DESPUES DE LA MUERTE Angel Valdez Giménez
A los ateos, incrédulos, paganos, viciosos y a todos aquellos que van camino de perderse eternamente, para que la Virgen Santísima les haga ver la luz, se conviertan y se salven.
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PRÓLOGO Actualmente se habla poco de los Novísimos: Muerte, Juicio, Infierno, Purgatorio, Limbo, Paraíso, resurrección de los muertos y Juicio Universal. Y sin embargo no hay nada más importante en la vida del hombre y la mujer que estos temas. La finalidad del hombre y la mujer en este mundo no es únicamente la de labrarse un porvenir, acabar una carrera, buscarse un empleo, comprarse un piso, buscar consorte, casarse, tener hijos, coche, etc. Todo eso es necesario, pero secundario: la finalidad fundamentalísima del hombre y la mujer en esta vida es la que antiguamente se decía en el Catecismo: "Servir a Dios en la tierra y gozar después en el Cielo", es decir, buscar la salvación eterna de nuestra alma. Quien muere famoso, supermillonario, agasajado de todos, pero se condena es un desgraciado para toda la eternidad y ha fracasado en la vida; por el contrario, supongamos un pobre hombre, que muere olvidado de todos bajo un puente, pero logra salvar su alma: ese hombre ha triunfado en la vida y será feliz para toda la eternidad. Como Jesús, Dios hecho Hombre, nos dice en el Evangelio (Marcos 8, 35): "¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿De qué le servirá a alguien haber gozado, triunfado, ser famoso en esta vida si luego va a ser un desgraciado en el Infierno? Algunos descreídos dicen: "Yo, a vivir que son cuatro días y luego que me quiten lo bailao"... ¿Desgraciado! ¡Te quitarán lo bailado y cuando estés sufriendo entre los sufrimientos horrorosos del Infierno, por culpa de tus vicios, de tu impiedad, de tu falta de arrepentimiento a la hora de la muerte, ya no te acordarás para nada de lo bien que lo pasaste en esta vida: te acordarás de lo mal que lo estarás pasando en aquellos momentos, y para siempre, siempre, siempre, para toda la eternidad... Conviene no olvidar para qué hemos nacido, para qué vivimos, para qué trabajamos: para salvar nuestra alma: no hay otro negocio más importante que éste, todo lo demás, como hemos mencionado antes, es sólo accesorio, secundario. Ahora, aún estamos a tiempo de salvarnos, de ser felices para toda la eternidad: después de la muerte, ya no habrá más oportunidades...
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LA MUERTE La muerte no entraba en los planes de Dios. Cuando Nuestro Señor puso a Adán y Eva en el Paraíso, los creó inmortales. Sólo el pecado original condujo al hombre a la muerte, a la corrupción. Pero la muerte es algo transitorio, no es estable, al final, será la resurrección de los muertos y la inmortalidad, no sólo del alma sino también del cuerpo; pero será una resurrección, una inmortalidad, para bien o para mal, según las buenas o malas obras que el hombre, o la mujer, hayan realizado en el período de tiempo que Dios le dio de vida para inclinarse hacia Dios o hacia el mal y el diablo. En las actuales circunstancias de prueba, la vida es un tiempo, más largo para unos que para otros en el que hemos de demostrar si somos de Dios o del diablo, la muerte es la última oportunidad que tenemos, de salvarnos o condenarnos. De ahí que el diablo haga todos los esfuerzos posibles en los momentos de la agonía, del paso de ésta a la otra vida, para conseguir que el alma se condene, porque una vez muerto el cuerpo el alma ya está en el sitio inmutable que la persona misma durante su paso por esta vida con sus actos, buenos o malos, voluntariamente haya escogido: Infierno o Paraíso. Por eso toda nuestra vida debe ser una preparación a la muerte, al juicio que hay tras la muerte, al último momento en el que podremos salvar nuestras almas y ser felices para toda la eternidad, o, por el contrario, ser desgraciados en un Infierno eterno entre sufrimientos, fuego, horrores y desesperación eterna, para siempre, siempre, siempre. Muchos olvidan el momento tan trascendental que supone la muerte para el alma y la dicha eterna, y así cuidan corporalmente, físicamente, a sus enfermos agonizantes con todos los requisitos habidos y por haber, pero, desgraciadamente, en el plano espiritual, la mayoría, dado el estado de corrupción general en que nos hallamos actualmente, casi nadie, muy pocos, poquísimos, requieren los servicios espirituales para el moribundo. Hallándose mi madre ya en las últimas, rezaba yo, mientras pudo contestar, el Rosario con ella. La hija de la enferma vecina a mi madre, me criticó de que rezara tanto, metiéndose en lo que no le importaba, porque si vivimos en una democracia, el mismo derecho tiene ella a no creer, que yo a creer y a que se me respeten mis prácticas religiosas. Pero a lo que voy, ella se desvivía por su madre, apenas dormía, cuando tampoco hubiera hecho falta tanto "desvivir" cuando había un servicio de enfermeras en el Hospital que la tenían más o menos controlada, pero controlada al fin, de manera que si ella se hubiera desvivido un poquito menos, físicamente, por su madre, no hubiera pasado nada... Al fin, su madre murió y la mía también... Pero ¡qué diferencia!...Yo le regalé un escapulario de la Virgen del Carmen, para que se lo pusiera a su madre moribunda, no sé si murió con él o no, pero por supuesto de prácticas religiosas, nada de nada... Ella decía " que su madre apenas pisaba la iglesia "... ¡Qué triste es ver que sobre la muerte de un ser querido se puede cernir además la condenación eterna! .Gracias a Dios, mi madre recibió los últimos sacramentos, y estoy seguro que la Virgen, que Jesús, la ayudaron en su último momento, pues ella murió rezando: tenía la fe desde pequeña inculcada por sus padres, mis abuelos, verdaderos cristianos. La otra pobre mujer... sí, acaso le dirían la misa de difuntos, pero no creo que le dijeran nada más... a la mía, mis hermanos y yo le dijimos las Misas Gregorianas, que es el mejor regalo que se le puede hacer a un difunto. Triste, muy triste que haya personas, y cada vez son más, que mueran sin los últimos sacramentos, sin confesión, sin comunión, sin arrepentimiento... El morir los enfermos, las enfermas, sin cuidados espirituales ya se está volviendo una costumbre pagana muy generalizada, hasta tal punto de que incluso me criticaran el rezar el Rosario con mi madre agonizante, o el que le pusiera estampas de Jesús y la Virgen en la pared, donde ella, en sus últimos momentos, pudiera haberlas invocado... A tal grado de irreligiosidad y de despiste espiritual hemos llegado, de que ya incluso los mismos católicos se avergüenzan de poner una estampa de Jesús y de la Virgen a un agonizante en un Hospital...
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Y el árbol cae siempre del lado al que siempre se ha inclinado... Si toda su vida ha vivido la persona alejada de Dios, su muerte será pagana. Si ha vivido con la Religión, con Dios, dentro del pecho, morirá con el nombre de Dios y de la Virgen en sus labios como le pasó a mi madre, pero es porque ya durante toda su vida, día a día, había contado con Dios y la Virgen. La otra pobre mujer... nada de nada... Y nos jugamos mucho para que actuemos con tanta ligereza con este momento supremo de la muerte, nos jugamos ¡LA ETERNIDAD!...: dichosa si morimos en gracia de Dios, desgraciada, si morimos despreciando a Dios, olvidando a Dios, alejados de Dios... Ponemos a continuación una serie de reflexiones sobre la muerte del P. Andrade (1684) que pese al tiempo en que fueron escritas, aún tienen vigor, porque la muerte es algo de todos los siglos, de siempre: la gente se sigue muriendo ahora lo mismo que hace mil o dos mil años...Y la gente, ante la muerte, necesita ahora, lo mismo que hace dos mil años, la gracia de Dios para morir en su paz. Ahora, igual que hace mil años, o hace dos mil años, la gente muere y se condena, y muere y se salva... No nos tomemos a broma lo que decimos porque una eternidad desgraciada no es una broma de mal gusto, es ¡el horror eterno!... ―Decretado está de Dios que los hombres han de morir una vez para que sepan que, si esta vida se yerra, no les queda otra a qué apelar. La acción más gloriosa del hombre es morir bien, es decir, en gracia de Dios, y, por consiguiente, la más ignominiosa suerte que puede tener el hombre, o la mujer, en esta existencia, es morir en la desgracia de Dios, en pecado mortal, no habiendo confesado, ni habiéndose arrepentido. ¿Qué le importará a uno haber vivido su vida con toda clase de felicidades, si al morir lo pierde todo? Desde que el hombre nace ha de aprender a morir, como el marinero a navegar desde que sale del puerto y se hace a la mar, porque en descuidándose un poco errará el viaje y dará en arrecifes, en escollos, en piedras, donde se perderá para siempre. Lo mismo sucederá al hombre que navega por el mar de este mundo al puerto de la bienaventuranza, si se descuida, y no aprende el camino que ha de llevar, y cómo se ha de gobernar en él, especialmente cómo ha de morir y acabar su navegación. ¡Paso estrecho y amargo, lleno de enemigos y de dificultades, y puerto de tantos escollos, peligros y rocas, que, como dijo San Bernardo, de diez apenas lo acierta uno! Todas las instrucciones de Cristo fueron para nosotros lecciones de bien vivir. Cuantas fueron las buenas obras que hizo, y las palabras que habló, la más principal de todas fue la de su muerte, con que coronó su vida. Fue la más importante lección para nosotros, enseñándonos a morir, a pasar de este mundo al Padre, a dar fin a nuestras obras, buen remate a nuestra vida, y a llegar al puerto de la Gloria, que es el objetivo de nuestra navegación, y el fin a que se ordenan todas nuestras acciones, desde que nacemos en el mundo hasta que salimos de él. San Agustín y San Juan Crisóstomo enseñan que toda la gloria de Dios y toda la salud de los hombres están en la muerte de Cristo, porque con ella glorificó a Dios, abrió los Cielos, pobló la Gloria, enseñó a los hombres a pelear hasta vencer y alcanzar la corona del Paraíso, dándoles la última lección en la cátedra de la Cruz, echando el sello a todas las que les había dado en el transcurso de su vida. Porque, si bien lo miras, callando habla y muriendo te enseña a morir santamente y a coger el fruto de todos tus trabajos en aquella última hora de la vida. Lo primero, aceptó la muerte, pudiendo evitarla, con tanta voluntad y resignación en las manos de su Padre, para enseñarte a ti a aceptar la tuya, cuando Dios te la enviare, con toda resignación y voluntad en la suya, sin repugnancia ni tristeza ni muestras de impaciencia; que esto es propio de los paganos, de los ateos, de los incrédulos que no esperan la Gloria, ni tienen amor a Dios, ni el ejemplo de Cristo, de Quien aprender, como lo tienes tú.
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Otra cosa que advierte San Ambrosio que debemos aprender en la muerte del Salvador es perdonar a los enemigos y rogar por ellos, que fue una gran lección que nos dio de amor y fraternal caridad, para que tú aprendas a perdonar a los tuyos, y más en aquel trance en que vas al tribunal de Cristo, en el cual has de ser juzgado con las medidas con que hubieras medido a los demás, y, si no los perdonaste, tampoco serás perdonado. Mira cómo ruega por ellos antes que por sí mismo, y aprende a rogar por los que te ofenden, si quieres alcanzar misericordia de Dios para ellos y para ti. Tu alma es la joya más preciosa de cuantas puedes tener, y de la que has de darle estrecha cuenta a Dios a tu muerte. Todo cuanto has poseído se ha de quedar aquí y sólo tu alma has de llevar contigo. Ésta compró Dios con su sangre, ésta te encomendó principalmente, ésta te ha de pedir, de ésta le has de dar cuenta; de su mala o buena suerte depende tu salvación o condenación para siempre: como entonces te hallares has de quedar para toda la eternidad. Mira si te importa aprender con tiempo esta lección de buen morir y de mirar por tu alma, cumpliendo enteramente con todas tus obligaciones, de las cuales la primera es reconciliarte con Dios por medio de sus sacramentos, recibiéndolo con tiempo, doliéndote mucho de tus pecados, y proponiendo también la enmienda con todo tu corazón, aunque te durase eternamente la vida. Cada uno recoge según siembra, como dice San Pablo, porque la cosecha corresponde a la sementera en cantidad y calidad; porque sembrar cebada y esperar coger trigo es error, como sembrar poco y pensar recoger mucho. No se cogen de las espinas uvas, ni de las zarzas higos, ni de la mala vida buena muerte, ni de los vicios y pecados cosecha de buenas obras. En el agosto de la muerte cada uno cogerá entonces lo que hubiere sembrado en el transcurso de su vida. El que hubiere hecho buenas obras hallará en su muerte copiosa mies de merecimientos de Gloria, con gran consuelo y alegría de su alma; y el que las hubiere hecho malas hallará cardos y espinas que le puncen la conciencia y no le dejen tener consuelo; padecerá terribles temores sin esperanza de salvación, porque la buena muerte es fruto de la buena vida, y la mala muerte de la mala vida; por cuya razón dice el Espíritu Santo que el justo espera alegre y gozoso su propia muerte porque ha de heredar el Cielo, recogiendo en aquella hora copiosa cosecha de ricos merecimientos de las obras de virtud que ha sembrado durante su vida. Por lo cual, si deseas tener buena muerte, el medio más eficaz es tener buena vida en obras y merecimientos ante los ojos de Dios; porque como el árbol y su fruto corresponden a la raíz, de la misma manera la muerte corresponde a la vida, cuyo fruto es y de cuya raíz procede: si fuere buena será buena, y si mala, mala. Dice San Agustín que ninguno que vive bien muere mal, y, al contrario, raro o ninguno de los que viven mal acierta a morir bien. Si tú quieres salvarte con los santos, es forzoso que los imites en la vida, rechazando todo lo que el mundo adora, viviendo en Dios y en las virtudes; porque de otra manera no podrás tener buena muerte ni alcanzar la vida eterna. Porque, dime ahora, si estás metido en la ira, en la venganza, en la ambición de honras y honores fatuos, en la codicia de las riquezas, si dominan tu alma los vicios de la sexualidad, la avaricia, la envidia, la soberbia, la murmuración y la gula, durante toda tu vida, dando rienda a tus apetitos desordenados como si Dios no existiera, ¿cómo podrás después, en la última hora, cuando estés sumamente debilitado, y los enemigos del alma más envalentonados, y seas acometido por todas partes, salir vencedor de ellos y alcanzar victoria si cuando estabas sano siempre perdías? . ¿No está claro que es ardid manifiesto de Satanás, que con este engaño de que ya tendrás tiempo de convertirte más adelante te quiere descuidar del asunto que más te importa: tu alma, tu arrepentimiento, tu confesión, para llevarte con él al Infierno?. Si un hombre estando sano no puede cargar con una caja pesada, ¿la cargará estando enfermo?...Pues lo mismo puedes juzgar de ti, si piensas en la hora de la muerte vencer los vicios que no has podido estando sano, y levantar la carga pesada de tus culpas, que tantas
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veces has probado levantar cuando te hallabas bien, y no has podido. Cree a los experimentados y a los que sólo procuran tu bien; y ahora que Dios te da tiempo y gracia y ocasión de prevenir la muerte, prepárate para ella con buena vida, según los Mandamientos de Dios, arrancando de tu alma los vicios y plantando las virtudes, que es medio eficaz para tener buena muerte y salvarte. Cada día y cada hora, decía San Bernardo, que se había de preparar el hombre para la muerte, pues no sabe el día y la hora en que ésta vendrá. Y pues el enemigo no duerme no es justo que te eches a dormir, y descuides un negocio que te importa tanto, ¿Qué hombre hay, dice San Cipriano, que espere a reparar su casa cuando ya se viene al suelo? ¿Y a reparar el navío cuando se hunde? ¿Quién, habiendo de viajar, no dispone lo necesario para el viaje antes que llegue la hora de partir? Pues si tu casa amenaza ruina, y el navío de tu cuerpo cada hora corre riesgo de irse a pique y caer en la sepultura, ¿no será bueno que con tiempo mires por ti, y no esperes al último momento para convertirte cuando ya no sea posible remediarlo? Y si forzosamente has de hacer este viaje al otro mundo, y no sabes cuándo será la hora, ¿no será acertado consejo preparar lo necesario para él antes que llegue el momento de partir, sin apelación ni dilación de un solo instante, el cual no te será concedido, aunque lo pidas con lágrimas de sangre? Mira que no tienes más que un alma, ni has de morir más de una vez (los que dicen que el hombre vuelve a nacer en otro cuerpo, o sea, la reencarnación, es falso, San Pablo así lo afirma en (Hebreos 9, 27 - 28), donde dice que, igual que Jesús, todos morimos una sola vez); si ésta yerras, si ésta pierdes, si ésta condenas, no hay cómo recuperarla ni enmendarla después. No te ciegue el engaño de uno u otro que oíste decir que se convirtieron y salvaron en aquella última hora; pues por cada uno de ésos hay millares que se condenaron en la muerte por haber tenido mala vida. Ni te engañe la grandeza de la Misericordia Divina, pues, confiados presuntuosamente en ella (soberbiamente, abusando de la bondad de Dios) hay tantas almas en el Infierno que no se pueden sumar: Dios es bueno pero no necio, y ellos, más que bueno, consideraron a Dios tonto, y siguieron pecando y ofendiendo al Altísimo y al prójimo, pensando que como Dios es bueno se lo perdonaría todo... pero, como hemos dicho antes, Dios es bueno pero no tonto y de Dios no se burla nadie... y al final de sus vidas murieron sin confesión, sin arrepentimiento, y se condenaron para toda la eternidad Oye lo que Dios te dice por boca del profeta David: " Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los justos, pero la de los pecadores pésima‖. Sobre lo cual dice San Bernardo: " La muerte de los justos es preciosa, porque salen de esta vida ricos en merecimientos, dan fin a sus trabajos, empiezan a gozar de su descanso, cesan sus dolores y empiezan sus gozos, el Cielo se alegra, los Santos se honran, el mundo se alienta viendo su premio, sus obras lo siguen, y Dios los corona como vencedores con las coronas de gloria. Por eso es preciosa su muerte." Pero la muerte de los pecadores es pésima, porque mueren cargados de vicios, y el peso de sus culpas los hunde en lo profundo del Infierno. Allí acaban sus gustos y empiezan sus tormentos, dan fin a sus honras y empiezan sus deshonras, acaban sus delicias y empiezan sus penas, en manos de tan crueles verdugos, como son los diablos, enemigos mortales del hombre en esta vida y en la otra donde no cesarán de atormentarlos por los siglos de los siglos, a los que se condenen, porque los que salven sus almas estarán libres de sus insidias y ataques en aquel lugar horrendo a donde penarán para siempre los condenados. ¡Pésima es su muerte! Ruego a Dios que no sea tal la tuya, sino como la de los justos. Y teniendo en cuenta que una de las dos muertes te ha de caber forzosamente, y la buena es fruto de la buena vida, de la vida santa, y la mala, de la mala, vive como los buenos y morirás como ellos, y gozarás eternamente como ellos: no vivas como los malos y no tendrás su muerte. Recapacita contigo mismo, y haz ahora lo que quisieras haber hecho
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cuando mueras; mira despacio cómo has vivido hasta aquí, y cómo debas vivir en adelante, para tener buen fin y acabar tu vida con honra eterna. Quien vive santamente, muere santamente. Muere bien, porque Dios no permite que a una buena vida se siga mala muerte, sino que cada uno coja en el agosto de la muerte lo que sembró en el invierno de la vida. Así como la buena vida en Dios, cumpliendo sus Mandamientos, es el medio más eficaz para tener buena muerte, de la misma manera el pensamiento de la muerte ayuda a no olvidar este momento supremo, y lo que nos jugamos en él: una eternidad horrorosa en un Infierno eterno, o una eternidad dichosa en un Paraíso dichosísimo para siempre, siempre, siempre. Como dice el Espíritu Santo, el que se acuerda de su fin vive con temor, refrena sus deseos desordenados, y procura no estar en pecado mortal, acordándose de la cuenta que ha de dar a Dios de su vida, y el premio y la pena que le están aparejados, según el mérito de sus obras. Desprecia las riquezas, honras y deleites del mundo contrarios a los Mandamientos de la Ley de Dios, conociendo la brevedad y la vanidad de la vida y lo que te juegas para toda la eternidad La muerte es como los enemigos que, por fuertes y poderosos que sean, no los tememos cuando están lejos de nosotros; pero en llegando cerca nos llenamos de temor y ponemos toda diligencia para defendernos de ellos De la misma manera nos sucede con la muerte, que no la tememos ni nos preparamos para ella, porque la vemos lejos. Siempre nos prometemos larga vida y no consideramos el fin, pero si la viéramos cerca, en nuestras casas, o en nosotros mismos, entonces sí nos prepararíamos, pero ¿quién nos dice que vamos a llegar a ancianos?...Muchos mueren en accidentes de tráfico, de infartos, de trombosis, de muertes repentinas, cogiéndoles la muerte de improviso, en pecado mortal... y se condenan. A todos les llega la muerte y a todos los hace iguales; sólo sus obras los diferencian, obras que los acompañan siempre: obras buenas o malas. ¿Por qué quieres entonces trabajar por lo que has de dejar tan pronto? No te canses en buscar amigos que te han de volver las espaldas cuando más los necesites; procura practicar las virtudes y acumular gran cantidad de buenas obras y deja las cosas vanas, los pecados, los vicios, que sólo te pueden conducir a la condenación eterna. Y como la muerte no se sabe cuándo vendrá, ni dónde te va a coger, espérala en todo tiempo y lugar con una buena vida teniendo siempre tu alma en gracia de Dios. Si esto haces vivirás con la tranquilidad que da una buena conciencia y nada te podrá entristecer. Aprende a vivir como te enseña tan insigne maestra como es la muerte, que si la tienes presente, y miras en lo que has de parar, y lo que te has de llevar de este miserable mundo, sin duda que ajustarás tu vida con la Ley santa de Dios. Dice muy bien San Agustín que la perdición del mundo está en que todos piensan más en vivir mucho tiempo, que en vivir bien, según la Ley de Dios; siendo así que si el bien vivir, según Dios, está en vuestras manos, no la está el vivir más tiempo. Tienen vista para todo aquello que no sirve sino para acrecentar pecados, y no la tienen para lo que es necesario para la vida bienaventurada, que es el vivir santamente conforme a la Ley de Dios. No seas tú de los muchos engañados con la voz de aquella antigua serpiente, cuyo silbido engañó a nuestros primeros padres con la esperanza de vida larga, mintiéndoles con que no habían de morir, y cree lo que Dios te dice: que has de morir y muy pronto, ¿qué son cien años comparados con la eternidad?... y prepárate desde ya para la partida, como si hoy hubieras de salir de este mundo. Este consejo es del Salvador que vino del Cielo a enseñarte a vivir; y para esto te amonesta que tengas presente en cada hora de tu vida la muerte, como si en ella hubieses de morir. El pensamiento de la muerte te apartará de lo malo, te refrenará cuando te empujen los vicios a incumplir los Mandamientos de Dios, te animará para mortificar tu carne, te enfervorizará para buscar con aliento las virtudes, te encenderá en vivos deseos del Cielo y desprecio del mundo. En la muerte leerás la vanidad de lo terreno y el valor de lo celestial,
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ella te enseñará el camino de la bienaventuranza, te dará la mano para subir a la cumbre de la perfección. Si consultas a la muerte te aconsejará la verdad, si la oyes te enseñará lo cierto y todo lo que te conviene saber. Comunícale tus obras, trata con la muerte de tus aspiraciones, que ella te aconsejará acertadísimamente todo lo que te conviene, y por su dirección no errarás. Si te ofrecen riquezas injustas, consulta con la muerte, si debes tomarlas o no, si honras injustas, pregúntale a la muerte si te conviene, si deleites al margen de los Mandamientos, consulta con la muerte si te conviene aceptarlos. Mira qué parte de vida quisieras haber llevado, qué obras quisieras haber hecho, y considérate ahora en aquella última hora, que llegará sin duda muy pronto, y a la luz de aquella hora conocerás la verdad. No cierres los ojos a la muerte, ni te hagas sordo a sus voces, porque te importa oírlas no menos que tu salvación. Acuérdate en todas tus obras de la muerte y acertarás y nunca pecarás. La muerte enseña a todos la inconstancia de la vida, su brevedad, su incertidumbre, y cómo no hay seguridad en años, ni en fuerzas, ni en habilidades, ni en noblezas y riquezas, sino que todo se lo lleva con su llegada, y que cuando menos pensamos, echándose el hombre a descansar amanece en el otro mundo. ¡Cuán breve es el paso para la otra vida, pues en un instante, delante de sus ojos, pasa a la otra vida el que puede prometerse largos años! La muerte predica callando cómo todo se ha de quedar aquí: riquezas, honras y placeres. ¡Cuánta vanidad es buscarlas, y gastar el tiempo en ahorrar, en cosechar, en reunir lo que nada vale en el acatamiento de Dios, y cuánto importa atesorar las virtudes y hacerse ricos de las buenas obras de que podremos gozar eternamente!. Aquí viene muy bien el consejo de San Agustín a los que desean alcanzar su salvación: que cuando vean a los hombres de este mundo, en suma opulencia, los contemplen muertos y podridos en los sepulcros. Mira tú, pues, al rico con tanto esplendor y grandeza de criados, de amigos, míralo muerto, sepultado y podrido en un sepulcro, donde se ha de ver muy pronto. ¡Míralo qué sólo, qué triste, qué feo, qué consumido y en aquel sepulcro! Otros gozan sus rentas y tienen sus puestos y son honrados de sus deudos, y servidos de sus criados, y de los difuntos apenas se tiene memoria. Considera qué les aprovechó el resplandor de este mundo y la honra de los hombres, y advierte que lo mismo ha de ser de ti dentro de muy poco. Ellos se vieron como te ves tú ahora, pronto te verás tú como ellos están, por el mismo camino que ellos has de pasar... Por tanto, pues tienes tiempo, escarmienta en cabeza ajena, contémplate en la sepultura comido de gusanos, o transformado en cenizas, o pisado de los que pasan, en compañía de otros muertos, olvidado de los tuyos, los cuales gozarán tus rentas y posesiones. ¡Todo pasó como el viento, tú te quedaste sin nada, perdidos tus trabajos, frustradas tus diligencias, pobre y miserable, cuando no tuviste en cuenta a Dios y sólo trabajabas, te afanabas, en atesorar, en acumular, pero sin tener en cuenta a Dios ni al prójimo: trabajaste para otros! Y tu alma, ¿adónde irá ?... ¿Qué será de ella entonces? Mira desde ahora cuánto hubieras querido hacer en tu vida, en el momento de la muerte, y ordena desde ya tu vida de modo que puedas gozarte en aquel momento, de haberla gastado bien en buenas obras que te servirán de tesoro en el Cielo. Este mismo consejo dio San Bernardo al Papa Eugenio: " En todas las obras que hicieres acuérdate que eres hombre, esto es,, mortal como los demás, y el temor del Señor, que quita el espíritu a los potentados, posea tu corazón. Cuatro Pontífices Romanos has visto morir y caminar delante de ti, está cierto que como los sucediste en la dignidad los seguirás en la muerte. Contempla despacio lo que te predican desde sus sepulcros: la brevedad de las glorias del mundo y el fin de sus grandezas. ¡Mira en lo que todo para y cuán presto se pasa, y acuérdate que en lo mismo has de parar tú, y que dentro de brevísimo tiempo han de dar
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fin tus glorias, y, con el freno de este pensamiento no caerás en pecado ni te derribará el peso de tu dignidad!‖ Pudiéramos proseguir el hilo de su discurso, pero lo dicho baste, para que sepas que no hay medio más cierto para vivir bien que la memoria de la muerte, y que su pensamiento es remedio de sí misma, como la cabeza de la víbora contra sus mordeduras. Por esta razón dice San Gregorio Niceno que compara a la muerte con la mirra, conque se ungían los muertos para preservarlos de la corrupción, porque la memoria de la muerte preserva de la corrupción de los vicios. Amarga es, pero saludable; úsala tú y alcanzarás salud para tu alma. Acuérdate de la muerte de Cristo y aprenderás a morir. Mírate en este espejo y corregirás tus faltas. En la flor de su edad murió, enseñándote a despreciarla, y que no te fíes en tus años por joven que seas (muchos jóvenes mueren actualmente por accidentes de tráfico, drogas, etc.). Debes vivir de tal manera que siempre estés dispuesto y apercibido para la muerte, la cual, como dice San Anselmo, no puede coger al bueno de repente, porque siempre la espera y siempre lo halla preparado. Considera, por una parte, la importancia de este negocio, que es el mayor y de más subido precio que tienes ni puedes tener en este mundo... Considera, por otra parte, cuánto importa tu acierto y cuánto arriesgas el día que lo pierdas. Mira qué harían los condenados si pudieran volver para desandar lo andado, y cuánto por el tiempo que tú pierdes para recuperar lo perdido. Pon los ojos en la fragilidad de la vida y en la incertidumbre de la muerte; y mira que te la puedes encontrar en cualquier momento. Ningún segundo tienes seguro, y cada hora te vas acercando al fin, del cual no puedes escapar, aunque más huyas. Por la parte que eres hombre sabes cierto que eres mortal y de la misma masa que los demás hombres. La experiencia te enseña, y la Escritura te lo recuerda, que no tienes hora segura ni sabes si vendrá la muerte al amanecer o al anochecer, durmiendo o despierto. Una cosa sabes cierta y es que has de morir; pero el cuándo, cómo, o en qué lugar, es lo que ignoras, y no quiso Dios que lo supieses para que siempre estés preparado, nunca seguro, y siempre dispuesto a bien morir en gracia de Dios. Dice San Agustín: " Ignoramos el último día, para que guardemos todos los días, y cada hora la tengamos por última, y vivamos y obremos en ella como si entonces hubiéramos de morir." Cuando te levantas por la mañana no piense de llegar a la noche, y cuando te acuestes por la noche cree que no amanecerás por la mañana, que si de esta manera vives siempre estarás preparado y no te cogerá la muerte descuidado. La muerte, dice San Bernardo, roba la vida, priva del aliento, mata los sentidos, impide las obras, hiela el cuerpo, deja los miembros yertos, pudre la carne, causa horror a los vivos, embarga todos los bienes terrenos, de hacienda, honra, dignidades y oficios, nada deja al difunto, últimamente lo sepulta, entregándolo a los gusanos, en compañía de los demás muertos, en donde se pudrirá debajo de la losa del olvido. Esto es lo que se ve. Pero lo que no se ve, lo que pasa en el alma, es sin comparación mucho más para temer., porque viaja por regiones no conocidas sola y desamparada de todo favor humano, acompañada de sus obras, buenas o malas, al Tribunal y Juez exactísimo que ni se amansa con dones ni recibe excusas, sino que juzgará rectísimamente. Allí ha de ser acusado de sus enemigos importunísimamente, allí le han de hacer cargo de todas sus obras, palabras y pensamientos, de las ocasiones de bien obrar, y de los escándalos que dio en el mundo, hasta de lo que en esta vida nos parece mínimo y sin importancia. Todo esto causa la muerte, y todo ha de pasar por ti, y por mí, y ni tú ni yo sabemos cuándo será, ni si vendrá antes que acabe yo de escribir esta hoja o tú de leerla. Pues ¿no te parece que es materia para temer y golpe para temblar de él? Para un poco cuando llegues aquí y ponte a pensar: si ahora me cogiera la muerte, ¿en qué estado me hallaría? ¿Qué sería de mí? ¿Tendría alegría o temor?, y procura disponerte, pues no sabes si vendrá antes que acabes de pensarlo. Y si esto fuera consideración solamente, podríamos hacernos sordos y olvidar este asunto, como cosa que no acontece, aunque puede acontecer. Pero lo
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más evidente es que cada día sucede, y vemos caer muertos de repente hombres robustos y fuertes, los cuales fallecieron cuando menos lo pensaban. Pon los ojos en los que tú has conocido que han pasado por la muerte, y hallarás que han sido ya tantos y tantas veces y de todas edades, cuantos no pudieras imaginar. Acuérdate de los hijos de Job, a los cuales en la flor de su edad, estando comiendo y en la mayor alegría de su fiesta, se les cayó la casa encima, y ni acabaron de comer, ni aún les dieron lugar para tragar el bocado que tenían en la boca. Mira tú si fuera exageración decirles que habían de morir antes de acabar la comida, y sin embargo así sucedió. Mira si lo mismo puede sucederte a ti, como le sucedió al rey Baltasar, a quien estando comiendo notificaron la sentencia de su muerte, que se ejecutó luego, confiscándole con la vida la corona y todos sus bienes. De repente le cogió la muerte a Elí, con ser Sumo Sacerdote y pasó en un segundo de esta vida a la otra. Y a aquel rico del Evangelio le embargó todos los bienes y la vida cuando se creía que iba a vivir muchos años para gozar de ellos a su gusto. Y de la misma manera pudiéramos contar de gran número de hombres a quienes ha cogido la muerte de repente y cuando menos lo pensaban, a unos bañándose, donde se quedaron ahogados, a otros saliendo de casa, y a otros entrando, que cayeron muertos, a unos riendo, a otros llorando, a unos saltando y a otros casándose, como dice San Efrén, para que todos se persuadan de que no tienen ningún día seguro. Pues, dime ahora, ¿no te podrá suceder a ti lo que a tantos sucedió? ¿Por ventura estás exento de la ley de los otros hombres o eres de otra masa diferente a ellos? ¿Tienes algunas prendas tan singulares que respeta la muerte y no se atreva a entrar en tu aposento sin pedir primero tu permiso y esperar el querer de tu voluntad? Abre los ojos y no te ciegues con el amor propio: conoce la fragilidad de tu ser y el fundamento sobre al que asientas la sed de honores, riquezas y poder, que levanta tu imaginación: son torres de viento fundadas sobre tan flaco y deleznable cimiento, como lo es la masa de barro de tu cuerpo, que la más pequeña piedrecita basta para derribarlo, y que cuanto más subes más sujeto estás a las caídas. Y pues has visto la de tantos en la flor de su edad, y cuando menos lo pensaban, teme otro tanto por la tuya, que el temor de caer nunca te puede dañar, por el contrario, la seguridad, la presunción, la soberbia, sí te pueden hacer caer. Vela siempre, pues no sabes cuándo vendrá por ti el ladrón de la muerte, y atesora para el Cielo, pues ves claramente el embargo que hace la muerte de todos los bienes temporales, y estate siempre apercibido para dar tus cuentas. Y pues es tan fácil morir de repente, sea ésta la última conclusión: que vivas de tal manera en toda hora y ocasión como si ahora tuvieras que morir. Haz lo que quisieras haber hecho cuando te mueras y llegarás a feliz puerto, el Cielo." Acabamos esta reflexión sobre la muerte con esta pequeña poesía que clarifica muy bien todo lo que se ha dicho sobre ella: Mira que te mira Dios. Mira que te está mirando Mira que vas a morir Mira que no sabes cuándo...
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JUICIO Todos tenemos que morir, todos menos los que al final de los tiempos, como dice San Pablo, no morirán, sino que serán transformados e irán al encuentro de Dios en el aire. Pero el juicio lo sufriremos todos. Un juicio sumarísimo de toda nuestra vida. Allí se verán todos los actos, buenos y malos, que hayamos realizado en nuestra existencia actual. De ese juicio, de ese examen, saldrá el veredicto: salvación o condenación. Si nos damos cuenta de la trascendencia que tendrá para nuestras vidas eternas este examen, comprenderemos la gran importancia que tiene para nosotros el prepararnos bien para ese momento, el más importante de nuestra existencia, pues allí nos jugaremos toda una eternidad dichosa con Dios, la Virgen, los Santos, y nuestros seres queridos, que se hayan salvado, en un Paraíso inimaginable de felicidad como nunca lograríamos abarcar con nuestra mente actual; o, por el contrario, vivir eternamente apartados de Dios en un Infierno de fuego, sufrimientos y desesperación eterna para siempre, siempre, siempre... Jesucristo mismo habla en los Evangelios muchas veces de este Juicio, y seremos juzgados fundamentalmente del amor a Dios y al prójimo. Así dice en Mateo (25, 31- 46): ―Cuando venga, pues, el Hijo del Hombre con toda su majestad, y acompañado de todos sus ángeles, sentarse ha entonces en el trono de su gloria. Y hará comparecer delante de él a todas las naciones, y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Poniendo las ovejas a su derecha y los cabritos a la izquierda. Entonces el Rey dirá a los que estarán a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que os está preparado desde el principio del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber, era peregrino, y me hospedasteis. Estando desnudo, me cubristeis; enfermo, me visitasteis; encarcelado, vinisteis a verme. Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos nosotros hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te hallamos peregrino y te hospedamos, desnudo y te vestimos? O ¿cuándo te vimos enfermo, y en la cárcel, y fuimos a visitarte? Y el Rey, en respuesta, les dirá: En verdad os digo, siempre que lo hicisteis con alguno de éstos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis. Al mismo tiempo dirá a los que estarán a la izquierda: ¡Apartáos de mí, malditos, id al fuego eterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles! Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; sed, y no me disteis de beber; Era peregrino y no me acogisteis; desnudo, y no me vestisteis; enfermo y encarcelado, y no me visitasteis. A lo que replicarán también los malos: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o peregrino, o desnudo, o enfermo, o encarcelado, y dejamos de asistirte? Entonces les responderé: Os digo, en verdad; siempre que dejasteis de hacerlo con alguno de estos pequeños, dejasteis de hacerlo conmigo. E irán éstos al eterno suplicio, y los justos a la vida eterna. ‖ Ante Dios no sirven hipocresías, no sirven añagazas, no sirven disimulos, lo que sea nuestra alma en el momento de la muerte eso será ante Dios, a Quien no podrá engañar ninguna argucia, ninguna astucia humana. En la vida de San Bruno, fundador de los Cartujos, leemos un episodio que acaeció en París, en pleno día, en presencia de muchos millares de testigos, cuyos detalles fueron verificados por sus contemporáneos, y que determinó al Santo a retirarse del mundo y fundar una gran Orden religiosa.
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Acababa de fallecer un célebre doctor de la Universidad de París llamado Raimundo Diocré dejando universal admiración entre todos sus alumnos. Era el año 1082. Uno de los más sabios doctores de aquel tiempo conocido en toda Europa por su ciencia, talento y sus virtudes, llamado Bruno, hallábase entonces en París con cuatro compañeros suyos, y fue a las exequias del ilustre difunto. Estaba el cadáver en la gran sala de la Cancillería, cerca de la iglesia de Notre Dame, y una inmensa multitud rodeaba el catafalco, en el que, según costumbre de aquella época, estaba expuesto el difunto, cubierto con un simple velo. Al leer la lección del Oficio de difuntos, que empieza así: ―Respóndeme: ¿cuántas maldades y pecados tengo?‖..., el cadáver levantó la cabeza, y con voz lastimera exclamó: -¡Por justo juicio de Dios soy acusado! Dicho esto, volvió a reclinar la cabeza como antes. Estas palabras causaron pavor y alboroto entre los asistentes, quienes se alejaron rápidamente del difunto. Reuniéronse de nuevo los circunstantes, siendo esta vez mayor el número de los asistentes, dado el rumor que se difundió por la ciudad del acontecimiento. Comenzó de nuevo el Oficio, y al llegar a las palabras: ―Respóndeme‖... volvió de nuevo el cadáver a levantar la cabeza y exclamó con voz más recia y lastimera: -¡Por justo juicio de Dios soy juzgado! Dichas estas palabras volvió de nuevo el cadáver a su posición anterior. El terror del auditorio llegaba al paroxismo. Dos médicos certificaron otra vez la defunción: el cadáver estaba frío y rígido: no tenía vida. No se tuvo valor para proseguir el Oficio y se aplazó para el día siguiente. Las autoridades eclesiásticas no sabían qué resolver. Unos decían: - Es un condenado, es indigno de las oraciones de la Iglesia. Otros afirmaban: - No, todo sin duda es espantoso, pero al fin, ¿no seremos todos acusados primero, y después juzgados por justo juicio de Dios? El obispo fue de este parecer, y al tercer día, a la misma hora, volvió a empezar la fúnebre ceremonia, hallándose presentes, como la víspera, Bruno y sus compañeros. Toda la Universidad, todo París, había acudido a los funerales. Volvió, pues, a comenzar el Oficio. A la misma oración: ―Respóndeme‖... levantó el difunto la cabeza, y con acento indescriptible, que heló de espanto a todos los concurrentes, exclamó: - ¡No tengo necesidad de oraciones! ¡Por justo juicio de Dios soy condenado al fuego eterno! Tras estas palabras volvió el cadáver a quedar inmóvil. Ya no cabía duda alguna: el terrible prodigio, justificado hasta la evidencia, no admitía réplica. Por orden del obispo y del Capítulo, previa sesión, se despojó al cadáver de las insignias de sus dignidades y se le negó tierra sagrada. Al salir de la gran sala de la Cancillería, Bruno, que contaría entonces cerca de cuarenta y cinco años de edad, se decidió irrevocablemente a dejar el mundo, y se fue con sus compañeros a buscar en las soledades de un paraje denominado Gran Cartuja, cerca de Grenoble, un retiro donde pudiese asegurar su salvación y prepararse así con sosiego para los justos juicios de Dios. Verdaderamente, era aquél un condenado que volvía del Infierno, no para salir de él, sino para dar irrecusable testimonio de su existencia. Esto nos demuestra lo que hemos dicho antes: ante Dios no hay hipocresía que valga, todo el bien que hayamos hecho, o todo el mal que hayamos causado, saldrá a relucir en el justo juicio de Dios. A continuación pondremos un conjunto de reflexiones sobre el alma, sobre las oportunidades que Dios da al alma para que se salve, de manera que quien se condena es porque quiere, y de la gran misericordia que Dios usa con el hombre en esta vida: si para
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salvarse necesita el alma una, Dios le da millones de millones de oportunidades. Incluso los no cristianos reciben esta luz de parte de Dios, de tal forma, repetimos, que si se condenan también es porque quieren: Dios no condena, se condena el hombre, o la mujer, por su propia voluntad, Dios quiere que todo el mundo se salve, y, como dijo en una aparición a un Santo: ―Yo no he estado colgado de la Cruz tres horas para que la gente se condene‖... Dios quiere que todo el mundo se salve, pero si la persona no quiere salvarse... Estas reflexiones que ponemos a continuación se las dictó el Espíritu Santo a una vidente italiana, María Valtorta, fallecida en 1961 a los 64 años de edad, tras estar 28 años paralítica de cintura para abajo, sin poder moverse. Los escritos y revelaciones de Dios a esta vidente, cuya causa de beatificación ya ha comenzado, son de gran profundidad, y dicen así: ―No vale hablar de envilecedoras descendencias para justificar el prodigio espontáneo del hombre inteligente. La evolución (la teoría que dice que el hombre procede del mono, lo que es falso, pues no sólo la Biblia sino la Termodinámica, la Genética, la Biología, la Geología, la Paleontología, la verdadera Ciencia, en una palabra, no manipulada, como lo está la teoría evolucionista, todos están en contra de la teoría evolucionista, la que dice que el hombre procede del mono, lo que es falso: la verdadera Ciencia, repetimos, atestigua, afirma, que la Creación fue hecha directamente por Dios, como narra la Biblia) nunca jamás podría (la evolución) comunicar a la bestia la perfección humana visible. Al referirme a aquéllos que no admiten lo espiritual, hablo sólo de perfección humana material y, por tanto, visible. Esta, pues, basta para negar la evolución de la bestia a hombre y para acreditar la creación directa divina. Dios se hace visible " en sus invisibles perfecciones, en su poder eterno y en su divinidad" a la razón del hombre inteligente ―mediante las cosas creadas ‖.Todo, desde la brizna de escarcha hasta el sol, desde el mar a los volcanes, desde el gusano hasta el hombre, desde los mohos arbóreos a las secuoyas gigantescas, desde la luz a las tinieblas, habla de Dios, lo muestra en su poder divino. Por eso he dicho que aquéllos que niegan a Dios, visible en todas las cosas, mienten o confiesan ser tontos. Mas no, no son tontos. Son esclavos de la Mentira, de la Soberbia y del Odio. Esto es lo que únicamente son. Porque, ciertamente, conocen que Dios existe y, con todo, lo niegan, repudian, tratan de escarnecerlo en vez de alabarlo y glorificarlo, y lo odian en lugar de estar reconocidos a los infinitos cuidados que El tiene con ellos por más que no los merezcan. Si Dios no fuese Dios, es decir, Aquél que está por encima del odio y de la venganza, si Dios fuese como ellos, ¿daríales acaso aire, luz, sol, alimentos? No se objete diciendo que: ―Lo da para los buenos por no poder privar a los malos del aire, de la luz, del sol y del alimento‖. ¿Y quién lo podrá impedir? Todo le es posible a Dios. Mas Él es Quien hace descender los rayos del sol sobre los buenos y los malos, sobre los buenos para acariciarlos, y sobre los malos para advertirles, dándoles tiempo a convertirse. Porque Dios es paciente y su venganza es el perdón otorgado 70 veces 7 y 700 veces 7. Mientras hay vida en el hombre Él es longánimo. Después juzga y su juicio es inapelable. La suya es la última palabra y tal que hasta el más pertinazmente desvariado de los hombres saldrá de su delirio blasfemo, y, despavorido, como aquél que es sacado de una cárcel lóbrega a plena luz, fulgurado por la luz divinísima, entrará dentro de sí gritando: ―¡Maldito mi soberbio pensamiento!. Negué la Verdad y ella me hiere eternamente. Adoré lo que no es y negué lo que es. Podía haberme hecho con el premio incorruptible que deriva de la fusión con el Incorruptible perfecto. Preferí la múltiple Corrupción, y, eterno pero corrompido, eternamente estaré sumergido en ella‖. El juicio de Dios es conforme a verdad, bien sea para el réprobo, para el tibio, como para quien arde en tan purísimo amor que lo lleva hasta el sacrificio. Ni el patrimonio, ni el ropaje, ni la condición, ni la posición harán cambiar el juicio de Dios. Como tampoco valdrán para confundirle los dobleces y artificios de que suele echarse mano para engañar a
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los hombres, lo mismo que las hipocresías, los falsos actos de bondad, de fe, de honestidad y de amor. No hay mutación en la ley porque la haya en los tiempos; ni variará el juicio, porque Dios siempre juzgará con arreglo a verdad y justicia. Por esto nunca terminará de gritar el amor: ―Es mediante la caridad como tendréis salvación y paz‖. Porque quien tiene caridad no desprecia las riquezas de la bondad divina ni de su paciencia y tolerancia; el que tiene caridad ama la penitencia, no juzga, no condena, no da escándalo ni se hace tibio, frío o sórdido de corrupción. El que tiene caridad desarma el Corazón de Dios por más que se reconozca culpable. Dios perdona a quien le ama y llora sobre su seno, y no sólo dará a cada uno según sus obras siempre imperfectas, como de hombre, sino teniendo en cuenta su amor que a menudo es mayor que su propia capacidad de hacer el bien. Hasta el deseo de perfección será tenido en cuenta siempre que sea un deseo activo, es decir, un deseo verdadero que si no se realiza perfectamente es tan sólo porque la criatura no tiene la capacidad suficiente para cumplirlo. Dios ve. Ve con realidad plena. Y ve como sólo puede ver Dios perfectísimo, con una perfección que no se detiene ante las apariencias y juzga con perfección tras paciente espera. La tribulación y la angustia son siempre las compañeras del alma del hombre que obra mal por más que no aparezca así a los ojos de los demás hombres. El que es culpable no goza de esa paz que es fruto de la buena conciencia. Las satisfacciones de la vida, cualesquiera que sean, no son bastantes para dar paz. El monstruo del remordimiento acomete a los culpables con asaltos imprevistos, a las horas en que menos lo esperan y los tortura. A veces sirve para hacerles arrepentirse, otras para hacerles mayormente culpables moviéndolos a desconfiar de Dios y a arrojarlo totalmente de sí. Porque el remordimiento viene de Dios y de Satanás. El primero los estimula a salvarse. El segundo a terminar de perderse, por odio, por desprecio. Ahora bien, el hombre culpable, que es ya pertenencia de Satanás, no considera que sea su tenebroso rey el que lo tortura tras haberlo seducido para que fuese su esclavo, culpa a Dios únicamente del remordimiento que siente agitarse dentro de sí e intenta demostrar que no teme a Dios, que lo da por inexistente al aumentar sus culpas sin temor alguno, con la misma avidez malsana con que el bebedor, aún sabiendo que le perjudica el vino, bebe más y más; con el mismo frenesí con que el lujurioso no acaba de saciarse del sórdido placer; y como el que se habitúa a drogas tóxicas aumenta la dosis de la misma a fin de gozar más aún de la carne y de las drogas estupefacientes. Todo ello con la intención de aturdirse, de embriagarse de vino, de drogas, de lujuria, hasta el extremo de idiotizarse y no sentir ya el remordimiento ni la culpabilidad de querer ahogar en sí mismo la voz que le hablaba de triunfos más o menos grandes y temporales. Pero queda la angustia, queda la tribulación. Son éstas las confusiones que ni a sí mismo se hace un culpable o espera hacerlas en el último momento, cuando, caídas las bambalinas del escenario, el hombre se ve desnudo, no sólo ante el misterio de la muerte y de su encuentro con Dios. Y estos últimos son ya los casos buenos, los que alcanzan la paz más allá de la vida tras la justa expiación. Y a veces, como en el caso del buen ladrón, junto a la contrición perfecta está la paz inmediata. Mas es harto difícil que los grandes ladrones, todo gran culpable es un gran ladrón puesto que le roba a Dios su alma: la suya de culpable, y otras muchas más: las arrastradas a la culpa por el gran culpable que será llamado a responder de estas almas, buenas tal vez e inocentes antes de su encuentro con el culpable y por él hechas pecadoras, con mucha mayor severidad que la suya; y es un gran ladrón asimismo por robar al alma propia su bien eterno y, a la vez que a la suya, a las almas de aquéllos a quienes indujo al mal, es difícil, digo, que un ladrón grande y obstinado alcance en su último momento el arrepentimiento
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perfecto. De ordinario no alcanza ni el arrepentimiento parcial, bien porque la muerte lo cogió de improviso o porque rechazó hasta el último instante su salvación. Mas la tribulación y la angustia de esta vida apenas si son una muestra insignificante de la tribulación y de la angustia de la otra vida, ya que el Infierno y la condenación son horrores cuya exacta descripción dada por el mismo Dios es siempre inferior a lo que en sí son. No podéis vosotros, ni aún a través de una descripción divina, concebir exactamente qué sean la condenación y el Infierno porque, del mismo modo que la visión y descripción divina de lo que es Dios no puede proporcionaros aún el gozo infinito del exacto conocimiento del día eterno de los justos en el Paraíso, así tampoco la visión y descripción divina del Infierno puede daros una idea de aquel horror infinito. Vosotros, vivientes, tenéis establecidas fronteras en el conocimiento del éxtasis paradisíaco lo mismo que de la angustia del Infierno, porque si los conocieseis tal cual son moriríais de amor o de horror. Y castigo o premio (sigue hablando el Espíritu Santo) se dará con justa medida tanto al judío como al griego, es decir, tanto al que cree en el verdadero Dios como al que es cristiano pero está desgajado del tronco de la eterna Vid, como al hereje, como al que siga otras religiones reveladas o la suya propia si se trata de persona que ignora toda religión. Premio a quien sigue la justicia. Castigo a quien hace el mal. Porque todo hombre hállase dotado de alma y de razón y con ellas tiene en sí lo bastante para exigirle norma y ley. Y Dios, en su justicia, premiará o castigará en la medida que el espíritu fue consciente, más severamente, por tanto, en la medida que el espíritu y la razón son de individuos civilizados en contacto con sacerdotes o ministros cristianos o de religiones reveladas y según la fe de cada espíritu, porque si uno, aunque de iglesia cismática o separada tal vez, cree firmemente hallarse en la verdadera fe, su fe lo justifica, y si obra el bien para conseguir a Dios, Bien Supremo, recibirá un día el premio de su fe y de la rectitud de sus obras con mayor benignidad divina que la concedida a los católicos. Porque Dios ponderará cuánto mayor esfuerzo habrán tenido que realizar para ser justos los separados del Cuerpo místico: los mahometanos, brahmánicos, budistas, paganos, esos en los que no se hallan la Gracia ni la Vida y con ellas mis dones y las virtudes que de dichos dones se derivan. Para Dios no hay acepción de personas. Él juzgará por los actos realizados, no por el origen humano de los hombres. Y habrá muchos que, creyéndose elegidos por ser católicos, se verán precedidos por otros muchos que, al practicar la justicia, sirvieron al Dios verdadero en el suyo desconocido. La gran misericordia de Dios resplandece más luminosamente aún en las palabras de Pablo que, inspirado, proclama cómo únicamente perecerán aquéllos que no reconocen ley alguna, natural, sobrenatural ni racional, mientras que aquéllos que conocieron la Ley y no la practicaron, serán condenados por la misma Ley que salva; y más aún: que los gentiles que no tienen la Ley sino, que, natural, y racionalmente, hacen lo que la Ley para ellos desconocida prescribe, entregándose, por la sola luz de la razón por su rectitud de corazón, por sumisión a las voces del Espíritu, desconocido pero presente, único maestro para su espíritu de buena voluntad, por obediencia, a aquellas inspiraciones que ellos siguen porque su virtud las ama sin saber que, de modo inconsciente, sirven a Dios; estos gentiles, que con sus actos dan a entender que la Ley se halla escrita en su corazón virtuoso, serán justificados en el día del Juicio. Estas tres grandes categorías las observamos en el juicio divino y por ellas resplandecen una misericordia y justicia perfectas. Los que no reconocen ley alguna natural, humana, y por tanto racional, ni sobrehumana, ¿quiénes son? ¿Los salvajes? No. Son los luciferes de la Tierra cuyo número va creciendo progresivamente con el correr de los tiempos cuando, por el contrario, la civilización y la difusión del Evangelio con la predicación inexhausta del mismo deberían hacer que su número se fuera reduciendo cada vez más. Mas la paz, la justicia y la luz están prometidas a los hombres de buena voluntad y ellos lo son de mala voluntad.
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Son los rebeldes a toda ley, aún la natural, y, por tanto, inferiores a los brutos. Reniegan voluntariamente de su naturaleza de hombres, seres racionales dotados de inteligencia y de alma. Hacen cosas contra la naturaleza y contra la razón. No merecen sino desaparecer de entre el número de los hombres que fueron creados a imagen y semejanza de Dios y, en efecto, perderán su condición de hombres tomando la de demonios querida por ellos. Segunda categoría: los hipócritas, los falaces, los falsos, que se burlan de Dios, los que, teniendo la Ley, teniéndola sólo, no la practican. Y ¿puede decirse que la tienen de verdad no sacando beneficio alguno de ella? Son semejantes a aquéllos que, poseyendo un tesoro, lo dejan improductivo y abandonado. No extraen del mismo frutos de vida eterna ni ventajas para antes de su muerte; y Dios los condenará porque tuvieron el don de Dios y no hicieron uso de él en reconocimiento al Donante que los puso en la parte escogida de la Humanidad: en la de su Pueblo marcado con el signo cristiano. Tercera categoría: los gentiles. Hoy día damos tal calificación a quienes no son cristianos católicos. Llamémosles así mientras meditamos las palabras de Pablo. Ellos, que, sin tener la Ley, hacen naturalmente lo que la Ley prescribe es para ellos su ley, mostrando así cómo su espíritu ama la virtud y tiende al Bien supremo, ellos, cuando juzgue Dios por medio del Salvador las secretas acciones de los hombres, serán justificados. ¿Qué es el temor de Dios? ¿Miedo de Él, cual si fuese un justiciero insobornable que se complace en castigar, un inquisidor que no deja de anotar las imperfecciones más menudas para mandar a las torturas eternas? Dios es caridad y no se le debe tener miedo. Ciertamente, su ojo divino ve todas las acciones de los hombres, aún las más insignificantes. Cierto también que su justicia es perfecta. Mas por lo mismo que es así, Él sabe valorar la buena voluntad de los hombres y las circunstancias en las que el hombre se encuentra, circunstancias que son frecuentemente otras tantas tentaciones de pecar de soberbia, y, por tanto, de desobediencia, de ira, de avaricia, de gula, de lujuria, de envidia y de pereza. Aquéllos, todos aquéllos que mueren en medio de escrúpulos y que ofenden con ello la Paternidad de Dios, su amor, su esencia, teniéndolo por un Dios terrible, intransigente, que no tolera debilidad alguna en sus pequeños hijos a los que aplica la medida de su Perfección infinita, deberían reflexionar sobre esto. ¿Quién se salvaría jamás si Dios fuese como ellos se lo forjan? Si la medida de la perfección humana hubiera de ser la Perfección divina, ¿quién de entre los hijos de Adán habitaría los Cielos? Una sola: María. Mas, con todo, está dicho: ―Sed perfectos como mi Padre y vuestro‖, no para asustaros sino para animaros a hacer lo más que podáis. Seréis juzgados, no me canso de repetíroslo, no por la perfección conseguida en medida perfecta tomando como norma la de Dios sino por el amor con que hayáis procurado obrar. Dícese en el mandamiento del amor: ―ama a todos como a ti mismo‖. Y este ―tú mismo‖ cambia de una persona a otra. Hay quien ama como un serafín y quien tan sólo sabe amar como un niño, muy embrionariamente. Pero el Maestro, puesto que la mayoría sabe amar como niños, muy embrionariamente, mientras que tan sólo criaturas de excepción saben amar seráficamente, he aquí que os ha propuesto por modelo a un niño, no a Sí mismo, ni a su Madre, ni tampoco a su padre adoptivo. No. A un niño. A sus Apóstoles, a Pedro, cabeza de la Iglesia, les propuso por modelo a un niño. Amad con la perfección de un niño, que, para explicarse los misterios, cree sin elucubraciones científicas; espera sin temor paralizante, fruto del excesivo raciocinio y de ociosas cavilaciones; ama tranquilamente a Dios al que tiene por un buen padre, un buen amigo, un buen hermano, un buen amigo que lo protege, y hace su pequeño bien por dar gusto a Jesús. Y así seréis perfectos en vuestra medida perfecta, perfectos en vuestra bondad relativa, del modo que es perfecto Dios en su bondad infinita,
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Temor de Dios no es, pues, terror de Dios. Recuerden esto los aquejados de escrúpulos, los cuales ofenden a Dios en su amor y se paralizan a sí mismos en un continuo sobresalto. Recuerden que una acción no buena viene a ser más o menos pecado en la medida que uno se halle convencido de que lo sea o no se esté seguro de que lo sea o no crea que lo sea del todo. Por eso, si uno llega a hacer un acto que ciertamente no es pecaminoso, pero está convencido de que lo es, obra injustamente porque su intención es hacer una cosa injusta, mientras que si uno hace algo que no es justo ignorando que lo sea, pero ignorando de verdad que sea así, Dios no le imputa dicha acción como culpa. Así también, cuando circunstancias especiales obligan a un hombre a llevar a cabo acciones que el Decálogo u otra Ley evangélica prohíben (verdugos que han de cumplir con la justicia, soldados que deben combatir y matar, conjurados que, por no mandar al patíbulo a sus compañeros y dañar intereses superiores, juran ser ellos solos los culpables y mueren por salvar a los otros), Dios juzgará con justicia el obligado homicidio o el heroico perjurio. Basta que el fin de la acción sea recto y esté realizado con justicia. Temor no es terror, pero tampoco el temor de Dios es quietismo, pasividad. Los quietistas, los pasivos, son el lado opuesto de los escrupulosos. Son aquéllos que, por un exceso de confianza, pero confianza desordenada, no se aprestan a hacer el bien porque están seguros de que Dios es tan bueno que con todo está siempre contento. Y con el mayor empeño, seducidos por su estática somnolencia, procuran quedarse inmóviles cerrando su mente a las verdades que les desagrada saber, esto es: a las que hablan de castigo, de Purgatorio, de Infierno, de obligación de hacer penitencia y de trabajar en perfeccionarse. Son almas ofuscadas y soberbias. Sí, porque los quietistas son soberbios. Soberbios por creerse ya perfectos hasta el punto de estar seguros de que no pecan nunca. Soberbios, porque, si bien llevan a cabo actos de piedad y de penitencia, son actos externos, para ser tenidos por ―santos‖ y alabados como tales. Al ser egoístas se hallan desprovistos de caridad. Sobre su altar está su yo y no Dios. Son embusteros y, a menudo, se fingen contemplativos y predilectos de Dios con dones extraordinarios. Mas no es Dios el que los hace sus predilectos sino Satanás que los seduce para extraviarlos cada vez más. Se creen pobres de espíritu porque no tienen santa urgencia de realizar actos buenos para merecer el Cielo; mas no son pobres de espíritu, al contrario, se encuentran llenos de la envidia y avaricia más sórdidas y profundas, y son perezosos. Son intemperantes porque nada niegan a la materia, y si uno les dice: ―No es lícito lo que haces‖, responden: ―Dios lo quiere para probarnos; pero nosotros sabemos salir de lo ilícito con la misma facilidad con que entramos en él, ya que estamos asentados en Dios‖. Son verdaderos herejes y Dios los aborrece. Por último, están los justos. Ellos tienen el dulce y reverencial temor de Dios. Temen causar dolor a Dios y por eso procuran con todas sus fuerzas hacer el mayor número de actos buenos y del modo mejor que les es posible. Si caen en alguna imperfección o pecado, tienen un ardiente arrepentimiento apresurándose a depositarlo a los pies de Dios y una no menos ardiente voluntad de reparación. La culpa involuntaria no los paraliza, pues saben que Dios es Padre y se compadece de ellos: lavan, reparan, reedifican lo que la insidia múltiple salteadora alevosamente manchó, deterioró y derribó; y hácenlo con amor invocando cada vez con más fuerza al divino Amor: ―Infunde tu amor en mi corazón‖. Éstos son los que tienen el verdadero temor de Dios. ¿Qué es, pues, el verdadero temor de Dios, vivo siempre en su espíritu? El temor de Dios es amor, humildad, obediencia, fortaleza, dulzura, mansedumbre, templanza, actividad, pureza, sabiduría y elevación. La Voz de Dios, no hubo, no hay, ni habrá quien, en un momento fugaz y único o repetidas veces y por largo espacio, no la sienta resonar dentro de sí. Es la llamada misteriosa del Señor único y santo, del Creador universal. Como rayo de luz, cual onda sonora, viene y entra, unas veces dulce, otras severa, y otras, más terrible.
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No importa que pertenezca el hombre a la religión escogida para recibir esta llamada. Dios el Creador de los hijos de su pueblo lo mismo que del salvaje que desconoce su Nombre santísimo, y su llamada, al igual que resuena en las iglesias católicas, en las naciones católicas y civilizadas, en las otras civilizadas pero no católicas y en los pueblos de otras religiones reveladas, llena también de sí las soledades salvajes y heladas, las zonas aún inexploradas, las islas perdidas, los archipiélagos en donde el hombre se encuentra a nivel muy semejante al de las fieras, hecho de instintos, a menudo, de instintos desenfrenados, las cálidas e intrincadas selvas, todavía inexploradas, a las que la civilización no llega con su progreso y su refinada corrupción. Doquiera habla Dios por ser el Creador de todos los hombres. Y su voz resonó en los espíritus desde el comienzo de los tiempos, resuena y resonará para proporcionar a los hombres ese tacto de dirección que la providencia Creadora no niega a hombre alguno y que aumenta en la medida que su buena voluntad le mueve a honrar y servir al Ser Supremo que aparece con multitud de nombres y de diversas formas según sean los pueblos y religiones, pero cuya existencia es reconocida por los creyentes de todos los pueblos siendo reputado digno de toda adoración. Muchas veces el hombre, y no sólo el hombre inculto, toma la llamada misteriosa de Dios, sobre todo si ésta es de reproche, por la voz de la propia conciencia, por el remordimiento que grita en el fondo de su yo. En ocasiones, y en particular al comienzo de los tiempos, el culpable sabía distinguir la voz de Dios de la del propio yo turbado por el remordimiento. Caín es el ejemplo de estos culpables que saben distinguir. Ahora bien, cada vez más, con el correr de los siglos, se ha ofuscado en el hombre la capacidad de comprender y distinguir, me refiero al hombre de corazón pérfido, porque, igual que muro macizo en el que rebotan la voz y la luz, se ha levantado en el hombre la negación de Dos y ha arraigado en el mismo el desprecio hacia Él. Aquéllos que niegan el alma y su inmortalidad (inmortalidad por ser creación, infusión, de Dios eterno) y dicen que si el hombre tiene inteligencia, ingenio, libertad, voluntad y capacidad para arrebatar a la Creación sus fuerzas y sus secretos, es únicamente por ser ―hombre‖, es decir, la criatura que ha evolucionado hasta el grado perfecto y no porque tenga alma, son semejantes a testarudos que se obstinaran en mantener que la obra perfecta de un artista (escultor o pintor ) haya de tener vida y vista sólo por haber sido modelada o pintada con un realismo perfecto . Muchos de entre los cristianos, y aún de entre aquéllos que si se les dijese que están aquejados de quietismo se rebelarían como ante una calumnia, caen en la herejía de creer que, puesto que hay Quien expió por todos y dio la Gracia con abundancia infinita, es inútil reprimirse en el pecar violentando el propio yo. Y aún llevan su herejía hasta el punto de decirse y de decir que, al obrar ellos así, aumentan la gloria y el poder de Dios demostrando que sólo por los méritos infinitos del Hombre–Dios y sin cooperación alguna de buena voluntad, se salvan los hombres. No. No es así. El raudal de Gracia es infinito; mas casi sin límites es la enormidad de esta herejía que vilipendia la Sangre y el Sacrificio divinos de Cristo. Él murió por todos, siendo compasivo con todos, medicina para todos, salud para todos y Vida para todos. Mas la voluntad de estos todos debe ser de justicia. Que después su debilidad háceles caer, que el demonio traidoramente los derriba, y arrastra, Jesús, haciendo honor a su Nombre, salva, socorre, alienta, cura, perdona y purifica. Es el Reparador eterno. Pero Él, el Viviente, apuró el horror de la muerte para que vosotros murieseis al pecado y resucitaseis a la Gracia. No os es lícito, pues, tornar al pecado y a la muerte con intención previa de volveros. Es en vosotros como Satanás ofende a Dios. Pero si vosotros os mantuvieseis fuertes, no habría manera de que Satanás ofendiese a Dios por vuestro medio. Si pensaseis en esto, vosotros que amáis a Dios más o menos intensamente, no pecaríais jamás, porque
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ninguno de cuantos os gloriáis del nombre de cristianos–católicos querría sentirse cómplice de Satanás en ofender a Dios. Y, sin embargo, lo hacéis. Es que jamás reflexionáis en lo astuto que es Satanás y tan rapaz que no se contenta con tentaros o venceros, sino que más que a vosotros, mira a mofarse de Dios, a arrebatarle las almas, o ridiculizar y destruir el Sacrificio de Cristo haciéndolo inútil para muchos de vosotros y para otros muchos capaz apenas de evitarles la condenación. Satanás lo sabe muy bien, tiene contadas todas las lágrimas, todas las gotas de sangre del Hijo del Hombre, en cada lágrima, en cada gota, ha visto el verdadero nombre, el verdadero motivo de las mismas: la indiferencia inerte de un católico por esas lágrimas, la perdición de un católico por las gotas de la Sangre divina. Sabe cuál fue la causa del dolor que arrancó lágrimas y sudor purpúreo a Cristo, su Adversario divino. Adversario desde el momento de su Rebelión, Adversario eterno y Vencedor eterno para millones de espíritus a los que Cristo dona y donó el Cielo. La fe no contradice a la ciencia, antes la ciencia humana encuentra ayuda en la religión para explicarse las leyes del Universo y realizar descubrimientos. Ahora bien, mientras la ciencia humana, del orden que sea, sin el concurso de la religión, ha de caer necesariamente en el error, la religión, en cambio, aún sin el concurso de la ciencia, conduce a la Verdad y al conocimiento de las verdades esenciales. Mas cuando ya no son las leyes y los hechos naturales los que únicamente se investigan con ciencia humana, sino que lo que se quiere explicar e investigar son los misterios sobrenaturales, y Dios siempre es un misterio para el hombre, entonces, más que el error, a lo que se llega es a la negación. La razón, esta gran cosa que distingue al hombre del bruto, es grande ciertamente si la acompaña con el instinto, únicamente que poseen los seres inferiores, mas es cosa pequeña, muy pequeña, pequeña si se la cimienta en la investigación de lo que es Dios. Y la razón, si es humilde, cae en obsequio ante Dos incomprensible e infinito gritando: ―¡Creo!. Creo para comprenderte y la fe en tu Revelación es luz para mí y aliento para vivir. Vivir de Ti, en Ti, contigo, para llegar a Ti y conocerte cual les será dado conocerte a los justos que vivan en el Reino del Cielo‖. Ni el idealismo ni el positivismo dan explicación de Dios, de la Creación, de la segunda vida y son incapaces de leer las respuestas a los porqués científicos escritos en los cuerpos humanos, en las páginas del firmamento y en los estratos terrestres. Y no explican a Dios, la Creación, la segunda vida, como tampoco la soberbia de la mente que por sí quiere entender lo que rebasa la humana razón y la ignorancia o semiignorancia que cree saber y poder juzgar de lo que, sin mi luz, no pueden juzgar ni saber con un criterio justo ni aún los que son tenidos por doctos en Religión. Pero todo lo explica la caridad, porque ésta une a Dios y pone a Dios en vosotros como Huésped y Maestro. Por esto es justa verdad el dicho de que: ―son verdaderos teólogos aquéllos que son conducidos por el Espíritu Santo, esto es, por el Amor‖. Cuando se dice: ―el hombre, rey de la creación sensible, fue creado con poder de dominio sobre todas las criaturas ‖, hay que tener en cuenta que él, por la Gracia y por los demás dones recibidos desde el primer instante de su ser, había sido formado para ser rey, incluso, de sí mismo y de su parte inferior por el conocimiento de su fin último, por el amor que hacíale tender sobrenaturalmente a Él y por el dominio sobre la materia y los sentidos latentes en ella. En unión con el Orden y amante del Amor, había sido formado para saber dar a Dios lo que le es debido y al yo lo que resulta lícito darle sin desórdenes en las pasiones o desenfreno de los instintos. Espíritu, entendimiento y materia constituían en él un todo armónico y esta armonía la alcanzó desde el primer momento de su ser y no por fases sucesivas como quieren hacernos creer, anticientíficamente, algunos (los evolucionistas: que dicen que el hombre procede del mono, lo que es falso)
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No hubo autogénesis ni evolución sino Creación querida por el Creador. Esa razón, de la que tan orgullosos estáis, os debería hacer ver que de la nada no se forma una cosa inicial y que de una cosa única e inicial no puede derivarse el todo. Sólo Dios puede ordenar el caos y poblarlo con las innumerables criaturas que integran el Universo. Y este Creador potentísimo no tuvo límites en su crear, que fue múltiple, como tampoco lo tuvo en producir criaturas perfectas, cada una con la perfección adecuada al fin para el que fue creada. Es de necios pensar que Dios, al querer para Sí un Universo, hubiera creado cosas informes, habiendo de esperar a ser por ellas glorificado cuando cada una de las criaturas y todas ellas alcanzasen, a través de sucesivas evoluciones, la perfección de su naturaleza, de modo que fuesen aptas para el fin natural o sobrenatural para el que fueron creadas. Y si esta verdad es segura en las criaturas inferiores con un fin natural y limitado en el tiempo, es todavía más cierto con el hombre, creado para un fin sobrenatural y con un destino inmortal de gloria en el Cielo. ¿Cabe imaginar un Paraíso en el que las legiones de Santos, que entonan aleluyas en torno al trono de Dios, sean el resultado último de una larga evolución de fieras? El hombre actual no es el resultado de una evolución en sentido ascendente sino el doloroso resultado de una evolución descendente en cuanto que la culpa de Adán lesionó para siempre la perfección físico-moral-espiritual del hombre originario. Tanto la lesionó que ni la Pasión de Jesucristo, con restituir la vida de la Gracia a todos los bautizados, puede anular los residuos de la culpa, las cicatrices de la gran herida, es decir, esos estímulos que son la ruina de quienes no aman o aman poco a Dios y el tormento de los justos que querrían no tener ni el más fugaz pensamiento atraído por las llamadas de los estímulos y que libran, a lo largo de la vida, la batalla heroica de permanecer fieles al Señor. El hombre no es el resultado de una evolución, como tampoco el Universo es el producto de una autogénesis. Para que haya una evolución es siempre necesaria la existencia de una primera fuente creativa. Y pensar que de la autogénesis de una única célula se hayan derivado las infinitas especies, es un absurdo imposible. La célula, para vivir, necesita de un campo vital en el que se den los elementos que permitan la vida y la mantengan. Si la célula se autoformó de la nada, ¿dónde encontró los elementos para formarse, vivir y reproducirse? Si ella no era todavía cuando comenzó a ser, ¿cómo encontró los elementos vitales: el aire, la luz, el calor y el agua? Lo que aún no es no puede crear. Y ¿cómo entonces ella, la célula, encontró, al formarse, los cuatro elementos? Y ¿quién le sugirió, a modo de manantial, el germen ―vida "? ¿Y aún cuando, por un suponer, este ser inexistente hubiese podido formarse de la nada; ¿cómo de su sola unidad y especie habrían podido derivarse tantas especies diversas cuantas son las que se encuentran en el Universo sensible? Astros, planetas, tierras, rocas y minerales, las varias numerosísimas calidades del reino vegetal; las aún más variadas y numerosas especies y familias del reino animal, de los vertebrados a los invertebrados, de los mamíferos a los ovíparos, de los cuadrúpedos a los cuadrúmanos, de los anfibios y reptiles a los peces, de los carnívoros feroces a los mansos ovinos, de los armados y revestidos de duras armas ofensivas y defensivas a los insectos, de los gigantescos moradores de las selvas vírgenes, cuyo asalto no resisten sino otros colosos iguales a ellos, a toda la variedad de artrópodos llegando hasta los protozoos y bacilos; ¿todos vienen de una única célula? ¿Todo de una espontánea generación? Si así fuese, la célula sería más grande que el Infinito. ¿Por qué el Infinito? El Sin Medida en todos sus atributos realizó sus obras por espacio de seis días, seis épocas, haciendo el Universo sensible, subdividiendo su labor creadora en seis órdenes de creaciones ascendentes, evolucionadas, eso sí, hacia una perfección siempre mayor. No porque Él fuese aprendiendo a crear sino por el orden que regula todas sus divinas operaciones. Orden que hubiera sido violado, y así habría resultado imposible la supervivencia del último ser creado: el hombre, si éste hubiese sido hecho en primer lugar y
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antes de ser creada la Tierra en todas sus partes y hecha habitable por el orden puesto en sus aguas y continentes y confortable por la creación del firmamento; hecha luminosa, bella, fecunda por el sol benéfico, por la luciente luna, por las innumerables estrellas; hecha morada, despensa y jardín para el hombre por todas las criaturas vegetales y animales de que está cubierta y poblada. En el sexto día fue hecho el hombre en el que, en síntesis, se encuentran representados los tres reinos del mundo sensible y, en maravillosa realidad, la creación por Dios del alma espiritual infundida por Él en la materia del hombre. El hombre, verdadero lazo de unión de la Tierra con el Cielo; verdadero punto de enlace entre el mundo espiritual y el material; ser en el que la materia es tabernáculo para el espíritu; ser en el que el espíritu anima la materia, no sólo para la vida limitada mortal sino para la vida inmortal tras la resurrección final. El hombre: la criatura en la que resplandece y mora el Espíritu Creador. El hombre: la maravilla del poder de Dios que infunde su soplo en el polvo elevándolo a la categoría de hombre y donándole la Gracia que eleva la categoría del hombre animal a la de la vida y condición de criatura sobrenatural, de hijo de Dios por participación de naturaleza, haciéndole capaz de ponerse en relación directa con Dios, disponiéndolo para comprender al Incomprensible y haciéndole posible y lícito amar a Aquél que en tal medida sobrepasa a todo otro ser que, sin un don suyo divino, el hombre, por su capacidad y reverente consideración, no podría ni aún desear amar. El hombre, triángulo creado que apoya su base, la materia, sobre la Tierra de la que fue extraído; que con sus facultades intelectuales tiende a subir al conocimiento de Aquél a Quien se asemeja; y con su vértice el espíritu del espíritu, la parte escogida del alma, toca el Cielo, perdiéndose en la contemplación de Dios-Caridad, mientras la Gracia, recibida gratuitamente, únele a Dios, y la caridad, inflamada por su unión con Dios, lo deifica. Porque: ―el que ama nació de Dios‖ y es privilegio de los hijos participar de la similitud de naturaleza. Por su alma deificada por la Gracia es, pues, el hombre, imagen de Dios y por la caridad, que es posible por la Gracia, semejante a Dios. En el sexto día, pues, fue creado el hombre, completo, perfecto en su parte material y espiritual, hecho conforme al Pensamiento de Dios según el orden (el fin) para el que había sido creado: amar y servir a su Señor durante la vida humana, conocerlo en su Verdad, y, de aquí, gozar de Él para siempre en la otra. Fue creado el único Hombre, aquél de quien debía proceder toda la Humanidad y, antes de nada, la Mujer compañera del Hombre y para el Hombre, con el cual habría de poblar la Tierra reinando sobre todas las demás criaturas inferiores. Fue creado el único Hombre, aquél que, como padre habría de transmitir a sus descendientes todo cuanto había recibido: vida, sentidos, facultades, así como inmunidad de todo sufrimiento, razón, entendimiento, ciencia, integridad, inmortalidad y, por último, el don por excelencia: la Gracia. La tesis del origen del hombre conforme a la teoría evolucionista que, para sostener su equivocado aserto, se apoya en la conformación del esqueleto y en la diversidad de colores de la piel y del semblante, no es tesis que contradice la verdad del origen del hombre, ser creado por Dios, antes la favorece. Porque lo que revela la existencia de un Creador es precisamente la diversidad de colores, de estructuras y de especies en las criaturas queridas por Él, el Potentísimo. Y si esto es válido con las criaturas inferiores, mucho más lo es con la criaturahombre que es el hombre criado por Dios por más que, debido a circunstancias de clima, de vida y también de corrupciones, por las que vino el Diluvio y después, mucho después, se dictaron tan severos mandatos y castigos en las prescripciones del Sinaí y en los anatemas mosaicos, muestre diverso semblante y color de una raza a otra. Es cosa probada, ratificada y confirmada por continuas pruebas, que una fuerte impresión puede influir sobre una madre gestante de modo que la haga dar a luz un pequeño
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monstruo que reproduzca en sus formas el objeto que turbó a la madre. Es cosa también probada que una larga convivencia con gentes de raza distinta a la aria produce, por mimetismo natural, una transformación más o menos acentuada de los rasgos de un rostro ario en los de los pueblos que no son arios. Y resulta probado asimismo que especiales condiciones de ambiente y de clima influyen en el desarrollo de los miembros y en el color de la piel. Por eso, las elucubraciones sobre las que los evolucionistas querrían cimentar el edificio de su presunción, no lo afianzan sino, que, por el contrario, favorecen su derrumbamiento. En el Diluvio perecieron las razas dañadas de la Humanidad que andaban a tientas por entre las tinieblas subsiguientes a la caída, en las que, y sólo mediante los pocos justos como a través de cerradas nubes, llegaba aún algún rayo de la perdida estrella: el recuerdo de Dios y de su promesa. Y así, destruidos los monstruos, fue conservada la Humanidad y multiplicada de nuevo partiendo de la estirpe de Noé, que fue juzgada justa por Dios. Se volvió, por tanto, a la naturaleza primera del primer hombre, hecha siempre de materia y de espíritu y continuando tal aún después de que la culpa despojara el espíritu de la Gracia divina y de su inocencia. ¿Cuándo y cómo habría el hombre de recibir el alma si fuese el producto último de una evolución de seres brutos? ¿Es imaginable siquiera que los brutos hayan recibido, junto con su vida animal, el alma espiritual, el alma inmortal, el alma inteligente, el alma libre? Sólo el pensarlo es una blasfemia. ¿Cómo entonces podían transmitir lo que no tenían? Y ¿podía Dios ofenderse a Sí mismo infundiendo el alma espiritual, su soplo divino, en un animal, todo lo evolucionado que se quiera pensar pero siempre procedente de una dilatada procreación de brutos? Pensar esto es también ofender al Señor. Dios, queriendo crearse un pueblo de hijos con los que expandir el amor del que sobreabundaba y recibir el del que se hallaba sediento, creó al hombre directamente con un querer suyo perfecto, con una única operación realizada el sexto día de la Creación mediante la cual hizo del polvo una carne viva y perfecta a la que después animó, dada su especial condición de hombre, hijo adoptivo de Dios y heredero del Cielo, no ya sólo con esa alma ― que también los animales tienen en las narices ‖ y que termina con la muerte del animal, sino con el alma espiritual que es inmortal, que sobrevive a la muerte del cuerpo al que reanimará, tras la muerte, al sonar las trompetas del Juicio Final y del triunfo del Verbo Encarnado, Jesucristo, así las dos naturalezas, que vivieron juntas sobre la Tierra, vivan juntas también gozando o sufriendo, según como juntas lo merecieron, por toda la eternidad. Esta es la verdad, ya la aceptéis o rechacéis. Y por más que muchos os empeñéis en rechazarla obstinadamente, día vendrá en que la conoceréis perfectamente y se os esculpirá en vuestro espíritu convenciéndoos de haber perdido el Bien para siempre para ir tras de la soberbia y la mentira. Resulta cierto que quien no admite la creación del hombre por obra de Dios, y del modo expuesto, esto es, de tal forma que, al pronto y de continuo, hacerlo capaz, si quiere, de guiar todos sus actos en orden a conseguir el fin para el que él fue creado; fin inmediato: amar y servir a Dios durante la vida terrena; y fin último: gozar de Él en el Cielo, no puede entender con exactitud qué es lo que cabalmente constituye la Culpa, el porqué de la condena y las consecuencias de ambas. El amor de Dios es infinito y, después de haber dado, anhela dar nuevamente, y, tanto más da, cuanto la criatura es más hija suya. Dios se da siempre a quien con generosidad se da a Él. La medida puesta por Dios es siempre justa. Quien quiere más de lo que Dios le dio, es concupiscente, imprudente e irreverente. Ofende al amor. Quien lo toma abusivamente es
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un ladrón y un violento. Ofende al amor. Quien quiere obrar independientemente de toda sumisión a la Ley sobrenatural y natural es un rebelde. Ofende al amor. Ante el mandato divino, los primeros padres debían obedecer sin importarles los porqués que son siempre el naufragio del amor, de la fe y de la esperanza. Cuando Dios manda o hace algo, se debe obedecer y hacer su voluntad sin preguntar por qué ordena u obra de aquel modo. Todas sus acciones son buenas por más que así no le parezcan a la criatura, tan limitada en su saber. ¿Por qué no habían de ir a aquel árbol, coger aquellos frutos y comer de ellos? Inútil saberlo. Lo útil es obedecer, no otra cosa, y contentarse con lo mucho que se tiene. La obediencia es amor y respeto, y, a la vez, medida del amor y del respeto. Tanto más se ama y venera a una persona cuanto más se le obedece. Ahora bien, en este caso, al ser Dios el que ordenaba, Dios infinitamente Grande, infinitamente Bueno, Benefactor munífico del hombre, éste, tanto por respeto como por reconocimiento, debía dar a Dios, no ―mucho‖ amor, sino ―todo‖ el amor adorante de que era capaz y, por ende, toda la obediencia, sin analizar las razones de la prohibición divina. Toda discusión presupone un autojuicio y crítica de una orden o acción ajena. Juzgar es cosa difícil y raramente el juicio es justo; pero jamás lo es cuando juzga inútil, errada o injusta una orden divina. El hombre debía obedecer. La prueba de ésta su capacidad, que es medida de amor y de respeto, estribaba en el modo con que habría o no habría sabido obedecer. El medio: el árbol y la manzana. Dos cosas pequeñas, insignificantes, si se las compara con las riquezas que Dios había otorgado al hombre. ¿Cómo habíase dado Él: Dios, y prohibía mirar a un fruto? ¿Cómo, había proporcionado al polvo la vida natural y la sobrenatural, había infundido en el hombre su aliento, y prohibía coger una fruta? ¿Cómo, había hecho al hombre rey de todas las criaturas, lo consideraba, no como súbdito sino como hijo, y le prohibía comer una fruta? Al que no sabe meditar con sabiduría, puede parecerle este episodio un algo inexplicable, semejante al capricho de un benefactor que, tras haber cubierto de riquezas a un mendigo, le prohibiese recoger una piedrezuela caída en el polvo. Mas no es así. La manzana no era únicamente la realidad de una fruta. Era asimismo un símbolo. El símbolo del derecho divino y del deber humano. Aún cuando Dios llama y beneficia extraordinariamente, los beneficiados han de tener siempre en cuenta que Él es Dios y que el hombre jamás debe prevaricar por más que se sienta extraordinariamente amado. Con todo, ésta es la prueba que pocos elegidos saben superar. Quieren más de lo que ya recibieron y tienden la mano para coger el don que no se les dio. Y así se encuentran con la Serpiente y sus frutos venenosos. ¡Alerta, elegidos de Dios! Recordad siempre que en vuestro jardín, tan repleto de los dones de Dios, siempre está el árbol de la prueba en torno al cual trata siempre de enroscarse el Adversario de Dios y vuestro para arrebatarle a Dios un instrumento y seduciros arrastrándoos a la soberbia, a la codicia y a la rebelión. No violéis el derecho de Dios. No conculquéis la ley de vuestro deber. Jamás. Parecen ser muchos, demasiados, a juicio de algunos, los instrumentos de Dios, las ―voces‖. Pues bien, Yo os digo a todos vosotros, teólogos y fieles, que serían cientos de veces más, si todos aquéllos a quienes Dios llama a un ministerio especial, acertasen a no tomar lo que Dios no les dio para tener más aún. Todos los fieles tienen en el Decálogo, árbol de la ciencia del Bien y del Mal, su prueba de fe, de amor y de obediencia. Para las ―voces‖ y los instrumentos extraordinarios resulta, más que nada, atrayente ese árbol, objeto de las insidias de Satanás. Porque cuanto mayor es lo que se da, tanto más fácil surgen la soberbia, la codicia y la presunción de tener asegurada de cualquier forma la salvación. Yo os digo, por el contrario, que quien más tuvo, más en el deber está de ser perfecto si quiere librarse de grave condena, cosa que no ocurrirá con quien habiendo tenido poco, le alcanza la atenuante de haber sabido poco.
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¿Aquél árbol tenía pues frutos buenos y frutos malos? Tenía frutos en nada diferentes de los demás árboles. Pero era árbol de bien y de mal, resultando uno u otro según fuera el comportamiento del hombre, no en relación con el árbol sino en relación con la orden divina. Obedecer es un bien. Desobedecer es un mal. Sabía Dios que a aquel árbol acudiría Satanás para tentar. Dios lo sabe todo. El fruto malvado era la palabra de Satanás gustada por Eva. El peligro de acercarse al árbol radicaba en la desobediencia. A la ciencia pura proporcionada por Dios inoculó Satanás su malicia impura que pronto llegó a fermentar en la carne. Mas Satanás primero corrompió el espíritu haciéndolo rebelde y después el entendimiento haciéndolo astuto. ¡Oh, qué bien conocieron después la ciencia del Bien y del Mal! Porque todo, hasta esa nueva vista que les hizo conocer que se encontraban desnudos, les advirtió de la pérdida de la Gracia que habiáles hecho felices en su inteligente inocencia hasta entonces y de la pérdida asimismo de la vida sobrenatural. ¡Desnudos! No tanto de vestidos cuanto de dones de Dios. ¡Pobres!, por haber querido ser como Dios. ¡Muerto!, por haber temido morir con su especie si no hubiesen obrado por su cuenta. Cometieron el primer acto contra el amor con la soberbia, la desobediencia, la desconfianza, la duda, la rebeldía, la concupiscencia espiritual y, por último con la concupiscencia carnal. Digo: por último. Creen algunos que el primer acto fue, por el contrario, la concupiscencia carnal. No. Dios es ordenado en todas las cosas. Aún en las ofensas a la Ley divina, el hombre pecó primero contra Dios, queriendo ser semejante a Dios; ―dios‖ en el conocimiento del Bien y del Mal y en la absoluta y, por tanto, ilícita libertad de obrar a su antojo y querer contra todo consejo y prohibición de Dios; después contra el amor, amándose desordenadamente, negando a Dios el amor reverencial que le es debido, poniendo al yo en el puesto de Dios, odiando a su futuro prójimo: su misma prole a la que proporcionó la herencia de la culpa y de la condena; y, en último término, contra su dignidad de criatura regia que había tenido el don del perfecto dominio sobre sus sentidos. El pecado sensual no podía producirse mientras duraran el estado de Gracia y los demás estados consiguientes al mismo. Podían darse tentaciones, mas no consumación de la culpa sensual mientras duraba la inocencia y, con ella, el dominio de la razón sobre el sentido. Castigo. No desproporcionado sino justo. Para entenderlo se ha de tener en cuenta la perfección de Adán y Eva. Con la mira puesta en ese hito, se puede medir la magnitud de la caída en aquel abismo. Si Dios tomara a algunos de vosotros y os pusiera en un nuevo Edén dejándoos tal como sois pero dándoos los mismos mandatos que a Adán y vosotros desobedecieseis como él, ¿creéis que Dios os condenaría con el mismo rigor que a Adán? No. Dios es justo y sabe qué herencia tan tremenda arrastráis vosotros. Las consecuencias del pecado de origen fueron reparadas por Cristo en cuanto atañe a la Gracia. Mas perdura la debilidad de la lesión inferida a la perfección originaria. Y esta debilidad la constituyen los estímulos, semejantes a gérmenes infecciosos que quedaron latentes en el hombre, prontos a entrar en acción para vencer a la criatura. Hasta en los santos más santos se encuentran éstos. Y otra cosa no es en el fondo la santidad que la lucha y la victoria continuas que el alma y la razón del justo sostienen y consiguen contra y sobre los estímulos para permanecer fieles al Amor. Dios, que es infinitamente justo, no sería ahora inexorable contra ninguno de vosotros como lo fue con Adán, ya que tendría en cuenta vuestra debilidad. Con Adán lo fue por estar él dotado de todo lo que podía hacerle vencedor, y fácil vencedor, de la tentación. De ahí que fuera castigado con aquel castigo en el que se ve que si el hombre prevaricador no respetó las limitaciones puestas por Dios, Éste, en cambio, respetó las que, en relación al hombre, habíase impuesto a Sí mismo.
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Dios no violentó el libre albedrío del hombre, mientras que, por su parte, el hombre violentó los derechos de Dios. Ni antes ni después de la culpa violentó Dios la libertad de acción del hombre. Simplemente lo sometió a una prueba. Mas era justo que lo sometiese a ella a fin de confirmarlo en gracia, lo mismo que, con idéntico fin, sometiera a los ángeles a prueba, confirmando en gracia a cuantos, de entre ellos, la superaron. Y así, una vez sometido a prueba, dejóle en libertad de obrar con respecto a ella. Adán fue elevado al orden sobrenatural, antes de su caída, lo mismo que vosotros, una vez restituidos a la Gracia y fieles a ella, y de una inteligencia espiritual capaz de acercarse mucho a la Verdad, pero Adán no conoció entonces el Misterio de Dios. Sólo por Jesús pudo el hombre penetrar más adelante, ¡mucho más adelante!. Atravesar distancias, alzar velos, arrimarse al calor del Hogar Uno y Trino y conocer la inmensidad del Amor con una profundidad desconocida para Adán. Desconocida por medida de prudencia, porque Adán, en el supuesto de que Dios hubiérale presentado al Cristo futuro exigiéndole adorar al Verbo, Encarnado por amor y por obra del Amor, y se hubiese negado a adorar al verdadero Compendio del Amor Trino haciéndose con ello culpable del mismo pecado de Lucifer, habría venido a ser Satanás por haber rehusado adorar al Amor hecho carne pretendiendo soberbiamente ser capaz por sí mismo de redimir al hombre siendo semejante a Dios en esencia, potencia, sabiduría, belleza, aparte serle asimismo semejante por participación de naturaleza, ofendiendo de este modo particularmente al Espíritu Santo, Dador de las luces, sabiduría y verdades contenidas en Dios. Y los pecados contra el Espíritu Santo, de los que Lucifer y sus compañeros de rebelión hiciéronse culpables al igual de muchos hombres, no son perdonados. Dios quería perdonar al hombre y así le propuso la prueba de la obediencia; mas le evitó la de adorar al Verbo hecho Hombre a fin de que Adán no pecara de modo imperdonable codiciando el poder de Cristo, presumiendo poder salvarse y salvar sin necesidad de Cristo, negando como imposible la verdad que se le daba a conocer de que el Increado pudiera hacerse ―creado‖ naciendo de mujer y que el Espíritu Purísimo, que es Dios, pudiera hacerse hombre asumiendo carne humana. Vosotros, no. Vosotros, redimidos por Cristo; vosotros, llegados después de la venida de Cristo, y, sobre todo, después del sacrificio de Cristo, tenéis conocimiento de todo el amor de Dios. Cristo, Él mismo, con su palabra, con su ejemplo y con sus actos, os reveló este amor infinito. Mirando a Cristo niño gimiendo en una gruta no tenéis miedo de Él, por el contrario aquella debilidad humana atrae la vuestra espiritual que no se siente abatida ni temerosa ante el Niño Dios, ese Dios que se anonadó, Él, el Inmenso, con miembros diminutos; Él, el Poderoso, con miembros necesitados de todo auxilio en tanto ellos no fuesen capaces de proveer las necesidades del organismo. Al mirar a Cristo niño no le teméis. Su sabiduría es dulce. Con pocas palabras os indica el camino seguro para llegar a la Casa del Padre. ―Ocuparse de lo que Dios quiere, de lo que Dios tiene dispuesto‖. Toda la Ley se halla contenida en esta respuesta breve y sapiente. Él os dice, al hablar a aquéllos que representan a la Humanidad elegida y querida por el Señor: ―¿No sabéis que ha de hacerse esto, esto sólo, esto por encima de cualquier otra ocupación, tener este amor por encima de cualquier otro amor para tener un puesto en el Cielo?‖. ¡Oh! Cristo obediente, desde su nacimiento a su muerte; Cristo que dice ―Sí‖ con su primer vagido y dice ―Sí‖ con su postrer palabra en el Gólgota, el Verbo del ―Sí‖ eterno a su Padre; ese Cristo que jamás causa temor, que no atemoriza con su ley porque os muestra con el ejemplo cómo es posible su cumplimiento por parte del hombre porque Él-Hombre la vivió primero antes de enseñárosla; este Dios-Hombre que se entrega a la muerte, a sus enemigos, a los desprecios, a la fatiga, a la pobreza, a la carne, y he puesto la muerte en primer lugar y la carne en el último, no por error sino porque al Salvador le fue más dulce
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morir que no al Verbo-Dios limitarse en una carne, y a vosotros, hombres, os da el conocimiento de lo que es Dios-Amor. Y ese Padre Divinísimo, que inmola a su Divinísimo Hijo, os da la medida del amor de Dios hacia vosotros. Está dicho: ―No hay amor más grande que el de aquél que da la vida por sus amigos‖. Mas se ha de decir también que: ―El amor de un Padre que sacrifica a su legítimo y único Hijo por salvar la vida de los hijos adoptivos que, como verdaderos hijos pródigos, se alejaron voluntariamente de la casa paterna y se hicieron desgraciados llenando de dolor al Padre, es un amor todavía mayor. Y con este amor es con el que os ha amado Dios. Sacrificó a su Unigénito por salvar a la Humanidad culpable, esa Humanidad que, si no le fue agradecida, obediente ni amorosa al comienzo de los tiempos cuando gozaba de lo mucho recibido gratuitamente de Dios, tampoco le es agradecida, obediente ni amorosa ahora cuando ya, desde hace veinte siglos, recibió de Dios, no el mucho sino el Todo, el Inmenso, al darse Dios a Sí mismo en su Segunda Persona. Después de haber meditado todo esto, es dulce concluir que si fue grande el castigo, que, por otra parte, no fue injusto, mayor infinitamente mayor que el castigo fue la Misericordia. Esa Misericordia que no se contenta con restituiros, al precio de su Dolor, de su Sangre y de su Muerte de cruz, los dones que os defraudara Adán sino que os da a Sí mismo en la Sagrada Eucaristía, os da las aguas de la Vida de la que es fuente que asciende al Cielo, os da su dulce Ley de amor, su ejemplo, su Humanidad para que a la vuestra le sea fácil amarlo, su Divinidad para que vuestras plegarias sean escuchadas por el Padre cual si fuesen la propia voz de su Hijo amantísimo que vive en vosotros, os da el Espíritu Santo con todos sus dones mediante los cuales las virtudes infundidas con el Bautismo son poderosamente ayudadas a desarrollarse y perfeccionarse, esos dones que ayudan grandemente al cristiano a vivir su vida cristiana, esto es, la vida divinizada de hijos de Dios y que, sin anular los estímulos, os dan la fuerza para reprimirlos, cambiándolos de ―mal‖ que son en ―bien‖, es decir, en heroísmo, en medio de victoria y en corona y vestidura de gloria. Igual que para Pablo, la vida de cada uno de vosotros es una lucha interior que sostiene la carne con el espíritu, la aspiración al Bien con las acciones no siempre del todo buenas, lucha en la que Dios os conforta y ayuda. Por eso, nadie se escandalice si un prójimo suyo confiesa de palabra y con actos ser como Pablo ―carnal y sometido‖. Y ninguno se desanime si comprende serlo, antes sea el ejemplo de Pablo el que lo guíe y lo sostenga ‖. Al hacerse ―siervo‖ por toda la Humanidad caída, Jesús cumplió en Sí mismo cuanto señaló a los hombres para llegar al amor perfecto; mas no impuso a éstos el sacrificio total como término del amor para poseer el Cielo, y así, en el segundo precepto del amor, os dice (sigue hablando el Espíritu Santo) únicamente esto: ―Amad a vuestro prójimo como os amáis a vosotros mismos. ‖. Él fue más adelante. No se limitó a amar a su prójimo como se amaba a Sí mismo sino que lo amó muchísimo más que a Sí mismo, porque, para hacer ―bien‖ a éste su prójimo sacrificó su vida y la consumó en el dolor y en la muerte. Mas a vosotros no os propone tanto. Bástale con que la gran mayoría de los miembros de su Cuerpo Místico lleven la pequeña cruz de cada día y amen al prójimo como se aman a sí mismos. Tan sólo a sus elegidos, a sus predestinados, indícales su Cruz y su suerte y así les dice: ―Amaos como Yo os he amado ‖, e insiste: ―Ninguno tiene un amor más grande que el de aquél que da la vida por sus amigos ‖, y termina: ―Sois mis amigos si hacéis lo que Yo os mando ‖. Nunca la predestinación se halla desligada del heroísmo. Los santos son héroes. De ésta o de la otra forma, pero su vida es heroica de la manera que Dios se la propone. Ellos saben lo que hacen y a qué les lleva el hacer lo que hacen, mas no se asustan por ello. Saben
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también que lo que hacen sirve para continuar la Pasión de Cristo, y arrebatar al Infierno tantos tibios y pecadores que, sin su inmolación, no se salvarían de la condenación. Porque también la tibieza, al enfriar gradualmente la caridad que todos los hombres deben tener para poder vivir en Dios, conduce lentamente, como por consunción espiritual, a la muerte del alma. La predestinación a la Gloria no es un don gratuito que se concede a todos los hombres, sino más que un don, una conquista llevada a cabo por los que perseveran en la justicia, una conquista que se consigue con el uso perfecto de los dones y auxilios de Dios y con la buena voluntad que jamás deja inactiva cosa alguna que le proponga o le entregue Dios, ante todo lo hace activo y lo dirige al fin santo de la visión intuitiva de Dios y la posesión gozosa del mismo. Verdaderamente sois vosotros redimidos por el amor antes todavía que por la Sangre y por la Muerte del Hijo de Dios. La Sangre y la Muerte fueron el accidente último de vuestra redención. En cambio el amor de Dios hacia vosotros es la posición eterna de Dios en relación con vosotros, y este divino amor comenzó a salvaros desde su eterno ser, porque, antes de que existiera el tiempo, estabais vosotros en el pensamiento de Dios: Todos vosotros, desde Adán hasta el último hombre, con vuestros heroísmos y extravíos, con vuestros tesoros y miserias y con vuestra gran necesidad de ser fortísimamente ayudados, debidamente ayudados, para poder alcanzar el fin para el que fuisteis creados. Y el Amor había ya establecido ―desde el principio‖ en su Saber y Querer divinos cuanto era preciso para traeros de nuevo a la Vida, tanto como Humanidad como individuos. Abrazó todo cuanto suponía sacrificio y dolor por amor vuestro y por amaros a vosotros, tan frecuentemente ingratos y más frecuentemente débiles, se inmoló desde siempre por vuestro amor. Sólo conque contempléis la voluntad heroica del Hijo de Dios, futuro Cristo, constituido tal desde siempre, desde antes de la Redención, desde antes de su Nacimiento, desde antes de su Encarnación, desde el principio del mundo y antes del principio del mundo retrocediendo en una inmensidad de tiempo que ya no es tiempo sino ―eternidad‖, podéis vosotros comprender cómo es por el amor que habéis sido salvados. Porque así como ―en el principio‖ el Verbo estaba junto a Dios, otro tanto: ―en el principio el amor estaba junto a Dios‖, o más bien, era Dios, puesto que Dios otra cosa no es sino Amor. Y así como está escrito que: ―Todas las cosas fueron hechas por medio de Él‖, otro tanto es justo escribir que ―todas las cosas fueron hechas por medio del Amor‖. Toda la creación sensible y suprasensible es obra del amor. Todas las providencias, leyes físicas, morales y sobrenaturales son obras del amor. Los actos todos de Dios son obras del amor. Amor la creación efectuada por Dios, amor la creación particularizada del hombre, hijo adoptivo de Dios. Amor la Encarnación del Verbo; amor su Pasión para redimir al hombre; amor la Eucaristía; amor los dones del Paráclito que Éste, Teólogo de los teólogos, Dador de Sabiduría, Entendimiento, Consejo, Fortaleza, Ciencia, Piedad, Temor de Dios, da a cuantos dignamente lo reciben a Él, Amor del Padre y del Hijo, Fecundador y Santificador de cuantos lo saben retener en sí con una vida pura y santa; amor la Iglesia, dispensadora de gracia y Maestra para sus fieles. El perfecto Amor Uno y Trino os colma de Sí mismo y de sus munificencias para haceros perfectos en la Tierra y dichosos en el Cielo; y Cristo os propone las dos perfecciones por las que habréis de llegar a la gloria eterna. Jesús, como Verbo, dirigiéndose a criaturas divinizadas por la Gracia, os propone la misma santidad de su Padre: ―Sed perfectos como lo es vuestro Padre celestial‖. Y como Maestro que se dirige a hombres semejantes a Él en el cuerpo y en el alma, os propone su propia santidad: ―Aprended de Mí. Os he dado ejemplo a fin de que, como Yo he hecho, hagáis también vosotros. Seréis dichosos si llegáis a poner en práctica mi ejemplo. Sois mis amigos si hacéis lo que os mando‖.
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Amar es más fácil que adorar, que honrar, que privarse de hacer algo. Al amar a Dios, Éste se acerca al hombre y el hombre a Dios. Amar tiene más atractivo que temer y es escala para ascender a la adoración. El hombre no puede alcanzar de súbito las cumbres de la adoración. La misma grandeza de Dios lo detiene de hacerlo y, a la vez, con el miedo de Dios, era habitual en los antiguos hebreos, y las miserias de la naturaleza, formar las ligaduras que le mantienen alejado de Dios. Mas el amor desata con su ardor esas ligaduras y coloca sus alas de fuego al alma que así puede subir cada vez más arriba a medida que se lanza más y más sin parar mientes en lo que deja: miserias, pobres honores, limitaciones, riquezas y afectos caducos, sino en lo que obtiene y conquista: Dios, el Cielo. No hay acto de culto formal que os una tanto a Dios como el acto espontáneo y continuo del amor. Fruto de la unión con Dios es la sabiduría. Y la sabiduría conduce al ejercicio de la justicia en todas las cosas. El hombre que se encuentra unido a Dios es activo y alegre. Y de esa alegría que le viene de la complacencia de Dios por sus actos de hombre amante de Dios, toma impulso para ser cada vez más activo en el bien, porque la unión con Dios produce paz activísima, nunca paz inerte. No se da inercia alguna en Dios que es el operante eterno; como tampoco se da en el hombre que se encuentra unido a Dios por el amor. Él ama activamente a Dios y es por Dios activamente amado. Y esta doble actividad produce un desbordar, un irradiar de fuegos caritativos sobre las criaturas, no bastándose el hombre a contener en sí el Amor infinito que se revierte en él para consuelo de su amor como en un recipiente digno y ansioso de acogerlo; y, no bastándole al hombre, una vez dentro del torbellino ardiente del amor divino, con amar únicamente al Creador, pues los ojos de su espíritu y el espíritu de su alma, al contemplar al Creador, ven también en Él a todas las criaturas, y así el hombre se siente impulsado a amarlas a todas santamente por ser obras del Amor suyo amadísimo. Y he aquí al amor del prójimo que nace, brota y se derrama, por santa e inevitable consecuencia, del santo amor de Dios. El amor al prójimo ha de practicarse con justicia poniendo a cada criatura en su lugar exacto, esto es, en un grado siempre inferior a Dios por más que ésta sea la más querida por vínculos de sangre o de afecto o la más santa por la justicia de su vida, no anteponiéndola, por tanto, jamás a Dios, antes viendo en ella algo así como un nuevo don de Dios concedido por Él para hacer más fácil, agradable, dulce y meritoria la vida al que vive en la Tierra. Y he aquí cómo, por obra del amor, conquista el hombre la sublime libertad sobre las insidias del yo, del mundo, del demonio y de las constricciones consiguientes a la Culpa original. La caridad es fuego vivo. El fuego vivo es llama. La llama es libre y sube al cielo. Irradia a la vez calor y luz, y beneficia a quien a ella se acerca. Y he aquí, en efecto, cómo el hombre encendido en caridad sube con su llama hacia Dios, centro de todo fuego de amor y, al mismo tiempo, irradia su fuego sobre los hermanos, remedia sus miserias, ilumina sus tinieblas y las alegra llevándoles la luz que es Dios, purifica sus impurezas porque todo santo, y santo es quien ama con todo su ser a Dios y al prójimo, es purificador de sus hermanos, socorre con piedad sublime a los afligidos, a los pobres, a los enfermos de cuerpo o de espíritu, predica y establece así el Reino de Dios en sí mismo y en el mundo. Porque el reino de Dios en el hombre es el amor. En el interior del hombre y en el mundo, el reino de Dios es el amor, en contraposición al reino de Satanás que es odio, egoísmo y triple lujuria. ¡El Reino de Dios! Es decir, el ―Páter noster ‖ vivido, hecho vivo por los justos, hecho ―acción‖ continua y no esterilizado con palabras murmuradas más o menos distraídamente. El ―Páter‖ vivido de verdad, santificando el Nombre Santísimo de Dios al tributarle la alabanza más auténtica: la de adorarlo en espíritu y en verdad y trabajar para que los demás
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lo adoren mediante el doble amor que es obediencia a la Ley dada para inclinar al hombre a la religión, esto es, a la unión con Dios y con los hermanos vistos en Dios, y al respeto lleno de veneración para con los derechos de Dios, como también al respeto fraterno de los derechos del prójimo. El ―Páter‖ hecho vivo por la instauración del Reino de Dios en las criaturas y en el mundo mediante el doble amor, a Dios y al prójimo, camino obligado para llegar a la posesión del Reino de los Cielos. El ―Páter‖ hecho vivo por la adhesión a la voluntad de Dios, cualquiera que ésta sea, mediante el doble amor que hace aceptar pruebas, penas, agonías, luchas, con pacífica obediencia, como venidas de la mano de Dios, y soportar al prójimo en los sufrimientos que nos puede proporcionar, considerándolo como un ―medio‖ para la consecución de méritos eternos por la paciencia que os fuerza a ejercitar con aquéllos que os prueban y que son vuestros pobres hermanos culpables contra el amor y necesitados de misericordia y de plegarias para que vuelvan a entrar en el camino de la Vida. El ―Pater‖ hecho vivo en la caridad al prójimo la más difícil de ejercitar, la del perdón otorgado a los propios ofensores, ofreciéndolo a Dios Amor para que os perdone los débitos que tenéis con Él. La caridad es la mayor de las purificaciones, pudiendo ser continua: un continuo lavado de vuestras imperfecciones llevado a cabo por las llamas del doble amor. Y es también la caridad la Ley espiritual llevada a la práctica que, puede ser puesta en práctica hasta por el hombre materialista, porque, aneja a esa caridad, va siempre la fe que, al proponeros sus verdades, os estimula a superar las pruebas de la vida a la vista del Origen y del fin de todas las criaturas: Quién las crió, por qué, para qué destino: Quién les ayuda a conseguir ese destino feliz y les asegura que tal destino bienaventurado es patrimonio de cuantos vivan en justicia. Toda verdad revelada es una confirmación de lo bueno, providente y justo que es el Señor Uno y Trino. Bueno, providente y justo es Dios Padre, Creador que ―todas las cosas las dispuso con medida, número y peso‖ y las ordenó a su fin dándole al hombre, cuyo fin es sobrenatural, además de la Gracia, el medio indispensable para alcanzar dicho fin: la razón y la conciencia, las cuales le permiten conocer y seguir la ley moral natural, no escrita por legisladores perecederos y falibles sobre materiales corruptibles, sino por el dedo de Dios sobre páginas espirituales y, por tanto, inmortales, del alma y así no esté sujeta a otra manumisión que la voluntaria del hombre rebelde que, por otra parte, puede huir y apagar las voces de la razón y de la conciencia con el clamor de los sentidos desenfrenados, mas nunca sofocar, y menos para siempre, estas voces interiores. Porque ellas son la voz misma de Dios que resuena en todos y cada uno de los hombres, bien sean católicos o infieles, cismáticos o hebreos, herejes, separados o excomulgados, y así todas las criaturas racionales conozcan y vivan, si quieren, siguiendo los dictados de la Ley eterna del Bien. Bueno, providente y justo es Dios Hijo, Salvador, que se encarnó para ser Jesús y murió para que vosotros fueseis de nuevo ―una misma cosa con Dios‖ como los hijos con un solo amor con su padre. Y resucitó y ascendió al Cielo, no sólo para dar a los hombres la prueba principal de su Divinidad sino también para daros, con su resurrección y ascensión al Cielo, la promesa y garantía de la resurrección final de la carne y de la existencia del Reino de los Cielos al que cuantos vivan y mueran en el Señor serán asuntos para que gocen de la visión beatífica de Dios, alcanzando con ella el gozoso conocimiento del misterio de Dios que inteligencia alguna humana puede penetrar. Bueno, providente y justo es Dios Espíritu Santo, Santificador, alma de la Iglesia a la que vivifica con su Gracia y sus Dones, amaestra y satura de amor para que discierna y decrete con justicia y sabiduría cuanto atañe a la fe y a las costumbres y aplique con amor y justicia tanto los bienes espirituales como los castigos, y, con amor y justicia, desprovista de todo apego personal a juicios, cálculos, intereses, prejuicios o cualquier otro móvil humano, guíe, sostenga y amaestre a sus hijos continuando el magisterio de su Esposo, su
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Cabeza y su Señor, al que debe servir y no afligir poniendo obstáculos a su Voluntad, aún cuando lo que quiere salga de lo ordinario. Porque Dios puede querer cualquier cosa buena para sus hijos y a nadie le es lícito juzgar los actos de Dios ni condenarlos poniéndoles obstáculos. La caridad, la fe y la esperanza hacen que el hombre carnal pueda seguir la ley espiritual tan contraria a la ley del pecado que vive en sus miembros. Y ¿quién os libra de este cuerpo de muerte? La Gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro. Ella no anula al hombre sino que del hombre viejo hace un hombre nuevo. Ni se limita a regeneraros una vez tan sólo mediante las aguas medicinales del Bautismo, sepulcro del Pecado original, seno del que emerge una criatura nueva inocente, santa y divinizada, sino que os regenera y ayuda tantas veces cuantas el hombre se arrepiente tras una caída voluntaria en materia grave o se duele de su debilidad, causa de caídas involuntarias o también se turba tan sólo al sentir agitarse en sí el viento de los estímulos y temer que ellos provoquen una tempestad en los sentidos con pérdida de la cercanía de Dios y venga a apagarse su voz pacífica, semejante siempre al soplo de un ― ligero céfiro‖. Tantas veces os regenera, conforta y asegura, cuantas de ellos tenéis necesidad, con sus divinos auxilios, por medio de Jesucristo y mediante los Sacramentos, medios por Él instituidos para regeneraros y reforzaros en la Gracia. Dios sabe y ve, Dios es Padre y Amor, Dios es Justicia y Misericordia. Sabe compadecer y premiar, pero quiere ―la buena voluntad‖. No siempre es ella una permanente realidad buena y constante. Tiene también sus altibajos y caídas. Mas el ojo divino que os ve caer o fluctuar, ve también cómo quiere imponerse vuestra buena voluntad interior y contempla vuestra pena por haber caído o por haber cedido en el embate de un asalto imprevisto, y perdona porque no ve en vosotros el consentimiento en el mal que odiáis sino el deseo de llevar a cabo el bien, por más que no siempre lo logréis. Ve que no es vuestro yo intelectual sino las secuelas de la culpa de Adán: los estímulos enraizados en vuestra parte inferior son los que operan en vosotros. Y de este contraste entre las dos fuerzas que se combaten en vosotros y las dos voluntades que se enfrentan, una movida por el amor de Dios, que se dirige a Dios, y la otra por el Odio, que pone en acción su veneno por odio a vosotros y a Dios, el Señor extrae las riquezas que os conseguirán el acceso al Reino de los Cielos. Constituyen ellas vuestro vestido nupcial, ese vestido del que habló Jesús en la parábola del banquete dispuesto para las bodas reales. Y ¡ay de aquél que no hila ni teje su vestido nupcial durante su jornada terrena proveyéndose de materiales que hilar y de instrumentos para tejer mediante la asidua voluntad interior de hacer lo que la Ley de Dios propone o Dios os presenta., y la lucha continua entre la voluntad del hombre interior y la ley del pecado que incuba en sus miembros, o entre la buena voluntad y cuánto de malo os rodea: el mundo, y os tienta: el demonio! ¡Ay de aquéllos que no se tejen a diario el vestido nupcial y no lo adornan con las perlas conquistadas, sufriendo la ―gran tribulación‖ que les haga dignos de estar en torno al trono del Cordero con las palmas de los victoriosos en las manos!. La multitud de los santos y de los elegidos no la integran únicamente los mártires que llegaron a sufrir el martirio cruento, pues todos los santos son merecedores de llevar la palma de los mártires, ya que todo santo es un mártir del Amor o del Odio, del espíritu o de la carne, y todas las potestades del Cielo, del mundo, del yo carnal y de los abismos tenebrosos le acometieron sobre la Tierra para probarlo, tentarlo y martirizarlo todos los días. ¡De veras que es astuto, y tenaz y feroz el martirio que proporciona aquél a quien Cristo llama ―homicida desde el principio‖, pues no hay homicida que se le iguale porque ningún asesino puede ejercer violencia si no es contra la carne del hombre. Mas Satanás mata o trata de matar la parte inmortal del hombre privándolo, no de la existencia, porque el
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alma, por más que haya sido creada, ya no ha de perecer eternamente, sino de la Vida, o sea, de su Dios. Y esto lo hace mientras Dios tiene como fin de su creación el premio de darse a los hombres, es decir, de reunir cabe Sí a los hombres después de su muerte, con el espíritu inmediatamente después de la muerte y con el espíritu unido a la carne tras la resurrección y juicio final, para hacerlos felices con su Conocimiento y Visión para regocijarse con el Pueblo de sus hijos, así también Satanás tiene como fin de su rebelión privar al Creador de cuantas más criaturas por Él paternalmente queridas pueda y privar del goce de su Creador a cuantas más criaturas le sea posible. El enemigo de Dios quiere también prepararse su pueblo y lo hace depredando porque es ladrón; al paso que Dios, para crearse su pueblo, dotó al hombre, creado a su imagen y semejanza, de todos los dones sobrenaturales aptos para conducirlo al Reino eterno y, no contento aún con eso, dio su Hijo Unigénito y amado para que fuese inmolado a fin de ser Salvador de los hombres. Y ello porque, mientras Satanás es principio del mal, es odio, es mentira, es desorden, es ladrón, Dios es principio del Bien, es Amor, en Verdad, es Orden y es divinamente Dador munífico de toda gracia. Desde el momento en que Satanás quiso ser igual a Dios en todos sus actos: libertad, poder y voluntad de acción, deseando desordenadamente él, criatura creada, ser igual al Increado, que es Dios como el Padre y que lo engendró: Hijo Unigénito, y deseándolo para que el Universo pudiera decir de él lo que del Verbo Encarnado se dice al comienzo del Evangelio de Juan dictado al Evangelista por el Amor y la Luz, por el Espíritu de Dios que es Amor y Luz: "Todas las cosas fueron hechas por medio de Él", desde aquel momento el arcángel fulminado es sacrílego, homicida y ladrón. Era Lucifer y pensó de sí ser Luz. Mas ser ―portador de luz‖ no es ser Luz, pues es muy distinto ―portar que Ser ‖. La Luz, es decir, el Hijo de Dios, el Verbo del Padre, el Increado, Eterno, Inmenso y perfectísimo, ―engendrado, no hecho, consustancial al Padre‖, por medio del Cual "todas las cosas fueron hechas", en nada es igual y nada tiene de común con la criatura angélica creada para ser portadora de luz y mensajera de Dios, como en un principio lo fuera Lucifer que prevaricó al querer ser la Luz, porque, libre y voluntariamente quiso ser infiel al Señor su Creador y a su Gracia. Y así, delirando de orgullo en su intento de creerse Dios y por ende, no sujeto a la obediencia y adoración a Dios, Éste fulminó al rebelde. Desde aquel momento quiere Satanás hacerse su pueblo para contraponerlo al Pueblo de Dios. Y esto lo persigue sin descanso, por odio a Dios y a las criaturas que Dios ama como Padre. Y su inteligencia, conservada idéntica tras la fulminación divina, inteligencia agudísima cual correspondía al príncipe del pueblo angélico, y su poder, los usa con este fin, espiando cada una de las acciones del hombre, prestando atención a cada una de sus palabras, haciendo de su conocimiento de las acciones y palabras humanas, de la constitución física del individuo, de sus enfermedades, desventuras, estudios, afectos, ocupaciones, en una palabra, de todo, campo abonado para lanzaros su cizaña, efectuando prodigios con los que seduciros y haceros caer en el error. Los prodigios de que habla Jesucristo al predecir los últimos tiempos y poner en guardia a los hombres frente a los mismos y frente a las voces de falsos profetas y falsos cristos que surgirán y aparecerán por un sitio y por otro y que otra cosa no serán que trampas satánicas y satánicos profetas, servidores del Anticristo profetizado, suscitados para traer seducidos a los hombres a la Mentira y a falsas doctrinas engañosas y hacer que se encuentren desprevenidos cuando llegue el momento tremendo del reinado del Anticristo sobre la Tierra y de la consecutiva última venida del Hijo del Hombre, de Cristo Vencedor para el Último Juicio de separación de los corderos y ovejas, de los cabritos y moruecos, de elección y condena, de bendición y de maldición. Los prodigios de que habla Pablo en su segunda Epístola de los Tesalonicenses (capítulo II). Los prodigios de que habla Juan en el capítulo XIII de su Apocalipsis.
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Sí. Es verdaderamente astuto, tenaz y feroz el martirio que da Satanás a los espíritus fieles al Señor. Y no menos tenaz, mordaz, punzante y demoledor es el martirio que proporciona al hombre interior las fuerzas de la concupiscencia individual y de cuanto se ha establecido en el mundo desde que Satanás es un príncipe tenebroso: la triple concupiscencia, la cizaña maldita lanzada en los campos del Señor para dañar al grano selecto, sofocándolo, tumbándolo al suelo o pervirtiéndolo hasta el punto de hacerlo capaz de despreciar a Dios e idolatrarse a sí mismo. Y no es menos causa de martirio el dolor que puede ser de géneros diversos mas siempre dolor, y tal vez acerbísimo, que nunca falta en la vida de los elegidos. Dolor permitido por Dios y que puede provenir de enfermedades, desgracias, hastío, envidia u odio de parte de las criaturas. Hastío, envidia y odio que pueden llegar hasta el delito material o moral, quitándole al prójimo la vida, la reputación, la libertad, o conculcando tal vez sus derechos, apropiándose las cosas ajenas, sean éstas riquezas materiales o intelectuales, alterando la verdad de las cosas hasta el extremo de presentar como obras de un demente, de un demonio o de un simulador, lo que es obra y acción de un genio o de un justo elegido por Dios para cosas extraordinarias. Dolor permitido por Dios, aunque condenado por Dios, el dado por las criaturas a otras criaturas, sus semejantes, de mil maneras, para torturar al justo con calumnias, mofas, pruebas aborrecibles a Dios practicadas sobre la psiquis del santo con la intención de provocarlo, de hacerle dudar interiormente de sí mismo, de la aceptación divina de su misión, así como de todo lo que ve y siente; pruebas practicadas sin prudencia, sin caridad y sin justicia, con un fin no recto que ofende y disgusta, tanto a Dios como a las criaturas, pruebas ilícitas por rebasar ese límite sagrado marcado por la caridad debida al prójimo, y que con ninguna excusa aparente se ha de sobrepasar. Dolor que puede provenir del propio yo por el sufrimiento de sentirse aún tan desemejante, imperfecto, débil y distante de aquella perfección a la que, por puro amor de Dios y obediencia al consejo de Jesús, aspiran llegar todos los justos. Almas generosas, no os atormentéis. Soportaos a vosotros mismos del modo que soportáis a los demás. Tened paciencia con vuestras pequeñas miserias espirituales como la tenéis con las pequeñas enfermedades de vuestro cuerpo. Tenedla y que vaya siempre acompañada de la confianza, por más que haya momentos comparables a enfermedades peligrosas y repentinas en las que para que la grandeza de los dones extraordinarios no os ensoberbezcan, se os da el estímulo de la carne, un ángel de Satanás que os abofetea. Es una proximidad y un estímulo que os repugnan como suciedad que os pasa rozando o fatigas que revuelven vuestro interior desbordando al fin en vómitos. Mas soportadlos con paciencia sin consentirlos y sin inquietaros ni perder el ánimo por ello. Permaneced en la paz pensando en el amor de Dios que sostiene vuestra debilidad con el poder de su gracia, y ciertamente, con mayor abundancia en esas horas en las que el estímulo de la carne o el ángel de Satanás vienen a insinuaros el pensamiento de que no obstante los dones sobrenaturales o extraordinarios, el hombre continúa siendo hombre, o sea, criatura en la que su naturaleza espiritual divinizada por la gracia se encuentra enfrentada a la humana sojuzgada por los desordenados apetitos de la concupiscencia, por lo que vosotros no podéis permanecer fieles a la justicia. Continuad indiferentes a estas voces inferiores o satánicas que os hablan para desanimaros, seguid en la paz y no os turbe el hedor de los miasmas del mundo y de Satanás. No os turbe el pensamiento de que Dios pueda alejarse de vosotros por este hervir de estímulos y este desencadenamiento de asaltos desatados súbitamente en vosotros y en vuestro derredor para turbaros y haceros dudar de vuestra misión de verdaderos hijos de Dios. Únicamente consintiendo alejaréis al Señor. Porque el consentimiento es lo que se valora, tanto en la tentación como en la inspiración, en el mal como en el bien, en el odio
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como en el amor y lo que realmente hace que un acto sea merecedor de condena o de premio. Si no hay consentimiento, las voces bajas quedan reducidas a un murmullo inútil. Si no hay consentimiento, las voces de lo alto no pasan de inútiles llamadas. Si no consentís al mal, seguís fieles a Dios por más que seáis momentáneamente superados. Si no consentís al bien, tan sólo en este caso, faltáis al amor. Porque el amor es consentimiento. Si no hay consentimiento recíproco entre dos seres, no se crea el amor. Mas si no hay consentimiento, es decir, obediencia pronta a las voces del Amor eterno, no existe amor recíproco entre Dios que ama y la criatura que ama poco o mal y así no se crea ni crece el verdadero amor. También el odio es consentimiento. Y si bien el odio no necesita del consentimiento recíproco entre el odiante y el odiado, con todo, para que surja, es siempre preciso el consentimiento de un cómplice. Hablo del odio espiritual. Este cómplice no puede ser otro que vuestro yo, esto es, vosotros mismos con vuestra voluntad y vuestra razón saliendo del orden para entrar en el desorden, ya que, por más que el odio entre criaturas esté motivado por culpas ciertas del odiado hacia el odiante, siempre se produce un desorden en las relaciones entre hombre y hombre. Porque el orden se halla en el amor. El orden es amor y quien sale del amor sale del orden. Por tanto, en el odio de la criatura hacia su Criador, y el pecado es odio al Criador, cuya Ley, al pecar, se viene a despreciar así como la justicia es amor de la criatura a su Creador, cuya Ley, al amar, viénese a practicar en espíritu y en verdad, es siempre y únicamente el yo el cómplice o elemento indispensable para que se den el odio o el amor. Como tampoco hay amor si la libre voluntad y la razón del hombre no prestan su consentimiento a los mandatos e inspiraciones de Dios y no secundan los deseos que nacen en el alma, esos deseos que Dios mismo suscita en el espíritu del hombre para que su grado de gloria sea cada vez mayor, y, tras haberlos suscitado, ayudando poderosamente a la voluntad y facultades limitadas del hombre, hace que pueda realizar los deseos santos que el Señor suscitó en su espíritu, así también, si no hay consentimiento de la voluntad y de la razón a los estímulos internos y externos de la carne, del mundo y de Satanás, si no se secundan los apetitos irascibles y concupiscibles, es decir si el alma no ofende con advertencia y voluntad plenas a su Señor, no existe odio de la criatura a su Criador. Siempre se da el martirio del dolor en la vida de los elegidos, los cuales manifiestan también su justicia mediante su amor al dolor, no ya soportado con resignación, sino también suplicado como un octavo sacramento y una novena bienaventuranza, para ser ungidos víctimas y ser verdadera imagen de Jesús-Víctima. Son el sacramento no instituido y la bienaventuranza no promulgada abiertamente por el Maestro divino y Sacerdote eterno. Mas aquéllos que saben leer y comprender el Evangelio, no en la letra sino en su espíritu, encuentran promulgada siempre esta bienaventuranza por los propios actos de Jesús, el Hombre del Sacrificio y del Dolor, y encuentran este sacramento que no necesita materia, forma ni ministro para ser signo de gracia sensible y eficaz, sino que él mismo es materia y forma de gracia, y, al transformar al hombre en una víctima resignada o, al alcanzar un grado más elevado de identificación con el Maestro divino y Redentor Santísimo, siendo víctima voluntaria aceptada por Dios, hace de él el ministro de su inmolación y un pequeño Cristo continuador del Sacrificio divino de Jesucristo. Porque si Jesús fue ―Jesús‖, esto es, Salvador, lo fue por el dolor y la muerte. Fue por el dolor y la muerte como Jesús alcanzó el fin por el que se hizo Hombre y dio cumplimiento al plan de Dios: hacer de su Unigénito, del Verbo, el Hombre-Dios y así Éste pudiese ser Redentor y Dador de la Gracia a los hijos de Adán, desheredados, por culpa de Adán, de tan sublime don. Y es todavía, y lo será siempre, mediante el dolor y el holocausto cómo el hombre, continuando la obra de salvación iniciada por Cristo, se salva. El dolor meditado, comprendido y contemplado sobrenaturalmente, no es castigo del rigor divino sino gracia
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del divino amor. Gracia que Dios concede a sus hijos mejores para hacer de ellos cristos por participación. Sí. Por participación del cáliz amargo, de la dolorosa Pasión, del Getsemaní al Gólgota y a la Cruz, tal como fue el yugo de Cristo, yugo pesadísimo, aplastante, yugo imposible de llevar si el amor a Dios y al prójimo no lo hiciese ―suave y ligero‖ aunque no a la carne, sí, al menos, al corazón, a la mente y al espíritu. Fue el perfecto amor a Dios y al prójimo el que hízole al Verbo de Dios correr al encuentro de su Cruz con un santo anhelo de ―tener ya todo cumplido‖. Toda su Vida, esto es, su Eternidad de Verbo, fue un ansiar este cumplimiento. Toda su Vida, sea cuando aún estaba con el Padre en el Cielo, como cuando salió para encarnarse en el seno de María o cuando respiró por primera vez, como cuando crecía en edad, en gracia y en sabiduría estando sujeto a María y a José, como después de la Ley y a los Quereres supremos de su Padre Santísimo hasta llegar a consumirse para poder exhalar su espíritu diciendo: ―Está cumplido‖, tuvo ese anhelo. Había enseñado que si el grano no muere, no da fruto. Y así Él, el Viviente, el Eterno, murió para transformarse de grano de espiga virginal en el Pan de Vida para los hombres. El dolor y el holocausto participan de la muerte del Grano santísimo nacido de una espiga inmaculada y virginal, Jesús; participan del amor perfecto del Hijo del hombre para con sus hermanos que llegó a dar la vida por ellos; y participan de la santidad de Cristo, santidad que se alcanza mediante la renuncia, el sacrificio, e, incluso, la muerte. De aquí se infiere que quien ama su alma y quiere proporcionarle la vida eterna y feliz, debe odiar su carne amando, incluso, las persecuciones y las enfermedades que destruyen la materia, amando asimismo la elevación, ya sea material o espiritual, sobre la cruz que desatan de la Tierra y elevan al Cielo en una elevación mística, en una continua ―misa‖ del cristiano verdaderamente formado que se muda de hombre en hostia, en pequeña hostia que quiere ser consumada a la vez con la Hostia grande, con Jesús Eucaristía, en sacrificio latréutico, eucarístico, propiciatorio e impetratorio. La adhesión absoluta y continua de la criatura dándose al amor y a la Voluntad santísima de Dios, conservando de su libre voluntad de hombre un brazo tan sólo: el de hacer lo que Dios quiere; hacer lo que Dios, que vive en las almas, que inhabita en las almas amantes, indica, dispone o propone hacer; este amor obediente, activo y constante introduce en vosotros la vida divina y completa vuestra identificación con Dios que es Amor, además de Espíritu. lo mismo que es también espíritu vuestra alma; que es Libre, al igual que lo sois vosotros para querer; y que es Eterno, como eterno es vuestro espíritu desde que fue creado. En efecto, todo aquél que obre con recta conciencia siguiendo los dictados de la ley moral, demuestra tener un alma naturalmente cristiana, abierta al Bien y a la Verdad, y Jesús, muerto para que los hombres tuviesen la Vida eterna, los hombres de buena voluntad, será su justificación. Porque todos los que, aún sin el conocimiento de Dios que tienen los católicos, creen firmemente que hay un Dios, un Dios justo, providente y remunerador de todo cuanto cada uno ha merecido, pertenecen, por la caridad que hacia Él sienten, por la caridad y justicia que tienen para con su prójimo y para consigo mismo, por su deseo de Dios y por la contrición perfecta de las culpas que hubieran podido cometer, al alma de la Iglesia. Como dije que el dolor es el octavo sacramento y la novena bienaventuranza, así también digo que el amor verdaderamente vivido y practicado y el arrepentimiento sincero del mal que se haya podido involuntariamente cometer, son el bautismo de deseo que da validez a la pertenencia implícita al Cuerpo Místico y, consecuentemente, a la participación de la Gracia. Sólo Dios y los hombres en los que Dios opera conocen la acción divina para llevar las criaturas humanas a la salvación y al celestial conocimiento de la Verdad para los que fueron creadas.
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Jesús expió en su Cuerpo santísimo todos los pecados. Y para que vosotros pudieseis revestiros con el traje nupcial, vestido limpio ornamentado, vistióse Él de llagas, heridas, cardenales y sangre. De la cabeza en la que tan sólo animaron pensamientos santos y de la que únicamente salieron palabras de sabiduría, de justicia y de amor, a sus dulces pies de Mensajero de Paz, que, para venir, había salvado distancias y bajado valles como ningún otro hombre salvará y bajará, habiendo atravesado la distancia abismal existente entre sus naturalezas divina y humana y descendido hasta el profundísimo, angosto, oscuro y contaminado valle de pecado y de dolor que es la Tierra, tan distinta del Paraíso sin confines, todo luz, pureza, armonía y gozo superiores a toda concepción humana, para encontrar en ella, después de tantas pruebas, fatigas y penas, la Cruz, de la cabeza a los pies fue todo una llaga. Y si resulta posible contar las estrellas desparramadas por la inmensidad de los cielos así también es imposible contar las heridas esparcidas sobre el Inmenso que se hizo limitado en una Carne expiatoria. Porque cada una de las llagas y cada uno de los cardenales eran parte del total de las muchas heridas y golpes padecidos por Aquél que, dada su naturaleza divina, era impasible al dolor y a la muerte, hízose Hombre para borrar los pecados del mundo, hacer las ofrendas que rescatan toda impureza, conocer el dolor y la muerte abandonándose a ellos para proporcionar la Vida a los muertos a la gracia, y a los fieles a ella la paz de los hijos de Dios sobre la Tierra y la gloria gozosísima en el Cielo. Podía Dios haberse dado por pagado con otros sacrificios de su Hijo divino que no fuesen los atroces dolores infamantes de la flagelación y de la cruz, suplicios para malhechores y esclavos. Sólo la mortificación que suponía para el Verbo tener que vivir en una Carne, su estar sujeto a las necesidades del hombre, su vivir entre pecadores, blasfemos, falsos adoradores de Dios, lujuriosos, violentos y mentirosos para santificarlos con su paso por entre ellos, podía bastarle al Padre. La conversión del hombre, del desorden del pecado al orden de la Ley, podía realizarse, claro que podía realizarse, con sólo el amaestramiento de Cristo. La fundación de la religión cristiana podía verificarse por la sola permanencia del Emmanuel en Palestina. Otros han llegado a fundar religiones que han resistido a los siglos y eran simples hombres. Con mucha mayor razón habríase podido llevar a cabo la fundación de la religión cristiana por medio de Cristo, Verbo de Dios hecho Hombre, durante su estancia entre los hombres, pues nadie fue Maestro más Maestro que Él. Incluso Dios habría podido escoger de entre los hombres al más justo de ellos y unir al mismo temporalmente el Espíritu de su Verbo para que la nueva religión fuese, por su justicia y verdad, verdaderamente divina. El pecado original y todos los demás pecados habrían podido ser cancelados y los hombres redimidos hasta con una sola gota de la Sangre de Jesucristo. Habría sido más que suficiente la sangre brotada en la circuncisión de su prepucio sacrificado, por cuanto el Hijo del Hombre, al ser el Inocente nacido de la Virgen inocente e inmaculada, no estaba obligado al rito impuesto a los descendientes de Abraham para formar parte del pueblo hebreo. No era precisa alianza alguna entre el Hijo de María y Dios Padre, ya que Él era, no el hijo de adopción sino el Hijo Unigénito del Padre santísimo. Cristo era Hombre, mas la Carne asumida en el tiempo no abolió en Él la Divinidad, antes bien uniéronse en una sola Persona ambas naturalezas sin que ninguna de ellas sufriese mutación en su real esencia. Y así Cristo–Hombre fue en el tiempo y siempre Dios, Uno con el Padre y con el Espíritu Santo, como lo era antes de la Encarnación; y fue verdadero Hombre por haber sido hecho de Mujer por obra del Espíritu Santo sin concupiscencia de carne y sin sujeción a la Culpa original ni a culpa otra alguna. ¡Cómo no habrían de bastar aquellas gotas de Sangre divina para redimir a la Humanidad sin llegar a la fusión total de la misma entre tantos martirios! Mas, en la unión real de las dos naturalezas en una sola Persona, en el anonadamiento de Dios en una carne primero y en una inmolación total después, está la medida de la inmensidad del amor divino
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y de la gravedad de la Culpa, lo mismo que en la Resurrección está la prueba innegable de la verdadera personalidad de Jesús de Nazaret, el Cristo, el Emmanuel, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, sin posibilidad de duda ni de error. Porque sólo un Dios podía por Sí resucitarse a Sí mismo en su parte humana después de tal muerte y tal sepultura, y resucitar glorioso sin muestras de heridas, a no ser las salutíferas de las Cinco Llagas, hecho hermosísimo, Él, que ya era el ―Hermoso entre los hijos de los hombres‖ no sólo por herencia de la hermosura materna y por hallarse exento de las taras consiguientes a la Culpa, sino también por un don divino, necesario a su misión y a su fin, hecho hermosísimo más majestuoso y potente aún que la hermosura de los cuerpos glorificados. Esto habríale podido bastar al Padre para conseguir el fin de devolver la Gracia al hombre caído y todo lo habría podido llevar a cabo el Padre sin llegar hasta aquel abismo de anonadamiento y a aquella sima de dolor que quiso para su Hijo a fin de que fuese cancelada la Culpa y reabierto el Cielo a los hijos adoptivos de Dios. Mas ¿qué consecuencias habríanse derivado de ahí? Las de que nuevos pecados de rebeldía, de desorden, de soberbia, de dureza y de negación habrían precipitado en el abismo a la Humanidad sacada de él por el Redentor y anulada su obra de Maestro, de Fundador y de Santificador de los hombres. La Humanidad soberbia, y, más que ninguna otra, la de Israel, ¿habría acaso inclinado su frente ante la doctrina, la justicia, las manifestaciones de un hombre, y un hombre del pueblo, del hijo del carpintero de Nazaret, si no se hubiera rendido a las maravillas de sus milagros, de su Resurrección y Ascensión? ¿Podría un hombre, por santísimo que fuese, al que se le uniera por algún tiempo Dios, conseguir el objetivo de hacer aceptar una religión tan contraria en su doctrina a la triple sensualidad que muerde, abrasa y enloquece a los hombres? ¿Era conveniente y justo que la Religión perfectísima hubiera de ser predicada y fundada por la sola permanencia del Emmanuel en Palestina? Y ¿cabe imaginar un mundo convertido por las enseñanzas de un simple hombre por santísimo que fuese?. Ninguna de estas preguntas puede tener respuesta afirmativa. No hubiera sido posible, justo ni conveniente, porque el hombre la habría hecho nula e imposible de abrazar con sus cavilaciones, su incredulidad, sus injustos escándalos y sus necias e irreverentes ironías. Porque la Religión de Cristo debía ser universal y así la contempló siempre el Pensamiento divino. Por eso debía ser apoyada, sufragada y reconocida como única y perfecta, con perpetuidad hasta el fin de los siglos, digna de ser abrazada por todos los pueblos y no sólo por el de Palestina que era ya ―Pueblo de Dios‖, si bien habíase mudado, a través de los siglos y en particular durante los tres últimos años de la vida terrena del Verbo Encarnado, en ―Pueblo contrario a Dios‖. Porque harto débiles habrían sido para los excesivamente débiles las pruebas de la verdadera Personalidad de Jesucristo, de haber Él tornado al Padre tras cumplir su misión de Maestro, Fundador y Santificador, sin antes haber sido torturado y muerto de aquella manera en presencia de multitudes procedentes de todas las naciones reunidas en Jerusalén para la Pascua, de manera que tanto los israelitas prevaricadores y deicidas, como los gentiles, desconocedores del Dios verdadero, fueron testigos y testificadores, mal de su grado, de la verdadera Personalidad de Jesucristo, Dios y Hombre, que por Sí mismo resucitó y se apareció a muchos, tras la resurrección, después de haber sido capturado, torturado, muerto por los de su Pueblo y confirmado como muerto por la lanzada del romano; y que ascendió al Cielo por su propia virtud a la vista también de muchos llegados asimismo de Jerusalén para la fiesta próxima de las mieses o de las siete semanas, llamada más tarde de Pentecostés, de toda la Diáspora, ya fuesen israelitas puros, prosélitos, o familias mixtas compuestas de gentiles y hebreos. Nada carece de razón en lo que establece o permite Dios. Y esta razón es perfecta y buena. Por eso fue inmolado Cristo en el viernes pascual, resucitó mientras aún duraba la aglomeración de la Pascua, ascendió cuarenta días
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después, cuando nuevamente hallábase la ciudad atestada de peregrinos que volvían para Pentecostés o habíanse quedado para cumplir con el doble rito de presentar cada uno de los hijos varones en el Templo y para las dos fiestas de primavera. Aquellos peregrinos, al desparramarse seguidamente para retornar a sus respectivas ciudades de la Diáspora y asimismo a cualquier otra parte, habrían de esparcir, por doquiera que habitaran, la nueva de los prodigios que habían visto y, sin saberlo, habrían de contribuir a divulgar por el mundo la verdad de que Jesús de Nazaret era el Hijo de Dios, el Predicho por los Profetas, el Mesías esperado, el Salvador Redentor, al igual que contribuyó a idéntico fin Poncio Pilatos con su informe a Cayo Tiberio César sobre el proceso y condena de un ― hebreo de Nazaret, por nombre Jesús, muerto por voluntad del pueblo al ser acusado de subvertir la nación y de instigar al pueblo a no pagar los tributos al César, pues no había sino un solo rey sobre la Tierra y éste era Él: Jesús‖, como sirvieron Longinos y los demás legionarios que vieron su mansedumbre y la majestad que se traslucía aún a través de aquella cubierta de heridas que desfiguraban al Mártir, oyeron sus palabras solemnes en el interrogatorio del Procónsul y, a lo largo de la vía dolorosa y de su cruz, asistieron a los prodigios que acompañaron su muerte. Las obras de Dios son obras de verdad y de luz, completándose con la luz y afirmándose con la verdad. La verdad apetece y busca la luz. La luz hace que resplandezca la verdad aún para pupilas que se empeñan en ser ciegas. Y esto para que no puedan decir: ―No lo habíamos visto‖, y para que la condena que habrá de darles el Juez divino sea condena motivada por su malvada voluntad y voluntariamente merecida al hacerse obstinadamente ciegos en no reconocer la verdad. Dios, en su amorosa voluntad, se conduce de tal suerte que todos puedan percibir la Verdad y tengan así el modo de salvarse. Es deseo de Dios que todos se salven. Que todos alcancen la Gloria es su eterno suspiro. Y que tantos rechacen su salvación y la Gloria constituye su infinito dolor. Para que todos aquéllos que son de buena voluntad recibiesen la justificación, la salvación y la Gloria, mandó Él a su Verbo entre los hombres y vistiólo de Carne pura, santa e inmaculada para que la Sabiduría de Dios hablase a las gentes, las amaestrase y el Cordero de Dios fuese inmolado y así redimiese a la Humanidad de la Culpa que la privaba de la Gracia y los hombres, nuevamente creados para la vida sobrenatural, pudiesen caminar por la senda de Cristo y alcanzar el Reino celestial, el conocimiento y visión de Dios y la Vida eterna y gloriosa, fin éste para el que Dios los creó. La ley del espíritu liberó, por Jesucristo, del pecado y de la carne, redimiendo de la culpa original y lavando las culpas de la carnalidad nacidas de los estímulos dejados por la primera Culpa, estímulos que el hombre no reprime con afilada voluntad. Mas la ley del espíritu no suprimió la ley del libre albedrío. Por lo que, de haberlo hecho, ya no sería justo dar el premio a los victoriosos que se hallarían todos sin culpa aunque también sin mérito de no haber querido pecar. El libre albedrío y los estímulos dejados por la primera Culpa constituyen un peligro de muerte para la criatura hecha a imagen y semejanza divinas y predestinada a la gracia y a la Gloria. Pero son un peligro santo, venido, dado por la Santidad infinita, permitido por el infinito Amor para poder dar con justicia a cada criatura lo que ella mereció con su amor o con su desamor en el tiempo de la carne con la ayuda de ésta y con la victoria de la voluntad espiritual sobre la carne por amor a Dios y aspiración al Cielo, no por evitar el Infierno sino únicamente por un movimiento de amor hacia el Amor indecible e incognoscible que sólo una vida y muerte en gracia permitirán comprender, conocer y poseer. La vida cristiana es amor. Todo amor. El Amor es el que dio los Mandamientos a los cristianos. Y el amor de los cristianos es el que háceles posible la práctica efectiva de los Mandamientos. El Amor es el que propone y dispone para premiar. Y es el amor de los cristianos el que los acoge y pone en práctica para merecer el premio y dar contento al Amor.
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Llámabase ―Edén‖ al lugar donde el hombre fuera creado y puesto para que, con su compañera, lo poblase. Lo mismo que se llamaba ―Cielo‖ al lugar donde los ángeles, espíritus puros, fueron puestos tras haber sido creados por Dios para que lo adorasen y sirviesen por los siglos de los siglos. Edén quiere decir ―jardín‖, entonces, lugar de delicias. Cielo quiere decir ―Reino de Dios‖, esto es, lugar de santidad y de gozo. Si el orden nunca hubiese sido voluntariamente violado por las criaturas a las que Dios dio, junto con el ser, lugares de gozo y de delicias, el Edén hubiera continuado siendo Edén para todos los descendientes de Adán y el Infierno no hubiera existido. El Infierno, lugar de eterna e inconcebible tortura al que se precipitan los que obstinadamente viven odiando al Señor y a su Ley, fue creado a causa de él, el arcángel rebelde fulminado con sus seguidores por la ira divina y vencido por los ángeles fieles porque, despojado a la sazón del poder que le comunicaba su estado de gracia, fulminado y ―precipitado en el profundo del Abismo ‖ ( Isaías ) en el que su horrendo fuego de odio, sus no menos horrendas luz y llama, tan distintas de la luz y llama de gracia y de amor de las que Dios habíale dotado al crearlo, encendieron los fuegos eternos y atrocísimos. El Cielo continúa siendo Cielo aún después de la rebelión y caída de los rebeldes, pues en el Reino de Dios todo está fijado por reglas eternas y así, echados los soberbios, los rebeldes, los autoidólatras, cuya morada es el estanque ardiente del Infierno, la santidad, el gozo, el amor, la armonía y el orden perfectos continúan eternos. Mientras que, en un principio, el acceso al Reino de Dios hubiera resultado dulce y sin esfuerzo, ahora, en cambio, es preciso ―echar mano de la violencia‖ para conseguir el Reino de los Cielos. Violencia santa contra la violencia maligna. Porque, desde que se produjo el pecado, están el Bien y el Mal que se combaten fuera y dentro del hombre. Dios llama. Satanás llama. Dios inspira. Satanás inspira. Dios ofrece sus dones. Satanás los suyos. Y entre Dios y Satanás se encuentra el hombre en el que hay ya dos naturalezas que luchan entre sí: la carnal, en la que están los estímulos de la Culpa, y la espiritual, en la que están las voces de la Gracia. Y si Dios se dirige a la parte que a Él se asemeja, porque es Padre que ama a su criatura con la que se quiere reunir tras la prueba terrena de la misma, Satanás, su Adversario, el Odiador de Dios y del Hombre, criatura de Dios, se dirige a entrambas e instiga a la carnal mientras trata de seducir a la espiritual para que venza y haga presa aquel ―león rugiente que quiere devorar‖ de que habla el apóstol Pedro. Entre otros muchos dones que continuaron aún después de la Culpa y fueron reintegrados tras la Redención, el hombre recibió de Dios el entendimiento, la conciencia y la Ley. El entendimiento tiene capacidad para distinguir lo que está bien y lo que está mal. Y en esta labor de distinción ayúdale, incluso, la Ley divina que indica lo que es bueno y lo que es malo e instruye acerca del cómo y el porqué se puede, se debe, querer hacer el bien y no querer hacer el mal. La voz de la conciencia, que podría llamarse ―voz del mismo Dios que habla en el interior del hombre‖, es otra ayuda, no sólo para estimular la voluntad a las acciones buenas o detenerla ante las malas, sino que es fuente de la que brota el arrepentimiento y aguijón que mueve a la reparación de un mal llevado a cabo para que así reencuentre el hombre la gracia de Dios una vez que la hubo perdido por el pecado. Es Dios el que se la dio al hombre. Y para que sus actos no carecieran de mérito dióle la libertad de querer. El hombre puede hacer cuanto quiera, lo mismo el bien que el mal. En su voluntad de hacer uno u otro radica la prueba que ha de volver a confirmarlo en Gracia o que ha de lanzarlo fuera de la Vida verdadera. Las palabras de los ángeles en la noche de Belén no fueron palabras de gozo y de promesa tan sólo. Fueron una lección para los hombres presentes y futuros de que aquel Inocente, colocado en su pesebre y destinado a morir en una cruz, era, sí, el Príncipe de la Paz, el Príncipe del siglo futuro, el Salvador, el Mesías, el Prometido a los primeros padres
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en la hora misma de su condena, el Redentor y Pontífice Santísimo y Eterno de la verdadera y perfecta Religión, pero que si había de ser todo esto para las muchedumbres de descendientes de Adán, érales necesario a éstos poner de su parte la ―buena voluntad ‖. Con ella no hubiera resultado inútil para algunos el sacrificio de un Dios que se encarna y del Hijo del Hombre que muere sobre una cruz. Con ella éstos habrían alcanzado la paz, la verdadera paz. Paz del corazón sobre la Tierra durante el tiempo del destierro. Paz del espíritu y, más tarde, del espíritu junto con la carne resurrecta, en el Reino de los Cielos, paz ésta de desmesurado gozo. Paz entre los hombres, entre los pueblos y ciudades y entre las naciones. La buena voluntad del hombre es la condición esencial para que la venida de Cristo dé los frutos que el Padre tuvo en cuenta cuando la dispuso. En las contrapuestas voces del Bien y del Mal al que Dios deja obrar para poner a prueba a los hombres y sacar del mismo Mal motivo de gloria eterna para sus hijos adoptivos, heroicos en el vencer al Mal y querer el Bien, la libre voluntad del hombre encuentra la manera de conquistar el puesto que le atrae más fuertemente. Todos los actos del hombre traen su origen de la voluntad. Si su voluntad es buena, el hombre hará actos buenos o, al menos, deseará fuertemente hacerlos. Si su voluntad es mala, los actos que haga serán malos o, al menos, deseará intensamente hacerlos. No basta con no hacer el mal. Es también preciso no desear hacerlo. Esto debiera decirse a todos, predicarse y escribirse en los libros, en las iglesias y, más que nada, en las almas. Porque aquél que hoy desea hacer el mal, mañana lo hará ciertamente. Por eso dijo el Verbo: ―El que mira a una mujer deseándola es ya un adúltero en su corazón‖. Mientras que quien desea hoy hacer el bien continúa deseándolo todos los días, es en verdad, como si lo realizara por más que, a causa de una enfermedad u otro obstáculo cualquiera, le fuese imposible cumplirlo. Un deseo inflamado por el amor de que Dios sea amado, conocido, servido, y de que un pecador se arrepienta, puede conquistar más almas para Dios que no un activo prodigarse desprovisto de puro amor y, por tanto, de oculto sacrificio. Porque el deseo inflamado por el amor de que Dios sea amado y las almas redimidas, de tal manera se funde con el eterno aliento y deseo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que llega a hacer de la criatura humana ―una sola cosa‖ con Dios, cooperando a la gloria del Padre, a la redención del Hijo y a la santificación obrada por el Espíritu Santo. Los hombres de buena voluntad que, con sus actos o con el deseo martirizante de realizarlos, más aniquilador a veces que el propio acto, viven de este modo, poseen la cordura del espíritu y practican, por ello, la ley de la Caridad y la del Decálogo divino y llegan a la Gloria eterna. Los verdaderos hijos de Dios que viven según el espíritu, bien que obligados a luchar contra los asaltos del mal y de la carne, permanecen fieles al orden, a la armonía y al amor para con Dios y para con el prójimo y terminan por identificarse con la Perfección eterna; mientras que aquéllos que voluntariamente eligen la sabiduría de la carne, enemiga de Dios y de su Ley, tras su transitorio triunfo terreno, conocerán la desesperación de los rechazados por Dios y el horror del Abismo del que es rey Satanás. Si bien todos los hombres son criaturas de Dios, aquéllos tan sólo que viven la vida del espíritu son ―hijos de Dios ‖. Los otros, aquéllos que tan sólo obedecen a los instintos y estímulos de la carne como esclavos de los mismos, son únicamente hijos de la carne. Esto es, criaturas animales en nada diferentes de las especies animales que viven sobre la Tierra, en las aguas y en el aire, creadas por Dios en el sexto día. Mas, mientras todas las criaturas animales saben complacer a su Criador obedeciendo cada una a la función para la que fue creada sin viciar su respectiva ley natural, tanto en el procrear como en el servir al hombre y a la naturaleza toda, el hombre que viola el orden en sí mismo al violar la ley divina y yendo, por ello, contra Dios y arrebatándole el gozo de dar al hombre aquello para lo que lo creó, así como privándose a sí mismo del
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premio eterno que es el fin para el que fue creado, desagrada grandemente a Dios, que lo aparta de Sí y de su Reino por ser un homicida que va contra su propia naturaleza. No os parezca esto un error: El pecador que vive y muere en pecado es un homicida de sí mismo en sus dos naturalezas que se hallan tan íntimamente caídas que vienen a formar una misma cosa. No se puede matar impunemente la naturaleza sobrenatural del hombre sin implicar al mismo tiempo en la muerte eterna a su naturaleza humana. Como tampoco se puede vivir al modo de los brutos sin dar también muerte precozmente a la naturaleza animal: a la carne, con las enfermedades que son secuelas de los vicios. De aquí que el hombre que viva animalmente es un homicida y un deicida, pues mata en sí la vida animal y la vida espiritual divinizada y hiere al Amor Creador que puso su asiento en el espíritu del hombre (vosotros sois templos del Espíritu de Dios) hasta que dicho espíritu sea asunto a la sede eterna de Dios: el Cielo. Por lo que el hombre no es ni debe considerarse deudor de la carne, de la que sólo castigo y muerte le pueden venir, sino que ha de ser deudor del espíritu al que debe servir, ya que el propio espíritu es el que proporciona a la carne las luces, las voces, las fuerzas, los auxilios y los sobrenaturales goces que compensan las tribulaciones cotidianas. Luces, fuerzas, auxilios y voces que le vienen al espíritu por virtud del Espíritu de Dios que inhabita en él. Este ser deudor y siervo del espíritu ¿supone acaso una esclavitud para el hombre? No. O ¿es tal vez un motivo de temor exagerado, de miedo continuo y de incertidumbre paralizante? Tampoco. Cuando un hombre es débil, bien por su edad o por enfermedad; cuando uno es ciego o de vista defectuosa tan sólo; cuando es tardo de oído o de mente obtusa, hácese ayudar de quien no tiene defectos ni debilidades. De igual manera debe el hombre hacerse ayudar de las luces, voces, fuerzas y auxilios de espíritu que saca sus luces, sus voces y sus fuerzas del Espíritu de Dios. De entre los muchos dones otorgados por el Padre Santísimo a sus hijos de adopción, éste del señorío del espíritu divinizado sobre la materia, es uno de los más señalados, puesto que le proporciona a la carne el modo de poder llegar a la vida gloriosa. No es esclavitud sino elección al más alto grado que criatura alguna puede alcanzar. Ésta es la adopción divina de la que se deriva la filiación espiritual de Él, esto es, de Dios, por la que los hombres pueden llamarlo "Padre", hablo de los hombres a los que Cristo y la vida en Cristo les devolvió la Gracia y se la mantiene viva, a Aquél a Quien el mismo pueblo elegido no osaba llamarlo directamente con su Nombre Santísimo y lo llamaba temblando: ―El que es Jehová‖. Mas el hombre en el que vive Cristo-Gracia puede llamar ―padre‖ al Eterno, del que es hijo el Verbo Encarnado. Porque es Cristo el que todavía llama desde el interior del hombre al Padre Creador de todos los hombres. Y porque Cristo es Verdad, ese su llamar ―Padre‖ desde el interior del hombre, por el hombre y con el hombre, hace que Dios venga a ser el testimonio seguro de que todos aquéllos que viven y obran por el espíritu y movidos por el Espíritu Santo que habita en ellos, sean verdaderamente ―hijos de Dios‖. No se da victoria sin lucha ni vestido ornamentado y palma de gloria sin dolor y sin la cruz, medios por los que Cristo fue exaltado por su Padre después de la suprema humillación y obediencia, así como justamente deseáis ser coherederos del Reino celestial del que el Cordero de Dios, Verbo encarnado, es Rey de reyes y Señor de los señores, así también debéis desear ser coherederos de su parte de dolor, inmolación, humillación y obediencia, porque sólo así podréis ser con Él, el Victorioso y Glorioso, glorificados. Breve, siempre es breve la prueba terrena en relación con la eternidad. Relativos, siempre son relativos el sufrimiento y la cruz comparados con el gozo celestial e infinito, como todo cuanto viene de Dios, para aquéllos que están ya en el conocimiento de Dios como ―hijos y herederos suyo‖.
