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Capítulo 8 DIOSES Y DEMONIOS: LA CONQUIST CO NQUISTA A DE LOS ANDES RIMER ACTO ACTO: C AJAMARCA 8.1. PRIMER
En la recién fundada ciudad de Panamá y en otras pequeñas ciudades del Cari be y de Centroamérica, los cada vez más insistentes insi stentes rumores r umores de d e la existencia de un inmenso y riquísimo imperio imperio situado aguas abajo de la Mar del Sur (el océano océano Pacífico) Pacífico) mantenían en inquietud a la colección de aventureros, conquistadores desocupados, encomenderos, vecinos, pobladores y forasteros que allí se habían ido concentrando: una legión de desarraigados, agolpados en el fondo del Caribe, desesperados porque sus oportunidades de hacerse ricos con un golpe de valor y de fortuna se disipaban día dí a a día ante la imposibilidad de ir más allá, ni hacia el norte (las gentes de Cortés y Alvarado le cerraban el paso en Guatemala), ni hacia el sureste (por el impenetrable Darién). Parecían consumirse en la rutina de vender ocasionalmente pedazos de metal más o menos mal hallados a los tratantes que recalaban en aquellos puertos procedentes de España; operaciones en las que los comerciantes eran los que obtenían los mayores mayores beneficios. En 1522, un terco marino llamado Pascual de Andagoya Andagoya armó un pequeño navío y se empeñó en navegar hacia el sur a lo largo de la costa del Pacífico buscando un nuevo «país del oro» que, según las leyendas oídas a viejos conquistadores asentados en el Istmo, se hallaba mucho más abajo. Andagoya costeó doscientas millas sin encontrar nada que pudiera interesarle, salvo nuevos datos sobre un vasto y populoso país montañoso, rico en oro y plata, situado sit uado al sur del río Virú o Birú, que él entendió como el país de Perú. Las noticias propagadas por el marino a su retorno a Panamá encendieron enseguida los ánimos de la gente. Dos vecinos y encomenderos de Panamá, Francisco Pizarro y Diego de Almagro, compraron en 1524 el barco de d e Andagoya Andagoya con la ayuda de un clérigo, Hernando de Luque, quien no era sino un testaferro de la poderosísima familia Espinosa, prestamistas prestamistas y comisionistas que ya habían participado con sus dineros en la conquista de Cuba, Panamá y México. Pizarro y Almagro emprendieron por mar la ruta del sur, pero los resultados de esta expedición fueron de nuevo decepcionantes. No encontraron nada parecido al fabuloso imperio que buscaban y, sobre todo, no trajeron a Panamá cosa alguna que justificara j ustificara la inversión realizada. No obstante, en 1526, empeñando sus últimos bienes, organizaron una segunda expedición. Esta vez tuvieron más suerte: en las costas de un país llamado reino de
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los Quito tomaron contacto con la cultura cultu ra incaica. El Birú, Virú o Perú efectivamente efectivamente existía y se hallaba en algún lugar de aquellas impresionantes montañas que veían desde la costa. Los expedicionarios se animaron y siguieron costeando el actual Ecuador, hallando en diferentes lugares indios vestidos con suntuosos ropajes de quienes obtuvieron clavos clavos de oro y patenas de plata. Recalando en diferentes puntos hallaron la rica ciudad de Tumbes, que formaba parte del Imperio incaico, y allí desembarcaron. Desde Tumbes, Pizarro continuó hacia el sur a lo largo de la costa peruana, buscando y preguntando. Otros dos desembarcos confirmaron la magnitud, riqueza y refinamiento que, según todos los indicios, poseían las culturas andinas. Regresaron dispuestos a volver con más fuerzas y, sobre todo, con un permiso oficial que les permitiera enseñorearse de aquellas tierras. En 1529 firmaron la correspondiente capitulación con la Corona para continuar el descubrimiento y población de aquel avizorado mundo del Perú al que llamaron «la Nueva Castilla» por las «ciudades y castillos de piedra» que decían en en él había. Capitulación en la que se incluía la promesa del cargo de gobernador y capitán general de aquellas tierras para Francisco Pizarro si llevaba a cabo su conquista. A Almagro se le concedía el mando de una fortaleza en Tumbes Tumbes y una declaración de hidalguía (nada desdeñable en la época); a Hernando de Luque un futuro obispado también en Tum bes; y al marino Ruiz, que igualmente firmaba el contrato, el título de piloto mayor mayor de la Mar del Sur. Todo ello si la empresa tenía tení a éxito. En 1530, después de haber llevado a cabo una recluta importante en su Extremadura natal (en la que se alistaron todos sus hermanos y su primo Pedro, posterior cronista de la conquista del Perú), Francisco Pizarro completó la expedición en Panamá con otros aventureros hasta juntar un total de 180 hombres. Almagro, bastante resentido con la posición de segundón que le correspondía tanto en el mando de la empresa como en las posibles ganancias que habrían de tocarle en los repartos, sólo aceptó continuar con los Pizarro una vez le ofrecieron el título de adelantado y una futura gobernación que se establecería al sur de la de Francisco. Tuvo también que aceptar, desde luego a regañadientes, quedarse temporalmente en Panamá para organizar un grupo de refuerzo mientras el resto de la hueste, al mando del mayor de los Pizarro, partía hacia el Virú. La expedición desembarcó en la actual costa ecuatoriana a la altura de la bahía de San Mateo, más al norte de donde lo habían hecho en su viaje v iaje anterior. Después de un duro camino por tierra, atravesando los bosques costeños, el contingente de invasores llegó a la Tumbes incaica que ya conocían, de la que sólo hallaron ruinas y donde obtuvieron noticias de que la ciudad había sido asolada por una guerra en la que se hallaban empeñados los dos grandes señores de aquella tierra: dos hermanos emperadores, Huascar y Atahualpa, enfrentados entre sí por el trono de Perú y en la que empeñaban la vida de miles de hombres en sus ejércitos respectivos. Enseguida llegaron nuevos contingentes de aventureros desde Panamá; eran la gente de Sebastián de Belalcázar y de Hernando de Soto, enviados por Almagro, ávidos cómo todos los demás de rescates y riquezas. Con ellos como vecinos, Pizarro fundó el primer asiento europeo en aquella tierra, un poco más al sur de Tumbes: San Miguel de Piura. Alrededor de sesenta españoles al mando de Belalcázar quedaron en la ciudad, continuando el resto la marcha hacia el corazón de las montañas, hacia el Taw awantinsuyu, antinsuyu, como oían decir que se llamaba aquel imperio. Era el mes de septiem bre de 1532.
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Lo que sucedió entonces queda muy lejos de la afirmación, según la visión tradicional, de que la conquista de Perú fue una empresa en la que aguerridos conquistadores acabaron en pocos días con el Imperio incaico. El pequeño grupo de blancos invasores que penetró en el interior del espacio andino encontró una coyuntura que en todo les beneficiaba y de la que supieron aprovecharse al máximo. Si la guerra no hubiera dividido y enfrentado a la familia imperial incaica (las panacas imperiales) y a sus ejércitos, y si los pueblos sometidos a la fuerza por los incas no hubieran notado en éstos graves síntomas de debilidad, el destino de la gente de Pizarro hubiera quedado sentenciado allí mismo. Probablemente ni siquiera hubieran podido salir vivos de Tumbes. La dominación incaica de estos pueblos no parecía haber calado en las raíces más profundas de buena parte de los señoríos seño ríos andinos, en especial de los situados al norte. La dificultad de su conquista por los incas y los constantes alzamientos que sacudieron el Imperio prueban el descontento y el estado de insumisión existente entre muchos de estos señores étnicos locales contra el poder imperial i mperial cusqueño que lo consideraban extranjero. La llegada de estos primeros españoles debió suponer para muchos de estos caciques una posibilidad de librarse de los incas; liberación que durante años estaban esperando. Pizarro supo aprovechar esta situación estableciendo alianzas con algunos de los caciques y curacas más importantes, quienes no dudaron en ofrecer todos los medios necesarios —hombres fundamentalmente— para la guerra contra el poder imperial. Los pactos establecidos con los cañaris y los huancas (wancas, al sur del actual Ecuador y norte de Perú), tradicionales enemigos de los incas y ahora incondicionales aliados de los Pizarro, resultaron fundamentales para engrosar la expedición que muy pronto se dirigió al interior de la cordillera andina. La falta de cohesión en el seno del Tawantinsuyu, que venía de antiguo, se había agudizado con la muerte del inca Huayna Cápac, el conquistador del norte del Imperio. Durante largos años, los incas de Cuzco habían luchado contra los aguerridos aguer ridos pue blos norteños nor teños en guerras desatadas a sangre y a fuego. Pero estos grupos grupo s sometidos nunca olvidaron las ter ribles represalias llevadas a cabo por los ejércitos del inca ante la reiterada resistencia que ofrecieron. En Quito, Huayna Cápac recibió las primeras noticias de la llegada por mar de extraños forasteros. Eran, seguramente, las naves de Andagoya. Pero otra invasión más cruel, procedente del Caribe, se extendía por la tierra: era la viruela, viru ela, que había llegado a Perú mucho antes que los castellanos. El mismo inca fue una de sus tantas victimas. A su muerte, la sangrienta guerra por la sucesión se extendió por el Tawantinsuyu. Dos de sus hijos, Huascar y Atahualpa, enfrentados entre sí por la posesión de la mascapaycha (la Corona imperial), arrastraron a sus seguidores a conformar dos ejércitos —el cusqueño y el quiteño—. Huascar, que había nacido en Cuzco, era el candidato de la panaca imperial oficial de la capital del Imperio. Atahualpa, nacido en Quito, era hijo de una princesa norteña con quien el inca había convivido casi toda la vida, siendo reconocido en el norte como el verdadero continuador de la tradición paterna. Y lo que era más importante, los grandes generales del ejército incaico, atascado en una contienda de décadas contra los pueblos norteños, le identificaban como tal inca. La guerra entre ambos contendientes estalló con toda la violencia de las luchas ancestrales andinas, con una enorme carga de ritualidad que los castellanos apenas consiguieron comprender. Y precisamente cuando esta guerra guerr a estaba llegando a su fin,
