LOS DISCURSOS DEL PODER / EL PODER DE LOS DISCURSOS EN LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA
LOS DISCURSOS DEL PODER / EL PODER DE LOS DISCURSOS EN LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA
CÉSAR FORNIS (ED.)
LIBROS PÓRTICO
Imagen de cubierta: “Perikles, von Kleon und seinem Anhang wegen der Bauten auf der Akropolis von Athen angegriffen” (1853), de Philipp von Foltz.
© Los autores Maquetación del texto: Juan Luis López Fernández-Golfín Maquetación de la cubierta: Lola Martínez Sobreviela Edita: Libros Pórtico Distribuye: Pórtico Librerías, S. A. Muñoz Seca, 6 - 50005 Zaragoza (España)
[email protected] www.porticolibrerias.es ISBN: 978-84-7956-123-9 D.L. Z 1729-2013 Imprime: Ulzama Digital Impreso en España / Printed in Spain
ÍNDICE
Prólogo
9
El discurso sofístico: el poder del dêmos en Protágoras Domingo Plácido
11
El discurso fúnebre: El epitaphios logos de Pericles en Tucídides Adolfo J. Domínguez Monedero
19
El discurso ecuménico: geografía griega e imperialismo persa en Heródoto Francisco Javier Gómez Espelosín
37
El discurso de género y del honor: Artemisia de Halicarnaso y Aminias de Palene en Heródoto Violaine Sebillote Cuchet
55
El discurso sobre el bárbaro: Aqueménidas, Arsácidas y Sasánidas en las fuentes grecorromanas Manel García Sánchez
73
El discurso sobre la democracia: las demegorías de Demóstenes Laura Sancho Rocher
111
El discurso romano republicano: filosofía, palabra y poder en Cicerón Pedro López Barja de Quiroga
129
El discurso sobre la monarquía: los discursos Sobre la realeza de Dión de Prusa Mª José Hidalgo de la Vega
141
El discurso a Roma: el A Roma de Elio Aristides Fernando Lozano Gómez
157
El discurso en la corte: retórica, ficción e interpretación histórica en Dion Casio Juan Manuel Cortés Copete
173
El discurso laudatorio cristiano y pagano: los panegíricos a Teodosio de Ambrosio y Pacato Manuel Rodríguez Gervás
189
El discurso ante el senado: la relatio de Anicio Acilio Glabrio Faustus Mª Victoria Escribano Paño
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PRÓLOGO Muchos y variados fueron los discursos del poder que conoció la Antigüedad grecorromana. En todos ellos la palabra, el lógos, se nos presenta como un eficaz vehículo adaptado a las necesidades, intereses y circunstancias de quien lo pronuncia y de quien lo auspicia. Hay por tanto una relación estrecha, una imbricación simbiótica, entre el discurso y las esferas de poder (ya sea éste político, social, intelectual, religioso, de género, etc.). El libro que aquí prologamos pretende mostrar toda esa riqueza a través de un abigarrado repertorio de modelos discursivos encarnados en conspicuas personalidades representativas de los mismos y contextualizados en distintos momentos espacio-temporales, desde la Grecia clásica a la Antigüedad Tardía, con el fin de que nos ayuden a comprender mejor un mundo antiguo en el que la oralidad era hegemónica. El denominador común es que todos hablan sobre el poder, bajo distintas formas y parámetros, y todos se libran desde una posición de poder, sea éste de la naturaleza, el grado y el alcance que sea. Los capítulos que configuran la presente obra constituyen en su mayoría las ponencias presentadas en las jornadas que, bajo el mismo título, celebramos los días 18 y 19 de febrero de 2013 en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla, entre un más que notable interés y aceptación de colegas, estudiantes de Grado y Posgrado e incluso un público más amplio atraído por el tema del poder y la oratoria en la Antigüedad. Dos únicas variaciones han sido introducidas con respecto al programa original. Por un lado, se ha incorporado el discurso de género, aunado coherentemente con el discurso sobre la virtud cívica por parte de la Dra. Violaine Sebillote; ni el epígrafe ni la profesora gala formaron parte de aquellas jornadas. Por otro, no ha sido posible incluir el texto sobre el discurso fúnebre expuesto en su día por la Dra. Ana Iriarte, quien ya lo tenía comprometido con otra publicación, de modo que ha sido sustituido por el elaborado ad hoc por el Dr. Adolfo Domínguez Monedero. No quisiera cerrar este sucinto prólogo sin el reconocimiento debido hacia quienes han hecho realidad este volumen colectivo. A cada uno de los autores, por su total disposición a la hora de contribuir con sendos textos en los que ponen de manifiesto su capacidad para condensar magistralmente la complejidad de un paradigma discursivo; a la Universidad de Sevilla, que financió las Jornadas que están en el origen del libro que ahora toma cuerpo, sobre todo en unos tiempos en que la precariedad económica daña sensiblemente la tan necesaria labor de las instituciones científicas; a Pórtico Librerías, y particularmente a Marián Torrens, por haber considerado que tanto el tema abordado como la forma de hacerlo revestían interés para su publicación; finalmente, mi agradecimiento y afecto más especial al
Ldo. en Historia Juan Luis López Fernández-Golfín, antiguo alumno y ahora buen amigo que desinteresadamente ha puesto sus vastos conocimientos informáticos al servicio de la maquetación del volumen, solventando cuantos obstáculos han ido surgiendo durante la misma. César Fornis Sevilla, a 16 de noviembre de 2013
EL DISCURSO SOBRE EL BÁRBARO: AQUEMÉNIDAS, ARSÁCIDAS Y SASÁNIDAS EN LAS FUENTES GRECORROMANAS MANEL GARCÍA SÁNCHEZ
Universidad de Barcelona-CEIPAC*
Desde Esquilo hasta la segunda sofística, desde la Grecia clásica hasta la Roma de la antigüedad tardía, desde la literatura o la iconografía cerámica al mosaico de la batalla de Isos en la casa del Fauno de Pompeya, desde Heródoto a Amiano Marcelino, desde la comedia ática o la filosofía griega al círculo de intelectuales que orbitaron alrededor de Augusto o de los Antoninos, en el imaginario clásico se esbozó una imagen de los persas consistente en concebirlos como a bárbaros esclavos de las pasiones, un arquetipo de larga duración creado por primera vez para representar a los Aqueménidas y que sirvió también para que el mundo romano lo aplicase miméticamente, como un cliché, a la alteridad arsácida y sasánida, mediante el poder del discurso en todos y cada uno de los géneros literarios y el poder de las imágenes en los arcos de triunfo, en los sarcófagos o en la iconografía numismática. Mostrar y deslustrar moralmente a monarcas y a pueblos tan cobardes como atrabiliarios, crueles e inclinados a la femenina molicie era un calculado y terapéutico mecanismo de defensa para cauterizar presuras y pavores provocados por la amenaza del poderoso vecino de Asia, del Persa, del Parto, de Oriente, en definitiva, del Bárbaro por antonomasia. Ese es el problema al que responde el discurso sobre el bárbaro, sobre los Otros, sobre los extraños: el miedo; y el mecanismo psicológico frente a la angustia activada por aquel inquietante vecino de frontera consistió en representar al eterno enemigo y a su Gran Rey como a personajes ridículos, inmorales, volubles, superlativamente crueles, marionetas de sus mujeres y de sus eunucos, víctimas de las conjuras del harén y de la molicie asiática, de una vida muelle demasiado propensa a los banquetes pantagruélicos, a los excesos del vino y a los deleites sensuales del harén. Y es que los griegos concibieron a los persas aqueménidas y los romanos a los partos arsácidas y a los persas sasánidas como sinécdoque de la barbarie e inauguraron una construcción de la identidad occidental etnocéntrica, xenófoba y recelosa del mundo oriental, una herencia de larga duración que se ha actualizado no pocas veces a lo largo de los siglos. El poder de los discursos y de las imágenes se puso, una y otra vez, al servicio de los discursos del poder y un análisis de la iconografía, desde el sarcófago de Alejandro a los arcos de triunfo o a las monedas de los emperadores romanos, puede ser*
Investigación financiada con el proyecto HAR2011-24593.
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virnos también como muestra paradigmática ad hoc, como hilo conductor para analizar el utillaje hermenéutico, las categorías y las falsas polaridades de vencedores y perdedores, del vicio y de la virtud, del bien y del mal, de las que se sirvió la tradición clásica –y también nosotros– para enhebrar su discurso sobre el bárbaro, sobre la alteridad, sobre el Otro, sobre los vecinos de frontera geográfica, política o cultural. Discursos que han condicionado tantos otros discursos sobre la barbarie y la civilización, sobre Oriente y sobre tantas otras alteridades en la larga duración, y que la historia de su recepción se ha mostrado obstinada y tozudamente reacia hasta hace bien poco tiempo a ponerlos bajo sospecha, a aplicarles el escalpelo metodológico de la duda, en definitiva, en negarnos no pocas veces e interesadamente a desenmascarar el poder de los discursos sobre el bárbaro y sus usos y abusos desde los discursos del poder y los discursos al servicio del poder, siendo la tradición occidental, paradójicamente, a la vez víctima de la admiración y del espanto, de la fascinación y de la aversión, casi nunca del elogio, contadísimas veces de la reverencia o de la emulación al representarse el mundo oriental, pasando por alto que la mayoría de las veces las lealtades identitarias, las fronteras nacionales o culturales son irrelevantes desde un punto de vista moral, mezquinas lealtades de las que sería saludable para el espíritu liberarse, porque no hay lealtad local que justifique el olvido de la responsabilidad que como humanos tenemos con lo humano y con la humanidad, debiendo recordar imperativamente las palabras de Terencio, homo sum; humani nihil a me alienum puto (Hau.77), y que el patriotismo, si ha de ser, ha de ser siempre patriotismo cosmopolita, porque es mucho lo que debemos a los extraños, a los Otros, en la construcción de nuestra identidad, en virtud también de la misma humanidad que compartimos y porque simplemente, como se ha afirmado acertadamente, “pureza cultural es un oxímoron” (Appiah 2007: 156). Es cierto, la dificultad para imaginar a otras gentes responde en gran medida a una respuesta psicológica: a la angustia, al recelo y al miedo que genera el Otro, el vecino, la alteridad, los extraños. El síntoma se agrava porque nuestra manera de actuar con esos Otros está condicionada por la forma en la que nos los imaginamos y nos imaginamos a nosotros mismos en tanto que comunidades imaginadas (Anderson 1993), por prejuicios culturales y, lo que es peor, morales, en los que los nacionalismos, las autoctonías como las de Platón en el Menéxeno, los patriotismos y patrioterismos, las construcciones esencialistas de la razón juegan siempre muy malas pasadas a la razón, por más que los sofistas nos enseñasen ya entonces a relativizar todo eso, a atribuirlo a las convenciones del nómos, o que los cínicos nos intentasen persuadir infructuosamente sobre los parabienes del cosmopolitismo y su terapéutico y paliativo efecto sobre las veleidades identitarias o etnoidentidades.1 Como decía Bertrand Russell en sus Ensayos impopulares, tan solo con que al leer todos esos discursos sustituyésemos alternativamente los nombres de las naciones y de los pueblos por el del nuestro propio podríamos apodícticamente comprobar si nuestros discursos sobre el Otro, sobre la alteridad, o las formas de representación griega y romana sobre el Persa, el Parto o el Bárbaro en el caso que nos ocupa, han surgido de una valoración moral del hecho en sí o de un conjunto de prejuicios sobre el pueblo en cuestión. El problema es que los discursos y las verdades se construyen siempre despojándonos de lo que John Rawls llamó acertadamente “el velo de la ignorancia”, sin inocencia alguna, sin neutralidad posible. Siempre sabemos dema1
Hall 1997: 17-66 y 2002; Saïd 1991; Malkin 2001.
