Contents Copyright
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Nota del autor
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La chimenea del señor Hickell
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Condena eterna
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El contenido del cofre negro
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Tras los pasos del pintor olvidado
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La pieza restante del rompecabezas
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Zapatos Rojos
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Safe & sound
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Juego de piedras
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La belleza de Alepo
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Isolated system
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La dama de París
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La prostituta de Ámsterdam
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Hopppípolla
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La sombra de los caídos
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Historia liberada
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Violet hill
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La maldición de un escritor bueno
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Murmullo en el bus
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Lux Aeterna
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El conjuro del escritor
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Canciones relacionadas con los relatos
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Agradecimientos
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Copyright
Autor [Jef Volkjten] Editora [Erika G. López] Portada [Delmy Rodas] Copyright © 2013 [Jef Volkjten] Contacto www.facebook.com/volkjten
[email protected] Primera edición
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Papyrus, 2013
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Nota del autor Varios de los relatos a continuación nacieron de melodías que les otorgan su título, tales como Isolated system, Violet hill, Safe & sound, etc. Sin embargo, otros relatos que también se vieron inspirados en diversas canciones aparecen con títulos diferentes, como por ejemplo El conjuro del escritor, que le debe gran crédito a la melodía La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón. Dado que dichas historias se ven altamente influenciadas por el ritmo y estilo de los diferentes acordes, sugiero acompañar las lecturas con la música de fondo que ayudó a darles vida. Por otra parte les recuerdo que este libro está disponible para descarga totalmente gratuita. Estaré encantado de recibir sus opiniones sobre los cuentos en www.facebook.com/volkjten. Y no olviden que estaré eternamente agradecido por cualquier tipo de difusión que le hagan a este proyecto que, en gran medida, surgió gracias a todos ustedes. Jef Volkjten
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La chimenea del señor Hickell
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Cuando su abuelo murió, el entonces pequeño Arthur Hickell asumió total responsabilidad de la tarea que por siglos venía desempeñando su familia. Sólo en una ocasión llegó a preguntar por qué lo hacían, y tras recibir un ostentoso silencio como respuesta, sencillamente comprendió que era el deber que el destino les había impuesto. Como a las mujeres, dar a luz. Como a Dios, ignorar llanamente. Y fue así como el pequeño Arthur se hizo cargo de organizar los miles de libros desperdigados en el sótano de su hogar. Cuando la noche llegaba, arrancaba un puñado de páginas de alguno de los ejemplares, subía a la sala que el tiempo convirtió en su habitación y allí, en una esquina, encendía el fuego de una enorme chimenea que segundos después consumía voraz el papel y la tinta. Una vez quemadas las hojas, por el conducto de la chimenea escapaba un torrente de letras, una oleada de ideas, pensamientos y sentimientos que volaban y calaban hondo en el corazón de los habitantes del pueblo en el que Arthur vivía. Citas de Voltaire, Shakespeare o Goethe deambulaban por ahí hasta encontrar una persona en la que posarse. Mientras los inviernos llegaban y se marchaban, el pequeño Arthur pasó a ser joven y después un hombre. En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en señor. El señor Hickell. El viejo encorvado de calva míseramente decorada con un par de blancos cabellos. El abuelo de todos y padre de nadie que nunca vio necesidad de hablar a sus vecinos. Encerrado en su casa, su única misión fue siempre la de leer sus libros antes de echarlos a la hoguera para alimentar al pueblo. Pero una noche cuando bajó cojeando hacia el sótano tan sólo halló cientos de cajas vacías y el aroma a partida de lo único que siempre amó. Se percató por vez primera de que había agotado sus tomos empolvados. Abatido, volvió junto a la chimenea y se desplomó en un sillón, contemplando el fuego ansioso por una historia que ya no iba a llegar. El señor Hickell apenas acertó a descubrir que su vida se había escapado como las páginas que solían dormir entre sus manos. Y ahora que habían dado un último adiós, su existencia quedaba sentenciada. A la mañana siguiente, poco antes de que el alba despuntara en el 7
A la mañana siguiente, poco antes de que el alba despuntara en el horizonte, la ausencia de conocimiento pululando en el pueblo se hizo notar. Gestos ásperos reemplazaron la habitual camaradería entre unos y otros. Toscas contestaciones y reclamos airados tomaron el puesto de lo que apenas un día antes eran elegantes formulaciones o debates agradables. En el transcurso del día la ruina se fue imponiendo en hombres y mujeres que desconocían qué vital componente de sus vidas se había extinguido para siempre. Cuando la noche cayó, ríos de gente ignorante peleaban, robaban y destrozaban todo lo que se cruzaba en su camino. Con sus espíritus desprovistos de la magia y la razón que las letras insuflaban, los habitantes del pueblo quedaron reducidos a seres ordinarios llevados por la ineptitud y los impulsos más burdos. Entretanto, el señor Hickell repartía miradas desoladas a la chimenea que prendió por costumbre y al panorama hostil que divisaba por una ventanita sucia. Se hundió en el sillón y, agarrándose la cabeza con las manos, lloró amargamente. Pero fue en las lágrimas que descendían por sus mejillas en donde halló lo que quiso creer era una suerte de solución, aunque una voz interna no cesó de gritar que era la salida cobarde de un anciano rendido incapaz de descubrir razón alguna para seguir en este mundo. El amanecer usualmente vestido de negro impenetrable se veía iluminado por pequeños fuegos y llamaradas producto de reyertas extremas. En cuestión de horas el pueblo supo lo que era un delincuente, cuán violento podía ser un niño y qué vulgar era una persona buena. El señor Hickell, harto de ver tanta miseria, no logró aguantar un segundo más y salió de su hogar con gesto cansado para plantarse en medio de la calle. Si creía que la gente tardaría en fijarse en él, estaba muy equivocado. Su plan surtió efecto al instante, pues ojos rabiosos y desorbitados lo observaron desde diversos rincones, casi asesinándolo sólo con la mirada por mostrar tal parsimonia cuando la ley reinante era la del caos. Poco a poco una muchedumbre expectante de semblante siniestro se agolpó a contados metros del pobre señor Hickell. De entre todos ellos se erigió una turba especialmente iracunda y demente que se encaminó hacia el hombre cuando éste decidió regresar a su hogar. No sabían por qué, pero 8
aquellas personas coincidían en que Hickell el imbécil" era culpable de todo, ya fuese por su inexorable pasividad, su mutismo inquebrantable o esa insoportable sabiduría. Lo hallaron en la sala, su mirada perdida en un fuego casi extinto. Tras un breve silencio en el aire como el que precede a la tormenta, se abalanzaron sobre él. Lo apalearon brutalmente. Tiñeron sus pocos cabellos blancos de un rojo asesino. Después lo arrojaron a la chimenea y avivaron el diminuto fuego que agonizaba. Y así murió el honorable señor Hickell, obrando un sacrificio propio de las aventuras que por tantas noches leyó y quemó apesadumbrado en esa misma chimenea. No sólo el cuerpo de Arthur Hickell ardió. También lo hicieron su alma y espíritu, de modo que sobre la población arrasada flotó un humo teñido de soledad, culpa y amargura. Pero también letras borrosas. Con ese heroico acto final, el señor Hickell se aseguró de que su ser marcado por la magia de la literatura sirviese de alimento para humanos faltos de cordura y eternamente necesitados de palabras.
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Condena eterna Toda mi vida creí que cuando se recibe un golpe que destruye el corazón, sólo queda aguardar por el impacto que aniquile la cordura. Siempre creí eso, excepto una noche. La noche en que mi alma sería robada y condenada por la eternidad. Tras la muerte de mamá a causa de una enfermedad que jamás llegué a entender, todos mis sentimientos se marcharon con ella a la tumba, dejándome tan frío y vacío como la casa en la que solíamos vivir. Vagué sin saber muy bien por dónde durante varios días, hasta terminar en un banco de madera en la plaza principal de la ciudad. La tarde otoñal conservaba ciertos vestigios del verano, bañando con luz dorada a peatones que apenas reparaban en mi sombría presencia. Fue mientras veía el ir y venir de esas personas cuando alguien se sentó en el otro extremo del banquillo. Era una mujer de piel blanca y cabello oscuro recogido en un elegante moño. Llevaba un vestido rojo con tacones del mismo color y gafas negras ocultando una mirada que sentía examinando cada detalle de mi rostro. Sus movimientos finos y sutiles sugerían una dama de poder a la que el destino acostumbraba cumplirle sus más delirantes caprichos. Con gran esfuerzo logré apartar la vista de su figura, pero el perfume que la envolvía me alcanzó y pequé inocentemente al caer en su aroma maldito. Intenté desecharlo de mi mente, pero entonces habló y su majestuosa voz atrapó mi atención, mis sentidos y mi ser. Confesó con tono emotivo que ella comprendía bien mi sufrimiento. Atónito, alcé la vista hacia ella y noté que ya no habían gafas oscuras. Sus ojos de color azul eléctrico causaron un corto circuito en mi alma, me obsequiaron una descarga poderosa que encendió mi piel y quemó mi mente. Dijo que mi tristeza y desesperación eran abismales, pero que desde el cielo doña Carmen 10
Villareal oraba para que su hijo, yo, no la llorara más. Me quedé como de piedra, incapaz de mover un músculo por temor a romperme en mil pedazos y descubrir el río de preguntas que me embargaban. Se aproximó ligeramente a la vez que susurraba cadenciosas palabras cargadas de misterio que doblegaron la espesa melancolía que me embargaba. Así, con una suerte de melodía seductora proveniente de su exquisita boca, me enredó en una maraña de éxtasis y placer oscuro que ocultó dudas y espantó amarguras. Cada sílaba lanzada penetraba en mi cuerpo dejando a su paso un calor gustoso y embriagante. En los minutos que siguieron soltó un sermón entusiasta sobre la oportunidad de mi vida; una arenga casi sacra que habría animado hasta a las almas perdidas del averno. Embrujado como estaba, me vi perdido en sus ojos que eran como ventanas a través de las cuales observaba un regalo divino, una vía de esperanza. Por primera vez en mi vida di rienda suelta a vagas ilusiones de un destino próspero tras la tragedia. Cuando concluyó me indicó dónde verla esa misma noche. Se acercó peligrosamente a mi oído y me susurró que tenía yo un alma buena. Rozó mi mejilla y se alejó por la plaza mientras mis ojos fantasiosos divisaban la chance de un futuro, la promesa de mi salvación y el voluptuoso cuerpo bajo ese atuendo rojo. Rojo como la sangre. Hora y media más tarde me detuve frente a una casucha con la que el tiempo parecía haberse ensañado; me acerqué haciendo caso omiso de su fachada decadente. En el umbral se hallaba acurrucada una anciana decrépita con la cabeza agachada, cubierta por ropajes tan sucios y maltrechos como la casa misma. Gemidos y lamentaciones escapaban de su boca, una suerte de canción desoladora y terrorífica. Mi presencia, o bien no la advirtió, o le importó tanto como su higiene. Esquivando su figura mas no su milenario hedor, avancé hasta la puerta, hecha de un cristal ennegrecido por el mugre. Tras comprobar que no tenía seguro, caminé por un largo pasillo hasta llegar a unas escaleras en espiral que conducían a la primera planta. Subí por ellas en medio de una oscuridad absoluta que finalmente se vio aplacada al culminar mi ascenso. De una estancia enorme surgía la tenue luz parpadeante de unas velas. Fui hacia allí y lo que mis ojos avistaron heló mi sangre. En el centro del salón, encima de una 11
pulcra mesa de ébano, se hallaba tendida una mujer mortalmente pálida con una fotografía mía sobre el pecho y con un vestido rojo. Rojo como la sangre. Aterrado, emprendí el camino de vuelta por las escaleras, anhelando locamente la mugrienta puerta de cristal que veía tan cerca. Ya fuese por la impresión que me dejó la escena, o por la oscuridad reinante, lo cierto es que no me percaté del bulto de trapos que se movían en el suelo. Estuve a medio metro de chocarlo y a un segundo de chillar violentamente cuando reconocí a la vieja que antes estaba en el umbral. Supuse que habría entrado para resguardarse del frío. Estaba tendida en el piso, con medio rostro oculto. Me dispuse a continuar, pero entonces la oí. De nuevo parecía cantar, sólo que esta vez su melodía se componía de risas macabras y burlas espeluznantes. Un miedo atroz me invadió al tiempo que la anciana se ponía en pie. Luego, alzó su grotesca cara hacia mí. Esta vez no hubo ventanas. En vez de eso, sus ojos azul eléctrico fueron un espejo demoníaco que reflejaron al pobre imbécil engañado que abría la boca para dejar escapar un aullido de terror, sus ilusiones destrozadas y su alma corrupta. Yo, viéndome en esos ojos maquiavélicos que brillaban y electrocutaban sin piedad, advertí desconsolado cómo el remedo de vida que aún tenía se me escapaba de las manos y pasaba a ser el alimento de un engendro vil, demoníaco. Su risa bestial quebró mi cordura y me persiguió en el callejón, en la vida y en los sueños. Sólo el peso de mi ingenuidad me acompañó en la búsqueda de una muerte que nunca llegó porque ignoró al monstruo carente de existencia en que me convertí aquella noche en que perdí mi alma.
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El contenido del cofre negro
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Don Francisco Vidal era uno de los hombres más astutos que la ciudad había visto jamás, aunque tal astucia parecía una nimiedad cuando se le comparaba con el amor que profesaba hacia su tienda de antigüedades. Algunos comentaban medio en broma que de haberse casado, lo habría hecho con la historia, con todos sus objetos milenarios como cortejo nupcial abarrotando su tiendita en la calle Riverti. Dado que incontables veces prefirió abstenerse de vender los artículos que más añoraba, a nadie le sorprendió cuando empezaron los rumores sobre su inminente bancarrota. Lo que muchos no sabían era que gran parte del creciente apuro de don Vidal era obra del señor Antonio Sochaux, un rico arrogante y mezquino que observaba a los ciudadanos como escoria desde la comodidad de su mansión en la montaña Trelliers. Sochaux, fiel amante de cualquier banalidad que ensalzara su riqueza, vio frustrados diversos intentos de hacerse con los bienes más valiosos del viejo anticuario, y por ello había halado cuerdas aquí y allá con el fin de conducirlo a una precaria situación para después lograr adueñarse hasta de las ratas del establecimiento. Don Francisco Vidal, consciente del gran lío que lo acechaba, decidió entonces emplear a fondo su sagacidad y jugarse un As bajo la manga para conservar las razones de su existir. Una mañana plantó en la vitrina del almacén un pequeño cofre negro de intrincados diseños que se congregaban alrededor del cerrojo. Allí, una llave dorada y desgastada aguardaba paciente a ser accionada. Sobre la diminuta pieza de madera, que casi cabía en la palma de la mano, colgaba un cartel que rezaba:
“El Contenido Del Cofre Negro. Precio: El más caro que se pueda pagar.”
Los cotilleos y conjeturas sobre el misterioso objeto no se hicieron esperar, y para el mediodía Antonio Sochaux ya enviaba a su criado a la calle Riverti con una carta y un puñado de dinero bajo el brazo. Teñido de amenaza, el mensaje le informó a don Vidal que ya no tenía forma de mantener su negocio y que ni con todo el oro del mundo lograría estar tranquilo en la ciudad. Así que le ofrecía una miseria 14
lograría estar tranquilo en la ciudad. Así que le ofrecía una miseria por el cofre y el resto de artículos, lo suficiente como para que se marchara a vivir lejos de allí con relativa comodidad. Sorpresivamente, don Vidal aceptó la oferta y con un suspiro de abatimiento le aseguró al criado que en unas horas enviaría el baúl miniatura a la mansión con un hombre de confianza. Las antigüedades serían entregadas en el momento oportuno. Ya bien entrada la noche, a manos del señor Sochaux llegó lo que tanto estaba esperando. Encerrado en su estudio se dispuso a girar la llave de oro y encontrar un enigmático tesoro de valor inconmensurable. Pero una vez abierta la tapa, un escalofrío lo recorrió y dejó helado. No había nada. Furibundo, arrojó el diminuto baúl contra un muro y llamó a su criado, a quien le entregó un papel con indicaciones específicas. Minutos más tarde un par de matones se dirigían a la calle Riverti. Pero cuando localizaron su objetivo, no pudieron ocultar un gesto de sorpresa. Don Francisco Vidal yacía muerto y en un estado de altísima descomposición. Junto a él, una sencilla nota indicaba que todas sus posesiones ya guardadas en un centenar de cajas debían ser llevadas a la mansión Sochaux. Decidieron que aquello sería lo más oportuno y lo cargaron todo, también el cuerpo del anticuario, en el carruaje que tenían. Tras tirar los restos de Vidal en el río, enfilaron hacia la montaña Trelliers. Cuando arribaron, el propio Antonio Sochaux los aguardaba a la entrada de su vivienda. Luego de darles un pago más que generoso, acomodó unos bultos cargados de monedas en el carruaje y sin mediar palabra se marchó lejos. Los ciudadanos jamás volvieron a ver ni a Sochaux ni a Vidal, y aunque las teorías abundaron, ninguna se acercó siquiera a la realidad. Nadie llegó a saber que en la fatídica noche de las desapariciones, cuando el reloj marcó la medianoche en el estudio del avaro señor Sochaux, el cofre negro que él había adquirido empezó a temblar y de allí salió una figura blanca como de bruma que se internó en su cuerpo. Era el alma de Francisco Vidal, quien horas antes se había suicidado. Resguardada en el poderoso cofre capaz de contener los misterios de lo intangible, la presencia mística del 15
anticuario se aferró al mundo terrenal y tras salir de su escondite se precipitó hacia su víctima. En cuestión de segundos desterró su alma corrupta y manchada por un pasado vil y la encerró en el baúl. Entonces se asentó en su nuevo cuerpo y huyó a una nueva vida con su antigua pasión, pensando en que Antonio Sochaux jamás imaginó el precio tan alto que terminó pagando por su codicia. Y todo por un cofre negro.