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y el quiteño Atahualpa estaba a punto de proclamarse vencedor eliminando a su hermano cusqueño Huascar, un pequeño grupo de blancos barbudos iniciaba el ascenso de los contrafuertes andinos, ignorantes, todavía, de en qué circunstancias irrumpían en aquel mundo de serranías. Mucho se ha escrito y especulado sobre la facilidad con la que, en el primer encuentro entre ambos grupos en la ciudad andina de Cajamarca, Pizarro pudo apresar a Atahualpa, en una increíble victoria de tan reducido y agotado grupo de castellanos frente a los miles de servidores que llevaba el inca. Pero hay que considerar que la conquista de Perú fue, en cuanto a lo material, una guerra fundamentalmente de indios contra indios, de los cuales Pizarro arrastraba ya a varios miles aportados por los caciques, sus aliados. La proporción entre blancos e indios de los que se acercaban al encuentro con el inca debía ser de uno a veinte o incluso superior. Las Las guerras de la conquista fueron, fundamentalmente, guerras de indios contra indios, con sus armas, sus técnicas y sus rituales, en las que los castellanos, con la superioridad técnica de sus arcabuces, espadas, lanzas, armaduras y caballos, desequilibraban a su favor el resultado de los combates. Pero, además, la actitud de Atahualpa, bastante confiado ante los invasores, sus temores sobre una posible relación de los blancos con el retorno del viejo dios andino Wiracocha y, sobre todo, la falta de unidad que minaba el Imperio, precipitó y favoreció el triunfo momentáneo e inesperado de los lo s castellanos. Una vez prisionero de éstos, el inca declaró que los había dejado llegar hasta Ca jamarca porque eran muy pocos y, en consecuencia, no podían representar ningún peligro. De hecho, el inca envió a un emisario para que se entrevistase con Pizarro, invitándole a continuar su marcha hasta Cajamarca en la seguridad de que los recién llegados irían a rendirle pleitesía ante la grandeza de su Imperio. En realidad, uno y otro se habían situado en posición de relacionarse entre sí como dioses y demonios, Apus y Súpais en quechua. Dios se pensaba el inca frente a los extraños demonios extranjeros. Dioses se creían los castellanos frente a los demonios indígenas. El reducido grupo de Pizarro que comenzó a ascender la cordillera siguió proba blemente un camino incaico que remontaba el valle de Chancay Chancay tomando hacia el sur a lo largo de los Andes y que ascendía por encima de los 4.000 metros. Sin duda, un ataque en estas condiciones del ejercito imperial hubiera puesto fin —al menos momentáneamente—, a la conquista de Perú. Pero Atahualpa había decidido permitirles llegar hasta él. El 15 de noviembre de 1532, el grupo de hombres blancos, algunos a caballo, con morriones de hierro hier ro y una docena de arcabuces (y el poderoso ejército de indígenas que se le unió desde el principio), llegaron al hermoso y fértil valle de Cajamarca. Tras una primera entrevista del inca con los principales capitanes de Pizarro —entre ellos, Soto y Hernando Pizarro—, los recién llegados obtuvieron permiso para alojarse en los mejores aposentos de Cajamarca, en su plaza principal, concertándose una entrevista entre Atahualpa y Francisco Pizarro para días inmediatos. Según la crónica de Pedro Pizarro, la hueste se dividió en cuatro grupos, escondidos en los principales edificios de la plaza de Cajamarca. El objetivo de los castellanos era la captura del inca, lo que consiguieron tras un vendaval de fuego y sangre. Una vez se vio prisionero, Atahualpa, inseguro de su suerte suert e en manos de aquellos bárbaros extranjeros, y advirtiendo desde un principio el extremado interés que tenían por los metales preciosos, ofreció a los invasores un extraordinario rescate a cambio de su vida y de su libertad: según el cronista Francisco de Jerez, «daría de oro una sala que tiene veintidós pies de largo y diecisiete de ancho, llena, hasta una raya blanca que
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está a la mitad del alto de la sala, y dijo que hasta allí llenaría la sala de diversas piezas de oro, cántaros. Y de plata daría todo aquel bohío dos veces lleno, y que esto cumpliría dentro de dos meses». Las órdenes de Atahualpa a sus generales fueron determinantes para el éxito de la invasión castellana. Además de poner en movimiento a todo el Imperio para conseguir lo más rápidamente posible el rescate prometido, prohibió cualquier maniobra de su imponente ejército contra los invasores a sabiendas (como sucedió) de que aquellos barbudos acabarían con su vida sin miramientos. El ejército incaico se encontraba presto a intervenir en cualquier momento esperando las órdenes que nunca llegaron: el general Quizquis ocupaba Cuzco con treinta mil hombres, y acababa de derrotar definitivamente a Huascar, por lo que Atahualpa era ya el único inca, cosa que éste supo ya en su prisión; el general en jefe Chalcuchima, situado a mitad de camino entre Cuzco y Cajamarca, tenía treinta y cinco mil guerreros; otras guarniciones de varios millares de soldados defendían centros estratégicos como Vilcashuamán y Bombón. Al norte, entre Cajamarca y Quito, estaba el tercer comandante, Rumiñahui, al frente de otro importante contingente. Habría bastado una orden de Atahualpa para haber liquidado al reducido grupo español, a pesar de las cada vez mayores adhesiones que éstos seguían recibiendo de los señoríos locales y, desde luego, del apoyo que la im portante facción f acción cusqueña, descabezada d escabezada tras la muerte muer te de Huascar, ofreció a los castellanos en caso de que acabasen con el para ellos impostor Atahualpa. Mientras, y efectivamente, el rescate de Atahualpa fue llegando hasta Cajamarca como un formidable río de metal procedente de los más remotos confines del Imperio. En junio de 1533, Francisco Pizarro Pizar ro ordenó la fundición y ensaye del oro y la plata acumulados, y su distribución entre la gente. gent e. El reparto del botín (el famoso f amoso y mítico «reparto de Cajamarca», más de once toneladas de piezas labradas fueron arrojadas a los hornos de fundición, hasta lograr 6.087 kilos de oro de primera calidad y 11.793 kilos de plata) quedó registrado por los escribanos y oficiales reales presentes, y una vez separados los quintos reales, a cada soldado de a caballo le correspondieron unos 40 kilos de oro y 80 de plata, y a cada uno de los peones aproximadamente la mitad. El reparto tendió a igualar a sus beneficiarios, a excepción de Francisco Pizarro, su hermano Hernando y Hernando de Soto, que obtuvieron porcentajes muy superiores. La equiparación a la hora del reparto del botín fue tan sólo aparente, o más bien sólo aplicable a «los hombres de Cajamarca», puesto que la gente de Almagro que llegó posteriormente, y los que se habían quedado en la recién fundada San Miguel de Piura —los de Belalcázar—, sólo obtuvieron cantidades simbólicas. La carrera del oro era ya imparable. El gran santuario de Pachacamac, cerca de Lima, fue saqueado, y en Jauja, en una de las tantas incursiones de los españoles españo les a los lugares supuestamente ricos y abundantes en piezas de valor, fue hecho prisionero Chalcuchima, uno de los generales más destacados del inca. Un golpe de suerte para los castellanos. El último episodio de la tragedia de Cajamarca fue el asesinato de Atahualpa. El pretexto, el supuesto avance desde el norte del general Rumiñahui «al mando de doscientas mil gentes de guerra», según reflejaron las crónicas con más temor que exactitud. El 26 de julio de 1533, Atahualpa, acusado de traidor, fue ejecutado en la plaza principal. Días después —el 29 de julio—, en una carta a Carlos V, Pizarro justificaba su decisión ante el inminente ataque del ejército incaico, por el miedo de sus hombres y la posible pérdida de «tan excelentes dominios como aquí ya tiene Su Majestad».
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Desde Cajamarca, las huestes pizarristas partieron hacia la gran ciudad de Cuzco el 11 de agosto, después de garantizarse la adhesión de la facción cusqueña, los herederos de Huascar, muy fortalecidos tras la muerte de Atahualpa y que todavía creían en la buena fe de los españoles: pensaban que iban hacia la capital a fin de restituirles la mascapaycha , según ellos injustamente arrebatada por Atahualpa al legítimo inca Huascar. Efectivamente, Pizarro, en otro de los tantos actos teatrales de la conquista, coronó como inca a Túpac Hualpa, un niño hermano menor de Huascar. Mientras tanto, en Cuzco, Villac Umu, sumo sacerdote del Sol, trató inútilmente de impedir el avance de los extranjeros convocando a la unidad de las dos facciones en guerra para enfrentarse a los invasores. Pero ni los generales de Quito aceptaron pactar con sus enemigos de d e Cuzco, ni la facción cusqueña quiso negociar una un a paz de urgencia con los antiguos partidarios de un inca al que nunca habían reconocido y contra el que llevaban años peleando. Uno de los miembros de la panaca imperial, Manco Inca, se alió con los castellanos, y con él buena parte del Imperio, reconociendo a Túpac Huallpa como el único inca. Esta alianza fue bien patente en todo el camino que tomaron los pizarristas hacia la capital imperial, puesto que, a pesar de la resistencia que opusieron los restos de los ejércitos de Atahualpa, los españoles, con la ayuda de las tropas cusqueñas de Manco, siguieron de victoria en victoria para lograr llegar finalmente al Cuzco. En este camino hacia el sur por mitad de la cordillera, las etnias huancas y jaujas, asentadas respectivamente en ambas orillas del río Mantaro, y otros señoríos de Manta (en la actual costa ecuatoriana), se convirtieron en aliados incondicionales de los castellanos, a los que veían como vencedores del incario. Tras la fundación de la ciudad de Jauja, donde quedaron registrados como primeros vecinos ochenta españoles, se produjo la muerte en circunstancias poco claras del niño inca Túpac Hualpa. Una vez más, Pizarro supo aprovechar la tremenda debilidad del Imperio en beneficio pro pio: por un lado acusó al general Chalcuchima de haberlo matado, con lo que se le le presentaba una ocasión ideal para librarse de uno de los generales incaicos más poderosos; por otro, en la nueva pugna por la mascapaycha, esta vez con varios candidatos, no se posicionó con claridad a favor de ninguno de ellos hasta obtener el apoyo del más fuerte, el joven Manco Inca, bien enraizado en el sector cusqueño, y quien precisamente estaba colaborando cada vez más decididamente con él. Hubo otras varias batallas en el camino a Cuzco: en Vilcashuamán Vilcashuamán y en Vilcagonga, donde nuevas alianzas como la de los táramas fortalecieron aún más el ejército aliado invasor en contra de las tropas incaicas del difunto Atahualpa. No obstante, el pacto fundamental se llevó a cabo en Jaquijahuana, entre Francisco Pizarro y el príncipe Manco, por el cual la hueste pizarrista y el propio Manco con su imponente ejército entrarían juntos en Cuzco. En sus inmediaciones i nmediaciones libraron todavía una última batalla contra otro de los ejércitos de Atahualpa, el del general Quizquis. Después de ser derrotado por el ejército de Manco y tras tener que abandonar los cerros cercanos a Cuzco, Quizquis se retiró hacia su tierra norteña, nor teña, donde la facción quiteña mantendría durante un buen tiempo una sólida resistencia frente los españoles. La entrada y conquista de la capital imperial, el gran Cuzco, inauguró una nueva etapa en la invasión europea de Perú, caracterizada por la disminución de los enfrentamientos entre todos los sectores en disputa, dispu ta, a excepción de los producidos en el área quiteña, y los inicios de la organización del espacio ocupado. Después de la coronación de Manco como nuevo inca se fundaron las ciudades de españoles del Cuzco
