Hegel. Su síntesis fue demasiado brillante, demasiado «ideal» para soportar el peso de la realidad. Es natural que se anunciara enseguida una reacción de signo contrario. Es la que vamos a ver a continuación.
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san Anselmo, que Kant había rechazado. Hegel llega a deducir a Dios de la historia, igual que la filosofía griega lo deducía de la realidad del cosmos. Pero a partir de 1831, fecha de la muerte de Hegel, la filosofía emprendió tareas de recuperación. Ante todo, el interés se centra en la transformación de lo que Hegel se había limitado a interpretar. Se vuelve la mirada a este mundo finito y contingente del que Hegel no había querido partir para acceder a Dios. El olvido de la finitud, central en el sistema hegeliano, es sometido a correcciones fundamentales. A partir de ahora, de una forma u otra, se partirá de abajo, del hombre, de los procesos económicos, de las realidades sociales y sus sangrantes retos. Por otra parte, nadie se atreverá, como lo había hecho Hegel, a erigir su propio sistema filosófico en clave interpretativa última de la realidad. Se cobra conciencia de la provisionalidad. Nadie cree estar al final de la historia, sino más bien en sus pobres comienzos. Se apaciguan todos los conatos de alcanzar el telos último de la historia y se centran los esfuerzos en tareas de restauración inmediata. K. Marx, pero también 1. Feuerbach, anticipan el contenido de la brillante frase de A. Camus: lo urgente es curar. La realidad les invitaba a intervenciones de urgencia. Y es que, mientras Hegel alcanzaba metas insospechadas de especulación, en la Europa que él consideraba «el final de la historia» los niños de ocho y diez años eran triturados por las máquinas junto a las que habían trabajado dieciocho horas hasta que el sueño los vencía y caían inconscientes sobre sus instrumentos de trabajo. En realidad, el sistema hegeliano sólo se sostenía en la corte prusiana. La «aldea», como diría K. Barth, nunca se enteró de que un gran filósofo había solucionado todos los problemas posibles... Fue el desafío hegeliano, aunque no sólo él-habría que analizar todas las complejas causas del ateísmo humanista-, el que condujo a una triple reacción o, si se prefiere, a tres clases de ateísmo humanista. a) Feuerbach, Marx y Preud"
3. La reacción atea
Desgraciadamente, no nos es posible, considerado el corto espacio de que disponemos, analizar detenidamente a estos tres autores. Todo el
Hegel llegó a convertir la existencia de Dios en una especie de silogismo. Recuérdese su recuperación del argumento ontológico de
llixiste Diosi, Cristiandad, Madrid, 1979 (nueva ed. de próxima publicación en
26. CE. los capítulos que H. Küng dedica a cada uno de estos autores en su libro Trolla). Sobre Feuerbach cf., además, M. Cabada Castro, El humanismo premarxista de l.udtoig Feuerbach, BAC, Madrid, 1975. Del mismo autor: Feuerbach y Kant: Dos
25. lbid., p. 59.
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que tenga una ligera idea de su importancia lo comprenderá. Nuestra misión aquí es simplificar. Digamos, para tomar enseguida en serio nuestra tarea, que los tres coinciden en considerar la idea de Dios como proyección. Todo aquello que e! hombre desea y no puede alcanzar lo proyecta en un Dios lejano e inaccesible. El hombre pobre -escribió Feuerbach- tiene un Dios rico. Dios es lo que el hombre sueña para sí mismo. Marx y Freud aplicarán esta teoría al campo social y psicoanalítico respectivamente, pero sin añadirle elementos esencialmente nuevos. El auténtico padre del ateísmo contemporáneo es, por tanto, Feuerbach. No sería exagerado afirmar que Feuerbach representa e! primer intento, conscientemente programado, y hasta cierto punto logrado, de implantar el ateísmo en la historia de la humanidad. Así lo percibió K. Marx, que, en lo referente a la crítica de la religión, no ve otro camino que el que pasa por Feuerbach. «Para Alemania - escribe Marx-, la crítica de la religión está en lo esencial concluida-F. Alemania ha pasado, piensa Marx, por el arroyo de fuego que significa etimológicamente Feuer-bach. Y añade: Feuerbach es el purgatorio del presente-t. Esto explica que, a pesar de las importantes correcciones hechas por Marx a la crítica de la religión de Feuerbach, asuma en lo esencial sus tesis y se sienta dispensado de grandes profundizaciones personales en e! tema. Curiosamente, Feuerbach comenzó estudiando teología. También lo habían hecho Hegel y Schelling. El mismo camino siguieron 14 de los 32 compañeros de clase de Marx. La teología protestante de la época gozaba de gran prestigio (Schleiermacher enseña en Berlín) y atraía a los mejores dotados. Recordando sus orígenes teológicos, escribirá Feuerbach: «Dios fue mi primer pensamiento, la razón mi segundo, el hombre mi tercero y último»?", Hay quien afirma que el primer pensamiento, Dios, le atormentó durante toda su vida. Pero lo cierto es que, después de haber pasado brevemente por un periodo
actitudes antropológicas, UPC, Madrid, 1980. Sobre Marx y Freud d. E. M. Ureña, Karl Marx economista, Tecnos, Madrid, 1977; Íd., La teoría de la sociedad de Freud, Tecnos, Madrid, 1977. 27. K. Marx y F. Engels, Sobre la religión (ed. de H. Assmann y R. Mate), Slgueme, Salamanca, 1979, p. 93. 28. Ibid., p. 93. 29. L. Feuerbach, Sdmtliche Werke, W. Bolin y F. Jodl (eds.), Frornmann, Stuugarr/Bad Cannstatt, "1959, vol. 11, p. 388.
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que Nietzsche llamaría de hegelitis (ela razón fue mi segundo pensamiento»), Feuerbach se centra en el hombre. Su afán será liberar al hombre de todo posible rival, aunque éste sea Dios. Es lo que se ha llamado reducción antropológica. Su consigna es bien gráfica: e! hombre debe dejar de ser candidato del más allá para convertirse en estudiante de! más acá. De los amigos de Dios hay que hacer amigos de los hombres, de los creyentes, pensadores, de los orantes trabajadores, de los hombres divididos, hombres enteros". Se trata de recuperar lo terreno, de evitar toda posible emigración de este mundo. La obsesión por e! cielo repercute en detrimento de la tierra. El que cree en Dios, piensa Feuerbach, tiende al escapismo y a la pasividad. Pensando que Dios puede arreglarlo todo, se cruza de brazos. Además, Dios empobrece al hombre. Feuerbach está convencido de que cuanto más pone e! hombre en Dios, tanto menos retiene para sí". Cuanto más lucha e! hombre por engrandecer a Dios, tanto menos énfasis pone en sus propias reivindicaciones históricas. En vez de transformar su propia realidad, malgasta sus energías acumulando atributos de perfección en un ser celeste al que llama Dios. Dios se convierte así en la suplencia de un mundo perdido, en producto de la necesidad humana". El hombre sueña, pero proyecta sus sueños en Dios y se queda más pobre de lo que estaba. Es la necesidad humana la que conduce al hombre a Dios. Al tenerse que debatir entre precariedades, e! hombre tiende a imaginar un cielo que carezca de ellas. Y como la precariedad por excelencia es la muerte, Feuerbach escribirá: «Si el hombre no tuviera que morir, no habría religión-P. La religión es, pues, producto de la necesidad humana. Es una consecuencia de la falta de resignación de los humanos. Son ellos los que crean la religión. Dios debe su existencia al hombre, y no al contrario. La conclusión se intuye: Feuerbach desea que el hombre deje de ser benefactor de los dioses y se centre en sí mismo, en la superación de sus deficiencias y precariedades. En definitiva, desea que «el hombre sea Dios para el hombre». A esta tarea dedicó su vida. Cuando en 1848 estalla la revolución y le piden que empuñe las
30. 31. 32. .13.
Ibid. L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Trotta, Madrid, 32002, p. 123. Ibid. L. Fcucrbach, Sdmtliche Werke, cit., vol. VIII, p. 336.
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armas, responde: me vaya Heidelberg a dar clases sobre la esencia de la religión. Dentro de cien años no habrá dudas de que así he ayudado más a la humanidad. Feuerbach murió en 1872, a los 68 años. En sus últimos años conoció la pobreza, la enfermedad y el olvido de los amigos. Eso sí, como suele ocurrir casi siempre, éstos se dieron cita ante su tumba para pronunciar sentidas oraciones fúnebres. Los cronistas hablan de 20.000 personas en su entierro. Una de ellas habló de su «amor a la verdad». Es evidente la intención humanista de Feuerbach. En una época en la que las iglesias y la teología defendían a Dios a costa del hombre, el más allá a costa del más acá, Feuerbach habló a favor del hombre. Es cierto que se pasó al otro extremo y disolvió la teología en antropología. Dejó así a otros la nada fácil tarea de relacionar rectamente lo humano y lo divino. Contra lo que pudiera parecer, la teología actual no tiene dificultad en aceptar la teoría de la proyección de Feuerbach. La idea' de proyección intenta resaltar la fuerza creadora del espíritu humano. Reconoce que la idea de Dios es también un producto de lo que Bloch llamaría «latencias y potencias» del hombre. Sólo que para la teología no se trata de un producto accidental, sino de una componente esencial de la autocomprensión humana. En este sentido, la idea de Dios no sería desechable sin más como mera ilusión o engaño. La teología es bien consciente de que Dios tiene que ver con el deseo humano; pero piensa -con razón- que este dato no debe convertirse en un argumento contra la existencia de Dios. El argumento «lo deseo, luego no existe» no se sostiene. Eso sí: tampoco una apologética cifrada en el «lo deseo, luego existe» contribuiría a hacer plausible la existencia de Dios. El proceso mediante el cual un creyente del siglo xx «da razón de su esperanza» es, sin duda, mucho más complejo y menos proclive a la lógica silogística. Algún atisbo de este proceso ofreceremos en la última parte. Decíamos que la teología actual pone de relieve que la idea de Dios no es algo accidental en la vida del hombre, sino que pertenece esencialmente a lo más íntimo de su ser. Tanto es así que algunos teólogos no tendrán reparos en aceptar la tesis de H. Braun que afirma: «El ateo desfigura al hombre»?", Braun llega a preguntarse si 34.
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existe el ateo... Sin ir tan lejos, W. Pannenberg considera que el ateísmo es un producto tardío de la civilización occidental. «De suyo», el hombre es un ser religioso. Nos resulta difícil pronunciarnos sobre este tema. Aunque es posible que el conjunto de la exposición ilumine algo este punto, nos atrevemos a anticipar que lo seguro es que el hombre es un misterio, una pregunta abierta (recuérdese a san Agustín). Es cierto que K. Rahner y muchos otros han hablado del «apriori religioso». Pero se dan cita en esta expresión tantos presupuestos intrateológicos y ontológicos que, en nuestro marco, no podemos pronunciarnos sobre ellos. Preferimos limitarnos, en este momento, a sugerir dos enunciados: 1) La afirmación «el hombre es un misterio» no permite muchas adiciones posteriores. Constatar que es un misterio y añadir a continuación que es religioso, racional, sociable, político, [aber, ludens, simbólico, económico, etc., puede desembocar en una cierta contradicción. 2) En nuestra época, muchos hombres se confiesan ateos. Afirman explícitamente no creer en Dios. No parece buen método de diálogo replicarles que, aunque no lo sepan, poseen un «apriori religioso». Digamos, para terminar estas breves reflexiones sobre Feuerbach, que la teología de su tiempo, con su intimismo exagerado, contribuyó no poco a la reacción atea de Feuerbach. Una teología como la de Schleiermacher, que ponía todo su énfasis en el «sentimiento», en «las necesidades del corazón del hombre piadoso», tenía que suscitar necesariamente la sospecha de si, en definitiva, la religión no se reducía a eso: a sentimiento, a deseos, a proyecciones de los humanos. En sus hermosas páginas sobre Feuerbach, K. Barth insiste en esta posible «culpa» de la teología (en su libro La teología protestante en el siglo XIX). No podemos desarrollar el ateísmo humanista de Marx y Freud. Hemos dicho que, en realidad, se limitan a aplicar G teoría de Feuerbach al campo social y psicoanalítico respectivamente. Nos limitamos a recordar la crítica de Marx a Feuerbach. Era una ilusión de Ludwig Feuerbach, piensa Marx, creer que destruyendo una ilusión de la humanidad se hace a ésta feliz. No basta con arrancar de las cadenas las flores imaginarias para que el hombre las soporte sin fantasías ni consuelos. Lo importante es acabar con las cadenas, transformar ese valle de lágrimas «que la religión rodea de un halo de santidad»:".
H. Braun, Gesammelte Studien zum Neuen Testament und seiner Umwelt,].
C. B. Mohr, Tübingen, 1971, p. 341. Para una respuesta desde el ámbito de la fc
cristiana, d. W. Kasper, Introducción a la fe, Síguemc, Salamanca, 1976.
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K. Marx y F. Engels, op. cit., p. 94.
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Frente a Feuerbach, Marx insistirá en que el hombre no es un ser abstracto, «agazapado fuera del mundo». El hombre es el mundo de los hombres, el Estado, la sociedad. Es ahí donde hay que dar la batalla. Son ellos los que, al crear un mundo invertido, producen la religión. La lucha contra la religión es la lucha contra ese mundo invertido, «del cual la religión es el aroma espiritual». Con notable concisión y belleza, dirá Marx: La miseria religiosa es, por una parte, expresión de la miseria real y, por otra, protesta contra esa miseria. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio para el pueblo":
Y añade: La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el hombre es el ser supremo para el hombre y, por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra todas las situaciones en las que el hombre sea una esencia humillada, esclavizada, abandonada y despreciable; relaciones que no pueden describirse mejor que con la exclamación de un francés cuando se proyectaba crear un impuesto sobre los perros: ¡Pobres perros! ¡Quieren tratarlos como seres humanosl-",
A Marx no le basta una reconciliación que se dé sólo en la cabeza de Hegel; tampoco le satisfacen las brillantes interpretaciones de Feuerbach sobre la religión. Desea bajar al terreno de la praxis y transformar el Estado y la sociedad. Tal vez esto explique sus preferencias por Prometeo. Alguna vez reveló a su hija que Prometeo era su modelo. Le fascinaba este héroe rebelde y ateo que se sacrifica por los hombres penetrando en el santuario de los dioses y arrebatándoles su fuego. Prometeo encadenado simboliza para él el proletariado encadenado por las clases dominantes. Con frecuencia citará la frase de Prometeo en Esquilo: «En una palabra: yo odio a todos y cada uno de los dioses». Prometeo es para Marx el santo más importante del calendario filosófico. También Nietzsche admiraba en Prometeo «el esplendor de la actividad». Para otros pensadores, como Bacon, Prometeo representa la confianza titánica en la capacidad investigadora del espíritu humano.
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¿Hay sitio en el calendario cristiano para Prometeo? ms Cristo lo contrario de Prometeo? La espiritualidad cristiana ha visto con frecuencia en Jesús una especie de cordero antirrevolucionario, un símbolo de sometimiento, paciencia y resignación. Mientras tanto, el marxismo era tachado de reducción antropológica contraria a la gracia. Hoy los anatemas han cedido el paso al diálogo. J. M. González Ruiz afirma que la gracia no es una intromisión que quiera oscurecer la grandeza épica de Prometeo. El Dios cristiano no se reserva el «fuego», al estilo de los dioses de la mitología. Yel hecho de que no podamos encasillar a Jesús dentro del movimiento revolucionario zelota de su tiempo no significa que debamos considerarlo como un cordero antirrevolucionario. Es verdad que no se le conocen acciones «eficaces» de signo zelota. No estaba allí cuando este grupo político se arriesgó a quemar los archivos en los que estaban consignadas las deudas de los pobres... Pero parece cierto que «su revolución» caló más hondo que la zelota. Lo espectacular no es siempre garantía infalible de eficacia duradera. A los zelotas sólo los conoce un reducido grupo de especialistas. En cambio, el proyecto utópico de Jesús se sigue barajando como posible ayuda para abandonar este negro túnel de egoísmo y amenaza de guerra total que ensombrece las perspectivas de futuro de la humanidad. b)
El argumento moral
La segunda corriente de ateísmo humanista, en la que -igual que en la tercera- apenas insistiremos por falta de espacio, afirma que este mundo, con su carga de injusticia y sufrimiento, no es reconciliable con la bondad y omnipotencia de Dios. Es el llamado argumento moral contra la existencia de Dios. A. Camus y F. M. Dostoievski son sus representantes más apasionados. Ambos dejaron constancia de su grandeza moral al negarse a «comprender e integrar» el sufrimiento humano, en especial el de los niños. El médico de La peste (Camus) despliega una arriesgada e intensa actividad a favor de los apestados, mientras el teólogo de Orán (un jesuita) lanza tópicos escolásticos desde el acostumbrado púlpito. Obviamente, la teología no intenta rebatir este argumento. Es muy consciente de que se trata de la objeción más seria a la que se enfrenta la idea de Dios. Es más: la misma teología es culpable de fomentar este género de ateísmo hablando muy abstractamente de la omnipotencia de Dios. Una teología que, sin tener en cuenta las luchas y los sufrimientos de la historia, habla alegremente de la
37. lbid., p. 100.
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omnipotencia de Dios, se convierte ella misma en causa del ateísmo contemporáneo. No es que propongamos desterrar, sin más, del lenguaje teológico el tema de la omnipotencia de Dios; pero pensamos que, si se ven razones muy importantes para mantenerlo, habría que hablar de ella en futuro. Teólogos como Pannenberg y Moltmann la entienden como expresión de una esperanza: la esperanza de que el amor de Dios triunfe sobre el lado oscuro y absurdo de este mundo. Se trata, por supuesto, de un triunfo futuro, que aún no suprime la negatividad inherente a lo humano, pero supone distensión ante lo que oprime y desconcierta. Nadie mejor que J. Moltmann, en su libro El Dios crucificado, ha comprendido la dificultad de compaginar la omnipotencia de Dios con la teología de la cruz. La omnipotencia de Dios, afirma Moltmann, pasa por la impotencia de la cruz. Se trata, por tanto, de una omnipotencia que, en el ámbito de la historia, convive con el dolor y la muerte. Sus promesas de victoria son de índole escatológica. Se trata, sin embargo, de promesas que responden a las aspiraciones humanas más profundas. Sólo así se explica que la fe en Dios haya resistido el peso de tanto mal a lo largo de la historia. Los humanos -muchos de ellos- nunca abandonaron la esperanza de que ese Dios, que no parece poder evitar su dolor, haga justicia a sus causas más allá de la muerte. Es así como, generación tras generación, los creyentes -al menos los cristianos- abandonan este mundo entre el temor y la esperanza. Y seguimos viviendo sin noticias de lo que les ocurre en el más allá. Sólo la fiabilidad de las viejas promesas bíblicas avala la esperanza. Sólo ellas -Pablo, por ejemplo- se atreven a increpar al mal preguntándole dónde está su aguijón y su victoria. A los demás, ese aguijón y esa victoria nos son demasiado familiares. c) El ateísmo de la libertad
Filósofos como Nietzsche, N. Hartmann y J. P. Sartre afirman que Dios y la libertad humana se excluyen. De suyo, esta forma de ateísmo afecta sólo a una determinada concepción teológica: a la que considera el mundo como un todo acabado y perfecto. En efecto, sólo si la creación aparece como un dechado de perfección que haga inútil y superfluo todo ulterior esfuerzo humano, carece de sentido hablar de libertad. Pero el Dios cristiano no coloca al hombre frente a un mundo acabado y perfecto ante el que sólo quepa la aceptación () el rechazo.
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Más bien llama al hombre a que transforme y perfeccione el universo. El mundo no es un resultado logrado, sino un torso lleno de fisuras y opacidades que invitan al esfuerzo y a la transformación. Es más: no sólo el mundo, sino también el reino de Dios está in fieri. Pannenberg llegará a afirmar que la misma realidad de Dios se encuentra en camino. Y lo explica: Dios se identifica con su reino; pero es evidente que ese reino, con sus notas de humanidad lograda y justicia plena, no está aún presente en la historia. De ahí que Pannenbeg afirme que «la forma de ser de Dios es el futuro». A ese futuro remite Pannenberg la prueba definitiva de su existencia". Ponemos aquí fin a nuestra evocación de algunos rasgos del ateísmo humanista. Se trata de un ateísmo motivado por una gran fidelidad al hombre. De ahí su «simpatía» y el influjo que ha ejercido a lo largo de la historia. A lo largo de la exposición hemos apuntado posibles respuestas de la teología. Pero este tema hay que hacerlo objetode un estudio más detallado. 4. Respuesta de la teología a)
No a las pruebas
Puedo asegurar que la teología actual no desea renovar las pruebas de la existencia de Dios. Su diálogo con el ateísmo contemporáneo no está motivado por exigencias de tipo apologético. Es más: teólogos como Pannenberg, Tillich y Ebeling piensan que las tradicionales pruebas de la existencia de Dios, en las que tanto insistía la teología natural, más que asegurar la existencia de Dios pretendían mostrar la finitud del hombre y del mundo. Tales pruebas sólo remitirían a la condición finita y contingente del hombre; pero no serían la respuesta a esa contingencia. Su misión sería la de poner de manifiesto que es necesario ir más allá del hombre y del mundo si se aspira a lograr un fundamento sólido para la realidad. Las pruebas de la existencia de Dios son, por tanto, un buen testimonio de que el hombre supera todo lo finito y busca la explicación última de las cosas en una instancia superior a él. (Recuérdese la frase de Kierkegaard: «Hay que ser más que hombre para ser al menos hombre-e)
38. W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie, vol. 1, Vandenhoeck & Ruprccht, Cottingen, 1967, pp. 251,393.
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Éste es e! sentido que da Hegel a las pruebas de la existencia de Dios. Hege! es consciente de que se trata de un proceder ilegítimo, ya que, partiendo de la realidad finita, se pasa a afirmar la existencia de Dios, que pertenece a otro orden de realidad. Pero Hege!las mantiene como expresión formal de que e! hombre supera lo finito. Precisamente porque es consciente de que no es legítimo hacer depender la existencia de Dios de la realidad finita, renueva e! argumento ontológico de san Anse!mo y lo defiende frente a la crítica kantiana. La ventaja de! argumento ontológico radica en que e! punto de partida no es la realidad finita, sino e! concepto de Dios. Lo específico de este argumento es pasar de! concepto de Dios -«aquello mayor de lo cual no se puede pensar nada»- a su existencia. San Anse!mo piensa que si es lo mayor que se puede pensar, tendrá que tener la existencia. De lo contrario, cualquier otra cosa existente sería mayor que él, ya que tendría una perfección -la existencia- que Dios no tendría. San Anse!mo nos viene a decir que, en e! concepto de Dios, coinciclen esencia y existencia. La idea de Dios no es pensable sin su existencia. Hegel no aceptará la distinción kantiana entre e! orden de! ser y e! del pensamiento, que tan gráficamente había sido expuesta por e! filósofo de Kónigsberg afirmando que no es igual tener cien monedas en la cabeza o en el bolsillo... Para Hegel el problema consistirá en explicar cómo se llega al concepto de Dios. Concluirá que se trata de un concepto necesario, hacia e! que e! hombre está esencialmente orientado. El concepto de Dios pasa, por tanto, a ser parte esencial de la antropología actual. Hegel ha antropologizado las pruebas de la existencia de Dios. El hombre está más en e! centro que nunca. Las pruebas de la existencia de Dios no demuestran que exista Dios, sino que e! hombre lo necesita radicalmente. Éste es e! sentido que da la teología a este importante capítulo de la historia del pensamiento occidental. La teología es bien consciente de que Dios es un misterio que se resiste a todo género de pruebas. Ya vimos que este ocultamiento de Dios no es un descubrimiento reciente. Se trata de un topos hondamente bíblico, evocado con gran profundidad por Lutero. El ocultamiento de Dios es consecuencia de su trascendencia. Dios no es un objeto más de los que integran nuestro mundo de cosas. La experiencia humana no capta a Dios como un objeto entre otros. Dios no llega nunca directamente al receptor. Se requiere un laborioso esfuerzo para descubrir sus huellas en la realidad que nos rodea. La reflexión teológica sólo puede hablar de él indirectamente, a través de sus implicaciones en la vida de los creyentes.
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En nuestros días, las pruebas de la existencia de Dios quedaron definitivamente sentenciadas por D. Bonhoeffer: «Einen Gott den es gibt, gibt es nicht»:", había escrito este creyente del siglo xx , fusilado por el régimen de Hitler e!9 de abril de 1945. La frase alemana posee tal densidad que cualquier traducción resulta pobre. La idea es que no es posible hablar de Dios como de un objeto más de los que nos rodean. Un Dios cuya existencia fuese constatable no sería realmente Dios. La teología no afirmará nunca que puede probar la existencia de Dios. Se remitirá siempre a su revelación gratuita y tratará de descubrir su presencia en la historia, en las religiones y en la vida de los pueblos. La existencia de! Dios cristiano no es objeto de prueba, sino de esperanza y confianza. Determinados hombres se sienten con fe, es decir, capaces de soportar «la incertidumbre objetiva, mantenida a través de! escándalo del absurdo, por la pasión de la interioridad» (Kierkegaard). La dialéctica cristiana se mueve, pues, entre el «ya» y e! «todavía no», presente en todo e! Nuevo Testamento. La salvación es ya real, pero no invade aún todos los ámbitos de la vida. Es necesario esperar. Se explica así e! lugar privilegiado que e! futuro ocupa en la teología actual. Sólo e! futuro decidirá sobre la frase «existe Dios». Esto explica también los recelos de la teología, tanto frente a un ateísmo dogmático como frente a un teísmo precipitado. Una postura atea, que proclame dogmáticamente el carácter ilusorio de la idea de Dios, puede caer en una cierta ligereza intelectual. W. Pannenberg llega a decir que tal ateísmo descansa en una especie de «barbarie intelectual» 40. Pero también un teísmo precipitado, que cree poder demostrar la existencia de Dios, se atrae las críticas del pensamiento teológico actual. Si la realidad de Dios estuviera tan fuera de toda duda, la vida de los hombres no estaría tan llena de enigmas y problemas acuciantes. Por otra parte, como afirma Pannenberg, [oo.] un Dios cuya existencia pudiese ser demostrada mientras el mundo va de mal en peor y los sufrimientos de los hombres claman al cielo, no sería la solución al oscuro enigma de nuestra vida", 39. D. Bonhoeffer,Akt und Sein. Transzendentalphilosophie und Ontologie in der systematischen Theologie, Chr. Kaiser, München, 1964, p. 94. 40. W. Pannenberg, «Wie kann heute glaubwürdig von Gott geredet werden?», en F. Lorcnz (ed.), Gottesfrage heute, Stuttgart, 1969, p. 52.
41. lbid.
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Además, desde el punto de vista teológico, hay que insistir en que, tanto para afirmar como para negar la existencia de Dios, es necesario prestar atención a las tradiciones religiosas de la humanidad. No basta con antropologizar las pruebas de la existencia de Dios y afirmar que el hombre puede comprenderse a sí mismo y al mundo que le rodea sin recurrir a la idea de Dios. El hombre y su posible autocomprensión inmanente no son el único criterio para decidir sobre la existencia de Dios. Las tradiciones religiosas son un hecho que es preciso analizar. No parece justo excluir a priori, de forma dogmática y apodíctica, la posibilidad de que contengan un núcleo de verdad. Con otras palabras: aunque el hombre no necesitase existencialmente a Dios, debería ocuparse de las tradiciones religiosas que hablan de él, de cómo surgieron y de cómo se han ido desarrollando a lo largo de la historia. No basta, por tanto, el argumento antropológico. Al mismo tiempo, tales tradiciones religiosas deberán ser analizadas con el método histórico-crítico. No podrá ser la fe ni el dogma quien decida sobre la verdad de estos textos religiosos, sino la investigación histórica. En general, no es misión de la fe ni del dogma informarnos sobre si hace 2.000 años ocurrió algo. La única instancia competente en tales temas es la investigación histórica. La fe, para ser auténticamente razonable, presupone un conocimiento de los contenidos en los que cree. De lo contrario sería una decisión ciega, una especie de autosalvación mediante auto convicciones no contrastadas. Es sabido que gran parte de la teología protestante, en especial la teología dialéctica de K. Barth y sus amigos, propugna este tipo de fe. A nosotros nos parece más acertada la definición de fe que ofrece el concilio Vaticano 1: obsequium rationabile. Afirmando que es «obsequio», se excluye un racionalismo burdo; y al defender que es «razonable», se rechaza un fideísmo total. Se intentó una síntesis que, aunque sólo es posible en teoría, no debería ser olvidada. La teología actual intenta ser esencialmente modesta. No desea presuponer la existencia de Dios, sino caminar junto a los que lo buscan. En un mundo que experimenta a Dios como «misterio absoluto» (K. Rahner), no sería justo que la teología hablase de él como de una evidencia. Ya importantes hombres de la tradición cristiana, como Nicolás de Cusa, relacionaron el tema «Dios» con la «conjetura». El teólogo está necesariamente obligado a hacer conjeturas. Por lo general, su trabajo parte de la inquietud y de un proyecto de búsqueda humilde y esperanzador.
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Sí a la esperanza
El ateísmo humanista fracasa ante la imposibilidad de dar una respuesta positiva a la pregunta por el sentido de la historia. En este fracaso le sigue muy de cerca el teísmo. Yes que tal vez lo verdaderamente importante sea mantener abierta esta pregunta. Se trata de tener capacidad para vivir en la aporía que la historia de cada día pone ante nuestros ojos. Mientras continúe la historia, escribe Moltmann, todo es posible". Hay que dejar abierta la pregunta por su sentido último. Sólo «al volver la última curva» (J. Hick)"; en la verificación escatológica, se rasgará el velo. En este sentido, defendemos la legitimidad de una especie de teología de la pregunta. La mejor forma de hablar de la actuación de Dios en la historia es hacerlo en forma de pregunta, como Job. El que no quiere saber nada de preguntas, difícilmente comprenderá lo que significa la palabra «Dios». La condición de posibilidad para comprender lo que significa «Dios» es un «no entender». Un no entender el dolor de la historia y un no entender a Dios mismo, un no poderlo compaginar sin violencia con el resto de la realidad: con el mal, la culpa, el sinsentido, la muerte. Un no poderlo compaginar con el destino trágico de las generaciones que nos precedieron. Con algo de imaginación, su recuerdo desencadena problemas insolubles, que impulsan a dejar abierto el sentido de la historia. A veces, quien otorga rápidamente sentido a la historia es porque carece de memoria histórica. Tal vez algo parecido quiso expresar K. Lówith cuando, en 1949, escribía: «La experiencia humana de la historia es la experiencia de un constante fracaso», Los acontecimientos históricos no ofrecen, según él, el más mínimo indicio de que exista un sentido último y abarcador. Algo en lo que coincide con la Escuela de Frankfurt, de cuyo pesimismo ante la negatividad de la historia ya hemos hablado. Desde nuestro punto de vista, el sentido de la historia y de la existencia individual se halla doblemente amenazado:
42. }, Moltmann, Gottesbeweise und Gegenbeweise, }ugenddienst-Verlag, Wuppertal, 1967, p. 9. 43. D. Antiseri, El problema del lenguaje religioso. Dios en la filosofía analítica, Cristiandad, Madrid, 1976, pp, 136-139.
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Por su carácter efimero"
Por su carácterregional
Es verdad que existen experiencias parciales de sentido. Las hace el artista, el científico, el enamorado..., tal vez todo hombre. Pero se trata de experiencias constantemente amenazadas. En efecto, las más bellas realizaciones humanas, los momentos más densos y felices de la vida, están sometidos a la ambigüedad que caracteriza todo lo finito. Sobre las experiencias más ricas se cierne siempre el temor al fracaso, el oscuro presentimiento de que incluso el amor y la vida, la fuerza y la salud, caminan inevitablemente hacia su final, sobre todo si tenemos en cuenta que la muerte no es únicamente el final de la vida, sino su amenaza constante. Los logros y progresos del hombre se inscriben siempre en el marco de un acabamiento seguro y penoso. La muerte, con su talante mudo e inmisericorde, arrastra personas y épocas: murieron, por ejemplo, las esperanzas de progreso y bienestar de los años sesenta; quedaron sesgados poderosos impulsos de renovación política y social a nivel mundial; tal vez se nos fueron seres queridos dejando su huella imborrable; y cada día enferma la paz en algún lugar de nuestra geografía. Alguien ha dicho: «Vivir significa enterrar esperanzas». Esta frase refleja una experiencia universal de la humanidad que, antes o después, todo ser humano realiza. Y cada esperanza truncada se convierte en una amputación sensible, aceptada con la resignación del que se rinde ante lo inevitable mientras en su interior todo es protesta. El reto más temible nos lo plantea la muerte. Bloch la llamaba la «anti-utopía más poderosa». Su fuerza destructora no conoce límites. y cuando la prepara una larga enfermedad, va minando, día a día, nuestras fuerzas físicas y espirituales. Al final, muere la sombra de lo que fuimos. Existen, pues, experiencias parciales de sentido. Es necesario recordárselo al ateísmo humanista de signo más pesimista; pero hay que concederle que las preside un horizonte de lucha y agonía. Contempladas desde el final, esas experiencias de sentido son efímeras. Y es necesario verlas desde el final. «La verdad de las cosas finitas -afirmaba Hegel- es su final».
A nivel individual es posible que nos sorprendamos en secuencias de felicidad, de plenitud desbordante. Pero si nos hacemos eco del lema de Pablo: «¿Quién sufre que yo no sufra»P, nuestro sentido queda profundamente amenazado. Mientras nosotros gozamos, otros sufren. Es verdad que siempre es posible seguir el lema de Bultmann" y buscar el sentido en la propia historia personal. Pero ées humana esta solución? ms posible vivirse individualmente con sentido mientras otros gimen y lloran junto a nosotros? ¿No sería una felicidad insolidaria, lograda a golpe de olvido? Por otro lado, si no se emigra espiritualmente de este mundo, si se mantiene vivo el recuerdo de los miembros menos privilegiados de la historia, ées posible hablar de sentido y felicidad? Si se arroja una mirada sobre ese «matadero» (Hegel) que es la historia universal, éno habría que dar la razón a Adorno cuando afirma que sólo el pensar la esperanza es ya un crimen? Pensamos que el sentido, a costa del olvido de las víctimas, es un sinsentido; y, manteniendo vivo su recuerdo, su «historia passionis. (Metz), ées posible vivirse privadamente con sentido? He aquí el dilema. Dilema al que, hace 50 años, intentaron dar respuesta, en un debate filosófico-teológico, dos hombres que han marcado la fisonomía espiritual de nuestro tiempo: W. Benjamin y M. Horkheimer. Benjamin sostuvo que la historia de los muertos, de las generaciones sacrificadas y torturadas, no estaba aún cerrada. Horkheimer le escribió: «En último término, su afirmación tiene carácter teológico». Respondió Benjamin que, efectivamente, el recuerdo de los muertos, la solidaridad con ellos, nos prohíbe concebir la historia ateológicamente. Esto es tanto como afirmar que hay que concebirla utópicamente". Según Horkheimer, Adorno y él escriben en la Dialéctica de la Ilustración: «Una política que, aunque sea de forma nada refleja, no contenga en sí teología, se reduce, por hábil que sea, en último término a negocios".
44. Para lo que sigue d. M. Fraijó, Jesús y los marginados. Utopta y espéranzu cristiana, Cristiandad, Madrid, 1985, pp. 165-257.
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45. R. Bultmann, Geschichte und Eschatologie,]. C. B. Mohr, Tübingen, 1964, p. 184 (trad. cast., Historia y escatologfa, Madrid, Studium, 1974). 46. H. Peukert, Wissenschaftstheorie-Handlungstheorie-Fundamentale Theologie, Patmos, Düsseldorf, 1976, pp. 278 ss. 47. M. Horkheimer, «El anhelo de lo totalmente Otro», en Anhelo de justicia. Teorta crftica y religión, cit., p. 168.
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Si analizamos qué entiende Horkheimer por teología, comprenderemos por qué desea que la política no prescinda de ella: «Teología es [...] la esperanza de que la injusticia que caracteriza al mundo no permanezca así, esperanza de que lo injusto no sea la última palabra-'". y también: la teología es «expresión de un anhelo, de una nostalgia de que el asesino no pueda triunfar sobre la víctima inocente-". En esto, como en tantas otras facetas de su pensamiento, Horkheimer es heredero de la tradición "de su pueblo, el pueblo judío. En efecto, la fe en la resurrección nació, muy tardíamente, en Israel como un esfuerzo por justificar la presencia de Dios en la historia de su pueblo elegido. Se cree en la resurrección como protesta contra los acontecimientos humillantes. Era necesario documentar que la persecución y la derrota, por muy sangrantes que fuesen, no se alzarían con la victoria definitiva. Triunfador último sería Yahvé haciendo justicia al oprimido y concediendo «otra vida» al maltrecho reducto de sus fieles seguidores. Se trataba de gritar que Antíoco IV (175 -164), con sus crímenes y crueldades, con sus saqueos y profanaciones, no tendría la última palabra sobre Israel. La resurrección era la esperanza de que el Dios de los ejércitos levantaría de nuevo lo que los tiranos de turno redujeron a tristes cenizas. Así, lentamente, se va abriendo camino la esperanza de los Macabeos: «Tú, criminal, nos privas de la vida presente; pero el rey del mundo resucitará a una vida eterna a los que morimos por sus leyes» (2 M 7, 9). Uno de los siete hermanos martirizados increpa al tirano: «Para ti no habrá resurrección a la vida» (2 M 7,14). La imposibilidad de compaginar a Dios con el aspecto injusto y roto que ofrece este mundo condujo al hombre moderno al ateísmo y a Israel a su mayor falta de resignación: a concebir otra historia, otro escenario, en el que cambiarían los papeles. A partir de ahora, Israel pensará en una nueva creación, libre de las heridas y desgarro e nes que caracterizan la hora presente. La tradición judeocristiana, ante el hecho de que las experiencias de sentido poseen un marcado carácter regional, es decir, que no alcanzan a todos los hombres, postula la radical apertura de la historia. La última palabra no está dicha, ni siquiera para los muertos. Nuestra tradición religiosa más cercana, el cristianismo, ofrece una respuesta serena y esperanzada a la pregunta por el sentido de la
48. [bid., p. 106. 49. [bid.
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historia: los muertos resucitarán. La esperanza cristiana afirma, pues, que la última palabra sobre el destino de los ya desaparecidos no la tuvieron los verdugos que los torturaron ni la muerte que los venció. La victoria definitiva no será de la muerte, sino de Dios. Al final, se hará justicia a sus causas perdidas, se escuchará la voz de los sin voz, habrá abundancia para los pobres, consuelo para los que gimen y lloran, paz para los perseguidos. Se trata de una visión de reconciliación final, en la que desaparezcan las contradicciones de la hora presente. El cristianismo na se decide, con Camus, a «pensar con claridad y abandonar la esperanza». Más bien mantiene la «esperanza contra toda esperanza» (Rm 4, 18), confiando al Dios que resucita a los muertos el futuro de la historia humana. En este sentido, somos herederos de la falta de resignación del pueblo judío. Nos resistimos a que la palabra decisiva sobre el entramado de la historia la pronuncien el azar o el determinismo ciego de las viejas culturas que nos precedieron. En lugar de entregarnos resignadamente a esas fuerzas ciegas, apostamos por la presencia libre y misteriosa de Dios en la historia, confiriendo sentido último a los acontecimientos. La pregunta decisiva es: éen qué se fundamenta nuestra esperanza? ms algo gratuito y ciego? «Pensar es trascender», escribió E. Bloch. ¿Se reduce la esperanza en la resurrección de los muertos a un trascender voluntarístico? ¿Se trata únicamente de expresar que el pensamiento de que la muerte sea simplemente lo último es impensable? ¿Nos anima solamente ese vigor antropológico que hizo exclamar a E. Bloch, unos días antes de su muerte, ante la pregunta de J. Moltmann por su estado de ánimo: «Der Tod, das auch noch... !» (iLa muerte, todavía me queda esa experiencia... !)? La respuesta a todas estas preguntas la darán los conferenciantes que me sigan. Yo sólo puedo anticipar que el cristianismo habla de la esperanza en la resurrección de los muertos. Y fundamenta esta esperanza en que Dios ha resucitado a Jesús, anticipando así un futuro absoluto de resurrección para todos los hombres. La resurrección de Jesús se convierte así en piedra angular de todo el edificio cristiano. El cristianismo se sostiene porque aún no se ha apagado del todo la esperanza de que, misteriosamente, Dios haya resucitado a Jesús de Nazaret. Se trata de una confianza fundamental que no considera la duda y la pregunta como adulteración, sino como herencia a conservar. El mismo Jesús no terminó su historia arropado en una seguridad inquebrantable, sino atormentado por la pregunta «Dios mío, Dios
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mío, épor qué me has abandonado?» (Me 15, 34). Este grito es el comienzo del salmo 22. Algunos intérpretes, entre ellos Bultmann, piensan que se trata de un salmo de desesperación. Jesús habría muerto, como tantos otros seres humanos, sumido en la desesperación. Otros exegetas, más benévolos, piensan que el salmo 22 no es de desesperación, sino de confianza puesta duramente a prueba. En todo caso, lo cierto es que no se trata de un salmo de confianza ingenua: más bien revela una muerte conflictiva. Tal vez no haya inconveniente en que sea ésta la actitud del creyente frente a la historia y su sentido: por un lado, confianza, ya que Jesús de Nazaret parece haber vencido al símbolo último de la negatividad, la muerte; por otro, confianza sometida duramente a prueba, ya que la humanidad, y sobre todo sus miembros menas privilegiados, aún sienten el peso de la negatividad, preguntan por qué y sienten el anhelo, en frase de Horkheimer, por «el totalmente otro».
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instancias, se niega el pan y la sal a las personas comprometidas con el cautiverio de sus pueblos. Se priva así a estos pueblos, bastante desposeídos ya, del carácter liberador del mensaje de Jesús. Las reticencias frente a la teología de la liberación pueden ser de incalculables consecuencias. Terminemos ya. A su manera, el ateísmo humanista ha intentado responder a la pregunta por el sentido de la historia. En definitiva, ha hecho filosofía de la historia. Nosotros, sin dar del todo la razón a M. Theunissen cuando afirma que «la filosofía de la historia no sólo ha brotado de la teología, sino que sólo sigue siendo posible como teologíav'", pensamos que la reflexión teológica actual, con los niveles de rigor y compromiso con los marginados que ha alcanzado, puede contribuir no poco a iluminar el precario sentido de la vida. Nuestro próximo capítulo se abre a esa reflexión teológica. Nos preguntaremos cómo debemos evocar a Dios: écómo problema, como pregunta abierta, como misterio?
Conclusión Permítaseme expresar la sospecha de que respuestas como la que hemos esbozado aquí -modesta y decidida a un tiempo- no habrían exacerbado, sino mitigado, la confrontación del cristianismo con el ateísmo humanista contemporáneo. En todo caso, me gustaría que no se me pudiese aplicar la mordaz ironía de Voltaire: «Sólo hay una pequeña luz (la razón); viene el teólogo, dice que alumbra poco y la apaga». Desgraciadamente, la frase de Voltaire es aplicable a gran parte de la apologética cristiana de los últimos siglos. Un fanatismo incontrolado y una seguridad ingenua, ciega y recalcitrante frente al laborioso progreso de la razón humana, ha cavado una profunda fosa entre la fe y la Modernidad. La inexplicable vinculación del cristianismo a viejas y caducas concepciones del mundo y de la historia tiene en su haber una importante cadena de airadas deserciones y silenciosos abandonos. Lo peor es que la voluntad de aprender no parece todoIo nítida que sería de desear. A 20 años del concilio Vaticano II, asistimos de nuevo en la iglesia católica a un peligroso desplazamiento de acentos. De nuevo se mira hacia el pasado con el evidente propósito de volver a emplearse en tareas de recuperación no santas. Desde determinadas
50. M. Theunissen, Gesellschaft und Geschichte. Zur Kritikderkritischen Theorie, Walter de Gruyter, Berlín, 1969, pp. 39 ss.
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Homenaje a Alfonso Álvarez Bolado
1. Introducción En plena ilustración europea se prohibían en España los libros que intentaran demostrar la existencia de Dios. Se los consideraba «peligrosos». Dios era tan evidente que no necesitaba demostración alguna. Se cuenta que, durante el reinado de Felipe IV (1621-1665), se pensó, para remediar la miseria y pobreza de nuestras tierras, en canalizar los ríos Manzanares y Tajo. Pero una ilustre comisión de teólogos se declaró en contra con la siguiente sutil y elevada argumentación: si Dios hubiese querido que ambos ríos fuesen navegables, le habría bastado con pronunciar un sencillo [iat, Por tanto: quien intente mejorar lo que Dios, por razones inescrutables, ha dejado incompleto, peca contra la divina providencia. Dios era algo inmediato, asequible, presente, familiar. Era un dato más o, si se prefiere, el gran dato. Europa y, por supuesto, España eran aún teocéntricas. El título de estas páginas hubiera sido impensable. Dios no era un problema. A lo sumo era problemático (mejor: angustioso) hallar la cara misericordiosa de Dios. Lutero encarna como nadie el afán desgarrado por encontrar a un Dios que salva. Lo quiso encontrar por el camino de la penitencia. Sólo la experiencia de la torre le abrió los ojos. Sólo entonces descubrió la dialéctica cristiana entre el «estamos salvados» y el «operemos nuestra salvación». La salvación, después del «acontecimiento Cristo», no podía discurrir por los mismos cauces que en el Antiguo Testamento.
