1. El púlpito y la plaza
Sociedad en revolución, clero en revolución
Es imposible revisar la documentación de los años turbulentos de la revolución sin toparse con la presencia eclesiástica: párroco s agitadores, frailes armad os, iglesias iglesias converti das en espacios de deliberación y conjura, obispos arrestados... Esa inocultable pr es en ci a d io mo ti vo a q u e m u c h o se es cr ib ie r a s o b r e el la, la , au n que, como ha sido señalado en la introducción, generalmente en términos apologéticos. No han fallado excepciones a esta regla, pe p e r o in cl us o en los po co s casos cas os en q u e q u i en se o c u p a r a d el t e m a no lo hiciese movido por un espíritu batallador, la aproximación conceptual ha tomado como punto de partida varios supuestos que es saludable poner en duda. Uno de ellos es que hubo, por un lado, una revolución y, por otro, una Iglesia que la apoyó o que la combatió, lo que impide ver que, dadas las características de la monarquía católica hispana a las que ya se ha hecho referencia, la revolución estalló en el seno de una sociedad que era a la vez su pro p ro p i a Igles Ig les ia. ia . E n est e se nt id o p u e d e de ci rs e q u e má s q u e ll am ar la atención la existencia de ese fenómeno llamado "politización del clero", debería maravillar que hubiese ocurrido lo contrario, es decir, que ese clero hubiese logrado mantenerse al margen de un proceso de semejantes alcances, la sociedad colonial en el seno de la cual la revolución estalló se hallaba bien lejos de diferenciar las esferas de la religión y de la política, por lo que la politización revolucionaria (o contrarrevolucionaria) del clero es, en pri p ri nc ip io , p ar t e de ese f e n ó m e n o más má s g en er al q u e en vu el ve a la sociedad en su conjunto, o por lo menos a muy amplios sectores de ella. Otro de esos supuestos es la existencia en 1810 de una entidad que se puede llamar sin dificultades "Iglesia". En relación
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con esto, cuanto se ha visto en la primera parte al abordar las instituciones eclesiásticas basta para entender que difícilmente puede rotulárselas de tal modo sin proyectar sobre ellas anacrónicamente características que la Iglesia adquirió en períodos sucesivos. Suele pensarse la Iglesia como un actor lo suficientemente homogén eo y dife renci ado al qu e se adjud ican ideas, estrategias y accioacciones. Así, no es extraño encontrar lecturas de las relaciones entre la Iglesia y el estado en tiempos en que puede decirse que no existían todavía ni el uno ni la otra, no al menos en el modo como se los concibe hoy. Esas entidades nacen justamente del proceso de secularización que la revolución no crea pero sí acelera, lo que equivale a decir que ambos son productos del siglo xix y que el pro p ro ce so de su dú pl ic e f o r ma ci ó n está es tá í n t i m a m e n t e en t re l az ad a: será en buena medida el estado el que, al formarse, determine un espacio para la existencia de un interlocutor distinto de sí mismo par p ar a tr ansi an sita ta r los la be ri nt os de la cu esti es ti ón rel igio ig iosa. sa. En el clero existían muy comprensibles motivos de descontento a fines del siglo XVIII y pri ncip ios del XIX. El lecto r con oce algunos, entre ellos el originado de la peculiar configuración del sistema beneficial y sus dinámicas de expansión. Mientras el crecimiento económico de la región generaba recursos que podían orientarse a la formación de capellanías y multiplicaban por ello las ordenaciones sacerdotales en el clero secular, el ritmo con el que se incrementaban los beneficios apetecibles en la diócesis era mucho más lento, de modo que las buenas carreras dentro del sistema beneficial diocesano estaban reservadas a un número bastante reducido de individuos. En otras palabras: carreras que se iniciaban en esa suerte de "sector privado" del sistema beneficial y que suponían en la mayor parte de los casos la esperanza de continuarlas en buenos beneficios de la diócesis no se veían al cabo coronadas por una resolución exitosa desde el punto de vista "profesional". El paso del tiempo empeoraba en lugar de aligerar esa fue nte de perturba ción : la feliz feliz resolución del periplo personal parecía en efecto cada vez más difícil de lograrse, porque el número de clérigos no dejaba de crecer y porque el sistema beneficial de esa "Iglesia de frontera" se hallaba encorsetado en esa contra-
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dicción estructural irresoluble que ya ha sido señalada: mientras la legislación civil y canónica preveía para los párrocos rentas que pr ov en ía n f u n d a m e n t a l m e n t e de la ag ri cu lt ur a, el cu rs o ec o n ó mi co del Río de la Plata tendía cada vez más claramente a orientarse hacia la producción pecuaria. Los beneficios detentados por las familias, que en general se pensaban como un primer peldaño de la carrera clerical, producían un caudal de clérigos que la diócesis no lograba luego absorber de manera satisfactoria. De manera insatisfactoria sí podía hacerlo: parroquias necesitadas de párrocos no faltaban, pero no resultaban aceptables para los vastagos de las "familias decentes", que eran las que en general alimenta ban b an las filas fil as de l cl ero, er o, salvo salv o en los lo s cas os en q u e a la falt fa ltaa de o p or tunidades mejores se unía la adhesión al modelo de párroco ilustrado y civilizador propuesto por la monarquía. ¿Puede acusarse a estos jóv enes de falta de espíritu evangélico o de excesivo excesivo ap ego al prestigio y las rentas? Nada de eso: en las sociedades del Antiguo Régimen el goce de un beneficio eclesiástico no poseía tan sólo connotaciones económicas; posicionaba, además, al individuo y a su familia en un universo de relaciones y determinaba su lugar en la sociedad. No se trataba meramente, entonces, de que la diócesis no pudiese proporcionarles una renta aceptable, sino de algo mucho más importante, en cierto sentido trascendente, como lo era la existencia de espacios sociales adecuados para la inserción de esos nuevos clérigos. Esa insatisfacción convivía con otra que ponía en el ojo de la tormenta el entero sistema de patronato regio. Si las campañas de ciertas áreas part icu larm ente desfavorecidas de la diócesis diócesis al cabo de tres centurias de gobierno español distaban poco del estado de naturaleza, era claro que algo no estaba funcionando bien. ¿No eran en última instancia los reyes los responsables de la evangelización en sus dominios? ¿No eran ellos quienes debían velar porque las iglesias y sus ministros no careciesen de medios económicos? Más aún: ¿no era acaso ese compromiso la más sólida de las columnas sobre las que reposaba su legitimidad política? Tanto lo era que el tema de los logros de la cristianización colonial hispana será uno de los más candentes en el debate sobre la legitimi-
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dad del dominio político de las Indias. Ya en 1801 un enigmático "Inf aust o Pastor", en un artíc ulo apar eci do en las página s de El Telégrafo Mercantil, se preguntaba cómo era posible "que bajo la dominación de una nación sabia y católica gima esta campaña la dura esclavitud de la irreligión, y que ésta haya extendido tanto su imperio".11 6 No hacía falt a gr an sagacidad par a sacar co nc lu si on es : si tres siglos de dominio colonial no habían quitado del medio el más importante de todos los problemas; si la conversión completa de los ameri cano s, en última instancia la más elo cue nte justi ficació n de la conquista y colonización de las tierras por ellos habitadas, se hallaba en buena medida pendiente, la experiencia colonizadora hispana podía leerse como un fracaso. La crítica velada al orden vigente no pasó inadvertida: las páginas del mismo periódico publicaron de allí a poco una vehemente "Memoria sobre los progresos de la Religión hacia el Norte del Río de la Plata" que no ocultaba su pretensión de defender los derechos políticos de la corona al reivindicar su celo misionero. Su autor, también anónimo, se pro ponía en ef ec to defender a la monarquía de las "sol emne s me nt iras, las enorme s calumnias que h an dicho los viajeros con tra nuestra España", atribuyendo exclusivamente las disfunciones del servicio pastoral en la campaña de la Banda Oriental a la demasiado reciente ocupación de la zona. 11 7 Años más tarde, ya en plena revolución, habrá de salir al ruedo la Historia apologética de la involución de la Nueva España (1813), obra provista de un anexo en el que se intentaba probar la predicación del Evangelio mucho antes de la conquista y quitar a los reyes de España el título de primeros evangelizadores del continente. Esta idea y otras parecidas han de ser frecuentemente repetidas en los sermones revolucionarios. Lo que importa retener es que las condiciones en las que se desarrollaba la vida eclesiástica en el Río de la Plata ponían demasiado claramente en evidencia los límites del sistema de patronato real, tanto más obvios en la medida en que la monarquía se sumergía aceleradamente en una crisis de alcances impredecibles y pr onó st ic o re se rv ad o. La profundiza ci ón de esa crisis co nl le va ba una presión cada vez mayor ya no por escatimar, sino más bien por