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(Cusco) y Lima, se procedió al primer reparto de encomiendas y tuvo lugar el expolio sistemático y a conciencia de la capital y sus alrededores por parte de sus insacia bles ocupantes, así como de los l os grandes santuarios. Buscando una conexión por mar con Panamá, Pizarro estableció la nueva capital de Perú en la Ciudad de los Reyes (Lima) a orillas del río Rimac. El saqueo de Cuzco fue la culminación de una invasión motivada por el deseo de obtener a cualquier precio riquezas y poder. En la capital imperial encontraron aproximadamente la mitad de oro que en Cajamarca, pero era más de cuatro veces mayor la cantidad de plata. En el reparto fueron incluidos los españoles que se habían quedado en Jauja y los compañeros de Sebastián de Belalcázar que estaban en Piura. TemTem plos —entre ellos el Coricancha—, casas, tumbas, almacenes, todo fue saqueado. Como escribió el cronista Cristóbal de Molina, «nunca entendieron sino en recoger oro y plata y hacerse todos ricos; todo lo que a cada uno le venía a la voluntad de tomar de la tierra lo tomaba, sin pensar que en ello hacía mal, ni si dañaba o destruía, porque era harto más lo que se destruía que lo que ellos gozaban y poseían». A finales de 1534, la conquista del Perú incaico parecía culminada. La invasión de Quito había finalizado con la muerte de los dos últimos generales de Atahualpa y la sumisión de los restos del ejército quiteño; las l as «entradas» hacia territorios aún no ocu pados eran cada vez vez más frecuentes y con un mayor mayor número de voluntarios voluntarios que, atraídos por las noticias de los dos repartos efectuados, llegaban al Perú en busca de más oro. El joven Manco era el nuevo inca de un Imperio agonizante. ACTO: LA GUER GUERRA RA DEL DEL CUZCO UZCO Y LA SUBLE SUBLEV VACIÓN CIÓN DE GONZALO PIZARRO 8.2. SEGUNDO ACTO
Sin embargo, esta aparente estabilidad duró muy poco. En pocos años, Perú ardió en una guerra guer ra que tuvo varios frentes y que acabó con la derrota der rota de indígenas y conquistadores ante el paso firme e igualmente despiadado para con todos los enviados reales: primero a cargo de Pedro de La Gasca y, después, del virrey Francisco de Toledo. En la fundación, a comienzos de 1535, de d e la gobernación de Nueva Toledo, situada en el sur del Imperio incaico y que correspondía a Almagro según las capitulaciones firmadas, tuvo su origen la intensificación del conflicto ya latente entre pizarristas y almagristas. La ambigüedad ambig üedad en la especificación de sus límites exactos favoreció las ambiciones de Diego de Almagro sobre buena parte del antiguo Imperio; en este caso, sus exigencias se centraron en poseer el Cuzco. La salida de Almagro hacia Chile al mando de una formidable expedición y con un notorio apoyo financiero del propio Pizarro con tal de sacarlo sacarlo de la capital, capital, devolvió de momento la calma a la ciudad. Paralelamente, el joven inca Manco comenzaba su mandato no exento de dificultades, fundamentalmente las derivadas de la falta de apoyo, incluso de varios de los miembros de su propia panaca, horrorizados hor rorizados ante la actitud de los españoles. Algunos nobles indígenas desafectos fueron mandados asesinar por orden del inca, al parecer con el acuerdo de Almagro y de sus más directos colaboradores. Por otra parte, las iniquidades que fueron cometiendo en la expedición de Almagro hacia Chile —relatadas por un testigo t estigo excepcional, el sumo sacerdote Villac Umu— unidas a la falta de respeto que algunos de los españoles asentados en el Cuzco demostraban públicamente hacia el inca, hicieron que Manco tomara la decisión definitiva de ponerse al
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frente de su pueblo para expulsar de Perú a los invasores, ahora que Pizarro se había marchado hacia Lima y que Almagro iba camino de Chile. Tras un primer intento frustrado, que acabó con la prisión y tortura del inca, éste pudo escapar (a cambio de entregarle un u n ídolo de oro a Hernando Pizarro) y organizar, en 1536, una imponente rebelión indígena que se extendió por todo el territorio y que culminó con el cerco de los españoles en el Cuzco por parte de las tropas incaicas mandadas por el propio Manco. La movilización sorprendió a todos los conquistadores y su magnitud les aterró. Los cálculos del número de sitiadores varían entre cincuenta mil a cuatrocientos mil. Las fuerzas sitiadoras estaban a cargo del general Inquill, asistido por Villac Umu, que había abandonado con sus tropas la expedición de Almagro para volver en ayuda de su señor. Pero los españoles siguieron contando con la incondicional ayuda de los cañaris acaudillados por Chilche, de varios parientes del inca —Murua Pascac, su primo, y sus hermanos— con todos sus ejércitos, con los chachapoyas y los huancas, todos enemigos tradicionales del incario. Por otra parte, los grupos indígenas costeños rehusaron participar en la rebelión serrana contra los nuevos invasores y no acudieron a ayudar al sitio del Cuzco. Las escaramuzas, batallas y hechos de guerra fueron tan numerosas como las pérdidas humanas. Algunas de las imponentes fortalezas incaicas fueron asaltadas por unos y otros con resultados diversos: Ollantaytambo, donde las fuerzas indígenas comandadas por el propio inca infringieron una dura derrota a los españoles; o Sacsahuamán, cuyo asedio fue dirigido por Hernando Pizarro y donde se libró una de las batallas más sangrientas. Pedro Pizarro lo relató así: «Fue ésta de una parte y de otra ensangrentada, por la mucha gente de indios que favorecían a los españoles. Hernando Pizarro entró poniendo a cuchillo a todos los que estaban dentro, que serían pasados de mil y quinientos hombres». La ciudad fue atacada por sus antiguos dueños con una lluvia de piedras envueltas en algodón y previamente calentadas, que al estrellarse contra los techos de paja de los edificios provocaron un inmenso incendio que prácticamente destruyó la antaño gloriosa capital incaica. Lima fue también cercada por el ejército del general Quizo Yupanqui. Pero, a pesar del gran despliegue efectuado por los diferentes ejércitos incaicos frente al todavía reducido y disperso grupo de españoles, el empeño de éstos por vender caras sus su s vidas, el gran número nú mero de aliados indígenas que se les unieron y la muerte del general Quizo y de otros capitanes, desbarataron el intento de expulsar a los extranjeros. A partir de este nuevo fracaso, el curso de la rebelión cambió decididamente a favor de los castellanos. Por un lado, el dominio del inca en la sierra se debilitó enormemente con el abandono de Ollantaytambo por parte de su ejército. Manco decidió retirarse a un refugio inaccesible y desconocido para los extranjeros: Vilcabamba, Vilcabamba, «la ciudad perdida», hacia el oriente, más allá de los contrafuertes andinos y en mitad de la selva. Por otro lado, la llegada de varios grupos de españoles procedentes de México, Nicaragua, Panamá, Nombre de Dios, Santo Domingo y de la misma península Ibérica, reforzó considerablemente la delicada posición de la gente de Pizar ro. A fines de 1536, dos ejércitos marchaban hacia el sitiado Cuzco. Desde Lima, Alonso de Alvarado al frente de 550 españoles y numerosos guerreros huancas. Desde Chile, tam bién Almagro y sus hombres, que regresaban de su expedición a marchas forzadas. En 1537, Almagro llegó al Cuzco antes que Alonso de Alvarado, llevando el importante ejército indígena que le acompañaba en su expedición hacia Chile, rom-
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piendo el cerco del Cuzco Cuzco frente a las tropas de Manco y Villac Umu, Umu, que se retiraron a los cerros cercanos, y entrando victorioso en la ciudad que ya consideró suya. No halló más resistencia que la de los hermanos Gonzalo y Hernando Pizarro y un reducido grupo de seguidores, que veían en Almagro no a un «libertador», sino a alguien que, en realidad, llegaba a arrebatarle la capital a su hermano y patriarca. El ya viejo conflicto entre Pizarro y Almagro, ahora transformado en una pugna entre pizarristas y almagristas por riquezas, cargos y preeminencias, estalló con violencia entre los dos ejércitos puestos en marcha para liberar a los sitiados castellanos. La pretensión de Almagro sobre la ciudad incaica, en el sentido de que pertenecía a su jurisdicción, desató una cruenta guerra entre conquistadores que duraría —con pocas treguas— más de quince años. A los pocos días de llegar al Cuzco, Almagro partió a buscar a los pizarristas. En Abancay, ayudado por el joven hermanastro de Manco, Paullu que, después de haberle seguido a Chile con diez mil soldados indígenas seguía demostrándole una fidelidad irreductible, derrotó a las fuerzas de Alvarado, enviado desde Lima por Pizarro. Pero el viejo Almagro apenas tuvo tiempo de saborear su victoria. En 1538, Hernando Pizarro encabezó la invasión del territorio almagrista y consiguió llegar hasta la capital imperial, en una campaña que culminó con una aplastante victoria sobre sus adversarios en las pampas de Las Salinas. Almagro fue capturado y condenado a garrote, sentencia que fue ejecutada en la Plaza de Armas del Cuzco, porque traicionar a Francisco Pizarro se pagaba con la muerte. El joven Paullu guardó silencio. El duro castigo infringido a la facción almagrista paralizó momentáneamente cualquier intento de insurrección contra el grupo de los Pizarro. Esta tregua fue aprovechada para intensificar el proceso conquistador en todo el espacio andino. Se sucedieron las fundaciones: Chachapoyas (1538), Huamanga (1539) o Arequipa (1540). La rica región del Collao Col lao —llamada después Charcas y luego Alto Perú—, fue repartida entre los conquistadores vencedores. Dicha zona ya había sido recorrida en 1535 por la vanguardia vanguardia de la gran expedición de Almagro a Chile, al al frente del capitán Juan de Saavedra; por el artillero y rico encomendero Pedro de Gandía, que organizó una formidable «entrada» —invirtió buena parte de su fortuna, que no era poca—, en la que participaron trescientos de los más experimentados hombres del Cuzco; y por Hernando y Gonzalo Pizarro en 1538 que, ayudados por Paullu, siempre fiel a los españoles, fueran de una u otra facción, bordearon el lago Titicaca ocupando los confines orientales del Collasuyu —los valles de Cochabamba—, llegando más al sur, después de una tenaz resistencia del pueblo charca. En 1539, un hombre de confianza de Pizarro fundaba en Chuquisaca la ciudad de la Plata —hoy Sucre—, llamada así por su proximidad al centro argentífero de Porco, donde los Pizarro Pizar ro tenían ya ciertos intereses. Estaban a las puertas de Potosí. Mientras tanto, el inca in ca Manco, desde Vilcabamba, Vilcabamba, organizó la segunda gran g ran rebelión indígena de este período, que comenzó con un feroz ataque a los huancas en YuraYuramayo, destruyendo Wari Wilca, el principal santuario huanca, y ejecutando a sus sacerdotes y guardianes. En poco tiempo, los principales jefes incaicos parecían controlar de nuevo gran parte del espacio andino andin o ocupado por los españoles: Manco en la la sierra central; Villac Umu en las montañas al sur y al suroeste del Cuzco; e Illa Túpac, juan a otros otro s capitanes igualmente importantes, en la región situada al norte de Jauja. La represión de esta segunda rebelión fue aún más sangrienta que la l a anterior. FranFrancisco de Chaves, enviado a Huánuco, asoló la zona con un auténtico baño de sangre,