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Ahora todo quedaba presidido por un indicativo: «estamos salvados». El imperativo que le sigue, «operemos nuestra salvación», conoce la distensión y la confianza. y casi un siglo antes de Lutero, Nicolás de Cusa, el hombre puente entre la Edad Media -la noción de «Edad Media» aparece por primera vez en el elogio fúnebre de Nicolás de Cusa escrito por uno de sus secretarios italianos- y el Renacimiento, el pensador que unió amablemente toda la humilitas de la Edad Media con la curiositas del Renacimiento, considera «impertinente» plantearse la pregunta por la existencia de Dios. Dios es, para el Cusano, evidente. No necesita demostración. El problema será cómo conocerle. El Cusano se refugió en la teología negativa del maestro Eckhart y dedicó una trilogía al tema del conocimiento de Dios. El primer librito se titulaba De Deo abscondito (Sobre el ocultamiento de Dios). En él se destaca la absoluta trascendencia divina. Un año después, en 1445, escribió el segundo volumen: De quaerendo Deo (Sobre la búsqueda de Dios). Precisamente porque es trascendente hay que buscarlo siempre y, según el Cusano, sólo se le encuentra en el cristianismo. De ahí el título del tercer volumen: De filiatione Dei (Sobre la filiación divina). El cristianismo nos declara hijos de Dios. Sobre Dios sólo poseemos una docta ignorantia. Conocer es comparar diversas magnitudes, pero écon quién compararemos a Dios si nos es desconocido? Sólo sabemos que es la coincidentia oppositorum (la coincidencia de los contrarios). El Cusano narra que, mientras viajaba de Constantinopla al concilio de Florencia, en 1437, al contemplar la inmensidad del mar recibió «como un regalo de arriba, del Padre de las luces, la visión de la coincidencia de los contrarios en el infinito». Esta visión es la que dio lugar a su primera y más importante obra filosófica: De docta ignorantia. Sobre Dios sólo se pueden afirmar generalidades. Por ejemplo: que es el máximo y el mínimo, que en él coinciden posibilidad y actualidad, es decir, que Dios es todo lo que puede ser. Es lo que expresó en su obra De possest. O que Dios es «lo no otro». Algo que refleja el escrito del Cusano De non aliud (Sobre lo no otro), redactado en 1462, muy cercano ya a su muerte. En él destaca la absoluta trascendencia de Dios. Todo se podría resumir en la fórmula del Cusano quia ignoro, adoro. Con ella, su autor se inscribe dentro de una tradición tan antigua como el cristianismo, que acepta con humildad el sacrificium intellectus cuando está en juego el conocimiento de Dios. Una tradición sobre la que tal vez habrá que reflexionar en el futuro. Es incluso posible que su aplicación desborde cl ámbito teológi-
1. M. Heidegger, «Zeit und Sein», en Zur Sache des Denkens, Max Niemeyer, Tiibingen, 1969, pp. 1-2S,cita, p. 21. 2. Tomo esta cita de R. Safranski, Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo, Tusquets, Barcelona, 1997, p. 167.
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co y se convierta en una especie de aval para la supervivencia de la humanidad. También la razón puede morir de éxito, víctima de sus descomunales logros científico-técnicos. No se requiere gran pericia para mostrar que las cosas han cambiado profundamente. En nuestros días Dios no parece ser un dato seguro. No lo es, al menos, para la filosofía. Desde Kant, la referencia a Dios no viene precedida por un «yo sé», sino por un «yo quiero»: «Debí suprimir el saber para hacer lugar a la fe». Dios, en el mejor de los casos, es un postulado, un gran deseo, la condición de posibilidad para evitar la fatal quiebra que supondría para los humanos el desembarco final en la nada. Pero nada ni nadie puede asegurar la existencia de Dios. Dios no tiene ya detractores empedernidos ni defensores acalorados. Tan inútil sería aplicar el verbo «demostrar» a su existencia como a su no-existencia. Se ha hecho un gran silencio. Es lo que aconsejó Heidegger: silenciar el tema «Dios» en el ámbito del pensamiento. En lo referente al problema de Dios consideró «más aconsejable renunciar no sólo a la respuesta, sino hasta a la pregunta rnisrna»}. Pero ya antes de Heidegger sabíamos que la mayoría de las más acendradas búsquedas de Dios desembocaron en el apofatismo, en el silencio. De nuevo Heidegger: «honramos la teología en cuanto callamos acerca de ella-'. Es comprensible que Dios corra el mismo destino que la teología. Heidegger había dicho que su filosofía era «un estar a la espera de Dios». La frase es de 1948, pero la repitió en 1966 en la conocida entrevista publicada por el semanario Der Spiegel bajo el título «Ya sólo un Dios puede salvarnos». En ella afirma que no podemos atraernos a Dios «pensándolo». A lo sumo «podemos estar a la espera». Sólo es posible un sich-offen-halten (mantenerse abierto) para el advenimiento o la ausencia de Dios. La espera es el temple del pensar que se dispone a contar con Dios. Al esperar dejamos abierto aquello que esperamos. Esperar es introducirse en el ámbito de lo abierto, de lo lejano y oculto. En una discusión con E. Fink, Heidegger contrapuso la espera a la esperanza. La esperanza cuenta con algo, se ocupa en firme de algo; la espera consiste en conformidad, recato y discreción. La esperanza incluye un momento de agresividad; la espera, de contención. Hay
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que saber esperar. Nuestra época no sabe. Empeñarse en forzar a Dios en épocas de ausencia puede ser, según Heidegger, inoportuno. Nuestro tiempo es tiempo de espera. Todo tiempo humano es esencialmente espera. Hay que aprender a vivir en estado de inseguridad. El temple religioso de Heidegger armoniza más. con la actitud contemplativa de las religiones y culturas orientales que con la agresividad del talante occidental. La edad del silencio de Dios es época de renuncia, pobreza y sacrificio, incluido el sacrificium intellectus. Renuncia, pobreza y sacrificio acompañan a la revelación del ser. Y la revelación del ser es requisito para la revelación de Dios (Was ist Metaphysik?)3. Dios está, pues, conociendo días de silencio. Por lo demás, no hay que olvidar que, a veces, el silencio puede ser curativo. Hasta un teólogo tan teocéntrico como P. Tillich aconsejó hace ya bastantes décadas una moratoria de 50 años sobre el tema. Durante ese periodo la teología debería obsequiar a Dios con el silencio. Tillich confiaba en que, después de tan prolongada convalecencia, el término «Dios» recuperaría la fuerza y el vigor de antaño. Como era de esperar, la teología no siguió su consejo.· Los más relevantes teólogos de la segunda mitad de este siglo han dedicado grandes energías al tema «Dios-". La filosofía, en cambio, calla sobre él. Desde que murieron sus grandes críticos del siglo XIX -Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud-, Dios no viene siendo molestado ni requerido por los filósofos. Hablamos en general. Existen, por supuesto, excepciones que se asomarán a estas páginas. Pero se trata de excepciones que sólo nos
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ofrecieron «discursos interrumpidos» sobre Dios. Fue el caso de Benjamin, Horkheimer, Adorno, Bloch, Wittgenstein, e incluso Heidegger. Todos ellos renunciaron al discurso lineal y bien trabado de las épocas precedentes. En la mayoría de estos pensadores prevalece el aforismo fugaz sobre el tratado compacto y ambicioso. Parece, pues, justificado, al menos desde la filosofía, hablar de Dios como problema. Es más: a algunos les parecerá un alarde de generosidad. Para ellos, Dios no es ni problema. Hace tiempo que decretaron su insignificancia filosófica. Lo consideran, según la expresión de Comte, como «una medalla antigua con su relieve casi borrados'. Nuestro trabajo, en cambio, seguirá hablando de Dios como problema. Eso sí: no afirmo que el tema «Dios» deba plantearse siempre y por todos como problema. De ahí que ya en el título de estas páginas hagamos sitio al misterio. La historia del pensamiento muestra que Dios se lleva bien con la opcionalidad. Su tratamiento ha conocido los más diversos grados de intensidad afirmativa o negativa. Dentro del cristianismo gozan de igual legitimidad dos tradiciones: la de los que poseen su fe en paz y confianza -beati possidentes- y la de los que creen desde la duda y la inquietud. La opción por el carácter problemático -la prevalente en este escrito- es, pues, personal y subjetiva; no aspira a normatividad alguna. Ahora debemos perfilarla algo más.
2. La pugna entre el problema y el misterio La expresión «Dios como problema» tal vez no sea muy iluminadora. En efecto: existen muchas clases de problemas. Algunos apuntan hacia una solución sencilla; otros son más complicados. Y, a veces, hablamos de «problemas insolubles». Sin duda, Dios pertenecería a estos últimos. Si el problema de Dios tuviera solución, la humanidad, que tanto coraje le ha echado a este asunto, lo debería haber resuelto ya. De ahí que algunos reemplacen el término «problema» por el de «misterio», entendiendo por éste «lo que no se sabe por razón de su esencias", El vocablo «enigma» o «problema» queda reservado para lo que no se sabe «todavía», pero sin excluir que algún día el progreso de la ciencia despeje la incógnita.
3. Cf. M. Heidegger, Was ist Metaphysik?, Vittorio Klostermann, Frankfurt a. M., 1949, pp. 49 s. «Soy un teólogo cristiano», escribió Heidegger en 1920 a K. Lowirh, En 1935, cuando ya Heidegger no hubiera repetido semejante autopresentación, volvió, sin embargo, a escribir: «Sin [oo.] mi ascendencia teológica jamás hubiera yo llegado al camino del pensamiento. Pero la ascendencia nunca deja de ser futuro». Dos citas «llamativas» en una filosofía que se prohibió a sí misma tanto el teísmo como el ateísmo. (Las citas se encuentran en las pp. 678 Y 679, respectivamente, de H. Küng, ¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid, 51979 [nueva ed. de próxima publicación en Trotta]). 4. Cito algunos de los que considero más significativos: E. ]üngel, Dios como misterio del mundo, Sígueme, Salamanca, 1987; W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 1985; Ch. Duquoc, Dios diferente, Sígueme, Salamanca, 1978; J. Moltmann, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca, 1974; H. Küng, élixiste Dios?, cit.; W. Pannenberg, Teología sistemática, vol. 1, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1992; E. Schillebeeckx, Los hombres, relato de Dios, Slgucrnc, Salamanca, 1994; K. Rahncr, Curso fundamental sobre la fe, Herder, Bnrcclonn, 1979.
5. Cf. A. Gesché, Dios para pensar, 1, Sígueme, Salamanca, 1995, p. 168. 6. E. Tierno Galván, ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid, 1987, p. 60. De Tierno s610 tomamos la definición de «misterio». Como es sabido, Tierno rechaza que dicho término pueda ser aplicado a Dios.
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No parece una salida descabellada. De hecho, las grandes religiones vinculan indisolublemente a Dios con el misterio. Es más: algunas, como el budismo primitivo, que parecen carecer de Dios, siguen hablando de «misterio». En algún sentido, el vocablo «misterio» es más abarcante y universal que la palabra «Dios,'? y es que la pluralidad de configuraciones de lo sagrado hace imposible declarar a «Dios» como palabra definitiva del universo religioso. Sólo para las religiones teístas -tanto politeístas como monoteístas- es válida la apelación al término «Dios». En cambio, para cubrir el amplio espectro de las restantes religiones parece más apropiada la palabra «misterio». Con ella se designa la realidad que origina el mundo de lo sagrado y el universo religioso en general. Lo difícil es determinar el contenido de la palabra «misterio». Las diferentes tradiciones religiosas ponen acentos diversos. Con todo parece haber una notable coincidencia en la atribución al término «misterio» de dos rasgos fundamentales: su absoluta trascendencia y, al mismo tiempo, su radical inmanencia. La palabra «trascendencia» indica un movimiento de travesía (trans) y un movimiento de subida (scendo). Se alude, pues, a un cambio de lugar y a una ruptura de nivel. En definitiva, aplicada a la realidad del misterio, la palabra «trascendencia» no remite primariamente a su lejanía. Más bien indica que la persona sólo puede acceder al misterio en la medida en que se trasciende a sí misma y va más allá de sus propias posibilidades. A la hora de determinar el misterio, tanto las tradiciones occidentales como las orientales destacan su radical alteridad. San Agustín afirma que Dios es aliud valde, muy otro, y las Upanishads insisten en que Brahman es «totalmente otro». La Kena Upanishad lo declara único, «primero sin segundo». Con frecuencia se le llama «invisible»: «a Dios nadie lo ha visto nunca» (]n 1, 18); se le sitúa fuera del alcance de los hombres, en el cielo. Se le declara más alto que lo más elevado del hombre. Superior summo meo, dirá san Agustín. Se acentúa su carácter incognoscible: «no es así, no es así», declaran las Upanishads; si comprehendisti, non est Deus, enfatizará san Agustín. El misterio es declarado inefable por todas las tradiciones, aunque todas ellas pugnen por traducir su presencia en palabras. «¿Cómo podrá ser visto el gran vidente?», se preguntan las Upanishads y toda la tradición cristiana.
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De hecho, el término «misterio» se refiere al carácter arcano, secreto, inaccesible al entendimiento humano de alguna realidad. Su traducción latina y griega están formadas a partir de la raíz indoeuropea mu, que originariamente significa cerrar o apretar la boca y más tarde, por extensión, cerrar los ojos. Tal raíz aparece en términos como el sánscrito mukar, el latino mutus, o el castellano «mudo». Pero trascendencia no significa lejanía. Justo por ser trascendente, el misterio es para el sujeto religioso lo más cercano, la más íntima inmanencia. El Cusano dice que es non aliud, no otro. San Agustín lo llama interior intimo meo, más íntimo que mi propia intimidad. Y el Corán afirma que el Dios omnipotente está más cercano al hombre que «su propia yugular-". Algunas religiones no lo tienen, pues, fácil con el término «Dios». Alguien ha escrito que «Dios ha llegado tarde en la historia de las religiones». Su lugar ha sido, con frecuencia, ocupado por el misterio", Más difícil aún es que Dios se abra camino en la filosofía. La filosofía no es una religión. Si habla de Dios es porque lo pide prestado a las religiones. Las grandes cosmovisiones metafísicas nacieron en el seno de importantes tradiciones religiosas. Voltaire dejó escrito: «La idea de Dios tampoco es una idea filosófica, porque los hombres conocieron dioses antes de que hubiera filósofos»!". Incluso «el Dios de los filósofos», del que habló Pascal, no deja de ser el Dios de las religiones, en este caso monoteístas, revestido de austeridad y abstracción filosófica. Pascal lo contrapone, sin duda en exceso, al Dios «de los padres», objeto de invocación y cercanía. El Dios de los padres no es el Dios pensado, sino el Dios invocado. El misterio no es, pues, un mal destino para Dios. Desde luego, la teología se siente bien con él, mucho mejor incluso que con el término «problema». Los teólogos, sobre todo los alemanes, no suelen hablar de Dios como problema; prefieren el enunciado «Dios como pregunta». El Gottesproblem cede su lugar a la Gottesfrage. En cambio, algunas filosofías se sentirán incómodas ante el término «misterio». Por ejemplo, la de Ortega. Es conocida su preferencia por el teólogo frente al místico. Este último se sumerge en
7. Sobre el misterio cf., desde la fenomenología de la religi6n,]. Martín Velasco, Introducción a la [enomenologia de la religión, Cristiandad, Madrid, 1978; pp. 109-138.
8. Cf.]. Martín Velasco, F. Savater y J. G6mez Caffarena, Interrogante: Dios, Cuadernos Fe y Secularidad/Sal Terrae, Santander, 1996, pp. 13 ss.; d. R. Panikkar, Iconos del misterio. La experiencia de Dios, Península, Barcelona, 1998. 9. G. van der Leeuw, Fenomenologta de la religión, FCE, México, 1964, p. 4, n. 11. 10. Voltaire, Diccionario filosófico, Temas de hoy, Madrid, 1995, vol. 1, p. 601.
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11. J. Ortega y Gasset, «Defensa del teólogo frente al místico», en Obras completas, Alianza, Madrid, 1983, t. 5, p. 456. 12. 1. Wittgenstein, Tractatus logico-pbilosophicus, Alianza, Madrid, 1987, p. 183. 13. Ibid., p. 181.
mencionar el misterio, preparan más para él que muchas teologías sobre el misterio de Dios. Es, para mí, el caso de la vieja Escuela de Frankfurt, con sus melancólicos y desesperanzados alegatos en favor de un sentido final que alcance a las víctimas de la barbarie intrahistórica. El debate entre W. Benjamin y M. Horkheimer sobre la posible o imposible salvación de las víctimas de la historia es, para mí, el más estremecedor del siglo xx. En fin: en vista de la aparente incompatibilidad entre filosofía y misterio, y dado que estas reflexiones aspiran a moverse en el ámbito de la filosofía de la religión, me inclino por aplicar a Dios el término «problema». Lo que ocurre es que, de esta forma, me atraigo las iras de algunas religiones. Ya he aludido a su preferencia por el misterio. Es verdad que se trató, casi siempre, de una preferencia poco consecuente. Las mismas religiones que evocan a Dios como misterio suelen añadir a renglón seguido que es omnipotente, omnisciente, bueno, providente, y un largo etcétera. La contradicción acecha siempre a la vuelta de cualquier esquina. Pero, contradicciones aparte, lo cierto es que dos de las tres religiones monoteístas, el judaísmo y el islam, se negarían a hablar de Dios como problema. Para ellas, el término «problema» sería demasiado filosófico. Y es que ninguna de estas religiones relaciona a Dios con un discurso interrogativo, hipotético, modesto, en definitiva «problemático». Son religiones asertivas que respiran seguridad e incluso certeza. En realidad, ni siquiera sienten la necesidad de una teología. Y mucho menos si ésta es crítica. Por supuesto, tampoco necesitan los humildes servicios de la filosofía. Están muy alejadas de la recepción que el cristianismo ha hecho de la filosofía occidental. Un musulmán no entendería, por ejemplo, que le citaran a Bloch o a Heidegger en una homilía. Algo, como sabemos, frecuente en el mundo cristiano. El punto fuerte de estas religiones es lo genuinamente religioso: la plegaria, el culto, la invocación, el acatamiento sincero y generoso de la voluntad de Dios. La fenomenología de la religión tiene en ellas un paradigma muy logrado de la auténtica actitud religiosa. La contrapartida de este rechazo de instancias críticas puede ser grave. El rechazo de la reflexión es como una sirena que invita al fundamentalismo. Ardientes credos religiosos, sin instancias correctoras y atemperantes, pueden desembocar en el fanatismo y la intolerancia. Las religiones deberían recordar siempre aquel fragmento de jenófanes en el que advierte que, «incluso cuando se ve la verdad, este saber no otorga nunca a quien lo posee completa certeza de su validez; so-
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el misterio. Pero, para Ortega, la filosofía es «un enorme apetito de transparencia y una resuelta voluntad de mediodía»!'. La filosofía, siempre según Ortega, es habla, es lagos. Su misión es desvelarlo todo, ser «el secreto a voces»; la filosofía aspira a desentrañarlo todo. No puede encariñarse con el misterio ni, mucho menos, entonar sus loas. Tampoco aparece el término «misterio» en Kant ni en Hegel. En este último, el cristianismo se torna una religión sin misterios. En el mismo santo Tomás, la presencia del misterio es esporádica y no tiene la categoría de un término técnico. Más extraño aún es que la palabra «misterio» no aparezca en algunos importantes diccionarios teológicos como Religion in Geschichte und Gegenwart o Evangelisches Kirchenlexikon. Obviamente existen otras filosofías más receptivas frente al misterio. Tal vez sea el caso de las últimas páginas del Tractatus logicophilosophicus de Wittgenstein. Allí se encuentran frases como ésta: «Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico-P. O esta otra: «Dios no se manifiesta en el mundo-P. El ámbito de lo inexpresable no puede estar, según Wittgenstein, más lleno. A él pertenecen el mundo y su sentido, la ética, la vida y la supervivencia y, por supuesto, Dios. Es frecuente en teología identificar lo «inexpresable», lo «místico» en Wittgenstein, con el misterio. Confieso que no sé si tal identificación es correcta. De hecho, el término «misterio» no aparece en el Tractatus ni en las Investigaciones filosóficas. Tampoco aparece en el Diario filosófico (1914-1916), ni en la Conferencia sobre Ética. En cambio, sí aparece «Dios» tanto en el Diario filosófico como en los Diarios íntimos. También aparece en el Tractatus. Pero, por lo general, la filosofía no suele apelar abiertamente al misterio. Y, desde luego, no es frecuente que hable del misterio de Dios. A lo sumo se referirá al misterio del universo o al misterio del hombre. Es, como es sabido, el caso de Pascal. Es posible que la apelación al misterio carezca de rango filosófico. Reconozco que no lo sé. Es probable que, para algunos, la introducción del misterio coincida con el final de la filosofía, entendiendo aquí por «final» su fracaso, el reconocimiento de sus límites. En todo caso, de lo que sí estoy seguro es de que determinadas filosofías, sin
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bre las más altas cuestiones tiene siempre que estar esparcida la duda»!", Heidegger lo dijo de una forma muy lograda: la pregunta es la piedad del pensamiento. Sin embargo, a pesar del posible «enfado» de estas religiones, mantengo la preferencia por un discurso problemático sobre Dios. Este apartado sólo pretendía aludir a la gran complejidad del asunto. Expresado concisamente: si hablamos de Dios como problema, contrariamos a algunas religiones; si el problema deja su sitio al misterio, desairamos a la filosofía. Es más: el entendimiento con la filosofía parece imposible. Ya he aludido a que, para la mayoría de las constelaciones filosóficas actuales, Dios no es ni misterio ni problema. Es un asiento vacío, pura ausencia. Y, si damos la palabra a la ciencia, la complejidad sube de tono. Afirmaba K. Rahner que toparse con un científico que se plantease el tema «Dios» constituía «un caso pastoral afortunado». En fin: es comprensible que escaseen los discursos sobre Dios. Uno no sabe cómo desenredar la madeja. En el cristianismo, el misterio tiene un nombre: es Dios, el Dios cristiano. Considero, sin embargo, que es posible, en una cultura que el cristianismo mismo ha generado, finalizar el viaje en la estación anterior y admitir el misterio sin darle nombre. La peregrinación se realizaría entonces en tres etapas. La primera la recorrerían los hombres del enigma, es decir, los que consideran que las opacidades que nos aquejan irán perdiendo mordiente a medida que la ciencia y el coraje humano les vayan ganando terreno. Es una postura de gran hidalguía. Sus representantes afrontan la vida a pecho descubierto. Están bien avenidos con la finitud y trabajan por mejorarla. No viven la tragedia teológica de un Kierkegaard o de un Unamuno. En palabras de Tierno, «no echan de menos a Dios». Se bandean bien con lo que hay. Incluso el trance final, la muerte, lo aceptan con serenidad. Tierno ya dejó constancia de ello. La segunda etapa la recorren los que no han conseguido aclimatarse a lo que la realidad nos ofrece. Andan siempre inquietos, un poco como perro sin amo. Se torturan con preguntas que carecen de respuesta. Caminan entre el misterio y el problema. Siguen leyendo a Pascal, Dostoievski, Camus, Unamuno, Kierkegaard, Lutero, san Agustín ... En la vida diaria funcionan como los demás, pero experimentan un gran vacío interior. A veces se cansan del persistente 14. Cit. por W. ]aeger, La teología de los primeros filósofos griegos, FCE, Madrid, 1982, p. 48.
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silencio que sigue a cada una de sus preguntas últimas y se refugian, pero sin convicción, en lo penúltimo, en lo diario, en lo fugaz. El mundo es para ellos algo más que un enigma. Lo viven como un asombroso misterio. No confían en que la ciencia pueda descifrar todas sus claves. Se sienten acosados por un plus que los supera. Y no logran ver, con la requerida naturalidad, la muerte. Distinguen, además, entre la muerte que llega -si es lícito hablar así- a su hora, después de una vida lograda, y la muerte que antecede a la vida, es decir, la de los que no alcanzaron una vida digna, la de los que nacieron en una geografía desdichada que sólo pudo ofrecerles privación y violencia. Con frecuencia, los hombres de esta segunda etapa comenzaron acusando a Dios y terminaron silenciándolo. Se cansaron de increpar y preguntar. El tema del mallos dejó malheridos. Sólo esperan un milagro final, un golpe de efecto que recomponga la historia. Cifran su última esperanza en la escatología, en la resurrección universal. Pero bien saben ellos cuánta precariedad encierra esta esperanza. Sólo Dios podría garantizarla. Pero Dios, si existe, es tan discreto... La tercera etapa es el ámbito del cristianismo. Puede que exista un trasvase entre ella y la anterior. Habrá quien califique de «cristiano anónimo» al hombre que acabamos de describir y llame «cristiano explícito» al de este tercer estadio. En mi opinión, los separa la asertividad. El cristiano explícito se atreve a afirmar a Dios. Es cierto que, si es lúcido, no ignorará cuántos pequeños y grandes «detalles» de este mundo hablan en contra de su fe. Pero perseverará en ella. A lo sumo, como el profeta Isaías, exclamará: «tú eres un Dios escondido» (45, 15). El cristiano no tiene prohibido el desgarro. El grito de desamparo de Jesús en la tarde del viernes santo dio vía libre a la queja entrecortada. Allí nació una potente teología de la pregunta.
3. Apuntando razones Soy consciente de que estoy ofreciendo un discurso fragmentario y titubeante que apenas avanza. Hasta ahora casi me he limitado a enumerar dificultades. Espero, sin embargo, haber tocado el nervio del asunto que nos ocupa. Desearía, en el espacio que me queda, ofrecer algunas razones que avalen la legitimidad de mi preferencia pOI' un discurso quebrado y problemático sobre Dios. He aquí algunas.
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a) Un curriculum precario
Escasean los datos sobre Dios. Hace años escribió A. Fierro: «Acerca de Dios se carece de noticias absolutamente fidedignas' sólo se cuentan historias que permiten formarse ciertas conjetura~»15. Así es. Si uno se asoma a los g~andes di~~ionarios de teología o filosofía se topa con un extenso curriculum divino; pero se trata de un curriculum de autoría humana. La historia de Dios es el gran relato de las percepciones que otros hicieron de él. Pero Dios mismo guarda silencio. Él no llega nunca directamente al receptor. Es verdad que las religiones monoteístas hablan de la «revelación» de su Dios. Y K. Barth insistió -antes lo había hecho Hegel- en que la revelación es «automanifestación» de Dios. Pero tal automanifestación nunca es directa. El verbo «revelar» nunca tiene, en el Nuevo Testamento, a Dios como complemento directo. Eso queda para la gnosis. El Dios cristiano sólo revela «algo» de sí mismo: su amor, su ira, su misericordia, su justicia. Pero nunca se revela a sí mismo. «Sólo si hubiera un segundo Dios -escribió K. Barth- podría ver directamente a Dios-". Incluso un teólogo tan teocéntrico como W. Pannenberg ha escrito: Según los testimonios bíblicos, la autorrevelación de Dios no se ha realizado de una forma directa, algo así como en la forma de una teofanía, sino indirectamente, a través de las obras de Dios en la historial?
Somos, pues, invitados a detectar las obras de Dios en la historia. Una tarea a todas luces ardua. Habría que ser muy «lanzado» para atreverse a asignar a Dios determinados acontecimientos intrahistóricos y sustraerle otros. ¿Con qué criterio? Pannenberg se atrevió a ofrecer el siguiente: «En el momento en que un acontecimiento nos ilumina la realidad total en la que vivimos y estamos interesados, en ese momento, tal acontecimiento nos revela la actuación de Dios-".
Dios queda así vinculado a la Erhellungserfahrung, que Pannenberg asumió de su maestro en filosofía, K. Jaspers. Somos, pues, remitidos a la «experiencia de iluminación». Iluminar significa «dar sentido». Pero identificar la acción de Dios con la experiencia de sentido parece excesivamente generoso. Le concede todas las ventajas. Y deja abiertos muchos interrogantes. El más crucial de todos ellos sería éste: équé hacemos con el sinsentido? ¿No tiene Dios nada que ver con él? Bíblicamente, Dios es el Señor de toda la realidad. ¿Con qué derecho le sustraemos el lado oscuro de las cosas? ¿Qué hacemos con el mal? ¿Es obligatorio sustraer a Dios esa amarga parcela de la realidad? Preguntas y más preguntas. Además: la automanifestación indirecta de Dios en la «realidad total», a la que se refiere Pannenberg, tropieza con otra dificultad. Dicha realidad total, llamada también por Pannenberg «historia universal», no existe, es algo abierto e inconcluso. Dilthey lo formuló con precisión: «Habría que esperar al final de la historia para poseer todo el material que permita pronunciarse sobre su significado»!", Y, convencido de que nadie está al final de la historia, Dilthey sacó la resignada conclusión de que no son posibles los pronunciamientos definitivos. Sólo tenemos acceso a las verdades parciales y relativas. «El todo -insiste Dilthey- sólo se nos hace presente en la medida en que las partes lo hacen comprensible-P. A su vez, las partes sin el todo permanecen mudas y desorientadas. No hay, pues, forma de evitar el relativismo. Consciente de esta problemática, Pannenberg revalorizó también el final de la historia. Llegó incluso a escribir: «La revelación no tiene lugar al comienzo, sino al final de la historia revelante-". Pero, con este desplazamiento hacia el final, el curriculum de Dios asume mayor grado de precariedad. Todo queda pendiente de un misterioso final con el que la filosofía no sabe muy bien qué hacer. y precisamente a la filosofía acudió Pannenberg para salir del atolladero. Dilthey y Heidegger habían revalorizado el concepto de «anticipación». Pannenberg lo introdujo con inusitada fuerza en teología y mostró que el «final de la historia» no es una fecha que deba
15. A. Fierro, Historias de Dios, Laia, Barcelona, 1981, p. 8. Cf. también]. Alvilares, Dios en los límites, PPC, Madrid, 1999. Se trata de un escrito ágil y profundo (contiene un prólogo de A. Torres Queiruga). 16. K. Barrh, Kirchliche Dogmatik, Siebenstern, München/Hamburg, 1965, p. 54. 17. W. Pannenberg, La revelación como historia, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 117. 18. Íd., Grundfragen systematischer Tbeologie, vo!. 1, Vandcnhoeck & Ruprcchr, G6ttingen, 1967, p. 194.
. 19. W. Dilthey, Gesammelte Schriften, vol. VII, Vandenhoeck & Ruprecht, G6tungen, 1933, p. 233. 20. lbid. Puede verse también M. Fraijó, «Religión y relativismo", en L. Arenas, .l.163. Muñoz y A. ]. Perona (eds.), El desafío del relativismo Trotta Madrid 1997 p ' , , ,.
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W. Panncnberg, La revelación como historia, cit., p. 123.
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ser esperada pacientemente, sino un acontecimiento -la resurrección de los muertos- que ha quedado anticipado en la resurrección de Jesús. La resurrección de Jesús es, pues, una forma de descifrar el final y de mitigar la precariedad del curriculum divino. A través de ese acontecimiento, piensa Pannenberg, la revelación de Dios alcanza su máxima expresión. Sólo falta un «pequeño» detalle: hay que demostrar la historicidad de la resurrección de Jesús. Pannenberg se empleó a fondo en ello. Pero la filosofía no sabe nada de este terna-'. Algo que no podía dejar indiferente al teólogo protestante más filosófico de la segunda mitad de este siglo. Movido por ello -y por el aldabonazo que le supuso el estudio de las teorías de la cienciav-i-, Pannenberg introdujo un giro llamativo en su teología: quien había comenzado su andadura teológica afirmando que Dios era evidente en la historia pasó ahora a hablar de Dios «como problema». He aquí sus palabras: «Yo mismo no he tenido siempre suficientemente en cuenta el significado teológico del carácter problemático de la realidad de Dios-". En teoría de la ciencia y teología no se habla ya de Dios como «evidencia», sino como «problema», como hipótesis, como algo que tiene que acreditarse aún en la experiencia de la humanidad. El futuro cobra un relieve inusitado. Dios se convierte en «la fuerza del futuro». Es más: el futuro pasa a ser el «modo de ser de Dios». Con todo, debo hacer una precisión importante. Pannenberg está convencido de la existencia de Dios. Es más: cree que todo teólogo cristiano debe estarlo. Lo que ocurre es que ese convencimiento no debe expresarse en afirmaciones dogmáticas ni cerradas. El estatuto epistemológico de las afirmaciones teológicas debe ser abierto y problemático. La defensa de las afirmaciones firmes debe hacerse de forma problemática. De lo contrario, se renuncia al diálogo y a la discusión". El pensamiento de Pannenberg no coincide, pues, con el de estas páginas. En ellas no mantengo únicamente que el lenguaje sobre Dios debe ser problemático, sino que Dios mismo es problema, es decir, 22. Véase el capítulo 2 de este libro, «La resurrección de Jesús desde la filosofía de la religión». 23. W. Pannenberg, Teoría de la ciencia y teología, Cristiandad, Madrid, 1981. 24. Ibid., p. 407, n, 101. 25. Cf. la entrevista a Pannenberg que cierra mi libro El sentido de la historia. Introducción al pensamiento de W. Pannenberg. Cf. asimismo el último capítulo de este libro, en el que puede leerse una presentación actualizada de este gran teólogo protestante.
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que no hay seguridad de su existencia. Pero Pannenberg nos ha ayudado. Su concepción de una revela~ión indir~cta av~la la precariedad de nuestra información sobre DlOS. Al mismo tiempo da que pensar el hecho de que una de las teologías ~ás se~ias y responsab.les de la segunda mitad del siglo xx no haya podido evitar hablar de DlOS como problema. b) Una recepción problemática
Fue M. Buber quien habló del «eclipse de Dios». Probablemente, Dios ha conocido muchos eclipses. En el siglo XIX Nietzsche lo envió al paro. Anunció, a bombo y platillo, que Dios se había quedado «sin trabajo». El actual eclipse parece -puede ser una impresión subjetiva- más decisivo que los anteriores. Se prescinde de Dios distendidamente, sin desgarro interior, serenamente. Kolakowski encuentra preocupante que a la pregunta «équé hay de la cuestión de Dios?» se responda con naturalidad: «¿Pero es que existe realmente esa cuestión?», No existe, sostiene Kolakowski, para los creyentes «si los hay». Kolakowski piensa en creyentes «cuya fe heredada es firme e inconmovible». Para ellos no existe la ecuestión de Dios». Y tampoco existe, por supuesto, para los ateos convencidos -Kolakowski añade también aquí la apostilla «silos hay»-, ya que «ellos saben sin ningún género de dudas que la ciencia ha expulsado a Dios definitivamente del mundo-", Es indudable que existen creyentes de fe «firme e inconmovible» para los que no existe el problema de Dios. Pero ellos no agotan el espectro. Se da también una recepción problemática de la fe en Dios. Hay cristianos que se debaten entre la fe y la increencia, entre el «sí y el no» del maestro Eckhart. Algunos se sienten tentados de repetir con Primo Levi, un superviviente de Auschwitz: «Existe Auschwitz, por lo tanto, no puede haber Dios». Pero tal vez es más frecuente que se sientan envueltos en la dialéctica de E. Wiesel, otro superviviente del Holocausto: «Auschwitz jamás se puede comprender con Dios; Auschwitz no se puede comprender sin Dios-'? Otros, quizá los menos, es posible que den la razón a Wiesel cuando constata que,
26. 1. Kolakowski, « Die Sorge um Gott in einem scheinbar gottlosen Zeitalter», en 1-1. Róssncr (ed.) Der nahe und der [eme Cott, Severin und Siedler, Berlin, 1981,
p.9.
27.
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y E. Wiesel, op. cit., p. 99.
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después de aquella crueldad, «hagamos lo que hagamos, estamos perdidos-". También es indudable, como sostiene Kolakowski, que hay «ateos convencidos» para los que Dios no es ni problema. Pero tampoco ellos agotan la galería. Existe una recepción problemática de la convicción atea. De hecho, los ateos de ayer son, en parte, los agnósticos de hoy. Algo que tal vez no se debe sólo, como afirma F. Savater, a la falta de coraje para llamarse ateo en una sociedad dominada aún por la «turba levítica», sino a la posibilidad de que el agnóstico mantenga abierta alguna ventana a la creencia que el ateo habrá cerrado cuidadosamente. Lo de Dios está conociendo, pues, una recepción problemática que justifica un discurso sobre «Dios como problema». Siempre me impresionó un fragmento de Protágoras que avala la postura que vengo defendiendo: Acerca de los dioses yo no puedo saber si existen o no, ni tampoco cuál sea su forma; porque hay muchos impedimentos para saberlo con seguridad: lo oscuro del asunto y lo breve de la vida humana": Lo «oscuro del asunto» se corresponde con lo que he llamado «un curriculum precario». «Lo breve de la vida humana» tal vez juegue a favor de Dios, si es permitido hablar así. En efecto: unas búsquedas suceden a otras. Cuando, cansados de preguntar y buscar, nos acoge la muerte, van naciendo otros que inician su aventura religiosa con la misma ingenuidad e ímpetu que, un día lejano, fueron el sello de la nuestra. De esta forma, Dios nunca se queda sin interlocutores. Si existe, impresiona imaginar a cuántos habrá conocido y qué imagen se habrá hecho de ellos y de nosotros. Entre los que le buscaron a tiempo completo estará, probablemente, Pascal. Uno de sus Pensamientos también viene en ayuda de todo el que experimente a Dios como problema: «Incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista»:". Es la misma perplejidad que hemos encontrado en E. Wiesel. Si Dios no existe, quedan muchas cosas por explicar; si existe, se amontonan igualmente los interrogantes. Entre las cosas que quedan por explicar destacan la existencia fáctica del mundo, la pregunta por el sentido último de la realidad y, desde luego, la muerte.
28. lbid. 29. Cf. F. Copleston, Historia de la [ilosofta, 1, Ariel, Barcelona, 1984, p. 103. 30. B. Pascal, Pensamientos (cd, Brunschvicg), Austral, Madrid, 1967, írng. UD.
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Platón, ya en su ancianidad, dio un sabio consejo: Hijo mío [... ], el paso del tiempo te hará cambiar de opinión en muchos puntos y pensar al revés de como piensas ahora. Aguarda, pues, hasta entonces para zanjar cuestiones de tanta importancia. Y, aunque para ti no cuenta, la más importante es pensar correctamente (orthos) en el tema de los dioses", Entiendo que Platón invita a dejar abierto el tema. Algo tal vez no muy lejano de lo que vienen proponiendo estas páginas, Hablar de Dios como problema es, en algún sentido, seguir «apegado» a él, no descartar por completo la sorpresa de que exista. En el tema de la recepción habría que distinguir dos ámbitos. Al primero se le suele llamar contexto de descubrimiento. Es el ámbito de la experiencia religiosa directa y originaria, previo a cualquier reflexión filosófica o teológica. Es el auténtico lenguaje primero del creyente. A esta experiencia, mezcla de fascinación y temor, de asombro y anhelo, no se le pueden fijar límites. Es el «reconocimiento extático del misterio» (M. Eliade), el abandono de todo lo penúltimo y provisional en favor de una realidad totalmente diferente que recibe muchos nombres. Es un ámbito en el que no se puede prescribir nada. No se puede obligar a nadie a que experimente a Dios como problema. Es el espacio en el que manda lo que nos «concierne incondicionalmente» (P. Tillich). Se trata de una experiencia que queda muy bien reflejada en la historia de aquel judío que, con su mujer y su hijo, logró escapar de la Inquisición española. Embarcado en un frágil bote, intentó navegar, en medio de un mar embravecido, hacia una isla rocosa. Pero cayó un rayo y fulminó a su esposa. Poco después se desató una tormenta y las olas se tragaron a su hijo. Ya solo, desnudo y descalzo, continuó su travesía y habló así a su Dios: Dios de Israel, he huido hacia aquí para poderte servir en paz, para observar tus mandamientos y santificartu nombre; tú, en cambio, has
31. Platón, Leyes X, 88 a-b. Es casi imposible citar a Platón sin pensar enseguida en E. Lledó, uno de sus grandes conocedores. Entre los numerosos estudios que le ha dedicado me permito citar La memoria del Logos, Taurus, Madrid, 1984. Recientemente, un grupo de discípulos y amigos hemos participado en un volumen de homenajc a Lledó, coordinado por L. Vega Reñón, E. Rada Carda y S. Mas Torres, Del pensar y su memoria, UNED, Madrid, 2001. No es, desde luego, un libro de «despedida» tras jubilación en la Facultad de Filosofía de la UNED, sino un testimonio de gratitud y cnriño por lo mucho que su amistad y su magisterio significan para nosotros.
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hecho todo lo posible para que deje de creer en ti. Pero, si crees que vas a conseguir apartarme de mi camino, te aseguro, Dios mío y Dios de mis padres, que no lo conseguirás. Puedes golpearme y arrebatarme lo mejor y lo más precioso que poseo en el mundo; puedes torturarme hasta la muerte, pero yo creeré siempre en ti. Te amaré siempre, a pesar de ti mismo".
Estamos frente a un relato impresionante ante el que enmudecen los discursos de índole teórica. Lachelier dijo que «la filosofía debe comprenderlo todo, hasta la religión». La vocación teórica de la filosofía no debería impedirle comprender incluso aquello que no puede explicar. Con su contundencia habitual, Nietzsche dejó escrito: «Es caro y terrible el precio que se paga siempre que las religiones no están en manos del filósofo ... »33. Es un aviso muy aprovechable para ahuyentar la tentación fundamentalista, a la que me he referido anteriormente. Pero la auténtica experiencia religiosa escapa a todo género de jurisdicción, incluida la filosófica. Al menos en el contexto de descubrimiento. Las cosas cambian cuando. nos referimos al segundo ámbito, el del contexto de fundamentación. Es el encargado de articular conceptualmente la experiencia religiosa. Es el espacio del lenguaje segundo, la hora de la filosofía y de la teología. Aquí no manda la inmediatez perceptiva, sino un discurrir sosegado, riguroso y coherente. Es el ámbito del pensamiento, del concepto, de la argumentación, de la búsqueda razonada de la verdad. Es la esfera de los asertos, de las aseveraciones, de los pronunciamientos doctrinales, de las formulaciones. Es el turno del lenguaje, siempre relativo, inadecuado e históricamente condicionado. Un ámbito en el que, a mi entender, es posible hablar de Dios como problema. Para muchos será incluso obligado. Finalmente: la recepción de un discurso problemático sobre Dios no será la misma en la teología yen la filosofía. El ritmo de aproximación al tema «Dios» es diferente. Es un terreno en el que la teología tiene obligaciones de mayor entidad. El ritmo filosófico de acceso a Dios -incluido el de la filosofía de la religión- será siempre laborioso, titubeante, interrogativo, problemático. El de la teología, en cambio, puede ser, aunque no necesariamente -piénsese en la teología
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fundamental-, más directo, más asertórico y firme. La filosofía puede retrasar indefinidamente la aparición del tema «Dios» en el horizonte de sus preocupaciones. Puede ponerlo entre paréntesis sin mala conciencia, aunque históricamente apenas haya ocurrido en Occidente. W. Weischedel ha dedicado dos volúmenes a mostrar hasta qué punto la filosofía occidental se convirtió en una doctrina filosófica sobre el Dios cristiano. Su tesis es que, cuando esto ha dejado de ocurrir, la filosofía occidental ha entrado en crisis". Lo que ya no sé es si la filosofía puede obviar por completo el tema «Dios». Imagino que una filosofía sectorial tal vez sí. En cambio, una filosofía -no sé si decir «metafísica»- que se interrogue por la realidad en su conjunto es posible que se vea obligada a echar un vistazo a lo de Dios. La categoría principal del pensamiento filosófico es la razón. Es ella la que marca etapas y posibilidades de acceso a Dios. La teología, en cambio, concede mayor protagonismo a facultades menos severas: la imaginación, el sentimiento (Schleiermacher), los afectos. Aunque, para ser justos, hay que señalar que las tradiciones occidentales -tanto las filosóficas como las teológicas, pues son difíciles de separarhan cultivado ambas vías. La vía, digamos más cordial, tiene sus hitos principales en Platón, san Agustín, san Buenaventura, el maestro Eckhart, el Cusano, Pascal, Kierkegaard, Schleiermacher, Unamuno... Ha sido ésta una vía de acceso a Dios generosa, amplia, y de grandes horizontes. Dio carta de ciudadanía a la experiencia, al sentimiento, a la mística, a los avatares de la vida. La otra vía, más austera y racional, puede remitirse a Aristóteles, san Anselmo, santo Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz, Spinoza, Kant, Hegel, Heidegger... Ha cultivado una fidelidad casi heroica a la razón. Lo suyo ha sido la sobriedad racional. Descuidó, de esta forma, otros caminos a los que hoy somos más sensibles. El ideal sería, naturalmente, un cruce de tradiciones que Unamuno formuló así: «Piensa el sentimiento: siente el pensamiento». Algo que él, en su jadeante ir y venir de Atenas a Jerusalén, nunca logró. Es posible que hoy estemos más próximos a esa fusión de tradiciones que en los días de Unamuno. En efecto: hemos adjetivado tanto la razón -práctica, simbólica, utópica, poética, comunicativa, etc.- que sus diferencias con el sentimiento se difuminan. Zubiri habla incluso de «inteligencia sentiente» porque -afirma- la realidad, las cosas, no son sólo conocidas, sino «sentidas».
Citado por R. Baumann y H. Haug (eds.), Thema Gott. Frage uongestern und
morgen, Evangelisches und katholisches Bibelwcrk, Sruttgnrt, 1970, pp. 133 s.
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.14. W. Weischcdd, Der Gott der Philosophen, 2 vols., DTV, München, 1985.