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Tras los pasos del pintor olvidado
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Es que la vida cobra sentido cuando nuestro Padre allá en el cielo, en su infinita sabiduría, decide enviarnos la razón del existir para que choquemos con ella y entendamos por qué tanta paridera ilógica acá en la tierra. Justo eso pensaba don Beltrán Santamaría cuando una cálida mañana terminó en un museo de poca monta y se encontró ante una pieza de arte que le conmovió el corazón y le robó el alma. El viejo Beltrán, localmente famoso por sus andrajos hediondos y actuar estrafalario, recién acababa de celebrar el exitoso hurto de un mendrugo de pan que en realidad el panadero le había invitado a tomar con gusto. Dando saltos como de chimpancé se alejó pues del lugar del supuesto crimen y se internó en callejones abandonados que siempre recorría y nunca memorizaba. Cuando ya se aproximaba a un parque solitario en el cual podría degustar el amasijo de trigo bien tostado escondido entre las manos, uno de esos policías que no ve satisfecha su jornada hasta no apalear al menos un bribón a punto estuvo de pillarlo y don Beltrán no pudo más que retorcerse alarmado y cambiar de rumbo hasta internarse por la puerta más cercana. Fue así como terminó metido en el dizque museo del pueblo: una casucha horriblemente pintada con colores “de esos que usan los intelectuales de París en cada una de sus mansiones”, decía el alcalde manirroto y charlatán. Sólo 45 segundos le duró a don Beltrán el tour por la galería barata abarrotada de copias, falsificaciones y sacrilegios artísticos. El mocoso que se creía vigilante de la exposición lo echó sin chistar mientras lo llamaba asqueroso, loco y unas cuantas cosas más. Don Beltrán, no obstante, tuvo más que suficiente con esos pocos segundos porque se había topado con una pintura de tan soberana belleza que por primera vez en su existencia sintió enamorarse sin reparo. El ser glorioso responsable de tan soberbia obra, un tal Míquel Bartolomé, parecía haber trazado una exquisitez que don Beltrán no pudo ni quiso abandonar en esa pared solitaria de la que colgaba. Y es que esa pintura poseía un misterio tan particular que casi podía contemplarse el magnetismo que ejercía sobre el viejo extasiado. Fue por ello que Beltrán Santamaría, una vez expulsado del museo por el majadero ése, fue corriendo hasta su escondite en una fábrica inoperante y cogiendo su macuto compuesto de rarezas varias se 18
inoperante y cogiendo su macuto compuesto de rarezas varias se encaminó a la salida del pueblo para dirigirse a la gran ciudad y admirar allá en una galería de verdad los grandes frescos del pintor que le había coloreado el espíritu. No había entrado don Beltrán a la ciudad cuando ya sus habitantes escogían bando entre la ignorancia absoluta o el desprecio vil por tan embarazoso visitante. Sin embargo, el viejo peculiar apenas reparó en ello porque sus pasos ya lo conducían a un verdadero palacio erigido en nombre de todos los dioses del arte. Entrando con cautela para no ser descubierto, don Beltrán se movió aprisa entre pasillos y amplias salas hasta dar con lo que creyó era la zona principal del museo. Pero qué profunda fue su decepción cuando al revisar todos los óleos no dio con una sola pintura del pintor causante de su delirio. Fue tan evidente su pena que un ayudante de buenos modales se le acercó y, obviando harapos y hedores, le preguntó qué sucedía. Una vez Beltrán contó su historia, el buen hombre lo guió a un salón casi abandonado en el que las figuras más notorias eran incontables telarañas. Allí, colgando con desgana de paredes mugrientas, un puñado de cuadros parecían escapar de su letargo para atar al visitante jubiloso que los contemplaba hipnotizado. Cuando el museo cerró sus puertas, obligando a don Beltrán Santamaría a dar por culminada su cita íntima con las piezas majestuosas que le robaban el aliento, éste preguntó cómo hallar más trabajos del genio Bartolomé. El alma le cayó a los pies cuando le contaron como si nada que el responsable de esos paisajes y retratos llevaba una eternidad tan perdido como su popularidad. Nadie sabía de su paradero, ninguno se interesaba por sus creaciones. Consternado, don Beltrán optó por reunir información donde fuese necesario con tal de rastrear el pasado del ser al que sentía deberse por completo. De paso, por supuesto, le seguiría la pista a las restantes maravillas que le faltase por apreciar. Salió de la ciudad al amanecer dejando tras de sí aromas poco agradables, damas asustadas y a un ayudante bondadoso que ocasionalmente se preguntaría por qué don Beltrán se le antojaba tan particularmente especial. Con andares firmes y asombrosamente 19
rápidos, el bueno de Santamaría ascendió colinas, atravesó bosques, cruzó ríos y superó barrancos. Entrevistó a eruditos, interrogó a comerciantes, averiguó con viajeros y hasta incordió a pueblerinos que por arte entendían dos tetas bien puestas y el maíz esplendoroso cultivado en temporada. Y mientras experimentaba todo esto, don Beltrán Santamaría tuvo la extraordinaria chance de observar más lienzos sublimes que le hacían llorar hasta navegar en el charco de sus propias lágrimas. Cada nueva imagen le tocaba más fibras profundas; con la siguiente revelación ascendía un escalón más en lo sublime. Hombres imponentes, mujeres celestiales, escenarios tétricos, objetos invaluables… poco a poco don Beltrán se sintió viviendo una vida ajena contada con pinceladas gloriosas y colores portentosos. La inagotable búsqueda de otras obras se hizo más ardua y eventualmente el pertinaz fanático arribó a la raíz misma de toda su aventura. Entro en una aldea que parecía estancada en un tiempo tosco, indiferente. Sus residentes se refugiaban de realidades y supersticiones en chozas tan confiables como el juicio de don Beltrán. Caminó procurando esconder la emoción ardiente que lo carcomía. Algo le decía que allí iba a encontrar al talentoso pintor con el que soñaba noche y día. Halló la cabaña que le habían indicado en su parada anterior y golpeó con manos temblorosas. Una mujer decrépita que parecía desafiar e intimidar a la muerte con cada arruga acomodada en su rostro abrió y automáticamente el gesto rudo que tenía fue reemplazado por uno de dolor profundo. Don Beltrán, que pasó por alto tan elocuente detalle, se limitó a formular la pregunta que tanto quemaba su boca: ¿dónde estaba Míquel Bartolomé? La anciana no articuló palabra alguna, simplemente abrió aún más la puerta y dejó pasar al recién llegado. Un ambiente a tragedia y épocas difíciles reinaba en el ambiente. Trastos inútiles, mantas sucias y cajas por doquier formaban en conjunto un caos silencioso que olía a recuerdos marchitos. La mujer tomó asiento en una mesa descolorida e invitó a don Beltrán a hacer lo mismo. —Verá usted, señora. He estado investigando los pasos de Míquel 20
Bartolomé al tiempo que contemplo su excelso trabajo y aquí he venido a parar. ¿Dónde está él, ah? ¿Dónde?— cuestionó don Beltrán con ahínco. —Ay, Míquel, pensé que llegaba usted con la solución a ese misterio pero me doy cuenta que otra vez me trae malas nuevas — replicó la señora con voz quebrada. Don Beltrán no entendió ni una palabra y acabó por suponer que la mujer estaba loca. Frustrado, inspeccionó mejor el lugar en que se hallaba y sus ojos se abrieron desmesuradamente cuando divisó a unos metros detrás de la anciana un cuadro que no podía ser de otro sino de Míquel Bartolomé. Y qué enorme fue su asombro cuando al acercarse descubrió que la protagonista de la imagen era ni más ni menos que la señora junto a él. Se plantó a escasos centímetros del lienzo y vio con atención unas facciones de sutil belleza que en nada asemejaban el vejestorio sentado a escasos centímetros de él. Tal era la diferencia que estuvo seguro nadie podría reconocer a la anciana en ese retrato. Nadie excepto él. Un temor se fue regando en su interior, como si su corazón perdido hubiese derramado un bote de pintura negra que, maligno, traía horrores pasados y alimentaba miedos apagados. Entonces don Beltrán avistó en un rincón oculto de la choza lo que parecía ser otra obra. Caminando con dificultad por los estremecimientos de sus piernas, avanzó en un santiamén y se topó con un velo oscuro y raído que todo su ser le pedía no corriese. Pero tenía que hacerlo. Al retirarlo dejó al descubierto un nuevo retrato tan divino y aterrador que cayó al suelo víctima de una verdad que otra vez volvía a torturarlo. En el lienzo estaba capturado él, Míquel Bartolomé, en un tiempo plácido de éxitos deslumbrantes. Él mismo, Míquel y no Beltrán, plasmado para la eternidad con un semblante encantador otrora digno de admiración y cotilleos halagadores. —¿Por qué, Míquel? —preguntó la anciana entre sollozos—. ¿Por qué se me extravió entre tantos colores y pinceles malditos? ¡Regrese! ¡Amarre bien esos recuerdos y deme compañía que me estoy muriendo por no tenerlo aquí conmigo! Míquel escuchaba cómo cada palabra soltada por su mamá salía 21
volando y acribillaba su alma herida. —Es que ya no puedo, madre. Pinté en los lienzos hasta mi cordura y ya no sé cómo recuperarla —murmuró —. Mi pasado se lo vendí al arte y sólo quedó esto, un cuerpo hueco falto de color. —No, Míquel, no diga eso. ¡Quédese, no me deje otra vez! —Lo siento mucho, mamá, lo siento mucho. Míquel Bartolomé salió corriendo, dejando sumergida en la tragedia a una pobre señora con el corazón roto. Huyó hasta que dejó bien atrás la memoria y los horrores de una existencia que no sabía cómo se le había salido de las manos. Es que la vida cobra sentido cuando nuestro Señor allá en el cielo, en su perenne sapiencia, decide enviarnos la razón del existir para que tropecemos con ella y comprendamos por qué tanta paridera absurda acá en la tierra. Justo eso pensaba don Ismael Figueroa cuando una tormentosa mañana terminó en un museo de poca monta y se encontró ante una pieza de arte que le conmovió el corazón y le robó el alma.
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La pieza restante del rompecabezas Al cumplir los 20 años, el tímido y extraño Emile se permitió adquirir un majestuoso rompecabezas. Uno más para añadir a su vasta colección. Excéntrico y solitario, Emile vivía en una casucha maltrecha que ni el diablo se atrevía a visitar. Y encerrado en sus cuatro paredes, el joven de rostro pálido y ojos saltones dedicaba su tiempo a armar y desarmar los miles de rompecabezas que copaban cajas, estantes, mesas y pasillos. Su obsesión por este pasatiempo se antojaba una droga sin la cual le era imposible subsistir. Por ello era de esperarse que en su vigésimo cumpleaños se hiciera a un sinfín de figuras que regó en su habitación y manoseó con excitación incontenible, ajustándolas unas con otras a ritmo vertiginoso en cuestión de horas. Sin embargo, cuando llegó a la última pieza que le restaba por situar, algo sucedió. En el trozo de cartón que tenía entre manos se veía parte de un rostro femenino sonriente y encantador que estremeció su alma. Una revelación tomó forma en su mente y supo entonces cómo llenar el hueco que siempre percibió en su existencia. Él, que había pasado su niñez y juventud sanando imágenes rotas, devolviéndoles la forma y el sentido que nunca hubo en su vivir, se encontró de repente contemplando su vida misma como un puzzle incompleto al que le faltaba una pieza para cobrar significado. Así que apurado y frenético, deshizo el trabajo hecho ese día, formó pequeños montoncitos con las partes del rompecabezas, y los guardó en distintas bolsas junto con indicaciones propias que escribió cuidadosamente. Luego se internó en la noche otoñal y al amparo de su peculiar lógica depositó los paquetes bajo puentes, árboles y edificios desolados. Emile creyó que una mujer a su lado era lo que le hacía falta para curar y suplir el vacío que no combinaba con su vida 23
fracturada. Por ello escondió en la ciudad pistas y figuras que sólo una dama, la indicada para él, podría descifrar y seguir hasta alcanzar su corazón. Después volvió a casa, se sentó junto a la ventana y esperó la llegada del fragmento que complementara su vivir. Esperó… Y esperó. Pero nunca llegó nadie. Dos días atrás Emile murió de un infarto a los 62 años. Hace seis horas fue enterrado en presencia de un cura, un sepulturero y yo. Mi nombre es Valérie. Me encuentro en su hogar ahora mismo, repasando sus memorias, leyendo y divisando las acciones de un hombre perturbado, un ser que jamás pudo entender que el destino le había designado el papel de ficha solitaria en un tablero cruel. Yo hallé las piezas del rompecabezas poco después de que las escondiera. Descifré las pistas y llegué a escasos metros de su hogar. Lo vi a través de la ventana, anhelando, aguardando, confiando. Tomé por costumbre observarlo desde un rincón, sin atreverme a dar un paso más. Nunca tuve valor suficiente para decirle que ya estaba casada, que encajaba con alguien más, que en mi vida no tenía cabida. Sin embargo, me enamoré de él. Y sólo ahora que consigo confesarlo nuestro puzzle de tragedia está completo.