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absorber porciones siempre más generosas de rentas eclesiásticas. Existía en el fondo una grave contradicción entre el rápido desarrollo de la Iglesia de Buenos Aires y las pretensiones por parte de la metrópoli, en franca decadencia, de conservar su dominio so br e sus in st an cias de gobierno di oce sa no . Se tra ta ba en de fi ni ti va de una Iglesia que, a causa de las cada vez más prolongadas sedes vacantes, estaba demasiado acostumbrada a autogobernarse. La corona y su burocracia de ritmos mastodónticos decidían los nom bra mi en to s de ob is po s y de ca nón ig os, y at endían a to do s los demás asuntos eclesiásticos, pero sus crecientes dificultades financieras y la debacle producida por las guerras a que dio lugar el ciclo revolucionario francés hacían que las sedes vacantes fueran cada vez más prolongadas: entre 1765 y 1812 hubo diecisiete años de sede vacante, es decir, cerca de un 40% del total del período. Consecuencia de esta situación fue la relativa autonomía que adquirió la Iglesia de Buenos Aires, gobernada durante largos períodos por un conjunto de sacerdotes del clero secular, estamento que a partir de la expulsión de los jesuit as había ad qui rid o creciente prestigio y poder. En primera fila entre quienes percibían las disfunciones del sistema se encontraban los párrocos de esas zonas desfavorecidas a los que los últimos Borbones habían invitado insistentemente a ocupar un puesto en su cruzada civilizadora. Se ha visto ya el proceso de reformulación de los contenidos de la pastoral que buscó hacer de esos párrocos no sólo heraldos de la moral evangélica, sino punta de lanza de las fuerzas civilizadoras de la ciudad en su tarea de conquistar las campañas para hacer de ellas lugares habitables. Esta ¡dea típicamente ilustrada había vuelto más compleja la figura del párroco, al obligarlo a incursionar en terrenos hasta entonces vedados para él, corno la medicina de base, la higiene, la enseñanza de técnicas agrícolas, la producción de materias primas para la manufactura y otras muchas funciones, algunas menos previsibles aún. Se ha visto también que esta nueva perspectiva implicaba una mirada distinta de los problemas de la campaña, una formación también dif eren te y un lugar que excedía por mucho el ámbito estrictamente religioso. El resultado fue que varios
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de los párrocos que a caballo del cambio de siglo habían adoptado ese nuevo modelo de presencia sacerdotal se convirtieron en pi ezas clave de la movilizac ión re vo lu ci on ar ia al menos en la Banda Oriental, área de la diócesis que reunía tres características con ju nt amen te exp losiv as, a s ab er : la de co ns ti tu ir un ám bit o de inveteradas dificultades para la acción eclesiástica, la de ser escenario de conflictos en curso por el control de tierras entre pobladores y hacendados, y la de hallarse en el ojo de la tormenta que se fue desatando a causa de la paulatina definición de Buenos Aires y Montevideo como polos de un encend ido enfre ntami ento . Allí las fuerzas de la revolución encontraron en los párrocos de campaña aliados invalorables: G regorio y José Valentín Gómez, Santiago Figuere do y otros curas rurales fuero n repeti damente señalados por las autoridades de Montevideo como los principales agitadores de la campaña. El sector más enc umb rad o del clero secular, los canón igos de la catedral y los curas de las mejores parroquias porteñas, tampoco carecían de buenas razones para contemplar favorablemente la posibilid ad de una ru ptu ra co n las au to ri dad es me tr op ol it an as . Por un lado, en el alto clero como en otros nichos de la burocracia regia se verificó, desde la segunda mitad del siglo XVIII, el conocido fenómeno de la indignación de los "hijos del país" ante el flujo de pe ni ns ul ar es que en el mar co de las ref or ma s bor bó ni ca s fu eron designados por la corona para hacerse cargo de posiciones bien remuneradas. Ya en un texto de 1783 Maziel dejaba ver la irritación que le inspiraban los "tantos europeos" que llegaban a América ... a ocupar los primeros cargos de la magistratura, removidos o jubilados los americanos que, con tan to hon or y después de muchos años, recogen el fruto de sus tareas. [...] La Iglesia, en parte, experimenta la misma pasiva distribución de sus prebendas y dignidades, y mientras que de la Europa vienen a tomar las primeras sillas de sus senados y cabildos, continú an sus más beneméritos hijos en la peno sa carrera de su servicio, sin otra recompensa que la de sus inferiores beneficios.118
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Otro elemento de irritación era la cuestión de los diezmos, que habiendo crecido sustancialmente a caballo del siglo se derru mba ron co mo consecuenci a de las dificu ltades climáticas qu e se v erificaron hacia la época de las invasiones inglesas, pro blem as a los que se sumaron los de orden político-militar propios del momento. Hacía rato además que existía una puja entre distintos sectores del clero catedralicio y los obispos de la diócesis por tajadas más sustanciales de la gruesa decimal, un tira y afloje en el que se verificaba la lógica de la manta corta: el beneficio de unos necesariamente se traducía en perjuicio y resentimiento de los otros. La coro na, a la par qu e benefi ciaba con reales cédulas y reglame ntos a uno o a otro de los contendientes según las cambiantes circunstancias y de acue rdo tambi én con la presi ón qu e cada cual era capaz de ejercer en Sevilla y en Madrid a través de cartas, memoriales y procu rado res, se veía al mismo tiem po ind uci da a reservar par a sí porci ones imp ort an te s de eso s diez mo s pa ra hac er frente a la crisis financiera que la agobiaba. Y esos recursos se le quita ba n a un cl er o que, a pa rt ir de la ex pul si ón de los je su ít as , se ha bía pr og re si vam en te co ns oli dad o co mo un estam ento dotado de creciente poder y prestigio: las rentas decimales habían crecido, enriqueciendo a la elite clerical; el colegio de la corona, el más pr es ti gi os o de la diócesis, es ta ba en manos de sa ce rd ote s seculares; la bonanza económica había adornado al clero con numerosos nuevos efectivos y un creciente número de doctores; el culto catedralicio se había enriquecido. La percepc ión de pert enenc ia a un estame nto pod eroso se acompañaba en el plano ideológico con la difusión en el seno del clero de doctrinas que le reservaban un sitio destacado en el go bierno d e la Igl esia. Un a c orr ie nte de id eas al go di fu sa que a fi ne s del siglo XVIII va tomando cuerpo veía en el cabildo el depositario natural del p od er religioso y def end ía celosament e las costumbres, los derechos y las prerrogativas de la Iglesia porteña ante las eventuales intromisiones de actores externos, aunque se tratase del obispo enriad o por el monarca y consagr ado con la anuenc ia del pa pa. Es po sibl e ha bl ar cu anto menos de una fuer te te nden ci a a utonomista que concebía el poder espiritual como legado de Cris-
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to a la Iglesia en su con ju nt o o, en algun as versiones, a la je rar qu ía entendida en sentido amplísimo, vale decir, no sólo al papa y los obispos, sino también al clero y en particular al cabildo eclesiástico y, en algunos casos inclusive, a los párrocos. Esta corriente de ideas está en la base de muchas decisiones que se tomarán después de 1810, cuando se defenderá la hipótesis de una retroversión de la soberanía espiritual en las Iglesias rioplatenses, es decir, en los fíeles y en el clero. El malestar que provocaba en un clero imbuido de estas ideas la llegada de un obispo con intenciones de hacer y deshacer en su obispado puede vislumbrarse en el hecho de que dos de los tres obispos que gobernaron la diócesis después de la expulsión de los je su it as tu vie ro n gravísimos problemas co n sus su bd it os : Malv ar y Pinto, a quien el lector conoce por su lucha contra las ordenaciones a título de capellanías, debió ser trasladado porque su situación se había vuelto insostenible y ya casi no podía salir a la calle; de Lué y Riega se dice que uno de sus canónigos lo ayudó a morirse de una vez... El único de los tres obispos que mantuvo una relación bastante cordial con su clero fue Azamor y Ramírez, que además de haber tenido la suerte de tener que gobernar en un período de vacas gordas demostró gran prudencia en cuanto a la introducción de "novedades" irritantes. Significativamente, es el único de los tres que no realizó la visita pastoral del obispado, mecanismo de primer orden para la corrección de presuntas irregularidades y para la introducción de reformas. Las condiciones en las que se desarrollaba la vida eclesiástica local permitían que el cabildo asumiera una representación del clero que poseía evidentes conn otacion es defensivas para con los prelados designado s a instancias de la corona. La presencia de un obispo era apenas soportada por el clero, que tendía a verla como una intromisión. Este fenómeno se vio agravado por el hecho de que los últimos tres prelados del período colonial fueron peninsulares y ninguno de ellos había puesto jam ás un pie en tierra americ ana antes de llegar a la ciudad, mientras que la mayoría de los miembros del cabildo era oriunda de la diócesis y pertenecía a familias bastante activas en las diversas redes de poder local.
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Ese conjunto de contradicciones, anhelos, insatisfacciones, resentimientos y esperanzas, a los que podrían agregarse otros, definió el contexto en el que el clero de la diócesis recibió la revolución.