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y Gonzalo Pizarro, después de su victoria en el refugio incaico de Vilcabamba, mandó ejecutar a Cura Ocllo, esposa de Manco, y a muchos señores étnicos que con anterioridad se habían rendido a los españoles, entre ellos Villac Umu y Tito Yupanqui. Pero la violencia y las insolidaridades entre unos y otros no habían acabado porque los viejos conquistadores también estaban heridos de muerte. En 1541, Francisco Pizarro era asesinado en su casa de Lima por un grupo de almagristas, vengando la muerte de su líder. El hijo mestizo de Almagro, conocido como Almagro el Mozo, fue nombrado gobernador de Perú por los triunfadores, quienes se dedicaron a perseguir pizarristas y se posesionaron de gran parte del país. Un gobernador, Vaca Vaca de Castro, nombrado por el emperador Carlos V para poner orden en aquel convulso mundo, derrotó a los almagristas en los llanos de Chupas, con el apoyo, claro está, de los partidarios de Pizarro. Almagro el Mozo fue detenido y ajusticiado en el mismo lugar donde lo fuera su padre y enterrado junto a él. Perú, de nuevo en poder de los pizarristas, parecía calmarse. El hermano más joven de Francisco, Gonzalo Pizarro, había sido nombrado en 1539 gobernador de Quito con jurisdicción sobre Popayán, Cali, Portoviejo y Guayaquil. Pero ahora, a finales de 1542, llegaron al Perú las noticias de que el emperador había promulgado las famosas Leyes Nuevas que recortaban considerablemente el poder de los conquistadores y, y, sobre todo, su control sobre la población indígena. Sin entrar en el análisis de su contenido, los artículos referentes a la posesión y disfrute de las encomiendas de indios —que tan profusamente los conquistadores se habían repartido por todo Perú, Alto Perú y Quito— provocaron una fuerte reacción por parte de estos nuevos señores de la tierra. Los primeros y antiguos conquistadores no estaban dispuestos a ceder lo que consideraban suyo con pleno derecho por haberlo ganado, afirmaban, «en tan larga guerra». Gonzalo Pizarro fue la figura que aglutinó estos intereses, en torno al cual se agruparon todos los encomenderos, siendo proclamado en 1544 capitán general de Perú. Algunos de los viejos conquistadores (y parece que el mismo Paullu) le propusieron contraer matrimonio con una princesa incaica, tras lo cual podría intitularse intitul arse rey de Perú o incluso inca, y los conquistadores «señores destos reinos». Gonzalo representaba así el máximo grado de independencia de la nueva casta gobernante, mixtura ya de intereses netamente andinos, tanto blancos como indígenas, y a los que sólo sól o con sangre parecía posible arrebatarles su poder: el que consideraban que emanaba de las que ya llamaban «sus tierras y sus indios». El encargado de poner en práctica en Perú las Leyes Nuevas por mandato de Carlos V fue Blasco Núñez de Vela, Vela, primer y fugaz virrey de Perú, que asumió el gobierno en reemplazo de Vaca de Castro en 1544. Su merecida fama de legalista férreo y su intransigencia en las negociaciones con los rebeldes a la autoridad real, le llevó en 1546 a su derrota y muerte en Añaquito, por orden expresa del propio Gonzalo Pizarro, al poco de pisar tierras andinas. En medio de esta otra desastrosa guerra se descubría el Cerro Rico de Potosí (1545) y Manco moría apuñalado por la espalda a manos de unos almagristas traidores que habían obtenido de él refugio y protección. Gonzalo Pizarro parecía ser el gran señor de Perú, mientras un nuevo inca, Sayri Túpac, era nombrado tal en las selvas del oriente. En 1547, tras el fracaso del primer virrey, se acercaba a las costas peruanas un clérigo llamado Pedro de La Gasca, enviado por el emperador como «Pacificador del Perú». Venía ligero de equipaje, menos armas y pocos soldados, pero Carlos V, can-
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sado de los conflictos de Perú, había delegado en él algo fundamental: la suprema autoridad para castigar a los traidores, pero también para conceder el perdón y la gracia real a todos los conquistadores rebeldes que se pasasen a las filas de los leales al rey, más la no aplicación de las referidas Leyes Nuevas en sus aspectos más controvertidos. Su misión, difícil, era aplastar la rebelión y consolidar el frágil dominio real en el espacio andino. Aunque los conquistadores sublevados sublevados destrozaron varias veces a las tropas leales a La Gasca, entre ellas a un realista llamado Diego Centeno que intentó ocupar el Cuzco en nombre del emperador y que fue derrotado en las pampas de Huarina, poco a poco los documentos de perdón que La Gasca emitía firmados fir mados «Yo, «Yo, El Rey», hicieron más daño a los partidarios de Gonzalo Pizarro que la munición más gruesa o las más nutridas filas de arcabuceros que se le pusieran enfrente. Buena parte de los en principio irreductibles ir reductibles rebeldes se pasaron al bando del clérigo a cambio de este perdón real y de la promesa —luego no cumplida— de aplicar una ley de punto final y reconocerles las encomiendas y repartos que poseyeran. En los llanos de Xaquixahuana, cerca del Cuzco, se enfrentaron finalmente los dos ejércitos, el del enviado real y el de los encomenderos sublevados. Gonzalo Pizarro quedó pronto casi solo y, enfrente de él, arracimándose como si todos fueran realistas de pronto, los que hasta entonces habían sido sus amigos y aliados. Muchos de ellos mudaron de campo viniéndose a las filas del enviado del rey, y desde allí levantaron sus lanzas en contra del que fuera su caudillo. Hasta el mismo Paullu estaba también del lado de La Gasca. Gonzalo Pizarro fue capturado, encadenado y encerrado en el Cuzco como lo habían sido los mismos incas, el propio Almagro, y toda una saga de antiguos conquistadores, viejos señores de la tierra. Fue ejecutado, finalmente, por traidor al rey. La primera generación de la conquista era así definitivamente enterrada, relegada y olvidada en un mundo por el que habían matado, peleado y, finalmente, muerto. Los nuevos pobladores, los que llegaron después, asegurando lealtad al rey, los que recibieron encomiendas y prebendas antaño pertenecientes a la vieja generación de conquistadores, se erguían ahora victoriosos sobre las ruinas de un tiempo que murió o desapareció con tanta virulencia como había comenzado. A pesar de todo ello continuaron las fundaciones de nuevos pueblos y ciudades, y las entradas sobre nuevos territorios: en el llamado reino de Quito, y en el norte, centro y sur peruanos. En el Alto Perú Perú —La Paz (1548), Santa Cruz (1561), Cochabamba Cochabamba (1571), Tarija (1574)—, estas fundaciones garantizaron cada vez más el establecimiento efectivo del régimen colonial a través de sus agentes —corregidores, hacendados, encomenderos, frailes, mineros y comerciantes— sobre una zona rica en minerales, en indios y en tributos, y en la que el control sobre la mano de obra y su explotación constituía la base fundamental de la dominación. Todavía quedaba el núcleo de Vilcabamba, Vilcabamba, con el último últ imo inca alzado tras sus míticos bastiones. La muerte de un español —Atilano de Ayala— fue el esperado y buscado pretexto. En 1572, el virrey Toledo declaró la guerra «a fuego y sangre» contra Vilcabamba. En septiembre del mismo año, el inca Túpac Amaru era decapitado en la plaza del Cuzco; pero la represión represi ón contra contr a todo «lo antiguo» antigu o» se llevó más a fondo: fondo : las momias de Manco y Tito Cusi fueron incineradas, y muchos de los miembros de las panacas incaicas incaic as —incluso —inclu so los más colaboracion colabo racionistas istas con los españoles—, españo les—, acusados, encarcelados, despojados de sus bienes y desterrados. Concluía así el tremendo período de la conquista de Perú. Si los pueblos indígenas habían sido vencidos, los
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viejos conquistadores habían sido también derrotados. Una nueva generación se alzaba con el poder. ERCER ACTO ACTO: EL CAMI CAMINO NO DEL DEL NOR NORTE. L AS TIER TIERRA RAS S DE EL DORADO 8.3. TERCER
Las rutas de penetración en el territorio conocido poco después como el Nuevo Reino de Granada fueron varias, así como los grupos que realizaron su ocupación. Estas circunstancias darían lugar a un largo proceso de conquista del territorio, dificultado por las continuas disputas y pleitos entre ent re los cabecillas de los distintos grupos gru pos de españoles a la hora de adjudicarse el control de aquella inmensa región. Además originó un continuo trajín de expediciones, unas conformadas por gentes recién llegadas y otras por veteranos de anteriores entradas. Desde Santa Marta, en la costa del Caribe, fundada en 1526 por Rodrigo de Bastidas, salieron buena parte de las expediciones hacia el sur que buscaban las sabanas andinas de Cundinamarca en la suposición de que al interior de aquel inmenso territorio habría de hallarse el mítico El Dorado. Pero a estas mismas tierras andinas, muy lejos de la costa, llegarían también otros aventureros, aunque por rutas diferentes, todos siguiendo el mismo reclamo del oro: procedentes del sur, de la incaica Cajamarca y del área quiteña, un grupo de conquistadores se acercó a las sabanas bogotanas ascendiendo por la cordillera; y desde las costas venezolanas, exactamente desde Coro, por una ruta que cruzaba cr uzaba las ciénagas y los llanos, otros expedicionarios habían comenzado a remontar los contrafuertes andinos con el mismo destino. Los procedentes del norte, en su inmensa mayoría, eran hombres avezados en las entradas más difíciles, con una amplia experiencia experiencia conquistadora adquirida primero primero en las Antillas y posteriormente en Centroamérica o en México; gentes antaño dedicadas al negocio esclavista en el Caribe y participantes part icipantes en las frecuentes razias que asolaron y diezmaron las poblaciones nativas de las Antillas y Tierra Firme. Muchos de ellos eran también propietarios de ingenios azucareros en las islas, empresarios en otras entradas y aun encomenderos, para quienes el negocio antillano ya no reportaba beneficios suficientes, comparados con los que contaban haber logrado los peruleros. El camino desde el sur fue, en cambio, mucho más complejo. Para explicarlo es necesario retroceder en el tiempo. En el área de lo que hoy es Ecuador, antes de la llegada de los castellanos, el dominio inca se había circunscrito a un corredor a lo largo del callejón interandino, fortaleciéndose en las tierras situadas entre las dos etnias más belicosas, los cañari y los puruháes. Los incas encontraron fuerte resistencia en las provincias del norte, nor te, en Im babura y Cacchi, donde habitaban los caras y los pastos. Después de diecisiete años de lucha, los cusqueños del Inca Huayna Cápac apenas si pudieron mantener el contacto de sus líneas en el interior de este corredor interandino, consolidando su presencia en Quito, Otavalo y Pasto, donde detuvieron su avance por imposibilidad de ir más allá, dada la fuerte resistencia que encontraron y la distancia extrema que les separaba de sus bases logísticas. Huayna Cápac ya había nacido en la región, región, en TomeTome bamba (la actual Cuenca), Cuenca), lo que muestra la larga permanencia del ejército ejército incaico en el norte. Logró la conquista definitiva de los caras, pero no pudo llevar a cabo la ocu pación del territorio de los pastos, estableciéndose la frontera septentrional del Imperio en el río Acasmayo.