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siado sobre los Otros, sobre los extraños, aunque poco o nada sea lo que verdaderamente sepamos, siempre recurrimos al carácter proteico de la palabra, a ese poderoso soberano del que hablaba Gorgias, mediatizada por el a priori o el prejuicio cuando nos representamos a la alteridad, al bárbaro, al oriental, deduciendo consecuencias de juicios que sabemos falsos, de discursos falaces que se enhebran apoyándonos en nuestras emociones, por más que aireemos con engolada e impostada voz que se justifican en fundadas razones, y que se aceptan cómplice e interesadamente porque son fruto de la costumbre, de una procedencia tantas veces insensata que el uso y el abuso han convertido en normativa, en canónica, en Verdad, porque la aspiración a distinguirse implica siempre aspirar al dominio sobre el Otro, porque los extraños generan a la vez espanto, asombro angustiado, sorpresa, envidia, casi nunca admiración o edificación, risa, ironía, burla o escarnio (vid. Friedrich Nietzsche, Aurora, 2.113) y cuando se puede la aplicación de nuestra voluntad de poder –y los griegos con Alejandro pudieron, mientras que el éxito de los romanos con los partos y los persas fue mucho más incierto–; y porque los griegos y los romanos – como también nosotros– supieron perfectamente definir el Bien y el Mal, lo bueno y lo malvado, y el Bárbaro, el Persa o el Parto llegaron a convertirse en naturalezas execrables por antonomasia y porque el mundo clásico definió la barbarie y la civilización sabiendo, como el sofista Humpty-Dumpty de Lewis Carroll, que una palabra no significa nada más que lo que nosotros queremos que signifique, ni más ni menos; y sin dudarlo para los griegos, aunque quizás menos para los romanos, civilización fue sinónimo de “nosotros”, de su grupo cultural, de nuestro grupo cultural; barbarie, de los Otros, de aquellos que no formaban parte ni podrían formar nunca parte de su grupo cultural, de nuestro grupo cultural (Todorov 1989: 12). El miedo como único catalizador frente a la amenaza persa para aparcar transitoriamente los antagonismos entre las póleis griegas durante las Guerras Médicas, conflicto que potenció el surgimiento de una frágil solidaridad helénica (Pugliese Carratelli 1966), aunque sin renunciar al medismo en el caso de algunas ciudades-estado (Th. III 62), como los tesalios (Philostr. Her. 53), pero para volver pasado el peligro cada uno a la defensa de su independencia, de su singularidad (Alonso Troncoso 1988 y 2001). De esa incapacidad para hacer de muchos uno se sirvió el Gran Rey, desde las Guerras del Peloponeso, durante todo el siglo IV a.C. y hasta la llegada de Filipo y Alejandro para arbitrar y poner fin a los particularismos de las ciudades griegas. No obstante, el recurso terapéutico siempre fue la creación de una retórica de la alteridad que, en el ágora o en el teatro,2 también a través de la iconografía cerámica con los desnudos hoplitas (Philostr. Gym. 11) luchando 1 Enócoe, Museum für Kunst contra los vestidos persas (fig. 1) o del elocuente Fig. und Gewerbe, Hamburgo (apud 3 poder de las imágenes, coadyuvase a la catarsis Hutzfeldt 1999: fig. 10). 2 3
Haberkorn 1940; Cantarella 1966; Hutzfeldt 1999; García Sánchez 2009. Schoppa1933; Bovon 1963; Raeck 1981; García Sánchez 2009: 297-325; Miller 2011.
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necesaria para apaciguar las almas de la helenidad y mantener incólume un orgullo identitario del que los hechos, tras las Guerras Médicas y hasta la llegada de Alejandro, no hacían más que mostrar su enorme vulnerabilidad política. Los persas fueron derrotados en Maratón o en Salamina, pero descubrieron qué fácil era dirigir entre bastidores una política griega que se prestaba fácilmente a sucumbir al dinero del Gran Rey, por más que en el imaginario se intercambiasen los papeles sobre quién era el que dominaba a quién o por más que las diferencias fueran más insalvables en el imaginario que conciliables cuando convenía en la realidad (Hofstetter 1978; Ruberto 2009).4 La construcción de la identidad siempre va de la mano de la representación de la alteridad, silenciando los préstamos culturales en ambas direcciones y poniendo siempre el acento en la diferencia, en la superioridad no solo cultural sino moral. Curiosamente, los cambios de la época helenística, a saber, monarquía, burocracia, divinización del soberano, codificación del ordenamiento jurídico, despolitización del individuo y muchas cosas más tienen quizás mucho más que ver con la herencia de Persia, con la del Próximo Oriente, que con la de la Grecia clásica (Assmann 2011: 250). También los persas aqueménidas o sasánidas o los partos arsácidas, con su representación del espacio articulada sobre el eje de la centralidad de su pueblo, tal como nos revelan las inscripciones reales aqueménidas y sasánidas o los relieves de Persépolis, forjaron su identidad diferenciándose de los Otros (Hdt. I 134.2), de los vecinos de frontera,5 pero quizás pocos pueblos como los griegos, poco inclinados a un éthos de la inclusión, recelaron tanto de los pueblos cercanos y conocidos, de los lejanos e imaginados; mucho menos los romanos, quizás por el influjo cosmopolita (mundanus; Cic. Tusc. V 108) del estoicismo y su e pluribus unum. Sería no obstante falso pensar que siempre se consideró a todos los bárbaros igual de bárbaros, siendo quizás el caso egipcio y la egiptomanía la excepción más ilustre. Pero Egipto era un caso aparte, demasiados siglos de historia pesaban sobre sus espaldas y su apabullante y misteriosa cultura propició que el mundo clásico buscase siempre el nexo, el cordón umbilical que conectaba a los filósofos (Pitágoras, Platón...) o a los reyes y legisladores (Solón, Alejandro…) con la cuna de la sabiduría,6 con aquella civilización ancestral, ensimismada y cerrada sobre sí misma y que además –salvo con Cleopatra y Marco Antonio– nunca supuso amenaza alguna para el mundo occidental. Una cultura que, por cierto, también construyó su discurso sobre el bárbaro persa y en las épocas saíta, de dominación persa y en el período ptolemaico Seth fue visto como un violento dominador extranjero que extendía la anarquía por todo Egipto y encarnaba el arquetipo del sacrílego, llegándose a denominar a Seth, la personificación de la barbarie y el caos, como el Medo, tal como podemos leer en un ritual de execración contra Apopis de la Baja Época en el Papyrus Bremner Rhind.7 El miedo a la profanación, la xenofobia surgieron en el Egipto de la Baja Época durante los años de dominación persa y fueron explotados también después durante el dominio macedónico y en época ptolemaica. Los griegos, quizás en mayor medida que los romanos u otros pueblos, enhebraron un discurso sobre la alteridad, sobre el bárbaro, etnocentrista, para algunos pro4 5 6 7
Th. II 67; Pl. Mx. 245b-e; Isoc. IV 175-177; Th. VIII 18; 37; 58; Ar. Ach. 645-650. Root 1979: 63-65; Calmeyer 1982-83; Kuhrt 2002: 19-22; Prontera 2011. Froidefond 1971; Gómez Espelosín, Pérez Largacha 1997; Vasunia 2001. Devauchelle 1995; Assmann 2005: 506 s. y 2011: 168 s.; Ruzicka 2012.
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torracista (Isaac 2004: 257-303), tan bien trabado que sigue lastrando nuestro imaginario occidental (Said 2003: 89-92; Briant 2011). Ahora bien, los griegos, como los persas, como todos los pueblos y nosotros mismos, se hubieran sentido desamparados sin sus bárbaros y sin ellos, como nosotros, no hubieran podido forjar su identidad. El discurso sobre el bárbaro, pues, no tuvo únicamente un aire persa, si bien la magnitud del choque grecopersa, de las Guerras Médicas, eclipsó parcialmente a aquellas otras alteridades que nunca fueron una auténtica amenaza para los griegos. En los discursos tenían también su papel los nómadas escitas y los feroces tracios, los piadosos egipcios y toda una plétora de pueblos reales o imaginarios: hiperbóreos y pigmeos, indios y seres, bárbaros del Erídano, de Hesperia y de las islas Casitérides; etíopes macrobios, pueblos del Mar Negro, arimaspos y grifos, la nórdica Thule y las Antípodas, una oikouméne de civilización rodeada de espacios poblados de toda suerte de bestiarios y de gentes feroces y salvajes, y aquí tuvieron también su influencia los discursos de las cartografías míticas y de la fantasía, como lógoi seminales de lo que andando el tiempo devino una tradición de periplos o periégesis, de un espacio configurado hodológicamente en el pensamiento arcaico, definido a la manera de nomenclátores (Plin. Nat. III 1.2), o prontuarios de lugares, de pueblos y de rutas de viaje, sin olvidar tampoco los discursos de la paradoxografía y de la mitología.8 Esas representaciones sobre el bárbaro y la barbarie fueron abordadas inicialmente de manera balbuciente y con un caminar titubeante desde la luz de la razón por la logografía jonia, escorada no pocas veces por el peso de la parafernalia mítica, como leemos en no pocas de las páginas de Heródoto, e incluso la geografía mezcló también la ciencia con la ficción y la imaginación, como se aprecia algunas veces todavía en las páginas de Estrabón, recibiendo un ímpetu nada despreciable con la creación del imperio persa aqueménida y su expansión por Asia Menor, con sus calzadas reales vertebrando el espacio desde Oriente hasta Occidente.9 El caso romano fue también singular: los partos arsácidas y los persas sasánidas tuvieron también su papel protagonista y la imitatio Alexandri o la Alexandromanía de la segunda sofística jugó ahí un rol determinante (Shayegan 2011: 340-349, 360). Pero Roma tuvo que enfrentarse también a otras sabidurías bárbaras, la de los cartagineses, la de los celtas, la de los hispanos o la de los germanos, por citar algunos ejemplos sobresalientes, si bien humillaciones como la de Carrae dejaron una huella traumática en el orgullo patriótico e imperialista romano, siendo la literatura de la época de Augusto reveladora al respecto, humillaciones que retornaron dramática y cíclicamente, como en la infamante derrota de Valeriano o los escarnios que supusieron para Roma y el Bizancio de Justiniano los costosos tratados de paz con los Sasánidas. Ridiculizar, degradar, empequeñecer, despreciar o ningunear en el imaginario a la alteridad, al bárbaro fiero, cruel y falto de cultura era un efectivo fármaco, un mecanismo de defensa, un paliativo contra la angustia que la presencia real de pueblos o civilizaciones más o menos desarrollados, más o menos poderosos, más o menos amenazantes generaba en griegos y romanos, una respuesta psicológica sentida siempre por una etnoidentidad que se sentía amenazada y necesitada siempre de la autorreafirmación como mecanismo real o psicológico de supervivencia, una 8 9
Burkert 1990; Romm 1992; Gómez Espelosín 2000. Prontera 2003: 67 y 2011; Briant 1991; Debord 1995.
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respuesta inmanente a toda etnoidentidad. El recurso a las falsas polaridades se mostró como el utillaje mental que facilitaba la conceptualización de la diferencia y la construcción de la identidad, enhebradas ambas a través de medias verdades y de medias mentiras, sentimiento irracional del prejuicio étnico provocado por la presencia del Otro que articulaba –y articula– un discurso ideológico con conciencia de superioridad, con implicaciones morales. En relación a las formas de representación de la alteridad persa aqueménida o sasánida o de la parta arsácida en el imaginario clásico cabe añadir que junto al concepto de barbarie apareció otro rasgo diferenciador: lo oriental o asiático como paradigma de la molicie, de la μαλακία.10 Nuestra imagen de Oriente es una herencia interesadamente sentida como nuestra que nos legaron los griegos y los romanos, que afloró rápida y vigorosamente en la mentalidad helena durante la época arcaica, a la que contribuyeron las colonizaciones del Levante, del Mar Negro, el servicio de los mercenarios griegos en Egipto y en el ejército aqueménida (Seibt 1977), o el de los artesanos griegos que trabajaron en los reinos del próximo oriente (Nylander 1970; Boardman 2000). Y si bien es verdad que es en el Jerjes de Los Persas de Esquilo donde por primera vez aparece diáfanamente la creación de lo que simboliza Oriente, a saber, lujuria, molicie, emotividad desenfrenada, crueldad desatada, ferocidad y, en definitiva, peligro siempre inminente, fue el sabio Homero quien supo intuir, más allá del lujo, el papel que juega la lengua como rasgo esencial en la definición de la identidad y la alteridad al referirse a los carios βαρβαροφώνων (Il. II 867-872) ataviados ostentosamente, al extranjero que tan solo balbucea una lengua ininteligible, complementado después con la lírica arcaica, en la que Lidia simbolizaba la desmesura oriental y todo ese universo fascinante y amenazante a la vez de la τρυφή, de la μαλακία y la altiva tiranía (Archil. 22D), y cuya conquista fue, según Platón, letal para la moral de aquellos austeros pastores bajados del Zagros que fueron los persas (Leg. 695b; cf. Amm.Marc. XXIII 6.84). Volvamos sobre la Ilíada y su carácter, utilizando la expresión de Jan Assmann, de mitomotricidad, o, si se prefiere, y en expresión ahora de Eric A. Havelock, de enciclopedia tribal: por su carácter formativo y fundacional, la epopeya intentó dar respuesta a la pregunta identitaria “¿quiénes somos?” poniendo en marcha la etnogénesis a través del recuerdo en la memoria cultural de una expedición que integró a todos los griegos en la primera unión panhelénica contra el enemigo de Oriente (Assmann 2011: 132, 246), siendo muchas veces vistos los troyanos como el símbolo de lo oriental (Philostr. Her. 7), y esa épica excitó también sobremanera las emociones en las expediciones romanas de conquista de la Persia de los Arsácidas o los Sasánidas (Shayegan 2011: 353 ss.). Aunque, como decíamos, la imagen de los bárbaros fue una creación del imaginario que tímida pero paulatinamente fue cobrando forma durante el arcaísmo griego,11 la construcción y la representación de la alteridad aqueménida recibió un impulso definitivo con las Guerras Médicas, momento máximo de autoafirmación identitaria helena por oposición al Persa y que se basaba, como nos recuerda Heródoto (VIII 144), en la identidad étnica y lingüística, de creencias religiosas, de ritos sacrificiales, de usos y costumbres similares, pero sin concebir la posibilidad de proyecto político alguno de unificación. Se acentuó sin duda ante el sometimiento 10 11
Hall 1993; Georges 1994; Harrison 2000; Tourraix 2000. Lévy 1984; Santiago 1998; Dihle 1994; García Sánchez 2007: 37 s.; García Sánchez 2009: 42.
