CIUDADANÍA DE BAJA INTENSIDAD EL APORTE CONCEPTUAL Y ALGUNAS PISTAS PARA SU ESTUDIO EN EL CASO CHILENO
Rocío Faúndez García Diciembre 2006.
RESUMEN El trabajo aborda la problemática de la extensión irregular del status ciudadano a lo largo de las categorías funcionales y del territorio físico de las sociedades latinoamericanas, analizando los aportes específicos que ofrece una forma concreta de conceptualización de dicho fenómeno (la noción de ‘ciudadanía de baja intensidad’, desarrollada por O’Donnell) para la teoría democrática, que se encuentra actualmente en revisión; e identificando algunas de las configuraciones particulares que éste adopta en el Chile post-autoritario. Los aportes conceptuales encontrados son principalmente: actuar como una entrada posible para visiones de la democracia que, sin ser minimalistas, eludan los riesgo de las definiciones sustantivas; facilitar un proceso de desnaturalización de la ciudadanía como concepto central de la democracia liberal representativa, por medio de su problematización e historización; y nutrir el desarrollo de una sociología política de las democracias latinoamericanas, que aborde explícitamente la coexistencia peculiar, y estable en el tiempo, de la poliarquía con una condición ciudadana parcial y excluyente. En cuanto al caso chileno, a través de una breve revisión histórica que pone el énfasis en las paradojas, limitaciones, flujos y reflujos del proceso de constitución de ciudadanía en el país, y del análisis de cuatro trincheras contemporáneas seleccionadas por su potencial ilustrativo (libertad de expresión y derecho a la honra; estigmatización del otro y vigilantismo; desigualdad en el acceso a la justicia; violencia y miedo en los barrios vulnerables urbanos), se relevó la importancia de comenzar a visibilizar y estudiar, en el marco de la pregunta por la calidad de la democracia, ciertas continuidades en las fronteras internas que demarcan el territorio ciudadano chileno, tanto en su relación con la propia historia social y política del país, como con el resto de la región.
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INDICE INTRODUCCIÓN.......................................................................................................................4 PARTE I – RELEVANCIA TEÓRICA DE LA CIUDADANÍA DE BAJA INTENSIDAD EN EL ESTUDIO DE LAS DEMOCRACIAS LATINOAMERICANAS............................16 1. TEORÍA DEMOCRÁTICA POST AUTORITARIA (TRANSITOLOGÍA, ESTUDIOS DE LA CONSOLIDACIÓN, Y CALIDAD DE LA DEMOCRACIA)...................................16 1.1 EL TRÁNSITO HACIA LAS DEFINICIONES REALISTAS.............................................................................17 1.2 LA DISCUSIÓN SOBRE CONSOLIDACIÓN.............................................................................................21 1.3 CRISIS Y REPLANTEAMIENTOS.........................................................................................................23 1.3.1 Las críticas y mea culpas ...................................................................................................25 1.3.2 La discusión reciente: calidad de la democracia.................................................................34 1. 4 SUGERENCIAS PARA LA REVISIÓN DE LA “TEORÍA DEMOCRÁTICA”, A LA LUZ DE LAS EXPERIENCIAS LATINOAMERICANAS ..........................................................................................................................37 1.4.1 Explicitar los supuestos y omisiones (y reevaluarlos).........................................................38 1.4.2 Desarrollar una “sociología política” de la democracia......................................................40 1.4.3 Dar a la ciudadanía un lugar central en esa sociología........................................................42 2. CIUDADANÍA DE BAJA INTENSIDAD Y DEMOCRACIA EN AMÉRICA LATINA .......................................................................................................................................................44 2.1 DERECHOS Y CIUDADANÍA.............................................................................................................44 2.2 CARÁCTER SIEMPRE MÓVIL DE LA CIUDADANÍA ................................................................................49 2.2.1 A desnaturalizar la noción de ciudadanía...........................................................................49 2.2.2 Particularidades de los procesos de constitución de ciudadanía en América Latina ..........53 2.3 LA PROBLEMÁTICA DE LA CIUDADANÍA DE BAJA INTENSIDAD............................................................55 2.3.1 El argumento......................................................................................................................55 2.3.2 Fenómenos que la componen..............................................................................................57 2.3.3 Cuestiones relevantes que se abren a la discusión..............................................................64 PARTE II – EN CHILE LAS INSTITUCIONES FUNCIONAN – Y LAS TRINCHERAS (SOLAPADAMENTE) PERSISTEN ......................................................................................70 1. LA PARCIAL Y DESIGUAL CONSTRUCCIÓN DE LA CIUDADANÍA EN CHILE, 1810 – 1973. EL ORDEN TODOPODEROSO ........................................................................73 2. UN VISTAZO (UN DECENSO?) A LAS TRINCHERAS CONTEMPORÁNEAS.........85 2.1 LIBERTAD DE EXPRESIÓN VS. DERECHO A LA HONRA. UN ASUNTO DE SEÑORES..................................85 2.2 LA SEGURIDAD CIUDADANA. UNA EXPERIENCIA DE DESDOBLAMIENTO...............................................90 2.3 ALTO HOSPICIO. LAS SOSPECHOSAS DE SIEMPRE............................................................................101 2.4 LA POBLA Y LOS NARCO. VIVIR CON MIEDO EN LAS ZONAS MARRONES..........................................111 CONCLUSIONES...................................................................................................................124
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS...................................................................................134
CIUDADANIA DE BAJA INTENSIDAD EL APORTE CONCEPTUAL Y ALGUNAS PISTAS PARA SU ESTUDIO EN EL CASO CHILENO “Ciertamente, una de las máximas políticas más cargadas de significado emotivo es aquella que proclama a igualdad de todos los hombres cuya formulación más corriente es la siguiente: “Todos los hombres son (o nacen) iguales”. Esta máxima corre y recorre el amplio arco de todo el pensamiento político occidental (...). No se puede eludir, en efecto, el significado polémico y revolucionario de este ‘todos’, que se contrapone a situaciones u ordenamientos en los cuales no todos, sino más bien pocos o poquísimos, disfrutan de bienes y derechos de los que otros carecen” Norberto Bobbio, “Igualdad y Libertad”(1993).
INTRODUCCIÓN El fenómeno: ciudadanía de baja intensidad Diversos estudios realizados desde la ciencia política en los últimos años, han llamado la atención hacia ciertas características de las nuevas democracias que emergieron en América Latina con posterioridad al fin de los regímenes autoritarios que predominaron en el continente durante las décadas del ’70 y el ’80. El diagnóstico, formulado tras años de estudio de las nuevas democracias latinoamericanas, es el de que en ellas existiría actualmente una particular combinación de democracia formal o poliarquía con un muy bajo cumplimiento de los derechos civiles asociados al liberalismo clásico, conformando un eventual escenario de inefectividad del imperio de la ley. Éste es el fenómeno que O’Donnell (1993) y Pinheiro (1996) han denominado respectivamente “ciudadanía de baja intensidad” y “democracias sin ciudadanos”1; en el fondo, éste apunta a uno de los problemas más graves y menos estudiados de las democracias recientes: la extensión irregular de la ciudadanía (en tanto titularidad y ejercicio efectivo de derechos, particularmente de derechos civiles) a lo largo del territorio y de las relaciones funcionales (incluidas las de género, clase y etnia), en los países latinoamericanos (ver O’Donnell, 1993)2 3. Algunos referentes empíricos de esta situación son: la rutinización de la violencia ilegal, tanto policial como privada; los problemas de acceso al poder judicial y a un juicio justo; la irregularidad en la aplicación de la ley; las 1
Vale la pena aclarar que estas propuestas no están emparentadas conceptualmente con la noción de “democracia de baja intensidad” trabajada a comienzos de los ‘90s por autores como Chomsky y Gunder Frank, la cual buscaba denunciar la ideología conservadora de las democracias representativas contemporáneas, que a través del énfasis en los procedimientos formales de la democracia obtendrían la atomización de los movimientos sociales de resistencia (ver Gills, Rocamora y Wilson, 1993). 2 Desde luego, siendo la ciudadanía un horizonte utópico, ningún país ha logrado la plena “igualdad ante la ley” (O’Donnell, 1993). De lo que hablamos es de diferencias cuantitativas que son lo suficientemente grandes como para requerir reconocimiento conceptual (O’Donnell, 1996). 3 Para una discusión sobre esta problemática desde ángulos diversos, ver el Nº298 de Nexos, correspondiente a octubre de 2002, titulado precisamente “Ciudadanos de baja intensidad”. Ver también la compilación del Helen Kellog Institute (Notre Dame) Méndez, O’Donnell y Pinheiro, 2002.
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dificultades de los ciudadanos comunes (y más aún de los pobres) para ser reconocidos por las burocracias como titulares de derechos; la existencia de regiones rurales y urbanas donde la baja presencia estatal coexiste con el surgimiento de poderes privados que imponen su propia legalidad; la intolerancia y la discriminación como rasgos predominantes de la interacción social; etc. Como puede apreciarse, el foco aquí no está puesto prioritariamente en los gravísimos problemas de la pobreza y la desigualdad (derechos económicos, sociales y culturales) característicos de América Latina –y por lo demás ampliamente consignados-4, sino en una cierta inefectividad del imperio de la ley dada por un grado importante de incompletitud en el cumplimiento de derechos y garantías civiles; la propuesta implícita es la de reabrir el tema de los derechos civiles de los ciudadanos, que usualmente se asumen como garantizados desde los orígenes de nuestras repúblicas (e interrumpidos trágica pero transitoriamente por los regímenes militares). Algunas Insuficiencias de la Teoría Democrática para la Comprensión de las Democracias Latinoamericanas5 Desde un punto de vista disciplinario, mover el foco hacia el nivel de reconocimiento jurídico y, sobre todo, de ejercicio efectivo de los derechos civiles, permite iluminar algunos aspectos que hasta ahora habían permanecido en la oscuridad para una teoría democrática predominantemente poco preocupada del tema de la ciudadanía, marcadamente etnocentrista en su abordaje del mismo tema –por cuanto ha tendido a construir sus modelos de análisis teniendo como referente la trayectoria seguida por los llamados “países iniciadores” (O’Donnell, 2003), y además limitada en términos de su objeto de estudio al régimen político. a) Escasa preocupación por la ciudadanía La emergencia, desde comienzos de los ‘80s, de una serie de nuevos regímenes que se reconocen a sí mismos como democráticos generó importantes desafíos para el estudio comparativo de regímenes políticos, y también para la propia teoría democrática (O’Donnell, 1999). Para abordar este desafío, los analistas se enfocaron en la noción de transición, entendida como una coyuntura de crisis que impulsa un proceso fluido de cambio político que se mueve hacia un fin incierto (Brachet-Márquez, 2001). Como señala Brachet-Márquez, en general los estudios sobre las transiciones estuvieron dominados, dentro de la ciencia política, por una marcada tendencia hacia una concepción liberal y reducida de democracia, entendida estrictamente como régimen político. Y, si bien resultaría absurdo responsabilizarlos en forma exclusiva por los 4
Como señala O’Donnell, si bien la desigualdad socio-económica y la ciudadanía de baja intensidad se dan en forma asociada, se trata de fenómenos que analíticamente resulta conveniente separar. Desde luego, y como veremos más adelante, las condiciones sociales tienen importantes consecuencias en la extensión de la ciudadanía, y viceversa (O’Donnell, 1993). 5 Estas insuficiencias serán sólo esbozadas en esta Introducción, por cuanto se presentarán con mayor profundidad en la Parte I.
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pobres resultados democráticos de la región, y por el advenimiento de la actual crisis de representación y de la ciudadanía, lo cierto es que estos fenómenos son también en parte responsabilidad suya. “En sus ansias por declarar que la democracia había llegado, demasiados han asumido que, con el tiempo, la institucionalización de procedimientos electorales democráticos tendría naturalmente un efecto dominó sobre prácticas no democráticas en otras áreas. Por eso desatendieron la tarea vital de articular los derechos ciudadanos, aun los más mínimos contenidos en la definición política de democracia, con otras prácticas institucionales” (Brachet-Márquez, 2001; las cursivas son nuestras). ¿Qué lugar tiene la temática de la ciudadanía dentro de los estudios sobre las transiciones a la democracia? A todas luces, no uno especialmente relevante. En efecto, el sesgo institucionalista y formalista que caracterizó estos estudios jugó en contra de la posibilidad misma de que ellos se plantearan la pregunta por los ciudadanos: qué había ocurrido con ellos durante el transcurso de los regímenes autoritarios, quiénes eran, cuál sería el papel que jugarían en las nacientes democracias. Paradójicamente, aunque los movimientos de la sociedad civil tuvieron un rol crucial en las primeras etapas de liberalización de los autoritarismos, el cariz elitista y pactado del cambio de régimen implicó relegarlos en adelante a la invisibilidad y el silencio. Como señala Gómez (2002), los regímenes democráticos que entonces nacieron fueron en muchos casos el resultado de cuidadosos diseños institucionales, productos de la negociación entre las élites político partidistas y los representantes del gobierno saliente –asesorados por una suerte de “tecnocracia política” de raigambre democrática, de la cual no pocas veces formaron parte distinguidos transitólogos. Pues bien, estas transiciones orquestadas desde arriba requerían del silencio y la demovilización de los movimientos sociales, la cual tendría posteriormente su consolidación institucional en figuras como la de la democracia delegativa (O’Donnell, 1991). Los ciudadanos fueron, así, los grandes ausentes de las transiciones construidas en su nombre. Las teorías de la transición, no obstante su innegable contribución, subestimaron la organización autónoma de las asociaciones civiles y ciudadanas; reproduciendo un defecto a nuestro juicio lamentablemente común en la disciplina politológica, tendieron a depositar una confianza desmedida en lo institucional, descuidando la cuestión de los mecanismos relacionales y las prácticas cotidianas. “Dado que concebían la democracia como ausencia de autoritarismo, no pudieron comprender la existencia de una cultura política no democrática entrelazada con la institucionalidad democrática” (Vieira, 1998), la cual –como demostraría el correr de los años- había impregnado profundamente las formas de constitución de la ciudadanía. b) Etnocentrismo en el abordaje de la temática ciudadana La concepción clásica de ciudadanía que ha orientado la reflexión de la ciencia política durante los últimos 50 años corresponde a la propuesta que T.H. Marshall formulara en 1949. En ella, señalaba que “la ciudadanía es aquel status que se concede a los miembros
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de pleno derecho de una comunidad. Sus beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que implica” (Marshall, 1998). Marshall caracterizó el proceso histórico de consolidación de la ciudadanía en Inglaterra a través de la imagen de tres oleadas sucesivas, que a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX impulsaron el reconocimiento de los siguientes tipos principales de derechos: los civiles (todos aquellos necesarios para asegurar la libertad individual de las personas), los políticos (aquéllos que se relacionan con la participación en la toma de decisiones y el ejercicio del poder político dentro del Estado) y los sociales (el rango total de derechos que va desde un módico bienestar material, hasta el derecho a participar por completo de la herencia social y a vivir la vida de un civilizado, de acuerdo a los estándares sociales correspondientes) (Marshall, 1998). Atendiendo a este análisis propio de lo que se conoce como la ortodoxia de posguerra (Kymlicka y Norman, 1997), se aprecia que la concepción del individuo como un agente habría tenido, bastante antes de la extensión universalista de la ciudadanía política, un largo proceso de elaboración. Puede afirmarse que en Inglaterra –y, más allá de ciertas diferencias en términos del orden de los procesos, también en los demás países iniciadores-, la ciudadanía civil precedió a la ciudadanía política, y le proveyó una rica textura de apoyo, constituyéndose en la base social y legal de lo que más tarde sería la democracia política (O’Donnell, 2003). Evidentemente, esta descripción malamente podría aplicarse a los países de América Latina, donde la constitución de ciudadanía ha seguido rumbos muy distintos. La diferencia radica, en primer lugar, en el patrón secuencial general que ésta ha seguido, que se caracteriza por el otorgamiento temprano de algunos derechos sociales, la posterior adquisición de derechos políticos, por medio de múltiples procesos de democratización y redemocratización política, y por último, derechos civiles implantados sesgada e intermitentemente (O’Donnell, 2003 y 2004). Como ha señalado Claudio Véliz en su trabajo sobre la tradición centralista de América Latina (1980), en el continente no existieron procesos que puedan reconocerse como equivalentes funcionales de la Revolución Francesa, de la Revolución Industrial, de la Reforma: no hubo revoluciones liberales. No obstante, las particularidades de la constitución de la ciudadanía en Latinoamérica no acaban aquí. En general, nuestros países se han caracterizado por una ciudadanización parcial e irregular, que hasta el día de hoy no abarca homogéneamente todos los territorios ni todas las categorías sociales. En América Latina, donde el Estado de derecho en general se conformó bajo democracias oligárquicas y excluyentes (O’Donnell, 1999), muchos ciudadanos que son tales en cuanto a sus derechos políticos muchas veces son ciudadanos nominales o incompletos desde el punto de vista de sus derechos sociales (Quiroga, 2001), y también de sus derechos civiles (O’Donnell, 2001). Así mismo, muchos espacios de desigualdad y discriminación subsisten como verdaderos “enclaves autoritarios” en medio de la democracia, a vista y paciencia de ciudadanos y gobernantes.
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Por último, la historia latinoamericana se ha encargado una y otra vez de demostrar que, al contrario de lo que sugiere un sentido común siempre propenso a la naturalización, la ciudadanía es una institución social, política, legal y cultural en permanente construcción, lo cual implica que sus límites están sujetos permanentemente a posibles ampliaciones a través de la conquista de nuevos derechos –pero también a retrocesos y pérdidas. La vía, por tanto, no es ni única ni irreversible. Nuestras sociedades han tenido que ver en repetidas ocasiones cómo garantías que se suponía largamente conquistadas y establecidas son borradas del mapa social, de facto o incluso jurídicamente hablando, al vaivén de los cambios de gobierno y de régimen. Estos rasgos de la ciudadanía de las sociedades latinoamericanas suelen ser no nombrados, no vistos, ni por la academia ni por los discursos públicos oficiales. Las diferencias entre los ciudadanos enunciados en nuestras constituciones y los que circulan por nuestras calles, entre la ley y las relaciones sociales reales que se dan tanto entre el Estado y la sociedad como entre ciudadanos –en fin, entre el “país legal” y el “país real” (Dassin, 2002) -son por todos conocidas, y forman una parte importante de la razón práctica que nos permite funcionar en sociedad; sin embargo, no son tomadas en cuenta a la hora de evaluar nuestras democracias y de plantear sus desafíos. c) Foco Exclusivo en el Régimen Político Como ha ocurrido con algunas otras líneas recientes de investigación, los trabajos sobre ciudadanía de baja intensidad progresivamente se han revelado como la punta de lanza de un lento y reciente movimiento de distanciamiento que varios teóricos de la democracia contemporáneos están emprendiendo respecto de las conceptualizaciones minimalistas que primaron durante los últimos 30 años. En su momento, la tradición del minimalismo shumpeteriano y dahliano6 se originó en un esfuerzo –en nuestra opinión necesario- de sacar la discusión sobre la democracia del ámbito de la filosofía política e intentar definiciones más empíricas. Así, para Schumpeter, “el método democrático (será) aquel arreglo institucional para llegar a una decisión política en la cual los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha competitiva por el voto de la gente” (Schumepeter en Brachet-Márquez, 2001). Para la ciencia política de la transitología, este tipo de definiciones ofrecía la seguridad de un campo de indagación obviamente importante y aparentemente bien delimitado. Como bien ha señalado el mismo O’Donnell, quien por muchos años se ciñó a esta clase de conceptualización, “aventurarse más allá del régimen es riesgoso: fácilmente se puede caer en un terreno resbaladizo al final del cual uno termina identificando la democracia con todo lo que le gusta” (O’Donnell, 2003). Sin embargo, hoy son pocos los partidarios de las definiciones “realistas” que se conforman con los puros elementos procedimentales. Al menos, existe un acuerdo casi general respecto a la importancia de considerar la conformación de un Estado de Derecho –es decir, que en 6
Para una síntesis de los problemas de las concepciones maximalistas, que justificarían la necesidad de nociones más restringidas, ver Dahl (1993).