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¿Qué es lo que constituye el premio de los bienaventurados? La posesión de Dios. No resulta, por tanto, equivocado decir que será éste un gozo infinito por cuanto Dios es infinito y en la Revelación del mismo y de su Misterio disfrutarán los bienaventurados de un gozo sin medida y, por tanto, infinito. De igual manera, siempre serán relativas las humillaciones terrenas respecto a aquella gloria que se manifestará en los elegidos cuando les comunique Dios, con medida plena y perfecta, su Gracia, su Belleza, su Conocimiento, el Fuego de su Amor, su Luz, todos sus atributos, todos aquellos bienes, todas aquellas glorias y todas aquellas virtudes que Él tiende a comunicar de forma relativa y proporcionada al viviente, haciéndola más vasta, profunda y elevada a medida que el viviente va creciendo en la vida sobrenatural y se vacía de sí y de toda otra cosa para acoger a Dios en el tiempo en que el hombre se encuentra todavía sobre la Tierra. Entonces, sólo entonces, al final de los tiempos, cuando los cuerpos resucitados de los santos hayan sido asuntos a la gloria y unídose a sus respectivos espíritus ya bienaventurados y gloriosos, la Creación, tras una espera de milenios, contemplará la revelación de los hijos de Dios, la revelación de lo que desde un principio deberían haber sido siempre los hijos de Dios si en aquel principio el primero de ellos no hubiera pecado afeando con una Mancha sacrílega, envilecedora y dolorosa, la Creación perfecta llevada a cabo por Dios. Todas las cosas serán entonces restauradas conforme habíalas Dios concebido antes de crearlas. Y, lanzados el diablo y sus servidores al estanque eterno sin libertad ya de salir ni de actuar por los siglos de los siglos y, desaparecidos de la Creación la muerte y el dolor junto con el Príncipe del mal, por el que entraron en el mundo, al par de la culpa, el dolor y la muerte, las cosas de antes cesarán. Si, cesarán las cosas que fueron bellas, buenas, sin lutos ni miserias, sin crueldades ni engaños, sin malicia ni corrupción, pero a las que Satanás y la flaqueza de Adán y de los hombres malearon trocándolas nocivas, dolorosas, crueles, engañosas y causar la muerte. Será la gran revelación de los hijos del Pueblo eterno de Dios, esa revelación cuya magnificencia sólo Dios, que todo lo conoce y ve desde la eternidad, conoce y ve en su Pensamiento con el ojo del Verbo, a través del cual todos los hijos de Dios tendrán igualmente la perfecta revelación de Dios al que verán y conocerán sin limitación alguna. Dios jamás escatimó a hombre alguno, por culpable que fuese, aquellas luces, con las que pudiera mantener vivos aquel conocimiento y aquel amor de Dios que de Él recibiera el hombre a una con su existencia y en él seguían latentes. Dios sometió al hombre a la prueba para confirmarlo en Gracia. Y esto va, incluso, con aquéllos que acertaron a ser justos aún después de una o más caídas momentáneas purificadas por un sincero arrepentimiento y una caridad ardiente. Mientras que para los ángeles rebeldes, cuya naturaleza angélica era superior a la humana, tanto que se dijo de Cristo. ―Hicístelo un poco inferior a los ángeles‖, no hubo promesa de perdón ni supervivencia en ellos de cuanto pudiera servirles para llevarlos de nuevo, a través de la contrición y del amor perfectos, a su primer estado bienaventurado. Para el hombre hubo todo esto y mucho más: las voces de los Patriarcas y de los Profetas confirmando una y otra vez la promesa del Redentor contenida en el Protoevangelio, las revelaciones de Dios a través de sus manifestaciones e inspiraciones a los Patriarcas, a Moisés, el libertador y legislador del pueblo hebreo, a Josué, a los Profetas y, como culminación del prodigio de su donación, el amaestramiento e inmolación del Hijo de Dios. Jamás retiró Dios la predestinación a la Gracia para todos los hombres. Jamás. Porque Dios no es voluble en su voluntad y lo que una vez quiere, quiérelo para siempre porque se atiene al querer de su Voluntad. Jamás. Por cuanto Dios nunca obra, según impropiamente se escribe, como ―esperando‖, sino ―sabiendo‖, ya que Dios nada ignora. De aquí que en Él no cabe el esperar. Espera aquél que ignora el futuro total o parcialmente,
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mas no el que, como Dios, nada ignora y todo lo conoce desde su Eternidad, incluso el destino de cada uno. De aquí que se haya de decir y creer que Dios sometió la creación a prueba en la criatura más perfecta de la misma, sabiendo bien que ésta habría de pecar de soberbia y de rebeldía por su vanidad de querer llegar a ser como Dios, pero queriendo darle a la misma la medida sin medida de su amor a los hombres. Antes de la creación del hombre, y de la prueba, por tanto, Dios había dispuesto el Medio con el que el hombre habría de librarse, en un principio, de la servidumbre de la corrupción y letificarse después con la libertad gloriosa de los hijos de Dios, una vez conseguida su parte de herencia en el Reino celestial. Dios, pues, no quiso vuestra caída, vuestra debilidad, ni vuestra ruina, sino que, habiendo querido proporcionarse un pueblo de hijos, os creó y, sabiendo que no habríais de perseverar en la Gracia, predispuso, aún antes de crearos, el Medio santísimo, el más santo y poderoso que hubiera de resultar para vosotros, con el que salvaros y daros vuestra parte en su Reino. De donde también aquí puede decirse que resplandece en toda su verdad la infinita e insaciable Caridad de Dios hacia los hombres, sus hijos de adopción. Trabajad, pues, con fidelidad y constancia para transformarse en hijos de Dios y aguardad con paciencia a ver lo que ahora creéis tan sólo que exista y esperad a poder verlo. Por larga que sea la existencia y áspera la prueba, siempre serán desmesuradamente inferiores en longitud y en profundidad respecto a la eternidad y a la bienaventuranza que os aguardan. Por fuertes que sean las causas y los agentes que os ocasionan lucha y dolor, pensad que Dios os ha proporcionado agentes y causas de fortaleza y de victoria infinitamente mayores que los que os atacan y afligen: la Gracia, los Sacramentos, la Palabra evangélica, la Ley puesta fácil por el motor aplicado por Cristo; el amor, y, en definitiva, los auxilios y ruegos del Espíritu Santo. Porque, en la inmensidad de su sabiduría, Dios es siempre luminoso y simple; su enseñanza es toque divino que enciende luces aptas para alumbrar los misterios, es caridad que despierta el amor en vosotros, es beso que os hace gustar el saber de Dios, de su Dios Padre que os nutre, como con leche, con su amor providente, de ese Dios Hijo que os apacienta con su Carne y con su Sangre, de ese Dios Espíritu Santo que os sustenta con la miel de la Sabiduría para así haceros desear a Dios del modo que las abejas desean el néctar de las flores. Y ¿qué flor más espléndida, suavísima y purísima que Dios? ¿Qué cosa más atrayente puede darse que una flor perfumada, bella de colores, cargada de jugos salutíferos, que atrae hasta a los más sencillos e indoctos, a los niños, a los ancianos carentes ya de ilusiones humanas e incluso, a los enfermos clavados en su cruz, porque atrae sin fatigar, alegra y es un testimonio de la existencia de Dios y de su providencia que cuida hasta de la hierbecita del campo? Cuando os dejáis inspirar y mover por el eterno y perfecto Moviente que ejecuta todos sus movimientos por amor, os transformáis en criaturas de amor y ponéis al amor por guía y virtud principal vuestra. Entonces, cualquier cosa que hagáis o digáis, por más que parézcale a alguno que nada hacéis, ya que vuestra actividad no será llamativa, ruidosa, agitada, sino íntima del todo: plegaria y ofrecimiento diarios, inmolación solicitada y a continuación cumplida, todo ello en el interior de vuestro yo, acordándoos de aquellas palabras: ―Cuando queráis orar, no imitéis a los hipócritas que se gozan en ser vistos de los hombres, sino, antes bien, entrad en casa y encerráos allí ‖, entonces es cuando os transformaréis de hombres en hijos de Dios. Imitad, por tango, al Padre que opera en el misterio de su Cielo; imitad al Hijo que no apeteció las aclamaciones por más que pudiera hacerlo sin contravenir los designios de su Padre, sino la vida oculta de Nazaret, huyendo más tarde, después de cada milagro grandioso que había de obrar en presencia de las turbas para confirmar su verdadera Naturaleza de Verbo del Padre y de Mesías, retirándose a las montañas, alejándose con la barca sobre el lago, o al huerto de los Olivos , o a las regiones
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de Tiro y de Sidón, o a las cercanías de Magdala, y también a los confines de Samaria; imitad al Espíritu Santo, cuya acción santificadora se desarrolla sin ruido ni agitación alguna en el interior del espíritu humano. Os transformáis y realizáis obras propias de hijos de Dios, aumentando a la vez con ello vuestra identificación con Él y vuestra escalada a la perfección. Más aún; vuestro yo, lo mismo el natural que el espiritual, siempre imperfectos ambos a resultas de la Culpa original, se anula, ésta es la palabra exacta, para asumir el yo perfecto de Jesús. En fin, después de haber llevado a cabo la unión mediante la comunicación a vosotros de Sí mismo y la transformación de vosotros en Él con vuestra dócil adhesión a sus inspiraciones, que Él no suscitaría en vosotros si viese que no habíais de poder llevarlas a la práctica, de modo que, de fuente de bien, hubiéranse de mudar para vosotros en motivo de condenación, el Espíritu que habita en vosotros os ayuda con su plegaria perfecta a sostener vuestra debilidad y lleva a término vuestra santificación. Él, por ser Dios, sabe cómo haya que rogar y lo hace con vosotros y por vosotros, y su plegaria sube con la vuestra, hecha eficaz por la unión, con la plegaria del Espíritu, hasta el Cielo, hasta el trono de Aquél que ―escudriña‖ los corazones y conoce cómo clama el Espíritu e intercede por los santos conforme a los designios que Dios tiene para cada uno de ellos. Y la ayuda de las ayudas es ésta: vuestra justificación, vuestra fortaleza, vuestra santificación que se realiza, se ejercita, se inicia en la tierra y se corona en el Cielo. Mas no son las cosas en sí las que pueden llevar a estas consecuencias. Es el carácter no acomodado a la ley moral, aún la natural, es el alma en desacuerdo con la divina, es decir, sin una buena voluntad de servir a Dios en cuanto Él proponga, lo que puede hacer de las cosas predispuestas por Dios para un fin de bondad, motivo, incluso, de caída en imperfecciones y hasta en culpas más o menos graves. Y si se pensase lo contrario, esto es, que Dios predispone las cosas a un fin que no es de bien, esto sería tanto como decir que la predestinación a la gracia es también un mal porque ocurre con frecuencia lo del talento de la parábola al que no se le hizo fructificar, que, al holgazán que tan injustamente juzgó de su amo, éste le quita el talento para dárselo a otros que sean capaces de hacerlo fructificar. ¿Acaso es Dios el que impide que los hombres, todos los hombres predestinados a la gracia, hagan uso de este tesoro de manera justa y del modo que les fue concedido poder hacerlo? No. Tanto es así que Él, aún a aquéllos que nada saben del Dios verdadero, les pone en el corazón la ley natural, y una conciencia por la que puedan vivir de suerte que pertenezcan, si no al Cuerpo, cuanto menos al Alma del Cuerpo místico y así poder gozar de los beneficios de la Gracia. Dios sabe quiénes son, quiénes fueron y quiénes serán, y lo sabe desde siempre, los que han de dejar improductivos los misteriosos auxilios de Dios para que el hombre alcance su fin. Como sabe igualmente quiénes fueron, son y serán los que, de forma más o menos completa, se transforman, se transformaron o se transformarán a sí mismos en la semejanza e imagen del Hombre-Dios mediante el amor, la obediencia a la voz de la conciencia y a los dictados de la ley moral. Ciertamente, en el Gran Juicio del último día, entre los que estarán a la derecha del Hijo del Hombre, se verán muchos a los que los hombres tenían por no destinados al Reino porque no pertenecían a la Iglesia, mientras que estarán a su izquierda muchos que, por haber sido, en apariencia al menos, pues únicamente Dios sabe la verdad de las cosas, miembros vivos del Cuerpo místico, los hombres los juzgarán ser ciertamente coherederos del Cielo. Y grande, en verdad, será el estupor de los que así juzgaron, lo mismo que el de las dos categorías de juzgados. Y los elegidos por misteriosas operaciones de Dios, secundadas por su recta conciencia, dirán: ―¡Cómo, nosotros aquí! ¡Si no habíamos conocido ni servido como Tú dices: dándote de comer, de beber, acogiéndote y visitándote!‖.
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Y el Justo Juez, que murió para dar a todos aquellos hombres de buena voluntad la Vida eterna, responderá: ―Porque, sin saberlo, me conocisteis y me servisteis mediante la caridad que hicisteis a vuestro prójimo. Me socorristeis porque, hasta un sorbo de agua suministrado con amor a un sediento, fue una muestra de amor que hicisteis a Mí‖. Y preguntarán los rechazados. ―¿Cómo puedes cerrarnos tu Reino cuando fuimos de los tuyos?‖. Y Él les responderá: ―Como cerrasteis vuestro corazón a vuestros hermanos necesitados, así os cierro Yo las puertas del Reino. Lo que no hicisteis al menor de entre vosotros, dejasteis de hacerlo también a Mí, y con culpa mucho más grave, por cuanto vosotros sabíais de Mí, obradores de iniquidad, porque es mi hermano el que toma mi semejanza y vosotros, bajo esa careta hipócrita, no os asemejasteis a Mí al carecer del Amor que constituye mi Naturaleza‖. Ved en qué estriba la semejanza: en el amor. Amor perfectísimo en el Primogénito de entre los hermanos. Amor que trató de ser el más perfecto posible en los hermanos con Cristo en la carne y en la fe. Quien no vive en el amor y practicando obras de amor, no es hermano de Cristo, que amó hasta el extremo de morir por sus hermanos y, por tanto, no es su coheredero. Llamóles asimismo también a los predestinados a la Gloria. Aquéllos a quienes llamó no permanecieron ni permanecen sordos a su llamada ni se cansaron de servirle, antes, con heroísmo, fueron y van tras sus pisadas por el áspero camino de la perfección. Ni se amilanan y desaniman si el amor de elección del Señor hacia ellos viene a resultar una sucesión de pruebas y de penas. Como tampoco se tuvieron ni se tienen por menos amados cuando permite Dios que los hombres y los acontecimientos se abatan sobre ellos. De igual modo, no se abaten si la debilidad de la carne o un doblegamiento del espíritu hízoles o háceles caer. Por el contrario, conociendo a Aquél que los llamó, conociendo su Amor y su Misericordia, lo sienten como Padre y Hermano hasta en las horas de tempestades dolorosas y, confiando en los infinitos méritos de Cristo, en el que creen o creyeron, realizaron y realizan su andadura hasta el Cielo del que les viene la llamada. Nadie puede salirse de esta norma si quiere acabar en el grado de gloria al que Dios lo predestinó. Nadie, por muy amado que se sienta, debe caer en el quietismo, en la pasividad, diciendo: ―Como es tanto lo que Dios quiere verme allí, Él se cuidará de llevarme a aquel sitio‖. Cada uno debe trabajar en hacer fructificar y no dejar inactivos los dones divinos. Dios no condena las lágrimas ni la repugnancia del hombre al sufrimiento y al dolor. Condena sólo el pecado, la impenitencia y el desesperar de su misericordia. Sean Jesús y María vuestro ejemplo en eso. Queda justificada en el primero su repugnancia a la muerte, ¡y semejante muerte! Justificados asimismo en la segunda sus angustiados lamentos, mudos o clamorosos, dirigidos al Padre de su Hijo y suyo, desde el comienzo de la Pasión hasta la Resurrección. Aborrecer la muerte, repugnar el dolor, llorar al sentirse abandonado y ante el desgarramiento de la pérdida de un ser querido lamentándose por ello a Dios. Éste no lo condena, antes esas lágrimas y repugnancias son las monedas de más valor para conquistar el Cielo si, al sufrirlas y derramarlas, no os apartáis del amor a Dios y a la justicia. Jesús, que las derramó, y en tanta abundancia, que las probó y apuró todo dolor, tanto por el desgarro de su Madre como por el de su cuerpo, intercede por vosotros ante el Padre. Él sabe muy bien lo que es ser hombre, y os dice: ―Haced como Yo hice. Llorad, estremecéos, gemid a la vista de vuestra pasión y de vuestra cruz. Mas, al igual que Yo, haced la voluntad del Padre. Y Yo os justificaré de todo. Permaneced unidos a Mí y con María, lo mismo que Yo con mi Padre y con mi Madre, y Nosotros seremos vuestro sostén. Yo soy la Vida y Ella es Madre de la Vida y Madre vuestra que os tomó por hijos en aquella hora en que, si no murió, fue por voluntad y auxilio divinos, pues su tormento era mayor que el mío al verme morir entre tantas torturas. Todo lo probamos Nosotros: el
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hambre, el cansancio, la pobreza, la angustia, las persecuciones, los peligros, la espada de la justicia y del dolor y por esto intercedemos por vosotros. Amadnos como os amamos y superaréis cuanto pudiera separaros de Dios. Amadnos y la caridad hacia Dios Uno y Trino y hacia la Hija, la Esposa y la Madre de Dios y Madre vuestra será vuestra justificación y vuestra gloria futura y eterna. ¿Quién podrá separaros de Dios, quién arrebataros el Cielo al que estáis predestinados si permanecéis unidos con Dios y con el Cielo mediante el vínculo del amor? ¿Qué cosas son las que podrán entrar en vosotros para separaros y distanciaros de Dios si Yo, el Amor, os llego a colmar de Mí para que así os vaciéis de todo y podáis acogerme a Mí sólo? ¿Qué es lo que puede llegar a causaros la verdadera muerte si la Vida o, más bien, la Caridad habita en vosotros? ¿Quién podrá venceros teniendo en vosotros Aquél que venció al mundo, al demonio y a la carne? Nada podrá separaros de Dios, privaros del Cielo, haceros esclavos de Satanás y de los hombres, haceros ―morir‖ a la verdadera Vida, si vosotros no queréis. Nada podrá dañaros eternamente si vosotros, con bravura, queréis ser de Dios. Nada podrá venceros si aparece el Tau marcado en vuestra frente y se encuentra en vuestro corazón la caridad. El Cielo es del que sabe merecerlo y Dios lo quiere repleto de vosotros. Por eso os da cuanto puede ayudaros a merecer el Cielo y, junto con ello, a su propio Hijo, a Sí mismo y a su Espíritu Santo. ―¿Quién como Dios? ‖, es el grito del Arcángel defensor . Y el Arcángel lucha con vosotros y por vosotros y os asegura que si tenéis a Dios en vosotros, nada ni nadie podrán venceros, causaros la muerte del alma ni la ruina eterna. He aquí, pues, cómo la voluntad libre del hombre es la que decide su suerte futura y eterna. Cómo en Adán fue su voluntad la que le hizo caer, cómo a Caín fue su voluntad la que hízole fratricida y errabundo dando origen a los hijos de la carne, esto es, a los rebeldes a toda ley, incluso moral, como fue también su mala voluntad la que motivó que Ismael fuera echado de la tribu de Abraham y viniera a ser engendrador de hijos de la carne, y no de Dios, al unirse a una mujer de Egipto, esto es, idólatra. Así pues, no es cambio alguno en la eterna y perfecta Voluntad el que lleva a unos más que a otros a la perfecta libertad y a la vida en el Reino, como quieren decir las iglesias reformadas y heréticas, sino la libre voluntad del hombre que puede elegir lo que más le place: la carne o el espíritu, el mundo o el Cielo, Satanás o Dios. Imitad a Cristo. Nadie fue más probado que Él. Nadie como Él supo de la soledad, de la incomprensión y de los abandonos, desde los del Cielo hasta los humanos. No hubo quien, como Él, padeciera todos los dolores: no hablo sólo de los correspondientes a sus últimos días que terminaron en el sepulcro, hablo de todos los dolores que soportó desde que abrió sus ojos en Belén, dolores de toda especie y cada vez mayores. Mas nunca reprochó a su Padre por este océano de dolores que lo envolvía y que, con sus olas amargas, cada vez más altas, trataba de anegarlo. Jamás recriminó a su Padre. Sabía que Él permitía esto para su posterior exaltación, por sus méritos, en una medida sin medida, desproporcionada con el sufrimiento. Sabía que el mal, el dolor, toda la soledad y angustia que sufría, eran debidos al hombre de pecado, a Adán y a sus descendientes, que, por haber caído, no podían sino proporcionar dolor a Aquél que era Dios en vestidura humana y que esto era así para hacer de ellos hijos de Dios. El mismo Satanás era el motor y lo sabía, pues, consciente de su próxima derrota por la restitución del estado de gracia a los redimidos, se vengaba con el mayor de sus odios contra el Amor. Imitad a Cristo y no blasfeméis culpando a Dios de vuestras debilidades. ¿No os creó Él a todos iguales? ¿No os dio a todos, por igual, un entendimiento para comprender, un corazón para amar, una conciencia para distinguir el bien del mal y un alma para que se den en ella espirituales arranques y sean posibles vuestros encuentros con Dios? La Culpa que incuba en vuestra alma y es lavada por el bautismo, aunque dejando el germen, al igual de las demás culpas vuestras, ¿son acaso tales que hagan de vosotros
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unos perversos que no puedan ya dejar de serlo o unos repudiados que hayan perdido su semejanza con el Padre sin posibilidad de ir acrecentando esta divina similitud? No. Como acaece con un hombre que, por más que nazca deforme o lo sea, o, tal vez, bestial y monstruoso, no por eso deja de ser hombre; y, aunque haya quedado lesionada su inteligencia, sigue viva el alma o susceptible de tornar a la vida por más que el hombre, por degeneración psíquica caiga en pecado de bestialidad, pero después se arrepiente de él y reclama las aguas de la Vida para su alma muerta, así, y con mayor razón, el alma nunca pierde del todo su semejanza con el Padre que la creó, ni se apaga en ella por completo la tendencia al Bien ni la llamada a su origen y a su fin. Y también aquí es la parte humana del hombre la que, con espontánea y satánica voluntad, puede querer la muerte para el alma; mas ésta, de encontrarse libre y sola, siempre tenderá a la búsqueda de Dios y al gozo de estar con Él. El que espontánea y premeditadamente mata a su alma, termina casi siempre por dar también muerte a su cuerpo. Al ser violento con su alma, lo es también con su carne y, al renegar del Ser, del Fin, de la Fe y de la existencia del espíritu acaba por matarse como Judas. El que, sin premeditación, mata su propia alma con el pecado mortal, mas después tiene voluntad de Vida y, arrepentido, procura regenerarse y, a imitación de Dimas, confía en la Misericordia, no sólo devuelve la vida a su espíritu, sino que, por la humillación de la caída, disminuye en soberbia y crece en humildad; y, de aquí que la culpa y sus mismas tendencias, al mantenerlo humilde, le sirvan para caminar hacia la perfección que nunca puede estar en donde se halle la soberbia, mientras que la experiencia del amor de Dios que perdona al culpable arrepentido, lo lleva a un más vivo amor de Dios, y de éste, a su Fin. Muchas veces, y de ello es un ejemplo Pablo, de grandes miserias, de vasos de arcilla colmados, tal vez, de fango de lujuria y de odio, saca Dios sus vasos de elección. Igual que el alfarero, es el Alfarero divino, que de la misma materia hace los vasos, todos los vasos. De la misma materia. De modo idéntico. Os mezcla los mismos elementos. A todos da igual misión y el mismo fin y sabe su pensamiento, quiénes han de ser fieles a esa misión y a ese fin y quiénes no. Mas no es Él Quien los quiere así. Es la materia la que quiere o no quiere permanecer fiel. Así pues, todo aquél que cree e invoca al Señor, y si lo invoca es porque lo ama, tiene la salvación, vive en Dios, sirve a Dios del modo como Él quiere que su vasallo le sirva y recibirá idéntico premio al de quienes sirvieron al Señor de formas diferentes por haber recibido de Dios misiones diversas y dones adecuados a cada una de esas misiones. Bellos son los pies que se cansan de tanto andar evangelizando. Como bellos son también los entendimientos y corazones de los contemplativos que ruegan por aquéllos que se gastan en la vida activa. Y bellos igualmente los espíritus obedientes, atentos y humildes que hacen la voluntad de Dios por más que sea ésta extraordinaria y no divagan con su espíritu ni caen en la soberbia por haber llegado a ser oídos que escuchan al Señor e instrumentos de revelación privada para los hermanos. Bellos son los perseguidos por esto. A la corona de los justos se añadirá para ellos la de los mártires porque sufrieron por la justicia. En verdad que a ellos les alcanza la beatitud de todas las bienaventuranzas. Ellos son pobres de espíritu porque no tienen apego a las riquezas ni a las alabanzas, no negocian con los dones de Dios ni hacen propaganda de su servicio extraordinario. Tienden los velos de su humildad sobre los secretos del Rey, como fuentes ocultas de sabiduría, se dan a los hermanos necesitados no queriendo recibir a cambio ni el aplauso de las gentes que es para ellos motivo de turbación tan sólo. Y por eso es ya suyo el Reino de los Cielos que está en su corazón y descubre sus misterios a sus sentidos espirituales a la espera de recibirlos para siempre en la otra vida. Ellos son mansos para el querer de Dios por más que les resulte doloroso tal querer y poseen la Tierra, es decir, obran en su asilamiento como muy pocos lo hacen:
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conquistando innumerables almas para Dios. Son reyes y maestros para muchos durante y después de la vida y de ellos puede decirse lo que en el Cantar: ― Correrán tras el olor de sus perfumes de sabiduría esparcida como un bálsamo para que muchos tengan en ella curación y consuelo espiritual ‖ Ellos, puesto que el mundo, en el que no hay sino tinieblas, o, al menos, fumosas calinas de orgullo, les aflige y lloran lágrimas amargas por la incomprensión humana, son consolados aquí por el Rey de dolores y por la Madre desolada y lo serán allá mil veces mil por cada vez que lloraron. Ellos, que por su hambre y sed de justicia hubieron de gustar la ceniza, la hiel, el ajenjo y el vinagre que les proporcionaron los hombres, habiendo sido saciados en su espíritu únicamente por el Espíritu de amor, su diario maná, tomarán asiento, al fin, en el banquete nupcial del Cordero y Dios mismo será Quién los sacie revelándose a ellos y revelándoles todos los letifcantes misterios de Dios. Ellos, que con espíritu de misericordia no dejaron de servir a Dios, aún sabiendo que con ello habrían de encontrar y sufrir la inmisericordia humana que es envidia hacia los elegidos y se venga de ellos de mil formas para hacer de su elección una cruz, encuentran y encontrarán completa misericordia en el corazón de la indestructible Misericordia: Jesús, y en el de la Mujer que no sólo no odió a los que mataron a su Hijo sino que rogó por su conversión. Ellos, puros de corazón, no volviendo la mirada más que a su Señor para servirle siempre prontamente, ni pueden escuchar otras voces, así de los sentidos como de las tentaciones, pues únicamente están atentos a las voces del Cielo, gustan ya la beatitud de la visión de Dios, de su conocimiento, grande, aunque limitado todavía, y aguardan con sencillez la llegada de la hora en que podrán verlo tal cual es por toda la eternidad. Ellos, pacíficos por ser hijos y siervos del Rey de la paz, compenetrados de las palabras del Pacífico cuyos ejemplos siguen aún con sus adversarios, son verdaderos hijos de Dios, siendo con tal nombre llamados eternamente y habitarán en sus tabernáculos después de haberle dado hospitalidad en su corazón, pues Dios está con los hombres de paz. Ellos, que por amor a la justicia y por haber trabajado para que ella aumentase en muchos y acudiesen muchos a ella, sufrieron toda clase de persecuciones, no pudiéndose decir que sea persecución únicamente el martirio cruento que viene a resultar rápido. No. El amo del mundo y sus servidores, más o menos conscientes de serlo, tienen mil modos de perseguir, fraudulentos, disimulados, lentos, basados en la mentira, en la calumnia, en la injusticia, que los emplean con astucia refinada contra los siervos de Dios, martirizándolos incluso y, sobre todo, en aquellas partes del yo que verdugo alguno puede martirizar, en las partes incorpóreas, en la mente, y, más que nada, en el espíritu. Estos tales despojan de todo a los siervos de la justicia: de su derecho a servir al Señor, de trabajar por llevar a los hermanos a la justicia, de su buen nombre y hasta de la verdad de su condición. Y lo cubren con la vestidura de ignominia con que vistieron a Cristo y los escarnecen con las mismas palabras. ―Si es verdad que eres lo que dices ser, dile al Señor que intervenga y te ayude‖. Mas a cada despojo, a cada burla sufrida por ellos en la Tierra corresponde un nuevo adorno añadido al vestido de bodas que les espera en el Cielo, un aumento de gloria para estos ciudadanos seguros del Reino y una alabanza mayor de parte del pueblo de los santos y de los ángeles que desde lo alto de los Cielos contemplan y juzgan con justicia sobrenatural las acciones todas de los hombres, los cuales, no todos, obedecen al Evangelio, ley y doctrina de caridad, de verdad y de justicia. Verdad que enseña cómo Dios no hace distinción de personas que no cuentan para El bienes, cargos o cultura sino que mira al corazón, al espíritu de las personas. Y, puesto que, cuanto más humildad de vida y simplicidad de costumbres hay, tanta más humildad de mente y de corazón, tanta más simplicidad de sentimientos y pureza de fines hay también por lo general, así es cómo Cristo, de acuerdo con esa norma, tomó hombres sencillos y humildes para hacer de ellos sus Doce y otro tanto
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hace Dios al escoger sus instrumentos de entre los sencillos, humildes y puros de corazón y de intención. La pobreza del instrumento sirve, por otra parte, para hacer resplandecer el poder y la acción directa de Dios. Mas estos instrumentos de Dios bien pueden dirigir al Señor la queja de los profetas y de los apóstoles, reiterada y reasumida por Pablo: ―¿Quién creyó en lo que decíamos nosotros?‖Pero no se desanimen estos instrumentos por persecuciones, vejaciones, opresiones, calumnias y desprecios que puedan sufrir de parte de quienes vienen a repetir las maneras del antiguo Templo y de los grandes en bienes y en soberbia de Palestina contra Cristo; mírenle a Él e imítenle sin hacer pausa en su misión y sin acobardarse. La Palabra de Dios fue escarnecida, calumniada y ahogada sobre la cruz, mas desde hace veinte siglos Ella triunfa, llena la Tierra y resuena, no ya hasta los últimos confines de la misma cual eco imposible de ahogar y luz que no puede apagar, sino que allá está también Ella donde Cristo sufre persecución en sus hijos. ―Ni la espada ni los tormentos, dijo Pablo, pueden separar de Cristo a quien le ama ‖ Esto no lo pudieron conseguir los paganos de Roma de los primeros cristianos, ni los endemoniados servidores del actual Anticristo lo pueden conseguir ahora de los actuales cristianos, continuadores de aquéllos. Es como una mística lámpara encerrada en los corazones, pronta a salir y llamear de nuevo. La alimentan las lágrimas de los perseguidos en su fe, de aquéllos que, nunca como ahora, buscan a Cristo y su Reino que constituyen su única paz, su única luz en las tinieblas y en las crueldades que imperan allí de donde Cristo fue desterrado, y su única esperanza de vida gozosa tras la opresión terrena. Nada hay que contribuya tanto a aumentar el poder de una idea o de una religión como la persecución de las mismas. El mismo Cristo adquirió ese sello de gloria imperecedera por el que reina y reinará como Santo de los santos aún en su naturaleza de hombre, precisamente por su dilatada persecución moral y por su atroz persecución final. Así es como lo encuentran cuantos lo buscan con amor; así es como se presenta a cuantos se hallan oprimidos, afligidos y agobiados bajo un yugo temporal, mostrándose a ellos con alientos insospechados sólo conocidos por Él, y así, ciertamente, se presenta también y hace que lo encuentren con su severo juicio cuantos, desde los hebreos de su tiempo, enemigos suyos, hasta sus enemigos de ahora, que lo persiguieron y lo persiguen en sus fieles. No sólo durante ―todo el día‖ sino durante toda subida entre los hombres tuvo extendidas sus manos, abrió su corazón y derramó los tesoros de la Palabra eterna al pueblo de Israel. Mas los grandes de Israel no quisieron reconocer aquel gesto, no quisieron entrar en aquel corazón ni recoger aquellos tesoros. Hasta sobre la Cruz aceptó, pues sólo una libre aceptación suya podía hacer que fuese alzado de tal manera, estar con los brazos abiertos y extendidos, como Sacerdote y Amante que se ofrecía e invitaba a su Pueblo; y, aún muerto ya, quiso tener abierto el corazón, muda y postrer enseñanza para toda la Humanidad de la inmensa caridad de Dios y de la puerta santa que acoge en el reino de la misericordia infinita a cuantos se vuelven al Dios-Hombre con espíritu bueno. Mas, al paso que los pueblos acogieron la invitación y la última enseñanza de Cristo, Israel, incrédulo y rebelde, que no tenía excusa en su pertinaz juicio sobre Cristo tras las pruebas por Él dadas, desde los milagros a la doctrina, desde la resurrección a la ascensión, persistió en su voluntaria obcecación, mereciendo la reprobación de Dios. Vida de los sarmientos nuevos y de los retoños de la vida es la caridad, linfa divina que alimenta a quien, por soberbia, no se separa del tronco. Porque la soberbia lleva a la duda, tanto sobre la verdad como sobre los deberes que si no se cumplen vienen a desagradar a Dios. Y de la duda se pasa al enfriamiento de la fe, de aquí a la incredulidad, de ésta a la pérdida del temor de Dios y, por último, a la convicción de que Dios es tan bueno que no sabe ser nunca severo.
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Dios es justo dentro de su bondad: severo mientras el hombre persiste en su pecado; dulce cuando el hombre se arrepiente de él; más dispuesto a readmitirlo en su amistad que a condenarlo, y feliz si a quien se halla espiritualmente muerto puede darle o tornar a darle la vida. Ahora bien, necio Dios no lo es jamás. El Señor, por ser infinitos su poder y su misericordia e infinitos los méritos de Cristo Redentor, puede obrar toda suerte de milagros. Mas, una cosa es necesaria para conseguir el milagro: la buena voluntad del hombre, su fe en Dios, su esperanza en el Señor y su caridad para con Dios y para con el prójimo; sobre todo la caridad, ya que ella viene a ser el terreno que hace posible la floración de todas las virtudes y la unión con Dios. Mas al Sacrificio vivo que se consuma sobre los altares debe unir el hombre su propio sacrificio personal, el de todas las horas, que debe abarcar todas las ocupaciones, deberes y, sobre todo, la voluntad de Dios; por más que ésta sea de dolor. Sacrificio que puede ser de la parte carnal, moral o espiritual. Enfermedades, pobreza, trabajo extenuante, que corresponden a vuestra parte material. Injusticias, calumnias e incomprensiones, a vuestra parte moral. Y a vuestra parte espiritual: persecuciones de parte de los hombres o abandonos de Dios para probar la fidelidad de sus siervos y también su fidelidad a la Ley, conservando castos, justos y amorosos los cuerpos, los pensamientos, los sentimientos y los espíritus. La esencia del culto a Dios la constituye la continua, fatigosa y hasta, a veces, dolorosa subida hacia la perfección para hacer la voluntad de Dios, siendo la primera y común voluntad divina para todos los creados en semejanza divina y predestinación a la Gloria: que se hagan santos a fin de subir para siempre a la morada del Padre. Esta renovación, esta transformación, esta subida a la perfección, esta voluntad humana, propia, no obstante, del hombre en el que más viva es su semejanza con el Padre, su unión con el Hijo y su docilidad a todas las inspiraciones del Espíritu Santo, de modo que sus dones no queden improductivos como semilla caída sobre piedra, sino activos como semilla caída en tierra fertilísima que viene a hacerse árbol frondoso capaz de nutrir con frutos santificantes no sólo a su propietario sino también a otros muchos, más desgraciados que culpables y más pobres de Dios por no saber de Él y no haber quien les instruya debido a su indiferencia, se tiene haciendo en todo y por todo lo que Dios propone hacer, del modo como Dios lo propone y en la medida que Dios indica. Contribuye al bien de todo el Cuerpo místico, tanto el que recorre continentes y se gasta en el trabajo apostólico para llevar nuevos cristianos a la Iglesia militante, como el que sufre ignorado y oculto y hace plegaria de su dolor para ayudar a los misioneros, y no es menos grata al Señor su pequeña Misa (las víctimas son hostias y su lecho es el Gólgota sobre el que consuman su sacrificio para el bien de muchos). Contribuye al bien de sus hermanos, tanto el que escribe las revelaciones de Dios por haberle hecho Éste su revelador, como el que, teniendo talento, escribe obras con las que hacer comprensibles los puntos oscuros de la Escritura o de las verdades de fe, y para hacer más amables, al hacer que se les conozca mejor, a Jesús y a María. Basta con que cada acción o ministerio sea movido y regido por la caridad. Caridad verdadera. Caridad verdadera que hace odiar el mal en sí mismo, no porque dé motivo al castigo ultraterreno sino porque es un dolor que se le causa a Dios. Caridad verdadera que, si nos mueve a no querer hacer el mal, nos impele también a arrancar del mal a nuestros hermanos pecadores y nos inspira para ellos reprensiones que, si bien son, por obligación, justamente severas, no carecen por otra parte de misericordia. Caridad verdadera que hace de los hombres hermanos que, con ser imperfectos en gran medida, se ayudan siempre y se aman en el Señor. Caridad verdadera que hace a los hombres diligentes en su esmero por las cosas que atañen a Dios, fervientes de espíritu, serenos en las pruebas, pacientes en las tribulaciones, incansables en la plegaria por más que, al parecer, el Cielo no la oiga, misericordioso y, por ello, practicantes de todas las obras de misericordia corporales y espirituales, sin rencor, odio o deseo de venganza, llenos de comprensión con el prójimo,
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sin envidiarlo si prospera, sin indiferencia o placer avieso cuando sufre, sin avidez de escalar puestos de honor derrocando, con calumnias incluso, a los demás, contentos siempre con el propio estado y sin jamás vengarse ni de quien les dañó. Esta es la caridad, la verdadera caridad que da gloria a Dios y bienes a los hermanos. Y Dios, si los hermanos no lo hacen, la recompensará restableciendo la justicia, poniendo en claro la verdad de los hechos y castigando y premiando con arreglo a lo que cada uno haya merecido. Dios, por el contrario, será inexorable con aquél que, con su arbitrario modo de obrar, atenta contra el espíritu de los humildes, suscitando en ellos dudas, rebeldías y demás. Y los castigará porque éstos tales es a Dios a quien hieren. Sí, a Dios, que puede venir a ser privado de un hijo o sentirse poner en duda por otro hijo a causa de la libertad con que obran el mal los ―poderosos‖. Y así, ¿qué piensa el maltratado? ―Bueno, si Dios es omnipotente, ¿por qué no interviene?. Luego no es verdad que la plegaria confiada obtenga ayuda de Dios‖. ¿Comprenden los ―poderosos‖ a Quien hieren al herir injustamente a un súbdito? Hieren a Dios. A Dios que sufre con y en quien padece injusticia. A Dios que resulta herido cada vez que se falta a la caridad. Y la caridad es la que debe regular igualmente las relaciones de los súbditos, con las autoridades. No las juzguen y dejen a Dios el juicio de las mismas. No se rebelen contra ellas siempre que sus órdenes no sean contrarias la Religión, a la moral, a la colectividad o a una anterior e inmutable disposición divina, en cuyo caso, aún a costa de sufrir martirio cruento o incruento, es preciso seguir el ejemplo de Cristo que no se plegó a los desordenados quereres del Sanedrín y de los fariseos en general, ni a los de Herodes, el ejemplo asimismo del Bautista que sirvió a la justicia aún sabiendo que, obrando así, habría de perder la vida; los ejemplos de Pedro y de Juan ante el Sanedrín, el de Santiago, y después el de toda aquella muchedumbre de mártires de todo tiempo aniquilados, desde los despedazados, quemados, desgarrados en los circos y otros lugares a los quemados en las hogueras, como servidores del demonio o herejes, por haber hecho lo que Dios les ordenaba. .Saber decir: ―Es preciso obedecer únicamente a Dios‖ y ―Hay que servir en primer lugar a Dios‖ como supieron decir los héroes de Dios, desde Pedro a Juana de Arco. Saber decir, hablando de otras persecuciones incruentas, lo que dijeron Bernarda de Lourdes, Lucía de Fátima y sus primitos, y muchos, muchos otros. Salvo que los poderosos, mientras lo son, porque, de un día a otro, una fosa o un levantamiento popular podría hundir en la putrefacción y reducir a nada el poder del que tan orgulloso estaban hasta el punto de hacer objeto de tortura a los pequeños, salvo que los poderosos no ordenen cosas contrarias al querer de Dios que es el único, verdadero, eterno y perfecto Poderoso, o más bien, Omnipotente, y esto cada cual, por muy alto que se encuentre, debería tenerlo presente para no caer en múltiples pecados, cosas contrarias a la religión y a la moral, salvo estos casos, deben ser obedecidos. Porque, en el supuesto que ordenen cosas lícitas, ellos vienen a transmitir las órdenes de bien que Dios, en primer término, enseñó a los hombres. ¿Acaso no alcanza la ley humana a aquéllos a quiénes alcanza ya la ley divina? Así pues para evitar el castigo de Dios y el de los hombres y vivir en la justicia y en la caridad, como deben vivir los hijos de Dios para ser y mantenerse verdaderamente tales, es preciso no hacer el mal, ningún mal, ni contra Dios ni contra los hombres; es preciso no faltar a la ley de la caridad y no desobedecer a la voz de la conciencia que puso Dios en todo hombre para que lo guíe hacia el bien. De este modo, cumpliendo con la ley de la caridad, la justicia y de la conciencia, y, sobre todo, no faltando de forma alguna a la caridad, daréis a Dios culto racional y alcanzaréis la perfección en la observancia de la Ley, ya que el amor es el complemento de la Ley y quien vive en el amor no cae en la concupiscencia de la carne, de la mente ni del
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espíritu y permanece en la Luz, esto es, en Dios, se identifica con Cristo y partirá con Él su Reino. ―No juzguéis‖ dijo la Palabra de verdad. Ésta debiera ser la regla perfecta. Mas si juzgáis, hacedlo al menos, ya seáis hombres modestos o poderosos, con caridad, y esto siempre, pues no podéis, por vuestra humana limitación, penetrar el interior de los hombres y ver el por qué de todos sus actos. Pensad que nada se oculta al Omnipotente por más que realicéis vuestras acciones injustas y forméis vuestros fingidos, injustos y anticaritativos juicios sobre vuestro prójimo en el mayor secreto. Dios os ve y os siente mientras obráis y habláis, y Él, sí, os juzga con juicio justo e inapelable. El haber sido poderosos no os eximirá del juicio de Dios. Antes, en la medida en que se os dio, así será de riguroso vuestro juicio cuando, al igual que todos los hombres, hayáis de presentaros ante Dios para rendir cuenta de vuestros actos. Y recuerde todo aquél que haya estado más alto que la masa de la grey de Cristo, bien por un cargo o por elección extraordinaria, que a veces, una sola culpa contra el Amor, o sea, contra el Espíritu Santo que es Espíritu de Sabiduría, de Piedad, de Justicia y de Amor, puede echar por tierra todos los méritos de una vida vivida en la Ley. Dios puede heriros súbitamente después de haberle herido vosotros a Él en un siervo suyo o en una obra suya de amor. Puede heriros de súbito, como a Adán, a seguido de una obra vuestra de soberbia. Y entonces, ¿de qué os habrán servido las obras anteriores? ¿De qué los cargos? ¿De qué las elecciones? ―¡Ay de aquél por quien se produce escándalo!‖ dijo Aquél en cuyas manos traspasadas puso el Padre todo poder de juicio. Y, por más que Él fuese la Misericordia encarnada, claramente dio a entender la suerte que aguarda al que escandaliza a las almas con acciones injustas. Y si es verdad que, por un alma que uno llegue a salvar, ese tal salva ciertamente la suya, es asimismo verdad que por cada alma que desista o retroceda de la perfección o, lo que es peor, caiga en el pecado de desconfiar de Dios, del poder de la oración y de la verdad de cuanto antes creía, un castigo, que puede llegar hasta el tormento eterno, y con seguridad a una larguísima expiación purgativa, alcanzará a aquél que fue ocasión de desistimiento, de retroceso o de caída de un alma. Si puede causar turbación en el alma de un ―pequeño‖ la injusticia que se comete contra él, también la puede producir ver cómo los pastores, las luces y los maestros dan un ejemplo que contradice cuanto enseñan. ¡Ay de quiénes son intransigentes con los ―pequeños‖ y los abruman con cargas mientras que consigo y con su yo tienen todas las condescendencias! La mutua edificación es un deber que obliga a todos, pero mil veces más a los que están en alto. En el comer como en el beber, en la manera de vivir y de vestir, como en la habitación, hállese siempre presente la caridad y el recuerdo del que tiene hambre y sed, no le llega para vestir y carece de albergue. Ni los mantos reales, ni los vestidos de púrpura y oro dan derecho a entrar en los Cielos sino, más bien, la manera como se llevaron. Será más fácil ver las vestiduras de las nupcias eternas en uno que llevó, con resignación si fue pobre, y con humildad, por espíritu de caridad, si fue poderoso, un vestido sencillo y modesto, que no en quien, apeteciendo los signos externos del lujo más que los internos del que es misericordioso, llevó vestidos de gran valor sabiendo bien que su conciencia le aconsejaba otro género de vida. Porque en esto estriba la condena: en hacer lo que la conciencia aconseja que no se haga. Hacerlo con plena advertencia y deliberado propósito tras una libre determinación Para que llegue a ser pecado una acción que no es buena es preciso realizarla con plena advertencia. Así pues, examínese cada cual a sí mismo, ya esté en puesto alto o en bajo, y sopese el porqué de cada acción suya y que este examen y esta consideración sean verdaderamente sinceros, como lo es el bisturí del cirujano al poner al descubierto hasta las raíces más profundas del mal. Y puesto que su acción no es buena, secciónela de su
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voluntad para quitarle la vida; y no se limite a esto sino que hunda el escalpelo de una recta conciencia en el propio terreno y en su humanidad para extirpar hasta las raíces y los jugos que puedan hacer surgir en el corazón, en la mente y en el espíritu, plantas no buenas por soberbia, y lo abrase todo en la hoguera de la caridad que, ciertamente volverá a brillar cuando el terreno quede libre de la gélida soberbia y de las cizañas producidas por ella, cizañas estériles, venenosas y entenebrecedoras, sembradas por el Soberbio: por Satanás. Y si aquéllos que se encuentran en alto son fuertes, sostengan con piedad a los débiles sin orgullos necios, reconociendo que Dios, más que el yo, contribuye a hacer, de un hombre, un santo. Bendigan a Dios si es que los amó de un modo extraordinario, pero no se tengan por artífices absolutos de su santidad ni desprecien a quien es, o así aparece, menos santo que ellos. Cristo, santísimo y perfectísimo por ser Dios, y sin pecado hereditario involuntario en cuanto hombre, a nadie despreció y, por su compasión para todas las miserias, llevó a gran número de personas a la salvación. Cristo obró muchos y portentosos milagros y derramó ríos de sabiduría; pero lo que más atrajo las gentes a Él, y por tanto, a la Salvación y a la Vida, fueron, ante todo, su misericordia y, después, su justicia incorruptible e imparcial con todos. Al no buscar su propia satisfacción sino el verdadero bien de las almas y la gloria de Dios, atrajo sobre Sí ultrajes, improperios, rencores, odios y venganzas; mas con ello pudo llevar muchas almas a la Verdad y a la Vida. Por su paciencia, constancia y fidelidad a la Ley, por el celo santo por su Padre, por su amor infinito hacia todas las almas, fue ejemplo para los judíos y para los gentiles y salvación para todos aquéllos que no rechazan voluntariamente la Luz venida para llevarlos a la Vida y para restablecer su filiación con Dios. Ministro para los circuncisos y Pastor único, eterno y universal que no se limitó a recoger únicamente las ovejas de su Redil sino que recogió también ― a las que no eran de su redil ‖ a fin de que también éstas estuviesen bajo la custodia del único Pastor, recogió y acogió, tanto a los gentiles como a los judíos y así todos glorificasen a Dios por su misericordia. Porque quien vive fiel a los dones de Dios reobtenidos por medio de Cristo y fiel también a la Doctrina perfecta enseñada por Cristo, hácese merecedor de que se diga de él lo que dicen las palabras del salmo: ―Vosotros sois dioses e hijos del Altísimo‖. Éste era en el pensamiento de Dios el destino de todos los hombres. Como así habría sido de no haber pecado Adán. Como así es posible que sea para un número inmenso de criaturas, gracias al Sacrificio de Cristo que tanto amó a los hombres que dio su vida por ellos. Como así será hasta el fin de los siglos. Y tendrán vida cuantos, de toda época y nación, hayan amado a Cristo, Causa para ellos de eterna Salvación. Vosotros, que tendéis a la perfección por amor de Dios, sed verdaderamente modestos en todo. El ojo de Dios está siempre sobre vosotros y ve la realidad de vuestros corazones. Recordad de continuo que el Señor puede estar muy cerca con su juicio, pues nadie sabe cuándo vendrá la muerte a liberar vuestras almas conduciéndolas al juicio de Dios. Vivid siempre como si el Señor se os hubiese de hacer presente en cualquier momento para llevaros a la otra vida.‖ Hasta aquí las palabras de Dios a María Valtorta. Vemos en todas ellas, cómo el alma es totalmente libre para aceptar el bien o el mal. Incluso el más ignorante de la tierra, incluso los no cristianos, reciben luces de sobra para salvarse, para escoger el bien o el mal, de manera que quien se condena es porque quiere. Dios respeta la libertad del hombre, pero éste se hace responsable de sus actos y de una eternidad dichosa en el Cielo, o una condenación eterna, horrorosa, en el Infierno. En nuestras manos está: bien o mal, dicha eterna o condenación eterna.
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El juicio particular, tras la muerte, viene precedido de una gran lucidez interior, que parece ser constante en la agonía del hombre. En un instante verá toda su vida en visión panorámica. La conciencia, al aproximase el testimonio definitivo será particularmente viva y recta. Será, incluso, muy exigente, atraída por la bondad de Dios y consciente de la inconsistencia de este mundo. Por eso, también los santos creían carecer de méritos en este supremo momento. Santa Juana de Chantal decía a su confesor, poco antes de morir: - Padre, los juicios de Dios son espantosamente rigurosos. El juicio particular tendrá lugar en el mismo instante de la muerte. En cuanto el alma se separa realmente del cuerpo, queda puesta en su propia presencia y en la presencia de Dios. En ese instante se verifica el juicio particular y se dicta la sentencia. Es el alma misma quien dictaminará su suerte definitiva. Contrastará todas sus acciones con lo que debieran haber sido. El alma separada del cuerpo, debido a su carácter espiritual es inmutable. Si murió en gracia, quedará para siempre unida a Dios. Si murió en pecado mortal, permanecerá en el estado de odio y aversión a Dios, dirigiéndose por propio impulso al Infierno. El valor de esta vida aparecerá entonces al alma. Si ha despreciado la gracia de Dios, si ha muerto en pecado mortal, quedará condenada a un sufrimiento indecible para toda la eternidad. Vivamos de manera que siempre salgamos aprobados de este importantísimo examen de nuestra vida, el último, el más importante, del que se decidirá una eternidad dichosa o una eternidad desgraciada. Según Ana Catalina Emmerick, en el juicio tras la muerte, están presentes, además de Jesucristo, como Supremo y Justo Juez, la Virgen Santísima, nuestro Ángel de la guarda, y nuestro Santo Patrón, además del diablo, éste para acusarnos. Acudamos a Jesús, acudamos a María, la Virgen, Nuestra Madre, acudamos a nuestro Ángel de la guarda, a nuestro Santo Patrón, y también, muy especialmente, a San José, el Abogado por excelencia de la buena muerte, para que ellos nos ayuden a llevar una vida limpia, pura, santa, y que en este juicio no tengamos que avergonzarnos de nuestros actos, sino que vayamos con las vestiduras limpias por la gracia y las buenas obras, y seamos dignos de alcanzar, como rezamos en la Salve, la promesa de Nuestro Señor Jesucristo: su Paraíso, su Cielo, su Gloria. Para ello, cumplamos los Mandamientos, y tengamos siempre el alma en gracia de Dios. Si alguna vez tenemos la desgracia de cometer un pecado mortal, arrepintámonos inmediatamente y recemos un Acto de contrición: así nuestra alma quedará limpia de nuevo, con la condición de confesar cuanto antes ante el sacerdote, pero no dejemos que nuestra alma esté nunca en la desgracia de Dios, en pecado mortal, ya que nos jugamos mucho: una eternidad dichosa con Dios, la Virgen, los Santos, los Ángeles y nuestros familiares difuntos, que se hayan salvado, o una eternidad desgraciada con Satanás y todos los condenados...
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EXISTENCIA DEL INFIERNO Todo árbol que no da fruto bueno es cortado y echado al fuego (Mateo 7, 19). Quien continuamente teme al Infierno, jamás caerá en él, refrenado siempre con este temor. (San Juan Crisóstomo). INTRODUCCIÓN A ESTE CAPÍTULO Hablar del Infierno en nuestros días conlleva ser etiquetado de fundamentalista, ultraconservador, desviado, incluso acusado de no haber comprendido bien el mensaje de Cristo... hasta tal punto se ha llegado por una deformación bíblica del verdadero Evangelio. Jesús, Dios hecho Hombre, habla hasta quince veces del Infierno, de las penas eternas que esperan a quienes caigan en él por su obcecación en el mal, por su rechazo a Dios, por su egoísmo, por su impiedad, por su incredulidad culpable. La Virgen en Fátima, a tres pastorcillos (Jacinta y Francisco beatificados por Juan Pablo II el 13 de Mayo del año 2000) niños de pocos años, no sólo les habló del Infierno sino que incluso se lo hizo ver, en una visión terrorífica, lo que hizo, según cuentan ellos mismos, que avanzaran en la santidad para evitar aquel horror... El Infierno es una realidad, luego hay que hablar de él para que la gente no se condene. No hablar del Infierno, por no "asustar ", es caer en el papanatismo del avestruz: cree que con esconder la cabeza en la arena, ya se libra del peligro, y, al revés, es entonces cuando más fácilmente es capturado. Actualmente, mucha culpa del vicio, de la corrupción, de la impiedad, de la incredulidad de nuestra sociedad, la tiene el haber hablado poco, nada, del Infierno: en nuestros días se condenan más gente que nunca... Si en la Edad Media se hablaba mucho del Infierno, y así por este miedo al Infierno la gente se salvaba: ¡bendito miedo que llenaba el Paraíso de cristianos, de almas salvadas! Ahora, por no "asustar " con el Infierno, la gente se condena: por el vicio que inunda nuestra sociedad, por la falta de temor al más allá, al juicio, al Infierno eterno: los que no hablan del Infierno por no " asustar " serán responsables de todas aquellas almas que se hubieran salvado si alguien les hubiera hecho ver que no todo acaba con la muerte, sino que tras ésta hay un juicio sumarísimo por parte de Dios, Justo Juez de vivos y muertos. En la vida actual brilla la Misericordia de Dios; tras la muerte, brillará su Justicia... No seamos, pues, ilusos, y no nos hagamos responsables del vicio que embarga nuestra envilecida tierra, y hablemos del Infierno para que la gente no caiga en él. Igual que ponemos señales de tráfico y "asustamos " a los conductores con la circulación para que no mueran o queden paralíticos; igual que "asustamos" a los niños con los peligros de la droga, para que no sean drogadictos y subnormales (por culpa de este veneno) en plena juventud, faltos de vida, de ideales, de futuro, muertos vivientes, igualmente hay que hablar y "asustar" con el Infierno. Seamos sinceros: el Infierno existe, es una realidad, triste realidad, pero verdadera, pues hablemos del Infierno, hablemos claro y fuerte para que las gentes no caigan en aquel lugar de sufrimientos, fuego y desesperación eterna, para siempre, siempre, siempre. Hablemos de la realidad del Infierno, de su existencia, de las causas que conducen a él, de su eternidad, de los horrores que allí sufren los condenados y de las oportunidades que Dios da a todos para que se salven: si el alma necesita uno para salvarse, Dios le da millones de oportunidades: quien se condena es porque quiere. En el juicio, en el momento de la muerte, que tan
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olvidado tienen muchos actualmente, brilla la Justicia de Dios, pero al mismo tiempo brilla, y mucho más, la Misericordia de un Dios que por amor a sus criaturas muere entre espantosos sufrimientos en la Cruz, abucheado de su pueblo, de los suyos... y aún así son más, muchísimos más, los que se condenan que los que se salvan, de ahí la necesidad apremiante de este libro: para abrir los ojos a los necios e ignorantes que, al vivir al margen de Dios y sus Mandamientos, no saben , no se dan cuenta, o no quieren darse cuenta, del abismo de sufrimientos eternos que se abre ante ellos: mientras hay vida hay posibilidades de salvarse, después de la muerte ya no habrá más tiempo... No seamos necios y aprovechemos el tiempo presente para ganarnos el Cielo, un Cielo en el que cada minuto es mejor que el anterior, al revés que en el Infierno, donde cada minuto es peor que el anterior. Que todo sea para mayor gloria de Dios, de un Dios que se lo merece todo pues su amor por el hombre lo llevó hasta la muerte en la Cruz, y Él se merece que las gentes lo amen, y conozcan todo lo que hizo por el hombre, su criatura más querida y la más ingrata con Él. Y también para que honren y quieran a la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, porque Ella, como Corredentora, es la persona que después de Jesús ha sufrido más de toda la Humanidad, y ese sufrimiento, tanto el suyo como el de su Hijo, Jesús, fue por nosotros, para que no nos perdamos en un Infierno horrible de sufrimientos y desesperación eterna. Todo esos sufrimientos y penalidades de Nuestro Señor y su Madre, que lo es también nuestra, lo pasaron, lo sufrieron, por nuestra salvación: es lo que queremos manifestar en la última parte de este volumen con el "Mensaje de amor" dado por Nuestro Señor a la Sierva de Dios Sor Josefa Menéndez (fallecida en 1923); en este Mensaje se ve el gran amor de Dios por sus criaturas y su deseo de que todos se salven: quien se condena es porque quiere. Ojalá que esta lectura lleve a muchos al buen camino, al camino de la salvación, aunque se asuste un poco... Más vale asustarse, repito, del Infierno y no ir a él, que por no asustarse, por no asustar, como ahora ocurre, las gentes se condenan más que nunca, en masa, para toda la eternidad, en un Infierno real de fuego, sufrimientos y desesperación eterna para siempre, siempre, siempre... El dogma del Infierno es la más terrible verdad de nuestra fe católica. El Infierno existe, y nosotros tenemos de ello la misma certeza que de la existencia de Dios y del sol, pues ninguna verdad ha sido demostrada más claramente como este dogma, del que Jesucristo habla en su Evangelio más de quince veces. He aquí cómo el Hijo de Dios habla del Infierno en la Biblia: ―¡Ay del mundo por causa de los escándalos! Necesario es que haya escándalo; pero ¡desgraciado del hombre por culpa del cual venga el escándalo! Si tu pie o tu mano te escandaliza, córtatelos y arrójalos lejos de ti, mucho mejor es vivir con un solo pie o una sola mano, que no con los dos pies y las dos manos ser arrojado AL FUEGO ETERNO. Y si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y arrójalo de ti: mejor es para ti entrar en la gloria con un solo ojo, que con los dos ser arrojado al FUEGO DEL INFIERNO" (Mateo 18, 7 9). ―Y no temáis a los que solamente pueden mataros el cuerpo si no pueden mataros el alma; temed únicamente a quien puede arrojaros en cuerpo y alma EN EL INFIERNO‖ (Mateo l0, 28). ―Murió también el rico y fue sepultado en el Infierno, y abriendo los ojos, estando en los tormentos, vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro en su seno. Y exclamó, diciendo: ―¡Padre Abraham, ten misericordia de mí y manda a Lázaro que con la punta de un dedo mojado en agua venga a refrescar mi lengua, pues estoy abrasado en ESTAS LLAMAS ‖ (Lucas 16, 22 – 24).
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―Entonces el juez dirá a los que estén a su izquierda: ―Alejáos de mí, malditos, AL FUEGO ETERNO, QUE FUE PREPARADO PARA EL DIABLO Y SUS ANGELES‖ (Mateo 26, 41). ―Yo os digo que vendrán muchos de Oriente y de Occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos. Pero los hijos del reino serán arrojados a LAS TINIEBLAS EXTERIORES, DONDE SERÁ EL LLANTO Y CRUJIR DE DIENTES‖ (Mateo 8, 11-12). ―Yo os digo que el que se enoje con su hermano será reo de juicio... Y el que le diga necio, será reo del FUEGO DEL INFIERNO‖ (Mateo 5, 22). (Se comprende aquí que es digno del Infierno no el que llame necio a alguien, actualmente llamar necio a alguno no es un insulto grave, sino el que ofende gravemente al prójimo). ―El Hijo del hombre enviará a sus ángeles que arranquen de la tierra los escándalos y a los que ejecuten la iniquidad. Y los arrojarán AL HORNO DE FUEGO, Y ALLÍ SERÁ EL LLORAR Y CRUJIR DE DIENTES‖ (Mateo 13, 41-42). ―Si la mano te escandaliza, córtatela; mejor es para ti llegar a la vida con sólo una mano, que con las dos ARDER EN EL INFIERNO EN UN FUEGO INEXTINGUIBLE, DONDE EL GUSANO NO MUERE Y EL FUEGO NO SE APAGA: Y si tu pie te escandaliza, córtatelo; es mucho mejor llegar a la vida eterna con un solo pie, que no con los dos ser ARROJADO AL INFIERNO A UN FUEGO QUE NO CONSUME, DONDE EL GUSANO NO MUERE NI EL FUEGO SE APAGA. Y si tu ojo te escandaliza, arráncatelo; mejor es para ti entrar en la gloria con un ojo sólo, QUE CON LOS DOS SER ARROJADO EN EL INFIERNO, DONDE EL GUSANO NO MUERE NI EL FUEGO SE EXTINGUE‖ (Marcos 9, 42-43). ―Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. El que esté conmigo y yo con él, éste dará buen fruto; porque sin mí nada podéis hacer. El que no esté en mí será arrancado como los sarmientos secos, y hechos un haz ARROJADOS AL FUEGO Y QUEMADOS‖ (Juan 4, 56). ―Toda planta que no da buen fruto SE CORTA Y SE ARROJA AL FUEGO‖ (Mateo 7, 19). ―Y marcharán aquéllos AL SUPLICIO ETERNO y los justos a la vida eterna ‖ (Mateo 25, 46). Así habla Nuestro Señor Jesucristo en su Evangelio del Infierno, entre otros muchos pasajes, que no hemos puesto porque son muy conocidos: dudar de Él equivale a dudar de la palabra infalible de Dios, y tacharlo de mentiroso, lo que es una grave blasfemia. El Infierno es una realidad, negarla es necedad, hablar de su existencia es cordura porque así podremos evitarlo. Dos médicos eran muy íntimos amigos. Un día en que comían juntos, salió en la conversación el tema de la vida de ultratumba y hablaron de la existencia del Infierno, existencia de la cual los dos dudaban mucho. Y sin más llegaron a la conclusión de que el primero que marchara al otro mundo viniese a avisar al amigo acerca de si existía o no ese lugar de tormentos. Pasaron unos meses... Una noche, uno de los dos, estando bien dormido en cama, después de un día de mucho trabajo por su oficio, ―soñó‖ que su amigo entraba en su dormitorio. -¿Qué tal?... ¿A qué se debe esta visita aquí y a esta hora?. - Vengo a avisarte ―que sí existe el Infierno‖... Éste se echó a reír por lo chistoso y novedoso, para él, del motivo de la visita. Y, como para seguir la broma, le dijo: - Muy bien, demuestra lo que me estás asegurando, pues no es suficiente afirmarlo. -¿Dónde fuiste anoche?- le preguntó el recién llegado. -A visitar a uno de mis enfermos que estaba bastante grave. -¿Y no te pasó nada especial en esa visita?, ¿no te faltó nada?
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- Pues... lo estoy pensando... ¡Ah, sí, extravié la serreta y me molestó mucho ésto, no tanto por la importancia de la misma, cuanto por el apuro del momento! Tuve que romper la ampolla con las manos y ni después me fue posible hallarla. -¿Sabes dónde está? -¿Dónde?. - La tienes en el bolsillo de tu pantalón. Se rió, entonces, el amigo desde su cama. - Y ésta- siguió diciendo con autoridad el recién llegado – es la prueba de que sí existe el Infierno. Tras todo esto, continuó durmiendo aquél, soñando con otras cosas; pero poco después, cuando se despertó por la mañana, le vino inmediatamente el recuerdo del sueño y pensó telefonear al doctor su amigo para contarle, y reírse juntos, del extraño sueño que había tenido acerca de él. Pero al coger el pantalón para vestirse, salió del bolsillo la dichosa sierrita que cayó al suelo. Este detalle lo sorprendió mucho... Terminó de vestirse y bajó a tomar el desayuno. No se le había quitado la idea del teléfono. Mientras desayunaba, según su costumbre, leyó un momento el periódico. Y su sorpresa fue enorme al encontrar la esquela de defunción del doctor N.N., su amigo, cerciorándose de que el día anterior se había ahogado... Tanto le sorprendió todo lo que había sucedido y tanto se convenció de la existencia del Infierno, que después tomó la firme resolución de un cambio radical en su vida. Se inscribió en varias asociaciones religiosas de su parroquia, para, como él decía, asegurar más su salvación eterna. Para que no entres en el número de los condenados, oye y escarmienta con este ejemplo. Se cuenta de un gran Príncipe, refiere el Padre Andrade, que siempre rehusaba cumplir con la Iglesia por Semana Santa, o sea confesar y comulgar por Pascua Florida. Su esposa, que era buena cristiana, le reprendió este descuido. Respondió él que no se confesaba por temor a la penitencia que le habían de dar los confesores. Instóle la princesa que mucho peor sería caer en las penas del Infierno. -¿Qué Infierno?- respondió el príncipe – Yo no creo que hay Infierno. Eso es cuento y fábula de los predicadores para espantarnos. De allí a poco tiempo murió este príncipe, y apareciéndose a su esposa rodeado de fuego le dijo con llanto inconsolable: -¡Ya creo que hay Infierno, ya creo que hay Infierno, ya creo que hay Infierno! ¡Ay de mí, por qué cuando pude creerlo con fruto, no lo creí!... Triste será para ti, que creas en el Infierno cuando ya estés en él y no tengas remedio... Eran los últimos días de Carnaval. Un joven estudiante, para vencer las últimas repugnancias de cierta joven a la que quería arrastrar al pecado, le dijo: - Mira, yo he estudiado mucho y por mi palabra y por la palabra de mis profesores te aseguro que el Infierno no existe. Aquella misma noche, estando acostada la joven en su casa, impresionada por lo que le dijo su seductor y llena de vergüenza por el pecado cometido, sintió un ruido extraño por las escaleras... Se abrió de pronto la puerta de su dormitorio de par en par y vio acercarse hacia ella una sombra negra, envuelta en llamaradas verdosas... La joven pensó gritar, pero antes de que pudiera hacerlo, la aparición le dijo: -En nombre de Dios vengo a corregir lo que te dije ayer: ¡El Infierno existe, y yo estoy en él!... Tras estas palabras, la joven pudo, al fin, gritar, acudiendo los vecinos. Había un olor nauseabundo en la habitación. Contó la joven lo que le había pasado y varios vecinos fueron a casa del joven para cerciorarse de las palabras de la muchacha.
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Efectivamente, el joven había muerto al resbalar y tener una mala caída. En aquel momento lo estaban ya velando... Otro caso parecido nos muestra cómo Dios, también con las apariciones de difuntos condenados, nos hace ver la existencia, el peligro, del Infierno. Había acabado la Primera Guerra Mundial. Un grupo de altos mandos militares, en la última reunión, celebraban la victoria, al mismo tiempo que se disponían a separarse para ir cada uno a sus propios lugares de origen. Para no dejar que el tiempo y la distancia los separase para siempre, acordaron reunirse al cabo de cierto tiempo. Llevados de su impiedad, acabaron diciendo, burlándose de las cosas divinas y del Infierno en el que no creían: -¡Y aunque estemos en el Infierno, volveremos todos en esa fecha que hemos acordado!... Todos asintieron entre grandes risotadas que confirmaban su ateísmo, su falta de fe en Dios y en la vida futura tras la muerte. Acto seguido cada uno se marchó a sus residencias, a sus ciudades, a sus hogares. Pasaron varios años, y llegó la fecha prevista para la reunión... Entre abrazos, saludos y preguntas se encontraron de nuevo todos los oficiales... Todos, menos uno... Estaban en el apogeo de la celebración del encuentro, cuando, de pronto, se abrió la puerta y apareció el compañero que faltaba envuelto en llamas y gritando: -¡El Infierno existe, y yo estoy en él!... Acto seguido, desapareció la horrorosa visión, acabando con el ambiente festivo que poco antes había en la sala. Aquella visión dantesca, horrible, se les caló en el alma de tal manera que jamás volvieron a burlarse de las cosas religiosas y mucho menos del Infierno... Cambiaron de vida y se hicieron fieles cristianos... La visión del desgraciado compañero condenado les había hecho ver que no es broma el Infierno, sino verdad, y que aquella aparición les había dado una oportunidad para salvar sus almas. Oportunidad que ellos no desaprovecharon. En su misericordia, Dios quiso enseñarle a Santa Faustina Kowalska la consecuencia eterna del pecado grave. Esta Santa escribió en su diario. ―Hoy, he sido introducida por un ángel en los abismos del Infierno. Es un lugar de grandes suplicios y terriblemente extenso. Allí he visto varios géneros de sufrimientos. El primero es la pérdida de Dios. El segundo: los perpetuos remordimientos de conciencia. El tercero: la suerte de los condenados no cambiará jamás. El cuarto es el fuego, inflamado por la cólera de Dios, que penetra en el alma sin destruirla. El quinto: son las tinieblas perpetuas y un olor terrible y asfixiante. Y, a pesar de las tinieblas, los diablos y las almas condenadas se ven mutuamente y ven todo el mal de los demás y el suyo propio. El sexto: es la continua compañía de Satanás. El séptimo: una desesperanza terrible, el odio a Dios, las maldiciones y las blasfemias. Que cada pecador sepa que será torturado durante toda la eternidad por los mismos sentidos que él empleó para pecar. Escribo esto por orden de Dios, para que ninguna alma pueda excusarse diciendo que no hay Infierno, o que nadie ha estado allí y no sabe cómo es. Yo, Sor Faustina, por orden de Dios, he penetrado en los abismos del Infierno para hablar de ello a las almas y dar testimonio de que el Infierno existe. Una de las cosas que he observado es que había allí muchas almas que habían dudado de la existencia del Infierno... Así pues, rezo aún con más ardor para la salvación de los pecadores y apelo incesantemente a la Misericordia divina para con ellos. ¡Oh Jesús!. Prefiero agonizar hasta el fin del mundo con los mayores tormentos que ofenderte con el menor de los pecados‖. La Doctrina de la Iglesia afirma la existencia del Infierno y su eternidad. Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección.
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En una reciente revelación de Jesús (1989) dirigida a toda la Humanidad ha dejado dicho: ―Amadísimos hijos míos, os habla Jesús de Nazaret, el Hijo de la Virgen María, el Dios del Amor, el Dios que murió clavado en una cruz por amor a vosotros. Amadísimos hijos míos, aquí estoy para hablaros como siempre hemos hecho mi Madre Santísima y Yo, siempre venimos a instruiros, a enseñaros para que la confusión que reina ahora en el mundo no os alcance; las tinieblas son muy grandes y están penetrando en las almas y en los corazones de mis hijos y por eso muchos se condenan. Mi Madre Santísima y Yo venimos para que sepáis la verdad, para que no estéis confundidos, y el tema que hablaré hoy será un tema muy importante, que mucha gente no quiere oír porque le da miedo, pero es muy importante que lo sepan las almas para su salvación: EL INFIERNO. Mucha gente no quiere creer que existe el Infierno, que hay Cielo, y que hay Purgatorio. No quieren entender, no quieren comprender, y al negarse a comprender que sí hay estas tres cosas están negando tres verdades. Hay Cielo, pero también hay Purgatorio y hay Infierno. Y muchos de mis hijos no quieren saber nada de este tema, porque no quieren creer que después de una vida de muchos pecados su final será el Infierno. Sí, muchos eluden este tema porque no les gusta y ahora mis hijos están diciendo que el Infierno es el sufrimiento que se tiene aquí en la tierra y esto no es verdad, no es verdad, porque el Infierno fue creado para aquellos pecadores impenitentes, aquellos pecadores que no se arrepienten de sus pecados. Y si mueren así en pecado mortal su lugar será el Infierno. Mucha gente no lo quiere creer, ni mis hijos, y dicen: ―Es que Dios no castiga, porque es muy bondadoso, infinitamente bueno‖. Sí, es bueno. Pero también es Justo y Sabio. Por eso no deben caer en este error, de creer que porque Dios es bueno no castiga. Mirad que no perdonó la obra perfecta que eran los ángeles y los condenó a sufrir y éstos fueron los primeros que cayeron en el Infierno y que mucha gente conoce como el demonio y ángeles caídos, y desde este momento ellos se han extendido para confundir a mis hijos e inducirlos al pecado, porque su odio es muy grande y no quieren que mis hijos tengan de premio el Cielo y por eso los inducen a pecar, los inducen para que no vayan al Cielo. Mucha gente los obedece, mucha gente no se da cuenta que con un pecado y otro pecado, si no lo confiesan, si no se arrepienten y mueren así, tendrán como fruto el Infierno. El Infierno es la morada de todos los sufrimientos, de todos los dolores, de todas las angustias, porque si el Cielo es alegría, paz, luz, gozo y amor, el Infierno es todo lo contrario: hay tinieblas, hay amargura, hay dolor, hay sufrimientos, hay odio. Aquel pecador que no se quiere arrepentir de su pecado y muere así, comprenderá al morir que su peor tormento será el haber despreciado la felicidad que se le brindaba al haber muerto Yo en la cruz. Su mayor tormento será el comprender que despreció mi Sangre, que despreció mi dolor en la cruz y esto lo tendrá eternamente, este dolor de haber perdido la felicidad eterna, la felicidad del Cielo y no sólo esto será su tormento sino que también el fuego, el fuego que lo consumirá en una tristeza, en una angustia, en un dolor terrible, porque el fuego infernal es un fuego que no muere, que no acaba, que atormenta el alma. Muchos dicen que este fuego es figurado, que no es cierto, y no es así, hijos queridos, este fuego es real, pero es un fuego no como el de la tierra; porque el de la tierra consume, se acaba, pero el del Infierno jamás termina. Y abrasa al alma y la atormenta y nunca tiene fin y no sólo esto sino que penetra hasta el alma, penetra y todos los sentidos sufren este fuego: los ojos, el olfato, el oído, el tacto, todos los sentidos lo sienten, porque este fuego penetra dentro del alma y se queda allí haciendo sufrir al pecador impenitente. Este fuego que quema, que abrasa, pero que no consume, este tormento, durará eternamente. Por eso he venido ahora a enseñaros, para que conociendo todo esto no caigáis en el pecado y si estáis en el pecado salgáis de él, porque seto espera a aquéllos que no se arrepienten. En el Infierno los verdugos son los demonios y hacen padecer al alma por toda la eternidad. Sabéis que la tierra es lugar de pruebas para ganar el Cielo o ganar el Infierno, esto lo sabéis, sabéis que es así, pero la gente no lo quiere entender, no quiere creer y dice que no hay nada de esto, que éstos son inventos de la gente que está loca, que
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no quieren gozar, y siguen y siguen así con esto, por eso vengo a instruiros porque el mundo está en un constante pecado y después, al final, cuando os llegue el día de la muerte estaréis en pecado y ya no podréis hacer nada, por eso os hago esta llamada. Mirad que es vuestra alma la que va a sufrir por toda una eternidad o va a gozar por toda una eternidad... según hayan sido vuestras obras en este breve paso por el mundo. Muchas personas por un triste placer dejan que su alma se endurezca en el pecado y no quieren cambiar, porque no quieren sufrir, porque no quieren hacer penitencia, no quieren. Ellos quieren alegría y gozo, la felicidad que dura únicamente un suspiro y por ese suspiro tendrán después una eternidad de penas, de angustias, de dolores, y allí no podrán arrepentirse, no podrán ya hacer nada. Tenéis que cambiar de vida, tenéis que adquirir la gracia, porque muchos no quieren obedecer mis palabras, muchos se ríen de mis mensajes y de los de mi Madre Santísima, se ríen de todo esto y de mi Doctrina y dicen ―Que ahora el Señor no castiga, que el Señor no quiere sufrimientos, que el Señor no quiere penas, porque Él es todo Amor‖. Sí, hijos queridos, Yo soy todo Amor pero también soy Justo y muy Sabio, y por eso todos aquéllos que digan que Dios no castiga están en el error, porque a los primeros que castigó el Padre Eterno fueron los ángeles y no los perdonó y ellos están eternamente condenados y con ellos todos aquéllos que desprecian la Sangre que Yo derramé en la Cruz. Todo aquél que está en el error salga de este error, porque un gran castigo viene al mundo por los pecados de los hombres que no quieren arrepentirse, que no quieren adquirir la verdadera Doctrina que Yo dejé en mi Iglesia y la hacen a un lado para seguir otras doctrinas que les alabe su ego, que les alabe su vanidad y su orgullo y esto hijos queridos es un lazo diabólico. Ahora están predicando que no hay que sufrir, que no hay que hacer penitencias, ni ayunos, ni sacrificios, porque Dios no quiere eso. Porque Él es todo Amor, todo Alegría. No hijos queridos, debéis amar la cruz porque la cruz os llevará al Cielo. Y todo aquél que se aparte de mi cruz, de mi Sacrificio, morirá y su lugar será el Infierno, porque habrá despreciado la redención que Yo le doy por medio de mi Sacrificio en la Cruz. Muchos de mis hijos no quieren creer esto y se burlan, se ríen y dicen que Infierno no hay, que el Infierno está aquí en la tierra y después de morir no hay nada, por eso dicen: ―Gocemos, cantemos, bailemos, que mañana moriremos y después no hay nada‖. Y esto no es verdad, después de estas pruebas en la tierra el alma vivirá eternamente: si ha sido buen hijo irá al Cielo, si ha sido mal hijo, irá al Infierno y esto es terrible. Por eso vengo a instruiros en esto, porque algunos que creen en el Infierno, lo creen, pero lo creen a medias y dicen: ―Como el Señor es infinitamente bueno incluso allá en el Infierno dará consuelo‖. No, esto es mentira. El que llegue al Infierno no tendrá consuelo de ninguna clase. Los consuelos son aquí en la tierra. Aquí en la tierra el alma que sufre tiene consuelo, pero en el Infierno no, en el Infierno no hay consuelo, sólo hay aflicción, tristezas, amargura, desesperación y tormento día y noche. No hay reposo para el sufrimiento en el Infierno. Yo dejé dicho esto en el Apocalipsis: ―Que todos aquéllos que en estos últimos tiempos adoren a la Bestia, o sea, que se endurezcan en el pecado, cuando venga la Bestia, sigan a la Bestia y ella los marque, su lugar será el Infierno. Y serán atormentados sin reposo". Esto lo dejé dicho en el Apocalipsis y se cumplirá, porque muchos no quieren entender y como os digo el fuego que hay aquí en la tierra, es un fuego que quema el cuerpo pero no penetra el alma, pero el fuego que hay en el Infierno, penetra el alma y esta penetración en el alma hace que el alma se sumerja en un dolor infinito, sin término, intenso y será así eternamente, porque tendrán en el alma y fuera de ella este fuego, porque ellos serán parte de este fuego infernal. Por eso se dice en algunos mensajes, que aquéllos que no se arrepientan serán como leños que alimentarán el fuego del Infierno y esto quiere decir que ellos mismos serán este fuego, que lo tendrán dentro del alma torturándolos sin reposo. Además de otros tormentos que allí existen que son del olfato, de los ojos, de los oídos, porque además de este tormento del alma tendrán en sus ojos la vista de cosas horrendas, en el oído de cosas terribles, y en el olfato hedor para toda la eternidad, y un hedor tan repugnante que si alguno lo pudiese oler aquí en la tierra, con sólo que les llegara un poquito los mataría, es tal el olor nauseabundo
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que un ser humano no lo soportaría y moriría al instante, así también son todas las otras cosas que hay en el Infierno. Y Yo, como Padre amoroso que soy de vosotros, os aviso de ésto para que miréis que si a vosotros os molestan las cosas aquí en la tierra que son pocas, que son dolores, que son angustias que tienen su consuelo; sin embargo muchas personas se desesperan y no quieren sufrir, no quieren llorar, pero cuando lleguen al Infierno y se den cuenta de que lo que aquí se sufre no es nada comparado con lo que hay allí, desearán haber sufrido, haber creído en mi palabra, porque el que entre allí ya no vuelve a salir jamás. Por eso os doy este aviso para que entendáis que no es lo que mucha gente cree que son mentiras esas historias del Infierno, del Cielo y el Purgatorio; no, hijos queridos, es real, muy real. Por eso quiero que sepáis que sí hay un lugar de tormento para todas aquellas personas y para todos aquellos mis hijos que no quieren arrepentirse y desean quedarse en su capricho de estar cometiendo una y otra vez sus pecados, por eso Yo quiero instruiros en esto, porque es importante que sepáis y podáis instruir a otros, aquéllos que dicen que esto no es verdad. Y vengo a deciros esto, porque en estos tiempos los lazos diabólicos se han propagado, el pecado abunda en el mundo y al estar así muchos van al Infierno... pero lo entienden, lo comprenden, saben que es cierto, cuando están allí y ya no pueden hacer nada para salvarse sino únicamente lamentarse que por su dureza de corazón perdieron el Cielo, perdieron la felicidad que tanto buscaban aquí en la tierra y comprenden demasiado tarde que debieron haber obedecido mis palabras y las de mi Santísima Madre, la Virgen María. Esto no son cuentos sino una cruel realidad: todo aquél que muere impenitente, es decir, sin arrepentirse, caerá en el fuego del Infierno y ya no podrá hacer nada estando allí. Pero mucho, hijos queridos, mucho se puede hacer estando en la tierra, por eso os doy este aviso, para que entendáis que muchos, muchos, se pueden salvar estando en la tierra, que es lugar de pruebas, por eso debéis de entender esto y hacerlo ahora, cambiar de vida desde ahora, mañana puede ser demasiado tarde, porque como se os ha dicho siempre no sabéis la hora ni el día en que vais a morir, por eso se debe de estar preparado. Y vosotros que sabéis esto, decidlo a otros: que tienen que cambiar de vida, que tienen que creer que Yo vine al mundo por primera vez a morir en la cruz, para salvarlos de estas penas eternas que hay en el Infierno, porque mucha gente no entiende para qué vine Yo a salvarlos y dicen: ―¿ Pero a salvarnos de qué ?‖, dicen, ― porque aquí en la tierra no se ve nada, no se ve su misericordia, en la tierra todo el mundo sufre, hay mucho mal ‖. Pero hijos queridos, el mal que hay en el mundo no es porque Dios lo haya querido, sino que el mal lo ha hecho el mismo hombre con su pecado, porque no ha querido obedecer mi Doctrina. Por eso es que hay tanto mal en el mundo, tanto pecado: todos estos pecados que claman al Cielo son los que acarrean tantos males en el mundo y esto es lo que el hombre no quiere entender, no quiere entender y no entiende cuál es esa salvación de la que se habla. Y es, hijos queridos, que vosotros no vayáis al mundo del suplicio eterno, al mundo de los tormentos que no tienen final. De esto es lo que Yo vine a salvaros: de caer eternamente en este Infierno de aflicciones, dolor y tormento, por esto Yo morí en la cruz. Esto quiero que entendáis, porque muchas personas no quieren sufrir, no quieren llorar y sólo quieren alegrías, bienestar, cantos y bailes y no entienden cuando Yo les digo que vine a morir para salvarlos y dicen ―¿a salvarnos de qué , de que no bailemos, de que no cantemos, de que no nos divirtamos?‖. No hijos queridos, no. Vine a salvaros de que caigáis en el mundo del suplicio eterno, donde los verdugos son los demonios. Aquí mucha gente se aflige cuando las personas atacan el cuerpo, pero aunque ataquen al cuerpo no pueden atacar al alma y esto es lo que no entienden, y creen que el fuego del Infierno del que tanto se habla no es de verdad. El fuego de la tierra es un fuego que quema, que consume, pero que no llega al alma: el fuego infernal quema, abrasa y llega al alma, pero no consume, esto quiere decir que su tormento no acabará y el alma sufre, sufre todo este tormento eternamente, además de lo que ya expliqué anteriormente que sufre con los cinco sentidos: los oídos, los ojos, el olfato, y el gusto que sólo tendrán cosas horrorosas: para ver, para oír, para gustar y para oler, esto será su eterno suplicio, porque no sólo será por fuera, sino que el suplicio lo
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tendrán también por dentro, por dentro y por fuera. Esto es lo que quiero que entendáis, por qué vine Yo a morir al mundo, y por qué Yo siempre os digo: ―Hijos queridos, no pequéis y si pecáis salid de este pecado inmediatamente y poneros en gracia de Dios, para que este castigo no os alcance. Todo esto que os digo es para bien de vuestra alma, para el bien de vuestro cuerpo, porque al obedecer mis palabras no caeréis en estos suplicios. Mi Madre Santísima llora cuando uno de sus hijos se condena, porque sabe que su tormento será mayor, muchísimo mayor, porque tuvo la salvación en sus manos y la despreció, por eso mi Madre llora: por estos hijos que se condenan. Debéis, pues, hijos queridos, estar alertas e instruir a otros sobre esto y decirles que aquí debéis padecer, porque lo que aquí se padece hijos queridos es poquito, muy poquito; además de este poquito tenéis muchos consuelos, tenéis tranquilidad y reposo, en cambio allá en el Infierno no hay estos consuelos, no los hay. Por eso no os aflijáis cuando tengáis una pena, una aflicción: ofrecedla para expiación de vuestros pecados y obtendréis mucho fruto; si en vuestras enfermedades tenéis paciencia tendréis mucho fruto; si en vuestras penas rezáis en lugar de afligiros y lamentaros tendréis mucho fruto y esto os ayudará a adquirir el Cielo y evitar el Infierno. Aquí en la tierra cuando tenéis sed, buscáis el agua para calmar la sed y cuando no la tenéis sufrís y no estáis contentos hasta que no tenéis en vuestros labios el agua que calmará vuestra sed. Pero en el Infierno, hijos queridos, la sed que sentiréis irá en aumento atormentándoos el alma y el cuerpo y no tendréis ni una gota de agua que calme esta sed, y esta sed irá en aumento, en aumento, en aumento y así todos los suplicios de los sentidos. Así como en el Cielo el gozo irá en aumento, la felicidad irá en aumento, también en el Infierno el sufrimiento irá en aumento. También quería deciros que hay Purgatorio, y de esto quería hablaros porque aquí van las almas que no se han purificado del todo, pero por haberse puesto en gracia de Dios aunque sea a última hora, no tendrán el Cielo ni el Infierno, pero sí un lugar en donde podrán purificarse más y después, llegado su momento, irán al Cielo, por eso ahora os pido que recéis mucho por estas almas que están detenidas en el Purgatorio purificándose para poder entrar sin mancha en el Cielo. Debéis rezar mucho por estas almas, para que pase su purificación y puedan entrar en el Cielo y también rezad mucho, mucho, para que los pecadores se conviertan y se les pueda evitar este suplicio de los que he hablado, rezad mucho, rezad el Rosario, rezad, rezad mucho porque vienen tiempos, hijos queridos, muy duros, difíciles, muy crueles, en que tendréis que comprender que el sufrimiento que aquí tengáis no será nada comparado con el Infierno, y al saber esto vosotros os sentiréis mejor y trabajaréis mejor y cuando tengáis alguna pena diréis: esto no es nada comparado con lo que hay allá abajo en el Infierno. Sufrid estas pequeñas contrariedades, penas y problemas con alegría y veréis cómo el consuelo llega a vuestros corazones y no sufriréis y tendréis doble alegría. Porque habréis comprendido lo que realmente quiere el Señor, que améis mi cruz, que améis mi sacrificio, y por este amor os salvaréis, Es muy importante que comprendáis seto y así tengáis conocimientos y podáis instruir a otros. Mi Madre Santísima y Yo os decimos todo esto para que tengáis una idea exacta de lo que está sucediendo y para qué son nuestras venidas al mundo a instruir a nuestros hijos, y es para que sepan todas aquellas cosas que les ayudarán a salvar sus almas, es decir, a no caer en el fuego eterno del Infierno. Por eso vine Yo a morir en la cruz: para salvaros de caer en este suplicio eterno‖... Recordamos que la existencia del Infierno, así como su eternidad, son dogmas de fe, es decir, algo que hay que creer bajo pena de pecado mortal, pues cuando la Iglesia define algo como dogma de fe, el Espíritu Santo la asiste para que no pueda engañarse ni engañarnos, y la existencia del Infierno, repetimos, así como su eternidad, y la existencia del Purgatorio (también mencionado en este Mensaje) son dogmas de fe, que además, como hemos visto al comienzo de este capítulo, está en la Biblia.
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ETERNIDAD DEL INFIERNO La eternidad del Infierno es clara en el Evangelio para aquéllos que no cumplen los preceptos divinos de amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo: ―¡Apartáos de mí, malditos, id al FUEGO ETERNO, que fue destinado para el diablo y sus ángeles‖. (Mateo 25, 41). Para siempre. Luego quiere decir que, tras trillones de años, el Cielo y el Infierno están en comienzo aún... Porque en la eternidad, cada día que amanece hace cuenta que es el primer día, el primer minuto de su existencia... La eternidad es un instante petrificado. Es un segundo que no tiene movimiento. Nueve siglos hace que el Poverello de Asís pisó los ámbitos de la Bienaventuranza; pues en los momentos en que lees estas líneas, para San Francisco está empezando su eternidad. ¡Qué tremenda desesperación para los condenados, verse a cada instante comenzando su castigo, sin que las penas ya sufridas les hayan servido de nada! Porque una cosa que no tiene fin no descuenta el tiempo, sino que está siempre en su comienzo mismo... No desperdicies los brevísimos «ahora» de tu vida. Recógete en el fondo de tu alma, y en ese supremo silencio, piensa muy despacio, muy lentamente lo que supone la palabra eternidad... para bien o para mal. Cada deber que incumples es una perla de tu sillón eterno que machacas. ¡Qué triste! Cuentan de Isabel I de Inglaterra, aquella reina, hija de Enrique VIII, que mandó asesinar a su hermana María Estuardo, verdadera sucesora al trono de Inglaterra, a la muerte del impío y criminal rey, para quedarse ella con la Corona, que hizo un pacto con el diablo por el cual éste le concedía cuarenta años de reinado feliz y dichoso a cambio de venderle su alma... No sabemos si esto es cierto o no, pero a los pocos días de su muerte, toda la servidumbre de palacio andaba alborotada, sobre todo los guardias de las almenas, quienes, en sus rondas nocturnas veían aparecerse por las murallas una figura quejumbrosa y horripilante, que lúgubremente iba gimiendo: -¡Cuarenta años de reinado y una eternidad en el Infierno! ¡Cuarenta años de reinado y una eternidad en el Infierno!‖ Triste, muy triste, porque realmente no es leyenda, sino verdadera y trágica realidad que muchos, ante el dinero, el placer, la gloria, la fama, el poder, venden su alma al diablo para conseguir esos beneficios caducos, pasajeros, fugaces, de poco tiempo, olvidando, despreciando, otros bienes, los eternos, por algo que nos horrorizará en la otra vida al ver lo idiotas, necios y locos que fuimos al cambiar por unas baratijas, ya que todo lo que en esta vida nos atrae, al margen de Dios, en la otra carece de valor, en comparación con la felicidad eterna, dichosa, que allí se goza junto a Dios, a la Virgen, nuestros seres queridos y todos los Ángeles y Santos, en un Paraíso de goces y alegrías que no tienen fin. Tenemos actualmente, incluso dentro de la Iglesia, una corriente pseudoprogresista (lo que conduce a la corrupción y a la perdición eterna no puede ser jamás progreso, sino atraso) que quiere minimizar, suavizar, el hecho de la condenación eterna, del fuego del Infierno, y ya casi hasta negar la misma existencia del Infierno... y así, quitado ese temor saludable (pues temiendo al Infierno se puede evitar ese peligro, como dijo la Beata Jacinta de Fátima y recordó el Papa Juan Pablo II en su beatificación, el 13 de Mayo del año 2000) las gentes se despreocupan alegremente de Dios y sus Mandamientos, y del prójimo, y de las buenas obras, y se condenan. Estos pseudoprogresistas (entre los que se encuentran
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también: teólogos, sacerdotes, diáconos y religiosos) hacen de falsos profetas y de tontos útiles del diablo, a quien conviene que la existencia del Infierno sea puesta en duda (también ya dudan estos señores, antes aludidos... de la existencia del diablo, cuando en muchas partes de la Biblia está clara su existencia, y además es dogma de fe). Ellos dicen que como Dios es bueno no puede permitir el Infierno ni sus penas... Dios es bueno, efectivamente, como ya hemos mencionado, y mencionaremos en otros capítulos, pero también Dios es justo y quien no practica la justicia (cumplir los Mandamientos) se condena: ―Él tiene en su mano el bieldo, para limpiar su era y recoger el trigo en su granero; PERO QUEMARÁ LA PAJA EN FUEGO INEXTINGUIBLE‖ (Lucas 3, 17). La eternidad del Infierno es dogma de fe, algo que debe ser creído bajo pena de pecado mortal, porque así lo ha definido la Iglesia, basándose en la Biblia, en los Evangelios, en la Tradición: la Iglesia no define caprichosamente un dogma de fe sin antes estar fundamentada en la Biblia y en la Tradición: las dos fuentes esenciales sobre las que se apoya la Doctrina Católica. Se llama Tradición a los escritos de los Santos Padres, que vienen de los Apóstoles, y que nos amplían y clarifican los escritos evangélicos y bíblicos, sobre lo que quería Jesús que fuera su Iglesia. Si alguien muere en pecado mortal, rechazando el amor de Dios, su alma desciende al eterno Infierno inmediatamente y la muerte lo instala en el estado interior de rebelión contra Dios. Santa Catalina de Génova decía al respecto lo siguiente: ―Las almas que están en el Infierno, al haber partido de este mundo con esa mala voluntad, siguen estando en pecado. Y el pecado nunca les es reparado, y no puede serlo, porque ya no están en condiciones de cambiar su voluntad, pues el momento de la muerte las instala y las detiene en el mal para siempre‖. - Una vez Jesús- narra Sor María Natalia Magdolna - me llevó al juicio de un alma muy pecadora, a quien le perdonó sus pecados. Satanás estaba furioso. -¡Tú no eres justo! – gritaba - ¡Esta alma fue mía toda su vida! Éste cometió muchos pecados, mientras que yo cometí sólo uno y tú creaste el Infierno para mí. -¡Lucifer! – le contestó Jesús con amor infinito - ¿Tú, alguna vez, me pediste perdón? Entonces Lucifer, fuera de sí, grito: -¡Eso nunca! ¡Eso nunca lo haré! Entonces Jesús se volvió hacia mí, diciéndome: - Ya lo ves, si él me pidiera perdón tan solo una vez el Infierno dejaría de existir... El Infierno nunca dejará de existir. Como se dice en la Biblia durará siempre, será eterno, igual que sus sufrimientos, su desesperación, su horror... porque Satanás, todos los diablos y sus seguidores: los que se han condenado, están en un círculo vicioso de odio, rabia y rebelión contra Dios, círculo del que no podrán salir nunca y en el que ellos se han metido porque han querido. ¿Y qué les ha hecho Dios para que lo odien tanto?... Si hablamos de Lucifer Dios lo amó con preferencia a otras criaturas, porque no olvidemos que Lucifer fue el ángel de mayor belleza de los creados, y al que le dio gran poder, pero llegó a ensoberbecerse tanto que quiso ser más que Dios y se rebeló contra Él. De ahí que el pecado que Dios más odia es la soberbia, el orgullo: causa de todos los demás pecados. En cuanto a los hombre y mujeres condenados ¿qué mal les ha hecho Dios para que lo odien?... Morir por ellos en una cruz tras infamantes y horrorosos sufrimientos... Ellos prefirieron antes que a Dios y sus Mandamientos, sus propios vicios, sus injusticias, su corrupción, y eligieron libremente... su condenación eterna, porque Dios les dio y da a todos los humanos infinitas oportunidades para salvarse, como al pecador del hecho que comentamos al comienzo de esta narración, salvado en el último momento. Quien se condena es única y exclusivamente por su propia culpa..
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¿ES EL INFIERNO UN LUGAR O UN ESTADO DEL ALMA? Como ya no saben qué decir los enemigos de Dios, fuera y dentro... de la Iglesia, con tal de negar el Infierno, algo muy claro en la Biblia y en la Doctrina de la Iglesia, como ya hemos demostrado anteriormente, ahora salen diciendo que el Infierno no es un lugar, sino que es un estado del alma... Decir que el Infierno no es un lugar y sí un estado del alma y negar la existencia del Infierno es todo lo mismo... Fíjense con qué actividad y diligencia trabaja actualmente el diablo en estos pseudoprogresistas y ―adelantados‖... de Satanás... Es exhaustiva la cantidad de pasajes bíblicos donde se observa la radicación del Infierno en un lugar: lo vemos sobre todo a lo largo de todo el Nuevo Testamento, pero nos vamos a detener en dos versículos del Apocalipsis donde claramente se ve que el Infierno es un lugar de fuego, torturas, sufrimientos y desesperación eterna.: ―Entonces EL INFIERNO y la muerte fueron lanzados AL ESTANQUE DE FUEGO. Ésta es la muerte segunda, EL ESTANQUE DE FUEGO. El que no fue hallado escrito en el Libro de la vida, fue asimismo arrojado EN EL ESTANQUE DE FUEGO‖ (Apocalipsis 20, 14 -15). Vemos claramente cómo quedan especificados el Infierno y el segundo Infierno, el estanque de fuego, tras el Juicio Universal y la resurrección de los muertos, como lugares objetivos. Independientemente de este Infierno exterior que atenaza y hace sufrir a las almas condenadas y a los diablos, tanto exterior como interiormente, cada condenado tiene su propio Infierno interior: existe, pues, el Infierno interior para los réprobos, pero además, como se ve a lo largo de toda la Biblia, de la que el apartado mencionado del Apocalipsis es sólo una muestra, existe el Infierno como un lugar de fuego, tinieblas, sufrimientos, torturas, horror y desesperación eterna. Hay muchos Santos que por permisión divina han visitado el Infierno para extraer enseñanzas saludables para los demás cristianos, y radican todos el Infierno en el centro de la Tierra... Algunos pueden sonreír... pero la misma Ciencia nos hace ver que eso puede ser realidad. De todos es conocido que el grado geotérmico es aquél que aumenta un grado por cada 33 metros que se profundiza hacia el interior de la Tierra... De todos es sabido que la actividad volcánica viene del interior de la Tierra... ¿Qué profundidad tiene ese fuego, esa lava?... Según la mayoría de los científicos ese fuego, esa lava, se encuentra en el centro de la Tierra que es ígneo, o sea que está formado de fuego, rocas y metales fundidos... ¿Veríamos entonces al diablo y a los condenados si pudiéramos bajar hasta el centro de la Tierra? No, porque tanto el diablo como los condenados pertenecen a una dimensión invisible para el ojo humano mortal, dimensión espiritual invisible en la que también se mueven nuestros ángeles de la guarda, nuestros difuntos, Dios, la Virgen, los Santos, etc. Si hubiera un artefacto que nos pudiera llevar al centro de la tierra y contemplarlo, sólo veríamos allí lo que se ve en los volcanes: lava, fuego, piedras y metales derretidos pero no almas ni diablos. Este hecho de ser el centro de la Tierra ígneo, apoya las afirmaciones, antes aludidas de tantos Santos, que sitúan el Infierno en el centro de la Tierra, lo mismo que otros radican el Purgatorio en una esfera del interior de la Tierra limítrofe a la del Infierno, como dice la Venerable Ana Catalina Emmerick. No seamos ingenuos y tengamos cuidado con los lobos disfrazados de ovejas que pululan en este mundo corrompido que nos ha tocado vivir: lobos fuera de la Iglesia, y... también dentro... ¿Cómo descubrirlos?. Por tres señales: a) Quien no cumple los Mandamientos de la Ley de Dios, no es de Dios. b) Quien no reconoce que Jesús es Dios, no es de Dios. c) Quien no acepta el Dogma y Doctrina Católica, no es de Dios: los que niegan el Infierno se apartan del Dogma Católico, porque la existencia del Infierno, su eternidad, es dogma de fe.
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SUFRIMIENTOS DEL INFIERNO El Infierno es un lugar de horror, desesperación, sufrimientos y males sin cuento para siempre, siempre, siempre. Allí no existe la más pizca de amor, todo es odio, odio, odio. Si hay padres, hijos, madres e hijas, esposos, todos se odiarán a muerte... El principal dolor que se experimentará en el Infierno, es el no poder estar con Dios. Ése será el más horroroso de todos los sufrimientos... Esto de que el no ver a Dios sea el peor sufrimiento del Infierno es algo que quizás no entendemos muy bien en esta vida actual, pero lo comprenderemos bien cuando muramos. Podemos hacernos una idea, por ejemplo, si consideramos el sufrimiento que tiene el enamorado cuando se ve apartado de la mujer que quiere; o del niño que pierde a su madre, o se ve separado de ella... Son dolores de ausencia del amor que ha llevado a algunos a suicidarse, ante la perspectiva de no poder ver al ser amado... Pues bien, Dios es la Suma Bondad, Dios es la Suma Belleza, Dios es la Suma Perfección, Dios es el Sumo Bien. En el momento en que nuestra alma ve a Dios, tal como es, se siente irresistiblemente atraída hacia Él, y estar con Él sería su mayor deseo, de ahí que San Agustín diga que "Dios nos ha hecho para Él, y sólo cuando nuestra alma descanse en Él, habremos conseguido nuestra más plena realización como personas". El condenado ve al Sumo Bien que es Dios, y se siente intensamente atraído hacia Él, pero al mismo tiempo se ve a sí mismo, repudiado por Dios, porque él lo ha repudiado antes: él no ha querido saber nada con Dios, él ha insultado a Dios, ha renegado de Dios... Entonces ve que para él es imposible estar con Dios, y ese dolor de no poder estar con Dios es tan agudo, tan duro, tan desesperado, tan horroroso, que constituirá el mayor dolor de los condenados en el Infierno. El segundo dolor en intensidad, tras el de la ausencia de Dios, el de no poder ver a Dios, el de no poder estar con Él, es ver la horrorosa figura del diablo, de Satanás, de Lucifer. Su visión será algo tan asqueroso, tan abominable, tan repugnante, tan nauseabundo, que el alma, si pudiera morir mil veces, otras tantas moriría de poder hacerlo; pero como el alma es eterna, y no puede morir, se ve condenada a sufrir eternamente la presencia abominable del diablo, a quien sirvió con sus malas acciones y a quién prefirió al renegar de Cristo. Más que el fuego, más que las llamas, el tercer dolor será el espantoso mal olor que se percibirá en el Infierno. Tras el mal olor están ya todos los demás dolores: fuego, gusanos repulsivos, bichos repugnantes que torturan a los condenados, enfermedades, dolores, etc. etc. y todo eso para siempre, siempre, siempre... En el momento mismo de la muerte, cuando el alma del condenado se aparta del cuerpo, aparecerá delante de él un panorama completamente insospechado. Verá delante de sí como un mar inmenso, un océano sin fondo ni riberas: es la eternidad, inmensa e inabarcable, sin principio ni fin. Y comprenderá clarísimamente, a la luz de la eternidad, que Dios es el centro del Universo, la plenitud total del Ser. Verá clarísimamente que en Él está concentrado todo cuanto hay de belleza y de riqueza, y de placer, y de alegría, y de gozo, y de honor, y de alabanza, y de gloria, y de felicidad inenarrable. Y cuando, el condenado, el que muere en pecado mortal, sin arrepentirse de él, rechazando a Dios, despreciando a Dios, con una sed de perro rabioso, trate de arrojarse a aquel océano de felicidad que es Dios, saldrán a su encuentro unos brazos vigorosos que se lo impedirán, al mismo tiempo que oirá claramente estas terribles palabras: -¡Apártate de Mí, maldito! ¡Ah! Entonces sabrá que la pena de sentido, la pena de fuego, no tiene importancia, es un juguete de niños ante la rabia y desesperación espantosa que se apoderará de él cuando vea que ha perdido aquel océano de felicidad inenarrable para siempre, siempre, para toda la eternidad.
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Dios actuará sobre los condenados como una especie de electroimán incandescente: los atraerá y abrasará al mismo tiempo. En este mundo no podemos formarnos la menor idea del tormento espantoso que esto ocasionará a los condenados. Esto es lo que constituye la esencia misma de la pena de daño del Infierno. ¿Por qué rechaza Dios a los que de manera tan vehemente tienden a Él? ¿No supone esto, acaso, falta de bondad y de misericordia?. De ninguna manera. Reflexionad un poco en la psicología del réprobo. El condenado no se arrepiente ni se arrepentirá jamás de sus pecados. Tiende irresistiblemente a Dios, al mismo tiempo que lo odia con todas sus fuerzas. Esa tendencia no es arrepentimiento, sino egoísmo refinadísimo. Tiende a Dios porque ve con toda evidencia que, poseyéndolo, sería completa y absolutamente feliz, pero sin arrepentirse de haberlo ofendido en este mundo... El condenado no se arrepiente ni puede arrepentirse, porque en la eternidad son imposibles los cambios sustanciales. Nadie puede cambiar el último fin libremente elegido en este mundo. La muerte nos dejará fosilizados, fijos, en el bien o en el mal, según nos encuentre en el momento de producirse el fallecimiento. Si nos encuentra en el bien ya no podremos pecar jamás, ya no podremos perder a Dios. Pero si la muerte nos sorprende en pecado mortal, quedaremos anclados, fijados, en el mal para siempre, y ya no podremos arrepentirnos jamás. El réprobo tiende a Dios por un refinado egoísmo. Esa tendencia inmoral, no solamente no lo justifica ante Dios, sino que es su último y eterno pecado. Desea a Dios por puro egoísmo, para gozar de la felicidad inmensa que su posesión le produciría; pero sin la menor sombra de amor o de arrepentimiento. En estas condiciones es muy justo que Dios lo rechace. No podemos formarnos idea, aquí en la tierra, del tormento espantoso que ésto ocasionará a los condenados. La Venerable Ana de San Agustín, carmelita descalza y amiga de Santa Teresa de Jesús, fue arrebatada en espíritu a visitar el Infierno. Dice ella esto: ―Fue mi espíritu arrebatado y llevado en compañía de nuestra Madre Santa Teresa de Jesús (ya fallecida) y de otro religioso de nuestra Orden (carmelita descalzo), que siendo Provincial había muerto en el convento de Villanueva de la Jara, que se llamaba Fray Juan Bautista, que fue muy santo. Lleváronme los dos por un camino ancho y espacioso, por el cual me dijeron: - Di que pongan cuidado en poner prelados que con mucho celo hagan que como en sus principios se guarden las leyes y obligaciones de nuestra sagrada Orden, en la cual es Nuestro Señor muy servido. Habiendo pasado por aquel camino ancho por donde me llevaban nuestra Santa y aquel religioso, en poco espacio de tiempo me entraron en otro camino muy estrecho y nuestra santa Madre me hizo entrar con mucha fuerza, y allí desaparecieron los dos Santos nuestros y dejaron a mi alma con grandísima soledad y desamparo. Luego acudieron los diablos con gran tropel y ruido y con acelerada prisa comenzaron a cavar y con mucha brevedad abrieron una caverna o boca del Infierno y metiéronme en ella donde había muchas llamas de fuego y gran cantidad de diablos. Y era una prolongada estrechadura que de la pena que en ella mi alma sentía y estar en aquel lugar tan horrible, no tengo que decir, que bien se deja entender, sino seguiré refiriendo parte de lo que vi en el Infierno, que todo no será posible, aunque está impreso en mi memoria, no lo podré explicar con palabras. Al final de este profundo pasillo estrecho vi a su término otro centro más profundo, que era la infernal morada, llena de fuego y diablos y cercada de confusión espantable a la vista y pavorosísima para mi alma. Causábame gran amargura ver lo que allí pasaba y estaba atónita y espantada.
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Con admiración y confusión fijaba la vista a unas partes y a otras, con mucha atención y teniendo muy lastimada mi alma, miraba los largos trechos, los terribles e infernales lugares y moradas y gran cantidad y número espantoso de almas y demonios que se revolcaban en las llamas, y los tormentos con que dichas almas eran atormentadas eran tantos y tan diversos que aún no se puede imaginar, cuánto más decir con palabras. Y no puedo explicar el gran número que había de condenados. Entre ellos vi que andaban demonios con tantísima abundancia como átomos del sol y los vi con diferentes figuras y desproporcionadas y con tan horribles visiones, que sólo imaginarlo causa horror y espanto y como crueles verdugos tomaban venganza en las desdichadas almas de los condenados, que como están privados de otro poder, se abalanzan y desahogan su rabia en estas presas suyas. Vi que ponzoñosas sabandijas entraban por los sentidos de aquellas almas dañadas, como unos hormigueros, tan espesas como humo, que me turbaba la vista. Vi gran multitud de animales y de fieras venenosas y feroces, que, muy encarnizadas, hacían gran daño en aquellas almas y cuerpos de los que con ellos han ido a aquella desventurada cárcel, que lo es más por ser perpetua y sin que ya se haya de admitir apelación. Como su sentencia se dio en aquel Supremo Tribunal de la Santísima Trinidad, no hallarán otro Juez que los dé por libres, ni se han de ver jamás lejos de aquellas infernales penas. Y aquellas fieras con sus uñas y sus dientes los mordían y despedazaban. Vi ferocísimos demonios que con unas lenguas muy disformes sacadas, causaban gran temor y espanto y con ellas herían y lastimaban a los dañados y toda aquella maldita canalla hacía una desventurada música muy confusa. Los condenados con grandes gemidos se quejaban y lamentaban su suerte desventurada, llorando amargamente, no con contrición, que allí no puede haber cosa buena, sino con rabiosa desesperación, viéndose en tan terribles penas conseguidas con sus malas obras. Las fieras daban bramidos, los demonios aullaban y los silbidos de dragones y serpientes ayudaban a entonar esta desdichada y triste música. Vi allí grandes tempestades, grandes vientos, grandes torbellinos y borrascas, muchos truenos, y relámpagos que arrojaban espantosos rayos, los cuales caían en los condenados y parecía que los destrozaban y hacían pedazos, mas no los consumían, porque su mal no tiene fin. Había horripilantes ruidos de las aguas y grandes torres de piedra y granizo y montes de nieve y heladas y muchos ríos y estanques de cieno y muchos lagos de agua embalsada y unos peñascos de gran altura de piedra azufre y por ellos subían y bajaban gran cantidad de malas sabandijas. Los castillos y fortalezas y murallas de este desdichado lugar son de terrible fuego infernal y en ellos puestos muchos demonios como de guardia. Había terribles nieblas y oscuridad y un humo excesivo que me privaba y causaba gran tormento y fatiga. Están las desventuradas almas entregadas a los demonios, oprimidísimas, como alevosas en tal cárcel y prisiones, están confundidas y espantables con terrible fealdad; están desnudas, muy avergonzadas y confusas, teniendo las bocas abiertas y sacadas las lenguas y con grandes ansias, despechos y desesperación están diciendo a gritos sus maldades manifestando a las claras sus pecados, los cuales acá callaron; la mayoría de las almas que están allí condenadas de los católicos lo están por malas confesiones y ahora las desventuradas sin provecho vienen a publicar sus pecados. Conócense todas y se ven y con los que aquí en esta vida terrenal tuvieron más amistad muestran allí mayores rabias.
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Les viene su ansia acordarse de cuán breves se les pasó el gusto y deleite; que les fue causa del mal que al presente padecen: tan terrible y sin fin. Y allí desconfiadas de que tengan fin sus penas, dan con gran despecho alaridos, suspiros y muy grandes gemidos, manifestadores de su daño y ellas mismas se consideran malditas y apartadas de Dios y están maldiciendo el momento y hora en que fueron engendradas. Y a toda la Santísima Trinidad, a Nuestro Señor Jesucristo y a su Santísima Encarnación y al Vientre Purísimo donde anduvo, a su Vida, Pasión y Muerte y a su preciosísima Sangre, a todos los Santos, a los Cielos y a la Tierra y a todas las cosas criadas. Y de todo lo que he dicho están renegando y blasfemando; que me causó gran desconsuelo y pena y diómela muy grande que se condenasen nuevas almas, tantas que vi como gran número de ellas no cesaban de caer, y como la piedra a su centro bajaban a sus moradas y turbando todo el Infierno, se alborotaba de nuevo creciendo más los gemidos y aumentándose las penas y haciendo alarde y reseña los condenados y los demonios; mezclados unos con otros, suelen recibir a las desdichadas almas, que recién llegadas, van entrando en aquel cautiverio, llevándoles las insignias de los tormentos que han de tener. A los magnates de este mundo, Reyes, Príncipes y Monarcas y todos los demás, que aquí fueron estimados, pero se han condenado, los nombran por los mismos nombres que les daban las honras humanas en la tierra. Pero en el Infierno los desprecian con grandes oprobios, e infamias, les escupen y los tienen sujetos, como a viles esclavos, que, efectivamente, lo son, en ser de tal dueño: Satanás. Los Pontífices y Obispos están puestos en tronos de fuego y allí están abatidas y despreciadas todas sus dignidades y privilegios y en lugar de sus mitras tienen puestas caperuzas de burla y muy a menudo los metían y sacaban en calderas muy hirviendo y en lagos de aguas sucias. También los revolcaban en cieno y los entregaban a fieras venenosas y estos tales están más en lo profundo, porque fueron los más levantados en dignidad. Y allí ellos, como todos los que fueron religiosos y personas que por su estado eran más allegados a Nuestro Señor y por sus pecados se apartaron y condenaron, están en esta mayor profundidad; que en ella vi de todas las Órdenes religiosas, y de todas las más altas dignidades, que se están abrasando en aquellas llamas. Y por las insignias que los tristes tienen se conocen cada uno claramente; y conforme fueron sus pecados, así son sus tormentos. Y cuanto uno fue más allegado a Dios, tanto mayores los tiene. Y así vi los desobedientes que estaban sujetos a los demonios y delante de ellos se arrodillaban y les daban la obediencia forzada y violentamente. Vi a los deshonestos, que son tantos que espanta su número, que estaban en sillas de fuego, y en ellas los atormentaban los demonios terriblemente, despedazando sus carnes con garfios y uñas de hierro y más fuertemente con tenazas ardiendo despedazan y arrancan aquellas partes adonde fueron culpados y los diablos los atormentan también muy especialmente por sus deshonestidades, aumentando los tormentos, conforme a los pecados, que les es gran Infierno. También vi en estos lugares más profundos anacoretas, que como no se aprovecharon de sus yermos y desiertos, antes con soberbia e hipocresía, atribuyéndose a sí lo que sólo a Dios se ha de atribuir y dar toda gloria, ganaron el estar en lo más profundo, como aquéllos que teniendo más ocasión y comodidad para salvarse, por sus culpas perdieron a Dios y con su Majestad todos los bienes, haciéndose herederos de todos los males. Vi a los usureros y apóstatas puestos con grillos y cadenas y tirando atrás y delante los demonios, los maltrataban y azotaban con gran crueldad, y con esposas en las manos los metían en calabozos y cepos.
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Vi también que tenían los usureros en el pecho muchas bolsas y gusanos, que les estaban royendo las entrañas. Y a otros vi que los metían los demonios en sepulturas estrechas en lo más profundo y a unos cubrían del todo y a otros hasta la garganta y con grandes angustias y gemidos decían dónde estaban y las penas que allí padecían. En lo más hondo de este mar profundo del Infierno vi dos desdichados que lo fueron mucho: un fraile y una monja que lo habían sido de cierta Orden, ya que su pecado y daño habían hecho vana su profesión en dicha Orden y deshecho sus votos, los cuales no sólo no les aprovechaba, sino que eran causa de su mayor Infierno, por justo juicio de Nuestro Señor. Y allí estaban en terribles penas, publicando a gritos los delitos por los que habían sido condenados: por desobediencia, envidia y pecados sexuales. Estaban desnudos y con toda la desventura que pensar se puede y mucho más. Y por haber sido el fraile sacerdote tenía más penas y estaba más hondo; por haberlos yo acá en su vida conocido y ni más ni menos entonces en tan triste lugar y estado, fue causa que de verme mostrasen más vergüenza y confusión y ansias, con tan gran rabia y furia que me mostraron, que parecía que tenían deseos de despedazarme. Y a mí de verlos en tan gran desventura me dio gran aflicción y pena. En este profundo lugar vi también a Lucifer y Judas que tenían terrible Infierno. A Lucifer vi que estaba en un trono infernal, algo alto, sentado en silla de fuego y le están dando la obediencia las almas de los que se desesperan, las cuales en pena y castigo de sus pecados vi que también hacían oficio de demonios, atormentando a otras almas con gran infierno suyo. Vi a los avarientos y glotones y personas que habían sido muy regaladas para consigo mismos que padecían suma miseria y que estaban puestos en camas y lechos de abrojos y de sabandijas y de víboras que los estaban picando; y por todas sus coyunturas y miembros vi que los estaban reventando y saliendo los manjares que acá tanto habían estimado y deleitado con vicioso gusto. Vi a los sodomíticos con espantosos tormentos: uno de esos horribles tormentos era que los diablos y fieras más horribles los torturaban especialmente. Vi que estaban los envidiosos despedazándose y comiéndose, y parece que de cuantos tormentos tienen y padecen no se hartan teniendo así en su punto la envidia rabiosa. Hay muchos géneros de tormentos: unos están colgados de los pies y por las narices les están dando terrible humareda. A otros cruelmente les están echando aceite hirviendo. A otros vi crucificados en equis. A otros los ahorcaban. A otros los echaban en muy oscuras mazmorras, atados de pies y manos y con argollas en las gargantas. Y todos a voces publicaban sus maldades y viendo su daño, con desesperación están continuamente lamentándose sin fin, sin fin. Y allí tiene la justicia su gobierno de aquel Juez, cuyo Ser es de eternidad. Tiene bien justificada su causa con prueba, no sólo de que no alcanzó la cuenta a los recibos, sino de sus grandes maldades que allí se leen claros sus delitos y más de los desventurados que fueron frailes o monjas, los cuales están renegando de los votos que hicieron por no cumplirlos; les causa más infierno y también les aumentan sus alaridos, la hipocresía y las leyes que tuvieron y su dañado y vano intento. Desdichada suerte, pues en el Infierno es nula la redención. Cuanto he dicho en este caso me parece todo nada, en comparación de lo que vi, que no me es posible explicarlo, como lo siente mi alma.‖ Hasta aquí la revelación de la Venerable Ana de San Agustín. Fueron tan extraordinarias estas visiones que le causaron hondas repercusiones. No sólo los sintió en
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el alma, sino también en el cuerpo; pues, desde que tuvo esta visión, perdió del todo la salud. El color que le quedó en el rostro era más de cadáver que de persona. Por mucho tiempo se olvidaba de comer, y si las religiosas no cuidaban de que lo hiciese, se quedaba sin tomar el preciso sustento para conservar la vida. Antes que le sucediera este caso era naturalmente alegre con modestia, y con la alegría espiritual de su corazón que a ésto se juntaba, era la alegría de la tristeza de todas. Pero, después de esta visión, hizo tal mudanza que pocas veces rió, y si alguna vez lo hizo, más fue disimular cuidados que explicar alegrías. A veces se le estremecían los hombros y daba temblores, avivados de la imaginación. Otras iba andando y se detenía muy asustada, pareciendo que se abría la tierra y en el centro de ella veía aquel piélago de miserias. Estaba muchos ratos como suspensa y espantada; porque era tal la vehemencia de la imaginación que de esto tenía, que le robaba la atención toda el alma. El hablar era muy poco, y como sus charlas eran cosas de espíritu, mezclaba en ellas casi siempre cosas de las que en el Infierno pasan. El sueño era muy breve, nacida esta falta de ese cuidado. Lo que comía no le daba gusto, ni aún le servía de sustento. Todas cuantas cosas oía, o miraba de esta vida, le causaban desprecio, ora fuesen de gusto, ora de pena, cotejando la duración limitada de uno y otro con la eternidad que en la otra le corresponde. Afligíase mortalmente de ver cuán olvidados andan los hombres en este mundo de este peligro, qué ciegos en sus apetitos, caminando por sus pasos al término que no lo ha de tener en las penas. Movida de este celo, deseaba dar a entender a todos lo que en la otra vida se pasa, para enmienda de las suyas. Y siendo su natural encogimiento tan grande, dijo que después que vio las cosas referidas, quisiera salir por el mundo vestida de un saco penitente y cubierta de ceniza, a publicar por las plazas y poblaciones de él el engaño en que se vive y los males que amenazan. Ya que esto no le fue permitido, refirió a su confesor los prodigios que había visto, para que en cumplimiento del mandato de nuestra Santa Madre Teresa de Jesús, se lo avisase a los prelados, y de ellos dimanase la noticia a los demás. La Venerable Madre experimentó con esta visita al Infierno tan grandes frutos que fue uno de los singulares favores que del Señor recibió para conservarse en humildad y temor. El cual era tan continuo, que asegura que era muy raro el instante que le faltase este temor, avivado de la vehemencia de la imaginación que Dios en su alma ponía aquella pena. Lo cual restaba tanto las fuerzas del natural, que juzgó ella misma serle imposible el vivir, si Dios con particular providencia no le conservaba la vida. Estos efectos no los experimentó por algún breve término de días, sino por muchos años. Después la Venerable Ana de San Agustín fue acompañada a visitar el Paraíso, para compensar los horribles tormentos del Infierno que había visto. ―Bajen los hombres mientras vivan, dice San Bernardo, con la consideración al Infierno, para que no bajen con la realidad después de muertos. Suban, frecuentemente con la contemplación al Cielo, para que merezcan después de esta vida subir con alma y cuerpo‖ Si subieses al Cielo a menudo por una escala, perderás el amor a todo lo terreno, y comenzando a desear los bienes eternos, te alentarás a trabajar para conseguirlos. Si bajares por otra escala al Infierno, te llenarás de horror y espanto, por el peligro en que vives de caer en él. Y concebirás un odio mortal y entrañable contra todo pecado, que es el único que te puede precipitar en aquellas penas eternas. Advierte, pues, el peligro en que vives, y mira que son inevitables estos dos extremos, Cielo o Infierno, que te aguardan después de esta vida.
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Sábete que después de tu muerte te ha de tocar infaliblemente una de estas dos suertes: o has de reinar con Cristo para siempre en la Gloria: ¡qué dicha, qué felicidad, qué consuelo! O has de arder con los demonios en el Infierno, ¡qué infelicidad, qué desdicha, qué desconsuelo! Estos dos extremos te aguardan, ¡y tú duermes! No sabes qué suerte te cabrá, ¡y tú ríes y te alegras sobre la tierra! Vives entre innumerables peligros de perder a Dios para siempre, y vives confiado, como si el Infierno no existiera. ¡Vives rodeado de enemigos, que a todas horas procuran tu eterna ruina y tú no temes! ¡Oh insensibilidad! ¡Oh locura!. San Pablo, como testigo de vista, que fue llevado al Cielo y vio los gozos de aquella Patria feliz, nos asegura que no cabe en la capacidad humana la comprensión de aquella eterna felicidad, porque ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni cabe en corazón humano la grandeza de los premios, que ha preparado Dios para los que le aman. Pues ¡qué diremos ahora de los castigos que ha preparado Dios, por el contrario, para los que le ofenden y agravian! Así diremos que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni cabe en la capacidad del entendimiento humano la acerbidad de tormentos que preparó Dios para castigo de los pecadores rebeldes. Reflexiona qué grande es el pecado de los cristianos que ofenden a Dios después de conocerlo, qué peligrosa ruina les amenaza, qué terrible juicio les espera, qué inextinguible fuego se les prepara. ¡Qué inexplicables serán los tormentos que están aparejados para los cristianos que pisan y ultrajan la Sangre del Hijo de Dios, después de un beneficio tan portentoso como el de la Redención! Vicente de Beauvais, en el libro 25 de su Historia, refiere el hecho siguiente, ocurrido en el año 1090. Dos jóvenes libertinos, no se sabe si de veras o por pasatiempo, hicieron la siguiente promesa: el que primero de ellos muriese, vendría a decir al otro lo que le pasaba. Murió uno de ellos y permitió Dios que se le apareciese a su compañero... Estaba en un estado horrible y, al parecer, embargado de un padecimiento tan terrible, que a modo de ardentísima fiebre lo inundaba de copioso sudor. Se enjugó la frente con su mano, y dejó caer una gota de sudor sobre el brazo de su amigo, diciéndole: - He aquí cómo es el sudor del Infierno; llevarás la señal hasta tu muerte. Y así fue; aquel sudor infernal le quemó el brazo, penetrándole hasta el hueso con dolores inauditos. Muy provechosa le fue esta lección tan tremenda, puesto que le sirvió para retirarse del mundo y hacerse religioso. La sola visión de un alma que es precipitada al Infierno basta para causar una pena indescriptible. Santa Margarita María de Alacoque, según se lee en su Vida, vio aparecérsele una de sus hermanas en religión, muerta recientemente, implorando sus oraciones y sufragios, porque sufría en el Purgatorio tormentos atroces. -Mira- le dijo- mira el lecho en que me acuesto y en donde padezco indecible dolor. - Yo vi aquel lecho- dice la Santa- y aún me estremezco al pensarlo; estaba erizado de agudas puntas que le traspasaban las carnes. La aparición me dijo que padecía aquel tormento por la pereza y negligencia en la observancia de las Reglas de la Orden. Pero no es esto todo- continuó diciéndome- el corazón me es lacerado en castigo a mis murmuraciones contra mis superiores, y mi lengua es roída de gusanos por las palabras que he proferido contra la caridad y por mis faltas de silencio, pero todo esto es bien poco en comparación de otra pena que Dios me ha hecho sentir, la cual, aún cuando me ha durado poco, la hubiera cambiado por todos los demás padecimientos: Dios me ha hecho ver a uno de mis parientes más cercanos, muerto en pecado mortal, condenado por el Supremo Juez a ser precipitado para siempre en el Infierno. Esta vista me causó tal pena, tal espanto, que no hay palabras para expresarlo.
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Si tales efectos producen la sola vista de las penas infernales ¿qué no será el padecerlas? El fuego del Infierno es un fuego real, un fuego que quema, como el de la tierra; pero mucho más activo. La Sagrada Escritura no se limita a designarlo con el propio nombre de fuego, sino que lo llama más, lo llama ―quintaesencia‖ del fuego ―in spiritus ardore‖... Nicolás de Niza, hablando del fuego del Infierno, dice que nada hay en la tierra que sirva para dar una ligerísima idea de él. ―Si se cortasen, dice, todos los árboles de todo el mundo, y se formasen con ellos una inmensa hoguera, este incendio terrible no igualaría, ni con mucho, al del Infierno. En la vida de Santa Liduvina se refiere que esta Santa vio en éxtasis un abismo cuyo borde estaba lleno de flores, pero al acercarse se llenó de terror y espanto: salía del fondo un ruido indescriptible compuesto de gritos, blasfemias, rechinamientos de dientes y golpes... Su ángel custodio le dijo que aquella era la morada de los condenados, cuyos suplicios quería enseñarle. -¡Ah!- respondió ella- no podría resistir esta vista, pues sólo el estrépito de esas voces desesperadas me causan un terror insufrible. Pensad cómo estarán los condenados en el Infierno, que es el lodazal infecto del mundo y la gran cloaca de las inmundicias morales de toda la Humanidad. Allí se encuentran reunidos la impureza, la intemperancia, la blasfemia, el orgullo, la injusticia, la avaricia y todos los vicios que son la podredumbre del alma; allí a cada inmundicia moral se une una infección del cuerpo mucho más insoportable que cuanta fetidez y malos olores pueden exhalar los vaciaderos y los cadáveres. ―Si el cuerpo de un condenado, dice San Buenaventura, apareciese sobre la tierra, bastaría él sólo para infectarla, hasta tal punto que sería inhabitable, como sucede cuando se deja muchos días insepulto un cadáver‖... Cuenta Sulpicio Severo, en la Vida de San Martín de Tours, que hacia el fin de su vida fue tentado por el diablo bajo una forma visible. El espíritu de mentira se le presentó con la magnificencia de un rey, con una corona de oro en la cabeza, diciéndole: - Soy el rey de la Gloria, Cristo Hijo de Dios. El Santo Obispo no dejó de reconocer al tentador bajo aquella fastuosidad, y no le hacía el menor caso. Viéndose Satanás confundido, desapareció pero se vengó dejando la estancia llena de un olor tan fétido, tan nauseabundo, que no se podía permanecer en ella. Los Padres de la Compañía de Jesús habían establecido, viviendo aún San Ignacio, una residencia cerca del Santuario de Nuestra Señora de Loreto: el diablo, rabioso de los beneficios que hacían a las almas, les declaró la guerra, y Dios permitió que fuesen atormentados con apariciones visibles. Toda la casa fue invadida por el espíritu maligno, que unas veces asustaba a los religiosos y otras intentaba seducirlos con promesas halagadoras si volvían al mundo y dejaban el hábito. Uno de estos espíritus infernales, obligado por uno de los Padres a abandonar su habitación, se le apareció diciendo: - No te gustan mis consejos, pues a ver si te gusta mi aliento... Y diciendo esto abrió una boca horrible y exhaló un olor tan fétido, tan repugnante, que el Padre estuvo a punto de morir asfixiado. La habitación, infectada de aquella manera, no pudo ser habitada en mucho tiempo. Otro de los tormentos del Infierno es la compañía horrible que harán al alma los diablos y los demás condenados. Allí estarán los desgraciados pecadores que, en lugar de apartarse del camino de perdición, siguen en él diciendo neciamente: -¡Bah, en el Infierno no estaré sólo!... ¡Terrible consuelo! Semejante al del presidiario condenado a llevar consigo el grillete de su crimen. Aún se comprende que el presidiario encuentre algún consuelo en la vista de los demás; ¡pero qué diferencia en el Infierno, donde los condenados se martirizan unos a otros!. ―Allí dentro - dice Santo Tomás - los compañeros de los réprobos, no sólo no se compadecerán de la condición de los otros, sino que, por el contrario, la harán más
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insoportable‖. La amistad y el parentesco cambian de color, y la que fue más estrecha amistad sobre la tierra será más intolerable odio en el Infierno, de manera que se deseará mejor la compañía de los tigres y de los leones que la de su propio padre, hermanos y amigos. Santa Teresa refiere que, estando un día arrebatada en espíritu, Nuestro Señor se dignó asegurarle su eterna salvación, si continuaba sirviéndolo y amándolo como lo hacía; y para aumentar en su fiel sierva el temor del pecado y de los terribles castigos que trae, quiso dejarle entrever el lugar que habría ocupado en el Infierno, si hubiese continuado en sus inclinaciones al mundo, a la vanidad y al placer. "Estando un día en oración, dice, me hallé en un punto toda, sin saber cómo, que me parecía estar metida en el infierno. Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecido por mis pecados. Ello fue en brevísimo espacio; mas aunque yo viviese muchos años, me parece imposible poder olvidárseme. Parecíame la entrada a manera de un callejón muy largo y estrecho, a manera de horno muy bajo y oscuro y angosto. El suelo me parecía de un agua como lodo muy sucio y de pestilencial olor, y muchas sabandijas malas en él. Al cabo estaba una concavidad metida en una pared, a manera de una alacena, adonde me vi meter en mucho estrecho. Todo esto era delicioso a la vista en comparación de lo que allí sentí: esto que he dicho va mal encarecido. Esto otro me parece que aun principio de encarecerse cómo es; no lo puede haber, ni se puede entender; mas sentí un fuego en el alma, que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es, los dolores corporales tan incomportables, que por haberlos pasado en esta vida gravísimos, y según dicen los médicos, los mayores que se pueden pasar, porque fue encogérseme todos los nervios, cuando me tullí, sin otros muchos de muchas maneras que he tenido, y aún algunos, como he dicho, causados del demonio, no es todo nada en comparación de lo que allí sentí, y ver de que había de ser sin fin y sin jamás cesar. Esto no es, pues, nada en comparación del agonizar del alma, un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sensible, y con tan desesperado y afligido descontento, que yo no sé cómo lo encarecer; porque decir que es un estarse siempre arrancando el alma, es poco; porque ahí parece que todo os acaba la vida, mas aquí el alma misma es la que se despedaza. El caso es que yo no sé cómo encarezca aquel fuego interior, y aquel desesperamiento sobre tan gravísimos tormentos y dolores. No veía yo quien me los daba, mas sentíame quemar y desmenuzar, a lo que me parece, y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor. Estando en tan pestilencial lugar tan sin poder esperar consuelo, no hay sentarse, ni echarse, ni hay lugar, aunque me pusieron en este como agujero hecho en la pared, porque estas paredes, que son espantosas a la vista, aprietan ellas mismas, y todo ahoga: no hay luz, sino todo tinieblas oscurísimas. Yo no entiendo cómo puede ser esto, que con no haber luz, lo que a la vista ha de dar pena todo se ve. No quiso el Señor entonces viese más de todo el infierno, después he visto otra visión de cosas espantosas, de algunos vicios el castigo: cuanto a la vista muy más espantosas me parecieron; Mas como no sentía la pena, no me hicieron tanto temor, que en esta visión quiso el Señor que verdaderamente yo sintiese aquellos tormentos y aflicción en el espíritu, como si el cuerpo lo estuviera padeciendo. Yo no sé como ello fue, más bien entendí ser gran merced, y que quiso el Señor que yo viese por vista de ojos de dónde me había librado su misericordia; porque no es nada oírlo decir, ni haber ya otras veces pensado diferentes tormentos, aunque pocas (que por temor no se llevaba bien mi alma), ni que los demonios atenazan, ni otros diferentes tormentos que he leído, no es nada con esta pena, porque es otra cosa: en fin, como de dibujo a la verdad, y el quemarse acá es muy poco en comparación de este fuego de allá. Yo quedé tan espantada, y aún lo estoy
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ahora escribiéndolo, con que ha casi seis años, y es así, que me parece el calor natural me falta de temor, aquí donde estoy; y así no me acuerdo vez, que tenga trabajo ni dolores, que no me parezca nonada todo lo que acá se puede pasar; y así me parece en parte que nos quejamos sin propósito. Y así torno a decir, que fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho; porque me ha aprovechado muy mucho; así para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida, como para esforzarme a padecerlas y dar gracias al Señor, que me libró, a lo que ahora me parece, de males tan perpetuos y terribles. Después acá, como digo, todo me parece fácil, en comparación de un momento que se ha de sufrir lo que yo en él allí padecí. Espántame cómo habiendo leído muchas veces libros, adonde se da algo a entender de las penas del Infierno, cómo no las temía, ni tenía en lo que son. ¿Adónde estaba? ¿Cómo me podía dar cosa descanso de lo que me acarreaba ir a tan mal lugar? Seáis bendito, Dios mío, por siempre, y como se ha parecido que me queríais Vos mucho más a mí, que yo me quiero. ¡Qué de veces, Señor, me libraste de cárcel tan temerosa, y cómo me tornaba yo a meter en ella contra vuestra voluntad! De aquí también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan, de estos luteranos en especial (porque eran yo por el bautismo miembros de la Iglesia), y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece cierto a mí, que por librar una sola de tan gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana". ―En el abismo eterno- dice también Santa Teresa de Jesús en el capítulo 32 de su Vida- no hay luz alguna, sino las más oscuras tinieblas. Y, sin embargo, ¡oh misterio! Allí se ve cuanto hay de más penoso a la vista. Entre los objetos que atormentarán los ojos de los réprobos, será el más horrible la vista de los diablos en toda su monstruosidad." ¡Supla la fe en cada uno de nosotros la visión, y que el pensamiento de las "tinieblas exteriores", donde serán echados los condenados como basura y escoria de la tentación, nos detenga en las tentaciones y haga de nosotros verdaderos hijos de la luz! Un santo sacerdote, mientras exorcizaba a un poseído por el diablo, preguntó al demonio qué penas sufría en el Infierno. - Un fuego eterno- respondió- una maldición eterna, una rabia eterna y una cruel desesperación de no poder ver jamás a Aquél que me ha creado. -¿Qué harías tú, si se te concediese ver a Dios? - Por verlo- aunque fuera un sólo instante, sufriría gustoso más tormentos por espacio de diez mil años... pero vana idea, yo sufriré siempre y no lo veré jamás. San Juan Damasceno refiere, en la ―Vida de San Josafat‖ que este joven príncipe, encontrándose un día asaltado por violentas tentaciones, rogó al Señor con muchas lágrimas que lo librase de ellas. Su oración fue atendida, de repente se vio, en espíritu, conducido a un lugar muy oscuro, lleno de terror, de confusión y de espectros espantosos. Había allí un estanque de azufre y fuego, en el cual innumerables desgraciados estaban sumergidos presos de llamas devoradoras. En medio de los lamentos y de los gritos de desesperación que se escuchaban por todas partes oyó una voz celestial que profirió las siguientes palabras: - Éste es el sitio en donde se castiga el pecado, en donde se cambia el placer ilícito de un momento en una eternidad de penas. Esta visión, lo llenó de nuevas fuerzas y le hizo salir triunfante de todos los asaltos del infernal enemigo. ―El dolor más vivo que siente el réprobo- dice Santo Tomás - es el pesar de haberse perdido por una tontería, mientras tan fácil le hubiera sido hacerse eternamente feliz.‖ Cuenta el P. Nieremberg de un siervo de Dios que, encontrándose en una soledad donde nadie jamás había puesto el pie, oyó gemidos lastimeros, que sólo podían proceder de una causa sobrenatural. Preguntó, pues, de dónde venían aquellos gemidos y qué es lo que significaban... Una voz mezclada con llanto, le respondió: 75
- Somos réprobos y lloramos en el Infierno el tiempo perdido: aquel tiempo precioso que hemos consumido sobre la tierra en vanidades e infamias. ¡Una hora sola nos hubiera bastado para alcanzar lo que para toda una eternidad hemos perdido!. La palabra ―odio‖ tapiza sin límites todo el antro del Infierno; ruge en aquellas llamas; brama en las voces de los demonios; solloza y ladra en los lamentos de los condenados, suena, suena, como una eterna campana a rebato, retumba como una eterna bocina de muerte; .llena de sí los rincones todos de aquella cárcel: es de por sí, tormento, ya que, a cada sonido, renueva el recuerdo del Amor perdido para siempre, el remordimiento de haber consentido en su pérdida y la rabia de nunca más volverlo a ver . Jesús, en una de sus muchas revelaciones a Santos y Santas, dijo: ―¡Oh, no podéis imaginar qué cosa es el Infierno!. Tomad todo cuanto es tormento en la tierra para el hombre: fuego, llama, hielo, aguas torrenciales, hambre, sueño, sed, heridas, enfermedades, llagas, muerte; haced una suma única de todo ello y después multiplicadla millones de veces. Tan sólo tendréis una sombra de aquella tremenda realidad. No es éste un lenguaje metafórico, pues Dios puede hacer que las almas, gravadas con las culpas cometidas, tengan la sensibilidad de la carne antes de que ésta la revista. Vosotros no lo creéis ni lo sabéis. Pero, en verdad os digo que sería mejor para vosotros sufrir todos los tormentos de mis mártires que no una hora de torturas infernales.‖ Otro tormento será la oscuridad. Oscuridad material y oscuridad espiritual.¡Tener que estar siempre entre tinieblas después de haber visto la luz del Paraíso y tener que estar abrazado a la tiniebla tras haber visto la luz que es de Dios! ¡Debatirse en ese horror tenebroso en el que únicamente se ilumina, con el reverbero del espíritu en llamas, el nombre del pecado que les hundió en tal horror! ¡No encontrar otra salida en aquel hervir de espíritus que se odian y maltratan mutuamente sino la desesperación que los vuelve locos y cada vez más malditos! ¡Nutrirse de ella, mantenerse en ella y meterse en ella! Está dicho: la muerte será el alimento de la muerte‖... A Vassula, vidente ortodoxa (que predica la unión entre católicos y ortodoxos), Jesús le dijo en cierta ocasión: - Hoy me seguirás al dominio oscuro de mi adversario, para que veas cómo sufren estas almas que han renegado de MíYa en el Infierno, y en el Purgatorio, en el lugar más cerca del Infierno, Vassula le preguntó a Jesús: - Jesús, ¿ellas están perdidas para siempre? - Las que están en el Infierno sí, las otras en el Purgatorio, también las que se encuentran en las puertas del Infierno, son salvadas por Mí, con la ayuda de las almas que hacen reparación y penitencia. No tengas miedo porque mi Luz te protege y Yo estoy contigo. - Me encontré- habla Vassula- debajo de la tierra. Esta parecía una caverna subterránea, oscura, iluminada únicamente por un fuego. Estaba sumido, y los pies se pegaban al suelo, debido a una especie de lodo pútrido. Vi bastantes almas puestas en fila, estaban atadas y solamente sus cabezas podían verse: caras de agonía, había un gran estrépito, como ruidos de máquinas trabajando mezclado a una cantidad de vociferaciones, martillazos y chillidos que lastimaban. Delante de estas cabezas, alguien se mantenía en pie con la mano estirada y llena de lava con la que las manchaba, de izquierda a derecha. Las caras estaban hinchadas por las quemaduras. Comprendí que este personaje era Satanás que de repente observó nuestra presencia. Daba vueltas gritando: -¡Miren esto! Escupió al suelo con asco y furor. - Miserables gusanos, miren esto, en nuestros días tenemos que tener aquí unos gusanos que nos vienen a chupar la sangre. Vete a la... Y añadió: -¡Oh, déjanos morir!
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Y Satanás, que tenía todo el aspecto de un loco enfurecido de rabia, gritó: -¡Criaturas de la tierra, escúchenme. ¡Ustedes vendrán a mí!. Pensé simplemente que a pesar de sus amenazas estaba loco imaginándose que al final él iba a ganar. Seguramente pudo leer mi pensamiento, ya que con desprecio y muy amenazador, dijo: -¡Yo no estoy loco!... Entonces con malvada risa se volvió hacia las almas y les dijo en una forma irónica: -¿Habéis entendido. Ella me ha llamado loco. Y sarcásticamente continuó: - Mis queridas y amadas almas, yo os haré pagar estas palabras. Y diciendo así, quiso agarrar lava, entonces me volví para mirar a Jesús y pedirle que hiciera algo para detenerlo. Jesús me contestó: - Yo lo detendré. Y en el instante en que Satanás levantó el brazo para lanzar la lava, su brazo comenzó a dolerle y no pudo. Él gritó por el dolor, injuriando a Jesús, y luego a mí: -¡Bruja, vete! ¡Sí, vete y déjanos!... En la última parte del Purgatorio, cerca de las puertas del infierno, escuché voces de almas que gritaban: -¡Salvadnos! ¡Salvadnos!... Enseguida alguien se acercó, uno de los suyos, y Satanás le preguntó a éste. -¿Estás en tu trabajo? ¿Estás haciendo lo que te encargué? ¡Lástima, destruye, desanima! Yo sabía que Satanás con eso se refería a mí. Quería que su esbirro me desanimara para encontrar a Jesús, inspirándome palabras falsas, o destruyendo el mensaje que yo predico. Le pregunté a Jesús si ya podíamos irnos. Él dijo: - Ven, vamos. Quiero que pongas todo eso por escrito. Yo te dictaré. Quédate a mi lado, quiero que mis hijos entiendan que sus almas existen y que el diablo es una realidad. Todo lo que está escrito en mis Sagradas Escrituras no es un mito. Satanás existe y busca adueñarse de vuestras almas. Yo sufro viendo que estáis adormecidos e ignorantes de su existencia. Yo vengo para daros advertencias, para daros señales, pero ¡cuántos de vosotros van a ver mis advertencias como cuentos de hadas! Yo soy vuestro Salvador, no neguéis mi Palabra, volved a Mí, y haced caso a las angustias del amor que tengo por vosotros. ¿Por qué, por qué vosotros sois tan solícitos para echaros a los pies de Satanás? ¡Oh, regresad! Vosotros que no creéis en Mí, ¡regresad vosotros que me habéis olvidado! Venid y ved, porque ahora es el momento de escuchar. Todos vosotros que herís mi alma levantáos, animaos, volved a mirar la Luz. No tengáis miedo de vuestros pecados. Yo os he perdonado, tomaré vuestros pecados y mi Sangre los lavará. Disculparé vuestras debilidades y os perdonaré. Venid para absorber el rocío de la virtud, que reconstruirá vuestras almas las cuales van derechas a la perdición. Os vengo a buscar, yo voy a buscar a mis ovejas perdidas, Yo soy el Buen Pastor, ¿os veré perdidos y me quedaré indiferente?... La fealdad del diablo y su mal olor serán, después de la no-visión de Dios, el segundo suplicio más horroroso del Infierno. Santa Faustina Kowalska dice: ―¡Qué horrible y espantoso es Satanás! Pobres de las almas condenadas que tienen que soportar su compañía. ¡La sola vista de él es más intolerable que todos los tormentos del Infierno!‖ Esta Santa vio el Infierno y cuenta: "Hoy, fui llevada por un ángel a las profundidades del Infierno. Es un lugar de gran tortura; ¡qué imponentemente grande y extenso es! Los tipos de torturas que vi: la primera que constituye el Infierno es la pérdida de Dios; la segunda es el eterno remordimiento de conciencia; la tercera es que la condición de uno nunca cambiará; la cuarta es el fuego que penetra el alma sin destruirla; es un sufrimiento terrible, ya que es un fuego completamente espiritual, encendido por el enojo de Dios; la quinta tortura es
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la continua oscuridad y un terrible olor sofocante y, a pesar de la oscuridad, los demonios y las almas de los condenados se ven unos a otros y ven todo el mal, el propio y el del resto; la sexta tortura es la compañía constante de Satanás; la séptima es la horrible desesperación, el odio de Dios, las palabras viles, maldiciones y blasfemias. Éstas son las torturas sufridas por todos los condenados juntos, pero ése no es el extremo de los sufrimientos. Hay torturas especiales destinadas para las almas particulares. Éstos son los tormentos de los sentidos. Cada alma padece sufrimientos terribles e indescriptibles, relacionados con la forma en que ha pecado. Hay cavernas y hoyos de tortura donde una forma de agonía difiere de otra. Yo me habría muerto ante la visión de estas torturas si la omnipotencia de Dios no me hubiera sostenido. Debe el pecador saber que será torturado por toda la eternidad, en esos sentidos que suele usar para pecar. Estoy escribiendo esto por orden de Dios, para que ninguna alma pueda encontrar una excusa diciendo que no hay ningún Infierno, o que nadie ha estado allí, y que por lo tanto nadie puede decir cómo es. Yo, Sor Faustina, por orden de Dios, he visitado los abismos del Infierno para que pudiera hablar a las almas sobre él y para testificar sobre su existencia. No puedo hablar ahora sobre él; pero he recibido una orden de Dios de dejarlo por escrito. Los demonios estaban llenos de odio hacia mí, pero tuvieron que obedecerme por orden de Dios. Lo que he escrito es una sombra pálida de las cosas que vi. Pero noté una cosa: que la mayoría de las almas que están allí son de aquéllos que descreyeron que hay un infierno. Cuando regresé, apenas podía recuperarme del miedo. ¡Cuán terriblemente sufren las almas allí! Por consiguiente, oro aun más fervorosamente por la conversión de los pecadores. Suplico continuamente por la misericordia de Dios sobre ellos. ¡Oh mi Jesús, preferiría estar en agonía hasta el fin del mundo, entre los mayores sufrimientos, antes que ofenderte con el menor de los pecados!". Dice Santa Catalina de Siena de una visión que tuvo: ―Mi alma se halló en un mundo desconocido y vio y comprendió la gloria de los justos y el castigo de los pecadores, pero las palabras son incapaces de expresar estas cosas. Diré, no obstante, lo que pueda. Vi la divina esencia y por esto mismo sufro tanto de hallarme encadenada a mi cuerpo. Vi los tormentos del Infierno y Purgatorio: no hay palabras que puedan ponderarlos. Si los pobres hombres tuvieran de ellos la más pequeña idea, preferirían mil veces la muerte, antes que soportar la más ligera pena un solo día. Cuando mi alma contemplaba aquellas cosas, Jesús, a Quién creía poseer para siempre, me dijo: - Ya ves qué gloria pierden y qué suplicios sufren los que me ofenden. Vuelve, pues, a la vida y muéstrales sus extravíos y el peligro que corren.‖ En las revelaciones a María Valtorta, vidente italiana muerta en 1961, se le dice sobre el Infierno lo siguiente. ― Los condenados serán la perfección del Mal y allá abajo, en el reino del Rebelde que no quiso doblegar su espíritu en adoración ante el Perfectísimo pretendiendo ser dios en el puesto de Dios, serán un testimonio del poder de Aquél a Quien él quiso tratar como a un igual y de lo que puede como Creador y como Juez hacer de la nada, no sólo vivientes sino eternos, no sólo animales sino dotados de espíritu y juzgarlos con todo lo que son, dando a este todo que fue rebelde lo que mereció y manteniéndolos vivos por los siglos de los siglos, mientras que todo lo que fue creado conocerá la muerte, y teniéndolos apartados en el reino que ellos libremente para sí eligieron. Como tú misma ves, la primera Epifanía del Creador Padre permanecerá, aún más allá del tiempo, en esos dos Reinos que no conocerán término: el Paraíso y el Infierno, para recordar siempre a cada uno, según sea su condición, que Dios existe y que se manifestó como tal desde el primer día creativo. Recuerdo luminoso y feliz para los ciudadanos del Cielo y recuerdo de castigo par los del Infierno; mas para ambos, incancelable aún después de que todo haya sido cancelado, a excepción de ambos reinos‖.
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Los videntes de Medjugorje, Vicka Ivankovix y Jakov Colo, narran cómo la Virgen los transportó corporalmente a lugares eternos. Vicka dijo: - La Santísima Virgen se nos apareció y nos tomó de la mano para llevarnos a visitar el Cielo, el Purgatorio y el Infierno. No se trataba de un sueño, porque nosotros desaparecimos de verdad durante veinte minutos tal como lo confirmó la madre de Jakov. En medio del Infierno había un piélago de fuego, como un océano en llamas. Podíamos ver a la gente antes de caer al fuego y luego saliendo del fuego. Antes de entrar en el fuego parecían personas normales. Cuanto más contravinieron a la voluntad de Dios más profundamente entraban en el fuego y cuanto más se hundían más blasfemaban contra Él. Cuando salían del fuego habían perdido ya la figura de un ser humano; más parecían animales grotescos como no se han visto nunca sobre la tierra. Eran las personas que habían renegado de Dios hasta llegar a odiarlo. Se sumergían en el fuego desnudos y emergían con la piel horriblemente carbonizada. Otra de las videntes, Marija Pavloovic, vio que una hermosa joven se sumergía en las llamas. Cuando salió ya era una bestia, sin ninguna apariencia humana... Hay una necesidad apremiante de orar por los no creyentes que corren el riesgo de caer en aquel océano de fuego. Los condenados se mesarán los cabellos, el hermano suplicará a sus hermanos, y maldecirán su pasado sin Dios. Sentirán el arrepentimiento, pero ya será demasiado tarde... He aquí la razón por la cual la Virgen se manifiesta con tanta frecuencia por todo el mundo: la conversión de los pecadores para que no vayan al Infierno. Cristina, a quien al igual que a los videntes de Fátima, Kibeho y Medjugorje se le concedió dar una mirada al Purgatorio y al Infierno, indicaba que lo más importante era proteger la eternidad feliz del alma. Vio el Infierno como un lugar de llamas y más llamas, fuego por todas partes y los cuerpos nadando en él. Eran muy negros, y parecía como que las llamas se hacían tan enormes que se podía apreciar su vigor. Jesús habló y dijo. - Este es el abismo del pecado, el lugar para todos aquéllos que no aman a mi Padre. Yo pude mirar abajo y más abajo. Miles de condenados. Y todos sin esperanza. Las oraciones son innecesarias a los condenados, allí ya no se puede merecer y no se puede salir jamás. En cierta ocasión murió en duelo un hombre que le importaba poco Dios y la otra vida. Santa María de Oignies, siempre dispuesta a ayudar al prójimo necesitado, se puso inmediatamente en oración para auxiliar al alma de aquel desgraciado. Entonces Jesús, en una visión le dijo: - Hija mía; no ruegues por él, que está en el Infierno... Sor Josefa Menéndez visitó muchas veces el Infierno, y entre algunas revelaciones sobre aquel antro de sufrimientos y desesperación eterna cuenta: "Una de estas almas condenadas gritaba: - Ese es mi tormento... ¡quiero amar y no puedo! Ya no me queda más que odio y desesperación. Si alguno de los que estamos aquí pudiera decir una sola vez que ama... ¡esto no sería Infierno!...¡Pero no podemos!...¡ Nuestro alimento es odiar y aborrecer!... Otro infeliz exclamaba: - El mayor tormento que aquí se padece es no poder amar a Aquél que nos vemos forzados a odiar. El hambre de amar nos consume, ¡pero ya es tarde!... - He visto - habla Sor Josefa- muchas personas del mundo que caían en este abismo, y no se puede explicar ni comprender el rugido que dan al caer, y cómo enseguida empiezan a gritar de un modo que pone espanto: -¡Maldición eterna!... ¡Me he equivocado!, ¡Me he perdido!...¡Ya estoy aquí para siempre!... ¡Ya no hay remedio!...¡Maldita sea...!, unos nombran aquí a tal persona, otros tal cosa... que es lo que les ha hecho condenarse..." Sor Josefa fue llevada muchas veces al Infierno por los diablos, para hacerla sufrir... Dios lo permitía porque así expiaba sus faltas, aumentaban sus méritos y conseguía
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la salvación de las almas. No obstante, todo estaba regulado por Dios, para que el diablo no hiciera más de lo que estaba previsto por la Divina Providencia: después de estas purificaciones en el Infierno, Sor Josefa volvía a sus quehaceres habituales en el convento. Cuenta así la sierva de Dios sobre los sufrimientos que allí se padecen: ―De repente me encontré en el infierno, pero no fui arrastrada como otras veces, sino precipitada, como si mi alma deseara lanzarse y desaparecer de la vista de Dios para poder maldecirlo y odiarlo. Mi alma se dejó caer en un abismo, del que no sé el fin porque es inmenso. Enseguida sentí cómo otras almas se regocijaban viéndome caer en sus mismos tormentos. Ya esto era martirio: oír aquellos gritos tan horribles. Pero creo que lo que no tiene comparación con ningún dolor es la sed que se tiene de maldecir a Nuestro Señor; ¡cuanto más se maldice, más aumenta esa sed!...He visto el Infierno lo mismo que otras veces; los corredores, los nichos, el fuego... He oído a las mismas almas que gritan y blasfeman, pues no se ven los cuerpos aunque se siente el tormento como si estuvieran allí; pero las almas me reconocen. Gritaban todas: - ¡Ah! ¿Ya estás aquí? ¡Tú lo mismo que nosotras! (eran religiosas condenadas...) Éramos libres de hacer los votos, pero ¡y ahora!... y maldecían sus votos. Después me sentí ya en el agujero lleno de fuego, y muy apretada con planchas ardientes y como si clavasen en mi cuerpo hierros y agujas encendidas‖. Al llegar aquí Josefa describe los múltiples tormentos de los condenados miembro por miembro, pues ni uno sólo queda sin castigo. - Siento como si tiraran de la lengua, pero no la pueden arrancar, lo que causa un estremecimiento muy grande y dolor espantoso. Los ojos parece que quieren salir de sus órbitas; creo que es por el fuego que los abrasan. No hay miembro que no padezca un tormento terrible. No se puede mover un solo dedo para buscar alivio, ni cambiar de posición. El cuerpo se siente como encogido y doblado. Los oídos padecen mucho con aquel griterío de confusión que no cesa ni un solo momento. Aquel olor tan malo, que en el mundo no hay nada que se le parezca, asfixia y produce náuseas muy repugnantes; es como un olor a carne podrida y quemada mezclado con pez y azufre... En fin, es un hedor que no se puede comparar a nada del mundo. Todo lo he sentido como otras veces, y aunque es terrible el tormento no sería nada si el alma no sufriera. Pero sufre tanto que no se puede explicar. Las otras veces que he bajado al Infierno, he sufrido mucho porque creía que había salido de la Orden y por eso me había condenado. Pero esta vez no. Estaba en el Infierno con un sello especial de religiosa, el de un alma que ha conocido y amado mucho a Dios, y veía a otras almas también religiosas que tenían el mismo sello. No puedo explicar cómo se conoce esto, creo que es porque todos los condenados y los demonios las insultan de un modo especial. Muchos sacerdotes también. Tampoco sé decir lo que es este sufrimiento, tan diferente de las otras veces, pues si el tormento de un alma del mundo (no religioso ni sacerdote) es terrible, no es nada al lado de un alma religiosa (sacerdote, religioso o religiosa). Sin cesar un momento estas tres palabras: Pobreza, Castidad, Obediencia, están presentes al alma como un remordimiento tremendo. ¡Pobreza!... ¡Eras libre y prometiste! ¿Por qué te procuraste este bienestar? ¿Por qué tomaste afición a este objeto si no era tuyo? ¿Por qué distes al cuerpo esta comodidad? ¿Por qué tomabas esta libertad con que disponías de las cosas que eran bienes de la Comunidad? ¿No sabías que no tenías derecho de propiedad, pues libremente habías renunciado a él? ¿Por qué murmurabas cuando te faltaba alguna cosa o te parecía que te trataban menos bien que a las otras?... ¿Por qué?... ¡Castidad! ¡Tú hiciste este voto libremente y con pleno conocimiento de lo que exigía... tú misma te obligaste... tú misma lo quisiste... y después ¿con qué fidelidad lo has guardado? ...¿Por qué no elegiste otro estado que te permitiera ciertos goces y deleites? Y el alma respondía ella misma entre indecibles torturas:
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- Sí, yo hice voto y era libre... ¡Podía no haberlo hecho, pero yo misma lo hice y era libre!... No hay palabras que puedan expresar ese martirio y ese remordimiento unidos a los insultos de los otros condenados. ¡Obediencia! ¡Tú misma te obligaste a obedecer Tu Regla, a tus superiores y eras libre. ¿Por qué juzgabas lo que te ordenaban? ¿Por qué te excusabas de tal obligación de la vida común?...Acuérdate de la suavidad de tu Regla. ¡Y no la has querido!...¡Eras libre! El alma consagrada condenada recuerda sin cesar que había escogido a su Dios como Señor y que lo amaba sobre todas las cosas... que por Él renunció a los placeres legítimos y a todo lo que más amaba en el mundo... que al principio de la vida religiosa había gustado la dulzura, la fuerza y la pureza de este amor divino, y ahora por unas pasiones desordenadas tenía que odiar eternamente a ese Dios que la había escogido para amarlo. Siente necesidad de odiarlo; es como una sed que la consume... ¡No hay un recuerdo que pueda darle el más ligero alivio! Uno de los tormentos mayores que padece es una especie de vergüenza que la envuelve. Parece que todas las almas condenadas le gritan sin cesar estas palabras: -¡Que nos hayamos perdido nosotros que no tuvimos los medios que tú, no es extraño!... ¡Pero a ti!... ¿Qué te faltaba?...Tú vivías en el Palacio del Rey... Tú has comido en la mesa de los escogidos... - Todo esto que escribo- concluye Sor Josefa- no es sino una sombra al lado de lo que el alma sufre, pues no hay palabras que puedan explicar semejante tormento. María Valtorta, vidente italiana, recibió de Jesús las siguientes palabras sobre el Infierno: - Los hombres de este tiempo ya no creen en la existencia del Infierno. Se han forjado un más allá de su gusto y tal, que resulta menos atemorizante a sus conciencias merecedoras de gran castigo. Discípulos más o menos fieles del Espíritu del Mal, saben que su conciencia retrocedería ante ciertos hechos delictivos si realmente creyeran en el Infierno tal como la Fe les enseña que es. Saben que su conciencia, una vez hecho el mal, tornaría sobre sí misma y el remordimiento les llevaría a la conversión, el miedo al arrepentimiento y con el arrepentimiento encontrarían el camino por el que volver a Mí. Yo, Dios Uno y Trino, tengo dicho que lo que se halla destinado al Infierno permanece por toda la eternidad ya que de esa muerte no se sale a nueva resurrección. Tengo dicho asimismo que aquel fuego es eterno y que a él serán echados todos los operadores de escándalos e iniquidades. Ni creáis que esto sea hasta el trance del fin del mundo. No, sino que, tras la imponente revista, más cruel aún resultará aquella morada de llanto y de tormento, porque lo que al presente se les concede a sus huéspedes como infernal solaz suyo, el poder dañar a los vivientes y ver precipitarse en el abismo a nuevos condenados, ya no será desde entonces y así la puerta del reino nefando de Satanás será remachada y enclavijada por mis ángeles para siempre, para siempre, para siempre, un siempre cuyo número de años carece de número y respecto al cual, si los años vinieran a ser granitos de arena de todos los océanos de la tierra, serían menos que un día de esta mi eternidad inconmensurable, hecha de luz y de gloria en lo alto para los benditos y de tinieblas y horror para los malditos en lo profundo. Te dije que el Purgatorio es fuego de amor y el Infierno fuego de rigor. El Purgatorio es lugar en el que, pensando en Dios cuya Esencia brilló ante vosotros en el momento del juicio particular llenándoos del deseo de poseerlo, expiáis las faltas de amor hacia vuestro Señor Dios. Por medio del amor conquistáis el Amor por grados de caridad cada vez más encendida, laváis vuestro vestido hasta dejarlo blanco y resplandeciente para entrar en el reino de la Luz. El Infierno, en cambio, es lugar en el que el pensamiento de Dios, el recuerdo de Dios entrevisto en el juicio particular, no es, como para los purgantes, deseo santo, nostalgia triste si bien llena de esperanza, esperanza plena en tranquila espera con una paz segura de
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alcanzar la perfección que será la conquista de Dios y que confiere al espíritu purgante una gozosa actividad purgativa, pues cada pena, cada instante de pena lo aproxima a Dios, su amor, sino que es remordimiento, rabia, condenación y odio. Odio contra Satanás, odio contra los hombres y odio contra sí mismos. Tras haber adorado a Satanás durante la vida teniéndolo en mi puesto, ahora que lo poseen y contemplan su verdadero aspecto, no velado ya bajo la fascinante sonrisa de la carne, bajo el brillo deslumbrador del oro o bajo la potente manifestación de la supremacía, lo odian por ser causa de su tormento. Tras haber adorado, olvidando su dignidad de hijos de Dios, a los hombres hasta el punto de convertirse en asesinos, ladrones, estafadores, mercaderes de inmundicias para ellos, ahora que de nuevo vuelven a encontrarse con aquéllos sus amos por quienes mataron, robaron, estafaron, vendieron el propio honor y el de tantas criaturas infelices débiles e indefensas, haciéndolas instrumentos de vicios desconocidos hasta de las fieras, de la lujuria, atributo del hombre envenenado por Satanás, ahora los odian por ser causa de su tormento. Tras haberse adorado a sí mismos procurando a la carne, a la sangre, a los siete apetitos de su carne y de su sangre todas las satisfacciones pisoteando la Ley de Dios y la ley de la moralidad, ahora se odian al verse causa de su tormento. La palabra ―Odio‖ tapiza aquel reino sin límites; ruge en aquellas llamas; brama en las voces de los demonios, solloza y ladra en los lamentos de los condenados; suena, suena y resuena como una eterna campana a rebato; retumba como una eterna bocina de muerto, llena de sí los rincones todos de aquella cárcel; es, de por sí, tormento, ya que, a cada sonido, renueva el recuerdo del Amor perdido para siempre, el remordimiento de haber consentido en su pérdida y la rabia de nunca más volverlo a ver. El alma muerta, al modo de esos cuerpos lanzados a las llamas o a un horno crematorio, se retuerce y rechina como agitada de nuevo con un movimiento vital y se excita al comprender su error y muere y renace a cada instante con sufrimientos atroces y así el remordimiento la mata en una blasfemia y esta muerte violenta la trae de nuevo a la vida con un nuevo tormento. La magnitud del delito de haber traicionado a Dios en el tiempo lo tiene de frente el alma por toda la eternidad, lo mismo que la equivocación de haber rechazado a Dios en el tiempo lo tendrá el alma presente para su tormento por toda la eternidad. En el fuego, las llamas toman las figuras de lo que adoraron en vida y así las pasiones se presentan pintadas con pinceladas incandescentes bajo las formas más apetitosas rechinando una y otra vez este su recuerdo. ―Preferiste el fuego de las pasiones, pues ahí tienes ahora el fuego encendido por Dios de cuyo Fuego santo te burlaste‖. El fuego se corresponde al fuego. En el Paraíso es donde arde el fuego del amor perfecto; en el Purgatorio el del amor purificador y en el Infierno el del amor ofendido. Puesto que los elegidos amaron con perfección, el Amor se entrega a ellos con toda su Perfección. Puesto que los purgantes amaron con tibieza, el Amor hácese llama para llevarlos a la Perfección. Y pues los malditos ardieron en todos los fuegos menos en el de Dios, el Fuego de la ira de Dios los abrasa eternamente. Y en el fuego hay también hielo. ¡Oh, no podéis imaginar qué cosa sea el Infierno! Tomad todo cuanto es tormento en la tierra para el hombre: fuego, llama, hielo, aguas torrenciales, hambre, sueño, sed, heridas, enfermedades, llagas, muerte, haced una suma única de todo ello y después multiplicadla millones de veces. Tan sólo tendréis una sombra de aquella tremenda realidad. Al ardor insoportable irá unido el hielo sideral. Los condenados ardieron con todos los fuegos humanos habiendo tenido para su Señor Dios únicamente hielo espiritual. Y así les aguarda el hielo para congelarlos tras haberlos tostado al fuego como peces puestos a la llama para asar. Tormento sobre tormento será este pasar del ardor que dilata al hielo que condensa.
