D e l P oder LA G ram átic a y
Y OTROS ENSAYOS SOBRE HISTORIA POLÍTICA Y LITERATURA COIDMBIANAS
Malcolm Deas P rólogo
de
Alfonso López Michelsen
)
ISBN 9 5 8 6 0 1 4 1 1 - 8
> I EDITORES
9 7 8 9 5 8 6 0141 13
Malcolm I)eas nació en Charm inster, Dorset, Inglaterra, en 1941. Realizó estudios de historia m oderna en la Universidad de Oxford, y en 1ÍX32 fue elegido / ellow de All Sotds College. Vino |M>r prim era vez a Colombia a finales de 1ÍK5J4. Desde entonces sus visitas han sido no sólo frecuentes sino continuas. En 19G6 pasó a St. Antony’s College, donde fiie uno de los fundadores del ('.entro de Estudios I^ittnoamericanos de la Universidad de Oxford, del' cual ha sido director en tmrias ocasiones, lia publlcudo ensayos sobre historia colombiana, venezolana, ecuatoriana y argentina. Entre suh m ás recientes trabajos sobre historia colombiana ha publicado con Efruln Sánchez y Aída Martínez Tipos y costumbres de la Nueva Granada: la colección de pinturas y el diario de vlqje de Joseph fírown, Federación Nocional fie Cafeteros, 1(KI0, y con Efrain SAncheZ, Santander y los ingleses 1832-1839, Fundación Francisco de Pulula Santander, 1991% Vive entre Oxford y Bogotá. Es miembro correspondiente de \ la Academia Colombiana de Historia.
DEL PODER Y LA GRAMÁTICA Y otros ensayos sobre historia, política y literatura colombianas
Por M alcolm Deas
I h m b tercer ■ I B I 'H U N D O « ■ ■ ■ DiTQiV!
C o n t e n id o
P ró l o g o
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C orta c o n f e s ió n
Agradecim ientos
17
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M i g u e l A n t o n i o C a r o y a m ig o s: GRAMÁTICA Y PODER EN COLOMBIA
N otas
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I jOS PROBLEMAS FISCALES EN COLOMBIA DURANTE EL SIGLO X IX
N otas P o b r e z a , g u e r r a c iv il y p o l ít ic a : R icardo G aitá n O b e so y s u cam paña e n e l r ío
M a g d a len a e n C o l o m b ia , 1885
N otas La
61 107 121 121 121 160
p r e s e n c ia d e la p o l ít ic a n a c io n a l
EN LA VIDA PROVINCIANA, PUEBLERINA Y RURAL de
C o l o m b ia e n e l p r im e r sig l o d e la R e pú b l ic a
N otas
175 198
A l g u n a s n o ta s s o b r e la h ist o r ia d e l c a c iq u is m o e n
C o l o m b ia
N otas
207 228
U na h a c ie n d a c a f e t e r a d e C u n d in a m a r c a : S anta B árbara (1870-1912)
Propietario y adm inistrador A rrendatarios y otros trabajadores perm anentes Cosecha, salarios y comida
233 235 238 244
C o n t e n id o
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C o n d ic io n e s r e a l e s L a d e c a d e n c ia d e S a n t a B á r b a r a S a n t a B á r b a r a 1870-1912 N o ta b ib lio g r á f ic a N o ta s E l
n o st rom o
d e J o s e p h C o n ra d *
N o ta s J o s é M a r Ia V argas V ila S u v id a S u o b ra S u v id a d e s p u é s d e m u e r t o V iv e e n r u m o r e s N o ta s
249 258 261 263 264 269 282 285 287 293 295 298 ¿99
A v e n t u r a s y m u e r t e d e u n cazador d e o r q u íd e a s U na v isita a l -N eg r o " M a r ín
303 307
U n d ía e n Y u m b o y C o r in t o :
24
d e a g o sto d e
1984
313
U na t ie r r a d e l e o n e s : C o l o m b ia para p r in c ip ia n t e s N ota b ib l io g r á f ic a
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Pró lo g o
fcjsta obra del profesor Malcolm Deas merece especial atención. Siempre adm iré las crónicas de los viajeros que durante el siglo XIX visitaron a Colombia y dejaron en sus relatos un testimonio valioso sobre la república naciente. El mas conocido es, por razones obvias, i l del barón Humboldt, pero son innum erables las obras de ingle ses, franceses y norteamericanos que en una u otra forma consig naron sus apreciaciones sobre Colombia y sus gentes. Tanto me engolosiné con esta clase de lecturas que al aventu rarm e en el campo de la novela escogí como personaje central un judío alem án que se supone viene a vivir en nuestro medio du ran te la guerra, se fam iliariza con la alta clase social bogotana y pasa la vida estableciendo un parangón entre la Colombia de los años cuarenta y los reinos balcánicos de la prim era guerra m undial. Su educación p u ritana y sus costum bres de burgués europeo lo lle vo n a enam orarse de esta tierra sin perder la distancia insalvable entre sus experiencias de joven europeo y las inconsecuencias de una sociedad en formación que había permanecido enclaustrada por siglos en el altiplano cundiboyacense. Malcolm Deas, con m ás elem entos de juicio y m ás sentido del hum or que el personaje de mi libro, realiza a cabalidad mi ideal y aventaja a mi protagonista por muchos aspectos. En prim er térm ino, este profesor distraído, que parece a rra n cado de uno novela del siglo pasado, es un historiador de veras. I >¡os sabe por qué razón acabó interesándose y especializándose en Colombia hasta convertirse en una autoridad sobre nuestro siglo XIX. Bien hubiera podido escribir un texto completo de his toria, o al menos la biografía com pleta de alguno de nuestros
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P rólogo
hom bres públicos, pero ha preferido escribir ensayos breves sobre los rasgos m ás salientes de n u estra gente, y de esta suerte sus observaciones no solam ente son am enas sino h asta divertidas. ¿Qué decir, por ejemplo, de su hallazgo con respecto al consumo de la coca que, según Deas, tuvo por precursor ni m ás ni menos que al prohom bre de la Regeneración, el doctor Rafael Núñez? Recientem ente dio a la luz su análisis acerca de la interrelación entre la política y la gram ática en el gobierno de Colombia, el cual, con un grano de sal, debe hacer sonreír a nuestros vecinos y a los estudiosos europeos que se ocupan de estas m inucias. Y decía que aventajaba al personaje de mi novela Los elegidos por su versación en los antecedentes de n u estra sociedad. Alguna diferencia debe haber entre u n investigador con un gran bagaje intelectual, fruto de sus lecturas, y el observador im aginario que hace una crítica benévola de n u estra sociedad, equiparándola por su inm adurez con el mundo del sureste europeo, siem pre pen diente de A lem ania, F rancia e Inglaterra, como nosotros siem pre atentos a las opiniones norteam ericanas, a sus inversiones y a sus em préstitos. Lo menos que se puede decir de esta antología de Malcolm Deas, es que es am ena. Es un m enú completo en el que el lector puede escoger, según el estado de ánimo, entre la vida del inglés coleccionista de orquídeas, que m uere asesinado en Victoria (Cal das), y el sesudo estudio sobre n u estra situación trib u ta ria a lo largo del siglo XIX. iY cuántos hallazgos afortunados salen a flote! Un ejemplo de extraordinaria agudeza es el penetrante análisis sobre la influencia de Vargas Vila en América L atina y en Colom bia en particular. Digo la influencia porque el prim ero en desesti m ar la calidad literaria de la obra de Vargas Vila es el propio Deas, quien no ahorra epítetos p ara descalificarlo. Pero una cosa es el m érito intrínseco y otra, muy distinta por cierto, lo que sig nificó en su tiempo. En alguna parte leí el singular aserto según el cual du ran te el siglo XIX fue m ás decisiva la influencia de la obra de Víctor Hugo en la lucha de clases que la obra de Carlos Marx. Los miserables despertaba en mayor grado el sentim iento contra los ricos que los pesados estudios econométricos del revo lucionario alem án. Sin embargo, ¿quién osaría establecer un pa rangón entre los dos escritores como sociólogos, o sim plem ente
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como políticos? Es lo que ocurre con la obra de Vargas Vila y su contribución al populismo latinoam ericano. Más de un general mexicano de la prim era m itad del siglo XX se n u tría de la lite ra tura de Vargas Vila. J u a n Domingo Perón se contaba entre sus iidmiradores, y nuestro Jorge Eliécer G aitán hizo suyo el lema que el propio Vargas Vila se aplicaba a sí mismo de “yo no soy un hombre. Soy u n pueblo”. ¿Quién m ás que Malcolm Deas se ha ocupado ta n m inuciosa m ente de este personaje ya olvidado, que fue el prim er colombia no que consiguió vivir espléndidam ente de su plum a, no obstante hit víctima de las ediciones p iratas en el m undo de habla hispa na? Lo único que falta saber es si alguna vez fue traducido a otro idioma, porque parece difícil que una prosa ta n truculenta encua dro dentro de la economía de superlativos de los ingleses o dentro del racionalismo francés. Todo el m érito de d esen terrar no ya el cadáver físico sino el cadáver literario de Vargas Vila le corres ponde a Malcolm Deas. En su estudio sobre los gram áticos en el gobierno, com para ble por su erudición al trabajo de Vargas Vila, aparece, por con traste, el investigador, el ratón de biblioteca, que tra s engolfarse nn la correspondencia de Caro y Cuervo, M arroquín y Uribe Uril«!, formula un diagnóstico sobre nuestra inclinación al cultivo del idioma en las formas m ás puras. Tan caracterizada es esta pro pensión a la gram ática que, h asta bien entrado el siglo XX, era el t ítulo por excelencia para alcanzar las m ás altas dignidades del listado. L ástim a grande ha sido el que la investigación de Deas Be haya limitado a los inicios del siglo y nos quedemos esperando el juicio crítico sobre la plum a y la garganta de los prohom bres de nuestro tiempo. Saber en qué m edida el dominio de la lengua cas tellana siguió sirviendo de pedestal a las reputaciones políticas. Vale decir, si, por escribir bien, se sabía gobernar bien, o, como se dice en nuestro idioma vernáculo a propósito de las m ujeres: “Ver ni como cam ina, cocina". Otros estudios son el fruto de una investigación profunda en archivos privados, que son ta n raros en Colombia. Es el caso de los de la hacienda cafetera S anta B árbara, que le perm iten al profesor Deas reconstruir el escenario de las prim eras plantacio nes cafeteras en el departam ento de C undinam arca. La fuente de
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Prólogo
su información no puede ser m ás original: la correspondencia en tre el propietario de la hacienda, don Roberto H errera Restrepo, residente en Bogotá, y su mayordomo, don Cornelio Rubio, vecino de Sasaim a. Del intercam bio de cartas entre el culto señor H erre ra, herm ano del arzobispo (nos Bernardo), y el capataz, no ta n ignorante como podría suponerse en aquellas edades, desfilan pe queñas viñetas de la vida rural colombiana en los tre in ta años anterioreá a 1912: las guerras civiles, la caída de los precios de nuestros productos en los mercados internacionales, la condición de los arrendatarios y los peones, el papel del cacique político y el tratam iento que recibe la oposición a 1 régimen im perante. Una afirmación del autor, su sten tad a en el hecho de la dis persión de la hacienda S anta B árbara, me llamó poderosam ente la atención. Dice el profesor que en Colombia nunca hubo grandes latifundios. Yo agregaría, en abono de esta afimación, que es muy in teresante desde el punto de vista de la reforma agraria, que b asta com parar la extensión de los llam ados latifundios m exica nos, argentinos y au n salvadoreños, para verificar de qué m anera en Colombia, quizá por la topografía, fueron contados los latifun dios en las zonas agrícolas. Estudios de CEGA —Corporación de Estudios G anaderos y Agrícolas— comprueban que en la actuali dad hay sólo cinco latifundios, entendiendo por tales los que lle gan a las cinco mil hectáreas en la p arte colonizada del territorio nacional, es decir, excluyendo los Llanos O rientales, adonde toda vía no ha llegado la explotación agrícola. Aun teniendo en cuenta estas propiedades, se cuentan en los dedos de la mano los indivi duos dueños de esta clase de extensiones. En otro lugar ya he anotado el origen de esta creencia generalizada en los círculos universitarios norteam ericanos, que equiparan nuestra situación con la de otros países. Cuando vinieron a Colombia las prim eras em presas petroleras en busca del oro negro se encontraron con el fenómeno casi excepcional de que los recursos fósiles del subsue lo, antes del año 1873, pertenecían al dueño del suelo, o sea que existía la propiedad privada del petróleo. Con tal pretexto se re vivieron los títulos coloniales sobre tierras en la p arte norte de Colombia y com enzaron a aparecer en las Cédulas Reales inm en sos latifundios adjudicados du ran te la época española. La verdad es que no solam ente la propiedad del suelo se fue subdividiendo
I ’HÓLOGO
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n I rnvés del tiem po en tre padres e hijos, sino que la posesión de ln I ¡«tira se fue perdiendo por la explotación m aterial de colonos e invasores que acabaron por ser dueños de terrenos comprendidos ilcnl.ro de las su puestas adjudicaciones de baldíos hechas por la corona española. El acopio de estos datos en Estados Unidos e Inglaterra, sedes de las em presas petroleras, se fue tran sm itien do a los círculos académicos y acabamos con un gran núm ero de profesores sustentando la peregrina teoría de que el m ayor d esa rrollo de algunos países, como México con respecto a Colombia, r il l ibaba en que el latifundio había sido abolido en México a tiemI>i» que subsistía en nuestro suelo. La explicación se halla en otro ilr los estudios contenidos en este volumen: nu estra legendaria pnlirnza. La riqueza de las naciones en la época m oderna proviene 110 su comercio. El desarrollo industrial es hijo de la capacidad de ••qu ¡| >amiento proveniente de las exportaciones de productos agríi'iilim, y Colombia, después del oro y la plata, nunca tuvo un rubro qu<» le g aran tizara un mínimo de estabilidad. La quina, el añil, el luí meo y el caucho conocieron bonanzas transitorias para luego desaparecer del renglón de nuestras exportaciones. Yo les recom endaría a quienes q u ieran sac ar el m ayor pro vecho de la obra que estam os presentando la lectura detenida 111 n u estro h istorial en el campo de las finanzas públicas. Me IihhI.ii con tra n sc rib ir esta afirm ación contundente del trabajo un cuestión: 151comercio internacional es más fácil de gravar con tributos que el comercio doméstico. A la luz de estas simples informaciones, liis perspectivas colombianas eran tan pobres como eran medioi ros sus exportaciones per cápita. Rafael Núñez escribió en 1882 i|uc: "Comparando el movimiento comercial de los otros países latinoamericanos con el nuestro en general, (...) estamos a retaKUiirdia en dicho movimiento. Respecto de algunos de esos paímc!h no sólo estamos a retaguardia sino que casi los hemos perdi do de vista”. Estábamos situados entre Bolivia y Honduras. Kn 1871 don Salvador Camacho Roldán decía: Sin pretender, desde luego, establecer en materia de rentas pun to alguno de comparación entre los pueblos europeos y los EstaI Unidos con nuestro país, nuestros recursos fiscales, compa i oh
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P rólogo
rados con los del resto de la América española, son: la mitad de los del Salvador, la tercera parte de los de México y Nicaragua, la cuarta parte de los de Venezuela, la quinta de los de Chile, la sexta de los de Costa Rica y la República Argentina, y la duodé cima de los del Perú; Guatemala tiene un 50 por 100 más de rentas que nosotros, el Ecuador un 20 por 100, y Bolivia un 10. Apenas tenemos superioridad sobre la república de Honduras, y aun es posible que en los ocho años transcurridos desde la fecha a que se refieren los datos que tengo de ese país, nuestra ventaja se haya disipado. Partiendo de estas cifras es como se entiende mejor el destino de los colom bianos. L uchadores incansables, trab a jad o res de tiempo completo en las m ás adversas circunstancias, han conse guido sobrevivir sin haberse ganado hasta el presente ninguna lotería, ni la frontera con los Estados Unidos como México, ni el petróleo como Venezuela, ni el turism o, en su tiempo, como Cuba, ni los cereales ni el ganado como A rgentina y Uruguay, ni la ex tensión territo rial como el Brasil. Todo conspiraba contra la su pervivencia del estado colombiano que solam ente a p a rtir de 1975 comenzó a ten er ingresos patrim oniales, distintos de la trib u ta ción, con el carbón de propiedad del Estado, los superávit de pe tróleo oficial para la exportación y el níquel de Cerromai.uso. Con razón anota Malcolm Deas que por décadas el único patrim onio del estado colombiano era n las m inas de sal. H a sido la gran transform ación de los últimos veinte años del siglo XX: haber te nido al lado de los ingresos tributarios los ingresos fiscales o pa trim oniales de que carecía Colombia. Anota el ensayista al analizar nuestra vida política la presen cia de los llam ados caciques como una institución propia de toda la América española. Es curioso reg istrar cómo subsiste el cacique con diversos nombres a través de los tiempos. Al cacique sucedió el m anzanillo y, con la internacionalización de los térm inos, el “clientelista”. La prim era vez que encontré la palabreja fue en las memorias de Raymond Aron, antes de que fuera conocida en Co lombia. Divulgada por algunas plum as, ha corrido con ta n ta fortu na como la llam a sobre la gasolina cuando se le prende un fósforo. Seguram ente, en el futuro, se encontrará otro vocablo sin que la institución desaparezca, pero perm anecerá, como u n testimonio, el análisis ta n documentado que se nos presenta en esta obra con un
I 'lllll A)(JO
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humor que no desdice de la solidez de la investigación. Son tem as m ullí desdeñables para el sociólogo, pero que en nuestro medio perm anecen cautivos en el coso de los papeles viejos. Una idea del h istoriador que hubiera podido ser Malcolm I Ii iim, mí se hubiera propuesto escribir un solo libro, la da su re Su prosa tiene mucho de la agilidad periodística de Hemingwii v '» de T rum an Capote por la adm irable expectativa que presi do la totalidad del relato. Q uien lo lee cree e sta r asistiendo a la • II ii ile los contendientes y, au n cuando no se tra ta de ningún jui• iii ile vnlor acerca del m érito de lo que va ocurriendo, es algo iilllímente ilustrativo acerca de los tropiezos a que deben hacer ln iito quienes se comprom eten en el proceso de paz. I iienvenidos estos textos a manos de los lectores colombianos. Mui' iin veces se encuentra u n a plum a menos comprometida con mui ii otra causa. Se requería ser intelectualm ente ajeno a n u es tro» conflictos, así em ocionalm ente Malcolm Deas, por innum eralilen lazos, se sienta vinculado a este jirón de la América del Sur.
A lfonso L ópez M ichelsen S a n ta fé de B ogotá, DC, sep tiem b re de 1992
fOKTA CONFESIÓN
I jli n»n• por prim era vez a Colombia a fines de 1963, despistado, ........ intuye mi prologuista, y m al preparado para estu d iar la hisI.....i
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M a l c o l m D eas
tido numérico de la palabra—. Hubo californianos que insistían en la necesidad de precisar las últim as estadísticas de las catás trofes demográficas antes de proceder a cualquier otra tarea; con ta l propósito form aban cuadrillas de graduados esclavos, bajo el lema de hacer “trabajo en equipo”. Ni me a tra ía ta l trabajo ni la idea de form ar parte de un equipo, y no veía por qué todos los historiadores tenían que saber contar; buenos historiadores, pen saba yo, habían contado poco: Tucídides, Plutarco, Gibbon, Macaulay, contaban de vez en cuando, pero no tanto, y no por falta de formación francesa... Pero me faltaba confianza. Había en el aire cierta solemnidad que no cuestionaba la innata superioridad de la historia económica, y la superioridad moral de una historia económica de sufrim ientos y frustraciones. Fueron los años de la “Alianza para el Progreso”, que trajo tanto experto de Wisconsin p ara im plantar la reform a agraria. En sociología, se debatía el “cambio de estructuras". No hubo m ucha historia política, sólo la em brionaria ciencia política, entonces hipnotizada por “los gru pos de presión”. No me sentía m uy bien, ni andaba con la concien cia clara en ese am biente. Confieso que no llegué con tem a ni con hipótesis. Todo me pareció curioso e inexplicable. Después de algún tiempo tuve de m asiados tem as y dem asiadas hipótesis. R aras veces me ha parecido claro el porqué tal historiador escoge tal tem a. Los m anuales, aun los mejores, guardan silencio sobre este interesante punto. Aun Marc Bloch tiene poco o nada que decir al respecto. A veces el historiador ofrece una racionali zación de su interés, a veces una excelente y útil racionalización, pero casi siem pre se lim ita a lo intelectual. No he intentado expli carm e a mí mismo por qué llegué a interesarm e tanto en el an á r quico y poco respetado siglo XIX colombiano, pero el impulso ori ginal no tuvo una clara form ulación intelectual. F ue de otra naturaleza. Tal vez estaba buscando la República de C ostaguana. He leído otra vez estos ensayos. Recuerdo que son en parte producto de hallazgos y de accidentes, pero hay que e sta r prepa rado p ara hacer buenos hallazgos; y los accidentes ocurrieron a alguien que ha gastado buena p arte de sus últim os tre in ta años en el estudio de este país. El archivo de S an ta B árbara, que no andaba buscando, me lo abrieron don José U m aña y M aría Carri-
I t|M 11 H)KU Y LA GRAM ÁTICA
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•<......Ii' I Imaña; sin su ayuda hubiera entendido mucho menos de |U i ii|ui /.n. El proceso de Ricardo G aitán Obeso lo hallé en el ex pediento original cuando estuve pensando hacer ion estudio de la luni nim del crim en en Bogotá —tem a de moda en ese entonces— jf un había metido en un ram o del Archivo Nacional lleno de hur............. y riñas de chichería. Hice a un lado los hurtos y riñas »io mucho rem ordim iento. El tem a fiscal al principio me pareció ni ido, poro me comprometí a explorarlo porque Miguel U rru tia •un "!i oció un tiquete para venir a un simposio. Quedé encantado mío ln historia fiscal. Mu sorprendió comprobar que los ensayos tienen cierta uniilml ilo onloque, sin dem asiada repetición. Pensaba que había mai ii..... o lo más. Tal vez no debería e sta r tan sorprendido, al menos fltil Iii unidad de enfoque; después de todo, son del mismo autor, NMlii|iio el autor puede haber cambiado con los años. Ai Ivierto ciertos errores, sin insistir en el hecho obvio e ineviI•*111• ile que algunos argum entos tienen bases m ás sólidas y matrei elaboración que otros, que unas p artes son de piedra y otras ili 10 lobo, digamos. Ricardo G aitán Obeso (véase P ilar Moreno de Aii|i"l. Santander, Bogotá, 1989, pp. 678-679) tuvo ancestros y mil ei oilontes m ás notables de lo que yo suponía; adem ás de haber hIiIh ulumno del Colegio Militar, fundado por el general M osque r a ' ii donde tuvo por compañero al poeta Candelario Obeso {véa«• Anlmiio José Restrepo, A jí pique, Medellín, 1950, p. 37), había ■lilo |ele destacado en la revolución radical en Antioquia en 1879 (ik'imi Jorge Isaacs, La revolución radical en Antioquia, Bogotá, |ÜHII, puní los detalles). Mis observaciones sobre la tenencia de la tlni i a en el occidente de C undinam arca en el ensayo sobre S anta lliiiluirá son dem asiado rotundas y sim plistas: el panoram a al ............ fue m ás variado. • MroH me han señalado la persistencia de algunos hábitos inItiloi I iiiiIoh: más sugerencia que conclusión, por ejemplo. Bueno, ipn . i ii ii.se s'accuse. No tengo el sitzfleisch, esa capacidad de senInntio IVnnte a un problema o tem a por largos años. Puede ser que yii nliriiH definitivas en historia, pero dudo que haya ensayos dolioil Ivos. Además, confieso que frente a muchos aspectos de la tilulorhi colombiana no me parece fácil llegar a conclusiones. Mu. .1n o queda, y m ucha am bivalencia en este escritor. No sé,
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M a l c o l m D eas
por ejemplo, cómo juzgar esa obsesión nacional filológico-gramatical que es el tem a del prim er ensayo, ni si es el deber del histo riador juzgarla. En m is andanzas por las librerías de segunda mano, me llamó la atención la existencia de tantos textos viejos de gram ática; tam bién reflexioné sobre el acervo de las publica ciones del Instituto Caro y Cuervo. Empecé como el soldado Woyzeck frente a los hongos: “¿No ha visto Ud. cómo brotan en padro nes? Si alguien pudiera leerlos”. Quise entonces escudriñar el m isterio de ta n ta filología. Paso ahora a mi corto credo. La historia no avanza ilum inan do todo el campo con u n a luz igual y bien distribuida, sino con luces de luciérnaga. El historiador debe cultivar un grado de p a sividad frente a su m ateria, debe abrirse a sus sugerencias, aun si eso lo conduce a abandonar sus prim eras hipótesis. P ara expli car, prim ero es necesario describir con toda la m inuciosidad po sible. El gusto por el detalle no me parece un gusto frívolo: el poeta William Blake aspiraba a “ver un m undo en un grano do a re n a ”, y el historiador puede ten er la misma aspiración. No mo gusta el antagonism o en tre “vieja historia” y “nueva historia"; hay que hacer nueva historia: económica, popular, profesional, cosmopolita, com parativa, de archivo, rigurosa... pero eso no im plica el rechazo de la vieja. ¿Quién que aspire a conocer la histo ria de este país, puede prescindir de leer a J . M. Cordovez Mouro, talento extraordinario, sin rival, como historiador social del siglo XIX en América Latina? Los archivos son fundam entales (toda vía hay tan to por hacer para rescatar el archivo republicano do Colombia), pero m uchas cosas no se encuentran en ellos. Hay que leer mucho libro viejo —malo y bueno— y la prensa, muy poco explotada h asta ahora. En la “vieja histo ria” colombiana ho encontrado m ucha sugerencia, m ucha inspiración. Se ve en min notas de pie de texto. Me ha nutrido la im aginación, y sin im agi nación no se puede in te n ta r hacer historia. No he sido asiduo lector de libros sobre la historia, su filosofía y sus métodos, y nunca tuve la buena o m ala su erte de ser “formado” en una es cuela, fuera del aprendizaje oxfordiano de escribir ensayos. Soy de la ú ltim a generación de allá que consiguió empleo académico sin p asa r ni por m aestrías ni por doctorados. (Esos, digo, tienen mis alum nos). Recuerdo la respuesta de S ir C harles F irth, gran
|)fc! M IIHÍK Y 1.A GRAMÁTICA
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lllxl"! Imlor de la época de n u estra guerra civil y biógrafo de OliVn i Yumwnll, a alguien que le preguntó cuándo sabía que había b ...... M|(iido lo suficiente. “C uando los escucho conversando”, ¡ finí!. Mln Los restos de las conversaciones m uertas están en mu*•!«•••* | llll'lc H .
I ‘iirii «'«cucharlas sin prejuicios un extranjero tiene ventaja, I" «’h más fácil ser neutral y m antener cierta distancia. Pero fl tiKtmnjoro tam bién tiene sus sesgos. Espero que los míos sean y que por lo menos haya argum entado de m anera abierta. M** Incluido dos ensayos sobre coyunturas políticas de años re■l»nl"u No son m ilitantes; el lector juzgará si son neutrales. i 'unficHo que me gustan casi todos los aforismos sobre la hisliu lii v «obre los historiadores, y son m uchos en los varios tomos ili /' icoIíoh a un texto implícito, de Nicolás Gómez Dávila. El B lllin ii que he anotado dice: “Período histórico in tere sa n te es Mipc I Nobro el cual existe u n libro inteligente”. Ojalá que haya .....11 Ibuido a hacer m ás in teresan te nuestro siglo XIX. A veces |i|cn.....un la señora de Gould en Nostrom o: “P ara que la vida sea Ule luí y llena tiene que m an ten er el cuidado del pasado y del luí,um cu cada momento del p resen te”. Ideal insostenible, como Imlini In* ideales. ¿I(»'mordimientos profesionales? Al historiador, o por lo men ■■Hcierto tipo de historiador, “los hechos” dan u n frisson que la lli' Imi nunca iguala. Hay hallazgos que se encuentran dem asiado jpftln , cuando ya quedó term inado y publicado un escrito. Recienlnincnlc encontré uno. Un amigo, que se hallaba depurando su Pllilluleen, me regaló u n panfleto, de m iserable apariencia y de (tHOui no Inn interesante: J . M. Phillips, “La H u m a r e d a D e l libro ■M UvnUjH, (Edit. Marco A. Gómez, B ucaram anga, junio de 1935). I h'H»n in indam ente no lo tuve a la m ano cuando escribí sobre GaiMn • Mhibo. Phillips, veterano de la b atalla de La H um areda, •uhiI n, cincuenta años después, los extraordinarios finales de esa M«hl lendn: I
Vh lunninada mi tarea, como a las diez de la noche, sentí un riii'uo nutridísimo en la parte norte del campamento, donde esliilmn atracados los vapores... i ijni' había ocurrido? Que el vapor “Once de Febrero” en el que linlmimoH guardado todas las municiones, el armamento cogido
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al enemigo, una brigada como de 60 muías y el cadáver de don Luis Lleras que estaba en cámara ardiente en el salón, se había incendiado y había desaparecido en pocos minutos. Este vapor cuyo nombre recordaba el triunfo de Barranquilla y que ante riormente se llamaba “María Emma”, recibió en el combate una bala de cañón de proa a popa, que se llevó toda la fila de lám paras que colgaban por toda la mitad de los salones; esas lám paras según la disciplina de los barcos, se llenaban todos los días, de manera que esa gran cantidad de petróleo cayó sobre la madera seca del buque que la absorbió como esponja; el des pensero, apurado por alumbrar el buque estaba poniendo velas esteáricas en botellas, y al caer una de ellas se incendió el barco con gran velocidad, que no permitió sacar nada; al prender las bodegas empezaron a estallar las municiones. El zapateo de las muías acorraladas producía gran impresión, pues todo mundo comprendía que se estaban quemando vivas. Sobre la albarrada frente al buque había una infinidad de soldados cansados y dormidos; el General Lombana, que estaba en el buque siguien te, viendo el incendio, advirtió a gritos que al quemarse la casi lla del Capitán caería sobre el puente y haría disparar la cule brina de proa, cargada con metralla y podía matar unos cuantos de esos soldados. Se les trató de despertar pero fue en vano: el sueño del soldado que ha combatido un día entero es un poco más profundo que el del justo; y hubo que tirarlos de los pies, operación a que caritativamente vino a ayudar el General Lom bana; y en el momento en que hacía su obra de caridad se cum plió su previsión: la casilla cayó al puente; la culebrina se dis paró y la metralla despedazó al General Lombana, dejándolo sin manos y lleno de heridas. Se le llevó al vapor inmediato con ánimo de socorrerlo, pero él, que era médico, les dijo a sus cole gas: "Yo comprendo perfectamente que no tengo remedio; déjen me tranquilo, y que mis ayudantes me den a fumar un cigari11o”. Así se hizo. Por mano de sus ayudantes fumaba, y conversaba con ellos, dándoles consejos respecto a que no aban donaran la causa liberal por más contratiempos que hubiera. Hizo que le tuvieran abierto un reloj que se hacía mostrar cada rato. Anunció los minutos que tardaría en tener hipo; a los cuantos empezaría su estertor y últimamente a los cuantos mo riría, todo lo cual se cumplió con exactitud. ¿Qué hace el historiador frente a un relato así? ¿Forma un equipo y aprende a contar? A mí me atrapó de nuevo la vieja fas cinación. Santafé de Bogotá, septiem bre de 1992.
A. Ii M iK< CIMIENTOS
A la memoria de Eva Aldor l'.nlc libro abarca trabajos de m uchos años; estoy endeudado VMtt • untos colegas, exalum nos, alum nos, m aestros de estilo, ar>hlviiriiM y bibliotecarios, que la lista de sus nom bres sería ta n Hftrun romo una de esas viejas “adhesiones" a u n a ca n d id a tu ra l>i >«lili ncial con b uenas perspectivas de éxito. Tengo u n a deuda UltlV i upocial con el gremio de libreros, del libro nuevo y del libro WH». y p articu larm en te con J. Noé H errera, de Libros de CoIwnbla. I’ldo perdón a todos los demás, y su comprensión por haber tiltil i'l<> una lista ta n larga y por no agradecer acá con nom bre |ti"l'l" «¡no a quienes tienen que ver m uy directam ente con este H ffii! J oni) Antonio Ocampo, que me pidió compilarlo, y Alfonso I nji. .• Michelsen, q u em e infundió aliento en un tiempo cuando el I Inlniii lidiaba, y que me ha honrado con su prólogo.
Mu i t ;i , A n t o n io C a r o y a m i g o s : I ili VMATM ’A Y PODER EN COLOMBIA
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I 1r!l>i» I Irlbe fue un inquieto y ambicioso guerrero y políiiliifTlblani), cuya carrera concluyó con su asesinato en octuH ilt llll l ( ’ombatió en tres guerras civiles, y en los intervalos m u i ' publico periódicos, sembró café y animó a otros en el cultiit< I Inmuno Dictó conferencias sobre el socialismo, figuró en el vlujo mucho como diplomático y escribió cuentos para lliw l uí' i'l arquitecto de m uchas combinaciones revolucionaI \ |irn||ri>rt¡Ht,as, o al menos subversivas. Sem ejante versatiliII .......i' i m u i n la vida pública colombiana, aunque Uribe UriMt'tt 111 haberla llevado a extremos frenéticos. C ualquier cosa p lli" pudiera hacer, él, ciertam ente, in tentaría hacerla mejor. « i iiliiinblanos de ascendencia liberal en la década de 1960 P H " 1'i....... sus recuerdos de niñez ambiguos sentim ientos HfH i ili i Mir hombre ejemplar, quien tam bién era muy dado a H m| m ’ h 1.> i i i v u i i coronel, Uribe Uribe no estuvo en el bando ganador |llt Mi*' 1 1 i civil de 1885. En un acceso de celo disciplinario —eslim itliimpin uno de sus defectos como com andante en el campo ■ * nllu I" cual ocasionó en sus tropas m uchas m ás deserciones la* ii'Minli n m ató de un disparo a un soldado de su bando y i »n' luíIh h prisión. Allí, adem ás de ad a p ta r un texto de geolo)• |'Mi ‘i e l le c t o r común, traducir un trabajo de H erbert Spencer ♦♦i •• o "i propia defensa, escribió su Diccionario Abreviado l ’rtwincialisrnos y Correcciones de Lenguaje, con i* u ní ,n. ihitiih explicativas, un trabajo denso de 376 páginas2. |fNi>l
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Su carrera, su prestigio, su arsenal, no hubieran quedado completos sin u n libro así. Tampoco fue ese el fin de sus estudio» gram aticales y filológicos. Los congresos de finales de los nño» 1880 y de la década de 1890 fueron am pliam ente dominados pop los adversarios del liberalismo, y Uribe Uribe fue uno de los (loa únicos liberales que lograron ser elegidos en ese período. El cono cim iento de galicismos, provincialismos y correcciones era, hIii duda, una ayuda en el ataque y en la defensa . Sin embargo, pin n m edirse con la figura principal del gobierno en la década de 18ÍM), Miguel Antonio Caro, el conocimiento del latín tam bién era nern sario. Uribe U ribe contrató a un discreto profesor de esa lengua, u n desconocido traductor de tratados religiosos, y tomó lección»'» du ran te tres meses, al final de los cuales le dijo a Caro en un debate que él no era el único latin ista en el Congreso. P ara dem ostrarlo citó un proverbio, N unqua es fide cuín pti tente socia. Caro, poniendo las m anos sobre la cabeza, exclamól “¡Horror, horror! Cuando ustedes quieran hablarm e en latín, Ion ruego que me pronuncien bien las sílabas finales, porque allí n* donde está el meollo de la cuestión”'1. ¿Por qué escoger estas dos anécdotas en u n a c a rre ra tnii activa y variada? ¿Qué, ap a rte de vanidad, condujo a este rovo lucionario a la lexicografía y a los clásicos? ¿Qué pertinencia tien en estas peculiares preguntas? ¿No preferiría el lector cono> cer m ejor sus experiencias en el cultivo del café y los caprichos de sus precios, o su entusiasm o, posiblem ente infundado, pof las prom etedoras perspectivas del comercio del banano? Quiza Pero es tal vez algo m ás que vanidad lo que im pulsó a Urilm Uribe a re d a c ta r su Diccionario y a tom ar lecciones de latín. Su daba la inevitable presencia de Miguel Antonio Caro, ingcntl obstáculo para el partido liberal, filólogo y latin ista superior v vicepresidente encargado de la presidencia. Cuando uno explo r a un poco m ás allá, sale a luz que esta clase de sabiduría y dn com petencia e n tre sabios está íntim am ente conectada en Co lombia con el ejercicio del poder. U na exploración minuciosa de este tem a y de sus implica('iu< nes, incluso en el que parecería ser el nada complicado caso da una república suram ericana, agobiadoram ente ru ral y analfal»' ta, a finales del siglo XIX, es una perspectiva intim idante. A pesU
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■ un nlnjiimii'nto de los centros académicos m ás avanzados, de de las distracciones de la política, a las cuales eran |i|ii|inMHo8, algunos de esos estudiosos colombianos fueron ■llilll"" formidables y prolífícos. Pocos hoy tienen la particular (V|nn ni lón, o el tiempo, o la inclinación que se necesitan para mi mundo académico y para evaluar sus contribuciones al ■ m » I ' I*- au to r se siente lejos de e star bien equipado para la w i ii I i|»nrii, sin embargo, que le sea posible analizar el imporHlft1 |"i|i"l i|U«! ha desempeñado esta cultura académ ica en la k llll........ lombiana, sin nada m ás que una rudim entaria com■lialiio di' partes de su contenido. ( | iiii ni niglo XIX fue “la edad de oro de los lexicógrafos, gra■m i, in, filólogos y letrados v ernacularizantes”, ha sido frecuen........... . dicho y su rol en el surgim iento de muchos nacionalisn | m lim ita n te fa m ilia r 5. E l e n tu s ia s m o g r a m a tic a l y llii'Ui nlii'ii un las colonias inglesas de N orteam érica y en los llml"M I luidos d u ran te la prim era etap a de la vida republicana, | Ifiml •|ii<>ni interés de su gente por la pureza y uniform idad, lH kliln Interpretados como “un fenómeno típicam ente colonial, i|i< |iiiiililo< todavía inseguros de su nueva cultura y que tra ta n | mil firm arse dem ostrando que eran m ás correctos aún Ihh lnibilnnl.es de la m adre p a tria ”. Las interpretaciones nor■ 11*1" i li 111111 h siem pre revelan un característico m atiz igualita» ....... ..
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I ii" |irlllli i|in> In uniform id ad del len g u aje n o rteam erican o depen■li>. n iln In i'Hcuela y de la u n iv e rsa lid a d del alfabetism o. “N ad a ■lltn i'l " “Inlilucimiento de escuelas y alg u n a uniform idad en el uso ilii |m IIImimi (1preferiblem ente la ortografía de W ebster!) —a rg ü ía mi miH I ii n t inciones sobre el id io m a inglés (1789)— , p u ed e acan
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bar con las diferencias en el habla y preservar la pureza de la lengua estadounidense6. Sin embargo, no parece posible asim ilar satisfactoriamonlo las preocupaciones de los colombianos por la lingüística con las > los nacionalism os europeos del XIX o con las de la América ilnl N orte anglosajona. Aunque las hazañas filológicas eran motivo de orgullo patriótico, e im plicaban cierta resistencia contra lux influencias culturales externas, esencialm ente no eran de carác te r nacionalista. Aun a veces podrían re su ltar conscientemente antinacionalistas, es decir, transnacionales. Aunque los libron do gram ática y de ortografía se vendían junto con el aguardiente, ln panela, las telas y las parrillas, las ganancias no eran ta n grande» y el espíritu no era ta n democrático. H abía algo m ás en juego. La gram ática, el dominio de las lo yes y de los m isterios de la lengua, era componente m uy impor ta n te de la hegemonía conservadora que duró de 1885 h asta 1930, y cuyos efectos persistieron h asta tiempos mucho m ás recien ten La política colombiana ha contenido desde un principio un vigoroso elem ento ideológico y pedagógico. Mucho se escribió, y un h a escrito desde entonces, acerca de la conveniencia de formar lil joven m entalidad republicana con base en los textos de Bentham y D estu tt de Tracy: el presidente Santander, 1832-1837, a favor) el presidente H errán, 1841-1845, en contra ...7. La educación po p u lar laica que preparase a las m asas rurales, m anipuladas por los curas, para el sufragio universal que prem aturam ente se I había concedido, era una de las principales preocupaciones del liberalism o radical en las décadas de 1860 y 1870, y fue una dilas ostensibles m anzanas de discordia en la guerra civil de 187(11877. Los colombianos no hubieran discrepado de la doctrina do David H um e relativa a la im portancia del pulpito y la escuela, Los gobiernos sucesivos, al readm itir o reexpulsar a los jesuit.ni', tuvieron m uy en cuenta sus habilidades como educadores. El con trol de la educación fue frecuentem ente el centro del debate <-ii torno a las relaciones entre Iglesia y Estado; era algo de vital im portancia para conservadores y liberales, elem ento esencial do cualquier hegemonía. Dichos debates fueron apasionados y comprometidos. Es fim cinante seguir las carreras de B entham y D estu tt de Tracy a tro on
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■(t» I» Mi'dKPiifín y las generaciones de la Colombia inde■ tftlili v i’xuminnr los métodos y motivos opuestos que libep i I .......... .loros ndoptaron en la inm ensa tarea de ilu stra r ^E|Hh«mh | h i | i u I m i - < ! 8 . Pero esto no es asunto de este ensayo, que ■ ||M» vnr ron la .singular prom inencia de gram áticos y filóloH pH t Ih I pública del país. ........"ii «'I ejemplo del diccionario que compuso en la b u l • 'i Ii» I Iribo, el Diccionario de Galicismos. Aunque respeI p , Ihiiwi» ulran/ó In fama, ni logró una segunda edición. Aquí M í .I ....... i In "lira que, como se puede deducir del prólogo, deMhhiI'ii A/ni litaciones Criticas sobre el Lenguaje Bogotano, de H0|i I i iii rviiH. I “ublicado por prim era vez en Bogotá en 1872, I lllii" I i i i I i Í i i alcanzado su cu arta edición en 1885, algo nunca ........ ilngún otro trabajo local de erudición. El artículo v i i
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IftUli I itiiuuiiKo" en la Encyclopaedia Britannica, undécima j|>M IUI I, lo ologia con cierta casual generosidad geográfica, fi In 1'ilHlnrn autoridad en lo relacionado con el español de Mli .i I i| libra do Cuervo, en sus ediciones posteriores, fue im» | m i I i i i i h I n , y se encuentra, por lo general, bien encuaderHi Km In apariencia solem ne y sin leer del premio escolar. ii" piii l irularm ente raro, tiene alto precio en el mercado IiIi i m'Ii mgunda mano. Min'lti i am plia divulgación alcanzó un librito m ás barato, lllililrIoHo, m ás práctico: Tratado de Ortología y Ortogralk.li//nHii. do .José Manuel M arroquín —guía p ara la ortol'H t .......iiini'iacion castellana, con útiles listas de cuándo usar y |i 11111111>“m", y de palabras “de dudosa ortografía”—. Buena lp (t*< información se daba en rim as, y generaciones de M lnilmiililiinoH han tenido que laaprenderlas de memoria: Las noces en que zeta Puede colocarse antes /)<' otras letras consonantes Son gazpacho, pizpireta, Cabizbajo, plazgo, yazgo, llazlo, y hazlas y juzgar ('on pazguato, sojuzgar, llaztc y los nombres en azgo ... iiiiim
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La obra todavía se imprime, el texto permanece igual que en vida del autor y se vende por la calle, fotográficamente reproducido con todas las preocupaciones y los ejemplos de hace cien años9. Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo escribieron una gram ática latina que disfrutó u n succés d ’estime en E spaña y que fue objeto de varias ediciones. Caro escribió extensam ente sobre Andrés Bello, cuya Gramática de la Lengua Española, publicada por prim era vez en 1847, fue la gram ática m ás utilizada en H is panoam érica en el siglo pasado, y dirigió una edición de la Orto logía de Bello en Bogotá en 1882. En 1870 redactó un Tratado del Participio, m uy aplaudido, que se volvió a publicar en 1910. (Es cribió muchísimo m ás y fue la inteligencia rectora de la longeva Constitución de 1886, cuyo trazado general sobrevivió en sus lí neas generales h asta 1991, pero lo que acá nos concierne es ape nas la parte gram atical y filológica de sus escritos). Hubo otros gram áticos que giraban con m ás o menos inde pendencia en la órbita de Caro. Marco Fidel Suárez, presidente a su vez posteriorm ente, nunca se sentía m ás feliz que cuando pes caba errores en los escritos de los demás. Al térm ino de la últim a guerra civil colombiana, Lorenzo M arroquín, el hijo de José M a nuel, que había dejado de versificar la ortografía para cjercer la presidencia del país, escribió una novela en clave, Pax, p ara ex poner la m oralidad y las costum bres de entonces. La facción de S uárez era opuesta a la de los M arroquín, y su reacción fue publi car una anatom ía de sus errores, de ciento cincuenta páginas: A nálisis Gramatical de Pax. Los tem as filológicos son comunes en su voluminosa producción periodística10. Miguel Abadía Méndez, el último presidente de la hegemonía conservadora, escribió, por su parte, unas Nociones de Prosodia Latina, obra publicada por la Librería Am ericana en 1893. El mismo tam bién sum inistró el prólogo para el Tratado del participio de Caro en la edición de 1910. A nteriorm ente la em presa de Miguel Antonio Caro, la Li b rería A m ericana, había pasado a m anos de José Vicente Concha, tam bién presidente del país entre 1914 y 1918. Aunque U ribe Uribe como liberal fue sobrepasado en núm ero de aliados y am pliam ente superado en erudición por los gram á ticos conservadores, no fue el único liberal en publicar un trabajo en este campo. Santiago Pérez, dirigente radical y presidente en
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tre 1874 y 1876, sostuvo u n a escuela y en 1853 publicó u n a de las p rim era s g ra m á tic as colom bianas, C om pendio de G ram ática Castellana, para uso de sus alumnos. Tam bién publicó una abre viación de la Gramática de Andrés Bello —a uno le parece que un conservador hubiera am pliado la obra; ciertam ente, Cuervo así lo hizo en 1881—. C ésar Conto, prom inente radical del Valle del Cauca, muy comprometido con los conflictos educativos que desembocaron en la guerra civil de 1876-1877, compuso en 1885 un Diccionario Ortográfico de Apellidos y de Nombres Propios de Personas, con un apéndice de nombres geográficos de Colombia. Tam bién elaboró un trabajo acerca del inglés, Apuntaciones sobre la Lengua Inglesa, con un apéndice sobre el argot11. Un rápido vistazo a la lista de gram áticas, diccionarios y guías para escribir y pronunciar bien que se han publicado en Colombia en el último siglo revela que en su m ayor parte fueron obra de personas políticam ente prom inentes y comprometidas. Los líderes en este campo tam bién eran líderes en la vida pública. Santiago Pérez no fue el único que fue propietario de u n a escuela. Tam bién lo fue José M anuel M arroquín, en su hacienda de Yerbabuena, en la Sabana de Bogotá. M arroquín había enseñado an tes en el establecim iento de Pérez. El colegio de M arroquín adop tó la norm a de los jesuítas de vigilancia total de los alum nos en todo momento, aunque la solem nidad era aliviada por becerradas y frecuentes representaciones teatrales. Un selecto grupo de m u chachos cantaba las rim as ortográficas: algunos años después se rían rem plazados por otro escogido grupo de n iñ as12. Igualm ente, Miguel Antonio Caro abrió una escuela después de retirarse de la presidencia. Un buen núm ero de esos hom bres tam bién dictó cur sos universitarios a lo largo de sus carreras. Abadía, por ejemplo, siguió con sus clases de derecho, tem prano por la m añana, d u ra n te su período presidencial. Pero no nos desviemos de gram ática y filología. El interés lo cal por estas ciencias —sus practicantes insisten siem pre en lla m arlas ciencias— recibió forma ósea institucional con el estable cimiento de la Academia Colombiana, en 1871. Los tres espíritus fundadores, Miguel Antonio Caro, José M anuel M arroquín y José M aría Vergara y Vergara, eran miembros correspondientes de la Academia Española. El núm ero de miembros se fijó, primero, en
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doce, “como conmemorativo de las doce casas que los conquista dores, reunidos en la llanura de Bogotá el 6 de agosto de 1538, levantaron como núcleo de la futura ciudad”13. E ntre los doce fi g uraban dos prom inentes radicales, Santiago Pérez y Felipe Za pata, pero la m ayoría eran conservadores. Aprobada por la Academia Española en noviembre de 1871, esta fue la prim era entidad de tal naturaleza que se fundó en las A m éricas14. D urante años sus actividades fueron interm itentes, sin dejar de ser controvertidas políticamente. Como no ten ía dón de reunirse, en 1875 la Academia pidió permiso al Congreso para utilizar el antiguo convento de Santo Domingo. La solicitud fue rechazada. Los congresistas se opusieron, acusando a los m iem bros de la Academia de ser “los soldados postumos de Felipe II”, de rezar el rosario en sus sesiones y de escribir la conjunción “y” así, y no con “i”, “a la m anera de ese funesto m onarca”. El uso de la "y” era considerado conservador, reaccionario. En vano Caro señaló que Felipe II había favorecido la “i”, como los radicales15. La Academia no tuvo am biente favorable bajo el régim en r a dical, a pesar de contar entre sus miembros a Pérez y a Zapata. Se reunía, pues, ra ra s veces, en casas privadas. Rufino J. Cuervo, el académico m ás distinguido, quiso renunciar a pesar '•".yo: un m alentendido lo llevó a creer que no había sido invitado a u n a de las escasas reuniones que se llevaron a cabo. Caro apeló, con éxi to, a su sentido del deber: Usted sabe que nuestra Academia, por falta de rentas, de local, de ocupación fija, y de cuanto informa una sociedad semejante, ha sido generalmente y por años enteros como concilio disperso. Es un simulacro de Academia, una lucecita que espera mejores días, mantenida por la amistad que agrupa a unos pocos (...) Hoy creo que hubiera sido más prudente de parte de la Academia Española tener aquí individuos correspondientes, por las dificul tades de establecer en América sociedades de esta clase (...) Pero una vez aceptado el compromiso, hay que lavar la ropa sucia en la casa y sostener el honor de la familia, o como dice Cervantes, limpiamos los dientes en público para que parezca que hemos comido aunque estemos muertos de hambre . La imagen final es sorprendente y sugestiva. Aunque ellos iban a ejercer el poder y a establecer una hegemonía a p a rtir de
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1885, no se tra ta b a de hom bres ricos. Algunos de ellos habían conocido la pobreza en carne y hueso. El m ayor interés que des pierta el grupo radica en esto. ¿Cómo pudo ocurrir que cuatro personas, conectadas por una sola librería, se convirtieran en pre sidentes de la nación en un lapso de trein ta años? Y pedagogos, todos ellos, h asta cierto punto. Si hubieran sido exportadores de tabaco, cultivadores de café o abogados de com pañías de petróleo, es fácil suponer que ellos y sus relaciones hubieran llam ado m ás la atención. Es fácil tam bién im aginar qué clase de conclusiones sobre su época habrían deducido los historiadores, si grupo ta n influyente se hubiera con gregado alrededor de u n solo negocio. Los historiadores, sin em bargo, no se h an m ostrado ni muy interesados, ni muy benévolos con ellos. En una historiografía predom inantem ente liberal, Caro tiene los rasgos de u n “m onstruo sagrado”, y disfrutó de cierto renovado interés por el centenario de la Constitución de 1886 y por la defi nitiva desaparición de la m ism a en 1991. Los dem ás no son muy recordados. M arroquín perdió a Panam á: “Puedo decir lo que m uy pocos estadistas: recibí un país y le devolví al m undo dos”. Suárez tuvo orígenes notoriam ente hum ildes, pues fue hijo ilegítimo de una lavandera; como presidente fue acusado, con éxito, por em pe ñ ar sus gastos de representación. Abadía tuvo la desgracia de ser presidente en el tiempo de la huelga de las bananeras, 1928, aho ra ta n célebre por su inclusión en Cien años de soledad. Se h an explorado poco las fuentes de su poder, tal como fue realm ente. Es notorio que el régim en conservador dependió, principal m ente, de los recursos políticos de la Iglesia. Pero, ¿de qué más? ¿E stas eru d itas figuras eran agentes “dependientes” de algún otro clan fam iliar? ¿Efectuaron el trabajo político de los latifun distas, de los cafeteros, de las casas im portadoras y exportadoras o del capital extranjero? E n térm inos políticos, ¿qué clase de in telectuales eran? ¿Las teorías de Gramsci, tan leídas y ta n poco aplicadas, vierten alguna luz sobre ellos? Antes de volver a la gram ática y la filología, y a su posible papel en el sostenim iento de esa hegemonía, vale la pena exam inar estas figuras y su con texto con m ayar detenim iento.
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No todos son de Bogotá, pero es la cultura bogotana la que los informa. Tomemos a Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro —a Rufino José Cuervo, an te todo, que aunque conservador, n u n ca fue m ilitante»pero que, con sus Apuntaciones resultó ser la inteligencia m ás destacada. El linaje de Rufino José Cuervo aparece en la biografía que, con su herm ano Angel, escribió de su padre, Rufino Cuervo. Los Cuervo eran de diversa ascendencia criolla, de estirpe española llegada m ás o menos recientem ente. Por lo menos un antepasado resolvió em igrar cuando la independencia se afianzó, por fin, en 1819, con la b atalla de Boyacá. Rufino Cuervo nació en T ibirita, cerca de Bogotá, en 1801, retoño de un criollo de prim era genera ción, y m ercader fracasado. Fue criado por su tío, próspero clérigo bogotano. E ste tío firmó la declaración de independencia de Bogo tá , y fue lo suficientem ente destacado como patrio ta para ser de nunciado por el realista obispo de Popayán como “hijo del diablo, separado del rebaño de Jesucristo e indigno del sacerdocio”. El joven Rufino, sin embargo, tuvo la suficiente prudencia para lle g ar a ser escogido para pronunciar la “oración de estudios”, el discurso conmemorativo, en el colegio de San Bartolom é en 1817, en tiem pos de la reconquista española, bajo el régim en del gene ral Pablo Morillo. H abría de coronar una larga carrera como b u rócrata, político, abogado y periodista; fue vicepresidente y can d idato a la presidencia. Comenzó como liberal “m oderado” y term inó como conservador. Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época11 es fruto del am or filial que exalta la inquebrantable consistencia ideológica del biografiado, pero tam bién está lleno de detalles sobre otras facetas de su casta m ental y sobre el am biente de su Bogotá. A m ediados de 1820 Cuervo editaba L a Miscelánea, u n perió dico, y en sus páginas se pueden encontrar algunos de los prim e ros ejemplos de interés local por el idioma. Como escribieron sus hijos, “llam a particularm ente la atención el empeño con que in culcan la im portancia de conservar en toda su pureza la lengua castellana (...). y es cosa que causa m aravilla que, apenas acaba da u n a guerra de exterm inio, supiese con justo tem peram ento reconocer la prim acía lite raria de E spaña sin com prom eter la in dependencia política de Am érica”18. Vale la pena citar en forma
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más extensa La Miscelánea: “Nosotros creemos que es de sumo interés p ara los nuevos Estados Americanos, si es que quieren algún día hacerse ilustres y brillar por las letras, conservar en toda su pureza el carácter de originalidad y gentileza antigua de la lite ratu ra española, tal cual se presentó en sus m ás herm osas épocas de Carlos V y Felipe II. Pensamos que los negociantes, los m agistrados y todos los que de cualquier modo puedan ten er al guna influencia, deben proteger por todos los medios que les su giera el patriotism o y el am or a las letras, la introducción de li bros en español, la lectura y la enseñanza por ellos y no por los que estén en lenguas extranjeras"19. Los autores de La Miscelánea recom endaban una “federa ción lite raria” conformada por hombres escogidos, virtuosos y sa bios de cada nueva nación. Tendría su sede en alguna ciudad lo calizada centralm ente, “digamos Quito”, que debía e star dotada de im prenta, biblioteca y todos los elem entos necesarios, ajena a toda intriga política. E n palabras de los dos Cuervo, “no debía ten er por in stituto sino conservar la lengua castellana en la m is ma pureza que nos la legó España, para que en ella pudieran dignam ente redactarse nuestros códigos, escribirse n u estra his toria, p in tarse nu estra naturaleza y cantarse las glorias de n u es tros guerreros”. L a Miscelánea, m ientras tanto, tomó la iniciati va: “E n los artícu los titu lad o s 'Neologismo', ‘Correspondencia i ntre un doctorcito flam ante y su padre’, se satiriza con agudeza el galicanism o chabacano de los recién graduados, que no habien do estudiado ni leyendo sino libros franceses o traducciones b ár baras, hacían alarde de estropear su propia lengua”20. Cuervo se interesó personalm ente por la educación. Como go bernador de C undinam arca a comienzos de los años 1830, fundó una Sociedad de educación prim aria que distribuyó libros y otros elem entos p ara las escuelas, y edificó, cuando menos, u n plantel. Estableció un colegio para niñas con fondos de los extinguidos conventos menores, “destinado especialm ente para las hijas de los proceres de la Independencia y de los benem éritos de la p a tria ”. P ara tal colegio escribió en 1833 u n Catecismo de urbani dad, “obrita ta n recom endable por la sencillez como por la discre ción y universal oportunidad de sus m áxim as (...) dispuesto de m anera que pueda llegar lo mismo a m anos de señoritas criadas
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en los salones, que a las de m odestas aldeanas, sin riesgo de que la afectación haga insoportables sus m aneras. Lleva por epígrafe la divisa que parece tuviera él estam pada en el fondo de su cora zón: Quod m unus reipublicae m aius meliusve offerre possumus, quam si docemus atque erudim us iuventutem (Cicerón, De Divinitate)”21. Cuervo se esmeró mucho en la educación de sus propios hijos, y no escatim ó en gastos: “E ra ta l la atm ósfera de estudio y apli cación que había en la casa —escribieron sus hijos— que los cria dos en sus horas de descanso aprendían a leer, o a escribir y con tar, siendo nosotros los m aestros”. Parece haber vivido bien, pero no dejó g ra n fortuna. E ra, en palabras de sus hijos, “ta n distante del despilfarro como de la m iseria”. No contento con estam p ar Quod m unus, etc., en su corazón, colocó la siguiente inscripción en piedra sobre el portalón de su hacienda:
1848 NEC NOS AMBITIO NEC NOS AMOR URGET HABENDI R. C. Tal fue el padre de Rufino José22. É ste y Ángel se dedicaron al estudio, a la lite ra tu ra y a la fabricación de cerveza. Q uizá porque ellos mismos escribieron la adm irable y convincente biografía de su padre, uno ve mucho de él en ellos, h asta llegar a extrem os curiosos. Por ejemplo, Rufino padre fue un en tu siasta gastrónom o y un ávido coleccionista de recetas. Aquí tam bién se dan la m ano lo viejo con lo nuevo:
Dentro de los límites de una moderación higiénica gustaba el Doctor Cuervo de manjares regalados, afición que sin duda se había acrecentado con los viajes y el trato con personas de dis tinción; así que las copiosas recetas de cocina española que nos venían de nuestros abuelos matemos, se aumentaban con los buenos platos que se le servían fuera, y cuya descripción se com placía en hacer luego, ya por haber adivinado su composición, ya por haberla averiguado discretamente en la conversación.
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Su hijo Angel m ostró una tierna lealtad a las viejas recetas españolas, y en 1867 publicó los resultados en L a Dulzada. Poema de ocho cantos y un epílogo, larga narración heroico-burlesca de la guerra librada por dulces, pudines y tortas, españoles y crio llos, contra la nefasta invasión de confites franceses, de moda en los años del Segundo Imperio: Nos trata a m atar a indigestiones Por eso manda Napoleón III A tanto ruin y puerco pastelero E ste trabajo puede reputarse afortunado por haber logrado una segunda edición al cabo de un siglo24. A Rufino José le fue mucho mejor en las ventas, con el éxito de las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, que ya ha sido mencionado. En realidad, Rufino fue uno de los colombianos m ás preparados de su generación, y sostuvo nutrida correspon dencia con filólogos y lexicógrafos contemporáneos. Él y Ángel establecieron sus finanzas sobre u n sólido fundam ento gracias a la organización de u n a fábrica de cerveza en Bogotá, rem ota an tep asad a de la actual Bavaria, y sus utilidades y venta final les produjeron ingresos suficientes para p a sa r el resto de sus vidas en París . La residencia allí resultaba m ás económica y, obvia m ente, favorecía el estudio. E n París pasó Rufino sus últim os tres decenios dedicado a trab a jar en su Diccionario de construcción y régimen de la lengua española, obra basada en avanzados y cui dadosam ente ponderados principios. Algunas m uestras y dos vo lúm enes fueron publicados durante su vida, aunque no vivió lo suficiente para ver m ás allá de la letra “D". E stas prim icias fue ron bien acogidas y, desde entonces, h an sido m uy adm iradas: resultaron superiores, en concepción y ejecución, a lo que pudiera b rin d ar cualquier otro diccionario español de la época. Se dice que la cervecería B avaria ha prometido financiar la term inación del diccionario como p arte de su contribución a la celebración del quinto centenario de lo que Cuervo no habría vacilado en llam ar el Descubrim iento de América. Las Apuntaciones críticas trae n u n prólogo que precisa las intenciones del autor:
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Es el bien hablar una de las más claras señales de la gente culta y bien nacida, y condición indispensable de cuantos aspiren a utilizar en pro de sus semejantes, por medio de la palabra o de la escritura, los talentos con que la naturaleza los ha favoricido: de ahí el empeño con que se recomienda el estudio de la gramá tica26. Las Apuntaciones ciertam ente no son de fácil lectura, pero el autor no pretendió que fueran parte de la “alta filosofía” de la m a teria; el trabajo se proponía señalar “digámoslo así, con el dedo, las incorrecciones a que m ás frecuentem ente nos deslizamos al hablar y al escribir", y esto se procuraba para aquellos que no disponen del tiempo ni de los elementos para realizar estudios profundos. El núm ero de colombianos que no halló el libro pesado debe haber sido sum am ente reducido, pero es muy significativo que su autor afirm ara que estaba destinado a ser u n libro accesible. El título puede parecer parroquial. Su objetivo fue todo lo con trario: Cuando varios pueblos gozan del beneficio de un idioma común, propender a la uniformidad de éste es avigorar sus simpatías y relaciones, hacerlos uno solo. De modo pues que, dejando aparte a los que trabajan por conservar la unidad religiosa, aspiración más elevada a formar de todas las razas y lenguas un solo redil con un solo Pastor, nadie hace tanto por el hermanamiento de las naciones hispano-americanas, como los fomentadores de aque llos estudios que tienden a conservar la pureza de su idioma, destruyendo las barreras que las diferencias dialécticas oponen al comercio de las ideas. El modelo tenía que ser España: “Ya que la razón no lo pidie ra, la necesidad nos forzaría a tom ar por dechado de nuestro h a b lar a la lengua que nos vino de C astilla”. No hay posible rival am ericano. H asta los Estados Unidos, “con gloriarse de los Prescotts, Irvings, B ryants y Longfellows” veneran a Shakespeare, a Pope, a Gibbon y a Hume. H ay que desechar los odios recientes: “Rotas las antiguas atad u ras, unos y otros son pueblos herm anos, trabajadores de consuno en la obra de m ejorarse im puesta por el Señor de la familia hum ana”. Cuervo enuncia entonces sus razonables propósitos. Algunas observaciones quedarían, ta l vez, mejor ubicadas en un m anual
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de urbanidad, “pues no pueden despreciarse sin d ar indicios de vulgaridad y descuidada educación”. O tras son p ara los m ás ade lantados. Acerca de algunas más, Cuervo mismo parecía insegu ro: “No es fácil, verbigracia, que a quien bautizaron A rístides se contente con ser llamado A ristides”. Hace un rechazo y una pro testa. Prim ero, niega cualquier im putación de que pretende erigir una suerte de “odiosa dictadura, p ara lo cual no tenemos ni títulos ni disposición”. En segundo térm ino, tem e que sus quinientas pá ginas contengan ta n ta s censuras que induzcan a los extranjeros que no hayan visitado al país —muy pocos lo habían hecho— a sacar la conclusión de que “aquí hablam os en una jerga como de gitanos”. Ello no era así: En Bogotá, como en todas partes, hay personas que hablan bien y personas que hablan mal, y en Bogotá, como en todas partes, se necesitan y se escriben libros que, condenando los abusos, vinculen el lenguaje culto entre las clases elevadas, y mejoren el chabacano de aquellos que, por la atmósfera en que han vivido, no saben otro. El asunto, sin embargo, es grave: Bueno es también recusar aquí las disculpas que alegan algu nos en favor de sus desaciertos gramaticales. Tratando, suelen decir, de puntos de mucha monta, no es dable atender a atildar el lenguaje y obedecer menudos preceptos relativos a la forma; escribiendo, además, de prisa, ¿quién va a reparar en minucio sidades y pequeneces? El bien hablar es a la manera de la bue na crianza: quien la ha mamado en la leche y robustecídola con el roce constante de la gente fina, sabe ser fiel a sus leyes aun en las circunstancias más graves, y en éstas precisamente le es más forzosa su observancia. Es más: quien osa tratar puntos muy altos debe tener muy alta ilustración, y apenas se concibe ésta sin estudios literarios, esmalte y perfume de todas las fa cultades; según aquella peregrina idea, los escritores más emi nentes de todos los países no habrían producido sino obras lige ras, cuando es a menudo todo lo contrario. En suma: los adefesios de personas humildes que escriben cuando las cir cunstancias los precisan a ello, cualquiera los disculpa; pero no es fácil ser indulgente a este respecto con los que presumen componer el mundo.
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Cuervo mismo fue un gram ático relativam ente apacible. H as ta creyó conveniente incluir una advertencia en su prólogo, a u n que m uchos de sus lectores no lo h an tenido en cuenta: No menos oportuno parece señalar un escollo propio de los estu dios gramaticales. El hábito, sobre todo en los principiantes, de exigir la corrección en la forma se convierte a menudo en pedan tería que rechaza cuanto no satisface a un ideal falso o legítimo. Por lo mismo que una forma descuidada suele ser indicio de poca solidez en la parte sustancial de la obra, es ordinario que, en faltando lealtad para reconocer méritos de otro orden, o ciencia para dilucidar la materia sobre que versa un escrito, acuda la pasión a la odiosa tarea de probar que el contrario no sabe gra mática. Dicho se está que jamás ha sido nuestro designio pro porcionar armas para esta clase de ataques. C iertam ente, pocas prevenciones en un prefacio han sido ig noradas en forma m ás general. E ra im portante ten er los motivos correctos, pero la vigilancia debería sin em bargo ser m antenida: Nadie revoca a duda que en materia de lenguaje jamás puede el vulgo disputar la preeminencia a las personas cultas; pero también es cierto que a la esfera de las últimas puede trascen der algo del primero, en circunstancias y lugares especiales. Así, el aislamiento de los demás pueblos hermanos, origen del olvido de muchos vocablos puros y del consiguiente desnivel del idioma, el roce con gente zafia, como, por ejemplo, el de los niños con los criados, y los trastornos y dislocaciones de las capas sociales por los solevantamientos revolucionarios, que encum bran aun hasta los primeros puestos a los ignorantes e inciviles, pueden aplebeyar el lenguaje generalizando giros antigrama ticales y términos bajos. Esto sin contar otras influencias, tal vez no tan eficaces, pero que siempre van limando sordamente el lenguaje culto de la gente bien educada; así, en parte pudiera achacarse la diferencia entre la copiosa y más castiza habla de nuestros padres y la nuestra a lo distinto de los libros que an daban en sus manos y los que manejamos constantemente no sotros; ociábanse ellos saboreando con sus familias las obras de Granada, Rodríguez y Teresa de Jesús, mientras que en nues tros hogares, cuando se lee, se leen de ordinario libros pésima mente traducidos o periódicos en que, a vueltas de algo original, menudean también traducciones harto galopeadas. Ftero como el
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objeto del lenguaje sea el entenderse y comunicarse, una vez que los vulgarismos vienen a constituir obstáculos para ello en tre diversos lugares, en vista del estado de la lengua en los demás países que la hablan, hay derecho para proscribir lo que sólo por abuso ha logrado privar. Muy lejos en París, llevando la vida de un “monje secular", trabajando duro en su Diccionario, Cuervo no fue olvidado en Bo gotá. Sus amigos tuvieron el cuidado de preservar y enaltecer su reputación. Allí había u n colombiano que se había dedicado, con éxito, a una em presa intelectual que le había merecido el recono cimiento y el respeto de las figuras principales de la filología eu ropea. Muy pocos colombianos habían sido capaces de establecer se en el exterior y de sobrevivir y, mucho menos, de labrarse tal prestigio. El, en consecuencia, siguió ejerciendo una autoridad a distancia. Tam bién se m antuvo en contacto con sus amigos, como lo com prueba su volum inosa correspondencia. Un volum en de olla es con Miguel Antonio Caro27. El prim er Caro en llegar a la N ueva G ranada fue Francisco .Javier Caro, nacido en Cádiz en 1750. Llegó en 1774, como prote gido del virrey Flórez; hacia 1782 era oficial m ayor de la secreta ria del virreinato, y se había casado con una de las dam as de honor de la virreina. Dejó, entre otros escritos varios, un diario notable, que recoge con minuciosos y maliciosos detalles doce días ile ru tin a burocrática en agosto de 178328. Su hijo, Antonio José, llevó u n a corta, triste y agitada vida política y m atrim onial, sien do perseguido por los dos bandos d u ran te las guerras de inde pendencia. Su adversa fortuna en la política tam bién, a su tum o, persiguió a su hijo, el poeta y filósofo José Eusebio Caro, si bien óste tiene el honor de ser uno de los padres fundadores del con«ervatismo colombiano organizado. F ue el padre de Miguel Anto nio. Se m archó al exilio cuando Miguel Antonio era niño de tiern a edad, y nunca volvió a ver a su familia. La fiebre am arilla dio al tra ste con él en S an ta M arta a su regreso, en 185329. Caro creció en un am biente de pasión política, así como de veneración por el estudio y la literatu ra. La familia vivió en gentil pobreza. Desde m uy tem prano Miguel Antonio m ostró su afición por el estudio. Su abuela Nicolasa Ibáñez trató de infundirle otras ideas: “D esengáñate, hijo mío, el comercio da la riqueza, propor
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ciona ten er buenas relaciones, y una vida divertida y agradable. Lo dem ás no es talento, sino bestialidad, pasar la vida entre los cuatro paredes de la casa con los libros y la plum a en la mano, sin sab er cómo se gana un real, sino atenidos a lo que los dem ás quie ra n darles”. E n carta anterior, tam bién lo había prevenido, por los abismos de su poco común experiencia personal: “Por Dios, hijo mío, cuida de no m eterte en política”. Caro no seguiría ninguno de estos consejos. Su tía tuvo un sentido m ás claro del destino de la familia, cuando le escribió a la m adre de él: “Debes saber que todos los Caros han sido pobres”. Miguel Antonio le hacía evocar la m em oria de su padre. Caro estaba destinado, inequívocamente, para la política. Es rep resen tan te de cierta clase, pero de una clase que tiene su exis tencia en el gobierno, no en ningún sector o faceta particular de la economía. Es heredero de la antigua burocracia del imperio qn español, ta l como los Cuervo, los M arroquín, los Vergara' . E stas fam ilias estaban acostum bradísim as al poder, sin poseer grandes tie rra s ni riqueza comercial. E n eso se m anifestaban no intere sadas, o mejor, desinteresadas: el poder sí les interesaba. No les parecía, en lo m ás mínimo, anorm al o inverosímil que éste fuera ejercido por letrados, como muchos de sus miembros, cuyos a n te pasados habían venido a las Américas a gobernar a cualquier tí tulo. P ara los letrados, para los burócratas, el idioma, el idioma correcto, es parte significativa del gobierno. La burocracia impe rial española fue una de las m ás im ponentes que el m undo haya jam ás visto, y no es sorprendente que los descendientes de esos burócratas no lo olvidaran; por eso, para ellos lenguaje y poder deberían perm anecer inseparables. Caro se forjó su reputación política m ediante el periodismo y la polémica, en oposición a los gobiernos radicales que predomi naron entre 1863 y 1885. Lo hizo así, con gran resonancia, en el resueltam ente ultram ontano E l Tradicionista, periódico que al fin en 1876 fue físicam ente destruido por los radicales. También alcanzó fam a de literato y erudito. Su bibliografía ocupa ciento tre in ta páginas en la versión de su hijo, y su obra completa en la edición filial ocupa ocho gruesos volúmenes. Además de sus ex tensos y variados escritos ocasionales, había publicado, antes de la caída de los radicales y en unión con Cuervo,la Gramática L a
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tina. Así mismo, dio a la estam pa su Tratado del participio, y Del uso en sus relaciones con el lenguaje, su traducción de la Eneida, las Geórgicas y las Eglogas de Virgilio, al igual que num erosos estudios sobre Virgilio y Andrés Bello, un largo prólogo a las obras del poeta conservador, político y asesinado dirigente de gue rra civil, Ju lio Arboleda, y varios volúmenes m enores de su propia poesía. E n 1878 obtuvo con uno de sus poemas una mención ho norífica en los juegos floralés de M ontpellier31. Fue a través de su s escritos como Núñez se fijó en él. Rafael Núñez, inspirador de las evoluciones políticas de la década de 1880, le hizo el prim er nom bram iento político: le designó director de la Biblioteca Nacional. Con Núñez, fue el arquitecto de la C onstitución de 1886. Fue elegido vicepresidente en 1892, pero en realidad ejerció la presidencia m ien tras N úñez perm anecía sem irretirado en C a r tagena, h a sta su m u erte en 1894. Gobernó Caro, pues, h a s ta 1898. Su m anejo de la sucesión fue un fracaso: su anciano e inválido candidato, M anuel Antonio Sanclem ente, fue su stitu i do por el vicepresidente, Jo sé M anuel M arroquín, en u n golpe de estado consum ado en medio de la g u erra civil, el 31 de julio de 1900. A Caro esto le dolió profundam ente. U n in terés com ún en la filología, y ser am bos m iem bros de la Academ ia, no g a ra n tizab an la am istad e n tre los conservadores32. Caro ordenó grandes pedidos del prim er volumen del Diccio nario de Cuervo y de las Apuntaciones para la Librería America na: en 1884 solicitó quinientos ejem plares de cada uno, y trescien tos de la G ram ática L a tin a que h a b ía n escrito ju n to s33. Se preocupó mucho cuando la llegada de los libros se retrasó por la guerra civil de 1885. E n esas difíciles circunstancias, promovió el I Hccionario en todas las formas posibles: En la Asamblea de Cundinamarca ha pasado por unanimidad, y propuesto por diputados de los tres partidos, un proyecto de decreto en que se reconoce el alto valor científico del Diccionario y se vota la suma necesaria para comprar cincuenta ejemplares; no precisamente, sino que se ordena la compra de cincuenta ejemplares de la obra, y que se incorpore en el presupuesto la suma que se juzgue necesaria para la adquisición inmediata del primer tomo. También he tenido alguna parte en este asunto, aunque no la iniciativa.
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Caro le rem itió a Cuervo una entusiasta reseña hecha por Marco Fidel Suórez, en la que calculaba que la obra completa podría ab arcar doce volúmenes de mil páginas cada uno, quizá m ás de lo negociado por la Asam blea de C undinam arca. Después del cambio de gobierno, Caro se propuso persuadir a los goberna dores de los dem ás departam entos, designados bajo los térm inos de la nueva Constitución: Como los gobernadores de los departamentos tienen provisional mente las facultades de las asambleas, me parece que no será difícil que compren cierto número de ejemplares del Diccionario a ejemplo de Cundinamarca. Promoveré esto con la debida cir cunspección y decoro, y en modesta escala. Así, pues, u n a fina y refrescante lluvia de Volúmenes I, A - B, caería sobre las resecas y sedientas provincias. Caro tam bién re señaría la obra en forma inequívoca: A La Luz enviaré el artículo que me ha pedido el doctor Núñez; será más filosófico que literario. La idea será que una obra como su Diccionario de usted y otras semejantes no hubieran podido componerse, ni aun concebirse, bajo la influencia de los falsos principios que dominaban en el siglo XVIII, cuando se creía que el lenguaje era cosa de capricho, y la gramática reglamento re volucionario; y de aquí tomaré pie para mostrar el parentesco entre la filología de la Enciclopedia y la Revolución francesa. El doctor N úñez de hecho bendijo la obra, pero fue de menor ayuda p ara las ventas; Caro escribió de nuevo: Nada tengo que decirle del Diccionario. El doctor Núñez me ha escrito una carta en que me dice que esa obra ‘alegra y pasma'. La tiene sobre su mesa, y el otro día le oí discurrir sobre ella delante de muchas personas con la mayor propiedad. Con todo esto no me he atrevido a pedir que el Gobierno se suscriba, por que se ha iniciado una época de economías feroces: se ha reducido el ejército, suprimídose muchos destinos, y acordádose que no habrá más auxilios que los decretados para el ferrocarril de Girardot y el del Cauca. Veremos si los gobernadores toman algu nos ejemplares. L ástim a que no había llegado a “g”, para gobernador.
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Ei propio Cuervo respetaba a Caro como gram ático y filólogo. Tuvo h asta la cortesía de reconocer una som bra de temor: en la introducción al Diccionario, página XXXIX, escribe que “varios puntos que hemos tratado, han sido aclarados y resueltos por Mi guel Antonio Caro en su escrito Del uso en sus relaciones con el lenguaje, con ta n ta precisión filosófica y filológica, que uno expe rim enta cierto tem or al volver a m encionarlos”. Caro, al fin, concluyó que lite ratu ra y política eran incompa tibles. Pero en su carrera, frecuentem ente se confunden. Como todos los políticos grandes, suscitó anécdotas, y m uchas de ellas aluden a su erudición34. Tenía un busto de Virgilio en su patio. "¿Virgilio qué?”, pregunta un curioso visitante, b astan te despis tado. “Virgilio Rodríguez”, replica Caro. Dos curiosos ciudadanos lo visitan p a ra p reguntarle qué diferencia hay entre “e sta r dor mido” y “e sta r durm iendo”: "La m ism a que en tre ‘e star jodido’ y V star jodiendo’ ”, fue la impublicable —y, virtualm ente, in trad u cibie— re sp u esta. O tros dos piden la definición de “teología”: "Pues —dice Caro—, sucede que la teología es una yerbita que Huele encontrarse en los campos de Boyacá, que si la comen los liurros los hace engordar h asta rev en tar”, refiriéndose a ese de partam ento notoriam ente conservador y clerical. En forma ele m ental, las anécdotas reflejan cómo la reputación de sabio de M i guel A ntonio C aro e n tra b a en el am biente político cotidiano, pueblerino. É ste agregaba a su erudición grandes dosis de sarcas mo, ingenio y don de gentes; fue un hom bre abordable por los humildes. Las anécdotas tienen interés político: son parte de la hegemonía que él representó, p arte de la forma como la erudición «e hacía sentir. C ada alum no de escuela del país sufrió con las lecciones de ortografía y sobre el gerundio. Tales lecciones ten ían una dimenHión adicional cuando el m aestro del participio, o el autor de la ortografía, desem peñaban la presidencia, en u n a época en que el método pedagógico que prevalecía era el que se resum ía en la frase “la letra con sangre e n tra ”. U na descripción m ás detallada del sistem a educativo de entonces perm itiría observar cómo esta autoridad se tran sm itía en el seno m ás amplio de la sociedad35. El dominio del idioma llegó a ser, y lo fue du ran te mucho tiempo, elem ento del poder político. Núñez se sirvió de él, como
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Caro y como Marco Fidel Suárez. Este último, desalojado de la presidencia por los ataques de su copartidario conservador L au reano Gómez, abandonó el poder disparando esta flecha gram ati cal del parto: “Lo único que no perdono en su discurso es el error gram atical (...) el pecado de decir ‘ovejos’, térm ino desventurado que echa a perder ta n brillante oración (...) él todavía no conoce la diferencia entre ‘ovejo’ y ‘cordero’” 36. Quizá Laureano Gómez, el m ás formidable político conservador de los años trein ta, los cuarenta y los cincuenta, m ás tard e reparó el entuerto con su apo yo al Instituto Caro y Cuervo, centro fundado por el exalum no de Caro, Alfonso López Pumarejo, y sostenido por el Estado para estudios filológicos y literarios, cuyas ediciones pulcras y escogi das me han sum inistrado buena parte de los libros y los m ateria les necesarios para este ensayo. No tiene rival en América L atina el Caro y Cuervo en su especialidad; quizá lo tenga en otros luga res del globo, pero estos han de ser muy contados. ¿Cuál es la ideología de todo esto? Realm ente, hay aquí una ideología coherente que vale la pena volver a exam inar en el año centenario de 1992, cien años después de efectuarse la elección de Caro a la vicepresidencia de la república. ¿Por qué se preocuparon tanto por el idioma? Proclam aron su tem or por la fragm entación del español, que podría generar una Babel después de la independencia. Como ta n ta s otras veces, la clásica definición de esta posición la hizo Andrés Bello, en su dis curso al in au g u rar la Universidad de Chile, en 1843: Si concedemos carta de naturaleza a todos los caprichos del ex travagante neologismo, entonces nuestra América, en corto tér mino, reproducirá la confusión de las lenguas, de los dialectos y de las jergas, que es el caos babilónico de la edad media; diez países perderán uno de sus más poderosos vínculos fraternos, uno de sus más preciosos instrumentos para la correspondencia • 37 . y el, comercio Esto es lo que continuam ente parafrasean los colombianos. El idioma no es considerado ta n im portante como elem ento de la unidad nacional colombiana: la mayoría de los colombianos hace mucho que habla español, por largo tiempo, y las concepciones rom ánticas sobre las lenguas nativas reciben poca atención de los
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émulos de Caro. Entonces, cuidar la lengua es preservar la comu nicación con el m undo hispanoparlante. ¿Qué tan sincera era esta concepción? No creo que ella obede ciera a ningún impulso económico, a ninguna visión del futuro económico del país: esto m ás bien explicaría la anglofilia de los años 1820, que no le gustó a la m ayoría de quienes se preocupa ban por el futuro del idioma español en Colombia. Pero estas per sonas tampoco estaban ta n directam ente interesadas en la comu nicación con su s vecinos, o con E sp añ a. Los comienzos de la Babilonia fueron evidentem ente lentos; el país estaba poco in te resado en sus vecinos y, antes de las superficiales festividades de 1992, ta n poco comprometido con E spaña como ésta con la Nueva G ranada, la Confederación G ranadina, los Estados Unidos de Co lombia o la Colombia de la C onstitución de 1886. Ciertos colombianos se sentían felices con la aprobación de España: Cuervo, Caro, M arroquín, Suárez, se sentían todos h ala gados con los elogios de españoles, en u n a ocasión o en otra. H e mos visto que eran correspondientes de la Academia Española, y que buscaron su bendición para la Academia Colombiana. Sin embargo, no es tan to el servilismo; es m ás bien como si se buscara un instrum ento. Por católico ortodoxo y ultram ontano que fuera, y aunque venerara a la Roma de Virgilio y a la Roma de los papas, Caro no era individuo para recibir órdenes de un obispo o arzobis po, y el Papa residía muy lejos. Él no estaba m ás dispuesto a aca ta r a filólogos españoles. La preocupación por el idioma no se derivaba del tem or al aislam iento, au n q u e Colombia estu v iera aislada, ni del m en g u an te nivel de comunicación con los'm exicanos, chilenos o a r gentinos, que le im portaban poco38. Me parece que el interés ra d icaba en que la lengua p erm itía la conexión con el pasado español, lo que definía la clase de república que estos h um anistas querían. Caro, en sus escritos sobre la lengua, insiste con frecuencia en esta continuidad histórica. El ensayo sobre el uso se abre con u na invitación a “h o n rar (...) el recuerdo de aquellos hom bres de fe y sin miedo que trajeron y establecieron la lengua de C astilla en estas regiones andinas. Volvemos a conm em orar el día glorioso que en este valle de los Alcázares com enzaron a sonar acentos
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neo-latinos, de que estas m ism as palabras, que por encargo vues tro tengo el honor de dirigiros, son como una continuación y un eco"39 La guerra de independencia es una guerra civil, según la ver sión de Caro, expresada en su “Americanismo en el Lenguaje”, de 187840. La lucha de E spaña contra los franceses tiene sus aspectos lingüísticos, como los contiene la siguiente contienda am ericana: E l hecho es q u e en aq u el período de vaivenes sa n g rien to s, r e v u e lta s y fraccionam ientos, la le n g u a c a ste lla n a , lejos de verse a m e n a z a d a en su u n id a d , la afianzó recibiendo h o m en aje u n á n im e, y a veces trib u to s valiosos, de los e scrito res que abogaban la c a u sa de d iv e rsas y c o n tra ria s p arcialid ad es. Lo cual fue e n to n ces u n a consecuencia, y hoy es d em ostración, de que la g u e rr a de in d ep en d e ncia h isp an o -am e rica n a no fue g u e rra in te rn a cio n al, sin o u n a g u e rra civil, e n c a m in a d a a e m a n c ip a r como em ancipó, de la dom inación de u n G obierno ce n tra l, v asto s y lejan o s territo rio s. B ien lo e n tie n d e y lo e x p resa Bello cuando dice: “E l q u e observ a con ojos filosóficos la h is to ria de n u e s tra lu c h a con la M etrópoli, reconocerá sin dificu ltad q u e lo que nos h a hecho p rev alecer e n e lla es cab alm en te el elem en to ibérico. L os c a p ita n e s y la s legiones v e te ra n a s de la s reg io n es tr a n s a tlá n tic a s fu ero n vencidos p o r la s c u a d rillas y los ejércitos im p ro visad o s de o tra Ib eria joven, que ab ju ra n d o el n o m b re conservó el alie n to indom able de la a n tig u a (...) L a c o n stan cia esp añ o la se h a e stre lla d o c o n tra sí m ism a ”. H em os oído c o n ta r que a lg u n a vez el soldado español d escu b ría al in s u rg e n te am erican o p o r q u e é ste, como nosotros hoy día, p ro n u n c iab a la “z ” como “s". P ero cuan d o esto sucediese, d iríam o s con m á s e x a c titu d que el g en u in o castellan o d is tin g u ía al enem igo p o r u n a pro n u n ciació n qu e es p ro v in cial e n E s p a ñ a y q u e prevaleció en A m érica. Pbr lo d e m ás se m e ja n te se ñ a l h u b ie ra sido p or p u n to g e n e ra l equívoca, p u e s los am erican o s se divid iero n en opiniones, y el elem en to indio fue de o rd in ario ad v erso a la em ancipación. No pocos p e n in s u la re s a su vez m ilita b a n en la s filas p a trió tic as. E n Ayacucho el g e n era l español M oret in v itó al colom biano C órdoba a que a n te s de d a rs e la b a ta lla sa lie se n a sa lu d a rse en cierto sitio e q u i d is ta n te , los h erm an o s y p a rie n te s que en n o ta b le n ú m e ro h a b ía re p a rtid o s e n u n o y otro cam po; y a s í se verificó. ¿E n qué g u erra p ro p ia m e n te in tern acio n al h u b ie ra podido su c e d e r cosa sem e ja n te ? Sólo el acento, que su ele v a ria r de u n a provincia a o tra, h u b ie ra servido a d istin g u ir, m en o s la opinión, q u e la p ro ced en cia local d e la s p erso n as.
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Caro insiste h asta en señalar al liberalismo origen peninsu lar: tales ideas, declaró, no se generaron espontáneam ente en m entes am ericanas, ni fueron im portadas de contrabando desde Francia o Estados Unidos. Nociones "trans-pirenaicas” ya habían arraigado entre las clases educadas de España, y de allí pasaron a América: L as odiosas d o ctrin a s s e n s u a lis ta s de la escuela de C ondillac h ab ían invadido los v en erab les c la u stro s de S a la m a n c a m uchos años a n te s de que p e n e tra se n en n u e s tra s u n iv ersid ad es. A que llo de “tre s siglos de serv id u m b re" que sonó como feliz frase p a trió tica e n los escritos de (Jo sé F ern án d ez) M ad rid y C am ilo To rre s, e ra y a exp resió n m an o sead a en E sp a ñ a .
U na de las prim eras publicaciones de Caro había sido una reseña de las Memorias histórico-políticas del general Joaquín 1'osada G utiérrez, un trabajo famoso por su conclusión: “La inde pendencia es el único bien que hemos logrado”41. Caro y sus alia dos estuvieron en eso de acuerdo: defendían la independencia, Itero nunca repudiarían lo que E spaña había hecho en las Américas, y ellos ondeaban la lengua Como una bandera. Su visión del pasado era ciertam ente coherente, y h asta re a lista. Evoca el aspecto lingüístico de la conquista y la catequiza• 49 ción . Por diferentes motivos, anticipa ciertos tem as que la his toriografía m oderna ha escogido para poner de relieve, como la naturaleza “civil” de las guerras de independencia y la generali zada lealtad al rey entre los indígenas43. E ste últim o punto m e rece m ás profunda consideración. Es dem asiado fácil ver en estos escritos nada m ás que la ju s tificación de otro “idioma de dominación”, de un idioma bajo el control de los eruditos y civilizados, que se utiliza p ara m antener a otros en su lugar, cuyas reglas son p arte esencial del orden, en general. H abría m ás que decir en defensa de dichos idiomas, m ás de lo que está actualm ente de moda sostener, pero el énfasis sobre dominación tam bién pasa por alto en ese caso u n a nota popular o, por lo menos, p aternalista. La gram ática y la filología son predom inantem ente conserva doras en Colombia. Lo propio ocurre con el folclor, y todo esto está relacionado por la visión com partida del pasado. El prim er “cua
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dro de costum bres”, o bosquejo literario de la vida colombiana, fue escrito en 1841 por Rufino Cuervo —“Los Bogas del Río M agda lena"— y mi impresión es que la m ayoría de los escritores de este género, que incluye entre los gram áticos y filólogos a M arroquín y a Vergara y Vergara, fueron conservadores44. Los primeros pin tores de la vida colombiana, José M anuel Groot y Ramón Torres Méndez, fueron conservadores. El interés de M arroquín en las rim as, dichos y refranes populares, fue al menos en parte filológi co, y es el paralelo colombiano del descubrimiento, por Jam es Russell Lowell, en el dialecto yanqui, de “la m ás pura habla sajo na que haya quedado en el m undo”45. El apacible Rufino José Cuervo, escribiendo desde París, se m anifestó inusitadam ente ávido de echarles u n vistazo a los apuntes sobre dichos y refranes de M arroquín, y le escribió a Caro con la esperanza de que éste buscase otras fuentes: el poeta Rafael Pombo coleccionaba rim as, el costum brista Caicedo y Rojas proverbios (ambos fueron conser vadores). "¿Sabe usted si alguien ha pensado en recoger cuentos de criadas a estilo de los Grimm y Andersen?"46. La búsqueda era de cosas viejas, incontam inadas y esencial m ente españolas. El enemigo no era el am ericanism o —Caro, Cuervo y M arroquín, todos defendieron los am ericanism os en su debido lugar— sino el neologismo, el galicismo, la importación reciente. La tradición y el predominio conservadores en el estudio del folclor, estudio con una pronunciada inclinación lingüística, persistieron en los años 1950. Las hebras se juntan, por ejemplo, en el caso de Lucio Pabón Núñez, m inistro de Gobierno, brevem ente m inistro de G uerra en la adm inistración conservadora de Laureano Gómez, y uno de los au tores del golpe de estado de 1953. E ntre sus escritos figuran un estudio sobre el folclor en su departam ento natal, Norte de S an tan der, u n ensayo sobre José Eusebio Caro, y otro con motivo del cen tenario de la Gramática de Bello47. Este último apareció en el año sectario de 1952. Por esa época se construyó una calle nueva que atravesaba el principal cementerio de Bogotá. Los liberales la lla m aron “Avenida Pabón Núñez”, pues dejaba m uertos a cada lado. U na vez m ás, como con el general Uribe Uribe, un gram ático en medio de una guerra civil, o casi una guerra civil.
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El historiador com unista Nicolás B uenaventura declaró algu na vez que cuando alguien le felicitaba por la pureza de su espa ñol siem pre pensaba en los doscientos mil m uertos que ella le había costado al país48. Quizá argüía que el aislam iento había conservado puro el idioma, pero que había tenido otros efectos menos felices, y ta l vez pretendía expresar el rechazo de esta arro gante erudición y la distorsión de valores que algunas veces im plica: “cuidar la lengua” no es garantía de tolerancia en política49. En los últim os sesenta años filología y gram ática, no sin lu char, h an cedido, gradualm ente, la posición central que u n a vez ocuparon en la cu ltura colombiana. Los conservadores perdieron el poder en 1930, a m anos de u n partido liberal liderado por el antiguo pupilo de Caro, Alfonso López Pum arejo, quien tenía mucho de pedagogo pero cuya m ente se inclinaba a d ictar leccio nes sobre otros asuntos. La L ibrería Am ericana fue consum ida por las llam as del Bogotazo, 9 de abril de 1948. N uevas ciencias anglosajonas, p articu larm en te la economía, h an sum inistrado oportunidades altern ativ as p ara el ejercicio de la erudición, y h an engendrado nuevos “vocabularios de dom inación”. Es difícil, actualm ente, p a ra la m ayoría de los colombianos evocar esa cla se de hegem onía que he trata d o de recordar, im aginar las lealta des que exigió en sus días de esplendor, y h asta en ten d er las ganas de burlarse de ella, que algunos todavía sintieron h asta hace veinte años. Este ensayo llam a la atención sobre un fenómeno inusitado: el gobierno de los gram áticos en forma peculiarm ente directa y pura. Si esos hom bres fueron “intelectuales tradicionales”, en el sentido gramsciano, entonces ciertam ente disfrutaron de la auto nomía que Gram sci les atribuía. U na explicación m ás a fondo de qué fue lo que les perm itió ejercer ta n ta influencia d u ran te tanto tiempo, dem andaría u n exam en m ás minucioso de la estru ctu ra del país, de sus debilidades com parativas, económicas e in stitu cionales, que no le perm itieron producir Guzm anes Blancos, pero que les dieron a n u estras figuras su ventaja com parativa. Uno de ellos, José M anuel M arroquín, derivó hacia la noción de que Co lombia, no muy afortunada en lo dem ás, disfrutó de cierta ventaja com parativa lingüística: “La Nación, que, ya que en otros ram os
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de la cultura no puede competir sino con muy pocas, puede en cuanto a lenguaje preciarse de no ser de las últim as”50. D urante mucho tiempo se exportó poco, pero la industria do m éstica prosperó extraordinariam ente.
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El au to r desea agradecer a Bill Schwarz, E fraín Sánchez y Eduardo Posada. Traducción basada en prim era versión de Luis E. G u arín G. U na biografía accesible es E. S anta, Rafael Uribe Uribe, Bogotá, 1962. Como ejemplo de su actividad, véanse sus Discursos parlamentarios, Bo gotá, 1896, y su Por la América del Sur, 2 Vols., Bogotá, 1908; tam bién C. A. U rueta, ed., Documentos m ilitares y políticos, Bogotá, 1904. Medellín, 1887. Según parece, en ocasiones eran tam bién de rigor. En sus memorias, Julio H. Palacio comenta una de las cartas de Uribe Uribe a su padre, el general conservador Francisco J . Palacio, clarificando relaciones en tre él y sus enemigos: “Vibrante, enfática, y casi que me atrevería a calificarla de soberbia (...) comunicación sin embargo redactada en términos corteses pa ra el com andante en jefe del ejército del Atlántico a quien no se negaba el tratam iento de vos con tanto el código militar, como el de régim en político y municipal señalaban para los generales en jefe”. J . H. Palacio, Historia de mi vida, 2 Vols., Bogotá, 1942 y s. f. (1990), Vol. 2, pp. 179-180. G. H ernández Peñalosa, ed., Anécdotas y poesías satíricas de M iguel A n tonio Caro, Bogotá, 1988, pp. 82-84. La cita es de B. Anderson, Im agined Comm unities, Londres, 1983, p. 69, y reconoce la inspiración de H. Seton Watson, N ations a n d States, Boulder, 1977. He encontrado particularm ente ú til p ara propósitos de comparación R. D. Grillo, D om inant Languages. Language a n d Hierarchy in B ritain and France, Cambridge, 1989; tam bién K. Cmiel, Democratic Eloquence. The Fight over Popular Speech in N ineteenth Century América, N ueva York, 1990; y O. Sm ith, 77ie Politics o f Language, 1791-1819, Oxford, 1984; ambos tra ta n tem as relacionados. Ambas citas son de D. Boorstin, The Americans. The Colonial Experience, Nueva York, 1958, pp. 277-287. Tampoco el presidente S an tan d er descuidaba la gram ática: “No sólo ilus trab a al Senado sobre cuándo la conjunción ‘o’ debía u sarse así, o escri birse ‘u ’, sino que señaló tres errores gram aticales m enores en u n a ley y halló tiem po p ara observar que ‘ex p resarán siem pre’ sería ‘m ás elegante’
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que ‘siem pre expresarán’ D. B ushnell, The Santander Regime in Gran Colombia, D elaware, 1954, p. 41. Hubo otros prom inentes gram áticos liberales, adem ás de Santander, co mo otro presidente, Santiago Rjrez; pero la gram ática era, predom inan tem ente, u na preocupación conservadora: “El odio a la gram ática y a la lengua latina es en Colombia como la divisa de las escuelas políticas reform adoras y revolucionarias; y no les falta razón p ara ello, porque no hay en el mundo nada m ás tradicional y conservador que el lenguaje, ya que él es el trasu n to de los sentim ientos m ás caros al hombre: la religión de los antepasados, las glorias nacionales, los purísim os afectos hogare ños, cada uno de los cuales tiene en cada familia, de generación en gene ración, su vocabulario especial, una especie de idioma propio que sólo entienden a fondo los que han vivido en íntim o contacto con las personas que a la som bra de u n mismo techo recibieron una m ism a educación, y han experim entado los mismos goces y sufrim ientos. La dañosa tirria que en Colombia le tienen algunos escritores a la gram ática y a toda antigua cultura, proviene en p arte de que don Miguel Antonio Caro, don Rufino J. Cuervo, don José M anuel M arroquín, don Marco Fidel Suárez y tantos otros hombres ilustres pertenecientes a la m ism a escuela políti ca que contaron, en tre otras m uchas excelencias, la de h aber consagrado a las hum anidades lo m ás florido de su vida, con lo que alcanzaron, si no bienes de fortuna ni la estim ación de muchos de sus com patriotas, sí verdadero renom bre p ara su p a tria en centros europeos de gloriosas tr a diciones literarias. A don M anuel M aría M allarino le hacían el cargo de que en medio de las duras faenas del gobierno em pleaba algún tiempo en la lectura de los autores latinos. Don Julio Arboleda era u n scholar y don Carlos Holguín recitaba de m em oria largas tirad as de L a Eneida. La enem istad p ara con la gram ática tiene pues como causa una pobre ojeri za o reacción de partido”. L. M. Mora, Los maestros de principios de siglo, Bogotá, 1938, pp. 8-10. Véase del mismo au to r Croniquillas de mi ciudad, Bogotá, 1936,2a. ed., 1972, p ara la fisonomía cultural de Bogotá d u ran te las décadas de 1880 y 1890. El diccionario de Uribe Uribe halló una recepción contradictoria. El poe ta conservador Rafael Pombo al comienzo lo denunció como plagio del trabajo de su amigo Cuervo, desfigurado por “térm inos no oídos en labios honestos”, y “por antioqueñism os no escuchados fuera de esa región”; adem ás, el autor fue irrespetuoso con la Academia. U n viraje posterior en alianzas políticas lo llevó a rev isar su opinión. El diccionario fue tr a tado de inm oral en el periódico de Medellín La Miscelánea, pero fue apro bado por el obispo. J. M. M arroquín, director de la Academia Colombiana de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española, Tratados de or tología y ortografía de la lengua castellana, Bogotá, 1858.