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todo el territorio los principales actores políticos, especialmente el gobierno y el aparato estatal, estén efectivamente sujetos al imperio de la ley7 que protege las libertades del individuo y la vida asociacional (Linz y Stepan, 1996)- al menos como condición indispensable de un Estado democrático8. Como ha señalado Bobbio, para que los derechos políticos tengan alguna efectividad es imprescindible que a quienes deciden les sean garantizados los derechos con base en los cuales nació el Estado liberal y se construyó la doctrina del Estado de Derecho, es decir, del Estado que ejerce el poder dentro de los límites derivados del reconocimiento constitucional de los llamados derechos “inviolables” del individuo. “Cualquiera que sea el fundamento filosófico de estos derechos, ellos son el supuesto necesario del correcto funcionamiento de los mismos mecanismos fundamentalmente procesales que caracterizan un régimen democrático. Las normas constitucionales que atribuyen estos derechos no son propiamente reglas del juego: son reglas preliminares que permiten el desarrollo del juego” (Bobbio, 1994). En el último par de años, el movimiento de distanciamiento del minimalismo ha cobrado una relevancia institucional y académica más decidida, insertándose a nivel disciplinar en el devenir que la ciencia política ha realizado por distintos subcampos de estudio (ver Diamond y Morlino, 2004), desde las transiciones en los ‘80s, a la consolidación en los ‘90s, y actualmente a la pregunta por la calidad de la democracia9. En el 2004, el Programa de las Naciones Unidas Para el Desarrollo (en adelante, PNUD) dio a conocer su primer Informe sobre el estado de la democracia en América Latina. Este Informe fue emanado por el Proyecto sobre el Desarrollo de la Democracia en América Latina (PRODDAL) y en él participaron “más de un centenar de analistas, treinta y dos presidentes o ex presidentes, más de doscientos líderes políticos o sociales y casi diecinueve mil ciudadanas y ciudadanos encuestados en dieciocho países” (PNUD, 2004c). Como parte del mismo proyecto, se sometió a la discusión de 26 intelectuales destacados del área de la teoría democrática10 el conjunto de documentos que sintetizaba el fundamento conceptual del informe. A partir de esta discusión, se establecieron las siguientes tres tesis sobre el desarrollo de la democracia latinoamericana, las cuales guiaron la indagación empírica del Informe (PNUD, 2004a): a) La democracia es una forma de organización del poder en el conjunto de la sociedad, que descansa en un régimen político pero lo excede11. 7
En cursivas en el original. Linz y Stepan (1996), entre otros, consideran la emergencia de un Estado sujeto a las leyes como condición de consolidación democrática. 9 Así lo consignaron el número especial de octubre 2004 del Journal of Democracy, y el de abril 2005 del Journal of Comparative Politics: “Esta nueva agenda puede denominarse ‘calidad de la democracia’, y constituye la nueva fase de los estudios sobre democratización” (Roberts, 2005). La traducción es nuestra. 10 Entre quienes destacan Andrew Arato, Pierre Rosanvallon, Larry Diamond, Adam Przeworski, Manuel Antonio Garretón, Laurence Whitehead, Fernando Calderón, José Nun, entre otros. 11 El referente teórico de este supuesto puede hallarse ya en Tocqueville, quien fue el primero en subrayar que la democracia caracterizaba una forma de sociedad, y no únicamente un conjunto de instituciones y principios políticos (Rosanvallon, 2004). 8
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b) Las formas de régimen político en América Latina parecen similares a las democracias históricas, pero la sociedad que organiza ese régimen político es profundamente diferente, de donde sus necesidades y riesgos son singulares. c) El estado de la democracia se define por su grado de desarrollo como organización social y la capacidad de esa organización para expandir la ciudadanía, en el contexto singular de las democracias latinoamericanas. La apuesta crucial de este marco teórico, que se basa fuertemente en el concepto amplio de democracia desarrollado por O’Donnell en los últimos años, es el vínculo indisoluble entre democracia y ciudadanía integral. “En la formulación rigurosa de Guillermo O’Donnell, la democracia es más que un conjunto de condiciones para elegir y ser elegido (“democracia electoral”); también es una manera de organizar la sociedad con el objetivo de asegurar y expandir los derechos de las personas (“democracia de la ciudadanía”)(...) Si la ciudadanía es el fundamento de la democracia, la discusión sobre el estado de la democracia y el debate sobre las reformas democráticas debe abarcar las distintas dimensiones de la misma: la ciudadanía política, la ciudadanía civil y la ciudadanía social” (PNUD, 2004b)12. El Informe, por tanto, empleó como indicadores de desarrollo de la democracia la extensión y calidad de la ciudadanía en cada una de estas dimensiones, más mediciones de percepción de ciudadanos y dirigentes. Con esto marca un hito en términos de reconocimiento de la necesidad de ampliar los análisis conceptuales y empíricos de la democracia más allá de los estrechos límites de la procedimentalidad institucional democrática. Según la perspectiva del Informe PNUD, el desarrollo insuficiente de las distintas dimensiones de la ciudadanía determina una limitación de la misma que horada la calidad de la democracia: “se supone, entonces, que el grado de ciudadanía de baja intensidad de una democracia es inversamente proporcional a la calidad de la misma” (PNUD, 2004). De aquí la importancia de acompañar las tradicionales evaluaciones de la democraticidad del régimen político con indagaciones rigurosas sobre los grados y modos de desarrollo de la ciudadanía en los países de la región en sus tres esferas (civil, social y político), apuntando a establecer tanto su reconocimiento en términos de disposiciones legales como –y sobre todo- su vigencia efectiva. ¿Ciudadanía de baja intensidad en Chile? ¿Qué ocurre con los grados y modos de desarrollo de nuestra ciudadanía civil? Los estudios que han trabajado el fenómeno de la ciudadanía de baja intensidad en forma comparada caracterizan al Chile democrático (1990 en adelante)13 como un país que, con ciertas excepciones, presenta pocos problemas de inefectividad del imperio de la ley en relación al resto de la región (ver Méndez et al, 2002; O’Donnell, 2003 y 2004; Cotler, 2004), dados sus bajos índices de matanzas extra judiciales, uso de fuerza policial letal, desapariciones forzadas, violencia carcelaria, así como también la 12
Los paréntesis pertenecen al texto original; las negritas son nuestras. Dentro de un grupo que incluye a Uruguay y Costa Rica, con una efectividad del estado de derecho superior a la de Chile. 13
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inexistencia de regiones gobernadas por regímenes de narcocracia, y el liderazgo de Chile en programas de asistencia judicial a sectores pobres (Garro, 2002). Por su parte, las mediciones realizadas por organismos internacionales como Freedom House, el Banco Mundial y la Fundación Konrad Adenauer referentes a desarrollo democrático, libertades civiles e imperio de la ley han calificado a Chile consistentemente entre los países mejor evaluados de la región durante los últimos años. Así, el “Global Governance Project” del Banco Mundial que midió el imperio de la ley en el período 2000-2001 asignó a Chile un puntaje de 1.19 (en una escala de –2.5 a 2.5), con lo cual lo situó en el puesto más alto de América Latina, superando incluso a Costa Rica y Uruguay (en Hagopian, 2004). El Índice de Desarrollo Democrático 2004, elaborado por la Fundación Konrad Adenauer y Polilat.com, que se calcula sobre la medición de cuatro dimensiones de desarrollo democrático (Condiciones Básicas de la Democracia; Respeto de los Derechos Políticos y las Libertades Civiles; Calidad Institucional y Eficiencia Política; y Ejercicio de Poder Efectivo Para Gobernar), también le dio a Chile el primer lugar entre los países latinoamericanos, con un puntaje de 10,242 (el país peor evaluado, Venezuela, alcanzó 1,552 puntos)14. En el Índice de Libertades Civiles que elabora Freedom House para sus informes anuales “Freedom in the World” (Libertad en el Mundo), que va de 1 a 7 (donde 7 indica la peor situación en términos de libertades civiles), el año 2004 Chile subió de 2 puntos a 1, gracias a lo que se considera un buen manejo del Pdte. Lagos de las todavía difíciles relaciones cívicomilitares15. A nuestro juicio, estas evaluaciones requieren ser complementadas por una línea de exploración empírica más extensiva y profunda, puesto que, aun asumiendo que el estatus objetivo de Chile es distinto al del resto de la región, se impone la pregunta por cuáles son los mecanismos relacionales y simbólicos que van configurando –aunque probablemente en forma menos visible que en otros casos- la ciudadanía de baja intensidad en nuestro país. Evidentemente, la llegada de la democracia implicó para nuestro país importantísimos avances en términos de respeto por los derechos civiles fundamentales en relación al periodo inmediatamente anterior. El supuesto que ha primado tanto al interior del gobierno como en la gran mayoría de la sociedad civil nacional e internacional, si bien pocas veces ha sido explicitado, es el de que con el cambio de gobierno habrían desaparecido las situaciones de violación a los DDHH, y que por tanto la única cuestión urgente en la agenda en relación a este tema sería la resolución de los asuntos pendientes y la progresiva eliminación de los llamados “enclaves autoritarios”16. No obstante, y 14
Ver www.idd-lat.org Ver www.freedomhouse.org. 16 “Desde que se iniciara la transición a la democracia han sido escasos los informes publicados en Chile acerca de la situación general de los derechos humanos. Cuando se revisan encuestas, la preocupación de la ciudadanía por los derechos humanos parece ocupar un lugar muy menor. Sin embargo, ello obedece en una medida relevante al hecho de que en el imaginario social la expresión “derechos humanos” a menudo 15
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como hemos buscado ilustrar en el presente trabajo de investigación, las relaciones entre el Estado y los individuos, y también entre particulares, en democracia, no están nunca (ni aun en el caso de los llamados “países iniciadores”) exentas de situaciones asociadas a otras formas de abuso o atropello de los derechos de las personas. Por otra parte, no podemos subestimar la continuidad del Chile actual con nuestra historia republicana y pre-republicana que acarrea la persistencia de espacios de desigualdad (no sólo socioeconómica sino también legal) importantes entre ciudadanos de distintas categorías, tal como ocurre en los demás países latinoamericanos. La falsa percepción de normalidad en relación al respeto de los derechos civiles ha tenido, a nuestro juicio, varias consecuencias perversas. La principal, que frente a las nuevas –o persistentes- formas de perturbación de los derechos no ha existido una respuesta consistente de parte de los organismos especializados de la sociedad civil, habituados a la problemática tradicional del régimen anterior (Villalobos, 1997). Por otra parte, se ha ido olvidando que el respeto pleno de las garantías constitucionales y la paulatina ampliación de las libertades públicas es un tema siempre vigente. Como argumentamos anteriormente, el convencimiento de que los derechos tienen una existencia inmanente, y que están garantizados por su sola enunciación, impide visualizar las formas en que éstos son efectivamente adquiridos y ejercitados, y también las formas en que pueden escabullirse (Smulovitz, 1997). A nuestro juicio, éste podría ser un factor no menor dentro de la tan mentada desafección y despolitización de nuestra sociedad. Objetivos de la investigación En atención a los antecedentes hasta aquí expuestos, los objetivos que nos propusimos para el trabajo que a continuación presentamos, son los siguientes: 1. Dar cuenta de la relevancia teórica de la incorporación de la problemática de la ciudadanía de baja intensidad a los estudios de las democracias latinoamericanas, en un contexto disciplinario de replanteamiento de algunos supuestos centrales de la teoría democrática. 2. Indagar en algunas dimensiones que podrían orientar el estudio de las formas específicas que la ciudadanía de baja intensidad -entendida como extensión parcial e irregular de la condición ciudadana a lo largo del territorio y de las distintas categorías sociales-, adopta en Chile. La relevancia de la realización de la investigación está dada, en primer lugar, porque el fenómeno en cuestión constituye un problema de graves implicancias normativas para democracias políticas reales que, siendo imperfectas, tienden hacia los ideales democráticos (Dahl, 1993); no obstante lo cual ha sido poco trabajado desde los estudios de la democracia, tanto en lo teórico como en lo empírico (ver O’Donnell, 2001). En efecto, esta problemática de estudio ha sido abordada previamente en el contexto de es asociada de manera exclusiva con las violaciones masivas y sistemáticas del pasado” (Facultad de Derecho UDP, 2003).
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distintas áreas temáticas de las ciencias sociales (conformación de actores sociales, desigualdad política y social, rasgos de la sociedad civil, cultura política autoritaria, relaciones de poder entre elite y masa, heterogeneidad estructural, déficits de la modernidad latinoamericana); sin embargo, su abordaje en un prisma de teoría democrática es un camino que recién se abre, y la conceptualización de ciudadanía de baja intensidad pareciera tener, en este marco, potencialidades que resulta pertinente, al menos, explorar. Por otra parte, nos parece que la iniciativa del Informe PNUD sobre estado de la democracia en América Latina constituye una invitación importante para iniciar estudios en cada país17 que necesariamente traspasen los límites de lo académico y se conviertan en herramientas poderosas de seguimiento y evaluación de las fortalezas y debilidades de la vida democrática por parte de los propios ciudadanos, de promoción de la deliberación ciudadana sobre los asuntos públicos y de exploración guiada acerca de la experiencia cotidiana de las personas de vivir en democracia (ver Vargas Cullell en O’Donnell, Iazzetta y Vargas Cullell, 2003). Creemos que el resultado de investigaciones exploratorias como ésta puede servir, en forma muy preliminar, para insumar o al menos alentar futuros esfuerzos de este tipo en nuestro país. Metodológicamente, la problemática de la ciudadanía de baja intensidad constituye una punta de lanza dentro de los desafíos que tiene hoy la teoría democrática, en el sentido de comenzar a construir una sociología política, históricamente situada, de las democracias reales contemporáneas, que permita un abordaje más riguroso de los estudios comparativos (O’Donnell, 1999). En esta tarea, de corte empírico pero también conceptual, pensamos que la sociología y otras ciencias sociales tienen mucho que aportar a la politología, lo cual justifica su incorporación activa al estudio de la democratización; esto, en un contexto de diagnóstico crítico respecto al énfasis desmedido que la teoría democrática ha puesto hasta ahora en las estructuras e instituciones, en desmedro de otras dimensiones de la vida social “(...) sin cuya consideración adecuada no es posible acometer con la profundidad y la radicalidad requeridas los retos que plantea la exigencia de la ampliación de la democracia” (Lander, 1998). En palabras de Rosanvallon, es imperativo comenzar a “captar la ‘dimensión societaria’ del hecho democrático” (Rosanvallon, 2004). Trabajos como el que aquí hemos realizado, que profundizan en el caso de un país para reconstruir su proceso de constitución de ciudadanía, y localizar y mapear situaciones típicas que merecen atención por lo que dicen acerca del funcionamiento cotidiano de una democracia (O’Donnell, 2003), son un primer ensayo para comenzar a estimular la combinación de las metodologías politológicas con métodos de las ciencias sociales tradicionalmente ajenos a la ciencia política, y que sin embargo son altamente pertinentes para esta clase de problemática, que a fin de cuentas tiene su base en las 17
En la línea de lo realizado en la Auditoría Ciudadana Sobre la Calidad de la Democracia en Costa Rica. Ver O’Donnell, Iazzetta y Vargas Cullell (2003) y http://www.estadonacion.or.cr/Calidad02/calidad.html. Ver también el marco para evaluación de la democracia propuesto por Beetham (2004).
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relaciones intersubjetivas y la distribución del reconocimiento social, y que se sitúa, por tanto, en el cruce entre la integración social y la integración sistémica (Habermas, 1989)18. Metodología Por último, en cuanto a la metodología empleada, el trabajo es una monografía que se inserta en la vertiente más ensayística de las ciencias sociales. Para el primer objetivo se priorizó, por tanto, el examen de la bibliografía sobre ciudadanía de baja intensidad, así como de la producción intelectual más reciente sobre teoría democrática que permite sustentar una noción ampliada pero realista de democracia, con la problemática de la ciudadanía como su componente central. Para el segundo objetivo, centrado en el análisis del caso chileno, se revisaron fuentes bibliográficas que abordan directa o indirectamente el proceso histórico de constitución de la ciudadanía en nuestro país, y también una variedad de fuentes secundarias publicadas e inéditas, investigaciones periodísticas, informes sobre derechos humanos, artículos de prensa y columnas de opinión, así como fuentes bibliográficas temáticas, para poder ilustrar algunos espacios fronterizos en los que hoy se estaría dibujando la problemática de la ciudadanía de baja intensidad. El informe El informe se estructura en dos partes, cada una de las cuales contiene dos capítulos. La primera desarrolla una argumentación conceptual, de mirada eminentemente politológica, respecto de la relevancia de la ciudadanía de baja intensidad en el estudio de las democracias latinoamericanas. Para ello comienza recorriendo brevemente las principales discusiones de la teoría democrática post-autoritaria (transitología, consolidación, calidad de la democracia), identificando las principales críticas que los mismos autores involucrados han realizado a esta trayectoria analítica, y finalizando con algunas sugerencias –que emanan de la misma revisión- para una relectura de la teoría democrática orientada a aumentar el potencial comparativo de la misma. En el segundo capítulo de esta primera parte se aborda la problemática de la ciudadanía de baja intensidad desde un punto de vista conceptual y también empírico, poniendo un fuerte énfasis en el carácter fundamentalmente polémico, inconcluso e históricamente situado de la ciudadanía, y argumentando cuáles son algunos aportes que ésta podría hacer en relación a algunos de los desafíos que enfrenta actualmente la teoría democrática. En la segunda parte del informe, cuyo objetivo ameritó una mirada esta vez más sociológica, se mapea, a partir de una metáfora tomada de Norbert Lechner, algunos 18
Estamos pensando, por ejemplo, en la necesidad de emprender análisis históricos de los procesos de constitución de ciudadanía de nuestros países; de generar conocimiento específico acerca de las variables sociales que influyen en la efectivización de derechos que ya se encuentran debidamente consagrados jurídicamente; de desarrollar estudios de caso acerca de las formas específicas en que es vivenciada y significada la ciudadanía de baja intensidad en territorios definidos como, por ejemplo, las poblaciones populares de sectores urbanos en Chile; etc.
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intersticios y zonas fronterizas en los cuales actualmente la ciudadanía en Chile se presenta como problemática, en los términos expuestos en la primera parte. Para ello se ofrece en un primer capítulo una caracterización del desigual y parcial proceso histórico de constitución de la ciudadanía en Chile en el período 1810-1973. La tensión orden / desorden marca todo el relato, y se anuncia como una contradicción que estará en la base de las cuatro “trincheras” contemporáneas que se presentan en el segundo capítulo en una modalidad de narración ilustrativa; a saber, libertad de expresión, seguridad ciudadana, acceso a la justicia y violencia ilegal. Finalmente, se plantean las principales conclusiones emanadas del trabajo realizado, así como algunos temas discutibles o pendientes a los que convendría dar una mirada en futuros estudios.
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PARTE I – RELEVANCIA TEÓRICA DE LA CIUDADANÍA DE BAJA INTENSIDAD EN EL ESTUDIO DE LAS DEMOCRACIAS LATINOAMERICANAS 1. TEORÍA DEMOCRÁTICA POST AUTORITARIA (TRANSITOLOGÍA, ESTUDIOS DE LA CONSOLIDACIÓN, Y CALIDAD DE LA DEMOCRACIA) Durante la década de los ‘80s, el paso de una serie de países (fundamentalmente latinoamericanos, algunos europeos como España y Portugal durante los ‘70s, y posteriormente los países de la ex órbita socialista) desde regímenes autoritarios a regímenes que se reconocían a sí mismos como democráticos, generó importantes desafíos para el estudio comparativo de regímenes políticos, y también para la propia teoría democrática (O’Donnell, 1999). Para abordar este desafío, los analistas se enfocaron en la noción de transición19, entendida como una coyuntura de crisis que impulsa un proceso fluido de cambio político que se mueve hacia un fin incierto (Brachet-Márquez, 2001). La pregunta crucial de los estudios de la transición podía plantearse como: ¿cuáles son las condiciones mínimas de un orden democrático que nos permitan afirmar que se traspasó el umbral de las dictaduras o semidictaduras? (Arato, 2004). El concepto de transición no es heredero de una larga línea de reflexión teórica, sino hijo de la necesidad inmediata de nombrar el surgimiento de un fenómeno empírico inesperado; “no obstante, a pesar de que representa una innovación fundamental en el estudio del cambio político, tiene sus raíces en discusiones previas sobre democracia, heredando sus vicisitudes, pero también aportando elementos frescos a esta área tan debatida” (Brachet-Márquez, 2001). En efecto, la proliferación del cambio político exigió el abandono de las tipologías fijas de regímenes, y la formulación de herramientas conceptuales capaces de manejar fluidos sistemas de acciones que se mueven hacia fines poco definidos y resultados inciertos, lo cual requirió a su vez estudios de caso en que se reconstruyeran paso a paso procesos reales de interacción entre múltiples actores sobre periodos relativamente largos de tiempo. “En pocas palabras, con el estudio de las transiciones, se deja atrás la búsqueda de explicaciones generalizables en favor del descubrimiento de una amplia gama de posibilidades cuyas bifurcaciones dependen de los diferentes caminos (path dependency) emprendidos por los distintos países” (Brachet-Márquez, 2001). A pesar de esto, vale la pena resaltar que el grueso de esta teorización se basó en un solo tipo de transición (las del cono sur), que se caracterizaba por su carácter negociado y porque las elites involucradas en dicha negociación fueron incorporadas en el nuevo régimen. 19
Algunos trabajos fundamentales de este subcampo de estudio son: O’Donnell, Schmitter y Whitehead (1988), Malloy y Seligson (1987), Stepan (1989), Diamond, Linz y Lipset (1989).
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Los regímenes resultantes de esta diversidad de procesos de transición planteaban una serie de desafíos para la ciencia política, principalmente por la constatación de que, en muchas formas, ellos no cumplían con los criterios utilizados generalmente para definir a las democracias (Conaghan, 2004). Esto llevó, por una parte, a reflotar la discusión acerca de la definición misma de la democracia20; y, por otra, a lo que Schmitter ha denunciado como una verdadera competencia para encontrar “adjetivos (des)calificativos” que agregar a la palabra ‘democracia’: de fachada, semi, parcial, incompleta, a-liberal, defectuosa, pseudo, delegativa, disyuntiva, etc. (Schmitter, 2005). La noción misma de una democracia con adjetivos (ver Collier y Levitsky, 1997) buscaba destacar que los nuevos regímenes eran híbridos que constituían democracias incompletas, aunque sin poner en discusión todavía los caminos que podrían llevar o no a una mayor democratización (Brachet-Márquez, 2001). Todo indicaba que los países latinoamericanos habían dejado atrás el antiguo autoritarismo, pero seguían sin poder implementar una democracia (plena).