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Fuera de su dominio quedaron las poblaciones del litoral pacífico, los pueblos selváticos del occidente y los desconocidos del oriente Amazónico. Pero aún en el territorio supuestamente dominado las rebeliones fueron numerosas, sobre todo tod o por la violencia desatada en el proceso de conquista; cerca de la actual Ibarra, después de una batalla, los incas habían matado a millares de enemigos arrojando sus cuerpos a la laguna de Yaw Yawar ar Cocha, Laguna de la Sangre. Sang re. En la guerra civil desatada a la muerte de Huayna Cápac entre las facciones que defendían las pretensiones a la sucesión de dos de sus hijos, Atahualpa (quiteño) y Huascar (cusqueño), los aparentemente sometidos cañaris se rebelaron en el sur, posicionándose con vehemencia al lado del grupo cusqueño, no tanto por afecto a Huascar sino por odio al quiteño Atahualpa y a sus generales. Después de derrotar a cusqueños y cañaris en Ambato, Atahualpa llevó a cabo una dura represión contra estos últimos cerca de Saraguro, ordenando a sus comandantes matar a la mayor parte de los hombres que acudían a rendirse y a todos los niños que salieron a su paso a reci birle con ofrendas y cantos. Los cañaris que sobrevivieron prometieron pro metieron venganza y guerra sin cuartel. Ello explica que los nuevos invasores españoles encontrasen un territorio encendido en odios, odi os, con lo que pudieron aprovecharse de la confusión generada por la guerra civil y, sobre todo, de la hostilidad jurada de muchos de estos pue blos norteños contra cont ra los incas. Según Cieza de León, aún en tiempos de La Gasca, la proporción de hombres y mujeres entre los cañaris era de 1 a 15, posible secuela de su resistencia a la conquista incaica y su traslado forzoso a Cuzco y a otras regiones del Tawantinsuyu. El camino hacia la tierra de los quito no fue fácil para los castellanos. Después de la muerte de Atahualpa a manos de los españoles, una gran parte de su ejército, alrededor de 10.000 hombres, acaudillado por Quizquis, se encaminó desde Cuzco hacia Quito para sumarse a las fuerzas de Rumiñahui, comandante militar de la provincia norteña por nombramiento del difunto Atahualpa. Era la facción quiteña del Imperio, que había luchado y vencido a Huascar y que ahora se aprestaba a ofrecer una dura resistencia a los nuevos invasores europeos. Y así hubiera sido si en su camino hacia el norte no hubiera sido sorprendido por un numeroso contingente de indígenas aliados de los españoles. Quizquis fue derrotado a la altura del río Mantaro por los huancas, cuyos jefes tenían tanto rencor a los incas que se preciaban de quemar vivo a cuanta autoridad incaica cayera en sus manos. Si la rivalidad entre las diversas etnias estaba sentenciando la imposición final del poder español, los castellanos no constituían tampoco un grupo compacto y homogéneo, especialmente los que llegaron a esta región del norte del incario. Por el contrario, la diversidad de intereses y, sobre todo, las rivalidades personales de sus jefes, así como las camarillas al interior de los diferentes sectores secto res que componían las expediciones expediciones hasta allí enviadas, fueron continuas y conformaron otro de los factores fundamentales para que el frágil —pero por po r el momento bastante efectivo— equilibrio de alianzas y pactos entre tan diversos y disímiles elementos siguiera manteniéndose. Uno de estos españoles, Sebastián de Belalcázar, antiguo conquistador en Tierra Firme y luego encomendero en Panamá, veterano también de Perú y poco dispuesto a seguir bajo las órdenes de Francisco Pizarro, ambicionaba como tantos otros una gobernación propia. Por eso organizó una entrada hacia la región del norte a finales de 1533 desde San Miguel de Piura. Tuvo Tuvo que acelerar su marcha cuando recibió notinoti -
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cias del desembarco, aún más al norte y en la costa ecuatoriana —a la altura de la bahía de Caráquez—, Caráque z—, del capitán Pedro de Alvarado con quinientos quini entos españoles españo les y cuatro mil indios procedentes de Guatemala y Nicaragua, porque alguien le había informado de que en esos valles quiteños se encontraban almacenados los tesoros de Atahualpa que no llegaron hasta Cajamarca cuando el famoso rescate. Otro de los episodios dramáticos de esta tragedia: la presencia forzada de miles de mayas en los Andes obligados a luchar contra indígenas andinos. Para mayor complicación, una tercera expedición penetró en el territorio en persecución de la hueste salida desde Piura: la mandaba otro capitán, Diego de Almagro, representante de la autoridad del gobernador Pizarro, enviado por éste hacia el norte apresuradamente dadas las, a su juicio, excesivas libertades liber tades que se habían tomado los capitanes Belalcázar y Alvarado, organizando entradas y saqueos sin su conocimiento ni autorización. Pero para llegar hasta donde Alvarado estaba desembarcando, Sebastián de Belalcázar y sus huestes h uestes debían atravesar el área de Tomebamba, la capital incaica del norn orte, donde esperaban hallar una férrea oposición. opo sición. Sin embargo, la resistencia no fue tan dura como suponían, porque una vez más la división reinaba entre los indígenas. Curacas de diferentes comunidades, aun pertenecientes a un mismo grupo étnico, se opusieron entre sí, aliándose unos con los españoles y otros con alguno de los generales de los varios ejércitos incaicos que se habían refugiado en la región. Ciertos g ru pos cañaris, encabezados por los curacas cur acas Vilcachumlay Vilcachumlay y Oyañe, venían marchando como aliados de Belalcázar desde Piura, dispuestos a vengar la afrenta de la masacre de Saraguro. En Tomebamba se le unieron otros tres mil cañaris más que, según las crónicas, actuaron con una gran fiereza durante toda la conquista por los valles norteños. También se aliaron con los españoles el curaca de Cayambe, en guerra abierta contra los incas desde los años de Huayna Cápac, y los señores de Zámbiza, Collaguazos y Pillajos. Poco después, los tres grupos invasores que habían entrado en el norte andino a la búsqueda del preciado metal amarillo y de una gobernación propia, se daban cita en Riobamba. Pedro de Alvarado atravesó los bosques tropicales desde la costa y cruzó la cordillera hacia los valles interandinos por uno de los pasos más difíciles, entre el Chimborazo y el Carihuairazo, con tal de llegar al reino de los quito antes que los otros. El frío, la altura del camino y la tozudez de Alvarado diezmaron a los indígenas mayas, pero se mostró dispuesto a enfrentarse con las fuerzas fu erzas de Almagro Almagro y Belalcázar con tal de asegurarse el dominio de la zona, fundando algunos pueblos para poder realizar posteriormente posterior mente demandas legales sobre la jurisdicción. jurisdicción . Los otros dos capitanes llegados desde el sur intentaron consolidar también su posición mediante la fundación apresurada de un asiento provisional, Santiago Santiago del Quito, cerca de la actual Sicalpa, donde a tal efecto registraron como «aspirantes a vecinos» a unos trescientos hombres. No obstante, tuvieron que pactar con Alvarado aun a sabiendas que éste sólo aceptaría un acuerdo sumamente ventajoso para él. En efecto, y a fin de evitar —alegaron todos— un desafortunado encuentro entre españoles, Alvarado renunció a «sus derechos de conquista» sobre el territorio quiteño a cambio de cien mil pesos de oro por su equipo bélico y sus barcos, y los hombres e indígenas que le habían acompañado podían quedarse ahora bajo las órdenes de Almagro y Belalcázar. Este último, todavía al mando de unos quinientos hombres, más los cañaris, fue nombrado por Almagro teniente de gobernador, encargándosele continuar la conquista del territorio norteño. La legalidad parecía cubierta.
