David
Leavitt
EL LENGUAJE P E R D I D O DE LAS GRÚAS
Título origina1: The Lost Language of Granes © 1986; 1986; David Leavitt Ediciones Versal, S.A. Primera edición: noviembre de 1987 Impreso en España
Para Gary y en memoria de mi madre
Para Gary y en memoria de mi madre
Forgive me if you read this... I had gone so long without loving. I hardly knew what I was thinking. JAMES MERRILL, Days Days of 1964 1964
ÍNDICE VIA VIAJES ........................ ............ ....................... ...................... ....................... ....................... ....................... ..................... ......... MITOS DEL ORIGEN ....................... ............ ....................... ....................... ....................... ................... ....... EL NIÑO GRÚA ....................... ........... ....................... ....................... ........................ ....................... ................ ..... PADRE E HIJO ....................... ........... ....................... ....................... ........................ ....................... ................. ......
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Viajes
A primera hora de la tarde de un lluvioso domingo de noviembre, un hombre bajaba a toda prisa por la Tercera Avenida. Pasaba junto a las floristerías y los quioscos cerrados con las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada contra el viento. La avenida estaba desierta, a excepción de algún que otro taxi que salpicaba el agua sucia de los charcos. Tras las ventanas iluminadas de los edificios, la gente desplegaba y dividía la edición dominical del Times y se servía café en tazones esmaltados. En la calle, sin embargo, la situación era distinta: un vagabundo cubierto de bolsas de plástico empapadas se acurrucaba en la entrada de una tienda, una mujer con un abrigo marrón corría protegiéndose la cabeza con un periódico, una pareja de policías cuyos walkie-talkies emitían voces distorsionadas — escuchaban escuchaban — cuyos los sollozos de una anciana frente a un edificio pintado de rosa. ¿Qué estoy haciendo una fría tarde de domingo entre esta gente, yo, un hombre respetable y honrado que tiene un apartamento con calefacción, una cafetera y unos buenos libros que leer? Se rió de sí mismo por hacerse todavía la pregunta y apretó el paso. Era inútil que fingiera, lo sabía, iba adonde iba. Sólo unas pocas manzanas más arriba, en el duodécimo piso de lo que una vez fue un discreto inmueble de ladrillos de color blanco, pintado ahora de un llamativo azul celeste, una mujer sentada en una mesa balanceaba pacientemente un lápiz rojo por encima de un original mecanografiado. Apenas se daba cuenta del staccato de la lluvia contra la cañería de desagüe ni de las gotas que corrían por la ventana. Sus labios se movían en silencio, repitiendo las palabras que tenía delante. En la televisión, encendida pero sin sonido, daban unos dibujos animados en los que un viejo dinosaurio, con un mechón de pelo blanco en la cabeza, cojeaba por un paisaje ceniciento llevando entre los dientes un palo del que colgaba un hatillo. La mujer respiraba al ritmo del reloj de la cocina, sin hacer caso del dinosaurio, y manejaba el lápiz sobre el original como si fuera una varita mágica, enmendando todo lo que tocaba. Tampoco pensaba en su marido, que caminaba solo y luchaba contra la cortina de agua.