1.1 El tránsito hacia las definiciones realistas La democracia siempre ha sido, y sigue siendo, un concepto además de polisémico normativamente cargado, y como tal, controvertido. Desde tiempos inmemoriales al término “democracia” se le han asignado múltiples y fuertes connotaciones morales, todas ellas sustentadas en la visión de los ciudadanos como libres e iguales, lo cual necesariamente abre la teoría política (incluyendo aquélla de orientación empírica) a cuestiones complejas, si bien insoslayables, de filosofía política y teoría moral (O’Donnell, 1999). De aquí que, como ha dicho Rosanvallon, “la democracia formula una pregunta que permanece continuamente abierta: parecería que ninguna respuesta adecuada podría dársele” (Rosanvallon en PNUD, 2004d). Detrás de varios de los debates teóricos y políticos contemporáneos, que están signados por formas distintas, y a veces opuestas, de comprender la democracia (democracia participativa vs. democracia representativa, democracia social vs. democracia política, etc.) subyace una gran distinción transversal: la brecha que separa la “democracia ideal” de la “democracia real”. En su dimensión ideal, la democracia con mayúscula apunta a una “creencia común en la igualdad” (Rosanvallon en Quiroga, 2001) o comunidad de ciudadanos, es decir, una sociedad de hombres y mujeres libres considerados iguales y con los mismos derechos (Quiroga, 2001) derivados de su pertenencia política, así como de haberles sido atribuida la autonomía personal y, en consecuencia, la responsabilidad de sus acciones. “Cualquiera que sea la definición de democracia, desde Atenas hasta hoy, este es su 20
Este debate quedó reseñado en el artículo de Schmitter y Karl (1996), “Qué Es… y Qué No Es la Democracia”.
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común núcleo histórico” (O’Donnell, 2001). Este sería en último término el horizonte normativo al que tienden, y con el cual son contrastadas, todas las democracias realmente existentes; de aquí que la democracia concreta esté marcada siempre por formas de incompletitud e incumplimiento, lo cual explica a su vez el cortejo de decepciones que marca su historia (Rosanvallon, 2004). A través de una multiplicidad de arreglos institucionales específicos (Schmitter y Karl, 1996), las democracias reales buscan aproximarse a este modelo que, talvez afortunadamente21, y en vistas de la falibilidad de las construcciones humanas, estamos de acuerdo hoy en considerar inalcanzable. En el marco de las limitaciones que exhiben las democracias reales respecto de la democracia ideal, desde Marx la pregunta por la igualdad social y su relación con la igualdad política ha sido recurrente; como planteó por primera vez Tocqueville: “en la democracia, en donde todos tienen las mismas ‘titularidades’ (derechos), ¿se podrá alcanzar alguna vez la misma riqueza de ‘provisiones’ (bienes)?” (Dahrendorf en Quiroga, 2001). En otras palabras, si el sentido de la democracia es la ciudadanía, ¿cuáles son las condiciones sociales que deben darse para que ésta sea efectiva? A partir de esta pregunta es que surge la “democracia social” como referente político, bajo el supuesto de que una democracia que tolera la desigualdad social no puede ser considerada una democracia verdadera. La democracia así entendida es un atributo del sistema social, “dependiente de la existencia de un grado significativo de igualdad socioeconómica y/o como un arreglo social y político global orientado al logro de tal igualdad” (O’Donnell, 2001). En regiones como América Latina, estos argumentos –por razones evidentes- han tenido históricamente una particular relevancia, especialmente en los ‘60s entre pensadores y líderes de izquierda. En general, las definiciones de democracia más cercanas a este polo, y que incorporan fuertemente el componente normativo, son denominadas concepciones sustantivas, o prescriptivas. En cambio, las definiciones que se desprenden de la observación empírica22 de las democracias realmente existentes son llamadas concepciones realistas o formales. Hoy, la vieja disputa entre definiciones formales y sustanciales, y especialmente la discusión sobre si la democracia requiere de igualdad socioeconómica para existir, han sido abandonadas a favor de una clara distinción entre lo que la democracia es, en principio, y lo que puede hacer, sustancialmente, donde lo primero tiende a definir los procedimientos democráticos como tales, y lo segundo, sus posibles (pero no necesarios) productos (Brachet-Márquez, 2001). La opción disciplinar de la transitología ha sido entonces por las definiciones de corte realista, con lo cual se ha buscado, precisamente, eludir el riesgo de la devaluación de la democracia por todo lo que ésta no es. “La 21
“Esta urticante sensación de que nunca nada está terminado hace a la idea misma de libertad, y con ella hemos de convivir. Cada vez que se quiso intentar, en nombre de la democracia, algún sistema con todas las respuestas, se construyó un totalitarismo. El siglo pasado ha sido, quizás, el que mayores tragedias generó en esa búsqueda” (PNUD, 2004d) 22 Lo cual, desde luego, no quita que esta clase de definiciones posea también –a su pesar- un claro componente ético, en términos de lo que debe ser una democracia.
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definición que funde democracia con un grado sustancial de justicia social o igualdad (…) es peligrosa: tiende a menospreciar cualquier democracia existente, y así le hace el juego al autoritarismo –en América Latina, hemos aprendido esto de forma dura en los sesenta y los setenta” (O’Donnell, 2001). A pesar de este aprendizaje, existe la tentación permanente y comprensible de sobrecargar de expectativas la democracia e imaginar que una vez lograda la democracia (pensemos en el Chile del Plebiscito de 1988), una sociedad habrá resuelto todos sus problemas políticos, sociales, económicos, administrativos y culturales. Desafortunadamente, “todas las cosas buenas no necesariamente van juntas” (…) El resultado de la democratización no tiene que ser el crecimiento económico, la paz social, la eficiencia administrativa, la armonía política, los mercados libres o “el fin de la ideología” (…) La apuesta democrática es (únicamente) que ese tipo de régimen, una vez establecido, no sólo persistirá reproduciéndose dentro de sus condiciones iniciales de confinamiento, sino que eventualmente se expandirá más allá de éstas” (Schmitter y Karl, 1996). Varios son los riesgos que han llevado a desestimar las concepciones sustantivas o prescriptivas en el análisis23 de las nuevas democracias latinoamericanas. En primer lugar, desde una postura escéptica, podría sostenerse que lo que hacen las concepciones prescriptivas de democracia, en último término, es establecer lo que la democracia debiera ser en opinión de cada autor particular (O’Donnell, 1999), con lo que suele terminarse identificando la democracia con todo lo que a uno le gusta (O’Donnell, 2003). De aquí que en definitiva estas nociones aporten poca luz sobre dos importantes problemas analíticos: cómo caracterizar las democracias verdaderamente existentes (incluyendo la pregunta de si, desde el punto de vista de las definiciones, debieran ser consideradas democracias del todo); y cómo resolver (al menos en la teoría si no es posible en la práctica) la brecha entre las democracias reales y las democracias ideales (O’Donnell, 1999). Otro problema de las definiciones sustantivas que suelen mencionar los estudiosos de la democracia es su falta de realismo, por cuanto muchas veces estipulan condiciones (por ejemplo, igualdad completa entre ciudadanos en términos de recursos, acceso o beneficios) que ninguna democracia verdaderamente existente ha podido alguna vez satisfacer. Como afirma Schmitter (2005), sin importar cuán relevante puedan ser esta clase de conceptualizaciones para establecer estándares normativos con los cuales poder evaluar a los sistemas autoproclamados como democráticos, ellas resultan poco útiles a la hora de establecer en forma empírica en qué medida una determinada nación ha logrado consolidar un régimen que pueda con propiedad recibir el apelativo de “democracia política moderna”. 23
Interesa recalcar que esta distinción es sólo de carácter analítico. En último término, “lo que la democracia es no puede ser separado de lo que la democracia debería ser (…) En una democracia la tensión entre hechos y valores alcanza el punto más alto” (Sartori en PNUD, 2004d).
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Hay que consignar, en todo caso, que este intento de secularización de la política (Lechner, 1988) no parece haber sido tan efectivo entre nuestras sociedades civiles, ni en el conjunto de los líderes políticos: “los pueblos en general, y los pueblos latinoamericanos de la tercera ola de democratización en particular, apoyaron la transformación democrática porque esperaban de ésta más igualdad social que de los regímenes anteriores24 (Garretón en Brachet-Márquez, 2001). En una región impregnada de catolicismo “no es fácil renunciar a la pretensión de querer salvar el alma mediante la política (…) Ahora bien, tampoco hay que caer en el extremo opuesto: una especie de hipersecularización que identifica la racionalidad con la racionalidad formal. Lo que pareciera exigir una concepción secularizada es renunciar a la utopía como objetivo factible, sino por ello abandonar la utopía como el referente por medio de la cual concebimos lo real y determinamos lo posible” (Lechner, 1988). Dentro de las posibilidades que presenta el realismo25, los estudios de la transición y la consolidación democrática tendieron a fundamentarse en una concepción política de la democracia, operacionalizada en la definición procedimental de Schumpeter y, especialmente, en la noción operativa de ‘poliarquía 26’ formulada por Dahl. Según la primera, “el método democrático (será) aquel arreglo institucional para llegar a una decisión política en la cual los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha competitiva por el voto de la gente” (Schumpeter en Brachet-Márquez, 2001) Dahl (1993), en tanto, establece siete atributos básicos que son los que permitirían hablar de poliarquía: autoridades electas; elecciones libres y justas; sufragio inclusivo; derecho a ser electo; libertad de expresión; pluralismo de fuentes de información; y libertad de asociación. Los primeros cuatro atributos se vinculan a la dimensión electoral del régimen, mientras los tres últimos dan cuenta de derechos mínimos que son necesarios (tanto en tiempo de elecciones como entre éstas) para que la competencia electoral pueda ser libre y justa (O’Donnell, 1996). Esta estructura -elecciones justas más derechos mínimos- es común a prácticamente todas las definiciones de corte realista; sin embargo, cabe señalar que la fórmula no clarifica suficientemente si las libertades mínimas son parte de la definición misma, o sólo condiciones, necesarias pero externas (O’Donnell, 1999). Como señala recientemente Schmitter, llama la atención que muchos de los autores de inclinación más teórica que empleaban tales definiciones (especialmente las de raigambre más schumpeteriana) parecían avergonzados de hacerlo, y de hecho se 24
Por lo tanto, la capacidad (o incapacidad) de las nuevas democracias de hacer verdad estas aspiraciones han demostrado ser fundamentales para la continuidad del apoyo popular y, por ende, para la consolidación de estas democracias (Brachet-Márquez, 2001). 25 La pluralidad conceptual del actual escenario “secularizado” puede ordenarse en tres grandes grupos generales de concepciones de democracia: a) las que tienen énfasis político (centradas en el régimen democrático); b) las que tienen énfasis legal-organizacional (centradas en el Estado democrático); c) las que tienen énfasis participativo (centradas en la sociedad democrática). Cada uno de ellos determina un diagnóstico distinto respecto a las democracias latinoamericanas reales. Ver Brachet-Márquez, 2001. 26 Precisamente, la opción por usar el término ‘poliarquía’ en lugar de ‘democracia’ consagra la opción por una visión formal en lugar de una sustantiva para el análisis.
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excusaban argumentando que, aunque las elecciones no eran ni con mucho la única manifestación de la democracia, resultaban fáciles de medir y de dicotomizar, y que la única opción aparente –las definiciones sustantivas- eran poco confiables pues podían muy fácilmente ser manipuladas con fines partidistas (Schmitter, 2005). En su influyente trabajo de 1996 “Qué es… y qué no es Democracia”, Schmitter y Karl propusieron la siguiente definición genérica de democracia: “un sistema de gobierno en el que los gobernantes son responsables de sus acciones en el terreno público ante los ciudadanos, actuando indirectamente a través de la competencia y la cooperación de sus representantes electos” (Schmitter y Karl, 1996). Con esto llevaron el límite conceptual un poco más allá que las definiciones procedimentales prevalecientes hasta ese momento, al introducir en el centro mismo de la definición de democracia la noción de accountability27, que concentraría la atención en los años siguientes 28. Esta definición iba acompañada de una serie de procedimientos y principios operativos considerados fundamentales para hacer viable y sostenible la democracia. Otros componentes citados por diversos autores como esenciales para la democracia (consenso, participación, acceso, sensibilidad, gobierno de mayoría, etc.) fueron calificados por Schmitter y Karl como parámetros útiles para evaluar el desempeño de regímenes particulares y eventualmente definir subtipos; pero declinaron incluirlos en la definición, por el riesgo de pretender universal un tipo de arreglo institucional específico (el norteamericano) como patrón único de democracia.
1.2 La discusión sobre consolidación En los ‘90s, el foco principal de la literatura sobre democracia se trasladó a la cuestión de la consolidación29 de los regímenes democráticos (Diamond y Morlino, 2004), es decir, hacia la pregunta: ¿cuándo podemos afirmar que la democracia, aunque sea en un sentido mínimo, se convirtió en el único juego político en un país? (Arato, 2004). Una vez más, el supuesto común de los trabajos realizados en el tema era que las democracias latinoamericanas, en el caso de estar “completas” en términos de poliarquía, se encontraban insuficientemente consolidadas o institucionalizadas, por lo que su perdurabilidad era materia de discusión (O’Donnell, 1996). En este contexto, la consolidación o “segunda transición” (O’Donnell en Mainwaring, O’Donnell y Valenzuela, 1992) consistiría en el paso de un ‘gobierno’ elegido democráticamente a un ‘régimen’ democrático institucionalizado y consolidado (O’Donnell, 1991). 27
Según Brachet-Márquez, esto sitúa esta conceptualización de Schmitter y Karl en el cuadrante de las concepciones con énfasis participativo; a nuestro juicio, esto es discutible. 28 Para una síntesis de las principales reacciones de resistencia frente a esta conceptualización que iba más allá de los procedimientos electorales, ver Schmitter, 2005. 29 Algunos de los trabajos importantes desarrollados en esta área son: Mainwaring, O’Donnell y Valenzuela (1992), Linz y Stepan (1996), Morlino (1998) y Diamond (1999).
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Linz y Stepan (1996), siguiendo la misma línea realista y con énfasis político de las definiciones de democracia de los estudios de la transición, sostuvieron que una democracia puede considerarse consolidada cuando la misma “democracia como un complejo sistema de instituciones, reglas, incentivos y desincentivos, se ha convertido, por decirlo de alguna manera, en the only game in town30” (Linz y Stepan, 1996). Para que esto se verifique es necesario que existan tres condiciones mínimas: que exista un Estado, que la transición a la democracia se haya completado (especialmente en el sentido de las prerrogativas militares en relación a la autoridad civil), y que los gobernantes gobiernen democráticamente. “En resumen, cuando hablamos sobre la consolidación de la democracia, no nos referimos a los regímenes liberalizados no democráticos, a seudodemocracias o a democracias híbridas donde algunas instituciones democráticas coexisten con instituciones no democráticas fuera del control del Estado democrático. Sólo las democracias pueden llegar a ser democracias consolidadas” (Linz y Stepan, 1996). Entre las dificultades conceptuales que los mismos autores fueron, en el camino, encontrando en la problemática de la consolidación, está el que, en sentido estricto, la idea de consolidación nada dice acerca de la naturaleza –más o menos cercana a los ideales democráticos- de las reglas e instituciones que se están consolidando. Por tanto, pueden darse casos paradojales de regímenes altamente consolidados que no estén resguardando objetivos tan loables como la justicia social, los derechos humanos, imperio de la ley, etc.31 (Schmitter, 2005). Según O’Donnell (1996), estos casos –entre los cuales él menciona Italia, Japón e India- no son considerados problemáticos por la literatura sobre consolidación democrática, por cuanto a pesar de la persistencia en ellos de distintos tipos de particularismo y autoritarismo, han subsistido por un periodo de tiempo significativamente más largo que las nuevas poliarquías. En el mejor de los casos, este tipo de “democracia” es considerado una anomalía paradigmática y son confinados a una especie de limbo teórico. Es precisamente desde esta observación que él propone que las nuevas democracias en América Latina no estaban débilmente institucionalizadas, por cuanto elecciones y clientelismo son dos instituciones bien establecidas y consolidadas en casi todos los países de la región (con lo cual pretende llamar la atención acerca de la existencia de instituciones que, a falta de otra palabra, pueden llamarse “informales” y que suelen no ser observadas por cuanto escapan al marco de análisis centrado en el régimen (O’Donnell, 1996). Por otra parte, algunas nociones de consolidación parecen confundir ésta con duración, lo cual evidentemente resulta equívoco. Un régimen democrático puede perdurar sin haberse consolidado, cuando ninguno de los actores relevantes percibe una alternativa superior (lo que se conoce como democracia “por default” (Portantiero en Brachet30
En inglés y cursivas en el original. Y que sin embargo ofrecerán siempre más posibilidades de alcanzar tales contenidos en el mediano y largo plazo que cualquier régimen autoritario altamente virtuoso (Schmitter, 2005). 31
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Márquez, 2001); en cambio, una democracia consolidada puede no perdurar si cae presa de golpistas, o puede sucumbir ante la invasión de un poder externo no democrático, sin que esto deba ser necesariamente interpretado como un estado previo de no consolidación (Brachet-Márquez, 2001). En la misma línea, equiparar estabilidad con consolidación trae el riesgo de no poder distinguir entre gobiernos que son inestables porque el conflicto político es alto (aunque se conduzca con reglas democráticas) y aquellos que son inestables porque los actores políticos compiten por el poder por medios no democráticos (Brachet-Márquez, 2001). Otro problema de la teorización sobre consolidación es que en general está poco claro quiénes deben adherir a las reglas del “único juego político”, y en qué medida, para poder considerar que la democracia se encuentra consolidada. “El ámbito de la adherencia es también problemático: ¿es suficiente que abarque las instituciones formales del régimen, o debiera expandirse también a otras áreas, tales como una cultura política democrática ampliamente compartida?32” (O’Donnell, 1996).
1.3 Crisis y replanteamientos No resulta infrecuente oír hablar de crisis en relación a la democracia a comienzos de este siglo. Como señala el Informe del PNUD sobre democracia en América Latina, aunque 140 países del mundo viven hoy bajo regímenes democráticos –hecho que se valora como un gran logro- sólo en 82 existe lo que puede llamarse una democracia plena. “En efecto, muchos gobiernos elegidos democráticamente tienden a sostener su autoridad con métodos no democráticos, por ejemplo, modificando las Constituciones nacionales en su favor e interviniendo en los procesos electorales y/o restando independencia a los poderes Legislativo y Judicial” (PNUD, 2004d). Por otra parte, América Latina exhibe un panorama heterogéneo, conformado tanto por democracias (de mayor o menor calidad), como por semi-democracias y regímenes autoritarios (O’Donnell, 2003); y en las primeras cunde el descontento ciudadano, ya sea por las propias limitaciones institucionales de la democracia, o bien por los magros resultados económicos y sociales obtenidos en los últimos años. “Si bien ello felizmente no ha comprometido la permanencia de la democracia, el clima dominante dista del entusiasmo que impregnó los primeros años luego de la caída de los regímenes autoritarios” (O’Donnell, Iazzetta y Vargas Cullell, 2003). En el cuadrante noroccidental del mundo, por ultimo, las democracias de larga data experimentan problemas crecientes de desafección e incluso desilusión ciudadana. “Estas últimas tendencias –la amplia declinación de la confianza en el gobierno y las instituciones políticas, la cada vez mayor alienación de los ciudadanos, y la percepción extendida de que los gobiernos democráticos y los políticos son cada vez más corruptos, egoístas y autorreferentes en la 32
La traducción es nuestra.
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toma de decisiones33- son comunes a muchas democracias, nuevas y antiguas, y han llevado a prominentes investigadores a hablar de una ‘crisis de la democracia’ 34” (Diamond y Morlino, 2004). Las crecientes distancias entre teoría y praxis democrática, y entre aspiraciones de la ciudadanía y la realidad social, ha llevado a algunos a hablar de que la teoría democrática se encontraría en una crisis paradigmática (Ippolito, 2003). Sin adherir completamente a esta tesis, pensamos que el actual es un escenario en extremo desafiante para este campo de la ciencia política, ya que se han hecho evidentes los límites de las conceptualizaciones prevalecientes, y las dificultades que presentan los marcos de análisis de los que hasta ahora se dispone para enfrentar adecuadamente las labores comparativas, así como las tareas de reforma política (O’Donnell, 2003; Moreira Cardoso y Eisenberg, 2004). Por otra parte, las últimas dos décadas de ensayos teóricos han dejado importantes logros con los cuales hoy contamos. En lo fundamental, ya no estamos buscando explicaciones grandiosas ni inventando procesos “maestros”. Una de las lecciones importantes de la transitología es precisamente que la democracia surge de múltiples circunstancias, lo cual no es motivo para tratar a éstas como causas, o reducir la explicación a una larga enumeración de posibles determinantes (globalización, nueva política prodemocrática de Estados Unidos, fracaso económico de las dictaduras, fin de la guerra fría, etc.). Esto implica a su vez que los itinerarios particulares de la democracia en América Latina no caben en categorías teóricas abstractas que expliquen “qué es una transición democrática”; y, sin embargo, la tarea de establecer definiciones y matrices analíticas sigue siendo una tarea necesaria. Dos ganancias adicionales son haber aprendido que la democracia nunca es irreversible, no importa qué tan consolidada esté, por lo que debe ser cuidada y defendida permanentemente; y haber recuperado el papel de los actores entendidos como agentes, sabiendo además los riesgos de reducir su acción a los límites estrechos de la elección racional (Brachet-Márquez, 2001). En este contexto de constatación de avances y limitaciones surge el debate sobre calidad de la democracia, que remite en último término a que “la problemática sobre la democracia hoy no pasa ya por una cuestión de mera clasificación de regímenes políticos ni de opciones entre definiciones vigentes, ya sean estas minimalistas o maximalistas. Muy por el contrario, este concepto indica que está en juego la redefinición del contenido mismo de la democracia y de las dimensiones relevantes para su estudio” (Ippolito, 2003). En este proceso de redefinición, la pregunta por el Estado – como principio de unión entre el régimen y la sociedad- promete convertirse en un tema central de la discusión (ver, entre otros, O’Donnell, Iazzetta y Vargas Cullell, 2003; y PNUD, 2004b).