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En definitiva, y en comparación con la lenta y costosa conquista inca de los Andes ecuatorianos, la invasión española, gracias a la conjunción de todos estos factores, fue un avance militar rápido y exitoso logrando dominar en pocos meses todo el territorio. Después de la batalla de Teocajas Teocajas entre los hombres de Belalcázar —ayudado por once mil cañaris—, y el ejército nada desdeñable de Rumiñahui, unos doce mil hom bres, los europeos alcanzaron alcanzaron uno de sus objetivos objetivos fundamentales: fundamentales: la ciudad de Quito. A principios de diciembre de 1534, Belalcázar fundó definitivamente San Francisco de Quito sobre las ruinas de la legendaria capital de los shyris, incendiada por Rumiñahui por no habérsele querido rendir. Poco tiempo más pudieron los generales incas seguir movilizando a su favor a grupos leales al Tawantinsuyu, salvo algunas colonias de mitmaqunas (mitimaes o colonos). Por otra parte, los propios soldados del ejército incaico sentían desvanecer sus esperanzas de victoria, en una guerra que cada vez les resultaba más adversa a pesar de su superioridad numérica, llegando a desertar o incluso a rebelarse contra sus jefes. Fue el caso de los hombres de Quizquis Qui zquis que, ante la negativa del valiente general a abandonar la lucha, acabaron asesinándolo. Con la captura de Rumiñahui y otros generales como Zope-Zopahua, y la tortura y muerte de buena parte de los vencidos, acabó la resistencia incaica en Quito. Los pocos superv su pervivientes ivientes se refugiar r efugiaron on en las selvas sel vas occidentales occiden tales y amazónicas, amazó nicas, lanzanla nzando ataques esporádicos contra sus hermanos indígenas que colaboraban con los es pañoles. A la guerra le sucedió una intensa actividad expansiva y pobladora, a partir del primer asiento fundado por los hombres de Belalcázar. Quito se convirtió en un activo foco desde el que se organizaron o rganizaron diversas entradas, más allá incluso de los límites l ímites del espacio anteriormente ocupado por los incas. Las primeras expediciones fueron organizadas hacia el occidente para asegurar la salida al Pacífico, y así se fundaron Portoviejo (1535) y Guayaquil (1537). Otras se orientaron hacia el centro y el sur de la sierra ecuatoriana, fundándose Loja (1548), Cuenca (1557, sobre la vieja Tomebam ba) y Riobamba (1573). (1573 ). Una de las entradas más codiciadas era la que debía emprenderse hacia el oriente, al llamado «País de la Canela». En 1539, Francisco Pizarro nombró a su hermano Gonzalo, en el Cuzco, gobernador de Quito, incluyendo en su jurisdicción las provincias de Pasto y Popayán, y otorgándole plena independencia política y administrativa. En realidad, la intención de Francisco Pizarro Pizar ro era hacer avanzar la frontera de su jurisdicción hacia el oriente, a fin de que en ella quedase incluida la reserva de árboles de la canela, que, suponían, se hallaba en esa región. Gonzalo reunió en el Cuzco doscientos hombres, gastando más de sesenta mil ducados. Una vez en Quito, el nuevo gobernador acabó de organizar la expedición, a la que se sumarían otros cien aventureros y cuatro mil indios, que cargaron toda la impedimenta y que a la vez servirían de baquianos. Descendieron la cordillera desde Quito por el pueblo de Guápulo hacia la región del río Napo, por las actuales Baeza, Archidona y Tena. Tena. En Quijos se unieron un ieron a la entrada una un a veintena de hombres y varios centenares de indígenas acaudillados por Francisco de Orellana. De todos ellos nada se supo sino hasta dos años después. Sólo regresaron a Quito ochenta hombres exhaustos: era todo lo que qu e quedaba de la expedición, muriendo la mayoría de los indígenas. No encontraron El Dorado, y los árboles de la canela estaban demasiado dis persos en la selva como para pensar en una explotación intensiva. inten siva. Orellana, separado de la expedición, descendió durante meses por un gran río que corría hacia el este, al
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que denominó de «Las Amazonas», y consiguió llegar hasta el Atlántico. Para los europeos, el camino del oriente estaba abierto. En dirección al norte, hacia el territorio de los pastos, la última frontera del imperio incaico y de la jurisdicción concedida a Francisco Pizarro, partió el incombustible Sebastián de Belalcázar con algunos de sus principales hombres, en un último —pensaban— y frenético intento por encontrar el etéreo El Dorado, «La Tierra Amarilla». Envió primero en misión de reconocimiento a sus tenientes Pedro de Añasco y Juan de Ampudia; y esta vez con autorización y nombramiento expreso de Francisco Pizarro, Sebastián de Belalcázar salió de Quito en 1536. Llevaba ochenta hombres de a caballo, 220 a pie y, según los testimonios de los juicios de residencia que se le realizaron, otros 4.000 indios de servicio, facilitados por los propios curacas locales a cambio de seguir manteniendo e incluso aumentando sus propiedades, títulos y prestigio. El juego de alianzas no concluía con la conquista; se reajustaba y rehacía entre los diferentes grupos, puesto que ninguno de ellos podía por sí solo dominar el nuevo escenario político y territorial. Incluso el propio prop io cabildo español de Quito protestó por la sangría de indios que tanta expedición estaba originando, y por el empeño de los señores étnicos locales en proporcionárselos con tal de participar en los beneficios si alguna de las entradas tenía éxito. En la ruta hacia el norte, Belalcázar Belalcázar y su hueste recorrieron todo el valle del Cauca, fundando Santiago de Cali (1536) y Asunción de Popayán (1537). Los primeros encuentros con los grupos indígenas del territorio fueron especialmente violentos: pastos, pastos , quillacingas quill acingas y popayanenses, popayanen ses, entre otros, opusieron opusi eron una férrea férr ea resistencia resiste ncia a la invasión, idéntica a la que ya habían presentado ante los ejércitos imperiales incaicos. Casi deshecho, Belalcázar se vio obligado a regresar a Quito y allí organizó una segunda expedición hacia el norte, «tierra de muy grande noticia en oro y piedras». En 1538, un nutrido grupo constituido por 200 españoles y 5.000 indios, con abundancia de caballos de guerra y carga, cerdos, armas, herrajes, ropas finas, vajillas y bastimentos, ascendió de nuevo nu evo todo el camino y luego derivó hacia el este, atravesando los nevados entre Popayán y el valle del río Magdalena. Esta expedición llevaría a Belalcázar y a su hueste hasta el corazón de la sabana de Cundinamarca, donde, lamentablemente para él, otros europeos se le habían adelantado y reclamaban sus derechos por haber llegado primero. Y es que fueron dos los grupos procedentes de la costa atlántica que, como ya hemos indicado, y a través de diferentes caminos, habían ido a encontrarse casualmente en el corazón de la meseta de Cundinamarca con el grupo de Belalcázar que llegaba desde el sur: uno provenía de Santa Marta (Jiménez de Quesada), y el otro de Coro (Venezuela, encabezado por Nicolás Féderman). Los tres tuvieron que negociar la posesión del territorio. Una vez más, los pactos y las alianzas fueron determinantes en el proceso de ocupación del territorio americano. La ruta desde la costa del Caribe hacia las sabanas andinas fue emprendida posteriormente a la conquista de Perú. La excusa que hasta entonces habían esgrimido los dispersos y escasos grupos de españoles asentados en el litoral caribeño para no penetrar muy lejos en el interior de la actual Colombia fue la falta de capitales y de incentivos para marchar a una tierra desconocida y poblada por «feroces habitantes». Realmente, la ocupación inicial de la futura Nueva Granada se redujo durante años a la costa norte, sin que existiera un proyecto de dominación del interior del territo-
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rio. Cartagena de Indias, por ejemplo, no se fundó sino hasta después de conquistado Perú. Sin embargo, la cada vez mayor afluencia de españoles en busca de grandes depósitos de oro que al parecer existían «al otro lado de las sierras», unido a las noticias que circulaban sobre la jornada de Pizarro en Perú y las fabulosas riquezas de Ca jamarca, impulsó i mpulsó finalmente a los castellanos asentados en Santa Marta y luego en Cartagena a tratar de alcanzar «el Reino de El Dorado» subiendo el río Magdalena. Varias expediciones se sucedieron con este objetivo. García de Lerma llegó en 1534 al Magdalena medio, y Francisco César, después de cruzar las sierras de Abibe en 1536, regresó a Cartagena describiendo las excelencias de los pueblos que había encontrado. En 1535, Carlos V capitulaba con Pedro Fernández de Lugo la ocupación efectiva de la gobernación de Santa Marta. Más de mil hombres consiguió reclutar en Sevilla, Sanlúcar de Barrameda y Canarias. Uno de ellos era Gonzalo Jiménez de Quesada, quien poco después fue nombrado teniente de gobernador para realizar una entrada por el Río Grande de la Magdalena. El objetivo era encontrar una ruta ru ta que, desde el Caribe, siguiendo las sierras, les condujese hasta los codiciados tesoros de Perú. Comenzaron a ascender el río y a la altura de Barrancabermeja encontraron «gran abundancia de panes de sal» e información sobre la riqueza de los grupos indígenas que habitaban en las vertientes de la cordillera oriental. Estas noticias sobre tierras ricas en oro, sal, esmeraldas y, sobre todo, su proximidad, motivaron el cambio de rumbo de la expedición, abandonando el cauce del río y subiendo sierra arriba hacia el este. Casi sin recursos y con buena parte de sus componentes enfermos e imposibilitados, en abril de 1537, Jiménez de Quesada y su maltrecha hueste llegaron a la capital del Zipa (Bogotá), después de haber recorrido buena parte del territorio muisca, bautizado por los invasores como el valle de los Alcázares. Quesada utilizó en provecho pro pio las desavenencias desavenencias existentes entre entre los diversos grupos grupo s locales, pactando con unos, luchando con otros y, sin duda, engañando a los más con futuras prebendas y distinciones, para consolidar su posición. La coyuntura le fue muy favorable. Muerto el Zipa Tisquesusa, Tisquesusa, más conocido como Bogotá el Viejo, que por cierto nunca se sometió a los invasores blancos, los muiscas de Bogotá se habían habí an dividido entre el cacique del pueblo de Chía y sobrino y heredero legítimo del Zipa muerto, según las leyes sucesorias de los chibchas, y Sagipa, elegido sucesor por ser el principal lugarteniente de Tisquesusa. A ello se añadía el levantamiento general contra todos ellos de los panches, enemigos tradicionales de los muiscas, aprovechando la confusión. Una vez más, el éxito, oportunidad oportun idad y rapidez de las entradas invasoras iba de la mano de la falta de unidad entre los diferentes grupos locales y, en consecuencia, del juego de relaciones entablado por los conquistadores. Situándose en medio de todas t odas estas discordias, Jiménez de Quesada estableció primero sutiles contactos con los dos señores muiscas, pactando finalmente con el usur pador. El acuerdo establecía la entrega del fabuloso tesoro del Zipa a cambio de la legitimación y conservación en el poder de Sagipa, una vez vencidos los panches y la otra facción muisca. Las relaciones amistosas entre los castellanos y Sagipa no tardarían en desvanecerse, al comprobar los primeros que el que pensaban fastuoso tesoro del Zipa se reducía a 5.000 pesos de oro, además de los ya conocidos presentes de plumas, caracoles y cascabeles de hueso. Este episodio episodi o de la conquista conq uista de la sabana concluiría con el tormento y muerte del nuevo Zipa, tras la celebración de un juicio,