A menudo, Rose se refería a su barrio, con sus rascacielos azules, rosas y rojo vivo, como el Oriente Medio. Y, efectivamente, estaba lleno de hombres de tez morena que llevaban gafas de sol a medianoche, jeques vestidos de blanco que viajaban en limusinas y mujeres con velos negros que regateaban con la vieja y cansada propietaria de la tienda de comestibles coreana. Vivía, como le gustaba contar, demasiado al oeste para estar en Sutton Place, demasiado al este para estar cerca del centro, demasiado al norte para Murray Hill y demasiado al sur para el Upper East Side. Según los planos, aquello era Turtle Bay; pero Rose, con el sentido de la precisión propio de una correctora de estilo, sabía que Turtle Bay sólo incluía unas cuantas calles laterales con farolas, árboles frondosos y bloques de casas. En realidad, Rose y Owen vivían en la Segunda Avenida. El dormitorio principal daba al tráfico de la calle, a los coches y los taxis. Las sirenas sonaban durante la noche, razón por la que, últimamente, Owen se ponía tapones de cera en las orejas cuando se iba a dormir. Veintiún años atrás, cuando se mudaron a ese apartamento, el barrio estaba habitado por una humilde y perseverante clase media que se identificaba con Lucy y Ricky Ricardo, aunque no hiciera nada tan fascinante como trabajar en un club nocturno. Con el tiempo, fue llegando más y más gente pero, como el alquiler permaneció estabilizado, continuaron pagando el de una época ya pasada, mientras el futuro se deslizaba entre ellos por la Segunda Avenida, hacia la zona alta o hacia el centro de la ciudad. Pocos fueron los cambios visibles en la inmediata vecindad pero Rose sabía que, a la larga, los invisibles eran los peores. Hacía veinte años que era correctora de estilo y poseía la rara capacidad de permanecer sentada todo el día en un pequeño despacho, como un monje en su celda, leyendo con una severidad que rayaba en el ascetismo. En los momentos de tensión, se relajaba pensando en sinónimos: sentir, conmoverse, compadecer; enfadarse, enfurecerse, salirse de sus casillas; aplacar, tranquilizar, calmar... Un impulso a poner el mundo en orden la llevaba, sentada en su mesa, a ordenar las frases y corregir tiempos verbales, a limar asperezas y pulir el estilo hasta conseguir que la
hecho. La cocina era su otra afición. Estaba orgullosa de sus platos, en los que no se reconocían, a primera vista, los ingredientes: pequeñas frutas hechas de mazapán, o glaseados sedosos y perfectos. (El pastel era simplemente una idea tardía, una trivialidad, una excusa para poder llevar a la práctica la idea.) Owen, que había crecido alimentado con austeridad en una casa sin escarchados, sin grandes panes de nueces ni pasteles de frutas, se sentaba delante de los que hacía Rose y los miraba lleno de admiración. Luego, se los comía con una ferocidad de la que la mayoría de la gente no le hubiera creído capaz. Tenían un hijo de veinticinco años, Philip, que vivía en el West Side. La imagen que Philip guardaba de sus padres no estaba exenta de cierto carácter primario. Rose y Owen sentados uno frente a otro en los sillones de pana gemelos que habían ido a buscar a Jersey en un coche alquilado. Es tarde, por debajo de la puerta de su dormitorio entra la luz de cuatro bombillas de cien watios. No se oye nada, excepto el ruido de las páginas al pasarlas, los cuerpos cambiando de postura o algunos pasos ocasionales. — Sólo me quedan doscientas páginas — dice Owen. Está leyendo una biografía profusamente anotada de Lytton Strachey. Se dirige a la cocina y abre la puerta de la nevera. Allí está el pastel, junto al cuchillo cubierto de seda blanca y migajas amarillas; el glaseado brilla bajo la luz conectada a la puerta. Faltan uno o dos trozos. Rose se le acerca, saca el plato de la nevera, lo deja sobre el mostrador y hunde el cuchillo en esa suavidad. Sin poder hacer nada, observa cómo ella sirve dos partes en platos de postre y los lleva a la mesa. Todo sin una sola palabra. Se sientan ante sus libros abiertos y comen.