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¡Oh!, no es éste un lenguaje metafórico, pues Dios puede hacer que las almas, gravadas con las culpas cometidas, tengan la sensibilidad de la carne aún antes de que ésta las revista. Vosotros no lo sabéis ni lo creéis. Pero, en verdad os digo que sería mejor para vosotros sufrir todos los tormentos de mis mártires que no una hora de torturas infernales. El tercer tormento será la oscuridad. Oscuridad material y oscuridad espiritual. ¡Haber de estar siempre entre tinieblas después de haber visto la luz del Paraíso y tener que estar abrazado a la Tiniebla tras haber visto la Luz que es Dios! ¡Debatirse en ese horror tenebroso en el que únicamente se ilumina, con el reverbero del espíritu en llamas, el nombre del pecado que les hundió en tal horror! ¡No encontrar otra salida en aquel hervir de espíritus que se odian y maltratan mutuamente sino la desesperación que los vuelve locos y cada vez más malditos! ¡Nutrirse de ella, mantenerse en ella y matarse con ella! Está dicho: la muerte será el aliento de la muerte. Os lo digo Yo que soy el que creó aquel lugar. Cuando, para sacar del Limbo a aquéllos que aguardaban mi venida, descendí a él, Yo, Dios, quedé espantado de aquel horror. Y si las cosas hechas por Dios, al ser perfectas, no fuesen inmutables, habría querido hacerlo menos atroz, ya que soy Amor y quedé dolorido por aquel horror. ¡Y aún queréis vosotros ir allá! Meditad, hijos, estas mis palabras. A los enfermos se les suministran medicinas amargas, a los afectados por tumores se les cauteriza y saja el mal. Éstas son, para vuestros enfermos y cancerosos, medicina y cauterio de cirujano. No las rechacéis. Usad de ellas para curaros. La vida no dura sino estos pocos días de la tierra. La vida comienza cuando os parece que termina y ya no tiene fin. Haced que desemboque para vosotros en donde la luz y la gloria de Dios hermosean la eternidad y no donde Satanás es el Atormentador eterno. Ver el reino de Satanás causa tal horror que es capaz de hacer encanecer a un joven porque en él no brilla ni el recuerdo de Dios. El recuerdo, sólo su recuerdo haría que el Infierno no lo fuese. Pues si para quien vive adorando el Rostro de Dios representa un suplicio no ver ya este Rostro santísimo, el no poder ya ni recordarlo supone una tortura tal que, en su comparación son juego de niños todas las torturas y sevicias humanas. Es, en suma, el Infierno.‖ - La celestial Jerusalén- dice la Venerable Ana Catalina Emmerick- se me aparece ordinariamente como una ciudad donde las moradas de los bienaventurados se presentan bajo la forma de palacios y jardines llenos de flores y frutos maravillosos, según su condición de beatitud; lo mismo aquí (en el Infierno), creía ver un mundo entero, una reunión de edificios y habitaciones muy complicadas. Pero en las moradas de los bienaventurados todo está formado bajo una ley de paz infinita, de armonía eterna: todo tiene por principio la beatitud, en cambio en el Infierno todo tiene por principio la ira eterna, la discordia y la desesperación. En el Cielo son edificios de gozo y adoración, jardines llenos de frutos maravillosos que comunican la vida. En el Infierno son prisiones y cavernas, desiertos y lagos llenos de todo lo que puede excitar el disgusto y el horror; la eterna y terrible discordia de los condenados; en el Cielo todo es unión y beatitud de los Santos. Todas las raíces de la corrupción y del error producen en el Infierno el dolor y el suplicio en número infinito de manifestaciones y operaciones. Cada condenado tiene siempre presente este pensamiento: los tormentos a que están entregados son el fruto natural y necesario de su crimen. Todo lo que se ve y se siente de horrible en el Infierno no es más que la esencia, la forma interior del pecado descubierto, de esa serpiente que devora a los que la han mantenido en su seno. Todo esto se puede comprender cuando se ve; mas es casi imposible expresarlo con palabras. Sor Josefa Menéndez, en vías de canonización, cuenta así una visita al Infierno, que Dios lo permitía para salvar almas y para enseñanza de los demás: "La noche del miércoles al jueves 16 de Marzo, serían las diez, empecé a sentir como los días anteriores ese ruido tan tremendo de cadenas y gritos.
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Enseguida me levanté, me vestí y me puse en el suelo de rodillas. Estaba llena de miedo. El ruido seguía; salí del dormitorio sin saber a dónde ir ni qué hacer. Entré un momento en la celda de Nuestra Beata Madre... Después volví al dormitorio y siempre el mismo ruido. Sería algo más de las doce cuando de repente vi delante de mí al demonio que decía: "atadle los pies... atadle las manos". Perdí conocimiento de dónde estaba y sentí que me ataban fuertemente, que tiraban de mí, arrastrándome. Otras voces decían: "No son los pies los que hay que atarle... es el corazón". Y el diablo contestó; ese no es mío. Me parece que me arrastraron por un camino muy largo. Empecé a oír muchos gritos, y enseguida me encontré en un pasillo muy estrecho. En la pared hay como un nicho, de donde sale mucho humo pero sin llama, y muy mal olor. Yo no puedo decir lo que se oye, toda clase de blasfemias y de palabras impuras y terribles. Unos maldicen su cuerpo... otros maldicen a su padre o madre... otros se reprochan a ellos mismos el no haber aprovechado tal ocasión o tal luz para abandonar el pecado. En fin, es una confusión tremenda de gritos de rabia y desesperación. Pasé por un pasillo que no tenía fin, y luego, dándome un empujón, que me hizo como doblarme y encogerme, me metieron en uno de aquellos nichos, donde parecía que me apretaban con planchas encendidas y como que me pasaban agujas muy gordas por el cuerpo, que me abrasaban. Enfrente de mí y cerca, tenía almas que me maldecían y blasfemaban. Es lo que más me hizo sufrir... pero lo que no tiene comparación con ningún tormento es la angustia que siente el alma, viéndose apartada de Dios. "Me pareció que pasé muchos años en este Infierno, aunque sólo fueron seis o siete horas... Luego sentí que tiraban otra vez de mí, y después de ponerme en un sitio muy oscuro, el demonio, dándome como una patada me dejó libre. No puedo decir lo que sintió mi alma cuando me di cuenta de que estaba viva y que todavía podía amar a Dios. "Para poderme librar de este infierno y aunque soy tan miedosa para sufrir, yo no sé a qué estoy dispuesta. Veo con mucha claridad que todo lo del mundo no es nada en comparación del dolor del alma que no puede amar, porque allí no se respira más que odio y deseo de la perdición de las almas". "Cuando entro en el infierno, oigo como unos gritos de rabia y de alegría, porque hay un alma más que participa de sus tormentos. No me acuerdo entonces de haber estado allí otras veces, sino que me parece que es la primera vez. También creo que ha de ser para toda la eternidad y eso me hace sufrir mucho, porque recuerdo que conocía y amaba a Dios, que estaba en la Religión, que me ha concedido muchas gracias y muchos medios para salvarme... ¿Qué he hecho para perder tanto bien...? ¿Cómo he sido tan ciega...? ¡Y ya no hay remedio...! También me acuerdo de mis Comuniones, de que era novicia, pero lo que más me atormenta es que amaba a Nuestro Señor muchísimo... Lo conocía y era todo mi tesoro... No vivía sino para El... ¿Cómo ahora podré vivir sin El...? Sin amarlo... oyendo siempre estas blasfemias y este odio... siento que el alma se oprime y se ahoga... Yo no sé explicarlo bien porque es imposible". Más de una vez presencia la lucha encarnizada del demonio para arrebatar a la misericordia divina tal o cual alma que ya creía suya. Entonces los padecimientos de Josefa entran, a lo que parece, en los planes de Dios, como rescate de estas pobres almas, que le deberán la última y definitiva victoria, en el instante de la muerte. "El diablo estaba muy furioso porque quería que se perdieran tres almas... Gritaba con rabia: ¡Que no se escapen...! ¡Que se van...! ¡Fuerte...! ¡Fuerte! "Esto así,
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sin cesar, con unos gritos de rabia que contestaban, de lejos, otros demonios. Durante varios días presencié estas luchas. "Yo supliqué al Señor que hiciera de mí lo que quisiera, con tal que estas almas no se perdiesen. Me fui también a la Virgen Y Ella me dio gran tranquilidad porque me dejó dispuesta a sufrirlo todo para salvarlas, y creo que no permitirá que el diablo salga victorioso". "El demonio gritaba mucho: ¡No la dejéis...! ¡Estad atentos a todo lo que las pueda turbar...! ¡Que no se escapen... haced que se desesperen...! Era tremenda la confusión que había de gritos y de blasfemias. Luego oí que decía furioso: ¡No importa! Aún me quedan dos... Quitadles la confianza... Yo comprendí que se le había escapado una, que había ya pasado a la eternidad, porque gritaba: Pronto... De prisa... Que estas dos no se escapen... Tomadlas, que se desesperen... Pronto, que se nos van. "Enseguida, con un rechinar de dientes y una rabia que no se puede decir, yo sentía esos gritos tremendos: ¡Oh poder de Dios que tienen más fuerza que yo...! ¡Todavía tengo una.., y no dejaré que se la lleve...! El infierno todo ya no fue más que un grito de desesperación, con un desorden muy grande y los diablos chillaban y se quejaban y blasfemaban horriblemente. Yo conocí con esto que las almas se habían salvado. Mi corazón saltó de alegría, pero me veía imposibilitada para hacer un acto de amor. Aún siento en el alma necesidad de amar... No siento odio hacia Dios como estas otras almas, y cuando oigo que maldicen y blasfeman, me causa mucha pena; no sé qué sufriría para evitar que Nuestro Señor sea injuriado y ofendido. Lo que me apura es que pasando el tiempo seré como los otros. Esto me hace sufrir mucho, porque me acuerdo todavía que amaba a Nuestro Señor y que El era muy bueno conmigo. Siento mucho tormento, sobre todo estos últimos días. Es como si me entrase por la garganta un río de fuego que pasa por todo el cuerpo, y unido al dolor que he dicho antes. Como si me apretasen por detrás y por delante con planchas encendidas... No sé decir lo que sufro... es tremendo tanto dolor... Parece que los ojos se salen de su sitio y como si tirasen para arrancarlos... Los nervios se ponen muy tirantes. El cuerpo está como doblado, no se puede mover ni un dedo... El olor que hay tan malo, no se puede respirar, pero todo esto no es nada en comparación del alma, que conociendo la bondad de Dios, se ve obligada a odiarle y, sobre todo, si le ha conocido y amado, sufre mucho más...". Josefa despedía este hedor intolerable siempre que volvía de una de sus visitas al infierno o cuando la arrebataba y atormentaba el demonio: olor de azufre, de carnes podridas y quemadas que, según fidedignos testigos, se percibía sensiblemente durante un cuarto de hora y a veces media hora; Y cuya desagradable impresión conservaba ella misma mucho más tiempo todavía. - El 30 de Noviembre de 1968 – habla Jesús - mostré el Infierno a un alma privilegiada que sufre y ora para salvar a muchas almas. Escuchad, sacerdotes que habéis caído o que os encontráis en peligro, la triste narración: "Las almas tenían una fisonomía humana para poder ser reconocidas. Los demonios estaban feroces contra mí, porque en aquel tiempo había cooperado a la salvación de muchas almas y me gritaban: Por culpa tuya, ¡oh maldita, hay tantos puestos vacíos en este abismo! Los sacerdotes que estaban allí sufrían penas horribles. Eran torturados sobre maderos encendidos, puestos en forma de cruz, para ser castigados por todas las veces que habían puesto en la Cruz al Señor con sus pecados. Su lengua y sus manos impuras y sacrílegas sufrían tremendas torturas. Eran continuamente arrastrados aquí y allá no sólo por los demonios, sino también por los condenados, que les gritaban sus
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infidelidades, la traición que le fue hecha al Señor para apagar los placeres de la vida. Eran lacerados y continuamente atacados. Estos sacerdotes maldecían la vida del mundo, todas las atracciones humanas, todos los placeres gozados pisoteando el voto de castidad y viviendo alejados de Dios. Estaban sumergidos en una grande y tremenda oscuridad: sólo las llamas del fuego les daba un poco de luz. Gritaban por la desesperación, mientras los demonios se divertían atormentándolos y riéndose decían: Habíais sido escogidos para dominar sobre nosotros, puros espíritus; vuestra dignidad superaba la de las legiones angélicas; ¡podíais arrancarnos muchas almas y en cambio habéis terminado aquí junto a nosotros! ¡Os hemos vencido! ¡Y mientras más será vuestra confusión en el día del Juicio, más apareceréis como muchos Judas!... Esta es vuestra gloria ante los que pasabais como corderos, ¡mientras erais verdaderos lobos rapaces! Existen otros en el mundo que siguen vuestras huellas; ¡tendréis otros compañeros!... Habéis sido vencidos; no esperabais el infierno... y habéis caído aquí. El rico Epulón no creía en el Infierno, pero también él terminó aquí."
CAUSAS DE CONDENACIÓN La causa principal que conduce al Infierno es el pecado mortal, aquel que se hace sabiendo que lo que se hace es grave, y sin que nadie obligue se comete impulsado por la pasión lujuriosa, por el egoísmo más exacerbado, por la soberbia desmedida, por la avaricia ilimitada y bestial, o por un apego inconsiderado a la vida; y además, después de cometer el pecado mortal, ni se arrepiente, ni lo confiesa, pudiendo hacerlo, con lo que la muerte lo sorprende en enemistad con Dios, y en ese estado, tras el juicio, no hay ya otra oportunidad, pues el juicio de Dios es inapelable. San Juan Bosco, en una de sus frecuentes visiones, fue acompañado por un personaje a hacer una visita al Infierno. Él lo contó así, en una charla, a sus alumnos: ―Me encontraba durmiendo cuando de pronto se me apareció un personaje que me dijo: - ¡Levántate, que no hay tiempo que perder! Me levanté y lo seguí. Mientras caminábamos le pregunté: -¿Dónde quieres llevarme? - Ven y lo verás. Me condujo a un lugar en el cual se extendía una amplia llanura. Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un vasto desierto. No se veía ni un alma viviente, ni una planta, ni un riachuelo, un poco de vegetación seca y amarillenta daba a aquella desolación un aspecto de tristeza. No sabía ni dónde me encontraba ni qué era lo que iba a hacer. Durante unos instantes no vi a mi guía. Me pareció haberme perdido. De pronto diviso de nuevo a mi amigo que me sale al encuentro. Respiré y dije: - ¿Dónde estoy? - Ven conmigo y lo sabrás. - Bien, iré contigo. Él iba delante y yo lo seguía sin rechistar. Después de un largo y triste viaje se abrió ante mí un camino. Entonces interrumpí el silencio preguntando a mi guía: - ¿Dónde vamos a ir ahora? - Por aquí- me dijo.
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Y penetramos por aquel camino. Era una senda hermosa, ancha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y otro la flanqueaban dos magníficos setos verdes cubiertos de hermosas flores. En especial despuntaban las rosas, entre las hojas, por todas partes. Aquel sendero, a primera vista, parecía llano y cómodo, y yo eché a andar por él sin sospechar nada. Pero después de caminar un trecho, me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo, y, aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir por el aire. Incluso noté que avanzaba casi sin mover los pies. Nuestra marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por un camino semejante hubiera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo: - ¿Cómo haremos para regresar? - No te preocupes- me dijo- el Señor es omnipotente y querrá que vuelvas. El que te conduce y te enseña a proseguir adelante, sabrá también llevarte hacia atrás. El camino descendía cada vez más. Proseguíamos la marcha entre las flores y las rosas, cuando vi queme seguían por el mismo sendero todos los jóvenes del Oratorio (internado donde vivía San Juan Bosco con sus alumnos) y otros numerosísimos compañeros a los cuales yo jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos. Mientras los observaba vi que de repente, ora uno, ora otro, comenzaban a caer al suelo, siendo arrastrados por una fuerza invisible que los llevaba hacia una horrible pendiente que se veía aún en lontananza y que conducía a aquellos infelices de cabeza a un horno. - ¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?- pregunté al guía. - Acércate un poco- me respondió. Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban a ras del suelo y otros a la altura de la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos de los muchachos, al andar, quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban al suelo con las piernas en alto y, cuando se levantaban corrían precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente. Los lazos colocados en el suelo parecían de estopa, apenas visibles, semejantes a los hilos de la tela de araña, y al parecer, inofensivos. Y con todo pude observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra. Yo estaba atónito, y el guía me dijo: - ¿Sabes qué es esto? - Un poco de estopa- respondí. - Te diría que no es nada- añadió- el respeto humano, simplemente, o sea la vergüenza que sienten tus muchachos y muchos de hacer algo bueno como ir a misa, comulgar, orar o hacer una buena obra por temor a la burla de los descreídos. Entretanto, al ver que eran muchos los que continuaban cayendo en aquellos lazos, le pregunté al desconocido: - ¿Cómo es que son tantos los que quedan prendidos en estos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra de esa manera? Y él dijo: - Acércate más; obsérvalo bien y lo verás. Lo hice, y añadí: - Yo no veo nada. - Mira mejor - me dijo el guía. Tomé, en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude comprobar que no daba con el otro extremo; por el contrario, me di cuenta de que yo también era arrastrado por él. Entonces seguí la dirección del hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna. Me detuve porque no quería penetrar en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo y noté que cedía, pero había que hacer mucha fuerza. Y he aquí que después de haber tirado mucho,
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salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía espanto, el cual mantenía fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí. Entonces me dije: - Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la santa cruz y con oraciones. Me volví por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo: -¿Sabes ya quién es? - ¡Sí, que lo sé! - le respondí. Es el demonio quien tiende estos lazos para hacer caer a mis jóvenes en el Infierno. Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la envidia, de la fornicación, del hurto, de la gula, de la pereza, de la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que eran los de la lujuria, la desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos. Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación, vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás. Y pregunté: - ¿Por qué esta diferencia? - Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano- me fue respondido. Mirando aún con mayor atención vi que, entre aquellos lazos, había esparcidos muchos cuchillos, que, manejados por una mano providente, cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha, es decir, las buenas lecturas. Había también dos espadas; una de ellas representaba la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen; había, además, un martillo: la confesión; y otros cuchillos, símbolos de otras devociones, San José, etc. Con estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o se defendían para no ser víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre aquellos lazos de forma que jamás quedaban presos en ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, o si lo hacían cuando éste ya estaba preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado diferente sin lograr capturarlos. Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo me hizo continuar el camino flanqueado de rosas, pero a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, empezando a aparecer punzantes espinas. Finalmente, por mucho que me fijé, no descubrí ni una rosa, y, en el último tramo, el seto se había tornado completamente espinoso, quemado por el sol y desprovisto de hojas; después de los matorrales ralos y secos, partían ramajes que al tenderse por el suelo, lo cubrían, sembrándolo de espinas de tal forma que difícilmente se podía caminar. Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes; y el camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco firme y tan lleno de baches, salientes, guijarros y piedras rodadas, que dificultaba cada vez más la marcha. Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes, muchísimos de ellos habían logrado salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros atajos. Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba, más áspera era la bajada y más pronunciada, de forma que algunas veces me resbalaba, cayendo al suelo, donde permanecía sentado un rato para tomar un poco de aliento. De cuando en cuando el guía acudía en mi
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auxilio y me ayudaba a levantarme. A cada paso se me encogían los tendones y me parecía que se me iban a descoyuntar los huesos de las piernas. Entonces dije anhelante a mi guía: - Las piernas se niegan a sostenerme. Me encuentro tan falto de fuerzas que no será posible continuar el viaje. El guía no me contestó, sino que animándome, prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y víctima de un cansancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se alzaba en el mismo camino. Me senté, lancé un hondo suspiro y me pareció haber descansado suficientemente. Entretanto observaba el camino que había recorrido ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y piedras puntiagudas. Al considerar el camino que me quedaba por recorrer, cerré los ojos de espanto, exclamando: - Volvamos atrás, por caridad. Si seguimos adelante, ¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo pueda emprender después esta subida! El guía me contestó resueltamente: - Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres quedarte sólo? Ante esta amenaza repliqué en tono suplicante. - Sin ti, ¿cómo podría volver atrás o continuar el viaje? - Pues bien, sígueme- añadió el guía. Me levanté y continuamos bajando. El camino era cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si podía permanecer de pie. Y he aquí que al fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio inmenso que mostraba ante nuestro camino una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de sanguinolentas llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas murallas y pude comprobar que eran altas como una montaña y más aún. Don Bosco preguntó al guía: -¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto? - Lee lo que hay escrito sobre aquella puerta- me respondió- y la inscripción te hará comprender dónde estamos. Miré y sobre la puerta se leía: ―Lugar donde no hay redención‖. Me di cuenta de que estábamos a las puertas del Infierno. El guía me acompañó a dar una vuelta alrededor de los muros de aquella horrible ciudad. De cuando en cuando, a una regular distancia se veía una puerta de bronce, como la primera, al pie de una peligrosa bajada, y cada una de ellas tenía encima una inscripción diferente: ―¡Id malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles!...‖, ― Todo árbol que no lleva buen fruto será cortado y echado al fuego ‖... Yo saqué la libreta para anotar aquellas inscripciones, pero el guía me dijo: - ¡Detente! ¿Qué haces? - Voy a tomar nota de esas inscripciones. - No hace falta; las tienes todas en las Sagradas Escrituras; incluso tú has hecho grabar algunas bajo los pórticos de tu colegio. Ante semejante espectáculo habría preferido volver atrás y encaminarme al Oratorio, pero el guía no se volvió, a pesar de que yo había dado ya algunos pasos en sentido contrario al que habíamos llevado hasta entonces. Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y nos encontramos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos recorrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De pronto el guía se volvió hacia atrás con el rostro demudado y sombrío, me indicó con la mano que me retirara, diciéndome al mismo tiempo: - ¡Mira!
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Tembloroso, miré hacia arriba y, a cierta distancia, vi que por aquel camino en declive bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás por efecto de quien nada para salvase del naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían para darle un mayor impulso en la carrera. - ¡Corramos! ¡Detengámoslo!- gritaba yo tendiendo las manos hacia él. Y el guía me dijo: - No, déjalo. - ¿Y por qué no puedo detenerlo? - ¿No sabes lo tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que podrías detener a uno que huye de la ira encendida del Señor? Entretanto aquel joven, volviendo la cabeza atrás y mirando con los ojos encendidos si la ira de Dios lo seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino, como si no hubiese encontrado en su huida otra solución que ir a dar contra aquella puerta de bronce. - ¿Y por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?- pregunté yo. - Porque la ira de Dios traspasa todas las puertas del Infierno e irá a atormentarlo aún en medio del fuego. En efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien mil, otras puertas impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible e irresistible, velocísimo. Todas aquellas puertas de bronce, que estaban una delante de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como la boca de un horno, y mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de ella se elevaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo tomé la libreta para apuntar el nombre y apellidos de aquel infeliz, pero el guía me tomó del brazo y me dijo: - Detente- me ordenó- y observa de nuevo. Lo hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma senda a tres jóvenes de nuestras casas que en forma de tres peñascos rodaban rapidísimamente uno detrás de otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. Don Bosco al instante conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de ella las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima galería, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, y aquellos infelices desaparecieron y las puertas se cerraron. Muchos otros caían después de éstos de cuando en cuando... Vi precipitarse en el Infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones de un pérfido compañero. Otros caían solos, otros cogidos del brazo, otros separados, pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse, y al cerrarse, se hacía un silencio de muerte. - He aquí las causas principales de tantas ruinas eternas- exclamó mi guía- los malos compañeros, las malas lecturas y revistas y las perversas costumbres (hoy tendríamos que añadir también las películas, revistas, libros, y vídeos pornográficos que nada tienen de positivo y en cambio, sí, y mucho, de negativo). Los lazos que habíamos visto al principio eran los que arrastraban a los jóvenes al precipicio. Al ver caer a tantos de ellos, dije con acento de desesperación:
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- Entonces es inútil que trabajemos en nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este fin. ¿No habrá manera de remediar la caída de estas almas? Y el guía me contestó: Este es el estado actual en que se encuentran sus almas y si mueren en él vendrán a parar aquí sin remedio. - ¡Déjame anotar los nombres para que yo les pueda avisar y ponerlos en la senda que conduce al Paraíso!. - ¿Y crees tú que algunos se corregirían si les avisases? Al principio el aviso les impresionará; después no harán caso, diciendo: se trata de un sueño. Y se tornarán peores que antes. Otros, al verse descubiertos, frecuentarán los sacramentos, pero no de una manera espontánea y meritoria, porque no proceden rectamente. Otros se confesarán por un temor pasajero a caer en el Infierno, pero seguirán con el corazón apegado al pecado. - ¿Entonces, para estos desgraciados, no hay remisión? Dame algún remedio para que puedan salvarse. - Helo aquí: tienen los Mandamientos, que los cumplan; tienen los sacramentos, que los frecuenten. Entretanto, como se precipitase al abismo un nuevo grupo de jóvenes, las puertas permanecieron abiertas durante un instante y me dijo el guía: - Entra tú también. Yo me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio para avisar a los jóvenes y detenerlos en aquel camino, para que no siguieran rodando hacia la perdición. Pero el guía me volvió a insistir: - Ven, que aprenderás más de una cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir sólo o acompañado? Esto me lo dijo para que yo reconociese la insuficiencia de mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de su benévola asistencia; a lo que contesté: - ¿Me he de quedar sólo en este lugar de horror? ¿Sin el consuelo de tu bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del retorno? Yo de pronto me sentí lleno de valor pensando para mí: - Antes de ir al Infierno es necesario pasar por el juicio y yo no me he presentado todavía ante el Juez Supremo. Después exclamé resueltamente: -¡Entremos, pues! Y penetramos en aquel estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior lucía con la luz velada una inscripción amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía una rústica portezuela, cuyas hojas eran de un grosor como jamás había visto y encima de la cual se leía una inscripción: ―Aquí están los impíos en fuego eterno‖. Los muros en todo su perímetro estaban recubiertos de inscripciones. Yo pedía a mi guía permiso para leerlas y éste me contestó: - Haz como te plazca. Entonces lo examiné todo. En cierto sitio vi escrito lo siguiente: ―Toda carne arderá eternamente‖, ―Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos‖. En otros lugares leí: ―Aquí todo mal por los siglos de los siglos‖, ―Ningún bien hay aquí, sólo el horror sempiterno‖, ―El fuego del tormento persistirá eternamente‖, ―No hay paz para los impíos‖, ―Llanto y crujir de dientes‖. Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros leyendo estas inscripciones, el guía, que se había quedado en el centro del patio, se acercó a mí y me dijo: - Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que lo consuele, un corazón que lo ame, una mirada compasiva, una palabra benévola; hemos pasado la línea. ¿Tú quieres ver o probar? - Quiero ver solamente- respondí.
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- Ven, pues, conmigo- añadió el amigo, y tomándome de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la abrió. Esta ponía en comunicación con un corredor en cuyo fondo había una gran cueva cerrada por una larga ventana con un solo cristal que llegaba desde el suelo hasta la bóveda y a través del cual se podía mirar dentro. Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve preso de un terror indescriptible. Vi ante mis ojos una especie de caverna inmensa que se perdía en las profundidades cavadas en las entrañas de los montes, toda llena de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus llamas movibles, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y blanco a causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, herraje, piedras, madera, carbón, todo estaba blanco y brillante. Aquél fuego sobrepasaba en color millares y millares de veces al fuego de la tierra sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba. Me sería imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad. Mientras miraba atónito aquel lugar de tormento, vi llegar con indecible ímpetu un joven que casi no se daba cuenta de nada, lanzando un grito agudísimo, como quien estaba para caer en un lago de bronce hecho líquido, y que, precipitándose en el centro, se tornaba blanco, como toda la caverna, y quedaba inmóvil, mientras que por un momento resonaba en el ambiente el eco de su voz mortecina. Lleno de horror contemplé un instante a aquel desgraciado y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos. - Pero ¿éste no es uno de mis jóvenes?- pregunté al guía- ¿No es fulano? - Sí, sí- me respondió. - ¿Y por qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandescente sin consumirse?. Y él dijo: Tú elegiste el ver y por eso ahora no debes hablar; observa y verás. Apenas si había vuelto la cara y he aquí otro joven con una furia desesperada y a grandísima velocidad que corre y se precipita a la misma caverna. También éste pertenecía al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Éste también lanzó un grito de dolor y su voz se confundió con el último murmullo del grito del que había caído antes. Después llegaron con la misma precipitación otros, cuyo número fue en aumento y todos lanzaban el mismo grito y permanecían inmóviles, incandescentes, como los que les habían precedido. Yo observé que el primero se había quedado con una mano en el aire y un pie igualmente suspendido en alto. El segundo quedó como encorvado hacia la tierra. Algunos tenían los pies por alto, otros el rostro pegado al suelo. Quienes estaban casi suspendidos sosteniéndose de un sólo pie o de una sola mano; no faltaban los que estaban sentados o tirados, unos apoyados sobre un lado, otros de pie o de rodillas, con las manos entre los cabellos. Había, en suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en posiciones muy dolorosas. Vinieron aún otros muchos a aquel horno, parte me eran conocidos y parte desconocidos. Me acordé entonces de lo que dice la Biblia de que según se cae la primera vez en el Infierno así permanecerá para siempre. Al notar que aumentaba en mí el espanto, pregunté al guía: - ¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta que vienen a parar aquí? -¡Sí que saben que van al fuego! Les avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no detestar el pecado y al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la misericordia de Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia divina, al ser provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no pueden parar hasta llegar a este lugar. -¡Qué terrible debe ser la desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de aquí! - exclamé. -¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus almas? Pues, acércate un poco más- me dijo el guía.
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Di algunos pasos hacia adelante y acercándome a la ventana vi que muchos de aquellos miserables se propinaban mutuamente tremendos golpes, causándose terribles heridas, que se destrozaban las manos, se arrancaban las carnes arrojando con despecho los pedazos por el aire. Entonces toda la cobertura de aquella cueva se había trocado como de cristal a través del cual se divisaba un trozo de Cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían salvado para siempre. Y aquellos condenados rechinaban los dientes de feroz envidia, respirando afanosamente, porque en vida hicieron a los justos blanco de sus burlas. Yo pregunté al guía: - Dime, ¿por qué no oigo ninguna voz? - Acércate más- me gritó. Me aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e imprecaban a los santos. Era un tumulto de voces y gritos estridentes y confusos que me indujo a preguntar a mi amigo: - ¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan? Él me respondió: - Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven obligados a confesar: ―¡Nosotros insensatos! ¡Estimábamos sus vidas como locura y no buscábamos sino el placer! ¡Ahora ellos son contados entre los hijos de Dios y los santos compartiendo su suerte! ¡Así pues erramos el camino verdadero!. Por eso gritan: ―¡Hemos andado por el camino de la iniquidad y perdición! ¡Erramos por caminos impíos, ignorando los caminos del Señor, llevados de nuestra soberbia! ¡Pasaron nuestros placeres como sombra!‖. Éstos son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos, son ya completamente inútiles. Todo dolor es lanzado sobre ellos. ¡Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la eternidad! Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto una idea floreció en mi mente. - ¿Cómo es posible – dije- que los que se encuentran aquí estén todos condenados? Esos jóvenes, ayer por la noche estaban aún vivos en el Oratorio. Y el guía me contestó: - Todos ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente, se condenarían. Pero no perdamos tiempo, prosigamos adelante. Y me alejó de aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo conduciendo a otro aún más abajo, a cuya entrada se leían estas palabras: ―El gusano no muere y el fuego no se extingue‖... Aquí se veían los atroces remordimientos de los que fueron educados en nuestras casas. El recuerdo de todos y cada uno de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios, y muchos extraordinarios, para convertirse al Señor, para perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias y promesas concedidas y hechas a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ―De buenas intenciones, completamente ineficaces, está lleno el Infierno‖, dice el proverbio. Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que había visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están escuchando ahora, otros estuvieron aquí con nosotros y otros muchos no los conocía. Me adelanté y observé que todos estaban cubiertos de gusanos y asquerosos insectos que los devoraban y consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos y todos los miembros, dejándolos en un estado tan miserable que no encuentro palabras para describirlos. Aquellos desgraciados permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco más acercándome para que me viesen con la esperanza de poderles hablar
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y de que me dijesen algo, pero ellos no solamente no me hablaron sino que ni siquiera me miraron. Pregunté entonces al guía la causa de esto y me fue respondido que en el otro mundo no existe libertad alguna para los condenados; cada uno soporta allí todo el peso del castigo de Dios sin variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y añadió: - Ahora es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas de contemplar. -¡No, no!- repliqué aterrado. Para ir al Infierno es necesario pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero ir al Infierno!. - Dime- observó mi amigo- ¿te parece mejor ir al Infierno y liberar a tus jóvenes o permanecer fuera de él abandonándolos en medio de tantos tormentos? Desconcertado con esta propuesta, respondí: -¡Yo amo mucho a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven!. Pero, ¿no podríamos hacer de manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de tormentos ni yo ni los demás? - Bien- contestó mi amigo- aún estás a tiempo, como también lo están ellos, con tal que tú hagas cuanto puedas. Mi corazón se ensanchó al escuchar tales palabras y me dije inmediatamente: ―Poco importa el trabajo con tal de poder librar a mis queridos hijos de tantos tormentos‖. - Ven, pues- continuó mi guía- y observa una prueba de la bondad y misericordia de Dios, que pone en juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna. Y tomándome de la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre ésta, a regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos departamentos que comunicaban con la caverna. El guía me señaló uno de aquellos velos, sobre el cual se veía escrito: ―Sexto mandamiento‖, y exclamó: - La falta contra este mandamiento; he aquí la causa de la ruina eterna de tantos jóvenes. - Pero ¿no se han confesado? - Se han confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han confesado mal o las han callado a propósito. Por ejemplo: uno que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez y sintieron siempre vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal o no lo dijeron todo. Otros no tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso algunos, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor, y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse en el número de los réprobos para toda la eternidad. Solamente los que arrepentidos de corazón mueren con la esperanza de la eterna salvación serán eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la misericordia de Dios? Levantó un velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio, todos los cuales me eran conocidos, que habían sido condenados por esta culpa. Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta. - Al menos ahora- le supliqué- me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder avisarles en particular. - No hace falta- me respondió. - Entonces, ¿qué les debo decir? - Predica siempre y en todas partes contra la impureza. Basta avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo hicieres particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la piden. Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en el compadecer y en perdonar. Oración y
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sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes, que escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y éstas dirán lo que deben hacer. Y seguidamente continuó hablando por espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para hacer una buena confesión. El guía repitió entonces varias veces en voz alta: -¡Que cambien de vida!¡ Que cambien de vida! Yo, confundido ante esta revelación incliné la cabeza y estaba para retirarme cuando el desconocido me volvió a llamar y me dijo. - Todavía no lo has visto todo. Y volviéndose hacia otra parte levantó otro gran velo sobre el cual se leía: ―Quienes desean riquezas desmedidamente cayendo en el lazo diabólico‖. Leí esta sentencia y dije: - Esto no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo, nosotros no somos ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación semejante deseo! Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los primeros que contemplé, y el guía me contestó: - Sí, también interesa esa sentencia a tus muchachos. Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el corazón apegado a un objeto material, de forma que ese afecto desordenado los aparta del amor a Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las riquezas, sino también con el deseo inmoderado de las mismas, tanto más si este deseo va contra la virtud de la justicia. Tus jóvenes son pobres, pero has de saber que la gula y el ocio son malos consejeros. Hay algunos que en su propio pueblo se hicieron culpables de hurtos considerables, y, a pesar de que pueden hacerlo, no se han preocupado de restituir lo robado. Hay quienes se apoderan de cosas de los compañeros... Otros se encuentran aquí por daños graves que hicieron a sus compañeros voluntariamente y no lo repararon. Otros, por no haber restituido objetos y cosas que habían pedido a título de préstamo, etc. etc. Y concluyó diciendo: - Y puesto que conoces el nombre de los tales, avísales, diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor, de otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que los sumergirán en el dolor, en la muerte y en la perdición. Yo no me explicaba cómo por ciertas cosas a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia hubiese aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones levantando otro velo que ocultaba a otros muchos de nuestros jóvenes, a los cuales conocí inmediatamente por pertenecer al Oratorio. Sobre aquel velo estaba escrito: ―Raíz de todos los males‖. Inmediatamente me preguntó: - ¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta sentencia?. - Me parece que debe ser la soberbia. -No- me respondió. - Pues yo siempre he oído decir que la raíz de todos los pecados es la soberbia. - Sí; en general se dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán y Eva en el primer pecado, por lo que fueron arrojados del Paraíso terrenal? La desobediencia. - Cierto; la desobediencia es la raíz de todos los males. Desobediencia a los padres y a los superiores legítimos, desobediencia a Dios en sus Mandamientos. Debes insistir a tus muchachos para que obedezcan los mandamientos divinos, los de la Iglesia, a los padres y a los superiores, así como que no dejen nunca de rezar. ¡El que no reza se condena! ¡Ay del que descuida la oración! - ¿Y qué más?
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- Les dirás que eviten el ocio, que fue el origen del pecado de David; incúlcales que estén siempre ocupados, pues así el demonio no tendrá tiempo para tentarlos. Yo, haciendo una inclinación con la cabeza, se lo prometí. Me encontraba tan emocionado que dije a mi amigo: - Te agradezco la caridad que has usado conmigo y te ruego que me hagas salir de aquí. Él entonces me dijo: - ¡Ven conmigo!- y animándome, me tomó de la mano y me ayudó a proseguir, porque me encontraba agotado. Al salir de la sala y después de atravesar en un momento el hórrido patio y el largo corredor de entrada, antes de trasponer el dintel de la última puerta de bronce, se volvió de nuevo a mí y exclamó: - Ahora que has visto los tormentos de los demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en el Infierno. -¡No, no!- grité horrorizado. Él insistía y yo me negaba siempre. - No temas- me dijo- prueba solamente, toca esta muralla. Yo no tenía valor para hacerlo y quise alejarme, pero el guía me detuvo, insistiendo: -A pesar de todo, es necesario que pruebes lo que te he dicho- y aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al muro mientras decía: - Tócalo una sola vez, al menos para que puedas decir que estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos, y para que puedas comprender cuán terrible será la última si así es la primera. ¿Ves esa muralla? Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de espesor colosal. El guía prosiguió: - Es el milésimo primero antes de llegar donde está el verdadero fuego del Infierno. Son mil muros los que lo rodean, y por eso éste es apenas un mínimo principio del Infierno mismo. Al decir esto, y como yo me echase atrás para no tocar, me tomó la mano, me la abrió con fuerza y me la acercó a la piedra de aquel milésimo muro. En aquel instante sentí una quemadura tan intensa y dolorosa que saltando hacia atrás y lanzando un grito agudísimo me desperté. Me encontré sentado en el lecho y pareciéndome que la mano me ardía, la restregaba con la otra para aliviarme de aquella sensación. Al hacerse de día pude comprobar que mi mano, en realidad, estaba hinchada, y la impresión imaginaria de aquel fuego me afectó tanto que cambié la piel de la palma de la mano derecha. Tened presente que no os he contado las cosas con toda su horrible crueldad, ni tal como las vi y de la forma que me impresionaron, para no causar en vosotros demasiado espanto. Nosotros sabemos que el Señor no nombró jamás el Infierno sino valiéndose de símbolos, porque aunque nos lo hubiera descrito como es, nada hubiéramos entendido. Ningún mortal puede comprender estas cosas. El Señor las conoce y las puede manifestar a quien quiere‖. La meditación de los Novísimos (Juicio, Infierno, Purgatorio, Paraíso) era cosa familiar en San Juan Bosco, y como fruto de ella su corazón se encendía en una vivísima compasión hacia los pobres pecadores amenazados por el peligro de una eternidad tan horrible. Este sentimiento de caridad le hacía sobreponerse al respeto humano, invitando a la penitencia con una prudente franqueza incluso a personajes distinguidos, siendo de tal eficacia sus palabras que conseguía numerosas conversiones. La persona que permanece con su alma en pecado mortal corre serio peligro de condenarse, por eso hay que tener siempre el alma limpia de pecado mortal. Lo primero que hay que hacer, si se tiene la desgracia de cometer un pecado grave, es arrepentirse de él y rezar un Acto de contrición. El Acto de contrición limpia al alma de culpa grave con la
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condición de confesar en cuanto se pueda. Las confesiones tienen que ser sinceras, sin callarse ningún pecado mortal por vergüenza. Si así se hace, si no se confiesa un pecado mortal por vergüenza, no sólo no se ha perdonado ese pecado sino que aún se ha añadido otro pecado mortal: el de sacrilegio. El pecado mortal no confesado conduce a la condenación eterna. El siguiente caso nos muestra cómo hemos de ser sinceros en las confesiones. San Antonino, arzobispo de Florencia, relata entre sus escritos un terrible suceso, que llenó de terror y espanto a los pueblos de aquella parte de Italia, hacia la mitad del siglo XV. Un joven de muy buena familia tuvo la desgracia, a los dieciséis o diecisiete años de edad, de ocultar un pecado mortal en la confesión y de comulgar en aquel estado, retardando de una semana a otra, y de uno a otro mes, la confesión de un sacrilegio. Atormentado por los remordimientos, en vez de descubrir con sinceridad su lamentable estado, trataba de ponerse en paz consigo mismo haciendo penitencia; pero inútilmente. No pudiendo, a pesar de esto, sufrir el gusano que sin cesar le corroía la conciencia, trató de acallarlo ingresando en un monasterio, diciendo para sí: allí lo diré todo y haré penitencia por mi pecado. Para desgracia suya, fue acogido por el Superior con gran alegría, pues le constaba la vida tan ejemplar que el joven llevaba, con lo que la voz de su conciencia fue sofocada por la vergüenza. Esto le hizo aplazar más y más su confesión, y con estos propósitos pasó uno, dos y tres años sin tener valor para confesarse. Por último, fue invadido de una enfermedad grave, y se dijo: ―Esta es la ocasión, ésta es la única ocasión para que yo hable y haga una confesión general antes de mi muerte‖. Pero esta vez, como las anteriores, en lugar de confesarse sinceramente disfrazó su pecado de tal manera, que el confesor no lo pudo comprender; esperaba, sin embargo, volver sobre él al día siguiente, pero le sobrevino un fuerte delirio y expiró en aquel miserable estado. Ignorando la Comunidad el fin tan triste del joven, se llenó de veneración hacia el difunto, por lo que el cuerpo fue trasladado con gran pompa a la iglesia del monasterio, donde permaneció expuesto hasta la mañana siguiente, en que le harían ostentosos funerales. Momentos antes de la hora señalada para la ceremonia, uno de los legos, encargado de tocar las campanas, vio al difunto fuera de su caja y rodeado de llamas y amarrado con fuertes cadenas enrojecidas... Asustado el hermano, cayó de rodillas con la vista fija en aquella aparición, y entonces el réprobo le dijo. - No roguéis por mí, porque estoy en el Infierno para toda la eternidad. Acto seguido le contó la triste historia de su sacrilegio y de su vergüenza en confesarlo. Después desapareció, dejando en el templo un fuerte y pestilente olor, que se esparció por todo el monasterio como para acreditar lo que el lego había visto y oído. El Superior, en vista de esto, mandó arrojar el cadáver a un muladar, como indigno de sepultura alguna. El siguiente caso, referido por el P. Martín Delrío, consta en los anales de la Compañía de Jesús. Se trata de una aparición ocurrida en el Perú en el año 1590, y confirmada con testimonios llenos de fe. No lejos de Lima vivía una señora cristiana, que tenía a su servicio tres criadas, una de las cuales se llamaba Marta, joven india de 19 años. Era ésta muy cristiana; pero poco a poco fue olvidando las prácticas religiosas que antes tenía, viniendo a ser desenvuelta y desordenada en sus deseos. Cayó enferma, y recibió los últimos sacramentos; pero después de este acto solemne, en el que había demostrado ya muy poca devoción, dijo a sus compañeras que en la confesión que había hecho se había cuidado muy bien de no decir todos sus pecados al confesor. Sorprendidas las compañeras, refirieron el caso a su ama, la cual, a fuerza de
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ruegos apenas pudo obtener de la enferma una señal de arrepentimiento y la promesa de volver a hacer una confesión sincera y cristiana. Marta se confesó de nuevo, y murió poco después. Apenas había acabado de exhalar el último suspiro, el cadáver despidió un olor tan fuerte y nauseabundo, que hubo necesidad de sacarlo de casa y colocarlo en una cochera: al mismo tiempo, el perro que guardaba la casa, animal de ordinario tranquilo, empezó a aullar tan desaforadamente como si lo estuvieran martirizando. Fue luego enterrada, y estando la señora comiendo, según es costumbre en el país, en el jardín, al aire libre, una piedra bastante grande cayó en medio de la mesa, sin ver quién la había arrojado, derribando la vajilla, pero sin romper nada. Una de las criadas que dormía en el mismo cuarto en que murió Marta, la india fallecida, fue despertada por ruidos espantosos, como si los muebles de la habitación chocaran unos con otros, y arrojada al suelo por una fuerza irresistible. Fácil es comprender que la muchacha no quiso volver a dormir en aquel aposento; la reemplazó otra, pero le sucedió lo mismo. Idéntico ruido y la misma caída. Acordaron entonces pasar la noche reunidas, pero he aquí que esta vez oyeron ambas la voz de Marta, la que, poco a poco, se dejó ver con un aspecto horrible y rodeada de llamas. - Por mandato de Dios- les dijo- vengo a daros a conocer mi estado: estoy condenada por un pecado de impureza y por las malas confesiones que después he hecho hasta mi muerte ocultándolo. Referid esto por todas partes para que se saque provecho de mi desventura. Dichas estas palabras, lanzó un bramido y desapareció. La usura, la ambición, el deseo desmedido de las riquezas es otra causa de condenación eterna como nos dice Nuestro Señor: ―No podéis servir a Dios y al dinero‖. Un usurero tenía dos hijos, que siguieron su mal ejemplo: uno de ellos, tocado por la gracia de Dios, renunció a aquella culpable profesión y se retiró a hacer penitencia a un desierto. Antes de partir se arrojó a los pies de su padre y hermano, y entre lágrimas y suspiros les suplicó que pensasen en su salvación; pero todo fue en vano: perseveraron en su pecado y murieron impenitentes. Dios permitió que el solitario hermano conociese su infeliz estado. En un éxtasis que tuvo le pareció encontrarse en lo alto de una montaña, al pie de la que se extendía un mar de fuego, del cual se levantaba una tempestad de confusos gritos. Fijó la vista y le pareció reconocer a su padre y hermano, que, furiosos, el uno y el otro se lanzaban mutuamente improperios y maldiciones, llegando a sus oídos este terrible diálogo: ¡Yo te maldigo, hijo detestable, por el que he cometido injusticias y perdido mi alma! - ¡Yo te maldigo, padre indigno, que has sido mi ruina por tu malvado ejemplo! - ¡Seas maldito, hijo insensato, que te asociaste al pecado de tu padre! -¡Maldito seas, cruel autor de mis días, que me engendraste para que me condenara!. He aquí de qué manera el padre y el hijo, malvados ambos, se recriminaban mutuamente con recíprocas maldiciones... ―Si no perdonáis no seréis perdonados‖. Quien no perdona de corazón a su enemigo puede también verse condenado al Infierno para toda la eternidad. El P. Nieremberg hace mención de un réprobo que manifestó la causa de su condenación. Era éste un joven que llevaba, en apariencia, una vida cristiana; pero tenía un enemigo, al que profesaba un odio mortal, y aún cuando frecuentaba los Sacramentos, nunca apartó de sí el sentimiento de venganza que Jesucristo nos manda deponer. Murió y se apareció a su padre, y le dijo que estaba condenado por no haber perdonado a su enemigo, y añadió con desesperado dolor:
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- ¡Ah! ¡Si todas las estrellas del cielo fueran otras tantas lenguas de fuego, no podrían, a pesar de eso, expresar cuántos son los tormentos que sufro! Sor Josefa Menéndez, religiosa fallecida en 1923 y que visitó, por permiso de Dios, muchas veces el Infierno, cuenta: - El diablo gritaba con mucha rabia porque un alma se les escapaba: ―¡Excitad en ella el temor... y que se desespere!...¡Ah ¡! Si confía en la misericordia de Ése... (aquí blasfemaba de Nuestro Señor) estoy perdido!.. ¡Pero no... dadle miedo, no la dejéis un instante y sobre todo que se desespere!‖...(el no confiar en la misericordia de Dios y pedirle perdón fue el gran pecado de Judas Iscariote, causa de su condenación eterna...) Luego el Infierno no fue más que un grito de rabia y cuando salí del abismo, el diablo me amenazaba y decía: ―¿Cómo es posible?... Parece mentira que estas mujeres tengan más poder que yo, que soy tan poderoso... Pero ya me esconderé para que no me conozcan... Me basta el rincón más pequeño para esconder la tentación: detrás de la oreja... entre las hojas de un libro... debajo de la cama... algunos no me hacen caso, pero yo hablo... hablo, y a fuerza de hablar, alguna palabra queda... Sí, voy a esconderme donde no me vean. Añade Sor Josefa que la mayoría de los religiosos condenados se acusaban de pecados horribles de impureza... de pecados contra el voto de pobreza, uso ilegítimo de los bienes de la comunidad, pasiones contrarias a la caridad, celos, rencor, odio...; de tibieza y relajación; de comodidades que concedían a la naturaleza y que los arrastraron a culpas graves...; de malas confesiones por respeto humano, falta de valor y de sinceridad etc. Las faltas que parecían más pequeñas (mentiras, frivolidades, incumplimiento del deber, habrán de ser penadas en el Purgatorio. Todo lo que haces queda escrito en el Libro de la Vida, cuenta para el juicio y para tu destino eterno. Evita, pues, toda clase de pecados e imperfecciones voluntarias; busca siempre el bien con rectitud de intención. Todos los días, como un anticipo de tu juicio particular, examina detalladamente tu conciencia para que rectifiques continuamente tu conducta. Tu severidad de ahora para contigo se convertirá en misericordia en aquel momento definitivo
OPORTUNIDADES PARA SALVARSE Dios da oportunidades de sobra para salvarse. Podemos decir que si un alma necesita uno para salvarse, Dios le da millones de millones de oportunidades, de manera que quien se condena es porque quiere. San Pedro Damiano habla de un pecador que no vivía más que entre diversiones y placeres ilícitos, en contra de los Mandamientos de la Ley de Dios. Se le avisó varias veces que pensara en su alma, y que si continuaba viviendo como hasta ahora, en continuo pecado, se condenaría. Pero el desgraciado no hizo caso y siguió pecando hasta su muerte. Apenas había expirado, un anacoreta tuvo revelación de su condenación, y hasta lo vio en medio de un estanque de fuego, estanque inmenso parecido al mar, en el que se hallaban infinidad de desgraciados que, como él, gritaban desaforadamente. Muchos trataban de ganar la orilla, pero unos dragones y demonios infernales se lo impedían, volviendo a arrojarlos en aquel océano de llamas. El siguiente caso, jurídicamente probado en el proceso de canonización de San Francisco Jerónimo, sucedió en Nápoles (Italia), el año 1707. Predicaba este Santo por las calles de esa ciudad, tratando, como de costumbre, del Infierno y sus castigos eternos reservados a los pecadores obstinados.
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Una prostituta, frente a cuya ventana predicaba San Francisco Jerónimo, fastidiada por aquel sermón, que la llenaba de remordimientos, trató de estorbarlo con ruido de cánticos, voces estruendosas y portazos. Después de hacer todo lo posible por molestar al predicador se asomó a la ventana para ver los efectos que había causado. El Santo le dijo: -¡Ay de ti si resistes a la gracia de Dios! ¡No pasarán ocho días sin que el Justo Juez te castigue! Despreció la mujer aquel aviso y siguió con su vida depravada y haciendo, en aquel momento, todo lo posible con sus risotadas y palabras soeces, para que San Francisco se marchara de allí. Pasaron ocho días y el Santo volvió otra vez a predicar, delante de aquella misma casa; pero ahora la casa estaba silenciosa y la ventana cerrada... Entonces se supo por uno de los vecinos que Catalina, así se llamaba aquella desventurada, había muerto de repente hacía muy pocas horas. -¿Ha muerto?- dijo el Santo- Pues bien, que ella misma nos diga de qué le ha servido burlarse del Infierno. Y, acompañado de una multitud de gente, entró en la habitación donde yacía el cadáver. Hecha una corta oración descubrió el cuerpo diciendo con voz fuerte: -¡Catalina!, dime, ¿dónde estás? A este llamamiento levantó la cabeza la difunta, abrió los ojos, se animó su rostro, y con voz de horrible desesperación contestó: -¡Estoy en el Infierno! ¡Estoy en el Infierno! Y volvió a quedar inmóvil su cadáver... - Yo estaba presente- dijo uno de los testigos que declaró en el tribunal – Y apenas puedo explicar la impresión que me causó, a mí y a todos los que estábamos allí presentes. Todavía, cuando tengo que pasar por delante de aquella casa, no me atrevo a mirar a la ventana; me parece que aún suena en mis oídos aquella estridente voz: - ¡Estoy en el Infierno! ¡Estoy en el Infierno! Dios mismo nos avisa constantemente del peligro de condenarnos en el Infierno, si no cumplimos los Mandamientos, por medio de libros, padres, sacerdotes, profesores, catequistas, etc. por lo cual, no es Dios el culpable de la condenación de los que van al Infierno, sino los mismos pecadores quienes rechazan y desprecian a Dios burlándose de un Dios crucificado, bestialmente torturado y abucheado, por amor a todos los hombres. Siempre da Dios oportunidades de sobra para que las almas puedan salvarse, pero cuando el hombre, o la mujer, embotados sus sentidos por los vicios o engreídos en su propia soberbia, se niegan a recibir la gracia divina, no es Dios, repetimos, sino el mismo ser humano, quien se condena, quien a sí mismo se lanza al Infierno eterno. Un desgraciado de éstos, estando en las últimas, recibió la visita del sacerdote, quien con un crucifijo en la mano, le instaba una y otra vez a la penitencia final. Pero el moribundo, con gran ceguedad de corazón, rechazaba una y otra vez al ministro que le ofrecía la vida, volviéndose neciamente al otro lado de la cama. El sacerdote, para hacer más persuasivas sus palabras, daba la vuelta una y otra vez para hablar cara a cara con aquel imprudente y temerario pecador que se estaba jugando neciamente la eternidad. En una de estas vueltas, en las que el moribundo le volvía las espaldas al crucifijo, éste, ante el pavor y maravilla de todos, descolgó una mano de la cruz y llevándosela al costado derecho echó varias gotas de su propia sangre sobre el impenitente moribundo, oyéndose al mismo tiempo una voz terrible que decía: - ¡Ya que no quieres mi Sangre para tu salvación, tómala para tu condenación!...
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Nada más caer estas gotas de sangre, de verdadera sangre, sobre el moribundo, éste, al recibirlas sobre su cuerpo, pareció recibir gotas de metal fundido gritando desesperadamente con aullidos desgarradores... Poco después expiró el desgraciado, quedando su cadáver convulso y distorsionado, como un monstruo... Muchos, neciamente, se lían una venda a los ojos para no ver la realidad del más allá y dicen: "Yo, a vivir, que son cuatro días, y después que me quiten lo bailao"... No saben estos desgraciados el horror eterno que se abren por delante con sus pecados. Dos guardias civiles, hace ya bastante tiempo, iban de servicio andando por un polvoriento y solitario camino campestre cuando a lo lejos divisaron a un mendigo que descansaba a la sombra de un árbol. Entablaron conversación con él y pararon un rato a descansar. Continuando su servicio los guardias, el mendigo los acompañó hasta que llegaron a una posada regentada por una mujer amargada, huraña, avarienta y grosera como no pueda imaginarse. - ¡Aquí no quiero mendigos! – dijo nada más ver al pobre hombre que acompañaba a los agentes del orden. - Podría pasar y tomar algo- intercedió uno de los guardias, un tanto pesaroso de ver al pobre hombre tan maltratado por aquella arpía. - ¡No! ¡Que se vaya al pajar si quiere! ¡Aquí no entra ese sucio andrajoso! Iba a replicar el guardia, al considerarse algo ofendido por la grosería de aquella mujer, cuando el vagabundo le dijo: - No se preocupe. Me iré donde dice. Los dos guardias, haciendo causa común con quien había sido compañero de camino durante una jornada y viendo el trato miserable que había recibido, se fueron también a pasar la noche al pajar compartiendo con él su comida. - Esa mujer ya ha colmado su medida- exclamó gravemente el vagabundo. Los guardias quedaron impresionados por la solemnidad y misterio con que el vagabundo había dicho aquellas palabras, máxime cuando emanaba de él una seriedad, un respeto y una simpatía indefinibles de describir. Tras cenar, cada uno se preparó un lecho entre la paja y cansados como estaban quedaron pronto dormidos. Por la mañana, aún antes de amanecer, fueron alertados por las voces y gritos que salían de la posada. Los guardias, temiendo algún ataque de bandidos o una tragedia, acudieron por si podían prestar ayuda. - No necesita vuestro auxilio esa mujer. Ya ha cumplido su vida. Su maldad ha llegado hasta el Cielo- dijo el vagabundo- Ya os lo dije anoche. Los guardias, pese a las palabras del vagabundo, acudieron a la posada. Allí vieron cómo la malvada posadera agonizaba entre espasmos, amenazas y gritos gesticulantes. Poco después, aquella mujer, de quien jamás se había escuchado que hiciera algo bueno, era sólo un rígido cadáver que era amortajado para la tumba. Pensativos por las palabras oídas al mendigo y la coincidencia de la muerte de la posadera, volvieron los agentes al pajar a recoger algunas cosas que habían dejando. No vieron rastro alguno del vagabundo... En el lugar, sin embargo, que había ocupado aquel hombre, víctima de los malos tratos de la difunta, hallaron una imagen del Corazón de Jesús, que, ante el asombro de los guardias, era el mismo rostro del pobre... Horrenda cosa es caer en manos de Dios vivo, de su Justicia, de un Dios omnipotente, que estará ejercitando por una eternidad su poder infinito, y su Justicia en castigarte.
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Pero no, las gentes no temen: porque no ven, ni conocen el peligro en que viven, no conocen el peligro, o no quieren conocerlo, que es lo que actualmente ocurre en muchos casos, y eso sí que es grave... La principal necedad de los pecadores es creer lo que creen: en todo menos en Dios, y vivir como viven: metidos en el vicio hasta el cuello... Ésto es lo que con dolor lamentaba San Bruno, fundador de los cartujos: admirándose ver a las gentes vivir tan tranquilas en esta vida, como si no les esperara la muerte, y tan metidos en el pecado, como si no hubiera castigo para ellos, o como si el Infierno fuera un cuento de viejas, inventado para espantar niños... actitud que actualmente también toman la mayoría en la Humanidad, incluidos muchos sacerdotes, que no solamente no hablan del Infierno sino que, haciéndole el juego a Satanás, ya van poniendo en duda su existencia, cuando, como hemos visto, la Biblia es clara en su existencia, dolores y eternidad, y además, es dogma de fe: quien no cree en el Infierno, en su eternidad, en sus sufrimientos, comete un pecado mortal e incurre en herejía, se aparta de la Iglesia Católica... Hay Infierno, e infaliblemente has de arder en él para siempre, si mueres en pecado mortal. Refiere el P. Fray Luis de Granada, que un difunto se apareció a un gran amigo suyo, que dejaba en el mundo, y con rostro tristísimo y voz lamentable dijo tres veces: ―Ninguno lo cree. Ninguno lo cree. Ninguno lo cree‖... Y, como espantado el amigo le preguntase lo que le quería decir con aquello, prosiguió: ―Ninguno cree, cuán estrechamente examina Dios en su juicio a los hombres. Ninguno cree, cuán severamente los juzga y condena. Ninguno cree cuán rigurosamente los castiga, y en diciendo esto desapareció... Hay quienes ignoran a Dios en esta vida, no quieren saber nada de Él, se burlan de las cosas divinas y desprecian a quienes por el contrario se esfuerzan por seguir los rectos caminos de Dios, y así, poco a poco se van acercando al abismo sin fondo y eterno del Infierno, y, cuando vienen a ver, ya es tarde, su período de prueba ha terminado y con él la posibilidad de ganar la vida eterna. Las jóvenes Clara y Anita trabajaban juntas en una empresa comercial en Alemania. No estaban unidas con íntima amistad sino tan sólo por una natural y sencilla cortesía. Tenían su trabajo de oficina la una cerca de la otra y no podía faltar un intercambio de ideas. Clara se decía abiertamente católica y sentía necesidad de instruir y aconsejar a Anita, cuando ésta se manifestaba ligera y superficial en asuntos religiosos. Pasaron algún tiempo juntas, luego Anita se casó y se alejó de la empresa. En el otoño de aquel año, 1937, Clara pasó sus vacaciones a orillas del lago Garda, a los pies de los Alpes tiroleses. Hacia la mitad de Septiembre, la madre de ésta le hizo llegar, desde el pueblo, una carta: ―Ha muerto Anita N... víctima de un accidente automovilístico. La sepultaron ayer en Waldfriedof, en el cementerio del bosque‖. La noticia impresionó a Clara, conocedora de que su amiga no había sido muy religiosa... ¿Estaba preparada para el gran paso? Habiendo muerto así de repente, ¿cómo se habría presentado delante de Dios?... A la mañana siguiente asistió a Misa, comulgó y oró fervorosamente en sufragio de su alma. Y bastante después, es decir, a las doce y diez de la noche, fue cuando tuvo lugar lo que, procedente de otro mundo, oyó, vio y se le transmitió... Apareciéndosele la difunta Anita, le dijo a Clara: -¡Clara, no reces por mí! ¡Estoy condenada en el Infierno! Si te lo digo y te hablo extensamente también de mis cosas no pienses que lo voy a hacer como amigas que fuimos, no; nosotros en el Infierno ya no amamos a nadie. Estoy obligada a hacerlo... y lo hago como parte de aquel poder que siempre quiere el mal y... obra el bien... y quisiera verte llegar a este lugar a ti también, donde yo permaneceré para siempre.
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No te enfades por esta expresión. Aquí todos deseamos igual; nuestra voluntad está petrificada en lo que vosotros llamáis ―mal‖. También, cuando nosotros hacemos algo ―bueno‖, como ahora yo, abriéndote los ojos en lo que se refiere al Infierno... esto no lo hacemos con buenas intenciones. ¿Recuerdas? Hace cuatro años nos encontramos y conocimos. Tú tenías 23 años, y te encontrabas allí desde hacía medio año... cuando yo llegué. Tú me sacaste de algunos apuros, por ser yo una principiante y me distes muy buenas directrices. Pero ¿qué significa ―buenas'? Entonces yo alababa tu amor al prójimo. Mas ahora, juzgándote mal, digo: ―¡Ridiculeces! Tu ayuda era pura coquetería... Como yo lo sospechaba en vida‖. Pues aquí nosotros no pensamos nada bueno de nadie. Las travesuras de mi niñez y juventud ya las conoces, por habértelas contado. Ahora llenaré las lagunas de lo que omití referirte. Según los planes de mis padres, yo no debía de haber nacido... Les caí como una desgracia. El día de mi nacimiento mis dos hermanas contaban ya con 14 y 15 años... ¡Ojalá volviera yo al no ser para evitar estos tormentos!... ¡Con qué placer dejaría yo mi existencia como un vestido de ceniza que se pierde en la nada!... Pero no; yo debo existir así. Así, como yo misma pasé aquí... con una existencia fracasada. Cuando papá y mamá, jóvenes aún, se trasladaron del campo a la ciudad, ambos habían perdido el contacto con la Iglesia, y esto fue ―mejor‖... pues simpatizaron con gente que no practicaban la religión, es decir, con incrédulos y ateos. Se habían conocido en un salón de baile... Y medio año después les ―urgió‖ casarse... En la ceremonia nupcial ―se les pegó tanta agua bendita‖, que mi mamá iba a la iglesia solamente a la misa dominical, un par de veces al año. Nunca me enseñó a rezar. Se agotaba en los cuidados cotidianos de la vida, aunque nuestra situación económica no era mala. Palabras como las de ―rezar‖, ―misa‖, ―instrucción religiosa‖, ―iglesia‖, las repito con gran repugnancia interior. Aborrezco todo eso, como odio con todas mis fuerzas a los que van al templo, y en general a todas las personas y a todas las cosas. Realmente de todo nos viene tormento. Todo cuanto nos invitó a enmendarnos antes de morir, todo recuerdo de cosas vividas y sabidas, es para nosotros una llama punzante, y de todos los acontecimientos descuella la gracia que nosotros hemos despreciado... ¡Qué espantoso tormento!... ¡No comemos, ni dormimos, ni nos movemos! Espiritualmente encadenados... nuestra ―vida‖ consiste en llantos y estridor de dientes... ¡Ésta se desliza entre humo, odiando en los tormentos! ¿Lo oyes? Nosotros aquí tragamos el odio como agua; también el uno contra el otro. Pero, sobre todo, nosotros odiamos a Dios. Quiero que tú lo comprendas. Los bienaventurados en el Cielo deben amarlo... porque ellos lo ven sin velos, en su belleza deslumbradora, lo cual los hace de tal manera felices, que no es posible explicarlo. Nosotros lo sabemos, y este conocimiento nos vuelve furiosos. Los hombres en la tierra no ven a Dios, pero por la creación y la revelación lo pueden conocer y lo pueden amar... aunque no estuvieran obligados a ello. El creyente, y te lo digo rechinando los dientes, que medita y contempla a Cristo, con sus brazos clavados en la cruz, acabará por amarlo...Pero aquí, a quien Dios se acerca sólo en el tormento, como castigador, como justo vengador, porque un día fue por Él repudiado...como aconteció con nosotros...éste no puede hacer otra cosa que odiarlo con toda la fuerza de su malvada voluntad y eternamente, en fuerza de su libre aceptación de estar separado de Él. Esta resolución de odio que gritábamos al morir en la tierra, se perpetúa en la eternidad y nunca la retiraremos. Así, puedes comprender ahora, cómo el Infierno durará eternamente: es porque nuestra obstinación, nuestra terquedad nunca se apartará de nosotros. Obligada debo aquí agregar que Dios es misericordioso hasta con nosotros. Dije ―obligada‖ porque aún en el caso de decirte estas cosas sin querer, con todo no puedo mentir, como bien quisiera yo. Muchas cosas te las digo en contra de mi voluntad. Así pues, las maldiciones que quisiera vomitar... tengo que silenciarlas. Dios fue misericordioso con nosotros, no permitiendo que en vida hubiésemos sido tan malvados,
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como lo hubiéramos deseado ser, lo cual hubiera acrecentado nuestras culpas y también nuestras penas aquí. Él nos hizo morir antes de tiempo... como pasó conmigo, interviniendo con otras circunstancias acordes con su misericordia. Y también ahora Él se manifiesta misericordioso con nosotros, no obligándonos a acercarnos a Él más de lo que ya nos separa del mismo, que es como una especie de ―disminución‖ de tormentos. Pues... cada paso que me obligase a estar más cerca de Él, me produciría una pena mayor... como mayor pena te daría a ti, cada paso más que dieras, acercándote a una hoguera. Tú te espantabas cuando yo, en cierta ocasión, en un paseo, te dije que mi padre, algunos días antes de mi Primera Comunión, me había dicho: Anita, esfuérzate para merecer un hermoso vestido; lo demás son puro cuentos... por no decir mentiras... Tu sobresalto me dejó algo impresionada; mas ahora solamente me provocaría a despectiva risa. Lo único ―razonable‖ que había en aquellas exageraciones era que se admitía a la Primera Comunión tan sólo a los doce años. Yo entonces me encontraba ya metida en las diversiones mundanas... y así ninguna impresión saludable dejó en mí la Primera Comunión; no le di importancia. El que ahora muchos niños sean admitidos a la Primera Comunión a eso de los siete años... nos enfurece. Hacemos todo lo posible para que la gente crea y se convenza que a los niños les falta la adecuada preparación. (eso es lo que actualmente alegan en determinadas diócesis...donde ya los niños no pueden hacer la Primera Comunión a los 8 años, como antes, sino a los 9, lo que implica que el diablo está trabajando bien dentro de la Iglesia.....) Nos conviene que antes hayan cometido algún pecado mortal...Entonces la blanca Hostia no les hará gran provecho; en cambio ahora la fe, la esperanza, la inocencia bautismal son fuerzas vivas en ellos. Tú te acordarás que éstas eran mis ideas cuando estaba viviendo con vosotros. Te he mencionado a mi padre. Pues bien, muchas veces reñía con mamá. No te lo decía entonces a ti por vergüenza. Mas esta vergüenza la juzgo ahora como gran ―ridículo‖... Porque aquí, entre nosotros, nos afanamos de haber pecado... Mis padres ya no dormían en el mismo cuarto. Yo dormía con mamá, y mi padre en el cuarto de al lado, para estar libre y poder llegar a cualquier hora. Bebía mucho, así que despilfarraba nuestro patrimonio. Mis hermanas trabajaban pero necesitaban para sí lo que percibían. Mamá también empezó a trabajar y ganar algo. En el último año de su vida, mi padre le pegaba mucho a mamá cada vez que no le daba dinero para sus bebidas...; en cambio conmigo fue siempre muy amable. Un día, ya te lo conté y tú entonces te enfadaste por mis caprichos ¿de qué no te enfadabas conmigo?, un día hasta dos veces, me complació, devolviendo mis zapatillas, porque la forma y el tacón no me parecieron conformes a la última moda. La noche en que mi padre tuvo su ataque de apoplejía mortal, sucedió algo que yo, por temor de una interpretación desagradable, nunca me atreví a manifestártelo. Pero ahora estoy obligada a decírtelo...Es muy importante esto: que entonces, por vez primera fui acometida por el espíritu atormentador, que ahora tengo. Dormía yo en el cuarto de mamá, la respiración regular me decía que su sueño era profundo; mas he aquí que, de improviso, llamóseme por mi nombre. Una voz desconocida me dijo: ―¿Qué harás, si tu papá muere?‖ ¡Yo ya no amaba a mi padre desde que se portaba tan villanamente con mamá!...; ¡así como tampoco ya desde entonces no amaba absolutamente a nadie! ¡Sólo estimaba a quienes me favorecían, pues amar es propio de los que viven en gracia, y yo no estaba en gracia de Dios!...Por tanto, contesté a la voz misteriosa, sin darme cuenta de dónde viniese, diciéndole primeramente: ―No tiene él por qué morir‖. Después de una pausa breve, de nuevo la misma voz claramente preguntó: ―¿Qué será de ti si muere tu papa?‖... - No; no morirá de ningún modo- vociferé con áspera respuesta. Pasados algunos minutos, otra vez oí la voz que me dijo: -¿Qué será si muere tu papá? Entonces recordé muy triste cómo papá muchas veces, volviendo a casa en estado de embriaguez... gritaba y maltrataba a mamá... cómo él nos había humillado delante de la gente..., por lo cual, enfadada repliqué:
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-¡Le estaría bien! Así consiguió el maligno que yo cometiera un grave y mal deseo. No insistió ya más el astuto tentador. Pero al otro día, al ir mamá a arreglar el cuarto de papá, lo encontró cerrado con llave. Mi padre no había aún salido. Se pensó que estuviera enfermo. Forzóse, por tanto, la puerta y se le halló tendido en la cama, vestido a medias, y ya muerto. Dijeron que falleció a causa de la apoplejía, a la que era propenso por su alcoholismo. Marta y tú habíais conseguido que me admitieran en la Asociación de Jóvenes... Debo decir, en verdad, que encontré bastante adaptadas a la moda parroquial las instrucciones de las Directoras... Los juegos eran divertidos, y, como sabes, entré al poco tiempo en la sección de la directiva. Esto me agradaba y lo mismo las excursiones. Hasta condescendía algunas veces en ir a confesarme, pero mis confesiones eran muy superficiales. No encontraba ―nada‖ de qué acusarme... Las conversaciones y pensamientos no tenían importancia para mí... Y para acciones groseras no estaba suficientemente corrompida. Tú, en varias ocasiones, me decías: ¡Anita, si no rezas te vas a perder!...Pues en verdad rezaba yo muy poco, y este poco sin ganas. Te declaro que estabas en lo cierto... Todos los que se abrasan en el Infierno, no han rezado nunca, o no han rezado lo suficiente... La oración es el primer paso hacia Dios... y es el paso decisivo. En especial la oración a la que es la Madre de Cristo (el Avemaría), cuyo nombre nosotros nunca pronunciamos. Esta devoción arranca al demonio un sin número de almas que, mientras permanecen en pecado mortal él las tiene como suyas propias. Sigo adelante en mi narración, consumiéndome de rabia... y sólo porque estoy obligada... Rezar es la cosa más fácil para el hombre en la tierra; y precisamente a esta cosa fácil Dios ha ligado la salvación de cada uno. Al que reza con perseverancia, Él, paulatinamente le da tanta luz... lo fortalece de tal manera, que por fin hasta el pecador más hundido en los vicios puede, en efecto, enmendarse. Yo, en los últimos años de mi vida, ya no rezaba, como era mi deber, y así me faltó la Gracia, sin la cual nadie puede salvarse... Aquí, donde estoy, ya no recibimos ninguna gracia; y... aún cuando llegase, la rechazaríamos cínicamente con rabia. Todas las fluctuaciones de la existencia terrenal han terminado en esta ―otra vida‖. Entre vosotros, sobre la tierra, el hombre puede elevarse del estado de pecado al estado de Gracia... y de la Gracia puede precipitarse en el pecado, unas veces por debilidad, otras por malicia. Tras la muerte, este subir o bajar se acabó, porque tiene su raíz en la imperfección del hombre terreno o libre, y aquí nosotros hemos alcanzado el estado final. Aún entre vosotros, con el crecer de los años esos cambios se efectúan más raramente. Sin embargo, hasta la hora de la muerte, puedes volver a Dios, o bien, darle las espaldas. Pero en general, como arrastrado por una corriente, el hombre, con los postreros arrestos de la voluntad, se comporta, antes de morir, como estaba acostumbrado en su vida. Las costumbres buenas o malas son cual una segunda naturaleza que lo arrastran, respectivamente, al Cielo o al Abismo. Esto fue lo que me sucedió a mí. Desde hacía años vivía lejos de Dios. Por lo mismo, en la postrera llamada a la Gracia, me decidí contra Dios. Lo más fatal para mí no fue el hecho de que yo cometiese muchos pecados, sino que ya no quise volverme a Dios... Tú, muchas veces, me instabas a escuchar la santa predicación y a leer libros espirituales. ―No tengo tiempo‖, era mi contestación de siempre. Por eso, cada día, mi voluntad fue más perezosa, voluble o poco firme. Debido a esta situación ya, desde antes de mi salida de la Asociación de Jóvenes, me resultaba demasiado pesado para mí volver a otro camino... Experimenté tristeza y desánimo, porque a mi conversión se oponían mil dificultades. Me sentía cobarde... De seguro que tú no sospechaste nada. Te parecía la cosa muy sencilla. Un día me dijiste: ―Ana, haz una buena confesión... y todo estará arreglado‖. Yo estaba de acuerdo...; pero el demonio, el mundo y la carne me tenían ya muy cogida entre sus garras. Nunca creí yo en las acechanzas del demonio; mas ahora debo decirte que él tiene gran poder sobre las personas que se le entregan...y yo estaba en esas condiciones. Tan sólo muchas oraciones de otros y mías, muchos sacrificios y
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sufrimientos, me habrían podido arrancar de él y de sus insidias. Y esto, poquito a poco. Si actualmente hay menos poseídos exteriormente, poseídos interiormente los hay, y muchos. El demonio no puede quitar la libre voluntad a los que se dan a él. Sin embargo, por esta apostasía de entregarse a lo pecaminoso, rechazando a Dios, permítesele al maligno morar en ellos. Yo tengo aversión al demonio. Pero apruebo su astucia, porque todo su ideal estriba en buscar vuestra ruina; éste es su gusto, y el de sus satélites, los espíritus malos que están con él desde el principio de los siglos. Se cuentan por millones los que están entre los hombres para tentarlos, y no os percatáis de ello. No nos incumbe a los condenados tentar a nadie; es más bien obra de los espíritus caídos. Esta labor les sirve hasta para acrecentar sus propios tormentos, cada vez que logran llevar a los infiernos un alma. ¿Qué es ésto, si se piensa en el odio mutuo que entre sí nos devora a cuantos habitamos en el averno? Sigo con mi narración... Por más que caminase yo por senderos apartados de Dios, Éste con su providencia seguía mis pasos. Y también yo preparaba el camino a la gracia con actos de caridad naturales, que practicaba a menudo por impulso de mi temperamento. A veces Dios hizo que visitase algunas iglesias, y allí sentía deseos de reconciliarme con Él. Asimismo, cuando a pesar del mucho trabajo de oficina, cuidaba yo de mi madre enferma, no faltó consuelo a mi espíritu por parte del Señor. ¿Recuerdas? En cierta ocasión me llevaste a la capilla del hospital, en un intermedio de las doce. ¡Entonces sentí un algo en mí y estuve a un paso de mi conversión porque lloré!...pero, de inmediato, las diversiones mundanas irrumpieron de nuevo como un torrente contra la Gracia; y el grano se ahogó entre las espinas. Con asertos como el de que la religión es únicamente un sentimiento, como me repetían siempre en la oficina, eché al olvido también esta invitación de la Gracia, como tantas otras. En cierta ocasión, tú me reprendiste porque en vez de una genuflexión, sólo había hecho una desaliñada inclinación. Juzgaste ésto como un acto de pereza... y no te distes cuenta de que yo por entonces no creía en la presencia de Cristo en el Sacramento. Ahora creo en Él, pero sólo, naturalmente, como se cree en un ciclón, al verse después de los destrozos que ha causado. Y así me había forjado una religión a mi gusto. Tenía y sustentaba la opinión común entre nosotras las oficinistas de que el alma, después de nuestra muerte, transmigra mediante reencarnaciones hacia otro ser continuando así, sin fin, su peregrinación. Por consiguiente, la angustiosa cuestión del más allá, en definitiva, me era inocua. Error éste que tú me refutaste con la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro en la que el narrador, que era Jesucristo, arroja, enseguida de la muerte, a uno al Infierno y al otro al seno de Abraham, es decir, al Paraíso. Tiempo, empero, y palabras echadas a perder... porque para mí las verdades religiosas resultábanme ya como cuentos de la Edad Media. Así, cada vez más, me había inventado un falso dios... suficientemente idealizado para poder ser llamado dios; suficientemente apartado de mí a fin de que yo no pudiese tener relaciones con él; indeterminado para poderlo dejar el día que no me agradase... a semejanza de un dios panteístico del mundo, puramente teórico o místico. Este dios no tenía ningún cielo que darme y ningún infierno a donde arrojarme. Yo lo dejaba tranquilo y él me dejaba en paz, sin preocupaciones...; en lo cual consistía ―mi religión‖. Tú ya sabes que lo que agrada se cree fácilmente. Así yo, en el curso de mis años, estuve ya convencida de estos ideales que, aunque engañosos, me dejaban vivir a mi gusto. Tan sólo una cosa hubiese quizás doblegado mi soberbia: un largo y profundo dolor... y este dolor no vino. Una vez dijo Jesús a Santa Teresa: ―Dios castiga a los que ama‖... Se entiende a los que aman y aceptan el dolor. ¡Yo no lo hubiera aceptado!...Y no me lo dio. Un domingo de Julio la Asociación de Jóvenes organizó una romería. Esto me hubiera gustado... Pero otra imagen muy distinta que la de la Virgen estaba desde algún tiempo sobre el altar de mi corazón: la del potentado dueño del almacén que está al lado de nuestra oficina. Días antes habíamos bromeado y reído... y precisamente para aquel domingo me había invitado a un viaje de recreo, pues la persona con quien acostumbraba a salir, se encontraba hospitalizada. El señor se había dado cuenta, por mis ojos, de que lo miraba con agrado. ¿Casarme con él? Por entonces, no lo había pensado. Era un hombre
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acomodado, que trataba, con mucha cortesía, con todas las jóvenes. En cambio, lo que pretendía yo era un hombre que fuese únicamente mío. No sólo quería ser esposa... sino que anhelaba ser sola. Tenía yo mucho egoísmo, y poquísimo espíritu de sacrificio. En aquel paseo, Max, así se llamaba el potentado, se prodigó en galanterías. Te puedes figurar que nuestras conversaciones de aquel día no fueron por cierto tan edificantes como las vuestras. Al otro día tú, en la oficina, te quejaste conmigo de no haber ido con vosotros a la romería, que fue, realmente, muy grata y alabada por todos. Yo también te hablé de las horas felices pasadas con el señor Max. Tu primera pregunta fue: ¿Fuiste a Misa? Riendo contesté: ―¿Cómo pude ir, si la salida estaba fijada para las seis de la mañana?‖. Y agregué: ―¡El buen Dios no tiene una mentalidad tan estrecha como la de sus sacerdotes!‖. Ahora, sin embargo, tengo que aclararte que Dios, a pesar de su infinita bondad, mide las cosas con más precisión que todos los sacerdotes. Después de aquella gira con el señor Max... sólo una vez volví a la Asociación. Fue la Noche de Navidad, porque había un algo que me atraía; pero en mi interior ya me sentía apartada de vosotras. Cines, bailes, excursiones, se sucedieron sin cesar, Max y yo reñíamos alguna vez; pero siempre supe encadenarlo a mi cariño. Muy molesta resultó la ―otra amante‖, que al salir de la clínica se mostró enojadísima. Y eso fue para mí una buena suerte... porque mi calma fascinó el corazón de Max... el cual acabó por preferirme a mí y no a la otra. Usando yo siempre calma y frialdad, tranquila en mi exterior... pero vomitando pestes en mi interior, logré enemistar a Max con la otra, y la despidió. Estos sentimientos y malos manejos me prepararon ―excelentemente‖ para el. Infierno; pues eran de inspiración diabólica, en el sentido más estricto de la palabra. Mas ahora pregunto: ¿Por qué te estoy hablando de todo ésto? Para que sepas cuál fue el camino que me llevó lejos de Dios, apostatando o rechazándolo. Por lo demás, justo es decir, que, en mis relaciones con Max, nunca se llegó a los extremos de la familiaridad. Yo entendía que me hubiese rebajado a sus ojos, si me hubiera entregado a él antes de tiempo; y por lo mismo logré contenerme. Sin embargo, estaba dispuesta a todo cuando así lo hubiera juzgado útil. Debía conquistar a Max... para lo cual nada habría sido caro. Desde luego, entre nosotros, el cariño iba en aumento día tras día, porque ambos teníamos óptimas cualidades para nuestra completa felicidad. Distinguíame yo en ser hábil, suficientemente experta o culta de amena conversación; y así, con gran destreza, retuve a Max... y logré, en los últimos meses, antes del matrimonio, conseguirlo exclusivamente para mí. Esto acabó con mi poca religiosidad. No supe armonizar mi estima del novio con el amor a Dios, pues, por las pasiones que son un estímulo y un veneno, me dediqué del todo al novio como ―idolatrándolo‖ a la par que me ―idolatraba‖ a mí misma, atrayéndolo a mis vanidades y caprichos no siempre buenos, ofendiendo bastantes veces al Señor, por mi ideal rastrero de casi sólo buscar el placer de los sentidos. En ese tiempo criticaba yo, en la oficina, contra los curas, contra los buenos católicos motejándolos de ―santurrones‖, contra las indulgencias, etc. Tú te esmerabas, con más o menos ingenio, en defender estas cosas, sin que llegases a sospechar, que en lo más íntimo de mi ser... no me refería a tales verdades. Lo que yo buscaba era una excusa a favor de mi conciencia que la necesitaba para así justificar con razones la apostasía de mi fe. En lo más hondo yo me rebelaba en contra de Dios. Tú no podías comprender la realidad mía... Me juzgabas aún católica y por otra parte yo afanábame por parecerlo, cumpliendo en lo exterior todos mis deberes eclesiásticos. Pensé que la simulación, o hipocresía, no me vendría mal. Tus contestaciones a mis dificultades eran apremiantes... ; pero en mí no hacían mella alguna. Por estas situaciones ya antagónicas en nuestras relaciones, el dolor de nuestra separación fue casi nulo, por motivo también de mi matrimonio.
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Antes de mi casamiento confesé y comulgué una vez más. Había que cumplir con las apariencias. Mi marido y yo, acerca de ésto, teníamos las mismas ideas. Era una formalidad... y la cumplimos. Vosotros juzgáis indigna una Comunión en esa forma... Sin embargo yo sentí ―alivio‖, por descargarme ya de esa atención o requisito nupcial... De todos modos fue la última... Nuestra vida matrimonial se deslizaba, en general, favorable. El mismo parecer en casi todos nuestros puntos de vista. También en ésto... que no queríamos el peso de los hijos. Mi marido soñaba en un vástago... uno sólo. Pero yo con mis mañas y mis razones lo aparté de sus deseos. Vestidos de moda, muebles de lujo, tertulias de café, paseos y viajes en automóvil, y diversiones a granel... era lo de mi mayor agrado. Fue un año de luna de miel divertidísimo el transcurrido entre la boda y mi muerte repentina. Cada domingo salíamos en un turismo a metas distintas, o íbamos a visitar a los parientes de mi esposo. De mi madre ni el recuerdo siquiera... Me avergonzaba de ella... Pero, aunque exteriormente me riese, nunca era yo feliz en mi alma. Sentía en mi interior un vacío inexplicable, un ―algo‖ que me turbaba...: la idea de que algún día se acabaría mi dicha de entonces, pues siempre recordaba lo que oí en un sermón cierto día de mi juventud: que Dios premia toda buena obra, y cuando no lo podrá hacer en la vida venidera, lo hace en la presente. Y en efecto, hasta tuve una inesperada herencia de mi tía Lotte, y mi marido logró ingresos mayores; con lo cual pudimos arreglar más elegantemente nuestra vivienda. La religión nos hacía llegar su luz, pero ya descolorida y débil, y tan sólo de lejos. Para colmo, los cafés y los hoteles que nos recibían en nuestras excursiones, nos apartaban cada día más de Dios... Si en nuestros viajes visitábamos alguna vez las iglesias, lo hacíamos tan sólo por las obras de arte que había en ellas. El soplo religioso de las catedrales se neutralizaba con la crítica de algo accesorio: un fraile taciturno y encapuchado, de pobre indumentaria, lo raro de que los monjes elaboren licores, el persistente repicar de las campanas... Todo ésto cooperó a apartar de mí la Gracia que de vez en cuando llamaba a mi corazón. Me burlaba de las escenas medievales: pinturas del Infierno en muchos cementerios... o con figuras de demonios que están asando las almas... ¡Clara!...te puedo decir ahora que uno puede equivocarse en pintar el fuego del Infierno, pero la realidad es mucho más terrible. Yo me burlaba, a más no poder, de este ―fuego‖ y en cierta discusión que tuvimos encendí una cerilla y te la puse bajo la nariz preguntándote si tenía olor de Infierno. Sin más, tú me la apagaste... Aquí nadie puede apagar las llamas de este fuego. Te lo puedo asegurar, de verdad, ahora: el fuego del cual se habla en la Biblia no significa tormento de la conciencia, no... fuego es fuego... y hay que entenderlo a la letra, como dice el Evangelio: ―Apartáos de Mí, malditos, al fuego eterno‖... literalmente. Tú dices: ¿Cómo puede el alma (espiritual) quemarse con el fuego material?...Te pregunto a mi vez: ¿Cómo puede tu alma sentir el fuego, cuando pones el dedo sobre una llama?...En efecto, el alma no se quema y sin embargo el tormento lo experimenta toda la persona. Del mismo modo aquí nosotros estamos amarrados al fuego, según nuestra naturaleza y según nuestras facultades. Nuestras almas carecen de su natural y libre espontaneidad; aquí nosotros no podemos pensar lo que queremos... ni como queremos. No te maravilles de estas mis palabras. Este es mi ―estado‖ de ser, que a vosotros nada dice, a mí me quema sin consumirme. Nuestro mayor tormento consiste en saber, con certeza, que nosotros nunca más veremos a Dios... y ésto ¿cómo puede atormentarnos tanto, cuando allá en la tierra, esto mismo, nos dejaba indiferentes? Mientras aún está el cuchillo sobre la mesa, te quedas tranquila... se ve que está afilado, más no te hiere... Clavas el cuchillo en tus carnes y gritarás dolorida. Es decir, actualmente nos atormenta la pérdida de Dios; antes, en vida, sólo pensábamos en ella.
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No todas las almas sufren lo mismo. ¡A mayor maldad o perfidia, y a mayor gravedad y número de pecados, corresponden mayores tormentos! Los condenados católicos sufren más que los de cualquier otra religión, porque en general recibieron más gracias y luces... de las cuales abusaron. El que tuvo mayor inteligencia, sufre más que el que tuvo menos. El que pecó por malicia, tiene más Infierno que quien pecó por debilidad. Las penas de cada uno están en relación directa a sus culpas; si no fuera así, yo tendría más motivos para odiar. Recuerdo que un día me dijiste que nadie va al Infierno sin su propio consentimiento, según le fue revelado a una Santa. Yo me reí...; pero después me atrincheré detrás de esta aclaración pensando que, en caso de apuro, tendría tiempo para dar marcha atrás... Sin embargo, tenías razón. Verdaderamente, antes de mi súbita muerte, no conocía el Infierno tal como es. Pues nadie lo puede conocer en esta vida, ni entender. Pero yo sí tenía ya este presentimiento: ―Si mueres, irás al otro mundo, rápida como una flecha, y allí sufrirás las consecuencias de tu actitud contra Dios‖. Como ya te he dicho, no quise dar marcha atrás porque era yo arrastrada por la corriente de las malas costumbres. Así fue mi muerte: Hace una semana, hablo según vuestro modo de contar y de medir, porque por los tormentos que yo sufro me parece que hace mil años que estoy quemándome aquí... , mi cónyuge y yo hicimos nuestra última excursión. El día era espléndido, yo me sentía de lo más feliz, y esa felicidad me duró todo el día. De regreso, al anochecer, mi marido se deslumbró por los focos de un vehículo, que, muy veloz, venía de frente. Perdió el control y al chocar, exclamé: ―¡Jesús!‖; pero no como oración, sino por impía desesperación, dada mi acostumbrada aversión a Dios. Morí, pues, mal, tras haber sentido un dolor agudísimo, que no es nada comparándolo con las penas actuales. ¡No me di cuenta de más! Te diré un ―algo‖ que pasó esa mañana: un algo que hubiera cambiado mi rumbo. Pasando el coche delante de una iglesia, pensé, o creí, oír, una voz que me decía: ―Podrías ir a oír la Santa Misa‖. Era una débil imploración. Pero mi claro y resuelto ―no‖ cortó esa propuesta o razonamiento, terminando por decir: ¡Con estas cosas hay que acabar de una vez; cargo con todas las consecuencias!‖...¡Y de verdad que ahora sufro las consecuencias!... Sabrás ya lo que sucedió después de mi muerte. Yo conozco lo referente a mi esposo, a mi madre y otras eventualidades, así como sé, con todos sus pormenores, lo que ocurrió respecto a mi cadáver y los funerales, debido a los conocimientos extranaturales que aquí se poseen. Por lo demás, lo otro que acaece en la tierra sólo lo sabemos confusamente. Pero lo que nos toca de cerca lo intuimos con más nitidez. Por eso veo claramente donde tú estás ahora. Cuando desperté de la oscuridad, después del impacto, me vi como inundada por una luz deslumbradora. El lugar era el mismo donde caímos: ¡Allí estaba mi cadáver! Me pareció estar en un teatro cuando en el salón de pronto se apagan las luces... el telón se mueve lentamente, y se abre una escena apocalíptica: ¡La escena de mi vida!...Mi alma se vio a sí misma... como en un espejo. Vi las gracias pisoteadas desde mi niñez hasta el último ¡No! frente a Dios. Me vi cual asesino a cuyo proceso judicial estuviera presente la víctima innegable que él degolló. ¿Arrepentirme?... No, nunca... ¿Avergonzarme? Por ningún motivo... Sin ver a nadie sentía la mirada de Dios sobre mí... ¿Qué hacer? Lo único que se me ocurrió fue ―huir‖. Como Caín se alejó corriendo del sitio donde estaba el cadáver de Abel... Así mi alma huyó de aquel otro lugar fatídico. Este es mi juicio particular... Oí la voz del Juez Divino y su sentencia fulminante de, ―Apártate de mí...‖ Y entonces mi alma como llameante ascua de azufre ardiendo, descendió al lugar de tormentos eternos‖.
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- Aquella mañana- termina su visión Clara, la amiga de la condenada a quien ésta se apareció- al toque del ―Ángelus‖, temblorosa todavía por la noche espantosa, me levanté y bajé corriendo a la capilla. El corazón me latía hasta la garganta. Las pocas personas devotas que allí estaban arrodilladas a mi lado se me quedaron mirando, pues tal vez pensaron que mi excitación se debía a lo mucho que corrí para llegar a tiempo. Una buena señora, sonriendo, me dijo después: ―Señorita, el Señor quiere ser servido con calma, no precipitadamente‖. Pero enseguida se apercibió que otra cosa fue la que me puso tan nerviosa... Y procuraba consolarme mientras yo me decía: ―¡Sólo Dios me basta!‖... Sí, Él sólo me debe bastar en ésta y en la otra vida. Quiero poderle gozar un día en el Cielo, aunque en la tierra tenga que sacrificarme mucho... ¡No quiero ir al Infierno! Dios escuchó a Clara, pues ingresó en un convento donde muy pronto su bendita alma voló a la Jerusalén celestial... Luchemos ahora, que estamos a tiempo, por ganar el premio que no perece y así un día gozaremos con los santos en vez de ir para toda la eternidad a un Infierno donde todo lo que se diga de horroroso es poco, comparado con la realidad. Algunos dicen: ―Cuando sea viejo me confesaré‖... ―Abre los ojos, dice San Bernardo, y piensa bien el desperdicio que haces, cuando empleas mal el tiempo que Dios te da para salvarte. Los condenados darían, si pudieran, todos los tesoros del mundo por comprar la menor partícula del mucho tiempo que tú malogras ahora‖... ¿Quién te dice que vas a llegar a viejo? ¿Es que muchos no mueren en la más prístina juventud?... ¿Cuántos han muerto mientras dormían, imprevistamente?...No dejes para mañana un negocio tan importante para ti, y del que te juegas tanto, como es tu salvación eterna. No te duermas nunca en pecado mortal, arrepiéntete de él, reza un Acto de contrición, con lo que habrás conseguido limpiar tu alma de tan terrible pecado que lleva aparejado la condenación eterna, y después, confiésalo, como estás obligado, pero que tu alma siempre esté en gracia de Dios: esa es la mejor preparación para no caer en el Infierno. Dios da tiempo de sobra, y muchos locos lo malgastan, no en arrepentirse, sino al revés, en pecar más... Aprovecha el tiempo para merecer, no para pecar, y así, además de evitar los horrores del Infierno, conseguirás aumentar tus grados de gloria en el Cielo con tus buenas obras. Lo que en tu vida sembrares, lo recogerás en tu muerte: si pecado, muerte eterna, si buenas obras, la salvación, la dicha eterna con Dios, la Virgen, los Santos, los Ángeles, nuestros parientes que ya se salvaron. No abuses del día presente; vive hoy como si hoy hubieras de morir. Para que no te condenes no te olvides de subir y bajar a menudo por las dos escaleras... Bajando al Infierno, tendrás un santo temor de Dios y un gran aborrecimiento a todo pecado, viendo allí el paradero infeliz que tienen los pecadores al fin de esta vida. Subiendo al Cielo se levantará en tu corazón un gran amor a Dios, que tan benéfico y generoso se ha mostrado con los hombres, preparándoles un galardón infinito y eterno en premio de servicios temporales y transitorios. Estas dos virtudes, amor y temor santo de Dios, te servirán de freno y espuela para caminar seguro a la patria Celestial. El temor te retraerá de caer en los pecados, el amor te servirá de espuela que te anime a la práctica de las virtudes. ¿Qué le aprovecha al hombre, ganar todo el mundo si pierde su alma? (Mateo 16, 26). En todas tus obras acuérdate de tus postrimerías y nunca pecarás. (Eclesiástico 7 y 40). Hallándose dos jóvenes nobles en Madrid, llevaban una vida depravada y llena de vicios. Cierta noche uno de ellos vio en sueños que su amigo se hallaba preso por unos hombres negros, los cuales lo llevaron a un mar tempestuoso... Querían hacer lo mismo con
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él, pero acudió a María, prometiéndole que se haría religioso si lo libraba de aquellos hombres. Luego vio a Jesús indignado y sentado en su trono, y que la Santísima Virgen le pedía misericordia. Contó ésto a su amigo, pero éste se burló de él... Al poco tiempo su amigo cayó asesinado... Impresionado por la confirmación del sueño, se confesó y confirmó la intención que tenía de hacerse religioso vendiendo al efecto cuanto poseía; pero después en vez de dar el dinero a los pobres, como se había propuesto, lo gastó en orgías y francachelas... Habiendo caído enfermo, tuvo otra visión en la que se le presentó el Infierno abierto y el Divino Juez que ya lo condenaba... Acudió otra vez a María, la Cual volvió a librarlo. Curó de sus males, pero continuando en su mala vida, al fin murió diciendo: -¡Infeliz de mí! ¡Dios me ha castigado por mis vicios y ahora me voy al Infierno!... Habiendo una pecadora caído enferma, se encomendó e hizo voto a María de ofrecerle su cabellera si curaba. Restablecida de su enfermedad, la ofrendó, y con ella hicieron una peluca a la imagen de la Virgen. Mas habiendo pecado la mujer otra vez enfermó de nuevo y murió impenitente. Después de ésto, un día, la Virgen desde aquella imagen habló al P. Salvatierra en presencia de un inmenso gentío diciéndole: - Quítame estos cabellos de la cabeza, porque son de un alma condenada y deshonesta, y no sienta bien sobre la Madre de la pureza. El sacerdote, impresionado, quitó la peluca de la cabeza de la Virgen y la arrojó al fuego... El siguiente caso que vamos a contar ocurrió en Málaga a comienzos del siglo XX. En la calle principal de esta ciudad, Larios, vivía un matrimonio algo original... Ella era católica convencida y practicante; el esposo, por el contrario, era ateo y masón, también practicante; hizo todo lo posible por erradicar la idea de Dios en su familia y coartaba y perseguía cualquier devoción en su casa; no obstante, permitía que sus hijas fueran a un colegio de religiosas, más que por la enseñanza, por el ―postín‖ que daba en la sociedad de entonces un colegio de ―pago‖...Pero ello no era óbice para hacer ostentación en cualquier ocasión y oportunidad que se le presentara de su irreligiosidad y ateísmo. Una vez se presentaron en su casa dos monjas a cobrar unos recibos de sus hijas como socias de la Agrupación de Hijas de María. -¡Aquí no hay ninguna hija de María! ¡Fuera de aquí! No tuvo suficiente este descreído con maltratar de palabra a las pobres religiosas sino que ordenó a sus criados: - ¡Echadlas escaleras abajo! ¡Arrojadlas fuera de aquí! No sé si los criados cumplieron aquella brutal orden o no, pero lo cierto fue que estas pobres mujeres fueron expulsadas violentamente de aquella casa. También el famoso y santo Padre Arnáiz, que en cierta ocasión tuvo que ir a la casa de este fanático masón, fue echado groseramente, sin contemplaciones, de allí... -¡Yo doy mi alma al diablo! ¡Que venga el diablo y me lleve!- decía este desgraciado con jactancia. No hay mal que cien años dure, dice el refrán, y a todos nos llega el momento de la muerte, aunque nos parezca lejano cuando el que se muere es el vecino y no nosotros, y así también a él le llegó el supremo momento, pero en vez de arrepentirse de sus pecados y pedirle perdón a Dios, aún se empecinó más en su ateísmo y descreimiento repitiendo infernalmente: -¡Doy mi alma al diablo! ¡Que venga y me lleve de una vez! Efectivamente, así fue... Su cadáver, pese a la esmerada mortaja, aparecía transfigurado monstruosamente, con la lengua sacada de la boca más de un palmo y que no pudieron meter dentro... Pero todo no quedó en eso; ante el horror de quienes presenciaron aquel dantesco espectáculo, el cadáver levantóse varias veces, quedando sentado, al mismo tiempo que un
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olor nauseabundo, repugnante, irresistible, se extendía por toda la habitación donde se encontraba el cuerpo del desdichado. Asimismo un ruido misterioso, pero horrible y horrorizador, acompañaba a estos signos ciertos de condenación de aquel miserable. Tanto fue así que tuvieron que cerrar la puerta de la cámara mortuoria pues el ruido trascendía a toda la vivienda... Aún el ataúd, cuando ya llevaban el cadáver al cementerio, saltaba dentro del carruaje fúnebre, ante el estupor y pánico de los transeúntes... Alguno puede decir que posiblemente el cadáver no fuera tal y que aquel desgraciado estaba aún vivo, pero no, el cuerpo fue reconocido por médicos ilustres en su profesión que dictaminaron con absoluta certeza el fallecimiento real y total de aquel hombre... Así fue sepultado aquel hijo de Satanás que negó una y mil veces a un Dios de bondad y misericordia, que derramó su sangre para obtener su perdón y que él neciamente rechazó, despreció y aún pisoteó con su actitud necia y suicida... De Dios no se burla nadie. La Virgen dijo a la Venerable María de Jesús de Ágreda las siguientes instrucciones para prevenirse del diablo y la condenación eterna: ―El Altísimo no desampara a sus criaturas sino que renueva sus misericordias y auxilios, conque de nuevo las repone y llama; y si responde a las primeras llamadas, añade otras mayores según su equidad; y a la correspondencia las va acrecentando y multiplicando; y en premio de que el alma se venció, se le van atenuando las fuerzas a las malas inclinaciones y se aligera más el espíritu para que pueda levantarse a lo alto y hacerse muy superior a sus inclinaciones y al diablo. Pero, si dejándose llevar del placer, da la mano el hombre al enemigo de Dios y suyo, cuanto se va alejando de la bondad divina, tanto menos digno se hace de sus llamamientos y siente menos los auxilios, porque Satanás y las pasiones han cobrado sobre la razón mayor dominio y fuerza y la hacen más inepta e incapaz de la gracia del Altísimo. En esta doctrina consiste lo principal de la salvación o condenación de las almas, en comenzar a resistir o admitir los auxilios del Señor. La buena crianza y doctrina en la niñez hace mucho para después, consiguiendo que la criatura se halle más libre y habituada a la virtud comenzando desde el inicio de la razón, a seguir este camino verdadero y seguro. Nada te faltará si a Dios no perdieres. Lo poco has de tener en mucho, porque cuando la criatura desprecia las pequeñas culpas abre el corazón para admitir otras mayores, y no es amor loable el que no evita cualquier disgusto a la persona que ama. Un descuido voluntario en una imperfección dispone y abre camino para otras, y éstas para los pecados veniales, y ellos para los mortales, y de un abismo en otro se llega al profundo y al desprecio de todo mal. Para prevenir este daño se debe atajar muy de lejos la corriente, porque una obra o ceremonia que parece pequeña es antemuralla que detiene lejos al enemigo, y los preceptos y leyes de las obras mayores obligatorias son el muro de la conciencia, y si el demonio rompe y gana la primera defensa está más cerca de ganar la segunda, y si en ésta hace entrada con algún pecado, aunque no sea grave, ya tiene más fácil y seguro el asalto del reino interior del alma, como ella se halla debilitada con los actos y hábitos viciosos y sin las fuerzas de la gracia, no resiste con fortaleza, y el diablo que la tiene adquirida la sujeta y vence sin hallar resistencia. No te admires que el dragón infernal sea hoy tan poderoso con los hombres, porque donde hay continuas batallas, el que sale victorioso cobra la fuerza que perdió el vencido. Y esto se verifica más en la cruel y contínua lucha con los diablos, que si la vencen las almas quedan ellas fuertes y él debilitado, como sucedió cuando lo venció mi Hijo y Yo después. Pero si esta serpiente se reconoce victoriosa contra los hombres, entonces levanta la cabeza de la soberbia y convalece de su flaqueza cobrando nuevas fuerzas y mayor impulso, como lo tiene hoy en el mundo, porque los amadores de su vanidad se le han rendido, siguiendo
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debajo de su bandera y falsas fabulaciones. Con este daño ha dilatado el Infierno su boca, y cuantos más engulle y traga es más insaciable su hambre, anhelando sepultar en las cavernas infernales a todo el resto de los hombres. Lucifer por sí solo y sus diablos pueden tentar particularmente a las almas pero no puede ser el jefe en público ni hacerse cabeza personalmente de algunas sectas o ejército contra Dios, si no se sirve en éste de algún hombre a quien siguen otros tan ciegos y deslumbrados como él. No se pueden numerar las almas que Yo he rescatado del dragón infernal por haber tenido devoción conmigo, aunque sea sólo con rezar un Avemaría o pronunciar una sola palabra en mi honor e invocación. Llena tus obras de toda perfección y santidad y advierte que es impía y cruel la contradicción que para ésto te hacen tus enemigos: demonio, mundo y carne; y no es posible vencer tantas dificultades y tentaciones, si no enciendes en tu corazón una conducta fervorosa y una fe ardentísima que con ímpetu invencible golpee y pisotee la cabeza de la serpiente venenosa, el diablo, que con astucia demoníaca se vale de muchos medios engañosos para derribarte o al menos para detenerte en esta carrera y que no llegues al fin que tú deseas y al estado a que te conduce el Señor que te eligió para Él. No debes olvidar el desvelo y atención que tiene el demonio a cualquier descuido, olvido y mínima inadvertencia de las almas, que siempre anda rodeando y acechando, y de cualquier negligencia que reconoce en ellas se aprovecha, sin perder ocasión para introducirles con astucia sus tentaciones, inclinándolas y moviendo sus pasiones en que las reconoce incautas para que reciban la herida de la culpa antes que enteramente la conozcan y cuando después la sienten y desean el remedio entonces hallen mayor dificultad, y para levantarse, ya caída, necesiten de más abundante gracia y esfuerzo para resistir antes que cayesen. Con la culpa se enflaquece el alma en la virtud y sus enemigos cobran mayores fuerzas, y las pasiones se hacen más indómitas e invencibles, y por estas causas caen muchos y se levantan menos. El remedio contra este peligro es vivir con vigilante atención, con ansias y continuos deseos de merecer la divina gracia, con incesante porfía en obrar lo mejor, con no dejar tiempo vacío en que halle el enemigo al alma desocupada o inadvertida y sin algún ejercicio y obra de virtud. Con ésto se aligera el mismo peso de la naturaleza terrena, se quebrantan las pasiones y malas inclinaciones, se atemoriza el mismo diablo, se levanta el espíritu y cobra fuerzas contra la carne y dominio sobre la parte inferior, sujetándola a la divina voluntad. De las peleas y contiendas que tienen los santos ángeles con los diablos para defenderos de la envidia y malicia hay claros testimonios en las Sagradas Escrituras. El diablo estudia el carácter de una persona antes de atacarle.‖ Ningún favor hace el Altísimo a la Iglesia y a las almas en que no intervenga María Santísima. En ocasiones Jesús mismo pelea por nosotros defendiéndonos de Lucifer y sus secuaces, declarándose con su Madre a nuestro favor y anulando y venciendo a los diablos, tanto y tal es el amor que tiene a los hombres y lo que lleva a su salud eterna. - Todos los que a la hora de la muerte te invoquen, y llamen con afecto de corazón solicitando tu intercesión ante Dios inclinaré (habla Dios a la Virgen cuando aún vivía en la tierra) a ellos mi clemencia y los miraré con ojos de piadoso Padre, los defenderé y guardaré de los peligros de aquella última hora, apartaré de su presencia los crueles enemigos que velan en aquel trance para que perezcan las almas, a las cuales daré por Ti grandes auxilios para que no los rechacen y se pongan en mi gracia, y Tú me presentarás sus almas y recibirán el premio aventajado de mi liberal mano. Dijo Lucifer: -¡Qué ingratos serán los hombres y qué necios si no logran los bienes que reciben de esta hija de Adán! (la Virgen). Ella es su remedio y nuestra destrucción. Pero, consolémonos, los hombres perderán lo mucho que les granjea esta Mujer y la despreciarán estúpidamente...
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La Virgen obtuvo, al aceptar su muerte, muerte que si hubiera querido hubiera evitado ya que Ella no había tenido pecado original y en consecuencia estaba exenta de tener que morir, pero que Ella aceptó por parecerse más a su Hijo, que todos lo devotos de María que a la hora de su muerte la llamen para que los socorra, en memoria de su dichoso tránsito y por la voluntad con que quiso morir para imitar a Jesús, estén bajo su especial protección en aquella hora para que Ella los defienda del diablo y los asista y ampare, y, al fin, los presente en el tribunal de su misericordia y en él interceda por ellos. Les dará grandes auxilios de su gracia para morir bien y para vivir con mayor pureza, si antes la invocan, venerando este misterio de su graciosa muerte. ―Son muchos más los que se condenan- sigue hablando la Virgen- que los que con la protección de los ángeles se salvan. Los ángeles, además de defenderos os envían continuas inspiraciones y llamamientos, mueven todas las causas y medios que convienen para avisaros y despertaros. Esta defensa en los justos es poderosísima, porque como están en gracia y amistad de Dios tienen los ángeles mayor derecho contra los demonios, y así los alejan y les muestran las almas justas y santas, como poderosas contra el Infierno; y sólo por este privilegio se debía estimar la gracia sobre todo lo criado. Los ángeles interceden por los pecadores ante Mí. Y para que por algún modo obliguen a los pecadores a mi piedad, solicitan los ángeles a sus almas que tengan alguna especial devoción conmigo y tengan ellos algún servicio que ofrecerme. Además de alegrarse los ángeles de los pecadores arrepentidos también se alegran cuando los justos hacen obras de verdadera virtud y méritos de nuevos grados de gloria. Son tantos los rodeos, maquinaciones y lazos que arma el diablo para derribar a los justos, que, sin especial favor del Altísimo, no pueden las almas conocerlos, y mucho menos vencerlos, ni escapar de tantas redes y traiciones. Y para alcanzar esta protección del Señor quiere el Altísimo que las criaturas de su parte no se descuiden, ni se fíen de sí mismos, no descansando en pedirla y desearla, porque sin duda por sí solos nada pueden y luego perecerán. Pero lo que obliga a amar la divina clemencia es el fervor del corazón y pronta devoción en las cosas divinas, y sobre todo la perseverante humildad y obediencia, que ayuda a la estabilidad y fortaleza en resistir al enemigo. Son muy raras las buenas obras de los justos en que no derrame el diablo alguna parte de su veneno, para corromperlas. Normalmente procura con mucha sutileza mover alguna pasión o mala inclinación para que casi ocultamente arrastre o cambie en algo la intención de las criaturas para que no obren puramente por Dios y por el fin legítimo de la virtud, y con cualquier otro afecto se vicie en todo o en parte. Como esta cizaña está mezclada con el trigo, es dificultoso conocerla en los principios si las almas no se descuidan de todo afecto terreno y examinan sus obras a la luz divina. No te fíes de sólo el color de la buena intención en tus obras, porque no obstante que siempre ha de ser buena y recta, ni sola ella basta ni tampoco siempre la conoce la criatura. Muchas veces con el motivo de la buena intención engaña el diablo, proponiendo al alma algún buen fin aparente o muy remoto, para introducirle algún peligro próximo, y sucede que, cayendo luego en el peligro, nunca consigue el fin bueno que con engaño la movió. Otras veces con la buena intención no deja examinar otras circunstancias, con que la obra se hace sin prudencia y viciosamente. Otras, con alguna intención que parece buena, se esconden las inclinaciones y pasiones terrenas, que se llevan ocultamente en lo más profundo del corazón. Entre tantos peligros, el remedio es que examines tus obras a la luz que te infunde el Señor en lo supremo del alma, con que entenderás cómo has de apartar lo precioso de lo vil, la mentira de la verdad, lo amargo de las pasiones de lo dulce de la razón. Con ésto la divina lumbre que en tí hay no tendrá parte de tinieblas, tu ojo será semilla y purificará todo el cuerpo de tus acciones, y será toda y por todo agradable a tu Señor y a Mí‖. Dios da muchas oportunidades a los humanos a lo largo de toda su vida, para que se conviertan y se salven; unos las aprovechan, otros no, pero la Misericordia de Dios queda indemne, porque si el humano necesita uno para salvarse Dios le da millones, y me quedo
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corto, porque son muchas, muchísimas, las oportunidades que Dios da a todos para que salven su alma, de manera que quien se condena es porque quiere. Era una hermosa tarde del mes de Octubre del año 1412. En uno de los muchos castillos que se alzaban por aquel entonces cerca de la orilla de Aranda del Duero (España), se celebraba un banquete con que obsequiaba a otros señores, amigos y aliados, el dueño de la feudal morada. El rico vino que producía aquella privilegiada tierra escanciábase con profusión por los pajes y escuderos del noble castellano en las doradas copas de los convidados. Entre éstos se hallaba un rico-hombre que tenía también su castillo en aquellas tierras, llamado Ramir Flores. Muy mal hablaban todos sus vasallos de su vida privada y de sus costumbres nada piadosas ni edificantes. Aprovechando el período de turbulencia y anarquía que trajo consigo la minoría de Juan II, gobernaba sus pequeños estados bárbara y tiránicamente, sin hacer caso de los gemidos de los infelices a quienes maltrataba y perjudicaba en sus más caros intereses, ni de las a veces cariñosas y no pocas severas amonestaciones de los monjes del monasterio de Nuestra Señora de la Vid. Hasta se había atrevido con cínica impiedad a molestar a los buenos religiosos usurpándoles algunas de sus heredades, matando sus ganados y amenazándolos con frecuencia en su sagrado retiro. -¡Ven, acércate, escudero del diablo!- gritaba el licencioso castellano dirigiéndose a uno de los escanciadores del precioso líquido. -¿No oyes?- repitió semibeodo el noble Ramir Flores, sin reparar que estaba ya el escudero esperando a que le presentara su copa. -¡Ah, hola!- dijo reparando por fin en él – No te separes un momento de mi lado o hago que mi amigo el conde te mande apalear como mereces por no tener siempre llena mi copa. - Dícese ilustre Ramir Flores- le interpeló el señor del castillo donde se celebraba el banquete- que andáis siempre en litigios con los monjes de Nuestra Señora. - Sí, en verdad, querido amigo; se han propuesto esos padres reverendísimos en poner obstáculos continuos a todos mis proyectos, y como yo no respeto la necia autoridad del orgullo, siempre estoy en abierta lucha con los orgullosos e intolerantes frailes... - Sabéis, pues, cuánto favor les dispensaba nuestro último monarca, D. Enrique, y me extraña sobremanera que os atreváis a molestarlos y aún hasta insultarlos, según malas lenguas dicen por ahí. - Dejadlos, conde, que hablen y digan cuanto quieran, que si algún día tropiezo con alguno de esos malnacidos, me ha de pagar el villano con su despreciable vida el atrevimiento de juzgar de mis actos, de los que a nadie tengo que dar cuenta... -A Dios- dijo una voz desconocida interrumpiendo a Ramir Flores. -¿Quién es el miserable que con sus estúpidas palabras provoca mi furor? -¡Dios guarde a los nobles caballeros!- contestó la misma voz, que era la de un pobre peregrino que entraba en el castillo pidiendo en él hospitalidad según la costumbre de aquellos tiempos. - Parece, buen hombre- le dijo el castellano, que aunque tan amigo de los placeres como Ramir Flores, no era sin embargo tan irreligioso como éste- que venís todo calado y tiritando de frío. - Furiosa tempestad, señor, me ha sorprendido en el camino, y sabiendo cuán caritativos sois todos los hombres castellanos de esta comarca, me he atrevido a suplicar a vuestros servidores me dejaran llegar hasta vos para solicitaros hospitalidad hasta que cambie el tiempo. - Arrimáos al fuego- dijo el conde señalándole una gran chimenea donde ardían gruesos troncos- y decid que os den algunas viandas mis escuderos.
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- Gracias, ilustre castellano, el Señor todopoderoso premie vuestra caridad en la otra vida y os dé en ésta muchas felicidades... -¿Y no podremos saber cuál es el objeto de vuestra peregrinación? - Voy, señor, al santuario de Nuestra Señora de la Vid, cuya fama por los grandes y numerosos milagros que por su intercesión se han obrado, es universal en Castilla. - Que la Virgen Nuestra Señora os conceda lo que decís, buen hombre- dijo el señor del castillo, volviendo a mezclarse en la conversación de sus hombres y huéspedes. - Y a vos, ilustre señor, os proteja en todas ocasiones- contestó el peregrino acercándose a la chimenea... En tanto, Ramir Flores, que se había apaciguado al saber quién era el que le había interrumpido, volvió a sostener con sus colegas alegres disputas hasta que llegando la hora de retirarse cada cual a su morada, encargó a sus escuderos prepararan los caballos en el patio de la fortaleza. - La noche está muy tempestuosa, amigo Ramir Flores, y os aconsejo no salgáis del castillo quedándoos haciéndome compañía hasta que el cielo se despeje: está muy distante de aquí vuestra morada y creedme que temo os suceda alguna desgracia; además tenéis con precisión que pasar ese maldito desfiladero donde cuentan que a ciertas y determinadas horas se oyen espantosos alaridos y se distinguen horribles visiones... - Callad, por favor, mi buen conde, que me vais a hacer pensar os estáis burlando de mí; bien conocen todos que nunca tuvo miedo Ramir Flores, dejad vuestros cuentos de fantasmas y duendes para esos cándidos villanos que todo lo toman por verdadero..¡Preparad- dijo el descreído – mi alazán, que jamás Ramir Flores tendrá temor ni a Dios ni al diablo!... -¿Ni a Dios?- dijo el peregrino, que se hallaba olvidado de todos arrimado a la chimenea. -¡Hola, esta voz no es para mí nueva, otra vez ya me ha interrumpido!... ¿Eh? ¿Sois vos el peregrino quien me ha hablado? - preguntóle altivo el impío. -¿Ni a Dios? - repitió grave el anciano. - Ni al diablo, creo que bien claro lo he dicho; si está ese caballero desocupado que abandone el Infierno y que venga a acompañarme esta noche... -¡Ramir Flores!- exclamó el dueño de la fortaleza- ¡Ved que pudieran ofender demasiado a los cielos vuestras impías palabras!... -¡Ja, ja, ja,! ¿También vos tan fanático y supersticioso?- dijo Ramir Flores despidiéndose del noble anfitrión y saliendo de la espaciosa estancia donde tuviera lugar el terminado festín. Seguido de sus leales servidores salió el rico- hombre del castillo de su amigo, y bajando la colina en conversación con su escudero pronto se internaron todos por el desfiladero del que le hablara el noble castellano... Lo avanzado de la hora, las negras nubes que ocultaban de cuando en cuando la melancólica luz de la pálida luna y los espantosos relámpagos que con frecuencia iluminaban la montaña, todo ésto era suficiente para imponer algún terror en el ánimo del más valiente y despreocupado. El rico-hombre seguía departiendo alegremente con su paje; los demás de su comitiva maldecían ya en su interior el capricho de su señor de pasar tan tarde y en una noche tan terrible por lugares tan expuestos y solitarios... Un trueno terrible y pavoroso hizo cesar de pronto el diálogo de Ramir Flores y su joven servidor. Éste, lleno de espanto, detuvo un momento su cabalgadura, mientras la de su señor asustada desbocóse por el desfiladero sin que pudiera detenerla su jinete. Entonces, a la luz de un horrible relámpago vio, lleno de terror, Ramir Flores, que dos caballeros con negras armaduras y negros alazanes venían hacia él y se colocaban a su lado...
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Quiso gritar, pero el miedo no le dejó abrir siquiera sus labios. - Venid, venid, noble Ramir Flores- dijéronle los dos desconocidos jinetes, y arrebatándole las riendas de sus manos y espoleando a sus caballos y al del aterrado pecador, dirigiéronse en precipitada carrera hacia el fin del desfiladero donde había un gran precipicio... En vano Ramir Flores quiso detener su cabalgadura; los tres caballos ya no galopaban, sino que como si les hubiese prestado alas algún mágico genio, volaban por entre las montañas, arrimándose más y más cada vez que el relámpago brillaba en las tinieblas o se oía retumbar el trueno. Al mismo tiempo mil fatídicas voces exclamaban: -¡Asesino! ¡Infame!- decían unas. -¡Infame! ¡Infame!- afirmaban todas. ¡Qué horrible tormento fueron aquellas voces para el fanfarrón Ramir Flores! Aquellas voces eran las de sus víctimas sacrificadas a su orgullo, a su vanidad y capricho. - ¡Infame! ¡Infame!- repetían las voces, y el eco volvía a traerlas cien veces a oídos del atribulado caballero pocas horas hacía tan valiente y animoso. Y entre tanto, los caballos corrían, galopaban, volaban, mientras que sus misteriosos jinetes le decían sin cesar: -¡Venid! ¡Venid!- y le señalaban el abismo. -¡Perdón, perdón, Madre de Dios omnipotente, perdón Virgen mía!- dijo por fin en su interior Ramir Flores atormentado por crueles remordimientos. Con agradable sorpresa del castellano se pararon los dos caballeros, deteniéndose también su propio caballo. El dulce sonido de la campana del monasterio de Nuestra Señora llegó a sus oídos... Era la hora en que los religiosos iban a cantar Maitines. -¡Perdón, perdón, Virgen de la Vid!- repetía incesantemente el descreído arrepentido. La campana cesó de tocar... Los dos caballeros volvieron a espolear sus caballos y el de Ramir Flores. Éste, persignándose, se vio otra vez conducido hacia el precipicio... Pero a la luz de la plateada luna que apareció de pronto en el firmamento, vio el desgraciado pecador que abandonándolo los dos caballeros se precipitaron lanzando horribles maldiciones en el abismo, mientras que él, dejándose llevar por su cabalgadura se encontró a los pocos momentos cerca del monasterio de Nuestra Señora. Desmontando entonces el arrepentido caballero, se hincó de rodillas, y dirigiendo sus miradas al cielo dijo sólo estas palabras: -¡Gracias Virgen Santa de la Vid, me habéis salvado! Levantóse después, y con apresurado paso se dirigió a la portería del monasterio. - Decid a los padres- exclamó contestando al que le preguntó qué deseaba a aquellas horas- que se halla aquí esperando humildemente Ramir Flores a que alguno quiera oírle en confesión sus muchos pecados. Grandes desafueros e infinitos agravios había recibido el monasterio de él, pero al momento se le abrieron de par en par las puertas, y bajando presuroso el padre superior del monasterio, lo recibió entre sus brazos llevándolo a la iglesia donde confesó y se arrepintió ante Nuestra Señora de sus enormes delitos, de sus grandes culpas y pecados. Verdaderamente reconciliado con los monjes Ramir Flores, desde aquella noche, que tan cerca vio el castigo que Dios impone a los que se burlan de su poder y justicia, procuró tener mientras permaneció en la tierra una vida austera y penitente para expiar sus crímenes e iniquidades. La oración puede evitar que las almas se condenen. Así tenemos la Oración que la Virgen en Fátima enseñó a los pastorcillos: " Jesús, perdona nuestros pecados, líbranos del
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fuego del Infierno y lleva al Cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia". Esta Oración, enseñada por la misma Virgen, o cualquier otro tipo de oraciones, como el Rosario, pueden evitar que muchas almas se condenen. Corinne, una joven que peregrinó a Medjugorje, cuenta: ―Tras mi primera peregrinación a Medjugorje comprendí que la oración es muy importante. Un día, sin embargo, mientras rezaba en mi habitación le pedía a Jesús que me explicase cómo es posible que mi pobre oración tenga una fuerza invisible y pueda cambiar las cosas o salvar a alguien. ¡Todo ésto me parecía una ficción!. Luego, mientras rezaba con los ojos cerrados, vi con los ojos del alma, un abismo ante mí. Me parecía muy profundo y oía tremendos gritos despavoridos, no me acercaba porque tenía miedo. Entonces Jesús me dijo: ―Esto es el Infierno ¡Si tú supieras, hija mía, cuántas almas se pierden cada día!‖. Luego vi cómo una mujer caía en este agujero espantoso: gritaba porque no quería entrar, pero yo tenía la impresión de que alguien la atraía desde dentro. Al ver la desesperación de la mujer grité, supliqué a Jesús que la ayudase a no caer y salvarse. Pero Él no hacía nada y la mujer se adentraba cada vez más en el abismo. Comencé a llorar y seguía suplicando a Jesús que me dijo: ―Acércate al agujero y cógele la mano‖. Cogí la mano de la mujer y ella emergió de nuevo, mientras Jesús decía: ―¿Ves ahora lo que puede hacer la oración?‖. Cuando volví a abrir los ojos di gracias a Dios por esta experiencia, porque me ha hecho comprender que la oración verdaderamente puede salvar‖...
¿SON MUCHOS LOS QUE SE CONDENAN? Muchos son los que se condenan. Así lo hizo ver también Nuestro Señor cuando dijo a los discípulos: "Muchos son los llamados y pocos los escogidos". El confesor de la Beata Ana María Taigí tenía un día una discusión con otra persona sobre el pequeño número de los escogidos, o sea, de los que se salvan; sostenía que la mayoría de los hombres se perdían. Su contrincante defendía lo contrario... La Santa, en ese momento, tuvo una visión y en ella vio la suerte de las personas fallecidas durante aquel día; muy pocas, ni siquiera diez de ellas, habían subido al Cielo directamente; muchas se detuvieron en el Purgatorio y las otras cayeron en el Infierno en tan gran número, como los copos de nieve en pleno invierno... El P. Nieremberg habla de un obispo que, por especial permiso de Dios, recibió la visita de un infeliz, muerto impenitente hacía muy poco tiempo. Dirigióle la palabra al prelado preguntándole si aún había hombres sobre la tierra. Maravillado el obispo con semejante pregunta, el condenado prosiguió diciendo: - Desde que estoy en el Infierno, he visto caer allí tan extraordinario número de almas, que me parece no debe quedar ya nadie sobre la tierra. Estas palabras traen a nuestra mente aquellas otras de Jesús en el Evangelio: "Entrad por la puerta estrecha, porque ancho y espacioso es el camino que conduce a la perdición, y muchos son los que marchan por él. ¡Cuán angosto es el camino y estrecha la puerta que conduce a la salvación, y cuán pocos son los que pasan por ella!" (Mateo 7, 13-14). Ocurrió con el Beato Antonio Baldinucci, misionero jesuita. Predicando este Santo en Glunianello (Velletri- Roma) en primavera, bajo un corpulento álamo, dijo de pronto: -¿Queréis saber cómo caen las almas en el Infierno todos los días? ¡Como caen las hojas de este árbol! Y sin viento, sin que de los restantes álamos cayese ninguna, casi todas las hojas de aquel árbol se desprendieron, ante el espanto de la gente, seguido de su conversión... La Virgen dijo a Vassula (vidente ortodoxa que predica por la unión de católicos y ortodoxos):
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-¡Si supieras cuántas almas caen cada día en el Infierno! Su número es alarmante... Desde cardenales hasta niños... - Aquí la Virgen titubeó, cuenta Vassula- y yo sentí su pena al hablar de los jóvenes. Y es que no sólo se pueden condenar lo adultos sino también los pequeños con uso de razón. San Gregorio Magno, Papa, refiere que una niña de siete años cometió un pecado mortal, grave, y pocos meses después murió sin confesarse. Ya condenada, se apareció a su madre, y abrasada en vivísimo fuego, le dijo con grandes gemidos: -¡Ay madre mía! ¡Si supieras lo que padezco en el Infierno!...Estoy condenada por un pecado que cometí y que no confesé por vergüenza... Dios no mira la edad de la persona, sino sus actos, sus pensamientos. Esto de que una niña de siete años se condene nos puede parecer algo cruel por parte de Dios... pero no es así. Dios es Justo y esa niña que se condenó, en los pocos años que vivió tuvo oportunidades de sobra de salvarse. No vale decir aquí que a esa edad los niños apenas saben lo que hacen, porque hay niños precoces: Mozart con seis años compuso una partitura musical... Esta niña sería precoz... en el mal... y si se condenó es porque quiso, pero no echemos la culpa a Dios ni lo acusemos de injusto o cruel: Dios murió en la Cruz, tras horrorosos tormentos, para salvarnos a todos y alcanzarnos gracias de sobra para ello, pero si nosotros rechazamos esa gracia, es como si un niño se está ahogando en un lugar donde no podemos ir nadando pero sí puede llegar una cuerda con un salvavidas, y el niño, o la niña, en vez de coger el salvavidas amarrado a la cuerda y salvarse, arroja lejos de sí la cuerda y el salvavidas y se ahoga... ¿De quién es la culpa? ¿Nuestra? No, nosotros hemos hecho lo que hemos podido, ha sido el niño, o la niña, quien no ha querido salvarse. Lo mismo ocurre con Dios y las almas. Dios sufrió terriblemente en su Pasión para salvarnos, lo dio todo: hasta su última gota de sangre, más no podía darnos... sí, nos dio también a su Madre, como Madre nuestra: todo nos lo dio para nuestra salvación: el resto para alcanzar el Cielo hemos de ponerlo nosotros con nuestra obediencia a los Mandamientos divinos; y para que podamos cumplirlos, Dios nos deja los Sacramentos y la Oración. Si no acudimos a la Oración (con muchas promesas de salvación que tienen adjudicadas determinadas oraciones: Tres Avemarías diarias (que según promesa de la Virgen a Santa Matilde y a otros muchos Santos, se salva quien las rece todos los días); Primeros Viernes de mes (quien comulgue nueve primeros viernes de mes seguidos para agradar a Jesús y ganar la promesa, no se condena); rezo del Rosario, del Vía crucis, etc. etc. O sea, que tenemos múltiples medios de alcanzar la felicidad eterna y no ir al Infierno. Pero si ni aún eso queremos hacer... Dios no tiene la culpa. Jesús ha dicho en más de una ocasión que si hiciera falta bajar otra vez a la tierra y morir horrorosamente en la Cruz para salvar un alma, solamente un alma, Él estaría dispuesto a bajar y morir otra vez... No hace falta que venga otra vez a morir, porque su sacrificio fue único e infinito y tiene valor universal para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, pero queda constancia del gran amor de Dios a sus criaturas. Dios es bueno y justo, y da medios de sobra para que todos se salven: los que se condenan, aunque sean niños, es porque se lo han merecido y han rechazado a Dios. No obstante hay que decir que el triunfo será de Dios, y que si el Infierno está lleno, el Paraíso está, y estará, super super super llenísimo, pues Dios le ganará al diablo por infinitos bienaventurados. ¿Cómo? Pues, habiendo en el futuro una era de bondad y bienaventuranza como nunca ha habido en la Tierra, o incluso, con bienaventurados, procedentes de la Tierra, en otros planetas del Universo… Sea como sea, serán incontablemente más los salvados que los condenados, aunque estos últimos sean muchos, y que, repito, quien se condena es porque quiere.
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¿ES DIOS MALO? La condenación eterna de los réprobos sufriendo horriblemente puede parecernos crueldad de Dios, pues si Él sabe quiénes se van a condenar, ¿por qué los crea?...¿No sería mejor para ellos, los que se van a condenar, no nacer?... ¿Por qué Dios lo permite?...Estas preguntas podrían llevarnos a dudar de la bondad de Dios, pero, como hemos comentado en el capítulo anterior, tenemos hechos indudables de la bondad y el amor del Creador por sus hijos cuando Él mismo muere por nosotros en la cruz entre horribles tormentos y bestiales torturas, estando incluso dispuesto a bajar otra vez y morir de nuevo, si hiciera falta, como ha revelado a varios Santos, con tal de salvar una sola alma que lo necesitara. Un Dios que muere en la cruz por sus hijos, no los va a odiar ni querer mal; mucho más cuando Dios sufre al ver a sus hijos que se condenan, Dios y la Virgen: precisamente ése es uno de los "goces" del diablo: hacer sufrir a Dios por la pérdida de los que se condenan. La prueba excelsa del Calvario, el sacrificio total de Jesús en la Cruz, nos demuestra su gran amor. Todo nos habla del amor del Altísimo por nosotros: el sol, el mar, las flores, la misma vida de la que gozamos, etc. etc. No podemos dudar jamás de la bondad de Dios, aunque no sabemos por qué crea a quien sabe que se va a condenar. De todas maneras, como ya hemos dicho anteriormente, y seguiremos diciendo, ya que es verdad, quien se condena es porque quiere, porque medios de salvación tiene de sobra: sacramentos, devoción a la Virgen, Primeros Viernes, rezo de las Tres Avemarías diarias para obtener de María su promesa de salvación eterna; Rosario, también con promesa de salvación a quien lo rece, etc. devociones todas encaminadas a darnos la gracia y fuerza suficiente para cumplir con los Mandamientos hasta el final y salvar nuestras almas. Pero si rechazamos estos medios sencillos de salvarnos la culpa de nuestra condenación no es de Dios, repetimos, sino nuestra. Meditaba un día un alma santa sobre el Infierno, considerando la eternidad de las penas, aquel terrible "jamás", y aquel espantoso " siempre"; porque no podía comprender cómo podía conciliarse esta severidad sin medida con la bondad y demás perfecciones divinas. - Señor – decía - me someto a tus juicios, pero, ¿no llevas demasiado lejos el rigor de tu justicia? -¿Comprendes tú – le fue respondido- lo que es el pecado? Pecar es lo mismo que decir a Dios "no quiero servirte, para nada tengo en cuenta tu Ley y me burlo de tus amenazas "... - Ya veo, Señor, que el pecado es un ultraje a tu divina majestad. - Pues mide, si puedes, la magnitud de este ultraje. - Señor, este ultraje es infinito, porque va derecho a tu majestad, que es infinita. -¿No merece, pues, que sea castigado con una pena infinita? Pero como quiera que este castigo no puede ser infinito respecto a la intensidad, requiérese que sea infinito a lo menos por su duración, de aquí que la misma justicia divina sea la que requiere la eternidad de la pena, lo que exige ese terrible "jamás", ese aterrador " siempre". Los mismos condenados se ven a su pesar obligados a rendir homenaje a esta Justicia, y a exclamar en medio de los tormentos: - Eres justo, Señor, y rectos tus juicios. Por otra parte, la pena del Infierno debe ser necesariamente eterna; porque el sólo condenado tiene que pagar por su culpa. En esta vida puede satisfacer el pecador penitente, en cuanto le son aplicados los méritos de Jesucristo; pero de estos méritos están excluidos los condenados, por no alcanzarles la redención en el Infierno. Además, el condenado, aunque Dios quisiese perdonarlo, no quiere el perdón, porque su voluntad se obstina y confirma en el odio contra Dios; y también, como dice San Jerónimo: "Los réprobos tienen un insaciable deseo de pecar, no cesan jamás de desear el pecado.
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Dios, Bondad infinita, no ha creado al hombre para el Infierno, y por eso no se complace con su condenación, al contrario, Dios quiere que todos los hombres se salven, para eso murió Él mismo en una cruz, como en cierta ocasión dijo Jesús a un Santo: "Yo no he estado colgado de la cruz tres horas para que la gente se condene"... Pero la Justicia divina, debiendo ser satisfecha, debe castigar con penas eternas un mal infinito como es el pecado; y es infinito por cuanto es ofensa a un Dios infinito; siendo el pecado, sobre todo para los cristianos, como una renovación de los tormentos y Crucifixión del Hombre-Dios. A pesar de todo alguno puede seguir preguntando: ¿por qué Dios permite eso? ¿No sería mejor para el que se va a condenar no haber nacido? Así no entraría en el Paraíso, pero tampoco iría al Infierno a sufrir durante toda la eternidad... ¿Es que Dios es cruel, es malo, al permitir que nazcan los que Él sabe que se van a condenar? No, Dios no es malo, repetimos, Dios es justo. . Dios da a todos los humanos gracias de sobra para salvarse, si no se salvan es porque no quieren. El que Dios permita que nazcan y vivan quiénes Él sabe que se van a condenar, no lo sabemos, ni Dios lo ha revelado, pero sí sabemos lo siguiente: l) Quien se condena es porque quiere: Dios le da gracias de sobra para salvarse. 2) Si hiciera falta que Jesús bajara otra vez a la tierra para salvar a una sola alma, Él estaría dispuesto a hacerlo. No hace falta que venga otra vez porque su Sacrificio fue infinito, eterno y universal, pero consta el gran amor de Dios por nosotros. Nadie sabe por qué Dios permite que nazca quien Él, en su infinita Sabiduría, sabe que se va a condenar, pero sí sabemos que Dios es justo, y Dios es Amor, y aunque la Justicia de Dios es inflexible, gana su gran Misericordia, y si a pesar de ello siguen naciendo personas que se van a condenar... no sabemos por qué, pero jamás podemos dudar de la Bondad de Dios, de su Misericordia: su Sacrificio en la Cruz lo pone fuera de toda duda, a Jesús y al Padre y al Espíritu Santo, pues las tres Personas de la Santísima Trinidad intervinieron, llevados de su gran amor a los hombres, en la Redención: el Padre no dudó en enviar a su Hijo a morir en la Cruz por nosotros, para abrirnos las puertas del Paraíso cerradas por los pecados de nuestros primeros padres. Los conceptos de Dios son distintos a los del hombre, pero son siempre justos. Esto que ahora mismo no comprendemos lo veremos claro cuando muramos, en la otra vida, y entonces brillará con nitidez para nosotros la Justicia de Dios, y también, sobrepasándola en mucho, su Amor, su Gran Misericordia para con nosotros, incluso para con los condenados, a pesar de sus grandes sufrimientos y tribulaciones. Dios hizo ver a Santa Brígida una escena en la que, hablando Jesucristo con Lucifer, le preguntó: -¿Por qué no pides misericordia? - Preferiría - contestó Satanás - padecer más aún de lo que padezco antes que implorar tu perdón: jamás doblaré la rodilla delante de Ti... Esto demuestra clarísimamente que la obstinación irreductible, que afecta a los moradores del Infierno, es causa principalísima de la eternidad de sus penas. - Señor-habla Vassula a Jesús-tengo lástima de las almas que van al Infierno. Después de todo, ellas eran como nosotros en la tierra. Si hubiera un modo de sacarlas del Infierno y de cambiarlas... - Yo les había dado la libertad de escoger entre el bien y el mal, pero ellas han preferido el mal, a pesar de mis súplicas y mis llamadas de Amor. - Pero, Señor, ¿por qué no podrían tener todavía una oportunidad? - Hija mía ¿no comprendes que ellas me rechazan del todo?. Yo las he amado hasta el final. Llevadas por Satán, ellas han preferido seguirlo. Aún después de su muerte Yo me he manifestado a ellas, y sin embargo ellas han seguido voluntariamente a Satanás sin la menor vacilación. Es enteramente su opción. Ellas han escogido el Infierno para siempre. Yo os considero a todos como mis hijitos, que apenas saben caminar. Yo os ofreceré mis dos manos y vosotros pondréis vuestras manecitas en las mías, muy juntos, vosotros y Yo,
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daremos los primeros pasos hacia adelante. Apegáos a Mí, Yo os socorreré en estos tiempos en que muchos caen en la confusión, sin distinguir su mano izquierda de su derecha. Hoy más que nunca el maligno y los diablos rondan en cada rincón de esta tierra tratando de engañaros a todos, armando trampas para haceros caer, por ésto os pido que oréis sin descanso. No permitáis a mi adversario que os encuentre dormidos. Que vuestras oraciones sean vuestra armadura que os proteja de todo el mal que ronda alrededor de vosotros, desarmad al demonio con el Amor, que el amor sea vuestra arma, que la paz esté inscrita en vuestra frente a fin de que todos puedan verla".
EL TEMOR SALVA Muchos no quieren que se hable del Infierno, cuando éste, desgraciadamente para los pecadores que mueren sin arrepentirse, en pecado mortal, es una realidad. Jesús habló muchas veces en sus predicaciones de él, precisamente para que lo evitemos: "Si tu mano te es ocasión de escándalo, córtala: más te vale entrar manco en la vida que tener dos manos e ir a la gehenna, AL FUEGO INEXTINGUIBLE. DONDE EL GUSANO NO MUERE Y EL FUEGO NO SE EXTINGUE" (Marcos 9, 43-44). "Jesús condenará al fuego del Infierno a los hipócritas, a los que se apartan voluntariamente del camino de Dios y sus Mandamientos: ¡Serpientes, raza de víboras, ¿cómo será posible que evitéis el ser condenados al FUEGO DEL INFIERNO?" (Mateo 23, 33). Así como avisamos a alguien del peligro que corre para que no caiga en él, así debemos hablar también del Infierno para que se tenga en cuenta y que no incurran en la desgracia eterna. Hacen mal quienes por un necio temor de asustar a la gente ocultan o minimizan el hecho real de la existencia del Infierno para quienes mueren en pecado mortal, cuando Jesús, Dios hecho Hombre, avisa de su existencia hasta quince veces en el Evangelio; también la Virgen habla del Infierno, incluso en Fátima les hizo ver a tres pastorcillos (Jacinta y Francisco ya Beatos) el Infierno, aquel antro de condenación eterna con todo su horror, o casi todo, pues si hubieran visto los niños la realidad del Infierno tal como es en realidad, hubieran muerto de la impresión, pero fue suficiente lo que vieron... para llevarlos a la santidad. San Juan Crisóstomo decía: -¡Oh hombre, baja al Infierno en vida si no quieres ir a él después de la muerte, puesto que entonces no podrás ya salir de él. O piensas ahora, en esta vida actual, en la realidad del Infierno, y con ese temor, con ese "susto" cumples los Mandamientos y te libras de ir a él, o no crees en la existencia del Infierno, pecas y al final te condenas en él para toda la eternidad entre sufrimientos eternos de fuego, dolor y desesperación para siempre, siempre, siempre. Sor Josefa Menéndez, vidente, dijo el 22 de Marzo de 1923: "He visto caer algunas almas. Entre ellas una niña de 15 años que maldecía a sus padres por no haberle enseñado el temor de Dios y que hay Infierno. Decía que su vida, aunque corta, había estado llena de pecados, porque vivía dándose todas las satisfacciones que su cuerpo y sus pasiones le pedían. Y se acusaba sobre todo de haber leído malos libros"... Hoy podríamos añadir: vídeos, películas, espectáculos, Internet mal usado, etc. etc. San Dositeo, que vivió en el siglo VI, fue llevado como paje a la Corte de Constantinopla, siguiendo una vida enteramente mundana y con una completa ignorancia de las verdades de la fe. Oyendo hablar mucho de Jerusalén, resolvió visitarla. Allí es donde lo esperaba la misericordia de Dios, valiéndose para hacerlo cambiar de vida de un cuadro colocado en una iglesia, que representaba el Infierno. Veíanse pintados en él con actos y rostros de desesperación, a una porción de condenados, sumergidos en un mar de llamas, rodeados de
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horribles monstruos que tenían en la mano instrumentos con los que sin cesar los atormentaban, burlándose de sus lamentos... Sorprendido ante aquella escena, Dositeo preguntó a un desconocido que allí se hallaba qué representaba aquella pintura. - Esto es el Infierno- le respondió- y representa los tormentos de los condenados. -¿Cuánto tiempo duran esos tormentos? ¿Por qué se condenan? ¿No podré yo caer también en ese mar de fuego? ¿Qué es lo que me conviene hacer para evitarlo?... Tales fueron las preguntas que hizo Dositeo a la persona que lo instruía. De las respuestas que obtuvo, impresionado, tomó la decisión de abandonar la Corte y el mundo, y se retiró a vivir en la soledad, vistiendo un hábito religioso en un monasterio, donde merced al pensamiento del Infierno, que constantemente tenía presente, y a la sabia dirección del abad, hizo Dositeo rápidos progresos en el camino del Señor. El que piensa en el Infierno no caerá en él, porque en el momento de la tentación este pensamiento lo mantendrá firme en la observación de la divina Ley. San Martiniano llevaba ya veinticinco años en el desierto, cuando permitió el Señor que su fidelidad fuese sometida a una dura prueba. Una desventurada joven, llamada Zoe, vino para instigarlo al pecado. Se presentó vestida de pordiosero, y con pretexto de un fuerte aguacero que caía, entró en la celda de Martiniano pidiéndole albergue. El santo anacoreta, en vista de la inclemencia del tiempo, dio entrada a aquella extranjera, avivó el fuego y la invitó a que secara su ropa. Pero una vez dentro, aquella malvada arrojó el disfraz en que iba envuelta y apareció a los ojos de Martiniano en un traje como pudiera soñar la misma seducción. El siervo de Dios, a la vista del peligro, se acordó del Infierno, y acercándose al fuego, se quitó la sandalia y metió dentro un pie. Un acerbísimo dolor le hizo exhalar un grito de angustia; pero con el corazón sereno, dijo a su alma: -¡Ay alma mía! Si tú no puedes soportar un fuego tan débil, ¿cómo podrás sufrir el fuego del Infierno? La tentación fue vencida, y la misma Zoe se convirtió: tan saludable es pensar en el Infierno. Otro solitario, asaltado de violentas tentaciones, por miedo de ser vencido, encendió una lámpara, y para mentalizarse mejor en el pensamiento del Infierno, puso un dedo sobre la llama y lo quemó con indecible serenidad, diciendo al mismo tiempo: - Ya que tú quieres pecar y merecer el Infierno, que será el castigo de tu pecado, prueba antes a ver si tienes fuerza para aguantar el fuego eterno... Se cuenta de San Felipe Neri que un día recibió la visita de un pecador que, animado de un odio profundo contra el Santo, le dirigió los mayores insultos y lo colmó de improperios, siendo tanta la cólera que tenía que no escuchaba razonamiento alguno. Entonces el Santo le mostró el lugar donde se encendía el fuego, y le dijo: - Mira la chimenea. El pecador miró, pero en vez de chimenea vio un abismo de fuego, en cuyo fondo reconoció el lugar que le estaba destinado... Lleno de terror, aquel furioso se calmó de repente, conoció el triste estado de su alma y cambió de vida. En 1815 murió en el Colegio de Saint Acheul, cerca de Amiens, (Francia), el joven Luis Francisco Bouvais. No tenía más que catorce años, pero estaba ya maduro para el Cielo, tanta era su inocencia y su virtud, siendo ésta tan sólida, porque nunca apartaba de su memoria la idea del Infierno. Un día, siendo aún muy niño, estaba calentándose con su madre junto al fuego. -Mamá- le preguntó- ¿será tan caliente como éste el fuego del Infierno? -¡Oh, hijo mío! El fuego del Infierno no puede compararse con éste, es mucho más violento.
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-¿Y si yo cayese en él?- dijo el niño, temblando de miedo. - El Infierno- replicó su madre- no está hecho más que para los pecadores, si huyes del pecado, no tienes que temerlo. Estas palabras se grabaron en el corazón de Luis Francisco, y fueron el principio de una santa vida y del horror que siempre profesó al pecado. En 1540, el Beato Pedro Fabro, uno de los primeros compañeros de San Ignacio de Loyola, yendo de Parma a Roma, en el camino que hay de Florencia a Sena le sorprendió la noche en medio de un país infestado de ladrones y bandidos. Recurrió, como era su costumbre, a su ángel custodio, y al punto vio una luz y se decidió a pedir hospitalidad. Era en el mes de Octubre, y el tiempo frío y lluvioso. Las gentes que habitaban la casa, viendo que el viajero era un sacerdote, lo acogieron con respeto y veneración, ofreciéndole viandas e invitándolo a acercarse al fuego para que se secaran sus vestidos. Mientras se calentaba y conversaba con los dueños de cosas de Dios, se oyeron fuertes golpes en la puerta, y rumor de muchos pasos precipitados, y luego un grupo de gente armada invadió la casa. Era una cuadrilla de bandidos, que con voces imperiosas exigieron todas las provisiones que había en la casa; cuando las tuvieron, empezaron a comer y beber, cantando y hablando de la manera más soez y grosera. El P. Fabro no se había movido ni alterado en nada, permaneciendo sentado tranquilamente, con los ojos fijos en el fuego de la chimenea. El que hacía cabeza de la cuadrilla le preguntó si quería sentarse con ellos a la mesa; pero el Santo no respondió. -¿No respondéis?- dijo el bandido- ¿Es que sois mudo o sordo? -No- respondió el sacerdote- es que un pensamiento me preocupa. -¿Cuál es ese pensamiento?. Queremos saberlo. -Pienso- dijo el Santo con tono reposado y grave, que es bien digna de compasión la alegría del pecador, este fuego me recuerda el del Infierno, del que no podremos huir si no nos cuidamos de volver inmediatamente a Dios. Estas palabras fueron pronunciadas con tanto fuego y unción, y produjeron tal efecto en los bandidos, que enmudecieron. El P. Fabro aprovechó aquel silencio para hablarles del peligro en que estaban de caer en manos de la Justicia humana, y mucho más en las de la Justicia divina; después les habló de la alegría que lleva consigo la conciencia pura, y de la misericordia de Dios, expresándolo todo con palabras tan conmovedoras, que les hizo prorrumpir en lágrimas y pedirle perdón de sus pecados, disponiéndolos tan bien que a todos los confesó en aquella misma noche. El pensamiento del Infierno sirve grandemente para dar valor y fortificar el ánimo de los espíritus más débiles. Dos mujeres cristianas, Domnina y Teodila, fueron conducidas ante el prefecto Lisias, que las intimó para que renegasen de la fe cristiana y abrazasen el culto de los dioses. Las jóvenes rehusaron animosamente, mandando entonces el prefecto encender un brasero delante de los ídolos. -Escoged- les dijo- o quemáis incienso sobre el altar de nuestros dioses, o seréis quemadas en ese fuego. Las dos mártires respondieron sin titubear un momento: - Nosotras no tememos ese fuego, que dentro de muy poco estará apagado; tememos, sí, el fuego del Infierno, que no se extingue nunca. Para no caer en él, detestamos vuestros ídolos y adoramos a Jesucristo. Ambas sufrieron el martirio el año 285. Cesáreo cuenta, que habiendo muerto un hombre de muy pésima vida, por el que se hicieron muchas oraciones y sufragios antes de procederse a su entierro, volvió de pronto a la vida, levantándose lleno de fuerza y vigor, pero con el espanto reflejado en su cara. Preguntáronle lo que le había sucedido, y respondió:
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- Dios se ha dignado concederme una gracia singularísima: me ha hecho ver el Infierno, inmenso océano de fuego, en el que debía ser sepultado por mis pecados; pero me ha concedido una tregua para que los descuente con penitencias. Desde aquella hora, aquel pecador cambióse completamente en austero penitente; no pensaba más que en expiar sus culpas con ayunos, lágrimas y oraciones: marchaba con los pies desnudos sobre espinas y abrojos; no comía más que pan y agua, y distribuía a los pobres lo que ganaba con su trabajo. Cuando alguno le aconsejaba que moderase algún tanto su austeridad, respondía: - He visto el Infierno, y nada es bastante para evitarlo. ¡Ah, el Infierno! Si todos los árboles de todos los bosques del mundo se cortasen y se formase con ellos una inmensa hoguera, preferiría mejor permanecer en aquellas llamas hasta el fin del mundo, que soportar por una hora tan sólo el fuego del Infierno... El Venerable Beda habla de un rico habitante en Northumberland, que cambió completamente de vida a vista del Infierno. Llamábase Tritelmo, y llevaba una vida de crápula y de pecado. Dios, por un rasgo de misericordia, le mandó una visión en la que le hizo ver los tormentos que eternamente padecen los condenados en el Infierno. Vuelto en sí Tritelmo, hizo una confesión de todos sus pecados, distribuyó a los pobres sus bienes, y, retirándose a un claustro, se abandonó sin medida a toda clase de austeridades y penitencias. En el invierno permanecía largo tiempo en el agua helada, y en el verano soportaba el calor y la fatiga; practicaba ayunos rigurosos, y continuó con el mismo género de vida hasta su muerte, que tuvo lugar a edad muy avanzada. Cuando alguien le decía que moderase algún tanto sus penitencias, contestaba: - Si hubieseis visto, como yo, el Infierno y sus penas, hablaríais de muy distinta manera. - Pero, ¿cómo podéis resistir tanto rigor? - Pues aún creo que no hago nada, considerando los tormentos del Infierno que he merecido por mis pecados. Monseñor Segur cuenta un hecho muy curioso acaecido en la Escuela Militar de Saint- Cyr en el último año de la restauración francesa. El capellán de la Escuela, M. Rigolot, dirigía un retiro espiritual de los alumnos, que a este fin se reunían todas las noches en la capilla antes de dirigirse a los dormitorios. Una de aquellas noches en que el capellán les había hablado sobre el dogma del Infierno, acabado el ejercicio, cuando el capellán se dirigía a su cuarto para descansar con una bujía encendida en la mano, en el mismo momento de abrir la puerta oyó que le llamaban y que alguien le seguía. Era un antiguo capitán, con su gran bigote gris y de aspecto brusco. - Perdonadme, señor capellán- le dijo en tono burlón- acaba usted de predicarnos sobre el Infierno un magnífico discurso; pero le ha faltado decirnos si allí seremos asados en parrilla, al horno o mechados, ¿puede usted decírmelo?. El capellán, conociendo con quién se las había, lo miró fijamente, y aplicándole la bujía a las narices, le respondió tranquilamente: - Vedlo por vos mismo, señor capitán – Y cerró al mismo tiempo la puerta por no poder contener la risa al ver la asustada figura del capitán, y temiendo su cólera. No volvió a acordarse más de este incidente; pero desde aquel día el capitán esquivaba, cuando podía, encontrarse con el capellán. Sobrevino el mes de Julio y con él la Revolución, que suprimió las capellanías militares, siendo colocado M. Rigolot en otro punto. Habían pasado cerca de veinte años, y el ya anciano sacerdote se hallaba un día en un gran corro de amigos, cuando vio venir hacia él un viejo con grandes bigotes blancos, que le saludó preguntándole si era M. Rigolot, capellán que había sido de la Escuela Militar de Saint-Cyr. Respondióle que sí, y entonces el militar dijo: -¡Oh, señor capellán! Permitid que estreche vuestra mano con profunda gratitud, ¡ella es la que me ha salvado!