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Mar Caribe
Santa Marta
Coro
Cartagena
Ruta de Jimenez de Quesada
Ruta de Nicolas de Federman
a n
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Océano Pacífico
M
Bogotá
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R
Popayán
Quito
Ruta de Sebastián de Belalcazar
MAPA 8.1. TRES RES RUTAS UTAS SIMUL SIMULTÁ TÁNE NEAS AS HACI HACIA A LA SABAN SABANA A DE CUNDINAMARCA (BOGOTÁ), 1537-1538
una de las tantas mascaradas de la ocupación europea, en el que actuó como defensor del señor muisca Hernán Pérez de Quesada, el mismo que decapitó en la plaza pública de Tunja al Zaque Aquimesaque y a sus caciques principales, escudándose en una supuesta rebelión de los indígenas. Como escribió el historiador Juan Friede, «así se extinguió la dinastía muisca. Hernán Perez de Quesada moría durante su traslado a España. No pudo ser juzgado … A su hermano Gonzalo sólo se le condenó cond enó a pagar una multa de 100 pesos que posteriormente fue rebajada a 50. Esta suma era lo que valía para las autoridades judiciales en España la vida del último Zipa de Bogotá». Una vez sometidos los señoríos de Bogotá, Tunja, Tunja, Sogamoso y Duitama, Dui tama, Jiménez de Quesada, desde la posición de superioridad que le confería el vigente derecho de descubrimiento y conquista, tuvo que aprestarse a establecer nuevos pactos: ahora con dos veteranos conquistadores que se aproximaban a la sabana cada uno por una ruta diferente. A uno de ellos ya lo conocemos, Sebastián de Belalcázar, procedente del sur; el otro, el alemán Nicolás Féderman, teniente de gobernador de Coro, en el litoral venezolano, quien venía desde la costa tratando de encontrar también, tras los llanos y las ciénagas, el codiciado reino del Virú. Féderman, que había llevado a cabo anteriormente dos entradas persiguiendo una nueva versión del mítico El Dorado, al que ubicaba al sur de Coro (su desconoci-
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miento de la geografía le hizo pensar que Venezuela estaba muy próxima al Perú), encabezó con 300 hombres en 1537 una expedición que tanto se internó en el territorio que llegó hasta la sabana de Bogotá a través de los llanos. Una vez fundada Santa Fe de Bogotá y constituido su primer cabildo, los tres t res conquistadores decidieron marchar a España para dirimir ante Carlos V la posición legal de cada uno de ellos en la nueva provincia. Monumental fue el pleito entablado por la propiedad del gobierno del Nuevo Reino Rein o de Granada, pues hasta el gobernador de Cartagena, Pedro de Heredia, se creyó con méritos para intervenir, alegando un eventual derecho de descubrimiento. Un episodio más de las frecuentes disputas entre los viejos conquistadores y entre éstos y la Corona por el poder en cada área ocupada. El fallo real no benefició a ninguno de los tres, pues el favorecido fue Alonso Luis de Lugo, flamante gobernador de Santa Marta, que había llegado hacía poco, pero contaba con la ventaja de que era hijo de conquistador y no se hallaba envuelto en pleito alguno. No sólo se esgrimió la primacía de la provincia costeña de Santa Marta en la «entrada» al nuevo reino; la decisión real parece integrarse en el proceso de sustitución de los viejos conquistadores por una nueva generación de recién llegados, con intereses diferentes a éstos, y poco dispuestos a reconocer los méritos de aquellos bar budos andariegos que les habían precedido. Estaban dotados, dotad os, por así decirlo, de una ambición diferente. Otros hombres serían, pues, los actores de la completa y efectiva ocupación del Nuevo Reino: Lebrón, Lugo, Díaz de Armendáriz, Vadillo, Vadillo, Ursúa, Heredia, Robledo, Tafur, Pueyes, Céspedes… Entre todos llevaron la frontera colonial más allá de la zona de los altiplanos, reduciendo paulatinamente a los grupos indígenas hostiles tras una continua guerra fronteriza que se prolongó hasta las primeras décadas del siglo XVII. UARTO ACTO ACTO. E L CAMINO MINO DEL DEL SUR : C HILE 8.4. CUARTO
Como ya hemos comentado, tras la ocupación del Cuzco por los castellanos en 1535, el socio de Francisco Pizarro Pizar ro —y no por ello buen b uen amigo— Diego de Almagro, partió a la conquista de «La Nueva Toledo», las tierras t ierras situadas al sur de la gobernación de Pizarro; casi obligado se fue —decían en el Cuzco— por el mismo Pizarro, que a todo trance deseaba sacarlo de la capital imperial. Hasta ese momento, el actual territorio chileno sólo había sido objeto de esporádicos contactos con las expediciones por el Pacífico de Magallanes y otros marinos como García de Loaysa o Simón de Alcazaba. Comenzaba con la expedición de Almagro la ocupación de una de las regiones más periféricas del continente, que durante algunos años tuvo un marcado carácter marginal, fundamentalmente por su escasez de tesoros y pobreza manifiesta, según opinaban los conquistadores más ambiciosos. La concesión de la gobernación de la Nueva Toledo por el rey a Diego de Almagro era bastante ambigua en cuanto a sus límites exactos, no sabiéndose sabiénd ose a ciencia cierta si el Cuzco entraba o no en su jurisdicción. En cualquier caso, un fiel almagrista, Diego de Agüero, Agüero, dio por seguro la inclusión inclusió n del Cuzco en su gobernación, gobernación , lo que originaría el enfrentamiento con Pizarro y el inicio de las llamadas «guerras civiles» de Perú. Almagro, olvidando por un momento sus cada vez mayores diferencias con su socio, pactó con él la conquista de Chile, la que sin duda caía dentro de su gobernación meridional, y hacia allá marchó sin aguardar la autorización real.
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A la llamada de Almagro acudieron, en su mayoría, los menos favorecidos en la recién iniciada conquista del territorio peruano: gentes de Pedro de Alvarado que ha bían intentado intentad o la aventura de Quito, y también del propio Almagro, para los que Cajamarca no había significado gran cosa; e incluso algunos de los hombres que se habían ido incorporando a la «entrada» de Cuzco, pero que tampoco habían partici pado del reparto de encomiendas efectuado por Pizarro tras la conquista de la ciudad. Eran, como ellos mismos se definían, «los más pobres entre los ricos vecinos del CuzCu zco», aunque no por ello faltos de méritos, añadían. Con la hacienda personal de Almagro se equipó a la mayor parte de su compañía, dotándolos de armas, vestidos, caballos y bastimentos; se pagaron elevados sueldos a los pilotos contratados en Perú y, además, se costearon espléndidos regalos para servidores, guías, intérpretes intér pretes y hombres de confianza. Además, Pizarro concedió un considerable apoyo apoyo financiero, obviamente con la esperanza de que la tierra t ierra de Chile fuese lo suficientemente atrayente y rica como para calmar las ansias de poder y riqueza de Almagro y los suyos y olvidaran los reclamos sobre el Cuzco. El resultado fue la constitución de una imponente hueste compuesta por unos quinientos hombres y, sobre todo, doce mil indios al mando de Paullu, hermano de Manco Inca, y de Villac Umu, antiguo sumo sacerdote del Sol y en ese momento todavía aliado de los es pañoles. La presencia de Paullu en la entrada fue inestimable. Hijo de Huayna Cápac y de Añas Collque, hija del señor de Huaylas, vivió bastante tiempo en el sur del Cuzco, huyendo de las iras de la facción quiteña en la cruenta lucha civil incaica. Por su parte, Villac Umu gozaba de una autoridad incuestionada. El cronista Pedro Cieza de León escribe que «era tan estimado que qu e competía en razones con el inca, y tenía t enía poder sobre todos los oráculos y templos, y quitaba y ponía sacerdotes». El camino elegido para esta gran expedición a Chile fue la posteriormente muy transitada ruta del Alto Perú y la del noroeste de la actual Argentina —Jujuy, Salta y Catamarca—, cruzando la cordillera por San Francisco hasta llegar al valle de Aconcagua. Según Alonso de Ercilla, todo el territorio hasta el Estrecho de Magallanes fue bautizado con el nombre de d e Chile, que entre sus muchas acepciones cuenta cuent a con la de «fin del mundo». La expedición de Almagro se distinguió desde un primer momento por su aspereza. Aspereza en los hombres, en el medio y en el trato entre ellos, lo que se refleja en las crónicas de la expedición. En la del sacerdote Cristóbal de Molina, apodado el Chileno, se muestra el escándalo de su autor ante las cosas que veía, pues «a los [indios] que de su voluntad no querían ir con ellos llevábanlos con cadenas y sogas atados, y todas las noches los metían en prisiones muy agrias y ásperas, y de día los llevaban cargados y muertos de hambre». Muchos indígenas, en efecto, huyeron de sus poblados para salvarse del reclutamiento forzoso, mientras los señores locales y curacas de las regiones por donde pasaban se mostraban indignados indig nados con las continuas exigencias de oro que el propio Paullu les imponía a requerimiento de los españoles. La resistencia de los grupos grupo s locales fue en general escasa y poco organizada. El auténtico enemigo de esta entrada fue el medio físico, sobre todo en los pasos más altos de la cordillera, donde murieron tanto indios como españoles a causa del frío y el ham bre. En Tupiza, Tupiza, además, les abandonó Villac Umu con todos los indios indi os que había llevado desde el Cuzco, volviéndose para la capital a sumarse a la sublevación de Manco, que había iniciado el cerco del Cuzco. No obstante, la fidelidad y constante ayuda