Una tarde de otoño en el ascensor, la señora Lubin — una viuda que vivía en el edificio desde antes que los Benjamín — confió sus miedos a Rose. Sospechaba que el propietario estaba tramando algo. Unos días más tarde, una carta confirmó sus peores temores. El edificio iba a pasar a régimen de propiedad. Tendrían la posibilidad de comprar el apartamento a un precio más bajo,
cinco años, pero no podrían continuar en él como inquilinos. Evidentemente, con anterioridad circularon presagios, rumores y, por último, cartas; pero la cuestión pareció estancarse y terminaron por creer que nada ocurriría. Ahora había ocurrido. — ¿Podemos comprarlo? — preguntó Rose. Owen se quitó las gafas que utilizaba para leer, dejó la carta y se frotó los ojos. — No lo sé — dijo — . Supongo que tenemos bastante dinero pero habrá que consultar a un asesor. Nunca pensé que tuviéramos que gastar tanto dinero, por lo menos desde que Philip fue a la universidad. — De todas maneras, aún tenemos algunos meses antes de perder la oferta — replicó Rose. Miró a su alrededor: aparte de unos pocos muebles nuevos y otros mandados a tapizar, era la misma sala de estar que aquélla a la que se mudaron veintiún años atrás. En la alfombra, una mancha de orina recordaba la existencia de Doodles, el perrito faldero atropellado por un coche cuando tenía sólo ocho meses. Habían vivido allí durante tanto tiempo que le parecía imposible hacerlo en otro lugar. — Únicamente el mantenimiento nos costará el doble que el alquiler. Aunque, por lo que he oído, aún así sería una ganga — dijo Owen — . Me contó Arnold Selensky que casi todos los demás edificios de la manzana han pasado a ser de propiedad — añadió mirando por la ventana. No quiero irme de aquí — dijo Rose. — También ella, como la anciana señora Lubin, había oído historias de propietarios que contrataban a matones y que lanza ban los animales domésticos por la ventana; también ella temblaba ante la posibilidad de un cambio. La aterrorizaba sentirse desamparada. Por supuesto, no todos se sentían de ese modo. Arnold Selensky, el decidido vecino amigo de Owen, que se estaba forrando con el negocio de los vídeos de alquiler, aplaudía los cambios. Una noche los invitó a cenar y, mientras agitaba la copa de coñac sobre la mesa de plexiglás, les explicó: — Hay que cambiar con los tiempos. Esa música que suena en el tocadiscos, por ejemplo. Eurythmics. No los Eurythmics, sino
también es lo último. El que a uno le vayan bien las cosas no es una razón para dejar de estar al día. Hay tantas viejas en este edificio que se divierten todavía oyendo a Lawrence Welk... Rose pensó: Vivo en el pasado, soy un anacronismo, un vejestorio. — Los pisos de alquiler no tienen futuro — continuó Arnold Selensky — . El futuro está en los de propiedad. Pensadlo. Nos dan una buena oferta, compramos, lo vendemos al doble y nos encontramos en la Quinta Avenida. Bueno, en la Quinta Avenida quizás no, pero muy probablemente en la zona en la que Park Avenue confluye con las calles treinta o, como en mi caso, en Tribeca. Buena vida, Owen, ésa es la cuestión, con más espacio del que nunca has soñado. Como una casa de campo en plena ciudad. Algo increíble. Esa noche Owen se despertó bañado en sudor. — ¿Qué te pasa? — le preguntó Rose. Él sacudió la cabeza. No quiso decirle que había soñado que todo se venía abajo y que se veía obligado a vagar por las calles. En el sueño, no tenía piernas y recorría arriba y abajo unos grandes vagones subterráneos dentro de una pequeña caja con ruedas, agitando una lata para ofrecer cambio. Al contrario de Arnold Selensky, él no tenía una profesión con futuro. Desde hacía diez años, ganaba un salario razonable examinando el sistema de valores, el carácter y las notas de la prueba de ingreso de muchachos a quienes los padres querían matricular en el Colegio Harte, una escuela privada masculina situada en la calle 90 Este. Se pasaba las mañanas leyendo cartas de recomendación de los componentes de la junta y realizando entrevistas a niños de siete a doce años. Por las tardes, daba una clase, un seminario sobre literatura del Renacimiento, a tres alumnos brillantes. Llevaba corto su pelo espeso y encanecido y, a pesar de que casi nunca hacía ejercicio, su cuerpo se mantenía tenso como una cuerda de arpa, parecía la personificación misma de la tensión. Rose siempre había comprado en la pequeña tienda de comestibles italiana de la esquina y continuaba haciéndolo ahora que se había convertido en una tienda de comestibles coreana. En esa tienda compró veintiún años atrás los ingredientes de la