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El libro ha sido reeditado frecuentemente en Colombia, y fue impreso durante muchos años por Appleton & Co. de Nueva York, quienes tam bién publicaban la guía principal de la etiqueta latinoamericana, la Ur banidad de Carreño, y por Gamier, de Paría. O tras ediciones: La Habann, 1860; Piura, 1861; Cuenca, 1874. Mis citas son de una edición facsímil, Medellín, 1989. Sobre su acogida e importancia, véase J . M. Marroquin, presbítero, Don José Manuel Marroquin intimo, Bogotá, 1952. El A nálisis Gramatical de Pax ocupa las páginas 415-558 de su s Obras, Vol. I, Bogotá, 1958, que tam bién contiene sus otros tratad o s formales do gram ática. Su periodismo gram atical ha sido pulcram ente recogido por E. Caballero Calderón, Sueños gram aticales de Luciano Pulgar, Bogotá, 1952. Hay una práctica lista de gram áticas y de gram áticos en las Obras com pletas de Marco Fidel Suárez, ed. J . J . O rtega Torres, 3 Vols. a la fecha, Bogotá, 1958, Vol. II, pp. 99-100. Aunque larga, es incompleta. Para u n recuento del colegio —y tam bién p a ra la tem p ran a historia de u n a hacienda colombiana— véanse J. M. Marroquin, En Familia, Bogo tá, 1985, pp. 300-301 y J. M. M arroquin, presbítero, Don José Manuel M arroquin intim o, Bogotá, 1915, Cap. 5. J. M. M arroquin, presbítero, op. cit., p. 211. Vale la pena leer la carta enviada por Vergara y Vergara desde Madrid a Marroquin, el 1 de mayo de 1870, en que relata cómo logró el reconocimien to de la Academia Española: “Yo le dirigí a la Academia un escrito en que le hablo con cierta insolencia. El rey de España, les digo, perdió las Américas porque no quiso reconocerles ni el carácter de provincias; y las que él no quiso ver n i como provincias, son hoy repúblicas. La Academia va a perder tam bién su reino con América, y no quiere reconocemos, como Femando VII no quiso reconocer a Bolívar. Puede ser que éste sea el gran cataclismo que espera a la lengua española, pues al fin y al cabo América tendrá que prescindir de toda regla peninsular y atender por sí mism a a sus segurida des”. Citado en J . M. M arroquin, presbítero, op. cit., p. 208, No. 1. J . M. M arroquin en respuesta a u n a solicitud de la Academia G uatem al teca, 10 de agosto de 1884: “El Gobierno de esta República adoptó en otro tiem po como ortografía oficial la llam ada am ericana. Aquí se había incu rrido en la extravagancia de considerar dicha ortografía como in sep ara ble de los cánones del Partido Liberal. E ste partido subió al poder en 1861, y en él se m antiene, lo que parece hubiera debido ofrecer al mismo sistem a ortográfico el apoyo m ás eficaz. No obstante, el Gobierno ha ce dido al em puje de la opinión y al ejemplo de la m ayoría de la gente edu cada, y em plea hace ya algunos años, por resolución expresa del Cuerpo Legislativo, la ortografía p u ra e íntegra de la Academia E spañola”. C ita do en J . M. M arroquin, presbítero, op. cit., p. 137.
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I .mi connotaciones políticas de la ortografía eran, en realidad, menos cla ras. M arroquín observó que la lealtad no había seguido las líneas partiiliotas: “Con jotas y con ies latin as se batieron E l Catolicismo y E l Tiempo, el señor Groot y el doctor Murillo. Dos de los últim os campeones de Iii ortografía antigua, don Ulpiano González y el doctor Lleras, e ra n libe rales conspicuos. E ntre los conservadores de hoy hay acérrim os enemigos de la g y de la y '. La ortografía am ericana fue un capricho juvenil de Andrés Bello y de .Juan García del Río, propuesto en la publicación londinense Repertorio Americano, en 1826. Tuvo m ás éxito en Chile. Véase J . M. M arroquín, "De la neografía en América y p articularm ente en Colombia", en Reper torio Colombiano, Vol. 2, No. 12, Bogotá, junio de 1879, en donde tam bién se encuentra la referencia a E l Catolicismo, etc. Caro a Cuervo, 25 de mayo de 1880, en M. G. Romero, ed., Epistolario de Rufino José Cuervo con Miguel Antonio Caro, Bogotá, 1978, p. 51. Caro se equivocó sobre el consejo de la limpieza pública de los dientes: no está en Cervantes, sino en el anónimo Lazarillo de Tormes. Esto contrasta con los primeros años de la Academia Venezolana: fundada en 1883, como parte de las celebraciones del centenario de Simón Bolívar, ésta se unió al coro general de aduladores del dictador Antonio Guzmán Blanco. Elegido como su prim er presidente, Guzmán Blanco insistió en inaugurar sus labores con una conferencia sobre su teoría de los orígenes vascos del español, la cual fue bellamente editada y am pliam ente divulga da. La teoría era infundada. Venezuela produjo notables gramáticos. Andrés Bello nació y fue educado allí, y tam bién Caracas puede ufanarse del notable gramático y polígrafo J u a n Vicente González. Ftero la comparación entre la carrera de éste y la de Caro m uestra la distancia relativam ente corta que, gracias a la erudición, pudo recorrer alguien en Venezuela. Para la Academia Venezolana y paraGonzález, véanse los artículos correspondientes en el Diccionario de Histo ria de Venezuela, 3 Vols., Caracas, 1988. González fue autor de u n Compen dio de Gramática Castellana, Caracas, 1841, que fue objeto de m uchas reediciones, entre otras una por lo menos en Bogotá, 1857. 2 Vols., París, 1892. 2a. ed., 2 Vols., Bogotá, 1946. Referencias de la 2a. ed. Ibid., Vol. 1, pp. 37-38. IbícL, Vol. 1, p. 39. IbícL, Vol. 1, p. 40. IbícL, Vol. l,p . 188. E stos detalles de la vida de Cuervo de la Vida, Vol. 2, Cap. 6. Ángel Cuervo combatió al lado del derrotado conservatismo en la g u erra civil de 1859-1862, y dejó su versión en Cómo se evapora un ejército, París, 1900. Otro de los hijos, Antonio B. Cuervo, fue historiador y des tacado general conservador, y otro, Luis M aría, educador.
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24. A. Cuervo, La D ulzada, od. M. G. Romero, Bogotá, 1973. E ste énfasis en las tradiciones de la comida fue común en tre los conservadores. Su clási ca expresión se encuentra en la elaborada pieza costum brista de J. M. V ergara y Vergara Las tres tazas, que describe el paso del chocolate al café y al té en el seno de la sociedad bogotana como una lam entable decadencia. Artículos literarios, Londres, 1885, pp. 197-232. 25. P ara detalles del establecimiento de la cervecería y su venta final, M. G. Romero, ed., Epistolario de Angel y Rufino José Cuervo con Rafael Pombo, Bogotá, 1974, pp. XXVII y ss. Se fabricaba “palé ale, excelsior ale, porter ale, porter and bitter ale” y las etiquetas que traían las botellas se impri m ían en París. Los ingresos de sus propiedades y la inversión del producto de la venta de la cervecería les significaron a los herm anos una ren ta anual de cerca de $10.000, aproximadamente 2.000 libras esterlinas de la época. 26. R. J . Cuervo, Apuntaciones criticas sobre el lenguaje bogotano, 4a. ed, C hartres, 1885, p. 1. Todas las referencias se hacen sobre esta edición. Todas las citas que siguen son del prólogo, pp. I-XXIV. 27. M .G . Romero, ed., Epistolario de R ufino José Cuervo con Miguel Antonio Caro, Bogotá, 1978. 28. Diario de la secretaria del Virreynato de S a n ta Fe de Bogotá. No compren de m ás que Doce Días. Pero no importa, Que por la Uña se conoce al León; Por la J a u la el Páxaro, y por la hebra se saca el ovillo. Año de 1783. M adrid, 1904. (Reimpreso en A. Gómez Picón, Francisco Ja vier Caro. Tronco H ispano de los Caros en Colombia, Bogotá, 1977). 29. P ara la fam ilia Caro, véase M. Holguín y Caro, ed., Los Caro en Colom bia, de 1774 a 1925. S u fe, su patriotismo, su amor, Bogotá, 1942. E sta obra contiene trozos de muchos papeles fam iliares. P ara las desventuras personales de Antonio José, véase J . D uarte French, Las Ibáñez, 2a. ed., Bogotá, 1982, con prólogo de A. López Michelsen; la relación del general S an tan d er con la esposa de Antonio José, Nicolasa Ibáñez, tam bién se tr a ta en R Moreno de Angel, Santander, Bogotá, 1989. La mejor fuente p a ra José Eusebio son sus propias cartas, José Eusebio Caro, Epistolario, ed. S. Aljure C halela, prólogo por L. Pabón Núñez, Bogotá, 1953, y com pilados p or el mism o editor, su s Estudios histórico-politicos, Bogotá, 1982. La mejor introducción a Miguel Antonio Caro es M. A. Díaz G uevara, La vida de don Miguel Antonio Caro, Bogotá, 1984. Indispensable para su pensam iento y su contexto, J. Jaram illo Uribe, El pensam iento colombiano en el siglo XIX, Bogotá, 1964; 3a ed., Bogotá, 1982. 30. Vida de Ignacio Gutiérrez Vergara, por su hijo Ignacio G utiérrez Ponce, 2 Vols., Londres, 1900 y Bogotá, 1973, merece com pararse con la vida de su padre por los Cuervo. Ignacio G utiérrez tuvo antecedentes fam iliares parecidos y c arrera política sem ejante, aunque m ás agitada. La obra la
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m enta la anglofília de la década de 1820, con el cambio de la noble cali grafía española por la inglesa, de nuevo cuño. Ignacio G utiérrez escribió u n a célebre Oda al Chocolate (todavía en Bogotá se usa la expresión viejo chocolatero para designar a cierto tipo de viejo santafereño sentim ental); amigo de José Eusebio Caro, estim uló al joven Miguel Antonio; solían intercam biar versos. E ntre los antepasados de M arroquin estuvo el fiscal Francisco Antonio Moreno y Escandón, uno de los m as enérgicos e im por ta n te s burócratas de finales del siglo XVIII en Nueva G ranada, cuyas actividades contribuyeron a precipitar la Rebelión Comunera. Véase J. O. Meló, ed., Indios y mestizos de la Nueva G ranada a finales del siglo X VIII, Bogotá, 1985; tam bién “El Fiscal don Francisco Moreno y E scan dón”, en J . M. M arroquin, Escritos históricos, Bogotá, 1982, pp. 65-87. M arroquin anota, p. 86: "En los escritos y en todos los dem ás que de él se conservan, el lenguaje es notable por su elegancia y pureza”. 31. Su H im no del latino fue la única m u estra en español en u n a competencia que atrajo colaboraciones en francés, italiano, “cevenol, perigordino, ro m ano del siglo XII, loragués, languedocino, catalán y m ilanés”. Véase “Fiestas L atinas en M ontpellier”, en Repertorio Colombiano, Vol. I, No. 4, Bogotá, octubre de 1878. P ara la historia y trascendencia de estos fes tivales, véase Grillo, op.cit., Cap. 4, “A View from th e Feriphery: ‘Occitanie' ”. 32. E s ten tad o r co n trasta r su filología, así como su política. Las rim as orto gráficas de M arroquin, por difíciles que hayan sido de aprender, no dejan de ofrecer cierto toque de frivolidad. En unas notas autobiográficas p ri vadas, escritas en 1881, hace esta confesión: “Muchos, conociéndome co mo conservador viejo y no ignorando que he escrito cosas que se han impreso, me atribuyen la m itad de lo que sobre política se escribe. Todos, todos están engañados, y lo están tan to como los que me tienen por gran literato, los que se q uedarían lelos si supieran la estúpida bostezadera con que escucho las doctas disertaciones de mis amigos doctos sobre Vir gilio, sobre B ryant o sobre M uller”. J. M. M arroquin, presbítero, op. cit., pp. 249-250. Fácilm ente se adivina cuál era el erudito amigo que disertaba sobre Vir gilio. (La psicología de M arroquin merece estudio ap arte. Revisando o tras fuentes p ara este ensayo, el au to r encontró este párrafo final del prólogo de M arroquin a la G ramática práctica de la lengua castellana, de E m i liano Isaza, Bogotá, 1880: “Cierto com patriota nuestro, ponderando la belleza del cem enterio de no sé qué ciudad de Italia, decía que le había provocado m orir por ser enterrado en él. Yo, dejando a un lado la cues tión de si el enseñar G ram ática es cosa que merezca com pararse con la m uerte, diré que me provoca volver a ser m aestro de castellano p ara ten er la satisfacción de en señ ar por el texto del Sr. Isaza”'
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Un profundo odio tam bién separó a Marco Fidel Suárez y Jo sé Vicente Concha. Véase el epistolario Cuervo-Caro; num erosas menciones de tem as re la cionados con la venta del diccionario en las ca rta s de 1885-1886. El vo lum en A - B pesaba cerca de dos kilos, el lím ite postal máximo; sólo se podía incluir con el libro la nota m ás breve y delgada. Los trozos que siguen son del epistolario. E stán recopiladas convenientem ente en G. H ernández Peñalosa, ed., Anécdotas y poesías satíricas de Miguel Antonio Caro, Bogotá, 1988. P ara una descripción del método de enseñanza en las provincias de "las definiciones, las jaculatorias, los versos de la ortografía, la lista de los verbos irregulares”, por los métodos de “Don Jo sé de Lancaster", reforza dos con u n látigo de cuero de tre s colas, véase J . Mejía y Mejía, H istorias médicas de una vida y de una región, Medellín, 1960. La escuela del caso estab a en Salam ina, Antioquia. C. A. Díaz, “Lo que oí, vi y conocí de don Marco”, pp. 133-153, en sus Páginas de historia colombiana, B ucaram anga, 1967. E sta obra tam bién contiene un breve recuento de los prim eros años de su vida, sus comien zos en Bogotá como portero de un colegio, de cómo fue descubierto por uno de los m aestros, Caro, por su conocimiento del latín. Citado en E. Rodríguez Monegal, El otro Andrés Bello, C aracas, 1969, p. 312. Los capítulos VI y VII contienen detalles de los antecedentes de los pronunciam ientos de Bello y de su s discusiones con D. F. Sarm iento y J. V L astarria. A pesar de sus diferencias, Bello les prestó discreto apoyo a los radicales esquem as de Sarm iento p ara la reform a de la ortografía, con g ran horror y sorpresa de algunos conservadores chilenos. Aunque Vergara y Vergara visitó Europa, y aunque los Cuervo eventual m ente se establecieron allí, Caro y M arroquín eran notoriam ente aversos a viajar. Caro quizá recordaba el desgraciado exilio de su padre, pero dio como excusa la miopía, por la que tuvo u n a dolorosa experiencia con unas horm igas de tierra caliente. Lo m ás lejos que viajó de Bogotá, parece haber sido S an Gil, a cuatro o cinco días a caballo. Véase M. A. Díaz G uevara, op. cit. M arroquín, en 1888, llevó a su familia a u n a correría por las tierra s altas, como Tunja, C hiquinquirá, Villa de Leyva, R áquira y el m onasterio del desierto de la C andelaria, y después de dejar la presidencia de la rep ú blica, tomó un as vacaciones en Villeta y Fusagasugá: entonces fue inclu so menos audaz en los viajes que Caro. Aunque en alguna ocasión deseó v isita r los Llanos O rientales, su anhelo, curiosam ente expresado, fue m orir “si Dios le daba vida, salud y licencia p a ra ello, sin conocer el mar". D etalles en J. M. M arroquín, presbítero, op. cit. No hay evidencia de que alguno de los dos hubiera visto el río M agdalena. Repertorio Colombiano, No. XXXVIII, agosto, 1881.
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40. IbícL, No. I, julio de 1878. 41. J . Posada G utiérrez, Memorias histórico-políticas, 2 Vols., Bogotá, 1865, 1881. 42. H. T rian a y Antorveza, Las lenguas indígenas en la historia social del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1987. 43. El historiador J. M. Groot, en su Historia, eclesiástica y civil de la Nueva G ranada, publicada por prim era vez en 1869, le da a la versión conser vadora su m áxim a expresión. La obra contiene u n notable pasaje sobre la distinta suerte de la población indígena bajo la colonia y bajo la rep ú blica liberal. Véase 2a. ed., 5 Vols., Bogotá, 1889, Vol. 1, pp. 316-319. 44. El bosquejo de Cuervo “Los bogas del Río M agdalena” aparece en El Ob servador, Bogotá, 16 de febrero de 1840. La mejor antología de costum brism o que ha sido reim presa, es (J. M. Vergara y Vergara, ed.) Museo de Cuadros de Costumbres, 2 Vols., Bogotá, 1866. A'gunos de sus autores son prom inentes liberales, pero la m ayoría son conservadores. El Museo im prim e un p ar de trozos de la obra histórica del general Posada G utié rrez como cuadros de costumbres. 45. Véase Cmiel, Democratic Eloquence, p. 110: “Los ingleses que vinieron aquí en el siglo diecisiete fueron provincianos cuya habla no había sido afectada por el vocabulario latinizante de los hum anistas. T rasladado a América y desprendido del progresivo refinam iento del habla inglesa, el dialecto yanqui fue producto de u n desarrollo detenido. Ffero esto lo hizo atractivo, no vulgar”. 46. Epistolario Cuervo-Caro, p. 111. Cuervo a Caro, 5 de enero de 1884. 47. La Revista Colombiana de Folclor, que en un tiempo rivalizó con la Re vista Colombiana de Antropología, fue estim ulada por los gobiernos con servadores de 1945 - 1953. Las obras de Lucio Pabón Núñez a las que se haice referencia son M uestras Folklóricas del Norte de Santander, Bogo tá, 1952; su prólogo a la edición de S. AIjure Chalela del Epistolario de J . E. Caro, Bogotá, 1953; “El C entenario de la Gramática de Bello” en R. Torres Quintero, ed., Bello en Colombia, Bogotá, 1952. El autor, en cierta oportunidad, escuchó al doctor Pabón Núñez cuando se dirigía a los conservadores de Gram alote, Norte de Santander. El dis curso fue muy filosófico y muy largo. El doctor Pabón le explicó que el auditorio exigía sim ultáneam ente el estilo —no les g ustaban las novele rías— y la extensión: nadie iba a efectuar u n viaje de medio día p ara escuchar un discurso de quince minutos. Para otro florecimiento tardío del entusiasm o filológico y folclórico, véase J. A. León Rey, E l lenguaje popular del oriente de C undinam arca, con respuesta del R. P Félix Restrepo, E l castellano imperial, Bogotá, 1954. 48. Intervención en un congreso de historia económica, Bogotá, 1978. Dos cientos mil es la cifra convencional de m uertos por la violencia en los años cu aren ta y los cincuenta.
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Un profundo odio tam bién separó a Marco Fidel Suárez y José Vicente Concha. Véase el epistolario Cuervo-Caro; num erosas menciones de tem as re la cionados con la venta del diccionario en las ca rta s de 1885-1886. El vo lum en A - B pesaba cerca de dos kilos, el lím ite postal máximo; sólo se podía incluir con el libro la nota m ás breve y delgada. Los trozos que siguen son del epistolario. E stán recopiladas convenientem ente en G. H ernández Peñalosa, ed., Anécdotas y poesías satíricas de Miguel Antonio Caro, Bogotá, 1988. Para una descripción del método de enseñanza en las provincias de “las definiciones, las jaculatorias, los versos de la ortografía, la lista de los verbos irregulares", por los métodos de “Don José de L ancaster”, reforza dos con u n látigo de cuero de tres colas, véase J. Mejía y Mejía, H istorias médicas de una vida y de una región, Medellín, 1960. La escuela del caso estab a en Salam ina, Antioquia. C. A. Díaz, “Lo que oí, vi y conocí de don Marco”, pp.133-153, en sus Páginas de historia colombiana, B ucaram anga, 1967. E sta obra tam bién contiene u n breve recuento de los prim eros años de su vida, sus comien zos en Bogotá como portero de un colegio, de cómo fue descubierto por uno de los m aestros, Caro, por su conocimiento del latín. C itado en E. Rodríguez Monegal, El otro Andrés Bello, C aracas, 1969, p. 312. Los capítulos VI y VII contienen detalles de los antecedentes de los pronunciam ientos de Bello y de sus discusiones con D. F Sarm iento y J. V. L astarria. A p esar de su s diferencias, Bello les prestó discreto apoyo a los radicales esquem as de Sarm iento p ara la reform a de la ortografía, con g ran horror y sorpresa de algunos conservadores chilenos. Aunque Vergara y Vergara visitó Europa, y aunque los Cuervo even tu al m ente se establecieron allí, C aro y M arroquin era n notoriam ente aversos a viajar. Caro quizá recordaba el desgraciado exilio de su padre, pero dio como excusa la miopía, por la que tuvo una dolorosa experiencia con u n as horm igas de tie rra caliente. Lo m ás lejos que viajó de Bogotá, parece h ab er sido S an Gil, a cuatro o cinco días a caballo. Véase M. A. Díaz G uevara, op. cit. M arroquin, en 1888, llevó a su fam ilia a u n a correría por las tie rra s altas, como Tunja, C hiquinquirá, Villa de Leyva, R áquira y el m onasterio del desierto de la C andelaria, y después de d ejar la presidencia de la rep ú blica, tomó un as vacaciones en Villeta y Fusagasugá: entonces fue inclu so menos audaz en los viajes que Caro. Aunque en alguna ocasión deseó v isita r los Llanos O rientales, su anhelo, curiosam ente expresado, fue m orir “si Dios le daba vida, salud y licencia p a ra ello, sin conocer el m a r”. D etalles en J. M. M arroquin, presbítero, op. cit. No hay evidencia de que alguno de los dos hubiera visto el río M agdalena. Repertorio Colombiano, No. XXXVIII, agosto, 1881.
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40. IbidL, No. I, julio de 1878. 41. J. Posada G utiérrez, M emorias histórico-politicas, 2 Vols., Bogotá, 1865, 1881. 42. H. T riana y Antorveza, Las lenguas indígenas en la historia social del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1987. 43. El historiador J . M. Groot, en su Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, publicada por prim era vez en 1869, le da a la versión conser vadora su m áxim a expresión. La obra contiene u n notable pasaje sobre la distinta su erte de la población indígena bajo la colonia y bajo la re p ú blica liberal. Véase 2a. ed., 5 Vols., Bogotá, 1889, Vol. 1, pp. 316-319. 44. El bosquejo de Cuervo “Los bogas del Rio M agdalena” aparece en El Ob servador, Bogotá, 16 de febrero de 1840. La m ejor antología de costum brismo que ha sido reim presa, es (J. M. Vergara y Vergara, ed.) Museo de Cuadros de Costumbres, 2 Vols., Bogotá, 1866. Algunos de sus autores son prom inentes liberales, pero la mayoría son conservadores. El Museo imprime un p a r de trozos de la obra histórica del general Posada G utié rrez como cuadros de costumbres. 45. Véase Cmiel, Democratic Eloquence, p. 110: "Los ingleses que vinieron aquí en el siglo diecisiete fueron provincianos cuya habla no había sido afectada por el vocabulario latinizante de los hum anistas. T rasladado a América y desprendido del progresivo refinam iento del habla inglesa, el dialecto yanqui fue producto de un desarrollo detenido. Pero esto lo hizo atractivo, no vulgar”. 46. E pistolario Cuervo-Caro, p. 111. Cuervo a Caro, 5 de enero de 1884. 47. La Revista Colombiana de Folclor, que en u n tiem po rivalizó con la R e vista Colombiana de Antropología, fue estim ulada por los gobiernos con servadores de 1945 - 1953. Las obras de Lucio Pábón Núñez a las que se hace referencia son M uestras Folklóricas del Norte de Santander, Bogo tá, 1952; su prólogo a la edición de S. Aljure C halela del Epistolario de J . E. Caro, Bogotá, 1953; “El C entenario de la Gramática de Bello” en R. T orres Quintero, ed., Bello en Colombia, Bogotá, 1952. El autor, en cierta oportunidad, escuchó al doctor Pabón Núñez cuando se dirigía a los conservadores de Gram alote, Norte de Santander. El dis curso fue muy filosófico y m uy largo. El doctor Pabón le explicó que el auditorio exigía sim ultáneam ente el estilo —no les g ustaban las novele ría s — y la extensión: nadie iba a efectuar u n viaje de medio día p a ra e scu ch ar un discurso de quince minutos. P a ra otro florecimiento tardío del entusiasm o filológico y folclórico, véase J . A. León Rey, El lenguaje popular del oriente de Cundinam arca, con re s p u e sta del R. P Félix Restrepo, E l castellano imperial, Bogotá, 1954. <8. Intervención en un congreso de historia económica, Bogotá, 1978. Dos cientos mil es la cifra convencional de m uertos por la violencia en los años c u a re n ta y los cincuenta.
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49. Ni, por supuesto, descuidarla, como se dice con m ás frecuencia. P ara una antología de decadencia, que ahora parece m ás significativa políticam en te que cuando apareció por prim era vez, véase A. Bioy C asares, Breve diccionario del argentino exquisito, Buenos Aires, 1978. P a ra un uso no ta n inocente del lenguaje coloquial, véase M-19, Corinto, Bogotá, 1986. H ay ejemplos m ás antiguos. Angel Cuervo se refiere a un coronel que cam biaba de estilo en la guerra de 1859-1862, “redactando panfletos en dos partes: u n a dirigida Al pueblo’, en el lenguaje de las venteras y ven dedores de pollos, y la otra, en estilo elevado p ara ‘A la sociedad', colmada de giros como vos ereis". Epistolario de Angel y R ufino José Cuervo con Rafael Pombo, p. XXIV. 50. Citado en J . M. M arroquin, presbítero, op. cit., p. 218.
I X)S PROBLEMAS FISCALES EN COLOMBIA DURANTE EL SIGLO XIX
Conviene recordar (...) que las tropas del virreinato de Sa n ta Fe, se pagaban con fondos del Perú y Méjico. G. Torres García, Historia de la moneda en Colombia, p. 31.
Es un extraño espectáculo el ver a un pueblo, tan endeudado y tan libre de impuestos como este, porque no existe actualmente en el país un solo impuesto directo a menos que el de timbres pueda ser considerado como tal. Yo en vano he buscado quien en este país fuera capaz de form ar un gobierno lo suficientemente ilustrado como para preferir los intereses de la justicia y el pago de la deuda al cultivo de la popularidad. Popularidad que sería puesta en peligro, si no destruida, al establecerse un justo sistem a tributario o al crear con liberalidad estímulos al desarrollo de los recursos del país para agilizar a sí el pago de dicha deuda. La presión extranjera, como lo he sugerido, puede empujarlos a hacerlo, pero ello supone la existencia de un clima de tranquilidad, y el Presidente que prevea esa tranquilidad ha de ser un vaticinador más audaz que yo. Del M inistro británico en Bogotá, William Turner, a Lord Palm erston, 1836 (Public Record Office, Londres, Foreign Office 55-5)
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i interés por este aspecto cuantificable del pasado de Colom bia no nace de un simple deseo de cuantificar. Más bien m e llevó a él mi interés por el desorden. “Las guerras producen m alas fi nanzas y a su vez las m alas finanzas conducen a las g u erras”,
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guerras civiles inclusive. Dada la relación obvia entre la fortaleza de los recursos del gobierno y de sus fluctuaciones y la posibilidad de m antenerse en el poder, es sorprendente la poca investigación que se ha hecho de las finanzas públicas en Latinoam érica d u ran te el siglo XIX y de sus raíces: la tributación1. Cuando se afirm a que un país es rico o que un gobierno es poderoso se dan usualm ente las razones de esto. Por el contrario, la pobreza y la debilidad de un país no son generalm ente motivo de estudios ta n detallados, aunque el caso sea igual de complica do. Hay que em pezar con las finanzas públicas. Schum peter ase gura que el estudio de las finanzas públicas es “uno de los mejores puntos de partida para la investigación social, especialm ente, aunque no de m anera exclusiva, para el de la actividad política. El espíritu del pueblo, su nivel cultural, su estructura social, las m etas de sus políticas, todo esto y mucho m ás está escrito libre de todo adorno en su historia fiscal". Algo sem ejante dice de m anera m ás gráfica el español J. N avarro Reverter: “Las finanzas públi cas de los estados expresan toda la vida de las naciones. Por lo tanto, sim ilar a la m anera en que un n atu ralista a p a rtir de un diente puede reconstruir todo el anim al, el presupuesto de la n a ción le enseñará todo el mecanismo nacional a alguien quo entien de de finanzas. E sas colum nas de núm eros, en grandes y poco leídos tomos, dan u n a m edida del grado de pobreza o riqueza de un país, de sus fuerzas productivas, de sus tendencias y deseos, de su decadencia o progreso, de su vida política y de sus in stitu ciones, de sus tradiciones y cultura, de su poder y de su destino”. Schum peter concluye así: “Aquel que sabe escuchar este m ensaje de las finanzas públicas oye mejor que en cualquier otra p arte el trueno de la historia universal2. No es exactam ente el trueno de la historia m undial lo que se escucha en el llanto ahogado de las Memorias de Hacienda de Colombia del siglo pasado, sino las características de toda una economía política de pobreza. No se tiene que participar de la monomanía fiscal al estilo Cuvier del español citado —los estu diosos de la tributación tienden a explicarlo todo en sus térm i nos— p ara e sta r de acuerdo con que la cuidadosa lectura de los balances fiscales, lectura que escasam ente se ha iniciado a nivel académico, puede ayudar a explicar o a d ar información acerca de
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muchos aspectos de la vida republicana. P a rte de esta historia es obvia y algunos círculos viciosos son bien conocidos. O tras p artes lo son menos o se han olvidado, o sencillam ente no se conocen. El listado colombiano era en verdad pobre. E sto es obvio hoy en día, pero vale la pena recordar que ello fue una sorpresa p ara muchos
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pectos podrían cuantificarse, y me in teresaría ver u n esfuerzo m ás completo en este sentido. Ftero en realidad me interesa m ás la calidad general de la situación del gobierno. Igualm ente, en algunos m om entos siento deseos de p re sta r atención a determ i nad as cantidades absolutas; la preferencia por series oscurece a veces el significado de las m agnitudes. Es obviam ente imposible trata r, en un ensayo de corta extensión, de p resen tar u n recuento de la historia fiscal colombiana del siglo pasado; algunas observa ciones generales pueden ser aplicadas con m ayor pertinencia a algunas épocas que a otras. El m atiz ha sido sacrificado p ara dar m ayor claridad a todo el panoram a6. Es un axioma que la facilidad de la recaudación es directa m ente proporcional a la prevalencia de una economía de in ter cambio. El comercio exterior es generalm ente m ás fácil de gravar que el comercio interno. A la luz de estas simples observaciones las perspectivas de Colombia fueron ta n pobres como mediocre fue el récord de sus exportaciones. En la lista de exportaciones per cápita de los países latinoam ericanos Colombia ocupó un sitio ba jo, al nivel de Bolivia y H onduras. En 1882 Rafael N úñez escribió: “Com parando el m ovimiento comercial de los otros países hispa noam ericanos con el nuestro, resu lta en efecto, en g e n i a l , que estábam os a la retag u ard ia en dicho movimiento. Respecto de al gunos de esos países, no sólo estam os a la retaguardia sino que casi los hemos perdido de vista”. Carlos Calderón, m inistro de H acienda en la crisis de 1899, se lam entó diciendo que “Colombia es el país cuyo tesoro se desarrolla m ás lentam ente”. E n 1903 Calderón presentó unos datos com parativos p ara exportaciones y gastos per cápita del gobierno p ara algunos países. Colombia es tab a muy por debajo de México, nación que tampoco ocupaba una posición alta en la escala de los países latinoam ericanos: exporta ciones per cápita $3 per annum , gastos del gobierno central per cápita $0.75 per annum ?. El nivel era bajo y aún entonces estaba sujeto a fluctuaciones bruscas; la historia del tabaco, la quina y el café es suficientem en te bien conocida y no hay necesidad de repetirla aquí. El producto de la ad uana n atu ralm en te sigue estas fluctuaciones y a p a rtir de finales de los años cuarenta del siglo pasado, los ingresos de ad u a na llegaron a re p resen ta r entre la m itad y los dos tercios de las
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rentas del gobierno. Los movimientos de disminución señalaron em ergencias políticas, y estas rentas por su propia naturaleza no podían responder a dichas em ergencias. E steban Jaram illo lo ex presó así: “E n Colombia, probablem ente m ás que en ninguna otra parte, la ren ta de aduanas ha hecho ver su ineficacia p ara sa tis facer necesidades extrem as, por su carácter inflexible y su falta de elasticidad”8. Hay muchos ejemplos de este tipo de crisis. En 1885 se vio una combinación de condiciones de depresión en los mercados m undiales, una crisis general en las exportaciones co lom bianas que llevó a la penuria absoluta del gobierno, la guerra civil, el agotam iento de todo crédito y la inaudita introducción de papel m oneda de curso forzoso. Los ingresos de las aduanas que precedió el estallido de la G uerra de los Mil Días m ostraron un patrón similar: 1897
1899
1.046.606
713.102
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982.887
733.409
Marzo
814.505
854.381
Abril
1.138.923
662.851
Mayd
1.117.661
673.6889
Enero
Este tipo de tendencia no necesita mayores comentarios, pero desde el punto de vista de la historia fiscal pueden hacerse algunas observaciones m ás am plias y útiles acerca de la aduana. La adua na era u n im puesto sobre artículos de prim era necesidad. Dos te r cios de las im portaciones colombianas eran textiles, en su mayoría baratos, destinados a la confección del vestuario de la gente pobre. 1.a clase que consumía lo que en una definición algo espartana uno podría llam ar artículos de lujo, era muy pequeña. E sta clase social no estaba m ás inclinada a imponer tributación sobre sí misma que cualquier otra clase social en el poder, perp aun suponiendo una rara abnegación, el pequeño caudal de importaciones costosas no era fuente potencial de recursos significativos. Dada la composi
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ción de las importaciones colombianas, cualquier aum ento en ln tarifa se encontraba con la respuesta elástica de un mercado qur estaba en gran parte cerca del nivel de subsistencia. No sólo la posible respuesta de la aduana era lenta, sino que era también limitada. La regresividad del gravam en fue por momentos empeo rada por los sistem as utilizados —el método de peso bruto tuvo tal efecto sobre los textiles— pero éste era regresivo por la obligada composición de las im portaciones10. Los consumidores podían com prar lo m ás barato —hay evi dencia de que hicieron esto en los últim os veinticinco años del siglo— o com prar menos, o proveerse por vía del contrabando. Los m inistros y em pleados oficiales desarrollaron u n conocimiento práctico que les indicaba a cuáles niveles de tarifa el comercio su desviaba de los cauces legales. Muchos de estos funcionarios eran com erciantes. Por todos los argum entos económicos que expusie ron, por todas sus euforias tem porales, ellos como m inistros estu vieron continuam ente preocupados por las rentas. A las tarifas no se les consideró prim ariam ente como un instrum ento de política económica. A lo largo del siglo XIX la política de la aduana fue esencialm ente fiscalista. Así como en el siglo XIX Europa y Rusia gravaron los denrées coloniales, en el mismo siglo en este punto del trópico se gravó la importación de textiles11. Los puntos finos del argum ento pueden se r encontrados en las Memorias, y los detalles técnicos y adm inistrativos que contienen justifican fre cuentem ente algunas prácticas usualm ente tachadas de anticua das o ru tin arias. Algunos problem as ya tienen su descripción clá sica en las Relaciones de mando de la últim a etapa de la era colonial, las cuales com parten con las m em orias republicanas la intensa preocupación por las ren tas y el conocimiento que ellas derivan del comercio: “U n Reino en donde no hay comercio activo, no tiene ejercicio la navegación, y sus habitadores son pobres, tampoco puede producir p a ra enriquecer el Real E rario”12. Los im puestos a las exportaciones se enfrentaron a un fraca so predecible: iban en contra de la necesidad obvia de incentivar las exportaciones. Estos im puestos no se acomodaban a Colom bia, u n productor m arginal con altos costos en unos mercados competitivos. Con malos precios en el exterior, el café colombiano no podía re sistir el im puesto a las exportaciones establecido por
I M'il, PODER Y LA GRAMÁTICA
1 1gobierno
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de Caro a fines de lo noventa, u n ejemplo de cómo tal tributación era la solución menos indicada en las circunstancias mlversas que llevaron a un gobierno desesperado a en say arla13. Kl gobierno tampoco tenía ningún monopolio n atu ra l al cual re■urrir. Al leer la lista de exportaciones, sólo se encuentran las minas de esm eraldas, cuyo derecho de explotación no pudo ser vendido en 1860 por $12.000, y el bálsam o de Tolú, del cual se • xportaron $20.000 en 1891. No había guano colombiano, ni nada nltnilarl ly P a ra el colombiano de finales del siglo, cuando m iraba I o h volúmenes del comercio internacional del país, la teoría de la ventaja com parativa le habría parecido una sim ple teoría. H. H. Hinrichs, en su trabajo A General Theory o fT a x Struclurc Change During Economic Development, llegó a la siguiente i (inclusión: la sabiduría convencional sostiene que la participanon del gobierno en el producto nacional aum enta con el desarro llo económico. Lo anterior es obvio cuando se com para tal partici pación del gobierno en los p aíses d esa rro lla d o s con la que prevalece en los subdesarrollados. Sin embargo, cuando se obser van las diferencias entre los países subdesarrollados, la anterior proposición es en el mejor de los casos engañosa, y en el peor de ellos sim plem ente equivocada. Para los países pobres el grado de ap ertu ra puede ser un mejor indicador de su “capacidad de trib u tación” que la medida usual de ingreso per cápita. El sector de comercio exterior es relativam ente fácil de trib u tar; su crecimienI.o a través de m ayor m onetarización, la expansión de cultivos comerciables, el aum ento del tam año de los negocios y la u rbani zación increm entan las capacidades del gobierno para au m en tar im puestos a todo nivel. “A m edida que una sociedad tradicional cerrada se abre al comercio, no sólo es adm inistrativam ente posi ble gravarlo, sino que se le puede a ta r la tributación del comercio a una base con algo de elasticidad-ingreso”. La historia fiscal de Colombia del siglo XIX concuerda con estas conclusiones15. El padrón del comercio interno del país no era un aliciente para el recaudador de im puestos. Todo lo que se moviliza puede ser gravado. En Colombia el transporte era notoriam ente caro y muy pocos de los productos se transportaban a grandes d istan cias. Desde luego que existía intercam bio entre regiones, y sus detalles pueden ser establecidos de fuentes tales como Wills, Co-
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dazzi, Pérez y Galindo. Pero en realidad este tráfico no era fuente im portante de impuestos. En el entusiasm o de reconstruir su his toria en detalle y en el reconocimiento de su rol esencial en el desarrollo de cualquier faceta de la economía, uno no debe situ ar esta tributación en un sitio destacado entre las ren tas posibles de la nación. Existía un buen núm ero de peajes internos y derecHos para propósitos específicos o generales establecidos por compa ñías privadas o gobiernos locales, pero su producto era escaso. Colombia era aún u n país de unidades relativam ente aisladas de inadecuada poliproducción. No existía buena com plem entariedad entre las economías regionales. Los com erciantes y geógrafos re copilaron lo que había, pero sus lectores deben hacer, ellos mis mos, una m ás larga recopilación de lo que no existía16. La de Colombia era una economía de las menos gravables de Latinoam érica, un país donde muchos podían subsistir, pero con una población abrum adoram ente ru ral y dispersa, cuyo ingreso per cápita pudo haber sido au n inferior a $40 al año17. Salvador Camacho Roldán dejó una viva descripción de sus habitantes, y en sus palabras uno puede percibir la nota de u n arb itrista frus trado: Poblaciones que m u ere n sin conocerse y v iven sin a m a rse; e n tre las q u e no e x iste el lazo de u n comercio recíp ro cam en te v e n ta jo so, ni la co m unidad d e la s a rte s, ni la fra te rn id a d de las ciencias; p a ra q u ie n e s no h ay n a d a com ún sino el recuerdo de la esclav i tu d de otros d ías y la h u ella de las g u e rra s civiles m á s recientes; pueblos en que se prodiga la sa n g re en obsequio de id eas no b ien c la ra s o de p a la b ra s re s o n a n te s a u n q u e v acías d e sen tid o en oca siones, y se d isc u ten los céntim os que se q u is ie ra n ap lic a r a d a r tra b a jo al p ro le ta rio , colocación a los cap ita le s del rico y ed u ca ción a la infancia: n acio n alid ad es cuya ex isten cia se defiende m á s q u e p or su g ran d ez a , p o r su m ise ria y p or su a n a rq u ía : esos p ueblos p o d rán te n e r u n gobierno b ara to , fácil, inofensivo; pero c are c en de algo de lo n ecesario p a ra poder lla m a rse nación .
Los colombianos no solam ente viven aislados sino tam bién son recalcitrantes. H abía una larga historia de resistencia colo nial a la tributación, de la cual la Revolución de los Comuneros es solam ente el m ás famoso episodio. La Nueva G ranada de la colo nia nunca conoció el sistem a de intendencias y da la im presión de
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haber sido gobernada ligeram ente. Muchos de sus habitantes fue ron respetuosos frente a cualquiera autoridad. La población del M agdalena Medio, según la descripción del Fr. Palacios de la Ve ga, es una pesadilla p ara un recaudador de im puestos19. Quizás el pobre campesino indio de la tie rra fría era sumiso, pero tenía muy poco para ser gravado. Los gobiernos republicanos se enfren taban aún a una fuerte resistencia política para lograr increm en ta r sus rentas: no estab an recubiertos de ninguna m ajestad, te n ía n que s a c rific a r algunos re cu rso s coloniales en a ra s del modernismo, y fueron en su m ayoría gobiernos de partido, m ani fiestam ente débiles y algunas veces corruptos. E n tales circuns tancias la evasión de im puestos aparecía p ara muchos como de b er cívico. Se debe re co rd a r que ninguno de estos gobiernos existió en un vacío político. Los virreyes fueron conscientes del peligro de las innovaciones, y los presidentes de la república lo fueron aú n m ás20. La debilidad básica del sistem a fiscal de Colombia en el siglo pasado se derivó de los débiles logros de las exportaciones y sus consecuencias para la aduana. Sin embargo, el panoram a de las finanzas públicas se debe com pletar exam inando los otros recurh o s que el gobierno terna y explorando las limitaciones de cada uno de ellos. E n la clasificación de George A rdant estos “rudim en tarios e interm ediarios arbitrios podían producir determ inada cantidad y nada m ás”21. E xistían ciertos monopolios, de los cuales el más im portante era el de la sal, principalm ente las m inas de sal de Zipaquirá. lvsta era la segunda fuente de im puestos del gobierno después de las aduanas; era continuo, cercano al gobierno y la cadena del comercio de la sal había funcionado desde antes de la aparición de los españoles. Además del consumo hum ano directo, la sal se utilizaba p ara sa la r carne, engordar ganado y fortalecer las mulas. Existía, entonces, un punto de consumo por debajo del cual no se situ aría la dem anda, pero sería inocente suponer que no • xistían severas limitaciones en la renta que podía ser extractada de este monopolio. Prim ero, había otras fuentes de sal diferentes ii la de Zipaquirá y sobre algunas de las cuales el gobierno ejercía m ó Io u n control nom inal; en algunas regiones el estanco nunca pudo ser instituido. Inclusive, Zipaquirá por sí sola estaba lejos
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de ser com pletam ente controlada; el fraude y el contrabando fue ron frecuentes. H ubo gran debate acerca del precio óptifno para los diferentes tipos de sal. No era barato: Camacho Roldán calculo en 1870 que la sal se vendía a un precio siete veces superior al costo de producción. P ara los pobres, quienes con su dieta rural consum ían m ás sal que los ricos, el gasto representaba 65 centa vos por cabeza. E sta pequeña cantidad una vez sum ada repre sentaba p ara el padre de una familia de cuatro personas cerca de doce días de trabajo en u n año; si se da por supuesto que trab aja ba 240 días al año, entonces lo anterior equivaldría al 5% de sus ingresos. Por o tra p arte, el engorde de ganado, proceso en el que la sal era necesaria, sólo era rentable con la sal a determ inado precio. Si el precio im puesto por el monopolio era muy alto, el negocio de engorde dejaba de ser beneficioso y los ganaderos ce saban la compra de sal o la buscaban m ás barata en otra parte. Las operaciones del monopolio eran fácilmente interrum pidas en épocas de guerra civil, cuando los precios de emergencia podían difícilmente com pensar las pérdidas de la disminución de ventas. Las guerras civiles no eran ciertam ente épocas para el engorde de ganado. A p esar de todas estas limitaciones, los ingresos de la sal eran todavía a finales del siglo la segunda fuente de las rentas del gobierno. Según Carlos Calderón, su reform a apareció como la fuente m ás prom isoria de mejores ingresos en 1903. El mono polio de la sal tuvo u n a vida m ás prolongada y m ayor im portancia fiscal que la que tuvo el estanco del tabaco, el cual en época de la ** • 22 Independencia apareció como m as promisorio . El monopolio del tabaco ha atraído siem pre la atención de los historiadores económicos, y el progresivo abandono del producto por parte de los gobiernos de la década de los cuarenta ha sido justam ente analizado como proceso climatérico en la política gu bernam ental y en el desarrollo del siglo XIX. El significado fiscal del tabaco no ha sido aú n totalm ente explorado. Una m irada r á pida a los datos parece indicar el abandono por parte de estos gobiernos de su principal recurso del interior. La oposición al em puje de term in ar con el monopolio fue combatida con la prom esa de u n gravam en de exportación (que nunca fue im puesto) y con un argum ento y una contram edida adm inistrativa. El argum ento fue que la pérdida de ingreso con la desaparición del monopolio
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ni>rá m ás que recuperado por la aduana, por medio del consiguien te aum ento en comercio, gracias a la adopción de u n a sencilla tarifa fiscal. La m edida adm inistrativa, la cual iba en contra de las m ás optim istas expectativas de este argum ento, fue la descenIralización de ren tas y gastos. E n ella ciertos ingresos y responH a b ilid a d e s fueron cedidos a las adm inistraciones locales. Los de fensores del monopolio exageraron su im portancia en los ingresos ileí gobierno, ignorando los considerables costos del recaudo y qui zá haciendo caso omiso de la proporción del producto de la ren ta i|ue se escapaba del control del gobierno con los m ultiform es p rés tamos y contratos de mercadeo. Los cálculos de quienes apoyaron la reform a fueron vindicados, aunque no ta n rápido como éstos esperaban: las exportaciones de tabaco aum entaron, los ingresos de la aduana se increm entaron. No hubo otro intento significativo de g rav ar el tabaco en el siglo pasado. Los impuestos sobre el tabaco en las circunstancias colombianas no obedecieron a los preceptos clásicos de la tributación. A pesar de que las mejores tierras para el cultivo no eran muy extensas, el monopolio era engorroso, caro y molesto. N ecesitaba el uso de grandes recursos que frecuentem ente eran precisados con m ás urgencia en otra parte: el gobierno ten ía en ocasiones que escoger entre sostener la re n ta del tabaco o sostenerse a sí mismo. Fue afectada por el fraude y aún m ás por el recelo y por su im popularidad general. El rendim iento neto, en promedios anuales p ara períodos de cinco años después de 1830, fue calculado por Aníbal Galindo así: A ños 1830-1835 1835-1840 1840-1845 1845-1849
P e s o s ($) 190.273 202.044 261.516 371.948
Aun tom ando los datos de Galindo como verdaderos, y recor dando que la deuda del gobierno con sus agentes llevaría a pensar que la cifra verdadera era m ás baja, el tabaco representó cerca del 20% del total de los ingresos del gobierno, cantidad com para ble a los ingresos producidos por la sal23.
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El tabaco había sido el estanco m ás productivo de la últim a p a rte de la era colonial, realm ente el m ás im portante de todos los ingresos del virrein ato 24. E n tre las re n ta s “estancadas", el tabaco estaba seguido por los im puestos al licor, los cuales n u n ca h a n dejado de aparecer de una u o tra form a en la historia fiscal de la república. Estos im puestos tam poco llegaron a ser ta n productivos en los tiem pos republicanos como lo fueron en épocas coloniales. Los tributos al licor fueron descentralizados a m ediados del siglo, cuando los ingresos ascendían a $150.000 al año25. Los diversos sistem as utilizados y sus diferentes re su l tados siguieron la variedad ecológica del país: un m étodo que era tolerado en la tie rra fría podía producir serios problem as p a ra quienes tra ta b a n de utilizarlo en zonas cañicultoras situ a das a corta distancia. R equerían una ágil adm inistración lbcal, y a u n así los rem atad o res obtenían m ayores beneficios que el mism o gobierno. E stas re n ta s perm anecieron en calidad de lo cales por el resto del siglo pasado. Inclusive derrotaron los in te n to s del general Reyes de nacionalizarlos en los prim eros años del presente siglo y siguen siendo re n ta s d ep artam en tales hoy en día. Aunque su historia ha estado ligada al desarrollo de m uchas fam ilias y fortunas, la sum a que llegó al gobierno fue t • / ne siem pre una pequeña proporción de lo gastado en bebidas . Algunos monopolios m enores de la colonia, m ercurio, b a ra jas de juego y pólvora, fueron abandonados27. Existieron algu nos intentos republicanos tem pranos de fom entar la in d u stria y la em presa a trav és de concesiones de monopolio, pero éstas no tuvieron ningún significado fiscal y h ab ían desaparecido en su m ayoría a m ediados de siglo. Algunos privilegios de mono polio en el tran sp o rte se m antuvieron, pero el único de ellos que produjo beneficios al gobierno fue el del trá n sito por el Istm o de P anam á. N ingún nuevo monopolio de consumo fue intentado h asta la presidencia del general Rafael Reyes. El monopolio fis cal efectivo requiere artículos de consumo m asivo que no son fácilm ente producidos y que adem ás son necesidades. Los p a trones colombianos de consumo y las condiciones de producción no te n ía n estas características, con excepción de la sal y en m e nor grado de las bebidas. Las lim itaciones en ambos casos son fácilm ente explorables.
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¿C uáles eran las posibilidades de tributación directa? El t r i buto de indios había dejado de ser de alguna im portancia en la Nueva G ranada mucho antes del final de la era colonial y poco se perdió cuando desapareció finalm ente en 183228. De m ayor volumen, especialm ente p ara quienes lo pagaban, fue el diezmo, liste, que no era siem pre u n décimo, fue im puesto a la m ayoría de los artículos de producción agrícola. El café, el índigo y el cacao p lan tad o después de 1824 fueron eximidos. El diezm o fue im plantado a trav é s de un sistem a local de rem ates, y los diezm eros que licitaban su recaudo ce n trab an su atención en un pequeño núm ero de circuitos. El recaudo tom aba tiem po y era costoso y molesto; ten ía que seguir el calendario agrícola, req u i riendo el conocim iento de la región, m uías, pesos, corrales y probablem ente no poca fuerza de carácter. Como en todas las cuestiones de predicción agrícola, fue siem pre fácil equivocarse en el cálculo y m uchos diezm eros reg istra ro n pérdidas. La poca evidencia ex isten te indica que a estos últim os no les fue m al por se r indulgentes. El gobierno civil recibió un cuarto del producto de los rem ates, la Iglesia el resto y los diezm eros cualquier can tid ad que conseguían de ah í en adelante. Uno se puede im agi n a r que las gan an cias de éstos podían v a ria r de año a año y de lu g ar a lugar, pero cálculos aproxim ados contem poráneos adm i ten que los valores recaudados eran tre s o cuatro veces las can tid ad es obtenidas por el gobierno y la Iglesia juntos. El director general de Im puestos reportó en 1848 al m inistro de H acienda que el diezmo de A m balem a fue rem atado por u n quinto de su producto calculado, y concluyó como sigue: E sta re n ta , S eñ o r S ecretario , e stá cercad a de incidías: no h ay disposición su y a q u e no se a n u le p or las tra m p a s del in te ré s in dividual. El co n trib u y e n te la elu d e c u an d o puede; i ú ltim a m e n te perece a m a n o s de los re m a ta d o res.
El diezmo fue descentralizado en 1856, y en la m ayor p arte de las provincias fue ráp id am en te abolido. E n datos incom ple tos aparece que la sum a m ás alta recibida por el gobierno re p u blicano en este rubro fue $61.803 en 1835. E ra un resu ltad o m uy pequeño p ara ta n ta “m olestia”. Como en otros países, el
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diezmo ocultaba m uchas complicaciones bajo u n a fachada sen cilla, y sus efectos negativos fueron am pliam ente reconocidos: E l b á rb a ro siste m a de co b rar e n especie, i no en dinero, la con trib u ció n , tr a e la consecuencia n ecesaria del a rre n d a m ie n to i la creación de u n a b a n d a d a de publícanos m á s que viven esp ian d o al a g ric u lto r p a ra a p ro p ia rse la décim a p a rte del producto de su fatig o sa in d u stria , a tiem po que al tesoro no e n tr a sino u n a m í n im a p a rte del v alo r de lo qu e co ntribuye el ciu d ad a n o laborioso. B ajo dos aspectos es p erju d icial la ten d en c ia de este siste m a vi cioso i b árb aro . El d e sa lie n ta la in d u s tria agrícola, g rav án d o la con u n im puesto excesivo, i crea u n a clase de hom bres d e s tin a dos a m o le sta r a los que tr a b a ja n i p roducen29.
No fueron el trib u to de indios ni el diezmo buenos im puestas republicanos, y el producto del prim ero fue ta n pequeño que pu do ser abolido en medio de general indiferencia. Como es n a tu ral, la Iglesia estaba profundam ente preocupada con el diezmo y se oponía al derecho del gobierno civil a abolirlo. Pero no de fendió el sistem a de rem ate, y tra tó de abolir sus inconvenien cias cuando estableció sus propias re n ta s en el período de hos tilidad liberal. Su bajo producto para el E stado no pudo sino reforzar la hostilidad de los inform adores de m ediados de siglo contra el diezm o30. El pensam iento de tales reform adores tendía a asociar la co lonia con la rutina y las trabas, olvidando que a veces esos gobier nos habían sido enérgicos, innovadores y perfectam ente conscien tes de la im portancia del comercio para las rentas. Igualm ente, a m ediados del siglo hubo un nuevo intento de m odernizar el siste ma fiscal tal como no se había visto desde los eufóricos años de Castillo y Rada a comienzos de la década de los veinte. La m ás sucinta expresión de esta actitud aparece en el trabajo del joven Salvador Camacho Roldán, Nuestro sistem a tributario, de 1850. E n él se estudia todo el aparato de los im puestos indirectos, cos tosos de recaudar, confusos en sus cuentas, represivos, molestos y antiproductivos; el diezmo y sus terribles consecuencias; el tr a bajo personal subsidiario, un corvée que debería haber producido $400.000 al año o su equivalente en trabajo, pero el cual m anifies tam ente no produjo ninguno de los dos y se perdía en una serie de abusos locales. Camacho Roldán calcula que antes de la abolición
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ilnl estanco del tabaco los habitantes de la Nueva G ranada paga ban —hombres, m ujeres y niños— alrededor de $2 per cápita a i iH' "monstruo m ultiform e” del fisco: La form a e n ru a n a d a del g u a rd a del a g u a rd ie n te , el ro stro colé rico del a s e n tis ta , el tono grosero del cobrador de peaje, la su cia so ta n a del c u ra avaro, los anteojos del escribano, la fig u ra im p a sible del alcalde arm ad o de v a ra , la insolencia b ru ta l del re m a ta d o r del diezm o, o la c a ra a ritm é tic a del a d m in is tra d o r de aduana.
Igualm ente calculó que el indefenso empleado público pagaba • «rea del 6% de su salario en una u otra contribución au n sin considerar el monto de los im puestos indirectos que pagaba; los Moldados, según él, pagaban el 8%. El sistem a existente, concluye, no es eficiente ni equitativo, y debería ser rem plazado por el im puesto directo, progresivo y único31. E ste era el punto de vista prevaleciente de los liberales, y m uchas localidades ensayaron algún tipo de contribución direcI ii en los años posteriores a la descentralización de re n ta s y g as tos, Los resu ltad o s no fueron m ás alentadores de lo que hab ían M id o en los días de C astillo y Rada. Esto no es u n a sorpresa. <'u alq u ier im puesto a la tie rra o a la propiedad requiere infor mación c a ta stra l, de la cual no había n ad a disponible. Lo que se Hiinaba en intim idad por medio de los avalúos locales era inevilublem ente perdido por u n a adm inistración local aú n m ás débil y por la distorsión política de los avalúos. Los colombianos proponentes de im puestos a la tierra , quienes frecuentem ente eran rom erciantes, pudieron e s ta r en lo justo cuando p en sab an que In ag ricu ltu ra estab a relativam ente subgravada. S in em bargo, ni principio no estab a n conscientes de las grandes dificultades y arduos esfuerzos requeridos para establecer la base de dicho im puesto y de lo poco apropiado que era el campo colombiano pura éste. El catastro de M ilán, la prim era agrim ensura m oder na de Europa, ten ía p ara sus propósitos las grandes, p lan as y relativam ente uniform es haciendas del Valle del Po, y sin em bargo tran sc u rriero n m ás de 41 años an tes de com pletarla en 1760. El catastro francés tomó de 1807 a 1845. T urgot m ismo había escrito acerca de las dificultades de dichos avalúos en las
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regiones m ontañosas del m undo con sus pequeñas parcelas di' m inifundistas y aparceros. Sus afirm aciones era n del todo api i cables a Colombia, uno de los países m ás m ontañosos en el m un do y de ninguna m anera u n país de grandes propiedades, qu<' contaba adem ás con una variedad tal de “modos de producción" que lo deja a uno perplejo32. E ra, entonces, inevitable que I o h intentos hechos te rm in a ra n en el fracaso y el desengaño. Hay que reconocer el heroísm o que hubo al intentarlo; los resultados nos d an infom ación in tere sa n te acerca de las dificultades adm i n istra tiv a s y de la n atu ra le z a de la base del gravam en. Tres estados produjeron algún sistem a de tributación directa d u ran te la era federalista: C undinam arca, Boyacá y Santander; otros tres intentaron establecer un im puesto a la tierra au n con m enor información. La lista de dificultades de los informes locales son sim ilares y de nuevo recuerda la experiencia de los años vein te del siglo pasado. El secretario de Hacienda del Tolima encontró que: A u n q u e m ejor en te o ría tie n e tam b ién su s g ra v e s inconvenien te s p o r la fa lta de d a to s sobre la riq u e z a i p o r los abusos que com eten los a v a lu a d o re s de ella o la s ju n ta s de pueblo a h ac e r los rep arto s.
E n 1865 en este estado se produjeron $14.000 de u n estim ado de $60.00033. La adm inistración de Boyacá de 1869 logró recau d ar $23.000 de $33.000 posibles: No o b stan te el odio que los contribuyentes tie n e n al im puesto di recto, se n o ta que los pueblos ya van h ab itu án d o se al pago de él.
La m ism a fuente com enta acerca de “los abusos de los m ag n ates de los pueblos al hacer la distribución”34. Pero ese gobierno seccional no era ta n optim ista en 1873: L a d e sig u ald a d con que los im p u esto s e s tá n re p a rtid o s en los D istrito s es noto ria. El h om bre rico es en to d a s p a rte s el árb itro de la su e rte de los que tie n e n m enos. L a im p o rta n cia se m ide en d o n d eq u iera p o r el h a b e r pecu n iario , i de a q u í el q u e esos in d i v id u o s se a n los A lcaldes, m iem bros de la s m u n icip alid ad es o cuan d o m enos d irecto res de esos em pleados, ¿podrá creerse que
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ellos co n sien ten e n v a lo ra r su s fincas ju s ta m e n te p a ra que el im p uesto sea eq u itativ o ? E s claro q u e no, i de a q u í el que las fincas d e segundo o rd en e sté n sie m p re valo ra d a s en u n a p ropor ción que no g u a rd a equilibrio. E sto tr a e p or consecuencia la im posibilidad del pago de los im puestos, la odiosidad consiguiente qu e a tr a e n i la m ina de los cap itales pequeños, sucediendo que el im p u esto m ás e q u itativ o venga a s e r el m á s fu n esto p a ra la riq u eza com ún. A p a rte de esto, i p a ra h a c e r m ás odioso el im p u esto i m á s difícil su cobro, sucede que en los d istrito s g ra v a n ex cesiv am ente las p ro p ied ad es de los que no son vecinos i que tie n e n la d esgracia de n o e s ta r p re se n te s a la h o ra de los re c la mos. Q uien lance u n a rá p id a ojeada por el te rrito rio del E stad o se a b ism a al p e n s a r como es que la m ala fe, la fa lta de p a trio tis mo i el gam onalism o p u ed en h a c e r de e ste im p u esto u n a a rm a p a ra d e rrib a r u n gobierno i u n a im p o stu ra p a ra d e sa c re d ita r lo . . sS que p recisam en te en c ie rra en su esencia m a s ju stic ia .
Algo se pudo h aber logrado con un apropiado registro ca ta s tral; sin embargo, el secretario afirmó: "No me hago ilusiones de que el trabajo y sus resultados sean perfectos, y mucho se conse guirá si se aproxim an a lo equitativo”. Igualm ente, se quejaba de que los valores no ten ían relación con el ingreso. Las propiedades u rbanas que eran virtualm ente invendibles producían altos in gresos, y las propiedades ru rales de g ra n valor no producían prácticam ente nada. “La situación anóm ala de n u estra in d u stria —concluía el secretario— pone todo resultado fuera del alcance de los principios sentados por la ciencia económica. En esta m a teria, es en nuestro país en donde se pueden venir a e stu d iar las OC excepciones . E n C undinam arca, la L egislatura E sta ta l estim ó en 1867 que de $100.000 que podían ser obtenidos del im puesto directo, $24.235 fueron recaudados37. El catastro fue inicialm en te decretado en 1856, a p a rtir de 1862 le fueron asignadas p a r tidas p ara los gastos, y se llevó a cabo en 1867 bajo la adm inis tración del general Aldana. El trabajo consistió en “una sim ple enum eración de las propiedades raíces en cada distrito, del nom bre del propietario, del valor de la finca, y de la contribución territo rial que le corresponde, a razón de $2 por cada $1.000 de valor capital y n ad a m ás38. Esto era mucho mejor que nada, a pesar de que nunca resultó como Felipe Pérez había esperado, según lo cual:
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B ien o rg a n iz ad as su contribución sobre fincas ra íc es i la d irecta, b a s ta ría n ellas no m ás, no sólo p a ra lle n a r su p re su p u esto de g asto s, sino p a ra d e ja r u n so b ra n te en caja de m uchos m iles de p esos al año.
era la reñid / E n C undinam OQarca el 2 1/2% sobref la propiedad # m as im portante . Un Camacho Roldán m ás viejo y sabio lo enl l mó en cerca de $70.000 p ara 1873-1874, en un presupuesto dii $400.000. Quizás se dejó llevar por sus prejuicios, p ara estimarlo por encim a de un im puesto m ás fácil de calcular, el de sacrificio de ganado o degüello de $2 por cabeza. E ste im puesto se calculaba en $56.000 y fue defendido por el secretario general de Boymii como el m ás equitativo, siendo un gravam en, según él “que pagn la clase acomodada de la sociedad”. Camacho previam ente hal^'n estim ado que los im puestos a la tierra de los estados que lo ha bían establecido, con o sin catastro, sum aron menos de $400.000, de u n ingreso total compuesto de rubros nacionales, estatales y distritales de alrededor de $6.100.000. Estos estados eran los imia poblados de la república y tenían una desproporcionada p artid pación en la riqueza territo rial nacional. La sum a real estaba probablem ente m uy por debajo del anterior estim ativo. S an tan der, el tercer estado en llevar a cabo un catastro, obtuvo en 187.’1 $35.000 de im puestos directos. Los estim ativos locales conocido» d an una sum a menor, y si se estudia el conjunto de los recaudo» se puede obtener menos de la m itad de $400.000 p ara los sein estados que utilizaron este recurso . Algunos de los inform es contienen relatos gráficos del por qué estos y otros im puestos no pudieron ser productivos, y de la n atu ra leza precisa de “deficiencia ad m in istrativ a”, del porqué la adm inistración tiene que e s ta r en esta situación y de por qué fue m ejor no em plear su lim itado talento en inútiles direcciones pro gresistas. El informe de Tolima, escrito por Francisco de Paula Rueda en 1865, en el cual explica las razones p ara obtener ape nas u n tercio de los ingresos proyectados, es de gran valor. E n el inform e se describe cómo en apenas cuatro municipios del Toli m a G rande existía u n a contabilidad formal en los libros. El teso rero general del Estado tenía ta n sólo un escribiente y u n ten e d o r de lib ro s a su m a n d o , y la c o n ta b ilid a d se h a lla b a desactualizada ya que él había estado en cam paña. Muchos de
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I11" t e s o r e r o s lo c a le s e r a n i n c o m p e te n t e s , a lg u n o s a n a l f a b e t a s y «In c o n o c im ie n to s d e c o n ta b i li d a d . L a e x p lic a c ió n d e e s t e e s t a d o il' c o s a s n o e r a la e s c a s e z d e p e r s o n a s c a p a c i t a d a s p a r a d e s e m |M'iinr la s f u n c io n e s , s in o la f a l t a d e i n t e r é s d e la s p e r s o n a s c a d e o c u p a r e s t a s p o s ic io n e s . Debo esp licar que lo que dejo esp u esto resp ecto de los tesoreros, i q ue pued e este n d e rse p o r reg la g en eral a los em pleados m u n i cipales, no q u iere decir que no h a y a en los pueblos i en el estad o hom bres probos m uy co m p eten tes p a ra d e se m p eñ a r los destinos públicos de toda escala: e s ta n eg a tiv a envolvería u n a a tro z ca lu m n ia, que estoi m ui lejos de in fe rir a la civilización del Tolim a. Lo que significan m is esp resio n es es que n in g ú n ciu d ad a n o de prob idad i siq u ie ra a m ed ian o s conocim ientos, a no se r m ui p a trio ta , se su je ta rá a se rv ir u n d estin o como el de teso rero onero so, con títu lo de lucrativ o , q u e ta n ta co nsagración n ecesita, que ta n ta s incom odidades proporciona i que a p a re ja u n a in m en sa resp o n sab ilid ad . (...) E n el pueblo de D. el teso rero es u n p e rso n aje ten id o p o r algo, pero no e n tien d e tam poco de c u en ta s, i q u e p o r econom ía o por otro m otivo in teresa d o lleva p o r sí los libros en re ta z o s de p ap el sucio i ajado, sin sujeción a reg lam en to s i m odelos, p o rq u e no los lee o no los com prende. E l s i g u ie n t e e s u n e je m p lo q u e d a el m is m o in fo r m e d e u n in te n to h o n r a d o d e c o n ta b ilid a d : (F órm ula del cargo) “P erseb im ien to de p lata s" y sig u e u n a lista de p erso n as i can tid ad e s sin espresión de las fechas ni de la procedencia de los e n tero s (F órm ula de la d a ta ) “E n tre g a m ie n to i re m itim ien to de p lata s" I sig u e u n a lista p o r el estilo de la an terio r, e n la cual fig u ra la sig u ien te cu rio sa p a rtid a : 228 pesos que m e robó (fulano de ta l) con u niform e m ilita r i con a rm a s ... $228 I e ste no m á s su v a l o r ... $140 S u m a (tal) S i el te s o r e r o lo c a l h a c ía f r a u d e , e r a p o c o lo q u e e l g o b ie r n o p o d ía h a c e r p a r a r e m e d ia r lo ; s e n c i ll a m e n t e el te s o r e r o s e p o d ía d e c l a r a r e n b a n c a r r o t a , s i n o tu v o e n e r g í a s u f ic ie n te p a r a d e s a
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parecer41. Los informes de Boyacá presentan com entarios similares acerca de las dificultades de recaudar im puestos morosos, es pecialm ente de “aquellos que dirigen los asuntos en los distritos", y acerca del poco deseo de los críticos de aceptar “destinos onero sos” ellos mismos, parte de la significativa pero por historiadores inadvertida competencia du ran te el siglo XIX de eludir puestos públicos42. La facilidad de recaudó tenía que pesar fuertem ente en estas m inúsculas adm inistraciones, cuando enfrentadas a la descen tralización de rentas y gastos tenían que escoger cuáles impuestos se debían establecer. Dicha medida no resolvió ningún proble ma fiscal, sencillam ente trasladó gran parte del problem a a las nuevas entidades federales. En los informes de los nueve “estados soberanos” se puede observar que sus capacidades fiscales varia ban significativam ente, al igual que las escogencias de opciones fiscales. Sin embargo, todos ellos se enfrentaban a la m ism a clase de problem as. Estos informes proveen las m ás detalladas inves tigaciones de las posibilidades fiscales diferentes de las de la aduana y la sal. Ya hemos considerado el rango y el producto de los im puestos sobre la tierra, y antes de re to m a r a la considera ción de los re sta n te s expedientes por vía de los cuales el gobierno colombiano pudo haber obtenido recursos, es im portante explorar la información existente acerca de estos otros im puestos y describir por medio de cifras y tendencias la situación fiscal de la repú blica al final del tercer cuarto de siglo, después de cincuenta años de existencia independiente. “El fisco federal es u n tiburón insaciable, rodeado de nueve tiburoncitos que aprenden en buena escuela”43. Aníbal Galindo presenta en su obra pionera, el Anuario Estadístico de Colombia, 1875, unos cuadros sinópticos de estos “tiburoncitos”, los cuales presento aquí con las reservas usuales acerca de su exactitud y calidad. Las cifras de los cuadros, com paradas con una m uestra de informes locales que proveen m ayor detalle, parecen verosím i les, a pesar de que en el producto de contribuciones directas hay sobrestim aciones cuando la información se deriva de proyeccio nes presupuéstales. Los cuadros son ciertam ente confiables para m ostrar la estru ctu ra trib u ta ria de los diferentes estados, y con algunas adiciones, la del país como un todo en las rentas, por
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untonces significativas, bajo control local. Igualm ente ilu stra n las fortalezas relativas de las rentas de las secciones federales. (Véa«<■cuadro página siguiente, R entas I Gastos de los Estados44). Tomando los nueve estados juntos, el derecho de degüello, Impuesto sobre sacrificio de ganado, aparece como la re n ta m ás productiva. E sta era efectivam ente la fuente m ás im portante de ingresos en tres estados, en los de la costa, Bolívar y M agdalena, V «n Tolima. E n segundo lugar, aparece la re n ta de aguardiente y licores; en Antioquia y S antander este era el ramo m ás producI ivo, y sus en trad as en esos dos estados sum aban los tres cuartos dr su producto en toda la nación. La contribución directa aquí npnrece en forma optim ista situada en tercer lugar —Galindo era fiel radical—45, y a continuación aparecen los derechos de consu mo y los peajes. El estado m ás rico, C undinam arca, tenía unos ingresos cinco voces y medio m ás grandes que el m ás pobre, M agdalena46. El ingreso total de los estados fue de $2.103.248, cifra considerable si mo compara con la de los ingresos del gobierno nacional que fueron $3.927.685, de los cuales $2.811.159 provenían de la aduana47. Las cifras anteriores merecen com entarios m ás detallados. El impuesto de sacrificio de ganado era fácil de imponer, y au n en las ureas ru rales era difícil de evadir, excepto en los casos m ás remoI-oh de autoconsumo. E ste impuesto ha sido consistentem ente pro ductivo a lo largo de la era republicana y no tuvo problem as de aceptación por p arte de la población, siem pre y cuando no fuera oxcesivamente alto. Ya hemos visto que las autoridades fiscales de Boyacá lo con«ideraban equitativo —de todas formas los boyacenses y los de más campesinos de tierra fría no consum ían m ucha carne— . El Mncretario de H acienda del departam ento del Tolima lo estim aba romo el im puesto de m ayor producción, pero informa que se eva día cuando llegaba a $5 por cabeza; a 'e s te nivel el degüello no producía m ás que cuando era fijado en $248. El im puesto al licor m ostraba variaciones grandes de acuerdo con la localidad. Su b a lo rendim iento en Boyacá se explica por razones largo tiem po co nocidas: era considerado inequitativo por los habitantes de las t ierras tem pladas, “pues en la fría nadie paga”. De otro lado el iontrabando y la destilación ilícita eran frecuentes. Un resguardo
C uadro 1 RENTAS I GASTOS DE LOS ESTADOS*4 C u a d ro que m an ifiesta la n a tu ra le z a i el im porte d e las ren tas i contribuciones q u e fo rm aro n la h acien d a pública d e los Estados d e la U nión en los años de 1873 i 1874. Naturaleza de las rentas i contribuciones Aguardientes i licores
Bolívar 1873
Antioquia 1873 175.433 52 1/2
Contribución directa
14.600
29.000
34.000
49.000
1.000
1.919 15
Correos
Boyacá 1874
(Vmarca 1874
Cauca 1873
626
17.000
80.000
300
-
-
00
co
Panam á 1874
Santander 1873
Tolima 1873
10.700
-
126.178
20.000
393.537 521/2
-
114.000
35.207
44.000
356.207
Magdalena 1873
-
4.019 15
800
-
-
Totales
16.000
-
Casas de moneda
16.000
-
-
-
-
Derecho de consumo
89.320 93
10.500
-
66.000
75.000
7.400
-
-
-
248.220 93
Derecho de degüello
56.071 40
85.000
10.000
20.000
60.000
20.679
75.000
54.637
44.000
425.387 40
Impuesto de minas
5.942 92
100
-
*
-
-
Impuesto sobre mortuorias Impuestos e ingresos vanos
5.500 37 1/2
1.600 24.000
26929
-
-
-
-
-
6.000
-
3.000
20.000
100
-
7.242 92 20.109 37 1/2
7.000
-
4.279
1.200
45.000
11.999
6.000
7.936
-
141.307 8.436
Intereses de renta nominal
-
.
500
Ftenjcs
-
-
11.000
12.000
•
"
6.000
2.000
4.000
12.000
-
-
-
-
14.000
20.000
2.600
20.000
7.606
-
-
440.626
78.801
318.000
235.957
151.000
2.103.247 67 1/2
12.327 15
Papel sellado ftcuaria de cria Derechos de rejistro i anotación
7.110 22 1/2
Salinas
Fbblarión 1870:
-
*
8.000
160.000
*
-
20.000
24.000
2.139
176.000
8.000
12000
•
107.466 15
14.000
_
40.000
40.000 •
998
7.000
-
6.000
25.000
^5.000
-
-
45.108 22 1/2 50.000
M alcolm
Subvención nacional
-
64.206
396-563 67 1/2
201.800
122.100
158.400
365.974
241.704
498.541
435.078
413.658
88,928
224.062
433.178
230.891
2.931.984
0.83
0.24
0.36
1.07
0.89
1.42
0.54
0.65
0.72
1.00 —---------------------------------------------------------
D eas
Rentas i contribuciones
F uente Anuario Estadístico de Colombia. BojoüL 1875. P 220. Biilacioc de ta misma fuente. P- 49.
p resu p u e sto d e los E stad o s de la U nión Colom biana, unos en 1873 i o tro s en 1874
Bolívar
Naturaleza de los gastos
1873
Administración jeneral lejislativa i ejecutiva
B oyacá 1874
C auca 1873
C u ndinam arca 1874
M agdalena 1874
Panam á 1874
S a n tan d e r 1874
43.478
Tolim a 1873
17.649 60
363.180 20
45.111 20
467.92210
Administración de justicia
94.596
33.524
40.958
Instrucción pública
30.744
82.482
12.002 60
22.390
293.200
26.270
23.500
39.316
162.500
5.040
Recompensas
8.190
15.116
3.100
7.599
32.500
1.505
5.200
16.632
1.316
91.158
Correos
8.260
5.000
2.884
3.049 50
6.000
3.500
1.800
5.860
3.000
40.253 50
1.480
18.069 93
15.437921/2
4.048
1.752
Obras públicas
Servicio de la deuda del Estado
52.340
19.75090
61.696481/2
20.286 60
Fblitia o fuerza pública
19.756
22.900
16.400
69.101
36.000
Gastos de hacienda
66.154
55.731
10.400
22.602
21.456
41.464
71.440
7.760
81.650
319.011681/2
33.400
24.450
608.176
2.648
28.012 20
10.676 15
9.232
Auxilio a los distritos Totales
294.228 36
Fuente: Anuario Estadístico de Colombia. Bogotá 1875, p. 221.
154.202 60
312.115 43
419.16541
321.523 95
97.699 71 1/2
16.600
320.531 20
13.546
235.00515
17.500
17.500
123.561 95
2.560.437 55
D el poder y la gram ática
CUADRO SINÓPTICO q u e m an ifiesta la n a tu ra le z a d e los gastos o consum os públicos en q u e se em pleó el
84
M a lc o lm D eas
costaba m ás de lo que podía producir49. Los resultados del siste ma de rem ate de los monopolios en los diferentes distritos eran regularm ente desalentadores. El problema aparece bien descrito por el director general de Im puestos en 1848: Cómo p u n iero n é sto s m o ralizarse: no lo alcanzo. E l in te ré s in d i v id u al oculta casi siem p re los provechos q u e sa c a i no d eja e n tr e v e r las b ase s q u e p u d ie ra n se rv ir a nuevos esp ecu lad o res i el te m o r q u e se tie n e a c ie rta s n o tab ilid ad es ag io tista s, q u e se h a n a p o d erad o de esto s negocios i que en cierta m a n e ra h a n hecho de ellos su propio p atrim o n io , o b stru y e la e n tra d a a la lib re com p e te n c ia , e n lu g a r de prom overla. Si a lg u n a vez se o b serv an p u ja s so rp re n d e n te s q u e c o n trib u y en a a u m e n ta r tra b a jo sa ^forza d a m e n te los productos, es po rq u e a lg u n a r a r a ca su a lid a d fr u s tr a la confabulación de los licitad o res o aleja el re sp eto de p erso n as tem ib les in te re sa d a s, o p orque el tra n sc u rs o de los añ o s h a lo g rad o a r r a n c a r el secreto de las g ra n d es g a n a n c ia s alca n za d as p o r los a se n tista s, que e stim u la n a otros a lograrlos, a rra s tra n d o la e n e m ista d i persecu sio n es de los an te rio re s, que se em p eñ a n en a rru in a rlo s i a lo cual se h a debido v a ria s q u ie b ra s50.
El gobierno de Boyacá estableció precios de reserva en cada distrito, pero el informe de 1873 dice que: S ucede con frecuencia que u n a com pañía o rg a n iza d a p a ra h a c e r los re m a te s de u n circuito p o r m edio de su s influ en cias, o de c u a lq u ie r otro modo, aleja to d a com petencia i o b tien e n el re m a te sólo p o r la b ase ad o p tad a , sin que sea posible h a c e r su b ir de precio el re m a te 51.
Las quejas de la “desm oralización” de esta re n ta fueron cons tan tes y extensas. El Tolima experim entó dificultades particula res en ciertas áreas debido al gran núm ero de pequeños produc to re s , s in lo g r a r la c o m b in a c ió n de r e m a te s , p a te n te s y adm inistración directa que pudiera satisfacer todas las partes in teresadas a lo largo de los noventa. Los ajustes decretados en esa década pueden ser encontrados en los Informes del Goberandor a la Asam blea D epartam ental. Algunos de ellos fueron altam ente im populares, contribuyendo a “una pesada atm ósfera de descon tento” en el departam ento, la cual pudo h aber tenido conexión con
Del
p o d e r y l a g r a m á t ic a
85
la intensidad con que los liberales tolim enses pelearon en la G ue rra de los Mil Días. La ren ta de licores fue la “ren ta (...) la m ás pingüe del D epartam ento, la que m ayores dificultades ofrece en su organización y la que ha dado h asta ahora lugar a m as serias complicaciones”52. Tam bién era de todos los im puestos e s ta ta les el que producía la sum a m ás a lta de que se tien e inform a ción en la ta b la de Galindo: A ntioquia recaudó por m edia de él $175.43453. El estado con el ingreso m ás alto es el de C undinam arca. De un total de $440.626, se obtuvieron $160.000 del peaje, im puesto sobre los productos foráneos que llegaban al estado. Dado que liogotá era el principal centro de distribución nacional de bienes importados, este ingreso era en efecto u n sobrecargo interno de aduana para el beneficio de este estado. Como tal fue atacado por Miguel Sam per en su análisis de la política fiscal de los estados Hoberanos: N uestras enfermedades políticas. Voracidad fiscal de los Estados. El au to r encontró que se im pusieron tarifas internas en todos los estados exceptuando Boyacá y Panam á; iban de $12 por cada 100 kilos en Antioquia h asta $1.60 en el Tolima, y en ios listados de la Costa Atlántica el 15% de la tarifa nacional. E stas diferencias lim itaban el intercam bio, “dividiendo la república en pequeñas C hinas, con sus m urallas de recaudadores y g u ard as”. 1‘rima facie, estas imposiciones iban en contra de las disposicio nes de la Constitución. Sam per argum entó que u n a subvención nacional cargada sobre las aduanas debería ser pagada a los es tados p ara com pensar su pronta abolición a pesar de que la equi dad y los intereses creados estaría n obviam ente en conflicto con tal subrogación54. C undinam arca no impuso virtualm ente nada ii 1 licor, pero obtenía sum as sustanciales de la contribución direc ta, el derecho de consumo (un impuesto a las ventas de ciertos bienes) y el im puesto de degüello. Antioquia era el segundo estado en total de recursos, y el m ás «Ito en re n ta per cápita. Esto fue reflejo de una m ayor prosperi dad, y el éxito fiscal fue logrado por u n gobierno conservador que no desperdiciaba tiem po con la progresiva tributación directa. Más de tres cuartos de sus ren tas provenían de tres im puestos Indirectos: el de degüello; el de consumo de productos nacionales V extranjeros llegados al estado: tabaco, cacao, anís y algunos
86
M a l c o l m D ea s
otros, y el impuesto a licores y aguardiente, organizado bajo el sistem a de rem ates donde nacieron o crecieron algunas de las m ás grandes y m ás famosas fortunas del país. Las otras rentas e ra n insignificantes. Antioquia poseía ciertas ventajas económi cas y tenía a su favor cohesión y consistencia en su adm inistra ción, adem ás de g ran honestidad. Es cierto que existían combina ciones en los rem ates, pero sin embargo las en trad as del gobierno au m entaron perm anentem ente. El sistem a variaba m uy poco, “porque las innovaciones hacen que jam ás se aclim ate ningún sis tem a rentístico, i sufra el estado"55. U na proporción sim ilar del ingreso del estado liberal, Santander, provenía de los impuestos indirectos, el derecho de degüello y aguardientes y licores. San ta n d e r abandonó su tem prana confianza utópica en el impuesto único y directo, a pesar de que aú n obtenía $35.000 pesos con el directo y se jactaba de tener un catastro impreso. Los resultados fueron muy inferiores con relación a los obtenidos en Antioquia. Cuando los precios del café y la quina de S antander cayeron en los ochenta, el estado sufrió un duro golpe y la crisis fiscal fue aguda. La imposición de una nueva tributación en 1884 por el general Wilches inició el período de guerra civil que puso fin a la Constitución Federal56. Los resultados de la descentralización de ren tas y gastos fue ron, entonces, poco uniformes. El gobierno central logró algún respiro fiscal, que fue dism inuyendo gradualm ente cuando las circunstancias políticas lo forzaron a conceder algunas subvencio nes a los gobiernos locales. E stas llegaron a ser mucho m ás cos tosas p ara el gobierno de lo que aparece en los cuadros de Galindo p a ra los años 1873-1874. Si suponemos que el gobierno del estado de Bolívar no logró recaudar todo lo presupuestado, $201.800, se puede ver que cinco de los nueve estados tuvieron cada uno ingre sos inferiores a $200.000 al año. M edida en térm inos de libras esterlinas, esta últim a cifra sería de £40.000; el ingreso del estado del M agdalena fue de menos de £16.000 al año. ¿Qué se podía esperar de gobiernos con ta l lim itación de ingresos? La mayor parte de ellos podía soportar solam ente “u n tre n gubernativo tan modesto que acaso toca en miserable", y en épocas difíciles aun gobiernos ta n pequeños ten ían que adelgazar m ás cuando sus em pleados im pagados renunciaban y. no se podía encontrar alguien
Del
p o d e r y l a g r a m á t ic a
87
para rem plazarlos57. Un gobierno mínimo es el corolario obvio de m ínimas ren tas. Entonces las funciones del gobierno caen en m a nos privadas, o sencillam ente no se llevan a cabo. Algunos gobier nos estatales, presos de desesperación fiscal, consideraron la po sibilidad de disolverse totalm ente58. E n la Memoria de Hacienda que presenta Salvador Camacho líoldán al Congreso de 1871 aparecen u n as cifras de los recursos del gobierno central que eran igualm ente desoladoras. Contiene esta llam ativa comparación de los im puestos per cápita de Colom bia con la situación en otros países:
Sin pretender, desde luego, establecer en m ateria de ren ta s punto alguno de comparación en tre los pueblos europeos y los E stados U ni dos con nuestro país, nuestros recursos fiscales, comparados con los del resto de la América española, son: la m itad de los de El Salvador, la tercera p arte de los de México y N icaragua, la cu arta parte de los de Venezuela, la quinta de los de Chile, la sex ta de los de C osta Rica y la R epública A rgentina, y la duodécim a de los del Perú; G u a te m ala tiene u n 50% m á s de re n ta s que nosotros, el E cuador u n 20% y B olivia u n 10%. A penas tenem os superio rid ad sobre la república de H onduras, y a ú n es posible que en los ocho años tran sc u rrid o s desde la fecha a que se refieren los datos que tengo de ese país, n u e s tra v entaja se h a y a disipado (...). L as re n ta s nacio n ales m o n ta n en la a c tu a lid a d a poco m á s de dos m illones ochocientos m il pesos; y como n u e s tra población, seg ú n el censo de 1870, d a u n a c a n tid a d algo superior, re s u lta que n u e stro s im puesto s no alca n zan a re p r e s e n ta r u n peso por cabeza de población.
El m inistro continúa describiendo cómo “en m ateria de re n tas y contribuciones hemos atravesado en los veintitrés últim os nños u n período de demolición incesante”59. A parte de la alcabala, abolida en 1836, el gobierno central cedió ren tas por $598.000 a las provincias y estados y abolió otras —el monopolio del tabaco, ol papel sellado y la ad uana en el Istm o de P anam á— que produ cían $520.0006°. Lo que quedó fue lo siguiente, presentándose igualm ente de cifras de una veintena de años antes: (Véase cua dro página siguiente) '
M a l c o l m D eas
88
D is m i
1851-1852
1869-1870
A u m e n to
A d uanas
714.978
1.575.904
860.926
S alinas
400.457
758.329
357.872
Correos
66.126
51.282
14.844
Bienes nacionales
59.130
26.600
32.530
R e n ta s
Tierras baldías
6.817 26.734
Am onedación F e r r o c a r r il P anam á
de
Aprovechamientos Totales
n u c ió n
29.213
2.479
250.000
250.000
93.211
92.402
1.360.636
2.883.758
92.402v 1.523.122
Al explorar los recursos del gobierno de 1871, Camacho Rol d án no abrigaba m uchas esperanzas de aum ento inm ediato. Los im puestos sobre comercio exterior, de los cuales advirtió que la ad uana no era el único, son de por sí elevados: “Son superiores a lo que la experiencia de siglos enteros h a sugerido a los gobiernos tener por límite en E uropa”61. No obstante lo anterior, estos im puestos iban a increm entarse antes del final de la era federal, m ás allá del 30% de lo que el autor los calculó62. Camacho Roldán, un com erciante práctico, pensaba que tales aum entos sólo contri buirían a alen ta r aún m ás el ya floreciente contrabando. El esta ba igualm ente enterado de las bases sobre las cuales estab a mon ta d a la aduana y cuán regresiva era: L a im p o rtació n de te la s de d iv ersas especies re p re s e n ta n la s tre s c u a rta s p a rte s del producto de la s a d u a n a s (...) im aginem os p o r u n in s ta n te u n a co n tribución d ire c ta cuya ta s a d ism in u y e a m ed id a que a u m e n ta se la re n ta del c o n trib u y e n te y q u e fuese de 10 p o r 100 sobre la s clases jo rn a le ra s, y sólo de 1 p o r 100 sobre la clase rica c a p ita lista (...) por m á s q u e se dijese, esa in iq u id a d se ría n o to ria y cap az de d e s p e rta r in d ig n ació n en los c a ra c te re s m á s apacibles. E sa es, sin em bargo, con co rta d iferencia, la p ro p o rcio n alid ad de la contribución de a d u a n a s e n tre n o so tro s .
De l
p o d e r y l a g r a m á t ic a
89
Tampoco era muy optim ista acerca de las perspectivas de las exportaciones en general. Siendo un experto en limitaciones del monopolio de la sal, esperaba aún menos en este campo. Consi deraba que el im puesto a la tierra era la forma m ás posible y equitativa de increm entar futuros ingresos, dado que la tierra estaba subgravada, y que las dificultades de crear un im puesto a las ren tas en general eran insuperables en la adm inistración co lombiana —un im puesto sobre la tierra a escala nacional presen taría suficientes aificuitaaes—. Tampoco esperaba mucho de las «tras ren tas. El correo produjo pérdidas; Camacho calculó lúgu brem ente la tasa nacional de alfabetism o en 5%; m ientras que en la G ran B retañ a se enviaban 31 cartas por persona, Colombia m ostraba u n a relación de 16 personas por ca rta64 . Los “bienes nacionales” no eran significativos y las inm ensas extensiones de terrenos del Estado, controlados sólo parcialm en te por el gobierno nacional, no producían mucho. Los bonos de tierra se cotizaban en el mercado a un precio muy bajo. U n im puesto a la extracción de la quina dem ostró ser m uy difícil de n dm inistrar y no valía la pena g astar esfuerzos para obtener ta n bajo producto. Las casas de moneda no ganaron suficiente por su m antenim iento: en 1884 no se recibió oro y el gobierno tuvo que ofrecer la Casa de Moneda de Bogotá como garantía de u n prési
_65
tumo
.
Cuando las cifras en pesos de papel moneda para los años pos teriores a 1885 son desinfladas y cuando se tiene en cuenta la rei entralización de gastos que apareció con la Regeneración, no se encuentra ningún cambio significativo en el resto del siglo. Los co mentarios de Carlos Calderón guardan semejanza con los de Camaelio Roldán. Refiriéndose a la época en la cual el último había escri to, C ald eró n lo ca te g o riza como “esa época de p ro sp e rid ad universal, debido a los altos precios de las cosas, que term inó en 1873 y no ha vuelto”. El autor analiza el descenso fiscal anterior a In crisis de 1885, “ta n seria, que ei m inistro del tesoro llegó a ser ultrajado por los pensionados, a quienes no podía servirles la exi gua pensión con que, en muchos casos, se recompensa el m artirio eiii servicio de la independencia nacional”. E n 1886 la nueva Consi il.ución centralizó los gastos de justicia, “un organismo vasto y exi gente”, y de las fuerzas arm adas, del “ejército que había sido, como
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M a l c o l m D eas
en Santander, Cundinam arca y Antioquia, cáncer de la hacienda nacional”. Al mismo tiempo el gobierno fue forzado por circunstan cias políticas a continuar la concesión de subsidios sustanciales n los departam entos que remplazaron los antiguos estados sobern nos. En 1898 Calderón encontró que a partir de 1876 la ren ta q u o recibió el gobierno nacional per cápita de población había declinado de $1 oro a 80 centavos oro. Los costos en oro del gobierno —el esquelético aparato diplomático y servicio consular, el pago de ln deuda, los pagos a reclamos diplomáticos (elemento de considera ción en épocas de m ala fortuna y trastornos consecuentes) y la com pra de arm as— fueron todos incrementados. El papel moneda no los pudo m antener bajos. No se podía esconder que “Colombia es el país cuyo tesoro se desarrolla m ás lentam ente”. El autor tampoco pudo llegar a una conclusión, en las vísperas de la guerra civil do 1899, diferente de “la imposibilidad absoluta de seguir gobernando con las obligaciones que gravan al tesoro nacional, sin m ás rentan que las que hoy tiene”. La caída de los precios del café disminuyo los ingresos del gobierno en un 40%. Después de la catástrofe, cuan do consideró los posibles arbitrios, Calderón no pudo encontrar man de cuatro, de los cuales ninguno era nuevo. Veía posibilidades do efectuar u n reforma del monopolio de la sal, cuyo producto había sido virtualm ente estacionario desde 1869; un nuevo impuesto do timbre; u n posible aumento resultante del ajuste de tarifas; final m ente, se podía imponer nuevos impuestos a los vicios66. E stas no eran conclusiones obtenidas por un hombre autosatisfecho o sin imaginación, o por u n a persona desconocedora de recursos más complejos de crédito y papel moneda, con los que el gobierno colom biano había para entonces tenido gran experiencia y a los cuales este ensayo, hasta ahora preocupado con las rentas estrecham ente definidas, regresa m ás adelante. Hay algunos recursos de naturaleza menos elaborada que de ben ser considerados antes de discutir el crédito formal y la infla ción organizada. El primero de ellos era la confiscación. ¿Existía alguna concentración de riqueza sobre la cual un gobierno desespe rado podía poner sus manos para lograr algún alivio significativo? Sólo aparecía una, la de las manos m uertas, la propiedad de la Igle sia, y el victorioso gobierno revolucionario de Tomás Cipriano da Mosquera decretó una expropiación a gran escala en 1861. Esta
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i onfiscación y sus resultados fueron menores de lo que se había aaperado por las siguientes razones: la Iglesia resultó ser menos rica de lo que sus entusiastas enemigos habían supuesto; el gobier no estaba muy necesitado, tal como todos los gobiernos expropiadoi " h lo h an estado, y no podía efectuar las ventas de la m anera pa■H'nte y cuidadosa requerida para asegurar los precios m ás altos. I ji principal preocupación del gobierno era tranquilizar a los deuilores internos; de tal m anera que recibía en pago una proporción itltii de su propio despreciado papel y poco “dinero fresco”, p ara usar In frase hispana. Las ventas eran dem oradas fuera de la ciudad i iqútal; y la Antioquia conservadora aún rehusaba aplicar la mediilii Las expropiaciones crearon nuevas obligaciones para gobiernos futuros, dada la compensación que recibió la Iglesia. Como siempre, ron tales medidas, ésta no se podría volver a utilizar67. Existían otras formas para obtener préstam os forzosos que sí mo |>odían volver a utilizar. Una era la demora reiterada en el pago ilo Malarios oficiales, o su disminución forzosa, lo cual fue el uso republicano de los antiguos valimientos coloniales; y la otra, la serie i u i í h o menos regular de préstamos forzosos que llegaban con el último recurso fiscal: la guerra civil. En estas ocasiones el gobierno publicaba listas de opositores prom inentes y neutrales, imponién d o lo s sum as específicas a cada uno y tomando fuertes medidas para recolectarlas: los agentes que se encargaban del recaudo recibían ellos mismos u n porcentaje sustancioso; o se confiscaban los bienes iln aquellos en lista o ellos o sus familiares podían ser molestados lumia que pagaran. Aun así, las simias recaudadas eran general mente inferiores a las estipuladas. Dentro de la íntim a sociedad urbnna de la N ueva G ranada había mucho motivo para lograr muerdos amistosos y, aunque los actos arbitrarios eran comunes y el proceso se tom aba cada vez menos regular a medida que se aparIaba del centro del gobierno, no era frecuente observar rem ates de propiedades de enemigos, y las sanciones tampoco eran extrem as. I Vu o la limitación real a esta clase de impuestos de emergencia rm licaba una vez m ás en la naturaleza de la economía. Ciertos tipos ■lo riqueza se podían confiscar con facilidad, y lo eran; el m ás obvio arii el ganado. Sin embargo, el exprim ir a los ricos hostiles o indifefifi pintes no rendía mucho .