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Pocos días después del 25 mayo de 1810, la catedral de Buenos Aires fue escenario de una solemne celebración de acción de gracias por el traspaso de la autoridad que hasta entonces detentaba el virrey a manos de la Ju nt a de gobi erno . Desd e su púlp ito, Diego Estanislao Zavaleta, profesor de los Reales Estudios de la ciudad y flamante canónigo magistral, dirigió a los presentes una "exhortación cristiana" orientada a despejar posibles dudas acerca de la legitimidad del cambio político acaecido y a exhortar a la obediencia en relación con las nuevas autoridades. Sentado en su cátedra a un costado del presbiterio, detrás de Zavaleta, se encontraba el obispo Lué, cuyas escasas simpatías hacia el nuevo gobierno eran de conocimiento público, mientras que los miem bro s de la Ju n t a se hal laban se ntad os en el lu gar p r ee mi n en t e reservado a los virreyes. 11 9 En los humores dispares de los presentes anidaban algunas de las futuras desavenencias que habrían de lacerar a las sociedades rioplatenses, por lo que la "exhortación" p u e d e parecern os hoy, ret rospec tiv am ente, al go así c o mo un co n j u r o , c o m o si co n ella su au tor hubiese p re t en d i d o ex orc iz ar los pe li gr os en ci er ne s. La re vo lu ci ón nac ía si gnad a po r lo s di se ns os en relación con su legitimidad y su naturaleza, y los oyentes de Zavaleta sabían bien que los enconos y la violencia no tardarían en manifestarse. En realidad, ya se habían manifestado, incluso en el seno mismo del clero. El 25 de mayo de 1810 se había celebrado en el convento franciscano de la capital un capítulo general que había dividido tumultuosamente a dos bandos calificados de americanos y peninsulares por los que se reconocían del lado de los "patrio-
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tas", que en repr esen tac ión elevada a la Ju nt a un mes desp ués acusarían a las autoridades peninsulares de la orden de discriminar a quienes apoyaban la causa revolucionaria y, en particular, a los que en el cabildo abierto del 22 de mayo se habían pronunciado por la deposición del virrey. El caso de los franciscanos es uno entre otros: si los capítulos generales reconocían una extendida tradición de violencias que se perdía en la noche de los tiem po s, con el proces o de po li ti za ci ón re voluci onar ia lo s ep iso dios tumultuosos se multiplicaron y se exacerbaron hasta llegar a los tiros, las tentativas de incendio y todo tipo de excesos. 1 2 0 En el clero regular las pasiones estaban muy encendidas y resultaban particularmente visibles a caus a de la vi da en común , q u e favo recía la formación de facciones. Los comportamientos tumultuarios fueron menos comunes entre los clérigos, más proclives a expresar sus resentimientos por medio de la intriga. Entre el obispo Lué y su cabildo mediaba desde el comienzo una relación difícil: un prel ado relativamente joven an ima do po r la pret ensi ón de go b e rn a r ef ect ivam ente, q u e quería reco rtar tr ad icio nal es at ri buciones del cabildo fundadas en la costumbre más que en los cánones escritos, en una coyuntura difícil para las rentas y para la vida eclesiástica en general, no podía sino ganarse el odio de los canónigos porteños, famosos por su incapacidad para disimular sus inquinas. Los entredichos entre el obispo y su cabildo son bastante conocidos: Lué no apoyó la tesis de la deposición del virrey, si bien es de just icia decir que se pro nu nc ió en el cabildo abiert o en términos menos irritantes que los que consagrara la tradición acuñada p or Mi tr e. Me nos de un me s má s tar de, el prelado so li citó per miso a la Ju nt a par a pasar a la Banda Orient al con el fin de con tin uar con su visita pastoral, lo que por supuesto despertó sospechas y le fue denegado, con el pretexto de que los acontecimientos dicta ban la co nvenie nci a de q u e el obis po no se al ej ar a de la ca pi ta l. La Ju nt a no po día darse el lu jo de dej ar pasar a la otra orilla a un a figura de primer orden y de dudosa fidelidad a la revolución en marcha, dotado por lo demás del inmenso influjo sobre los feligreses que supuestamente le confería su investidura. A esto se su-
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maron las querellas con el cabildo, que llegaron oficialmente al desp acho del secretario d e la Ju nt a y dieron lugar a un oficio donde se informaba al prelado que habiendo las disputas "trascendido al púb lico " y pro voc ado el "positivo escándalo de los fieles", y siendo notorio además que Su Ilustrísima "se explicaba con voces descompasadas dentro del mismo templo en el acto de celebrarse las funciones más serias de nuestro sagrado culto", el gobierno, cum pl ien do con su d eb er de evitar que obisp o y cabildo lit ig ar an en sitio tan sagrado, había dispuesto que no se hallaran contemporáneamente en el templo. Ello equivalía a limitar las posibilidades de acción del prelado, porque el cabildo se reunía varias veces al día en la catedral para el rezo de las horas canónicas. La situación empezó a volverse insostenible, además, porque el obispo necesitaba la presencia del cabildo para celebrar ciertas funciones y administrar algunos sacramentos, por lo que Lué solicitó autorización para que la liturgia pascual de 1811 se realizase en la Recoleta, pedido que se le denegó alegando que de tal modo las violencias verbales no harían más que cambiar de escenario. Un nuev o motivo de ent red ich o se pr od uj o al recibir la Ju nt a la denuncia de que el prelado se había manifestado en términos inconvenientes en una carta dirigida al provisor de Santiago de Chile, acusación que el prelado intentó desmentir sin demasiado éxito. Así, inhabilitado para desarrollar su ministerio, ignorado oficialme nt e po r la Ju nt a y detest ado por el cabildo, Lué mur ió en 1812 en medio de las sospechas, nunca disipadas del todo, de que contó para ello con la eficaz ayuda del canónigo Fernández. Mientras estas sordas hostilidades laceraban las entrañas del poder , f u e ra de l d i min u to rad io de la pl az a de Bu en os Ai re s clérigos y frailes participaban bastante activamente de agitaciones y debates públicos. Se conoce mal esta faceta de la revolución, en parte p o rq u e h an q u e d ad o po co s re gi st ro s de ella y en parte por que los que existen refieren sobre todo a los partidarios de la causa patriota, con lo que quedan en la penumbra quienes disentían con la marcha de la revolución. La movilización había comenzado en el clero, como en la sociedad en su conjunto, con las invasiones inglesas. El británico Gillespie recuerda que durante el mes
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de ju li o de 1806 la salida de sacerdote s a Colo nia pre te xt an do el desempeño de actividades pastorales fue demasiado evidente. Des pués de des em bar ca r, di ce , "p ar te de ello s se encamin ab a a Mo ntevideo, mientras los otros tomaban rumbo opuesto hacia el interior del país, pero ambos con objetos similares, reunir todas las tropas de la Corona que estaban en esa fortaleza, con los pequeños destacamentos estacionados en las guardias de las fronteras indianas, tanto como para promover el levantamiento general del pueb lo. Ta n ex te ns o er a el co mp lo t, q u e los sa ce rd ote s, en di st an cia considerable, ejercían aun los domingos todas sus facultades para es tim ular a sus oy en te s a tomar las ar ma s" . 12 1 El oficial británico tendría pronto ocasión de tirotearse con ese clero tumultuoso que desde las iglesias de Buenos Aires dirigiría el 12 de agosto los movimientos de los combatientes que se posicionaban en las plazas y calles. Lo s ed if ic io s re li gi os os , más al to s q u e el re st o, se usaban además para emplazar piezas de artillería y fusiles que apuntaban hacia el fuerte: "Teníamos orden de respetar los santuarios, pero se hicieron tan molestos por su fuego de cañoncitos y mosquetería, que no podíamos contenernos de retribuirles con iguales favores, lo que siempre producía una pausa momentánea. Con mi anteojo podía percibir el clero inferior particularmente activo en manejar sus armas y dirigir las tropas que tenían abajo". 12 2 Experiencia amarga la de Gillespie, que en un par de años ha brían de experimen tar las autoridad es de la ref ra cta ri a Mo nt evideo. El t on o de las cartas del com an da nt e de la base naval, Jos é María Salazar, oscila entre la alarma y la resignación. Algunas fueron escritas a mediados de 1810, en el momento en que Lué pedía pasar a la otr a orilla alegan do la visita pasto ral. En ju ni o info rma a la península que aunque el obispo se ha mantenido fiel a la corona, nueve de cada diez clérigos forman parte de lo que gusta llamar "partido de la independencia", integrado además por los conventos dominico y mercedário, y más bien resistido por franciscanos y betlemitas. 12 3 El 22 de jul io escribe con desazón qu e "no hay un cuerpo que no esté contagiado, y corrompidas sus costum br es re li gi os as y mo ra le s; la milicia, cl er o se cu la r y re gu la r, cab ildos eclesiásticos y seculares, todos lo están más o menos, y todos