que Owen y ella comieron en platos de papel — y quedó asombrada de encontrar verduras tan frescas en Nueva York. Ella y la dueña, cuyo nombre nunca supo, llegaron a conocerse bien. Charlaban de espárragos todas las tardes. Entraron en la madurez juntas. Un día, la mujer cambió de raza; eso fue, al menos, lo que le pareció a Rose, aunque siguió comportándose como siempre con la nueva propietaria. En apariencia, el vecindario no era diferente del que había sido; sin embargo, Arnold Selensky había dicho que todos los demás pisos de la manzana habían pasado a ser de propiedad. Parecía una conspiración. El teléfono empezó a sonar: agentes inmobiliarios, intermediarios, gente que había oído de gente que había oído de gente... — Disculpe — solía decir la voz — . ¿Es aquí donde tienen un piso de cinco habitaciones en venta? No, no es aquí. — — Señora, si usted tiene un piso de cinco habitaciones en venta, podríamos serle de gran utilidad. — No, gracias. Adiós. Las llamadas se hicieron cada vez más frecuentes; algunas, incluso, avanzada la noche. De estar Owen en casa durante el día, él habría contestado lacónicamente pero, como no era así, al volver de la oficina, Rose se encontraba el contestador automático lleno de pequeñas demandas. Un domingo llamaron diecisiete personas. Rose se subía por las paredes. — Este apartamento no está en venta — gritó al decimoctavo solicitante — . Vivimos aquí. ¿Es que no pueden dejarnos tranquilos? — Oiga, escuche un momento — contestó una voz joven y nasal — . Tengo un cliente que está buscando un apartamento por su barrio y que estaría dispuesto a pagar una buena cantidad por él, pero ya no me importa. Estoy harta de que la gente me grite. Es lo único que saben hacer ustedes: gritar y gritar. Ya me he cansado. Voy a dejar este maldito trabajo. Podría ganar mucho más dinero con cualquier otra cosa, en lugar de estar haciendo estas estúpidas llamadas telefónicas. Mi marido se largó y tengo que mantener yo
porque estoy obligada a hacerlo, porque tengo que alimentar a mis hijos, no porque me guste especialmente. Así que lo mínimo que podría hacer es mostrarse un poco más comprensiva y ser un poco más amable antes de ponerse a gritar. — Escuche, lo siento — se disculpó Rose, llena de remordimientos — . Sin embargo, intente comprender. Nos están llamando constantemente. Somos gente pacífica y... — Sí, estoy convencida de que son todos gente muy agradable en el East Side. Bueno, quizás no lo sean por mucho tiempo. Conozco el paño. Neoyorquinos de pura cepa: un escupitajo en la cara, eso es lo que se merecen. Rose colgó el auricular dando un golpe y se quedó mirando el teléfono. Entre todos los objetos del apartamento, el teléfono adquirió de pronto el aspecto inusual de una sombra gris acechante. Se convenció, mientras volvía a la butaca y retomaba su lectura, de que fuera había buitres que se agarraban a los cables del teléfono e intentaban frenéticamente arrancarlos de la pared; después, derribaban las paredes, despojaban la vivienda de muebles y recuerdos, la pintaban de nuevo y volvían a acondicionarla para ellos, sin pensar ni una sola vez en las vidas que acababan de interrumpir, las vidas que habían lanzado a la calle. Ahora tenían la posibilidad de comprar el apartamento: se quedarían sin ahorros, pero el apartamento sería suyo. Rose, sin embargo, no estaba muy segura de que eso fuera un gran negocio. Le parecía que el piso ya les pertenecía en todos los aspectos: habían vivido allí durante veintiún años y en él seguían viviendo. Intentó imaginarse atándose en la cama como habían hecho algunos ancianos en Central Park Oeste, pero la situación le pareció imposible. La otra gente, lo sabía, se levantaba los miércoles a las cinco de la mañana para leer antes que nadie los anuncios del Voice, contrataba intermediarios y repasaba las secciones necrológicas para ver dónde quedaban viviendas libres. Rose no podría soportar eso. Dejó, pues, de lado la tarea de buscar un nuevo alojamiento, tal como había aplazado, semana tras semana, desde hacía seis meses, la carta que le debía a su hermana. Sabían que dispondrían de «seis meses a un año»