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Zapatos Rojos
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A Marguerite Lafayette la vida me la puso en el camino por un par de zapatos que habrían de convertirse en lo más preciado que jamás poseí. A la señorita Lafayette terminaría amándola aún sin conocerla cuando una noche de calor opresivo vislumbré entre el río de almas andantes sus piernas de grácil movimiento rematadas en los pies con un rojo hechizante; un rojo que despertó mi atención y le dio sentido a mi presencia en una calle que terminó haciendo las veces de tumba de mi corazón resquebrajado. El verano se insinuaba con sorna cuando al caer la noche la temperatura incrementó en lugar de descender pausadamente. Las faldas finas y los pantalones cortos ya inundaban unas calles que olían a sudor y aspiraciones gigantes de revolución. El pueblo de clase media enseñaba con orgullo centenares de panfletos con citas robadas y toda una variedad de ollas recién lavadas que se alistaban para producir lo que era un buen cacerolazo. Los espacios entre una acera y otra empezaban a estrecharse, y como en la televisión los partidos de la Primera invitaban a bostezos interminables, no tuve más remedio que apurarme para tomar puesto en unas marchas que pocos recordarían y ninguno extrañaría. Más que interesarme en alegatos contra gobiernos corruptos o demandas ridículas de beneficios que jamás iban a llegar, mi presencia allí obedecía a cierta atracción por un pueblo que ya casi tenía olvidado lo que era actuar unido por una noble causa. Los que hoy marchaban juntos lanzando arengas contra políticos mafiosos, ayer discutían por un puesto en el transporte y mañana seguramente pelearían por la atención de la vecina más caliente. Curiosidades como esas me impulsaban a asistir a un espectáculo circense disfrazado con palabrerías revolucionarias. Y aunque mis expectativas puestas en el show de turno no eran altas ni mucho menos, quince minutos de recorrido me hicieron entrever el grave error de mezclarme con una muchedumbre ignorante que ni siquiera conseguía enlazar tres argumentos coherentes contra el dirigente del momento. A punto estaba de dar media vuelta y escabullirme hacia mi hogar cuando una mirada aparentemente perdida hacia el suelo me dio la chance de atisbar cierto resplandor rojizo de unos zapatos. Adornando piernas de exquisito caminar, se escondían aquí y allá tras 26
Adornando piernas de exquisito caminar, se escondían aquí y allá tras cuerpos fastidiosos que bloqueaban todo el panorama. Intrigado, agilicé el ritmo y me encorvé un poco a fin de divisar mejor la ubicación del personaje dueño de ese calzado. Cuando estuve a cinco personas de distancia de mi objetivo, me di por satisfecho y distinguí mejor una figura que aceleró mi respiración y me hizo sentir lo que era un verdadero infierno veraniego. Cabellos castaños lisos y echados para atrás intentaban lanzarse hacia delante para acariciar una frente tímidamente perlada por gotas de sudor. A pesar de sólo tener visibilidad de su perfil izquierdo, pude imaginar cómo ese rubor que maquillaba su mejilla hacía delicias artísticas en todo un rostro angelical. Llevaba puesta una blusa oscura sin mangas y shorts ajustados del mismo color. Las medias, negras como el barniz que pintaba sus uñas, permitían con su curiosa transparencia imaginar un color de piel cautivador y un ascenso sublime a terrenos prohibidos. El atuendo sobrio lo completaba el par de zapatos rojos que no me cupo duda costaban casi más que mi dignidad de adolescente quisquilloso. Avancé más aprisa hacia mi izquierda para conseguir mejor visión de su perfil perfecto, como de diosa romana. Logré entonces enfocarme en su mirada y hallé en ella una férrea convicción, un espíritu plenamente vivo y una llamarada de indignidad que por poco me calcina hasta los huesos. Verla reclamar un mejor futuro con canticos firmes y ademanes desafiantes me hizo caer en una hipnosis capaz de convencerme de que tanta parafernalia sí tenía sentido, que había en el ambiente una voluntad de hierro persiguiendo inexorable los derechos que hacía tanto nos habían arrebatado. Aunque hoy deba admitir que mi furor de aquella noche fue exclusivamente producido por la visión divina de Marguerite Lafayette, en esos instantes de marcha agitada mi alma me impulsó a un frenesí compuesto de insultos y acusaciones al gobierno que atrajeron la veneración total de quienes iban a mi alrededor. Como si de un héroe libertador se tratase, animé a jóvenes y viejos con tal fiereza que a punto estaban de preguntar si acaso íbamos ya al campo de batalla. Solté proclamas con devoción inusitada, caminé erguido 27
con la frente del ciudadano olvidado, levanté pancartas y agité banderas. Hice un sinfín de actos fervorosos pero ninguno de ellos nació del corazón. Todo lo que dije y realicé provino directamente de lo que fuese que Marguerite estuviese causando en mí. Tal era su vigor, tal era su influencia. Decidí pues ir a su encuentro para tener la fortuna indescriptible de mirarla cara a cara, de cruzar una palabra y, dada la euforia presente, soltar una que otra confesión improvisada. Me coloqué detrás de ella aguardando el momento adecuado. Como no soporté mucho más tiempo, alargué la mano para tomarle el hombro. Lo hice en el instante mismo en que ella alzaba el brazo lista para lanzar un objeto que tenía entre sus dedos. Sobresaltada por mi roce, se giró abruptamente. Y fue ahí cuando sucedió. Una granada lanzada por comandos especiales de la policía impactó a escasos metros de nosotros y soltó un gas asesino que produjo arcadas, cortó la respiración e incluso hizo desear arrancarse los ojos. Quizá alcancé a fijarme pero nunca logré recordar haber visto a los manifestantes adoptar una actitud violenta. Sin embargo, los hechos registrados por medios oficiales así lo afirmaban. Piedras y patéticos explosivos caseros habían iniciado vuelos peligrosos hacia una fuerza pública que terminó por hartase e iniciar la represalia. Gases lacrimógenos nos tomaron como objetivo. Las ollas dejaron de oírse, los panfletos fueron pisoteados en el suelo, los sueños de un mejor porvenir se vieron aniquilados. Pero yo ignoraba todo ello porque aferraba con todo mi ser a una joven de cabello castaño que tosía sin parar y clamaba por algo de aire entre tanta contaminación. Con mi corazón martillando en el pecho y los nervios destrozados volviéndome loco, tan sólo conseguí acariciarle el rostro, decirle que todo iba a estar bien. A día de hoy todavía me duele que la única frase que le dije fuese una vil mentira. Dicho eso cruzamos una mirada, la primera y última que jamás tuvimos, y luego cayeron más granadas que liberaron humo blanco asfixiante. Entonces dos encapuchados de la policía surgieron de la bruma y con gestos bruscos tomaron a Marguerite por los brazos y la arrastraron como a títere despreciable. Grité algo ininteligible, recibí 28
un porrazo en las costillas, vociferé una vez más, me asestaron una patada en el estómago, agarré sin fuerzas la pierna derecha de mi señorita Lafayette y, cuando los policías consiguieron llevársela con ellos, sólo fui capaz de robarles un zapato rojo que marcaría el inicio de mi vida desgraciada. A Marguerite Lafayette la vida me la puso en el camino por un par de zapatos que habrían de convertirse en lo más preciado que jamás poseí. En los días siguientes a su desaparición me enteré de que por cosas de una suerte mil veces maldita, Marguerite Lafayette dejó su amada Montpellier por unos días para pasar vacaciones aquí, en la ciudad que la vería por última vez. Sus padres vinieron y aunque hablamos muchas veces sobre los sucesos de esa fatídica noche, jamás les comenté que me había quedado con una pieza de la indumentaria de su hija. El siguiente ocho de noviembre me pilló desprevenido, vagando entre vías calladas y recuerdos traicioneros. Como era de esperar, mis pasos me llevaron al punto exacto en que conocí el amor por vez primera para verlo partir sin siquiera decir adiós. Por un instante creí ver alzarse sobre mí nubes de gas que venían a llevarse lo poco que aún quedase en mi alma moribunda. Cuando la desgarradora ilusión hubo pasado, tan sólo quedó una figura de bruma que se asemejaba a la señorita Marguerite Lafayette. Desvaneciéndose tan rápido como nuestra unión, alcanzó a perderse en el aire junto a un bote de basura. Seguí su recorrido con la esperanza idiota de recoger su aroma. Afligido por el fracaso, anhelé tirar los vestigios de existencia que aún tenía sobre tanto basurero. Pero algo me detuvo. Ahí metido y medio oculto por periódicos amarillentos con olor a malas nuevas, un zapato mugriento de color rojo descansaba desdichado por cumplir ya un año sin su pareja.
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Safe & sound —¿Tocarías para mí una vez más? Era imposible negarle su deseo en esas circunstancias. Asentí brevemente, me puse en pie y le dirigí una profunda mirada cargada de angustia, temiendo que al volver él ya no estuviese allí. Me di la vuelta y comencé a caminar entre los escombros. Cuadros y muebles yacían por doquier, formando un laberinto de destrozos que parecía no tener salida. Adiviné en la penumbra la posición del armario, un trasto medio roto que formaba con pedazos de madera astillada unas fauces salvajes ocultas en sombras. Mientras estiraba la mano para abrir la puerta del armario, otra leve réplica se sintió bajo mis pies. Duró tan poco como la lágrima que surcó mi rostro hasta caer al suelo resquebrajado. El ritmo cardíaco martilleó mis sienes y a punto estuve de girarme y correr de vuelta, pero me contuve y esperé en silencio. Cuando el movimiento telúrico cesó, alargué mi mano nuevamente y rebusqué en el interior del mueble destrozado hasta dar con el mástil de la guitarra. Me giré hacia donde estaba él y al alzar la vista un estremecimiento me recorrió con cruel intensidad. Aunque había visto la misma escena los últimos minutos, no pude evitar una oleada de dolor y desespero que hundió con furia letal cualquier rastro de recuerdo feliz. Frente a mí ya no se alzaban los muros ni la ventana inmensa que otorgaba vista a una ciudad de sutil belleza. En su lugar estaba un hueco gigantesco por el que se veía una capital sumida en pena, desgracia y oscuridad. Las pocas luces que adornaban Santiago eran las de fuegos voraces continuando la destrucción iniciada por un terremoto cobarde que decidió atacar a medianoche. Podía percibir la silueta de casas e iglesias sosteniéndose débilmente, elevándose al cielo como suplicando una clemencia que tardaba en aparecer. Ya no había muro que completara mi pequeño apartamento, sólo un orificio negro y siniestro, la herida de un edificio derrumbándose con cada 30
segundo que pasaba. Regresé hasta mi Matías con guitarra en mano y me senté junto a él, observando una vez más su rostro y pecho, lo único que los restos del techo no alcanzaron a ocultar. Cerré los ojos, aspiré hondamente, y empecé a tocar. Las notas que se elevaron crearon una barrera entre el mundo caótico que se extendía más allá de nuestro piso y nosotros. Sirenas y lamentos se vieron acallados por una melodía que se alzaba en medio de la tragedia. Cuando empecé a cantar, dejé fluir los sentimientos que Matías había causado en mí desde que nos conocimos. En cada palabra susurrada deposité recuerdos y sonrisas, caricias y abrazos, confesiones y silencios. La letra nada tenía que ver con nuestra vida, pero en mi tono de voz y en la intimidad del momento mi corazón se abrió como nunca había hecho para enseñarle a mi Matías que él era mi todo. Lo que nunca pude describirle se lo canté con la pasión de quien sabe jamás entonará otra melodía. Le enseñé con la canción cómo su ser creó este instrumento que ahora producía para él su trabajo más sublime y doloroso. Entonces su voz se alzó también, fusionándose con la mía. Fue en esa unión en la que nuestras almas se saludaron y despidieron a la vez, no sin antes danzar una última pieza bajo el nubloso, compungido cielo santiaguino. Mis oídos captaron en su tono el amor curioso y caprichoso que me había lanzado como hechizo para nunca más dejarme ir. Atrapado bajo los escombros, me sonrió al tiempo que sacaba una mano ensangrentada de entre las rocas y la acercaba a mi pierna flexionada. Sin dejar de cantar, me entregó con ese roce el último gesto de amor que le quedaba. La armonía tejida con nuestros susurros se erigió y nos envolvió en un manto de fantasía que ni Dios pudo romper. Y fue así como le robamos a la providencia una pizca más de amor sincero y alegría pura en medio de la devastación. La melodía terminó. El rasgar de las cuerdas se detuvo justo cuando mi Matías cerraba sus ojos y mi existencia. Afuera, en la calle colmada de escombros, un grupo de personas elevaba la vista al edificio parcialmente derrumbado. Habían oído un canto solemne que se impuso sobre el llanto, la pérdida, el desespero. Policías que atendían infinidad de emergencias se detuvieron a escuchar, olvidando sus labores. Niños y adultos que corrían por los 31
vecindarios intentando encontrar vida entre montañas de ladrillo se hallaron de repente absortos en una melodía que gustaba y hería a un mismo tiempo. Anhelaron permanecer allí eternamente tanto como huir de ese melancólico sonido. Entonces creyeron ver alzarse entre los escombros del edificio un haz de luz roja, un rayo minúsculo que se imponía al manto fúnebre extendiéndose en la ciudad. No fue una luz de valentía, ni tampoco de fortaleza. Ni siquiera de esperanza. Fue una chispa de amor. Un retazo de roja luminosidad que como un canto de fénix sobrevoló sobre Santiago, internándose por algunos segundos en el corazón de un pueblo derrotado antes de desvanecerse. Luego, silencio total. Dejé la guitarra a un lado y me acurruqué junto a él sosegadamente. Creí oír el sonido de un tambor proviniendo de no sé dónde y acercándose con rapidez. Supe entonces que ella se acercaba. El frío sobrenatural que me sacudió lo confirmó. Estaba allí con su hoz para llevarse la esencia de él y dejarme con su cuerpo vacío. Pero incluso ella, La Muerte, se sorprendió, dudó y se conmovió. Porque no maldije, no lloré. No me aferré al cuerpo de Matías ni grité su nombre. Tan sólo le acaricié la mejilla, intentando recoger el último vestigio de su calidez. Cuando La Muerte se hubo ido, cerré los ojos y me junté contra su pecho y rostro. Ambos caímos dormidos. Él en un eterno sueño en otro mundo, aguardando mi visita. Yo en una corta siesta que precedería el inicio de una nueva vida que no iba a vivir. El comienzo de una etapa en la que no estuve presente. El principio de un destino sin destino porque mi destino eras tú, mi Matías.
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Juego de piedras Un patio de colegio condenado a la miseria es buen escenario para presenciar una bella partida cuya existencia y consecuencias sólo el destino bufón conoce. Para tan importante ocasión, son dos insolentes niños los que se internan en maquiavélicos pasatiempos de los que no tienen idea. Tras el canto metálico de la campana y la posterior algarabía de los estudiantes, los dos jugadores en cuestión se dirigen a las gradas deplorables ubicadas junto a un patio que alberga cuatro o cinco partidos de fútbol en simultáneo. Se sientan en el escalón superior, rematado con un tronco cubierto de tierra y vestigios de citas tímidas y besos robados. Sí, se antoja todo un trono para dos competidores ignorantes de los vitales sucesos que están a punto de apostar. Uno devorando su refrigerio, el otro simulando no tener hambre, ambos se alistan para lo que creen es un juego estúpido capaz de hacerles perder un tiempo que no poseen y prefieren liquidar. Pobres ingenuos. No saben que el destino cruel observa atento y con pluma en mano, dispuesto a escribir en el libro del futuro un suceso diferente por cada punto conseguido o malogrado. La previa del encuentro culmina; la hora cero ha llegado. Los contrincantes toman posiciones y con sonrisas inocentes se miran el uno al otro, retándose dócilmente a ver quién es el descarado que lanza primero. Ya han rebuscado entre el tierrero bajo sus pies las piedras polvorosas que le traerán al destino un mar de carcajadas y burlas. La cuestión es simple: la grada inferior está tan desgastada que hasta la mugre ha huido para dejar al descubierto pequeñas porciones de los ladrillos que componen tan horrenda tribuna. Dos de esos ladrillos cuentan con unos hoyos pequeños entre los cuales los jóvenes pretenden meter las rocas diminutas que lancen. Cada acierto representa un punto que cae como bendición celestial para el afortunado y como puñetazo rastrero al rival. Allá arriba, desde el tronco glorioso en que se sientan, toman aire de dioses jugándose la 33
vida. Gracioso que piensen así, pues en efecto la vida misma queda sobre la mesa cuando la contienda inicia. El muchacho que comió tira primero. Conoce más mundo, se ha forjado su personalidad oscura, impone respeto por donde pasa; la confianza adquirida le dice que tire en primer lugar. Haciendo una parábola divina que parece visualizarse en cámara lenta, la piedra desciende hasta golpear un borde rocoso y perderse en el suelo. El joven se lamenta, su adversario sonríe, y el destino se parte de risa. En su escritorio se inclina sobre el libro y anota que por tal fallo, el niñito sombrío llorará la muerte de sus seres queridos antes de alcanzar la adultez. Lanza ahora el segundo joven, conocido por su quietud y timidez, su sombra más famosa que él mismo. Avienta la piedra con inseguridad pero risueño, y el tiro nefasto que se pierde en la cancha de casi cien futbolistas proporciona al destino otro momento de júbilo. Por tan mala puntería, que el amor le sea esquivo toda la vida. Así es como los dos ignorantes se juegan sin saberlo el resto de su futuro. Falla uno y consigue que a los cuarenta y siete le vayan a detectar el cáncer. Erra el otro y se hace con un paquete de soledad inacabable. Desacierto, locura. Equivocación, amargura. A lo lejos docenas de balones son golpeados, y en las gradas los dos infelices determinan sus rumbos en un mundo de mentiras. Desgracias y tragedias se asignan a diestra y siniestra en las páginas de un porvenir que más valdría nunca contemplar. Alguien logra lo que se antojaba imposible: introducir una piedra en uno de los huecos. El gozo estalla, los improperios resuenan, las banalidades se acentúan. Y por ahí, en algún lugar o en ninguno, el destino calla. Escribe en silencio que el afortunado vivirá para ser escritor, tal como lo desea. Escritor fracasado, ahogado por ilusiones de un éxito que nunca se avecina, condenado a descubrir por medio de su pluma y su alma los actos macabros que la providencia impone a los hombres. Termina el descanso. El patio se libra de un fútbol grosero e infantil. La campana resuena a lo lejos. En las gradas, dos muchachos se limpian con el pantalón la tierra que tenían en las manos, signo visible de la disputa que recién termina. Se marchan en silencio 34
pensando sobre tiros fallados, piedras malparidas, clases tediosas, y el futuro que les espere más allá de los muros del colegio. Al final del día, antes de despedirse, acuerdan con solemne mirada silenciosa la anhelada revancha en el juego de piedras.