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están también tocados de la manía de la Independencia". 1 2 4 En las misivas de agosto su resentimiento apunta a la particular corrupción ideológica de los "hijos del país", entre los que apenas se encuentra alguno que pueda considerarse una excepción. En el "partido de la independencia", en efecto, militan "las tres clases que más influyen en la opinión, clérigos, frailes y abogados". 1 25 En septiembre vuelve a insistir sobre el hecho de que quienes más decid ida men te sost ienen a la Ju nt a son los frailes y los clérigos, como en general los patricios, a los que entonces se suman los extran je ro s. 12 6 El ciclo de lamentos continúa con una carta de principios de 1811 en la que es la vida turbulenta de los claustros porteños la que aparece en primer plano: El 27 llegó escapado de Buenos Aires fray Martín Joaquín de Oliden [...] me dice que Moreno es el principal papel de la Jun ta, y el primer terrorista y Jacobino ; que el partid o por la independencia es grandísimo y cada día se aumenta con la pro tección de los ingleses y demás extranjeros que llegan en buques de esta nación; que los que más se han distinguido y distinguen e scanda losame nte en favor de la Ju nt a son los conventos de la Merced, y dominicos; que también en el de San Francisco hay un partido grandísimo, pero no tan descaradamente pronunciado, y que aquí lo ha encontrado también, lo que yo no ignora ba [...]. Po r lo tanto, la venida del P. guardiá n puede se rn os útil, pu es los fr ai le s so n ma lo s ene mig os. .. 12 7
Tenía razón Salazar al señalar a los curas entre los mayores respons ables de lo que juzg aba un a traición al rey. En pri mera f ila entre los insatisfechos con el sistema eclesiástico vigente se encontraban los curas de las parroquias de campaña, a las que se entraba apenas traspasadas las murallas de la ciudadela. En esa campaña, eran párrocos Tomás Xavier Gomensoro (Soriano y Mercede s), Gregori o y José Valentín Gómez (San Jos é y Canelones, respectivamente), Ramón Olavarrieta (Espinillo), Santiago Figueredo (Florida y Pintado), Silverio Antonio Martínez (Paysandú ), y José María Enrí que z de la Peña (Colon ia), en tre otros. 12 8 Todos ellos tomaron parte activa en las luchas políticas de esos
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años y de los subsiguientes. En sus Memorias históricas, Ignacio Núñez recuerda que los pueblos orientales se levantaron "como en masa, de una manera propiamente aterradora" por incitación de sus párrocos, entre los que destaca a Valentín Gómez, a su hermano Gregorio y a Santiago Figueredo. Es, además, significativo que las "divisiones de voluntarios" de las que habla Núñez se reunieran en territorio de la parroquia de Canelones, de la que era cura el primero. 1 2 9 Gomensoro, agitador célebre, tuvo el buen humor de anotar entre las partidas de defunciones del año 1810 la del gobierno español: "El 25 de este mes de mayo expiró en esta Provincia del Río de la Plata la tiránica jurisdicción de los virreyes, la dominación déspota de la Península Española y el escandaloso influjo de todos los españoles..."1 3 0 Todavía a fines de 1811 Salazar seguía repitiendo, como atrapado en una especie de fijación, que eran los curas los que habían agitado políticamente al cam po . Po r su par te, Ga sp ar de V ig ode t l e en vi ó al obi sp o u n a cé le br e epístola exclusivamente dedicada al tema que apareció en La Gaceta en 1812. En ella le explicaba la inutilidad de sus esfuerzos para devolver la paz y la tranquilidad a la Banda Oriental "si los pastores eclesiásticos se empeñan en sembrar la cizaña, en enconar los ánimos, y alterar el orden, persuadiendo la rebelión a las leyes pa tr ia s" , para lamentar enseguida q u e esa "conducta luci fer ina" fuese "la conducta general de casi todos los párrocos y eclesiásticos seculares y regulares que sirven la cura de almas en esta cam pañ a" . La lista de reb el des que Vi god et co mi enza a desg ra narl e al obispo incluye al cura de Canelones, al de Colonia, al ex párroco del Colla entonces prófugo, a los párrocos de Víboras, Soriano y San José ... pero lueg o se da cuent a de que el cami no más breve es enumerar a los pocos que se salvan: los "lobos carniceros", concluye, son en realidad todos, "si exceptuamos al del Arroyo de la China y al que hoy está interino en la Colonia en lugar del revolucionario Enrique de la Peña". 13 1 También en otras áreas de la diócesis se encuentra a eclesiásticos involucrados en acciones de agitación e incluso en hechos de violencia y episodios escabrosos. Puede evocarse como ejem pl o la imag en ci nem at ográf ica —y tal vez mí ti ca — de l comenda-
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dor de los mercedarios Juan Manuel Aparicio, recorriendo los cuarteles de Buenos Aires a caballo y "con pistolas al cinto" la noche del 24 de mayo. 13 2 El relato de un testigo de las ejecuciones de los cómplices del motín de Alzaga, en 1812, rememora la imagen del " venerable" pa dr e fray Juli án Perdri el, provincial de los dominicos, sentado a una mesa al pie de las horcas, desde donde "exhortaba al escarmiento" a quien quisiera oírle y también a quien no tuviera más remedio, como era el caso de los tiernos alumnos de los colegios de la ciudad, conducidos cada día a la plaza para contemplar el espectáculo. Entre las escuelas que más apreciaban esta excursión didáctica figuraba justamente la de Santo Domingo, desde donde los niños eran llevados a la plaza de la man o del padre maes tro fray Ju an Gonzál ez... 1 3 3 La tensión en las filas eclesiásticas es claramente visible en ese episodio en que aparecen clérigos y frailes observando horcas de las que penden otros eclesiásticos: uno de ellos, fusilado y colgado luego en la esquina de las actuales calles H. Yrigoyen y Defensa, con el rostro dest roza do po r las balas, era el betle mita fray Jos é de las Animas. Otros eclesiásticos se salvaron, como los clérigos Nicolás Calvo y Francisco Marull, pero fueron castigados con penas menores que incluyeron el destierro. La revolución en la Iglesia, por otra parte, no interesa sólo al clero: en Burucuyá, Corrientes, los fieles declararon agotada su pac ie nci a y se rebelaron contra el cu ra y el obisp o ac usán dolos de dar largas a la exigencia de ver convertida en parroquia su escuálida capilla. La Ju nt a escuchó, e nton ces, el pa rece r del prelado, pero terminó o rd en án d o le que depusiera sus re si st en ci as y acel erase el curso del expediente, sin duda con la esperanza de no alimentar un conflicto que prefería evitar. 13 4 En 1818 se verá a los vecinos de Paraná eligiendo a su propio párroco en ausencia del que hasta entonces los servía y que se había visto obligado a abandonar a su rebaño por motivos políticos. En 1824 esos mismos vecinos —en una actitud en la que podría atisbarse tal vez una mirada crítica de la revolución que llegaba a su fin— decidirán en asamblea volver a dedicar la iglesia matriz a su antigua patrona, Nuest ra Señ ora del Ro sa ri o, que en la década de 1810 hab ía si do
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sustituida por Santa Rosa de Lima, "patrona de la revolución americana . En Buenos Aires se produce otro fenómeno interesante de movilización clerical: es el de los capellanes de frontera que pasan a ser de los cuerpos organizados para combatir la guerra revolucionaria. Se entremezclan, en este caso como en los demás, motivaciones políticas y otras más pedestres, concretamente la reluctancia del clero a servir esos destinos por las pobres condiciones de vida que ofrecían. Ya en 1810 los vecinos de la frontera empezaron a quejarse por haber quedado sin capellanes. 1 3 6 En 1811 Juan Antonio Márquez, capellán de Ranchos desde su ordenación, consiguió un puesto más apetecible como capellán del Regimiento número 3 de Patricios. Lo mismo ocurrió con Francisco Solano Báez, capellán de Salto, que pasó a servir el puesto de primer capellán del Regimiento de Caballería de la Patria, y con el capellán de la Guardia de Luján, Francisco Silveira, que pasó al Regimiento número 3 de Caballería de la Patria. Un caso menos lineal es el de Jos é Marcelin o Herr er a, que dej a en 1808 la Gua rdi a de Rojas para acompañar al Cuerpo de Blandengues a San Nicolás de los Arroyos y no vuelve nunca porque consigue un puesto provisorio en la catedral en 1809, y en 1810 está ocupando una plaza de capellán de tropas. 13 7 Es decir que esas feligresías de frontera de la línea del Salado, que a causa del exceso de oferta de clérigos habían logrado mudar sus tradicionales capellanes religiosos por seculares durante la primera década de la centuria los vieron en 1810 abandonar los fortines para aprovechar las nuevas oportunidades que ofrecía el proceso de militarización.