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A falta de un término mejor, hemos traducido así “unresponsive”. La traducción es nuestra.
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1.3.1 Las críticas y mea culpas En medio del actual momento de replanteamiento, son varias las críticas que se realizan a la ruta seguida por la teoría democrática post-autoritaria. La mayoría de estas críticas son realizadas por los mismos autores que construyeron y recorrieron esa ruta, de la transitología en adelante; esto no sólo le da al debate un tono inusual de mea culpa colectiva, sino que además aporta una comprensión ‘desde dentro’ acerca de cómo fue que se generaron las fórmulas que hoy se cuestiona, y cuál fue la lógica de las opciones conceptuales realizadas, dotando la discusión de una cuota importante de honestidad intelectual y contextualización histórica. A continuación revisaremos cuatro de las líneas principales de crítica que nos parecen más relevantes en un sentido amplio, y también a la luz del propósito de este trabajo.
a) Minimalismo Como hemos señalado, en general, la mayor parte de los estudios de las últimas dos décadas sobre democratización han tenido una tendencia liberal, centrada estrictamente en la dimensión del régimen35 político, dejando de lado a la sociedad civil y al Estado (Brachet-Márquez, 2001). El supuesto implícito que había detrás de esta opción era que la única alternativa a las conceptualizaciones de tipo sustantivo o prescriptivo era ceñirse a los procedimientos observables en las democracias reales, dando prioridad entre éstos a las elecciones, en cuya verificación era menos probable que interfirieran los criterios normativos del investigador. De aquí precisamente la idea de “minimalismo”, por oposición al “maximalismo” de las concepciones sustantivas. Varias son las razones que llevan a cuestionar hoy la pertinencia de este acercamiento. En primer lugar, O’Donnell (1999) ha señalado que el minimalismo de que hacían gala casi todas las definiciones de democracia del periodo señalado era hasta cierto punto irreal, por cuanto incluso la de Schumpeter (la definición minimalista por experiencia) va acompañada de una serie larga de condiciones y rasgos extra-régimen que deben cumplirse para poder hablar de democracia, sin que especifique de forma precisa cómo interactúan estas condiciones con el régimen mismo36 (¿son ellas suficientes para poder 35
El régimen puede entenderse como “los patrones, formales e informales, y exlícitos e implícitos, que determinan los canales de acceso a las principales posiciones de gobierno, las características de los actores que son admitidos y excluidos de ese acceso, los recursos y las estrategias que les son permitidos para ganar tal acceso, y las instituciones a través de las cuales el acceso es procesado y, una vez obtenido, son tomadas las decisiones gubernamentales” (esta es la definición de O’Donnell y Schmitter, adaptada para el marco conceptual del Informe PNUD “La Democracia en América Latina” (ver O’Donnell, 2004). 36 Según O’Donnell (1999), que es quien realiza esta crítica, la noción de poliarquía de Dahl está hasta cierto punto resguardada de esta acusación, por cuanto la relación entre la dimensión electoral y los derechos que la hacen posible está elaborada con mayor detalle, y porque el abandono del uso de la
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hablar de un método democrático exitoso? ¿se trata de condiciones necesarias, pero no suficientes? ¿si el método democrático no es exitoso, puede hablarse todavía de una democracia (imperfecta), o más bien se trataría de un régimen de otro tipo?) Para O’Donnell, todas las definiciones que siguen esta línea adolecen del mismo problema. Además de esta objeción que podríamos denominar la falacia del minimalismo (y amerita hablar en adelante más bien de nociones que se definen a sí mismas como minimalistas), otro de los reparos que hoy se plantea a esta clase de conceptualización se centra en la constatación de la insuficiencia de pensar la democracia sólo como un régimen37 (Vieira, 1998; Lechner, 2003). Esta visión reducida de la democracia no sería más que la “ilusión de que (ésta) flota ingrávida, ajena e impoluta, como si el método para elegir gobernantes no supusiera la construcción institucional de la igualdad civil y la política y ciertos niveles de equidad social indispensables para el ejercicio de los derechos ciudadanos” (O’Donnell, Iazzetta y Vargas Cullell, 2003). Como el mismo Dahl señaló en su momento, “lo que generalmente describimos como ‘política’ es simplemente la ‘cascarilla’. Es la manifestación superficial, que representa conflictos superficiales. Antes de la política, debajo de ella, envolviéndola, restringiéndola y condicionándola, se encuentra el consenso subyacente sobre la misma que por lo general existe en la sociedad… Sin este consenso ningún sistema democrático sobreviviría a los infinitos fastidios y frustraciones de las elecciones y la competencia partidaria” (Dahl en Held, 2004). Ciertamente, como afirmamos hace un momento, el mimalismo de las conceptualizaciones procedimentales no debe entenderse como la burda negación de la importancia de estos condicionamientos para la democracia; sin embargo, el estatus con que los incorporan en sus aparatos conceptuales no sólo es muy secundario sino además poco claro respecto a su importancia, quedando en muchos casos reducidos a “obstaculizadores” o “facilitadores” de la consolidación, más que a condiciones básicas para la existencia mínima de la democracia. Pareciera que esto requiere, cuando menos, una revisión. Por otra parte, el foco exclusivo en el régimen parece crear más problemas de los que resuelve cuando se trata de una teoría democrática con afanes comparativos (ver O’Donnell, 2003). En efecto, pareciera que un enfoque restringido al régimen puede ser permisible cuando pueden darse ciertos parámetros por supuesto; por ejemplo – pensando en el tema que aquí nos ocupa- que las ciudadanías civil y social no son palabra “democracia” inmediatamente deja en claro que de lo que se está hablando es exclusivamente de democracia política. 37 M. A. Garretón es uno de quienes continúa defendiendo la pertinencia de radicar la democracia en el régimen político. En su comentario al marco conceptual del Informe PNUD “La Democracia en América Latina” (2004), señala que O’Donnell basa su propuesta en una confusión entre régimen político y régimen de gobierno. El primero es más amplio que el segundo y busca resolver: a) formas de gobierno democrático, es decir, basado en el principio de soberanía popular o representación; b) relación Estado /individuo (basada en el principio de la ciudadanía); c) resolución de conflictos (basada en el Estado de Derecho); por tanto, incluiría aquéllos elementos que O’Donnell y otros plantean como extra-régimen (Garretón, 2004)
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particularmente problemáticas (O’Donnell, 2004). En cambio, el estudio de las nuevas – y no tan nuevas- democracias en América Latina y Europa Oriental, y de sus características particulares, ha demostrado la necesidad de reabrir la discusión sobre las relaciones entre contexto social y régimen político, inserta a su vez en el viejo debate sobre democracia y capitalismo (Lechner, 2003). Al verificar, por ejemplo, las graves implicancias de la extrema desigualdad de muchas de estas sociedades en temas como el acceso a la información, las relaciones clientelistas, financiamiento de campañas, presiones corporativas sobre los poderes políticos; o bien la relevancia que tiene para el buen funcionamiento de las instituciones políticas la existencia de un sistema legal que sancione y respalde –al menos- los derechos y libertades políticas (O’Donnell, 2004), resulta un eufemismo pretender situar tales desigualdades, o la vigencia del sistema legal, en la categoría de mero contexto del régimen, y excluirlos así del estudio sobre la democracia de ese país. Como señala O’Donnell, “si la privación de las capacidades como consecuencia de la pobreza extrema significa que muchos están altamente presionados para ejercitar su autonomía en muchas esferas de su vida, entonces parece haber algo que no funciona, tanto moral como empíricamente, afirmando que la democracia no tiene nada que ver con dichos impedimentos socialmente determinados” (O’Donnell, 2001). Incluso si definimos la democracia en términos estrictamente políticos, hay ciertos elementos del funcionamiento del Estado y de la vida social que parece necesario considerar para comprender la lógica con la que operan, por ejemplo, los procesos electorales. Cuáles son esos elementos específicos, y en qué forma puntual interactúan con las instituciones propias de la democracia representativa, debiera ser materia de estudio de casos (de lo contrario arriesgamos encontrarnos de nuevo en el terreno de las definiciones sustantivas); pero no resulta lícito seguir dejando aspectos así de relevantes fuera del marco de análisis sólo por limitaciones conceptuales y/o metodológicas. Otro reproche que puede plantarse desde el estudio comparado de las nuevas democracias a las concepciones enfocadas sólo en el régimen nacional, es su ceguera frente a la existencia de regímenes subnacionales autoritarios que pueden tener incluso una base electoral, que en el caso de América Latina es reconocible tanto en estados de organización federal como en aquellos de tipo unitario. En tales casos, el Estado se convierte de facto en una alianza entre detentores privados del poder. “Esta omisión es empírica y teóricamente costosa; incluso perspectivas exclusivamente centradas en el régimen nacional harían bien en considerar los impactos de los regímenes autoritarios subnacionales en el funcionamiento de aquél” (O’Donnell, 2003). Además, la introducción de este factor revelará la enorme dificultad de determinar empíricamente cuándo empieza la democratización y cuándo termina, “dada la creciente fragmentación del Estado nacional en feudos regionales y locales en los regímenes postautoritarios de América Latina” (O’Donnell; Hagopian; y Prud’homme en Brachet-Márquez, 2001). En síntesis, todo parece indicar que la homologación de realismo y minimalismo ya no parece satisfactoria. Por tanto, como señaló Lechner (2003), el gran desafío inmediato es cómo superar la visión procedimental de la democracia sin desembocar en una teoría
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general de la sociedad. Esta tarea, que permitiría trascender la dicotomía minimalismo / maximalismo en que nos encontramos entrampados, no será fácil. Mientras la focalización sobre el régimen y el votante ofrece el anclaje de un campo de investigación bastante bien delimitado que, por lo tanto, puede ser estudiado de manera razonablemente parsimoniosa, extender el estudio de la democracia a otros niveles es una empresa riesgosa: uno puede caer en una ladera resbaladiza y acabar de vuelta en el terreno de la “democracia social”. “Una manera de evitar este riesgo es atar una cuerda a un cimiento relativamente firme –el régimen- y con su ayuda descender cuidadosamente en el abismo” (O’Donnell, 2004); o, en palabras de Whitehead, navegar en un barco firmemente anclado pero cuya larga cuerda permita varios desplazamientos de acuerdo a las corrientes que existen en el río (Whitehead, 2004). La línea de teorización en la cual nos adentraremos aquí apunta en este sentido.
b) Etnocentrismo y sus subproductos (anacronismo y etapismo teleológico38) En el tono de mea culpa corporativo que mencionamos antes, O’Donnell (1999) ha señalado que en sus estudios iniciales sobre los nuevos regímenes post-autoritarios, tanto él como los demás autores embarcados en la tarea se basaron en dos supuestos que con el tiempo han resultado ser equivocados. El primero, que existía un corpus de teoría democrática suficientemente claro y consistente sobre el cual trabajar; el segundo, que este corpus requeriría cuando mucho algunos ajustes marginales para servir como una herramienta conceptual adecuada en el estudio de las democracias emergentes. En el camino de la investigación empírica, ambos supuestos se revelarían erróneos. Indudablemente, la teorización sobre democracia y procesos de democratización se ha construido a partir de las condiciones sociales y la experiencia histórica de los llamados “países iniciadores”, es decir, los países localizados en el cuadrante noroccidental del mundo (y, con algo de licencia geográfica, Australia y Nueva Zelandia) (O’Donnell, 2003), que experimentaron sus procesos de democratización a partir de las revoluciones liberales del S. XVIII. La ilusión de que era posible emplear esta mismo cuerpo teórico para estudiar los procesos de consolidación de las nuevas democracias ha llevado a que muchos de los trabajos realizados hasta ahora se hayan centrado en la enumeración de los atributos del modelo originario que éstas no tienen (O’Donnell, 1999). Esta tentación etnocentrista es reforzada por el minimalismo imperante: “limitarse a ver la democracia como un régimen puede llevarnos a suponer, contrariando toda evidencia, que los países de la América Latina son relativamente similares a las democracias desarrolladas, que las etapas de consolidación son similares, que las curas a sus enfermedades son parecidas o los riesgos de quiebre semejantes” (PNUD, 2004b). Hay que señalar, además, que el estándar empleado es una visión generalizante y por lo demás bastante idealizada de las viejas poliarquías (O’Donnell, 1996). 38
Cabe consignar que, en opinión de Schmitter (2005), éste es un punto crítico de la teorización democrática que la actual discusión sobre calidad de la democracia habría heredado.
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Los juicios fuertemente negativos que emergen de este procedimiento 39, han consolidado –en una argumentación cercana a la tautología- la idea de que estas neo-democracias son inferiores en calidad que las democracias occidentales preexistentes, puesto que carecen de varios de sus rasgos más importantes; y de que “deberán recorrer un largo camino para ponerse al día con tan enaltecidos ‘modelos’ de comportamiento político. Estoy convencido de que esta evaluación está doblemente equivocada: (1) muchas de (aunque no todas) las neo-democracias están teniendo un desempeño mucho mejor del que nadie hubiera tenido derecho a suponer y, de hecho, muchas de ellas lo están haciendo extraordinariamente bien; y (2) la mayoría de las democracias iniciadoras no están teniendo un desempeño tan sobresaliente como implica este juicio, y de hecho, muchas están teniendo un desempeño peor que en el pasado40” (Schmitter, 2005). Esta clase de pensamiento trae aparejadas varias trampas que hoy se busca poner en evidencia. Por una parte es muy fácil que estas argumentaciones devengan teleológicas41: si existe un camino con un punto de llegada claramente predefinido (el feliz estado de consolidación democrática), todos los casos que difieren de este modelo final serán necesariamente considerados competidores que todavía no llegan a la meta, y que por algún motivo que habría que dilucidar se encuentran estancados, congelados, prolongadamente no consolidados, etc. La tendencia natural, por así decirlo, de un régimen democrático reciente sería el movimiento hacia la consolidación; y sólo la existencia de obstáculos bien identificables –y eventualmente eliminables- podría explicar la detención de este movimiento evolutivo (O’Donnell, 1996). Por una parte, este razonamiento puede llevar a un optimismo infundado en el sentido de pensar que todas nuestras democracias –con más o menos dificultades- están desplazándose hacia la consolidación a imagen y semejanza del modelo que hemos definido como deseable. Por otra, tal visión naturalizada nos distrae de identificar y estudiar (y eventualmente tipologizar) otras configuraciones posibles que la realidad específica de cada uno de nuestros países pudiera estar adoptando. No permite, por ejemplo, plantear la posibilidad de que se estén dando tránsitos hacia otras formas de consolidación –que no es lo mismo que decir que, una vez completada la transición, el régimen resultante se ha estabilizado en una situación de “no-consolidación” persistente (lo cual pareciera en sí mismo ser una contradicción en términos). “Que algunas de estás poliarquías lleven ya en estado de ‘dramática no-consolidación’ más de veinte años sugiere que hay algo extremadamente anómalo en este tipo de pensamiento42” (O’Donnell, 1996).
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Piénsese en el inventario de “democracias con adjetivos”. La traducción es nuestra. 41 Linz y Stepan (1996) se defendieron en su momento de las acusaciones de que su trabajo era teleológico, señalando que no las compartían por cuanto ellos no pretendían propugnar un único punto de llegada, igual para todos (puden existir diversas clases de democracias consolidadas), aunque sí se reconocían como teleológicos en el sentido de que pensaban que la democratización era un proceso que es guiado intencionalmente a partir de un modelo preconcebido. 42 La traducción es nuestra. 40
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La idea de la “meta” es también problemática, ya que parece haber una connotación estática en el juicio de que una democracia está completa o consolidada. Lo cierto es que las regresiones43 y cambios son una posibilidad siempre abierta, y es importante para los analistas poder ver y nombrar también estos procesos. “Las democracias –tanto las antiguas como las actuales- cambian constantemente y actúan sobre sí mismas. Por lo tanto, no existe modelo, respuesta final, o fin de la historia. Sólo hay una multiplicidad de dimensiones, direcciones y evoluciones” (Brachet-Márquez, 2001). Detrás de la tentación teleológica se esboza un etapismo semejante al de las teorías de la modernización de los ‘50s y ‘60s: para llegar a tener democracias consolidadas, es necesario que atravesemos, y en el orden correspondiente, las fases que anteriormente han atravesado los países iniciadores. La incorporación a la discusión de la calidad de la democracia sólo vendría a agregar un nuevo hito dentro de esta visión etapista: autoritarismo / transición / consolidación / mejoramiento de la calidad. Esto nos lleva a la trampa del anacronismo, que es también producto del etnocentrismo, y supone evaluar a las democracias que han surgido desde 1974 de acuerdo a estándares que las antiguas poliarquías tardaron siglos en alcanzar. Como ha hecho notar Schmitter (2005), si examináramos la situación en que se encontraba cualquier país de Europa occidental a diez o veinte años de iniciada su democratización (Gran Bretaña a mediados de 1830, Francia en 1880, Dinamarca en 1860), el panorama sería poco halagador desde muchos puntos de vista, y ninguno de ellos podría empezar a compararse al peor evaluado de los países de América Latina de comienzos del S. XXI en términos de voto libre, limpieza de las elecciones, situación de las minorías, inclusividad del voto, etc. Desde luego, esta comparación es ilícita 44 (Schmitter, 2005). La historia política ha acelerado su ritmo, y los consensos normativos respecto a aspectos tan centrales como democracia, ciudadanía, derechos, se imponen actualmente como un horizonte compartido. Los estándares con los que se evaluaba a las democracias existentes hace 150 años no son extrapolables al momento actual, ni vice versa. Lo que importa es mantener en mente que a las actuales democracias recientes no sólo se les pide ser mejores que las democracias recientes del pasado: se les pide ser iguales que las democracias iniciadoras, en su estado actual, obviando el hecho de que éstas son el resultado de un largo proceso de luchas, reivindicaciones, resistencias violentas, retrocesos y aceptaciones renuentes de los principios e instituciones democráticas (ver O’Donnell, 2004); en síntesis, que tardaron mucho en “consolidarse”. Esto explica que las nuevas (y frágiles) democracias vivan en lo que Schmitter y Karl (1996) llaman un “tiempo comprimido”: “no se parecerán a las democracias europeas del siglo XIX y principios del XX, y no pueden esperar adquirir los múltiples canales de representación en progresión histórica gradual como lo hicieron muchas de sus predecesoras. Una abrumadora variedad de partidos, intereses movimientos, buscarán a la vez influencia 43
Los estudios sobre democratización necesitarían, en este sentido, tener como contrapartida estudios de lo que podríamos llamar “desdemocratización” o “autoritarización”. 44 Además, comporta el riesgo de enfrentar el anacronismo a partir de una noción etapista.