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No había muchos de éstos. Ello puede verse en las listas que publican los periódicos de la época, y deducirse con cierta confian za de una cantidad de fuentes. Además, los ricos no eran muy ri cos. No se ha hecho investigación sistem ática alguna sobre los in gresos m ás altos del siglo pasado, pero hay indicios aquí y allí y éstos refuerzan el viejo dicho “nosotros los colombianos no tenemos para postre”. Cuando Camacho Roldán abogaba por su “impuesto directo y progresivo y único” a mediados del siglo, decía que: / L a re n ta m á s a lta en la p ro v in cia de B ogotá es la del señ o r F ra n cisco M ontoya, co m p u tad a e n $15.000 p o r la s ju n ta s calificado ra s de 1850 y 1851®9.
Allá Montoya era notoriam ente rico, pero tales ingresos no lo hacían m uy acaudalado bajo ninguna m edida internacional. Lo que se puede decir sobre ingresos, y no hubo ningún intento serio de crear im puestos a las re n ta s en el país en el siglo pasado, puede decirse igualm ente de la riqueza líquida disponible: los ricos no solam ente no eran m uy ricos, sino que su riqueza estaba en in versiones difíciles de realizar, tales como la propiedad raíz y el ganado. E n el caso de los com erciantes era en inventarios o er. créditos en el exterior, dado que muchos de ellos preferían que sus agentes les invirtieran sus ganancias por fuera si había proble m as en el país. E sta no era la única medida prudente que se adop taba. Los dueños de todo tipo de propiedad tra ta b a n de cubrirse con banderas extranjeras; algunos em igraban y se llevaban parte de su capital con ellos. El estilo de vida era modesto y provinciano, con poco de ese despliegue que hace m ás fácil la vida del recau d a dor de im puestos, y se m antuvo así h asta bien entrado e s te siglo. Esto era debido, al menos en parte, a que era muy costoso llevar aun u n a existencia burguesa poco extravagante en Bogotá. Hago mención de estas m edidas de em ergencia no sólo para com pletar el exam en de los impuestos, sino por lo que aportan como resp u esta a la idea de que en Colombia las clases re in a n tes se h abrían podido grav ar a sí m ism as con im puestos m á s altos, y de que su aversión a hacerlo debería ocupar un sitio m á s prom i nente en este análisis de la penuria estatal. El arg u m e n to es a veces ten tad o r —aun Camacho Roldán, con toda su a u ste rid a d , era renuente a ponerles im puestos muy altos a los v in o s, bajo el
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pretexto de que eran u n buen remedio p ara la anem ia de la cual parecían padecer tantos cachacos delicados—. Pero no es posible concebir cómo se h abría podido llevar a cabo esto dentro de las circunstancias del siglo XIX, aun si hubiera habido u n interés político. Al considerar lo que sucedía cuando u n sector del estrato alto se veía obligado por las circunstancias a tra ta r de obtener sustento fiscal de aquellos ricos alejados del poder, se ve que la solución no parecía encontrarse por ese camino70. Los efectos fiscales de la guerra civil a corto plazo señalaban una caída desastrosa en las aduanas y u n aum ento enorme en la lleuda in terna, el cual no era compensado con confiscaciones o préstam os forzosos —los últim os por supuesto form aban técnica m ente p arte de la deuda interna: L a influencia de cad a g u e rra civil h a hecho retro c e d e r diez añ o s a la re n ta de a d u a n a s (...) u n a n u ev a g u e rra civil e q u iv a ld ría a la construcción de u n ferro carril del N o rte h acia lo p a sad o 71.
Esos eran expedientes primitivos. Desde los prim eros días de In G ran Colombia, los gobiernos tra ta ro n de explotar medios m ás i'laborados de crédito tanto en casa como en el exterior. Los préslamos obtenidos en E uropa tienen una escandalosa historia que no es necesario considerar en detalle en este estudio72. Ellos quei!uron rápidam ente sin cubrirse. La N ueva G ranada salió per diendo con la distribución de las deudas luego de la fragm enta ción de la G ran Colombia, dado que el criterio principal utilizado pura resolver la participación fue el de la población. D urante el rusto del siglo hubo una serie sucesiva de incum plim ientos y remustes. No hubo arreglo que se m antuviera el tiem po suficiente romo para reducir sustancialm ente la deuda, o para obtener nuevu n sum as de im portancia. El gobierno fue obligado a incum plir arreglos que habían sido realistas para ambos lados en el m om en to dieron cuenta de necesidades m ás aprem iantes en casa. El sei retario de Hacienda de 1844, J u a n Clímaco Ordóñez, lo expuso muy claram ente, y a la vez con m ucha delicadeza, al explicar por i|im el presidente no había ratificado el convenio hecho en 1842 al flhid de la Guerra de los Supremos:
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E l a c tu a l jefe de la ad m in istra c ió n pública no h a querido sacri ficar el ho n o r de su p a tr ia a la fugaz rep u tació n que él p u d iera a d q u irir p o r u n m om ento. E s u n hecho evid en te que los fondos a sig n ad o s p o r la s leyes p a ra el pago de aqu ella d eu d a no alca n zan a c u b rir a n u a lm e n te la c a n tid a d q u e debe satisfac e rse por in te re se s, i a u n q u e el p o d er E jecutivo e s tá am p liam en te a u to ri zado p a ra a rre g la r su pago, tom ando las can tid a d e s necesarias del cúm ulo de las re n ta s n acionales, ta m b ié n es cierto que hoi g ra v a sobre to d as e sta s re n ta s , u n a c u an tio sa d eu d a contraída p a ra el so sten im ien to del gobierno constitu cio n al d u ra n te la ú l tim a g u e rra , i p a ra cuya satisfacción e s tá n especialm ente hipo te c a d a s la s m á s pin g ü es del tesoro. Si se h u b ie ra p u es de deducir d e esto s fondos u n a su m a considerable p a ra a te n d e r a el pago de la d e u d a exterior, n a d a a d e la n ta ría el crédito de la nación, se p e rd e ría en el in te rio r lo que p u d ie ra g a n a rse en el estran je ro , i si p o r d e sg racia lleg ab an a re p e tirse los sucesos revolucionarios que h a n cau sad o ta n en o rm e daño a la R epública, el G obierno v no e n c o n tra ría q uién lo p re s ta s e fondos p a ra a te n d e r a su con serv ació n i d e fen sa73.
Aunque no todos los financistas colombianos eran igualmente conscientes de los puntos m ás delicados del honor del gobierno, es cierto que políticos prudentes se m antuvieron lo m ás lejos posible de cuestiones de crédito exterior. La opinión de Rafael Núñez era que: L as operaciones fin an cieras, en g en eral, son en v erd ad cosas ex p losivas, q u e es necesario m a n e ja r con circunspección extrem a (...)
N o ten em o s, p u es, em barazo en confesar que algo espasmódico se ap o d era de n u e stro ser, siem p re que c a rta s o periódicos de B ogotá nos h acen e n tre v e r la posibilidad de negociaciones fin a n c ie ra s de cu a lq u ie r clase, q u e no se a n e n te ra m e n te norm ales. T oda operación sem ejan te es siem p re ca u sa de desprestigio p a ra el G obierno que la ejecuta, p orque se p re s ta a com entarios m ás o m en o s m o rdaces (...) E n tre nosotros esp ecialm en te el celo de la o pinión es in ten so y c o n stan te —exagerado acaso— en las m a te r ia s alu d id a s. M alas pasio n es p u e d e n sin d u d a contribuir, pero como re v iste n la s ex terio rid ad es del honor, la in teg rid ad y el p a trio tism o , es in ú til, a n te el juicio público, ta c h a r su s censuras • • 74 a trib u y é n d o le s deshonrosos m otivos .
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Núñez era un experto financista y un político valiente y el ''algo espasmódico” no era una señal de timidez. La caída de Mos quera en 1867 fue en parte debida a las sospechas que se levan taron por sus operaciones financieras en el exterior. La atm ósfera política no apoyaba generalm ente ninguna iniciativa audaz que pudiera satisfacer a los tenedores de bonos de deuda externa a fin de re s ta u ra r el crédito del país. Uno no puede im aginarse ningún gobierno colombiano que tenga, por ejemplo, la autoridad finan ciera y la decisión de Guzmán Blanco. H abía tentaciones para m antener la demora, una de las arm as de los deudores pobres y una muy bien esgrim ida por Colombia, a juzgar por el ritm o de la correspondencia oficial: la dem ora en pagar es, después de todo, en sí, u na forma estéril de tom ar prestado. La renovación del cré dito en el exterior iba a ser ciertam ente un asunto de largo plazo, y los cálculos de la m ayoría de estas adm inistraciones ten ían que «er cortos, y tendían a im pedirles que se pusieran en una situ a ción en la que nuevos préstam os, bajo mejores condiciones, hubie ran sido posibles, al menos en el exterior. D urante los cortos pe ríodos en que las cosas m arc h aro n bien, los g o b ern an tes no pensaron tan to en obtener nuevos préstam os como en am ortizar los existentes. No se creó ninguna reputación haciendo conversio nes ortodoxas, p ara las cuales no era posible lograr fondos. Igna cio G utiérrez y Felipe Pérez aum entaron su prestigio con sólo perNuadir a los dueños de los bonos de que fu e ran m ás re alistas respecto a la capacidad del país para pagar. Los argum entos de Ordóñez, en 1844, nunca estuvieron muy alejados del pensam ien to de sus sucesores, y un orden convencional no fue restituido en el campo del crédito externo sino cuando se suscribió el convenio I lolguín-Avebury de 1905. Con todo y sus complejos detalles, la historia de la deuda exlerna en el siglo pasdo es esencialm ente muy sencilla. Por razones «le urgencia diplom ática el país contrajo deudas que luego no pudo pagar bajo los térm inos acordados. Los gobiernos no podían dedi carle a ese fin la parte del ingreso que se necesitaba, y Colombia no tenía n ad a que ofrecer en cuanto a bienes n atu rales que fueran aceptables. El acuerdo G utiérrez estipuló la ta sa a que los dueños del préstam o externo (entre quienes, incidentalm ente, siem pre luibía un buen núm ero de especuladores nativos) podían cam biar
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los bonos por tierras públicas, pero no hay evidencia de que esto estim ulara su dem anda, y au n el precio no parece ser realista. Los dueños de los bonos no encontraron aceptable la propuesta dt) Camacho Roldán de que recibieran las m inas de sal de Zipaquirá. Se hicieron algunas propuestas respecto a los derechos del Ferro carril de Panam á, pero esa propiedad era insignificante en pro porción a la sum a total que se debía. Colombia no aparece en lo que se podría denom inar el segundo ciclo de préstam os latinoa m ericanos en el exterior del siglo XIX. El gobierno tom aba préstam os locales, y la deuda interna al canzó m uy pronto una situación extrem adam ente complicada. La historia de préstam os de em ergencia es ta n vieja como la Inde pendencia: E n efecto, cada u n a de las convulsiones políticas h a creado u n a n u e va deuda; cada u n a de las variaciones en el sistem a fiscal h a produ cido u n gravam en pa ra satisfacer la necesidad que h a dejauo. \
La Memoria de Hacienda de 1854 enum eraba veinticuatro tipos de deuda interna, y la confusión era aun peor debido a la forma errática y descentralizada en que se adm inistró esa deu d a75. Aparecen aquí las prácticas notorias de agiotaje: L a v a ria d a n o m e n c la tu ra , i el diverso in te ré s asig n ad o a los m is m os vales, lejos de p r e s ta r estím u lo a su s te n e d o res p a ra fo rm ar c a u sa com ún, lo tie n e n p a ra no in te re sa rse u n o s e n la su e rte de otros. L a cotización o v alo r re la tiv o de estos p ap eles es obra de pocas p e rso n a s, i m uchos no sab e n 10 que tie n en . ¿Cómo p u ed e a d m itirse siq u ie ra la p o sibilidad de q u e h a y a o r d e n e n la a d m in istra ció n de u n a d e u d a que se a m o rtiz a e n to d a s la s oficinas de recau d ació n i de pago de la R epública? No h a b ie n do u n re sp o n sab le único, ni u n a cu en ta je n e ra l, p orque no puede h a b e rla , n in g u n a ofiem a sab e aq u í lo que debe la N ación, sino p o r m a licia o cálculos a p ro xim a d o s7e.
Añilaal Galindo creía que los cupones eran falsificados, o sustraí dos a hurtadillas de las oficinas de gobierno, y presentados de nuevo: C reem os firm em en te q u e la N ación h a pag ad o p o r lo m enos dos veces cad a u n a de la s d e u d as q u e ha co n traíd o .
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Felipe Pérez alegaba que había favoritismo: Los fondos recaudados se entregaban de preferencia a los acree dores de origen contiguo78. El agiotista era u na persona execrada, que parecía aprove charse del d esastre de los dem ás, obteniendo ganancias fáciles con las desgracias ajenas bajo el favor y consentim iento del go bierno. Tanto Miguel Sam per como Ezequiel Rojas anotan que esto ostaba lejos de ser exactam ente el caso. Miguel Samper: Las quejas contra los llamados ajiotistas son para nosotros la prueba de que no se ha dado con las causas verdaderas de la decadencia de nuestro crédito público. La prevención llega hasta alejarse contra ellos el no deber salir incólumes en sus intereses de esta borrasca, de la cual nadie ha escapado ileso, como si los acreedores no tuvieran, además de sus papeles, bayetas, caba llos, monturas i dinero, i como si los encargados de las espropiaciones hubieran recibido orden de inquerir previamente quiénes eran o no tenedores de vales. Rojas escribió en su propia defensa en tono de afligida fran queza: El valor de cambio de los documentos de deuda pública o privada varía por las causas antes indicadas. De estas variaciones nace la ganancia de los que negocian en ellos. A esta ganancia o dife rencia es a la que se da el nombre de Agio i a los que negocian se les llama Agiotistas, como se llaman carboneros a los que venden carbón, i se quiere perjudicar a los ajiotistas?'i se quiere reducir sus ganancias? Hai dos medios, a saber, no poner papel en cir culación, o pagar puntualmente: asi no hai ganancias, o son pe queñas . \ El agiotista, como cualquier corredor, asum ía riesgos y ofre cía servicios, y en Colombia tanto el riesgo como el trabajo lo h a cían exigir y lograr u n m argen m ás amplio: Todos aquellos a quienes el Gobierno, después de una revolu ción, les espide vales en cambio de cabaNos, ganado etc. etc., espropiados durante la guerra, prefieren vender sus vales más
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b ie n que a g u a rd a r a que la te so re ría je n e ra l los m an d e lla m a r p a ra pag árselo s. I no solo ven d en los vales, sino el derecho de p ercibirlos, p o r se r la percepción u n a ta r e a a rd u a , d ila ta d a i de m u c h a teolojía. Los req u isito s que el G obierno exije p a ra reco n o cer las d e u d a s que h a contraído con los espropiados, el recargo de la s oficinas d esp u és de u n a de n u e s tra s g u e rra s etc. etc. im p o n en a l re c la m a n te sacrificios de tiem po i dinero que no le com p a se n o rd in a ria m e n te los v ales por lo que p refiere v enderlos por c u a lq u ie r cosa80.
Sam per da u n ejemplo de una circular de diciembre de 18(¡li, en que luego de una larga guerrá civil, se pide a aquellos qun reclam an caballos que indiquen “las m arcas, color i dem ás señn les de las b estias”. A prem iados todos n u e stro s gobiernos, desde el restab lecim ien to de n u e s tra indep en d en cia, por necesidades p e cu n ia rias, i poco fam iliarizad o s n u e stro s hom bres públicos con las sa n a s nociones^ del crédito, n u e s tra h isto ria fin an ciera no h a podido se r sino un com plicado enredo de tra m p a s i espoliaciones .
El éxito del agiotista de este am biente era ciertam ente sos pe choso, pero no estaba garantizado. La guerra que produjo esln» escritos de Sam per y Rojas había llevado al ideólogo liberal Mu nuel M urillo Toro a la doctrina que él denom inaba “La Verdad i>n la Deuda", “el cual consistía en obligar a los tenedores de Obli«n ciones del Estado, a venderlas al mismo Estado, en rem ates J>ü< blicos, al precio efectivo a que se cotizaban en el m ercado”. Lm consecuencias eran catastróficas para los tenedores de todo tipo de deuda: L a re n ta sobre el Tesoro, que e ra el m ás an tig u o y m ás re s p e ta b le de los valo res públicos, que a n te s de la g u e rra del 1860 se co tizab a con g ra n d e m a n d a al 70% y cuyos cupones v alían a la p ar, quedó valiendo del 20 al 25%, con la cual se redujo a m enos de la te rc e ra p a rte la re n ta que algunos colom bianos h a b ía n de ja d o al m orir, a su s fam ilias (...) si a ta n te rrib le despojo se so m etía a n u e s tra s v iu d as y h u é rfa n o s, no h a b ía ra zó n n in g u n a p a ra q u e el inglés sa lie ra m ejor lib ra d o .
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Esta ren ta sobre el tesoro creada por la consolidación de 1845I 1847, al 6%, había obtenido una respetabilidad que duró h asta IHIIO, gracias a que era aceptada para todos los pagos al Estado; Inclusive había sido criticada por distraer capital de otras activi11ii< los productivas. Pero perdió su aceptación y las arbitrariedades I mii'csivas socavaron aún m ás el crédito del gobierno. C iertas renImm eran destinadas a determ inadas deudas, y la amortización de I Ihm fondos se prom etía con sendas garantías escritas. Pero lo que j "I gobierno puede dirigir, puede tam bién redirigir y cuando quería I»«lía escoger violar sus garantías, aun si era necesario utilizar I | >nrn ello un batallón de sus propias tropas8^. I .a m ayor p arte de la deuda in terna era el resultado de arre[ ( I o n de emergencia, pagos suspendidos, expropiaciones y comproi i i I m o s vencidos. El gobierno generalm ente podía obtener préstaimini de u n modo m ás correcto, pero sólo de sum as relativam ente I |»'i|ueñas y a altas tasas de interés. Ocasionalm ente, las listas de I tutus sum as y los nombres de los prestam istas se encuentran en I Un Memorias de Hacienda. El informe de 1844 enum era, entre ni mu, a Ju d as Tadeo Landínez, Rafael Tejada, J u a n de Francisco Miirtín, al com erciante inglés Roberto H. Bunch, “el señor Vélez”, I v .Itirge Isaacs padre, bajo una lista titu lad a “pagado por los conI linios especiales celebrados con ...” La Esposición de 1858 tiene "U n lista, que indica que N. Danies había obtenido control de la ii'luana de Riohacha, p ara gran escándalo de los lectores cacha» iih , al p restar $105.580; u n ejemplo de mejor civismo fue dado por no costeño de paso y antiguo presidente de México, “Je n e ra l An tuvio López de S anta A nna”, quien había prestado generosam enI I" y sin intereses $5.500, garantizado sobre la A duana de C artaI »"iin. Tales listas no son m uy largas y ni las sum as pactadas ni Hl'i» totales son m uy grandes; algunos de los nom bres son de gente ■(•Inminente, pero la m ayoría no lo son, y las listas incluyen un ; húmero sorprendente de mujeres, tal vez de viudas, éstas bien i iipiices de defenderse por sí m ismas. La im presión es que el go| plnrno obtenía fondos líquidos en esta forma, y m antenía a su ■klicilrdor un cierto núm ero de personas acaudaladas, al menos I IHiiii acaudaladas que la m ayoría de esa m agra especie. La mayoIpfn imcapaba notoriedad. F uera de Landínez, otro que no la escapó
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fue el m inistro francés bajo la presidencia de M ariano Ospina Un dríguez, el barón Goury de Roslan84. El gobierno pagaba altos intereses sobre su deuda flotante R afael Núñez, al discutir las ventajas de u n préstam o en 18MI —que traería recursos velozmente, no complicaría el comercio, establecería nuevos lazos entre gobernador y gobernados, y crn adem ás una buena inversión para el capital de quienes “por su edad, sexo y otras circunstancias no pueden e n tra r en el movi m iento de la industria”— tuvo que adm itir que “el alto precio qun tiene entre nosotros el dinero, no perm ite co n tra tar empréstito»» por cuenta del Tesoro, a menos de un 18 por 100 anual, siempm que se tra te de cantidades de alguna consideración”85. Los teñe dores de obligaciones a corto plazo y altos intereses sólo consen tían consolidarlas si el gobierno les reconocía sum as que les die ra n igual renta con las nuevas tasas de interés. La práctica de m an ten e r el crédito de todos estos papelón asignándoles obligaciones específicas fue común a través del si glo. U n porcentaje de los productos de aduana, algunas yeces d< u n puerto específico, otro tan to de los ingresos de la sal, los dere chos de la nación en el Ferrocarril de Panam á, eran todos asigna dos a bonos de tal y tal clase. E sta práctica ten ía inconvenientes obvios, y para los años seten ta llegó a proporciones absurdas: Sal vador Camacho Roldán calculó que u n 75% de los ingresos brutos de la aduana estaban comprometidos en 1871; Felipe Pérez, al escribir en 1873, encontró la situación aún m ás grave: sus cifras dem ostraron que por algún descuido 100 de 105 unidades de la aduana tenían fines específicos —60% iba a varios tipos de deuda interna, 37. 1/2 % a la deuda externa, 2.1/2 % a “gastos del servi cio del ram o”, si se ignoraba el descuido— . La Ley de Crédito N a cional de 1868 fue dem asiado rigurosa; no le dio espacio al gobier no para respirar. Camacho Roldán esperó sólo $600.000 de las aduanas para los gastos generales del gobierno, si el comercio se m antenía, y Pérez calculó que las ren tas de libre disposición de la adm inistración, provenientes de todas las fuentes, eran sólo la m itad de esa suma. La re n ta efectiva del gobierno es tam bién la m ás difícil de calcular por los diversos grados en que consentía en recibir sus propias obligaciones como forma de pago: el elevar el nivel de su crédito en tal m anera efectuaba inm ediatam ente sus
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entradas de “dinero fresco". Con todo esto el gobierno es au n m ás pobre de lo que parece en su propia contabilidad®®. Un observador moderno de esta lam entable escena esperaría Inm ediatam ente que el gobierno apelase a lo que entonces se lla mó la litografía. Pero Colombia no emitió ninguna cantidad de papel moneda h asta los últim os quince años del siglo. E sta falta de papel moneda debe ser explicada. Hubo ciertos experimentos tem pranos: G utiérrez de Piñeres decretó u n a em i sión de $300.000 en C artagena en 1812; M árquez en 1839 y Mos quera en 1846 y 1848 utilizaron notas respaldadas por las m inas iln sal y billetes llamados “representativos”; M osquera declaró la ■>rnisión de $500.000 en billetes de Tesorería en 1861. Todos estos experimentos fueron un fracaso: como anotó m ás tarde en pocas palabras Miguel Antonio Caro, “M osquera fusilaba, y no pudo (rnnsform ar en moneda sus billetes de tesorería”87. Las circuns tancias colombianas por muchos años no perm itieron que se in trodujera el papel moneda y sin él, el único auxilio sim ilar provenía de u n m éto d o m en o s p ro d u c tiv o y m á s e n g o rro s o de adulteración: “El negocio fiscal (...) de d ar m ala moneda a cambio di; especies de superior condición” utilizado, entre otros, por Nariño y Santander. Los colombianos estaban atados a una acuñación desordena da de plata: E l h ab ito , se h a dicho, es u n a seg u n d a n a tu ra le z a ; y si esto es v erd ad en la g e n eralid a d de los casos, ella cobra m ay o r fuerza en el cam po de la m oneda (...) La no elección del oro p a ra p a tró n m o n etario p or el congreso de 1857 d e m u e s tra el resp e to de los leg islad o res p o r los h áb ito s del p aís (...) y a aq u el resp eto p or la co stu m b re debe a g re g arse la desconfianza entonces re in a n te p o r el oro, cuya sobreproducción e sta b a a la v ista de todos88.
No fue posible que se establecieran bancos privados antes de los años setenta. De nuevo, Miguel Antonio Caro comenta: El billete de banco, no conocido en tiem pos antiguos, h a sido la crisálida del papel-m oneda. E n 1860 no existía en Colombia la institución de los bancos, no podía e x istir el billete de banco, no podía im provisarse el papel-m oneda. E n esa época cayó el G obier
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no de la Confederación Granadina (...) Faltóle el recurso extraor dinario del papel-moneda, con el cual, en el orden natural de las cosas, hubiera dominado la revolución. Caro pensaba que aun sin bancos Mosquera hubiera insistí do, y hubiera tenido éxito, en im poner sus Billetes de Tesorería n una nación reacia, si no hubiera tenido a la mano otra fuente (!«• fondos “anticuada e inm oral” prohibida a sus enemigos conserva dores: el decomiso de la propiedad de la Iglesia89. El intento do hacer circular las notas no fue abandonado sino en 1863. Ésta» fueron im puestas a los acreedores del gobierno, con ciertas excep ciones, y a los empleados del gobierno; debían ser recibidas como pago de deudas judiciales, y se aceptaban por un 50% de los dere chos de aduana y como 60% de los pagos de la sal. Se imponían grandes m ultas a los que las cotizaban en oro o plata. Las notas no tuvieron m ucha acogida du ran te el corto tiem po en que estuAA vieron circulando . Los papeles de deudas de una y otra clase sí tuvieron cierta aceptación en círculos informados y con la fundación en 1870 del Banco de Bogotá aparecieron las prim eras notas bancarias, las cuales fueron seguidas en 1880 por las del Banco Nacional. Esta institución del gobierno esperaba igualm ente a tra e r a suscriptores privados, y no obtuvo un monopolio en la emisión de billetes h asta 1886. Fue en ese año cuando el país adoptó un sistem a de papel m oneda, que no se podía convertir, “de curso forzoso, sin libre estipulación” obligado a ese camino por la caída de los ingre sos y por la guerra civil, y por el drenaje de la circulación mone ta ria del país —ta n completo que los comerciantes de Bogotá cal culaban que sólo quedaban $200.000 en la plaza91. Dice Miguel Antonio Caro: Para cubrir gastos extraordinarios los gobiernos ocurren a la confiscación o al empréstito. Las formas rudas de estos dos mé todos son, por su orden, el despojo, y el empréstito forzoso o ex propiación cuyo valor se reconoce. Las formas civilizadas son: el aumento proporcional de los impuestos, y los empréstitos volun tarios. Por medio del empréstito, forzoso o voluntario, adquiere el gobierno un capital de que dispone inmediatamente, impo niendo a las generaciones futuras el servicio de los intereses, que equivale a un aumento del presupuesto de gastos nacionales, si
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la d eu d a es in te rn a , y a u n trib u to h u m illa n te pag ad o al e x tr a n jero, y a su m oneda, cuando en el e x te rio r se contrajo la d eu d a. Pero h ay otro m edio de a rb itra r recu rso s e n tiem pos calam itosos; m edio que y a se conoció e n otros siglos con el nom bre ap asio n ad o de “alteració n de la m o n ed a”; a rb itrio que consiste en d o ta r la m oneda con u n v alo r nom inal que re p re se n ta crédito del E stad o . El crédito es c a p ital y e s ta es u n a form a de m ovilizarlo.
Típico de Caro es el tra ta r de justificar el uso de papel mone•In du ran te la Regeneración citando a Alfonso el Sabio: F u e D on Alfonso el Sabio u n p rín cip e desgraciado. D estronóle su m ism o hijo, y m u rió lleno de a m a rg u ra refugiado en Sevilla. Su g ra n crim en no fue la “alteració n de la m o n ed a”, sino h ab e rse an ticipado a su s tiem p o s92.
E n tre 1886 y octubre de 1899 el Banco Nacional emitió la modesta sum a de $40.083.806, que con una población de cerca de tres millones viene a ser $13 per cápita. No fue posible evitar nuevas e in teresantes m aneras de agiotaje y un analista de esos años com puta el total de emisiones legalm ente defectuosas en $9.064.317. La m ayoría de éstas no parecen hechas con intento criminal o corrupto, pero es interesante anotar que las m edidas Iireventivas im perfectas y la falta de comprensión pueden respon der por casi un tercio del total impreso d u ran te las adm inistracio nes de Núñez, Carlos Holguín y Caro. El gobierno no perdió su control du ran te la corta guerra de 1895. La ta sa de cambio se m antuvo relativam ente estable h a sta fines de 1898, con u n m á ximo de 217% y u n promedio de 117% p ara letras a noventa días «obre Londres93. Hubo m ucha discusión sobre la verdadera natunileza del papel m oneda, sobre si era o no un préstam o, y si lo era, do qué tipo. En ciertas ocasiones se hicieron planes para am orti/.iir la moneda circulante, y en 1893 Carlos Calderón fue enviado a Londres con la propuesta de crear u n Banco Anglo-Colombiano que pudiera am ortizar gradualm ente el papel moneda por vía de un monopolio de cigarrillos94. El pensam iento oficial no conside raba por consiguiente que el papel m oneda fuera una panacea Imcal siem pre a la mano, y durante u n a década y m edia después de introducido fue m anejado en forma conservadora. Los libera
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les ortodoxos nunca dejaron de indicar las terribles tentacioni>« que representaba. La Guerra de los M il Días llevó al gobierno a caer en esta lo rrible tentación, con lo que se originó una de las prim eras hipor inflaciones, y una que tuvo m ás de un elem ento original y dramn tico. U na vez m ás la g u erra coincidió con u n a crisis económica y una desesperanza fiscal. Los conservadores abandonaron todo fin no y se dedicaron a d erro tar al enemigo a p unta de imprimir. 1.11 Litografía Nacional produjo $870.379.622 en tre octubre de 1899 y el fin de la guerra en 1903, y $100.000.000 adicionales m iento» duró el estado de emergencia de 1904. “E stas emisiones de la gui rra de tres años llevaron a Colombia a ocupar el prim er puesto un la historia universal de la depreciación del papel m oneda”95. Se establecieron “em isoras” departam entales que no estaban sujetas a ningún control central efectivo, pero que sí lo estaban 11 los intereses privados de los generales en cam paña96. Algunos do ellos asp irab an a algo mejor que las irrisorias notas garrapatea das que recibían sus renuentes proveedores, si ten ían suerte, en guerras anteriores: en Santander, el general González Valenciii produjo una moneda circulante hecha de cápsulas usadas de riflo, que com binaba en forma m aravillosa lo simbólico y lo práctico, y que hubiera deleitado a Caro en sus discusiones sobre qué tanto dependían ta le s medios de intercam bio del crédito, y qué tanto do la fuerza. E sta moneda dependía directam ente y en forma poco común de la cantidad de m aterial que hubiera para acuñarla97. Al gobierno central se le agotó en un m om ento dado todo el papel, y se dice que un estudiante cuidadoso del alza del cambio puedo detectar, en la parte alta del gráfico, un pequeño plateau corres pondiente al momento en que ocurrió este contratiem po. Se halló m ás papel en la Fábrica de Chocolates C haves y con ello se volvió a im prim ir: las notas llevan la denom inación “República de Co lombia” por u n lado y “Chocolate Chaves” por el otro. El cambio subió h asta u n 20.000%. La guerra y la inflación naturalm ente crearon caos en todo tipo de re n ta norm al98. Así term in ó el siglo, con los gobernantes de la república ex plorando las lim itaciones del últim o recurso de la hiperinflación. Los cálculos com erciales ordinarios dejaron de ser posibles y el gobierno sólo podía obtener préstam os en m oneda d u ra a
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i Iii» m ás altos intereses y con las g a ra n tía s m ás extravagantes. IW o Ins rebeliones tam bién n ecesitan recursos, y el gobierno •ulirovivió porque los de los rebeldes e ra n a ú n m enores. El gehm'nl Reyes, al h ered ar este desbaratado país, creó u n esquem a i|tm ponía el recaudo de los ingresos en m anos p riv a d a s " . Por Mitin extrem o que parezca hoy, tuvo sus atractivos después de •H nnta y cinco años de desilusiones y d esastres poco llevaderos. Alt unzo u n éxito modesto: un vistazo a sus lim itados recursos nuficiente p ara explicar su m ayor fracaso en convertirse en ■I IVirfirio Díaz de Colombia. M ejores épocas, las p rim eras desiln In década de los sesenta, hubieron de e sp e rar el renacim iento lt> lus exportaciones, y la posibilidad de m ás gobierno, y mejor, ii In resp u esta de esas m ism as ad u an as que u n rom ántico fiscal iln m ediados del siglo XIX llam are “antiquísim os ap arato s tr i butarios i /y(que) no pueden re sistir los ataq u es de la ciencia ecoj mímica” . No fue ni el proteccionismo, ni ningún nuevo arbitrio, ni ni papel moneda, ni ningún cuello de botella súbitam ente am|i|lndo lo que aum entó los ingresos a un nivel que se acercara o i|Uo so b rep asara las necesidades y aspiraciones del gobierno, mno el aum ento grad u al en las exportaciones, y lo que esto trajo t omo consecuencia. Hay u n a p reg u n ta m ás que debe tra ta rse : con ta n ta evideni ln oficial y no-oficial no es difícil d em o strar que los gobiernos ilu Colombia en el siglo pasado recibieron sólo escasos ingresos, l intonces sí es fácil d a r u n pequeño paso m ás y decir que estos Ingresos fueron insuficientes. Pero, ¿qué ta n insuficientes? ¿In e fic ie n te s p ara qué? ¿Qué hubiera sido u n ingreso adecuado? K»ta es u n a p reg u n ta que el h istoriador difícilm ente puede conI untar. Los gobiernos de países cercanos —como por ejemplo los tío Venezuela y Perú— ten ían ingresos m ayores. ¿Les fue mejor? No hay colombiano que necesite que le recuerden todo lo que no mi resolvió con el aum ento en los ingresos desde 1920 en ad e la n to. La m ayoría de las adm inistraciones tra ta n de g a sta r h a sta ol lím ite de sus ingresos, y m ás allá, y siguen siendo política mente vulnerables a las fluctuaciones. ¿Qué gobierno fuera del nrchiconservador fiscal J u a n Vicente Gómez sobrevivió en L a tinoam érica a las consecuencias de 1929? Hubo m uchos colom bianos inclinados a arg u m e n tar que el poco gobierno que se sos
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ten ía con un 2%101 del reducidísim o producto interno bruto crn m ás que adecuado, y sus argum entos eran m enos equivocadlo* de lo que suponían los e n tu siastas fiscales: los gobiernos sí erim p artidarios, ineptos y algunas veces corruptos, y la altem ativn de “cuidarse por sí mismo" era una m uy real p a ra gente agresi va y capaz de depender de sí m ism a. Sin embargo, uno puede profundizar m ás en estas nocionrit de lo adecuado o inadecuado. Podría uno m irar en detalle lo qu»> se hizo con las en trad as del gobierno en las épocas y momento» m ás favorables, tan to por conservadores como liberales, e x a m e n que podría corregir la im presión dejada por partes de este ensayo de que el culpable no fue tanto el nivel de en trad as como sus fluc tuaciones. Sobre este asunto tam bién hay opiniones contemporá neas valiosas. Considérese, una vez más, al em inente V icto ria n o Salvador Camacho Roldán: L a situ ació n de la H acien d a federal es a b so lu ta m e n te in ferio r a la s obligaciones q u e el G obierno tie n e p a ra con el país. H ay u n déficit crónico de cerca de m edio m illón de pesos a n u a le s e n los g asto s de p u ra a d m in istració n . No h a y m edios alg u n o s de a te n d e r al fom ento de los in te re se s m o rales y m a te ria le s 102.
¿E ra esta la simple intuición de un hom bre de Estado que, como cualquier persona privada con su propio bolsillo, sentía quo su país podría salir adelante sólo si tuviera un poquito más? La conclusión seguía u n exam en de las necesidades del país, que era algo m ás que pura intuición: P rotección co n tra la s violencias, ju stic ia en la decisión de las co n tro v ersias, se g u rid a d p a ra la s propiedades, d efen sa de la p a tr ia com ún, ejecución o re g la s ad ecu ad as p a ra la ejecución de los tra b a jo s públicos, e n se ñ a n z a g en eral, alu m b rad o público, poli cía de o rn ato y de aseo, estu d io de los in te re se s del p o rv en ir p a ra p re p a r a r su advenim iento, to d a s e sas son n ecesid ad es in d iv i d u a le s que se satisfacen m ejor p o r m edio de u n a organización com ún que p o r los esfuerzos aislad o s y d ébiles de cad a individuo en p a rtic u la r103.
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Camacho Roldan era perfectam ente capaz de re sa lta r estos puntos en detalle y de costearlos, y sus trabajos m u estran una inunte práctica y en ocasiones aun m ezquina, con algunas pru dentes esperanzas y pocas ilusiones. Por muchos años después de nu m uerte en 1900, el país no pudo pagar la cuenta que él le premmtó en medio de la m ás severa guerra civil, con el cambio cerca d«i 1.200 y en rápido ascenso, y los pesos im presos en papel de chocolate sólo a unos m eses v ista104. Un gobierno central con los medios suficientes p ara tra b a ja r en lo que pasó en su lista demoró Iinstante tiempo en llegar a Colombia, y esta dem ora tuvo los efec to» m ás profundos en la política, la economía y la cultura. ¿La razón? Como dijo Miguel Sam per sobre otro asunto: Es posible (...) q u e e sté consig n ad a en a lg u n a de la s M em orias de H acienda, q ue son docum entos e n qu e casi siem p re se consig n an m uy b u e n a s indicaciones, pero a la s cuales, en lo g en e ra l, la p a sta del volum en q u e los co ntiene h ace la s veces de losa de sep u lcro 106.
La m acabra imagen cae muy bien aquí, así como la sugerencia.
Notas I
M. B urgin, The Economic Aspects o f Argentine Federalism, 1820-1852, Cambridge, Mass., 1946, es todavía sobresaliente. Para una mejor com paración con el desarrollo colombiano, T. E. Carrillo B atalla, P G rases et al, H istoria de las fin a n za s públicas en Venezuela, 8 Vols. h asta la fecha, C aracas, 1972, es invaluable. Véanse tam bién los artículos en M. Izard e ta l, Política y economía en Venezuela, 1810-1976, C aracas, 1976, publi cados por la Fundación Jo h n Boulton, muchos de los cuales están re la cionados con finanzas públicas. Joseph Schum peter citado en R. Braun, “Taxation, Socio-political Structu re and S tate Building: G reat B ritain and B randenberg-Prussia", en C. Tilly, ed., The Formation o f National States in Western Europe, Princeton, 1975, (Studies in Fblitical Development No. 8), p. 327. Las pp. 164242 de este libro contienen el ensayo de G. A rdant, “Financial Policy and Economic Infrastru ctu re of M odem S tates and N ations”. Yo estoy en deu da con este artículo y con las obras del mismo autor: Theorie sociologújue de l ’impot, 2 Vols., París, 1965, e Histoire de l'impot, 2 Vols., París, 19711972. J . N avarro R everter citado en Macedo, L a evolución mercantil,
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comunicaciones y obras públicas. La hacienda pública. Tres monografíaa que dan idea de una parte de la evolución económica de México, México, 1905, p. 307. E llas son lo suficientem ente conocidas como p a ra ser am pliadas aquí; níii embargo, vale la pena a n o tar que esta “m an ía” optim ista perm itió a Co lombia conseguir em préstitos im portantes en “térm inos ridiculosamenti' ventajosos”; estas p alabras son del encargado de negocios de la Legación Británica, el coronel Ffctrick Campbell, Campbell a Dudley, enero 30, 1828, FO 18-52. Véase tam bién su “Memoir on the Revenues and Expeml ¡tures of the Republic of Colombia...", contenido en FO 18-26. E sta tem p ra n a euforia tuvo im portantes efectos sobre la h isto ria fiscal sub«lguiente del país. Los enviados británicos com partían generalm ente el pesimismo de la mi ministración colombiana. Véase por ejemplo: P itt Adams a Palmerson, abril 25 de 1839, FO 55-19. Los argumentos acerca de la “dependencia” parecen h ab er ignorado com pletam ente este problema. Esto es extraño, cuando é sta había preocupo do tanto a los gobiernos en esa época. (La discusión acerca de la “depon d e n c ia ” se dio g e n e ra lm e n te e n tr e e c o n o m ista s o h is to ria d o n » económicos, con poca participación de historiadores interesados en la po lítica y sus am biciones y necesidades m ás inm ediatas). Véase S ir .1 Hicks, A Theory o f Economic H istofy, Oxford, 1969, Cap. VI, p. 82. Además de las Memorias, he encontrado útiles las siguientes obras: A C ruz Santos, Economía y hacienda pública (Vol. XV de la H istoria exten sa de Colombia), Bogotá, 1965. E n tre otros trabajos viejos: A. Galindo, H istoria económica i estadística de la hacienda nacional desde la colonia hasta nuestros días, Bogotá, 1874 y Estudios económicos y fiscales, Bogo tá, 1880; J. M. Rivas Groot, Páginas de la historia de Colombia 1810 1910. Asuntos económicos y fiscales, Bogotá, s.d. (c. 1910); Climaco Cal d eró n , E lem entos de h acienda pública, B ogotá, 1911, co n tie n e un recuento histórico de los gravám enes coloniales, m uy útil; E. Jaram illo, Tratado de hacienda pública, 4 ed., Bogotá, 1946; L a reforma tributaria en Colombia, Bogotá, 1918 (2a. ed. 1956). R. Núñez, “La crisis m ercantil”, en la Reforma Política, Bogotá, 1945, Vol I, p arte 2, p. 303; Carlos Calderón, L a cuestión monetaria en Colombia, Madrid, 1905, pp. 143, 147 y ss. Véase tam bién F. C. Aguilar, Colombia en presencia de las repúblicas hispanoamericanas, Bogotá, 1884. Véase La Reforma Tributaria, pp. 88-110 (edición de 1956) y p. 177: "l
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pidez, sino que se fatiga y desm aya an tes de tiempo, bajo la presión de la violencia que le impone, p ara que rin d a m ás pronto la jo m a d a”. C. Calderón, La cuestión monetaria, pp. 190 y ss. Él estim ó que u n a caída «n los precios del café de US$0.16 en 1897 a US$0.10 en 1898 privaría ni Gobierno del 40% de sus ingresos. Véase el trabajo de J . A. Ocampo, “L as im portaciones colombianas en el aiglo XIX", p ara el análisis m ás completo existente. A la luz de la atención otorgada actualm ente a la discusión acerca de libre comercio y protección, la afirm ación de que las tarifas fueron consi deradas esencialm ente desde el punto de vista fiscal parece ser fuerte. I V.'ro las consideraciones fiscalistas siem pre fueron m ás im portantes que Ins de economía política; como E. Jaram illo decía, “la re n ta de A duanas es antes que todo u n recurso fiscal” (La reforma tributaria, p. 92), y un recurso regresivo (p. 97). I^hra el debate económico sobre las tarifas, véanse: M. Samper, “La pro tección”, en Escritos político-económicos, 4 Vols., Bogotá, 1925, Vol. I, pp. 195-291 que da un breve recuento h asta 1880; D. Bushnell, “Two Stages in Colombian T ariff Bolicy: The Radical E ra and the R etu m to Protection (1861-1885)”, en Inter American Economic Affairs, 1955, No. 6. G. Giraldo Jaram illo, ed., Relaciones de m ando de los virreyes de la N ue va Granada. M emorias económicas, Bogotá, 1954. “Relación del Sr. D. Manuel de Guirior, p. 87. Véase R. U ribe Uribe, Discursos parlam entarios Congreso Nacional de 1896, 2a. ed., Bogotá, 1897. “G ravam en del café”, pp. 189-223. El monopolio m ás im portante en posesión de Colombia e ra el trán sito a través del Istm o de Panam á. É ste producía ingresos, los que al q uerer aum entar contribuyeron en p a rte a la separación de ese departam ento. El ferrocarril producía al Gobierno $225.000 al año. H. H. H inrichs, A General Theory o f Tax Structure Change D uring Eco nomic Deuelopment, Cambridge, M ass, 1966, pp. 7, 19-24 y ss. [G.Wills], Observaciones sobre el comercio de la Nueva Granada, con un apéndice relativo al de Bogotá, Bogotá, 1831 (2a. ed. Bogotá, 1952). A. ( ’odazzi, Jeografía física i política de las provincias de la N ueva G rana da, 2a. ed., 4 Vols., Bogotá, 1957 (la . ed. Bogotá, 1856). E Pérez escribió una Jeografía física i política de cada uno de los nueve Estados Sobera nos y del D istrito Federal, Bogotá, 1862-1863. A. Galindo, A nuario E sta dístico de Colombia, 1875, Bogotá, 1875; p arte tercera, sección 7a., “Co mercio Interior”, pp. 148-163. De esta y de o tras fuentes sim ilares se puede reconstruir el panoram a comercial interno del país. Colombia era un país donde podía su b sistir una población relativam ente grande. E sta paradoja de abundancia de población y pobreza fue obser vada por m uchos com entaristas, por ejemplo Antonio N ariño: “La riq u e za sigue en todas p artes a la población y aquí es en sentido contrario. A
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proporción que se m ultiplican loa hombres, aum enta la pobreza”. (Citmln en A. C ruz Santos, op. cit., p. 231). Ingreso p er cápita: S. Camacho Roldan, “C atastro del Estado de Cumll nam arca”, en Escritos varios, 3 Vols., Bogotá, 1892-1895, Vol. I, pp. TiHíi y ss., cálculo del ingreso p er cápita en Bogotá en 1868 a $76 p. a. Esl.inm el consumo per cápita en C undinam arca en $50 p. a. en “Presupuesto ■« ren tas y gastos de C undinam arca, 1873-1874”, Ibíd., Vol. III, p. 16 y cnl culó “producimos y consumimos $125.000.000 an u ales” c. 1870, que con u n a población de 2.9 millones da algo cerca a $40 per cápita per annum (Ibíd., “Estudios sobre la hacienda pública. Fragm entos de la Memorln de 1872", p. 243). Continúa: “Sólo un 2 por 100 consagramos a la satisfacción de necesidn des comunes por medio del funcionamiento del gobierno nacional. Si iti cluimos en esta comparación las ren ta s de los gobiernos m unicipales dü los E stados y Distritos... la proporción subirá a poco menos de 5 por 100‘ (p. 243). E sta s cifras dan una im presión del esfuerzo impositivo de la época. 1.na cifras del ingresc/consumo per cápita tienen el valor de ser un estimativo de u n contemporáneo bien informado. Su cifra de 15 centavos por din como costo de subsistencia d aría u n gasto anual de $54.75. 18. Op. cit., Vol. III, p. 259. 19. Difícilmente había encontrado el sentim iento de descontento con los ¡m puestos un a expresión m ás clara que en las Capitulaciones de Zipaquirni “La im prudencial conducta de los Visitadores, pues quisieron aucar juno de la sequedad (...) que sea don J u a n Francisco G utiérrez de Piñero», V isitador de esta Real Audiencia extrañado de todo este Reino (...) y i|iiv nunca p a ra siempre jam ás se nos m ande tal empleo, ni personas que mu m anden y tra te n con sem ejante rigor de im prudencia”. M. Briceño, Loa Comuneros, 2a. ed., Bogotá, 1977, pp. 73-83. J. L. Phelan, ThePeopleand the King, Madison, 1978, Cap. II, pp. 18-35. P ara Palacios de la Vega, 0, Reichel-Dolmatoff, ed., Diario de Viaje del P. Joseph Palacios de la VcflU entre los indios y los negros de la provincia de Cartagena en el Nuevo Reino de Granada, 1787-1788, Bogotá, 1955. 20. Podían confiar aún menos los gobiernos republicanos en las costumbrtu y la legitim idad que sus antecesores coloniales. Cam acho Roldán considera que la m ism a idea de los gravám enes estaba asociada con la opresión colonial, exagerada por él mismo: “Epoca en qu«, siendo la riqueza apenas la décima p arte de lo que es en el día se cobrir b an im puestos cuyo producto era igual al de los tiem pos actuales y «n invertía, no en la m ejora de n u estra condición, sino en el rem ache d* n u estras cadenas. Se tiene la idea, cuando se tra ta del pago de u n a con tribución, de que el país es en extrem o pobre, y de que, por pequeña qu« sea la ta sa de aquélla, es lo b asta n te p ara cegar las fuentes de la riquofc#
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pública y producir el ham bre y la m uerte en tre las poblaciones...”. “A esta noción debe haber contribuido, adem ás de la tradidión histórica, el empleo poco cuidadoso que en tre nosotros se ha dado hasta el día al pro ducto de las rentas públicas, invertidas, en gran p arte, casi siempre, en sald ar las cuentas de las guerras civiles y p ag ar empleados y pensiona dos cuyo servicio no estim a o no comprende el público en general” (pp. cit., Vol. III, p. 248). Camacho Roldan exageraba verdaderam ente la eficiencia colonial, pero hay que reconocer que el gobierno colonial no enfrentaba la oposición partidista que los gobiemot. republicanos encontraron. Carlos Calderón da la siguiente descripción del círculo vicioso de la debilidad fiscal: “El desprestigio del régim en político tra e n atu ralm en te la debilidad del go bierno y la desconfianza y la intranquilidad; porque un Gobierno pobre es un gobierno débil, sin autoridad moral incapaz de insp irar tem ores ni afectos. Esto mismo repercute sobre el producto de las re n ta s porque toda intranquilidad significa paralización de los negocios, y ésta, disminución de las re n ta s” (La cuestión monetaria, p. 195). Vale la pena mencionar, adem ás, que Colombia era una república cons titucional, bien provista de abogados, con las adicionales dificultades fis cales y políticas que ello implica. En su Theorie sociologique de llm pot, pp. 389 y ss., 440 y ss. I 'ara una detallada descripción de lo atractivo de este ingreso véase C a macho Roldán, “Negociación de los acreedores extranjeros p ara la am or tización de la deuda exterior, m ediante la dación en pago de la salin a de Zipaquirá y la abolición del monopolio de la sa l”, op. cit., Vol. III, pp. 90-106; para el cálculo de su incidencia sobre los pobres, IbícL, pp. 202203. l’a ra las salinas de Zipaquirá, el mejor recuento es aú n el de L. Orjuela, M inuta histórica Zipaquireña, Bogotá, 1909, "Ojeada sobre salin as”, pp. LXXII-CCVI. La opinión de Carlos Calderón en La cuestión monetaria, p. 152; Clímaco Calderón alegaba que el monopolio era aún m ás regresi vo ya que el pobre, quien vivía en u n a dieta predom inante de vegetales, consum ía m ás sal que el rico. Elementos de hacienda pública, pp. 42-103. liste trabajo tiene tam bién u n a descripción m uy ú til de la adm inistración colonial de las salinas y de la geografía de la sal en Colombia, pp. 371409. A. Galindo, Historia económica i estadística de la hacienda nacional, C uadro 3, provee cifras p ara estos cálculos. l ’ara la historia del monopolio del tabaco véase M. González, “El estanco colonial de tabaco”, Cuadernos Colombianos, No. 8, pp. 637-708; J. E I larrison, "The ColombianTobacco Industry from G overnm ent Monopoly to Free T rade” (tesis de Ph.D. no publicada, U niversidad de California, 1951), especialm ente Cap. VII, la abolición; L E Sierra, El tabaco en la
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economía colombiana del siglo XIX, especialm ente pp. 91-96, parn lm argum entos abolicionistas; J . L. Helgüera, "The first M osquera Adminla tratio n in New G ranada, 1843-1849” (Tesis de Ph.D. no publicada, Clwi peí Hill, 1958), Cap. XI, pp. 327,332,353-358. D esafortunadam ente nin guno de estos autores está p articu larm en te interesado en el aspwl» fiscal de la historia del tabaco. H arrison, Sierra y H elguera sobrestimmi la im portancia fiscal del monopolio en la década de 1840 al confundir ni producto bruto y neto, y al no ubicar la ren ta en el contexto fiscal generiil Sierra hace énfasis en lo hipotecada que estaba la renta. Clímaco Calderón, op. cit., p. 106, defiende el argum ento de la rápiiln recuperación de la pérdida a través de la aduana: “En efecto, el producid de la re n ta de aduanas, que en el año fiscal de 1848 a 1849 no había sido sino de S540.238, ascendió en el año 1855 a 1856 a $1.096.210, lo i|u« arroja u n aum ento de $555.972; y como el producto líquido de la renta «I» tabacos en el año fiscal de 1848 a 1849, últim o de su existencia, fue d» $321.071, con el aum ento ya expresado en la re n ta de aduanas, se obtuvo p a ra el fisco un excedente efectivo de $243.901". Para la “descentralización de re n ta i gastos”, lei del 20 de abril de 1850, y el preám bulo de éste, de M urillo Toro, véase A. Galindo, op. cit., pp 85-94. P ara u n a sinopsis de ren ta s d u ran te el virreinato, véanse las tablas en L. O spina Vásquez, Industria y protección en Colombia, 1810-1930, Mo dellín, 1955, p. 37 (tomado de Memoria de Hacienda'áe 1839); A. Galindo, H istoria económica i estadística de la hacienda nacional, Bogotá, 1874, C uadro No. 1 (cuidado con erratum en el “Tributo de Indios”). Galindo tam bién usa la Memoria de 1837. A. Galindo, op. cit., C uadro No. 10. Véase abajo p ara los problem as locales del ingreso de bebidas. Para lo» intentos de nacionalización de Reyes, L. Ospina Vásquez, Industria y protección, p. 322. Véase Clímaco Calderón, Elem entos de hacienda pública, pp. 477 y ss. El monopolio de la fábrica de naipes fue anulado por recurso popular a otro» “juegos prohibidos, como el de dados”. La tabla de Luis Ospina Vásquez, op. cit., p. 37, da $47.000 p ara el “año común de los inm ediatam ente anteriores al de 1810”. (C om parar el total p ara Ecuador: $184.000 en 1836. C. A. Goselman, Inform es sobre los estados sudam ericanos en los años de 1837 y 1838, Estocolmo, 1962, p. 100. E ste trabajo es una fuente ú til de información com parativa p a ra el período republicano; el libro cubre Chile, Perú, Bolivia, Ecuador, Nueva G ran ad a y Venezuela). Véase tam bién A. Cruz Santos, Economía y Hacienda Pública (Vol. XV de la H istoria extensa de Colombia), pp. 285 y ss.
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Véase M. B rugardt, "Tithe Production and P a tte m s of Economic Change in C entral Colombia, 1764-1833” (Tesis de Ph.D. no publicada, U niversi dad de Texas, 1974), pp. 6 y ss., p ara los métodos adm inistrativos. C itas del Inform e del Director Jeneral de Im puestos al H. Señor Secreta rio de Estado en el Despacho de Hacienda, Bogotá, 1848, y de Florentino González, Inform e de Hacienda de 1848. Las cifras de 1835 de A. Galindo, op. cit., C uadro No. 9: Galindo calculó que la Iglesia y el E stado debieron haber recibido cerca de $250.000 anuales, y por consiguiente los pagadores el diezmo tuvieron que h aber pagado mínimo lo que pagaban para la sal. P ara los argum entos de la Iglesia véase Documentos para la biografía del ilustrísim o señor D. M anuel José Mosquera. 3 Vols., París, 1858, Vol. II, pp. 306-318; Vol. III, p. 512: "Para hacer menos gravosa esta contribución (...) para evitar extorsiones (...) se previene que se procure introducir el sistem a de composición con los contribuyentes (...) Si el sistem a de rem a tes ha sido odiosa, porque tal vez han abusado los rem atadores, o porque se ha creído, con razón o sin ella, que éstos hacían ganancias exorbitan tes, am bas cosas cesan con el sistem a que se recom ienda”. — 1853, “pro yecto sobre arreglo de la adm inistración y contabilidad de la re n ta de diezmos”. Escritos varios, Vol. III, pp. 421 y ss., "Nuestro sistem a trib u ta rio ”, “Im puesto único” e Im puesto directo progresivo". Para un recuento m agistral de estos puntos véase G. A rdant, “Financial Policy and Economic Infrastru ctu re of M odem S tates and N ations”, en C. Tilly, ed., op. cit., particularm ente pp. 208-220. Inform e que el secretario de Hacienda presenta al ciudadano Presidente del Estado Soberano del Tolima, 1865. N atagaim a (T) 1865. (Hay algo heroico en im prim ir informes en N atagaim a. En 1870 la población del municipio alcanzó 6.823). Inform e del Secretario Jeneral del Poder Ejecutivo del Estado Soberano de Boyacá, 1869, Tunja, 1869, pp. 30 y ss. El mismo Inform e para 1873, pp. 29 y ss. P ara m ás especulaciones acerca de estos aspectos de política local véase mi artículo "Algunas notas sobre la historia del caciquismo en Colombia”, particularm ente el extracto de R. G utiérrez, Monografías, 2 Vols., Bogotá 1920-1921, Vol. I, pp. 90-92, y la controversia m encionada en nota 10 del citado artículo. El gam onal es renuente a gravarse a sí mismo, o a gravar a sus amigos, e incapaz de g rav ar a sus superiores. Inform e p ara 1873, ya citado. Inform e del secretario de Hacienda de Cundinam arca al gobernador del Estado, Bogotá, 1868. Véase artículo de Camacho Roldan, “C atastro del Estado de C undina m arca”, en Escritos varios, Vol. I, pp. 585 y ss.
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• liilindo dejó sus Recuerdos históricos, Bogotá, 1900, que dan una muesIni b astante buena de sus ideas. E n tre sus m uchos logros está la prim era t i nducción completa al castellano del Paraíso perdido de Jo h n Milton. Muchas de las observaciones hechas en este ensayo acerca de Colombia IHieden hacerse a escala m enor sobre los E stados Federales. Los estados costaneros tenían una ta s a de im puestos p e r cápita relativam ente alta; <’undinam arca con su dominio sobre las im portaciones y Antioquia con m u vigorosa economía local, ocupan lugares altos en la escala, de la cual ocupan los últim os puestos los estados aislados: Santander, Tolima, Cauca y el pobre Boyacá. Las pobres perspectivas fiscales de Boyacá fueron previstas por J. M. .Snmper en su Ensayo aproximado sobre la Jeografía i estadística de los ocho estados que compondrán el 15 de septiembre de 1875 la Federación Neo-Granadina, Bogotá, 1857: “Pueblo ta n laborioso como pobre. Sus frutos tienen bajo precio, por falta de consumo; los salarios son extrem a dam ente bajos”, poco movimiento. C ifras de Galindo, Anuario, p. 211. Inform e del Secretario de Hacienda del Departamento del Tolima al se ñor Gobernador, Neiva, 1886. Inform e del Secretario Jeneral del Poder Ejecutivo del Estado Soberano de Boyacá, 1869, pp. 11 y ss. Inform e del Director Jeneral de Impuestos... Bogotá, 1848, p. 11. Inform e del Secretario Jeneral... 1869, Tunja, 1869, p. 41. Véase Informe del Gobernador del Tolima a la Asam blea Departamental en sus sesiones ordinarias de 1896, Ibagué, 1896, pp. 20 y ss.: “R enta de Lico res”. H ay abundancia de información en los otros Informes también. E stos problem as son sim ilares a los encontrados por los funcionarios franceses en las á reas h ab ita d a s por los bouilleurs de cru o por los encontrados por los em isarios del sh eriff al o riente de Tennessee. P ara los prim eros ver la obra de G. A rdant, Theorie sociologique de l’im pot, Vol. II. La participación del monopolio de las bebidas en la formación de los ca pitales privados está fuera del alcance de este ensayo; sin embargo, se puede decir en passant que hay varios nom bres interesantes en los Infor mes locales, adem ás del de don Pepe Sierra; p ara ese famoso caso véanse las anécdotas en B. Jaram illo Sierra, Pepe Sierra, el método de un cam pesino millonario, Medellín, 1947, pp. 73-82. Todo el problema del im puesto a las bebidas en tiempos de la República, con sus aspectos fiscales, políticos, culturales e industriales, pide un m ayor estudio. M. Samper, op. cit., p. 5, para las tarifas de los estados Sam per concluye: “ya hemos dicho a los hombres políticos bien intencionados que conviene que moderen su entusiasm o por el progreso porque el exceso de dicha m ata a las veces...’’.
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M a l c o l m D kah
55. La frase es del Informe del Secretario General de Boyacá, 1869, p. 29. 56. Véase p ara S an tan d er y la crisis de 1884, J . 11. Palacio, La Guerra del .s'.», Bogotá, 1936, pp. 20-23. 57. La frase citada es de la Exposición de Hacienda de Ignacio Gutiérrez, do 1858, p. 7. El tam año de esas burocracias locales y centrales puedo ser calculado fácilm ente de los varios Informes, y Galindo da las siguiente» cifras en el Anuario de 1875: Empleados nacionales: 1.451 (Esto incluye 27 senadores, 60 representantes y 67 personas en la Uni versidad Nacional) Empleados de los Estados: 3.318 Esta cantidad incluye m aestros para algunos estados pero no para otro*; hay otras discrepancias. (El ejército no está incluido). E stas cifras no son muy grandes. A pesar del deseo de em plear lo que el gobernador llamó en su Informe de 1896 (p. 25) "personas que necesitan y merecen un puesto público”, los gobiernos no estaban ansiosos de ad q u irir subalternos a los que luego habría de despedir, y los colombianos estaban poco dispuestos a tra b a ja r por nada. Existe m as evidencia de cmplcofobia que de empleomanía. 58. Vcasc E. Pérez, Vida de Felipe Pérez, Bogotá, 1911, p. 156: “El Sr. D. .Juan Solano, que ejerció las funciones de Presidente del Estado de Boyacá an tes que el Dr. Felipe Pérez, se vio en tan ap u rad as circunstancias para gobernar, que aconsejó a la Asamblea que dividiera el territorio del Es tado en dos grandes proporciones y que una se ju n tara a S an tan d er y la otra a C undinam arca”. Felipe Pérez tiene su propia opinión: "El Estado de la Unión que no pueda arreg lar su hacienda, será borrado m ás tarde o m ás tem prano del m apa de Colombia, y lo borrará la espada de la anarq u ía o la mano de la ley”, Ib id., p. 163. 59. Escritos varios, III, pp. 192-193. 60. Ibíd., p. 189. 61. Ibíd., p. 206. 62. Véanse los artículos de M. Sam per y D. Bushnell arriba mencionados, nota 11. 63. Escritos varios, III. pp. 308-309, 283. Camacho Roldan considera que los gravám enes a las telas, a los zapatos y a los som breros producían m ás de la s tre s cu artas partes del ingreso de adu an as. El de las bebidas producía el S%. (Anexos de Memoria de Hacienda de 1872) El año an terio r se calculó el ingreso del gobierno nacional como: A duanas S alinas
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I H a. IO D E R Y LA GRAMÁTICA
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Ibíd., p. 187. Entonces el impuesto a las lelas producía cerca del <10% del total. En 1852 Camacho Roldán había dado el siguiente ejemplo de la n a tu ra leza regresiva de esa tarifa: "El hum ilde agricultor, que de los 300 pesos anuales que le dan sus cosechas, consume por 50 pesos de género de algodón, paga 20 pesos al fisco, que son el siete por ciento de su ren ta; y el acomodado negociante, que con su s G.000 pesos de ganancia consume por 50 pesos de sederías paga solam ente 5 pesos de derechos, que no alcanzan a ser el uno por mil de su ren ta (im puesto directo progresivo', Ibíd., p. •153)”. Ibld., p. 246. “Proporción de la sociabilidad expresada por In correspon dencia epistolar entre los hab itan tes de Inglaterra y los de Colombia: 500 a 1". Véanse las m edidas anunciadas para su p erar la emergencia fiscal en los periódicos de la época. Carlos Calderón, La cuestión monetaria en Colombia, M adrid, 1905, pássim. Sobre la desamortización, véase S. Uribe Arboleda, “La desam ortización en Bogotá, 1861-1870”, tesis no publicada, Facultad de Economía, U ni versidad de los Andes, 1976; F. Díaz Díaz, La desamortización de bienes eclesiásticos en Boyará, Tunja, 1977; el ensayo “Las manos m u ertas”, en I. Liévano Aguirre, El proceso de Mosquera antcclS cn a d o , Bogotá, 1966. R. J . Knowlton: “Expropriation of Church Property in N ineteenth Century México antl Colombia: A Com parison”, TheAm cricas, Vol. XXV, abril de 1969, No. 4, ofrece un corto estudio comparativo. Sobre este tem a en 1884-1885 véase mi ensayo “Pobreza, guerra civil y política: Ricardo G aitán Obeso y su cam paña en el río M agdalena, 1885”; p ara expropiaciones en 1877 en el su r véase G. S. G uerrero, Rem em bran zas políticas, Pasto, 1921, pp. 88 y ss. Véase tam bién el ensayo de Núñez "Derecho de propiedad”, La Reforma Política, Bogotá, 1945, Vol. 1(1), pp. 249-253. Escritos varios, Vol. III, “Im puesto directo progresivo”, p. 447. En parte (mismo vol. “Ferrocarril del N orte”, p. 68) él afirma: "Los em presarios de industria, los que en nuestro país tienen esa posición independiente a rre glada, valerosa y próspera, son muy pocos. No pasan del uno por ciento de la población total; en la suposición m ás favorable, como la de capital de la Unión, no pasan del dos por ciento. En toda la república sobre tres millones de habitantes, no llegan a cu arenta mil personas. Las dem ás son jornaleros, m ujeres, niños, ancianos, enfermos, em plea dos, gente que no trabaja o que consume día por día sus salarios íntegra
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m ente porque carece de alicientes, de medios, de posibilidad, de volunlmi p a ra ponerse el duro sacrificio de la economía. De ochocientos mil adultiw trabajadores, hombres o m ujeres, que pueden calcularse en la República, no menos de setecientos mil son puros proletarios sin capital”. Escritos varios, Vol. III, p. 11, en cuanto a los beneficios medicinales del vino Es necesario hacer énfasis en que las Memorias de los m inistros de I In cienda fueron escritas en p arte p ara persuadir a los recalcitrantes coi i gresos de conseguir m ás ingresos —con pocos resultados usualmenlo (véase, por ejemplo, ibíd., p. 219, nota)—. El ejecutivo colombiano m mucho m ás débil que su contraparte venezolana. Aunque los líderes políticos pueden ser vagam ente situados en el “estriil» alto” no pueden ser igualados a los em presarios de in d u stria o a los rico» establecidos de Camacho Roldán. E stos últim os consideraban a los poli' ticos con fastidio y alarm a y no como los guardianes de sus interesen, I Vca.se el informe de J . A. Soffia, M inistro chileno en Bogotá a su gobierno, fechado Bogotá, abril 30, 1882, publicado en Thesaurus XXXI, No. 1, 1976, pp. 128-129. La “clase especial de hombres políticos” no había sido cohibida por intereses de clase al tr a ta r de im poner mayores gravámo’ nes. Ibíd., “Ferrocarril del N orte”, p. 54. La mejor historia sucinta de la deuda desde sus orígenes h a sta el convn nio Holguín-Avabury de 1905 es la incluida en J . Holguín, Desde cemi (Asuntos colombianos), París, 1908, pp. 1-103. Tiene tam bién el extraor' dinario m érito de ser legible. Inform e del secretario de Hacienda de la Nueva Chanada..., 1844. L a Reforma Política, III, “Mammón”, p. 242. “Lo que hay, debemos agradecerlo a los que nos han querido d a r prestado; si no hubiéram os encontrado especuladores, ya no tendríam os qué dispa rar, ni con qué", S an tan d er a Bolívar, citado en J . M. Rivas Groot, Pagi nas de la Historia de Colombia, 1810-1910. Asuntos económicos y fisca les, p. 81. (La carta es p ara Bolívar, agosto 2, 1823). Cita de Esposición de Hacienda, 1858. D iferentes tipos de deuda in tern a clasificados en Esposición de Hacien da, 1854, p. 27. Esposición de 1858, pp. 62-30. A. Galindo, Estudios económicos i fiscales, Bogotá, 1880, p. 21 (su énfasis). Ibíd., p . 4 8 . Memoria dirijida al Presidente de la República por el Secretario del ramo (del tesoro i Crédito Nacional), 1873, p. 40. La p rim era cita es de M. Samper, Cuestión crédito público, Bogotá, 1863, p. 8 ; la segunda, de E. Rojas, Teoría del crédito público i privado con su aplicación al de los Estados Unidos de Colombia, Funza, 1863, p. 13. M. Samper, op. cit., p. 9.
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«I Ibíd., p. 9. HU •). Ilolguín, Desde Cerca, pp. 35-37. •« i K. liojas, op. cit., p. 42, dice que Bolívar mundo tom ar ciertas llaves del I íirector del Crédito Público por la fuerza. MI Véase el Inform e de 1844 y la Esposición de 1858. Se creía que el barón Goury de Roslan p restaba dinero al gobierno de M ariano Ospina Rodrí guez en 1859-1860. La Legación Inglesa pensaba que sólo estaba tr a ta n do de m onetizar la fortuna de su esposa, una neogranadina, p ara sacarla del país y llevarla a Francia. Griffith a Russell, 19 de mayo de 1861, FO 55-155. «IV Citado en J . M. Rivas Groot, op. cit., pp. 243 y ss. in S. Camacho Roldán, Escritos varios, Vol. II, p. 308. F. Pérez, Memoria... (del tesoro i crédito nacional) 1873, pp. 11 y ss. F. González, Informe... del Secretario de Hacienda, 1848, p. 19: "El pago de deudas en abono de contribuciones impide el que se cuente con ingre sos ciertos en metálico para hacer los gastos, complica las operaciones de contabilidad, i da lu g ar a un ajiotaje inmoral, en que m uchas veces to man parte los empleados públicos”. M7 lín relación con estos intentos véase G. Torres García, Historia de la mo neda en Colombia, Bogotá, 1945. Compare con las emisiones de Rosas en A rgentina: “El régim en fue res ponsable por las emisiones de 109.980.854 pesos en un período un poco mayor de once años. Esto fue entonces el secreto de la habilidad de Rosas para evitar la bancarrota fiscal”. M. Burgin, The Economic Aspects o f Argentine Federation, 1820-1852, Cambridge, Mass., 1946, p. 216. Aun Rosas no pudo obtener éxito con una contribución directa: el adm itió que "no hay nada m ás cruel e inhum ano que obligar a una persona a d ar cuenta de su riqueza personal”, Ibíd., pp. 191-192. HM M. A. Caro, Escritos sobre cuestiones económicas, Bogotá, 1943, p. 53, sobre Mosquera. G. Torres García, op. cit., pp. 32-33, p ara N ariño y Santander; pp. 68-85, para N ariño y el acuñam iento de plata. Véanse tam bién las secciones relevantes de A. M. Barriga Villalba, H is toria de la Casa de la Moneda, 3 Vols., Bogotá, 1969, Vols. II y III. Mil Para la cita y opinión véase M. A. Caro, op. cit., pp. 97-98. IM). Existe un relato en este episodio en A. Galindo, Estudios económicos i fiscales, Bogotá, 1880, pp. 55 y ss. IM Véase Carlos Calderón, La cuestión monetaria, pp. 41-47. 02. E stas citas de M. A. Caro, op. cit., pp. 44-46. I I Cifras de G. Torres G arcía, op. cit., pp. 275-276. En cuanto a las políticas de los años 1886-1898, y un relato de las em i siones irregulares, véase el mismo trabajo, Cap. VIII.
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94. Carlos Calderón, op. cit., prim eras páginas. 95. G. Torres García, op. cit., p. 275. 96. L. E. Nieto Caballero, E l curso forzoso y su historia en Colombia, Bogelil 1912, p. 29, estim a las emisiones departam entales en $600 millones. 97. E sta acuñación es descrita e ilustrada en A. M. B arriga Villalba, Histvi til de la Casa de la Moneda, Vol. III, pp. 187-188. 98. Véase el informe de Mr. Spencer S. Dixon, “Financial Crisis in Colombia, w ith the Exception of the Isthm us of P anam a’’, Bogotá, diciembre Mi, 1902, en FO 55-409. 99. L. E. Nieto Caballero, op. cit., pp. 45 y ss., sobre el banco de Reyes y I hh rentas reorganizadas. 100. La opinión sobre la naturaleza arcaica de la aduana por J . N. Gómez, Mv moría de Hacienda de 1853, citado en J. M. Rivas Groot, op. cit., p. 223. E n relación con la persistencia de la estru ctu ra de ingreso fiscal con bns» en la aduana véase J . Monsalve, cálculo p ara los años veinte en su ('»■ lombia cafetera, Barcelona, 1927, p. 90: A duana (y relacionados) 62.3.1% Ferrocarriles Nacionales 11.54 S alinas 5.84 Correo y Telégrafos 5,15 Papel sellado y tim bre nacional 2.36 Im puesto sobre la ren ta 1.57 O tros renglones 11.57 101. Cálculo de 2% de Camacho Roldán, op. cit., Vol. III, p. 243. Cf. J . S. Mili, Principies ofPolitical Economy, Libro y Cap. VIII, S 1: “La inseguriduil paraliza, solam ente cuando sus características y natu raleza sobrepasan esa energía que la hum anidad es capaz de generar en defensa propia, lin por ello que un gobierno, cuyo poder es difícil de re sistir por los indiví dúos, puede cau sar tan to m ás daño a la prosperidad de una nación, como u n a situación de turbulencia bajo instituciones libres. Algunas naciones han podido prosperar dentro de uniones sociales cer canas a la anarquía, pero ningún país sometido sin lím ite a la tirano autoridad y exaciones arb itra rias de los gobernantes h a prosperado”. 102. Op. cit., Vol. III, p. 219. 103. Ibíd., p . 195. 104. Murió el 19 de junio de 1900. A. J . Iregui, Salvador Camacho Roldán, Bogotá, 1919, p. 80. T asa de cambio de Torres García, op. cit., p. 276. 105. M. Samper, N uestras enfermedades políticas. Voracidad fiscal de los E s tados, p. 24.
I \ )BREZA, GUERRA CIVIL Y POLÍTICA: lti< a r d o G a it á n O b e s o y s u c a m pa ñ a Kn e l r ío M a g d a l e n a e n C o l o m b ia , 1885
l^ n Colombin, en el siglo XIX, las disminuciones en la dem anda 'li las exportaciones producían crisis políticas que a m enudo te r minaban en guerra civil. En gran parte el país era un exportador lii i iférico que escasam ente figuraba en las guías comerciales de lu (ipoca. Inclusive cambios fortuitos, que no reflejaban ninguna ili'liresión en el comercio m undial, afectaban las ya precarias y m arginales exportaciones. Muchos colombianos de entonces se ilitaron cuenta de la estrecha conexión que existía entre la habiliilnd de un gobierno para perm anecer tranquilo en el poder, su rapacidad para m an ten er el orden y una relativa prosperidad. I loy los historiadores conservan la conciencia de esta correlación, poro todavía en forma muy vaga y lim itada. Hay muy pocos estudios detallados de cómo se desarrollaban osas crisis dentro del sistem a, de cómo precisam ente se sentían m u s repercusiones, de las m edidas que los gobiernos se veían obli gados a tomar, de las tendencias al desorden que las épocas difí ciles fom entaban y de la forma como la oposición utilizaba esas tendencias y el gobierno las com batía1. Los estudios cuidadosos sobre las guerras civiles han sido tan escasos como los de las crisis económicas. Pocos tem as h an sido objeto de tan somero análisis y de ta n ta s observaciones lanzadas ni azar como el de los trastornos civiles latinoam ericanos. ¿Por <|ué razón no se pudo m antener mejor el orden en u n a sociedad on la que la m ayoría se preocupaba tanto de su posible d erru m bamiento, y en donde la mayoría de los gobernantes podía in ter
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p re ta r tan bien los síntom as de m alestar político? A prim era vmln y a nivel local las guerras civiles dan la impresión de ser mn\l m ientos de m asas, ¿pero lo fueron en realidad? ¿Cuántos homl>i-M< se necesitaban p ara iniciar una cam paña efectiva? ¿Y cómo ¿sitial involucraban a otros después? ¿Debemos d ar más im portando ni la debilidad del gobierno que a la fuerza de la oposición? ¿Fucmn I las acciones que los gobiernos inevitablem ente tenían que tonnr las que transform aron pequeños descontentos en grandes con(lii'« i tos? ¿Qué querían decir los rebeldes cuando contritam ente alir m aban que habían sido “a n -astrados por el torbellino de la rovinl lución”? ¿E n qué form a el desorden surgido de la depresión económica la hacía m ás profunda, aum entándose así el desorden mismo? ¿Por qué razón los únicos métodos que un gobierno tam baleante podía utilizar p ara sostenerse, antes que todo incremrn» tab an el núm ero de personas que querían hundirlo? Toda guerra refleja la sociedad donde se desarrolla y mucho de lo que aparentem ente es irracional en los conflictos colombio nos del siglo XIX se puede explicar en relación con el contexto geográfico, social y económico. Pero tam bién existe la verdad ilt< la otra cara de la moneda: la guerra misma y lo que sucede en din —y en Colombia las guerras frecuentem ente h an dejado test.imoi nios m ás num erosos rjue m uchas actividades pacíficas— suminin* tra n evidencia sobre el carácter de la sociedad". En la guerra Ion hom bres luchan en cierta forma y se conducen respecto a sus se m ejantes en la forma como lo hacen, porque su s sociedades son como son: la m anera como luchan o interactúan no sólo refleja In n atu raleza de la sociedad, sino que tam bién influye sobre ésta. 1,11 guerra civil surge de un conjunto de circunstancias políticas, eco nómicas y sociales y term ina en otro. D estruye, libera a unos y derrota a otros; unos triunfan y otros pierden; deja atrás no sólo un residuo de profundos antagonism os, sino úna épica, una leyen da y una ideología. Tal como lo mostró en forma ta n acabada Jo* seph Conrad en Nostromo, novela que por sus orígenes es al me nos en p arte colombiana3, en cualquier lugar u n a guerra civil u n un hecho mucho m ás complejo de lo que h aría n p e n s a r los comen tarios de profundo cansancio de los observadores nacionales "In triste n ad a de n u estras contiendas políticas”4. L a s gentes se da ban cuenta de que así no se debía m anejar el p aís, pero pociin
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KmI nban en capacidad de sugerir la forma como Colombia, dentro •Ii uis condiciones, podía alcanzar el orden. Para los colombianos, ••I análisis sistem ático era un lujo que pocos se podían d ar y que in las circunstancias convulsionadas de la época requería una Imparcialidad que n atu ralm en te pocos lograban. Los extranjeros, l’"i hu parte, estaban dem asiado dispuestos a renunciar a cualliuli’r clase de análisis de las circunstancias en favor de explicai lunes basadas en térm inos de la depravación de los habitantes y lio In ignorancia inexplicable de sus gobernantes, quienes no tonuiliiin m edidas inm ediatas para elevar la reputación crediticia lio In república en el exterior. La m ayoría de estos observadores piirribe sobre la política colombiana con el mismo fatalism o con i|ih< comenta sobre las lluvias o las sequías, aunque con m ucha un tíos perspicacia con respecto a los factores que la m ovían0. I ,n guerra civil colombiana de 1885, y en especial la cam paña ilo Uicardo G aitán Obeso, se pueden estu d iar muy detenidam en te I lay evidencia de las guerras colombianas en los archivos púI>111 os y privados, y tam bién como hemos observado se publicó Hincho sobre ellas, tan to en la época como m ás tarde. Para la de I885, como para todas las guerras colombianas, existen memoun í de individuos que lucharon en los dos bandos, y aunque mui'hiiH se refieren a polémicas sobre asuntos de estrategia y táctica f|Un hoy revisten poco interés, casi todas ofrecen información que ii" •<<■encuentra sino en estos relatos de carácter personal15. lis posible reconstruir con bastante detalle los orígenes y el lltiMonvolvimiento de la guerra de 1885 y existen suficientes testi monios que perm iten especular acerca de lo que sobre ella pensa ron los protagonistas. Todo contribuye a la comprensión del ver|fiui7.oso y deplorable fenómeno de la guerra civil, por tanto tiempo un problema casi perm anente y en apariencia insuperable. Además, la carrera de Ricardo G aitán Obeso en este episodio HMtá especialmente bien documentada, ya que al final de la contien an se le juzgó en un consejo verbal de guerra, lo cual fue un hecho nxi-npcional y, debemos admitirlo, no muy satisfactorio desde el |miito de vista de la justicia y aun del interés político. Sin embargo «xitfte la evidencia del juicio, y esta clase de evidencia es relativaiiionte poco común. G aitán Obeso no era ni mucho menos u n genei ni literato, antes de la guerra no había sido u n general tan promi-
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nent.e y ni siquiera después de ella fue figura im portante dentro iln su propio partido. E ra un hombre de provincia, un individuo |>m medio que por un momento sobresalió por su audacia y nada mu» Fue un elemento típico de la guerra civil, aunque no de la clase ili los que dejan memorias. Casi todas éstas fueron escritas porgoniM rales más distinguidos o por escritores que habían combatido en ul ejército tem poralm ente, o por viejos veteranos inspirados, mucho después, por algún cambio en la fortuna del partido. Por lo general no se juzgó nunca a los rebeldes, y los otros juicios político-mil ¡taro* que se llevaron a cabo en Colombia en el siglo XIX juzgaron a per» sonas m ás em inentes'. Con la ayuda del juicio, de la prensa y 'I' otras publicaciones y memorias es posible reconstruir esta campil ña de tal m anera que este caso particular perm ite hacer la radio grafía de un acto de rebelión a p artir de sus orígenes locales y na cionales, desde el comienzo hasta el final, y en cuanto a sus efeclod, mucho m ás allá del fin. Este acto do rebeldía fue la campaña G aitán Obeso y a pesar de que ella puede considerarse como el lu< cho m ilitar central de la guerra de 1885, no es nuestra intención n a rra r aquí la histeria completa de esa gueira. Pero en prim er lu gar es necesario situ ar la campaña dentro de la historia de la He pública y la República dentro del contexto mundial. Colombia tuvo un desempeño económico mediocre en los pri meros cincuenta años de independencia. El p¡iís producía y expor tab a cantidades considerables aunque no suficientes de oro. Kl tabaco fue una de las prim eras exportaciones agrícolas que tuvo éxito, pero ya estaba declinando antes de la guerra de 1876-1877 y en la década de 1880 se encontraba en plena decadencia. I
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Im portante en las exportaciones del país y su precio era muy bajo. IVIombia sufrió en forma p articularm ente aguda la depresión .... mímica mundial de esos años y la república agotó las reservas un t.ulicas a medida que bajaron las exportaciones. En opinión de muchos, esta fue “la crisis industrial y m onetaria m ás grave que luí sufrido la república desde que se constituyó”. El curso de la u h.is puede seguirse en la prensa de la época, en documentos nlíi mies y en informes diplomáticos y consularesí/H ay dos aspecIiih tle la crisis que tienen especial interés para el análisis de la guerra que se avecinaba. Uno es su influencia en las finanzas |iublicas, el otro sus consecuencias en las dos áreas que se vieron litas afectadas por el descenso de las exportaciones. La situación fiscal del gobierno federal se deterioró con la caíil.i inevitable de los ingresos de aduana que constituían alrededor de las ilos terceras partes del ingreso. El tesoro estaba en un esta l l o do déficit perm anente, en parte debido a que el Congreso acos tum braba votar gastos sin tener en cuenta los recursos, lo cual se l inde crit ¡car como poco ordenado pero no siem pre produjo consei u n irías graves. Pero la crisis del momento era distinta porque el Hnbierno no podía cubrir "los gastos más indispensables", y en sepllrinbre de 188<1 reconoció un déficit, m ensual de 100.000 pesos en |iim gastos esenciales. Los correos y el telégrafo estaban práctica mente interrum pidos porque a los funcionarios se les debían va rios meses de sueldo. Los ingresos del gobierno estaban compro metidos con la deuda interna y con num erosas subvenciones a trabajos públicos en las provincias políticamente recalcitrantes: hacia mucho t iempo que el gobierno había suspendido los pagos de In lleuda externa y su crédito interno a corto plazo era muy reduVliln 7 La guerra civil am enazaba ya al estado de Santander, y el pubierno tenía plena conciencia de que debía darle prelación absolul.i al m antenim iento del orden. Se llegó a la conclusión tle que era necesario economizar e intentar recuperar el crédito, pero en rute sentido era muy poco lo que el gobierno podía hacer fuera de suspender todas las obras públicas, despedir la m itad de los estu diantes de la Escuela M ilitare hipotecar la Casa de la Moneda. No tenía objeto destitu ir más empleados públicos, porque eran muy poros y de todas m aneras no se les estaba pagando. Por otra parte, lil el sistema bancario ni la opinión pública hubieran tolerado ex
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pedientes m ás complicados. No obstante la fuga de una propoivl muy alta de moneda, todavía no existía el recurso del papel m<»n da. Por consiguiente, el gobierno empezó a reclutar más homln para llenar las filas de un ejército patéticam ente minúsculo y |ik blicó la “Orden de prelación en los pagos”, en la que declaraba t|ii haría honor a las tradiciones civiles y democráticas de la Repulí ca pagando, primero que todo, “los viáticos, dietas y el material il Congreso”, pero que después atendería los gastos militares. Al m ra r la lista y estudiar las probabilidades, se llega a la conclumn de que poco m ás se podía hacer. Además, se daría precedencia los gastos corrientes sobre las deudas10. E sta era la forma como todos los gobiernos colombianos si? hn bían visto obligados a reaccionar en crisis similares. Al comen/.ti los malos tiempos, el presidente Núñez durante su primera pre*‘ dencia (1880-1882) había sido m ás innovador; había conciliado In opinión en las provincias decretando nuevas obras públicas, e intm dujo una moneda de níquel11. Pero la situación empeoró y había un límite a los arbitrios que el país estaba dispuesto a tolerar al gobier no en tiempos de paz. El último recurso fiscal era la guerra, la cunl colocaría inm ediatam ente una serie de recursos nuevos al alcam del gobierno. Núñez, como todo el mundo, se daba perfect" euonlit de esta posibilidad. Un gobierno pobre era un gobierno débil, y tan to las economías como la búsqueda de nuevos ingresos lo hacían m ás impopular, y todavía mucho más, el reclutam iento de hombre n para el ejército12. Por otra parte en Colombia existían taríibién de bilidades constitucionales excepcionales. La C onstitución de Rionegro de 1863 fue el resultado del triunfo m ilitar del general Mosquera sobre los conservadores y del tem or político que el general despertaba entre los radicales, La Constitución era federal, y dividía la República en nueve est.n dos soberanos, que en teoría y en la práctica gozaban de amplia autonom ía en sus asuntos internos. Pero el sistem a nunca funcio nó sin intervenciones del Gobierno Federal, cuyo instrum ento principal era la G uardia Colombiana, pequeña fuerza de vetera nos que conformaba el ejército federal perm anente. El período presidencial era de sólo dos años y el presidente no era inm edia tam ente reelegible. La elección de presidente era indirecta y « I candidato triunfador debía ten er una m ayoría de votos en los es-
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Imln i, los cuales ten ían derecho a un voto cada uno. El sistem a M ihui que se hicieran rondas continuas de votación, lo que proilnoíu (recuentes interferencias en la política, en principio autoftninii, de los estados. Tres partidos políticos estaban en conflicto: Iiiii i ndícales, padres de la Constitución de Rionegro, quienes hal»init dominado el país h asta que perdieron parcialm ente el poder ■■i» la guerra civil de 1876-1877; los independientes, quienes favo»i
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diagnóstico de los independientes en la necesidad de una reformo pero consideraba que el partido de Núñez sólo m antenía un equi librio tem poral, yn que ora dem asiado pequeño y, exceptuando mu jefe, no contaba con hombres de prestigio. Además le faltaban recursos: Soffia calculó que en 1882 el gobierno había comprome tido ya algo como 102 p artes de 100 de los reducidos ingreso! nacionales y que no podría pagar a sus propios em pleados13. En el estado de S antander el general Solón Wilches, pro*Id dente seccional, estaba atrapado en una espiral de dificultado» sem ejantes. Su gobierno era im popular y con la caída de las ex portaciones de la quina y del café, tampoco tenía ingresos sufi cientes. Su intento de conservar sus pocos partidarios y su admi nistración m ediante la imposición de nuevos gravám enes, entro otros el de diez pesos por cada saco de harina im portada, produjo una rebelión que fue incapaz de dom inar14. Carlos Calderón, en un editorial de La Epoca en diciembre de 1SS4, describió nítida* m ente la secuencia de los hechos: Desde 1880 había en las selvas un activo movimiento de produc ción: Santander casi íntegro entró a los bosques a extraer la qui na. que improvisaba potentados de unos días, y formaba, en el mismo tiempo, fortunas modestas pero comunes; el caucho y la tagua alimentaban en parte este trabajo, y particularmente del Ch ¡camocha hacia el norte del Estado era una vasta plantación del café que daba a las poblaciones un bienestar completo. El oro corría en raudales por las manos encallecidas en eUrabajo, de esos soldados que iban a levantar sus toldas junto a la guarida del tigre, en los flancos de la cordillera, para llenarlas con el rico botín que entregaba la naturaleza al que sabia vencerla. Pero llegó la competencia de la India y del Brasil, y todo cambió. Los que antes tomaban el rifle para defenderse de las fieras en la montaña, hallaron insufrible el régimen bajo el cual vivían, cuando en realidad lo que había variado era la condición econó mica en que se encontraban. Por esto, cuando concluyó el trabajo pacífico comenzó la tragedia. (...) Lo que pareció algo como una colonia yankee del Oeste, se convierte en un pueblo de instintos primitivos (...) La lucha pol la vida reviste entonces caracteres siniestros: en lugar de la azada o el machete de bosque, se toma el rómington: las aventuras bélicas o políticas entran en juego, y si las cosas apuran, el hombre benévolo, caballeroso, pacífico y trabajador se hace capaz de
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to m a r el rifle, que le defendió de la s fieras, p a ra m a ta r a su s conciudadanos en la soledad d e u n cam ino público.
Carlos Calderón conocía S antander y escribía en la época de Iiin acontecimientos. Julio H. Palacio, un escritor posterior, hace ero a sus puntos de vista: M ien tras el b ien e sta r económico, la prosperidad en los negocios, la oportuna exportación de la q u in a subsistieron, aquel régim en fue acrem ente censurado, pero vivió sin violentas resistencias. Los fa náticos de la teoría de M arx sobre la interp retació n m ate ria lista de la h isto ria en co n trarán en casi todas n u e stra s g u e rra s civiles arg u m en to s p ara com probarla15.
Un m arxism o tan simple estaba sin duda al alcance de la in teligencia profunda y ecléctica del presidente Núñez, quien por lo monos desde diciembre de 1882 había previsto la especial vulnei ubilidad de los estados de C undinam arca y S antander: P ro b ab lem en te n u e s tra q u in a y n u e stro café re p re se n ta n , como se dice, cerca de la m ita d de n u e s tra s ex portaciones no rm ales, y es m u y cierto que esos dos a rtícu lo s h a n p erdido s u a n te rio r po sición e n los m ercados ex tra n jero s, de modo q u e no p uede ya co n ta rse con ellos como objeto de provechoso tráfico (...) L a deca dencia del café se rá c a u sa de g ra n d e s p é rd id a s en el E stad o de C u n d in a m a rc a p rin c ip a lm e n te , donde se h a n hecho ex te n sa s p lan tacio n es, estim u la d a s p o r los favorables precios an terio re s. La b a ja de la q u in a h a cau sad o y a p e rtu rb a c io n e s com erciales en el E stad o de S a n ta n d e r1®.
La “colonia yankee del O este” que produjo la quina en las m ontañas de S an tan d er tenía una historia anterior de violencia. I 'n la “guerra de q uinas” diferentes bandos de recolectores se dis putaban áreas prom isorias de bosque, y com pañías rivales recla maban títulos frente a distintas autoridades. Pero lo que debe "iibrayarse es cómo la súbita dem anda de quinas hizo que innuinorables individuos abandonaran su medio am biente y sus ofi cios tradicionales, y cómo la caída igualm ente súbita de la demanil» los dejó d esam p arad o s. S a n ta n d e r sufrió doblem ente las consecuencias del descenso de las exportaciones; la crisis no sólo nTocto a la quina, que nunca volvió a resurgir, sino tam bién al
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café. Así mismo, los textiles locales estaban en decadencia y <>1 comercio estaba prácticam ente paralizado. Hacia finales de 18H-I la prensa bogotana publicó un informe diciendo que “no hay letra» de cambio en B ucaram anga”. En estas circunstancias todos Ion partidos se unieron contra el “círculo de Wilches”, y m uchas per sonas estaban dispuestas a ir mucho m ás allá, tal como lo dermmtra ro n los hechos. Los relatos de la cam paña del general Herniin dez, quien había estado en el negocio de la q u in a1', M uestran que pudo re u n ir un núm ero considerable de hombres que no teman nada que perder, aunque tam bién se ve que la m ayoría de ello» tampoco tenía nada que ganar. E n un principio la intervención del Gobierno Federal p u d o m an ten er la paz en Santander. El m es de septiem bre transcurrió en calm a. En las elecciones de C undinam arca, en las que el "muy im popular” general Aldana intentaba prolongar su período de do» 1R años a cuatro, sólo hubo “tres m uertos y diez heridos” . Pero el I de octubre, Ricardo G aitán Obeso atacó la población de Guadua» en un intento de dirigir un levantam iento contra Aldana. Por este tiempo en Bogotá, el presidente Núñez, hombre quu había leído y viajado mucho, estaba leyendo “un libro reciento, escrito por un autor libérrim o”, Hippolyte Taine, y en “la primera hojeada” se encontró con las siguientes líneas: / Por malo que un gobierno sea, hay una cosa peor aún, y es la supresión de todo gobierno (...) si desfallece y deja de ser obede cido, si es ajado y falseado de fuera por una presión brutal, la razón cesa de conducir los asuntos públicos, y la organización social retrocede muchos grados. Por la disolución de la sociedad y por el aislamiento de los individuos, cada hombre vuelve a su debilidad original, y el poder entero cae en manos de las agru paciones transitorias que, como torbellinos, se levantan del seno de la polvareda humana. Este poder, que con tanta dificultad es ejercido por los hombres de mayores aptitudes, se comprende cuán lastimosamente habrán de desempeñarlo fracciones im provisadas. En un artículo publicado en La Luz, Bogotá, el 15 de octulnn de 1884, Núñez escribió la siguiente glosa al pasaje:
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S ín to m as v ariados indican que e s ta s apreciaciones de H. T ain e p o d rá n s e r ap licad as a C olom bia d e n tro de poco tiem po, si todos los grupos políticos que se a g ita n en la superficie social no se e sfu erzan en co n v ertirse en v erd ad ero s p artid o s p a ra tr a b a ja r luego con m étodo, p e rsev eran cia, en e rg ía y p a trio tism o e n la reorganización constitucional del p a ís 19.
Pero ese m ilagro moral no ocurrió y la banda de Ricardo Gaiinn Obeso fue el prim er “grupo transitorio” en surgir “del polvo humano”. Núñez tenía razón en percibir el ataque a G uaduas co lín» sintomático de lo que ocurriría después. El ataque fue descrito un detalle en la prensa bogotana, y en el juicio de G aitán Obeso rindió evidencia sobre él20. Únicam ente es posible com prender luda la fuerza de la aprensión hobbesiana de Núñez leyendo la iItiHcripción del ataq ue y de los antecedentes de los rebeldes. Parece que G aitán Obeso nació en Ambalema en 1850, de oríK
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que “la cobardía es una enfermedad contagiosa”. Parece que par ticipó activam ente como liberal radical en los estados de Tolimn V C undinam arca, y en el juicio se le acusó de haber perseguido con servadores en el Tolima después de la guerra de 1876-1877, poro su negación de haber cometido asesinatos específicos es más con vincente que las acusaciones. Por algún tiempo fue prefecto do In región de Tequendama, parte de la cordillera central que descion de al valle del Magdalena, cerca a la región donde reuniría sim prim eros seguidores después de abandonar Bogotá a fines de 1884, G aitán Obeso tenía una hacienda en “Piedras, o sea C aldas” y I" nía rango de general, quizá únicamente en el ejército del Tolimn, porque en todo caso no tenía ese rango en el Ejército Federal, In j G uardia Colombiana, en la época del asalto a Guaduas. Por lo (Ir m ás tenía fama de guapo. En el juicio declaró “tener treinta y cinco años, ser agricultor de profesión, habitar en Bogotá (...) ser soltero de religión católi ca”. E sta últim a información causó “m urm ullos entre la audion cia los cuales cesaron cuando el Presidente del Tribunal hizo hon a r su cam pana”21. El ataque a G uaduas había sido u n asalto muy sangriento que difícilmente hubiera podido realizar cualquier agricultor ríe tólico radicado en Bogotá. G aitán Obeso asaltó en la población In pequeña guarnición dennos cincuenta hombres, estacionados nlli por orden del presidente de C undinam arca, general Daniel Aldn na, un liberal en quien no confiaban los radicales como G aitán, ni los independientes como Núñez. Los cálculos sobre el núm ero do hom bres involucrados en el asalto varían. El relato m ás completo dice que G aitán Obeso salió de Ambalema con ocho o diez hom bres a principios o mediados de septiem bre y que el 23 de ese mo» estaba en el distrito de Beltrán, donde asaltó una hacienda. Entró a G uaduas “por el camino de Chaguaní" con 200 hombres, según nn la prensa y con 300 de acuerdo con la tradición local , m ientra m que la guarnición contaba únicam ente con 50 ó 60 soldados. En la región se describió a los atacantes como “la culebra de Ambalema, los asesinos de La G arrapata de agosto de 1877, el Cuadro de Chicuasa, y varios ex-convictos”. La verdad es que no es posi ble formarse una idea muy clara de quiénes fueron. Según rum o res la culebra de Ambalema era una sociedad secreta con propo-
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•líos crim inales y com unistas, pero lo m ás probable es que fuera In personificación de los temores de los habitantes de las regiones ...... estables. Tam bién se decía que había culebras en otros sitios, i timo por ejemplo en Popayán y B ucaram anga. El asesinato de La . Las fuerzas del gobierno eran superiores en núm ero y arm as H las de G aitán, pero afortunadam ente para él, habían sido neuIcales ante el conflicto. M ientras se dirigía con el general Capella Toledo a Bogotá, sus hombres, todavía armados, volvieron a cru/.nr el M agdalena. Núñez tuvo indudablem ente una actitud muy indulgente; por una p arte no tenía ningún interés especial en fortalecer la posi ción del general Aldana, quien era im popular y persona poco con fiable, y quizá el presidente tenía la esperanza de que renunciara. I V»cotra parte, era necesario tener en cuenta el precario equilibrio ilu la situación política del país y el presidente no quería hacer la prim era movida contra los radicales. Quizá tam bién lo movió la prudencia: Núñez no contaba con un ejército que respaldara una
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actitud menos conciliatoria y cualquier intento de severidad un solam ente hubiese fracasado, sino que habría empeorado la »l* tuación, de por sí ya muy delicada. La declaración pública qmt hizo después del suceso es una obra m aestra de ambigüedad: Los g u e rrillero s de C u n d in a m a rc a se excedieron en G u ad u as, pero no todos; y e n e s ta s m a te ria s, d om inados p o r la pasión, es difícil por o tra p a rte , a p lic a r a los hechos u n criterio atin ad o . La g u e rra es la b a rb a rie , y p o r esto h ay que im ped irla a todo tran ce. Todos los ban d o s com eten abusos cuan d o ciegos de cólera se lan z a n como chacales a d a r m u e rte colectiva a su s ad v ersario s, y sólo Dios p u ed e señ alar, d e sp u és de la victoria, los que sólo m e recen el e stig m a de asesin o s y los que s í tie n e n derecho a ser llam ad o s caballeros23.