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- ¿Yo? ¿Cómo? - Qué, ¿no os acordáis? ¿No os acordáis de una noche en que un capitán profesor de la Escuela, y a propósito de un sermón sobre el Infierno, os hizo una pregunta burlona, y usted, poniéndole la luz en las narices, le contestó: "usted lo verá, capitán?". Aquel capitán soy yo: sepa usted que desde aquel momento no se borraron sus palabras de mi memoria; así como tampoco la idea de que iba a precipitarme en el Infierno. Luché conmigo mismo diez años, pero por último me confesé, y ahora soy cristiano; pero cristiano a lo militar, es decir, de verdad. A aquella escena, pues, debo mi felicidad, y me alegro poder mostraros mi gratitud delante de tanta gente. El P. Bussy, de la Compañía de Jesús, comenzó a principios del siglo XIX una Misión muy importante en una ciudad del Sur, Misión que conmovió a todo el pueblo. Era en mitad del invierno, en los días próximos de Navidad, y hacía, por tanto, un frío intenso. En el cuarto donde el Padre jesuita residía había una estufa, en la que ardía un buen fuego. Un día se le presentó un joven que le había sido recomendado por sus desórdenes y por la impiedad de que hacía gala. El Padre conoció desde luego que ningún partido podía sacar de él; pero, sin embargo, lo recibió jovialmente, y le dijo: - Venid aquí, querido amigo; no temáis, yo no confieso a las personas contra su voluntad: así, sentaos aquí, y hablaremos un rato mientras nos damos un calentón al fuego, pero, antes de sentaros hacedme el favor de traer dos o tres leños para avivar un poco la estufa. Maravillado el joven, y no poco, de aquella confianza, hizo, no obstante, lo que se le pedía. -Ahora- añadió el sacerdote- echadlos en el fuego, allí bien dentro, en el fondo. Cuando el joven hacía pasar los leños por la puertecilla de la estufa, el P. Bussy, cogiéndole el brazo con fuerza, se lo mantuvo dentro del fuego. El joven dio un salto hacia atrás, diciendo: -¿Pero es que os habéis vuelto loco? ¿No veis que me quemáis? ¿Qué queréis hacer conmigo? -¿Qué es lo que os pasa, mi amigo?- le respondió el P. Bussy muy tranquilamenteEs preciso que os vayáis acostumbrando: en el Infierno, adonde iréis si continuáis como hasta aquí, no solamente os quemaréis la punta de los dedos, como en esta estufa, sino el cuerpo entero; y eso que este fuego es pintado en comparación al del Infierno. Así, pues, valor, mi querido amigo: es bueno acostumbrarse a todo. Y diciendo ésto trataba de cogerle otra vez el brazo; pero el joven se resistía, como es fácil suponer. -¡Pobre joven!- le dijo entonces el sacerdote cambiando de tono- Reflexionad un poco: ¿no es mucho mejor soportar una pequeña molestia ahora, que no arrojarse para siempre en el Infierno? Ahora, el sacrificio que la bondad de Dios exige de vos para evitaros el terrible suplicio eterno, ¿no es, en realidad, una cosa bien ligera y sencilla? El joven libertino se quedó pensativo, dudó, pero no tardó en caer a los pies del misionero, que le ayudó a dejar el peso de sus pecados y a marchar por el buen camino. Un padre de familia que se había creado una cuantiosa fortuna por medio de la usura y de las injusticias, cayó gravemente enfermo. Sabía que la gangrena había empezado a apoderarse de su cuerpo; pero no podía resolverse a restituir lo robado, única manera de que se le perdonaran sus pecados de robo. - Si yo restituyo- se decía- ¿qué será de mis hijos? Su confesor, hombre de mucho ingenio, para salvar a este desgraciado se valió de una estratagema: le dijo un día que si quería curarse le indicaría un remedio infalible y muy sencillo; pero extremadamente caro. - Aunque me cueste mil, dos mil monedas, ¿qué importa?- respondió vivamente el anciano- ¿Y en qué consiste ese remedio?
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-Consiste- le contestó el confesor- en fundir y hacer caer sobre la gangrena un poco de grasa de una persona viva; no hace falta mucho; si encontramos alguno que por diez mil monedas se deje quemar una mano por espacio de un cuarto de hora, solamente, no necesitamos más. -¡Ay de mí!- respondió el enfermo suspirando- ¡Temo no encontrar ninguno que se preste! - Hay un medio- dijo el confesor- Llamad a vuestro hijo mayor; os quiere mucho y será vuestro heredero; llamadlo, y decidle: " Mi querido hijo, tú puedes salvar a tu padre y salvarle la vida; para que ésto suceda, consiente en quemarte una mano por un cuarto de hora". Si rechaza, proponédselo al segundo de vuestros hijos, prometiéndole instituirle único heredero, y si tampoco acepta, al menor, que sin duda alguna aceptará. La proposición fue hecha a los tres hermanos sucesivamente; pero uno después de otro rehusaron horrorizados. Díjoles entonces el padre: -¡Cómo! ¿A vosotros os falta el valor para salvarme la vida sufriendo un momento de dolor, y yo por dejaros en la opulencia iré a sufrir eternamente en el Infierno? No, no soy tan loco. Y en aquel momento dispuso la restitución de lo que debía y de lo mal adquirido, sin preocuparse del porvenir de sus hijos. Y tenía razón, como también la tenían sus hijos; que dejarse quemar una mano, aunque sea para salvar la vida a su padre, es un sacrificio que supera las fuerzas humanas. Santa Teresa de Jesús había visto el puesto que le estaba reservado en el Infierno si no se enmendaba de cierto defecto que tenía, y este pensamiento le daba valor para soportar las más duras pruebas. He aquí cómo habló la misma Santa en el capítulo XXXII de su Vida: "Estando en oración me encontré de repente, sin saber cómo, sumergida en cuerpo y alma en el Infierno. Conocí que Dios quería darme a conocer el lugar que yo hubiera ocupado si no hubiera cambiado de género de vida. No existen palabras para que pueda darse una ligerísima idea de aquellos tormentos, tales que no es posible comprenderlos. Sentía en mi alma un fuego que me devoraba, y mi cuerpo, al mismo tiempo, era presa de intolerables dolores. En el curso de mi vida había padecido dolorosas enfermedades; pero todas ellas no eran nada en comparación de los dolores que yo sufría en aquel momento, los que se me aumentaban con la pena de pensar que los había de sufrir por una eternidad sin alivio alguno. Pero la tortura del cuerpo, con ser tan atroz, no era casi nada en comparación de la agonía del alma. Al mismo tiempo que me sentía quemar o lacerar poco a poco, experimentaba todas las angustias de la muerte y todos los horrores de la desesperación. No hay un rayo de esperanza o de consuelo en aquel terrible lugar; respírase un aire tan pestilencial que está uno constantemente ahogándose, nada de luz, todo tinieblas, la más lóbrega oscuridad, y a pesar de eso ¡oh misterio! aún se distingue lo que hay para la vista de más asqueroso y repugnante. En suma, todo lo que yo misma he dicho sobre las penas del Infierno, y todo lo que respecto a ellas he leído; no es nada, absolutamente nada, enfrente de la realidad; entre aquellas penas y las de la tierra, hay la misma diferencia que entre una persona viva y una muerta. Su imagen. ¡Ah! por ardiente que sea el fuego que puede verse en este mundo, no es más que como pintado en comparación con el que arde en el Infierno. - Dos años hace que tuve aquella visión- añade la Santa- y aún no estoy tranquila; de manera, que cuando describo estas líneas se me hiela la sangre de espanto; pero en medio de las pruebas y dolores traigo a la memoria aquella visión, y ella me da fuerzas para vencerlos". La maravillosa conversión de una protestante obstinada, de la que mucho se habló en América, fue debida al pensamiento del Infierno. Esta señora, mujer del general Rosenkranz, el general más instruido del Ejército del Norte en la Guerra de Secesión de
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1860, se convirtió al catolicismo del modo que diremos, según el relato hecho por Mr. Fitzpatrick, obispo de Boston, en el Colegio de San Miguel en Bruselas, en Noviembre de 1862. El general Rosenkranz, aunque protestante, había tenido la suerte de oír una sencilla exposición de la religión católica, y ésto le bastó a él, hombre recto y generoso, para descubrir la verdad y abrazar el Catolicismo. Desde aquel momento, lleno de fe y de fervor como estaba, no sólo procuraba ser un buen cristiano, sino trataba de convertir a los protestantes con quienes hablaba, y no pasó mucho tiempo sin que ganara para la verdadera Iglesia hasta unos veinte oficiales: escribió, además, un libro destinado a propagar la Religión en el Ejército. Se comprende que no dejaría de leerlo también su esposa, envuelta como estaba en el error; pero tuvo la pena de ver estériles los esfuerzos de su celo. En este tiempo permitió Dios que la generala cayese con una grave enfermedad, que la llevó en pocos días a las puertas de la muerte; el general, después de haber usado todos los medios que su imaginación le sugirió, así como su fe y su caridad, recurrió al último extremo: llamó a cuatro irlandeses que tenía a su servicio, y, con los ojos llenos de lágrimas, les dijo: - Hijos míos, sabéis que mi mujer es protestante y no quiere en modo alguno oír hablar de la religión católica; está para morir en su obstinación; y va a precipitarse para siempre en el Infierno. Yo me estremezco al pensar en tal desgracia, por lo que es preciso impedirla a toda costa: pidamos, pues, a la Santísima Virgen, y hagamos violencia a su misericordioso corazón. Dicho ésto sacó de un bolsillo el rosario, y, arrodillándose, se puso a rezar. Los cuatro criados hicieron lo mismo, y continuaron su plegaria por espacio de una hora. Terminada, se acercó el general al lecho de la enferma y la encontró en una especie de letargo, fuera de sí y sin conocimiento. Poco después fijó la vista en su marido, y le dijo con voz clara: - Llama a un sacerdote católico. Creyó el general que deliraba, tan repentina le parecía la mudanza, y se hizo repetir la petición: - Un sacerdote católico- dijo con insistencia- un sacerdote católico, no tardéis. -¡Si hace poco no querías ni aún que se hablase de ellos! -¡Ah esposo mío, soy otra: Dios me ha hecho ver el Infierno y el lugar que me tenía destinado en el fuego eterno si no me hago católica! La enferma tuvo la dicha de ingresar en la Iglesia Católica y de recobrar la salud, viviendo después muy fervorosamente. Éste fue el relato del venerable obispo de Boston, cuyo suceso oyó de labios del mismo general Rosenkranz. "Ninguno de los que tienen ante sus ojos el Infierno caerá en él; y por el contrario, ninguno de los que lo desprecian escapará de él " (San Juan Crisóstomo). No hay piedad más cruel que hacer más probable, haciéndolo menos terrible, el Infierno, que es una desgracia, que, sobre ser horrorosa, es eterna. Vista la realidad del Infierno, el peligro que tenemos de caer en él, vemos, constatamos, la locura actual que azota a la Iglesia de no querer hablar del Infierno a los fieles, de silenciarlo, de acallarlo, de considerarlo tema "tabú"... Todo ésto es una añagaza del diablo, quien quiere que al ignorarse el gran peligro del Infierno, las gentes vayan a él. Hoy día se considera atrasado, anticuado, fanático, desfasado, anormal, descentrado, a quien se pone a hablar del Infierno, y entonces se intenta acallarlo, desprestigiarlo, silenciarlo de mil maneras, incluso recurriendo a la insidia, a la calumnia, etc.. ¿Por qué? Porque el diablo que los impulsa les hace que persigan a quien quiere, siguiendo el Dogma Católico, evitar que las gentes se condenen, que las gentes no se achicharren en un mar de sufrimientos, fuego, y desesperación eterna para siempre, siempre, siempre.
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De este "silencio" sobre el Infierno se sigue que las gentes cada vez se apartan más de Dios, y se condenan... Las costumbres se relajan, se corrompen, se enfangan, se envician, pues el freno saludable que es el reconocimiento de un futuro tan horroroso, para el que vive en pecado, como es el Infierno, lo desconocen, porque malos sacerdotes, malos obispos, malos teólogos, no les han hablado del Infierno: realidad palpable, dogmática, para el que muere en pecado mortal, sin confesarse, sin arrepentirse. ¿Qué hacemos con los peligros de la droga, del tráfico, del exceso de alcohol?...Que se pregonan a los cuatro vientos para que las gentes no caigan en el infierno de la droga, en el infierno del alcoholismo, mueran o queden paralíticos por accidentes de tráfico. Y no importa asustar a las gentes con la existencia de los peligros reales de la droga, del exceso de alcohol y del tráfico, porque realmente son peligros que existen: están a la hora del día todos los que mueren por sobredosis de drogas, o quedan tarados para toda su vida, los muertos por cirrosis hepática, por exceso de alcohol, los muertos o paralíticos a causa de accidentes de tráfico. Y cuando estas campañas se han intensificado para hacer ver a la sociedad los peligros del alcohol (en exceso), de la droga, del tráfico, los resultados han sido positivos: han disminuido los accidentes de circulación, los consumidores de drogas, los excesos en el alcohol. Cuando llevados de un papanatismo necio no se han hecho campañas truculentas sobre los peligros de la droga, de la circulación, del alcohol, ¿qué ha pasado?...Que han vuelto a incrementarse los accidentes, los muertos, los drogodependientes, los alcohólicos... La Virgen en Fátima, en Medjugorje, etc. siempre ha hecho ver el Infierno a los niños videntes a los que se ha aparecido. Jesucristo, Dios hecho Hombre, habla muchas veces sobre la existencia del Infierno, sobre sus sufrimientos, sobre su eternidad. ¿Por qué? ¿Por qué "asustan" la Virgen y Jesús con la existencia y visión del Infierno?...Por la misma razón que una madre "asusta " a su hijo con el tráfico para que tenga cuidado al cruzar la calle, o lo asusta con las drogas para que no caiga en este vicio, o con los depravados sexuales, con las malas compañías, para evitar que lo puedan dañar, o incluso matarlo, como algunos psicópatas sexuales han hecho en la actualidad con inocentes víctimas. La finalidad de Dios y la Virgen al "asustarnos" con el Infierno es para que no vayamos a él. Si alguien protesta contra los que hablamos del Infierno en términos truculentos, pero reales, aunque nos quedaremos siempre cortos, porque el Infierno es más, mucho más, muchísimo más truculento, más horroroso, más horrible de lo que jamás se pueda decir de él, porque es algo tan repugnante, tan asqueroso, tan horroroso, que jamás podríamos hacer una descripción real de él tal como es. Los Santos que lo han visto, por permisión divina, han vuelto desfigurados, aterrorizados, y su sólo recuerdo hizo que avanzaran pronto en el camino de la perfección, como le ocurrió a Santa Teresa de Jesús, a la Beata Jacinta (la vidente de Fátima) etc. El temor del Infierno es un temor saludable: ¡bendito susto que nos conducirá al Cielo, que nos llevará a no ofender a Dios, que nos guiará al cumplimiento de los Mandamientos! .¡Y ay ante Dios del que no hable del Infierno por no "asustar" porque por su culpa (si es sacerdote, teólogo, obispo, catequista, profesor, padres, etc.) los que tiene a su cargo pueden condenarse, y de hecho, como la experiencia lo demuestra, se condenan!... "Es mejor que las gentes vayan a Dios por el amor, que no por el temor"... Dicen los que se niegan a hablar del Infierno y en cambio se centran más en la Misericordia de Dios, para conducir a las gentes al Cielo. Ciertamente el camino del amor, de la Misericordia de Dios es más perfecto que el del temor, pero el camino del amor a Dios, del cumplir los Mandamientos por amor a Dios, es un camino que no se adquiere en el primer momento. Cuando el alma va avanzando en la perfección va tornando, va cambiando, su temor a Dios por su amor a Él, pero este camino es largo, y sólo pocos lo consiguen, la inmensa mayoría no llega a este grado de perfección y, o cumplen los Mandamientos por temor de condenarse y se salvan, o no los cumplen, porque no tienen este temor saludable de la existencia del Infierno, y se condenan, porque
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no han llegado a amar a Dios hasta el punto de refrenar sus instintos para no ofender a Dios: que no se lo merece por ser tan bueno con nosotros, y haber muerto en la Cruz para salvarnos después de horrorosos sufrimientos ¿Qué significa todo ésto? Pues que por querer que un niño de pecho coma filetes conseguimos que no solamente no se alimente más, sino que el niño muera por inanición ya que no puede comer alimento tan sólido para él... O sea, que por querer que las gentes cumplan los Mandamientos exclusivamente por amor a Dios, no se les habla del Infierno, mutilando el mensaje de Cristo, y así las gentes, al no alcanzar la perfección que alcanzarían contando también en sus inicios con el temor de condenarse, se quedan con una base espiritual inestable, floja, débil, que será barrida a los primeros embites de la tentación, con lo que al final, por querer saltarse los grados inferiores del camino de perfección hacia Dios, que se basan en el temor al Infierno se consigue que las almas no alcancen ninguna perfección, y además pierdan la fe, y se condenen...El saber que existe el Infierno y pueden condenarse mueve a las almas a cumplir los Mandamientos, pero si nadie les habla del Infierno por no "asustarlos", no los cumplen y toman una visión equivocada de Dios: que es un buenazo que todo lo perdona aunque uno no esté arrepentido...y del que se puede abusar cometiendo todo tipo de pecados contando, presuntuosamente, abusivamente, con el perdón por anticipado de Dios...; claro que luego, del vicio en el que se meten por este concepto erróneo de Dios, pasan al ateísmo y a la impiedad, y por último a la negación de Dios, y a la condenación eterna... "Dios es bueno y me perdonará todo y no permitirá que me condene"...El alma así, con esta forma presuntuosa de pensar, se embarra en el vicio, en el fango de la corrupción. Al estar ya el alma abotargada de vicios pierde la fe en Dios, y se condena... No seamos ilusos, hablemos del Infierno, aterroricemos con la existencia del Infierno: bendito terror que libra a la gente de caer en el terror real del Infierno y no seamos papanatas y omitamos hablar del Infierno para no "asustar"... porque de esta forma conseguiremos, efectivamente, no "asustar" para esta vida, pero el "susto" se lo llevarán cuando mueran..."susto" que les va a durar toda la eternidad... Y ellos, desde aquellos sufrimientos eternos maldecirán a los que no les hablaron claramente del Infierno y sus horrores eternos, que habría hecho que se salvaran... En cambio, los que gracias al susto que les damos con la descripción real de los tormentos del Infierno, que nunca serán los que efectivamente son, pues aquéllos son siempre mucho más horrorosos de lo que podamos imaginar o narrar, enmiendan sus vidas, cumplen los Mandamientos de la Ley de Dios y se salvan, éstos nos bendecirán para siempre cuando gocen de los bienes inimaginables del Cielo, gracias al "susto" que les dimos de hablarles en esta vida del Infierno. No seamos idiotas, no seamos tontos útiles del diablo, hablemos del Infierno: así conseguiremos que las gentes se salven, de lo contrario, tendremos que dar estrecha cuenta del por qué no hablamos del Infierno, del peligro del Infierno, a los que teníamos bajo nuestro cuidado como obispos, sacerdotes, religiosos, teólogos, profesores, maestros, catequistas, padres, etc....y hasta es posible que condenemos nuestras almas por no haber hablado del Infierno... El marqués de Cavour, alcalde por aquel entonces de la ciudad de Turín donde San Juan Bosco realizaba la hermosa labor de acoger a muchachos abandonados en peligro de perderse, para esta vida y la otra, dándoles un hogar, enseñándoles un oficio y encarrilarlos por el buen camino, sospechaba que San Juan Bosco fuera un revolucionario que adoctrinaba a los jóvenes para un levantamiento popular....Así, llevado de estos juicios temerarios le dijo a San Juan Bosco: - No quiero el mal de nadie. Usted trabaja con buena intención, pero lo que hace está lleno de peligros, y como yo tengo la obligación de velar por el orden público, haré que lo vigilen a usted y sus reuniones. A la más mínima cosa que le pueda comprometer, dispersaré inmediatamente a sus muchachos, y usted me tendrá que dar cuenta de cuanto ocurra.
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Fueran las agitaciones en que anduvo envuelto, fuera la enfermedad que ya le minaba, el hecho es que aquella resultó ser la última vez que Cavour estuvo en el palacio municipal. Atacado de gota, tuvo que sufrir mucho y en poco tiempo bajó a la tumba (15 de Junio de 1850). "Pero durante los seis meses que aún estuvo en el cargo, (o sea hasta el 17 de Junio de 1847) enviaba cada domingo algunos guardias municipales para pasar con nosotros (habla San Juan Bosco en su Autobiografía) el día, vigilando cuanto ocurría en la iglesia o fuera de ella". - Y bien- dijo el marqués de Cavour a uno de aquellos guardias en cierta ocasión¿Qué habéis visto y oído en medio de aquella gente de mala clase? - Señor marqués, hemos visto una multitud de muchachos que se divierten de mil maneras; en la iglesia hemos oído sermones que hacen pensar seriamente. Dijeron tales cosas sobre el Infierno y los demonios que me entraron ganas de irme a confesar. San Juan Bosco comentaba luego este hecho con Don Barberis, un colaborador suyo en esta tarea de ayudar a los muchachos: "¡Qué cuadro era ver varios centenares de jóvenes sentados atentos y pendientes de mis labios, y seis agentes de policía de uniforme bien derechos y colocados de dos en dos en tres puntos diversos de la iglesia, con los brazos cruzados y oyendo también ellos el sermón! ¡Me venían de perlas para la asistencia de los jóvenes, aunque lo cierto es que estaban allí para asistirme y vigilarme a mí! ¡Era una escena conmovedora la de los guardias cuando, con el revés de la mano, se secaban furtivamente las lágrimas o se tapaban el rostro con el pañuelo para que no se advirtiera su emoción, o contemplarlos de rodillas entre los jóvenes, aguardando su turno frente a mi confesionario! Porque yo hacía los sermones también para ellos y no sólo para los muchachos, desarrollando con intención ciertos argumentos de pecado, muerte, juicio, Infierno"... La pequeña Jacinta, la niña vidente de Fátima, beatificada, junto con su hermano Francisco, el 13 de Mayo del año 2000, se sentaba con frecuencia en el suelo o en una piedra y, pensativa, decía: -¡Oh, Infierno! ¡Oh, Infierno! ¡Qué pena tengo de las almas que van al Infierno! Las personas arden allí como leña en el fuego. De rodillas, juntas las manitas rezaba muchas veces la oración que la Virgen les enseñó para que los pecadores no fueran al Infierno: -¡Oh, Jesús mío!, perdónanos nuestros pecados, líbranos del fuego del Infierno y lleva a todas las almas al Cielo, principalmente las más necesitadas de tu misericordia. También invitaba a su hermano Francisco, el otro niño vidente de Fátima, también Beato, a rezar: -¡Francisco! ¡Francisco! Ven a rezar conmigo; es preciso rezar mucho para librar a las almas del Infierno; ¡van allí tantas! ¡Tantas!... Jacinta le decía a Lucía: -¿Por qué no enseña Nuestra Señora el Infierno a los pecadores? (la Virgen les había enseñado a los tres pastorcitos una visión horrible del Infierno en el que se veían los condenados como ascuas que las llamas elevaban y en la que se distinguían los diablos por sus figuras repugnantes y asquerosas...; ellos pudieron soportar aquella visión por la promesa de la Virgen de que se salvarían).Si ellos lo viesen no pecarían más para no ir allí. Tienes que decir a la Virgen que enseñe el Infierno a toda la gente. Verás cómo sí se convierten. -¿Por qué no dijiste a Nuestra Señora que enseñase el Infierno a toda esa gente?- le dijo después Jacinta a Lucía, refiriéndose a la inmensa multitud que venía los días 13 de cada mes. - Me olvidé- respondió Lucía. - También yo me olvidé- respondió la pequeña con aire triste. Otra vez preguntó:
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-¿Qué pecados son los que hace la gente para ir al Infierno? -¡No sé! - Tal vez sea el pecado de no ir a Misa los domingos, de robar, de decir palabras feas, jurar. -¿Y sólo por una palabra van al Infierno? - Claro que sí. ¡Es pecado! ¿Qué les costaría no hablar mal y asistir a Misa? -¡Qué pena tengo de los pecadores! ¡Si yo pudiese enseñarles el Infierno! Repentinamente se agarró a la larga falda de su prima Lucía y le dijo: - Yo voy pronto al Cielo, pero tú te quedas aquí. ¡Si Nuestra Señora te dejase explicar cómo es el Infierno para que no cometan más pecados y no caigan en él! A veces, después de un breve silencio y con actitud de recogimiento interior, sumergida en el mismo pensamiento, al cabo de un rato, rompía el silencio: -¡Tanta gente va al Infierno! ¡Tanta gente va al Infierno! - No tengas miedo! ¡Tú vas a ir al Cielo!. - Sí, yo voy- decía con tono más tranquilo- pero quisiera que toda la gente que allí va los días de las apariciones fuesen también al Cielo. Poco antes de morir, a la religiosa que le atendía, a la que ella llamaba madrina, le dijo: -¡Madrina! Se cometen muchos pecados y muy graves en el mundo. Si los hombres supieran lo que es una eternidad harían lo posible para cambiar de vida. Los hombres se pierden porque no piensan en Nuestro Señor y no hacen penitencia. Los pecados que arrojan más almas al Infierno son los de impureza. Vendrán ciertas modas que ofenderán mucho a Nuestro Señor. Las personas que sirven a Dios no deben seguir las modas. Nuestro Señor es siempre el mismo. Ser pura de alma es no cometer ningún pecado. No mirar lo que no se debe mirar, no mentir, decir siempre la verdad, aunque cueste decirla. Ser pura de cuerpo significa conservar la castidad. Tres días antes de morir, la Santísima Virgen, muy triste, se le apareció y le dijo, entre otras cosas: - Los pecados que conducen al mayor número de almas a la perdición son los de impureza. Es necesario renunciar, no obstinarse en el pecado. Es preciso hacer una gran penitencia. La visión del Infierno a la que alude Jacinta y que tanto contribuyó a su santificación fue la siguiente: En la aparición del 13 d Julio de 1917 la Virgen les hizo ver el Infierno. Cuenta Lucía: - Nuestra Señora abrió sus manos, y el haz de luz proyectado pareció penetrar la tierra. Vimos como un inmenso mar de fuego. En este mar estaban sumergidos demonios y almas en forma humana... Levantados en el aire por las llamas, volvían a caer por todas partes como chispas, como inmenso incendio, sin peso ni equilibrio, en medio de gritos desgarradores, de aullidos de dolor y desesperación que hacían temblar y gemir de espanto. Los diablos se distinguían de los hombres por sus figuras horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes cono carbones encendidos... Entonces, como para pedir socorro, levantamos los ojos hacia la Virgen. La Virgen nos dijo con bondad y tristeza: - Ya habéis visto el Infierno donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlos quiere establecer el Señor la devoción a mi Corazón Inmaculado. Si los hombres hacen lo que voy a pedirles, muchas almas se salvarán y habrá paz.".. La Virgen lo que pedía en Fátima era el cumplimiento de los Mandamientos y del propio deber, según el trabajo de cada uno, y el rezo del Rosario (tercera parte, o sea cinco misterios).
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NECESIDAD Y OBLIGACIÓN GRAVE DE HABLAR DEL INFIERNO De todo lo que llevamos dicho se deduce la necesidad y obligación grave que tienen, que tenemos todos, de hablar de la existencia del Infierno con sus horrores, su eternidad, sus sufrimientos, su desesperación. Si por un papanatismo diabólico, no hablamos del Infierno, por no parecer desfasados, anticuados, fanáticos, etc. tendremos que dar grave cuenta de ello ante el tribunal de Dios: muchas almas se pierden por no hablarles del Infierno. Como ya hemos mencionado, es más perfecto cumplir los Mandamientos por amor a Dios, que por temor al castigo, pero es una grave mutilación del mensaje de Cristo no hablar del Infierno, cuando Jesús lo nombra hasta quince veces en el Evangelio, y la Virgen en sus apariciones no cesa de hablarnos de su existencia, de su realidad, como la ya mencionada visión del Infierno a Jacinta, Francisco y Lucía, los tres pastorcitos, visión que los asustó, pero que los llevó a la perfección. Aquéllos que debiendo hablar del Infierno: obispos, sacerdotes, teólogos, religiosos, religiosas, profesores, catequistas, padres, etc. no lo hacen por no "asustar ", cometen pecado mortal por el peligro grave en que ponen a las gentes de condenarse, ya que por temor a no caer en el Infierno se habrían salvado... San Juan Bosco tuvo una visión del Infierno. Visión que hemos puesto en este volumen. Tenía miedo de narrar este sueño por no suscitar temores entre los oyentes, pero una aparición nocturna le ordenó narrarlo para que los oyentes tuvieran temor al pecado y salvaran sus almas... Dios quiere que se hable del Infierno, la Virgen quiere que se hable del Infierno. Sólo el diablo no quiere que se hable del Infierno, para que las gentes, quitado todo temor al Infierno, pequen, se condenen y vayan a él..... En uno de los frecuentes mensajes que la Virgen ha dado a la Humanidad para que ésta vaya por el buen sendero dijo con respecto al juicio y al castigo, el Infierno, tras la muerte, para el que muere en pecado mortal sin arrepentirse, sin confesarse: ―Los sacerdotes deben predicar sobre la preparación para la muerte. Es importante predicar sobre las cosas finales para los seres humanos: la muerte, el juicio final, el Cielo y el Infierno. Prediquen expresamente sobre la necesidad de ser conscientes del pecado, especialmente del pecado mortal y sus fatales consecuencias. El Señor prefiere que nos convirtamos por amor, pero si es necesario que sea por temor al castigo. De todos modos, Él acepta la conversión de cualquier forma y os recibirá porque os ama y quiere vuestra salvación. Por amor o por temor, lo único que importa es que os entreguéis a Él. Los sacerdotes tienen la obligación de guiar a sus feligreses, especialmente con el ejemplo de sus vidas de dedicación absoluta a Cristo‖.
MENSAJE DE AMOR Estas revelaciones fueron dadas a Sor Josefa Menéndez, religiosa madrileña fallecida en Poitiers (Francia) en 1923, a los 33 años. En estos mensajes se hace ver el gran amor de Dios por sus hijos, su gran deseo de que todos se salven y de la gran importancia que tiene la Comunión de los Santos: los sacrificios y oraciones de unos pueden hacer que otros se salven. Hemos puesto un extracto de su Obra, entresacando lo que consideramos de vital importancia para el hombre y la mujer de nuestros días. Aquí vemos la preocupación de Dios por sus hijos, de su gran Amor por todos y de cómo avisa y quiere que todos se salven, y que si al final alguien se condena, como ya hemos mencionado muchas veces en este libro, es porque quiere.
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En estas revelaciones hablan a Sor Josefa: Jesús, la Virgen, San Juan Evangelista y Santa Magdalena Sofía Barat: " - No es el pecado- le habla Jesús- lo que más hiere mi Corazón. Lo que más lo desgarra, es que las almas no vengan a refugiarse en Él después que lo han cometido. Por lo regular Jesús no exige grandes sufrimientos, pero enseña a sus almas escogidas la importancia de las acciones ordinarias, por mínimas que sean, cuando se hacen en unión con Él, en espíritu de inmolación y de amor. Les descubre el valor de los menores sacrificios, que pueden llevarlos muy lejos en la santidad y sirven al mismo tiempo para la salvación de muchas almas. En cambio les recuerda el peligro de las pequeñas relajaciones, pendiente fatal que puede arrastrarlas a grandes infidelidades y exponerlas a caer en los castigos del Infierno, donde sufrirán incomparablemente más que las almas menos privilegiadas. - No quiero decir- habla Jesús- que un alma por Mí escogida se vea libre de sus defectos y miserias; puede caer y caerá más de una vez, pero si sabe humillarse y reconocer su nada, si procura reparar sus faltas con actos de generosidad y de amor, si confía y se abandona de nuevo a mi Corazón, me da más gloria y puede hacer mayor bien a otras almas que si no hubiera caído. No me importa la miseria, lo que pido es amor. Lo que el Corazón de Jesús quiere de los suyos es, pues: humildad, confianza y amor. - Tengo hambre- habla Jesús- de que me reciban mis almas. ¡Es tanto el consuelo que encuentro entrando en su corazón! -¿Cómo podemos consolarte, estando tan llenas de miserias y debilidades?- le preguntó Sor Josefa. - Con tal que vengan a Mí llenas de amor y confianza Yo puedo suplir todo lo que les falta- le contestó Jesús- Un grupito de almas fieles alcanza misericordia para un gran número de pecadores. Mi Corazón no puede permanecer insensible a tantas súplicas. - No olvides, hija mía- le habla Santa Magdalena Sofía- que nada sucede que no entre en los planes de Dios. -¡Mira!- le habla Jesús- Unas almas sufren para dar fuerza a otras y evitar que caigan en el mal. Mi Corazón da valor divino a cosas pequeñas. Lo que Yo quiero es amor. Yo soy todo amor; mi Corazón es un abismo de amor. El amor me hizo crear al hombre y todo lo que en el mundo existe, para su servicio. El amor hizo que el Padre diera a su Hijo para salvar al hombre, perdido por la culpa. El amor hizo que una Virgen pura, renunciando a los encantos de la vida oculta en el templo, consintiera en ser Madre de Dios y aceptara los sufrimientos de la maternidad divina. El amor me hizo nacer en el rigor del invierno, pobre y falto de todo. El amor me hizo vivir treinta años en la más absoluta oscuridad, ocupado en humildes trabajos. El amor me hizo escoger la soledad, el silencio... pasar desconocido y someterme voluntariamente a las órdenes de mi padre adoptivo y de mi Madre. El amor me llevó a abrazarme con todas las miserias de la naturaleza humana. El amor me hizo sufrir los desprecios más grandes y los más crueles tormentos, derramar toda mi sangre y llegar a morir en una cruz para salvar al hombre. Porque el amor sabía que, más tarde, habría muchas almas que me seguirían y pondrían sus delicias en conformar su vida con la mía. Y miraba el amor más lejos aún: sabía que muchísimas almas en peligro se verían ayudadas con los actos y sacrificios de otras, y recobrarían la vida. Veía, en fin, el amor, que más tarde, con esta misma Sangre y unidas a estos mismos tormentos, muchas almas escogidas, podrían valorar sus sacrificios, sus acciones, hasta las más triviales, y ganarme con ellas gran número de almas.
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- El alma- habla San Juan Evangelista- que sabe aprovechar el valor del sufrimiento vive la verdadera vida. - El alma- habla Jesús—que sabe hacer de su vida una continua unión con la mía, me glorifica mucho y trabaja útilmente en bien de las almas. Está, por ejemplo, ejecutando una acción que en sí misma no vale mucho, pero la empapa en mi Sangre o la une a aquella acción hecha por Mí durante mi vida mortal, el fruto que logra para las almas es tan grande o mayor quizás que si hubiera predicado al Universo entero; y ésto, sea que estudie o que hable, que escriba, ore, barra, cosa o descanse; con tal que la acción reúna dos condiciones; primera, que esté ordenada por la obediencia o por el deber, no por el capricho; segunda, que se haga en íntima unión conmigo, cubriéndola con mi Sangre y con pureza de intención. ¡Cuánto deseo que las almas comprendan ésto que no es la acción la que tiene en sí valor, sino la intención y el grado de unión con que se hace! Barriendo y trabajando en el taller de Nazaret, di tanta gloria a mi Eterno Padre como cuando prediqué durante mi vida pública. Hay muchas almas que a los ojos del mundo tienen un cargo elevado, y en él dan gran gloria a mi Corazón, es cierto; pero tengo otras muchas que, escondidas y en humildes trabajos, son obreras muy útiles a mi viña porque es el amor el que las mueve y saben envolver en oro sobrenatural las acciones más pequeñas, empapándolas en mi Sangre. Mi amor llega a tal punto, que de la nada pueden mis almas sacar grandes tesoros. Si desde por la mañana se unen a Mí y ofrecen el día con ardiente deseo de que mi Corazón se sirva de sus acciones para provecho de sus almas, y van, hora por hora y momento por momento cumpliendo por amor con su deber, ¡qué tesoros adquieren en un día!...Yo les iré descubriendo más y más mi amor... ¡Es inagotable!... ¡Y es tan fácil al alma que ama dejarse guiar por el amor! Mi Corazón no es solamente un abismo de amor, es también un abismo de misericordia; y conociendo todas las miserias del corazón humano, de las que no están exentas mis almas escogidas, he querido que sus acciones, por pequeñas que sean en sí, puedan por Mí alcanzar un valor infinito, en provecho de los pecadores y de las almas que necesitan ayuda. No todas pueden predicar ni ir a evangelizar en países salvajes. Pero todas, sí, todas pueden hacer conocer y amar a mi Corazón. Todas pueden ayudarse mutuamente y aumentar el número de los escogidos, evitando que muchísimas almas se pierdan eternamente; y todo ésto, por efecto de mi amor y de mi misericordia Pero mi amor va aún más lejos. Se sirve, no solamente de la vida ordinaria y de sus menores acciones, sino también de sus miserias... y de sus debilidades... y muchas veces de sus caídas... para bien de otras muchas almas. El amor todo lo transforma y diviniza y la misericordia todo lo perdona. Mi amor transforma sus menores acciones dándoles un valor infinito. Pero va todavía más lejos; mi Corazón ama tan tiernamente a esas almas escogidas que se sirve aún de sus miserias y debilidades y muchas veces hasta de sus mismas faltas, para la salvación de otras almas. Efectivamente; el alma que se ve llena de miserias, no se atribuye a sí misma nada bueno y sus flaquezas la obligan a revestirse de cierta humildad, que no tendría si se encontrase menos imperfecta. Así, cuando en su trabajo o en su cargo apostólico se siente incapaz y hasta experimenta repugnancia para dirigir a las almas hacia una perfección que ella no tiene, se ve como forzada a anonadarse; y si, conociéndose a sí misma recurre a Mí, me pide perdón de su poco esfuerzo e implora de mi Corazón valor y fortaleza... ¡Ah! entonces...¡No sabe esta alma con cuánto amor se fijan en ella mis ojos, y cuán fecundos hago sus trabajos!... Hay otras almas que son poco generosas para realizar con constancia los esfuerzos y sacrificios cotidianos. Pasan su vida haciendo promesas, sin llegar nunca a cumplirlas.
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Aquí hay que distinguir: si esas almas se acostumbran a prometer, pero no se imponen la menor violencia ni hacen nada que pruebe su abnegación ni su amor, les diré estas palabras: ¡Cuidado, no prenda el fuego en toda esa paja que habéis amontonado en los graneros, o que el viento no se la lleve en un instante!... Hay otras, y a ellas me refiero, que al empezar el día, llenas de buena voluntad y con gran deseo de mostrarme su amor, me prometen abnegación y generosidad en ésta o aquella circunstancia; y cuando llega la ocasión, su carácter, su salud, el amor propio, les impide realizar lo que con tanta sinceridad prometieron horas antes; sin embargo, reconocen su falta, se humillan, piden perdón, vuelven a prometer. ¡Ah! que estas almas sepan que me han agradado tanto como si nunca me hubiesen ofendido. - Jesús quiere- le habla la Virgen- que, mientras vivas, estas palabras permanezcan ocultas, pero, después de tu muerte, en todo el mundo se conocerán y, gracias a ellas, muchas almas hallarán salvación, siguiendo el camino real de confianza y abandono en el Corazón misericordioso de Jesús. - Cuando un alma- habla Jesús- ruega por un pecador, con deseo ardiente de que se convierta, mi Corazón encuentra en esta súplica reparación por la ofensa recibida, y la mayor parte de las veces esta alma obtiene lo que pide aunque sea en el último momento. De todos modos, la oración nunca se pierde, porque repara la injuria que me causa el pecador y si no éste, otros mejor dispuestos alcanzarán misericordia y recibirán el fruto de esta oración. Hay almas que durante su vida y también por toda la eternidad están llamadas a darme la gloria que les pertenece darme y la que me hubieran debido dar otras almas que se han perdido... de este modo mi gloria no sufre mengua, pues un alma justa puede reparar los pecados de otras muchas. Un alma que me ama puede reparar las ofensas de muchos pecadores y aliviar la amargura de mi Corazón. ¡Pobres pecadores! ¡Qué ciegos están! ¡Yo no deseo más que perdonarlos y ellos no piensan más que en ofenderme. Esto es lo que me causa mayor dolor: la pérdida de tantas almas y que no vengan a mi Corazón para que las perdone. Josefa, Yo voy tras los pecadores como la Justicia tras los criminales; pero la Justicia los busca para castigarlos, y Yo para perdonarlos. Cuando un alma viene a Mí buscando fuerza, no la dejo sola; la sustento y sí, por su debilidad, ha caído, Yo mismo la levanto. Ahora, Josefa, voy a empezar por descubrirte los sentimientos que embargaban mi Corazón cuando lavé los pies de mis Apóstoles. Fíjate bien que reuní a los Doce. No quise excluir a ninguno. Allí se encontraba Juan, el discípulo amado, y Judas, el que, dentro de poco, había de entregarme a mis enemigos. Te diré por qué quise reunirlos a todos y por qué empecé por lavarles los pies. Los reuní a todos porque era el momento en que mi Iglesia iba a presentarse en el mundo y pronto no habría más que un sólo Pastor para todas las ovejas. Quería también enseñar a las almas que aún cuando estén cargadas de los pecados más atroces, no las excluyo de las gracias, ni las separo de mis almas más amadas; es decir, que a unas y a otras, las reúno en mi Corazón y les doy las gracias que necesitan. ¡Qué congoja sentí en aquel momento, sabiendo que en el infortunado Judas estaban representadas tantas almas, que reunidas a mis pies y lavadas muchas veces con mi Sangre, habían de perderse! ¡Sí, en aquel momento quise enseñar a los pecadores que, no porque estén en pecado deben alejarse de Mí, pensando que ya no tienen remedio y que nunca serán amados como antes de pecar. No, ¡pobres almas! No son éstos los sentimientos de un Dios que ha derramado toda su Sangre por vosotros.
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¡Venid a Mí todos! Y no temáis, porque os amo; lavaré vuestros pecados en el agua de mi misericordia y nada será capaz de arrancar de mi Corazón el amor que os tengo. Josefa, déjate invadir del más ardiente deseo de que todas las almas, y sobre todo los pecadores, vengan a purificarse en el agua de la penitencia...Que se llenen de sentimientos de confianza y no de temor, porque soy Dios de misericordia y siempre estoy dispuesto a recibirlas en mi Corazón. Te diré una de las razones que me indujeron a lavar los pies a mis Apóstoles antes de la Cena. Fue primeramente para mostrar a las almas cuánto deseo que estén limpias y blancas cuando me reciben en el Sacramento de mi Amor. Fue también para representar el Sacramento de la Penitencia en el que las almas que han tenido la desdicha de caer en el pecado pueden lavarse y recobrar su perdida blancura. Quise lavarles Yo mismo los pies, para enseñar a las almas que se dedican a los trabajos apostólicos, a humillarse y tratar con dulzura a los pecadores y a todas las almas que les están confiadas. Quise ceñirme con un lienzo, para indicarles que, para obtener buen éxito en las almas, hay que ceñirse con la mortificación y la propia abnegación. También quise enseñarles la mutua caridad y cómo se deben lavar las faltas que se observan en el prójimo, disimulándolas, excusándolas siempre, sin divulgar jamás los defectos ajenos. En fin, el agua que derramé sobre los pies de mis Apóstoles, era imagen del celo que consumía mi Corazón, en deseos de la salvación de los hombres. En aquel momento, próxima ya la redención del género humano, mi Corazón no podía contener sus ardores y, como era infinito el amor que sentía por los hombres, no quise dejarlos huérfanos. Para vivir con ellos hasta la consumación de los siglos y demostrarles mi amor, quise ser su alimento, su sostén, su vida, su todo... ¡Ah! ¡Cómo quisiera hacer conocer los sentimientos de mi Corazón a todas las almas! ¡Cuánto deseo que se llenen del amor que sentía por ellas, cuando en el Cenáculo instituía la Eucaristía! En aquel momento vi a todas las almas, que en el transcurso de los siglos habían de alimentarse de mi Cuerpo y de mi Sangre, y los efectos divinos producidos en muchísimas. ¡En cuántas almas esa Sangre inmaculada engendraría la pureza y la virginidad! ¡En cuántas encendería la llama del amor y del celo apostólico! ¡Cuántos mártires de amor se agrupaban en aquella hora ante mis ojos y en mi Corazón! ¡Cuántas otras almas, después de haber cometido muchos y graves pecados, debilitadas por la fuerza de la pasión, vendrían a Mí, para renovar su vigor con el Pan de los fuertes! ¡Ah! ¡Quién podrá adivinar los sentimientos de mi Corazón en aquellos momentos! Sentimientos de amor, de gozo, de ternura... Mas... ¡cuánta fue también la amargura que embargó mi Corazón! Quiero manifestaros la amargura de que estaba poseído mi Corazón durante la Última Cena. Pues si era grande mi alegría de hacerme compañero de los hombres hasta el fin de los siglos y alimento divino de las almas, y veía cuántas me rendirían homenaje de adoración, de reparación y de amor... no fue menor la tristeza que me causó el ver cuántos habrán de abandonarme en el Sagrario y cuántos no creerían en mi presencia real. ¡En cuántos corazones manchados por el pecado tendría que entrar... y cómo mi Carne y mi Sangre, así profanadas, habrían de convertirse en causa de condenación para muchas almas!... ¡Ah! ¡Cómo vi en aquel momento todos los sacrilegios y ultrajes y las tremendas abominaciones que habían de cometerse contra Mí! ¡Cuántas horas había de pasar sólo en el Sagrario! ¡Cuántas noches! ¡Cuántas almas rechazarían los llamamientos amorosos que, desde esa morada les dirigiría!...
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Por amor a las almas me quedo prisionero en la Eucaristía, para que en todas sus penas y aflicciones puedan venir a consolarse con el más tierno de los corazones, con el mejor de los padres, con el amigo más fiel: ¡Mas ese amor que se deshace y se consume por el bien de las almas, no ha de ser comprendido!... Habito en medio de los pecadores para ser su salvación y su vida, su médico y su medicina en todas las enfermedades de su naturaleza corrompida, y ellos, en cambio, se alejan de Mí, me ultrajan y me desprecian... ¡Pobres pecadores! No os alejéis de Mí... Os espero día y noche en el Sagrario... No os reprenderé vuestros crímenes... No os echaré en cara vuestros pecados... lo que haré será lavaros con la Sangre de mis Llagas; no temáis. Venid a Mí... ¡No sabéis cuánto os amo! Y ustedes, almas queridas, ¿por qué estáis fríos e indiferentes a mi amor? Sé que tenéis que atender a las necesidades de vuestra familia, de vuestra casa, y que el mundo os solicita sin cesar; pero ¿no tendréis un momento para venir a darme una prueba de amor y de agradecimiento? No os dejéis llevar de tantas preocupaciones inútiles y reservad un momento para venir a visitar al Prisionero del Amor. Si vuestro cuerpo está débil y enfermo, ¿no procuráis hallar un momento para buscar al médico que debe sanaros? Venid al que puede haceros recobrar las fuerzas y la salud del alma... Dad una limosna de amor a este mendigo divino que os espera, os llama y os desea. En el momento de instituir la Eucaristía vi presente a todas las almas privilegiadas que habían de alimentarse con mi Cuerpo y con mi Sangre y los diferentes efectos producidos en ellas. Para unas sería remedio a su debilidad; para otras, fuego que consumiría sus miserias y las inflamaría en amor. ¡Ah! Esas almas reunidas ante Mí serán como un inmenso jardín en el que cada planta produce diferente flor, pero todas me recrean con su perfume. Mi sagrado Cuerpo será el sol que las reanime. Me acercaré a unas para consolarme, a otras para ocultarme, en otras descansaré. ¡Si supierais, almas amadísimas, cuán fácil es consolar, ocultar y descansar a todo un Dios!. Él mismo os alimenta con su Cuerpo purísimo, y con su Sangre apaga vuestra sed. Si estáis enfermos, Él es vuestro médico; venid, os dará la salud. Si tenéis frío, venid, os calentará. En Él encontraréis el descanso y la felicidad. No os alejéis de Él, que es la Vida, y cuando os pida consuelo, no se lo neguéis. ¡Qué amargura sentí en mi corazón cuando vi a tantas almas que, después de haberlas colmado de bienes y de caricias, habrían de ser motivo de tristeza para mi Corazón! ¿No soy siempre el mismo? ¿Acaso he cambiado para vosotros? No, Yo no cambiaré jamás y hasta el fin de los siglos os amaré con predilección y con ternura. Sé que estáis llenos de miserias, pero ésto no me hará apartar de vosotros mis miradas más tiernas, y con ansia os estoy esperando, no sólo para aliviar vuestras miserias, sino también para colmaros de nuevos beneficios. Si os pido amor no me lo neguéis; es muy fácil amar al que es el Amor mismo Si os pido algo costoso a vuestra naturaleza, os doy juntamente la gracia y la fuerza necesaria para venceros. Os he escogido para que seáis mi consuelo. Dejadme entrar en vuestra alma y si no encontráis en ella nada que sea digno de Mí decidme con humildad y confianza: Señor, ya ves los frutos y las flores que produce mi jardín, ven y dime qué debo hacer para que desde hoy empiece a brotar la flor que deseas. Si el alma me dice ésto con verdadero deseo de probarme su amor, le responderé: "Alma querida, para que tu jardín produzca hermosas flores deja que Yo mismo las cultive; deja que Yo labre la tierra; empezaré por arrancar hoy esta raíz que me estorba y que tus fuerzas no alcanzan a quitar. No te turbes, si te pido el sacrificio de tus gustos, de tu
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carácter... tal acto de caridad, de paciencia, de abnegación... de celo, de mortificación, de obediencia. Ese es el abono que mejorará la tierra y la hará producir flores y frutos. La victoria sobre tu carácter, en tal ocasión obtendrá la luz para un pecador; con esta contrariedad, soportada con alegría, cicatrizarás las heridas que me hizo con su pecado, repararás la ofensa y expiarás su falta. Si no te turbas al recibir esta advertencia y la aceptas con cierto gozo, alcanzarás que las almas a quienes ciega la soberbia, abran los ojos a la luz y pidan humildemente perdón. Esto haré Yo en tu alma si me dejas trabajar libremente en ella; no sólo brotarán flores enseguida, sino que darás gran consuelo a mi Corazón... Voy buscando consuelo y quiero hallarlo en mis almas escogidas." Todo ésto se me puso delante al instituir la Eucaristía. El amor me encendía en deseos de ser el alimento de las almas. No me quedaba entre los hombres para vivir solamente con perfectos, sino para sostener a los débiles y alimentar a los pequeños. Yo los haré crecer y robusteceré sus almas. Descansaré en sus miserias y sus buenos deseos me consolarán. Pero ¡ay!. Entre las almas escogidas, ¿no habrá algunas que me causen pena? ¿Perseverarán todas? Este es el grito de dolor que se escapa de mi Corazón. Este es el gemido que quiero que oigan las almas. Escribe Josefa lo que sufrió mi Corazón en aquella hora cuando no pudiendo contener el fuego que me consumía, inventé esta maravilla de amor: la Eucaristía. Al contemplar entonces a todas las almas que habían de alimentarse de este Pan divino, vi también las ingratitudes y frialdades de muchas de ellas, en particular de tantas almas escogidas... de tantas almas consagradas... de tantos sacerdotes... ¡Cuánto sufrió mi Corazón! ¡Vi cómo se irían enfriando poco a poco, dando entrada primero a la rutina y al cansancio... después al hastío y finalmente a la tibieza! ¡Y estoy en el Sagrario por ellos! ¡Y espero!...Deseo que esa alma venga recibirme, que me hable con confianza de amigo; que me cuente sus penas, sus intenciones, sus enfermedades... que me pida consejo y solicite mis gracias, ya para él, ya para otras almas... Quizás entre las personas de su familia o las que están a su cargo las hay que están en peligro... tal vez alejadas de Mí... Ven, le digo, dímelo todo con entera confianza... Pregúntame por los pecadores... Ofrécete para reparar... Prométeme que hoy no me dejarás solo... Mira si mi Corazón desea algo de ti que le pueda consolar. Eso esperaba Yo de aquella alma ¡y de tantas! Mas, cuando se acerca a recibirme, apenas me dice una palabra, porque está distraída, cansada o contrariada. Su salud la tiene intranquila, sus ocupaciones la desazonan, la familia le preocupa, y entre los que conviven o tratan con ella, siempre hay alguien que la molesta. Sí, esperaba para descansar en su alma; le tenía preparado alivio para todas sus inquietudes; la aguardaba con nuevas gracias pero... como no me las pide... No me pide consejo ni fuerza... tan sólo se queja y apenas se dirige a Mí. Parece que ha venido por cumplimiento... porque es costumbre y porque no tiene pecado mortal que se lo impida. Pero no por amor, no por verdadero deseo de unirse íntimamente a Mí. ¡Qué lejos está esa alma de aquellas delicadezas de amor que Yo esperaba de ella! ¿Y aquel sacerdote?... ¿Cómo diré todo lo que esperaba mi Corazón de mis sacerdotes? Los he revestido de mi poder para absolver los pecados; obedezco una palabra de sus labios y bajo del Cielo a la tierra; estoy a su disposición y me dejo llevar de sus manos, ya para colocarme en el Sagrario, ya para darme a las almas en la Comunión. Son, por decirlo así, mis conductores. He confiado a cada uno de ellos cierto número de almas para que con su predicación, sus consejos, y, sobre todo, su ejemplo, las guíen y las encaminen por el camino de la virtud y del bien. ¿Cómo responden a este llamamiento? ¿Cómo cumplen esta misión de amor?...Hoy, al celebrar el Santo Sacrificio, al recibirme en su corazón, ¿me confiará aquel sacerdote las almas que tiene a su
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cargo?...¿Reparará las ofensas que sabe que recibo de tal pecador?...¿Me pedirá fuerza para desempeñar su ministerio, celo para trabajar en la salvación de las almas?...¿Sabrá sacrificarse hoy más que ayer? ...¿Recibiré el amor que de él espero?...¿Podré descansar en él como en un discípulo amado? ¡Ah! ¡Qué dolor tan agudo siente mi Corazón!...Los mundanos hieren mis manos y mis pies, manchan mi rostro... pero las almas escogidas, mis ministros, desgarran y destrozan mi Corazón. ¡Cuántos sacerdotes que devuelven muchas almas a la vida de la gracia están ellos mismos en pecado! ¡Y cuántos celebran así... me reciben así... viven y mueren así!... Éste fue el más terrible dolor que sentí en la Última Cena cuando vi, entre los Doce al primer apóstol infiel, representando a tantos otros que, en el transcurso de los siglos, habían de seguir su ejemplo. La Eucaristía es invención del amor, es vida y fuerza de las almas, remedio para todas ls enfermedades, viático para el paso del tiempo a la eternidad. Los pecadores encuentran en ella la vida del alma; las almas tibias, el verdadero calor; las almas puras, suave y dulcísimo néctar; las fervorosas, su descanso y el remedio para calmar todas sus ansias; las perfectas alas para elevarse a mayor perfección. En fin, las almas religiosas hallan en ella su nido, su amor, y por último, la imagen de los benditos y sagrados votos que las unen íntima e inseparablemente al Esposo Divino. Sí, almas consagradas; vuestro voto de pobreza está perfectamente representado en esta hostia pequeña, redonda y fina, lisa y sin peso. Así el alma que ha hecho voto de pobreza, no debe tener ángulos, es decir, aficioncillas a cosas de su uso, de su empleo, ni a su familia, ni a su pueblo natal, ha de estar siempre dispuesta a dejar... a cambiar. Nada de la tierra... el corazón libre sin apegos ocultos que lo aprisionen. Esto no quiere decir que hay que ser insensible. El corazón más amante puede mantener el voto de pobreza en toda su integridad. Lo esencial para el alma religiosa es que no posea nada sin la aprobación de los superiores y que esté siempre dispuesta a abandonarlo, a la primera señal de la voluntad de Dios. Después de haber predicado a las turbas, curado los enfermos, dado vista a los ciegos, resucitado a los muertos... después de haber vivido tres años en medio de mis Apóstoles para instruirlos y confiarles mi Doctrina, les había enseñado, con mi ejemplo, a amarse, a soportarse mutuamente, a practicar la caridad, lavándoles los pies y haciéndome su alimento. Se acercaba la hora para la que el Hijo de Dios se había hecho Hombre... Redentor del género humano, iba a derramar su Sangre y a dar su vida por el mundo. En esa hora quise ponerme en oración y entregarme a la voluntad de mi Padre. ¡Almas queridas! ¡Aprended de vuestro Modelo que la única cosa necesaria, aunque la naturaleza se rebele, es someterse con humildad y entregarse con un acto supremo de voluntad al cumplimiento de la voluntad divina, en cualquier ocasión y circunstancia. También quise enseñar a las almas que toda acción importante debe ir prevenida y vivificada por la oración, porque en la oración se fortifica el alma para lo más difícil, y Dios se comunica a ella, y la aconseja e inspira, aún cuando el alma no lo sienta. Me retiré al huerto de Getsemaní... a la soledad. Que el alma busque a Dios en la soledad, es decir, dentro de sí misma. Que para hallarla imponga silencio a todos los movimientos de la naturaleza, en rebelión continua contra la gracia. Que haga callar los razonamientos del amor propio y de la sensualidad, los cuales sin cesar intentan ahogar las inspiraciones de la gracia, para impedir que el alma llegue a encontrar a Dios. Postráos humildemente, como criaturas en presencia de su Creador, y adorad sus designios sobre vosotros, sean cuales fueren, sometiendo vuestra voluntad a la divina. Así me ofrecí Yo para realizar la obra de la redención del mundo. ¡Ah!, ¡qué momento aquél en que sentí venir sobre Mí todos los tormentos que había de sufrir en mi Pasión: las calumnias, los insultos, los azotes, la corona de espinas, la
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sed, la Cruz! ¡Todo se agolpó ante mis ojos y dentro de mi Corazón! Al mismo tiempo vi las ofensas, los pecados y las abominaciones que se cometerían en el transcurso de los siglos; y no solamente los vi, sino que me sentí revestido de todos esos horrores y así me presenté a mi Padre Celestial para implorar misericordia. Entonces sentí pesar sobre Mí la cólera de un Dios ofendido y airado. Y Yo mismo, que era su Hijo, me ofrecí como fiador para calmar su cólera y aplacar su justicia. Pero viendo tanto pecado y tantos crímenes, mi naturaleza humana experimentó terrible angustia y mortal agonía, hasta el punto que sudé sangre. ¡Oh! ¡Almas que me hacéis sufrir de esta manera! ¿Será esta sangre salud y vida para vosotros? ¿Os vais a perder? ¿Será posible que esta angustia, esta agonía y esta sangre sean inútiles para tantas y tantas almas?... ¡Qué gozo me proporcionan las almas que reciben con alegría mi visita! A veces las visito para consolarlas; otras, para que me consuelen. Pero no siempre conocen que soy Yo, sobre todo cuando tienen que sufrir. Había traído a Getsemaní a mis tres discípulos preferidos para que me ayudasen, compartiendo mi angustia... para que hiciesen oración conmigo... para descansar en ellos... pero ¿cómo expresar lo que experimentó mi Corazón cuando fui a buscarlos y los encontré dormidos?...¡Cuán triste es verse solos sin poder confiarse a los suyos! ¡Cuántas veces sufre mi Corazón la misma angustia... y queriendo hallar alivio en mis almas, las encuentro dormidas! Más de una vez cuando quiero despertarlas y sacarlas de sí mismas, de sus vanos e inútiles entretenimientos, me contestan, si no con palabras, con obras: "Ahora no puedo, estoy demasiado cansado, tengo mucho que hacer... Esto perjudica mi salud, necesito un poco de paz..." Insisto y digo suavísimamente a esa alma: " No temas; si dejas para Mí ese descanso, Yo te recompensaré. Ven a orar conmigo tan sólo una hora. Mira que en este momento es cuando te necesito. ¡Si te detienes ya será tarde!...Y ¡cuántas veces oigo la misma respuesta! ¡Pobre alma! ¡No has podido velar una hora conmigo! Almas queridas, quise enseñaros aquí cuán inútil y vano es buscar alivio en las criaturas. ¡Cuántas veces están dormidas y en vez de hallar el descanso que buscáis, se llena vuestro corazón de amargura, porque no corresponden a vuestros deseos ni a vuestro cariño! Volviendo enseguida a la oración, me prosterné de nuevo, adoré al Padre y le pedí ayuda, diciéndole: Padre mío, no dije: Dios mío. Cuando vuestro corazón sufra más, debéis decir: "Padre mío". Pedidle alivio, exponedle vuestros sufrimientos, vuestros temores y, con gemidos, recordadle que sois sus hijos; que vuestro corazón se ve tan oprimido que parece a punto de perder la vida, que vuestro cuerpo sufre tanto que ya no tiene fuerza para más... Pedid con confianza de hijos y esperad que vuestro Padre os aliviará y os dará la fuerza necesaria para pasar esta tribulación vuestra o de las almas que os están confiadas. Mi alma triste y desamparada padecía angustias de muerte... Me sentí agobiado por el peso de las más negras ingratitudes. La sangre que brotaba de todos los poros de mi cuerpo, y que dentro de poco saldría de todas mis heridas, sería inútil para gran número de almas. Muchas se perderían... muchísimas me ofenderían ¡ y otras no me conocerían siquiera! Derramaría mi Sangre por todas y mis méritos serían aplicados a cada una de ellas. ¡Sangre divina! ¡Méritos infinitos!...¡ Y sin embargo, inútiles para tantas y tantas almas!... Sí; por todas derramaría mi Sangre y a todas amaría con gran amor. Mas para muchas este amor sería más delicado, más tierno, más ardiente... De estas almas escogidas, esperaba más consuelo y más amor; más generosidad, más abnegación... Esperaba, en fin, más delicada correspondencia a mis bondades. Y sin embargo... ¡ah! en aquel momento, vi cuántas me habían de volver las espaldas. Unas no serían fieles en escuchar mi voz. Otras, la escucharían pero sin seguirla; otras, responderían al principio con cierta generosidad, mas
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luego, poco a poco caerían en el sueño de la tibieza. Me dirían: ya he trabajado bastante; he mortificado mi naturaleza y he llevado una vida de abnegación... Bien puedo permitirme ahora un poco más de libertad. Ya no soy un niño... ya no hace falta tanta vigilancia ni tanta privación... Me puedo dispensar de lo que me molesta. ¡Pobre alma! ¿Empiezas a dormir? Dentro de poco vendré y no me oirás porque estarás dormido. Desearé concederte una gracia y no podrás recibirla... Y ¿quién sabe si después tendrás fuerza para despertar? Mira que si vas perdiendo alimento se debilitará tu alma y no podrá salir de este letargo... Almas queridas: pensad que a muchas las ha sorprendido la muerte en medio de un profundo sueño. Y ¿dónde y cómo se han despertado? Estas cosas se agolpaban ante mis ojos y en mi Corazón en aquellos instantes. ¿Qué haría?... ¿Retroceder?... ¿Pedir al Padre que me librara de esta angustia, viendo, para tantos, la inutilidad de mi sacrificio? No; me sometí de nuevo a su Voluntad Santísima y acepté el cáliz para apurarlo hasta las heces. Todo para enseñaros, almas queridas, a no volver atrás a la vista de los sufrimientos y a no creerlos inútiles aún cuando no veáis el resultado. Someted vuestro juicio y dejad que la Voluntad Divina se cumpla en vosotros. Yo no retrocedí, antes al contrario, sabiendo que era en el huerto donde habían de prenderme, permanecí allí, no quise huir de mis enemigos. Después que fui confortado por el enviado de mi Padre, vi que Judas, uno de mis doce Apóstoles se acercaba a Mí, y tras él venían todos los que me habían de prender... Llevaban en las manos cuerdas, palos, piedras y toda clase de instrumentos para sujetarme... Me levanté y acercándome a ellos, les dije: ¿A quién buscáis? Entretanto, Judas, poniendo las manos sobre mis hombros, me besó... ¡Ah! ¿Qué haces, Judas? ¿Qué significa este beso?... También puedo decir a muchas almas: ¿Qué hacéis?...¿Por qué me entregáis con un beso?...¡Alma a quien amo!...Dime tú que vienes a Mí, que me recibes en tu pecho... que me dirás más de una vez que me amas... ¿No me entregarás a mis enemigos cuando salgas de aquí? Ya sabes que en esa reunión que frecuentas hay piedras que me hieren fuertemente, es decir, conversaciones que me ofenden... ¡y tú que me has recibido hoy y que me vas a recibir mañana, pierdes ahí la blancura preciosa de mi gracia! A otro le diré: ¿Seguirás con este asunto que te ensucia las manos?...¿No sabes que no es lícito el modo como adquieres el dinero, alcanzas esa posición, te procuras ese bienestar?... Mira que obras como Judas; ahora me recibes y me besas, dentro de unos instantes o de unas horas, me prenderán los enemigos y tú mismo les darás la señal para que me conozcan... Tú también, alma cristiana, me haces traición con esa amistad peligrosa. No solo me atas y me apedreas, sino que eres causa de que tal persona me ate y me apedree también. ¿Por qué me entregas así, alma que me conoces y que en más de una ocasión te has gloriado de ser piadosa y de ejercer la caridad?... Cosas todas, que en verdad, podrían hacerte adquirir grandes méritos; mas... ¿qué vienen a ser para ti sino un velo que cubre tu delito? Amigo, ¿a qué has venido? ¡Judas! ¿Con un beso entregas al Hijo de Dios?... ¿A tu Maestro y Señor?...¿Al que te ama y está dispuesto todavía a perdonarte?...Tú, uno de los Doce... uno de los que se han sentado a mi mesa y a quien Yo mismo he lavado los pies... ¡Ah! ¡Cuántas veces he de repetir estas palabras a las almas más amadas de mi Corazón! ¡Alma querida!, ¿por qué te dejas llevar de esa pasión?...¿Por qué no resistes?...No te pido que te libres de ella, pues eso no está en tu mano, pero sí pido que trabajes, que luches, que no te dejes dominar. Mira que el placer momentáneo que te proporcionan es como los treinta dineros en que me vendió Judas, los cuales no le sirvieron sino para su perdición.
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¡Cuántas almas me han vendido y me venderán por el vil precio de un deleite, de un placer momentáneo y pasajero! ¡Ah, pobres almas! ¿A quién buscáis?... ¿Es a Mí?... ¿Es a Jesús a Quien conocéis, a Quien habéis amado y con Quien habéis hecho alianza eterna? Dejad que os diga una palabra: velad y orad. Luchad sin descanso y no dejéis que vuestras malas inclinaciones y defectos lleguen a ser habituales... Mirad que hay que segar la hierba todos los años y quizás en las cuatro estaciones; que la tierra hay que labrarla y limpiarla, hay que mejorarla y cuidar de arrancar las malezas que en ella brotan. El alma también hay que cuidarla con mucho esmero, y las tendencias torcidas hay que enderezarlas. No creáis que el alma que me vende y se entrega a los mayores desórdenes empezó por una falta grave. Esto puede suceder, pero no es lo corriente. En general, las grandes caídas empezaron por poca cosa. Un gustito, una debilidad, un consentimiento quizás lícito, pero poco mortificado, un placer no prohibido pero poco conveniente... El alma se va cegando, disminuye la gracia, se robustece la pasión y, por último, vence el pecado. ¡Ah, cuán triste es para el Corazón de un Dios que ama infinitamente a las almas, ver a tantas que se precipitan insensiblemente en el abismo! Toma mi Cruz, y no tengas miedo, nunca será mayor que tus fuerzas, porque está medida y pesada en la balanza del amor. Las almas que pecan gravemente me entregan a mis enemigos y el arma con que me hieren es el pecado. Pero no siempre se trata de grandes pecados; hay almas, y aún almas escogidas, que me traicionan y me entregan con sus defectos habituales, con sus malas inclinaciones no combatidas, con concesiones a la naturaleza inmortificada, con faltas de caridad, de obediencia, de silencio. Y si es triste recibir una ofensa o una ingratitud de cualquier alma, mucho más cuando viene de almas escogidas, las más amadas de mi Corazón. Si el beso de Judas me causó tanto dolor, fue precisamente porque era uno de los Doce y que de él como de los otros, esperaba más amor, más consuelo, más delicadeza. Sí, almas que he escogido para que seáis mi descanso y el jardín de mis delicias; espero de vosotros mucha más ternura, mucha más delicadeza, mucho más amor que de otras que no me están tan íntimamente unidas. De vosotros espero que seáis el bálsamo que cicatrice mis heridas, que limpiéis mi rostro, afeado y manchado... que me ayudéis a dar luz a tantas almas ciegas, que en la oscuridad de la noche me prenden y me atan para darme muerte. No me dejéis sólo... Despertad y venid... porque ya llegan mis enemigos. Cuando se acercaron a Mí los soldados para prenderme, les dije: Yo soy. Lo mismo repito al alma que se acerca al peligro y a la tentación: Yo soy, Yo soy, ¿vienes a prenderme y a entregarme? No importa, ven... Soy tu Padre y si tú quieres, estás a tiempo todavía; te perdonaré y en vez de atarme tú con las cuerdas del pecado, Yo te ataré a ti con ligaduras de amor. Ven, Yo soy... Soy el que te ama y ha derramado toda su Sangre por ti... El que tiene tal compasión de tu debilidad, que está esperándote con ansia para estrecharte en sus brazos. Soy la misericordia infinita; no temas... No te rechazaré ni te castigaré... te abriré mi Corazón y te amaré con mayor ternura que antes. Con la sangre de mis heridas lavaré las manchas de tus pecados, tu hermosura será la admiración de los ángeles y dentro de ti descansará mi Corazón. ¡Qué triste es para Mí, después de haber llamado con tanto amor a las almas que ellas, ingratas y ciegas, me aten y me lleven a la muerte Luego que Judas me dio el beso traidor, salió del huerto y, comprendiendo la magnitud de su delito, se desesperó.
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¡Ah, qué inmenso, qué profundo dolor sentí al ver al que había sido mi Apóstol, caminar a su perdición eterna! Mas... había llegado mi hora... y dando libertad a los soldados, me entregué con la docilidad de un cordero. Enseguida me condujeron a casa de Caifás, donde me recibieron con burlas e insultos y donde uno de los criados me dio la primera bofetada... ¡Ah, Josefa...¿Entiendes ésto...? ¡La primera bofetada! ¿Me hizo sufrir más que los azotes de la flagelación? No; pero en esta primera bofetada vi el primer pecado mortal de tantas almas, que después de vivir en gracia, cometerían ese primer pecado... y tras él... ¡cuántos otros! ... siendo causa con su ejemplo de que otras almas los cometieran también, y teniendo tal vez la misma desgracia: ¡morir en pecado!... ¡Mis Apóstoles me habían abandonado! Pedro, movido de curiosidad, pero lleno de temor, se quedó oculto entre la servidumbre. A mi alrededor solo había acusadores que buscaban cómo acumular contra Mí delitos que pudieran encender más la cólera de jueces tan inicuos. Los que tantas veces habían alabado mis milagros, se convierten en acusadores. Me llaman perturbador, profanador del sábado, falso profeta. La soldadesca, excitada por las calumnias, profiere contra Mí gritos y amenazas. Aquí quiero hacer un llamamiento de dolor a mis apóstoles y a mis almas escogidas. ¿Dónde estáis vosotros, Apóstoles y discípulos que habéis sido testigos de mi vida, de mi doctrina, de mis milagros? ¡Ah!, de todos aquéllos de quienes esperaba alguna prueba de amor, no queda ninguno para defenderme, me encuentro sólo y rodeado de soldados, que como lobos quieren devorarme. Mirad cómo me maltratan; uno descarga sobre mi rostro una bofetada; otro, me arroja su inmunda saliva; otro, me tuerce el rostro en son de burla. Mientras mi Corazón se ofrece a sufrir todos estos suplicios, Pedro, a quien había constituido jefe y cabeza de la Iglesia, y que algunas horas antes había prometido seguirme hasta la muerte... a una sola pregunta, que podría haberle servido para dar testimonio de Mí, ¡me niega!... Y como el temor se apodera más y más de él y la pregunta se reitera, jura que jamás me ha conocido ni ha sido mi discípulo... ¡Ah, Pedro! ¡Juras que no conoces a tu Maestro! No sólo juras, sino que interrogado por tercera vez, respondes con horribles imprecaciones. Almas escogidas, no sabéis cuán doloroso es para mi Corazón que se abraza y se consume de amor, verse abandonado de los suyos. Cuando el mundo clama contra Mí, cuando son tantos los que me desprecian, me maltratan y buscan medios de darme muerte, ¡qué tristeza, qué inmensa amargura para mi Corazón si, volviéndose entonces a los amigos, se encuentra sólo y abandonado de ellos! Os diré como a Pedro: ¡Alma a quien tanto amo! ¿No te acuerdas ya de las pruebas de amor que te he dado? ¿Te olvidas de los lazos que te unen a Mí? ¿Olvidas cuántas veces me has prometido ser fiel y defenderme?...Si eres débil, si temes que te arrastre el respeto humano, ven y pídeme fuerza para vencer. No confíes en ti mismo, porque entonces estarás perdido. Pero si recurres a Mí con humildad y firme confianza, no tengas miedo. Yo te sostendré. Y vosotros que vivís en el mundo, rodeados de tantos peligros, huid de las ocasiones. Pedro no hubiera caído si hubiera resistido con valor sin dejarse llevar de vana curiosidad. En cuanto a los que trabajáis en mi viña... si os sentís movidos por curiosidad o por alguna satisfacción humana, también os diré que huyáis; pero si trabajáis puramente por obediencia o impulsados del celo por las almas y de mi gloria, no temáis... Yo os defenderé y saldréis victoriosos. Cuando los soldados me conducían a la prisión, al pasar por uno de los patios vi a Pedro, que estaba entre la turba... Lo miré... Él también me miró... Y lloró amargamente su pecado.
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¡Cuántas veces miro así al alma que ha pecado!....Pero ¿me mira ella también? ¡Ah!...que no siempre se encuentran estas dos miradas... ¡Cuántas veces miro al alma y ella no me mira a Mí! No me ve... Está ciega. La toco con suavidad y no me oye. La llamo por su nombre y no me responde... Le envío una tribulación para que salga de su sueño, pero no quiere despertar... ¡Almas queridas!, si no miráis al Cielo, viviréis como los seres privados de razón....Levantad la cabeza y ved la patria que os espera... Buscad a vuestro Dios y siempre lo encontraréis con los ojos fijos en vosotros, y en su mirada hallaréis la paz y la vida. - Lo que más agrada a mi Hijo-habla la Virgen- es el amor y la humildad. -Contémplame- habla Jesús- en la prisión, donde pasé gran parte de la noche. Los soldados venían a insultarme de palabra y de obra burlándose, empujándome, golpeándome... Al fin, hartos de Mí, me dejaron sólo, atado, en una habitación oscura y húmeda, sin más asiento que una piedra, donde mi cuerpo dolorido se quedó al poco rato, aterido de frío. Vamos ahora a comparar la prisión con el sagrario, y, sobre todo con los corazones de los que me reciben. En la prisión, pasé una noche no entera... pero en el Sagrario, ¡cuántas noches y días paso!... En la prisión me ultrajaron y maltrataron los soldados que eran mis enemigos... Pero en el Sagrario me maltratan y me insultan almas que me llaman Padre... y que no se portan como hijos!... En la prisión pasé frío y sueño, hambre y sed, vergüenza, dolores, soledad y desamparo, y desde allí veía, en el transcurso de los siglos, tantos sagrarios en los que me faltaría el abrigo del amor... ¡Cuántos corazones helados serían para mi cuerpo, frío y herido, como la piedra de la prisión!.... ¡Cuántas veces tendría sed de amor, sed de almas!... ¡Cuántos días espero que tal alma venga a visitarme en el sagrario y a recibirme en su corazón! ¡Cuántas noches me paso sólo y pensando en él! Pero se deja absorber por sus ocupaciones o dominar por la pereza, o por el temor de perjudicar su salud, y no viene. ¡Alma querida!. Yo esperaba que apagarías mi sed y que consolarías mi tristeza, ¡y no has venido!. ¡Qué de veces siento hambre de mis almas... de su fidelidad generosa!... ¿Sabrán calmarla con aquella ocasión de vencerse... con esta ligera mortificación?...¿Sabrán con su ternura y compasión aliviar mi tristeza? ¿Cuando llegue la hora del dolor... cuando hayan de pasar por una humillación...una contrariedad, una pena de familia o un momento de soledad y desolación...decirme desde el fondo del alma: "Te lo ofrezco para aliviar tu tristeza, para acompañarte en tu soledad"?. ¡Ah! Si de este modo supieran unirse a Mí, ¡con cuánta paz pasarían por aquella tribulación! Su alma saldría de ella fortalecida y habría aliviado mi Corazón. En la prisión sentí vergüenza al oír las horribles palabras que se proferían contra Mí... y esta vergüenza creció al ver que más tarde esas mismas palabras serían repetidas por almas muy amadas. Cuando aquellas manos sucias y repugnantes descargaban sobre Mí golpes y bofetadas, vi cómo sería muchas veces golpeado y abofeteado por tantas almas que sin purificarse de sus pecados, me recibirían en sus corazones, y con sus pecados habituales descargarían sobre Mí repetidos golpes. Cuando en la prisión me empujaban, y Yo, atado y falto de fuerzas caía en tierra, vi cómo tantas almas por no renunciar a una vana satisfacción me despreciarían, y atándome con las cadenas de su ingratitud, me arrojarían de su corazón y me dejarían caer en tierra, renovando mi vergüenza y prolongando mi soledad. ¡Almas escogidas! Mirad a vuestro Salvador en la prisión; contempladlo en esta noche de tanto dolor... Y considerad que este dolor se prolonga en la soledad de tantos sagrarios, en la frialdad de tantos corazones...
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Si queréis darme una prueba de vuestro amor, abridme vuestro pecho para que haga en él mi prisión. Atadme con las cadenas de vuestro amor... Cubridme con vuestras delicadezas... Alimentadme con vuestra generosidad... Apagad mi sed con vuestro celo... Consolad mi tristeza y desamparo con vuestra fiel compañía. Haced desaparecer mi dolorosa vergüenza con vuestra pureza y rectitud de intención. Si queréis que descanse en vosotros, preparadme un lugar de reposo con actos de mortificación. Sujetad vuestra imaginación, evitad el tumulto de las pasiones y en el silencio de vuestra alma, de vez en cuando oiréis mi voz que os dice suavemente:" Ahora eres mi descanso". Yo seré el tuyo en la eternidad; a ti que con tanto desvelo y amor me procuras la prisión de tu corazón, Yo te prometo que mi recompensa no tendrá límites y no te pesarán los sacrificios que hayas hecho por Mí durante tu vida. Después de haber pasado gran parte de la noche en la prisión, oscura, húmeda y sucia... después de haber sido objeto de los más viles escarnios y malos tratos por parte de los soldados, de insultos y de burlas de la muchedumbre curiosa... cuando mi cuerpo se encontraba extenuado a fuerza de tormentos... escucha, Josefa, los deseos que entonces sentía mi Corazón: lo que me consumía de amor y despertaba en Mí nueva sed de padecimientos, era el pensamiento de tantas y tantas almas a quienes este ejemplo había de inspirar el deseo de seguir mis huellas. Los veía, fieles imitadores de mi Corazón, aprendiendo de mi mansedumbre, paciencia, serenidad, no sólo para aceptar los sufrimientos y desprecios, sino aún para amar a los que los persiguen y, si fuera preciso, sacrificarse por ellos, como Yo me sacrifiqué para salvar a los mismos que así me maltrataban. Los veía, movidos por la gracia, corresponder al llamamiento divino, aprisionarse en la soledad, atarse con cadenas de amor, renunciar a cuanto amaban según la naturaleza, luchar con valor contra la rebeldía de sus pasiones, aceptar los desprecios, quizás los insultos, hasta ver por los suelos su fama y reputado por locura su modo de vivir... ¡y entretanto, conservar el corazón en paz, y unido íntimamente a su Dios y Señor! Así, en medio de tantos ultrajes y tormentos, el amor me encendía más y más en deseos de cumplir la voluntad de mi Padre, y mi Corazón, más fuertemente unido a Él en estas horas de soledad y dolor, se ofrecía a reparar su gloria ultrajada. Así vosotros, almas religiosas, que más de una vez pasáis a los ojos de las criaturas por inútiles y quizás por perjudiciales ¡no temáis! Dejad que griten contra vosotros, y en estas horas de soledad y de dolor, que vuestro corazón se una íntimamente a Dios, único objeto de vuestro amor. ¡Reparad su gloria ultrajada por tantos pecados! Al amanecer del día siguiente, Caifás ordenó que me condujeran a Pilatos para que pronunciara la sentencia de muerte. Éste me interrogó con gran sagacidad, deseoso de hallar causa de condenación; pero al mismo tiempo su conciencia le remordía y sentía gran temor ante la injusticia que contra Mí iba a cometer; al fin encontró un medio para desentenderse de Mí y mandó que me condujeran a Herodes. En Pilatos están fielmente representadas las almas que, sintiendo la lucha entre la gracia y sus pasiones se dejan dominar por el respeto humano y por un excesivo amor propio. Cuando se les presenta una tentación o se ven en peligro de pecar, dejándose cegar, procuran convencerse de que en aquello no hay ningún mal, ni corren peligro alguno, que tienen bastante talento para juzgar por sí mismos y no necesitan pedir consejo. Temen ponerse en ridículo a los ojos del mundo... Les falta energía para resistir y, cerrándose al impulso de la gracia, de esta ocasión caen en otra, hasta llegar, cediendo como Pilatos, a entregarme en manos de Herodes. Si se trata de un alma escogida, tal vez la ocasión no será de pecado grave. Pero para resistir a ella, hay que pasar por una humillación, soportar alguna molestia... Si en vez de seguir el movimiento de la gracia, y de descubrir lealmente su tentación, esta alma se sugestiona a sí misma convenciéndose que no hay motivo para apartarse de aquella ocasión
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o renunciar a aquel gusto, bien pronto caerá en mayor peligro. Como Pilatos, acabará por cegarse, perderá la fortaleza para obrar con rectitud, y poco a poco, me entregará. A todas las preguntas que Pilatos me hizo, nada respondí; mas cuando me dijo: ¿Eres Tú el Rey de los judíos?. Entonces con gravedad y entereza le dije: Tú lo has dicho: Yo soy Rey, pero mi Reino no es de este mundo. Con estas palabras, quise enseñar a muchas almas cómo cuando se presenta la ocasión de soportar un sufrimiento, una humillación que podrían fácilmente evitar, deben contestar con generosidad. Mi reino no es de este mundo, es decir, no busco las alabanzas de los hombres; mi patria no es ésta, ya descansaré en la que lo es verdaderamente; ahora, ánimo para cumplir mi deber sin tener en cuenta la opinión del mundo... Si por ello me sobreviene una humillación o un sufrimiento, no importa, no retrocederé, escucharé la voz de la gracia, ahogando los gritos de la naturaleza. Y si no soy capaz de vencer sólo, pediré fuerzas y consejo, pues en muchas ocasiones las pasiones y el excesivo amor propio ciegan al alma y la impulsan a obrar el mal. Entonces Pilatos, dominado por el respeto humano y temiendo, por otra parte, hacerse responsable de mi causa, mandó que me llevaran a la presencia de Herodes. Era éste un hombre corrompido, que no buscaba más que el placer, dejándose arrastrar de sus pasiones desordenadas. Se alegró de verme comparecer ante su tribunal, pues esperaba divertirse con mis discursos y milagros. Considerad, almas queridas, la repulsión que experimenté al verme ante aquel hombre vicioso cuyas preguntas, gestos y movimientos me cubrían de confusión. Escuchad las calumnias... los falsos testimonios y los escarnios de aquella turba vil, ávida solamente de escándalos. Herodes esperaba que Yo contestaría a sus preguntas sarcásticas, pero no quise despegar los labios; guardé en su presencia el más profundo silencio. No contestar era la mayor prueba que podía darle de mi dignidad. Sus palabras obscenas no merecían cruzarse con las mías purísimas. Entretanto, mi Corazón estaba íntimamente unido a mi Padre Celestial. Me consumía en deseos de dar por las almas hasta la última gota de mi Sangre. El pensamiento de todas las almas que, más tarde, habían de seguirme, conquistadas por mis ejemplos y liberalidad, me encendía en amor, y no sólo gozaba en aquel terrible interrogatorio, sino que deseaba soportar el suplicio de la Cruz. Así, después de sufrir en silencio las afrentas más ignominiosas, dejé que me trataran de loco y me cubrieran con una vestidura blanca en señal de burla; después, en medio de gritos furiosos, me llevaron de nuevo a la presencia de Pilatos. Mira cómo este hombre, confundido y enredado en sus propios lazos, no sabe qué hacer de Mí, y para apaciguar el furor del populacho, manda que me hagan azotar. Así son las almas cobardes que, faltas de generosidad para romper enérgicamente con las exigencias del mundo o de sus propias pasiones, en vez de cortar de raíz aquello que la conciencia les reprende, ceden a un capricho, se conceden una ligera satisfacción, capitulan en parte con lo que la pasión exige. Se vencen en tal punto pero no en tal otro en que el esfuerzo tiene que ser mayor. Se mortifican en una ocasión pero no en otras, cuando para seguir la inspiración de la gracia han de privarse de ciertos gustillos que halagan la naturaleza y alimentan la sensualidad. Y para acallar los remordimientos, se dicen a sí mismos: "Ya me he privado de ésto"... sin ver que es sólo la mitad de lo que la gracia les pide. Así, por ejemplo, si alguno, impulsado, no por la caridad y el deseo del bien al prójimo, sino por un secreto movimiento de envidia, procura divulgar una falta ajena, la gracia y la conciencia levantan la voz y le dicen que aquello es una injusticia, y que no procede de bueno sino de mal espíritu. Quizás tenga un instante de lucha interior, pero, cobarde al fin, su pasión inmortificada lo ciega y procura inventar un arreglo que, a la vez,
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acalle su conciencia y satisfaga su mala inclinación: esto es, callar en parte lo que debía callar del todo; y se excusa diciendo: "Tiene que saberlo... sólo diré una palabra"... Alma querida, como Pilatos, me haces flagelar. Ya has dado un paso... Mañana darás otro... ¿Crees satisfacer así tu pasión? No; pronto te pediré más, y como no has tenido valor para luchar con tu propia naturaleza en esta pequeñez, mucho menos la tendrás después, cuando la tentación sea mayor. Miradme, almas tan amadas de mi Corazón, dejándome conducir con la mansedumbre de un cordero al terrible y afrentoso suplicio de la flagelación. Sobre mi cuerpo ya cubierto de golpes y agobiado de cansancio, los verdugos descargan cruelmente con cuerdas embreadas y con varas, terribles azotes. Y es tanta la violencia con que me hieren, que no quedó en Mí un sólo hueso que no fuese quebrantado por el más terrible dolor... la fuerza de los golpes me produjo innumerables heridas... Las varas arrancaban pedazos de piel y carne divina... La sangre brotaba de todos los miembros de mi Cuerpo, que estaba en tal estado, que más parecía monstruo que hombre. ¡Ah! ¿Cómo podéis contemplarme en este mar de dolor y de amargura sin que vuestro corazón se mueva a compasión? Pero no son los verdugos los que me han de consolar, sino vosotros, almas queridas, aliviad mi dolor... contemplad mis heridas, y ved si hay quien haya sufrido tanto para probaros su amor. Dirigiéndose a Josefa, exclama Jesús: - Contémplame en este estado de ignominia, Josefa. Ella levanta los ojos y ve a Jesucristo, en pie, delante de ella, en el estado tristísimo en que lo ha dejado la flagelación. Largo rato permanece en esta dolorosa contemplación, como si el Divino Maestro quisiera grabar para siempre en su alma la imagen de sus padecimientos. - Lo vi- cuenta Josefa- en el mismo estado en que se hallaba después de la flagelación, y sentí tan gran compasión al verlo, que creo que desde ahora tendré valor para todo lo que haya de sufrir hasta el fin de mi vida. Jamás he visto un dolor que se asemeje, ni siquiera de lejos, al dolor de Nuestro Señor. Lo que más me ha impresionado son sus ojos. Esos ojos hermosísimos, que cuando miran penetran hasta el fondo del alma... ¡Y dicen tantas cosas! Hoy estaban cerrados... muy hinchados y llenos de sangre, que le caía por la cara, los ojos y la boca. Estaba de pie, pero encogido y atado a no sé a qué, pues yo no veía sino a Jesús. Atadas también las manos, una con otra, y ensangrentadas. El cuerpo todo cubierto de heridas y de manchas negras y las venas de los brazos muy hinchadas y de color oscuro. Por varias partes, jirones de carne, como desprendidos, en particular en el hombro izquierdo. Sus vestiduras estaban en el suelo, llenas de sangre y una cuerda muy apretada sujetaba en la cintura un trozo de tela, tan ensangrentado que no se distinguía su propio color. - Cuando los brazos de aquellos hombres crueles- prosigue narrando Jesúsquedaron rendidos a fuerza de descargar golpes sobre mi cuerpo, colocaron sobre mi cabeza una corona tejida con ramas de espinas, y desfilando por delante de Mí me decían: "¿Con que eres Rey? ¡Te saludamos!..." Unos me escupían... otros me insultaban... otros descargaban nuevos golpes sobre mi cabeza, cada uno añadía un nuevo dolor a mi cuerpo maltratado y deshecho. Miradme, almas queridas, condenado por inicuos tribunales...entregado a la multitud que me insulta y profana mi cuerpo...como si no fuera bastante el cruel suplicio de la flagelación para reducirme al más humillante estado, me coronan de espinas, me revisten de un manto de grana, me saludan como a un rey de irrisión y me tienen por loco. Yo, que soy el Hijo d Dios, el sostén del Universo, he querido pasar a los ojos de los hombres por el último y el más despreciable de todos. No rehuyo la humillación, antes me abrazo con ella, para expiar los pecados de soberbia y atraer a las almas a imitar mi ejemplo.
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Permití que me coronasen de espinas y que mi cabeza sufriera igualmente para expiar la soberbia de muchas almas que rehúsan aceptar aquello que les rebaja a los ojos de las criaturas. Consentí que pusieran sobre mis hombros un manto de escarnio y que me llamasen loco, para que las almas no se desdeñen de seguirme por un camino que a los mundanos parece bajo y vil, y quizás a ellas mismas, indigno de su condición. No, almas queridas, no hay camino, estado ni condición humillante cuando se trata de cumplir la Voluntad divina. No queráis resistir, buscando con vanos y soberbios pensamientos el modo de seguir la Voluntad de Dios haciendo la vuestra. Ni creáis que hallaréis la verdadera paz y alegría en una condición más o menos brillante a los ojos de las criaturas... No; sólo la encontraréis en el exacto cumplimiento de la Voluntad divina y en la entera sumisión para aceptar todo lo que ella os pida. Hay en el mundo muchas jóvenes que cuando llega el momento de decidirse para contraer matrimonio, se sienten atraídas hacia aquél en quien descubren cualidades de honradez, vida cristiana y piadosa, fiel cumplimiento del deber, así en el trabajo como en el seno de la familia, todo, en fin, lo que puede llenar las aspiraciones de su corazón. Pero en aquella cabeza germinan pensamientos de soberbia... y empieza a discurrir así: "Tal vez éste satisfaría los anhelos de mi corazón pero, en cambio, no podré figurar ni lucir en el mundo. Entonces se ingenian para buscar otro, en el cual pasarán por más nobles, más ricas, llamarán la atención y se granjearán la estima y los halagos de las criaturas. ¡Ah! ¡Cuán neciamente se ciegan estas pobres almas! Óyeme, hija mía; no encontrarás la verdadera felicidad en este mundo y... quizás no la encuentres tampoco en el otro. ¡Mira que te pones en gran peligro! ¿Y que diré a tantas almas a quienes llamo a la vida perfecta, a una vida de amor, y que se hacen sordas a mi voz? ¡Cuántas ilusiones, cuánto engaño, hay en almas que aseguran están dispuestas a hacer mi Voluntad, a seguirme, a unirse y a consagrarse a Mí, y sin embargo, clavan en mi cabeza la corona de espinas! Hay almas a quienes quiero por esposas (religiosas) y, conociendo como conozco los más ocultos repliegues de su corazón, amándolas como las amo, con delicadeza infinita, deseo colocarlas allí donde en mi sabiduría veo que encontrarán todo cuanto necesitan para llegar a una encumbrada santidad. Allí donde mi Corazón se manifestará a ellas y donde me darán más gloria... más consuelo... más amor y más almas. ¡Pero cuántas resistencias!... ¡Y cuántas decepciones sufre mi Corazón! ¡Cuántas almas ciegas por el orgullo, la sed de fama y de honra, el deseo de colmar sus vanos apetitos y una baja y mezquina ambición de ser tenidas en algo... se niegan a seguir el camino que les traza mi amor!. Almas por Mí escogidas con tanto cariño, ¿creéis darme la gloria que Yo esperaba de vosotras haciendo vuestro gusto? ¿Creéis cumplir mi Voluntad resistiendo a la voz de la gracia que os llama y encamina por esa senda que vuestro orgullo rechaza? Coronado de espinas y cubierto con un manto de púrpura los soldados me presentaron de nuevo a Pilatos, gritando ferozmente, insultándome en son de burla a cada paso que daba. No encontrando en Mí delito para castigarme, Pilatos me hizo varias preguntas, diciéndome que por qué no le contestaba, siendo así que él tenía todo poder sobre Mí... Entonces, rompiendo mi silencio, le dije: - No tendrías ese poder si no se te hubiese dado de arriba; pero es preciso que se cumplan las Escrituras. Y cerrando de nuevo los labios me entregué... Pilatos, perturbado por el aviso de su mujer y perplejo entre los remordimientos de su conciencia y el temor de que el pueblo se amotinase contra él, buscaba medios para liberarme... Y me expuso a la vista del populacho en el lastimoso estado en que me hallaba,
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proponiéndoles darme libertad y condenar en mi lugar a Barrabás, que era un ladrón y criminal famoso... A una voz contestó el pueblo: -¡Que muera y que Barrabás sea puesto en libertad! ¡Almas que me amáis, ved cómo me han comparado a un criminal y ved cómo me han rebajado más que al más perverso de los hombres!...¡Oíd qué furiosos gritos lanzan contra Mí! ¡Ved con qué rabia piden mi muerte! ¿Rehusé, acaso, pasar por tan penosa afrenta? No, antes al contrario, me abracé con ella por amor a las almas, por amor a vosotros y para mostraros que este amor no me llevó tan sólo a la muerte, sino al desprecio, a la ignominia, al odio de los mismos por quienes iba a derramar mi Sangre con tanta profusión. No creáis, sin embargo, que mi naturaleza humana no sintió repugnancia ni dolor... por el contrario, quise sentir todas vuestras repugnancias y estar sujeto a vuestra misma condición, dejándoos un ejemplo que os fortalezca en todas las circunstancias de la vida. Así, cuando llegó este momento tan penoso, aunque hubiese podido líbrame de él, no sólo no me libré sino que lo abracé por amor y para cumplir la voluntad de mi Padre. Para reparar su gloria, satisfacer por los pecados del mundo y alcanzar la salvación de innumerables almas. Ahora quiero volver a tratar de las almas de quienes hablaba antes. De estas almas a quienes llamo al estado perfecto pero vacilan, diciendo entre sí: "No puedo resignarme a esta vida de oscuridad... no estoy acostumbrado a estos quehaceres tan bajos... ¿qué dirán mi familia, mis amistades?" Y se persuaden de que con la capacidad que tienen o creen tener serán más útiles en otro lugar. ¿Rehusé Yo o vacilé siquiera cuando me vi nacer de familia pobre y humilde... en un establo fuera de mi casa y de mi patria... de hecho... en la más cruda estación del año?... Después viví treinta años de trabajo oscuro y rudo en un taller de carpintero, pasé humillaciones y desprecios de parte de los que encargaban trabajos a mi padre San José... no me desdeñé de ayudar a mi Madre en las faenas de la casa... y sin embargo, ¿no tenía más talento que el que se requiere para ejercer el tosco oficio de carpintero, Yo que a la edad de doce años enseñé a los Doctores en el Templo? Pero era la Voluntad de mi Padre celestial y así lo glorificaba. Cuando dejé Nazaret y empecé mi vida pública, habría podido darme a conocer por Mesías e Hijo de Dios, para que los hombres escuchasen mis enseñanzas con veneración; pero no lo hice, porque mi único deseo era cumplir la Voluntad de mi Padre... Y cuando llegó la hora de mi Pasión, a través de la crueldad de los unos y de las afrentas de los otros, del abandono de los míos y de la ingratitud de las turbas... a través del indecible martirio de mi cuerpo y de las vivísimas repugnancias de mi naturaleza humana, mi alma, con mayor amor aún, se abrazaba con la Voluntad de mi Padre Celestial. Entendedlo, almas escogidas, cuando, después de haber pasado por encima de las repugnancias y sutilezas del amor propio, que os sugiere vuestra naturaleza o la familia o el mundo, abracéis con generosidad la Voluntad divina, sólo entonces llegaréis a gozar de las más inefables dulzuras, en una íntima unión de voluntades entre Dios y vuestra alma. Ésto que he dicho a las almas que sienten horror a la vida humilde y oscura, lo repito a las que, por el contrario, son llamadas a trabajar en continuo contacto con el mundo, cuando su atractivo sería la completa soledad y los trabajos humildes y ocultos... ¡Almas escogidas!: Vuestra felicidad y vuestra perfección no consisten en ser conocidas o desconocidas de las criaturas, ni en emplear u ocultar el talento que poseéis, ni en ser estimadas o despreciadas, ni en gozar de salud o padecer enfermedad... Lo único que os procurará felicidad cumplida es hacer la voluntad de Dios, abrazarla con amor, y por amor unirse y conformarse con entera sumisión a todo lo que por su gloria y vuestra santificación os pida.
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Meditad un momento el indecible martirio de mi Corazón, tan tierno y delicado, al verse pospuesto a Barrabás... ¡Cuánto sentí aquel desprecio! y ¡cómo traspasaban lo más intimo de mi alma aquellos gritos que pedían mi muerte! ¡Cómo recordaba entonces las ternuras de mi Madre, cuando me estrechaba sobre su Corazón! ¡Qué presente tenía los desvelos y fatigas que para mostrarme su amor sufrió mi Padre adoptivo! ¡Cuán vivamente se presentaban a mi memoria los beneficios que con tanta liberalidad derramé sobre aquel pueblo ingrato!... ¡Dando vista a los ciegos, devolviendo la salud a los enfermos, el uso de sus miembros a los que los habían perdido!...¡Dando de comer a las turbas y resucitando a los muertos! Y ahora, ¡vedme reducido al estado más despreciable! ¡Soy el más odiado de los hombres y se me condena a muerte como a un ladrón infame!... ¡Pilatos ha pronunciado la sentencia! ¡Almas queridas! : ¡Considerad atentamente cuánto sufrió mi Corazón! Desde que Judas me entregó en el Huerto de los Olivos, anduvo errante y fugitivo, sin poder acallar los gritos de su conciencia, que le acusaba del más horrible sacrilegio. Cuando llegó a sus oídos la sentencia de muerte pronunciada contra Mí, se entregó a la más terrible desesperación y se ahorcó. ¿Quién podrá comprender el dolor intenso de mi Corazón cuando vi lanzarse a la perdición eterna esa alma que había pasado tres años en la escuela de mi amor, aprendiendo mi doctrina, recibiendo mis enseñanzas, oyendo tantas veces cómo perdonaban mis labios a los más grandes pecadores? ¡Ah¡ ¡Judas! ¿Por qué no vienes a arrojarte a mis pies, para que te perdone? Si no te atreves a acercarte a Mí por temor a los que me rodean, maltratándome con tanto furor, mírame al menos, ¡verás cuán pronto se fijan en ti mis ojos!... Almas que estáis enredadas en los mayores pecados. Si por más o menos tiempo habéis vivido errantes y fugitivos a causa de vuestros delitos, si los pecados de que sois culpables os han cegado y endurecido el corazón, si por seguir alguna pasión habéis caído en los mayores desórdenes, ¡ah!, no dejéis que se apodere de vosotros la desesperación, cuando os abandonen los cómplices de vuestro pecado o cuando vuestra alma se dé cuenta de su culpa...Mientras el hombre cuenta con un instante de vida, aún tiene tiempo de recurrir a la misericordia y de implorar el perdón. Si no sois jóvenes y los escándalos de vuestra vida pasada os han degradado ante los hombres, ¡no temáis! Aún cuando el mundo os desprecie, os trate de malvados, os insulte, os abandone; estad seguros de que vuestro Dios no quiere que vuestra alma sea pasto de las llamas del Infierno. Desea que os acerquéis a Él para perdonaros. Si no os atrevéis a hablarle dirigidle miradas y suspiros del corazón y pronto veréis que su mano bondadosa y paternal os conduce a la fuente del perdón y de la vida. Si por malicia habéis pasado quizás gran parte de vuestra vida en el desorden o en la indiferencia, y cerca ya de la eternidad, la desesperación quiere poneros una venda en los ojos, no os dejéis engañar, aún es tiempo de perdón, y ¡oídlo bien!, si os queda un segundo de vida, aprovechadlo, porque en él podéis ganar la vida eterna... Si ha transcurrido vuestra existencia en la ignorancia y el error, si habéis sido causa de grandes daños para los hombres, para la sociedad y hasta para la Religión, y por cualquier circunstancia conocéis vuestro error, no os dejéis abatir por el peso de las faltas ni por daño de que habéis sido instrumento, sino por el contrario, dejando que vuestra alma se inunde del más vivo pesar, abismaos en la confianza y recurrid al que siempre os está esperando para perdonaros todos los yerros de vuestra vida. Lo mismo sucede, si se trata de un alma que ha pasado los primeros años de su vida en la fiel observancia de mis Mandamientos, pero que ha decaído poco a poco del fervor, pasando a vida tibia y cómoda... Se ha olvidado de que tiene un alma que aspiraba a mayor perfección. Dios le pedía más, pero cegándose a fuerza de consentir en sus defectos habituales, se ha dejado invadir
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por el hielo de la tibieza. Peor, en cierto modo, que si hubiera caído en grandes pecados, porque la conciencia, sorda y dormida, no escucha la voz de Dios y acaba por no sentir remordimiento. Pero un día recibe una fuerte sacudida que lo despierta; entonces aparece su vida inútil, vacía, sin méritos para la eternidad. El demonio, con infernal envidia lo ataca de mil maneras, le inspira desaliento y tristeza, y abultándole sus faltas, acaba por llevarla al temor y a la desesperación. Almas que tanto amo, no escuchéis a este cruel enemigo. Venid cuánto antes a arrojaros a mis pies y, llenas de un vivo dolor, implorad misericordia y no temáis. Os perdono. Volved a empezar vuestra vida de fervor, recobraréis los méritos perdidos y mi gracia no os faltará. ¡Ah! Si por una causa o por otra, tu alma despierta, ten en cuenta que el diablo, envidioso de tu bien, te asaltará por todos los medios posibles. Te dirá que es demasiado tarde; que todos tus esfuerzos son inútiles, te llenará de miedo y repugnancia para descubrir sinceramente el estado de tu alma... llegará como a ahogarte para que no puedas hablar, a fin de que tu alma no se abra a la luz; y trabajará con saña para quitarte la paz y la confianza. Escucha, alma querida: Yo te diré lo que has de hacer. En cuanto sientas la moción de la gracia y antes de que sea más fuerte la lucha, acude a mi Corazón, pídele que vierta una gota de su Sangre sobre tu alma. ¡Ven a Mí! ¡Y no temas por lo pasado! Mi Corazón lo ha sumergido en el abismo de mi misericordia y mi amor te prepara nuevas gracias. Tu vida pasada te dará la humildad que te llenará de méritos, y si quieres darme la mejor prueba de amor, ten confianza y cuenta con mi perdón. Cree que nunca llegarán a ser mayores tus pecados que mi misericordia, pues es infinita. En tanto que mi Corazón estaba profundamente abismado en la tristeza por la eterna perdición de Judas, los crueles verdugos, insensibles a mi dolor, cargaron sobre mis hombros llagados la dura y pesada cruz en que habían de consumar el misterio de la Redención del mundo. ¡Contempladme, ángeles del cielo...! ¡Ved al Creador de todas las maravillas, al Dios a Quién rinden adoración los espíritus celestiales, caminando hacia el Calvario y llevando sobre sus hombros el leño santo y bendito que va a recibir su último suspiro!...Vedme también vosotras, almas que deseáis ser mis fieles imitadoras. Mi cuerpo, destrozado por tanto tormento, camina sin fuerzas, bañado de sudor y sangre... ¡Sufro... sin que nadie se compadezca de mi dolor! La multitud me acompaña y no hay una sola persona que tenga piedad de Mí... ¡Todos me rodean como lobos hambrientos, deseosos de devorar su presa! ¡La fatiga que siento es tan grande y la Cruz tan pesada, que a mitad del camino caigo desfallecido... ¡Ved cómo me levantan aquellos hombres inhumanos del modo más brutal: uno me agarra de un brazo, otro tira de mis vestidos que estaban pegados a mis heridas!; éste me toma por el cuello, otro por los cabellos, otros descargan terribles golpes en todo mi cuerpo con los puños y hasta con los pies. La Cruz cae encima de Mí y su peso me causa nuevas heridas. Mi rostro roza con las piedras del camino y con la sangre que por él corre se pegan a mis ojos y a toda mi sagrada faz el polvo y el barro, y quedo convertido en el objeto más repugnante. Seguid conmigo unos momentos y a los pocos pasos me veréis en presencia de mi Madre Santísima, que con el Corazón traspasado de dolor sale a mi encuentro. Considerad el martirio de estos dos Corazones. Lo que más ama mi Madre es su Hijo... y no puede darme ningún alivio, y sabe que su vista aumentará mis sufrimientos. Para Mí lo más grande es mi Madre y no solamente no la puedo consolar, sino que el lamentable estado en que me ve, produce en su Corazón un sufrimiento semejante al mío: ¡la muerte que Yo sufro en el cuerpo la recibe mi Madre en el Corazón!
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¡Ah!, cómo se clavan en Mí sus ojos!, ¡y los míos, oscurecidos y ensangrentados, se clavan también en Ella! No pronunciamos una sola palabra; pero ¡cuántas cosas se dicen nuestros Corazones en esta dolorosa mirada! Jesús se calla. No parece sino que la emoción lo embarga, al recuerdo del dolor de su Madre. Josefa queda sobrecogida, sin atreverse a romper el silencio. Al fin, se decide a preguntar a su Maestro si la Virgen había tenido noticia de todos sus tormentos durante la Pasión. -Sí- respondió benignamente el Señor- mi Madre estuvo presente en todos los tormentos de mi Pasión, que por revelación divina se presentaban a su espíritu. Además, varios discípulos, aunque permaneciendo lejos, por miedo a los judíos, procuraban enterarse de todo e informaban a mi Madre. Cuando supo que ya se había pronunciado la sentencia de muerte, salió a mi encuentro y no me abandonó hasta que me depositaron en el sepulcro... - La comitiva avanza hacia el Calvario- prosigue Jesús- Aquellos hombres inicuos, temiendo verme morir antes de llegar al término, se entienden entre sí para buscar a alguien que me ayude a llevar la Cruz, y alquilan a un hombre de las cercanías llamado Simón. Mírame en medio de esta turba insolente... Entra en mi Corazón... Considera cuánto sufre al encontrarse sólo, pues todos los que decían que me amaban, me han abandonado. ¡Oh Padre mío! ¡Padre Celestial! ¡Te ofrezco esta tristeza y soledad para que te dignes acompañar y sostener a las almas cuando pasen del tiempo a la eternidad! En mi Pasión no tenía más deseo que el de glorificar a mi Padre, devolverle la honra que el pecado le había quitado y reparar las ofensas de los hombres. Por eso me sometí con profundísima humildad a todo lo que su divino beneplácito disponía y, abrasado en el celo de su gloria y en amor a su Voluntad santísima, sufrí con la más entera y cumplida obediencia. ¡Dios mío y Padre mío!: Que mi dolorosa soledad te glorifique. Que mi paciencia y sumisión te aplaque. No descargues sobre las almas tu justa cólera. Ve a tu Hijo, maniatado con las cadenas que le pusieron sus verdugos. ¡Por la paciencia admirable con que soportó tantos suplicios perdona a los pecadores! Sostén a los que están a punto de caer por flaqueza. Acompáñalos en la hora de "prisión" y dale fuerza para soportar las penas y miserias de la vida con entera sumisión a tu santa y adorable Voluntad. - Mira detrás de Mí- continúa Jesús su relato, tras esta Oración al Padre- a Simón, ayudándome a llevar la Cruz, y considera, ante todo, dos cosas: Este hombre, aunque de buena voluntad, es un mercenario, porque si me acompaña y comparte conmigo el peso de la Cruz, es porque ha sido alquilado Por eso cuando siente demasiado cansancio, deja caer más peso sobre Mí y así caigo en tierra dos veces. Además, este hombre me ayuda a llevar parte de la Cruz, pero no toda la Cruz. Veamos el sentido de estas dos circunstancias. Simón, está alquilado, o sea, que busca en su trabajo cierto interés. Hay muchas almas que caminan así en pos de Mí. Se comprometen a ayudarme a llevar la Cruz, pero todavía desean consuelo y descanso; consienten en seguirme y con este fin han abrazado la vida perfecta; pero no abandonan el propio interés, que sigue siendo, en muchos casos, su primer cuidado; por eso vacilan y dejan caer mi Cruz cuando les pesa demasiado. Buscan la manera de sufrir lo menos posible, miden su abnegación, evitan cuanto pueden la humillación y el cansancio... y acordándose quizás con pesar de lo que dejaron, tratan de procurarse ciertas comodidades interesadas y tan egoístas, que han venido en mi seguimiento más por ellas que por Mí... Se resignan tan sólo a soportar lo que no pueden evitar o aquello a que las obligan... No me ayudan a llevar más que una partecita de mi Cruz, y de tal suerte, que apenas si pueden adquirir los méritos indispensables para su salvación. Pero en la eternidad verán ¡qué atrás han quedado en el camino que debían recorrer!. Por el contrario, hay almas, y no pocas, que movidas por el deseo de su salvación, pero sobre todo, por el amor que les inspira la vista de lo que por ellas he sufrido, se deciden a seguirme y se entregan a mi servicio, no para ayudarme a llevar parte de la Cruz,
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sino para llevarla toda entera. Su único deseo es descansarme... consolarme... se ofrecen a todo cuanto les pida mi Voluntad, buscando cuanto pueda agradarme; no piensan ni en los méritos, ni en la recompensa que les espera, ni en el cansancio ni en el sufrimiento... Lo único que tienen presente es el amor que me demuestran y el consuelo que me procuran. Si mi Cruz se presenta bajo la forma de una enfermedad, si se oculta debajo de una ocupación contraria a sus inclinaciones o poco conforme a sus aptitudes, si va acompañada de algún olvido de las personas que las rodean la aceptan con entera sumisión. Suponed que llenas de buenos deseos, y movidas de gran amor a mi Corazón y de celo por las almas, hacen lo que creen mejor en tal o cual circunstancia; mas en vez del resultado que esperaban recogen toda clase de molestias y humillaciones... Esas almas que obrando sólo a impulsos del amor se abrazan con todo, y viendo en ello mi Cruz, la adoran y se sirven de ella para procurar mi gloria. ¡Ah!, estas almas son las que verdaderamente llevan mi Cruz, sin otro interés ni otra paga que mi amor...Son las que me consuelan y glorifican. Tened, ¡almas queridas!, como cosa cierta que si ustedes no veis el resultado de vuestros sufrimientos y de vuestra abnegación, o lo veis más tarde, no por eso han sido vanos e infructuosos, antes por el contrario, el fruto será abundante. El alma que ama de veras no cuenta lo que ha trabajado ni pesa lo que ha sufrido. No regatea fatigas ni trabajos. No espera recompensas: busca tan sólo aquello que cree de mayor gloria para su Amado. Obra rectamente y acepta los resultados sin protestas ni disculpas. Obra por amor y así procura que sus trabajos y sacrificios tengan por único fin la gloria de Dios. No se turba ni se inquieta, y mucho menos pierde la paz si, por cualquier circunstancia, se ve contrariada y aún tal vez perseguida y humillada, porque el único móvil de sus actos es el amor y sólo por amor ha obrado. Éstas son las almas que no buscan salario. Lo único que esperan es mi consuelo, mi descanso y mi gloria. Éstas son las que llevan toda mi Cruz y todo el peso que mi Voluntad santa quiere cargar sobre ellas. Ya estamos cerca del Calvario. ¡La multitud se agita porque se acerca el terrible momento! Extenuado de fatiga, apenas si puedo andar. Tres veces he caído en el trayecto. Una, a fin de dar fuerza para convertirse a los pecadores habituados al pecado; otra, para dar aliento a las almas que caen por fragilidad, y a las que ciega la tristeza o la inquietud; la tercera, para ayudarles a salir del pecado en la hora de la muerte. ¡Mira con qué crueldad me rodean estos hombres endurecidos!...Unos tiran de la Cruz y la tienden en el suelo; otros me arrancan los vestidos pegados a las heridas, que se abren de nuevo, y vuelve a brotar la sangre. ¡Miradme, almas queridas, cuánta es la vergüenza que padezco al verme así ante aquella inmensa muchedumbre! ¡Qué dolor para mi cuerpo y qué confusión para mi alma! Los verdugos me arrancan la túnica, ¡y la sortean! ¿Cuál sería la aflicción de mi Madre, que contemplaba esta terrible escena?... ¡Cuánto hubiera deseado Ella conservar aquella túnica, teñida y empapada ahora con mi sangre! Pero... ha llegado la hora y, tendiéndome sobre la Cruz, los verdugos toman mis brazos y los estiran para que lleguen a los taladros preparados en ella... Con atroces sacudidas todo mi cuerpo se quebranta, se balancea de un lado a otro y las espinas de la corona penetran en mi cabeza más profundamente. ¡Oíd el primer martillazo que clava mi mano derecha... resuena hasta las profundidades de la tierra. ¡Oíd! ...Ya clavan mi mano izquierda... Ante semejante espectáculo los cielos se estremecen, los ángeles se postran. ¡Yo guardo profundo silencio!...¡Ni una queja se escapa de mis labios!
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Después de clavarme las manos, tiran cruelmente de los pies... Las llagas se abren... los nervios se desgarran... los huesos se descoyuntan... ¡El dolor es inmenso!...mis pies quedan traspasados... y mi sangre baña la tierra... Contemplad un instante estas manos y estos pies ensangrentados... este cuerpo desnudo, cubierto de heridas y de sangre... Esta cabeza traspasada por agudas espinas, empapada en sudor, lleno de polvo y de sangre. Admirad el silencio, la paciencia y la conformidad con que acepto este cruel sufrimiento. ¿Quién es el que sufre así, víctima de tales ignominias?...Es Jesucristo, el Hijo de Dios, el que ha creado al hombre, el que todo lo sostiene con su poder infinito... Está ahí, inmóvil... despreciado..., despojado de todo...pero muy pronto será imitado y seguido por multitud de almas que abandonarán bienes de fortuna, patria, familia, honores, bienestar y cuanto sea necesario para darle la gloria y el amor que le son debidos. Y mientras los martillazos resuenan en el espacio, la tierra tiembla y el Cielo se reviste de silencio, los ángeles se postran en adoración. ¡Un Dios clavado en la Cruz!. ¡Contempla a tu Jesús tendido en la Cruz!...sin poder hacer el menor movimiento... sin fama, sin honra,....sin libertad...Todo se lo han arrebatado... ¡No hay quien se apiade y se compadezca de su dolor!... ¡Sólo recibe tormentos, escarnios y burlas! Soy para las almas lo que ellas quieren que sea. Si me quieren por Padre, seré Padre... Esposo, si me desean por Esposo... Si necesitan fortaleza, seré su fortaleza, y si desean consolarme, me dejaré consolar. Mi único deseo es darme y derramar sobre ellas todas las gracias que mi Corazón les prepara y que no puede contener... El Amor se entrega a los suyos en alimento y ese alimento es la sustancia que sostiene y da vida. El Amor se humilla delante de los suyos y así los levanta a la más alta dignidad. El Amor se da todo entero con gran generosidad y sin reserva. ¡Se sacrifica, se inmola, se entrega con ardor, con vehemencia a los que ama! ¡Qué locura de amor es la Eucaristía! ¡Y el Amor es el que me lleva a la muerte! Ya ha llegado la hora de la Redención del mundo... Me van a levantar y a ofrecer como espectáculo de burla... Pero también de admiración... - Después de un momento- habla Josefa- Lo he visto otra vez. Estaba clavado en la cruz y levantado ya en alto. -¡El mundo ha encontrado la paz!- habla Jesús- Esta Cruz que hasta aquí era el patíbulo donde expiraban los criminales, es ahora la luz del mundo, el objeto de mayor veneración. En mis llagas encontrarán los pecadores el perdón y la vida: mi Sangre lavará y borrará todas sus manchas... En mis llagas las almas puras vendrán para saciar su sed y abrasarse en amor. En ellas podrán guarecerse y fijar su morada. El mundo ya ha encontrado su Redentor y las almas escogidas el modelo que deben imitar... -Jesús- habla Josefa- estaba clavado en la Cruz. Tenía la corona de espinas puesta, y estas espinas, que son bastante largas, penetraban muy hondo en su cabeza Una que era más larga entraba por encima de la frente y salía por cerca del ojo izquierdo, que estaba muy hinchado Su cara, llena de sangre y polvo, estaba un poco inclinada hacia adelante y hacia el lado izquierdo. Los ojos, aunque hinchados y ensangrentados, estaban abiertos y miraban hacia abajo. En varias partes de su cuerpo herido faltaban jirones de carne y de piel. Brotaba sangre de la cabeza y de las otras heridas. Sus labios amoratados, y un poco torcida la boca, aunque la última vez que lo he visto, a las dos y media, la boca había recobrado su aspecto normal. En fin, inspiraba tal compasión, que es imposible contemplarlo sin traspasarse el alma de dolor... lo que me ha causado más pena es que ni siquiera tenía libertad para
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acercarse una mano a la cara... En fin, verlo clavado así, manos y pies, me dará fuerza para dejarlo todo y someterme a su Voluntad aún en aquello que más me cuesta. Es de notar que, cuando lo he visto así en la cruz, le habían arrancado la barba, que antes daba gran majestad a su rostro. Sus cabellos, que son tan hermosos, ahora estaban en desorden, llenos de sangre y le caían por la cara. Creo que eran las dos y media cuando dijo Jesús con voz entrecortada: -¡Padre!, perdónalos porque no saben lo que hacen... No han conocido al que es su vida. Han descargado sobre Él todo el furor de sus iniquidades... mas, Yo te lo ruego, ¡oh, Padre mío!, descarga sobre ellos la fuerza de tu misericordia. - Pasado un instante- habla Josefa- le oí decir: - Hoy estarás conmigo en el Paraíso... Porque tu fe en la misericordia de tu Salvador ha borrado tus crímenes... ella te conduce a la vida eterna. - Mujer he ahí a tu hijo. ¡Madre mía! ¡He ahí a mis hermanos!... ¡Guárdalos!...¡Ámalos!. No estáis solos, vosotros por quiénes he dado mi vida... Tenéis ahora una madre a la que podéis recurrir en todas vuestras necesidades. - Vi a la Virgen Santísima – habla Josefa- al lado de la Cruz. Estaba de pie y mirando a Jesús; llevaba la túnica y manto de color morado. Me dijo en tono doloroso pero muy firme: - Mira, hija mía- habla la Virgen- a qué lo ha reducido el amor. Éste que ves ahí, en tan triste y lastimoso estado, es mi Divino Hijo: el amor lo ha llevado a la muerte. Y ahora el amor lo lleva a unir a todos los hombres con lazos de hermandad, dándoles a todos su misma Madre. -¡Dios mío! ¡Dios mío!- exclamó Jesús- ¿Por qué me has desamparado? Sí, el alma tiene ya derecho a decir a Dios: "¿Por qué me has desamparado?" Porque, después de consumado el misterio de la Redención, el hombre ha vuelto a ser hijo de Dios, hermano de Jesucristo, heredero de la vida eterna. -¡Tengo sed! ¡Oh Padre mío!...Tengo sed de tu gloria... y he aquí que ha llegado la hora. En adelante, realizándose mis palabras, el mundo conocerá que eres Tú el que me enviaste, y serás glorificado... Tengo sed de almas, y para refrescar esta sed he derramado hasta la última gota de mi Sangre. Por eso puedo decir: - Todo está consumado. Ahora se ha cumplido el gran misterio de amor, por el cual Dios entregó a la muerte a su propio Hijo, para devolver al hombre la vida. Vine al mundo para hacer tu Voluntad: Padre mío ¡ya está cumplida! - En tus manos encomiendo mi espíritu. A Ti entrego mi alma... Así las almas que cumplen mi Voluntad, podrán decir con verdad: "Todo está consumado"... ¡Señor mío y Dios mío! Recibe mi alma, la pongo en tus manos. La salvación de las almas no se logra sino a fuerza de sufrir. Pero el sufrimiento purifica el corazón y vigoriza el alma y la enriquece en méritos delante de Dios. - Sufrir... sufrir... - le dice la Santísima Virgen- las cosas de gran valor se compran a muy subido precio. - Al alma que lo espera todo de Mí- habla Jesús- Yo no puedo negarle nada. ¡Qué poco saben las almas cómo deseo ayudarles, y cuánto me glorifican con su abandono y su confianza! La Cruz y Yo somos inseparables. Si me ves a Mí, verás la Cruz, y cuando encuentras mi Cruz, me encuentras a Mí.
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El alma que me ama, ama la Cruz, el que ama la Cruz, me ama a Mí. Nadie poseerá la vida eterna sin amar la Cruz y abrazarla de buena voluntad por mi amor. El camino de la virtud y de la santidad se compone de abnegación y de sufrimiento, y el alma que generosamente acepta y abraza la Cruz, camina guiada por la verdadera luz y sigue la senda recta y segura, sin temor de resbalar en las pendientes, porque no las hay... La Cruz es la puerta de la verdadera vida y el alma que la acepta y la ama, tal cual Yo se la he dado, entrará por ella en los resplandores de la vida eterna. ¿Comprendes ahora cuán preciosa es mi Cruz? No la temas... Soy Yo Quien te la doy y no te dejaré sin las fuerzas necesarias para llevarla. ¿No ves cómo la llevé Yo por tu amor? Llévala tú con amor por Mí. Me gusta que me llames Padre. Cuando pronuncias esta palabra: "¡Padre!", mi Corazón se obliga a cuidar de ti...No sabes cómo se alegran los padres cuando su hijito empieza a hablar y pronuncia el nombre tan tierno de ¡padre!...Al oírlo le abren los brazos y lo estrechan contra el corazón con tanta ternura y amor, que experimentan un goce muy superior a todos los placeres de este mundo. Pues si ésto sucede a un padre, a una madre de la tierra, ¿cuál será el deleite de Aquél que es a la vez Padre, Madre, Dios, Creador, Salvador y Esposo? ¿Qué corazón puede igualar al mío en ternura y amor? Sí, alma querida, cuando estés oprimida y angustiada, ven, acude a Mí, dime: "Padre" y descansa en mi Corazón. Si no puedes postrarte a mis pies como quisieras, en medio de tu trabajo, repite esta palabra: "Padre", y Yo te ayudaré, te sostendré, te guiaré y te consolaré. El hombre cuya naturaleza humana está divinizada por la gracia, se hace una misma cosa con Dios. Así resulta que reside Dios en el alma en que reside la gracia. Esta alma es la morada de la Trinidad Santísima, donde las Tres Personas descansan y se recrean. ¡Ah! ¡Si pudieras ver la hermosura de un alma en estado de gracia! Pero ya que ésto no lo puedes ver con los ojos corporales, Josefa, míralo con los de la fe, y conociendo el valor de las almas, empléate en dar esta gloria a la Trinidad Santísima, preparándole y dándole almas en las que pueda establecer su morada. Cada alma puede servir de instrumento a la sublime obra de Dios. Para ello no se requieren cosas grandes, bastan cosas muy pequeñas: un paso que se da, una paja que se recoge del suelo, una mirada que se retiene, un servicio prestado, una sonrisa dulce y agradable. Todo ésto ofrecido al Amor es en realidad de gran provecho para las almas y atrae hacia ellas un caudal inmenso de gracias. Pues no necesito decirte qué premio tienen la oración y la mortificación y todas las acciones ofrecidas para expiar los pecados de las almas, alcanzar su purificación y hacer de ellas también santuarios puros, donde resida la Santísima Trinidad. Si alguno consagra su vida a trabajar directa o indirectamente por la salvación de las almas, y llega a un desprendimiento total que sin descuidar su propia perfección, se olvida hasta dejar el mérito de sus buenas obras, oraciones y sacrificios para aplicárselos a las almas... esta persona desinteresada obtiene abundantes gracias para el mundo... y ella misma sube a un grado de santidad al que no subiría si todo lo ofreciese por sí. El que come mi Carne posee a Dios que es el Autor de la vida... de la vida eterna... y, por tanto esa alma es mi Cielo. No hay nada que pueda comparársele en hermosura. Los ángeles la admiran y como en ella está Dios, se prosternan y adoran... ¡Ah si supieran conocer las almas su propio valor! Tu alma es mi Cielo, Josefa, y cada vez que me recibes en la Eucaristía, mi gracia aumenta en ella y, por tanto, tiene mayor valor y hermosura. La propiedad del fuego es destruir y abrasar... así la propiedad de mi Corazón es perdonar, purificar y amar. No creas que a causa de tus miserias voy a dejar de amarte, no; mi Corazón te ama y no te abandonará. Yo soy el que os he escogido. Por lo tanto, estoy obligado a proveeros de todo cuanto necesitáis... No os pido más que lo que tenéis. Dadme el corazón vacío que Yo lo
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llenaré... Dádmelo desnudo de todo, que Yo lo revestiré... Dádmelo con vuestras miserias que Yo las consumiré... Yo soy el suplemento, Yo soy la Luz. Lo que no veis os lo mostraré. Lo que no tenéis, Yo lo supliré. ¡Ah! ¡Si las almas comprendieran que nunca están más libres que cuando se han entregado del todo a Mí y que nunca estoy más dispuesto a hacer su voluntad que cuando ellas lo están para hacer la mía!. Hay muchas almas que creen en Mí, pero pocas que creen en mi amor... y todavía son menos las que conocen mi misericordia... Muchas me conocen como Dios, pero pocas confían en Mí como Padre. Yo me daré a conocer... y a mis almas, a las almas predilectas, les haré ver que no pido lo que no tienen. Lo que exijo es queme den todo lo que poseen pues todo me pertenece. Si no tienen más que miserias y debilidades, Yo las deseo... Si pecados, los pido también: dádmelos, os lo suplico, pero dádmelos todos, y quedaos solamente con esa confianza en mi Corazón: os perdonaré, os amaré y os santificaré. Santa Magdalena Sofía le dice: - La base fundamental del amor es la humildad. Cuando para demostrar este amor es necesario someter o sacrificar nuestro propio gusto, nuestro bienestar, ese acto de sumisión produce al mismo tiempo un acto de humildad, de abnegación y de renuncia propia, de generosidad y de adoración. Pues para demostrar nuestro amor en una cosa que nos cuesta hemos tenido primero que pensar así: Si no fuera por Ti, Dios mío, yo no lo haría, pero es por Ti y no puedo resistir; yo te amo, luego me someto. Es Dios Quien me lo pide, le debo obedecer. No sé por qué me pide Dios ésto, pero Él lo sabe. Y así, como resultado del amor, nos humillamos, nos sometemos a hacer aún aquello que no conocemos, que no amamos sino con amor sobrenatural porque Dios nos lo pide. Hija mía, ama y los obstáculos e inconvenientes que se presenten, conviértelos en amor humilde y abnegado, fuerte y generoso. Que sean una continua adoración al único Señor y Dueño de las almas. No resistas, no escudriñes, no averigües. Haz lo que Él te pida. Di lo que te mande, sin temer, sin omitir, sin vacilar. Él es sabio, santo, es el Señor y el Amor, es el Amor. - Yo soy el Amor- le dice Jesús- Mi Corazón no puede contener la llama que constantemente lo devora. Yo amo a las almas hasta tal punto que he dado la vida por ellas. Por su amor he querido quedarme prisionero en el Sagrario, y hace veinte siglos que permanezco allí noche y día, oculto bajo las especies de pan, escondido en la hostia, soportando por amor el olvido, la soledad, los desprecios, las blasfemias, los ultrajes y sacrilegios. El amor de las almas me impulsó a dejarles el sacramento de la Penitencia para perdonarlas, no una vez, ni dos, sino cuantas veces necesiten recobrar la gracia. Allí las estoy esperando; allí deseo que vengan a lavarse de sus culpas no con agua, sino con mi propia Sangre. En el transcurso de los siglos, he revelado de diferentes modos mi amor a los hombres, el deseo que me consume de su salvación. Les he dado a conocer mi propio Corazón. Esta devoción ha sido como una luz que ha iluminado al mundo y hoy es el medio de que se valen para mover los corazones la mayor parte de los que trabajan por extender mi Reino. Ahora quiero algo más, sí, en retorno del amor que tengo a las almas les pido que ellas me devuelvan amor; pero no es éste mi único deseo; quiero que crean en mi misericordia, que lo esperen todo de mi bondad, que no duden nunca de mi perdón. Soy Dios, pero Dios de Amor. Soy Padre, pero Padre que ama con ternura, no con severidad. Mi Corazón es infinitamente santo, pero también es infinitamente sabio; conoce
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la fragilidad y miseria humana y se inclina hacia los pobres pecadores con misericordia infinita. Sí, amo a las almas después que han cometido el primer pecado, si vienen a pedirme humildemente perdón... Las amo después de llorar el segundo pecado ¡y si ésto se repite no un millar de veces sino un millón de millares, las amo, las perdono, y lavo con mi misma Sangre el último pecado, como el primero! No me canso de las almas y mi Corazón está siempre esperando que vengan a refugiarse en Él tanto más cuanto más miserables sean. ¿Acaso no tiene un padre más cuidado del hijo enfermo que de los que gozan de buena salud? ¿No es verdad que para aquél es mucha mayor su ternura y su solicitud? De la misma manera, mi Corazón derrama con más largueza su ternura y compasión sobre los pecadores que sobre los justos. Ésto es lo que quiero explicar a las almas: Yo enseñaré a los pecadores que la misericordia de mi Corazón es inagotable; a las almas frías e indiferentes, que mi Corazón es fuego y fuego que desea abrasarlas, porque las ama; a las almas piadosas y buenas, que mi Corazón es el camino para avanzar en la perfección y por él llegarán con seguridad al término de la bienaventuranza. Por último, a las almas que me están consagradas, a los sacerdotes, a los religiosos, a mis almas escogidas y preferidas, les pediré, una vez más, que me den su amor y no duden nunca del mío; pero, sobre todo, que me den su confianza y no duden de mi misericordia .¡Es tan fácil esperarlo todo de mi Corazón!... Quiero perdonar. Quiero reinar. Quiero perdonar a las almas, y a las naciones. Quiero reinar en las almas, en las naciones, en el mundo entero. Deseo derramar mi paz por todas las partes del mundo. Yo soy la sabiduría y la felicidad. Yo soy el amor y la misericordia. Yo soy la paz; Yo reinaré. Para borrar la ingratitud derramaré un torrente de misericordia. Para reparar las ofensas, elegiré víctimas que alcancen el perdón... Sí, el mundo está lleno de almas que desean complacerme... Aún hay almas generosas que me dan cuanto tienen, para que me sirva de ello según mi deseo y voluntad. Para reinar, empezaré por hacer misericordia, porque mi reino es de paz y de amor. Éste es el fin que quiero realizar, ésta es mi Obra de Amor. Dirigiré mis llamadas a todos: religiosos y seglares, justos y pecadores, sabios e ignorantes, gobernantes y súbditos. A todos vengo a decirles: Si buscáis felicidad, Yo lo soy. Si queréis riquezas, Yo soy riqueza infinita. Si deseáis paz. Yo soy la Paz. Yo soy la misericordia y el amor. ¡Quiero ser Rey! Éste es mi único deseo: abrasar a las almas... abrasar al mundo... Mas ¡ay! Las almas rechazan la llama de mi amor... Pero ¡triunfaré!. Las almas serán mías y Yo seré su Rey. El sufrimiento hará triunfar el amor. A continuación pone Jesús esta parábola: - Un padre tenía un hijo único: Ricos, poderosos, vivían rodeados de servidores, de bienestar, perfectamente dichosos, de nada ni de nadie necesitaban para acrecentar su felicidad: el padre era la felicidad de su hijo y éste la de su padre. Ambos tenían corazón noble, caritativos sentimientos: la menor miseria les movía a compasión. Entre los servidores de este bondadoso señor, uno enfermó gravemente, y estaba a punto de morir, si no se le atendía con remedios enérgicos y con asiduos cuidados. Mas el servidor era pobre y vivía sólo. ¿Qué hacer? ¿Dejarlo morir? La nobleza de sentimientos del señor no puede consentirlo. ¿Enviará para cuidarlo a otro de sus criados? Tampoco estaría tranquilo, porque cuidándolo más por interés que por afecto, le faltarían tal vez mil detalles y atenciones que el enfermo necesita. Compadecido, el padre confía a su hijo su inquietud respecto del pobre enfermo; le dice que con asidua asistencia podría curarse y vivir muchos años aún. El hijo, que ama a su
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padre y comparte su compasión, se ofrece a cuidar al servidor con esmero sin perdonar trabajo, cansancio ni solicitud, con tal de conseguir su curación. El padre acepta; sacrifica la compañía de su hijo y éste las caricias de su padre, y, convirtiéndose en siervo, se consagra a la asistencia del que es verdaderamente su servidor. Prodígale mil cuidados y atenciones, le provee de cuanto necesita, no sólo para su curación sino aún para su bienestar, de manera que, al cabo de algún tiempo, el enfermo recobra la salud. Lleno de admiración por cuanto su señor ha hecho por él, el servidor pregunta de qué manera podría demostrarle su agradecimiento. El hijo le aconseja que se presente a su padre, y ya que está curado, se ofrezca de nuevo a él como uno de sus más fieles servidores. Así lo hace, y reconociéndose su deudor, emplea cuantos medios están a su alcance para publicar la caridad de su señor; más aún, se ofrece a servirle sin interés, pues sabe que no necesita ser retribuido como criado, el que es atendido y tratado como hijo. Esta parábola es pálida figura del amor que mi Corazón siente por las almas y de la correspondencia que espero de ellas. La explicaré poco a poco, pues quiero que todos conozcan los sentimientos de mi Corazón. Ayúdame, Josefa, a descubrir mi Corazón a los hombres. Quiero decirles que en vano buscan su felicidad fuera de Mí: no la encontrarán... Volviendo a la parábola del siervo, éste es su significado: Dios creó al hombre por amor, y lo colocó en tal condición, que nada podía faltar a su bienestar en la tierra, hasta tanto que llegase a alcanzar la felicidad eterna, en la otra vida; para ésto había de someterse a la Divina Voluntad, observando las leyes sabias y suaves, impuestas por su Creador. Mas el hombre, infiel a la ley de Dios, cometió el primer pecado y contrajo así la grave enfermedad que había de conducirlo a la muerte. El hombre, es decir, el padre y la madre de toda la Humanidad, fueron los que pecaron; por consiguiente toda su posteridad se manchó con la misma culpa. El género humano perdió así el derecho que el mismo Dios le había concedido de poseer la felicidad perfecta en el cielo; en adelante el hombre padecerá, sufrirá, morirá. Dios no necesita para ser feliz, ni del hombre, ni de sus servicios; se basta a Sí mismo; su gloria es infinita; nada ni nadie puede menoscabarla. Pero infinitamente poderoso, es también infinitamente bueno. ¿Dejará padecer y al fin morir al hombre, creado sólo por amor? Ésto no es propio de un Dios: antes al contrario, le dará otra prueba de amor y frente a un mal de tanta gravedad pondrá un remedio infinito. Una de las Tres Personas de la Santísima Trinidad tomará la naturaleza humana y reparará divinamente el mal ocasionado por el pecado. El Padre entrega a su Hijo; éste sacrifica su gloria y la compañía de su Padre, descendiendo a la tierra, no en calidad de señor rico, de poderoso, sino en la condición de siervo, de pobre, de niño. La vida que llevó sobre la tierra todos la conocéis. Bien sabéis que desde el primer instante de mi Encarnación me sometí a todas las miserias de la naturaleza humana. Pasé por toda clase de trabajos y de sufrimientos; desde niño sentí el frío, el hambre, el dolor, el cansancio, el peso del trabajo, de la persecución, de la pobreza. El amor me hizo escoger una vida oscura, como un pobre obrero; más de una vez fui humillado, despreciado, tratado con desdén, como hijo de un carpintero. ¡Cuántos días, después de soportar mi padre adoptivo y yo una jornada de rudo trabajo, apenas teníamos por la noche lo necesario para el sustento! ¡Y así pasé treinta años! Más tarde, renunciando a los cuidados de mi Madre, me dediqué a dar a conocer a mi Padre Celestial. A todos enseñé que Dios es Caridad. Pasaba haciendo el bien a los cuerpos y a las almas.
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A los enfermos devolví la salud, a los muertos la vida. A las almas... ¡Oh! ¡Las almas!...les daba la libertad que habían perdido por el pecado y les abría las puertas de su verdadera y eterna patria, pues se acercaba el momento en que para rescatarlas, el Hijo de Dios iba a dar por ellas su sangre y su vida. Y ¿cómo iba a morir?... ¿Rodeado de sus discípulos?...¿Aclamado como bienhechor? ...No, almas queridas, ya sabéis que el Hijo de Dios no quiso morir así. El que venía a derramar amor fue víctima del odio. El que venía a dar libertad a los hombres, fue preso, maltratado, calumniado; el que venía a traerles la paz, es blanco de la guerra más encarnizada. Sólo predicó la mutua caridad y muere en cruz entre ladrones. ¡Miradlo pobre, despreciado, despojado de todo! ¡Todo lo ha dado por la salud de los hombres! Así cumplió el fin por el cual dejó voluntariamente la bienaventuranza que gozaba al lado de su Padre. El hombre estaba enfermo y el Hijo de Dios bajó hacia él, y no sólo le devolvió la vida por su muerte, sino que le dio también fuerzas y medios conque trabajar y adquirir la fortuna de su eterna felicidad. ¿Cómo ha correspondido el hombre a semejante favor? ¿Se ofrece, a ejemplo del servidor, a trabajar por su dueño con fidelidad y sin interés de retribución? Preciso es distinguir las diferentes respuestas del hombre a Dios. Nada de lo que se hace por amor es pequeño... porque la misma fuerza del amor lo hace grande. Mira este Corazón de Padre que se consume de amor por todos sus hijos. ¡Ah! ¡Cuánto deseo que me conozcan! Unos me han conocido verdaderamente, y movidos a impulsos del amor, sienten vivos deseos de entregarse por completo al servicio de mi Padre, sin ningún interés personal. Preguntando qué podrían hacer para trabajar por su Señor con más fruto, mi Padre les ha respondido: "Deja tu casa, tus bienes, déjate a ti mismo, ven; haz cuanto Yo te pida. Otros sintieron conmoverse su corazón ante lo que el Hijo de Dios ha hecho por salvarlos, y, llenos de buena voluntad, se presentan a El buscando cómo podrán publicar la bondad de su Señor y, sin abandonar sus propios intereses, trabajan por los de Jesucristo. A éstos mi Padre les ha dicho: Guardad la Ley que os ha dado vuestro Dios y Señor. Guardad mis Mandamientos y, sin desviaros a derecha ni a izquierda, vivid en la paz de mis fieles servidores. Otros no han comprendido el amor conque su Dios los ama; no les falta buena voluntad; viven bajo la Ley, pero sin amor. No son servidores voluntarios, pues que no se presentaron nunca a recibir las órdenes de su Señor; pero como no tienen mala voluntad, les basta a veces una invitación para presentarse gustosos a los servicios que se les piden. Otros, en fin, movidos más por interés que por amor, ejecutan lo estrictamente necesario para merecer, al fin de la vida, la recompensa de sus trabajos. Pero... ¿se han presentado todos los hombres para ofrecerse al servicio de su Dios y Señor?...¿Han conocido todos el amor inmenso que tiene hacia ellos? ¿Saben agradecer cuanto Jesucristo les ha dado? ¡Ah! Muchos lo ignoran; muchos, conociéndolo, lo desprecian. A todos Jesucristo va a decirles una palabra de amor. Hablaré primero a los que no me conocen: Sí, a vosotros, hijos queridos, que desde vuestra tierna infancia habéis vivido lejos de vuestro Padre. ¡Venid! Voy a deciros por qué no lo conocéis y cuando sepáis Quién es y qué Corazón tan amoroso tiene no podréis resistir a su amor. Con frecuencia sucede que hijos que han vivido lejos de sus padres, no los aman; pero, cuando conocen la dulzura que encierra el amor paterno y sus desvelos, llegan a amarlos con más ternura aún que aquéllos que nunca han salido de su hogar.
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A las almas que no sólo no me aman sino que me aborrecen y me persiguen, preguntaré: ¿Por qué me odiáis así?... ¿Qué os he hecho Yo, para que me persigáis de ese modo?... ¡Cuántas almas hay que nunca se han hecho esta pregunta! Y hoy, que se la hago Yo tendrán que responder: "No lo sé". Yo responderé por ellas: No me conociste cuando niño, porque nadie te enseñó a conocerme; y a medida que ibas creciendo en edad, crecían en ti también las inclinaciones de la naturaleza viciada, el amor a los placeres, el deseo de goces, de libertad, de riquezas. Un día oíste decir que para vivir bajo mi Ley es preciso soportar al prójimo, amarlo, respetar sus derechos, sus bienes; que es necesario someter las propias pasiones... y como vivías entregado a tus caprichos, a tus malos hábitos, ignorando de qué ley se trataba, protestaste, diciendo: "¡No quiero más ley que mi gusto! ¡Quiero gozar! ¡Quiero ser libre!." Así es cómo empezaste a odiarme, a perseguirme. Pero Yo que soy tu Padre, te amo con amor infinito y mientras te rebelabas ciegamente y persistías en el afán de destruirme, mi Corazón se llenaba más y más de ternura hacia ti. Así transcurrieron un año, dos, tres, tantos cuantos sabes que has vivido de ese modo. Hoy no puedo contener por más tiempo el impulso de mi amor, y, al ver que vives en continua guerra contra quien tanto te ama, vengo a decirte Yo mismo Quién soy. Hijo querido: Yo soy Jesús, y este nombre quiere decir Salvador. Por eso mis manos están traspasadas por los clavos que me sujetaron a la cruz, en la cual he muerto por tu amor. Mis pies llevan las mismas señales y mi Corazón está abierto por la lanza, que introdujeron en él después de mi muerte. Así vengo a ti, para enseñarte Quién soy y cuál es mi ley. No te asustes. ¡Es de amor!...Y cuando ya me conozcas, encontrarás descanso y alegría. ¡Es tan triste vivir huérfano! Venid, pobres hijos... Venid con vuestro Padre. Ahora vamos a hablar a esta pobre alma que me persigue porque no me conoce. Hijo querido: voy a decirte Quién soy Yo y quién eres tú. Soy tu Dios y tu Padre. ¡Tu Creador y tu Salvador!...Tú eres mi criatura, mi hijo y mi redimido, porque al precio de mi Sangre y de mi vida te rescaté de la tiranía y de esclavitud del pecado. Tienes un alma grande, inmortal creada para gozar eternamente; posees una voluntad capaz de obrar el bien y un corazón que necesita amar y ser amado. Si buscas alimentar este amor de cosas terrenas y pasajeras, nunca lo saciarás. Tendrás siempre hambre, vivirás en perpetua guerra contigo mismo, triste, inquieto, turbado. Si eres pobre y tienes que trabajar para ganar el sustento, las miserias de la vida te llenarán de amargura. Sentirás odio contra tus amos y quizás, si pudieras, destruirías sus bienes para reducirlos a vivir como tú, sujetos a la ley del trabajo. Experimentarás cansancio, rebeldía y desesperación, pues la vida es triste y al fin has de morir... Sí, mirado naturalmente todo eso es triste. Pero Yo vengo a mostrarte la vida como es en realidad, no como tú la ves. Aunque seas pobre y tengas que ganarte tu sustento y el de tu familia, aunque te veas sujeto a un amo, no eres esclavo. Fuiste creado para ser libre. Si vas buscando amor y no logras satisfacer tus ansias, es porque fuiste creado para amar no lo temporal sino lo eterno. Esa familia que amas, por la que te afanas en procurar su subsistencia, su bienestar y su felicidad en la tierra, debes amarla sin olvidar que un día tendrás que separarte de ella, aunque no para siempre. Ese dueño a quien sirves y para quien trabajas, debes amarlo, respetarlo, cuidar de sus intereses y procurar aumentárselos con tu trabajo y con tu fidelidad; mas ten presente
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que sólo será tu señor unos cuantos años, pues esta vida pasa pronto y conduce a la otra, q ue no acabará jamás y que será feliz. Allí no servirás, sino que reinarás por toda la eternidad. Tu alma creada por un Padre que te ama, no con un amor cualquiera sino con un amor eterno e infinito, irá al lugar de eterna dicha que este Padre te prepara. Allí encontrarás el amor que responderá a tus deseos. Allí vivirás la verdadera vida de la que no es más que una sombra que pasa, ésta de la tierra, el Cielo no pasará jamás. Allí el trabajo que hiciste y soportaste en la tierra será recompensado. Allí encontrarás a la familia que tanto amabas y por la que derramaste el sudor de tu frente. Allí te unirás con tu Padre, con tu Dios. ¡Si supieras qué felicidad te espera!... Quizás al oír ésto dirás: ¡Yo no tengo fe! No creo en la otra vida. ¿No tienes fe?... ¿No crees en Mí?...Pues si no crees en Mí ¿Por qué me persigues?... ¿Por qué declaras la guerra a los míos? ¿Por qué te rebelas contra mis leyes?...Y puesto que reclamas libertad para ti ¿por qué no la dejas a los demás?... ¿No crees en la vida eterna?...Dime ¿vives feliz aquí abajo?...Bien sabes que necesitas algo que no encuentras en la tierra... Si encuentras el placer que buscas, no te satisface. Si alcanzas las riquezas que deseas, no te bastan. El cariño que anhelas, al fin te causa hastío. ¡No! Lo que necesitas, no lo encontrarás aquí... Necesitas paz; no la paz del mundo, sino la de los hijos de Dios: Y ¿cómo la hallarás en la rebelión? Yo te diré dónde serás feliz, dónde hallarás la paz, dónde apagarás esa sed que hace tanto tiempo te devora... No te asustes al oírme decir que la encontrarás en el cumplimiento de mi Ley. Ni te rebeles al oír hablar de ley, pues no es Ley de tiranía, sino de amor. Sí, mi Ley es de amor, porque soy tu Padre. Vengo a enseñarte lo que es mi Ley y lo que es mi Corazón que te la da, este Corazón al que no conoces y al que tantas veces persigues. Tú me buscas para darme la muerte y Yo te busco para darte la vida. ¿Cuál de los dos triunfará? ¿Será tu corazón tan duro que resista al que te ha dado su propia vida y su amor? Yo no puedo contener el amor que tengo por las almas. Y el amor es tan fuerte que triunfará de todas las resistencias. Sí, quiero que me amen. Quiero ser su Rey. La obstinación de un alma que me ofende hiere profundamente mi Corazón, pero la ternura de un alma que me ama, no solamente cierra la herida, sino que aplaca la justicia de mi Padre. Josefa, no temas. ¿No sabes lo que sucede cuando se abre un volcán? La fuerza de ese fuego es tan grande, que arranca las montañas y las destruye, y se conoce que una fuerza irresistible ha pasado por allí. Así mis palabras tendrán tal fuerza y mi gracia las acompañará de tal manera, que las almas más obstinadas en el mal serán vencidas por el amor. La sociedad está pervertida, cuando el que está a la cabeza no es recto ni justo. Pero si éste sabe dirigirla, aunque algunos vayan torcidos, la mayoría vendrán en masa a la luz... Lo digo Yo: mi gracia acompañará a mis palabras y a las personas encargadas de hacerlas conocer. La verdad triunfará... La paz gobernará las almas y el mundo... Y mi reino llegará. El vigor con que Jesús ha pronunciado estas afirmaciones, deja a Josefa sobrecogida. No puede ya dudar de la realización de la promesa divina y su corazón se abre
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a la confianza. ¡No habrá en el mundo ni en el abismo oposición capaz de detener el ímpetu de ese torrente de misericordia que va a inundar la tierra! - Ahora ven, hija mía; voy a decirte- continúa hablando Jesús- lo único que pide tu Padre: Ya sabes que en el ejército debe haber disciplina y en toda familia bien ordenada, un reglamento. Así en la gran familia de Jesucristo hay también una ley, pero llena de suavidad y de amor. En la familia los hijos llevan el apellido de su padre; así se les reconoce. Del mismo modo, mis hijos llevan el nombre de cristianos, que se les da al administrarles el Bautismo. Has recibido este nombre, eres hijo mío y como tal tienes derecho a todos los bienes de tu Padre. Sé que no me conoces, que no me amas, antes por el contrario, me odias y me persigues. Pero Yo te amo con amor infinito y quiero darte parte en la herencia a la que tienes derecho. Escucha, pues, lo que debes hacer para adquirirla: creer en mi amor y en mi misericordia. Tú me has ofendido; Yo te perdono. Tú me has perseguido; Yo te amo. Tú me has herido de palabra y obra; Yo quiero hacerte bien y abrirte mis tesoros. No creas que ignore cómo has vivido hasta aquí; sé que has despreciado mis gracias, y tal vez profanado mis Sacramentos. Pero te perdono. Y desde ahora, si quieres vivir feliz en la tierra y asegurar tu eternidad, haz lo que voy a decirte: ¿Eres pobre? Cumple con sumisión el trabajo a que estás obligado, sabiendo que Yo viví treinta años sometido a la misma ley que tú, porque era también pobre, muy pobre. No veas en tus amos unos tiranos. No alimentes sentimientos de odio hacia ellos; no les desees mal; haz cuanto puedas para acrecentar sus intereses y sé fiel. ¿Eres rico? ¿Tienes a tu cargo obreros, servidores? No los explotes. Remunera justamente su trabajo; ámalos, trátalos con dulzura y con bondad. Si tú tienes un alma inmortal, ellos también. No olvides que los bienes que se te han dado no son únicamente para tu bienestar y recreo, sino para que, administrándolos con prudencia, puedas ejercer la caridad con el prójimo. Cuando ricos y pobres hayáis acatado la ley del trabajo, reconoced con humildad la existencia de un Ser que está sobre todo lo creado y que es al mismo tiempo vuestro Padre y vuestro Dios. Como Dios, exige que cumpláis su divina ley. Como Padre, os pide que, cual hijos, os sometáis a sus Mandamientos. Así, cuando hayáis consagrado toda la semana al trabajo, a los negocios y aún a lícitos recreos, os pido que le deis siquiera media hora para cumplir "su precepto". ¿Es exigir demasiado? Id, pues, a su casa, a la iglesia, donde Él os espera de día y de noche; el domingo y los días festivos dadle media hora, asistiendo al misterio de amor y de misericordia, a la Santa Misa. Allí, habladle todo cuánto os interesa, de vuestros hijos, de la familia, de los negocios, de vuestros deseos, dificultades y sufrimientos. ¡Si supierais con cuánto amor os escucha! Me dirás quizás: "Yo no sé oír Misa, ¡hace tantos años que no he pisado una iglesia!" No te apures por ésto. Ven; pasa esa media hora a mis pies, sencillamente. Deja que tu conciencia te diga lo que debes hacer; no cierres los oídos a su voz. Abre con humildad tu alma a la gracia, ella te hablará y obrará en ti, indicándote cómo debes portarte en cada momento, en cada circunstancia de tu vida, con la familia, en los negocios; de qué modo tienes que educar a tus hijos, amar a tus inferiores, respetar a tus superiores. Te dirá
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tal vez, que es preciso abandones tal empresa, tal negocio, que rompas aquella amistad... que te alejes con energía de aquella reunión peligrosa... Te indicará que a tal persona la odias sin motivo, y, en cambio, debes dejar el trato de otra que amas y cuyos consejos no debes seguir. Comienza a hacerlo así, verás cómo poco a poco, la cadena de mis gracias se va extendiendo; pues en el bien como en el mal, una vez que se empieza, las obras se suceden unas a otras, como los eslabones de una cadena. Si hoy dejas que la gracia te hable y obre en ti, mañana la oirás mejor; después, mejor aún, y así de día en día la luz irá creciendo; tendrás paz y te prepararás tu felicidad eterna. Porque el hombre no ha sido creado para permanecer en la tierra; está hecho para el Cielo. Siendo inmortal debe vivir no para lo que muere, sino para lo que durará siempre. Juventud, riqueza, sabiduría, gloria humana, todo ésto pasa, se acaba... Sólo Dios subsiste eternamente... y las buenas obras hechas por Él es lo único que perdura y que te seguirá a la otra vida. El mundo y la sociedad están llenos de odio y viven en continuas luchas: un pueblo contra otro pueblo, unas naciones con otras, y los individuos entre sí, porque el fundamento sólido de la fe ha desaparecido de la tierra casi por completo. Si la fe se reanima, el mundo recobrará la paz y reinará la caridad. La fe no perjudica ni se opone a la civilización ni al progreso, antes al contrario, cuanto más arraigada está en los hombres y en los pueblos, más se acrecienta en ellos la ciencia y el saber, porque Dios es la sabiduría infinita. Mas donde no existe la fe, desaparece la paz, y con ella la civilización y el verdadero progreso, introduciéndose en su lugar la confusión de ideas, la división de partidos, la lucha de clases y, en los individuos, la rebeldía de las pasiones contra el deber, perdiendo así el hombre la dignidad, que constituye su verdadera nobleza. Dejáos convencer por la fe y seréis grandes; dejáos dominar por la fe y seréis libres. Vivid según la fe y no moriréis eternamente. - Sí- habla la Virgen- en este día (15 de Agosto, festividad de la Asunción de Nuestra Señora a los Cielos) fue cuando pude gozar plenamente y sin mezcla alguna, pues durante mi vida, siempre tenía la espada clavada en el alma. - Yo le he preguntado- dice Josefa- si no gozaba mucho cuando el Niño Jesús era pequeño, pues como era tan hermoso, me figuro que tendría mucho consuelo en verlo. - Mira, hija mía, desde el principio de mi vida tuve conocimiento de las cosas divinas y sabía las esperanzas que había en la venida del Mesías. Cuando el ángel me anunció el misterio de la Encarnación y me vi escogida por Madre del Salvador de los hombres, mi Corazón, aunque entregado con gran sumisión a la Voluntad de Dios, se vio sumergido en un torrente de amargura, pues conoció lo que este tierno y divino Niño debía padecer. La profecía del anciano Simeón fue el complemento de mis angustias maternales. Figúrate cuáles eran mis sentimientos, al contemplar a este niño lleno de encantos, sabiendo que su rostro, sus manos, sus pies y todo su ser había de ser cruelmente maltratado. Besaba sus manos, y me parecía que mis labios se impregnaban de la sangre que saldría más tarde de sus heridas. Besaba sus pies, y los veía clavados en la cruz. Arreglaba sus cabellos encantadores, y los veía cubiertos de sangre y enredados entre las espinas de la corona. En fin, cuando en Nazaret dio sus primeros pasos y lo veía correr con los brazos abiertos, no podía contener las lágrimas considerando que en esa misma postura debía morir. Adolescente, era tal su hermosura que nadie podía contemplarlo sin admiración... Sólo mi Corazón de Madre se anegaba de dolor y parecían repercutir en él todos los tormentos anunciados.
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Más tarde, la separación de tres años durante su vida apostólica, y en fin, su Pasión y su muerte, fueron para Mí el más terrible martirio. Cuando lo vi al tercer día resucitado y glorioso, ya no sentí el mismo sufrimiento, pues Él no podía sufrir, pero ¡cuán dolorosa debía ser para Mí su ausencia! Consolarlo, reparar en la tierra las ofensas de los hombres, era mi único consuelo... ¡Pero qué largo destierro!... ¡Qué incendios devoraban mi alma!...¡Cómo suspiraba por unirse eternamente a Él!...¡Ah! ¡Qué vida sin vida!... ¡Qué luz en sombras! ¡Qué deseada unión!...¡Cuánto tardaba en venir!... Al entrar en mis 63 años, mi alma pasó de la tierra al Cielo. Al fin del tercer día, los ángeles vinieron a buscar mi cuerpo y lo transportaron en triunfo jubiloso al Cielo, unido ya a mi alma. ¡Qué admiración y qué dulzura inundó todo mi ser, cuando estos ojos vieron por primera vez, lleno de gloria y majestad, rodeado de los ejércitos angélicos, a mi Hijo, a mi Dios! ¿Y qué decirte, hija mía, del asombro que me causó al ver mi extrema bajeza aclamada, coronada y llena de felicidad? ¡Ya no hay tristeza... todo es dulzura... todo es gloria... todo es amor!... (Más tarde dirá Josefa, que, aunque la Virgen se había expresado con mucho calor, sin embargo cada palabra suya brotaba de sus labios, como envuelta en un tinte de humildad.) Después de un momento de silencio, acabó la Virgen diciendo: - Todo pasa, hija mía, y la bienaventuranza no tiene fin. El invierno de la vida es corto, y la primavera será eterna. - Yo he creado a las almas- habla Jesús- por amor y quiero salvarlas por amor. Quiero que mi amor sea el sol que ilumine y el calor que caliente a todas las almas. Por eso deseo que hagan conocer mis palabras. Quiero que el mundo entero me conozca como Dios de amor, de perdón y de misericordia. Quiero que el mundo lea que deseo perdonar y salvar... ¡Que los más miserables no teman!... ¡Que los pecadores no huyan de Mí!...Que vengan todos, porque estoy siempre esperándolos como un Padre con los brazos abiertos para darles vida y felicidad. Para que el mundo conozca mi bondad, necesito apóstoles que le muestren mi Corazón, pero sobre todo que lo conozcan... porque nadie puede enseñar lo que no sabe. Quiero que el deseo y la necesidad de reparar se aviven y se extienda entre las almas escogidas y piadosas, pues el mundo ha pecado...Sí, el mundo y las naciones excitan ahora la cólera divina, pero como Dios quiere reinar por amor, pide a sus almas escogidas que reparen, para obtener perdón y para atraer nuevas gracias. Quiero que el mundo se salve... que reine en él la paz y la unión; quiero reinar y reinaré con la reparación de mis almas escogidas y con un nuevo conocimiento de mi misericordia y de mi amor. Mis palabras serán luz y vida para muchísimas almas; todas se imprimirán, se leerán y se predicarán. Yo daré gracias especiales para que produzcan un gran bien y para que sean luz de las almas. Jesús guarda silencio; ha hablado con tanta fuerza y ardor que Josefa se siente sobrecogida. Adora la Voluntad divina que, una vez más, afirma sus planes y cuya seguridad aleja todo temor. -¿Creéis – habla Jesús- que Yo os voy a dejar para que seáis juguete de ese cruel enemigo? Yo os amo y no permitiré que el diablo os engañe. No tengáis miedo. ¡Tened confianza en Mí que soy el Amor! "Unión íntima del Corazón de Jesús con su Padre Celestial". Josefa en una de sus plegarias recitó esta Oración. Jesús le dijo: - Mira, Josefa, esta Oración que estabas haciendo, me es tan agradable y es de tanto valor, que supera a todas las reflexiones más elocuentes y sublimes que pueden hacer ls almas. Porque, en efecto, ¿qué puede haber de más valor que la unión de mi Corazón con mi Padre Celestial?....Cuando las almas rezan esta Oración, se funden, por decirlo así, con
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mi Corazón... Aceptan el beneplácito divino, sea cual fuere sobre ellas, se unen a Dios, y por tanto hacen el acto más sobrenatural que se puede hacer en la tierra, porque empiezan en parte la vida del Cielo, que consiste en la perfecta e íntima unión de la criatura con su Creador. Sigue, Josefa, sigue tu Oración. Con ella adoras, reparas, mereces y amas. Muchas almas no saben aún penetrar mis sentimientos; me tratan como a Alguien con Quien no se tiene confianza y que vive lejos de ellas. Quiero que aviven su fe y su amor y que su vida sea de confianza y de intimidad con Aquél a Quien aman y que las ama. De ordinario el hijo mayor es el que mejor conoce los sentimientos y los secretos de su padre; en él deposita su confianza más que en los otros, que siendo más pequeños, no son capaces de interesarse en las cosas serias y no fijan la atención sino en las superficiales; si el padre muere, es el hijo mayor el que transmite a sus hermanos menores los deseos y la última voluntad del padre... En mi Iglesia hay también hijos mayores; son las almas que Yo me he escogido. Consagradas por el sacerdocio o por los votos religiosos, viven más cerca de Mí, y Yo les confío mis secretos... Ellos son, por su ministerio o por su vocación, los encargados de velar sobre mis hijos más pequeños, sus hermanos; y unas veces directa, otras indirectamente, de guiarlos, instruirlos y comunicarles mis deseos. Si esas almas escogidas me conocen bien, fácilmente podrán darme a conocer, y si me aman, podrán hacerme amar... Pero ¿cómo enseñarán a los demás si ellas me conocen poco?...Ahora bien, Yo pregunto: ¿es posible amar de veras a Quien apenas se conoce?...¿Se puede hablar íntimamente con Aquél de Quien vivimos alejados o en Quien no confiamos bastante?... Ésto es lo que precisamente quiero recordar a mis almas escogidas... Nada nuevo, sin duda... pero, ¿no necesitan reanimar la fe, el amor, la confianza? Quiero que me traten con más intimidad, que me busquen en ellas, dentro de ellas mismas, pues ya saben que el alma en gracia es morada del Espíritu Santo; y allí que me vean como soy, es decir, como Dios, pero Dios de amor... que tengan más amor que temor, que sepan que Yo los amo y que no lo duden, pues hay muchos que saben que los escogí porque los amo; pero cuando sus miserias y sus faltas los agobian, se entristecen, creyendo que no les tengo ya el mismo amor que antes. Estas almas no me conocen; no han comprendido lo que es mi Divino Corazón... porque precisamente sus miserias y sus faltas son las que inclinan hacia ellas mi bondad. Si reconocen su impotencia y su debilidad, si se humillan y vienen a Mí llenas de confianza, me glorifican mucho más que antes de haber caído. Lo mismo sucede cuando me piden algo para sí o para los demás... Si vacilan, si dudan de Mí, no honran mi Corazón. Pero si esperan firmemente lo que me piden, sabiendo que sólo puedo negárselo si no es conveniente al bien de su alma, entonces me glorifican. Cuando el centurión vino a pedirme que curase a su criado, me dijo con gran humildad: "Yo no soy digno de que Tú vengas a mi casa"; mas, lleno de fe y de confianza, añadió: "Pero, Señor, di una sola palabra y mi criado quedará curado"... Este hombre conocía mi Corazón. Sabía que no puedo resistir a las súplicas del alma que todo lo espera de Mí. Este hombre me glorificó mucho, porque a la humildad añadió firme y entera confianza. Sí, este hombre conocía mi Corazón y, sin embargo, no me había manifestado a él como me manifiesto a mis almas escogidas. Por medio de la confianza, obtendrán copiosísimas gracias para sí mismas y para otras almas. Quiero que profundicen esta verdad porque quiero que revelen los caracteres de mi Corazón a las pobres almas que no me conocen. Así como el fuego necesita alimentarse para que no se apague, así las almas necesitan nuevos alientos que las hagan avanzar y nuevo calor que las reanime. Entre las almas que me están consagradas hay pocas que tengan verdadera fe y confianza en Mí, porque son pocas las que viven en unión íntima conmigo.