alquiler al de propiedad. En realidad, parecía la respuesta a la pregunta: «¿Cuánto tiempo me queda, doctor?». Cada día, Rose revisaba el correo y, cada día, suspiraba de alivio al no encontrar noticias amenazadoras con alguna fecha fija. Por ello, empezó a concebir la esperanza de que aquel nebuloso período de gracia se prolongaría eternamente. Aún así, siempre llegaba una u otra carta que, de modo implacable, le recordaba que sus días estaban contados. Algunas tardes, al volver caminando del trabajo, levantaba la vista y descubría que los bloques llenos de pisos diminutos que la rodeaban se transformaban, en un abrir y cerrar de ojos, en amasijos llenos de cadáveres de los que sobresalían los miembros que los que aún estaban vivos agitaban entre los muertos. Sentía náuseas sólo de pensar en toda aquella cantidad de vidas encajonadas y amontonadas hasta una altura de diecisiete pisos. Philip venía algunas veces a compartir las inquietudes de sus padres. Su corazón, sin embargo, estaba en otro lugar: por primera vez en su vida se había enamorado y en él apenas había espacio para el dolor. A pesar de todo, cuando se sentaba con sus padres en la sala de estar, añoraba de pronto su infancia e imaginaba que podía decir buenas noches, dar media vuelta, entrar en su antiguo dormitorio y encontrar los deberes encima de la mesa, como si nada hubiera cambiado. Allí había transcurrido la mayor parte de su vida: había comido, hecho sus deberes, mirado la televisión, leído y se había acostado. Al pensar en todo ello, se le formaba un agradable nudo en la garganta y las lágrimas le asomaban a los ojos. Pero lo que sentían Rose y Owen cuando se metían en la cama era pura y simplemente dolor: un gruñido ronco que empezaba en el estómago, subía hasta la cabeza y amenazaba con hacerles estallar el pecho. No tenía nada de placentero. No les gustaba nada, sólo deseaban que desapareciera. Para ellos, la venta del apartamento era el principio del fin; en cambio, para Philip, que esperaba que algún acontecimiento marcara el irrevocable inicio de la vida real, significaba el principio del principio. No deseaba volver a vivir ninguna época de su vida, y estaba contento de ello. No echaba de menos nada, excepto algunos lujos. Sólo
sus padres quienes, indefensos ante la inminencia de un cambio, miraban hacia atrás, hacia todo lo que habían conseguido. No importaba qué otra cosa pudiese ocurrir, los años neutros, los años que se recuerdan vividos sin dolor, ya habían concluido. Por la noche, permanecían quietos, cada uno en un extremo de la cama, haciendo creer al otro que estaban dormidos mientras, en la calle, los coches pasaban y proyectaban doce pisos más arriba unas sombras que, cual pájaros veloces, recorrían el tapiz de la pared.
Rose y Owen pasaban la mayoría de los domingos separados. No era una regla que ellos hubieran establecido, simplemente, ocurría de ese modo. Durante el primer año después de que Philip volviera de la facultad, hubo otra tradición dominical: ese día Philip solía ir a cenar con sus padres pero, últimamente, sus visitas se habían hecho irregulares. Llamaba y decía: «Esta semana no podré ir. ¿Qué tal si comemos juntos, mamá?». Como trabajaban en la misma zona, podían aprovechar la hora de comer para verse. Rose llevaba trabajando veinte años en una pequeña editorial llamada T. S. Motherwell. Siempre tenía ordenado su pequeño despacho. Al llegar por la mañana, tomaba un café con su amiga Carole Schneebaum y luego desaparecía tras la puerta para dedicarse a sus metódicas lecturas. Cada hora, o cada diez páginas (lo que sucediera primero), se levantaba, desentumecía sus músculos e iba a por un poco más de café. En la editorial, todos sus compañeros estaban preocupados por el bajo número de ventas y por las malas críticas, pero a ella todo eso no le importaba demasiado. Cuando comía con Philip, le oía hablar de presentación de productos y de marketing. Tampoco eso le importaba gran cosa. Su hijo trabajaba para una compañía que sacaba al mercado entre cinco y diez novelas rosas y de aventuras en rústica cada mes y ella no dejaba de sorprenderse al verlo tan entusiasmado con su trabajo. Lo cierto era que Philip tenía una escala de valores diferente a la suya. — Saber manejar un ordenador es básico — le explicaba — . En la oficina, todo se hace por medio de un monitor, mamá. No