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tácito al que fueron obligadas las póleis griegas mediante la paz de Antálcidas o del Rey (386 a.C.) y durante el siglo IV a.C. se siguió representando al imperio aqueménida como a un gigante con pies de barro (Starr 1975: 48-61; García Sánchez e.p.), enfermo y decadente a causa de la extensión del lujo, de la molicie y de las conjuras del harén, a lo que podríamos sumar el tópico del despotismo oriental frente a la libertad helena.12 Los persas, en tanto que bárbaros y orientales manifestaban signos de diferencia no solo cultural o moral, sino también natural, justificada incluso por un rasgo temperamental o idiosincrásico (Hdt. I 60.3), hallando también su justificación en la filosofía (Arist. Pol. 1287 b17) –para quien es imposible que la virtud esté al alcance de los bárbaros por ser ajenos a la pólis como forma de organización política (Vegetti 1981: 155 s.)–, en los discursos etnogeográficos13 y en la ciencia médica, valiéndose de un determinismo geográfico que se articulaba sobre cuatro ejes cardinales, la tierra y el clima, el pueblo, los νόμιμα y los θαυμάσια (Hartog 1980: 243), sobre la diferencia y superioridad natural, cultural y moral de unos pueblos sobre otros (Hp. Aër 23; Hdt. IX 122.3-4).14 Una etnogeografía (Briant 1982: 3) que aplicaba mecánicamente un cliché fosilizado, un a priori sobre el estudio de la alteridad a la que se sumaron los discursos sobre el encrático y austero primitivismo cultural, que la sofística impulsó apasionadamente y que los cínicos convirtieron en un lugar común de su filosofía. Pensemos en el Ciro de Antístenes (D.L. VI 2 = Decleva Caizzi 19; cf. D.Chr. Or. VI 1) y su emparejamiento con Heracles como símbolo del esfuerzo (πόνος), o sobre aquella prístina inocencia de pueblos como los intachables etíopes o los nobles escitas y sus espacios geográficos de la utopía, de la vida buena, de la nostalgia de una edad de oro y de la tentación de su eterno retorno de la que los hombres fueron expulsados al sucumbir su voluntad (akrasía) a los refinamientos venidos de Asia, de Oriente, tierra de molicie y lujuria por antonomasia.15 Es cierto, es inapelable que Atenas supo enhebrar como nadie una retórica de la defensa de la libertad helena frente al despotismo asiático persa. Pero sería inexacto pensar, como consecuencia de la abundancia abrumadora de fuentes, que esa retórica de la alteridad germinó tan solo allí. Sin duda, la polaridad griego/persa hubo de recorrer todas las otras póleis participantes en el conflicto grecopersa y, en concreto, por todas aquellas ciudades que vieron cómo los persas apoyaban a regímenes tiránicos a principios del siglo V a.C. (Th. ΙΙΙ 62), aunque también en aquellas póleis (Atenas y Esparta) que en distintos momentos del siglo V y IV a.C. medizaron y establecieron acuerdos con Persia.16 El Agesilao de Jenofonte y Plutarco nos ofrece una idéntica representación de la alteridad vista ahora desde la encrática mirada espartana, desde el mismo austero laconismo socarrón, justificación y argumentación anémica no pocas veces, pero efectiva y productiva en la larga duración. Las circunstancias además imprimieron entonces un matiz ideológico al discurso sobre la alteridad persa, a saber: el de las polaridades enconadas entre la libertad y la esclavitud, la monarquía despótica y la democracia, o la identificación entre tiranía y
12 13 14 15 16
Jüthner 1923: 18-21; Pohlenz 1937; Bichler 2001. Jacob 1991; Prontera 2003; Pérez Jiménez, Cruz Andreotti 1988. Trüdinger 1918: 37-43; Müller 1972; Backhaus 1976; Lenfant 1991. Lovejoy, Boas 1935; Edelstein 1967; Schmal 1995: 52; Trüdinger 1918: 136 s.; Hutzfeldt 1999: 9. Schrader 1976; Lewis 1977; Lévy 1983.
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barbarie, polaridades de larga duración ubicuas también en los discursos romanos sobre la barbarie arsácida o sasánida. Obviamente, la riqueza de la civilización persa obligó a los griegos a elaborar una retórica más elaborada, más sutil y rica en matices, en contrastes y en claroscuros, mimetizada en gran medida por los romanos en su representación de arsácidas y sasánidas. Más allá de las simples costumbres, de los νóμιμα βαρβαρικά, en el caso persa el discurso sobre la alteridad alcanzó también el ámbito de las mentalidades, de la ideología, de la religión y del derecho, y lo cierto es que la sombra del atenocentrismo fue alargada –demasiado alargada– y su representación de la alteridad condicionó la retórica de una tradición, desde la antigüedad hasta hace bien pocos días, como la historiografía, la ópera, la novela histórica, el cómic (Kofler 2011) o el cine contemporáneo no se cansan de perpetuar (García Sánchez 2005a).17 Para Condorcet en la batalla de Salamina las tinieblas del despotismo oriental que amenazaba la tierra entera fueron vencidas, y esa misma libertad, según la argumentación falaz de Spengler, se impuso a la barbarie aquel día en que un pelotón de soldados salvó a la civilización.18 Poco tuvieron de justicia reparadora los discursos de un Jenofonte, entre otras cosas y, salvo en la coda final, porque su espejo de príncipes de la Ciropedia era demasiado espartano (Cic. Q. fr. I 1.23; Hirsch 1985). La obra del ateniense no cambió la propensión del discurso dominante, de la que él mismo fue cómplice o quizás víctima en su Agesilao, en su Anábasis o en sus Helénicas, al contrastar la decadencia oriental y persa con la ilustrada cultura helena como manifestación máxima de civilización y expresión de libertad (Briant 1989a). El panhelenismo de un Gorgias, de un Lisias o de un Isócrates (Perlman 1969; Masaracchia 1991) –más un ideal que una realidad– reclamaban la concordia entre los griegos para impulsar una campaña de venganza contra el Persa. Hubo de dolerle sin duda al nacionalista Demóstenes que ese ideal cobrase fuerza en la semibárbara Macedonia y que Filipo y el cosmopolita Alejandro sintiesen que ellos podían y debían ser los vengadores, los héroes que había prefigurado y reclamado la tradición anterior en el imaginario, un conglomerado heredado en el que el Macedonio creció y que debió conocer y aprender, como el Alejandro de Valerio Massimo Manfredi, y uno se imagina a Aristóteles educándolo en la manera en cómo debía comportarse con los insolentes, salvajes y viciosos bárbaros persas, inclinados por naturaleza al servilismo, a saber, como un déspota que no trataba con seres humanos, sino con animales, con alimañas (Arist. F 658 Rose = Plu. Mor. 329B). Ese mismo discurso sobre la barbarie y la retórica de la alteridad recorrió también la literatura romana desde época augustea (Paratore 1966), con un Alejandro no pocas veces travestido en déspota asiático, como leemos en Séneca (García Sánchez 2009a) y Lucano, inundó también la iconografía numismática, la de los sarcófagos y la de los arcos de triunfo y fundamentó históricamente el desencuentro que justifica17
Hemos repetido muchas veces que P. Cartledge (2007) con Termópilas (Barcelona), B. Strauss (2007) con La batalla de Salamina (Barcelona) y T. Holland (2007) con Fuego Persa (Barcelona) recrean con oficio y rigor aquel enfrentamiento multiétnico y multicultural, pero ni la victoria moral del pelotón de espartanos de las Termópilas ni los soldados de Salamina salvaron a la civilización, y se tergiversa lo que sucedió realmente si se insinúa una conexión infundada entre los persas, el islam, Al Qaeda, el integrismo islámico y los atentados de Nueva York, Londres o Madrid. Historiadores rigurosos, sí, pero que no explican lo que sucedió realmente sine ira et studio. Ensayos sugerentes sobre las falacias del imperialismo pueden ayudar también a confundir al lector (Lincoln 2007). 18 Coleman, Walz 1997; Bucci 1974; García Sánchez 2012a.
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ría el colonialismo y el imperialismo occidental. El recuerdo de aquella gesta estuvo sin duda presente ya desde antes y lo estaría hasta mucho después, en la recepción y las actualizaciones del héroe en el mundo romano, en el Pompeyo luchando contra el semipersa Mitrídates (Ballesteros Pastor 2011), en el malhadado Craso humillado para la posteridad por Surena, en el César que desde su primer viaje a Hispania en el 69 a.C. soñó con ser el nuevo Alejandro, en el desmedido y orientalizado Marco Antonio, en el maquiavélico y contemporizador Augusto y el círculo de Mecenas actuando casi como un ministerio de propaganda, en el Trajano Parthicus, en el Marco Aurelio filósofo y en Septimio Severo, ambos Parthicus Maximus, en el infausto Valeriano, en el Aureliano Parthicus y Persicus Maximus (CIL III 7586), en el vir rei publicae necessarius Diocleciano (RIC VI 1967: 145), también Persicus Maximus, en el romántico Juliano y en tantísimos otros más hasta el desencuentro final entre Persia y Bizancio. Realidad y ficción, discursos al servicio del resarcimiento de la ofensa aqueménida de intentar convertir a Grecia en una satrapía más, las mismas realidades e historias que recorrieron la literatura augustea y posterior sobre el imperativo moral de vengar la ofensa de Carrae. Infamar al Bárbaro, al Persa o a su Gran Rey fue un lugar común de los discursos sobre la alteridad y de los discursos del poder en las asambleas o ligas, en el senado, espacios de la palabra política propicios para debatir dónde, cómo y cuándo habría que sublimar el ardor guerrero, la sed de venganza, las mismas asambleas que tantos años después aún recordarían orgullosas el haber combatido en Maratón, en Salamina, en las Termópilas o en Platea, como la mismísima oración fúnebre ateniense nos recuerda no pocas veces o el que Esquilo, un marathonómachos, quisiese tan solo ser recordado en su epitafio por haber combatido en Maratón.19 Augusto también supo explotar como nadie el tópico de la recuperación de las insignias perdidas en Carras. Buena parte de esa cartografía de la memoria y del olvido sobre las relaciones entre Oriente y Occidente se esbozó, sirviéndonos de la feliz expresión de Maurice Halbwachs, sobre no pocos lieux de mémoire grecopersas (Maratón, Termópilas, Salamina, Platea; Jung 2006) o romanopersas (Carras, Ctesifonte). Junto a la etnicidad, los recuerdos históricos comunes, decía John Stuart Mill, tienen mucho peso en los programas nacionalistas e identitarios, pero ha llegado ya la hora de enmendar el mal hábito hermenéutico y moral de revisitar dicha topografía legendaria una y otra vez para tan solo conmemorar en ella las efemérides de una memoria colectiva, identitaria y cultural como la griega, la romana o la occidental demasiado propensa a más de una tergiversación y manipulación histórica, demasiado inclinada a escarificar a los extraños y al mundo oriental, en especial al mundo próximo oriental. El poder del discurso persuasivo, de una palabra falaz sobre la debilidad aqueménida o sobre la ferocitas arsácida o sasánida, una contundente imagen plasmada en una bella cerámica, en un arco de triunfo, en una moneda alimentaron las ensoñaciones de más de un Alejandro, como antes lo hicieron con las del espartano Agesilao y después con César, Trajano o Juliano, entre otros, dispuestos a ser el nuevo Aquiles que haría caer las murallas de la molicie y la lujuria asiática, llegándose a representar incluso en la iconografía cerámica a los troyanos y a las amazonas, mu-