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Quiero que sepan que Yo amo a las almas tal como son. Sé que su debilidad las hará caer más de una vez. Sé que aquello que están prometiendo, en ciertas ocasiones no lo cumplirán. Pero su determinación me glorifica y, después de sus caídas, el acto de humildad que hacen y la confianza que ponen en Mí, me honran tanto que mi Corazón derrama sobre ellas un sinnúmero de gracias. Quiero que sepan cuánto deseo que cobren nuevo aliento y se renueven en esta vida de unión y de intimidad... Que no se contenten con hablarme en la iglesia, ante el Sagrario, es verdad que allí estoy, pero también vivo en ellas, dentro de ellas, y me deleito en identificarme con ellas. Que me hablen de todo, que todo me lo consulten; que me lo pidan todo. Vivo en ellos para ser su vida y habito en ellos para ser su fuerza. Sí, lo repito; estoy en ellos y me recreo en unirme íntimamente a ellos. ¡Que no lo olviden! Allí, en el interior de su alma, los veo, los oigo y los amo, ¡y espero correspondencia al amor que les tengo! Hay muchas almas que por la mañana hacen oración, pero es más una fórmula que una entrevista de amor. Luego, oyen o celebran misa, me reciben en la comunión y, cuando salen de la iglesia, se absorben en sus quehaceres, hasta tal punto, que apenas me vuelven a dirigir una palabra. En esta alma estoy como en un desierto. No me habla, no me pide nada y ocurre muchas veces que si necesita consuelo, antes lo pedirá a una criatura, a quien tiene que ir a buscar, que a Mí que soy su Creador, que vivo y estoy en él. ¿No es ésto falta de unión, falta de vida interior o, lo que es lo mismo, falta de amor? También quiero recordar a las almas consagradas, que las escogí de un modo especial para que, viviendo en íntima unión conmigo, me consuelen y reparen por los que me ofenden. Quiero recordarles que están obligados a estudiar mi Corazón para participar de sus sentimientos y poner por obra sus deseos, en cuanto les sea posible. Cuando un hombre trabaja en campo propio, pone empeño en arrancar todas las malas hierbas que brotan en él, y no ahorra trabajo ni fatiga hasta conseguirlo. Así quiero que trabajen las almas escogidas cuando conozcan mis deseos; con celo y con ardor, sin perdonar trabajo, sin retroceder ante el sufrimiento, con tal de aumentar mi gloria y de reparar las ofensas del mundo. Todos están llamados a una íntima unión conmigo, a vivir a mi lado, a conocer mis deseos, a participar de mis alegrías, de mis tristezas. Todos están obligados a trabajar en mis intereses, sin perdonar esfuerzo ni sufrimiento. Ellos, sabiendo que tantas almas me ofenden, deben reparar con sus oraciones, trabajos y penitencias. Ellos, sobre todo, deben estrechar su unión conmigo y no dejarme sólo. Ésto no lo entienden muchas almas. Olvidan que a ellas corresponde hacerme compañía y consolarme. Ellos han de formar una liga de amor que, reuniéndose en torno de mi Corazón, imploren para las almas luz y perdón. Y cuando, llenas de dolor por las ofensas que recibo de todas partes, mis almas escogidas y consagradas, me pidan perdón y se ofrezcan para reparar y para trabajar en mi Obra, que tengan entera confianza, pues no puedo resistir a sus súplicas y las despacharé del modo más favorable. Que todos se apliquen a estudiar mi Corazón... Que profundicen mis sentimientos, que se esfuercen en vivir unidos a Mí, en hablarme... en consultarme. Que cubran sus acciones con mis méritos y con mi Sangre, empleando sus vidas en trabajar por la salvación de las almas y en acrecentar mi gloria.
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Que no se empequeñezcan considerándose a sí mismas, sino que dilaten su corazón al verse revestidas del poder de mi Sangre y de mis méritos. Si trabajan solos, no podrán hacer gran cosa; mas si trabajan conmigo, a mi lado, en mi nombre y por mi gloria, entonces serán poderosas. Que mis almas escogidas y consagradas reanimen sus deseos de reparar y pedir con gran confianza que llegue el día del Divino Rey, el día de mi reinado universal. Que no teman, que esperen en Mí, que confíen en Mí. Que las devore el celo y la caridad hacia los pecadores. Que les tengan compasión, que rueguen por ellos y los traten con dulzura. Que publiquen al mundo entero mi bondad, mi amor y mi misericordia. Que en sus trabajos apostólicos se armen de oración, de penitencia, y, sobre todo, de confianza, no en sus esfuerzos personales, sino en el poder y en la bondad de mi Corazón, que las acompaña. "En tu nombre, Señor, obraré, y sé que seré poderoso." Ésta es la oración que hicieron mis Apóstoles, pobres e ignorantes, pero ricos y sabios, con la riqueza y sabiduría divinas. Tres cosas pido a mis almas escogidas: Reparación, es decir, vida de unión con el Reparador divino: trabajar por Él, con Él, en Él, en espíritu de reparación y en íntima unión con sus sentimientos y con sus deseos. Amor, o sea, intimidad con Aquél que es todo amor y que se pone al nivel de sus criaturas para pedirles que no lo dejen sólo y que le den su amor. Confianza, es decir, estar seguro de Aquél que es bondad y misericordia... De Aquél con el Cual vivo día y noche... que me conoce y que conozco... que me ama y que amo... que ama de un modo particular a sus almas escogidas para que, viviendo en Él y conociendo su Corazón, lo esperen todo de Él. Cuando mis almas escogidas se unen estrechamente a mi Corazón, saben cuán ofendido soy... conocen mis sentimientos... Entonces me consuelan y, llenas de confianza en mi bondad, piden perdón y obtienen gracia para el mundo." Josefa, ya agonizando, dijo: - Si supieran... no se buscaría más, durante la vida, que hacer la Voluntad de Dios. Nadie puede suponer esta alegría... es lo único que da paz. Cuando se hace lo que se puede, Dios se encarga del resto. Poco importa no sentir que se adelanta en la perfección. Sor Josefa Menéndez falleció el 29 de Diciembre de 1923. Una hermana de su Orden, que trabajaba en la cocina del convento, vio en sueños a la hermana Josefa, ignorando aún que había muerto y cuenta: " Vi a Sor Josefa en sueños. Estaba hermosísima y descansaba en un lecho cubierto de flores. Me hizo señas de que me acercase y me dijo: "¡Oh, hermana mía: No tema el sufrimiento ni quiera perder la más mínima parte de las penas que Jesús le envía! ¡Si supiera lo que vale sufrir por Él... Es preciso hacer del trabajo una oración continua. A cada cosa que haga, dígale: Jesús mío, por Ti... Te lo ofrezco... De modo que Él vea su voluntad de amarle y de ser suya... ¡Si supieran!... ¡Tiene tanta necesidad de amor!"... En el Mensaje de Amor del Corazón de Jesús a Sor Josefa Menéndez, y en ella, a todos, brillan por su importancia las siguientes palabras: "Devoción al Sagrado Corazón, Caridad, Confianza, Abandono confiado en la Providencia divina después de haber hecho todo lo que podamos de nuestra parte, Entrega total, Humildad, Compasión, Reparación, Salvación de las almas, Mediación de María. Para acabar estas revelaciones a Sor Josefa Menéndez pondremos un Vía Crucis dictado por el mismo Jesús, Dios hecho Hombre. Jesús lo empezó diciéndole a la sierva de Dios: "Josefa, vas a contemplarme durante el doloroso camino del Calvario, en el cual voy a derramar mi Sangre. Adórala y ofrécela a mi Padre celestial a fin de que sirva para la salvación de las almas.
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VIA CRUCIS PRIMERA ESTACIÓN.- Escucha cómo pronuncian contra Mí la sentencia de muerte... Mira con qué silencio, paciencia y mansedumbre la recibe mi Corazón. Almas que tratáis de imitar mi conducta: aprended a guardar el silencio y la serenidad delante de lo que os mortifica y contraría. SEGUNDA ESTACIÓN.- Mira la Cruz que ponen sobre mis hombros. Grande es su peso, pero es mucho mayor el amor que siento hacia las almas. Almas que me amáis: comparad vuestro sufrimiento con el amor que me tenéis, y no dejéis que el abatimiento apague la llama de ese amor.
TERCERA ESTACIÓN.- El peso de la Cruz me hace caer en tierra, pero el celo por la salvación de las almas me hace levantar, cobrar de nuevo ánimo y seguir el camino. Almas a quienes he llamado para compartir el peso de mi Cruz: ved si vuestro celo por las almas os da nueva vida para seguir adelante en el camino de la abnegación y renuncia, o si vuestro exceso de amor propio abate vuestras fuerzas y no os deja soportar el peso de la Cruz. CUARTA ESTACIÓN.- Aquí encuentro a mi Santísima y querida Madre: Contempla el martirio de estos dos Corazones. Pero el dolor del uno y del otro se reúnen para fortalecerse mutuamente y, aunque doloroso, el amor triunfa. Almas que camináis por la misma senda y que tenéis las mismas miras: que la vista de vuestros mutuos sufrimientos os anime y fortalezca para que el amor triunfe. Que la unión en el dolor os sostenga y haga abrazar generosamente las espinas del camino. QUINTA ESTACIÓN.- Mirad cómo este hombre acepta por un pequeño interés esa carga penosa y cruel. Mirad también cómo mi cuerpo va perdiendo fuerzas... Almas que os habéis abrazado con el estado de perfección: si vuestro valor flaquea frente al esfuerzo que supone la lucha contra la naturaleza, considerad que no os habéis comprometido a llevar mi Cruz por una pequeña cantidad, ni por un goce terreno y pasajero, sino para adquirir la vida eterna y procurar la misma dicha a otras muchas almas. SEXTA ESTACIÓN.- Mirad la caridad con que esa mujer viene a limpiar mi rostro, y cómo por amor vence todo respeto humano. ¡Ah!, vosotros que por mi amor habéis abandonado al mundo y lo que más amabais, no dejéis que ahora un ligero temor de perder la reputación o la fama, os impida limpiar mi rostro con actos de generosidad y de amor. ¡Ved cómo lo cubre la sangre!... SÉPTIMA ESTACIÓN.- La Cruz agota mis fuerzas. El camino es largo y penoso. Nadie se acerca para sostenerme y mi angustia es tal que caigo por segunda vez. No os desaniméis, almas que camináis en pos de Mí, si en vuestra vida sin consuelo humano y llena de arideces, os veis abandonados de todo consuelo espiritual. Cobrad ánimo a la vista de vuestro Modelo en el camino del Calvario. Ved que es la segunda vez que cae, pero se levanta y sigue su camino hasta el fin. Si queréis tomar un poco de fuerza, venid y besadle los pies. OCTAVA ESTACIÓN.- Las mujeres de Jerusalén lloran al verme en tal estado de ignominia. El mundo llora delante del sufrimiento, pero Yo os digo, almas que me seguís por el camino estrecho, que más tarde el mundo os verá andar por entre anchas y floridas praderas, 170
mientras que él y los suyos caminarán sobre el fuego que ellos mismos se prepararon con sus goces.
NOVENA ESTACIÓN.- Mirad que ya estoy próximo al Calvario, y caigo por tercera vez. De este modo daré fuerzas a las pobres almas que, próximas a su muerte eterna, se ablandarán con la sangre de las heridas que me produce esta tercera caída; les dará gracias para levantarse una última vez y llegar a conseguir la vida eterna. Almas que deseáis imitarme: no rehuséis nunca un acto costoso, aunque os produzca nuevas heridas. ¡Qué importa!...Esta sangre dará la vida a un alma. Imitad a vuestro Modelo que avanza hacia el Calvario. DÉCIMA ESTACIÓN.- Mirad con cuánta crueldad me despojan de mis vestidos. Contemplad cómo permanezco en silencio y en un total abandono. Dejáos despojar de vuestra propia voluntad y seguid la voluntad de Dios. Yo os cubriré con la túnica de la pureza y con los tesoros de mi propio Corazón. UNDÉCIMA ESTACIÓN.- Ya he llegado a la cima del Calvario donde voy a entregarme a la muerte. Ya me colocan y clavan en la Cruz... ¡Nada tengo!...ni aún libertad para mover ni un pie... Pero no son los clavos, sino el Amor el que me sujeta. Por eso no sale de mi labios ni una queja, ni un suspiro. Vosotros estáis clavados en la cruz de los sufrimientos de esta vida y sujetos con los clavos del amor que constituye mi voluntad sobre vosotros. No os quejéis, no murmuréis cuando estos clavos benditos os desgarren las manos y los pies. Venid y besad los míos: aquí encontraréis fuerza. DOCEAVA ESTACIÓN.- La Cruz es mi compañera en el camino del Calvario y en la Cruz exhalo mi último suspiro. Almas que habéis tenido la Cruz por compañera inseparable durante vuestra vida: estad seguros que en sus brazos exhalaréis vuestro último suspiro. Pero estad seguros también que ella será la puerta por donde entraréis en la Vida. Besad constantemente esta bendita y sagrada prenda. Abrazadla con ternura y amadla como el más grande de vuestros tesoros. TRECEAVA ESTACIÓN.- Mirad la caridad con que ese hombre justo se encarga de bajar mi Cuerpo de la Cruz. Lo pone entre los brazos de mi Madre. Ella lo adora, lo besa, deja caer sus lágrimas sobre mi rostro y sobre todos mis miembros. Después lo entrega a los que van a embalsamarlo y depositarlo en el sepulcro. Almas escogidas: ¡Venid! ¡Tomad mi cuerpo... embalsamadlo con el aroma de vuestras virtudes!...¡Adorad sus llagas!... Besadlas y dejad que las lágrimas caigan sobre mi rostro... Después, colocadme en el sepulcro de vuestro corazón. Decid también una palabra de consuelo a mi querida Madre y vuestra. CATORCEAVA ESTACIÓN.- Mirad con qué delicadeza me ponen en el sepulcro. Es nuevo y, por lo tanto, limpio de la más ligera sombra. Almas que estáis unidas a Mí con tan estrechos lazos como es el amor, vuestra obediencia y vuestra voluntad, ofrendada a la mía: buscad todas las delicadezas que os sugiere el amor, a fin de que vuestro corazón esté limpio y adornado para sepultarme en él por un amor tierno, un amor fuerte, un amor constante y generoso. Después de cada estación, Josefa decía esta Oración:
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"Padre Eterno: Recibe la Sangre divina que Jesucristo, tu Hijo, ha derramado en su Pasión, por sus llagas, por su Corazón, por sus méritos divinos, perdona las almas y sálvalas" Y besando el suelo decía: "Sangre divina de mi Redentor: te adoro con gran respeto y gran amor para reparar lo ultrajes que recibes de las almas".
EPÍLOGO A ESTE CAPÍTULO A lo largo de este apartado sobre el Infierno hemos ido viendo cómo independientemente de la condición social en que el ser humano nace, se educa, crece y se desenvuelve, siempre en lo más íntimo de su propio ser es libre para escoger el camino del bien, la salvación eterna, o el camino del mal con la perdición y condenación para toda la eternidad. Hemos visto también el juicio al que todos estamos llamados tras la muerte, juicio en el que brillarán nuestras buenas obras, o nuestras malas acciones se harán patentes; juicio que dictaminará a nuestro favor o en contra nuestra según el estado en el que nos sorprenda la muerte: en gracia de Dios o en pecado mortal; de ahí la necesidad de estar siempre libres de pecado mortal, y para ello, arrepentirnos de los pecados graves que hayamos tenido la desgracia de cometer y rezar un Acto de contrición para limpiar el alma, con la condición indispensable de confesarlos luego ante un sacerdote: nos jugamos mucho con estar en gracia de Dios o no estarlo: una bienaventuranza eterna, donde cada minuto es mejor que el anterior, o una condenación eterna en un Infierno inimaginable de sufrimientos, desesperación, agonía y eterna desgracia, donde cada minuto es peor que el anterior. Hemos visto también la gran misericordia de Dios con el hombre, su gran amor por él, que lo lleva incluso a rebajarse casi al papel de un mendigo pidiendo el amor del hombre, su criatura, su hijo, pidiendo su afecto, su conmiseración para con sus dolores de la Pasión, que lo llevó a la Cruz para salvarlo, pidiendo sólo su conversión, su cumplimiento de los Mandamientos divinos que lo llevarán al gozo eterno. Correspondamos a este gran amor de Dios y la Virgen por nosotros, seamos consecuentes con los Mandamientos de la Ley de Dios, Mandamientos que no son cadenas que coartan nuestra libertad, sino que, por el contrario, son caminos seguros que nos conducen a la verdadera libertad en esta vida y luego a la felicidad eterna tras la muerte. El Infierno existe, es una realidad, triste, pero realidad. Preparémonos, pues, para no ir a él. Medios: cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios. Medios para poder cumplirlos:: sacramentos, oración, lecturas piadosas, evitar las ocasiones de peligro espiritual. Y como ayuda muy valiosa que Dios y la Virgen Santísima han puesto en nuestras manos para que de una forma sencilla y fácil podamos salvarnos tenemos las numerosas promesas de salvación aplicadas a determinados actos piadosos: Tres Avemarías: quien rece diariamente tres avemarías a la Virgen, Ella procurará que se salve, que muera en gracia de Dios; Rosario: quien lo rece diariamente (cinco misterios) tiene también la promesa de salvación eterna; Primeros Viernes: todo el que comulgue nueve primeros viernes de mes seguidos para honrar a Jesús y ganar su promesa, obtendrá la gracia de morir en la amistad de Dios y salvar su alma. Hay muchas otras promesas: Primeros Sábados, Medalla Milagrosa, Escapulario del Carmen, etc... Tenemos, pues, en nuestras manos medios de sobra para salvarnos, así., pues, como hemos dicho muchas veces en este volumen, quien se condena es porque quiere. No olvidemos que el Infierno existe, que podemos ir a él, y en el Infierno, según revelaciones de Dios y la Virgen, cada minuto es peor que el anterior..
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En este capítulo quiero insistir en la necesidad de pedir por nuestros difuntos. Gracias a la labor destructiva de no – católicos, sectas e incluso progresistas desviados, dentro de la Iglesia Católica, es poco lo que se ruega por los difuntos, gimiendo éstos en horrores de fuego y purificación esperando unas oraciones, unas limosnas, unas misas, que no llegan. Procuremos nosotros no ser de los que se conforman con decirle a sus difuntos una sola Misa, la de funeral, "para que la gente no diga", y luego abandonemos a sus sufrimientos a nuestros familiares y amigos que ya partieron. Hoy por ellos, mañana por nosotros: no olvidemos a nuestros difuntos.
EXISTENCIA DEL PURGATORIO Los católicos, para la existencia del Purgatorio nos basamos en: a) Antiguo Testamento: (2 Macabeos, 12, 43, 46), que dice: "Después, habiendo recogido en una colecta unas dos mil dracmas, las envió a Jerusalén, a fin de que se ofreciese un sacrificio por el pecado obrando en ello muy bien y noblemente con el pensamiento de la resurrección. Pues si no esperara que los que habían muerto habían de resucitar, habría tenido por cosa superflua e inútil EL ROGAR POR LOS DIFUNTOS. Y consideraba que muy hermosa recompensa está reservada a los que han muerto piadosamente; era éste un pensamiento santo y piadoso. Por eso MANDÓ HACER ESTE SACRIFICIO EXPIATORIO POR LOS MUERTOS, A FIN DE QUE FUESEN LIBRADOS DE SU PECADO". "Aún DEL PECADO EXPIADO, no vivas sin temor" (Eclo 5, 5). b) Nuevo Testamento San Pablo en (I Corintios 3, 15) hace mención a esta purificación para entrar en el Paraíso cuando dice: "Si la obra de alguien queda consumida, suyo será el daño; no obstante, él no dejará de salvarse, si bien COMO A TRAVÉS DEL FUEGO" "Quien hablare contra el Hijo del hombre será perdonado; pero quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero." (Mt 12, 32) Luego, hay pecados que podrán ser remitidos en la otra vida. "Que en verdad te digo que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo" (Mt 5, 26). Jesús habla de una prisión de la cual no se saldrá hasta haber cancelado totalmente la deuda. Los textos citados son suficientemente claros para afirmar que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se creía en un castigo no eterno después de la muerte, que podría ser aliviado por los sufragios de los fieles. c) La Tradición La existencia del Purgatorio es afirmada desde los primeros siglos de la Iglesia: "Hasta el más pequeño delito tendrá que expiar el alma antes de resucitar, sin que esto obste a la plenitud de la resurrección gloriosa con el cuerpo..." "En el día del aniversario hacemos oblaciones por los difuntos" (Tertuliano)
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"Más que llorar, es necesario ayudarla con oraciones. No la entristezcas con tus lágrimas, sino encomienda más bien a Dios con oblaciones su alma." (San Ambrosio) "Durante el tiempo que media entre la muerte del hombre y la final resurrección, las almas quedan retenidas en lugares recónditos, según es digna cada una de reposo o de castigo, conforme a lo que hubiere merecido cuando vivía en la carne. Y no se puede negar que las almas de los difuntos reciben alivio por la piedad de sus parientes vivos, cuando por ellas se ofrece el sacrificio del Mediador o cuando se hacen limosnas en la iglesia." (San Agustín) Uno de los primeros documentos relativos al Purgatorio lo hallamos en las Actas de las mártires africanas, Santa Felicidad y Santa Perpetua, que dieron su sangre por Cristo el 7 de Marzo del año 203. Santa Perpetua, estando en la cárcel, condenada al suplicio de las fieras en el anfiteatro, tuvo una visión. Se le había muerto poco antes un hermanito suyo, llamado Dinócrates. Y una noche, en sueños, lo vio atormentado por una gran sed, y haciendo esfuerzos para acercarse a una fuente, que estaba muy alta para él. Tenía abrasadas la boca y las entrañas, veía cerca la fuente; le llegaba a los oídos el rumor del agua fresca y cristalina y penaba de sed. Santa Perpetua comprendió entonces que su hermano estaba en gran tribulación y tormento y suplicó a Dios se compadeciese de él y lo aliviase. La noche siguiente cambió la visión: Perpetua vio a su hermanito resplandeciente de luz, rebosante de alegría y bebiendo en la fuente. "Yo me desperté entonces, cuenta ella, y comprendí que había pasado de un lugar de penas a un lugar de refrigerio". d) Razón teológica "La Justicia de Dios exige que una pena proporcionada restablezca el orden perturbado por el pecado. Luego, hay que concluir que todo aquel que muere contrito y absuelto de sus pecados, pero sin haber satisfecho plenamente por ellos a la Divina Justicia, debe ser castigado en la otra vida." (Santo Tomás de Aquino) Además, para ver a Dios es necesaria la purificación perfecta que, si no se logró en esta vida, habrá de realizarse en la otra. Isaías al tomar conciencia de la grandeza y santidad de Dios, siente la necesidad de una purificación que es realizada por el fuego (cf. Is 6,6). Y Pedro, al ver el poder divino de su Maestro, exclama: "Apártate de ni, Señor, que soy un pecador" (Lc 5, 8). Ante la santidad de Dios, el hombre por sí mismo se detiene... acepta, quiere, la expiación. La existencia del Purgatorio es dogma de fe (algo que debe aceptarse bajo pena de pecado mortal); fue definido como tal en los Concilios de Lyón, Florencia y Trento (DZ. Nº 464 – 693 y 983) y en el Catecismo de la Iglesia Católica, Números 1030 – 1031 – 1032.
¿QUÉ ES EL PURGATORIO? El Purgatorio es el lugar donde acaban de purificarse las almas que han de entrar en el Cielo, y que aún no han satisfecho la pena temporal acumulada. Pena temporal es la que queda por compensar cuando tras cometer un pecado mortal o venial nos arrepentimos y confesamos, quedando nuestra alma limpia, pero con una imperfección que purgar; es como cuando una prenda manchada queda limpia tras ser lavada pero con 175
arrugas que hay que planchar para que desaparezcan: la pena temporal son las "arrugas" del alma que hay que "planchar", o sea, purificar; esta purificación puede realizase en esta vida mediante oraciones, buenas obras, limosnas, sacrificios, cumplimiento del propio deber, comunión, Misa, Rosario, etc.; pero si la persona muere sin haber purgado totalmente esta pena temporal, entonces, aunque su alma esté salvada, o sea, que no se condena en el Infierno, debe ir al Purgatorio para eliminar toda impureza por mínima que sea, pues en el Paraíso no puede entrar nada imperfecto. Dice Santa Catalina de Génova: "Dios me hace ver que por su parte a nadie cierra las puertas del Cielo y todos los que quieran entrar, entran; pero su Divina Esencia es de una pureza tan grande y tan incomparable que el alma que en sí tiene el más pequeño átomo de imperfección antes se precipitaría en mil infiernos que presentarse así ante tan Santa Majestad. Por eso viendo que el Purgatorio fue establecido por Dios para purificar las almas de sus manchas, gustosa se arroja a él y considera una gran misericordia el encontrar este medio de destruir el obstáculo que le impide echarse en los brazos divinos". Conocer que Dios es el último fin de la criatura racional, y no poder amarlo, por desgracia, es la pena de daño que padece el condenado en el Infierno; amar a Dios libre y necesariamente, y no poder gozar de Él por sus culpas, es la pena de daño propia del Purgatorio, y si el odio, que por carecer de la gracia nutren por necesidad contra Dios los condenados, forma una gran parte del Infierno, la vehemencia del amor con que la almas del Purgatorio, animadas de la gracia, suspiran por Dios, añade tanta intensidad a sus penas, que las hace casi superiores a las del mismo Infierno. Así, pues, como el amor no satisfecho es el más cruel tormento del corazón humano, meditemos cuál será el martirio de las almas que, conociendo a Dios con perfección, se reconocen indignas todavía de pasar a poseer su Gloria. Por el grandísimo amor que las almas del Purgatorio profesan a Dios, desean a cada instante unirse con Él, mas con Él no pueden unirse si no quedan plenamente purificadas en la llamas. Por lo cual, cuanto más suspiran por ver a Dios llevadas de la caridad, tanto más desean no verse culpables por su demérito. El amor, pues, al mismo tiempo las mueve y las detiene, las eleva y las abate, las enciende y las hiela; y con alternarse de continuo los efectos contrarios, hiere y despedaza de tal suerte su ánimo, que es más despiadado el fuego que las quema en lo interior que el que las abrasa por fuera. Atendido el perfecto amor de Dios, deben las almas del Purgatorio estar resignadas en su padecimiento. Este amor hace también que la resignación en la tierra, si no desacerba la pena enteramente, la endulza, sin embargo, de tal modo, que es menos sensible, y a las veces se hace aún suave lo mismo que se padece, mas en el Purgatorio no es así. Por lo mismo que están aquellas almas más resignadas a la voluntad de Dios, son también más atormentadas, mientras en virtud de su misma conformidad, desearían hacerse enteramente dignas de ser amadas por Él; y el conocer que no lo son todavía, se deshacen por serlo lo más pronto posible a fuerza de sufrimientos. Por consiguiente, cuanto más padecen, más desean padecer, y no se sacian jamás de tormentos, deseando cuanto antes unirse a Dios en la Gloria eterna. A continuación pondremos lo que la Venerable Ana Catalina Emmerick, religiosa agustina alemana estigmatizada, muerta en 1832, vio en revelación sobe el Purgatorio y los difuntos: "Las almas del Purgatorio más abandonadas son las que no tienen quien rece por ellas. Muchos parientes olvidan a sus difuntos. Los que son más alabados en este mundo sufren más en el Purgatorio, porque no se pide por ellos y se les cree ya en el Cielo. Veo muchas almas tenidas en la tierra por santas que están aún en el Purgatorio y no gozan por tanto de la visión beatífica.
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Vi una oscura y extensa bóveda donde las almas parecían ya libres de su pasión. Había allí una luz roja de un cirio en una especie de altar y vi venir un ángel y consolar a las almas, con un presente. Esto sucede algunas veces al año; pero desapareciendo el ángel desaparece con él todo lo que hay de eclesiástico. Entendí que las pobres almas, que no pueden hacer por sí, ruegan por la Iglesia. El Purgatorio está en el Polo Norte. Debajo del Purgatorio está el Infierno, en el centro de la tierra. El Infierno se muestra exteriormente como una laguna oscura y profunda, donde no hay rayo de sol alguno. Triste cosa es que las almas benditas del Purgatorio sean ahora tan pocas veces socorridas. Es tan grande su desdicha que no pueden hacer nada por su propio bien. Pero cuando alguno ruega por ellas o padece o da una limosna en sufragio de ellas, en este momento cede esta obra en bien de ellas y se ponen tan contentas y se ven tan dichosas como aquel a quien dan de beber agua fresca cuando esta ya a punto de desfallecer de sed. Se muestran muy agradecidas y ruegan por los que las favorecen ¡Cuánto tienen que padecer las pobres almas a causa de su flojedad y tibieza en esta vida, de su piedad relajada, de su falta de celo en promover la gloria de Dios, y la salud del prójimo! ¿Qué otro medio hay de socorrerlas si no es la caridad satisfactoria que ofrece por ellas aquellos mismos actos de virtud con relación a los cuales se descuidaron ellas durante su vida en la tierra? Los santos del Cielo nada pueden hacer en la expiación y satisfacción de las culpas que están purgando las almas benditas, todo lo tienen ellas que esperar de la Iglesia militante, o sea, nosotros. ¡Cuán vivamente suspiran estas almas por esta expiación! Saben muy bien que no hay sobre la tierra ningún pensamiento bueno, ningún buen deseo a favor de ellas que no dé algún alivio a sus penas, pero ¡qué pocos son los que toman parte en su aflicción! El sacerdote que rece devotamente las Horas con intención de satisfacer por las negligencias que tienen que expiar las almas, puede procurarles increíbles consuelos. La virtud de la bendición sacerdotal penetra hasta el Purgatorio, y consuela, como rocío del cielo, a las almas a quienes con fe firme bendice un sacerdote. El que viera todas estas cosas, como yo las veo, de seguro que procuraría con todas sus fuerzas socorrer a las almas del Purgatorio. Debemos orar por ellas. En el valle de Josafat nos volveremos a juntar todos tras el Juicio Final y se acordarán de los que hemos rezado por ellas. Dios dé a esas almas el eterno descanso y las ilumine. Algunos moribundos mueren completamente abandonados. Por la violencia que experimento en mí, cuando veo huesos humanos, aún los más cortos residuos de algún cadáver, morada de un alma, siempre he creído que hay cierta relación entre todas las almas y sus cuerpos, pues los huesos que veo en las sepulturas y cementerios, producen en mí diversos sentimientos y afectos. Al ver ciertos cadáveres siento una impresión de luz, bendición y salud, mientras que en otros he experimentado distintos grados de pobreza y necesidad, limosnas y ayunos. Otras veces fui presa de terror y espanto: estaban condenados. Cuando iba a orar al cementerio por la noche, sentía en tales sepulcros una oscuridad más profunda que la de la misma noche; esto me parecía más negro que lo enteramente negro, como sucede cuando se abre un agujero en un paño negro, que el agujero parece aún más negro que el mismo paño. A veces veía salir de ellos un humo o vaho negro, que me estremecía. También me sucedía que cuando el deseo de ayudar me impulsaba a penetrar en estas tinieblas, me sentía repelida hacia atrás. En estos casos la idea de la santísima Justicia de Dios era para mía como un ángel que me libraba de lo que hay de espantoso en tales sepulcros. En otros veo como una columna sombría de color gris más clara o más oscura; en otros una columna luminosa de un resplandor más o menos intenso; pero en muchos no veo absolutamente nada y esto es lo que más me
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aflige. Los rayos más o menos claros, más o menos oscuros, son señales que indican el mayor o menor grado de necesidad de las almas. Los que no pueden dar señal alguna son las almas más necesitadas, no tienen quien las socorra ni quien se acuerde de ellas, y como nada pueden hacer por su bien, son las últimas en la comunicación con el Cuerpo de la Iglesia. Cuando me acerco en oración a estos sepulcros suelo oír una voz penosa y confusa que sale de lo profundo y suspira diciendo: -¡Socórreme y sácame de aquí! Entonces experimento claramente en mí la misma angustia que sentiría el que se encontrara enteramente sólo y desvalido. Por estos pobres abandonados pedía yo siempre con mayor fervor y constancia que por otros; entonces veía salir poco a poco de tales sepulcros solitarios y vacíos una columna de sombra que se iba aclarando mediante el auxilio constante de la oración. Los sepulcros en que veo una columna de sombra más o menos clara son los que contienen cuerpos cuyas almas no están enteramente abandonadas, ni del todo ligadas y por el grado de su tormento o por los sufragios y oraciones de sus amigos vivos, están en cierta relación más o menos consoladora con la Iglesia militante. Estas almas poseen todavía la gracia de dar señal de sí en la comunidad; están en una corriente nueva hacia la luz y hacia la bienaventuranza y nos ruegan que les ayudemos, ya que ellas no pueden valerse. Lo que hacemos en su obsequio ellas lo ofrecen a Nuestro Señor por nosotros. Me parecen pobres cautivos que pueden mover la compasión de sus semejantes ya con algún grito, ya con alguna súplica, ya extendiendo las manos fuera de la cárcel. Desde niña, y adolescente, era muchas veces turbada, asustada y maltratada en mi oración en los cementerios, por los espíritus malditos y aún por el mismo demonio. Me cercaban espantosos ruidos y apariciones: con frecuencia era derribada a los sepulcros y sacudida fuertemente; a veces me querían sacar violentamente del cementerio. Pero con la gracia de Dios nunca he llegado a acobardarme ni a ceder al enemigo un palmo de terreno, antes bien redoblaba mis oraciones allí donde era más turbada. ¡Cuántas gracias he recibido de las benditas almas del Purgatorio! ¡Ojalá quisieran todos participar conmigo de esta alegría de socorrer a las almas! ¡Qué abundancia de gracias hay sobre la tierra! Sin embargo, ¡cuánto se olvida a las almas y se malogran las gracias, mientras que las almas benditas suspiran por ellas! Allí, en lugares distintos, padeciendo diferentes tormentos, están estas almas llenas de angustia y deseo de ser socorridas y salvadas. Pero, por grande que sea su aflicción y necesidad, ellas alaban a Nuestro Señor y Salvador. Todo lo que hacemos por ellas les causa infinita alegría. Saben bien las almas del Purgatorio que no hay sobre la tierra ningún pensamiento bueno, ningún deseo en favor de ellas que no dé algún alivio a sus penas. En una visita que hice al Purgatorio, con mi ángel de la guarda, llegué a un oscuro sitio donde había muchas almas. Habiendo penetrado en aquel lugar, las consolé. Aquellas almas estaban sumergidas en las tinieblas, unas hasta el cuello, otras hasta la cintura. Hallábanse unas junto a las otras, cada una en su propia cárcel. Unas padecían sed, otras, frío, otras, calor; no podían valerse a sí mismas; sufrían indecibles tormentos y sentían gran deseo de salir de allí. Vi que muchas consiguieron su libertad: su alegría era inexplicable. Elevándose a un lugar más alto, en gran número, en forma espiritual meramente gris, recibían, durante este breve tránsito, los vestidos e insignias propias del estado de cada una de ellas, lo mismo que cuando vivían en la tierra. Mientras duraba esta elevación perdían sus insignias terrenas y recibían un resplandeciente vestido de gloria.
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Entre las almas más abandonadas del Purgatorio he visto a aquellas pobres de quienes nadie se acuerda y cuyo número es grande, pues muchos hermanos nuestros en la fe no hacen oración por ellas. Por estas pobres almas olvidadas ruego yo siempre. He visto en el Purgatorio muchos estados de purificación. En particular he visto castigados aquellos sacerdotes aficionados a la comodidad y al descanso, que suelen decir: "Con un rinconcito en el Cielo me contento; yo rezo, digo Misa, confieso, etc. Pero sin meterme en muchos líos"... etc. Estos sentirán indecibles tormentos y vivísimos deseos de buenas obras y verán a todas las almas a quienes han privado de su auxilio, ante su vista, y tendrán que sufrir un desgarrador deseo de socorrerlas. Toda pereza se convertirá en tormento para el alma, su quietud en impaciencia, su inercia en cadenas, y todos estos castigos no son invenciones, sino que proceden del pecado, como la enfermedad de la causa que la produce. Lo que siempre veía con certeza es que todo lo bueno que hay en el alma o en el cuerpo, conduce a la luz, y que lo malo conduce a las tinieblas, mientras no sea expiado y borrado; que la justicia y la misericordia son perfecciones de Dios y que la divina misericordia satisface a la justicia divina por los inagotables méritos de Jesucristo y de los santos, mediante la cooperación, y la obras de la fe, esperanza y caridad de los miembros de su Cuerpo espiritual. Siempre vi que nada se pierde de cuanto se hace en la Iglesia en la unión con Jesús, que todo deseo piadoso, todo pensamiento bueno, cualquier obra de caridad hecha por amor de Jesús, cede en bien de todo el Cuerpo de la Iglesia, y que el que no haga otra cosa que rogar a Dios en plena caridad por sus hermanos, ése hace una gran obra saludable. Las almas benditas son instruidas por los ángeles acerca de lo que sucede en el Cielo y en la tierra en orden a su felicidad. Ningún pensamiento o buen deseo queda sin efecto si se ofrece por las almas del Purgatorio. Los ángeles reparten entre las almas del Purgatorio los sufragios que se hacen en la tierra cuando no se pone intención particular. En el Purgatorio no hay naturaleza, ni árboles, ni frutos. Todo es incoloro, claro u oscuro, según el grado de purificación de las almas. Los lugares donde están las almas guardan cierto determinado orden. Hay almas que antes de ir al Purgatorio vagan o sufren en la tierra. En el Purgatorio actúan los espíritus planetarios, o sea, diablos que vienen de los planetas, quienes reprochan a las almas sus pecados. Hay otros lugares de purificación peores que el Purgatorio. Puede ser un lugar determinado en la tierra o situación especial. Hay un lugar donde las almas, privadas de ayuda, son tentadas por lo espíritus planetarios para apartarlas de la paciencia y las celestiales aspiraciones. El juicio que se pronuncia sobre las almas lo veo instantáneamente en el mismo lugar en que mueren los hombres. Allí veo a Jesús, a María, al santo patrón de cada uno de ellos, y a su ángel custodio. Aún en el juicio de los protestantes, veo presente a María Santísima. El juicio concluye en breve tiempo. Las almas del Purgatorio están ciertas del cumplimiento de su esperanza, mientras que los malos corren peligro de perderse. Esta consideración me indujo a rogar por estos últimos. Entonces se me apareció San Ignacio. A un lado suyo estaba un hombre orgulloso, libre y sano, a quien yo conocía. Ignacio me preguntó: -¿A favor de cuál de estos dos prefieres pedir auxilio: en favor de este joven orgulloso, que puede hacer penitencia, si quiere, o a favor d este otro, que no puede valerse? Temblé de espanto en todos mis miembros y lloré amargamente. Fui conducida al Purgatorio por un camino muy trabajoso y rogué por las almas que había allí detenidas. Estuve además en muchos lugares y cárceles debajo de la tierra, donde había gentes de larga barba. Hallábanse sus almas en buen estado expiando sus culpas; y las consolé. Vi estos lugares como si fueran Purgatorios en la tierra.
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He visto el lugar de purificación y he notado un aire de indecible contento en los rostros de algunas almas como signo de su próxima liberación. Fue para mi causa de gran alegría verlas libres de sus tormentos. Así he reconocido las almas de dos sacerdotes que fueron ya admitidos en el Cielo. Tuvieron que sufrir muchos años, el uno a causa de su negligencia en cumplir las obligaciones de su estado en las pequeñas cosas, el otro, por su inclinación a burlas y chanzas exentas de caridad. Otra vez he estado esta noche en el Purgatorio. Me parecía que era conducida a un abismo profundo. Había allí un gran espacio. Causa lástima ver cuán triste están las pobres almas en aquel lugar. Pero en su semblante hay algo que revela la alegría de sus corazones cuando consideran la misericordia del Señor. Vi también a la Madre de Dios en un magnífico trono, tan hermosa como nunca la había visto. Es necesario rogar por las almas del Purgatorio. Ellas, muy agradecidas, de seguro rogarán mucho por sus bienhechores. La oración por las almas es muy agradable a Dios, pues por este medio se les anticipa el gozar de la presencia divina. La mayor parte de los hombres están allí expiando la indiferencia con que miran ordinariamente los pecados veniales; esto les impide practicar actos de bondad, mansedumbre y conseguir victorias sobre sí mismos. La relación de las almas del Purgatorio con la tierra es tan sensible que con solo desear su bien y aliviarlas y consolarlas desde la tierra, reciben ellas gran consuelo. ¡Cuánto bien hace aquél que constantemente está haciendo actos de vencimiento de sí mismo en favor de ellas, deseando vivamente ayudarles! He visto a un sacerdote muy piadoso y muy caritativo que murió anoche a las nueve. Ha pasado tres horas en el Purgatorio, por haber perdido el tiempo con todo género de bromas, incumpliendo algo de sus deberes. Este sacerdote tenía que permanecer allí algunos años, pero ha sido socorrido con fervientes oraciones y muchas misas. Vi los tormentos que padeció por espacio de tres horas y cuando salió de allí le oí decir a su ángel una cosa que me causó risa: - Ahora veo que aún los ángeles pueden engañar a uno: me había dicho el ángel que yo tenía que estar sólo tres horas en el Purgatorio; sin embargo, ¡he estado tanto tiempo!... Hay en el Purgatorio un espacio oscuro y muy vasto, dentro de un mundo de tinieblas, y en él muchos círculos. Allí las almas se encuentran en privaciones y penas que necesariamente derivan de sus terrenas imperfecciones y faltas. Los espacios en que se encuentran son turbios, como envueltos de nieblas, a veces más claros, húmedos, secos, fríos, sofocantes, ardientes y también diversos en luz y color. He visto allí, no obstante, la vislumbre de amarillenta luz matutina. Los niños estaban próximos al borde de aquel círculo. Los no bautizados sufren mucho más a causa de su correlación con los pecados y la impureza de sus padres. Los bautizados están libres y limpios. No se puede ayudar a aquellas almas sino por medio de la gracia, la meditación, la oración, las buenas obras, los méritos de los santos y con los frutos que pueden derivarse de alguna buena cualidad espiritual y de la vida terrena de las almas mismas. Si alguna de estas almas pudiera venir de nuevo a la tierra, aunque fuera por un cuarto de hora, podría cancelar mucho de castigo en el Purgatorio, ya que aquí con leves sufrimientos aceptados con paciencia ante Dios y en unión con Él se saldan grandes deudas de Purgatorio. He recorrido muchas veces el Purgatorio en compañía de los santos. Los lugares de expiación no están en un mismo espacio, sino en varios diferentes y hay que ir de unos a otros. Los santos se acercan fácilmente a mí. Tienen un pedestal como una nube luminosa que se mueve con ellos. Estos pedestales son de diversos colores, según la clase de consuelo que los santos han procurado con sus obras mientras vivían. Siempre
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debo andar por caminos tristes; pero acepto este trabajo en expiación de los pecados de las benditas almas y voy orando por ellas. Aquí recuerdo los padecimientos de los santos y los ofrezco, juntamente con los de Jesús, por las benditas ánimas. Los lugares donde están las almas son muy diferentes, según el estado de ellas Al llegar a estos lugares veo rayos de luz que caen sobre algunos puntos o un crepúsculo alrededor del horizonte, estos son los mejores. En ninguno de ellos se ve el cielo azul, pues en todas partes están más o menos turbado y oscurecido. En muchos lugares están las almas muy juntas y esto les causa grave angustia. Unos son más oscuros y profundos, otros más claros y elevados. Los espacios donde se hallan encerradas las almas, separados unas de otra, son también de diferentes formas. Aquellas almas que estuvieron unidas en la tierra, permanecen unidas sólo en caso de que necesiten ser purificadas en el mismo grado. En ciertos lugares está la luz teñida con un tinte de fuego turbio o rojo. No puede expresarse la grana alegría y el consuelo de las almas que se quedan cuando las otras son rescatadas. Hay asimismo lugares donde las almas deben trabajar por penitencia. La naturaleza es allí pobre, marchita y sin vigor, y los frutos se asemejan a ella. He visto en el Purgatorio a protestantes que están abandonados porque carecen de oraciones. He visto almas a las cuales, cuando salían, subían de su grado inferior a otro más elevado. A otras he visto que podían andar errantes de un lugar a otro y gozar de mutua comunicación y consuelo. El poder aparecerse para pedir sufragios es una gracia señalada. He visto lugares donde se purifican las almas que habían sido proclamadas santas, pero que al salir del mundo no habían perfeccionado su santidad. Por la parte de fuera me parece el Purgatorio como un baluarte oscuro, humeante, en forma de media luna; por dentro tiene innumerables calles que conducen arriba y abajo, y espacios altos y bajos. En la entrada aquel espacio es mejor, pues las almas pueden ir de un lugar a otro, y deslizarse por los contornos, las de dentro están más duramente encarceladas, de trecho en trecho se ve a una de ellas en una cueva, dentro de una fosa y con frecuencia se ven muchas almas juntas en un mismo espacio, en diferentes, unos más altos y otros más profundos. A veces está un alma sentada en un lugar alto, como sobre una piedra. Más adentro, en el fondo, todo es mucho más espantoso. Allí los demonios tienen poder y es como un Infierno temporal. Las almas son atormentadas y espectros espantosos y larvas diabólicas recorren esos sitios atormentando y angustiando a las almas. Veo en el Purgatorio un lugar destinado a los ejercicios de piedad, una especie de iglesia donde son a veces consoladas las almas; éstas la miran como nosotros a nuestras iglesias. Las almas no reciben allí inmediatamente auxilio del Cielo: todo lo obtienen de la tierra, de los vivos que ofrecen por ellas al Juez oraciones y buenas obras, sacrificios y mortificaciones y, sobre todo, el santo sacrificio de la Misa. Este Purgatorio es el de la Iglesia Católica. Las sectas están allí separadas, como aquí, y padecen mucho más, porque no reciben de la tierra sufragios de oraciones y misas. Acercándose a las almas se conoce si son de hombres o mujeres. Se ven figuras más o menos claras, cuyos rostros están infinitamente afligidos y doloridos, aunque en ellos se echan de ver la paciencia con que llevan sus penas. No es posible explicar la compasión que me causa el verlas. Nada hay más consolador que contemplar su paciencia y ver cómo se alegran las unas de la salvación de las otras y cómo se duelen a la vista de los dolores de los demás que allí moran y de la aflicción de las que van llegando. He visto también a niños en este lugar. En el Purgatorio las almas padecen indecibles tormentos, pero están todas consagradas a Dios y no pecan. Vi vehementes deseos, hambre y sed de redención. Todas podían ver lo que a cada una de ellas le faltaba y esperaban con ansiedad. Sus
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dolores, soportados con paciencia y conciencia de sus culpas, y la imposibilidad de ayudarse a sí mismas eran cosas inefablemente conmovedoras. He visto también todos sus pecados. Estaban sentadas en diferentes profundidades, en medio del dolor y el desamparo, unas hasta el cuello, otras hasta el pecho y hacían súplicas pidiendo socorro. Las indulgencias tienen gran valor, pues con ellas se alcanza la remisión de las penas que tenemos que pagar en el Purgatorio después de la vida. Mas, para ganar las indulgencias no basta rezar las oraciones y practicar las buenas obras que están prescritas con este fin: es necesario, además, recibir los santos sacramentos con verdadera contrición y propósito de enmienda. Sin verdadera contrición y propósito de enmienda, sin verdadero arrepentimiento y firme propósito de enmendarse no es dado ganar indulgencia alguna; a toda obra meritoria va unida una indulgencia. Las buenas obras de los hombres son tan varias como los números, hasta la que valga menos debe estimarse en mucho si con ella va unida alguna parte de los merecimientos de Cristo. Todo lo que ofrecemos a Dios en unión con los méritos infinitos, aunque en apariencia carezca de valor, nos será descontado del castigo que hemos merecido. No me canso de lamentar la ceguera d tantas almas en cuyos ojos se ha oscurecido la luz de la fe. Siguen viviendo tranquilamente en sus pecados acostumbrados y se engañan a sí mismas creyendo ganar indulgencias con sólo decir algunas oraciones. Alguna vez entenderán que los paganos y los moros, que procuran vivir virtuosamente según la ley natural, serán juzgados más favorablemente que ellos en presencia de Dios. Nosotros tenemos la gracia y no la estimamos; la gracia nos solicita y nosotros la rechazamos. Inclínanse hasta el suelo para recoger una moneda que brilla, pero tienen delante de sí la gracia de la salvación eterna y pasan sobre ella para ir en pos de las quimeras del mundo. A éstos no les valdrán las indulgencias y aún serán juzgados por las obras de piedad que hubieran practicado por cierta costumbre". Santa Catalina de Génova bajó al Purgatorio y vio que era una mezcla inefable de tormento y de amor, el exceso del dolor y el amor sin medida, y con el amor, el júbilo íntimo, el contentamiento supremo, que sólo con el del Paraíso se puede comparar, la inmensa alegría de cumplir la voluntad del Dios amado y adorado sin desmayo, sin vacilación. - Al salir las almas de esta vida- dice la Santa - ven de una vez para siempre las causas del Purgatorio, que ellas llevan consigo, para no volver a recordarlas jamás. Y no descubriendo en sí mismas toda la pureza necesaria para ver a Dios, y viéndose con un impedimento que sólo el Purgatorio puede hacer desaparecer, arrójanse al punto en sus llamas, si no encontrasen este lugar del Purgatorio, sufrirían allí instantáneamente un Infierno mucho más cruel, al ver que se les quitaba toda esperanza de vivir en compañía de Dios, su último fin. Y si pudiesen dar con otro Purgatorio más terrible y que obrase con más rapidez, se lanzarían a él con todo el ímpetu del amor.
SUFRIMIENTOS DEL PURGATORIO La más pequeña pena del Purgatorio es mayor que la más grande de este mundo. Aparecióse al venerable Estanislao Cholcoca, dominico de Polonia, un alma del Purgatorio rodeada de vivísimas llamas, gimiendo y suspirando de una manera increíble.
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La violencia del fuego le penetraba y traspasaba de tal modo, que no pudo menos el buen siervo de Dios que pedirle le trajese alguna comparación o prueba que le hiciese comprender su actividad y fuerza. - Si me pides comparación – respondió aquella alma – te diré que las llamas más encendidas de la tierra son una suave y agradable brisa si se compara con el ardor que yo sufro; si quieres una prueba extiende la mano. Al decir esto, hizo caer sobre la palma del siervo de Dios una gota de sudor desprendida de aquella voracísima llama, con la que le produjo tan excesivo dolor que al grito lanzado despertaron todos los hermanos, que dormían, y no pudiéndolo resistir más, cayó en tierra desmayado y casi muerto; así lo encontraron los otros religiosos que corrieron a su celda a ver qué ocurría. Allí, al verlo postrado en el suelo lo auxiliaron con las más eficaces medicinas, pero aún así apenas pudieron hacerle volver en sí. Preguntado por la causa, mostró la llaga producida por la gota dolorosa, de la cual se resintió después toda su vida... Si una sola gota de aquel sudor fue tan penetrante y tan cruel, ¿qué hubiera sido una chispa, una llama, un incendio del fuego devorador?... Si un alma, al salir del Purgatorio, se pusiera sobre un fuego de la tierra, creería pasear por un delicioso jardín. A continuación ponemos lo que dicen algunos santos obre el Purgatorio. "Más vale sufrir los tormentos posibles hasta el fin del mundo que pasar un solo día en el Purgatorio" (San Cirilo de Alejandría). "La menor quemadura del fuego del Purgatorio es más cruel que todos los males de la vida" (Santo Tomás de Aquino). Los tormentos del Purgatorio son mayores que los que sufrieron así los criminales como los santos mártires. "Entre el fuego material de este mundo y el del Purgatorio hay una diferencia tan grande como la que hay entre el fuego verdadero y la imagen o pintura" (San Bernardo). "Aunque el fuego del Purgatorio deba salvar a los que sufren, es sin embargo seguro que es para ellos más terrible que todos los tormentos que un hombre pueda sufrir en este mundo" (San Agustín). "El alma encadenada en aquellos bajos lugares se abrasa en un deseo tan vivo de transformarse en Dios, que este su deseo hace su Purgatorio; porque no es el lugar lo que purifica al alma, sino la pena producida por el impedimento, que detiene su instinto de unión con Dios". (Santa Catalina de Génova). "Es verdad que los tormentos son en el Purgatorio tan grandes que los más terribles dolores de esta vida no se pueden comparar con ellos; pero también son tan grandes las satisfacciones interiores que no hay prosperidad ni contento en la tierra que se les pueda igualar " (San Francisco de Sales). En el Purgatorio los minutos son horas, las horas días y los días, años. Como dice Tomás de Kempis es más insoportable una hora de Purgatorio, que un siglo entero de áspera penitencia. En 1618, el P. Hipólito de Scalvo, capuchino, pasó a Flandes en calidad de comisario general para fundar algunos conventos de su Orden, con los cuales se pusiese algún reparo a los progresos de la herejía, que extendiendo su veneno cada día, infestaba nuevos países. Concluido su trabajo se fijó en uno de ellos con el cargo de guardián y maestro de novicios, en cuya época, enfermando uno de éstos, pasó a mejor vida sin haber concluido el primer año de noviciado, y en ocasión que el maestro se hallaba ausente.
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Vuelto al convento sintió vivamente la muerte del discípulo, no sólo porque sus bellas prendas le habían hecho concebir grandes esperanzas respecto a su vocación, sino muy particularmente por no haberse hallado presente para darle su bendición. En la noche siguiente, orando en el coro después de Maitines (según su costumbre) se le presentó de improviso una sombra rodeada de llamas que lo llenó de terror, y más cuando con tristísima voz, que conoció, oyó que se le pedía la absolución de cierto defecto, el cual confesó, y que atendida su santa vocación y vida no debía ser grave. - Dadme - decía - oh piadosísimo Padre, vuestra bendición y absolvedme con ella del reato de pena, por la que en vida no satisfice a la Divina Justicia. Imponedme la penitencia debida a mi falta, que la cumpliré gustoso ya que el Eterno Juez me ha concedido por su infinita misericordia que venga a pedírosla. Sudor frío le corría al guardián por todo su cuerpo con tal espectáculo y demanda; y deseando salir cuanto antes del paso, le dijo: - Yo te absuelvo, hijo mío, de tu falta en cuanto puedo, y por penitencia te impongo que permanezcas en el Purgatorio hasta la hora Prima, así, Dios te ayude. Apenas oído esto empezó a agitarse la sombra con ademanes de la más aflictiva pesadumbre, y apartándose de su presencia discurría por la iglesia con paso incierto, y gritando con doloroso acento: -¡Oh penitencia sin misericordia! ¡Oh penitencia sin misericordia! ¡Volvedme al Purgatorio, Padre mío amantísimo, por una falta que en vida apenas habríais juzgado digna de seis golpes de disciplina. Y diciendo esto desapareció. El espanto del guardián se convirtió entonces en vivísima aflicción, porque los lamentos del discípulo le demostraban bien que había cometido un gran error, pues mientras juzgaba haber sido clemente en su sentencia, realmente fue despiadado. No sabía como remediarlo, hasta que al fin se le ocurrió, y llevó a efecto, el tocar la campana, aunque hubiera de causar este trastorno en la Comunidad a la cual reunida en el coro, dijo: - Cantemos la hora de Prima con la mayor devoción posible, y después daré la razón. Hízose así, y concluida, refirió el caso como había pasado. La Comunidad agradeció el que su caridad hubiese contado con ella para hacer tan gran obra de misericordia. En cuanto al guardián, que ya se distinguía por su tierna devoción a las almas del Purgatorio, se aumentó con este suceso en tal grado, que parecía no vivir sino para hacer bien por ellas. Concibió sobre todo tal idea de la vehemencia de aquellas penas, que temblando todos sus miembros cuando pensaba en ello, sin habérsele disminuido la impresión en los veinte años que sobrevivió, y durante los cuales repetía frecuentemente aquellas palabras de San Anselmo: - El dolor más pequeño de la otra vida es mayor que todo lo que en ésta se puede padecer. - Las almas del Purgatorio sufren mucho. Si nunca me desearon- dijo Jesús en una de sus muchas revelaciones- mientras estaban en la tierra, ahora aprenden a desearme en el Purgatorio. Allí no ven mi Rostro y arden en deseos de verlo. - Mi amor por vosotros- dice Jesús- es eterno, no comprenderéis sus profundidades y su plenitud sino cuando estéis en el Cielo. Sentid mi Presencia. Yo os bendigo a todos. Meditad mi presencia. Hijos a quienes amo con amor eterno, sed gratos a Mí recordando mi Presencia real. Hacedme participar en vuestras actividades, en vuestras discusiones y en vuestros pensamientos. Respetad mi Presencia sin jamás
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olvidar que Yo soy el Santo. Uniéndome a vuestro pensamiento, vosotros pecaréis menos sabiendo y recordando que Yo estoy con vosotros. Creed en mi Presencia entre vosotros. ¡Permitidme entrar en vuestro corazón para que pueda sanaros a todos! Siendo el fuego del Purgatorio corpóreo y material, ocurrirá tal vez a alguno el preguntar cómo puede actuar en las almas despojadas de cuerpo. De la misma manera, dice San Gregorio, que Lucifer y los ángeles rebeldes, si bien son puros espíritus, no dejan de ser eternamente atormentados con el fuego material del Infierno, así también antes del Juicio Universal lo pueden ser, y lo son, en efecto, los espíritus humanos sin cuerpo condenados al Infierno o al Purgatorio. El fuego de los abismos es un instrumento de la justicia de Dios, la cual puede castigar a un espíritu por medio de un cuerpo, como su Omnipotencia anima a un cuerpo por medio de un espíritu. A nosotros es inconcebible y sorprendente el modo, pero no menos verdadero, concluye San Bernardino de Sena, pues imperdonable presunción será el querer comprender con nuestras cortas luces las obras maravillosas del divino poder. Esforzándose los Santos Padres y Doctores a darnos alguna explicación del modo con que el fuego del Purgatorio atormenta a las almas encerradas en aquella cárcel, nos dicen que sucede por compenetración, es decir, aquellas almas no tienen ya el cuerpo que tenían en la vida pero el fuego del Purgatorio se une y se pega a aquellos espíritus, sirviéndoles de cuerpo tormentosísimo. Es una idea que nos llena de espanto y horror, mas nuestra idea es siempre menor que la verdad. ¡Qué inexplicable es e tormento que experimentan aquellas almas benditas! Santa Catalina de Génova dice que el suplicio de estas almas es espantoso, tanto, añade, que ningún entendimiento puede comprenderlo ni ninguna lengua expresarlo; en cuanto a la pena de sentido, es como la del Infierno, aunque por supuesto con la esperanza de ir al Cielo, esperanza que no tienen los condenados cuya desgracia será eterna. Un novicio difunto reconvino al venerable Dionisio el Cartujano por no haber rezado por su alma los Oficios que le había prometido. Procurando Dionisio excusarse por semejante falta, el espíritu del novicio, que se le hubo aparecido, respondióle con profundos gemidos: -¡Ay, si tú padecieses la mínima parte de los tormentos que yo sufro, no admitirías tantas excusas! Dionisio no sólo rezó los dos oficios con sumo fervor, sino que añadió otras muchas preces para reparar su negligencia. La pena de daño que sufren las almas del Purgatorio es la mayor de todas, como también constituye la pena peor de los condenados del Infierno, a pesar de ser tan inmensos los demás tormentos que sufren. Por esta causa, Santa Catalina, después de afirmar que el suplicio del Purgatorio, en cuanto al sentido, es el Infierno, añade: - Con todo, estas penas le parecen al alma suaves, en comparación de aquellas que sufren al retardar su unión con Dios. San Juan Crisóstomo dice que "un millón de infiernos, comprendiendo en ellos solamente la pena de sentido, no son, ni de lejos, como la pena de daño, que es la privación de Dios" No hay comparación, ni ejemplo, ni manera de dar a entender la impetuosidad y la fuerza de la atracción de Dios que Él comunica a las almas y que es causa de la pena de daño. En este sufrimiento de la pena de daño, pena muy cruel entre todas las penas, es cosa maravillosa que, aunque se acerque la hora de verse libre de ella y volar a la Gloria, no disminuye, pues, como explica Santa Catalina, según el fuego va purificando un alma en el Purgatorio, Nuestro Señor le va comunicando mayor luz de paz y gozo, de
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manera, que, merced al fuego, va aumentando su tranquilidad, pero no sucede lo mismo con lo que se deriva de la tardanza en ver a Dios, porque ésta no disminuye, aunque se acerque a su término, por el contrario, antes bien, aumenta. Las penas de sentido, insiste San Juan Crisóstomo, no pueden compararse con el consentimiento de parecer indigno a los ojos de la Divina Majestad y ser desechado de su presencia. Un alma lejos de Dios es un alma fuera de su centro; y aunque lo esté por poco tiempo, sin embargo, el ser por culpa suya hace su estado tan amargo, que no hay lengua creada que lo pueda explicar. Para ciertas almas no hay otro Purgatorio que la pena de daño, no ver a Dios, apoyando su modo de pensar, aparte de las razones teológicas que se dan, en una revelación que la Santísima Virgen hizo a Santa Brígida, a la cual manifestó haber un Purgatorio llamado de deseo, para hacer purgar en él la frialdad de afecto para con Dios, pues como Sumo Bien que es, quiere que mientras vivimos lo deseemos. Pero esto no es mucha pena, dirá alguno. Y yo digo que no lo ha pensado bien el que tal dice. Porque habiendo visto a Dios, aunque sólo haya sido un momento, se enciende en el alma un deseo tan ardiente de unirse a aquel inmenso piélago de hermosura, y siente tal ímpetu de irse hacia Él, que el estorbárselo es el mayor tormento que sufre entre todos los que forman su Purgatorio. El fuego encarcelado en las entrañas de la tierra busca camino por donde salir, y no encontrándolo conmueve la tierra en todas direcciones y causa los terremotos. Pero lo han revelado también las almas, y es memorable a este intento lo que ocurrió en Luxemburgo, por haber merecido que formándose sobre ello las competentes indagaciones, quedase en debida forma autentificado por el Vicario General del Arzobispo efector de Tréveris. En el día de Todos los Santos apareció a una doncella una señora muerta pocos días antes, y le confesó que su mayor Purgatorio consistía en estar privada de la visión de Dios. Frecuente eran las visitas que le hacía, presentándose siempre con velo y vestido blanco y con la corona en la mano, por no dejar ni aún entonces la señal de su tierna devoción a la Santísima Virgen. Cuando oía Misa, y principalmente cuando comulgaba, rara era la vez que no la viese a su lado, y con tal modestia y profundo respeto, que se veía bien no haber para ella otra cosa que la majestad de Dios, en cuya presencia se hallaba. A la elevación de la hostia consagrada se inflamaba su rostro de manera, que la joven se quedaba arrobada contemplando la belleza de quien a su vez adoraba al más hermoso entre los hijos de los hombres. Sus apariciones eran siempre en la iglesia, porque ya que le estaba vedado el ver a Dios cada a cara, gozaba al menos de su presencia en el Santísimo Sacramento. Hallábase en una ocasión en la iglesia con otras jóvenes de su edad, ocupadas todas en mudar el vestido a una imagen de la Virgen, a la que sucesivamente fueron besando el pie; cuando ya estaba cada una en su puesto, dijeron a nuestra joven que diese un abrazo a la Santísima Virgen en nombre de aquella alma que se le aparecía. Hízolo así, y cuando hubo ocupado otra vez su lugar la vio venir con alegrísimo semblante, y hacerle al acercarse, una amorosa reverencia en señal de gratitud. Enseguida se puso con amable familiaridad a su lado, y le pidió que hiciese celebrar tres misas en un altar de la Madre de Dios que designó, porque habiendo muerto sin hacerlas decir, como había prometido con voto, era ésta una de las causas que la privaban de la visión de Dios. Las mandó celebrar sin tardanza, y luego que concluida la última, salía la joven de la capilla, se encontró con el alma que la esperaba, la cual toda resplandeciente y los brazos abiertos la estrechó entre ellos, manifestando así su tierna gratitud por haberse abreviado su destierro del Cielo. Viendo la joven de cuánto provecho eran sus devociones a la misteriosa amiga, le vino la idea de adorar en sufragio suyo las llagas de Nuestro Señor, rezando cinco padrenuestros, v avemarías y
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glorias con los brazos en cruz; y no tan pronto los extendió, cuando se presentó el alma a sostenérselos. A tales beneficios correspondía el alma dándole consejos tan prudentes como cristianos, y entre ellos los siguientes: Primero: Que nunca hiciese voto sino de cosas que fácilmente pudiera cumplir, porque la promesa que yo hice a Dios – añadió - y no cumplí, es una de las causas de este mi aflictivo Purgatorio. Segundo: Que se guardase mucho de la mentira, pues aún las que se llaman leves son castigadas con severidad por el eterno Juez. Tercero: Que fuese muy devota de la Santísima Virgen, honrándola especialmente en sus dolores al pie de la cruz; que meditase con frecuencia las llagas de nuestro amantísimo Redentor, su divino Hijo, y pensase cuál sería entonces el dolor de la Madre, que se hallaba presente; y que siempre que pasase por delante de alguna imagen de la Señora la saludase con las tres siguientes alabanzas, que le eran sumamente gratas: Madre Admirable, Consoladora de los afligidos, Reina de todos los Santos. Te aseguro – le dijo – que en el momento de la muerte la encontrarás propicia, bondadosa y tiernísima Madre, en proporción a lo que la honres y ames mientras vivas. A todos ama, pero su amor es incomparablemente mayor con los que por amor suyo se abstienen de ofender a su Santísimo Hijo: ten esto bien presente. Cuarto: Que aplicase en sufragio de las ánimas todas sus oraciones, penitencias y obras buenas; y estuviese segura de que le corresponderían con muchos y grandes beneficios que le alcanzarían del Cielo. Estando en esto sonó la campanilla de una Misa que se decía en un altar algo apartado de donde estaban, y tomando de la mano a la doncella se acercaron al altar. Se arrodillaron; y a la elevación de la hostia y cáliz hizo una inclinación profunda la cual repetía siempre que el sacerdote pronunciaba las palabras "Jesús" o "María". Se acercaba entretanto el 3 de Diciembre, en que la Iglesia celebra la fiesta de San Francisco Javier, y nuestra joven, conociendo cuánto agradaba al alma estar en presencia de Jesús sacramentado, la convidó para que asistiese aquel día a la iglesia de la Compañía de Jesús, donde en la comunión general se acercaría ella también a participar del pan de los ángeles. Asistió puntualísima, y poniéndose al lado de su bienhechora no la dejó un instante durante la función, ni se retiró sino después de haberle dado afectuosísimas gracias por la oración que sabía haber hecho por ella, y de advertirle que volvería a verla el día de la Inmaculada Concepción. Dicho y hecho: estando en Misa la doncella se presentó su amiga, pero tan llena de alegría y despidiendo tal resplandor, que no podía mirarla al rostro. Asistió a la Misa, y recomendándole de nuevo la devoción a la Madre de Dios, se retiró diciéndole: - Pasado mañana volveré a verte; se acerca el día deseado. En efecto, mientras el 10 de Diciembre se decía Misa de la Concepción se presentó a nuestra joven más resplandeciente que el sol; hizo una inclinación profunda al altar, abrazó a su fiel amiga, y prometiéndole que tendría en el Paraíso una fidelísima abogada se elevó hacia el Cielo, de donde vino a su encuentro un celestial enviado, sin duda su ángel de la guarda, que abrazándola en la forma que una madre abraza arrebatada de amor a su tierno hijo, la condujo a la presencia de la Trinidad Santísima. Dice Santa Catalina de Siena acerca de una visión que tuvo: - Vi los tormentos del Infierno y los del Purgatorio: no hay palabras que puedan explicarlos. Si los pobres hombres tuvieran de ellos la más pequeña idea, preferirían sufrir mil veces la muerte más espantosa antes que soportar la más ligera pena del Purgatorio durante un sólo día. La Venerable María Rafols también dice:
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- Todos los males juntos de este mundo no pueden compararse con la pena más pequeña que se padece en el Purgatorio. En una ocasión se le apareció a Santa Faustina Kowalska su ángel de la guarda y le indicó que le siguiera. Explica ella: "Al momento me encontré en un lugar tenebroso lleno de fuego en el que se hallaba una multitud de almas en pena (el Purgatorio). Oraban fervientemente por sí mismas, pero en vano; sólo nosotros podíamos acudir en su ayuda. Las llamas que las abrasaban a ellos no llegaban ni siquiera a tocarme a mi para nada. Y el ángel de mi guarda no me dejó nunca sola. Pregunté a aquellas almas cuál era su mayor tormento. Y me respondieron al unísono que su mayor castigo era estar apartadas de Dios. Vi también a Nuestra Señora cuando visitaba a las almas del Purgatorio. La llamaban "Estrella del Mar". Ella les brindaba un especial refrigerio. Quise hablar con ellos por más tiempo pero mi ángel de la guarda me hizo señas para que marchara. Y salimos de aquella prisión de tormentos. Oí una voz interior (Jesús), que me decía: - Mi Misericordia abomina tener que hacer esto, pero la Justicia me lo exige. En las apariciones de Medjugorje los videntes visitaron el Purgatorio y hablan así de él: "En el Purgatorio hay diferentes niveles. El más bajo es el que está cerca del Infierno y el más alto se va acercando gradualmente al Cielo. No es en la fiesta de todos los Santos cuando el mayor número de almas salen del Purgatorio sino en la fiesta de Navidad. En el Purgatorio hay almas que ruegan ardientemente a Dios sin que ningún pariente o amigo en la tierra ruegue por ellas Dios hace que se beneficien de las oraciones de otras personas, y a veces Dios permite que se manifiesten de distintas maneras palpables a sus parientes en la tierra con el fin de recordar al mundo la existencia del Purgatorio y pedirles que recen por ellas a Dios que es justo pero es bueno. La mayoría de la gente (que se salva) va al Purgatorio. Muchos otros van al Infierno. Y un número reducido va directamente al Cielo". Sólo un número pequeño de gente entra directamente al Cielo. La mayoría van al Purgatorio, lugar de purificación oscurecido por una niebla gris como de ceniza; y aunque los videntes no vieron allí a nadie, pudieron escuchar el ruido que hacían como si golpearan una puerta queriendo salir, lanzando gritos y gemidos en medio de la niebla. Dios no se olvida de aquellas almas que padecen y así hace todo lo posible para que nosotros oremos por ellas, poniendo en nuestras manos muchos medios para librarlas: misas, rosarios, limosnas, etc. Incluso resucitó a Santa Cristina, la "Admirable", para que dedicara toda su vida en trabajar por las almas del Purgatorio, llegando a cumplir tan a la perfección esta misión divina, que incluso, tomándola por loca llegaron a encarcelarla, pero ella, pese a todo, siguió con la tarea encomendada hasta su muerte. Dice San Agustín "que la pena del Purgatorio, sufrida por solo el tiempo de un cerrar y abrir de ojos, es más grave que la que sufrió San Lorenzo todo el tiempo que estuvo en las parrillas"... Los fieles difuntos conocen la vivísima tortura de haber ofendido a Dios, y piensan y sufren bajo esta carga. Es pena de destierro y nostalgia de la patria, insaciable apetito de Dios, a Quien no pueden ver ni abrazar todavía. Tienen preparada cerca una mesa de espléndidos manjares, ventean los divinos olores que de ella emanan; llégales a los oídos la música dulcísima del convite y fiesta de los amigos de Dios; pero sienten el tremendo veto de sus culpas no expiadas que los rechazan inexorablemente. Entre ansias largas esperan el día en que se les diga: "Entrad en el gozo del Señor, en el palacio de sus soberanos deleites y hermosura.
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Y ¿qué los detiene allí a las puertas mismas de la morada de los bienaventurados? Los vínculos, ligaduras y cadenas de los pecados; el apego desordenado a las cosas, personas, cargos y honores, la falta de pureza de intención; las negligencias en el cumplimiento de los deberes profesionales, los pecados de la lengua, la pereza para el servicio de Dios, la dureza de corazón para con los pobres, el descuido de la limosna, las conversaciones indecentes, las complacencias de la vanidad propia, los pensamientos y deseos impuros perezosamente rechazados, las desobediencias y faltas de respeto, las irreverencias en el templo, las descortesías a la Majestad Divina, allí presente, las impaciencias y asperezas de carácter, los resentimientos, venganzas y maldiciones contra el prójimo, los malos ejemplos y escándalos... , éstos y otros pecados van amontonando en esta vida la terrible pólvora, cuyas llamas abrasarán y purificarán a las almas en el Purgatorio. San Agustín dice que el mismo fuego que atormenta a los condenados purifica a los elegidos. Un gran número de hechos innegables demuestran la existencia real del fuego en el Purgatorio. He aquí lo que a este propósito refiere M. Segur: "En el mes de Abril de 1870 vi, dice, y tuve ocasión de tocar con mis manos, en Foliño, cerca de Asís (Italia), una de aquellas señales de fuego, estampadas algunas veces por las almas que sufren, y que atestiguan que el fuego de la otra vida es esencialmente un fuego real. El 14 de Noviembre de 1859 falleció de apoplejía fulminante, en el convento de Terceras Franciscanas de Foliño, una excelente religiosa, llamada Sor Teresa Gesta, la cual durante muchos años desempeñó el cargo de maestra de novicias, al mismo tiempo que estaba encargada del exiguo guardarropa del convento. Había nacido en Bastia, isla de Córcega, en 1797, ingresando en el convento en 1826. Excuso decir que estaba siempre muy bien dispuesta y preparada para la muerte. Dos días después de sucedido su fallecimiento, o sea el 16 de Noviembre, una monja, llamada Ana Felicitas, que la había sucedido en sus cargos, se dirigió al guardarropa, y al entrar en él oyó unos gemidos que le hicieron detenerse en la puerta. Aunque con el miedo consiguiente, abrió la puerta, registró y no vio a nadie; otro nuevo gemido se hizo oír más fuerte, y la monja, a pesar de ser valiente, se llenó de espanto. -¡Jesús, María y José!- ¿Qué será esto? No había acabado de hablar, cuando volvió a oír una voz llorosa que decía: ¡Dios mío, Dios mío, cuánto sufro! La monja, estupefacta, conoció claramente la voz de Sor Teresa: al mismo tiempo la habitación se llenó de intensísimo humo y la sombra de Sor Teresa apareció deslizándose por la pared hacia la puerta; cerca de ella, con una voz fuertísima, dijo: -¡He aquí una señal de la misericordia de Dios! Y diciendo esto, puso su mano sobre el dintel alto de la puerta, que se carbonizó en un instante, dejando perfectamente marcada la mano, y desapareció. Sor Ana Felicitas, llena de pavor y medio muerta de miedo, empezó a pedir socorro: acudió una de las hermanas, después otra y por último la comunidad entera; todas la rodearon, haciéndole mil preguntas respecto a sus gritos y al fuerte olor a madera quemada que se sentía en el convento. Refirió Sor Ana lo ocurrido y enseñó sobre la puerta la terrible señal, en la que reconocieron todas la mano de Sor Teresa, notable por su extremada pequeñez, quedando anonadadas y muertas de miedo: un tanto repuestas, se fueron al coro a orar, en el que pasaron la noche entera pidiendo al Señor por la difunta, recibiendo al día siguiente la sagrada Comunión con la misma intención. La noticia del suceso traspasó las tapias del convento, y diversas comunidades unieron sus oraciones a las de las Franciscanas. Al día siguiente, 19 de Noviembre,
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estaba Sor Ana en su celda para descansar, cuando se oyó llamar por su nombre, reconociendo otra vez la voz de Sor Teresa, a la vez que un globo de vivísima luz iluminaba la estancia, viendo en medio de él a Sor Teresa, que le dijo: "Yo fallecí en viernes, día dedicado a la Pasión del Señor, y he aquí que en viernes voy a la Gloria; sed constantes en llevar vuestra cruz; sufrid con valor y amad la pobreza; y terminó diciendo: Adiós, adiós", transformándose en ligerísima nube que se elevó hacia el cielo. El Obispo de la diócesis y las autoridades civiles incoaron al mismo tiempo procesos para comprobar el hecho, y el 23 de Noviembre fue descubierto, a presencia de mucha gente, el cadáver de Sor Teresa, y se comprobó que la mano estampada en la puerta era exactamente igual a la de la difunta, resultando de esto una declaración oficial del hecho plenamente probado. La puerta, con la señal de la mano, se conserva con veneración, y a mí se dignó enseñármela la madre abadesa, testigo del suceso".
CAUSAS DE LAS PENAS DEL PURGATORIO La Venerable Sor Paula de Santa Teresa, religiosa dominica, del convento de Santa Catalina de Nápoles, era sumamente caritativa con las almas del Purgatorio. Para premiar esta virtud, se dignó el Señor favorecerla con algunas visiones que en gran manera la consolaban de los trabajos que se tomaba por el Purgatorio. En una ocasión, justamente en un sábado, en que como día consagrado a la Madre de Dios lo santificaba más particularmente, para que el obsequio hecho a la Madre de Misericordia redundase en beneficio de las ánimas, arrebatada en éxtasis se encontró en las lúgubres cárceles del Purgatorio; y cuando más afligida estaba por hallarse en presencia de tales padecimientos, cambiado todo de repente lo vio convertido en un Paraíso abreviado: las tinieblas se convirtieron en clarísima luz, y el luto y llanto en gozo inefable. Y era que el Consuelo de los afligidos, la Virgen Santísima, había descendido acompañada de legiones de ángeles para poner término a las penas de un gran número de almas que en vida le fueron particularmente devotas. Ordenó a los ángeles que las sacaran, y ellos, obedeciendo y presentándolas ante la que, nunca más que entonces, fue para ellas Madre de misericordia, volaron en su compañía para el Cielo. Pero las que quedaban en el Purgatorio siguieron con sus tristes lamentos. Sor Paula fue informada de la intensidad de la pena de cada una. Deseando saber por qué unas fuesen mucho más atormentadas que otras le respondió su ángel custodio: - Conforme es el pecado, así es el castigo. Al que mucho se ensoberbeció con los honores y prepotencia, le corresponde sufrir mayores oprobios. Al que vivió encenagado en los placeres de los sentidos, le toca en proporción arder en fuego más intenso, etc. Los ángeles consolaban a las almas del Purgatorio, incluso cantaban los Salmos de la Iglesia en sufragio de ellas. Sólo una minoría de almas difuntas va al Paraíso directamente, como dijo la Virgen en Medjugorje, la gran mayoría de los que se salvan van al Purgatorio porque mueren sin preparación. La operación purificadora del Purgatorio puede ser muy larga por varias causas. La primera, por la pureza inconcebible que ha de tener necesariamente el alma para estar en la presencia de Dios, que es la misma santidad y pureza, y a nadie admite en la gloria si no es tan puro como el mismo Cielo. Y estamos tan lejos de esta pureza, que, como dice Santa Catalina, lo que es perfecto a los ojos del hombre, está lleno de 190
defectos a los ojos de Dios. ¿Por qué culpas son condenadas las almas a las atroces penas del Purgatorio?. Si las considerase el mundo las llamaría tonterías, juegos, fragilidades de fácil perdón o ningún cuidado, pero no así Dios que conoce su intrínseca malicia y los castiga a medida de su verdadera gravedad. Nosotros juzgamos según nuestros caprichos, o a la medida de las pasiones que nos dominan, Dios juzga con su inalterable Justicia, la cual no está sujeta a prevención o a error. Entre los copiosos torbellinos de llamas apareció un día a un siervo de Dios un amigo suyo difunto, el cual, con extremo desconsuelo, le dijo que estaba privado de la vista de Dios por la poca frecuencia y por la frialdad con que se había acercado a la sagrada mesa durante la Misa, por lo cual le suplicaba que recibiese por él la comunión con el mayor fervor posible, esperando, en virtud de la misma, ser libre de sus penas. Correspondió el siervo de Dios prontamente a la piadosa súplica, y obtuvo la gracia deseada, dejándose ver después de la comunión el alma del difunto, rodeada de luz, elevarse a la Gloria. No nos dejemos, pues, engañar de las falsas ilusiones del mundo. Las culpas de aquellas almas comúnmente se cree que consiste en pecados llamados veniales, las cuales son culpas ligeras en comparación de los mortales, aunque se podrían llamar culpas gravísimas, comparadas con la ofensa hecha a Dios, Bondad infinita. Pues si las culpas veniales son castigadas con tanto rigor en el Purgatorio, ¿por qué hacemos de ellas tan poco caso que nos las bebemos casi como agua, y tengamos casi por "beato" (en sentido despreciativo) a quien procura evitarlas? Hicieron algunos santos tal penitencia para satisfacción de sus culpas a la Divina Justicia, que no puede leerse sin cierto horror, y, no obstante, no pudieron librarse de ir a acabar de purificarse en el Purgatorio. Célebre es en la Orden de los Capuchinos el nombre de Fray Antonio Corso, por haber hecho tal penitencia, que, no contento con la prescrita por su Regla, de suyo tan austera, añadió tantas y tales, que sin especial iluminación de la gracia no se habrían juzgado prudentes, por no bastar a sufrirlas la debilidad de la naturaleza. Llevó por muchos años un cilicio de cerdas, cuya dureza era proporcionada a lo muy cortas que eran. En el rigor del invierno no se abrigaba sino con una sola parte del hábito, y ésta rota y raída. Sólo dormía tres horas, y éstas sobre una tabla, para dedicar a la oración lo restante de la noche. Vivía sólo con pan y agua, y por largo tiempo sólo comió unos 145 gramos de higos al día. Avanzado en años, creció su abstinencia hasta tal punto de no tomar el pan y el agua sino tres veces a la semana. Todas las noches se disciplinaba en memoria y honra de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y una vez cada año gastaba cinco horas en disciplinarse, hasta completar el número de seis mil doscientos sesenta y seis golpes, que según algunos santos, fue el número que sufrió Nuestro Señor. ¡Penitencia verdaderamente extraordinaria y tan terrible al Infierno, que no pocas veces se dejó ver el enemigo para estorbarlas! A pesar de tan duras penitencias esta alma sacrificada y austera no pudo librarse de pasar por el crisol del Purgatorio... Y no fue porque hubiera cometido faltas graves porque si fue penitente también fue inocente, y, sobre todo, tan rígido observante de la pobreza, que, no poseyendo nada, sólo tuvo el uso de una mala túnica, de una cuerda para ceñírsela y de un breviario. ¡Gran patrimonio, por cierto! Su humildad fue tan profunda, que, lejos de desear la preferencia en nada, aborrecía hasta la sombra de tal distinción, sólo amaba estar humillado en presencia de todos. Su obediencia fue siempre exacta y sencilla, su caridad, pronta y ardiente, y su celo, eficaz y fervoroso. ¿Y qué diremos de su oración? Favorecíale la Divina Bondad con un don tan alto de ella, que frecuentemente se le vio extasiado, y tan encendido en amor, que solía decir: -¡Jesús mío! ¡Buen Jesús!
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¿Cómo, pues, y por qué fue al Purgatorio un alma tan adornada de virtud? Helo aquí. Después de su feliz tránsito, apareció Antonio al enfermero del convento, y, preguntándole éste acerca de su estado, dijo: - Estoy salvo por la misericordia de Dios y los méritos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, aunque, a causa de una culpa, estuve en peligro, pero he sido destinado al Purgatorio para purificarme. -¡Ay de mí!- replicó el enfermero- ¡Vos, de vida tan penitente y tan perfecta, purificaros! Pues ¿qué será de nosotros, que tanto distamos de tal vida? ¿Y por qué culpa habéis merecido esto? - Mi culpa – respondió Antonio- fue cometida contra la santa pobreza, tan recomendada de nuestro seráfico San Francisco. Cuando se fundaba el convento de San José, me empeñé, buscando cierta provisión con menos cautela de la que era debida, y, aunque no creía haber cometido falta, tenía siempre cierta duda. Pues bien: mi falta ha estado en no haberme informado sobre lo lícito o ilícito de la acción, y salir de la duda. El Juez Eterno, hermano mío, es sumamente sutil en el examen y riguroso en el castigo de los defectos, por leves, que, mientras vivimos, nos parezcan. El enfermero le preguntó, por último, si era muy grave la pena que sufría, y si debería ser por mucho tiempo. A lo que respondió que la pena de sentido era llevadera; pero la de daño era intolerable, porque le privaba de la visión de Dios, que deseaba ardientemente; y que esperaba de la Divina Piedad verse pronto libre de la una y de la otra. Conviene que en esta vida nos preocupemos de nuestra suerte en la eternidad. Hay muchos que pasan por la vida despreocupados, desdeñosos con el más allá. Y no es que sean malos, sino que no les importan las penas del Purgatorio, piensan que con salvarse ya tienen bastante. Estos, por permiso de Dios, obtienen pocas ayudas espirituales, una vez muertos, como castigo por su desprecio hacia las penas de la otra vida, penas que podemos evitar en mucho si en ésta ponemos de nuestra parte acudiendo a los innumerables remedios que la Iglesia tiene a nuestra disposición: Misa, Rosario, Escapulario del Carmen, etc. Arcángela Panigarola, priora del convento de Santa Marta de Milán, era devotísima de las almas del Purgatorio: hacía mucho para aliviarlas, y procuraba además con gran solicitud que la ayudasen todos en tan buena obra. Y con todo esto, muerto su padre Gotardo, de quien era muy querida y a quien correspondía mientras vivió con tierno amor, se olvidó enteramente de él en sus oraciones, pues aunque tenía voluntad de rogar por él, al querer hacerlo, por una u otra razón se le iba de la memoria; ni hubiera cumplido nunca con este deber si un admirable suceso no se lo hubiera advertido. Habíase retirado a su celda el día de las Ánimas para poder orar allí por ellas con más fervor que de ordinario, cuando arrebatada en espíritu fue conducida por un ángel al Purgatorio, donde entre las almas que vio y conoció se hallaba la de su padre, sumergida en un profundo lago de agua helada. Este a su vez, conociendo también a su hija, dando un tristísimo grito, exclamó: - ¡Oh hija mía! ¿Cómo has podido olvidarte así de tu padre, dejándolo padecer por tanto tiempo horribles tormentos? Has tenido grandísima caridad con las almas de los extraños, de las cuales he visto salir de aquí una multitud y volar al Cielo por la eficacia de tus oraciones, ¿y para tu padre, que tanto te favoreció, que tan tiernamente te amaba, no has tenido un solo sentimiento de piedad? ¿No ves el espantoso tormento de hielo que sufro en este lago en castigo de mi culpable frialdad en el servicio de Dios, en la observancia de su santa Ley y en procurar la salvación de mi alma? ¡Oh, siquiera esta
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vez, hija mía, compadécete de mí, procúrame, con el fervor de tus oraciones el perdón de tantas penas para que al fin pueda yo también acompañar a los que por tus oraciones van a gozar de Dios! Tal fue su súplica, la cual en tal manera sobrecogió y estremeció las piadosas entrañas de Arcángela, que con trabajo pudo articular las breves palabras siguientes: - Cumpliré, padre mío amantísimo; inmediatamente voy a hacer lo que me pedís. Dicho esto, el ángel, apartándola de tan triste espectáculo, la trasladó a otra parte, donde volviéndose a él, le dijo: - ¿Cómo ha sido que habiendo tenido intención muchas veces de rogar por mi padre, siempre me he olvidado de llevarlo a efecto? Y aún más: me acuerdo que habiendo una vez empezado a rogar por él, fui arrebatada en espíritu, y pareciéndome que le ofrecía un pan blanquísimo veía también que lo rehusaba, mirándome con ojos sumamente desdeñosos, y causándome esto tal aprensión sobre la suerte de su alma, que no me dejaba sosegar; y fue lo peor, que ya no pensé más en ofrecer por su alma los sufragios que ofrecía por las de otros a quienes no estaba tan obligada. - Tu olvido- contestó el ángel- ha sido permitido por Dios mismo para que tuviese lugar el castigo que tu padre merecía por lo descuidado que vivió en procurar su salvación. Era de buenas costumbres, es cierto, pero no procuraba esforzarse en hacer las buenas obras que Dios le inspiraba, y las pocas que hacía estaban llenas de imperfecciones por la falta de la debida atención: que tal es el castigo que Dios suele dar a aquellos que durante su vida fueron negligentes en obrar bien. La medida de Dios es justa: al que fue negligente para con Él, permite que con ellos lo sean otros, olvidándose de ofrecer sufragios con que su alma sería aliviada; castiga olvido con olvido: y esto significa principalmente la repulsa que sufriste al ofrecerle el pan. Desde hoy conviene que ruegues con fervor, para que inclinando hacia él la misericordia de Dios, pueda después de tan largo tormento ir al eterno descanso. Dicho esto, Arcángela volvió al uso regular de sus sentidos; pero quedó tan impresionada, que parecíale oír siempre el grito lamentable de su padre. Así es que se aplicó a rogar por él sin interrupción, acompañando sus plegarias con todo género de mortificaciones. Mas pareciéndole que nada de esto alcanzaba, pedía a Dios su libertad por los méritos de la Sangre preciosísima del Redentor, por la ardentísima caridad que mostró muriendo en la Cruz, y por los méritos de su Santísima Madre, principalmente por los que contrajo padeciendo con su Hijo al pie de la Cruz. Al fin, llegada también su hora a esta pobre alma, se apareció a su hija Arcángela, resplandeciente, y con tales demostraciones de gratitud hacia la amantísima y caritativa hija, que volando al Cielo le dejó el corazón tan lleno de dulcísimo consuelo, cuanta había sido su amargura después que lo vio padecer. Si es doloroso el haber de padecer por méritos propios, por deméritos más bien, es sobremanera duro el sufrir tormentos por los ajenos. ¿Cuántos hay entretanto en el Purgatorio, que, por haber sido ocasión de que otros pecasen, pagan con gravísimas penas este pecado, tan grave y trascendental como poco considerado de gran número de cristianos? Veámoslo en el siguiente suceso. Un pintor, célebre por su gran habilidad en el arte, y apreciadísimo por sus buenas y cristianas costumbres, entre las muchas imágenes de santos y asuntos sagrados con que perpetuó su nombre, había pintado también un gran cuadro para la iglesia de un convento de Carmelitas descalzos, concluido el cual con la perfección que era de esperar de su acreditado pincel, enfermó gravemente y murió. Pero al arreglar su testamento hizo llamar al prior por cuyo encargo pintara el último cuadro, y presente que fue, le manifestó su deseo de que el precio estipulado por su trabajo, del cual nada había recibido todavía, se emplease en sufragios por su alma, y que las misas fuesen
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dichas por los religiosos de la casa, dando así a su trabajo el mérito de una limosna hecha a una Comunidad pobre. Todo se cumplió puntualmente como había dispuesto. Pasados pocos días de su muerte oraba un religioso en el coro a deshora de la noche, cuando de repente se le presentó el pintor, que tristísimo y rodeado de vivísimas llamas, se le postró de rodillas, suplicándole le aliviase en la continua muerte que estaba padeciendo. El religioso, grandemente admirado de o que veía, porque conocía bien a fondo las excelentes virtudes cristianas que en vida adornaban su alma, le preguntó la causa de tales padecimientos, y la respuesta fue la siguiente: - Conducido, así que expiré, al tribunal de Dios, comparecieron algunas almas a acusarme, diciendo que una pintura que yo hice medio desnuda y que por su inmodestia provocaba a obscenidad, había sido causa de que mirándola incurriesen en delectación y deseos lascivos, por lo que habían sufrido agudísimas penas en el Purgatorio. Además (y esto es peor), que otros con ocasión de tal pintura, habiéndose depravado en sus costumbres se habían condenado, y que por lo mismo merecía yo ir a escuchar sus eternas maldiciones en el Infierno. Cuando decían esto se presentaron muchas almas de bienaventurados, que tomando mi defensa dijeron que aquella pintura la hice cuando aún era joven y principiante en el arte, y que conociendo el yerro que había cometido me arrepentí, e hice por ello penitencia, lo que era verdad. Además, que en desagravio de aquella culpa había pintado innumerables imágenes de santos y asuntos sagrados que inspiraban devoción y habían servido para provecho espiritual de infinitos devotos que las habían contemplado y contemplarían; y que por lo mismo, y siendo ellas de cuyas imágenes yo me había ocupado..., era deber suyo acudir a mi defensa y suplicar fuera perdonado. Y por último, que el precio del último cuadro lo había cedido en cierto modo al convento para el que fue hecho, por haber ordenado se emplease en misas por mi alma y para remisión de mis pecados. Así, que interponían su mediación para que fuese perdonado, y no permitiese la Majestad Divina que los infernales espíritus hicieran presa en mi alma. Oída esta acusación y defensa, el Soberano Juez, movido por la súplica de los santos, sentenció que, absuelto de las penas eternas, fuese destinado a purgarme del resto de mis culpas en este terrible fuego, en el cual debo permanecer hasta que, quemada aquella infame pintura, deje de servir de incentivo de la concupiscencia. Os suplico, por tanto, me hagáis la caridad de decir a N. (y nombró al caballero por cuyo encargo lo pintó) que arroje al fuego la pintura para que no sirva más de incentivo al amor impuro; que así lo quiere Dios y lo manda; y que en prueba de que esto no es ninguna ilusión, dos de sus hijos morirán dentro de poco, a los que no tardará en seguir él mismo si despreciase vuestro aviso. Dócil el caballero a la extraordinaria embajada, no tardó más en arrojar al fuego la pintura que lo que tardó en escuchar al religioso. Los dos hijos murieron en el término de un mes; y el padre, libre de la muerte amenazada por la puntualidad con que llevó a efecto la disposición de Dios, no por esto quedó tranquilo. Reformó su vida, y en desagravio de los males que había causado la deshonesta pintura, hizo pintar varios devotísimos asuntos sagrados, cuyos buenos efectos en los que mirasen, pudieran contrapesar en el día de la muerte los depravados que por su causa había dado la otra pintura; y los santos además venerados en aquellas imágenes, le fueran abogados en el Tribunal de Dios. El arrepentido pintor, luego que el lienzo fue quemado voló al Paraíso. Indudablemente el lienzo pintado por este pintor sería de tipo pornográfico, ya que un simple desnudo no habría tenido las dramáticas consecuencias que vemos tuvo este cuadro. Decimos esto con tal de clarificar el hecho. Un desnudo puede ser decente o indecente. Es decente si sólo presenta la belleza humana que indudablemente tiene el
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cuerpo humano Es indecente un desnudo cuando está hecho para provocar en quien lo contemple deseos lascivos de lujuria (como sería el cuadro pintado por el pintor que comentamos). Tal es así lo que decimos que hay desnudos incluso en el Vaticano (Capilla Sixtina, etc.). Pero este hecho nos demuestra la gran responsabilidad que tendremos en la otra vida de las consecuencias negativas que puedan tener nuestros actos en ésta. La pornografía está actualmente muy extendida y ya casi se considera normal ver a un niño viendo una revista pornográfica...cuando es grandísimo el mal, el daño, que se le hace a una mente infantil (y también adulta) el ver estas cochinadas, no ya en revistas, sino en películas, televisión, vídeos, Internet, etc. ¡Qué gran cuenta tendrán que pagar los artistas que hacen películas y revistas pornográficas! ¡Y los productores y directores de estas películas y revistas! ¡Y los técnicos y demás empleados que colaboran en la producción de estos fÍlmenes y revistas negativas! ¡'Y tampoco se escapan quienes en sus tiendas o kioscos venden basura pornográfica, así como tampoco las autoridades y partidos políticos que debiendo perseguir, prohibir e impedir la libre circulación de pornografía no hacen nada por impedirlo, o incluso la promocionan (como hacen algunos canales públicos de televisión: Gobierno, Autonomías, etc.)... Procuremos eliminar la pornografía de nuestras vidas, y tengamos una mente limpia de suciedades lujuriosas que rebajan el cuerpo humano de rey de la creación, de templo del Espíritu Santo, a estiércol hediondo, grosero, chabacano, infame. Y sobre todo procuremos que en nuestras bibliotecas, en nuestras videotecas, en nuestras hemerotecas, en nuestras pinacotecas, no haya nada que pueda escandalizar a nadie, pues será muy estrecha la cuenta que tendremos que pagar por el escándalo que produzcan aquellas obras negativas y pornográficas en los demás, como hemos visto en esta historia del pintor. No sólo a la cantidad, sino también respecto a la calidad, así es el premio o el castigo en el más allá. O sea que a mayores sacrificios, abnegaciones, renunciamientos, sufrimientos, generosidades, piedad, vida cristiana en general, mayor gloria en la otra vida; y a mayor pereza, cobardía, condescendencia con el pecado, etc. mayor castigo en el Purgatorio, si se logra evitar felizmente el Infierno... San Corpreo, obispo irlandés, oraba una tarde después de vísperas. En ese momento se le presentó un hombre que era un verdadero espectro, porque a lo brusco y pálido de su semblante se juntaba lo muy extravagante del vestido, que consistía en la camisa con una sola manga, y en un cerco ardiendo que le ceñía el cuello. Preguntóle el santo quién era, y él respondió: - Soy un alma del Purgatorio. -¿Y por qué tenéis tan malas trazas? - Las culpas- contestó- que cometí en vida piden una pena correspondiente, y por esto me veis reducido a tal desventura; que aunque me veis así, debéis saber que soy Malaquías, el que siendo poco hace rey de Irlanda tuve comodidad y tiempo para hacer muchas obras buenas, y no las hice. -¿Y cuál es lo malo que hicisteis?- replicó el Santo. - Que no quise obedecer a mi confesor, pues lejos de ello pretendí y alcancé de él que fuese condescendiente a mi desarreglada voluntad, y en premio le regalé un anillo de oro, que es justamente la causa de que me veáis con este aro de hierro candente al cuello, atormentándome de un modo que no sabré explicaros, y sujetándome de manera que no puedo socorrer de modo alguno al confesor, que está conmigo, y lleva asimismo otro hierro como el mío, pero que por ser más ardiente lo atormenta mucho más, y lo sujeta para no poderme auxiliar.
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Maravillado el obispo de la exacta proporción que había entre la culpa y la pena, entró en deseo de saber a qué culpa correspondería el andrajo de que iba cubierto, y a la pregunta que sobre ello le hizo, respondió: - La Divina Justicia premia o castiga según la calidad de las obras. Una vez entre otras se me acercó un pobre a pedirme un socorro, yo lo remití a la reina para que lo socorriese; pero ella, que no era más caritativa que yo, no encontró en su guardarropa otra cosa que darle que esta camisa rota que veis, y que yo llevo ahora para mi tormento y confusión. -¿Y por qué venís aquí ahora?- preguntó de nuevo el obispo. - Porque así debe ser la voluntad de Dios. Los diablos me traen y me llevan por estos aires, agitándome de una manera tan penosa que no sabré explicaros; sólo os diré que pasándome por aquí a tiempo que vos con vuestros canónigos cantabais en el coro, los diablos, que detestan las divinas alabanzas, me soltaron, huyendo con precipitación, y encontrándome tan cerca de vos me he atrevido a acercarme para suplicaros intercedáis con Dios por mí. ¡Ay de mí- exclamó al decir esto- que vuelven para llevarme al lugar del tormento! Venid, venid conmigo, que antes os haré ver el lugar donde escondí, durante el sitio que tuve puesto a Dublín, una suma considerable de oro y plata. - Mi tesoro – contestó el santo obispo - está en el Cielo: no quiero ser rico con estas ni otras riquezas: estad seguro que rogaré y haré rogar por vuestro descanso. -¡Ay, ay del que no obra bien mientras puede- dijo el aparecido al tiempo que desapareció. El obispo, reuniendo a los doce canónigos de que constaba el cabildo, les refirió puntualmente el suceso; y acordando dedicarse al socorro de ambos con todo género de sufragios, convinieron al mismo tiempo en que el obispo rogase más particularmente por el rey, mientras el cabildo lo haría por el confesor. Al cabo de seis meses en que sin interrupción se ofrecían ayunos y oraciones por el descanso de ambos, se apareció de nuevo el rey, en parte resplandeciente y alegre, y en parte triste y oscuro, y preguntándole el obispo cómo se hallaba, respondió: - Muy aliviado, pero todavía padezco mucho, y mi pena se parece a la que sufriría uno que puesto en pie sobre una altísima columna, hubiese de sufrir allí todo el rigor del frío y del calor alternativamente y sin descanso alguno. Finalmente, concluido el año se apareció por tercera vez el alma de Malaquías resplandeciente como el sol, y con regocijado y amabilísimo semblante dijo al santo obispo: - En ese instante, por vuestros eficaces ruegos y sufragios, salgo del Purgatorio y marcho al Paraíso: el confesor sale mañana. -¿Y por qué no sale con vos?- preguntó el obispo. - Porque vuestras oraciones son más eficaces, por vuestro carácter de prelado, que las de todos los canónigos juntos, que sólo son ministros inferiores de la Iglesia. En el Cielo no puede entrar nada que esté manchado y el Purgatorio es el lugar donde todo se purifica, todo lo que sea inmoral, ilegal (con respecto a los Mandamientos de la Ley de Dios), de mala voluntad. Incluso las deudas no pagadas en esta vida, pudiéndose hacer, se pagan en la otra vida... O bien porque padeciendo los acreedores no deben gozar los deudores, o bien porque no acepta Dios sufragios hechos en favor del que es causa de que otros padezcan, el hecho es que en el Purgatorio están las almas hasta que son satisfechas las deudas que dejaron en esta vida; y de aquí las apariciones tan frecuentes de almas para hacer que se paguen sus deudas. Entre éstas es muy notable lo que ocurrió al P. Agustín Espinosa, de la Compañía de Jesús. En premio de su gran devoción a las ánimas,
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disponía el Señor frecuentemente que se le apareciesen implorando el poderoso socorro de sus oraciones, y merece ser referida la siguiente historia por lo singular e instructiva que es. Presentándosele el alma de un hombre rico en bienes de fortuna, y preguntándole si lo conocía contestó el P. Espinosa: - Os conozco muy bien, pues me acuerdo que os administré el sacramento de la Penitencia pocos días antes de vuestra muerte. - Así es- contestó el difunto- y no os maravilléis ahora de volverme a ver, porque el Señor me ha concedido por su infinita misericordia que puedo presentarme a vos, para que me hagáis la caridad de rogar por mí, y para que os sirváis hacer lo que ahora os diré, como indispensable que es para que pueda salir del Purgatorio: os ruego, por tanto, que vengáis conmigo no muy lejos de aquí. El sacerdote contestó que no pudiendo hacer lo que le pedía sin pedir permiso al superior, esperase en su aposento mientras iba a obtenerlo. Fue, en efecto a referir al P. Rector la aparición, y lo que el aparecido requería de él. Tras una negativa, accedió al final el superior a la extraña petición del P. Espinosa. Vuelto a la celda, el difunto, que esperaba tranquilo, lo tomó de la mano, y lo condujo hasta un puente no muy distante de la ciudad, y allí lo dejó, suplicándole antes que esperara algunos minutos mientras iba a proveerse de cierta cosa que necesitaba. No tardó en volver, trayendo consigo un talego, y no mediano, de dinero. -Tomad- dijo al Padre- una punta de vuestro manteo, y pondré en ella parte de este dinero, que lo demás yo lo llevaré hasta vuestra habitación. Hízose así, y entregándole en ella lo que él llevaba, le hizo con la mayor humildad la siguiente súplica: - En este papel – le entregó una nota- constan mis deudas y las personas a quien deben ser satisfechas: os suplico por amor de Dios que las paguéis con la mayor brevedad. Lo restante queda todo a vuestra disposición para que lo empleéis en sufragios por mí y en la forma que mejor os pareciere, que siempre lo haréis mejor que yo pudiera desear: no os olvidéis de los pobres. Dicho esto desapareció. El buen jesuita fue inmediatamente a participar al superior el resultado del asunto, y hecha diligente investigación de los deudores, fueron pagados con puntualidad, y con no poca sorpresa de ellos, que considerando perdido su dinero les parecía verlo bajado del Cielo. Lo sobrante lo empleó el sacerdote en hacer celebrar misas y en socorro de muchos pobres, imponiéndoles la obligación de rogar por el bienhechor. Aún no había pasado ocho días cuando el P. Agustín se vio otra vez delante del difunto, pero muy transformado. Le dio infinitas gracias por la prontitud con que había verificado la restitución, y principalísimamente por la solicitud con que desde el primer momento procuró que se dijesen misas en sufragio suyo, en virtud de las cuales, absuelto de sus penas, pertenecía ya a los dichosos ciudadanos de la celestial Jerusalén, donde le prometió que no dejaría un instante de pedir a Dios le aumentase la gracia para ser cada día más y más perfecto en la vida religiosa; y dicho esto voló al Cielo. La negligencia en la recepción de los sacramentos, instituidos en la Iglesia para aumento de la gracia y perfección cristiana en nuestro camino hacia Dios, se paga también muy duramente en el Purgatorio. En el año 1589 murió en el convento de Nuestra Señora de los Ángeles, de Florencia, una monja de notables prerrogativas, que poco después de muerta se apareció
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a Santa María Magdalena de Pazzis, suplicándole se compadeciese de los tormentos que padecía en el Purgatorio. Orando la Santa ante el altar donde estaba la Eucaristía se apareció de repente este religiosa difunta., arrodillada ante el Santísimo Sacramento, y ardiendo toda ella, a excepción de la parte que defendía una blanquísima faja que hacia el pecho la rodeaba. Sorprendióse la Santa de ver a una de sus monjas en tal tormento; y deseando saber la causa, a la pregunta que le hizo contestó la aparecida que padecía aquel Purgatorio en castigo de su tibieza con la Sagrada Eucaristía, pues por negligencia, y contraviniendo a lo prevenido en su santo Instituto, había dejado muchas veces de acercarse a la Sagrada Mesa con gran detrimento de su espíritu. Que por tanto, y para castigar su frialdad, debía venir todos los días a adorar al Santísimo Sacramento, ardiendo en aquellas llamas las que grandemente la atormentaban, si bien le servía de no poco refrigerio aquella faja que la rodeaba, y que el Señor le había concedido en premio de la fidelidad con que guardó la flor de la virginidad. Enternecida la Santa con esa declaración, se aplicó con todo el fervor de su espíritu a rogar por ella. Ni cesó en esta obra de caridad hasta que vio que cambiadas las llamas en resplandor celestial, se subió al Cielo gloriosa. Entretanto, como celosa, discreta y gran maestra de espíritu, se aprovechó bien de tal suceso para enfervorizar a las tibias y encender a todas las monjas de su obediencia en amor a la Sagrada Eucaristía. Un eclesiástico, próximo a morir, y no haciendo caso de las amonestaciones que se le hacían para que recibiese el último sacramento, la Extremaunción, contra las acechanzas de los enemigos, murió sin recibirlo. Y no porque fuese flaca su fe ni sintiese mal del Sacramento, porque era buen católico, sino que temiendo la muerte más tal vez de lo normal, el enemigo le metió en la cabeza que moriría indudablemente si recibía el Sacramento, porque mueren todos los que lo reciben. Tal era la razón que daba para no acceder a las amonestaciones de la caridad y de la amistad, y en la que se ve clara la maligna sugestión del enemigo, pues no le dejaba ver que por un orden regular deben morir todos los que reciben este sacramento, porque los médicos sólo avisan de ser llegada la hora de administrarlo cuando ven que no hay recursos en su ciencia para salvar la vida del paciente. Que por lo demás, la Extremaunción sirve también para que el enfermo recobre la salud corporal, si esto conviniese para la salud espiritual. Este clérigo, que, pudiendo, no quería recibir la Extremaunción, pecó por falta de fe en el sacramento que él, como clérigo, debía respetar más que nadie. Ordenáronse las exequias por el difunto, y el Señor, que quería dar una lección importante, dispuso que el difunto alzando la cabeza dijese las siguientes palabras: - Porque me resistí a recibir la Santa Unción, me ha sentenciado la Divina Justicia a cien años de Purgatorio, donde estaré si no soy ayudado de vuestra caridad y la de otros fieles. Si hubiese accedido a recibir aquel Santo Sacramento, consuelo y alivio de los enfermos, habría sanado de mi enfermedad, porque de su propia virtud, lejos de acelerar la muerte, alarga la vida. Y diciendo esto calló para siempre, dejando tan maravillados a los circunstantes como deseosos de aliviarlo con sus sufragios. Un caso ocurrido en Inglaterra, nos puede ilustrar perfectamente sobre la importancia que para Dios tienen defectos que nosotros no hacemos nada para corregir por pereza, descuido, o respeto humano. La baronesa Sturton llamó al sacerdote Juan Cornelio, de la Compañía de Jesús, gran siervo de Dios, para mandarle celebrar una Misa en sufragio de su perdido esposo, por nombre Juan. A la mitad de la Misa, después de la consagración, cuando se pide por los difuntos, quedóse aquel sacerdote arrebatado en estática visión por largo rato. Veían
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sensiblemente los circunstantes en la pared lateral de la capilla un resplandor que flameaba como el reverbero de una llama encendida que ardiese en el fondo del altar. Concluido el Santo Sacrificio desearon con impaciencia la baronesa y los que la acompañaban que el buen religioso les hiciese saber la causa de tan larga suspensión, y del resplandor que reverberaba en la pared. Dijo entonces el siervo de Dios: - He visto un vasto espacio lleno de vivo fuego, en medio del cual el alma del barón hacía, con los más dolorosos gemidos, la confesión de su vida pasada, particularmente de los respetos humanos de que se dejó llevar en la Corte, y que tan rigurosamente pagaba, llorando sin consuelo el bien espiritual omitido por tan vil motivo, y cuyo incalculable daño entonces desconocía, e imploraba, con los gestos más penetrantes, la piedad de los fieles para obtener de la misericordia de Dios la pronta remisión de sus defectos. Siguió el buen religioso, con más lágrimas que palabras, su narración, y así los que le oyeron sacaron de ella ejemplo para evitar en lo sucesivo toda clase de culpas y fervor para avanzar en la carrera de la perfección. Tampoco Otón IV, emperador muerto en gran opinión de santidad, pudo librarse de las llamas y dolores del Purgatorio y así, por especial designio y favor de Dios, se apareció a una tía suya, abadesa, suplicándole que hiciese rezar en su monasterio y en los otros varias oraciones acompañadas de penitencias y sacrificios, para librarlo de las atrocísimas llamas que sufría en el Purgatorio. Se rezaron las preces y se hicieron las penitencias pedidas, y su alma, después de pocos días, voló desde aquel abismo de dolores al centro de las delicias del Cielo. La multitud de pecados veniales que cometemos en esta vida y a los que no hacemos caso, son pasto que han de arder en las llamas horrorosas del Purgatorio y constituyen la segunda causa de purificación en aquel lugar. La tercera causa de castigo es la poca penitencia que hacemos por los pecados mortales ya confesados y perdonados, pero cuya pena temporal no hemos satisfecho. Fray Ivón, oriundo de Bretaña, prior provincial de Tierra Santa, humilde y devoto, orando en cierta ocasión después de Maitines en la iglesia de los frailes, al levantar los ojos hacia la lámpara que ardía en el coro, vio una sobra como si fuera de un fraile vestido de un hábito sucio y muy negro. Preguntándole quién era, respondió: - Yo soy el fraile que falleció hace poco y que en la vida estuvo ligado a ti por especial amistad.. Interrogándole Fray Ivón cómo se encontraba, contestó: - Muy mal y angustiado, porque debo padecer una durísima pena durante quince años. Preguntado nuevamente por qué durante tanto tiempo y con tal dureza había de ser castigado, pues había vivido tan religiosamente y con tanta devoción y fervor, replicó: - No busques el por qué, pues según el juicio de Dios, que es justísimo, he merecido bien tan duro castigo, pero te ruego me ayudes. Prometió el fraile que había sido amigo suyo cuando vivía, que lo haría de buen grado en cuanto le fuera posible. Al romper el día, comenzó Fray Ivón a ofrecer a Dios por el mencionado difunto la hostia pura y santa. Cuando ya tuvo en las manos la hostia consagrada, comenzó a rogar al Señor, con estas palabras: -¡Señor Jesucristo! Si el sultán de Babilonia tuviera un esclavo suyo cautivo en prisiones, y su camarero, después de haberle servido durante veinte años, al levantarse y al acostarse, en pago de los servicios prestados, pidiera que le entregase dicho cautivo, es indudable que el rey no se negaría. Señor, no res Tú más duro que el sultán de los sarracenos, soy tu servidor hace muchos años y te he sido fiel devotamente. Tienes un
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esclavo cautivo, aquel fraile querido amigo mío; mas, por los servicios que he cumplido te ruego que me lo des. Como dijera con lágrimas estas palabras no sólo una vez o dos, sino muchas, después de muchos gemidos concluyó la Misa. A la noche siguiente, estando dicho fraile en oración después de Maitines, vio a una persona que estaba junto a él vestido de un blanco y hermoso hábito. Preguntándole quién era, respondió: - Yo soy el fraile que se te apareció ayer. Interrogándole cómo se encontraba, contestó: - Bien, por la gracia de Dios me pediste al Señor, y me entregó a ti y ya estoy libre del Purgatorio; ahora me voy a la compañía de los espíritus bienaventurados. Y al punto desapareció. La cuarta causa de la permanencia y necesidad de las almas en el Purgatorio es su absoluta incapacidad para socorrerse a sí mismas. Por eso necesitan de nuestras oraciones y sacrificios, para poder redimirse de aquel lugar de fuego y tormentos. La santa paz nocturna del monasterio limbergense, erigido en los confines de la Vormacia, era muchas veces turbada por el estruendo de hombres armados que, a pie y a caballo, corrían por aquellos campos. Pasaban, por el contrario, tranquilos los días, y no se divisaba indicio alguno de aquel militar fragor ni en las crecidas mieses, ni en las añejas plantas, ni en el inmediato camino. Por estos cambios, de la noche al día, comenzaron a sospechar los monjes que la cosa fuese, más que natural, misteriosa, sobrenatural. Suplicaron por ello al Señor que se dignase descubrirles tal misterio. Animados por el espíritu de Dios, al caer el día se dirigieron a la falda del monte cercano, de cuyo seno comenzaron a salir las escuadras armadas que alteraban el reposo nocturno. Saliéndoles al encuentro el monje más animoso les dijo: -¡En nombre de Dios yo os mando que declaréis quienes sois y por qué turbáis nuestra quietud! Paráronse a tal intimidación los soldados, y el capitán, en nombre de todos, respondió: - Nosotros somos almas de soldados aquí muertos en batalla, sepultados en este mismo lugar y sentenciados a padecer en el Purgatorio. Toda la armadura que nos cubre es de fuego, y ésta, que fue la ocasión de nuestras culpas, se ha convertido ahora en instrumento de nuestras penas. -¿Qué podemos hacer nosotros- respondió el monje- en vuestro favor? -Todo- añadió el capitán- lo podéis hacer por nosotros, incapaces de obrar cosa alguna a favor nuestro. Nosotros padecemos sin fruto y vosotros, con grandísima ventaja, podéis aplicarnos ayunos, oraciones, limosnas y sacrificios que nos alivien las penas y nos envíen al Cielo. -¡Orad, pues! – prorrumpió entonces la multitud de aparecidos en confusa voz, repitiendo por tres veces toda aquella turba en tono humilde- ¡Orad por nosotros!. Y entre un torbellino de vivos relámpagos de fuego, desaparecieron. Entonces los buenos monjes, movidos de temor no menos que de compasión, rogando por ellos se retiraron al claustro, y no cesaron de hacer copiosos sufragios hasta que con la libertad de las almas aparecidas recobró la paz aquella región. Otro caso también nos ilustra sobre la necesidad de oraciones y sufragios que tienen las almas del Purgatorio, incapaces de hacer nada por sí mismas. Fray Bertrán, varón santo, y compañero del bienaventurado Santo Domingo y primer prior provincial de los frailes de Provenza, casi todos los días celebraba la Misa por sus pecados. Advirtiendo esto en el convento de Montpellier Fray Benito, varón
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bueno y prudente, le preguntó por qué tan pocas veces ofrecía la Misa por los difuntos y la celebraba con tanta frecuencia por sus pecados. El aludido respondió: - Los difuntos por quienes ora la Iglesia ya están seguros y es cierto que llegarán a la Gloria. Mas nosotros, pecadores, nos vemos en muchos peligros y azares. - Dígame – contestó el fraile- si aquí hubiera dos mendigos igualmente pobres, pero uno de ellos tuviera los miembros sanos y el otro careciese de todo, ¿a quién auxiliaría primero? -A aquél que se pudiera valer menos- respondió. Así son los difuntos- añadió Fray Benito- los cuales no tienen boca para confesar, ni oídos para oír, ni ¡ojos para llorar, ni manos para obrar, ni pies para caminar, sino que solamente esperan vuestra ayuda; los pecadores, además de los sufragios, se pueden valer de los demás miembros. Como ni aún así quedase conforme el prior, a la noche siguiente se le apareció un difunto terrible, que con un féretro de madera le golpeó duramente, despertándolo y atormentándolo durante toda la noche, por lo menos diez veces, para que por propia experiencia sintiera algo de lo que sufren las almas benditas del Purgatorio. Al amanecer llamó el prior al mencionado Fray Benito, y acercándose devotamente al altar, ofreció entonces la Misa por los difuntos. La quinta causa de la duración de las penas de esas pobres almas en el Purgatorio, es la tibieza y el descuido de la mayor parte de los cristianos en rogar y justificar con buenas obras por ellas. Era loable costumbre en el monasterio de Santa Catalina, Nápoles, el poner fin a las obras hechas en todo el día rezando las Vísperas de difuntos para implorar del Señor paz y descanso a las almas antes de dar reposo al propio cuerpo. Tan devota práctica complacía al Purgatorio no menos que al Cielo, mas una noche, por las extraordinarias ocupaciones del monasterio, prolongadas hasta deshoras, se recogieron las monjas sin hacer el acostumbrado sufragio a los difuntos. Pero, en lo más dulce de su sueño, bajó del Cielo una multitud de ángeles los cuales, puestos en ordenado coro donde solían orar las religiosas, cantaron con melodía verdaderamente celestial las omitidas Vísperas. La única que velaba en aquella hora era la Venerable Sor Paula de Santa Teresa, la cual, oído aquel canto, salió presurosa para unirse a las que cantaban, creyendo fuesen sus hermanas. Pero ¡qué maravilla fue la suya cuando vio tantos ángeles cuántas eran las religiosas del monasterio hacer las veces de éstas para que no quedasen defraudadas de tanto bien las almas del Purgatorio! Inflamóse entonces la venerable sierva de Dios en la devoción a los fieles difuntos, a quienes se dignan socorrer los celestiales no menos que los terrestres ciudadanos, y referido el suceso a sus compañeras, se resolvieron a no permitir jamás en adelante por circunstancia alguna, aunque fuera extraordinaria, el piadoso ejercicio en sufragio de las almas de los difuntos. Al subir Nuestro Señor al Cielo a los cuarenta días de su Resurrección, abriendo las puertas del Limbo hizo que le acompañasen los millones de almas que desde el principio del mundo estaban allí encarceladas, para llevar con ellas las prendas de su inmensa victoria contra el enemigo del género humano; esta gloria también la tiene María, la Virgen Santísima, Madre de Dios misericordioso, todos los años el día de su Asunción a los cielos, en que suele la Virgen Santísima librar absolutamente a muchos del Purgatorio, como quien dice, que si a todos no los libra, libra a muchísimos; y a los que no, los alivia.
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El pueblo romano acostumbraba obsequiar a la Santísima Virgen en el día de su dichosa Asunción, visitando sus iglesias la noche anterior, yendo en procesión con candelas en las manos. En una de estas procesiones iba una devota mujer, que al subir a la Basílica dedicada a la Madre de Dios en el Capitolio (hoy se llama Santa María de Ara Coeli), advirtió entre la multitud a otra que le pareció ser su madrina en el bautismo; y tan de veras le pareció ser ella, que a no haber muerto el año anterior, sin género de duda hubiese creído ser la misma. No obstante, habría deseado que la multitud apretada no la estorbara acercarse para hablarle. Mas no siéndole posible tomó la resolución de colocarse en un ángulo de la puerta del templo, segura en su cálculo de que al salir podría verla y hablarle. Así fue. Al salir la cogió de una mano, y mirándola maravillada le dijo: -¿Será posible que seáis Marozia, mi madrina en el santo bautismo? - Justamente, yo soy- le respondió. -¿Y cómo, si hace un año que asistí a vuestro entierro? - Escucha- le contestó- Hasta hoy he estado sumergida en atrocísimas llamas, en justo castigo de la vanidad y liviandad de mi juventud. Me holgué en conversaciones indecentes con otras de mi edad, y correspondí a impuros amores. Me confesé bien, no callando nada al sacerdote, y obtuve la remisión de mis culpas; pero no de toda la pena merecida por ellas, y que por tanto he debido descontar en un largo y espantoso Purgatorio, que larguísimo ha sido aunque todavía no haga un año; y aún estaría en él si no hubiera llegado este día, en que la Madre de Misericordia, movida a compasión, ha intercedido ante el Juez Supremo y librado una multitud de almas, entre las que dichosamente he sido incluida, para que la acompañen a celebrar en el cielo su gloriosa Asunción. Somos tantas las liberadas, que no es mayor el número de habitantes de Roma. Todas vamos aquí acompañándoos a obsequiar a tan amantísima Madre, pero entre tantos miles, sólo a ti se te ha concedido el ver una. Atónita y perpleja al mismo tiempo quedó la mujer al oír tales razones y, advirtiéndolo Marozia, la difunta, añadió. - Para que te convenzas de que es certísimo lo que has oído, te anuncio que morirás dentro de un año, en este mismo día. Y desapareció. La mujer, que vivía con mucha comodidad, no despreció el aviso. Arreglo su vestir y su mesa, reduciendo lo primero a un vestido muy sencillo, pero decente, y la segunda, a lo que sólo permite la sobriedad cristiana. Fidelísima en aquel año en la observancia de los preceptos de Dios y de la Iglesia, no lo fue menos en el cumplimiento de sus deberes como madre de familia. Gozó de perfecta salud hasta la víspera de la Asunción, en que sintiéndose enferma, y no dudando que era llegada su hora, recibidos los últimos sacramentos entregó tranquilamente su espíritu en la mañana del gran día de la Reina de los cielos. Melania, la pastorcilla a quien se le apareció la Virgen en La Salette, cuenta: "Un día en la iglesia, vi al pie del altar mayor a un sacerdote que parecía que rezaba con gran humildad. Por respeto, me quedé al final de la iglesia, pero no sé cómo, me encontré muy cerca del altar mayor y muy próxima a ese sacerdote, y vi que su hábito estaba todo roto, su cara triste, pero tranquilo y resignado. Y me dijo: - Sea para siempre bendito Dios de la justicia e infinita misericordia. Hace más de treinta años que estoy condenado con toda justicia en el Purgatorio por no haber celebrado con el debido respeto el Santo sacrificio que continúa el misterio de la Redención y de no haber tenido el cuidado que debería por la salvación de las almas que
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me estaban confiadas. Me ha sido hecha la promesa de mi liberación para el día en que oigas la Misa por mí, en reparación de mi culpable tibieza. Ahora te pido que hagas por mi alma treinta y tres genuflexiones cada día, con la ofrenda al Padre Eterno, en nombre de Jesucristo y de los méritos de su vida"... Se puede dar por hecho que a partir del día siguiente quise ir a Misa; pero mis pecados eran demasiado grandes, y no tuve esa suerte; mi padre no me dejaba salir de casa a la hora que me hacía falta... ¿Qué hacer? ¿Podía dejar el alma de ese santo sacerdote en el horror del Purgatorio? ¿Podía ser yo la causa de su retraso para entrar en la alegría perfecta, del perfecto amor de Dios? Y desobedecer, no podía. Durante esos tres días que no me fue permitido ir a Misa, hice todo lo que sabía por obtener la liberación de esa alma, ofreciéndome a sufrir por ella en unión con mi Jesús, ya que este santo sacerdote sufría sin ganar méritos. El Señor al fin permitió que fuese al tercer día cuando la segunda Misa se dijo a las diez en vez de a las ocho. Mi madre no sabía nada. Obtuve el permiso para salir y fui a oír Misa por el alma suplicante. Yo no sabía rezar. Me contenté con estar de rodillas con la cabeza entierra a los pies de la Cruz en ese Calvario renovado durante el sacrificio incruento del Hombre Dios y de meditar sobre los méritos de toda su sangre derramada el género humano. No quería interponerme como un objeto corrompido en los designios de Dios. Así que me serví de la voz, de la boca y del amor de Jesucristo para hacer mi ofrenda al Padre Eterno. Ofrecí, una después de otra, todas las virtudes practicadas por mi querido Jesús, en reparación del amor escaso, de la falta de celo, de la fe tibia, de la débil caridad de esta alma; ofrecí los desprecios sufridos por el Santo de los Santos, en compensación de la búsqueda de los honores de la tierra; y así, enseguida, presenté a Dios toda la vida del Divino Reparador y Salvador del mundo. Después de la Misa, vi al santo sacerdote vestido con hábito nuevo, adornado con brillantes estrellas; su alma, completamente embellecida y resplandeciente de gloria, volaba hasta el Cielo." El Señor le dijo a una religiosa: - Tu solicitud, hija mía, no debe solamente extenderse a todas las almas que pueblan la tierra, sino que debe abrazar además la inmensa muchedumbre de las almas del Purgatorio, cuyo número es más grande que las estrellas del cielo y que los granos de arena de la playa: almas que deberían estar ya en posesión de la gloria del Cielo y cantar las alabanzas al Señor, pero que negligentes y despreocupadas han dejado transcurrir su vida en caprichos, como si la hora del rendimiento de cuentas no hubiera de llegar nunca. Tu sed de almas no sería completa si no se extendiese tu solicitud a ese océano de almas que están en espera de su liberación, La gloria de mi Padre lo reclama. Te he dicho que mis más acerbos dolores me vienen de las almas sacerdotales y religiosas de la tierra; perpetua pena se extiende también para esas mismas almas, y son numerosísimas, que, por las múltiples gracias de su vocación, deberían estar ya en el Paraíso alabando a Dios. Ha cambiado en la Iglesia el modo de enseñar las más esenciales verdades de la fe. Poco o nada se habla hoy del Infierno, del Purgatorio y del Cielo, y estos lugares no han dejado de existir. La vida religiosa es un cuchillo de doble filo: vivida con empeño y amor, abre el Cielo; al contrario, aumenta las penas y tormentos. Muchas de esas almas están en el Purgatorio hace ya siglos, no días, ni mese, ni años. Algunas quedarán allí hasta el día del Juicio. ¡Con todo lo que Yo he hecho por vosotras, almas sacerdotales y religiosas, qué pena cuándo debo alejaros por años del rostro de mi Padre!. Para hablar un lenguaje accesible a ti, te diré que tengo "vergüenza" del fracaso de ciertas almas. Las mando al fuego del Purgatorio y les digo: Id ahora, recorred el mundo mendigando el rescate de estas llamas purificadoras, pues no os bastó
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mi Redención y mi Sangre. Así están destinadas a andar errantes pidiendo limosna de oraciones a almas generosas y compasivas. Para estas almas consagradas la Divina Justicia es siempre más dura. ¡Oh, si se pudiera ver lo que se pierde, perdiendo mis gracias y dones! Estas almas son como hijos que a pesar de todos los sacrificios del padre para hacerlos estudiar, a fin de año llevan a casa suspenso. ¿Para qué todos mis dolores y mi Pasión? Esta tremenda advertencia quiero lanzar al mundo para esa particular categoría de almas. El fuego del Purgatorio no es de leña ni de carbón, pero es mucho más fuerte que éstos. Ni siquiera el sol es de leña o carbón. Este fuego está destinado a consumir en el alma, con el deseo ardiente de poseer a Dios, toda culpa por mínima que sea, la más pequeña imperfección, por ser tan grande la santidad de Dios. Si mis santos y mis elegidos pudieran comunicar con los hombres de la tierra, les dirían que el fuego del Purgatorio es tormento tan grande que debe ser evitado a toda costa. A María Valtorta le dijo Jesús: - El pecado es carencia de caridad, y, por eso, debe expiarse con el amor. El amor que no supisteis darme en la tierra, debéis dármelo en el Purgatorio. Y aquí tenéis por qué digo que el Purgatorio no es sino sufrimiento de amor. Durante toda vuestra vida amasteis poco a Dios en su Ley. Os echasteis a la espalda su pensamiento. Vivisteis amando todo menos a Dios. Justo es pues que, no habiendo merecido el Infierno ni el Paraíso, os ganéis ahora este último encendiéndoos con la caridad y ardiendo en ella en la medida que fuisteis tibios sobre la tierra. Justo es que suspiréis de amor durante miles y miles de horas de expiación por las miles y miles de veces que dejasteis de suspirar sobre la tierra por Dios, fin supremo de las inteligencias creadas. A cada vez que volvisteis vuestras espaldas al amor corresponden años y siglos de nostalgia amorosa. Años o siglos, según la gravedad de vuestra culpa. Seguros ya de la posesión de Dios, conocedores de su suprema Belleza por aquel fugaz encuentro del primer juicio cuyo recuerdo se os renueva haciéndoseos más viva el ansia de amor, suspiráis por Él, lloráis vuestro alejamiento y os hacéis cada vez más permeables a aquel fuego encendido por la caridad para vuestro Supremo Bien. Cuando, por obra de las plegarias de los vivientes que os aman, llegan hasta vosotros los méritos de Cristo lanzados como ardorosas esencias en el fuego santo del Purgatorio, os penetra mucho más fuerte y profundamente la incandescencia del amor, y, entre el rutilar de las llamas va haciéndose cada vez más diáfano en vosotros el recuerdo de Dios al que visteis en aquel instante. Al igual que sucede en la vida de la tierra que, a medida que crece el amor, tanto más tenue se hace el velo que oculta al viviente la Divinidad, otro tanto ocurre en el segundo reino: que, cuanto más aumenta la purificación y, por tanto, el amor, tanto más próximo y visible se muestra el rostro de Dios. Se trasluce y sonríe ya por entre el rutilar del fuego santo. Es como un Sol que por momentos se va acercando y su luz y su calor van anulando progresivamente la luz y el calor del fuego purgativo hasta que, pasando del merecido y bendito tormento del fuego purgativo al conquistado y feliz refrigerio de la posesión, os desplazáis de la llama a la Llama, de la luz a la Luz, elevándoos hasta alcanzar a ser luz y llama en Él, que es el Sol eterno, al modo de una chispa absorbida por una hoguera o una candela arrojada a un incendio. ¡Oh gozo de los gozos, cuando veáis que subís a mi Gloria, que pasáis de aquel reino de espera al Reino del triunfo! ¡Oh conocimiento perfecto del Perfecto Amor! Este conocimiento es un misterio que, sólo por benevolencia de Dios puede la mente conocer pero no con palabras humanas describir. Merece la pena sufrir durante toda la vida a trueque de poseer a Dios a la hora de la muerte. No se da más subida caridad que procurarlo con la oración a quienes amasteis sobre la tierra y dan ahora comienzo a su purgación mediante el amor, ese amor al que, en vida, tantas y tantas
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veces cerraron las puertas de su corazón. Deja que el Amor vaya consumiendo la urdimbre de tu vida. Vierte tu amor sobre el Purgatorio para abrir las puertas del Cielo a los que amas. Feliz de ti si aciertas a amar hasta lograr la consunción de todo aquello que es débil y que pecó. Al encuentro del espíritu purificado por la inmolación del amor vienen los Serafines que le enseñan el "Sanctus" eterno que ha de cantar a los pies de mi trono".
CARIDAD CON LAS ALMAS DEL PURGATORIO Como dice San Buenaventura, son muy desvalidas estas almas que no cuentan con ningún medio con que satisfacer por sus deudas; no pueden hacer ninguna obra meritoria ni ganar indulgencia alguna. Nosotros podemos aliviarlas, y tenemos a nuestro alcance medios fáciles de practicar y de valor infinito, de los que los mismos ángeles carecen. Una misa que oigas, una pequeña mortificación que hagas, una limosna que des, un Padrenuestro que reces, una indulgencia que ganes, todo esto puede aliviarlas muchísimo, y aún librarlas completamente de aquellas terribles penas y hacerlas entrar enseguida en el Cielo, ¡y te cuesta tan poco!. Además, ¿sabes acaso si tienes algún pariente o amigo allí que aguardan tu oración?. Ayúdales, ya que puedes, y darás un gran gozo a sus ángeles, que al instante irán a consolarlas y les dirán que has hecho una buena obra por ellos, para aliviarlos en sus penas. Murió una vez un jovencito que había profesado una devoción singular a San Bernardino de Sena. Este santo, para recompensarlo, obtuvo del Señor el poder restituirle la vida. Mas antes quiso informarle bien de las cosas del otro mundo, por lo cual, haciéndose guía suyo, lo condujo a las regiones infernales, donde, entre los torbellinos de densísimo humo y de fuego amenazador, le hizo ver una turba casi infinita de condenados, carcomidos de eterna desesperación. Para quitarle el horror de tan triste espectáculo, lo transportó después al Cielo donde, dispuesto en bello orden los coros de los ángeles y santos, gozaban de una felicidad superior a todo concepto. Y, por último, le hizo observar la prisión del Purgatorio, donde, en medio de voracísimas llamas, se purificaban las almas de los difuntos hasta que fuesen dignas de la gloria celestial. Fue un espectáculo que lo movió a gran compasión, al ver cómo aquellas almas, suspirando, se le acercaban para suplicarle que, cuando volviese al mundo, refiriese a los mortales sus crueles tormentos, y los moviese a socorrerlas con abundantes sufragios, lo que él hizo con fruto grandísimo de aquellos infelices. Luego que volvió a la vida, a cuantos encontraba hablaba del Purgatorio. - Tu padre - decía a uno - está en aquellas llamas abrasadoras esperando los efectos de tu piedad filial. - Tu hijo - anunciaba a otro – se encomienda a tu amor paterno. - Tu bienhechor - echaba en cara al heredero - te recuerda la ejecución de sus legados piadosos. - Todas aquellas almas - decía a todos- recurren a vuestra fe, a vuestra caridad, por un generoso y pronto socorro. Apareció al Beato Conrado de Ofida, religioso de la Orden de San Francisco, otro religioso de la misma Orden, que había muerto poco antes, rodeado de vivísimas llamas, suplicándole que le aliviase con sus oraciones de las gravísimas penas que sufría. Él rezó inmediatamente en sufragio suyo un Padrenuestro, añadiendo:
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- Concédele, Señor, el descanso eterno y brille para él la luz perpetua. Sintiendo el difunto gran alivio, suplicó al caritativo sacerdote que lo repitiese, quien, al momento le complació; y aumentándose cada vez más su descanso dijo: -¡Por las llagas de Jesús, continuad esta oración que me proporciona descanso y alivio en mis tormentos! El siervo de Dios la repitió hasta cien veces, y a la centésima, el difunto cambió el tono de súplica en el de hacimiento de gracias y júbilo, sintiéndose ya libre de toda pena y llamado a la gloria del Cielo. "Sed misericordiosos como lo es vuestro Padre celestial". Sobre estas palabras dice divinamente San Gregorio el Teólogo: "Procura imitar la misericordia de Dios, que así serás Dios para el desventurado". ¿Y quién hay más desventurado ni más digno de compasión que el que grandemente padece y en nada absolutamente puede auxiliarse a sí mismo? Tales son las almas del Purgatorio, grandemente amadas de Dios porque son hijas suyas, y como tales herederas de su reino, en el que infaliblemente entrarán un día. Demuestra Santo Tomás con indeclinables razones que las obras de misericordia espirituales exceden incomparablemente a las corporales. Conque si vemos tanto y tan justamente alabado el mérito de dar pan a un hambriento, de vestir a un desnudo, de visitar a un enfermo o a un encarcelado, ¿cuánto mayor deberá ser el de romper las cadenas que tienen sujeta a un alma en el Purgatorio, dándole libertad para volar a extinguir en el Cielo el hambre y sed ardientes que tiene de ver a Dios y vestirse de su misma divinidad? Demuestra en segundo lugar un amor grande para con el prójimo. Pues si San Pedro Nolasco mereció el distinguido titulo de "amante de sus hermanos" conque el Espíritu Santo distinguió a Jeremías (2 Macabeos, 15) porque con sus propias riquezas e incansable afán, inspirado por un gran amor a sus semejantes, libertó multitud de hombres de la esclavitud, ¿habrá exageración en honrar con el mismo título al que con sus limosnas, oraciones, penitencias y otras obras piadosas rompe las cadenas que sujetan a las pobres almas a una esclavitud mucho más dura que la de los mahometanos?... Concedemos que es obra de gran caridad el socorrer las necesidades de los vivos y más si son graves; pero esto no impide el que conozcamos que el socorrer a los difuntos es un acto de amor fraterno más fino, más eminente y más bien ordenado. Conviene, dice Santo Tomás, que al practicar la caridad guardemos bien el orden que ella misma prescribe, esto es, que atendamos al mérito, a la obligación y otras circunstancias. Y en cuanto a lo primero, ¿qué mérito puede ponerse al lado del de personas escogidas, confirmadas en gracia, que pronto ocuparán en el reino de Dios un trono, algunas de ellas tal vez superior al de muchos santos? ¿Dónde mayor obligación, que donde la necesidad es tal que no se conoce otra más urgente? Es, no lo dudemos, un acto de gran misericordia el emplearnos en proporcionar a nuestros semejantes un bien, que por la desventura que acaba y la felicidad que empieza no tiene igual. Pero hemos de considerar también nuestro propio interés, porque la piedad con los difuntos es de tal naturaleza, que mirándola por este lado hallamos que acaso no hay obra más meritoria, ya que no hay ninguna que más nos haga propicia la divina misericordia. Pues se observa que a los perseverantes en tal género de caridad los premia Dios visiblemente, no sólo con aumento de dones espirituales, como mayor firmeza en la fe, mayor viveza en la esperanza y en la caridad más fervor, sino también con bienes temporales, aliviando sus males y dispensándoles protección en los peligros. San Bernardo dice: "Ea, pues, hacéos amigas a las almas del Purgatorio, ofreciendo por ellas oración, limosnas, ayunos y sacrificios, y no dudéis que os corresponderán, auxiliándoos de mil maneras en vuestras necesidades, así temporales como espirituales"; porque al fin es de fe que el que hace bien al justo hallará gran
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recompensa, y la almas del Purgatorio son justos que un día, tras su purificación en el Purgatorio, brillarán en el Cielo". Toda buena acción, toda buena obra, es aplicable a las almas del Purgatorio: Misa, Rosario, oraciones, sacrificios, ayunos, limosnas, etc. Gran argumento es de la excelencia de la limosna el haberla recomendado tanto el arcángel San Rafael en el Santo Tobías, al mismo tiempo que igualmente recomendaba su caridad con los difuntos, porque al fin son virtudes que se dan mucho la mano. En la historia de los Padres Agustinos Descalzos se lee que el P. Hilarión de San Antonio presidía la construcción del convento de Santa María de Aversa, y, mientras, habitaba en un hospicio no muy distante, y próximo asimismo a la iglesia de San Francisco donde acostumbraba celebrar misa. Quiso ayudarle una vez a misa un buen hombre llamado Juan Bautista, el cual comulgó en ella en sufragio de las almas del Purgatorio, que era también la intención del P. Hilarión. Concluida la misa convidó el celebrante a su ayudante a comer con él en el hospicio. Al entrar en él halló en el patio a un joven de bello aspecto y bien vestido, el cual preguntaba por el P. Hilarión porque tenía algo importante que comunicarle. Juan Bautista comunicó el recado al sacerdote, quien se excusó de recibirlo pretextando hallarse ocupado. Insistió el joven, y el religioso lo admitió al fin, quedando muy sorprendido de lo que le pedía: que le diera algo de comer. Díjole tuviese a bien esperar algunos minutos mientras iba a procurarse algo que darle. Acudió a la cesta del pan, y viniéndole a la mano uno muy blanco y bien cocido, pareciéndole demasiado bueno lo apartó para su mesa, pero sintió que su corazón le reprendía diciendo: ¿y por qué no ha de ser éste? - Sea éste- se dijo a si mismo, que al fin el tal joven... ¿quién sabe quién será? Ha entrado a puerta cerrada... Diciendo esto, preparó un canastillo, donde poniendo el pan y parte de la comida con que iba a obsequiar a su huésped, se lo hizo entregar con la súplica de que le perdonase, pues si no lo socorría según su mérito, culpa era de su pobreza. Pusiéronse a comer el P. Hilarión y el buen Juan Bautista, discurriendo, como era natural, sobre la aventura del joven, pues les llamaba sobremanera la atención la gracia y buen porte de su persona, y sobre todo haberle hallado en el claustro sin que nadie le abriera la puerta. -¿Quién sabe- decía el religioso- si era un ángel? -¿Y por qué no ha de ser- replicaba el compañero- alguna alma del Purgatorio, ya que la misa que ha dicho usted y la comunión que yo he hecho todo ha sido en sufragio suyo? Concluida la comida fue el procurador a darle el buen provecho; y levantándose el joven al verlo le dijo: - Hermano mío, demos gracias a Dios por el sustento que nos ha dado, y añadamos un Padrenuestro y un Avemaría en sufragio de las almas del Purgatorio. Hiciéronlo así arrodillados, y al ponerse de pie, tomando la mano de Juan Bautista, le dijo: - Id ahora mismo al P. Hilarión, y decidle que su padre no necesita más sufragios, que ya se sube al Cielo. Y diciendo esto, brilló y desapareció como un relámpago.
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Sorprendido el buen hombre de terror gritó llamando al religioso, y acudiendo éste prontamente lo encontró postrado en el suelo. Vuelto en sí después de algún tiempo refirió lo ocurrido, y ambos se confirmaron en que atendidas todas las circunstancias, y principalmente el haber querido, el misterioso joven que se rezase un Padrenuestro y Avemaría por las ánimas, y por último acabar con el feliz anuncio para el P. Hilarión, se confirmaron en que era un alma que entonces salía del Purgatorio, si es que no era la de su mismo padre. Con ello el religioso sintió grandísimo consuelo con lo sucedido, y mucho más cuando los platos en que comió el joven no sólo parecían después de mejor calidad, sino que habiendo suministrado en uno de ellos una medicina un hijo moribundo de los fundadores del convento, recuperó la salud repentinamente. Así manifestó el Señor cuán grata le había sido la limosna que en ellos y por amor suyo había hecho el buen religioso. Las oraciones alivian a las almas del Purgatorio, pero se dobla, se centuplica su eficacia cuando son acompañadas de la mortificación. El ayuno, la limosna, la abstinencia de tal o cual bocado o bebida, que agradarían pero de que no hay necesidad; con privarse de una diversión, con sufrir un genio contrario, con tolerar con paciencia un contratiempo, un dolor, cumplir el propio deber, etc. pues tales mortificaciones, sobre ser al espíritu utilísimas, son grandemente aceptas a Dios. Incluso las pequeñas oraciones sirven a las almas del Purgatorio. Dios más que nosotros, ama aquellas almas y así les aplica todo lo que hacemos por ellas, incluso un leve pensamiento: todo. En una ocasión Santa Teresa de Jesús, cuyas oraciones eran tan eficaces, que la serpiente infernal se valía de todos los medios posibles para estorbarle que orase por los difuntos, dice ella misma lo siguiente: "En cierta ocasión me retiré a mi oratorio el día de Difuntos, a rezar por ellos el Oficio, y apenas abrí el Breviario se puso sobre él un deforme monstruo que me estorbaba el leer. Me defendía con la señal de la cruz, y el maligno se fue; pero cuando volvía a empezar los Salmos tornaba él también a darme la misma incomodidad, y así ocurrió por tres veces. Ni fue posible alejarlo hasta que con agua bendita rocié el Breviario, y dirigí contra él algunas gotas. ¡Oh, entonces echó a huir precipitadamente y me dejó acabar el Oficio! Y vi en el mismo instante salir del Purgatorio algunas almas a las cuales sólo faltaba aquel escaso sufragio, que el enemigo procuraba impedir‖ La oración involuntariamente distraída, sirve, tiene valor, pero lo tiene más si nos esforzamos en poner atención en lo que estamos haciendo. Decía Santa Gertrudis el Oficio de difuntos en unión con las monjas por un converso del monasterio, y vuelta a Nuestro Señor le suplicó se dignase decirle, que una vez que aquellas preces habían sido ordenadas por la Iglesia para rogar por todos los difuntos, qué parte correspondía al converso por quien las decían. Y el Señor, con la admirable ordinaria familiaridad que, como es sabido, acostumbraba tener con esta Santa, contestó: - Aunque todo esto valga por la salud de las almas difuntas, sin embargo, sacan provecho incomparablemente mayor siempre que se ruegue por ellas con afecto devoto, aunque sea con pocas palabras. Si una persona, teniendo cubiertas las manos de un lodo pegajoso, se hiciese echar agua en ellas para limpiarlas, no hay duda que con el tiempo y la mucha agua se limpiarían; pero si al mismo tiempo que echan el agua se frota una con otra las manos, poco tiempo y poco agua bastarían para dejarlas bien limpias. El efecto de la oración distraída y tibia, aunque continuada, es semejante al primer caso; el de la atenta y devota, aunque corta, es semejante al del segundo. Y así, ten entendido que una sola palabra que nazca de un ardiente afecto es más a propósito para obtener la
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remisión de las penas de un difunto, que oficios enteros y muchas oraciones dichas con distracción y tibieza. Las oraciones dispuestas por la Iglesia alivian a los difuntos cuando se dicen, pero el afecto caritativo que acompaña a la intención que dirige estas preces, es la medida para conocer el fruto que saca de ellas el alma por quien se ofrece. ¿Puede haber necesidad mayor que la de estar uno sumergido en un mar de tormentos donde el afán, la congoja, las penas, son atrocísimas? Llaman al Purgatorio alambique de cuantas penas se sufren en el mundo; porque a la manera de los químicos, que de muchos elementos reunidos, por medio de este instrumento sacan uno que contiene la fuerza y vigor de todos los otros, así Dios, reuniendo las enfermedades naturales, los suplicios violentos, las penas de los ajusticiados, los tormentos de los mártires, todas las penalidades de este valle de lágrimas, forma una sustancia de fuego en el Purgatorio, el cual atormenta con dolor más penetrante que lo haría la quintaesencia de todos aquellos males, porque aquel fuego, por ser instrumento de la Divina Justicia, tiene una afinidad, una fuerza de la que el nuestro no es ni la sombra. Tertuliano llama al Purgatorio "Infierno temporal", porque no hay otra diferencia de uno a otro que la de tener o no tener fin, que por lo demás, igual es en ambos el fuego que atormenta; con el mismo, dice San Agustín, es purgado el justo y atormentado el réprobo. He aquí por qué se considera de grandísimo precio la caridad ejercida con aquellas pobres almas, porque no se trata de consolar a un enfermo, cubrir a un desnudo o dar pan a un hambriento, sino de librar a un alma, a un prójimo, de tan acerbos males. Es tanta más grande esta piedad cuanto mayor es el bien que impetra, aunque nosotros no podamos tener idea de él, porque no la tenemos de la felicidad de que gozan los bienaventurados, las almas entretanto la tienen bien cabal, mientras que viendo cara a cara a Dios, su principal y último fin, y unidas estrechísimamente con este objeto infinitamente amable, hacia el cual son atraídas por el mismo con dulcísima vehemencia, gozan de la felicidad que nadie será capaz de turbar por toda la eternidad. Es tal el deseo de ellas de llegar a este término, que las atormenta incomparablemente más que el fuego que las abrasa. Así justamente es tan intolerable a un alma del Purgatorio la falta de la visión divina, que todas las demás penas le parecen nada en comparación de esta sola. No hay duda, pues, que es de infinito precio una caridad que les hace entrar en posesión de tal y tanto bien. No sólo es esto amor al prójimo sino también directa y muy principalmente amor de Dios, porque desea Nuestro Señor en gran manera tener consigo y hacer participantes de su gloria a estas amadas almas. ¡Como si su compañía le añadiese algún bien! ¡Como si no fuese completamente feliz mientras no las haga participantes de su propia bienaventuranza! Son estas almas hermanos que redimió, e hijos que adoptó el Salvador por medio de su preciosísima Sangre; y no es posible dudar del gran servicio que le hace quien por su caridad es causa de que cuanto antes, libertadas de la deuda esclavitud que sufren, sean restituidas a los brazos de su Padre. Porque si sería indecible el consuelo que recibiera un rey en abrazar en su Corte a un hijo qu ,penando largo tiempo entre cadenas de bárbaros, le fuese restituido por el valor y fidelidad de un buen amigo, si sería igualmente inexplicable el gozo de un esposo que vuelve a recobrar a la esposa que la muerte estaba para arrebatarle, y tanto el rey al fiel amigo como el esposo al hábil médico, no sabrían cómo manifestar su profunda gratitud a tales servicios, ¿cuál no deberá ser el contento del Divino Padre y Hermano en recibir en su seno las almas rescatadas, y la benevolencia que en su Corazón queda impresa a favor de los que con su caridad le hicieran el servicio de elevarlas hasta obtener la perfecta libertad de hijos de Dios?
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Con esto, además, enviamos al Cielo verdaderos amantes de Dios, y perfectos adoradores de su infinita Majestad. Entre las tinieblas y miserias de esta vida no podemos nosotros conocer ni amar dignamente la bondad de Dios; está esto reservado a las almas que, libres ya del cuerpo, al ver a Dios cara a cara y sin velo se encienden en tal amor de este objeto amabilísimo, cuanto es el conocimiento que les comunica de sus infinitas perfecciones. ¡Qué dulces deben ser los actos de gratitud que al entrar en el Cielo hacen las almas a la infinita misericordia de Dios! ¡Qué obsequiosos los actos de adoración al reverenciar sus incomprensibles perfecciones! ¡Qué ardiente, en fin, el acento con que clamarán: ¡Bendición, honor, gloria y gracias a nuestro Dios por los siglos de los siglos! Pues bien, de estos actos de amor perfectísimo, de estas acciones de gracias, de estas bendiciones que se anticipan, son causa aquéllos que, librando las almas del Purgatorio con sus sufragios, oraciones, limosnas, rosarios, misas, etc. aceleraron su entrada en el Cielo. Sígase de aquí qué grata es a Dios la caridad que se usa con las almas del Purgatorio. Así no es de extrañar que le dijese Dios a Santa Brígida: "Siempre que libráis un alma del Purgatorio hacéis al Señor tal servicio como si a Él mismo lo libraseis de la esclavitud. Seréis recompensados en tiempo oportuno"". Difícil es resolver a quién sea más provechosa, si a los vivos o a los difuntos, la mutua correspondencia de caridad que hay entre unos y otros, porque si grandes son los beneficios que obtienen los que pasan a mejor vida, no son menores los que éstos procuran y consiguen para los que les ayudan, rezan y se sacrifican por ellos. La vida de la Venerable Madre Francisca del Santísimo Sacramento, carmelita descalza, es muy a propósito para formar de esto cierta idea, y de ella tomaremos algunas particularidades acerca del asunto. Era llamada, y con razón, la "Devota de las almas del Purgatorio", pues toda su vida fue una continua y admirable solicitud en auxiliarlas. Todos los días ofrecía por ellas el Santo Rosario, al cual llamaba el "Limosnero del Purgatorio", ofrecía todos los sacrificios, mortificaciones y penalidades que sufría a favor de las almas del Purgatorio. No contenta aún con todo esto, hablaba a las monjas, y hacía con ellas santos compromisos con el fin de procurar sufragios en común para el Purgatorio. Exhortaba a los sacerdotes que iban a su iglesia a que, mientras lo permitiese el rito, no dejasen de celebrar misas de difuntos; y a los seglares que diesen largas limosnas por los difuntos. Tal era, en suma, su premura por aliviar a la iglesia purgante, que se privó de todas sus obras satisfactorias, ofreciendo por ellas las penitencias que hacía, la Regla que observaba y las indulgencias que pudiera ganar. El enemigo en medio de esto no descansaba, valiéndose de este mismo género y altamente caritativo desprendimiento, procuró afligirla con la idea de que hallándose al fin de la vida sin méritos para satisfacer por sus propias culpas por haberlos imprudentemente cedido a otros, habría de padecer duros y prolongados tormentos en el Purgatorio. Pero sobre que no hizo mucha impresión en su generosa alma este argumento, fundado todo en interés propio, las almas del Purgatorio tuvieron buen cuidado de acudir a decirle que estuviese tranquila, porque ellas en el Cielo serían sus abogadas para impetrar la exención de toda pena; que pensase sólo en el gran cúmulo de gracia y de gloria que sin cesar iba adquiriendo con tan heroica caridad. Así correspondieron en este lance a su generosa bienhechora. Digamos algo más sobre esto. Frecuentísimas eran las visitas que recibía de las almas del Purgatorio, ya para pedir auxilio, ya para darle gracias por el bien recibido. Unas veces se llegaban a la puerta de su celda y allí esperaban como el mendigo a la puerta del rico, a que saliese por la mañana para pedirle la limosna de sus oraciones.
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Otras entraban en ella, y si la hallaban durmiendo se estaban en silencio hasta que despertaba; y, como al abrir ella los ojos se quejase amorosamente de esta consideración, contestaban, que sabiendo muy bien que necesitaba de reposo, no habían querido interrumpirla; además de que, añadían, no nos es molesto el esperar, porque recibimos alivio con sólo estar a tu lado". Si al entrar la hallaban despierta, para que no sospechase que fuera ilusión del diablo la saludaban diciendo: - Dios te salve, sierva de Dios y Esposa de Cristo: Jesús sea contigo. Y acercándose a una cruz que tenía con varias reliquias, la besaban y reverenciaban con gran respeto. Si por acaso estaba rezando el Rosario se lo tomaban de las manos, y lo besaban y estrechaban en su corazón, dando así a entender que no en vano la llamaban a ella, como dejamos dicho: "El Limosnero del Purgatorio". Cuando estaba enferma o padeciendo alguna tribulación de espíritu, redoblaban sus cuidados; visitándola con más frecuencia y procurando aliviarla con oficiosidad amorosa. Cuando, finalmente, había de sufrir algún fuerte ataque del enemigo (que bramaba contra ella por las muchas almas que arrebataba de sus manos), se anticipaban ellas a advertirle que venía la tempestad, que estuviera alerta, y acogiéndose a la oración se armase de paciencia. Notable es sobre todo, la forma con que se presentaban para moverla a compasión, pues se le ponían delante con los mismos instrumentos que las atormentaban, y fueron la causa de la pena que merecieron. A veces eran obispos con mitra, báculo y ornamentos pontificales, todo de fuego. - He aquí, sierva de Dios - le decían- lo que padecemos por la ambición de haber solicitado esta dignidad y no haber correspondido a las grandes y santas obligaciones que lleva consigo. A veces sacerdotes arrojando llamas de la tonsura, atormentados con horrible cadena de fuego en forma de estola, con las vestiduras sagradas puestas, atormentándoles cada una en particular modo, y con las manos llenas de úlceras tan extrañas como los dolores que causaban. - Todo esto padecemos - decían - por haber manejado con irreverencia el divino Cuerpo y Sangre de Jesús en el altar, y por no haber administrado los Sacramentos como era debido. Se le presentó, entre otros, un religioso rodeado de ricos escritorios, sillas, mesas, cuadros y otros muebles, todos preciosos, pero todos de fuego; porque con ellos, y contra el santo voto de pobreza, tenia adornada su celda. Es peregrino, finalmente, el atavío con que se presento un escribano de Soria, pues no pudo menos la Madre Francisca de preguntarle: -¿Qué clase de instrumentos son esos que os atormentan? - Este tintero- dijo – y estas plumas de fuego son los instrumentos de que me serví para cometer infidelidades en mis escritos, y fomentar así los pleitos con solo el fin de ganar más; esta baraja hecha ascua que tengo en la mano es una pena de la desmedida afición que tuve al juego, y sobre todo por las trampas que hacía para llevarme el dinero de los compañeros; esta bolsa ardiendo es en la que guardaba el dinero mal adquirido. Dios por su misericordia me iluminó a la hora de mi muerte para arrepentirme de corazón de mis pecados, y esto me salvó; pero fui sentenciado a un largo y atroz Purgatorio, en el que estoy y seguiré padeciendo si vos, sierva de Jesucristo, no me aliviáis con vuestras oraciones. Gran amargura causaban a la sierva de Dios tales apariciones; pero quedaba bien recompensada cuando, liberadas por su caridad, volvían a darle las gracias y prometerle su protección en el Cielo.