F. Nietzsche, Más allá del bien y de/mal, Alianza, Madrid, 19113, p. llll.
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Ya no es posible enarbolar un concepto único y unívoco de razón y proclamar que Dios no existe porque no se ajusta a él. Siempre se podrá replicar que existen otras visiones de lo racional compatibles con la fe en Dios. Tal vez haya que buscar aquí una de las causas de que Dios haya dejado de ser un arma arrojadiza entre ateos y creyentes. Concluimos este apartado. He intentado matizar el tema de la «recepción problemática». Su espacio privilegiado es el contexto de fundamentación y la filosofía. Pero me atrevería a insistir en que su sombra es mucho más alargada. A partir del siglo XIX, el ámbito religioso occidental viene siendo sacudido por un huésped pertinaz: la sospecha. Las creencias religiosas que se abren, aunque sea mínimamente, a la reflexión es probable que se sientan aturdidas por la sospecha. Sospecha, digámoslo sin tapujos, de que Dios no exista. Sospecha de que Feuerbach tenga razón y Dios resulte ser una inmensa suposición, una proyección, un paliativo del miedo a la muerte. Y aunque una persona tan razonable y honesta como H. Scholz nos asegure que la religión no brota de la necesidad, ni del miedo , sino de la experiencia (nicht aus Bedurjnissen, sondern aus Erlebnissen, afirma Scholz), lo cierto es que la sospecha se ha instalado en el corazón de la fe cristiana occidental. En tal situación no parece desorbitado hablar de Dios como problema. Dios se ha convertido, efectivamente, en problema. La misma forma teórica de abordar su existencia se ha ido deslizando paulatinamente del dogma a la pregunta, de la seguridad al carácter problemático. Pero esto será materia del próximo apartado. e) De la teología revelada a la filosofía de la religión Durante muchos siglos Occidente pidió prestado al cristianismo su discurso sobre Dios. Habló, pues, sobre Dios desde la teología cristiana revelada. Una teología que apelaba abiertamente a la fe y exhibía una revelación acontecida en fechas precisas y lugares familiares. Lo de Dios se convirtió en algo casi obvio y rutinario. Dios existía porque lo decían la Biblia y la iglesia. Su existencia era un dato seguro. Había, ciertamente, poco espacio para la duda. Dios no era problema, sino adquisición pacífica. Se hacía filosofía desde una especie de norrnatividad cristiana. El mérito, hay que decirlo, fue del cristianismo. En su andadura inicial, el cristianismo optó por el Dios de los filósofos. Preguntados por la identidad de su Dios, los cristianos no lo relacionaron con
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Zeus, Hermes o Dioniso. Pablo se atrevió a vincularlo con el Dios del que hablaban los sabios atenienses (Hch 17, 28). La naciente nueva religión trazó así una línea divisoria entre ella y los cultos ya establecidos. Insistió en que, cuando ella decía «Dios», se estaba refiriendo al ser mismo, a lo que los filósofos llamaban el fundamento de todo ser. De hecho, los nombres bíblicos de Dios cedieron su puesto a la nomenclatura filosófica: Infinito, Necesario y, a partir del Cusano, lo Absoluto. Se trató de una opción de incalculables consecuencias. Con ella, el cristianismo se arrimó más al logos que al mito, iniciando así un poderoso proceso de desmitologización. Pudo hacerlo porque, desde ]enófanes hasta Platón, los mitos habían sido ya zarandeados. Platón intentó reemplazar el clásico concepto homérico de mito por otro más acorde con ellogos. Esta opción del cristianismo primitivo por la filosofía fue ampliamente recompensada: la filosofía aceptó la matriz cristiana y, durante siglos, se filosofó desde la teología revelada. Sería muy complicado separar lo cristiano de lo filosófico en la larga lista de los filósofos occidentales. Obviamente, mientras duró esta situación, no hubo espacio alguno para un discurso problemático sobre Dios. La teología revelada cercenaba esa posibilidad. Las aguas se agitaron un poco cuando la teología revelada tuvo que hacer sitio a la teología natural. La situación se volvió más precaria. El punto de partida no era ya la fe ni la autoridad de la Biblia, sino las posibilidades del conocimiento humano. Aunque tímidamente, se comenzó a hacer un hueco a la razón. La Biblia dejó de ser el único oráculo. Para acceder a Dios, por ejemplo, se partía de lo visible y experimentable. Es el caso de las cinco vías de santo Tomás. El talante de la teología natural fue siempre más modesto que el de la teología revelada. Sobrevino, además, algo que le complicó la existencia: el siglo XVII desarrolló una gran sensibilidad filosófica ante el problema del mal. Leibniz acuñó el término «teodicea», que quedó englobado dentro de la teología natural. La nueva tarea supuso una notable sobrecarga. No es fácil justificar a Dios frente al problema del mal. . Pero las responsabilidades de la teología natural nunca fueron agobiantes, ya que nunca trabajó en solitario. Siempre podía contar con la buena disposición de la teología revelada para echarle una mano. En realidad, nunca hubo separación estricta entre ambas. Se puede incluso afirmar que la teología natural ha vivido tutelada por la teología revelada. El final de esta tutela, la conquista de su autonomía
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e independencia, supuso un arduo y laborioso proceso. Y, cuando dicho proceso culminó, era ya tarde para disfrutarlo. A partir de la segunda mitad del siglo XVII y, sobre todo, durante todo el XVIII, las seguridades que ofrecía la teología natural sufrieron un profundo rechazo. Nació una forma más problemática de gestionar el tema religioso, de la que ya no podía hacerse cargo la pacífica, segura y bien intencionada teología natural. Fue entonces cuando tomó el relevo la filosofía de la religión", La teología natural fracasó precisamente cuando Dios dejó de ser tema para convertirse en problema. Es el momento en el que la Ilustración europea, con Kant a la cabeza, vuelve la espalda a las tradicionales pruebas de la existencia de Dios. Es significativo: Dios dispuso de pruebas de su existencia mientras no las necesitó, mientras Europa fue cristiana; en cambio, cuando Dios entró en crisis, cesó el ajetreo de las pruebas. Enseguida se percibió -Hegel también- que las pruebas, en las que tanto insistía la teología natural, en lugar de asegurar la existencia de Dios, sólo mostraban la finitud y contingencia del hombre y del mundo. Pero de ninguna forma eran la respuesta a dicha finitud y contingencia. Ya 10 hemos analizado en el capítulo anterior. El fracaso de la teología natural y de su principal baluarte, las pruebas de la existencia de Dios, puso radicalmente de manifiesto el carácter problemático de la realidad de Dios. En los últimos tres siglos Dios -si es permitido hablar así- ha vivido en un permanente sobresalto. Filósofos e inc1uso algunos teólogos amontonaron signos de interrogación sobre su existencia. Ante tan alarmante situación, la teología natural cedió el testigo a la filosofía de la religión. A pa~tir del siglo XVIII será ella quien deberá gestionar los intereses de un DIOS en apuros. Pero conviene hacer una precisión importante: Dios no se convirtió en problema por obra y gracia de la filosofía de la religión; las cosas sucedieron a la inversa: porque Dios era pensado y vivido como problema nació la filosofía de la religión. . Es más: la filosofía de la religión es el resultado de un cansancio. La época -Hegel insiste en ello36 - se había cansado de especular sobre Dios y sus pruebas. La atención se centraba ahora en el otro polo de la relación religiosa: en el hombre. El giro antropológico, lentamente preparado por Lessing, Herder, Hamann y, antes aún, por
35. Para un estudio más detallado puede verse M. Fraij6 (ed.), Filosofta de la religión. Estudios y textos, Trorta, Madrid, ¿2001, pp. 13-~3: . 36. G. W. F. Hegel, Leccionessobre[ilosofta de la religián, 3 vols., Alianza, Madrid, 1984-1987.
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Nicolás de Cusa, comenzó a dar sus frutos. Este último, el Cusano, se atrevió a hablar del hombre como humanus Deus, secundus Deus, «infinito relativo» frente al infinito absoluto que es Dios. Llegó inc1uso a escribir: «Dios es el monedero que acuña las monedas, pero el hombre es el banquero que determina su valor»:". La antropologización de la pregunta por Dios estaba en marcha. Ya no se partirá, para acceder a Dios, del cosmos, sino del hombre. Kant, con su énfasis en la subjetividad humana, hizo el resto. Se llegó inc1uso a dudar de si Dios tenía cabida en la filosofía de la religión. Hubo quien defendió que ésta debía centrarse exclusivamente en el hombre. La moción no prosperó. Es sabido que los grandes iniciadores de la filosofía de la religión -Hume, Kant, Hegelcontinuaron filosofando sobre Dios (Hume y Kant), o inc1uso desde Dios (Hegel). Ni siquiera los grandes críticos de la religión -Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud- prescindieron del tema «Dios». La filosofía de la religión se decidió a ser generosa con su temario. Consideró que no debía vincular su identidad a un catálogo de temas, sino a un estilo de filosofar: estilo que debía ser crítico, riguroso, abierto, libre y, por supuesto, «filosófico». La filosofía de la religión es, ante todo, «filosofía». En cuanto «tema», Dios tiene, pues, cabida en la filosofía de la religión. Pero, en cuanto «Dios», sólo se le admite «como problema». En ningún caso se le permite la entrada como «dato revelado» (te,ología revelada), ni como «dato seguro» (teología natural). Es mas: estas exigencias son compartidas por la teología crítica de nuestros días. También ella rechaza 10 que se ha llamado una teología posicional (G. Sauter), es decir, una teología que amontona enunciados sin preocuparse de justificar su interna plausibilidad. En su lugar, el mismo G. Sauter defiende una teología argumentativa que procura razonar sus contenidos". Lo que ocurre es que, en teología, tales dec1araciones de intenciones suelen ir seguidas de un cierto laxismo. Ya vimos que la teología tiene obligaciones de mayor entidad que la filosofía en lo tocante al tema «Dios». Sus caminos de acceso a él son más flexibles.
37. Sobre el Cusano puede verse el estudio de W. Schulz Der Gott ~er neuzeit~i chen Metaphysik, Günther Neske, Pfullingen, 1957, pp. 11-30. Cf. también el tr~baJo de H. Blumenberg «Cusaner und Nolaner: Aspekte der Epochenschwelle», en DIe Legiti1l1itrJt der Neuzeit, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1966, pp. 433-585. . .. 38. «Im Fegefeuer der Methode. W. Pannenberg und G. Sauter rm Gesprach üher Theologic als Wisscnschaft»: Evangelische Kommentare 6 (1973), p. 5.
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La filosofía de la religión, en cambio, practica una mayor severidad argumentativa. Tal severidad no debe ser confundida con un proceder racionalista. El filósofo de la religión no tiene que atenerse al more geometrico de Spinoza. De hecho, ni Descartes, ni Leibniz, ni Spinoza suelen ser considerados filósofos de la religión. En ellos, el Dios heredado de la tradición cristiana sigue ocupando demasiado espacio. Spinoza comienza su Ética con una definición de Dios. Hay todavía en estos filósofos una recepción no problemática -algo menos en Spinoza- del Dios revelado del cristianismo. Y sobre todo: falta en ellos el bullicioso registro de reclamaciones antropológicas que acompañó y motivó el surgir de la filosofía de la religión. Con todo: reconozco que el enorme sentido crítico de Spinoza y su perspicacia en el análisis de las tradiciones bíblicas -se adelantó casi cien años al nacimiento del método histórico-crítico- tal vez justificarían su inclusión en la nómina de los filósofos de la religión. En algún sentido es el primer filósofo (moderno) de la sospecha. El principal aval de Dios, la Biblia, no posee, para la filosofía de la religión, el carácter normativo que tuvo para la teología revelada y para la teología natural. En realidad, «Biblia» (libros) es un plural que recoge textos de diversa procedencia, autoría, época y rango. Cuando se cita la Biblia es muy laborioso saber a quién se está citando exactamente. Algo que vale incluso para el caso de Jesús. Nada tan complicado como saber si en algún caso se reprodujeron exactamente sus palabras. La filosofía de la religión hará bien en no desentenderse de estos documentos judeocristianos que han configurado las creencias religiosas en Occidente. Pero acertará si no los mira ingenua ni inocentemente. Ni, por supuesto, normativamente. Concluyo aquí este recorrido por las formas teóricas globales de abordar la existencia de Dios. Dios comenzó con todo a su favor, pero los avatares de la historia le han ido mermando espacio y protagonismo. El discurso seguro y dogmático de la teología revelada ha desembocado, pasando por el infructuoso esfuerzo argumentativo de la teología natural, en una nueva figura conceptual: la filosofía de la religión. Desde ella, lo de Dios queda en problema y pregunta abierta.
innecesaria la hipótesis «Dios». Lo «explicable» se ilumina desde el hombre y desde el progreso científico-técnico que éste ha puesto en marcha; lo otro, lo «inexplicable», no se comprende desde ningún supuesto, tampoco desde Dios. Dios no parece, pues, enganchar con nada. A 10 «inexplicable» pertenece, bien 10 experimenta el ser humano, el problema del mal. En él tiene su principal origen el otro problema, el de Dios. El mal es el gran responsable de los discursos quebrados y problemáticos sobre Dios". La filosofía de la religión, al asumir fa herencia de la teología natural y de la teodicea, se encuentra ante una onerosa hipoteca: debe continuar administrando sus temas, pero sin acogerse a las subvenciones de la teología revelada. Las preguntas de siempre deben seguir siendo abordadas, pero sin la ayuda de siempre. El mundo, la vida, y la muerte siguen demandando una explicación. El ser humano reclama orientación para sobrellevar la contingencia (Kontingenzbeioaltigungspraxis, escribe H. Lübbe). El gran tema del sentido último de la realidad continúa pendiente. Pero, como escribió M. Horkheimer, «es inútil querer salvar, sin Dios, un sentido incondicional», Lo peor es que, continúa Horkheimer, «nada podemos afirmar sobre Dios». La filosofía de la religión se ve, pues, obligada a hablar de Dios como problema. En 10 referente a Dios parece difícil ir más allá del dinamismo postulatorio kantiano. No es poco. Pero nunca sabremos si el Dios postulado es, también, un Dios existente. Una acendrada «fe racional» apunta hacia una respuesta afirmativa. Pero, en definitiva, se trata de una «fe», no de un «saber». De ahí que, respetando la alergia filosófica al término «misterio», parezca conveniente dejar lo de Dios en «problema». Por último: soy bien consciente de que Alfonso Álvarez Bolado, el gran pensador cristiano a quien van dedicadas estas páginas, no podrá hacer suyo el Dios-problema del que vengo hablando. Con razón le sabrá a poco. Su profunda experiencia religiosa y su honda reflexión teológica le sitúan muy por encima de todo lo expuesto aquí. Alfonso, como nuestro común maestro K. Rahner, se sentirá más próximo al Dios-misterio. Y, aunque no sería imposible borrar las fronteras entre
4. Apunte final
El hombre occidental -sólo de él hemos hablado- ha ido logrando una comprensión autónoma de sí mismo y del mundo que le rodea que, según la conocida expresión de Laplace, ha terminado por hacer
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39. CE. M. Fraij6,A vueltas con la religión, Verbo Divino, Estella, 1998, pp. 119161. Sobre el tema del mal remito a los ya citados trabajos de]. Muguerza, 1. Sotelo y A. Torres Queiruga publicados en M. Fraijó y]. Masiá (eds.), Cristianismo e Ilustración. Homenaje al Profesor José Gómez Caffarena en su setenta cumpleaños, Universi-
dad Pontificia Comillas, Madrid, 1995, pp. 185-292.
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el problema y el misterio, ello conduciría a un irenismo innecesario. Dejo, pues, las cosas como han quedado reflejadas en estas páginas. Nos espera ahora lo que tal vez podría parecer un capítulo «raro». Entre las muchas «soluciones» propuestas al enigma del mal ha destacado siempre la que carga las tintas sobre la figura de Satán. Tiempos hubo en los que el pobre Satán se vio solo ante el mal. Había práctica unanimidad en que él era el gran instigador, el tentador por excelencia. Para todos había disculpas menos para él. Las páginas que siguen narran esta historia. Una historia que, como comprobará el lector, no carece de complejidad ni -me atrevo a asegurar- de interés.
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1. Satán ya no es lo que era
«Mientras se creía en el diablo, todo lo que ocurría era inteligible y claro; desde que no se cree en él es necesario, a propósito de cada acontecimiento, buscar una explicación nueva, tan elaborada como arbitraria, que intriga a todo el mundo, pero no satisface a nadie» (E. M. Ciaran, Del inconveniente de haber nacido).
Hasta el diablo vive horas bajas. Hace poco escuché, en un espacio televisivo dedicado a su figura, que «ni los miembros de las sectas satánicas creen en Satán». Y es que Satán no ha logrado reponerse del mazazo que, hace algunos siglos, le asestó un terremoto cultural -por cierto, también él muy zarandeado en las fechas que correnllamado «Modernidad». En aquel desigual cuerpo a cuerpo, Satán quedó muy tocado. La Ilustración -con perdón de Habermas y otros, empleo los términos «Modernidad» e «Ilustración» indistintamente- denunció que Satán debía toda su prosperidad a su bien conocido carácter tramposo. En efecto: durante siglos había utilizado con éxito el truco de que también él pertenecía a la esencia del universo cristiano. Logró que se extendiera el rumor de que no se podía creer honradamente en Dios sin creer en el diablo. Mientras se mantuvo esta creencia, Satán fue un auténtico potentado. Pero aquellos -para Satán- buenos tiempos están ya lejos. Hoy predomina la convicción de que la fe en Dios no incluye la creencia en la existencia del demonio. Es más: los tiempos han cambiado tanto
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que es incluso posible no creer ni en Dios ni en el diablo y seguir afirmando algo así como «lo demoníaco». Y es que de alguna forma hay que seguir explicando la barbarie que nos visita cada hora. Pero esto no es ya un triunfo de Satán. Al menos no lo es en el sentido fuerte del término. Lo «demoníaco» se ha independizado del demonio. Lo demoníaco es un nombre para lo que nos pasa, para las maldades que perpetramos. Nuestro demonio no es ya la figura bíblica, sino nosotros mismos. Evidentemente, estoy hablando de Occidente. Sólo aquí se han desarrollado estrategias racionales que hacen imposible un discurso ingenuo sobre Satán. Es -decía Charles Du Bos- «a todas luces imposible hablar verdaderamente del demonio en el plano de la argumentación pura-l. Aquí, en este mundo presuntamente racional, es válida la afirmación de J. Sádaba: «Es difícil, por ejemplo, que un creyente contemporáneo de la sociedad occidental atribuya a los demonios lo que se explica mejor por la epilepsia o la histerias". En este, como en tantos otros temas, Occidente ha seguido a Kant. Y es sabido que el filósofo de Kónigsberg transformó en un «principio» -«el mal radical»-lo que hasta entonces había sido una persona: la de Satán. El «mal radical» parece ser, para Kant, el egoísmo que asedia permanentemente al ser humano. Es lo que Lutero, con un término alemán de gran fuerza, llamó Ichhaftigkeit (apego invencible al propio yo). Así hemos ido secularizando, «desencantando», este viejo mito, familiar a tantas culturas. Satán ya no es lo que era. Pero en esta vida no existe el negocio redondo. Todo tiene su precio, su contrapartida. Es lo que expresa la cita de Ciaran que encabeza estas páginas: cuando se creía en Satán, todo resultaba explicable. El «misterio de la iniquidad» era responsabilidad del maligno. Las fuerzas del mal tenían nombre propio: Satán las encarnaba todas. Voltaire había dicho que «todos estamos amasados con debilidades y errores». Pero los hombres, expertos desde siempre en procesos de transferencia, cargamos sobre el diablo el lastre de nuestros lados oscuros. Pasamos, así, a llamarlo señor de las tinieblas, príncipe de los abismos inferiores y otras lindezas. El ocaso de la creencia en la existencia de este chivo expiatorio es el comienzo de un amargo reparto de responsabilidades. Muerto el demonio, entramos nosotros en escena. Hay un hermoso relato bíbli1. Citado por P. Klossowski, Tan funesto deseo, Taurus, Madrid, 1980, p. 35. 2. J. Sádaba, ¿Qué es un sistema de crcenciasi, Libertarias, Madrid, 1991, p. 19.
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ca (2 Sam 12, 1-7) en el que Yahvé envía al profeta Natán para que reproche al rey David el crimen que ha cometido contra Urías para apoderarse de su mujer. Natán cumple su cometido contando a David la historia de una injusticia. David, conmovido por el relato, se llenó de cólera y dijo a Natán: ese hombre debe morir. Natán le replicó: «Tú eres ese hombre». Abolida la creencia en el demonio, cada uno de nosotros es «ese hombre». Ya no será posible echar la culpa a la serpiente. La secularización de la idea de Satán supone una sobrecarga para los humanos. Tal vez sea el miedo a esa sobrecarga, el miedo a la libertad y la responsabilidad, lo que retrasa nuestra «despedida del diablo». Tomo la expresión de Herbert Haag, uno de cuyos libros sobre nuestro tema se titula Abschied vom Teufel (Adiós al diablo). El título de la traducción castellana de este libro es bien pobre: El diablo, un [antasmaí, Pero, a pesar de nuestra resistencia a «liquidar» al diablo, sigue en pie que Satán ya no es lo que era. Quien desee convencerse de ello debería asomarse a las páginas de La rama dorada, de J. G. Frazer. El autor habla de «la omnipresencia de los demonios» en las culturas primitivas. Los miembros de estas culturas se sacudían sus tristezas, sus enfermedades, sus epidemias, sus contratiempos climáticos y sus experiencias de muerte responsabilizando a los demonios de su quebranto. Era un mundo repleto de hadas, duendes, espíritus y demonios. Repleto, dice Frazer, de todo aquello «que una filosofía sensata ha arrumbado-", El capricho de los espíritus era el responsable de todos los males y angustias. El hombre primitivo vivía el tema de los espíritus con enorme ansiedad. Llegó a organizar auténticas cacerías para expulsarlos de su entorno. «Así -escribe Frazer- llega el momento en que el esfuerzo del pueblo primitivo para hacer un barrido de todas sus conturbaciones toma, por lo general, la forma de una gran cacería y expulsión de demonios y espíritus-'. Era una especie de limpieza general de demonios. Frazer multiplica los ejemplos. Me limito a ofrecer un botón de muestra: Cuando el cólera ha estallado en un pueblo birmano, los hombres útiles trepan a los tejados y los golpean con bambúes y palos, mientras todos los demás de la población, viejos y jóvenes, desde abajo, baten tambores, resoplan trompetas, gritan, aúllan, golpean los suelos y paredes, baten cacerolas de metal y todo lo que pueda hacer 3. Herder, Barcelona, 1973. 4. J. G. Frazer, La rama dorada, FCE, Madrid, 1984, p. 617. 5. ¡bid., p. 618.
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estrépito. Esta batahola, repetida tres noches sucesivas, se cree que es muy eficaz para alejar los demonios del cólera",
y en algunos lugares de África occidental la expulsión de los diablos va seguida de una matanza general de todos los gallos de la ciudad o aldea, para que su canto intempestivo no revele a los demonios la dirección que deben seguir para retornar a sus antiguos lares. Otras veces, la matanza no es de gallos, sino de seres humanos. Frazer se detiene también en este punto. Recuerda cómo algunas culturas abrían una especie de subscripción pública y, con lo recaudado, compraban la víctima humana que debía ser sacrificada. Por lo general, observa Frazer, la víctima era una persona «enclenque>'? . Perplejo e indefenso ante un mundo sombrío y lleno de misterio, el hombre primitivo, con su innata tendencia a personalizar, atribuye todo lo que le rodea a maniobras de espíritus poderosos y sagaces. De ahí que procure, según las circunstancias, alejarlos de su entorno mediante todo género de argucias, o atraerse su benevolencia recurriendo incluso al sacrificio humano. T oda esto nos revela que siempre debió de ser difícil vivir sobre esta tierra. Tal vez por ello habla Ciaran del inconveniente de haber nacido. Pero lo cierto es que, una vez aquí, sin que nadie nos preguntase previamente si nos apetecía la aventura, se impone desarrollar estrategias de subsistencia. En las culturas que nos precedieron, los demonios se podían colar por cualquier chimenea. Hoy gozan de menos oportunidades, pero aún les quedan algunos resquicios. Incluso el cristianismo, la religión más afectada por la Modernidad, mantiene un cierto coqueteo, distante pero real, con Satán y sus legiones. Nos ocuparemos de ello más tarde. 2. Satán, una cantera para filósofos y literatos Aunque el demonio ha sido una permanente amenaza para el hombre su adversario y enemigo por excelencia, los poetas le fueron con frecuencia, favorables. Tal vez por lo que hemos dicho en el apartado anterior: el demonio aliviaba la responsabilidad del hombre. Sus hombros eran anchos, y sobre ellos era posible depositar culpas que nadie deseaba asumir. Tampoco Dios. 6. lbid., p. 620. 7. tnu., p. 642.
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Lo cierto es que, como escribe E. Sabato, «la tarea central de la novelística de hoyes la indagación del hombre, lo que equivale a decir que es la indagación del Mal. El hombre real existe desde la caída. No existe sin el demonio; Dios no basta-", Tal vez sea este último, Dios, quien más se beneficia de la existencia de Satán. Sin él, los males del mundo recaerían sobre el Creador. Con Satán, en cambio, hay coartada para todos, incluso para Dios. Pero volvamos a los literatos. Obviamente, el trato que el demonio recibió de ellos fue desigual. Milton le otorgó, en El Paraíso perdido, una insólita grandeza; Shelley o Byron encarnaron en él la aspiración rebelde a la libertad; Dante, por el contrario, se ensañó con los demonios, presentándolos como oscuros monstruos, grotescos y terribles. Mención aparte merece el Mefistófeles de Goethe. Aunque es una figura más afectada que noble, se define a sí mismo como «una parte de esa energía que quiere hacer el mal y sólo logra cumplir el bien-", Como «genio maligno» (Descartes) o como chivo expiatorio, el demonio fue siempre fuente de inspiración. Una de las más nobles evocaciones de Satán se la debemos a Giovanni Papini'". La obra que Papini dedicó al diablo investiga las causas de su rebelión, su relación con Dios y la posibilidad de que también para Lucifer haya salvación. Papini recorre dos posibles causas de la rebelión de Satán. Son las tradicionales. Ante todo, el non serviam. Es lo que Dante llamó pecado de soberbia e impaciencia. Papini descarta esta posibilidad: Dios es amor y no necesita esclavos que le sirvan. El Dios bíblico no puso nunca a Lucifer en el trance de decir: me rebelo, no me someto. Según Papini, el cielo no funciona con estos esquemas. La segunda causa parece, siempre según Papini, más plausible. Sería la de la envidia o los celos. Pero con una modalidad importante: el demonio siente envidia no de Dios, sino del hombre. Y es que este último ha sido elegido por Dios para que en él se encarne su hijo. Es un privilegio que Satán habría deseado obtener para sí. Ésa sería la fuente de sus celos y envidia. Claro que, indirectamente, siente también envidia de Dios. Satán habría deseado ser el Cristo, el
8. Citado por ]. L. Ruiz de la Peña, Qué hay del pecado original, SM, Madrid, 1992, p. 6. 9. CE. F. Savater y L. A. de Villena, Heterodoxias y contracultura, Montesinos, Burcclona, 1982, p. 17. 10. G. Papini, El diablo, Emecé, Buenos Aires, 1954.
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salvador. Más que un rebelde, el demonio habría sido un enamorado cel~~o ~ue, a pesar de su elevada perfección, no logró una designaCl?n importante: la de ser e.l Cristo. Papini recuerda que un teólogo tan importante como Francisco Suárez sostenía esta opinión. Por último, en un alarde de teología «progresista», Papini involucra a Dios en la caída de Satán. Si Dios es el creador de todo, y nada ocurre al margen de su voluntad, en algún sentido es corresponsable de lo que le ocurrió al pobre Satán. Aquello debió de ser un drama compartido. Pero donde más humano se muestra Papini es en el tema de la salvación del diablo. En un capítulo de su libro se pregunta si se podrá salvar el diablo. Veremos que Kolakowski asumió este título para uno de sus trabajos. Papini está convencido de que Cristo redimió a los hombres precisamente para que nosotros seamos capaces de soñar con la redención de nuestro peor enemigo!'. Con imágenes poéticas y sugerentes evoca Papini el dolor que produce en Dios la caída de Satán. Nuestro autor propugna una reconciliación última de todas las cosas de la que nadie, ni siquiera Satán, quede excluido. Sabe que choca con el sínodo de Constantinopla (543), que había defendido que el demonio nunca será rehabilitado. Por eso insiste en que no se dirige contra nadie. Lo suyo es un deseo, «una esperanza cristiana y humana». En la escuela de Cristo, dice, «hemos aprendido que lo imposible, sobre todo, es creíble». Papini se merece que citemos el último párrafo de su libro: «El eterno amor -cuando todo esté cumplido y expiado- no ~odrá renegar de sí mismo, ni siquiera ante el negro rostro del primer insurgente y del más antiguo condenado-P. Para calibrar el carácter novedoso del libro de Papini conviene fijarse en la fecha de su publicación: 1954. En el Vaticano soplaban aires de férreo control y de nula imaginación. Y el libro que comentamos es un escrito imaginativo. En algún sentido, es sólo eso: un ejercicio de imaginación de alguien que ha comprendido el meollo de lo cristiano mejor que los centinelas de la fe. Lo cierto es que el libro provocó gran revuelo. Los editores de la traducción castellana -Emecé, de Buenos Aires- se sintieron obligados a advertir «a los lectores católicos» que tenían en sus manos una obra polémica. El libro se abre precisamente con esta advertencia. Advertencia que se plasma en la transcripción de un extenso párrafo
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del número 119 de L'Osservatore Romano. Se dice allí que «un libro lleno de errores explícitos, es más, descarados y clamorosos, como éste de Papini, es ipso iure prohibitus», El articulista termina lamentándose de que al viejo escritor toscano le haya ocurrido «semejante aventura». Pero sigamos. He dicho que Kolakowski toma de Papini el título de su conocido artículo «¿Se podrá salvar el diablo?»!'. Pero Kolakowski no espera, como Papini, una reconciliación universal. La niega incluso: «La presencia del diablo confirma sin ambigüedades que e! mal forma parte perpetuamente del mundo y que no puede ser erradicado por completo, que no se puede aguardar ninguna reconciliación universal»!'. . Kol~kowski parece temer que la halagüeña perspectiva de un final feliz nos arrastre hacia una cierta negligencia. De hecho, nos recuerda que los movimientos milenaristas fueron quietistas. En la medida en que les enardecía la esperanza del cercano paraíso, aumentaba su indiferencia frente a las necesidades y sufrimientos de la hora presente. Si, al final, todo se va a justificar -advierte severamente el filósofo p~laco-, existe el peligro de que nos declaremos precipitad.amente «inocentes» alegando que sólo hemos sido «agentes inconscientes» de la sabiduría providencial". Ko~akows~i rechaza, pues, la reconciliación universal y desea larga vl~a al diablo. Preso de una cierta nostalgia conservadora que, en ocasiones, parece acercarle peligrosamente a su ilustre compatriota, ~l papa W oj~yla, fustiga todo intento de Entdemonisierung. Las nociones de «diablo» y de «pecado original» tienen la misión de recordarnos que .estamos «infectados de una corrupción original», que «hay algo de incurable en nuestra miseria»!", Si olvidásemos esta acuciante presencia del mal, personificada en el demonio, podríamos resbalar hacia tentaciones totalitarias. Incluso los cristianos caerían en la tentación de acariciar la idea de una «ilimitada perfectibilidad natural del hombre». Y tal vez acabarían creyendo que es el mismo hombre quien prepara la parusía. Reparos de esta índole conducen a Kolakowski a criticar las omisiones de la predicación cristiana en estos temas. Su tesis es la
13. L. Kolakowski, «¿Se podrá salvar el diablo?», en A. Th. van Leeuwen el al. El (u/uro de la religión, Sígueme, Salamanca, 1975, pp. 120-135. ' 14. Ibid., p. 123. 15. lbid., p. 128. 16. lbid., p. 127.
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siguiente: el cristianismo actual arrastra un cierto complejo histórico. Como en el pasado se equivocó practicando una «sospecha universal» y condenando todo lo nuevo, existe ahora el peligro de que sacrifique su «identidad» a la moda. Nadie quiere quedar «al margen de la competición». Tampoco el cristianismo. Ya una vez quedó aislado, apartado de las conquistas de la era moderna. Ahora existe el peligro de que, para no perder relevancia, sacrifique su identidad y cometa «fraudes en la enseñanza». Y Kolakowski lo tiene claro: dichos fraudes se cometen allí donde se disimula o se margina la predicación sobre el demonio o sobre el pecado original. En definitiva, concluye Kolakowski, «el temor a retroceder a la cultura del Syllabus» puede ser una trampa mortal para el cristianismo. El gran miedo a «ser arrinconado», a «quedar aislado», puede conducir al cristianismo a silenciar al diablo. Estas concesiones al espíritu de los tiempos supondrían un nuevo fracaso del cristianismo. Y Kolakowski lo lamentaría, porque «el cristianismo es una parte de nuestra común herencia espiritual, y ser enteramente no cristiano significaría no pertenecer a esta cultura-". No es, por tanto, indiferentelo que haga el cristianismo. Él es «un factor importante en la educación moral del pueblo». Además, «el mundo necesita al cristianismo». Existen tareas importantes «que no pueden cumplirse sin él». Durante siglos, el cristianismo ayudó a «modelar el mundo». También en la hora presente debe seguir asumiendo esa responsabilidad. Las reflexiones de Kolakowski son serias y merecerían ser discutidas en profundidad. A pesar del factor «nostalgia conservadora», al que ya he aludido, su alegato da que pensar. Espero que el resto de mis reflexiones, en los apartados siguientes, iluminen algo la problemática que él plantea. Pero, ya aquí, convendría anticipar lo siguiente: a) Es indudable que el cristianismo ha modelado el mundo occidental. Ha dispuesto de 20 siglos, casi en estricto monopolio, para hacerlo. Pero, a la luz de los resultados obtenidos, cabe preguntarse si el auténtico mensaje cristiano, el que predicó y vivió Jesús, ha calado realmente en nuestra cultura. Se tiene la impresión de que han prevalecido otros mensajes, apadrinados también por las iglesias, pero ajenos a la buena nueva que dio origen al cristianismo.
17. lbid., p. 126.
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b) Kolakowski tiene razón: nunca se debe sacrificar la identidad a la relevancia. Hay que narrar siempre la propia historia. No se marginan impunemente los propios orígenes. El cristianismo debe retornar siempre a sus pilares, a sus fundamentos. Sin memoria histórica se perece. e) La pregunta es si los temas que tan acaloradamente defiende Kolakowski pertenecen a la identidad de lo cristiano. Me refiero al tema que nos incumbe: el del diablo. Una defensa del diablo tan poco matizada como la de Kolakowski podría conducirnos a una especie de nostalgia delirante por la larga tradición medieval. Cuidado: no estoy proponiendo que se arranquen de la Biblia las páginas que hablan sobre el diablo. Sólo defiendo, como hizo Bultmann, que se interpreten rectamente. Una correcta jerarquía de verdades puede ser la terapia adecuada. Más adelante, al asignar al diablo el lugar que le corresponde en la tradición bíblica, volveremos sobre estas precisiones.
Pero estamos aún evocando la condición de «musa inspiradora» que Satán ha ejercido sobre filósofos y literatos. En el capítulo que Julio Caro Baroja dedica a la figura del demonio, nos recuerda que ha sido descrito como «monstruo de tres cabezas», en forma de «gato», «sapo», «cuervo» y otras lindezas". Sin embargo, a pesar de su historial de ser cornudo, feo y maloliente, Satán inspiró páginas logradas de filosofía y de literatura. Y también asistió a los pintores. Caro Baraja escribe: «No se imagina uno al Greco ni a Zurbarán ni a Ribera o Murillo pintando diablosv". Es verdad. Pero todos conocemos a otros artistas, menos angelicales, que sí lo hicieron. También E. Bloch, un filósofo por el que siento especial predilección, se asomó a nuestro tema. Bloch, filósofo, literato y músico, no creía ni en Dios ni en el diablo, pero detectaba ramalazos demoníacos en muchos episodios de la historia humana. Y no es que él fuera a la caza de lo negativo. Su obra principal se titula El principio esperanza. Por vocación y talante, era optimista. Pero la esperanza que él evocaba era una «esperanza enlutada». La acuciante presencia de lo demoníaco le vetaba el acceso a los optimismos fáciles. «La mayoría de las veces -escribía Bloch-, lo demoníaco no se expresa, sino que estalla sólo de modo atávicov". Lo peor es que no 18. J. Caro Baraja, Las formas complejas de la vida religiosa (siglos XVI y XVII), Sarpc, Madrid, 1985, p. 79. 19. Ibid., p. 78. 20. E. Bloch, El principio esperanza, Aguilar, Madrid, 1980, vol. m, p. 79 [nueva edición de próxima publicación en Trotta].
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e~talla en palabras, sino en «monstruosidades». Se manifiesta, por
ejemplo, en «el arrebato de las masas enloquecidas». Irrumpió en «el frenesí de los cruzados», en "la embriaguez de las batallas», en la «agresión invertida de los flagelantes-". Lo demoníaco se caracteriza, según Bloch, por una serie de ausencias fundamentales: le falta entendimiento, crítica, autocontrol, juicio. Y le sobra exceso y arrebato. Es la cara negativa de lo demoníaco. Pero Bloch matiza: existe también lo demoníaco «favorable» o positivo. Son las grandes revoluciones liberadoras (lo malo, apostilla Bloch, es que por cada mil guerras sólo hay diez revoluciones que tengan que ver con la libertad). Demoníaco «favorable» es, igualmente, el genio que alumbra algo nuevo. En estos casos no impera el arrebato, sino el entusiasmo. Y el entusiasmo es capaz de sacrificio y comunicación. Posee conciencia. Bloch ejemplifica la cara «favorable» de lo demoníaco en Goethe. Para el creador de Fausto lo demoníaco por excelencia era la productividad. «En el principio -dice Goethe corrigiendo el prólogo del evangelio de Juan- era la acción». Demoníacos eran, para Goethe, pe~sonajes como Federico II, Pedro el Grande, Napoleón, Byron y Mirabeau. Goethe relacionó, pues, lo demoníaco con naturalezas descollantes entregadas a la actividad. Recuérdese que también Nietzsche admiraba en Prometeo «el esplendor de la actividad». Los personajes a los que Goethe llama demoníacos lo son por su pasión y energía. Y, sobre todo, por su insuperable seguridad (tal vez por ello insiste Kolakowski en que la mejor forma de vencer al demonio es la duda, la inseguridad). La expresión máxima de lo demoníaco favorable es, para Goethe, I~ ~reación poética. La poesía es «un regalo inesperado de lo alto» que sitúa al poeta al borde del abismo. No existe poesía sin complicidad con lo demoníaco. Bloch concluye: el demonio de Goethe se encarnó en su Fausto; el de Beethoven, en la Heroica; el de Dante, en La divina comedia. Pero, eso sí, fueron demonios favorables, a los que todos estamos agradecidos. Cabría añadir, por nuestra parte, que también Bloch tenía su dem?nio bueno. Durante una época frecuentó con K. Jaspers y G. Lukacs la casa de M. Weber. Refiriéndose a estas tertulias, M. Weber escribió: «Bloch estaba lleno de su Dios». Su "Dios» o su «demonio
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favorable» era su indomable espíritu utópico. Lo recuerdo, ya anciano y casi ciego, recorriendo noche tras noche los colegios mayores de la ciudad universitaria de Tubinga. Allí nos contaba historias de vida y de muerte. Allí evocaba la filosofía del arte en Schelling o nos contaba por qué había escrito un libro sobre Hegel. Allí recitaba a Hólderlin y contraponía a Lutero y Thomas Müntzer... Hace poco visité en Tubinga a un amigo, profesor de filosofía en aquella universidad. Me con~ó, abat~do, q~e había pregun~ado en ~Iase quién era Bloch, y nadie lo sabia. Y solo han transcurndo 16 anos desde su muerte... Ni siquiera Tubinga es ya lo que era. Ciertamente, si se olvida el nombre de Bloch, será obra del demonio malo, no del «favorable». Es necesario concluir ya este apartado. Lo hago recordando a un hombre, teólogo y filósofo de la cultura, que recurrió a lo demoníaco para explicar el sentido de la historia. Me refiero a P. Tillich. También él está conociendo un olvido injusto. Tillich distingue entre 10 satánico y 10 demoníaco. Lo satánico es destrucción pura, sin asomo alguno de creación. En este sentido, lo satánico puro no existe, pues para existir tendría que articularse en una forma, en una creación. Lo demoníaco, en cambio, es la tensión que siempre existe entre la creación. y la destrucción. Lo demoníaco está abierto a lo positivo y a lo negativo; lo satánico sólo tiene antenas para lo negativo. Lo satánic? es l~ parte destructiva de lo demoníaco. Lo satánico se agota en el aislamiento y la objetivación burda (Isolierung und Vergegenstdndlichung), La profundidad de lo demoníaco en cambio es la dialéctica y la comunicación. Tillich se refiere a'la dialéctic: entre creación y destrucción, entre positividad y negatividad. . La historia de la humanidad es, para Tillich, esta tensión entre logros y fracasos, la lucha de lo divino contra lo satánico. Una encarnación de lo satánico es el intelectualismo frío y calculador de nuestro tiempo, que se cierra a otras dimensiones de la vida, como la del amor. Tillich dedicó muchas páginas a la tensión entre lo demoníaco y ,. 22 N osotros nos contentamos con esta breve exposición de Io satamco. su tesis central. Nos reclaman ya tareas menos gratas que las realizadas hasta ahora. Siguiendo la terminología de Tillich, nos espera la destrucción pura.
22. P. Tillich, Gesammelte Werke, Evangelisches Verlagswerk, Stuttgart, 1963, vol, VI, pp. 42 ss. 21.
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3. Satán, martillo de herejes y brujas Hasta ahora, casi hemos dignificado el tema de Satán. Lo hemos visto inspirando a filósofos y literatos. Alguien podría pensar que el demonio es un benefactor de la humanidad. Pero no lo ha sido para todos. Su curriculum incluye víctimas y muerte. Es esa historia negativa la que reclama ahora nuestra atención. No nos regodearemos en la perversidad y seremos breves. a) La posesión diabólica. La historia viene de lejos. Ya Justino (m. 165) acuñó el término «energúmeno» para designar a los endemoniados no bautizados. Algo más tarde, Zenón de Verana (siglo IV) fijaba el criterio de la posesión diabólica en el girar de los ojos, en los espumarajos, aullidos y el llanto. Como se observará, son los síntomas de lo que hoy llamamos epilepsia. Pero, en una época dominada por la creencia en los demonios -Casiano pensaba que todo el aire estaba infectado de demonios-, estos síntomas fueron atribuidos a la posesión diabólica. El precio que muchas personas tuvieron que pagar fue incalculable. La historia llega hasta nuestros días. En 1976, en la pequeña ciudad alemana de Klingenberg, vivía la joven estudiante Anneliese Michel. Había estado varias veces en tratamiento médico por una enfermedad psíquica. Pero el presunto mayor experto de la iglesia católica en temas de exorcismo, el jesuita Adolf Rodewyk, diagnosticó que la chica estaba poseída por el diablo. El obispo de Wurzburgo dio permiso para que se le practicara el exorcismo. Más de cuarenta cintas informan sobre las sesiones de Anneliese con el exorcista. Todo en vano. Los demonios no quisieron abandonar a su víctima, y ésta murió. Probablemente, un recto tratamiento médico habría podido evitar este fatal desenlace. Pero no se recurrió a éP. El caso de Klingenberg desató una violenta polémica. Se acusó a la iglesia católica de anacronismo y se pidió que obispo y exorcista fuesen juzgados por los tribunales. Sin embargo, ese mismo año, después de la muerte de Anneliese, los obispos alemanes se reafirmaron en la fe en el diablo como «verdad irrenunciable» y como «contenido de fe»?", Y la verdad es que no les faltaba apoyo teológico. El más importante teólogo católico de este
23. H. Haag, El problema del mal, Herder, Barcelona, 1981, p. 173. 24. Ibid., p. 257.
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siglo, K. Rahner, sostiene que la posibilidad de posesiones diabólicas debe considerarse, por lo menos, como doctrina teológica segura", Herbert Haag, el teólogo católico que más profundamente se ha ocupado de nuestro tema desde una postura crítica -fue, por supuesto, llamado al orden por Roma-, narra otros tres casos de supuesta posesión diabólica. Los pormenores son bastante espeluznantes. Se trata, cómo no, de tres mujeres llamadas Gottliebin, Magda y Berta", y es que los exorcistas, varones todos ellos, se han mostrado más perspicaces para detectar lo demoníaco en el sexo «débil» que en el suyo propio. Los exorcistas de todos los tiempos descubrieron en los conventos femeninos un terreno especialmente abonado para la posesión diabólica. Consideraron estos sagaces detectives de lo demoníaco que el aislamiento completo y el ambiente hipertenso de las monjas, con sus secuelas de celos, intrigas y ansias de destacar, propiciaban la visita de Satán. Por lo visto, los conventos masculinos se veían libres de tales asechanzas, y el demonio los visitaba más esporádicamente. Si no fuera por todo el dolor que se esconde detrás de estos datos, uno se sentiría tentado de iniciar un discurso burlón. Pero no lo haremos, no sea que nos lo vaya a inspirar el «diablo cojuelo» o el «diablo burlón». Evidentemente, sólo se cree en la posesión diabólica cuando se cree en el diablo. De ahí que, para diagnosticarla, se acuda siempre a un médico creyente. También es curioso que el demonio respete siempre a los ateos. No se conocen casos de posesión diabólica en este gremio. Para quien conozca lo respetable y prometedor que es el mensaje de Jesús, todo esto no dejará de ser una cierta invitación a la tristeza o a la rabia... Pero de ello hablaremos más adelante. Digamos, para concluir, que en algunas culturas no europeas la posesión diabólica se considera como algo positivo. Se ve en ella una especie de ampliación del campo de conciencia. Hay quien la contempla como un peldaño del aprendizaje sociocultural. Pero no es nuestro caso. b) La brujería. En 1275 era quemada, en Toulouse, la primera bruja. La persecución, caza y quema de brujas es uno de los capítulos más tenebrosos de la historia de la iglesia cristiana en Europa-". Los
25. H. Haag, El diablo. Su existencia como problema, Herder, Barcelona, 1978, p.335. 26. Ibid., pp. 333-338. 27. lbid., pp. 362-407.