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La belleza de Alepo
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Son las 11:30 am de otro día de mi vida; no sé qué fecha. Creo que estamos en agosto, pero es difícil saberlo. Es un día caluroso. La vista desde mi pequeña habitación permite admirar un cielo esplendoroso, ignorante de nuestras vidas. El sol brilla con sorna, las nubes nos restriegan en la cara su pacífica libertad. Me gustaría decir que también yo tengo ahora esa pasmosa calma de las nubes y el aire, pero no, no es eso. Es algo más. O algo menos. Porque he perdido sensaciones y emociones. Veo, respiro, pestañeo, bostezo. Hago varias cosas, excepto sentir. Las bombas me arrebataron los sentimientos. Observo por la ventana la calle maltrecha y desolada. Casi se pueden contar más charcos rojos que escombros. Una que otra vez percibo movimientos furtivos en otras viviendas o en esquinas medio ocultas entre sombras. Son los pasos fugaces de ratas con forma humana que recorren presurosas el laberinto de roca y muerte en que se ha convertido nuestra ciudad. Un nuevo movimiento capta mi atención en el cruce más próximo a nuestro edificio; un niño casi desnudo se dispone a cruzar la calle. Se inclina para tomar impulso cual atleta de olimpiada… el pobre iluso. Entonces sale disparado y en lo que se antoja una eternidad logra salvar la distancia requerida. Descansa unos segundos, eleva la vista hacia mí y levanta su pulgar. Ahí está Khaled, mi hijo. Tenía un esposo, tres niños y una bebé. A mi marido se lo llevaron para combatir. Mi hijo mayor y la pequeña perdieron la vida por una bomba hace pocas semanas. Yo quedé entre escombros y quien me rescató dice que tuve suerte al perder sólo una pierna. Dudo mucho que la buena suerte entre a ciudades sitiadas. Khaled fue a buscar agua a uno de los pocos puntos que sigue suministrándola en el vecindario; tiene 13 años y es el hombre de la casa. Mi otro hijo, Ahmad, cuida de mí, aunque sabe que no debe molestarme cuando estoy junto a la ventana. Cada uno se ocupa de sus pensamientos cuando los tiroteos y las explosiones lo permiten. Hasta el tiempo para pensar y meditar es un privilegio que escasea. Cuando ha pasado casi una hora desde su marcha, Khaled reaparece en el cruce, el único obstáculo que lo separa del hogar y la 37
reaparece en el cruce, el único obstáculo que lo separa del hogar y la salvación momentánea. Quiere alzar los ojos y encontrarme vigilándolo, lo sé, pero se abstiene. Se inclina como antes, esta vez cargando dos botellones de agua. Reúne fuerzas y se lanza a correr. A mis oídos llega un pequeño zumbido, un silencio nervioso y el sonido del agua que se derrama. A lo lejos se inicia un tiroteo, sirenas de ambulancias suenan y los motores de aviones enemigos retumban como risas demoníacas. Todo parece un coro fúnebre cantando su siniestra melodía de despedida para el cuerpo tendido en la calle más próxima a mi hogar. Con una bala incrustada en su cabeza y el sueño de agua para la familia extinto en sus ojos, Khaled nos abandona dejando como recuerdo un cuerpo ensangrentado que el mundo ignora sin pena. Muy lejos de allí, un francotirador sonríe y suma un trofeo más a su cuenta personal. Y yo… yo observo el agua que Khaled traía, me fijo en sus manos mugrientas y su corazón que ha dejado de latir. Alzo la vista y diviso la belleza de Alepo.
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Isolated system
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Caminas apresuradamente entre vehículos incinerados y postes caídos. Miras a ambos lados con inquietud, procuras calmarte, convencerte que ya se ha ido, que ya no está. Pero es mentira. Lo sientes tras de ti, persiguiéndote inexorable, expandiéndose por toda la ciudad como el vaho maldito de un capitán cuyo barco ha naufragado. Los nervios carcomen tu esperanza y aceleras el paso, aunque no tenga sentido. Continúa rastreándote, arrasando cada pizca de vigor que se interpone. Persigue tus ganas de vivir, se alimenta de tu miedo. Sientes que tu corazón bombea vestigios oxidados de valentía y echas a correr. Te precipitas a una amplia avenida rodeada de edificios sin ventanales, estructuras malheridas que se alzan precariamente en la noche. Entrecerrando los ojos, intentas distinguir los escombros de una ciudad apagada que pereció con sus habitantes. Esquivas rocas y metales al tiempo que aumentas la velocidad. Atrás, tu verdugo avanza implacable, portentoso, letal como un maremoto de sombras engullendo los despojos de un mundo aniquilado. En el cielo brilla la única fuente de luz que aún existe, una aurora boreal de verde fantasmagórico, la marca funesta de un planeta condenado. Su belleza lóbrega te estremece hasta los huesos. Pero es la vorágine desatada en tu cabeza la encargada de encender el pánico. Mientras huyes con desespero tu mente activa el sinfín de recuerdos que almacena en su interior. Escenas familiares se suceden aparatosamente, deteriorándose en forma y consistencia. Las voces de tu pasado se distorsionan cuando tu enemigo alcanza con tentáculos invisibles los momentos más preciados de tu existencia. Estruja sin piedad, registra imperiosamente en busca de una identidad exánime. Luchas por zafarte sin saber muy bien por qué. Te adentras en el misterioso laberinto de tu mente, extraviándote en sus vastos senderos caóticos, recorriendo a trompicones los turbios recovecos de un cerebro que se sume en el letargo. Pero miras arriba, contemplas el divino serpentear de la aurora boreal y consigues fuerza necesaria para cortar los lazos que exprimen tus recuerdos, consiguiendo escapar por poco. Sin embargo, muy lentamente, vas perdiendo el ritmo de carrera. 40
Te detienes débilmente frente a una pila enorme de desechos. Te falta el aire y el cansancio acusa hasta el más pequeño de tus músculos. En medio del silencio sepulcral, tus manos se posan sobre unas rodillas a punto de quebrarse. Una súbita calma antinatural te embriaga, inspirándote a bajar la guardia, ceder, caer, perder. Detrás, la corriente de sombras planea sobre materia y espíritus abatidos, saboreando anticipadamente tu derrota. Y tú, incapaz de moverte, anhelando tumbarte en la miseria. Tus piernas ceden, cierras los ojos, contienes el aliento y te derrumbas. Pero justo ahí, incluso en ese instante de desolación, una chispa de rebeldía prende abrasadora en ti y un rayo asoma sobre el manto desprovisto de estrellas. Es la vena abierta del mundo que se desangra impotente, clamando con rugido estruendoso y relámpago cegador una última batalla. Y luego lo escuchas. Un martilleo débil, como un tambor resonando tenue en la lejanía. Es el latido moribundo de la Tierra, un corazón agonizante que se desata vehemente e impetuoso para insuflarte un trozo de resistencia final. Tu cuerpo exhausto se activa, las pulsaciones se agudizan, el mal atroz te acorrala y entonces… ¡¡¡CORRES!!! Corres con terror, corres enloquecido, corres dejándote la piel en ello. Corres consciente de que el fin clama tu nombre. Escalas la montaña de escombros para luego zambullirte en un río de cadáveres nauseabundos, cuerpos destrozados bajo una manta hecha con restos de incredulidad e ilusión incinerada. Enfilas por la macabra carretera impulsándote desquiciadamente, pateando cráneos y pisando extremidades. Adviertes la proximidad de tu verdugo y empujas adelante con fiereza inusitada. Y entonces sobre ti, en el firmamento, ISON sobrevuela fugaz la superficie de un pueblo masacrado, vanagloriándose de su luz cegadora sobre el velo negro, exhibiéndose como símbolo profético dictando sentencia a la humanidad. De todos los rincones surge un coro demoniaco que quiebra abruptamente el silencio artificial. Una cacofonía repulsiva y amenazadora. Es la siniestra sinfonía compuesta por cuerpos de acero cayendo, puentes colapsando, montañas fracturándose, 41
océanos devorando, vidas extinguiéndose. Los gemidos estridentes de quienes asisten al banquete de su propia muerte se combinan en un canto apocalíptico. El horror inunda tus sentidos, las lágrimas abren sendas de fuego en tus mejillas. A lo lejos, en la misma calle y marchando hacia ti, un jinete con ropajes opacos cabalga victorioso. Se encamina veloz, casi flotando con su corcel maldito en un halo maléfico. Y justo cuando queda frente a frente contigo, Cronos detiene el tiempo lo suficiente como para que detalles con absurda precisión la sonrisa bestial de ese engendro inhumano. Una sonrisa de bienvenida al caos máximum. Un segundo después se pierde tras de ti y penetra eufórico en la muralla brumosa del Sistema Aislado corrosivo. Avanzas unos metros más. Gritas aterrorizado. Aúllas como nunca antes lo hiciste, desgarrando los cimientos mismos de tu alma. Pero ya no es suficiente. Ya no lo es. Infalible, te ha atrapado entre su penumbra y se adueña de tu mente, la cual advierte devastada cómo tus memorias se desintegran mientras desciendes en el pozo de la más absoluta negrura.
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La dama de París Vagaba entre calles y vías desoladas evitando encaminarse tan pronto al destino escogido para esa noche. Las características corrientes de aires invernales parecían ensañarse con ella al advertir el atuendo sin mangas que exhibía jactanciosa. No obstante, la brisa casi asesina no hacía más que realzar la pulcra belleza que esa mujer portaba con naturalidad. Llevaba un vestido negro a juego con medias del mismo color que se ajustaban perfectamente a sus piernas. Los zapatos de aspecto juvenil contrastaban de maravilla con la elegante indumentaria. En sus antebrazos desnudos colgaban varias joyas doradas que brillaban reflejando las ocasionales luces de un automóvil y un bolso se balanceaba al ritmo de su caminata pausada. Una pareja que cruzaba por su lado no pudo evitar observarla con total indiscreción. Como respuesta, le lanzó una muy coqueta mirada al chico que, sorprendido, entreabrió levemente los labios. Su compañera frunció el ceño, sus ojos resplandeciendo como llamas de odio y envidia. Cuando siguieron de largo, la hermosa y solitaria mujer casi no pudo contener la risa. Debía ser sincera: mejor pinta tenía una gárgola que ese tipo, pero el breve flirteo valió la pena por la reacción invaluable de la idiota que lo acompañaba. Más tarde quizá le quedaran agradecidos si llegaban al sexo de reconciliación. Prefería soñar con una ruptura o separación, pero el destino no era tan benévolo con sus apuestas. Ensimismada como estaba en sus reflexiones, casi no se percató de que ya había arribado a Pont Neuf. Cuando tomó plena conciencia de ello, soltó un suspiro de resignación y enfiló hacia la rue HenriRobert al tiempo que veía de reojo el Sena, preguntándose qué tan entretenido sería sumergirse en sus aguas ahora mismo. Desechó la idea y entró en el estrecho callejón que conducía a la plaza. Sólo le bastaron un par de pasos para notar que unos ojos se clavaban en ella. Más exactamente, en sus piernas, brazaletes y anillos, en ese 43
orden. Continuó caminando, dejando atrás al curioso que la examinaba detenidamente desde la sombra de un portal. Un segundo antes de que éste saliera de su escondite, la dama se detuvo, dio media vuelta y soltó un susurro vibrante que voló como un puñal a oídos del sujeto. —Tal parece que entre más audaces, más idiotas los hacen hoy en día, ¿cierto? Silencio. — ¿En verdad crees que soy estúpida como para salir vestida así sabiendo la clase de ratas que como tú aguardan su botín de la jornada? ¿Piensas que andaría tan campante si no tuviese la certeza de que no pueden ni mirarme a los ojos? No voy a llenarte los bolsillos ni mucho menos aplacar tu hambre carnal, querida escoria. Así que mejor te guardas el juguetico de fuego y te evaporas. Mientras tú apenas empiezas, yo ya hice y deshice en los bajos mundos. No me provoques. El delincuente principiante, porque sólo eso era, a punto estuvo de echar a correr. Su cuerpo despedía un hedor de alcohol mezclado con altas dosis de temor. —Tienes de ladrón lo que yo de monja santa. Agradécele a tu dios que el barniz negro de mis uñas es reciente o de lo contrario estamparía mis dedos en tu cuello y lo desgarraría con citas de hombres podridos en la tumba e inmortales en los libros. ¿Te gustaría ver el rojo maligno en mi nívea piel inocente? Horrorizado, el pobre diablo huyó dejando tras de sí un aroma corrupto y a la dama enigmática. —Eso pensé—susurró ella. Había exigido agradecimiento a una deidad por el simple hecho de llevar esmalte negro. Pero así eran las cosas. Dios está en los detalles, recordó. De hecho, ella era su propia diosa. Su cuerpo el templo, las joyas y anillos como adornos de adoración y su mente un ser supremo destrozando bastardos que osaran empañar su paseo por París. Se giró y un par de pasos después estuvo de frente ante una Place Dauphine parcialmente engullida por la niebla que empezaba a surgir sigilosamente. Se internó en la plaza triangular rodeada de árboles altos carentes de follaje, pisoteando las escasas hojas que ni el viento 44
ni la nieve de otros días se habían cargado. Escogió una banca ubicada casi en el centro del lugar, refugiada bajo una docena de ramas escuálidas que se mecían sin parar. Se sentó y acto seguido extrajo de su bolso el amante habitual que viajaba con ella. F. Scott Fitzgerald se materializó en forma de libro, dispuesto a contarle un sinnúmero de cosas que ningún otro hombre era capaz. La abrazó y atrajo hacía sí con firmeza, hechizándola sutilmente con letras sublimes y citas abrasadoras. Ahí estaba ella, Marcel, entregada por completo a un acto de amor literario que París presenciaba solemne. No supo con exactitud cuánto tiempo llevaba leyendo, pero sí estuvo segura de que la mirada posada en su figura apenas acababa de encontrarla. No tuvo que esforzarse mucho para adivinar quién la vigilaba con tanta cautela. Podía sentirlo en uno de los edificios junto a la Place Dauphine, probablemente de pie en un balcón de segunda o tercera planta, creyéndose invisible y perspicaz. Qué iluso, qué bello; qué tonto, qué tierno. Optó por no moverse, siguiéndole el juego y terminando los últimos párrafos de una página. Cuando percibió la creciente impaciencia de su espía no tuvo más remedio que guardar con devoción a su amor eterno. Se puso en pie e hizo un gesto fugaz hacia el punto donde creía él estaba. No le iba a conceder el honor de dirigirle una mirada. No todavía. En cuestión de segundos ya lo tenía de frente, con su típico gesto de hombre serio y mirada como hielo. No cruzaron palabras, ni siquiera un mudo saludo. Tan sólo se limitaron a observarse detenidamente. Él sabía que Marcel estaba a punto de marcharse de nuevo, tirando a la basura sus esfuerzos por localizarla. Pero no importaba. Le estaba dejando el claro mensaje de que no era tan ágil como pensaba. Le podía seguir el rastro y tarde o temprano ella tendría que ceder, que bajar de su nube de gloria para enfrentarse a ese humano molesto. Y entonces… ¿entonces, qué? Era lo que siempre se preguntaba. Bueno, algún día descubriría la respuesta. Por lo pronto se contentó con mantener la silenciosa guerra que ella proponía con los ojos. Marcel finalmente se hartó y sacó una tarjeta que le tendió con displicencia. 45
—“En 24 horas. Aquí. Ni una palabra. Marcelle”—leyó el joven—. ¿Ahora le agregas una ‘l’ y una ‘e’? —Un toque parisino no cae mal. Te regalo el par de letras para que al pronunciar mi nombre el encanto dure un milisegundo más. Dicho esto, le dio la espalda y emprendió la retirada. —Aquí estaré —le oyó decir con sequedad. Pero yo no, pensó llanamente. Sí, el papel de antagonista me va tan bien como a él ese abrigo negro. Cuando volvió a internarse en las más laberínticas avenidas de la capital francesa, dejó escapar una carcajada divertida levemente teñida con amargura. Casi le pesaba engañar al pobre escritor invitándolo a una cita de uno. Pero no tenía más opción. Su paso por esa ciudad era de una sola noche. Además, no estaba dispuesta a ponerle las cosas tan fáciles para que la encontrase otra vez. Si quería verla de nuevo, que sufriera en el intento. Después de todo no era una cualquiera con la que iba a reunirse. Lo sacó de su mente y se dedicó a recibir la infinidad de halagos que la vida le mandaba. Sonrió satisfecha, vanagloriándose en toda su belleza. La luna creciente trataba de ignorarla olímpicamente, pero su propia luz traicionera cedía ante el embrujo de una Marcel que la saludaba con malicia. Y allí continuaba ella, despertando la magia adormecida de unas calles que de a poco iban integrándose a un mundo de trivialidades. Caminaba grácilmente, con una férrea seguridad propia de quien domina todo a su alrededor. Era la Dama De París, la mujer de encanto majestuoso que flotaba sobre la tierra mundana envuelta en su aura de grandeza. Bailó con París, acarició a Fitzgerald, humilló a la luna y se bebió la noche. Cuando los ciudadanos despertaron, un lluvioso 17 de diciembre les esperaba con parsimonia. Y aunque todo parecía igual, algunos lograron advertir en el ambiente un aroma dulce y oscuro, adictivo y perverso, mágico y vil. Era la fragancia de una villana aguardando el momento de entrar en acción con el caos como traje de gala. Era el aliento de Marcel, tentando y seduciendo al destino mismo.