19
A. F 773 Mette = 162 Radt; Th. III 54; Simon. Page, PMG 26; Charito VII 3.8-9; Loraux 1981; Prost 1999.
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jeres y bárbaras, ataviados a la persa.20 La suerte estaba echada desde hacía tiempo, apuntaba hacia Oriente, y Alejandro abanderó y consumó una vieja y anhelada aspiración, y el poder del discurso y los discursos del poder habían allanado el camino mediante la justificación filosófica y científica de la superioridad helena frente al servilismo y barbarie persa. Roma, por supuesto, hizo suyo dicho imperativo moral. Dan comienzo, pues, nuestros discursos sobre el bárbaro en Grecia. A través de los encuentros y desencuentros entre griegos y persas, desde el siglo V a.C. se prefiguró entonces una imagen de Oriente asociada en el imaginario a un imperio, el del Bárbaro asiático, el del bárbaro por antonomasia, el Persa, el μέγας βασιλεύς, y a una forma política despótica, tiránica, divina: la realeza aqueménida (García Sánchez 2009b). Poco importaba la experiencia real de esos mundos, ni la mirada directa, la autopsia, de esos vastos horizontes por tantos griegos en el imperio y la corte aqueménida (Jacobs, Rollinger 2010; Llewellyn-Jones 2013). El poder del discurso y el discurso del poder convertían, como el mejor de los sofistas, lo justo en injusto, lo moral en inmoral, la medida en exceso, la prudencia en soberbia, el coraje en cobardía, según el kairós, astucias de la palabra y artimañas de la inteligencia enhebradas también con fantasías etnogeográficas apriorísticas, inventando pueblos, paisajes y figuras, cartografías de la fantasía, del imaginario, dibujadas a partir de una cartografía más real que representaba y delimitaba los espacios de la identidad y de la alteridad, por más que en la concepción popular del espacio del imperio aqueménida figuraría poco más que una vaguísima representación mental de las distancias y dimensiones reales.21 Los discursos sobre la alteridad y los bárbaros se urdieron a la vez con la experiencia real de artesanos griegos que trabajaron en la construcción de Persépolis o de médicos, como Ctesias de Cnido (Brosius 2011), que sirvieron en la corte del Gran Rey, o de mercenarios, como Jenofonte, que lucharon junto a los soberanos aqueménidas (Gómez Castro 2012). Entre las mercancías transportadas por las caravanas que comerciaban entre Oriente y Occidente utilizando las calzadas persas se coló suficiente pacotilla para conocer verdaderamente las costumbres de los Otros, del Persa, modas a los que aquella aristocracia ateniense que despreciaba con la palabra a los persas –y no solo los que medizaron22– se rindió con entusiasmo (Miller 1997: 3-28), la misma fascinación por la monarquía de un Ciro el Grande, un Darío I o Ciro el Joven, el príncipe que quiso reinar, que podemos leer en Esquilo, Platón o Jenofonte (A. Pers. 555, 634-690; Pl. Ep. VII 332a-b; D.S. I 95.4-5). No son más que las contradicciones inmanentes a todo discurso sobre la alteridad, humanas, demasiado humanas: difamar y censurar en los Otros lo tomado en préstamo de ellos con entusiasmo, como nos enseña el mismo Aristófanes (V. 1137-1147; Ec. 319; Nu. 151; Ra. 937) al explotar la vis cómica de la debilidad ateniense frente a la adopción o rechazo del gusto por los refinados tejidos orientales, la moda del uso de parasoles y matamoscas, como refleja la cerámica ática (Miller 1997: 183-187; García Sánchez 2009b: 300), o en la utilización de personal doméstico tan exótico y suntuoso, tan oriental, como los eunucos. Pero sabemos sobradamente –nosotros mismos he20
Erskine 2001; Lenfant 2004; García Sánchez 2009b: 298-304. Ar. Ach. 80; Hdt. V 49-50; Mazzarino 1966 y 1989; Prontera 2011. 22 Wolski 1973; Gillis 1979; Graf 1984. Un óstrakon de ca. 485 a.C. (Atenas, Kerameikos O 849), en el que se acusa a Calias de medismo mediante la inscripción “ΚΑΛΛΙΑΣ ΚΡΑΤΙΟ ΜΕΔΟΣ”, revela muy bien el sentimiento frente a ese delito al haberse bosquejado en el reverso la silueta de un arquero persa. 21
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mos sido demasiadas veces víctimas de ese mismo mal– que las contradicciones del uso de parasoles y matamoscas no significaron, por supuesto, que se atenuase ni un ápice el desprecio por lo bárbaro, por lo persa o por lo oriental. Por si no fuera suficientemente iluminador, los parasoles fueron, a diferencia de Oriente, un complemento tan solo de las mujeres, y en los discursos sobre la alteridad, reveladoramente (Harrison 2002: 11), se representó al bárbaro persa, a su Gran Rey, en femenino, como otro de los muchos nuevos Sardanápalos de la historia (Lenfant 2001; García Sánchez 2009b: 218) rodeado de varones persas afeminados que simbolizaban la decadencia y la τρυφή, la vida muelle, la ἁβροσύνη de Oriente (Max.Tyr. 32.9). Así, el desprecio o simpatía frente al persa fue muchas veces un sentimiento no poco contradictorio, y la aristocracia ateniense y los discursos maniqueos sobre la alteridad lo midieron con un doble rasero, a saber, siendo críticos e intransigentes con la palabra, pero volubles con la adopción de esos bienes de prestigio venidos de Oriente. La irresistible y exclusivista admiración y fascinación que la aristocracia ateniense sintió por el estilo de vida persa como manifestación de confort (Wiesehöfer 2004) o algunas de las apologías de la monarquía persa han de ser, no obstante, puestas frente a frente con la reacción popular a la representación de La toma de Mileto de Frínico, en el 493/2 a.C., o ante las denuncias de la suntuosidad de la aristocracia en la comedia aristofánica (Sch.Ar. Eq. 580): las construcciones identitarias responden no solo a coyunturas históricas, sino que están siempre vertebradas por los valores de algunos estamentos, por la conciencia de clase. Por otro lado, hay que recordar otra vez que en aquella καλοκαγαθία del Ciro austero y encrático de Jenofonte, de Platón o de los cínicos había mucho de espejismo espartano,23 y en los discursos del poder y mediante el poder de los discursos en la Atenas de finales del siglo V y del siglo IV a.C. se utilizó como un motivo recurrente que tras la propagación de la μαλακία como forma de vida, como les pasó a los mismísimos persas, podría hallarse también una de las causas de la derrota frente al sencillo, austero, encrático y simple estilo de vida de los espartanos. Tampoco Roma mitigó su despreció por lo persa por el hecho de adorar a un Mitra helenizado pero vestido a la oriental (García Sánchez 2012b). Generalizar el desprecio por el persa, por el bárbaro o por la alteridad fue, no obstante, tan interesado como ingenuo, ya que no hubo inconveniente alguno cuando la necesidad apretaba en subordinar la mentalidad, la ideología o la identidad a la realidad, como por ejemplo en el hecho de no despreciar el oro del Gran Rey que fluía por las asambleas de las ciudades griegas (Plu. de fort. Alex. 1.10 = Mor. 327 c-d). Así, el mercenario (Jenofonte), el mercader, el artista o artesano, el médico (Ctesias), también los exiliados (Hipias, Temístocles o Alcibíades), reprimían sus posibles prejuicios y se aplicaban al conocimiento de las costumbres de su protector. Los casos citados son suficientemente significativos y constatamos que Temístocles aprendió persa (Plu. Them. 29.5; Reg. et. imp. apophth. = Mor. 185F; Philostr. Im. II 31.2) o que el espartano Pausanias quizás negoció un enlace matrimonial con una de las hijas del rey Jerjes (Th. I 128; Fornis 2003: 99-103). Son, si se quiere, simplemente dos testimonios, pero hay muchos más que nos revelan también que junto a las parodias del onomatopéyico bar, bar, bar de la lengua persa en Aristófanes existió un conocimiento real por parte de más de un griego de la lengua de aquellos terribles bárbaros balbuceantes (Ar. Ach. 98; Th. IV 50), aunque ese conocimiento 23
X. Cyr. I 2.1; Pl. Ep. II 311a, Ep. IV 320d, Mx. 239d, Alc. I 105c; D.Chr. II 77; cf. Them. Or. X 132b.
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fuese precario, y sobre tierra helena y en el teatro siempre despreciativo, burlesco, construido a base de solecismos (Bacon 1961; Schmitt 1967, 1978, 1984 y 2002). El poder del discurso estaba viciado de una retórica sobre la alteridad cuya intencionalidad artera pretendía denigrar al eterno enemigo y, por extensión, al mundo oriental, retórica muy acorde con ese sentimiento identitario de superioridad tan idiosincráticamente griego –y nuestro– que despreció orgullosamente todo lo bárbaro, a la alteridad. Pero el poder de los discursos generaba las imágenes al servicio de acuñar un retrato de los persas y de su Gran Rey desfigurado a la manera griega, a saber, como el paradigma del déspota oriental y de un pueblo ajeno a ese anhelo de libertad que la sociedad clásica y la tradición occidental no dejó –ni hemos de dejado todavía– de ensalzar hasta la saciedad como genuinamente heleno y frente al cual el déspota asiático, con la algarabía de sus ingentes ejércitos multiétnicos, no logró sino emprender el camino de la vergonzosa y medrosa fuga, y aquí el poder de las imágenes, de la cerámica, de los sarcófagos o del cuadro que sirvió de modelo al mosaico de la casa del Fauno generó también elocuentes discursos, porque los discursos del poder sabían que una imagen vale siempre mucho más que mil palabras, en especial en una sociedad mayoritariamente iletrada. Baste pensar en los relatos sobre el Ciro que se creía más que un hombre (Hdt. I 204.2; cf. VII 18.2) y al que bien cuerdo volvieron los maságetas de la reina Tomiris (Arr. An. IV 11.9), en la locura de Cambises,24 en el Darío I mercader,25 en la ὕβρις y fatuidad de Jerjes,26 en la codicia de Darío II (Hell.Oxy. 19.2 Bartoletti), en las conjuras del harén de Artajerjes II,27 en la jactancia de Ciro el Joven,28 en la crueldad desatada de Artajerjes III,29 y en la cobardía del medroso Darío ΙΙΙ,30 pusilánime en la guerra como era lo habitual entre los persas (García Sánchez 2012a).31 Tan solo se salvó de la censura Artajerjes I el magnánimo Fig. 2 Enócoe Eurimedonte, Museum für Kunst und (Nep. Reg. I 4; Plu. Art. 1.4.4; Gewerbe, Hamburgo (apud Hutzfeldt 1999: fig. 22). Amm.Marc. XXX 8.4) y eso si en su apodo Longímano no se escondía también una censura de la avidez de los persas en la percepción del tributo. Cerámica ática y el lieu de mémoire de Maratón, orgullo patriótico de Atenas; persas y amazonas, iconografías bárbaras, representaciones de la alteridad; gigantomaquias, 24
Hdt. III 38.1; Pl. Lg. 695b; D.S. X 14.1; Sen. Ir. III 14; Them. Or. I 7c. Hdt. III 89.3; D.Chr. IV 98; Jul. Or. II 85c-d; Them. Or. XIX 232a. 26 A. Pers. 821-824; Hdt. VII 24; Ctes. FGrHist. 688 F 13, 27; Lys. II 27-29; V.Max. IX 5, ext. 2; Just. II 10.23-24, 11.1; Sen. de const. sap. II 4.2; Gel. VII 17.1; D.Chr. XLVII 15, LVII 12; Ael. VH II 14, IX 39; Ps.-Callisth. II 3; Procl. in Alc. 150.25; Them. Or. XIX 226b. 27 Plu. Art. 19 y 23.2; Ael. VH XII 174-210; Charito V 2.6. 28 Plu. Art. 6.4; cf. Plu. Apophth. Lakon. = Mor. 222C-D; Plu. Lys. 6. 29 V.Max. IX 2 ext. 7; Just. X 3.1; D.S. XVI 51.2; Plu. Art. 30.9; Plu. Reg. et. imp. apophth. 1 = Mor. 172B. 30 Curt. III 11.11-2; Liv. IX 17.16; Plu. Alex. 32.3; Arr. An. III 15.5; Ps-Callisth. I 37 y 41. 31 Hp. Aër 23.3-4; Isoc. IV 150; X. HG. III 4.19; cf. Plu. Apophth. Lakon. = Mor. 209C. 25
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centauromaquias, amazonomaquias, la propia guerra de Troya (Castriota 2000) para conmemorar el triunfo sobre la ὕβρις, la insolencia y desmesura persa, en Maratón, en Salamina, en Platea, en Eurimedonte (fig. 2) (Schauenburg 1975; Francis 1990). Y no solo vasos cerámicos, sino también pinturas que rememoraban en el pórtico Pecile las batallas de Maratón y de Énoe (Paus. I 15.1), de autoría dudosa, ¿de Micón, de Panaino?,32 con el combate singular entre Teseo y las amazonas, metáfora evocadora del conflicto entre griegos y bárbaros, y la pintura de los μαραθωνομάχοι, beocios de Platea y atenienses que luchaban cuerpo a cuerpo, como valerosos hoplitas contra unos persas que, cómo no, huían y huían cobardemente; y las naves fenicias abatidas por las griegas que chocaban las unas contra las otras en descoordinada maniobra de repliegue y huida (Paus. I 15.3; Plin. Nat. XXXV 57); o la lucha de griegos frente a los seguramente persas del friso del templo de Atenea Nike. Otros testimonios documentales recorren la larga duración, como un fragmento de pintura de la casa de Dionisos de Delos (s. II-I a.C.), en donde se dibuja a un persa herido (Cohen 1997: 57); la iconografía del apabullante mosaico de la casa del Fauno de Pompeya y su desbaratado ejército persa arrollado por Alejandro, cuyo modelo podría ser un cuadro de la batalla entre el Macedonio y Darío III pintado por Filóxeno de Eretria para el diadoco Casandro (Plin. Nat. XXXV 110; Cohen 1997: 84); los fragorosos combates del llamado sarcófago de Alejandro en Estambul (fig. 3); la bellísima crátera apulia del pintor de Darío en Nápoles (García Sánchez 2009b: 318-320), o una curiosa miniatura de un manuscrito bizantino del siglo XI de los Cinegética del Pseudo-Opiano de la Biblioteca Nazionale Marciana (cod. Gr. Z 479 [=881], fol. 8v), en el que vemos, como en otros dos vasos también de factura apulia, a un Darío Codomano fugitivo perseguido por un Alejandro pavoroso y triunfante (Weitzmann 1984: 102 s., 109; Briant 2003).