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historiadores más comedidos hablan de un millón de víctimas. Sólo en 1617 fueron quemados en el obispado de Wurzburgo 300 hechiceros y brujas. Incluso el historiador L. van Pastor, en su monumental Historia de los papas, habla de la «terrible miseria que vino sobre la humanidad». Y otro historiador de la iglesia, J. Lortz, califica la persecución de brujas como «abusos crueles y horribles». Por su parte, H. Jedin habla de «espantosa aberración». No es necesario acumular más testimonios. La creencia en el diablo pasó aquí una elevada factura. A las brujas se las acusaba de haber pactado con el demonio. La historia, también en este punto, venía de lejos. San Agustín estaba convencido de la posibilidad de una cópula carnal entre mujeres y demonios. Con mayor razón se podía admitir la posibilidad de pactos. El auténtico desencadenante de esta terrible persecución, que afectó también a los herejes, fue la «bula de las brujas», promulgada por el papa Inocencia VIII (1484-1492). Esta bula se promulgó a petición de algunos inquisidores que reclamaban facilidades para su trabajo. Y es que los procesos contra las brujas constituyeron el punto culminante de la Inquisición. El número de brujas quemadas en la hoguera fue muy superior al de herejes. En el fondo de todas estas aberraciones latía un profundo desprecio hacia la mujer. Se la consideraba un ser sexual, primitivo, peligroso e inferior en todo al varón. Su único timbre de gloria era que podía engendrar hijos. El Martillo de las brujas, una especie de comentario práctico a la bula de Inocencia VIII, publicado en 1487, habla de la mujer como de «una calamidad deseable» o una «plaga deleitable». Sólo ellas -no los varones- podían pactar con el diablo. Las brujas eran acusadas de hechicería, de realizar viajes aéreos, de celebrar aquelarres, de tener amores con el diablo. Y los inquisidores 10 tenían claro: «La experiencia enseña que las brujas no se convierten fuera de la hoguera o del calabozo». Y nadie temía equivocarse y condenar a un inocente, ya que éste tenía el paraíso asegurado. Fue necesario esperar hasta 1749 para que acabase esta triste historia. Ese año fue ejecutada en Wurzburgo la última bruja de Alemania. Fue, por cierto, el año en que nació Goethe.
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4. Satán, abandonado por los teólogos En 1926 se lamentaba Otto Gründler de que todavía no había medios «para establecer una satanología científicamente firme>". Si hoy levantara la cabeza, vería que las cosas no han ido a mejor. Quien tanto ruido armó en épocas pasadas está siendo obsequiado con un silencio cada vez más generalizado. El protagonista o, más bien, la ocasión de todo el dolor que hemos descrito en el apartado anterior apenas es tema de la teología actual. Esta situación es relativamente nueva. Hasta los años cincuenta de nuestro siglo existía práctica unanimidad en la teología católica sobre la existencia de Satán y de otros innumerables demonios. (Entre paréntesis: estoy hablando indistintamente de Satán, el diablo y los demonios. Aunque los escritos bíblicos son muy divergentes al respecto, 10 correcto sería considerar a los demonios o «espíritus impuros» como súbditos del diablo, y a Satán como jefe de todos ellos. Además de los nombres de «diablo» y «Satán», la Biblia 10 llama también Asmodeo, Azazel, Beelzebul y Belial. El nombre de Lucifer no aparece en la Escritura", Pero, para el propósito de estas páginas, me parece que no es necesario ser tan estricto en la nomenclatura.) La teología católica, hasta los años cincuenta, coincidía, pues, en la existencia de los demonios, a los que consideraba ángeles caídos que lucharán contra Dios y los hombres hasta el día del juicio final. Esta coincidencia se apoyaba en la presencia de Satán en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Pesaba también la declaración de fe del IV concilio de Letrán (1215). Este concilio declaraba que el diablo y los demás demonios fueron creados buenos por Dios; mas ellos, por sí mismos, se hicieron malos. Yel hombre pecó por sugestión del diablo. Esta compacta unanimidad se rompe a raíz de otro concilio, el Vaticano n. Este concilio sólo menciona a Satán de pasada, llamándole «Maligno». He aquí las palabras del concilio: «Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del Maligno [...] abusó de su libertad»:", Sin embargo, el giro no se debió a la escasa insistencia del concilio en el tema, sino al espíritu global del concilio, que, con mucho retra-
28. O. Gründler, Elementos para una filosofía de la religión sobre base fenomenológica, Madrid, 1926, p. 170. 29. H. Haag, El diablo. Su existencia como problema, cit., p. 41, n. 9. 30. Concilio Vaticano JI. Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid, 1965, p. 225.
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so, abría las puertas de la iglesia a los legítimos logros del pensamiento contemporáneo. Yesos logros eran incompatibles con el oscurantismo anacrónico que sustentaba la creencia en la existencia personal del demonio. Juan XXIII, el papa que convocó el concilio, estaba más interesado en mostrar el rostro esperanzador del cristianismo que en reafirmar el viejo discurso sobre el demonio y otros pájaros de mal agüero. Se pusieron otros acentos y se fijaron nuevas metas. Se pretendía ilusionar, no atemorizar. Por eso, aunque muy pronto -ya en 1972- Pablo VI quiso volver a las andadas y volvió a hablar del «humo de Satanás», su discurso no tuvo la eficacia pretendida. Se había doblado una página macabra de la historia, y ningún discurso papal podía hacer retroceder la rueda del tiempo. Pablo VI, preso ya del miedo y del espíritu titubeante que caracterizaron los últimos años de su pontificado, llegó a atribuir a Satanás los males de la iglesia. Dijo incluso que «una de las mayores necesidades de la iglesia es la defensa de la existencia de aquel mal que llamamos demonio». Como Baudelaire, estaba convencido de que «la mejor treta del diablo es convencernos de que no existe». Habla del demonio como de un «ser vivo, espiritual, pervertido y corruptor. Terrible realidad, misteriosa y temible». También el reciente Catecismo de la iglesia católica repite, como era de esperar, el antiguo y desgastado discurso sobre el demonio. Reproduce la declaración del concilio de Letrán, que ya hemos citado, e insiste en que los ángeles caídos no serán perdonados nunca. Recuérdese lo que dijimos a propósito de Papini. Se sigue destacando el carácter personal del demonio llamándolo «criatura poderosa», aunque su «poder no es infinito». Satán es quien «ha inducido al hombre a desobedecer a Dios». Tal vez el único progreso del Catecismo haya que buscarlo en que no dedica grandes espacios al tema (sólo los números 391-395). Pero ni la recaída de Pablo VI en la vieja demonología ni el espíritu marcadamente restauracionista del pontificado de Juan Pablo II han movido a los teólogos católicos a resucitar la demonología de otros tiempos. Han encontrado un método, a la larga muy eficaz, para relativizar el tema de Satán: no hablar de él. Estoy convencido de que este método da mejores resultados que la beligerancia activa. No cabe mayor devaluación del tema de Satán que escribir miles de páginas sobre lo específico del cristianismo sin necesidad de mencionar al ilustre personaje. Es la mejor forma de mostrar que todo marcha bien sin él. Se pone así de manifiesto que su leyenda no pertenece al «depósito
de la fe». Y, por supuesto, que la defensa de su existencia no es un articulus stantis et cadentis ecclesiae (un asunto de vida o muerte para la iglesia). Las grandes obras de Schillebeeckx, Küng o Metz son un buen ejemplo de 10 que estoy diciendo. En vano se buscará en ellas la presencia de nuestro incómodo personaje. Otros teólogos católicos, más comprometidos con el sistema, buscan un penoso equilibrio entre la doctrina del magisterio y las dificultades de afirmar la existencia personal de Satán. Tienen que servir a dos señores, cosa siempre incómoda. Creo que fue el caso de mi admirado K. Rahner. También esa doble militancia puede, en determinadas encrucijadas históricas, no carecer de grandeza. La mayoría de los teólogos católicos son conscientes de los problemas q~e implica la creencia en la existencia personal de Satán, y hace ya tiempo que optaron por interpretar la tradición que habla de él, y con la que nos enfrentaremos en el apartado siguiente, de forma simbólica. Es lo que hemos visto hacer a filósofos y literatos en otro momento de este trabajo. Sólo así se evita tener que responder a preguntas tan incómodas como ésta: si, como decía K. Barth, todo 10 que existe es «creación buena del Dios bueno», épor qué se rebeló Satán? ¿Quién tentó al diablo? Y si Dios es el señor de toda la creación, como afirman los escritos bíblicos, épuede haber otro señor que le haga la competencia? ¿Triunfa unas veces Dios y otras Satán? ¿Se reparten los éxitos entre ellos? Un sinfín de preguntas aguarda a todo el que se adentre por estos senderos. También la teología protestante considera a Satán como un símbolo. Y también ella le dedica poco espacio. Pero eso es en la actualidad. El pasado fue bien diferente. Lutero tuvo una familiaridad terrorífica con el demonio. Es muy conocido el relato del tintero: atacado por el diablo, que esparció por el suelo un saco de avellanas Lutero le arrojó un tintero que se hizo añicos en la pared. El episodio ocurrió en el castillo de Wartburg, en Turingia, y todavía hoy se muestran al visitante las manchas que quedaron en la pared. Lutero tuvo una percepción interior y psicológica del demonio. A él atribuía sus Anfechtungen, sus terribles tentaciones , sus escrúpulos, sus angustias y dudas sobre la propia salvación. Y algo muy importante: en el reformador, el diablo se identifica con el Anticristo encarnado en el romano pontífice. Ya en 1520, Lutero identifica demonioAnticristo-papa".
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JI. A. M. di Nola, Historia del diablo,.Edaf, Madrid, 1992, pp. 245 s.
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En el tema del demonio, Lutero es hijo de su tiempo. Creía incluso que las moscas que volaban en torno a sus libros eran demonios. Ya de Bernardo de Claraval se cuenta que exorcizaba a las moscas hasta que caían muertas al suelo. Pero lo típico de Lutero es que abandona la línea medieval popular, que a veces sabía incluso divertirse a costa del demonio, y confiere al tema una seriedad inusitada: El diablo es, en Martín Lutero, más serio, más poderoso, más cruel. Lo que en la Edad Media era, en buena medida, pintoresca fábula, en la que muchas veces el engañado era el demonio, es en Lutero terrible realidad, total amenaza existencial".
La cosa cambia con Schleiermacher. En su doctrina sobre la creación escribe: «La idea de la existencia del diablo, tal como se ha configurado entre nosotros, es tan insostenible que nadie puede estar convencido de su verdadv". La idea del diablo no tiene para Schleiermacher ninguna importancia teológica. Con o sin diablo, el hombre está necesitado de redención. Y un reparo decisivo, al que yo acabo de aludir: si los ángeles eran esencias tan perfectas y espirituales, écómo no se daban cuenta de que su rebelión contra Dios era, en definitiva, insensata? ¿O es que no fueron creados tan perfectos? Y otro problema: si antes de pecar poseían «un estado de inocencia inestable», épor qué, tras la caída, quedan fijados para siempre en el mal? Schleiermacher lo tiene claro: el hombre sólo debe sentirse dependiente de Dios, en ningún caso del diablo. El único puesto que Schleiermacher reserva al diablo es el de las creaciones poéticas. De todos los demás ámbitos debe desaparecer. Pero esta teología protestante, ilustrada y crítica, sufrió un serio revés después de la primera guerra mundial. La amarga experiencia de los frentes de guerra, por los que pasaron muchos teólogos protestantes, hizo proclamar a un teólogo tan serio como Althaus: «La época de una teología sin Satán ha pasado para siempre». Y, efectivamente, en el periodo comprendido entre las dos guerras mundiales, la teología protestante conoció un cierto renacer del tema que tanto había obsesionado a Lutero. Hoy, en cambio, gracias, sobre todo, a R. Bultmann y a su interpretación existencial del Nuevo Testamento, el demonio ha vuelto a perder el terreno recuperado. En vano se buscará un asomo de 32.
H. Haag, El diablo. Sil existencia como problema, cit., pp. 57 s,
33. Ibid., p. 54.
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satanología en Moltmann, Pannenberg, Braun, Sólle, Kasemann, jüngel o cualquier otro teólogo destacado. Yes que la desmitologización de Bultmann ha calado hondo. En su famoso artículo programático, «Neues Testament und Mythologie», insiste en que es necesario allanar al hombre moderno el camino para que tenga acceso al mensaje central del Nuevo Testamento. Para ello se hace necesaria una tarea desmitologizadora. El lenguaje mitológico de los 27 libros del Nuevo Testamento debe ser traducido a categorías asequibles al hombre del siglo xx. Hoy sabemos, por ejemplo, que el mundo no consta de «tres pisos» -cielo, tierra, abismo inferior-, como pensaban los autores del Nuevo Testamento. Se trata, pues, de mantener el contenido del mensaje sin tener que adherirse a cosmologías superadas. Tales cosmologías no son específicamente cristianas y no pueden, por tanto, reclamar nuestro asentimiento. Pero hay algo muy importante: desmitologizar no es eliminar el mito, sino interpretarlo. Bultmann insiste machaconamente en este punto. Él distingue entre pensamiento mítico, científico y existencial. La creencia en demonios sería un caso típico de pensar mítico. Lo específico de este género de pensamiento es que remite fenómenos y sucesos naturales a causas sobrenaturales. Pero ese pensamiento mítico no es ya el nuestro. Bultmann insiste en que no se puede estar usando las modernas instalaciones técnicas y los avances de la ciencia y seguir, al mismo tiempo, creyendo en los demonios. Los textos bíblicos que hablan de ellos deben ser interpretados existencialmente, preguntándonos por su significado para nosotros. Los demonios no tienen realidad alguna. Son figuras míticas que simbolizan la rebeldía del mundo frente a Dios o los poderes que esclavizan al hombre. No hay, pues, que relacionar al diablo con el pecado. El pecado es asunto exclusivo del hombre. No hay demonios que nos tienten. Hasta aquí Bultmann, cuya teología crítica fue un duro revés para los protestantes que intentaban rehabilitar a Satán. Hoy, la teología protestante lo tiene claro: «El demonio es una figura mítica». Ésta es la primera de las 12 tesis sobre la «simbólica del mal» con las que Moltmann abre un número de la revista Evangelische Theologie, dedicado íntegramente al tema del diablo. Ya el título del monográfico es elocuente: «Wohin mit dem Teufel?» (¿Qué hacer con el diablo?). Y la fecha, muy reciente: 1992. Séame permitido, para concluir este apartado, citar algunas de las ideas que Moltmann explicita en sus 12 tesis. La figura mítica del demonio nos sirve para dar nombre al mal; pero el demonio no explica la fuerza del mal en el mundo ni puede servir de disculpa para
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el mal que perpetramos los humanos. Satán no es culpable de las catástrofes naturales como terremotos, inundaciones, epidemias, etc. Tampoco corrió de cuenta de Satán el poder de Hitler, Stalin o Sadam Husein. Como figura exculpatoria para la culpabilidad humana, Satán no sirve. Quien se disculpa aduciendo que el demonio le tentó, se está, en realidad, autoacusando. Moltmann piensa incluso que el proceso de desmitologización del demonio no lo ha iniciado la cultura moderna. Se da ya en la Biblia. En efecto, según el relato bíblico sobre la caída, el mal vino por el hombre y no por la serpiente o por otro género de fuerzas sobrenaturales. Con todo, Moltmann reconoce que el mal puede desbordar al hombre y dominarlo colectiva y estructuralmente. Surgen entonces lo que Moltmann llama «círculos infernales», de los que es difícil escapar individualmente con las fuerzas de nuestra mermada libertad. En la última de sus 12 tesis vuelve Moltmann sobre una verdad que, a estas alturas de nuestro trabajo, nos es ya familiar: «El demonio no es objeto de fe». La expresión «fe en el diablo» es incorrecta. El diablo no aparece en ningún credo cristiano. Moltmann concluye, muy en consonancia con lo que ha sido siempre la línea de fuerza de su trabajo teológico, que lo decisivo es luchar contra esos males a los que los humanos hemos dado nombres tan diversos. Hay que abandonar la tribuna de «espectador» para comprometerse en los trabajos de liberación", No parece una mala recomendación. Concluimos aquí este recorrido, necesariamente selectivo, por las teologías contemporáneas. Nos queda ahora el trabajo de inspeccionar las fuentes. Tal vez habría sido más lógico empezar por aquí. Lo he dudado mucho. Al final, me he decidido, sin estar seguro de acertar, por este orden. Le veo la ventaja de que llegamos a este difícil capítulo iniciados en el tema. Puede tener el inconveniente de que, en el camino recorrido, hayamos acumulado prejuicios que nos impidan una lectura «objetiva» de las fuentes. Que juzgue el lector.
5. Satán, una figura marginal en el Antiguo Testamento «Si en alguna parte Satán no pasa de ser una figura marginal, es en el Antiguo Testamenro»:". En efecto, Satán sólo aparece en tres libros 34.
]. Moltmann, «Zwolf Bemerkungen zur Symbolik des BÜSCI1»; Evallgdisc/II' .
Theologie 1 (1992), pp. 2-6. 35. I-I. Haag, El diablo. Sil existencia COI/lO problema, cir., p. 160.
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del Antiguo Testamento: Job (siglo v), Zacarías (siglo v) y 1 Crónicas (siglo m). Y, si extendemos el tema a los demonios en general, vale la siguiente cita: Por lo que toca a nuestro tema, podemos decir que los demonios están prácticamente ausentes del Antiguo Testamento. Sólo aparecen, y muy esporádicamente, como elementos poéticos, literarios o míticos".
Comenzamos por estas citas para cortar de raíz cualquier expectativa desmedida. Y para señalar, al mismo tiempo, que el Antiguo Testamento no va a desmentir la línea que hemos seguido hasta ahora. Nuestro primer encuentro con las fuentes apoya, pues, las convicciones que venimos exponiendo en este trabajo. Pero sigamos. El término «demonio» aparece en el Antiguo Testamento griego 19 veces. De ellas, nueve corresponden al libro de Tobías. Se trata del demonio Asmodeo, que, enamorado de Sara, va matando sucesivamente a los siete maridos de ésta en las sucesivas noches de bodas. La llegada de Tobías, acompañado del ángel Rafael, proporcionará un final feliz. Los especialistas en la materia consideran que el libro de Tobías «es una novela o cuento edificante, yel demonio Asmodeo es un elemento cuentístico más, que podemos considerar análogo a los genios maléficos de los cuentos maravillosos de todas las Iiteraturas»:" En otros seis pasajes, el término «demonio» sirve para designar a los ídolos (Dt 32,17; Sal 96, 5; 106,37; Is 65, 3; 65, 11; Ba 4,7). No plantea, pues, mayores problemas. Lo mismo ocurre con otros tres textos en los que se utiliza para designar a habitantes cuasimíticos del desierto (Is 13, 21; Ba 4, 35; Is 34, 14). En la última cita que nos queda por mencionar (Sal 91, 6), con el término «demonio» se designa una plaga", Ninguno de estos textos da pie para pensar que nos encontramos ante un ser personal. Detengámonos un momento en los textos de los libros bíblicos en los que hemos dicho que se habla de Satán. Pero, antes de hacerlo, adelantemos algunas nociones. Originariamente, Satán significa «estorbo», «interferencia», «oposición». Satán equivale a «oponente», «adversario», «enemigo» en el campo de batalla. «No sea que se nos
36. j. R. Busto, «Ángeles y demonios en el Antiguo Testamento», en J. Martín Vclnsco, J. R. Busto y X. Pikaza, Ángeles y demonios, SM, Madrid, 1984, p. 61. 37. lbid.• p. 60.. .~H. [bid., pp. 59 s,
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vuelva adversario (satán) durante el combate», dicen los filisteos refiriéndose a David. Satán es aquí, y casi siempre en el Antiguo . común que nomb ' 39 . Testamento, más nombre re propio En sentido técnico, se llama «satán» al «fiscal» o «acusador». Y, para realizar bien su trabajo, debe estar bien informado de la conducta de las personas a las que acusa. Por eso, en el Libro de Job, Satán sólo se presenta ante Dios después de haber recorrido toda la tierra y haber observado cuidadosamente el comportamiento de los hombres. «é'Te has fijado -le pregunta Yahvé- en mi siervo Job? No hay nadie como él en la tierra» (jb 1, 8). En rigor, Satán, en este pasaje, más que «tentador», es un «tanteador». No es necesariamente un ser demoníaco, sino un fiscal celeste que actúa con permiso e incluso por encargo de Dios. Algunos autores piensan que el único lugar donde Satán sería nombre propio se encuentra en el Libro Primero de las Crónicas, capítulo 21,1: «Alzase Satán contra Israel e incitóa David a hacer el censo del pueblo». Pero ni siquiera en este caso reina unanimi~ad. Y con razón, pues existe otro texto que dice lo mismo, pero cambiando de sujeto. Se encuentra en 2 Sam 24, 1: «Seencendió otra vez la ira de Yahvé contra los israelitas e incitó a David contra ellos diciendo: 'anda, haz el censo de Israel y de judá'», El cambio de sujeto en estos dos textos es de enorme trascendencia. El primero en el tiempo es el de Samuel. En él es Yahvé quien incita a David al pecado de hacer un censo. Y es que, hasta el destierro babilónico, Israel vio el origen del mal en el corazón del hombre e incluso en Dios, como en el texto que citamos. Sólo en la época posterior al exilio el judaísmo primitivo encuentra inconcebible que Yahvé esté implicado en el pecado del hombre y en el tema del mal. Y es entonces cuando lleva a cabo la llamativa sustitución: ya no será Yahvé quien incite a David a hacer el censo, SÜ;IO Satán. Es, por así decir, el acta de nacimiento de un culpable cómodo que exonera a Yahvé. Sólo después del destierro, pues, en torno al año 300, pasa Satán a ser sinónimo de instigador al pecado, de auténtico tentador. En los primeros escritos del Antiguo Testamento, en cambio, la cosa era diferente. Yahvé se mostraba cercano a los hombres, hablaba con ellos y era considerado responsable de lo que ocurría. Sólo en escritos más tardíos' necesitará intermediarios -ángeles- para hablar con ellos. Se ha iniciado el proceso que conducirá a afirmar la
39. E. López Fernández, ,,'Satán', de nombre común a nombre propio. Historia de una palabra»: Studium Ovetense XVlIl (19H9), pp. 2,5 ss.
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trascendencia y lejanía de Yahvé. Pero al principio no fue así. Tiene razón Haag cuando escribe: El Antiguo Testamento, considerado en su conjunto, es una continua condena de toda creencia en el diablo. Lo que hace tan atractivo para el hombre de hoy el mensaje de fe del antiguo Israel es precisamente la refrescante inmediatez entre Dios y el hombre, y el hombre y Dios 4D•
Este talante precavido del Antiguo Testamento frente al tema de los demonios contrasta con la conocida exuberancia oriental en estos temas. El antiguo Oriente otorgaba fácilmente rostro personal a las mil fuerzas oscuras a las que atribuía sus males. La religión babilónica había elaborado una complicada demonología, ornamentada con exorcismos y ritos mágicos. Israel no se mantuvo por completo al margen de estas prácticas; buena prueba de ello es la lucha contra la idolatría, presente en el Antiguo Testamento. Pero, en conjunto, Israel fue muy celoso de su monoteísmo, trabajosamente conquistado, y mantuvo una cierta ascesis en la creación de figuras que pudiesen hacer la competencia a su Dios. Los coqueteos con el dualismo de las culturas que lo circundaban fueron breves y estuvieron siempre motivados por la urgencia de explicar lo inexplicable: el problema del mal. Convencidos de que su Dios no podía ser agente de las desgracias de su pueblo, dieron por buena la ayuda que les llegaba de filosofías y teologías dualistas. Pero pronto se levantará la voz de los profetas proclamando oráculos contra el dualismo iranio: «Yo soy Yahvé, no hay ningún otro; yo modelo la luz y creo la tiniebla; yo hago la dicha y creo la desgracia; yo soy Yahvé, el que hago todo esto» (Is 45, 7). En los escritos del judaísmo intertestamentario (Jubileos, Henoc etíope, Vida de Adán y Eva, Apocalipsis de Moisés, Testamento de los doce patriarcas, etc.) las funciones de Satán siguen siendo las mismas: fiscal o acusador ante el tribunal de Dios, adversario por antonomasia del hombre, causante del mal físico de éste, perturbador de la paz, castigador del pecado, tentador, ejecutor del juicio de Dios. y éstas serán también, con ligeras diferencias, las funciones que le atribuirá el Nuevo Testamento, el libro de los cristianos. Y aquí nos encontramos con una paradójica ironía de la historia: en la religión judía la creencia en Satán y en los demonios fue un episodio pasajero. Los especialistas afirman que «hoy día, hace ya tiempo que
40.
H. Haag, El diablo. Su existencia como problema, cit., p. 424.
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esta creencia no tiene ningún papel en la religión judaicav". En cambio, la iglesia católica cultiva cuidadosamente esta herencia envenenada y, en ocasiones, la convierte incluso en tema central de su predicación. En el apartado siguiente volveremos sobre esta paradoja, pero tal vez no sea incorrecto llamar ya aquí la atención sobre la identificación entre el demonio y la serpiente de Gn 3. Agustín, Ambrosio, Tomás de Aquino y muchos otros aceptaron esta identificación. Tal vez haya que buscar aquí una de las raíces -ciertamente no la principal- de la querencia católica por el tema de! demonio. De hecho, una respuesta de la Pontificia Comisión Bíblica, en 1909, declaraba que la identificación de la serpiente con el diablo era una de las verdades que tocan los fundamentos de la religión cristianaf'. No nos podemos detener en este tema. Baste indicar que el texto de Gn 3 no ofrece base para identificar a la serpiente con Satán. Ya hemos dejado constancia de que Satán fue una figura desconocida durante todo e! periodo anterior al destierro. Difícilmente podría aludirse a él en un documento literario del siglo X a.e. Esa identificación es fruto de una interpretación muy posterior. En Gn 3 la serpiente no es, por lo demás, símbolo del tentador, sino de la tentación. Y ésta acontece en e! corazón de! hombre. Lo que ocurre es que, dado el estilo simbolizante de la narración, la tentación tiene que exteriorizarse y proyectarse en un agente externo. El narrador elige a la serpiente en atención a su proverbial astucia y peligrosidad. Por lo demás, es de esperar que, después del ingente esfuerzo de la exégesis histórico-crítica, se acepte que Gn 3 no es una historia, sino una leyenda, fábula o mito que intenta explicar el origen del mal. Comentando este capítulo del Génesis, P. Ricoeur pone de relieve que la serpiente tiene un doble simbolismo. Ante todo, el simbolismo interno: «La serpiente sería una parte de nosotros mismos que no reconocemos; sería la seducción de nosotros por nosotros mismos, proyectada en el objeto de la seducciónv". En este sentido, la serpiente representa «la proyección psicológica de la codicia». La serpiente simboliza «nuestra propia animalidad soliviantada por la prohibición, enloquecida por el vértigo de infinitud, pervertida por la preferencia que cada cual se concede a sí mismo y a su propia diferencia...»44.
41. 42. 43. 44.
Íd., El diablo, un fantasma, cit., p. 56. Íd., El diablo. Su existencia como problema, cit., p. 177. P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Trotta, Madrid, 2004, p. 399. Ibid., p. 400.
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Y el simbolismo externo se concreta en lo siguiente: En la experiencia histórica del hombre, cada cual encuentra el mal ya allí; nadie lo comienza de un modo absoluto; [...] el mal forma parte de la conexión interhumana, al igual que el lenguaje, el instrumento, la institución; el mal se transmite; es tradición, y no sólo acontecímiento",
Pienso que valía la pena transcribir estos textos de P. Ricoeur. Probablemente, todo ser humano realiza la doble experiencia que describe el filósofo francés. Por una parte, percibimos que el mal nos precede; que, en cierto modo, es preexistente; pero también nos agobia la experiencia de sentirlo muy cerca, instalado en lo más profundo de nosotros mismos. El mito de la serpiente ha ayudado al género humano a dar nombre a lo que nos inquieta y fascina. Pero el cristianismo no debería agarrarse a ello para mantener su anacrónico discurso sobre Satán y los demonios. El lector se preguntará si vaya cerrar también este apartado sin hablar de la proverbial envidia de Satán. No pretendo e!udir el tema. Lo que ocurre es que, al hurgar en él, he descubierto que se trata de un topos poco relevante en la tradición bíblica. Pero el lector tiene razón: éste es el momento de mostrar el poco relieve que el tema de la envidia tiene dentro de una teoría de Satán. Cuando hablo de «poco relieve», me estoy pronunciando desde una óptica teológica. Desde otras ópticas -la literaria, por ejemplo-, nos hemos asomado ya a la pujante fecundidad del tema. Pero tengo la impresión de que se me pedía una aproximación filosófico-teológica al tema. Es, por lo demás, lo único que está a mi alcance. Sobre la envidia de Satán no se puede decir mucho más de lo que, en páginas anteriores, nos contaba Papini. En la Biblia apenas se dice, expressis verbis, que Satán sintiese envidia de Dios. Lo que ocurre es que, siguiendo a Tomás de Aquino, se ha abierto camino la teoría de que Satán deseaba ser igual a Dios. Este deseo imposible le habría inducido a la rebelión. En el fondo de tal rebelión latía, pues, la envidia de Dios, el apetito de ser como él. De esta forma, la envidia de Dios se habría convertido en el distintivo fundamental de Satán. Pero aquí conviene recordar la consideración de Schleiermacher: poco clarividentes hizo Dios a los ángeles si alguno de ellos pensó que podría ser como Dios.
45.
Ibid.
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Pero no queremos echar las culpas de todo a Tomás de Aquino. Es innegable, por ejemplo, que el Satán del prólogo del Libro de Job siente envidia de Job y se regodea en el mal ajeno. Pero ni siquiera aquí es la envidia el tema más importante. Como dice G. van Rad, la gran pregunta que lanza Satán en este prólogo es: «ms que Job sirve a Dios gratuitamenter. 1,9). Esta pregunta, continúa van Rad, cae como una auténtica losa. Satán no discute que Job sea piadoso. Lo que hace es preguntar por los motivos. Job sirve a Dios, .arguye Satán, porque le va bien. Y así es fácil. Detrás de esta argumentación está la pregunta de si es posible ser piadoso incluso cuando no hay recompensa. 0, más crudamente: éno es el hombre un egoísta incluso en su piedadr", Pero hay otro texto que habla de la envidia del diablo. Se encuentra en el Libro de la Sabiduría 2, 24: «Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen». Se trata de un libro escrito, probablemente, en el siglo 1 a.e. en la ciudad de Alejandría. Su finalidad es la de fortalecer la fe judía en un ambiente amenazado por el helenismo. La «muerte» de la que habla el texto es, evidentemente, la muerte escatológica. La otra, la muerte física, alcanza a todos y no sólo a los que, por el pecado, se hayan pasado al bando del diablo. Y de nuevo nos encontramos con una sustitución interesante. En capítulos anteriores (1, 12 y 2,1) del libro se dice que la muerte se debe a los errores y a la maldad de los hombres. Ahora, en cambio, todo eso es reemplazado por la envidia del diablo. Según la mayoría de los intérpretes, el autor de este texto se apoya en Gn 3,1-7. Es el pasaje en el que, por seducción de la serpiente, nuestros primeros padres perdieron su condición de inmortalidad. En ambos casos se hace al demonio responsable de la muerte. Sea cual sea la relación entre ambos textos, lo fundamental es que el aserto sobre la envidia del diablo se encuentra completamente aislado en el Libro de la Sabiduría. Es una especie de aerolito, caído de no se sabe dónde. Se sospecha incluso que pueda ser una posterior interpolación cristiana. En todo caso, no deja de ser sorprendente que en todo el resto del libro no vuelva a aparecer el diablo. Además, la idea de que los pecadores pertenecen al diablo no era frecuente en el judaísmo de la época. Y, desde luego, es completamente nuevo el tema de la envidia del diablo. Eso sí: a partir de ahora figurará con frecuencia en los escritos rabínicos y apócrifos.
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Bastantes intérpretes piensan que en el Libro de la Sabiduría se ha producido una especie de simbiosis entre pensamiento griego y judío. La consecuencia es que el topos griego de la «envidia de los dioses» ha sido sustituido, por el autor del Libro de la Sabiduría, por la «envidia del diablo». Parece una hipótesis bastante plausible, dado el ambiente helenista en el que hemos dicho que se escribió el libro. Un texto en el que la envidia del diablo juega un papel muy pronunciado es el escrito intertestamentario Vida de Adán y Eva. No es posible determinar si este texto es anterior o posterior al que venimos comentando del Libro de la Sabiduría. Se trata de una narración llena de frescura y candor. El diablo, que ha sido arrojado del cielo, tiene envidia, pero no de Dios, sino de la felicidad de Adán. Movido por esa envidia, consigue, engañando a Eva, que Adán corra un destino similar al suyo. No me resisto, a pesar de su extensión, a transcribir el texto: El diablo, entre lágrimas, le replicó: «Adán, toda mi hostilidad, envidia y dolor vienen por ti, ya que por tu culpa fui expulsado de mi gloria y separado del esplendor que tuve en medio de los ángeles; por tu culpa fui arrojado a la tierra». Adán le contestó: «¿Qué te he hecho o en qué está mi culpa, si no te había conocido?». Pero el diablo insistió: «¿Qué estás diciendo? ¿Que no has hecho nada? Sin embargo, por tu culpa fui arrojado. Precisamente el día en que fuiste formado me arrojaron de la presencia de Dios y me expulsaron de la compañía de los ángeles, cuando Dios inspiró en ti el hálito vital, y tu rostro y figura fueron hechos a imagen de Dios; cuando Miguel te trajo e hizo que te adorásemos delante de Dios, y dijo Dios: 'He aquí que hice a Adán a nuestra imagen y semejanza'. Entonces salió Miguel, convocó a todos los ángeles y dijo: 'Adora la imagen del Señor Dios'. Yo respondí: 'No, yo no tengo por qué adorar a Adán'. Como Miguel me forzase a adorarte, le respondí: '¿Por qué me obligas? No voy a adorar a uno peor que yo, puesto que yo soy a~1terior a cualquier criatura, y antes de que él fuese hecho ya había SIdo hecho yo. El debe adorarme a mí, y no al revés'. Al oír esto, el resto de los ángeles que estaban conmigo se negaron a adorarte. Miguel me insistió: 'Adora la imagen de Dios'. Y contesté: 'Si se irrita conmigo, pondré mi trono por encima de los astros del cielo y seré semejante al Altísimo'. El Señor Dios se indignó contra mí y ordenó que me expulsaran del cielo y de mi gloria junto con mis ángeles. De esta manera fuimos expulsados por tu culpa de nuestras moradas y arrojados a la tierra. Al instante me sumí en el dolor, porque había sido despojado de toda mi gloria, mientras que tú eras todo mimos y alegrías. Por eso comencé a envidiarte, y no soportaba que te exaltaran de esa forma. Asedié a tu mujer, y por ella conseguí que te
G. van Rad, La acción de Dios en isracl, Trolla, Madrid, 19%, p. 7.1.
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privaran de todos tus mimos y alegrías, lo mismo que había sido yo privado anteriormenrev",
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47. A. Díez Macho et al., Apócrifos del Antiguo Testamento, Cristiandad, Madrid, 1983, vol. II, p. 341. 48. H. Küng, El cristianismo y las grandes religiones, Cristiandad, Madrid, 19H7, pp. 105 s.
permanece en la penumbra. Carecemos de criterios de historicidad para acceder a él. No es posible al historiador determinar cuáles de las 63 historias milagrosas que el Nuevo Testamento atribuye a Jesús acontecieron realmente. Algunas de esas historias -los evangelios sinópticos mencionan por lo menos seis- están relacionadas con los exorcismos. Y más importantes aún que estos episodios son las palabras de Jesús referidas al mundo de los demonios. Estos datos no pueden extrañarnos. En el apartado anterior hemos visto que el judaísmo tardío empieza a familiarizarse con el mundo de los demonios. Jesús hereda esta tradición. En su época, Satán deja de ser mero nombre común y alcanza la categoría de nombre propio. En el mundo que le tocó vivir a Jesús se pensaba que el demonio era causa de la enfermedad y del pecado. El influjo del mundo persa condujo a una cierta inflación en este tema. Abundan los relatos rabínicos y helenistas sobre curación de enfermedades, expulsión de demonios, resurrecciones de muertos, cese de tempestades, provocación de la lluvia, etc. (Entre paréntesis: no sería correcto rechazar la historicidad de estos relatos y aceptar, sin más, la de los milagros atribuidos a Jesús.) El dato es, pues, innegable. Satán ha ganado terreno en el Nuevo Testamento. Los evangelistas hablan con toda naturalidad de que el demonio «entra en el hombre» (Le 8, 30) o de que el enfermo «tiene» un demonio (Mt 11, 18; Le 7, 33, etc.). Con el mismo lenguaje realista se afirma que, en la curación, «el demonio sale» del enfermo (Mt 17, 18) o «es echado fuera» (Mt 8, 31 etc.). Se le llama «impuro» y «malo». Ya no es un inofensivo «fiscal»o «tanteador». Se convierte en un temible «tentador» que no se detiene ni ante la figura de Jesús. Recuérdense las tentaciones de éste en el desierto. Satán intenta desviar a Jesús del camino que le ha trazado el Padre. Y, al no conseguirlo directamente, lo intenta a través de Pedro, que sugiere a su maestro que abandone su misión. Jesús le llama «Satán», y parece que estamos ante un acontecimiento histórico, pues no parece que Pedro tuviera enemigos que intentasen manchar su curriculum con una historia en la que desempeña un papel tan poco brillante. Y cuando Judas comienza a tramar su traición, Lucas advierte: «Pero Satán entró en Judas... », Y cuando ya todo está decidido, el evangelista Juan anuncia solemnemente: «Ydespués de tomar el bocado, entró Satán en él» (In 13, 26 s.). De un hombre malo, el Nuevo Testamento dice que es «hijo del diablo»; las obras malas son calificadas de «obras del diablo»; los
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Este texto me parece la mejor forma de rematar este apartado. Sólo deseo añadir que ésta es también la versión islámica de la caída de Satán. Según el Corán, el pecado de Satán consistió en negarse a adorar a Adán, la criatura preferida de Dios, cuando el mismo Dios se lo pidió, menospreciando así el mandato de Dios (sura 15, 28-35).. Pero, en el fondo, dicen los místicos musulmanes, Satán actuó bien, ya que sólo debe uno adorar a Dios, no a su criatura. Satán realizó así a la perfección el monoteísmo, incluso contra el mandato expreso de Dios. Desobedeció, dicen, un mandato de Dios, pero cumplió su voluntad. Los místicos musulmanes concluyen: Dios condenó a Satán, pero le sigue amando". Resulta refrescante esta forma amable y humana de enfocar un tema que, como hemos visto al tratar de la posesión diabólica y la brujería, adquirió, durante determinadas épocas de la historia, tintes de terror y muerte. Espero que este apartado haya mostrado que el Antiguo Testamento es inocente en relación con esa triste historia. En él Satán es una figura marginal y sometida siempre a Yahvé. Si el pueblo de Israel recurrió a él, fue para aliviar su angustiosa perplejidad ante los acontecimientos inexplicables. Satán fue en el Antiguo Testamento un mito que, como todos los mitos, alivió tensiones y ayudó a explicar grandes enigmas. Nada más, y nada menos, que un mito.