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política en ellas, creando retos a la organización política que no existían en procesos de democratización anteriores” (Schmitter y Karl, 1996). Estas observaciones debieran actuar como recordatorio del carácter eminentemente histórico y socialmente construido de la democracia, y de las relaciones entre régimen, Estado y sociedad. Como hemos visto, la democracia es un concepto “esencialmente disputado”, por cuanto es objeto permanente de competencia entre proyectos enfrentados de construcción social (Whitehead, 2004). La propuesta, por tanto, es flexibilizar el marco conceptual con que se conducen los estudios de las democracias latinoamericanas, de forma de poder incluir activamente en él (y no sólo por omisión o en formulación de defecto) las dimensiones específicas de sus procesos particulares de democratización, incluyendo sus condicionamientos históricos y culturales (ver, entre otros, Hurtado, 2004; y Held, 2004). Como ha señalado O’Donnell (1999), esto inevitablemente debiera llevar en el mediano plazo a una reformulación de varios supuestos de la teoría democrática tal como la conocemos.
c) Escasa Preocupación por la Ciudadanía Este es un punto que está implícito en las dos críticas anteriores, pero dada su importancia para el asunto que desarrollaremos en este trabajo nos parece conveniente mencionarlo en forma independiente y así poner algo más de luz sobre él. En un breve examen de las principales obras de la transitología latinoamericana, sorprende la escasa atención que se prestó en ellas a quienes se supone constituyen los actores básicos del juego democrático; a saber, los ciudadanos. Más allá de las razones ideológicas que según algunos podrían estar a la base de esta omisión –en el sentido de que el tipo de democracia que se aspiraba a construir era de carácter eminentemente elitista, y requería de la atomización y despolitización de la ciudadanía (BrachetMárquez, 2001)-, todo parece indicar que ella no hace sino reproducir una omisión de más larga raigambre. En efecto, y por paradojal que pueda parecer, la ciudadanía estuvo hasta hace muy poco tiempo virtualmente ausente dentro de los estudios de la teoría política, en general y de la teoría democrática, en particular. En el caso de las teorizaciones sobre transición y consolidación, la orientación minimalista que ha marcado la discusión sobre transición y consolidación democrática ha llevado a los cientistas políticos a privilegiar el análisis institucional abstracto, sin considerar la ciudadanía (Whitehead, 2003). Esto es a su vez una muestra indirecta del etnocentrismo de estos estudios, por cuanto éstos asumen que, al igual que en el caso de los países iniciadores, la ciudadanía no es un ítem problemático, que por lo tanto requiera atención (O’Donnell, 2003). “La reductio ad absurdum de esta aproximación es una democracia formalmente consolidada en la Argentina que nadie sabe cómo
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gobernar, porque el pueblo en su totalidad está absolutamente disconforme con los logros de sus gobernantes” (Whitehead, 2003). Desde los estudios de las transiciones en adelante, la preferencia por enfoques de corte institucionalista y formalista -que suelen tener muy poco en cuenta los cambios en el nivel social (Boschi, 2004)- jugó en contra de la posibilidad misma de plantear la pregunta por los ciudadanos: qué había ocurrido con ellos durante el transcurso de los regímenes autoritarios, quiénes eran, cuál sería el papel que jugarían en las nacientes democracias. Paradójicamente, aunque los movimientos de la sociedad civil tuvieron un rol crucial en las primeras etapas de liberalización de los autoritarismos, el cariz elitista y pactado de muchos de los cambios de régimen implicó relegarlos en adelante a la invisibilidad y el silencio45. Como señala Gómez (2002), los regímenes democráticos que entonces nacieron fueron en muchos casos el resultado de cuidadosos diseños institucionales, productos de la negociación entre las élites político partidistas y los representantes del gobierno saliente –asesorados por una suerte de “tecnocracia política” de raigambre democrática, de la cual no pocas veces formaron parte distinguidos transitólogos. Pues bien, estas transiciones orquestadas desde arriba requerían del silencio y la desmovilización de los movimientos sociales, la cual tendría posteriormente su consolidación institucional en figuras como la de la democracia delegativa (O’Donnell, 1991). Esto quedó fuertemente plasmado en las teorizaciones sobre transición, lo cual se acentuó por el hecho de que éstas tendieron a elaborarse sobre la base de un tipo particular de transición (el paso de gobiernos militares a civiles en el cono sur), de carácter fuertemente negociado y donde varios líderes del antiguo régimen retuvieron espacios y presencia en el régimen nuevo (Brachet-Márquez, 2001). Los ciudadanos fueron, así, los grandes ausentes de las transiciones construidas en su nombre. Las teorías de la transición, no obstante su innegable contribución, subestimaron la organización autónoma de las asociaciones civiles y ciudadanas; reproduciendo un defecto a nuestro juicio lamentablemente común en la disciplina politológica, tendieron a depositar una confianza desmedida en lo institucional, descuidando la cuestión de los mecanismos relacionales y las prácticas cotidianas. “Dado que concebían la democracia como ausencia de autoritarismo, no pudieron comprender la existencia de una cultura política no democrática entrelazada con la institucionalidad democrática” (Vieira, 1998), la cual –como demostraría el correr de los años- había impregnado profundamente las formas de constitución de la ciudadanía. El minimalismo imperante vino a reforzar y potenciar estos sesgos: al poner el foco exclusivamente en el régimen, las concepciones minimalistas tienden a ser fuertemente elitistas. Así, por ejemplo, en el estudio de las transiciones, la atención se centró en la forma en que los líderes del cambio negociado “gestionaban” el proceso. En el trasfondo estaba una confianza (muchas veces carente de sustento empírico) en la sabiduría de los ‘empresarios políticos’, asumiendo que éstos poseían grandes capacidades y motivación 45
Chile representa un caso notable de “democracia pactada”, en este sentido.
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para involucrarse en el delicado arte de la persuasión y construcción de coaliciones (Walker en Brachet-Márquez, 2001). “Se cree que estos hombres y mujeres tienen (por definición) la visión y las capacidades gerenciales que los convierten en especialmente capacitados para manejar las naciones, por lo que la interferencia directa de los ciudadanos en esta tarea delicada sólo puede poner en peligro esta tan importante empresa. Por eso su participación debe ser reducida a las presiones que pueden ejercer indirectamente a través del mercado político creado por las elecciones competitivas” (Brachet-Márquez, 2001). A medida que avanzó el tiempo, sin embargo, se hizo evidente que no había formas de garantizar un compromiso de los líderes con los procedimientos democráticos en el mediano plazo, ya que no existían formas de control institucional –en el Estado como en la sociedad- para ejercer presión sobre violadores potenciales de los acuerdos democráticos, o para castigar a los practicantes de tales violaciones. Es precisamente desde esta observación que O’Donnell (1991) propone la noción de democracia delegativa. En el campo más amplio de la teoría democrática, la intensidad de esta crítica y el interés de los teóricos políticos por el concepto de ciudadanía experimentaron un auge inusitado en los últimos quince años, en parte alimentado por la creciente apatía de los votantes y el desmantelamiento del Estado de Bienestar, pero también por otros fenómenos más distantes a nuestra realidad como el resurgimiento de los movimientos nacionalistas en Europa del Este, las tensiones propias del multiculturalismo urbano, la dependencia crónica de algunas poblaciones de los programas de bienestar, etc. (Kymlicka y Norman, 1997). Todos estos acontecimientos habrían dejado meridianamente en evidencia que “(...) el vigor y la estabilidad de una democracia moderna no dependen solamente de la justicia de su ‘estructura básica’ sino también de las cualidades y actitudes de sus ciudadanos” (Kymlicka y Norman, 1997). En este marco, la ciudadanía se ha presentado además como una posibilidad conceptual de resolución del dilema entre liberales y comunitaristas, que ha cruzado a la teoría democrática durante los últimos años. El diagnóstico que hay detrás de esta revalorización es el de que la filosofía política de posguerra46 había puesto un énfasis excesivo en las estructuras e instituciones, desdibujando el peso de otras dimensiones de la vida social “(...) sin cuya consideración adecuada no es posible acometer con la profundidad y la radicalidad requeridas los retos que plantea la exigencia de la ampliación de la democracia” (Lander, 1998). Es en este contexto que conceptos como ciudadanía y sociedad civil han reaparecido con renovado vigor en la escena de la teoría política más amplia y de la teoría política democrática47. Cabe señalar que el actual reconocimiento de que estos conceptos, por tanto tiempo abandonados, deben desempeñar un papel normativo independiente en toda teoría política plausible, toma fuerza a lo largo y ancho de todo el espectro político 46
En la cual se basaron las teorías de la transición. Para un esfuerzo consistente de teorización política a partir de la noción de sociedad civil, ver Cohen y Arato, 2002. 47
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(Kymlicka y Norman, 1997); quedan incluidos, por lo tanto, entusiastas de las más diversas orientaciones (neoconservadores, neoliberales, socialdemócratas, demócratas republicanos), con lo que es claro que difícilmente puede existir un acuerdo respecto a lo que se entiende por estas nociones (Lechner, 2000).
1.3.2 La discusión reciente: calidad de la democracia Como se ha venido insinuando, la discusión entre los estudiosos de la democratización se ha trasladado, durante los primeros cinco años del S.XXI, desde la temática de la consolidación a la de la calidad de la democracia48 (Diamond y Morlino, 2004). En este contexto, la mirada no sólo del mundo académico, sino también de las agencias para el desarrollo y de algunos agentes políticos49, se ha vuelto hacia el horizonte normativo de la democracia, a partir de la pregunta por si se han establecido instituciones que puedan favorecer el surgimiento de una democracia de mayor calidad (Arato, 2004); y por cuales serían los mecanismos más adecuados para evaluar la calidad de la democracia. Ambas, interrogantes con una evidente orientación comparativa50. Este campo de desarrollo teórico, de innovación metodológica y de investigación empírica ha surgido a partir de tres motivaciones (Diamond y Morlino, 2005): la primera, que la profundización de la democracia es algo normativamente deseable, si no un imperativo; la segunda, que las reformas tendientes a mejorar la calidad de la democracia son imprescindibles para alcanzar la legitimidad amplia y sostenible que marca la consolidación51; la tercera, que también las democracias de larga data requieren reformas para enfrentar sus propios problemas asociados a la “crisis democrática”. En este último sentido, parece relativamente razonable asumir que las democracias ya consolidadas merecen seguir siendo objeto de atención de los estudios de teoría democrática (Plattner, 2005).
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Para interiorizarse de esta discusión, se recomienda revisar el número de octubre 2004 del Journal of Democracy, así como el trabajo de varios autores liderado por Diamond y Morlino desde el Centro para la Democracia, el Desarrollo y el Imperio de la Ley de la Universidad de Stanford (Diamond y Morlino, 2005). Ver también el Informe PNUD “La Democracia en América Latina” (2004d) así como sus documentos asociados (PNUD 2004b y c). 49 Esta atención hacia el objeto de estudio desde ámbitos extra-académicos expresa un rasgo que distingue la discusión sobre calidad de la democracia, de las discusiones que la precedieron: es un debate que asume explícitamente sus componentes ético-políticos (ver Plattner, 2005). 50 Como señala Pippidi (2005): “Si, como muchos utópicos soñaron, el mundo constituyera una única unidad política, con autoridades electas, el significado de la “calidad” sería inaprensible”. 51 Existen diferencias a este respecto. Para Schmitter (2005), por ejemplo, consolidación y mejoramiento de la calidad son cosas absolutamente independientes, y la primera debe anteceder cronológicamente a la segunda..
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La reciente atención por el tema de la calidad de la democracia ha sido muy bienvenida por estudiosos que desde hace un par de años se dedican a él empíricamente 52 (Beetham, 2005). La apertura de este nuevo sub-campo de estudio de la teoría democrática obedece al reconocimiento de lo que quienes se dedican al estudio de las nuevas democracias venían murmurando entre dientes hace un tiempo (Hagopian, 2005): la constatación de que una democracia electoral, consistente con las definiciones procedimentales de Schumpeter y sus herederos, aun si se puede considerar “consolidada”, no es necesariamente una democracia de alta calidad53(Schmitter, 2005). Se trata, por tanto, de una tendencia que se apropia de las críticas al minimalismo vistas anteriormente, y que por lo tanto abre la puerta hacia un replanteamiento de la democracia que no esté ligado únicamente al régimen político. Como señala Hagopian (2005), la discusión sobre calidad de la democracia ha abierto la puerta para estudiar con mayor detención algunos fenómenos que la discusión sobre consolidación obviaba. Por ejemplo, se tendía a asumir que democracias de muy baja calidad podían cojear por un largo tiempo –pues así se observaba que lo hacían-, pero cuando finalmente se desplomaban, se asumía sin mayores mediaciones que la razón del colapso había sido precisamente la baja calidad de la democracia (Hagopian, 2005). Esta clase de cuestión en adelante puede estudiarse en forma comparada, a partir de las precisiones conceptuales y metodológicas sobre calidad de la democracia a las que la estrechez del marco de análisis preexistente no daba cabida. Muchas de las propuestas conceptuales que en los últimos años habían venido surgiendo para abordar estas precisiones, han encontrado un nicho analítico más amplio y potencialmente consistente en esta discusión. A partir de la Conferencia sobre Calidad de la Democracia organizada en octubre del 2003 por el Centro Para la Democracia, el Desarrollo y el Imperio de la Ley del Instituto de Estudios Internacionales de Stanford, un grupo de destacados politólogos liderado por Diamond y Morlino ha iniciado un esfuerzo colaborativo para elaborar y refinar el concepto de calidad de la democracia, y aplicarlo a una serie de estudios comparados54 (ver Diamond y Morlino, 2005). Puesto que la calidad en un sentido amplio puede medirse por procedimientos, por contenidos o por resultados –lo que podría llamarse ‘satisfacción usuaria’-, ellos han establecido 8 dimensiones (entendidas como no excluyentes respecto a otras) que permitirían evaluar la democracia en términos: a) Procedimentales: imperio de la ley, participación, competencia, y accountability vertical y horizontal.
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Ver, por ejemplo, los trabajos de Beetham (2005), que ha venido desarrollando, entre otras cosas, manuales para la evaluación global de la calidad de la democracia. 53 Pero el que una democracia se encuentre consolidada sí podría ser recomendado como un requisito para trabajar en el mejoramiento de la calidad (Schmitter, 2005). 54 Varios de los papers resultantes, reunidos en Diamond y Morlino (2005) fueron presentados en el Encuentro Anual 2004 de la Asociación Américana de Ciencia Política, y algunos aparecieron en el número sobre calidad de la democracia del Journal of Democracy en octubre del mismo año.
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b) Sustantivas: respeto por las libertades civiles y políticas, e implementación progresiva de mayor igualdad política (a la cual subyacen una mayor igualdad económica y social) c) De resultados: responsiveness55. En este modelo en construcción, la democracia es entendida como un sistema en el que estas (y potencialmente otras) dimensiones de calidad no sólo se traslapan, sino también tienen relaciones de dependencia mutua: pueden potenciarse mutuamente, pero también el mejoramiento de una dimensión particular de la calidad puede realizarse a costa del deterioro de otra; “y resulta imposible alcanzar el nivel máximo de todas ellas simultáneamente” (Diamond y Morlino, 2005). En la misma línea, se asume que las dimensiones de calidad de la democracia pueden adoptar formas institucionales diversas, y pueden tener distintos niveles de desarrollo. Por tanto, las evaluaciones de la calidad de la democracia no sólo debieran operacionalizar razonablemente cada una de las dimensiones, y referirse a su nivel de logro, y a las formas institucionales particulares que ellas adoptan, sino además indagar en los mecanismos de relación entre distintas dimensiones o grupos de dimensiones. El campo de estudio, así, se vuelve notablemente más amplio y complejo, lo cual en opinión de este conjunto de analistas justifica la combinación sinérgica de metodologías cuantitativas y cualitativas –sin que parezca hasta ahora conveniente expresar esto en forma de un índice o “ránking” (ver Beetham, 2005)56. Varios de los supuestos hasta ahora enunciados nos permiten intuir que la calidad de la democracia como campo de estudio constituye un asunto especialmente controversial. Algunas de las preguntas fundamentales que calibrar a este respecto son: ¿Quién define lo que constituye una ‘buena’ democracia, y hasta qué punto es posible una concepción universal de calidad de la democracia? ¿Cómo evitar que el esfuerzo evaluativo devenga un ejercicio paternalista, en el que las democracias originarias se consideren eximidas y a salvo de todo escrutinio? ¿Cómo pueden las evaluaciones de la calidad de las democracias trascender el interés académico y ser útiles a los encargados de la reforma política, a activistas de la sociedad civil, agencias internacionales y otros que buscan efectivamente mejorar la calidad de la democracia? (Diamond y Morlino, 2005). Schmitter (2005), quien ha centrado su labor de análisis en el accountability como indicador de la calidad de la democracia, identifica varias falacias que según él han cruzado toda esta discusión, las cuales a su vez han traído problemas en el momento de definir las dimensiones relevantes, operacionalizarlas, medirlas e indagar en sus interrelaciones57. Varias de estas falacias son, con toda seguridad, limitaciones heredadas de las discusiones previas sobre transición y consolidación. En primer lugar habla del 55
Esto no tiene traducción literal. La responsiveness existe cuando el proceso democrático induce a los gobiernos a crear e implementar políticas queridas por los ciudadanos (Bingham Powell en Diamond y Morlino, 2005). 56 A diferencia de las propuestas de otros autores como Altman y Perez-Linan, o Lijphart, que desarrollan estrategias comparativas de tipo cuantitativo solamente.
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anacronismo, que lleva a asumir el supuesto erróneo de que todas las nuevas democracias son inferiores en calidad a las democracias originarias. Otra falacia que ha entorpecido la tarea es el idealismo, es decir, la recurrencia a estándares propios de una democracia ideal, que ninguna democracia verdaderamente existente ha podido o podría alcanzar. A pesar de la opción por las definiciones realistas, ésta es una tentación persistente, dada la doble naturaleza –empírica y normativa- de la noción de democracia. En opinión de Schmitter, a menos que reconozcamos que mucha de la teoría democrática tiene un carácter exhortativo (vale decir, que busca estimular el mejoramiento de las democracias realmente existentes), no seremos capaces de evaluar en forma justa y efectivamente “realista” lo que nuestras democracias han logrado y no logrado. Por último, él menciona la falacia del partidismo, es decir, la tendencia de los investigadores a centrarse en dimensiones asociadas a sus propias preferencias partidistas; para corregir esta tendencia habría que poner el foco en metas de amplio consenso social, que no estén sujetas a disputa partidaria, y también ser receptivos respecto de las preferencias políticas de las autoridades legítimamente electas en cada país particular. Es por esto que Diamond y Morlino (2005) sostienen que para evaluar la democracia por países sólo es conveniente usar una noción pluralista de calidad de la democracia, que dé cuenta de que las democracias difieren en la valoración normativa específica que le asignan, por ejemplo, a las distintas dimensiones de su propia calidad. “No existe una forma objetiva de identificar un marco único de medición de calidad de la democracia, pertinente y cierto para todas las sociedades58” (Diamond y Morlino, 2005).
1. 4 Sugerencias para la revisión de la “teoría democrática”, a la luz de las experiencias latinoamericanas De la trayectoria del debate sobre democracia y América Latina que recién hemos reseñado, es posible extraer ciertas lecciones respecto a cuáles serían los puntos más importantes de la teoría democrática que habría que revisar, si queremos avanzar hacia narraciones conceptuales más atingentes a la realidad latinoamericana. La lógica de fondo es inductiva y apunta a explicitar varias particularidades de nuestra realidad que no pueden ser pasadas por alto si queremos realizar estudios empíricos rigurosos sobre la calidad democrática o cualquiera de sus dimensiones específicas, ya sea a nivel de estudio de casos o bien –y especialmente- si se trata de hacer política comparada. A la base de este intento está la constatación de que las nuevas democracias latinoamericanas son un “animal nuevo”, diferente en muchos sentidos de las democracias representativas
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Para un análisis de otros problemas de la discusión sobre calidad de la democracia de orden más fundamental, relacionados con la no consideración de importantes tensiones inherentes a la democracia misma, ver Plattner, 2005. 58 La traducción es nuestra.
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tradicionales que describe la teoría democrática convencional 59 (O’Donnell, Nun, en Moreira Cardoso y Eisenber, 2004).
1.4.1 Explicitar los supuestos y omisiones (y reevaluarlos)60 En términos extremadamente simplificados, dos son las tareas de la teoría democrática hoy: ofrecer criterios para distinguir qué es democracia y qué no lo es, y criterios para distinguir distintos tipos de democracia (O’Donnell, 1996). Hoy podríamos agregar además la oferta de indicadores en tanto ejes a lo largo de los cuales se muevan las democracias realmente existentes, que permitan establecer afirmaciones acerca de su calidad. Como ya mencionamos, en el afán por ‘secularizar’ el análisis de la democracia, se ha realizado un esfuerzo por dar con definiciones lo más restringidas posible. En este escenario postmetafísico, nociones como la de poliarquía han sintetizado la opción por reducir lo que la democracia es a un mínimo común denominador, que pueda predicarse de todas las democracias reales. A raíz de esto, hay cosas importantes que la definición de poliarquía, o las otras concepciones realistas, callan, y eso podría parecer razonable en la medida en que sólo pretenden ser un punto de quiebre (el que separa los casos democráticos de los no democráticos). Nada dicen, por ejemplo, de rasgos institucionales como parlamentarismo o presidencialismo, centralismo o federalismo, principios de mayoría o de consenso, sistemas electorales, existencia de una constitución, etc. También son silenciosas respecto de temas importantes pero elusivos como si los gobiernos son o no responsables y “controlables” por la ciudadanía entre elecciones, o el grado en el cual el estado de derecho se extiende sobre el terreno geográfico y social61. El punto es que, si verdaderamente se pretende realizar estudios comparativos que abarquen todos los casos que en principio califican como democracias –en pos de la pregunta por la calidad de la democracia, o de otras relevantes-, es necesario explicitar 59
Gran parte de las argumentaciones posteriores se basan en el trabajo que O’Donnell ha venido realizando desde los años ‘90s, el cual, a través de un foco alternativo en varios aspectos (democracia delegativa, ciudadanía de baja intensidad, institucionalización heterodoxa, imperio de la ley, democraciaderechos-desarrollo humano) ha ido haciendo aproximaciones sucesivas –y, como él mismo ha señalado, teóricamente disciplinadas- hacia la construcción, todavía en ciernes, de una teoría democrática con mayores capacidades comparativas y empíricas, a partir de la experiencia de las democracias latinoamericanas post-autoritarias. Ver especialmente O’Donnell, 1999, 2003, 2004. 60 Las tres lecciones o sugerencias que aquí presentamos, han resultado bastante cercanas a los tres argumentos que O’Donnell presenta para discusión conceptual sobre la democracia en América Latina en uno de los textos anexos al Informe PNUD mencionado (ver O’Donnell, 2004). 61 Schmitter y Karl (1996) señalaron que los regímenes democráticos pueden diferir adoptando distintas formas institucionales y combinaciones en términos de: consenso, participación, acceso, sensibilidad, gobierno de la mayoría, soberanía parlamentaria, gobierno de partido, pluralismo, federalismo, presidencialismo, controles y contrapesos.