El 23 de octubre el m inistro británico informó que G aitán, un “ru fián ”, estaba ya en Bogotá, y conspirando adem ás. Ante la in sistencia de Núñez, el general Capella Toledo lo presentó al pro sidente y después ambos afirm aron que G aitán se había compro m etido a no participar en ningún conflicto futuro, pero Gaitim negó que esto fuera cierto. Se decía que al abandonar el palacio presidencial le dijo a los amigos: “Acabo de e sta r con el Dr. Núño* que cree que me va a com prar con una taza de té; y le voy a mos t r a r que está equivocado". U na colecta p ara fondos revoluciona rios hecha entre esos mismos amigos reunió cinco pesos y “nat.u raím ente él no aceptó esa sum a tan ridicula”. Francisco de Paula Borda, un radical que había salido en su defensa en la prensa, !«• dio consejo y ayuda. En sus m em orias Borda describe cómo ni conocerse la noticia de que fuerzas radicales de S antander habían invadido a Boyacá, G aitán se reunió con el “directorio liberal”, y cómo él, Borda, había planeado para G aitán una cam paña en t i M agdalena: Lo d escrib í d e te n id a m e n te e n u n a m u ltitu d de p eq u e ñ as ta r je ta s m ías, con el objeto de q u e p u d ie ra lle v a rla s ocu ltas en el chaleco.
El episodio ilustra bien la naturaleza del liberalism o de la época: de un lado, el hom bre de provincia, arriesgado, belicoso h indudablem ente de extracción social relativam ente humilde, y
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ilrl i)(.ro, Borda, radical fanático no obstante ser tam bién un pairli'io, escribiendo, civil como era, su plan de cam paña en tarjetas ili visita, que ta n cómodamente cabían en el bolsillo del chaleco. N
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parte de C undinam arca era un área donde había habido inm iji'M ' ción y donde muchos de sus habitantes se habían a le ja d o de In clase de controles sociales que todavía predom inaban en 1 ; t iu< rra s frías. J u n to con esta gente disponible, los rebeldes c o n si^ u u ' ron caballos y m uías y, tal como lo había dem ostrado en Guadwim, G aitán no e r a u n jefe muy escrupuloso, así que pudo r e u n i r mi pequeño ejército sin dificultades. Honda estaba virtualm entc uln defensas y esto era todo lo que él necesitaba27. En H onda, según escribía G aitán más tarde, “se nos reunió tmn pequeña fuerza venida de Ambalema”, posiblemente los m is n .... hombres que habían participado en el asalto a Guaduas. Pero nni cho m ás im portante eran los otros recursos que la ciudad podin sum inistrar, en especial dinero. La tom a del correo le prodii|n $70.000 y en Caracoli, un poco m ás abajo en el río, capturó varmi buques de vapor y con noventa hombres —había dejado algunos un Honda— avanzó aguas abajo, incautando la mercancía que encon tra b a en las distintas bodegas a lo largo del río para rematarlo luego: café, pieles, sal y algunas mercancías extranjeras que se im portaban con destino al interior. Además confiscó ganado y cabnlíos2*. Para g a n a r el siguiente objetivo, la ciudad liberal de la costa, B arranquilla, G aitán empleó una combinación de promesas y en gaños: exageró el número de sys fuerzas y afirmó que Núñez estábil ya en manos de los conservadores. En Barranquilla no había sufi cientes soldados de la Guardia Colombiana para defender la ciudad —únicam ente 60— y prefirieron no prestar resistencia. La verdad es que, fieles a sus orígenes radicales, se pasaron al bando de los rebeldes. La e n t r a d a de G aitán a la ciudad fue un desfile triunfal v ciudadanos em inentes en sus coches cerraban la retaguardia del pequeño ejército de doscientos hombres, y según un relato, cuaren ta generales. E n Barranquilla, G aitán no sólo consiguió que se lo unieran soldados veteranos, sino que también, de acuerdo con el informe del vicecónsul británico, reunió un pie de fuerza de 2.500 hombres y recursos económicos mucho m ás considerables que los que había logrado reunir en su corta estadía en Honda y en su rá pido viaje por el M agdalena29. Los informes que se presentaron en el juicio de G aitán m ues tra n cómo esta clase de revolución se financiaba sola. G aitán to mó $70.000 en el correo de Honda. Luego hizo rápidas subastas a ih
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I» orilla del M agdalena, m uy generosas para los compradores con illnero contante y sonante, porque G aitán no tenía ningún interés ♦*m m antener los precios de los cueros, el café o la sal, sino en i«inseguir efectivo. A sus hombres les pagaba interm itentem ente V tenía fama de ser un jefe generoso. En B arranquilla en las ofii Inus del ferrocarril encontró 35 cajas con monedas de níquel por vnlor de $42.500, en los correos tomó $40.000 y en la agencia del Itunco Nacional, $6.000 en pagarés. Puso preso al hijo del adm i nistrador de ad u an as y consiguió que éste le entregara pagarés |mr un valor de $64.000, y al tom ar la aduana, según los cálculos ilel fiscal en el juicio, logró recaudar alrededor de $440.000 en los mi'sos de enero y febrero, antes de que el gobierno consiguiera Cerrar parcialm ente el puerto. Cuando el gobierno tuvo noticia de i|iie B arranquilla estaba en m anos de los rebeldes, declaró el ciei n ■del puerto e informó a sus agentes en el exterior para que ónI.os se lo hicieran saber a los exportadores y a los barcos, pero ile todas m aneras tomó un tiempo antes de que se acabara com pletam ente el tráfico. G aitán Obeso tam bién tuvo la fortuna de encontrar en la aduana $150.000, que eran las en trad as de las dos últim as sem anas de diciembre. En los m eses siguientes, el general y sus subordinados recaudaron tres préstam os forzosos entre los partidos locales del gobierno, por un total de $530.000. MI fiscal calculó el total de estas extorsiones en $1.332.500 y esto no lúe todo. Se decía que el ejército de G aitán había incautado '’.OOO “bestias” y 3.000 cabezas de ganado. Por otra parte estaban las subastas, sobre las que no quedó ningún informe, y los otros saqueos. Don E steban Márquez, dueño de una hacienda en las vecindades, declaró que solam ente él había perdido 800 cabezas de ganado. Además, a los propietarios los ofendía la forma des preocupada como los rebeldes vendían el botín, pidiendo siete u ocho reales por un sombrero o por una pieza de tela. G aitán tam bién impuso y recolectó impuestos, y elevó el gravam en sobre el sacrificio de ganado a $15 por cabeza, lo cual duplicó el precio de la carne. Como B arranquilla era una ciudad predom inantem ente liberal, m uchas personas aceptaron en silencio los sacrificios que debían hacer por la causa, y au n cuando se tiene en cuenta que tenía que hacer rebajas considerables para conseguir dinero en efectivo, es indudable que el general G aitán logró reunir un buen
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fondo de guerra. A las personas que se les imponía un empréstito se las encarcelaba hasta que los fam iliares lo pagaran, y las con diciones en la prisión se hacían m ás desagradables a medida quit pasaba el tiempo: Ya en Barranquilla los amigos y enemigos están penetrados de que la revolución expira. Por eso hay un desaliento profundo entre los rebeldes contra el gobierno de la Unión, y por eso los empréstitos se están cobrando, poniendo a sitio a las personas, a quienes en la prisión se les priva de cama, asiento, agua y alimentos. Así he presenciado que se ha hecho, ha poco, con Joa quín Lamadrid y Lucas Barros, por un segundo empréstito. A * este último se lo metió' en un excusado‘ÍO . En el interior del país, el gobierno del presidente Núñez se es taba viendo obligado a hacer lo mismo, pero en forma m ás ordena da. Al comienzo de la guerra civil, ni el gobierno ni los revoluciono rios tenían recursos. El 31 de diciembre de 1884, Núñez decretó un em préstito por $600.000 que se impondría en tre los que se juzgaran ser liberales enemigos del régimen en C undinam arca. En la prensa aparecieron las listas de los nombres con las cifras de lo que debe rían pagar al frente de cada uno. La recaudación se entregó a arren datarios del impuesto, y a la | personas que aparecían en las listas se les advirtió que cualquier intento de discutir la sum a o la eva luación de ésta haría elevar inm ediatam ente la misma. A los que pagaran de inmediato les daban alguna esperanza de rembolsarles su dinero algún día, y a los que no, les enviaban guardias para que los vigilaran en la casa h asta que pagaran. Los recursos normales del gobierno se perdieron, como en el caso de los de la aduana de B arranquilla, que era la m ás productiva del país, o quedaron muy disminuidos: la venta de sal de las minas de Zipaquirá, que en esa época constituía la quinta parte de los ingresos del gobierno, quedó restringida a la pequeña área circun dante que todavía estaba bajo el control del gobierno. Algo se pudo hacer respecto al monopolio de em ergencia sobre el sacrificio du ganado y, a diferencia de los revolucionarios, Núñez estuvo listo a utilizar el recurso arriesgado del papel-moneda, a pesar de que los billetes se desvalorizaron inm ediatam ente a más de una tercera p arte de su valor nominal y sólo podían hacerse circular con gran-
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ilt •! dificultades. Más tarde, el gobierno pudo imponer un emprésfll•• más productivo en Antioquia. A comienzos de la revolución, Ni iin >/. 11isponía de sólo setecientos hombres confiables en el ejército V mutiló aislado del campo m ás fértil de reclutamiento, que era BoMmcii Kn realidad, por puras razones geográficas, no tuvo m ás reMu iluí que recurrir al “Ejército de Reserva” conservador . No obstante el éxito inicial de la campaña, G aitán Obeso sabia i|in> no podría formar u n gran ejército en la costa. Se había apodehn In de Barranquilla, de casi todos los barcos del Magdalena, había iluminado la reducida guarnición de la ciudad y podía contar con “la npmión" de casi todos sus habitantes. Además dispoma de m ás de mmronta “generales”, es decir, suficientes jefes y coroneles para inundar fuerzas mucho mayores. Es interesante recordar los nomllim de algunos de ellos: Capitolino Obando, hijo de José M aría I >1'(indo, quien había sido la figura m ás popular en la historia de la He pública; Patricio Wills, hijo de Guillermo Wills, inglés prominenli< di‘ Cundinamarca, de quien hasta el m inistro inglés adm itía que m u un caballero. Tal como sería evidente en la batalla de La H u mareda, la lucha no estaba reservada únicam ente para las clases I'tilas, y aun una expedición como la de G aitán atraía hombres de u|)i'llidos ilustres. La dificultad de luchar en la costa se debía a que • t u difícil reclutar soldados entre su escasa y dispersa población, problema que después de num erosas guerras los generales colomI' 111 nos conocían muy bien. También observó esta dificultad el diplo mático, político y hombre de letras José M aría Samper, quien tomó Inii l,e en la defensa de Cartagena contra las fuerzas de Gaitán. Nnmper escribió que G aitán contaba con los sentimientos produciil"M por la rivalidad comercial entre B arranquilla y C artagena y se pudría añadir que tam bién con los recelos que despertaba el hecho 'I" que Núñez fuese cartagenero. Pero Sam per observó correcta mente que el estado de Bolívar “no es, ni ha sido nunca, en su ge neralidad, belicoso”. El escritor tenía la intuición de que, detrás de imt.n falta de agresión, existía una explicación de tipo ecológico: “Sus I">1ilaciones, dadas al comercio, la agricultura, la industria pecua ria y la navegación interna, de cabotaje y costera, son esencialmenlit pacíficas; y sólo C artagena, ciudad necesariam ente heroica por tradiciones y carácter, conserva instintos que, especialmente para la defensiva, pueden disponerla a la guerra”. Los patrones de m u s
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distribución de la población hacían muy difícil el reclutamiento for zoso y había, además, muy poco descontento popular y muy escnno» sentim ientos de radicalismo extremo: “Solamente en el distrito tln la Ciénaga, y en muy escasa medida en el de S anta M arta, exist mu partidarios del radicalismo que pudieran apoyar la Rebelión”. Y flu la costa a G aitán le faltaba ese elemento esencial de la fama: "fluí tán era totalm ente desconocido en los Estados del Atlántico, y nin guna reputación había tenido como caudillo militar, ni menos como hombre político”. P ara a u m e n ta r su ejército tenía que reg resar al interior di I país, lo cual procedió a hacer, dejando un pequeño destacamento en B arran q u illa32. Regresó por el río a Honda y en el camino un le unieron varios centenares de nuevos voluntarios procedente» de S antander, C undinam arca, Tolima y Antioquia. Volvió a Bii rranquilla el 11 de febrero, a tiem po para d erro tar el ataque 11 In ciudad que habían planeado los partidarios locales de Núñez, G aitán era dueño del río, de los barcos y de B arranquilla, y con taba con u n ejército que debía ser de m ás de mil hombres: en eso momento debió haber presionado al enemigo. Sin em bargo, en los siguientes quince días G aitán asumió una actitud dilatoria. De acuerdo con el no siem pre confiable pero siem pre term in an te doctor Borda, las instrucciones en las tarje tas de visita e ra n las de atac ar inm ediatam ente a C artagena, que sin duda h u b iera tenido entonces menos posibilidades de defen derse de las que tuvo cuando G aitán la atacó m ás tarde. En realidad es posible que esa hubiera sido la mejor táctica, aunque algu nos sostenían que lo mejor habría sido reforzar la revolución en el interior o invadir a Panam á. Pero al final, la revolución en el interior resu ltó ser mucho m ás débil de lo que había parecido en un principio: las fuerzas del gobierno volvieron a tom ar a Honda, los radicales fueron derrotados rápidam ente en el Cauca y muy pronto perdieron a Antioquia, estado en el que nunca habían lo grado contar con suficiente opinión pública. Las cam pañas de los radicales revolucionarios en Boyacá y S antander eran realm ente patéticas por su falta de dirección e ineficacia: a los rebeldes les faltaban m uniciones y las divisiones internas im pedían llegar a acuerdos sobre u n a estrategia común33.
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De todas m aneras, es muy poco lo que G aitán hubiera podido luirer. Siendo Colombia u n país pobre los ejércitos tenían que m antenerse alejados, y un elemento im portante en una dirección m ilitar acertada era reconocer las capacidades lim itadas de sub"iHt.encia que ofrecía cada región. Dirigirse a S antander con su i li'rcito hubiera significado una m archa muy peligrosa e indirec(ii. a trav és de u n territorio hostil y difícil. C auca era inaccesible; Antioquia no fue nunca la tierra prom etida p ara ningún radical Instintivo; y Tolima, aunque era el teatro preciso para crear protilrmas, no ofrecía las condiciones para una victoria decisiva. Además, lo que faltaba en el interior no eran jefes —de los i|ue siem pre había muchos— ni hombres, sino arm as y municio nas, y G aitán no podría sum inistrarlas. En cambio, podía atacar C artagena, y para el gobierno, que combatía otra revolución en I 'nnamá, un estado notoriam ente inestable, y con G aitán en Barm nquilla, la caída de C artagena hubiera significado la pérdida iln toda la Costa A tlántica. Algunos sostienen que C artagena no nfrecía a los rebeldes ninguna ventaja estratégica adicional a la Que ya ten ían con la ocupación de B arranquilla. Sin embargo, la riudad heroica en manos del gobierno constituía u n a am enaza y la toma de la ciudad hubiera significado un golpe para el prestigio do Núñez pero, sobre todo, contribuido a m antener el impulso de In revolución. Ni el gobierno ni los revolucionarios contaban con Una información m uy completa acerca de la situación de sus ene migos sobre la cual elaborar cálculos m ás sutiles, y los rebeldes ron m ás experiencia conocían el peligro que significaba la pérdida de impulso. Sabían que un gobierno conserva su reputación, y nun la aum enta, con cada día que pasa sin la noticia de u n triunfo revolucionario. El gobierno necesitaba tiempo, tiempo p ara impo ner gravám enes, tiempo para reclu tar y e n tre n a r hombres, y por oso las prim eras etapas de una em ergencia eran casi siem pre de lusivas. La opinión era muy im portante p ara el gobierno —Núñez difícilmente hubiera podido sobrevivir sin el apoyo voluntario de los conservadores, m aterializado en el Ejército de R eserva— pero In lenta m aquinaria de reclutam iento y de los em préstitos ta m bién contaba muchísimo. Por esta razón, una cam paña revolucio naria como la de G aitán Obeso debía m antenerse activa. En su njército no había m ucha disciplina formal; los hom bres se un ían ii
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a él por entusiasm o que se evaporaba con las demoras, o por >
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■xiiterarían m ás tarde las am enazas de éste de dinam itar y asediar In ciudad, la verdad es que la artillería de G aitán era completamenlr insuficiente para esta tarea y, después de un tiempo, dejó de ate morizar a los cartageneros. Los radicales en realidad no estaban en rapacidad de sostener u n sitio estrecho, ni siquiera cuando venían reforzarlos soldados dispersos de los ejércitos derrotados en el Interior del país. Barcos de guerra norteamericanos, ingleses, francoses y españoles se hicieron presentes en distintos momentos en Ih bahía, y los sitiadores se quejaban de que su presencia complicalía las cosas para ellos, pero los sitiados decían m ás o menos lo mismo. En todo caso es difícil ver en qué forma esos barcos influye ron en el curso de los acontecimientos, aunque quizá hayan tenido • • 07 un efecto de restringir o lim itar las operaciones m ilitares . Con la llegada de jefes de “m ás larga trayectoria” procedentes de Boyacá Vde Santander, se redujo la posición de G aitán a la de comandante ili> uno de otros tantos ejércitos. Al fin y al cabo su jefatura, no "listante sus fallas, había sido única, lo cual perm itía un comando 1I1'finido y claro. Los recién llegados —Vargas Santos, Sergio Camargo, Daniel H ernández y otros— no habían logrado imponer una estrategia efectiva en el interior y nuevam ente fracasaron en la costa. Los problemas que se presentaron fueron mucho m ás com plicados que simples conflictos surgidos de la vanidad individual, aunque estos últimos como en cualquier ejército tam bién se hicie ron presentes. Los distintos ejércitos desconfiaban el uno del otro. Además era muy difícil conseguir hombres de las tierras frías dis puestos a luchar en la costa, y la m ayoría term inaba desertando 1 aliadamente. Por otra parte, en cada grupo muchos hombres esta llan ligados a sus jefes por vínculos mucho m ás estrechos que los de un reclutamiento fortuito; los unían experiencias comunes y los la zos de antecedentes geográficos similares. Foción Soto describe los nontimientos que abrigaban sus sufridos santandereanos respecto a los hombres de Gaitán, que tan buena vida se habían dado en la rosta. “Ya se hablaba de las enormes dilapidaciones que se hacían ■ai la Costa por el ejército del Atlántico, y de la excelente vida que na daban sus jefes; y que de consiguiente, la llegada allí de un ejér cito ham briento cuando esos cuantiosos recursos debían estar ya a Iiunto de agotarse, iba a ser un entorpecimiento grave para quienes iml aban acostumbrados a disponer sin traba de centenares de miles ii
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de pesos, y un motivo inevitable de discordia entre soldados que debían estar ya cansados de medio vivir, y otros llenos de dinero y de comodidades”38. Con una administración m ilitar tan incierta, In competencia por los recursos era con frecuencia tan intensa eñl n> los aliados como entre éstos y el enemigo, y cada jefe era tambii-n el representante político de sus hombres39. Es posible ver en Ion informes sobre esta últim a fase de la guerra que los distintos ejer citos revolucionarios nunca conformaron en realidad una fueras* única. El asalto a C artagena el 7 de mayo de 1885, que fue su enfuerzo m ás conspicuo, fue rechazado en forma efectiva y con grmi des pérdidas para los rebeldes. Aunque el sitio no reviste mayor interés desde el punto de visl militar, en él se presentaron varios episodios significativos. El rela to que hace Sam per es revelador: como la mayoría de sus escrit o» revela m ás del simple despliegue de virtudes cívicas que p a r a » hacer. El relato m uestra las corrientes de opinión dentro de la ciu dad, el prestigio de Núñez y del general Santodomingo Vila, encar gado de la defensa. M uestra además que había voluntarios para ln defensa del gobierno y describe cómo los que llegaron a Cartagena a luchar por la causa oficial se negaron a desembarcar si antes nn se les entregaba rifles. Habían dejado los suyos con las fuerzas que se quedaron defendiendo Riohacha, y los voluntarios tem ían sor confundidos con soldados reclutados a la fuerza a quienes no se leu dieran arm as. Sam per describe el batallón cívico o compañía cívica nacional, que él mismo organizó y dirigió: “E ntre ellos sonaban a pe llidos ilustres o muy notables en Cartagena, como los de Vélo/,, Araújo, Posada, Riñeres, Jim énez, Villa, Grau, Morales, Espriella. Calvo y muchos otros”. Según el autor, no era un cuerpo exclusive pero sí armonioso: “En el cuerpo se hallaban soldados periodistas, capitalistas, abogados, empleados públicos y dignísimos negocian tes y artesanos”. En el interior de la ciudad tam bién había radica les. Varias veces Sam per hace referencia a un barrio contrario al gobierno, y se envió a la cárcel a algunos radicales importante». Sam per dice de los radicales “que pertenecían en su gran mayoría a la gente de color”, y los acusa de hacer circular rum ores m alinten cionados, como que los conservadores m asacrarían a los liberales; que si perdían los radicales se reim plantaría la esclavitud; que los ricos estaban especulando con el ham bre de los sitiados. Es curioso ii
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que el rum or sobre la esclavitud pudiera circular treinta años des| mic'h de su completa abolición; en cambio es obvio que los otros minores se podían difundir muy fácilmente. En el relato del sitio aparecen otros puntos de interés, como i -■>r ejemplo, que la noticias sobre el incendio de Colón por obra de huiro P restan fortalecieron, como la artillería de G aitán, la vo luntad de resistencia40; la valorización de la h asta entonces des prestigiada moneda de níquel frente a cualquier clase de papel - "a cada puerco le llega su San M artín”—. El incansable Sam per Inició un periódico literario, L a Guerra-guerra a la guerra, para levantar la m oral o por lo menos p ara hacer que los lectores deuñaran la rápida finalización del sitio. Cuando éste term inó y los defensores volvieron a ocupar El Cabrero, en la casa de Núñez, i|ue quedaba fuera de las m urallas y había sido el escenario de una lucha enconada, encontraron, según Samper, el re trato intac to dol presidente colgado de la pared y una cruz de ram os benditos i|ue no había sido tocada por las balas. E sta clase de detalles no debe llevar al lector a dudar de la que es, por otra parte, una narración vivida y verosímil. En el momento en que falló el asalto a C artagena el gobierno linbía recobrado mucho terreno. Había derrotado la revolución en el Tolima, con el triunfo del general Casabianca en Cogotes, y los generales Payán y Reyes habían dominado el Cauca con la victoria il<* S anta B árbara. Reyes se dirigió al Istmo, lo ganó para Núñez, ejecutó a dos de los compañeros de P restán y se reunió con los de lu so re s de Cartagena, como tam bién lo hicieron tropas del gobier no que llegaron desde Antioquia, dirigidas por el general M ateus que comandaba la expedición de Ayapel. El general Aristides Cali lerón pacificó a Boyacá y a Santander y rindió un informe de los ros tos totales de esta maniobra: “Jam ás cam paña alguna se ha he rbó con m ás economías, con menos desastres para la propiedad, puede asegurarse que el valor de los efectos contratados no pasó de $147.442.45 centavos, como es fácil por la comprobación”41. Las fuerzas revolucionarias de la costa se retiraro n a B arranquilla y los jefes iniciaron conversaciones con el gobierno bajo los buenos oficios del alm irante norteam ericano Jouett, pero final mente no llegaron a ningún acuerdo. M ientras tanto los soldados desertaban, h asta que el ejército, cada vez m ás dividido y sin je
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fatu ra efectiva, regresó M agdalena arriba, perdiendo toda posilil lidad de volver a la costa cuando las fuerzas del gobierno avan/.H ron sobre Calamar. Cerca a Mompox encontraron otra fuerza dn| gobierno atrincherada en la orilla del río, bajo el mando del geni' ral Quintero Calderón. Los radicales, en vez de evitar u n enfren tam iento, atacaron y lograron dom inar la m argen del río pero n costa de pérdidas muy graves. Después de esta batalla, La Humnreda, los rebeldes perdieron todas las esperanzas de triu n fa r1" Todavía no concluyó la guerra porque los radicales no podimi ponerse de acuerdo sobre los térm inos de la rendición. El general Sergio Camargo opinaba que se debía firm ar una paz decoro*» ta n rápido como fuera posible, pero ni Ricardo G aitán ni Aceveilo estab an de acuerdo con él. H an quedado relatos sobre las amnr gas disputas que se suscitaron entre los rebeldes en el río, unnii acusando a los otros de cobardía y éstos lanzando acusaciomm igualm ente graves contra G aitán, afirm ando que cuando se hit bían unido a la revolución gozaban ya de u n a posición establecida y que por eso no ten d rían que responder por robos en la costa. Kl general Rueda comentó “que él había llegado al Ejército de la Re volución con nom bre y Con fortuna pecuniaria que le permitían vivir con holgura y con honor, m ientras que otros lo que buscaba n con las revoluciones era el logro de alguna aventura no siemprn notable”. Los generales del gobierno concedieron salvoconducto n los rebeldes, exceptuando a “los que fueron responsables directa m ente con el Gobierno Nacional por sus comprometimientos con él, o que hubieran violado algún compromiso anterior. Así mismo se exceptuaba tam bién a los responsables por delitos comunes" Los jefes del ejército del Atlántico creyeron ver en la cláusula pe nú ltim a del convenio una excepción tácita que se hacía de la per sona del general G aitán, y por eso fueron desde el principio opues tos a dicho convenio, como así lo expresaron en la ju n ta que tuvo lugar a bordo del “M ontoya”43. Cam argo renunció al m ando y se fue, sin m ás hombres que la tripulación, en u n pequeño barco de vapor, declarando que las pérdidas de La H um areda lo habían descorazonado y que adem ás consideraba que las pocas fuerzan que quedaban eran incontrolables: “Ayer (...) m andé que se hicie ra una excursión por los lados de Agua Chica, y la fuerza que fue allá cometió atropellos que avergüenzan a un Ejército. Es cierto
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sería rem ediable (...)pero estos momentos no son los m ás mpropósito p ara castigar desm anes, y yo no quiero hacerm e resi'iniMuble de nuevos actos’’44. lis indudable que la conducta de G aitán y de sus hombres (nul ificó el argum ento del fiscal en el juicio, según el cual lo que Ir interesaba a este producto típico de Ambalema era que la fiesta mi se acabara nunca, “que siguiera la parranda, ensayando con vertir así a la Nación entera en patio de bolo, recordando quizá mu prim era juventud en Am balem a”45. El relato de Foción Soto y la publicación del gobierno, La rehvlión, coinciden en la descripción de los saqueos y subastas finaIum realizados por G aitán: “C hiquinquirá, 25 de agosto de 1885: i 'Mitán vaga arriba de Bodega C entral buscando salida y llevando mucho dinero. La gente costeña se insurreccionó porque no le p ar ticipaba de las rap iñ as de la Costa, y él tuvo la habilidad de con ten tar la insurrección con el saqueo completo de los alm acenes de llodega C entral... Dos vapores bajaron cargados con lo robado ii Ili”. Soto expresó su desaprobación al com entar la oposición de i .nitán y Acevedo al convenio de Pedraza: “Yo no puedo disim ular i>l disgusto con que vi a Acevedo y a G aitán, el prim ero de los n iales trató de excusar a m edias su falta de sinceridad"; añadió: "Ni menos podía ocultar el desagrado que me causaba el saqueo i|U" literalm ente estaba haciéndose de los alm acenes de Bodega < cntral. El plan de estos señores se lim itaba a que el Isabel se atostase de café, cueros y sal, y que todo eso se vendiese en Ma«angué para gastos de la guerra. Toda la noche se pasó en em bar rile cuanto había, sin que obstase el que jefes, oficiales y tropa liuhiesen dispuesto a sus anchas de los licores y comestibles que iillí existían”. Soto dejó el M agdalena y se dirigió a Ocaña; G aitán y Acevedo ae comprometieron a seguirlo, pero después de que despacharon r u s hombres en varios barcos para que regresaran a sus lugares do origen, C undinam arca, Antioquia, Cauca y la Costa, se in ter naron en la selva del C arare, quizá con la intención de llegar a Venezuela a través de Santander. Soto no se m uestra muy apesa dum brado al escribir sobre lo que les sucedió: “G aitán y Acevedo, infieles a las prom esas que me hicieron, h an pagado h arto caro su
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infidencia. M uertos casi de ham bre en los desiertos bosques (luí C arare, fueron aprehendidos y sometidos a un Consejo de Que rrá*. Cuando la noticia de su captura llegó a Bogotá el 10 de sep tiem bre, Núñez dio por term inada la rebelión46. G aitán llegó como prisionero a Bogotá el 4 de octubre y Núñez ordenó que se le siguiera un consejo de guerra verbal, no ob stan te su an terio r escepticismo respecto a esta clase de jui cios: “E n el m om ento forzoso de la reacción hallaron en la penn sufrida m érito especial para obtener honores y recompensan", Desde el punto de vista legal la decisión era dudosa. Era un abuso del código m ilitar e iba en contra de los precedentes de las décadas anteriores. Efectivam ente, la defensa argum enta ría que el juicio no ten ía ningún sentido, por lo m enos despueN de la victoria del general M osquera en 1863. Lo que sucedía o h que p ara N úñez era un problema muy real resolver qué hacer con “el fantasm ón de G a itán ”. En los térm inos del convenio dincutido en el Río M agdalena se ve que se consideraba a G aitán y Acevedo como casos especiales a u n antes de su cap tu ra y, por lo dem ás, N úñez no siem pre era el escéptico desapasionado que ta n ta s veces nos h an presentado. H abía que hacer algo, y dent ro de las circunstancias el consejo de g u erra significaba u n a solu ción ráp id a y viable. Por consiguiente, el juicio se ordenó el lo. de octubre y empezó el 5 da ese mes. Bogotá todavía era unu ciudad predom inantem ente liberal y la población se alarm ó y se excitó al en te ra rse del juicio y corrieron rum ores de que el go bierno ten ía la intención de ejecutar a los prisioneros. Señora» liberales le enviaron a G aitán flores y fru tas, las que él com par tió con los otros prisioneros y con sus guardianes. El juicio fuipúblico. Sin em bargo, por los relatos, parece que la b arra no h u b iera sido favorable a los prisioneros. A p esa r de ser u n juicio político decretado en el calor de la victoria, del cual las deficien cias legales son obvias, se condujo en forma decorosa47. El fiscal fue el coronel Alberto U rd an eta, u n bogotano muy bien relacionado, y no obstante haber participado en la guerrilla conservadora de 1876, en el juicio aparece como un “soldado do saló n ”'18. De m anera b a sta n te m eticulosa, si se tiene en cuenta la rapidez con que se inició el juicio, U rd an eta informó a la corte sobre los antecedentes de G aitán —pero no todos los cargos de
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In <;poca an terio r a la revolución se sostuvieron— y describió ndomás el ataq u e a G uaduas y la cam paña del Río M agdalena. Al final pidió la pena de m uerte, pero en una forma ta n irónica y te atral que el lector se preg u n ta si es posible que N úñez o la norte h ayan tenido alguna vez la intención de decretarla. U rdanota pasó en rev ista las d istin tas posibilidades de castigo; y lle no a la conclusión de que la cárcel definitivam ente no era una do ellas: el gobierno nacional no disponía de prisiones adecua•Iiih en el in terio r del país, aunque quizá podría lograr que el gobierno de C undinam arca p re sta ra u n a celda. Pero au n en este i nso, el castigo no sería seguro: “Allí e stán muy bien, en cambio viven allí sin ninguna seguridad y prontos a irse cuando m ejor I i i h convenga”. Y se refirió a la prisión p erpetua de Luis N apo león en la fortaleza de Ham y a cómo el príncipe “había pregunludo con esa sonrisa m aliciosa ta n característica de él, cuánto t icmpo d u rab a la prisión perpetua en F ran c ia”. Por o tra parte, I 'rilaneta creía que en las circunstancias que atrav esab a la Re pública el exilio era “m ás bien un prem io que un castigo”, en >'*|tecial si el exiliado había tenido oportunidad de en v iar dinero mI exterior. Por consiguiente, el fiscal recom endaba “sim plem enlii p asar por las a rm a s” a G aitán y consideraba que la corte de bería te n e r la suficiente resolución p ara decidir “o u n a im puni dad franca o u na justicia severa". Ni G aitán ni Acevedo presentaron una defensa detallada. A ambos se les perm itió defensores. G aitán refutó algunos de los primeros cargos y él mismo rechazó la descripción que el fiscal había presentado de sus antecedentes. E n su discurso final, que ingún rum ores lo escribió otro miembro de esa familia de aseso res, los Borda, negó el derecho de la corte a juzgarlo, diciendo que •■I no había hecho n ad a que sus enemigos políticos no hubiesen lincho en guerras anteriores, y declaró que los verdaderos revolui lunarios habían sido los individuos que, ocupando posiciones de poder, habían subvertido la Constitución del país. Declaró que su ronciencia estaba tranquila: "No olvidéis, señores Generales”, terminó diciendo este “agricul tor católico”, “que hay tribunales superiores que nos juzgan a todos. ¿Quién podrá sustraerse al fallo de Dios? ¿Quién al de la conciencia? Si derramáis una gota de mi sangre, ella caerá sobre
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vuestros hijos, y los hijos de vuestros hijos; la privación de mi libertad significará prisión que enaltece, y no servidumbre que abate; la expatriación no me privará de la buena voluntad que me han dispensado mis conciudadanos (...) señores Generales: protesto en mi nombre y en el del partido político a que perte nezco, contra el tribunal que me juzga; protesto contra la irregu laridad de las formas y apelo al tribunal de la Historia que to mará cuenta de vuestra conducta y de la mía”. Y terminó afirmando que la historia lo absolvería49. El 14 de octubre la corte condenó a G aitán y a Acevedo a dio/, años de prisión en la fortaleza de Bocachica en C artagena. El 1(1 de octubre el com andante en jefe del ejército cambió el sitio iln prisión por la cárcel de Bocachica o la de C artagena. Corrieron muchos rum ores en la época del juicio sobre estratagem as e Ínter venciones de últim a hora para impedir la ejecución de los prisio neros, pero no existen pruebas evidentes de que Núñez tuviera realm ente la intención de fusilarlos. A ambos se los juzgó al tiempi < y el hecho de que el caso contra Acevedo se presentara en forma ta n débil quizá es indicio de que el presidente nunca pensó hacerlo. Pero es posible que desde el punto de vista político le conviniera a Núñez m antener la incertidum bre durante un tiempo. El 20 de octubre los prisioneros salieron bajo escolta de Bogo tá para C artagena. G aitán Otóeso m urió el 13 de abril de 1886 di' fiebre am arilla en el Convento de Monjas en Panam á; iba camino a la prisión de Pasto, ciudad decididamente antirradical, en el sur del país. Su antiguo adversario, el general Santodcmingo Vila, entonces gobernador de Panam á, no perm itió que se celebrara un funeral espectacular o que se le construyera una tum ba monu m ental. Poco después em pezaron a circular rum ores de que Gai tá n había sido envenenado por los jesu ítas50. * * *
¿Qué debe decidir “la H istoria” sobre esta figura de carácter am bivalente? G aitán Obeso fue un personaje significativo y, desde cierto punto de vista, u n elemento típico, por esto vale la pena estudiar lo que hizo y la forma como logró hacerlo. No obstante su fugaz im portancia en la guerra de 1885, G aitán no fue uno de los
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lulos tradicionales e im portantes del liberalismo colombiano, y si ■ii ii so perteneció a la élite, fue a la élite de Ambalema o acaso a In do "Piedras, es decir C aldas”. No era hombre de habilidades . ■>Iraordinarias y no hay razón para dudar del veredicto de Foción Hoto, según el cual G aitán era hombre “sin privilegiado talento y ■Ir mediana instrucción”. A veces el fiscal intentó presentarlo co mo un simple bandido: “Este hombre es pernicioso a la sociedad "ii que vive, y es y será siem pre funesto p ara la paz pública, pues que ni resp eta aquélla, ni teme, que m ás bien gana, con que ésta mu tu rb ad a”51. La verdad es que es suprem am ente difícil que cualquier indi viduo nacido en el Tolima en las décadas de los años cincuenta, iiesenta y setenta del siglo XIX no hubiese tenido contacto directo ron la violencia y no conociese las ventajas que se podían obtener n l.ravés de ella. H asta el m inistro británico observó que “los co lombianos que siguen las banderas de un jefe revolucionario no non hombres de propiedad sino individuos que buscan adquirir propiedad”. Es indudable que G aitán Obeso andaba en compañía de gentes violentas y de m ala reputación y, para decirlo en forma indulgente, com andaba hombres a los que difícilmente podía con trolar, tal como fue evidente en G uaduas. Uno de los últim os tesI igos en el juicio, Indalecio Saavedra, declaró que algunos de los hombres que estab an con G aitán eran los mismos que los habían atacado a él y a su herm ano en su hacienda de G arrapata, en ngosto de 1877. Y añadió: Que el señor Ricardo Gaitán O., en conferencias que tuvo conmi go en 1877, por lo de Garrapata, y en 1884 por lo de Guaduas, atribuyó a sus compañeros los horrorosos crímenes cometidos en uno y otro acto, pero es el hecho que siempre anduvo con ellos y que no se mostró en ninguna ocasión arrepentido ni quejoso de todos aquellos actos de crueldad y barbarismo, cometidos a su orden y con su carácter de jefe principal de los bandidos52. G aitán Obeso era u n hombre peligroso que andaba en compa ñía de individuos depredadores y violentos, pero no fue sólo eso y Soto era capaz de observarlo con im parcialidad. En el pasaje que citamos antes en p arte y que vale la pena que lo presentem os al lector en forma m ás completa, Soto lo describe como:
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Joven valiente como pocos, ardoroso en los placeres, amable y obsequioso para con sus amigos, generosísimo con sus tropas, sin privilegiado talento y de mediana instrucción, pero capaz de grande abnegación y lleno de justa ambición. G aitán robó y perm itió que otros robaran, pero nunca lo hi zo en provecho propio, y es posible que nunca pensara llevarse los fondos de la revolución, porque si hubiese sido así, lo lógico es que se hubiera quedado en la costa. Al igual que todos Ion revolucionarios victoriosos de su época y am biente, era indife re n te a la propiedad privada, y lo que le llegaba fácilm ente, tan fácilm ente se le iba de las m anos. Se puede com parar la repug nancia que le produjeron las últim as expropiaciones en Bodega C entral al general Soto, con el recuerdo de uno de los soldadon de G aitán: El General Gaitán nos dijo allí adiós, poniendo en nuestro bolsi llo unas cajetillas de cigarrillos; ¡cuánta tristeza y vagos presen timientos dejó en nuestra alma aquella despedida! P arte de la tristeza debió ser la certidum bre de que ya no habría m ás cigarrillos gratuitos, y lo cierto es que nunca se supo si el general había pagado o no esos cigarrillos repartidos con ta n ta generosidad53. Sin embargo, la admiración de sus hombres no era una cuestión de sim ple interés, G aitán despertaba afecto; así por ejemplo, el cabo Acuña, a pesar de e sta r con fiebre am arilla, insistió en unirse a G aitán en el sitio de C artagena “porque yo no podía quedarm e cuando mi G eneral G aitán venía a pelear. Yo vine de Am balem a para m orir donde él m uera, si es que nos toca esa suerte". El lector se pregunta al leer estos informes si hombres ignorantes en esos ejércitos andrajosos —y jefes conservadores y del gobierno a veces despertaban esa misma devoción— realm en te sen tían y decían este estilo de cosas que hoy nos suenan tan im probables y extrañas. Pero algunos las dijeron y las sintieron, circunstancia que no puede p asarse por alto en ningún relato so bre la forma como evolucionó esta sociedad. Es curioso que u n principio ta n común como el de que la gue rra es u n a movilización política, adem ás de m ilitar, utilizado en el estudio de las guerras de otras partes del mundo, se haya apli-
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nido tan pocas veces en el análisis de los conflictos latinoam erii unos. Los hechos no apoyan la tesis corriente de que en las gue rras civiles los hom bres luchaban al lado de la rebelión buscando inli|uirir cargos públicos que les dieran beneficios personales, o i un m iras siem pre al saqueo y el botín; ni tampoco que lucharon "iinplemente porque obedecían órdenes de sus superiores en la jerarquía social, o porque habían sido reclutados a la fuerza por i'l gobierno. Es indudable que algunos lo hicieron por esas razo n e s , pero es imposible que sólo esos motivos hubiesen originado Ins g u erras civiles y que hubieran sido suficientes para que ellas hubiesen tenido la intensidad que tuvieron6'1. Para algunos de sus seguidores, G aitán Obeso era una figura romántica; “El bravo entre los bravos e hidalgo entre los hidalgos, i I ( -abo Ricardo G aitán Obeso —como cariñosam ente lo llam ába n l e s —”. Así lo recordaba José Dolores Zarante, escribiendo muritos años después, en 1935. Y Vargas Vila, en uno de sus prim eros relatos del año de 1885, dice: “lo caballeroso de sus acciones, lo ■irrogante de su porte, lo aventurero de sus em presas, lo rom ánllro y noble de todos sus procederes, han arrojado sobre él cierto tinte in teresan te que lo hace aparecer como un héroe de leyenda ' nhallerosa y fan tástica”. G aitán era muy buen mozo: “Un hom bre joven, de proporcionada estatu ra, de herm osa pero varonil fisonomía, poblado y negro bigote, vestido de blanco, altas botas negras de montar, foete en la diestra, espada al cinto, sombrero de jipa de copa alta y anchas alas, con divisa roja”. E ra valiente, im le tenía miedo a la m uerte, y cuando los placeres no lo alejaban ile h u s propósitos, sus dotes de mando ten ían la simple cualidad ile la decisión y la rapidez: “El creía, y tal vez no sin falta absoluta ■I fundam ento, que los asuntos de la guerra se deciden por la iiudncia y por el valor”55. Tampoco carecía de atractivo para los civiles. G aitán podía h i t galante e intervino para proteger a señoras conservadoras de Imh abusos de sus propios hombres: "General Gaitán, no le dé el brazo a las godas”. “Coronel, ponga inmediatamente preso a ese atrevido”06. Siem pre fue el objeto de atenciones por parte de la población civil, por ejemplo “cuando en Sopla-Vientos (una aldea en el Di
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que, cerca a C artagena) se supo la aproximación del general Gai tá n con su ejército, las autoridades de aquel distrito improvisaron una fiesta en su honor, cuya parte principal consistió en el obse quio que u n grupo de niñas, cuidadosam ente ataviadas, le hacían al general, ofreciéndole una corona de laurel, con u n discurso alu sivo al objeto, en el que lo saludaban como al caudillo de la causn de la libertad. Los habitantes de esa población son hospitalarios, hum ildes y liberales en tu siastas”57. Es indudable que el general G aitán sabía cómo correspon der a esta sim patía popular, exactam ente como an tes de él lo había hecho el general Obando y como después lo sab rían hacer los generales H errera y Uribe Uribe. Por otra p arte no hay nin gún indicio que p erm ita suponer que el bagaje ideológico de G ai tá n Obeso fuese en algún sentido diferente al usual en tre hom bres de su clase, quienes estab a n convencidos de que el “ejército de ciudadanos” luchaba en favor del progreso y del siglo. Pero contaba con ese bagaje, y el hecho es que existían diferencian m uy reales en tre su partido y el de sus adversarios, por un lado los conservadores, a los cuales G aitán se refería utilizando el epíteto de “chivatos”, nom bre que generalm ente les daban los liberales, y del otro los independientes, a quienes consideraba traid o res a la causa. Algunos soldados radicales fueron m ás tos cos y algunos pensadores radicales m ás sutiles que él58, y asi G aitán aparece como u n a figura en el térm ino medio, un hom bre que en Bogotá podía e s ta f e n com pañía de los m iem bros del directorio liberal y te n e r u n libro en su m esa de noche después del sangriento episodio de G uaduas. G aitán era u n devoto de “la Diosa L ib ertad ”, pero u n devoto capaz de reflexionar, y en su correspondencia m ilita r y en sus proclam as m u estra cierta fa cilidad de expresión. ¿Quiénes fueron los modelos de G aitán Obeso, qué pensaba de sí mismo, qué esperaba este hombre que Soto describió como “lleno de ju sta am bición”? H abía muchísimos ejemplos para se guir y rivales para em ular —Mosquera, el creador del estado del Tolima, los otros jefes de G arrap ata—, el partido radical estaba abierto a una gam a m uy am plia de talentos, y el Tolima había producido dos de sus m ás em inentes ideólogos, Murillo Toro, de C haparral, y Rojas Garrido, de Saldaña. G aitán Obeso, sin duda,
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ith capaz de ap arecer como un idealista y de d ar a su liderazgo ■'un dim ensión ideológica que paradójicam ente es esencial para i iinducir a hom bres ignorantes, ya que les ofrece una excusa, dig nifica la causa, les perm ite identificarse con ella y alivia al jefe de In carga pesada de conducir tropas totalm ente recalcitrantes. T ran sm itir una ideología era parte del “a rte de entusiasm ar a la tropa” y si ello no hubiese tenido ninguna utilidad no se habría empleado en la m edida en que se hizo. Sin esa dim ensión ideológica, G aitán Obeso no hubiera de ludo la fam a que dejó. La historia liberal no sólo lo absolvió, sino que hizo de él u n m ártir. N úñez no se equivocó con “el fa n ta s món de G a itá n ”: el curso que tomó la revolución lo convirtió en I<1 p rin cip al fig u ra m ilita r del liberalism o colom biano —los ot ros jefes m u rieron o no lograron alcanzar éxitos ta n rápidos y ■apectaculares—. Los liberales recordaron el hecho de que Gailán nun ca se h abía rendido, y no las posibles razones que le Impidieron ren dirse. O tra ventaja fue que sus lim itaciones fuemu m uy poco conocidas. Tal como escribió, poco después de su m uerte, Rudecindo Cáceres, “el carácter personal del G eneral i ¡(titán fue muy poco conocido aun en tre sus propios amigos, y di> su esp íritu franco, generoso y n a tu ra lm e n te inclinado a di fundirse en el círculo de sus relaciones y sim patías, nadie, h asta n liora por lo m enos que sepamos, ha hablado de él sin pasión”. I i versión legendaria de su personalidad se tejió rápidam ente. Nuñez no pudo m enos que protestar: “El G ran Partido Liberal bullía descendido h a sta G aitán Obeso (...) G aitán fue canoniza do porque se apoderó de los recursos de la Costa (...) se daba Investidura de cónsul a un caballo”. Pero la verdad es que nadie difam a caballos m uertos, y que ningún partido sobrevive sin In roes m uertos. A G aitán se le im itaría en las dos guerras civili■i que siguieron y h asta bien entrado el siglo XX se exaltaría • 59 mu m em oria . Desde el punto de vista político la cam paña radical fue un I k i m o desastroso, aunque se podría sostener que G aitán no hizo mus que m ultiplicar los errores de H ernández y sus amigos en Iioyacá y Santander. Esa gente fue menos efectiva y m ás dispuesI i |ue él a llegar a u n acuerdo. G aitán hizo inevitable que la guei ni se extendiera am pliam ente, y eso aum entaba las posibilida ii
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des de u n a derrota total60. La posición política del partido «>ri« m ucho m enos desesperada que la m ilitar, pero una vez quo menzó la guerra, los rebeldes tuvieron muy pocas posibilidad)'» de triu n fa r en C undinam arca y en gran p arte de Boyacá, en An tioquia o en el Cauca, lo cual significaba desventajas estratégica» m uy graves. Los radicales liberales tampoco tenían un plan ni u n a jefa tu ra coherentes. En Colombia, en el siglo XIX, frecuento* m ente las revoluciones se debían m ás al hecho de que el partid" en oposición no podía evitarlas, por ten er tam bién un escaso con trol sobre su s propios elementos, que a una unidad de propósito» por p a rte de los revolucionarios. Los jefes provinciales no sólo eran indisciplinados por tem peram ento, sino que inevitablem rn te calculaban sus posibilidades basándose en una información m uy pobre y, adem ás, a menudo sólo tom aban en cuenta los inl ureses de u n particular fragm ento del partido en su propia región La m uerte había debilitado al Olimpo radical, que desde 187H había perdido su anterior poder sobre la política nacional; el rn dicalismo se había convertido en un elem ento entre muchos otro». No todo el “m aterial m ilitar” del partido estaba preparado parn luchar en 1885, y gran parte de los civiles se había acostumbrado a que la lucha la llevara a cabo la G uardia Colombiana. Dos civi les que participaron activam ente en la guerra dejaron relatos en que expresan sus ideas, sus sentim ientos y su falta de convicción en esa em presa. Felipe Pérez describe lo que era sentirse “a rra s trado”. Preocupado por la situación, Pérez regresaba a Bogotá <■ im prudentem ente entró a Tunja para ver qué estaba sucediendo. A pesar de ser día de mercad^, encontró que los campesinos de los alrededores estaban abandonando la plaza —“las gentes cam pe sinas corrían azoradas y decían que había revolución”, y se iban para evitar que se las reclu tara—, m ientras seguía llena de gru pos de “personas notables” a la expectativa de los acontecim ien tos. Al conversar con sus copartidarios liberales, con los cuales estaba ligado por vínculos fam iliares y de partido, éstos le expli caron su posición: Su nombre y su posición política lo obligan a usted: hay momen tos en los cuales no se puede discutir con los partidos, puesto que éstos le dan el nombre de traidor, de vendido, o de cobarde, a los que no ven las cosas como ellos las ven, o no hace lo que ellos
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hacen. U sted no p u ed e p erm an e ce r cru zad o de brazos d u ra n te In g u erra, porque e stá en los in te re se s y en la política del G obier no cobrarles e ste m ovim iento a todos su s enem igos. U ste d irá a Bogotá a su frir el azote de los e m p ré stito s y de la prisión, de los vejám enes y de to d a clase de d isgustos, y si el p a rtid o liberal «ucum be en la lucha, lo q u e es m uy probable, p u esto que no e stá p rep arad o p a ra ella, n i la q u ie re ni le conviene, v an a decir que usted tu v o la cu lp a p o rq u e fue el p rim ero en d e sau to riz arlo . No t.iune u ste d o tra cosa q u e h acer sino sacrificarse a la razón de partido.
No era fácil para un hombre público escapar a esta lógica auicida en la atm ósfera de entusiasm o y euforia que generalm enln Me generaba en épocas sem ejantes: “En las democracias todos Ihh caudillos y todos los partidos tienen tam bién sus dias de ca r naval". Pero a muchos el entusiasm o no les duró mucho tiempo, y I Vrez mismo informa sobre las deserciones m asivas, “y h asta en I i i h cuerpos m ás lúcidos les am anecía sin sus jefes”1’1. Desde Bai ninquilla, el joven m atem ático liberal e improvisado artillero, Luis Lleras, explicó en una carta al lexicógrafo Rufino Cuervo, que vivía en París, las razones por las cuales, a pesar de todo, no podía d esertar aun cuando el vapor del Royal Mail estaba en el muelle: C om padre, la g u e rra es u n vértigo, es u n á locura, u n a in s e n sa tez; y los hom bres m ás benévolos se vuelv en b e stia s feroces; el valor del g u errero es u n a b a rb a rid a d ; pero cuando uno to m a las a rm a s, no puede, no debe d ejarlas en el m om ento de peligro, no p ued e volver la e sp a ld a a am igos, enem igos y h erm an o s, sin co m e te r la m á s b aja de la s acciones, sin s e r u n cobarde y u n m ise rable. Preciso es q u e resp o n d a yo de m is acciones en la s h o ras de p ru eb a y a m a rg u ra ; que m i c a rá c te r se tem p le en la a d v e rsi d ad, y que cum pla h a s ta el fin con la s obligaciones que m e im p u se del soldado, y con las del p atrio tism o , como yo las entien d o . Perdone, com padre, to d a e s ta p a la b re ría v acía quizá de sen tid o p a ra q uien ju zg a la s cosas con ánim o tra n q u ilo y d esapasionado; p ero es el caso que no acierto explicarm e, y que sin em bargo tengo que b u sc a r u n a excusa p a ra no to m a r hoy m ism o el v ap o r de la M ala, satisfacien d o a sí u n a de m is m ay o res aspiraciones: h a c e r u n viaje a E u ro p a y e stre c h a r a Ud. y a Angel e n tre m is b razo s62.
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La guerra reunía bajo la m isma cobija a extraños compañero» y los m antenía juntos h asta la derrota final. La estrategia econó mica de los radicales que promulgó durante tres décadas el libre comercio y aceptó la división internacional del trabajo y la depend encia de las exportaciones se consideraba u n fracaso total a prin cipios de la década de los ochenta. Por lo tanto, se acusaba a Io h radicales de ser, cuando menos, unos optim istas ilusos. La crisis penetraba en la política del país y tuvo las repercusiones que des cribimos atrás. Además no sólo cambió la m anera de pensar dol m orador pacífico de S antander o del desarraigado del occidente de C undinam arca, sino que desm intió a los optim istas de mediados del siglo, debilitó su prestigio y produjo entre todo el liberalismo u n sentim iento colectivo de intranquilidad. Inconscientem ente Núñez presenta esta sucesión de ideas en el mismo ensayo en el que compara a G aitán Obeso con el caballo de Calígula: A fines de 1884 escaseaba y a h a s ta la m oneda m e tá lic a , como es notorio, p o rq u e el tra b a jo nacio n al no alca n zab a a p a g a r los con sum os. L as g ran d es co n q u istas lib erales h a b ía n hecho del p aís u n m o n tó n de ru in as, y e s ta s m ism as ru in a s ib a n a p erec e r (Lucan)... L a g u e rra civil de 1885 fue com bate de b ú hos ag itán d o se e n tre escom bros y tin ie b la s como los m úsculos de u n cuerpo d e cap itad o 63.
Es así como la crisis atomizó la oposición, destruyó sus direc tivas políticas y profundizó el descontento local, el que tarde o tem prano algún cabecilla aprovecharía tem poralm ente64. Como en todas las guerras colombianas, con una sola excepción, en las circunstancias particulares de 1884-1885 estas acciones fortale cieron al gobierno: “Aun cuando parezca paradójico, a los gobier nos roídos por el cáncer de una crisis fiscal se les salva haciéndo les la guerra 65. Así Núñez podría, inclusive, introducir el papel moneda. Colombia, u n a nación pobre, era muy vulnerable a esta clase de convulsiones. Su débil desarrollo como país exportador impe día a los gobiernos contar con ingresos seguros y al mismo tiempo reducía el peso de los elementos respetables, o por lo menos esta cionarios, de la sociedad. Las fuerzas represivas e ra n muy débi les. Los terraten ien tes y los otros propietarios no podían controlar
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exclusiva o efectivam ente lo que sucedía en las provincias; e sta ban divididos y en la guerra eran todavía m ás débiles que en I lempos de paz. Es posible detectar cierto grado de identificación con cada causa política, con cada u n a de las “grandes corrientes”, nn toda la escala social. En el caso del liberalismo, éste tenía un contenido con el que el hum ilde y el anárquico podían identificarno, y una figura como la de G aitán Obeso servía para vincularlos con los librepensadores distinguidos y los com erciantes de la élite radical. Por lo dem ás no se necesitaban muchos hom bres para comenzar u na guerra: se requerían ta n pocos como el reducido número de justos que hubiera sido suficiente para salvar a Sodom a y a Gomorra. Al estu d iar la atm ósfera que reinaba en los me ses que precedían u na guerra civil, se puede percibir todavía la preocupación con que la m ayoría pacífica de los colombianos es peraba que apareciera en algún lugar, en algún momento, el ine vitable puñado de rebeldes. La cam paña de G aitán no fue la m ás destructiva de esta guerra —la suya no puede rivalizar con el incendio que provocó Pedro P restán en Colón-Aspinwall— pero se le pueden contabilizar m uchas m ás cosas que las depredaciones en el río que fueron ta n incom pletam ente cuantificadas por el fis cal en el juicio. Las conclusiones de J. M. Sam per su brayan la vulnerabilidad de los intereses de tantos, frente a unos pocos: Q u ed ab a p a te n tiz a d a la e n o rm id ad de los efectos q u e a veces se o rig in an de p eq u eñ as c au sas, dado que u n hecho de ta n poca m o n ta al parecer, como el asa lto dado p o r G a itá n a la ciudad de H onda el 29 de diciem bre últim o, con sólo 90 h o m b res de p ési m os a n tec ed en tes, h a b ía cau sad o inm ensos m a le s en los tre s E s tad o s del A tlántico, d ire cta m e n te, e in d irec ta m e n te en los defifi m ás de Colom bia .
Para evitar que se repitiera un episodio sem ejante, Núñez pensó que era posible establecer “la paz científica”, poniendo fin ni federalismo y a los excesos democráticos con una Constitución centralista y un sufragio limitado; con u n ejército mucho m ayor —“si hay mucho ejército, tam bién hay m ucha paz"— y u n a Iglesia fortalecida que dom inara la educación; con u n a prensa que ap ren diera a controlarse ella misma; u n ejército dirigido por u n núm ero selecto de generales conservadores y que no ofreciera la oportuni
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dad de hacer carrera a talentos provinciales indeseables. Sería un país donde todos sus habitantes trab a jarían en arm onía a fin di> abrirle su paso en el mundo. En resum en, la R egeneración produ ciría un país en el que no surgirían hom bres como G aitán Obeso Pero o tras dos guerras civiles antes de que hubieran transcurrido veinte años dem ostraron que, sin una m ayor prosperidad, el fan tasm a no iba a desaparecer tan fácilmente, y au n después de tr<>N décadas de paz y dos de prosperidad cafetera, el partido liberal en 1930 todavía lo recordaba.
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El a u to r desea agradecer a Gerardo Reichel Dolmatoff, Thom as Skklmo re, Raymond C arr y Marco Palacios el estím ulo y ayuda que le prestaron Ángela de López hizo la traducción al español. P ara Latinoam érica en general, véase W arren D ean, “L atin American Golpes and Economic F luctuations, 1823-1966”, Social Science Quar terly, junio, 1970. Es mucho lo que todavía se puede aprender de Ju an Á lvarez, E studio sobre las guerras civiles argentinas, B uenos Airen, 1914. C harles B ergquist estudió la guerra civil colombiana de 1899 en “The Pblitical Economy of th e Colombian Presidential Election of 1897", HAHR, Vol. 56, No. 1, febrero 1976; siento m ás sim patía que él por Ion problem as del gobierno. Para este período de la historia colombiana, nn da su p era aún la economía política que se en cuentra en la obras recopi lad as de Rafael Núñez, L a Reforma Política, 2a. ed., 7 Vols., Bogotn, 1944-1950. “¿Qué producirá de Lacy Evans en San Sebastián?” le preguntaron ni Duque de Wellington, refiriéndose al com andante de la Legión Británicn contra los C arlistas. “Posiblem ente dos volúm enes en octavo”, contestó ni duque. Los colombianos fueron así mismo autores prolíficos de memoria n m ilitares. Muchos escribían m uy bien y los resultados son no solamenliconmovedores —véase Ángel Cuervo, Cómo se evapora un ejército, terce ra edición, Bogotá, 1953, y Max Grillo, Emociones de la guerra, Bogotá, sin fecha— sino que tam bién su m in istran información sobre condicione», costum bres y política que difícilm ente se en cuentra en otra p arte. Como es de esperar, estas obras son a menudo muy p artid istas, lo cual no im pide que sean útiles p ara reco n stru ir los sentim ientos de la época. Por lo general la parcialidad es tan acentuada que es fácil d escartarla. Además, p ara la mayoría de las guerras hay relatos de ambos bandos, lo cual sirvo p a ra controlar las dos versiones.
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Véase N orm an Sherry, Conrad's Western World, Cambridge, 1971, p ara las fuentes de Nostromo. Para estu d iar m ás a fondo sus conexiones con Colombia, uéase mi "Colombia y el Nostromo de Joseph C onrad”, en Re vista Plum a, Bogotá, Año II, No. 14, m arzo-abril, 1977, incluido en este volumen. C onrad visitó la costa colombiana en 1876-1877, en los años de la guerra civil que precedió a esta. Fue el prim er viaje fuera de E uropa que hizo Conrad. La frase es del presidente Rafael Núñez. Véanse los informes de los ministros británicos en el Public Record Office. Con pocas excepciones —las del procer O’Leary y las de Robert Bunch y Spencer Dickson— son arrogantes h asta el cansancio y la información política que contienen es m uy escasa: el Foreign Office no estaba in tere sado en au m en tar los gastos de correo exigiendo que fueran m ás volumi nosos. Los enviados norteam ericanos m ostraban menos superioridad g ratu ita pero con frecuencia todavía menos esfuerzo interpretativo que sus colegas británicos. El m inistro británico en 1884-1885, Sir Frederick St. John, KCMG, tam bién escribió un capítulo sobre Bogotá en sus m e morias, Reminiscences o f a Retired D iplom at, Londres, 1895. El autor utilizó relatos disponibles en la Biblioteca Nacional, Bogotá, y en la Biblioteca Luis Angel Arango, Bogotá. Tampoco se siguieron muchos juicios a personas prom inentes. Los casos m ás notables fueron los de José M aría Obando y el de Tomás Cipriano de M osquera, aunque a ninguno de los dos se los juzgó por el crim en político de la guerra civil. Las ejecuciones y las represalias informales tampoco fueron frecuentes: el general M osquera solía referirse a la doce na de hombres o m ás que había hecho fusilar como sus “angelitos” y a nivel nacional adquirió fam a de hombre cruel, pero de acuerdo con el e stán d ar español se catalogaría como persona indulgente. Las g uerras colombianas no merecen reputación de salvajismo: en ellas se luchó en forma dispersa y, para el observador ocasional, desorganizadam ente, con tropas harapientas y a m enudo arm adas sólo con machetes. Sin em b ar go, me parece que se cometieron pocas atrocidades comparables a las de las guerras de la Independencia o a las de las guerras civiles españolas. Es obvio que establecer juicios de guerra hubiera presentado extraordi n arias dificultades legales y políticas. E n Colombia generalm ente las r e vueltas term inaban con algún pacto o tratado, en el que los vencedores ofrecían garantías a los vencidos. La Constitución de Rionegro de 1863 tam bién fue explícitam ente tolerante. Véase por ejemplo el Artículo 11, y el comentario en J . Arosemena, Estudios constitucionales sobre los go biernos de la América Latina, 2a. ed., 2 Vols., París, 1878, Vol. II, pp. 4 y 70 respectivam ente. Ij í mejor presentación de la historia económica colombiana sigue siendo la obra del desaparecido autor Luis Ospina Vásquez, Industria y protección
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en Colombia, Bogotá, 1955. Para la crisis monetaria véase tam bién G. ’IU rres Mejía, Historia de la moneda en Colombia, Bogotá, 1945, pp. 185-211 P ara relatos locales y contemporáneos de la crisis, véase Rafael Ntiiuu, Reforma Política, en especial los artículos “Urbi et Orbi”, “La crisis mw cantil”, “La crisis económica y la producción de oro”, "Fomento a la inclun tr ia ”, que están en el Vol. I (1) y (II) de la edición de 1945 de Bogotá. Para la situación fiscal de comienzos de la década de 1880 la fuente mMi accesible es la serie de Memorias de Hacienda. Sobre la estru ctu ra fino»! del país, consúltese Aníbal Galindo, Historia económica y estadística di' la Hacienda Nacional, Bogotá, 1874, y mi estudio “Fiscal Problemn uf N ineteenth C entury Colombia”, publicado por Fedesarrollo, en Migiiil U rru tia, ed., Ensayos sobre historia económica colombiana, Bogotá, Ivli torial Presencia, 1980. Sobre la deuda externa, véase el resum en en J. Holguín, Desde cero i, París, 1908, y los informes del Council o f Foreign Bondholders. Para lim opiniones de Núñez, véanse en la Reforma Política los artículos "Crédito exterior" y "Deuda exterior”. Es difícil com partir las prim eras opiniom» de Núñez al respecto, que son b astan te eufóricas. O torgar crédito a Co lombia no tenía ningún atractivo, aun a una tasa de interés real del 8 %, En u n estado de ánim o m ás realista, Núñez llegó a la conclusión de qu« el crédito se basaba en el orden y no al contrario. Quizá fue en momento» en que N úñez pensaba en esta forma cuando el m inistro británico, ii p esar de du d ar que se tra ta se de un gran hombre, reconoció al menos qvtn N úñez era “un repudiador por excelencia”. (St. John a G ranville, agosto 2 de 1885, Foreign Office, FO 55-312). E l Comercio, septiem bre 6 de 1884. Para u n a crítica de las finanzas de la prim era adm inistración de Núñez, véase "Discusión sobre asuntos de Hacienda", en S. Camacho Roldan, Escritos varios, Tercera serie, Bogotá, 1895, pp. 752-763. Se acusó a Nuñez de com prar amigos a muy alto precio en momentos cuando las cir cunstancias exigían austeridad. “El desprestigio del régimen político tra e naturalm ente la debilidad dol gobierno y la desconfianza y la intranquilidad; porque un gobierno pobro es un gobierno débil, sin autoridad moral, incapaz de in sp irar tem ores ni afectos. Esto mismo repercute sobre el producto de las ren tas, porquo toda in tranquilidad significa paralización de los negocios, y ésta dismi nución de las re n ta s”. Carlos Calderón, La cuestión monetaria en Colom bia, M adrid, 1905, p. 198. C alderón escribía por experiencia, ya que fu» m inistro de H acienda en 1899. Los informes de Soffia están en el Archivo Nacional de Chile, Santiago, Ministerio de Relaciones Exteriores, Vol. 232. El relato m ás completo está en el despacho del 30 de abril de 1882, J . A. Soffia a J. M. Balmaceda. (Hace poco lo publicó el decano del radicalismo chileno, D. Ricardo Donoso, en
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Thesaurus, Boletín del Instituto Caro y Cuervo, Tomo XXXI, No. 1, Bogotá, 1976. Véase el artículo “José Antonio Soffia en Bogotá’’, pp. 121-144). Soffia informa que “las ideas democráticas, im plantadas en las altas es feras públicas por la presencia de muchos hombres de modesto origen, levantados h asta ellas por las revoluciones, han echado hondas raíces". Le pareció que el carácter del colombiano era “apasionado y violento” y el espíritu “notablem ente enfático' Sus comentarios sobre la G uardia Colombiana: “E s curioso observar que, m ientras se halaga ostensible m ente a la fuerza pública y se pone todo empeño por los gobernantes y por los partidos en captarse su sim patía, se tra ta a la vez de quitarle respetabilidad hablando de ella con desdén y alejando de sus rangos a las clases docentes de la sociedad. Sin contar algunos generales, muchos de los cuales han recibido sus títulos sin p asar por los grados inferiores, y algunos jefes de cuerpo, la m ayor p arte de los oficiales son reclutados de las clases m ás humildes, siendo crecido el número de individuos de tropa que ascienden a oficiales. Compuesto de tales elem entos, se com prende que el cuerpo de oficiales, que por o tra es bastan te numeroso, no se distinga ni por su educación ni por su porte social”. Estos im puestos aparecen en las Leyes 6 a., 7a. y 12a. de 1883. Sobre Wilches y el conflicto en S an tan d er véase J . J. G arcía, Crónicas de Bucaram anga, 2a. ed. B ucaram anga, 1944, pp. 354-361; G. O tero Mu ñoz, Wilches y su Época, B ucaram anga, 1936, pp. 387-394. Los com enta rios de Núñez están en su artículo “S an tan d er”, Reforma Política, Vol. I (II), pp. 275-279. Donde se puede apreciar mejor el punto de vista con servador sobre el conflicto, es en Carlos M artínez Silva, R evistas Políti cas publicadas en el Repertorio Colombiano, Vol. I, pp. 255-256, 309-311, 392 y ss. (Obras completas del doctor Carlos M artínez Delgado, ed. L. M artínez Delgado, Bogotá, 1934). Núñez, Reforma Política, Vol. I (I), “La crisis m ercantil", p. 296. Carlos Calderón, La cuestión monetaria, pp. 8 y ss. para cifras sobre la crisis de la quina. El precio en Londres bajó de 16s 6 d Ib en 1879 a 2s 6 d en 1885. Muchos exportadores colombianos se quedaron con depósitos llenos de quina que no se podía vender. J . J. G arcía, op. cit., pp. 331-336. F. Safford, Commerce and Enterprise in Central Colombia, 1821-1870, Tesis doctoral, Columbia, 1965 —mimeografiada—, Bogotá, U niversidad de los Andes, pp. 210 y ss. P ara H ernán dez, J . J . G arcía, p. 336. De St. Jo h n a G ranville, septiem bre 22 de 1884. FO 55-302. Publicado nuevam ente en la Reforma Política, I (II), pp. 257-261. El Comercio, octubre lo. de 1884, octubre 8 de 1884, octubre 15 de 1884. Proceso seguido por el Consejo de Guerra Verbal de Oficiales Generales contra Ricardo G aitán Obeso y José Francisco Acevedo cabecillas de la rebelión de 1885. Bogotá, s.f. (1886). (De ahora en adelante citado como
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Procesó). Evidencia de Epifanio Morales, Teniente Coronel de la Guardllt Colombiana, pp. 69-75. La mayoría de estos detalles de su vida an terio r se mencionaron en el juicio. Véase Proceso. "Piedras, o sea C aldas”, es Piedras, Tolima, véa«« J . E sguerra O., Diccionario Geográfico de los Estados Unidos de Colom bia, Bogotá, 1879, pp. 41 y 180. Indudablem ente era u n d istrito liberal y fue incendiado por los conservadores durante la G uerra de los Mil Din»; siguió siendo liberal h a sta hoy. Véase “Piedras, u n estudio de pueblo nn el Tolima”, de Ángela Mendoza, en Biblio-Apuntes, U niversidad del To lima, Vol. I, No. 3, Ibagué, 1971. De Ambalema en sus años de prosperi dad hay muchos relatos de la época: véanse M. Rivas, Los trabajadorrn de tierra caliente, Bogotá, 1946, pp. 128-192, y del mismo a u to r el bos quejo costum brista “El cosechero", en sus Obras completas, 2 Vols., Bo gotá, 1883, y en Museo de cuadros de costumbres, 2 Vols., Bogotá, 1866, Vol. I, pp. 316-321; tam bién Manuela, de Eugenio Díaz, m uy informativn y todavía muy am ena (existen m uchas ediciones de esta novela escrita en la década de 1850). P ara la industria del tabaco véanse Safford, op. cit., y J . P H arrison, The Colombian Tobacco Industry, from Government Monopoly toFree Trade, 1778-1878, Tesis doctoral, U niversidad de Cali fornia, 1951, y L. E S ierra, E l tabaco en la economía colombiana del siglo XIX, Bogotá, 1971. Así mismo es útil observar que había algo de quinu en las m ontañas del Tolima. El estado del Tolima debía su origen a Tomás Cipriano de M osquera en su fase radical, después de la victoria de 1862. Véase F. Pérez, Geografía política del Estado del Tolima, escrita de orden del Gobierno Jeneral, Bogotá; el sobrio Pérez explica la alta m ortalidad en Ambalema así: “Lu ausencia de casi toda precaución hijiénica en el modo de vivir, especial m ente en tre los jornaleros. Beben estos i bailan la m ayor p arte de la noche”, op. cit., p. 58. La presencia de G aitán Obeso como coronel en G arrap ata la reg istra C. Franco V, L a Guerra de 1876 i 1877, 2 Vols., 1877, pp. 231, 240, 246; com andaba el “rejim iento G uías” con 110 hombres. A. H incapié Espinosa, La villa de Guaduas, 2a. ed., Bogotá, 1968, pp. 284-285. Para los detalles del asalto, véanse los relatos citados anteriorm ente; en el juicio el fiscal explotó mucho la asociación con la “culebra” de Bucaram anga, la “culebra pico de oro”, véase J. J . G arcía, op. cit., pp. 240 y ss. El cónsul de los E stados Unidos en Sabanilla informó sobre los mismos hechos y con m ucha exageración, bajo el encabezam iento de “La comuna en Colombia”. Cónsul E. B. Pellet al D epartam ento de Estado, septiem bre 17 de 1879 (Archivos Nacionales de los E stados Unidos, Microfilm, Colombia, Consulados, Sabanilla, rollo 4). Donde mejor están resum idas las opiniones de N úñez sobre la creciente tensión social es en Reforma
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Política, Vol. I (I), “U rbi et O rbi”, pp. 99-103. J . J . G uerra, en Viceversas liberales, Bogotá, 1923, se refiere al C uadro de Chicuasa, pero no da detalles, p. 292. E n el proceso se menciona el acuerdo con Capella Toledo, el “Pácto de los Tebaides”. Las explicaciones de N úñez están en Reforma Política, I (II), “Reflexiones”, pp. 257-261. Para los informes del m inistro británico, véase St. Jo h n a G ranville, oc tu b re 10 de 1884, octubre 23 de 1884, diciembre 22 de 1884, FO 55-302. P ir a la visita de G aitán Obeso a Núñez, véase en especial, L. M artínez Delgado, A propósito del Dr. Carlos M artínez Silva, 2a. ed., Bogotá, 1930, p. 171. Para sus relaciones con Francisco de P aula Borda, véase la auto biografía de éste, Conversaciones con m is hijos, ed. José M. de Mier, 3 vola., Bogotá, 1974, Vol. II, pp. 132-134. E stas m em orias no son siem pre confiables en los detalles, pero ofrecen una buena m u estra de u n a m en talid ad de la clase a lta radical-progresista a finales del siglo XIX. Acevedo era descendiente del “Tribuno del pueblo" de 1810, Jo sé Acevedo y Gómez. Véase Proceso, p. 122. Uno de ellos fue otro veterano tolim ense de G arrap ata y com batiente notable, Cenón Figueredo. E n Colombia, con u n ejército federal de unos 3.000 hombres, había muy pocas guarniciones. E n la región h abría algunas fuerzas del estado de C undinam arca, pero no las suficientes p ara sofocar un movimiento de esta clase. La policía era todavía m ás débil; en Bogotá había menos de sesenta agentes p ara vigilar una ciudad de 50 ó 60.000 h ab itan tes m ás los alrededores, "Nosotros no tenem os policía ru ra l sino teórica” (Núñez, Reforma Política, Vol. I (I), “El pueblo colombiano”, p. 320). Cifra de h a b ita n te s de Bogotá de A. H ettner, Viajes por los A ndes Colombianas 1882-1884, Bogotá, 1976, p. 77. E n su viaje por el río, G aitán Obeso se encontró con el nuevo arzobispo de Bogotá, Illmo. Señor José Telésforo Paul, a quien tra tó en forma muy cortés. Esto le pudo h aber sido útil en días m ás difíciles p a ra él. Véase J . M. Cordovez Moure, Reminiscencias de S a n ta Fe y Bogotá, M adrid, 1962, p. 308. Véanse los informes en el Proceso y en Palacio, op. cit. Tam bién Rudecindo L. Cáceres, Un soldado de la República en la Costa Atlántica, Bogotá, 1888. Cónsul Stacey a Granville, enero 5 de 1885, FO 55-315. Cifras del Proceso. Los sistem as de coacción empleados por G aitán están tom ados de la pu blicación oficial del gobierno L a Rebelión - Noticias de Guerra, Bogotá, 1885, p. 185, ca rta de Daniel Olaciregui. L a renuencia de G aitán p ara em itir un papel m oneda se menciona en Cáceres, op. cit., p. 31: “Papelmoneda que, por su historia, bien conocida ya, es ta n peligrosa p ara las naciones”. En este punto, como en m uchas o tras cosas, Núñez demostró ser m ás revolucionario que la revolución.
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P a ra la lista de los contribuyentes al prim er em préstito forzoso, i>kM D iario Oficial, Año XXI, No. 6.273, enero 5 de 1885. A muchos Ii!.... tiJ im portantes se les fijó u n a sum a de $5.000, y las contribuciones flunluM b an en tre esa sum a y $ 10 0 , excepto una casa comercial a la qu» »•* M gravó con $10.000. Véase tam bién Núñez, Reforma Política, II, .ilmí populi suprem a lex, o la dictadura inevitable”, pp. 191-199; St. Jolm | G ranville, 22 de enero de 1885, FO 55-310. Sobre las relaciones de Núñez con los conservadores, véase M. A. N ltM Recuerdos de la Regeneración, Bogotá, 1924, pássim , y para la ver»l>>M <1* uno de los principales actores, Carlos Holguín, Cartas políticas, Ho|tnllt| 1951. La obra de Nieto es la mejor fuente p ara el "Ejército de Resri vi»* Sobre los expedientes desesperados del gobierno, Carlos Holguín OHcrIllll m ás tarde: "A parecerán los fundadores del régim en que ha salviulu » Colombia (...) no ya como una nidada de ladrones, sino de rateros”, CV||s tas, p. 194. L a geopolítica del país al menos tranquilizaba al m inistro británico ttn Bogotá: “E n realidad este es el lugar m ás seguro del país, debido ii til inm ensa preponderancia del partido conservador que aquí apoya al k» b iem o ”, St. Jo hn a S ir Ju liá n Pauncefoot. (privada), enero 22 de 1885, l*‘( ) 55-310. Véase tam bién MSS No. 29, “Correspondencia dirigida al General An!» nio B. Cuervo, 1885”, Biblioteca Luis Angel Arango, Bogotá, p ara curtiu referen tes a la formación del Ejército de Reserva. 32. L as observaciones de J . M. Sam per sobre las posibilidades militare» da la costa se encuentran en E l sitio de Cartagena en 1885, NarraciónM Históricas y descriptivas en prosa y verso, Bogotá, 1885, pp. 105-108. La» regiones de la costa no estaban densam ente pobladas y las condicionan de vida ofrecían u n a existencia relativam ente fácil e independiente paru los que se contentaran con vivir de plátanos y pescado, precisam ente In clase de población que era difícil en tu siasm ar y todavía m ás complicado reclutar, a pesar de que su sim patía era predom inantem ente pro liberal Para un relato sobre la facilidad de vida de los costeños, véase el comu nicado del cónsul de los E stados Unidos Thomas W. Dawson al D eparta m ento de Estado, B arranquilla, agosto 23 de 1884. Los salarios en la costa eran altos, lo cual dificultaba siem pre el reclutam iento: “El trab a jador no trab aja por dinero únicam ente, sino que exige que se le trato como a un hombre libre”. (Microfilm de los Archivos N acionales de los E stad o s Unidos, Colombia, C onsulados, B arran q u illa, rollo 1), véase tam b ién general Pedro Sicard Briceño, Geografía M ilita r de Colombia, Bogotá, 1922, pp. 67-69: "El costeño: por lo común de color, hablador, fanfarrón, fuerte en su clima, valeroso en algunas regiones y aseado; enemigo del cuartel en todo tiempo". (El subrayado es nuestro).
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Miilirii ul curso de la revolución en el interior del país, véanse La RebeliónNnllciaa de la Guerra, citado m ás arriba; general Guillermo E. M artín, I ¡i ni ¡Hiña del Ejército del Norte en 1885. Relación Documentada, Bogotá, IMH7; E. I'érez, Vida de Felipe Pérez, Bogotá, 1911, pp. 215-267; E Soto, Al
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prender estas cosas ta n elem entales (lo que constituye un beligerante); y es lo cierto que nos incomodaron todo lo posible, como si el gobierno d<> Colombia no fuese muy leal y liberal amigo del de la G ran B retañ a”. Lun comunicaciones de G aitán Obeso con los com andantes navales de los Eh tados Unidos están en E. Pérez, op. cit., pp. 283 y ss. Véase también Palacio, op. cit., p. 188. 38. E Soto, op. cit., pp. 16-20 p a ra los argum entos sobre enviar ejércitos a In costa y sobre sus tem ores sobre el clima y las fricciones en tre I o b distinto» jefes m ilitares y los distintos ejércitos. 39. Esto explica en p arte la m ultiplicidad de jefes, fenómeno que tan to reciil carón los observadores extranjeros. Los hombres procedentes de una lo calidad determ inada insistían en que Be reconociera el rango de su jofi> inm ediato a fin de aseg u rar su posición dentro del ejército. Esto era in dudablem ente un inconveniente, "La superabundancia de Jefes y Ofici» les obligaba a form ar cuerpecitos de sesenta y ochenta plazas, que api ñ a s p o d ía n s e r c o m p a ñ ía s , o rg a n iz a c ió n s u m a m e n te v icio sa y perjudicial”, pero no se tra ta b a de simple vanidad pueril, la cual, según Soffia, tam bién existía —véase su informe citado m ás arriba, p. 131—, sino del resultado de la forma como se conformaban esos ejércitos: "No era posible som eter a personas relativam ente notables, que de esa clawi eran los que habían adherido al movimiento, en casi todas las poblacio nes, a la condición de individuos de tropa, obligarles a m arch ar a pie sin la m ás absoluta necesidad, y hacerles de todos modos m ás ponderosos los sufrim ientos que la m ayor p arte de ellas por solo patriotism o iban n afro n tar”. E Soto, op. cit., Vol. I, p. 157. E sta multiplicación e igualdad de rangos refleja la debilidad del gobierno central y u n a sociedad relativam ente indiferenciada. No se tra ta b a sim plem ente de u n a característica latinoam ericana: véase. Mrs. Francés Trollope, D omestic M anners o f the Americans, ed. D. Smalley, Nueva York, 1960, p. 18: “Definitivam ente los caballeros que había en el cam a rote, (no había señoras) ni por su forma de expresarse, n i por sus manoras o apariencias, hubieran sido llamados tales en Europa; pero pronto nos dimos cuenta que su pretensión a este título descansaba sobre bases más firmes, porque oímos que a casi todos se les daba el título de general, coronel y mayor. Ffeco tiempo después, al m encionar estas dignidades m ilitares a un amigo inglés me dijo que él tam bién había viajado con (a mism a clase de compañía que yo le describía, y cuando observó que no había u n solo capitán e n tre ellos, le preguntó a un compañero de viajo cuál podría ser la explicación. 'Ah, señor, es que los capitanes están todos en la cubierta’ contestó el amigo". La señora Trollope se refería a los rangos de las distin tas milicias norteam ericanas. 40. P restán, cuyos antecedentes eran mucho peores que los de G aitán Obeso, originó el desastre m ás destructivo de toda la guerra cuando su ejército
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prendió fuego a Colón-Aspinwall. Las pérdidas se calcularon en $30 m i llones, cifra posiblem ente correcta: m ás tarde los reclamos británicos a s cendieron a JE239.000, y los intereses británicos en esa localidad eran mucho menores que los norteam ericanos y los franceses. P restán buscó refugio en el ejército de G aitán, pero éste se dio cuenta rápidam ente de que su presencia constituía un riesgo y una desventaja, y lo m antuvo vigilado. Cuando P restán cayó en manos de las fuerzas del gobierno, le siguieron consejo de guerra y fue ahorcado. E. T. Parkes, Colombia a n d the United States, Vol. II, pp. 308-317; St. Jo h n a Rosebery, junio 10 de 1886, en FO 55-323; F. Soto, op. cit., pp. 45-46 p ara la conducta de G aitán respecto a Prestán, y su resistencia a la presión norteam ericana para que se rindiera, hecho al que debe en p arte su fama postuma. La Rebelión, pp. 109-110, 113, 151, 175, 195, 197. Los otros detalles de este párrafo están tom ados del relato del sitio que hace Sam per y que está citado m ás arriba. 4 1. Para las victorias de C asabianca, véase La rebelión. Existe el relato de un participante en B. Rodríguez, Mis campañas, 1885-1902, Bucaram anga, 1934, a veces demasiado exagerado. Es interesante observar que el últim o oponente en el campo de batalla de C asabianca fue el inquieto y desafortunado político Jorge Isaacs, au to r de María: "Jorge Isaacs pre tendió levantar algunos pueblos del norte; pero, desprestigiado, refugió se en las m ontañas de Anaime con cien hombres, y allí fue batido por dos com pañías del Arboleda (Batallón 5o.). Isaacs logró escaparse, pero creo que pronto lo tendrem os en nuestro poder”, L a rebelión, p. 194. 42. E ntre los m uertos en La H um areda estaban los generales H ernández, B em al, Sarm iento, Capitolino Obando, Lombana y Vargas, y Luis Lle ras. El corazón del general H ernández, de tam año mayor que lo común, se conservó en una botella “en la botica de Ribón H erm anos” en Mompox. E sta “hecatom be”, en la que los radicales perdieron tam bién la mayoría de sus barcos, se convirtió rápidam ente en p arte vital de la mitología liberal de la derrota. “El Partido Liberal... sem ejante a los em peradores rom anos, se puso de pie p ara expirar" (J. M. Vargas Vila, Pinceladas sobre la últim a revolución en Colombia", y Siluetas políticas, la . ed. Maracaibo, 1887; vuelto a publicar como Pretéritas, México, 1969. O tras m u chas ediciones). La b atalla tuvo lu g ar el 17 de julio de 1885. La m uerte del general Manuel Briceño, de fiebres, en Calam ar, el 13 de julio, ofreció al gobierno y a los conservadores el principal m á rtir de la causa. Briceño fue la figura m ás im portante en la insurrección conserva dora de 1876-1877 y au to r de u n relato de esa guerra, adem ás de una monografía sobre el levantam iento de los Comuneros: Los Comuneros; historia de la insurrección de 1781, Bogotá, 1880, que es todavía u n es tudio valioso. La rebelión, p. 168, para su m uerte: sus funerales coinci dieron con el juicio de G aitán.
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43. R. Cáceres, op. ctf., pp. 117-118. F. Soto, op. cit., II, pp. 158, 163, 168. La popularidad de G aitán irritalm a Camargo, quien sospechaba que él y Acevedo tenían todavía parto tln los fondos que h abían conseguido en B arranquilla. 44. R. Cáceres, op. cit., p. 122. 45. Proceso, p. 144. 46. P a ra Bodega C entral, L a rebelión, p. 204; F. Soto, op. cit., II, p. 180, y pnr» la etapa final de la m ism a, p. 220 y L a rebelión, p. 214. 47. La fecha en Soffia a Aniceto Vergara Albano, 20 de octubre de 18Hfi Archivo Nacional, Santiago, Chile, Relaciones Exteriores, Vol. 302. (E»l« despacho, que no aparece en la selección de R. Donoso, describe el mu biente de nerviosismo que reinaba en Bogotá d u ran te el juicio de Gaita 11 1 Véase tam bién Palacio, op. cit., pp. 298 y ss. A parentem ente N úñez halil» del “fantasm a de G aitán ” en u n a conversación con el general Ulloa, quien fue uno de los jueces del juicio, p. 302. La opinión an terior de Núñez sobre la inutilidad de juzgar a los rebeldía e stá tom ada del artículo "Reflexiones", Reforma Política, I (II), p. 260 48. Sobre U rdaneta, véase P ilar Moreno de Ángel, Alberto Urdaneta, Bogotá, 1972, en especial Cap. XIII, “El fiscal”. El historiador liberal L aureano G arcía O rtiz tenía una copia del juicln que hoy se encuentra en la Biblioteca Luis Ángel Arango; frente al nom bre de U rdaneta, el historiador escribió al m argen “can alla” y también hace referencia a su talento como grabador y a su m aravillosa hacieniln en la Sabana, llamándolo “el monedero de C anoas”. 49. Los discursos finales aparecen en el Proceso, pp. 102-156; 157-164. Véani' tam bién F. de P Borda, op. ctí-, p. 134. G aitán pensaba que no podía hal>m' progreso sin sufrim iento. 50. Palacio pone en duda que N úñez haya pensado hacerlo fusilar, op. cit., p. 307: “N úñez era, como todos los grandes políticos, un g ran comediantr" Soffia informa sobre la intervención a su favor de “la p arte im parcial y san a de la cap ital” en el despacho citado m ás arriba. Cordovez Moure, mi Reminiscencias, p. 308, dice que el arzobispo intercedió por G aitán. Los escritores liberales sacaron todo el partido posible de las circunstan cias que rodearon la m u erte de G aitán Obeso, en especial Vargas Vila, Existen algunos documentos sobre su m u erte y entierro, en u n panfleto extraño, escrito por Inés Am inta Consuegra y A., Meditaciones del Gene ral Ricardo Gaitán O. en su prisión de Cartagena y Panamá, sin lugar (1886), pp. 78-87. Véase tam bién la copla: A C artagena me llevan, Yo no sé por qué delito; Pbr u n a papaya verde Q ue picó mi pajarito.
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en A. J . Restrepo, El cancionero de Antioquia, Medellín, 1971, p. 177, ¿acaso una referencia folclórica a las dos M argaritas? En Maracaibo, 1887, se publicó una colección de escritos en homenaje a G aitán: Corona fúnebre a la memoria del General Ricardo Gaitán Obeso. I Proceso, p. 118. Sin embargo, en otro momento U rdaneta reconoció que G aitán tenía otras cualidades: “Su fisonomía es del todo agradable, y procede en los actos de la vida como hombre galante; sabemos, además, que es persona valerosa”, p. 107. !>2. Sobre el Tolima, a p a rte de las descripciones de Ambalem a citadas m ás arriba, consúltense los relatos de 1876-1877 de M. Briceño y de Constan cio Franco V. Sobre la violencia ru ra l, véase la extensa comunicación “Los m onstruos de Coyaima”, en E l Comercio, agosto 26 de 1884, de Ino cencio Monroy. Se encuentran otras descripciones de la sociedad del Tolima en esta épo ca en F. Bereira Gamba, La vida en los A ndes colombianos, Quito, 1919, Cap. II, y Rosa C am egie Williams, A Year in the Andes: A L a d y’s Life in Bogotá, Londres, 1882. La opinión de St. Jo h n a Rosebery, abril 22 de 1886, FO 55-322. Saavedra en el Proceso, pp. 199-200. Ii.'i. F Soto, op. cit., II, p. 56; R. L. Cáceres, op. cit., p. 124. Los jefes que intentaban m antener una disciplina dem asiado estricta perdían ráp id a m ente sus hombres, los cuales desertaban o se pasaban a otros ejércitos. 64. El cabo Acuña en R. L. Cáceres, op. cit., pp. 38-39. E n el Archivo del General Ju liá n Trujillo, que se encuentra en el Archivo Histórico Nacional, Bogotá, hay una serie de cartas escritas por soldados rasos del ejército del gobierno, en 1876-1877, a su com andante. E n algu nas de ellas, los hombres re sa lta n sus servicios anteriores en favor de la causa liberal y utilizan frases como "la causa del siglo y de las luces" y palabras como “progreso”. Con dem asiada frecuencia se asum e que los ejércitos estaban conforma dos por peones obligados a luchar por sus jefes terratenientes. Es indu dable que el gobierno recurría al reclutam iento forzoso y, algunas veces, tam bién lo hacían así los jefes revolucionarios, pero esto es diferente a la presunción anterior, y los inconvenientes obvios del reclutam iento forzo so hicieron que los terraten ien tes tra ta ra n de evitarlo. (Véase mi "A C un dinam arca H acienda, S an ta B árb ara 1870-1914”, en L andlord a n d Peasant in L atin America, ed. K. D uncan y I. Routledge, Cambridge, 1977). Es cierto que a veces los terraten ien tes movilizaban a sus dependientes — véanse los compromisos de conservadores notables en M. A. Nieto, op. cit., pp. 112-122, y sus actividades posteriores, pp. 147-152; el au to r m en ciona a “mi inolvidable amigo Hipólito Nieto, quien dio a todos sus a rre n datarios los caballos de la hacienda, pagó los fletes de los que no los tenían propios y las raciones de la gente pobre, obsequiando tan to a la
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venida como al regreso y como él sabía hacerlo, a toda esa gente. E»li« I* costó muy cerca de tre s mil pesos”. (Obsérvese que Hipólito les pago). H|n duda esta clase de reclutam iento voluntario podía hacerse en laa rt'K !•• n es de organización m ás señorial de Cundinam arca, Boyacá y Santnn* der, pero au n en ellas, en ú ltim a instancia, era menos im portante qui> «I reclutam iento forzoso por p arte del gobierno y, con frecuencia, los tnrin ten ien tes no tem an ninguna influencia en esas comisiones de recluín miento. Es posible que la movilización espontánea tuviera tan to que vnr con la solidaridad local y con el prestigio de los jefes locales como con !•>« vínculos de dependencia económica, definidos en forma sim plem ente l>m canica. No se puede excluir la presencia de u n elemento “feudal", poní tampoco se le debe d a r dem asiado peso. Los conservadores reclutaron l"« peones del Ferrocarril del Norte, exactam ente como G aitán Obeso huliln reclutado unos pocos que estaban trabajando en el Ferrocarril de Ln I >n rad a. ¿Refleja esto u n mecanismo feudal? H ay u n cable en L a rebelión que m uestra cómo la acción vigorosa (mr p a rte de los hacendados era algo excepcional: “La Mesa, 2 de julio >!•' 1885... Tengo el gusto de participarle que el señor Manuel Dueñas, con los peones de su hacienda, atacó a unos señores que se preparaban puní pronunciarse en contra del Gobierno Nacional, y les tomó once rémin*t tons, m ás de mil cápsulas, mucho plomo, b astan te pólvora, varias armnit de percusión: bestias, m onturas, com eta, ropa, etc. etc. Los hacendnilim comienzan a convencerse de que necesitan auxiliar de todas m aneras ni Gobierno Nacional, p ara salvarse de los com unistas. Vuestro servidor y amigo, Lucio C. Moreno", p. 61. La m ayoría de los observadores extranjeros se inclinaba a juzgar la culi' dad de las tropas y su identificación con determ inada causa, por la prosencia o ausencia de uniform es adecuados. Por ejemplo, véase Sir Freilorick Treves, The Cradle o f the Deep, Londres, 1910, pp. 359-362. En hu« com entarios siem pre hay u n a presunción tácita de que sus propios ejér citos eran diferentes en la forma y el espíritu. “Le F etit Caporal” e ra el apodo de Napoleón Bonaparte, y a ese grnn demagogo venezolano, Cipriano Castro, lo llam aban “El Cabito”, J . D Z arante, Reminiscencias históricas. Recuerdos de un soldado liberal, Corica, C artagena, 1933, p. 5; Z arante fue veterano del “ejército de ciudn danos” de G aitán, J . M. Vargas Vila, op. cit., pp. 183-190. J . H. Palacio, op. cit., p. 118. R. L. Cáceres, op. cit., p. 40. Sobre los soldados véase La rebelión, p. 188, comunicación sobre “tan desenfrenada chusm a” desde La Ceja, Antioquia: “Pero el hecho m ás es candaloso y que da una idea m ás clara de la perversidad de los m alhe chores en referencia, es el u ltaje inferido a la sagrada im agen de Je s u cristo crucificado. E n la casa de Prim itivo Valencia (Varguitas), después
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de saquearla como las anteriores, dejaban sólo la imagen an tes dicha, y para no llevarla, y p a ra mofarse de todo lo santo y sagrado, la tiraro n debajo de una cam a y le pusieron queso, de los robados por supuesto, dizque para que comiera, profiriendo expresiones como estas: “Come, maldito, para que podas ag u a n ta r”, “chupa por godo, demonio”. Esto es cuanto puede decirse de estos endemoniados, abortos del averno, que son capaces de abofetear con tanto descaro las creencias de un pueblo libre, y de in su ltar a la faz del mundo los derechos de los asociados y sus ideas religiosas y sociales”. Aún entonces, el escritor añade "que no fueron todos ladrones: hubo ex cepciones honrosas". R. L. Cáceres, op. cit., p. 23, R. Núñez, Reforma Política, III, “El R elator”, p. 238. Todavía el 22 de diciembre de 1884, el m inistro inglés —que definitiva m ente no es la mejor de las fuentes, pero a quien al menos no se le puede acu sar de ser ni im aginativo ni ingenioso— pensaba que Núñez rechaza ría a los conservadores y negociaría con los radicales. St. Jo h n a Granville, 22 de diciembre de 1884, en FO 55-302. E. Pérez, op. cit., pp. 238 y ss. Ed. G. H ernández de Alba, Epistolario de Rufino José Cuervo con Luis M aría Lleras y otros amigos y fam iliares, Bogotá, 1969, pp. 148-151. “El R elator”, Reforma Política III, Loe. cit. Para los liberales, G aitán Obeso era, claro está, un caudillo; p ara los independientes y p ara los conservadores era un cabecilla. El análisis m ás completo que he visto sobre el térm ino “caudillo” está en Cuaderno de Sociología, No. 4, U niversidad de la P la ta (Argentina), 1965, en el a rtí culo de Atilio Cornejo, pp. 94-97. No estoy seguro a quién deba otorgarse el crédito de la p rim era clara formulación de este principio; aquí se tomó de J . H. Palacio, op. cit., p. 280. Los historiadores lo han tenido muy poco en cuenta. Claro que sería posible —y sin duda muy de acuerdo con tendencias de moda— intentar cuantificar el daño que causó esta guerra, en forma mucho más elaborada que la que se empleó en el juicio. El estudioso que se incline a hacerlo debe leer primero la tesis de E Garavito A., Influencia perniciosa de las guerras civiles en el progreso de Colombia, Bogotá, 1897, en especial “Segunda parte, perjuicios económicos”, pp. 34 y ss. La tesis tiene u n p ru dente respeto por lo no cuantificable. J . M. Samper, op. cit., p. 270. Las cifras de la destrucción, de los hombres movilizados y de las pérd i das, son pequeñas en comparación al está n d a r europeo o norteam ericano de la época, pero tam bién debe tenerse en cuenta que esta no fue ni la m ás sangrienta ni la m ás larga de las g uerras civiles colombianas. De todas m aneras esto no hace que, proporcionalmente, los trastornos h a yan sido menores.