6. Satán: su auge en el Nuevo Testamento Todos lo sabemos: el Nuevo Testamento otorga protagonismo a la figura de Satán y de los demonios en general. Ya hemos recordado los esfuerzos de Bultmann por encontrar una interpretación de estos textos que resulte plausible al hombre del siglo xx. La mayoría de las narraciones evangélicas sobre curaciones y exorcismos, pensaba Bultmann, son legendarias o, al menos, están reforzadas por elementos legendarios. Pero la gran honestidad intelectual de Bultmann le llevó a reconocer que la masiva insistencia del Nuevo Testamento en estos temas habla en favor de un núcleo histórico. Eso sí: ese núcleo
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judíos son llamados «hijos del diablo»; el diablo siembra la mala hierba y obstaculiza el avance del reino de Dios; acaba con la buena semilla y anda siempre buscando a quién devorar. No es necesario ofrecer más indicios del auge de Satán en el Nuevo Testamento. Sí parece conveniente, en cambio, preguntarse brevemente por el significado y valor histórico de estos textos. Se ha dicho que el hombre del Nuevo Testamento es un hombre de transición entre el primitivo, que todo lo ve como milagro, y el moderno, para quien nada es milagro. Probablemente, esta apreciación es justa. Ya a partir de la época de Salomón comenzó Israel a darse cuenta de que las intervenciones directas de Yahvé en la historia no tenían que ser permanentes. Yahvé podía intervenir indirectamente, a través de acontecimientos y personas. Y, ciertamente, en la época de Jesús esta convicción es ya un bien común de Israel. A pesar de ello, el milagro sigue siendo un hecho sociológicamente frecuente. Plinio estaba firmemente convencido de que había una determinada planta judía que observaba el sábado interrumpiendo su crecimiento; Tácito y Suetonio narran que Vespasiano curó a un ciego con saliva; de Apolonio de Tiana, un contemporáneo de Jesús, se cuenta que resucitó a una joven ante las puertas de Roma. Se trata de un relato que, por cierto, se asemeja mucho a la resurrección del hijo de la viuda de Naím, atribuida a Jesús. En los mismos evangelios se observa una clara tendencia a aumentar los milagros. En Mc 1,34 Jesús cura a muchos enfermos; en Mt 8, 16 los cura a todos. De la curación de un ciego y un poseso, se pasa a la de dos ciegos y dos posesos, Los cuatro mil que se sacian se convierten en cinco mil. Los siete cestos sobrantes se convierten en doce. Teniendo en cuenta esta tendencia al ampento, se disminuye esencialmente el número de milagros del Nuevo Testamento. Incluso en las tres resurrecciones de muertos atribuidas a Jesús se observa esta tendencia al engrandecimiento. La hija de jairo (Mc 5, 21-43) acaba de morir cuando la resucita Jesús; en cambio, al hijo de la viuda de Naím lo sacaban ya a enterrar (Le 7, 11-17); por fin, Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro cuando Jesús lo saca de él (Jn 11,44). Se pintan tres grados de desesperación que van de menos a más. El mensaje teológico parece ser: en cualquier situación de la vida, por muy desesperada que sea, Jesús es el Señor de la vida y de la muerte. La historicidad de estos acontecimientos, en cambio, es difícilmente sostenible. Probablemente, en el tema de los milagros y exorcismos ocurrió lo que dice Schillebeeckx: una vez que, por motivos históricos, se
había reconocido a Jesús como profeta escatológico, se le podían atribuir «sin motivo histórico» un cierto número de milagros que él nunca hizo. La gente es siempre propicia a hacer una leyenda de sus bienhechores. Y los milagros reflejan la forma como la gente sencilla de Galilea, abandonada por todos, acogió a Jesús. Lo presentan como una especie de «médico milagrero». Las reconstrucciones históricas no eran entonces una ciencia exacta. Tampoco Carlamagno ganó todas las batallas que se le atribuyen. Y, sin embargo, hay que decirlo todo: hay también un cierto pudor en los evangelios a propósito de los milagros. De hecho, nunca se emplea el término teras (prodigio) para designar las acciones de Jesús. Era el término más técnico, el que designaba lo portentoso. Los evangelios sólo lo usan una vez, y es para desprestigiarlo: «Si no veis señales y prodigios, no creéis» (Jn 4, 48). Las acciones de Jesús son designadas con palabras que no necesariamente poseían connotaciones milagrosas. La más frecuente es dynameis (actos de poder). También se utiliza erga (obras). Y la típica de Juan: semeia (signos). El acento no se pone en la miraculosidad técnica de la acción, sino en su significado: la llegada de algo nuevo, íntegro, sanado, recompuesto. Si el lenguaje tiene algún significado, el hecho de que los evangelios hayan seleccionado cuidadosamente el suyo y, en un mundo milagrero, no hayan caído en la tentación de servirse del término teras, debe tener algún significado. Probablemente, ellos sólo quisieron dejar constancia de que Jesús había pasado haciendo el bien y había impresionado a sus contemporáneos. Además, Jesús 110 acepta una fe que se apoye en milagros. No reconoce el sello de Dios en el milagro: «Muchos me dirán aquel día: Señor, Señor, éno profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Jamás os conocí. Apartaos de mí, agentes de iniquidad» (Mt 7,22 s.). Hay muchas narraciones de milagros en el Nuevo Testamento, pero hay también mucha reflexión sobre ellas. Y esa reflexión las relativiza. El gran problema de los evangelistas era decir quién era aquel Jesús que tanto había impactado a sus seguidores. Para ello recurrieron a las formas de expresión que les parecieron más válidas: le adornaron con títulos mesiánicos; magnificaron su nacimiento; ennoblecieron su muerte; le rescataron del sepulcro, en un alarde creativo de enorme trascendencia para la historia de la humanidad. Y, por supuesto, le atribuyeron acciones de hondo calado humanitario y teológico: los milagros. Ellos, los evangelistas, no habían sido testigos
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de estos acontecimientos. Contaron lo que les habían contado.. Y, probablemente, fueron creativos. Un buen número de milagros son, claramente, creación de las comunidades postpascuales. No había inconveniente en ello. Los hombres de aquella época no distinguían entre lo histórico y lo verdadero. Algo no histórico, una leyenda heredada de la noche de los tiempos, podía ser apropiada para expresar una verdad. En este caso, se recurría a ella sin escrúpulos. No olvidemos que el hombre oriental es fantasioso e imaginativo. Su lenguaje es gráfico. Si tiene que decir que Pedro convirtió a muchos hombres, dirá que «pescó muchos peces». El problema lo ha creado nuestra ignorancia, que ha hecho una lectura histórica de la «pesca milagrosa» y de tantos otros relatos evangélicos. Hemos proyectado nuestro moderno concepto de historia en un tiempo que tenía otro concepto distinto. Éste es, expuesto con una brevedad casi insultante -todos estos temas son enormemente complejos-, el marco en el que hay que situar los exorcismos de Jesús y su lenguaje sobre Satán y los demonios. Cuando los evangelios narran que Jesús curó a «posesos», no deberíamos imaginar que un agente personal maléfico se había introducido dentro de aquellos desgraciados. Probablemente se trataba de personas con ataques epilépticos que la cultura ambiental atribuía al demonio. En otros casos, los síntomas narrados por los evangelistas podrían deberse a trastornos mentales para los que entonces no había tratamiento. Téngase en cuenta que, al no haber sanatorios psiquiátricos, el hombre de aquella época se veía confrontado diariamente con este tipo de fenómenos. Los «locos» 'andaban libremente por la calle. Probablemente, Jesús se vio también confrontado con el fenómeno de la histeria. Geza Verme s cuenta que preguntó una vez a un renombrado psiquiatra si «la mayoría de las enfermedades'exorcizadas o curadas en el Nuevo Testamento podían identificarse como histeria». La respuesta fue afirmativa. Además, el psiquiatra le dijo «que le gustaría saber la proporción de curaciones del tratamiento y el estado de salud de los pacientes seis meses después ...»49. Hay también malentendidos. En la curación del endemoniado de Gerasa, el término arameo ligjona puede significar legión de demonios, como traducen los evangelios, o simplemente un demonio de nombre «legionario». Por cierto que este relato, en el que Jesús permite a los demonios que se introduzcan en una piara de dos mil cerdos
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G. Yermes, Jesús, el judto, Muchnik, Barcelona, '1977, pp. 27 s,
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que caen todos al mar, no cuenta con ningún asomo de historicidad. Muchos intérpretes ven en él una malévola parodia contra los romanos. Hay que recordar que los judíos veían a los romanos como «cerdos» y sólo deseaban verlos marcharse a través del mar. De mayor credibilidad histórica que las narraciones sobre expulsiones de demonios gozan los dichos de Jesús (logia) en los que él mismo da testimonio de su actividad exorcista. Así, por ejemplo, Mt 12, 27: «Si yo expulso los demonios en nombre de Beelzebul, éen nombre de quién los expulsan vuestros hijos?». Jesús reconoce aquí que también otros expulsan demonios. Esto nos remite a lo que ya hemos señalado: que la época de Jesús estaba familiarizada con la presencia de demonios y contaba con personas que actuaban como exorcistas. Otro dicho de Jesús que goza de credibilidad histórica es Mt 12, 28: «Pero, si por el espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios». Este logion está en un contexto muy especial: Jesús se defiende de la acusación de que ha hecho un pacto con el demonio. Y se piensa que una acusación tan degradante no pudo ser inventada por la comunidad posterior. Para concluir este apartado, podríamos retener los siguientes puntos: a) Es probable, aunque no seguro, que Jesús participase de la mentalidad de su tiempo y creyese en los demonios. No sería el único error que hay que imputarle. También parece que contó con el fin inminente del mundo. Los escritos bíblicos afirman que Jesús fue igual en todo a nosotros, menos en el pecado. No estuvo, pues, exento de errores. Ni que decir tiene que los cristianos no están obligados a compartir esos errores. b) La mayoría de los pasajes en que los evangelios hablan de Satán y sus secuaces son creación de la comunidad posterior. No son, pues, expresión de las ideas personales de Jesús sobre Satán. No deja de ser significativo que una de las sentencias de Jesús sobre Satán que gozan de mayor estima entre los exegetas sea precisamente la que anuncia su derrota final: «Yo veía a Satán caer del cielo como un rayo» (Lc 10, 18). c) Del conjunto del mensaje de Jesús se deduce que el auténtico peligro para el hombre no procede de Satán, sino del corazón humano. Lo que mancha al hombre, dijo Jesús, nunca es lo que viene de fuera, sino 10 que procede de dentro. d) Por tanto, la figura de Satán no forma parte de la autocom-
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prensron esencial de Jesús ni es necesaria para que los cnsnanos accedan a él. Jesús anunció a Dios, no a Satán. Si alguna vez recurrió a Satán, fue para ejemplificar mejor su mensaje. Pero ni especuló sobre él ni desarrolló una teoría demonológica. Toda su vida, muerte y resurrección se orientó en pos de lo positivo, de la buena nueva. Lo verdaderamente importante para los cristianos no es Satán ni los milagros de Jesús, sino «el milagro Jesús».
7. Satán, siempre dispuesto a echar una mano
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tenía en el demonio un referente negativo importante. Si el reino tenía que ver con la luz, Satán fue asociado con las tinieblas. El reino irrumpía allí donde se anunciaba el ocaso de la pobreza, la enfermedad y la muerte. Y Satán pasaba por ser el valedor de estos azotes de la humanidad. El reino se asociaba con las palabras «justicia», «libertad», «paz», «reconciliación»... Satán, en cambio, encarnaba la instigación al desorden. Se le conocía una innata querencia a encadenar a los hombres, a convertirlos en esclavos. El relato de las contraposiciones entre Satán y el reino de Dios que anuncia Jesús podría llenar muchas páginas. Pero lo más importante, tal vez, sería lo siguiente:
Las pinceladas del apartado anterior distan mucho de describir exhaustivamente los servicios prestados por la figura de Satán a los autores del Nuevo Testamento. El discurso neotestamentario sobre nuestro personaje posee muchos registros. Satán es uno de esos grandes relatos cuya vigencia y eficacia ha sobrevivido a todas las controversias sobre su posible existencia como ser personal. Es una especie de estructura simbólica, difícil de erosionar. Así parece que lo vieron los seguidores e intérpretes de Jesús. Recurrieron a él para describir caminos equivocados. Les sirvió de referencia negativa, de figura-contraste. Y, en este sentido, el sufrido Satán les volvió a echar una mano. Les ayudó a perfilar un cuadro inteligible de la figura de Jesús. Las grandes referencias mitigan los fracasos descriptivos. Los seguidores de Jesús se muestran conscientes de la insuficiencia de sus disponibilidades lingüísticas a la hora de evocar el cercano pasado que habían compartido con el gran profeta de Nazaret. Pero ahí estaba Satán, la gran referencia capaz de ahorrar prolijas argumentaciones. Bastaba con insistir en que Satán representaba el reverso de las preferencias de Jesús para 'que aquel mundo, familiarizado con las tropelías del maligno, captase, por contraste, la chispa del nuevo mensaje. Algo así parece que ocurrió. Es sabido que Jesús centró su mensaje en torno a la predicación y anuncio del reino de Dios. Pues bien: desde muy pronto, Satán pasó a encarnar algo así como el «antireino». De esta forma, un reino que Jesús no había definido adquiría contornos precisos. El mismo Jesús ligó el futuro del reino a la derrota del demonio: «Pero, si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Le 11, 20). El demonio se vio, pues, involucrado en el proyecto de Jesús. El anuncio del reino, es decir, aquella realidad explosiva y benéfica, tensa entre el presente y el futuro, cargada de exigencias y promesas,
a) El reino de Dios busca la salvación del hombre. Jesús se comprometió a fondo con esta tarea. No anunció, como el Bautista, juicio y castigo. Lo suyo fue descrito como «buena nueva». Y así continuó siendo evocado por los que vinieron después. Se le recuerda como a un hombre bueno y utópico que hizo suya la esperanza de los profetas y soñó con un mundo sin lágrimas ni sufrimiento, sin víctimas ni verdugos. Los Padres de la iglesia decían que lo asumió todo para que todo quedase salvado. La salvación, la humanidad nueva, fue su gran meta. De ahí las urgencias que señaló: primero, los más débiles. Tienen preferencia los ciegos, los cojos, los leprosos, los pobres... A ellos hay que convencerles de que las apariencias engañan: ese reino que ahora se reviste de insignificancia, como semilla diminuta o como pequeña porción de levadura, posee dinámica de árbol frondoso y de masa bien fermentada. El final será bueno, acogedor, como una caricia gratuita. Habrá espacio para todos. Se han escrito tantas veces todas estas cosas -de forma, por supuesto, mucho más bella- que uno duda de la conveniencia de volverlas a repetir. Pero no es posible hablar de Jesús sin evocar sus sueños. Además, en su tiempo la repetición tenía un carácter casi sagrado. Era una especie de liturgia poderosa que terminaba identificando a los hombres con los relatos que repetían. El Nuevo Testamento ve al demonio como enemigo de esta salvación predicada por Jesús. De hecho, en el episodio de las tentaciones el diablo sugiere a Jesús que entre en razón y que, recurriendo al «tráfico de influencias», utilice su privilegiada relación con Dios para convertir las piedras en pan y saciar así su hambre. El desenlace es conocido de todos: Jesús no cedió. Bloch decía que «el estómago es la primera lámpara que reclama su aceite». En el caso de Jesús se impusieron otras urgencias.
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que su amargo presente tuviese la última palabra. Siguió pensando que Yahvé era el Señor de este misterioso mundo y que un día saldría de la austera lejanía en la que se ocultaba. Sólo que ese momento parecía no llegar nunca. Israel tuvo que hacer frente a la costosa experiencia del retraso del reino esperado. En contacto con la dura realidad, aquel pueblo se vio obligado a escatologizar su esperanza: en el presente triunfaban los poderes adversos, pero el futuro traería el cumplimiento de las promesas. La salvación> simbolizada en el reino, sería cosa del futuro.
b) La salvación que anuncia Jesús es teológica, procede de Dios. Estamos ante lo más genuino del mensaje de Jesús. Jesús no anuncia su propio reino, sino el de Dios. La autocomprensión de Jesús era teológica. La voluntad del Padre lo llenaba todo en su vida. Se trata de un dato masivamente documentado en el Nuevo Testamento. Tal vez esto explique lo efímeros que han sido todos los intentos de desvincular a Jesús de Dios. El rigor histórico impedirá siempre las alteraciones en este campo. El Jesús de los evangelios es un hombre profundamente religioso. Su dependencia del Padre es total y abarcadora. Su relación con él es filial y confiada. El carácter sobrecogedor de esta relación, que puede servir de modelo a los fenomenólogos de la religión, alcanza su punto culminante en la muerte de Jesús. Como muy bien vio Bonhoeffer, Jesús murió «ante Dios y sin Dios». «Ante Dios», porque siguió contando con él e interrogándole dramáticamente; «sin Dios», porque sufrió la muerte de un «excluido», de un abandonado. Esta familiaridad con el Padre condujo a Jesús a grandes atrevimientos teológicos. Trazó una imagen revolucionaria de Dios. Su Dios sale al encuentro del hijo pródigo, regala jornales a los que acuden a última hora a la viña y se ocupa de los débiles y marginados. Como es sabido, la teología judía tradicional reaccionó airadamente contra tanta novedad. Los evangelistas hacen, también aquí, un hueco a Satán. Él es el encargado de intentar erosionar la relación de Jesús con el Padre. Como en sus orígenes, también aquí hace de «estorbo». No hay que olvidar que Jesús llamó «Satán» a Pedro cuando intentaba desviarle de la misión que el Padre le había encomendado. Y cuando, de nuevo en el relato de las tentaciones, Satán le ofrece el poder y la gloria si se inclina ante él y le adora, Jesús se reafirma en su monoteísmo y proclama que sólo es lícito adorar a Dios, el Señor. Satán continúa, pues, echando una mano a los hombres del Nuevo Testamento. En este caso les sirve para conferir dramatismo a la relación de Jesús con Dios. Satán es una fuerza que interfiere, que intenta separar a Jesús de Dios. Y éste es el estigma que arrastra hasta hoy. El Nuevo Testamento ve en él al tentador, al gran especialista en operaciones de seducción y desvío. Satán se convierte en socorrida hipótesis explicativa de las tensiones interiores de los creyentes. El viejo mito corre con responsabilidades que nadie quiere asumir. c) La salvación que anuncia Jesús posee carácter escatológico. Ya Israel esperaba «el día de Yahvé», el momento clave de la nueva alianza> del nuevo éxodo. El judaísmo tardío esperaba impaciente el final de los tiempos y la revelación definitiva. Israel no podía concebir
Así estaban las cosas cuando apareció Jesús. Probablemente, también a él le tocó repetir la experiencia de su pueblo. Parece que tuvo que pasar, de la ensoñación de un final inmediato y feliz, a una espera tensa y difícil. Es lo que reflejan los textos que los evangelistas ponen en sus labios. Muchos piensan que él contó siempre con la irrupción inmediata. Habrían sido los intérpretes posteriores los que,en vista del manifiesto retraso de la implantación del reino, le habrían atribuido frases que orientan hacia una escatología de futuro. Con esta operación habrían intentado paliar su error de cálculo. No es posible -ni es misión de este trabajo- zanjar históricamente este tema. Jesús nos queda demasiado lejos en el tiempo como para que podamos reconstruir sus expectativas personales. Pero parece que se enfrentó con el fenómeno de la impaciencia. Sus oyentes le preguntaban cuándo iba a llegar, por fin, el tan esperado reino de Dios. Las respuestas que da Jesús en sus parábolas no parecen indicar que estuviese poseído de fiebre apocalíptica. En realidad, les dice que todo está en sus comienzos. Es lo que expresan las parábolas del grano de mostaza, de la levadura, del sembrador. Todas ellas indican que el reino es aún imperceptible. Y a los que deseaban precipitar los acontecimientos les recuerda que la semilla tiene su propio ritmo de crecimiento y que es inútil intentar provocar el brote y la maduración de la espiga. El esfuerzo personal tiene límites. El reino es un misterio que se sustrae a la precipitación y a la prisa humana. El labrador tiene que conocer su oficio: sembrar y esperar. Ni siquiera puede precipitarse en arrancar la cizaña. Y es aquí donde, de nuevo, los evangelistas encuentran acomodo al demonio, al que convierten en portavoz de la prisa, de la eficacia inmediata. Satán es el encargado de sugerir a Jesús métodos más expeditivos en la implantación del reino. Es lo que pone de manifiesto el episodio de las tentaciones al que venimos aludiendo. Las tentaciones son una especie de atajo para precipitar, sin tanta espera
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ni rodeo innecesario, la presencia final del reino. Satán pide a Jesús algo inequívoco y contundente. Le pide que rasgue el velo y elimine oscuridades, que ofrezca pruebas seguras y definitivas. Es, sobre todo, el mensaje de la segunda tentación: el diablo le pide que se arroje desde el alero del templo y ofrezca al pueblo la señal que tan impacientemente aguarda. Todos conocemos el final: Jesús rechaza la envenenada sugerencia y se niega a tentar a Dios, el Señor. Pero la condición escatológica del reino no es únicamente un problema de plazos o fechas. No alude sólo a que su triunfo definitivo acontecerá al final de la historia, cuando todos los hombres hayamos doblado la última curva del tiempo. Jesús insiste, sobre todo, en la gratuidad del acontecimiento. El reino no es el resultado rectilíneo de nuestros esfuerzos. Incluye un plus, un «más», que supera el alcance de lo que Bloch llamó nuestras «latencias y potencias». No es un futurum que nos podamos labrar agolpe de esfuerzo y tenacidad; es, más bien, adventus, advenimiento sorprendente y agraciante que rebasa nuestras expectativas e indigencias. El reino tiene carácter excedente. Es un novum difícilmente evocable con nuestro desgastado arsenal de palabras, gestos y símbolos. El gran mérito de los evangelistas fue describir y sugerir certeramente todo este fascinante mundo de símbolos, utopías, esperanzas y anhelos. Con recursos literarios aparentemente sencillos, lograron que perviviera uno de los mensajes que más han contribuido a aliviar el destino de los humanos. Y, de nuevo, Satán les echó una mano en esta tarea. Frente a la insospechada elevación de miras de Jesús, el demonio representa la rudeza, la obviedad, el cálculo medido y miope. Lo suyo es lo de siempre, lo eternamente ensayado; lo de Jesús, en cambio, apunta hacia nuevos cielos y horizontes desconocidos.'Satán es una torpe reedición del viejo sentido común. Sus ofertas no hablan a la imaginación ni fomentan la audacia. Sus impulsos nacen muertos. Sus causas no movilizan ni entusiasman. Sus encuentros con el hombre sólo originan ambigüedad y destrucción. En este sentido, los evangelistas encontraron en Satán un auténtico filón. No recurrieron a él únicamente para intentar esclarecer el problema del mal. Les prestó servicios más amplios. Les sirvió, como hemos apuntado ya, de figura-contraste, de anti-utopía, de anti-reino. Satán, el controvertido personaje heredado de otras culturas, se convirtió en un aliado de los que pretendían hablar bien de Jesús. Es posible que el viejo Papini tuviese algo de todo esto en su cabeza cuando intentó salvar al diablo. Él no era un sesudo teólogo. Funcio-
A Satán se recurre cuando, en épocas de profunda crisis, se agotan los restantes esquemas interpretativos de la realidad. De hecho, su vigencia ha sido mayor en tiempos de angustia: pestes, guerras, calamidades... El periodo comprendido entre los siglos xv y XVI supuso el máximo apogeo del demonio. El satanismo resurge siempre que una cultura se desintegra y la nueva carece aún de rasgos definidos. Se ha dicho que es propio de culturas de transición. En esos momentos se acude a Satán para intentar explicar el derrumbe de los grandes relatos que nos eran familiares. Satán se convierte así en el chivo expiatorio sobre el que los agentes humanos de la historia descargamos responsabilidades y protagonismos. P. Ricoeur, realmente comprensivo con este fenómeno, cree que el hombre no puede cargar en solitario con el peso del mal en el mundo sin recurrir a la figura mítica de Satán. El demonio se convierte así en un importante capítulo de filosofía de la historia. Probablemente; ni en sus mejores tiempos pudo soñar con tanta dignidad. Es posible que, en el pasado, Satán haya cumplido tan noble misión. Es igualmente posible que, en determinadas culturas, pueda seguir descifrando enigmas y aliviando responsabilidades. Pero, por lo que a nuestro ámbito se refiere, debo confesar que no me resulta fácil encontrarle acomodo. No alcanzo a ver qué problemas, de los muchos que nos roban el sueño, se solucionarían con su presencia. Alguien ha dicho que el miedo al demonio convirtió a los hombres en activos e industriosos. Pero tampoco por este camino sería fácil encontrar un puesto de trabajo a Satán, ya que nuestro problema no parece estar en el aumento de la actividad, sino en el reparto equitativo de los beneficios. Decía John Stuart Mili que la mejor sociedad sería aquella en la que nadie fuese pobre y nadie
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naba a golpe de intuición. Pero -me pregunto casi al final de este ensayo- ées posible evocar al demonio sin pedir ayuda a la intuición? ¿Puede una figura como ésta, presente en la literatura y el arte de casi todas las culturas, ser disecada conceptualmente? ¿No habrá que recurrir a estrategias literarias más amplias? Es lo que hizo, por ejemplo, Baudelaire en Las flores del mal. También los evangelistas se aproximaron con abundancia de recursos literarios a nuestro personaje. Lo utilizaron como vehículo expresivo de grandes contenidos teológicos. Es lo que he intentado sugerir en este apartado.
8. Breve apunte final
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quisiese ser más rico de lo que es. Pero no parece que Satán se haya distinguido nunca por orientar a los hombres hacia semejantes metas. Por todo ello, considero importante limitar las funciones de nuestro personaje. Es lo que han intentado estas páginas. A modo de síntesis, podríamos retener lo siguiente: -No hay que poner límite a la capacidad inspiradora de Satán. Literatos y filósofos seguirán encontrando en él un buen aliado. . -En su nombre no se debe volver a quemar a nadie. Pido excusas por esta perogrullada; pero, como están ocurriendo tantas cosas que uno nunca pensó que pudieran volver a repetirse, prefiero pasarme a quedarme corto. -No hay apoyo bíblico para otorgar a Satán carácter personal. La Biblia no ve en él a un agente personal que le haga la competencia a Dios. -Satán no se introduce en las personas. No hay endemoniados. Hay enfermos de diversas clases. Deberían cesar las' delirantes ceremonias de exorcismos. En todo caso, los que las permiten y realizan no deberían remitirse al Dios bíblico ni a Jesús de Nazaret. -Satán no pertenece a la esencia del universo cristiano. Es posible creer en Dios sin «creer» en el diablo. El demonio no es objeto de fe ni forma parte del credo cristiano. -El demonio no explica la fuerza del mal en el mundo ni puede servir de disculpa para el mal que perpetramos los hombres. Satán no es culpable de las catástrofes naturales. Tampoco corre de su cuenta el poder de todos los Hitler que soporta la historia. -Satán es un símbolo de la rebeldía frente a Dios y de los poderes que esclavizan al hombre. Ésta es la función que le atribuyen los escritos bíblicos. ' -Del conjunto del mensaje de Jesús se deduce que el auténtico peligro para el hombre no procede de Satán, sino del corazón humano. Lo que mancha al hombre, dijo Jesús, nunca es lo que viene de fuera, sino lo que procede de dentro. -Jesús anunció a Dios, no a Satán. Cuando habla de él, es para ejemplificar mejor su mensaje. -En el Nuevo Testamento, Satán es una figura-contraste que simboliza el anti-reino. Los evangelistas ven en él el reverso del mensaje de Jesús. Es la lucha de la luz contra las tinieblas, de lo positivo contra lo negativo. En este sentido, la figura simbólica de Satán ayudó a los evangelistas en la difícil tarea de plasmar algo delo que había significado el acontecimiento Jesús de Nazaret.
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Terminamos. No es necesario renunciar a hablar de Satán. Tanto Jesús como sus seguidores e intérpretes hablaron de él. Lo que sí parece importante es hacerlo en un lenguaje correcto. Es lo que intentó Bultmann y lo que intenta la teología actual. La cosa no carece de importancia. En efecto: un discurso trasnochado sobre Satán puede, indirectamente, afectar a la plausibilidad del cristianismo en su conjunto. Y esto sería grave, ya que el cristianismo representa una respetable e incluso brillante oferta de sentido. Y es sabido que, en los días que corren, tales ofertas no abundan.
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II
OTROS ENSAYOS. A LA ESCUCHA DE LOS GRANDES
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RUDOLF aTTO: PAUTAS PARA LA LECTURA DE LO SANTO'}
Homenaje a José Gómez Caffarena
1. La circunstancia histórica Dejó dicho Hegel que los grandes hombres no son los grandes inventores, «sino aquellos que cobraron conciencia de lo que era necesario». También los libros, tal vez especialmente ellos, pueden ser necesarios. Es, sin duda, el caso de Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Su autor, Rudolf atto, parece que acertó con la palabra justa, con la protesta necesaria, con el grito largamente esperado. Su época no fue cicatera con él. Pasó enseguida a otorgarle un puesto entre los grandes. Acumuló reconocimiento, elogios y múltiples invitaciones de países y universidades. Todos deseaban conocer y escuchar al autor de Lo santo. En 1936 su libro, publicado en 1917, había conocido ya 25 ediciones. En 1958 apareció la trigésima edición. Se convirtió así, probablemente, en el libro alemán de teología más difundido en el siglo XXI. Hubo incluso quien, como el teólogo berlinés Leonhard Ferndt, solía repetir ante sus oyentes que «ignorar -como teólogos- La Epístola a los Romanos, de Barth, y Lo santo, de atto, significaría haber vivido en vano-", La obra se tradujo enseEste estudio, con algunas modificaciones, figura como «prólogo» a la edición de Lo santo, publicada por el Círculo de Lectores en el año 2000. 1. Cf. H. Zahrnt, A vueltas con Dios. La teología protestante en el siglo xx, Hechos y Dichos, Zaragoza, 1966, p. 52. 2. Citado por R. Gibellini, La teología del siglo xx, Sal Terrae, Santander, 1998, p.23.
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guida a los principales idiomas del mundo y puso en marcha un debate que tiene larga vida asegurada. La tesis de Otto, en apariencia sencilla y sobre la que después volveremos, consistía en rescatar la categoría de lo santo. Otto pretende que lo santo (en alemán das Heilige, relacionado por Heidegger con das Heile, lo sano, saludable o salvífica) se convierta en una categoría autónoma, más allá de la esfera de lo ético y lo racional. Para designar lo santo! acude nuestro autor al término «nurninoso». Y lo numinoso posee un doble carácter. Es, por un lado, mysterium tremendum, es decir, algo que aterra y estremece al ser humano; es lo «totalmente diferente», lo que nunca coincide con el hombre ni con el mundo. Es el sobrecogimiento que se siente ante la majestad de Dios, su cólera o su poder. Por otro lado, lo numinoso es «algo singular- . mente atrayente, cautivador, fascinante». Su presencia «hace dichoso». Otto utiliza el término latino fascinans. Ambos aspectos, lo tremendo y lo fascinante, están indisolublemente unidos. Juntos constituyen el contenido de lo santo. El ser humano se siente, pues, misteriosamente rechazado y, al mismo tiempo, atraído por lo santo. Lo numinoso es, para Otto, el «auténtico fondo» de todas las religiones. El término «religión» está en deuda con el autor de Lo santo. Es algo que no conviene olvidar al evocar la circunstancia histórica de Otto y su obra. Decir «religión» en la Alemania de comienzos del siglo xx era nombrar a un enfermo terminal. Los grandes filósofos del siglo anterior -Feuerbach, Marx, Engels, Nietzsche-la habían tratado con una severidad crítica quizás nunca antes alcanzada. El ataque mas decisivo, con el que la religión tendrá ya que convivir siempre, vino de Feuerbach. Le buscó a la religión un compañero sumamente incómodo: la asoció cap. el término Bedürfnis (necesidad, indigencia, precariedad). La religión es una respuesta,
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torpe donde las haya, al cúmulo de precariedades que ensombrecen la vida humana. Es, como dirá Marx, opio para el pueblo. Es, piensa Feuerbach, un calmante de efecto pasajero que, además de no curar, aliena a los humanos. El primer premio en asuntos de precariedades se lo lleva siempre la muerte, apostrofada por Nietzsche como «ese estúpido hecho fisiológico». Lo cierto es que, según Feuerbach, «si el hombre no tuviera que morir, no habría religión>", También Nietzsche atribuía la victoria del cristianismo a «esa deplorable adulación de la vanidad personal» lograda a golpe de promesas de inmortalidad. Marx consideró que Feuerbach había hecho un buen trabajo. De ahí que escribiera: «Para Alemania, la crítica de la religión está en lo esencial concluida-', La religión había sucumbido ante el «arroyo de fuego» que significa etimológicamente Feuer-bach. Las fatigas de R. Otto -y de otros muchos estudiosos del hecho religioso- se encaminaron a encontrarle a la religión un compañero más fiable que el que le había asignado Feuerbach. El grito de guerra será: la religión no brota de la Bedürfnis, sino de la Erlebnis (experiencia, vivencia). Se quería poner de manifiesto que la religión no era, como sostenía Feuerbach, una proyección humana carente de contenido, sino un hecho objetivo en el que alguien se encuentra con Alguien o, al menos, con Algo. No queda claro si el Misterio al que se refiere Otto es una realidad personal. El esfuerzo se orientó a mostrar que la experiencia religiosa es algo más que un sofisticado proceso de autoescucha. No todo se reduce a percibir el eco de la propia voz en un vacío insondable. Al fin y al cabo, los hombres que intentaron revalorizar el concepto de religión en la Alemania de comienzos del siglo xx eran creyentes cristianos. Algunos, como Otto, eran teólogos. Pero, paradójicamente, de la teología tampoco vino la ayuda esperada. La teología protestante, confesión a la que pertenecía Otto, se debatía entre dos tiempos sin tiempo propio. Por aquellos días declinaba la teología liberal. Bien poco podía esperar de ella Otto. Su máximo representante, A. van Harnack, había pronunciado, al asumir el rectorado de la Universidad de Berlín, un solemne discurso (en 1901) en el que rechazó radicalmente la posibilidad de que la teología se abriese al estudio científico de las religiones no cristianas. La investigación de la historia de las religiones no debía formar parte del
3. Algunos importantes estudiosos del hecho religioso prefieren traducir das Heilige por «lo sagrado". Es el caso, entre nosotros, de Juan Martín Velasco en su ya clásica obra Introducción a la fenomenología de la religión, Cristiandad, Madrid, 1978. También Olegario González de Cardedal, en su importante obra La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1997, p. 217, n. 67, opta por esta traducción. Personalmente me inclino, con inseguridad, por «lo santo». La sociología de la religión ha dado una cobertura tan amplia a la categoría de «lo sagrado», en su contraposición a «lo profano», que tal vez amortigua la fuerza que dicho concepto posee en Otto. Considero posible que dicha fuerza quede más a salvo si se mantiene la traducción de «lo santo». La citada obra de Martín Velasco, y su fascinante libro El fenómeno místico. Estudio comparado, Trotta, Madrid, 22003, constituyen un excelente acceso al hecho religioso. Cf. también las valiosas aportaciones de destacados pensadores en Félix Duque (ed.), Lo santo y lo sagrado, Trotta, Madrid, 1993.
4. L. Feuerbach, Vorlesungen über das Wesen der Religion, en Gesammelte Werke, vol. VI, p. 41. 5. K. Marx, Contribución a la crítica del derecho de Hegel, en K. Marx y F. Engcls, Sobre la religión, Sígueme, Salamanca, 1979, p. 95.
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curriculum teológico". Desgraciadamente, la voz de Harnack, tan poderosa por aquellos días, fue escuchada. Alemania tardó mucho en abrirse al estudio científico de las religiones. Había, además, otros motivos que impedían a la teología liberal tener antenas para lo que Otto pretendía. Los teólogos liberales centraron sus energías, que no eran pocas, en mostrar el carácter absoluto del cristianismo. Frente a él palidecían las restantes religiones. Se hablaba de «superioridad manifiesta» del cristianismo. Y se trataba de un cristianismo que se llevaba bien con todo: con la cultura, con los bienes materiales, con el trabajo, con el ocio y hasta con la guerra. Fue Harnack quien, en 1914, redactó la declaración de guerra del Kaiser y firmó, con otros 92 destacados protagonistas de la cultura alemana, el llamado Manifiesto de los intelectuales. Yes que la teología liberal estaba encariñada con una palabra: Yersobnung (reconciliación). Era patente el esfuerzo por eliminar del cristianismo lo distorsionante, De ahí la marginación de su dimensión escatológica, llevada a cabo por Harnack. Temía que el carácter escatológico convirtiese al cristianismo en algo «extraño» a la cultura imperante. Bultmann señala, con cierta ironía, que Harnack no tenía mayor inconveniente en vincular la cosmovisión cristiana con la de Goethe". El cristianismo debía ser algo asequible, practicable y racional. Salta a la vista el abismo que separa a esta teología de R. Otto. En Harnack no hay nada de tremendo ni fascinante. La suya es una teología lisa, sin sobresaltos. Lo desorbitado le es ajeno. Bultmann constata que Harnack no debió experimentar nunca das Erschrecken (espanto, terror, estremecimiento) 8. Terror que sí experimentaron Lutero y
6. A. van Harnack, Die Aufgabe der theologischen Fahultdten und die allgemeine Religionsgeschichte, Giessen, 1901. 7. Cf. e! prólogo de R. Bultmann a la obra de Harnack Das Wesen des Christentums, Siebenstern, München/Hamburg, 1964, pp. 9 s. 8. Ibid., p. 9. Siendo justos con la teología liberal, habría que enumerar sus
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Kierkegaard, dos hombres cruciales en la génesis del pensamiento de Otto. Pero nos espera lo más llamativo: tampoco la teología dialéctica, que toma el relevo de la teología liberal, fue sostén para Otto y sus colegas. Su principal representante, K. Barth, sí tenía oídos para «lo totalmente otro». Y sabía, como pocos, que un cristianismo que no sea totalmente escatológico no merece llamarse cristianismo. Y se adentró en las profundidades del mysterium tremendum et fascinans. Todo ello le separaba de Harnack, con quien mantuvo una apasionante correspondencia". Sin embargo, Barth, al menos el primer Barth, compartía el rechazo de la teología liberal hacia las religiones no cristianas. Es más: Barth aceptó el veredicto de Feuerbach sobre la religión como proyección. Eso sí: dicho veredicto no afectaba al cristianismo, que, según Barth, no es religión, sino fe. Por religión entiende Barth el esfuerzo humano para acceder a Dios. Un esfuerzo que el cristianismo nos ahorra, ya que en él es Dios quien toma la iniciativa y se nos hace cercano. El cristiano sólo tiene que saber que «Dios ha hablado». El camino para conocerle no pasa por la reflexión, sino por la obediencia. La palabra del Dios cristiano es la Krisis de todas las religiones, es decir, el juicio negativo sobre ellas. Las religiones sólo son intentos de autojustificación humana. No vale, pues, la pena estudiarlas. Sólo un loco (Narr), afirma el padre de la teología dialéctica, puede esperar que el estudio de las religiones no cristianas contribuya a una mejor comprensión de la fe cristiana. Este es el escenario, la circunstancia histórica, en la que le tocó madurar a R. Otto. Un discípulo suyo, Ernst Benz, cuenta que todavía en 1935, cuando él llegó a Marburgo, un insignificante número de alumnos de Otto se veía ampliamente superado por el griterío de un grupo de estudiantes que hacían gala de un barthianismo generosamente simplificado. Un barthianismo al que unían su entusiasmo por la teología de Bultmann y por el existencialismo imperante. Eran los mismos estudiantes que ridiculizaban el pensamiento de Otto y hacían chistes sobre la colección de objetos religiosos que él había reunido. Se trataba de los objetos que Otto había ido coleccionando
muchos méritos. No es éste e! lugar para hacerlo, pero hay uno que no debo omitir. Me refiero a su revalorización de! factor histórico. De hecho, la quiebra de la teología liberal del siglo XIX y el triunfo de la teología dialéctica supusieron un hondo quebranto de la historia y de las ciencias históricas. A los hombres de la teología dialéctica todo se les convertía en teología. Lo histórico sólo tenía una función auxiliar. No debe, pues, sorprender que el teólogo actual que con más títulos puede reclamar para sí la herencia de la teología liberal, W. Pannenberg, haya llevado a cabo una espectacular revalorización de la historia. Recuérdese el título programático de su proyecto teológico La revelación como historia. Una muy lúcida aplicación del resurgir de lo histórico al Antiguo Testamento es la llevada a cabo con gran brillantez por Rainer Alberrz en su
. obra Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento, 2 vols., Trotta, Madrid, 1999. 9. Publicada en]. Moltmann (ed.), Anfange der dialektischen Theologie, La parte, Chr, Kaiser, Miinchen, 1974, pp. 323-347.
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en los numerosos viajes que, como veremos, realizó a diversas partes del mundo!". Otto, dotado de enorme sensibilidad, no había podido soportar estos ataques y en 1929, cuando sólo contaba sesenta años, había pedido la jubilación. En su decisión influyó también su delicado estado de salud. En uno de sus viajes había contraído la malaria 11. Pero el buen trabajo estaba hecho. Pasó la hora de la teología liberal y también de la teología dialéctica. En cambio, las ciencias de la religión (fenomenología, psicología, sociología, historia, filosofía) gozan de envidiable salud. Las religiones no cristianas, cuya defunción fue anunciada por las teologías citadas, vienen hoya misionar a Europa. Un teólogo tan perspicaz como W. Pannenberg reconocía, cuando todavía se consideraba al marxismo como el gran contrincante del cristianismo, que el auténtico adversario de éste serían las restantes religiones. Hay que reconocer que no se equivocó. Otto contribuyó a poner fin al descrédito sufrido por el concepto de religión durante el siglo XIX. A su muerte, en 1937, se había abierto camino el convencimiento de que la religión forma parte de la cultura de los pueblos. Lentamente se habían ido creando cátedras y centros de investigación volcados en el estudio del hecho religioso y de su articulación en las distintas religiones. Todo fue más fácil en los países sin tradición teológica. De hecho Otto tuvo mas discípulos fuera de Alemania que en su propio país. Y es que las facultades de teología se resistían a que el estudio de la religión escapara a su jurisdicción. En los Estados Unidos, que carecían de dichas facultades, florecieron los Departments ofRelígion como en ningún otro lugar. Un gran discípulo de atto, Joachim Wach (1898-1955) contribuyó eficazmente a ello. Cierro este apartado sobre la circunstancia histórica de Otto constatando que, desgraciadamente, la teología católica tardó mucho en estudiar, reconocer y valorar a las restantes religiones. Por esta época, las energías se volcaban en luchar contra el modernismo. Fueron años amargos de condenas indiscriminadas y desgarramientos dolorosos. Hubo que esperar al concilio Vaticano 11 para que las religiones no cristianas tuviesen su oportunidad en la iglesia católica. Incluso después de él, K. Rahner, el más importante teólogo católico
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PARA
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del siglo XX, llegó a calificarlas de «depravadas». La renuncia a las hegemonías, prolongadas durante siglos, no parece fácil. Por fortuna, en nuestros días, la teología católica ha encontrado el camino del ecumenismol-.
2. Perfiles biográiicos'?
R. Otto nació en Peine (cerca de Hannover) en 1869. Su padre, dueño de una fábrica de pieles, falleció cuando atto sólo contaba 11 años. Era el penúltimo de 13 hermanos. Nada hacía presagiar que este joven sería un día pionero en el estudio y valoración de las religiones no cristianas. Su educación religiosa fue rigorista. Otto la califica de «legalista». Muy pronto se decidió a ser pastor protestante. Su criterio de selección para las primeras lecturas no fue precisamente ecuménico ni abierto: lo qué más le preocupaba era que los protagonistas de las historias que leía fuesen piadosos y que no fuesen católicos, judíos o paganos. Y, al comenzar sus estudios universitarios, se negó a matricularse en la Universidad de Gotinga, que le pareció excesivamente «liberal». Optó por la de Erlangen, conocida entonces por su talante conservador. Y es que lo que Otto deseaba era adquirir la munición conveniente para defender la ortodoxia. Con todo, el éxodo de sus amigos hacia Gotinga le colocó ante la incómoda elección de quedarse solo o unirse a ellos. Optó por lo segundo, aunque muy pronto retornaría de nuevo a Erlangen. Pero, como en ningún lugar existe un seguro de ortodoxia, resultó que en la fiable Universidad de Erlangen Otto se quedó «sin suelo bajo los pies». No se había inscrito en aquella universidad para buscar la verdad, sino para encontrar los mejores medios para defenderla; en cambio, cuando la abandonó, lo hizo ya con el propósito de buscar sólo la verdad, aunque no la encontrase en Cristo. Un profesor, Franz Reinhold von Frank, le había contagiado el gusanillo del «subjetivismo», un subjetivismo que Otto ya nunca abandonará, y le había hecho desconfiar de la fundamentación biblicista de la teología. Otro profesor, R. Seeberg, muy joven por aquellos días y que posteriormente se
10. E. Benz, «Rudolf Otto als Theologe und Personlichkeit», en E. Benz (ed.), Rudolf Ottos Bedeutung [ür die Religionswissenschaft und die Theologie heute, E. ]. Brill, Leiden, 1971, p. 33. 11. Ibid.
12. Aunque este camino ha sido construido con el esfuerzo de muchos merecen una mención especial H. Küng y R. Panikkar. ' 13. La fuente de los datos que ofrezco en este apartado es doble: R. Schinzer, «Rudolf Otto, Enrwurf einer Biographie», en E. Benz (ed.), op. cit., pp. 1-29; R. Boekc, «Rudolf Otto, Lcben und Werk»: Numen 14 (1967), pp. 130-143.