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los supuestos históricos y analíticos de la teoría democrática, y también sus omisiones (O’Donnell, 1999); puesto que “mucho de lo que sabemos viene de nuestro conocimiento de las democracias nor-occidentales, pero desafortunadamente gran parte de ese conocimiento sólo se aplica a ellas” (PNUD, 2004b). Señalamos anteriormente que Schmitter y Karl (1996) descartaron incluir en su definición de democracia componentes como los aquí mencionados, por el riesgo que su inclusión implicaría pretender universalizar un solo modelo institucional (el norteamericano u otro). No obstante, pensamos que mantener silencio absoluto respecto a algunos de estos aspectos es también, de cierta forma, un etnocentrismo encubierto, por cuanto la noción de democracia no existe en el vacío: se inserta en el seno de una teoría democrática basada en la experiencia de los países originarios, y que da por descontadas algunas configuraciones institucionales extra-régimen que se encuentran presentes en ellos. Estas configuraciones constituyen, por así decirlo, los cimientos sobre los cuales se levanta el edificio democrático; y aunque no se vean, y en sentido estricto el edificio no necesite de cimientos para ser definido como un edificio, son lo que permite que éste exista y tenga una forma y altura específicas. No decir nada de ellos puede fácilmente conducir a realizar comparaciones espurias respecto de otros edificios que carecen de bases subterráneas –o cuyas bases subterráneas difieren sustantivamente de las de aquél. El minimalismo, nuevamente, puede inducir a error: las semejanzas aparentes entre los regimenes pueden ocultar las diferencias en la organización social que subyace, de la cual emanan múltiples influencias sobre el tipo de democracia que allí existirá (ver PNUD, 2004b; O’Donnell, 1993). Rosanvallon ha comentado recientemente la necesidad de salir del minimalismo, “aún si el riesgo es no poder evaluar comparativamente” (Rosanvallon, 2004). Desde la posición que aquí sostenemos, ocurriría precisamente lo contrario: una concepción no minimalista –pero realista- es la que podría eventualmente permitir una labor comparativa más rigurosa. Entre los supuestos que sería necesario explicitar están los siguientes (PNUD, 2004b): las características del régimen político democrático (que exceden las estipuladas por Dahl para incluir elementos como: si quienes ocupan las posiciones más altas en el gobierno sufren o no la terminación inconstitucional de sus mandatos antes de los plazos legalmente establecidos, si las autoridades electas están o no sujetas a restricciones severas o vetos, etc.); si el acceso al poder del Estado es o no sustantivo; si el Estado posee la capacidad institucional y organizativa para aplicar sus decisiones; la vigencia del estado de derecho (que comprende la independencia de los poderes, la existencia de un sistema legal esencialmente democrático, el sometimiento de la acción del Estado y sus poderes a las normas, la libertad de la persona); las formas de organización del poder en la sociedad; y las formas de interrelación con otros Estados soberanos; el grado de gobernabilidad democrática y la sustentabilidad. En resumen: aunque el régimen democrático es un componente indispensable de la democracia, es insuficiente para caracterizar a ésta adecuadamente. El Estado y en algunos sentidos el contexto social general también son componentes
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importantes de tal conceptualización62 (O’Donnell, 2004); y si su presencia en los modelos de análisis no se hace explícita, estaremos introduciendo inadvertidamente un sesgo etnocentrista al análisis.
1.4.2 Desarrollar una “sociología política” de la democracia Una vez que se haya explicitado los cimientos sobre los cuales se construye la teorización clásica sobre la democracia, será necesario, en un segundo movimiento, emprender el desarrollo de una sociología política y legal, históricamente orientada, de la democracia -en este caso, de la(s) democracia(s) latinoamericana(s) (O’Donnell, 1999). Una pista importante aquí la dio O’Donnell (1996) con su trabajo sobre la “otra institucionalización”, al relevar que una labor lúcida de análisis empírico de nuestras democracias no puede contentarse sólo con enumerar lo que “nos falta” para tener una democracia consolidada (o, diríamos hoy, de más calidad), como si entre tanto existiéramos en un vacío institucional y societal. Por el contrario, hay que identificar y caracterizar las instituciones que existen, hay que indagar en las lógicas y dispositivos específicos que operan en nuestras poliarquías reales. Hay que nombrar los cimientos particulares sobre los cuales se levantan hoy nuestros edificios democráticos, y dar cuenta de ellos, tanto teórica como empíricamente. En esta tarea, la sociología y otras ciencias sociales tienen mucho que aportar a la politología, lo cual justifica su incorporación activa al estudio de la problemática de la democratización; como ya señalamos, existe hoy un diagnóstico crítico más o menos extendido respecto al énfasis desmedido que la teoría democrática ha puesto hasta ahora en las estructuras e instituciones, en desmedro de otras dimensiones de la vida social “(...) sin cuya consideración adecuada no es posible acometer con la profundidad y la radicalidad requeridas los retos que plantea la exigencia de la ampliación de la democracia” (Lander, 1998). En palabras de Rosanvallon, es imperativo comenzar a “captar la ‘dimensión societaria’ del hecho democrático” (Rosanvallon, 2004). Esta tarea requiere atender al menos a una triple singularidad de la democracia latinoamericana: de origen, de trayectoria y de situación actual (Garretón, 2004). Así, hay que asumir que nuestras sociedades fueron constituidas desde el Estado y lo que las caracteriza históricamente es la debilidad y escasa valoración del régimen político, independiente de su naturaleza. “Es decir, priman las relaciones no institucionales entre Estado y sociedad, lo que le da a cualquier régimen una enorme precariedad e inestabilidad” (Garretón, 2005). Asimismo, el recorrido histórico de las democracias latinoamericanas difiere del de las democracias iniciadoras (a pesar de que los regímenes puedan ser similares), en que los derechos políticos en general germinaron previamente 62
O, como plantea Brachet-Márquez (2001), la teoría democrática está incompleta si se queda sólo con el régimen, el Estado o el accountability: necesita de los tres.
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o con simultaneidad a los derechos civiles básicos, y en que persiste hasta hoy una insuficiente difusión de la ciudadanía en todos sus planos, pero centralmente en los planos civil y social (PNUD, 2004b). De lo anterior se desprende una doble reducción en la base sobre la cual se asientan nuestros regímenes democráticos: por un lado, un sector importante de la sociedad, variable según el país, queda fuera del mínimo ciudadano; por otro, un conjunto de decisiones relevantes, especialmente en la esfera de la economía, quedan fuera del ámbito de acción de los ciudadanos y del Estado. “Y la teoría democrática no fue pensada para esta situación, sino que se fundó en la existencia de un cuerpo ciudadano y un Estado (la polis) que actuaba como supuesto básico de la posibilidad democrática” (Garretón, 2004). La pobreza y desigualdad socioeconómica histórica de la región también condicionan el funcionamiento de la democracia de otras formas. Por ejemplo, el apoyo que los ciudadanos están dispuestos a dar a su sistema político en un país rico es mucho más profundo y fuerte que el que darían los de un país cuyos habitantes gozan de libertades políticas pero que comprueban día con día que sus condiciones materiales no han mejorado sustantivamente respecto del periodo autoritario. “La decisión y voluntad de defender la democracia, de tolerar sus fallas y las capacidades institucionales para superar las crisis son totalmente distintas en un caso y en otro (…) (De aquí que) las democracias pobres de América Latina obligan a pensar la economía y la democracia en términos propios, a riesgo de caer en la equivocación de creer que la democracia tiene más resistencia de la que en realidad tiene (…)” (PNUD, 2004b). Asimismo, el papel en las democracias latinoamericanas de todo lo que en un sentido amplio podríamos englobar como cultura, y específicamente cultura política, está aún muy insuficientemente explorado. Desde Almond y Verba (1970) podemos afirmar que el desarrollo de una “cultura cívica”, tolerante con la diversidad de opiniones, los desafíos democráticos competitivos y la noción de que se puede estar del lado de los perdedores, es crucial para sustentar una política democrática. La relevancia de la cultura en cuestiones de efectivización de los derechos de todos los ciudadanos es también fundamental. De aquí que es imprescindible incorporar con fuerza al estudio de la democracia latinoamericana un examen de las diferentes tradiciones culturales que han alimentado y alimentan nuestra política (Held, 2004), así como también de su sustrato subjetivo (lo que Lechner denominó “los patios interiores de la democracia”) (Lechner, 1988). Por último, cuando se trata de América Latina, la dimensión económica es otra que no puede seguir siendo excluida del análisis, especialmente si estamos hablando de poner la mirada más allá del régimen. Como recién señalamos, la democracia en países pobres resiste menos; las crisis económicas y la alta desigualdad afectan también la democracia. En todos los casos63, la efectivización de derechos –de la cual hablaremos a 63
Incluso en el de los derechos civiles, que muchas veces son vistos como garantías que sólo requieren la prescindencia del Estado, su contención, sin desembolso de recursos de por medio.
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continuación- es una medida redistributiva que depende de la riqueza disponible para distribuir. “La noción de democracia ‘más allá de cualquier cosa’, y a favor de otorgar la mayor cantidad de derechos a la mayor cantidad de gente posible, sin tener en cuenta nada más, debe hacer hincapié en el desempeño económico; de lo contrario, es una simple declaración normativa con implicancias teóricas, pero sin ninguna aplicación a nivel prescriptivo” (Moreira Cardoso y Eisenberg, 2004). Es imprescindible entonces identificar mejor los contextos de economía interna que están condicionando en cada caso la toma de decisiones, así como los aspectos de la economía internacional globalizada que podrían estar limitando la misma y reduciendo la extensión del campo decisorio de los líderes de países democráticos. Como señalan Moreira Cardoso y Eisenberg (2004), “una vez que se abre la caja de Pandora de cuestiones sustantivas, hay que hacer una evaluación completa de su estatus como precondiciones. Es necesario saltar del razonamiento político al razonamiento económico”. En resumen: el estudio de la democracia en el mundo (América Latina, por supuesto, incluida) requiere que se preste cuidadosa atención a la especificidad histórica de los casos respectivos (O’Donnell, 2004), incluyendo en forma activa al menos sus dimensiones social, cultural y económica.
1.4.3 Dar a la ciudadanía un lugar central en esa sociología Como hemos visto, incluso las definiciones procedimentales de democracia centradas en las elecciones dan un lugar central a la institucionalización y respeto de ciertos derechos básicos, en tanto condiciones que harían posible este requisito central. En este sentido, la ciudadanía emerge como espacio intermedio entre el régimen y la sociedad, en un sentido amplio (O’Donnell, 2001). La atención hacia el tema de la ciudadanía como espacio mediador por excelencia, ha aumentado según señalamos sustantivamente a partir de los ‘90s en el ámbito de la teoría democrática. En este contexto ampliado, varias de las voces que actualmente llaman al abandono de las definiciones minimalistas, ven en la noción de la ciudadanía una alternativa interesante a la aporía minimalismo / maximalismo. El foco en la ciudadanía podría permitir salir de los límites del régimen, declarados excesivamente estrechos en forma casi unánime, sin pasar necesariamente a radicar la democracia en el conjunto de a sociedad. Compartimos la apuesta de O’Donnell y del Informe PNUD “La Democracia…” de que la pregunta para llegar a este punto intermedio sería: ¿hasta qué punto la ciudadanía completa (en los términos definidos por esa sociedad) ha sido conquistada por toda la población adulta? Esta es otra manera de preguntarse hasta qué punto el imperio de la ley es efectivo, a través de diversos tipos de temas, regiones y actores sociales (O’Donnell, 2005).
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Como ya señalamos, una de las razones que complica el uso de un foco exclusivo en el régimen es que el supuesto de la efectividad de la ciudadanía civil y social no siempre es algo con lo que se pueda contar, fuera de los países iniciadores (y en ocasiones tampoco en éstos); y una ciudadanía incompleta, distribuida en modo intermitente y sesgado, cambia en varios aspectos relevantes el funcionamiento mismo del régimen democrático, lo que hace necesaria su cuidadora consideración empírica y teórica (O’Donnell, 2003). Si bien la igualdad ciudadana propia de la democracia ideal estará siempre en tensión con la desigualdad social y de poder que inevitablemente marca la toma de decisiones (Rueschemeyer, 2005), y no existe ninguna sociedad que haya alcanzado el objetivo de una ciudadanía completa y uniformemente extendida en todas sus dimensiones, existen razones para suponer que esta tensión e incompletitud alcanza en nuestros países una magnitud que justifica su detección y caracterización como parte del estudio de la democracia, real o posible. Esta caracterización debiera considerar al menos tres cuestiones: qué proporción de los ciudadanos goza de los derechos implícitos en las tres esferas de la ciudadanía, qué relación de equilibrio o desequilibrio existe entre estas tres esferas64, y en qué proporción de territorialidad y de población el Estado tiene la capacidad de proteger y promover esos derechos (McCoy, 2004). En resumen: si el estado de la democracia se define por su grado de desarrollo como organización social y la capacidad de esa organización para expandir la ciudadanía (PNUD, 2004d), la noción de ciudadanía, así como las especificidades empíricas de la misma en cada caso, deben ocupar un lugar central en el estudio de nuestras democracias; y sus propiedades deben indagarse en el nivel del régimen, pero también fuera de él (ver O’Donnell, 2004). En el segundo capítulo de esta Parte I exploraremos con detención una formulación puntual de la problemática de la ciudadanía en América Latina, que a nuestro juicio ofrece importantes aportes, a la luz de los desafíos de reformulación de la teoría democrática que hasta aquí hemos presentado: la noción de ciudadanía de baja intensidad.
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Esto es lo que Houston y Caldeira denominan “democracia disyuntiva”: la relativa desigualdad entre las tres esferas de la ciudadanía (en McCoy, 2004).
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2. CIUDADANÍA DE BAJA INTENSIDAD Y DEMOCRACIA EN AMÉRICA LATINA 2.1 Derechos y ciudadanía Nos parece conveniente entrar a la cuestión de la ciudadanía desde el tema de los derechos, que se encuentra en el centro del análisis que aquí intentaremos realizar. El lenguaje de los derechos se ha transformado en algo común, lo que en ciertos casos ha llevado lamentablemente a su banalización, puesto que no siempre está claro qué se quiere decir cuando se caracteriza a un cierto reclamo social como un ‘derecho’. “¿Se trata simplemente de una aspiración colectiva oficialmente sancionada, o es un título personalmente exigible que se impone sobre cualquier consideración en contrario? En un extremo tenemos la vaga retórica de tantos oradores populistas; en el otro, el absolutismo libertario del recientemente fallecido Robert Nozik (…) Entre estos dos extremos teóricos, muchos reclamos sobre derechos son ni enteramente vacíos ni incondicionalmente exigibles” (Whitehead, 2003). Dentro del trabajo reciente de O’Donnell (ver especialmente 2003 y 2004) en el cual nos basaremos, la democracia, los derechos humanos y el desarrollo humano comparten una concepción fundamental del ser humano como un agente, condición que origina no sólo reclamos morales sino también derechos universales. Sin embargo, es teóricamente indecidible qué conjunto mínimo suficiente de derechos o capacidades podría generar un acuerdo intersubjetivo generalizado claro y firme, de lo que se sigue que esto sólo puede y debería ser decidido por la propia democracia, con la consecuencia de que los derechos sean socialmente construidos y variables, dentro de ciertos límites. Juega entonces un lugar central dentro de esta concepción de los derechos la idea de que su reconocimiento es casi siempre el resultado de luchas concretas por porciones de la riqueza social por parte de grupos de intereses diferentes, más o menos poderosos. Los derechos son medidas distributivas y, por lo tanto, también una cuestión de asignación social de los bienes (Moreira Cardoso y Eisenberg, 2004). Tres cuestiones son importantes de tener en cuenta a este respecto. En primer lugar está la doble dimensión –individual y social- de los derechos, que Sen destaca cuando afirma que “la libertad individual es un producto quintaescencialmente social” (en O’Donnell, 2003). En efecto, al centrarnos en el individuo los derechos aparecen como atributos asignados universalmente, cuya titularidad es precisamente individual. Sin embargo, a nivel macro estos mismos derechos constituyen libertades que caracterizan y coconstituyen el contexto social en que los mismos individuos están insertos 65 66 65
De aquí que muchas veces se hable indistintamente de ‘derechos’ o ‘libertades’. Así, por ejemplo, los derechos individuales de expresión y asociación constituyen a nivel público sendas libertades, que son un atributo y un bien de la sociedad como conjunto: la disponibilidad de información libre y pluralista. 66
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(O’Donnell, 2003). Esto es particularmente importante por cuanto una razón para que decidamos proteger constitucionalmente ciertos derechos fundamentales es que sin el bien público de un contexto social diverso, la efectividad de los derechos políticos estaría seriamente coartada. Cuando tal contexto existe, beneficia a todos, aun a los que no reconocen su valor: se trata de un bien público, derivado del carácter general de la sociedad de la que uno forma parte (Raz en O’Donnell, 2004). Esta es la que Rosanvallon denomina la ‘dimensión societaria’ de la ciudadanía: por sobre la garantía de contar con la protección de cierto número de libertades individuales, la ciudadanía está también compuesta por la existencia de un mundo en común. “Tocqueville fue el primero en subrayar que la democracia caracterizaba una forma de sociedad, y no únicamente un conjunto de instituciones y de principios políticos” (Rosanvallon, 2004). En segundo lugar, es relevante que al hablar de derechos hay que poner atención tanto al sancionamiento legal de los mismos, como a su efectivización. Esto quiere decir que no basta con que un reclamo social pase a ser lo que en lenguaje jurídico se define como un derecho positivo subjetivo (es decir, un derecho legalmente accionable, que puede reclamarse, por medio del sistema legal, al Estado o a cualquier individuo particular que pueda haberlo infringido) para asegurar su cumplimiento. Es necesario también que se den ciertas condiciones a nivel social que hagan efectivo su ejercicio para todos los ciudadanos. Esto es especialmente relevante en regiones como la nuestra, donde –como veremos más adelante- muchas veces el problema no es la ausencia o limitación de las normas legales que definen los derechos, sino “un déficit de enforcement, de ejercicio efectivo de derechos garantizados en la ley” (Tavares de Almeida, 2003). Estos problemas son los que hacen evidente que la ley, en su contenido pero también en su aplicación, es en buena parte (como lo es el Estado del que forma parte) una condensación dinámica de relaciones de poder, más allá de una simple técnica racionalizada de ordenación de las relaciones sociales (O’Donnell, 2001). Por último, hay que destacar la importancia relativa de los derechos civiles respecto de los derechos políticos y los de segunda generación, en un sentido particular. Si bien claramente las clases de derechos son separables sólo analíticamente, ya que en la práctica se presuponen, son interdependientes y, en general, históricamente avanzan juntos (Pinheiro, 1998; PNUD 2000), los derechos civiles –que son, a fin de cuenta, las libertades y garantías liberales clásicas67 (O’Donnell, 2001)- constituyen un verdadero igualador básico que hace posible el ejercicio de los derechos políticos, por un lado, y económicos, sociales y culturales, por el otro. En este sentido, “cualquier derecho civil que es conquistado puede convertirse en una importante palanca para avanzar en la democratización política y en la conquista de derechos sociales. Los derechos civiles no sólo protegen, también dan poder; ellos generan –resguardándolas legalmente67
A saber, derecho a la libertad personal, a la privacidad y a la seguridad; libertad de pensamiento, expresión e información; libertad de culto; libertad de reunión, asociación y organización; libertad de movimiento y residencia; y derecho a una defensa legal y a un debido proceso. Los derechos laborales son también considerados por algunos como “derechos económicos civiles” (Diamond y Morlino, 2005).
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oportunidades de actuar para alcanzar más derechos. Los derechos civiles hacen así posible (pero insisto: sólo posible), para diversos actores individuales y colectivos, definir autónomamente su identidad y sus intereses” (O’Donnell, 2003). En un sentido más formal, y puesto que las respuestas que los tribunales dan a los ciudadanos son la medida de la vigencia de los derechos fundamentales (UDP, 2004), es el acceso a la justicia el que posibilita exigir y hacer efectivos todos los otros derechos (Bottomore en Marshall y Bottomore, 1998). En términos de la relación derechos-democracia, “más que tratar de derivar la democracia de los derechos humanos, o los derechos humanos de la democracia, la lógica de las ‘afinidades electivas’ propuesta por O’Donnell podría ser concebir a ambas como construcciones sociales derivadas de una herencia común y capaces de constituirse en soportes recíprocos a lo largo del tiempo” (Whitehead, 2003). El nexo entre democracia y derechos humanos se encontraría en el cruce entre los derechos políticos de los individuos, y sus derechos civiles, y económicos, sociales y culturales; y se expresa, en el marco de las conceptualizaciones que antes discutimos, en la comprensión es que la democracia como tal –aun como régimen- no es posible sin ciertos derechos y libertades mínimas (que abarcan al menos los derechos que tradicionalmente se han denominado políticos, más algunos derechos civiles). Esto pudiera parecer obvio pero requiere explicitación: sin libertades no hay democracia. “Si se quiere que las personas tengan cualquier grado de influencia o control sobre la toma de decisión pública y los decisores, deben tener libertad para comunicarse y asociarse entre ellas, para recibir información confiable y expresar opiniones divergentes, para disfrutar de libertad de movimiento y estar a salvo de arresto y encarcelamiento arbitrario68” (Beetham, 2005); o, como señala Habermas: “sin derechos básicos que aseguren la autonomía privada de los ciudadanos, tampoco habrá ningún medio para la institucionalización legal de las condiciones bajo las cuales estos ciudadanos podrían hacer uso de su autonomía pública” (Habermas citado en O’Donnell, 2003). No obstante, las condiciones para ejercer derechos no son automáticamente generadas por la existencia de instituciones democráticas, por cuanto para ello es necesario no sólo su reconocimiento legal sino además su efectivización; por lo que es el Estado quien necesita hacer su ejercicio posible” (Preworski et al en Brachet-Márquez, 2001), principal pero no exclusivamente a través de cortes de justicia independientes donde todos los ciudadanos puedan esperar ser tratados como iguales. Aquí llegamos a la cuestión de la ciudadanía, surgida en su versión moderna con la revolución francesa, que marca el paso del súbdito al ciudadano y se transforma en ‘acontecimiento fundador’ no sólo de la república, sino de la promesa indefinida de la revolución de la igualdad. “De este proceso histórico se desprende, en una época de ruptura y creatividad, una novedosa definición de ciudadanía, que está en el centro de la construcción de la modernidad. Son ciudadanos los individuos portadores de derechos 68
La traducción es nuestra.