Fig. 3 Sarcófago de Alejandro, Museo Arqueológico de Estambul (apud Cohen 1997: fig. 20)
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Schoppa 1933: 28; Harrison 1972; Hölscher 1973.
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Iconografías bárbaras generadoras de discursos sobre la segunda naturaleza del bárbaro, del persa, del eterno enemigo de frontera, de la alteridad subyugada, del Otro vencido, humillado, medroso, pusilánime, cobarde, siempre fugitivo. Imágenes al servicio de los discursos del poder, poder de discursos arquetípicos de muy larga duración (García Sánchez 2009b: 297-325). La descalificación del Bárbaro persa en el imaginario griego alcanzó a la monarquía, a las luchas fratricidas y a las conjuras del harén en los asuntos relativos a la sucesión (García Sánchez 2005b y 2009b: 155-175), momentos en los que los monarcas aqueménidas sucumbieron siempre a la influencia letal de las mujeres y los eunucos, y en especial por el mal hábito e imprudencia ya desde Ciro de delegar la educación del príncipe heredero en manos de eunucos y mujeres. Conductas anómalas e inmorales en el seno del harén, rodeados de la molicie meda y de la vida disoluta típicamente oriental (Pl. Lg. 694d-696a; D.Chr. XXI 4), en donde los soberanos y los hombres en general eran marionetas en manos de sus mujeres (Hdt. VII 3.4; Arr. An. I 2.7; García Sánchez 2009b: 177-218), llegando la depravación a la práctica de relaciones incestuosas con sus madres, con sus hijas y con sus hermanas (Clem.Al. Paed. I 55.2), debido a la incapacidad de los persas para reprimir las pulsiones sexuales.33 Esa servidumbre les impelía a la extravagancia de hacerse acompañar en la guerra de sus mujeres y de sus trescientas sesenta concubinas, una para cada una de las noches del año (Brosius 1996).34 Fue el incesto uno de los νόμιμα que más escandalizó y turbó a los autores griegos y romanos, un hábito sexual solo permitido en suelo griego entre los dioses, y su explotación hasta la saciedad un recurso fácil, productivo y muy eficiente para darse un hartazgo de difamación sobre la alteridad aqueménida (Bucci 1978; García Sánchez 2002: 63-66).35 La religión nunca podía quedar al margen de un encuesta etnogeográfica y la alteridad persa había de mostrarse forzosamente como suma y superlativamente impía (X. Cyr. VIII 8.7; Plin. Nat. XXXVI 14.66-67), con Grandes Reyes, por supuesto solo de nombre que no de hecho, como el ἀνόσιος Cambises (Hdt. III 38.1; D.S. I 46.4-5), el ἀσεβέστατος Jerjes (A. Per. 810-834; cf. Hdt. VII 203.2), sacrílegos monarcas profanadores y saqueadores de santuarios (Isoc. IV 155-156) que se hacían adorar como dioses, y sobre dicho ceremonial cortesano resulta revelador el mal entendido gesto de la προσκύνησις, adoptado después por Alejandro o Diocleciano (García Sánchez 2009b: 238-242).36 Una deformación sobre la religión y piedad de los persas que hallaría en la presencia de los magos y sus extraños e impíos hábitos, en especial el de no respetar el tabú del incesto, otro de los lugares comunes en la representación de la alteridad. Para poner fin a las claves de los discursos sobre los Aqueménidas, y por citar una última muestra de νόμιμα de la alteridad transfigurada por el imaginario griego, son suficientemente elocuentes los usos de la comensalidad, la gula insaciable y la pantagruélica mesa del Gran Rey o la de los persas en general (Sancisi-Weerdenburg 1995; García Sánchez 2009b: 327-363), servidas a partes iguales con todos los refi33
Hdt. I 135; Heraclid.Cum. FGrHist. 689 F 1; Just. XII 3.10; Ael. NA I 14. Hdt. VII 83; cf. X. Cyr. III 1.9; Arr. An. III 19.2; Curt. III 3.22-25; Charito VI 9.6. 35 Hdt. III 31; D.K. 90.2.15; cf. Hipp. D.K. 86 F A. 14.20-21; Herodicus apud Ath. 220C = Decleva Caizzi 29A; Eustath. in Odyss. IX 7, p. 1645 = Decleva Caizzi 29B; Ctes. FGrHist. 688 F 15 y 44; Catul. XC; Str. XV 735; Ael. NA VI 39; Plu. Art. 23.3-6; Plu. Mor. 328C; Jul. Or. I 9c; Agth. II 24. 36 Isoc. IV 151; Arr. An. IV 11-12, 3; cf. Chares FGrHist. 125 F 14a-b. 34
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namientos del exceso y de la τρυφή provenientes de todos los rincones del imperio (Lewis 1996; Lenfant 2007),37 en donde se servían hasta camellos enteros (Antiph. F 170 Kassel-Austin; cf. Ar. Ach. 70-89), porque el rey y su corte fueron muy aficionados a los conuiuales ludi (Curt. V 1.37), ignorando que dichas coacciones del deseo eran letales para la salud del imperio (Clearch. Wehrli, DSA 32, F 50 apud Ath. 539B). Junto a los excesos con la comida, aquel reactivo de la nefasta pasión de la ira, a saber, su gusto desmesurado por el vino (Pl. Lg. 695b; Str. XV 3.19-20; Sen. Ir. III 14), como en la imagen del soldado persa ebrio de Basilea (fig. 4). Abastecer dicha mesa imponía como necesaria una ávida recaudación de tributos, un tópico también en la representación de la alteridad persa el presentarlos como unos despiadados recaudadores de impuestos, llegando con dicha práctica a ahogar la economía de las póleis jonias. El insaciable apetito de Fig. 4 Antikenmuseum, Basilea (apud Hutzfeldt Hutzfeldt 1999: fig. 20). los soberanos aqueménidas se relacionó con el coste fiscal que su desmesura y ostentación tenía para las satrapías sujetas a su imperio, otro de los tópicos, el de la asfixia fiscal y el estancamiento económico de la economía aqueménida dominante en las fuentes clásicas y en parte de la historiografía hasta hace bien poco tiempo (Briant 1989b).38 Por supuesto que en todos esos discursos había no poco de tergiversación, de deformación, de cliché y de caricatura, pero sería falso considerar que tras esos relatos enhebrados aviesamente nunca se escondía alguna realidad aqueménida. Ahora bien, en todos los géneros literarios (Lenfant 2011), desde la lírica (Simónides) hasta la logografía jonia (autores de Persiká), desde la historiografía (Heródoto e historiadores de Alejandro) hasta la tragedia (Esquilo) y la comedia (Aristófanes; Long 1986), desde la filosofía (Platón, Aristóteles, los cínicos...) hasta la literatura científica (Hipócrates) o la geografía (Estrabón), desde la novela (Ciropedia de Jenofonte, y Caritón de Afrodosias) al nomo (Timoteo), en la iconografía cerámica ática y otras formas artísticas aparece una y otra vez una pérfida representación de la alteridad persa, definida siempre a través de la molicie (τρυφή), del lujo (ἁβρότης), de la soberbia (ὕβρις), de la fanfarronería (ἀλαζονεία), de la jactancia (κόμπος), del orgullo (ὑπεροψία), de la magnificencia (μεγαλοπρεπεία), de la ufanía (μεγαλοψυχία) y de la arrogancia (ὑπερηφανία) (Haberkorn 1940: 135-137; Trüdinger 1918: 33). De ninguno de esos vicios estuvo falto el Gran Rey, casi siempre la sinécdoque ad hoc 37
Ctes. FGrHist. 688 F 53; Heraclid.Cum. FGrHist.689 F 2; Theopomp.Hist. FGrHist. 115 F 113; Duris FGrHist. 76 F 49; Ath. 607F; Polyaen. IV 3.32. 38 El tópico aparece también en un pasaje de Plutarco (Plu. Lys. 3.2-3) que denuncia que la ciudad de Éfeso estaba casi barbarizada (ἐκβαρβαρωθῆναι), su economía estancada y en claro declive, cuando la realidad es que el registro arqueológico, en especial el registro anfórico, documenta lo contrario, esto es, que hacia el 400 a.C. o con la paz del Rey (386 a.C.) hubo un renacimiento económico (Lawall 2006).
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para representar la desmesura de los persas (García Sánchez 2009b), siendo siempre vistos a través del espejo, como un mundo al revés, mediante un prisma deformador que solo permitía contemplarlos como el Bárbaro, despectivamente como el Persa, porque los persas aqueménidas fueron para los griegos los bárbaros por antonomasia. En la mayoría de los discursos sobre los νόμιμα persas y los de su Gran Rey se esbozó pues un retrato de la alteridad prevaricador e interesadamente político, en donde afloraron prejuicios étnicos y presuras psicológicas, porque los griegos necesitaron encontrar en la parodia del enemigo un eficaz mecanismo de defensa para conquistar sus miedos, para paliar la congoja sentida frente a un amenazante vecino de frontera con propensión imperialista, y por más que se supiese sobradamente que los persas no eran un pueblo tan solo civilizado a medias. Los romanos, por supuesto, también estuvieron necesitados de sus bárbaros, porque como diría Kavafis (“Esperando a los bárbaros”, 1904), al fin y al cabo esas externae gentes eran una solución y, si nos valemos del dicho de Horacio Graecia capta ferum victorem cepit et artis intulit agresti Latio (Ep. II 1.156-157), no cabe duda de que los romanos hallaron también en las artes y literatura griegas, en el poder de los discursos y en los discursos del poder helenos las formas de representación de la alteridad y, en especial, para la de los herederos de los Aqueménidas: los partos Arsácidas y los persas Sasánidas. Hasta principios del siglo I a.C., no obstante, los partos no fueron en los discursos romanos sobre la barbarie poco cosa más que el nombre de un pueblo oriental y desde un punto de vista político un factor casi desconocido (Sonnabend 1986: 157). Los romanos no contactaron personalmente con los partos hasta el año 92 a.C., cuando el parto Orobaso, embajador del rey Mitrídates II, se reunió con Sila (Liv. Per. 70.7; cf. Vell. II 24.3; Plut. Sull. 5.8) y se debatió sobre uno de los más espinosos conflictos de frontera en las relaciones romanopartas: la cuestión armenia.39 La política condicionó en gran medida el tema de la representación de los partos en el imaginario romano y fueron precisamente los relatos en primera persona sobre las guerras entre ambos imperios, las embajadas (Lúculo en el 69 a.C.; Pompeyo en el 66 a.C.) o la incorporación de Palmira al imperio romano desde el año 19 (Sartre 1994: 340; Gnoli 2007), los hechos que proporcionaron un aluvión de datos, reales e inventados, para esbozar un retrato de aquel pueblo iranio de pasado escita y nómada (Muccioli 2007; Lerouge 2007: 21), construido a partes iguales de realidades y de ficticios tópicos etnográficos y orientalizantes. La fallida experiencia épica de Carrae (53 a.C.), humillante, desastrosa y dramática, conmocionó de tal manera a los romanos que descubrieron entonces súbita y traumáticamente que aquel poderoso y peligroso vecino del que tanto hablaban los autores griegos había resurgido de nuevo con todas sus fuerzas en la frontera oriental del imperio y en la figura de un pueblo, los partos, y de unos reyes, los Arsácidas, que iban a poner en jaque más de una vez a los romanos y que devinieron pronto la manifestación y actualización del despotismo, la crueldad, la ostentación y el lujo aqueménidas, y cuyos ejércitos fueron a la par ridiculizados y temidos desde entonces. La fortuna no nos ha sido propicia y no disponemos de un relato romano contemporáneo del desastre de Carras. Nuestra fuente principal es la Vida de Craso, en donde Plutarco nos sirve un vino nuevo desde los mismos viejos odres aqueménidas, con buena parte de los tópicos que aparecían en la representación de los persas atri39
Angeli Bertinelli 1979; Chaumont 1976; Dignas, Winter 2007: 173 ss.
