Dialéctica del iluminismo Max Horkheimer y Theodor Adorno (1944)
es un estudio que aborda las nuevas condiciones que nacían en América y se expandían por por el mu mund ndo o en fo form rmaa de dell na naci cimi mien ento to de lo loss ma mass ss me medi diaa y to toda da la se seri riee de psicopatologías que se vislumbraban en la sociedad moderna con sus regresos a pasados míticos, religiosos, la mercantilización del conocimiento, la minimización del valor de uso us o y la ma maxi ximi mizac zació ión n de dell va valo lorr de ca camb mbio io de la cu cult ltur ura, a, la tec tecni nific ficaci ación ón de la educación y la cosificación de las relaciones sociales y finalmente la razón instrumental como fundamento de la cultura de masas. El iluminismo data de bastante tiempo en su desarrollo, dentro la ola racionalizadora del siglo “de las luces” empieza a cundir la creencia de que el uso de la razón humana debería ser la antorcha que guiara el progreso inevitable de la humanidad. Immanuel Kant piensa que la ilustración será la liberación del hombre pues a través del uso de la inteligencia el hombre guiará sus actos, no es que el hombre no fuera inteligente lo que pasa que no se utilizaba la propia inteligencia sino que se vivía bajo la tutela de otro, ¡era “tan cómodo no estar emancipado!”2 Kant considera que hay una serie de cosas detonantes de la Ilustración y las explica en un corto párrafo donde señala “para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso público de su razón íntegramente”3 . La pérdida –o extravío histórico- de este tipo de Ilustración kantiana es lo que Adorno y Horkheimer quieren transmitir en su texto pero fundamentalmente se trata de poner al descubierto la problematización que presuponen estas ideas en la modernidad: el carácter aporístico que presupone tal tipo de Iluminación y su relación intrínseca con la filosofía en el fin de su posición como disciplina del privilegio cognitivo. Abriendo paso a la emergencia de las ciencias sociales como la ciencia política, la psicología, la sociología, la antropología entre otras es que la filosofía se vé reducida en sus pretensiones de validez universal. Aunque para los autores de la Dialéctica del iluminismo se trataba de una defensa de la filosofía ante su propio desgajamiento para algunos otros pensadores como Heidegger esta particularización de las ciencias sociales constituye el vaciamiento y punto final de la filosofía.4 Para Habermas, por el contrario, esto representa una solidificación para la filosofía pues ahora está obligada a un alto nivel de sobriedad teórica -argumentativa que “protege, finalmente, a la filosofía de ilusiones de independencia y abre los ojos para un espectro de pretensiones de validez que van más allá de la pretensión de validez de las oraciones asertóricas”5 Como un resumen a grandes líneas de la Dialéctica del iluminismo podríamos citar la idea general que Habermas llama la Tesis de la pérdida del sentido: “¿Cuáles son las consecuencias de la formalización de la razón? La justicia, la igualdad, la felicidad, la tolerancia, todos los conceptos que, como hemos dicho, los siglos pasados consideraban inmanentes a la razón o sancionados por ella, han perdido sus raíces espirituales. Todavía continúan siendo fines y metas, pero no hay instancia racional alguna habilitada para atribuirles un valor y ponerlos en conexión con una
realidad objetiva” 6 Tales conceptos han entrado en la “razón subjetiva” la cual se ha configurado como razón instrumental, para Adorno y Horkheimer dichos conceptos sólo emergen en la modernidad exclusivamente como residuo de un forzado pragmatismo de la lógica de la situación ya que, al no tener un sustento cultural de anclaje, son utilizadas de manera retórica cada vez que necesitamos de su autoridad argumentativa para resolver alguna controversia discursiva. Tales conceptos sólo ocupan un lugar específico positivo que es otorgado por las constituciones-reglamentaciones de las instituciones nacionales y supranacionales pero de ninguna manera han sido bajados a los ámbitos de racionalidad cotidiana que les otorguen una validez y razón objetiva. Han sido los factores instrumentales los que han ocupado su lugar. La modernidad ha transmutado y en esa transformación al parecer esa modernidad, la que idealmente debería enterrar el paso de una sociedad domeñada por la religión y la servidumbre política, sólo fue una obertura ha algo que se presenta como la verdadera puesta en escena del sometimiento por el peso específico de la negatividad y la instrumentalización de la razón. No sólo desfilan las saturaciones que emergen colocándose como la piedra fundante de un des-acoplamiento social, sino también hay que ver las cadenas que bailan arropándose con el frío andar cotidiano de sociedades extrañadas de ellas mismas. Postmodernamente el concepto mismo de individuo ha llegado, en su hondura, a significar abismo derredor. La explotación de la imagen conceptual del individualismo ha sido uno de los productos más rentables de la globalización liberal: el "hombre-emprendedor", "el hombre-autónomo", el "hombre triunfador" que con su indómita ambición es capaz de sobreponerse a un medio hostil que representa el enfrentamiento con otras individualidades. Ese medio hostil es hoy representado por el mercado que en su galopante carrera ha logrado convertir en mercancía cualquier cosa, de entre las cuales el individualismo es su principal producto de exportación, el poder económico su vitrina más atractiva y el neoliberalismo su medio propagandístico. En nuestros días vivimos en la sociedad postmoderna la cual tiene como características principales también el ser una era postideológica y antipolítico. Sin ideología y acción política ¿Qué instrumentos nos quedan para asirnos de un pensamiento concluyente y emancipatorio? Esa era la cosificación social que Adorno y Horkheimer vislumbraban en su Dialéctica del iluminismo y dentro de su obra en general: el momento de la negatividad.