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(imprescriptibles) que son ejercidos frente al poder del Estado. El hombre aparece como un valor superior entre todos (naturaleza y cosas) y se convierte en el titular de derechos públicos subjetivos” (Quiroga, 2001). Ante la incompatibilidad de principios entre la monarquía absoluta y la ciudadanía, la idea republicana de ciudadanía se inspiró en la democracia griega y en la república romana, buscando la libertad civil de los antiguos (Bobbio, 1996): libertad de opinión, de asociación y de decisión política. Sin embargo, si en Roma el esclavo es el hombre sin derechos en oposición al ciudadano, en la república moderna los derechos se le reconocen a todos: son derechos naturales y sagrados del hombre (Vieira, 1998). Esta noción de ciudadanía, no obstante, surge íntimamente ligada al Estado nacional, por lo que la ‘nación de los iguales’ quedará en adelante asociada a la pertenencia de los individuos a un Estado, y generalmente la ciudadanía coincidirá con la nacionalidad69 (Quiroga, 2001). En este marco, es la igualdad política, formulada en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789 como el derecho de todos los ciudadanos “a participar, personalmente o por sus representantes, en la elaboración de la ley” (en Quiroga, 2001), la que representa la entrada definitiva en el mundo de los individuos; desde entonces se transformará en el principio de inclusión social, por medio de la historia del sufragio universal. “Este proceso de inclusión, mediante el método electoral, anuncia la diferencia histórica entre la democracia griega y la moderna. Justamente, son las reglas de procedimiento, de sucesión pacífica del poder, las que permiten la participación de todos en las decisiones políticas” (Quiroga, 2001). De aquí que hoy pueda afirmarse que los ciudadanos son el elemento más característico en las democracias. “Todos los regímenes tienen gobernantes y un campo público, pero sólo en la medida en que son democráticos tienen ciudadanos” (Schmitter y Karl, 1996). Indiscutiblemente, cualquiera que sea la definición de democracia (desde Atenas hasta hoy) éste es el que parece constituir su núcleo histórico: ciertos aspectos de igualdad entre los individuos que están considerados no sólo como meros individuos, sino como sujetos jurídicos y, en consecuencia, como ciudadanos “-es decir, como portadores de derechos y obligaciones derivadas de su pertenencia política, así como de haberles sido atribuida la autonomía personal y, en consecuencia, a responsabilidad de sus acciones” (O’Donnell, 2001). La concepción clásica de ciudadanía que ha orientado la reflexión de la ciencia política durante los últimos 50 años corresponde a la propuesta que T.H. Marshall formulara en 1949 (Kymlicka y Norman, 1997). La noción marshalliana de ciudadanía es conocida principalmente por su distinción de los tres componentes de la misma (civil, político y social) de acuerdo al camino seguido históricamente en los procesos de desarrollo y consolidación de la ciudadanía en el caso de Inglaterra. Marshall, en efecto, concibió su 69
De aquí emanan las dos caras de la ciudadanía según Habermas (tensión entre la cara nacionalista y la cara democrática) (en Nun, 2004).
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estudio sobre la evolución de la ciudadanía en el contexto particular de la sociedad de Gran Bretaña (incluso, más precisamente, de Inglaterra), y su descripción se centra en las luchas sociales y políticas por medio de las cuales, a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX, fueron estableciéndose y extendiéndose sucesivamente los distintos tipos de derechos que componen la ciudadanía moderna. En su clásica reflexión sobre la ciudadanía, Marshall (1998) señalaba que “la ciudadanía es aquel status que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Sus beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que implica (...). Las sociedades donde la ciudadanía es una institución en desarrollo crean la imagen de una ciudadanía ideal que sirve para calcular el éxito y es objeto de las aspiraciones. Las conquistas que se producen en la dirección así trazada proporcionan una medida más acabada de la igualdad, un enriquecimiento del contenido de ese status y un aumento del número de los que disfrutan de él” (Marshall, 1998). Marshall caracterizó el proceso histórico de consolidación de la ciudadanía en Inglaterra a través de la imagen de tres oleadas sucesivas, que a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX impulsaron el reconocimiento de los siguientes tipos principales de derechos: a) Los derechos civiles: todos aquellos necesarios para asegurar la libertad individual de las personas (libertad de la persona, de palabra, de credo, derecho a la propiedad, a la justicia o igualdad ante la ley); los tribunales de justicia serían la institución clave para garantizarlos. b) Los derechos políticos: aquéllos que se relacionan con la participación en la toma de decisiones y el ejercicio del poder político dentro del Estado (derecho a voto, a participar del gobierno local o parlamentario, etc.); las instituciones cruciales aquí serían los gobiernos locales y centrales. c) Los derechos sociales: incluyen el rango total de derechos que va desde un módico bienestar material, hasta el derecho a participar por completo de la herencia social y a vivir la vida de un civilizado, de acuerdo a los estándares sociales correspondientes (Marshall, 1998); todo ello, garantizado institucionalmente por el Estado de Bienestar. En el momento actual, esta noción de ciudadanía moderna está siendo simultáneamente sometida a importantes extensiones (por ejemplo, a través del reconocimiento de nuevas gamas de derechos, de tercera y cuarta generación) y retrocesos (el desmantelamiento del Estado de Bienestar, el aumento de la desigualdad y la exclusión –la llamada “nueva cuestión social” (Rosanvallon, 1995)-, las transformaciones del Estado-nación al alero de la globalización, el aumento de la desafección política, entre otros). A raíz de lo anterior, muchos han dado la voz de alerta respecto a que la crisis de representación que experimentan muchas democracias, nuevas y antiguas, sería al mismo tiempo una crisis de la ciudadanía (Gómez, 2002; Quiroga, 2001). Paradójicamente, esta crisis coincide con un momento en el cual comienza a generarse un consenso en torno a la importancia de la ciudadanía para el funcionamiento de los Estados y sociedades democráticas, frente al agotamiento del modelo estadocéntrico y el creciente malestar con el modelo
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mercadocéntrico impuesto en la primera embestida de las reformas neoliberales; y con una importante revalorización conceptual de la ciudadanía y su relevancia en la teoría política y la teoría democrática (Kymlicka y Norman, 1997).
2.2 Carácter siempre móvil de la ciudadanía 2.2.1 A desnaturalizar la noción de ciudadanía Al igual que otras instituciones sociales, la ciudadanía es una noción particularmente propensa a ser naturalizada. En efecto, la valoración que se hace del estatus ciudadano como punto de partida sobre el cual se edifica la democracia, y las mismas nociones iusnaturalistas de los derechos humanos que conciben a éstos como un atributo propio de la persona humana que antecede la vida social y también la trasciende, llevan muchas veces a ignorar el carácter fundamentalmente histórico y construido, y en la misma medida contingente, de la ciudadanía y de los derechos en tanto asignación de reconocimiento social. La actual convocatoria universalmente inclusiva de la ciudadanía70 muchas veces nos hace olvidar que “históricamente, se impusieron graves restricciones a la ciudadanía en muchas de las democracias en surgimiento o parciales según criterios de edad, género, clase, raza, alfabetización, propiedad de bienes, estatus fiscal y otros. Sólo una pequeña parte de la población total era elegible para votar o para presentarse como candidatos a cargos públicos. Sólo se permitía que categorías sociales restringidas formaran, reunieran o apoyaran asociaciones políticas. Después de una prolongada lucha –en algunos casos a través de levantamientos internos violentos o la guerra internacional-, muchas de esas restricciones se eliminaron. Hoy, los criterios para la inclusión son bastante generales” (Schmitter y Karl, 1996). El que la situación actual en la mayoría de los países democráticos sea de inclusión sin restricciones formales no debe inducir a error, en el sentido de presumir que nos encontramos frente al fin de la historia en términos de la ciudadanía. Por el contrario, el carácter social de la institución ciudadana sólo nos garantiza que ella constituirá siempre un horizonte sujeto a cambios, y que así como ha experimentado procesos de expansión en sus distintas esferas puede también sufrir regresiones y movimientos que sólo equívocamente podríamos llamar de involución71. En efecto, “el cambio social y la 70
Que no puede, desde ningún punto de vista, ser desdeñada: el supuesto de que todos somos iguales constituye un hito histórico y una conquista de carácter trascendente. Nunca antes había ocurrido que todas las teoría éticas vigentes partieran desde este mismo, y revolucionario, punto de partida (O’Donnell, 2003). 71
Equívocamente, porque precisamente la aplicación de conceptos como “evolución” a las instituciones sociales constituye un rastro de naturalización.
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adquisición real de algunos derechos provocan nuevas demandas y aspiraciones, mientras que la efectividad continuada de aquellas que ya han sido ganadas, nunca se puede dar por sentado” (O’Donnell, 2001). Desde esta perspectiva, los derechos, y en consecuencia la ciudadanía, no son estáticos, sino que “se están expandiendo y contrayendo constantemente bajo la presión de la acción legislativa y judicial” (Holmes y Sunstein en O’Donnell, 2003). Si bien tradicionalmente, y siguiendo la ruta de Marshall, se ha entendido los procesos de constitución de la ciudadanía a partir de un patrón secuencial, éstos opera más bien en un movimiento de tipo dialéctico: un prolongado y discontinuo movimiento de idas y vueltas, impulsado por luchas y descontentos sociales y marcado muchas veces por la frustración, en que el fortalecimiento parcial en una esfera permite avanzar en otra (PNUD, 2000), pero que siempre es vulnerable a retrocesos, recortes e imposición de nuevas restricciones (o versiones remozadas de las antiguas) (O’Donnell, 2003). Desde cierto punto de vista, “la siempre posible extensión y retracción de los derechos políticos, sociales y humanos y, abarcando todos ellos, la gran cuestión –política y moral- de los derechos y capacidades que habilitan la agencia, son el campo en el cual, en democracia, se ha jugado y se seguirá jugando la política” (O’Donnell, 2003). Como nos ha enseñado la historia de los movimientos sociales (ver Rueschemeyer, Huber Stephens y Stephens, 1992), la naturaleza de la trayectoria de constitución de la ciudadanía es cualquier cosa menos pacífica. La mayoría de los derechos no han sido otorgados, tras lo que podríamos imaginar un calmo proceso de auto-observación del conjunto social respecto de la dignidad debida a sectores excluidos, o tras prolongados debates intelectuales o discursos políticos de líderes progresistas altamente persuasivos. Estamos hablando, en cambio, de conquistas logradas por medio de intensos conflictos y la lucha de distintas clases subordinadas y sectores discriminados. “Gracias a estas luchas, no pocas veces, ellos/as consiguieron inscribir sus demandas como derechos formalmente sancionados y efectivamente implementados” (O’Donnell, 2003). La misma historia de las ‘oleadas’ de derechos en Europa y, específicamente, en Gran Bretaña, de la que nos habla Marshall, estuvo marcada por predicciones catastróficas (ver Hirschman, 1991) y actos de resistencia y represión violenta de parte de sectores privilegiados que se oponían a la expansión de los derechos políticos a sectores de la población considerados “no merecedores” o “poco confiables”, en tanto faltos de autonomía y de responsabilidad (O’Donnell, 2004). En un contexto en que se teme a los movimientos sociales ruidosos por considerarles una amenaza a la gobernabilidad, los líderes políticos que pugnan honestamente por una profundización y mejoramiento de la calidad de la democracia parecen haber olvidado que “la construcción de la democracia siempre fue, y seguirá siendo, un proceso contencioso que se forja desde abajo” (Conaghan, 2004). De lo anterior se desprende que el criterio de inclusión o exclusión de derechos en el marco de una democracia será siempre contingente a las negociaciones y disputas particulares que se den en su arena sociopolítica. Por esto se habla de que estos derechos
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son teóricamente indecidibles (O’Donnell, 1999, 2003 y 2004): no puede establecerse a priori, por vía deductiva, cuál es el conjunto mínimo suficiente de estas libertades 72, cuál es su contenido o su alcance, la prioridad relativa de unos derechos sobre otros, cuál puede considerarse un nivel efectivo de cumplimiento, ni cuáles son los límites internos entre éstos. “Hay demasiados puntos de vista y preferencias, demasiadas teorías de lo que es justo y/o equitativo, y demasiados intereses y posiciones sociales para que cualquiera de estas cuestiones sea clara y firmemente resuelta” (O’Donnell, 2004). Esta será precisamente la materia fundamental de la deliberación política democrática, y se disputará sobre ella constantemente. La ciudadanía, entonces, es eminentemente móvil, lo cual queda meridianamente expresado en las diferencias que históricamente ha experimentado. Así, por ejemplo, ciertas restricciones a las libertades de expresión y asociación que en los países iniciadores eran consideradas más que aceptables hace no tanto tiempo, hoy son condenadas como abiertamente antidemocráticas. Lo que se entiende, de hecho, por libertad de expresión, es muy distinto hoy de lo que era hace 150 años (Colmes y Sunstein en O’Donnell, 1999). Lo que queremos destacar es que las decisiones sobre derechos (es decir, sobre qué necesidades son públicamente reconocidas) son una construcción social y –sobre todopolítica. De aquí que la cuestión de quiénes, y cómo, participan en esta construcción aparezca como una pregunta clave –cuya respuesta, por cierto, no estará completa si no contempla cuáles son las demandas que son silenciadas o postergadas y no logran convertirse en derechos (O’Donnell, 2003). En A. Latina, la persistente desigualdad y pobreza redundan en que gran parte de la población no participa de la definición social de los derechos (O’Donnell, 2003), con lo que la desigualdad económica cristaliza en una desigualdad de cuotas de poder, sumamente difícil de modificar (Huneeus, 2005); en consecuencia, “como las personas con más tiempo y dinero pueden organizarse mejor, ‘el coro de los grupos de interés canta con un acento decididamente de clase alta’” (Schattschneider citado en Karl, 2003). La insuficiencia de sistemas de representación que promuevan activamente la organización de los sectores pobres y sectores medios precarizados, y su participación en los procesos cruciales de definición de derechos (Karl, 2003), constituye en el mediano plazo un problema crucial para la democracia, y para la calidad de la misma, al comenzar ésta a institucionalizarse en torno a eficaces dispositivos de clausura. Un segundo punto que se despende del carácter móvil de la ciudadanía es que la sociedad civil ocupa, junto con el Estado, un lugar fundamental no sólo en la expansión de la ciudadanía, sino también en la efectivización de sus derechos, y su defensa frente a los movimientos regresivos (Calderón, 2004; Méndez, 2004; Pinheiro, 2002; y Bolívar, 2002). Si bien algunas voces cuestionan el sitio primordial que se sigue dando al Estado en relación a las temáticas de derechos, por considerar que esto promueve una relación paternalista de éste con los ciudadanos, y una excesiva pasividad y abandono de sus 72
Esto no debe llevarnos a negar que las libertades que son “candidatas razonables a pertenecer a ese conjunto son extremadamente importantes” (O’Donnell, 2004).
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obligaciones cívicas por parte de los últimos (McCoy, 2004), lo cierto es que los Estados siguen teniendo la obligación de respetar, proteger, implementar y hacer respetar los derechos a la igualdad, y en este sentido son incluso legalmente responsables (Cook 2002); esto incluye, según ha formulado la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el deber de cada Estado de organizar su aparato para darles eficacia (Méndez en O’Donnell, 2003), e implementar programas nacionales tendientes a la efectivización de derechos (Pinheiro, 2002). A pesar de esto, las distintas organizaciones de la sociedad juegan también un rol fundamental en controlar la conformidad del Estado con los estándares internacionales, ayudar a promover el cambio en las instituciones y desafiar a las mismas en beneficio de los derechos humanos (Pinheiro, 2002). Las organizaciones de la sociedad civil tienen además una tarea de la más alta relevancia en estar permanentemente recordando que la extensión y alcance de los derechos que un ciudadano puede efectivamente ejercer no están definidos ex ante, sino que dependen de la práctica y ejercicio que se haga -individual y colectivamente- de los derechos en la esfera pública. Esto es, “los derechos que un ciudadano peticione y exija garantías para su realización resultan, en principio, contingentes a su propia práctica política” (Smulovitz, 1997). Creemos firmemente que el convencimiento de que los derechos tienen una existencia inmanente, y que están garantizados por su sola enunciación desde el sistema legal y político, impide visualizar las formas en que éstos son efectivamente adquiridos y ejercitados, y también las formas en que pueden escabullirse. Como señalan Arato y Cohen (1999), “si bien el Estado es el agente de la legalización de los derechos, no es ni la fuente ni la base de su validez. Los derechos (...) pueden garantizarse por la ley positiva pero no son equivalentes a la ley ni derivados de ella; en el campo de los derechos, la ley asegura y estabiliza lo que se ha conseguido de manera autónoma por los actores sociales en la sociedad”73. Una última precisión que se desprende del carácter móvil de la ciudadanía y los derechos que la conforman, es que su universalización completa constituye un ideal al que todas las democracias se acercan más o menos, pero al que ninguna ha llegado (O’Donnell, 1993). En efecto, así como la democracia está siempre marcada por formas de incompletitud e incumplimiento (Rosanvallon, 2004), ningún país ha logrado la completa efectividad de los derechos (Pinheiro, 2002) –y recuérdese que estamos hablando aquí de los derechos que cada sociedad ha establecido políticamente como mínimos. En términos de filosofía política esto puede explicarse porque la igualdad es un ideal que nunca se logra en forma completa, incluso en términos políticos (Rueschemeyer, 2005); como ya recordamos, los individuos con más educación, información y recursos tienen también más capacidad de organizarse y constituir lo que Lechner (1984) llamaba minorías consistentes, lo que les otorga mayor poder para modelar el debate. En este sentido, la ciudadanía se mantiene como un horizonte en permanente movimiento que orienta normativamente la democracia, y de lo que se trata 73
Habermas ha formulado esta misma idea muy sucintamente: “Las instituciones de la libertad constitucional no son más valiosas que lo que la ciudadanía haga de ellas” (Habermas en Kymlicka y Norman, 1997).
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es de una efectividad “razonable” de los derechos que hacen posible la democracia. No obstante, cuando en este capítulo planteemos la cuestión de la ciudadanía de baja intensidad, veremos que el nivel de extensión y cumplimento de los derechos en América Latina parece presentar diferencias cuantitativas respecto de otras regiones del mundo que son lo suficientemente grandes como para ameritar un nombre y una teorización propios (O’Donnell, 1996).
2.2.2 Particularidades de los procesos de constitución de ciudadanía en América Latina Habiendo argumentado la importancia de desnaturalizar la noción de ciudadanía, el siguiente paso lógico es preguntarse por las formas específicas que han caracterizado al proceso histórico de constitución de la ciudadanía en las sociedades latinoamericanas. Lo primero que hay que señalar es que la historia de la ciudadanía en los países latinoamericanos se distancia notablemente del patrón establecido por Marshall (Karl, 2003), que como hemos visto se basa específicamente en la historia inglesa74. En efecto, una primera mirada revela que la constitución de la ciudadanía en América Latina no sólo ha sido distinta, sino principalmente más compleja y marcada por la irregularidad y la parcialidad (Gómez, 2002). Desde luego, esta última es una característica de todos los procesos de construcción de la ciudadanía, y es por esto que se emplea para describirlos la idea de la “secuencia” para referirse a ellos; no hay aquí linealidad. Históricamente, nunca un “paquete completo” de estas capacidades y derechos ha sido simultáneamente sancionado, mucho menos implementado; los logros y reivindicaciones siempre han sido parciales. La importancia de establecer que la secuencia de constitución de ciudadanía en América Latina ha sido distinta de la de los países iniciadores está en que, mientras en Europa los derechos políticos nacieron y quedaron enraizados en una densa trama de derechos civiles y sociales, en América Latina, donde el estado de derecho en general se conformó bajo democracias oligárquicas y excluyentes (O’Donnell, 1999), el componente civil de la ciudadanía nació con una fragilidad que en muchos sentidos parece mantenerse hasta el día de hoy, lo que implica que el sustento básico de igualdad para la efectividad de los derechos políticos nunca ha estado plenamente asentado. 74
Si bien Marshall explicita que su objetivo no es extrapolar este análisis a otros casos, su obra ha sido objeto de muchas críticas apuntadas al carácter paradigmático que se le ha dado. Entre estas críticas se ha señalado que en otros países dentro de Europa varios de los progresos que enumera Marshall ocurrieron apenas en los últimos cincuenta años, y frecuentemente en un orden inverso; y que, incluso en Inglaterra, la evidencia histórica habla de un modelo de flujo y reflujo más que de un esquema lineal de adquisición de generaciones de derechos (ver Kymlicka y Norman, 1997). Otros críticos enfatizan la relevancia de distinguir entre distintos modelos de constitución de ciudadanía en el cuadrante nor-occidental (Whitehead en Calderón, 2004), consagrando especialmente la particularidad de Estados Unidos (Ackerman, 2004).