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buidos desde entonces a los partos: el lujo desmesurado, los extravagantes eunucos y el superlativo harén de un Surena, guerrero valeroso, sí, pero en exceso femenino y acompañado siempre en sus desplazamientos de un tropel de soldados, de mil camellos para transportar su suntuoso equipaje y doscientos carros para acomodar a sus concubinas (Plu. Cras. 21.6, 24.2), un cliché sobre los persas y el mundo oriental que arranca, como hemos visto, de la tradición griega y de su representación sobre los Aqueménidas. Pero en Carrae renació un imperativo que se convirtió en un tópico de la literatura romana, y en especial de época augustea, a saber, el clamor de venganza, acompañado entonces de la necesidad imperiosa de que las insignias perdidas por las legiones de Craso fuesen restituidas, un motivo representado también ubicuamente en la iconografía (Landskron 2005: 147-149) y en donde los partos fueron representados como feroces, barbudos y con melenas desaliñadas (Plu. Cras. 24.3), vestidos como jinetes, de cuero de arriba abajo, con el bárbaro pantalón,40 y a lo que deberíamos sumar que desde esta fecha pasaron a ser vistos como un pueblo cruel por antonomasia (Wiesehöfer 2002), esa crueldad irracional y consubstancial a su naturaleza salvaje de la que no nos hemos liberado todavía suficientemente en nuestra representación del mundo próximo oriental. Sobre el rex Parthicus y sus gentes recayó no solo la lacra de lo que representaba el título rex en la tradición republicana, sino también la tradición que vinculaba a los Arsácidas con los Aqueménidas y su naturaleza bárbara (Paratore 1966: 509). El yo romano, la identidad romana, no estaban dispuestos a compartir su rol primordial en la historia universal con ningún otro imperio vecino y rival, viéndose a sí mismos como los herederos de Grecia, de Alejandro, e imponiéndose como imperativo el convertir su singularidad en universalidad, el construir, como se ha demostrado acertadamente (Dauge 1981: 31 s., 57 ss.), una conscience de soi a través de la experiencia de la barbarie. Podríamos añadir a ello una motivación económica, no del imaginario sino de la dura y cruda realidad: el imperio parto era el intermediario, aunque no el único ni contaba con el monopolio (Young 2001: 26 ss.), entre Oriente, la India, China y el Mediterráneo, un obstáculo que no hacía nada felices a los ávidos e influyentes negotiatores romanos (Sonnabend 1986: 246-253), uno de los puntales junto a la oligarquía amante de la gloria y del lucro del imperialismo romano. La habilidad diplomática de Augusto consiguió que en el año 20 a.C. se recuperasen las insignias perdidas ignominiosamente por Craso (Aug. Anc. 6.40-42; Zos. III 32.3), aunque a decir verdad ninguno de los contendientes hizo concesión alguna más allá de la restitución de las insignias y el retorno de los prisioneros de guerra o de la renuncia de Augusto a convertir Armenia en una provincia romana (Wiesehöfer 2005: 112). No obstante, la ideología imperial debía por fuerza transmitir una imagen muy distinta ante el pueblo romano, ajena a las sutilezas y a las concesiones de las relaciones diplomáticas internacionales y aquí el discurso del poder y el poder del discurso se pusieron manos a la obra al servicio de la reparación del orgullo patrio. El pueblo necesitaba de un lenguaje más directo, contundente y fácil de entender y el emperador no estaba menos necesitado también de legitimar su poder unipersonal y transmitir la sensación de que, a diferencia del intento fallido del enemigo de la patria, Marco Antonio, del año 36/35 a.C. (Bengtson 1974), con Augusto Roma había conseguido por primera vez en muchos lustros cerrar definitivamente 40
Widengren 1956; Sarkhosh Curtis 1998; García Sánchez, Albaladejo Vivero 2010.
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las puertas del templo de Jano, dominando a todos los pueblos desde Oriente hasta Occidente –por frágil que fuese todavía esa paz y ese dominio por lo reciente del mismo–, y aunque para ello hubiese que pagar el precio de faltar parcialmente a la verdad, falta consubstancial a los discursos del poder y menor comparada con el rédito político que podría extraerse de conseguir imprimir en las consciencias romanas la idea del retorno de una nueva edad de oro conocida ahora y en el futuro como pax augusta, con Roma a la cabeza de un imperium sine fine (Verg. Aen. I 279) rodeado de barbarie, que abarcaba desde el sol naciente a las puertas del crepúsculo, desde una indefinida e imprecisa alba oriental hasta el bien definido ocaso en la Hispania recién conquistada del finis terrae (Hor. Carm. IV 15.14-15), una concepción sobre la política exterior romana que arrancaba desde antes del ciceroniano dominus regum, victor atque imperator omnium gentium (Cic. Dom. 90; Dignas, Winter 2007: 13). Fue precisamente en esa creación de Augusto del retrato del bárbaro parto (Rose 2005), de las gentes externae o nationes externae, donde el poder de los discursos y los discursos del poder, donde el poder de las imágenes y las imágenes al servicio del poder, de las aladas palabras, iban a jugar un rol determinante, y en las monedas, las estatuas, los relieves arquitectónicos, en la celebración de algunos espectáculos y, sobre todo, en la literatura se iba a transmitir una imagen y un mensaje inequívocamente patriótico para el pueblo romano: Roma, como ya antes Atenas, Esparta o Alejandro Magno, había vencido y humillado también a los persas. Roma era desde Augusto el único imperio universal (Zanker 1992: 129), la caput mundi, y en ese proceso la alteridad arsácida iba a representar un papel principal en la explotación de la imagen y el discurso sobre la barbaFig. 5 Mosaico de la casa del Fauno de rie, de Oriente frente a Occidente, del ami- Pompeya, Museo Arqueológico de Nápoles. go y del enemigo (Schneider 1986, 1998 y 2007), y utilizando ahora a los persas como una productiva metáfora de los partos, como en el mosaico de la casa del Fauno de Pompeya (fig. 5), con los soldados aqueménidas vestidos como los partos, con las femeninas laxas vestes y los fluxa velamenta (Luc. VIII 362-387; Just. XLI 2.4; Tac. Ger. 17.1), con el bárbaro pantalón (Hdn. IV 11.3, 11.6) o con mallas decoradas ostentosamente (García Sánchez, Albaladejo Vivero 2010). Hay un marcado contraste entre la prudencia diplomática de Augusto y la retórica de venganza del programa ideológico impulsado desde los discursos del poder a través de las fuentes literarias o iconográficas (Paratore 1966: 540). Se daba además la circunstancia de que los autores y artistas romanos tenían un modelo a emular en las formas de representación de la alteridad persa aqueménida en el imaginario griego, a lo que debemos sumar sin lugar a dudas una moda que se inició por lo menos desde los tiempos de Pompeyo y que caló profundamente entre los emperadores romanos, a saber: la imitatio Alexandri.41 41
Michel 1967; Weippert 1972; Kühnen 2008.
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Son muchos los ejemplos de cómo los discursos del poder y el poder de los discursos, la literatura, condicionan y prefiguran a priori la construcción de la imagen de la realidad. Los autores romanos tuvieron la fortuna de que ese trabajo ya lo habían hecho antes los griegos y simplemente debieron adaptarlo a una nueva realidad, sustituyendo “griegos” por “romanos” y “aqueménidas” por “arsácidas” o “sasánidas”. Roma halló en las fuentes griegas, literarias e iconográficas, muchos clichés sobre la representación de los persas aqueménidas que fueron aplicados a los partos, primero, y a los sasánidas, después: la tiranía, la crueldad desatada, el lujo, la molicie, las conjuras del harén..., categorías de pensamiento, utillaje mental, sin duda, de larga duración en la representación de Oriente en el mundo grecorromano y en la tradición occidental (Fowler 2005). Las tensiones y las malas relaciones romanopartas perduraron en el tiempo y junto a los estereotipos de la literatura o de la iconografía de la edad augustea aparecieron algunas pocas variaciones condicionadas por la coyuntura de cada momento histórico, con otros muchos períodos álgidos durante las dinastías julioclaudia, flavia, antonina o severa, y no fueron pocos los emperadores que gustaron de mostrarse ante sus súbditos como unos nuevos Alejandros que habían vencido al bárbaro persa –por más que eso nunca fuera una auténtica verdad–, al bárbaro por antonomasia, reencarnado entonces en los partos arsácidas. Quizás los autores romanos leyeron algunas noticias sobre los partos en Polibio (X 28-31) –de hecho, la primera vez que los partos son mencionados en las fuentes de época helenística–, o en Posidonio, fuente principal en la que bebieron Diodoro de Sicilia o Ateneo de Náucratis. Por citar un ejemplo, se echó mano del tópico en la representación del mundo oriental en el imaginario clásico de la escena de banquete pantagruélico en la corte del rey arsácida (Edelstein-Kidd F. 57 y F. 64). Gracias a otro autor de la edad augustea muy atento a los realia arsácidas, Estrabón (I 2.1, II 5.12, XI 6.4; Drijvers 1998), podemos deducir que entre algunos autores romanos fueron leídos los Parthica de Apolodoro de Artemita (FGrHist. 779),42 así como otros autores grecopárticos perdidos hoy por hoy para nosotros, pero que probablemente escribieron obras similares a los Σταθμοὶ Παρθικοί de Isidoro de Charax, un autor de alrededor del cambio de era que describía la parte occidental de la ruta de la seda (Schoff 1914). No fue, sin embargo, hasta la época de Augusto –¡cómo no!– cuando eclosionó ubicuamente la representación de la alteridad parta en el imaginario romano. Por desgracia, hemos perdido los libros de Tito Livio que narraban los contactos romanopartos, más allá de los resúmenes de las Periochae, y sin descartar a Diodoro de Sicilia o a Estrabón por escribir en griego, el primer autor romano en cuyos discursos los partos ocupan un lugar destacado fue Pompeyo Trogo, en sus Historias filípicas, epitomizado por Justino en el siglo II de nuestra era (Liebmann-Frankfort 1969; van Wickevoort Crommelin 1998). Volviendo a la edad augustea, es casi seguro que el verdadero programa ideológico de Augusto sobre la representación de los partos se diseñase desde el círculo de Mecenas y de los poetas áulicos Virgilio, Propercio, Horacio y el malhadado Ovidio, tanto antes como después de la restitución de las insignias de Carrae en el año 20 a.C. Son abundantes también las referencias a los partos en los discursos altoimperiales de Tácito (Walser 1951: 72-74, 136-154; Ehrhardt 1998), Veleyo Patérculo, Flavio Josefo (Rajak 1998), Floro, 42
Chaumont 1987: 160-1; Alonso-Núñez 1989; Sonnabend 1986: 229-235.