LO POPULAR EN TANTO MANIPULACIÓN Y REPRODUCCIÓN Si bien es cierto, todo producto de consumo cultural es solventado por una inversión que pretende la mayor ganancia posible, es decir, que engendra al objeto en aras del negocio, también hemos de considerar que, en este caso en particular, tales productos masivos -cine, música popular, televisión, etc.- han sido construidos para suplir carencias, bien “naturales” o generadas, de orden recreativo y de distracción, lo cual, desde nuestra perspectiva, puede resultar altamente paradójico. Allí precisamente es en donde podemos observar uno de los fenómenos que denota lo ambivalente y pendular del mercado cultural, puesto que el negocio del ocio, desde cierta perspectiva, puede ser comprendido como el constante apaciguamiento
de los cuerpos agotados y las mentes apesadumbradas para proseguir con la labor cotidiana -negocio del ocio para continuar con el negocio- así como también ha de prestarse atención en cuáles son las características particulares de los productos comercializados en el mercado cultural que, en tanto “bienes” de cultura, poseen intrínsecamente -y por lo general también tácitamente- un discurso y una conformación histórica que le otorgan una significación distintiva, tanto social como individualmente. Y si bien hemos de considerar que el material esencial y medular de la economía productora de objetos de goce estético, o la llamada Industria cultural por T. Adorno y M. Horkheimer, no se ve remecida ni aun torcida o inestable por la manifestación, construcción y despacho de materiales discursivos de carácter crítico -o emancipador, marxianamente hablando- sería caer en un prejuicio el considerar al mercado de lo popular meramente como el lugar de la manipulación discursiva y la resemantización homogeneizante, puesto que el producto cultural, más allá de que se vea materialmente financiado por el mundo estatal, empresarial y corporativo, es engendrado y realizado por agentes particulares ligados mayormente a la noción proteccionista de la “pureza” cultural; es decir, por individuos muy ligados aún a la idea aurática del artista moderno, en especial en la microesfera cinematográfica y de la denominada música popular, si bien en menor grado, empero también presente, en el ámbito televisivo y folletinesco, léase periódicos sensacionalistas, pasquines, cómics y “novelas rosas”, por lo cual, muchas veces, la suma pretensión narrativa y formal aboga por significaciones encontradas con el oficialismoestatal o la hegemonización mercantil. Ahora bien, es por todos conocido que, en el ámbito del mercado cultural, la fórmula antecede en jerarquía a la originalidad; es decir, la reproducción de una técnica es privilegiada en detrimento de cualquier creación de orden “rupturista” para con el establecimiento cultural, considerando aquella técnica no solamente en un orden tecnológico, sino también a manera de “receta” -o Clisé, como lo denominarían los antes mencionados Adorno y Horkheimer [4]- de lo que se debe y no se debe hacer para generar una emoción en particular en el espectador- consumidor. Sin embargo, es precisamente aquella reproducción perpetua la que permite, por una parte, establecer una conexión emocional entre consumidor y obra, así como también -y directamente relacionado con lo anterior- que el espectador se haga partícipe de manera crítica frente a lo que presencia, puesto que conoce las características particulares del lenguaje utilizado, tornándolo “experto” sólo por el hecho de manejar a la perfección las operaciones allí distribuidas, reconociendo fácilmente los clisés expuestos, los clisés del género. Y si bien para Adorno el género no es más que el sistema de clasificación necesariopara hacer ingresar a la totalidad de los individuosbajo el sistema mercantil de la industria de cultura, para un autor como Benjamin tal situación podría -bajo ciertas condiciones materiales- presentar un sinfín de posibilidades de orden emancipador, que intentaremos relatar posteriormente.