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convertiría en un decisivo historiador de los dogmas, le inculcó el mejor antídoto que se ha inventado contra la cerrazón intelectual y el dogmatismo: el estudio de la historia. El resto lo hizo un nuevo retorno a Gotinga en 1891. Allí le esperaba R. Smend, un fino intérprete del Antiguo Testamento, que le reconcilió con algo en lo que hasta entonces el joven Otro sólo había vislumbrado peligros: la crítica histórica aplicada a los textos bíblicos. A partir de ahora, el futuro estudioso de las religiones verá en ella un poderoso apoyo para la fe. Y, junto a Smend, Theodor Haring. De este último recibió Otto algo de más largo alcance que un mero enriquecimiento intelectual. Admiró en él su respeto hacia los que pensaban de forma diferente, y su reconocimiento por los logros ajenos. Algo, como se sabe, no del todo frecuente en los ambientes académicos. A él, al bueno de Háring, dedicaría Otto, años más tarde, Lo santo. De Háring aprendió Otto a respetar «lo que poseen los demás», también lo que poseen las demás religiones. Al concluir su formación académica, nuestro estudiante se siente cercano al ala moderada de la escuela de A. Ritschl (1822-1899), figura crucial de la teología liberal, pero defensor de una orientación emotivo-subjetiva en sus investigaciones sobre el pietismo. Ritschl interpretó el pietismo como la explosión de la individualidad largamente sofocada por la rigidez de la ortodoxia protestante. Los escritos de Ritschl tuvieron una gran resonancia, aunque Barth afirme que Ritschl no marcó una «época», sino un «episodio» en la teología del siglo XIX. Y algo muy importante: durante su formación Otto se abre a la historia del arte y a la música. Su amor hacia esta última, informa un amigo, era mayor que su talento. Lo cierto es que su dedicación al estudio de la pintura, la arquitectura y la música confirió posteriormente acentos especiales a sus investigaciones sobre las religiones. Siempre se detuvo, por así decirlo, en sus expresiones plásticas, nunca se contentó con la mera teoría. Le apasionaba el proceso mediante el cual las representaciones religiosas se encarnan en formas concretas. De ahí su pasión por la liturgia, las imágenes religiosas, la danza practicada por algunas religiones, los símbolos. De hecho, una parte importante del presupuesto de sus viajes la dedicaba a adquirir toda clase de objetos de arte religioso que, con no pocas penalidades, transportaba a Marburgo. Ya hemos aludido a los chistes que los estudiantes se permitían al respecto. Pero, chistes aparte, es necesario destacar que Lo santo, el libro al que intentamos aproximarnos en este prólogo, no debe su inspiración a una sesuda reflexión de mesa de despacho (dicho sea con el enorme respeto que merecen tantos
logros de despacho). Detrás de Lo santo hay viajes, paisajes contemplados en atardeceres maravillosos, encuentros con creyentes de muchas religiones, conferencias en lugares donde nunca antes había hablado un estudioso cristiano, vivencias inolvidables, experiencias que marcan, visitas a exóticos lugares religiosos, contemplación de templos e imágenes, participación en las más variadas liturgias, observación atenta del vivir y morir de pueblos lejanos. Lo santo es, cómo no, un libro teórico, pero avalado por una rica praxis de vida. Con razón se ha dicho que Otto fue el primer teólogo convertido en «viajero universal». No es éste el lugar para informar pormenorizadamente sobre dichos viajes; pero fueron decisivos en su vida. Ya durante su época de estudiante viajó a Inglaterra, algo poco frecuente por aquellos días. Posteriormente visitaría Egipto, Israel y Grecia, hospedándose siempre en monasterios para conocer a sus monjes y sus prácticas litúrgicas. Describe con mimo el bautizo de un bebé, al que asiste. En su diario no aparecen cuestiones teológicas, sino descripciones (palabra clave en el fenomenólogo de la religión que también fue Otto) e impresiones de un viajero que se fija en las gentes, en la geografía, en los variados talantes de las diversas nacionalidades que va conociendo. En Alejandría es recibido por el patriarca de la iglesia capta y participa con emoción en su liturgia. De especial trascendencia fue el viaje que, en 1911, le condujo a Tenerife y África. No se trataba de un viaje de estudios, sino de descanso. Su salud fue casi siempre precaria. A pesar de su carácter vacacional, este viaje ha pasado a ser el más conocido. Y es que, en una carta publicada en la revista Christliche Welt, Otto se muestra fuertemente impactado por la recitación del «Santo, santo, santo», de Isaías (6, 3), que ha escuchado en una sinagoga de Tánger. Se suele ver en esta experiencia el origen de Lo santo. Si así fuese, tal vez convendría, como he indicado en la nota 3, mantener la traducción de lo santo en lugar de lo sagrado. Su eco parece más impactante, más cercano a lo desorbitado y sobrecogedor que lo sagrado. Reflejaría, por tanto, mejor la inefable experiencia religiosa de Otto en Tánger. Pero reconozco mi indecisión. Por lo demás, no considero decisiva la disputa terminológica. Probablemente, ambas opciones pueden aducir argumentos válidos en su favor. Japón, China y la India fueron otras tantas estaciones del peregrinar de R. Otto. En contacto con estos pueblos, valora cada día más 10 que él llama «el colosal logro cultural de los misioneros». En China se interesa por la situación política -Otto fue, de 1913 a 1918, diputado en el parlamento prusiano- e informa sobre los disturbios calleje-
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ros que ha presenciado en Pekín. Su diario describe con gran colorido y entusiasmo los lugares y religiones que va conociendo. Pero un perfil biográfico de Otto debe, aunque sea brevemente, atender a su curriculum epistemológico. No es casualidad que éste se inicie con una obra sobre Lutero: Die Anschauung vom Heiligen Geiste bei Luther (La visión intuitiva del Espíritu Santo en Lutero). Hume dijo de Rousseau que éste no había hecho en toda su vida nada más que «sentir». Otto contrapondrá el «sentimiento» de Lutero a la inocua teología escolástica sobre el Espíritu. En verdad que Otto se buscó un buen aval para la revalorización del sentimiento que él llevará a cabo. Lutero, y no Erasmo, será su punto de referencia. Y es que Lutero es, tal vez, el primer hombre moderno, el adalid de la subjetividad. Y pocos hombres religiosos habrán experimentado con tanto estremecimiento como el Reformador el mysterium tremendum et fascinans que nos sale al encuentro en la obra clásica de Otto. Naturalmente, siempre que se analiza el sentimiento se corre peligro de deslizarse por la pendiente psicologista. Es un riesgo que Otto nunca obvió por completo, tampoco en esta obra primeriza. El estudio sobre Lutero se publica en 1898. Un año después, en 1899, fecha en que inicia su docencia en Gotinga, edita Otto la obra de Schleiermacher Sobre la religión. Discursos a sus menospreciadores cultivados. La dota de una valiosa introducción y de un estudio-síntesis final!", Tampoco aquí rige la casualidad. Schleiermacher, el padre de la teología protestante del siglo XIX, insiste en el «sentimiento de dependencia absoluta», en el «sentimiento y gusto del infinito». La religión debe ser Herzreligion (religión del corazón). El hombre posee un «instinto sagrado», una «vivencia espontánea» de lo divino. Dios es aprehendido «en la inmediatez del sentimiento». De nuevo elige bien Otto. Schleiermacher será central en su vida. Aún volveremos a encontrarnos con él. Su siguiente libro, Leben und Wirken Jesu nach historisch-kritischer Auffassung (Vida y obra de Jesús según la interpretación histórico-crítica), publicado en 1901, sólo merece, a pesar de sus repetidas ediciones, una mención pasajera. Apenas guarda relación con Lo santo. Le salió un Jesús declaradamente kantiano, un predicador
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14. Arsenio Ginzo ha traducido, con su acostumbrado buen hacer, esta obra al castellano (Tecnos, Madrid, 1990). Aunque traduce de la edición de Otto, no incluye la introducción ni el estudio-síntesis final de éste. En cambio, su traducción va prccedida de un estudio preliminar histórico y sistemático de casi cien paginas. Es lo mejor que conozco en castellano sobre Schleiermacher y su época.
moral que, como Kant, anuncia a los cuatro vientos que el mundo sólo contiene una bondad: la de la buena voluntad. La dimensión escatológica de la predicación de Jesús, recién descubierta por Johannes Weiss (1863-1914), brilla por su ausencia. Algo que no ocurrirá en su posterior obra, ya mucho más madura, Reich Gottes und Menschensohn (Reino de Dios e Hijo del Hombre), publicada en 1934. Con todo, esta inofensiva interpretación de la vida de Jesús tuvo consecuencias poco halagüeñas en la biografía de Otto: retrasó durante años su acceso a cátedra. La autoridad eclesial protestante consideró que se había pasado de liberal. Por cierto: Otto publicó su libro sobre Jesús un año después de que, en 1900, tuviera, en Karlsruhe, su primer encuentro con otro grande de la historia de las religiones, Nathan Soderblom (1866-1931). Otto informa de este encuentro en una carta escrita desde un viaje a Rusia. Posteriormente volvería a visitar a Soderblom en París. Durante muchos años mantuvo con él una correspondencia que no tiene desperdicio. Más decisiva fue, sin duda, su obra Kantisch-Fries'sche Religionsphilosophie und ihre Anwendung au] die Theologie (La filosofía de la religión de Kant y Fries y su aplicación a la teología), publicada en 1909. Estamos ante una especie de manual, más cercano a Fries que a Kant. Tiene aire de antesala de Lo santo. Fries había encumbrado el concepto de romantische Ahnung (barrunto romántico). Con su ayuda trascendemos la experiencia sensible y nos adentramos en profundidades vagamente presentidas. De forma similar buscará Otto en la categoría de «lo santo» una especie de dato religioso originario que trascienda las concreciones empíricas de la religión y, en algún sentido, las explique. Es el apriori religioso, un concepto que Otto considera poco feliz y ambiguo. Sin embargo, acude a él. Sorprende este recurso a un concepto tan lastrado teológica y filosóficamente. K. Barth lo rechazará con su energía acostumbrada. Su admisión significaría que el ser humano posee una estructura religiosa a priori, un existencial religioso, en definitiva una exigencia de revelación, a la que Dios se vería «obligado» a responder. Dicha revelación dejaría, pues, de ser libre y gratuita. La trascendencia de Dios quedaría herida. En cambio, la teología católica, con Rahner a la cabeza, se sintió siempre bien en la grata compañía de una estructura que, en el fondo, ponía de manifiesto que no había una creación «neutral», es decir, que el hombre era naturaliter cristiano. Estoy, como salta a la vista, simplificando arduos debates y encendidas controversias. La.sorpresa se acrecienta si tenemos en cuenta que, en su sentido
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kantiano, el conocimiento a priori es independiente de la experiencia. y ya conocemos el énfasis de Otto en la experiencia. Tal vez por eso, opinan algunos críticos, le otorga significados diversos. En el libro que estamos comentando, Otto entiende la categoría de apriori en el sentido trascendental que le asigna Kant; en cambio, en.Lo santo lo interpreta de forma empírica, existencial y emocional. Cabe discutir la legitimidad de tal procedimiento, pero no entraremos en esta guerra. Es posible que el mismo Otto comprendiera que se había adentrado en un callejón sin salida y optase por refugiarse en el «barrunto romántico» de Fries. Desde luego se siente más próximo a él que a Kant. De esta forma quedaba a salvo su evidente preferencia por el lado vivencial y práctico de las cosas. De hecho, en el capítulo XV de Lo santo, dedicado al análisis de la categoría de apriori, afirma que lo numinoso brota de la base cognoscitiva del alma, «pero' no antes de poseer datos y experiencias cósmicas y sensibles». Eso sí: añade que «no nace de ellas, sino merced a ellas». Las impresiones sensibles son «estímulos» para que lo numinoso despierte por sí mismo. Y lo que provoca ese despertar es una «disposición latente del espíritu humano», una «predisposición» y «propensión» a la religión. Otto habla de «presentimientos instintivos», de «inquietos tanteos», de «deseos vehementes» y, finalmente, de «instinto religioso». Es, pues, una forma personal y peculiar de entender la categoría de apriori. No sería difícil mostrar que sigue habiendo herencia kantiana, aunque Otto asuma las correcciones que Fries había hecho al maestro de K6nigsberg. Sólo nos queda, para concluir este apartado biográfico, señalar que la actividad docente e investigadora de nuestro personaje se desarrolló, además de en Gotinga, en Breslau y, sobre todo, en Marburgo. Allí fue, a un tiempo, teólogo, filósofo de la religión, psicólogo, e historiador de las religiones. Y, desde luego, como reconoció M. Scheler (1874-1928), fenomenólogo de la religión. Scheler señala que los resultados de las investigaciones fenomenológicas de Otto coinciden con los suyos. El mismo Husserl (1859-1938), después de leer Lo santo, escribió en carta personal a su autor: «Este libro tendrá un lugar tanto en la historia de la filosofía de la religión como de la fenomenología de la religión». Con esto no estamos defendiendo la ortodoxia fenomenológica husserliana de Otto. Se tiene la impresión de que, frente a Husserl, procedió con la misma libertad que frente a Kant. Otto fue un hombre polifacético. Lo mismo editaba una colección de oraciones litúrgicas que escribía sobre los más encumbrados asun-
tos teóricos. Tuvo incluso tiempo, movido por su inquietud ecuménica, de fundar la Liga religiosa de la humanidad. Creyó siempre posible un entendimiento entre las diversas religiones. Los últimos años de su vida los dedicó a dar a conocer sus investigaciones sobre el mundo religioso oriental en libros como West-ostliche Mystik (Mística oriental y occidental) y Die Gnadenreligion Indiens und das Christentum (La religión india de la gracia y el cristianismo). También publicó, en 1934, una edición crítica de la Bhagavad-Gita. Son notables sus análisis comparativos entre la mística del maestro Eckhart (1260-1327) y las místicas religiones orientales. Su cátedra de Marburgo fue siempre de teología. Tuvo el privilegio de celebrar la publicación de Lo santo, en 1917, sucediendo nada menos que a Wilhelm Herrmann (1846-1922), uno de los grandes de la teología protestante de la época. Algunos de sus críticos tuvieron siempre claro que su condición de teólogo -de la que Otto se enorgullecía- está en el origen de las deficiencias que acusa su trabajo en el campo de la historia de las religiones. Deficiencias que fueron identificadas bajo el rótulo de «etnocentrisrno», Desde luego, Otto estaba convencido de la verdad de su religión; pero no se tiene la impresión, al leerle, de que considerase que el cristianismo es ese río enorme que se bebe todos los demás ríos. Eso sí: su caudal es superior al de los restantes ríos. Otto, como su época, defiende la superioridad del cristianismo sobre las demás religiones. Poco antes de su muerte pasó unos días en Colonia, en casa de su amigo Johannes Hessen, destacado filósofo de la religión. Hessen era católico y Otto deseaba que le informase sobre el movimiento litúrgico, tan pujante por aquellas fechas. Siempre abierto a lo más genuino de la piedad católica, Otto solía definirse, entre amigos, como «un benedictino luterano». El 7 de marzo de 1937 le llegó el final. Previamente, durante décadas, le fue dado ver desfilar por su casa de Marburgo -soltero empedernido, vivió siempre con su hermana- a las personalidades más importantes del momento. Otro conocido estudioso de las religiones y sus manifestaciones en la historia, F. Heiler, dijo de él que era eine Erscheinung (una aparición). Se refería al impacto que su sola presencia provocaba. Es inevitable quedarse algo asombrado al leer testimonios que describen a Otto como algo más que una gran personalidad. Sus visitantes se sentían ante un «extraño poder», ante un «misterio», ante alguien que «parecía pertenecer a otro mundo». Pero, como a nosotros no nos es dado ser testigos de tanta fascinación, haremos bien en dedicar nuestro último esfuerzo a su obra
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cumbre, Lo santo. Reina unanimidad en dos cosas: en que se trata de una obra genial y en que contiene lo fundamental del pensamiento de Otto. Pasemos ya a ella.
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Sin embargo, el golpe de efecto' no vino de Sóderblom, sino de Otto. Según escribe Mircea Eliade: Su éxito se debió sin duda a la novedad y a la originalidad de su perspectiva. En vez de estudiar las ideas de Dios y de religión, Rudolf Otto analizaba las modalidades de la experiencia religiosa",
3. Lo santo-' Creo que era Schopenhauer quien afirmaba que nadie debería permitir que le contasen lo que dice la Crítica de la razón pura de Kant. Tampoco este apartado se propone resumir el contenido de Lo santo. No hay resumen posible que dispense de la lectura del libro"; Las páginas de este prólogo sólo pretenden «ambientado». Desde el punto de vista histórico es justo recordar que no fue Otto el primero en destacar el concepto de «lo santo». Ya en 1913, en un artículo titulado «Holiness», N. Soderblom le había otorgado toda la beligerancia deseable. Y, en 1915, en su obra Das Werden des Gottesglaubens (El surgir y desarrollo de la fe en Dios) Soderblom reconoce en «lo santo» una mejor «varita mágica» que la idea de Dios para poner al descubierto lo común a toda religión. Este conocido arzobispo luterano de Upsala insiste en que «lo santo» es el criterio central para determinar la esencia de la religión. La distinción entre «lo sagrado» y «lo profano» se muestra, a la hora de identificar el nervio de la religión, más decisiva que la fe en Dios. «Piadoso -dirá Sóderblom-e- es aquel para quien hay algo santo»!"
15. Cf. Carsten Colpe (ed.), Die Diskussion um das «Heilige», Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darrnstadt, 1977. El libro reúne trabajos de 18 especialistas que analizan los diversos aspectos de la obra de Otro, También la obra de J. Martín Velasco Introducción a la fenomenología de la religión dialoga permanentemente con Otto y confronta su concepción de «lo santo>'con la de otros estudiosos posteriores y con la del propio Martín Velasco. 16. Con todo, quien desee una síntesis detallada puede recurrir a J. Hessen, Religionsphilosophie, vol. 1, Ernst Reinhardt, München/Basel, 1955, pp. 269-297. Un resumen más breve se encuentra en J. Rohls, Protestantische Theologie der Neuzeit, vol. II, J. C. B. Mohr, Tübingen, 1998, pp. 154-159. Cf. también M. Meslin, Aproximación a una ciencia de las religiones, Cristiandad, Madrid, 1978, pp. 75-83. Y, por supuesto, las enciclopedias y diccionarios especializados. 17. N. Soderblorn, Das Werden des Gottesglaubens, Upsala, 1915, p. 162. Considero muy acertada la descripción de lo santo y de lo sagrado que hace E. Trías: «Lo santo (hdgios, sanctus) hace referencia a lo más alto y encumbrado: lo que no puede ser tocado ni rozado por el testigo (ni tan siquiera «rnirado»), Lo sagrado (hierós, sacer), en cambio, puede ser tocado; puede operarse con ello (en el objeto de culto o sacrificio), con lo que puede destruirse y consumirse; lo sagrado puede hacer referencia a
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Así es. Hegel ya había detectado un cansancio en la especulación sobre la idea de Dios, llevada a cabo por la teología natural. Por eso asigna a la naciente filosofía de la religión la misión de echarle también un vistazo al hombre. Feuerbach se tomó la recomendación tan en serio que se quedó solamente con el hombre. Es su conocida reducción antropológica. La idea de Dios comenzó a sufrir las penalidades de la antropologización. Claro que, sin esas penalidades, es probable que le hubiera resultado más difícil subsistir. Otto también se arrima al hombre. Le interesan sus sentimientos, sus experiencias, sus vivencias, sus presentimientos, sus anticipaciones, sus emociones. Son términos que aparecen constantemente en Lo santo. Otto quiere ser como el médico que abre y ve por dentro. Desea sorprender al hombre en plena faena religiosa y describir qué siente. Invita a una «aguda introspección». Con ella, quien no haya perdido por completo «la ingenuidad» recordará, por ejemplo, «su estado de ánimo durante la primera comunión». Otto quiere que rememoremos lo que nos fascina y embarga, lo que nos conmueve y «afecta incondicionalmente» (Tillich). El éxito de su libro está, probablemente, en su enorme unilateralidad. Sólo tuvo oídos para un lado de las cosas. Cuando esto nos ocurre a los no geniales, el resultado puede ser desastroso. Pero los genios tienen -deben tener- bula. En sus manos, lo unilateral se convierte en genial.
algo execrable que debe ser rechazado. Sagrado puede llegar a significar 'execrable, rechazable, siniestro' (así el sacer latino)», Refiriéndose a R. Otto, Trías escribe: «Este autor conceptúa 'lo sagrado-y-lo-santo' como el referente de una experiencia de radical alteridad (Ganz Anderes). Se trata de una alteridad radical que se halla encerrada en el 'misterio', o que mantiene algo escondido y encerrado, o clausurado» (E. Trías, La edad del espíritu, Destino, Barcelona, 1994, p. 27, n. 7). La religión está muy presente en la extensa y densa obra filosófica de Trías. Cf. especialmente Pensarla religión, Destino, Barcelona, 1997; d. también J. Derrida, G. Vattimo y E. Trías (eds.), La religión, PPC, Madrid, 1996. Sobre J. Derrida d. el excelente trabajo de C. de Peretti [acques Derrida, texto y deconstrucción, Anthropos, Barcelona, 1989. 18. M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Labor, Barcelona, 1967, p. 17.
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Fue, sin duda, el caso de Otto. Se propuso estudiar «lo racional y lo irracional en la idea de Dios». Pero «lo irracional» salió completamente victorioso. Y ello a pesar de los buenos propósitos del autor de Lo santo. En el primer capítulo, Otto se propone ser un chico bueno que otorga igualdad de oportunidades a lo racional y a lo irracional. Reprende a Goethe por haber dicho que «el sentimiento es todo y que el nombre sólo es sonido y humo». El nombre, los conceptos, son necesarios. Una religión racional es aquella que recurre al pensamiento, a la afirmación, al análisis y a la definición. Es más: en el capítulo XVIII de su libro Otto nos sorprende con unos lances sintéticos que hubieran hecho las delicias de Hegel: los elementos irracionales evitan que la religión se convierta en racionalismo; a su vez, los elementos racionales preservan a la religión de caer en el fanatismo y la convierten en una religión «culta, humana y de calidad». Total, que «la existencia de ambas especies de elementos -lo racional y lo irracional-, formando una sana y bella armonía, constituye el criterio propiamente religioso que sirve para medir la superioridad de una religión». Confieso que, si este párrafo me hubiera caído en un ejercicio de interpretación de textos, no hubiera adivinado el nombre de su autor. Otto remata la faena afirmando que, si se aplica esta regla, el cristianismo resulta «en absoluto superior a todas las religiones de la tierra». «En él-concluye- sobre un fundamento profundamente irracional, elévase el luminoso edificio de sus puros y claros conceptos, sentimientos y emociones». Hay, pues, en el cristianismo lo que Otto llama una «buena proporción» entre lo racional y lo irracional. Sospecho que, si Otto se hubiera dejado conducir por sus buenas intenciones, poca gloria habría conocido. Libros equilibrados, defensores de la «buena proporción» hay muchos. Los hubo en tiempo de Otto; pero no conocieron la «resonancia mundial» que M. Eliade atribuye a Lo santo. Lo cierto es que Otto «se descarrió» y, ya en el primer capítulo, introdujo el concepto de «alboroto místico». El alboroto, la conmoción interior se llevan la parte del león. Lo santo es «completamente inaccesible a la comprensión por conceptos», se sustrae a la razón, es «inefable». Y, por supuesto, no se identifica con la bondad moral. Quien no posea antenas para la profundidad irracional de la vida religiosa nunca podrá captar lo específico de la religión. De ahí que Otto rechazase -algo que se le ha criticado mucho-la investigación «profana» del hecho religioso. Desde la profanidad no hay acceso a lo peculiar de la religión. Es más: Otto afirma que quien no recuerde un
momento de fuerte conmoción religiosa en su vida «debe renunciar a la lectura de este libro». Y deja caer un velado reproche sobre los que son capaces de analizar «las dificultades de su digestión», pero no «el sentimiento propiamente religioso». Entre paréntesis: es posible que exista un cierto «aire de familia» con la conocida frase de A. Machado: «[...] en nuestro tiempo se puede hablar de la esencia del queso manchego, pero nunca de Dios, sin que se nos trate de pedantes-". Una vez más se muestra Otto como un hombre de excesos. No parece necesaria, ni exigible, tanta compenetración con el hecho religioso para poderlo estudiar científicamente. Dicho con términos ajenos a Otto: se puede ser un técnico competente, incluso penetrante, sin ser un testigo. La mística no es privativa del ámbito religioso. El talante filosófico que Dilthey denominó «idealismo objetivo» es un modo de ser contemplativo, estético, expectante, artístico. Un talante que sabe de abismos, de profundidades, de sentimientos, de misterio -por qué no- tremendo y fascinante. La categoría de «lo inefable» no es propiedad particular de nadie, tampoco de las religiones. Sólo los comprometidos a tiempo completo con la obviedad, los que desconocen la tensión del preguntar profundo, los que se limitan, en palabras de P. Berger, «a digerir pesadamente su almuerzo», habrían dicho adiós a lo inefable. Pero tampoco parece apodícticamente seguro que tal gremio exista, al menos a tiempo completo. Pero sigamos con Otto. Cuando lo santo no se agota en su vertiente moral o racional, se convierte en lo numinoso. Ante lo numinoso emerge lo que Otto llama «sentimiento de criatura». Algo sin duda próximo a lo que Schleiermacher había denominado «sentimiento de absoluta dependencia». Pero Otto, a quien Harnack calificó, con cierto aire de sorna, de «Schleiermacher redivivus», se preocupó de marcar ciertas diferencias. El «sentimiento de criatura» es algo más que un sentimiento «natural» de dependencia, tal como lo entendía Schleiermacher. Otto eleva el tono religioso y evoca el sentimiento de la criatura «que se hunde y anega en su propia nada», que «desaparece frente a aquel que está sobre todas las criaturas». En su ayuda vienen las palabras de Abraham a Dios: «He aquí que me atrevo a hablarte, yo, yo que soy polvo y ceniza». Otto, como Kierkegaard, busca la distancia, la diferencia cualitativa, «lo totalmente otro». Le parece, además, que Schleiermacher se ha quedado en lo subjetivo. El sentimiento de
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19. A. Machado, Juan de Mairena, Espasa Calpe, Madrid, 1973, p. 66.
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rio. Una paz de fondo invade a quien se siente agraciado por esta experiencia. Algo de esto debió experimentar el autor del salmo 23: «aunque camine por valles de tinieblas, ningún mal temeré». El resto del libro de atto se lanza a la caza de la confirmación. Lleva a cabo una apasionante búsqueda de lo «tremendo» y «fascinante» en el Antiguo y Nuevo Testamento, en los himnos de las tradiciones religiosas, en Lutero. Analiza la aparición histórica de estas experiencias en los mas diversos ámbitos de la vida religiosa.
dependencia es un sentimiento de mí mismo, de mi dependencia. atto, en cambio, cree que ese sentimiento es «la sombra de otro sentimiento» que se refiere «a un objeto fuera de mí». «y este, precisamente, es el que llamo lo numinoso», Abraham experimentó la presencia del numen. Y fue esa presencia la que despertó en él el sentimiento de criatura. La experiencia de lo numinoso, que atto, descubre en las más diversas religiones, sacude al ser humano provocándole sentimientos encontrados. Ante todo, se manifiesta como mysterium tremendum. No queda claro si el adjetivo «tremendo» es un atributo del misterio o un momento de la reacción del sujeto frente a él. Lo mismo ocurrirá con la otra denominación del misterio, la de fascinante. Abundan los textos en los que se refiere a ambas magnitudes a la vez: al misterio y al sujeto religioso. Son conocidas las descripciones del mysterium tremendum. Puede experimentarse «entre embates y convulsiones»; puede conducir a la «embriaguez, al arrobo, al éxtasis»; se presenta «en formas feroces y demoníacas». Y, sobre todo, origina «pavor», «temor». No es un temor a algo concreto, sino un miedo cualitativamente diferente de los que nos suelen asaltar. Es el que sintió Lutero ante el Deus absconditus, el que le hizo sentir «espanto» y «horror». Quien lo experimenta se siente radicalmente inseguro, se le conmueven los cimientos de la tierra. El misterio aparece en su absoluta inaccesibilidad, incomprensible e inefable. En la criatura brota el sobrecogimiento, el anonadamiento, el sentimiento de desproporción, de pecado. El sujeto experimenta «el aniquilamiento del yo», percibe su propia nada y balbucea: «Yo, nada; tú, todo». Se siente ante lo «absolutamente heterogéneo», ante lo que «trasciende todas las categorías». Pero nadie puede vivir envuelto únicamente en tensión y lejanía. El misterio es, también, fascinans; algo, escribe atto, que «al mismo tiempo atrae, capta, embarga, fascina». Lo «tremendo» y lo «fascinante» forman «una extraña armonía de contraste». El misterio es seductor y atractivo. Se tiembla ante él, pero se lo desea. Es algo que arrebata y hechiza, absolutamente «horrible» y absolutamente «admirable» al mismo tiempo. Ante él, el sujeto religioso queda literalmente maravillado. El asombro y la admiración que siente son cualitativamente diferentes de las experiencias que solemos asociar con estos sentimientos. No es el asombro que nos produce la obra de arte; ni la admiración que dio origen a la filosofía. Es un sentimiento que, como muestra la historia de las religiones, desemboca en el reconocimiento y la invocación. La inseguridad se torna confianza y entrega al miste-
20. Me refiero a Aufsiitze das Numinose betreffend, L. Klorz, Gorha, 1932, y Das Gefühl des Überweltlichen (Sensus Numinis), G. H. Beck'sche Verlagsbuchhandlung, München, 1932.
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4. Advertencia final Es hora ya de concluir este prólogo o pista de lectura. Pero, al dejar al lector a solas con Lo santo, no quisiera renunciar a decirle que atto no escribió su libro pensando en nosotros, los que lo leemos con casi cien años de retraso. Tenía presentes a sus contemporáneos. A ellos se dirige y con ellos dialoga. Como todos, atto es hijo de su tiempo. Por eso he intentado esclarecer su circunstancia histórica. El mismo autor de Lo santo tuvo todavía tiempo, en dos obras posteriores", de precisar e incluso modificar algún que otro aspecto de su obra. Pero Lo santo no se ha convertido en una obra clásica por las precisiones posteriores que su autor introdujo. El impacto del libro está contenido en sus 22 capítulos. Hay en ellos una extraña dignificación de la experiencia religiosa. Se la dignifica mostrando su enorme complejidad, su proximidad a lo desorbitado y desmedido. atto asestó un duro golpe a la trivialización de los sentimientos religiosos. Mostró de forma convincente que éstos son una sobrecarga para el individuo. Las personas que vivan lo religioso con la intensidad descrita por atto no lo tienen fácil. Se le puede preguntar a Lutero, Pascal, san Juan de la Cruz, Kierkegaard o Unamuno. Para ellos, la religión fue algo más profundo que ese «aguardiente cristiano» del que habla Feuerbach. Sin negar, naturalmente, la permanente vigencia histórica del «aguardiente»... Finalmente: es posible -no lo sé- que «hoy» la experiencia religiosa del común de los mortales no alcance las cumbres descritas por atto. Pero, incluso en ese caso, la obra de este teólogo viajero no ha-
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bría perdido su vigencia. Me vienen a la memoria unas palabras de Ortega: «Sería, pues, un error desdeñar lo que ve el místico porque sólo puede verlo él»2!. Ortega piensa que «el que no ve tiene que fiarse del que ve». Está convencido de que unos hombres ven más que otros. Lapidariamente escribe: «Hay que raer del conocimiento la democracia del saber, según la cual sólo existiría lo que todo el mundo puede conocer-P. El lector actual de Lo santo saldrá ganando si no olvida esta inteligente advertencia del gran filósofo madrileño.
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1. Un nuevo proyecto teológico
En algún sentido, la irrupción de Pannenberg en el panorama teológico alemán fue gratuita y, por ello, provocadora. Se produjo, si queremos señalar una fecha indicativa, en 1959. En aquel año Pannenberg publicó uno de los artículos teológicos más densos que conozco. Llevaba por título «Acontecer salvífica e historia>'. Su autor acababa de cumplir 3 O años. Numerosas facultades de teología organizaron seminarios para analizar el contenido y alcance de aquella fascinante publicación. Pero la consagración mundial de nuestro teólogo tendría lugar dos años más tarde, en 1961, con la publicación de un libro de una extraña y novedosa densidad teológica. Me refiero a la obra La revelación como historia', Ocurrió algo singular: todos los frentes teológicos del momento se sintieron afectados. El rechazo fue bastante generalizado. «Fue -escribe Pannenberg- como si hubiéramos cometido un sacrilegio»:'.
21. j. Ortega y Gasset, «Defensa del teólogo frente al místico», en Obras comple-. tas, Alianza, Madrid, 1983, t. 5, p. 455. 22. Ibid.
1. Publicado ahora en W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie, vol. 1, Vandenhoeck & Ruprecht, Gottingen, 1967, pp. 22-78 (trad. cast., Cuestiones fundamentales de teología sistemática, vol. 1, Sígueme, Salamanca, 1976). 2. W. Pannenberg, R. Rendtorff, T. Rendtorff y U. Wilckens (eds.), Offenbarung als Geschichte, Vandenhoeck & Ruprecht, Gottingen, 1961, pp. 7-20, 91-114, 132-148. Cf. también el «Prólogo a la 5. a edición» (1982), pp. v-xv (trad. cast., La revelación como historia, Sígueme, Salamanca, 1977). 3. «It was as if we had committed a sacrilege», en «God's Presence in History»: The Christian Century 11 (1981), p. 262. Se trata de un breve escrito autobiográfico.
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y es que la teología protestante alemana vivía días de gloria y esplendor. No parecía necesitada de proyectos alternativos. Los nombres de Barth, Bultmann y Tillich lo llenaban todo. No había señales de cansancio. Era, pues, inevitable que la nueva propuesta teológica fuese considerada como algo gratuito y provocador. La situación era, por suerte, bien diferente de aquel fatídico agosto de 1914 en el que K. Barth se enteró por la prensa de que sus maestros, los grandes artífices de la teología liberal, habían firmado el Manifiesto de los intelectuales apoyando la política belicista del emperador Guillermo Il. Barth no lo dudó: la teología liberal, con Harnack a la cabeza, había entrado en crisis. Era necesario ofrecer una alternativa. Esa alternativa sería la teología dialéctica, con K. Barth como principal protagonista. Pero en 1961, en los «felices años sesenta», todo iba, si es lícito hablar así, bien. Alemania gozaba de gran bonanza teológica. Pannenberg no fue, pues, la respuesta a una crisis. Su teología no brotó de la escasez, sino de la abundancia. Pero veamos cómo sucedió todo.
2. Los inicios: formación, experiencias, maestros' Pannenberg nació en Stettin en 1928. Como él mismo afirma, su biografía intelectual nació entre los escombros de la segunda guerra mundial. Es una advertencia que lanza a los que le acusan de que su teología carece de sensibilidad frente al dolor. Lo que ocurre es, advierte en tono meditativo, que quien ha sufrido el mal en su propio cuerpo «se sentirá más inclinado a olvidarlo que a ensimismarse en él». y concentrará todo su esfuerzo en luchar contra él'. En algún sentido, Pannenberg es el Rahner de la teología protestante. Lo es en muchos aspectos, pero desde luego en su enorme potencial filosófico. K. Jaspers, N. Hartmann y K. Lówith figuraron entre sus maestros; pero los dos filósofos que más profundamente han marcado su pensamiento han sido, sin duda, Hegel y Dilthey. Y dos son también los teólogos que más hondamente han influido en su biografía teológica: K. Barth, de quien fue alumno en Basilea, y G. van Rad, su maestro en Heidelberg. Veámoslo en detalle.
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Pannenberg adquiere su formación filosófico-teológica en diversas universidades europeas. En 1947 comenzó a estudiar teología y filosofía en Berlín, sin estar aún cierto de si quería ser teólogo o filósofo. En Berlín se dejó impresionar por el énfasis que los teólogos barthianos ponían en la soberanía de Dios y su revelación", Quiso ir a las fuentes y, en 1950-1951, se traslada a Basilea para estudiar bajo la dirección de K. Barth mismo. Previamente, durante el curso 19481949, es discípulo de N. Hartmann en Gotinga. N. Hartmann le introduce en los grandes temas de la tradición filosófica. De él recibe notables impulsos para adentrarse filosóficamente en la experiencia del mundo. Sin embargo, bien pronto se da cuenta de que Hartmann, en su intento de renovar la metafísica, permanecía demasiado ligado al neokantismo? En Basilea, recibe el poderoso influjo de K. Barth. Como en el artículo de 1959, «Acontecer salvífico e historia», anunció que su proyecto teológico se orientaba contra la teología existencial de R. Bultmann y contra el positivismo revelacional de K. Barth, se dedujo enseguida que la teología de Pannenberg no tenía nada que ver con la de su maestro de Basilea. Sin embargo, no es así. «Por lo general -escribe Pannenberg-, mis críticos no se han percatado de la permanente proximidad de mi pensamiento al de K. Barth-", El mismo Pannenberg señala tres puntos en los que se concreta esta proximidad: la soberanía de Dios, el carácter singular de su revelación en Cristo, y la universalidad de la teología". . En realidad, lo que le separará de su maestro de Basilea no serán los contenidos, sino la forma de entenderlos. En concreto: Pannenberg piensa que la soberanía de Dios sobre el mundo no debe dar lugar, como ocurre en Barth, a una contraposición dualística entre Dios y la realidad natural. Si Dios es el creador de todas las cosas -argumenta Pannenberg- el teólogo debe confiar en que la presencia de Dios constituye la esencia de todo cuanto existe. Por tanto, no es necesario situarse por encima de la historia para hablar de Dios. El teólogo puede partir de abajo, ya que no existe dualismo entre el abajo y el arriba; por así decirlo, el teólogo puede proceder empíricamente, históricamente.
4. Nos basamos en las entrevistas escritas concedidas a M. Fraijó y R. Gibellini, cuyos libros se citan en las notas 5 y 7, respectivamente. También tenemos en cuenta el escrito autobiográfico del mismo Pannenberg, citado en la nota anterior. 5. M. Fraijó, El sentido de la historia. Introducción al pensamiento de W. Pannenberg, Cristiandad, Madrid, 1986, pp. 263-286, cita, p. 279.
6. W. Pannenberg, «God's Presence in History», cit., p. 261. 7. R. Gibellini, Teologia e ragione. Itinerario e opera di Wolfhart l'annenberg, Queriniana, Brescia, 1980, p. 288. 8. Ibid., p. 287; d. también W. Pannenberg, «God's Presence in History», cit., p. 261. 9. R. Gibellini, op. cit., p. 287.
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Esto último es lo que hará Pannenberg. No se situará, como Barth, en el cielo, en la Trinidad, para contemplar desde allí el mundo. Su teología será más ascendente que descendente. Desde la humilde realidad humana intentará elevarse hacia el origen y fundamento último de esa realidad. Es al comienzo de su genial cristología donde con más claridad expone esta opción metodológica". Con razón se decanta Pannenberg por una cristología desde abajo, es decir, por una cristología que parte de la persona histórica de Jesús de Nazaret, de su mensaje, de su vida y de su muerte. La otra, la que parte desde arriba, se sitúa directamente en la encarnación y presupone la divinidad de Jesús. Pero la tarea principal de la cristología es precisamente acceder a esa divinidad, no presuponerla. Se trata de analizar si el Jesús histórico conduce al Cristo de la fe. Por lo demás: la cristología debe partir de abajo porque abajo estamos nosotros. Nuestro punto de vista no es el de Dios, sino el de nuestra modesta realidad humana!'. Neuhaus, amigo y conocedor de Pannenberg, insiste en la cercanía a Barth. Según él, Pannenberg, como Barth, pretende ser un teólogo eclesial que se siente obligado a continuar la tradición de la reflexión cristiana. Pero continúa Neuhaus: [... ] a diferencia de Barth, Pannenberg cree que la iglesia y su teología sólo pueden ser comprendidas como una parte de la más amplia comunidad humana. Esto significa que la teología está claramente
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sujeta a los mismos cánones de racionalidad que esta comunidad más amplia utiliza".
Hay que atenerse, pues, a esos cánones y no encerrarse en el subjetivismo o la arbitrariedad, como tienden a hacer Barth y Bultmann. No basta con el Deus dixit de Barth; la apelación a los argumentos de autoridad no es suficiente para hacer plausibles los contenidos de la fe. La teología debe ser una instancia pública que, sin reclamar un status epistemológico especial, muestre la plausibilidad interna de sus contenidos, sin exigir que se les preste una adhesión ciega. La relación entre Barth y Pannenberg es, pues, más matizada de lo que suele pensarse. Los barthianos, que tan duramente han criticado la teología de Pannenberg, no han tenido suficientemente en cuenta estos matices. Gran parte de la obra de nuestro teólogo está escrita en confrontación y diálogo con Barth y Bultmann. Véanse los excelentes capítulos que les dedica en Problemgeschichte der neueren evangelischen Theologie in Deutschland (1997). De Bultmann hereda Pannenberg el interés por la aplicación del método histórico crítico a los textos de la Escritura. En Fundamentos de Cristología se muestra como un buen conocedor de la exégesis y hermenéutica de los textos bíblicos. En Basilea Pannenberg tuvo otro importante maestro: K. jaspers" Pero, el filósofo existencialista no parece haber despertado mucho
10. W. Pannenberg, Grundzüge der Christologie, Gütersloher Verlagshaus, Gütersloh, 1964, pp. 26-31 (trad. cast., Fundamentos de cristología, Sígueme, Salamanca, 1974; téngase en cuenta el prólogo de José I. González Faus). Cf. Id., Systematische Theologie, vol. 2, Vandenhoek & Ruprecht, G6ttingen, 1991, pp. 315-336, donde Pannenberg responde a las críticas que se hicieron a esta metodología. Mantiene su opción de entonces, pero precisando: «Ambas líneas de argumentación, la que parte 'de arriba' y la que parte 'de abajo', son, si se las comprende bien, complementarias», p. 327. Cuarenta años después de su publicación, la cristología de Pannenberg sigue manteniendo, creo, su gran fuerza y originalidad. Es difícil «medir» el acierto de los planteamientos de una cristología; pero la suya continúa pareciéndome una de las más acertadas de las muchas que se publicaron en la segunda mitad del siglo xx. Conviene tener en cuenta también el «Prólogo a la 5. a edición», publicado en 1976. 11. Esta atención a la realidad humana está en el origen de las importantes obras que el autor ha dedicado a la antropología. Cabe citar las siguientes: El hombre como problema, Herder, Barcelona, 1976; El destino del hombre, Sígueme, Salamanca, 1981; Antropología en perspectiva teológica, Sígueme, Salamanca, 1993, un opus magnum de 540 páginas que impresiona por su interdisciplinariedad y gran erudici6n; Naturund Mensch - und die Zukunft der Schopfung (Beitriigezur systematischen Theologie, vol. 2), Vandenhoeck & Ruprecht, Gottingcn, 2000.
12. J. Neuhaus, «Profile of a Theologian», en W. Pannenberg, Theology and the Kingdom of God, WestminsterlJohn Knox Press, Philadelphia, 1969, pp. 9-50. La edición alemana de este libro, Theologie und Reich Gottes, G. Mohn, Gütersloh, 1971, omite la presentación de Neuhaus. También la omite la edición castellana, Teología y reino de Dios, Sígueme, Salamanca, 1974. Nosotros no hemos tenido acceso al original inglés y citamos de la edición italiana, La teologia e il Regno di Dio, Herder/Morcelliana, Roma/Brescia, 1971, pp. 7-49, cita, p. 11. 13. Además de mencionarlo con cierta frecuencia en su obra, le ha dedicado dos trabajos: «Zur theologischen Auseinandersetzung mit Karl Jaspers»: Theologische Literatur Zeitung 83 (1958), pp. 321-330; y «Myrhos und Wort. Theologische Überlegungen zu Karl jaspers Mythosbegriff»: Zeitschrift fürTheologie und Kirche 51 (1954), pp. 167-185. Menor relieve del que cabría esperar tiene Jaspers en Theologie und Philosophie. lhr Verhiiltnis im Lichte ihrer gemeinsamen Geschicbte, Vandenhoeck & Ruprecht, G6ttingen, 1996, pp. 333 ss. El libro está dedicado a la memoria de sus tres maestros en filosofía: Nicolai Hartmann, Karl Jaspers y Karl Lowith. Esta obra, y el resto de sus escritos, muestran que estamos ante uno de los teólogos actuales que mejor conocen e incorporan la tradición filosófica occidental. Si fuese cierto, como creemos, que s610 perduran las teologías que sellan alianzas serias con la filosofía, la de Pannenberg tiene el futuro asegurado. Al evocar sus méritos filosóficos habrá que citar siempre obras como: Gottesgedanke und menschliche Freiheit (1972); Wissenschaftstheorie und Theologie (1973) (trad. cast., Teoría de la ciencia y teología, Cristiandad, Madrid,
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entusiasmo en nuestro autor. Reconoce que le transmitió la postura del protestantismo liberal, que considera la religión como elemento esencial al hombre, pero que mira al cristianismo con cierta reserva. Y añade: Sin embargo, como filósofo, Jaspers no logró convencerme, ya que infravaloraba la tarea de una penetración filosófico-conceptual de la experiencia del mundo; esta tarea la dejaba demasiado rápidamente al positivismo de las ciencias particulares y restringía la filosofía a una autocomprensión del hombre y de su situación vital!",
De Basilea, Pannenberg marchó a Heidelberg. También en esta universidad alternó los estudios de teología con los de filosofía. Su preocupación por los temas históricos le condujo a K. Lówith, Pero tampoco en este estudioso de la filosofía de la historia encontró lo que buscaba. «Me atraía en él-confiesa- su esfuerzo por penetrar en los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia-P. Pero pronto descubrió que K. Lówith valoraba negativamente la dependencia de la filosofía de la historia de presupuestos teológicos, valoración negativa que él no compartía. Además, el esfuerzo de Lówith por volver a una comprensión prehistórica, «natural», del mundo produjo siempre en Pannenberg una impresión extraña. A pesar de ello, en 1992 dedicó un extenso y valioso comentario al libro de K. Lówith Weltgeschichte und Heilsgeschehen, publicado en 1953. Se trata del texto que Lowith utilizó en sus clases de Heildelberg en el semestre de verano de 1952. Entre sus oyentes se encontraba el joven Pannenberg. Reconoce que quedó impresionado por aquellas clases aunque no siempre en el sentido pretendido por Lotoith, Sin rechazar por completo los planteamientos de su maestro, se propone ofrecer un tratamiento más diferenciado de los grandes
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temas de Lówith: la secularización de la teología de la historia y la idea de progreso y su dependencia del cristianismo", Pero en Heidelberg encontró a otro maestro cuya influencia sería decisiva para su teología: G. von Rad. En torno a este genial intérprete del Antiguo Testamento se agruparon algunos teólogos jóvenes que intentaban iluminar, desde sus respectivas especialidades, el tema de una posible revelación divina en la historia. Pannenberg fue invitado a unirse a ellos. Se formó así el «círculo de Heidelberg», llamado también «círculo de Pannenberg», A este grupo estaba reservado el honor de producir una auténtica revolución en la teología del siglo xx. Después de haber ido terminando y publicando sus tesis doctorales, se presentaron en el espectro teológico de la época con el libro ya mencionado La revelación como historia. Se trataba de un manifiesto programático de gran alcance. Sus autores, como ya hemos indicado en la nota 2 de este capítulo, eran W. Pannenberg (teología sistemática), R. Rendtorff (Antiguo Testamento), T. Rendtorff (historia de la iglesia) y U. Wilckens (Nuevo Testamento). El hombre que había aglutinado a todos estos jóvenes teólogos era, como acabamos de señalar, G. von Rad. De él dirá Pannenberg: El gran especialista de Antiguo Testamento de Heidelberg me transmitió una visión de la teología de la historia que después intenté hacer extensiva al cristianismo primitivo y a la historia de la iglesia; tal visión se convirtió después para mí en una concepción sistemática".
Otros dos teólogos de Heidelberg influyeron en él: E. Schlink, que le dirigió la tesis doctoral", le transmitió la pasión por el ecumenismo; Hans von Campenhausen influirá en la importancia que Pannenberg atribuye a la historicidad de la tumba vacía de Jesús. Pannenberg lo cita casi siempre que trata este tema. En Heidelberg tendría lugar también un acontecimiento decisivo para nuestro teólogo: el descubrimiento de Hegel. Ya lo había estudiado antes, pero, según sus propias palabras, en Heidelberg, mien-
1981); Ethik und Ekklesiologie (1977) (trad. cast., Ética y eclesiología, Sígueme, Salamanca, 1985); Metaphysik und Gottesgedanke (1988) (trad. cast., Metafísica e idea de Dios, Caparrós, Madrid, 1999); Grundlagen der Ethik. Philosophisch-theologische Perspektiven (1996); Philosopbie, Religion, Offenbarung (Beitrage zur systematischen Theologie, vol. 1) (1999). También en Grundfragen systematischer Theologie (vol. 1, cit., y vol. 2, Vandenhoeck & Ruprecht, Gottingcn, 1980) abundan los temas filosóficos. Pero la filosofía no es un apartado de su obra, sino el humus que impregna toda su teología. Sin duda se puede afirmar que ha contribuido tenazmente a poner dc relieve el respeto filosófico que la religión cn general, y el cristianismo en particular, merecen, 14. R. Gibellini, op, cit., p. 288. 15.
16. W. Pannenberg, «Das Nahen des Lichts und die Finsternis der Welt», en Natur und Mensch ... , cit., pp. 283-294. Cf. también Theologie und Philosophie..., cit., pp. 132 ss., 323 s. 17. R. Gibellini, op. cit., p. 287. G. van Rad está presente en toda la obra de Pannenberg. Con motivo de su muerte, éste le dedicó el artículo «Glaube und Wirklichkeit im Denken Gerhard v. Rads», en H. W. Wolff, R. Rendtorff y W. Pannenberg, Gerhard van RaJ. Seine Bedeutung für die Theologie, München, 1973, pp. 37-54. 18. Die Pradestinationslehre des Duns Scotus, Vandenhoeck & Ruprecht, Gottingen, 1954. Este trabajo ha sido altamente valorado por la crítica.