El confesionario y el púlpito
La agitación callejera, la rebelión en los campos orientales, la militarización de un porcentaje no desdeñable de sacerdotes convertidos en capellanes de tropas —alternativa por la que optaron no sólo los curas de las guardias de frontera—, dejaban en pie el
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problema de co nci tar y ma n t e n er u n a má s serena adhesión rev olucionaría en las feligresías urbanas y rurales, lo que creyó poder lograrse asignando a los párrocos y demás curas precisas tareas de pe rs uas ión y pro pagan da. El cl er o f u e llamad o a co nst ruir y co nservar ese consenso por distintos medios, desde la predicación dominical hasta la confesión auricular. Así, la política envolvió el con junto de las ac ti vi da de s pa st or al es . Con fecha 25 de noviembre de 1810, la Ju nt a envió al obispo un oficio do nd e se le or de na ba pasar las necesarias instrucciones a los curas para que los días festivos leyeran La Gazeta a sus feligreses, considerando "de rigurosa justicia q u e todo ciudadano, des pués de instruido en los dogma s de la religión que profesa", lo fuera también en cuanto al "origen y forma del gobierno que se ha constituido y a quien ha de prestar obediencia". La medida estaba orientada sobre todo a los curas de campaña, quienes dada "la falta de educación" de sus feligreses y "la miseria en que viven", se perfilaban como la única voz capaz de persuadirlos de "los sólidos fundamentos en que se apoya la instalación de esta Jun ta" . 1 3 8 Los "sólidos fundamentos" remitían, en última instancia, a la supuesta voluntad de los pueblos de depo sitar en man os de la Junta la soberanía que habían reasumido al quedar vacante el poder real, lo que implicaba el pasaje a un régimen basado sobre una legitimidad que debía construirse. La tarea redentora consistía, según el imaginario revolucionario, en despertar la voluntad aletargada de los pueblos, disipando las tinieblas que a lo largo de tres siglos de despotismo la habían ofuscado. Tarea a la vez urgente, pues to q ue de esa voluntad d ep en d ía la leg it im idad de l nuev o régimen, y difícilmente realizable en los tiempos por demás perentorios que imponía la revolución. Por otra parte, en esa sociedad mayoritariamente analfabeta en donde la circulación de la propaganda y de la información dependía más bien de los recursos orales que de los escritos, la voz del clero parroquial parecía la más adecuada para transformar eficazmente la palabra escrita en mensaje proclamad o. Tampo co en es te ca so hizo la rev oluci ón otra cosa que retomar prácticas a las que los Borbones habían acudido abundantemente, reformulándolas en función del nuevo contexto.
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La iniciativa parece no haber tenido el éxito esperado: a fines de 1811 La Gazeta expresaba la desazón oficial por la conducta de los curas en relación con la tarea que se les había encomendado. El autor del artículo denunciaba "la inacción, mejor diré la malicia de los curas en general, por no ilustrar a sus feligreses sobre la obligación en que están de sostener la causa de la patria, dando a conocer en esto que el fanatismo y la superstición se interesan en conservar la tiranía, así como el verdadero culto propende a aniquilarla".13 9 La respuesta no tardó en llegar. A los pocos días, el mismo periódico publicaba una carta firmada con seudónimo que anun ciab a "a la faz del mu nd o ent ero qu e los párrocos, y sacerdotes en general , están ín tim ame nt e conven cidos de la justi cia de las pret ensiones de la Am ér ica , de l ac ier to co n que los pueblos li br es se han constituido un gobierno provisorio y del derecho incontestable con que pueden dictarse una constitución". Pero a la hora de dar ejemplos se evocaban los bien conocidos de los curas de la Banda Oriental, que "desde las márgenes del Uruguay" demostra ban "ser pár ro co s sin dejar de se r ci udadanos" y q u e res petaban "los derechos de la patria a la par de los augustos derechos de la religión". 14 0 De modo que es posible entrever en este intercambio de artículos los límites de la movilización del clero a favor de la causa revolucionaria, concentrado sobre todo en las zonas marginales o altamente conflictivas, como la Banda Oriental o la frontera indígena, y en las calles y plazas de la capital, donde el alto grado de politización y movilización no era privativo de los eclesiásticos. Esa realidad chocaba con la necesidad de atender a cuanto incidiera en la formación de las "opiniones", incluido lo que se decía en las penumbras de los templos. Desde el momento en que las posiciones políticas se presentaban fuertemente entrelazadas a las morales —ambos bandos en pugna se acusaban mutuamente de traición—, resultaba crucial controlar de alguna manera el inaccesible murmullo del confesionario, protegido por las garantías del secreto sacramental. En 1811, según denunciaba Salazar, los confesores revolucionarios de la Banda Oriental iniciaban la administración del sacramento interrogando a los penitentes so-
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br e sus op inio nes po lí ti ca s (si eran "p at ri ci os " o "sar rac en os"). Cuatro años más tarde, el siempre conflictivo padre Castañeda, escondido detrás de uno de sus muchos seudónimos, lamentaba en la prensa que europeos sin carta de ciudadanía así como varios americanos "que no cargan la escarapela" poseyeran licencias de confesión ... en circunstancias que el supremo gobierno ha oficiado hasta a los prelados regulares [para que] no permitan el confesar a sus súbditos, en quienes hayan reconocido sentimientos contrarios, y al tiempo mismo que él nos da el ejemplo, cuando excluye de las funciones civiles a los seculares, aun para los ministerios de pluma, que tienen menos tendencia pública o riesgo político; sin qu e tales lic encias de co nf es ar puedan co ho ne st ar se con la falta de operarios espirituales, porque no es prudencia confiar un rebaño ni a los más domésticos lobos.
El confesionario constituía uno de los rincones más peligrosos para la revolución, porque allí la "tendencia pública o riesgo po lí ti co " de l cl er o se des pleg aba de ma n e ra tem ible : ... es constante que el confesionario, que es el mayor freno de la iniquidad humana, es también, si se abusa, el lugar más aparente para inspirar en secreto, e impunemente aquello que se quiere, y perder a quien se aborrece...
Allí el enemigo podía minar las bases de la legitimidad de la revolución con demasiada eficacia: ¿qué podremos dificultar de que premunidos de la opinión de 300 años, y de los gobiernos monárquicos, hagan un escrúpulo de conciencia en las personas incautas el reconocimiento de la soberanía nacional de los pueblos de estas provincias, y la legitimidad de las autoridades constituidas por ellos? 141
Lo que Castañeda sugería era que se quitaran las licencias a quienes no resultaban suficientemente confiables. Como es oh-
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vio, ese alto grado de politización que alcanzó la praxis pastoral colocaba al clero en el ojo de la tormenta y obligaba a que el más mínimo indicio de desafección o incluso de "tibieza" respecto de la revolución fuera penalizado con la destitución del cargo, cuando no con la prisión y el exilio. Ya a mediados de agosto de 1810 fue detenido y privado de sus licencias de confesión el clérigo Felipe Reinal "por convenir al sosiego público" que semejante "delincuente en materias de estado" no anduviese suelto y continuase atentando contra "la seguridad del Gobierno". 1 4 2 Parece que fu e el pri mer caso ju nt o con el de Lué, que por ento nce s recibía oficiosamente la ciudad por cárcel. Pero se trata sólo de las primeras medidas de carácter oficial, porque pocos días antes del arresto de Reinal había tenido lugar en el convento de San Francisco un episodio de intimidación alarmante: unas "diez o doce per so nas " qu e los testigos cr ey er on mi li ta re s ingre sa ron en el co nvento para advertirle a fray Dionisio Irigoyen que "se abstuviese de and ar conmov iend o al puebl o hasta po r las casas, contra el go bierno, contra la patri a y contra el rey ", p o r q u e "si los superiores tenían consideración con él, ni ellos, ni el pueblo la tendría, si no se enmendaba". 1 4 3 Nuevas víctimas cobró la revolución en octu bre, cu an d o f u er o n depo rtad os vari os cl ér ig os oposi to re s, en t re ellos Jos é Anto nio Picasarri, sobrino del Picasarri arch ien emi go de Maziel en la década de 1780, que habrá de volver a Buenos Aires sólo para ser deportado nuevamente en 1812. Otra condena fue fulminada en noviembre contra uno de los colaboradores más estrechos del obispo Lué, el rector del seminario Francisco de la Riestra, que había llegado a Buenos Aires en 1801 como familiar del prelado. La Junta lo consideraba peligroso al frente de un instituto en el qu e se educa ba a la ju ve nt ud y prop on ía en su lugar al vicerrector Cirilo Garay, a cuya designación el obispo se opuso objetando la limitada preparación de un candidato que carecía de todo título académico. 1 4 4 El seminario estuvo en la mira del gobierno y fue golpeado en más de una oportunidad. No sólo p o r q u e se trat aba de un ámbito de educación de j ó venes y, p o r ende, se lo consideraba clave, sino además porque el obispo Lué, su fundador, había dejado ubicados allí a algunos de sus allega-