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Apiano, Herodiano, Frontino, Suetonio, Frontón y, en especial, Dion Casio, Plutarco y los Parthica de Arriano (Lepper 1948). Entre las fuentes no historiográficas destacan Pomponio Mela, Plinio el Viejo, Lucano, Séneca, Dionisio el Periegeta, Filóstrato y las novelas de Caritón de Afrodisias o Heliodoro, entre muchos otros. Vemos pues que de la misma manera que con los persas aqueménidas, el bárbaro oriental pasó a ser uno de los actores principales en todos los discursos literarios y al servicio, por supuesto, de todos los discursos del poder y es que además muchos de estos autores reprodujeron todos y cada uno de los tópicos sobre los persas aqueménidas. Los primeros diez años del reinado de Augusto estuvieron marcados por la continuidad del topos republicano de la llamada a la conquista del imperio parto (Lerouge 2007: 99 ss.) y entre los poetas eran frecuentes las apelaciones al dominio universal romano, hecho que pasaba inevitablemente por la conquista no sólo del imperio parto –denominados indistintamente partos, medos o persas–, sino también de otros pueblos bárbaros, como los bretones, los germanos, los cántabros o los astures. En Virgilio (G. III 30-33) se vaticina que con Augusto los partos serán vencidos y huirán cobardemente de los romanos, y en la Eneida (VII 601-606) se recuerda el imperativo moral de recuperar los estandartes perdidos ignominiosamente por Craso, un ofensivo y vergonzoso estigma en la memoria patriótica que el nuevo emperador debía cauterizar (Wisseman 1982: 14-46). Esa misma reparación moral del desagravio de Carrae aparece también en Horacio (Carm. III 6.9-12, I 29.1-4, I 12.53-56), aunque quizás sea en Propercio en donde esa apelación a la venganza se nos muestra de una manera poética y líricamente más bella (III 4.1-10; cf. IV 6.7986). Como se ha señalado (Lerouge 2007: 102), habría al menos tres buenas razones para integrar la cuestión parta en el programa ideológico de Augusto. Fig. 6 Augusto de Primaporta, Museos Vaticanos En primer lugar, el divus filius debía (H.R. Goette apud García Sánchez, Albaladejo cumplir el deseo de su padre adoptivo Vivero 2010: fig. 1). de recuperar las insignias perdidas por Craso –no olvidemos que Julio César, como un nuevo Alejandro, preparaba una expedición contra los partos antes de su muerte. En segundo lugar, porque Augusto quería mostrarse ante el pueblo romano como aquel que había conseguido lo que el traidor Marco Antonio no pudo en el año 36 a.C. Y, finalmente y en tercer lugar, porque solo se vería cumplido el augurado retorno de la edad de oro, ubicuo motivo del programa ideológico y de los discursos del poder de época augustea, si se restituían las insignias perdidas. Era ésta una exigencia innegociable ya que los libros sibilinos anunciaban además que dicha edad de oro no podría retornar a Roma sin la restitución de los estandartes perdidos en Carrae (Zanker 1992: 222-229). Hubieron de pasar unos años para que la anhelada devolución fuera proclamada con ocasión de los Juegos seculares del año 17 a.C., por más que la habilidad diplomática de Au-
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gusto y el saber aprovechar las tensiones en el seno del reino arsácida habían propiciado ya en el año 20 a.C. la reparación del honor romano, ordenándose incluso la construcción de un templo consagrado a Mars Ultor, inaugurado el año 2 a.C., y un arco de triunfo en el foro (D.C. LIV 8.3), una vez más el recurso discursivo del poder de las imágenes al servicio del discurso del poder (Schäfer 1998: 49-56). No conservamos restos ni del uno ni del otro, pero sí que aparece ese motivo de la restitución, del templo y del arco de triunfo en las monedas y en la coraza del Augusto de Prima Porta (fig. 6), datado en el año 19 a.C.,43 en donde vemos la representación de la barbarie oriental en la figura de un parto de barba desaliñada y rostro feroz librando las insignias perdidas ignominiosamente, vestido bárbaramente con la túnica de jinete corta con largas mangas con los todavía más bárbaros pantalones largos ajustados a los tobillos (Widengren 1956: 237; García Sánchez, Albaladejo Vivero 2010), con el cinturón anudado femeninamente (Curt. III 3.17-19) y calzando en los pies botas de piel (SHA. Cl. 17.6). Es habitual que en las leyendas de las monedas (fig. 7) aparezca la expresión signis receptis (CAESAR AUGUSTUS SIGN RECE) o bien un parto humillado en genuflexión entregando las insignias (Caló Levi 1952: 7 s.), símbolo a partir de entonces, a saber, la imagen del bárbaro doblando la rodilla como muestra de sumisión a Roma y al emperador, de extraordinaria fortuna politicoideológica (Zanker 1992: 225).
Fig. 7 Denario de Augusto RSC 1 485 (H.R. Goette apud García Sánchez, Albaladejo Vivero 2010: fig. 2).
43
Zanker 1992: 223; Schäfer 1998: 84-92; Gergel 2001: 191 ss.; Landskron 2005: 103-110; Schneider 2007: 54 s.
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Pero el César quería también presentarse en el imaginario colectivo como un heredero de Grecia en su lucha contra los persas, y así en el año 2 a.C., durante la inauguración del foro de Augusto y del templo de Marte, el emperador ofreció como espectáculo nada más y nada menos que una naumachía en la que se representaba y rememoraba la batalla de Salamina 44 y encargó la construcción de un trípode de bronce, a imagen y semejanza del enviado a Delfos tras la victoria de Platea, en el que tres bárbaros orientales arrodillados y vestidos a la manera de los partos, cincelados en exótico mármol oriental (fig. 8), de colores rojizos, blancos y negros (mármol lidio, frigio o pavonazzotto; cf. Paus. I 18.8), simbolizaban la postura de sumisión de Oriente, de Partia, de Persia a Roma como caput mundi (Schneider 1986: 29-96, 133 s. y 2002: 86), imitando otra vez antiguos paralelos griegos sobre la representación de los persas aqueménidas (Vitr. I 1.6). Los versos de Ovidio (Wisseman 1982: 111-123) Fig. 8 Carlsberg Glyptotek, Copenhague; Museo Archeologico no pueden ser más elocuenNazionale, Nápoles (H.R. Goette, M. García Sánchez apud García Sánchez, Albaladejo Vivero 2010: fig. 3). tes y su elogio de Augusto y Gaius César inequívoco (Ars. I 177-182), pero es quizás el domina Roma de Horacio (Carm. IV 14.44) quien mejor resume el sentir identitario del pueblo romano y la fe depositada en Augusto como restaurador de la perdida edad de oro. Un interés destacado merecen las Historias filípicas de Pompeyo Trogo y, en la línea de las descripciones etnogeográficas de los pueblos bárbaros en la literatura clásica, aparece aquí una etnografía moralizante y una geografía y un clima, el de Asia u Oriente, que acostumbra a reblandecer el carácter, otro tópico tomado en préstamo de la literatura griega y sus discursos sobre los persas aqueménidas. Así, si los persas y los partos fueron, en general, bien valorados mientras mantuvieron su condición de pueblo nómada y austero vestido con la curtida piel de los trajes de los cazadores escitas, muy típica entre los pueblos iranios (Widengren 1956: 276), al entrar en contacto con el lujo y la molicie oriental (Plu. Cras. 24.2; Just. XLI 2.4) iniciaron la decadencia de sus costumbres y, por tanto, condenaron fatalmente la futura estabilidad de su imperio. Aparece también en Trogo-Justino otro tópico de larga duración sobre el persa aqueménida, el oriental, el parto, o el sasánida después, a saber, el de la hostilidad y desconfianza respecto a unas gentes pérfidas, procaces y de poco fiar (XLI 3.7, 3.10). 44
Vell. II 100; Plin. Nat. XVI 190 y 210; Tac. Ann. XIV 15; Suet. Aug. 43.3 y Tib. 7.3; D.C. LV 10.7; Ov. Ars. I 171-201. Cf. Spawforth 1994: 233-269.
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La barbarie parta fue también un lugar común de los discursos iconográficos imperiales a lo largo de todo el alto imperio, siendo su presencia habitual en monedas, arcos de triunfo, frisos de marfil, como el de Éfeso (Museum Selçuk), camafeos, como en el Grand Camée de France, vajillas, como el vaso de plata von Hoby de Copenhague, que quizás relacione ahora a los troyanos en tanto que orientales con los partos al mostrar a Príamo arrodillado frente a Augusto (fig. 9), o corazas y sarcófagos, como en el fragoroso combate representado en el pequeño y gran Ludovisi del Palazzo Altemps en Roma.
Fig. 9 Nationalmuseum, Copenhague: DK 06/89; FVA 4538 (H.R. Goette apud García Sánchez, Albaladejo Vivero 2010: fig. 4).
Evidentemente, las relaciones políticas no fueron siempre las mismas: de Tiberio a Nerva se vivió una época basada en el mantenimiento del statu quo y las relaciones diplomáticas. Pero con Trajano renacieron las ansias de conquista del imperio parto, una política belicista de los emperadores romanos, a excepción de Adriano y Antonino Pío, que perduró hasta el fin del imperio de los Arsácidas y continuó después con los Sasánidas, política a la que, haciendo justicia a los romanos, se incrementó también por parte arsácida con la llegada al trono de Artabano II en el año 10/11 y el ímpetu que recibió la idea de recuperar las fronteras y la gloria del antiguo imperio de los Aqueménidas, actitud que por fuerza hubo de inquietar a los romanos (Tac. Ann. VI 31.1) y que provocó desde entonces y también en época sasánida tensiones fronterizas y conflictos armados no pocas veces.45 Durante los reinados de Tiberio y Claudio continuó la política diplomática de enviar rehenes partos de la familia real a Roma, pero no debemos perder de vista otra vez el uso de una terminología de carácter institucional, desde los discursos del 45
Neusner 1963; Dabrowa 1981; Dodgeon, Lieu 1991; Greatrex, Lieu 2002; Lerouge 2007: 136 s.; Dignas, Winter 2007.
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poder, para demostrar la sumisión debida de los partos a los romanos. La elección de términos como reuerentia y obsequia para definir las relaciones políticas entre ambas potencias revela que Roma veía a los partos como a un pueblo cliente (Tac. Ann. XII 11.1), por supuesto, un desiderátum más que una realidad (Badian 1959: 41-42, 53-54, 68; Rich 1989). Fue desde Trajano y su campaña pártica cuando apareció ubicuamente en las inscripciones y en las leyendas de las monedas el título Parthicus o, con un lenguaje mucho más elocuente, en las monedas acuñadas el 116, en los sestercios que conmemoraron la ascensión al trono de Parthamaspates, mostrando al rey parto recibiendo la diadema de Trajano y a Partia en genuflexión (Caló-Levi 1952: 19; Landskron 2005: 117-119) y con la leyenda REX PARTHIS DATUS, o aurei con la inscripción PARTHIA CAPTA. De hecho, desde la edad augustea y a través de la presencia de rehenes partos de la familia real en la Urbs, Roma podía afirmar su dominio universal y mostrar en los discursos del poder al bárbaro arsácida como una clientela más y legitimar por tanto que un rey parto no era para los romanos otra cosa que un simple rex datus más. Curiosamente, Antonino Pío (SHA. AP 9), aunque optó como Adriano por la vía diplomática en sus relaciones con los partos, emitió moneda con la leyenda PARTHIA, en donde se veía a Partia ofreciendo su corona como si hubiese sido vencida y subyugada por los romanos (Salcedo 1994: 192). Fue, sin embargo, con Marco Aurelio y Lucio Vero cuando se impulsó nuevamente una política de conquista del imperio arsácida, recibiendo ambos soberanos el título de Parthicus y erigiendo incluso arcos de triunfo como el de Trípoli (Landskron 2005: 124-6), o esculpiéndose relieves en la biblioteca de Celso, en Éfeso, tras el saqueo de Ctesifonte por Avidio Casio en el año 165, en los que también se cincelaron imágenes de los desaliñados bárbaros partos. Ese programa ideológico tuvo continuidad con Septimio Severo, Parthicus Maximus tras conquistar Ctesifonte en el año 197, emperador que en sus discursos del poder volvió a representar a partos en monedas y arcos de triunfo en el foro romano o en Leptis Magna (Landskron 2005: 129-134). Con él y con Caracalla se alcanzó la máxima extensión del imperio romano en Oriente, movidos muchos de los emperadores por la gloriae cupiditate (SHA. SS 18.2; D.C. LXVIII 17.1) y otra vez por el deseo de emular a Alejandro a través de la submissio de los partos. Es en este período cuando la imagen del soldado parto vencido fue más explotada en la iconografía imperial y fueron muchas las obras, perdidas en su mayoría, que explicaban las campañas orientales de los emperadores romanos, la más famosa los Parthica de Arriano, pero también Apiano (Syr. 52) o C. Asinio Cuadrado (FGrHist. 97), aunque algunas debieron de ser de calidad muy mediocre, según se deduce de la despiadada crítica de Luciano de Samósata (V.H. 31; cf. Polyaen. Praef. 2). Podríamos hablar pues de una etnografía parta en el imaginario romano, del poder del discurso etnogeográfico al servicio de los discursos del poder, ya que es común que en las fuentes literarias aparezcan excursos sobre el origen de los partos, vinculándolos a los escitas (Amm.Marc. XXXI 2.20) o viéndolos como exiliados escitas (Just. XLI 1.1-2), información que podría ser complementada con un pasaje de Estrabón en donde se nos informa sobre su origen nómada, su llegada a Partia y su antiguo nombre de Parnos (XI 9.2-3). Como en buena parte de los discursos etnogeográficos sobre los pueblos bárbaros, es habitual ver en Arsaces, el fundador de la dinastía, a un bandolero de origen oscuro y dudoso (Just. XLI 4.6-7), y el origen
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escita y nómada condicionó también una representación de los partos como un pueblo rudo, guerrero y feroz, un pueblo que se movía entre nimio fervore solis arderunt y rigerent frigoris inmanitate (Just. XLII 6-9), unas condiciones climáticas extremas que hacían muy dura la supervivencia, a lo que podríamos sumar la hipérbole de Plinio el Viejo undique desertis cincta (Nat. VI 113). Nos hallamos, pues, frente a un determinismo geográfico que, por supuesto, se reflejó en sus maneras de vestir con túnicas de piel parecidas a las chaquetas de piel de los escitas (Just. XLI 2.4), con pantalones o calzones a veces flotantes a veces ajustados a las piernas, con perneras de jinete y botas altas o zapatos de cuero para montar (SHA. Cl. 17.6), con gorros también de piel o fieltro con faldones sobre las orejas (Str. XV 3.19; Mart. X 72), típicos en la representación de los orientales en el imaginario romano, y diademas anudadas sujetas por detrás mediante un lazo, motivos todos explotados en el lenguaje iconográfico (García Sánchez, Albaladejo Vivero 2010). En la literatura romana, desde un punto de vista político, un término definió por antonomasia el régimen político de los partos, a saber: despotismo (Just. XLI 3.9), sistema de gobierno propio de tiranos crueles y arrogantes del tipo Artabano, Vardanes, Gotarces y Vologeses, que mezclaron fatalmente a partes iguales la luxuria y uanitas (Sen. const. 13.4, ep. IV 7) de los Aqueménidas con la feritas y ferocia parta (García Sánchez 2009b; Dauge 1981: 135, 187). A ello podemos sumar por supuesto el tópico de que los partos, como antes los persas aqueménidas, eran un pueblo servil y su monarca superlativamente cruel con sus súbditos, a los que trataba como a auténticos esclavos (Tac. Ann. VI 31.1, XI 10.3, XII 10.4). No obstante, el tópico más frecuente en la literatura romana sobre los partos es el relacionado con su estrategia militar, en especial por los arqueros montados (barbarus eques) (Hor. epod. XVI 11-14, VII 9-10; Fugier 1967), los sagittiferi Parthi (Catul. II 6), y la fingida huida (simulatione fuga) parta como táctica militar, siempre a la fuga y disparando a la vez hacia atrás (Paratore 1966: 530).46 A ello podemos sumar el pavor que debió de causar entre los romanos la figura de los catafractos y la vestimenta militar del ferreus cataphractus (Just. XLI 2.9; Prop. III 12.12). Pero la imagen de los Parthi feroces (Hor. Carm. I 2.22) se combina con la nulla comminus audacia (Tac. Ann. XXXV 4.3), con la debilidad consubstancial para combatir cuerpo a cuerpo, como se observa también en la iconografía mediante el parto vencido y humillado, un tópico también de larga duración que arranca de la literatura griega y su imagen del cobarde arquero aqueménida que evitaba el combate directo con el hoplita griego (Tac. Ann. XIII 39.2; Philostr. Her. 13), el arco artero (subdolus) de los partos (Prop. IV 3.66) y la bellum fugax entorpecida por las laxas vestes y los fluxa velamenta (Luc. VIII 362-387; Just. XLI 2.4), con el que además se combinaban la prenda bárbara por antonomasia en el imaginario clásico: el pantalón (Balsdon 1979: 221). Finalmente, llamó también la atención a los romanos la escandalosa e impía religión de los partos, que permitía a los magos los matrimonios incestuosos (Catul. XC), la magicae uanitates (Plin. Nat. XXVI 18, XXVIII 47, XXX 1), la exposición de los difuntos, la poligamia (Luc. VIII 397-404, 410-411) o el lujo y la molicie de la corte en donde eran frecuentes los banquetes, el colorido de los eunucos (Philostr. 46
Tac. Ann. XIII 40.1; Just. XLI 2.7; Prop. III 9.53; Sen. Apoc. 12.3; Hdn. III 4.8; Virg. G. III 31; cf. Virg. En. XII 856-858, G. III 313-314, B. X 59-60; Prop. III 4.17; Hor. Carm. II 13.17-19; Ov. Rem. 155, Ars. I 208-211, Fast. V 591-593; Pers. V 4; Stat. Theb. VI 597.