La máquina de Rose, una Royal, tenía treinta y cinco años. Quizás no tuviera por qué asombrarse de que el mundo cambiara y la dejara atrás, pero eso era exactamente lo que ocurría. Philip vivía en una sucia calle en una parte de la ciudad que jamás pensó que pudieran cruzar los blancos. Pero no, le aseguró su hijo, el antaño degradado barrio estaba volviendo a florecer: ahora era casi chic. El diminuto apartamento en el que vivía era una joya, aunque sólo tuviera una habitación y la bañera estuviera en la cocina. Un fin de semana que Owen fue a dar una conferencia, la invitó a cenar y a conocer su casa. A Rose empezó por no gustarle la calle, llena de adolescentes puertorriqueños con radios en los hombros y gatos recién nacidos que maullaban. Las paredes estaban llenas de pintadas y había botellas de ron vacías en la entrada del edificio. Las paredes del apartamento eran de ladrillos de color malva y de ellas colgaban carteles enmarcados. Philip había pintado la bañera de color rojo vivo. Después de cenar, Philip se puso el abrigo y acompañó a su madre hasta Broadway para que cogiera un taxi. — Ésta es una zona bastante africana — le comentó a su madre al salir, mientras esquivaban los grupos de niños amenazadores que se reunían en las entradas de los pisos vecinos — . Los pasillos de estos edificios siempre huelen a pimienta. Para llegar a la calle tuvieron que pasar por encima de un hombre que estaba durmiendo junto a la puerta. — Es nuestro portero — dijo Philip riendo. — Philip, ¿se encuentra bien este hombre? — No te preocupes. Vive aquí. A veces tiene algún problema por ponerse en las escaleras. Bajaron por la calle 106. — ¿Cuánto tiempo crees que vas a quedarte en este lugar? — preguntó de nuevo Rose. — Todo el tiempo que pueda, el alquiler es bajísimo y el propietario haría cualquier cosa por deshacerse de mí para poder subirlo. Y el piso no puede pasar a ser de propiedad, lo he comprobado. Por culpa de una pequeña nota a pie de página en el reglamento del edificio, algo relacionado con las tuberías o una
— ¿Este sitio, de propiedad? — Rose no se lo podía creer. — Que lo creas o no, está pasando en todo el vecindario. — ¡Dios mío!
Siguieron caminando. En Amsterdam Avenue se encontraron con un hombre que estaba orinando en la cuneta. preguntó Rose — ¿Vienes por aquí cuando sales? — apartando la mirada del hombre. — ¿Qué quieres decir? — Bueno, cuando sales con tus amigos. Philip empezó a toser. — Oh, no — contestó — . No vengo por aquí, últimamente voy mucho por el East Village. Es una zona bastante movida, llena de punks, vagabundos y artistas de segunda vestidos de forma extravagante. — Tú no eres nada de eso. Philip abrió la boca pero no dijo nada. Miró hacia otro lado y se anudó la bufanda alrededor del cuello. Rose tuvo la sensación de que había hecho una pregunta equivocada o, más bien, que la había formulado de un modo equivocado. En realidad, había querido decir: «Philip, haz el favor de explicarme por qué tu vida es tan diferente de la mía». Pero él cambió de tema: — ¿Habéis decidido ya si vais a quedaros con el apartamento? Ella sonrió y sacudió la cabeza. — Estamos esperando la opinión del asesor. Luego veremos lo que dice el abogado, pero las perspectivas no son muy buenas: tendremos que gastar nuestros ahorros para hacer frente al primer pago. Es triste, tu padre y yo estamos tan arraigados en nuestras costumbres... — Francamente, no soy capaz de imaginaros viviendo en otro sitio — dijo Philip — . Espero que todo se solucione sin problemas — añadió dejando de mirarla — . Mira, ahí viene un taxi. Lo pararé. Las manos de Philip estaban frías cuando le cogió las suyas al despedirse, igual que sus labios cuando la besó en la mejilla. — Hasta pronto — dijo — . ¿Comemos juntos la semana que viene?