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dos, parejamente sospechosos de abrigar convicciones reaccionarias. Y la repre sió n no d ejó de go lpea r ni siquiera a las mon jas: pocos días despu és de la depo sici ón de Riestra le tocó el tu rn o a la abadesa de las capuc hina s, acusada de man te ne r cor res po nde ncia con el enemigo... Basta con estos ejemplos, tomados entre los más tempranos, para ilustrar el alto grado de sospecha y control que se ejerció sob re la vida eclesiástica des de los mism os albore s de la revolución. Pero conviene insistir en que si el clero se encontraba en ese delicado lugar era en buena medida porque la función mediadora que se suponía que los párrocos debían ejercer entre la cultura de las elites letradas y la de la plebe, parte importante de las exigencias introducidas por la perspectiva ilustrada en la esfera eclesiástica, los perfilaba como el más adecuado canal de comunicación ent re el gob iern o revolucionario y los destinatarios popular es a los que se intentaba —en varios sentidos— movilizar. 14 5 Dada la configuración cultural de la sociedad en revolución, la tarea de comunicación y socialización política que se exigía a esa bisagra entre dos mundos parecía muy difícilmente realizable sin su cola borac ión. Im pli ca ba n ad a menos q u e volver in te li gib le par a las feligresías lo que estaba aconteciendo, expresar con un lenguaje suficientemente comprensible que la revolución no constituía una traición al rey, a la pat ria ni a la religió n, sino t od o lo cont rario . Se trataba, en otros términos, de articular en un discurso coherente una visión creíble de lo que estaba ocurriendo, de otorgar inteligibilidad y sentido a un contexto donde los criterios de obediencia y fidelidad del viejo orden e ntra ban c reci ente ment e en conflicto con los que constituían la base del nuevo en gestación. De allí que los sermones, alocuciones, homilías y oraciones pa tr ió ti ca s o fú n eb r es se per filar an como ar ma s formi dables . A la "exhortación cristiana" de Zavaleta, siguieron muchas otras piezas de elocuente oratoria religiosa. La eficacia que los contemporáneos les atribuían queda evidenciada por el hecho de que los sermones me jor considerados fueran impresos y distribuidos profusamente como material de propaganda. Así lo hicieron "las tropas revolucionarias del Tucumán" que operaron en el Alto Perú en
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1817 con uno pronunciado en ese entonces por Felipe Iriarte. Según una carta del comisario del Santo Oficio de Potosí al gobernador intendente, se distribuyeron en aquellas provincias ... muchos papeles subversivos, y entre ellos una Oración fúne br e im pr es a en Bu en os Aires, su aut or el Dr. Do n Fe li pe Antonio de Iriarte, cura que fue de este Arzobispado; cuyo contenido no es otra cosa, que un conjunto de proposiciones erróneas, subversivas, escandalosas, y nada análogas a los principios de la religión, según mi modo de pensar. 14 6
Esas tropas revolucionarias empuñaban, además de sables, fusiles y lanzas, las armas discursivas de un nuevo orden que ha brí a de co ns tru ir se ante todo en el p l an o de lo ima gin ar io. Se trataba de una delicada operación mental que requería, en princi pi o, en marcar la exper ien ci a re vol uc io nar ia en u n a hi st or ia ca paz de dotarla del sentido de que inicialmente carecía, fundamentalmen te porq ue la imagen que la revolución propo nía de sí misma implicaba una ruptura con su propio pasado. 1 4 7 La apelación al imaginario republicano clásico, combinada a veces sabiamente con cierto discurso americanista, podía resultar eficaz para concitar primero y confirmar después la adhesión de las elites, pero era a todas luces inadecuada para obtener el igualmente decisivo apoyo de sectores más amplios. Para la mayor parte de los habitantes del Río de la Plata, el hecho revolucionario podía ser comprendido y aceptado sólo en la medida en que la clave para descifrarlo se dedujese de alguna manera del caudal simbólico del cristianismo. Así, símbolos y significados antiguos debí an ser refo rmul ados y reorganizados en un nuevo campo discursivo que adecuase al caso rioplatense imágenes y analogías tomadas del pasado real o imaginario, elocuentes exempla extraídos de "las historias sagrada y profana". 1 4 8 Por eso es que la oratoria sagrada, dotada de una eficacia de la que nadie d udab a, capaz de pon er en ju eg o recursos simbólicos significativos para la mayor parte de la población, esta ba llam ad a a colaborar en la del ic ad a tar ea de p r op o rci on ar un origen mítico a la "nueva y gloriosa nación". Era preciso trasladar
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al plano político parte de esa fuerza simbólica propia de la religión capaz de proporcionar sentido a la idea de morir en un cam po de ba ta ll a. Si la sa nci ón reli gi os a de la po lí ti ca no era des conocida en la península, donde el clero recurría abundantemente al arma de la predicación en la lucha contra la ocupación napoleónica, en América la necesidad de recurrir a ella era aún mayor, p o rq ue se tra ta ba de leg it ima r u n a rup tura que muy po co tiempo atrás habría sido considerada atentatoria de la fidelidad al rey y a Dios mismo. 1 4 9 Si des de un p un to d e vista jurí dico -po líti co las argumentaciones reposaban en las premisas del derecho natural y de gentes, en el plano religioso era preciso acudir a la fuente —-más sa gra da— de la Re ve la ci ón , busca r en las Sa gr ad as Es crit uras casos análogos a los que se estaban protagonizando, como único modo de exorcizar eventuales objeciones de carácter moral que p udieran enrostra rse a la ca us a pat rio ta . La historia y la religión, la política y la teología, el acontecimiento y la profecía se confunden y entrelazan en la predicación revolucionaria. El pasado, el presente y el futuro se superponen y barajan en ella co mo en un ca li do sc opi o en el q ue los mo vim ien tos y desplazamient os no están librados, com o en el ju eg o óptico, a los caprichos del azar. Esas superposiciones de campos que hoy son más cuidadosamente distinguidos no eran, de todos modos, exclusivas del Río de la Plata: la persistencia de criterios interpretativos provenientes de la tradición bíblica se verifica incluso en la reflexión historiográfica europea por lo menos hasta las primeras décadas del siglo X I X . 1 5 0 La lectura de los sermones políticos im pl ica, en tonce s, tomar contact o con ma neras de concebir la hi st oria humana en donde los acontecimientos históricos son a menudo figuras de cuanto se verifica en el presente en que esas lecturas se realizan, a la vez que preanuncios del previsible desencadenamien to de sucesos futuro s, en un ju eg o de figuras y de imágen es especulares que vinculan los episodios bíblicos y los acontecimientos contemporáneos. San Agustín había advertido, en ese libro crucial para la filosofía de la historia cristiana que es La Ciudad de Dios, que la Biblia,
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... aunque parece que mientras nos va exponiendo con orden los reyes, sus acciones, empresas y sucesos, se ocupa en referir como un historiador exacto las proezas y operac iones buen as y malas de éstos; no obstante, si auxiliados de la gracia del Espíritu S anto la conside ramos , la hallarem os no menos, sino tal vez más solícita en anunciarnos los sucesos futuros que en referirnos los pasados... 15 1
Antiguos modelos de interpretación que no habían muerto del todo a principios del siglo XIX ven el devenir humano no como una sucesión de hechos que fenecen —en el sentido de que quedan relegados pasivamente a un pasado irrepetible—, sino como prefiguraciones que vinculan y otorgan sentido al presente en la medida en que la historia humana es plan de Dios y sólo puede leerse como tal. Esos paralelismos debían ser develados para descubrir el sentido último de los acontecimientos, el abanico de relaciones posibles entre éstos y los "tipos ideales" que los preanunciaban. La inteligibilidad del pasado se relacionaba con el descubrimiento de los nexos que la sabiduría divina había establecido entre diferentes manifestaciones temporales de un designio trascendente. Los oradores buscan en la Biblia, y en particular en el Antiguo Testamento, claves para interpretar los acontecimientos y otorgar sanción religiosa a la causa americana. Los episodios de la historia sagrada evocados son figuras de los sucesos de que son testigos. El hecho de que la inmensa mayoría de las citaciones provenga de l An tiguo Test am en to no d eb e lla ma r la atenci ón: las analogías y figuras relacionadas con el conflicto y la guerra, de las que las gestas colectivas del Pueblo Elegido son tan pródigas, se diluyen hasta casi desaparecer en el Nuevo Testamento. Por otra pa rt e, dado que se tr at ab a de le gi ti mar un nuev o ord en que se pr oclamaba fundacional, el modelo mítico más apropiado era el que ofrecían los albores bíblicos del pueblo de Israel, el proceso de constitución política de sus instituciones y la defensa a la vez de un territorio y de una identidad cultural y religiosa: de lo mismo se trataba, en opinión de los clérigos predicadores, en el Río de la Plata. El padre Castañeda, en los festejos del 25 de Mayo de 1815,
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al com ent ar la decisión de Fer nan do VII de enviar una expedición pa ra so fo ca r la re vo lu ci ón en el Rí o de la Pl ata, p r o p o n e re tó ri ca mente a sus oyentes la siguiente cuestión: ¿Habrá quién se persuada [de] que Dios favorecerá un plan y [un] proyecto tan injusto? ¿Protegerá una empresa tan desca be llad a?