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LA p r e s e n c i a d e l a p o l ít ic a n a c io n a l EN LA VIDA PROVINCIANA, PUEBLERINA Y RURAL d e Co l o m b ia e n e l p r im e r s ig l o d e l a u e p ú b l ic a
Lessentiel est d ’a voir soupgonné que la democratie serait plus largement répandue que la modernité. ...Nótre incursión dans l'histoire culturelle entrainat ainsi la méme legón que tout a l’heure l’histoire socio-politique, ou nous declarons ne pouvoir expliquer le village sans l’e nvironm ent national, ni l’opinion du peuple sans le voisinage bourgeois: toute explication requier l’ensemble, toute histoire se voue a l’echec si elle n ’aspire a étre totale; mais p our peu q u ’elle le tente, et méme si l’imperfection du résultat n ’est pas a l’hauteur de l’ambition, elle ne sera jam ais étroite, elle ne sera jam ais “villageoise". M. Agulhon, L a République au Village, pp. 471 y 483. Se oyen vivas entusiastas, todo el ruidaje de los miserables acontecimientos extraordinarios de los hombres. J . J . Vargas Valdés, “Mi cam paña en 1854”, en A mi paso por la tierra, p. 188.
N ingún exam en del m undo ru ral colombiano debe excluir de sus consideraciones la política. Como m uy bien señaló M anuel S erra no Blanco, nadie puede escapar a eso, y esta imposibilidad de es capar es una de las peculiaridades de la política colombiana: para comprobarlo no hay sino que pensar en los años 1946 en adelante, y el rom pecabezas que representan p a ra la ciencia política con
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vencional1. Bajo cualquier definición, Colombia nace y sigue vi viendo d u ran te mucho tiem po como un país m uy rural: sin ciudn des grandes, con condiciones como para que una población relal.i vam ente grande en el conjunto de América L atina pueda, con m ayor o m enor dinamismo, vegetar: crecer como la naturalezu Pero decir esto está muy lejos, como todos los colombianos lo hii ben, de decir que esta población vive fuera de la política. Los entudiosos e stán empezando a explorar con m ás precisión la nat.u raleza de esta innegable politización de las zonas rurales. Hay algo escrito sobre caciquismo, gamonalism o —clientelismo, la pa labra en boga—, concepto ta n abusado que, de ser una explicación parcial útil, corre el riesgo de convertirse en una etiqueta tan generalizada que no servirá para explicar ni para describir nada . Sin negar que existan caciques, gam onales y clientes —que Ioh hay, los hay, buenos y malos, racionales y oprimidos—, quiero po n er en este ensayo un énfasis distinto, un correctivo, y abrir un campo de especulación nuevo para la historiografía moderna, y que sólo aparece de vez en cuando en la historiografía tradicional. Las preguntas que quiero tra ta r son estas: ¿H asta qué punto se puede h ablar de una política nacional en el prim er siglo de vida republicana? ¿H asta dónde, en térm inos espaciales y en f 'rminos sociales (y ambos están relacionados), llegó la política nacional en el siglo XIX? ¿H asta dónde es posible encontrar al ciudadano? ¿Cómo esa supuesta política nacional llegaba a las provincias y a los pueblos, al m undo rurall ¿Cuáles fueron los resultados de la politización del prim er siglo: si hubo tal politización, qué impor tancia sigue teniendo? Esto sería m ás que suficiente para un lar go trabajo, pero nos interesa tam bién otro enfoque: hay quienes dicen que no puede haber política nacional sin economía nacional, ni articulaciones de intereses de clase a nivel nacional sin econo m ía nacional; la política, según ellos, es tal articulación. ¿Tienen o no razón? Dos conclusiones se me ocurren: o bien la economía nacional existía, o había una política nacional anterior a la eco nomía nacional, una píldora desagradable para los regionalistas a u ltran za y tam bién para los m arxistas vulgares. Pero sigamos con las preguntas. ¿Qué transform ación sufren las ideologías lle gando de sus polos de difusión —noción tal vez útil tam bién acá, y no sólo en economía— a los pueblos pequeños y m ás allá de ellos
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las veredas, si es que llegan allá? ¿Se puede conocer algo del i ontenido de la antología política a esos niveles? ¿Qué vamos a npinar —porque sí vamos a opinar, con o sin derecho— sobre la racionalidad o irracionalidad de esas antologías? ¿Qué sabemos de la política del analfabeto? Hay una tendencia a suponer que el nnalfabeto es estúpido, o por lo menos ignorante. Un mínimo de i ''flexión lleva a la conclusión de que esto no es muy probable; por lo menos debemos adm itir que no conocemos mucho sus horizonI ns o su conciencia; la pregunta sobre si se siente granadino, co lombiano, debe perm anecer abierta. Y hagamos otra pregunta, que aunque a prim era vista no tenga nada que ver con las an te riores, sí está íntim am ente relacionada: ¿Qué im portaba quién mató a Sucre? Es u n a p regunta ta n fascinante como la pregunta original, ¿quién lo mató? ¿Cuál fue el impacto popular de la independencia? ¿Qué sa bemos de eso, fuera de que no les gustó, y con razón, a los pastuh o s ? ¿Por qué no hay casi en la historia de Colombia un movimien to de m arcado localismo? ¿Por qué en la historia colombiana, hasta hace muy poco, hay tan contados rasgos de movimientos mesiánicos, con su au ra de frustración y recogimiento? ¿Por qué el movimiento típico en Colombia se encuentra rápidam ente den tro de u n marco general, nacional, aun internacional? ¿Cómo es tán esparcidos, en el siglo XIX y a principios de nuestro siglo, los en tu siastas de la política, y de dónde vienen? Es un lugar común —oso decir dem asiado común— decir que Colombia es un país de grandes variaciones regionales y culturales: ¿Cómo relacionar es tas variaciones con la politización del siglo pasado? El proceso no puede h aber sido el mismo, por ejemplo, en el M agdalena Medio y en los alrededores de Monguí, entre los negros libertos del C au ca y los indios de Tierradentro. ¿Cómo form ular estas preguntas de m anera precisa o investigable? ¿Dónde pueden hallarse fuentes en este campo ta n difícil que es el pensam iento político de los hum ildes?3. Hago aquí un paréntesis: llam ar hum ilde a la gente que no deja huellas de esta parte de su actividad vital tal vez es prejuzgar la índole de esa gente; hum ilde no describe muy bien el porte de, por ejemplo, los seguidores del general David Peña, él mismo de origen humilde, en el Cali de 18804. ii
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Quiero confesar unos “intereses” intelectuales. Empecé a in quietarm e an te ciertas ideas recibidas que a prim era inspección revisten cierta plausibilidad, pero que ta n ta s veces aparecen sin pruebas: los campesinos en guerra civil llevados como rebaño do ovejas, “voluntarios” con la soga al cuello que se m atan sin tener la m enor idea de su causa; los analfabetos ignorantes, tem a ya mencionado; la imagen relativam ente sim ple de la gente de tierra fría, m uchas veces pintada sin m atices, como uniform em ente ex plotada y catequizada, ¿de dónde vienen entonces los liberales ru rales de tierra fría? También, aunque yo mismo había escrito sobre este tem a en sus albores, me parecían cada vez m ás incom pletas las teorías herm éticas de caciquismo, gamonalismo y clientelism o —sin negar, repito, la existencia de caciques, gamonales y clientes—. ¿Incom pletas de qué m anera? Prim ero, hay en ellas poco o ningún lugar para las ideas, o mentalités. Presentan un cuadro implícito de dominio absoluto sobre una m asa inerte, o por lo menos una m asa borracha en el día de las elecciones; om iten la p arte emotiva, la identificación local y personal, el iluso am or del que habla Serrano Blanco. Empecé a sospechar que esas teorías era n dem asiado b ru tale s y que llevaban una dosis de conde scendencia urbana. Como explicación de la n atu raleza particular de la política rural colombiana son lógicamente incompletas: ha existido gamonalism o y clientelismo en toda la América Latina —y en m uchas partes de Europa, por supuesto— pero no produ jeron una política rural a la colombiana, con los mismos peligro sos nexos con la política nacional y su bien difundida sectaria lealtad. Tampoco adm iten esas teorías suficiente variación local; obviam ente las estru ctu ras de poder —suponiendo que en todas partes las hay, lo que tal vez no siem pre es cierto— 5 no van a ser las m ism as en todas partes, en el Palenque de S an Basilio y en G ram alote, en el Líbano como en los llanos de S an M artín: esa* estru ctu ras van a “filtrar" la política nacional de m an eras muy distintas. Lástim a que h asta ahora tan pocos antropólogos o so ciólogos hayan proporcionado algo en este campo ta n im portante de la vida de la gran mayoría de los colombianos. M e parece tan malo como incompleto el m anejo que se hace en e s ta s teorías do los nexos entre la localidad y los niveles de arriba, nexos visto* generalm ente como exclusivam ente m ateriales. S in negarles im
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portancia, cabe observar que ningún buen político descansa ex clusivam ente sobre lo m aterial, despreciando otros recursos, cua lesquiera que sean sus intenciones. En ese sentido, Colombia es un país de buenos políticos. Investigando la historia de otros tem as he ido encontrando pruebas de la presencia de la “política nacional” entre los estratos "humildes” en lugares remotos, que m e h an hecho pensar. El his toriador del siglo pasado en Colombia se sorprende al principio unte la dispersión de pies de im prenta de las proclam as, hojas nueltas, folletos y aun de los libros que encuentra en sus estudios. I .os autores ten ían sus razones para g astar dinero en esos m eca nismos de formación de opinión; pocos lo hicieron por m era vani dad de escritor. El lector de los costum bristas halla tam bién muc h a s h u e lla s de lo m ism o: el p rim e r coronel c o rre sp o n sa l frustrado de provincia no es el famoso Buendía de García M ár quez, sino Félix Sarm iento, personaje de Oliuos y aceitunos todos Non unos, de Vergara y Vergara, 18686. Tuve la suerte de enconIrnr en la Gaceta M ercantil de 1849 un relato muy pormenorizado de una gira hecha por el general José M aría Obando en la costa —ojo, no por Pasto ni por el Cauca ni por el centro del país, sino •• 7 |ior la pura costa— al regresar de su persecución en el exilio . En <'l interesantísim o estudio de Diego C astrillón Arboleda sobre Quintín Lame im presiona al lector lo extenso de los viajes del protagonista, sus relaciones con políticos de clase alta como el KcneralAlbán y de vuelo alto como Marco Fidel Suárez; su conservutismo; su visión de conjunto de la política nacional y su conoci miento de la historia del imperio español; su fama creciente, su entilo puro José Eustaquio Rivera, ese indio había “salido muy O lujos de la selva", para em plear su propio lenguaje . Los aconte cimientos de m ediados del siglo pasado todavía no h an recibido la debida atención, especialm ente lo que sucedió fuera de Bogotá: existe una m agnífica y detallada documentación sobre el Valle, y iiI mismo tiempo fuentes menos ricas pero menos exploradas soI>ri• otras p artes9. Hay tam bién u n a frondosa folletería sobre la
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nueva definición de la estru ctu ra nacional, intentos que dejan muchos sorprendentes pies de im prenta10. Lo que trae n los viajeros es escaso sobre la política a esti* nivel, pero no deja de ser insinuante. El sueco Cari August Go»selm an es uno de los primeros —viajó entre 1825 y 1826— en notar la importancia política del mestizo, observación que se re pite con mayor o m enor desaire en mucho relato anglosajón11. Isaac Holton, aunque botánico, se interesa un poco por la político y apunta el interés, para él algo exagerado, que el típico neogrti nadino tiene por tem as políticos; incluso pone en su libro una con versación política en provincia12. La cita que m ás me hizo refle xionar aparece sin embargo en un libro sobre Venezuela: En Ion trópicos, de otro n atu ra lista, el alem án Karl Appun. Viajando en pura provincia a fines de la década de 1850, encuentra en unn tienda gente que le habla de política13. Esto no le interesa, y en su relato no oculta que le enfada, actitud ésta que me hace espe cular y me trae ciertos recuerdos. ¿Por qué le fastidia a Appun que estos provincianos venezo lanos hablen de política? Una respuesta podría ser: esa gente probablem ente es de pocas letras; el am biente es pobre; tal vez la gente habla con menos inhibición de lo que la gente de extracción paralela hablaría de la política en “las Europas", como dicen ellos; esta gente está lejos de C aracas y no debería haber sido, según los prejuicios de Appun, muy afectada por los cambios Páez-Monagas-Páez que son tem a de la conversación. Pero estas no son bases lógicas que justifiquen la reacción de Appun, con la excep ción de lo último —la lejanía de C aracas y el argum enta de que a esta gente no le va a afectar mucho lo que pase en la política nacional—. Y esa inm unidad me parece muy poco probable. Siem pre p arte de la gente de tienda de camino está formada por arrie ros, quienes deben m antenerse informados por razones prácticas y no por m era curiosidad. La caída de los M onagas y el regreso de los godos, los asuntos de la etapa del viaje de Appun, sugerían la posibilidad de guerra civil —esta vez iba a ser la “G uerra Fede ral", prolongada y extendida—. Una guerra civil afecta a m ucha gente, y especialm ente a los caballeros de provincia y a los arrie ros que conversan en el cuadro de Appun: éstos con su capital en
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Kitnado o en m uías corren riesgos muy obvios, y mucho m ayores i|u e los que corren n atu ra listas extranjeros.
La conversación gira alrededor de la próxima caída de los Mo ringas, jefes del liberalism o venezolano, y el liberalismo venezolaiin se había hecho muy discutido, por medio de unas cam pañas de prensa intensivas, con la retórica m ás igualitaria vista en esta l>nrte del m undo (el norte de América del Sur) en los prim eros cincuenta años de la independencia. Venezuela ya había experi m entado el dram a de las persecuciones de Antonio Leocadio G uz m án y de Ezequiel Zamora, de la victoria ganada por José Tadeo Monagas y sus amigos sobre el Congreso conservador (curiosa m ente la prim era revolución en el m undo del revolucionario año 1848), la caída y el exilio de Páez, la liberación de los últim os esclavos. Algunos estudios presentan la evidencia de u n a divulKación ideológica y una movilización política relativam ente g ra n d e s: ¿Por qué d u d ar de que gran parte de la población m estizam ulata de la poco señorial República de Venezuela por u n tiempo «upo g u star de la igualdad, del federalismo y de los Monagas, y rechazó a los godos no sin cierta razón? Después viene la decaden cia, pero no hay por qué negar que hubo mucho tem a de conver«nción de tienda . Appun me recuerda ciertas actitudes inglesas frente a la polí tica de los Estados Unidos en la época de Jackson, las de Fanny Trollope y Charles Dickens entre otros15. Hay que reconocer que al estar en Colombia y en Venezuela se está en América, y que a pesar de todos los contrastes hay ciertas corrientes am ericanas que am bas Américas tienen en común. Dichas corrientes en am bas Américas caen mal a los estratos conservadores de clase alta, los cuales asim ilan la crítica europea y se m anifiestan aún m ás críticos que un neutral como Appun. Pero son reconocidas por los mejores talen tos políticos, liberales y conservadores. El general S antander era adm irador del general Andrew Jackson; intentaba presentar al ge neral Obando como el Jackson de la Nueva G ranada16. Hay un paralelo tam bién entre ese rechazo de parte de euro peos y de frustrados aristócratas criollos —“esa gente del pueblo no debe ten er ideas sobre política nacional"— y nociones m ás mo dernas de falsa conciencia: “Esa gente del pueblo no debe ten er esas ideas ta n anticuadas y ta n poco progresistas en las cuales
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creen”. Por el momento, sugiero una prudente suspensión de jui ció. Volvamos a un campo menos especulativo, al mundo ruriil colombiano del prim er siglo de la independencia. U na parte sustancial de la política es el manejo del aparato estatal, y la presencia de la política de algún modo va a la par con la presencia de ese aparato. ¿H asta dónde y de qué m anera llegn el ap arato estatal a nuestro campo? Claro que los límites de esto artículo no perm iten una respuesta muy detallada, pero a gran des rasgos se le puede describir en la lista siguiente, que presento sin jerarq u izar sus elementos y sin pensar que no se puedan aña dir otros, y sin decir que en todas partes todo tiene igual impor tancia, ni opinar para nada acerca de la bondad o m aldad de su contenido, ni sobre si trata o no de la im plantación del sistema capitalista m undial. Es un inventario prelim inar, no más: 1.
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El aparato fiscal está presente en los diezmos, los mono polios de tabaco, sal y aguardiente, en el papel sellado (tan respetado por Q uintín Lame), en las alcabalas y los peajes, en la contribución directa y en el trabajo personal subsidiario, sin m encionar más. El contribuyente en el acto de contribuir tiene la sensación de ser de una enti dad m ás grande, aun cuando la sensación no es nada agradable. Ciertas ram as de las arriba citadas pesaban m ás sobre el campesino y m olestaban m ás al campesino que a otros elementos de la sociedad17. La cuestión de la esclavitud: la decide el gobierno nacio nal. Legislación sobre tie rra s —baldíos, notariado y regis tro— y sobre minas: gran parte de esta legislación tam bién es asunto nacional. La milicia, reclutam iento para el ejército: uno de los te m as m ás frecuentem ente debatidos en el siglo pasado. El Estado se hace sen tir en eso, y a su modo la oposición tam bién. Sin duda deja efectos políticos: ciertos pueblos de Boyacá llegan a sen tir orgullo por su contribución m i lita r18. Legislación indígena: afecta m uchas tierras, a los indios de resguardo y a sus vecinos19.
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D elim itaciones ad m in istrativ as y sus cambios: éstas pueden ser afectadas por cambios políticos nacionales; pueden suscitar fuertes peleas locales. Reglam entación de la Iglesia en general, y en particular de las m anos m uertas y de sus propiedades. E sta insti tución nacional (y supranacional) tuvo tanto que ver con tantos aspectos de la vida de gran parte del campo colom biano h asta hace muy pocos años, que la secularización de los historiadores modernos amenaza con grandes ma• 20 lentendidos y aun con una falta total de comprensión . Educación: su estudio histórico casi no existe. Pesas y m edidas y moneda. Las tarifas de aduana. Correos y telégrafos. Justicia. Elecciones: el país tiene una de las historias electorales m ás largas del mundo, en la cual el aparato estatal ha cumplido su bien conocida función. Esto se rem onta por lo m enos a los tiempos de la Gran Colombia: véase al Conde Adlercreutz, sueco y m ilitar bolivariano, muy exo i perto en el manejo de elecciones de 1827 en Mompox . C iertas obras públicas pagadas por el E stado tien en fuerte impacto local, aun en el siglo pasado.
El propósito de esta lista no es p resen tar algo im ponente: d etrá s de sus renglones hay un estado nacional famélico y es cueto. Sí es p ara dem ostrar que hubo algo de estado nacional con u na presencia y actividad difundidas, con cierto significado local. Nos encontram os aquí con otro p aréntesis necesario. E s cribo local. El problem a que cada uno tiene que e n fre n ta r es cómo definir ru ral: no sólo p ara m í es u n punto que rev iste im portancia. C laro que no voy a definir como ru ral únicam ente esas regiones y su población que quedan tan lejos y son ta n po bres o ta n autosuficientes y ta n escondidas que la política y la actividad e sta ta l no las toca nunca. El problema subsiste. El padrón de asen tam ien to es m uy variado en Colombia, y esto debe te n e r alguna relación con la n atu raleza de la comunicación y la movilización política. M ucha de la vida ru ral de Colombia
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es vida de pueblo pequeño, con posibilidades que la palabra ru ral en sí no sugiere: posibilidades burguesas e intelectualon. H ay m ucha gente en el campo colombiano, adem ás de los ele m entos de cabecera de m unicipio o de pueblo grande, que no viven de la agricultura de u n a m an era directa, au n en vereda aparte: hay artesanos que producen, y producían, p ara merca dos extensos y lejanos; que tienen que pen sar en la su erte d<> esos m ercados, su erte a veces ligada con la política; hay dueñon de tienda, cuya función política está d escrita en m ás de u n cua dro contem poráneo por viajeros y, m agistralm ente, por Rufino G utiérrez en su m onografía sobre el C undinam arca de hace un siglo22. De vez en cuando incluso hay te rra te n ie n te s con su» agentes: la m ism a tendencia historiográfica que goza con el h a llazgo de rasgos de “feudalism o” goza tam bién, de m an era con trad icto ria, con p in ta r la vida ru ra l como aislada. Hubo política aun dentro de la hacienda: sus característica» en la hacienda de S anta B árbara, Sasaim a, quedan claras en la correspondencia entre el adm inistrador y el dueño, que he descri* to en otro lugar 23 . Hay haciendas que tenían fama política, como por ejemplo la hacienda goda del general Casabianca en el Líbano liberal24. H abía política en los resguardos, en las zonas de coloni zación, tan to ayer como hoy. Vamos a la consideración del segundo renglón en nuestro es fuerzo por delim itar las posibilidades y probabilidades de algo que se podría llam ar “política nacional” a nivel local, rural: los medios de comunicación, las posibilidades que existían para el intercam bio de noticias y la formación de una conciencia nacional, el conocimiento de que pasan cosas en la entidad grande que afec ta n los intereses locales, que hay posibilidades de actu ar con pro vecho en u n conjunto mayor, que por lo menos existe la necesidad de tom ar m edidas de defensa. Todo esto no tiene que ser de nin gún modo perfecto, y perfecto nunca va a ser. Sabemos m uy poco sobre comunicación inform al —o mejor dicho oral— en política, de cómo se formaba la antología local de ideas sobre política n a cional, o de cómo se forma hoy en día: no tenem os sino nuestras trajin ad as nociones de clientelismo, arriba criticadas. Reconoce mos n u estra ignorancia. Pero reconocemos tam bién algunos he chos que no h an recibido la debida atención.
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La gente de Colombia habla, y ha hablado du ran te siglos, la misma lengua desde la G uajira h asta el Carchi, por no decir m ás allá. No hay grandes obstáculos lingüísticos que se opongan a la unidad nacional25. Esto no sucede en toda América L atina; no es lo mismo en México, G uatem ala, Ecuador, Perú, Bolivia, P ara guay. Tampoco es el caso en ciertas naciones de Europa: sería posible arg u m en tar que Italia o incluso Francia tenían menos unidad lingüística en el siglo pasado que la pobre Nueva G ran a da, con todas sus pintorescas excepciones26. F rente al nuevo én fasis sobre la im portancia, a veces definida como prim ordial, de la región, hay que reivindicar esta herencia de conquista y colo nia, adem ás de la unidad adm inistrativa que deja a la República, y a la cual ya hemos aludido. El mapa de las comunicaciones interiores del siglo pasado se puede reconstruir con gran detalle utilizando a los geógrafos y otros informes contemporáneos, tales como Agustín Codazzi y Fe lipe Pérez27. Hay intercambios m ás o menos continuos, y por don de pasa el comercio pasan las noticias: poco comercio todavía pue de tr a e r m ucha noticia. Deducir de u n tráfico m iserable u n a ignorancia m utua tal vez sea exagerado. Vale la pena leer ciertas fuentes de nuevo para ver qué luz echan sobre la cuestión de cómo y con cuánta demora y cuánta distorsión llegan las noticias. A M a ría M artínez de Nisser, como m uestra su Diario de los sucesos de la revolución en la provincia de Antioquia en los años de 1840 i 184128, le llegan en Sonsón y sus alrededores m uchas noticias de todas partes de la entidad geográfica que esa patriota no duda constituyera la República de la Nueva G ranada una e indivisible —en contraste con los que van “despedazando (...) el país con pre textos m iserables”—. La información llega con cierto retraso: la noticia del levantam iento de Salvador Córdova tarda tres días en llegar a Sonsón desde Medellín; la batalla de H uilquipam pa, gran desastre para “el cabecilla Obando” en el sur, ocurre el 29 de sep tiembre, pero la señora de N isser no recibe información h asta el día 12 de noviembre. No siem pre lo que llega es exacto. Pero llega mucho, y con detalle y dram a, y por muchos medios: el diario m en ciona proclamas, cartas personales (que muy rápidam ente pasan entre amigos de la misma causa, y probablem ente entre enemigos tam bién, a ser cartas públicas), boletines, papeles, impresos de Bo
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gotá, la llegada de infelices29, de tropa, de voluntarios, el impreso faccioso El Cometa, “cuatro letras de mi esposo", etc. Se sabe lo que pasa en la costa, en el centro, en el Cauca y en el sur; se opina sobre el flam ante estado soberano de Riohacha, sobre los pastusos, sobre la heroica figura del “G ran N eira”; se espera “que el cañón que en Salam ina se disparó en favor del gobierno, i que allí santificó la constitución i sostuvo su sacrosanta inviolabilidad haciendo mor der el polvo a los rebeldes, estenderá sus favorables consecuencias, i dejará oír su estallido en toda la República”. Esto no es sino explorar a m edias una sola fuente. Sería po sible, m ás posible y m ás indicativo tal vez, interrogar de la misma m anera la am plia documentación sobre Cali y sus alrededores diez años después para tra ta r de m edir la frecuencia de la llegada de noticias del resto del país (e incluso de fuera), y el impacto que esto ejerce sobre la zona. M aría M artínez de N isser no da única m ente pruebas de sus propios conocimientos en su diario; observa adem ás cómo la facción de Córdova trabaja al pueblo —“esta es coria de la sociedad”— en su favor. Agita cuestiones de “exaccio nes, reclutam ientos, intrigas eleccionarias, reinscripciones impo pulares, postergaciones i remociones injustas”; critica al gobierno “por haberse dejado rodear (...) de los godos san tu arista s i demás desnaturalizados; por que ha sido Obando perseguido injusta m ente, siendo éste uno de los m ás formidables enemigos del jene ral Flores, por la serie de disgustos i persecuciones con que se dio la m uerte al muy em inente jeneral Francisco de Paula S an tan der; por que la conducta del P residente es considerada como cruel, inepta, im popular e inhum ana, i por que el P residente i sus adic tos no den el sucesor que pretenden para la prim era m ajistratur a ”30. Más allá, “la plebe (de Sonsón) pertenece a la facción, a virtud de que don Jan u ario i su hijo, han trabajado mucho en este sentido, diciéndola: que Córdova i su partido, se han arm ado para defender la relijión; que los bienes de los ricos, serán distribuidos entre los pobres; i que sus jornales serán aum entados i mejor pa gados, razón por la cual toda esta jente ignorante, ha abrazado ciegam ente ese odioso partido”31. Acá tenem os evidencia, tem prana y de prim era mano, de tres aspectos de nuestro tem a: los medios de comunicación funcionan do, la presencia del Estado y como éste suscita reacciones —las
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“exacciones, reclutam ientos", etc.— , y la gente presente que den tro del marco local hace política, mezclando llam ados nacionales o absl ractos —por ejem plo acá “defender la religión" (no tan leja no en presencia de ta n to cura pero por lo menos general y abstrac to)— con agitación m ás concreta e inm ediata: “Que sus jornales serían aum entados i m ejor pagados". ¡Que suban el salario m íni mo y que se bajen las tarifa s de bus! Aun en el estado actu al de nuestros conocimientos es posible aclarar algo m ás algunos de los elem entos acá presentes. Existe cierto grado de m ovilidad de la gente. N uestra imagen de la vida rural probablem ente es aquella que tiene al campesino arraigado a su tierrita, consum iendo sus monótonos días en la dura labor de su parcela. No es n eg ar esa dura labor observar que no todos los días de todos los cam pesinos del país son así. Hay algunos grupos móviles por su ocupación —los arrieros y otros interm ediarios y otros por ocasión—, desde los que van al mercado local h asta los que van a ferias menos locales, los reclutados, los que e n tra n en las migraciones del tabaco, de la quina, del café, los colonizadores, los zapateros de caminos, la gente de las riberas del Cauca y del M agdalena, bogas, guaqueros ’2. José M aría Samper, en su E nsa yo sobre las revoluciones políticas, y la condición social de las re públicas colombianas, 18G1, ofrece u n cuadro interesante de los movimientos típicos del campesino de la región de Neiva, con su variedad de ocupación y de lugar33. El circuito no es del tam año de lá República, pero la vida que describe está lejos de ser monó tona, y sugiere que sería peligroso generalizar sobre el caso del más asentado m inifundista o concertado de tie rra fría. La movi lidad, sin ser m asiva ni general, tiene sus consecuencias en el am biente político. Existe un artesanado local: a mediados del siglo pasado se puede n o tar en la prensa que en todas partes hay personas que se llam an artesanos, personas que no h an recibido la atención otor gada a los artesanos de Bogotá. Los hay en Mompox, en C artage na, en Cali, en el sur. “A rtesano” es en parte un térm ino de autoclasificación política, y sospecho que fue adoptado por m ucha gente que no fabricaba nada y que no estaba afectada personal m ente por cambios de tarifa ni por vapores en el río Magdalena: su toma de conciencia no necesariam ente se explica por razones
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ta n materiales; se puede deducir cierta solidaridad nacional em brionaria de sus declaraciones en distintos lugares durante estos años. Se comunicaban: tenían su propia prensa, sus clubes afilia dos, su red de corresponsales. E n el caso de Cali se puede ver cómo esa agitación no queda confinada a Cali misma: afecta muchas zonas que sería perverso definir como urbanas. Sospecho que de la m ism a m anera m ás tarde el radicalismo de un centro como Amba lema o Bucaramanga se irradiaba m uchas leguas alrededor, y sus citaba reacción en contra donde no suscitaba apoyo3'1. La prensa, las bibliografías existentes y otros trabajos nos dan una idea de cuánto se publicaba y en dónde'35. En el año 1884 el Pbro. doctor Federico C. Aguilar afirm aba que había en la Re pública unos 138 “efímeros periódicos", “enjam bre de papeluchos que gritan, atacan y desm ienten, para m engua de esos órganos de publicidad, de esa palanca de progreso que entre nosotros hu venido a caer en el m ás grande desprestigio”. Vale la pena citar su calificación de esa prensa en seguida de su cifra: se tra ta do u n a prensa escrita con m iras a una audiencia común y corriente, y g ran parte de esta prensa es de provincia, no hay sino que notar otra vez los diversos lugares apartados donde se publica36. ¿Qué impacto tiene dicha prensa —y los dem ás instrum entos menos recordados pero en su tiempo im portantes como las proclamas, los folletines, los “alacranes” y pasquines— en un pueblo que en su gran mayoría es analfabeto? La respuesta precisa a esa pre gunta no se conoce. No sabemos mucho sobre tiraje y redes de distribución, no hay estadísticas de circulación de la prensa hasta los años recientes. T irajes reducidos, distribución provinciana, precio relativam ente alto; claro que por lo tan to en el campo no llegaba sino a los pocos letrados: cura, tinterillo, adm inistrador, com erciante . Pero su escasez la hace m ás interesante y aum en ta el prestigio de los que la reciben. Sirve como arm a: o a una M aría M artínez de N isser o a “don Jan u ario i su hijo”. Se leía en voz alta. Por lo menos desde 1849 existe una prensa que se dirige a los artesanos y al pueblo38; existe una prensa que unifica la línea clerical; desde el general S antander en adelante, son pocos los políticos que no cuidan esa arm a, y si la cuidan, no la cuidan a causa de una desinteresada preocupación por la educación po pular. Tienen en m ente determ inada audiencia.
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Hemos mencionado al clero entre los lectores de provincia: allá está en el Diario de M aría M artínez de Nisser, que apunta que hay eclesiásticos en esa guerra, metidos de ambos lados, y nada calla dos. El clero en acción política, ram pante en C undinam arca, se describe a sí mismo y al medio en que le tocaba actu ar en el curioso libro del Pbro. M. A. Amézquita, Defensa del clero Espaíw l y A m e ricano y Guía Geográfico-religiosa del Estado Soberano de C undi namarca, del año 188239. El tem a de la acción de la Iglesia en el cnmpo es ta n extenso que no se puede tra ta r detalladam ente en este ensayo, pero hay que dejar constancia de tareas como la labor de doctrina, de catequización, la construcción de iglesias, las miHiones, la fundación de pueblos: todas esas actividades que a una nueva generación secularizada suenan mucho m ás coloniales que republicanas, son llevadas a cabo por la Iglesia h asta bien entrado este siglo, algunas lo son todavía hoy. F ren te a esa catequización conocida como tal, em pieza una catequización lib eral10. Recuerdo que don Luis Ospina una vez mencionó la posibilidad de escribir u n a historia democrática de ideas, es decir, u na historia de las actitudes, de las ideas de la gente común y corriente, algo sim ilar ta l vez a la historia de las "m entalidades”, mentalités, que en años recientes están practi cando algunos historiadores franceses. Bien difícil, pero se puede em pezar pensando en algunos libritos de m ucha difusión —Bases I¡ositivas del liberalismo, por ejemplo, de Ignacio V. Espinosa, 1895, que h asta hace poco se encontraba en m uchas librerías de segunda mano, en las m alas condiciones que indican que h a sido bien leído— . De Vargas Vila, autor preclaro de pueblo pequeño, se puede decir que ningún autor cumple ta n perfectam ente esta función y ningún otro tiene tanto éxito. Los periódicos citan los libros m ás leídos de la época, con m ucha intensidad en los años 1849 y siguientes. A veces tienen avisos p ara su venta. U na acti tud, u n a frase, puede hacer carrera en tre gente que ni siquiera lee un periódico, mucho menos un libro41. (Recordemos que hoy en día la m ayoría no lee libros, ni siquiera Selecciones, ni tampoco una fotonovela). H abía bibliotecas: ¿Qué conclusión sociopolítica debe sacar uno de la contemplación de la foto de los “fundadores de la Biblioteca del Tercer Piso” en Santodomingo, Antioquia, a mediados de los años noventa, en el libro del profesor K u rt Levy,
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Vida y obras de Tomás Carrasquilla? Entonces no faltaban ni li bros ni intelectuales en Santodomingo42. Recordemos lo obvio: siem pre ha habido m anzanillos tam bién, que dejan sus trazos en la lite ratu ra costum brista, en la correspondencia de los grandes, en folletos y en hojas sueltas. Uno de sus productos típicos, las “adhesiones” con sus m últiples firm as vistosas, com petentes e incom petentes, con sus m alhe chas cruces seguidas de “a ruego de...”, que duerm en en los a r chivos de los que por un tiem po m erecían ta l m arca de in tere sa da atención. Algunas llegan desde lugares m uy remotos: entre los papeles de Aquileo P arra hay dos del año 1876 que le llegaron de S an S ebastián y de A tanques, en la Sierra Nevada, entonces Territorio Nacional —la de S an S ebastián de la “escuela elem en ta l”—, y o tras de Fonseca, Padilla, Tumaco, T úquerres, Puli, Pie dra (Tolima), P radera, Cuenca (la “Sociedad Dem ocrática”), Magüí, Barbacoas, etc.43. A veces se im prim ieron en colecciones: ¿Su nom bre en letra de molde daba una satisfacción m ística al adherente? Tales libros ilegibles son por lo menos evidencia de cierta actividad política; no hay que creer que la gente adm iraba tan to a la figura del general Reyes —gran catador de adhesiones im presas—, ni que hubo un pollo en todos los pucheros, pero si que hubo un político en cada aldea. Sus fraudes y trucos tampoco son necesariam ente y siem pre antidem ocráticos en el sentido amplio: “Don Jan u a rio i su hijo” y sus sem ejantes no se preocu paban por g aran tizar la pureza del sufragio, pero involucraban gente, p ara sus propios fines, m ás abajo de, digamos, la gente políticam ente decente. Con falsificaciones, fraude, coacción, te r giversación, puede empezar, como en m uchas o tras part.es, el ca mino largo hacia algo mejor44. E sta exploración de la com unicación política no significa que estos medios fueron completos, ni eficaces, ni im parciales, ni aun beneficiosos. Sí reconoce que había gente que estaba m ás allá de su alcance; que había sitios donde por mucho tiem po no ocurrió ningún acto político, donde el “aquí no pasa n a d a ” tan común en la conversación política colom biana tiene u n sentido exacto. Igualm ente reconoce que hay política lugareña, bien lu g areña, que tal vez la m ayor p arte del tiem po no tien e nada que v er con o tras esferas. Q uisiera modificar el cuadro de gran ais
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lam iento y su g erir que una historia regional o ru ral, si es h er mética no puede ser completa. H asta aquí lo que queda escrito puede haber sido previsible, o por lo menos, una vez hechas las preguntas, las respuestas es quem atizadas no son tan sorprendentes en estos dos aspectos: por un lado, presencia del Estado, y por otro, de los medios de comu nicación. Hay otros puntos m ás difíciles de tratar. Voy a com entar dos: los acontecimientos y los héroes. C iertos hechos dram áticos son noticia en todas partes: hay muchos en las guerras de independencia, hay el levantam iento de Córdova, la conspiración de septiem bre, el asesinato de Sucre, el asunto del cónsul Barrot, el 7 de marzo45. Consideremos, a modo de ejemplo, la m uerte de Sucre: a juzgar por los trabajos a que dio origen —panfletos, justificaciones, escritos de periódico— produjo un fuerte impacto en toda la G ran Colombia, y la cuestión de quién lo m ató sigue vigente h asta m ás allá de mediados del siglo. Forma p arte del engrandecim iento de la figura de Obando, el co lombiano m ás popular del siglo pasado, que vamos a com entar en seguida. ¿Cuántos colombianos habían formado una opinión so bre ese asunto, y cuántos hubieran confesado que no ten ían la m ás m ínim a idea? Creo que la m ayoría tenía sus opiniones y que se definía en esas opiniones; que esas opiniones tenían que ver con su autodefinición política. Ahora Jorge Eliécer G aitán ha sido algo olvidado, pero hace quince años eran pocos los colombianos que no estab an listos a d ar una opinión sobre su m uerte. U n siglo antes el tem a de Berruecos hubiera sido igualm ente conocido, te ma que en trab a en el folclor político de todo el país. Quiero recor d ar ahora al lector una de las preguntas planteadas arriba: ¿Por qué im portaba quién había m atado a Sucre? Im portaba porque an te este crim en, la gente definía su actitud frente a los caudillos, los partidos y las otras corrientes de opinión. En el renglón de los acontecimientos que van politizando al colombiano, las guerras civiles deben ocupar un lugar preponde rante. Ellas politizan de modo variado; hay politización “defensiv^ofensiva", como en muchos casos bien documentados: el “color” del lugar se define forzosamente y de m anera repetida en g uerras sucesivas'16. Hay movilizaciones sorprendentes, au n de grupos in dígenas que quieren sacar provecho del conjunto nacional. H ay
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reclutas y hay voluntarios. La gente se mueve, por muchos m oti vos, pero se mueve y se mezcla4 Pasan cosas: véase la Geografía Guerrera Colombiana, de Eduardo Riasco Grueso, el intento m ás sistem ático de catalogar qué pasó y dónde que se haya hecho hasJQ ta ahora . En el prólogo cita el autor al intuitivo escritor boyacense Armando Solano, “en su bello estudio ‘Bajo el signo de la guerra civil1”: “N uestro guerrero vino a la lid, no del cuartel sino del bufete, del laboratorio, de la universidad, del mundo elegante o de la faena agrícola, y fue un tipo singular, el prim er colonizador, el prim er m ensajero del sentim iento de rem otas comarcas, que no trabaron conocimiento ni mezclaron su sangre, sino por virtud di1 aquellos bohemios de a caballo (sic), aventureros al servicio de confusos pero dinámicos ideales". Con su bufete y todo —¿y qué laboratorios?— esa no es prosa de “nuevo historiador”, pero la nueva historiografía todavía no ha investigado esta hipótesis qut> el viejo formula: que no hay movilización m ilitar que no sea a la vez movilización política, y que sus “m ensajeros” llegan a comar cas rem otas. En el “m ecanism o” de las guerras civiles hay ele m entos no tan mecánicos: en am bas corrientes en guerra, liberalera s y conservadoras, hay “populism o”49: am bas producían líderes que tenían lo que los viejos m anuales llam an “el a rte do en tu siasm ar a la tro p a”. Pasem os ahora de los acontecim ientos a los héroes. C iertas figuras llegan a ten er fam a y popularidad verdaderam ente n a cional. El m ás famoso y popular de la prim era m itad del siglo pasado fue el general Jo sé M aría Obando. U n caudillo exitoso es u n ser representativo: su figura tiene un contenido ideológico que se puede “leer” si se lo exam ina con cuidado. La fam a casi universal del general Obando en la N ueva G ranada de su tiem po no es accidental; es analizable. Obando es nacionalista: su rol antibolivariano y an tiñoreano en el rom pim iento de la Gran Colombia, que culm ina en su vicepresidencia an tes del regreso del general S antander, establece su reputación de neogranadi no. Se opone a “la tira n ía ”. Explota su rol de protector de los pastusos, de hom bre de m isericordia, en co n traste con Flores y otros bolivarianos. Sus m ism os orígenes am bivalentes le sirven políticam ente, dándole u n a aristocrática falta de aristocracia y un patetism o original —ambos m uy ú tile s—; p arte del a rte do
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su condescendencia, distancia y acercam iento al mismo tiem po en relación con el pueblo m ás modesto. La condescendencia es muy im p o rtan te en todas p arte s en la tem p ran a política re p u blicana, siendo el caso que el pueblo am a m ás a las personas que no tien en necesidad de se r am adas50. Obando ten ía la ventaja de se r buen mozo, de porte im presionante, digno, y de poseer m uchísimo don de gentes. Tuvo, a largo plazo, la ventaja incluso m ás im p o rtan te de se r perseguido y proscrito; sin u n sufrim ien to ta l es m uy difícil lograr u n a verdadera popularidad51. En re sum en, citemos a su contem poráneo J u a n de Dios R estrepo: “El general Obando provocaba cóleras y cariños inm ensos y (...) po seía como nadie el genio de las m u ltitu d es”52. Hace giras, se deja ver, conversa, es de fácil acceso y trato . Su reputación se extiende desde Pasto h asta Panam á. De regreso de su exilio, pasa a ser gobernador de Bolívar. L a Gaceta M ercantil contiene una detalladísim a relación de sus paseos por la costa, de las atenciones que recibe, y de cómo las recibe. Muchos de esos ag a sajos son brindados por poblaciones que sorprende en co n trar en el m apa político. La retórica es obandista: los lugares com unes de un caudillo no se p re sta n fácilm ente p ara el uso de otro. Se n o tan distinciones de estilo, de énfasis, de contenido, au n en piezas cortas como proclam as. El general Obando es una persona excepcional, y estoy co m entando una época excepcional. Sería menos convincente ilus tra r el mismo argum ento con nombres como Zaldúa, Salgar. Pero no es necesario p ara el argum ento probar que hay muchos Obanilos, ni que la gente anda con la cabeza llena de contemplación de sus glorias53. Tienen u n rol indiscutible en la politización del país; figuras menos em inentes derivan p arte del lustre de su asocia ción con ellos: los anfitriones de Obando en esos caseríos ribere ños no estaban gastando tanto para nada. ¿Q uién inauguró la costum bre de lle n a r plazas, caracterísI icn de la política colombiana? ¿El general S antander, que tuvo m u lado populachero y que fue el prim er p racticante sistem ático d e tan to método que iba a form ar p arte de la práctica política d e l país? ¿El general M osquera, m ás político que aristó crata, i|ue no desdeña en su correspondencia poner m ucha atención pura ase g u rar que las m anifestaciones populares tengan éxi
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to?54. El prim ero que deja un testim onio fotográfico de su éxito en ese campo es el general Reyes, que publica en 1909 sus Ex cursiones presidenciales: A lguna perso n a a q u ien referíam o s episodios de e ste viaje, nos p re g u n tó ¿y lág rim a s no e n c o n tra ro n U ds. en su cam ino? —S í — le co n testam o s— m u ch as; las m ás fueron en los ojos del P re sid e n te , ocasionadas p or su agrad ecim ien to y emoción al recibir flores de las m anos de los n iños que sa lía n a su e n cu en tro en to d a s p a rte s, en to n an d o el him no nacional. L as vim os d eslizarse por su s m ejillas como fieles m an ifestacio n es de u n a alm a g ran d e y sin cera. E n las ciudades, e n los pueblos y caseríos, en los ca m inos y h a s ta en los ran ch o s m ás m iserab les, se veía la sim p atía y b u e n a v o lu n tad con que su s h a b ita n te s a d o rn a b a n su s h a b ita ciones y se p re s e n ta b a n a salu d arlo . El P re sid e n te se e n tre g a b a frecu en tem en te con v e rd a d e ra de m o cracia a la s m u ltitu d es: lo a b raz a b a n , lo e stru ja b a n ca riñ o sa m e n te y q u ien no a lca n zab a a e stre c h a rle la m ano, se conform a b a con v ito re a rlo 55.
No im porta qué veredicto finalm ente den sus com patriotas d«> este viejo caim án rumbo a B arranquilla. Descontando la exagera ción y la adulación, la descripción puede ser exacta. No sería lo mismo en México o en Venezuela por la m ism a fecha: habrían tenido m an eras distintas. El libro contiene kodaks de m anifesta ciones en M agangué, El Banco, Puerto Berrío, G irardota, Ambn lema, J u n ta s de Apulo y Puerto Wilches, y aporta datos sobre la» concurrencias en ciudades m ás grandes. El presidente se retraía» entre sus amigos guajiros; regala su retrato enm arcado al cacique José Dolores y su esposa, y está presente en una carrera de cabu líos guajiros. Otros políticos y notables viajeros de las primera» décadas del siglo veinte fueron Rafael Uribe Uribe, Benjamín Un rrera, Guillermo Valencia y Alfonso López Pumarejo; éste fue ni prim ero en hacer giras políticas en avión. ¿No será esto dedicar dem asiada atención a tan poca c o m í ? ¿Qué im portancia tenían esos raros y modestos paseos para I o n espectadores de provincia? ¿No es cierto que hay tam bién eviden cia de un miedo frente a la política, de gente que huía de las eloc ciones como de la peste, adem ás de todo lo que se ha escrito sobrn la m anipulación política del campesinado? ¿Qué significa para oan
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«ente m ás o menos m iserable del campo su cacareada filiación po li l.ica? P ara esta pregunta, en absoluto fácil, tenem os algunos es bozos de respuesta. El hombre es “cliente” de alguien; viene de una tierra sufrida, solidariam ente fanática en tal línea política; puede h it que sea un auténtico chulauita, un supercatequizado minifundista de Monguí, u n llanero de Puerto López: cada uno tiene su herencia, de distrito y de familia; tiene tal puesto, le interesa el trago g ratis o la venta de su voto y no le im porta nada m ás. Pero untas razones no en tra n mucho en la psicología del caso, la idea que el hombre tiene de sí mismo. Creo que existe acá en Colombia nlgo singular en la formación política nacional. El errático José María Sam per tra ta el tem a en su Ensayo antes citado: E n resu m en , la dem ocracia es el gobierno n a tu r a l de las socie d ad es m estizas. L a sociedad hispanocolom biana, la m ás m estiza de c u a n ta s h a b ita n el globo, h a ten id o q u e s e r d em ocrática, a despecho de to d a resiste n c ia, y lo se rá siem p re m ie n tra s su b s is ta n las ca u sa s que h a n producido la prom iscu id ad etnológica. La política tie n e su fisiología, p erm íta se n o s la expresión, como la tie n e la h u m a n id a d , y su s fenóm enos obedecen a u n principio de lógica inflexible, lo m ism o que los de la n a tu ra le z a física .
Prosa decimonónica, pero una noción profundam ente sugesI iva; como todo el ensayo, es m ás rica que algunos de nuestros conceptos “m odernos” y pseudocientíficos tales como “clientelismo”, de u n positivismo anémico y sim plista. Sin caer en un determinismo racial, se puede especular m ás sobre la im portancia del m estizaje en Colombia, siem pre teniendo en m ente el m undo rurnl y regional que es el tem a de este ensayo. Dos de nuestros colegas colombianos h an señalado el alto g ra do de m estizaje a fines de la colonia: Jaim e Jaram illo Uribe y Virginia G utiérrez de P ineda57. Virginia G utiérrez, en la concluNión de su libro sobre el trasfondo histórico de la familia colom biana, cita documentos que m u estran el estado nada dócil de mucho m estizo y blanco pobre del campo. En Melgar, por ejemplo, el nucerdote anota que los blancos “no quieren e n tra r a la Iglesia” y In orden de que lo hagan “la reciben por afrenta y bejamen, y dicen que no son indios para que los sugete a sem ejante incomo didad”. Y ah í tienen “por orgullo alejarse de la Religión y llevar
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un género de vida disipada” como prueba de su categoría étnica v social que les da el aparente derecho a desobedecer a las norrrun de com portam iento de su religión y evadir el control de sus minintros. El cura de Peladeros (jurisdicción de Tocaima, provincia de M ariquita) dice que las autoridades de los poblados "promueven artículos calumniosos e im pertinentes contra el cura”. En Yacopi, los vecinos “localizan sus habitaciones ‘cerca a las divisiones de unos y otros curatos qe quando en una parte los compelen se pa san a la otra y así viven como dicen, sin dios y sin Rey’ ”. Ln doctora Pineda observa: “O sea que la Iglesia dentro de la pobla ción blanca y m estiza carece de fuerza de control, anulada por ln.s condiciones del medio y el tipo de poblamiento disperso que con lleva el sistem a de vida económica . Ella recuerda el resumen de tal rechazo al poder de la Iglesia en un dicho santandereano: “Cura, vaya m anda indio”. E sta evidencia viene de fines de la colonia, pero en esto ln Independencia no m arca ningún hito definitivo. El conflicto per siste, aun cuando las categorías raciales pierden toda o gran par te de su im portancia práctica, y la Iglesia viene a menos. Recor demos la observación de Gosselman: Los m estizo s son la raz a de la clase que sigue a los blancos. En m uchos casos se les e n c u e n tra de alcaldes, a d m in istra d o re s de correos e incluso de jueces políticos. F orm an la suboficialidad del ejército y la m ay o ría de los ran g o s su b a lte rn o s. A su e stra to p e r ten ec en pequeños co m erciantes y o cu p an los p u esto s de escri b ien tes de la a d m in istració n pública. No tie n en el m ism o p re s tig io q u e lo s c rio llo s , lo c u a l n o le s e x c lu y e d e a lc a n z a r re p u tació n y cierta cuota de poder. S iem pre les q ueda la esp e ra n z a de se g u ir escalando. P or su actuación, se dice que form an el p u e n te e n tre la s cap as a lta s y b ajas de la población. j E n tre la s clases p o ste rg a d as se co n sid era al m u lato como el m ás noble y el in d íg e n a le m ira con la certeza de sa b e r q u e por las v en as de q u ie n tie n e d e la n te corre sa n g re eu ro p ea. Se le en cu en tr a en la in d u s tria m o stran d o u n a capacidad p a ra el tra b a jo m a y o r q u e la de c u a lq u ie r otro de d is tin ta condición59.
El m estizaje implica una escala continua de politización: “La mezcla de estas razas ha procurado tal dispersión de tonos y unio nes, que se hace imposible en m uchas oportunidades señalar a
III I. PODER Y LA GRAMÁTICA
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i mil raza pertenece, o cuál es el origen. M ás parece u n hermoso m eo iris, que ha visto la luz a través del tiempo y las generaciom El “hermoso arco iris", con sus muchos elem entos díscolos v ambiciosos, contrasta con las estructuras raciales de otras repúblicas, incluso con la de Venezuela. No hace el país m ás gober nable, ni en todo el sentido de la palabra m ás democrático: falta • n el am biente colombiano el tono dogm áticam ente democrático i|UO se ha im plantado en Venezuela. Pero determ ina en parte la ntiLuraleza constante del juego político colombiano, juego que ya I inne sus ciento cincuenta años casi ininterrum pidos. Sospecho que m ás allá de las explicaciones m ateriales y me• linicas de la politización del colombiano, fenómeno que antecede a la urbanización (que en algo lo despolitiza) y tantos otros rasgos ilo m odernidad, hay una interiorización de "la política”. El “hom bro libre", el “hombre serio”, el “ciudadano", es alguien que “pienn i i por sí mismo”, que tiene sus propias ideas abstractas, su propio i oncepto del país, no im porta cuán burdo sea. Tales ideas abstracI as pueden ser “ideas de lujo", de sobra, sin ninguna utilidad prác tica o inm ediata: éste, como a veces es el caso de la educación formal, es p arte de su atractivo61. M uchas veces las únicas ideas ab stractas disponibles están en la política —en ciertas circuns tancias el liberalism o llevará ventaja, en o tras el conservatisino— : un antropólogo entre mis amigos una vez encontró en Tiem id en tro a unos indios quienes, interrogados sobre sus opiniones políticas, le contestaron: “Somos godos porque somos m uy rieos . ¿Sorprendente m uestra de “falsa conciencia", o inteligente postura de autodefensa, basada en la medida de las fuerzas loca les, o herencia de la colonia? Ni los antropólogos ni los sociólogos han tenido gran interés en el lado convencional de la política local, ni en la política como parte del proceso complejo de aculturación. A los unos les ha in teresado m ás bien la cultura indígena intacta, o m u estras de con ciencia de grupos que tienen fines defensivos; relativam ente poco les ha interesado el grueso del cam pesinado del país; a ambos, antropólogos y sociólogos, legítim am ente les parece m ás urgente poner en claro las estru c tu ras de explotación, o cosas peores03. La política común y corriente queda como nefanda, o por lo menos
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inauténtica. La verdadera política de redención, se entiende, Mu gará m ás tarde, cuando se constituya la verdadera nación. ¿La virginidad política va a reconstituirse para eso? ¿Qué sin niñea ser u n a verdadera nación? H asta hace poco hubo definido nes de esta últim a, señalando características como la posesión de un a conciencia inform ada de formar p arte de la entidad grande, de ten er u n pasado común, de tener propósitos en común, cierl.it uniform idad cultural, lingüística, etc. Pero la investigación cuida dosa de historiadores y de sociólogos m uestra que las nacióme —naciones viejas e indiscutibles como Francia, por ejemplo— ne cuadran nada bien con tales definiciones, y que dentro de s u m fronteras abarcan m uchísim a variación y m ucha indiferencia per* durable. Sospecho que Colombia —que vale la pena recordar llena a ser nación antes que Alemania o Italia— en eso no es nada especial. Leyendo el libro sutil y m agistral de Maurice Agulhon, L a République au Village, que se ocupa del impacto de la Segunda República, 1848-1851, en la provincia de Var, Francia, y La Gace ta M ercantil de S anta M arta de esos mismos años, se nota la pre sencia de las m ismas influencias y la misma retórica en ambaa provincias —L am artine, Louis Blanc, P J. Proudhon, Eugéne Sue, Victor Hugo—64. Hay que guardar proporciones en la com paración que esta coincidencia de influencia sugiere en la provin cia de esta república-provincia que es la Nueva G ranada. Propor ciones guardadas, acá tam bién la república llega al pueblo: José M aría Vergara y Vergara escribe cien años an tes de M aurice Agulhon: “Largos años había permanecido la provincia en el sue ño colonial, es decir, en la división de clases; pero llegó un día en que la tu rb u len ta Diosa de la República metió su mano en aquel saco y lo removió todo”65.
N otas
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M. Serrano Blanco, L as viñas del odio, B ucaram anga, 1949, pp. 73-82. M. Deas, “Algunas notas sobre la historia del caciquismo en Colombia", en Revista de Occidente, M adrid, octubre de 1973, No. 127. Hoy en din pienso que ese artículo no hace énfasis suficiente en las diferencias re
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gionales. Se puede en co n trar una corta y accesible introducción a la no ción de clientelismo en u n a publicación del Cinep, N. M iranda O ntaneda, CllentelÍ8mo y dom inio de clase: E l modo de obrar político en Colombia, Bogotá, 1977. Existen dos trabajos sobre Francia que exploran las m ism as á reas que esta serie de preguntas. Son ellos M. Agulhon, La République au Village, Paría, 2a. ed., 1979, y E. Weber, Peasants into Frenchmen, Londres, 1977. Me parece que Weber exagera en su afán de poner fecha reciente a la “concientización nacional" de Francia; su libro no es por eso menos inte resante. El libro de Agulhon es un clásico en su precisión y sutileza. Un estudio sociológico sobre una provincia francesa con una buena explora ción de la política y su significado local puede encontrarse en L. Wylic, Village im the Vaucluse, Cambridge, M ass., 1957. El comunismo indivi dualista de los cam arad as que hay en su "Fteyrane” nos recuerda mucho a los cam aradas de Viotá. Para el general David Peña, véase M. M. B uenaventura, E l Cali que se fue, Cali, 1957, pp. 62-78, y M. Sinisterra, El 24 de diciembre de 1876 en Cali, 3a. ed., Cali, 1937. Véase por ejemplo, el in teresan te ensayo de W. T. S tu art, "On th e Nonoccurrence of Patronage in San Miguel de Sem a”, pp. 211-236, en A. Strickon y S. M. Greenfield, eds., Structure a n d Process in L a tin America. Patronage, Clientage an d Power System s, Albuquerque, 1972. “Vivía en su provincia n atal, ocupado siem pre en una activa correspon dencia con los hombres m ás prom inentes de la República (...) Bolívar le había contestado de cada cien cartas, una; S an tan d er de cada doscientas, cuatro; M árquez de cada ciencuenta, dos; H errán de cada quinientas, siete; M osquera de cada catorce, quince, y López seis por cada m edia docena”. ¡Progresiva democratización! Vergara y Vergara observa que “los gobernantes se ganan m ás partido no dejando sin contestar ninguna carta, que haciendo grandes obras en servicio del país. Sarm iento decía desde entonces en sus conversaciones: 'M osquera me dice (...) en su ú lti m a carta M osquera me asegura (...) El P residente me encarga (...); y ésta y otras frasecillas de confianza, que probaban el gran valimento de que disfrutaba con el Presidente, le aseguraron una influencia muy g rande”, J . M. Vergara y Vergara,Olivos y aceitunos todos son unos, Bogotá, 1972, pp. 25-30, prim era edición, 1868. P ara las g uerras de im prenta de “Chiriciqui”, p. 108: “¡Oh Gutenberg! ¡Oh Gutenberg! (...) Bien sea que Colón tam bién se equivocó”. La Gaceta Mercantil. D. Castrillón Arboleda, E l Indio Q uintín Lame, Bogotá, 1973, pássim-, M. Q uintín Lame, En defensa de m i raza (introducción y notas de Gonzalo Castillo C árdenas), Bogotá, 1971; Las luchas del indio que bajó de la m ontaña al valle de la *civilización", Bogotá, 1973.
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Sobre el Valle, las fuentes principales que informan de esos aconteci m ientos son: Ramón Mercado, Memorias sobre los acontecimientos del Sur, especialmente en la provincia de Buenaventura, durante la a d m in is tración del 7 de marzo de 1849, Bogotá, 1853; Avelino Escobar, Reseña histórica de los principales acontecimientos políticos de la ciudad de Cali, desde el año de 1848 hasta el de 1855 inclusive, Bogotá, 1856; M. M. M allarino, Carta dirijida al Señor R am ón Mercado, Cali, 1854. Véase tam bién J . León H elguera, “Antecedentes sociales de la revolución de 1851 en el su r de Colombia (1848-1851)”, en A nuario Colombiano de H is toria Social y de la Cultura, Bogotá, No. 5, 1970. Mucho de esto tra ta de la ciudad de Cali y sus alrededores, pero imposi ble im aginar que no tuvo ningún impacto en el campo. En el Fondo Pineda, por ejemplo; Biblioteca Nacional, Bogotá. C. A. Gosselman, Viaje por Colombia, 1825 y 1826, Bogotá, 1981, p. 333. I. Holton, New Granada: Tw enty Months in the Andes, New York, 1857. (La conversación tiene lugar en provincia, pero en tre dos miembros de la Comisión Corográfica, pp. 204-210). K. Appun, En los trópicos, Caracas, 1961 (Edición original, Unter den Tropen, Wandcrungcn durch Venezuela, am Orinoco, durch Britisch G uayaría u n d am A m azonenstrom e in den J a h r e n 1849-1868, Je n a 1871), p. 240. Appun ha caído entre godos: “ ‘Que si el general Páez ya había desem barcado en la costa’, ‘Que si la revolución contra M onagas había estallado ya’, ‘Que quién era el general que se había puesto a la cabeza de los oligarcas’. Me hicieron ap resu ra dam ente estas y otras preguntas más, sin que hubiera podido contestar ni una sola. Después se desahogaron en las m ayores maldiciones contra el presidente Gregorio Monagas y contra G uzmán, así como contra todos los liberales, disgustándose conmigo por no haberle podido satisfacer su curiosidad. (...) m andé al arriero a ale n ta r las m uías, ya que no quería tr a ta r con aquella gente a la que el aguardiente se le había subido a la cabeza y a quienes en este estado no le hubiera im portado nada d isp arar sin más un a pistola sobre mí. De sus observaciones pude deducir que, m ás adentro en el interior, la gente parecía h allarse en la m ayor efervescencia y estaba preparándose un a rebelión contra el P residente Monagas". Sobre arrieros, cf. Agulhon, op. cit., p. 205, p ara Var, Francia: “Cierto que el arriero queda mejor situado entre la gente del pueblo. Es próspero y alegre, emancipado por el mero hecho de viajar, y está en relación cons ta n te con los com erciantes, quienes co n tratan sus servicios; pero en fin, pertenece a la clase dom inante de la que presta, muy tem prano en el siglo diecinueve, sus gustos y sus modos de expresión”.
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14. Para J . M. Sam per en su Ensayo político sobre las revoluciones y la con dición social de las repúblicas colombianas, Bogotá, sin año (edición ori ginal, París, 1861), los Monagas tienen una reputación tan proverbial m ente escandalosa como la de Ju a n Manuel de Rosas, p. 14. 15. Francés Trollope, Domestic Manners o f the Americans, Londres, 1832; C harles Dickens, American Notes, la . ed., Londres, 1842. (Hay m uchas ediciones de am bas obras). 16. Francisco de P aula Santander, E l ciudadano que suscribe informa a la Nueva G ranada de los motivos que lia tenido para opinar en favor de la elección del Jeneral José María Obando para presidente futuro, Bogotá, 1836. 17. P ara un resum en del aparato fiscal véase mi ensayo "Los problemas fis cales en Colombia d u ran te el siglo XIX” en M. U rrutia, ed., Ensayos sobre historia económica colombiana, Bogotá, 1980, pp. 143-180. 18. No hay estudio colombiano, pero se puede consultar el ensayo “Esclavos y reclutas en Sudam érica, 1816-1826”, de N uria Sales, Sobre esclavos, reclutas y mercaderes de quintos, Barcelona, 1974, pp. 57-135. Sobre m i licia, M. Agulhon señala que cualquier guardia nacional hace del ciuda dano arm ado del siglo pasado un elem ento político m ás poderoso que el civil actual, op. cit., p. 453. 19. El general Meló tra ta b a de llegar a los indios con prom esas acerca de los resguardos, J . M. Vargas Valdés, A m i paso por la tierra, Bogotá, 1938. 20. La Iglesia en obras recientes figura casi exclusivam ente como u n aparato econ ímico —véase por ejemplo el (por lo dem ás valiosísimo) libro de G er m án Colm enares, Historia económica y social de Colombia, 1537-1719—. El breviario político del sacerdote colombiano por muchos años fue J . P Restrepo, La Iglesia y el Estado, Londres, 1885. 21. C. P arra Pérez, ed.. La cartera del coronel conde de Adlercreutz, París, 1928. 22. Monografías, 2 tomos, Bogotá, 1920-1921, Tomo I, pp. 90-92. Citado en su totalidad en mi ensayo “Algunas notas sobre la historia del caciquis mo” arriba citado. 23. “U na hacienda cafetera de C undinam arca: S an ta B árbara (1870-1912)”, en A nuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, No. 8, 1976, pp. 75-99, y en K. D uncan y I. Rutledge, eds., L and and Labour in L atin America, Cambridge, 1978. 24. El general C asabianca, según la tradición local, im plantó en su hacienda en ese municipio liberal a peones conservadores de o tras p artes del de partam ento. Sus descendientes siguen siendo conservadores. 26. Cf. Gosselman, op. cit., p. 51: “N unca se les ve leer, así es que colman este vacio con la conversación, ya que en cuentran en ésta la m ayor p arte de sus conceptos y conocimientos sobre las cosas (...) Por la constante prác tica, la m ayoría de los colombianos hab lan bien”. Acá describe Gossel-
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m an a gente de la costa, y es m enester ponderar cuánto valdría su ohser vación p ara otras partes del país (adem ás del eterno problema de cuánto valen todos estos viajeros m ás amenos que científicos). Pero no es nadii imposible que haya habido, en la Colombia de su época, m ás conversa ción política que en m uchas otras partes: la im posibilidad de la prueba no invalida la especulación. E. Weber, op. cit., Cap. 6, “A Wealth of Tongues". A. Codazzi, Jeografía física i política de las provincias de la Nueva Gm nada, 2a. ed., 4 tomos, Bogotá, 1957 (la . ed. Bogotá, 1856); E Pero/., Jeografía física i política..., Bogotá, 1862-1863; véase tam bién A. Galín do, A nuario estadístico de Colombia, 1875, Bogotá, 1875, parte tercern, sección 7a., “comercio interior", pp. 148-163. Bogotá, 1843. Todas las citas son del Diario. Refugiados. Diario, pp. 10-11. Ibíd., p. 43. E n el segundo tomo de su Historia doble de la costa, E l Presidente Nieto, Bogotá, 1981, Orlando Fals Borda señala la movilidad anfibia de la gente de las riberas del río. Aunque no todos vamos a com partir los com enta rios del “C anal B” del autor, y aunque la técnica a veces utilizada de m em orias artificiales no convence, la obra es un aporte muy im portante a la historia de la politización del M agdalena Medio. Me parece que el P residente Nieto conquista al autor, lo que en sí no deja de ser in teresan te. La obra dem uestra de m anera im portante el rol de la m asonería, ba sándose en A. Carnicelli, La masonería en la Independencia de América, dos tomos, Bogotá, 1970, e Historia de la masonería colombiana, dos to mos, Bogotá, 1975. Especulaciones sobre migración y politización en Francia (a mi parecer dem asiado negativas) en E. Weber, op. cit., Cap. 16, “M igration, an ind u stry of the Foor”. Pp. 325-328. Sam per conocía muy bien esta región, por vía de los nego cios y de la adm inistración pública. P ara el Valle, la documentación arrib a citada; p ara Ambalema, mi Pobre za, guerra civil y política: Ricardo Gaitán Obeso y su cam paña en el río Magdalena, 1885, Bogotá, Fedesarrollo, 1980; p ara B ucaram anga, M. Acevedo Díaz, L a Culebra Pico de Oro, Bogotá, 1978. La caída del general Meló no pone fin a las organizaciones democráticas, aunque su historia posterior no ha sido h asta ahora explorada. Agulhon, op. cit., p. 275, observa que para el cam pesino pobre el artesano tiene prestigio: “Pour le paysan pauvre et simple l’a rtisa n aussi est un notable”. E n tre otros: República de Colombia, Biblioteca Nacional, Catálogo de todos los periódicos que existen desde su fundación hasta el año de 1935,
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inclusive, dos tom os, Bogotá, 1936; T. H iguera B., La im prenta en Colom bia, Bogotá, 1970. H. Z apata C uéllar, Antioquia, Periódicos de Provincia, Medellín, 1981; S. E. Ortiz, “Noticia sobre la im prenta y las publicaciones del su r de Colom bia durante el siglo XIX”, Boletín de Estudios Históricos, Vol. VI, Nos. 66 y 67, suplem ento No. 2, Pasto, 1935. E C. Aguilar, Colombia en presencia de las repúblicas hispanoamerica nas, Bogotá, 1884, pp- 290, 74-75. E n Olivos y aceitunos..., la Nueva L u z tira doscientos ejem plares y tiene siete suscripciones (sic); “El gobierno de la provincia lo costeaba, pagando $34 de ley por cada número, lo que se im portaba a 'im presiones oficiales’ en los libros de contabilidad provincial", pp. 94-95. J . León H elguera, "Antecedentes sociales de la revolución de 1851...”, artículo arriba citado: el general Obando ayuda de su propio peculio a los democráticos del Valle a com prar una im prenta. Bogotá, 1882. El librito de 551 páginas ofrece u n resum en del "estado m oral” de los varios pueblos de C undinam arca visitados por “el infatiga ble Santo Colombiano”. O rlando Fals B orda en E l Presidente Nieto, arrib a citado, menciona el Catecismo o Instrucción Popular de J u a n Fernández de Sotomayor y P i cón, C artagena, 1814; J . J . Nieto, Derechos y deberes del hombre en so ciedad, C artagena, 1834; J . R Pasada (el alacrán), Catecismo político de los artesanos y campesinos, 1854. Sobre Sotom ayor y Picón, A. C am ecelli, La m asonería en la In d e pendencia de América, tomo I, pp. 359-362. Olivos y aceitunos, p. 125: “Comenzó a salir otro periódico de grandes dimensiones, titulado E l Chiriquiqueno. Una de las grandes mejoras que tenía sobre sus antecesores (...) era la creación de un folletín (...) El folle tín estaba lleno con el principio de la vida de Sócrates, por L am artine. E ste escrito ha servido para fundar algo m ás de setecientos periódicos en América, de esos que em piezan por ‘A ño lo .’ y jam ás pasan del número 13. La m uerte de Sócrates es ta n popular en tre los cajistas, que nunca desbaratan lo compuesto”. K urt L. Levy, Vida y obras de Tomás Carrasquilla, Medellín, 1958, p. 370. Biblioteca Luis Ángel Arango, Mss. I, Papeles de Aquileo P arra. Ambas con fecha Atanquez, abril lo. de 1876. En el mismo archivo hay u n a carta de David Peña, Cali, octubre 8 de 1876, contando la formación del “B ata llón Parra No. 7o.”. Doy gracias al doctor Jaim e D uarte French, director de la Biblioteca, por darm e acceso a estos documentos. Un resum en de los abusos del siglo pasado en In glaterra, Escocia e Ir landa, se halla en H. J. H anham , The N ineteenth Century Constitution, 1815-1914, Docunients a n d Commentary, Cambridge, 1969, pp. 256-292.
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P ara E spaña e Italia, véanse los artículos ele J . Romero M aura, J. Varelit O rtega, J. Tussell Gómez y N. A. O. Lyttelton en Revista de Occidente, M adrid, No. 127, octubre 1973. Sobre el im pacto popular de 1810, la P atria Boba, la Reconquista, Iuh g uerras de la Independencia y el fin de la G ran Colombia poco todavía no ha escrito. Sospecho que hubo sentim ientos bien definidos de "venezola n idad” y “neogranadinidad” que llegaban de ln Colonia; U. S. M inistor Watts a Clay, diciembre 27 de 1826: “The prejudices of the people belong ing to th e two great. divisions of the Republic are as inveterate as thosiof different nations; and having existed as distinct governm ents u n d rr Spain, it is difficult to remove the impression of a sim ilar disunion”. Nn tlonal Archives, W ashington, D. C., Despatches form U. S. M inisters to Colombia, 1820-1906, Microfilm, Roll 4. Por ejemplo, Galindo, m ás tard e Gram alote, N. de Santander; su historia en R. Ordóñez Yáñez, Pbro., Selección de escritos, Cúcuta, 1963. Olivos y aceitunos, p. 56, sobre el ejército que tum bó a Meló, 1854: “H a biendo venido gente de todos los extremos de la República (menos do Posto), era curioso ver la variedad de tipos y vestidos en los soldados de la gran revista (...) El indio timbiano, con su rústico vestido y su fusil limpio como la cacerola de una cocina de cuáqueros, se veía al lado del soldado de la Costa, que tiene sucio el fusil. El soldado de Boyacá sigue tra s la anim ada fisonomía del m ulato costeño, con su cara im pasible en que nunca se revela gozo, miedo, entusiasm o, ni dolor". Cali, 1950. I. F Holton, op. cit., p. 334: “I saw the C ám ara (of M ariquita) in session. It has a strong Conservador majority, while the G ovemor is, of course, a Liberal. W hat I saw here teaches me not to tran sía te the word Conser vador by Conservativo-, there are no Conservatives in New G ranada except fanatic Papists. All th e re s t deserve the ñam e of D estructives, and m ight be classed into Red Republicana and R edder Republicans; and the R edder m en may belong to eith er party, but, except th e Golgotas, the reddest I know are the Conservadores of the province of M ariquita". Cf. M. Agulhon, op. cit., pp. 246-250. Eso se ve muy claro en L a Gaceta Mercantil. El fenómeno persiste —en el caso del exgeneral Gustavo Rojas Pinilla, por no citar ejemplos m ás recientes. E m iro K astos (Ju an de Dios Restrepo), Artículos escogidos, Londres, 1885, p. 359. E n todas partes la política es un fenómeno in term itente para la gran m ayoría de la gente; la política perpetua o es para políticos, o es estado de excepción, y por eso inestable —por ejemplo, Chile en los m eses antes del golpe de 1973.
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Sobre la necesidad de llenar plazas, M. L atorre Rueda, Elecciones y par tidos políticos en Colombia, Bogotá, 1974, pp. 92-102; sobre Santander, véase sus Cartas y mensajes, ed. R. Cortázar, 10 tomos, Bogotá, 1944; sobre M osquera, Archivo E pistolar del general Mosquera. Corresponden cia con el general Ram ón Espina, 1835-1866, J. León H elguera y R. H. David, eds., Bogotá, 1966. R A. Pedraza, República de Colombia. Excursiones Presidenciales. A pun tes de un diario de viaje, Norwood, Mass, 1909, p. 1. El mismo Pedraza, comandante-jefe de la policía, tomó los kodaks. J . M. Samper, op. cit., p. 78. J. Jaram illo Uribe, “M estizaje y diferenciación social en el Nuevo Reino de G ranada en la segunda m itad del siglo XVIII”, en su libro Ensayos sobre historia social colombiana, Bogotá, 1968, pp. 163-203; V G utiérrez de Pineda, La fam ilia en Colombia, volumen 1, Trasfondo Histórico, Bo gotá, 1963. V G utiérrez de Pineda, op. cit., Cap. 17, “El medio am biente y la aculturación fam iliar en el siglo XIX”, pp. 307-359. C. A. Gosselman, op. cit., p. 333. Ibíd., p. 331. Cf. G. y A. Reichel Dolmatoff, en su estudio The People o f A ritam a, Lon dres, 1961, pp. 115-125, sobre la educación en un pueblo mestizo de la Sierra N evada hace unos veinte años, estam os otra vez frente al fenóme no de que el “cam pesino” no quiere ser ru ra l. Rechaza la "educación ru ra l”: “It seems th a t the govem m ent th in k s we are a bunch of wild ¡ndians, asking us to m ake our children p la n t trees and vegetables” (p. 120); los autores concluyen que la escuela de A ritam a, con sus ritu ales, form alidades y prejuicios, “creates (...) a world devoid of all re a lity ”. Ftero lo inútil tiene su prestigio: “One oíd m an who could be seen frequently sittin g before his house with a book, adm itted candidly th a t he had never leam ed to read but th a t he had acquired considerable prestige by pretending to do so, starin g every day for a while a t th e open pages’’.L ástim a que el estudio sin rival de los Reichel Dolmatoff no se ocupó de la política. G erardo Reichel Dolmatoff, conversación. Por ejemplo, N. S. de Friedem ann, ed., Tierra, tradición y poder en Co lombia, Bogotá, 1976; W. Ramírez Tobón, ed., Campesinado y capitalis mo en Colombia, Bogotá, 1981. En ninguna de las dos colecciones la po lítica recibe atención. El in teresa n te estudio de E lias Sevilla C asas, "Lame y el Cauca indígena", pp. 85-105 de la obra editada por N ina de Friedem ann, no menciona ni una vez la participación de Q uintín Lame en la política tradicional, p articularm ente con el partido conservador. Implica que esa p arte de su actuación fue inauténtica, que fue u n error, que es mejor olvidarla. P ara esa participación, véase D. C astrillón Arbo leda, op. cit.
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64. H ay mimetismo en los acontecimientos, no sólo en las ideas: el de marzo de Bogotá im ita al de enero de Caracas, y otras jo m ad as a las journécs de París. 65. Olivos y aceitunos..., p. 50.
A l g u n a s n o t a s s o b r e l a h is t o r i a DEL CACIQUISMO EN COLOMBIA
L o s períodos de autoritarism o o de m ilitarism o han sido muy escasos y de muy corta duración en los ciento cuarenta años de existencia de Colombia como estado independiente. El núm ero de experim entos constitucionales ha sido muy grande, y esta repú blica ha sido escenario de m ás elecciones, bajo m ás sistem as, cen tra l y federal, directo e indirecto, hegemónico y proporcional, y con mayores consecuencias, que ninguno de los países am erica nos o europeos que pretendiesen disputarle el título. D entro del país, las diferencias de clima, economía y cultura de una región a otra han tenido tam bién repercusiones políticas. Como campo de estudio del caciquismo electoral es inm ejorable1. El sistem a co lombiano, con su acusado sectarism o, se desarrolló a lo largo de un siglo de guerra civil perm anente. Los últim os conñictos que el sistem a produjo en las décadas de 1940 y 1950 no pueden ser comprendidos fuera del contexto de esta evolución, que espero exponer a continuación. Colombia, todavía hoy, no es una república dom inada por una sola región, y mucho m enos lo fue en el siglo pasado. D urante las guerras de independencia había comenzado a vivir bajo una exa gerada experiencia federal, la Patria Boba, y los compromisos re gionales fueron d u ra n te mucho tiem po fundam entales p ara el m antenim iento de la paz y unidad nacionales. Su sistem a de co municaciones era extrem adam ente malo, su gobierno extrem ada m ente pobre, su sociedad atom izada. La hegemonía local de sus escasos m agnates era muy lim itada y m ás bien precaria, y no se
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traducía necesaria y fácilmente en poder político local, fuera de los lím ites de la hacienda, o en influencia nacional. Respecto a los altos cargos, la competencia fue intensa desde los prim eros días de la República, y sus débiles partidos podían m antenerse en el poder únicam ente m ediante constantes esfuerzos políticos y mili tares. Los diplomáticos extranjeros en América Latina, a la vista de las sórdidas realidades que contem plaban sus ojos, se inclina ron siem pre a creer que, h asta poco antes de su llegada, la Repú blica en cuestión había sido cómodamente gobernada por educa dos y cultos hacendados blancos de pura ascendencia española, pero esta prim era edad de oro señorial es una pura ilusión. En la Nueva G ranada no hay evidencia de una edad tal: existen islotes aristocráticos, pero se hunden o flotan en distintos y m ás peligro sos m ares. A pesar de un muy restringido sufragio, de una insignificante urbanización, de ser una sociedad todavía esclavista y relativa m ente poco perturbada por las guerras de independencia, a pesar de los prestigios ganados en dichas guerras, la política fue desde el prim er momento un ejercicio arduo y a menudo degradante. De la correspondencia del general Mosquera de estos prim eros años, es posible deducir algo de lo que esto suponía. En su intensa y finalm ente victoriosa lucha contra el patronazgo y las am enazas gubernam entales, M osquera y sus agentes tuvieron que trab ajar los “barrios” artesanos con cerveza, música, cohetes, chicha y a sa dos, peleas de gallos y periódicos. Hubo que traz ar carreteras pa ra satisfacer a este o aquel pueblo, visitar y aplacar a los vacilan tes, aislar a los propios seguidores de posibles introm isiones y esto rb ar constantem ente a los seguidores de otros candidatos. C ierta conciencia de partido y clubes rudim entarios existen ya hacia principios de la década de 1830, así como la m ayoría de los trucos electorales practicados tanto por el gobierno como por la oposición. Los obispos y el nuncio de Su S antidad aparecen ya implicados, y la actividad política no está ya exclusivam ente res tringida a aquellos autorizados a participar por la Constitución. Opinar, "la opinión”, a ju zg ar por la correspondencia de la época, no es prerrogativa exclusiva de los votantes: éstos pueden ser in fluidos o intim idados por el clima de opinión de la localidad, y el conservatism o y liberalism o rudim entarios de la época son cons
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cientes de ello. La propiedad no garantiza el predominio. El gene ral Espina, agente de M osquera, ha trabajado tanto la región Gachetá, lu g ar de influencia del rival de M osquera, M ariano Ospina, que puede escribir: “Ya pasó el tiem po en que él se creía por estos pueblos dueño de vidas y haciendas”2. Revelador, aunque dem a siado optim ista, ya que no todo resultó a su gusto, “pues los Arrublas fueron traicionados por casi toda su peonada, en razón a que [el alcalde] no cambió todas las boletas por Ospina, ellos rem edia ron el mal cuando lo supieron h asta donde les fue posible, pero ya una g ran p arte de los peones había votado”. M osquera, Ospina, los A rrubla, son todos propietarios, estos últim os dos herm anos considerados como los hombres m ás ricos de Colombia. Todos p ar ticipan. La propiedad les perm ite y les presiona a tom ar p arte en la competencia, pero no da a ninguno la victoria. Las elecciones fueron pronto consideradas peligrosas: “Se ve rificaron las elecciones... y una gran parte de la población se fue al campo ese día uyendo, porque los otros días antes, em pezaron a ru g ir que a tiem po de elecciones iba a ver revolución, m uertos, el infierno avierto y qué sé yo cuántas cosas m ás”3. E ra un tem or bien fundado. Hubo guerras civiles en escala superior a la local en 1839-1841, 1851, 1854 y 1859-1863, sin contar refriegas m ás pequeñas. La sangre penetró en el sistem a, intensificando los a n tagonism os y lealtades locales y de partido. Éstos tienen orígenes m uy variados y a veces es posible rem ontarlos h asta los prim eros días de la colonia: las causas que inducen a u n a fam ilia o a una localidad a preferir u n partido a otro son muy complejas, pero cuando term inó la últim a de las guerras citadas anteriorm ente, había muy pocas personas o localidades que todavía abrigasen dudas sobre sus lealtades. E ste fue el legado n atu ra l de la lucha, de la m ás intensa movilización de guerra. Hubo tam bién elem entos raciales en es tas guerras, y al final de la últim a de ellas, la Iglesia sufrió un im portante ataq u e a sus posesiones e influencia con la desam or tización de m anos m u ertas y otras leyes tutelares. El gobierno central fue derrotado m ilitarm ente y la capital de la nación fue tom ada por la fuerza. El dominio señorial, ya geográficamente restringido, había sido seriam ente socavado y los victoriosos libe rales que asistieron a la Convención Constitucional de Rionegro
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en 1863 consideraron la República como u n a tabula rasa sobre la cual escribir sus ideas dem ocráticas y federales. Dividieron el país en lo que llam aron nueve estados soberanos, triunfo de una tendencia que había existido desde el principio de la nación y que, sólo tem poralm ente y con dificultad, había sido frustrada en la guerra de 1839 a 1841. En esta organización federada, en que el Partido Liberal controla lo que resta de gobierno central y todos los estados menos uno, el país en tra en un período de veinticinco años de peculiar interés para los estudios de gobierno local, años de gran experim entalism o y poco control central. El sufragio universal m asculino se estableció diez años antes que la Constitución de Rionegro, y desde 1853 el país fue escena rio de la competencia entre dos federalismos, conservador y libe ral, ambos batiéndose en oportunista retirada frente a la autori dad central. Aquello parecía cada vez menos sostenible, cada vez menos una g aran tía de sus intereses individuales, locales e insti tucionales. Ambos se organizaron localmente, am plia aunque in term itentem ente, los liberales en Sociedades Democráticas, los conservadores norm alm ente en una Sociedad Popular. A m enu do, disponían de prensa propia. Colombia estuvo a la cabeza de Latinoam érica en cuanto al núm ero de sus periódicos, si no en otras cosas4. Los conservadores pronto cesaron su oposición al sufragio universal a nivel municipal: “El buen sentido indicaba que esa m anera de sufragio había de ser en las poblaciones neogranadinas de aquel tiempo, la m ás ventajosa para la causa con servadora, resueltam ente apoyada por la generalidad del clero y de los grandes propietarios y caciques de parroquias”5. Los con fusos experim entos liberales de 1848-1854 habían term inado en un gobierno interino, el del presidente M allarino, que había cele brado elecciones neutrales bajo una constitución que debilitaba cualquier poder que el gobierno central hubiera estado tentado de utilizar, y los conservadores habían ganado: “La verdadera mayo ría num érica pudo m anifestarse, y ella hizo inevitable la caída del radicalismo y del liberalismo en el terreno legal"6. Los liberales, tras su victoria en 1863, pasaron los siguientes veintitantos años intentando evitar sem ejante resultado. El período federal produjo cuarenta y dos nuevas constituciones estatales y antes de 1876 las elecciones fueron casi continuas, puesto que los distintos es
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tados no votaban sim ultáneam ente ni siquiera para la elección del presidente de la Federación. La habilidad liberal-radical para m an ten er el equilibrio sobre una base ta n precaria e imprevisible produjo unas cuantas guerras menores, una abundante lite ratu ra crítica, en que se describían los herméticos métodos de “escru tinio” y el conflicto nacional de 1876-1877. Las prim eras descrip ciones am plias, no m uy conocidas, del sistem a político local d atan tam bién de esta época. El gam onal y el cacique —“lo que en España se llam a caci que”— ' son un tem a habitual de la literatu ra costum brista, que lo enfoca norm alm ente con aversión superficial y bipartidista. De los escritos de los literatos de Bogotá, en su mayoría terraten ien tes sem iabsentistas, se deduce claram ente que el gam onal o caci que no es norm alm ente un hacendado, en el sentido elegante de la palabra, aunque puede ser un im portante terraten ien te local: no todo tipo de tierra s tienen prestigio social. Esta lite ratu ra so bre política municipal y provincial está fuertem ente im pregnada de esnobismo urbano, y el afán de caricaturizar está reforzado por el deseo de algunos escritores de negar o falsificar el carácter pro vincial o rural de sus relaciones y orígenes. El cacique ha sido siem pre mirado con desprecio desde arriba; el gobierno m unicipal y quienes lo ejercen han de ser objetos de burla. Pero, adem ás de la exclusión de los conservadores en todas partes salvo en Antioquia, existían poderosas razones que explicaban la abstención de los notables de la política municipal. Se daba el hecho de que en muchos municipios ningún nota ble podía existir con provecho. Las obligaciones de las autorida des locales im plicaban la asistencia regular a determ inados actos en determ inados días. El “régim en m unicipal forzoso” anterior a 1849, bajo el cual las personas designadas para los cargos locales por el m inistro o el gobernador no podían re h u sar sus servicios, había sido extrem adam ente impopular. M ás que por la rivalidad para obtener los cargos a este nivel, la República sufrió por la rivalidad para eludirlos, y no encontró nada con qué rem plazar la atracción (aunque era m ás bien mítica) del viejo cabildo. Los car gos locales eran considerados como onerosos por quienes tenían capacidad para ocuparlos. Tampoco la naturaleza del comercio y
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de la vida profesional perm itía a tales personas pasar mucho tiempo lejos de los m ás im portantes centros urbanos del país. La política provincial era dura, y las personas decentes se m ostraban poco dispuestas a participar en ella —o debían haberlo estado: en Zipaquirá, el doctor Gálvez y el doctor Weisner se e n cerraron en la alcaldía y se batieron con m achetes: “He ahí de qué m anera se sostiene... por hombres de pelo en pecho, la preponde rancia de los principios políticos”—. A m enudo deploraban el fa natism o quienes se beneficiaban de él. He aquí la opinión de un conservador sobre el jefe local de su partido en Zipaquirá, una localidad relativam ente im portante: E ra corifeo de la plebe co nservadora de aq u el lu g a r u n hombron azo de ta lla m ás q u e g ig an tesca, de voz p roporcionada a su cuerpo, que u sa b a p o r vestid o u n bayetó n , p o r a rm a h a b itu a l u n g a rro te , de religión, fanático, de oficio, carnicero, godo (conser v ad o r) h a s ta la p a re d d e en fren te, de los b ravos y m a ta sie te s to lerad o s con disim ulo o azuzados sin em bozo p o r m a g n a te s y au to rid a d e s, como afiliados a la p an d illa del n efan d o Fuego L en to [sigue a contin u ació n u n a n o ta sobre este b an d id o que ca n ta b a al tip le m ie n tra s su s víctim as e ra n azo ta d a s en su presencia]... u n coco que el p a rtid o co n serv ad o r zip aq u ireñ o te n ía a la v a n g u a rd ia p a ra los casos en que se v iera u n poco ap u rado .
De estos conservadores se dice que en 1861 asfixiaron a sus contrarios con chalecos de cuero crudo. Los indios de la localidad, un potencial político errático pero, algunas veces, poderoso, fue ron dirigidos a m ediados del siglo pasado por el “Dr. Eduardo Gu tiérrez, o por otro nom bre el indio Eduardo, avispa intolerable en política, y con resabios rabulescos, terna grandes entronques, principalm ente de raza, con las comunidades, de cuyos intereses se preciaba de ser patrono”. El patronazgo federal directo estuvo representado en Zipaqui rá por los trabajadores de las salinas, desesperados dependientes con un elaborado sistem a para vivir a costa ajena y una pésima reputación local. Los elementos liberales del pueblo —“había una Sociedad Democrática apreciable— cuando tuvieron el poder, cho caron con el campesinado conservador de los alrededores —el in dependiente y numeroso orejón de la Sabana—. Un gobernador q. P \0
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conservador admitió en 1854 que aunque éstos eran “amigos” no podía ejercer ningún control sobre ellos8. La descripción clásica de esta situación en las m esetas cen trales, la p arte m ás densam ente poblada del país, se encuentra en la monografía de Rufino G utiérrez, un inspector del gobierno conservador que escribió después de la Regeneración, la reacción conservadora de 1885. La reproduzco totalm ente, puesto que se tra ta de un intento hacia una descripción funcional, lo cual es muy raro para la época y el lugar, y consigue en un espacio redu cido tra ta r brevem ente sobre muchos aspectos del problema. P erm ítan o s el se ñ o r S ecretario que le m an ifestem o s cuáles son, a n u e stro juicio, la s c a u sas eficientes de n in g ú n progreso m a te ria l e in telectu a l de casi to d as las poblaciones de la S a b a n a , c e r c a n as a la cap ital; pero no se crea q u e al h a ce r en u m eració n de e s ta s cau sas es p o rq u e las hayam os en co n trad o to d as en el D is trito de que tra ta m o s: siendo é sta la p rim e ra relación que h a c e mos de los pueblos p equeños que hem os visitad o , ap rovechando la ocasión p a ra d a rle c u e n ta de n u e s tra s observaciones g e n e ra les, lo que q u izá no podam os h a c e r otro día por c u a lq u ie r cir cu n stan cia. T am b ién ad v ertim o s que hacem os apreciaciones g e n e ra le s y que prescindim os en absoluto de a lg u n a s h o n ro sísim as excepciones qu e p o d rían p re se n tá rse n o s en todos y cada u n o de los pueblos de e s ta m e se ta, de vecinos p a trio ta s, d esin te re sa d o s y llenos de todo lin aje de v irtu d e s cívicas y p riv ad as: ya q u e ellos no h a n sabido o no h a n q uerido im p o n erse en su s resp ectiv o s pueblos e n beneficio del com ún, q u e su fra n la p e n a de v erse e n vueltos en la apreciación g e n eral q u e se h ace de su s co n ciu d ad a nos. P uede dividirse el v ecindario de cad a D istrito en tr e s secciones o clases sociales: la . Los g ra n d e s ca p ita lista s. 2a. Los p ro p ietario s m enores. 3a. Los p ro letario s (los indios). L a p rim e ra clase se com pone de g en te dom iciliada en B ogotá, que tien e valio sas h a c ie n d a s en la S a b a n a , m a n eja d a s p o r u n m ayordom o, y que v isita u n a o dos veces p or se m an a, cuan d o va a p e d ir cu en ta s al a d m in is tra d o r y a to m a r noticia del esta d o de su s h ato s, s e m e n te ra s y cercos; p a ra q u ien es es in d ife re n te el progreso m o ral y m a te ria l del poblado. E sto s vecinos, p o r su s relaciones en la c a p ita l y p o r su posición p ec u n ia ria , son a m e-
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n u d o nom b rad o s A lcaldes o C oncejales del D istrito ; no a c e p ta n el p rim e r cargo p o r no to m a rse el tra b ajo de ir los d ías de m e r cado a o ír la s d em an d a s y a a d m in is tra r ju stic ia, y p or te m o r de e n a je n a rse la v o lu n tad de los p ro p ietario s m enores; pero sí h a cen v a le r su s influencias con el G obierno p a ra h a c e r n o m b ra r a u to rid a d e s a quienes p u ed en in c lin ar en favor de su s p a rtic u la re s in te re se s en la com posición de ciertos cam inos, decisión de co n tro v ersias, etc. A ceptan el cargo de C oncejales p a ra no co n cu rrir a la s sesiones sino cuan d o tie n e n noticia de que h ay algo recau d ad o de la con trib u ció n d irec ta o del tra b a jo p erso n al su b sid iario , p a ra hacer v a le r su poderoso voto en favor de la m ejora del cam ino que in te re sa a su hacienda. E n elecciones no se m ezclan, porque eso les aleja sim p a tía s, y p or co n sig u ien te clien tela en su s negocios. L a in stru cció n pública les es in d ife re n te p orque su s hijos e stá n en la c a p ita l en los colegios. E l C u ra es p a ra ellos b ueno cuando rin d e p a ria s. Sólo m u e s tra in te ré s por el pueblo, y entonces con en tu sia sm o , cuando tie n e que re c la m a r co n tra a lg ú n desacato de la s au to rid a d e s civiles o ecle siásticas de él. L a seg u n d a clase, m ás n u m e ro sa que la anterior, se com pone de vecinos del D istrito, blancos, m estizos e indios, e n tre los q u e se ven fam ilia s n u m ero sa s, m u c h a s de ellas e jem p lares en todo sen tid o ; pero g e n e ra lm en te de a llí salen los tenorios de p a rro q uia, c o rru p to res de toda in d ia que por su g racia se d istin g u e de las dem ás: los g a m o n a les o caciques, g en te d esp ia d ad a , que e s q u ilm a a los infelices indios y a b u sa de ellos sin m isericordia; los m atones, hom bres de b otella y revólver, q u e d a n la ley e n la s c h ich e rías de la com arca. De e sta se g u n d a clase, ig n o ran te y e scasa de nociones de m oral, que es la conocida e n tre nosotros con el calificativo de orejones, sa le n n ecesa ria m e n te las a u to ri d ad es del D istrito . U n A lcalde o u n J u e z es entonces el favore cedor de la s d em a sía s de los de su clase, p or te m o r o p o r relacio nes de p a re n te sc o y am ista d , y u n verdugo de los p ro letario s. E n tre e sto s individuos h a y estrech o s vínculos de p aren tesco y a m ista d , p or lo m ism o que la s fam ilias son m uy n u m e ro sa s, y a veces ta m b ié n se dividen en b an d o s o riginarios de p ro fu n d as riv a lid a d e s p erso n ales, de d isen sion es de fam ilia o de d iferen cias p or in te re se s. E s u n a clase lle n a de envidia de las com odi d ad es de q u e d is fru ta n los g ra n d e s hacendados y de desprecio h a c ia su s inferiores. M a n d a n a su s hijos a e s tu d ia r pocos años a la cap ital, de los cuales re s u lta u n n o v en ta y cinco p o r ciento que sólo a p re n d e n vicios cortesan o s y m a las costum bres, y que p a ra s o s te n e r u nos y otros se ocupan casi ex clu siv am en te en s u s c ita r litigios q u e a rr u in a n a la s fam ilias y p e rtu rb a n la paz de los pueblos. C asi todos los individuos de e sta clase viven en d esm án -
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te la d a s casas, m u ch as de ellas incóm odas p a ra la h ab itació n de la fam ilia, pero con g ra n d es d e p a rta m e n to s p a ra el servicio de las ch ich erías que en ellas tie n e n . De e n tre ellos su rg e n de c u a n do en cuando n o tab les soldados y jefes ta n abneg ad o s como e n tu s ia sta s. L a te rc e ra , com p u esta de indios, nos cu e sta m ás d ificu ltad cla sificarla: no p u eden co m p ararse con los p a ria s, con los ilo ta s n i con los g itanos, p orq u e aquéllos carecen p or com pleto del e sp íri tu de cuerpo que a éstos an im a; son d esv en tu ra d o s seres d esp ro vistos de inteligencia, de educación, de instru cció n m oral y re li g io sa y a u n de b u e n o s s e n tim ie n to s ; sin a sp ira c io n e s; p o r qu ien es no se in te re sa n ad ie desde q u e el G obierno esp añ o l fue expulsado de e sta tie rra . E s e sta u n a ra z a co m p letam en te a b yecta, que, ta l vez por fo rtu n a, va desap arecien d o , debido a su s m alos h ábitos y a la fa lta de alim en tació n ... O tra de las cau sa s que hace que el nú m ero de indios d ism in u y a es el reclu tam ien to : los indios, poco am igos del m atrim o n io , u n a vez que son en g an - , chados en el ejército, casi n u n ca se casan ; y la s in d ia s parece que p refieren u n a depen d en cia crim inal a la h o n esta vida del m a tri monio. O tra s m u ch as ca u sa s im piden el progreso de la s poblaciones v e c in as a Bogotá, que es p a ra ellas u n a bom ba a sp ira n te : casi todo joven de a lg u n a s asp iracio n es o de m e d ia n a ilu stració n que en estos pueblos nace, viene a la cap ita l en b u sca de m ejor m edio social y m ás am plio horizonte; y la s m u ch ach as, d e se sp e ra d as p o r los m alos tra ta m ie n to s y peores ejem plos q u e reciben de su s p ad res, ap ro v ech an la p rim e ra ocasión que se les p re se n ta p a ra h u ir de su lado y v e n ir a q u í a a lq u ila rse e n u n a casa o tie n d a o a e n tre g a rse a la pro stitu ció n . E n estos pueblos tie n e poco p restigio la au to rid a d , a c au sa de que en v ein te años de u n a dom inación odiosa p a ra ellos, se h a n aco stu m b rad o a m ira r a las a u to rid a d e s que se les h a n im p u esto como enem igos a q u ien es sólo deben obedecer cuando la fuerza b ru ta les obliga a ello; a s í es que a u n q u e las a u to rid a d e s de hoy d ía son acep tab les p a ra el pueblo, sólo tie n e n en é ste el propio prestigio p erso n al9.