no», pero la puerta ya se había cerrado y el taxi se dirigía hacia el centro a toda velocidad. — Hace frío, ¿verdad, señora? — preguntó el taxista. — Bastante — contestó Rose. — Me gusta trabajar por la noche. Hay muchos que prefieren trabajar de día, pero por la noche se ven clientes más interesantes. Cuanto más tarde, más interesantes. La otra noche cogí a una mujer en la Quinta Avenida y cuando me giré para darle el cambio me di cuenta de que era un hombre. — ¿De verdad? — ¡Ya lo creo! Pero es lo que yo digo: «Vive y deja vivir». El taxista era un hombre joven, la foto que había sobre la guantera — una cara picada por la viruela con un espeso bigote — provocaba un extraño contraste con el cuello largo y bien afeitado que Rose tenía ante los ojos. En el parasol tenía enganchado un tríptico con fotos de niñas: caras eslavas, dos de ellas sonrientes y la tercera, en el centro, delgada y con aspecto huraño. prosiguió — . — El mundo está cambiando, eso está claro — Hay tantas cosas que hubiéramos juzgado increíbles hace veinte años y que hoy ni siquiera nos sorprenden... — Es cierto.
El domingo, cuando Rose se levantó, Owen ya estaba a punto de marcharse. No volvería hasta la noche, pero ella no le preguntaría dónde había estado, no le hubiera parecido correcto. Sin embargo, estaba intrigada, él sabía perfectamente lo que ella hacía los domingos: desayunaba, leía el periódico, cogía uno de sus originales y trabajaba hasta la hora del programa «Sesenta minutos». Disfrutaba de la tranquilidad del apartamento, del lujo de tenerlo todo para ella sola en una tarde lluviosa. Owen siempre se iba. ¿Iría a la escuela? Quizás había otra mujer — en todo caso, sólo los domingos. Se sentó en su mesa y se puso a leer el original de un manual sobre cómo cuidar a padres ancianos. Los títulos de los capítulos eran del estilo: «Enfermedades del cerebro» o «Incontinencia, mito y realidad». Le gustaba el libro, le parecía misteriosamente
degradación y la decadencia. En la página 165, dejó una pequeña hoja amarilla en la que había escrito: «Cuando uno está de pie no tiene regazo». Leyó de nuevo la frase y, satisfecha, siguió adelante. Más tarde, en medio del capítulo «Cómo decir "no" con amabilidad», tuvo de pronto la sospecha que se había olvidado algo pocas páginas atrás. Retrocedió y, en efecto, en la página 172 encontró un adjetivo mal colocado y sin corregir. ¿Qué había pasado? Volvió a leer el párrafo pero no lo encontró. Describía los síntomas de la demencia senil: olvido, paranoia, ocultación compulsiva... Estaba convencida de no haberlo leído antes. Los extravíos de la mente, pensó, y dejó el original de lado. Decidió no trabajar más por ese día. Su pensamiento se veía asaltado por ideas poco tranquilizadoras acerca del apartamento y de Philip y, antes que dejar que interfirieran en su trabajo, prefirió dejarlas en libertad para que se diluyeran o, por lo menos, se cansaran. Se puso el abrigo y los guantes y salió a la calle para despejarse un poco caminando y respirando el aire frío. Había dejado de llover; se anudó la bufanda y se dirigió hacia el norte. Al ser domingo por la tarde, la mayoría de los restaurantes de esa zona estaban cerrados. Los edificios de oficinas proclamaban su vacuidad mediante composiciones de ventanas encendidas y pasillos sin vida alumbrados con luces de neón. La gente estaba en sus casas, tras cortinas acogedoramente iluminadas; en la calle, sólo quedaban vagabundos y personas que parecían perdidas. En el suelo se enredaban restos de paraguas rotos y, en la avenida, los coches pasaban demasiado cerca y salpicaban el agua de los charcos. Siguió caminando hasta llegar a la esquina de la F.D.R. Drive con Sutton Place. Los coches, que circulaban a toda velocidad, pasaban rozando a los peatones. Se detuvo, aterrorizada por el laberinto de rascacielos que se alzaban en ángulos opuestos hacia el cielo. Al final de la calle, un gran bloque de pisos de ladrillos blancos parecía atraer a todos los vehículos. Se preguntó qué aspecto debían tener los coches desde una de esas ventanas. Más allá de ese tráfico y esa velocidad, estaba el río, con sus aguas picadas y embravecidas, y, más lejos aún, Roosevelt Island, el chirriante tranvía y el anuncio de Pepsi-Cola. Queens. Toda esa