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Ap. I 34, 36-37; Guyot 1980: 101) y las concubinas (Paratore 1966: 515), un déjà vu en los discursos griegos sobre la alteridad aqueménida (García Sánchez 2009b). Ese mismo discurso del poder explotó todos y cada uno de los poderes del discurso durante el dominado y toda la Antigüedad Tardía para representar a los Sasánidas, los herederos de los Aqueménidas y Arsácidas desde el año 224, a través de los mismos tópicos, de los mismos clichés orientalizantes, un discurso del poder reparador del traumático impacto que hubo de provocar el que un emperador romano, Valeriano (Eutr. 9.7), cayera por primera vez en las manos del enemigo Sapor I hacia el 260 –humillación plasmada para la posteridad en los relieves de Naqsh-iRustam y según Zósimo mancillando con tal vergüenza el nombre de los romanos para la posteridad (I 36.2); la deshonrosa y forzada pax fundata cum Persis de las monedas de Filipo el Árabe del 244 (Dignas, Winter 2007: 122 s.), o que Juliano el Apóstata, como un nuevo Alejandro (Amm.Marc. XXIV 4.27) muriese en una campaña contra el Sasánida Sapor II en el 363, representado quizás en el emperador muerto bajo los pies de Ardashir II en el relieve Taq-i Bustan (Dignas, Winter 2007: 92), y con el desafortunado foedus de Joviano con los persas del mismo año (Dignas, Winter 2007: 132); y por más que a Diocleciano se le considere como un déspota oriental por la adopción de un estudiado ceremonial cortesano inspirado en el estilo persa, haciendo uso de lujosos vestidos, exigiendo la adoratio o proskýnesis como homenaje (Eutr. 9.26; Aur.Vict. 39.2-3) y recluido en su palacio a la manera de los monarcas persas (Cameron 2001: 21, 52), el desprecio por la barbarie oriental no se vio mitigado por la adopción de más de un préstamo áulico y cultural. En los discursos literarios encontramos los mismos tópicos sobre la natio cruda o la fallacissima gens, como leemos en Herodiano, en Zósimo, en Amiano Marcelino (XXX 8.4, XXI 13.4) al referirse al inclementísimo, pérfido y arrogante Sapor II (XXVII 12.6, XXVII 12.4, XXIX 1.1) o en el discurso que Juliano dirige a sus hombres cuando presenta a los persas como pueblo astuto, pérfido y tramposo (XXIII 5.21). La misma retórica de la alteridad, de la difamación, en la Historia Augusta o en Procopio de Cesarea, ya en la Roma o Bizancio de Justiniano del siglo VI. Amiano Marcelino, una de las fuentes más enjundiosas sobre los discursos del poder en la Antigüedad Tardía, vuelve sobre el gastado motivo de la inclinación de los persas por el robo y el hurto (XVI 9.1: per furta et latrocinia), sobre la astucia consubstancial a su raza (XVI 10.16: astu gentili), sobre su orgullo y altivez, como demostraba la misiva enviada a Constancio por el Rex regum Sapor, particeps siderum, frater Solis et Lunae, en el 358 (XVII 5.3: fastus), una insolentia de larga duración heredada de los Aqueménidas (XVII 11.3) y una pasión insaciable la de un pueblo y la de un rey sobrehumano y ávido de ampliar su reino (XVIII 4.1), esa misma vanidad e insensata codicia de los bienes ajenos que según Herodiano (VI 3.5) caracterizaba a los persas al no conformarse con sus tierras y atreverse a desafiar a los romanos, que se convirtieron en superlativas en un rey feroz y jactancioso como Sapor (truculentus: Amm.Marc. XX 6.1; iactans: XX 7.17), rapinarum addictus (XXVII 12.1), el soberano de la nación más falaz (fallacissimae gentis: XXI 13.4). Un pasaje de un discurso etnogeográfico de Amiano sobre los persas sintetiza, como pocos, todas las faltas de los Sasánidas, a saber, eran afeminados (effeminatos), más que fuerza poseían astucia (magis artifices), eran de palabra fácil y vana, hablaban alocadamente y con ferocidad (abundantes inanibus vuerbis insanumque loquentes et ferum), eran fanfarrones y duros (magnicidi et gravis ac taetri), sober-
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bios y crueles (superbi crudeles) por antonomasia (XXIII 6.80). Esos mismos vicios definieron para Zósimo las costumbres bárbaras de los persas sasánidas y de su rey, simulacro de cazador necesitado de paraísos en los que ejercitarse fraudulentamente con todo tipo de especies de animales (III 23.1-2), o al Cosroes de Procopio ya en época bizantina (Pers. II 9.7 ss.). Vemos también de nuevo a los persas sasánidas representados en arcos de triunfo, como en el del Galerio Persicus y Medicus maximus en Tesalónica, que luchó contra Narses y se comportó como un nuevo Alejandro al apoderarse del harén y de la esposa del rey sasánida (Eutr. 9.25; Aur.Vict. 39.35); o el de Constantino en Roma, a quien Aurelio Víctor recomendó emular las virtudes de Ciro el Grande (40.14), y que murió en medio de los preparativos para una nueva guerra persa contra Sapor II, a quien había enviado una carta advirtiéndolo de que la providencia castigaba a los príncipes perseguidores de los cristianos (Eus. v. Const. IV 813), un fenómeno, el del cristianismo, que envenenó todavía más las relaciones entre Roma y Persia; en obeliscos, como el de Teodosio en Estambul, o en la desaparecida columna de Arcadio en el foro de la misma ciudad; en sarcófagos, con las barbudas figuras en genuflexión, vistiendo pantalones, túnicas de largas mangas y gorros frigios; o representaciones de Partia o Persia decorando las galerías de las estatuas; en las monedas en cuyas leyendas se exaltaba la VICTORIA PERSICA, como en un medallón de Galerio celebrando la captura del harén de Narses (Dignas, Winter 2007: 88 s.), la GLORIA ROMANORVM y el topos de la victor omnium gentium; y camafeos, como el de Belgrado.47 Imágenes del bárbaro que alcanzaron tamFig. 9 Díptico de marfil Barberini, París (apud bién la época bizantina, como el díptico Landskron 2005: fig. 181). de marfil Barberini (fig. 10), probablemente de época de Anastasio I o Justiniano, por más que este último emperador tuviese que comprar muy cara la paz en los tratados de los años 532 (Procop. Pers. I 22) y 562 con Cosroes I.48 Un motivo de ficción aparece quizás en un daño colateral a la decisión de Justiniano del año 529 de prohibir la enseñanza de la filosofía en Atenas y la clausura de la Academia de Platón: siete filósofos neoplatónicos se dirigieron a Persia al haber oído hablar de las inquietudes filosóficas de Cosroes I, un nuevo rey filósofo que había encargado incluso traducciones de Platón. El monarca, no obstante, y como no podía ser de otra manera en un bárbaro, se mostró poco apto para la filosofía, en especial por su diabólica licencia sexual (Agath. II 30-31), una historia seguramente 47 48
Landskron 2005: 156-170; Drijvers 2006: 52 ss.; Schneider 2006: 141-263. Blockley 1985; Dignas, Winter 2007: 138 ss.
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espuria (Cameron 1988: 148) pero reveladora también de la imagen de los reyes persas en el imaginario de la Antigüedad Tardía. No es quizás tampoco fruto de la casualidad que las primeras noticias que tenemos de los grandes iconos cristianos provengan del contexto de las guerras contra Persia de finales del siglo VI, cuando fueron sacados en procesión como estandartes militares (Cameron 1998: 89). En definitiva, los partos arsácidas y los persas sasánidas fueron utilizados en el programa ideológico de los emperadores, a través del poder del discurso y en los discursos del poder, en la literatura y a través del poder de las imágenes, como un topos literario e iconográfico para la representación del Otro, del alius orbis y el orbis alter, de la molicie, de la crueldad y de la cobardía inmanente al mundo oriental, al enemigo de frontera, pero también para definir dialécticamente el proceso de construcción de la identidad romana a través de la representación del bárbaro, para visualizar y justificar la diferencia entre la barbarie y la civilización (Schneider 2007: 51, 60). Volvamos para finalizar a Nietzsche: ¡Facta! sí, ¡facta, ficta! (Aurora, 4.307), hechos y ficciones, hechos y dichos memorables de griegos y romanos sobre los bárbaros, entretejidos en la urdimbre del discurso con hilos de la realidad y de la ficción, hechos muchos de los cuales probablemente nunca acontecieran salvo en su imaginación, simples transformaciones de prejuicios, de emociones en falsas argumentaciones racionales, aunque también, justicia obliga, intentos humanos, demasiado humanos, de neutralizar la presura psicológica, el miedo, la hostilidad frente a lo diferente o lo extraño, porque en toda construcción identitaria, sobre quiénes somos, juegan un papel primordial tanto las políticas de reconocimiento como las de falso reconocimiento, tanto en su forma benigna como en su forma maligna, porque otorgar el reconocimiento a los Otros genera en el agente, en los particularismos irremediables, dudas, inquietudes, hace tambalear las seguridades, reconocer a otros pueblos como iguales nos sitúa potencialmente en una situación de vulnerabilidad (Taylor 2009). La identidad de griegos o romanos o nuestra propia identidad dependió y depende inexorablemente de sus relaciones y nuestras relaciones dialógicas con los demás, y en ella habría que evitar a toda costa –algo que griegos y romanos no supieron hacer– la renuencia a creer que hay pueblos de primera o de segunda clase, el recalcitrante amurallamiento etnocentrista –también el nuestro–, y aceptar como un valor que siempre somos transformados favorablemente por el conocimiento de los Otros, esto es, como se ha dicho sabia y prudentemente (Nussbaum 2012: 169), que seamos capaces de reconocer lo común en lo extraño y lo extraño en lo común y ahí radica, sin duda, el principal desafío de nuestro presente, de nuestras ciudadanías multiétnicas y multiculturales. Ese fue también el sueño de Alejandro (Plu. Reg. et. imp. apophth. = Mor. 329B-D) al ordenar que todos hiciésemos del mundo nuestra patria y de nuestra identidad la práctica de la virtud.
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