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La prostituta de Ámsterdam
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Para Nicola Rigamonti el ansiado verano llegó con la súbita promesa de huir a cualquier rincón de Europa que se le antojase. Harto de ver una Italia que siempre le parecía jodida e infestada de turistas, escogió convertirse en viajero él también e irse a incordiar suecos, mofarse de franceses y follar algunas alemanas. Una idiota del instituto que no dejaba de hablar ni en sueños había mencionado noches atrás cuán emocionada estaba por irse a Escocia con su familia. Alardeó por tantas horas del dichoso viaje que en un ataque de ira Nicola la envió a la mierda en tres idiomas diferentes mientras juraba pasearse como rey por algo más que montañas desoladas y castillos anticuados. Pero sumado a la mezcla de hastío y envidia, un deseo irrefrenable de buscar alguna causa de alegría lo empujaba inexorablemente a embarcarse en esa travesía. Alistando algunos enseres y contando dinero de dudosa procedencia, Nicola aprovechaba para meditar sobre qué lugar visitar primero y qué hacer una vez allí. Poco social, enemigo de la historia, temeroso de compañía constante, Nicola no tenía clara idea de qué podría esperarlo allá donde viajase. Sin embargo su vida solía ser así: un mar de confusiones donde unas ideas se entrecruzaban con otras y dejaban poca chance de hallar algo coherente. Pero sacudió la cabeza y se obligó a terminar con tanta tribulación barata. Haría lo que le viniese en gana y se contentaría con los efímeros pinchazos de felicidad que experimentase. Hasta llegó a pensar, no sin cierta sorna, que quizá encontrase uno de esos amoríos veraniegos de los que tanto hablaban por esa época. Después salió de su vivienda y sólo por casualidad terminó despidiéndose de dos conocidos del orfanato. Se los cruzó en la calle y tras unas palabras rápidas se alejó del par de jóvenes que poco o nada habrían de recordarlo. Nicola jamás hubiera imaginado seriamente que sus últimos pensamientos antes de dejar el hogar se hiciesen realidad. Con lo que no contaba era que ese amor que creyó sentir fuese sólo una obsesión y no por una dama sino por la fuente de su condena. Embelesado con tanta señorita de atributos generosos y bebidas portentosas capaces de traer el paraíso a la tierra, Nicola Rigamonti perdió el poco sentido común con que había salido de Milán y se entregó a un torrente de placeres pasajeros que a cambio de 48
entregó a un torrente de placeres pasajeros que a cambio de extenderse le exprimían el bolsillo de modo atroz. Pero el punto preciso de perdición llegó cuando al ingenuo milanés se le dio por consumir pastillas de colores que lo hicieron sentir Dios todopoderoso. En cuestión de días Nicola se convirtió en devoto fervoroso de cuanta droga le enseñaban y supo entonces que solamente la muerte conseguiría separarlo de esa tentación sublime. Droga aquí, droga allá, Nicola visitó en meses siguientes lugares con los que ni siquiera traficantes sudamericanos habrían llegado a soñar. Pero así como su entendimiento de ese mundo aumentaba vertiginosamente, los recursos que había traído de Italia disminuyeron hasta ser completamente nulos. Nicola jamás llegó a recordar cuándo comenzó a mendigar ni más ni menos que en Bruselas. De allí pasó a ciudades cercanas que ninguna consideración tuvieron de sus necesidades. Después, un desplazamiento fortuito lo llevó de manera sorprendente a Róterdam. En ese lugar consiguió esporádicos suplementos que aplacaron el ansia y aniquilaron lo que le quedaba de vitalidad. Durante un tiempo que se le hizo eterno, Nicola experimentó padecimientos inhumanos que le robaban lágrimas de fuego y suplicaba atormentado que a la próxima que se fuese a dormir no tuviese que volver a despertar. Aunque sus peticiones no se cumplieron al pie de la letra, un periódico tirado en un bote de basura pareció dar la respuesta y el alivio que Nicola tanto necesitaba. Decía un artículo minúsculo que en Ámsterdam vivía un hombre mayor encargado de darle digna sepultura a inmigrantes ilegales, marginados y, ¡oh, sorpresa!, drogadictos solitarios. Cualquier persona que muriese en la capital holandesa sin compañía alguna era de inmediato reportada al señor que desde hacía veinte años organizaba funerales provistos de flores, piezas musicales y hasta poemas de despedida. Entonces Nicola, que desde hacía algún tiempo tenía la certeza de estar a punto de morir como una rata, vio surgir la macabra ilusión de contar con alguien a su lado en el último adiós. Si granjearse la llegada al cielo es difícil, hacerse paso para arribar al infierno era peor. O al menos eso pensaba Nicola Rigamonti 49
mientras sufría lo indecible con tal de alcanzar una Ámsterdam que a ratos se le aparecía en sueños como una ciudad de tumbas con su nombre por todas partes. Cuando finalmente salvó la distancia que le quedaba, Nicola deliraba casi todo el día y su cuerpo estaba reducido a una forma esquelética espantosamente forrada con piel amarillenta y colgante. Como si la muerte le allanase el sendero mortuorio con una hoz invisible, en más de una ocasión el milanés perdido se libró de manera milagrosa de ser cogido por autoridades implacables. Ya el tramo final se antojó sencillo, y Nicola lo hizo con una mueca en el rostro que intentaba asemejar una sonrisa. Coronó el punto medio de un puente inmenso desde el cual se avistaban carros veloces marchando debajo. Con sus últimas fuerzas se encaramó a la barandilla y llorando en silencio se lanzó. Antes de que el alma se le escapase por la boca, alcanzó a proferir un grito a modo de maldición contra su padre inútil que pereció en la guerra y contra su madre cobarde que lo abandonó cuando nació. Luego impactó el asfalto y las llantas de un coche le abrieron las puertas del averno. La trágica muerte de Nicola acaparó portadas de diarios que llegaron a bares, colegios, empresas y burdeles. Como no podía ser de otra manera, Ger Frits, el amigo de los muertos de nadie, oyó el suceso y supo que ese caso le pertenecía. Dos días después del suceso, el señor Frits se encontraba en su oficina austera rellenando documentos mientras Frank Starik lo observaba en silencio. Frank, poeta entregado a escribir letras sombrías que engalanaban las exequias, aguardaba indicaciones de su amigo para empezar a redactar poesía que de uno u otro modo llevase la esencia del desconocido Rigamonti. Justo cuando se disponía a preguntar algo al respecto, alguien llamó a la puerta con golpes toscos. Ger Frits indicó a quien estuviese fuera que siguiese. Una mujer de vestimenta ordinaria que dejaba poco a la imaginación entró y pidió hablar a solas con el señor Frits. Éste le indicó a Frank que por favor saliese un momento. Tres minutos después la dama salió con ademanes vulgares y una hoja entre las manos. Cuando el poeta regresó a la oficina vio que Ger Frits tiraba unos papeles al cubo de basura, suspiraba cansadamente y, al percatarse en él, negaba con la cabeza lentamente. 50
A la mañana siguiente un frío abrumador recorría Ámsterdam. La capital, sumergida en niebla casi tan blanca como la nieve, impedía ver poco más allá de las narices a peatones y ciclistas que iniciaban la jornada diaria. Por su parte, en un modesto cementerio sumido en el silencio, la mujer que había visitado a Ger Frits se plantaba con ojeras, terriblemente maquillada y ataviada con un vestido estrafalario ante una sencilla tumba carente de arreglos florales. Contemplaba con facciones alargadas el eterno hogar de Nicola Rigamonti. La noche anterior, entre turno y turno de trabajo, no había dejado de pensar en qué habría motivado a ese pobre diablo a liquidar su vida de tal manera. Incluso cuando un par de clientes consiguieron subirle la temperatura y la penetraron con fiereza, ella creía escuchar el llanto pasado de un bebé que recién se quedaba sin papá por una bomba y que a punto estaba de perder a su madre destrozada. Ese lloriqueo se intercalaba con un chillido de llantas y un impacto sordo que la habían vuelto loca en las últimas horas. Se sacó como pudo de la mente esos recuerdos y murmuró una disculpa poco convincente. Finalmente una lágrima, que tardó más en caer que sus bragas en horas laborales, le recorrió el rostro y con ello dio por terminada su despedida. —Ay, Nicola, y yo que creí que lo mejor para usted era quedarse sin esta mamá horrorosa que le tocó. Maldita sea la hora en que el destino decidió reunirnos nuevamente en estas circunstancias. Yo más no puedo hacer. Y partió. La prostituta de Ámsterdam se fue dejando tras de sí la tumba de un hijo que ni en su llegada al Más Allá pudo descansar en paz, y que en vez de flores, poemas y melodías tuvo la patética reunión con una madre malparida que esa noche con un buen polvo lo olvidó.
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Hopppípolla Huimos sobre el mediodía. Como el par de pequeños fugitivos que solíamos ser en los veraniegos domingos de sermón, escapamos de muros pálidos y olores químicos hasta alcanzar unas calles inmersas en la terrible cotidianidad. La bata blanca quedaba oculta bajo su chaqueta favorita. Iba descalzo y despeinado, sus ojos apagados, sus hombros caídos. Pero alzó la vista al cielo nublado y sonrió. Era libre. Yo me cubría del gélido clima con un abrigo rojo abarrotado de frases, citas, risas y confesiones que había seleccionado cuidadosamente toda la mañana. Iba preparada con el material necesario para esconder mi suplicio, maquillarlo con una falsa alegría que ya no tenía y jamás iba a volver. Lo llevé al parque que visitábamos cada que me regalaba un libro. Allí, rodeados de árboles marchitos y lagos apacibles, escuché su voz por primera vez en meses. Para tan especial ocasión escogió un tono dulce, juvenil, el mismo con el que leía esos relatos que se adueñaron de mis más preciados sentimientos. Habló de recuerdos que yo creía olvidados, sueños que guardamos en estrellas, viajes tejidos con nuestra imaginación y la música de nuestras vidas. Relató nuestra historia como recitando un hechizo sublime capaz de envolverme en la magia de su compañía. Sus palabras se alzaron como un conjuro que nos rodeó y excluyó del mundo carente de fantasía. Y luego reímos, jugamos, saltamos, caímos al césped, dimos vueltas, corrimos, danzamos. Nos sumergimos en un delirio exquisito que bañó nuestros sentidos. Me quitó los zapatos, me hizo entrar en contacto con helados caminos empedrados y tierra húmeda cubriendo mis pies. Y con ese gesto, con ese único acto aparentemente trivial, retiró las capas sombrías que me impedían vivir la vida en su máximo esplendor. Abrió una ventana en mi alma por la que me asomé para respirar por primera vez de un aroma paradisíaco.
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Pero entonces, actuando estúpidamente, corrí alejándome de él. Aún presa de la dicha y regocijo, no me percaté de la trágica ironía presente en el hecho de separarme de su compañía, huir de sus brazos procurando que él me diera alcance cuando los dos sabíamos que, en cuestión de horas, eso ya no iba a suceder. Como acentuando la desgracia latente, una lluvia fuerte se desató sobre nosotros. Las gotas caían infames, mofándose de mí, pero yo no las escuchaba. El mundo entero a mi alrededor se silenció mientras lo observaba a él contemplándome con expresión indescifrable. Y justo cuando creí que se derrumbaría desolado allí mismo, rió. Rió con tantas ganas que quebró la quietud en mil pedazos antes de lanzarse veloz hacia mí para atraparme y besarme con pasión abrumadora, cubriéndome de una sensación apoteósica. El cielo pareció estallar, el suelo se estremeció soberbio. Fundidos en un abrazo celestial, comprendí que acabábamos de burlar los despiadados juegos del destino. Cuando ya se daba por sentado que jamás iba a alcanzarme, él salvó la distancia que nos separaba y venció las leyes de una providencia incrédula y derrotada. Fue el momento más feliz de nuestras vidas. En ese único beso casi eterno me entregó la esencia misma de su ser, me obsequió hasta la última gota de su existencia. Ya después llegaron los hombres de uniforme azul claro para llevárselo a su cita. Una vez me lo arrebataron, quedé a la deriva en un mar de soledad y angustia. Sin embargo pude divisar en mi interior sus pasos intercalándose con los míos, aproximándose al final. Su llegada al quirófano, mi arribo a la estación de autobuses. Su último pensamiento, mi despedida de la ciudad. La negrura tras la anestesia, mis ojos cerrándose al emprender el viaje. Los inútiles intentos de doctores que querían curarlo, las miradas piadosas de viajeros intentando consolarme. Sus últimos latidos agotando restos de una mustia vitalidad, mis pasos repentinos buscando la salida del transporte, internándome en la noche. Luego, la oscuridad total e irreversible que lo envolvió, y mi grito en medio de la nada mientras me desplomaba sumida en un llanto abrasador. Todo acabó, todo se apagó. No existió mayor dolor que aquél trepando por mi alma, ahogándome, ni infierno tan atroz como ese que me cubría, condenándome. Sólo las suaves caricias de una tibia brisa me calmaron. Eran los susurros de un espíritu que por segunda vez se 53
burlaba del destino.
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La sombra de los caídos 19 de octubre de 2027. 11:58 pm. Restan dos minutos. El cielo negro y nublado parece un funesto presagio de lo que se avecina. Sólo pequeños susurros del viento intentan sin éxito cortar el silencio tenso que se extiende por cada rincón de la capital. Mientras caminábamos a este punto sentía que cada paso reafirmaba nuestra convicción, pero ahora que la soledad y la calma se acentúan, un creciente temor nos embarga e incita a dar media vuelta y escapar. Justo cuando las dudas empiezan a aflorar en nuestros ojos, oprimo con fuerza la bolsa que sostengo en una mano. La abro casi con cautela y extraigo la máscara que es nuestro símbolo, nuestro escudo, nuestra bandera. Mis cuatro amigos imitan el gesto, escondiendo su aspecto preocupado bajo el rostro plástico, sonriente y de barba puntiaguda que nos infunde el valor suficiente para una última misión. Tras un suspiro y una breve mirada entre todos, abandonamos la oscura esquina protectora y enfilamos hacia el centro de la Plaza de Bolívar. Gigantescas estructuras cargadas de historia y poder nos rodean por todas partes. Silenciosas, parecen aguardar el momento exacto para descargar su fuerza sobre nosotros. Pero ningún edificio se ve tan maquiavélico y tenebroso como el que tenemos en frente. Allí se alza solemne la mayor burla a un pueblo que contempló impotente cómo las leyes se volvieron en su contra. El Capitolio Nacional, regodeándose en su típico esplendor, parece sonreírle con sorna a una nación sumida en el caos y el dolor. Ahora mis cuatro amigos y yo, de pie y con un Simón Bolívar de bronce a nuestro lado, aguardamos en el centro mismo de un país que se desmorona el momento del último desafío al sistema que todo nos lo arrebató. Corrían tiempos de elección presidencial cuando una cadena de 55
patrañas y crímenes inconcebibles auspiciados por el candidato favorito salió a la luz conmocionando la nación. Miles de indignados se agolparon en las calles para exigir retiros y condenas, verdades y disculpas. Pero en lugar de ser escuchados, todos fueron oprimidos sutilmente y muchos desaparecieron. Para mediados de 2022 la consternación fue absoluta al conocerse que el nuevo mandatario colombiano no era otro que aquél artífice de incontables embustes y masacres cometidas incluso semanas antes de la elección. Y aunque sus primeras acciones pretendieron imponer aires de calma, Colombia despertó de un letargo de décadas y comenzó a vislumbrar cuántas mentiras se había tragado sin más. Por ello todo empeoró. La represión absoluta llegó sin avisar para quedarse indefinidamente. La fuerza pública volcó su incondicional apoyo a ese gobierno infamemente acaudalado que se hizo el de la vista gorda tan pronto sus súbditos de uniforme verde tomaron al pueblo desconcertado como enemigo. Los que aún no habíamos despertado o anhelábamos seguir soñando un mundo de mentiras y fingida normalidad no tuvimos más remedio que abrir los ojos, dejar expandirse en nuestras venas la rabia e impotencia ante tanta iniquidad. Cada día al amanecer oraba a San José para que protegiese a mi niña de tres años, el hermoso bebé recién nacido y a mi esposa fiel. Después partía a planear protestas, desafiar leyes y esconderme como rata de cualquier mirón. Al anochecer regresaba a casa con el corazón en un puño ansioso por abrazar una familia que seguía allí para insuflarme fuerzas que se evaporaban con rapidez. Pero la lucha se tornó trágicamente implacable y un día como cualquiera de clamores ignorados y desapariciones no anunciadas, regresé a mi hogar para encontrarme con el eco de llantos desatendidos y una soledad mortuoria que habría de pesarme hasta el fin de mis días. No es el tic-tac de un reloj o las campanadas de una iglesia las que nos alertan del tiempo señalado. Son los latidos frenéticos de nuestros corazones los que avisan la llegada de la medianoche. El silencio ya existente parece estirarse y tensarse hasta ser casi tangible. Una quietud sobrenatural se derrama por la plaza y se escabulle por las calles, inundando cada centímetro del suelo 56
bogotano. Nada más sucede, nada más se escucha. Entonces lo sentimos. Bajo nuestros pies se percibe un leve temblor que va adquiriendo gran potencia con cada fatídico segundo que transcurre. Martín, a mi derecha, me sacude el hombro y me indica con señas que mire hacia atrás. Bajo el semblante pálido de mi máscara, una expresión de mudo asombro se apodera de mí. De las calles contiguas al Palacio de Justicia surge una multitud de personas marchando en silencio sepulcral hacia nosotros. Cientos de miles de Guy Fawkes acercándose con pasmosa parsimonia a la cita con su destino. Recuerdo la escena final de aquella vieja película en la que un pueblo se dirige por las calles londinenses al Parlamento Británico para ver su destrucción, pero en medio de mi estupor me digo que lo que vivo ahora sobrepasa cualquier ficción y tiene un tinte de trágico heroísmo que desgarra el alma. No tienen capas ni sombreros; cojean o empujan sillas de ruedas y algunos parecen estar en pijama, como si hubieran decidido asistir a última hora. Pero caminan, se aproximan, se alzan en la peligrosa oscuridad contra un gobierno mortífero que actúa invisible contra su patria. Hombres heridos, mujeres desesperanzadas, niños asustados, ancianos olvidados, todos con su máscara como defensa y arma contra un rival oculto en tinieblas de castigo y represión. No empuñan pistolas, no elevan pancartas, no traen corazón. Lo han perdido o abandonado junto a las tumbas urbanas que la autoridad les obsequió. El llanto acude a mí sin que pueda controlarlo, y sólo entonces me percato de que también mis amigos sollozan desconsolados ante la escena tan sobrecogedora. Cuando los primeros de la muchedumbre nos dan alcance le damos la cara nuevamente al Capitolio Nacional y avanzamos unos pasos hacia él. Una bandera tricolor manchada de masacres y corrupción se ondea pesarosa en lo alto de la construcción, mientras unos francotiradores se resguardan unos metros bajo ella, desperdigados en la terraza del edificio. A nuestra derecha, sobre el tejado del Palacio Liévano, una cámara transmite en directo al mundo nuestra muda rebelión, una escena escalofriante con miles de personas siendo una sola, encarando a un sistema temeroso de igualdad. Y agarrada a la torre sur de la Catedral Primada de Colombia, la muerte 57
nos contempla estupefacta y conmovida por el acto de valor que marcará nuestra partida. El momento final ha llegado. La nación entera contiene la respiración, sabedora de lo que sigue. Caminamos unos metros más, nos detenemos a un mismo tiempo y alzamos nuestro rostro plástico de sonrisa irónica hacia el Capitolio Nacional. Levanto la mano derecha con los dedos extendidos y después los cierro formando un puño, última señal de nuestra batalla. Caigo de rodillas, con las manos en la cabeza. Todos en la Plaza de Bolívar y sus alrededores hacen lo mismo, entregando así, con dignidad, la vida que tanto han querido quitarnos. Temblamos y lloramos con terror, rabia, desespero. Los más pequeños se estremecen junto a sus padres, mientras éstos suplican a un Dios perdido que todo acabe de una buena vez. En las calles de todo el país millones de colombianos repiten el sacrificio. Jóvenes y adultos se derrumban igual que sus esperanzas, ofreciendo su existencia ultrajada por la guerra. Infinidad de lágrimas se derraman en el planeta a medida que los televisores reproducen el momento surreal que se vive en la plaza. París, Madrid, El Cairo, Tokio, Canberra, Moscú, todas las ciudades se unen en torno a una tragedia que sólo hasta último minuto dejaron de ignorar. La muerte se lanza en picado desde la torre sur y vuela sobre nosotros mientras suelta un gemido de lamento por el trabajo que se dispone a realizar. Y yo, en medio del suplicio, alcanzo a dedicar un último pensamiento a la esposa e hijos que me robaron en el momento que abrí los ojos y pedí en voz alta esa mierda inexistente llamada justicia y libertad. Un zumbido se aproxima a mí desde el Capitolio Nacional y todo se oscurece.