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tras preparaba sus clases sobre la historia de la teología en el siglo XIX, lo «redescubriós-". Era el año 1956. Un año antes había presentado Pannenberg su Habilitationsschritt'", que le capacitaba para ser profesor de teología. En efecto: ha sido profesor de teología sistemática en la Facultad evangélica de la Universidad de Múnich. Anteriormente lo fue en Wuppertal y Maguncia. En Múnich fue, además, director del Instituto Ecuménico de teología protestante. Durante largos años, hasta su jubilación en 1994, ha colaborado estrechamente con H. Fries, director del Instituto Ecuménico de teología católica de la misma Universidad. El ecumenismo, entendido como diálogo sin fronteras, es fundamental en su pensamiento", Nos queda por evocar un punto importante. Pannenberg no ha sido siempre lo que podríamos llamar un hombre «religioso». No gozó de una educación cristiana. Durante el Tercer Reich sus padres abandonaron la iglesia. Por consiguiente, el joven Pannenberg no recibió clases de religión ni fue confirmado hasta que se preparaba para recibir la ordenación. J. M. Robinson escribe: «el camino de Pannenberg hacia el cristianismo fue un camino de reflexión racional más que de educación cristiana o de una experiencia de conversión-P. Ni siquiera
19. R. Gibellini, op. cit., p. 288. Hegel está omnipresente en los escritos de Pannenberg. Séanos permitido, sin embargo, citar: «Die Bedeutung des Christentums in der Philosophie Hegels», en Gottesgedanke und menschliche Freiheit, Vandenhoeck & Ruprecht, Gottingen, 1972, pp. 78-113; Theologie und Pbilosophie, cit., pp. 257-293. 20. El título de la Habilitationsschrift es Analogie und Offenbarung. Eine Kritische Untersuchung desAna/ogiebegriffs in der Gotteserkenntnis (Analogía y revelación. Una indagación crítica del concepto de analogía en el conocimiento de Dios). Se trata de un trabajo inédito. El lector observará que tanto la tesis doctoral como la Habilitationsschrift versan sobre temas cercanos a la filosofía escolástica. Pannenberg ha escrito además un buen número de recensiones sobre dichos temas. Es tal vez el teólogo protestante actual que mejor conoce la filosofía y la teología católicas. Su simpatía hacia lo católico le fue, en los comienzos de su quehacer teológico, ásperamente criticada en los círculos protestantes más cerrados. 21. Cf. Kirche und Okumene (Beitrage zur systematischenTheologie, vol. 3), Vandenhoeck & Ruprecht, Gottíngen, 2000. No es posible mencionar todas las publicaciones de carácter ecuménico en las que ha colaborado. Sólo en 1971 colaboró en las siguientes: W. Pannenberg, C. E. Braaten yA. Dulles, Kirche ohne Konfessionen? Sechs Aspekte ihrer künftigen Gesta/t, Claudius Verlag, München, 1971; ]. Hófer, K. Lehmann, W. Pannenberg y E. Schlink, Evangelisch-katholische Abendmah/sgemeinschaft?, Pustet, Gortingen, 1971; H. Bacht, P. Brunner, W. Kasper, A. Kirchgassner, K. Lehmann y W. Pannenberg, Christen wo/len das eine Abendmah/, Publik-Bücher, Mainz, 1971. 22. ]. M. Robinson, «Offenbarung als Wort und als Geschichte», en J. M. Robínson y.J. B. Cobb (eds.), Theologie a/sGeschichte, Zwingli Vcrlag, Zürich/Stuttgart, 1967, p. 22, n. 26.
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cuando empezó a estudiar teología sabía si era cristiano. Los factores que le condujeron al cristianismo fueron, según él, varios. Ante todo, un cierto interés por el universo cristiano, que parece haberle acompañado siempre. En segundo lugar, el encuentro con cristianos coherentes, que le llevó a pensar que tal vez el cristianismo era algo mucho más importante de lo que él había pensado hasta entonces. Pero ninguno de estos factores habría sido decisivo sin lo que él llama la experiencia de la «luz». Se trata de una experiencia -the single most important experience, dice él- que tuvo el6 de enero de 1945, cuando contaba 16 años. Durante un largo paseo, al volver de su clase de piano, se sintió repentinamente inundado por una luz23 • Algún tiempo después se dio cuenta de que era el 6 de enero, fiesta de la Epifanía. A esta experiencia no siguió una conversión súbita ni un cambio de vida. Pero la reflexión sobre lo que le había ocurrido le condujo al cristianismo. Comenzó a interesarse por las grandes preguntas y, como le parecía que la filosofía no ofrecía respuesta satisfactoria a ellas, se decidió a investigar en la tradición cristiana más seriamente de lo que lo había hecho hasta entonces", Debemos confesar la sorpresa que para nosotros supuso la lectura de este texto autobiográfico. Nunca hubiéramos sospechado que en los orígenes de un sistema teológico tan eminentemente racional se encontraba una experiencia de esta índole (no sabemos si su protagonista estaría de acuerdo en que la llamásemos «mística»). Lo hemos dicho: Pannenberg pertenece a la generación de teólogos alemanes que se vieron ante la nada fácil tarea de recoger la antorcha de Barth, Bultmann y Tillich, los tres grandes maestros de la teología protestante de la primera mitad del siglo xx. Hoyes ya posible afirmar, sin ningún género de vacilación, que Pannenberg ha cumplido con gran dignidad su cometido. Dotado de gran originalidad y de un reconocido poder sistemático, se ha convertido en uno de los teólogos y pensadores más relevantes de la segunda mitad del siglo xx. Apenas será posible encontrar un tema teológico de importancia que él no haya abordado. Es inevitable sentirse hondamente impresionado ante un proyecto teológico tan audaz y lúcido, tan atento a las 23. Pannenberg describe así esta experiencia: «1 was suddenly flooded by night and absorbed in a sea of light which, although it did not extinguish the humble awareness of my finite existence, owerflowed the barriers that normally separate us from the surrounding world» [Repentinamente me inundó la noche y me absorbió un mar de luz que, sin extinguir la conciencia modesta de mi existencia finita, desbordó las barreras que normalmente nos separan del mundo que nos rodea] (<
24. [bid.
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inquietudes y retos de la cultura moderna, tan alejado de estrecheces y miopías confesionales. Se trata, en efecto, de una obra interdisciplinar que dialoga con la filosofía, la antropología, la historia, la sociología, la teoría de la ciencia y demás ciencias del hombre. Unos conocimientos casi enciclopédicos colocan a Pannenberg en una situación privilegiada para comprender e interpretar el pensamiento moderno". Séanos permitido, para concluir este somero perfil biográfico e intelectual, recurrir de nuevo a su amigo J. Neuhaus para evocar ciertos detalles anecdóticos sobre la figura de nuestro teólogo. La preparación que Pannenberg realiza para visitar un museo, dice Neuhaus, se parece a los preparativos militares que uno llevaría a cabo para asaltar una fortaleza. La visita misma, continúa, acaba con la paciencia del más pintado: se contempla todo, incluso en sus más mínimos detalles; se comentan los méritos de un cuadro situándolo en su contexto histórico y en la fase de la evolución política de su autor. Invitado por Pannenberg a visitar las ruinas de la civilización india en México, Neuhaus intentó buscarse todo tipo de pretextos para no acompañarle, pues «aunque soy bastantes años más joven que él, temía no sobrevivir a los rigores de la expedición-", Pannenberg había examinado previamente las ruinas del Mediterráneo y quería comparar los resultados obtenidos con las huellas de autoconciencia humana que encontrara en los restos de los pueblos indígenas de México. Continúa Neuhaus: Pannenberg es incapaz de ser frívolo, pero se adentra en sutiles reflexiones sobre la naturaleza de la frivolidad. Posee una penetrante comprensión del significado del abandono, pero raramente se concede un poco de abandono en el sentido de suspender su facultad de reflexión crítica-".
Cuando intuye la posibilidad de un diálogo intelectual serio, las conversaciones pueden durar varios días. Las observaciones de una con. .25. Ha analizado, por ejemplo, aspectos científicos de la realidad altamente especializados que, por lo general, escapan a los conocimientos del teólogo. Cf. «Kontingenz und Naturgeserz», en A. M. KIaus MüIler y W. Pannenberg, Erurdgungen zu einer Theologie der Natur, Gütersloher Verlagshaus/G. Mohn, Gütersloh, 1970, pp. 33-80; «Atom, Dauer, Gestalt: Schwierigkeiten mit der Prozessphilosophie», en Metaphysik und Gottesgedanke, Vandenhoeck & Ruprecht, Gortingen, 1988, pp. 80-91; Natur und Mensch ... , cit. Cf. también el capítulo «Die Ausweitung zur Naturphilosophie» en Theologie und Philosophie ... , cit., pp. 345-358. ' 26. ]. Neuhaus, op. cit., p. 15. 27. lbid., pp. 15 s.
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versación nocturna se reanudan inmediatamente a la mañana siguiente con un exordio de este género: «Creo que la ecuación que establecías anoche entre 'final' y 'fin del tiempo' es un poco precipitada... », Así, cuenta Neuhaus, durante todo el día, con los descansos inevitables para las cosas imprescindibles... Hemos hecho mención de este anecdotario «relajante» porque creemos que ayuda a comprender la rica personalidad de nuestro teólogo. Pannenberg es un intelectual nato. Le interesa casi todo. Busca las posibles relaciones que puedan existir entre los objetos más dispares. Su pasión por el intercambio de opiniones, por el diálogo, es extraordinaria.
3. Tensión entre fe y razón El punto más conflictivo del pensamiento pannenberguiano es, tal vez, el valor concedido al elemento racional. De ahí que lo hayamos elegido como título de esta presentación. Para muchos, sobre todo para muchos protestantes, nuestro teólogo se aproxima peligrosamente al racionalismo. Se trata, efectivamente, del teólogo evangélico actual que más importancia otorga a la razón. En éste, como en otros temas, es un buen discípulo de Hegel. Sin embargo, no parece que se le pueda aplicar el duro calificativo de «racionalista». Intentar dar razón de la fe no es igual que racionalizar la fe. Pannenberg concentra todas sus energías en lo primero. Es más: su libro Antropología en perspectiva teológica, especialmente el capítulo 6, pone de relieve el fracaso de la razón ante las fuerzas instintivas y emocionales del ser humano y de las diferentes culturas. Eso sí: Pannenberg deja claro que el cristianismo tiene que argumentar. No sería responsable limitarse a exigir la fe del carbonero. Más aún: el deber del teólogo no es exigir la fe, sino hacerla posible y acrecentar su plausibilidad. Para ello es necesario afrontar el Areópago y abandonar cómodos refugios fideístas y sectarios. Una religión que afirma tener la verdad no puede ausentarse de los grandes foros en los que, con ayuda de la razón, se busca respuesta a los grandes interrogantes de nuestro tiempo. La apelación, más existencialista que bíblica, a una fe ciega, basada en la «decisión» del creyente, carece de valor intersubjetiva y es poco apta para introducir el factor cristiano en las sociedades secularizadas del siglo XXI. Quien esté convencido, por tanto, de que la fe cristiana puede contribuir a mitigar los sufrimientos y tensiones de la hora presente no debería
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optar por privatizaciones existenciales de corte bultmaniano. Pannenberg está convencido de que los cristianos no deben ahorrarse el esfuerzo conceptual. Y, ciertamente, él no se lo ha ahorrado. A estas alturas se puede afirmar que ha elaborado un auténtico «sistema teológico». No será fácil encontrar otro teólogo actual en el que todo esté tan perfectamente «trabado». Del resto de los teólogos es posible hacer «lecturas sueltas» y uno aprende algo; pero de Pannenberg es casi imposible. Cada término tiene su propio significado y se halla inserto en un todo, sin cuyo conocimiento el lector se pierde. Tiene razón Neuhaus cuando escribe: «El lector debería estar preparado para entrar en el proceso lógico del pensamiento de Pannenberg o renunciar por completo a ocuparse de él>,28. Pannenberg es de esos teólogos, continúa Neuhaus, que son capaces de renunciar de buen grado a cien mil lectores actuales con tal de que, dentro de un siglo, lo lean diez lectores serios. Estamos, pues, ante un bien trabado sistema en el que la «pasión por la argumentación-" es fundamental. Alguien ha dicho que leyendo a Pannenberg no es posible «emocionarse". Puede que sea cierto; pero la finalidad específica de 1;1 teología no consiste en suscitar emociones, sino en ayudar a pensar los temas relacionados con Dios. La teología es, ante todo, una empresa eminentemente intelectual. Además: el territorio de las emociones es personal y subjetivo; al autor de estas páginas, por ejemplo, le producen emoción ciertos textos pannenberguianos, verdaderamente antológicos, sobre el sentido de la vida; le conmueven igualmente algunas de sus recreaciones del cristianismo, muy cercanas a lo espectacular y grandioso; considera un gran acierto histórico la relación de causa-efecto establecida por el autor entre la predicación de Jesús y su muerte; y le produce una honda impresión -y sana envidia- el hecho de que, habiéndose asomado a todos los abismos del pensamiento moderno, Pannenberg no haya perdido nada en el camino. Su fe cristiana ha permanecido intacta, sencilla y profunda. Su arduo esfuerzo teórico desemboca en la actitud religiosa por excelencia: la adoración. La teología de Pannenberg culmina en la doxología. La defensa pannenberguiana del cristianismo parece estar presidida por el lema de Lutero: Tolle assertiones et christianismum tulisti (suprime las afirmaciones y acabarás con el cristianismo). Dicha defensa -Pannenberg es un profundo conocedor de los apologetas
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de los primeros siglos- carece de apelaciones fáciles al sentimiento o a la «decisión" bultmaniana. Se trata de una defensa hecha a fuerza de coherencia y rigor intelectual. Tal vez esta insistencia en lo racional explique que las-críticas a su programa teológico hayan sido mucho más virulentas.en Europa que en los Estados Unidos. Es comprensible que Europa, conocedora por propia experiencia de los fracasos de la razón, se muestre escéptica ante un programa que manifiesta una gran confianza en las posibilidades de la razón. En cambio, los Estados Unidos de América, con un pasado más breve, tal vez no hayan experimentado aún con tanta crudeza los límites de la razón humana. De hecho, al menos en sus inicios, la teología de Pannenberg fue acogida con verdadero entusiasmo en aquellas tierras. Pero, tanto en Europa como en el resto del mundo, sigue siendo válido el aserto de M. Horkheimer: «La razón se ocupa de que no nos timen". Sería suicida jugar a prescindir de la razón. Lo sería, de forma especial, en el gran tema de la teología de Pannenberg, en el tema «Dios». La intención última de esta teología es «hablar responsablemente de Dios". Hada esa meta tiende toda la obra de nuestro autor. La finalidad última de este considerable esfuerzo filosófico-teológico es ofrecer una cosmovisión coherente y unitaria en la que Dios, garante imprescindible del sentido último de la vida, no tenga que procurarse un hueco vergonzante. La tesis sería: nada se explica bien sin Dios. Dios no se identifica con la realidad, pero sin Dios la realidad es una estatua muda y deforme. La defensa de esta tesis no se logra mediante la huida al irracionalismo y a las aseguraciones kerigmáticas. Una concepción irracionalista de la fe va contra la seriedad intelectual del trabajo teológico. Así lo pone de manifiesto Pannenberg en el prólogo a una de sus primeras obras de marcado carácter filosófico, Gottesgedanke und menschliche Freiheit. La fe se funda en un objeto, en unos contenidos, en un extra nos, y no en el propio arrojo de creer. La concepción suprahistórica de la fe en Barth y el carácter decisionista de la teología bultmaniana encontraron, desde el comienzo, su más decidido oponente en Pannenberg'", La fe no es, como sostenía Bultmann, asunto de la opción personal del creyente que, sin interesarse por la necesaria fundamentación, se lanza a la apasionante aventura existencial de creer. Menos aún convence a nuestro teólogo el heroísmo religioso de un K. Barth que, fascinado por la revelación libre y gratuita de Dios, sitúa la fe en
28. iu«, p. 19. .. 29. Cf. <~Im Fege.feller der Methode. W. Pannenberg und G. Sauter im Gesprñch übcr Thcologic als Wlsscnschaft»: Euangelische Kommentare 6 (1973), p. 5.
30. Cf. «Heilsgeschehcn und Geschichte», en Grundfragen systematischer Theologie, vol. 1, cit., p. 22.
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un terreno libre de tormentas, donde no cabe la duda ni la pregunta, sino únicamente la humilde aceptación de la palabra de Dios, el «sí» decidido y alegre a la iniciativa divina. En. este sentido, Pannenberg ha inaugurado una nueva época dentro de la teología protestante. De hecho es uno de los primeros teólogos evangélicos -junto tal vez con G. Ebeling-i- que muestran sensibilidad para la teología fundamental. Hasta entonces, la teología fundamental había sido feudo específicamente católico. Por lo general, el protestantismo no necesitaba los preambula fidei, tan familiares a la teología fundamental católica. Ha sido mérito de Pannenberg introducir aquí un importante giro. No es extraño, por tanto, que la teología protestante, al menos en un primer momento, rechazase la revalorización de lo racional, llevada a cabo por Pannenberg. Se vio en él al renovador de una cierta teología natural". Incluso su entonces compañero de cátedra en Wuppertal, J.Moltmann, le acusaba en su Teología de la esperanza (1964) de intentar una nueva versión de las pruebas de la existencia de Dios. Nada más ajeno al pensamiento de nuestro autor. Nunca ha intentado demostrar la existencia de Dios. Su apologética no es demostrativa. Va orientada, eso sí, a resaltar la plausibilidad del cristianismo, pero sin caer en tentaciones silogísticas. Las tradicionales pruebas de la existencia de Dios, piensa Pannenberg, no demuestran que exista Dios, sino que el hombre lo necesita. Pero de ese dato no es posible deducir que el hombre posea una especie de apriori religioso que, por así decirlo, obligue a Dios a manifestarse. A Dios no se le demuestra; se le conoce por sus implicaciones en la realidad histórica. Y será tarea de la teología descubrir la presencia de Dios en la realidad de la naturaleza, del hombre y de la historia. Una presencia para la que nuestro autor reclama una cierta seguridad. El hombre, sostiene, no puede vivir permanentemente en la apertura de la pregunta. Con su habitual contundencia escribe: «Eso es sólo una patética abstracción--'.
Será en la insuficiencia de la finitud donde, al menos implícitamente, surja la pregunta por Dios. Pero, para poder relacionar la experiencia de la finitud con la pregunta por Dios es necesario poseer previamente un cierto conocimiento de Dios, conocimiento que nos transmiten las tradiciones religiosas, a cuyo estudió ha dedicado Pannenberg considerables esfuerzos". Las religiones son el escenario privilegiado en el que se tematiza la pregunta por Dios y por el sentido de la realidad. No basta, como ha hecho la Modernidad, con antropologizar el tema «Dios». Dios no puede ser un mero producto de la subjetividad humana. Así lo pone de manifiesto Pannenberg en su frecuente diálogo crítico con el ateísmo, especialmente con Feuerbach y Nietzsche. Dios debe también ser concebido como «el poder que determina toda la realidad», o «el poder del futuro», definiciones por las que nuestro teólogo siente predilección. Es la mejor forma de superar la estrechez antropocéntrica. A Dios se le conoce, como acabamos de señalar, por sus implicaciones en la realidad. «Un Dios -escribe con total firmeza nuestro autor- sólo puede ser medido con la medida que él mismo fija»34. Esa medida es la experiencia de su presencia en el mundo. Con Dios, sostiene Pannenberg, todo se comprende y explica mejor. El concepto de Erhellungserfahrung (experiencia de iluminación, K. Jaspers) se torna central. Y, si se le pregunta en qué objetos de la experiencia se revela Dios de modo indirecto, al menos como problema, Pannenberg responde: «en todos»:". Es la única respuesta que su sistema teológico -y probablemente el cristianismo- permiten. Pero este lector, y tal vez no sólo él, queda algo perplejo y cabizbajo, sin poder compartir tanta afirmación contundente. Sin embargo, un dato crucial alivia esta perplejidad: dado que Dios tiene que acreditarse en la experiencia del hombre y del mundo, y esta experiencia está aún incompleta y abierta, por ahora sólo es posible hablar de Dios de forma problemática e hipotética. Volveremos sobre este punto.
31. El tema de la teología natural en Pannenberg y E. ]üngel ha sido muy bien analizado por ]. A. Martínez Camino en su obra Recibir la libertad. Dos propuestas de fundamentación de la teología en la Modernidad: W. Pannenberg y E. ]üngel, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1991. Cf. también el lúcido estudio de]. Martínez Gordo, La verdad como anticipación y olvido. La teología fundamental de Wolfhart Pannenberg, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1995. 32. W. Pannenberg, Systematische Theologie, vol. 1, Vandenhoeck & Ruprechr, Gottingen, 1988, p. 130 (trad. cast., Teología sistemática, vol. 1, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1996).
33. CE. el amplio y detallado estudio, fruto de una conferencia pronunciada en 1962, «Erwagungen zu einer Theologie der Religionsgeschichte», en Grundfragen systematischer Theologie, vol. 1, cit., pp. 252-295. A partir de entonces, el tema está permanentemente presente. Cf., por ejemplo, W. Pannenberg, Systematische Theologie, vol. 1, cit., pp. 133-205. También en Íd., Pbilosopbie, Religion, Offenbarung... , cit., se encuentran valiosos estudios dedicados al tema de las religiones. 34. W. Pannenberg, Systematische Theologie, vol. 1, cit., p. 176. 35. Íd., Wissenschaftstheorie und Theologie, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1973, p. 310.
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No hay, pues, «reducción» racional en Pannenberg; en cambio, tal vez se pueda hablar de «concentración» racional. Aunque es consciente de que la reflexión racional no es el único camino de acceso al cristianismo, le concede extraordinaria importancia. De esta forma pretende mostrar que el cristianismo no es algo infundado, ni puramente subjetivo. Sus contenidos son susceptibles de un análisis racional serio. El creyente no tiene por qué huir atemorizado de las confrontaciones teóricas. El cristianismo es algo consistente, capaz de afrontar la crítica más exigente. A toda costa quiere evitar que lo cristiano se confunda con opciones ciegas, puramente subjetivas. Con la misma fuerza rechaza una fundamentación del cristianismo basada sólo en el argumento de autoridad. No basta con remitirse a la autoridad de la Biblia o de la tradición eclesial. Para ayudar a creer es necesario ofrecer razones y motivos profundos. Esta confianza en la creatividad y fuerza interna del cristianismo le condujo, por ejemplo, a criticar con cierta dureza la aproximación de la teología de la liberación al marxismo. Sólo un deficiente conocimiento de las posibilidades del proyecto cristiano puede impulsar a los teólogos a pedir prestados elementos o instrumentos de análisis a otras ideologías. Es lo que, según Pannenberg, les ocurrió a los teólogos de la liberación. Partieron de un análisis marxista de los procesos sociales olvidando que el cristianismo no necesita acudir a instancias ajenas para analizar la realidad social. Pannenberg estuvo siempre convencido del carácter anticristiano del proyecto marxista. En pleno apogeo del marxismo, en 1980, escribió: Desde el comienzo de mis estudios en Berlín me ocupé a fondo del marxismo; bien pronto llegué a la conclusión de que se trataba de un género de pensamiento significativo, pero completamente anclado en el siglo XIX y sin relevancia para nuestro tiempo. Estoysegurode que éste sería el juiciogeneralsobre el marxismo si no fuera por los países que hoy basan su ordenamiento social sobre una ideología marxista. La actualidaddel marxismo se basamás en raíces políticasy emotivas que en motivos racionales", La historia posterior parece haberle dado ampliamente la razón. El cristianismo, y las demás religiones, deben ante todo permanecer fieles a sí mismas, a sus fundadores, a sus documentos fundacionales, a su tradición. Deben confiar en sus propias posibilidades.
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De ahí que Pannenberg considere «una ilusión» la idea de una ética común -eines gemeinsamen Weltethos- que prescinda de las diferencias religiosas. Dicha idea no tiene nada de inofensiva. En el fondo es una condescendencia con el espíritu del secularismoque considera secundarias las diferencias entre las religiones y exalta el carácter universal de la ética. Sin nombrar a H. Küng, está obviamente pensando en él". Finalmente: no hay peligro de exagerar la importancia que nuestro teólogo otorga al elemento racional. Al preguntarle, en 1986, si consideraba que, así como se habla de la escuela de Barth o Bultmann, se podría hablar de la escuela de Pannenberg, respondió: Hasta ahora, mi teología no ha dado lugar a la formación de una escuela en el sentido tradicional de la palabra. Tampoco yo lo he pretendido. El interés por la racionalidad de la teología y de la fe cristiana no exige la formación de una escuela que se caractericepor la defensa de determinados contenidos de la fe. Me parece más importante que el clima general de la discusión teológica preste mayor atención a la apertura y diferenciación racional,por una parte, y al distanciamiento de los tópicos de moda, por otra. El mismo Pannenberg cifra, pues, su intención teológica en promover «la racionalidad de la teología y de la fe cristiana". Probablemente, en los días en los que se escriben estas páginas pocos cristianos reprocharán ya a Pannenberg excesos racionalistas. Casi cincuenta años de fecundo trabajo teológico-filosófico han disipado todas las dudas. Nuestro teólogo está más cerca de Dilthey que de Hegel. Esto significa que su concepto de conocimiento -algo en lo que insistió desde los inicios de su trabajo teológico y que no logró que fuese tenido en cuenta- es el propio de las ciencias del espíritu, a las que pertenece la teología. Nunca intentó aplicar a la teología la racionalidad científico-técnica, ni la razón instrumental, tan justamente criticada por Horkheimer y Adorno. Él sabe, como Dilthey, que el sujeto del conocimiento no es una facultad humana determinada, sino el hombre entero, con su dimensión histórica, simbólica, utópica, crítica, hermenéutica. Se conoce de muchas formas. Las
37. «Das Christentum - eine Religion unter anderen?», en Philosophie, Religion, Offenbarung... , cit., p. 183. 38. M. Fraijó, op. cit., p. 286. Cf. sobre este tema el artículo de 1992 «Die Rationalitát der Theologie», en Philosophie, Religion, Offenbarung... , cit., pp. 74-84.
R. Gibcllini, O/l. cit., p. 294.
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fuentes de conocimiento son múltiples: el amor, el sufrimiento, la alegría, la tristeza, y un largo etcétera. A través de todas estas experiencias busca el ser humano el significado y sentido de la vida. Dos términos -Sinn y Bedeutung- que Pannenberg tomó inicialmente de Dilthey y que, a lo largo de los años, ha ido interpretando con originalidad y fuerza. Prueba de ello es que nunca cayó en el relativismo resignado que caracteriza al pensamiento de Dilthey-", Mientras Dilthey declara imposible la metafísica, Pannenberg la considera imprescindible. Considera, como Dieter Henrich, que sin metafísica no es posible una vida plena: «es gibt kein gelungenes Leben [...] ohne Meraphysik-'". No es posible ocuparse de temas como el sentido y la verdad sin contemplar la herencia metafísica de la que procedemos. Pannenberg es demasiado profundo para ser iconoclasta. Sabe que venimos de muy lejos y ha dedicado encendidos elogios al concepto de tradición, también a la: tradición metafísica occidenta141 • Llega incluso a preguntarse si no habría que sostener que la principal tarea de la teología consiste en cuidar y administrar con mimo las tradiciones metafísicas de la humanidad, a las que la filosofía actual parece haber renunciado. Afirmaba Hegel que la misión de la filosofía de la religión no consistía en hacer a los hombres creyentes o ateos, sino en hacerlos «lúcidos» en lo referente al hecho religioso. Pannenberg, que tanto ha aportado también a la filosofía de la religión, pasará a la historia de la teología como un sincero y honesto defensor de esta lucidez. Como Hegel, también él ha trabajado para suprimir «el muro divisorio», «la grieta» que separa fe y razón, teología y filosofía. Su alegato en favor de un «cristianismo pensado», además por supuesto de «sentido» y «vivido», será de gran alcance para el futuro.
39. Es posible que el influjo de Dilthey sobre Pannenberg sea incluso mayor que el de Hegel. Está muy presente en las páginas de Grundfragen systematischer Theologie, vol. 1, cit., especialmente en el importante estudio «Über historische und theologische Herrneneutik», pp. 123-158. Cf. también Íd., «Begriff und Antizipation», en Metaphysik und Gottesgedanke, cit., pp. 66-79; Íd., «Wilhelm Dilthey und die Herrneneutik der geschichtlichen Erfahrung», en Theologie und Philosophie... , cit., pp. 307315. 40. Metaphysik und Gottesgedanke, cit., p. 8. Cf. también los trabajos «Ein theologischer Rückblick auf die Metaphysik» y «Religión und Meraphysik», en Pbilosophie, Religion, Offenbarung... , cit., pp. 27-31 y 45-57, respectivamente. 41. Ya en El hombre como problema, cit., tituló uno de sus capítulos «Tradición y Revolución», pp. 173-190.
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4. La tesis de la discordia En los comienzos de su quehacer teológico Pannenberg privilegió un tema: la teología de la historia. Bultmann había privatizado la historia reduciéndola a lo existencial; y Barth se había situado más allá de ella, en el positivismo de la revelación. Pannenberg recupera la historia, entendiendo por ella «la realidad total», Sólo en el marco de la historia universal es posible hablar responsablemente de Dios. La tesis la conocemos ya: nada se explica bien sin Dios. Hablar responsablemente de Dios es relacionarlo con todo lo que acontece. La revelación no se realiza en la historia, sino como historia. Es decir: Dios no se manifiesta en determinados acontecimientos aislados, sino en todo lo que ocurre. La alarma se desató cuando Pannenberg se atrevió a unir dos términos que la Modernidad había separado cuidadosamente: Dios y evidencia. Lo formuló así: «Los acontecimientos en los que Dios ha revelado su divinidad son como tales, dentro del contexto histórico que les es propio, evidentes por sí mismos-P. Llovieron críticas de todos los frentes. El libro La revelación como historia poseía carácter programático y así fue entendido por el mundillo teológico de la época. Curiosamente, a pesar de que Pannenberg se apresuró, en un epílogo a la segunda edición, a decir que la iniciativa de esta publicación no había partido de él sino de Rolf Rendtorff", autor de la parte del libro dedicada a la revelación en el Antiguo Testamento, se vio en él al cerebro pensante y responsable último del nuevo movimiento teológico. Efectivamente, la discusión de los años siguientes se centró sobre todo en su aportación. En un mundo que, después de la segunda guerra mundial, no había logrado reponer sus energías espirituales, que vivía entre la duda, la búsqueda y la resignación, un teólogo evangélico se atrevía a relacionar dos palabras tan aparentemente contrapuestas como «Dios» y «evidencia». La provocación iba dirigida también al mundo filosófico, que necesariamente tenía que sentirse afectado por frases como ésta: «Considerada en sí misma la verdad de Dios es evidente y puede ser expuesta como tal»:". Según el autor de La revelación como historia, los acontecimien-
42.
Offenbarung als Geschichte, cit., pp. 145 s.
43. lbid., p. 169, n. 1. 44. «Einsicht und Glaube», en Grundfragen systematischer Theologie, vol. 1, cit., p.233.
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tos en los que Dios se ha revelado poseen tal transparencia que no es necesaria la fe para acceder a su verdad. Que en la historia de Israel y en el acontecimiento «Jesucristo» se ha revelado Dios es una realidad a la que todo hombre tiene acceso, incluso sin necesidad de recurrir a la fe. Basta una aproximación histórica, sin prejuicios, a estos hechos situándolos en su contexto histórico, para que hablen por sí mismos. No es necesario, por tanto, el recurso a la fe ni al Espíritu Santo para descubrir el carácter de revelación de la historia. ¿Cómo explicar entonces el fenómeno del ateísmo contemporáneo? Si el mensaje de la Escritura es tan evidente, ¿por qué se le niega el asentimiento? Si la existencia de Dios es evidente por sí misma, équé lleva al hombre de hoya no creer en ella? Pannenberg dio una respuesta cuyo carácter polémico reconoció después y que hoy no repetiría: «la ceguera del ser humano; hay quien no quiere verv". Estamos ante la tercera de las siete tesis dogmáticas que Pannenberg dedicó al tema de la revelación. Fue la tesis de la discordia. La reacción no se hizo esperar. Fue sobre todo la teología protestante la que más acusó el golpe. E. Fuchs, representante destacado de la teología hermenéutica, rechazó el programa en bloque. No veía en su contenido teología, sino ideología. «Quien afirma la realidad histórica de Dios -escribía Fuchs- cesa en realidad de dialogar; tachará sencillamente de ciegos a todos los que no la vean o perciban»:", Desgraciadamente, algunas de las críticas estaban muy por debajo del nivel en que Pannenberg había situado la discusión. Se acudió al lenguaje tópico acusando a esta teología de «restauracionista- y tachándola de «nueva teología de la inmanenciav". Una voz tan autorizada como la de Hans Conzelmann la calificó globalmente de «especulación neohegeliana sobre la historia»:", a pesar de que Pannenberg había marcado expresamente sus diferencias con el sistema de Hegel. En general, la teología protestante creyó ver en Pannenberg tesis muy similares a las de un catolicismo tradicional, sobre todo en la
concepción de la fe como «obsequio razonable», tal como aparece en la definición del Vaticano 1, en 1870. El concilio rechazaba una fe infundada (fideísmo) y una exaltación de la razón que hiciera imposible la fe (racionalismo). Proponía un concepto de fe que incluía ambos elementos: lo gratuito (obsequium) y lo racional, entendido en el sentido amplio de razonable (rationabile). Tampoco en los Estados Unidos, donde, como hemos visto, la teología de Pannenberg fue saludada con entusiasmo, faltaron las voces críticas". Martin Buss se lamentaba de que a nuestro autor «como a muchos contemporáneos (le faltaba) la visión de lo transcendente»>". Y W. Hamilton se lanzaba incluso a suponer que la tarea teológica de Pannenberg debía carecer para su autor de «sorpresa, misterio y sufrimiento-". Ninguno de estos autores repetiría hoy sus críticas sin graves matizaciones. La tercera de las siete tesis dogmáticas sobre la revelación fue, por así decir, la más «escandalosa», pero no la única que chocaba con las corrientes dominantes de la teología de la época. Las críticas que acabamos de mencionar no se referían únicamente a la tesis tercera, sino al programa en su conjunto. Tal vez soy injusto con Pannenberg recordando esta historia. Sobre todo porque carezco de espacio para explicarla adecuadamente. Y porque Pannenberg ha reconocido posteriormente el carácter «polémico» de estas citas. Pero lo narro porque entonces lo viví con cierta dramaticidad: no comprendía que un pensador de su rango pudiera estar tan seguro de lo de Dios. Y también lo cuento -y tal vez remedio así la injusticia- para añadir que Pannenberg, como todos los grandes espíritus, evolucionó. Y, en lugar de hablar de Dios como «evidencia», pasó a evocar «el carácter cuestionable de la realidad de Dios». El cambio de orientación fue muy notable: Dios fue relacionado con términos como «hipótesis», «problema», «futuro». Pannenberg llegará a afirmar que el futuro es «la forma de ser de Dios»52. Dios tiene que acreditarse aún en la experiencia de la humanidad. Sólo al
45. Offenbarung als Geschichte, cit., p. 127. 46. «Theologie oder Ideologie? Bemerkungen zu einem heilsgeschichtlichen Programm»: ThLZ 88 (1963), pp. 257-260, cita, p. 258. 47. Así la llamaba K. Lüthi en su artículo: «EvangelischeTheologie. Gegenwartige Tendenzen in der Lehre zur Gottesfrage»: Wort und Wahrheit 21 (1969), pp. 667681, cita, p. 679. 48. «Randbernerkungen zur Lage im Neuen Testament»: EvTh 22 (1962), pp. 225-233, cita, p. 228, n, 16.
49. Cf. la recensión que sobre ellas escribió M. Seckler: «Zur Diskussion um das Offenbarungverstándnis W. Pannenbergs»: MThZ 19 (1968), pp. 132-134. 50. «Der Sinn der Geschichte», en]. M. Robinson y ]. B. Cobb (eds.), op, cit., p. 195. 51. «Die Eigenart der Theologie Pannenbergs», en ibid., p. 249. 52. Cf. el artículo de homenaje a E. Bloch, «Der Gott der Hoffnung», en Grundfragen systematischer Theologie, vol. 1, pp. 387-398, cita p. 393. Se trata de uno de los artículos más apropiados para comprender el pensamiento de Pannenberg.
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final de la historia, escribe Pannenberg, «concluirán los debates» sobre Dios. Analicemos este cambio algo más detenidamente.
5. De la evidencia al carácter problemático En una importante publicación del año 1973, Pannenberg reconoce: «yo mismo no he tenido siempre suficientemente en cuenta el significado teológico del carácter problemático de la realidad de Dios»:", En esta obra, Teoría de la ciencia y teología, no se habla ya de Dios como «evidencia», sino como «problema», como «hipótesis-", como algo que tiene que acreditarse aún en la experiencia de la humanidad, en la vida de la iglesia y en el sentir de los cristianos". Y en el ya citado artículo de 1965, «El Dios de la esperanza», se insiste en la dimensión de futuro esencialmente inherente al concepto de Dios. Desde entonces, la insistencia en el futuro ha pasado a ser la nota dominante de su teología. Este dato condujo a algunos críticos a preguntarse si se dan dos épocas en su proyecto teológico-filosófico: una primera, caracterizada por la insistencia en la evidencia de la revelación de Dios en la historia", y una segunda fase, en la que se pasa a acentuar el carácter problemático, abierto e hipotético de esa realidad a la que llamamos Dios. Pensamos que no sería exacta esta división en épocas. En realidad, ya en La revelación como historia expresaba su profunda
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convicción de que nadie puede acceder al conocimiento de Dios apoyándose sólo en su propia razón y fuerza'? Y en 1962, sólo un año después de haber publicado La revelación como historia, insiste en el carácter problemático que acompaña a lo divino en la historia de las religiones". Incluso J. Moltmann prefirió dejar abierta la cuestión de si las ideas expresadas en «El Dios de la esperanza» -artículo que pertenecería a la supuesta segunda época- significan un progreso en relación con La revelación como historia, o son propiamente el sentido de las tesis allí expuestas". Personalmente nos inclinamos por lo segundo y pensamos que ésta sería también la opinión de Pannenberg. Sin embargo, a pesar de que no se pueda hablar de dos épocas, es evidente que su lenguaje y su pensamiento han evolucionado. A partir de 1965, su lenguaje es menos asertivo, aunque no menos seguro. En La revelación como historia la increencia era atribuida a la ceguera o a la mala voluntad. La verdad del cristianismo era presentada de forma tan apodíctica que el no creyente se veía casi emplazado a explicar por qué no se rinde a la evidencia. En cambio, a medida que se fue adentrando en otros campos del conocimiento humano, sus formulaciones se fueron haciendo más modestas. La evidencia fue dejando paso al carácter problemático. La pregunta es si el nuevo giro significaba, como hemos insinuado, sólo una suavización de las formulaciones, o respondía a algo más profundo. Una cosa es cierta: Pannenberg mismo no ha perdido la seguridad. Nada parece haberse tambaleado en su interior. Como teólogo cristiano, está convencido de la existencia de Dios. Es más: cree que todo teólogo debiera estarlo. La teología problemática, que aparece eri él a partir de 1965, no significa, pues, que Dios mismo se le haya convertido en problema. Pannenberg distingue entre el convencimiento personal del teólogo, que debe ser total, y las formulaciones en las que expresa ese convencimiento. Estas últimas, aunque deben ser firmes, no deben ser dogmáticas ni cerradas. Sólo las afirmaciones de cuya verdad estamos seguros, sostiene, pueden convertirse en objeto de discusión. Si se renuncia al carácter problemático de las afirrnacio-
53. Cf. Wissenschaftstheorie und Theologie, cit., p. 407, n. 101. 54. Ibid. 55. «Im Fegefeuer der Methode... », cit., pp. 4-10, cita, p. 10. 56. Pannenberg llega a preguntarse si, dado el carácter histórico de la revelación, no se podría exigir que el historiador profano descubra la revelación de Dios en Jesús de Nazaret. Cf. Grundfragen systematischer Theologie, vol. 1, cit., pp. 67, 89, n. 19. Se trató entonces de una pregunta que causó notable desconcierto. Era una forma algo provocativa de insistir en la evidencia de la revelación. Muchos años después, en 1992, Pannenberg recupera, si lo entiendo bien, aquella provocación. En diálogo con K. Lowith, que había afirmado que «Ningún historiador puede, en cuanto tal, reconocer en el Jesús histórico al Hijo de Dios y al segundo Adán», Pannenberg replica: «Desde una perspectiva increyente puede que la afirmación de Lowith sea correcta. Pero, desde luego, no es una descripción apropiada de lo que siente la conciencia cristiana, que de ninguna manera puede otorgar validez a semejante afirmación... » (<
57. Cf. Offenbarung als Geschichte, cit., p. 128. 58. W. Pannenberg, «Erwagungen zu einer Theologie der Religionsgeschichte», en Íd., Grundfragen systematischer Theologie, vol. 1, p. 289. 59. J. Moltmann, «Antwort auf die Kritik der Theologie der Hoffnung», en W.-D. Marsch (cd.), Diskussion über die «Theologie der Hoffnung», Chr. Kaiser, München, 1967, p. 222, n. 19.
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nes teológicas, se renuncia también a su pretensión de verdad. Pannenberg reconoce que el descubrimiento de que la defensa de las afirmaciones firmes es inseparable de su problematicidad ha sido importante para él. Si se eliminase el carácter problemático de las afirmaciones teológicas, éstas quedarían expuestas al reproche de que se reducen a algo meramente subjetivo y emocional, carente de realidad objetiva". Hay, pues, que aceptar las reglas del juego: para ser admitido en el concierto de las demás ciencias es necesario someterse a su mismo estatuto epistemológico. Las afirmaciones cristianas sobre Dios deben ser expuestas como hipótesis precisamente porque, de suyo, son asertóricas y no problemáticas. Consciente de que, mientras dure la historia, no se cerrará el debate sobre Dios, el teólogo no debe cerrarse a ese debate. Debe configurar sus axiomas de tal forma que sea posible dialogar y discutir sobre ellos. De hecho, Pannenberg es uno de los interlocutores teológicos más apreciados por aquellas filosofías que aún defienden la necesidad de seguir reflexionando sobre el hecho religioso. Pero retornemos, para concluir este apartado, a la tesis de la discordia. Treinta años después de los acontecimientos que hemos narrado, en 1988, Pannenberg dedicó un denso capítulo, en el primer tomo de su imponente Systematische Theologie, al tema de la revelación de Dios. Como en 1961, Pannenberg continúa defendiendo la automanifestación de Dios. Dios sólo puede ser conocido porque él mismo se da a conocer'". No es el hombre quien, con su propia fuerza, penetra en el misterio de Dios. Sólo Dios abre la puerta. Y lo hace indirectamente. Dios nunca llega directamente al receptor. El cristianismo no vive de teofanías directas. Dios sólo se manifiesta indirectamente, a través de sus obras, en la historia. Era la primera de las siete tesis dogmáticas sobre la revelación, que Pannenberg continúa manteniendo. La segunda tesis situaba la revelación al final de los tiempos. Éste era su tenor: «La revelación no tiene lugar al comienzo, sino al final de la historia revelante-". Es el carácter escatológico de la revelación. Pero, en este momento, sólo deseamos informar de que Pannenberg, además de depurar hasta extremos increíbles la terminología sobre la revelación y profundizar en el análisis histórico, exegético y 60. M. Fraijó, op. cit., p. 272. 61. CE. Systematische Theologie, vol. 1, cit., pp. 212 ss. 62. CE. Offenbarung als Geschichte, cit., p. 95.