G u tiérrez describe lo que claram en te no es una sociedad exactam ente deferencial, pero m uestra que no es únicam ente la delicadeza lo que lleva al gran capitalista ilustrado a participar sólo m oderadam ente en los asuntos locales. E ste protege sus in tereses sin definirse m ás de lo necesario; utiliza su influencia cuando lo necesita, a niveles m ás altos que los m unicipales. Tiene
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poder para conseguir lo que quiere en asuntos de contribución local, carreteras, y del “trabajo personal subsidiario”, pero para salvaguardar su posición renuncia a toda pretensión sobre el con trol minucioso de los asuntos municipales, una renuncia dictada en parte por el interés y en parte, parece, por el miedo: es mejor m antenerse en buenas relaciones con la segunda clase, “los m a tones, hombres de botella y revólver”. Debemos dejar un m argen de exageración en las descripciones de G utiérrez, pero tam bién es necesario recordar que son muy escasas las fuerzas públicas, ejér cito o policía con las que podía contar u n hacendado en esta época, por influyente que fuera. Tenemos aquí u n a estru ctu ra dual de poder, en que un m agnate tiene poder de veto sobre algunos asun tos locales, y cierta influencia positiva en las esferas superiores, departam entales o nacionales, del gobierno, en la selección de un propietario m enor en lugar de otro para un cargo local. Este poder tenía serios lím ites y era poco lo que el gobierno podía hacer para excluir a los dirigentes naturales del municipio de sus nom bra mientos, puesto que necesitaba su apoyo electoral, y frecuente m ente su apoyo militar. Pero el tipo de dem arcación tácita descri ta por G utiérrez reducía, en tiempos norm ales, la fricción entre el gran capitalista y las personas de menos im portancia con cierto control sobre los asuntos locales. En tiempos de paz sus compen saciones incluían un ocasional douceur de la envidiada clase su perior, y en tiempos de guerra, las posesiones de esta clase esta ban a m enudo enteram ente a su m erced10. La posesión de arm as estab a muy extendida. D u ran te el pe ríodo federal, 1863-1885, el libre comercio de arm as era una cuestión d ispuesta por la C onstitución: el texto de Rionegro es tip u lab a el libre comercio de arm as y m uniciones como p arte del sagrado derecho de insurrección —sección 2, artículo 15, subsección 15—: “La libertad de te n e r arm as y m uniciones, y de hacer el comercio de ellas en tiem pos de paz”. El objeto de esta, a veces realista , C onstitución, era localizar las rebeliones m ás que p erm itirlas, y el efecto de esta disposición ten ía sus lím ites n atu ra le s en la pobreza. No obstante, “cada com erciante pudo in u n d ar el país de revólveres, puñales y sables, y de cápsulas, balas y pólvora, de su erte que todos los ciudadanos pudiesen proveerse de elem entos de destrucción ta n librem ente como si
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se proveyeran de vestidos, alim entos y calzado... A m ás de los parques nacionales, cada E stado ten ía el suyo, a costa de enor mes sacrificios, y cada caudillo su parque privado y oculto, cada pueblo sus m edios de ap elar a las a rm a s”11. Las fuerzas del E s tado eran m uy escasas, y en tiem pos de paz la G uardia Colom biana federal consistía en m enos de mil hom bres; no había po licía nacional. No es extraño que h u b iera m ás de cincuenta rebeliones en estos veinte y tan to s años. ¿Por qué se luchaba? E ra difícil m an ten e r la n eu tra lid a d en m uchos de estos conflictos, porque los que no ten ían am biciones y los excluidos su fría n innum erables m olestias a m anos de los círculos que sólo podían m an ten erse en el poder por m edio de u n rígido favoritism o, y algo m ás que m olestias u n a vez em pe zada la lucha: las técnicas de represión de u n gobierno siem pre ten ían el efecto inicial de a u m e n ta r el núm ero de sus enem igos en el campo de b atalla. La cuestión religiosa v erdaderam ente despertó u n a fu erte sensibilidad en la g u erra de 1876-1877. Pe ro, sobre todo, y m ás en el contexto del caciquismo, estab a la cuestión del patronazgo, incluso en estos “estados fam élicos”. E n el gobierno nacional había contratos de c a rre te ras, tie rra s de la Iglesia y el E stado, resguardos, proyectos ferroviarios, pensiones y exenciones, el trib u n al suprem o, la ad u an a, las sa linas, los m inisterios: Bogotá fue siem pre u n a capital esencial m ente ad m in istrativ a. E n los estados había ad u an as m enores, algunos monopolios locales, nuevam ente tie rra de la Iglesia, del Estado y de resguardo, carre te ras, los trib u n ales m enores, la creación, disolución y alteración de circuitos judiciales y lím ites m unicipales. El núm ero de cargos y los sueldos de que estab a n dotados no era n grandes, el cargo en sí no era m ás que u n a pequeña p arte del botín. A nivel m unicipal el sueldo de u n al calde era m ísero, incluso en el contexto de la pobreza colom bia na, y Colombia era, per cápita, uno de los países m ás pobres de América L atin a. Es preciso em plear u n a balanza delicada p ara sopesar el valor que ten ía p ara los hom bres de la segunda clase de G u tiérrez el a su m ir el poder local, pero incluso em pleándola, el sueldo en sí no constituía gran diferencia12. Para el cacique había otra lista: contenía el monopolio de be bidas, que era en m uchas regiones una cuestión en gran parte
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local h asta m uy entrado este siglo; la autoridad para m ultar; la dirección del trabajo personal subsidiario, que tam bién sobrevivió h asta el siglo XX —era conveniente en ocasiones controlar el tra bajo que se hacía, y quién lo hacía—; el control sobre el recluta miento, generalm ente y justam ente temido y que daba al que lo controlaba algo muy negociable; el control de los jurados, en aque llos lugares donde se experim entaba con ellos y, en general, de la influencia judicial. El gran núm ero de abogados no es casualidad en un país donde la adm inistración sigue el código pertinente, pero puede no seguirlo de una m anera neutral. Estos son los as pectos m ás tangibles, a los que hay naturalm ente que añadir en cualquier com unidad los menos tangibles —respeto, deferencia— , la seguridad de que otros no pueden hacerle a uno lo que uno puede e sta r tentado de hacer a los demás. E n la Colombia del siglo XIX esta era con seguridad una certidum bre de mucho valor. Los liberales perdieron su posición predom inante en 1885, en parte debido a que su sistem a electoral había llegado a ser dem a siado herm éticam ente sim ple13. La solución conservadora fue la rígidam ente centralizada Constitución de 1886, que impuso a los votantes las condiciones de ser propietario y alfabeto y elecciones indirectas. La receta del presidente Rafael N úñez para la “paz científica" incluía tam bién u n ejército m ayor y gendarm ería, puesto que estos dos votaban tam bién convenientem ente, y si era necesario repetidas veces (“el expediente consiste en votar im pa siblem ente cuantas veces sea necesario”). M ás im portante, inclu so, era la m áxim a aproximación a la Iglesia, “u n concordato de m ilagro”. Un conflicto no resuelto con la Iglesia había limitado seriam ente el alcance del anterior dominio liberal. Antes de los años 1920, en que los buenos precios del café, el petróleo y los plátanos, la indemnización de veinte millones de dólares de P anam á y grandes préstam os del extranjero alteraron el equilibrio, el nexo entre los gobiernos central, departam ental y municipal en tiempos de general pobreza gubernam ental no es muy fuerte. Hay pocas obras públicas, pocas carreteras llegan ser algo m ás que una responsabilidad local, los monopolios departa m entales de licor eran a m enudo sacados a concurso, y el general Reyes tuvo que abandonar los planes de monopolio nacional de bido a la resistencia departam ental, en 1908. El aparato burocrá
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tico de los departam entos era aún muy pequeño, sus fuerzas po liciales insignificantes: los departam entos ten ían todavía poco que ofrecer al municipio, poco con qué am enazar, y debido a la misma debilidad de sus propios recursos el gobierno central per maneció de hecho mucho menos centralizado de lo que se deduce de la letra de la Constitución de 1886. La gran ventaja n atu ra l que ten ían sus autores conservadores era el apoyo clerical, re la tivam ente disciplinado, abierto, institucional y constitucional. La Iglesia se recobró de los ataques de los años 1860 con sor prendente rapidez; en algunos lugares el fanatism o local había si llo protección suficiente, y los radicales m ás prudentes del tipo de M anuel Murillo Toro deseaban eludir toda provocación innecesa ria 1'1. A principios de la década de 1880 la m eseta fue escenario de misiones muy activas que reorganizaron a los fieles a nivel local, restablecieron gradualm ente y redistribuyeron el diezmo, una ta rea realizada sin el apoyo del Estado. E stas misiones eran algunas veces hostilizadas —“[una] voz infernal... se oyó diciendo, ¡Abajo el fraile autor de todos estos hechos!”—, pero esta era en su mayo ría una región creyente y bien catequizada. Los curas no vacilaban en in stru ir a los ricos sobre sus deberes, e incluso nom braban por escrito a absentistas reacios a colaborar o indiferentes: “Ricos pro pietarios que se llam an cristianos... stultorum ¡nfinitus est numerus, el peruersi dificile correguntur"ir\ Excepto en la provincia de Antioquia, no había u n a relación muy próxima entre la élite laica y la Iglesia por debajo de la jerarquía. El alto mando conservador sin duda acogía con gusto el apoyo clerical, y en 1890 lo reforzaron con la vuelta definitiva de los jesuítas y con españoles importados de dem ostrada ortodoxia, pero no lo controlaban directam ente y hay una ligera pero persistente corriente de inquietud en los cír culos oligárquicos con relación al oscurantism o clerical10. No obs tante, du ran te los cuarenta y cinco años que van de 1885 a 1930, la Iglesia fue el brazo electoral de los conservadores. El liberalismo era pecado: las pastorales colombianas eran intensas e insistentes sobre este punto. El cura era frecuentemente la persona m ás in fluyente de la localidad —“frente a él, que representa la eternidad celestial y al mismo tiempo la perennidad burocrática, el alcalde es deleznable y efímero"—: “Al llegar a su parroquia un cura tu r bulento, es como cuando sueltan un toro nuevo en la plaza, algo
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peor, porque con él no hay barrera que valga"17. E n algunos m uni cipios, Monguí, el valle de Tenza y otras zonas de minifundio, go zaban de un predominio casi absoluto. La guerra de 1899-1903 fue oficialmente la últim a guerra i i vil sufrida por la República; desde ese m om ento los conservadoroM concedieron una cierta representación a algunos liberales selec tos y la mayoría del Partido Liberal concluyó que en la guerra el Gobierno probablem ente vencería. A pesar de ello, el sistem a era todavía propenso a la violencia, y el país estuvo al borde de la guerra en bastantes ocasiones posteriorm ente. En 1922 las divi siones de los conservadores fueron explotadas por una coalición liberal independiente y la situación se salvó por el uso a nivel local de la fuerza y u n recurso general al fraude. V erdaderam ente el gobierno central tenía ahora m ás medios a su disposición, los recursos congresionales y departam entales parecían mucho más formidables en m anos conservadoras que el esquelético aparato de la época federal: había m ás monopolios centrales, m ás trenes, m ás poderosas “ju n tas de caminos”; el “trabajo personal subsidia rio”, uno de los grandes i ocursos, desapareció: ahora el salario de un peón del departam ento empleado en obras públicas era mayor que el de un alcalde. Hubo u n gran aum ento de patronazgo nacio nal, dep artam en tal y urbano debido a la indemnización de P ana má y los nuevos y sustanciales préstam os públicos a gran escala de los años veinte. El efecto inm ediato fue hacer a las en tu sias m adas regiones difícilmente m anejables desde el punto de vista del presidente al hacerse sus representantes en el Congreso m ás reacios con respecto a los “auxilios” preelectorales. La tendencia según la cual las localidades llegaron a depender fiscalm ente ca da vez m ás de las subvenciones del gobierno y los municipios cada vez m ás de los departam entos, había ciertam ente comenzado; igualm ente cierto es que tard a ría mucho tiempo en aproxim arse siquiera al centralism o previsto en el texto de la Constitución de 1886. Todavía existían poderosas y n aturales fuerzas federalis tas. Núñez, el “R egenerador”, había querido pulverizar los an ti guos estados soberanos y rehacer el m apa adm inistrativo por completo, pero las fuerzas locales fueron demasiado vigorosas p a ra él, como lo fueron tam bién p ara el presidente Reyes: todavía le era difícil al gobierno elim inar o rem plazar u n gobernador sólida
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mente establecido o u n gran cacique, hom bres como el general Miinjarrés en el M agdalena o el doctor C harri en el Huila. Plasta dónde llegaban los lím ites de control del Gobierno y h asta qué plinto era todavía el sistem a una federación de caciques, puede (•atreverse en las circunstancias que rodearon la caída del P artido l ’onservador en 1930. Las elecciones se hacían por el Directorio Nacional del p a rti do, norm alm ente com puesto de tres m iem bros elegidos por los in iembros del partido conservador en el Congreso- En condiciones ideales consultaban al m inistro de Gobierno, y su único candidato recibiría la bendición del arzobispo de Bogotá. El Directorio d is tribuía las fuerzas de las distintas facciones del partido dentro de oída departam ento, y después de hacerlo nom braba directorios locales y, si había necesidad, hacía que el m inistro de Gobierno realizara cualquier cambio conveniente entre los funcionarios lo cales. Teóricamente e s ta era una ta re a fácil bajo la Constitución de 1886. Los directorios locales, con ayuda del gobernador y el resto de la extrem adam ente parcial adm inistración —cualquier otro tipo de adm inistración habría sido sim plem ente u n indicio de locura política, puesto que no era concebible que nadie que diera valor a la n eu tralid ad pudiera m an ten erse18—, el obispo de la localidad y el clero tra b a ja ría n después los municipios para hacer salir los votos conservadores y m antener los liberales alejados. I lacían listas complejas, tom aban precauciones, hacían prom e sas, distribuían cuidadosam ente las escasas guarniciones y la po licía, los agentes de aduanas, los funcionarios del monopolio del alcohol y cualquier otro grupo de hom bres disponible. Los m uni cipios, a su vez, enviaban sus “adhesiones” a los candidatos favo recidos, largas listas de nom bres que el departam ento no tendría ningún pretexto posible para olvidar, algunos de los cuales re a p a recerían en las cartas de recomendación poselectorales que, si to do iba bien, in u ndarían toda fuente de patronazgos. Las eleccio nes, con su acom pañam iento de violencia y fraude, se llevaban entonces a cabo. E sta es una sencilla sinopsis de la que nunca era una ta re a fácil, pero que exigía u n a g ra n cantidad de conocimientos locales y tacto político de los miembros del Directorio Nacional. Veamos cuáles fueron sus dificultades en 1930. H abía serias divisiones
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en tre los conservadores en ocho de los departam entos. En Huila, el doctor C harri tenía un sistem a de perfección sopista (véase No ta 13), tan to que el Directorio concluyó, “no hay gobernador". C harri nom braba todos los cargos, y era im popular porque nom braba dem asiados de sus propios fam iliares y dem asiados hom bres de otros departam entos, supuestam ente porque esto les h a cía personalm ente dependientes de él. E staba en muy buenas relaciones con el obispo, que daba las órdenes electorales apropia das; pero su círculo nepotista y no huilense no era popular, y pro dujo m uchas abstenciones conservadoras que podrían incluso Ho g a r a c o n v e rtirse en votos adversos. E ra difícil y peligroso in te n ta r rom per el dominio del doctor C harri, e insatisfactorio perm itirle seguir... En Tolima, la dificultad residía en la oposición del obispo a la dirección oficial conservadora. El Directorio Nacional llegó a la conclusión de que era imposible silenciarlo sin la ayuda del Papa, “que desgraciadam ente está muy lejos para poderle hablar". En el Valle, el gobernador intentaba establecer su propia base de apo yo con los "empleados de las re n ta s”, allí dirigidos por un liberal y opuestos a aquellos en quienes el Directorio creía poder confiar. La situación era m ás grave en Boyacá y C undinam arca, las for talezas electorales de los conservadores en la región central. El obispo de Boyacá se negó a apoyar a nadie, por razones en gran p arte personales, y el panoram a ofrecía no menos de cinco faccio nes d istin ta s19. El dirigente de u n a de las m ás recalcitrantes, el general Isaías Gamboa, se llam aba a sí mismo cacique con orgullo —“es mejor ser cabeza de ratón que cola de león"— y era m ani fiestam ente desafecto al círculo gubernam ental existente: “Aba día [el presidente] tiene un concepto bajo de los caciques, y en las clases que dicta en la Escuela de Derecho se expresa en térm inos depresivos (sic) contra todos”. Gamboa organizó a los conservado res veteranos de la guerra civil, e incluso alegó contar con el apoyo de “liberales de pelea” disgustados con el ala civil de su partido. Organizó a sus hom bres a la m anera m ilitar y preparó “retenes” en las afueras de los pueblos para controlar los movimientos en momentos de elecciones (ésta era una táctica muy común). Goza ba tam bién de la ayuda de otros “guapetones” exm ilitares que se especializaban en falsificar buenos resultados conservadores en
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distritos liberales: el general Mazabel podía obtener 2.000 votos un Anapoima; como observara el Directorio sobre este inconve niente sector del partido, “quienes en lo político conozcan esta población, saben que es m ás fácil cosechar plátanos, cacao y m an cos en la faldas param osas que conseguir cinco votos conservadoros verdaderos". Ninguno de los dos partidos tradicionales colom bianos pueden controlar sus afiliados al simple nivel de decretar i|uién es miem bro y quién no. El partido era incapaz de resolver sus propias diferencias, incluso con la ayuda del arzobispo, y éstas eran lo bastan te pro fundas para que el tercer candidato liberal obtuviera u n a victo ria, incluso contra los muy superiores recursos conservadores en gobernadores, alcaldes, corregidores, varios tipos de inspectores, empleados ferroviarios, ejército, policía, los tranvías, las “ju n tas tle caminos”: toda la “m aquinaria” todavía relativam ente formi dable, aunque debilitada por la crisis económica20. E ste no era u n “tu rn o ” pacífico: los alternos del tipo español no son nada corrientes en el panoram a local. Ambos partidos tr a dicionales tienen sus facciones y sus disidencias, y el sistem a sólo puede llam arse bipartidista en un sentido vago, pero el cambio en el Ejecutivo, de una corriente a la otra de estos dos partidos his tóricos, ha producido siem pre una situación potencial de violen cia. E n 1930 la resistencia a la subida liberal fue violenta en m u chos municipios. E n Santander, el gobernador saliente distribuyó 14.000 rifles en tre unos seguidores ya bien arm ados y hubo lucha general21. Las Asam bleas Conservadoras D epartam entales apro baron lo que denom inaron “leyes heroicas”, actos de demolición legislativa destinados a privar al gobernador liberal e n tra n te de recursos y a destrozar la adm inistración local: E sp ecialm en te se h a p racticado e ste cobarde sistem a en algunos organism os d e p a rta m e n ta le s, q u e h a n llegado a n eg a rle a su sección el a ire, el sol, la luz y el fuego. E s ta s asam b le a s se con v ierten e n cuerpos b elig eran tes... y a ta le s extrem os se h a lleg a do, que como v in d ic ta y v en g an za se h a n tom ado la s p ro v id en cias m ás ex tre m a s, como cerce n ar todo el tre n a d m in istrativ o , d e sg u arn ecer ciu d ad e s y pueblos de todo servicio de se g u rid a d y vigilancia, in y ec ta r a n tag o n ism o s e x tra ñ o s de d e te rm in a d a fi liación política p a ra q u e s u s titu y a n al g o b ern an te, s u p rim ir los sueldos o sa lario s de los fu ncionarios a fin de red u cirlo s a las
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c ru e ld a d e s del h a m b re o llevarlos al cam ino de la dim isión... B ien se com prende q u e el a rm a , a u n q u e innoble, es eficaz: eficaz p a ra la oposición, p a ra la h o stilid ad , p a ra la violencia, p a ra h a cer invivible el p a ís22.
E ste llam am iento a sentim ientos sectarios originó num erosos conflictos locales, considerados como u n a degeneración de “los bravos y gallardos sistem as antiguos de la verdadera república” en que todos luchaban por sus principios. Ahora, sin embargo, “lo extravagante del suceso es que quienes se echan por los atajos de la m uerte y la coacción no son los que pueden aprovecharse de los regadeos del poder o de las influencias oficiales, sino quienes vi ven perfectam ente alejados de ellos, quienes m oran en los campos y aldeas lejanas; es u n tributo que rinde la ignorancia al apasio nam iento sectario, el desinterés a la ambición política, el iluso am or al aprovechado cálculo”. Es cierto que algunos de los intereses locales en juego son m ás comprensibles para nosotros que ese “iluso amor": el conflicto no es exactam ente espontáneo y los del “aprovechado cálculo” tie nen sus contactos con “los campos y aldeas lejanas". Pero el po tencial destructivo del sistem a colombiano no puede com prender se sin el elem ento sentim ental: es al mismo tiem po un recurso que puede em plear el cacique, y algo que lim ita su capacidad de m a niobra23 —es decir, no se excluye que él mismo sea un sentim ental de su propio partido y casi con seguridad deteste a sus enem i gos—. La evidencia folclórica de este movilización fosilizada es abundante, particularm ente en las coplas a m enudo colecciona das por abogados de localidad y curas de parroquia: Liberal: Si no alcanzo a d is fru ta r el triu n fo de los lib erales lo d isfi-u tarán m is hijos qu e h o rita e s tá n en p a ñ a le s. E n to n ces sí c a n ta rá n los rojos su to rbellino sin que los m a te n los godos po r a h í en cu a lq u ie r cam ino, etc.
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Conservador: E l color az u l m e g u sta p o rq u e es el color del cielo, y el rojo es el color de la s llam as del infierno. ¡Guy! p o r la señ al D e la s a n ta cruz De s e r lib eral L íb ra m e Je s ú s , etc.
El conservador M anuel Serrano Blanco leía a Romanones y O rteg a —“la E spaña oficial consiste, pues, en una especie de p ar tidos fantasm as, que defienden los fantasm as de unas ideas, y q u e apoyados por las som bras de unos periódicos, hacen m archar unos m inisterios de alucinación”— y escribió una glosa colombia n a sobre sus conclusiones: “[Aquí] ningún ciudadano puede huir d e las preocupaciones políticas, porque será víctima de su propio olvido... Aquí todo el país es político. El país nacional ha desapa recido”. Las dos esferas de gobierno, la nacional y la tan gráfica m en te descrita por G utiérrez, parecen muy alejadas entre sí, al g u n as veces prácticam ente inconexas. Pero están conectadas por la cadena de patronazgo que debe u tilizar el gobierno central p ara sobrevivir, y por una común retórica partidista que puede v ariar desde la filosófica h asta la calculada, h asta la afirmación irreduc tib le de identidad local y personal: “¡Cabrones, Viva el G ran P ar tido Liberal!”. Las altern ativ as al sistem a —gobierno m ilitar, gobierno de u n solo partido, gobierno autoritario, movilización de m asas de tipo moderno— no eran asequibles. Todas ellas requerían recur sos que no poseía el país, y los acontecimientos que se h an desa rrollado desde 1930, experim entos en todas estas alternativas, h a n dem ostrado que los recursos no h an aparecido. El m unicipio es crónicam ente pobre: “¿Qué podemos opinar del hecho de que m ás de la m itad de los m unicipios colombianos tie n e n p resupuestos inferiores a 5.000 pesos, y éstos se form an e n elevados p o rcentajes de auxilios, participaciones d e p a rta m en tales e ingresos del Tesoro N acional?”, preguntó Antonio
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G arcía en 1949“ *. E sta pobreza no proviene de u n a elaborada organización del sistem a fiscal que pudiera convenir a los go biernos dep artam en tal y central. El porcentaje de ayuda finan ciera ex terio r es siem pre m ás alto en los departam entos con peor reputación en cuanto a dominio caciquil, las pobres tierra» altas de Colombia. Parece que es en éstas donde menos se hace por el m unicipio, y donde la clientela local es m ás servil al cír culo político dom inante. Donde los recursos son tan escasos/ repartirlos por igual no tiene, políticamente, ningún sentido: habría que privar a los am i gos, y es lógico apoyar amigos cuando las conversiones son tan ra ras. Concentrarse en amplios objetivos de utilidad general es poli ticam ente suicida, aum entar las rentas públicas es enormemente difícil. M ientras el clero reúne fondos construyendo grandes igle sias que nunca se term inan, los electores superiores del departa mento obtienen algunos votos extendiendo lentam ente innum era bles y pequeñas carreteras hacia las expectantes regiones leales. Aquellas cuyo agradecimiento no es seguro, son a menudo ignora das por completo. El Líbano, Tolima, uno de los pueblos que más café producía en todo el país, no tuvo carretera h asta que terminó el dominio conservador: era un lugar agresivam ente liberal. H ay continuas acusaciones de favores legales e ilegales, de disposiciones aplicadas de forma desigual. Lo que son “fuerzas vivas” y “principales vecinos” para unos, son los “gam onales” para otros. Se hace responsable al sistem a por crear lo que refleja y el com entario urbano asum e con dem asiada facilidad que los caci ques son uniform em ente perniciosos: no hay motivos para supo ner tal uniform idad, y de hecho parece claro que las diferencias regionales en riqueza y cultura deben producir una gran varie dad. Algunos gam onales pueden ajustarse a una de las prim eras descripciones —de los años 1860—, “el gam onal tiene sumo inte rés en que haya pobres y m iserables en el pueblo, para que nadie haga estorbo con veleidades de igualdad o independencia”25. Es posible que algunos crean que cualquier señal de progreso m ate rial no h a rá m ás que suscitar la envidia y el aum ento de im pues tos por p arte del gobierno superior. Pero los que desean este in móvil aislam iento correrán el riesgo de ser am enazados por otros que considerarán el avance político con una visión m ás abierta.
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M ientras aum ente el poder del Estado, m ientras aum ente la in troducción de nuevas agencias en las localidades, es evidente m ente mejor aliarse que ser eliminado. La m ayor parte del “pro greso” s e rá negociado, no com batido. Se dice que cuando el gobierno quiso su stitu ir la bebida de chicha por cerveza, los caci ques estab an dispuestos a im poner la prohibición a cambio de recibir las representaciones de la cerveza. Muchos de estos “gallos de pueblo” poseen una autoridad n a tu ra l que puede derivarse de m uchas cosas: riqueza, carácter, nacim iento, virtud, audacia, inteligencia... “Son ta n insignifi cantes las gentes de nuestros pueblos y aldeas que cuando uno B e p eralta sobre los dem ás, así sea a m uy pocos codos, a ese ha de llam ársele, agasajársele, buscársele p a ra que sea el factótum in su stitu ib le y único” . Los oponentes al federalism o del siglo XIX, con su estilo directo, llam aban a esto “falta de luces”, se guros como estab a n de sab er dónde estab a la luz —u n antropó logo social e sta ría hoy menos seguro— . Estos hom bres de au to rid ad extraoficial no son n e c esaria m e n te im populares: en el H uila he oído la p alabra “cacique” utilizada sin im plicaciones ofensivas, en presencia del cacique. El caciquismo da lugar a descripciones desdeñosas: “El ca ciquism o político crea el señoritism o político... el prim ero es burdo y fuerte, capaz y decidido, el segundo p etu lan te y engreí do, palab rero y p arásito, y m anteniendo a dos castas y clases muy d istin tas, se u n en y com plem entan”. E stas categorizaciones son m uy sim ples, pero es verdad que del elem ento “m an za nillo” —m anzanillo es la palab ra colom biana p ara desig n ar a la persona que se dedica al celestineo político27— en el Congreso y en las A sam bleas D epartam entales no se espera que h ag a m u cho m ás que ocuparse de que las peticiones y recom endaciones locales reciban cierta atención. E sta función no se m erece la fácil condena que norm alm ente recibe, pero sus peticiones son inevitablem ente p a rtic u la rista s, y su dominio sobre las a n ti guas burocracias m inisteriales, engarfadas de a ten d e r las reco m endaciones locales, ten d ía y tiende a in u n d ar con gente inútil a los pocos hom bres em prendedores que tien en u n precio m ás corriente que la posible exclusión de los eficientes. A m enudo se en cu en tran en la m ism a persona el talento adm inistrativo y po
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lítico, y el m ayor precio en este caso es el desperdicio de re cu r sos, la extrem adam ente grande proporción del presupuesto que debe d estin arse a “gastos de funcionam iento"28: Los gobiernos pobres pagan m ás. Algunos elem entos de am bos partidos tra d i cionales h a n in ten tad o desde los años tre in ta com batir esta adulteración m ediante la creación de “entidades autónom as", agencias g u b ern am en tales creadas con fines concretos y que son algo m ás inm unes a este tipo de interferencia. A nte la incertidum bre de las perspectivas u rb a n a s de sus partidos en un país que se está urbanizando rápidam ente, incluso in te n ta n r e form ar y reo rg an izar su base ru ral m ediante estas organizacio nes. E s u n a transición difícil y, lejos de haberse completado, la resp u esta que dieron muchos caciques en las elecciones de 1970 fue votar con la m ism a oposición que esta reorganización está d estinada a com batir: los buenos caciques liberales y conserva dores, ignorados por las nuevas agencias de progreso ru ra l, tra sp a sa ro n su s votos y votantes a la oposición populista del general Rojas Pinilla. D ada u n a herencia política ta n difícil de erradicar, era lógico.
N otas 1.
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P ara la historia constitucional de la República, véanse M. A. Pombo y J. J. G uerra, Constituciones de Colombia, recopiladas y precedidas de una breve reseña histórica, 2a. ed. 2 V0 I9 ., Bogotá, 1911; y W. M. Gibson, The C onstitutions o f Colombia, D urham NC, 1948. La obra de J . M. Samper, Derecho público interno de Colombia, Bogotá, 1886, y la 2a. ed. 2 Vols., 1951, es todavía muy útil. Para un cacicazgo de la Colonia, véase G. Reichel-Dolmatoff, ed., Diario de viaje del P Joseph Palacios de la Vega entre los indios y negros de la Provincia de Cartagena en el Nuevo Reino de Granada, 1787-1788, Bogotá, 1955, pp. 48 y ss. Archivo E pistolar del General Mosquera. Correspondencia con el General R am ón Espina, 1835-1866, Ed. J . León H elguera y Robert H. Davis (Bi blioteca de H istoria Nacional, Vol. LVI1I), Bogotá, 1966, pássim , especial m ente 261-270. U n en tu siasta an terio r del cultivo de la población en tiem po de elecciones fue el vicepresidente, m ás tard e presidente, Santander. Véase Public Re cord Office, Londres: FO 18-52, en donde se informa que “busca la com pañía del simple populacho del país, adoptando sus vestidos y sus eos-
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tum bres y estim ulando con su presencia los sentim ientos m ás violentos y facciosos”. Campbell a Dudley, 6 de enero, 1828. El m ayor fondo de información sobre la actividad electoral en el siglo XIX es el Fondo Anselm o Pineda de la Biblioteca Nacional. Véase Biblioteca Nacional, Catálogo del "Fondo Anselm o Pineda", 2 Vols., Bogotá, 1935. El coronel Pineda reunió todo tipo de im preso h a sta su m uerte en 1880. Las cifras de las elecciones presidenciales de 1825-1856 aparecen en el capítulo de David Bushnell, en Miguel U rru tia y Mario A rrubla, eds.. Compendio de Estadísticas Históricas de Colombia, Bogotá, 1970. Espe cialm ente véanse las elecciones de 1856, las prim eras directas y bajo su fragio universal masculino. Bushnell calcula la participación nacional en el 41 por 100 de los que teóricam ente podían votar, pp. 279 y ss. 3. Archivo Epistolar del General Mosquera..., pp. 266-267. 4. Federico L. Aguilar, Colombia en presencia de las Repúblicas H ispanoa mericanas, Bogotá, 1884, p. 211. 5. J . M. Samper, op. cit., p. 229. 6. Ibíd., p. 231. 7. E sta sorprendente reim portación lingüística es de J . M. Samper, op. cit., p. 351, ed. 1886. 8. Estos detalles h an sido tomados de Luis O rjuela, M inuta Histórica Zipaquireña, Bogotá, 1905. 9. Rufino G utiérrez, Monografías, 2 Vols., Bogotá, 1920-1921, Vol. I, pp. 90-92. G utiérrez se refiere a distritos relativam ente cercanos a Bogotá. El terraten ien te m ás provinciano era probablem ente menos rico, menos influyente pero m ás gamonal. 10. Para un ejemplo de la intervención de los notables de la localidad, las “fuerzas vivas”, contra los excesos de los funcionarios locales que u tiliza ban u na sociedad sem isecreta, sem icrim inal, o culebra (tales sociedades existían en varios pueblos entre los años 1850 y 1885), véase J. J. G arcía, Crónicas de Bucaram anga, B ucaram anga, 1944, pp. 297 y ss. Para u n a interesante disputa en que los terraten ien tes influyentes in te r vienen con m ayor autoridad contra la imposición de u n im puesto sobre la tierra que no aprueban, véase E n riq u r Díaz Maza, L a Corporación M unicipal de la Mesa, Bogotá, 1866, y asuntos laterales relacionados en Fondo Pineda. Se impidió con éxito que los “negociantes de tienda" cobra ra n im puestos a los vulnerables absentistas, pagándose ellos mism os sa larios altos como alcaldes o miembros del Concejo. 11. J . M. Samper, op. cit., p. 280. 12. Véase, J. M. Samper, op. cit. P ara el estado de Santander, véase Marco A. E strada, Historia docum entada de los primeros cuatro años del Estado de Santander, Vol. I (publicado único), Maracaibo, 1896. En éste se regis tra en detalle un doctrinario experim ento de laissez faire, y su inevitable fracaso.
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Para una descripción de su funcionamiento a través del control del escru tinio, véanse M. Torre, E l círculo político del señor Ramón Gómez, Bogo tá, 1864, y otros folletos sobre Ramón Gómez, “El Sapo”, en el Fondo Pineda. Según el general A ldana, los sapistas eran "gentes de intrigas y tram oyas, pero que p ara la guerra no valen un pito”. Véase Máximo A. Nieto, Recuerdos de la Regeneración, Bogotá, 1924, un libro que logra expresar m uy bien cómo la política de los tiempos de paz se transform a gradualm ente en la g u erra civil. La descripción m ás fácilm ente asequible es la de J. M. Cordovez Moure, Reminiscencias de S a n ta Fe y Bogotá, M adrid, 1962, pp. 236-316. P adre A. M aría A mézquita, Defensa del clero Español y Americano y Guia Geográfico-religiosa del Estado Soberano de Cundinam arca, Bogo tá, 1882. E n gran p arte este trabajo es una descripción pueblo por pueblo de la actividad m isionera. Un pen etran te ensayo sobre dos episodios, las elecciones de 1898 y 1930, que m uestra la im portancia del apoyo clerical y las dificultades de los conservadores laicos y de la jerarquía p ara controlarlo, es el de monseñor José Restrepo Pbsada, La Iglesia en dos momentos difíciles de la historia patria, Bogotá, 1971. La prim era cita es de E. Caballero Calderón, Yo, el alcalde, Bogotá, 1972, p. 102; la segunda, de J . M. Samper, E l triunvirato parroquial, “El Mo saico", op. cit., Bogotá, 1866. Por mucho, el mejor análisis de esta clase de sistem a, en el cual su lógica queda m ás claram ente ilustrada, es todavía, Vítor N uñes Leal, Coronelismo, exxada e voto, Rio de Jan eiro y Sao Paulo, 1948. Las razones de nom bram ientos ta n rígidam ente sectarios son muy fuertes en el caso colombiano, donde a diferencia de B rasil (con la excepción de Rio G rande do Sul) un cacique tiene u n a lealtad de partido claram ente definida y no puede ocultarla. P ara una muy divertida descripción de algunos de los doctores, generales y clero implicados, véase Darío Achury Valenzuela, Caciques boyacenses, Bogotá, 1934. E xisten varias descripciones buenas de esta elección. Véanse monseñor José Restrepo Posada, op. cit., pp. 47-79, y tam bién Aquilino G aitán, Por qué cayó el partido conservador, Bogotá, 1935, pássim . Otro agudo relato en A. Arguedas, La danza de las sombras, recogido en sus Obras comple tas, 2 Vols., M adrid, 1959, Vol. I, pp. 722-884, y véase tam bién Mario Ibero, A ndanzas, Bogotá, 1930. R J . N avarro, El parlam ento en pijam a, Bogotá, 1935, proporciona una interesante imagen de los departam entos entusiasm ados por la riqueza gubernam ental sin precedentes. De todo ello se desprende que “oligarquía y caciquism o” estaban lejos de e star siem pre en arm onía.
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21. H ay frecuentes referencias a esta lucha, pero los detalles no son fácil m ente asequibles. Faute de mieux, véase M. Serrano Blanco, Las viñas del odio, B ucaram anga, 1949. N avarro, op. cit., da detalles de anteriores repartos de arm as en su capítulo sobre 1922. 22. M. Serrano Blanco, op. cit., pp. 99 y ss. Las citas que siguen provienen de la mism a fuente, pp. 101, 111, 78 y ss. 23. Una excepción muy sugestiva parecen ser aquellas comunidades indias que han sobrevivido y participado en los m árgenes de la política nacio nal. Algunas de ellas tienen una visión m ás funcional de la lealtad, ge neralm ente apoyando al gobierno; como por ejemplo, bajo los conserva dores, el político indio M anuel Q uintín Lame. Véase su E n defensa de mi raza, Ed. G. Castillo C árdenas, Bogotá, 1971. Sobre el punto anterior véase Sergio Elias Ortiz, Las com unidades de Jam ondino y Males (suple m ento no. 3 del “Boletín de Estudios Históricos”), Pasto, 1935, y p ara los indios de la G uajira, J. R. Lanao Loaiza, Las pam pas escandalosas, Manizales, 1936, especialm ente p. 84. 24. Su Planificación Municipal, Bogotá, 1949, pp. 158 y ss. 25. J. M. Samper, El triunvirato..., p. 133. 26. M. Serrano Blanco, op. cit., p. 65. 27. Cita de M. Serrano Blanco, op. cit., p. 68. El térm ino m anzanillo se deriva del nombre de la hacienda "El M anzanillo”, del que fue jefe de las obras hidráulicas de Bogotá, cuyos subordinados, muy útiles políticamente, acabaron por ser llamados manzanillos. 28. H ay algunos ejemplos recientes en E. Caballero Calderón, Yo, el alcalde, en que describe sus experiencias como alcalde de Tipacoque. Sobre las recomendaciones: “Los tipacoques no conciben ni la m u erte sin recom en dación”, y sobre el presupuesto del departam ento de Boyacá: “De cien millones anuales de presupuesto de ingreso, el gobierno de Boyacá in vierte ochenta en una burocracia insaciable”. Véanse pp. 292-29; véase tam bién Antonio G arcía, Planificación Municipal.
UNA HACIENDA CAFETERA DE CUNDINAMARCA: S a n t a B á r b a r a (I870-1912)
C u n d in a m a rc a fue la segunda región de Colombia en exportar café, después de C úcuta y otras regiones de S an tan d er que h a bían estado exportando desde comienzos del siglo XIX. En los úl timos años de la década de 1860 ya exportaba apreciables canti dades del grano y llegó a exportar alrededor del 10% del total del país en los años antes de la prim era guerra m undial. La propor ción declinó después. En contraste con Caldas-Antioquia, que se convirtió en la prim era área cafetera del país y todavía lo es, las haciendas de C undinam arca eran grandes, algunas h asta con m ás de un millón de árboles. Había pocas pequeñas propiedades dedicadas al café. La tierra cafetera potencial del departam ento era una frontera para la em presa, y así fue descrita líricam ente por Medardo Rivas en su Trabajadores de Tierra Caliente, publi cado por prim era vez en 1899; pero no era una tie rra fronteriza / en el sentido colonizador. La m ayor parte de las tierra s tenían títulos y la m ayoría de los poseedores de éstos estaban en capaci dad de hacerlos efectivos. La m anera predom inante de poner u n a ( finca en producción era asignándola en lotes arrendatarios, que plan tab an el café bajo la dirección del dueño o del adm inistrador; los árboles los recibían de un vivero central. El arren d atario podía ten er los cultivos necesarios para su propio m antenim iento, pero de ninguna m anera sus propios cultivos de café; podía ser tra sla dado a tra b a ja r a una nueva área de la finca cuando las plantas
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originales en trab an en producción. El sistem a de participación (medieros) característico de S an tan d er no se u sab a1. E ste ensaya exam inará en detalle el sistem a de una sola finca, S anta Bárbara, en el municipio de Sasaim a, sólo una unidad en uno de los vario* tipos de sociedad que el café h a creado en Colombia, pero utui unidad sobre la cual existe una rica documentación. S anta B árbara tuvo en su mejor momento unos 120.000 ár boles, según el cálculo común, y unas cien hectáreas de café, lo que quiere decir que era de extensión respetable, aunque en nin gún modo grande para la región2. Sasaim a fue una de las primo ras poblaciones exportadoras de café de C undinam arca y una di< las prim eras en e n tra r en decadencia. D esafortunadam ente I o h documentos no cubren ni el período de la fundación de la hacienda ni el de su colapso final. Los docum entos consisten en los libros de correspondencia del propietario Roberto H errera R estrepo con sus ad m in istra dores, y los inform es de éstos3. La p arte m ás útil es la intensa y cuidadosa correspondencia del ad m in istrad o r Cornelio Rubio desde el comienzo de 1895 h a s ta la m uerte de Roberto H errera R estrepo en noviem bre de 19124. E xisten varias dificultades al u s a r estos docum entos p ara form ar series o inclusive p a ra cal cu lar la recuperación real de las inversiones del dueño. S anta B árb ara no hizo su fortuna ciertam ente. La ganancia no era constante y estab a sujeta a innum erables am enazas y an sied a des, y Roberto H e rrera debió tra b a ja r fu ertem ente p a ra conse guirla. El café de C undinam arca pudo hab er sido relativ am en te "oligárquico”, y su sistem a de producción produjo algunas te n siones en los años veinte, tre in ta y cu a ren ta de la p resen te cen tu ria, especialm ente en la p arte m ás al su r del departam ento, pero requería mucho cuidado y atención por p arte de los dueños. Los altos costos del tra n sp o rte h asta la costa y la expansión de la producción b rasileña hacían esencial la calidad, y calidad sig nificaba una continua atención a los detalles. Algunos de los cuidados de Roberto H errera R estrepo pudieron h ab er sido ex cepcionales, pero esta atención a los detalles la te n ía n proba blem ente todos aquellos que se veían enfrentados a este difícil m ercado. A unque S asaim a pertenecía casi en su totalidad a fa m ilias de ascendencia antioqueña, no se puede atrib u ir especia-
I )EL PODER Y LA GRAMÁTICA
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li'H precauciones solo a éstas. La necesidad de p re s ta r estricta nlención a tan to s aspectos de la adm inistración de la hacienda luí dejado u n archivo de ex trao rd in aria sugestividad. He t r a ta do en lo ^posible de dejarlo h a b la r por sí mismo, y donde lo he creído apropiado he puesto la fecha de la ca rta después de las citas.
I ’ROPIETARIO Y ADMINISTRADOR Roberto H errera Restrepo estaba necesariam ente ausente. Por razones obvias muchos hacendados colombianos no vivían por largos períodos en fincas aisladas o en las pequeñas poblaciones (“villorios” es u n a expresión despectiva para designarlas) como Sasaim a. H errera Restrepo tenía im portantes compromisos familiares en Bogotá, y fuera de eso tenía otras varias em presas y propiedades que no hubiera podido adm inistrar desde S anta B ár bara5. La capital era el centro n atu ra l de sus operaciones. Varias de las ta re a s esenciales de la adm inistración de la finca, incluyen do las diligencias, a veces difíciles, para conseguir capital de tr a bajo, ten ían que ser llevadas a cabo allí. H errera Restrepo seguía desde Bogotá las incidencias del mercado cafetero, ayudado por las circulares que recibía de sus agentes de Londres, Steibel Brothers, y de otras casas que solicitaban su café desde Hamburgo y Nueva York. E n Bogotá hacía sus cálculos de costos, y de vez en cuando ex p erim en tab a con consignaciones de café destinadas a sitios distintos a Londres, y con especulaciones en caucho y tagua. Di rigía su hacienda con los mejores informes sobre las tendencias del mercado que podía conseguir y, según lo m u estran sus cálcu los m arginales, con gran conocimiento de la posición de la hacien da en éste. Siem pre supo por cuánto podría venderse su café en Londres y cuánto estaba costando el ponerlo allí, y los años de bajos precios m undiales que constan en el archivo lo llevaron a conclusiones pesim istas. Es claro que el dueño tenía u n conocimiento íntimo de S anta B árbara, de muchos de los que allí trabajaban y de muchos de los sasaim eros, y que tratab a de visitar la hacienda regularm ente. El y su familia apreciaban su belleza, las cabalgatas, nadadas y cam
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bios de clima que les proporcionaba, y las frutas que producía para m andarles a Bogotá. Sus visitas eran muy bien recihidas por el adm inistrador, quien pensaba que éstas tenían buen efecto en la moral y el estado de ánimo de la gente de la hacienda, pero aunque Sasaim a quedaba a no m ás de un día de Bogotá, las visitas no eran frecuentes. El adm inistrador permanecía la m ayor parte del tiem po solo, en comunicación por telégrafo y por correo. Esta circuns tancia le daba a su personalidad una extrem a importancia. “U n buen mayordomo es ta n trabajoso encontrarlo como un magnífico caballo galápago para señora”, así escribía uno de los amigos de Roberto H errera Restrepo, recomendándole a uno de estos hom bres (Rafael A. Toledo, febrero 17, 1895). El adm inis trad o r de una finca cafetera debía tener m ás cualidades de las necesarias en un mayordomo de funciones m ás simples, y sus re laciones con el patrón eran tam bién diferentes. Cornelio Rubio, el m ayoral de S anta B árbara, encabezaba siem pre sus cartas con “m uy estim ado amigo”, m ientras que mayordomos menores desde otras fincas, con mucha peor ortografía, escribían “muy estim ado p atró n ”. Rubio era tam bién mejor pagado que ellos. Recibía so bresueldos según el monto de café producido, pasto gratuito para doce cabezas de ganado y una vaca, préstam os y otras ayudas para sus propios negocios, que incluían algunas transacciones con café. Su correspondencia con su patrón denota un respeto m utuo y una absoluta confianza en Roberto H errera por parte de Rubio. Le consulta al patrón sobre su matrimonio, sobre planes de otros miem bros de su familia, y m anda saludes en detalle a gran n ú mero de parientes y amigos del dueño. Cuando miembros de la familia visitaban la hacienda, sólo él se sentaba a la misma m esa. E ra liberal como Roberto H errera Restrepo y comenta sin reserva la situación política general y las políticas y perspectivas del p ar tido. Por proteger los intereses de su patrón, pero tam bién con un puritanism o que com partía —Roberto H errera era herm ano del arzobispo de Bogotá y cristiano devoto— desaprueba la bebida, el juego y la fornicación, y hace lo posible por ponerles lím ites en S anta B árbara, “pues ud. sabe qué son los lunes”. Aunque los arrendatarios son, como se verá, difíciles de encontrar, despiden a un tal Aparicio por “trasnochadas y juegos (...) sabe Dios cuán tos de los peones le h ab rán entregado su sem ana ue trabajo al
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vagabundo ése. La venta de bebidas en la hacienda se suprim ió como fuente de problem as, “peleas, (...) pendejadas (...) enredos de guarapo y tienda". El que los trabajadores se casaran debidam en te era la política declarada y a veces im puesta de la hacienda. En conjunto, el adm inistrador parece haber identificado totalm ente, en este caso particular, sus intereses con los de su patrón y, según sus propias palabras, h ab er trabajado la propiedad como si hubie ra sido suya. Con tenedor de libros de ojo ta n avizor y ta n incan sable corresponsal como dem andador de correspondencia como H errera Restrepo, no hubiera sido fácil de otra m anera. La au sencia del propietario no significaba de ningún modo descuido. Espero que la naturaleza de la división de trabajo entre patrón y adm inistrador se vea claram ente en las citas que siguen. Aunque debe h ab er m uerto hace m ás de 50 años, Cornelio Rubio es recor dado por los descendientes de H errera Restrepo como una figura im ponente, que conocía la im portancia de las formalidades y que evitaba toda fam iliaridad con los peones o con la gente del pueblo. Al re to rn a r a la hacienda tra s una ausencia forzosa d u ran te la últim a guerra civil, deploró el relajam iento que había sobreveni do bajo su sustituto: “Los peones estab an muy mal asistidos por Sinforoso, pues estaba totalm ente familiarizado con ellos y les dejaba perder el tiempo tristem en te”. Es claro que los adelantos en la agricultura im ponen tanto nuevas formas de disciplina co mo avances en la industria, y una finca cafetera de C undinam ar ca requería un carácter fuerte para hacerlas cumplir. Los varios procesos de producción de café tam bién exigían la supervisión de u na persona con alguna educación formal. Parece que Rubio hizo algunas adaptaciones ingeniosas a las m áquinas que se usaban en la finca, que como la mayoría de los establecim ientos im por ta n te s de C undinam arca estaba respetablem ente m ecanizada. Tam bién educaba a sus hijos: pidió textos de gram ática, aritm é tica, geom etría, geografía e historia, y una caja de tiza. Es difícil calcular el valor de tal hombre. Su salario en 1885 era de 80 pesos al m es (en ese entonces unas quince libras ester linas), fuera de adehalas, m anutención, pasto gratuito y vaca. Re cibió aum entos —alguna vez expresó su lealtad arriesgándose cortésm ente a declinar uno de éstos— pero, a sem ejanza de los salarios de los peones y de las cosecheras o cafeteras, éstos no
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iban al mismo ritm o de la rápida im presión de papel moneda des pués de 1885. Sus propios negocios no parecen haber prosperado. Tres m eses después de la m uerte de su patrón escribió que quería dejar la hacienda y el último indicio suyo en el archivo es una carta del hijo de Roberto H errera: Tomo n o ta de la explicación que hace en su c a rta sobre los m o ti vos q u e lo obligan a to m a r la resolución p en o sa p a ra nosotros de s e p a ra rse de n u e stro lado en donde siem p re lo hem os ap reciado en lo que vale. Como siem p re e s ta s cosas se a c la ra n m ejo r de p a la b ra , e sp ero con a n sie d a d su v en id a p a ra q u e h ab lem o s. (M arzo 25, 1913).
Rubio firmó una vez una carta, con precisión sociológica, “el m ás hum ilde de sus amigos”; ta l vez estaba dem asiado viejo para tran sferir la am istad a otra persona. Es el representante de una clase de hombres todavía sin estudiar, cuyo origen y reclutam ien to perm anecen oscuros, pero que no eran por ello menos esencia les en la innovación agrícola. La extensión del cultivo del café creó la dem anda de miles de estos m ayorales, que tenían que ser per sonas de alguna educación y se convertían en personas de cierta posición: ¿Un peldaño en la escala para aquellos que ascendían en la sociedad, o un respiro p ara aquellos que de otro modo h a brían descendido?
A r r e n d a t a r io s
y o t r o s t r a b a ja d o r e s
PERMANENTES S an ta B árbara m antenía u n herrero, un carpintero y a veces al bañiles, constructores experim entados. E ste pequeño grupo no fi gura mucho en la correspondencia. Sus sueldos m ás altos se pue den ver en los libros de cuentas. Los arrendatarios y sus familias form aban el grupo perm a n ente m ás grande en la hacienda. No he podido establecer exac tam en te cuántos había én S anta B árbara, pero la corresponden cia da la im presión de que no había tantos, algo entre doce y veinte familias. C iertam ente ta n pocos como para que varios fuera n mencionados por el nombre en las cartas de Rubio a Bogotá .
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Se les asignaba casitas, simples casitas de paredes de barro y techos de paja, algunas de las cuales pueden ser vistas todavía entre las fincas de recreo en que fue dividida la hacienda. Las casitas eran propiedad de la hacienda y ésta las reparaba. El ad m in istrad o r estab a encargado de ver que estu v ieran limpias, pues existía la am enaza de varias enferm edades, particularm en te la fiebre tifoidea. Tam bién recibían huertas donde podían cul tiv ar sus alim entos y m antener cerdos y gallinas. Aunque mucho cambia de mes a mes y de año a año en estos tiem pos agitados, su normal obligación laboral era tra b a ja r ellos mismos o un peón en su rem plazo por “dos sem anas, es decir cada quince días” (C arta de Rubio, febrero 22, 1904). E ste trabajo era pagado pero era obli gatorio. E n la práctica no eran quince días sino los días hábiles de dos sem anas y era una obligación, para exigir la cual el adm i n istrad o r ten ía dificultades. A veces aparece, según las cartas, como si S an ta B árbara no p udiera vivir ni con arren d atario s ni sin ellos. Así como eran esenciales en el sistem a de C undinam arca p ara las principales etapas del cultivo, y después como núcleo del trabajo de recolec ción, eran tam bién una constante fuente de dificultades. D urante los años veinte y trein ta la m ás notoria causa de fricción consistía en que se les prohibía p lan tar café para ellos mismos, prohibición que se originaba en el deseo de los hacendados de im pedir el robo, garantizando que todo el café dentro de la hacienda fuera suyo, y que fue reforzada por cambios en la ley que los habría obligado a p agar los árboles a un arren d atario cesante como m ejora muy costosa. E ste decreto no se discute sin embargo en ninguna parte del archivo; aunque es cierto que no hay cartas de arrendatarios en él, en sus largos informes Comelio Rubio h abría reportado cualquier discusión sobre el particular que se hubiera p resen ta do. Su preocupación era primero, encontrar arrendatarios, y des pués hacerlos trabajar. E ra difícil conseguir buenos hombres que se quedaran. Sasaima no era u n a fundación nueva —data del siglo X V II'— pero no podía satisfacer la dem anda de m ano de obra que vino con la ex pansión cafetera. No se puede e sta r seguro de la causa del a u m ento de población, pero de 1870 a 1884 ésta aum entó de 3.434 a 6.500 habitantes. Según cartas del adm inistrador, algunos de
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los airen d atario s de Santa B árb ara venían de las tie rra s frías d i' C undinam arca y Boyacá; de ninguno se dice que viniera de otra» partes del país. E s todavía común encontrar a estas gentes o a hun descendientes como trabajadores perm anentes en esta zona cafe tera, y sería correcto concluir que es de allí de donde vino la mn yoría. La h acienda continuam ente buscaba fam ilias aptas, y usualm ente tenía casitas disponibles, que de por sí constituían un problema por su rápida ruina y el robo de los m ateriales de cons trucción. Rubio informa haber escrito a un amigo en la población de Chía en la S abana de Bogotá: I h
Peones: le e sc rib í a M arcelo A vendaño p a ra v e r si él que e s tá por allá y que conoce a las g e n tes p u ed e conseguirse u n a s fam ilias y tra é rse la s a v e r si al fin logram os o cu p ar la s casas de S a n B er n ard o y si es posib le ca m b ia r los m alo s tra b a ja d o re s q u e te n e mos. C reo que M arcelo h a g a esa d iligencia p u es les p ro m e tí abo n a rle s los g a sto s de tra n s p o rte y d a rle a él a lg u n a rem u n e ra c ió n p o r cada fam ilia q u e tra ig a , que v e n g an a e stab lecerse fo rm al m en te y que s e a n de lo m á s form al q u e él conozca p or allá. (Oc tu b re 12, 1909).
Los trab ajad o res perm anentes constituían igual problema que los trabajadores p ara la cosecha y encontrarlos entrañaba costo y esfuerzo: E l jueves p or la ta r d e volvió Jo sé tra y e n d o u n a fam ilia que con siguió en F a c a ta tiv á y e s tá n aq u í tra b a ja n d o . Les di la c a sita de ju n to a A g u stín y h a h a b id o que au x iliarlo s, p u e s vin iero n como todos, lim pios, p ero d e p la ta ; por el lad o de S a n J u a n e stu v ie ro n viviendo y a llí los conocí hace a lg ú n tiem p o y no e ra n m alos, p uede s e r que a q u í se m a n e je n b ien ta m b ié n y d u re n alg ú n tie m po. (D iciem bre 1, 1903).
"A un boyacense se le ofrecieron los gastos de viaje de su fa milia y 50 pesos por cada familia que m e traiga que conste de cinco o m ás personas ú tile s”. La hacienda no em pleaba los servi cios de ningún agente especializado en conseguir trabajadores, y prefería arreglos m ás personales y ad hoc. N inguna clase especia lizada de enganchador o agente laboral parece haber servido a las
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haciendas cafeteras de C undinam arca que estaban relativam en te cerca de la fuente principal de la m ano de obra. El arrendatario era la principal fuente de mano de obra de la linca. Es fácil exagerar la virtud del café de ser un cultivo que re siste la negligencia. Una plantación que produce café suave de alta calidad, y sólo eso daba ganancia en Cundinam arca, necesita cons tante atención. Se la debe m antener podada y desyerbada. La reco lección colombiana fruta por fruta no es solamente bastante dife rente del crudo ag arrar y desgarrar brasileño, sino que una lectura de los m ás leídos m anuales escritos para Colombia m uestra cuán tos otros cuidados diferentes a los brasileños se practicaban. Un cafetal descuidado bajaba de precio rápidam ente al dism inuir su productividad y los posibles compradores calculaban el costo de vol verlo a poner en forma. Los arrendatarios cumplían las tareas per m anentes de la finca en grupos, bajo la dirección del administrador, trabajando ellos mismos o proveyendo un peón “cada quince días”, o por contratos informales; a un arrendatario individual se le paga ba cierta sum a por desyerbar uno u otro “tablón”, como se denomi naban las áreas de café dem arcadas naturalm ente. Existía competencia entre las haciendas por los a rre n d a ta rios, y los campesinos de tierra fría no estaban siem pre dispues tos a tralad arse perm anentem ente a la tierra cafetera, que con razón era considerada insalubre. S anta B árbara hacía lo que po día con vacunación, aguardiente con quinina, ácido fénico y cal, pero todo esto puede no haber tenido ningún efecto en la m ayoría de las enferm edades que florecen con el café8. No se sabría decir si la falta de deferencia de la cual se quejaba tan to Rubio tem a origen local, o era asunto de los inm igrantes em ancipados del con trol social m ás estricto de la Sabana. Pero en el caso de esta h a cienda el adm inistrador tenía en tiem po norm al pocas sanciones para forzarlos a cum plir sus obligaciones laborales. Los arren d a tarios estab an frecuentem ente endeudados con la hacienda, pero esto no le daba m ayor control sobre ellos, y las deudas se m ante nían lo m ás bajo posible. La opinión de H errera era que se debía desalen tar el endeudam iento, pues el resultado era la pérdida de ambos: dinero y trabajador. En la correspondencia no se registra ningún caso de apelación a alguna autoridad externa. No había mucho a lo cual apelar, y por razones que se verán después, no era
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probable que Roberto H errera o Rubio recurrieran a la que existía en Sasaim a, ni que recibieran cooperación de los otros plantado res y adm inistradores. Algunas citas de .las m uchas que el archivo proporciona ilus tra rá n esta constante pugna: A los a rre n d a ta rio s he tenido q u e a p re ta rle s u n poco a h o ra , pu es como en el tiem p o que du ró la revolución (la co rta g u e rra de 1895) no les obligué a tra b a ja r a q u í y les p e rm ití s a lir a tr a b a ja r a o tras h acie n d as, a h o ra se m e q u is ie ro n volver todos n eg o cian te s y en e sto s tiem p o s a p u ra d o s es cuan d o tie n e n que servir. (Abril 22, 1895). A ctu alm en te h a y u n a n ecesid ad d e b razo s y tie n e u n o q u e se r u n ta n to in d u lg e n te con los p eo n es (...) ta n to m ás c u a n to h a dado ta n to trab a jo conseguir los pocos a rre n d a ta rio s que hay. (M ayo 5, 1896). De te n e r a rre n d a ta rio s de e s ta c la se es m ejor no te n e rlo s pu es no se c u e n ta con ellos y todos los d ía s son exigencias, y si no les da todo lo q u e q u ie re n es el p e o r enem igo q u e se e ch a encim a. A d rián M u rcia p o r c a su a lid a d v ie n e cuando se le lla m a y M a n u el R odríguez viene cada vez q u e lo llam o, pero el pobre es ta n pesado q u e h a y que sob rellev arlo p o rq u e siem p re h a servido a la h acien d a y es u n hom bre inofensivo. V icente C á rd e n a s es m uy bueno, sirv e a la h acien d a cad a v ez que se llam a, p ero es m u y exigente. (M arzo 11, 1899). A gustín M uñoz es el m ism o q u e n o h a qu erid o se rv ir e n n a d a en la cosecha, so p re te x to de la e n fe rm e d a d de su m u je r y hace tie m po que no v ien e a tr a b a ja r n i m a n d a c afete ra n i peón, n i sirv e de n a d a a b so lu ta m e n te , pero la e n fe rm e d a d de la m u je r no le im pi de v ia ja r se m a n a lm e n te a la S a b a n a . E n la se m a n a p a s a d a no solo no vino a tra b a ja r, sino q u e n o s q u itó a Teófilo R ab ay a y a F rancisco G arcía p a ra que le tr a b a ja r a n en su s h u e rta s y no contento con esto, h a hecho p o tre ro de su s a n im ales el café que se rozó e n P u e n te N uevo, y el p lá ta n o que él m ism o sem b ró con los p eo n es lo h a a rru in a d o con s u s b e stia s. P u e sta s la s cosas en este e stad o , d an d o el m al ejem p lo e n todo sen tid o d e la n te d e los otros p eones h a s ta desconocerle a la h acie n d a el derecho p a ra exigirle q u e le sirv a, h e re su elto , y a s í se lo n otifiqué, d a rle tr e s m eses d e té rm in o p a ra q u e v e n d a s u s m a ta s y s a lir de él, p u e s a mi m odo de v e r e ste h o m b re es h a s t a in co n v en ien te e n la h a cienda p o r m il y m il razo n es. (J u n io 28, 1904; sin em b arg o r e aparece y la h ac ie n d a de n u ev o lo em pleó).
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La exasperación culm ina en la época de cosecha. Aunque es claro que no es solam ente en en esa época cuando H errera Restrepo y Rubio n ecesitaban el trabajo de los arren d a ta rio s, se ag u an tab an su presencia insatisfactoria por el resto del año para aseg u rar un núcleo sustancial de trabajadores en esta época. Era este tam bién el momento que ofrecía al arren datario la m ayor tentación de eludir sus obligaciones o de venderse costosamente: L a g en te de la h acien d a sin excepción de n a d ie to d a e stá tr a b a jando: algo he ten id o que a p re ta rlo s p u es a u n en m edio de la escasez de p la ta de que se q u ejan con m u ch a razó n , Ud. que los conoce sab e qu e ellos cuando com p ren d en que la h a cie n d a nece s ita con u rg en cia se h acen ro g a r m ás; a sí he ten id o que te m p la r les u n poco, poniendo siem p re en p rác tic a aquello de —tire y afloje— con la d iferencia de que en e sta vez pien so ti r a r m ás de lo qu e he de aflojar. (Abril 14, 1900).
E sta vez pudo ser m ás exigente, pues eran tiempos de guerra civil y los trabajadores estaban ansiosos de perm anecer bajo la relativa protección de la hacienda. Pero la guerra no duró: E n c u an to a peones esta m o s lo m ism o: todos q u iere n se r nego c ian tes y los lu n e s h ay n ecesid ad de a n d a r buscándolos. S in em bargo, ten em o s que so b rellev a r a alg u n o s que p u e d en sern o s ú ti les p a ra la reorganización; otros h a b rá que su je ta rlo s o que se vayan. (N oviem bre 25, 1902).
La obligación laboral del arrendatario en la hacienda era fre cuentem ente pagada con salario inferior a la que en otra parte pudiera conseguir como cosechador, u n a rem uneración insufi ciente p ara que el cum plir sus obligaciones con la hacienda cons tituyera una alternativa superior a tra b a ja r en su propia h uerta o no trabajar. La ética de Rubio no era la de todo el mundo: “Con los arren d atario s he tenido que luchar abiertam ente pues es gen te ta n imbécil que hay que obligarla por fuerza a que ganen el dinero”. (Mayo 22, 1900). A los que, teniendo obligaciones pendientes, trab ajan en otra parte, los am enazaba con expulsarlos, sacarlos de sus casas y po nerles el ganado en sus parcelas, aunque nunca parece haber
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cumplido tales am enazas. Roberto H errera lo apoyaba y confiaba en su criterio: A hora e n cu an to a los a rre n d a ta rio s no es de e x tr a ñ a r la conduc ta p u es p refieren no g a n a r d in ero a se rv ir con el in te ré s que d e b e rían en la época im p o rta n tísim a en la h ac ie n d a y p a ra eso los a g u a n ta todo el año. L as prevenciones que u ste d m e dice ha ten id o q u e to m a r son de mi com pleta aprobación y si es necesario cú m p lale al p rim ero qu e fa lte el sac a rle los m u eb les a fu e ra y c e rra r la casa; a p rié te le s todo lo que sea preciso p u es h ay perfec to derecho y ju stic ia p a ra ello, a fin de que p re s te n su s servicios como debe se r en la se g u rid ad de que yo les sostengo a s í como en su idea de a y u d arlo s en lo que se p u ed a. No hay o tro siste m a y h a y que se g u ir en e ste tire y afloje que u ste d sa b e bien em plear. (M ayo 29, 1905).
E sta tensión no se resolvió nunca, ni en esta hacienda ni en el resto de C undinam arca, m ien tras prevaleció el sistem a de arrendatarios.
C o s e c h a , s a l a r io s y c o m id a
U n cafetal abandonado puede ser podado y desyerbado y puesto otra vez en buenas condiciones, inclusive después de años, pero en Colombia una cosecha de café es tan estricta en su calendario n a tu ra l como una cosecha de banano. La expansión del cultivo del café en C undinam arca trajo competencia por toda la mano de obra disponible en la época de cosecha, y esto se puede ver fácil m ente en los salarios que se pagaban. Si la hacienda no pagaba salarios satisfactorios, la m ayoría de esa fuerza de trabajo bas ta n te aum entada se podría ir a tra b a ja r a otras partes y la cose cha se vería am enazada. Comelio Rubio relataba continuam ente sus esfuerzos y sus fre cuentes fracasos en querer m antener los salarios bajos y con alto núm ero de trabajadores, algo como tra ta r de cuadrar el círculo. “He tomado todas las medidas posibles (...) bajando los jornales pero al mismo tiempo tratando de conservar el mayor núm ero de trab aja dores” (Enero 15, 1900).
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Sus esfuerzos se redoblan frente a los precios muy inciertos de los últim os años de los noventa y de la prim era década de este siglo. Cam bia su sistem a de pago porque hay dem asiadas discu siones: “Convirtiéndose los pagos en una bulla espantosa, discu siones groseras y, en fin, un bochinche digno de una chichería”, m ás evidencia de la falta de respeto. Intenta con poco éxito rete ner los trabajadores retardándoles el pago, pero esto podría crear le a la hacienda una m ala reputación y los trabajadores no ven drían. Se inventan elaborados sistem as de trabajos pagados al destajo, participaciones y premios (pagados de m ultas) para con seguir la recogida del café de la m anera m ás económica posible, sistem as que h arían de la construcción de u n a escala de salarios para este trabajo, casi siem pre m igratorio, una em presa arries gada, aun de no ser imposible por el hecho de que el trabajo de cosecha se pagaba en p arte tam bién en comida, cuyo precio v aria ba enorm em ente de época en época, de lugar en lugar y de año en año. Si no había mucho café por coger, los cosecheros preferían m uchas veces u n salario diario: “Los hombres (sabaneros) que h an venido h an aum entado el núm ero de peones, pues como ha habido poco café que coger, no se h an resuelto a sacar costal, sino a tra b a ja r a jo rn al” (Mayo 10, 1898). D iferentes grupos podían e sta r trabajando al mismo tiempo con diferentes sistem as de pago: Ya p a ra co n serv ar unos cien cogedores tu v e que su b ir el precio de la cogida a 35 centavos a rro b a, tra ta n d o de g ra d u a r el jo rn a l de los peones pu es ya no q u e ría n coger por arro b a p o rq u e no sacab an el jo rn a l y como poniéndolos a p e p e a r p or d ías sa le m u cho m á s caro, p u es con la m iel hoy g a n a n $1.20 d iario s y cogen dos arro b a s creo que es m ejor bajo todos aspectos su b ir la cogida en proporción a 35 centavos arro b a . (Ju lio 8, 1901).
Los arren d atarios o sus sustitutos que trabajaban su “obliga ción" a un precio fijo la hacían de una m anera com prensiblem ente insatisfactoria, aunque su pereza todavía tenía perplejo a Rubio: “Yo no comprendo a esta gente; son bien indios. Ahora que tienen en la cogida buen jornal hay que obligarlos y arrearlos p ara el trabajo como si se les exigiera el trabajo g ratis” (Agosto 19,1902).
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El pago tenía que hacerse con billetes pequeños que Roberto H errera m andaba de Bogotá. Estos eran muy solicitados en aque llos tiempos de inflación y m uchas veces difíciles de obtener. En esta hacienda no había equivalente a la “tienda de raya”; no habiendo nada que com prar en ella, ningún sistem a de crédito interno era aceptado; los trabajadores insistían en recibir el pago en efectivo. La mayoría de estos trabajadores temporales venía de Cundi nam arca y Boyacá. Eran predominantemente, pero no todos, muje res, y como inspector de disciplina la hacienda nom braba su “m a yordomo de cafeteras". Santa B árbara tratab a de alojar a cada familia por separado en una casita, pero a veces no había suficien tes. O tras haciendas tenían edificaciones especiales para estos tra bajadores migratorios, barracas de peones, y otras parecen haber los dejado alojar en chozas provisionales. Sólo después de la Guerra de los Mil Días (1899-1903) trató la hacienda de g arantizar su pro pio sum inistro de cosecheros migratorios por el sistem a de engan ches, m andando un agente a hacer contactos con campesinos de tierra fría y a escoltarlos abajo cuidadosamente. “Cada uno para quitarle los peones al vecino no omite medios”. Esto encontró algu na resistencia en Boyacá, donde los hacendados naturalm ente con sideraban el enganche como una intromisión: “El hombre comisio nado para conseguir gente en Boyacá no pudo hacer nada porque se lo impidieron los hacendados” (Junio 16,1903). El sistem a tampoco garantizaba que los trabajadores se fue ra n a quedar en la finca que se había tomado el trabajo y había incurrido en los gastos de conseguirlos. La Revista Nacional de Agricultura, No. 3, mayo 15, 1906, escribía optim istam ente: C onfiam os que los prefectos y a u to rid a d es m u n icip ales les p re s ta r á n a los dueños o a d m in istra d o re s de los cafetales todo el apoyo n ecesario a fin de que los tra b a ja d o re s que h a n sido tr a í dos de d is tin ta s p a rte s de la R epública con g ra n d es sacrificios p ecu n ia rio s cu m p lan los c o n trato s de enganche.
Pero esta confianza estaba casi ciertam ente fuera de sitio. Ni los prefectos y autoridades eran siem pre personas complacientes y desinteresadas, ni tenían a su disposición las fuerzas necesarias p ara an d a r buscando de finca en finca una cantidad de cafeteras boyacenses desconocidas. Ni habrían podido hacerlo eficazm ente
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en el escaso y aprem iante tiem po de cosecha cuando nadie despe día trabajadores: De L a V ictoria h an tenido inclinación de sonsacam os la gente, y sobre esto hablé hoy en c a rta al a d m in istrad o r seriam e n te, m a n i festándole que no es e sta la línea de conducta que corresponde a las relaciones de las dos haciendas, y que si adoptam os ese siste m a, irem os h a s ta donde no nos im aginam os con los precios de los jornales y no alcanzarem os el fin deseado. (Mayo 12, 1903).
E xisten los mismos problem as con otra hacienda vecina, Las Mercedes: A n te rio rm e n te la obligación de no recib ir e n u n a h a cie n d a los tra b a ja d o re s de la o tra e ra recíproca, pero a h o ra p arece q u e sólo é s ta e stu v ie ra en la obligación, p u e s yo sí, en la cosecha p a sad a , cuando m á s n e c e sita b a g en te d esp ed í de S a n B e rn a rd o no pocas c a fe te ra s p o r in sin u ació n de los señ o res H e rre ra s y ellos m ism os v in iero n el sáb ad o de esa se m a n a a recib ir lo que e sas c a fe teras h a b ía n g an ad o los d ías que tra b a ja ro n p a ra q u ita rle s eso como m u lta . N osotros a todos nos p resta m o s, pero es b u en o te n e r en c u e n ta q u e e n la p róxim a y a se p odían rec ib ir los trab a ja d o re s incondicionalm ente. (E n ero 10, 1905).
El enganche no parecía una alta proporción de los trabajado res cosecheros en el caso particular de esta finca. Algunos baja ban espontáneam ente, y en 1904 S anta B árbara registra el regre so de “cuatro m ujeres que llegaron de las que vinieron engan chadas ahora un año”. A traer estos trabajadores espontáneos era m ás fácil en unos años que en otros, en unas haciendas que en otras. U na m ala cosecha a tra ía menos trabajadores de los que au n siendo la cosecha m ala debería a tra e r proporcionalm ente: valía m enos la pena por el sistem a de pago por peso que los adm i n istradores tra ta b a n siem pre de m antener. La lluvia podía su s pender la recolección y hacer difícil que los recolectores se m etie ra n en tre los árboles. Una buena finca debía e sta r dispuesta de m anera que los recolectores pudieran perm anecer el máximo de tiempo cosechando y perdieran el m enor tiem po posible llevando el café al punto de concentración. S anta B árbara se creía m ás atractiva que La Victoria por ten er que ac arrear el café a menos
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distancia: “Aquí se le recibe al pie de cada tablón". N aturalm ente tal atractivo significaba m ás inversión, pero por otra p arte las fincas pequeñas ten ían que pagar m ás a los trabajadores coseche ros porque no podían ofrecer la m isma clase de trabajo prolonga do. E ra éste un mercado laboral predom inantem ente libre con algunas ventajas del lado del trabajador. Los recolectores podían com parar probables cosechas: Los domingos he m andado a Antonio, a Pablo, tres peones, cada uno p or d istin ta vía, a conseguir gente; algunos vinieron, vieron la s cosas y se devolvieron; en fin, se hacía im posible a u m e n ta r las cogedoras sin a u m e n ta r el precio de la cogida. (Junio 25, 1907).
D iscutían las condiciones y contrariaban la disciplina; en una ocasión rehusaron tra b a ja r bajo la dirección de un mayordomo en cierto tablón, e insistieron en recoger donde quisieron. C om para ban sin cesar los ingresos posibles en las diferentes haciendas: “En S anta Inés han puesto desde hoy a tre in ta centavos arroba y tiene mucho para coger; si esto nos quita gente, ya no veo m ás recurso que subirlo aquí tam bién, pues si en vez de au m entárse nos la gente se dism inuye, el café se nos cae y esto es peor que todo" (Junio 10, 1901). Podían considerar las ventajas de varios sistem as de pago; no sólo entre trabajo pagado al destajo y jornal, sino tam bién e n tre paga en teram ente en dinero o en p arte en especie. La h a cienda tenía una cocina en ciertas épocas y alim entaba allí a sus trabajadores. Casi siem pre pagaba parte en miel. En una oca sión importó especialm ente papas de la Sabana y tan to el dueño como el adm inistrador se sintieron muy molestos cuando éstas fueron rechazadas. Parece que los trabajadores eran los que es cogían: “A los peones siem pre se les paga desde el sábado próxi mo a $15 pesos [estam os en la inflación de posguerra después de los Mil Días, en 1904], pues prefieren los pesos a la ración de víveres” (Febrero 22, 1904). Sin embargo la hacienda se tiene que preocupar siem pre por conseguir comida b arata, aunque no sea p a ra p agar con ella p arte del salario. D urante la escasez que siguió a la G uerra de los Mil Días com praba lo que podía para sus trabajadores y tra tó de reorganizar su propia producción de alim ento, pagando a los arrendatarios para que p la n ta ra n m ás
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plátano en tre el café. Los arrendatarios ten ían la “propiedad ex clusiva” de la cosecha de plátano. E sta propiedad exclusiva reve laba cierta am bigüedad cuando la hacienda tra ta b a de im pedir que los arren d atario s vendieran plátano afuera si ella lo necesi taba. Con la escasez en aum ento, la tentación de los a rre n d a ta rios de vender afuera era mayor, y de igual m anera m ayores los esfuerzos del adm inistrador por impedirlo. El dueño veía la ne cesidad; poco an tes de su m uerte Roberto H errera escribió a R u bio como sigue: E s in d isp en sab le m a n te n e r el resp eto y a u to rid a d como m i re p re s e n ta n te e n el m anejo de la hacien d a. T ien e U d. ra z ó n e n las reflexiones que a e ste resp ecto m e hace, y con m ay o r razó n en las a c tu a les c ircu n sta n c ias en q u e los a rre n d a ta rio s e s tá n fu rio sos con la prohibición de lle v a r los víveres de la h a cien d a a v en derlos a o tra p a rte y todo esto cuan d o estam o s e n v ísp eras de cosecha. (Febrero 22, 1912).
E n esa fecha la hacienda tra ta b a de com prar las cosechas de los m andatarios a un precio fijado por el adm inistrador (C arta de Rubio, mayo 27, 1901). La hacienda dirigía tam bién el cultivo de yuca y maíz. Compra ba panela y miel continuamente, tratando siempre de conseguirlas lo m ás barato posible, con precios que fluctuaban mucho en corto tiempo, y variaban mucho au n entre mercados muy cercanos. “Si la gente se disminuye, el café se nos cae y esto es peor que todo”. En Cundinamarca el café sí se caía frecuentemente, y se perdía9 La inestabilidad y la variedad de métodos de pago hacen im posible establecer una verdadera escala de salarios p ara la cose cha. U na escala sim ilar p ara los arrendatarios tiene que recono cer su papel de productores.
C o n d ic io n e s r e a l e s
Sin esas escalas (las existentes para Bogotá no sirven) se puede au n especular sobre lo bien o lo m al que les iba a estos trabajado res. La expansión del cultivo comercial del café en C undinam arca generalm ente no destruyó una clase preexistente de pequeños
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propietarios ni expulsó a este grupo al m argen de las operaciones. La finca establecía y a veces im portaba a los arrendatarios. Lo que había allí antes se puede investigar con m ás precisión en los documentos notariales; la producción a pequeña escala de la tie rra tem plada, cam biaba en Facatativá por productos de tierra fría 10. Como lo he anotado antes, el archivo da la impresión de que la m ayoría de los arrendatarios no era de origen local. No se les reclutaba localmente; no fueron campesinos desplazados por la de expansión de los cafetales. Su condición en los años siguientes a la G uerra de los Mil Días era ciertam ente triste: la hacienda respondía a la baja del precio del café y a condiciones peligrosas dism inuyendo los gastos al m ínimo y m antuvo los salarios lo m ás bajo posible; y esto era m ás fácil en tiempo de guerra que en tiempo de paz. La desorga nización del transporte en la guerra hizo subir los precios de los alim entos y la hacienda no lo podía compensar: A p e s a r de que la g en te de la h a cie n d a h a gan ad o b a s ta n te d in e ro en e ste año, se n o ta e n tre ellos, y m ucho, la m ise ria , p u es en la escasez y c a re stía de los víveres sólo h a n podido a te n d e r a los g asto s de a lim en tació n y n in g u n o a v e stirse y h ay fam ilias que m a te ria lm e n te no tie n e n ro p a (...) Por lo ta n to le suplico a la se ñ o ra M aría en nom bre de esos pobres que si tie n e ropa u sa d a y lo tie n e a bien m e m an d e p a ra re p a rtírse la . (C ornelio Rubio. A gosto 6, 1901).
Cornelio Rubio pensaba que esa ropa vieja podía ser la mejor gratificación para ofrecerles a aquellos que se ocuparan de la co secha. La guerra redujo esta em presa entera a u n estado deses perado, que fue agravado y prolongado por los bajos precios del café con que los brasileños ensancharon el mercado m undial y cam biaron sus gustos. Además, las plantaciones de Sasaim a se estab an agotando, y tanto el dueño como el adm inistrador de S an ta B árbara las m iraban con creciente melancolía. P ara los trabajadores m igratorios fue mejor la expansión del café. A los recolectores les proporcionaba una fuente adicional de ingresos en aquellos años, y si se tom a como indicación la resis tencia de los hacendados boyacenses al enganche, este puede h as ta haber m ejorado lentam ente las condiciones de la gente en las
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tierras altas. Por lo menos se puede decir que el empleo adicional proporcionado complica el cuadro recibido de los años 1885-1910, que hace énfasis en la expansión del papel moneda y la caída de salarios reales, esquema totalm ente contrario a los intereses de la clase trabajadora. El papel moneda al principio sí favort'i ,a al exportador de café, y los salarios se retrasaban frecuentem ente. Pero se debe recalcar tam bién que el café aum entó m arcadam ente el empleo, cosa que no sería imposible de calcular, y en una época en la cual nada parecía aum entarlo tras la decadencia gradual del tabaco y la catastrófica caída de la quina en los primeros años de la década de 1880. Su influencia en la participación de los salarios en la economía podría verse mejor que las cifras de salarios individua les reales por trabajo en el café, que están por establecer. Tam bién debe haber aum entado grandem ente la movilidad de los tra b a ja dores y transform ado la noción común de los salarios de las tie rras altas. E stas aseveraciones se pueden hacer sea cual fuere el curso de salarios reales y son un poco m ás im portantes11. Las plantaciones cafeteras de C undinam arca surgieron en un contexto económico y cultural diferente al de las d»l occiden te del país. F ueron establecidas por capitalistas de cierto ta m a ño que h ab ían ensayado antes tal vez con quina o con índigo, que consideraban que el café requería el talento científico y di recto r de gente como ellos si quería ir a alguna p arte. Poseían títu lo completo de la tie rra que em pleaban, o lo conseguían. H a bía muy poca com petencia de la pequeña propiedad. Con el cu r so forzoso del papel m oneda —era ilegal estip u lar con oro o p la ta — el café re su lta b a una inversión atractiva. Roberto H errera se re tiró del comercio con la introducción del papel m oneda, al cual siem pre se opuso pues no tuvo en cuenta sus in tereses del m om ento como exportador cafetero. La opinión general que es tos hom bres te n ía n del café era que su m in istrab a divisas a u n p aís desesperado. ín tim am en te, todos conocían las violentas consecuencias de la fa lta de divisas. E ra n los civilizadores y el café era el nexo civilizador. En las cuentas de Roberto H errera R estrepo se puede ver que sus ganancias cafeteras pagaron las im portaciones de libros hechas por su herm ano p ara el sem ina rio de la arquidiócesis. E ra un patró n concienzudo, pero se preo
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cupaba por las anchas necesidades de la sociedad, servida con u n ejemplo de vida civilizadora como el que él tra ta b a de dar, por lo menos tan to como por las necesidades particulares de sus trabajadores. El sistem a de producción de los cafeteros en C un d inam arca era en general el de la S abana trasladado a tierra s m ás bajas, lo que era suficientem ente n atu ra l. No estab a n fun dando conscientem ente u n nuevo orden social en la zona cafete ra y no podían prever los conflictos que su rg irían de ese sim ple tra n s p la n te de un conocido modo de producción después de que m ás de medio siglo había forjado sus cambios económicos y de mográficos. M uchos no pensaron que el café fuera a d u ra r tanto. Eso no había ocurrido con nada en Colom bia12. El curso de la política no puede dejar de tenerse en cuenta cuando se considera cómo pensaba el hacendado sobre su propie dad y sobre sus negocios, o lo que pensaban de él sus subordina dos. Colombia no era un país estable y la m ayoría de los hacenda dos no p o d ía g a r a n t i z a r la tr a n q u il i d a d de s u s p ro p ia s propiedades en medio de esta inestabilidad. Los riesgos eran ob vios en el caso del ganado —¡Viva la Revolución, m uera el g an a do!— pero tam bién estaban presentes en el caso del café. Los ca feteros no podían confiar en el apoyo del gobierno nacional o en el de sus agentes locales13. Las relaciones de S an ta B árb ara con la cercana población de S asaim a no e ra n arm oniosas. Sasaim a ejercía u n a influencia co rru p to ra sobre los peones: h abía en ella com erciantes que com praban café robado; era escena de frecuentes bochinches, peleas que el ad m in istrad o r evitaba en lo posible y que tra ta b a que sus hom bres ev itaran . A veces había un buen sacerdote, a quien el hacendado, herm ano del arzobispo, pagaba sus diez mos, pero que no te n ía m ucha influencia. Y S asaim a era una m unicipalidad conservadora; n a tu ra lm e n te todavía lo es: 1.314 votos conservadores contra 128 liberales en 1966. Pese a todas sus buenas conexiones en Bogotá, Roberto H errera R estrepo no era hom bre de mucho peso en S asaim a, dada la realidad política de la población. A unque a veces se le pidió que hiciera uso de sus conexiones p ara hacer cam biar a em pleados locales, su éxito era muy lim itado.
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Pedía a su adm inistrador que tuviera cuidado: “Al alcalde, el secretario (...) cuídelos si van a la hacienda, gaste el brandy de la alacena” (Marzo 25, 1889). Sus cartas a los alcaldes son halagüe ñas y correctas, pero de las pocas que hay se deduce que observa ba la escena política local con incesante aprensión. E sta aprensión estaba plenam ente justificada en tiem po de revolución. Cuando la guerra civil se acercaba, Roberto H errera convenía un sim ple código telegráfico p ara advertir a sus m ayor domos que estu vieran preparados para evitar en lo posible el reclutam iento de hom bres y bestias: “Venda b estias” o “m ande cacao”. Se les ordenaba que pagaran la exención m ilitar, para ellos mismos y para el m ayor núm ero posible de hom bres. La hacienda se convertía en sitio de refugio de liberales que no que rían pelear. Roberto H errera y su agente, como la m ayoría de los liberales de Bogotá, desaprobaban el ala belicosa del Partido Liberal co m andada por el general Rafael Uribe Uribe. H errera se hacía “de nunciar” su ganado por un comerciante amistoso —en tiempo de guerra el sacrificio de ganado se convertía en monopolio del gobier no— y m andaba el m ayor núm ero posible de certificados de exen ción que pudiera encontrar en la capital, aunque m uchas veces las autoridades conservadoras locales y los soldados en cam paña las desatendían. Sabiendo que iba a tener dificultades para sacar su café, daba orden de dism inuir al mínimo los gastos y de reducir los trabajos a lo menos posible. Se podía persuadir a los peones de trab ajar por menos a cambio de la protección de la hacienda: T eniendo sum o cuidado de e v ita r que m e cojan los p eones h e podido c o n tin u a r los tra b a jo s casi como a n te s y b ajan d o los jo r n ales así: los peones q u e g a n a b a n a 50 centavos los pago a 30, los de 45 a 25. (M arzo 1. 1895).
A cambio de la protección de la hacienda esperaba que los peones siguieran trabajando allá pero las haciendas todavía com petían por proteger. Se apilaba el café en todas las habitaciones disponibles de la hacienda, incluso en los cuartos de habitación de la casa principal, en espera de la paz. El reclutam iento era severo y violento y las autoridades de S asaim a preferían lógicamente com enzar con las haciendas libe
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rales: “Con los alcaldes que tenem os aquí no valen garantías nin gunas ni salvoconductos” (Marzo 6, 1900). Las cosas se pusieron mucho peor du ran te los Mil Días, pero h asta en la relativa paz de 1898 hubo alarm a: Hoy m e h a n dicho de acuerdo el señor alcalde de S asaim a y el coronel G arcía (...) h an resu elto no tom arse la m olestia de sa lir o m a n d a r su s comisiones a reclutar, sino que de m a ñ an a en ad elan te p a sa ría n n o tas a los dueños o ad m in istrad o res de las haciendas p a ra que de los trab ajad o res de cada u n a rem itan no sé cuantos reclu tas. N ada, ab so lu tam en te n a d a de extraño te n d rá que lo h a g an pero esa m edida se ve claro que la tom an como pretexto p a ra poder sa c a r m u ltas, porque ellos deben com prender m uy bien que ninguno, salvo m uy ra ra s excepciones, les obedecía. Yo de mi p a r te, si m e lo exigen prefiero m il veces que m e lleven a S asaim a o q ue m e sa q u e n u n a m u lta a n te s de e n tre g a r a los peones que ven e n el p a tró n su protector (...) si a sí sucediese le aviso a Ud. m i modo de p e n sa r en el particular. (M arzo 16, 1898).
El día m arzo 22 de 1898, cien reclutas del distrito de Sasaim a fueron enviados a Villeta por la carretera de Honda: "Todos vo luntarios, con su lazo al cuello”. D urante las guerras el adm inis trad o r escondía todas las m uías y todos los caballos que podía y tenía espías apostados para advertir de la proximidad de las co m isiones de reclutam iento: “Tengo espías por todas p artes y los peones se esconden m ientras pasan las com isiones” (Julio 29, 1901). Hacía lo que podía; m antenía a sus hombres lejos de los caminos y como m ensajeros usaba solam ente a m ujeres, pero en pleno conflicto de los Mil Días los métodos del gobierno se volvían cada vez m ás drásticos. No valía reponer las portadas y las cade nas pues los soldados las rom pían repetidam ente: A quí d esd e el ju ev es hem os esta d o en g ran d e s a p u ro s, p u es vino u n b a ta lló n de B ogotá y lo re g a ro n p or to d as la s h a c ie n d a s a re c lu ta r de u n a m a n e ra atro z. De a q u í llevaron los sig u ien tes (...) [la h a c ie n d a perdió p o r todo siete hom bres]. E sa g e n te vino inexo rab le; no re s p e ta b a n ed ad es, clase, exenciones n i n a d a (...) de la s h a c ie n d a s del lado de N a m a y se tra je ro n peones, a d m in is tra d o re s y c u an to e n c o n tra ro n (M arzo 13, 1900).
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E ste batallón tenía un objetivo de 400 hombres y decía que seguiría h asta alcanzarlo. Un peón de S anta B árbara fue m uerto al tra ta r de escapar. Poco después los antagonism os locales em peoraron la situación pues el reclutam iento cayó en las m anos de un conservador de Sasaim a, don Elíseo García: E l a tro p ellab a y re clu tab a a todo el m undo, gozando en c o n tri b u ir ta n eficazm ente a flag elar su m ism o pueblo. D izque h a d i cho que su m ayor satisfacción e s ta rá e n h ace r p e rd e r en e ste año las cosechas en las h acie n d as de los ricos. Se h a g an ad o ú ltim a m en te el odio g en eral, se pidió a C o n tre ra s el dom ingo p asad o u n a com isión p a ra ir a coger g ente en L a Vega (u n m unicipio p red o m in a n te m e n te liberal al su ro e ste de S asaim a), fue y en ce rró la p laza y como e ra día de m ercado tra jo 16 re c lu ta s e n tre g e n te decente y peones.
E ra muy difícil ocultar nada a don Eliseo, siendo éste u n hom bre de la localidad, un cazador que conocía el área íntim am ente: “La guerra se presta muy bien para que la canalla haga su agosto, mucho m ás a la som bra de los m agnates” —un tem a constante en la política colombiana—. El “agosto” incluía no sólo la extorsión directa del reclutam iento y la requisición de anim ales, “ningún arriero quiere salir al camino porque pierde las m uías, porque cuando no las quitaban las guerrillas las quitaba la gente del go bierno” sino tam bién el enganche de los descontentos, lo que los liberales pacíficos pagaban por no ir a la guerra, y varias p a rra n das locales. El mismo Eliseo García que quería arru in a r las cose chas de los ricos se hizo a las m uías y ofrecía llevar café a Honda a altos precios. G enerales conservadores controlaban tam bién to dos los vapores del río M agdalena. A todos estos problem as se sum aba el peligro de epidemia, pues las precauciones usuales de vacunación eran imposibles y tropas enferm as de otros climas acam paban en la hacienda. Los rebeldes liberales presentaban un peligro diferente —el período desde 1885 es de hegemonía conservadora, y 1885-1895, 1899-1903 (los Mil Días) son todos levantam ientos liberales—. H e rrera Restrepo fue siem pre u n liberal fiel, siem pre opuesto a la Regeneración conservadora (hasta bautizó a una de las m uías "Re generación"), pero era com pletam ente pacífico y en 1895 estableció
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claram ente las reglas para el comportamiento de sus hombres. Los que se encontraban en la hacienda no debían comprometerse. A m erodeadores liberales se les debía decir que la propiedad perte necía a un liberal; a los conservadores se les debía d ar las mayores m u estras de buen comportamiento y debía decírseles que la pro piedad pertenecía a u n herm ano del arzobispo, naturalm ente con servador. E stas instrucciones se cumplían. En septiem bre de 1900 tropas antioqueñas y caucanas visitaron la hacienda ganadera de El Peñón y preguntaron si el mayordomo y el dueño eran liberales: “Y como no les podía negar —escribe el mayordomo— les hablé con toda franqueza y les dije que era del señor arzobispo y de un her mano que era liberal” (Septiem bre 22, 1900). E n 1895 hubo guerrillas liberales en el área de Sasaim a y d u ran te los Mil Días el pueblo fue tomado por u n corto tiempo por fuerzas liberales. No obstante los propósitos pacíficos de la gente de H errera Restrepo al comienzo de la guerra, y ellos la conside ra b an ciertam ente como una revolución tem eraria, era muy difí cil m an ten er la neutralidad frente a las provocaciones del gobier no. No sólo había las contribuciones —“lo que nos castigarían a los pacíficos sería la picardía de no haber tomado parte en la gue r r a ”— sino tam bién las noticias de lo que les estaba sucediendo a sus parientes en otras p artes del país. Comelio Rubio tenía un tío y dos herm anos en arm as en el Tolima y su familia allí era perseguida: P ro ced im ien to s de e sta clase no h a c e n sino q u e corrom perlo a u n o e n política: a uno que b ie n q u isie ra no m e te rse en ella ja m á s (...) Cómo p u ed e v e r u n o con in d iferen cia cosas de e s ta n a tu r a leza (...) Con m ay o r sin ce rid a d le dije a Ud. que p or m i p a rte lam e n to no g ozar de la n e ce sa ria lib ertad . Si la s cosas tien e n b ien cam ino p a ra m e te rm e tam b ién , que hoy soy ta n adicto a e s ta g u e rra como el q u e m ás lo sea, y que le tengo u n a fe g ra n d ísim a (...) Si las cosas se p re s e n ta n bien, le rep ito que a los m íos no les q u e d a rá m ás cam ino q u e el de apoyarlos, p u es h a n sido u ltra ja d o s so b re m a n e ra y los h a n a rru in a d o sin m ira m ien to a l guno. P or su p u e sto no digo esto p o r e sp íritu de v e n g an za p a ra con c ie rta s y d e te rm in a d a s p erso n a s, q u e b ie n lo m erecieran , sino e n g en eral p o r p re s ta rle a lg ú n servicio a n u e s tra cau sa. (C a rta s de C om elio Rubio, de 1900).
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Rubio estaba ansioso porque la hacienda no se fuera a ver comprometida por ninguno de sus hombres que se fuera a las gue rrillas liberales, particularm ente porque algunas de las del distri to ten ían m ala reputación por sus “malos procedimientos”. A pesar de todo algunos tom aron las arm as. Hacia el final de la guerra Rubio estaba convencido de que los conservadores locales estaban determ inados a librar al distrito de liberales de una vez por todas. H ay que e s p e ra r a v er si es que los señores sasaim ero s m e van a d e ja r volver a e s ta r p or allá —escribe desde u n refugio tem p o ra l en F a c a ta tiv á — pu es p or conductos m uy fidedignos sé que se proponen sa c a m o s a los lib erales que vivim os allá, m o lestan d o c u an to p u ed en a fin de d ese sp eram o s. (O ctubre 16, 1901).
Las pasiones de los conservadores iban m ás allá de los inte reses del café. El gobierno impuso un duro impuesto de em ergen cia a su exportación que fue debidam ente anunciado en Sasaim a: Vimos ya el decreto con que h a n re su elto favorecer la ú n ica in d u s tria que p arec ía d a rn o s a todos a lg u n a esp era n z a . Por aq u í como Ud. lo su p o n d ría h a habido m u c h a g en te que lo h a ap ro b a do incondicionalm en te, a u n los m ism os dueños del café. Sólo tie n e n en c u e n ta de dónde sale el decreto y cu alq u iera que sea su contenido es bueno, ju sto y eq u itativ o . (M ayo 7, 1990).
E ste fervor sectario tenía tal vez una explicación adicional, y Rubio escribió de nuevo quince días m ás tarde: E n tre los que h a n dado ta n b u e n a acogida al decreto del gobier no sobre el café h ay g en tes que a u n o le ca u sa e x tra ñ e z a que se d ejen ofuscar a s í p o r la p asió n política. H a b rá n ten id o la (p a ra ellos) g ra ta e sp e ra n z a de que ese abom inable decreto se a ap lica ble sólo a los enem igos del gobierno. (21 m ayo, 1900). P u e s sólo Dios sab e lo que hem os de ver... (Ju n io 1, 1900).