Y mientras tal vez quienes lo escuchaban esperaban una res pu es ta ne ga ti va a l a pregunta, el fr ai le lo s so rp ren de co n u n a i ne s perada interpret aci ón de cuanto en su opinión está por ac ae ce r: Sí, Señores: la protegerá, sin duda , como p rotegió la de Faraón, quiero decir, que vendrá la famosa expedición y arribará felizmente á nuestros puertos, pero será para aumentar nuestra fuerza y surtirnos de brazos para la libranza. 15 2
Dios favorecerá al opresor como ocurrió en ocasión del Éxodo, para magnificar su acción libertadora a favor del Pueblo Elegido: "Yo endureceré el corazón del Faraón, y multiplicaré mis señales y mis prodigios en la tierra de Egipto" (Éxodo 7, 3). 15 3 Ese mismo día, en Tucumán, el presbítero Castro Barros aportaba una interpretación semejante a la de Castañeda al expresar que cuanto estaba ocurriendo en el mundo euroatlántico no era otra cosa que la ejecución de los designios de Dios, ... que en frase del Eclesiástico traslada los cetros y reinos de unas manos á otras, [y que] por las injusticias, fraudes y latrocinios de los monarcas, permitió que el Nabucodonosor ó Atila de nuestra era, cual es el execrable Napoleón, azote de Dios pa ra casti gar los tr on os , co me ti es e en Ba yona co n el ac tual rey Fer nan do VII una felonía más detestable que la del pé rfid o Trifón de Ptolemaida con el prínci pe Jon ath as Macabeo. 13 4
En otras palabras, las profecías veterotestamentaria s anunciaron no sólo hechos que se verificaron en la historia del pueblo hebreo, sino también aquellos que estaban protagonizando las "tri-
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bu s" ri op la te ns es . A la m is ma id ea rec urre fray Pantaleó n Ga rc ía al comentar en 1818 la batalla de Maipú, que no duda en vincular a una profecía de Isaías referida al rey de Asiria Senaquerib. 1 5 5 Ella le permite sostener que la imposibilidad en que se encontró el general Osorio de entrar en Santiago había sido profetizada desde la más remota antigüedad: No hay qu e te me r: está escrito , qu e Os or io no ent rar á en la ciudad: "civitatem hanc non ingredietur", lo que lo obligará a volver por donde vino, como Senaquerib.
Puestas así las cosas, ... es necesario interesarnos con Ezequías á que confir me nuestros propósitos para no temer los asaltos del soberano Senaquerib. ..
¿Isaías profetizó al mismo tiempo el triunfo de Ezequías so bre Senaquer ib y el de Sa n Ma rt ín so bre Os ori o, i mp id ien do que el pri mer o ent rar a en Jeru salé n y el segu ndo en Santiago ? Las analogías —el sitio de la ciudad, la desigualdad de fuerzas, la huida del sitiador— ayudan a proponer un paralelismo que la necedad hu man a y la "falsa filosofía" no p ued en recon ocer: Los espíritus fuertes, los impíos, los que en su corazón dicen que no hay Dios, sólo hallarán en este acontecimiento la obra del acaso, y aun prete nde rán hacerla jug uet e de la hu ma na filosofía. Nosotros miramos con desprecio a los que juzgan de los sucesos según las miras mezquinas de la humana sabiduría, llenos de vanidad orgullosa no entonan sino cánticos del siglo con motivo de nuestras victorias.
Así, tres modelos se consideraron particularmente adecuados par a ex pl ic ar la si tu ac ió n am er ica na: el Exodo, la se ce si ón de las diez tribus del norte a la muerte de Salomón y la guerra de los Macabeos. La utilización del libro del Éxodo permitía presentar al pueblo de Israel como fi gur a de la Am ér ica que se lib er a de l yug o
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opresor. Dios salva a su pu ebl o de la esclavitud pa ra qu e "recu per e sus derechos" y goce de la libertad en una tierra generosa. Por medio de este paralelismo, Pantaleón García explicaba a sus oyentes el 25 de mayo de 1814 que dic ha fec ha celeb rab a "la me mo ri a de aquel día en que Dios, con mano fuerte, nos sacó de la casa de la servidumbre y rompió la escritura de la esclavitud". 15 6 El recurso al libro del Éxodo remite a un esquema providencial en el que el sujeto actuante es en realidad Dios, al tiempo que las "tribus" americanas permanecen relegadas a un discreto segundo plano como objeto de redención. Así como en el Éxodo la lucha se enta bla en última in st an ci a entre Yahvé y el Far aón, aquí es Di os quien en definitiva se enfrenta a los opresores de la península. El protagonismo humano es tan secundario que la inferioridad militar deviene un dato menor; por citar un ejemplo entre muchos: en 1817 fray Pedro Luis Pacheco declaraba su confianza en la victoria final, pero no por mérito de las armas patriotas, sino de Dios, que "emplea los insectos más imperceptibles para suplantar el orgullo de los Faraones". 15 7 Dígase al margen que en el mismo sentido militan las inn umer able s alusiones al libro de Jud ith , la her oín a de Israel que gracias a la intervención divina y a su astucia logra lo que el ejército hebreo no podía obtener por sus propios medios. Para matar a Holofernes y poner en retirada a su ejército, la acción vengadora de Dios se sirve de una mujer bella pero débil, figura de una revolución que no por sus propias fuerzas sino por la intervención divina ha de alcanzar el triunfo. 1 5 8 Volviendo al Exodo, los festejos del 25 de mayo son a menudo puestos en paralelo con el mandato de Dios de santificar el aniversario de la liberación de Egipto en los ritos de la Pascua. Lo hace fray Pantaleón García en 1814: al igual que el pueblo de Israel consagraba distintos días par a r e m e m o r a r los hech os fu n damen tal es de su his to ri a, entre ellos el Éxo do , el aniversario de la revolu ción de Bu eno s Aires "erit solemnitas
Domini".159
Pero conviene notar que el ejemplo del Éxodo, al poner en p ri mer p l an o la ac ci ón di vi na en fa vo r de un p u eb l o déb il , mito del Pueblo Elegido, connota un mensaje tácito que con el correr de los años se volverá cada vez más explícito: la libertad del Éxo-
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do es una libertad condicionada. Dios salva al pueblo contra todo p ron óstico, p e ro lo hace para establecer con él un pact o cu ya violación los israelitas pagaron carísimo. El modelo permite colocar en un lugar central el tema de la "moral pública" y servirá de vehículo, además, para los reclamos que el mundo eclesiástico dirija a las elites gobernantes. Este aspecto va a asegurar a las alusiones al Éxodo la pervivencia a lo largo de un período prolongado después de la conclusión de la guerra revolucionaria. Si Dios ha salvado a su pueblo y le ha dado a su pueblo rioplatense una tierra generosa como a los israelitas, repiten los predicadores año tras año, es necesario ante todo evitar el error que cometieron aquéllos. Respetar el pacto implica la fidelidad a la religión heredada de los mayores, el respeto de los valores éticos y de las autoridades constituidas, tanto civiles como eclesiásticas. José Valentín Gómez va a ser claro a este respecto el 25 de mayo de 1836: Consideremos pues preferentemente esa misma libertad de que tanto nos regocijamos, para apreciar el buen o mal uso que de ella podamos haber hecho. [...] La palabra libertad, sea en el len guaj e de la filosofía, sea en el de la religión católica excluye la idea de la disolución, y de aquella licencia desenfrenada, que c onf und e el bien y el mal, lo just o y abomina ble. [...] La libertad, ese don del Cielo tan caro para los hombres, es sin duda la facultad de obrar o no; pero siempre con subordinación a las leyes tanto divinas como humanas. 16 0
De menos fortuna en cuanto a su persistencia en el tiempo gozó el modelo de la división del reino de Israel, que comienza a ser utilizado hacia 1816 para dar cuenta del problema que re p resentaba la decl ar aci ón de la i nd epend encia. Es te m o d el o secesionista remite a la idea de que las provincias rioplatenses o las varias nuevas repúblicas iberoamericanas reeditan la secesión de las diez tribus del norte para escapar al dominio de un rey opresor El episodio evocado figura en el libro de los Reyes: a la muerte del rey Salomón es exaltado al trono su hijo Roboam, quien mal aconsejado por los jóven es que lo rodean decide p erpe tua r
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las arbitrariedades que caracterizaron la última fase del reinado de su padre. Diez de las doce tribus de Israel se rebelan entonces y eligen a Je ro bo am I como su sober ano. Este mo del o postula, a diferencia del anterior, la legitimidad de una decisión meramente humana que obtiene la aprobación divina después de vific a de Dios en la qu e los ho mb re s son obje to casi pasivos de la redención. En otras palabras, las tribus de Israel y las provincias rioplatenses son comp arab les en el senti do de que por dere cho natural les es legítimo liberarse de un rey que no cumple con su par te del pac to , de m o d o q ue las primeras p u e d e n esperar co ntar con la aprobación divina de que gozaron las segundas. La idea que se intenta transmitir con este episodio es que ambos derechos, el natural y el divino, sancionan la legitimidad de los go bernantes inst itu idos p o r los pueblos y p o r e n d e la de los me ca nismos electivos de sucesión. El ejemplo más interesante de aplicación de esta lectura a la ind epe nde nci a de las Provincias Unidas es un sermó n de Juli án Segundo de Agüero de 1817.16 1 Aquel 25 de mayo el orador explicó en la catedral de Buenos Aires que: Avergonzado el pueblo de Israel de la degradante humillación a que lo había conducido el voluptuoso reinado de Salomón, resolvió, a la muerte de aquel príncipe, reclamar su dignidad al mundo en testimonio público de que los pueblos jamás se acostumbran a ser gobernados como esclavos. En efecto, ellos ofrecieron a Roboam, su sucesor, la subordinación que le de bían com o vasallos, bajo la so lemne protesta d e q ue estaban resueltos a no consentir las vejaciones y violencias que les había hecho sufrir el despotismo de su padre. Roboam miró como un insulto una revolución tan justa: le pareció ser mengua de su dignidad el reconocer otra ley que la de su capricho... Agüero establecía así un paralelismo entre las figuras de Salomón y Carlos IV y entre las de Roboam y Fernando VII. En uno y otro caso, los mon arcas h abían rechaz ado los justo s reclamos de sus súbditos, cuya revolución consistió en condicionar su sujeción
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a los reyes herederos al abandono por parte de éstos de las actitudes despóticas de sus progenitores. Son conocidas las críticas de que fue objeto la política llevada a cabo por Fernando al ser devuelto al trono en marzo de 1814, en particular su negativa a reconocer las limitaciones que implicaban para el poder real las resoluciones de las cortes. Agüero siguió desarroll ando su exemplum en los siguientes términos: Diez de sus tribus se substrajeron de su obediencia: protestaron que no pertenecían á la casa de David, ni estaban destinadas á ser su patrimonio: que nada habían aventajado en ser gobernados por sus desc endi ente s y que mi ent ras los de Ju dá y Benjamín ofrecían ignominiosamente su cerviz al pesado yugo que les imponía su nuevo tirano, habían ellos resuelto no conocer po r sus so be ra no s en individuos de aq ue lla f amilia [.. .] . No faltará acaso quien califique este bizarro esfuerzo del pueblo de Israel, como una escandalosa rebelión contra la autoridad de sus soberanos. Pero sabed que el cielo se declaró su protector y que hasta hoy le hace justicia la posteridad siempre imparcial.