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Historia liberada Agitados por una brisa que se llevaba los últimos restos de calor matutino, un puñado de árboles medianos exhibía vanidoso sus dotes bailarines al son del viento bogotano. Decoraban impasibles los terrenos irregulares de una biblioteca que, habitualmente condenada cinco días al abandono, parecía resucitar los fines de semana en que cientos de personas sonrientes se paseaban por allí para gozar ambientes sosegados, estancias cargadas de silencio sacro y lecturas prestadas que acortaban el tiempo de manera clamorosa. Pero hoy, jueves gris de pesada monotonía, parecía yo el único ser vivo merodeando entre bancos de madera y superficies de césped alrededor de la Virgilio Barco. Caminaba con nerviosismo, intentando aplacar la creciente incomodidad que iba apoderándose de mí, incitándome a dar media vuelta y abandonar el buen propósito de ese día. Maestro en retiradas de cobarde y experto consumidor de patéticas excusas, dejar a medias la misión me tentó maliciosamente pero logré zafarme de tal idea y continuar la marcha con mi amante silenciosa bajo el brazo. Poseedora de un aroma paradisíaco, fuerte y esbelta a pesar de tantas arrugas, la gastada novela que llevaba conmigo nunca se vio más apetecible. La había rescatado de una detestable librería en la que no sabían de quién era Rayuela o qué había sido del coronel Aureliano Buendía, pero donde respondían veloces cuántos Benjamin Franklin verdes hacían una fortuna y qué tomo pesado generaba más ingreso. El pequeño ejemplar no tenía más de siete años pero parecía haber vivido cien. El sólo imaginar qué dedos negligentes e indignos habían manoseado tal belleza me producía escalofríos. Sin embargo, más estremecimiento me causaba el pensar la tamaña locura que me disponía a realizar. Decidí dirigirme a la zona arbolada que había visto nada más ingresar en los terrenos de la biblioteca. Si había de soltar mi libro 59
adorado para siempre, que fuese bajo un refugio decente que lo protegiese mientras un viajero cualquiera se compadeciera del futuro texto huérfano. Animado por historias de liberaciones pasadas totalmente exitosas, había decidido esa misma mañana ser partícipe también de un evento mundial en el que amantes de la lectura soltaban por ahí a sus amigos de papel para que fuesen encontrados por incautos humanos escasos de fantasía. Había escogido una historia como ninguna otra que hubiese leído antes. Al mago de las letras Carlos Ruiz Zafón estuve por hacerle un altar y decorarlo con velones robados a mi abuela la noche que entre lloriqueos sonoros culminé su novela Marina. Esa misma narración, todavía impregnada con la humedad de mis lágrimas, era la que parecía infundirme un enigmático valor para que la dejase sola a la espera de un nuevo cliente que cautivar. Antes de recostarme en uno de los tantos árboles que había, torcí un poco a la derecha para ir a contemplar la conocida fuente de la biblioteca. Estaba en un nivel inferior al cual se llegaba bajando bien por una rampa o por escalones de piedra. Sin embargo, desde arriba se la podía observar a la perfección, detallando sin problemas la figura circular adornada en cierto punto por una suerte de matorrales. El agua, que en los constantes días de lluvia subía su nivel de manera ostensible, llevaba señales inequívocas de sus recientes beneficiarios, caninos varios que escapando de sus dueños se entregaban con sumo placer a un baño al aire libre. El movimiento parsimonioso del líquido escasamente limpio me indujo a un estado de relajación que quise completar con una última lectura de mi amada Marina. Volví sobre mis pasos y seleccionando el tronco más ancho, me acomodé en él al tiempo que abría el cálido libro. Como disponía de pocos minutos, pasé páginas rápidamente hasta llegar a los últimos capítulos, esos que hacían encoger mi corazón con mayor facilidad. Las aventuras de Óscar Drai y Marina de inmediato me hechizaron como la primera vez y, para cuando hube acabado, sentía un vacío tan grande en el alma que añoré dormirme abrazado a esos trozos de papel sin tener que volver a despertar en un largo rato. No terminaba de lamentar desenlaces y prontas despedidas cuando atisbé a un niño 60
vestido con andrajos que pese a sus prendas, manos y mejillas sucias, exhibía una hermosura magnífica. Me miraba con unos ojos grises penetrantes y se aproximaba con cautela pero seguro. Cuando estuvo a no más de dos metros de distancia, soltó un chillido agudo y empezó a llorar. Yo, que en mi infinita ingenuidad me apiadaba hasta de un peluche roto, me alarmé al instante y quise hacer cuanto estuviese a mi alcance para tranquilizar al pequeño. Me puse en pie y entonces el niño dio media vuelta y echó a correr, llorando todavía. Olvidándome del libro, que había quedado junto al árbol, me lancé en carrera tras el visitante misterioso mientras observaba a todos lados en busca de padres angustiados o en su defecto curiosos indiscretos. El recién aparecido —ahora prófugo— había tomado el camino que conducía a la entrada principal de la biblioteca. Moviendo sus minúsculas piernas a un ritmo impresionante, me sacó más ventaja de la que quise admitir, por lo que empujé con más tesón. Alcanzó una rampa que descendía en línea recta hasta un espacio abierto que pocos metros más allá se topaba con otra especie de fuente. A ambos costados de la misma se alzaban escaleras que llevaban a la biblioteca propiamente dicha o a una puerta que conducía hacia el parqueadero. El niño ralentizó su paso y finalmente se detuvo ante la fuente. Giró y sin rastro ya del llanto que segundos antes enmarcaba su tez, divisó mi llegada fatigada. Decir que estaba inquieto se quedaba corto, pero nada se podía comparar a la zozobra que me embargó una vez me fijé detalladamente en él. Sus ojos se notaban mucho más apagados, no había ni pizca de inocencia en su semblante y lo que más me angustió fue una sonrisa que se iba asomando hasta ensancharse sin reparo. Fue justo cuando soltó una carcajada que un trueno retumbó en el cielo y al elevar la vista me encontré ante un revoltijo intimidante de nubes grises que presagiaban diluvio universal. Al bajar la mirada para querer encarar de nuevo al niño, éste había desaparecido. Mi expresión incrédula hubiese podido durar eternamente de no ser porque un viento atroz me acribilló despiadadamente, haciéndome retroceder y cubrirme el rostro con los brazos. Entonces, para completar mi dosis de terror, vino a mi cabeza la imagen desoladora de un librito dejado a la intemperie en 61
cercanías a abismos y fuentes mugrientas. Corrí de vuelta y en diez segundos tuve al alcance de mi vista el pobre ejemplar que intentaba resistir embestidas furiosas de una súbita tormenta. Sin embargo, sus esfuerzos no eran suficientes y con horror advertí que la corriente de aire lo iba acercando al punto desde el cual había divisado la fuente minutos atrás. Mi torpe aceleración no fue suficiente. Cuando llegué al árbol en que había dejado el libro, éste ya había sido forzado a dar el paso final que lo puso a total merced de vientos iracundos. Si la arremetida hubiese cesado en ese instante, muy probablemente el ejemplar habría caído al duro suelo que rodeaba la fuente. Pero no. Quiso una fuerza misteriosa que la brisa actuara con mayor agresividad y avisté con la boca abierta cómo mi tesoro se abría de par en par enseñando portada y contraportada por última vez. Sostenido un segundo miserable en medio de la nada, me dijo adiós a la distancia antes de caer en picado a unas aguas agitadas que —hambrientas— destrozaron sus maltratadas páginas. Descendí en un santiamén por la rampa en curva. Cuando arribé a la orilla de la fuente para intentar rescatar lo que quedase del libro, observé extrañado que una joven de cabello algo alborotado y descalza ya se encaminaba hacia mi ejemplar empapado. El nivel del agua apenas le llegaba a las rodillas. Una vez recuperada la novela de Zafón, me vio y se aproximó con un gesto de pesar pintado en la mirada. —Lo lamento mucho —murmuró tendiéndome un manojo de páginas rotas que soltaban gotas negras. —Era un libro nuevo pero había pasado por malas manos. O quizá enamoró a tantos soñadores que todos anhelaron compartirla lo máximo posible. Como yo. Venía justo a regalarla. Me pregunté qué pensarían los lectores de todo el mundo si supiesen que en lugar de liberar un libro lo había conducido a la muerte. Pero lo que en verdad me partió el alma fue recordar a Marina, Óscar, Germán y los demás personajes de la novela encerrados en su mundo de papel, incapaces de escapar a mi fatal descuido. Si no estallé en lágrimas fue porque había una dama 62
presente y, para mi fortuna o desgracia, el orgullo era un tatuaje arraigado a mi piel hasta la muerte. Ayudé a la mujer a salir de la fuente y le agradecí el gesto que tuvo con mi amante destruida. —¿No tiene frío? Mire que con esta tormenta la temperatura del agua tuvo que haber bajado varios grados. —No se preocupe —dijo sonriendo—. Ya está pasando la faena meteorológica y nunca cae mal un chapuzón repentino, aunque estas circunstancias sean tan nefastas. —De todos modos debe usted entrar en calor —repliqué—. La invito a un café a modo de agradecimiento y disculpa. —Muchas gracias, aunque no tendría que molestarse. A propósito, ¿qué libro era? No se ve muy bien la portada. —Marina, de Carlos Ruiz Zafón. Un rubor tiñó la nívea piel de la joven. —¿Lo ha leído? —pregunté. —Lamentablemente, no. —No sabe cuánto se lo recomiendo. De no haber sucedido esta tragedia estoy seguro que usted lo habría hallado arriba junto a un árbol. Ni alcanza a imaginarse la historia que narraba. Oh, por cierto, mucho gusto. Soy Manuel. ¿Usted es…? —Marina. Me llamo Marina.
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Violet hill Tan pronto entré en la habitación corriendo y tembloroso supo que era momento de la despedida. Cruzamos una mirada, la última de nuestras vidas, batallando sobre una decisión que no tenía marcha atrás. La tomé por el brazo y la llevé casi obligándola al patio trasero, aferrándome a la frialdad que la guerra nos había obsequiado para no llorar. Sin mirarla a los ojos, me acerqué a su rostro y le susurré con fiereza que huyera sin mirar atrás e intentando perdonar mi incumplimiento. Impotente, se dio la vuelta y echó a correr colina abajo, dejando tras de sí unas huellas que sólo mi alma podrían seguir una vez la libraran del cuerpo maldito que la retenía. Hice un esfuerzo sobrehumano para no llamarla. Amordacé mi corazón para evitar vociferar que la guerra no era guerra cuando ella me abrazaba, que el odio era mentira cuando ella me besaba, que el amor era dolor si ella ya no estaba, que mi existencia sin su aliento era un absurdo, que mi vida era vida cuando vivíamos los dos como uno solo. Momentos después, los nazis me encontraron y empezaron su festín. Como burdos empleados de la muerte especializados en herir, ignorando que ya no había en mí algo por destruir, dieron rienda suelta a un sinfín de atrocidades que recibí sin ser plenamente consciente de lo que sucedía. Mi cuerpo encajaba impactos cual inmundo saco de boxeo, pero mi mente aún en shock al rememorar la huida de mi Dama no atinaba a comprender eso que llaman dolor físico. Hilos de sangre salían despedidos a unos verdes uniformes acostumbrados a absorber hasta el último despojo de vida judía. Pero aunque la tortura iba en aumento y mis huesos acusaban aun el más compasivo golpe, mi espíritu no se percataba de ello porque intentaba con frenesí ir al encuentro de una mujer que ahora solitaria escapaba de un terror que se extendía por doquier. Quizá advirtiendo que mis pensamientos estaban muy lejos de allí, dos de los mercenarios me sostuvieron por los brazos para ponerme frente a un tercero que con mirada malévola taladró los recuerdos íntimos más alegres que jamás 64
viví. Estampó en mi cara una bofetada sorda que desencajó mis dientes, haciéndome rememorar noches cálidas de inmenso cuidado por parte de mi esposa cuando yo arribaba exhausto del trabajo. No pude más que sonreír ante tal imagen, hecho que alteró todavía más al criminal que tenía delante. Como leyendo mi miente, inició una torpe y agitada búsqueda por toda la estancia hasta dar con un cajón en el que estaba la única fotografía de mi amada y yo. Victorioso, volvió a plantarse a sólo centímetros de mi rostro mientras preguntaba dónde estaba tan hermosa señorita. Como no le respondí, quiso sacarme la información con un puntapié bajo que me dejó sin aire unos cuantos minutos. Una vez medio recuperado, me formuló la misma pregunta. Haciendo gala de mi máxima valentía, dije en voz alta palabras que me robaron varias lágrimas: “está muerta”. Los tres verdugos soltaron una carcajada y el que sostenía la fotografía adoptó un vil semblante trágico para susurrar con sorna que era una lástima porque se le ocurrían mil juegos con “esa zorra como protagonista”. Los sueños y esperanzas que habían muerto en mi interior, de repente reencarnaron en una ira violenta como jamás había experimentado. No obstante logré canalizar tan monumental cólera en un llano acto de desafío que trajo paz a mi ser. Lancé un escupitajo soberbio al pálido rostro del cerdo que me encaraba; fue también un escupitajo a los todopoderosos nazis, amos y señores de vidas que jamás les habrían de pertenecer por más que las liquidaran; escupí al mundo patético, a Dios, al diablo, a mí mismo. Especialmente a mí iba dirigida esa ofensa por no haber mantenido la promesa que una madrugada de bombas y lamentos le hice a mi mujer: el juramento eterno de nunca dejarla ir. Cómo logré soportar consciente el embate de furia que ese bastardo dirigió contra mí fue algo que no pude comprender. Me pareció curioso que en el mismo piso donde tantas veces escuché por la radio historias de masacres inhumanas viviese en carne propia el sangriento exterminio de que eran capaces las bestias alemanas. Finalmente me arrastraron fuera de la vivienda y dichosos me mostraron cómo prender fuego a un hogar. Me vendaron los ojos, me obligaron a permanecer de pie y oí el movimiento de sus armas 65
alzándose contra mí. Aguardé, con el corazón desbocado, el fin de la función. Escuché. Escuché la burla, el conteo regresivo, las voces de sorpresa. Y entonces, el impacto en mi mano. Pero no fue certero ni abrasador como cabría esperar. Fue un roce trémulo, frío. Un contacto tímido entrelazándose con mis dedos torcidos, despertando nervios juveniles y un centenar de recuerdos felices. Incrédulo, palpé, sentí y elevé la cara un poco, buscando con mis labios hinchados la prueba final para creer en su regreso. Allí, en medio de la ceguera, mi boca vio su razón de ser. Hallé ante mí el motivo de la alegría en medio del caos y la desolación. Por extraño que parezca, ése fue el momento más feliz de mi vida. Los eventos más inesperados son capaces de albergar la fuente del éxtasis absoluto. Mi Dama y yo nos entregamos el uno al otro, ajenos al mundo que se desmoronaba a nuestro alrededor. Así, enlazados como uno solo, acogimos el abrigo de la ráfaga que sacudió nuestros cuerpos. Y caímos acribillados para por fin descansar en la nieve, nieve roja sobre una colina violeta.