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de Paullu y sus hombres salvó con toda la seguridad a los españoles en aquella terri ble expedición. Según éstos, los resultados de la entrada fueron decepcionantes. decepcionant es. La inexistencia de un botín similar a los ya repartidos repartid os en anteriores entradas, unida a la confirmación oficial de Almagro como gobernador y adelantado de la Nueva Toledo motivó su regreso al Cuzco, capital a la que ahora consideraba suya, y más sabiéndola sitiada. No sólo no se habían cubierto las expectativas de la expedición, sino que además volvían con una visión decepcionante de la recién descubierta tierra: al parecer, ya no existían más tesoros de Atahualpa; El Dorado desde luego no estaba en Chile, y muchos menos en Tucumán; y una entrada realizada más al sur hasta el río Itata encontró mucha hostilidad por parte de los grupos locales. De vuelta al Perú, y tras los cruentos acontecimientos de las guerras civiles, la mayor parte de la gente de Almagro, una vez muerto su líder, decidió huir y volver a probar fortuna fortun a en otras entradas. Para ellos, Perú ya no era el paraíso que había sido, y el botín hacía ya años que se había repartido y gastado. Los más se dispersaron en algunas de las numerosas entradas que se fueron organizando por esos años desde Lima o el Cuzco: a Quito o a Nueva Granada, uniéndose a la gente de Belalcázar; de nuevo a Tucumán, con Diego de Rojas y Nicolás de Heredia —afamado almagrista—; al Collao; o de vuelta a Chile, a pesar de la decepcionante experiencia anterior. Cuatro años después de la entrada de Almagro, Pedro de Valdivia abandonó su desahogada posición de encomendero en Perú para intentar la incierta conquista del territorio chileno. chileno . Fue su empresa una colección de descontentos, aventureros —como él mismo— y participantes marginales en otras entradas, pasando no pocos apuros en principio para armar la expedición, expedición , ya que fueron pocos los lo s que partieron del d el Cuzco. Durante el camino se le fueron uniendo algunos españoles más. En el valle de Tara pacá, según según el testimonio de Jerónimo de Vibar, Vibar, se les juntaron españoles españoles del otro lado de la cordillera, de la provincia de los Charcas y de Tarija, Tarija, hasta constituir un grupo gr upo de ciento cincuenta. El grueso de la expedición lo conformaban, como siempre, los indígenas, más de tres mil. Después de cruzar el desierto de Atacama, Valdivia siguió hacia el sur hasta encontrar valles fértiles, en uno de los cuales fundó en 1541 Santiago de la Nueva Extremadura. La relación del grupo gru po invasor con los diferentes señores locales del Chile central fue bastante desigual. Al parecer, sólo recibieron en principio apoyo de Quilicanta, el representante del incario. El resto de los señores étnicos, sobre todo Michimalongo, manifestaron desde un principio una abierta hostilidad a la presencia de los extranjeros. De hecho, a los pocos meses de la fundación de Santiago, un alzamiento general indígena encabezado por Michimalongo y el propio Quilicanta, destruyó la incipiente ciudad, juntándose los indios del valle de Mapocho, los picones y promauces. A partir de aquí y hasta 1598, los españoles se empeñarían en un esfuerzo bélico largo, difícil y, en cierta medida, bastante estéril, puesto que la ocupación del territorio no pasó de unas pocas fundaciones y de unos cuantos repartos de indios; logros bastante efímeros efímeros para para las expectativ expectativas as iniciales, iniciales, y conseguidos conseguidos a puro esfuerzo ante ante la decidida resistencia de los indios de Arauco. En efecto, la inicial penetración blancamestiza conseguiría avanzar hasta bastante al sur, en una serie de entradas rápidas y aparentemente muy efectivas, tratando de dominar el territorio mediante el establecimiento de asientos. No eran sino fortines de poca entidad, muy dispersos y con una
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escasa población que en teoría tenían que defender y mantener las posiciones alcanzadas, y cuya área de influencia no iba más allá de donde alcanzaba el arcabuz o hasta donde el caballo galopaba con brío. En el norte, Valdivia fundó La Serena como puente con el Perú; más al sur de Santiago fundó Concepción Co ncepción (1550), Villarrica, ValValdivia, La Imperial (1552), Angol o Los Confines, y tres fuertes, Arauco, Tucapel y Purén. En este esfuerzo fundacional, Valdivia Valdivia contó con el apoyo decidido primero de Pizarro y después de La Gasca. No en vano, Valdivia fue un acérrimo pizarrista primero y uno de los más destacados «leales» al rey después. Consiguieron atravesar el río Bío-Bío, se asignaron las primeras encomiendas y el negocio de los lavaderos de oro —bastante alentador inicialmente para los agotados conquistadores— auspició una corta etapa de tranquilidad y prosperidad p rosperidad que hacía suponer a todos el fácil dominio de la zona. Chile se convertiría a su vez en el foco de organización de otras entradas a es pacios aún al margen del proceso de conquista. Así, en 1551, uno de los hombres de Valdivia, Francisco de Villagra, llegaría a la futura provincia de Cuyo, en la actual Mendoza, Argentina, Argentina, cruzando la cordillera por el Puente del Inca. A partir de entonento nces, esta zona sería objeto de continuas incursiones, fundamentalmente para obtener mano de obra, aunque poco a poco se irían poniendo las bases del asentamiento y dominación de los nuevos señores al otro lado de la cordillera. Con la fundación de Mendoza en 1562, el territorio de los huarpes, indígenas pacíficos que fueron casi exterminados al llevárselos como mano de obra forzada al otro lado de la cordillera dada la belicosidad de los araucanos, fue incorporado formalmente a la gobernación de Chile. Una segunda corriente de expansión llegaría hasta Tucumán, región prácticamente ignorada a pesar de haber sido recorrida en anteriores entradas y que sería incorporada también a Chile hasta la creación de la Audiencia Audiencia de Charcas en 1653. La efectiva efectiva dominación de esta zona se llevó a cabo muy tardíamente desde Perú y Charcas, por un lado, y desde Chile, por otro. Ambas corrientes de penetración se nutrieron de los más marginales del proceso de ocupación, los aún «viejos conquistadores», que no habían podido o sabido acomodarse en anteriores entradas. Al igual que en Chile, en Tucumán Tucumán tuvieron que enfrentarse enf rentarse a una frontera bélica que durante d urante años les privó de tierras, indios y, y, en definitiva, de todo lo que les había movido movido a entrar entrar en uno de los últimos espacios aún no recorridos ni invadidos por su codicia. En Chile, los viejos conquistadores se vieron sometidos a un desgaste permanente, en una guerra larga, costosa y, desde luego, perdida de antemano con sus viejos y caducos métodos bélicos, y con una financiación dependiente única y exclusivamente de la buena voluntad de los ya vecinos-encomenderos, en muchos casos obligados a mantener y ganar una lucha por la supervivencia. La oposición más fuerte, organizada y sistemática fue la de los araucanos, situados al sur del río Maule, que también habían resistido con éxito a la invasión incaica. Algunas formidables rebeliones, sobre todo al comienzo de la ocupación española del sur, debilitaron la mínima estabilidad de los asentamientos. Precisamente en uno de estos alzamientos murió Pedro de ValdiValdivia en 1553 a manos de Lautaro, decidido caudillo araucano. Tucapel Tucapel y otros asientos fueron abandonados por los españoles. A finales de siglo, la dominación blanca al sur del Bío-Bío, precaria desde siempre, se quebraba violentamente con un levantamiento indígena general cuyos primeros resultados fueron la l a destrucción de siete ciudades, el repliegue del ejército de encomenderos y colonos hacia el norte y la recuperación de todo el sur por sus habitantes naturales.
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A la escasez de beneficios tangibles y a corto plazo habría que añadir el mantenimiento de una frontera bélica, costosa y difícil de traspasar. El panorama se presenta ba bien incierto para los avezados conquistadores. A pesar de ello, Chile fue uno de de los últimos refugios de esta primera generación de la conquista en la región andina. Para muchos, la oportunidad única de alcanzar el ya viejo y caduco anhelo señorial, o un saneado negocio para los lo s más emprendedores en una larga vida de frontera; fro ntera; para otros, el lugar perfecto donde ocultar un pasado enturbiado por su dudosa fidelidad al rey, un rincón olvidado donde esconderse de la justicia implacable de La Gasca. La historia del reino de Chile seguiría escribiéndose en una guerra gu erra sin fin, propia de aquel «fin del mundo» donde América terminaba. BIBLIOGRAFÍA Albó, X., comp., Raíces de Améric a. El mundo aymara, Madrid, 1988. Barnadas, J. M., Charcas, 1535-1565. Orígenes históricos de una sociedad colonial , La Paz, 1973. Bataillon, M., «Les colons du Pérou contre Charles Quint, analyse du mouvement pizarriste (1544-1548)», en Annales , 1967. Bengoa, J., Historia del pueblo mapuche , Santiago de Chile, 1985. Betanzos, J. de, Suma y narración de los incas , Cuzco, 1999. co nquistados: 1492 y la población indígena de las Américas Amér icas , Bogotá, Bonilla, H., comp., Los conquistados: 1992. Busto Duthurburu, J. A. del, Historia general del Perú. Descubrimiento y conquista , Lima, 1978. —, Diccionario históric o-biográfico de los conquistadores del Perú , Lima, 1986-1987. —, La tierra y la sangre de Francisco Pizarro, Lima, 1993. —, Pizarro, Lima, 2000. Calvete de Estrella, J., Rebelión de Pizarro en el Perú y vida de don Pedro de La Gasca, BAE, AE, Madrid, 1963. Am azonas, Carvajal, G. de, Relación del nuevo descubrimiento del famoso Río Grande de las Amazonas México, 1955. Política de poblamiento en Cas tilla del Oro y Veragua Veragua en los o rígenes de Castillero Calvo, A., Política la colonización , Panamá, 1972. Chaunu, P., Conquista y explotación de los nuevos mundos. Siglo XVI , Barcelona, 1973. Cieza de León, P. de, Crónica del Perú (4 partes), Lima, 1984-1991. Cook, N. D., Demographic Collapse. Indian Perú. 1520-1620 , Cambridge, 1981. Cortés, V., V., ««T Tunja y sus vecinos», vecino s», Revista de Indias, n.º XX, 1987. Durand, J., La transformación social de l conquistador , México, 1953. —, Historia general del Perú, Lima, 1959. Ercilla, A. de, La Araucana, Madrid, 2000. Espinoza Soriano, W., W., La destrucción del Im perio de los incas. La r ivalidad política y señorial de los curacazgos andinos , Lima, 1973. Estete, M. de, Noticia del Perú, Lima, 1968. Estelle Méndez, P., «La conquista», en Historia de Chile, Santiago, 1986. Venezuela. 1506-1542 1 506-1542 , Caracas, 1959. Friede, J., Nicolás Féder man. Conquistador de Venezuela. —, Los chibchas bajo la dominación e spañola , Bogotá, 1974. Welser en la conquista d e Venezuela Venezuela, Caracas, 1961. —, Los Welser R eino de Granada y fundación de Santa Fe de Bogotá, Bogotá, —, Descubrimiento del Nuevo Reino 1960.
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HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
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