Las últimas frases aluden, seguramente, al hecho de que en la tratadística política dieciochesca no faltaban las prevenciones respecto del uso de este texto en clave "subversiva". Agüero sabe que defiende una interpretación que no es la única posible, y al afirmar que no faltarían quienes acusasen a los revolucionarios de escandalosa rebelión, el orador remite a las interpretaciones de signo contrario que podían ser esgrimidas por el enemigo. Una de ellas estaba a la mano en el difundido libro de Vicente Bacallar y Sanna, intitulado Monarquía Hebrea, en el que se aporta una interpretación diametralmente opuesta a la de Agüero. Para Bacallar la "primera desgracia" de los hechos que culminan con la división del reino había sido la reunión de las tribus sin autorización del monarca, en obvia alusión a la convocatoria y deliberación de instancias de poder limitativas de la potestas regia, como las cortes y parlamentos. 1 6 2 Esta idea de que la ruptura de la sujeción política puede ser el preámbulo de sucesivas desdichas —idea cuyo origen se pierde
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en la noche de los tiempos— no está ausente de la reflexión de los oradores sagrados rioplatenses. Incluso los más entusiastas de la revolución y de la ruptura con las herencias del pasado insistirán en la necesidad de que ciertos valores no resulten comprometidos a causa del pro ces o revol ucio nario , en part icul ar el resp eto deb ido a las autor ida des civiles y eclesiásticas y, más en ge nera l, la conservación de normas civilizadas de conducta colectiva. Es perceptible en algunas de las variantes de este discurso secesionista la pre ocu paci ón —q ue se ha detect ad o y a e n el mod elo de l Exodo— po r es ta bl ec er lí mi te s a lo q u e su el e denomin arse "e sp ír it u rev olucionario". Buena parte de las argumentaciones secesionistas presenta a las provincias rioplatenses o a la América insurrecta en general separándose de la península no tanto para escapar a la opresión, sino más bien para hacer frente a las amenazas a que está exp ues ta desde el p un to d e vista mora l y religioso. La revolución, en esta perspectiva, se presenta como el único medio con que c uen ta América pa ra no con tami nars e con los "vicios" y la "im pie da d" de Europa. Se tr at a, en ot ra s pa la br as , de u n a es pe ci e de "revolución profi láctica": en 1816 Jul ián Nav arro expl icab a a sus oyentes que las provincias del Río de la Plata habían expulsado a las autoridades españolas como el pueblo de Israel cuando Yahvé le ordenara "deponer y castigar a los primados de la Nación" por haber tenido relaciones con los impuros moabitas. Y agregaba: Bajo de este símil descubro, ciudadanos, el doble esfuerzo con que arrojasteis de vuestro seno á los jefes peninsulares, constituyéndoos un gobierno de entre vosotros mismos, que os rigiese con sabiduría y justicia, y descubro con singularidad el hero ico denuedo con que cortasteis toda comunicación con la España, declarándoos independientes para separaros de sus vicios. 163
"Para separaros de sus vicios...". Este tópico, frecuente en la prime ra década re vo luc iona ri a, su el e il us tr ar se con el ter ce r mo delo a que se ha hecho referencia, orientado especialmente a ensalzar la acción de los combatientes patriotas: ellos son los nuevos Macabeos, guerreros en lucha contra un ejército de ocupación
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empeñado en erradicar la fe para imponer la impiedad, destruir la verdadera religión y arruinar a la Iglesia en América tras haberlo logrado en el viejo continente. 1 6 4 Es éste seguramente el modelo más conservador utilizado para explicar los cambios en curso. El padre Neirot, en 1812, decía de los caídos en la batalla de Tucumán que, Sabien do que pele aban po r su amabilísima patria, por su libertad y por la religión de sus padres, p ref iri ero n co mo Ju da s Macabeo, la muerte gloriosa a una fuga vil y cobarde. 16 0
Y en 1817 Navarro exhortaba a los combatientes comparando la guerra revolucionaria con las cruzadas por la liberación del Santo Sepulcro: Permitidme que aplique a estos inmortales guerreros las enérgicas palabras con que San Bernardo exhortaba a los soldados que pele aban en la conquista de la Tierra Santa: Acometed con intrepidez a los enemigos de la Cruz de Jesucristo...
Defensa de la religión que no es causa distinta de la de los Macabeos, a quienes Matatías "... hallándose a los umbrales del se pu lc ro , encargó imperiosamente [.. .] la co ntinuación de la gu erra Santa". Si los combatientes revolucionarios de Rancagua son comparables a los héroes de Israel, en efecto, es porque "sacrificaron valerosamente sus vidas en defensa de su Religión, de su Patria y de sus hermanos". 1 6 6 La sacralización de la guerra cumple también en este tercer modelo la función de sugerir precisos límites a un proceso que se cree capaz de arrasar no sólo con el régimen antiguo, sino además con valores considerados fundamentales para la vida social. Las alusiones veladas a ese peligroso "espíritu revolucionario" que parece invadirlo todo están presentes ya en la década de 1810 en varios sermones y revelan —como el discurso sobre el Exodo y como algunas de las variantes del modelo secesionista— una veta crítica de reflexión eclesiástica, una preocupación subyacente por
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los alcances del pro ceso de desman telamie nto del or de n colonial. A partir de la siguiente década, en concomitancia con la finalización de la gue rra de la ind epe nd enc ia y los intent os de ref orm a eclesiástica que sólo logran arraigar en Buenos Aires, el tono de los sermones habrá de revelar la secreta constatación de esos temores. Se comenzará, entonces, a tomar prudente distancia del hecho revolucionario: desaparecerán prim ero las connotaci ones religiosas más audaces ensayadas en la década de 1810 y luego —en part icu lar al ca bo de los su ce so s eu rop eo s de 1848 y en sintonía con los pensadores intransigentes españoles, italianos y franceses— la revol ución se co nver tirá en el bla nco d e severos juicio s, a veces en la raíz misma de los males morales que en opinión de los oradores eclesiásticos aquejaban a la sociedad. Pero antes de que esa distancia entre la religión y el proceso revolucionario se manifieste con suficiente claridad en la segunda mitad del siglo, el sermón conocerá nuevas glorias como arma en la lucha enta bl ad a en torno a la división —q u e en la década de 1820 se vuelve más nítida y violenta— entre los partidarios del proyecto reformista forjado en Buenos Aires y sus opositores dentro y fuera de la pr ov in ci a. En esa co yuntura, como ha de ve rse, el pes imi smo ecl esiástico se teñirá de tintes apocalípticos, no ausentes pero sí menos visibles en la década de 1810. Las lecturas utilizadas en la predicación revolucionaria y las enseñanzas extraídas de éstas revelan mejor que los estrepitosos episodios callejeros el hecho de que la adhesión de buena parte del clero a la revolución de la independencia no estuvo exenta de un simultáneo resquemor respecto de la posibilidad de que el proceso derivase en itinerarios indeseables. La radicalidad de las actitudes puestas en ju eg o en aquellos episodios esconde , en efecto, ambivalencias y dudas que probablemente predominaron en la mayor parte del clero, en particular en los momentos más aciagos y en relación, sobre todo, con los eventuales desbordes de un proceso que por momentos parecía volverse inmanejable. Esos titu be os y esas am bigüedades, qu e pro bab lemen te hay an habitado en algún momento el ánimo de todos, quedan claros, en cambio, en la selección y el uso de citaciones bíblicas que buscan no sólo sa-