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Digamos, por último, algo de lo que pasó con Don Cristóbal de Rivera, obispo de Pamplona. Tuvo noticia este prelado de la extraordinaria devoción de la Madre Francisca para con las almas del Purgatorio, y como había tenido revelación de que padecían en el Purgatorio tres obispos antecesores suyos, atendida la pena que esto le causó procuró aliviarlos con buen número de sufragios; y porque concurría en aquellos días la publicación de la Bula de la Santa Cruzada, le vino el pensamiento de remitir a la Sierva de Dios catorce, con encargo de aplicar tres por los tres obispos, y las restantes a voluntad de la misma. A la noche siguiente se presentaron los tres obispos a darle gracias por su caridad, suplicándole además que en su nombre las diese al piadoso obispo de Pamplona. Infinidad de almas acudieron a pretender alguna de las once bulas restantes, y aunque se deja bien conocer la solicitud que cada una pondría para obtener la gracia, no por eso se quejaban, ni de la bienhechora, ni de las afortunadas que fueron preferidas. Supo esto el obispo, y sin más le mandó Bulas en buen número, a cuya pretensión fue asimismo extraordinario el número de almas que concurrió, pues acudían a su celda a la manera que el pueblo acude a la iglesia en día de jubileo. Hecha al fin la aplicación de las Bulas y retirándose todas las almas solicitantes, sobrevinieron dos almas suplicando se les aplicase una Bula. La bienhechora les dijo que las socorrería con otros medios, que en cuanto a Bulas no había quedado ninguna. - Registrad bien - replicaron ellas - que estamos seguras de que aún quedan dos por aplicar. Registró, y halló que efectivamente habían quedado dos de ellas en un lugar apartado. La grave necesidad y la eficacia del socorro habían dado luz a las pobres almas para descubrir las dos Bulas, que aplicadas les sirvieron de pasaporte al Paraíso. No siempre las almas del Purgatorio exigen de nosotros grandes sufragios, cuantiosas limosnas, rigurosos ayunos, ásperas penitencias ni devociones arduas; sólo nos piden y se contentan con facilísimas obras, con breves oraciones, y ni aún ésta consiguen, pudiendo decir con razón: - Lo que más nos aflige es el ver que si no entramos en la Gloria no es porque de ella nos separe algún inmenso Océano, sino el ligerísimo arroyuelo de una pequeña limosna, de una oración breve y facilísima de decir, con lo cual seríamos poco a poco aliviadas, hasta salir al fin de este lugar de tormentos Y en prueba de que esto es así, lo manifiesta bien el testimonio que nos dejó un santo obispo, el cual soñando vio que un niño sacaba a una mujer de una grandísima profundidad por medio de un hilo de plata en cuya extremidad había un anzuelo de oro. Levantándose por la mañana y mirando por la ventana de su habitación vio un niño de diez a doce años que rezaba arrodillado en una sepultura del cementerio. Hecho venir a su presencia y preguntado qué hacía, respondió "que rezaba un Padrenuestro y un Miserere por el alma de su madre, que estaba allí enterrada. El obispo comprendió entonces que el Señor le había manifestado con el sueño la eficacia del Padrenuestro significado en el anzuelo de oro, y del Miserere, indicado en el hilo de plata, para librar aquella alma del Purgatorio por medio de la caridad de aquel buen hijo. La devoción que en esta vida tenemos a determinados Santos, es también muy provechosa para cuando estemos en el Purgatorio (muy pocos se libran de ira él: sólo los grandes Santos y los mártires). De cuánto provecho sea a las almas del Purgatorio la intercesión de los Santos que en vida reverenciaron de un modo particular, lo demuestra bien la admirable visión que tuvo la bienaventurada Juana de la Cruz, religiosa franciscana muy amada de Jesús. Le tuvo un gran afecto a esta santa religiosa un prelado constituido en insigne dignidad; pero después la despreció y aborreció con no
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menor odio, a causa sin duda de alguna saludable advertencia que le hiciera, como hace creer lo que después diremos. Porque olvidando ese eclesiástico lo que debía a su estado, cometía graves defectos en el habla, en su porte arrogante y en el descuido que tenia de las almas sometidas a su cuidado: por donde no es de maravillar que después de muerto padeciese en el modo extraordinario que vamos a ver. Así que la caritativa Juana supo su muerte, volviéndole bien por mal se aplicó a rogar por su descanso eterno con todo el fervor que le sugería su presentimiento de lo que habría de padecer. Y, en efecto, orando por él una noche, he aquí que se ofrece a sus ojos una figura sobremanera deforme y horrible: era el prelado con una mordaza en la boca, y cubierto de andrajos y funesto luto. Andaba como las bestias, y no pudiendo hablar, rugía como toro agarrotado: en la cabeza y en la frente tenia ciertas manchas, que indicaban pecados particulares; sobre sus espaldas había algunas almas que penaban por el mal ejemplo que él les diera, y sobre sí mismo tenia algunos infernales espíritus que le golpeaban por todas partes, y particularmente en la cara, los cuales quitándole la mordaza le pusieron en la boca una trompa, de la que salió un sonido tan espantoso que aterró a la santa, ya grandemente afligida por lo horrible del espectro, y más todavía por ignorar si tal padecer pertenecía al Purgatorio o al Infierno. Volvióse, pues, a su ángel custodio, que estaba allí presente para saberlo, y éste le contestó: - Dios te lo revelará a su tiempo. La Santa, presintiendo por esto sólo quién sería, empezó a implorar la divina clemencia a favor del desdichado; y para inclinarla a su favor recordaba algunas obras buenas que sabía había hecho, y en especial la devoción que profesó a un Santo, cuyo nombre no dice el historiador. -Señor- decía – no ignoráis la devoción que profesaba a vuestro Santo, el culto particular con que lo honraba, los sentimientos de piedad con que a él se encomendaba, y cuya confianza en él era tanta que hizo pintar su imagen para siempre honrarlo y tenerlo presente. ¡Señor, válgale su intercesión para librarlo de tales tormentos! Así rogaba y continuó rogando hasta que al cabo de algunos días vio entrar en su celda un toro, entre cuyas astas se veía la imagen del Santo hecha pintar por el atormentado, no de otro modo que a San Eustaquio apareció el ciervo llevando la imagen del Salvador entre sus astas. Al lado del toro y junto a la imagen venía el difunto, pero no ya en el miserabilísimo estado que antes, el cual saludando a la Sierva de Dios le dijo: - Yo soy aquel por quien tanto te has interesado. Por tus ruegos y los de este santo, mi protector, me ha concedido la inefable misericordia de Dios la singularísima gracia de que esta misma imagen me haya servido de escudo contra los asaltos más fieros del enemigo, de fortaleza en mis mayores padecimientos y de alivio en los penosísimos suplicios por donde he pasado, muchos de los cuales ya no me atormentan. Y así como por el devoto afecto que siempre profesé a mi Santo, y aún a vos, antes del tema imprudente y temerario que contra vos tomé, se ha servido el Señor aligerar mis tormentos, así espero por su protección y vuestra caridad hallar pronto el fin de mis penas. -¡Así sea! - contestó Juana- Y aún también por el consuelo que tengo en saber con certeza que os halláis en lugar de salvación, que me ha afligido en gran manera el temor de no ser así al veros en tantos y tales suplicios como los que padecíais la vez primera que os vi. -¡Oh! – replicó el difunto – Lo que me habéis visto padecer no es ni la sombra de lo que realmente he sufrido: es inexplicable e incomprensible. Dicho esto, y después de haberle pedido perdón de los agravios que le hizo, le manifestó su gratitud por los sufragios que debía a su caridad, y se aparto de su vista.
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La Santa, empero, no lo olvidó, y continuó rogando por él, y aún se presentó en el Purgatorio a consolarlo, hasta que finalmente le reveló el Señor haber sido liberado y conducido al Cielo. Este suceso que la Santa tuvo oculto por algún tiempo, juzgó después ser conveniente manifestarlo, y lo contó en efecto a las monjas, tanto para que se formasen alguna idea de las penas del Purgatorio, como para que sirviese de estímulo a su caridad para rogar por los que en él padecen. Jesús dijo a Vassula (vidente ortodoxa que predica por la unificación entre católicos y ortodoxos): -¡Si supieras cuántas almas sufren en este momento en el Purgatorio!. Líbralas del Purgatorio, para que puedan venir a Mí, ellas desean ardientemente estar conmigo, pero son incapaces a causa de las manchas de sus almas. Líbralas con oraciones y con sacrificios, líbralas amándome, adorándome; líbralas encadenándote a Mí y a mi Cruz, líbralas en actos de amor, líbralas compartiendo mis sufrimientos. Vassula, esas almas suspiran por Mí y por estar de nuevo unidas a Mí y para siempre, pero deben primero purificarse antes de estar en mi Presencia. - Señor, Tú has dicho: "...y de estar de nuevo unidas a Mí". ¿Han estado contigo algún tiempo después de la muerte? - Yo he liberado sus almas y sus cuerpos, Yo les he mostrado mi Santo Rostro sólo un instante, y sus ojos, liberados al punto de su velo, inmediatamente se han puesto en presencia de la Verdad, viéndome cara a cara en mi Pureza y mi Luz. Comprobando cuán manchadas están sus almas por el pecado, a pesar de su ardiente deseo de echarse en mis brazos abiertos y seguirme, comprenden que esto es imposible antes de purificarse. Entonces en su inmenso dolor de arrepentimiento, se preparan a ser purificadas. Esto les duele y las consume, más allá de lo que puede decirse, porque no pueden verme. Mi ausencia las consume. En el Purgatorio, la causa de su mayor sufrimiento es mi ausencia. Con el fuego experimentan también otras formas de sufrimientos, según sus pecados. Preparad vuestras almas por anticipado. No esperéis que la muerte os eche en las sombras, guardad vuestra alma limpia y sin tacha, alimentáos de mi Cuerpo y bebed mi Sangre lo más a menudo que podáis. Arrepentíos muchas veces, estad dispuestos para ese día. Ayunad. El ayuno os ayuda. Escuchad mi Voz y preparad vuestra alma como si nuestro encuentro debiera ocurrir hoy mismo. No esperéis. Esperar es dormirse, esperar es dejar vuestras lámparas sin aceite. Estad prestos a encontrar a vuestro Salvador. Yo os amo a todos hasta la locura. Comprended que por mi Misericordia infinita, quiero prepararos a todos. Cada gota de amor es utilizada para liberar a las almas del Purgatorio. Amándome con fervor extingues sus llamas y las liberas de ellas y de su agonía. Después, Yo, el Señor, puedo por fin recibirlas. - Aquí - habla Vassula - he comprendido que Jesús sufre por no ver todavía a estas almas del Purgatorio junto a Sí. Los parientes son los más obligados a pedir por los suyos: se lo deben por lazos de sangre, de amor, de caridad. Juan Gerson, canciller de la Universidad de París, nos dejó constancia en sus obras de una carta enviada desde el Purgatorio por una madre a su hijo. Dice así: "Hijo mío amadísimo, ¿cómo no piensas en tu pobre madre? Escucha mis ruegos; oye los ayes que me arrancan estas ardentísimas llamas, estos tormentos con que me aflige la divina Justicia. ¡Ay! Tú me amabas: apresúrate, por el amor que me tuviste te lo ruego, apresúrate a dar algún alivio a esta agonía, porque ella es tal que no hay lengua para explicarla, ni entendimiento que pueda concebirla. Ruego a la divina Misericordia que se compadezca de mí: haz limosna a los pobres, haz tú mismo alguna
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penitencia, que todo esto me aliviará en mis penas y disminuirá el tiempo de ellas. ¡Oh si pensases en tus propios pecados, y arrepentido de ellos te volvieras a Dios, ofreciéndole por mí tu venturosa conversión; esto equivaldría a sacarme con tu mano de este penosísimo lugar y acercarme a los umbrales del Cielo, o abrirme sus puertas de par en par. Cuando vivía, siempre estabas amable conmigo y obediente aún a mis insinuaciones. ¡Oh!, decía yo, tal docilidad sólo puede tenerla un hijo que tiene muy presentes los días que lo llevé en mis propias entrañas, los dolores con que le di el ser, la sangre con que lo alimenté, y los cuidados con que atendí a su educación. ¿Cómo, pues, has podido volverte tan negligente y aún desamorado? ¿Qué se ha hecho de la promesa que con lágrimas me hiciste, de que la muerte no sería bastante para borrarme de tu memoria, en especial porque siempre tendrías presente que ya no te quedaba otro camino para continuar tus oficios de buen hijo que el rogar a Dios por mí? Pues bien, hijo mío; todavía soy tu madre y tú el hijo mío. Sirvan estos gemidos a despertar el amor filial que siempre en ti experimenté, y la promesa con que me consolaste en la separación. Piensa, hijo mío, que si te afligía lo que entonces me veías padecer, aquellos no son dolores que sólo son el término ordinario de la vida; lo que hoy padezco es lo que merece el nombre de dolor, y para el que no hay otro remedio que las oraciones de los fieles vivos. ¡Ay! Una madre ¿a quién ha de acudir sino a su propio hijo? De la cárcel del Purgatorio. Tu afligidísima madre"... Desgraciadamente, los parientes sólo se limitan a decirles a sus difuntos la misa de funeral, y ya está... Después se olvidan de ellos, no les rezan, no les dicen misas... ¡Triste! Sobre todo teniendo en cuenta de que con la misma medida que ellos traten a sus difuntos serán ellos tratados a la hora de su muerte. Y al revés, los que piden mucho por los difuntos, cuando ellos estén en el Purgatorio, serán ayudados abundantemente por los demás, como así han hecho ver muchas revelaciones de Dios, la Virgen y los Santos, y las mismas almas del Purgatorio. Si tenemos nosotros alguna devota práctica a favor del Purgatorio, procuremos no omitirla; y si no la tuviéramos, abracémosla, pues mucho importa al Purgatorio, al Cielo y a la tierra que sean socorridas aquellas infelices. En el convento de Clermont, Francia, una noche, en que el prior paseaba rezando salmos por el claustro, un fraile converso del mismo convento que había fallecido por aquellos días le sujetó la mano diciendo: - Padre prior, decid a los frailes que están obrando mal, porque no me pagan la deuda. Entendiendo el prior la voz y sintiendo inmóvil la mano, no vio a nadie, y estupefacto, convocó a los frailes en Capitulo y les refirió lo que había oído, enterándose de que muchos frailes aún no habían satisfecho sus sufragios al difunto hermano, por lo cual los amonestó a que no aplazasen el pagar la deuda del atormentado. Las almas del Purgatorio sufren horrorosamente segundo a segundo nuestros descuidos y negligencias. Un fraile llamado Mateo, lector, devoto predicador y tenido por los demás frailes en concepto de piadoso cuando era estudiante en París, murió más tarde desempeñando el cargo de lector en su provincia. A los nueve días de su fallecimiento se apareció a cierto fraile que estaba rezando. Preguntándole ésta cómo se encontraba, respondió: - Bien, porque ahora, después de purgado, me voy a Cristo. Extrañado el fraile, dijo: -¿Cómo habéis permanecido tanto tiempo en el Purgatorio? - Por la negligencia de los frailes- dijo- pues si hubiesen rogado por mí, al tercer día hubiera volado al Cielo.
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Es pura caridad lo ue hacemos por las almas del Purgatorio y desean encarecidamente cualquier sufragio que podamos hacer por ellas. Un buen religioso acostumbraba rezar alguna oración siempre que pasaba delante de un cementerio. Un día iba tan distraído, que no se acordó de hacerlo. Los muertos que en él había, entristecidos por semejante omisión, salieron de sus sepulcros y entonaron aquel versículo de David que dice: "Y los transeúntes no dijeron la bendición de Dios sea con vosotros"... Asombrado el monje con semejante espectáculo, se detuvo, y, pesaroso de su falta, añadió al instante lo que sigue en el mismo versículo de David: - Os bendecimos en nombre del Señor. Y, como si, en efecto, hubiesen recibido la bendición del Señor, aquellos aparecidos difuntos, inclinando sus cabezas, mostraron su agradecimiento al religioso, y enseguida desaparecieron. Esta visión hizo que el siervo de Dios se animara grandemente a seguir con tan piadosa costumbre. Siempre que pasemos cerca de una sepultura o divisemos algún cementerio, recemos alguna oración en sufragio de los difuntos, sin olvidar nunca esta devota práctica para no incurrir en la otra vida de negligentes o descuidados. San Francisco de Sales solía decir que en sola la obra de misericordia de rogar a Dios por los difuntos se encierran las otras trece, y se expresaba así: "¿No es en algún modo visitar a los enfermos el alcanzar con oraciones, y buenas obras, el alivio de las pobres almas que están padeciendo en el Purgatorio? ¿No es dar de beber al sediento, el dar parte en el rocío de nuestras oraciones a aquellas pobres almas, que tanta sed tienen de ver a Dios, y que se abrasan en vivas llamas? ¿No es dar de comer al hambriento, el contribuir a su libertad por los medios que la fe nos enseña? ¿No es esto verdaderamente redimir cautivos y encarcelados? ¿No es vestir al desnudo el procurarles un vestido de luz, y de luz de gloria? ¿No es hospedar al peregrino el solicitar a aquéllos pobres desterrados la entrada en la celestial Jerusalén, y hacerlos conciudadanos de los santos, y familiares de Dios en a eterna Sión? ¿No es mayor obsequio llevar almas al Cielo, que amortajar y sepultar cuerpos en la tierra? Y en cuanto a las obras de misericordia espirituales, el rogar a Dios por los muertos, ¿no es obra cuyo mérito puede compararse con el de enseñar al que no sabe, dar buenos consejos al que los ha de menester, corregir al que yerra, perdonar las injurias, y sufrir con paciencia las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos? ¿Y qué consuelo, en fin, se puede dar a los tristes de esta vida, que pueda compararse con el que nuestras oraciones dan a aquellas pobres almas en tan gran aflicción y penas? Creo que no se puede presentar un motivo más fuerte para invitar al alma piadosa a rogar por los difuntos, visto que esta sola razón es un haz de testimonios y una aglomeración de todas las obras de misericordia. Una viuda noble y rica de Bolonia tenía un solo hijo, que era la pupila de sus ojos. Acostumbraba este joven entretenerse con otros de su edad en un juego que hacían ordinariamente en el camino real, por el cual acertó a pasar un forastero armado, que con algunas indiscreciones perturbó a los jóvenes en su juego. El de la viuda, que era un poco vivo, le reprendió con alguna aspereza, y el forastero tan pronto a encolerizarse como a echar mano a la espada, desenvainando la que llevaba lo atravesó, dejándolo muerto a sus pies. Pocos instantes le duró la satisfacción de la "victoria", porque asaltado inmediatamente de los remordimientos, comenzó a correr con la espada ensangrentada en la mano, entrando en la ciudad aturdido, y tomando refugio en la primera casa que sus ojos le mostraron abierta. Era justamente la de la viuda, hasta cuya habitación entró,
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no creyéndose libre de la justicia en el portal. Refirió lo que le había ocurrido, suplicándole lo ocultase lo mejor posible para poder evadirse de las manos de la Justicia, que no podría menos de ocuparse pronto de él. La santa mujer, llena de caridad, buscó el lugar más secreto de la casa y lo escondió en él lo mejor que supo. Avisada la Justicia del suceso y de la casa donde había entrado el asesino, no tardó en presentarse en ella. Preguntada la dueña si estaba allí, y contestando negativamente, los ministros, no creyendo en la respuesta, antes bien confirmándoles hallarse allí el semblante todavía pálido de la señora, pues aún no había vuelto en sí del terror que le causara la vista del asesino con la espada ensangrentada en la mano, visitaron toda la casa, registrando con cuidado las habitaciones y rincones de ella. Cansados de registrar sin fruto, al retirarse dijo en voz alta uno de los ministros: - Esta señora debe ignorar que el asesinado es su propio hijo, porque de lo contrario, en vez de ocultar al asesino lo delataría. Ya pueden imaginarse la impresión que tales palabras, confirmadas muy en breve con otro aviso, harían en el corazón de la madre... Volvió en sí, y fijando su pensamiento en Jesús crucificado, encontró allí el bálsamo para curar la cruelísima llaga que la fatal noticia había hecho en su espíritu. Sometióse resignada a la disposición de Dios, y el Señor premió este gran acto de virtud inspirándole que perdonase al asesino de su hijo, como lo hizo de todo corazón: y aumentándosele la luz y fervor del Espíritu Santo, procedió a lo que todavía es más heroico, a hacer bien a su enemigo; pues con magnanimidad verdaderamente cristiana, resolvió y llevó a efecto instituir heredero al asesino de una buena parte de los bienes que pertenecían a su hijo. Hecho y manifestado esto al interesado, y después de haberlo provisto de medios y de consejo, le entregó el mejor caballo de los de su hijo, con el que en tiempo oportuno salió de la ciudad y se salvo. Hasta aquí el suceso. Vengamos ahora al que hace a nuestro intento, es decir, al premio que el Cielo acordó a tan sublime virtud. Habíase retirado esta santa mujer a una habitación donde tenía la imagen del Salvador, para hacer oración por el descanso de su hijo, cuando he aquí que, apenas arrodillada, se presenta éste alegre, vestido con blanquísimo manto, y rico con todas las dotes del cuerpo glorioso, y acercándosele le dijo: -¡Enjuga esas lágrimas, que no es día de llanto, sino de regocijo, ni yo soy digno de lástima, sino de santa envidia! ¡Heme aquí glorioso y eternamente bienaventurado! El acto de generosa virtud con que no sólo has perdonado, sino, lo que es mucho más meritorio, has beneficiado además al que me quitó la vida, me ha liberado inmediatamente de la cárcel del Purgatorio. ¡Oh madre mía! Te debo infinitamente más por la vida eterna que me has dado, que por haber nacido hijo tuyo: tu virtud ha borrado el justísimo decreto con que la justicia de Dios me había sentenciado al prolongado Purgatorio que merecían mis muchos y antiguos pecados. Me voy a la Gloria, ¡tu incomparable piedad es la autora de tanto bien!... La Justicia de Dios es inflexible, pero jamás se deja vencer de nosotros en liberalidad. Si queremos que perdone la deuda de sus penas a las almas del Purgatorio y las reciba en su seno, perdonemos a nuestros enemigos las injurias, haciéndoles participes de nuestro amor, que no dejará Dios de pagar perdón con perdón y amor con amor. César Costa, arzobispo de Capua, mirando al sacerdote Julio Mancinello con un vestido tan destrozado que apenas podía resguardarse del frío, le regaló una capa de invierno, con la cual, saliendo un día aquel religioso, después de la muerte del arzobispo, vio salirle al encuentro al prelado difunto, quien, rodeado de vivo fuego, le
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pedía por caridad aquella capa. Se la quitó prontamente de las espaldas el buen siervo de Dios y se la dio al espíritu aparecido, el cual embozándose en ella, en vez de quedar ésta toda consumida por el fuego, detenía y extinguía de tal manera las ardientes llamas, que sintió gran alivio el difunto. Todas las obras de caridad aplicadas a las almas del Purgatorio repercuten en aquellos hermanos nuestros tan necesitados. Un sacerdote muy devoto de las almas del Purgatorio fue transportado en espíritu al templo de Santa Cecilia, en Transtíber (Roma); donde, en medio de un crecido número de ángeles y santos, se le apareció María Santísima, sentada en trono resplandeciente, y mientras que en derredor reinaba un profundo silencio, vio que en medio de aquél sublime congreso se postraba hacia la augusta Virgen, en ademán humilde, una mendiga cubierta de un vestido andrajoso, pero que llevaba sobre los hombros una piel de rarísimo precio, la cual con copiosas lágrimas imploraba la piedad por el alma de un ciudadano romano muerto pocos momentos antes. Era éste Juan Patricio, señor de gran caridad, pero condenado por algunos defectos al Purgatorio. - Esta preciosa piel que yo llevo encima - exclamaba la piadosa mujer- me la dio el difunto, ¡oh María!, por amor tuyo, en el umbral de tu basílica, en ocasión que yo me moría de frío. Un don tan sublime no puede quedar sin premio; un acto tan generoso no puede menos de mover tu corazón a socorrerlo. Socórrelo, pues, Madre de las misericordias, en esta hora en que se encuentra en la mayor necesidad; dale la vestidura de la Gloria, pues él me dio a mí esta otra, tan rica, por tu amor. Tres veces repitió esta fervorosa plegaria la piadosa mujer, y, haciendo eco a sus súplicas el coro de ángeles y de santos allí presente, ordenó María que le fuera presentado Juan al momento, el cual llegó cargado de pesadas cadenas. Y mientras esperaba el éxito de la llamada, le hizo señal de gracia la Reina del Cielo, y se vio en un momento libre de sus ataduras, y recibido y acogido por Ella cual hijo querido y como hermano y compañero por aquella dichosa Corte de habitantes de la Gloria, que entre aplausos y voces de regocijo, lo condujeron a tomar posesión de su reinado en el Cielo. En esto desapareció la visión, quedando para nosotros el fruto, y si lo queremos, copioso, del ejemplo de la piadosa mendiga de rogar a María y a interponer la mediación de los ángeles santos para impetrar la libertad de las almas del Purgatorio, con oraciones, sacrificios y limosnas. Es este mundo un reino en el cual tiene cabida no menos la Bondad que la Justicia de Dios, y donde si una vez se hace sentir el azote de la Justicia divina, campean mucho más los rasgos generosos de la amable Misericordia. Mas en el otro mundo no será así. Serán divididas y separadas las regiones de la Misericordia y de la Justicia, la primera triunfará completamente en el Cielo, y la segunda hará sufrir los más terribles suplicios en el Infierno. Y en el Purgatorio, ¿cuál de los dos divinos atributos reinará, la Misericordia o la Justicia? Siendo el Purgatorio una habitación del abismo, reina en él igualmente aquel atributo que hace tan espantoso el Infierno: la inflexible Justicia Divina. La Santidad, la Justicia, el amor mismo de Dios hace inexorable su brazo en castigar a las almas del Purgatorio. La Santidad, porque siendo ésta esencialmente contraria a toda imperfección defecto, no puede absolutamente permitir que entre en la Gloria ninguna alma manchada. La Justicia, porque debiéndose resarcir todo derecho ultrajado de la Divinidad, no puede menos de castigar a aquellas almas hasta que haya exigido de ellas por completo su deuda. El amor, porque, deseándola muy semejantes a Sí mismo, las purifica en las penas hasta que se hagan una copia de la Suprema Bondad. De aquí es que, a pesar de ser Dios rico en piedad y misericordia y de amar entrañablemente a aquellas almas, no puede, sin embargo, en su presente providencia, conceder la más leve remisión, ni de los defectos ni de las penas, de sus
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hijos en el Purgatorio, sino que debe sacar enteramente la gloria de su santo nombre, aún de aquellas mismas penas que, no por placer de verlas padecer, sino por el purísimo fin de hacerlas dignas de Sí, les aplica la Divina Justicia con una acerbidad sin igual, pues exigiéndonos no tanto la pena cuanto la perfección de aquellas almas, y no siendo ellas capaces de obtenerla por faltarles la libertad, que es la fuente de todo mérito en vida, conviene que sea compensada y suplida por la acerbidad del suplicio, que sólo la Omnipotencia y la Justicia de Dios pueden decretar con proporcionada medida. Deduzcamos, por tanto, qué intensidad de penas domina en el Purgatorio, capaces de superar casi el rigor del mismo Infierno. La Iglesia cristiana es un cuerpo moral cuya cabeza es Jesucristo, dividida en tres particulares Iglesias como en otros tantos miembros que la componen: la Iglesia triunfante, que reina en el Cielo; la purgante, que padece en el Purgatorio, y la militante, que combate sobre la tierra. Ha entre estas Iglesias una mutua comunicación de caridad que se llama Comunión de los Santos en virtud de la cual se ayudan mutuamente y se socorren. Por consiguiente, si Dios por la Ley que se ha impuesto a Sí mismo, no puede socorrer a las almas del Purgatorio, lo pueden, no obstante, las otras dos Iglesias, y en esto es digna de admiración la economía de la Divina Providencia, la cual, mientras reserva para Sí la parte de la rigurosa Justicia, confiere a otros la de la piadosa misericordia en sufragio de las almas del Purgatorio. Los bienaventurados del Cielo, en medio de su felicidad, no se olvidan de las almas del Purgatorio, y si bien no les es dado merecer por sí mismos, pudiendo, sin embargo, rogar por otros, no cesan de implorar la divina clemencia a favor de la Iglesia militante; para que nosotros merezcamos por las almas del Purgatorio. En nuestras manos están, pues, las llaves de aquella cárcel profunda, y poseemos abundancia de aguas prodigiosas para apagar aquellas llamas tan ardientes. Arrebatada en espíritu la Beata Mariana de Quito, vio en una plaza una mesa llena de oro, plata, diamantes, perlas y todo género de piedras preciosas, y oyó una voz que decía fuertemente: -¡El tesoro está a disposición de todos, quien quisiere, coja y aprovéchese de él! Era este tesoro imagen del don mucho más precioso de las santas indulgencias (Misa, Rosario, limosnas, sacrificios, etc.) expuesto todos los días en la Iglesia a común beneficio de los fieles. Quien desee, pues, valerse de él para sí o para los otros, dése a ganar estos privilegios, y no dejemos de aplicarlos por las almas del Purgatorio a quienes acarrean tanto bien, y que con tanta ansia las esperan de nuestra caridad. Sólo los mortales podemos librar a aquellas almas benditas de sus atrocísimas penas con todo género de sufragios y buenas obras. ¡Qué vasto campo se abre a nuestra caridad para que la despleguemos en alivio de aquellos infelices! Apliquemos la hoz a tan rica mies, y hagamos que nuestras obras, hechas con el más ardoroso empeño, correspondan a la facultad de que nos vemos revestidos. Hay una práctica muy hermosa que podemos hacer en favor de las almas del Purgatorio. Esta práctica devota se deriva de las promesas hechas por Jesús a Sor María Marta Chambón: "Concederé todo lo que se me pida por la invocación de mis Santas Llagas". "Cada vez que miréis al Divino Crucificado con corazón puro, obtendréis la libertad de cinco almas del Purgatorio, una por cada llaga". Es decir, que si nosotros con toda devoción, ante un crucifijo pedimos a Jesús: "Señor por tus cinco llagas saca a las almas del Purgatorio", cinco almas subirán al Paraíso gracias a nuestra oración recurriendo a los méritos infinitos de Nuestro Señor en la Cruz. De dos maneras se puede procurar alivio a las almas de los difuntos: por gracia y por justicia. Por gracia, cuando por pública o privada intercesión la Iglesia implora para ellas del Altísimo la libertad; y entre las públicas intercesiones, la más eficaz es cuando
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Nuestro Señor Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, se pone por Medianero en el Santo Sacrificio de la Misa, pues entonces se renueva el sacrificio del Calvario y se ofrece la Sangre, la Carne, la Humanidad y la Divinidad del Salvador para romper las ataduras de los pecados y hacerlas felices en el Cielo. Y siendo este sacrificio, por razón de la Víctima, de un valor infinito, una sola Misa sería por sí misma suficiente para librarlas a todas del Purgatorio, mas porque el fruto se aplica a medida de la intención del que ofrece el sacrificio, de la aceptación del Señor y de la disposición de las mismas almas, por eso apresurémonos a ofrecer las más que podamos para su rescate, en lo cual experimentarán ellas gran alivio. Otro modo de pública intercesión es cuando los fieles, reunidos en un Cuerpo, imploran en las sagradas solemnidades, piedad para los difuntos. ¡Qué eficaces son las oraciones hechas en común para el Purgatorio! A la eficacia de la pública oración, el ángel de la paz y de la luz desciende a aquella profunda caverna para romper las cadenas que las oprimen y conducirlas al gozo eterno de la Gloria. Dice el Señor, por boca de David, que si el pueblo fiel le invocare en favor de ellas, Él no podrá menos que escuchar sus oraciones. Alcemos, pues, todas las manos a Dios para alcanzar a aquellos desgraciados la libertad que tan ardientemente anhelan. También las oraciones privadas de los fieles sirven para procurar al Purgatorio refrigerio y salvación. Nosotros ofrecemos a Dios plegarias fervorosas, y como nuestra oración sube a lo alto, así desciende la Divina Misericordia a aquella prisión. La oración es la llave del Cielo, el medio más eficaz para mover el corazón de Dios. Por las oraciones de los vivos se conmueven de tal modo las entrañas misericordiosas del Señor, que derrama a manos llenas sobre las almas de los difuntos las gracias, los perdones, la gloria. ¡Qué fácil es socorrer al Purgatorio! ¿Quién podrá alegar sinceramente impotencia o ignorancia de orar o hacer alguna que otra limosna en su favor? Roguemos, pues, ya privadamente, ya reunidos en las públicas iglesias, oremos con fervor y con frecuencia al Señor para que se mueva a piedad de nuestros difuntos. El emperador Teófilo, aunque había sido en vida gran perseguidor de las sagradas imágenes, no obstante, habiéndose arrepentido antes de morir, detestó sinceramente sus culpas; mas no pudo en aquel último trance hacer debida penitencia de ellas, por lo que hubo de pagar la deuda del Purgatorio. Su piadosa consorte, Teodora, que tanto había trabajado por su conversión, hizo mucho más para librarlo de las penas de la otra vida. No sólo con ella toda su Corte se desahogaba en lágrimas y fervorosísimas oraciones, sino que mandó, además, ofrecer sacrificios y plegarias en todos los monasterios, y recurrió también al gran patriarca de Constantinopla, Metodio, para que con su clero multiplicase las públicas y privadas oraciones en sufragio del alma de su difunto esposo. No pudo resistir el corazón de Dios a la fuerza de tantas oraciones, por lo cual, en medio del fervor de las súplicas comunes, apareció a aquel venerable prelado, en el templo de Santa Sofía, un ángel resplandeciente de celestial luz, que dijo: - Han sido oídas tus oraciones, y, en virtud de las mismas, fue perdonada a Teófilo toda deuda. La misma Teodora tuvo en este tiempo una visión prodigiosa, en la cual el eterno Juez le aseguró que por sus súplicas y por las de sus sacerdotes, Teófilo salía libre del Purgatorio. Por lo cual, las oraciones y las plegarias, no sólo en la Corte, sino también en toda la ciudad de Constantinopla, se convirtieron en hacimiento de gran júbilo por la glorificación conseguida al emperador difunto. He aquí el efecto de las oraciones de los fieles por las almas de los difuntos, hagámoslas también nosotros con tal fervor que experimenten los nuestros lo más pronto posible el deseado socorro. Se socorre a las almas del Purgatorio por justicia cuando se redimen de su pena con limosnas o se descuenta con ayunos. La limosna es un precio desembolsado para
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compensar los derechos de la Divina Justicia, da una satisfacción equivalente a la pena, libra de los lazos del pecado y admite a la participación de la divina gracia. Es como un agua que cae sobre el Purgatorio, mitiga y extingue las llamas de aquel terrible fuego, y es una de las obras de caridad más eficaces que pueden ejercer los vivos en favor de los difuntos para granjearles la felicidad de la Gloria. Mas no considera tanto el Señor la cantidad de la limosna sino el afecto con que se hace. Ya seamos, pues, ricos, ya pobres, procuremos todos dar la limosna que podamos, según nuestras posibilidades, para bien del Purgatorio, pues cuanto fuere mayor el mérito de hacerla, tanto más copioso será también el rescate de aquellas almas benditas. Las donaciones que se hacen a la Iglesia en sufragio de los difuntos, les causa alivio y salvación, pues son contadas como limosna, sirviendo al culto de la religión y al refrigerio de los fieles. Entran igualmente en la clase de limosnas todas las demás obras de caridad corporales y espirituales para con el prójimo, y cuantas veces se hacen con intención de socorrer a las almas del Purgatorio se recoge un doble fruto: el de socorrer a un mismo tiempo a los necesitados de esta vida y a los más pobres de la otra. Se descuenta, finalmente, la pena debida a la Divina Justicia con los ayunos, y bajo el nombre de ayuno se comprende todas las especies, no solamente de voluntarias penalidades, sino también de las tribulaciones inevitables de la vida, siendo todas obras satisfactorias por los pecados. ¿Quién hay que no pueda de alguna manera mortificarse a sí mismo, ya en las potencias del alma, ya en los sentidos del cuerpo? ¿Quién es aquel a quien no aquejan muchos males en el curso de la vida, ya generales, ya particulares? ¿Por qué no negociamos con las aflicciones en beneficio de aquellas almas? Cada padecimiento nuestro es para ellas un verdadero alivio, como si las mismas lo sufriesen, cuando lo ofrecemos a Dios en descuento de sus penas. Nada perdemos de mérito orando de este modo; antes bien, lo acrecentamos, pues al sobrellevar los males con paciencia añadimos el ayudar caritativamente a otros. Tomemos, pues, la costumbre de tolerar y de ofrecer todos nuestros trabajos en sufragio de las almas del Purgatorio, de esta manera agradaremos más a Dios, mereceremos más nosotros y socorreremos mucho más a aquellos infelices prisioneros. Las almas del Purgatorio fueron en vida obedientes a la Ley de Dios, justas en sus obras y victoriosas de sus enemigos. De aquí que el Señor las ama y quiere con indecible transporte, y les tiene preparadas en el Cielo coronas de gloria, mas, entretanto, debe portarse inflexible y severamente. Por esto, estimulado igualmente por los rigores de la Justicia y por los tiernos impulsos de la Misericordia, dirige alternativamente sus miradas a aquellas almas que penan, y a nosotros, que podemos darles la libertad, y al paso que se mueve severo hacia aquellas, por exigirlo así la inmutable Ley eterna, se nos muestra a nosotros todo piedad y Misericordia, y llega hasta a rogarnos que le libremos del tan penoso contraste, que le hagamos una dulce violencia, que detenga su diestra armada, que arrebatemos de ella el azote con que hiere y atormenta a aquellas almas. Queriendo Don Bernardino de Mendoza mostrar un rasgo de generosa piedad para con el Purgatorio, en el día de la conmemoración de los Fieles Difuntos hizo solemne donación a Santa Teresa de Jesús de una casa con jardín sita en Valladolid, para que se erigiese en ella sin demora un monasterio en honor a la Santísima Virgen María. Mas ocupada la Santa en la fundación de otras casas religiosas, iba dilatando la ejecución de la empresa, cuando el caballero, sorprendido por mortal accidente, fue arrebatado de este mundo. Sintió muy al vivo Teresa este golpe, y no dejaba de dirigir fervorosísimas plegarias por él al Altísimo, que se dignó revelarle hallarse Mendoza libre del Infierno, pero no del Purgatorio, de donde no saldría antes que en el nuevo monasterio se hubiese celebrado por primera vez la Santa Misa. Aunque con esto se
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apresuraba la Santa grandemente por ponerse lo más pronto posible en camino para Valladolid, y allí dar principio a la obra, se vio obligada a detenerse todavía en Ávila, por negocio de gran interés, y puesta un día en oración, se le apareció de nuevo el Señor, que del modo más eficaz la incitó a desembarazarse cuanto antes y llevar a debido efecto la piadosa intención del caballero, para rescatarlo así de las atrocísimas penas del Purgatorio. Movida por tan piadoso impulso, expidió al punto Teresa a Valladolid al sacerdote Julián de Ávila para que fuese disponiendo las cosas de la nueva fundación, y de allí a poco llegó ella misma para dar principio a la obra. Mas porque la grandiosidad de ésta requería largo tiempo, mandó fabricar una capilla interinamente para comodidad de aquellas religiosas que había llevado consigo. Sentía no poco no pudiese poner término con prontitud a la gran iglesia del monasterio, por temor de que se retardase el rescate del alma del caballero hasta el término de la misma; mas su temor fue vencido por la generosidad del Señor, porque con la primera Misa celebrada en la susodicha capilla, mientras el sacerdote Julián presentaba la sagrada forma, Teresa, arrebatada en espíritu, vio el alma de Mendoza que volaba del Purgatorio al Cielo. "El Purgatorio es semejante a un campo, en donde la gloria de Dios está en pie, como una mies ya madura. No se dice una sola oración para las almas benditas, sin que Dios sea glorificado por los sentimientos de fe, esperanza y caridad que han dictado esta oración. Ninguna de esas almas recibe el más tenue alivio a sus sufrimientos sin que Dios encuentre inmediatamente un acrecentamiento de gloria, en la honra rendida a la preciosa Sangre de su Hijo y en el progreso que el alma ha hecho hacia la felicidad eterna" (P. Faber) Apenas estas almas, que nosotros habremos rescatado, entren en el Cielo, empezarán a alabar a Dios de manera tan sublime, cual no nos podemos hacernos idea. ¡Qué alegría poder contribuir así a todos estos actos de amor, que sin duda no se hubieran producido sin nuestra mediación! ¡Qué satisfacción también poder pensar que esos elegidos que nos deben su felicidad ruegan por nosotros mientras luchamos todavía sobre la tierra! "Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia", ha dicho Nuestro Señor Jesucristo. Aliviar a las almas del Purgatorio es practicar en conjunto todas las obras de misericordia y darnos lugar a oír al Salvador decirnos un día: "Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os ha sido preparado...porque lo que habéis hecho a estas almas que sufrían es a Mí a Quien lo habéis hecho". Si todos los cristianos oyesen como debieran las voces de lamento de las almas del Purgatorio, sería tal la muchedumbre de los sufragios que cual copiosa lluvia bajaran al Purgatorio, que se apagarían aquellas ardientes llamas. Mas la tierra es muy avara de socorros, y son escasos los consuelos que se proporcionan a las afligidas almas que padecen en aquella profunda mazmorra de dolor. Auméntase su pena con nuestro cruel olvido, tanto más reprensible cuanto mayor es la obligación que tenemos de socorrerlas. San Cirilo dice que la tierra y el Purgatorio forman un singular contraste. En aquella profunda cárcel del Purgatorio padecen las almas todo género de tormentos, y en la tierra apenas hay quien vuelva a ellas los ojos para compadecerse de su amargura. De allá se pide con lúgubres gemidos algún socorro, y aquí apenas hay quien se ponga a escucharlas. De allá se reclaman los sufragios prometidos y el cumplimiento de las mandas piadosas, y aquí, apenas hay quien se mueva a prestarles auxilio. Allá todo es lágrimas y desolación, y aquí apenas hay en los corazones una sombra de la ternura y compasión que se deberían empeñar se en abrir las puertas de aquella prisión de fuego. ¿Quién creería que hallase en los hombres tanta insensibilidad, en los cristianos tanta crueldad, en los amigos y parientes tanta ingratitud y perfidia? Y en nosotros, ¿qué es lo que hay? Y las almas del Purgatorio, ¿se portan con los hombres con igual dureza?
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¿Dan gritos de venganza? ¡Ay de nosotros si así lo hicieran! La Divina Justicia está encendida en una santa ira por la crueldad con que miramos a aquellas almas justas encomendadas a nuestra misericordia, y si ellas se quejasen de nosotros, sin duda que caería sobre nuestras cabezas el rayo de su indignación. Pero son hijas e imitadoras fieles de aquel Dios que desde su Cruz pedía perdón para los que lo crucificaban, lo mismo hacen ellas en favor de aquel hermano, de aquel hijo, de aquel esposo que, olvidando su antiguo cariño, prolongan su martirio por no socorrerlas. Las almas del Purgatorio ruegan por nosotros, detienen el brazo del Omnipotente, y, en vez de castigos, nos alcanzan mercedes, favores. Si no nos mueven sus gemidos, conmuévanos su piedad y solicitud a favor nuestro, y correspondámosles con iguales sentimientos de caridad, trabajando por ellas hasta librarlas de su angustia y tormentos. No tan sólo es bueno, sino que es también muy justo rogar por los difuntos, ya que es uno de los grandes deberes de todo cristiano. Exige la caridad que socorramos a nuestros prójimos cuando tienen la necesidad de nuestra ayuda y nosotros por nuestra parte no tenemos grave impedimento en hacerlo. Pensaremos que es cierto que aquellas ánimas benditas son prójimos nuestros, pues aunque murieron y ya no están en la presente vida, no por eso dejan de pertenecer, como nosotros, a la Comunión d los Santos. Así lo afirma San Agustín con estas palabras: "Las almas santas de los difuntos no son separadas de la Iglesia". Y más claramente lo afirma Santo Tomás, el cual, tratando esta verdad, dice que la caridad que debemos a los difuntos, que pasaron de esta vida a la otra en gracia de Dios, no es más que la extensión de la caridad que tenemos en este mundo a los vivos. La caridad, dice, que es un vínculo de perfección y lazo de la Santa Iglesia, no solamente se extiende a los vivos, sino también a los muertos que murieron en la misma caridad. Por donde debemos concluir que debemos socorrer en la medida de nuestras fuerzas a las ánimas benditas, como prójimos nuestros, y pues su necesidad es mayor que la de los prójimos que tenemos en esta vida, saquemos en consecuencia que mayor es la obligación que tenemos de socorrerlas. Porque, en efecto, ¿en qué necesidad se hallan aquellas santas prisioneras? Es verdad innegable que sus penas son inmensas. San Agustín no duda en afirmar que el fuego que las atormenta es más cruel que todas las penas que en este mundo nos pueden afligir. Lo mismo piensa Santo Tomás y añade que su fuego es el mismo del Infierno. En el mismo fuego en el que el condenado es atormentado, dice, es purificado el escogido. Si ésta es la pena de sentido, mucho mayor y más horrorosa es la pena de daño que consiste en la privación de la vista de Dios. Es que aquellas almas santas amigas de Dios, no tan sólo por el amor natural que sienten hacia el Señor, sino principalmente por el amor sobrenatural que las consume, se sienten arrastradas hacia Él, mas como no pueden llegarse por las culpas que las retienen, siente un dolor tan grande que, si fueran capaces de morir, morirían de pena a cada momento. De tal manera, dice San Juan Crisóstomo, esta privación de la vista de Dios las atormenta horriblemente más que la pena de sentido, que mil infiernos reunidos no les causarían tanto dolor como la sola pena de daño. Y es esto tan verdadero que aquellas almas, amigas del Señor, con gusto escogerían todas las penas antes que verse un solo momento privadas de la vista y contemplación de Dios. Por eso se atreve a sostener el Doctor Angélico que las penas del Purgatorio exceden todas las que en este mundo podemos padecer. Dionisio el Cartujo refiere que un difunto, resucitado por intercesión de San Jerónimo, dijo a San Cirilo de Jerusalén que todos los tormentos de la presente vida comparados con la pena menor del Purgatorio, parecen delicias y descanso, Añadió que si uno hubiera experimentado las penas del Purgatorio, no dudaría en escoger los dolores que todos los
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hombres juntos han padecido y padecerán en este mundo hasta el Juicio Final, antes que padecer un día sólo la menor pena del Purgatorio. Por eso escribía el mismo San Cirilo a San Agustín que las penas del Purgatorio, en cuanto a su gravedad, son lo mismo que las penas del Infierno: en una sola cosa principalísima se distinguen, en que no son eternas. Son por tanto espantosamente grandes las penas de las ánimas benditas del Purgatorio, y además ellas no pueden valerse por sí mismas. Reinas son y destinadas al reino eterno, pero no podrán tomar posesión de él, y tendrán que gemir desterradas hasta que queden totalmente purificadas. Tendrán que quedar presas entre aquellas cadenas hasta que hayan pagado cumplidamente a la Justicia divina. Así lo decía un fraile cisterciense, condenado al Purgatorio, al hermano sacristán de su monasterio: - Ayúdame- le suplicaba- con tus oraciones, que yo por mi nada puedo. Y esto mismo repite San Buenaventura con aquellas palabras. Tan pobres son aquellas benditas ánimas, que por sí mismas no pueden pagar sus deudas. Lo que sí es cierto y dogma de fe es que podemos socorrer con nuestros sufragios y sobre todo con nuestras oraciones a aquellas almas santas. La Iglesia alaba estas plegarias y ella misma va delante con su ejemplo. Siendo esto así, no sé como puede excusarse de culpa aquél que pasa mucho tiempo sin ayudarles en algo, al menos con sus oraciones. Si a ello no nos mueve este deber de caridad, muévanos el saber el gozo grande que proporcionamos a Jesucristo, cuando vea que nos esforzamos en romper las cadenas de aquellas sus amigas para que vayan a gozar de su amor en el Cielo. Muévanos también el pensamiento de los muchos méritos que por este medio adquirimos, puesto que hacemos un acto de caridad tan grande con aquellas benditas ánimas; y bien seguros podemos estar que ellas a su vez, agradecidas al bien que les hemos procurado, sacándolas con nuestras oraciones de aquellas penas y anticipándoles la hora de su entrada al Cielo, no dejarán de rogar por nosotros cuando ya se hallen en medio de la bienaventuranza eterna. Decía el Señor: "Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Pues si el bondadoso Galardonador promete misericordia a los que tienen misericordia con sus prójimos, con mayor razón podrá esperar su eterna salvación aquél que procura socorrer a almas tan santas, tan afligidas y tan queridas de Dios, como son las almas del Purgatorio. A sí mismo considera Nuestro Señor todo lo que hacemos por las almas del Purgatorio... Cuando Santa Catalina Tomás tenía cinco años murió su padre. Terminada la Misa que le dijeron se le apareció con aspecto dolorido. Catalina rezó entonces por su padre durante varios días ente sollozos y de rodillas. De pronto, vio que alguien bajaba del Cielo y le decía: - No te preocupes ya por tu padre; alza los ojos y lo verás. Y lo vio, efectivamente, rodeado de resplandores, entre un coro de bienaventurados. Y se oía un canto tan suave, que la pequeña corría por la calle diciendo: -¡Mi padre está en el Cielo, venid a verlo! Melania, la pastorcilla a quien se le apareció la Virgen en La Salette (Francia), cuenta acerca del Purgatorio: "Un día, que guardaba las vacas de mi patrona, pensaba en la infinita misericordia de mi Soberano Bien y me vino un ardiente deseo de salvación de todas las almas; aspiraba a sufrir por todos los pecadores a fin de que saliesen del pecado y estuviesen con Jesucristo para amarle únicamente. No sé cómo pasó esto; mientras estaba postrada con la cara en la tierra, me encontré absorta, y como en sueños, vi al ángel de mi guarda que me dijo:
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- Hermana, ven conmigo, te haré ver a las almas amigas de Dios que lo aman sin poder unirse a Él, porque manchadas con el pecado, deben ser purificadas, pero si quieres ofrecer por ellas al Padre Eterno la Sangre y la Pasión de Jesús, serán limpias de sus pecados e irán a unirse con Dios. De repente, salimos como volando, después descendimos, la tierra se abrió, entramos en un oscuro subterráneo que parecía cavernoso en su interior; en un tercer vuelo alcanzamos la puerta, si se puede llamar puerta, de la terrorífica visión de toda clase de sufrimientos y tormentos en un fuego líquido mezclado con llamas y del sufrimiento horrible del hambre, la sed, los deseos insatisfechos... En toda esta gente, una multitud de almas caídas en el más horroroso sufrimiento, no vi dos cuya pena fuese semejante; todos sus castigos eran diferentes, dependían de la malicia con que habían cometido el pecado y del conocimiento con que lo habían hecho. La vista de todo esto me resultaba insoportable, recé, recé por todas las almas resignadas y santas, pedía a Dios que por la Pasión y Muerte de Jesús concediese un alivio a todas esas almas y librara a setenta y dos por el amor de María, Virgen y Cooperadora de la Redención del género humano. Al instante vi acudir al ángel de Dios, tenía en su mano un cáliz lleno de la preciosa Sangre del Cordero que quita los pecados del mundo. Derramó algunas gotas sobre las llamas que enseguida disminuyeron de altura e intensidad, después sobre las almas que esperaban la caridad de las oraciones de los cristianos para volar al seno de Dios, y así fueron liberadas... ¡Si los pecadores!... ¡Si las personas consagradas al servicio de Dios pudieran darse cuenta o figurarse el agudo dolor, las terribles y devoradoras llamas, producidas por la Justicia divina!...Los sentidos sin freno en esta vida, cada uno tiene su tormento. Vi un gran número de almas con la boca llena de un fuego líquido que bebían... ¡Oh blasfemos del loable y santo nombre de Dios, del Santo Sacramento, de María Inmaculada!...Todas las almas no se purifican con el fuego. Vi que sufrían de apatía. Allí existen todos los sufrimientos, de todas las clases, especies y formas...Pensé para mis adentros: Dios quiere que su atributo de Justicia sea glorificado...Ciertamente me hará falta venir a este lugar oscuro par expiar las manchas de mis pecados, estaré privada de contemplar a mi amado Jesús, a causa de mis imperfecciones, y, con el sufrimiento, ya no podré merecer más... ¿Me desperté? No, volví en mí; y me vi en el sitio donde estaba antes de este traslado, con mis vacas... Con plena lucidez, guardaba el vivo retrato de lo que había visto, y que se me había explicado sin proferir una sola palabra"...
LA MISA ES EL MEJOR SUFRAGIO PARA LAS ALMAS DEL PURGATORIO La oración más importante que se puede aplicar por los difuntos es la Santa Misa. La Misa no sólo alivia a las almas del Purgatorio como sacrificio propiciatorio para satisfacer las penas, sino que les ayuda también como sacrificio impetratorio, para obtener el perdón. Así se desprende y aparece de manifiesto por la atención que pone la Iglesia en esto, ya que no sólo ofrece la Misa por las almas del Purgatorio, sino que ruega en todas las misas por su liberación.
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Murió en un convento de los Frailes Menores de París un religioso llamado, por su pureza de vida, el Angélico. Un maestro de Teología que había sido su gran confidente, aunque sabía bien la costumbre de aquel sagrado asilo, es decir, la obligación que tenía cada sacerdote de celebrar tres misas por el alma de cada difunto de la Orden, sin embargo, dejó de ofrecerlas esta vez por el alma de dicho religioso, pues, por la alta perfección de santidad a que había llegado éste, creyó su compañero que sería admitido sin demora en el número de los celestes bienaventurados. Pero, ¡qué engañosos son los juicios de los hombres!...Aquel religioso, creído tan perfecto, cayó en el Purgatorio, donde esperaba en vano los acostumbrados sufragios de su amigo, de quien se los prometía aún mayores. Se le apareció una noche, quejándose amargamente de tal descuido. Sorprendióse el teólogo y quiso excusarse diciendo que no había jamás pensado que perfección tan sublime hubiese debido ser refinada en el fuego del Purgatorio. - No se puede comprender humanamente - dijo el fraile difunto - qué rigurosos son los juicios de Dios y qué severamente castiga todo defecto. Los cielos no son limpios en su presencia, encuentra en los humanos espíritus de qué reprenderlos, y purifica toda mancha y defecto con tanto rigor de justicia, que emplea toda la fuerza de su Omnipotencia para purificar con el más vivo fuego las almas y hacerlas dignas del Cielo. A estas palabras, arrepentido de su negligencia el teólogo, ofreció en los tres días siguientes el augusto sacrificio del altar en sufragio de aquella alma, con tanta devoción, que consiguió librarla del Purgatorio. Mas la lección recibida, si fue favorable al difunto, no fue de menor eficacia al mismo religioso, el cual se dedicó después tan de veras a santificar su vida, que de sublime teólogo de los divinos misterios pasó a ser un vivo modelo de perfección cristiana. Si vieras a tu padre o a tu madre a punto de ahogarse en un estanque, y su salvación no te costara mas esfuerzo que el de alargar la mano, ¿no estarías obligado, por justicia y caridad, a alargar aquella mano para socorrerlos? ¿Por qué no lo haces? Con los ojos de la fe veis tantas pobres almas, tal vez las de vuestros más próximos parientes, abrasándose en un estanque de llamas, ¿y no queréis padecer una insignificante incomodidad para oír, en su alivio, una sola misa con devoción? San Jerónimo dice que cuando se celebran las misas por algunas almas del Purgatorio, aquel fuego, que para las otras almas tiene una cruelísima e invariable voracidad, suspende para ésta su terrible rigor, de manera que no padecen ninguna pena mientras dura la Santa Misa, además, dice también este Santo, por cada misa que se celebra salen del Purgatorio muchas almas. A una madre que por largo tiempo había derramado lágrimas inconsolables por la muerte de su hijo sin socorrerlo con oraciones, misas y limosnas, dignóse el Señor, para dirigir su ternura a objeto más provechoso, mostrarle en espíritu una procesión de jovencitos, los cuales, engalanados con cándidas vestiduras enriquecidas con varios adornos, se dirigían alegres hacia un magnífico templo. El templo era el Cielo; las blancas vestiduras, la fe; los varios y preciosos adornos eran las obras de caridad. Aquella desolada madre, que tenía siempre fija la mente y el corazón en su perdida prenda, andaba en busca de él ansiosa y afanada en medio de aquella turba escogida, mas a pesar e la atención con que fijó por todas partes la vista, no le fue posible descubrirlo sino allá el último de todos, cubierto de un vestido oscuro, humedecido de pies a cabeza, y que apenas podía dar libremente un paso. Derramó a tal vista la madre un copioso torrente de lágrimas, con voz anhelante e interrumpida por los suspiros, dijo:
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-¿Por qué, hijo mío, te hallas tan distinto de los demás y tan abatido? ¿Por qué te quedas tan atrás del camino? El triste joven respondió: -¿Ves esta vestidura tan lúgubre y mojada? Ese es el beneficio del luto que conservas por mí y de las lágrimas que derramas continuamente. El llanto y el luto me agravan, y no me permiten seguir el paso de mis compañeros. ¡Pon término de una vez al doloroso desahogo de la naturaleza, y si de veras me quieres y deseas verme feliz, anima tu fe, y con obras de caridad socórreme! Haz por mí piadosos sacrificios, oraciones y misas como tienen por costumbre las otras madres, no menos amantes que tú, pero sabias y religiosas, y entonces podré caminar al mismo paso de mis compañeros y llegar así alegre y consolado al término suspirado de la Gloria. En esto desapareció la visión, y quedó la madre tan deseosa en procurarle de allí en adelante socorros espirituales, cuanto había sido antes liberal en derramar por él incesantes lágrimas. Entre todos los sufragios que se ofrecen por las almas del Purgatorio, ninguno es más eficaz, ya para mitigar sus penas, ya para abreviar el término de ellas, como la Sangre de Jesucristo que en el Sacrificio de la Misa se ofrece al Eterno Padre par satisfacer su Divina Justicia. En la Universidad de Colonia, estudiaban dos religiosos de la Orden de Santo Domingo, célebres ambos por su saber y virtudes: el Beato Enrique Susón, y otro de no menor perfección., El hábito, la igualdad de ciencia que estudiaban y la virtud los unían en la más estrecha amistad. No había entre ellos secreto, ni aún de los dones sobrenaturales que Dios les comunicaba; y así es que Enrique manifestó al otro el secreto ignorado de muchos, de llevar sobre su corazón el nombre santísimo de Jesús grabado a fuego, y de lo que quedó tan conmovido el buen religioso, que no contento con tocar aquellos sagrados caracteres, los besó y bañó con sus lágrimas. Concluidos los estudios y debiendo partir cada uno para su convento, hicieron antes el santo contrato de que muerto el uno, el otro debería auxiliar al difunto con dos misas cada semana, el lunes de Réquiem y el viernes de Pasión, mientras el rito lo permitiese. Hecho este acuerdo se abrazaron y partieron. Pasados algunos años supo Enrique haber pasado a mejor vida su buen compañero, a quien desde luego encomendó a Dios y continuó haciéndolo todos los días, y no una sola vez, sino varias en cada uno; pero en medio de esto nunca le vino a la memoria lo pactado en Colonia respecto a las dos misas cada semana. Oraba Enrique una mañana en una capilla interior del convento, cuando he aquí que se le presentó el amigo antiguo, quien con palabras propias de sus padecimientos y de la justísima causa que tenía para quejarse de su amigo, le echó en cara el haber olvidado el santo acuerdo que la cordial amistad de ambos había firmado y sellado al despedirse en Colonia. El Beato Enrique Susón se defendió lo mejor que pudo, culpando a su memoria y asegurándole que fuera de esto le había ayudado con oración continua y otros sufragios. - Lo sé, hermano mío – replicó el difunto – pero no basta - ¡Sangre, Enrique – exclamó levantando la voz –Sangre es lo que yo necesito para refrigerarme en las ardentísimas penas que padezco, y para abreviar el tiempo de ellas! No bastan a mis graves necesidades ni tus oraciones, aunque fervorosas, ni tus penitencias, aunque rigurosísimas; se necesita que la Sangre de Jesucristo que se ofrece en el Sacrificio de la Misa, baje a templar la vehemencia de las llamas que me atormentan ésta es el agua que refrigera y al fin apaga el fuego. - Está bien hermano mío – contestó Enrique enternecido – Misas tendrás, y las tendrás en mucho mayor número que el que te prometí.
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En efecto, Enrique suplió la falta haciendo celebrar un número muy considerable de misas en poco tiempo; de manera que aún continuaban celebrándose cuando el poco antes afligidísimo amigo se presentó de nuevo rodeado de luz y colmado de gozo, y después de abrazarlo afectuosamente y de besar el santísimo nombre de Jesús que llevaba grabado en el pecho, se elevó hacia el Cielo, para ir a ver cara a cara a aquel Dios, escondido bajo las especies sacramentales, por Quien había obtenido el fin de sus padecimientos. Las almas del Purgatorio sufren mucho y cuando se aparecen para solicitar oraciones y misas por sus almas, es porque tienen un especial privilegio de Dios: todas no pueden aparecerse. San Nicolás de Tolentino descollaba entre sus virtudes la caridad para con las almas del Purgatorio, en cuyo sufragio aplicaba sus frecuentes penitencias y misas. El Purgatorio experimentaba tan gran alivio por su caridad, que le enviaba de cuando en cuando embajadas para animarle a redoblar sus caritativas obras. Hallábase en el santo retiro de Vallimani, cerca de Pisa (Italia), cuando habiéndose retirado a descansar la noche de un sábado, se le presentó en sueños una persona afligida, que con voz compasiva le suplicó que al día siguiente celebrase por él y por otros que padecían atrocísimos tormentos en el Purgatorio. Parecióle a Nicolás reconocer la voz del suplicante, mas para mejor asegurarse le preguntó: -¿Y quién eres tú? - Soy – contestó – el alma de tu amigo Fray Peregrino de Osino, que libre por la misericordia de Dios de las penas eternas, pago el resto de mis culpas entre cruelísimas llamas, y vengo a suplicarte en nombre de multitud de almas, que a la mañana siguiente, y lo más pronto que puedas, nos hagas la caridad de ofrecer la misa en sufragio nuestro, porque esperamos acabar nuestras penas con tu auxilio, o cuando menos, en gran manera aliviarlas. A lo que el Santo, con toda suavidad contestó: - Ayúdeos el Salvador por los méritos de la preciosísima Sangre con que os redimió, que en cuanto a mí me es imposible, ni celebrar temprano, porque he de decir la misa conventual, ni celebrar por vuestra intención, porque debo aplicar el sacrificio por la Comunidad. El alma, dando un suspiro, dijo entonces: -¡Ay! Venid conmigo, venid, os pido por amor de Dios, que si yo os hago ver lo que padecen las almas, seguro estoy que vuestro piadoso corazón no me dejará desconsolado. Dicho esto le pareció haber sido conducido a una inmensa llanura hacia la parte de Pisa, donde le hizo ver innumerables almas de toda edad, condición y sexo, que padeciendo diversos y durísimos tormentos, al verlo todas se dirigieron a él, suplicándole con voz dolorosa y ademanes compasivos que no les negase los sufragios del Santo Sacrificio que le pedían. - He aquí – dijo entonces el alma de Fray Peregrino – En vuestra presencia tenéis las almas que me han enviado a implorar vuestra piedad, porque estamos firmemente persuadidos que vuestras súplicas harán tal violencia a la Divina Misericordia, que no podrá menos de concedernos la suspirada indulgencia. No pudo el siervo de Dios ver tal espectáculo sin sentirse fuertemente conmovido, de manera que despertándosele una dolorosa impresión se puso de rodillas, y con fervorosas lágrimas imploró la misericordia de Dios para mitigar las penas que había visto sufrir; ni cesó de orar hasta que, apuntando el alba se fue a referir al Prior, tanto la aparición de Fray Peregrino como el Purgatorio que le había hecho ver, y las
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súplicas que desde él se le hacían de decir misa por los difuntos en aquella misma mañana. Oído el suceso, conmovido el Prior no menos que el Santo con tal relación, juzgó que no sería faltar a las Reglas del monasterio si por aquella vez, y caso tan extraordinario, permitía que otro celebrase en su lugar y aplicase la misa conventual, para que él celebrara a la hora y por la intención que deseaba, y que continuase haciendo lo mismo todos los días de la semana. El Santo, sin detenerse un momento, se preparó, y dijo la misa con la devoción y ternura que se podría uno imaginar, después de aquella aparición y espectáculo del Purgatorio. Se ocupó además toda la semana en continua oración y ejercicios de penitencia para aumentar los sufragios, los cuales en tal manera desesperaban al diablo, que usó de mil artes para estorbarlo en su continuación, aunque sin poderlo conseguir. Llegó el último día de la semana, y he aquí el alma de Fray Peregrino, que cándida y radiante de esplendor celestial se le presentó a manifestarle la infinita gratitud de que le era deudor; pero no venía sólo, venían también una multitud de almas que, liberadas con él y pasando gloriosos por delante de su bienhechor, marchaban al Cielo cantando con dulcísimo acento, dándole las gracias. Refiere el Beato Luis Blosio, sapientísimo y gran maestro de espíritus, que a un siervo de Dios, gran amigo suyo, se le apareció un difunto hecho una llama, y le manifestó pasar aquel tormento en justa pena de haberse acercado a la Sagrada Mesa Eucarística y recibido el Sacramento sin la debida disposición, sufriendo el fuego en que lo veía sumergido en castigo de la tibieza con que albergó en su pecho el Sacramento del Amor. - Os suplico, pues – añadió - amigo mío, que hagáis por mí una comunión con devota preparación, esforzándoos en amar a Quien tanto os ama, y estad seguro de que con esto sólo me libráis del atrocísimo fuego con que es castigada mi frialdad. Prometió el Siervo de Dios lo que le pedía, y cumpliéndolo a la mañana siguiente fue recompensada su caridad con una nueva aparición de su amigo, que presentándose inmediatamente después de haber comulgado, lo vio tan sumergido en luz celestial como lo estaba el día anterior en el fuego del Purgatorio. He aquí, pues, un bello y auténtico caso que debe animar nuestra caridad para comulgar con frecuencia en sufragio de las pobres almas del Purgatorio. Nada hay tan eficaz para proporcionar descanso a los que padecen en el Purgatorio. Orando un día la Beata Juana de la Cruz, religiosa de la Orden de San Francisco, fue arrebatada en éxtasis, y entrando en ese momento en su celda una hermana familiar suya se puso a registrar en un canastillo, buscando en él cierto objeto. En el acto mismo vuelta repentinamente en sí acudió al canastillo, y tomando de un brazo a la hermana le dijo: -¡Guárdate bien de tocar la reliquia envuelta en ese blanquísimo lienzo! ¡Es el Santísimo Sacramento traído por los ángeles! -¿Cómo puede ser esto?- replicó la lega asombrada. - Un pecador impío – le contestó la Santa – habiendo vivido siempre en desgracia de Dios ha sido condenado al Infierno, murió teniendo en la boca la hostia consagrada, y los ángeles, no pudiendo sufrir que la Majestad de Dios estuviese en tan execrable cadáver, tomando la forma con gran reverencia me la han traído a mí, indignísima sierva del Señor, ordenándome que mañana comulgue con esta hostia para liberar del Purgatorio a un alma que fue devotísima del Santísimo Sacramento. Te diré más, y sírvate de prueba de la verdad: en el momento en que te pusiste a registrar en el canastillo me dieron un golpe haciéndome volver en mí, y avisándome acudiese a impedir que tocases la sagrada partícula.
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Al día siguiente, tras comulgar con la sagrada hostia que guardaba en el canastillo, quedó en profundo recogimiento. En ese momento la sacó de él la presencia del alma dichosa por quien comulgó, porque recibido con aquella comunión el premio de su amor a Jesús sacramentado, después de dar afectuosísimas gracias a su bienhechora voló a gozar y ver cara a cara en el Cielo a Quien en la tierra había creído y adorado oculto en la sagrada hostia. Todo el que ruega, mucho más el que comulga, por las almas del Purgatorio con ánimo de aliviarlas, las obliga a la gratitud y a la remuneración. (Adriano VI). Pero cuán grata es a Dios la caridad usada por las almas por medio de la santa comunión se comprueba, en primer lugar por el testimonio de los sagrados escritores, y en segundo por la aparición de algunas almas, que al salir del Purgatorio han acudido a dar las gracias a sus bienhechores. Pero también lo ha comprobado la Divina Providencia con gracias prodigiosas dispensadas con tal ocasión. No hemos dicho poco hasta aquí de la incomparable virtud expiatoria del Santo Sacrificio de la Misa; pero es ella tal, que por mucho que se diga siempre queda por decir. Viviendo aún San Bernardo había en Claraval un monje tan poco amante de la observancia y en particular de la clausura, que faltaba a ella con frecuencia. Ni es de admirar que entre tantas monedas de oro puro hubiese una con mezcla. Murió este monje, y cuando en presencia de su cadáver decían los otros frailes el Oficio de difuntos, uno de ellos, venerable por sus canas y virtud, sintió la algazara y oyó los gritos de una legión de diablos que, agitándose alrededor del cadáver, decían: -¡Al fin hemos podido coger uno de los que habitan en este maldito valle! A la noche siguiente, y cuando ya descansaba el santo anciano, se le apareció el difunto, y con tristísimo semblante y más lúgubre acento le dijo: - Pues que sentiste ayer la diabólica algazara que hacían los malignos espíritus de mis penas, ven y verás el terrible tormento a que por mis graves culpas me ha condenado la Divina Justicia. Y habiéndolo conducido a un pozo de gran anchura y desmesurada profundidad, añadió: - En este pozo está mi tormento. Aquí es permitido a lo diablos arrojarme y volverme a sacar para precipitarme otra vez, sin descansar en esta fatiga y sufriendo tales pasmos y golpes, que preferiría el ser hecho pedazos cien veces por manos de un verdugo a uno sólo de estos viajes por manos de los diablos. Despertóse el buen fraile a tan formidable aparición, y no dejándole descansar el espanto fuese a buscar algún alivio al lado de su santo abad, a quien refirió el suceso. San Bernardo le dijo haber sentido el mismo estrépito y tenido la misma visión, causándole tal aflicción, que sólo había podido obtener algún consuelo llorando las culpas del difunto ante el Señor, e implorando para él su misericordia, pues se veía claro que no debían ser ligeras las faltas del monje cuando a tan grave tormento había sido sentenciado. El santo abad reunió inmediatamente el Capítulo, y referido el caso, tomó de aquí ocasión para hacer una seria y patética amonestación a sus monjes a fin de que redoblasen la vigilancia para no ser cogidos en los lazos de Satanás y sus ministros, porque son otros tantos títulos que adquiere para venir un día a sus manos, pues debían tener entendido que eran incomparablemente más astutos y de mucha más eficacia los medios que adoptaban para arruinar a los monjes que los que emplea con el común de los fieles. Enseguida recomendó el alma del difunto a sus oraciones y austeridad, y muy particularmente a sus santos sacrificios, a fin de que aplacada la Divina Justicia se
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dignase usar de misericordia con su hermano difunto, librándolo cuanto antes de tan espantoso tormento. Concluido el Capítulo, todos, según su estado y con diligente caridad, se dedicaron a dar cumplimiento a la voluntad de su santo prelado, en especial los sacerdotes, que a sus ordinarias oraciones y penitencias añadieron el Santo Sacrificio, ofreciendo por él buen número de misas de Réquiem, para que la Hostia propiciatoria convirtiese en clemencia la justicia que pesaba sobre el atormentado monje. Muy pocos días después quedó el santo anciano bien compensado de la angustia que le causó la aparición, porque de nuevo se volvió a presentar el fraile difunto, pero ¡en cuán distinto estado!. Alegre y resplandeciente estaba esta vez en su presencia. Preguntado cómo le iba, respondió: -¡Bien! ¡Bien! ¡Gracias infinitas a Dios y a la caridad de mis hermanos! Preguntado nuevamente cuál había sido el sufragio que más contribuyera para sacarlo de los tormentos, en vez de contestar, tomando de la mano al venerable monje, le dijo: - Ven y lo verás. Lo condujo a la iglesia, donde en aquel momento había algunos sacerdotes celebrando: - Estas son las armas – le dijo - conque he sido librado del poder de los enemigos infernales; esta es la virtud de la Divina Misericordia; esta es la hostia de salud que borra los pecados del mundo. A tales armas, a tanta misericordia, a la eficacia de esta hostia, no hay nada que pueda resistir, si se exceptúa la obstinación de un corazón perverso. Al decir esto despertó el buen anciano, y fuera de si por el gozo de que rebosaba su corazón, salió de su celda para participar la buena nueva a los monjes, particularmente lo que había dicho acerca de la eficacia infinita del Santo Sacrificio de la Misa; lo que todavía aumentó en ellos la gran idea que la fe y doctrina de la Iglesia nos dan del tesoro inestimable que nos dejó en él la caridad infinita de nuestro Redentor. San Gregorio, Papa, un día en que estaba celebrando Misa rodeado de fieles, al elevar el cáliz, se quedó con las manos levantadas y la vista en alto, y no podía seguir la Santa Misa. Así permaneció largo tiempo hasta que vuelto en sí, continuó el Santo Sacrificio. Preguntado después por un discípulo de confianza, le explicó: - Es que al levantar el cáliz vi que todas las almas del Purgatorio descansaban de sus penas. Este Pontífice fue uno de los grandes entusiastas de la devoción a la Santa Misa, y uno de los que más se han preocupado por hacerla apreciar por la gente. "Hoy por mi mañana por ti". San Agustín dice: "¿Quieres saber cuántas misas ofrecerán por ti cuando mueras, y cuántas oraciones? Dime cuántas son las misas y oraciones que ofreces por los difuntos, y yo te diré cuántas serán las que por ti van a ofrecer, porque con la medida con que regales a otros, con esa medida te regalarán".
MISAS GREGORIANAS Al morir en Roma un monje que no tenía mucha fama de ser buen religioso, su superior, San Gregorio, ordenó que fuera sepultado en el basurero del convento. Sin embargo al Santo le remordía la conciencia, y para compensar un poco tan drástica medida tomada con el difunto, dijo por él treinta misas seguidas en otros tantos días. Al cabo de estas treinta misas, el difunto se apareció en sueños al Santo y le dijo: 231
- Yo no era tan malo como se imaginaban pero sí tuve que ir a penar al Purgatorio. Sin embargo, las misas que por mí ha ofrecido usted me han conseguido una rebaja tan grande de mis penas que ya muy pronto iré al Paraíso. - Desde entonces el Santo tomó como suyo el propagar esta costumbre de celebrar treinta misas seguidas por el mismo difunto. Fue tan entusiasta de esta devoción que a las treinta misas seguidas se les llamó "Misas Gregorianas". Tenía San Vicente Ferrer una hermana llamada Francisca, cuyas virtudes la hacían tan amable al Santo hermano como respetable a todos sus conciudadanos de Valencia. Pero el diablo, que contra nadie trabaja más que contra el virtuoso, le armó acechanzas y la envolvió en ellas. Retirada en su casa en una larga ausencia del marido, y conservando sin mancha su buen nombre, un esclavo suyo, instigado de Satanás, se arrojó a empañar el honor de su honesta señora, dándole a escoger entre el puñal que llevaba en la mano o ceder a su depravado intento. Inconsolable la señora por la afrenta pasó encerrada tres días sin tomar bocado; y consultando sólo con el odio implacable que concibió contra el malvado, tomó la desesperada resolución de quitarle la vida con un veneno, como lo hizo. Aquietada con esto pasaba los días más tranquilos, por juzgar que su honor estaba en parte resarcido; pero pasado algún tiempo se sintió embarazada, y cayó en mayor angustia. Decidida a evitar aquel embarazo abortó. No pararon aquí los males, porque avergonzándose de descubrir en el tribunal de la penitencia el estado de su conciencia, calló todo esto por espacio de algunos años. Todo su deseo era encontrar algún confesor de quien no fuese conocida; pero era dificultoso tratándose de la hermana de un religioso que tenía lleno del mundo de su nombre. Al fin se le presentó un sacerdote que le pareció forastero y de lejanas tierras; y preguntándole si era confesor, y si quería consolarla oyéndola en confesión, a la respuesta afirmativa del supuesto sacerdote fuéronse a una iglesia, donde descargada, no sin muchas lágrimas, su enredada conciencia, se volvió a su casa, aliviada de un peso que la hacía insoportable a si misma. No mucho después enfermó y pasó a mejor vida, de modo que su santo hermano, volviendo de Italia a Valencia, su patria, se halló sin la hermana que tanto amaba. Consolábale en su dolor la confianza que tenia de que estaría gozando de Dios, como merecían sus virtudes; pero como si presintiera haber algo de siniestro en lo que era objeto de su confianza, deseaba, y pidió al Señor, le diese alguna señal que lo tranquilizase. Celebrando un día el Santo Sacrificio de la Misa, pedía con instancia esa gracia, y arrebatado en espíritu vio una mujer que ardiendo en horribles llamas tenía entre sus manos un niño negro y deforme, al cual despedazaba con furor. Estremecido el Santo la conjuró en nombre de Jesucristo que le dijese quién era, y qué significaba aquella espantosa escena. - Soy - dijo - tu hermana Francisca, condenada a este suplicio por haber cometido... (y refirió lo sucedido); todo lo confesé con buena disposición a uno que se fingió religioso y sacerdote; pero apenas expiré, presentándoseme el diablo, me dijo: eres mía, porque no estás absuelta de tus pecados. Yo soy aquel religioso que te confesó, pero la absolución está por venir. Presentada después al Tribunal tremendo de Dios instaba Satanás para que le fuese adjudicada, y mi ángel custodio, grandemente solícito por mi, saliendo en mi defensa, dijo: Señor, esta alma tuvo verdadera contrición de sus pecados, y si no fue absuelta, no fue culpa suya; hizo su deber disponiéndose en buena manera a merecer
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vuestra clemencia: no permita vuestra piedad que un alma contrita, como fue ésta, salga sin consuelo de vuestra presencia. Entonces el Salvador, que todo es entrañas de misericordia, usándola conmigo me absolvió de la pena eterna, pero me destinó al Purgatorio hasta el día del Juicio, y aquí en tal tormento estaré si tú, amadísimo hermano mío, no me alivias con tus oraciones. Sobre todo te ruego que celebres por mí las Misas de San Gregorio (Gregorianas), que no sólo me aliviarán, sino que espero también que el Señor revocará la sentencia de este infinito Purgatorio". Dicho esto desapareció Ignoraba San Vicente Ferrer lo que eran las Misas Gregorianas, pero el vivísimo deseo de aliviar a la hermana le hizo tan solicito, que no tardando en averiguar lo que fuesen, tampoco dilató un solo día el empezarlas, teniendo el inexplicable consuelo, al concluir la última, de ver a su hermana, que acercándosele gloriosa y acompañada de ángeles, después de darle entrañables gracias, subió triunfante al Cielo. Definió el Concilio de Trento, que entre todos los sufragios que se ofrecen por las almas del Purgatorio, ninguno les es de mayor provecho que el Santo Sacrificio de la Misa. No digamos si en vez de una misa, se dicen las treinta misas seguidas prescritas como "Misas Gregorianas". Ciertos pescadores que en el otoño se ocupaban en su oficio, al sentir un peso más que de ordinario en la red la sacaban a tierra, contentos con la esperanza de haber hecho una buena captura; pero se hallaron burlados al ver que en vez de pescado sólo había en la red una gran masa de hielo. La novedad entretanto (por ser tan ajeno a la estación), y la idea que les ocurrió de hacer con ella un regalo a su buen obispo Teobaldo, les compensó en parte del chasco. Fue muy grato al prelado el obsequio que se le hizo, porque padeciendo gota no podía ofrecérsele un remedio más oportuno para mitigar los vehementes dolores que padecía. Aplicó inmediatamente al hielo los pies inflamados por el ardor de la gota y experimentó gran alivio. Continuó repitiendo esta operación, experimentando siempre gran refrigerio, y sin que por esto el hielo, compacto como un bronce, destilase una sola gota. En una de estas veces y bien de mañana, oyó salir del hielo una voz como de quien sumamente afligido pedía misericordia y socorro. Atónito el paciente obispo con tal novedad, preguntó quién fuese y qué quería. - Soy un alma - contestó – condenada a pagar en el centro de este durísimo hielo las penas que merecen mis culpas. -¿Y con qué género de sufragios podremos aliviarte? – le preguntó el obispo. - Si por espacio de treinta días continuos – dijo el alma – se ofreciere por mí el Santo Sacrificio de la Misa, al concluirse la última concluirán también mis acerbos dolores. Accedió Teobaldo a tan justa demanda y la puso en ejecución tan pronto como se lo permitieron sus fuerzas, pero no pudo verificarlo en la forma exigida por los estorbos que interpuso el enemigo de las almas. El primero fue que hallándose ya con la mitad de las misas dichas sin interrupción, se vio obligado a suspenderlas para atender a la guerra civil que repentinamente se encendió entre los ciudadanos. Empezada segunda vez la tarea y cuando ya llevaba dichas dos tercios, se vio imposibilitado a continuar por una inesperada irrupción de enemigos que se presentaron ante los muros de la ciudad. Emprendida, finalmente, a continuación por tercera vez, y cuando estaba ya preparado para salir al altar, le dieron la noticia de que estaba próximo a incendiarse el palacio episcopal a causa del fuego vehemente con que ardía la casa inmediata. El santo obispo se detuvo un momento a reflexionar, y dirigiéndose al altar dijo:
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- Que arda enhorabuena el palacio, quiero concluir estas Misas, suceda lo que suceda. ¡Santa resolución! Porque ella sola bastó para que desapareciera el fuego, que no tenía de tal sino la apariencia, pues lo había suscitado el enemigo para retardar con la conclusión de las Misas la libertad de aquella alma. El globo de hielo se derritió, y el alma libre se presentó gloriosa a dar afectuosísimas gracias a su liberador, cuya caridad lo había sacado de la potestad del enemigo para volar al seno de su Creador.
IMPORTANCIA DEL ROSARIO PARA LAS ALMAS DEL PURGATORIO El rezo del Santo Rosario es uno de los medios más eficaces para alcanzar la salud eterna a los difuntos, derramando sobre el Purgatorio un tesoro inmenso de gracias. El Santo Rosario no sólo santifica a sus devotos, sino que además los redime y cura de la culpa y de la pena. Alejandra Arazonas, noble doncella aragonesa, que tuvo la dicha de oír predicar a Santo Domingo sobre la devoción al Santo Rosario, alcanzó otra mayor, resolviéndose por la doctrina del Santo a alistarse en la Cofradía por él fundada. Mas en medio de esto, ella, idólatra de sí misma por los singulares dones con que la favoreció la naturaleza, lejos de atender al cumplimiento de las obligaciones, aunque leves, que había contraído alistándose en la Cofradía, sólo se ocupaba de hacer ver que con sus adornos sabía aumentar su natural belleza. Rica y agraciada, no le faltaron jóvenes que le sirviesen, y entre ellos dos, que por ser más poderosos que los demás al fin quedaron solos, y, por consiguiente, rivales. Después de algunos altercados que no pasaron al principio de razones, llegaron, por último, a desafiarse. Acometiéndose en la presencia de su dama quedaron ambos heridos de lanza, y tan gravemente, que murieron en el puesto con corta diferencia de tiempo. Sobremanera irritados contra Alejandra los deudos de las víctimas, por cuanto no ignoraban que por su loca vanidad era la causa única de la doble tragedia, se volvieron contra ella, y en la primera ocasión la hirieron mortalmente, dejándola tendida y bañada en su sangre. Gritó entonces la infeliz pidiendo confesión; y como si esto fuera una nueva injuria, los asesinos, que ya se retiraban, acometieron de nuevo contra su víctima, separaron la cabeza del cuerpo, y para mejor ocultar su delito, arrojaron aquellos restos a un pozo profundo. Entretanto, la Santísima Virgen, Madre de misericordia, que quería socorrer a la infeliz doncella, reveló el trágico acontecimiento a Santo Domingo; pero el Santo, aunque la inspiración lo llamaba al lugar del suceso, de donde se hallaba no poco distante, hubo de diferir el trasladarse por no permitir otra cosa los intereses de la Religión que entonces le ocupaban. Partió, en fin, y aunque sin guía se encontró sobre el brocal del pozo, donde a la sazón había bastante número de personas. Llamó a Alejandra, y en presencia y con inexplicable asombro de los circunstantes, compareció la cabeza animada y fresca de la difunta. Seguíale el cuerpo, al que se unió con doble prodigio, y Alejandra viva abrió la boca para repetir: -¡Confesión! Confesóla el Santo, y le dio luego la Santa Comunión. Interrogóla Santo Domingo acerca del trágico suceso, y ella, después de habérselo narrado, dijo tres cosas dignas de memoria. La primera, que por los méritos
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de la Cofradía del Rosario había obtenido la gracia de la contrición, sin la cual se habría perdido para siempre. La segunda, que en el momento de ser decapitada se vio asaltada de horribilísimos demonios, que amenazando apoderarse de su alma la habrían arrebatado a no haber sido poderosamente defendida por la Madre de Dios. La tercera, y que más hace a nuestro propósito, y a otros quinientos más porque con sus inmodestos adornos e incesante afán de procurarse adoradores fue causa de infinitos pensamientos y deseos impuros en los incautos jóvenes que la rodeaban, y hasta de los que la veían; pero que había en su corazón una esperanza no menos firme que tan largo tiempo lo reducirían a muy poco los sufragios de la Cofradía del Rosario. Dicho esto, dio afectuosísimas gracias al Santo por haberla alistado en la Cofradía, y después de dos días de su admirable resurrección, que empleó en rezar los Rosarios que por penitencia le impuso su Santo Fundador, durmió plácidamente en el Señor. Hiciéronle solemnísimas exequias, las cuales con las oraciones del Santo y de la Cofradía pudieron tanto en la balanza de la Justicia Divina, que al cabo de sólo quince días se apareció al Santo, alegre, más resplandeciente que la estrella de la mañana, y mucho más hermosa de lo que era en vida. Suplicó al Santo diese cordialísimas gracias a sus caritativos bienhechores, por cuyas oraciones y sufragios había obtenido tanta gracia. Y que viniendo, como venía, encargada de las almas del Purgatorio, le rogaba encarecidamente continuase en predicar y extender la devoción al Rosario, que sólo ellas sabían el refrigerio que recibían de esta devoción; pero que en especial exhortase a los cofrades a que aplicasen sus buenas obras y el tesoro de indulgencias que ganaban rezando el Rosario a favor de los cohermanos difuntos, prometiéndoles en recompensa mil bendiciones del Cielo. Añadió, por último, que la devoción al Rosario alegraba a los espíritus celestiales, y que la Reina de los Ángeles y de todos los Santos se declaraba Madre benévola de todos sus devotos. Dicho esto voló al Cielo, dejando inundado de dulcísimo consuelo el corazón del Santo Fundador, Santo Domingo. Dijo la Virgen al Beato Alano: - Quiero que sepas que quien persevere en la devoción del Rosario, Yo le obtendré el perdón de la culpa y de los castigos de todos sus pecados al final de su vida. Eso es muy fácil para Mí porque Yo soy la Madre del Rey del Cielo, y Él me llama Llena de Gracia... Yo puedo repartir libremente a mis hijos. Santa Teresa de Jesús decía a sus religiosas: "Un Avemaría pido por amor de Dios a quien esto leyere para que sea ayuda a salir del Purgatorio y llegar a ver a Jesucristo Nuestro Señor, que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por siempre jamás.". Miguel Ángel, en uno de los frescos de la Capilla Sixtina, representa a un alma que sale del Purgatorio asiéndose a un rosario que le alarga una persona devota. Con este bendito lazo del Rosario de María, se libran innumerables almas de fieles difuntos. Sor Francisca del Santísimo Sacramento llamaba al Rosario "El Limosnero", por ser uno de los medios eficaces para el alivio de los tormentos del Purgatorio. El Santo Rosario es una lluvia de flores frescas y agradables en el ardor de la purificación temporal, con que se disponen para ver a Dios quienes están impedidos por alguna culpa. Con todo esto podemos decir, que después de la Santa Misa, el Rosario es la oración, el acto religioso más importante para sacar almas del Purgatorio.
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DIOS CASTIGA A LOS INCUMPLIDORES CON LAS ÁNIMAS La mayor entre todas las virtudes del Cristianismo es la caridad, dice San Pablo; y nosotros ejercitamos la caridad en el grado más perfecto cuando procuramos socorrer a las almas del Purgatorio en sus miserias. Gran acto de caridad es alimentar al hambriento que desfallece, vestir al desnudo que se hiela de frío, visitar al enfermo a quien aquejan los más vivos dolores; mas el objeto de tal caridad es el cuerpo, mientras que el de los piadosos es el alma; así, cuanto el alma sobrepuja en dignidad al cuerpo, tanto excede la caridad con los muertos a la que se practica con los vivos. No se pretende excluir la una con el ejercicio de la otra; antes bien, la mira de todo buen cristiano debe constituir en hermanar a entrambas, socorriendo con una mano al pobre y sufragando con la otra al Purgatorio, puesto que con la doble caridad se ayuda a unos y a otros más copiosamente, y más nos asemejamos a Jesucristo, Autor divino de nuestra religión sacrosanta. Esforcémonos, pues, por llenar tan noble empresa, y alcanzaremos copiosas bendiciones en la tierra y en el Cielo. Cuando nos decidimos a socorrer las necesidades de nuestro prójimo, nos mueve, por lo común, un espíritu de suyo piadoso y sensible. La vista de una necesidad presente hiere grandemente los sentidos y asalta nuestro corazón; por manera que no queda, por decirlo así, en nuestra mano el rehusar socorrerla, y brotan de nuestros ojos las lágrimas casi sin quererlo nosotros, la mano se nos mueve casi espontáneamente a hacer el bien, y cuanto un corazón esté mejor formado, tanto mayormente se afecta por compasión sensible y ternura. Pero cuando dirigimos nuestros afectos bienhechores al Purgatorio, ningún objeto se nos presenta bajo el dominio de los sentidos, nuestro ánimo está purificado de toda emoción terrena, nuestra caridad es del todo espiritual. Por lo mismo se acrecienta siempre su mérito, lo que debería animarnos a practicarla con todo esmero. La caridad, finalmente, reconoce un orden, y exige que se provea, ante todas las cosas, a quien está unido a nosotros con más estrecho lazo, y más sólida y constantemente arraigado en la amistad de Dios. Pero, ¿y cuáles miserias, por grandes que sean en esta tierra, pueden compararse con las penas tan graves del Purgatorio? ¿Quién es más incapaz de ayudarse por sus propias fuerzas que las almas arrojadas en aquella lóbrega prisión, pues, que nada pueden merecer por si mismas? ¿Dónde se hallan más íntimas relaciones con nosotros que las suyas, si cuanto hay en la sociedad, en la Iglesia, en el orden de la naturaleza y de la gracia nos une a ellas con dobles vínculos? ¿Y quién, finalmente, puede sobrepujarlas en el carácter de la santidad y en la amistad con Dios, cuando ya están confirmadas de los dones y en la gracia de su Señor?. Todo, pues, conspira a hacernos que empleemos en ellas los afectos de nuestra caridad. ¿Y será posible que, a pesar del vehemente impulso que recibimos por tantos lados, permanezcamos pasivos e indolentes?... El amor es la vida de todo corazón, y la naturaleza ha impreso de tal modo este sentimiento en todos los vivientes, que no sólo lo experimentan las criaturas racionales hacia sus semejantes, sino también las bestias hacia la propia especie, y este sentimiento no se extingue en los hombres con la muerte, sino que dura más allá del sepulcro. No hay sobre la tierra pueblo tan bárbaro que no se tome cuidado de sus difuntos, que no sientan piedad de sus almas y que no procure en algún modo ayudarles después de la muerte. La naturaleza, pues, nos lleva por si misma a tener compasión del infelicísimo estado de las almas que penan en el Purgatorio, a las cuales estamos unidos por humanidad, y sería antinatural resistir a un sentimiento tan vivo del corazón humano. La Religión no rompe los vínculos de la naturaleza; antes bien, los estrecha, los refuerza, los perfecciona. El vínculo de hermandad universal que reina entre todos los hombres
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por razón de la descendencia del primer padre, Adán, es mucho más íntimo y perfecto entre nosotros, los cristianos, por motivo de la Religión, que ante todo nos une a Jesucristo; Él es la Cabeza de los fieles, y cada uno de éstos, miembros de su Cuerpo místico, la Iglesia. Debemos, pues, mirar en general a las almas del Purgatorio como a una parte del todo, como una porción de nosotros mismos; porque no están ellas separadas de la iglesia, sino que, antes bien, forman la porción más escogida, que presto será glorificada en el Cielo. El corazón humano es naturalmente inclinado a la compasión, y así vemos con harta frecuencia que no sabe resistir a sus piadosos impulsos, y hay circunstancias en que de tal suerte se conmueve, que da y promete todo cuanto está a su alcance, particularmente a la hora de la muerte. En la despedida para la eternidad, suplicamos apasionadamente a los que nos dejan que no se olviden de nosotros en el Cielo; ellos nos dan la palabra de no olvidarnos, y nosotros les prometemos que nunca han de faltarles nuestros sufragios y oraciones. Pero, ¡ay!, con la terminación de la Misa de difuntos, la única que hoy día se suele decir, si se la dicen... de funeral, por el difunto, suele perecer la memoria de nuestros seres queridos que nos dejaron, y, concluidos aquellos oficios públicos, que la costumbre y la Religión nos prescriben a favor de ellos, no vuelven a recibir sufragio alguno, y en su extrema desolación en vano reclaman de nosotros, en medio de las llamas que los devoran, el cumplimiento de las promesas que les hicimos... No faltemos a nuestros difuntos. Cuanto mayor es una tribulación en el Purgatorio, tanto más activa y piadosa debe ser nuestra caridad para con ellos, tanto más indeleble su memoria, y más amorosa y constante nuestra fidelidad en cumplirles lo que les debemos por ser de nuestra misma sangre. Un buen soldado, que hasta la vejez había servido honradamente a Carlomagno, viéndose próximo a morir, llamó a un sobrino suyo, y no teniendo más bienes que un caballo con sus arreos, le encargó que lo vendiese después de su muerte y que emplease el producto en hacerle sufragios. Aceptó el sobrino el encargo de cumplir la voluntad de su tío, quien habiendo muerto a las pocas horas, se vio lastimosamente burlado. Bellísimo era aquel caballo, y principió el joven a servirse de él en algunos viajes; le gustó tanto, que se le hacía muy duro desprenderse del animal. Iba, por tanto, alargando la venta, hasta el punto de olvidar enteramente a su tío y la obligación que le había dejado, de tal modo, que ya miraba al caballo como propio. Disfrutaba de él tranquilamente, cuando una noche vino a turbar su paz la voz de su tío, reprendiéndolo por su cruel descuido. -¿Por qué has violado así la obligación que te impuse y la fe que me juraste? Por ti he debido padecer en el Purgatorio largos y penosos tormentos; pero, por la misericordia de Dios, ya estoy libre de ellos, y en este instante vuelo a la Gloria eterna. Pero a ti, por tu delito, te espera una muerte próxima y después un singular castigo; y no sólo por tus culpas, sino también por las mías serás castigado y pagarás por mí lo que aún me quedaría por pagar a la Divina Justicia. A tal intimación desfalleció el sobrino, y pensando arreglar sus cosas para la otra vida, cumplió sin más tardanza lo dispuesto por su tío; hizo cuanto pudo por evitar la muerte eterna de su alma, y al cabo de pocos días bajó al sepulcro, conforme el pronóstico que se le había hecho. Si Dios hará juicio sin misericordia al que no usó de misericordia con su prójimo, ¡cuán duro y severo juicio hará a los herederos que dejando de cumplir las mandas y legados píos, son por el mismo caso crueles con las almas de sus bienhechores! Claro es por cierto este argumento, sobre todo para hacer ver cuán detestable impiedad es ésta de olvidarse así de los que al morir nos dieron tales pruebas de su amor. Pero no trato de detenerme en hacer ver lo monstruoso del proceder de
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éstos, a quienes el Concilio Cartaginense IV llama "Asesinos de las almas necesitadas", quiero solamente referir algún castigo de su ingratitud e injusticia. Porque ¿cuántas veces ha ocurrido que de las fincas mismas que heredaron, no cogieron otro fruto que disgustos y trabajos? En Milán, y en una posesión no muy distante de la ciudad, se vio con admiración de todos que frecuentemente caían espesísimas granizadas que la asolaban, al paso que quedaban intactas las tierras con que limitaban. Nadie sabía ni jamás se habría sabido dar razón de tan extraño fenómeno, si un alma del Purgatorio no hubiese manifestado ser castigo que la Divina Justicia enviaba contra ciertos ingratísimos hijos que no cumplían con los legados que había dejado el padre al morir. En otras ocasiones se ha visto que las almas de los difuntos hacían extraños ruidos en ciertas casas, y otras que todo se encontraba en ellas trastornado, siendo la única causa de esto el no cumplirse con las obligaciones que sobre ellas o sobre los moradores pesaban en sufragio de los difuntos. Fue célebre lo ocurrido en Ferrara, en uno de los más bellos palacios de la ciudad, el cual fue forzoso abandonar por el espantoso ruido que todas las noches se sentía en él. Quejábase el dueño con frecuencia de que tan bello y magnífico palacio hubiese de estar en tal manera abandonado. Sabido esto por un estudiante de Leyes, al cual le parecían espantajos los tales ruidos, se ofreció a habitar en él para quitar a otros el miedo, pero pactando al mismo tiempo que si hacía desaparecer el ruido o averiguaba la causa, se le había de dar habitación en él por espacio de diez años y libre de todo gasto. Gustosísimo admitió el trato el dueño; y el estudiante, tomando sus libros y pocos muebles, se acomodó inmediatamente en la habitación que más le gustó. Era cerca de la media noche del día en que se trasladó, y nuestro universitario, sin género de aprensión y alumbrado con una vela bendita revolvía sus libros, preparándose para sostener al día siguiente una cuestión importante, cuando he aquí que siente un ruido espantoso en las habitaciones inmediatas. No por esto se asustó ni apartó la vista del libro, aunque acercándose el ruido se sentía en el aposento que ocupaba. Alzó al fin la vista, y vio que una como estatua gigantesca, que arrastraba largas cadenas, se le acercó, tomó una silla, y sin otro cumplimiento se sentó a su lado, fijándole sus tristísimos y torvos ojos. El estudiante, pagándole en la misma moneda, volvióse impávido a sus libros, dejando uno y tomando otro, según le hacía falta, hasta que rompiendo el aparecido el silencio le dijo: -¿Qué buscas con tanto afán? - Busco – respondió el estudiante – una ley que me hace falta para apoyar en ella mi dictamen, en un punto de Derecho que he de sostener mañana. - Muy bien – replicó el otro – pero también necesitas buenas razones, y éstas las hallarás en aquel autor - indicándole el Baldo. Tocaron en esto a Maitines, y levantándose el aparecido se volvía arrastrando sus cadenas por el mismo camino que trajo; el estudiante entonces tomó el candelero y se fue en pos de él perdiéndolo luego de vista, porque llegado a cierta zona desapareció penetrando por la tierra. El impávido estudiante tomó otra luz, y dejando la vela bendita en el punto por donde penetró la sombra, se volvió tranquilo a su estudio, contando con que al día siguiente se podría hacer alguna indagación en el lugar señalado, y encontrar algún indicio de la causa de la extraña aparición y del ruido. En efecto, contándole el suceso a algunos compañeros, fueron al lugar donde dejó por señal el candelero, y haciendo una excavación hallaron un cadáver. Lo extrajeron, y con honrosas exequias lo sepultaron en la iglesia, haciendo además celebrar cierto número de misas por su descanso eterno. No volvió a sentirse ruido alguno en el palacio, de lo que se infirió con toda evidencia que aquella era un alma
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dueña de la casa que exigía los debidos sufragios, obtenidos los cuales, y pasando al eterno descanso, dejó también en paz a los moradores de ella. Los sufragios (oraciones, rosarios, misas, limosnas, etc.) debidos a las almas del Purgatorio son sagrados, de manera que quien debiendo auxiliar a un difunto, o difuntos, no lo hace, por negligencia, codicia o por cualquier otra causa no excusable, se atrae el castigo divino. Mauro, abad de Fulda y después arzobispo de Maguncia, había ordenado que fueran socorridos los pobres y que, cuando un monje muriera, que la ordinaria ración que a éste tocaba se distribuyese a los pobres por espacio de treinta días, a fin de que esa limosna sirviese al difunto de sufragio. El procurador del monasterio llamado Edelardo, poco solícito de la ajena indigencia, disminuía con frecuencia los socorros a éstos destinados. En cuanto a los frailes difuntos desatendía con frecuencia el cumplimiento del mandato establecido de repartir su ración a los pobres durante treinta días o bien lo difería hasta después del trigésimo día, dejando así pasar un tiempo consagrado al alivio de los difuntos, conforme estaba establecido. Acaeció el año 830 una epidemia que se llevó buen número de individuos del monasterio; y el abad, redoblando su caridad, recomendó nueva y encarecidamente al procurador el cumplimiento de la antedicha disposición, prometiendo éste su puntual observancia. Pero Edelardo, avaro, de estrecho corazón y mezquino, desobedeció al Superior: fue cruel con los pobres y más aún con sus hermanos difuntos. ¡Qué perjudicial es la avaricia, sobre todo en el religioso! Por temor que faltase a los vivos defraudó a los muertos de los sufragios, y a los pobres de las limosnas. Entretanto la Justicia divina no dejó impune semejante codicia, porque muy afanado un día en intereses temporales, muy de noche y cuando los monjes se habían entregado al ordinario reposo, le ocurrió haber de pasar por el Capitulo llevando una linterna en la mano. Allí vio al abad con un número mayor de religiosos de los que había en aquel momento en el monasterio, y que ocupando cada uno su silla parecía que deliberaban sobre algún negocio. Quedóse asombrado a la vista de tan inesperada reunión capitular; y esforzándose un tanto se atrevió a observar los semblantes, y sin más reconoció a los que habían fallecido en la epidemia. Entonces, helándosele la sangre, se quedó como una estatua. Pero el terror fue nada comparado con el castigo que se siguió, porque levantándose el abad y los demás se le echaron encima, y dejándolo desnudo descargaron sobre él tales y tan duros azotes que quedó medio muerto, máxime que los flagelantes, acompañando con gritos los azotes, le decían con amarguísimo acento: -¡Toma, infeliz, toma el premio de tu codicia, que cuando pasado tres días te cuentes entre nosotros, recibirás algo más; y ten entendido que los sufragios de limosnas que deberían aplicarse a tu alma te serán quitados y aplicados a nosotros a quienes tú has defraudado! Y diciendo eso no fueron vistos más, quedándose sólo tendido y medio muerto el fraile incumplidor y codicioso. Levantándose a media noche los monjes para ir a Maitines y viéndolo tendido en la sala capitular, lo tomaron en brazos y lo condujeron a la enfermería, donde procuraron suministrarle los remedios que pedía su lastimoso estado; pero él, rompiendo el silencio, dijo con voz lastimera: -¡Por Dios! ¡Llamadme inmediatamente al Padre abad, porque mi alma es la que necesita de medicinas más que el cuerpo, al que ya no alcanzan! Y hallándose presente aquél con todos los monjes refirió lo que le había acaecido, de cuya verdad eran buen testimonio las llagas de que estaba cubierto su cuerpo. Mas por cuanto en el término de tres días debía comparecer ante el Tribunal de Dios, con gran arrepentimiento de sus culpas pidió los santos sacramentos, que sin
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dilación le fueron administrados, recibiéndolos él con extraordinaria devoción. Comenzó luego a debilitarse, hasta que entre las palabras de consuelo que le dirigía el abad y las fervorosas oraciones que sus hermanos hacían por él, entregó el espíritu justamente al concluir el tercer día. El abad dispuso que inmediatamente se cantase por él Misa de Réquiem, que conforme a la práctica, se distribuyese a los pobres por treinta días la porción que le correspondía, estando vivo. Mas no por eso concluyeron sus penas, porque pasados los treinta días se apareció al abad en penosísima actitud; asustado éste y conjurándole le dijere cuál era su suerte, respondió: - Buena, por la misericordia de Dios, pero todavía estoy sumergido en penosísimos tormentos, porque aunque me han aliviado mucho las oraciones hechas por mi en el monasterio, no puedo obtener pleno perdón hasta que primero hayan ido a gozar de Dios aquellos nuestros hermanos a quienes yo defraudé por mi dureza de corazón, pues aún el mérito de la porción que en mi nombre habéis dado a los pobres, por justa disposición de Dios ha sido a ellos adjudicado. Ruégote, pues, Padre mío, que hagas distribuir una porción doble, que con esto confío quedará satisfecha la Divina Justicia y tendrán fin mis padecimientos. El abad se lo prometió. Y he aquí que concluido el segundo mes se le aparece de nuevo Edelardo, vestido de blanquísima túnica, rodeado de luz y con celestial gozo y serenidad en el semblante. Dio afectuosísimas gracias por la caridad que le habían hecho, y prometió que en el Cielo, cuya puerta le estaba ya abierta, no dejaría de procurar a sus bienhechores las divinas bendiciones. ¡Cuántos y qué sabios consejos suministran este suceso! El primero, que si bien las almas tienen atadas las manos de manera que en nada pueden ayudarse a sí mismas, las tienen muy sueltas, si conviene, para castigar a un delincuente, y principalmente a los que les defraudan los sufragios. Segundo, que en la aceptación de sufragios, tal vez por justo juicio de Dios quedan algunos exceptuados por un demérito especial, y muy principalmente aquellos que en vida defraudaron a los difuntos de los que les eran debidos, porque así se hacen indignos de que después de muertos se les apliquen los sufragios que otros hacen por ellos. Tercero, en fin, que esto debe animarnos a socorrer con más diligencia a las pobres almas del Purgatorio, así como animó a aquellos buenos monjes; porque desde entonces, no sólo atendían a los pobres con más solicitud, sino que, quien más, quién menos, todos entonces se abstenían de una parte de su ración ordinaria para aumentar con ella la limosna de los pobres, como sufragio de los difuntos. Humberto, señor feudal, escribe de un soldado suyo, Gaufredo, que murió a su lado de una lanzada peleando contra sus enemigos, y poco después se apareció a otro camarada suyo, Milón, y le dijo: - Ve a Humberto de mi parte, y de todos los soldados que morimos en su defensa, y dile que, cómo lo hace tan mal con nosotros, pues debiéndonos la vida no ha ofrecido por nosotros una Misa, ni dado una limosna por nuestras almas. Que mire por sí mismo y se enmiende, así de sus malas costumbres, como del descuido que tiene de nosotros; porque, si no, yo mismo iré a reprenderle y decírselo. Obedeció Milón, aunque con no pequeño sentimiento suyo; pero Humberto estaba tan enraizado en sus vicios que no hizo caso de la amenaza, y siguió adelante en sus malas costumbres, sin acordarse de las almas de sus difuntos. Conque mereció que Gaufredo viniese del otro mundo a requerirle. Apareciósele estando echado en la cama, en la misma postura con que había muerto a su lado, la herida corriendo sangre; como si entonces la hubiera recibido, y reprendióle ásperamente el descuido que tenia de su alma y de las de sus difuntos, amenazándole con muerte y penas eternas, si no se enmendaba enseguida.
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Humberto quedó tan escarmentado que al punto mudó de vida. Hizo decir muchas misas, repartió gran cantidad de limosnas, e hizo otras buenas obras, y fue en peregrinación a Jerusalén, y vivió tan ejemplarmente cuanto escandalosamente había vivido antes, conque sacó las almas de sus vasallos del Purgatorio, y preservó la suya de las llamas del Infierno a que estaba condenado. Cuenta Cesáreo que habiendo enfermado un peregrino llamó a un sacerdote con quien se confesó para morir y dispuso las cosas de su alma. Y no teniendo otras riquezas más que la esclavina con que andaba vestido, se la dio para que se la dijese de misas en muriendo. Recibióla el sacerdote con ese pacto; pero muerto el peregrino murió él también a su memoria, porque no se acordó más de él ni de hacer bien por su alma, no obstante que le servía la esclavina para abrigarse y de manta. Pasado algún tiempo se hizo monje, y siendo novicio tuvo en sueños la visión siguiente: parecióle que era llevado al Infierno, donde se halló cercado de infinitos demonios, de los cuales unos traían almas, otros las recibían y todos las atormentaban con horribles fuegos y penas infernales. Estaba Satanás enmedio sentado en un trono de majestad, ordenando y disponiendo a cada uno lo que había de hacer. Sintió tanto miedo el sacerdote de ver aquellas penas y oír a los espíritus infernales, que, deseando huir y no viendo por dónde, se escondió a su parecer detrás de una puerta... Satanás vio cerca de él la esclavina que había recibido del pobre el sacerdote, y preguntó de quién era. Respondieron los demás demonios: - De aquél sacerdote que está detrás de la puerta, quien la recibió del peregrino para decirle misas y no las ha dicho. - ¡Pues dénle el pago de su descuido mientras que se ordena otra cosa! Tomaron los diablos la esclavina, la mojaron en un lago de pestilencial agua y cieno asquerosísimo y diéronle con ella por el rostro, cubriéndole los ojos y cabeza con que sentía tan extraño tormento, que no pudiéndolo sufrir dio voces, a las cuales despertaron los monjes y el volvió en sí, pero con tales dolores como si se abrasase en vivas llamas. Dio mayores gritos, y más de veras diciendo: -¡Venid, padres, y ayudadme, y favorecedme, por amor de Nuestro Señor Jesucristo, que me abraso en vivo fuego! Trajeron luz y acudieron todos a consolarlo y a ayudarle, y hallaron su rostro abrasado y su cabeza chamuscada, quemada, como si la hubieran metido en algún fuego... Refirió lo que le había sucedido, y conocieron todos que no había sido sueño, sino ejemplar castigo, para que así él como todos los demás, escarmentásemos en no descuidarnos con las almas del Purgatorio, sino que con todo cuidado cumplamos los sufragios y misas que debemos. Otro sacerdote, este pío y muy devoto de las benditas ánimas, decía todos los días misas de Réquiem por ellas, para darles mayor sufragio. Fue acusado de esto delante de su obispo, el cual le suspendió por la dicha falta. Quedó el sacerdote tristísimo, hallándose privado de poder socorrer a sus difuntos, los cuales, como agradecidos e interesados en su causa, la tomaron por suya, y volvieron por él en la forma siguiente: Pasaba el obispo una noche por el cementerio de la iglesia para entrar a Maitines, y en un instante se abrieron las sepulturas y se levantaron los difuntos, cada uno en el hábito y forma que usaban en vida, y lo cercaron, huyendo los criados despavoridos. A una voz dijeron los difuntos aparecidos: - Este obispo no solamente no dice misas por nosotros, sino que, en lugar de hacernos bien, nos ha privado de nuestro capellán, quitándole la licencia de decir Misa. ¡Muera o enmiéndese! ¡Enmiéndese o muera!
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Estaba el pobre obispo temblando, haciendo actos de contrición en medio de aquel ejército de difuntos, de cuya mano esperaba la muerte. Mas oyendo que le pedían enmienda, la prometió con lágrimas ofreciéndola firmísimamente, así en rogar por ellos, como en favorecer al sacerdote. Con esta palabra lo dejaron, y él la cumplió puntualmente, volviendo la licencia al sacerdote, y haciéndose él mismo perpetuo capellán de ánimas. Aconteció morir un fraile en deuda con los difuntos, el cual después de mucho tiempo se apareció en sueños a un familiar con aspecto triste y quemado. Preguntado cómo después de tanto tiempo todavía no estaba limpia, confesó: - Porque no e recibido socorro alguno, pues otros difuntos recibieron los sufragios que yo le debía; por consiguiente, aún espero la misericordia de Dios y la vuestra. Estas omisiones para con los difuntos repercutirán sobre nosotros mismos, por la falta de caridad que implica hacia las almas que sufren terriblemente en aquel lugar de expiación. En el convento de la Concepción de las Islas Canarias, habiendo pasado a mejor vida el gran Siervo de Dios Fray Juan de Vía, en el año 1641, el buen lego Ascenso que como enfermero le había asistido con mucha caridad en su última enfermedad, estaba haciendo algunos sufragios por su alma, cuando en el mayor fervor de su oración fue sobrecogido por a aparición de un religioso de su Orden, todo rodeado de muy resplandecientes rayos que le ofuscaban la vista. Dos veces se dejó ver, y dos desapareció aquel espíritu maravilloso sin romper el silencio; pero a la tercera, animándose el enfermero dijo: -¡En nombre de Dios os pregunto!: ¿Quién sois vos y qué deseáis de mí? El espíritu respondió: - Yo soy el alma de Fray Juan, por quien pedís, y vengo con divino permiso a revelaros que he sido elegido por el Cielo, del cual son los resplandores que me rodean. Bendigo y doy gracias al Señor por su infinita misericordia para conmigo; mas, entretanto, sufro el más cruel martirio de una larga dilación, en pena de haber omitido algunos oficios de Réquiem que debía haber rezado en vida por mis hermanos difuntos. Por tanto, os ruego que por aquella bondad que habéis siempre usado conmigo, procuréis que con la mayor solicitud posible se supla mi falta, para que, quitando el impedimento, llegue lo más pronto que sea posible al goce del Sumo Bien, que es el colmo de mis deseos. No bien había acabado estas palabras el espíritu aparecido, cuando el enfermero voló al Padre guardián para informarle de la visión; y apresurándose éste en cumplir los deseos del difunto, convocó a Capítulo a todos los religiosos del convento, y habiéndoles referido brevemente el suceso, ordenó que cada uno fuese a la iglesia a rezar aquellos Oficios cuya omisión tenía detenido a su hermano en el Purgatorio. Así se hizo, y de alli a poco volvió rodeado de los más vivos resplandores y lleno e júbilo el espíritu, a dar gracias al enfermero y a la religiosa Comunidad, por el favor recibido, mediante el cual se iba a gozar eternamente de Dios.
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LAS ALMAS DEL PURGATORIO SON MUY AGRADECIDAS Las almas del Purgatorio pueden rogar por nosotros, puesto que están continuamente entregadas a piadosos pensamientos y deseos. Pueden rogar por nosotros porque por una parte nos aman por caridad y por otra conocen que nos hallamos en muchos peligros y necesitamos del auxilio divino. Y aún pueden conocer que nosotros roamos por ellas, y así en fuerza de la gratitud procuran rogar por nosotros, y como son amadas de Dios, nada impide que sus oraciones sean escuchadas favorablemente. Las almas del Purgatorio están continuamente enviando al trono del Eterno abrasados suspiros y ardorosas súplicas para que nos mire con ojos propicios. Puede decirse que ésta es la ocupación de aquellas almas: rogar incesantemente por nosotros. No sólo en vínculo de la Religión y de la caridad, en que consiste la Comunión de los Santos, sino muy especialmente la gratitud, impele a aquellas almas a pagar los sufragios de los hombres con variada multiplicidad de auxilios. En el Purgatorio no hay tanta diversidad de afectos ni tanta distracción de pensamientos como en el mundo. Allí el único pensamiento es Dios; allí todos los afectos van a parar a Dios; y aquellas almas fervorosísimas no tienen más blanco para todos sus deseos y afecciones que su Divino Creador, y cuanto puede concurrir a satisfacerle tan santa y viva ansia; por lo cual, si los sufragios de los hombres les aceleran la dicha de poseer a su Dios, es tan vehemente la ternura con que corresponden a sus bienhechores, que hasta se olvidan de sí mismas, no atendiendo sino a conseguirles las más dulces bendiciones del Padre de las misericordias. ¡Dichoso quien llegue a merecer la gratitud de las almas del Purgatorio!. Librarnos de desgracias, aumentarnos los bienes, prolongarnos los días de la vida, tales son las principales bendiciones que nos alcanzan las almas del Purgatorio. Viviendo en un destierro, jamás creamos vernos libres de todo género de males; pero de muchos nos preservamos por la piedad divina y merced a la intercesión de aquellas almas benditas. Dámosle como uno y ellas nos retribuyen como ciento; unas veces visiblemente, y otras sin que lo percibamos: bien haciendo prosperar nuestros intereses, o consiguiéndonos el inapreciable beneficio de la concordia doméstica y el buen nombre en público. De modo que el hombre piadoso para con las almas del Purgatorio nadará en abundancia y en la paz, y gozará, dice David, de larga vida, y le conservará el Señor la salud, y le vivificará en medio de la mortandad de los pueblos, y le hará dichoso, no sólo durante los días de su peregrinación sobre la tierra, sino hasta en su descendencia. Ved, pues, un medio de hallar la felicidad que cabe en este valle de lágrimas, ved lo que se consigue con la piedad para con las almas del Purgatorio, las cuales, sumamente agradecidas, no dejarán de alcanzarnos las gracias que nos sean más necesarias. Entre los muchos rasgos de la generosa beneficencia de Eusebio, duque de Cerdeña, se cuenta el haber destinado para socorro de las almas del Purgatorio todas las rentas de una de sus más ricas ciudades. Cayó ésta en poder de Ostorgio, poderoso rey de Sicilia, que, codiciando gloria y riquezas, marchó contra ella con respetable ejército, y logró sojuzgarla. Tan infausta conquista sintió Eusebio más vivamente que si hubiese perdido la mejor parte de su ducado; y alentado, más que por su valor militar, por su santo entusiasmo, hijo de su radiante piedad, voló a recuperarla con la gente de guerra que le fue posible reunir. Muy inferior al contrario era el ejército del duque; sin embargo, marchaba valeroso con la confianza de que la desigualdad de las fuerzas quedaría compensada con la santidad de la causa que iba a defender. Llegó el día de la batalla, y mientras ambos ejércitos se disponían para el combate, se dio parte a Eusebio de que además del de Ostorgio, había aparecido un nuevo ejército vestido de blanco y
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con banderas del mismo color. Tan inesperado suceso desconcertó al principio al piadoso duque, quien, haciendo alto le envió cuatro de a caballo a saber si venía como amigo o como enemigo. Pero al mismo tiempo partieron de las filas de aquel ejército misterioso otros cuatro caballos, los cuales declararon que eran milicia del Cielo que acudía en socorro del duque para recuperar la ciudad de los sufragios; y poniéndose de acuerdo los dos ejércitos aliados, marcharon contra el usurpador. Pasmóse Ostorgio al ver al doble ejército, y habiendo llegado a sus oídos que el que vestía de blanco era milicia celestial, al momento pidió la paz, ofreciendo la restitución de la ciudad y el resarcimiento duplicado de todos los daños que hubiese hecho. Concertóse la paz con muy ventajosas condiciones, y mientras el duque daba gracias al prodigioso ejército por su oportunísimo socorro, su jefe le manifestó que todos aquellos soldados eran almas que él había sacado del Purgatorio, las cuales velaban incesantemente por su felicidad. Este prodigio no podía menos que encender el corazón del buen duque en más viva caridad para con las almas del Purgatorio, por cuyo medio alcanzó siempre señaladas mercedes, las cuales no nos faltarán, por cierto, tampoco a nosotros, si en socorrerlas ponemos toda nuestra solicitud. Es indecible el agradecimiento con que las almas del Purgatorio pagan a sus bienhechores en esta vida y sobre todo en el momento de su muerte. Entre las grandes virtudes de Santa Margarita de Cortona se distinguía la entrañable compasión que sentía hacia las almas del Purgatorio, de las que libró infinitas con sus oraciones, ayunos y lágrimas, mereciendo así que en la hora de su muerte compareciesen legiones enteras de ellas para acompañarla y hacer triunfante su entrada en el Cielo, pues para honra suya y estímulo contra nuestra tibieza, dispuso el Señor que este tránsito triunfal fuese visto por una gran sierva de Dios desde Citá di Castelo, y en términos que quedase formalmente autentificado el suceso. La caridad bien ordenada pide que con preferencia sean atendidos los parientes conforme los respectivos grados de consanguinidad, y así lo hacía Santa Margarita de Cortona. Muertos sus padres nunca sintió tanto amor hacia ellos como entonces, porque la idea de que estarían padeciendo en el Purgatorio absorbía en tal manera su piedad filial, que apenas quedaba lugar al dolor tan natural de haberlos perdido. Así que de tal modo se enlazaban unos con otros los sufragios, que entre la oración, la abstinencia, las comuniones y misas que ofrecía por ellos formaban una cadena que nunca se cortaba, y con la cual mereció tanto que en breve, apareciéndosele Nuestro Señor, le dijo: - Consuélate, que aunque por sus culpas merecían mayores y más duros tormentos, los he perdonado por tus ruegos: ya están en el Cielo. Tampoco quedó sin consuelo el fervor con que rogó por el descanso de una criada suya llamada Julia, pues apareciéndosele el ángel del Señor le manifestó que Julia no estaría más que un mes en el Purgatorio, y esto entre leves padecimientos en atención a que sus virtudes excedían mucho a sus defectos. Añadió, además, que porque sus ruegos no habían de quedar sin premio, tenía dispuesto el Señor en el día solemne de la Purificación de la Santísima Virgen que fuesen cuatro ángeles a tomarla y conducirla al Cielo, donde sería colocada en sublime grado de gloria. Ni se limitaba la caridad de Santa Margarita a sus parientes y conocidos porque eran objeto de su caridad todos los que como hijos de la Iglesia eran miembros de Jesucristo; y así venían con frecuencia toda clase de personas difuntas a pedirle el eficacísimo socorro de sus oraciones. Viajando dos comerciantes, que iban de uno a otro mercado, fueron bárbaramente asesinados en el camino, y apareciéndose muy en breve a Margarita le manifestaron que aunque no pudieron confesarse antes de morir, viendo, sin embargo, que su muerte era inevitable atendida la clase de hombres en cuyas manos habían caído,
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imploraron la misericordia de Dios, y muy particularmente la de su Santísima Madre, por cuyos ruegos el Salvador les había concedido un verdadero acto de contrición, con que se salvaron, liberándose de las penas del Infierno. - Pero hemos sido sentenciados - añadieron - a padecer terribles penas en el Purgatorio, en castigo de nuestra poca fidelidad en obras y palabras, y aún de las injusticias cometidas en el desempeño de nuestro oficio. Os rogamos, por tanto, piadosísima sierva de Dios, que aviséis a nuestros parientes, encargándoles que hagan tales y tales restituciones (las nombraron) y que den limosnas a los pobres. Y a vos os suplicamos que nos auxiliéis con vuestras oraciones, porque estamos seguros que nos abrirán pronto las puertas de las terribles cárceles en que padecemos. Procuraba además que todos, y en especial los religiosos y religiosas, tuviesen celo por socorrer al Purgatorio; y era tan grata a Dios esta caridad, que en mérito de ella la escogió para advertir de su parte a los frailes menores que redoblaran su fervor para rogar por las ánimas, porque era tal el número de ellas, cual no podrían imaginarse los hombres (¿qué podríamos decir de nuestros tiempos tan corruptos, en que incluso, heréticamente, ya se está negando la existencia misma del Purgatorio, cuando está en la Biblia (2 Macabeos 12, 43 – 46) y además es dogma de fe en la Iglesia? Dogma de fe es aquello que la Iglesia ha definido como tal y que hay que creer bajo pena de pecado mortal, porque en esta definición el Espíritu Santo ilumina de tal forma a la Iglesia que no puede equivocarse, engañarse ni engañarnos)... Las palabras de Nuestro Señor para que las transmitieran fueron las siguientes: - Di a los frailes menores que tengan presentes a las ánimas, porque es tal su número cual nadie puede imaginarse, y están, o abandonadas, o muy poco socorridas de los suyos. No es pues de extrañar, que a la muerte de Santa Margarita de Cortona, fuese tan grande el número de almas que por disposición de Dios, y para empezar a premiar su gran caridad, acudieron a felicitarla y acompañarla triunfante al Paraíso, según refieren los historiadores de su vida. El siguiente hecho nos muestra cómo la intervención, con permiso de Dios, de las almas del Purgatorio, salvaron la vida a un gran devoto suyo, y las almas a dos asesinos. Viajando sólo el P. Luis Monaci, clérigo regular, le cogió la noche antes de llegar a una venta donde trataba de descansar. Devotísimo como era de las ánimas, entre los sufragios que por ellas ofrecía diariamente era uno el rezar una parte del Rosario, lo que aún no había verificado aquel día; pero los peligros que solía haber en las cercanías de tales casas, junto con la soledad y la hora, le pusieron en algún temor, y sacando su rosario empezó a rezarlo, para que le sirviese de escudo contra algún mal, caso que pudiera amenazarle. No se equivocó mucho, porque habiéndolo visto dos hombres, a quienes sus propios delitos habían alejado de la sociedad, le seguían en medio de la oscuridad hasta que llegase a paraje donde con menos peligro pudieran hacer su oficio de ladrones y asesinos. Pero no mucho antes de llegar, habiéndolo perdido de vista mientras doblaba la falda de un montecito, cuando volvieron a verlo advirtieron, y no sin miedo, que el sacerdote iba escoltado de buen número de soldados. Enseguida oyeron una trompeta, con lo que no les quedó duda alguna de que fuese la fuerza del ministro de la Justicia, cuyo oficio era proteger a los viajeros en los caminos y pasos peligrosos. Así que se alejaron rápidamente. El sacerdote, entretanto, caminando sólo y en realidad sin otra escolta visible que su rosario, llegó a la venta sin tropiezo. Una hora después entraron también los malhechores, cerciorados por sus espías de no haber en ella fuerza alguna. Entablaron
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conversación con el eclesiástico, y haciéndola recaer sobre su viaje, le preguntaron qué rumbo había tomado el comisario que le acompañaba. A tal pregunta juzgó el sacerdote que se burlaban, o que contenía algún enigma que no podía comprender. Mas insistiendo ellos y protestando que le hablaban con sinceridad, el clérigo les dijo que en la ocasión a la que se referían absolutamente nadie iba con él; que iba sólo, y rezando el Rosario en sufragio por las almas del Purgatorio, para que le librasen de los peligros que a tales horas y en tales parajes suelen ocurrir. Les fue entonces forzoso a los ladrones reconocer la milagrosa protección que las ánimas habían dispensando a su devoto, de tal manera que la evidencia misma les arrancó la ingenua declaración que hicieron al sacerdote, de las siniestras intenciones que contra él tenían. Y porque cuando el Señor dispensa tan extraordinarios favores no suelen ser limitados, a la gracia de reconocer ellos mismos la protección divina en favor de su víctima, añadió la más importante de querer ser también ellos devotos de las ánimas, pero empezando con hacer las paces con el Creador, reconciliándose con Él por medio del santo sacramento de la Penitencia. Así que haciendo oratorio de una pobre habitación, y confesionario de una silla en que sentado el sacerdote escuchaba al penitente, arrodillado y apoyándose en una mala mesilla, fueron uno después del otro confesando el veneno de sus culpas, y disponiéndose de este modo a ser buenos para sí y buenos para la sociedad, en lugar de ser dos asesinos de ella. Las almas del Purgatorio si son solicitas en defender a sus devotos contra las acechanzas de los enemigos corporales y visibles, lo son mucho más en protegerlos contra los espirituales e invisibles. Si en alguno se encuentra la verdadera gratitud, el verdadero agradecimiento, es en las almas del Purgatorio. Un ciudadano de Bretaña, no obstante los muchos e importantes negocios a los que se dedicaba, llevaba una vida de fervoroso y verdadero cristiano. Entre sus excelentes virtudes sobresalía la tierna y solícita devoción que profesaba a las almas de los difuntos, como lo hacían ver las continuas limosnas que, entre otros sufragios, ofrecía continuamente por ellas, y muy especialmente la práctica que siempre usaba de detenerse cuando pasaba por el cementerio a orar por ellas, en pie o arrodillado, y esto bien estuviese solo, bien a la vista de las gentes, pues tanto en esto como en otras cosas de la gloria de Dios nunca le importó la opinión ajena; y cuán agradable fuese todo a Dios y provechoso a las almas difuntas, el tiempo lo hizo ver de un modo no menos prodigioso que auténtico. Porque acometido de la última enfermedad y agravado, pidió con insistencia el Santo Viático para prepararse con el Pan de los fuertes al último trance y combate. Era de noche, y el párroco, por ser tal hora y no muy bueno el camino que debía andar, eludió la molestia, que hubo de tomar sobre sí el vicario, si bien con gusto por el alto concepto que tenia del enfermo. Llegado a casa del paciente y consolándolo con el Pan de los ángeles, le administró también el último sacramento en razón de la excesiva distancia a que se hallaba de la parroquia. Volvíase en paz a la iglesia con algún acompañamiento, cuando he aquí que al llegar al cementerio en que tantas veces oró el enfermo, se vio detenido por una fuerza invisible; y mientras, absorto, se perdía en juicios sobre la causa de tal hecho, sintió salir una voz del copón que llevaba consigo, y pronunciarse claramente estas palabras: -¡Huesos áridos, oíd la orden del Señor; levantáos! ¡Venid a la iglesia a rogar por el bienhechor que en este momento acaba de entregar el espíritu; exige la gratitud que le paguéis, ahora que él lo necesita, el mucho bien que os ha hecho; en especial porque nunca pasó por este cementerio sin orar por vosotros.
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Entonces se sintió el extraño ruido de multitud de huesos, que uniéndose unos a otros, y buscando sus junturas, formaban sus respectivos esqueletos, después los cuerpos en la forma misma que vio el Santo Profeta. Enseguida se vio salir un número grande de personas, las cuales se dirigían a la iglesia, donde volviendo también la vista el vicario observó, con no poca sorpresa, que no sólo se hallaba abierta de par en par, cuando él la había dejado bien cerrada, máxime siendo de noche, sino que además estaba iluminada con abundantes velas. Colocáronse en buen orden los resucitados, y acto seguido entonaron el Oficio de difuntos, que cantaron con aquella majestad que usan las catedrales con los grandes personajes. Concluidas las exequias se sintió otra vez el extraño ruido de los huesos, porque la voz que los reunió se volvió a oír, intimándoles que volvieran al lugar que ocupaban, y del que momentáneamente salieron, porque quiso el Señor dar a entender a los vivos lo que sabe hacer para premiar la caridad con los difuntos. Viéndose ya libre el sacerdote que había estado inmóvil todo aquel tiempo entró en la iglesia, y dejado el Sacramento en el tabernáculo, marchó apresurado a dar cuenta al párroco del suceso. No bien había empezado su relación, cuando llegó un mensaje de la casa del enfermo notificando que había entregado plácidamente el alma al Creador. El suceso, entretanto, produjo dos buenos efectos porque al párroco le hizo más diligente en el cumplimiento de su obligación, principalmente con los enfermos; pero el vicario pasó más adelante, porque volviendo al mundo las espaldas se encerró en el monasterio de Tours, fundado por San Martín, y del cual con el tiempo y por el mérito de las grandes virtudes que lo adornaban, fue dignísimo Superior. Eran muchas las prendas que le hacían merecedor de tal dignidad, como lo acreditó la grata memoria que por mucho tiempo se conservó de su prudencia y de la devoción que practicó y supo inspirar a los monjes a favor de las afligidas almas del Purgatorio. En un lugar de las cercanías de Fanjeaux, en el sur de Francia, vivía un caballero principal, que sólo conservaba de la educación cristiana que recibiera en el Colegio de Soreze, una tierna compasión hacia los pobres. Había perdido la fe, al soplo de la impiedad de su entorno, y, al morir su padre con el rico mayorazgo que heredó, vióse rodeado de los peligros en que suelen tropezar muchos jóvenes desamparados. Con todo, el noble caballero, de corazón generoso, atormentado por vivos deseos de recobrar la fe, elevó un día a Dios esta oración, donde se trasluce la angustia de su alma: - Señor Dios, si existes y oyes mis súplicas, dámelo a conocer, aunque incrédulo, quiero abrazar la verdad, si se descubre a mis ojos. En aquel tiempo, acababa de fallecer una criada suya. Sucedió, pues, que viniendo a pasar nuestro caballero cerca de las cuadras, vio de repente una cosa extraña. Apareciósele la criada, luciendo un vestido de fiesta, pero con señales de vivos padecimientos pintados en el semblante, clavándole en los ojos una larga mirada humilde y suplicante; luego, sin decir palabra, desapareció. Admirado el caballero de la visión misteriosa, entróse en casa del esposo preguntándole lo siguiente: - Me gustaría saber si has encargado para tu mujer los sufragios de costumbre. - Suelen hacer celebrar en este pueblo un novenario de misas por los difuntos, pero yo, por falta de recursos, no he podido encargárselas.
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- Bueno, tú te vas a decir al párroco que aplique por el alma de la difunta las consabidas misas. A los nueve días, en la misma cuadra, dejóse ver la criada difunta, pero esta vez on una sonrisa angelical y una felicidad sobrenatural en el rostro. Tampoco esta vez habló palabra; pero con gentil ademán risueño, la dichosa alma dio a su generoso bienhechor reconocidas gracias, y desapareció. Al ver el incrédulo con sus propios ojos el milagro que pidiera al Señor, cayó de rodillas, y vencido por la gracia se convirtió. Desde entonces, frecuentó la iglesia, oía Misa, y se acercaba a comulgar con admiración y alegría de todos sus servidores y renteros. Cierto devoto de las almas del Purgatorio, para hacer más seguros y eficaces sus sufragios por las benditas almas del Purgatorio procuraba rezar todos los días las Letanías de la Virgen con los brazos en cruz. Tenía este algunos enemigos que buscaban ocasión de tomar de él la última venganza: asesinarlo. Hallaron estos enemigos un día la ocasión en que pudieron entrar en su habitación, en el momento en que su víctima dormía plácidamente. Pero, una vez dentro de la habitación, por más que vieron la ropa cuidadosamente ordenada a un lado de la cama, no pudieron encontrar a su enemigo... La Providencia de Dios lo hizo invisible por su caridad hacia las ánimas. A este prodigo sucedió otro mucho más admirable y al mismo tiempo instructivo, porque nos enseña bien con cuánta exactitud son anotadas y apreciadas nuestras buenas obras. Algún tanto descuidado, sea por fatiga de su trabajo, sea por cualquier otra causa, retirábase a dormir un día sin haber rezado su ordinaria devoción y viniéndole ésta a la memoria, aunque molestado del sueño, hizo un esfuerzo, se arrodilló al pie de su cama, y empezó a decir las Letanías con los brazos en cruz. A la mitad de ellas, vencido enteramente del sueño, se echó sobre la cama. En la misma noche justamente volvieron sus enemigos a penetrar en su habitación, pero al acercarse a su cama se vieron detenidos por un espectáculo que los llenó de horror: vieron sólo la mitad de un hombre; espantados, y aún sintiendo cierta compasión de que así lo hubiesen matado, pues estaba en la misma forma que el emperador romano Diocleciano hacía poner a los mártires aserrándolos por medio, salieron precipitadamente de la casa. A la mañana siguiente lo vieron bueno y salvo en la calle, causándoles la sorpresa que se puede suponer; y deseando entender el misterio que encerraba este asunto, procuraron hacer las paces y las hicieron muy en breve, como sucede cuando no hay rencor en la una parte, y en la otra sincero deseo de reconciliación. Esto allanó el camino para que sin peligro pudieran hablar de los sucesos referidos, y saber cómo no lo encontraron la primera noche, y por qué lo vieron partido por medio la segunda. Pero el hombre, a quien todo cogía de nuevo, se quedó suspenso sin saber qué contestar: - Yo no sabré cómo explicar esto – dijo- a menos que tenga relación con la devoción que practico todos los días, de decir en cruz las Letanías en sufragio por las ánimas, y las que en esa noche, por haberme venido el sueño, no dije sino la mitad. Oído esto, comprendieron bien que no era necesario buscar otra causa, porque explicaba perfectamente por qué el día que las dijo entera se hizo enteramente invisible, y cuando las dijo la mitad solamente desapareció la mitad de su cuerpo. En verdad no discurrieron mal, y mejor todavía cuando, viendo con tanta claridad la cuidadosa protección que Dios dispensa a los caritativos con las ánimas,
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pues tan prodigiosamente le salvo de sus propios puñales, acabaron por practicar ellos mismos una devoción cuya eficacia quedaba tan bien comprobada. No todos pueden, como el piadoso Judas Macabeo, ofrecer una limosna de doce mil dracmas en sufragio por los difuntos, pero ¿quién hay que no pueda ofrecer un cuarto, como hizo la viuda del Evangelio, la cual con ofrecer tan poco, mereció, no obstante, que el Salvador del mundo fuese su admirador y su remunerador? Ni es de maravillar, porque al fin dio la pobre todo lo que tenía, y quien por amor de Dios da todo lo que tiene, obliga a Dios mismo a cuidar de él y a alabarlo. Imitadora de esta pobre viuda fue una mujer napolitana, no más rica que ella, pues no tenía otros medios para mantener a su familia que el escaso jornal de su marido. Llegó un día en que, preso éste por no poder pagar sus deudas, recayó sobre su buena mujer el mantenimiento de la familia, el del marido, y el cuidado además de procurarse medios con que ponerlo en libertad. Ella entretanto no tenía otros recursos que el escaso trabajo de sus manos, y la confianza en la Divina Providencia, que siempre escucha el gemido del pobre cuando éste la invoca con confianza y pureza de corazón. No faltó quien le indicara que acudiese a un notable caballero de la ciudad que con larga mano solía remediar las necesidades de los menesterosos. Fue a él y le manifestó su apurada situación, exponiendo brevemente los escasísimos medios con que podía contar atendido el número de sus hijos, a quienes había de mantener, y además a su marido, único apoyo de toda la familia, y sin cuya libertad habrían de perecer todos de hambre; y calló sin decir más, confiando en que la caridad del caballero leería en sus lágrimas el tanto que necesitaba para salir de sus apuros. El caballero le puso en la mano una pequeña cantidad y la despidió. No era ciertamente limosna proporcionada a sus esperanzas, y afligida nuevamente y sin saber qué hacer, entró en una iglesia a suplicar a aquel Dios que se gloría de ser Padre de los pobres, y de socorrerlos en los casos desesperados. Llorando ante el Señor le vino el pensamiento de hacer decir con aquella pequeñísima cantidad una Misa en sufragio por las almas del Purgatorio, confiando en lo agradecidas que son con sus bienhechores, especialmente si se ven en grave necesidad. Hízolo así, y concluida salió de la iglesia. Caminando hacia su casa se encontró con un anciano venerable, quien deteniéndola le preguntó por qué estaba tan afligida. Díjole la causa, y el interlocutor, sacando un sobre cerrado, le dijo que lo llevara a la persona a quien iba dirigido. Hízolo así, y el personaje, abriéndolo, quedó en gran manera maravillado al ver la letra y firma de su padre, tiempo hacia difunto. Preguntóle quién le había entregado aquel sobre. La mujer dijo que un venerable anciano; y mientras le daba señas de él, alzando casualmente los ojos, vio un retrato y dijo: - Ni más ni menos que quien está en esa pintura, pero aquí no está tan alegre. El personaje no preguntó más, y leyendo vio que decía las breves siguientes palabras: "Hijo mío, tu padre acaba de pasar del Purgatorio al Cielo. Lo debe a una Misa que ha hecho celebrar esta pobre mujer, que se halla en gran necesidad: creo que te digo bastante".
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El caballero leyó y volvió a leer las lacónicas palabras, las cuales de tal modo le conmovieron, que no fue dueño para contener las lágrimas. Volviendo a la pobre mujer le dijo: -¿Conque habéis tenido la dicha de abrir con una pequeña limosna las puertas del Cielo a mi buen padre?...Pues yo no puedo corresponder con menos que con asegurar vuestra subsistencia y la de vuestra familia. Una pequeña limosna sacó a un alma del Purgatorio, y una pequeña limosna sacó a un hombre de la cárcel, y aseguró la subsistencia a una familia necesitada...La generosa caridad de la pobre mujer, el desprendimiento y confianza al mismo tiempo en la Divina Providencia, merecieron bien una recompensa que en su caso fue completa. Con razón se nos recomienda ofrecer por las ánimas todo lo más que podamos, seguros de que será abundante la remuneración. El que pueda, que dé lo posible en sufragio de las menesterosas ánimas, porque aquello de que se desprenda será semilla de bendición, pues lo hará fructificar abundantemente Dios en beneficio del donador. El P. Juan Bautista Magnanti era tan devoto de las almas del Purgatorio que Dios le hacia saber con frecuencia cuándo era la salida del Purgatorio de aquellas por quienes ponía una especial dedicación. Siempre ofrecía misas por las almas del Purgatorio y hacía frecuentes sufragios por ellas. Era tan deudor de los beneficios de las almas del Purgatorio que solía decir que si algo bueno tenía se lo debía a ellas. Pero en especial confesaba serles deudor del don de ver y descubrir cosas muy lejanas, de conocer pecados ocultos, y principalmente de prevenir las acechanzas del enemigo. Volviendo en una ocasión de Loreto, y llegando a Norcia quiso detenerse, a pesar de la repugnancia de los compañeros de viaje, para celebrar el Santo Sacrificio en sufragio de las ánimas, en una iglesia célebre que allí hay dedicada a la Madre de Dios. Concluida la Misa y acción de gracias volvieron a emprender su camino, y al llegar a un paraje muy conocido por los robos y asesinatos que en él se cometían, ellos también hubieron de contribuir a aumentar su infausta celebridad con la desgracia de caer en las manos de los malhechores. Atados los compañeros a distintos árboles llegó a su vez al P. Magnanti, y mientras con dura violencia lo sujetaban al tronco, he aquí que en la cima de un cerro vecino aparecieron dos jóvenes que con toda su fuerza comenzaron a gritar: ¡Ladrones! ¡Ladrones! Los asesinos aunque en número de doce, se sobrecogieron; pero el capitán de ellos, un poco más sereno que los demás, ordenó a algunos que con los trabucos espantasen a aquellos importunos. Dirigiéronse contra los jóvenes; mas éstos, en lugar de huir, alzando más el grito y marchando de frente, se dirigían contra los asesinos, a los cuales de tal modo impuso esta audacia, que aturdiéndose huyeron precipitados a internarse en el bosque de donde habían salido, dejando todavía por atar a dos de los viajeros. Desatados todo se encontraron sin los ladrones y sin los jóvenes, a los que no pudieron descubrir por ningún lado. Tuvieron por seguro, además de una especial revelación que fue dada al sacerdote, haber sido un beneficio con que las benditas almas del Purgatorio correspondieron a la Misa que poco antes habían ofrecido por ellas. Dice San Ambrosio que todo lo que por caridad hacemos en sufragio de los difuntos se convierte en mérito nuestro, y lo recibimos después de muertos cien veces duplicado. Un soldado, tan noble y valiente como buen cristiano, mereció que las ánimas, en premio de la devoción que les tenía, acudiesen armados a defenderlo en un riesgo inminente.
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Era notable entre sus devociones la constante costumbre que tenía de detenerse cuando pasaba por algún cementerio a decir algunas devociones en sufragio de los alli enterrados, y a esto debió indudablemente el haber salvado su vida en la ocasión que vamos a referir. Paseaba sólo un día, y observado por ciertos enemigos que acechaban la ocasión de vengarse a razón de imaginarias injurias recibidas, juzgaron haber llegado la hora tan deseada, y se dirigieron contra él; pero advirtiéndolo el perseguido aceleró el paso, ganando no sin fatiga algún terreno, hasta que llegando al cementerio saltó la tapia y se ocultó en él. La santa costumbre de que hemos hablado y el riesgo en que se hallaba excitó en su ánimo una lucha de dos pensamientos encontrados: el primero pedía que se detuviese a rezar sus oraciones, y el segundo le aconsejaba salir de la prisión en que se había metido, y en donde, advertido que fue por los enemigos, no quedaba camino por donde huir. Después de algunos instantes de perplejidad, venció al fin el primero. - Aunque me cueste la vida - dijo entre sí - no quiero ni aún en esta ocasión dejar de decir mis oraciones. Dios, que todo lo pude, ve el peligro en que estoy y me salvará. Y diciendo así, empezó muy tranquilo su oración. Llegaron en esto los enemigos, observaron si habría entrado en el cementerio, y viéndolo inmóvil quedaron ellos también un tanto suspensos, creyendo que el miedo le hubiese hecho perder los sentidos u ocasionado algún otro más grave percance. Se miraron unos a otros, como consultando si sería bastante haberlo reducido al extremo de darse por muerto metiéndose en el cementerio. Pero disponiéndose uno de ellos a saltar la pared, fue para el otro la señal de pasar adelante. En tan cortos momentos había cambiado notablemente la escena, porque al mirar, puestos ya del otro lado, a su enemigo, y viéndolo rodeado de gente armada, atónitos de tal novedad, volvieron a repasar, rodando más que saltando, la pared, y encomendándose a los pies se alejaron a buen paso de su inocente e indefenso enemigo. Éste continuó rezando inalterable, y cuando concluidas sus oraciones miró por todas partes y no vio rastro alguno de los enemigos, admirado también de este prodigio, porque él no había visto la gente armada que vieron los asesinos, se volvió tranquilo a su casa, creyendo firmemente que la confianza que había puesto en Dios lo había salvado. En tal creencia estuvo siempre, hasta que mediando algunos conocidos y compuestas las partes, hicieron las paces. Hechos ya amigos, le preguntaron qué le pasaba cuando en tal peligro se estaba inmóvil en el cementerio; y sobre todo, quiénes eran los que en el momento de acometerle lo rodearon armados. Contestó a lo primero, que puesta su confianza en Dios rezaba tranquilamente sus acostumbradas oraciones a las ánimas; y en cuanto a lo segundo, que no había visto a nadie. Por donde se vino a descubrir y convencerse todos, de que por medio de las ánimas, por las cuales rogaba, había tenido efecto su confianza en Dios, a cuya guarda había encomendado su vida. Extendida la fama de esta solícita y amable protección de las ánimas, excitó en muchísimos un piadoso y vehemente deseo de auxiliarlas con sus oraciones, ya que saben mostrar en los peligros tan fiel y oportuna correspondencia. Muchas veces han salido las almas del Purgatorio con el fin de liberar a sus devotos de inminentes peligros, enderezarlos por el camino verdadero para su salvación, preservarlos de las acechanzas de pérfidos enemigos, consolarlos en sus graves aflicciones, y por último, curarlos también de graves enfermedades. En 1629, se hallaba gravemente enferma en Dol (Borgoña), una mujer de condición mediana, llamada Hugueta Voi. Al sangrarla el cirujano, juntamente con la vena le hirió en una arteria, con lo que agravó extraordinariamente el mal por los vehementes dolores y convulsiones que sobrevinieron a la enferma.
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A la mañana siguiente, y cuando se desesperaba de la salud de la paciente, se presentó en la habitación una joven vestida de blanco, que con tanta amabilidad como modestia se ofreció a servirle. Admitida la oferta preparó inmediatamente un regular fuego, abrigó bien a la enferma, y diciéndole que convenía se levantase para arreglarle bien la cama, al pedirle la mano para ayudarle a bajar de ella, cesaron repentinamente los agudísimos dolores, y desapareció la herida de la arteria. La enferma, estupefacta de tal suceso, clavó los ojos en la doncella sin acertar a decir una palabra; pero ésta, atenta en su obra de caridad, después de haberla vuelto a la cama, se despidió, diciendo que volvería a continuar su servicio. Fue grande la admiración y sorpresa que causó este hecho, y no menos la curiosidad que en la casa y en la ciudad se excitó en todos por saber quien fuese; mas no fue posible averiguarlo, ni sacar otro fruto de las indagaciones que las molestias que naturalmente ocasionaron a la enferma la multitud de curiosos que acudieron a cerciorarse por sí mismos de la verdad. Al anochecer se presentó de nuevo la joven, con el mismo traje y amabilidad que por la mañana, y entonces dijo claramente. - Sabed, querida sobrina mía, que soy vuestra tía Leonarda Colina, la que al morir hace diecisiete años os dejó heredera de sus pocos bienes. Estoy salva por la misericordia de Dios, y lo debo a la protección de la Santísima Virgen, de Quien siempre fui devota. La última hora, que vino repentinamente, me cogió mal dispuesta; y no teniendo, como no tenía, predisposición para confesarme, me hubiera perdido eternamente si la piadosísima Madre de Dios no me hubiese alcanzado un verdadero acto de contrición. Me libré así, del Infierno, pero fui condenada al Purgatorio, donde hace ya diecisiete años que padezco atrocísimos tormentos. Ahora se ha servido el Señor disponer que, acompañada de mi santo ángel de la guarda, venga a visitaros y serviros en vuestra enfermedad por espacio de cuatro días, al cual servicio me corresponderéis con ir a visitar tres templos de la Santísima Virgen, que están en esta provincia (se los nombró) y cuando hayáis concluido, pasaré yo del Purgatorio al Cielo. La enferma, no dando fe a tal relación, acudió a tomar consejo de su confesor el P. Antonio Orlando, de la Compañía de Jesús. Este le aconsejó que despreciara aquella aparente figura; que la conjurara, diciendo contra ella unos exorcismos que él le enseñaría, con los cuales y el agua bendita desaparecería, o bien haría ver más claramente que era en efecto su tía Leonarda. Hízolo así la sobrina; pero la doncella, escuchando muy serena los exorcismos, le dijo: - Los exorcismos de la Iglesia son buenos contra los diablos y los condenados, pero no contra mí, que soy predestinada y morí en gracia de Dios. Ni aún con esto se convenció la enferma. - Pero, ¿cómo es posible - replicó - que seáis mi tía? Ella era una vieja de bien mal aspecto, pues sobre ser muy arrugada y seca, era bizca de ambos ojos. Además era quisquillosa, y tan iracunda, que la menor contrariedad le hacía enfurecer. Vos, por el contrario, sois joven, vuestros ojos son tan bellos que atraen con su mirar dulce y amoroso; sois pacífica, cortés y llena de mansedumbre, de paciencia y de caridad. - Debéis saber, hija mía - replicó el alma - que esto que veis no es mi cuerpo, el cual está en el sepulcro, y allí estará hasta el día de la resurrección universal. Éste, por disposición de Dios, lo ha formado el ángel del aire, para que pueda venir a serviros y pediros sufragios, como heredera que sois mía. Respecto a mi genio bilioso, impaciente y colérico, sólo os diré, que si las ánimas no estuviesen confirmadas en gracia, y por
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consiguiente libres de pecados y malos hábitos, diecisiete años de Purgatorio son buena escuela para aprender la paciencia y la mansedumbre. La sobrina, al fin, se tranquilizó con esto, y creyendo que realmente era su tía, recibió sin repugnancia los buenos servicios que le hacía. Conversando ambas, la tía reveló cosas muy notables a la sobrina, contestándole además a muchas de las preguntas que le hacía; y sin que nadie hubiese tenido este privilegio, pues sólo ella veía y hablaba con la joven. Hugueta, entretanto, recobrando la salud, emprendió las tres y no cortas peregrinaciones que le pidiera Leonarda, las cuales concluidas, volvió a dejarse ver con la alegría y resplandor de los bienaventurados. Dio gracias a la sobrina por la solicitud y devoción con que había visitado los tres templos de la Madre de Dios, y prometiéndole qu a ella y a cuantos la habían aliviado con sus sufragios los tendría presentes en el Cielo, desapareció para no ser vista más. Es indudable que quien ruega por las almas del Purgatorio y por ellas ofrece sacrificios, limosnas, rosarios, y sobre todo la Santa Misa, se atrae las bendiciones de Dios y la poderosa protección de las benditas almas del Purgatorio. Santa Brígida, en una visión fue transportada en espíritu al Purgatorio y allí vio el lugar en que las almas eran purgadas como lo es el oro en el crisol. Allí oyó la voz de un ángel que con afectuosísima gratitud decía: - Sea bendito aquel que mientras vive socorre a las almas con buenas obras; porque exige la indeclinable Justicia de Dios que sean purgadas con las penas del Purgatorio, o redimidas estas penas por medio de los sufragios de fieles amigos. Después de esto oyó una inmensa gritería, en la que infinitas voces decían con el mayor sentimiento: -¡Oh Jesús, Señor Nuestro y Justísimo Juez, os suplicamos por vuestra misericordia que, no atendiendo a nuestros deméritos y sí solo a los méritos de vuestra preciosísima Pasión, infundáis espíritu de caridad en el corazón de los prelados, de los sacerdotes, de las religiosas, de los eclesiásticos y fieles de todas clases, para que alivien nuestras penas con sacrificios, con oraciones, ofrendas e indulgencias! ¡Oh, si hiciesen esto, cuan pronto, libres de estos suplicios, volaríamos al seno de Dios que tanto amamos!. Y después de unos momentos de silencio, sintió que del medio de aquel inmenso espacio se levantaron tres voces, que en ademán de súplica no menos que de profunda gratitud decían a una: -¡Merced grande sea concedida a aquéllos que procuran enviarnos auxilios que nosotros somos incapaces de procurarnos! Vio enseguida que de aquel dilatadísimo lugar se elevaba una claridad como de naciente aurora, a la cual seguía una nube oscura, como para dar a entender que en aquella oscura cárcel empezaba a nacer el alba de un día feliz, pero acompañado todavía de triste noche; y volviendo a sentir la primera multitud de voces, oyó que exclamaban: -¡Oh Dios de las misericordias, dad según vuestra incomprensible Omnipotencia el céntuplo de remuneración a aquellas almas misericordiosas, que con sus buenas obras nos levantan de estas tinieblas a la eterna luz y a la visión beatifica de vuestra Divinidad!. He aquí, pues, los grandes abogados que adquieren los que usan de piedad con los difuntos. Adquieren nada menos que la gratitud de infinidad de almas, las cuales no sólo interceden por ellos cuando se hallan ya en el Cielo, sino que del Cielo mismo, donde se ve la caridad con que se procura aliviar a aquellas almas tan necesitadas, descienden favores, no sólo espirituales, sino también temporales.
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"Las almas del Purgatorio que formaban parte de mi ejército mientras estaban en la tierra gozan ahora de una unión especial conmigo, sienten mi presencia de una manera especial, que endulza la amargura de sus sufrimientos y acorta el tiempo de su purificación. Soy yo misma la que voy a recibirlas en mis brazos para dirigirlas a la incomparable luz del Paraíso" (Palabras de la Virgen en 1992). Con dificultad se hallará persona señalada en la piedad y devoción con las benditas ánimas de los fieles que padecen en el Purgatorio, que no haya prosperado en esta vida con bienes temporales y en la otra con eternos; porque como reciben tan singular favor de sus bienhechores quedan en perpetuo agradecimiento; y como vuelan al Cielo y están delante de Dios no cesan de rogarle por ellos y alcanzar las mercedes de su mano. Y así, aunque no fuera más que por el interés, habían de abrazar los fieles esta devoción. Un hombre devoto de las ánimas, tenía la costumbre de, al pasar por delante de un cementerio, ofrecer algunas oraciones y responsos por ellas. Tenía enemigos, los cuales lo espiaron para matarlo, y sabiendo que había de pasar por allí lo esperaron armados en una encrucijada, no lejos del cementerio, a donde llegó y rezó a la hora acostumbrada, y luego vio delante de sí dos antorchas de cera ardiendo, y otras dos detrás que le iban alumbrando y como guardando los pasos y las espaldas, sin ver persona que las llevase. Causóle admiración y temor esta novedad, pero Dios, que le enviaba esta defensa se lo quitó y le dio ánimo para ir a su casa. Pasó por entre sus enemigos, los cuales quedaron pasmados viendo tan rara maravilla, y no se atrevieron a atacarle cortados de temor. Llegó a su posada, y, aunque no se descubrieron los que llevaban las antorchas, le hablaron y dijeron: Nosotros somos las almas por quien oras cuando llegas a nuestro sepulcro; como tú no te olvidas hacernos bien, nosotros no nos olvidamos de ti, y ahora venimos a defenderte de los enemigos que te querían dar la muerte. Prosigue en tu devoción, que nosotros proseguiremos en rogar por ti en el acatamiento de Dios. Con esto desaparecieron dejándolo consolado y animado a proseguir siempre en su devoción, y a todo el mundo ejemplo de su agradecimiento con sus bienhechores. Otro caso nos vuelve a mostrar el agradecimiento que las almas del Purgatorio tienen con sus devotos. Un sacerdote francés de santa vida, sobremanera devoto de las almas del Purgatorio, lo era a tal grado, que todos los días decía Misa de Réquiem por ellas, aunque fuese fiesta solemne o domingo. No faltó un "celoso" que lo denunció ante el obispo, acriminándole que iba contra las ceremonias y ritos santos de la Iglesia. Mandóle comparecer en su tribunal, y venido le reprendió agriamente, y mandó que en adelante guardase el orden de la Iglesia, y que lo jurase y diese fiador de que lo guardaría. En cuanto al juramento estuvo presto a darlo pero fiador no tuvo. El obispo no quería darle licencia de otra manera; el sacerdote se afligía por no hallar quien le fiase, cuando abrió Dios lo ojos al obispo, y vio encima y a los lados del buen clérigo infinidad de manos que extendiendo los brazos se ofrecían a firmar la fianza, que eran de las almas de los difuntos por quienes oraba. Entonces el prelado le dio gratísima licencia para proseguir en su devoción, animándole a perseverar en ella y rogándose se acordase de él. Había en Roma un mozo principal desde sus primeros años criado libremente, dado a entretenimientos, juegos y visión de su edad: mas entre tanta oscuridad de malas costumbres resplandecía en su alma una estrella de piedad para con las almas de los difuntos, a las cuales hacía todo el bien que le era posible de misas, sufragios y
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limosnas. Salió una noche en su caballo a divertirse por las riberas del Tiber, y salió al campo donde le iban espiando sus enemigos para quitarle la vida: quien descuida la propia alma, aunque cuide de las ajenas, nunca carece de enemigos. Llegó a la entrada de un monte, donde colgaba de una encina un malhechor hecho trozos, que poco antes había ido ajusticiado y puesto en el camino para escarmiento de todos. Al llegar a su altura el caballero, se desataron los trozos del cadáver y se unieron entre sí con su cabeza, y bajó vivo de la encina, y se vino para el joven jinete que estaba atónito y como fuera de sí a la vista de tan extraño prodigio. Llegó a él y tomándolo del brazo con una suave violencia lo bajó del caballo. No hizo resistencia alguna. Subió el ajusticiado al caballo y caminó a su vista por aquel monte; pero a pocos pasos le acometieron cuatro armados, los cuales dispararon contra él sus escopetas y lo hirieron de muerte. Cayó del caballo haciendo extremos como de hombre que moría violentamente. Los enemigos temiendo ser descubiertos con sus voces y gemidos huyeron, y él se levantó bueno y sano, y subió en el caballo y volvió al dueño del caballo, que estaba sorprendido de ver tales prodigios, y le dijo: - Estos enemigos te esperaban para quitarte la vida; pero Dios Nuestro Señor, atendiendo al bien que haces a las almas de los fieles difuntos, te ha librado de sus manos, mandándome a mí que recibiera las balas que venían contra ti. Yo te exhorto de su parte a que perseveres en la devoción comenzada, y a que mejores las costumbres y mudes la vida, si quieres participar de la gloria de las almas a quienes haces bien. Dicho ésto volvió a la encina y se partió en cuatro cuartos, colgados como estaban antes. El buen caballero quedó tan admirado como agradecido a Dios por esta singular merced, y en cumplimiento de su mandato se hizo luego religioso y perseveró en santa vida. Laurencio Rato, que después fue insigne músico y Maestro de Capilla en el Colegio Germánico, era de bonísimo natural y santas costumbres, inclinado a obras de devoción entre las que especialísima la tenía con las ánimas, por las que todos los días decía el Oficio de Difuntos y rezaba otras oraciones, oía misas, daba limosnas, y andaba las estaciones ganando las indulgencias que podía. Dios quiso premiar esta loable devoción y animarle a perseverar en ella por medio de la Reina de los Ángeles, con quien también tenía cordialísima devoción, de este modo. En una ocasión que iba a la fiesta del Carmelo, dentro de un cañaveral parecido a un laberinto, en lo más fragoso de él miró un coro de mujeres de rara hermosura y modestia, a las cuales presidía una Matrona que resplandecía como el sol entre las demás. Tenían en medio un difunto a quien hacían las exequias con el Oficio de la Iglesia. Llegóse cerca impelido de una dulce violencia, sintiendo en su corazón un consuelo inefable. Acabados los tres salmos del primer Nocturno le dio el libro la que presidía y le dijo que leyese la lección de Job: Parce mihi. Leyóla Laurencio, y luego las vírgenes que estaban en aquel coro celestial dijeron los responsorios en su compañía. Acabadas las tres lecciones, con una melodía suavísima entonó la Reina del Cielo, que era la que presidía: Subvenite, y las demás vírgenes abrieron un hoyo capaz para la sepultura, con sus propias manos lo enterraron en ella. Vuelta la Virgen Santísima a Laurencio, dijo: - Prosigue, hijo, en tu devoción de rezar el Oficio de difuntos todos los días y hacer las obras buenas que pudieres por las ánimas del Purgatorio, que Yo te ofrezco los mismos sufragios por tu alma, y que goces de las mismas honras que ha gozado este difunto, que tuvo la misma devoción que tú tienes.