Los efectos de la guerra en la producción son suficientem ente obvios, y a la guerra no siguió u n a paz definitiva. Hubo m uchas otras alarm as an tes de cerrarse esta correspondencia, y en todas ellas la hacienda tem e por sus fuerzas de trabajo. D isturbios del orden público, cuadrillas de m alhechores en las vías, im pedían a
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los recolectores ir para la cosecha. El reclutam iento podía ^ l v e r a empezar. El dueño y el adm inistrador rezaban porque hubiera paz, porque a los laboriosos se les perm itiera trabajar, pero no podían ten er m uchas precauciones. En 1906 Roberto H errera le m andó a Rubio un revólver con doce cartuchos y en 1912 dos rifles G ras. Sus instrucciones sobre política nacional en tiem po de elec ciones fueron claram ente establecidas como sigue: Ud. averigüe y dé su voto por personas que reconocidamente sean de buen juicio, de buena posición y por consiguiente vengan al congreso a trabajar, no por tal o cual partido, sino por los in tereses de la patria. Estas son las tendencias de todos los que ven la necesidad de que entremos en una buena vía para reme diar los males que nos aquejan. Mi opinión es que Ud. debe dar su voto en la persona que a Ud. le parezca más respetable entre los candidatos que allá tengan y abstenerse para lo demás de tomar parte activa. (Al mayordomo de El Peñón, mayo 24,1909). Rubio tenía alguna influencia sobre los votos de los arren d a tarios de S an ta B árbara, pero no la suficiente como p ara ejercer un impacto significativo en los resultados de las elecciones. Algu nas cartas inquietantes sobre caminos y sobre la tasación de im puestos de la hacienda m uestran de igual modo poca influencia sobre el gobierno local. Yo daría con mucho gusto hoy la hacienda por los 20.000 pesos oro en que queda el avalúo (...) Estamos, pues, los propietarios de me ros administradores del gobierno sin sueldo; ya no se resiste seme jante recargo de contribuciones; especialmente tratándose del café que es una empresa arruinada. Lo peor es que es un mal sin reme dio". (Noviembre 13, 1905). O como lo expresaba Rubio, “uno queda como arrendatario pagando un arriendo extraordinario”. Así fue, porque S an ta B ár b ara no se recuperó después de la guerra. La
d e c a d e n c ia d e
Santa B árbara
Señor Alcalde Municipal de Sasaima: Yo, Cornelio A. Rubio, mayor de edad, etc., etc. De Ud. atenta mente, solicito: Que se sirva hacer comparecer en su despacho a
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los señ o res Francisco Z a p ata , Félix B a su rto y C am po E lia s R u bio ta m b ié n m ayores, etc., p a ra que bajo la g rav e d a d del ju r a m ento y d em ás req u isito s legales d ecla rasen sobre los p u n to s siguientes: 1. 2.
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S u ed ad , etc. etc. Si conocen la h a cie n d a d en o m in ad a S a n ta B á rb a ra , situ a d a e n e ste m unicipio, p ro p ied ad de don R oberto H e rre ra Restrep o . Si sab en y les consta que dicha h acie n d a no h a ten id o ni tie n e a c tu a lm e n te o tra fu e n te de producción q u e el pro d u ci do de su s p lan tío s de café. Si sab en y les co n sta que dicha h acie n d a se h a lla en lam en ta b le e s ta d o de d e te rio ro d ebido al a b so lu to y com pleto ab andono en que p erm an eció d u ra n te los tr e s añ o s de g u e r r a p a sa d a y d esp u és de ella p o r la fa lta de brazos. Si sa b e n que los cafetales de S a n ta B á rb a ra e s tá n hoy re d u cidos a m enos de la te rc e ra p a rte de lo que e ra n a n te s debido a las razo n es y a e x p u e sta s y al ag o tam ien to de las tie rra s en q ue e sta b a n p la n ta d a s y que en e sa m ism a proporción de la te rc e ra p a rte h a qued ad o la producción de dichos c a fe ta les. Q ue d ig an ta m b ié n si les co n sta que el precio d el café a c tu a l m e n te e stá en com pleto d esacu erd o con los g asto s que d e m a n d a n la producción y beneficio h a s ta ponerlo e n estad o de ex p o rtarlo o venderlo e n el país, y Q ue d ig an si en su leal sa b e r y e n te n d e r creen q u e el avalúo qu e acaba de d ársele de $25.000 pesos oro p a ra la form ación del nuevo c a ta stro es eq u ita tiv o o ex ag erad o y si o p ta n p o r lo ú ltim o d ig an c u án to p u ed e v a le r d ich a h acie n d a... S a sa i m a, a b ril 3, 1909.
“E sas plantaciones son ya muy antiguas y por consiguiente tienen en su contra la edad y el cansancio de las tierras. Las p lan tas de S an ta B árbara rep resen tan apenas una tercera parte, m ás o menos de lo que en otro tiem po (sic)” (Abril 4,1909). Escribiendo así a la J u n ta de C atastro de Facatativá, Roberto H errera consi deraba inclusive excesivo el avalúo de 20.000 pesos oro. Estos documentos que pedían u na reducción en los im puestos presentan n atu ralm en te un cuadro negro, pero hay m uchas m ás evidencias que lo confirman. Prim ero que todo está la dism inu ción regular, pero finalm ente dram ática, de la cantidad de café producida por la hacienda14. A m edida que la finca es menos pro
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ductiva, el costo de la cosecha aum enta, y en la hacienda se re cuerdan las buenas épocas en las cuales se podía recoger en dos días tan to como lo que se recoge ahora en u n a sem ana. La calidad del café tam bién decae y la lista de adjetivos críticos de los agen tes londinenses se alarga: pálido, gris, defectuoso, pequeño, duro, m ediano, verdoso, deslucido, moteado, algo pequeño... S a n ta B ár b ara era u n a plantación vieja, no se podía hacer dem asiado al respecto, y los mediocres precios rein an tes no eran m uy a len ta dores. H e rrera R estrepo experim entó con otros tipos de café, m andó analizar en Alem ania m uestras de tie rra y e n tre su s de bilitados árboles sembró guisantes im pregnados de “nitrobacterin a ”, u n fertilizante patentado inglés. N ada de esto parece haber servido mucho. "El cultivo del café puede sostenerse en las circunstancias ac tuales, pero crear un cafetal hoy sería un d isp ara te” (Alberto Plot a Roberto H errera de G irardot, noviem bre 18, 1905). U na finca así podría a lo m ás m an ten erse a u n ritm o bajo. La perspectiva del café de C undinam arca en la prim era década de este siglo no era m uy brillante. ¿Había buenas razones p a ra pen s a r que el café iría a ten er un recorrido diferente al del tabaco, el índigo y la quinina? El cónsul americano en Bogotá en 1903 no opinaba así: “Un e s tudio de las industrias en Colombia, del pasado y el presente, infun de la impresión de que todas sin excepción, h an llegado a alturas en las que 3 e esperaba mucho y que ya acercándose al cénit, por gue rras, superproducción u otra causa han empezado a decaer 15. Roberto H errera se fue endeudando m ás y m ás con su agente de Londres —al final de 1907 debía £ 3.398-2-4d, en ese mismo año tra tó de vender su hacienda, pero su corresponsal declinó pre deciblem ente el ofrecimiento— “el negocio del café en m ala situ a ción” (Lorenzo C uéllar a Roberto H errera, de Buenos Aires, agos to 14, 1907). Los años finales del archivo m u estran que la deuda de café fue pagada con letras com pradas con el producto de sus o tras em presas. H errera Restrepo continuó comerciando con g a nado y extendió sus operaciones ganaderas, pero tam bién dio se ñ ales de querer re tira rse del todo de la agricultura. H abría dado, ta l vez, la bienvenida a una reform a agraria, como lo hicieron en los años trein ta y lo siguen haciendo desde entonces te rra te n ie n
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tes en condiciones sim ilares. Sus sucesores decidieron al fin ven der la hacienda en lotes para fincas de recreo, y es bajo estos es tablecim ientos poco agrícolas que hoy se puede vislum brar el es pectro de la antigua em presa. Los problem as sociales que el café llevó con el tiem po a algu n as regiones de C undinam arca y que desembocaron en conflictos relativam ente espectaculares en los últimos años de la década de los veinte y prim eros de la de los trein ta h an recibido alguna a ten ción. E stas em presas que en otras épocas fueron pioneras, arries gadas y h asta patriotas, llegaron por ese tiempo a ser m iradas como codiciosas, oligarcas y opresivas. Conflictos sim ilares a los que he descrito, en algunos casos famosos, combinados con dispu ta s por los títulos de la tierra, se intensificaron tanto con la de presión que se necesitó la intervención del gobierno p ara resolver los. Sasaim a había cesado por ese entonces de ser u n municipio productor de café de im portancia sobresaliente, aunque alrededor de 1930 todavía tenía casi dos millones de árboles comparados con los cinco m illones de Viotá, el municipio líder del d epartam en to. U na de las prim eras áreas de C undinam arca en producir café fue tam bién una de las prim eras en decaer, pues la subdivisión había avanzado mucho m ás allí que en el resto del departam ento. Se decía que los cinco millones de árboles de Viotá eran de 30 plantaciones, los dos millones de Sasaim a de 1.000. E sta parcela ción es probablem ente un signo de m arginalidad16. Cuando el general Uribe Uribe previo el fin de la crisis y en 1908 levantó el grito de “¡Colombianos, a sem brar café!”, la h a cienda no estaba en condiciones de d ar una respuesta entusiasta.
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1870-1912
Roberto H errera pone cada año en sus cuentas como valor capital de la hacienda el valor original m ás el costo de las m ejoras físicas. Los cálculos de ganancia hechos sobre esa base en las condiciones inflacionarias de Colombia no son m uy realistas y tam bién será necesario hacer alguna asignación para el eventual agotam iento de la hacienda17.
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Hubo ciertam ente ganancias sustanciales, pero los esperados^ años buenos de la década de 1890 no fueron nada extraordinarios. El producto de café de S anta B árbara vendido en Londres fue de 3.640 libras esterlinas en promedio entre 1886 u 1889, deducidos los gastos de tran sp o rte m arítim o desde B arranquilla, seguro y comisiones de los agentes18. E n 1896 llegó al m áxim o con 7.976 libras esterlinas y en 1891 fue sólo de 1.576. libras esterlinas. P ara d a r una aproxim a ción de la ganancia total se deben deducir los gastos de la hacien da, el item principal de los salarios y los altos gastos de tra n s porte local h asta el M agdalena y h asta B arranquilla. Esto debía hacerse idealm ente sobre la base de la cosecha y, a causa de la dem ora en tre la salida del café de la hacienda y su venta en Lon dres, sus cuentas calculaban ganancias basándose en ventas fu tu ra s que no siem pre se llevaban a cabo. E n 1896 el producto del café vendido en Londres fue de 2.240 libras esterlinas y H errera R estrepo calculó su ganancia en la hacienda en 7.914 pesos co lom bianos, que convertidos en libras esterlinas al cambio de ese año d aban alrededor de 1.600 libras esterlinas. E sta proporción ta l vez no se m antuvo en la competencia de los últim os años del siglo, que trajo salarios y costos de tran sp o rte m ás altos. La gue rra hizo todo cálculo imposible y por algún tiem po después de ésta los costos locales perm anecieron excepcionalm ente altos. Su subida fue considerada por el cónsul norteam ericano como una am enaza m ás grave a la in d u stria en Colombia que el precio m undial, todavía deprimido. Yo sé q u e los du eñ os d e las p lan tacio n es —concluyó— e s tá n ex tre m a d a m e n te an sio so s p o r d e sh a ce rse de su s p ro p ied ad es o d a rla s en arrie n d o por largos períodos en té rm in o s m u y lib erales y en alg u n o s casos sin p e d ir arrien d o sino a rre n d á n d o la s con la so la condición de q u e se a n d e v u e lta s al te r m in a r el c o n tra to en la s m ism a s condiciones e n q u e fueron d a d a s 19.
El café ha tenido sus vicisitudes en Colombia y las ha sobre vivido. Pero no todos los distritos, no todos los cafetales ni todos los cafeteros han sobrevivido. Como anotó Lord Salisbury sobre un inform e diplomático del m inistro inglés en Colombia, “capital de riesgo implica un elem ento de riesgo”, y éste existía tanto para
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los nativos como p ara aquellos expatriados a quienes Lord Salisbury no estaba m uy ansioso de proteger. H abía los riesgos del mercado, del trabajo, de las estaciones y de la tierra, a los cuales no escapa ninguna agricultura. H abía los riesgos adicionales de la experim entación, cuando el em presario tenía pocos preceden tes y aún menos recursos científicos a su disposición. Y ninguna em presa agrícola existe en el vacío que im agina cierto tipo de economista: aquí estaban presentes otros riesgos y dificultades que deben ten er su lugar en toda la historia agraria de la América L atina del siglo XIX.
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b ib l io g r á f ic a
Las partes m ás in teresantes de este ensayo son tom adas del a r chivo de Roberto H errera Restrepo y estoy profundam ente agra decido con el difunto doctor José U m aña y con la señora M aría Carrizosa de U m aña por su generosidad al perm itirm e u sa r el archivo, por sus m uchas otras gentilezas y por su ayuda en m u chos puntos difíciles. Tam bién debo particularm ente al artículo de Miguel U rrutia “El sector externo y la distribución de ingresos en Colombia en el siglo XIX”, Revista del Banco de la República, noviembre, 1972. P ara el m ás amplio contexto del café de C undinam arca el m ejor trab a jo sigue siendo la tesis Ph. D. inédita de R obert Carlyle Beyer, The Colombian Coffee Industry: Origins a n d M a jar Trends, 1740-1940, M innesota, 1947. Contiene una excelente bibliografía. Otro libro indispensable es la magnífica Colombia Cafetera, de Diego Monsalve, Barcelona, 1927. Un bosquejo acertado de la in dustria a la vuelta del siglo es el Report on the Present State o f the Coffee Trade in Colombia, Parliam entary Papers, 1904, del vice cónsul Spencer S. Dickson, Accounts and Papers, Vol. XCVI, Col. 1.767-2. Diplomatic and Consular Miscellaneous, series No. 598. También: P hanor J . Eder, Colombia, Londres, 1913, Capítulo X. Augusto Ramos, O cafe no Brasil e no estrangeiro, Río de J a neiro, 1923, pp. 339-341, para apreciaciones contem poráneas so bre la situación de la producción colombiana.
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General Rafael Uribe Uribe, Estudios sobre caj&(Banco de ln República, Archivo de la Economía Nacional, No. 6), Bogotá, 1952, es una colección valiosa de sus últimos artículos. Sobre Sasaim a en particular, Véase M edardo Rivas, Los tra bajadores de tierra caliente, 2a. ed., Bogotá, 1946, Cap. XY “El café”, páginas 310-311; del mismo autor, Viajes por Colombia, Francia, Inglaterra (Segundo volumen de sus Obras completas, 2 Vols. Bogotá, 1883) pp. 10 y ss. Aquí elogia específicam ente el cafó como mejor em pleador que el azúcar o el ganado. Véase tam b ién S alvador Cam acho Roldán, N otas de Viaje (Colombia y Estados Unidos de América), 4a. ed., PanVBogotá, 1905, pp. 29-30. Hay una descripción de las instalaciones cafeteras en Viotá, sim ilares a las de Sasaim a aunque en mayor escala, en Voyage de exploration cientifique en Colombia, de los doctores O. Führm ann y Eugéne Mayor (Tomo V de Memoires de la Société des Sciences Naturelles de Ncuchatel, Neuchatel, 1911, 2 Vols.), Vol. I, pp. 101-110. Los primeros m anuales de cultivo de café usados en Colombia están convenientemente coleccionados en la obra de José M anuel Restre po et a i, Memorias sobre el cultivo del café (Banco de la República, Archivo de la Economía Nacional, No. 5), Bogotá, 1952. Debo agradecer a varias personas por sus com entarios a este corto ensayo: J . León H elguera, P ierre Gilhodes, Roger Brew, C harles Bergquist, Marco Palacios y Donald W inters.
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P ara algunos detalles al respecto y algunas indicaciones sobre los dife rentes antecedentes históricos y circunstancias demográficas del café en Santander, véase Geografía económica de Colombia, de M ario G alán Gó mez, Vol. V III, Santander, Bogotá, 1947, especialm ente Caps. XXI y XXVIII; y Fam ilia y cultura en Colombia, de Virginia G utiérrez de Pine da, Bogotá 1968, p. 120 y ss. U na descripción completa de las variedades de organización compatibles con el café en Colombia y las razones de su aparición está todavía por hacer. Si se calcula por su producción (ver adelante) parece h a b er tenido unos 60.000 árboles en producción en los años 1880 y haber em prendido n u e vas y extensas plantaciones en los prim eros años de la década de 1890:
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la producción aum entó constantem ente a 1/2 kilo por árbol. Los 60.000 árboles en 1880 están confirmados por E l agricultor, No. 18, noviembre lo., 1880. El archivo consta de 38 volúmenes de correspondencia, de los cuales 18 son de correspondencia recibida y 26 libros de cuentas, de los cuales 3 son de particular interés: “C uentas de venta de café. 1880-1899”; “C uen tas de importaciones 1874-1901”; y u n pequeño libro de cuentas de la hacienda de S anta B árbara que cubre los años de 1883 a 1889. Hay una m em oria de Roberto H errera Restrepo, 1848-1912, im presa privadam en te, titu lad a Roberto Herrera Restrepo, 1848-1948, y m ás detalles de la historia y los antecedentes de su familia se pueden encontrar en el en sa yo de Monseñor José Restrepo Posada sobre el herm ano de Roberto He rrera, el arzobispo de Bogotá Bernardo H errera Restrepo, publicado en L a Iglesia, año XXXIX, Nos. 654-657, septiem bre-diciem bre, 1945. El café de Sasaim a era excepcionalmente fino y hasta fines de la década de 1980 la marca de H errera Restrepo se vendía por encima del nivel general de precios colombianos en el mercado de Londres, lo cual lo m antenía fiel al mismo. Esta ventaja desapareció hacia el fin de los años noventa. La hacienda m ás docum entada en el archivo, fuera de S anta B árbara, es el rancho ganadero de El Peñón, cerca a Tocaima. Pero hay tam bién de talles de la Compañía de Colombia, una em presa de ganado, quina y caucho, b astan te grande pero sin mucho éxito, en tre Neiva y los Llanos, en la cual H errera Restrepo heredó la p arte de su padre (Véase Gabino C harry G., Frutos e m i tierra; Geografía histórica del departamento del H uila, Neiva, 1924, p. 37 y ss); tam bién cobraba en arriendo tierra leche ra en la Sabana, entre o tras actividades. Un cálculo contem poráneo del núm ero de fam ilias que se necesitaban perm anentem ente sería de ú n a fam ilia de cinco personas por 5.000 á r boles. Esto situ aría la necesidad perm anente de fuerzas de trabajo en S an ta B árbara en unas 24 familias. D iferentes autoridades dan años diferentes. Roberto Velandia, Historia geopolítica de Cundinam arca, Bogotá, 1971, p. 392, está a favor de 1620. Existe u n a excelente descripción contem poránea de éstas, basada en ob servaciones del autor en la hacienda Ceilán, en Viotá, C undinam arca, en: Ramón V. Lanao, Endem ias del clima del café, Tesis de grado, Bogotá, 1891. La lista incluye sabañones, disentería, lombrices (una buena purga las saca siem pre "por pelotones”), varias otras infecciones p arasita ria s y anem ia, la m ás extendida y la m ás dañina, “la enferm edad constitucio nal de todos los jornaleros”. Las observaciones sobre la relación de la anem ia con la pérdida del apetito y los consiguientes letargos e irritab i lidades son m uy agudas p a ra la fecha, y sugieren que no todas las difi cultades que Rubio tenía p a ra hacer tra b a jar a sus hombres eran proble m as de estím ulo m aterial.
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El vicecónsul británico consideró que el déficit de fuerzas de trabajo sig nificaba la pérdida de la m itad del café al final de la G u e r r e e los Mil D ías en 1903. Spencer S. Dickson, “Report on the P resent S tate of the Coffe T rade in Colombia”, editado en Parliam entary Papers, 1904. (W ase nota bibliográfica). 10. En 1763 Basilio Vicente de Oviedo describe a Sasaim a como un pequeño poblado predom inantem ente mestizo, productor de u n poco de tabaco, yuca, algodón, plátano, maíz, caña de azúcar “y dem ás fru tas de tierra caliente”. Véase la p. 267 de sus Cualidades y riquezas del Nuevo Reino de Granada, editado por Luis Augusto Cuervo, Biblioteca de H istoria N acional, Vol. XLL, Bogotá, 1930. 11. P a ra un estudio reciente de este problema véase Miguel U rru tia Montoya, "El sector externo y la distribución de ingresos en Colombia en el siglo XIX”, Revista del Banco de la República, noviembre 1972, pp. 1-14; ta m bién general Rafael U ribe Uribe, Estudios sobre los salarios, en sus Dis cursos Parlam entarios, Congreso N acional de 1886, 2a. ed., Bogotá, 1897, pp. 231-237. U ribe Uribe estim a aquí que en la década an terio r el papel moneda redujo los salarios en térm inos reales en un tercio. Una cruda suposición contem poránea vale tal vez m ás que posteriores elabo raciones, y según las palab ras del vicecónsul Dickson, el papel m oneda en la escala sin precedentes de los últim os años noventa y los Mil Días trajo: “Caos financiero (...) finalm ente (...) p ara perjuicio de todos”. El general Uribe U ribe estim a tam bién que u n 1/4 de todos los colombianos e stá n relacionados “directam ente” con el café. U n cálculo posterior m ás preciso sobre C undinam arca en 1906 estim a que 750 plantaciones em p leaban unos 12.000 trabajadores perm anentes y 100.000 cosecheros p a r a 46.000.000 de árboles. Véase Luis Mejía Montoya en Revista Nacional de Agricultura, No. 8, julio 31,1906. Diego Monsalve, Colombia Cafetera, Barcelona, 1927, da 2.817 plantaciones y 53.000.000 de árboles p ara C undinam arca. P ara la historia del papel moneda (véase Guillermo Torres García, Historia de la moneda en Colombia, Bogotá, 1945, Caps. VIII y IX). 12. Aunque se le ofrecieron los m inisterios de H acienda y de Tesoro, H errera R estrepo rechazaba por principio empleos oficiales, ciertam ente después de que el movimiento de Regeneración llegó al poder en 1885. L a rep u tación de hombre recto, de buen trabajador y de hombre de espíritu p ú blico de que se habla en Roberto Herrera Restrepo, ¡848-1948, se confir m a am pliam ente en el archivo. Como a todas las exportaciones siguen las desenfrenadas extravagancias de los exportadores, vale la pena ano ta r que en este caso no hay evidencia de ta l cosa. Roberto H errera y su fam ilia vivían y celebraban los rites de passage al nivel aceptado por la b uena sociedad de los cosmopolitas en los años anteriores a 1914. P a ra aquellos como él, el éxito o el fracaso del café significaba nada m e nos que ser miembros de la civilización o ser excluidos de ella. P ára u ti
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lizar una expresión muy u sad a en aquella época, esto era lo que impedía que Colombia se volviera “u n país de cafres”. La reputación internacional de Colombia era v erd aderam ente aterradora: recuérdese el interior de la República de C ostaguana e n Nostromo, de Joseph Conrad, y el hombre Pedro en Victory, del mismo autor. Recuérdese tam bién que Bogotá era un sitio caro p ara llevar u n a vida civilizada y civilizadora: p ara los co lombianos la prim era era m ucho m ás b arata en el exterior. 13. Sobre la política del gobierno hacia el café en los años 1890 (véanse los discursos de Uribe Uribe, G ravam en del café, op. cit., pp. 187-223). Varias de las observaciones de U ribe en estos discursos son apoyadas por el archivo de H errera Restrepo. Al igual que su im puesto a las exportacio nes de café, Uribe Uribe atac ab a el hecho de que el gobierno em peorara la escasez de fuerzas de trab ajo m anteniendo 8.000 hombres en arm as. Las pérdidas en las g uerras civiles tuvieron tam bién su efecto, que él no menciona. Las dificultades de los cultivadores de café con el gobierno tíespué8 de la G uerra de los Mil Días pueden leerse en los núm eros de la Revista Nacional de Agricultura. 14. Exportaciones en sacos, 62 kilos: 1886 1887 1888 1889 1890 1891 1892 1893 1894 1895 1896
15.
528 587 405 450 366 288 500 595 713 1.065 1.564
1897 1898 1899 1900 1901 1902 1903 1904 1905 1906 1907
707 2.397 674 Escasas exportaciones debido a la guerra civil. 1.289 596
1.100 138
Véase el útil comunicado de Mr. Snyder al D epartam ento de Estado, Pre se rit State o fth e Colombian Trade, agosto 21,1903. U. S. N ational Archi ves, microfilm. D espatches from U. S. Consuls in Bogotá, Roll 3, No. 21-bis. 16. C ifras de Monsalve, op. cit., p. 426. L as mejores fuentes p a ra los conflic tos de los años 1920 y 1930 son aún el Boletín de la Oficina Nacional de Trabajo del M inisterio de In d u strias y las varias Memorias del d e p arta m ento de C undinam arca. 17. Cálculos sin descuentos de los libros de Roberto H errera fueron hechos por Darío B ustam ante Roldán en sus Efectos económicos del papel mone da durante la Regeneración (Tesis inédita, U niversidad de Los Andes,
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Bogotá, 1970). A mediados de los años 1880 andaban por el 20%, subien do a 66%, 72% y 65% en 1895, 1896 y 1897. (Véase su “C uadro III”. Su» cálculos acaban en 1899). — 18. H e calculado las cifras siguientes del legajo Cuentas de ventas de cafe. E n libras esterlinas: 1886 1887 1888 1889 1890 1891 1892
2.240 3.460 2.337 2.738 2.049 1.576 2.829
1893 1894 1895 1896 1897 1898 1899
3.266 3.192 5.728 7.976 3.247 7.369 2.128
Las cifras p ara 1886 h an sido calculadas del libro de cuentas S a n ta B á r bara. 19. Mr. Snyder al D epartam ento de Estado, agosto 22, 1905. U. S. N ational Archive, microfilm. D espatches from U. S. Consuls in Bogotá, Roll 4.
E l N o stro m o d e J o s e p h C onrad*
L a im aginación inglesa ha trabajado poco sobre América Latina y quienes m ejor h an escrito en inglés sobre este tem a no son in gleses. W. H. Hudson, autor de FarAw ay and LongAgo, The Purple Land y de otros estudios acerca de la naturaleza del Río de La Plata y de Patagonia, fue un irlandés-norteamericano nacido en Argenti na. Su amigo Robert Cunninghame-Graham provenía de padre es cocés y de m adre española. Joseph Conrad nació en 1857 en Polonia: Joseph Teodor Konrad Nadecz Korzeniowski, “católico, noble, polo nés", como se suscribió en su prim era carta conocida. No conoció a Inglaterra antes de 1878. Empezó su carrera de oficial de m arina m ercante en el Mediterráneo. Ni siquiera su segunda lengua fue el inglés; después del francés fue su tercera. Conrad es el au to r del intento im aginativo m ás profundo que existe en la lite ra tu ra inglesa para com prender u n am biente lati noam ericano. El mismo escribió sobre su obra Nostromo que su ambición fue la de “realizar el espíritu de toda una época en la historia de América Latina", ambición que lo llevó m ás allá de lo docum ental, en la m edida en que el análisis conradiano del “espí ritu de u n a época” trasciende cualquier lim itación geográfica. Nostromo sí comprende una era en la historia latinoam ericana. Pero, adem ás, es la novela m ás ambiciosa de su autor; es u n a de las m ás am biciosas de n u estra literatu ra. Es de las pocas novelas que ha trata d o con éxito la política, con todas sus ambigüedades: un interrogatorio de los motivos de acción, de las leyes de los in-
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Las citas de Nostromo que aparecen en este ensayo fueron traducidas por el autor.
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tereses m ateriales y de las fronteras de sus dominios, de los al cances y limitaciones del proceso, de los enlaces del pasado, del presente y del futuro, tem as algo insípidos así planteados, pero ta n difíciles de trata r, duros tem as de monografía académica, y tanto m ás duros m ateriales p ara i^pa obra de la imaginación. Es te libro se publicó en 1904. Nostromo describe una época crítica de la historia de la Re pública de C ostaguana. La “Provincia Occidental” de Costaguana, Sulaco, tiene dentro de sus lím ites la m ina de plata de San Tomé, “una de las cosas m ás grandes de Sur-Am érica”. La conce sión de esa mina de turbulenta historia y difícil producción ha sido otorgada forzosam ente a un señor Gould, com erciante anglocostaguanero, hijo de u n Gould de la Legión B ritánica que peleó en Carabobo. La concesión ha sido otorgada forzosam ente como pretexto de extorsión. E ste Gould m uere mortificado por la injus ticia de dicho proceder; la m ina fue la gran pesadilla de su vida. Pero su hijo, don Carlos Gould, estudiante en Europa, siente la fascinación de la m ina de distinta m anera: L as m in a s y a tr a ía n p a ra él u n in te ré s dram ático . E stu d ia b a su s p ecu liarid a d e s d esd e u n p u n to de v ista p erso n al, como u n o e s tu d ia los c a ra c te re s v ariad o s de los hom bres. L as v isitab a , como uno v isita p o r cu rio sid ad a los ho m b res no tab les. V isitab a m in a s en A lem ania, en E sp a ñ a , en C o m u a lle s. L as v e ta s a b a n d o n a d a s te n ía n p a ra él u n a fu e rte fascinación: su desolación le lleg ab a al alm a, como la v ista de la m ise ria h u m a n a , que tie n e c a u sa s ta n v a ria d a s y p ro fu n d as. T al vez no te n ía n n in g ú n valor, pero qu izá h a b ía n sido m a le n ten d id as.
C arlos Gould halla en S an Francisco a u n c a p ita lista de “m ente aguda y de carácter accesible”, el señor Holroyd, “u n per sonaje considerable, millonario, fundador y benefactor de iglesias en escala proporcional a la grandeza de su tierra n ativ a”. Además de su deseo de propagar “las formas m ás puras del cristianism o”, Holroyd cree en el destino m anifiesto de los Estados Unidos, y en la Doctrina Monroe: N osotros vam os a d a r la p a la b ra e n todo: in d u s tria , comercio, derecho, periodism o, a rte , política, religión, del C abo de H o rnos a S m ith 's S ound, y m á s allá, si se e n c u e n tra algo que v ale la
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p en a en el Polo N orte... Vamos a h a c e r los negocios e n e ste m u n do, si el m u n d o lo q u iere o n o lo q u iere. No h a y n a d a q u e el m undo p u ed a h a c e r p a ra im p ed ir eso, y se m e ocu rre q u e noso tro s tam poco podem os im pedirlo. E u ro p a debe q u e d a r excluida de e ste co n tin e n te —sig u e a fir m ando— y creo q ue to d av ía no h a llegado la h o ra p a ra n u e s tra in tro m isió n d irecta.
Así es que el señor Holroyd, socio primero, da su apoyo a don Carlos Gould, socio segundo, en contra del “tercer socio ingrato, que es una u otra de esas altaneras cuadrillas de m alhechores que forman el gobierno de C ostaguana”. Carlos Gould logra re ab rir la m ina, y con tenacidad y sobornos inteligentes la m antiene en pro ducción. Su poder e influencia van creciendo; los chismosos lo lla m an “el rey de Sulaco”. Con el apoyo financiero de la m ina, resulta elegido presidente de C ostaguana u n sobrio reform ista, don José Ribeira, que en la capital de S an ta M arta em pieza a gobernar “con hom bres que sí sabían qué son las condiciones de los negocios civilizados”. La República recibe la visita de un inglés im portan te, titulado, gran prom otor de ferrocarriles. Pero u n levantam iento m ilitar en el interior, encabezado por los herm anos M ontero, pronto derriba a Ribeira, y el caos am ena za enseguida a todo lo que Gould ha logrado. E n Sulaco, las fuer zas de la provincia se alejan peligrosam ente del puerto, que que da ocupado por dos fuerzas revolucionarias rivales y am enazado por bochinches de inspiración demagógica. Carlos Gould, hombre por n atu raleza poco político, tiene que d ar su visto bueno a un plan para solucionar los problem as de Sulaco y para aseg u rar el futuro de la m ina de San Tomé, separando la provincia de Sulaco de la república m adre de C ostaguana, y declarándola estado in dependiente. Toma m edidas p ara volar las instalaciones de la compañía, pero sus rifles m ás letales y modernos al fin se em plean con éxito, y la breve guerra entre Sulaco y C ostaguana te r m ina con “u na dem ostración naval internacional” en favor de Su laco. El crucero U.S.S. P ow hattan hace el prim er saludo a la nueva bandera del Estado Occidental. Así triu n fan “los intereses m ateriales”. Pero, dentro del pro ceso, m uere don José Avellanos, au to r de Cincuenta Años de Des gobierno, rep resen tan te de las mejores tradiciones de su sufrido
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país. M artín Decoud, escéptico au to r del plan de separación, se suicida. Don Carlos Gould llega a ta l grado de obsesión con su mina que parece que “vive solo dentro de una circunvalación de metal precioso”. En un momento del triste epílogo del libro le h a cen a la señora de Gould una llam ada telefónica de la m ina: “El señor se va a quedar a dorm ir en la m ina esta noche”. Conrad sigue así: Con visión profética, la señora de Gould miraba su propio futuro como única sobreviviente de la degradación de sus ideales de joven: de vida, de amor y trabajo. En la voz indistinta de alguien que duerme, víctima pasiva y desafortunada de una pesadilla sin misericordia; sin audiencia, balbuceaba las palabras “intere ses materiales". El héroe del título, Nostromo, italiano, capataz de cargadores del puerto de Sulaco, queda corrompido por una carga de plata que con las intenciones m ás heroicas esconde en uno de los m u chos episodios heroicos en que participa du ran te la secesión de Sulaco. El que antes fue “capataz magnífico, que vivía únicam en te en su vanidad elem ental p ara ser adm irado, respetado y reco nocido como indispensable”, después se transform a en hom bre secretivo, re sen tid o , am argado; a ú n an d a en com pañía de los m arxistas. M uere de u n tiro de un viejo exgaribaldino, que piensa que se tra ta del seductor de una de sus dos hijas. El viejo no sabe que, novio de una, Nostromo tiene am ores con la otra, y en la ocasión del disparo fatal su propósito no ha sido m ás que sacar algo de la p lata de su escondite. Agoniza casi solo; su única com pañía es un fotógrafo revolucionario, pequeño, devorado por su odio al capitalism o: “C am arada, ¿tiene disposiciones que hacer?... Recuerde que necesitam os plata en este trabajo. Los ricos tienen que ser combatidos con sus propias arm as”. Nostromo no contes ta, y m uere sin contestar. * * *
Esta creación anglopolonesa de C ostaguana, con la posible excep ción real (si es real...) del México revolucionario, es la república que m ás ha capturado la im aginación anglosajona. Jorge Luis
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Borges, frente al trópico un escritor b astante inglés, adopta el territorio im aginario en su cuento “G uayaquil”1. No veré la cum bre de H ig u ero ta d u p licarse en las a g u a s del Gol fo Plácido, no iré al E stad o O ccidental, no d escifraré e n e sa bi blioteca, q ue desde B uenos A ires im agino de ta n to s m odos y que tien e sin d u d a su form a ex acta y su s crecien tes so m b ras, la le tra de Bolívar... Acaso no se p uede h a b la r de a q u ella rep ú b lica del C arib e sin reflejar, siq u iera de lejos, el estilo m o n u m e n ta l de su h isto riad o r m á s fam oso, el c a p itá n Jo s é K orseniow ski.
Pocos países im aginarios, pocos países verdaderos, tienen vi da ta n d u radera y ta n compleja en la m ente del lector. Conrad fue un gran m aestro de am bientes físicos. La geogra fía de C ostaguana, su geografía física y su geografía hum ana, con vence, y convence sin pedantería. La m ontaña de H iguerota, con su capa de nieve que se ve flotando en el aire desde el mar, el m ar del GolfQ Plácido, que con sus calm as de siglos alejaba a los bu ques de vela y m antenía el aislam iento de Sulaco; las islas frente al puerto, las tres Isabel; la cordillera que hace que el alba llegue tard e a Sulaco; la forma de la república, su gran escala y su be lleza son descritos de una m anera, a la vez m em orable y econó mica, curiosam ente con ta n ta economía que uno no puede hacerle el m apa. Quizá deliberadam ente, la geografía de C ostaguana no es exactam ente viable. La república tiene dos océanos, campo in terior, selvas, cordillera; la provincia de Sulaco queda en el occi dente y uno llega allá o por el Atlántico o por el Cabo de Hornos, pero el país —o los dos países— no figuran exactam ente en el atlas que tenem os. U nas repúblicas físicam ente perdidas, pero no perdidas en la imaginación, y p ara Conrad no perdidas en la m e moria, por cuanto él sí estuvo un rato en el Caribe, por la T ierra Firm e que u n cuarto de siglo m ás tard e iría a ser la fundación física de su novela. Estuvo en las islas del Caribe, en Venezuela y en Colombia, en su prim er viaje fuera de Europa, antes de haber estado en Inglaterra. Conrad comienza su carrera de m arinero en M arsella, en 1874, a los diecisiete años. E n escritos autobiográficos sueltos, y en cartas de rem iniscencias a sus amigos, refiere u n viaje “por
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1875-1876, cuando m uy joven, en las Islas Occidentales o en el Golfo de México m ás bien(...) mis contactos con la tierra fueron breves e interrum pidos”. En otra parte habla así del mismo viaje, de “las m em orias de ese tiem po distante, lejos, cuando todo esta ba fresco, ta n sorprendente, ta n venturoso, tan interesante; pedacitos de costa extraña bajo las estrellas; las som bras de las m ontañas; pasión hum ana al atardecer; chism es medio olvidados; caras ya casi obliteradas por el olvido”. Precisa aú n m ás en una carta a C unningham e-G raham : S i yo m encioné doce h o ras, eso se relacio n a con P u e rto C abello, e n donde estu v e ese año. E n la G u a y ra su b í a la m o n ta ñ a y tu v e u n a v is ta d is ta n te de C aracas. Debo h a b e r estad o dos y medio, tr e s d ías. Ya eso hace ta n to tiem po. Y hubo u n a s h o ra s m á s en o tro s lu g a re s p or e sa co sta ta n d ep rim en te de V enezuela.
Según él, “únicam ente una pequeña m irada, hace venticinco años” fue su experiencia esencial en esta p arte de América del Sur. Sospecho que fue u n poco m ás largo de lo que Conrad y sus biógrafos dicen. El viaje lo hizo en el buque S ain t Antoine, de vela, y la navegación de esta costa por vela fue siem pre dem orada, m á xime cuando quiera que fue en barco pequeño, que hacía b astan te recorrido de cabotaje. En el prólogo a otra novela, Victory, Conrad hace referencia a estos viajes, de su pasaje por Santo Tomás en las Islas Vírgenes “a una baja costa pestilencial de m anglares”. Victory, adem ás, tiene u n personaje colombiano, aunque su ac ción se desarrolla en las islas del archipiélago de Java: “Fue J u a n Pedro, cazador de caim anes, hom bre casi fiera” que C onrad des cribe como u n ser así, que lo am enazaba en ese prim er viaje tr a s atlántico, cerca de S anta M arta, cuando él trató de com prar una botella de limonada. E n Victory: E s u n cazad o r de caim an es. F u e u n a adquisición m ía e n C olom bia, sabes; ¿conoces C olom bia? “N o — dijo Schom berg m u y so rp rend id o — . ¿U n cazad o r de c ai m an e s? ¡Qué oficio ta n curioso! ¿Ya viene de Colom bia, e n to n ces?" “Sí, p ero he estad o v iniendo hace m ucho tiem po".
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Conrad, cuando escribía Nostromo en 1903-1904, había e sta do viniendo de Colombia mucho tiempo tam bién, pero me parece que su corta visita, trein ta años anterior a la concepción del libro, ejerció un impacto fuerte sobre él. Se nota ese impacto en la evo cación geográfica, en los detalles de los muebles típicos de las ca sas, del ferrocarril, de oficina y de tienda, en pequeñas narracio nes del modo de ser de la gente. E n veinte años de vida como m arinero, Conrad debió haber conocido a gente de América L ati na en otras p artes —pasa por Chile, por ejemplo, en donde se am bienta su cuento Gaspar R uíz— pero pienso que mucho del detalle del libro sí es de constatación directa del autor, de su ob servación en Venezuela y en Colombia, en donde se menciona que sus negocios se complicaron en razón de un terrem oto —muy probablem ente el terrem oto de C úcuta del 18 de mayo de 1875—. Sulaco y su Golfo Plácido tienen algo de Puerto Cabello —ta n plácido el m ar que una nave se puede anclar con un cabello— y el Golfo T riste, algo de B arranquilla y algo de C artagena y de Va lencia. La península de Azuera en la novela es muy sim ilar a la de P araguana o a la G uajira. Higuerota puede com pararse con la m ontaña venezolana, pero la descripción en la novela es eviden tem ente realizada por alguien que ha visto desde el m ar a la Sie rra Nevada de S anta M arta. E ste fue su prim er viaje fuera del M editerráneo. Es u n tiem po crítico de su vida, y es intenso. De regreso a M arsella, preso de depresión y de falta de convicción, in ten ta suicidarse con un tiro de pistola en el pecho. No logra herirse gravam ente, pero el in ten to corresponde a un hecho en la novela, el suicidio del escéptico Decoud. Conrad escribe Nostromo después de pensar por un rato, se gún su propia confesión, que no tenía m ás de qué escribir. Escri birlo le significó un esfuerzo terrible, y su correspondencia de esos años nos lo m uestra como a un hom bre pesim ista. Los nervios gastados, tal vez porque, en parte, estaba reviviendo u n tiempo lejano de su vida, tiempo que había sido de experiencia intensa, pero tam bién de dudas y de incertidum bres.
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Distantes e intensas, distantes o intensas, esas memorias persona les sobre las cuales he especulado arriba no fueron suficientes, en sus propias palabras, “para edificar todo un libro por encima". Con rad tuvo que recurrir a otros tres tipos de fuentes —los libros, los hombres y los cuentos—, las noticias y los chismes contemporáneos a la gestación de su libro. Vamos a examinarlos en ese orden. No ha sido muy difícil h allar cuáles fueron los libros que Con ra d em pleaba2. El incidente del barcito lleno de plata que esconde Nostromo du ran te la separación de Sulaco de C ostaguana, viene de una autobiografía de u n m arinero estadounidense, Frederick Benton Williams, Orí M any Seas, The Life a n d Exploits o fa Yankee Sailor. La lectura de este libro, relato sencillo y poco elabora do, fue uno de los prim eros estím ulos p ara Nostromo. U na vez en obra, C onrad buscó otros refuerzos. De los principales, uno tra ta de Venezuela y dos del Río de la P lata. Para refrescar la memoria sobre T ierra Firm e utilizaba a Edward B. Eastwick, Venezuela, or Sketches in the Life o f a South American Republic, uiith the History o fth e Loan o f 1864 (London, 1868). Mucho detalle le viene de este libro: Conrad sigue a E as twick en ciertas descripciones físicas —la Casa de Aduana, la casa de la familia Avellanos, el “paraíso de culebras” en donde se en cuentra la m ina—. La historia de las m inas de Aroa, en un tiempo propiedad de Bolívar mismo, es algo así como la historia de la mina de San Tomé. Tam bién prestados, o refrescados, por Eastwick, son los dim inutos pies de las dam as criollas, ciertos epítetos políticos —“godos y epilépticos”, el “negro liberalismo” de la época y los ra s gos del carácter del presidente venezolano Falcón y del general venezolano Sotillo—: el coronel Sotillo de la novela tiene el mismo apellido, adem ás de la misma rapacidad y sevicia. De libros viajeros ingleses empleados como fuentes, el segun do es de George F. M asterm an, Seven Eventful Years in Paraguay, (Londres, 1869). Médico al servicio del gobierno de Francisco So lano López, M asterm an pasó por muchos sufrim ientos du ran te la guerra de la Triple Alianza, que al fin acabó con López y tantos otros paraguayos. De su libro, C onrad toma prestados ciertos to ques descriptivos —las m uchachas del pueblo de Sulaco son p a raguayas en sus vestidos y adornos— y b astan tes apellidos: Corbalán, M oynygham , Bergés, Fidanza, Decoud (este últim o del
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libro de S ir Richard Burton, Letters from the Battlefields o f Para guay). M ás significativo aún, tom a de P araguay mucho de la his toria de los prim eros años de C ostaguana independiente: la tira nía de Guzm án Bento, en su esencia de Paraguay, aunque con nom bre m ás venezolano; las to rtu ras —los paraguayos em plea ban “el cepo colombiano”—; la iglesia servil con sus sórdidos ca pellanes m ilitares; la atm ósfera de miedo supersticioso. Tam bién otros apodos políticos: macaco, que significaba mico, que signifi caba brasileño en esa era del desafío paraguayo. El tercer libro que vale la pena destacar es el de las m em orias de G aribaldi, que aportaron tam bién mucho a Conrad p ara la tem p ran a historia de C ostaguana, en la p arte que tra ta sobre sus av en tu ras en la Banda O riental del Uruguay. E stas m em orias de G aribaldi provocan así mismo en Nostromo las m editaciones so bre el significado de la libertad en dos épocas y dos continentes distintos. Las escenas de la vida de Garibaldi y las de la fragm en tación de Costaguana son meditaciones que giran alrededor de la figura de Viola, viejo garibaldino dueño de un hotelito en Sulaco, para quien las luchas locales "no son de hom bres que añoran la justicia, son luchas de ladrones”. Ni Eastwick, ni M asterm an fueron autores con m arcada sim p atía por el am biente que describieron, aunque, a pesar de sus experiencias, M asterm an permaneció largo tiempo en Paraguay. E n verdad, Eastwick es muy poco amable: su libro abunda en lugares comunes acerca de riquezas n atu rales que no aguardan para su explotación sino un orden público que los nativos son por su n atu raleza incapaces de garantizar. Hom bre que hizo su c arre ra en la India británica, echa de menos el poder y la disciplina de ese medio y favorece el saludable efecto de dem ostraciones n av a les sobre los nativos. Le choca m uchísimo la falta de deferencia de los estrato s bajos de la sociedad venezolana, la fam iliaridad de sus m uchachas de servicio, la conversación igualitaria de su sas tre caraqueño. Como casi todos los viajeros europeos del siglo p a sado, tuvo poca curiosidad y aún menos intuición sobre los m eca n ism o s políticos de los nuevos estad o s de A m érica L a tin a . M asterm an, en cambio, fue un crítico m ás radical:
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Los esp añ o les com etieron dos g ra n d e s e rro re s en la A m érica del S u r: e sc lav iz a r a los in d íg e n a s y te n e r re lacio n es con ellos. El p rim e ro fue u n a in ju stic ia cruel con los in d íg e n a s, y el segundo, u n d añ o irre p a ra b le q u e los esp añ o les se hicieron a ellos m is m os: e n lu g a r de e le v a r la ra z a con la cu al se m ezclaron, se h u n d ie ro n al m a s bajo nivel. E sta locura los h a conducido al castig o de su crim en. L as g u e rra s civiles sin fin de los m estizos tu rb u le n to s, perezosos y sin ley, e s ta s m a ta n z a s al p or m ay o r q u e h a n despoblado a provincias e n te ra s, no son sino el re su lta d o del e rro r p rim ario . Y tem o que n o v an a te rm in a r a n te s de q u e desap arezca toda la ra z a m ezclada, h a s ta cuando los descen d ien tes de los opresores y de los oprim idos h a y a n sido acabados p o r la venganza te rrib le que m erecen la s a tro cid ad es de los co nquistadores. iSi ellos h u b ieran adoptado las sabias prácticas de nuestros colo nizadores de A m érica del N orte, y no h u b ieran tenido tales re la ciones con los indios, el resu ltad o h ab ría sido ta n diferente en todo!
No es, entonces, únicam ente como fuentes de detalles y ape llidos que estos dos libros tienen interés para el crítico: son una m u estra del grado del prejuicio que C onrad logra vencer, o del cual escapó. Tal vez ambos, Eastwick y M asterm an, son m ás anglocéntricos que el viajero mediano de nuestro siglo pasado, pero su tendencia no es nada excepcional. Dos personas con quienes tra ta b a Conrad cuando escribía Nostromo fueron R obert B. C unningham e-G raham y Santiago Pérez Triana. C unningham e-G raham conocía muy bien el Río de la P lata, como dem uestran sus libros pero en los años 1903 y 1904 todavía no había conocido mucho de Venezuela ni de Colombia. No había escrito aú n sobre Páez ni sobre Jim énez de Quesada, ni había hecho el viaje que produjo su libro —bello pero poco infor mativo— sobre Cartagena and the B anks o f the Sinu, viaje que hizo en busca de ganado para los ham brientos ingleses durante la prim era guerra m undial. Su correspondencia con Conrad ha sido publicada y tra e m ucha información sobre la elaboración de Nostromo3. C unningham e-G raham le da apoyo, consejos, infor mación. Conocía parte de la historia de Venezuela por su ances tro: su antepasado, el almiranLe Fleeming, excedió sus órdenes y apoyó al general Páez en la disolución de la G ran Colombia. Y arregló un encuentro en tre Conrad y Santiago Pérez Triana.
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Pérez Triana es el modelo para don José Avellanos en Nostro mo. Por esa época vivía en Londres, escribía bastante en su revista Hispania, y publicó con prólogo de Cunningham e-Graham su libro De Bogotá al Atlántico, casi al mismo tiempo que Nostromo. Según toda la evidencia conversaba muy bien, y según todas las prob abilidades hablaba muy mal de los gobiernos colombianos de tiem pos recientes y del gobierno de ese entonces. Patriota, sí, pero muy liberal y muy hijo de don Santiago Pérez. Hombre de mundo y de experiencia diplomática, hay ecos de él tal vez en las opiniones y en la conversación ta n diáfana (para utilizar palabra común pero ex presiva) de don José Avellanos —“somos una vergüenza y una co midilla entre los poderes del mundo”— y su afán de hallar para su Costaguana “an honorable place in the community of nations —un lugar de honor entre las naciones del mundo”. Los sucesos que influyeron en la composición del libro fue ron, sin duda, an te todo el proceso de la separación de Panam á y, en segundo lugar, las crecientes tensiones alrededor de la Ve nezuela de C ipriano C astro. Se nota la presencia del prim ero en toda la construcción del libro y rasgos del castrism o, de don Ci priano, en las fuerzas dem agógico-nacionalistas del interior de C ostaguana. Hay elem entos del Río de la P lata, pero en su esencia el esce nario es venezolano, colombiano, panam eño. “C ostaguana” —es cribe su au to r—, significa un estado suram ericano cualquiera: por eso la mezcla de costum bres y de expresiones. C’est uoulu. Yo no recordaba mucho y no recordaba n ad a”. Pero el resultado no es exactam ente así: los elem entos paraguayos y uruguayos sí dan cierto sensacionalismo al pasado costaguanero, pero no dan la atm ósfera de los eventos de la novela. C ostaguana, en su geogra fía, sus recursos, su raza, su política, es un estado del trópico, estado de los que libertó Bolívar; como reconoce Borges, en el cuento referido, el vuelo Ezeiza-Sulaco es un vuelo largo, del Río de la P lata al Caribe. El destino de tal vuelo fue fruto de memoria, de lectura, de conversación, pero sobre todo de la imaginación de Joseph Con rad. “La imaginación, no la invención, es m aestra suprem a del arte como de la vida”, escribió. Describe así el esfuerzo que Nos tromo le costó:
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Yo lu ch ab a con el C re a d o r m ism o p o r e sa m i creación, p o r los cabos de su costa, p o r la oscu rid ad del Golfo Plácido, la luz sobre la nieve de su s m o n ta ñ a s, p or el soplo de vida q u e tu v e que d a r a la s form as de los ho m b res y de la s m u jeres, latin o s y an g lo sa jones, judíos y g entíos. P a lab ra s de exageración, ta l vez, pero es difícil c a ra c te riz a r de o tra m a n e ra la in tim id a d y la a n sie d a d de u n esfuerzo creativ o que involucra to d a la v o lu n tad y to d a la conciencia... Si uno b u sca u n p aralelo m a te ria l p a ra esto no h a y sino el esfuerzo som brío de h a c er el p a saje del Cabo de H ornos a l occidente, p or el invierno, esfuerzo que p arece sin fin.
¿Cómo le fue al autor de este intenso esfuerzo? M uchas feli cidades menores, en la evocación geográfica ya mencionada, en los detalles de vida diaria, vida política de personajes menores, de retórica, cosa difícil de hacer sin exageraciones. M uchas veces, en lo que es puro invento de Conrad, uno encuentra símiles con la historia de esta parte del mundo: ta n sem ejante lo que escribe él sobre la línea telégráfica, fragilísim a m uestra del progreso, a lo que escribe Max Grillo en Emociones de la Guerra, cuando cuenta cómo se siente cuando por deber de liberal le toca cortar esa m is ma línea con su m achete; el político Pedrito Montero de la novela arm a toda una teoría del “Cesarism o Democrático"; así lo llam aba Conrad, con la m ism a frase, años antes de que Laureano Valleni11a Lanz publicara su libro con ese mismo título en Venezuela; M artín Decoud, escuchando “¡Viva la Libertad! Abajo el Feudalis mo!” se pregunta: “¿Qué se im aginan ellos que sea el feudalismo?" —esto m uchos años antes de hacer la m ism a pregunta los escép ticos que m iram os la lista de publicaciones de la editorial Siglo XXI, y sufrimos los debates bizantinos sobre el mismo tem a—. Y Decoud, que puede reg resar a Europa y dejar el conflicto a otros, se siente incapaz de abandonar a su gente, de confesarles su in tención de regresar en el buque del próximo mes. Uno recuerda esa ca rta de Luis Lleras a Rufino Cuervo, en 1885, en la cual en medio de la guerra civil en la cual va pronto a m orir hace constar en sí mismo igual incapacidad. Creo que esto nos lleva otra vez a la prim era anotación de este ensayo: que Conrad no fue inglés. El único autor inglés de su tiem po con igual talento para p en etrar en una cultura ajena fue R udyard Kipling, tam bién nacido fuera de Inglaterra, en la India, escritor cuyas conclusiones no difieren tan to de las de Conrad,
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aunque de fachada muy distinta. Conrad nació, repito, “católico, noble, polonés"; el católico se volvió hombre de m uchas dudas; el noble se transform ó en capitán de m arina; pero mucho del polo nés quedaba. Difícil, aun imposible, para un inglés de ese tiempo, m irar y describir a los ingleses como lo hace Conrad en Nostromo; y, como polonés, C onrad conocía la pasión y la tristeza del nacio nalism o polaco del siglo XIX, nacionalismo frustrado de m anera distin ta al nacionalism o costaguanero, pero igual de frustrado. Como Decoud, C onrad se conmovía in spite o fh im se lf con las no tas de pasión y de tristeza que se oían en C ostaguana, notas que no se oían en la m ás refinada escena de la política europea. Se confiesa, por boca de Decoud, de quien el tem peram ento es ta n conradiano, “m ás costaguanero de lo que yo había creído”. No tie ne ese “sentido común inglés que consiste en no pensar los asu n tos dem asiado”. F ren te a las muy diversas creaciones hum anas de su libro, se coloca en posición de pasiva neutralidad: H ay algo in fa n til en la rap a c id a d d e la s ap a sio n a d a s ra z a s del sur, de m en te en cierto modo desp eg ad a; esto les fa lta a los n o r teñ o s con su nebuloso idealism o, esos n o rte ñ o s que a la m en o r provocación em p iezan a so ñ a r con la c o n q u ista del m undo.
Pocos escritores de 1900 hubieran podido escribir am bas p ar tes de esa frase... Y ningún otro escritor de lengua inglesa ha tenido en mismo grado lo que un crítico contemporáneo señaló como su éxito m ás im portante: “Esclarecer la lucha de ideales en u n a guerra sórdida, m ostrar lo serio por debajo de las apariencias del heroísmo ridículo”. Conrad va m ás allá del sentim iento fácil de tan to s com entaristas de ambos continentes. Y va m ás allá tam bién que los que han visto en Nostromo no m ás que u n a denuncia tem prana del neocolonialismo de la pre ponderancia norteam ericana. El pasado aislado de C ostaguana no es n ada feliz, no es ningún paraíso —excepto para las cule bras—. Sin la presencia de los grandes “intereses m ateriales” el país no va a ten er ni paz ni justicia, opina Carlos Gould: U na vez que los in te re se s m a te ria le s p onen pie firm e, tie n e n que im p o n er condiciones q u e g a ra n tic e n su p ro p ia sobrevivencia; ha cer dinero acá se ju stifica fren te a la a n a rq u ía , a la fa lta de
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ley; se ju stific a p orque la seg u rid a d q u e exige tie n e q u e s e r com p a rtid a con u n pueblo oprim ido; d e trá s viene u n a ju s tic ia mejor.
Los intereses m ateriales tienen su papel, su esfera, que no se puede negar sin sentimentalismo; pero, como dice el doctor Monygham , uno de los pocos seres del libro que conserva su integridad: E n su d esarro llo no h ay p az ni descanso. T ie n e n su ley, su ju s ticia. No o b sta n te , se fu n d a n sobre lo co nveniente, y esto es in h u m an o ; no tie n e n re c titu d , no tie n e la co n tin u id a d n i la fu erza que ú n ic a m e n te p u ed e te n e r u n principio m o ral... el tiem p o v a a lle g a r cuan d o la C oncesión G ould y todo lo q u e re p re se n te p e sa rá n ta n fu e rte m e n te sobre el pueblo como todo el b arb a rism o , la c ru eld ad y el desgobierno que hace pocos años conocimos
N ada tiene valor intrínseco, ni m inas, ni nuevas repúblicas de secesión. Novela llena de política, Nostromo señala las lim ita ciones de la política. En otra parte Conrad escribe directam ente así: “Las instituciones políticas, si son derivadas de la sabiduría de los pocos o de la ignorancia de la mayoría, son incapaces de aseg u rar la felicidad h u m ana”. La acción tiene resultados incier tos, pero igual de dudoso es no actuar. Conrad pone en m ente de la señora de Gould u n ideal de realización casi imposible: “P ara que la vida sea ancha y llena tiene que m an ten er el cuidado del pasado y del futuro en cada momento pasajero del presente”. Tal sentim iento es poco común en la pequeña república m aterialista de Sulaco, con sus m ayorías de “corta visión para el bien y para el m al”. Libro ambigüo, la prim era página de Nostromo tiene u n lema de Shakespeare: “So foul a sky clears not w ithout a storm ” —cielo ta n nublado no se limpia sin torm enta—”. ¿A cuál cielo el lector debe aplicar ese lema? ¿Al cielo de la C ostaguana de prin cipios del libro, o al cielo de Sulaco a su fin?
N otas 1.
En E l Inform e de Brodie, Buenos Aires, 1970; es curioso n o tar cómo Borges en su cuento ha casado a la señorita Avellanos; según Conrad queda ba esta única hija soltera, “la ú ltim a de los Avellanos”, fiel a la m em oria de M artín Decoud.
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2. 3.
N orm an Sherry, Conrad's Western World, Cambridge U niversity Press. Ed. G. Watts, Correspondence between Conrad a n d Cunninghame-Graham , Cambridge U niversity Press.
J o s e M a r ía V a r g a s V il a
E s t e es el tercero y últim o ensayo que escribo sobre Vargas Vila. El prim ero fue u n corto artículo para el Tim es Literary Supplement, de Londres, el 6 de agosto de 1976. El segundo forma u n capítulo en Sergio Bagú y otros, De his toria y de historiadores. Homenaje a José Luis Romero, México, siglo XXI, 1983, pp. 157-166. José Luis Romero había asistido a u n a conferencia m ía sobre Vargas Vila en Buenos Aires, en 1975, que fue seguida por u n alm uerzo y una larga sobremesa. M ostró un m em orable entusiasm o por los grandes malos es critores de m uchas literatu ras. Recuerdo que su voto por el Var gas Vila argentino lo dio por Hugo Wast y que su gran escritor malo preferido era M anuel Fernández y González, au to r de El cocinero de su m ajestad (Memorias del tiempo de Felipe III). E s pero que pronto alguien reedite esta obra m aestra que Romero recom endaba con ta n ta gracia y con tan to fervor. Cuando Vargas Vila pasó por Buenos Aires en 1923, Hugo Wast dijo que los libros del visitante eran lectura para su cocinera, Vargas Vila contestó con la observación de que en ciudades de segunda categoría, como Buenos Aires, las cocineras eran n atu ralm en te m ás inteligentes que los críticos. E ste tercer ensayo apareció como introducción a “sufragio”, M. Deas, ed., Vargas Vila: Sufragio, Selección, Epitafio, Bogotá, Banco Popular, 1984. Fue u n intento de cortar relaciones con el difunto.
E n su biografía reciente de Daniel Cossio Villegas, Enrique K ranze cuenta que u n a vez el m aestro encontró en casa de u n
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amigo unos libros de Vargas Vila, y enfurecido los echó por la von tan a. P ara que un lector, editor, historiador, pueda tra ta r así cual quier libro, éste tiene que ser bien malo: casi no puede trat-arm de libros, sino de objetos de otra especie. Físicam ente, mucha» ediciones m odernas de Vargas Vila son miserables, y no merecen por su apariencia m ás respeto que una fotonovela. La mayoría tampoco m erece mejor trato por su contenido, y alabarlos o ven derlos es una estafa hecha al crédulo público, aunque sea una estafa repetida m uchas veces. Por m uchas razones el gesto de Cossio Villegas se justifica: las novelas de Vargas Vila nunca fueron buenas y hoy son ilegi bles; gran parte de su prosa política es fatigante por el estilo, ade m ás vacía y m entirosa, pomposa y cantinflesca, adolescente con todo lo malo de la adolescencia. Después de leerlo por un par do días, cualquier lector debe e sta r de acuerdo con el general Reyes, en que “hay que desvargasvilizar a Colombia”. Siendo el caso que su influencia se extiende por m uchas otras partes, mejor decir que hay que desvargasvilizar a América L atina, y confieso que este propósito en parte me da aliento p ara escribir este prólogo y hacer esta selección de sus escritos. ¿Por qué no seguir entonces el ejemplo arriba citado de botar los libros por la ventana, con la esperanza de que no van otra vez a la calle pero, esta vez, sí a la caneca de la historia? S erían ne cesarios muchos m aestros botando por muchos años por m uchas ventanas, y, como en el caso de las m uchachas trap e ras en la pla ya de Alicia en el país de las maravillas, au n entonces uno duda ría todavía de la posibilidad de la limpieza. El fin añorado por el general Reyes se consigue mejor tal vez por vía del análisis de un prólogo y la hom eopatía de una selección, unas gotas del veneno. Hay o tras razones menos p u ritan a s para re p a sa r su obra. P rim era, la vida del au to r y su significado histórico. Lo in ag u an table de casi toda su obra no dism inuye el interés singular de su carrera y de su proyección sobre su propio tiem po y sobre el m e dio siglo que ha transcurrido desde su m uerte. Su vida de u ltra tum ba está llena de sorpresas, y es al mismo tiem po cómica y sugestiva. Ahora, dentro de los “108 libros” que publicó —y no se sabe de los “4 no publicados" y de las m em orias inéditas que ya están adquiriendo cierta notoriedad— hay un corto núm ero de
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páginas que, por ser ingeniosas, acertadas, o aun a veces conmo vedoras, vale la pena rescatar. La pena espero haberla tenido yo, y que no vaya a ten erla el lector de esta selección. O jalá sirva como compendio —“lo esencial de Vargas Vila”—, como diversión y como advertencia.
SU VIDA1 José M aría Vargas Vila nació en Bogotá el 23 de junio de 1860, el cuarto hijo del general J. M. Vargas Vila y de su señora Elvira Bonilla M atiz. La fam ilia de su padre era de origen santandereano, y el general partidario del general Meló y después de Tomás C ipriano de M osquera. M uere cuando José M aría tiene cuatro años, dejando viuda y cinco hijos, entre ellos dos niñas que des pués serán monjas. José M aría peleó en la guerra de 1876 y tal vez estuvo en la b atalla de G arrap ata. Parece que fue m aestro de escuela en Ibagué, Guasca y Anolaima. Con ayuda de José Joaquín Ortiz, lejano pariente suyo, consigue en 1884 un mejor puesto en el Liceo de la Infancia, colegio bogotano que a juzgar por los apellidos de sus alum nos parece bien “oligarca", regentado por el presbítero To m ás Escobar. Al año siguiente, en una carta al periódico L a Ac tualidad, Vargas Vila acusa a Escobar de actos homosexuales con alum nos del colegio, y suscita así u n gran escándalo. Se dice que “m anos pías” han m utilado en parte las coleccio nes de La A ctualidad que sobreviven; sin embargo existe impreso el folleto “C ausa contra el presbítero D. Tomás Escobar: Alegatos de los Defensores y Documentos”, el cual b asta para nuestros fi nes aunque no sacia n u estra curiosidad2. El padre Escobar por lo menos a los ojos ingleses fue im prudente: C u a rto hecho: El en c o n tra rse T om ás Escobar, solo o aco m p a ñ a do, en la cam a de los alu m n o s predilectos. (D efensa): Sólo u n ex trav iad o criterio m o ral h a podido h a lla r e n e ste hecho u n in dicio de la resp o n sab ilid ad de m i defendido.
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Pero los criterios morales no se extraviaron y el jurado le absol vió. El proceso se desarrolla en vísperas de la caída del liberalismo, y los problemas del Liceo de la Infancia tienen su aspecto político. El redactor de La Actualidad es J u a n de Dios Uribe, “el Indio", notorio clerófobo quien después de la derrota de 1885 va a seguir en el exilio su carrera de periodista peregrino sim ilar a la de Vargas Vila, hasta su m uerte en Quito, donde vive como panfletario a suel do ocasional de Eloy Alfaro. Uribe y Vargas Vila se corresponden y los dos se apoyan m utuam ente, intercambiando piropos periodísti cos a larga distancia. El inspector de policía que investigaba el caso fue el general Aristides Fernández, después famoso brazo fuerte de los conservadores a fines de la G uerra de los Mil Días. El defensor principal del cura Escobar —lo llama “miembro de una de aquellas familias austeras, laboriosas y profundam ente cristianas, que ta n to abundan en el pueblo noble y fiel”— fue Carlos M artínez Silva, conservador que term ina su alegato así: Y p u esto que en el p re s e n te caso n a d a p u e d e h a c e rse p a ra cas tig a r la in iq u id ad , de que m e quejo, que sirv a al m enos e ste juicio de sa lu d a b le e n se ñ a n z a . P u e d a que al m e d ita r sobre ella, n u e v as voces se u n a n a la s que fo rm an ya in m en so coro, pidiendo c lam o ro sa m en te se g u rid ad , o rd en y ju s tic ia p a ra e s ta sociedad d e sa m p a ra d a .
Los defensores hallaron a cuatro compañeros de arm as de Vargas Vila de la guerra de 1876, quienes le acusaron de tran svestismo, sodomía y mal manejo de fondos. Suscriben en los do cum entos la rectitud m oral de Escobar, entre otros, el futuro a r zobispo B ernardo H errera Restrepo y un exalum no de su colegio, José Asunción Silva, a quien después de su m uerte, aquellos que tejen la leyenda de Vargas Vila, hacen figurar como amigo íntimo de juventud. Parece que Vargas Vila no estab a en Bogotá du ran te el proceso, y que ni en ese entonces ni después se defendió de estas acusaciones. Su reputación sale m al librada, y se perfilan aspec tos del futuro panfletista. Su carta a L a Actualidad contem a un famoso párrafo que empezaba: ¡Yo he visto! ¡Yo he visto! se ñ o r redactor. Yo h e v isto a rra n c a rs e de los ojos de
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los niños la v enda de la inocencia p or la m an o valero sa del h o m b re que e sta b a d e stin a d o a educarlos.
Pero después confesó que no había visto nada, y concluyó por decir que si había empleado aquellas palabras, había sido “a m a nera de figura". Aquí M artínez Silva fue devastador: No sé q ué nom bre te n g a e sta figura en los m a n u a le s de retó ric a po rq u e V argas Vila ley era en la escuela; lo q u e sí sé es q u e e n los códigos de m oral de todos los pueblos, eso de a firm a r u n hecho g rav e co n tra la rep u ta c ió n de u n individuo, sin poderlo so ste n e r d espués, se ap ellid a lisa y lla n a m e n te u n a v illan ía.
De interés para el análisis de la futura carrera de Vargas Vila es tam bién lo siguiente: El señ o r Vargas Vila fue expulsado del colegio que reg en tab a en e sta ciudad el doctor Escobar, porque con la p etu lan cia que le es ingénita, al tr a ta r de m edir, desde la a ltu ra que de súbito coronó, la distancia que sep arab a su pasado del p resen te, le acometió fu er te vértigo, se creyó g ran d e y superior al que le había brindado su m ano p a ra sacarlo de la oscuridad y de la m iseria, y em prendió la in g ra ta labor de desprestigiarlo e n tre los alum nos, de c e n su rar todas su s providencias y de g ran jearse el cariño de los niños, a costa de la reputación del director, sin re p a ra r en medios. T ales faltas de disciplina y h a s ta de decencia, que Vargas Vila se esfor zaba en b o rra r con otras ta n ta s p ro te stas de adhesión al doctor Escobar, vinieron a se r m uy frecuentes; de ellas tuvo conocimiento el agraviado, y al fin, en la im posibilidad de corregirlas, ag o tad a la paciencia, resolvió e x p u lsar del establecim iento al culpable, sin consideraciones de n in g ú n género, como lo d em u e stra el desenlace casi violento que tuvo la determ inación, desenlace que nos lo p in ta n los m ism os au to res en la diligencia de careo.
“C en su rar todas (...) providencias (...) granjearse el cariño de los niños (...) sin re p a ra r en medios”: eso iba a hacer Vargas Vila m uchos años m ás. Y ya m ostraba su talento de acuñar frases que hicieron carrera: la frase del Liceo de la Infancia fue “la corrup ción tam bién tiene su pudor”. Aun suscitó cierta adm iración en M artínez Silva. De Bogotá se había ido a Tunja, a “casa del canónigo Leandro M aría Pulido”. Los canónigos de T unja no son en nada confiables,
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y éste le consiguió u n puesto como m aestro de escuela en Villa di' Leiva. En la playa hay una placa que m arca su estadía y que allí dice que escribió El Maestro de Escuela. (No obstante, parece que lo escribió después —la obra no tiene la m enor im portancia, y el detalle únicam ente tiene interés como un ejemplo m ás de cómo bo va formando la leyenda; la placa es reciente—). Pronto viene In guerra civil de 1885. Al fin de esa guerra Vargas Vila se encuentra fugado, refugia do a autoexiliado en Venezuela. No se sabe precisam ente lo que hizo d u ran te la guerra. No es imposible que fuera entonces secre tario del bizarro general Hernández, el héroe de H um areda, pero el general H ernández m urió allá sin dejar a flote su archivo. No es del todo imposible que Vargas Vila, como escribe en un curioso prólogo fechado en 1914 su secretario Ramón Palacio Viso, fuese “general de guerrillas, a los veinte años, (...) y comandaba en jefe contra Próspero Pinzón” —pero es bien poco posible— . Se va a Venezuela por la vía de los Llanos, donde se hospeda un tiempo en la hacienda El Limbo del general Vargas Santos, otro pariente lejano suyo. Es perseguido “por el coronel Pedro M esa”. (No sólo curiosa, sino tam bién significativa, esta m anera como se cuenta siem pre su vida con inútiles nombres propios, como el de este coronel, y el del servicial canónigo de Tunja: el decorado hace el cuadro m ás convincente, una técnica decimonónica equivalente a las falsas precisiones estadísticas de nuestros días). En 1886 llega a Rubio, Táchira, donde trabaja en un periódi co, La Federación, según la leyenda, “clausurado pocos días des pués a instancias de los regeneradores colombianos ante el go bierno dictatorial de G uzm án Blanco”. Muy poco probable. Lo que sí es cierto es que su carrera de escritor y de periodista de pronto va bien en Venezuela. Tiene aureola de perseguido, la cual nunca deja de cuidar, y escribe Aura o las Violetas, novela tan com pleta m ente “m archita” que posteriorm ente daría lástim a aun a su a u tor, hecho que no ha impedido m uchísimas ediciones, la últim a para vergüenza de sus gerentes de Plum a y de La Oveja Negra. Publica tam bién sus prim eras prosas políticas, Pinceladas de la ultim a revolución, que después aparecen bajo el título de Pretéri tas. Como acertó el inefable Palacio Viso en su prólogo de 1914, “no ha tenido pues, razón el m aestro, para oponer la encarnizada
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resistencia que ha puesto a la publicación de estas páginas”. To davía son legibles, y tienen cierta im portancia histórica, no nece sariam ente por ser verdaderas. Trabaja en otros periódicos de provincia y hace uso de la palabra en público, aunque no son exac tam ente conferencias, ni son discursos lo que produce. Dos m ues tra s reim presas con inexplicable frecuencia son En S a n Cristóbal del Táchira, el 20 de julio de 1887, y E n el Ateneo de Maracaibo, el 21 de enero de 1888. E stas tienen cierto interés como m uestra de los gustos y de la paciencia de su época. E n 1888 se traslada a C aracas y allá produce una pieza que sí es obra m aestra en su género de oración masónica de cem ente rio. Su Discurso ante la tum ba de Diógenes Arríela va a se r apren dido de m em oria por varias generaciones liberales: Y tú , ¡oh M uerto Ilustre!: d u erm e en paz, al calor de u n a tie rra am iga, a la som bra de u n a b a n d e ra gloriosa, lejos de aquel Im perio M onacal que nos desh o n ra; d u erm e a q u í en tie rra libre tu tu m b a s e rá sag rad a; a q u í no v e n d rá n , en la noche silenciosa — como iría n a tu p a tr ia — los lobos del fan atism o a a u lla r en to m o a tu sepulcro, h am b rie n to s de tu gloria; ... tu lo dijiste: "Aquel que dijo a L ázaro: ¡L evántate! no h a v uelto en los se p u l cros a lla m a r”; no lla m a rá en el tuyo. D u erm e en p a z ”3.
E n política es fiel seguidor de Joaquín Crespo —tam bién se dice, y puede ser cierto, que fue “secretario privado” de ese no muy letrado caudillo— . Su carrera pasa por varios altibajos siguiendo a esa estrella, al “Páez de los tiempos modernos venezolanos”, como él lo llama. (Lo llam a tam bién “austero como u n esparciata, y sencillo como Probo, el viejo em perador”; recordemos que fue Crespo quien edificó el Palacio de M iraflores como residencia pri vada). Pasa u n a tem porada de exilio en Curagao y en N ueva York, regresa a Venezuela en 1893, pero m uere Crespo en la escaram u za de la M ata C arm elera al año siguiente. Sus perspectivas polí tico-periodísticas d eclin an p a ralelam en te con el "liberalism o
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am arillo”. El último golpe es la tom a del poder en 1899 por C ipria no C astro, personaje muy vargasvilesco, pero enemigo suyo en In política tachirense y venezolana. Después de la m uerte de Crespo, Vargas Vila vivió un tiempo en N ueva York —las fechas y direcciones de sus movimientos en estos años no son m uy claras—. En Nueva York conoció a Josó M artí y a Eloy Alfaro. Alfaro, quien siem pre fue su admirador, llegó al poder en el Ecuador en 1895 y m antuvo correspondencia con él4. Se dice que Vargas Vila hizo su prim er viaje a Europa en 1898 como representante diplomático del Ecuador ante el gobier no de Italia. Concluida su m isión —¿cuál misión sería?—, tuvo otra corta estadía en Nueva York, donde fundó su propia revista, Némesis: duró m ás de lo que en años recientes ha durado A lter nativa, pero hizo aún m enos impacto. Según la leyenda, por su actitud crítica frente a la política de los Estados Unidos fue “declarado persona no grata en Nueva York” en 1903. De todos modos regresa a Europa, continente que no dejó h asta 1923. De nuevo sus míticos peregrinajes entre Francia, Ita lia, España y Suiza son difíciles de seguir. E n 1905 figuró con Rubén Darío, a quien había conocido desde 1990, en el arbitraje de una cuestión de límites entre Nicaragua y Honduras, sometida al Rey de España; Vargas Vila era cónsul general de Nicaragua en Madrid, nombrado por el gobierno liberal radical de José Santos Zelaya. Formó parte de una bohemia diplomático-literaria latinoam ericana de principios de siglo, de la cual los nombres que m ás se mencionan son Darío, Gómez Carrillo, Ñervo, Blanco Fombona, Ugarte, Pérez Triana, Lugones, Zum eta5. Estos lejanos precursores del “boom” son tal vez el prim er grupo de escritores latinoamericanos que lo graban una vida literaria europea a cierto nivel y en cierto número. Sus imaginados placeres indudablem ente acrecentaban su fama en sus repúblicas de origen, y uno reconoce en esto una tem prana m uestra de aspiraciones que aún perduran: no únicam ente fama y dinero, sino fama y dinero en París y en Barcelona (y u n consulado de vez en cuando si es conveniente). Vargas Vila hizo una fortuna con sus libros, y em briagaba a sus lejanos lectores con la lista de sus propiedades: “U na villa en Autenil... ‘Villa Ibis’ en Málaga, ‘Villa Schultz’ en S u iza,... una torre en las afueras de Barcelona, apartam entos en esta ciudad y Madrid...
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'San Angelo’, lugar de descanso en Sorrento”. ¿Propiedades? Tal vez las alquilaba, tal vez las hipotecaba, tal vez no existían, o tal vez él descansaba en Sorrento del esfuerzo de moverse entre una y otra. No sabemos; sólo sabemos que se mencionan en sus prólogos, y que sí es probable que en esos años hiciera mucho dinero con las edito riales de la “Viuda de Ch. Bouret” y Ramón Sopeña. Según se decía, Sopeña en esa época le estaba pagando 60.000 pesetas anuales. (Las ediciones de ese entonces, especialmente las de la prim era ca sa, no eran precisam ente baratas, de lo cual se puede concluir que autor y editor apuntaban a una audiencia algo acomodada m ás bien que al “pueblo”). Según Manuel Ugarte, fue entre 1900 y 1914 que sus novelas “alcanzaron difusión pasmosa y fueron la cartilla ro m ántica de toda una juventud” del mundo hispánico. Pasado un poco “el saram pión” de sus ventas, en 1924 emprende u n viaje a Brasil, Uruguay, Argentina y México. Toca en Barranquilla, donde fue m emorablemente entrevistado por Rafael Maya6. Pasa a Cuba, escribe a Laureano Vallenilla Lanz, ideólogo de cabecera del gene ral J u a n Vicente Gómez, a quien no ha insultado tanto, ofreciendo “coronar” —interesante verbo— su carrera con una Vida de Bolívar —“esa será mi obra cumbre”—: Yo no soy cenófago, como p a ra poderm e a lim e n ta r con e sa m an o ta d a de cenizas que lla m a n G loria; tengo q ue vivir y no ten g o con qué vivir...; e ste es u n d ilem a im perativo; y a los se s e n ta y seis añ o s es u n problem a endiablado.
D esafortunadam ente no fue año de bicentenario y la obra cum bre no se contrató'. Regresó a Europa. Cuando retornó al po d er el Partido Liberal en Colombia en 1930, se cuenta que acon sejó al doctor Eduardo Santos no em prender nada en contra de la Iglesia. Murió en Barcelona el 23 de mayo de 19338.
SU OBRA La lista m ás completa, redactada por A rturo Escobar Uribe, ano ta 98 títulos, aunque no todos editados, no todos libros y algunos
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tal vez míticos. Muchos son m uy difíciles de conseguir, y muchos m uy difíciles de leer au n si uno tiene la equívoca fortuna de con seguirlos. Aun sus adm iradores, aunque no sus editores, están de acuerdo en que sus novelas y sus prosas poéticas o filosóficas me recen el olvido m ás completo, y sería u n a ta re a de pedantería m asoquista establecer las influencias literarias que allí llegaron a una m ala m uerte. La parte política m erece m ás atención. Me parece que en esa Vargas Vila era esencialm ente seguidor de J u a n Montalvo; a su vez, éste en sus catilinarias en contra de García Moreno era seguidor del Víctor Hugo de Les C hátim ents y Napoleón le Petit9. Él mismo en el prólogo de Los Divinos y Los H um anos incluye en su ancestro a Tácito, Suetonio, Plinio, Cor nelio Nepote, Aurelio Víctor, Salustio, Demóstenes, Cicerón, Juvenal, R abelais, Dante, Víctor Hugo (Escribiendo sus Castigos) y J u a n Montalvo. El clasicismo llam a la atención. Tem prano en el siglo, el polem ista clerical ecuatoriano F ray Vicente Solano había notado la utilidad de la obra de Salustio para las luchas republi canas, y la lite ratu ra clásica aporta, adem ás de modelos oratorios —utilizados por políticos colombianos h asta muy bien entrado es te siglo— , el prestigio de conocimientos superiores y de la habili dad de esgrim ir en contra del clero u n a de sus propias arm as: el latín. Montalvo y Vargas Vila son, digamos, “antidoctores”. E ste clasicismo se nota en muchos aspectos de la vida pública del siglo pasado, y en otros aspectos de la vida tam bién: cuando tomó auge la sustitución de los nom bres de los santos del calendario por los héroes de Grecia y Roma, Aristides, Plinio Apuleyo, Arquímedes... ¿Cuándo se fundaron esos “ateneos" y se edificaron esos “p a raninfos?" Todo esto merece un corto estudio10. Montalvo, y d etrás de Montalvo Víctor Hugo, son los modelos del escritor héroe, del polem ista trascendental. A Montalvo tam bién, como anotó Miguel de U nam uno en un famoso prólogo, se lo lee prim ero por los insultos, aunque me parece u n escritor mucho m ás serio que Vargas Vila. La influencia de Hugo en América L a tin a fue inm ensa, aunque m uy poco ha sido estudiada. B uena p arte de su obra es ya ilegible tam bién, y en un estilo que al lector colombiano indudablem ente le recordaría el de Vargas Vila. Hubo tam bién influencias colombianas, como Camilo Echeverri, tete-forte de Antioquia, J u a n de Dios Uribe, José M aría Rojas
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Garrido (“fue el Sócrates colombiano; su papel en el movimiento filosófíco-patrio fue el mismo que el discípulo de Pródicos, en medio del tum ulto de los sofistas griegos”) y otros nombres que él consig na en la parte "hum anos” de Los Divinos y Los Humanos. Fue hijo del liberalismo radical de su juventud, y lo llevaba al exilio des pués de los desastres personales y políticos de 1885: el periodista trash u m an te le lleva equipaje liviano. Con los años abrum a a sus lectores citando m ás nombres: Los Parias, novela muy curiosa de 1903, tiene referencias a Darwin, Lombroso, Fichte, Blanqui, Jaurés, Gréve, Tolstoi, William Morris, Gorki, Leopardi, Alma-Tadema y B urne-Jones, p ara citar sólo unos pocos; casi sorprende que no estén Walter Benjamín, Levi-Strauss, Dérrida y Lacan. Pero con m ayor núm ero de nombres no viene ninguna profundización de la obra, que sigue ta n superficial como antes. Entonces, ¿qué p arte se salva? Confieso que no he leído todo, ni mucho menos, y que no voy a leer más. Me parece que lo salvable, lo legible, consiste en los tres panfletos de Pretéritas, que sin ser confiable testim onio sobre la guerra de 1885 sigue teniendo cierto atractivo naif, obra histórica en estilo primitivo auténtico, anticipación tem prana del pintor Noé León, adem ás de ten er vi gor narrativo y estilo relativam ente sencillo; algunas páginas de Los Césares de la Decadencia por el talento en el insulto, aunque el au to r suele repetirse mucho, y a veces los insultos aparecen en mejor forma en otros textos menos conocidos11; el Discurso ante la tum ba de Diógenes Arrieta, para declamar, especialm ente si uno es heredero de viejo y rico m asón impresionable; m ucha p arte de su Rubén Darío, un period piece inspirado en afecto genuino; algunas páginas de Laureles Rojos y menos páginas de Ante los Bárbaros. Esto es legible, no digo que es adm irable.
SU VIDA DESPUÉS DE MUERTO ¿Por qué seguían vendiéndose obras de ta n escasa calidad, aun como libros malos? (Nadie sabe cuántos se vendían, ni dónde, ni cuándo, pero por la diversidad de las ediciones y la piratería ale gre que m u estran debe haber sido bastante; hace algunos años la mayoría de las ediciones fueron mexicanas). Una respuesta co m ún a la pregunta es el renom bre que le dio la hostilidad del
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clero. Tuvo la ventaja de ser autor de quien hablaban mal desde el púlpito. Bien posible, aunque no he visto una denuncia im presa del autor. Cierto que Colombia empieza ya a olvidar el poder tan grande que tuvo hasta hace muy recientem ente el clero, poder que se sintió, y al lado del Partido Conservador, h asta los prim e ros años del F rente Nacional. El 9 de abril corrió en m uchas p ar tes ese rum or ta n característico de un país clerical, el de que los curas echaban bala al pueblo desde las torres de las iglesias . M onseñor Builes, con su ejem plar carácter del siglo dieciséis, es taba muy cam pante en los años cincuenta. Todavía hay un movi m iento en favor de la canonización del beato Ezequiel Moreno Díaz, obispo de Pasto a principios de siglo y godo h asta satisfacer los gustos m ás extremos, pero el país ha cambiado mucho y con la secularización, la luz infernal que fue uno de los atractivos de Vargas Vila ya se ve pálida. El olvido de esto conduce al olvido de una parte de su im portancia: en muchos casos de haber sido una influencia libertadora. En todas las culturas hay libros y autores de segunda o de peor categoría que a cierta edad en muchas vidas cum plen con esa función libertadora. Los ecos políticos son muy numerosos. El ensayo de Rafael Maya lo expresa de una m anera a la vez bella y precisa: No digo que to d a su p réd ica fu ere en balde. P or el contrario, n u e s tra s dem ocracias siem p re re te n d rá n u n eco de la voz de Var g a s V ila. El pueblo lo am ó y a ú n lo am a, no p orque estos libros to d av ía in te re sa n sino p or la reso n an cia de e sa s c a m p a ñ as polí tic a s, re so n an cia que a ú n se prolonga en el tiem po. L a dem ago g ia seg u irá arra n c a n d o ram o s de los la u rele s rojos que crecen sobre su tu m b a.
Dentro del país ejemplos notables fueron, como anota Arturo Escobar Uribe, los “Leopardos”, en su nombre y en su estilo. La influencia es fuerte en la derecha, como se nota en Laureano Gó mez, que como joven m inistro en Buenos Aires festejaba al escri tor en 1924; la “lucha intrépida”, la “pura doctrina”, las cam pañas en contra de Alfonso López Pumarejo, tienen m uchas notas vargasvilescas, y la imagen de demoledor solitario, con acceso m ísti co a una sabiduría superior, recuerda las páginas de Los Divinos. Me parece que tam bién hay notas de Vargas Vila en Jorge Eliécer
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G aitán. Antes de ser frase de él, “Yo no soy u n hombre, soy un pueblo” fue lema de José M artí, pero para mí tiene un eco de Var gas Vila. No es una frase m odesta. Al sugerir que ambos tenían a veces características vargasvilescas no quiero dism inuir su im portancia en la historia política del país. Es difícil negar que am bos, en tre otras cosas, fueron demagogos —al lector que lo duda le recomiendo como prim er paso escuchar los discursos en los dis cos de la serie “Caudillos y m uchedum bres”—. Como demagogos habían aprendido algo de nuestro autor. Vargas Vila daba lecciones fuera de Colombia tam bién. Fue muy leído en México: otro “hecho” de la leyenda es que el presi dente Obregón lo leía y lo apreciaba mucho, y en la leyenda de su viaje a México figura un banquete ofrecido por Obregón, con asis tencia de José Vasconcelos y Alfonso Caso. No sabemos qué pen saban ni Vasconcelos ni Caso de la ocasión, aunque la “raza cós m ica”, sueño del prim ero, suena vargasvilesco... La revolución m exicana, en tanto anticlerical y pequeño-burguesa, debe haber contado con muchos lectores de él, y en conversaciones con mexi canos una y otra vez he recibido confirmación de eso: recuerdan a tal coronel con su bien leída colección de libritos. Como compro bación, tam bién existen las ediciones piratas mexicanas, y la afi ción a su obra fue confesada por un mexicano muy em inente (el presidente Echeverría) que pasó hace poco por Bogotá. E n Argentina, el caso notable es J u a n Domingo Perón. Mien tra s exploraba esta sospecha, hallé que la frase “la fuerza es el derecho de las bestias” —título que utilizó Perón en uno de sus escritos m ás difundidos, y que me pareció muy del estilo del “divi no”— es una cita de Cicerón utilizada por Vargas Vila en —¡acierto de Rafael Maya!— Laureles Rojos, París, 1906. No creo que Perón, o sus escritores de cabecera, leyeran a Cicerón. En Chile, hay m u cho de Vargas Vila en la obra m ás política de Pablo N eruda —diría yo que a veces en la obra literaria tam bién—. Neruda cuenta su lectura de Vargas Vila en su libro de m em orias Confieso que lie vivido. Que otros chilenos lo leían, tam bién me consta. Conocí en Santiago en 1975 u n librero que conservaba algunos títulos en la edición de Sopeña en un estante aparte; era un hom bre de la de recha, m ás a la derecha que el general Pinochet, y los guardaba no porque fueran de su gusto, sino porque durante las épocas de es
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casez y racionamientos de la Unidad Popular los cambiaba por lomitos con la señora del carnicero. La resistencia ante el olvido en Vargas Vila asum e formas curiosísim as. L a Ley de Honores a la Memoria de Vargas Vila, presentada al Congreso en 1960, fue aprobada en 1966 por el presidente Carlos Lleras Restrepo; aunque “no le tiem bla la m a no ni tiene dudas sobre la firm eza de sus principios liberales”, sería in tere sa n te saber qué pasó por su m ente poco vargasvilesca en el m om ento de firm ar el documento. La ley tiene como a r tículo segundo que “el M inisterio de Relaciones Exteriores hará las gestiones conducentes para la repatriación de los restos de José M aría Vargas Vila, los cuales reposan en la ciudad de B ar celona en E sp añ a”. De allá del Cem enterio de las Cortes, dep ar tam ento 5, núm ero 7417, a esta tie rra m onacal, vino el 25 de m ayo de 1981. Hubo discursos en el cem enterio, y u n as nuevas ediciones —“los editores d estin arán los derechos de autor de esta obra a la construcción de un mausoleo en honor del escritor”—. M irando m ás de cerca el ejem plar a la mano, noto que tiene un pequeño tiquete de precio de la librería E l Zancudo, y m irán d o lo m ás de cerca to d av ía veo que en el tiq u e te dice “E l Z ancudo —‘El único contra quien el gringo n a d a pudo’— Vargas Vila". M en tira, claro. F u e el francés el que no pudo con el zancudo. El gringo sí pudo: allá está el C anal de P anam á. Pero es o tra p ru e b a de que el m entiroso vive.
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E n tre los papeles que dejó a su secretario Ramón Palacio Viso se dice que hubo cuatro tomos o “4.500 cu artillas” de m em orias o d e diario. Antes se rum oraba que éstos estaban ”en poder del gobier no de México", pero ahora el cuento es que están en poder del gobierno de Cuba, de nadie menos que Fidel C astro (gran lector, como sabemos) y que form an parte de esas largas conversaciones literarias con Gabriel García M árquez. ¡Es como un secreto d e * 1o F átim a p ara radicales! . U n best-seller y u n anti-yanqui, hablando del prim er best-seller anti-yanqui. Además de e sta r en Bogotá el 9 de abril, ¿Fidel
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C astro leía a Vargas Vila? ¿Y ya tiene en su poder las famosas memorias? Es posible, Palacio Viso estaba casado con una dam a cubana, y tal vez sus descendientes no se han llevado las “4.500 cu artillas” a M iam i13. Que Fidel no es el único cubano que ha leído a Vargas Vila lo comprobó recientem ente uno de sus compa ñeros m ás antiguos, quien hoy escribe en su contra desde el exilio. El libro de Carlos Franqui, Retrato de Fidel en fam ilia, es ínte gram ente escrito desde la prim era h asta la últim a página en el estilo inconfundible del m aestro. Tal vez el hom enaje significa que su espíritu todavía lucha al lado de la libertad. El lector atento de Vargas Vila notará tam bién que ese mismo espíritu sigue alim entando m uchas cosas: el autobombo periodís tico y la arrogancia de los colum nistas; los testim onios oculares de segunda mano; el anti-yanquism o de reflejo; la superficialidad en el juicio disfrazada por citas de moda; la pereza como distin ción; la culpa siem pre ajena... Tal vez entonces resuelva b otar sus obras por la ventana, refrescarse con lecturas m ás profundas y refrescantes, de Rafael Núñez o de Miguel Antonio Caro. Una altern ativ a es g u ard ar una selección como memento mori, o como pequeño instrum ento de consulta en las ocasiones, ojalá menos y m enos frecuentes, cuando se oyen los ecos de su voz.
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De dos biografías la mejor es la de A rturo Escobar U ribe, E l Divino, Vargas Vila, Bogotá, Ediciones Tercer Mundo, 1968. Contiene una lista de obras y reúne los hechos, las leyendas y las anécdotas de su vida. El autor n atu ralm en te m uestra u n a predilección m ás que norm al por su sujeto, y su s juicios m e parecen en mucho dem asiado generosos, pero reconozco con agradecim iento mi deuda con él por sus esfuerzos en un campo de investigación difícil. Bogotá, Im prenta de Silvestre y Compañía, 1985. E sta pieza tiene una fuerza y u n a m usicalidad que se aprecian mejor cuando uno la oye declam ada, y todavía hay b astan te m asón colombiano de vieja escuela que la tiene por corazón. Se vendía en las calles de Bo gotá en los prim eros años de los setenta, p arte de u n a serie de obritas de izquierda; según los vendedores se vendía menos que G aitán pero m ás que el Che G uevara.
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Q uedan algunas cartas de Vargas Vila en el archivo de Alfaro en el Ar chivo Nacional en Quito. Vargas Vila escribió La Muerte del Cóndor en m em oria y venganza de Alfaro después de su m uerte violenta en 1912. De Amado Ñervo, Vargas Vila deja esta descripción: "Me saludó cariñoso, me estrechó la mano y me mostró al sonreír, h asta la últim a pieza molar, de una d en tad u ra adm irable en la cual el oro hacía m utaciones deslum brantes, como había hecho ya, en la vida del poeta”. Cuando Gómez C a rrillo le observó que los dos era n los únicos latinoam ericanos que habían hecho fama y fortuna con la plum a, respondió “sí, pero con una diferen cia, yo de pies y usted de rodillas”. Refiere a Lugones en su Rubén Darío, 1917, así: “R esidía entonces, ocasionalm ente en P&rís, y dirigía u n a re vista pecuaria, comercial y literaria, Leopoldo Lugones, poeta rioplatense, a quien Darío tenía una gran estim a, y del cual constantem ente me hablaba, siem pre con el deseo de presentárm elo; no llegó la ocasión". Lugones no lo recibe bien en Buenos Aires en 1924. Las chanfainas diplom áticas en ese entonces se otorgaban sin que los gobiernos se in teresaran tan to en la nacionalidad del beneficiario. Rafael N úñez hizo a Rubén Darío cónsul colombiano en Buenos Aires como poe ta. Recibió en agradecimiento, u n siglo antes de la llegada de los zoológi cos, el soneto “Colombia es u n a tierra de leones”. El ensayo está en el Boletín C u ltu m l y Bibliográfico (Biblioteca Luis Án gel Arango), Vol. VIII, No. 5, 1965, núm ero dedicado a Vargas Vila. De interés histórico tam bién se encuentra en este "Estam pas de Vargas Vi la”, de M anuel lig a rte . La entrevista apareció en Cromos, No. 403, Bo gotá, mayo 3 de 1924, Vol. XVII. Debo el conocimiento de estas cartas del archivo de L aureano Vallenilla Lanz a la señora Josefina Vallenilla de H arwich y a N ikita H arwich Va llenilla, de C aracas. Las cartas privadas de Vargas Vila tien en el mismo estilo que sus libros. La publicación en El Tiempo de Bogotá de este intento de claudicar de Vargas Vila suscitó reacciones en su defensa. En tres páginas de enérgico rechazo a la difamación inglesa —"Réplica al ‘Times’ (el artículo mío había aparecido en el Tim es Literary Supplem ent), Vargas Vila no clau dicó”— G uillerm o Rojas Pérez cita de la obra Saudades tácitas de 1922 varios ataques a Gómez y a sus aduladores: “Que el asno capitalino de C aracas devore con fruición la alfalfa lírica que le ofrecen aquellos a d u ladores de su bestialidad, h a sta doblar las cuatro patas, ebrio con el zumo del elogio cosmopolita nacional”. ¡Sombras de un otoño! Pero Gómez no era uno de sus blancos favoritos, y la oferta en las cartas a Vallenilla queda b astan te clara. El texto de Guillermo Rojas Pérez me lo mostró G uillerm o Alberto Arévalo. “Cuando yo m uera, poned mi cuerpo desnudo, como a la tierra vino;
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en una caja de m adera de pino; sin barniz, sin forros, sin adornos vanos de recia ostentación; poned mi plum a entre m is manos; y el retrato de mi m adre sobre mi corazón; y como epitafio, grabad únicam ente esto: Vargas Vila”. (Hay ocasiones cuando conviene m ás ten er como “única arm a” una pluma que una vieja m áquina de escribir o u n computador personal portátil). “Víctor Hugo y J u a n Montalvo, h an sido los dos m ás grandes indignados de este siglo: nadie ha superado sus soberbios acentos; sus duelos con B onaparte y G arcía Moreno, respectivam ente, son las dos m ás bellas epopeyas de la plum a contra el cetro, del talento contra la iniquidad”. Los Divinos y los H umanos, sobre G arcía Moreno. B astante común en las luchas fue la frase de “triu n fa r o reg resar como un hoplita de antaño sobre su propio escudo". El ejemplo m ás sorpren dente de la difusión de esto tipo de clasicismo lo debo a Eduardo R isada Carbó, que en sus investigaciones sobre política de la Costa A tlántica halló carta de un gamonal de la región quien cuenta con entusiasm o que las m ujeres de sus huestes electorales les em pujaban a la lucha con la consigna de reg resar “o triunfantes, o sobre sus propios m achetes”. Como m uestra, los insultos a Miguel Antonio Caro: “H iena literaria en los parajes Hebrosos del agro romano, había desenterrado los restos de poetas ilustres, y como u n jefe mozam bique, se presentaba adornado con los huesos de aquellas víctim as que atestig u ab an su insaciable voracidad de roedor escolástico”. “(...) hay dos cosas inseparables en él: la T iranía y la G ram ática; y hay dos cosas que le son absolutam ente imposibles: hacer un buen gobierno, y un buen verso; sus actos, como sus rim as, son igualm ente despóticos y áridos; no ha tenido sino una voluptuosidad en su vida: violar las Musas; y las tiene y a dom esticadas a su caricia brutal. (,..)en una sentencia de m uerte, discute la puntuación con m ás encarni zam iento que el delito; d u ran te su Gobierno, los liberales tuvieron el triste consuelo de ser fusilados con todas las leyes gram aticales a falta de otras leyes”. La prim era cita es de Los parias, París, 1903; la segunda de Los cesares de la decadencia, París, 1907. Véase el estudio de Gonzalo Sánchez, Los días de la revolución. Gaitanism o y 9 de abril en provincia, Bogotá, C entro G aitán, 1983. Al fin el diario sí se encontró, en los archivos del Consejo de E stado de Cuba. Véase Consuelo Treviño, ed., J . M. Vargas Vila, Diario secreto, Bo gotá, 1989. El diario es mucho menos escandaloso de lo que se esperaba.