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La maldición de un escritor bueno Con la caída del crepúsculo, el aspirante a escritor Claude Boileau acudía sin falta a su solemne cita con un antro que Jacques, el dueño, procuraba llamar siempre “pub de primera clase.” Armado de un cuaderno, ideas enmarañadas y antojos bárbaros de cigarro, Claude entraba regalando una sonrisa optimista y se marchaba sobre medianoche dejando a su paso expresiones ensoñadoras. Jacques, que tenía a Claude por el joven más afable de todo París, rogaba en su fuero interno que la ciudad de la luz atrajera más personas como él y que súbitamente ellos se fijaran en que su local tanto tiempo sumido en penumbra, existía. El supuesto pub contaba por fieles visitantes al propio Claude y a una familia de ratas que el barman empezaba a creer habían estado allí por generaciones y, no importaba qué estrategia emplease para desterrarlas, seguirían merodeando, mofándose de él. Jacques aprendió a lidiar con los roedores cuando éstos dejaron de aparecer en la noche para fastidiar a los clientes; en cuanto a Claude, se acostumbró a verle en la mesa del rincón, un punto bañado en sombras del que apenas distinguía el vaivén de su brazo y un tenue rasgar de hojas. Claude Boileau fue toda su vida un muchacho humilde y callado a quien la providencia condujo por los senderos más difíciles. Prematuramente abandonado por una familia entera que partió al Cielo, Claude tuvo que apañárselas para sobrevivir en un mundo de tormentos y desaires que eventualmente se convertirían en su pan de cada día. A pesar de todo, consiguió ciertos logros que lo posicionaron en un modesto trabajo de vendedor de libros. Fue allá, entre estanterías colosales y perfumes milenarios, donde su corazón dictaminó que el sueño a perseguir era el de escritor. Y tras muchos giros inesperados, golpes repentinos y aflicciones tragadas, terminó por llamar segundo hogar al bar que noche tras noche lo recibía en silencio para permitirle trabajar en su futuro éxito literario. 67
Aunque no lo dijese, el escritor amateur sentía un agradecimiento supremo por la amabilidad con que Jacques lo atendía, la tranquilidad que éste le ofrecía en el rincón y hasta los ocasionales tragos que le obsequiaba. Sin contar con un alma cercana a quien compartirle sus penas y alegrías, Claude soñaba a ratos con que, una vez famoso y entrevistado a cada instante, proclamaría con voz firme que su obra había sido escrita en el fenomenal pub del buen Jacques. El barman colgaría una placa conmemorativa aseverando tal acto; en un abrir y cerrar de ojos ese aciago recinto solitario se convertiría en el templo al alcohol más reconocido de París; las ratas harían festín y quedarían tan satisfechas que se irían a un viaje sin regreso; Jacques Sumeire recibiría los privilegios que el destino le había negado casi tanto como a él mismo. Cuando el nombre Claude Boileau sea famoso, pensó, será este lugar el primero en festejarlo y gozar los frutos de tal proeza. Las semanas transcurrieron del mismo modo hasta que una tarde otoñal Claude recibió en su empleo la llamada que tanto había esperado. Un editor con ínfulas de estrella le dijo en tono displicente que su novela sería publicada. La tirada inicial, de trescientas copias, estaría lista en pocas semanas para salir al mercado. En los días que siguieron a esa noticia Claude fue incapaz de dormir. Prefirió no contarle a los muy escasos conocidos que tenía, entre los que por supuesto sobresalía Jacques. Decidió que a él iría a sorprenderlo cuando ya tuviese el libro en mano. El día en que Claude Boileau recibió la primera copia de su novela, el escritor ya graduado en su campo supo lo que era la felicidad, el éxtasis máximo. Le entregaron además unos documentos y la promesa de su título en vitrinas de diversas librerías. Tan pronto vio en una estantería su nombre grabado en letras de oro sobre una portada oscura, rio a carcajadas y entró inmediatamente para comprar ese ejemplar. Después de todo, él mismo debía ser el primero en fomentar la adquisición de su arduo trabajo. Pidió que lo envolviesen en el mejor papel de regalo que tuviesen y fue así como gastó el último céntimo que no le habían quitado ya en la editorial. 68
Luego enfiló hacia el pub de Jacques, lugar sumamente extrañado en los últimos días que no pudo asistir por cuestiones laborales. Al llegar, a punto estuvo de soltar el obsequio que llevaba entre las manos cuando vio anonadado que del bar ya no quedaban sino los recuerdos lóbregos y un almacén totalmente vacío. Cuestionó a vecinos y peatones que relataron cómo la noche anterior Jaques había desalojado por falta de recursos para mantenerse. Unos hasta se atrevieron a manifestar su asombro por la cantidad de tiempo que duró el establecimiento. Lo que nadie acertó a informar era dónde se podía localizar al pobre Jacques. Abatido, Claude se marchó a su casa dando tumbos que más adelante habría recordar como los pasos iniciales de su partida final. Cuarenta y cinco días duró en escaparates la novela de Claude Boileau. De las trescientas copias realizadas, una fue a parar con su autor, otra quedó para la editorial, una tercera fue la adquirida por el propio Claude y una cuarta la compró algún desconocido en una librería barata. Eso fue todo. Todas las demás permanecieron intocables, incapaces de atraer lectores. Los cuatro miserables ejemplares se convirtieron enseguida en la peor ganancia en la historia de la editorial. Entre gritos burdos y respiración agitada, el editor jefe masacró a insultos al desdichado escritor fracasado. Trapeó el piso con su dignidad y dizque “dotes de autor”. Posteriormente dijo en voz baja el precio exorbitante que tenían las restantes copias de la obra, todas almacenadas en una bodega oscura. Finalmente lo despachó con un gesto de odio y Claude se fue con su tragedia a cuestas al tiempo que intentaba asimilar tan nefasta suerte. Dos semanas más tarde un Claude asombrosamente demacrado avanzaba de igual manera con la primera copia que le habían dado ese día feliz que se antojaba tan irreal. Deambulaba entre montes de nieve que en la noche evidenciaban aún más la crudeza del invierno. Cuando su espíritu dijo no poder continuar un segundo más, el joven escritor se aproximó al Sena y se internó en él con la lúgubre esperanza de ahogar penas y a sí mismo. Con el libro aferrado a su pecho, Claude Boileau visitó el fondo de un río negro del que jamás volvió a salir. Por el mismo instante en que Claude se lanzaba al Sena, Jacques 69
destapaba una botella de champagne en su recién inaugurado pub. A decir verdad, más que estreno era un regreso a casa. Consiguiendo ayudas prodigiosas de familiares y amigos, el barman había logrado retomar su establecimiento e incluso tuvo cómo encargar una remodelación suntuosa que atrajo tantos consumidores que fue necesario contratar un ayudante de inmediato. Hasta las ratas parecían celebrar el regreso de Jacques, aunque fueron lo suficientemente prudentes como para no salir a dañar el festejo. Tras siete días de lleno total, el barman casi se aventuraba a imaginar que esta vez sí se las traía todas consigo e iba a conseguir el éxito añorado. Sin embargo, una sola cosa le inquietaba y empañaba el júbilo. Una noche en que ya había cerrado las puertas del negocio, Jacques se acercó a la barra y agachándose, extrajo una bolsa en la que descansaba el libro escrito por Claude Boileau. Se marchó a su apartamento con la bolsa en mano, erradicando las esperanzas de que su único cliente fiel apareciese para firmarle el ejemplar. Al llegar se sumergió por enésima vez en una historia que lo dejaba sin aliento, pero cada que terminaba la lectura se disipaba el conjuro y no evitaba preguntarse dónde estaría en aquél instante el simpático escritor bueno.
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Murmullo en el bus
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La Bogotá que yo recuerdo es la que siempre divisé a través de cristales empañados capaces de distorsionar una realidad ya moribunda para convertirla en algo extinto y falto de color. Una capital colombiana en la que me creía actor secundario de una obra fracasada que todos interpretábamos con desgana y a sabiendas de que la muerte sería nuestro único instante de fama, nuestra razón de albergar oscuras esperanzas. Cada día a las 4:15 de la tarde abordaba un bus que me llevara a la casucha que jamás logré llamar hogar. Entre los pocos obsequios miserables que la vida me enviaba con displicencia se hallaba el tiquete invisible para un puesto privilegiado en el fondo del vehículo, junto a la ventana. Nunca llegué a tomar el mismo bus, pero, como cosa curiosa, el lugar de mi asiento jamás varió. Repantigado en una silla con olor a alcohol y mierda de una sociedad perdida, acostumbraba vislumbrar por la ventana el ir y venir de seres apurados pero cada vez menos seguros de su destino. La inclemente lluvia de esas horas era tan habitual como los trancones que tardaban horas en disolverse. En la ciudad parecía haber un acuerdo inmemorial dictaminando que las mañanas pertenecían a un sol mortífero mientras las tardes se sometían a nubes grises cargadas de aguaceros monumentales. Fue precisamente cuando uno de esos diluvios empezaba a descargarse que la vi por vez primera. Corría con una cojera escandalosa, acercándose al bus en que yo me encontraba. Casi que golpeando la puerta trasera logró auparse al transporte y un largo minuto después, alcanzando la parte delantera, tendió unas monedas al conductor y volvió su rostro mugriento hacia los pasajeros. Todos supusimos de inmediato que aquella era la primera de muchas otras vendedoras ambulantes listas para arruinar nuestros vagos intentos de meditación al compás de un motor estruendoso. Yo, que además de sufrir el mal de los corazones frágiles poseía una paranoia extrema y tortuosa, oculté los rastros de cualquier objeto de valor por si acaso nuestra compañera de viaje tenía manos codiciosas. Me dispuse pues a oír con fingido interés la que seguramente sería una voz chillona y vulgar tratando de vendernos dulces de dudosa calidad o desgarradoras anécdotas de veracidad escasa. Sin embargo, aquella señora que debía bordear ya los 50 años no llevaba encima nada más que su cojera endemoniada y una mueca grotesca, pues a 72
nada más que su cojera endemoniada y una mueca grotesca, pues a falta de casi todos sus dientes era imposible catalogar eso como sonrisa. Entonces advertí que se aproximó unos centímetros al hombre que tenía más cerca y le soltó un susurro que no alcancé a escuchar. Luego hizo lo mismo con la joven que tenía al otro lado y así sucesivamente con algunos pasajeros más. Incluso cuando se acercó al anciano que se hallaba en el puesto delante del mío me costó trabajo descifrar el murmullo que lanzó. Tan sólo atiné a agarrar las palabras “papel”, “vuelan” y “arrugado”. Después me echó un vistazo fugaz y se bajó del bus. Al día siguiente, a las 4:22 pm, la señora desdentada tomó el mismo colectivo que yo, uno mucho más grande que el de la tarde anterior. Aunque para ese momento ya la tomaba por una loca más de callejones olvidados, la sagrada maldición que el Divino Niño me dio de observar y analizar hasta una mosca me permitió encontrar en los ojos de aquella vieja excéntrica un ápice de lucidez e inteligencia de esos que sólo asoman en los libros. Había en aquellos ojos negros el indicio de una historia que rezumaba glorias y tragedias. Repitió el mismo proceso que le había visto veinticuatro horas atrás, aproximándose a viajeros sumidos en pensamientos tan nublados como el cielo bogotano para susurrarles mensajes que, por lo visto, no tenían sentido para ellos. Cuando una mujer que desbordaba lástima hasta por las canas le tendió un billete viejo, ofreció por respuesta una suave pero firme negativa, un gesto de tal condescendencia que ni Isabel II habría podido imitar para sus criados. Durante siete días, de manera que no acertaba a comprender, ella consiguió montarse en el mismo autobús que yo para obsequiar frases aparentemente disparatadas a extrañados pasajeros. La vendedora de murmullos, como empecé a llamarla pese a su servicio gratuito, no faltaba a esa cita nunca programada, y con cada día que transcurría mi ansiedad por escuchar unas palabras para mí era mayor. Estaba convencido que bajo esa mísera portada causante de repudio, pena y disgusto, se hallaban recuerdos y citas de significado profundo que sólo pocos podrían comprender. Finalmente, un jueves de inusual tarde soleada la señora me miró con dulzura unos 73
instantes y dijo: —Mañana llegará su turno, joven, mañana llegará. Luego regresó a las calles y me dejó con una sensación a medio camino entre satisfacción total e intriga ardiente. Con el viernes llegaron los pálidos colores que sólo se dignaban teñir la ciudad en los fines de semana que la gente rozaba libertad temporal y felicidad postiza. Pero no me fijé en eso. Lo único que ese día me dejó fue el ruido ensordecedor de la ausencia de la vendedora de murmullos. Quizá tomó el vehículo equivocado, pensé. Once días permanecí engañándome con la misma idea hasta que me enfrenté a un desencanto con aires de ridículo abandono que atizaba mis penas arrastradas durante años en la Bogotá de los lamentos. Tuve que pasar meses enteros postrado y meditabundo en lo que parecían ya submarinos surcando calles enlagunadas para comprender al fin que la vendedora de murmullos no vendría porque su misión conmigo estaba hecha hacía mucho. Encerrada en esas siete palabras que me regaló aquél jueves distante se encontraba una esperanza diferente a la de aguardar mi muerte y partida de una ciudad desdichada. En la incomodidad de un bus destartalado lleno de almas sin propósito recibí la promesa de un mañana en el que, independientemente de si obtenía lo que esperaba o no, tendría un turno para anhelar algo más que el fin de mis días, para perseguir los sueños que una vez arrojé por la ventana del transporte. O al menos eso intenté creer cuando una mañana de abril volví a ver a la vendedora de murmullos. La reconocí al instante pese a toparme con un inusual rostro bello de sonrisa angelical. Ocupaba la pantalla de un viejo televisor en el que las noticias desgranaban la vida trágica de una dama de bien que terminó en la calle y asesinada una noche de jueves hacía casi un año. Un jueves, estuve seguro, de inusual tarde soleada.