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Dicho esto desapareció toda aquella celestial Capilla, lo que es más, la sepultura que habían hecho; por más que miró, no pudo hallar rastro de ella: indicio manifiesto de que no se dispuso la visión más que para declarar cuánta honra hacía Dios en la muerte a los que en vida se esmeran en hacer bien por las almas de los difuntos, en cuya devoción quedó Laurencio confirmado y perseveró toda su vida, esmerándose cada día más en ella, hasta pasar al puerto deseado de la Gloria. En la Corte de Madrid hubo un letrado noble, tan devoto de las almas del Purgatorio, que dijo en su vida por ellas más de doscientas mil misas, y esto fuera de una gran suma de limosnas que repartió, y otras muchas buenas obras que hizo para ayudarlas. Y habiendo empezado con moderada hacienda, dejó a sus hijos treinta mil ducados de renta, y vio su casa ennoblecida con hábitos, títulos y oficios honrosísimos, y llegó a 90 años de edad, alcanzando en su vida ver logrados sus nietos y biznietos hasta en la cuarta generación, como se escribe del Santo Job (Salmo 127) Porque esta bendición cae al hombre que sabe temer a Dios, y usar de caridad con sus prójimos que están cautivos en las penas del Purgatorio, extendiendo la mano para sacarlos de ellas, alcanzándole las mismas almas salvas vidas y copiosa hacienda, porque la gastaban en hacerles bien, y así son interesadas en ellas. Si quieres alcanzar esta bendición, y, lo que más importa, la eterna, sigue su ejemplo, y gasta el resto de tu vida en orar y hacer bien para ti mismo: porque, por un lado, harás a Dios Nuestro Señor un gratísimo servicio; y, por otro, harás a tus prójimos la obra de mayor caridad que se puede ejercitar con ellos, y un acto de sumo merecimiento, porque con él honrarás a Dios, dando crédito a su fe, que enseña que hay otra vida, y en ella Purgatorio, donde se purifican las almas de la escoria de sus culpas. Y merecerás auxilios espacialísimos de Dios, por el que das a tus hermanos, y ganarás aquella bendición eterna que ha de dar Dios el día del Juicio a los que usaren de misericordia con sus prójimos, dándoles de comer y de beber, vistiéndolos cuando estaban desnudos, visitando a los encarcelados y redimiéndolos cuando se hallaban cautivos, pues, como dice San Agustín, lo que lleva de valor el alma al cuerpo lleva la caridad que se usa con las almas y más con almas tan santas que pasan luego a ver a Dios y a ser cortesanos de su Gloria. Allí los ganas por abogados, y los ángeles y santos por amigos, por los compañeros que les has enviado. Y, finalmente, todos los bienes aplicados a los difuntos afectan a ti y a los tuyos. Oye lo que por Noemí dice el Espíritu Santo: "Bienaventurado y bendito sea el Señor: porque la misma misericordia que con los vivos guardó con los muertos. Esta te caerá a ti y a los tuyos por los siglos de los siglos. Si en medio de sus tormentos las almas del Purgatorio ruegan por nosotros y nos alcanzan gracias, ¿cuánto más eficaz será su intercesión cuando lleguen al Cielo? La gratitud de aquellas almas se aumenta y perfecciona con su traslación al Cielo, donde con una caridad más perfecta no cesan de rogar por sus bienhechores hasta alcanzarles todos los bienes temporales que les convienen, y especialmente la felicidad eterna. ¿Quién no querrá enviar al Cielo el mayor número posible de semejantes intercesores? La primera gracia que, como embajadores nuestros pedirán aquellas almas luego que lleguen al Cielo, será la eterna salvación de sus bienhechores. - Gran Dios - dirán postradas ante el trono del Altísimo - ten piedad de los que la tuvieron con nosotros. Ellos nos libraron de las cadenas del Purgatorio. Tú los tienes que librar de las de sus pecados. Ellos nos abrieron las puertas de los Cielos, ábrele, Señor, las de tu misericordia. ¿No se salvarán los que nos salvaron? Dales, Señor, a tus hijos, ya que tanto te complaces en nosotros, danos aquellas almas por cuyas oraciones nos has trasladado a tu Gloria a poseerte y gozar de tu presencia.
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Por lo cual, es común sentir de los Padres y Doctores que quien pone toda su solicitud en socorrer a las almas del Purgatorio, no se condenará. Para lograr tanta dicha no debía perdonarse medio alguno en rogar, aplicar misas y obras buenas en favor de los difuntos. Nuestro Señor Jesucristo nos aconsejaba que con nuestros bienes procurásemos granjearnos amigos que a nuestro fallecimiento nos recibieran en los tabernáculos de la Gloria. Estos amigos son los pobres, pero no todos los pobres de la tierra llegan a ser moradores del Cielo. Pues muchos de ellos no van por el buen camino. No así las almas del Purgatorio. Estas son en la actualidad verdaderamente pobres y muy menesterosas de nuestro socorro, pero hay completa seguridad de que en las mansiones de la eterna bienaventuranza llegarán a ser muy ricas y nada avaras de sus bienes y de su valimiento para con el Rey de los siglos, ansiarán que las acompañemos en su dicha y harán los mayores esfuerzos para llevarnos a su lado a gozar del premio sempiterno de nuestra generosidad para con ellas. La Gloria es el galardón de la piedad con los difuntos. Constancia, pues, en socorrerlas, que no pasará largo tiempo sin que veamos el fruto de nuestras fatigas y bendigamos una devoción que obtiene una corona de gloria eterna a quien la practica fielmente. De Santa Catalina de Bolonia se lee que cuando deseaba alguna gracia recurría a las almas benditas, y al punto era escuchada, y afirmaba que no pocas gracias que por la intercesión de los santos no había alcanzado, las había obtenido por medio de las ánimas benditas. Si, pues, deseamos nosotros su ayuda, bueno será que procuremos socorrerlas con nuestras oraciones y buenas obras. El ofrecimiento de San Pío de Pietrelcina como víctima y las oraciones que elevaba y que hacía elevar a Dios, obtenían a las almas del Purgatorio innumerables sufragios. Una noche, después de cenar, cuando el convento estaba bien cerrado desde hacia tiempo, los frailes oyeron algunas voces que provenían del corredor de la entrada, cerca del claustro. Aquellas voces gritaban repetidamente: -¡Viva el Padre Pío! ¡Viva el Padre Pío! El Superior llamó al hermano portero y le ordenó que bajara y que hiciera salir a toda aquella gente. El hermano portero obedeció y se dirigió al corredor de la entrada. Pero, con gran sorpresa vio que allí no había nadie, que el corredor estaba sumergido en la oscuridad y que el portón de entrada estaba cerrado y bien asegurado. Sorprendido, volvió a subir al primer piso y fue a referir al Superior el resultado de su inspección. El Superior quedó sorprendido no menos que el fraile portero, pero prefirió no decir nada. Al día siguiente pidió al Padre Pío una explicación de aquel hecho que le parecía verdaderamente extraordinario. Con la mayor sencillez el Padre Pío respondió que aquellas personas, cuyos gritos se habían oído en el corredor del convento, eran almas de lo soldados muertos, que venían a darle las gracias por sus oraciones... La devoción a los difuntos es provechosísima para nosotros, y muy agradable y gloriosa para el Señor. En efecto, es siempre provechoso para todos extender el número de los buenos amigos y bienhechores. ¡Cuánto se afanan y desviven los hombres para hacerse con amigos de influencia y de rango! Todos buscan el arrimo y el cobijo a la sombra de los grandes de este mundo para el tiempo de la necesidad o conveniencia. Ahora bien: no hay medio más fácil y eficaz, para aumentar muchos y nobles amigos, como la devoción a las ánimas benditas del Purgatorio. Todo el que con sus oraciones, limosnas, misas, rosarios y Vía - Crucis, libre a un alma del Purgatorio, puede contar con un amigo más, el más leal, el más poderoso e influyente en la Corte Celestial. Los difuntos que nos deben el alivio de sus penas, o la gracia de su liberación del Purgatorio, nos pagan con doblado amor el que les hemos tenido. Un lazo de eterna y dulcísima amistad será la consecuencia de nuestros sufragios. Sor Francisca del
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Santísimo Sacramento solía decir: "Mis almas me defienden de los peligros. Y me previenen de los lazos que me preparan los demonios; mucho les debo. ¿Qué sería de mí sin su ayuda?". Asimismo, la devoción a las ánimas glorifica a Dios, porque es un acto nobilísimo de caridad divina. Cuando un alma sube del Purgatorio al Paraíso, un nuevo lucero brilla y embellece el Cielo. Toda la Iglesia triunfante se alegra y festeja con la nueva conquista: la Iglesia militante se fortalece con un nuevo intercesor y defensor de la Ciudad de Dios. Cielos y tierra repiten al unísono: " Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén". Si esperando un poderoso rey a un gran príncipe, su hijo, a quien ama mucho, ése fuera hecho prisionero por sus enemigos, los cuales lo maltratasen indignamente, y un amigo suyo se ofreciese a expiar, pagar y redimir al cautivo y lo sacase de aquellas lóbregas mazmorras y lo condujese libre y sano a su padre, el rey, ¿con qué agradecimiento no lo colmaría de bienes aquel magnánimo rey y el mismo príncipe? Esto pasa con las almas del Purgatorio rescatadas de aquel centro terrible de purificación gracias a nuestras oraciones, misas, rosarios, obras piadosas, etc. No solamente el alma, hija de Dios, queda agradecida al que la saca del Purgatorio donde estaba detenida sino el mismo Cristo y toda la Corte del Cielo; y no sólo ella intercederá por su bienhechor y libertador, sino el mismo Dios, sin esperar ruegos, pagará y premiará aquel servicio!. San Agustín dijo: "Yo ruego por los difuntos, para que cuando ellos entren en posesión de la Gloria eterna, se interesen por mi salvación". Hacia el año 1555 se construyó en honor de San Nicolás de Tolentino, una suntuosa capilla en la ciudad de Leco, plaza fuerte de Italia, y por un decreto se acordó elevar su fiesta a la categoría de las más solemnes. El motivo fue el siguiente: Juan de Médicis, general de los venecianos, sitió la ciudad y la tuvo largo tiempo cercada por el ejército con el fin de rendirla por hambre. Llegó a tal grado la debilidad y agotamiento de sus habitantes, que se pensó dar el último asalto. Los sitiados, comprendiendo el peligro, acudieron San Nicolás de Tolentino, de quien eran devotos, y en la mañana misma en que debía verificarse el asalto decisivo, todos los sacerdotes de la ciudad aplicaron las misas en sufragio de las benditas almas del Purgatorio, porque discurrían así ellos:" El Santo, que en otra ocasión por su Septenario de Misas libró una gran muchedumbre de difuntos, también con el mismo medio, nos dará a nosotros la salvación y la victoria". No les falló la esperanza; cuando bajo las órdenes y mando del general se pretendió comenzar el asalto, se vio, con profunda sorpresa del enemigo, sobre las murallas de la ciudad cercada, un ejército muy numeroso de gente vestida de blanco. Y aquel ejército blanco lo componía las almas liberadas del Purgatorio con las misas celebradas en Leco aquél día, y con las oraciones que los sacerdotes y habitantes habían dirigido a San Nicolás de Tolentino para que los amparase. La temerosa visión sembró un gran pánico entre los enemigos. Juan de Médicis hizo al instante cesar todos los preparativos del combate y ordenó la retirada. Si Dios estaba en favor de los sitiados, ¿quién podía oponérseles? Cristianos devotos del Purgatorio: vosotros recogeréis siempre el mismo fruto que los habitantes de la ciudad amenazada de Leco. Los difuntos que enviéis con vuestros sufragios a l Cielo serán vuestros defensores poderosos. Sobre todo cuando vuestra alma, en la hora de la muerte, se vea sitiada y aterrada por los enemigos de la salvación, recibirá su aliento y fuerza de los invisibles amigos de Dios, que tenéis en el otro mundo por vuestra devoción a las ánimas benditas; y entonces vuestra será la victoria final.
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El siguiente hecho ocurrió en Francia. Una mujer había hecho el voto de hacer una ofrenda para una Misa al mes por las ánimas del Purgatorio. Era una mujer modesta que trabajaba como doméstica en familias de cierto rango. Después perdió el puesto y permaneció sin trabajo por un período más largo del esperado. Había gastado ya casi todos sus ahorros para mantenerse cuando un día al salir de Misa, se acordó que tenía que dejar la ofrenda mensual. Pero ahora era un problema serio. Si daba esa ofrenda se encontraría en pocos días sin un quinto en la bolsa. Hubo un momento de reflexión, pero después encomendó su problema a Jesús, segura de que no la abandonaría en esa situación. Acudió con el sacerdote y le dio el dinero para la Misa a las santas ánimas. Salió de la iglesia para ir a su casa. Pero a la salida se encontró con un joven de buen aspecto que le dijo haber escuchado que estaba en busca de trabajo. Ella asintió preguntándose como se habría enterado el joven. Éste, muy cortés pero firmemente, le dijo que fuera a una cierta calle y que tocara en la tercera casa de la derecha. La mujer, aunque perpleja, decidió seguir el consejo. Encontró enseguida la casa, la cual le gustó a primera vista. Tocó el timbre. Salió a abrir la puerta una señora anciana muy gentil y cuando oyó que necesitaba trabajo y que tenía una cierta experiencia como doméstica, la hizo pasar de inmediato. No tardaron mucho en ponerse de acuerdo, felices ambas de descubrir que necesitaban la una de la otra. Mientras la nueva doméstica pasaba por la sala, vio encima de la chimenea una foto del joven que la había detenido en la entrada de la iglesia. -Señora – exclamó - ¿Quién es este joven? - ¡Oh - dijo la señora - Ese es mi hijo Enrico que murió hace 4 años…
¿CÓMO PODEMOS EVITAR O ATENUAR EL PURGATORIO? Asegura San Agustín que aquellos que durante su vida hayan socorrido a las santas almas del Purgatorio con mayor fervor, recibirán, por una particular providencia de Dios, mayor auxilio por parte de los demás, si van al Purgatorio Del mismo modo que hayamos tratado a nuestros prójimos, seremos nosotros tratados. En la otra vida halla piedad quien en ésta la ha ejercitado con el menesteroso. Es la piedad una dichosa semilla que nos produce misericordia, y en el siglo futuro se recoge lo que en éste se ha sembrado. Por lo cual, si sembramos sufragios para el Purgatorio, allá los recogeremos abundantes si llegamos a entrar en aquella región de tormentos. Pero si en nuestro corazón no hay más que dureza y olvido, tristísimo será el fruto que nos produzcan. Experimentaremos la misma dureza y olvido que ahora tenemos con los difuntos, lo cual nos será tanto más sensible cuanto que no cabrá duda alguna que lo tenemos muy merecido por nuestra cruel conducta. Evitemos semejante desgracia, esforzándonos en ser piadosamente generosos con las almas del Purgatorio. A su divino gobierno, que nosotros llamamos Providencia, ha prefijado el Señor ciertas leyes, de las cuales nunca se aparta. Brilla su sol para malos y buenos, pero éstos tienen un no sé qué de más risueño y beneficioso, mientras que para los impíos parece que, como ministros de la Divina Justicia, se muestra menos sereno y apacible. Lo mismo sucede con las almas del Purgatorio, que, según la conducta que hubieren tenido en esta vida con las que ya padecían antes que ellas y bajaron a aquellas cavernas de expiación, así será la parte que les quepa con los sufragios que s hacen por ellas. Un personaje que había empleado toda su vida en la práctica de las virtudes, y particularmente en socorrer a las almas del Purgatorio, se vio en su agonía
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horrorosamente asaltado por el príncipe de las tinieblas. Pero con sus muchos sufragios había enviado del Purgatorio al Cielo un crecido número de almas, que viendo a su bienhechor en tal peligro, no sólo pidieron al Altísimo que le concediese mayor abundancia de gracias para hacerle triunfar, sino que también alcanzaron el poder socorrerlo y asistirlo personalmente en aquel decisivo momento. Bajando luego del Cielo, cual valerosos guerreros, unos se arrojaron contra el infernal enemigo para ahuyentarlo, otros rodearon el lecho del moribundo para defenderlo y otros, por último, pusiéronse a consolarlo, y animarlo. Él, lleno de admiración y gozo dijo: -¿Quiénes sois? Ellos contestaron: - Somos las almas que has sacado del Purgatorio con tus oraciones, sacrificios y limosnas y hemos venido a pagarte tus beneficios y a acompañarte al Cielo. Inmensa fue la alegría del moribundo ante tan feliz anuncio, y expresando su semblante suavísima placidez, voló su alma a la patria celestial entre las aclamaciones de las otras, que por su piedad ya estaban vestidas de gloria y resplandores. El que fue misericordioso alcanzará más pronto misericordia, y el que hubiere tenido duras las entrañas verá que el Señor lo trata de un modo más severo, haciendo que le toque menos en la distribución de los socorros de la tierra. Tengamos esto muy presente para obrar como en el Purgatorio quisiéramos haber obrado. En todas las edades ha sido el ejemplo un resorte muy poderoso, y su influjo se extiende a la larga distancia de unos hombres a otros. Si al pasar por este valle de lágrimas dejamos en él ejemplos de generosa piedad para con los difuntos, no faltarán corazones que nos imiten cuando nosotros hayamos bajado a aquella mazmorra de dolor. Pero si, por el contrario, los que formamos la generación presente no volvemos los ojos a nuestros amigos y parientes del Purgatorio, es muy probable que nuestros hijos y allegados tengan para con nosotros la perniciosa indiferencia de que le dimos ejemplo. Está, pues, en nuestra mano, el prepararnos frutos de piedad para el otro mundo, el granjearnos el favor divino y el disponer a los que nos sobrevivan a compasivos sentimientos de caridad para con nuestras propias almas. Es imponderable hacer ver el cúmulo de méritos y de gracias que consigue el que por una buena elección se resuelve a hacer sacrificio de sus propias obras satisfactorias para aliviar con ellas a las pobres almas del Purgatorio. Basta decir, que constituido poblador del Paraíso, se proporciona abogados que hacen su causa en el Cielo, para que en cuanto es posible sea feliz en la tierra, e intercesores que le impetrarán la bienaventuranza que por sus sacrificios gozan anticipadamente, y de la que sin ellos tal vez no gozarían ni antes ni después de la vida de su bienhechor. Los ángeles custodios de las almas le quedan obligados, porque a él deben el tener pronto en su compañía a quienes ellos acompañaron durante la vida, y con quien ardientemente desean unirse para no separarse jamás: los bienaventurados lo miran con dulcísima benevolencia, porque aumenta su número para bendecir con ellos a su Redentor. ¿Y la Madre de Dios? Sólo en el Cielo se podrá comprender todo el peso de amor y protección con que acogerá bajo su manto a los que así adelantan la dichosa transformación de las almas, que a su divino Hijo costaron el precio de toda su sangre. Jesucristo mismo, que es tan magnífico remunerador, ¿qué no hará? ¿Podrá nuestro escaso entendimiento alcanzar las bendiciones y favores que dispensa y reserva al cooperador de la paz eterna de aquéllos por quienes dio su propia vida? Dejó escrito Dionisio, por sobrenombre el Cartujano, que la admirable Santa Gertrudis, al levantar su corazón a Dios por las mañanas, hacía oferta en sufragio de las ánimas del mérito de sus oraciones, satisfacciones, penitencias y de todas sus obras satisfactorias; y para mejor emplearlas, aplicaba al Salvador se dignase manifestarle las
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almas que más lo necesitaban, para aliviarlas con preferencia. El Señor, que se complace en hacer la voluntad de los que le temen (Salmo 144, 19), le mostraba por orden las almas más afligidas, y sin más la caritativa Gertrudis se aplicaba a socorrerlas con vigilias, ayunos, todo género de mortificaciones, y principalmente con amorosas súplicas a su divino Esposo para inclinarlo a piedad, sin dejarlo, digámoslo así de la mano hasta que obtenía la gracia. Eficacísima era su oración, e inefable el consuelo que recibía cuando presentándose las almas, como ocurría con frecuencia, a darle gracias, cogía el fruto de sus lágrimas. Avanzada en edad y cercana ya a la muerte, fue asaltada del espíritu maligno con una tentación que la puso en gran congoja; porque el asalto fue tan fiero cuanta era su desesperación por verse arrebatar por una simple mujer tantas almas de las manos. Le metió en la cabeza que había hecho un lastimoso desperdicio de sus obras satisfactorias, y que estando ya próxima a partir de este mundo, pronto se vería en un durísimo Purgatorio, que podría haber evitado reservando para sí lo que tan inconsideradamente había cedido en beneficio de otros. -¡Infeliz de mí! - decía - Pronto daré exactísima cuenta de mis faltas, que juzgándolas como las juzgará Dios con su vista más clara y penetrante que el sol, ¿cuántas manchas no encontrará en esta pobre alma? ¿Y con qué satisfaré: si todo lo que ahora me podría servir lo he desperdiciado, cediéndolo a favor de los difuntos?. Hacía éstas y otras tan dolorosas exclamaciones, cuando he aquí que apareciéndosele su divino Redentor Jesucristo, le dijo: -¿Qué tienes, Gertrudis, que tanto te aflige? - Señor - respondió - Me aflijo porque estando próxima a morir y sufrir el juicio de mis pecados, me encuentro sin capital de buenas obras para satisfacer por ellos, porque, como sabes, las he cedido todas en beneficio de las ánimas. El Salvador entonces, consolándola, le dijo con amorosísimo semblante: - ¿Y así te olvidas, hija mía, de Quien soy Yo? ¿Crees tú que me has de vencer en generosidad? Pues para que veas cuán acepta me ha sido tu caridad con el prójimo, en premio de esto te perdono todas las penas que mereces por tus culpas. Además, porque he prometido el ciento por uno a los que acometen santas empresas, te quiero premiar ventajosamente, aumentándote la gloria en la eterna bienaventuranza; y sobre esto dispondré que en el instante en que tu espíritu salga de la prisión del cuerpo, comparezcan todas las almas que has rescatado con tu caridad, para que acompañada de todas ellas hagas entrada triunfal en el Cielo. La Santa, en lo que sobrevivió a esta consoladora aparición del Salvador redobló el fervor para rogar por las almas, de manera que hasta el último suspiro fueron objetos de su caridad. No temamos que se disminuya el caudal de nuestros merecimientos cuando los ofrecemos en auxilio de las almas del Purgatorio, porque con ello contribuimos al alivio de las benditas almas y estas obras de caridad no quedarán sin recompensa. El sufrimiento bien llevado en esta vida acorta o elimina las penas del Purgatorio. Aceptar la voluntad de Dios sobre nosotros manifestada por los acontecimientos que nos atañen, sin culpa nuestra y sin que hayamos podido hacer nada por evitarlo, nos sirve para aumento de méritos y purificación de culpas, de ahí por qué Nuestro Señor permite que los buenos sufran un poco antes de morir: así irán purificados al Cielo y no tendrán que pasar por el Purgatorio, o tendrán poco Purgatorio. El ser dócil a la voz de Dios libra del Purgatorio. E. P. Vicente Carafa, general de la Compañía de Jesús fue llamado en cierta ocasión para consolar a un principalísimo caballero, al que costaba mucho resignarse en su desgracia de haber de sufrir la última pena a que había sido sentenciado, por no
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poderse persuadir que la merecía. Y en verdad, que estando en tal persuasión es mucho más difícil la resignación que cuando la conciencia testifica ser bien merecida. Pero el celosísimo sacerdote supo proponerle con tal claridad los ocultos y justísimos juicios de Dios, haciéndole ver que por aquel extraordinario camino quería el Señor perdonarle sus culpas, y de tal manera que desde el cadalso se lo llevaría al Cielo, que el notabilísimo joven, haciendo acto de generosa virtud, abrazó la ignominiosa muerte, como justa pena merecida por sus culpas; y sin más, empezó a recibir el premio, porque no sólo recobró una completa tranquilidad de espíritu, sino que confesó no haber tenido en su vida momentos de gozo igual al que sentía entonces, próximo a semejante muerte. Y en efecto era así, porque más hubo de admirar el público la dulce serenidad y gozo con que compareció en el cadalso, que el que tal persona se viese en él. En el momento en que la fatal cuchilla separó del cuerpo la cabeza del joven, el P. Vicente vio ponérsele una corona de gloria y subir al Cielo su alma dichosa. Y tan cerciorado estaba de ello, que no sólo fue desde el cadalso a consolar a su afligidísima madre con tan feliz nueva, sino que cuando estaba sólo en su habitación se le oía exclamar con entusiasmo: -¡Feliz criatura! ¡Dichosísimo!. Como esta noticia se extendió con rapidez, se llegó al P. Vicente un sacerdote preguntándole si debería ofrecer por él tal sufragio; y contestó resueltamente que ninguno, porque no necesita sufragios el que está en el Paraíso. Y en otra ocasión, quedándose como extasiado, mirando lleno de gozo al cielo, exclamó: -¡Oh dichosa muerte! Y como fue esto en presencia de varias personas, se vio precisado a confesar que vio el alma gloriosa del joven decapitado. Tanto ayuda para librarnos del Purgatorio el escuchar y hacer con prontitud la voluntad de Dios cuando nos llama a penitencia y a la virtud. "El que escucha mi palabra tendrá la vida eterna y no incurre en el juicio, porque pasa de la muerte a la vida " (Juan 5, 24). Santa Catalina de Génova solía decir con frecuencia estas palabras, dignas por cierto de toda atención: "El que procura satisfacer en esta vida por sus culpas, con un cuarto paga mil ducados: el que (contento con procurar librarse dl Infierno) descuida el satisfacer aquí dejando para el Purgatorio, pagará mil ducados por un cuarto". Es decir, que mientras vivimos, con corta penitencia podemos satisfacer el reato de muchas culpas, cuando por el contrario en el Purgatorio se ha de padecer mucho para satisfacer aún por ligeros defectos. El tiempo de merecer es la vida, durante la cual si cometemos faltas, porque no somos impecables, ni perfectos, ha compensado bien la bondad infinita de Dios, concediendo a nuestras obras tal eficacia que con facilidad se satisfaga a la divina Justicia. Asimismo lo que das hallándote vivo y sano, es oro; lo que das próximo a la muerte, es plata, y lo que das después de muerto no es sino plomo... Esto implica que las buenas obras con plena lucidez y en vida, merecen ante Dios mucho más que cuando sabemos que nos queda poco tiempo o ya estamos muertos. Prudentísima fue la respuesta del emperador Mauricio, el cual preguntado por la milagrosa imagen del Salvador dónde quería purgar sus faltas, si en esta vida o en la otra, contestó: - Aquí, aquí quiero padecer la pena que merezcan mis pecados. Desacertado, por el contrario, fue el partido que tomó aquel religioso de la Orden de San Francisco, el cual habiéndole dado un ángel a escoger entre la alternativa de satisfacer a la Divina Justicia con larga y penosa enfermedad en la tierra o fuera de ella con breve Purgatorio, escogió esto con preferencia a aquello. Padecía en verdad una
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enfermedad tan dolorosa y molesta, que haciéndosele insufrible a sí mismo y sumamente gravosa a los demás religiosos, le pareció preferible la muerte; de manera que volviendo los ojos al Cielo suplicó la gracia de ser liberado de la prisión del cuerpo. -¡Oh Dios mío! - decía - Yo no encuentro descanso de día ni de noche; tantos son los dolores que me afligen, que hasta en las entrañas me atormentan; y creciendo cada día, disminuyen en proporción mis fuerzas: yo no puedo más. Si mis culpas no merecen la gracia de que me saquéis de esta prisión, la merecen a lo menos estos vuestros siervos, a quienes sirvo de tanta incomodidad y trabajo. Así oraba, cuando descendiendo un ángel se le presentó delante y le propuso lo siguiente: - Pues que tanto te aflige el padecer, Dios pone en tus manos, o el permanecer así por espacio de un año, concluido el cual volarás al Cielo, o compensar estos padecimientos con tres días en el Purgatorio: queda la elección a tu gusto. El enfermo, atendiendo sólo al mal presente, exclamó sin detenerse: - Venga enhorabuena la muerte, y tanto tiempo de Purgatorio cuanto el Señor fuere servido. - Pues bien – añadió el ángel.- Hágase como quieres; prepárate con los santos sacramentos, porque hoy mismo morirás. Un día escaso llevaba esta pobre alma de padecer en el Purgatorio, cuando el ángel bajó a consolarlo, y después de haberlo saludado con gran amor, le preguntó cómo se encontraba en su nuevo y apetecido estado. -¡Ay de mí – respondió – que he sido miserablemente engañado! Me prometiste que sólo estaría aquí tres días, y son ya tantos los años que padezco... ¿Cómo es posible que tú seas un ángel? ¿Así se engaña a una pobre alma? - Tú – contestó el ángel – eres el engañado. Aún no ha pasado un día desde que te hallas aquí, ¿y te quejas de lo largo del tiempo? ¿Y me acusas de haber faltado a lo que te prometí? El tiempo es todavía breve, pero no lo es la acerbidad de las penas, que hacen de cada hora un año y de cada día un siglo. Créeme, aún no hace un día que fuiste separado de tu cuerpo, el cual, expuesto en la iglesia, espera las ordinarias exequias. Por lo demás, si estás arrepentido de tu inconsiderada elección, te participo que Dios te concede la gracia de poder volver al cuerpo y continuar el curso de la enfermedad. -¡Sí, sí! - dijo el fraile - ¡Vengan sobre mí años de más dolorosa enfermedad, con tal que salga de este lugar de tormentos! En el acto se levantó del féretro. La admiración de los circunstantes se dejó conocer, pero creció en gran manera en cuanto refirió lo acaecido. La descripción por otra parte que hizo en la manera que pudo de las penas que sufrió en tan breve tiempo causó tal impresión, que no obstante que la Comunidad era observantísima, como que todavía la regía el espíritu del Santo Fundador, cambió de manera que era desconocida, porque todos se aplicaban a hacer rigidísimas penitencias, para librarse en todo, o en parte al menos, de las tremendas penas del Purgatorio. El enfermo por su parte continuó sufriendo con inalterable paciencia, y aún con alegría, las molestias de su enfermedad, hasta que concluido el año, y recibiendo otra vez la visita del ángel, fue por él conducido al descanso y gozo de los justos. Pero entre tanto aprendamos nosotros, de lo que este santo hombre padeció por ligeros defectos, cuán cierta sea la sentencia de San Agustín, a saber: "Que un día de padecer en el Purgatorio es tan acerbo, tan doloroso, que puede igualar a mil años de padecimientos en esta vida. Cuando alguna persona buena sufre mucho, antes de morir, todos la compadecemos, sin embargo no hay que olvidar que estos postreros sufrimientos son una obra de misericordia de Dios que quiere que el alma sufra aquí un poquito, con tal
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que se evite sufrir muchísimo más en el Purgatorio. El sufrimiento terrenal es una oferta en comparación con el sufrimiento del Purgatorio. La Venerable Sor Ángela Tolomei, de la Orden de Santo Domingo, educada desde niña en la virtud, adelantó mucho en el camino de la perfección, creciendo siempre en ella hasta que la sorprendió una peligrosa enfermedad. Llegó al fin a un punto en que, perdida toda esperanza de recobrar la salud, acudió al poderoso valimiento para con Dios de su santo hermano el Beato Juan Bautista Tolomei. Hizo éste fervorosa oración por la salud de su hermana, pero el Señor no se movió a darle la salud porque tenía el designio de resucitarla. Cercana ya al último aliento, fue abstraída de los sentidos, y su espíritu se vio presente en un espectáculo tan nuevo para ella como terrible. Parecióle hallarse en un espacio dilatadísimo, donde con varias figuras le fueron representadas las penas del Purgatorio y las almas que las padecían; porque vio algunas que ardían en vehementísimas llamas, otras arrecidas entre masas enormes de hielo, y algunas sumergidas entre borbollones de azufre. Estas despedazadas con peines de hierro, aquellas roídas por dientes venenosos de cruelísimas y extrañas fieras, y todas atormentadas con tales invenciones, que sola su vista era un verdadero suplicio. Entre éstas le fue mostrado el lugar y género de tormento destinado a su alma, que separada dentro de poco del cuerpo sería alli arrojada, para purgarse de ciertos defectos que no había lavado durante la vida. Fueron, en suma, tales las penas que vio padecer, y con particularidad las destinadas para ella, que vuelta en sí y temblando de horror se dirigió a su hermano, suplicándole por aquel Dios a Quien tanto él amaba y tan fielmente servía, que le alcanzase de su misericordia tantos días de vida cuantos fuesen necesarios para lavar con la penitencia aquellas manchas que aún había en su alma, y para las cuales estaba preparado aquel terrible purgatorio. No hay que decir si el hermano, oída la relación, rogaría con fervor, pero a pesar de esto dispuso el Señor que prevaleciendo la enfermedad muriese, porque quería hacer manifiesto que se le concedía la vida milagrosamente para que el alma pudiera purgarse de sus defectos. Conducían el cadáver al sepulcro, cuando el santo hermano, saliendo al encuentro y dirigiéndose al féretro, dijo inspirado de Dios: -¡En nombre de Jesucristo, levántate! Inmediatamente, y con asombro del acompañamiento, se movió el cadáver, alzó la cabeza y se puso en pie viva y sana. Y sabiendo bien con qué fin se le concedía la vida, empezó inmediatamente una rigurosísima penitencia, que la llevó al Cielo, sin pasar por el Purgatorio. ¿Quién es el que no se llena de un santo temor al ver este justísimo rigor de la Divina Justicia? Porque si tales y tantas fueron las penas que vio preparadas una religiosa que, aún andando por el camino de la perfección, no pudo o no supo preservarse de contraer algunos defectos, ¿cuáles serán los tormentos reservados en el Purgatorio para aquéllos que, habiendo cometido muchos y muy graves pecados, aunque confesados y arrepentidos de ellos, se les hacen duras aún las más ligeras penitencias para satisfacer por ellos? Hemos descrito la expiación terrible en el Purgatorio de aquellas faltas que nosotros en esta vida consideramos leves, pero que en la otra vida, como hemos visto, se castigan con gran rigor. ¿Cómo podremos evitar entonces esta futura desolación que nos espera en la otra vida? Daremos algunos consejos con los cuales podremos eliminar, o por lo menos, atenuar, en mucho, estos dolores futuros, ya que nadie es perfecto, y quién más, quién menos, todos tenemos faltas. Estos medios son los siguientes:
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*Evitar a toca costa, incluso al precio de la vida, todo pecado mortal. * Evitar también a toda costa, todo pecado venial, hecho con plena deliberación y consentimiento. * Evitar las faltas voluntarias. Faltas son actos u omisiones que no constituyen pecado venial, pero que sin embargo desagradan también a Dios, y se pagan caras en el Purgatorio. Para evitar estas faltas debemos luchar constantemente contra las inclinaciones viciosas de nuestro carácter procurando evitar las ocasiones de pecar y soportar con paciencia las situaciones, a veces desesperantes, en que nos colocan las circunstancias. * Ni que decir tiene que sin la recepción de los sacramentos bien poco podríamos hacer, ya que el mismo Jesús, Dios hecho Hombre, nos dice: "Sin Mí, nada podéis hacer", y, ciertamente, si nos apartamos de Él, fuente de toda nuestra salud espiritual, nuestras faltas irán aumentando y también el castigo que nos espera después de la muerte: en cambio, al recibir los sacramentos, expiamos las culpas. * No dejar nunca de hacer siempre el bien. * La oración. Es de todos conocido el gran valor de la oración. El Rosario tiene asignadas muchas e importantes prerrogativas que nos vendrán muy bien para poder salir cuanto antes del Purgatorio. Así, la Virgen dijo, en una de sus apariciones al Beato Alano: - Yo libro muy pronto del Purgatorio a las almas devotas del Rosario. * El Santo Escapulario del Carmen. Al aparecerse la Virgen al Papa Juan XXII le dijo: - Los que mueran llevando mi Escapulario serán librados del Purgatorio el sábado siguiente después de su muerte. El Escapulario del Carmen, una vez impuesto por el sacerdote facultado para ello, puede cambiarse por una medalla que tenga en un lado el Corazón de Jesús y en el otro la Virgen del Carmen. * Rogar en esta vida por los difuntos., "Todo lo que hagáis por los demás, lo harán con vosotros", nos dijo Jesús. Así, si ahora, en esta vida, rogamos por las almas del Purgatorio, cuando muramos nosotros también rogarán por nuestras almas. * Apuntarnos en alguna Asociación que pida por los difuntos. Hay varias, en las cuales, mediante un donativo, podemos suscribirnos nosotros, nuestros familiares, y a nuestros difuntos, así pedirán por nosotros, no sólo cuando muramos, sino desde el mismo momento de apuntarnos. Entre ellas se encuentran: - UNIÓN DE MISAS: Misioneras de San Pedro Claver / Travesía del Caño 10 / 28023 ARAVACA (MADRID) (España). - OBRA DEL REDENTOR: Misioneros Combonianos / Arturo Soria 101 / 28043 MADRID (España) - ORDEN SERÁFICA DE MISAS / Plaza de Jesús 2 / 28014 (MADRID) (España). - PÍA UNIÓN DE SAN JOSÉ / Carpintería 12 / 28037 (MADRID) (España). - AYUDA A LA IGLESIA NECESITADA / Ferrer del Río 14 / 28028 (MADRID) (España). * Misas Gregorianas.- Es un privilegio muy antiguo que hay en la Iglesia mediante el cual, tras decirse treinta misas seguidas por el mismo difunto, el alma, si estaba en el Purgatorio, va al Cielo, tras la conclusión de las treinta misas. Hay quienes se las mandan decir aún en vida, por si acaso después de muertos no se las dicen.. Si hay dificultades en tu parroquia para decir estas Misas Gregorianas, o cualquier otro
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tipo de misas, puedes solicitarlas a AYUDA A LA IGLESIA NECESITADA, cuya dirección hemos puesto anteriormente. Allí te pueden decir, mediante un donativo, todas las misas que quieras (su importe lo envían a sacerdotes necesitados, o para financiar Seminarios, construcción de nuevas iglesias, etc.). No olvidemos que la Misa es lo principal para salir del Purgatorio, y que todo lo que te gastes en tus difuntos, en misas por las almas del Purgatorio, te será devuelto al ciento por uno en esta vida, y en la otra, cuando mueras y seas tú el necesitado... * Una monja clarisa que acababa de morir se apareció a su Superiora que oraba por ella y le dijo: - Fui derecha al Cielo, pues por medio de esta Oración (que se pone a continuación) recitada todas las noches, pagué todas las deudas y fui preservada del Purgatorio... La Oración es la siguiente: "Padre eterno: te ofrezco el Corazón Sagrado de Jesús, con todo su amor, sus sufrimientos y sus méritos: Primero.- En expiación de todos los pecados que hubiese cometido hoy y durante toda mi vida. Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén. Segundo.- Para purificar el bien que hubiese hecho mal hoy y durante toda mi vida. Gloria... Tercero.- Para suplir el bien que hubiera podido hacer y por negligencia no he hecho hoy y durante toda mi vida. Gloria..." * La Oración que vamos a poner a continuación fue aprobada por el Papa Inocencio IX concediendo la liberación de quince almas del Purgatorio cuantas veces se rece. Los Papas Clemente III y Benedicto XIV la aprobaron también con indulgencia plenaria; Pío IX, confirmó esas disposiciones y agregó 100 días de indulgencia. Esta Oración para la liberación de las almas del Purgatorio, se interna en los sentimientos de Nuestra Señora de los Dolores, cuando Ella recibió en sus brazos a su Divino Hijo, tras bajarlo de la Cruz: "¡Oh Fuente inagotable de verdad, cómo estás tan agotado! ¡Oh Santo Doctor de los hombres, cómo te has vuelto mudo! ¡Oh amor verdadero, cómo tu hermosa figura se ha deformado! ¡Oh Altísima Divinidad, cómo me haces ver a mí en una tan gran pobreza! ¡Oh amor de mi corazón, qué grande es tu bondad! ¡Oh delicia de mi corazón, qué excesivos y múltiples han sido tus dolores! Señor mío Jesucristo, Tú que tienes en común con el Padre y el Espíritu Santo una sola y misma naturaleza, ten piedad de toda criatura y principalmente de las almas del Purgatorio. Amén". * Nuestro Señor dijo a Santa Gertrudis que la siguiente Oración sacaría 1000 almas del Purgatorio cada vez que se rece. Además, la Oración fue extendida a los pecadores vivos: "¡Oh Padre Eterno! Te ofrezco la más preciosa Sangre de tu Divino Hijo Jesús, unida a las misas celebradas hoy y a los dolores de la Santísima Virgen: por las almas del Purgatorio, por los pecadores, por mi familia, amigos y enemigos, conocidos, por el mundo entero. Amén." * Hay un medio muy positivo para enmendar defectos, para corregir nuestras faltas, nuestros vicios, y al mismo tiempo ayudamos a las almas del Purgatorio. Cada vez que faltes en algo, que cometas un pecado, venial o mortal, además de confesarlo, si es mortal, reza una o varias veces varias veces, según la gravedad, la Oración de Santa Gertrudis, que hemos puesto antes. Te asombrarás cómo poco a poco vas dejando ese
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vicio, esa mala costumbre, ese mal hábito. Ellas intercederán por ti para que te corrijas de ese defecto, de esa mala costumbre, de ese vicio, y verás sus resultados asombrosos.
REGALO DE LA DIVINA PROVIDENCIA Esta devoción que ponemos a continuación tiene la promesa de Jesús de que quien la practique durante un año seguido gozará del privilegio de no pasar por el Purgatorio, yendo directamente al Paraíso. Tiene su raíz en la aparición de Jesús a Santa Brígida de Suecia, a la que dijo: - He recibido en mi Cuerpo cinco mil cuatrocientos ochenta azotes. Si queréis honrarlo con alguna veneración rezad 15 padrenuestros y 15 avemarías con las Oraciones que siguen a continuación durante un año entero. Así, al finalizar el año habréis venerado cada una de mis llagas. La persona que las rezare alcanzará los primeros grados de perfección y, antes de su muerte, llegará a tener un gran conocimiento de todos sus pecados, junto con una perfecta contrición de los mismos, y le daré a comer mi Cuerpo y a beber mi Sangre, a fin de que eternamente no tenga hambre ni sed. Pondré el signo de mi victoriosa Cruz delante de él para su amparo y defensa contra las acechanzas de sus enemigos. Antes de su muerte vendré a él con mi querida y bien amada Madre y recibiré benignamente su alma y lo llevaré a las delicias eternas, y, habiéndolo conducido allá, le daré a beber de la fuente de mi Divinidad, lo que jamás hago con otros que no recen mis Oraciones. Esta devoción fue aprobada por Pío IX, corroborando Dios, mediante numerosos hechos sobrenaturales, la veracidad de esta práctica piadosa al cumplirse fidedignamente en quienes la habían recitado debidamente lo que se promete en ella. PRIMERA ORACIÓN.- ¡Señor Jesucristo, eterna dulzura de todos los que te aman, alegría que sobrepasa toda alegría y deseo, salvación y amor de todos los pecadores, que has manifestado que era de tu mayor contento permanecer enmedio de los hombres, hasta el punto de haber tomado por amor nuestro la naturaleza humana! Acuérdate de todos los sufrimientos que has soportado desde el primer momento de tu concepción, y sobre todo durante tu sagrada Pasión, según fue ello decretado y ordenado desde la eternidad en la mente de Dios. Acuérdate del dolor y amargura que sentiste en tu alma tal y como Tú mismo lo manifestaste diciendo: "Mi alma está triste hasta la muerte"; y cómo cuando, en la Última Cena que celebraste con tus discípulos alimentándolos amorosamente, terminaste por anunciarles tu inminente Pasión. Acuérdate del temblor, de la angustia y del dolor que atormentó tu santísimo Cuerpo antes de ir al patíbulo de la Cruz, y de cuando, después de haber orado tres veces al Padre y de estar cubierto con sudor de sangre, te vistes traicionado por uno de tus apóstoles, apresado por tu pueblo elegido, acusado por falsos testigos, vilipendiado e inicuamente condenado a muerte por tres jueces en las comenzadas solemnidades de la Pascua, traicionado, burlado, escupido, despojado de tus vestiduras, abofeteado, vendado en tus ojos, amarrado a la columna, flagelado y coronado de espinas. Por la memoria que guardo de estas tus penas, te ruego me concedas, mi dulce Jesús, llegue a tener yo, antes de mi muerte, sentimientos de verdadera contrición, y que haga una sincera confesión y obtenga la remisión de todos mis pecados. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria...
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SEGUNDA ORACIÓN.- ¡Jesús, verdadero júbilo de los Ángeles y Paraíso de delicias!. Acuérdate de la espantosa tristeza que te embargó cuando tus enemigos te rodearon como leones enfurecidos y te atormentaron con injurias, salivazos, bofetadas, arañazos y otras inauditas impiedades, afligiéndote además con descarados insultos, feroces golpes y durísimos malos tratos. Yo te suplico que, en virtud de estas ofensas sufridas por nuestro amor, te dignes librarme de mis enemigos visibles e invisibles y concederme que, bajo la sombra de tu protección, encuentre la salud eterna. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... TERCERA ORACIÓN.- ¡Verbo encarnado, Omnipotente Creador del mundo, que en tu inmensidad incomprensible puedes encerrar el Universo en un puño! .Acuérdate del intenso dolor con que fuiste torturado cuando tus santísimas manos fueron taladradas con agudos clavos en el leño de la Cruz. ¡Qué tormentos padecisteis, mi Jesús, cuando los pérfidos crucificadores dislocaron tus miembros y rompieron las coyunturas de tus huesos, al estirar tu Cuerpo de todos lados! Te suplico, por la recordación de estas penas sufridas por Ti en la crucifixión, hagas que yo te ame y tema hasta el fin de mi vida. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... CUARTA ORACIÓN.- ¡Jesús, Médico celestial!. Acuérdate de que, en tus ya lacerados miembros, se te volvió a renovar el suplicio de tus dolores cuando fue colocada verticalmente la Cruz. Desde los pies hasta la cabeza ninguna parte de tu Cuerpo quedó exenta de padecimientos; pero no por esto dejaste de orar al Padre misericordiosamente, sino que lo invocaste a favor de tus enemigos diciendo: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen‖. Por esta inmensa caridad y misericordia, y en atención a que evocamos tus trabajos y tus penas, haz que el recuerdo de tu muy dolorosa Pasión obre en nosotros una perfecta contrición y la remisión de todos nuestros pecados. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... QUINTA ORACIÓN.- ¡Jesús, espejo de eterna claridad!. Acuérdate de la angustia que experimentaste, cuando, tras ver con tu ciencia divina el número de aquellos elegidos que se habrían de salvar por los méritos de tu sagrada Pasión, supiste, sin embargo, al mismo tiempo, que a muchas otras personas no les habrían de servir tus sufrimientos y que, por su mala voluntad, serían objeto de eterna condenación. Pues bien, por tu insondable misericordia y la que usaste enseguida con el Buen Ladrón al decirle: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso, te ruego, clementísimo Jesús, seas siempre misericordioso con nosotros hasta el día de nuestra muerte. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... SEXTA ORACIÓN.- ¡Jesús, Rey amable y todopoderoso! Acuérdate del gran desconsuelo que contristó tu Corazón, cuando desnudándosete y siendo tratado como un malhechor, fuiste clavado en la Cruz, sin haber nadie, entre tantos amigos y conocidos de los que estaban a tu alrededor, que te consolasen con dulces palabras y ademanes, excepto tu amantísima Madre, a la cual encomendaste el discípulo predilecto, diciendo:
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"Mujer, he ahí a tu hijo"; y al discípulo: "He ahí tu Madre". Recuerda todo esto, benignísimo Jesús, pues te suplico lleno de fe que, en vista de aquel dolor desmesurado que entonces traspasó tu alma te compadezcas de mí en las desolaciones y cruces de la vida, tanto de cuerpo como de espíritu, dignándote ofrecernos gozosa consolación y generosa ayuda en las pruebas y adversidades. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... SÉPTIMA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, fuente de dulzura inextinguible, que movido de íntimo sentimiento de amor dijiste en la Cruz: "Tengo sed", es decir: "Deseo intensamente la salud del género humano"!. Por éste tu infinito amor te pedimos enciendas en nosotros el deseo de obrar perfectamente, apagando del todo los estímulos de la concupiscencia pecaminosa y el atractivo de los placeres mundanos. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... OCTAVA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, imán de corazones y suavidad de las almas!. En virtud de la amarga hiel y de la acritud del vinagre que probaste por nosotros en la Cruz, ten a bien dispensarnos a nosotros pecadores aquellas oportunas gracias y providencias especiales mediante las que, en todo tiempo, pero sobre todo en nuestra salida de este mundo tengamos la dicha de alimentarnos, no indignamente, sino con las mejores disposiciones, de tu Cuerpo y de tu Sangre para nuestro remedio y reconfortadora alegría. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... NOVENA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, descanso y regocijo de nuestro corazón. ¡Acuérdate de la pesadumbre y aflicción angustiosa que te acongojaron cuando por causa de tu estado agónico en la Cruz y por las palabras blasfemas de tus enemigos, clamaste al Padre diciendo: "Eloi, eloi, lamma sabactani? "Te pido por ello, Señor mío y Dios mío, que tengas compasión de mí, y no me desampare en la hora de mi entrada en la eternidad. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... DÉCIMA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, principio y fin de nuestro amor, que quisiste ser atribulado con un mar de sufrimientos!. Te ruego por los méritos de tus azotes, cardenales y hondas heridas de clavos y espinas, te dignes enseñarme a obrar con verdadera caridad guardando tus Mandamientos. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... UNDÉCIMA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, profundo abismo de piedad y misericordia!. Te pido por las cruentas laceraciones que traspasaron tus carnes y lastimaron tus huesos, me seas propicio en cuanto a otorgarme que recupere yo pronto tu gracia, cuando mi alma estuviere sumergida en el pecado, moviéndote además a esconderme espiritualmente dentro de esas tus santas llagas. Amén. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria...
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DUODÉCIMA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, espejo de verdad y signo de unidad y de amor!. Acuérdate de lo muy vulnerado que fue tu sagrado Cuerpo con tantos estigmas dolorosos, al ser brutalmente atormentado por los crueles verdugos, que motivaron fueras "bañado" por tu preciosísima Sangre. Graba, por favor, con esta misma Sangre tus llagas en mi corazón, a fin de que, en la meditación acerca de tus penas y de tu amor, brote cada día en mi alma una mayor ternura hacia Ti por tus sufrimientos, vaya en aumento mi caridad, y persevere yo continuamente en expresarte las más rendidas gracias hasta el último aliento de mi vida, es decir, hasta que yo llegue hasta Ti para tu Gloria, pero entonces ya colmado de todos los bienes y de todos los méritos que te dignasteis granjearme con el tesoro de tu Pasión salvadora. Así sea. Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... DECIMOTERCERA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, Rey invencible y eterno!. Acuérdate de aquel dolor que enormemente te afligió, cuando, agotadas ya todas tus fuerzas de Cuerpo y Alma e inclinando la cabeza, exclamaste: "¡Todo se ha cumplido!". En vista de ello te ruego que, por lo que mereciste en esa tu situación angustiosa, tengas misericordia de nosotros en la última hora de nuestra existencia, al ser turbada el alma con las señales, temores, quebrantos y dolores propios de la agonía y del desenlace final. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... DECIMOCUARTA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, Unigénito del Altísimo, Esplendor e Imagen de su sustancia! Acuérdate de aquellas tus últimas palabras con que humildemente te encomendaste al Eterno Padre, diciendo: " Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu", y de cuando después, reclinando tu cabeza y manteniendo abiertas las entrañas de tu misericordia para rescatarnos, exhalaste el último suspiro. Por esta preciosísima muerte, te imploro, Rey de los Santos, que me hagas fuerte para resistir al diablo, al mundo y a la carne, de manera que muerto yo a lo terreno, viva sólo para Ti y Tú recibas, en mi postrer instante, muy bien preparada mi alma, la cual, después de largo destierro y peregrinaje desea ardientemente retornar a Ti. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... DECIMOQUINTA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, verdadera y fecunda vida! Acuérdate de la Sangre que derramaste todavía, cuando, después de tu expiración y teniendo el rostro cabizbajo en la Cruz, Longinos te abrió el Costado con su lanza, brotando entonces de él tus últimas gotas de Sangre y Agua. Por esta pacientísima Pasión y Muerte, infunde, dulcísimo Jesús, una gran compunción en mi corazón para que, de día y de noche vierta yo lágrimas de penitencia y de amor. Conviérteme tan de veras a Ti, que mores perpetuamente en mi alma y te sea agradable mi oración, de modo que yo merezca ser recibido oportunamente en tu Reino, donde te alabe y bendiga con todos los Santos por los siglos de los siglos. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... ORACIÓN FINAL.- ¡Señor mío Jesucristo, Hijo de Dios vivo!. Dígnate aceptar este ejercicio con aquel grande y salvífico amor con que aceptaste y sufriste para redimirnos todas las llagas de tu Santísimo Cuerpo; ten misericordia de nosotros y de todos los
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seres racionales, vivos y difuntos, capaces de salvación; y concédenos benignamente tu gracia, la remisión de todas las culpas y penas, y la oportuna vida eterna. Amén. A los que propaguen esta devoción se les asegura, además, el privilegio de ser preservado durante la vida de todo accidente grave que pudiera ocasionarles la pérdida de alguno de sus cinco sentidos.
OFRECIMIENTO DE VIDA Mi amado Jesús: Delante de las Personas de la Santísima Trinidad, delante de Nuestra Madre del Cielo y toda la Corte celestial, ofrezco, según las intenciones de tu Corazón Eucarístico y las del Inmaculado Corazón de María Santísima toda mi vida, todas mis Santas Misas, Comuniones, buenas obras, sacrificios y sufrimientos, uniéndolos a los méritos de tu Santísima Sangre y tu muerte de Cruz: - Para adorar a la a la Gloriosa Santísima Trinidad. - Para ofrecerte reparación por nuestras ofensas. - Por la unión de la Santa Iglesia. - Por nuestros sacerdotes. - Por las buenas vocaciones sacerdotales. - Y por todas las almas hasta el fin del mundo. Recibe, Jesús mío, mi Ofrecimiento de vida y concédeme gracia para perseverar en él fielmente hasta el fin de mi vida. Amén." Este Ofrecimiento, según la misma Virgen comunicó a Sor María Natalia Magdolna (1901 – 1992) religiosa húngara, tiene asignadas las siguientes promesas a quienes lo hagan: 1. - Nadie de sus familiares caerá en el Infierno, aún cuando las apariencias externas lo harían suponer, porque antes de que el alma abandone el cuerpo, recibirá la gracia del perfecto arrepentimiento. 2. - En el mismo día del Ofrecimiento, saldrán del Purgatorio todos los difuntos de su familia. 3. – En la muerte estaré a su lado y llevaré sus almas a la Presencia de Dios, sin pasar por el Purgatorio. 4. - Su nombre estará inscrito en el Corazón de Jesús y en el Corazón Inmaculado de María. 5. – Salvarán a muchas almas de la eterna condenación, por este Ofrecimiento, unido a los méritos de Cristo. El mérito de sus sacrificios beneficiará a las almas hasta el fin del mundo. Este Ofrecimiento sólo hay que hacerlo una vez en la vida. No obstante, si se quiere, se puede renovar con frecuencia cuantas veces se quiera. Este Ofrecimiento, no anula, impide o coarta otros ofrecimientos que se hayan hecho: son totalmente compatibles todos los ofrecimientos con éste, como el Mismo Jesús le dijo a la misma religiosa: "Aunque un alma haya hecho otro Ofrecimiento, éste lo compendiará doto y está por encima de ellos. Esta será, pues, la corona, el aderezo más precioso y el distintivo de su nobleza espiritual en el Cielo".
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LAS INDULGENCIAS La Iglesia tiene un gran tesoro: las indulgencias. Es un deber de todo católico profundizar en su conocimiento y saber cuáles son las riquezas que nos ofrece. La Iglesia concede mediante el cumplimiento de ciertas condiciones, las indulgencias. Todo pecado perdonado lleva consigo una pena temporal que es preciso cumplir para satisfacer a la Justicia divina, ya en la tierra o después en el Purgatorio. Es sobre esta pena merecida, que la Iglesia, investida de la misión que Dios le ha encomendado, se muestra indulgente a imagen de Cristo. La indulgencia que la Iglesia nos ofrece es la remisión ante Dios de la pena temporal debida por nuestros pecados, estando la falta ya borrada; indulgencia que el fiel bien dispuesto obtiene cumpliendo ciertas condiciones determinadas por la Iglesia, dispensadora de la Redención, que distribuye y aplica por su autoridad el tesoro de reparaciones de Cristo y los Santos. La indulgencia es plenaria o parcial, según libere entera o parcialmente de la pena temporal merecida hasta aquel momento por el fiel. Puede ser aplicada a los difuntos a manera de sufragios, para liberar sus almas del Purgatorio. Pero no puede ser aplicada por otra persona viva. No se puede ganar más que una indulgencia plenaria por día, salvo una segunda vez cuando está en peligro de muerte. Las indulgencias parciales pueden ganarse varias veces al día y doblan el valor que el acto tendría en sí. Aprovechemos este caudal de riquezas que la Iglesia pone a nuestra disposición y ofrezcamos por nuestros difuntos, por todas las almas del Purgatorio, este acto de caridad que repercutirá en nuestro propio bien, según el dogma de la Comunión de los Santos: ese fluir maravilloso de la savia vivificante de la gracia por todo el Cuerpo Místico de Cristo, que constituye la Iglesia militante, purgante y triunfante. Puede ser que las condiciones que impone la Iglesia parezcan a primera vista formalistas, pero no olvidemos que somos de carne y hueso y que tenemos necesidad de signos. Y ahí está la Iglesia para ser nuestra guía. Esta es la misión que San Pedro recibió de Jesús, Dios hecho Hombre: "Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos (Mateo 16, 19). Para ganar indulgencias es necesario haber recibido el sacramento del bautismo, no estar excomulgado y estar en gracia de Dios. Es también preciso tener intención de ganarlas y que las acciones sean cumplidas en el tiempo y la forma establecidos para su concesión. Para ganar indulgencia plenaria se requiere la ejecución de la obra prescrita y la realización de tres condiciones: la confesión sacramental, la comunión eucarística y una plegaria por las intenciones del Sumo Pontífice, por ejemplo un Padrenuestro, Avemaría y Gloria, condiciones que pueden ser cumplidas algunos días antes o después de la ejecución de la obra, pero se recomienda que la comunión y la plegaria por las intenciones del Sumo Pontífice sean en el mismo día. Varias indulgencias plenarias pueden ser ganadas por una sola confesión sacramental, pero cada una requiere una comunión y oración por el Santo Padre. Se puede ganar indulgencia plenaria en muchos casos, entre ellos los siguientes: - Rezo del Rosario en una iglesia, en familia, en comunidad, o en una piadosa Asociación - Ejercicio del Vía Crucis. - Visitar el cementerio del 1 al 8 de Noviembre (los demás días se gana indulgencia parcial). - Asistir a la Acción Litúrgica del Viernes Santo y besar devotamente la cruz. - El niño que recibe la Primera Comunión y los fieles que asistan al acto... - El Jueves Santo y el día del Corpus asistiendo al canto solemne del "Tantum ergo" con su Oración correspondiente (parcial los demás días) - Visitar una iglesia el día de la conmemoración de los Fieles Difuntos. 272
- Renovar las promesas del Bautismo en la celebración de la Vigilia Pascual, y en el aniversario del propio bautismo (parcial los demás días). Indulgencias parciales se pueden obtener entre otros muchos casos, en los siguientes: - Ganan indulgencia parcial aquellos que en el cumplimiento de sus deberes y en el sufrimiento de las penas de la vida, levantan su corazón hacia Dios con humilde confianza añadiendo, aunque sólo sea mentalmente, alguna invocación piadosa. - Aquellos, que llevado del espíritu de penitencia, se privan voluntariamente de alguna cosa lícita. - Rezar el Acto de Contrición. - Invocación al Espíritu Santo. - Invocación a San José. - Invocación al Ángel de la Guarda. - Rezar el Ángelus o "Regina Coeli". - Rezar el Credo. - Ganan indulgencia parcial los que enseñan o aprenden la Doctrina Cristiana. - Ganan indulgencia parcial aquellos que rezan las Letanías de la Virgen, de San José, de los Santos, del Sagrado Corazón de Jesús. - Rezando el "Acordaos". - Oración pidiendo por el Sumo Pontífice. - Escuchar la predicación sagrada. - Orar por la unidad de la Iglesia, etc. No despreciemos estos medios de remisión de pena temporal que tenemos a nuestra disposición y de nuestros difuntos: en esta vida se le hace poco caso, pero cuando estemos en la otra, veremos todo su profundo valor.
ALGUNAS ORACIONES INDULGENCIADAS ( APLICABLES A LOS DIFUNTOS) Acuérdate, Virgen María, que jamás se oyó de decir que uno sólo de los que acudieron a tu protección, implorando tu asistencia y reclamando tu socorro haya sido desamparado de Ti. Nosotros, pecadores, animados con esa confianza, acudimos a ti, Madre, Virgen de las vírgenes. A Ti, venimos, delante de Ti, nos presentamos implorando. No quieras, Madre de Dios, despreciar nuestras súplicas, antes bien óyelas y acógelas benignamente. Amén. (Esta Oración es también llamada "Acordaos"). *
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Trinidad Santa, un solo Dios, ten misericordia de nosotros. *
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Al Rey de los siglos, inmortal e invisible, a sólo Dios sea dado honor y gloria, por los siglos de los siglos. Amén *
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Dios mío, nuestro único Bien, Tú lo eres todo par nosotros, que seamos nosotros todo para Ti. *
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Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, compadécete de nosotros. *
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¡Oh Dios, ven en nuestro socorro! Apresúrate Señor a ayudarnos. *
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Señor, aumenta en nosotros la fe. *
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¡Jesús! *
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Sea alabado y adorado para siempre el Santísimo Sacramento del altar. *
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Te saludamos Cruz, esperanza única. *
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Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos Señor, Dios nuestro. *
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Te agradecemos Señor que hayas muerto en la Cruz por nuestros pecados. *
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Dulce corazón de nuestro Jesús, haz que te amemos siempre más y más. *
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Corazón de Jesús inflamado de amor por nosotros, inflama nuestro corazón en amor a Ti. *
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Corazón de Jesús, en Ti confío. *
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Jesús manso y humilde de Corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo. *
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Sagrado Corazón de Jesús, protege a nuestras familias. *
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Sagrado Corazón de Jesús, convierte a los pobres blasfemos. *
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Dígnate Señor, guardarnos sin pecado en el día de hoy. *
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Sacratísimo Corazón de Jesús, ten piedad de nosotros. *
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Virgen Santa, permítenos que te alabemos, danos fortaleza contra tus enemigos. *
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Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, ruega a Jesús por nosotros. *
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María, Madre de gracia, Madre de misericordia, defiéndenos de nuestros enemigos y recíbenos en la hora de nuestra muerte. Amén *
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Bendita sea la santa e inmaculada concepción de la gloriosísima Virgen María, Madre de Dios. *
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María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti. *
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Santa Madre, graba fuertemente en nuestro corazón las llagas de Jesús crucificado. *
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Dulce Corazón de María, sé la salvación mía. *
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Corazón purísimo de la Santísima Virgen María, alcánzanos de Jesús la pureza y humildad de Corazón. *
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San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha para que no perezcamos en el terrible juicio de Dios. *
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Glorioso San José, haz que llevemos una vida impecable siempre seguros bajo tu patrocinio. *
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Envía, Señor buenos operarios a tu mies. *
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Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía. Jesús, José y María, descanse en paz con vosotros el alma mía. *
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Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu. *
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Hágase tu voluntad. *
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Nuestra Señora de Montserrat, ruega por nosotros. *
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Nuestra Señora de Fátima, ruega por nosotros. *
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Salve, Cruz, única esperanza. *
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Reina del Sacratísimo Rosario, ruega por nosotros. *
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Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera.
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Nuestra Señora de las Mercedes, ruega por nosotros. *
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Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, danos la paz. *
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Santa María, Virgen Madre de Dios, intercede por nosotros. *
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De todo pecado, líbranos, Señor. *
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Nuestra Señora del Pilar, ruega por nosotros. *
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María, Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros. *
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María, Madre nuestra, nos consagramos a tu Corazón Inmaculado. Protégenos ahora y siempre como hijos tuyos. Amén. *
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Por tu Inmaculada Concepción, María, haz puros nuestros cuerpos y santas nuestras almas. *
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Reina del Sagrado Corazón, ruega por nosotros. *
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Lirio Blanco de la Santísima Trinidad, ruega por nosotros. *
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Rosa Brillante que embellece el Cielo, ruega por nosotros. *
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Nuestra Señora del Carmen, ruega por nosotros.
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Nuestra Señora de los Dolores, ruega por nosotros. *
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Nuestra Señora de la Victoria, ruega por nosotros. *
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Virgen Santísima, inunda toda la Humanidad con las gracias de la llama de amor de tu Corazón, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. *
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Inmaculado Corazón de María, ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
EPÍLOGO Vamos a acabar esta exposición sobre el Purgatorio con un Sermón del Santo Cura de Ars a sus feligreses aquel lugar de purificación: El Santo nos recuerda la naturaleza y sentido del Fuego Purificador, y los motivos que llevan a tanta gente a tener que sufrirlo a veces por cientos de años antes de ingresar en el Paraíso Celestial. "Vengo por Dios. ¿Para qué subiría hoy al púlpito, queridos hermanos?, ¿qué voy a decirles? Que vengo en provecho de Dios mismo. Y de vuestros pobres padres; a despertar en ustedes el amor y la gratitud que les corresponde. Vengo a recordarles otra vez aquella bondad y todo el amor que les han dado mientras estuvieron en este mundo. Y vengo a decirles que muchos de ellos sufren en el Purgatorio, lloran y suplican con urgencia la ayuda de vuestras oraciones y de vuestras buenas obras. Me parece oírlos clamar en la profundidad de los fuegos que los devoran: "Cuéntales a nuestros amados, a nuestros hijos, a todos nuestros familiares cuán grandes son los demonios que nos están haciendo sufrir. Nosotros nos arrojamos a vuestros pies para implorar la ayuda de sus oraciones. ¡Ah! Cuéntales que desde que tuvimos que separarnos, hemos estado quemándonos entre las llamas! ¿Quién podría permanecer indiferente ante el sufrimiento que estamos soportando?". ¿Ven, queridos hermanos? ¿Escuchan a esa tierna madre, a ese dedicado padre, a todos aquellos familiares que los han atendido y ayudado?, "Amigos míos - gritan líbrennos de estas penas, ustedes que pueden hacerlo". Consideren, entonces, mis queridos hermanos: a) la magnitud de los sufrimientos que soportan las almas en el Purgatorio; y b) los medios que ustedes poseen para mitigarlos: vuestras oraciones, buenas acciones y, sobre todo, el santo sacrificio de la Misa. Y no quieran pararse a dudar sorbe la existencia del Purgatorio, eso sería una pérdida de tiempo. Ninguno entre ustedes tiene la menor duda sobre esto. La Iglesia, a quien Jesucristo prometió la guía del Espíritu Santo, y que por consiguiente no puede estar equivocada y extraviarnos, nos enseña sobre el Purgatorio de una manera
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positiva y clara y es, por cierto y muy cierto, el lugar donde las almas de los justos completan la expiación de sus pecados antes de ser admitidos a la gloria del Paraíso, el cual les está asegurado. Sí, mis queridos hermanos, es un artículo de fe: Si no hacemos penitencia proporcional al tamaño de nuestros pecados, aún cuando estemos perdonados en el Sagrado Tribunal, estaremos obligados a expiarlos... En las Sagradas Escrituras hay muchos textos que señalan que, aun cuando nuestros pecados puedan ser perdonados, el Señor impone la obligación de sufrir en este mundo dificultades, o en el siguiente, en las llamas del Purgatorio. Miren lo que le ocurrió a Adán. Debido a su arrepentimiento Dios lo perdonó, pero aún así lo condenó a hacer penitencia durante novecientos años, esto supera lo que uno podría imaginar. Y vean también: David ordenó, contrariando la voluntad de Dios, el censo de sus súbditos, pero luego acicateado por remordimientos de conciencia, vio su propio pecado y, arrojándose sobre el piso, rogó al Señor que lo perdonase. Dios, conmovido por su arrepentimiento, lo perdonó, en efecto. Mas, a pesar de ello, le hizo saber que debería elegir entre tres castigos que le había preparado debido a su iniquidad: plaga, guerra o hambruna. Y David dijo: "Prefiero caer en manos del Señor (ya que muchas son sus gracias) que en las manos de los hombres". Eligió la plaga, que duró tres días, y se llevó a setenta mil súbditos suyos. Si el Señor no hubiera detenido la mano del Andel, que se extendía sobre toda la ciudad, ¡Jerusalén hubiese quedado despoblada! David, considerando los muchos males causados por sus pecados, suplicó a Dios que le diera la gracia de castigarlo solamente a él y no al pueblo, que era inocente. Consideren, también, el castigo a María Magdalena; tal vez esto ablande un poco vuestros corazones; ¿cuál será el número de años, mis queridos hermanos, que tendremos que sufrir en el Purgatorio, nosotros que tenemos tantos pecados y que, so pretexto de habernos confesado, no hacemos penitencia ni derramamos ninguna lágrima? ¿Cuántos años de sufrimiento debemos esperar para la próxima vida en el Cielo? Cuando los Santos Padres nos cuentan los tormentos que se sufren en tal lugar, parecen los sufrimientos que soportó Nuestro Señor Jesucristo en su pasión, ¿eso les describirá sensiblemente las torturas que estas almas padecen? Sin embargo, es cierto que si el más leve de los tormentos que padeció Nuestro Señor hubiese sido compartido por el género humano, este hubiese fenecido bajo tal violencia. El fuego del Purgatorio es el mismo fuego que el del Infierno, la única diferencia es que el fuego del Purgatorio no es para siempre. ¡Oh! Quisiera Dios, en su gran misericordia, permitir que una de estas pobres almas entre las llamas apareciese aquí rodeada de fuego y nos diese ella misma un relato de los sufrimientos que soporta; esta iglesia, mis queridos hermanos, reverberaría con sus gritos y sollozos y, tal vez, terminaría finalmente por ablandar vuestros corazones. "¡Oh! ¡Cómo sufrimos!", nos gritarían a nosotros; "sáquennos de estos tormentos. Ustedes pueden hacerlo. ¡Si sólo experimentaran el tormento de estar separados de Dios!... ¡Cruel separación! ¡Quemarse en el fuego por la justicia de Dios! ¡Sufrir dolores inenarrables al hombre mortal!, ¡ser devorados por remordimientos sabiendo que podríamos tan fácilmente evitar tales dolores!... Oh hijos míos, gimen los padres y las madres, ¿pueden abandonarnos así a nosotros, que los amamos tanto? ¿Pueden dormirse tranquilamente y dejarnos a nosotros yacer en una cama de fuego? ¿Se atreven a darse a ustedes mismos placeres y alegrías mientras nosotros aquí sufrimos y lloramos noche y día? Ustedes tienen nuestra riqueza, nuestros hogares, están gozando el fruto de nuestros esfuerzos, y nos abandonan aquí, en este lugar de tormentos, ¡donde tenemos que sufrir por tantos años!... y nada para darnos, ni una misa... Ustedes pueden aliviar nuestros sufrimientos, abrir nuestra prisión, pero nos
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abandonan. ¡Oh! qué crueles son estos sufrimientos... Sí, queridos hermanos, la gente juzga muy diferentemente en las llamas del Purgatorio sobre los pecados veniales, si es que se puede llamar leves a los pecados que llevan a soportar tales penalidades rigurosas. Qué desgraciados serían los hombres, proclamaron los Profetas, aún los más justos, si Dios no los juzgara con misericordia. Si Él ha encontrado manchas en el sol y malicia aún en los ángeles, ¿qué queda entonces para un hombre pecador? Y para nosotros, que hemos cometido tantos pecados mortales y sin hacer prácticamente nada para satisfacer la justicia de Dios, ¿cuántos años serán de Purgatorio?, "Dios mío", decía Santa Teresa, "¿qué alma será lo suficientemente pura para que pueda entrar al cielo sin pasar por las llamas purificadoras?". En su última enfermedad, gritó de pronto: "¡Oh justicia y poder de mi Dios, cuán terribles son!". Durante su agonía, Dios le permitió ver Su Santidad como los ángeles y los santos lo veían en el Cielo, lo cual la aterró tanto que sus hermanas, viéndola temblar muy agitada, le dijeron llorando: "Oh, Madre, ¿qué sucede contigo?, seguramente no temes a la muerte después de tantas penitencias y tan abundantes y amargas lágrimas..."No, hijas mías - replicó Santa Teresa - no temo a la muerte, por el contrario, la deseo para poder unirme para siempre con mi Dios". "¿Son tus pecados, entonces, lo que te atemorizan, después de tanta mortificación?", "Sí, hijas mías - les dijo - temo por mis pecados y por otra cosa más aún", "¿es el juicio, entonces?", "Sí, tiemblo ante las cuentas que es necesario rendir a Dios, quien en ese momento no será piadoso, y hay aún algo más cuyo solo pensamiento me hace morir de terror". Las pobres hermanas estaban muy perturbadas: "¿Puede ser el Infierno, entonces?". "No, gracias a Dios eso no es para mí, oh, mis hermanas, es la santidad de Dios, mi Dios, ¡ten piedad de mí! Mi vida debe ser puesta cara a cara con la del mismo Señor Jesucristo. ¡Pobre de mí si tengo la más mínima mancha! ¡Pobre de mí si aún hay una sombra de pecado!". "¿Cómo serán nuestras muertes?", gritaron las hermanas. ¿Cómo serán las nuestras, entonces, mis queridos hermanos, que quizás en todas nuestras penitencias y buenas acciones, nunca hemos purgado un solo pecado perdonado en el tribunal de Penitencia? ¡Cuántos años y centurias de castigo nos tocarían! ¡Cómo nos gustaría no pagar nada por nuestras faltas, tales como esas pequeñas mentiras que nos divierte, pequeños escándalos, el desprecio a las gracias que Dios nos concede a cada rato, las pequeñas murmuraciones sobre las dificultades que nos manda el Señor! No, queridos hermanos, nunca nos animaríamos a cometer el menor pecado, si pudiéramos comprender lo mucho que esto ofende a Dios y cuánto merece ser castigado aún en este mundo. Dios es justo, queridos hermanos, en todo lo que hace; y cuando nos recompensa por la más mínima buena acción, nos da con creces lo que podríamos desear. Un buen pensamiento, un buen deseo, es decir, el deseo de hacer alguna buena obra aún cuando no estemos capacitados para lograrlo. Nunca nos deja sin recompensa. Pero también, si se trata de castigarnos lo hace con rigor, aún las faltas leves, y por ellas seremos enviados al Purgatorio. Esto es verdad, pues vemos en las vidas de los santos que muchos de ellos no fueron directamente al Cielo, primero tuvieron que pasar por las llamas del Purgatorio. San Pedro Damián cuenta que su hermana debió pasar varios años en el Purgatorio por haber escuchado una canción maliciosa con cierto beneplácito de su parte. Y se dice que dos religiosos se prometieron uno al otro que el primero en morir le contaría al otro sobre el estado en que se hallaba. Dios permitió a uno morir primero y que se apareciera a su amigo. Le contó a este que había permanecido quince años en el Purgatorio por haberle gustado demasiado hacer las cosas a su manera, y cuando su amigo estaba felicitándole por haber permanecido allí tan poco tiempo, el fallecido
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replicó: "Yo hubiera preferido ser desollado vivo durante diez mil años seguidos en lugar del sufrimiento de las llamas". Un sacerdote contó a uno de sus amigos que Dios lo había condenado a permanecer en el Purgatorio durante varios meses por haber demorado la ejecución de un proyecto de buenas obras. Así que, queridos hermanos, ¿cuántos hay entre quienes me escuchan que tengan faltas similares que reprocharse a sí mismos? ¡Y cuántos, en el curso de ocho o diez años, han recibido de sus padres, o de sus amigos, el encargo de oír misa, dar limosnas, compartir algo!, ¡cuántos hay que por temor de encontrar que ciertas cosas deberían hacerse, no quieren tomarse el trabajo de considerar la voluntad de esos padres o amigos; estas pobres almas están aún detenidas en las llamas, porque nadie ha querido cumplir con sus deseos! Pobres padres y madres, que se sacrifican por la felicidad de sus hijos y de sus herederos. Tal vez ustedes hayan sido negligentes con su propia salvación para aumentar sus fortunas, y así sabotean las buenas obras que se les encargó en los testamentos... ¡pobres padres! ¡Cuán ciegos estuvieron en olvidarlos! Ustedes me dirán, quizás, "Nuestros padres vivieron buenas vidas, y eran buena gente. Necesitarían muy poco de esas llamas". Alberto el Grande, un hombre cuyas virtudes brillaron tanto, dijo sobre esta materia que él un día reveló a un amigo, que Dios lo había llevado al Purgatorio por haberse entretenido en cierta autosatisfacción envanecida sobre su propio conocimiento. Lo más asombroso es que aún habría santos allí, aún aquellos que fueron beatificados, haciendo su pasaje por el Purgatorio. San Severino, Arzobispo de Colonia, apareció ante un amigo suyo largo tiempo después de su muerte y le contó que estuvo en el Purgatorio por haber postergado para la noche las oraciones que debió decir a la mañana. ¡Oh! ¡Cuántos años de purgatorio habrá para aquellos cristianos que no tienen el menor inconveniente en diferir las oraciones para algún otro día con la excusa de tener trabajos más urgentes! Si realmente deseamos la felicidad de tener a Dios, debemos evitar tanto las pequeñas faltas como las grandes, ya que la separación de Dios es un tormento tan asustante para todas estas pobres almas..." No olvidemos esto que hemos leído sobre el Purgatorio. Nada más cierto que la muerte; nada más verdadero que el juicio, el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Seamos entonces conscientes con estas realidades y preparémonos para afrontar bien el juicio de Dios con la devoción a María, la Virgen, Nuestra Madre del Cielo, con la recepción de los sacramentos, con la oración, sobre todo el Rosario, y con todas las buenas obras que podamos realizar en nuestras vidas, cada día, cada mes, cada año, siempre, no perdamos nunca la oportunidad de hacer el bien, sabiendo que ese bien constituirá nuestro tesoro del Cielo que nadie nos podrá arrebata, y además nos librará de muchas penas en el Purgatorio. Pensemos también en nuestros parientes, en nuestro prójimo necesitado. ¿Nos gustaría que nuestros hijos estuvieran entre aquellas llamas y no ayudarles?... ¿Nos gustaría ver a nuestros padres o hermanos entre aquellas llamas y no ayudarles?... ¿O a nuestra esposa o esposo?... ¿O a nuestros amigos?... ¿O a nosotros mismos?... ¿O a personas necesitadas?... La misma medida que usemos con los demás, será usada con nosotros: hoy por ellos, por los que ya partieron, por los que ya se fueron, mañana por nosotros... No lo olvides Pongamos, pues, en orden nuestras vidas, pensando en lo que nos espera tras la muerte y no olvidemos nunca a las pobres almas que ahora mismo, en este mismo instante en que lees este libro, están sufriendo terriblemente en el Purgatorio sin poder
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auxiliarse a sí mismas, y que están esperando nuestras oraciones, nuestros rosarios, nuestras limosnas, nuestras misas... Acabamos este apartado con las palabras de Jesús a María Valtorta: ―En mi Iglesia habrá siempre sacerdotes, doctores, profetas, exorcistas, confesores, obradores de milagros, inspirados: todo lo que ella requiere para que las gentes reciban de ella lo necesario. El Cielo, la Iglesia triunfante, no dejará sola a la Iglesia docente, y ésta socorrerá a la Iglesia militante. No son tres cuerpos. Son un solo Cuerpo. No hay división entre ellas, sino comunión de amor y de fin: amar la Caridad; gozar de la Caridad en el Cielo, su Reino. Por eso, también la Iglesia militante deberá, con amor, aportar sufragios a la parte suya que, destinada ya a la triunfante, todavía se encuentra excluida de ésta por razón de la satisfactoria reparación de las faltas absueltas pero no expiadas enteramente ante la perfecta divina Justicia. En el Cuerpo místico todo debe hacerse en el amor y por amor, porque el amor es la sangre que por él circula. Socorred a los hermanos que purgan. De la misma manera que he dicho que las obras de misericordia corporales os conquistan un premio en el Cielo, también he dicho que os lo conquistan las espirituales. Y en verdad os digo que el sufragio para los difuntos, para que entren en la paz, es una gran obra de misericordia, por la cual Dios os bendecirá y os estarán agradecidos los beneficiarios del sufragio. Os digo que cuando, en el día de la resurrección de la carne, estéis todos congregados ante Cristo Juez, entre aquellos a quienes bendeciré estarán los que tuvieron amor por los hermanos purgantes ofreciendo y orando por su paz. Ninguna buena acción quedará sin fruto, y muchos resplandecerán vivamente en el Cielo sin haber predicado ni administrado ni realizado viajes apostólicos, sin haber abrazado especiales estados, sino solamente por haber orado y sufrido por dar paz a los purgantes, por llevar a la conversión a los mortales. También estas personas, sacerdotes a quienes el mundo desconoce, apóstoles desconocidos, víctimas que sólo Dios ve, recibirán el premio de los jornaleros del Señor, pues habrán hecho de su vida un perpetuo sacrificio de amor por los hermanos y por la gloria de Dios. En verdad os digo que a la vida eterna se llega por muchos caminos, y uno de ellos es éste, y muy apreciado por mi Corazón.‖
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LIMBO Es el lugar donde van los niños muertos sin bautizar, así como los adultos buenos, ya purificados de sus faltas en el Purgatorio, pero que no han sido regenerados con las aguas bautismales: islámicos, hindúes, paganos, etc. Este Limbo es el mismo al que iban los justos antes de la muerte de Nuestro Señor Jesucristo y que quedó vacío cuando Jesús, tras su muerte horrorosa en la Cruz, lo visitó (I Pedro 3, 19 – 20), sacando de él todas las almas de los justos desde Adán y Eva hasta el momento de su muerte. El bautismo es condición imprescindible para entrar en el Paraíso. Jesús, Dios hecho Hombre, nos lo dice en (Marcos 16, 16): "El que creyere Y SE BAUTIZARE se salvará; pero el que no creyere será condenado". El que no creyere se condena, pero no dice Jesús que se condena el que no esté bautizado, aunque tampoco dice que entra en el Reino de los cielos. ¿Dónde va entonces? Al Infierno no, porque Jesús sólo dice, como hemos visto antes, que se condenará el que no creyere; o sea el que no cumpla los Mandamientos. ¡Pero, y el bueno que nadie le ha hablado de Dios o el niño que muere sin bautismo? ¿Se condenan?... No, Jesús no dice que se condene. ¡Luego a dónde va? ¿A un lugar de purificación, o sea, al Purgatorio, como se menciona en 2 Macabeos 12, 43 – 46? Sí, si el que muere sin bautizar es un adulto, y tiene faltas que pagar. Pero ¿y si el que muere es un niño que muere sin uso de razón o asesinado por abortos criminales? Esos niños van al Limbo, así como los adultos buenos, no bautizados, que ya han purificado sus faltas en el Purgatorio, pero que no pueden entrar en el Paraíso, porque les falta el bautismo como se ve en la Biblia: (Marcos 16, 16) (Juan 3, 5) Romanos 10, 13 – 15) etc. Hay un pasaje en la Biblia que es clarificador sobre la existencia del Limbo. Y este pasaje es el de (I Corintios 15 – 29). Leámoslo. "Porque ¿qué conseguirán quienes se bautizan a favor de los difuntos, si absolutamente los muertos no resucitan? ¿Por qué, pues, se bautizan por los muertos?"... Si analizamos detalladamente este versículo observamos que San Pablo, queriendo confirmar la realidad de la resurrección, les pregunta a los corintios por qué ellos se bautizan por los difuntos, no como crítica a una costumbre tonta, inútil, sino como algo en lo que él se apoya para hacerles ver que la resurrección es una evidencia, una verdad. Ahora bien, si San Pablo no habla de la inutilidad de esta práctica, antes bien se apoya en ella para demostrar a los cristianos corintios la verdad de la resurrección podemos preguntar ¿qué sitio es ése que sólo necesita el bautismo para salir de él y entrar en la Gloria, en el Cielo? ¿Es el Purgatorio? No, porque no necesitan esas almas purificación, expiación, sino sólo la regeneración bautismal de la culpa original. Luego, aquí, en este versículo de la Carta de San Pablo a los Corintios, tenemos una evidencia bíblica de la existencia del Limbo: lugar que no es el Infierno (del Infierno no se sale), ni el Purgatorio (donde se va a purificarse), ni el Paraíso (puesto que aún tiene la culpa original). ¿Qué es el Limbo?...Es un lugar donde no se ve a Dios, pero donde se goza de una felicidad natural, felicidad que, no obstante, no es ni la millonésima parte, y me quedo cortísimo, de lo que es la felicidad de los bienaventurados en el Cielo. Hace poco una señora, madre de 6 hijos, un alma heroica y muy sufrida contaba lo siguiente: "Yo iba en mi autobús sentada junto a la ventana, y rezando el santo rosario, de repente brilla una luz y veo junto a mí a Jesús, el que me dice; “Mira la cueva del asesino”; miro por todas partes y digo Señor, por la derecha no hay sino campo. Quizás sería esto aquí donde se puede leer: CLÍNICA GINECOLÓGICA.Jesús dice: “Sí es esta, de tales hay mas y habrá mas todavía. Reza por los médicos y
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por todos los que están colaborando, sobre todo por las madres que matan a sus hijos y los hacen matar antes de dar a luz. Hoy por la noche te diré mas acerca de esto.” Durante la noche el Señor me mostró un cuadro espantoso; vi la tierra cubierta de pequeñísimos cadáveres de niños, era tan horripilante el aspecto que escribí en mis apuntes; “Veo la matanza de los niños de Belén, pero miles de millones de veces más grande”. Lloré al ver este cuadro tan terrible. El Señor me dijo; EL ESPÍRITU DE IMPUREZA ha llegado a todas partes, y casi todos le dieron entrada. ¡Ay de los que le escuchan! De la noche a la mañana se hundirán juntamente con sus casas en el abismo del pecado. Están visitando los cementerios para rezar a la tumba del único hijo que Dios se llevó; siendo su propiedad. Pero no lloran por los otros cruelmente asesinados. Al contrario llegará el tiempo en que crean que están haciendo un favor a Dios y a los hombres matando a esos pequeñitos. Benditas todas las casas donde vive un alma víctima que se entrega a Dios como expiación por tantos pecados. Después vi en el firmamento innumerables cabecitas de niñitos, dije: ¿Señor, estas no son cabezas de ángeles? JESÚS contestó; no, son pequeñitos que fueron asesinados. Ellos serán los acusadores en el juicio, reza por sus asesinos a fin de que consigan perdón en el Juicio Final. ¿Pregunta; Señor, porque me dijiste esto a mí y me lo dejaste ver? Sé que estos nunca van a ver a Dios... JESÚS me dijo, MARÍA, tú tendrás que cumplir una gran misión. Estos pequeñitos, si pueden llegar a la visión beatífica de Dios. Propaga lo que voy a decirte, dilo también a mis sacerdotes, van a contradecirte; pero en el transcurso del tiempo lo reconocerán y lo practicarán para la felicidad de los niños. Ustedes si pueden bautizar a estos niños, escucha primero.- reza un credo, después toma agua bendita y la rocías por todas partes diciendo; A TODOS VOSOTROS NACIDOS MUERTOS DE DÍA Y DE NOCHE Y A TODOS LOS QUE VAIS A NACER MUERTOS, Y TAMBIÉN A TODOS LOS QUE VAIS A SER MATADOS EN EL SENO DE VUESTRA MADRE- Y VAIS A SER MATADOS – A FIN DE QUE ALCANCÉIS POR MEDIO DE JESUCRISTO LA VIDA ETERNA (aquí se puede dar un nombre de pila; Juan, José, María, etc...) YO OS BAUTIZO EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO, Y DEL ESPÍRITU SANTO. AMÉN. DIOS HARÁ QUE EL AGUA BAUTISMAL CAIGA SOBRE LAS CABECITAS DE ESTOS NIÑOS, DÁNDOLE A CADA UNO SU NOMBRE. Según la medida de vuestras oraciones se os dará esas almas pequeñitas para quienes abristeis el cielo. Al final se reza un Padre Nuestro, un Ave María y un Gloria." La misma señora cuenta: "Cuando estuve otra vez encinta ya era el sexto mes – el médico me dijo que mi hijo iba a nacer muerto. Angustiada pensé ¿Cómo voy a bautizar a mi hijo?: Me vino la idea de echar agua sobre mi vientre diciendo; Rafalito, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo y añadí; Señor haz llegar el agua sobre la cabeza del niño, - Un año mas tarde tuve que sufrir una grave operación. Al despertar de la narcosis vi junto a mi cama un niño bellísimo, le pregunté: ¿Quién eres tu, mi angelito?, me contestó, ―Soy tu hijo Rafael, pues con el bautismo me abriste el cielo...‖ He rezado por ti para que te cures. Dios me dio el permiso de aparecerme para consuelo tuyo y para confirmarte mi salvación. Adiós, mamita; Adiós - Vivo testimonio sobre la salvación de los niños no bautizados. A un alma privilegiada, llamada Mama Vogl, le dijo el Señor: ―¿Oíste hablar del bautismo de deseo? Siempre puedes mantener el deseo de que todos los niños que nacen queden bautizados. Con tu voluntad pueden administrarle el bautismo de emergencia.
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Además pueden ofrecer en cada momento al Padre Celestial mi Sangre Preciosa por todos los niños que murieron sin bautismo, a fin de que sean lavados en mi Sangre. Hija Mía, he prodigado todo mi amor, sin retener nada para mí.‖ En otra oportunidad volvió el Señor a hablarle del bautismo de deseo, aplicable a todos los niños que nacen, ―tú puedes dijo el Señor Amarme con mi amor, que no tiene limite por todos los humanos‖. Hazlo todo con mi amor, ¿Oíste hablar del bautismo de deseo?, siempre puedes tener el deseo de que todos los niños que nacen reciban el Santo Bautismo, tu puedes administrarle con tu voluntad el bautismo de emergencia. ¿Tanta maravilla!, ofreciendo al Padre Celestial la Sangre de Jesús por los niños no bautizados y deseando que reciban la vida eterna, los enviamos al cielo revistiéndolos del vestido maravilloso de la Gracia santificante la cual los hace capaces de entrar en la Gloria. Hace pocos años murió una religiosa, anciana de un convento de Alemania. Ya estaba agonizando, de repente se iluminó su rostro y mirando con ojos maravillados a lo lejos exclamó: ―Oh, tantos niños negritos, tantos niños negritos, te están buscando para llevarte al cielo‖. Las otras hermanas que presenciaron el hecho, no vieron nada, pero si oyeron sus palabras y vieron el rostro radiante de la moribunda. Ahora recordaban que la ancianita tenía la costumbre de dar todas las noches antes de acostarse el agua bendita a los niños negros no bautizados en África. Ahora vinieron estos mismos niños bautizados de lejos, a buscar a su bienhechora. En verdad, una confirmación maravillosa de lo antes dicho;... Según todo esto, ¿podemos sacar almas del Limbo? Según lo que acabamos de leer y lo que se dice en el versículo de San Pablo, sí. Actualmente también hay corriente en la Iglesia que ya están volviendo a practicar esta laudable costumbre primitiva de bautizase unos a otros por los difuntos, con lo cual aceleraremos su entrada en el Paraíso. Digo "aceleraremos" porque según revelaciones a distintos Santos, entre ellos María Valtorta, " día llegará, y será éste el del Juicio Final, en que el Purgatorio habrá desaparecido y pasarán sus moradores al Reino de Dios. Y tampoco el Limbo existirá ya, por cuanto el Redentor lo es tal para todos los hombres que siguen la justicia por honrar a Dios en el que creen y por tender a Él, del modo que lo conocen, con todas sus fuerzas"...Estas palabras a María Valtorta, nos hacen ver cómo el Limbo desaparecerá y sus moradores irán al Cielo, pero mientras tanto, si queremos acelerar su entrada en el Paraíso podemos aplicar la fórmula que propone el P. Andrés D´Ascanio (o. f. m. c.) en su librito "El Bautismo de los niños que no han nacido". Ed. "I Nidi di Preghiera" (P. O. Box 135 – 67100 L´AQUILA (Italia). Para ello se coge agua bendita y haciendo la señal de la cruz en el aire, se dice: "Juan (o cualquier otro nombre, se le puede poner el que quiera) yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Y un alma sale del Limbo camino del Paraíso. Ciertamente sabemos que al final todos irán al Cielo, pero si podemos adelantar esta entrada en la Gloria, hacemos con ellos una verdadera obra de caridad y daremos una gran alegría a Dios, Padre amantísimo, que quiere tener a sus hijos con Él, en el gozo eterno. Este bautismo lo puede practicar cualquier cristiano, incluso no cristiano, y puede usar para ello, si es posible, agua bendita, y si no, agua normal. No obstante hemos de procurar bautizar a los niños recién nacidos cuanto antes mejor. La Beata Ana Catalina Emmerick cuenta algo que le ocurrió a ella con referencia a esto de no querer bautizar a los niños desde pequeñitos: " En cuanto al bautismo de los niños me ocurrió un caso que demuestra la necesidad de practicarlo ya desde pequeños y no de adultos, como algunos desviados aconsejan, alegando una
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hipotética libertad de elección: no se puede jugar con la felicidad dichosa de las almas. Una madre que estaba en parto difícil me mandó rogar que le ayudase con mis oraciones. Yo en visión sabía que el niño iba a morir al nacer y aconsejé a la nodriza que lo bautizara en el vientre de la madre. Por fin, ésta, tras algunas indecisiones, bautizó el aniño antes de nacer, que aún estaba vivo. Después cuando el niño nació, ya estaba muerto; la madre murió poco después. El mismo día el niño bautizado se me apareció alegre y luminoso como si desde tiempo me conociese, dándome gracias por el bautismo y diciéndome: - Sin tu ayuda hubiera tenido que estar con los paganos. En este lugar, el Limbo, los paganos muertos sin bautismo, pero que durante sus vidas han practicado, sin saberlo, las obras de caridad mandadas por Jesús, gozan, pero no como en el Paraíso"... Al final de los tiempos, pues, como ya hemos mencionado, el Limbo desaparecerá. Acabamos este apartado con las palabras reveladas a María Valtorta sobre el Limbo y los no creyentes, no católicos, pero llenos de buena voluntad: "Hoy en día damos la calificación de gentiles a quienes no son cristianos católicos. Llamémosles así mientras meditamos las palabras de San Pablo. Ellos (los no católicos pero buenas personas) que, sin tener la Ley, hacen naturalmente lo que la Ley prescribe, cuando juzgue Dios por medio del Salvador las secretas acciones de los hombres, serán justificados. Estos son muchos, en gran número. Será la muchedumbre inmensa... de toda nación, tribu, pueblo, lengua, sobre la cual, en el último día, por los infinitos méritos de Cristo inmolado hasta el derramamiento de la última gota de su sangre y agua, aparecerá impreso, como prenda de salvación y premio, antes del último e inapelable juicio, el sello del Dios vivo. Su virtud, su obediencia espontánea a la Ley (Ley natural impresa en todo hombre, aunque sea un salvaje sin instrucción) habráles bautizado sin más bautismo, habráles consagrado sin otro crisma que los infinitos méritos del Salvador. El Limbo no será ya en adelante morada de los justos, pues, como sucedió en la tarde del Viernes Santo, que el Limbo se vació de los justos que en él había porque la Sangre derramada por el Redentor habíales purificado de la mancha original, así será en la tarde de los tiempos, en que los méritos de Cristo, triunfador de todos sus enemigos, los absolverá del hecho de no haber sido de su grey en atención a su fe firme de pertenecer a la religión justa, y les premiará las virtudes que ejercitaron en vida. Si así no fuese, Dios defraudaría a estos justos que se impusieron una ley de justicia y defendieron la justicia y la virtud. Y Dios no defrauda jamás, por más que, a veces, se demore su realización; pero siempre es cierto su premio. Dios justifica, tanto a los incircuncisos (a los no cristianos católicos) como a los circuncisos (a los cristianos católicos) por medio de la fe. Y muchas veces, verdaderamente, los incircuncisos, mediante la fe misteriosa que los anima (un don divino para éstos de buena voluntad), sin que conozcan las obras prescritas por la Ley obran mejor que aquellos que la conocen, haciendo así patente que la fe vale más que la Ley para salvar al hombre, porque donde hay fe en un Dios desconocido que ama y premia por el bien realizado en su honor, allí hay esperanza y allí está la caridad. Y donde hay caridad hay salvación. Porque, ciertamente, al final de los tiempos, aquellos que no fueron bautizados con el agua lo serán con el Fuego, es decir, con la Caridad dada como premio de su caridad". *
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PARAÍSO Las almas, limpias de pecado, de todo pecado y de toda mancha, van al Paraíso. ¿Qué es el Paraíso? Podemos imaginarnos un lugar agradable con muchos árboles frutales, donde siempre es primavera, donde no hay calor, ni frío, donde no existe la enfermedad, la vejez, ni la muerte. Podemos imaginarnos que allí no existen penas, ni aburrimientos, ni odio, sino sólo paz, todos buenas personas... Imaginemos este paisaje idílico y esas condiciones, que antes hemos descrito y habremos dado una pinceladilla de lo que es el Paraíso: aquello es más, mucho más, muchísimo más de lo que jamás podamos imaginar. Según está escrito: "Lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento, lo tiene Dios preparado para aquéllos que le aman" (I Corintios 2, 9). Es indudable que cuando algún Santo ha visitado el Paraíso, incluído San Pablo, sólo ha podio ver una "apariencia" de Paraíso, porque el Paraíso verdadero, tal como es no se puede contemplar con nuestros sentidos mortales; moriríamos de la impresión. San Juan Bosco fue invitado a visitar el Paraíso (apariencia, es decir, mucho menos, muchísimo menos, millones de veces menos de lo que es en la realidad y ni aún así nos lo podríamos imaginar: el Paraíso real es algo que sobrepasa nuestra más exaltada imaginación). En esta visita se le apareció su antiguo alumno Santo Domingo Savio, quien le acompañó a ver el "Paraíso". Así lo narra San Juan Bosco: "De pronto me pareció encontrarme sobre una pequeña prominencia de terreno, al borde de una inmensa llanura cuyos confines no se llegaban a alcanzar con la vista. Aquella planicie se perdía en la inmensidad: era azulada como el mar en plena calma, aunque lo que yo contemplaba no era agua precisamente. Parecía como un terso cristal luciente. Bajo mis pies, detrás y a los lados, veía una región a la manera de una playa a orillas del océano. Anchos y enormes paseos dividían la llanura en vastísimos jardines de inenarrable belleza, todos repartidos en bosquecillos, prados y parterres de flores, de formas y colores variados. Ninguna de nuestras plantas puede darnos una idea de aquellas otras, aunque guardaban con ellas alguna semejanza. Las hierbas, las flores, los árboles, las frutas, eran vistosísimas y de bellísimo aspecto Las hojas eran de oro, los troncos y ramas de diamante y lo restante hacía juego con esta riqueza. Imposible contar las diferentes especies, y cada especie y cada flor resplandecía con luz propia. En medio de aquellos jardines y en toda la extensión de la llanura contemplaba yo innumerables edificios de un orden, belleza y armonía, de tal magnificencia y de tan extraordinarias proporciones que para la construcción de uno sólo de ellos parecía que no habrían bastado todos lo tesoros de la tierra. Al contemplar aquello me decía yo a mí mismo: - Si mis jóvenes tuvieran una sola de estas casas, ¡cómo gozarían! ¡Que felices serían! ¡Con cuánto gusto vivirían en ellas! Y así pensaba con sólo ver aquellos palacios por fuera, ¡cuál no debería ser su magnificencia interior! Mientras contemplaba extasiado tan estupendas maravillas, y el orden de aquellos jardines, llegó a mis oídos una música dulcísima y de tan grata armonía que no os podría dar una idea de ella. En su comparación, nada tienen que ver las de la tierra por bellas que sean. Eran cien mil instrumentos que producían cada uno distinto sonido del otro, mientras todos lo sonidos posibles difundían por el aire su sonoridad. A éstos uníanse los coros de los cantores.
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Vi entonces una multitud de gentes dispersas por aquellos jardines que se divertían enmedio de la mayor alegría. Quien tocaba, quien cantaba. Cada voz, cada nota, hacían el efecto de mil instrumentos reunidos, todos diversos entre sí. Al mismo tiempo oíanse los diversos grados de la escala armónica desde el más alto al más bajo que se pueda imaginar, pero todos en perfecto acorde. Para describir esta armonía no bastan las comparaciones humanas. En el rostro de aquellos felices moradores del jardín se veía que los cantores no sólo experimentaban extraordinario placer en cantar, sino que al mismo tiempo sentían un inmenso gozo al oír cantar a los demás. Y cuanto más cantaba uno, más se le encendía el deseo de cantar, y cuanto más escuchaba, más deseaba escuchar. Su canto era éste: - Salud, honor, gloria a Dios Padre Omnipotente... Autor de los siglos, que era, que es, y que vendrá a juzgar a vivos y muertos, por lo siglos de los siglos. Mientras escuchaba atónito estas celestes armonías veía aparecer multitud de jóvenes, muchos de los cuales habían estado en nuestro Oratorio y en algunos otros colegios; a muchos, por consiguiente, los conocía, aunque la mayor parte me era desconocida. Aquella muchedumbre incontable se dirigía hacia mí. A su cabeza venía Domingo Savio y detrás de él, varios sacerdotes y clérigos que habían sido profesores en el Oratorio y que ya habían fallecido, cada uno de ellos al frente de una sección de niños. Entonces preguntéme a mí mismo: -¿Duermo o estoy despierto? Y daba palmadas y me tocaba el pecho para cerciorarme de que era realidad cuanto veía. Al llegar toda aquella turba delante de mí, se detuvo a una distancia de unos ocho o diez pasos. Entonces brilló un relámpago de luz más viva, cesó la música y siguióse un profundo silencio. Aquellos jóvenes estaban inundados de una grandísima alegría que se reflejaba en sus ojos, y sus rostros eran como un trasunto de la paz interior que reinaba en sus espíritus. Me miraban con una dulce sonrisa en sus labios y parecía como si quisieran hablar, pero permanecieron en silencio. Domingo Savio se adelantó sólo dando unos pasos hacia mí, y se detuvo tan cerca de donde yo estaba que si hubiese extendido la mano ciertamente lo habría tocado. Callaba y me miraba también él sonriendo. ¡Qué belleza tan resplandeciente! Su vestido era realmente singular. Caíale hasta los pies una túnica blanquísima cuajada de diamantes y toda ella tejida de oro. Ceñía su cintura una amplia faja roja recamada de tal modo de piedras preciosas que las unas casi tocaban a las otras, entrelazándose en un dibujo tan maravilloso que ofrecían una belleza tal de colorido que yo, al contemplarla me sentía lleno de admiración. Pendíale del cuello un collar de peregrinas flores, no naturales, las hojas parecían de diamante unidas entre sí sobre tallos de oro y así todo lo demás. Estas flores refulgían con una luz sobrehumana más viva que la del sol, que en aquel instante brillaba en todo su esplendor primaveral, proyectando sus rayos sobre aquel rostro cándido y rubicundo de una manera indescriptible, e iluminándolo de tal forma que no era posible distinguir cada uno de sus rasgos. Llevaba sobre los hombros en ondulantes bucles la hermosa cabellera, dándole un aire tan bello, tan amable, tan encantador, que parecía un ángel. No menos resplandecientes de luz estaban los que le acompañaban.
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Vestían todos de diversa manera, pero siempre bellísima; más o menos rica, quien de una forma, quien de otra, y cada una de aquellas vestiduras tenían un significado que nadie sabría comprender. Pero todos llevaban la cintura ceñida por una faja roja igual a la que llevaba Domingo. Yo seguía contemplando absorto todo aquello y pensaba: -¿Qué significa esto? ¿Cómo he venido a parar a este sitio? Y no sabía explicarme dónde me encontraba. Fuera de mí, tembloroso por la reverencia que aquello me inspiraba, no me atrevía a decir palabra. También los demás continuaban silenciosos. Finalmente, Domingo despegó los labios para decir: -¿Por qué estás aquí mudo y como anonadado? ¿No eres el hombre que en otro tiempo de nada se amedrentaba? ¿Qué arrostraba intrépido las calumnias, las persecuciones, las maquinaciones de los enemigos y las angustias y los peligros de toda suerte? ¿Dónde está tu valor? ¿Por qué no hablas? - Yo no sé qué decir... Pero ¿No eres tú Domingo Savio? - Sí, lo soy ¿Ya no me reconoces? -¿Y cómo te encuentras aquí? - añadí confuso. Domingo entonces afectuosamente me dijo: - He venido para hablar contigo. ¡Cuántas veces hemos conversado juntos en la tierra! ¿No recuerdas cuánto me amabas, cuántas pruebas de estima y afecto me distes? ¿Y yo no correspondí acaso a tus desvelos? ¡Qué gran confianza puse en ti! ¿Por qué pues temes? Pregúntame algo. Entonces, cobrando un poco el ánimo, le dije: - Es que... no sé dónde me encuentro, por eso estoy temblando. - Estás en una mansión de felicidad – respondióme Domingo – en donde se gozan todas las dichas, todas las delicias. -¿Es éste, pues, el premio de los justos? - No, por cierto. Aquí no se gozan los bienes eternos, sino sólo en grado sumo, los temporales. - Entonces. ¿Todas estas son cosas naturales? - Sí, aunque embellecidas por el poder de Dios. -¡Y a mí que me parecía que esto era el Paraíso! - No, no, no! – repuso Savio – no hay ojo mortal que pueda ver las bellezas eternas. - Y estas músicas - seguí preguntando - ¿son las armonías de que gozáis en el Paraíso? -¡No, no, ya te he dicho que no! -¿Son armonías naturales? - Sí, son sonidos naturales perfeccionados por la Omnipotencia de Dios. - Y esta luz que sobrepuja a la luz del Sol, ¿es luz sobrenatural? ¿Es luz del Paraíso? - Es luz natural aunque avivada y perfeccionada por la Omnipotencia divina. - ¿Y no podría ver un poco de luz sobrenatural? - Nadie puede gozar de ella hasta que no llegue a ver a Dios como es. El más ínfimo rayo de esa luz quitaría al instante la vida a un hombre, porque no hay fuerza humana que la pueda resistir. -¿No puede haber una luz natural más hermosa que ésta? -¡Si supieras! ¡Si vieras solamente un rayo de sol, llevado a un grado superior a éste quedarías fuera de ti! ¿Y no se puede ver al menos una partícula de esa luz que dices?
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- Sí que se puede ver y tendrás la prueba de lo que digo. Abre los ojos. - Ya los tengo abiertos – contesté. - Pues fíjate bien y mira allá al fondo de ese mar de cristal. Tendí la vista y al mismo tiempo apareció de improviso en el cielo y a una distancia inmensa, una fugaz centella de luz, sutilísima como un hilo, pero tan brillante, tan penetrante que di un grito que despertó a Don Lemoyne, aquí presente, que dormía en la habitación próxima a la mía. Aquel destello de luz era cien millones de veces más clara que la del sol y su fulgor bastaría para iluminar el Universo entro. Un instante después abrí los ojos y pregunté a Domingo: -¿Qué es esto? ¿Tal vez un rayo divino? Savio contestó: - No es luz sobrenatural, si bien, comparada con la terrestre, la supera mucho en fulgor. No es más que la luz natural elevada a un mayor esplendor por la Omnipotencia divina, y aunque imaginaras una inmensa zona de luz semejante a la centellita que acabas de ver al fondo de esta llanura rodeando todo el Universo, no por eso llegarías a formar una idea de los esplendores del Paraíso. - Y vosotros, ¿qué gozáis en el Paraíso? -¡Ah! Es imposible el querértelo explicar; lo que se goza en el Paraíso no hay mortal alguno que pueda saberlo mientras no abandone esta vida y se reúna con su Creador. Lo único que se puede decir es que se goza de Dios; y esto es todo. Entretanto, recobrado ya plenamente de mi primer aturdimiento, contemplaba absorto la hermosura de Domingo Savio cuando le pregunté en el tono de mayor confianza: -¿Por qué llevas ese vestido tan blanco y reluciente? Calló Domingo, sin dar muestras de querer contestar a mi pregunta y el coro comenzó a cantar armoniosamente acompañado de todos los instrumentos: - Estos son los que lavaron sus vestiduras en la sangre del Cordero. Cuando cesó el canto volví a preguntar: -¿Y por qué llevas a la cintura esa faja de color rojo? Tampoco esta vez quiso Savio responder a mi pregunta y mientras hacía un gesto como de rehusar la contestación Don Alasonatti (sacerdote fallecido y que iba en el cortejo) cantó sólo: - Son los vírgenes que acompañan al Cordero donde quiera que va. Comprendí entonces que la faja de color de sangre era símbolo de los grandes sacrificios hechos, de los violentos esfuerzos y casi del martirio sufrido por conservar la virtud de la pureza; que, para mantenerse casto en la presencia del Señor, hubiera estado pronto a dar la vida, si las circunstancias así lo hubiesen exigido; y que al mismo tiempo simboliza la penitencia que libra al alma de la mancha de la culpa. La blancura y esplendor de la túnica representaban la conservación de la inocencia bautismal. Yo entretanto, atraído por aquellos cantos al contemplar todas aquellas falanges de jóvenes celestiales que seguían a Domingo Savio, pregunté a éste: -¿Y quienes son ésos que te siguen? Y dirigiéndome a ellos les dije: -¿Cómo es que tenéis ese aspecto tan refulgente? Savio continuó callado mientras aquellos jóvenes comenzaron a cantar: - Somos como ángeles de Dios en el Cielo. Por mi parte me di cuenta de que Domingo gozaba de cierta preeminencia entre los demás, que se mantenían a respetuosa distancia detrás de él como unos diez pasos; por eso le dije:
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- Dime Domingo, siendo tú el más joven de los que veo aquí y de los que han muerto en nuestras casas, ¿por qué eres tú quien habla mientras ellos callan? - Yo soy el más viejo de todos – me contestó. - No – le repliqué - muchos te aventajan en edad. - Yo soy el más antiguo del Oratorio – replicó Domingo – porque he sido el primero en dejar el mundo para ir a la otra vida. Además vengo en nombre de Dios. Esta respuesta me indicaba el motivo de la visión. Domingo Savio hacía las veces de embajador de Dios. - Entonces – le dije – hablemos de lo que en este instante más me importa. - Sí y pregúntame pronto lo que deseas saber. Las horas pasan y se podría acabar el tiempo que se me ha concedido para hablarte y después no me verías más. - Según parece ¿tienes algún asunto de importancia que comunicarme? -¿Qué puedo decirte yo, mísera criatura? – dijo humildemente Domingo – He recibido de lo Alto la misión de hablarte y por eso he venido. - Entonces – exclamé – háblame del pasado, del presente y del porvenir de nuestro Oratorio. Háblame de mis queridos hijos, háblame de mi Congregación (los Salesianos, por él fundados) Respecto a esta tendría muchas cosas que comunicarte. - Cuéntame, pues, lo que sabes: el pasado... - El pasado recae todo sobre ti. -¿He cometido alguna falta? - En cuanto al pasado te he de decir que tu Congregación ha hecho ya mucho bien. ¿Ves allá aquel número incontable de jóvenes? - Sí que los veo. ¡Cuántos son! ¡Qué felicidad reflejan sus rostros! - Observa lo que está escrito a la entrada del jardín. - Ya lo veo. Dice: " Jardín Salesiano". - Pues bien – prosiguió Domingo – todos ésos han sido Salesianos o fueron educados por ti o han sido salvados por ti, o por tus sacerdotes o clérigos o por otros que encaminaste por la vida de la vocación: Cuéntalos si puedes. Su número, empero, sería cien millones de veces mayor si mayor hubiera sido tu fe y confianza en el Señor. Lancé un suspiro, sin saber qué responder al escuchar semejante reproche; sin embargo me dije para mis adentros: en lo sucesivo procuraré tener más fe y más confianza en la Providencia. Después añadí: -¿Y el presente, qué me dices del presente? Domingo me presentó un magnífico ramillete que tenía en la mano. Había en él rosas, violetas, girasoles, gencianas, lirios, siemprevivas y entre las flores, espigas de trigo. Me lo ofreció diciéndome: - Mira: - Ya lo veo, pero no entiendo lo que quieres decir. - Entrega este ramillete a tus hijos, para que puedan ofrecérselo al Señor cuando llegue el momento, procura que todos lo tengan, que a ninguno le falte ni se lo deje arrebatar. Ten la seguridad de que si lo conservan esto será suficiente para que se sientan felices. - Pero, ¿qué significa este ramillete de flores? - Consulta la Teología, ella te lo dirá y te dará la explicación. - La Teología la he estudiado, pero no sabría encontrar en ella el significado del ramo que me ofreces. - Pues estás obligado a saber todo esto. - Vamos, explícamelo.
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-¿Ves estas flores? Representan las virtudes que más agradan al Señor. -¿Y cuáles son? - La rosa es símbolo de la caridad, la violeta de la humildad, el girasol de la obediencia, la genciana de la penitencia y la mortificación; las espigas, de la comunión frecuente, el lirio simboliza la bella virtud de la cual está escrito: Son como los ángeles de Dios en el Cielo, la castidad. La siempreviva quiere indicar que estas virtudes han de ser perennes, simbolizando la perseverancia. - Bien Domingo, tú que durante tu vida practicaste todas estas virtudes dime: ¿qué fue lo que más te consoló a la hora de la muerte? -¿Qué crees tú que pudo ser? - me contestó Domingo. -¿Fue tal vez el haber conservado la bella virtud de la pureza?. - No, eso sólo, no. - Quizás la tranquilidad de conciencia? - Cosa buena es ésa, pero no la mejor. -¿Acaso fue la esperanza del Paraíso? - Tampoco. - Pues, ¿qué entonces? ¿El haber hecho buenas obras? - No, no. -¿Cuál fue, pues, tu mayor consuelo en aquella última hora? – le insistí confuso y suplicante, al ver que no lograba adivinarlo. - Lo que más me confortó en el trance de la muerte fue la asistencia de la potente y bondadosa Madre de Dios. Dile a tus hijos, que no se olviden de invocarla en todos los momentos de la vida Pero... habla pronto, si quieres que te responda. - En cuanto al porvenir ¿qué me dices? - Que el año venidero de 1877 tendrás que sufrir un gran dolor; seis hijos de los que te son más queridos serán llamados por Dios a la eternidad. Pero consuélate, pues han de ser trasplantados del erial de este mundo a los jardines del Paraíso. No temas: serán coronados. El Señor te ayudará y te mandará otros hijos igualmente buenos. - Paciencia – exclamé. - Y por lo que se refiere a la Congregación has de saber que Dios le prepara grandes acontecimientos. El año venidero surgirá para ella una aurora de gloria tan espléndida que iluminará cual relámpago los cuatro ángulos del orbe, del Oriente al Ocaso y del Mediodía al Septentrión: una gran gloria le está reservada. Tú debes procurar que el carro en el que va el Señor no sea por los tuyos apartado de su sus directrices ni de su sendero. Si tus sacerdotes lo conducen bien y saben hacerse dignos de la alta misión que se les ha confiado, el porvenir será espléndido e infinitas las personas que se salvarán a condición empero de que tus hijos sean devotos de la Santísima Virgen y conserven la virtud de la caridad, que tan grata es a los ojos de Dios, cuanto viven en tu casa - Ahora desearía que me dijeses algo sobre la Iglesia en general. - Los destinos de la Iglesia están en manos del Creador, lo que ha determinado en sus infinitos designios no lo puedo revelar. Tales arcanos se los reserva Él exclusivamente para Sí y de ellos no participa ninguno de los espíritus creados. -¿Y Pío IX? - Lo único que puedo decirte es que el Pastor de la Iglesia tendrá que sostener aún duras batallas sobre esta tierra. Pocas son las que le quedan por vencer. Dentro de poco será arrebatado de su trono y el Señor le dará la merecida merced. Lo demás ya es sabido de todos: la Iglesia no puede perecer. ¿Tienes aún algo que preguntar? - Y de mí, ¿qué me dices de mí?
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-¡Si supieras por cuántas vicisitudes tendrás todavía que pasar! Pero date prisa pues apenas me queda tiempo para hablar contigo. Entonces extendí anhelante las manos para tocar a aquel mi querido hijo, pero sus manos parecían inmateriales y nada pude asir. -¿Qué haces, loquillo? – me dijo Domingo sonriendo. - Es que temo que te vayas – exclamé -¿No estás aquí con el cuerpo? - Con el cuerpo no; lo recobraré algún día. -¿Y qué es pues, éste tu parecido? Yo vedo en ti la fisonomía de Domingo Savio. - Mira: cuando por permisión divina se os aparece alguna alma separada del cuerpo presenta a vuestra vista la forma exterior del cuerpo al que en vida estuvo unido en todos sus rasgos exteriores, si bien grandemente embellecidos y así los conserva mientras con él no vuelve a reunirse en el día del Juicio Universal. Entonces se lo llevará consigo al Paraíso. Por eso te parece que tengo manos, pies y cabeza, en cambio, no puedes tocarme. Porque soy espíritu puro, ésta es sólo una forma externa por la que me puedes conocer. - Comprendo - contesté – pero escucha. Una palabra más, ¿mis jóvenes están todos en el recto camino de la salvación? Dime algunas cosas para que pueda dirigirlos con acierto. - Los hijos que la Divina Providencia te ha confiado pueden dividirse en tres clases. ¿Ves estas tres listas? Y me entregó una. - Examínalas. Observé la primera; estaba encabezada por la palabra "Invulnerables" y contenía los nombres de aquéllos a quienes el demonio no había podido herir. Los que no habían mancillado su inocencia con culpa alguna. Eran muchos y los vi a todos. A muchos de ellos los conocía, a otros no los había visto nunca y seguramente vendrán al Oratorio en años venideros. Marchaban rectamente por un estrecho sendero, a pesar de que eran el blanco de las flechas, sablazos y lanzadas que por todas partes les llovían. Dichas armas formaban como un seto a ambos lados del camino y los hostigaban y molestaban sin herirlos. Entonces Domingo me dio la segunda lista, cuyo título era "Vulnerables", esto es, los que habían estado en desgracia de Dios, pero que una vez puesto en pie, ya se habían curado sus heridas arrepintiéndose y confesándose. Eran más numerosos que los primeros y habían sido heridos en el sendero de su vida por los enemigos que los asediaban durante el viaje. Leí la lista y los vi a todos. Muchos marchaban encorvados y desalentados. Domingo tenía aún en la mano la tercera lista. Era su epígrafe "Los que van por el camino de la perdición" y contenía los nombres de los que estaban en desgracia de Dios. Estaba yo impaciente por conocer aquel secreto, por lo que extendí la mano, pero Savio me interrumpió con presteza: - No, aguarda un momento y escucha. Si abres esta hoja saldrá de ella un hedor tal, que ni tú ni yo lo podríamos resistir. Los ángeles tienen que retirarse asqueados y horrorizados, y el mismo Espíritu Santo siente náuseas ante la horrible hediondez del pecado. -¿Y cómo puede ser eso - le interrumpí – siendo Dios y los ángeles impasibles? ¿Cómo pueden sentir hedor de la materia? - Sí, porque cuanto mejores y más puras son las criaturas, tanto más se asemejan a los espíritus celestiales; y por el contrario, cuanto peor y más deshonesto y soez es uno, tanto más se aleja de Dios y de sus ángeles, quienes a su vez se apartan del pecador convertido en objeto de náuseas y repulsión.
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Entonces me dio la tercera lista. - Tómala – me dijo - y aprovéchate de ella en bien de tus hijos, pero no olvides del ramillete que te he dado, que todos lo tengan y conserven. Dicho esto y después de entregarme la lista retiróse en medio de sus compañeros como en actitud de marcha. Abrí entonces la lista, no vi nombre alguno, pero al instante se me presentaron de golpe todos los individuos en ella escritos, como si en realidad estuviera contemplando sus personas. ¡Con cuánta amargura los observé! A la mayor parte de ellos los conocía, pertenecen al Oratorio y a los otros colegios. ¡Cuántos de ellos parecen buenos, e incluso los mejores de entre los compañeros sin embargo no lo son! Mas apenas abrí la lista, esparcióse en derredor de mí un hedor tan insoportable, que al punto me vi aquejado de acerbísimos dolores de cabeza y de una ansias tales de vómitos que creía morirme. Entonces oscurecióse el aire, desapareció la visión y nada más vi de tan hermoso espectáculo, al mismo tiempo un rayo iluminó la estancia y un trueno retumbó en el espacio tan fuerte y terrible que desperté sobresaltado. Aquel hedor penetró en las paredes infiltrándose en mis vestidos de tal forma que muchos días después aún parecía percibir aquella pestilencia... Ahora mismo... con sólo recordarlo, me vienen náuseas, me siento como ahogado, se me revuelve el estómago. En Lanzao, donde me encontraba, comencé a preguntar a unos y a otros, hablé con varios y pude cerciorarme de que la visión no me había engañado. Es, pues, una gracia del Señor, que me ha dado a conocer el estado del alma de cada uno de vosotros, pero de esto me guardaré de decir nada en público. Ahora no me queda más que auguraros buenas noches." El ver en la visión que eran considerados como malos ciertos jóvenes que pasaban en la casa por los mejores hizo sospechar a Don Bosco que se trataba de una ilusión. He aquí el motivo por el cual había llamado precedentemente a algunos: quería asegurarse bien sobre la naturaleza del sueño (visión). Por el mismo motivo retrasó en 15 días su relato. Cuando tuvo la seguridad de que la cosa procedía de lo Alto, habló. El tiempo vendría a confirmar la realidad de otras muchas cosas que vio en el mismo y que llegaron a cumplirse. La primera predicción, la más importante, se refería al número de sus queridos hijos que morirían en el 77, divididos en dos grupos: seis más dos. En la actualidad los registros del Oratorio ofrecen la cruz, señal tradicional de defunción, junto a los nombres de seis jóvenes y de dos clérigos. Estaba al frente de la Comisaría de Seguridad Pública en el Distrito Dora un señor que tenía algunos conocidos en el Oratorio. Este tal oyó el sueño y le impresionó el vaticinio de las ocho muertes. Estuvo atento todo el 1877, para comprobar la realidad del mismo. Al enterarse del último caso de muerte, que tuvo lugar precisamente el último día del año, dijo adiós al mundo, se hizo Salesiano y trabajó mucho no sólo en Italia, sino también en América. Fue Don Ángel Piccono de imperecedera memoria. La segunda predicción anunciaba una aurora esplendorosa para la Sociedad Salesiana, en 1877, que iluminaría los cuatro ángulos del mundo. En efecto, aquel año apareció en el horizonte de la Iglesia la Asociación de Cooperadores Salesianos y comenzó a publicarse el Boletín Salesiano, dos Instituciones que debían llevar de un extremo a otro de la tierra el conocimiento y la práctica del espíritu de Don Bosco. La tercera predicción se refería al fin próximo del Papa Pío IX, que, en efecto, murió catorce meses después del sueño.
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La última predicción fue muy amarga par el siervo de Dios: "¡Si supieras cuántas dificultades tienes aún que vencer!". Y en efecto: en el resto de su vida, que duró aún once años y dos meses, luchas, fatigas y sacrificios, se sucedieron sin tregua hasta el fin de su existencia. Después de la visión, suavemente la habitación del sacerdote recobró su aspecto normal. La visión se había esfumado con su luz.‖ La Venerable Ana de San Agustín, y tras una terrorífica visita al Infierno, visitó el Paraíso, o, como hemos dicho de la visión de San Juan Bosco, una "apariencia" muy inferior a lo que realmente es el Paraíso, tan excelso, tan sublime, que no puede ser contemplado con los ojos mortales: su visión real nos produciría la muerte, de la belleza tan excelsa, de los goces tan supremos que alli se experimentan. Cuenta la misma Venerable Ana de San Agustín su visita al Paraíso: "Para quedar con paz en vida (tras su visita al Infierno) y entendimiento, me remedió la Divina Misericordia con hacerme la merced que me hizo, la cual fue hallarme, sin ver ni pensar cómo, desde este piélago de miserias en el Cielo, donde el alma y sus potencias, estando oprimidas y apremiadas con la vista del Infierno con tal pena y fatiga, aquí se les dio un nuevo esfuerzo que desahogaron mi alma. La cual con gran ansia se abalanzó y entregó al gozo de aquella gloria de Dios, donde estaba con gran admiración de verse fuera de tal cautiverio y después en tan gran felicidad. De la cual no sé si acertaré a decir algo, por ser una materia tan fuera de mi capacidad y corto entendimiento el hablar de ella y ser yo tan corta en razones. El Señor, del que es todo, cumpla por mí esta obediencia. Como he dicho, fui llevada al Cielo, que lo había bien menester, donde vi lo que no sabré referir, como lo siente mi alma; diré lo que supiere significar. Vi que me pusieron en una grandísima Ciudad muy resplandeciente y cristalina, muy adornada de grandes riquezas y de jardines bellísimos y hermosas flores, con suavísimo olor. Las calles todas empedradas de preciosas piedras, que las de acá son en su comparación como la tierra. Mucha armonía y variedad de músicas con un orden y concierto; al fin como del Cielo. Y a esta Ciudad digo que no le vi fin; y el principio, por donde había entrado, nunca más lo vi, aunque con atención miró mi alma por él. Su adorno eran todos aquellos espíritus gloriosos, todos por su orden. Mi alma puso su vista en aquel Soberano principio y fin de toda la Bienaventuranza, y teniéndola fija en aquel preciosísimo pecho, veía en Él a todos los bienaventurados y a toda la Gloria; de manera que no tenía que mudarla, ni variarla a unas partes, ni a otras al uso de acá; porque como digo, vi aquélla suma grandeza, poder y bondad de la Humanidad de Nuestro Señor Jesucristo nuestro Bien, sentado a la diestra de su Eterno Padre y su hermosura y belleza, resplandor y gloria suprema, así como es, de donde procede toda la de todos los bienaventurados, como fuente copiosísima de donde nacen aquellos rayos de vida eterna; así toda cuanta gloria tienen los bienaventurados les nace y se les es repartida por esta Soberana Fuente, en Quien está toda en supremo grado y muchas más de las que se le puede comunicar a ninguna otra criatura, sino a su Majestad, que siéndolo, en cuanto hombre, es verdadero Dios y una de las tres Personas de la Santísima Trinidad, en Quien está toda la gloria y bienaventuranza encerrada, comunicándose entre las tres divinas Personas: Padre, Hijo
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y Espíritu Santo, que todas tres es un solo Dios verdadero, cuya esencia no se me fue concedida ver; que a ningún mortal se le concede mientras vive. Y así en esto me pasó lo que diré. Estando mi alma gozando de la vista gloriosísima de la Humanidad Santísima de Nuestro Redentor y de la amable presencia de su Santísima Madre, y de toda aquella gran hermosura y gloria de todos los bienaventurados, sentía una sed y ansia amorosísima de ver la Esencia Divina de la Santísima Trinidad, sintiendo mi alma que no poseía todo lo que había en aquella bienaventuranza. Y así abalanzándose el alma a buscar aquel tesoro, de quien le daban una muy clara noticia, reparaba y detenía la vista en la Sacratísima Humanidad, sin poder pasar más adelante; a la manera de quien quiere mirar el Sol, que no le es posible resistir con la vista de la flaqueza de los ojos, sino que la grandeza del resplandor se los hace cerrar, conociendo que aquella luz es superior a su capacidad. A este modo mi alma podía ver el Sol en la tierra soberana de la Santísima Humanidad, pudiendo gozar su belleza, hermosura y amable luz. Y queriendo ver de dónde procedía, no le era posible ni concedido a su capacidad. Aunque mi alma veía rayos, resplandor y noticias de la Esencia divina, de la alteza de la Santísima Trinidad, se me cifraba todo en ver sólo la Santísima Humanidad del Hijo, que la visión beatífica, de que gozan los bienaventurados, como he dicho, no se nos concede mientras vivimos. Vi que del soberano pecho de Nuestro Señor Jesucristo salían gran número de rayos de luz hermosísimos y se repartían a todos los bienaventurados, llenándolos de gloria y dándole a cada uno los grados, según las virtudes que en la tierra habían obrado. La Santísima Virgen es la que más copiosamente recibe gloria de aquel Soberano Pecho, comunicándole altísimo amor. Y vi que el Hijo de Dios y su Santísima y amabilísima Madre se estaban mirando con una agradabilísima vista, conque se gozan y comunican sin ruido de palabras, y como a Emperatriz Soberana la tiene el Rey del Cielo a su mano derecha, y es la que participa de la beatífica gloria de la Santísima Trinidad. Y eso se creerá bien, pues en la tierra tuvo a la Segunda Persona en sus purísimas y santísimas entrañas. Y también vi que esta Reina del Cielo, Madre y Abogada de los pecadores, la que es toda llena de misericordia, y principio de todos nuestros bienes, está con grandes veras pidiendo por los pecadores, y su Santísimo Hijo no le niega sus justas y piadosas peticiones, antes las aumenta en su piadoso corazón la caridad y amor para que nos ampare y pida por nosotros. La gloria, belleza y hermosura de esta amable Señora nuestra, no se puede explicar. Está su Santísima Alma y Cuerpo llena y cercado de grandísimo resplandor, claridad y gran gloria, que en su comparación el sol y la luna, y cuanto hay que tenga hermosura, es escoria y sombra y no se puede comparar. Está esta Señora de mi alma rodeada de coros de Vírgenes y los Ángeles le hacen fiesta con diversas y suaves músicas. Y ellos y todos los bienaventurados con gran armonía y maravilloso concierto la bendicen y sirven como a su Reina. Y me pareció que con cada petición que esta Señora hacía a su precioso Hijo por nosotros le aumentaba los grados de gloria (digo la gloria accidental), y con los rayos divinos que salían del sacratísimo pecho de su Hijo le está alimentando su santísima Alma, hermoseándola de manera que verdaderamente tiene tan gran hermosura, que todos los bienaventurados con muchos quilates no la alcanzan. Sus rayos y resplandor
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es tan aventajado, que todos los que los Santos tienen, y los demás espíritus celestiales, en su comparación parecen unos pequeños rayos de luz. Y vi que se parecían notablemente los rostros del Hijo de Dios y de su Santísima Madre. Y vi el amor que esta Santísima Señora está mostrando y manifestando con una mirada amorosísima y amabilísima a los que en esta vida fueron humildes, puros y obedientes, tres virtudes tan suyas, háceles muy particulares mercedes y más particulares a los que han tenido pureza en el alma y cuerpo. Está esta misericordiosa Señora nuestra deseando hacernos mercedes, y tener amigos para que se las pidan y que acudan a Ella como a Madre en todas sus necesidades para remediarlas. Dichosos nosotros, pues esta gran Reina nos ampara y cuida tanto de nuestro bien. Amémosla mucho y procuremos hacer su santísima voluntad que es que seamos buenos y como su Hijo nos enseña y nos manda todo para bien nuestro. Bendita sea tal Madre que no se desprecia de serlo nuestra, siendo del Rey del Cielo, que como tal es servido de todos aquellos ejércitos celestiales, cuyo Trono vi que estaba adornado con los levantados coros de los Querubines y Serafines, que sin cesar le están diciendo y exclamando aquel estribillo del Cielo: "Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos". Estos espíritus Querubines y Serafines son muy más aventajados que los ángeles, porque están los más cercanos a Dios, y participan más de su Divina Majestad y les alcanza más su resplandor, y así son los más gloriosos y están inflamados y encendidísimos en amor de su Criador, que siempre lo están viendo y alabando con altísimas y suavísimas músicas. La hermosura y belleza de estos divinos espíritus es tan grande, que no podré explicarlo; y así hasta haber dicho que participan tan de cerca de la de Dios, que es de donde procede toda, y el que está dando ser a toda la Gloria y belleza del Cielo. Es grande la que tienen las jerarquías de los ángeles, que los vi a todos puestos y repartidos en sus coros con maravilloso concierto y galana compostura y orden, según sus grados, y todos cubiertos de aquel resplandor divino que procede de Dios, a Quien siempre y para siempre están alabando, que tienen por oficio, y le están dando suaves y admirables músicas. Vi que los que eran de la guarda de las almas que están en el Purgatorio, que después de haber cuidado de ellas en su vida, el tiempo que les duraba el Purgatorio las consolaban y alentaban y con su gran solicitud pedían a los Santos rogasen a Dios por ellas. Y no dejan, ni cesan de ejercitar su oficio hasta que las presentan a la Majestad Divina, dando muestras de quedar con muy particular gozo y alegría, por haber ofrecido su obediencia a su Señor. Así me pareció que los ángeles hacían oficio de Marta y María. Y para todo cuanto hacen no es con ningún ruido, que en aquella Soberana Ciudad no se oyen sino suavísimas músicas y gran quietud y sosiego, al fin como en presencia de tan gran Rey. Vi que después de la Madre de Dios, Reina y Señora nuestra, están los más cercanos a Dios los Coros de los Apóstoles y Evangelistas y de los Doctores, Patriarcas y Profetas, muy más aventajados en gloria, que los demás bienaventurados y santos y con muy más maravilloso orden y compostura y mayor claridad y resplandor y músicas más elevadas y armónicas, y también tan particular gloria por la luz que dieron a nuestra Santa Madre Iglesia, y por las muchas almas que por su medio gozan de aquella eternidad, en la cual se manifiesta esto muy claramente.
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Y parece que los demás bienaventurados les reconocen un agradecimiento muy particular por este beneficio, hallándose todos obligados, gozando de la parte que de su doctrina les alcanzó. Y bien se lo gratifica aquella Soberana Fuente de agua viva, adonde participan con tanta abundancia de la corriente de sus misericordias, que los señala su Majestad en hacérselas muy particulares y en tenerlos tan cerca de su Trono Real. Su hermosura y belleza es muy grande y tienen galanas y maravillosas insignias, de sus victorias; y particularmente los que ensalzaron y defendieron nuestra Santa Fe Católica, y los que más luz dieron a su Esposa la Iglesia. Vi aquellos coros dichosísimos de los Mártires, con unos resplandores de gloria maravillosísimos, muy victoriosos y con gran alegría, que es justo premio de la que llevaban cuando iban a dar las vidas por Nuestro Señor. Y su Divina Majestad dándoles aquel ciento por uno que les prometió, los tiene con grandes y muy particulares grados de gloria, que, después de los que tengo dicho, son los más elevados y gloriosos, porque les reparte el Soberano Artífice muy hermosos caños de la fuente en que habían teñido sus vestidos, y el Cordero Soberano estima en mucho a los que dan la vida por sólo su amor. Y habiéndoles su Majestad enjugado las lágrimas, ya que para ellos no hay luto ni clamor, sino colmadísima gloria y sus coronas son hermosísimas, como legítimamente pelearon, y cada uno resplandece más en particular, según fue su martirio, como si fue degollado, con collar preciosísimo y muy resplandeciente. Si fue apedreado, en el lugar de las piedras, resplandece muy particular hermosura y a este modo todos los demás. Y cuando estén con sus cuerpos será mayor su gloria. Muestra Nuestro Señor amarlos muy particularmente. Y así es gran bien dar la vida por la eterna vista de Dios. Vi los coros hermosísimos de Vírgenes y Confesores con gran compostura de orden y concierto y con admirable belleza, claridad y resplandor; y particularmente las Vírgenes, que en el mundo tuvieron pureza en el alma y cuerpo, que tienen muy particular claridad y resplandecen con más hermosura que otras. Tienen azucenas por insignias muy bellas y de suavísimo olor y palmas muy victoriosas. Están siempre dando a nuestro gran Dios grandes alabanzas y honores, y como a Quien todo se le debe toda la honra y gloria; que alli hay muy claro conocimiento. Sus músicas son agradabilísimas y suaves para su amabilísimo Esposo, que ya les ha puesto las coronas que les tenía preparadas para la eternidad. Y les dará su Divina Majestad un muy particular premio de la pureza, que es que le vean con más particular y más clara vista, y en estar muchas rodeando a su Santísima Madre, como a la Aurora de la pureza; y para que nos enseñe a tenerla nos conviene amarla y servirla con muchas veras y tenerla en procurar tener esta preciosa margarita tan del gusto de Nuestro Señor y de su Santísima Madre, Señora y Abogada nuestra. Vi a todas las Órdenes religiosas con mucho orden y a coros haciendo el oficio que en esta vida habían tenido de alabar a su Creador. Y estas almas bienaventuradas resplandecían más unas que otras, manifestándose en esto haberse señalado más en cumplir sus obligaciones más perfectamente, y en haber tenido más pronta obediencia, y haber estado en el Oficio Divino con más presencia de Dios, reverencia y amor. Están todos en sus lugares, como he dicho, y los Fundadores que instituyeron las Órdenes religiosas mucho más arriba, y con más resplandores y gloria que sus religiosos. Y ellos parecían les daban gracias y se les mostraban agradecidos por haber sido la causa de que por su medio les hubiese Dios dado tan gran bien como poseen. Y
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así vi a Nuestra Santa y amada Madre Teresa de Jesús con muy gran gloria y hermosura. Y vi que le estaba dando a la Madre de Dios, Señora y Patrona Nuestra, un ramillete de diversas flores, muy hermosas y bellas, significando que le presenta y ofrece todas aquellas almas. La Virgen Santísima las tomaba, mirando a nuestra Santa Madre Teresa de Jesús con mucho agrado. Y vi que la Madre de Dios y Señora Nuestra, como lo es de nuestra Sagrada Orden, tomando aquel ramillete, se lo daba a su Santísimo Hijo. Vi todas las almas de los bienaventurados con una hermosura, claridad y resplandor, que ponía admiración. Todas con admirables muestras del gozo que poseían y con agradable concierto. Vi a mi padre y a mi madre y los conocí claramente, y bien se puede echar de ver el gozo y consuelo que mi alma recibió, y el agradecimiento a Nuestro Señor que me los había dado por padres. Y me ha durado desde entonces el darle a su Majestad muy particulares gracias por la gloria que les vi poseer dada de su misericordiosa mano. Y vi que tenían algunos particulares grados de gloria por algunas licencias que a mí me habían dado para hacer algunas obras del servicio de Nuestro Señor. Y esto me daba su Majestad a entender con una muy clara y particular luz; y ellos también me daban demostración de esto, mostrándome mucho agrado y amor. Causábame gran consuelo todas las veces que me acuerdo, y cuando veo que tengo delante de la Majestad de Dios tan buenos intercesores que con tantas veras rogarán por mí. Sea Nuestro Señor alabado. En esta Soberana Ciudad, tan hermoseada con tan preciosas margaritas, como la luz de ellas es el Cordero Soberano Jesucristo, con cuyos rayos ilustra a todos los bienaventurados, reverberando en ellos y ensalzándolos con aquel amor paternal con que nos redimió, es tan grande el resplandor y hermosura que todo el Cielo tiene, que está como una pieza toda de cristal que estuviese asentada sobre muy fino oro y le diese muy de lleno el Sol, que el de Justicia la llena de soberana luz. Y alli en ninguna manera hay ni puede haber sombra, no sólo de los espíritus, que aún no tienen sus cuerpos; sino cuando estén todos los de todos los bienaventurados juntos en ninguna manera habrá sombra en el Cielo. No me espanto de que aunque haya letras y sabiduría se ignoren algunas cosas de la inmensidad de Dios, cuya grandeza y Majestad inmensa, como es, de donde nace y en Quien está toda la Bienaventuranza, es tan inexplicable materia, que lenguas de Serafines no bastarían ni lo podrían hacer eternamente. Que como este gran Señor es infinito en sus bienes y gloria, son infinitos y no se pueden numerar ni comprender, pues yo, gusanillo ignorante, ¿cómo podré hablar de esto ni referir lo que alli vi?" La visión de la Gloria dilató el corazón de la Venerable Ana de San Agustín, encendió su caridad, avivó la fe, fortaleció la esperanza, dio nuevos alientos para aspirar por el ejercicio de las virtudes a la inmortal corona, que por estos pasos se alcanza. Y así en los trabajos, dolores y penas que en esta vida se le podía ofrecer, hallaba el alivio con la consideración del premio, de que a tantos había visto coronados; y otros muchos frutos que en su alma experimentó. Alguno pudiera pensar que los grados de gloria inferiores del Cielo, al leer las revelaciones de la Venerable Ana de San Agustín, podrían tener algo así como envidia de los grados superiores al ver su mayor felicidad... Nada de eso. En el Cielo no hay envidia porque la envidia es un mal y el mal está desterrado de la Gloria. Todos en el Paraíso se dan cuenta de que los puestos elevados no han sido caprichosamente adjudicados, sino que han sido ganados a base de sufrimientos, trabajos, austeridades, y, en definitiva, todos sabrán que si el otro ocupa un grado superior es porque se lo merece. Dicho esto, supongamos el último puesto del Paraíso... ¿Tendrá tristeza el que ocupe el puesto más bajo del Paraíso? ¿Se sentirá infeliz el que ocupe el último lugar
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del Paraíso?... No, nunca. El Paraíso es un reino de amor, alli todos se aman, los de abajo a los de arriba y los de arriba a los de abajo. El último del Paraíso será amado por los de arriba, que verán en él a un hermano queridísimo, a quien todos querrán con un amor fiel, sincero, honrado, de buena voluntad, por lo que el último del Paraíso al verse rodeado del amor de los demás, jamás, ni por imaginación, se le pasaría por la mente sentir envidia de los demás, o tristeza, o desamor: el Paraíso, repetimos, es un Reino de Amor, todos se aman, todos se quieren, y no ocurre como en la tierra, donde los que ocupan altos cargos "guardan la distancia" con los cargos inferiores. En el Paraíso, los superiores sienten tal amor por los de grados inferiores que los grados inferiores solo pueden responder a este amor con amor. No habrá envidia en el Paraíso celestial, ni tristeza. Y en cuanto a la felicidad, si pudiéramos ver ahora mismo la belleza, la felicidad del último del Cielo, moriríamos de la impresión: tal es su grandeza, su gozo, su alegría. El último será planamente feliz, sin sombras, sin tristezas, sin envidias, y esa felicidad plena la tendrá para toda la eternidad... Y podemos pensar: si el último del Paraíso es así, ¿qué no serán los demás?...Trabajemos, pues, por alcanzar el Cielo, trabajemos con todas nuestras fuerzas, porque aquello lo merece, vale la pena de verdad, porque el gozo, la alegría, la felicidad que allí se gozará sobrepujará en mucho, en muchísimo, todas nuestras aspiraciones. Nada de aburrimientos, nada de quietismo soso; en el Cielo no existe el aburrimiento: alli todo es alegría, paz, felicidad, gozo, deleites, para siempre, siempre, siempre. A los videntes de Medjugorje, la Virgen les mostró el mundo sobrenatural. El Cielo aparecía como un lugar infinitamente agradable cubierto de praderas y de árboles como no se han visto nunca en la tierra; la gente aparentaba no sobrepasar los treinta años de edad y usaban vestimentas de color rosado, amarillento y gris a la manera como vistió Jesús, irradiando una gran luminosidad interior y rebosando felicidad. Cantaban y rezaban reverenciando a la Virgen cada vez que pasaban junto a Ella o se comunicaban con Ella a lo largo de una especie de "túnel". Tales bienaventurados rodeados de luz sobrenatural eran los que amaron a Dios y anduvieron en su busca. Uno de los videntes dijo que el espectáculo era tan maravilloso que "el corazón se quedaba como extasiado cuando mirábamos aquello" En las revelaciones a María Valtorta sobre el Paraíso se lee: "¡Oh vida que no conoce término! Un discurrir de siglos y más siglos inmersos en un gozar que no cambia, que no cansa, que crece por momentos pareciendo nuevo y cada vez más amplio, más bello." El primero gozo del bienaventurado en el Cielo es Dios, su Perfección, su Amor. Podemos hacernos una pequeña idea de esto, pero nunca llegaremos a comprenderlo del todo. Un niño ama a su madre, y si no está a su lado, llora, porque se siente privado del cariño de ella. Un esposo quiere a su esposa; si no está a su lado, sufre su ausencia. Una madre quiere a su hijo; si no lo tiene a su lado, sufre su falta. Un joven quiere a una joven; si ésta no le corresponde sufre lo inaudito, fácilmente comprensible para quien haya sufrido un desengaño amoroso, o varios: es un sufrimiento que se mete dentro del alma y se sufre más de lo que se pueda uno imaginar, digo esto para los que nunca han sufrido un desengaño amoroso, los que sí hayan pasado por ello, me darán la razón, es lo que antiguamente llamaban "mal de amor", por el cual, algunos, incapaces de resistirlo, porque no contaron con Dios ni con la Virgen, se suicidaron... Explico esto, para que nos hagamos una pequeña idea de lo que es Dios: Amor, Belleza, Bondad plena. Si por una criatura humana, mortal, caduca, inestable, un hombre puede llegar a suicidarse, lo que siempre está mal porque es una ofensa a Dios, que es Quien únicamente puede arrebatar la vida, y además que por mucho que se sufra, al final todo pasa, o se atenúa; pues bien, si por el amor de una criatura humana, imperfecta, se sufre
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tanto el no tenerlo, ¿qué no será el amor de Dios, Suma Belleza, Suma Perfección, Sumo Amor, Suma Bondad?...Es el mayor sufrimiento de los condenados: el no poder ver a Dios, el no poder estar con Dios. Cuando morimos y vemos a Dios, tal como es, entonces entendemos lo que es su Amor, su Belleza, su Bondad, su Perfección: el alma, ante tal cúmulo de dichas como supone el estar junto a Dios se siente irresistiblemente atraída por el gran Amor de Dios, por su Suma Bondad, por su Suma Belleza, y de ahí que el bienaventurado se sienta colmado en todas sus aspiraciones de felicidad, amor, descanso y gozo si va directamente a gozar a su lado; el alma salvada, pero sucia, comprende que necesita un lugar donde purificarse para estar dignamente en presencia de Dios, y va al Purgatorio; y si, desgraciadamente, se ha condenado, comprende con horror que sus pecados, que su alma manchada con el pecado mortal, con el cual ha muerto, sin arrepentirse de él, no merece estar con su Creador, y al darse cuenta de ello, y ver qu ha perdido la Suma Bondad de Dios, su Suma Belleza, su Suma Perfección, huye, huye para alejarse del tormento que supone el ver a Dios y no poder estar a su lado; es lo que queremos decir con el refrán "ojos que no ven, corazón que no se quiebra", y esto se explica fácilmente. Supongamos un hombre que está enamorado de una mujer, y por lo que sea, se da cuenta que no puede casarse con ella; si la ve, sufre más, mucho más que si no la ve, con lo que se aleja de ella, y al alejarse, sufre, pero más sufriría si estuviera a su lado constantemente y no poder unirse a su amor. Lo mismo ocurre con los condenados y Dios, aunque, por supuesto, en una escala muy, muy superior: el condenado huye de la presencia de Dios porque sufre lo indecible en su presencia, al ver lo que se ha perdido: el amor de Dios y su felicidad para toda la eternidad, y esta falta del amor de Dios, o pena de daño, es la que supera en sufrimiento todos los tormentos del Infierno, incluso el de las llamas, al que también supera la visión de Lucifer y los diablos: tales son su pestilencia y monstruosidad. Pues bien, el primer gozo de los bienaventurados, el principal de todos, es la contemplación de Dios, tal como es, con su Amor pleno, su Belleza plena, su Perfección plena. La esencia divina, conocida por el entendimiento, se presenta a la voluntad como bien infinito y plenamente saciativo, al que la voluntad se dirige en un movimiento supremo de amor, encontrando así un gozo inefable que llena al alma y la hace completamente feliz. Los bienaventurados ven la Divina Esencia, y viéndola así, gozan de la misma Divina Esencia. Por tal visión y fruición las almas de los que salieron de este mundo son verdaderamente bienaventuradas y tienen felicidad y descanso eternos. La bienaventuranza del hombre incluye, además, la gloria del cuerpo, porque el hombre entero, alma y cuerpo ha de ser glorificado. Todas las dudas que ahora corroen a los hombres sobre Dios, su Justicia, etc. serán aclaradas en un instante, porque en el Paraíso veremos claramente todo como es: la Justicia de Dios, su Misericordia, todo. En segundo lugar en el Paraíso conoceremos todo lo que nos interesa conocer de las cosas pasadas, presentes y futuras, porque la felicidad plena de los bienaventurados implica satisfacción de todos sus deseos y apetencias. Conoceremos de manera perfecta todo el Universo, o Universos, creados; poseeremos, sin ningún esfuerzo penoso, pero con todas las satisfacciones que implican todas las ciencias en un grado de conocimiento muy superior al que puedan tener en este mundo los mayores sabios. En el Cielo los bienaventurados contemplarán el océano insondable de la Divinidad: aquel mar sin fondo ni riberas, que es la esencia misma de Dios, en el que está condenado todo cuanto hay de placer, y de riquezas, y de alegría, y de belleza, y de juventud, y de bondad, y de amor, y de felicidad embriagadora: todo cuanto puede apetecer y llenar el corazón humano, pero en grado infinito. Y cuando nos digan "¿Ves
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este espectáculo tan maravilloso y deslumbrador?". Pues esto no es únicamente para que lo veas, esto no es para que lo contemples a distancia, sino para que lo goces, para que lo saborees, para que te hundas en él". Y, efectivamente, nos lanzaremos y nos hundiremos en el océano insondable de la Esencia Divina, y entonces nuestra alma experimentará unos deleites inefables, de los cuales en este pobre mundo no podemos formarnos la menor idea. Estará como embriagada de inenarrable felicidad. Y para colmo de todo nos daremos cuenta que aquella felicidad embriagadora no terminará jamás: durará para siempre, siempre, siempre, para toda la eternidad. A pesar de todo lo dicho no hemos mencionado ni la cienmillonésima parte de lo que es el Paraíso. Las delicias del Paraíso sobrepasan las de la tierra en mucho, en muchísimo, en algo infinito, porque el Paraíso es más, mucho más, que todos los goces de la tierra, que los goces sexuales, que los goces de la comida y la bebida, que las mayores y mejores distracciones, que los lujos, que las riquezas, que la fama, etc. todo eso es algo infinitesimal en comparación con el Paraíso, ya que si estos goces de la tierra, el sexual sobre todo, el del poder, el de la fama, el de las riquezas, con ser tan sólo goces dirigidos a la simple supervivencia llevan a los hombres a cometer miles y miles de iniquidades y aún asesinatos para poseerlos, ¿qué no serán los goces del Paraíso que están hechos exclusivamente para premiar, para gozar, para disfrutar? No podemos comprender lo que es el Paraíso porque es incomprensible para nuestros sentidos actuales. Estas revelaciones que hemos puesto antes, a veces, pueden dar la sensación de "acartonamiento" de "rigidez", de pasivismo, de quietismo, hasta se podrá pensar de aburrimiento, y eso no es verdad, repetimos, porque el aburrimiento es un mal y en el Paraíso no hay mal alguno, por eso todo lo que se pueda hablar sobre el Paraíso, siempre, aún las mejores descripciones, nos resultarán pobres descripciones en comparación con la realidad del Paraíso. San Agustín quiso escribir en cierta ocasión sobe los goces, los deleites del Paraíso. En ese momento, vio en su aposento un notable resplandor y sintió una fragancia tan grande que lo enajenó y sacó de sí, y oyó una voz que le decía: -¿Qué intentas Agustín? ¿Piensas que es posible agotar las gotas del mar, o abarcar con la mano toda la redondez de la tierra, y hacer que los cuerpos celestiales suspendan el curso de su movimiento? ¿Lo que ningunos ojos vieron quieres tú ver? ¿Y lo que ningunos oídos percibieron quieres tú percibir? Lo que ningún corazón alcanzó, ni entendimiento humano imaginó, piensas tú que lo has de comprender? ¿Qué fin ha de darse a lo que es infinito? ¿Cómo puede ser "medio" lo que es inmenso? Primero serán posible todos estos imposibles que tú puedas dar a entender la menor parte de la gloria que gozan los bienaventurados. ¡Qué será esa Patria cuando, después de recibir una simple visita de ella, Santo Tomás de Aquino se negó rotundamente a escribir más, no terminando ni siquiera su «Summa Teológica»! Y nadie podía arrancarle el secreto de ese corte brusco dado a sus escritos; hasta que, por fin, el Hermano Reginaldo, su hijo fiel y amigo íntimo, pudo extraérselo un día. - No, Hermano Reginaldo, no puedo más — le respondió el Santo— Todo cuanto he escrito hasta ahora me parece como paja en comparación con la celeste visión. Así se expresaba Santo Tomás de Aquino. Así fue como cayeron por tierra esos altísimos vuelos del príncipe de los teólogos. Después de haber visto un resquicio de la Bienaventuranza eterna. La existencia de los hombres es un caminar hacia el Cielo, nuestra morada. Caminar en ocasiones áspero y dificultoso, porque con frecuencia hemos de ir contra
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corriente y tendremos que luchar con muchos enemigos de dentro de nosotros mismos y de fuera. Pero quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo, de modo especial en los momentos más duros o cuando la flaqueza de nuestra condición se hace más patente. A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad. Allí todo es reposo, alegría y regocijo; todo serenidad y calma, todo paz, resplandor y luz. Y no luz como ésta de que gozamos ahora y que, comparada con aquélla, no pasa de ser como una lámpara junto al sol... Porque allí no hay noche, ni tarde, ni frío, ni calor, ni mudanza alguna en el modo de ser, sino un estado tal que sólo lo entienden quienes son dignos de gozarlo. No hay allí vejez, ni achaques, ni nada que semeje corrupción, porque es el lugar y aposento de la gloria inmortal...Y por encima de todo ello, el trato y goce sempiterno de Cristo, de los ángeles..., todos perpetuamente en un sentir común, sin temor a Satanás ni a las acechanzas del demonio ni a las amenazas del Infierno o de la muerte. Nuestra vida en el Cielo estará definitivamente exenta de todo posible temor. No sufriremos la inquietud de perder lo que tenemos, ni desearemos tener algo distinto. Entonces verdaderamente podremos decir con San Pedro: Señor, ¡qué bien estamos aquí! El atisbo de gloria que tuvo el Apóstol lo tendremos en plenitud en la vida eterna. Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que lo aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: ―ni ojo vio, ni oído oyó‖... Vale la pena. El pensamiento de la gloria que nos espera debe espolearnos en nuestra lucha diaria. Nada vale tanto como ganar el Cielo, como dice Santa Teresa de Jesús: «Y con ir siempre con esta determinación de antes morir que dejar de llegar al fin del camino, si os llevare el Señor con alguna sed en esta vida, daros ha de beber con toda abundancia en la otra y sin temor de que os haya de faltar». A continuación ponemos un sermón de San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars sobre el Paraíso: ―Benditos, Oh Señor, aquellos que moran en Tu morada, ellos Te alabarán por siempre jamás‖ ¡Morar en el hogar del buen Dios, y disfrutar de Su Presencia, ser feliz con la felicidad de Su bondad, oh, eso sí que es felicidad, hijos míos! ¿Quién puede comprender la alegría y consolación que están disfrutando los santos en el Paraíso? San Pablo, que fue elevado al tercer cielo, nos cuenta que hay cosas allí que no nos puede revelar, y que no comprenderíamos... en efecto, hijos míos, jamás podremos formarnos una cabal idea sobre el Cielo hasta que lleguemos allí. Es un secreto oculto, una plenitud de secretas dulzuras, una alegría plena que puede experimentarse pero nuestra pobre lengua se ve imposibilitada a explicar. ¿Qué puede imaginarse como algo mayor que eso? El buen Dios mismo será nuestra recompensa: ―Ego merces tua magna nimis‖. Yo soy tu recompensa, sobradamente mayor. ¡Oh, Dios! la felicidad que nos prometiste es tal que los ojos humanos no pueden verla, sus oídos no pueden escucharla, ni concebirla su corazón. Sí, hijos, la felicidad del Cielo es incomprensible, es aquello con lo que Dios desea premiarnos. Dios, que es admirable en todas sus obras, lo será también cuando recompense al buen cristiano, cuya mayor felicidad consiste en obtener el Cielo. Tal posesión contiene toda bondad y excluye todo mal, el pecado está completamente lejos del Cielo, y todo dolor, toda miseria que son en realidad su consecuencia, quedan allí
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desterrados. ¡No más muerte! El buen Dios será en nosotros el Principio de la vida eterna. No más enfermedad, no más tristeza, no más penas ni dolor. Los afligidos, ¡regocíjense! Sus miedos y su llanto no irán más allá de la tumba... El buen Dios mismo enjugará vuestras lágrimas. ¡Regocíjense todos aquellos a quienes el mundo persigue y abruma! Pues sus penas pronto se disiparán, y por un momento de tribulación se les dará toda la gloria celestial. Regocíjense, ya que poseen todo lo bueno en la fuente única de toda bondad, el buen Dios mismo. ¿Puede alguien no ser feliz cuando lo tiene a Dios mismo, la felicidad y la bondad de Dios mismo, cuando ve a Dios como se ve a sí mismo? Como dice San Pablo, hijos míos, ustedes verán a Dios cara a cara, porque ya no habrá velo o impedimento entre El y nosotros. Lo tendremos sin dificultad, y ya sin temor de perderlo. Lo amaremos ininterrumpidamente con un amor indiviso, porque El solamente ocupará íntegramente nuestro corazón. Lo amaremos incansablemente, descubriendo en El siempre nuevas perfecciones, penetrando en Su inmenso abismo de sabiduría, bondad, misericordia, justicia, grandeza y santidad, hasta sumergirnos en ello con dulce ansia. Si un consuelo interior, si una gracia de Dios nos da tanto placer en este mundo, y ello disminuye nuestros problemas y nos ayuda a soportar nuestras cruces, así como los mártires tuvieron que soportar sus tormentos, ¿cómo será la felicidad del Cielo, donde tanta consolación y deleites son dados, no gota a gota, sino a torrentes? Imaginémonos nosotros mismos, hijos míos, viviendo un eterno día siempre nuevo, siempre sereno, calmo, en la más deliciosa y perfecta sociedad. Qué alegría, qué felicidad, si pudiéramos tener sobre la tierra aunque sea unos pocos minutos a los ángeles, a la Santísima Virgen, al celestial Jesucristo a Quien siempre veremos... Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo frente a nosotros... Y no ya sólo a través de la fe, sino a plena luz del día, ¡en toda Su Majestad! ¡Qué felicidad ver así al buen Dios! Los ángeles han estado contemplándolo desde el comienzo de la Creación y aún no están saciados, más bien sería una desdicha para ellos verse privados de El un solo instante. Jamás puede cansarnos la posesión del Cielo, poseer a Dios, el autor de todas las perfecciones. Al contrario, cuanto más lo poseemos más lo disfrutamos, más lo conocemos, mayor atracción y encanto descubrimos. Siempre lo veremos y más desearemos verlo, y gustar el placer de disfrutarlo, que jamás puede saciarse. Los benditos que están en la Divina Inmensidad, revelarán las delicias que les rodea y los embriaga. Tal es la felicidad a la cual el buen Dios nos destina. Y todos podemos adquirir esta felicidad. Dios quiere la salvación del mundo entero. El nos ha conseguido el Cielo mediante Su muerte y el derramamiento de Su Sangre, lo que hace factible decir: ―Jesucristo murió por mí, abrió el Cielo para mí, es mi herencia... Jesús me ha preparado un lugar, y sólo de mí depende llegar a ocuparlo. Vado vobis parare locum. Voy a preparar un lugar para ti. El buen Dios nos ha dado fe, y con esta virtud podemos obtener la vida eterna. Porque, aún cuando el buen Dios quiere la salvación para todos los hombres, la quiere particularmente para los cristianos que creen en Él: Qui credit, habeat vitam aeternam. El que crea, tendrá la vida eterna. Agradezcamos entonces, hijos míos, al buen Dios, regocijémonos, nuestro nombre está escrito en el Cielo, como los de los Apóstoles. Sí, están escritos en el libro de la Vida, y si así lo elegimos, estará allí por siempre, ya que tenemos los medios para alcanzar el Cielo. La felicidad celestial, hijos míos, es fácil de adquirir, ¡el buen Dios nos ha provisto de tantos medios para hacerlo! Miren, no hay una sola criatura que no posea los medios para obtener a Dios, y si alguno de ellos se vuelve un obstáculo, es solo por
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nuestro abuso de ellos. Los bienes y las miserias en esta vida, aún los castigos, fueron puestos por Dios para castigar nuestras infidelidades y servir así a nuestra salvación. El buen Dios, como dice San Pablo, hace que todas las cosas se tornen en bien, aún nuestras mismas faltas pueden sernos útiles, aun los malos ejemplos y las tentaciones. Lot fue salvado en medio de los idólatras. Todos los santos han sido tentados. Estas cosas están en las manos de Dios, y hay asistencia para alcanzar el Cielo, podemos recurrir a los Sacramentos, una fuente de toda bondad que nunca falla, una fuente de gracia provista por Dios mismo. Era fácil para los discípulos de Jesús la salvación, ya que tenían al Salvador Divino constantemente con ellos. ¿Es más difícil para nosotros asegurar la salvación nuestra, teniéndolo siempre con nosotros? Ellos tuvieron la felicidad de obtener lo que deseaban, lo que eligieran, ¿nosotros no? Sí, porque poseemos a Jesús en la Eucaristía, Él está continuamente con nosotros, listo para otorgarnos lo que le pidamos, esperando sólo que lo hagamos. Si un hombre codicioso dispusiera de amplios medios para enriquecerse, ¿dudaría en hacerlo? ¿Permitiría que se le escapara la oportunidad? ¿Es que nosotros hacemos todo por este mundo y nada por el otro? ¡Qué labor, qué problema, qué cuidados y penurias sólo para juntar una pequeña fortuna! ¿De qué nos sirven todos esos bienes perecederos? Salomón, el más grande, rico y afortunado de los reyes, dijo desde lo alto de su más brillante fortuna: ―He visto todas las cosas que han sido hechas bajo el sol, cuidado, todo es vanidad y vejación para el espíritu‖. Ésos son los bienes por los que trabajamos tanto, en vez de preocuparnos por los bienes celestiales. ¡Es vergonzoso que no nos ocupemos en adquirirlos y descuidemos los numerosos medios disponibles para alcanzarlos! Si la higuera fuera echada al fuego por no haber prodigado frutos por falta de cuidado... Si un siervo inútil fuera reprobado por haber escondido el talento recibido, ¿qué destino nos aguarda a quienes tan frecuentemente desaprovechamos las ayudas que podríamos utilizar para ir al Cielo, y las gracias que Dios nos ha dado? Apresurémonos entonces a reparar esas faltas del pasado y a procurar adquirir los méritos que nos hagan dignos de la Vida Eterna." En definitiva, volvemos a mencionar las palabras de San Pablo: "Lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento, lo tiene Dos preparado para aquellos que le aman" (I Corintios 2, 9) En el Cielo, según revelación de Dios, cada minuto es mejor que el anterior...