Av e n t u r a s y m uerte d e u n cazador d e o r q u íd e a s
-H-oy, los huesos de Albert Millican yacen en el cem enterio de Victoria, Caldas. La tum ba no tiene cruz ni señal pero, hace algu nos años, todavía uno que otro anciano del pueblo recordaba va gam ente que sí hubo un "m íster” enterrado allá. Encontré en una biblioteca de Bogotá un ejem plar de su libro, con una nota en lápiz: “A M illican lo m ataron en Victoria en julio de 1899. Le die ron catorce pulgadas de cuchillo por la espalda”. Encontré en el archivo consular en Londres algunos pormenores de su m uerte en u n a riña de taberna, y el inventario de su equipaje, debidam ente repatriado a su país, Inglaterra. Fue un orchid liunter, un buscador profesional de orquídeas. Su única obra escrita, Travels and Aduentures o f a n Orchid Hunter fue bellam ente editada por Casell & Company de Londres, Pa rís y M elbourne, en 1891. Lleva el siguiente epígrafe: E ste libro lo dedico con todo resp eto a R. B room an W hite, esquire de A ndarroch, cuya riq u e z a y a m o r por las o rq u íd eas m e h a n an im ad o y apoyado en los viajes a q u í descritos, y cuya bondad ha hecho posible la p re se n te publicación, de su agradecido s e r vidor y amigo,
Evoca una época y una obsesión que han sido olvidadas. Sus páginas nos perm iten en tra r en la “m anía de las orquídeas” y nos m uestran los detalles de otro pequeño ciclo de las exportaciones colombianas. Con el auge actual de la conciencia “verde-ecológica” en el mundo y en el país, cuando ya no hay municipio sin aficiona
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dos dedicados al tem a y cuando, tal vez pronto, el Inderena se con vierta en ministerio, es un ciclo que vale la pena recordar. El trasfondo histórico es el siguiente: la fiebre botánica hact> presa de los ingleses y otros europeos en el siglo XVIII. Parece que la prim era orquídea que logró florecer en Inglaterra provino du las B erm udas en 1731 y dio flores dos años después. En 1789, año de la Revolución Francesa, el Ja rd ín Botánico de Kew, en Lon dres, ya cultivaba quince variedades, como resultado de los es fuerzos del doctor Jo h n Fothergill dirigidos al Oriente, y de las exploraciones del navegante sin par, capitán Jam es Cook. Excita ban grandem ente el interés de los aficionados, pero su im porta ción m asiva se dem oraba a la espera de dos avances críticos: un m ás rápido y técnico transporte m arítim o y el desarrollo y la po pularización, entre la aristocracia y los adinerados, de los inver naderos (glass-houses o casas de cristal) con calefacción para el cultivo de plantas exóticas. Con la navegación a vapor y con el abaratam iento del vidrio, tales avances llegaron en los años cua re n ta y cincuenta del siglo pasado. Ya hacia 1840 hubo u n a agen cia de rem ates en Londres especializada en flora exótica. Ricos coleccionistas, encabezados por el duque de Devonshire, y un corto núm ero de comerciantes-jardineros especializados co m enzaron a enviar a distintas zonas del trópico agentes especia listas en la búsqueda de orquídeas, al Oriente, a México, a G uate m ala, al Brasil y a la Nueva G ranada. En 1837, una revista anotó trescientas nuevas variedades im portadas, aunque la m ortalidad fue grande. En 1878, una de las principales casas, William Bull, de Chelsea, anunció “dos consignaciones de las m ás grandes de orquídeas h asta ahora logradas, el núm ero de plantas estim ado en dos m illones”. Parece que llegaron de Colombia. La fiebre duró h asta la prim era guerra mundial, que cambió las modas, dificultó el transporte e hizo encarecer el carbón, hasta que en 1917 el du que de Devonshire de la época voló con dinam ita la hermosísim a casa de cristal construida para su antepasado por el gran jardine ro-ingeniero Sir Joseph Paxton. Albert Millican no fue un pionero. Fue un modesto profesio nal de la época de la orquideom anía, al servicio del rico escocés m encionado en la dedicatoria de su libro. A m ante de la n a tu ra le za, com petente fotógrafo y dibujante aficionado, escritor ameno,
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sim pático y sin pretensiones, nos ha dejado una visión particular de Colombia en 1887, fecha del viaje descrito en su libro, uno de los por lo menos cinco viajes que realizó a la caza de orquídeas, la flor m ás exótica, erótica y exquisita, y la m ás cotizada en Europa después de los tulipanes, esa otra m anía holandesa del siglo XVII. M illican llegó a B arranquilla con “un surtido de cuchillos, m achetes, revólveres y algunos rifles, y con un desbordante car gam ento de tabaco de pipa y periódico”. Su relato describe muy bien la sociedad barranquillera de entonces y, m ás adelante, las de B ucaram anga y Bogotá; anota siem pre el contraste entre cier to lujo y modernidad de los interiores con la traza uniform e y colonial de las casas. Describió m uy bien ciertas ru ta s poco recor dadas: la navegación del río Lebrija y los peligros del C arare, in clusive con un ataque de los indígenas del Opón, en que murió flechado uno de sus peones; Millican capturó y fotografió a uno de los atacantes. Tal vez ese retrato, publicado en su libro, sea el único que tenem os de un miembro de esa cultura extinta. Pero su interés principal fueron las orquídeas, la Cattleya M endelii y la Odontoglossum crispum. Millican fue u n hombre sensible, y observa con pesar los estragos hechos por antecesores y rivales, que considera m ás saqueadores que coleccionistas. El cazador tiene que viajar m ás y m ás lejos de los centros de recolec ción, B ucaram anga y Pacho, p ara encontrar orquídeas en canti dad comercial. Así describe lo que queda de la abundancia orquideana en los precipicios de la M esa de los Santos, en el rico, im portante y progresista estado de Santander: E n los nichos de esos precipicios, donde h acen su s n idos las ág u i la s y cóndores, la bella C attleya M endelii h a crecido en profusión p o r tiem pos inm em oriales. P ero e s ta s a ltu ra s v e rtig in o sas no ofrecieron obstáculos al a fá n de botín de u nos los pi im eros caza dores de p la n ta s. Con cab u y as b ajaro n a su s a y u d a n te s nativ o s, y con cabuyas subieron las m a ta s, por m iles y m iles, y cuando hice m i v isita, todo lo que pude v e r de su a n tig u a belleza y riq u e za fue uno q ue otro d e sa rra ig ad o bulbo colgante e n el a ire de a lg ú n p u n to so lam en te accesible p a ra las ág u ilas.
Millican describe cómo él mismo contrata a u n a treintena de nativos de Moripi, los lleva a una “inm ensa selva” en la dirección
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de Muzo, y en dos meses recolecta diez mil Odontoglossumcrm puní, derribando cerca de cuatro mil árboles: E n e sta s in m e n sa s selvas, donde u n a s pocas h e c tá re a s de roza se co n sid eran u n g ra n beneficio y donde si no se cu id a se vuelve o tra vez selv a e n tre s años, tu m b a r alg u n o s m iles de árb o les no re p re se n ta n in g ú n daño serio.
E n este viaje de 1887, Millican llevó sus m iles de plantas, enguacaladas en Pacho, río M agdalena abajo, tratan d o de prote gerlas del calor de las calderas del vapor. Pasando P uerto Berrío, vio “la tosca cruz de m adera, arriba en la barranca, al borde de la selva”, que m arcaba la tum ba de J . Henry C hesterton, famoso pionero de la m ism a cacería de p lantas al servicio de la casa más famosa, Jam es Veitch & Sons. H abía m uerto, anotó Millican, “an tes del saqueo y exterm inó al por m ayor de la cacería moderna". El país encantó a Millican: “Aun el inglés más estoico que haya viajado acá y visto las bellezas del país no puede sino lam entar que tantos miles de millas separen este paraíso de nuestra propia y pequeña isla”. De la gente dice: “Tal vez para el extranjero de viaje no haya un país en el mundo donde sea recibido con mayor hospi talidad o m ás am istosam ente” ¿Y lo de Victoria? Mala suerte.
U n a v is it a a l “N e g r o ” M a r ín
H/l general Ram ón M arín —el “Negro” M arín, jefe guerrillero liberal del Tolima en la G uerra de los Mil Días— alcanzó cierta fama perdurable. Es una de las grandes figuras en el libro de Gonzalo París Lozano, Los guerrilleros del Tolima, que ha sido editado tres veces. Si no recuerdo mal, M arín fue objeto de un furtivo Decreto de Honores a principios de la República Liberal: había m uerto pobre, y un hijo suyo trabajaba recogiendo basuras en Ibagué. En los tiempos de gloria, incluso había sido tem a de observaciones en los informes de la legación británica: se aprecia ba su buena conducta frente a las propiedades de ingleses en su zona de operaciones, y en cierta ocasión lo apodaron “el De Wet colombiano”, refiriéndose al famoso líder de los boers, quien por entonces estaba poniéndole problem as al ejército inglés en Suráfrica, de la m ism a índole de los que ponía M arín al ejército con servador. Existe u n a excelente fotografía de nuestro sujeto, acom pañado por su dim inuto asesor político, don Julio Piñeres, quien aparece con todo y escarapela liberal1. Su significación ya está siendo estudiada por una nueva generación de historiadores co lombianos, en tre quienes se destaca Carlos Eduardo Jaram illo, gran experto en los Mil Días tolim enses, quien escribió u n texto im portante sobre la guerra: Los guerrilleros del 900. Con todo, el negro y general M arín no es el jefe mejor docu m entado de la historia, ni hay m uchas descripciones suyas en su época de renom bre, ni de la escena en que le tocó actuar. Por el viejo vicio de com prar libros de segunda mano, he hallado un tex to con suficiente m érito para ser rescatado. Es el libro de H erbert Spencer Dickey (los nom bres de pila indican por lo menos que sus padres hacían alarde de cierta seriedad sociológica). Su título es M isadventures o f a Tropical Medico (Desventuras de un médico
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tropical), y fue publicado en 1929, en edición inglesa de la respe table casa Bodley Head de Londres. Sospecho que hubo una edi ción anterior en los Estados Unidos, pues el autor era un médico nacido en H ighland Falls, Nueva York, alrededor de 1877. Sin 1¡ m ás m ínim a pretensión, escribe muy bien: es un narrad o r nato. Y, como en el caso de mucho narrador nato, puede ser que a veces robe anécdotas o las elabore un poco, pero su texto es el de un buen observador, con muy pocos prejuicios. Partió de Nueva York en vísperas de la navidad de 1899, con cien dólares, su nuevo título médico y una carta del cónsul general de Colombia en esa ciudad que recomendaba sus servicios al co m andante en jefe de las fuerzas del gobierno. Llega a Barranquilla, donde la opinión general, del capitán del puerto y de los empeder nidos del b ar de la pensión inglesa, es que tal carta no vale nada y que los dólares no van a durar mucho tiempo. Sin embargo, el am a ble general Gaitán, comandante local de las fuerzas del gobierno, lo nombra en el mismo bar médico del hospital con rango, nunca con firmado ni dado por escrito, de capitán. Pasa allí tres meses escalo friantes: el ejército conservador trae reclutas del interior para re forzar la guarnición, desde Cauca, Cundinam arca y Santander, y esos soldados no aclimatados m ueren como moscas, de fiebre am a rilla. El médico Dickey y sus colegas colombianos —a quienes reco noce su valor, pues “sin pararse en peligros hicieron concienzuda m en te todo lo que pu d iero n , sin p re o cu p arse de su propia salud”—,sin otro remedio que jugo de limas y aceite de castor, ven m orir a mil quinientos en tres meses. El hospital es un “m atadero indescriptible”. La m ortandad no cede hasta cuando, con ciertos cambios de la situación estratégica, el gobierno cesa de enviar re clutas. M ientras tanto, el Dr. Dickey consigue, a través de una len tísim a correspondencia, el puesto de médico de cabecera de la Toli m a Mining Company en su mina de Frías, Tolima. La compañía es descendiente de la Colombian Mining Association de la década de 1820 y es todavía una em presa “inglesa”. El superintendente es inglés, el ingeniero jefe es norteam ericano y la m ayoría de los otros responsables son tam bién ingleses. Según Dickey, cantan, beben y pelean divinam ente y siem bran en esa p arte del Tolima sus indistinguibles nombres y apellidos: Roberts, Johns, Williams, Edwards, Hughes. E n épocas de paz, la m ina em i
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pleaba unos m il trabajadores colombianos; el médico tiene b astan te trabajo, sobre todo por las riñas de fin de sem ana. Además, como médico, gana cierta reputación en el área circundante. Dickey llega a la m ina de p lata en plena época de los Mil Días. No se m ofa de la g u erra civil, como m uchos extranjeros. Ha visto los horrores del hospital m ilitar y, aunque opina que todavía no h ay peor tirad o r que “el promedio de los revoluciona rios su ram erican o s” —les falta disciplina y se excitan d em asia do— tien en otro modo de m a ta r a sus enemigos y a los que im a ginan que son su s enemigos: el m achete. Como médico atestigua los espantosos resultados de esta m anera de pelear. Además, anota que p or debajo de la guerra grande hay m ucha g u erra chica: “La revolución da a cualquiera la posibilidad de vengarse. Es muy fácil cam biar de filas y tender una em boscada. No es guerra, pero m a ta igual que la guerra". M erodean alrededor de la mina de Frías las tropas del gobier no. Dickey los llam a federales: son una “compañía suelta”, una gue rrilla —es el térm ino que usa Dickey— bajo oficiales federales. Son como cien hombres, oriundos de Manizales. C uarenta a caballo: sombrero de paja alón con cinta azul, blusas azules con galón rojo, pantalón caqui o blanco sucio, botas altas con espuelas grandes. Hacen un g ran reclutam iento en la mina. Muchos de los reclutados desertan enseguida, y la Tolima Mining Company eleva su protesta al gobierno a través de la legación inglesa en Bogotá. Consigue la reintegración de la mayoría de los reclutas a las labores mineras. La m ina sufre menos a causa de las fuerzas de M arín. El “Ne gro” había trabajado antes de la guerra como strauiboss capataz de cuadrilla, en la m ina de F rías, y tiene buenos recuerdos de sus jefes ingleses: “H abía sido bien tratad o antes de que em pezara a hacer ca rre ra m ilitar”. Dickey considera que en esta época tenía bajo su m ando inm ediato unos mil hombres, y otros mil dispersos en guerrillas , en bandos de doscientos. Todos son tolim enses. Los m ás tem ibles son los “macheteros", fuerzas de choque reclutadas, según nuestro autor, por ambos bandos, revolución y gobierno. Hombres p articularm ente malos: M uchos sacad o s de la s cárceles: como u n n ativ o p uede h a c e r ge n e ra lm e n te c u a lq u ie r cosa sin te r m in a r p reso , se p u ed e uno im a g in a r el posible g rad o de m ald ad de e sta gente. Todos conde
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n ad o s p o r hom icidio, incendio, ab igeato, ra p to u otro crim en tr e m endo, y o casio nalm en te alg u ien den u n ciad o como favorecedor de los federales... E ra fácil d esh acerse entonces de u n enem igo o a creed o r (...) d en unciándolo como conservador, si un o e sta b a t r a ta n d o con los reb eld es, o como lib eral, si u n o tr a ta b a con el go bierno. E n se g u id a lo re c lu ta b a n como m achetero.
Dickey describe adem ás m uy bien el alegre sistem a de distri bución de vales que ambos lados utilizan p ara p agar sus compras. M arín no m olesta mucho la m ina, pero uno de sus subordina dos, el general Figueroa, joven de unos veinte años, decomisa un bello caballo gris, propiedad de nuestro médico, y esto ocasiona la visita de Dickey al cam pam ento del “Negro". Resuelve pedir al jefe guerrillero, amigo de la m ism a,que ordene a Figueroa devol ver el caballo a su legítimo dueño, aunque Dickey confiesa que la filiación política del caballo, que ya ha pasado por m anos liberales y conservadoras, es un poco dudosa. Dickey llega al cam pam ento del general en S an Lorenzo, solo, m ontado en u n caballo bien inferior. Describe así a M arín: “E ra u n negro alto y m uy fornido, y sus proezas físicas probablem ente tenían mucho que ver con su elevada estatu ra. Sabía em plear el m achete como los mejores ¡y no era n ad a adverso a hacerlo en ocasiones!”. El general está sentado sobre u n cajón. Tiene som brero alón de P anam á con cinta roja, blusa de dril blanco bien alm idonada, abotonada al cuello, y en las m angas ocho bandas de franela roja, “en indicación de su enorm e rango, aunque nunca supe la designación exacta”. Su pantalón blanco tiene tam bién bandas de franela de cuatro pulgadas de ancho.
De a lg u n a p a rte , Dios sa b e de dónde, h a b ía a d q u irid o u n a e s p a d a . E ra u n a e sp a d a d eco rativ a, de la s de la s so cied ad es se c re ta s a la s q u e les g u s ta n los u n ifo rm es, y te n ía u n a h oja g r a b a d a q u e d e le ita b a a M arín . L a c a rg a b a e n u n a v a in a de p ap e l b a rn iz a d o , a ta d a a su b ie n llev ad a b a n d o le ra . P a ra uso serio te n ía su m a c h e te colgado al otro lado, y revólver, colgado de la m ism a b a n d o le ra .
D etalle m ás, detalle menos, es el mismo hombre de n u estra fotografía.
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Alrededor del jefe anda su num eroso séquito: L a m ay o ría — acab an de h a c e r u n saqueo en A m balem a— te rn a zap ato s. E sto s zap ato s, se g ú n recuerdo, e ra n todos p u n tia g u dos, de cuero lu stro so y de paño, y no h a b ía ra s tro de calcetines. T al vez no h a b ía calcetines e n A m balem a. ¡Cómo s u fría n estos pobres diablos con su s zapatos!; pocos los te m a n abotonados, por su s tobillos gruesos; pocos h a b ía n ten id o zap ato s a n te s , y les a p re ta b a n m ucho. B rin cab a n como loros en u n techo calien te.
El “Negro” M arín estaba sufriendo los horrores de un dolor de m uela. Al fin se pone de acuerdo con Dickey: está dispuesto a ordenar a Figueroa la devolución del caballo, si Dickey le quita su dolor de m uela. Dickey piensa prim ero en Una inyección de cocaí n a en la boca, pero —tiempos inocentes— no se consigue cocaína. Le aplica a M arín u n a respetable dosis de morfina en u n brazo y, antes de caer dormido, el general m anda que suelten el caballo. Dickey regresa a la m ina de F rías u n poco preocupado por lo que pueda p asar cuando el general despierte y se encuentre otra vez víctima de los dolores. M anda en seguida u n paquete de gotas y algodón. M arín no se pone bravo. Tal vez, concluye Dickey, pen saba que ya era otro diente el que le dolía. El libro de Dickey no sólo tra e estos cuadros ta n bien logrados de la guerra, sino así mismo u n juicio sobre su desarrollo, m ás equilibrado del que es usual encontrar en un relato de viajero: N o debe su p o n e rse q u e e s ta revolución colom biana se a rra s tró d u ra n te cu a tro años po rq u e la tro p a y los g e n erale s fed erales fu eran ineptos. E s cierto q u e h a b ía m ás de u n poco de in e p titu d , pero ta m b ié n h o m b res de coraje y devoción. Lo m ism o p uede d ecirse de los reb eld es. T al vez h a b ía m enos in e p titu d e n tr e la a lta oficialidad de la revolución, p o rq u e los soldados reb eld es exigían c ierta eficiencia a su s jefes, p o r sim ples ra zo n e s de s u p ervivencia (...) Los líd eres de los b an d o s re b eld es sólo se g u ía n siendo líd eres si te m a n éxito en su s p rim ero s e n cu en tro s. Q u ie n e s no lo te m a n , p ro n to d esap a re c ía n .
Dickey nos dejó este interesante relato sobre uno de los jefes que sobrevivió como tal.
UN DÍA EN YUMBO Y CORINTO: 24 DE AGOSTO DE 1984
L a experiencia de ver un poco de historia desde cerca, y después de verla, tra ta r de contar honradam ente lo que pasó, desconcierta m ás al historiador que a u n testigo menos preocupado por el valor de tal tipo de relato. E n el acto se nota la muy respetable indife rencia de ta n ta gente por lo que una m inoría de interesados —ac tores o testigos— señala como un acontecim iento digno de su atención. Al leer lo que h an escrito otros, nota uno su falta de acuerdo aun sobre los elem entos m ás básicos, y el modo como cada cual inevitablem ente selecciona qué aspectos son destacables y cuáles no vale la pena incluir; a veces uno se encuentra con puras invenciones, cosa que con frecuencia debe obedecer a im pulsos artísticos y que no son exactam ente m entiras. L aura Restrepo, testigo ocular de “segunda vista” en Corinto, describe a cierto “circunspecto historiador inglés” que allí "disertaba en un español incomprensible sobre la línea directa que vinculaba a tr a vés de los siglos al heroico Corinto de los griegos con el heroico Corinto de los colombianos”. Como vamos a ver, la disertación era diferente. Surgen otras preguntas: ¿Con cuánta cercanía al even to escribió el testigo que uno está leyendo? ¿Al día siguiente, al mes, al año? ¿Con qué refresca su memoria? No todos los cerebros son igualm ente memoriosos, así que unas m em orias son m ás con fiables que otras, aun si se supone —lo que ra ra s veces es el ca so— que el narrador está intentando ser lo m ás objetivo que pue de. ¿Quién escribe sin propósito? ¿Después de cuántos años se evapora todo lo debatible de u n evento como la firm a de la paz en Corinto el 24 de agosto de 1984? Sobre lo que yo vi ese día escribo
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tres años y medio después, con la ayuda de notas redactadas con cierto cuidado en los días posteriores, de fotos tom adas ese día, con una memoria que todavía funciona bien y quizá con cierta disciplina profesional, pero tam bién, ineludiblem ente, con el co nocimiento de lo mucho que ha pasado después: ese conocimiento, pese a todo el esfuerzo que hago, puede introducir en esta versión notas de sabiduría pura que me parecen fuente m ás peligrosa de falsificación que las emociones del día, que figuran legítim am ente como parte de este relato. El ala del populismo del presidente Belisario B etancur me tocó en el hombro un p a r de días antes del 24 de agosto de ese año, en medio de las mejores atenciones im aginables de una magnífica cena bogotana. Por vía de su secretario económico, el doctor Diego Pizano, el presidente me mandó una invitación para presenciar, pasado m añana, en algún sitio, la anunciada firm a de la tregua por el M-19; para los preparativos había que decir que sí o que no, preferiblem ente que sí. Los dones de m ando y de manejo de la gente del presidente B etancur son bien conocidos, e inm ediata m ente respondí que sí, aceptando con mucho gusto ta n am able invitación. El presidente B etancur cultivaba historiadores, entre m uchas otras flores: yo lo había conocido m ientras tom aba notas en una serie de conferencias sobre el siglo XIX organizada por la fundación cultural del Banco Cafetero. Obviamente, los cultivaba sistem áticam ente. Su oferta de enviarm e con una de las comisio nes de paz llegaba muy directo a la vanidad y a la curiosidad sin encontrar ninguna resistencia seria. Recuerdo un sentim iento de anticipación: tal vez iba a haber dram ático contraste con la esce na en donde recibí el m ensaje, am biente exquisito de bellas d a mas, atentos caballeros, todo lo mejor: así fue —lo único de gusto dudoso es esta m anera mía ta n som era de contarlo—, pero la lle gada de la invitación forma el principio de mis mem orias. Re cuerdo que fui a esa reunión alegre, de donde salí por entre cho fe re s y uno q u e otro g u a rd a e s p a ld a s m ed itan d o en que la curiosidad m ató al gato, pero que el gato tiene nueve vidas y que nadie p asaría por alto ta n magnífica oportunidad de curiosear. I le pensado después en la habilidad del presidente, que sacaba pro vecho de tantos talentos, modestos o grandes, en ese entonces:
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sabía dónde estaban y cómo llegar a ellos. Al día siguiente compré una cam isa y unos pantalones de tie rra caliente. El día 24 me recogieron algo así como a las tres de la m añana en el apartam ento y, después de com pletar la Comisión, nos diri gimos al aeropuerto. Yo no sabía por qué había sido necesario m a d ru g ar tanto, ni quiénes componían la Comisión, ni a dónde íba mos. Dos m iem bros del grupo resu ltaro n ser antiguos amigos míos: Enrique Santos Calderón y Alvaro Tirado Mejía. Estaban adem ás varios senadores, el representante Horacio Serpa y el doc to r B ernardo Ramírez. Históricos tal vez sí íbamos a ser, pero un aire de informal semioficialidad cubrió nuestra salida, desde la recogida y la espera en un sector oficinesco del aeropuerto, hasta la subida a dos avionetas para em prender el vuelo a Cali. Primero, se nos explicó, íbamos a ir a Yumbo, el suburbio “tom ado” por el M-19 pocos días antes, luego del asesinato de Carlos Toledo Plata en B ucaram anga. Iríamos allí con el gobernador del Valle, en Co misión, a conversar con la gente. Después a Corinto, a firmar. Las dos avionetas nos llevaron a Cali. Allí nos esperaba el gobernador y seguimos directo a Yumbo, pasando por u n punto de la carretera donde los del Em e habían intentado “tra n c a r la en tra d a ” a la tropa que llegaba desde Cali, cerca a los grandes ta n ques de las instalaciones de Texaco. Todos ilesos. Tuvimos una corta conversación sobre si tales instalaciones representaban un g ra n peligro en caso de balacera, como había sucedido ta n recien tem ente, y sobre qué m edidas debían tom arse. Recuerdo la sen s a ta observación de alguien que dijo que si no era posible proteger las instalaciones efectivam ente, era mejor dejarlas como estaban, con uno que otro celador. Nos paró una vez un retén del ejército; muy corteses, muy correctos. Entram os a la plaza y nos in stala mos en la alcaldía. El alcalde era un hom bre joven que me pareció m uy inteligen te y m uy bien informado. Confesó llanam ente que Yumbo era un municipio ingobernable. Él era de fuera, en parte porque los de adentro nunca iban a ponerse de acuerdo sobre nadie. El m unici pio (que no encontré físicam ente tan feo como yo esperaba), por la presencia de la industria —es uno de los m ás industrializados del país— tiene un presupuesto b astan te alto, pero padece de fa llas crónicas en los servicios, particularm ente el agua. Ciertos ba
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rrios, alguien dijo, reciben agua por tubería únicam ente una vn» por mes. El presupuesto se va en empleos y rapiña burocráticn Escuchábam os su sucinto tour d ’horizon en esa oficina tan ñor m al de m uebles metálicos, al lado de otras oficinas corrientes c o n secretarias corrientes, frente a la plaza con un jardín con min p lantas protegidas, y polvorientas obras públicas no term inad un o interm inables en las calles. Después recibimos a una delegación de ciudadanos que nos iba a d ar sus versiones del porqué de ln “tom a”, de los 36 m uertos, del enorme taco de dinam ita, que por fortuna no explotó, encima del cuartel de policía. N uestra visita no excitaba gran curiosidad. Asistieron menos de veinte personas y no hubo aglomeración afuera. Los que h a blaron, hablaron con soltura, algunos con elocuencia. Recuerdo que pensé que hablaban mucho mejor que un grupo equivalente de ingleses. Un padre de familia conservador denunció la m uerte de su hijo, sim patizante del Eme, a m anos de la policía; lo hizo con detalle, defendiendo al hijo que, aunque su padre no compar tía su pensam iento, murió en su línea, luchando por sus convic ciones. Las frases y palabras fueron así, con un criterio de forma lidad. Las quejas en contra de la policía fueron m uchas: hubo quejas contra algunos agentes, llamándolos por sus nombres; se contó la historia municipal de la policía —en tal época, bajo tal oficial, estaba bien; después decayó—. Hubo quejas sobre agentes costeños, sobre “el costeño”, sobre la lentitud de ciertos procesos en contra de aquellos. Nosotros, Comisión, gobernador y alcaldes, escuchábamos. Los que hablaron, m ás que nada se desahogaron, no pidieron. La “cédula de Yumbo”, según decían, m ás bien había garantizado el desempleo a todo joven que lo tuviera. C ierta m u chacha, leyendo o hablando por notas, condenó la “m ilitarización” del municipio después de la toma. Alguien averiguó cuánta tropa había, y la respuesta fue que había u n pelotón de 37 soldados. “Tal vez —dijo la joven— hay m ás por la noche”. E sta queja, algo ideológica, fue la única en contra del ejército. Los dem ás hicieron distinción entre policía y ejército, aun en los allanam ientos. H a bía muchos sim patizantes del Eme en Yumbo, tierra de Rosemberg Pabón Pabón, y la im presión que quedó fue la de u n a “tom a” en su p arte sustancial hecha desde adentro, y tam bién desde adentro un resquem or en contra de la policía. E ste tem a de la
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policía me interesa mucho y fue el tem a principal de nuestro en cuentro en Yumbo. Tuve la sensación de que no les interesaba tan to a m is com pañeros de comitiva, quienes escuchaban con cierto fatalism o. Tampoco la solución estaba al alcance del gober nador ni de su único instrum ento local, el alcalde, los dos repre sentantes del “férreo centralismo de la Constitución de 1886”. Es cuchaban. Hubo algunas conversaciones sobre pases p a ra buses que iban a llevar yumbeños a Corinto. Algunos ten ían afán de salir para Corinto. La Comisión regresó al aeropuerto, tam bién rum bo a Corinto. Un helicóptero comercial de la em presa Helivalle hizo dos viajes p ara llevam os a los seis comisionados y a mí al municipio. Yo me fui en el segundo, después de un cuidadoso chequeo del pasaporte, que debe ser p arte del reglam ento del aeropuerto; pequeña nota de orden burocrático como recuerdo. U n vuelo por encima de ca ñ as y bam búes y de tranquilizante ganado, de los ríos hacia los estribos de la cordillera, estribos que me hicieron pensar en otra “perfum ada m añ an a”, en otro viajero romántico que, yendo un poco m ás al norte, de golpe vio “blanquear sobre la falda de la m ontaña la casa de sus padres...". D etrás de Corinto se levanta la cordillera: el municipio obvia m ente fue escogido para la firma de la tregua por su fácil acceso a la m ontaña, sus seguras aunque no tan fáciles comunicaciones con el Huila, C aquetá, Cauca, Putum ayo. F rente a Corinto, hacia el valle, hay caña y pace ganado fino cebú, muy apaciguante su suave piel de color de hongo, muy bien atendido en sus puestecitos de sal, cada uno con su techo de teja “colonial"; debe e sta r muy bien vacunado tam bién: no le im porta la guerrilla u n comino. El helicóptero aterriza en un prado muy cerca del pueblo. Desde el aire vemos una pequeña tu rb a de en tu siastas corriendo a nuestro encuentro. Son niños y ancianos y uno que otro joven; algunos m uestran, pegadas a la camisa, etiquetas apoyando el “diálogo” con el M-19, según el moderno estilo de la publicidad electoral. Muy cordiales, nos acom pañan hacia la plaza. No hay ninguna delegación ni comité de recepción; nadie sabe dónde está nadie, ni cuál es el program a. Obviamente, no había apuro: yo esperaba u n poco m ás de formalidad. Los del prim er vuelo no aparecían por ningún lado. Tiempo para hacer mi “tom a” del m u
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nicipio; tom ar m ás cervezas o tal vez en tab lar una de esas conver saciones serias que de antem ano uno tiene en m ente como su de ber en u n día im portante como aquel. E ran alrededor de las once de la m añana. H abía un am biente como el de cualquier día de mercado, con cierto aire de fiesta. Al principio no se notaba nada fuera de lo común. E n trab a n y salían buses —recuerdo uno de Yumbo— . Hombres serios acomodaban bultos en camiones, proseguían sus negocios cotidianos. C aras duras, nada de distracciones, propósi tos fijos. Con una corta interrupción, esta impresión de la respe table indiferencia de gran parte de la población m adura me acom pañó todo el día. El interés de la gente por los eventos históricos es lógico que debe ser muy desigual: m uchas personas tienen o tras cosas que hacer. Pero eso no deja de sorprender a los de la parada, y debe anotarse. P aulatinam ente me daba cuenta de las visibles excepciones a la norm alidad. Un guerrillero alto, con un rifle fino, de cacería o de deporte; ya em pezaba a ver uniform ados y uniform adas. No todos eran del Eme, porque había tam bién un puesto m ontado por los bomberos voluntarios de Corinto con un pelotón juvenil. Ca m inaban dispersos por aquí y por allá uno que otro guerrillero, una que otra guerrillera. La gente decía que la m ayor p arte esta ban alojados en la escuela y en el puesto de salud. H abían sacado las bancas de la escuela p ara m ontar en la plaza un comedor con techo de plástico. H abía tam bién una plataform a lista para dis cursos, actas, firm as. Por encima de una de las calles de acceso a la plaza estaba colgado un gran letrero: “¡Paz es Acueducto para Corinto! M-19”. Debajo del letrero, en una zanja que se estaba abriendo para ese preciso fin, había una excavadora oficial. No era siem pre fácil distinguir a los de las filas del Eme entre la juventud de Corinto. E ntre algunos de la guerrilla estaba de moda tap arse la cara con un pañuelo, preferiblem ente azul, blan co y rojo, los colores que el Eme derivó de la Anapo en sus lejanos orígenes. Esa moda fue fácilm ente im itada por la alegre chusm a infantil del pueblo; m uchos andaban así tapados y ocasionalm en te m olestaban con el juego de bajar a otros los pañuelos. Al prin cipio no se veían muchos miembros del movimiento; no me fue posible de inm ediato form arm e una idea clara de qué elem entos
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lo componían, pero me sorprendieron dos cosas: la juventud y la cantidad de m uchachas. E n el curso del día tra té de re p resen tarm e un escalafón más completo y preciso. H abía gente m ás m adura, los del liderazgo, con sus aires peculiares, cada uno con su escoltilla de dos o tres edecanes, y algunos otros, de aire m ás relajado, con pintas de bohemios o de hippies ya mayores, que parecían sobrevivientes de otro tipo de rebeldía de los años sesenta. H abía fisonomías quizá cam pesinas, algunas caras indígenas —no fue factible hacer nin guna encuesta—, y en verdad no puedo señalar m ás que mi im presión de que había muchos tipos distintos, pero que predom ina ba la juventud no cam pesina. ¿Qué significaría decir “u rb an a”? La juventud del propio Corinto no es cam pesina: se viste con ca m isa y blue jean como todo el mundo. ¿Qué quiere decir joven? El promedio de edad de las filas debe h aber sido bien bajo. Hablé con m uchachos y m uchachas de quince años y con u n niño mascota de menos de diez. Mi prim era reacción frente a esos jóvenes fue la de tr a ta r de d etectar evidencias de trau m a s y trastornos. P ue de se r que en o tra oportunidad hubiera sido posible hallarlas, puede ser que todo se esconda a la observación y al observador casual, pero todos m e parecieron m uy comunes y norm ales. Re cuerdo a un joven de Pasto, que me explicaba su en tra d a al movi m iento por h aber perdido el año en el bachillerato, así no m ás. Y u n as quinceañeras bonitas, coquetas, sonrientes, m uy conscien tes del atractivo del uniforme, de lo in teresan te del M-16 al hom bro: la moda guerrillera, es bien cierto, h a llegado a la guerrilla. F ren te a esos jóvenes sentí cierta vaga decepción; no eran exac tam en te lo que esperaba. Pero ¿qué había esperado precisam en te? ¿Unos tipos con propósitos claros, unos “hombres curtidos en la lucha”, unos interlocutores con sus tesis, con su ideología,con quienes iba, guardando la distancia como extranjero juicioso, a conversar sobre las circunstancias del país? Claro, yo no había anticipado con precisión nada. La realidad em pezaba a hacerm e pensar: igual de provechoso conversar sobre reform a agraria con los ru m ian tes cebú que con estos jóvenes; lo único ag rarista de su bagaje son sus botas de caucho, provenientes de alguna sucursal de la Caja A graria, y que deben ser m uy incómodas p ara tre p a r m onte en tie rra caliente. “Dialogar” con estos niveles del movi
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miento no tiene mucho sentido; no es que sean fanáticos ni pato lógicos. Son jóvenes, están, sencillam ente, en otra onda. Así iba reflexionando el resto del día, en los ratos en que no pasaba mucho, cuando los miembros de nuestra Comisión ya estri ban encerrados hablando con el liderazgo del Eme en las oficinaM de la alcaldía. De repente, por la m añana, pasó aigo que resultó sor un tiroteo con la policía, que marcó el paso de Carlos Pizarro por el municipio de Florida en su m archa a Corinto. Se notó cierto nervio sismo en los jóvenes a mi alrededor, que se pusieron m ás im portan tes y m ilitares y se fueron a otros puntos que dom inaban la entrada a la plaza, aunque no hubo ningún intento de controlar los movi mientos de los demás. El ruido de gritería confusa y de tiros había salido del equipo de una camioneta de cierta estación de radio que estaba parqueada en la plaza, con un locutor infatigable que en el curso del día sacó declaraciones históricas a todo el mundo, inclusi ve a quien esto escribe (poco importa, pero recuerdo que lo único que se me ocurrió fue insistir en lo normal de la gente, que seguía impresionándome como lo m ás curioso de la ocasión). E staba pa sando algo que ponía en peligro la firma de la paz. Nos fuimos a las oficinas de Telecom, donde hallamos a Bernardo Ramírez y a varios ciudadanos con transistores siguiendo el curso de los acontecimien tos, m ientras otros hacían cola para hacer llam adas relacionadas con sus propios asuntos. Aunque de vez en cuando un guerrillero gritaba “¡que me sa quen los civiles!”, todo el m undo entraba o salía de la pequeña oficina de Telecom cuando le daba la gana. La operadora, ta n en trad a en años y arrugada que podría concluirse que había em pe zado la carrera de comunicaciones como telegrafista de guerra civil, m anejaba con toda desenvoltura una instalación m odernísi ma, digital, escandinava. Atendía a la cola de acuerdo con su pro pio criterio, y tuve la im presión de que su cliente preferido era alguien que estaba tratan d o de hacer una llam ada a su hija, que estaba haciendo un curso de secretaria bilingüe en M adrid, E spa ña. ¿No pudo haber sido M adrid, C undinam arca? De todos modos, al principio no le puso m ucha atención a nuestro jefe, el doctor Ram írez, quien esperaba con paciencia. Pequeña escena republi cana, digna de ser recordada, y después siguió una larga llam ada republicana, o por mejor decir, surrealista. E ra el doctor Ram írez
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llam ando al hospital de Cali para pedir que se p re p ara ran para recibir y aten d er a Carlos Pizarro y a otra guerrillera herida en el tiroteo de Florida, con las debidas seguridades. Quien contestó desde el hospital insistió varias veces en que él tenía “órdenes term in an tes” de no adm itir a nadie que no tuviera su núm ero de Seguro Social; antes de que el hospital cediera sobre este requisi to fue necesario am enazarlo con una orden presidencial. Al fin el caso se arregló, llam aron de regreso al helicóptero, que nos había abandonado no sin cierto aire de alivio, y dejamos a la señora enchufando llam adas privadas a Florencia, Italia, o a Florencia, C aquetá. Los heridos llegaron a la plaza y con las atenciones de los bomberos voluntarios salieron hacia el helicóptero, rum bo a Cali. Pasó la emergencia. Los otros líderes necesitaron un conciliábulo aparte, m ien tra s tan to los miembros de la Comisión hallaron un lugar de des canso y generosa atención en la sala de a trá s de un alm acén de m úsica m uy bien surtido en discos, casetes y videos. M ientras se escuchaba la m úsica del alm acén, el dueño y su fam ilia nos aco gieron con cervezas y aguardiente. El doctor Ram írez se repuso de sus llam adas sentado en una gran silla de m adera tallada y terciopelo rojo, frente a u n a m esita con m anteles y porcelanas de estilo dieciochesco. E n trab a y salía gente. Se hablaba de los am i gos en común; siem pre en Colombia hay amigos en común. Una guerrillera com partía la cerveza. La m ayor parte de la conversa ción tocaba otros tem as, pero cuando tornaba a la guerrilla los lugares comunes fueron que no m olestaban, que eran muy correc tos, que aquí no p asa nada. Nos dieron buen almuerzo. Por la tarde, la Comisión y los líderes del Em e se encerraron en una de las oficinas de la alcaldía. Un p ar de guerrilleros se apostaron en el zaguán, pero los curiosos, que no éram os tantos, nos paseábam os en u n a sala grande que daba a la plaza. Me llamó la atención una señorita que había venido a ver la firm a desde Caloto o S an tan d er de Quilichao, porque apoyaba en su conver sación al Eme, al gobierno y al senador Víctor M osquera Chaux, que siem pre había sido muy am able con su familia. Después de explorar esta sorprendente combinación de afectos, tuve que re conocer su lógica personal: la gente en todas partes m ira la polí tica desde su propia situación; su coherencia no coincide necesa
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riam ente con los esquem as dibujados en otras partes, desde olrnn alturas. ¿Quién diría que la niña estaba equivocada? RCN pasaba recogiendo m ás opiniones. Tuve un am able int uí* cambio de lugares comunes con el guerrillero alto de rifle rain, que resultó ser Antonio N avarro Wolf. Le dije que era mucho rm> jor p actar que seguir en la lucha sin perspectivas de g an ar y sí du morir. El me respondió que el Eme, por el contrario, tenía todiiN las ventajas: “El pueblo nos apoya". O tra línea de conversación difícil de llevar a un debate profundo, ¿quién sabe cómo y a quién apoya el pueblo? M irando desde el balcón, veía al pueblo de Co rinto algo indiferente frente a esta etapa de nu estras gestionen; clima de fin de mercado; alguna gente esperando afuera, en el andén, conversando; al otro lado de la calle, señoras y señoritas pasaban a m irar desde un balcón. Bonito atardecer. Al fin de las deliberaciones entré a la oficina donde redacta ban en vieja m áquina de escribir el acuerdo de-tregua. Desde el muro, un gran retrato del general Obando m iraba a Fayad, Ospina, Enrique Santos, Alvaro Tirado, Horacio Serpa, nuestros sena dores, B ernardo Ramírez. Atmósfera de distensión y fam iliari dad. E sta gente se conoce bien. No hay ningún gran abismo entre los dos lados, en térm inos de origen social, vocabulario o compor tam iento social en esta singular ocasión —o no ta n singular, ya que la m ayoría tiene cierta fam iliaridad con estos encuentros—. M uebles metálicos, grises, golpeados, hom bres en m angas de ca m isa, el general Obando, y unas pocas páginas de documentos, dos o tres mal escritas a m áquina, con las correcciones hechas con equis repetidas: no hubo servicio de secretaria p ara sacarlas en limpio. P ara los discursos y la firm a se traslad aro n todos a la plaza, que ya estaba llenándose, en anticipación de este acto final. Los niños subieron a los árboles: árboles grandes con docenas de niños y jóvenes, árboles chiquitos con m edia docena, todos m irando h a cia la plataform a, niños de blue jeans y cam isas de sport: en este pueblo, no ta n obviam ente abandonado, la gente no se viste mal. Los niños, atentos en los árboles, con sus m iradas fijas en la pla taforma; al fin de cuentas, por lo menos ellos sí suscribían la idea de que tal vez algo histórico iba a pasar. Tam bién el Em e formó filas, o por lo menos unas líneas, enfrente y alrededor de la p la ta
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forma y su m esa. Tuve la im presión de que eran unos ochenta o cien, pero adm ito un m argen de error, nunca los conté; b astantes m uchachas, m ucha bota de la Caja A graria, arm as varias: M-16, rifles de la policía, una que otra bazooka, pistolas —una niña gor da con som brero costeño y cinturón de pistolas estilo w ild west—-, algunas m etralletas. Este observador los dividió en tre líderes (ca da cual con su diverso modo de ser —Fayad con aire intenso, sin arm as, distinto al largo N avarro con su larga arm a, al en cartu chado Ospina, al descolorido Rosem berg Pabón Pabón— y sus dos o tres devotos; y tam bién la guerrillera Vera Grabe); los mayores, que no son muchos, la juventud posiblem ente ru ral y la juventud no cam pesina, que me pareció el contingente m ás num eroso. Algo entrem ezclados y a su alrededor, h ab itan tes de Corinto y de otras partes. Llega el atardecer y la gente ya tiene m ás tiem po para m irar y escuchar. En cierto sitio descubren un “sapo”; creo que le dieron una paliza, difícil de ver por la densa m ultitud. De los discursos no recuerdo mucho, porque no fueron nada originales. El discurso político colombiano de plaza pública pare ce que tiene que seguir cierto patrón, au n el discurso guerrillero. Recuerdo referencias a Jaim e B atem an y algo sobre los vientres de las m adres colombianas. Recuerdo que cerrando los ojos no era fácil, por la retórica, saber si el orador de turno era miembro de la Comisión de Paz o del liderazgo del Eme. Recuerdo a B ernardo R am írez en medio, con su extraordinaria cam isa (una prenda blanca pacifista-deportivo-m ilitar con unas complicaciones que no im aginaba posibles en una camisa; él confesaba que la había comprado en u n a boutique y ya le ten ía cierto afecto como talis m án) y a Pizarro, de regreso del hospital con vendajes en el brazo, ta l vez ya con su núm ero del Seguro Social. Hubo b astan te flashes de la concurrencia que tom aba fotos, cada vez m ás num erosos como luciérnagas a la caída de la noche. Hubo tam bién u n a canción de paz, pero casi nadie sabía la letra. Poco éxito. La m ism a relativa falta de éxito que en la llam a da a lista de los ausentes “presentes", entre los cuales (si apunté bien, y el ap u n te no se refiere al re trato de la alcaldía) figuraba, con Jaim e B atem an Cayón y Carlos Toledo P lata, el m alogrado general José M aría Obando. Que el pueblo tenga el soberano de recho de m irar no implica nada sobre sus opiniones, como bien lo
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sabe cualquier político colombiano que haya cumplido con el ta n ta s veces improductivo deber de llenar una plaza. En seguida todo el m undo cantó el Himno Nacional, y m ientras estábam os cantan do fue notorio que nadie sintió indiferencia, ni por ese corto espa cio pensó en sus propios asuntos. Conmovedor, lágrim as. Uno de los m andos del Eme anunció entonces por altoparlante el princi pio de la “rum ba de la paz". C iertas cosas que figuran en otras versiones de este acto no las vi ni las oí: no “hicieron retum bar simbólicam ente una últim a descarga". Por fortuna, habrían bajado a m ás de un niño de los árboles, y tal vez a unos cuantos comisionados o jefes de la p lata forma, que estaba bien arriba. No colocaron claveles rojos en los cañones de sus arm as —no se cultivan claveles en Corinto—; no se pusieron "uniformes recién planchados por las m atronas corin tia s”; no se levantó la tribuna en el “atrio de la Iglesia” —estaba en plena plaza—. ¿Detalles? Cada uno tiene su pequeña carga emotiva, aun éste del “atrio de la Iglesia”, pero creo que ninguno es cierto; pudiera ser, tal vez, que una “m atrona corintia” hubiera planchado alguna prenda, pero lo dudo. Mucho ojo, lector, con los testigos oculares. Abandonamos la plaza; la gente debe haber aplastado sus ja r dines, m altratado sus árboles. Nos fuimos a un puesto médico: unos patios, una despensa, unas oficinas, ya de noche. Allí se re u nieron la guerrilla y la Comisión, y recuerdo a unas señoras bien vestidas, con su mejor atuendo, tal vez m adres de guerrilleros o de guerrilleras en visita, no sé: tenían ese aire. Fayad se encerró en una oficina con sus guardaespaldas afuera y recibió a una serie de jóvenes, entrevistándolos, tal vez poniéndolos en lista: fueron entrando uno a uno por una puerta con el letrero “Inyectología”. Saqué la conclusión de que estaba reclutando; de los líderes fue el m ás formal, el de comportamiento m ás singular. Nunca hubo colas ese día, como en otras versiones se ha dicho, y esto se hacía m ás bien a escondidas. En un patio, unas guerrilleras preparaban comida; recuerdo otra vez a la niña del som brero costeño con las pistolas vaqueras, y a otra en favor de “b ailar y b ailar y después tiram o s en el suelo”—esta frase quedó en mis apuntes—. Comen zó a dolerme la cabeza y me senté aparte en el patio m ás tran q u i
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lo, con el propósito de no e n tra r en m ás conversaciones, ni cancio nes, ni parrandas. Canciones hubo muchas: resultó un cantante de prim era el doctor Alvaro Tirado Mejía. Los ingleses somos pésimos can tan tes, no nos lanzam os y nunca recordamos sino las dos prim eras líneas de una canción; pero el doctor Tirado cantaba como un zor zal, de pie, con su calvicie reluciente a la luz sencilla del bombillo de la sala, con u n repertorio inagotable. Rememoraba, me dijo después como historiador, las noches de C hihuahua en tiempos de Pancho Villa. Pero no recuerdo que se cantaran rancheras. No tengo talento musical para juzgar, pero pienso que las canciones eran colombianas. M iraba desde afuera, desde el patio, la escena tenía cierta belleza de cuadro de costum bres. M ientras cantaban adentro, con guitarra o con tiple, con cier to aire de competencia, con pequeños desafíos, yo observaba con mi dolor de cabeza, tratando de guardar una apariencia de buen hum or y de paciencia, tratando de no en tra r en intercambios pro fundos con uno que otro guerrillero algo pasado de tragos que se me acercaba de vez en cuando. Un senador me dijo que él tam bién estaba preocupado por la posible indignidad que nos am enazaba, y que él tam bién estaba de acuerdo en que era hora de irnos ya. Por un rato me senté en otro salón, la despensa, con un par de señores con aspecto de empleados oficiales, pero no sé de qué oficina. Me decían que el Eme “tenía gente muy p reparada”. No estuve de acuerdo y au n con mi dolor de cabeza, y con mis obser vaciones del día, me enojó escuchar esto y me pareció imposible, improbable, concluir que el Em e tuviera “gente p rep arad a”, pero no dije nada. Después paseé con el senador digno, apoyando sus sugerencias de que ya era hora de irnos para Cali. En yo no sé qué momento recogí los papeles de la tregua. Largo proceso de abra zos de despedida, de repetidas recogidas de comisionados, y al fin, m ontados todos en u n campero que caritativam ente había m an dado el gobernador, salimos del pueblo hacia la negra noche tro pical, yo con ese dolor de cabeza que añora la oscuridad como el sediento el agua. Dejamos a trá s lo que quedaba de la rum ba de la paz, en tre gritos y luces, desde la plaza alum brada hacia las calles m ás oscuras de las afueras. M irando atrás, recuerdo que lo último que vi fue la silueta del pequeño guerrillero m ascota, con
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el fusil casi m ás grande que él, apostado como centinela en la vía de nuestra salida. El campero nos regresaba a Cali por la carretera desierta a a ltas horas de la noche, con cercas de alam bre y m atarrató n a lado y lado; de vez en cuando un puente, bam búes, y las alum bra das pero solitarias calles de Florida, el pueblo del tiroteo de la m añana. Los infatigables comisionados todavía conversaban, y u n a dam ajuana —o m edia dam ajuana, qué sé yo, una botella grande y pesada— de aguardiente pasaba de mano en mano. Yo había escogido mal mi puesto, y sin ganas de participar en esa bien justificada tornadera de trago —por el dolor de cabeza, no por otros motivos—, tuve que ayudar continuam ente en respues ta a la repetida frase “tenga la fineza, doctor...”, pasando el g a rra fón de adelante hacia atrá s y de a trá s hacia adelante. Mucho ejer cicio. T am b ién , con cierto se n tim ie n to de re sp o n sa b ilid a d histórica, era yo quien llevaba los tres o cuatro papeles de la paz. Llegamos a Cali a tem prana hora de la m adrugada, a qué hora precisa no lo recuerdo, pero ya estaban cerrándose esos es tablecim ientos que por costum bre y por negocio se cierran bien tarde. A los del liderazgo de la Comisión —los doctores Ram írez, Tirado Mejía y Santos Calderón—, que eran los que menos can sancio m ostraban, les invadió la im postergable necesidad de to m ar caldo. Nos sentam os en un re sta u ran te al aire libre con nom bre de pollo con adjetivo y pedimos caldo. Al fin, en medio del caldo, el doctor Ramírez, después de veinticuatro horas de a rre glos y desarreglos, de decisiones e improvisaciones, bajó la cabeza y durmió. Alrededor, m iraban a los de nuestro histórico pelotón el mesero, unos estudiantes y, desde la calle, unos gamines. No di mos cuenta de que se nos había perdido, sin dejar rastro, u n se nador. El esfuerzo de pedir el caldo fue el último de que fuimos capaces; casi todo se lo comieron los gam ines. D espertam os a nuestro jefe y nos fuimos como a las tres o cuatro de la m añana a uno de esos grandes hoteles que sacan avisos y que reciben toda clase de tarjetas de crédito. No teníam os ni plata ni tarjetas, y al doctor Ram írez le tocó otro último esfuerzo de persuación. Com p a rtí u n cuarto con él y con Enrique Santos; todavía estaban con versando cuando me dormí. Al día siguiente, m ientras desayuná bamos, llegó al hotel un gran señor, próspero, sonriente, efusivo
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con tarje ta s de crédito; nos liberó pagando la cuenta. Se presentó como “el últim o belisarista del Valle”. Y entonces, ¿qué significado hay, qué conclusiones pueden de rivarse, qué lección se oculta en todo esto? Muchos de los del Eme que estaban ese día ya están m uertos o retirados. Ni Corinto ni El Hobo “partieron en dos” ese pequeño hilo de la historia. Pero el lector no debe ver en mi relato de los acontecimientos del día de la tregua, ni una falta de sim patía ni la implicación de que tal día faltaba en el esfuerzo la seriedad. De ninguna m anera. Creía, y sigo creyendo, que valía la pena. Creo que es posible ser serio sin ser solemne. Yo adm iraba, y sigo adm i rando, el don de gentes, el buen humor, la persistencia —y el pa triotismo, por qué no decirlo—, de los m iem bros de esa comisión. Ese día me dejó dos im presiones perturbadoras. Una, de aplicación general, fue la de la m uy razonable indi ferencia de la gente frente a los de cualquier bando o lado que ande trata n d o de hacer un poco de historia. Que la gente tiene sus propias vidas y sus propias preocupaciones es una “perogrulla d a”, palabra decimonónica que figurará bien en este decimonóni co relato. Pero una cosa es adm itirlo y otra cosa es sentirlo desde cerca, como cuando se ven de cerca las improvisaciones y acciden tes que los narradores van a arreg lar y racionalizar después. Así fueron los prim eros ecos literario-artísticos del día, como en el cuadro de Brueghel La caída de Icaro con el labrador que siem pre ara, y en el poema de W. H. Auden, con sus líneas sobre cómo ocurre el desastre, o “la historia”: ...how it takes place While someone else is eating or opening a window or just walking along; ...tliere always must be Children who did not specially want it to happen ...Where the dogs go on with their doggy Ufe... (...cómo tiene lugar Cuando otra persona come, o abre la ventana, o sencillamente camina sin preocuparse; ...siempre tiene que haber Niños que no tengan ganas de que pase nada ...Donde los perros siguen con su vida de perros).
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La segunda impresión perturbadora me la dejó el Eme. M<’ evocaba algo, y días después me acordaría qué: la tribu de adolcH centes y niños de El señor de las moscas, de otro de los ganadores del Premio Nobel. El lenguaje de esa guerrilla en sus declaraciones y planíletos im ita cuidadosam ente el lenguaje de Macondo, pero su realidad no es la de García M árquez sino la de William Golding E ste escrito es un testimonio ocular, no un comentario, pero fue después de ver esa m uestra del movimiento que em pezaron a lle n ar mi m ente muchas reflexiones: ¡cuánto m ás fácil reclutar jóve nes que form ar fanáticos, porque a esa edad nadie piensa verda deram ente que va a morir! Bala disparada por niño o niña también m ata, igual que bala disparada por cualquier veterano de Seúl o M arquetalia; no se me ocurre ninguna solución fácil, pero dudo que frente a tal realidad a ningún m ilitar le hubiera entusiasm ado ninguna sencilla solución m ilitar; ni la hay.
U n a t ie r r a d e l e o n e s : C o l o m b i a p a r a p r i n c i p ia n t e s
JTlacia 1890 gobernaba a Colombia Rafael Núñez. Este estrag a do y viejo intelectual, converso reciente de los lupanares de Liver pool —había sido cónsul allí— y del liberalismo, ejercía su in fluencia desde una ventilada glorieta sobre la playa, cerca de C artagena. La tare a de gobernar en Bogotá se la había dejado al ultram ontano gramático, pedagogo, traductor de Virgilio y polí grafo Miguel Antonio Caro, quien en el curso de una larga vida, según se dice, no sólo jam ás se preocupó por ver el mar, que en tonces d istab a muchos días, sino que se propuso no ir a m irar el río M agdalena, que quedaba muy cerca h asta para alguien con la m ínim a curiosidad geográfica. Bajo las ondulantes palm eras, N úñez leía El siglo XIX, The Economist, la Revue des Deux Mondes y cosas de esa laya —ta m bién se interesó por los docum entos de Freud sobre la coca—, provenientes de todo el m undo—, con un p a r de cambios de su s cripción, como cualquier expresidente colombiano ahora en las Islas del Rosario. E ra poeta, adem ás, y cualquier día acogió con d elirante entusiasm o a la naciente estrella del prim er boom lite rario de Am érica L atina, el joven genio nicaragüense R ubén D a río, y resolvió designarlo cónsul colombiano en Buenos Aires. C a ro recibió el m ensaje telegráfico y dejó de “violar a las m usas y de p erseg u ir a los liberales" para com unicarse, tam bién telegrá ficam ente, con Darío, quien m anifestó su g ra titu d en u n desas troso soneto que comienza con el verso “Colombia es una tierra de leones”.
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No hay leones en Colombia. Darío conocía poco el país, pero el poemilla servía como cumplido, aunque ni Núñez ni Caro eran particularm ente leoninos. Lo poco que podía saber debió descon certarlo: ¿Cómo era posible que esta vasta y belicosa república tropical fuese gobernada por dos literatos sin una pulgada de tie rra y con u n mero puñado de pesos entre los dos? “T ierra de leo nes” resultaba un texto cómodamente ambigúo: tal vez aludía a leones literarios. Mucho les ha ocurrido a Colombia y a la droga sobre la que se inform aba Núñez, desde que éste ayudó a Darío con el consulado; pero para m ucha gente todavía podría ser una tierra de leones. El resto del m undo sabe de Colombia por drogas y m atanzas, prin cipalm ente. E ste elaborado preám bulo se escribe p ara insinuar que el país tiene una historia complicada e interesante y que su política no es lo que podría esperarse. El autor de la últim a relación británica de viajes por el país que leí, llevó consigo La vida de Johnson, por Boswell. E ra un libro pesado, y no le ayudó mucho, pues parece que nunca supo, con seguridad, dónde se encontraba. Por un sentido del deber igualm ente riguroso, la últim a vez que estuve allí me llevé Demo cracia y sus críticos por R obert A. Dahl, no del todo u n a m ala lectura y una gran ayuda p ara recolectar interrogantes sobre esta vieja y vapuleada democracia, si democracia resu lta ser a la luz de las respuestas. ¿Vieja? En Colombia se han efectuado eleccio nes com petitivas una y otra vez, por lo menos desde la década de 1820, y no siem pre con base en un sufragio restringido: la provin cia de Vélez les dio el voto a las m ujeres a fines de los años 1850. Colombia es una veterana entidad política. Sea lo que fuere no está pasando por una de esas “transiciones hacia la dem ocracia” que suscitan alguna atención en el resto de América L atina. N a turalm ente, le faltan los atractivos inmediatos, dram áticos y no vedosos, como democracia posible, de los sistem as políticos em er gentes de Europa central. Leí complacido que el profesor Dahl m uestra u n verdadero pero efímero interés por el país, aunque su información es incom pleta y anacrónica. Me parece que concluye, según sus criterios, que Colombia es una democracia, aunque p artes de ella son, evi dentem ente, m ás dem ocráticas que otras: él no busca la perfec-
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ión. El espectáculo que ofrece su política es, sin embargo, confu so. Muchos de los habitantes están perplejos. Las adiciones al vocabulario político local, como ocurre con los estilos arquitectó nicos, de m odernidad o posm odem idad, se acogen sin temor: “P ar ticipación, diálogo”, “constituyente prim ario”, “movimiento”, “mo vimiento cívico”, “sociedad civil”. E n la últim a década todos estos térm inos se h an vuelto de uso común, como si fuese perfectam en te claro lo que todos ellos significan, y es evidente, tam bién, que lo que significan es del todo deseable. Aunque en 1986 la muy resistente y muy modificada Constitución celebró su centenario, la atm ósfera se recarga con rum ores de plebiscito, asam blea cons tituyente y reform a constitucional. Pero aun con toda esta rique za de diagnósticos y tratam ientos no es fácil cap tar cuál es el sis tem a político. U na o dos cosas me parecen irrecusables. El poder en Colom bia está fragm entado. Los fragm entos son muy num erosos. Mu chos de ellos tienen aspectos legítimos e ilegítimos. Colombia no está regida por una oligarquía. Dudo que alguna vez lo haya estado —Núñez y Caro no constituyen en principio un acabado modelo de oligarquía— pero estoy absolutam ente seguro de que no ha sido gobernada así en ninguna época reciente. La convicción de que existió una oligarquía brota de u n a larga trad i ción en la retórica política practicada por ambos “partidos tradicio nales”, Liberal y Conservador (éste ahora se llama Social Conser vador, pero no puedo acostum brarm e a la nueva denominación), que h an regido la historia política de Colombia, y aú n la rigen. La declamación contra la oligarquía alcanzó un alto grado de intensi dad en las peroratas de Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en 1948. G aitán congregaba grandes m ultitudes, tocaba fibras sensibles, y movilizaba a los humildes, pero no era un analista desapasionado de la política ni de la sociedad, y 1948 es ya una fecha muy lejana. “Oligarca" no es, ahora, sino una vaga designación social, como “clase a lta ” o “de vieja fortuna”. No contribuye mucho a ubicar el poder político, aunque hay “oligarcas” activos en política. ¿No es esto engañoso? ¿No está gobernado el país, en algún sentido fundam ental, por la alta burguesía? “Clase dirigente” tiende a rem plazar a “oligarquía”, y es objeto de la m ayor crítica por miopía, ineptitud, falta de patriotism o, y por no estar, en ge
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neral, a la altu ra de las circunstancias. Tenemos aquí u n a carac terística de la vida política de la República, que es la tendencia a señ alar como chivo expiatorio a alguna anónim a abstracción, que es algo así como u n eco del viejo aforismo gaitanista de que “el pueblo es superior a sus dirigentes”. No es m uy claro aquello de “clase dirigente”, y es m uy difícil lograr consenso sobre quienes deben figurar en ella, o que alguien confiese ser miembro suyo. Pero tales dificultades pululan dondequiera. Si el térm ino se refiere a gerentes, em presarios o ejecutivos de grandes firm as, entonces nos encontram os con que ellos no dirigen el país. Con diversos grados de éxito defienden sus intereses y consideran a los sucesivos gobiernos, de los cuales muchos de ellos dependen, en el mejor de los casos como aliados no confiables, y en el peor, como enemigos. A unque n atu ra lm e n te tra ta n de influir sobre ella, no dom inan la política económica y, como sus homólogos de todas partes, no parecen tener la m enor idea sobre muchos aspec tos del Gobierno. La m oderna m entalidad ejecutiva no es señala dam ente política. H ay ocasiones en que representantes de esta clase política pueden confundirse espectacularm ente. Hace poco, u n dirigente de la Asociación Nacional de Industriales, ANDI, in volucrado en uno de los m últiples diálogos de paz con la guerrilla, que son ahora rasgo constante de la política colombiana, tra n q u i lam ente firmó u n a categórica denuncia contra las implacables em presas que chupan el valor de plusvalía del pueblo colombiano, como si no se aludiera a ningún miembro de su asociación. ¿A quién se refirió, pues? De todos modos, ¿qué haría él, en tales circunstancias? D irigir una asociación de industriales pro bablem ente resu lta aburridor, y no debería subestim arse la fuer za de la curiosidad, ni la seducción de la aventura, pero el anhelo de se r lo que localm ente se llam a “protagonista” es evidente. N a die quiere quedarse fuera de nada. Hace casi dos años el M-19, grupo subversivo que podría decirse representa en política al re alism o mágico, frecuentem ente con resultados desastrosos, se cuestró al político conservador Alvaro Gómez. La acción se conci bió como un golpe contra la “oligarquía”, que de alguna m anera llevaría a la fusión de la guerrilla con las Fuerzas A rm adas y el pueblo. Por supuesto que nada así ocurrió aunque le dio al M -19 lo que m ás le gusta: publicidad. (Después de 15 años de pintoresca
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actividad clandestina, el M-19 resultó con que lo que realm ente quiere son curules en el Congreso). Gómez fue liberado y su po pularidad se acrecentó. Vino a continuación un diálogo, convocado por un monseñor. Senadores conservadores (con bendición del partido), del gober n a n te P artid o L ib eral (sin la bendición del partido), re p re sen tan tes de los sindicatos y el presidente de la Asociación Colom biana de Fabricantes de Plásticos (Asoplásticos), en nom bre de las dem ás agrem iaciones, se reunieron con representantes del M19, con u na ligera ayuda de parte del general Noriega. Todos se congregaron para o rar en un sem inario suburbano. El gobierno del presidente Virgilio Barco, que ha tratad o de introducir algún orden en los contactos con la subversión después de las frenéticas improvisaciones de la precedente adm inistración de Belisario Betancur, se m an tuvo tercam ente alejado, pues no estaba claro quién iba a discutir qué con quién, y con qué autoridad. Aunque me llamó la atención la representación de los fabri cantes de plásticos, lo que m ás me hizo m editar fue el afán de tantos por no quedarse afuera, h asta en ocasión ta n poco propicia. Teníamos ahí, pues, a un industrial no contento con serlo, a sena dores no satisfechos con el Senado, a u n monseñor no conforme con su dignidad y a guerrilleros que no se sentían bien como tales. Todo esto, probablem ente, haría poco o ningún daño, aunque dudo que en alguna forma resultara benéfico. Era una comprensible re lajación después de la tensión que provocó el secuestro de Gómez Hurtado. Ello tam bién puede racionalizarse o interpretarse en va rias formas m ás o menos plausibles por las personas menos dadas al humor. ¿Pero por qué, se pregunta uno, esos senadores no con sideraron incongruente com portarse como si no existieran canales norm ales de carácter político e institucional? Como Alvaro Gómez mismo ha observado, las instituciones legales de la democracia colombiana h an perdido en cierta forma, su “vocación soberana”. A una oligarquía que todavía en alguna forma existe, pero no gobierna, a una clase dirigente que defiende sus intereses, pero no dirige, se debe agregar ahora otro elem en to, que se conoce com únm ente como la clase política: una clase política am pliam ente criticada por su limitado sentido de la polí tica. Se considera que esta clase política está conformada por se
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nadores, representantes, todos los políticos de todos los niveles comprometidos en el remolino de las elecciones y el clientelismo, y por m iem bros de los partidos Liberal y Conservador, principal m ente, que consagran su vida en forma perm anente a estas labo res políticas, que cargan con el peso y el oprobio de conseguir los votos y que cosechan la recom pensa a veces suculenta, a veces parca, y h asta am arga, por su trabajo. ¿Cómo son las elecciones? Las guerras civiles y las elecciones del siglo XIX com prom etían a la mayoría de los pueblos y ciuda des en su sistem a de lealtades, enem istades y recelos y las gue rras y las elecciones del siglo XX confirmaron y perpetuaron el modelo. Las elecciones existen hace mucho. Como la m ayoría de las dem ocracias —muy pocas nacieron en plazas alum bradas por antorchas o velas—, la colombiana hunde sus raíces en el antiguo y podrido m antillo de notabilidades, cacicazgos, influencias, clien telismo, fraude, coerción y m aquinaria oficial. Algunas pintores cas reliquias en la legislación electoral: las votaciones deben h a cerse al aire libre, y term inan a las 5 p.m. Aunque pocos de los volantes actuales lo saben, estas reglam entaciones fueron conve nidas hace muchos años, cuando podía darse por sentado que cualquier espacio cerrado era una incitación y h asta una g aran tía de fraude, y cuando se estim aba que los votos debían contarse a la luz de la últim a hora del día, después de las 5 p.m.: hacer el recuento después del anochecer, a la lum bre de una vela, facilita ba quem ar ciertos papelitos de aquellos. Colombia no es, en n in gún sentido, territorio políticam ente virgen. El fraude ha sido, d u ran te algún tiempo, de m enor im portan cia. (La excepción es lo que podría llam arse el patriótico fraude en las elecciones presidenciales de 1970. Ese caso plantea un in teresan te dilema para el m oralista democrático, pero de todos mo dos ya está com pletam ente olvidado). El m apa electoral del país es notablem ente estable. E n orden descendente de m agnitud, las áreas de influencia liberal, conservadora y de izquierda están bien definidas: hay excelentes m apas y gráficos en Pueblos, regio nes y partidos, de Patricia Pinzón de Lewin. Hay u n a alta ta s a de abstención, la edad m ínim a p ara sufragar es de 18 años, y el voto no es obligatorio. Aunque el electorado no se arriesga —hay in vestigaciones que com prueban que el desempleo y el costo de la
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vida lo m otivan a elegir candidatos que ofrezcan un cambio sano y previsible— , no es rígido y es suficientem ente volátil p ara hacer que los resultados sean m uy difíciles de predecir, por lo que es esencial un duro trabajo político. Mucho de esto es lo que ahora se denigra como clientelismo —distribución de favores y puestos a cambio de votos— y la creen cia de que ello es lo que cuenta para ganar, indudablem ente soca va la autoridad m oral de los políticos. E stas prácticas, sin em bar go, son m ás criticadas que estudiadas o comprendidas. No hay en ellas n ada que sea exclusivam ente colombiano. N inguna m aqui n aria política de Colombia puede ufanarse de la herm ética per fección alcanzada por los amos de Nápoles o Palerm o, aunque el clientelism o colombiano com parte sq rasgo de florecer igual de bien, si no mejor, en los malos tiempos como en los buenos. (Pueden observarse varios paralelos entre la política colom biana y la italiana. En su planglosiana Democracia al estilo ita liano, J . La Palom bara opina que m uchas prácticas italianas p a recen m ás bien suram ericanas, pero ta n horrible comparación lo aterra. No hay razón para su temor, que no es fruto sino del pre juicio frente a cualquier cosa suram ericana. Otro trabajo recien te, que sugiere m uchas sem ejanzas en la evolución de los dos paí ses, es el excelente Conflicto y control. Derecho y orden en la Italia del siglo XIX, de J . A. Davis). La versión colombiana del clientelismo con todas sus distorsio nes, favoritismos, derroches e ineficiencias, al menos deja algún flujo de beneficios y garantiza un estrecho contacto entre políticos y electores. El gobierno urbano, que tuvo que encarar los problemas de las migraciones desde el campo y el acelerado crecimiento citadino de las últim as décadas, podría ser ciertam ente, mucho peor. El clientelismo, como la compra de votos (que aún persiste, aquí y allá aunque los compradores se quejan de los precios m ás altos y de una m ayor propensión al timo, lo que encarece visiblemente el negocio), no son rigurosam ente impopulares, ni irracionales: com prar lotería es, en ciertas circunstancias, razonable, pero lo es mucho m ás dar un voto “financiado”. Aunque el clientelismo solo no garantiza el éxito en el escenario m ás amplio de la política nacional y está menos difundido de lo que algunos críticos pregonan —como ocurre con esa otra noción latinoam ericana de “dependencia”, esta del clientelismo
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sirve para evitarse una seria labor de investigación y pensamien to— , ningún político, ni parte alguna del espectro político, pueden triunfar o existir sin él. Genera votos, pero no autoridad legítima. Quienes se adentran en sus interm inables y exigentes laberintos, tienen poco tiempo o inclinación para ideas o políticas. Ya sean liberales o conservadores, son propensos a ocasionales ataques de autocrítica y queja, en los que adm iten que, tal como ocurre con la clase dirigente, la clase política tam bién ha fracasado, que los partidos tradicionales son tristes desiertos ideológicos, que su composición m ulticlasista cons tituye una fatal inhibición, que sería mejor leer m ás a Gramsci y entregarse a una franca lucha por una nueva hegemonía. Todo ello m ás fácil de predicar que de hacer: elección tra s elección, las faccio nes combinadas de liberales y conservadores, como los republicanos y los dem ócratas de cierta república m ás grande al norte, reciben m ás del 90 por ciento de los votos, y la clase política inunda el Con greso y sigue aceitando la m aquinaria. Esta parte del sistem a o subsistem a, tiene sus flancos legítimos e ilegítimos. En cuanto a lo primero, un núm ero de los supervivien tes en esta rigurosa competencia son, obviamente, políticos de for midable talento, aunque en años recientes los ambiciosos han per dido la costumbre de perm anecer mucho tiempo en el Congreso. E ste no es ta n malo como los críticos locuaces pretenden. Efectúa mucho trabajo monótono, tiene algunas comisiones eficientes y has ta puede reclam ar el crédito por el manejo, relativam ente bueno, de la economía colombiana en los últimos años. (Dos paréntesis más. ¿Por qué fue Colombia la única gran república latinoam ericana que no cayó víctima de los halagos de los banqueros, en los desastrosos préstam os de la década de los años setenta? En parte, la respuesta puede ser que el país es u n a democracia, con un Congreso en actividad, que tenía que aprobar todos los préstam os. ¿Buen manejo, relativam ente? ¿Según qué criterios? Que resultó conservador, consistente, predecible y p ru dente. Los críticos dicen que es u n m anejo dem asiado parroquial, que es una política que se contenta con logros muy modestos. Hay mucho que decir a favor de eludir errores espectaculares. E n los años setenta Colombia fue señalada por la exagerada desigual dad en la distribución de su ingreso, pero el estudio m ás reciente
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m u estra que ha mejorado m uchísimo al respecto, y que ya no es bicho raro en el concierto internacional). ¿Y la corrupción? ¿En esto Colombia está muy mal? Es cuestión im portante, difícil de contestar. ¿Más corrompida o menos que Mé xico, Argentina, Italia, Oklahoma, Austria o Alemania Oriental? Es difícil aceptar, dada la m agnitud de su actual conflicto, que todo el país esté corrompido. Entonces, ¿qué partes o sectores están afec tados? Obviamente, Colombia está m ás contam inada que antes, pero hay que tener en cuenta que es un país mucho m ás rico, y que la antigua sociedad en que cada cual estaba al tanto de los negocios de su vecino fue barrida del escenario. La corrupción es, quizá, un precio que hay que pagar. La política cuesta mucho dinero. Las elec ciones colombianas se han vuelto muy costosas y no hay control de gastos, ni fondos electorales oficiales. Así, pues, los políticos que buscan ser elegidos son particularm ente vulnerables y señalada m ente propensos a resarcirse posteriormente. La em presa privada no es generosa. Pero no son únicam ente los políticos convencionales quienes se han dejado corromper. El m al afecta a la mejor gente, a los “oligarcas”, a los revolucionarios, a los m ilitares, a los políticos, a los jueces, a los abogados, a los mismos periodistas y hasta a los académicos. Por razones obvias, no hay estudios confiables al res pecto, y no son muchos los que se dedican a investigar estas cosas exhaustivam ente. Así como no todos los políticos profesionales son clientelistas, no todos e stán corrompidos. Luis Carlos Galán, que fue asesinado en agosto, por orden de la m afia de Medellín, era el candidato presidencial con m ayores posibilidades para suceder a Virgilio Barco y luchó, precisam ente, contra el clientelismo y la corrup ción. Lo que nos tra e a las drogas, los asesinatos, los carteles, las guerrillas, los derechos hum anos y su violación. Colombia no cultiva coca en gran escala, ni la comercial ización de la cocaína em plea a muchos colombianos, ni las utilidades de la cocaína dominan su economía: ésta se ha visto m ás perjudicada que beneficiada por el narcotráfico. Los colombianos, desde fines de los años setenta, han controlado el procesamiento y el transpor te de la cocaína, elaborada a p artir de pasta de coca producida en Perú y Bolivia y de agentes químicos elaborados en Alem ania Oc cidental, Brasil y, sin duda, muchos otros lugares menos exóticos.
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La participación colombiana en el narcotráfico se debió, en parte, a la geografía y en parte a su tradición de comercialización violen ta de esm eraldas, m arihuana y Marlboro: este último es im porta do de contrabando. Todo esto es bien sabido y se encuentra en li bros que cu e n ta n m ás de lo que uno quisiera sab er sobre la Florida, sus anárquicas agencias contra la droga y sus caóticos arreglos legales, las riñas en bares, los jacuzzis, las piscinas y la m anía de los criminales de recubrir con oro los grifos de sus baños. Todo eso es tem a de interm inables conversaciones, con las exage raciones del caso, en que los miles de millones atribuidos a los principales jefes por la revista Forbes crecen y se arrem olinan co mo los propios globos imaginativos del señor Forbes. Colombia tiene una tradición de violencia. Las causas son complejas, y la tradición, aunque insuficiente, es parte de una explicación total, como en Sicilia y Córcega. Pero a m ediados de los años setenta las cifras convencionales de homicidios, por cada 100.000 habitantes, m ostraban que Colombia era menos violenta que, por ejemplo, Chile, México o Alemania Oriental: de 51.5 en 1957, la cifra había bajado a 16.8 en 1975. (Cf'. Chile, 1977, 45.7; México, 1975, 44.7; Alemania Oriental, 1975, 36.7. La tasa del Reino Unido fue de 9.0). Desde entonces, la tasa colombiana subió a 62.8, en 1988. (Cf. El Salvador, 1980, 129.4; G uatem ala, 1980, 63). Sin duda, buena parte de este increm ento tiene que ver con la droga. La geografía de la m uerte violenta corresponde a la del narcotráfico. Muchos de los crím enes no son “políticos”. Es impo sible precisar la cuantía de los asesinatos “políticos” en los ú lti mos años; lo de “político” no es fácil de definir, y tampoco implica necesariam ente que los responsables sean soldados o policías. U n cálculo autorizado sería que los “asesinatos políticos” as cendieron, recientem ente, al 10 por ciento de las 15.000 m uertes violentas que se registran anualm ente. En relación con el núm ero de sus m ilitantes, el grupo político que ha sufrido m ás es la Unión Patriótica que fue fundado como “brazo electoral” de la guerrilla Farc en 1985, y que ha buscado desde entonces una línea m ás independiente. Sus m ás peligrosos enemigos han sido los “param ilitares”, grupos financiados por los narcotraficantes, particu larm ente “el Mexicano”, Gonzalo Rodríguez Gacha, dado de baja en diciembre de 1989. Pero los miembros de la U P no son los úni-
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eos políticos asesinados. En ciertas regiones fronterizas, donde u n a competencia a la antigua por la hegemonía local se desarrolla en tre la U P y sus protectores arm ados de las FARC, poruña parte, y adherentes de corrientes políticas más antiguas por otra —situa ción no muy diferente de la registrada por obra de los encuentros sectarios entre liberales y conservadores de otros tiempos—, las ba jas se distribuyen equitativamente. Hay g ran variedad de “narcos” y sólo el cartel de Medellín —Pablo Escobar, Rodríguez Gacha y los Ochoa— ha retado direc tam en te al Gobierno. Su propensión a los ejércitos privados, a los feudos territoriales, a los “diálogos” y la publicidad, su enem istad con las FARC y la Unión Patriótica, su vinculación con elementos de las Fuerzas Arm adas y la Policía, sus atentados contra políti cos, funcionarios oficiales, jueces y policías, todo esto les dio gran notoriedad. El esplendor de sus costum bres les otorgó una popu laridad lugareña, exagerada constantem ente por los periodistas extranjeros. Com praban tierra, ganado, propiedad urbana, equi pos de fútbol y h asta políticos, jueces, policías y soldados. La so ciedad al comienzo se sentía halagada, principalm ente por sus parques zoológicos. Las cosas m archaron sobre ruedas durante u n buen tiempo. No hay duda de que el gobierno de Barco, a raíz del asesinato de Galán, le ha inflingido serios golpes a este cartel, quizá fatales. Los colombianos son propensos a creer que m ientras que el Go bierno, las F uerzas Arm adas y la Policía son irrem ediablem ente ineptos, las organizaciones crim inales, los guerrilleros, el “otro bando”, siem pre son capaces de obrar m ilagros de ingenio, efica cia y disciplina. Pero todos son parte de la m ism a cultura, y sus niveles de competencia no son ta n diferentes: a largo térm ino, el Gobierno ganará. No erradicará el narcotráfico de Colombia, pero lo lim itará y cam biará el comportamiento de quienes se dedican a él. Es poco probable hoy que alguien aspire al papel de “El Me xicano”. (Hay un personaje en Cali que ingenuam ente se hace llam ar “El C anadiense”. É ste sí seguro va a sobrevivir). La prensa m undial, que copia a la prensa colombiana, que copia a la prensa m undial, fue dem asiado ligera al juzgar lo que ha estado ocu rriendo por la falta de éxito inmediato. La cam paña contra los topoderosos “narcos" no ha concluido de ninguna m anera y el pre-
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ha sido muy alto. Pero era inevitable y ya estaba en m archa antes del asesinato de Galán. Hace mucho que se alberga la ilusión de un arreglo indulgen te m ediante el “diálogo”: la célebre oferta, en 1984, de pago de la deuda externa hecha por la m afia de Medellín desde Panam á, vino después de que hizo asesinar al m inistro de Justicia. Algunos arreglos podrían concebirse: si realm ente dejaran de am enazar a la justicia colombiana —inverosímil perspectiva, pero los “n a r cos” tam bién tienen su lado sentim ental y sus expectativas de supervivencias no son buenas—, entonces sería factible dejar de extraditarlos a los Estados Unidos. Pero el sistem a colombiano, a diferencia del expedito de Miami, no perm ite negociar la pena. En la m ayoría de los diálogos pasados ciertas realidades han queda do al m argen, como ocurre con la recurrente panacea de los inte lectuales de legalizar la droga. La legalización tropezaría con el crack, el Congreso de EU y el presidente Bush, éste no sería sino el comienzo de una larga serie de obstáculos. P ara los acuerdos narcogubem am entales, au n olvidándose de la ley, hay im pedi m entos tales como los 170 inocentes ciudadanos asesinados por las bom bas de la m afia en diciembre. Sin embargo, aunque la opinión en general respalda al go bierno de Barco para que no se m uestre indulgente con el cartel de Medellín, hay mucho cinismo y condescendencia con el comer cio de la droga y una actitud comprensiva con los fronterizos pio neros “narcocultivadores”, que viven prim itivam ente en la cordi llera O riental o en la S ierra de La M acarena. Los colombianos, como es lógico, insisten tercam ente sobre la responsabilidad de los consumidores. En la sem ana en que el cartel de Medellín ofre ció u n a especie de rendición, el alcalde B arry fue arrestado por com prar crack en W ashington. ¿Qué le pasará? El dice que se que dará allí “lamiéndose las paticas”. El presidente Bush duda de la credibilidad del cartel de Medellín. Y los colombianos no creen que los norteam ericanos com batan el consumo. La mayoría de los guerrilleros conviven con los colonizadores fronterizos. Hay unos 10.000 en todo el país, con diversos grados de m ilitancia. La organización m ás antigua son las FARC. Sus di rigentes son viejos, y aunque concibe atrevidos planes y cada día m ultiplica sus “frentes”, oficialmente se declara en tregua. Su for c ío
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taleza se explica por su larga historia: sus dirigentes no están más dispuestos a renunciar al pasado y a entonar el mea culpa que los liberales o los conservadores ni a renunciar a su sólida organiza ción y los recursos que obtiene del secuestro, de la extorsión o im puestos locales que impone y de la cocaína. Recluta, en cierta for ma, lo mismo que el Ejército y su disciplina es severa, m uchas veces criminal. A las FARC les falta mística. Los libros acerca de Tiro Fijo o “don Manuel", el m ás veterano guerrillero de América Latina, o del viejo y nostálgico ideólogo del movimiento, Jacobo Arenas, ya casi no se venden, al contrario de lo que ocurría hace seis años, cuando la tregua fue noticia. El alto comando de las FARC planea recolectar otros 49 millones de pesos, de una u otra m anera, para ab rir otros 36 frentes, según fuentes del Ejército. C iertam ente, soñar no cuesta nada, y una guerrilla arm ada tiene que p lanear algo, pero ya no tiene un modelo p ara la futura Colombia, si alguna vez lo tuvo y no cuenta con ninguno en el exterior. Esencial e históricam ente, fue una organización defensi va, a m enudo con m ucha razón. Como u n com entarista liberal dijo recientem ente, “ha dejado de ser la vanguardia del proletariado p ara convertirse en la retaguardia de los colonos’”. No es la fuer za siem pre en expansión de sus propios planes estratégicos y hace algún tiempo viene sufriendo severos reveses a m anos de habi tan tes exasperados que han conformado grupos param ilitares, con ayuda de los “narcos" o del Ejército, o de ambos. Públicam ente tiene que rechazar el secuestro y el negocio de la coca y pregonar la tregua. Tiene poco apoyo fuera de sus propias áreas, las m ás im portantes de las cuales son las fronterizas y en las fronteras está la política del pasado, no la del futuro. Conflictos, oportuni dades y circunstancias locales —el castrista ELN, en el norte, se m antiene vivo gracias al oleducto—, pueden explicar la presencia de los guerrilleros pero no les da una vigencia nacional. Tam bién son malos tiem pos p ara la izquierda inerm e. (Es di fícil d etectar algún elem ento político que la favorezca en la actual coyuntura, ni siquiera como p u ra abstracción). La U P se cansó de la teoría com unista oficial de “la combinación de todas las formas de lucha”, que no es sino u n infernáculo ideológico en que sus adeptos defienden la teoría de “la guerra popular prolongada”, m ien tras que solicitan la protección del Gobierno que combaten.
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Al propio tiempo, este movimiento no puede rechazar de veras la protección de las FARC en aquellos sectores del m apa electoral que espera p in ta r para siem pre de verde, que es su color. La iz quierda tam bién experim enta la crisis general del socialismo; sus efectos no son m enos reales a u n cuando su m in istra cómodas oportunidades a personas cuya devoción por la libertad y la libre em presa es parcial en el mejor de los casos... La m ás siniestra innovación de estos últim os años la repre sen tan las organizaciones param ilitares, financiadas por los “n a r cos” y apoyadas, al parecer, por elementos de la inteligencia m ili tar. F u era de la corrupción, la lógica política era que ciertos narcotraficantes, particularm ente Rodríguez Gacha, com partían con el Ejército el afán de elim inar a los guerrilleros, al menos en determ inadas áreas y actividades. Dos factores reducirán, según espero, esta am enaza. El prim ero es el agotam iento de los recursos del cartel de Medellín. El segundo es la purga de Ejército y Policía por parte del presidente Barco. Por comprensibles razones —“un coronel es como la bandera nacional”—, esto recibe poca publici dad, pero la cifra de los implicados es significativa y m ás que sim bólica. Para acometer esta labor de depuración se requiere valor civil y m ilitar, como se ve continuam ente en Irlanda del Norte. C ualquier fuerza que se utilice contra el tráfico de drogas en Colombia está expuesta a desgastarse por la corrupción en pun tos de contacto con el adversario, como ocurre con una borrador de caucho. E sta es una buena razón, como debe darse cuenta el presidente Bush, p ara no ap e la r a las fuerzas m ilitares, salvo en casos absolutam ente necesarios, en Perú, Bolivia y Colombia. Es m ejor re c u rrir a otras instituciones, menos vulnerables a las es pectaculares lesiones simbólicas e increm entar los servicios de inteligencia. ¿Por qué este corto ensayo se refiere tan to a la confusión en el sistem a político colombiano? Porque es dentro del contexto de este sistem a político donde el país tiene que resolver sus proble m as. (¿Cuál fue el viejo sabio que dijo que “el hom bre hace su historia, pero no escoge los m ateriales con los cuales tiene que hacerla”?). El sistem a es extraordinariam ente elástico —pocos países h ab rían podido soportar las dificultades de Colombia en los
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años ochenta sin ver afectada su estabilidad institucional— y no es difícil suponer peores alternativas. Colombia ciertam ente necesita m ás derecho y m ás orden, en el sentido propio de estas palabras: m ás “g aran tías” y m ás ju sti cia, sobre todo, en la antigua aceptación del térm ino justicia. E ste fue el clam or de todas las gargantas en el entierro de Galán. Es algo que economistas y planificadores, así nacionales como ex tranjeros y la m ayoría de los políticos han descuidado. Antes de alcanzar los deleites de la “sociedad civil”, el país necesita forta lecer el Estado, p ara ser una democracia m ás cabal. Requiere u n sistem a judicial nuevo, en que jueces mejor rem unerados, cuida dosam ente escogidos y adecuadam ente protegidos, sean capaces de dictar e im poner sus fallos; en las condiciones actuales, la m a yoría de ellos no puede hacer nada. Sin esto, no sólo el nivel de homicidios seguirá siendo alto, sino que los sucesivos gobiernos verán extraordinariam ente entorpecidos sus program as en todos los órdenes. Hace cien años, Núñez citaba a Taine ante sus com patriotas: no im porta lo m alo que un gobierno pueda ser, su ausencia es mucho peor, pues el poder va a parar, así, a m anos de “agrupacio nes tran sito rias que, como torbellinos, se levantan del seno de la polvareda h um ana. E ste poder, que con ta n ta dificultad es ejerci do por los hom bres de mayores aptitudes, se comprende cuán las tim osam ente h ab rán de desem peñarlo fracciones im provisadas”. N úñez no perm itió que eso ocurriera y h asta el final de su vida gobernó desde su glorieta de C artagena. El doctor Barco, como el anciano Núñez, es u n hombre austero y m uchísimo menos comu nicativo. El no sólo no ha adulado al pueblo, sino que ni siquiera habla mucho con los expresidentes, los “oligarcas”, la clase diri gente, la clase política, El Tiempo, E l Espectador, E l Siglo, los obispos, los m onseñores o los dirigentes de Fedeplásticos. E ntre tanto, m uchos remolinos se h an suscitado y las críticas al tacitu r no gobernante h a n sido particularm ente severas. ¿Quién gobierna a Colombia? Hace cien años, a prim era vista no parecía que el gobernante fuera Núñez. El doctor Barco no me ha ofrecido n ingún consulado, aunque sí aceptó escribirm e un prólogo p ara u n libro de acuarelas antiguas. No me comprometí a recom pensarlo con u n soneto. Pero les apuesto lo siguiente: lo
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que los gobiernos logran no parece muy claro en su tiempo; cunndo Barco abandone su despacho, los colombianos comprobarán, mucho m ás de lo que suponían, que Barco sí gobernó durante suh cuatro años, que dejó al país con sus libertades intactas y, quizás, en situación u n tris mejor que cuando asum ió el cargo.
N ota B ib l io g r á f ic a
“M iguel Antonio Caro y amigos: poder y gram ática”, fue es crito p ara la revista History Workshop de Londres, “revista de historia socialista y fem inista”, a petición de su generoso editor Bill Schwarz, p ara el núm ero conmemorativo de 1492. “Los problemas fiscales de Colombia durante el siglo XIX” se debe a una invitación de Miguel U rrutia, entonces director de Fedesarrollo; apareció en M. U rrutia, ed., Ensayos sobre historia eco nómica colombiana, Bogotá, 1980, y una versión inglesa salió en Journal ofLatin American Studies, Vol. 14, p art 2, November 1982. “Pobreza, gu erra civil y política: Ricardo G aitán Obeso y su cam paña en el río M agdalena, 1885” apareció prim ero en Nova Americana No. 2, Turin, 1978, a pedido de su editor Marcello Carm agnani. La versión en castellano fue publicada por Fedesarrollo como panfleto de ocasión, Bogotá, 1979. “La presencia de la política nacional en la vida provinciana, pueblerina y ru ral de Colombia en el prim er siglo de la república” fue escrito para un congreso de FAES, Medellín, sobre el mundo ru ral y publicado por iniciativa de Marco Palacios en M. Palacios, ed., La u nidad nacional en América Latina. Del regionalismo a la nacionalidad, México, 1983. “Algunas notas sobre el caciquismo en Colombia" apareció en el No. 127, octubre 1973, de Revista de Occidente, M adrid, núm e ro dedicado al caciquismo, editado por José Varela O rtega. La tr a ducción es de Eva Rodríguez “U na hacienda cafetera de C undinam arca: S an ta B árbara 1870-1912” forma un capítulo en K. D u n can y I. Rutledge, eds., L a nd and Labour in L atin America, Cam bridge, 1977. La versión
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en castellano es del Anuario colombiano de la historia social y de la cultura. “El Nostromo de Joseph C onrad”, apareció en Pluma, Bogotá, m arzo-abril, 1977. “José M aría Vargas Vila" forma la introducción a la selección de su obra publicada por el Banco Popular, Bogotá, en 1984, Var gas Vila. Sufragio - Selección - Epitafio. “U na visita al Negro M arín" y “A venturas y m uerte de un cazador de orquídeas", aparecieron en Credencial Historia, no viem bre 1990 y octubre 1991. Agradezco a C am ilo C alderón S chrader y a Revista Credencial Historia su perm iso para incluir los en este volumen. “Un día en Yumbo y C orinto” fue escrito a pedido de Jorge O rlando Meló para su Reportajes a la historia colombiana, 2 Vols., Bogotá, P laneta, 1989. Agradezco a Enrique González y a Edito rial P laneta el permiso de incluirlo aquí. “Una tierra de leones: Colombia para principiantes”, salió en el London Review ofBooks, 22 M arch 1990. He revisado todas las traducciones. A lgunas son anónim as. G ran p a rte de “Miguel Antonio C aro...” y de “U na tie rra de leo n es...” se debe a Luis G uarín. E scribí “La presencia de la políti ca...”, “El N ostrom o...”, “José M aría Vargas Vila”, “A venturas y m uerte...", “U na visita...”, y “Un día en Yumbo y C orinto” en castellano, con la ayuda de varios m aestros y m a e stra s de estilo, como tam bién la “C orta confesión”.
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Mauricio (M urtón < n ló ii ilí’
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Ion ciiHIh-m. H isto ria,
Ltiouniliu y náutica del descubrim iento Mauricio Obregón De los argonautas a I on astronautas Ileraclio Bonilla, c o m p ila d o r
Los conquistarlos. 1498 y la población indígena de las Américas (N o v e d a d )
Varios autores Manual de H istoria de Colombia (Tres volúmenes)
M a l c o l m D e a s r e ú n e e n e s te l ib r o t r a b a jo s s o b r e h is t o r ia d e C o lo m b ia e s c r it o s e n la s d o s ú lt i m a s d é c a d a s . E n s u m a y o r ía , s e h a l la b a n h a s t a a h o r a d is p e r s o s e n l ib r o s y r e v is t a s n o s ie m p r e d e f á c il a c c e s o a l le c t o r c o lo m b ia n o . D e s d e á n g u lo s novedosos, m u c h a s veces p io n e r o s , e l a u t o r t r a t a t e r n a s b ie n d iv e r s o s q u e a b a r c a n im p o r t a n t e s p e r ío d o s d e l s ig lo ¡ ja s a d o y d e l p r e s e n t e : la im p o r t a n c ia d e l a g r a m á t ic a e n l a h is t o r ia p o lít ic a d e l p a ís , l a r e la c ió n e n t r e lo s c ic lo s e c o n ó m ic o s y la s g u e r r a s c iv ile s , la p r e p a r a c ió n y e l m o n t a je d e u n a g u e r r a c iv il, l a p e r s is t e n t e p o b r e z a d e l E s t a d o , lo s a ll> o r e s y v ic is it u d e s d e l c u lt iv o d e l c a fé , e l p e r io d is m o r a d i c a l , y e l p r o c e s o d e p a z d e lo s a ñ o s o c h e n ta .
ISBN 958601
EDITORES
9 7 8 9 5 8 6 0141