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teológico -mucho más allá de lo logrado en 1961-, introduce dos matizaciones de hondo calado. La primera afecta directamente a la tesis de la discordia. Recordemos que, según aquella tesis, no era necesario el recurso a la fe ni al Espíritu Santo para descubrir la revelación de Dios en la historia. Todo el que tuviera ojos para ver podía descubrirla. Más tarde, en 1988, Pannenberg insiste en que él habló de la evidencia de los acontecimientos en los que Dios revela su divinidad «en el contexto histórico de las tradiciones». La historia es también siempre historia de las tradiciones. Si se hubiera prestado la debida atención a esta precisión, advierte con razón, se hubieran evitado algunos malentendidos. Obviamente, Pannenberg sabía en 1961, y sabe hoy, en 2003, que la existencia de Dios no es evidente. No era ése el sentido de la tesis. Tampoco pretendió devaluar la función del Espíritu ni quiso afirmar que sólo la historia, y no la palabra, revela a Dios. Su intención fue destacar que el Espíritu no era una instancia complementaria y separada de la revelación escatológica de Dios en Jesucristo. No es que primero se dé la revelación y después sea necesario el Espíritu para comprenderla. Es que ya la misma revelación, que culmina en la resurrección de Jesús, es obra del Espíritu. Eso sí: Pannenberg concede que no prestó suficiente atención al hecho de que, dado el carácter proléptico, anticipativo de la revelación de Dios en Jesucristo, ésta estaba sujeta a la precariedad del conocimiento humano y a la duda que acecha siempre al creyente. Reconoce que concedió menos espacio del que hubiera sido necesario a la posibilidad de la duda-'. La segunda matización se refiere a la función de la Palabra de Dios en la revelación. La teología dialéctica acusó a Pannenberg de minusvalorar la Palabra al centrar la revelación en los acontecimientos históricos. La provocación que en 1961 supuso el título La revelación como historia queda ahora, en 1988, convenientemente desactivada mediante la formulación La revelación como historia y como Palabra de Dios'". Si éste hubiera sido el título de la publicación de 1961, tal vez nunca se hubiera producido la conmoción que sacudió a la teología de aquellos años. Pero nos hubiésemos visto privados del debate teológico más importante de la segunda mitad del siglo xx. Las unilateralidades, cuando son geniales, son también fecundas. 63. CE. Systematische Theologie, vol. 1, cit., pp. 273 s,
64. lbid., pp. 251 ss,
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El Pannenberg actual piensa que no existe contradicción entre revelación por la historia y revelación por la Palabra. Y ello por dos razones. Primero porque las diversas tradiciones bíblicas sobre la Palabra de Dios son parte integrante de la autorrevelación de Dios a través de su actuación histórica. Y, en segundo lugar, porque la expresión «Palabra de Dios» puede ser considerada como característica recapituladora de la revelación. Pannenberg otorga ahora mayor fuerza (starkeres Profil) que en 1961 a la función de la Palabra en el camino hacia la fé s. Aquella fecunda unilateralidad de juventud ha ido preparando la síntesis de la madurez. El tránsito de la evidencia al carácter problemático, en el sentido que hemos expuesto, afecta también a la dogmática. La teología, insiste una y otra vez Pannenberg, es «ciencia sobre Dios». Sólo Dios es el horizonte último y constitutivo de todos los temas teológicos. Y la responsabilidad de hablar de Dios recae sobre la dogmática. Las demás disciplinas teológicas lo son en la medida en que participan de la tarea de la dogmática. Y algo muy importante: por supuesto, los dogmas no se deben imponer por la fuerza; pero tampoco se deciden sólo por consenso de los creyentes. La «recepción» ha sido y es muy importante en la historia del cristianismo; pero la verdad cristiana no se decide sólo por consenso. El criterio del consenso puede ser incluso expresión de pereza intelectual, de cornodidad'". Los dogmas son resúmenes abreviados de los contenidos centrales de la Escritura. En este sentido, ni se deciden por consenso ni agotan el contenido de la Escritura. De ahí su carácter «provisional». Pannenberg insiste, como K. Barth, en que el dogma es «un concepto escatológico». Sólo la revelación definitiva de Dios, al final de la historia, nos introducirá por completo en la verdad que los dogmas pretenden expresar de una forma provisional. Sólo Dios posee competencia definitiva para mostrarnos la verdad de su actuación en la historia: «ni el contenido ni la verdad del dogma -sostiene Pannenberg- se fundamentan en el consenso de la iglesia-F. Ese contenido permanecerá, mientras dure la historia, discutible, problemático. De ahí la necesidad de recurrir a la argumentación. El cristiano la necesita para otorgar valor intersubjetivo a su fe. No basta con apelar a la experiencia personal. «Ninguna verdad -enfatiza
65. Ibid., p. 274. 66. Ibid., p. 22. 67. lbid., p. 26.
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Pannenberg- puede ser sólo subjetiva-P. Tampoco es suficiente la huida al compromiso, ni es posible refugiarse en el fideísmo. Cualquiera de estas opciones indicaría que se desconfía de las auténticas posibilidades de convicción del cristianismo. Pannenberg es, sin embargo, consciente de que hay quien cree sin razones ni argumentaciones: «Hay personas que creen incluso sin fundamento. Pero ciertamente esto está lejos de ser teología-s". Eso sí: toda argumentación en favor del cristianismo debe ser consciente de que sólo Dios, al final, decidirá sobre la verdad de nuestras formulaciones dogmáticas. En sí dichas articulaciones no son evidentes ni lógicamente necesarias. Son, de nuevo, hipotéticas, abiertas. Y es que, en último término, son anticipaciones de la verdad definitiva reservada sólo a Dios. Y precisamente el término «anticipación» nos conduce al último apartado de esta presentación.
6. A la espera del final «En el ámbito del pensamiento -dejó escrito Heidegger- es mejor no hablar de Dios». Se tiene la impresión de que Pannenberg colocó esta frase en su despacho y se propuso rebatirla día a día. Su gran pasión ha sido, y continúa siendo, mostrar -no «demostrara-e- la plausibilidad de Dios. Muchas torpezas acumuladas hicieron que Dios saliese malparado de la Modernidad. Entre razón y fe parecía abrirse un abismo. Muchos cristianos dieron por perdida la batalla del pensamiento y se refugiaron en la emoción, la liturgia y el compromiso. Se trataba, sin duda, de buenos y nobles destinos; pero el Areópago quedaba vacío. H. Gollwitzer afirmaba: el cristiano sólo puede «asegurar, pero no probar». A la luz de esta rendición generalizada en el ámbito de la razón, hay que situar la irrupción de Pannenberg. Se ha propuesto reclamar una herencia que, con toda razón, considera genuinamente cristiana. En efecto: al comienzo de su historia, el cristianismo optó por el Lagos. Y se trató de una opción sostenida brillantemente a lo largo de los siglos. Tampoco el siglo xx, piensa Pannenberg, debe claudicar en este ámbito. Su advertencia va dirigida principalmente al mundo protestante; la teología católica no ha protagonizado renuncias tan
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tu«, p. 60. Cf. Systematische Theologie, vol. 2, cit., p. 326.
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espectaculares a lo racional como el pietismo protestante o incluso como Barth o Bultmann. El catolicismo aceptó casi siempre de buen grado los humildes servicios de la razón. Y es lo que Pannenberg ha intentado: concertar una cita con la razón y acudir, con humildad, a ella. Y, cuando se acude a la razón, el discurso sobre Dios queda en eso: en problema, en hipótesis, en futuro. Lo hemos dicho en el apartado anterior; pero ahora, para terminar, debemos relacionarlo brevemente con el armazón de la teología pannenberguiana. La gran dificultad para hablar responsablemente de Dios, como se ha propuesto Pannenberg, es la siguiente: Dios, garante último de sentido, tiene que ver con la realidad total; pero esa realidad no está aún concluida, está en camino, no ha llegado a su término. No sabemos si, al final, saldrán las cuentas. Dicho de otra manera: no sabemos si triunfará el sentido o el sinsentido. La última palabra sobre Dios sólo se podrá, pues, pronunciar al final de la historia. Sólo ese final, insiste Pannenberg con su maestro Dilthey, permitirá pronunciamientos definitivos. Mientras tanto, dado el carácter abierto, inconcluso, fragmentario, de la historia y del hombre, se impone la humildad, la provisionalidad y, por supuesto, la tolerancia. La ausencia de tolerancia, el afán de erigir y contraponer precipitadamente absolutos, condujo a las guerras de religión, sobre cuyas desastrosas consecuencias para el futuro de la religión en general y del cristianismo en particular Pannenberg ha escrito páginas muy valiosas. Pero équé hacer hasta que llegue el final de la historia? ¿Hay que enmudecer sobre Dios? Nuestro teólogo vislumbra una salida airosa: anticipar el final de la historia. La categoría «anticipación» es crucial en su pensamiento. Sin ella, reconoce, no habría sido posible su nuevo concepto de revelación. La estructura anticipativa es fundamental en todo proceso cognoscitivo. El conocimiento avanza anticipando resultados. Sólo en preguntas banales es posible vivir sin un proyecto anticipativo de respuesta. Las preguntas fundamentales, en cambio, contienen siempre, prolépticamente, una posible respuesta. Pannenberg concluye: «vivir anticipando el futuro es un rasgo fundamental y universal del ser humano»?". Pero écómo se anticipa el futuro, el final de la historia? ¿Tal vez imaginándolo? De ningún modo. Ese final ha
70. «Über historische und theologische Herrneneutik», en Grundfragen systematischer Theologie, vol. 1, cit., p. 157; d. también «Stellungnahme zur Diskussion», en J. M. Robinson y J. B. Cobb (eds.), op. cit., p. 332.
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quedado «provisionalmente» anticipado porque a uno de los nuestros, a Jesús de Nazaret, le ha ocurrido ya lo que para el resto de la humanidad aún es futuro: ha resucitado de entre los muertos. Se ha rasgado el velo. Sabemos lo que ocurrirá al final: se repetirá, a escala universal, lo que ha acontecido ya a Jesús de Nazaret. Jesús ha anticipado el final, pero no es el final. El final, la resurrección universal, pertenece aún al futuro. Un futuro «limitadamente» abierto, ya que en él no ocurrirá nada cualitativamente nuevo. Nuestra resurrección no poseerá ninguna cualidad distinta de la resurrección acontecida ya en Jesús. Pero se trata sólo de una anticipación provisional (vorlaufig). Jesús sigue estando incompleto, ya que le falta la unión definitiva con la humanidad. En este sentido, Jesús no ha alcanzado aún su meta definitiva. Sigue teniendo futuro. Su futuro es la resurrección de la humanidad, que la suya ha anticipado. Y algo teológicamente muy importante: Jesús no tiene un significado meramente ejemplar. Es decir: no sólo resucitaremos como Jesús, sino en él. Y ahora sí, ahora es posible hablar de Dios. Estamos seguros de que Dios concluirá bien su trabajo porque poseemos ya un «resultado». Lo ocurrido en Jesús ofrece confianza. El final será bueno. Y, conocido el final de la realidad, al que iba vinculada la posibilidad de hablar de Dios, podemos ya quebrantar el silencio. Sólo queda un «pequeño» problema: ¿y si Jesús no hubiese resucitado? Huelga decir que el «sistema» teológico pannenberguiano saltaría hecho añicos. De ahí el enorme cúmulo de energías que ha dedicado al tema. La falta de espacio nos impide acompañar a Pannenberg en su despliegue argumentativo en favor de la resurrección de Jesús. Pero hay que decir que, aunque tal vez con excesivo optimismo -término que él rechazaría-, ha acumulado buenas razones en favor del acontecimiento central del cristianismo. Ante un lector atónito van desfilando cientos de páginas dedicadas a evaluar los argumentos antropológicos, históricos, exegéticas y teológicos. Y es que Pannenberg lo tiene perfectamente claro: «sin la fe en la resurrección de los muertos y en la resurrección de Cristo, el cristianismo, antes o después, desaparecerfa»?'. La resurrección es el sí de Dios a Jesús. Es ella la que, retrospectivamente, muestra que Jesús tenía razón. Sin ella, la pretensión de autoridad de Jesús, reflejada en sus palabras y obras, habría quedado sumida para siempre en una acuciante ambigüedad.
71.
M. Fraij6,
op. cit., p. 283.
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Una ambigüedad reforzada por el género de muerte ignominioso al que fue sometido. Definitivamente: sólo la resurrección muestra que sus contemporáneos no tenían razón al acusarlo de blasfemo. Sólo ella muestra que Dios estaba en Jesús. La insistencia en la historicidad de la resurrección de Jesús como anticipación de la resurrección universal fue sin duda uno de los puntos más conflictivos del nuevo programa teológico de La revelación como historia. De hecho, Pannenberg reconoce que «el círculo de Heidelberg» se rompió por este motivo: El grupo de Heidelberg [...] es verdad que fracasó [...] al no ponerse de acuerdo sobre el alcance de la historicidad de la resurrección de Jesús parala teología cristiana.A algunos miembros de este grupo les pareció que teniendo en cuenta la mentalidad secular de nuestro tiempo, la historicidad de la resurrección de Jesús era una base demasiado insegura para la teología y para la fe cristianan. La impresión generalizada de los críticos de La revelación como historia era que Pannenberg convertía la resurrección de Jesús en un hecho históricamente evidente, ante el que incluso el historiador profano debía rendirse. Sin embargo, en 1986, sostenía Pannenberg que nunca fue ésa su intención: Ni siquiera en 1961 me hice la ilusión de que fuese posible una prueba histórica de la resurrección de jesús que, por así decir, impidiese que, en adelante, el historiador dudase de ella. Al cristiano no le puede sorprender que la resurrección de Jesús, igual que la realidad de Dios, siga siendo tema controvertido (strittig) hasta el final de la historia. Se trata más bien de algo que se sigue del contenido escatológico mismo de este acontecimienro". A lo que Pannenberg no está dispuesto a renunciar es a la pretensión de historicidad del acontecimiento pascual. Considera que, si se trató de un hecho ocurrido en un tiempo y en un espacio determinados del pasado, sería una «contradicción lógica» renunciar a su «pretensión» de historicidad. Pannenberg llega incluso a ser altamente severo: Quien habla de la resurrección de Jesús como de un hecho ocurrido en este mundo, como lo hace la fe cristiana y, al mismo tiempo, 72. Ibid., pp. 281 s. 73. Ibid., p. 282.
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renuncia a la pretensión de historicidad para tal acontecimiento, no sabe lo que dice?". Y, con la misma severidad, señala: Quien, por el contrario, sólo ve en la resurrección de Jesús una expresión gráficadel lenguaje cristiano para destacar el significado de la muerte de Jesús, no comparte la fe de la iglesia y no debería aparentar que la comparte". Es precisamente la fe en la resurrección de los muertos y en la resurrección de Jesús lo que confiere al cristianismo la fuerza interior necesaria para defender el significado único de Jesús frente a las cosmovisiones profanas y frente a las religiones universales que le hacen la competencia. Pannenberg sostenía, en 1986, que él nunca ha modificado su posición sobre la historicidad de la resurrección de Jesús. Unos años antes, en 1981, declaraba (no sé sí con ironía o amargura): [oo.] por otra parte, tanto entre los que comparten conmigo la fe cristiana, como entre los compañeros profesores de teología, apenas se encontraría alguno que estuviera dispuesto a sostener, con el señor Lapide y conmigo, que la resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico",
Yen 1991 mostraba su extrañeza ante el hecho de que W. Kasper le reprochase que para mantener su «concepción histórica» se veía «obligado» a convertir la resurrección en un acontecimiento históricamente demostrable. ¿Obligado?, se pregunta Pannenberg. Y recuerda a Kasper que toda la tradición cristiana, hasta el siglo XVIII, consideró la resurrección de Jesús como un hecho histórico". Tal vez pueda resultar iluminadora la comparación que el mismo Pannenberg establece entre la crucifixión y la resurrección. La frase «Jesús fue crucificado bajo Poncio Pilato» es una afirmación histórica «cuya pretensión de verdad debe ser juzgada según los criterios históricos normales». En cambio, la afirmación «Jesús ha resucitado 74. Ibid. 75. Ibid. 76. W. Pannenberg, «[udentum und Christentum: Das Besondere des Christenturns», en Íd., Beitrdge zur systematischenTheologie, vol. 1, Vandenhoeck & Ruprecht, Gottingen, 1999, p. 283. 77. Cf. Systematische Theologie, vol. 2, cit., n. 324.
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de entre los muertos» es más compleja, puesto que presupone la posibilidad de la resurrección de los muertos. De ahí que esté destinada a permanecer controvertida (strittig) hasta que la resurrección de los muertos se convierta en una experiencia general. Ambas afirmaciones deben, pues, ser calificadas de históricas. Sólo que la segunda, al presuponer un horizonte experiencial diferente (y ausente aún) encierra un mayor grado de problematicidad". Por lo demás: «la afirmación de la historicidad de un acontecimiento no incluye que lo afirmado sea tan seguro que no sea posible seguir discutiendo sobre su realidad»?", Pannenberg acepta, con Moltmann, que «histórico» no equivale a «históricamente demostrable», sino que sólo significa «realmente acontecido». Y se pregunta: «éexiste algo hasta tal punto demostrable históricamente que esté por encima de toda duda?»80. A lo que Pannenberg nunca se mostró dispuesto, ni en La revelación como historia ni en sus posteriores publicaciones, es a otorgar honores exclusivos al horizonte secular. Posible históricamente es, también, lo que es posible para Dios. En 1994, año de su jubilación, en confrontación con G. Lüdernann'", rechaza «el camino de la adaptación a la concepción profana de nuestra cultura secularista». Desde esta comprensión secular de la realidad, compartida según Pannenberg por la mayoría de los teólogos, las apariciones del resucitado serán consideradas como expresión de la fantasía de los primeros cristianos, y las tradiciones sobre la tumba vacía serán vistas como una leyenda posterior. También rechaza «el camino del compromiso» consistente en sostener que Jesús ha resucitado, pero sin que se trate de un acontecimiento histórico, sino de una realidad perteneciente a otro orden de cosas". y es que tanto las apariciones del resucitado como el hallazgo de la tumba vacía juegan un importante papel en su argumentación en favor de la resurrección de Jesús. Considera, por ejemplo, que difícilmente se podía anunciar la resurrección en Jerusalén si los destinatarios de este mensaje conocían el lugar donde estaba enterrado el
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cadáver de Jesús. Con todo, el principal apoyo bíblico -para Pannenberg y para toda la teología contemporánea- es 1 Ca 15, 3-5. La antigüedad y sobriedad de este texto, carente de ornamentación literaria y de aparente intención apologética, constituyen el aval bíblico más fiable en favor de la resurrección de Jesús. Pero existen otros argumentos previos de crucial importancia que sólo es posible enumerar". Ante todo el argumento antropológico: el ser humano espera más allá de la muerte. La fe en la resurrección es la respuesta humilde y esperanzada a tan fundamental inquietud antropológica. A él se une el argumento de la tradición: la resurrección pudo ser considerada como histórica porque se inscribía en un horizonte, el apocalíptico, familiarizado con la posibilidad de la resurrección universal de los muertos al final de los tiempos. Pablo lo expresa claramente: «Porque, si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado» (1 Ca 15, 16). Finalmente debemos aludir al argumento del lenguaje: Pannenberg distingue entre la realidad de la resurrección y la forma en que se habla de ella. De la «realidad» no tenemos experiencia. Esto explica que recurramos al lenguaje metafórico, como hizo Pablo. Para que un acontecimiento sea histórico se requieren cauces lingüísticos aptos para expresarlo. Si la resurrección de Jesús fuese completamente inefable, no sería posible hablar de su historicidad. Pero el lenguaje metafórico viene en nuestra ayuda. La metáfora apropiada es la del «despertar del sueño», empleada por la apocalíptica", De esta forma, mediante la anticipación del final de la historia, acaecido en la persona de Jesús resucitado, cree Pannenberg poder dar respuesta a Dilthey y a todos los filósofos que, ante la imposibilidad de abarcar la totalidad de la realidad, optan por un resignado relativismo. Jesús resucitado es la gran anticipación (die grosse Prolepse) del final de la historia que hace posible hablar responsablemente de Dios. Pannenberg sabe que la oferta de sentido del cristianismo se desvanece si los muertos no resucitan. De ahí que haya empleado
Cf. Systematische Theologie, vol. 1, cit., p. 66. Cf. Systematische Theologie, vol. 2, cit., p. 404. 80. Ibid., n. 115. 81. G. Lüdemann, Die Auferstehung Jesu. Historie, Erfahrung, Theologie, Van. denhoeck & Ruprecht, G6ttingen, 1994. 82. W. Pannenberg, «Die Auferstehung ]esu - Historie und Theologie», en íd., Philosophie, Religion, Offenbarung... , pp. 308 s.
83. W. Hamilton, «Die Eigenart der Theologie Pannenbergs», en ].M. Robinson y]. B. Cobb (eds.), op. cit., pp. 233 ss. 84. Cf. W. Pannenberg, «Dogmatische Erwagungen zur Auferstehung jesu», en Íd., Grundfragen systematischer Theologie, vol. 2, cit., p. 168, n. 4, donde se sugiere la posibilidad de hacer extensivo el significado de la palabra «vida» a la vida después de la muerte, a la propia existencia resucitada. Tal concepto de vida no sería empíricamente controlable, pero su intención no sería metafórica. De esta forma no sería la metáfora el único recurso para evocar la resurrección. Cf. ahora Systematische Theologie, vol. 2, cit., pp. 387 s.
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78. 79.
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tanta energía en hacer plausible la fe en el acontecimiento pascual. Queda así abierto el camino para hablar de Dios en medio de la contingencia y finitud que caracterizan la historia humana. Eso sí: siempre de forma provisional, problemática e hipotética, ya que vivimos en el fluir de los acontecimientos y sometidos a dolorosas secuencias de negatividad".
7. Epílogo
La obra de Pannenberg exige un gran esfuerzo intelectual. Para comprenderla son necesarios conocimientos de diversas disciplinas. Por eso tal vez nunca será un best-seller. Pero eso sí: es posible que, cuando algunos best-seller actuales ya no se lean, personas preocupadas por acceder a un cuadro inteligible del mundo acudan a los difíciles textos de este gran pensador. Los más interesados por la teología dogmática se adentrarán en campos que aquí no ha sido posible abordar como la creación, la trinidad, la iglesia, los sacramentos, o el reino de Dios. Otros, como se ha hecho en estas páginas, preferirán contemplar el surgimiento y los avatares históricos a los que se ha visto sometido este poderoso sistema filosófico-teológico. Nos ha parecido más apropiado para una presentación general de su pensamiento. Siempre se ha reprochado a este pensador que de su teología no brotan impulsos prácticos y transformadores. Gráficamente se ha dicho que está más cerca de Hegel que de Marx. Puede que haya algo de verdad en ello, a pesar de los muchos trabajos que ha dedicado a la ética, a la política y a la actuación de los cristianos en el mundo. Con todo, tiendo a pensar que no sería difícil identificar dichos impulsos en esta teología filosófica. Eso sí: no están tan apasionadamente explicitados como en Moltmann, Küng o Metz. Y, naturalmente, todo dependerá de lo que se entienda por impulso práctico. Personalmente encuadraría dentro de la esfera de lo práctico la preocupación pannenberguiana por el conocimiento del cristianismo. Pannenberg teme que la teología y la predicación se ocupen cada vez más de temas
85. Sobre el tema de la negatividad y la teodicea d. páginas tan logradas como las de Systematische Theologie, vol. 2, cir., pp. 189-201, Yvol. 3, Vandenhoeck & Ruprecht, G6ttingen, 1993, pp. 677-694; d. también W. Pannenberg, «Die christlichc Deutung des Leidens», en Id., Natur und Mensch... > cit., pp. 246-253.
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profanos y marginen lo específicamente cristiano. Le preocupa que cristianos que abnegadamente están en todos los frentes y contribuyen a solucionar los problemas de la sociedad se queden mudos si alguien les pregunta qué es el cristianismo. Se objetará, tal vez, que esto no es un impulso práctico. Es posible. Pero, práctico o no, parece importante. El futuro de la fe cristiana consiste, también, en que sigamos sabiendo qué es el cristianismo. Las tareas de fundamentación, a las que Pannenberg ha dedicado su vida, son irrenunciables. Hoy, desde el fecundo retiro de su jubilación, puede mirar serenamente hacia atrás: el trabajo realizado ha sido muy bueno. Por último: a este modesto estudioso de Pannenberg le han impresionado especialmente las palabras con las que concluye la presentación del tercer volumen de su Systematische Theologie: «Ante todo doy gracias a Dios que, día tras día, me ha ido dando la fuerza necesaria para llevar a cabo esta obra [oo.] cuya única finalidad es servir, en la medida en que lo permitan mis escasas fuerzas, a su gloria ya su verdad-", Un gran talento, unido a la honda espiritualidad que reflejan estas palabras, han dado origen a la brillante y original obra teológica que he intentado presentar.
86. Cf. Systematische Theologie, vol. 3, cit., p. 12.
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PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS
1.
2.
«El cristianismo ante el enigma del mal. Carta a un amigo increyente (Homenaje a Javier Muguerza)», inédito. «La resurrección de Jesús desde la filosofía de la religión», en M. Fraijó,
x. Alegre y A. Tornos, La fe cristiana en la resurrección, Cuadernos Fe y SecularidadlSal Terrae, 1998, pp. 9-32.
3.
«Jesús y la libertad», en AA.VV., Jesús de Nazaret, Perspectivas, PPC, Madrid, 2003, pp. 103-125.
4.
«El compromiso de Jesús con la sociedad»: Biblia y Fe 76 (2000), pp. 75-99.
5.
«Realidad de Dios y drama del hombre», Fundación Santa María, Madrid, 1985.
6.
«Dios: éproblema o rnisterio?», en X. Quinzá Lleó y J. J. Alemany Briz (eds.), Ciudad de los hombres, Ciudad de Dios. Homenaje a Alfonso Álvarez Bolado, S.]., UPC, Madrid, 1999, pp. 265-288.
7.
«Satán en horas bajas», Cuadernos Fe y SecularidadlSal Terrae, Bilbao, 1993.
8.
«Rudolf Otto: pautas para la lectura de 'Lo santo'>" publicado como prólogo a la edición del Círculo de Lectores de Lo santo, Barcelona, 2000, pp. 13-37.
9.
«Wolfhart Pannenberg: fe y razón», inédito.
J07
ÍNDICE DE AUTORES CITADOS
Abella Maeso, M. J.: 46 Adorno, Th. W.: 67,70,84,86,175, 185,287 Aguirre, R.: 132 Agustín de Hipona: 41, 44,63,73,75, 83, 118, 138, 165, 186s, 190, 199, 220,230 Albertz, R.: 254 Alegre, X.: 67 Alejandro de Hales: 35 Alemany, J.]': 38 Althaus, P.: 96, 224 Álvarez, F.: 23 Álvarez Bolado, A.: 17, 181,205 Alvilares, J.: 192 Ambrosio de Milán: 118,230 Anaxágoras: 118 Andreu, A.: 52 Anselmo de Canterbury: 35, 161, 170, 199 Antiseri, D.: 173 Aramayo, R. R.: 23s Aranguren,]. L. L.: 26,53,55, 70, 72, 83, 100-103 Arenas, L.: 193 Arendt, H.: 14, 141, 148 Aristóteles: 82, 199 Assmann, H.: 162
156s, 161, 165, 172, 192,223, 251,255,258,261, 272ss, 279, 283,287,289,296,298 Baudelaire, c. 222, 245 Baumann, R.: 198 Belli, G.: 50 Ben-Chorin, S.: 64, 124 Benjamin, W.: 15,35, 60, 69s, 85s, 113,175,185,189 Bentham, ].: 87 Benz, E.: 255ss Berger, P.: 71, 155s, 267 Berlin, 1.: 109, 118 Bermudo, J. M.: 43 Bernabé, A.: 76 Bernardo de Claraval: 224 Biallowons, H.: 61 Blanch, A.: 27 Blázquez, F.: 72, 101 Bloch, E.: 14, 27s, 45, 47, 72, 77, 86, 92, 114s, 138, 145ss, 153, 164, 174,177,185,189,215-217,241, 244,291 Bloy, L.: 41s, 144 Blumenberg, H.: 55 s, 63, 119, 120121, 203 Blumenthal, D. R.: 53ss Boeke, R.: 257 Bolin, W.: 162 sen, H.: 142 Bonhoeffer, D.: 26, 37s, 56s, 62, 112s, 154, 171, 242
Bacht, H.: 278 Bacon, F.: 166 Barth, K.: 26, 30, 44, 56, 74, 80, 145,
309
JESÚS Y EL JUDAISMO
Borges, J. L.: 146 Bornkamm, G.: 131 Braaten, C. E.: 278 Brandon, S. G. F.: 133 Braun, H.: 115, 131, 134, 164,225 Brocke, M.: 49 Brown, P.: 118 Brunner, E.: 114 Brunner, P.: 278 Bruno, G.: 34 Buber, M.: 28, 114, 195 Buenaventura: 199 Bultmann, R.: 80,93,95,98, 102, 114,131,175,178,215,224-225, 234,247, 254s, 272s, 275, 279, 287,289,298 Buss, M.: 291 Busto, J. R.: 227 Byron, lord: 211, 216 Cabada Castro, M.: 161 Cabria,]. L.: 55 Calvino, J.: 155 Campenhausen, H. von: 277 Camps, V.: 70 Camus, A.: 91, 146, 161, 167, 177, 190 Carmichael, J.: 133 Caro Baroja,].: 215 Casaldáliga, P.: 19 Cassirer, E.: 27 Celso: 93 Cerezo Galán, P.: 46 Cervantes, M. de: 139 Cioran, E. M.: 207s, 210 Clemente de Alejandría: 44 Cobb, J. B.: 278, 291, 298, 303 Colpe, c., 264 Cornte, A.: 144, 185 Conzelmann, H.: 131,290 Copleston, F.: 196 Crossan,]. D.: 123, 132 Cusano (v. Nicolás de Cusa) Dante: 211, 216 Delling, G.: 78s, 99 Derrida, J.: 265 Descamps, A.: 95 Descartes, R.: 199,204,211 Deschner, K.: 24s, 41 Díaz, J.: 24
Díez Macho, A.: 234 Dilthey, W.: 34,59, 101, 193,267, 272, 287s, 298, 303 Dodds, E. R.: 140s Diille-Oelmüller, R.: 26 Domínguez, A.: 47, 110 Dostoievski, F. M.: 16, 106-107, 167, 190 Du Bos, c. 208 Duch, Ll.: 38 Dulles, A.: 278 Duque, F.: 252 Duquoc, c., 122, 184 Ebeling, G.: 39, 93s, 169,284 Ebner, F.: 114 Eckharr, maestro: 182, 195, 199,263 Egido Serrano, J.: 17, 67 Eliade, M.: 77, 89, 152, 154, 197, 265s Engels, F.: 162, 165, 252s Epicteto: 141 Erasmo de Rotterdam: 116s, 130,260 Esquilo: 166 Estrada,]' A.: 23, 31,65,70 Eusebio de Cesarea: 130 Fackenheim, E.: 49s Ferndt, L.: 251 Ferrater Mora, J.: 12s Feuerbach, L.: 62, 86, 158, 161, 162165, 166, 184,200,203, 252s, 255,265,269,285 Fichte, J. G.: 101 Fierro, A.: 103, 133, 192 Fink, E.: 147, 183 Floristán, c.: 64s, 89 Flusser, D.: 134 Fraijó, M.: 17,24,27,35,41,44,59, 64~67, 69,77, 80, 89, 131, 13~ 142s, 174, 193s, 202, 205, 272, 287, 294, 299s Frank, F. R. von: 257 Frazer, J. G.: 89,209-210 Freyne, S.: 132 Freud, S.: 86, 155, 162, 165, 184,203 Fries, H.: 261s, 278 Fromm, E.: 117,125 Fuchs, E.: 290 Funk, R. W.: 132
.110
INDICE DE AUTORES CITADOS
Gadamer, H.-G.: 106, 128 García Alonso, M.: 24 García Gual, c. 81, 138 García Murga,]. R.: 61 García-Santesmasés, A.: 24, 26, 31s, 75 Gesché, A.: 44, 185 Geyer, H. G.: 78s, 99 Gibellini, R.: 251, 272s, 276ss, 286 Gilbert, M.: 51 Gimbernat, J. A.: 153 Ginzo Fernández, A.: 67, 260 Gnilka, J.: 102s, 131 Godofredo de Estrasburgo: 53 Goethe, J. W.: 27, 34, 109, 139, 158, 211,216,220,254,266 Gogarten F.: 114, 157 Gollwitzer, H.: 43, 297 Gómez, c.: 24, 56,70 Gómez Caffarena, ].: 24, 26, 33, 67, 69, 84, 187, 251 González de Cardedal, O.: 252 González Faus, J. 1.: 31,35, 112s, 274 González García, J. M.: 27 González Ruiz, J. M.: 167 Goodman-Thau, E.: 55 Gründler, O.: 221 Guardini, R.: 133, 157 Guijarro, S.: 132 Gutiérrez, F.: 102 Haag, H.: 209, 218s, 221, 224, 226, 229s Habermas,].: 26,35,37, 69, 119ss, 207 Hamann, J. G.: 202 Hamilton, W.: 291, 303 Hamsphire, S.: 109 Háring, H.: 66,83 Háring, Th.: 258 Harnack, A. von: 253-254,255,267, 272 Hartmann, N.: 168, 272s, 275 Haug, H.: 198 Hegel,G. W. F.: 34, 38ss, 117, 119, 130, 137, 144, 152, 154, 158-160, 161s, 166, 170, 174s, 188, 192, 199, 202s, 217, 251, 265s, 272, 277s, 281, 287s, 290, 304 Heidegger, M.: 31, 59, 113, 147, 183ss, 189s, 193, 199,252,297 Hciler, F.: 263
Heine, H.: 146 Helvetius, C. A.: 118 Henrich, D.: 288 Heráclito: 76 Herder, J. G.: 109,202 Herrmann, W.: 263 Hessen, J.: 263s Hick,]': 59, 89, 173 Hirschberger, ].: 101 Hofer, J.: 278 Holderlin, : 217 Hoover, R. W.: 132 Horkheimer, M.: 27s, 69s, 85, 153, 175s, 178, 185, 189,205,283,287 Hospers, J.: 112 Hugo, V.: 139 Hume, D.: 86,203,260 Husserl, E.: 262 Ignacio de Loyola: 130 Imbach,]': 134 Imhoff, P.: 61 jacobi, F. H.: 109 James, E. O.: 77, 89 Jaspers, K.: 37, 122, 138, 143s, 193, 216,272, 275s, 285 Jedin, H.: 220 Jenófanes: 62, 189,201 Jochum, H.: 49 Jodl, F.: 162 Jonas, H.: 41,47,51-53, 54s Juan de la Cruz: 269 Jüngel, E.: 82, 184,225,284 justino: 218 Kant, 1.: 24, 67, 69, 83ss, 111s, 122, 14~ 161, 170, 183, 188, 199, 202s, 208, 261s, 264 Kásemann, E.: 123, 131, 142,225 Kasper, W.: 57, 65, 164, 184,278, 301 Kessler, H.: 46 Kierkegaard, S.: 38s, 63, 117, 129s, 137,153,156, 169, 171, 190, 199, 255,267,269 Kirchgassner, A.: 278 Klaus Müller, A. M.: 280 Klossowski, P.: 208 Kolakowski, L.: 40, 53, 91, 195s, 212, 213-215,216
311
IN DICE DE AUTORES
JESÚS Y EL JUDAISMO
Küng, H.: 24s, 29,42, 50s, 61, 63, 65~ 89,97, 13~ 135, 161, 184, 223,234,257,287,304 Kuschel, K-J.: 134 Kushner, U. S.: 57
Lachelier, J.: 198 Laín Entralgo, P.: 55 Lang, A.: 35 Lapide, P.: 134,301 Laplace, P.-S.: 204 Lehmann, J.: 134 Lehmann, K: 278 Leibniz, G. W.: 13s, 41, 46,65,68, 199,201, 204 Lessing, G. E.: 109, 202 Levi, P.: 195 Lévinas, E.: 43, 88, 145 Lledó, E.: 197 Lohfink, N.: 100 López Fernández, E.: 228 López-Aranguren, E.: 101 Lorenz, F.: 171 Lortz, J.: 220 Lówirh, K: 41, 158s, 173, 184,272, 275ss,292 Lubac, H. de: 106 Lübbe, H.: 205 Lüdemann, G.: 80,302 Luhmann, N.: 145 Lukács, G.: 216 Lulio, R.: 127 Luri Medrano, G.: 138 Lutero, M.: 116s, 138, 155ss, 170, 181s, 190,208,217, 223s, 254, 260, 268s, 282 Lüthi, K: 290 Machado, A: 15, 17, 149,267 Malraux, A.: 152 Mardones, J. M.: 40, 66 Marías, J.: 55 Marina, J. A.: 60 Marquard, O.: 15 Marsch, W.-D.: 293 Martín Velasco, J.: 33, 54, 89, 186s, 227,252,264 Martínez, F. J.: 24 Martínez Camino, J. A.: 284 Martínez Fernández, 1.: 106 Martíncz Gordo, J.: 113,284
Marx, K: 49, 86, 161s, 165-166, 184, 203, 252s, 304 Marxsen, W.: 78-80,91, 98s, 102 Mas Torres, S.: 197 Masiá, J.: 24,65,205 Mate, R.: 41, 66, 77, 90, 162 McAfee Brown, R.: 51 Meier, J. P.: 123, 133 Merleau-Ponty, M.: 40 Merz, A.: 133 Meslin, M.: 264 Metz, J. B.: 41, 44, 50s, 55, 64s, 141s, 175,195,223,304 Mili, J. S.: 87,245 Milton, J.: 211 Mirabeau, conde de: 216 Moisés de León: 54 Moltmann, J.: 12, 55s, 58, 61s, 80,91, 168,173,177,184,225-226,255, 284,293,302,304 Mondolfo, R.: 138 Morand, P.: 113 Mounier, E.: 139 Muguerza, J.: 15,23-74,75,91, 100ss, 205 Müntzer, Th.: 217 Muñoz, J.: 193 Neuhaus, J.: 274s, 280ss Neuner, P.: 44 Neusner, J.: 49 Nicolás de Cusa: 34,172,182,187, 199,201,203 Nietzsche, F.: 14,36,38,55, 63, 86s, 108, 122, 163, 16~ 168, 184, 195, 198,203, 216, 252s, 285 Nola, A. di: 223 Nozick, R.: 48s Oelmüller, W.: 26,41,55 Oliveras, O.: 73 Oñate, T.: 29 Orígenes: 44 Ortega y Gasset, J.: 11, 36, 55, 73, l11s, 187s, 269 Otto, R.: 18, 122,251-270 Pablo de Tarso: 35, 39, 44, 58, 72, 78, 81,93,95,97-100, lBs, 124, 168, 175,201,303 Panikkar, R.: 187,257
.112
Pannenberg, W.: 18s, 26, 35, 40, 43s, 59, 63s, 80, 90, 95s, 98, 165, 168s, 171,184,192,193-195,225, 254ss, 271-305 Papini, G.: 211-213,222,231,244 Pascal, B.: 73, 103, 153, 187s, 190, 196,199,269 Pastor, L. von: 220 Paz, O.: 37 Peláez, J.: 132 Pelikan, J.: 130 Peña, V.: 47, 110 Peretti, C. de: 265 Perona, A. J.: 193 Peters, T. R.: 55 Peukert, H.: 77, 175 Pikaza, X.: 227 Platón: 76, 81s, 138, 197, 199,201 Plinio: 236 Plotino: 15 Pohier, J. M.: 88 Pope, A.: 13 Porcel, B.: 72 Popkes, W.: 56 Protágoras: 196 Rad,G.von:232,272,277 Rada García, E.: 197 Rahner, K: 14, 19, 28ss, 37,58, 61s, 71, 78, 81s, 114, 118, 129, 144, 151,165, 172, 184, 190,205,219, 223,256,261,272 Ratzinger, J.: 39,55 Reimarus, H. S.: 130 Renan, E.: 92 Rendtorff, R.: 271, 277, 289 Rendtorff, T.: 271, 277 Revilla, c., 37 Ricoeur, P.: 230-231, 245 Rilke, R. M.: 87 Ripalda, J. M.: 137 Ritschl, A.: 258 Robinson,J. M.: 131,278,291,298, 303 Ross, W. D.: 82 Rousseau, J. J.: 13,43, 121,260 Ruiz de la Peña, J. L.: 76, 90, 211 Russell, B.: 85, 139
CITADOS
Sádaba, J.: 36,208 Safranski, R.: 46, 183 San Martín, J.: 36 Sánchez, J. J.: 69s, 153, 175 Sánchez-Gey, J.: 55 Sanders, E. P.: 133 Sartre, J. P.: 168 Sauter, G.: 203 Savater, F.: 33s, 73s, 103, 129, 138, 187, 196, 211 Scheler, M.: 262 Schelling, F. W. J.: 34, 162,217 Schenke, L.: 145 Schillebeeckx, E.: 94ss, 98, 100, 136, 143, 184,223,236 Schinzer, R.: 257 Schleiermacher, F.: 34, 67, 109, 130, 162, 199,224, 231, 260, 267 Schlink, E.: 277s Scholz, H.: 200 Schopenhauer, A: 34, 85, 145,264 Schulz, W.: 203 Schweitzer, A: 123, 128 Schweitzer, E.: 100 Seckler, M.: 291 Seeberg, R.: 257 Sénancour,E. P. de: 70 Séneca: 17 Shakespeare, W.: 139 Shelley, P. B.: 211 Siere, J. L.: 82 Simmel, G.: 35 Smend, R.: 258 Smith, W. c. 65 Sobrino, J.: 145 Süderblom, N.: 261, 264s Salle, D.: 26,48,50, 87s, 101,225 Sotelo, 1.: 26,35, 75, 205 Spinoza, B.: 16, 33s, 46s, 81, 109-110, 144,199,204 Strauss, D. F.: 130s Suárez, F.: 212 Suetonio: 236 Tácito: 236 Tagore, R.: 73 Tamayo, J.-J.: 64s, 89, BIs Tertuliano: 75 Theissen, G.: 133 Theunissen, M.: 179 Tierno Galván, E.: 153s, 185, 190
Sabato, E.: 211
313
JESÚS Y EL JUDAlsMO
Tillich, P.: 169,184,197,217,265, 272,279 Tilliete, X.: 130 Tomás de Aquino: 188, 199,201, 230ss Toolan, D. S.: 87 Tornos, A.: 67, 75, 83 Torres Queiruga, A.: 65, 192,205 Tovar, A.: 138 Trías, E.: 264s Troeltsch, E.: 92 Tück, J.-H.: 44,50 Unamuno, M. de: ns, 46,55,71,84, 88, 101s, 111, 117, 144, 146s, 190, 199,269 Urban, c. 55 Ureña, E. M.: 162 Válgoma, M. de la: 60 Valverde, J. M.: 35, 38s, 101 Van der Leeuw, G.: 187 Van Leeuwen, A. Th.: 213 Vattimo, G.: 29, 36, 265 Vega Reñón, L.: 197
Yermes, G.: 134, 238 Villena, L. A. de: 211 Voltaire: 12s, 68, 121, 178, 187,208 Wach, J.: 256 Weber, M.: 155,216 Weil, S.: 11,30,37,72 Weischedel, W.: 199 Weiss, J.: 261 Welker, M.: 58 Wenz, G.: 44 Whitehead, A. N.: 31 Wiesel, E.: 41s, 50s, 141, 195s Wilckens, D.: 65, 76, 78s, 99, 271, 277 Winch, P.: 77 Witte, B.: 113 Wittgenstein, L.: 36, 77, 185, 188 Wolff, H. W.: 277 Wyschogrod, M.: 49 Zahrnt, H.: 251 Zambrano, M.: 55 Zenón de Verona: 218 Zubiri, X.: 55, 199
ÍNDICE GENERAL
Contenido Introducción
9 11
EL CRISTIANISMO ANTE EL ENIGMA DEL MAL. CARTA A UN AMIGO INCREYENTE .. .•.. ..•..•..
23
1. 2. 3. 4. 5.
24 28 38 47 63
I. DIOS Y EL MAL
1.
2.
314
. .
Estudio y simpatía La frontera entre creencia e increencia El mal en el cristianismo Adiós a la omnipotencia La última carta
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS DESDE LA FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN
75
1. ¿Resurrección y filosofía? 2. Un término problemático 3. A la búsqueda de precedentes a) En la filosofía b) En Israel......................................................................... 4. El mensaje del Nuevo Testamento a) Las apariciones b) El sepulcro vacío c) El testimonio de Pablo 5. Conclusión: «Dejérnoslo en puntos suspensivos » (Aranguren)
75 78 81 81 88 92 93 96 97
315
100
DIOS.
3.
MAL
Y OTROS
Introducción Un texto que no he podido olvidar ¿Somos libres? Más precisiones sobre el concepto de libertad La reacción de la Modernidad Jesús, hombre libre
6.
.
105
.. . .. . .. ..
105 106 108
REALIDAD DE DIOS y DRAMA DEL HOMBRE
114 119 122
.. . .. . .. ..
SATÁN EN HORAS BAJAS
..
207
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.
.. .. . .. . . . ..
207 210 218 221 226
RUDOLF OTTO: PAUTAS PARA LA LECTURA DE Lo SANTO
..
251
1. 2. 3. 4.
. .. .. .
251 257
.
271
.. . .. . . .. ..
271
.. . .
307
Satán ya no es lo que era ; Satán, una cantera para filósofos y literatos Satán, martillo de herejes y brujas Satán, abandonado por los teólogos Satán, una figura marginal en el Antiguo Testamento Satán, su auge en el Nuevo Testamento Satán, siempre dispuesto a echar una mano Breve apunte final
234 240 245
8.
144 148
151
Introducción .. 1. Un acontecimiento intracristiano en el origen del ateísmo .. 2. La provocación hegeliana .. 3. La reacción atea . a) Feuerbach, Marx y Freud . b) El argumento moral .. e) El ateísmo de la libertad .. 4. Respuesta de la teología .. a) No a las pruebas .. b) Sí a la esperanza . Por su carácter efímero .. Por su carácter regional . Conclusión ..
151 155 158 160 161 167 168 169 169 173
178
DIOS: ¿PROBLEMA O MISTERIO?
181
.. .. .. .. . . ..
n. OTROS ENSAYOS. A LA ESCUCHA DE LOS GRANDES
127
134 139 139
.
1. Introducción 2. La pugna entre el problema y el misterio 3. Apuntando razones a) Un curriculum precario b) Una recepción problemática e) De la teología revelada a la filosofía de la religión 4. Apunte final
7.
GENERAL
127
EL COMPROMISO DE JESÚS CON LA SOCIEDAD
1. Cada vez más difícil 2. La comparación con Sócrates 3. Un mensaje para la sociedad a) La invitación a repartir b) Invitación a la esperanza 4. A modo de conclusión
5.
IN DICE
ENSAYOS
JESÚS Y LA LIBERTAD
1. 2. 3. 4. 5. 6.
4.
EL
174 175
9.
La circunstancia histórica Perfiles biográficos Lo santo Advertencia final
WOLFHART PANNENBERG: FEY RAZÓN
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
Un nuevo proyecto teológico Los inicios: formación, experiencias, maestros Tensión entre fe y razón La tesis de la discordia De la evidencia al carácter problemático A la espera del final Epílogo
Procedencia de los textos Índice de autores citados Índice general
181 185 191
192 1.95 200
204
317
264 269
272 281 289
292 297 304
309 315