LA GLORIA EN LA PATRIA CELESTIAL Cristiano: a ti más enérgicamente que a nadie hay que gritar: ¡En todas tus acciones mira al fin!. Por algo te ha hecho Dios erguido, para que camines siempre mirando al Cielo. Nuestro fin es el Cielo. De niños lo decíamos de corrido en el catecismo: "Hemos sido creados para conocer, amar y servir a Dios en esta vida, y después verlo y gozarlo en la otra". Jesús comienza su Sermón de la Montaña hablando del Cielo. Y repite este tema con frecuencia a través de sus predicaciones: "Alegraos y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en el cielo". (Mat. V, 12). "En la casa de mi Padre hay muchas moradas... Yo voy a preparar lugar para vosotros". (Jn. XIV, 2). Desde entonces, más que antes, nos sentimos desterrados. Por eso nuestros ojos se vuelven hacia la dulce Virgen María, para rezar: "A ti clamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas". Grito de 306
nostalgia y de esperanza. En cualquier parte de la tierra que nos encontremos, siempre seremos unos pobres desterrados, porque nuestra Patria es el Cielo. ¿Quién viéndose peregrino no anhela volver a la patria? ¿Por qué no nos esforzamos para alcanzar y volver a esa Patria? El pensamiento del Cielo, Patria que dejó en nosotros profundas nostalgias, debiera aflorar en todos los momentos de nuestra vida, sobre todo en los trances difíciles. La esperanza del Cielo endulza el diario vivir. El alma desterrada desfallece y gime bajo el peso de la carga de la cruz, pero alienta en su corazón la certeza del Cielo. Tu vida ha de ser un presente y un futuro. Un presente para trabajar y un futuro esperanzado que endulce, que aliente, que tire hacia arriba. Esta es nuestra fe. ¡Si obráramos siempre así! Pero nos olvidamos del Cielo y todo se vuelve a sufrir, reñir y matarnos por la tierra. "Vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn. XVI, 20). Meditemos sobre la felicidad de la Gloria... pero, ¿qué diremos de esta felicidad si ni aun los Santos más inspirados han acertado a expresar las delicias que Dios reserva a los que le aman? San Pablo insigne, que tuvo la dicha de ser arrebatado a los cielos, responde solamente: "Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquéllos que le aman" (I Cor. II, 9). La gloria del Cielo no es un solo bien, sino un cúmulo de bienes, pues en ella se goza al Sumo Bien. ¿Qué habrá en aquella tierra de los que para siempre viven? Tiende los ojos por todo este mundo visible y mira cuántas y cuán hermosas cosas hay en él. ¿Cuánta es la grandeza de los cielos, cuánta la claridad y resplandor del sol, de la luna y las estrellas? ¿Cuánta la hermosura de los campos, la altura de los montes, la verdura de los valles, la frescura de las fuentes, la gracia de los ríos repartidos como venas por todo el cuerpo de la tierra? ¿El mar poblado de tan maravillosas y diversas cosas? ¿Qué son los prados verdes entretejidos de rosas y flores, sino como un cielo estrellado en una noche serena? ¿Qué de las pinturas y colores de las aves, de los animales? Pues, si estas cosas se encuentran en este mundo finito, que es una cárcel de reos condenados a muerte y de culpables pecadores, si es un lugar de llanto y prueba... ¿qué será el Paraíso, lugar preparado por Dios para manifestarse en él a la vista de sus amados? Dios es Dios en todas las cosas, Dios en dar, Dios en castigar... y así, ha juntado todo su divino poder en recompensar liberalmente los servicios que se han hecho por su amor... ¡Qué cosa incomprensible será el Cielo! ¿Cuál es el bien imperecedero por el cual Jesucristo quiso sudar gotas de sangre, ser escupido, escarnecido y muerto en una cruz, para alcanzárnoslo? De manera que con la muerte del Hijo de Dios se da al hombre la vida de Dios, por las tristezas de Dios se le da alegría de Dios, y porque estuvo entre dos ladrones en la Cruz, se da al hombre el que pueda estar en el Cielo entre los coros de los ángeles. Esta es pues, la tierra de los que mueren, aquélla de los que viven; ésta de pecadores, aquélla de justos; ésta de hombres, aquélla de ángeles; ésta de penitentes, aquélla de perdonados; ésta de los que pelean; aquélla de los que triunfaron; finalmente, ésta de amigos y enemigos, aquélla de sólo amigos y escogidos. Y siendo tan diferentes los moradores de estos dos lugares, ¿qué tan diferentes serán los lugares? Verdaderamente, "gloriosas cosas se han dicho de ti, ¡oh ciudad de Dios!" (Ps. LXXXVI, 3). Grande eres en tu anchura, hermosísima en la hechura, preciosísima en la materia, nobilísima en la compañía, suavísima en los ejercicios, riquísima en todos los bienes, libre y exenta de todos los males. ¡En todo eres grande porque es grandísimo el que te ha hecho, y altísimo el fin para el que te hizo, y nobilísimos aquellos bienaventurados moradores para quien te hizo!
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"No hay en el Cielo enfermedades, ni pobreza, ni mal alguno. No existen allí la sucesión de días y noches, de calor y frío, sino un eterno día siempre sereno, continua primavera deleitosa y sin fin". Pongamos alas en nuestras almas para volar al Cielo. Con la fe entremos en la mansión escogida y dichosa de los palacios eternos para entrar en compañía de los hijos de Dios. Repitamos con San Juan: "Vi una gran muchedumbre, que nadie puede contar, de todas las naciones, y tribus y pueblos, y lenguas, que estaban ante el trono y delante del Cordero, revestidos de un ropaje blanco con palmas en las manos; y exclamaban a grandes voces diciendo: La salvación se debe a Nuestro Dios, que está sentado en el solio, y al Cordero. Y todos los ángeles estaban en torno del solio, diciendo... Amén. Bendición, y gloria, y sabiduría, y acción de gracias, honra y poder, y fortaleza a Nuestro Dios por los siglos de los siglos: Amén". (Apoc. VII, 9-12) Nuestros ojos se esfuerzan por penetrar en aquel mundo maravilloso de figuras recamadas de oro y sumergidas en un océano de felicidad; ojos que irradian alegría, frentes inundadas de luz, bocas llenas de alabanza y exentas de desdén, semblantes henchidos de dulzura, paz, gloria y bienaventuranza. Hay ejércitos innumerables que llenan los ámbitos del Cielo, sus templos, sus jardines, sus paisajes misteriosos e inefables... algunos nos son conocidos y familiares... pero de la mayoría no conocemos sus nombres ni sus vidas... pero los admiramos y amamos. Nuestro corazón se abre delante de ellos, ofreciendo el incienso de la alabanza e implorando un latido del suyo o alguna de sus miradas compasivas. Con una santa envidia contemplamos aquellos rostros, donde ya no queda huella del dolor. Sus frentes llevan el sello aristocrático de los héroes, sus manos empuñan la palma que no se marchita, en sus sienes brillan las coronas del triunfo. Atletas valerosos, guerreros afortunados, lucharon y vencieron. Amaron la verdad con frenesí, cultivaron con paciencia la buena semilla en el campo de sus almas, dejaron regueros de rosas en sus caminos, sembraron la alegría y la paz, levantaron fanales de luz en medio de sus hermanos, disiparon tinieblas, mataron errores, destruyeron ídolos, aliviaron miserias, iluminaron la vida y lucharon con divino ardimiento para ensanchar las fronteras del reino de Cristo. Vencidos acaso un día, lograron levantarse de nuevo y arrebatar al enemigo la victoria. Y lo mismo los que se levantaron que los que nunca cayeron, todos gozan ahora de aquella vida para siempre bienaventurada que enajenaba su espíritu mientras vivían en esta tierra. Un río impetuoso alegra a estos habitantes de la ciudad de Dios; y sus aguas, no cabiendo en las riberas del Cielo, llegan hasta nosotros, hinchan nuestros corazones y nos obligan a exclamar: "¡Oh! qué dichosa ciudad es el Cielo, donde siendo sus habitantes tantos en número, todos son reyes juntamente y viven en tanta paz!" Esta es la compañía de los Santos del Cielo, ellos como nosotros han luchado en este mundo, han combatido y sufrido tribulaciones grandes... han caído y han vuelto a levantarse, pero perseveraron en el amor a Dios y he aquí su recompensa eterna. Los Patriarcas y los Profetas, los Apóstoles y los Mártires; los Confesores y las Vírgenes... rosas de martirio y violetas de humildad, siemprevivas de caridad y lirios de pureza; que los dejaron en huella luminosa de la senda de la Humanidad, y los que se extinguieron en el silencio bajo la mirada bondadosa de Dios; los que fueron luminarias de su siglo y los que vivieron como nosotros, una vida ignorada y humilde, santificada en la fidelidad del deber diario. Todo esto pertenece a la gloria accidental de los Santos. Pero aun hay otra Gloria sin comparación que consiste en la visión y posesión del mismo Dios. Este es el mayor galardón que puede haber en el Cielo, porque Él
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solamente es la suma de todos los bienes. Dios no puede carecer de lo que da, ni estar falto en sí mismo de lo que reparte a otras cosas y seres, de donde comprendemos que todos aquellos bienaventurados espíritus, en Él sólo gozarán y verán todas las cosas. Todas las suavidades, delicias y hermosuras que puedan contemplar los hombres en la tierra y los justos en el Cielo, son la tenue imagen y un destello de la perfección suma e infinita que es el mismo Dios. Dios será en el Cielo para las almas plenitud de luz al entendimiento, muchedumbre de paz a la voluntad y continuación de eternidad a la memoria. El mismo Dios, visto claramente y poseído de los Santos, es la corona de todos sus trabajos y sufrimientos de esta vida. Dios es un bien tan inmenso e incomprensible, que quien lo viese en el Infierno sería bienaventurado, y quien en el Paraíso no lo viese, sería un desgraciado. Los Santos poseen en el Cielo los bienes centuplicados, por cuanto Dios es rico en pagar, entonces, los sentidos que fueron mortificados en vida por amor de Dios, tendrán cada uno en el Cielo su deleite y su premio cumplido, porque el cuerpo que fue compañero en los trabajos, lo será también en el premio. Allí Dios honra a los cuerpos aunque sean de tierra, con los dones gloriosos y celestiales por la buena compañía que hicieron a sus almas en el momento corto de la prueba de la vida. El cuerpo que en la tierra fue conforme a Cristo en los trabajos, allá será conforme a Él en la Gloria, la cual durará a la par e igualmente que la gloria de Dios. "¡Oh Dios! ¿Qué dirá el alma cuando llegue a ese felicísimo reino? ¿Qué sentirá al penetrar por vez primera en aquel venturoso reino y ver aquella ciudad de Dios, dechado insuperable de hermosura? ¡Qué el contemplar a la Virgen María, más hermosa que el mismo Cielo!; ¡al Cordero sin mancha, divino Esposo de las almas! María, canal de la gracia, que produce la santidad de los hombres, ¡cuánto agradecerle! ¡Qué será el oír los coros de Ángeles y Santos, que unidos cantan las misericordias y glorias divinas!... ¡y la voz purísima de la Virgen Inmaculada que alaba a su Dios!"... Los elegidos son vasos de júbilo y ventura, de manera que ya no les queda nada qué desear. Pues, ¡oh hombre miserable! si esto es así como lo es y verdaderamente lo crees, ¿en qué andas entretenido en el mundo buscando pajas y bebiendo en todos los charquillos de agua turbia, dejando aquella vena de felicidad y fuente de aguas vivas? ¿Por qué andas mendigando y buscando a pedazos lo que hallarás recogido y grandemente aventajado en el Cielo? Si deleites deseas, levanta tu corazón y considera cuán deleitable será aquel Bien que contiene en sí todos los deleites y bienes. Si te agrada esta vida creada, ¿cuánto más la de Aquel que todo lo creó? Si te agrada la belleza de las criaturas, ¿cuánto más la del mismo que las creó? Si la hartura y abundancia, allí la hay por toda la eternidad. Si te deleitan las amistades y la buena compañía, allí está la de todos los escogidos, hechos una sola alma y un solo corazón. Si honras, riquezas y glorias hay en la casa de tu Padre Dios. Finalmente, si deseas carecer de todo género de trabajos y penas, allí es donde está la libertad y falta de todas ellas. Allí no hay temor de pobreza, ninguno se enoja ni envidia a otro, no hay necesidad de comer ni beber, ninguna ambición de honras ni de poderes mundanos, ninguna asechanza del demonio... sino una vida siempre alegre con gracia de inmortalidad. Sólo la memoria del Cielo endulzaba todas las penas de los Santos, por eso las llevaban con paciencia, y si solo oír hablar del Paraíso los hacia andar extáticos, ¿qué será pues el gozarlo? Ciertamente si nos fuese necesario padecer cada día tormentos, y sufrir por algún tiempo las penas del Infierno por ver este Cielo y a este Divino Señor en su Gloria, ¿no sería bien empleado pasar todo esto por gozar de tanto bien? Pues si tales y tan grandes bienes promete nuestra Santa Fe Católica en premio de la virtud, ¿cuál es el ciego y desatinado que no se mueva a ella con la esperanza de tan gran galardón?
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"No entrará en esta ciudad cosa sucia, ni quien comete abominación y falsedad, sino solamente los que se hallan escritos en el libro de la vida del Cordero" (Apoc. XXI, 27). El libro de la vida del Cordero no es sino la semejanza de vida que lleve el alma cristiana en este mundo con Cristo. Las virtudes son las escalas para subir al Cielo, subiendo por el camino que Cristo subió; se engaña entonces el que quiere el premio sin trabajar primero, porque el Cielo padece violencia y no entrarán en él los negligentes y perezosos. La compañía de los Santos se consigue imitándolos, viviendo conformes a sus ejemplos. Cuando nos aflijan las cruces de esta vida, esforcémonos en sufrirlas pacientemente con la esperanza del Cielo. Consideremos que si somos fieles a Dios, en breve se acabarán esos trabajos, miserias y temores y seremos admitidos en la Patria Celestial. Allí nos esperan los Santos, la Virgen Santísima, allí Jesucristo nos prepara la inmarcesible corona de aquel perdurable reino de gloria. Gran consuelo es para quien trabaja, el considerar que le resta una eternidad para gozar. Así que cuanto más se ama a Dios aquí abajo, tanto más se gozará de El allá arriba. "Bienaventurados los que lavan sus vestidos en la Sangre del Cordero, para tener derecho al árbol de la vida y a entrar por las puertas de la Ciudad Santa" (Apoc. XXII, 14). "La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con todos nosotros. Amén" (Apoc. XXII, 21) ¡Sea para gloria de Dios!
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RESURRECCIÓN El Cielo es nuestra patria. No sólo del alma, también del cuerpo. También el cuerpo tiene nostalgia del Cielo. Pero antes debe ser transformado en cuerpo sobrenatural. En la muerte sembramos nuestro cuerpo corruptible, que resucitará incorruptible. Dios transformará nuestros cuerpos resucitados dándoles toda la perfección natural, sin defectos, sin deformaciones, perfectísimo, bellísimo. Es nuestro mismo cuerpo de ahora, sólo que sin ningún defecto y sobrenaturalizado, siempre que se haya salvado. Si el alma se ha condenado, el cuerpo resucitado no sólo no alcanzará ninguna perfección natural ni sobrenatural, sino que será algo horroroso, monstruoso, imposible de imaginar y de contemplar por nuestros sentidos actuales, moriríamos de la impresión al verlo. También moriríamos de la impresión si pudiéramos ver un cuerpo glorioso resucitado: es tal su belleza, su perfección, que sería algo irresistible para nuestros sentidos actuales y moriríamos de la impresión. Santa Teresa de Jesús vio en una ocasión un alma en gracia de Dios y la confundió con Dios... tal era su belleza, y eso que cuando se aparece Jesús, o la Virgen, o un santo, o un alma, no se aparecen con la belleza real que tienen verdaderamente: constituiría nuestra muerte, como antes hemos mencionado, por su excelsitud. La juventud será otra característica de los cuerpos resucitados en gracia de Dios. La vejez, como imperfección producto del pecado, habrá pasado y ya no existirá más que para los condenados, que resucitarán, pero viejos, achacosos, monstruosos, horrorosos. Los cuerpos de los bienaventurados resucitarán sin necesidades físicas. Porque ésta se ordenaba a conservar la vida, pero ésta, al ser ya eterna, inmortal, no sufre mengua ni daño alguno, ni necesidad de ninguna clase. Entre las prerrogativas que tendrán los cuerpos resucitados encontramos cuatro: impasibilidad, sutileza, agilidad y luminosidad. Impasibilidad.- Los cuerpos resucitados no podrán ya envejecer, sufrir, enfermar, morir, corromperse. Este don no lo tendrán los condenados: ellos seguirán siendo pasibles al dolor, la enfermedad, etc. todos los sufrimientos, menos la muerte, que también los condenados serán inmortales, pero para seguir sufriendo horrorosa y eternamente. Sutileza.- Nuestros cuerpos resucitados ya no estarán sometidos a las actuales leyes de la Física, gravedad, etc. Igual que Jesús resucitado, podremos atravesar, con los cuerpos sobrenaturalizados, las paredes, podremos volar, etc. Los condenados tampoco gozarán de este don: ellos estarán sometidos a las leyes físicas actuales, encadenados a las taras que en esta vida afectan a la Humanidad. Agilidad. – El cuerpo resucitado de los justos tendrá la misma rapidez que los espíritus, podrá desplazarse a la velocidad del pensamiento. Los condenados no gozarán de este don de la agilidad, ellos estarán sometidos a la pesadez actual. Luminosidad. – La belleza del alma en gracia pasará al cuerpo resucitado. Igualmente la fealdad y monstruosidad de un alma condenada pasará al cuerpo resucitado. La contemplación de la belleza del cuerpo resucitado del justo, como hemos mencionado anteriormente, sería mortal para nosotros actualmente: tal será su perfección; asimismo la fealdad y monstruosidad de un cuerpo condenado resucitado es algo que produciría en nosotros también la muerte; pero por motivo contrario: tal será su fealdad, su deformidad, su monstruosidad, su horrorosa realidad.
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Los sentidos físicos gozarán en el Paraíso, serán premiados en los buenos con los deleites correspondientes y castigados en los malos con los dolores y penas a que se han hecho acreedores. Los sentidos corporales tendrán en el Cielo sus goces propios. Lo exige la realidad de la resurrección universal con nuestros cuerpos íntegros y la necesidad de que los bienaventurados queden totalmente beatificados, en su alma, con todas sus potencias y en sus cuerpos con todos sus sentidos: estos goces de los sentidos serán una redundancia y derivación de la gloria del alma. Los cinco sentidos corporales se ejercitarán y gozarán en su ejercicio. De aquí se deduce que el quietismo, el pasivismo a que nos puedan hacer creer algunos ignorantes que habrá en el Paraíso, es falso, el quietismo, el pasivismo, el estatismo, es aburrido, el aburrimiento es un mal, y el mal en el Paraíso no existe; allí todos los sentidos corporales gozarán como jamás se pudiera imaginar. El goce sexual, con ser uno de los más elevados goces físicos que existen actualmente en la vida humana, no será más que una irrisoria muestra en comparación con los goces físicos que se gozarán en el Paraíso, eso sin contar con los goces espirituales, que superan en muchísimo todos los conceptos que sobre tales goces pueda imaginar el hombre; pues lo mismo ocurrirá con los goces físicos que se disfrutarán en el Paraíso: superarán en muchísimo todo lo que podamos imaginarnos al respecto. Allí los ojos contemplarán la mayor Belleza: Dios, algo inefable y de tal magnitud que sobrepasa en mucho nuestras más exaltadas imaginaciones: aquella Belleza es más, mucho más, muchísimo más de lo que podamos imaginar. Los condenados, en cambio, verán la máxima fealdad, la del diablo, la de Lucifer: el contemplar continuamente la fealdad del diablo será el segundo tormento en intensidad para los condenados, la principal tortura del Infierno es el no poder ver a Dios ni estar con Él. Los bienaventurados verán todas las bellezas de la Creación, la grandísima belleza de la Virgen Santísima, Nuestra Madre, la de los bienaventurados, etc. Todo lo que digamos es poco, porque aquello sobrepasará siempre nuestra más imaginativa idea, como ya hemos dicho. El oído percibirá sones tan dulces, tan nuevos, tan armoniosos, tan inefables, que estas melodías constituirán otro de los goces inefables del Paraíso. San Francisco de Asís, oyendo tocar a un ángel, quedó arrobado, y aquella melodía no era la del Paraíso, sino una melodía natural, aunque perfeccionada en mucho. Los condenados, en cambio, sólo oirán blasfemias, insultos, groserías, exclamaciones infernales y ruidos atroces y monstruosos, atronadores, horripilantes. También aquí, todo lo que se diga de negativo es poco: el Infierno sobrepasa en horror todo lo que podamos imaginar. El olfato. - Imaginemos los olores más suaves, más delicados, más gratos, como el jazmín, el azahar, el olor a rosa, a campo, etc. y nos quedaremos mucho más cortos de lo que en realidad es el Paraíso, pues aquello, como hemos dicho, y seguiremos repitiendo, ya que siempre nos quedaremos cortos, por más que lo repitamos, es más, mucho más, muchísimo más, inimaginable para los sentidos e imaginación humana presente. En cambio, en el Infierno, otro de los martirios será el mal olor que despedirán los diablos, que impregnarán las llamas eternas. Será algo insoportable, y a no ser porque ya los cuerpos resucitados, también de los condenados, serán inmortales (para su mal), morirían continuamente por los efectos del hedor que se aspira en aquellas fosas diabólicas, infernales, eternas. El tacto.- Cuando hablamos del tacto, pensamos en el sexo, en las relaciones sexuales. Aquí en la tierra, la relación sexual es uno de los goces físicos más elevados,
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puesto legítimamente por Dios para compensar las tareas y sacrificios del matrimonio (el sexo sólo debe usarse dentro del matrimonio, fuera del vínculo sagrado el sexo es pecaminoso, irracional, bajo, grosero, sucio, negativo).Pues bien, el sentido del tacto en los cuerpos resucitados también gozará de placeres inimaginables (todos permitidos por Dios) y muy, pero que muy elevados, muy por encima de los goces sexuales Si tenemos en cuenta que el goce sexual es uno, repito, de los más elevados en este mundo, ya podemos imaginarnos cómo serán los goces del sentido del tacto en el Cielo. Por el goce sexual (fuera del matrimonio) muchos pierden sus carreras, sus fortunas, su vergüenza, su alma... ¡Qué no serán los goces del sentido del tacto en el Cielo cuando el goce sexual, con ser tan elevado, nos parecerá insípido, aburrido, insulso, soso, en comparación con los goces del sentido del tacto del Paraíso! Es justo que sea así, porque ¡cuántos hombres y mujeres han renunciado a los goces sexuales de la familia, para servir directamente a Dios, para propagar su Reino en todo el mundo y dedicarse a los enfermos, a los ancianos, a los abandonados, a los niños huérfanos, a la Enseñanza, a la oración y sacrificios por los demás, etc. Es justo, pues, que sus cuerpos que lucharon, que trabajaron, que se consumieron, que se quemaron, que murieron, por el reino de Dios, sean también premiados con goces y placeres eternos. Si, el cuerpo también gozará en el Paraíso celestial, además de gozar las almas. En el Paraíso todos los sentidos, todas las potencias del hombre, y de la mujer, serán sobrepasados, satisfechos, colmados, con una medida generosa, plena, gozosa, tan gozosa que es inimaginable para los sentidos e imaginaciones actuales, terrenos, mortales y caducos. En cambio, en el Infierno, los sentidos del tacto, a los que tantos deberán su condenación, serán martirizados, porque ellos en esta vida, robaron, mataron, adulteraron, hicieron miles de bajezas para conseguir unos placeres prohibidos, y por eso, sus cuerpos, que gozaron ofendiendo a Dios, padecerán miles y miles de suplicios eternos. Si el placer, el gozo, la felicidad, envolverán los cuerpos y las almas de los bienaventurados que hayan salvado sus almas el fuego, el sufrimiento, la desesperación eterna será el manto con el que se cubrirán los cuerpos de los condenados. Triste, pero real, muy real, por más que ahora una corriente satánica hasta dentro de la misma Iglesia, quiera hacernos creer que el Infierno no existe... ¡Existe, sí, y los que no creen en él serán los primeros en reconocer su existencia, cuando se vean envueltos en las llamas y sufrimientos eternales para siempre, siempre, siempre! San Pablo nos dice, con respecto a los goces del Paraíso, que nadie puede imaginar lo que Dios tiene preparado para los que se salven, porque sobrepasará en mucho, en muchísimo, lo que se pueda pensar de placentero, de gozoso, de alegría, de felicidad. En el Cielo, cada minuto es mejor que el anterior. Con las alas de la imaginación podemos trasladarnos en este mundo, instantáneamente, a regiones remotísimas: de la Tierra a la Luna, a las más remotas estrellas; pero nuestro cuerpo permanece inmóvil en el lugar donde nos encontramos mientras la imaginación realiza su vuelo fantástico En el Cielo, el cuerpo acompañará al pensamiento a cualquier parte donde quiera trasladarse; por remotísimo que esté. El cuerpo glorificado es absolutamente invulnerable al dolor y al sufrimiento, en cualquiera de sus manifestaciones. No le afecta ni puede afectarle el frío, el calor, ningún otro agente desagradable, metido en una hoguera, no se quemaría. Sumergido en el fondo del mar, no se ahogaría. En medio del fragor de una batalla, los proyectiles no le causarían ningún daño. Las enfermedades no pueden hacer presa en él. El cuerpo del bienaventurado no está preparado para padecer, es absolutamente invulnerable al dolor. No es que sea insensible en absoluto. Al contrario, es sensibilísimo y está maravillosamente preparado para el placer: gozará de deleites inefables, intensísimos. Pero es del todo insensible al dolor.
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Pero aún hay otra cualidad: la sutileza. Dice el Apóstol San Pablo que el cuerpo se siembra animal y resucitará espiritual. No quiere decir que se transformará en espíritu; seguirá siendo corporal, pero quedará como espiritualizado: totalmente dominado, regido y gobernado por el alma, que lo manejará a su gusto sin que le ofrezca la menor resistencia. En virtud de esta sutileza, el cuerpo del bienaventurado podrá atravesar una montaña sin necesidad de abrir un túnel, podrá entrar en una habitación sin necesidad de que le abran la puerta. No hace falta tener una imaginación muy exaltada para comprender que si el cuerpo entero ha de quedar beatificado, los sentidos corporales tendrán que tener sus goces correspondientes, Ahora bien: los ojos no pueden gozar de otro modo que viendo cosas hermosísimas, y los oídos oyendo armonías sublimes, y el olfato percibiendo perfumes suavísimos, y el gusto y el tacto con deleites delicadísimos proporcionados a su propio objeto sensitivo. De manera, que nuestro cuerpo entero, con todos sus sentidos, estará como sumergido en un océano inefable de felicidad, de deleite inenarrables. Y esto constituye la gloria accidental del cuerpo;. lo que no tiene importancia, lo que no vale nada, lo que podría desaparecer sin que sufriera el menor menoscabo la gloria especial del Cielo...Tal es la felicidad inimaginable que nadie, por inteligente que sea, puede describir, y que sólo veremos, comprenderemos y gozaremos cuando estemos en el Paraíso. *
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La resurrección final de todos los muertos es un dogma de nuestra fe católica. Consta expresamente en la Sagrada Escritura y ha sido definido solemnemente por la Iglesia en su magisterio infalible. Las condiciones o cualidades de los cuerpos resucitados pueden establecerse en grupos diferentes: Las comunes a buenos y malos, y las especiales de cada uno de ellos. Entre las cualidades comunes a buenos y malos encontramos: identidad numérica, integridad de los miembros e inmortalidad absoluta. Los cuerpos de los bienaventurados resucitarán resplandecientes de gloria. Tendrán las siguientes cuatro cualidades: claridad, agilidad, sutileza e impasibilidad. El cuerpo glorioso resplandecerá como el sol en la mansión de los bienaventurados, aunque en grados diferentes de intensidad, según la mayor o menor gloria del alma, de la que se deriva el cuerpo. La agilidad es otra redundancia de la gloria del alma sobre el cuerpo, en virtud de la cual éste obedece perfectamente al imperio de la voluntad en el movimiento local y en todas las demás operaciones. El movimiento de los cuerpos gloriosos, aunque rapidísimo, no será, sin embargo, instantáneo; porque no puede hacerse en un solo y mismo instante el abandono del punto de partida y la llegada al termino del movimiento. Con todo, el movimiento traslaticio será tan vertiginoso, que puede decirse prácticamente instantáneo. La sutileza de los cuerpos resucitados consiste en cierta perfección que procede del alma glorificada y habilita al cuerpo glorioso para sujetarse totalmente a ella como forma del cuerpo que le da el ser específico. En virtud de esta admirable cualidad, el cuerpo glorioso estará como espiritualizado, siguiendo con pasmosa facilidad todos los impulsos del alma, sin la pesadez y resistencia que ofrece el cuerpo corruptible en este mundo. San Pablo dice que "se siembra en cuerpo animal y se levanta cuerpo espiritual. Por ello podrá atravesar una pared o una montaña sin necesidad de abrir una puerta o un túnel, como el cuerpo glorioso de Cristo resucitado penetró en el cenáculo donde estaban reunidos los apóstoles estando las puertas cerradas. La impasibilidad de los cuerpos gloriosos resucitados es una cualidad por la
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que los cuerpos resucitados, en modo alguno podrán sufrir, y se verán libres de todo dolor y molestia. Ni el frío, ni el calor, ni las lluvias podrán dañarles. Los cuerpos de los condenados son también incorruptibles pero no impasibles. y estarán sujetos a los rigores del frío, del calor y de cualquier otra molestia. La Sagrada Escritura describe hermosamente esta cualidad de los cuerpos gloriosos. He aquí algunos textos especialmente significativos: "No padecerán hambre ni sed, ni calor ni viento solano que les aflija. Porque les guiará el que de ellos se ha compadecido, y los llevará a aguas manantiales" (Isaías 49,10) "Ya no tendrán hambre, ni tendrán ya sed. ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno; porque el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará y los guiará a las fuentes de aguas de vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos" (Apocalipsis 7,16-17). "Y Dios enjugará las lágrimas de sus ajos, y la muerte no existirá, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto ha pasado ya" (Apocalipsis 21,4). Los cuerpos de los condenados, resucitarán íntegros, pero con los defectos inherentes a su condición material, tales como la pesadez, gravedad, enfermedades, dolores; resucitarán incorruptibles, o sea, no podrán ser destruidos por ningún poder creado; pero no impasibles, sino al contrario, perfectamente sensibles a los dolores inherentes a su castigo eterno... ¡Terrible y espantosa condición de la que solamente ellos serán los únicos responsables! La resurrección de los muertos se verificará al acabarse el mundo, con el fin de que resucite a la vez todo el género humano. La resurrección de los muertos se verificará instantáneamente "En un abrir y cerrar de ojos" (1Corintios 15-52). Por otro lado, la belleza de los cuerpos resucitados será tal, que si pudiéramos contemplarla actualmente, con los sentidos mortales que ahora poseemos, moriríamos de la impresión; igualmente seria imposible ver todo el horror, fealdad, monstruosidad, así como el hedor tan insoportable que despedirán, los cuerpos resucitados de los condenados, sin morir: tales serán la belleza de los justos y la monstruosidad de los condenados. Santa Catalina de Siena decía que si pudiéramos ver la belleza de un alma en gracia, estaríamos dispuestos a morir mil veces antes que consentir que se condenara. El más pequeño en gloria en el Cielo podría causarnos la muerte ahora mismo, si pudiéramos contemplar su belleza y su gloria, ¡cómo no serán los que tengan mayor gloria! Pero en el reino de los Cielos no existirá envidia de quienes tengan menos gloria a los que tienen más: el amor sin envidia será la constante general en el nuevo reino; por el contrario el odio más profundo y rabioso existirá entre los condenados... Por otro lado, la felicidad de la que se gozará en el Paraíso es tal que nadie, por muy inteligente que sea, podrá jamás imaginar, pues aquello es más, mucho más, muchísimo más de placentero, agradable y feliz de lo que jamás nadie, con nuestros sentidos actuales, podamos nunca imaginar por muy esclarecida que fuera nuestra inteligencia. Estas sublimes verdades deberían ser objeto de constante meditación para el cristiano. El cristiano debería pasar toda su vida terrestre con los ojos fijos en el Cielo. Teniendo a la vista promesas tan maravillosas y tan seguras garantizadas por la palabra infalible de Dios, que no puede ni quiere engañarse ni engañarnos, deberíamos despreciar todas las cosas terrenas, estimándolas como estiércol y basura, con tal de gozar de Cristo, como dice admirablemente San Pablo. Verdaderamente, a la vista de tales maravillas, se comprende cuán sabios y prudentes fueron los Santos, que lo sacrificaron todo, incluso sus vidas, por Cristo, y cuán necios e insensatos los que, a cambio de placeres fugaces y transitorios de la tierra, que nunca sacian, pierden para siempre una felicidad inenarrablemente maravillosa y eterna donde cada minuto es mejor que el anterior, al contrario que el Infierno, donde cada minuto es peor que el anterior...
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San Juan Evangelista en las revelaciones a María Valtorta nos dice: - Creed cristianos todos, en la resurrección de la carne al final de los siglos y en la vida eterna, tanto del alma como del cuerpo, vida feliz para los santos y horrenda para los culpables impenitentes. Creed, y vivid como santos, al igual que, como santos, vivieron Jesús y María, a fin de tener su misma suerte. Yo he visto sus cuerpos subir al Cielo. Os lo puedo testificar. Vivid como justos para poder un día estar con alma y cuerpo en el nuevo mundo eterno al lado de Jesús - Sol y de María, Estrella de todas las estrellas. María Valtorta, vidente italiana, fallecida en 1961, habla así sobre el momento de la resurrección, que ella, en visión contempló: "Una extensión inmensa de tierra que semeja un mar por carecer de confines. Digo "tierra" porque, efectivamente hay tierra en los campos y en los caminos. Pero no hay ni un árbol ni un tallo ni hilo de hierba. Sólo polvo, polvo y más polvo. Veo esto a una luz que no es luz. Un claror apenas insinuado, cárdeno, de un tinte verde – violáceo como el que se aprecia al tiempo de un fortísimo temporal o de un eclipse total. Una luz sobrecogedora, de astros apagados. He aquí el cielo sin astros, no hay estrellas ni luna ni sol. El cielo se encuentra vacío al igual que lo está la tierra. Uno despojado de sus florones luminosos y la otra de su vida vegetal y animal. Son dos inmensos despojos de lo que fueron. Tengo la oportunidad de contemplar con el mayor detenimiento esta visión desolada de la muerte del Universo que pienso ofrezca idéntico aspecto del que tuvo en su primer instante, cuando había, es cierto, cielo y tierra, mas, despoblado el primero de astros y desnuda de vida la segunda, globo ya solidificado pero deshabitado aún, rotando por los espacios a la espera de que el dedo del Creador le hiciese el regalo de la vegetación y de los animales. ¿Por qué comprendo que es la visión de la muerte del Universo? Por una de esas "segundas voces" que no sé de quién vengan, pero que hacen en mí lo que el coro en las antiguas tragedias: el papel de indicar aspectos particulares que los protagonistas no aclaran por sí. Es precisamente lo que quiero decir y diré después. Al tiempo que giro la mirada por esta escena de desolación, veo, salida no sé de dónde, de pie en medio de la llanura sin confines, a la Muerte. Un esqueleto que ríe con los dientes al descubierto y sus órbitas vacías, reina de aquel mundo muerto, envuelta en un sudario que le sirve de manto. No tiene guadaña, pues todo lo tiene ya guadañado. Gira su mirada vacía por su mies cosechada y ríe sarcásticamente. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho. Después los distiende esqueléticos y abre las manos que no tienen sino huesos desnudos, y, siendo como es una figura gigante y omnipresente, o, mejor dicho: omnipróxima, apoya un dedo, el índice de su mano derecha, sobre mi frente. Siento la frialdad del hueso puntiagudo que parece perforarme la frente y penetrar como aguja de hielo en la cabeza. Pero comprendo que ello no encierra otro significado que el de atraer mi atención hacia lo que está sucediendo. En efecto, hace un ademán con su brazo izquierdo indicándome la desolada extensión sobre la que estamos erguidas ella, reina, y yo única viviente. A su mudo mandato dado con los dedos esqueléticos de su mano izquierda y moviendo rítmicamente la cabeza en todas direcciones, se hunde la tierra con miles y miles de grietas y en el fondo de estos surcos blanquean unas cosas desparramadas que no acierto a comprender qué sean.
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Mientras me esfuerzo en cavilar lo que son, continúa la Muerte su tarea de arar con la mirada y su mandato, como con una reja, las glebas que van abriéndose más y más hasta perderse en el horizonte; y surca las ondas de los mares desprovistos de velas, abriéndose las aguas en vorágines líquidas. Y después, de los surcos de la tierra y del mar van surgiendo, recomponiéndose, aquellas cosas blancas que yo viera esparcidas y desligadas. Son millones, millones y millones de esqueletos que salen a flote de los océanos y se levantan del suelo. Esqueletos de todos los tamaños: desde los minúsculos de los niños, de manecitas semejantes a diminutas arañas polvorosas, a los de los hombres adultos e, incluso, gigantescos, cuya mole hace pensar en seres antediluvianos. Y se muestran atónitos y temblorosos, como quien despierta sobresaltado de un profundo sueño, sin acertar a comprender dónde se encuentra. La vista de todos aquellos cuerpos en esqueleto, blanqueando en aquella "no luz" apocalíptica, es horrenda. Y después, en torno a aquellos esqueletos, se va condensando lentamente una nebulosidad semejante a la niebla que surge de las aberturas del suelo y de los mares, que adquiere forma y opacidad haciéndose carne y cuerpo como el nuestro vivo. Los ojos, o mejor, las órbitas, se llenan con los iris, las cigomas se cubren con las mejillas, sobre las mandíbulas desnudas se extienden las encías, vuelven a formarse los labios, los cabellos tornan a cubrir el cráneo, se forman los brazos, se agilizan los dedos y todo el cuerpo revive igual que lo está el nuestro. Igual, pero diferente en el aspecto. Hay cuerpos bellísimos con una perfección de formas y de colores que hace de ellos obras maestras del arte. Hay otros, en cambio, horrendos, no por derrengaduras o deformidades sino por su aspecto general más de brutos que de hombres. Ojos torvos, semblante contraído, aspecto de fieras y, lo que más me impresiona, una tenebrosidad que emana de sus cuerpos aumentando la lividez del ambiente que los rodea. Por el contrario, los bellísimos tienen ojos risueños, semblante sereno y aspecto suave, emanando una luminosidad que forma aureola en torno a su ser de la cabeza a los pies que se irradia en su entorno. Si todos fuesen como los primeros, la oscuridad llegaría a ser total hasta el punto de resultar invisibles todas las cosas. Pero, por virtud de los segundos, la luminosidad, no sólo perdura sino que aumenta, de tal manera que puedo distinguir todo perfectamente bien. Los deformes, sobre cuyo destino de maldición no abrigo dudas puesto que llevan marcada esta maldición en su frente, callan lanzando miradas espantadas y torvas a cuanto los rodea y se agrupan a un lado obedeciendo a un íntimo mandato que no entiendo pero que debe ser dictado por alguien y percibido por los resucitados. Los bellísimos, a su vez, se agrupan sonriéndose y mirando con piedad mezclada de horror a los deformes. Y estos bellísimos cantan entonando un himno lento y suave de bendición a Dios. Nada más veo. Comprendo haber visto la resurrección final. Lo que veía al principio era el Universo después de su muerte: por eso no había sol, ni luna, ni estrellas. - Cuando - habla Jesús - el tiempo haya terminado y no se dé ya otra vida que la Vida del Cielo, el Universo mundo, antes de que se deshaga completamente, volverá a ser igual que lo fue al principio, tal como lo has visto. Esto ocurrirá cuando Yo haya juzgado. Creen muchos que, desde el momento final hasta el Juicio Universal, tan sólo mediará un instante. Pero Dios, será bueno hasta el fin. Bueno y justo.
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No todos los vivientes de la hora última serán santos ni todos condenados. Entre los primeros habrá quienes estén destinados al Cielo si bien tengan algo que expiar. Sería injusto que a estos les anulase la expiación con la que amenacé a cuantos les precedieron hallándose, a la hora de su muerte, en idénticas condiciones a las suyas. Por tanto, mientras llegan la justicia y el fin para otros planetas y, como lámparas a las que uno sopla, van apagándose los astros del cielo y aumentando el hielo a lo largo de mis horas que son vuestros siglos - y la hora de la oscuridad ya se ha iniciado tanto en el firmamento como en los corazones - los vivientes de la última hora que mueran en ella siendo merecedores del Cielo aunque necesitados todavía de purificación, irán al fuego purificador. Aumentaré los ardores de aquel fuego para que sea más pronta su purificación y no hayan de esperar demasiado los bienaventurados para llevar su carne santa a la glorificación y haciendo gozar también a ésta viendo a su Dios y a su Jesús en su perfección y en su triunfo. Por eso has visto la tierra desprovista de hierbas y árboles, de animales, de hombres y de vida, y los océanos sin embarcaciones, extensión inmóvil con aguas inmóviles por cuanto ya no les será necesario a éstas el movimiento para dar vida a los peces, como tampoco le será ya necesario el calor a la tierra para dar vida a los cereales y a los seres. He aquí por qué has visto el firmamento vacío de sus luminarias, sin fuegos y sin luces. La luz y el calor ya no serán precisos para la tierra, a la sazón cadáver inmenso, portando en sí los cadáveres de todos los vivientes desde Adán hasta el último hijo de éste. La Muerte, mi servidora última sobre la Tierra, cumplirá su postrer cometido y después dejará también de ser ella, no habiendo ya muerte en adelante sino Vida eterna en la bienaventuranza o en el horror. Vida en Dios o vida en Satanás para vuestro yo recompuesto de alma y cuerpo. - Los cuerpos – habla María Valtorta - aparecían todos desnudos si bien no excitaban el sentido, como si la malicia hubiese muerto también: en ellos y en mí... Y, por lo demás, a los cuerpos de los condenados les servía de pantalla su propia oscuridad y a los de los bienaventurados hacíales de vestido su misma luz. Por eso, lo que en nosotros es animalidad, desaparecía bajo la emanación del espíritu interior. - Resucitaréis todos de igual manera - habla Jesús - pobres huesos desligados, vapor mísero que se recondensa en carne, cosas que tanto os ensoberbecen, como si esos huesos y esa carne os hiciesen superiores a Dios. Nada, nada absolutamente sois como materia. Sólo mi Espíritu, infundido en vosotros, hace que seáis algo, y sólo conservando en vosotros mi Espíritu que viene a ser alma en vosotros, merecéis ser revestidos con aquella luz imperecedera que será el vestido de vuestra carne incorruptible para la eternidad. Os juzgaré, pero ya vosotros, antes de que Yo aparezca, os habréis juzgado a vosotros mismos, porque entonces os veréis. Muerta la Tierra de la que tan ávidos estáis y, con ella, todos sus gustos, saldréis de la embriaguez con que os hartáis y veréis, ¡oh, tremendo "ver" para quien vivió únicamente de la Tierra y de sus embustes! ¡Oh, festivo "ver" para quien, cerrando sus oídos a las voces de la Tierra, "quiso" escuchar las del Cielo permaneciendo fiel a ellas! Muertos los primeros y vivos los segundos, serán oscuridad o luz, según su respectiva forma de vida, bien con la Ley o contra la Ley a la que opusieron la ley humana o demoníaca, e irán al abrazo tremendo de la Oscuridad eterna o al beatífico de la Luz trinitaria que arde en deseos, ¡oh, santos míos, amadores míos! de fundiros a Sí por toda la Eternidad. El espíritu no tiene edad, es eternamente joven como en el momento en que Dios lo creó para darlo como alma a vuestra carne. Y hasta el momento en que la resurrección de la carne os recubra de carne glorificada, los espíritus
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son incorpóreos e iguales. Cuando se os presentan en las apariciones, que Yo permito para vuestro bien, lo hacen en forma corpórea por compasión de vuestra humana incapacidad de percibir lo que no es materia. Se materializan, por tanto, a fin de hacerse sensibles a vosotros. Ahora bien, aquí son únicamente luz que cantan las alabanzas a Dios y basta. Luz. Amor. Sabiduría. El hombre sin Gracia que se la arrebató la culpa, ya no es más que el sepulcro donde se pudre su espíritu muerto. He aquí por qué en la resurrección de la carne los humanos, por más que tengan todos una misma imagen física (humana), serán desemejantes entre sí: de aspecto semidivino los bienaventurados y de aspecto demoníaco los condenados. Entonces se transparentará al exterior el misterio de las conciencias. ¡Terrible conocimiento!
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JUICIO UNIVERSAL Hay dos juicios: el juicio particular y el Juicio Final o Universal. Santo Tomás de Aquino, el Príncipe de la Teología católica explica admirablemente el por qué de estos juicios. No pueden ser más razonables. El individuo es una persona humana particular, pero, además, un miembro de la sociedad. En cuanto individuo, en cuanto persona particular, le corresponde un juicio personal que le afecta única y exclusivamente a él: y éste es el juicio particular: pero en cuanto miembro de la sociedad, a la que posiblemente ha escandalizado con sus pecados, o sobre la que ha influido provechosamente con su acción bienhechora, tiene que sufrir también un juicio universal, público, solemne; para recibir, ante la faz del mundo, el premio o castigo merecidos. Este segundo juicio, el Universal, será mucho más solemne, mucho más aparatoso, pero, desde luego, tiene muchísima menos importancia que el puramente privado y particular. Porque en el juicio particular es donde se va a decidir nuestro destino eterno. El Juicio Universal no hará más que confirmar, ratificar definitivamente la sentencia que se nos haya dado a cada uno en nuestro propio juicio particular. Por consiguiente, como individuos, como personas humanas, nos interesa mucho más el juicio particular que el Juicio Universal. Todos somos protagonistas de una gran película. Todos en absoluto. Delante de nosotros, de día y de noche, cuando pensamos y cuando no pensamos en ello, está funcionando una cámara de vídeo, de cine. La está manejando un ángel de Dios, el de nuestra propia guarda, y nos está sacando la película de toda nuestra existencia. Comenzó a funcionar en el momento mismo del nacimiento. Y, a partir de aquel instante, recogió fielísimamente todos los actos de nuestra infancia, y de nuestra niñez, y de nuestra juventud y de nuestra edad madura, y recogerá todo los de nuestra vejez, hasta el último suspiro de la vida. Todo ha salido, sale y saldrá en la película que nos está sacando el ángel de la guarda por orden de Dios Nuestro Señor. No se escapa el menor detalle. Es una película de una perfección maravillosa. Somos espectáculo ante Dios y los hombres. Cuida tus actos pues todos son vistos por Dios, los ángeles y los santos. Dios lo recoge todo, palabras, actos, pensamientos y lo mismo en pleno día que en la más absoluta oscuridad, buenas obras y malas obras. Es inútil que nos encerremos con llave en una habitación, porque todo lo que hagamos, a puerta cerrada o no, está saliendo en la película. Es inútil que apaguemos la luz, porque el cine de Dios es tan perfecto que funciona exactamente igual a pleno sol que en la más completa oscuridad. Pero no recoge solamente las acciones, también capta y recoge las palabras. El cine divino recoge todas las palabras que hemos pronunciado en nuestra vida, absolutamente todas: las buenas y las malas. Las críticas, las murmuraciones, las calumnias, las mentiras, las obscenidades, aquellos chistes indecentes... ¡Todo, absolutamente todo ha sido recogido! Y en nuestro juicio particular volveremos a oír claramente todo aquello: los chistes indecentes, las calumnias, las maledicencias, las blasfemias, resonarán de nuevo en nuestros oídos con un sonsonete terriblemente trágico. Pero oiremos también los buenos consejos que hemos dado, el dulce murmullo de las oraciones, los cánticos religiosos, las alabanzas a Dios... ¡Cuánto nos consolarán entonces! Pero lo verdaderamente estupendo del cine de Dios es que no solamente recoge las acciones y las palabras, sino que, además, penetra en lo más hondo de nuestro entendimiento y de nuestro corazón, para recoger los sentimientos íntimos de nuestra alma, o sea, todo lo que estamos pensando y lo que estamos amando o deseando, para bien o para mal; nada hay, ningún pensamiento, ninguna actitud, ninguna mala obra, ninguna obra buena, nada queda oculto a la cámara de Dios, para nuestro bien, o para 320
nuestro mal. A los hombres podremos engañar, a Dios no, Dios nos conoce y nos ve en lo más profundo de nuestra alma y todo quedará al descubierto en el juicio de Dios. Y no sólo quedará al descubierto todo el mal que hayamos hecho, sino también el mal que no hemos evitado, el bien que no hemos hecho, todo, absolutamente todo, quedará en evidencia. También en la película de nuestra vida saldrá el mal que el prójimo ha hecho por culpa nuestra... así como el bien que haya hecho gracias a nuestros consejos, a nuestros trabajos, a nuestro apostolado. ¡La de cosas que se verán y se oirán en la película de nuestra propia vida! ¡Cuántos pecados ajenos que resulta que son nuestros, porque con nuestros escándalos y malos consejos habíamos provocado su comisión por los demás! La Teología habla así sobre el Juicio Universal: "Es preciso, lo exige la justicia más elemental que caigan de rodillas ante Cristo, por las buenas o por las malas, todos sus mortales enemigos desde Anás y Caifás, hasta Nerón y Juliano el Apóstata, desde Voltaire y Renán hasta los corifeos de la masonería y del comunismo internacional. Todos ellos caerán de rodillas ante Cristo y reconocerán que es el Hijo de Dios y el Rey de cielos y tierra. El triunfo grandioso y público de Cristo: he ahí la primera razón del Juicio Final. Pero hay una segunda razón que justifica plenamente este Juicio: el triunfo de la virtud ultrajada y el castigo del vicio triunfante. En este mundo suelen triunfar los malvados. Y la virtud, ultrajada y escarnecida, suele terminar en la cárcel, en el destierro, cuando no en la más afrentosa de las muertes. Los ejemplos históricos y contemporáneos son tan abundantes y conocidos, que se renuncia a poner ninguno. No os escandalice ese hecho. No os cause extrañeza alguna, porque tiene una explicación clarísima. Ha sido siempre así y continuará siendo hasta el fin de los siglos que en este mundo triunfarán siempre los malos, y los buenos serán perseguidos. ¡Siempre! La explicación es sencillísima. Es una consecuencia lógica de la infinita Justicia de Dios. No hay hombre tan malo que tenga algo de bueno, y no hay hombre tan bueno que no tenga algo de malo. Y como Dios es infinitamente justo, ha de premiar a los malos lo poco bueno que tienen y ha de castigar en los buenos lo poco malo que hacen. Esto es cosa clara: lo exige así la Justicia de Dios. Ahora bien, como los malvados en castigo de sus crímenes irán al Infierno para toda la eternidad, Dios les premia en esta vida las pocas cosas buenas que hacen. Y como los buenos han de ir al Cielo para toda la eternidad, Dios comienza a castigarlos en esta vida lo poco malo que tiene, con el fin de ahorrarle totalmente, o en parte, las terribles purificaciones ultraterrenas en el Purgatorio. Ahí tenéis la clave del misterio. La mejor señal de reprobación, la más terrible señal de que un hombre malvado acabará en el Infierno para toda la eternidad, es que siendo efectivamente un malvado, un anticatólico, un blasfemo, un ladrón, un inmoral, etc. triunfe en este mundo y todo le salga bien. ¡Pobre de él! No le tengáis envidia por sus triunfos, tenedle profunda compasión. ¡La que le espera para toda la eternidad! ¡Dios le está premiando en este mundo lo poquito bueno que tiene y le reserva para el otro el espantoso castigo que merece para toda la eternidad! ¡No tengáis envidia de los malvados que triunfan, tenedles profunda compasión! En cambio, no tengáis compasión del bueno que sufre, no compadezcáis a los Santos que en este mundo sufren tanto y son víctimas de tantas persecuciones, tenedles, más bien, una santa envidia, porque esos fracasos y tribulaciones humanas dicen muy a las claras que Dios los castiga en este mundo misericordiosamente sus pequeñas faltas y
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flaquezas para darles después el premio espléndido de sus virtudes en la eternidad bienaventurada. Los Santos veían con toda claridad éstas cosas. Iluminados por las luces de lo Alto, se echaban a temblar cuando las cosas les salían bien, pensando que quizás Dios les quería premiar en este mundo las pocas virtudes que practicaban, reservando para el otro el castigo de los muchos defectos que su humildad multiplicaba y agrandaba. Y, al contrario: cuando el mundo los perseguía, cuando los pisoteaba, levantaban sus ojos al Cielo para darle rendidas gracias a Dios, porque esperaban de Él el perdón y la recompensa en el Cielo, por toda la eternidad. Esto que los Santos veían ya con toda claridad en este mundo, es preciso que aparezca con la misma evidencia palmaría ante la Humanidad entera. Es preciso que se desvanezca el tremendo escándalo del triunfo de los malos y el fracaso de los buenos. Tiene que haber un Juicio Universal y lo habrá. Entonces volverán las cosas al lugar que les corresponde y se verá claramente quiénes son los que verdaderamente han triunfado y quiénes han fracasado para toda la eternidad. Esto que acabamos de decir en términos generales, podría concentrarse en infinitos casos particulares. ¡Cuantas veces el justo es inocente aparece ante los hombres como culpable y pecador! ¡Errores judiciales, calumnias atroces que no se desvanecen, virtudes heroicas ignoradas o perseguidas!... Las cosas no pueden quedar así En el juicio particular se hace justicia a todos, pero únicamente en el fuero meramente individual o particular. Es preciso que haya otro segundo juicio, público y universal, donde aparezca radiantemente ante todos la inocencia ultrajada de los justos. Y, al contrario, ¡cuántas veces son tenidos en este mundo por personas honorables los más vulgares malhechores! El caballero "intachable" que tenía tratos con una mujer que no era la suya; el vulgar estafador que pasaba por hombre honrado o por comerciante "inteligente"; el joven disoluto que aparecía ante la sociedad como modelo y ejemplar de buenas costumbres; el sacrílego que comulgaba con edificante piedad después de haberse callado, a sabiendas, un pecado grave en la confesión; los crímenes conyugales perpetrados en el seno del hogar al amparo de las tinieblas. Todo aparecerá ante la faz del mundo el día de la cuenta definitiva. Y los pecados colectivos de las naciones, los grandes crímenes políticos, las injusticias sociales, los negocios fraudulentos, las recomendaciones injustas, las maquinaciones tenebrosas de las sociedades anticatólicas... ¿Por qué Dios permite tamañas monstruosidades? Sencillamente porque habrá un Juicio Final en el que Dios mismo echará abajo las caretas y disfraces de tantos hipócritas enmascarados y pronunciará el anatema eterno sobre tantos crímenes impunes. Estas son, señores, las razones principales que el simple buen sentido descubre sin esfuerzo para comprender lo justo y lo razonable del Juicio Universal. Nuestra fe, sin embargo, no se apoya en esas razones, sino en la palabra divina de Jesucristo. Lo ha revelado Él: habrá un Juicio Universal y habrán de comparecer en él todos los hombres del mundo, sin excepción". Como final de este tratado sobre los Novísimos del hombre: Muerte, juicio, Infierno, Purgatorio, Limbo, Resurrección y Juicio Final, pondremos unas poesías muy significativas al respecto: ¿Quién decide nuestra suerte? ¡La muerte! ¿Qué hay tras la virtud o el vicio? ¡El juicio!
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¿Qué castigo da el Eterno? ¡El Infierno! ¿Qué laurel da la victoria? ¡La Gloria! Todo en la vida, alma mía, Te ha de parecer escoria Si meditas cada día: ¡Muerte! ¡Juicio! ¡Infierno! ¡Gloria! *
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Yo, ¿para qué nací? Para salvarme. Que tengo que morir, es infalible. Dejar de ver a Dios y condenarme. Triste cosa será, pero posible. ¡Posible!... ¿Y río, y duermo y quiero holgarme? ¡Posible!... ¿Y tengo amor a lo visible? ¿Qué hago?... ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto? ¡Loco debo de ser, si no soy santo! *
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Oro, poder y riquezas muriendo has de abandonar al Cielo sólo te llevas lo que des a los demás. *
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Una edificante religiosa, ya anciana, que permaneció en el anonimato, nos cuenta que en 1967 murió su única hermana lejos de ella, causándole gran tristeza. Al día siguiente, 20 de Julio, estando recogida en su celda: "Comencé a escuchar en lo íntimo de mi alma su voz clara y distinta. Llamándome por mi nombre decía: "Soy yo, no llores. Estoy bien. ¿Pero por qué lloras? No puedes verme, pero soy yo. No llores por mí". Por obediencia a su director espiritual, también anónimo, fue anotando diariamente en un manuscrito de más de 450 páginas todas las manifestaciones sobrenaturales y locuciones de su hermana, de la Virgen, también de Jesús, que duraron desde Julio de 1967 hasta los primeros meses de 1970, y después, con largos intervalos, hasta 1974. Ponemos a continuación un extracto de tales revelaciones. "- ¿Pero eres tú? – preguntó la religiosa a su hermana difunta. - Sí, sí, soy yo, pero tú no puedes verme. Soy un alma feliz. He pedido al Señor la gracia de estar junto a ti, de enseñarte. Soy yo, no dudes, te daré una señal. Jesús quiere mucho a nuestra familia por el esfuerzo común que se hace por serles fieles. ¡Misericordia divina! He encontrado más Misericordia que Justicia. Para Dios sólo cuenta nuestro esfuerzo. Estoy en un lugar de delicias. -¿Es el Cielo? - No, todavía no. Pero gozo. ¡Qué será después el Cielo! .Gozo porque sufro, y sufro porque gozo, cuanto más gozo más sufro, y cuanto más sufro más gozo. Te entristece que la parálisis me dejó sin habla. Tal fue la voluntad de Dios, porque me hubiera traicionado contando las maravillas de amor que acompañaron mi viaje a la eternidad. No hubiera podido callar tantas cosas, ya que veía los cielos abiertos sobre mí. ¿La muerte? ¿Los dolores físicos? ¿La agonía? No tienes que tener miedo, yo los he experimentado. Ten confianza; Jesús, la Virgen, los ángeles, yo. Para quien muere de amor no hay pena en la muerte, sino alegría anticipada. Al fin se abren los cielos que tantas veces hemos contemplado suspirando, y aparece la gloria de Dios y de sus ángeles. La muerte. Qué mala cara se pone a la querida hermana muerte. El perro atado, apenas lo sueltas, te salta encima y te hace mil caricias para testimoniarte su alegría por la libertad recuperada. Debemos aprender de estas criaturas irracionales a recibir con agrado a nuestra gran libertadora. ¿No es justo que haya una recompensa después de tantas tribulaciones, un salario después de una jornada de trabajo, un domingo después del sábado? ¡Mil veces bendita nuestra hermana Muerte! No se la debe contemplar como espectro nocturno con la guadaña en la mano, sino como a quien amablemente se te acerca despacio y te susurra al oído: "Levántate amiga mía, y ven. El invierno ha pasado, ya canta la tórtola y los campos están esmaltados con las más bellas flores. Ven. Vamos a hacer ramos con ellas. ¡Oh el primer encuentro de Jesús con el alma! ¡Querría volver a morir para experimentar toda su dulzura! ¡Despiértate! ¡Alaba a Dios!. Yo cada día estoy más luminosa... Soy la mayor pecadora con quien el Señor ha tenido infinita misericordia. Como el grano de trigo he sido triturada aquí abajo por el dolor, y como el oro probada en el crisol para que saliese oro fino, a fin de poder comunicarme con vosotros dos (la religiosa y su hermano). Estoy más cerca de Dios que tú de ti misma; porque vivo en Dios. Alabemos al Señor. ¿Aún dudas respecto a mí? Piensa un poco. 324
¿Podrá un alma condenada venir a decirte: "Alabemos al Señor", cuando durante toda la eternidad no hará más que odiarlo? Soy cada vez más feliz. Estoy radiante de eterna juventud. Brillo como una estrella. -¿En el Cielo? - No. Pero ya falta poco, gracias a las Misas Gregorianas. - Entonces, ¿son tan eficaces estas Misas? - Sí. Bastaría una sola Misa para hacer subir al Cielo, pero el Señor distribuye los méritos del Santo Sacrificio según las necesidades de la Iglesia. - Dime, ¿qué encontraste a tu paso a la eternidad? - Una infinita Misericordia, dos brazos amorosos y un Corazón palpitante de amor. Querría abrasarme de amor. Si me vieses... Soy un cáliz tres cuartas partes lleno de delicias. Tenía razón San Pablo cuando decía que ni ojo vio, ni oído oyó lo que Dios tiene preparado para sus elegidos. No lloréis por mí más que lágrimas de amor y agradecimiento a Dios... Tuve al Ángel de la Guarda junto a mí. Mi Purgatorio fue un purgatorio de deseo, lo que yo misma deseé hacer, y fue breve. Mis últimos sufrimientos y los vuestros me obtuvieron la entrada en el Paraíso inmediatamente después de mi muerte; pero si se te da entrada a un palacio de cristal resplandeciente, y te das cuenta que tienes aún polvo bajo los pies, buscas la alfombra fuera de la puerta para limpiarlos. Por eso me quedé en la antecámara, pero moría de amor, ese fue mi verdadero martirio. Prefería yo misma la espera de pocos días en el antepurgatorio, lo que me fue compensado con el encuentro allí con mamá, donde estaba retenida desde hacia tiempo. No sufría, pero todavía no había sido admitida a la visión beatífica de Dios. Esperaba a papá, que estaba acabando de embellecerse; y Jesús nos reunió en un mismo abrazo el 15 de Agosto. (Es doctrina de los Santos que, ni aún permitiéndoselo Dios, querría un alma estar en el Cielo sin haberse antes purificado. Y se comprende). El Señor le dijo a la religiosa: - Tu solicitud, hija mía, no debe solamente extenderse a todas las almas que pueblan la tierra, sino que debe abrazar además a la inmensa muchedumbre de las almas del Purgatorio, cuyo número es más grande que las estrellas del cielo y que los granos de arena en la playa: almas que deberían estar ya en posesión de la gloria del Cielo y cantar alabanzas al Señor, pero que negligentes y despreocupadas han dejado transcurrir sus vidas en caprichos, como si la hora del rendimiento de cuentas no hubiera de llegar nunca. Tu sed de almas no sería completa si no se extendiese tu solicitud a ese océano de almas que están en espera de su liberación. La gloria de mi Padre lo reclama. Te he dicho que mis más acerbos dolores me vienen de las almas sacerdotales y religiosas de la tierra; pero esta pena se extiende también para esas mismas almas, y son numerosísimas, que, por múltiples gracias de su vocación, deberían estar ya en el Paraíso alabando a Dios. Ha cambiado en la Iglesia el modo de enseñar las más esenciales verdades de la fe. Poco o nada se habla hoy del Infierno, del Purgatorio y del Cielo, y estos lugares existen. La vida religiosa es un cuchillo de doble filo: vivida con empeño y amor, abre el Cielo; al contrario, aumenta las penas y tormentos. Muchas de esas almas están en el Purgatorio hace ya siglos, no días, ni meses, ni años. Algunas quedarán allí hasta el día del Juicio. ¡Con todo lo que Yo he hecho por vosotras, almas sacerdotales y religiosas, qué pena cuando debo alejaros por años del rostro de mi Padre! Para hablar un lenguaje accesible a ti, te diré que tengo "vergüenza" del fracaso de ciertas almas. Las mando al fuego del Purgatorio y les digo: Id ahora, recorred el mundo mendigando el rescate de estas llamas purificadoras, pues no os bastó mi Redención y mi Sangre. Así están destinadas a andar errantes pidiendo limosnas de oraciones a almas generosas y compasivas. Para estas almas consagradas la Divina
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Justicia es siempre más dura. ¡Oh, si se pudiera ver lo que se pierde, perdiendo mis gracias y dones! Estas almas son como hijos que a pesar de todos los sacrificios del padre para hacerlos estudiar, a fin de Curso llevan a casa suspenso. ¿Para qué todos mis dolores y mi Pasión? Esta tremenda advertencia quiero lanzar al mundo para esa particular categoría de almas. El fuego del Purgatorio no es de leña ni de carbón pero es mucho más fuerte que éstos. Ni siquiera el sol es de leña o carbón. Este fuego está destinado a consumir en el alma, con el deseo ardiente de poseer a Dios, toda culpa por mínima que sea, la más pequeña imperfección por ser tan grande la santidad de Dios. Si mis Santos y mis elegidos pudieran comunicar con los hombres de la tierra, les dirían que el fuego del Purgatorio es tormento tan grande que debe ser evitado a toda costa. El 14 de Agosto la religiosa vio un globo de oro elevarse veloz hacia el Cielo y quedar fijo en lo alto. Su hermana le dijo: - Estoy ya a la puerta, esperamos que venga la Reina. Al día siguiente, Asunción de María Santísima, mientras oía Misa a las 10´30 escuchó a su hermana: - En este momento he entrado en el Cielo con nuestra Reina y toda la Corte cantando Hosanna, los ángeles, los arcángeles y también con mamá y papá, y con mi amiga difunta. Estoy postrada a los pies de la Santísima Trinidad, abismada en este océano de delicias. ¡En el Cielo para toda la eternidad! ¿Te das cuenta? ¡Qué lugar ha preparado Dios para los que lo aman! También están conmigo nuestros hermanos difuntos y la sobrinita. Todos reunidos en un gozo eterno; todos resplandecientes con eterna juventud, no hay ninguno de nuestra familia en el Purgatorio, pero orad por tantas otras almas retenidas allí. Los afectos familiares, verdaderamente puros, son mil veces benditos por Dios. Han pasado los dolores y las penas de la tierra y mis lágrimas se han vuelto perlas en mi vestido. Escribe con letras de fuego la Misericordia del Señor y proclámalo a todas las gentes. Cuánta Bondad, cuánta Misericordia ha usado el Señor con nosotros. Lo que debéis buscar es el Cielo. Aquí no se recuerda ya lo que fuimos, porque ahora somos como los ángeles de Dios. En el Cielo se cumplen todos nuestros deseos; los afectos están más consolidados. Somos todos en uno. Bajo nuestros pies, el suelo está sembrado de alegrías. Tengo un hermoso lugar en el Cielo. -¿Por qué no te me apareces?- le preguntó la hermana. -¿Aparecerme a ti? Morirías. -¿Por qué? - Porque no podrías resistir mi resplandor. Sería necesario que un serafín te tocase con un carbón encendido. Soy de una belleza inconcebible, porque estoy revestida de la Belleza misma de Dios, y por eso para verme será preciso que abandones tus despojos mortales. El Señor en otros elegidos ha glorificado en unos su humildad, en otros su caridad. En mí ha glorificado mi gran miseria, porque no le he presentado otra cosa, y se ha contentado con ella. Soy una de las estrellas más bellas en el firmamento de Dios, ¿sabes por qué? Porque ha sido infinita mi miseria. El Señor hace las cuentas en proporción inversa. Ninguno de nosotros puede crecer en gloria; cada cual ha alcanzado su altura. Todos nosotros somos estrellas en el firmamento de Dios, y jamás una estrella dirá a otra: "Soy más bella que tú", porque cada uno tiene su medida plena y todos viven de la vida divina. Hay santos canonizados por la Iglesia y otros canonizados por boca de Jesús. Yo soy uno de éstos, y no soy menos bella ni menos amante que aquéllos. Todos somos servidores de Dios en el Cielo. Cada uno tiene su medida plena, colmada, rebosante. Todos son felices y ninguno envidia la suerte del otro. Si todos los hombres de la tierra pudiesen ver las delicias del Reino de los Cielos, la Humanidad entera, buenos y malos, desearían morir al instante para poseerlas. Si todos los hombres pudieran ver a lo que estamos destinados con nuestra inmortalidad, estoy segura que
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desaparecería el pecado de la faz de la Tierra. Aquí en el Cielo, cada momento es el comienzo de nuevas alegrías y de nuevas embriagueces. Mi día es un día sin fin, porque el sol nunca se pone en el Reino del Amor. Cada minuto Dios crea nuevos goces para sus elegidos. Di a todos que no malgasten los dones de Dios. ¡Si supierais qué es el Reino de los cielos, y lo que se pierde perdiéndolo! ¿No dice el Evangelio que se debería vender todo por comprar este campo? - En el Cielo ¿tenéis presentes los grandes misterios de nuestra fe? - Sí, vemos todo, y éstas son nuestras fiestas. Estoy en el Cielo, pero no intento permanecer inerte. Siempre he trabajado, y vuestra santificación la llevo en el corazón. Desde el Cielo quiero trabajar, quiero penetrar en el corazón de todos los hombres y encender en ellos una gran llama de amor. ¡El Amor no es amado!. -¿Qué lenguaje habláis en el Cielo? - El lenguaje del amor que todos conocen muy bien. - Dime: ¿El Cielo es un estado del alma en gracia o un lugar? - Ambas cosas. Es el estado de gracia, que necesariamente debe adquirir antes de entrar en el otro, que es un Reino sin límites. Jesús le añadió: - Hay puestos para todos en mi Reino, y allí donde Yo estoy, deseo que estén todos los que el Padre ama, como Yo mismo amo al Padre. En mi Reino no se pone nunca el sol: allí es la eterna primavera y el completo descanso en Dios. - En el Purgatorio - habla la difunta- La Santísima Virgen vino muchas veces a enjugar mis lágrimas, diciéndome: "Ánimo, hijita, sólo un poco y después la eternidad feliz". Y Ella fue la que me acompañó a Jesús. Ama mucho a la Virgen. Amad sin medida a la Virgen, pues también es sin medida el amor de María por vuestras almas. ¡Oh, la graciosísima sonrisa de nuestra Reina!. Cuando sonríe rayos luminosos emanan de Ella e irradian la tierra. No hay pena, no hay lágrimas que Ella no recoja con su piadosísima mano para presentarlas al dulce Jesús. La Virgen es la sonrisa eterna del Padre Celestial que la contempla sin cesar, como admirando su obra. Al Paraíso le faltaría la luz más bella si no estuviese la Virgen. Sin Ella se contemplaría un sol en pleno mediodía (la Santísima Trinidad), pero ésta es una luz demasiado fuerte y deslumbrante. No existiría la tenue luz del alba, precursora de grandes esperanzas, ni la rosada del ocaso. Sería más exacto decir que María fue arrebatada, en vez de asunta al Cielo. Para cada uno de nosotros María es la Madre amantísima, y para cada no su verdadera Madre, sin distinciones ni preferencias. ¡Tiene para todos un Corazón pleno de tanta bondad y ternura! Es la imagen perfectísima de Jesús, y estos dos Corazones no forman más que uno sólo. El Señor acabará por tener piedad de este pobre mundo porque está por medio la Virgen, que incesantemente suplica y ruega junto con todos los elegidos. Si el mundo se salva será únicamente por la Virgen, por su ternura maternal. Es la Santísima Virgen la que detiene todavía el castigo. Si por un momento dejara de interceder por sus elegidos, el mundo no existiría más. ¡Comprended qué Madre es María! (7 – IX – 1967). - El timón de la barca de San Pedro – le dice la Virgen – está en mis manos, porque Yo, María, soy la Madre de la Iglesia y a Mí me corresponde tomar bajo mi cuidado la grey de mi amado Hijo. Hija mía cuando el tentador quiera atormentarte, responderás que María, Madre de la Iglesia, te protege. Y bajo este nuevo título me invocarás de ahora en adelante, ya que a la Iglesia has hecho el don de ti misma. Este diamante lo ha añadido a mi corona el Papa Pablo VI, me faltaba y le estoy agradecida. -¡Cuánta fe necesitó mi Madre – habla Jesús - para reconocer en aquel pequeño envoltorio rosado de un niño recién nacido, a su verdadero Dios y a su verdadero Hijo!.
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- Debes creerme - añade Jesús - como suena, hija mía: ¡tengo necesidad de amor! Como un hambriento necesita pan, y un sediento agua, Yo tengo necesidad de amor. Este es mi más ardiente deseo; penetrar en vuestras almas, estar junto a vosotros en cada momento del día y de la noche, compartir alegrías y dolores, llegar y gozar juntos, conllevar vuestro peso y hacerme vuestro Cirineo, sentarme en la mesa con vosotros para comer juntos el pan de vuestros sudores: en resumen, vivir emparejado con cada criatura. No os debéis sentir solos y abandonados, porque ninguno está jamás sólo y abandonado de Mi. ¿Por qué el hombre no se acuerda de Mí y no recurre a Mí en sus necesidades? ¿Olvida lo que he hecho por él? ¡Cuánta tristeza siente mi Corazón hecho de carne, al verme tan alejado y despreciado por mis hermanos!. Acudo a ti, querida hija, para que hagas resonar en el mundo este mi gran dolor. Alza la voz y di a toda la Humanidad que Dios está a la puerta y llama, pidiendo entrar. ¡Dejadle pasar! Él trae vida, esperanza, amor y bienes jamás conocidos. Trae esa paz que tan ávidamente buscáis en el mundo, pero que el mundo nunca sabrá daros; y la trae en abundancia. Dejadme participar en vuestra vida, estar junto a la cuna del niño mientras la madre está en la cocina y el padre en el trabajo; junto al obrero en la fábrica, junto a los abogados, a los médicos, a los profesionales; junto a los ancianos que solos y abandonados de sus seres más queridos, enjugan sus lágrimas y comen el pan amargo de la soledad. Estar al lado de los jóvenes para calmar el bullir de sus pasiones y hacer florecer las flores más bellas de pureza y de generosidad. Finalmente, no al lado sino dentro, y más dentro que nunca, del corazón del alma consagrada, sacerdotes, religiosos o religiosas, para vivir juntos cada momento de su existencia terrena y convertirla en un preludio de la eternidad feliz, que les está preparada. Yo, que soy tu Dios, tu Creador, el Omnipotente, tengo necesidad de amor. Asombrada me dirás: ¿Es posible? Necesito todo el amor que se me niega, por eso hay que redoblar el amor. ¿Qué dios está más cercano a sus criaturas que Yo? ¿Y cómo nunca me veis... no me oís... no advertís mi presencia? Paso en silencio en medio de vosotros, es verdad, pero ante mi presencia se agitan la aguas y todo lo arrolla, se conmueven los cielos y truena el huracán...y vosotros no os percatáis de que Yo paso. Paso buscando, pidiendo, avisando, suplicando. ¡Paso buscando el amor! Estoy siempre en medio de vosotros, en el aire que respiráis, en el agua que bebéis y en el pan que coméis, en la obra grandiosa de la Creación que no cesa jamás Estoy en medio de vosotros, vivo, verdadero, real, con el sacrificio perpetuo de la Cruz en la Eucaristía. Ni aún la misma Iglesia repara ya en mi presencia, porque si reparase en ella, no andarían así las cosas. No reparan en ella ni aún aquéllos, que, con el poder de su eterno sacerdocio me hacen bajar del Cielo. ¿No soy en realidad el Eterno repudiado, el Eterno incomprendido? - Oh Jesús, ¿qué puedo hacer para consolarte? - Amarme, amarme mucho. Todo lo demás es mío, los cielos, la tierra y cuanto contiene. Sólo el amor de mi criatura no es mío, y es lo que busco. Pueblo mío, te he amado con un amor incomprensible. Allí donde Yo estoy quiero que estén los hombres conmigo. Tú todavía no me conoces. Todos los días me siento a la mesa contigo, y comparto tu pan de alegría y de dolor; pero tú no sabes mirarme bien a la cara y fijar tus ojos llenos de lágrimas en mis ojos resplandecientes de amor. Estoy contigo, vivo contigo bajo el mismo techo. Soy el Amigo más fiel que pueda existir; y tú te vas lejos a confiar tus penas a un extraño que pronto te traicionará. ¿Conoces que todavía no me conoces? ¡Soy Jesús! ¡Basta llamarme, y Yo vengo! Vengo enseguida, y salvo y redimo lo que está perdido. Hasta si la propiedad ha sido vendida al extraño en un momento de locura, Yo la rescato de sus manos y os pongo de nuevo en posesión de vuestros bienes. Basta sólo llamarme: al alba, al mediodía, al atardecer, o aún tarde en la noche: Yo vengo enseguida y nunca me hago esperar. Pueblo mío, llámame por mi Nombre,
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llámame Jesús, porque lo dice todo. Y no es necesario que te pongas de rodillas ante Mí. Al contrario, soy Yo Quien te lava los pies como a Pedro y a los otros apóstoles. Y si me dices como él que no quieres, te responderé que no sabes lo que hago, pero que lo comprenderás más adelante. Te lavaré los pies, aquellos pies que han pisado un camino resbaladizo, y que ahora están llagados de los tropiezos contra las piedras. Yo te los limpiaré, te los curaré, te los besaré y tú quedarás sano y no conocerás ya otro camino que el que conduce a Mí. Pero, ¿por qué te obstinas en no mirarme a la cara y no quieres dejarte lavar los pies? Eres como un niño caprichoso que se obstina en no creer a Quien lo quiere bien. ¿No sabes que si no te lavo los pies no tendrás parte conmigo? Dime como Pedro: "Señor..." No, no me llames Señor. Dime: "Jesús, entonces no sólo los pies, sino también la cabeza y todo mi cuerpo con tal que yo tenga parte contigo". El banquete está preparado, y faltan los invitados. Pero gritaré fuerte, y haré gritar a mis ángeles a los cuatro vientos; al Septentrión, al Mediodía, al Occidente y al Oriente, y reuniré a todos mis redimidos en torno a la mesa del banquete nupcial preparado por mi ángeles y aderezado con todo esmero; y habrá entonces un solo Reino, el Reino del Amor. Escribe querida hija mía, todo esto que te he dictado. Estas palabras serán dulces como la miel y suaves a la mente y al corazón de muchas almas. Más que a Santa Margarita María de Alacoque te he revelado mi dolor íntimo, sobre todo por las almas que me están consagradas. Y no menos que ellas toman parte en mis penas. El impulso para la difusión universal de la devoción al Corazón de Jesús se debió a las revelaciones que de Él tuvo Santa Margarita María de Alacoque entre 1673 y 1675. También en ellas el mensaje de Cristo es el mismo grito, reclamando el amor de los hombres, quejándose de su desprecio, y ofreciendo los tesoros de sus gracias. He aquí algunas de sus frases: "Mi divino Corazón tiene tal pasión de amor por los hombres, y por ti en particular, que no pudiendo contener en Ël las lamas de su ardiente caridad, es preciso que las difunda por tu medio, y que se manifieste a ellos para enriquecerlos con sus preciosos tesoros que Yo te descubro". "Me hizo ver ue el ardiente deseo que tenía de ser amado por los hombres y de apartarlos del camino de perdición por donde Satanás los precipitaba en tropel, le había hecho concebir el plan de manifestar su Corazón a los hombres con todos los tesoros de amor, de misericordia, de gracias, de santificación y de salud que contenía...Y que esta devoción era como un último esfuerzo de amor, que quería favorecer a los hombres en estos últimos tiempos con esta redención amorosa par apartarlos del imperio de Satanás, el cual pretende destruir para someterlos a la dulce libertad del imperio de su amor, que quiere establecer en el corazón de todos los que quieran abrazar esta devoción. "He aquí este corazón que ha amado tanto a los hombres, que no ha perdonado nada hasta agotarse y consumirse para testimoniarle su amor, y en agradecimiento no recibe de la mayor parte más que ingratitudes, ya por sus irreverencias y sacrilegios, ya por la maldad y el desprecio que tienen por Él en este Sacramento de amor. Pero me duele aún más que se porten así corazones que me están consagrados". También a Gabriela Bossi había dicho Jesús: "Escribe: Yo querría que ya no tuvieran miedo de Mí, que mirasen mi Corazón lleno de amor, que hablasen conmigo como con un hermano querido. Para algunos soy un desconocido. Para otros, un extraño, un Maestro severo, un demandador de cuentas. Pocos vienen a Mí como a un familiar querido. Y mi amor aquí está esperando. Diles tú que vengan, que entren, que se entreguen tal y como son al Amor. Tal y como son. Yo los restauraré, los cambiaré. Tendrán una alegría que no conocen. Yo soy Quien únicamente la da. ¡Pero que vengan!. ¡Diles que vengan!...
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Sobre el futuro de la Iglesia, habló así Jesús a la religiosa que estamos mencionando el 23 – VIII – 1967: "- Se está preparando a la Iglesia y a las almas un nuevo Reino. Se entrará en ese Reino por la purificación y la limpieza de los escombros. Preparad al Señor un pueblo nuevo, un nuevo linaje, una generación santa. Proclamarán su Nombre los niños de pecho. La nueva Jerusalén terrestre será como el principio de la celeste. Antes de que el Señor abrase el mundo con el fuego de su ira, es necesario que los buenos enciendan en el corazón de sus hermanos el fuego del amor. Por eso es urgente instruir a los hermanos, es una responsabilidad que incumbe a todos y este Mensaje a todos debería sacudir. Es la hora de la gran batalla. Quien tenga una espada que la desenvaine. Este mensaje es para todos y debería anunciarse desde el púlpito: los muertos hablan. Los ejércitos celestiales ya están desplegados en batalla prontos a responder al potente grito: "¿Quién como Dios?". Como el polvo en las grandes tormentas, serán levantadas y arrojadas la almas lejos del rostro del Señor al fuego eterno. La hora es grave el peligro inminente. Sólo el amor puede salvar al mundo". - Soy Dios – Amor – sigue hablando Jesús – Dios que salva lo que está perdido. La victoria será mía. Confundiré el mal con el bien, la perfidia con la bondad y el perdón. Olvidaré todo para comenzar todo desde el principio. Renovaré el mundo. Surgirá un mundo nuevo. Pero antes que el mundo, renovaré la Iglesia y mis ministros, mis almas consagradas, mis esposas. Daré a la Iglesia un rostro nuevo, fresco, juvenil, Vestirá vestidos nupciales, la adornaré con piedras preciosas y avanzará bella y vigorizada por el camino de los siglos. Serán su comitiva mis ministros, ornamento indiscutible de verdad y de fe, y mis verdaderas esposas, castas y modestas La Nueva Jerusalén cantará el himno de liberación como en los tiempos del Antiguo Testamento. Pero, hija mía, todo esto es tan deseable como difícil, porque he criado al hombre libre, y necesito de la cooperación de los buenos para renovar el mundo. Un poco más de fe bastaría para volver a encender el amor que todo lo puede. Estoy pronto a perdonar todo a cambio de un latido de amor. Este es el tiempo en que la caridad se ha enfriado en el mundo. Y también el tiempo de renovación. Así como después de un borrascoso invierno la dulce y suave primavera aparece para despertar los seres dormidos, todo lo criado se despertará al nuevo soplo de vida que le hará salir del letargo de un mundo viejo. Nuevas generaciones, nueva la Iglesia en su más exuberante reflorecimiento de una eterna juventud en la perenne caridad de su Fundador. Todo un mundo nuevo de paz, de concordia y amor como alabanza perenne a Dios. Tal será el mundo renovado con el sacrificio de los dolores agudos del parto. Estamos en los primeros albores de una nueva resurrección. ¡Movilizad las fuerzas de la Iglesia!. Nace sobre el mundo una aurora, es como el nacimiento de un nuevo día. En el mundo moderno se repite mi Pasión: Aunque todos mis sacerdotes me abandonan, como me quedé sólo con Juan en el Calvario, Yo renovaré el mundo. La renovación será como una nueva creación, y entonces muchos creerán en Mí. De tanto mal sacaré tanto bien. Ahora vosotros gemís como una madre en los dolores del parto. Llora y se entristece la Iglesia toda, ante tantas luchas, tanto desorden que pesa sobre la Humanidad, pero cuando el mundo sea renovado por el dolor y el sufrimiento, entonces vuestro llanto se convertirá en gran alegría. Será este el nuevo día, la nueva época en que finalmente sustituirá al odio el amor, y los hombres verdaderamente se volverán hermanos entre sí y en mi Nombre. El Buen Pastor vela sobre su grey y sus ovejas escucharán su voz, y habrá un solo rebaño bajo un solo Pastor. Cuando todo parece perdido, entonces todo está ganado Así como mis apóstoles fueron mensajeros de la Buena Nueva después de haber sufrido mucho por Mí, igualmente esta generación que sufre y está agobiada será la semilla fecunda de una nueva vida que se prepara para el mundo. Mandaré al Espíritu Santo para renovar la
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faz de la tierra, y será como un nuevo Pentecostés. De mi Corazón partirá la gran luz para iluminar a todos los pueblos cegados en la sombra del pecado y de la muerte. Como de una roca abierta en la montaña brota un impetuoso manantial de agua siempre limpia y fresca así de mi Corazón siempre abierto brota el amor para los hombres. La hermana difunta siguió hablándole a la religiosa diciéndole: - Hay que hablar a los hombres de la Misericordia del Corazón divino. La Justicia es una consecuencia. Toda persona equilibrada comprende que por fuerza tiene que existir una Justicia. Pero lo que no se conoce o se conoce mal, es la Gran Misericordia e infinita Bondad de Dios. Se peca más por ignorancia que por malicia. Es preciso enseñar a los hermanos y ganar almas para Jesús. Mostrad a los hermanos el verdadero Rostro de Cristo, el Ecce Homo. El Rostro de Cristo que hay que presentar a los hermanos es aquel que con la mirada fija en los Cielos, elevado en la Cruz, clama: "Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen", y después, cuando inclinando la cabeza expiró. Alli está todo el Cristo en su inmenso amor y en su inmenso dolor. ¡No hay amor más grande que dar la vida por aquéllos que se ama! El Señor está ansioso por derramar sobre el mundo las cataratas de su Misericordia, pero el mundo no está dispuesto a recibirlas. ¡Es preciso que el mundo se disponga a recibir el Gran Mensaje de Amor! A continuación le habló Jesús: - Quiero por tu medio recordar a los hombres mi pacto de hermandad y de amor. Soy José vuestro hermano. No tengáis miedo. Soy aquél que habéis vendido al extranjero. Mis vestidos están rojos de la sangre vertida por todos vosotros; pero venid a Mí, no temáis. He olvidado todo; no guardo rencor. Sólo el Amor vence, con tal que volváis a Mí; no quiero otra cosa. Necesito teneros conmigo a todos. Os haré gobernadores y príncipes de mi Reino; os abriré a todos los graneros del Faraón, y no habrá ya más hambre sobre la tierra. ¡Únicamente acordáos de volver a mi Corazón!. Ha llegado la hora de manifestar al mundo la angustia de mi Corazón. Quiero establecer en el mundo un Reino nuevo: el Reino de la gran Misericordia, de aquella Misericordia que todo lo comprende, que todo lo excusa y que todo lo perdona; que no guarda el más remoto recuerdo de cualquiera que sean las culpas y los pecados que gravan las conciencias humanas de los pueblos y de las naciones. Que nadie tenga miedo de acercarse a Mí, de buscarme y sobre todo de amarme. A todos prometo mi amistad y mi perdón, a cambio de un sincero latido de amor. No he muerto en la Cruz entre mil tormentos para poblar de almas el Infierno, sino de elegidos el Paraíso. Yo soy el que Es, siempre vivo, siempre presente, siempre activo en el corazón del hombre, como Compañero fiel que jamás traiciona ni abandona, y siempre dispuesto a tender mis brazos amorosos a mi criatura. Quiero ser presentado como el padre del hijo pródigo, que avejentado por el dolor de la ausencia del hijo, todas las tardes desde la terraza ansía su vuelta con un rayo de esperanza. Tengo necesidad de que el mundo sepa lo más pronto que Dios es inmutable, jamás cambia ni disminuye su eterno amor por los hombres. Necesito que el mundo sepa que a mi perdón no pongo límites, y que al hijo pródigo jamás le preguntaré de qué modo ha derrochado mi patrimonio, ni le pediré cuentas de sus crímenes. Cuanto más miserable y culpable es un alma, más derecho tiene a mi misericordia y a mi perdón. Son los derechos adquiridos por el hijo pródigo (arrepentido): derecho al banquete, al vestido nupcial y al anillo. Vencerá mi Misericordia, porque los hombres no permanecerán ya sordos a mi grito de amor .El amor es una flor del Paraíso. En aquel jardín de delicias esta bellísima flor perdió su fragante aroma. Fue manchado y sustituido por otro amor., Si Yo encuentro en un alma esta perfumada flor, vuelvo a ver en ella mi imagen y la hago igual a los ángeles. Dios
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habla siempre a los hombres en un modo o en otro, pero los hombres no saben captar la voz divina. - Dime - preguntó la religiosa a su hermana difunta - ¿Qué debemos hacer para ganar el premio eterno? -¡Amar!. Solamente amar, pero mucho. Instruid, enseñad, hablad, actuad. No tengáis miedo. Dios está con vosotros si vosotros estáis con Dios. El amor no admite el temor. Después, caridad activa. No basta predicar el amor, es necesario hacer vivir este amor activo. Se resistirá a la palabra, pero no se resistirá al ejemplo, que es siempre contagioso. Guerra al propio egoísmo, al propio bienestar individual. Saber dividir la capa aunque sea pequeña, y aún sólo una. Abrid generosamente los brazos al hermano, ¡y son tantos los hermanos necesitados! No es difícil a ninguna alma de buena voluntad comprender que sólo la vuelta a Dios puede salvaros de hundiros. El hecho es que cada uno espera que el otro lo haga y nadie hace nada. Pero lo repito, la hora es muy grave. Comenzad en la familia, en la comunidad, en la parroquia, en las asociaciones. Buscad a los pobres, a los abandonados. Hablad, ayudad, animad, apresuráos. El Señor quiere obras de caridad, la caridad es aquella hermosa flor del Paraíso nacida en el Corazón del Padre Celestial, cuando dio al mundo a su Unigénito: "El Verbo se encarnó...Dios es caridad". La pureza de un alma está en relación con su caridad. Jesús le dice: - Quisiera que se supiese lo que te digo: Toda esa llamada caridad, no basta. No, no puede ser suficiente. No quiero obras de caridad que mantengan el corazón del hombre alejado del mío. Quiero amor, amor verdadero, sincero, desinteresado. Los Magos siguieron su estrella y no se extraviaron. Hay una estrella para toda alma. Felices aquellas que siguen su estrella y se dejan iluminar por su luz. Pruebo a las almas para ver si lo que recibo es oro puro, porque Yo me he dado por entero. El cumplimiento del propio deber es el éxtasis más bello de la vida. - La tierra- dice la hermana religiosa a la difunta- no te ha dado más que zarzas y espinas. - Demos gracias a Dios por ello, de lo contrario me hubiera apegado demasiado a las cosas pasajeras de este mundo. Valía la pena sufrir lo que he sufrido. No tengáis miedo de sufrir, porque no se pueden ni comparar los padecimientos de este mundo con la gloria que se manifestará en nosotros De la vida terrena lo que vale para el Cielo son precisamente nuestros dolores y lágrimas. Te agradezco haberme animado. ¿Cuántas voces me dijiste que no hay suspiros de nuestro corazón que Jesús no tenga en cuenta? Tenías razón. No son las lágrimas de nuestros ojos lo que agrada al Señor, sino el fruto de nuestros corazones, es decir el amor. Jesús cuenta todas nuestras penas, nuestros dolores, nuestras lágrimas, las tentaciones superadas, con un acto de resignación y de confianza en Él, a todo eso le asigna gran cantidad de gloria. Mis lágrimas son ahora piedras preciosas en mi vestido. -¿Ves, hija mía – le habla Jesús- cómo las almas reciben mal la cruz de la tribulación? Y no saben lo que me cuesta ver sufrir así a toda la Humanidad. Yo vertería toda mi Sangre por ahorrar a cada uno de vosotros lágrimas. Quisiera tomar sobre Mí la carga del dolor humano, y llevar Yo sólo su peso como lo hice entonces. Pero sin embargo, si se pudiese ver qué cantidad de gloria futura corresponde al dolor de aquí abajo, serían las mismas almas quienes me pedirían les mandase cruces y sufrimientos. Yo quiero llevar las almas al Reino de mi Padre y por eso las visito con el dolor. ¡Pero son tan pocas, aún entre las almas consagradas, las que profundizan este misterio!. Yo soy el Amor, el Amor que quiere siempre dar. Pero ¿quién me comprende? ¡Son pocas las almas que comprenden mi Amor! Recoge los más pequeños sufrimientos, que se transformarán después en oro, y ofrécelos por tus grandes intenciones, y cuanto más
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pequeños son, Yo los hago más grandes. ¡Jamás una plegaria o una lágrima en favor de un alma será rechazada por Mí! Soy el Buen Pastor que recoge en torno de Sí la pequeña grey. - No hay nada – le habla la hermana difunta- absolutamente nada, que pueda alejaros del amor de Dios. Son excusas banales decir: yo no puedo, no sé, no soy virtuoso como tal santo o santa. Excusas que pretenden excusar únicamente una mala voluntad, muy débil. Esto puede referirse mayormente a ciertas personas que no hacen el menor esfuerzo para tender a la perfección. El Señor acepta todo, incluído un esfuerzo mínimo, para transformarlo en amor. Él es Quien lo transforma. Sólo se requiere un poco de buena voluntad por parte de cada uno. Dios solamente quiere ser amado, el resto lo hace Él. Los efectos de la palabra de Dios son música suave para los oídos, luz, fuerza y energía para el alma. - Hará el Señor nuevas todas las cosas- habla la hermana difunta- un nuevo sacerdocio, una vida religiosa nueva. Serán invertidos los valores humanos a los cuales se dedica hoy tanta atención. A la riqueza se opondrá una gran pobreza. A la inmoralidad de hoy se opondrá la competición que los hombres de la tierra harán con los espíritus celestiales por la pureza angélica. Todo resurgirá a una nueva vida. - Hija mía – habla Jesús- la pena de las penas son los sacerdotes indignos, y son tantos, y se multiplica el número. Escribo para que se sepa, para que se lea. De cuántas dudas, de cuántos sofismas uno tras otro se va cubriendo mi Iglesia. Son mis ministros, los que quieren echar fuera la verdad y la fe. Y sólo no puedo salvar al mundo. Lo salvé sólo en el Calvario, derramando hasta la última gota de mi Sangre; pero ahora tengo atadas las manos, como delante de Pilatos. He hecho al hombre un gran regalo, la libertad, no puedo retirárselo, y el hombre abusa de mi regalo. Sufro, estoy solo, el mundo se ha alejado de Mí. El mundo de las almas ya no es mío. Esas almas que Yo he salvado con mi Sangre se han alejado de Mí. Tengo a mi Padre celestial, a mi Madre, a los Santos, los Ángeles, a los elegidos, ¿pero los hombres? Me haría de nuevo Niño para morir en el Calvario otra vez. Clavado en una Cruz, tremendamente sólo, todos me abandonaron salvo dos o tres almas fieles. Mi Iglesia naciente se ocultó... y así es en todos los tiempos, por falta de fe en Mí, en mis palabras. Tantos desertores de mis filas y por falta de fe. Cuántos fracasos entonces y ahora; todo por falta de fe. Si hubiera más fe en mi Iglesia, el dragón infernal no obtendría tantas victorias. - El mundo entero – le dijo Jesús- será un inmenso brasero, algo que nunca se ha visto desde el principio del mundo, y los ángeles del Cielo se cubrirán los ojos con sus alas porque la Humanidad es ahora leña seca para el fuego. La Humanidad corre veloz a su gran purificación, hacia esa renovación que se hará no sin penas ni sin dolores. Parecerá hasta el triunfo completo del mal sobre el bien. Pero los pocos que queden fieles a mi palabra, formarán un nuevo núcleo, como Abraham, de verdaderos hijos de Dios. La lucha ha comenzado ya, e irá siempre acentuándose más hasta dejar en los mismos buenos poca confianza. Todo pareceré perdido. Se gritará fuerte.: ¡Señor, sálvanos que perecemos! Y sólo entonces se acordarán los hombres que su ayuda está en el Señor. Pero para llegar aquí es necesario sufrir y llorar mucho, como el pueblo elegido antes de llegar a la Tierra Prometida Las civilizaciones necesitan de cuando en cuando de renovación. La Historia está llena de ejemplos: demolidas las viejas, se construyen las nuevas, y éste es el caso de la presente civilización. La cizaña ha crecido en los jardines de la Iglesia, pero ahora la hora está mucho más cerca. Los pueblos fuertes demolerán a los débiles, todo derecho humano será atropellado. Sangre, fuego sobre la tierra: cosas nunca vistas desde la fundación del mundo. El cielo no tendrá más que los reflejos del fuego, no será azul, sino cargado del humo de los medios de
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destrucción. Habrá niebla sobre toda la tierra. La tierra estará envuelta en un manto negro. -¡Señor, se diría el Apocalipsis! - El tiempo del verdadero Apocalipsis está muy lejano, y será querido por Dios, mientras éste es querido y preparado por el hombre. La Virgen le añade: -¡Hija mía, ya no puedo más! Si la Humanidad supiera lo que se prepara, toda ella se pondría de rodillas implorando clemencia y perdón, deseosa de hacer penitencia. Grandes desórdenes mundiales... ¡Ruega hijita, ruega mucho! La hermana difunta también le comunica: - El diablo soporta mal el deseo del Señor de volcar en el mundo una catarata de más abundante Misericordia. Lucha tremenda entre él y Dios, parecerá el Anticristo, pero éste está aún muy lejos. Dios no va a destruir el mundo, sino a renovarlo (24 –31968). Se oscurecerá el cielo. Caerán las estrellas sobre la tierra. La tierra será envuelta en un manto negro por días y noches. Pero no es todavía el fin del mundo, porque el Señor no pretende por el momento destruir su obra maestra. Será el símbolo de las tinieblas del entendimiento del hombre, y extenderá la oscuridad sobre toda la tierra hasta que los ateos, aquéllos que no creen en Dios, los constructores de los medios de destrucción, levanten ellos también los ojos hacia el cielo aturdidos y atónitos para implorar una ráfaga de luz. Después volverá a brillar el sol. No te digo que estas cosas se realizarán precisamente ahora (1968). Es todavía tiempo de misericordia, de perdón, y es necesario implorarlos con todas vuestras fuerzas (3 – 1- 1968). Es necesario evitar el merecido castigo. Dios es Bueno y Misericordioso. Recurrid y elevad incesantes plegarias a Aquél que todo lo puede cerca de Él. Toda la Humanidad está en un abismo. Pero ¿por qué no publicar ciertas cosas? Todos éstos son avisos de Dios. Nada en la vida del Universo y en la vida humana es una "casualidad", sino que todo habla de amor. Mirad todo acontecimiento personal, social, con los ojos de la fe, porque todo es amor (es decir, todo lo que sucede en el mundo es querido o permitido por la Divina Providencia para sus fines siempre buenos para todos). Debemos despertar al mundo, para que caigan en la cuenta que está a punto de perecer; este mundo tan sumergido en la inmoralidad y en el pecado (esto se decía en 1968... ¿Qué se diría de ahora en 2001... Con una homosexualidad practicante legalizada mediante hediondos matrimonios homosexuales, abortos asesinos legalizados, pornografía, pederastia practicante, divorcios, concubinatos, amancebamientos, promiscuidad sexual, etc. etc?...) y que sin embargo se encuentra a sus anchas así como está. Es preciso sacarlo de ahí, despertarlo de su sopor, de modo que pida ayuda al Señor. Debemos encender en el mundo un gran fuego, encender las candelas una a una, como se hace en la Vigilia Pascual, aprovechando la llama del Cirio, la verdadera Luz del mundo. El Mensaje. ¿Quieres saberlo sin horrorizarte? Se pronostican hambres, guerras, pestes, enfermedades, inundaciones, incendios, rapiñas, destrucciones, llanto, muerte... si no se vuelve a la fe de nuestros antepasados. Por el momento se diría que es la hora de Satanás. Los buenos están perplejos, angustiados. Os preguntáis con razón ¿cómo terminara esto? Pero Jesús ha vencido al mundo. Hombres de poca fe ¿por qué teméis?. ¿No fue necesario que Cristo sufriese primero para entrar en su gloria? Así es también necesario que venga esta gran purificación para separar los machos cabríos de los corderos, antes de que brille sobre la Iglesia y sobre el mundo nuevo, una luz deslumbradora que hará resplandecer la nueva Jerusalén en todo su fulgor. Este nuevo Reino será el Reino de la paz, del amor, de la concordia sobre la tierra, preludio de la bienaventuranza del Cielo. La venida del Reino de Dio estará basada en la caridad. Los hombres, en consecuencia,
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no podrán extraviarse más: pero primero la guerra, después la victoria. De todos los planetas, sólo la Tierra guarda la imagen de Dios: el hombre; los otros planetas no están habitados. - Un día estas revelaciones serán reconocidas por la Iglesia - le anuncia su hermana- El Mensaje de Jesús al mundo será aceptado, ya lo verás, porque tendrá su testimonio de amor. Recuerda que en cuanto al Manuscrito no hay "derechos reservados" sino que todo será del dominio público. Las almas deberán poder beber hasta saciarse; y las abejas deben encontrar libre acceso a la corola de esta flor. Te he dicho que eres la pluma de Jesús, para transmitir al mundo su Mensaje de Amor, pero una vez que ya no se necesita la pluma, se aparta. No se dirá nunca: "¡Qué bella pluma!", sino "¡Qué bellos pensamientos!". Y la Santísima Virgen también le dijo: - No se pongan límites en manifestarlo al mundo entero. Hija mía, tú no sabes los prodigios que Jesús quiere obrar con su Mensaje de Amor. Jesús le confirma: - Te prometo que ninguna alma leerá este Manuscrito sin sentirse mejor y más cerca de mi divino Corazón. Deseo de este modo saciar tu sed de almas. Concederé a los que lo lean la gracia de la compunción y del retorno a Mí. Estas palabras mías producirán en las almas el afecto de una gran realidad, actualidad y conmoción. Te prometo grandes gracias para todos los que cooperen de uno u otro modo en dar a conocer mi Mensaje de Amor, cuyas copias se multiplicarán como las estrellas del cielo y los granos de arena, hasta el punto de que no se podrán contar. Yo podría hacer llegar mi Mensaje hasta los últimos confines de la tierra, mis ángeles serían los mensajeros, pero quiero vuestra cooperación. Aunque no es conveniente desear las revelaciones divinas, cuando son conocidas gratuitamente, es necesario inmediatamente consignarlas". También a Sor Josefa Menéndez, religiosa muerta a los 29 años en 1923, y cuya causa de beatificación ha empezado, Nuestro Señor le dio un Mensaje de su Amor Misericordioso. -Ayúdame- habla Jesús- Josefa, a descubrir mi Corazón a los hombres. Quiero decirles que en vano buscan su felicidad fuera de Mí; no la encontrarán. Yo soy el Amor. Mi Corazón no puede contener la llama que constantemente me devora. Yo amo a las almas hasta tal punto, que he dado la vida por ellas. Por su amor he querido quedarme prisionero en el Sagrario, y hace veinte siglos que permanezco allí noche y día, oculto bajo las especies de pan, escondido en la Hostia, soportando por amor el olvido, la soledad, los desprecios, blasfemias, ultrajes y sacrilegios. El amor de las almas me impulsó a dejarles el sacramento de la Penitencia para perdonarlas, no una vez ni dos, sino cuantas veces necesiten recobrar la gracia. Allí las estoy esperando; allí deseo que vengan a lavarse de sus culpas no con agua, sino con mi propia Sangre. En el transcurso de los siglos he revelado de diferentes modos mi Amor a los hombres y el deseo que me consume de su salvación. Les he dado a conocer mi propio Corazón. Esta devoción ha sido una luz que ha iluminado al mundo, y hoy es el medio de que se valen para mover los corazones la mayor parte de los que trabajan por extender mi Reino. Ahora quiero algo más. Sí, en retorno del Amor que tengo a las almas, les pido que ellas me devuelvan amor; pero no es éste mi único deseo, quiero que crean en mi Misericordia, que lo esperen todo de mi Bondad, que no duden nunca de mi perdón. Soy Dios, pero Dios de Amor, soy Padre, pero Padre que ama con ternura, no con severidad. Mi Corazón es infinitamente santo, pero también infinitamente sabio;
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conoce la fragilidad y miseria humana y se inclina hacia los pobres pecadores con misericordia infinita. Sí, amo a las almas después que han cometido el primer pecado, si vienen a pedirme humildemente perdón Las amo después de llorar el segundo pecado ¡y esto se repite no un millar de veces sino un millón de millares, las amo, las perdono, y lavo con mi misma Sangre el último pecado, como el primero! No me canso de las almas y mi Corazón está siempre esperando que vengan a refugiarse en Él tanto más cuanto más miserables sean. ¿Acaso no tiene un padre más cuidado del hijo enfermo que de los que gozan de buena salud? ¿No es verdad que para aquél es mucho mayor su ternura y su solicitud? De la misma manera, mi Corazón derrama con más largueza su ternura y compasión sobre los pecadores que sobre los justos. Esto es lo que quiero explicar a las almas: Yo enseñaré a los pecadores que la Misericordia de mi Corazón es inagotable; a las almas frías e indiferentes, que mi Corazón es fuego y fuego que desea abrasarlas, porque las ama; a las almas piadosas y buenas, que mi Corazón es el camino para avanzar en la perfección y por Él llegarán, con seguridad, al término de la bienaventuranza. Por último, a las almas que me están consagradas, a los sacerdotes, a los religiosos, a mis almas escogidas y preferidas les pediré, una vez más, que me den su amor y no duden nunca del mío; pero, sobre todo, que me den su confianza y no duden de mi Misericordia. ¡Es tan fácil esperarlo todo de mi Corazón! Quiero perdonar. Quiero reinar. Quiero perdonar a las almas, y a las naciones. Quiero reinar en las almas, en las naciones, en el mundo entero. Deseo derramar mi paz por todas las partes del mundo. Yo soy la Sabiduría y la Felicidad. Yo soy el Amor y la Misericordia. Yo soy la paz. YO REINARÉ. Para borrar la ingratitud, derramaré un torrente de misericordia. Para reparar las ofensas, elegiré víctimas que alcancen el perdón. Si, el mundo está lleno de almas que desean complacerme. Aún hay almas generosas que me dan cuanto tienen, para que me sirva de ellas según mi deseo y voluntad. Para reinar, empezaré por tener misericordia, porque mi Reino es de paz y de amor. Este es el fin que quiero realizar, ésta es mi Obra de Amor. Ahora quiero hablar a mis almas consagradas, para que puedan darme a conocer a los pecadores y al mundo entero. Muchas no saben aún penetrar en mis sentimientos, me tratan como a Alguien con Quien no se tiene confianza y que vive lejos de ellas. Quiero que aviven su fe y su amor y que su vida sea de confianza y de intimidad con Aquél a Quien aman y que las ama. De ordinario el hijo mayor es el que mejor conoce los sentimientos de su padre; en él deposita su confianza más que los otros, que siendo más pequeños, no son capaces de interesarse en las cosas serias y no fijan la atención sino en las superficiales; si el padre muere, es el hijo mayor el que transmite a sus hermanos menores los deseos y la última voluntad del padre. En mi Iglesia hay también hijos mayores, son las almas que Yo he escogido. Consagradas por el sacerdocio o por los votos religiosos, viven más cerca de Mí, y Yo les confío mis secretos. Ellas son, por su ministerio o por su vocación, las encargadas de velar sobre mis hijos más pequeños, sus hermanos; y unas veces directa, otras indirectamente, de guiarlos, instruirlos y comunicarles mis deseos. Quiero que me traten con más intimidad, que me busquen en ellas, dentro de ellas mismas, pues ya saben que el alma en gracia es morada del Espíritu Santo; y allí que vean como soy, es decir, como Dios, pero Dios de Amor. Que tengan más amor que
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temor, que sepan que Yo las amo y que no lo duden; pues hay muchas que saben que las escogí porque las amo, pero cuando sus miserias y sus faltas las agobian, se entristecen, creyendo que no les tengo ya el mismo amor que antes. Estas almas no me conocen; no han comprendido lo que es mi divino Corazón... porque precisamente sus miserias y sus faltas son las que inclinan hacia ellas mi bondad. Si reconocen su impotencia y su debilidad, si se humillan y vienen a Mí llenas de confianza, me glorifican mucho más que antes de haber caído. Lo mismo sucede cuando pide algo para sí o para los demás. Si vacilan, si dudan de Mí, no honran mi Corazón. Pero si esperan firmemente lo que me piden, sabiendo que sólo puedo negárselo si no es conveniente al bien de su alma, entonces me glorifican. Por medio de la confianza obtendrán copiosísimas gracias para sí mismas y para otras almas. Entre las almas que me están consagradas hay pocas que tengan verdadera fe y confianza en Mí, porque son pocas las que viven en unión íntima conmigo. Ellas están obligadas a trabajar en mis intereses, sin perdonar esfuerzo ni sufrimiento. Ellas, sabiendo que tantas almas me ofenden, deben reparar con sus oraciones, trabajos y penitencias. Ellas, sobre todo, deben estrechar su unión conmigo y no dejarme sólo. Esto no lo entienden muchas almas Olvidan que a ellas corresponde hacerme compañía y consolarme. Que publiquen en el mundo entero mi Bondad, mi Amor y mi Misericordia"
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MENSAJE A TODA LA HUMANIDAD En una revelación de Jesús (1989) dirigida a toda la Humanidad ha dejado dicho: ―Amadísimos hijos míos, os habla Jesús de Nazaret, el Hijo de la Virgen María, el Dios del Amor, el Dios que murió clavado en una cruz por amor a vosotros. Amadísimos hijos míos, aquí estoy para hablaros como siempre hemos hecho mi Madre Santísima y Yo siempre venimos a instruiros, a enseñaros para que la confusión que reina ahora en el mundo no os alcance, las tinieblas son muy grandes y está penetrando en las almas y en los corazones de mis hijos y por eso muchos se condenan. Mi Madre Santísima y Yo, venimos para que sepáis la verdad, para que no estéis confundidos, y el tema que hablaré hoy será un tema muy importante, que mucha gente no quiere oír porque le da miedo, porque no quiere saber nada de este tema que es muy importante que lo sepan las almas para su salvación: EL INFIERNO. Mucha gente no quiere creer que existe el Infierno, que hay Cielo, y que hay Purgatorio. No quieren entender, no quieren comprender, y al negarse a comprender que sí hay estas tres cosas están negando tres verdades. Hay Cielo, pero también hay Purgatorio y hay Infierno. Y muchos de mis hijos no quieren saber nada de este tema, porque no quieren creer que después de una vida de muchos pecados su final será el Infierno. Sí, muchos eluden este tema porque no les gusta y ahora mis hijos están diciendo que el Infierno es el sufrimiento que se tiene aquí en la tierra, y esto no es verdad, no es verdad, porque el Infierno fue creado para aquellos pecadores impenitentes, aquellos pecadores que no se arrepienten de sus pecados. Y si mueren así en pecado mortal, su lugar será el Infierno. Mucha gente no lo quiere creer, ni mis hijos, y dicen: ―Es que Dios no castiga, porque es muy bondadoso, infinitamente bueno‖. Si, es bueno, pero también es Justo y Sabio. Por eso no deben caer en este error, de creer que porque Dios es bueno no castiga. Mirad que no perdonó a la obra perfecta que eran los ángeles y los condenó a sufrir y estos fueron los primeros que cayeron en el Infierno y que mucha gente conoce como el demonio y los ángeles caídos y desde este momento ellos se han extendido para confundir a mis hijos e inducirlos al pecado, porque su odio es muy grande y no quieren que mis hijos tengan de premio el Cielo y por eso, los inducen a pecar, los inducen para que no vayan al Cielo. Mucha gente los obedecen, mucha gente no se dan cuenta que con un pecado y otro pecado y si no lo confiesan, si no se arrepienten y mueren así tendrán como premio el Infierno. El Infierno es la morada de todos los sufrimientos, de todos los dolores, de todas las angustias, porque el Cielo es alegría, paz, luz, gozo y amor, el Infierno es lo contrario, hay tinieblas, hay amargura, hay dolor, hay sufrimiento, hay odio. Aquel pecador que no se quiere arrepentir de su pecado y muere así comprenderá al morir que su peor tormento será el haber despreciado la felicidad que le brindaba el haber muerto Yo en la cruz. Su mayor tormento será el comprender que despreció mi Sangre, que despreció mi dolor en la cruz y esto lo tendrá eternamente, este dolor de haber pedido la felicidad eterna, la felicidad del Cielo y no solo esto será su tormento sino que también el fuego, el fuego que lo consumirá en una tristeza, en una angustia, en un dolor terrible, porque el fuego infernal es un fuego que no muere, que no acaba, que atormenta el alma. Muchos dicen que este fuego es figurado, que no es cierto y no es así, hijos queridos, este fuego es real, pero es un fuego no como el de la tierra; porque el de la tierra consume, se acaba, pero el del Infierno jamás. Y abraza el alma y la atormenta y nunca acaba y no solo esto sino que penetra hasta el alma, penetra y todos los sentidos sufren este fuego: los ojos, el olfato, el oído, el tacto, todos los sentidos lo sienten, porque este fuego penetra dentro del alma y queda alli haciendo sufrir al pecador impenitente. Este fuego que quema, abrasa, pero que no consume, este tormento durará 338
eternamente. Por eso Yo he venido ahora a enseñaros, para que conociendo todo esto no sigáis en el pecado y si estáis en el pecado salid de él, porque esto espera a aquéllos que no se arrepienten. En el Infierno los verdugos son demonios y hacen padecer al alma por toda la eternidad. Vosotros sabéis que la tierra es lugar de pruebas para ganar el Cielo o ganar el Infierno, esto vosotros lo sabéis que es así, pero la gente no lo quiere entender, no quiere creer y dice que no hay nada de ésto, que esto son inventos de la gente que está loca, que no quiere gozar, que no quiere pecar y siguen y siguen así con esto, por eso vengo a instruiros porque el mundo está en un constante pecado y después, al final cuando os llegue el día de la muerte estaréis en pecado y ya no podréis hacer nada, por eso os hago esta llamada. Mirad que es vuestra alma que va a sufrir por toda una eternidad o va a gozar por toda una eternidad…según hayan sido vuestras obras en este breve paso por el mundo. Muchas personas por un triste placer dejan que su alma se endurezca en el pecado y no quieren cambiar, porque no quieren sufrir, porque no quieren hacer penitencias, no quieren. Ellos quieren la alegría y gozo, la felicidad que dura únicamente un suspiro y por ese suspiro tendrán después una eternidad de penas, de angustias, de dolores, y allí no podrán arrepentirse, no podrán hacer nada. Tenéis que cambiar de vida, tenéis que adquirir la gracia, porque muchos no quieren obedecer mis palabras, muchos se ríen de mis mensajes y de los de mi Madre Santísima, se ríen de todo esto y de mi Doctrina y dicen: ―Que ahora el Señor no castiga, el Señor no quiere sufrimiento, el Señor no quiere penas, porque Él es todo Amor‖. Si, hijos queridos, yo soy todo Amor pero también soy Justo y muy Sabio, y por eso todos aquellos que digan que Dios no castiga están en el error, porque los primeros que castigó el Padre eterno fueron los ángeles y no los perdonó y ellos están eternamente condenados y con ellos todos aquellos que desprecien la Sangre que Yo derramé en la cruz. Todo aquél que esté en el error salga de este error porque un gran castigo viene al mundo por los pecados de los hombres que no quieren arrepentirse, que no quieren adquirir la verdadera doctrina que Yo dejé en mi Iglesia y la hacen a un lado para tener otras doctrinas que les alabe su ego, para que les alabe su vanidad y su orgullo y esto hijos queridos es un lazo diabólico. Ahora están predicando que no hay que sufrir, que no hay que hacer penitencias, ni ayunos, ni sacrificios, porque Dios no quiere eso. Porque Él es todo Amor, todo Alegría. No hijos queridos, debéis de amar la cruz porque la cruz os llevará al Cielo. Y todo aquel que se aparte de mi cruz, de mi Sacrificio, morirá y su lugar será el Infierno, porque habrá despreciado la redención que yo le doy por medio de mi Sacrifico en la Cruz. Muchos de mis hijos no quieren creer esto y se burlan, se ríen y dicen que Infierno no hay, que el Infierno está aquí en la tierra y después de morir no hay nada, por eso dicen: ―Gocemos, cantemos, bailemos, que mañana moriremos y después no hay nada‖. Y esto no es verdad, después de estas pruebas en la tierra el alma vivirá eternamente, pero si ha sido buen hijo, irá al cielo, pero si ha sido mal hijo, irá al Infierno y esto es terrible. Por eso he venido a instruiros en esto, porque algunos que creen en el Infierno lo creen pero lo creen a medias y dicen: ―Como el Señor es infinitamente bueno incluso allá en el Infierno dará consuelo‖. Pero no, esto es mentira. El que llegue al Infierno no tendrá consuelo de ninguna clase. Los consuelos son aquí en la tierra. Aquí en la tierra el alma que sufre tiene consuelo, pero en el Infierno no, en el Infierno no hay consuelo, sólo hay aflicción, tristeza, amargura desesperación y tormento de día y de noche. No hay reposo para el sufrimiento en el Infierno. Yo dejé dicho esto en el Apocalipsis: ―Que todos aquéllos que en estos últimos tiempos adoren a la bestia, o sea que se endurezcan en el pecado, cuando venga la bestia, sigan a la bestia y ella los marque, su lugar será el Infierno. Y serán atormentados sin reposo‖. Esto lo dejé dicho en el Apocalipsis y se cumplirá, porque muchos no quieren entender y como os digo el fuego que hay aquí en
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la tierra, es un fuego que quema el cuerpo pero no penetra en el alma, pero el fuego que hay en el Infierno, penetra el alma y esta penetración en el alma hace que el alma se sumerja en un dolor infinito, sin término, intenso, y será eternamente, porque tendrán en el alma, y fuera de ella, este fuego, porque ellos serán parte de este fuego infernal. Por eso se dice en algunos mensajes, que aquellos que no se arrepientan serán como leños que alimentarán el fuego del Infierno y esto quiere decir, que ellos mismos serán este fuego, que lo tendrán dentro del alma torturándolos sin reposo. Además de otros tormentos que alli existen que son del olfato, de los ojos, de los oídos, porque además de este tormento del alma tendrán en sus ojos la vista de cosas horrendas, en el oído de cosas terribles, y en el olfato hedor para toda la eternidad, y un hedor que si alguno lo pudiese experimentar aquí en la tierra, con sólo que les llegará un poquito los mataría, es tal el olor nauseabundo que un ser humano no los aguanta y muere al instante, así también son todas las otras cosas que hay en el Infierno. Y Yo, como Padre amoroso que soy de vosotros os instruyo en esto para que miréis que si a vosotros os molestan las cosas aquí en la tierra que son pocas, que son dolores, que son angustias que tienen su consuelo, sin embargo muchas personas se desesperan y no quieren sufrir, no quieren llorar, y cuando lleguen al Infierno y se den cuenta de que lo que aquí se sufre no es nada comparado con lo que hay alli desearán haber sufrido, haber creído en mi palabra, porque el que entra allí ya no tiene regreso. Por eso os doy este aviso para que entendáis que no es lo que mucha gente cree de que son mentiras, esas historias del Infierno, del Cielo y del Purgatorio, no hijos queridos, es real, muy real. Por eso Yo os vengo a instruir, para que sepáis que sí hay un lugar de tormento para todas aquellas personas y para todos aquellos mis hijos que no quieran arrepentirse y quieran quedarse en su capricho de estar cometiendo una y otra vez sus pecados, por eso yo quiero instruiros en esto, porque es importante que vosotros sepáis y podáis instruir a otros, aquéllos que digan que esto no es verdad. Y vengo a deciros esto, porque en estos tiempos los lazos diabólicos se han propagado, el pecado abunda en el mundo y al estar así muchos se van al Infierno, pero lo entienden, lo comprenden, saben que es cierto cuando están allí y al estar allí ya no pueden hacer nada sino únicamente lamentarse que por su dureza de corazón pedieron el Cielo, perdieron la felicidad que tanto buscaban aquí en la tierra y comprenden demasiado tarde que debieron haber obedecido mis palabras y las de mi Santísima Madre la Virgen María. Por eso vengo a instruir en esto para que sepáis que esto no son historias sino una cruel realidad, todo aquél que muera impenitente, es decir, sin arrepentirse, caerá en el fuego del Infierno y ya no podrá hacer nada estando allí. Pero mucho, hijos queridos, mucho se puede hacer estando en la tierra, por eso os hago esta llamada, para que entendáis que muchos, muchos se pueden salvar estando en la tierra, que es lugar de pruebas, por eso debéis de entender esto y hacerlo ahora, mañana puede ser demasiado tarde, porque como se os ha dicho siempre no sabéis la hora ni el día en que vais a morir, por eso se debe de estar preparado. Y vosotros que sabéis esto, decidlo a otros que tienen que cambiar de vida, que tienen que creer que Yo vine al mundo por primera vez a morir en la cruz, para salvarlos de estas penas eternas que hay en el Infierno, porque mucha gente no entiende para qué vine Yo a salvarlos y dicen pero a salvarnos de qué, yo no entiendo por qué dicen, porque aquí en la tierra no se ve nada, porque aquí en la tierra no se ve misericordia, aquí en la tierra todo el mundo sufre, hay tanto mal. Pero hijos queridos, el mal que hay en el mundo no es porque Dios lo haya querido, sino el mal lo ha hecho el mismo hombre con su pecado, porque no ha querido obedecer a mi Doctrina. Por eso es que hay tanto mal en el mundo, tanto pecado, todos estos pecados que claman al Cielo son los que acarrean tantos males en el mundo y esto es lo que el hombre no quiere entender, no quiere entender y no entiende cuál es esa
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salvación de la que se habla. Y es hijos queridos, que vosotros no vayáis al mundo del suplicio eterno, al mundo de los tormentos que no tienen final. De esto es lo que Yo vine a salvaros, de caer eternamente en este mundo de aflicciones, dolor y tormento, por eso yo morí en la cruz. Esto quiero que vosotros entendáis, porque muchas personas no quieren sufrir, no quieren llorar y sólo quieren alegrías, bienestar, cantos y bailes y no entienden cuando Yo les digo vine a morir para salvarlos y dicen a salvarnos de qué, de que no bailemos, de que no cantemos, de que no nos divirtamos. No hijos queridos, no, Vine a salvarlos de que vosotros caigáis en el mundo del suplicio eterno, donde los verdugos son los demonios Aquí mucha gente se aflige cuando las personas atacan el cuerpo, pero aunque ataquen el cuerpo no pueden atacar el alma y esto es lo que no entienden y creen que el fuego del Infierno del que tanto se habla no es verdad. Para que os deis una idea, os diré que el fuego de la tierra es un fuego que quema, que consume pero no llega al alma, no logra llegar al alma, pero el fuego infernal quema, abrasa y llega al alma, pero no consume, esto quiere decir que su tormento no acabará y el alma sufre, sufre, todo este tormento eternamente, además de lo que ya expliqué anteriormente con los cinco sentidos, los oídos, los ojos, el olfato, y el gusto y sólo tendrá cosas horrorosas, para ver, para oír, para gustar y para oler, esto será su eterno suplicio, porque no sólo será por fuera, sino el suplico lo tendrá por dentro, por dentro y por fuera. Esto es lo que quiero que vosotros entendáis, por qué es que vine Yo a morir al mundo, por qué es que Yo siempre os digo hijos queridos, no pequéis y si pecáis salid de este pecado inmediatamente y poneros en gracia de Dios para que este castigo no os alcance. Así es pues hijos queridos, que he venido a instruiros en esto para que sepáis y que todo esto que os digo es para bien de vuestra alma, para el bien de vuestro cuerpo, que al obedecer mis palabras no caerán en estos suplicios. Mi Madre Santísima llora cuando uno de sus hijo se condena, porque sabe que su tormento será mayor, muchísimo mayor, porque tuvo la salvación en sus manos y la despreció, por eso mi Madre llora, por estos hijos que se condenan. Debéis, pues, hijos queridos, estar alerta e instruir a otros sobre esto y decirles que aquí debéis de padecer, porque lo que aquí se padece hijos queridos es poquito, muy poquito, además de este poquito tenéis muchos consuelos, tenéis tranquilidad y reposo, en cambio allá en el Infierno no hay estos consuelos, no los hay. Por eso he venido para que vosotros sepáis esto y no os aflijáis cuando tengáis una pena, una aflicción, ofrecedlas para expiación de vuestros pecados y obtendréis mucho fruto, si en vuestras enfermedades tenéis paciencia tendréis mucho fruto, si en vuestras penas rezáis en lugar de afligiros y lamentaros tendréis mucho fruto y esto os ayudará a adquirir el Cielo y evitar el Infierno. Aquí en la tierra cuando vosotros tenéis sed, buscáis luego el agua para calmar la sed y cuando la tenéis sufrís y no estáis contentos hasta que no tenéis en vuestros labios el agua que calmará vuestra sed. Pues en el Infierno, hijos queridos, la sed que sentiréis allá irá en aumento atormentándoos el alma y el cuerpo y no tendréis ni una gota de agua que calme esta sed, y esta sed irá en aumento, en aumento, en aumento y así todos los suplicios de los sentidos. Esto quiero que vosotros entendáis, que como así en el Cielo el gozo irá en aumento, la felicidad irá en aumento, también en el Infierno el sufrimiento irá en aumento. También quería deciros que hay Purgatorio, de esto quería hablaros porque aquí van las almas que no se han purificado del todo, por eso, por haberse puesto en gracia de Dios aunque sea a ultima hora, tendrán no el Cielo ni el Infierno, pero tendrán un lugar donde podrán purificarse más y después llegado su momento irán al Cielo, por eso ahora os pido a vosotros que recéis mucho por estas almas que están aquí detenidas en el Purgatorio purificándose para poder entrar sin mancha en el Cielo. Debéis rezar mucho por estas almas, para que luego pase su purificación y puedan entrar en el Cielo y vosotros también rezad mucho, mucho, para que los pecadores se conviertan y se les
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pueda evitar este suplicio de los que he hablado, rezad mucho, rezad el Rosario, rezad, rezad mucho porque vienen tiempos hijos queridos muy duros, difíciles, muy crueles, en que tenéis que comprender que el sufrimiento que aquí tendréis no será nada comparado con el Infierno y al saber esto vosotros os sentiréis mejor y trabajareis mejor y cuando tengáis alguna pena, diréis: ―eso no es nada comparado con lo que hay allá abajo en el Infierno y sufrid estas pequeñas contrariedades, penas, y problemas con alegría y veréis cómo el consuelo llega a vuestros corazones y no sufriréis y tendréis doble alegría. Porque habréis comprendido lo que realmente quiere el Señor, que améis mi cruz, que améis mi sacrificio, y por este amor os salvareis. Es muy importante que comprendáis esto y tengáis conocimiento y podáis instruir a otros. Mi Madre Santísima y Yo os decimos todo esto para que tengáis una idea exacta de lo que está sucediendo y para qué son nuestras venidas al mundo a instruir a nuestros hijos y es para que sepan todas aquellas cosas que les ayudará a salvar su alma, es decir, en no caer en el fuego eterno del Infierno. Por eso vine Yo a morir la primera vez en la cruz y fue para salvaros de caer en este suplicio eterno‖…
CONCEPTOS BÁSICOS CRISTIANOS MANDAMIENTOS DE LA LEY DE DIOS I.- Amarás a Dios sobre todas las cosas.(Pecan contra este Mandamiento quien cree en el horóscopo, en supersticiones: mala suerte los martes y trece, romper espejos, derramar sal, etc) II.- No tomarás el nombre de Dios en vano (Se prohíbe jurar en falso, decir blasfemias, jurar sin necesidad, etc.) III.- Santificarás las fiestas. (Nos obliga este Mandamiento a oír Misa entera los domingos y días de fiesta o vísperas. Son excusados de oír Misa los enfermos o los que por causa grave, o de trabajo, no pueden asistir; quien llega a Misa cuando ha empezado el Credo no cumple con el precepto, tiene que oír otra Misa. También prohíbe este Mandamiento trabajar sin necesidad los domingos y días festivos) IV.- Honrarás a tu padre y a tu madre. V.- No matarás (Hay que respetar la vida del prójimo, pero no se nos prohíbe defendernos para salvar nuestra vida u honor, o el de la patria atacada injustamente; también se prohíbe vender o consumir droga y el aborto voluntario, asimismo pecan contra este Mandamiento quienes favorecen el aborto con su voto a partidos abortistas o hacen manifestaciones a favor del aborto). VI.- No cometerás actos impuros.(Se nos prohíbe el adulterio, la prostitución, el amor libre (es decir, hacer el acto sexual con cualquiera que no sea la esposa o esposo propios),las prácticas homosexuales o lesbianas, la masturbación y las relaciones prematrimoniales: o sea entre novios). VII.- No robarás.(Para que se perdone este pecado, además de arrepentirse y confesarlo, hay que devolver lo robado; faltan también a este Mandamiento los empresarios que defraudan en horario y sueldo a sus trabajadores, que retienen injustificadamente los sueldos de sus obreros varios meses para que les produzcan intereses; pecan también los empleados que no trabajan lo debido). VIII.- No levantarás falso testimonio ni mentirás. IX.- No consentirás en pensamientos ni deseos impuros.(Sentir no es consentir, así si nos asaltan deseos impuros hemos de rechazarlos; en sentirlos no hay pecado: en 342
rechazarlos hay mérito. Hemos de eliminar de nuestras vidas todo aquello que nos impida mirar con los ojos de Dios, con limpieza, como: películas, revistas, tebeos, videos, pornográficos, donde el desnudo va encaminado a excitar en nosotros pensamientos impuros. Tanto para guardar este Mandamiento, como el sexto, son imprescindibles: comunión frecuente, devoción a la Virgen (con el Rosario diario, las Tres Avemarías) lectura de la Biblia, vidas de Santos, buenos libros, deportes, apartarse de las ocasiones que sepamos nos pueden hacer pecar, y nunca estar ociosos: la ociosidad es madre d todos los vicios). X.- No codiciarás los bienes ajenos. MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA. I.- Oír Misa entera todos los domingos y fiestas de guardar.(Hay obligación de oír Misa desde los 7 años, salvo impedimento grave; no oyen Misa quienes llegan cuando ya ha empezado el Credo) II.- Confesar los pecados mortales por lo menos una vez al año o antes si hay peligro de muerte o si se ha de comulgar. III.- Comulgar por Pascua de Resurrección. IV.- Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo mande la Iglesia. (La abstinencia obliga a partir de los 14 años; el ayuno desde los 21 a los 60. La abstinencia es obligatoria todos los viernes de Cuaresma y el Miércoles de Ceniza: consiste en no comer carne. Los demás viernes del año se puede cambiar la abstinencia por una oración, una limosna, etc. El ayuno consiste en comer en el desayuno y cena la mitad de lo que se suele comer, al mediodía se puede comer lo que se quiera, no se puede comer nada entre comidas. Son días de ayuno el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo). V.- Ayudar a la Iglesia en sus necesidades. (No sólo con nuestro donativo sino también con nuestras oraciones y prestaciones personales, pues la Iglesia la componemos todos). SACRAMENTOS Son siete: Bautismo, Penitencia, Comunión, Confirmación, Orden sacerdotal, Matrimonio y Extremaunción.
OBRAS DE MISERICORDIA Son catorce: siete corporales y siete espirituales. Las corporales son: visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, dar posada al peregrino, redimir al cautivo y enterrar a los muertos. Las espirituales son: enseñar al que no sabe, dar buen conejo al que lo necesite, corregir al que yerra, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia las flaquezas de nuestros prójimos y rogar a Dios por vivos y difuntos. ACTO DE CONTRICIÓN El Acto de Contrición sirve para: l) Perdonar los pecados mortales (con la condición de confesarse cuanto antes se pueda) 2) Aumenta nuestra gracia y méritos. 343
3) Disminuye la pena temporal habida por pecados ya perdonados. Por todo esto se recomienda rezarlo todos os días, como fin de la jornada diaria. El Acto de Contrición se puede rezar así: "Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío, por ser Tú quien eres, Bondad infinita, y porque te amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón de haberte ofendido, y también me pesa porque puedes castigarme con las penas del Infierno. Ayudado de tu divina gracia propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amén." PADRENUESTRO Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonados a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.
AVEMARÍA Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita Tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
GLORIA Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
SALVE Dios te salve, Reina y Madre de misericordia vida, dulzura y esperanza nuestra. Dios te salve, a Ti llamamos los desterrados hijos de Eva, a Ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora, Abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima! ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce Virgen María! Ruega por nosotros Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
LA SEÑAL DE LA SANTA CRUZ (+) Por la señal de la Santa Cruz (+) de nuestros enemigos (+) líbranos Señor Dios nuestro (+). En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu santo. Amén.
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CREDO Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso. Desde alli ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la Comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos, y la vida eterna. Amén YO PECADOR Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a Santa María siempre Virgen, a los ángeles, a los santos, y a vosotros hermanos, que intercedáis por mí ante Dios nuestro Señor. Amén.
CONDICIONES DEL PECADO MORTAL Son tres: a) Que el hecho en sí sea grave y lo sepamos en el momento de realizarlo. b) Que en el momento de realizarlo tengamos pleno conocimiento y advertencia de lo que estamos haciendo si estamos dormidos o medio dormidos no tenemos pleno conocimiento de lo que estamos haciendo y no se comete pecado mortal. c) Que nadie nos obligue y sabiendo que es grave lo hagamos libremente
CONDICIONES DEL PECADO VENIAL Son tres: a) Que el hecho en sí sea leve y lo sepamos en el momento de realizarlo. b) Que tengamos pleno conocimiento y advertencia de lo que estamos haciendo en el momento de realizarlo. c) Que lo hagamos libremente, sin que nadie nos obligue.
PECADO DUDOSO Es aquél que no sabemos con certeza si consentimos libremente, o si estábamos plenamente conscientes de que aquello era pecado, etc. El pecado dudoso no hay obligación de confesarlo.
PERDÓN DEL PECADO MORTAL Y VENIAL El pecado mortal siempre hay que confesarlo para que se perdone, salvo en caso de peligro de muerte o necesidad de comulgar ( si no hay sacerdote disponible para confesar) en el que se puede sustituir la confesión por un Acto de Contrición con
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verdadero arrepentimiento, y con la condición de confesarlo si pasa el peligro de muerte, o hay confesor disponible. El pecado venial se perdona arrepintiéndose por lo menos de uno y rezando un Padrenuestro, o comulgar, oír Misa, escuchar la palabra de Dios, por el agua bendita, etc.
CONDICIONES PARA CONFESAR Son cinco: Examen de conciencia (Ver los pecados mortales que hemos cometido). Arrepentimiento de los pecados. Propósito de enmienda. Decir los pecados al confesor. (Sin omitir ninguno mortal, porque si se omite alguno por vergüenza, entonces la confesión no sólo no es válida sino que aún se cometería otro pecado mortal de sacrilegio). 5) Cumplir la penitencia, es decir, rezar o cumplir lo que el confesor mande. 1) 2) 3) 4)
CONDICIONES PARA COMULGAR Son tres: 1) No tener pecado mortal, o si se tiene, y no se ha podido confesar, arrepentirse de ellos y rezar un Acto de Contrición procurando confesarlos cuando podamos hacerlo ante un sacerdote (arts. 34 y 67 del Ritual de la Penitencia). 2) Si se tienen pecados veniales, arrepentirse por lo menos de uno. 3) No comer nada una hora antes de comulgar; sin embargo, si por descuido o por alguna otra causa no se puede este ayuno de una hora, se puede comulgar.
ÁNGEL DE LA GUARDA Es el amigo y compañero que Dios pone a nuestro lado desde que nacemos hasta que morimos: si contamos con él como un verdadero amigo, él contará mucho más con nosotros. Podemos saludarlo, además de con nuestras palabras, con éstas: "Ángel de m guarda, dulce compañía,, no me desampares ni de noche ni de día, no me dejes sólo, que me perdería".También podemos contar con el Ángel de la guarda de la persona que queramos convertir, con la que tengamos algún problema, negocios, etc.: indudablemente veremos los resultados positivos.
DEVOCIONES RECOMENDABLES TRES AVEMARÍAS La Virgen prometió a Santa Matilde y a otros Santos que quien rezara diariamente tres avemarías, tendría su auxilio durante la vida y su especial asistencia a la hora de la muerte. Por eso se recomienda con insistencia el rezo de las Tres Avemarías, ya que es un medio muy eficaz de asegurar nuestra salvación eterna.
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PRIMEROS VIERNES En una de las apariciones de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque, le dijo: "Te prometo en la excesiva misericordia de mi Corazón, que su amor omnipotente concederá a todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes seguidos la gracia de la penitencia final; no morirán en mi desgracia y sin haber recibido los Sacramentos, mi Corazón será su asilo en el último momento" No despreciemos este medio de salvación SANTO ROSARIO El rezo del Rosario es muy agradable a la Virgen, así como por supuesto el cumplimiento exacto de los Diez Mandamientos, como Ella misma lo dijo en Lourdes y Fátima. Para nosotros esta práctica devota es prenda de salvación eterna, unión de las familias y alimento para el alma. Se comienza con un Acto de Contrición. El Rosario tiene cinco misterios que varían según los días. GOZOSOS (Lunes) La Encarnación del Hijo de Dios. La visita de la Virgen a su pariente Isabel. El nacimiento del Hijo de Dios en Belén. La purificación de la Virgen y presentación del Niño Jesús en el templo. El Niño perdido y hallado en el templo. LUMINOSOS (Jueves) Bautismo de Jesús Boda de Caná de Galilea Predicación del Evangelio Transfiguración de Jesús Institución de la Eucaristía DOLOROSOS (Martes y Viernes) Jesús en el Huerto de Getsemaní. Los azotes que recibió el Hijo de Dios atado a la columna. La coronación de espinas. Jesús con la Cruz a cuestas. La crucifixión de Jesús. GLORIOSOS (Miércoles, Sábados y Domingos) La resurrección de Jesús. La ascensión de Nuestro Señor Jesucristo a los cielos. La venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. La asunción de la Virgen a los cielos. La coronación de la Virgen como Reina y Señora de cielos y tierra.
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Cada misterio consta de un Padrenuestro, diez avemarías y un Gloria. Se puede añadir- "Ave María Purísima. Sin pecado concebida, María Madre de gracia, Madre de misericordia, en la vida y en la muerte, ampáranos, Señora. Amén Jesús, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del Infierno y lleva al Cielo a todas las almas, especialmente las más necesitadas de tu misericordia". Al terminar el quinto misterio se rezan tres avemarías y un Gloria. Después se puede añadir una Salve y las Letanías.
LETANÍAS DE NUESTRA SEÑORA
Señor, ten piedad Cristo, ten piedad. Señor, ten piedad. Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos. Dios Padre celestial. Dios Hijo Redentor del mundo. Dios Espíritu Santo. Trinidad Santa, un solo Dios. Santa María Santa Madre de Dios. Santa Virgen de las Vírgenes. Madre de Cristo. Madre de la Divina Gracia. Madre purísima. Madre castísima. Madre intacta. Madre incorrupta. Madre inmaculada. Madre amable. Madre admirable. Madre del Buen Consejo. Madre de desamparados. Madre del Creador. Madre del Salvador. Madre de la Iglesia. Madre de la familia. Madre del Corazón Doloroso. Protectora de nuestra fe. Virgen prudentísima. Virgen digna de veneración. Virgen digna de alabanza. Virgen poderosa. Virgen clemente. Virgen fiel. Espejo de Justicia. Trono de Sabiduría. Causa de nuestra alegría
Señor ten piedad. Cristo ten piedad. Señor ten piedad. Cristo óyenos. Cristo óyenos. Ten misericordia de nosotros. Ten misericordia de nosotros. Ten misericordia de nosotros. Ten misericordia de nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros.
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Vaso espiritual. Vaso venerable. Vaso insigne de devoción Rosa Mística. Torre de David. Torre de marfil. Casa de oro. Arca de la alianza. Puerta del Cielo. Estrella de la mañana. Salud de los enfermos. Refugio de los pecadores. Consoladora de los afligidos. Auxilio de los cristianos. Reina de los ángeles. Reina de los patriarcas. Reina de los profetas. Reina de los apóstoles. Reina de los mártires. Reina de los confesores. Reina de las vírgenes. Reina de todos los santos. Reina concebida sin mancha original. Reina asunta al Cielo. Reina del Santísimo Rosario. Reina de la paz.
Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros. Ruega por nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo. Perdónanos, Señor. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo. Escúchanos, Señor. Cordero de Dios que quitas los pecado del mundo. Ten misericordia de nosotros. Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios. No deseches nuestras súplicas en las necesidades, antes bien, líbranos de todos los peligros, Virgen siempre gloriosa y bendita. Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
LAS QUINCE PROMESAS DE LA VIRGEN AL BEATO ALANO SOBRE EL ROSARIO I.- Quien me sirviere rezando constantemente mi Rosario, recibirá cualquier gracia que me pida. II.- Prometo especialísima protección y grandes beneficios a los que devotamente rezaren mi Rosario. III.- El Rosario será un escudo fortísimo contra el Infierno, destruirá los vicios, librará de pecados y abatirá la herejía.
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IV.- El Rosario hará germinar las virtudes y que las almas sigan copiosamente la misericordia divina, sustituirá en el corazón de los hombres el amor de Dios al amor del mundo, y los elevará a desear las cosas celestiales y eternas. ¡Cuántas almas por este medio se santificarán! V.- El alma que se me encomiende por el Rosario no perecerá. VI.- El que con devoción rezare mi Rosario considerando sus sagrados misterios, ni se verá oprimido por la desgracia, ni morirá de muerte desgraciada; se convertirá si es pecador, perseverará en la gracia si es justo, y en todo caso será admitido a la vida eterna. VII.- Los verdaderos devotos de mi Rosario no morirán sin los auxilios de la Iglesia. VIII.- Quiero que todos los que recen mi Rosario tengan en vida y en muerte la luz y la plenitud de la gracia y sean participantes de los méritos de los bienaventurados. IX.- Yo libro muy pronto del Purgatorio a las almas devotas del Rosario. X.- Los hijos verdaderos de mi Rosario gozarán en el Cielo de una gloria singular. XI.- Todo cuanto se pidiere por medio del Rosario se alcanzará prontamente, si conviene. XII.- Socorreré en todas sus necesidades a los que propaguen mi Rosario. XIII.- He impetrado de mi Hijo que todos los cofrades del Rosario tengan en vida y muerte como hermanos a todos los bienaventurados de la Corte Celestial. XIV.- Los que rezan mi Rosario son todos hijos míos muy amados y hermanos de mi Unigénito Jesús. XV.- La devoción del Santo Rosario es una señal manifiesta de predestinación a la Gloria.
PRIMEROS SÁBADOS El 10 de Diciembre de 1925, la Santísima Virgen dijo a la hermana Lucía de Jesús (la vidente de Fátima): - Mira, hija mía, mi Corazón rodeado de espinas con que los hombres ingratos constantemente lo atraviesan con sus blasfemias e ingratitudes. Tú a lo menos, procura consolarme, anuncia a los hombres que: Prometo asistir en la hora de la muerte con las gracias necesarias para la salvación a todos aquéllos que el primer sábado de cinco meses consecutivos se confesaren, recibieren la Sagrada Comunión, rezaren el Rosario (cinco misterios) y me hicieren compañía durante un cuarto de hora meditando sobre los quince misterios del Rosario, con el fin de desagraviarme. ESCAPULARIO DEL CARMEN La Virgen, preocupada siempre de la salvación de sus hijos, hizo a San Simón Stock la siguiente promesa, al mismo tiempo que le daba un Escapulario: - Recibe, hijo mío, esta prenda de salud que traigo a mis devotos de la tierra. El que muriere con ella, se librará del fuego eterno, y entrará en la mansión de los elegidos. También se le apareció la Virgen al Papa Juan XXII diciéndole aún más: - Los que mueran llevando mi Escapulario serán librados del Purgatorio el sábado siguiente después de su muerte. La Iglesia, procurando que todos los fieles usen y gocen de este beneficio concedido por la Virgen, permite cambiar el Escapulario, por una medalla que lleve en un lado el Corazón de Jesús y en el otro la Virgen del Carmen, siempre que antes haya
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sido impuesto el Escapulario ordinario; basta, después de esta imposición, con que la medalla descrita antes haya sido bendecida normalmente. Si no encuentras escapularios en tu localidad los puedes pedir a: Carmelitas Descalzas – Don Rodrigo 8 - 29008 MÁLAGA (España).
MEDALLA MILAGROSA Es la medalla" personal" de la Virgen. La Virgen misma en una aparición a Santa Catalina Labouré, el 27 de Noviembre de 1830, le presentó el modelo de medalla que quería con las siguientes palabras: "Haz acuñar una medalla según este modelo (la Virgen Milagrosa por un lado y una cruz y dos Corazones, de Jesús y María, por el otro) todas las personas que la lleven al cuello recibirán grandes gracias, estos dones serán abundantes para las personas que la lleven con confianza". La cantidad de favores y prodigios que han acompañado a los que la llevan, han confirmado las palabras de María. ¡Llévala con confianza! Puedes pedirla a: Editorial "La Milagrosa" - García de Paredes 45 - 28010 MADRID (España). Librerías Testimonio – Maestro Ripoll 14 – 28006 MADRID (España)
¡ROGAD POR LOS DIFUNTOS! Nadie es perfecto. Incluso los más grandes Santos han tenido imperfecciones. Por eso, el Purgatorio es el lugar donde van las almas que se han salvado, pero no tan limpias como para ir al Paraíso. Ellas por sí mismas no pueden ayudarse. Nosotros sí podemos hacerlo, de ahí las misas de difuntos, y las demás oraciones y limosnas que hacemos por su liberación. En una visión que tuvo la Venerable Ana Catalina Emmerick Dios le hizo ver que le era más agradable las oraciones que se hacían por las almas del Purgatorio que las que se hacían por los vivos, ya que los vivos pueden ellos mismos ayudarse, las almas del Purgatorio, no. Entre estas almas pueden estar nuestros padres, hermanos, familiares, amigos, etc. y es muy posible que estemos nosotros también un día, por eso hay que pedir constantemente por ellas. San Agustín dice que todo lo que nosotros hagamos por las almas del Purgatorio lo harán por nosotros cuando muramos... Desgraciadamente, cuando alguien muere, sus familiares creen que ya con la Misa de funeral tiene bastante... ¡Qué equivocados están! ¡Qué poco saben de la otra vida!... Si en vez de tantas lágrimas, coronas, flores y mausoleos caros, se acordaran de rezar por ellos, de dar limosnas en su nombre, de decirles misas, las Misas Gregorianas serían las ideales, pues tras treinta misas seguidas, aplicadas al mismo difunto, según privilegio en la Iglesia, el alma del Purgatorio sube al Cielo, así acertarían. ¡Pero nadie escarmienta en cabeza ajena!, y mientras sus familiares difuntos sufren los tormentos y llamas del Purgatorio, ellos viven despreocupados de sus dolores y tormentos, y los olvidan...No seas tú de éstos y tenlos en cuenta con tus oraciones, limosnas y sacrificios, y sobre todo, con la Misa, remedio por excelencia, para sacar almas del Purgatorio .Ellos saben lo que tú haces en su favor y jamás olvidarán el gran beneficio que les haces al aliviarlos en sus dolores y sacarlos de aquel lugar de sufrimiento. Las almas del Purgatorio jamás permitirán que pasen hambre quienes piden, rezan o encargan misas por ellas No los olvides. Si tienes dificultades para decirles misas a tus difuntos en tu parroquia puedes escribir a: Ayuda a la Iglesia Necesitada - Ferrer del Río 14 - 28028 MADRID (España), y allí te dirán, mediante un donativo, las misas que quieras, incluso
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las Gregorianas. Si no tienes medios económicos para decirles misas a tus difuntos, no olvides que después de la Misa, el Rosario es la oración más eficaz aplicable a los difuntos. ORACIÓN DE SANTA GERTRUDIS Nuestro Señor dijo a Santa Gertrudis que la siguiente Oración salvaría 1000 almas del Purgatorio cada vez que se rece. Además, la Oración fue extendida a los pecadores vivos: " Oh Padre Eterno, te ofrezco la más preciosa Sangre de tu Divino Hijo Jesús, unida a las misas celebradas hoy y a los dolores de la Santísima Virgen, por las almas del Purgatorio, por los pecadores, por mi familia, amigos, enemigos, conocidos, por el mundo, por todos y todo. Amén."
CEGAR AL DIABLO "Desde hoy, añadan a cada oración que me dirijan la siguiente petición "... Inunda toda la Humanidad con las gracias de tu Llama de amor, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén", porque ésta es la jaculatoria con la cual podéis cegar a Satanás" (Palabras de la Virgen). ORACIÓN A SAN MIGUEL "San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y las acechanzas del diablo. Reprímale Dios, te lo pedimos, suplicantes, y tú, Príncipe de la celestial milicia, arroja al Infierno con el divino poder, a Satanás y a los otros malignos espíritus que discurren por el mundo para la perdición de las almas. Amén. ORACIÓN DE SANTA FAUSTINA KOWALSKA "Padre Eterno, yo te ofrezco el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de tu amadísimo Hijo y Señor Nuestro Jesucristo, por nuestros pecados y los pecados del mundo entero. Por su Pasión dolorosa, ten misericordia de nosotros y del mundo entero ". "Sólo a esta Oración, narra la Santa, el ángel exterminador se sentía impotente para ejecutar su castigo a la Humanidad‖.
ORACION A LA VIRGEN DE LOS DOLORES Esta Oración que se encuentra en un cuadro en una iglesia de Polonia, fue aprobada por el Papa Inocente XI que concedió la liberación de quince almas del Purgatorio cuantas veces se rece. Fue aprobada también por los Papas Clemente III y Benedicto XIV con indulgencia plenaria. S.S. Pío IX confirmó esas disposiciones y agregó 100 días de indulgencia. En esta Oración recordamos los dolores de la Virgen María cuando recibió en sus brazos a su Divino Hijo, tras ser descolgado de la Cruz: "¡Oh Fuente inagotable de verdad, cómo estás tan agotado!" ¡Oh Sabio Doctor de los hombres, cómo te has vuelto mudo! ¡Oh Esplendor de la Luz eterna, cómo estás tan apagado!
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¡Oh Amor verdadero, cómo tu hermosa figura se ha deformado! ¡Oh Altísima Divinidad, cómo me haces ver a mí en una tan grande pobreza! ¡Oh Amor de mi Corazón, cuán grande es tu Bondad! ¡Oh Delicia de mi corazón cuán excesivos y múltiples han sido tus dolores! Señor mío Jesucristo, Tú que tienes en común con el Padre y el Espíritu Santo una sola y misma naturaleza, ten piedad de toda criatura y principalmente de las almas del Purgatorio. Amén".
LOS NOVÍSIMOS ¿Qué decide nuestra suerte? ¡La muerte! ¿Qué hay tras la virtud o el vicio? ¡Un juicio! ¿Qué da el castigo eterno? ¡El Infierno! ¿Qué laurel da la victoria? ¡La Gloria! Todo en la vida, alma mía, Te ha de parece escoria Si meditas cada día: ¡Muerte! ¡Juicio! ¡Infierno! ¡Gloria!
ÍNDICE LA MUERTE ------------------------------------------EL JUICIO ------------------------------------------EXISTENCIA DEL INFIERNO ----------------------------ETERNIDAD DEL INFIERNO ------------------------------¿ES EL INFIERNO UN LUGAR O UN ESTADO DEL ALMA? -----SUFRIMIENTOS DEL INFIERNO ---------------------------CAUSAS DE CONDENACIÓN -------------------------------OPORTUNIDADES PARA SALVARSE -------------------------¿SON MUCHOS LOS QUE SE CONDENAN? --------------------¿ES DIOS MALO? --------------------------------------EL TEMOR SALVA -------------------------------------NECESIDAD Y OBLIGACIÓN GRAVE DE HABLAR DEL INFIERNO MENSAJE DE AMOR ------------------------------------VÍA CRUCIS ------------------------------------------EPÍLOGO A ESTE CAPÍTULO ----------------------------EXISTENCIA DEL PURGATORIO ---------------------------¿QUÉ ES EL PURGATORIO? ------------------------------SUFRIMIENTOS DEL PURGATORIO -------------------------CAUSAS DE LAS PENAS DEL PURGATORIO ------------------CARIDAD CON LAS ALMAS DEL PURGATORIO ----------------LA MISA ES EL MEJOR SUFRAGIO PARA LAS ALMAS DIFUNTAS MISAS GREGORIANAS ------------------------------------
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4 12 55 64 66 67 87 100 119 121 123 134 134 171 173 175 176 183 191 206 226 232
IMPORTANCIA DEL ROSARIO -----------------------------DIOS CASTIGA A LOS INCUMPLIDORES CON LAS ÁNIMAS -----LAS ALMAS DEL PURGATORIO SON MUY AGRADECIDAS ---------¿CÓMO PODEMOS EVITAR O ATENUAR EL PURGATORIO? --------REGALO DE LA DIVINA PROVIDENCIA ----------------------OFRECIMIENTO DE VIDA ---------------------------------LAS INDULGENCIAS -------------------------------------LIMBO ------------------------------------------------PARAÍSO ----------------------------------------------RESURRECCIÓN -----------------------------------------JUICIO UNIVERSAL -------------------------------------GRAN MENSAJE DE AMOR Y ESPERANZA ---------------------MENSAJE A TODA LA HUMANIDAD --------------------------CONCEPTOS BÁSICOS CRISTIANOS -------------------------DEVOCIONES RECOMENDABLES ------------------------------
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