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Lux Aeterna Mamá solía decir que sólo conseguimos aferrarnos a lo que es siempre una ilusión. Y fueron esas las palabras que del Más Allá volvieron para atormentarme desde el día en que mi propia ilusión visitó la realidad, otorgándome con ello las seis horas más intensas, mágicas y misteriosas que jamás viví. El rugido ensordecedor que resonó en la estación fue clara señal de que la imponente máquina de acero estaba a punto de iniciar su recorrido. Sorteando hombres y mujeres de aire soñador y semblante melancólico, alcancé el tren cuando éste ya avanzaba los primeros metros. Con el rostro bañado en sudor y la expresión de quien ha logrado lo imposible, le mostré mi billete a un empleado displicente. Caminé laboriosamente por el pasillo, viendo a través de los cristales compartimentos repletos de viajeros atormentados por la inclemente ola de calor. Finalmente encontré un puesto disponible a mitad del corredor. Entré y sin detenerme a saludar a los demás ocupantes me desplomé en el asiento, cerré los ojos y solté un suspiro de alivio contenido por años. Era la una menos cuarto cuando abrí los ojos de nuevo. El tren llevaba 45 minutos en marcha y la temperatura parecía llegar a niveles infernales. Desperté sobresaltado, con el pulso acelerado y mi mente huyendo de una pesadilla. De inmediato advertí que los demás viajeros me miraban curiosos y señalando hacia la puerta con notable indiscreción. Ladeé la cabeza y vi a través del cristal de la compuerta a una dama alta con vestido oscuro. Su piel blanca recordaba a la nieve, contrastando fuertemente con el negro de su cabello pulcramente peinado. Sus rasgos suaves y bien definidos se asemejaban a las pinceladas prodigiosas de un maestro renacentista. Llevaba prendido a la altura del pecho un clavel blanco. Sus ojos grises se posaban en los míos con la impasible tranquilidad de quien ha experimentado todos los ardides del destino. 75
Abrumado como estaba por la belleza de esa mujer, apenas pude pensar que seguramente me confundía con alguien. Pero tras varios segundos en los que siguió viéndome sin siquiera pestañear, decidí que lo mejor sería salir a su encuentro. No terminé de cerrar la puerta cuando la enigmática dama emprendió la marcha hacia la parte trasera del tren. Dudé un instante antes de resolver seguir sus pasos y el aroma a invierno que dejaba tras de sí. Cuando alcanzó el último coche del ferrocarril, ralentizó su avance para luego internarse en un compartimento a su izquierda. Al llegar allí la encontré sentada y con la vista fija en la ventana. Procurando no hacer ruido, entré, y fue como abandonar el mundo en que vivía para sumergirme en una atmósfera de magia cautivadora. Las preguntas que tenía se esfumaron, dando lugar a una calma inexplicable que pululaba en el ambiente y se adhería a mis entrañas. Casi sin darme cuenta me ubiqué junto a la dama, reposé mi vista en su celestial figura y me dejé llevar por el encanto que ella despedía. Los paisajes que se sucedían sin parar más allá de la ventana se me antojaron las etapas de una vida sin sentido cuyo único propósito fue superar adversidades para llegar a ese preciso momento en el que me hallara junto a la misteriosa dama. No hubo necesidad de palabras. Su silencio inquebrantable fue una cascada de historias y secretos que me susurraron su vivir. En la intimidad de nuestro mutismo mágico le entregué mi corazón y ella su existir. No hicimos el amor, pero como si lo hubiéramos hecho. Un hermoso vaivén de sensaciones que ligó nuestras almas y las hizo una sola. Bajo el abrigo de su presencia me dejé arrastrar a un éxtasis que embargó mis sentidos, mi cuerpo y mi ser, sumiéndome finalmente en el sueño exquisito que precedería la tragedia. Al despertar, lo encontré todo envuelto en penumbra. El crepúsculo ya asechaba el cielo y sólo unos pocos rayos de luz se colaban por la ventana. Noté que ella no estaba a mi lado. Se hallaba de pie en medio de la estancia, de espaldas a mí. Me levanté y di unos pasos hasta ponerme frente a ella. Al instante deseé no haberlo hecho. Sus ojos grises arrojaban una pena tan profunda que sentí mis 76
rodillas temblar y mi corazón quebrarse. Se inclinó hacia mí y posó sus labios en los míos, produciéndome un escalofrío que me heló la sangre. Fue tal la magia de ese beso que mientras se separaba de mi rostro, observándome con dolor, divisé atrás de ella lo que supuse era un carnaval armado por el destino para festejar tan apoteósico momento. Piezas de hierro se separaban del techo para bailar bajo un cielo desprovisto de estrellas. Un fuego victorioso con aires de malicia sonreía abiertamente al tiempo que crecía solemne. Y una lluvia invertida de gotas rojas que saltaban en el aire adornaba nuestra romántica escena mientras de fondo clamores y lamentos intentaban pobremente componer para nosotros un coro divino. Luego, el tren estalló. Unas suaves pero insistentes bofetadas me devolvieron la conciencia. Un atisbo de alivio surcó la mirada del hombre arrodillado frente a mí que acto seguido preguntó si me sentía bien. A modo de respuesta moví mis extremidades con algo de dificultad. Salvo varias magulladuras y un dolor lacerante en la espalda, todo parecía estar en orden. El hombre asintió y cuando se dispuso a marcharse lo tomé del brazo. Le pregunté si había visto a la mujer que iba conmigo, de atuendo oscuro engalanado con una flor blanca. Musitó una respuesta negativa semejante a un sentido pésame. Le agradecí, ocultando mi pánico creciente, me puse en pie y comencé a buscar con poca convicción y toda mi vehemencia. El terreno parecía un inmenso prado que se extendía a ambos lados de la vía férrea. Caminé entre individuos heridos y cadáveres abandonados sin más sobre una hierba que ya parecía consumirlos. Cuando tenía 12 años mis padres me llevaron al circo dirigido por un gran amigo de ellos. Tuve el privilegio de vagar en medio de la pista central observando a los artistas ensayar sus números con destreza y entusiasmo. Por alguna razón, ese recuerdo acudió a mi mente mientras deambulaba en el prado. Y de repente me sentí testigo de un circo macabro donde los malabaristas hacían piruetas con sus miembros mutilados y los acróbatas evitaban caer a un mar de cuerpos calcinados. Ante mí se alzaba un espectáculo siniestro que en vez de risas y alegría despertaba llanto y tortura. 77
Caminé sin descanso, preguntando a cualquier persona capaz de articular palabra, pero solo recibí el desconcierto y la ignorancia de almas destrozadas que no recordaban ya lo que era la vida. La busqué entre vivos y muertos, pero estaba tan perdida como mis esperanzas de encontrarla. Me dejé caer clavando las rodillas en la hierba, las manos en los bolsillos y mi anhelo en la miseria. Entonces mis dedos palparon algo que no reconocieron. Extraje mi mano derecha que, temblorosa, sostenía un clavel blanco de infinita belleza e impecable estado que contrastaba con mi ropa hecha jirones. Hundí mi nariz entre sus pétalos e intuyendo su significado lloré como nunca en mi vida. No sé cuántas horas permanecí así. Cuando por fin me enderecé lo hice con pasmosa calma. Le eché un vistazo a los restos del ferrocarril, trozos carbonizados de una bestia extinta. Luego me alejé sin rumbo fijo, con el clavel blanco entre las manos a modo de ancla en un mundo de sombría realidad al que dejé de pertenecer en el instante mismo en que la dama misteriosa arrojó sobre mí la lux aeterna de su mortificadora presencia ilusoria.
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El conjuro del escritor Esta historia, a diferencia de los muchos relatos cargados de fantasía que narré en el pasado, sucedió en la vida real, y por tanto está escrita con letras de sombrías ilusiones y trágicos desengaños capaces de engullirlo todo. Hasta mi esperanza y mi vida. Y mi sueño de escritor. En una de esas lluviosas noches bogotanas en las que el amor solía darme la espalda, me refugié del aguacero de recuerdos en un librito con olor a virgen que me transportó a la Barcelona de mitad de Siglo XX. Cuando la magia del Cementerio De Los Libros Olvidados se empañó ante mis párpados pesados como el plomo, pospuse la lectura y me enfundé en mantas de nostalgia y añoranza, imaginando un rostro sonriente que ya no me pertenecía, que se había marchado sin decir adiós. Fue por ello que en esa estación en mitad de la realidad y el sueño hice una parada fugaz para traer a mi memoria la imagen de un personaje antiguo que de a poco iba condenando al abandono. Pronuncié su nombre como un sortilegio para que espantara mis penas. Cuando segundos después caí dormido, ese personaje me siguió y se aferró a mi corazón oscuro y destrozado. A la mañana siguiente, la característica resaca de quien ha bebido mucho pasado me atacó sin piedad. No obstante, una sensación de compañía y abrigo logró aplacar el malestar. Entonces la vi. Presente en mi memoria, se encontraba el personaje que había invocado para apaciguar mi soledad. Se llamaba Clarisse, y tras un lúgubre relato en el que la describí a punto de suicidarse, la dejé en una estantería junto a tantos otros seres creados con mis letras e imaginación, empolvándose en un recodo de mi cerebro olvidadizo. Pero dispuesta a recuperar un papel protagónico, Clarisse acudió en mi rescate y hallé en ella un alivio compuesto de ideas, escenas, frases y un trocito de amor verdadero, de ese que sólo se consigue en los libros.
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Durante las semanas siguientes Clarisse fue mi sol y mi sombra, mi inspiración y mi alegría. De día caminaba con ella susurrándole el sinfín de cuentos en los que aparecía como heroína; de noche la abrazaba con mis citas, escribiéndola con gracia y desenvoltura. Pero cuando creía que ya ha había alcanzado la cumbre de mis capacidades literarias, Clarisse hizo un movimiento que le dio a mi pluma un poder insospechado y divino; el mismo poder que eventualmente me condenaría a arder en el infierno de mi propia tinta. Una mañana de octubre apareció en mi vida una joven enigmática que jamás había visto. Con pequeños y esporádicos movimientos se acercó a mí lo suficiente como para captar mi presuntuosa atención. Más que hablar justo lo necesario, parecía callar casi todo lo que tenía por decirme, y fue precisamente eso lo que me incitó a seguirle los pasos y tratar de averiguar lo que quería. Lentamente conseguí ganar algo de su tiempo, pero las conversaciones eran tan escuetas y su presencia tan escasa que mi paciencia estalló, arrojando un torrente de intriga abrasadora. Un día, incapaz de continuar aquel jueguito exasperante, la espié con descaro y atisbé en su cara casi oculta una media sonrisa que eclipsó mis sentidos. Mis dedos temblaron y corrí presuroso a rebuscar un lápiz como quien mendiga pan y drogas. Minutos después, mi corazón terminaba de dictar una historia como nunca antes había contado. Dominado como estaba por el encanto de esos labios sonrientes, creé una descripción sublime que los ángeles en el Vaticano habrían recitado fascinados. Cuando las palabras se hicieron públicas, duró más un suspiro mío por su hermosura que ella adivinándose a sí misma plasmada en tales párrafos. Fue entonces cuando conquisté su total y abierto interés por mi existencia. Por espacio de sesenta días me acostaba pensando en su sonrisa para luego despertar anhelando su aroma exquisito. Nos encontrábamos cada día para descubrirle al otro un trozo de nuestras vidas, perplejos ante las incesantes similitudes y gustos en común. Llegamos a un punto en que era inimaginable pegar el ojo sin antes haberse alimentado con la presencia del otro. Y mientras eso sucedía, mis cuadernos y bolígrafos ardían jubilosos con mi imaginación. 80
Escribía poesía gloriosa que cautivaba a humanos desdichados ansiosos de versos sublimes. Mis relatos se convirtieron en bendiciones que aclamaban con desespero, creyendo ver en mí a su Señor cuando en verdad era mi musa la diosa responsable de tan sacras escrituras que yo creaba sin parar. Pero al ser esto un hecho real, la felicidad reinante era pasajera, y su fin se vería marcado por el horror. Una noche en la que divagábamos sobre autores perdidos y música enterrada, ella me asaltó con una petición que nunca me había hecho. Me pidió con tono suplicante que escribiese un cuento con ella como personaje principal. Era consciente de que en los últimos dos meses había sido mi única fuente de inspiración, pero esta vez quería algo especial que gritase en cada página y renglón su nombre, su vida, su esencia. Sobra decir que acepté dichoso; trabajé en ello con un esmero y pasión desconocidos. Como Dalí al pintar sus cuadros excéntricos, yo me rendí ante las páginas de mi cuaderno para dar pinceladas con palabras que formasen el intrincado rompecabezas que ella suponía. La narré y conté con belleza abrumadora, desnudando hasta el más íntimo detalle de su encanto. Embriagado como estaba por su perfección, tejí con soltura y sencillez todos los hilos que hilvanaban los cimientos mismos de su alma. Todos menos uno. Mi vida cobró sentido, si no lo había hecho ya cuando la conocí, el día en que le entregué el escrito requerido. Una expresión de embeleso puro tras leerlo y las posteriores palabras de agradecimiento se colaron hondo en mí, grabándose a fuego en mi memoria. No reparé en la pizca de agonía y decepción que asomó en sus ojos al momento de decir adiós. Cuando horas después me acosté dispuesto a entregarme a un sueño placentero, me dije emocionado que todo aquello no era más que el comienzo de una nueva vida en la que el futuro se antojaba brillante y prometedor. Qué irónico pensar así la noche antes de la catástrofe. Al despertar, lo primero que hice fue buscarla donde siempre solía estar. Tras no encontrarla, decidí dar un paseo y de paso revisar en otro lugar. Nada. Conforme pasaron las horas, mi inquietud fue en 81
aumento y ese don maldito que tenemos para detectar cuando algo malo pasa se instaló en mi pecho y estremeció mi espíritu. Cuando ya estaba al borde de la locura, un golpe frío y brutal derrumbó mi alma a causa de lo que encontré. O mejor, lo que no encontré. Todo lo que me relacionaba con ella de uno u otro modo había desaparecido. Los indicios de nuestra relación se habían esfumado, desaparecido como si nunca hubiesen existido. Cualquier rastro que llevase hasta ella o al menos diese cuenta de su existencia fue borrado con pulcritud de la faz de la tierra, dejando tan sólo a un remedo de escritor desolado con un puñado de recuerdos evaporándose. Me sentí despertando de un sueño para ingresar a una pesadilla en la que la monstruosa ausencia de ella retumbaba perversa. Aún presa de la incredulidad y el estupor, hallé en mi cuaderno lo que parecía ser la única prueba de su existencia: el borrador de la historia que le había entregado 24 horas antes. Y entonces, conforme lo fui leyendo para aferrarme a su imagen, un horror indescriptible se apoderó de mí y la súbita comprensión me azotó con furia letal. Mis propias palabras se revelaron, abriéndome los ojos para que contemplase el verdadero rostro de la mujer dueña de mis escritos. Esa joven que había alterado mi realidad era la propia Clarisse. Ella, en su afán por no caer en el olvido de mis otros personajes, cruzó una puerta prohibida que la alejó de su mundo de papel y la trajo junto a mí, su creador de carne y hueso. Yo pronuncié el conjuro que paulatinamente le dio la oportunidad de visitarme, sin saber que el precio por ello era la absoluta ignorancia sobre su genuina identidad. Limitada por las reglas de un destino malvado, ella tenía un tiempo limitado y no podía revelar quién era, aunque intentó hasta el último momento conducirme a la verdad. Pero yo, cegado e ingenuo, no fui capaz de atar los hilos invisibles que pendían sobre nosotros. La miré sin verla, la escribí sin reconocerla en el escrito que me había pedido. Y eso nos castigó por la eternidad. Su hora se cumplió: partió a su cárcel de tinta y páginas perdidas en mi alma mientras yo pasé de escritor a simple títere en la tragedia de un amor imposible. Su muerte o la mía habrían sido una bendición, pero en este libro llamado Realidad la suerte es un tabú jamás escrito. Yo quedé suelto en un mundo grisáceo poblado de tormentosas páginas blancas en las 82
que era incapaz de plasmar una sola letra. Clarisse se vio prisionera para siempre en el relato que una vez la vio nacer. Nunca pude volver a retratarla ni en el más pequeño de los cuentos; su figura dolorosamente presente en mis recuerdos me fue esquiva. El borrador de la historia que le entregué el día antes de su desaparición lo quemé tiempo después. Viento y tiempo se llevaron las cenizas de las últimas palabras que escribí en mi vida. Junto a ellas se marcharon mi sueño asesinado y el único susurro que acerté a soltar, la frase que una noche de lluvia y aflicción sentenció mi ruina: el conjuro del escritor.
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Canciones relacionadas con los relatos El juego del ángel, de Carlos Ruiz Zafón - Condena eterna. Safe & sound, de Taylor Swift y The Civil Wars - Safe & sound. Isolated system, de Muse - Isolated system. Hoppípolla, de Sigur Rós - Hoppípolla. Abraham's daughter, de Arcade Fire - La sombra de los caídos. Violet hill, de Coldplay -Violet Hill. Lux aeterna, de Carlos Ruiz Zafón - Lux aeterna. La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón - El conjuro del escritor.
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Agradecimientos Este libro, por más que sea electrónico, me ha traído una inmensa alegría y lo considero mi primer gran proyecto como escritor. Me gusta soñar que algún día, si llego a triunfar con esto, Cuentos absurdos e historias sin sentido será catalogado como mi primer obra y, sí así sucede, será solamente gracias a ustedes. Mi mayor agradecimiento va para Eri, Delmy y Elladora por trabajar de manera directa en edición y portadas del libro. El trabajo gigantesco y fenomenal que han hecho no alcanzo a agradecerlo lo suficiente. Ojalá este trabajo traiga muchas cosas positivas para ustedes porque lo merecen. Perdón por ser un compañero de trabajo tan fastidioso. Eri, infinitas gracias por tan magníficas ediciones. Sin ti todos los relatos habrían llegado con un sinfín de defectos desastrosos. Delmy, Elladora, qué hermosas portadas crearon. Las compartiré y admiraré hasta el cansancio a modo de pago. En segundo lugar, gracias a todas las personas que llevan leyéndome durante tanto tiempo en Facebook. Si no fuese por ustedes, hace mucho habría abandonado este sueño. Gracias a mis amigos en Mendoza, Montevideo, Sinaloa, el D.F. y tantas otras ciudades. Gracias por invertir tiempo en mis historias absurdas. Y, por supuesto, gracias a todos mis amigos acá en Colombia que con abrazos, llamadas o juegos en la Virgilio Barco, me hicieron creer que si es posible alcanzar mi deseo de convertirme en todo un escritor. Gracias también a todos mis familiares, porque a pesar de desconocer todas estas ideas locas que amo plasmar en el papel, sé que cuando descubran mis trabajos me apoyarán y se sentirán orgullosos de mí. Gracias a ellos porque me incentivaron desde pequeño a leer por gusto y no por obligación. Gracias, abuelito. Verlo a usted leer en estos días ha sido uno de los mejores regalos que Dios me ha dado. ¡Gracias a todos! Ah, una cosa más. No olviden que este no es mi mayor proyecto del año. Ya corren por mi mente personajes y escenarios de la que será mi primera novela. Y, si todo va bien, nos volveremos a encontrar en ese mundo de papel. 85
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