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En general, el patrón de constitución de ciudadanía en América Latina ha sido: primero, el otorgamiento de algunos derechos sociales, más limitados desde luego que los consagrados en Europa por medio del Estado de Bienestar, y que tras el ajuste estructural han sufrido importantes retrocesos. Luego, la adquisición de derechos políticos a través de procesos pasados y recientes de democratización política. Por último, e iregularmente, derechos civiles que aún hoy están implantados de forma intermitente y sesgada. Esto es lo que puede llamarse el “patrón populista” de constitución de derechos75, presente en Argentina, Brasil, México y Perú76 (O’Donnell, 2003). Atendiendo a análisis como los de Marshall (1998) o Habermas (en O’Donnell, 2002) se aprecia que la concepción del individuo como un agente habría tenido en Europa, bastante antes de la extensión universalista de la ciudadanía política, un largo proceso de elaboración en diversas doctrinas religiosas, éticas y filosóficas, al ritmo de la expansión del capitalismo y del Estado moderno. De esta forma, la consolidación de la ciudadanía civil (que ocurre en Gran Bretaña y el resto de Europa hacia 1830) en la práctica fue una historia de adición gradual de nuevos derechos a un estatus que ya existía y que se consideraba atributo de todos los miembros adultos de la comunidad (Marshall en O’Donnell, 2003). En cambio, y como nos recuerda el argumento de Véliz (1980), Latinoamérica no vivió las revoluciones francesa ni industrial, por lo que se vio intocada por sus principales consecuencias (una de las cuales es precisamente esta visión del individuo como agente autónomo). “Cuatro de estos factores están inversamente relacionados con lo que prefiero llamar el carácter “centralista” de los arreglos sociales y políticos de América Latina; el primero es la ausencia, en la tradición latinoamericana, de la experiencia feudal; la segunda es la ausencia del disenso religioso y el consiguiente y penetrante centralismo de la religión dominante; el tercero es la ausencia de cualquier evento o circunstancia histórica que pudiese razonablemente ser tomada como la contraparte de la Revolución Industrial; la cuarta es la ausencia de aquellos desarrollo ideológicos, sociales y políticos asociados a la Revolución Francesa, que transformó tan dramáticamente el carácter de la sociedad de Europa Occidental durante el último siglo y medio77” (Véliz, 1980). Estás serán las ausencias de origen que en adelante marcarán muchas de las características de nuestros ensayos y apuestas democráticas, hasta el día de hoy. En esta misma línea, en Inglaterra –y, más allá de ciertas diferencias en términos del orden de los procesos, también en los demás países iniciadores-, la ciudadanía civil precedió a la ciudadanía política, y le proveyó una rica textura de apoyo, constituyéndose en la base social y legal de lo que más tarde sería la democracia política 75
Los países del Asia oriental también son ejemplos de otro patrón de constitución de ciudadanía: primero los derechos económicos, sociales y culturales (con un grado alto de extensión y efectividad); luego los políticos; y por último los civiles (O’Donnell, 2003). 76 Para distinguir los matices existentes entre distintos países de América Latina, ver O’Donnell, 2003. 77 La traducción es nuestra.
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(O’Donnell, 2003). Ciertamente hay muchas excepciones, como los derechos de las mujeres o de diversas minorías raciales, cuya consagración fue mucho más tardía y siguió otra ruta. “Pero aun con estas precauciones, la diferencia se mantiene: en la mayoría de los países latinoamericanos contemporáneos, ahora que los derechos políticos de la poliarquía son en general efectivos, las extensión de los derechos civiles a todos los adultos es incompleta” (O’Donnell, 2002); o, como indica Whitehead (2003, 2004), es característicamente inestable y volátil. Las consecuencias de esta fragilidad del tejido de derechos civiles sobre el cual se insertan los derechos políticos son exploradas en el próximo punto de este capítulo.
2.3 La Problemática de la Ciudadanía de Baja Intensidad 2.3.1 El argumento La noción de ciudadanía de baja intensidad es propuesta por O’Donnell en 1993, a partir de una conceptalización estrictamente política -en sus palabras, “realista y restringida pero no minimalista” (O’Donnell, 1999)- de democracia, como una contribución a la teorización del tipo particular de poliarquías existente en América Latina. Este fue el primer intento por ligar un conjunto de fenómenos sociales asociados a la inefectividad de la ley con el estudio de la democratización, y ha sido incluido en análisis recientes como indicador de la calidad de nuestras democracias reales (Méndez, 2004; Diamond y Morlino, 2005). O’Donnell emplea el término “ciudadanía trunca” o “ciudadanía de baja intensidad” para referirse a la extensión irregular de la ciudadanía (en tanto titularidad y ejercicio efectivo de derechos, particularmente de derechos civiles) a lo largo del territorio y de las relaciones funcionales (incluidas las de género, clase y etnia), en los países latinoamericanos (ver O’Donnell, 1993)78. Desde luego, siendo la ciudadanía tal como ya dijimos un horizonte utópico, ningún país ha logrado la plena igualdad ante la ley; no obstante, de lo que hablamos aquí es de que las nuevas democracias latinoamericanas presentan, dentro de este panorama general de incompletitud, un diferencia cuantitativa lo suficientemente grande como para requerir reconocimiento conceptual (O’Donnell, 1996). En el abordaje de esta tarea, el autor no pone el foco analítico en los importantes problemas de la desigualdad socio-económica79, sino en la persistencia de las 78
Para una discusión sobre esta problemática desde ángulos diversos, ver el Nº298 de Nexos, correspondiente a octubre de 2002, titulado precisamente “Ciudadanos de baja intensidad”. Ver también la compilación del Helen Kellog Institute (Notre Dame) Méndez, O’Donnell y Pinheiro, 2002. 79 Según los trabajos de O’Donnell, la desigualdad y la ciudadanía de baja intensidad son analíticamente diferentes, pero empíricamente se dan en forma asociada. Las condiciones sociales, desde luego, tendrán importantes consecuencias en la extensión de la ciudadanía, y viceversa (O’Donnell, 1993).
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desigualdades jurídicas entre ciudadanos. Desde el punto de vista del Estado, la problemática radica en el funcionamiento irregular del estado de derecho80; desde el punto de vista de la ciudadanía, en la asignación no universal de derechos, ya sea por restricciones formales o por fallas en los mecanismos de efectivización de los mismos. En contextos de violencia generalizada, la ineficiencia, escaso acceso y particularismos de la administración de la justicia, y el abuso impune de poderes públicos y privados, “el Estado de Derecho tiene una existencia únicamente intermitente y parcial, si es que la tiene (...). En los países que nos ocupan, muchos individuos son ciudadanos en lo que a sus derechos políticos respecta, pero no lo son de acuerdo con sus derechos civiles (y sociales)” (O’Donnell, 2001). En otras palabras, la poliarquía coexiste no sólo con pocos o muy débiles derechos sociales, sino también con la recurrente violación o desconocimiento de derechos civiles básicos. Más allá del concepto mismo de ciudadanía de baja intensidad, lo que nos parece especialmente interesante es la problemática que éste abre dentro del estudio de las nuevas democracias. La constelación de fenómenos que componen esta problemática ha sido abordada en los últimos años a través de distintas nomenclaturas. Así por ejemplo, la noción de “democracia ‘a-liberal’81 apunta a la coexistencia de elecciones competitivas y participación popular con considerables rasgos de ilegalidad y abuso de poder (empíricamente, se trata de democracias electorales que no califican como países libres según Freedom House. A fines de 2002 había 33 en el mundo) (Merkel y Croissant, 2000; Diamond y Morlino, 2005). Pinheiro, que trabajó con Méndez y O’Donnell en el proyecto sobre inefectividad de la ley y exclusión en América Latina (Méndez, O’Donnell y Pinheiro, 2002) se ha referido a la paradoja de garantías fundamentales bien definidas en la mayoría de las constituciones democráticas que conviven con una ciudadanía plena prácticamente inexistente para la mayoría de la población, con el apelativo de “democracias sin ciudadanos”, tomado de Cammak (Pinheiro, 1996, 1998 y 2002). Whitehead, en tanto, ha preferido hablar de la “volatilidad” de la ciudadanía latinoamericana, en el sentido de que, mientras una cierta minoría puede sentirse razonablemente segura en todos sus derechos, y otra posiblemente igual de extensa puede tener absolutamente claro que esos derechos no se extienden a ellos, entre ellas se extiende un amplio conjunto de ciudadanos que no pueden estar seguros. En los buenos días pueden reivindicar algunos derechos, especialmente si se movilizan para ello. Si permanecen pasivos, o si su sistema está sujeto a algún shock característico, los derechos que parecían estar asegurados pueden evaporarse abruptamente. “La experiencia enseña que la norma no es ni la estabilidad ni la existencia de derechos que pueden darse por descontados, sino más bien su volatilidad” (Whitehead, 2003). Dentro de este panorama, si hemos optado por la conceptualización de O’Donnell es porque, al insertarse dentro de un esfuerzo más amplio de replanteamiento de los 80
Y es desde este ángulo que O’Donnell ha seguido abordando el tema, en sus trabajos de los últimos años (ver O’Donnell, 2003, 2004, 2005). 81 Illiberal democracies en el original.
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supuestos de la teoría democrática, nos parece que adquiere una particular potencia como herramienta para avanzar en la tarea de caracterización empírica y teórica de las democracias latinoamericanas contemporáneas. En cuanto al por qué de ocupar el concepto de ciudadanía de baja intensidad en lugar de su contrario positivo -extensión de la ciudadanía-, pensamos que, como señala Schmitter sobre conceptos como legitimidad o accountability, hay nociones políticas que se aprehenden mejor por su ausencia o su subversión. Cuando efectivamente funcionan según se espera, nada parece estar pasando, y se puede arribar a la falsa conclusión de que no hacen aporte alguno al mejoramiento de la calidad democrática (Schmitter, 2005).
2.3.2 Fenómenos que la componen Los referentes empíricos de esta situación son variados, y si bien se trata de cuestiones que han sido largamente documentadas por novelistas, historiadores, sociólogos y antropólogos, los cientistas políticos en general hasta hace muy poco les habían prestado escasa atención; por otra parte, en las escasas ocasiones en que las habían tenido en cuenta, solía ser en calidad de “obstáculos a la consolidación” 82, sin procesarlas conceptualmente como componentes centrales de la problemática de la democratización (O’Donnell, 1996). “Partiendo del supuesto que los politólogos deberían tener credenciales especiales para describir y teorizar sobre la democracia y las democracias, este vacío es problemático. Es obvio que necesitamos tener conocimiento sobre los partidos, congresos, presidencias y otras instituciones del régimen, y todos los esfuerzos recurrentes realizados en estos campos son bienvenidos” (O’Donnell, 2001) Sin embargo, el conocimiento sobre los fenómenos y las prácticas en cuestión es también importante, tanto per se como porque tienen consecuencias significativas sobre cómo trabajan realmente, y hasta qué punto es probable que cambien, estas instituciones del régimen (Ibid). En el marco de los estudios de calidad de la democracia, esta deuda está lentamente comenzando a ser saldada. A continuación exploraremos algunos de los fenómenos más significativos que configuran la problemática de la ciudadanía de baja intensidad en América Latina, hoy:
a) Rutinización de la Violencia Ilegal En los años ‘90s, los regímenes democráticos recién inaugurados presenciaron el auge de una violencia de tipo no político, muy distinta por tanto de los atropellos masivos a los derechos humanos del periodo autoritario, pero que sin embargo se demostró llegaría a afectar fuertemente la calidad de la democracia. “No son sólo las áreas urbanas las que están presenciando una creciente sensación de inseguridad causada por el aumento del delito; el conflicto rural también está sujeto, cada vez más, a resoluciones violentas” (Méndez, 2002). 82
Ver, por ejemplo, Linz y Stepan, 1996.
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En un contexto en el que el temor a la delincuencia, encarnado en lo que podría llamarse la “doctrina de la seguridad ciudadana”, lleva a la población a tolerar e incluso justificar acciones represivas –especialmente aquéllas dirigidas contra los sectores populares (Méndez, 2002), y donde los años recientes de autoritarismo legaron una suerte de “aprendizaje de la impunidad” en los funcionarios de organismos de seguridad (Chevigny, 2002), se han ido legitimando diversas formas de violencia estatal que marcan una lamentable continuidad entre los regímenes autoritarios y sus sucesores (Bolívar, 2002). El enemigo interno ya no es el opositor político, sino la figura unidimensional y siempre presente del delincuente común, que se ha transformado en la víctima recurrente de estos atropellos. Se incluyen aquí las detenciones arbitrarias o “por sospecha”, prácticas abusivas contra sospechosos y presos, la tortura en la investigación (tanto como método para obtener información como modo de castigo), las malas condiciones de las cárceles, la penalización de la pobreza y múltiples violaciones a reglas elementales del debido proceso, el cual es percibido como un obstáculo en la lucha contra el delito (Brodeur, 2002). Por otra parte, existe también un auge de la violencia ilegal no-estatal. En los sectores rurales, ésta se expresa en la resolución de conflictos por la tierra o a propósito de las condiciones de trabajo a través de la actuación de ejércitos privados que representan a intereses poderosos (Méndez, 2002a). En las ciudades, la acción de escuadrones de la muerte, grupos de exterminio de extrema derecha, linchadores, justicieros y criminales en general configura un cuadro que expone la incapacidad del Estado para mantener la paz y el orden. Tanto en estos casos como en los de violencia estatal, los pobres, los residentes de las periferias urbanas, las minorías raciales y étnicas, los grupos discriminados por sus preferencias sexuales, los activistas sindicales o de DDHH y los niños y adolescentes siguen siendo las principales víctimas de la violencia –como lo han sido tradicionalmente a lo largo de la historia de sus respectivos países (Pinheiro, 1998). En términos de intensidad de la ciudadanía, la visión de seguridad ciudadana imperante ha redundado así en un retroceso en los derechos, especialmente los derechos civiles, de los sectores populares (O’Donnell, 2003). Otra consecuencia es que la policía se ha convertido muchas veces más en un obstáculo que una garantía de imperio de la ley, y que los pobres tienen buenas razones para seguir viendo la ley como instrumento de opresión de las elites (Pinheiro, 2002), con lo que su capacidad normativa queda claramente en entredicho. El surgimiento de este nuevo cariz de violencia se asocia a una serie de factores comunes a gran parte de la región. En primer lugar, ha habido poco o ningún cambio de personal en los cuerpos a cargo de la seguridad y la ejecución de la ley, respecto del periodo autoritario (salvo por el hecho no menor de que en la mayoría de los países las Fuerzas Armadas han sido separadas de las funciones de seguridad interna. Por tanto, se trata de los mismos funcionarios que acostumbraban combatir la subversión a través de tácticas y métodos abusivos, a quienes además la impunidad de la que en muchos casos hasta hoy gozan les ha enseñado que no deben rendir cuenta por sus acciones. “Probablemente piensen que sus crímenes actuales serán pasados por alto del mismo
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modo, si la sociedad que les da sus uniformes y armas comparte su creencia de que se debe luchar contra el delito con todos los métodos disponibles” (Méndez, 2002; ver también Chevigny, 2002). Un segundo factor, íntimamente ligado al anterior, es el escaso interés del público por controlar esta clase de violencia, especialmente cuando se dirigen contra presuntos criminales (Méndez, 2002). Como ya mencionamos, la fuerza de ideas como la de “tolerancia cero” (ver Wacquant, 2000) han reforzado una naturalización de la violencia como parte del proceso penal: se espera, así, que las detenciones sean violentas y que los sospechosos sean golpeados, por cuanto ya en ese momento debe empezar el castigo de la sociedad contra sus parias, a través de los puños de sus captores. Otro tanto puede decirse de la vida en las cárceles: es común la creencia de que al castigo de la privación de libertad tiene que acompañarle un régimen intenso de castigo físico, y condiciones de vida difíciles83. Esto ha sido internalizado incluso por muchos detenidos o procesados, que asumen que el maltrato físico al momento de la detención o al interior de las cárceles es parte del rigor de la justicia. Frente a esta clase de sentido común represivo, que construye a las policías como “guardias fronterizos” entre las elites y las clases peligrosas (Pinheiro, 2002), garantías como la presunción de inocencia o la dignidad de las condiciones carcelarias son percibidas como delicadezas excesivas por una población atemorizada; y las organizaciones de derechos humanos que en el pasado eran catalogadas como “defensoras de terroristas”, son acusadas hoy de defender delincuentes (Méndez, 2002). El contacto entre el sistema político y estas percepciones ciudadanas, por último, genera toda clase de dinámicas perversas, que pueden resumirse en lo que Tilly denomina el “chantaje de protección” que establecen algunos Estados con sus ciudadanos: a través de la instrumentalización y potenciamiento del miedo, se consigue apoyo electoral a cambio de la promesa de seguridad y “mano dura” (Chevigny, 2002; Wacquant, 2000). Por otra parte, los requerimientos de impunidad de la brutalidad policial son un campo fértil para el surgimiento de la corrupción y otras formas de ilegalidad (Chevigny, 2002).
b) Problemas de Acceso al Poder Judicial Sin perjuicio de los problemas de ausencia de autonomía, imparcialidad y eficiencia de la justicia, hay acuerdo entre los autores respecto a que “el verdadero problema es que mujeres, niños, pueblos indígenas, campesinos sin tierra, presos y otros sectores similarmente carentes de nuestras sociedades simplemente no tienen acceso a la justicia” (Méndez, 2002b). La importancia capital de la cuestión del acceso a la justicia radica en que, como señalamos anteriormente, éste posibilita la defensa –y por tanto, la 83
Este es un problema particularmente agudo. Como señala Rodley (2002), las condiciones carcelarias prevalecientes en América Latina darían lugar a protestas en Europa, si fueran aplicadas a animales.
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efectividad- de todos los demás derechos del individuo, frente a vulneraciones cometidas por agentes públicos o privados. En este sentido, el acceso a la justicia implica la posibilidad de hacer efectivos todos los otros derechos (Bottomore en Marshall y Bottomore, 1998). En democracia, “la ley debería funcionar como el gran igualador, dado que ricos y pobres son supuestamente libres para defender sus derechos en los tribunales y así obtener ‘igual justicia bajo la ley’” (Garro, 2002). De aquí que la capacidad de los que tienen menos recursos para utilizar los tribunales –así como las respuestas que obtienen de ellos- han sido empleadas no sólo como medida de la vigencia de los derechos fundamentales (Facultad de Derecho UDP, 2004), sino también como indicador clave del nivel de consolidación de una democracia responsable (accountable). La idea misma de acceso a la justicia implica que la justicia es impartida por ciertas personas e instituciones, y que hay obstáculos para llegar a éstas (Garro, 2002). Tanto en sectores rurales como urbanos los pobres difícilmente pueden acceder a servicios legales, tribunales, instituciones legales formales, asesoramiento legal preventivo, acciones legales colectivas. Aparte de la escasez de tribunales, las dificultades del centralismo geográfico y la falta de recursos para contratar servicios legales de calidad, la ignorancia, el temor, la carencia de poder de negociación y la desconfianza en el poder judicial actúan como fuertes restricciones en la ruta hacia la obtención de justicia. Es necesario precisar que, si bien todos los sistemas legales latinoamericanos expresan su compromiso con la igualdad legal de los ciudadanos, y por muchos años han existido programas de asistencia judicial orientados a los sectores más desfavorecidos, aquí también las reglas de funcionamiento de las instituciones no suelen ser indicadores adecuados de lo que realmente ocurre. “Es posible que esta brecha entre teoría y práctica esté presente en todas partes, pero los ‘particularismos’ idiosincráticos de América Latina relativos a la aplicación real de la ley han agravado los problemas que rodean el acceso a la justicia para los pobres” (Garro, 2002). De esta forma, el sesgo clasista en el acceso a la justicia en la mayoría de los casos no pasa por ausencia o limitaciones de las normas legales que definen estos derechos, y ni siquiera por falta de programas sociojurídicos especializados. “Es más bien un déficit de enforcement84, de ejercicio efectivo de derechos garantizados en la ley. Si esto es así, el principal desafío es entender por qué las instituciones de hecho no funcionan” (Tavares de Almeida, 2003). Por último, cabe señalar que incluso en los casos en que las personas de sectores pobres o vulnerables logran eventualmente tener acceso al sistema judicial, la evidencia disponible revela la existencia de patrones severos y sistemáticos de discriminación, Como se dijo recién, los procedimientos criminales, en particular, suelen pasar a llevar los derechos de los acusados tanto antes, como durante y después del juicio (O’Donnell,
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En cursivas en el original.
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2005). Todo esto se traduce en una creciente desconfianza de los ciudadanos más pobres en el sistema de justicia85.
c) Relación de las burocracias con los ciudadanos comunes Desde el retorno de la democracia, cuando se trata de las elecciones y el ejercicio de sus derechos políticos, los ciudadanos latinoamericanos gozan de una igualdad genérica. En cambio, cuando deben relacionarse cotidianamente con las burocracias se encuentran a menudo en situaciones de marcada desigualdad de facto, que reflejan y reproducen el autoritarismo social (O’Donnell, 2003). O’Donnell (2002) ha señalado que “tal vez nada revele mejor la carencia de derechos de los pobres y los vulnerables que su interacción con la burocracia cuando deben obtener un empleo o un permiso de trabajo, o hacer trámites para obtener beneficios jubilatorios, o simplemente (y a menudo trágicamente) cuando tienen que ir a un hospital o a una estación de policía”. Asimismo, las formas específicas de implementación de las políticas sociales, como ha señalado Ippolito (2003) recientemente, constituyen un ámbito crucial para conocer cómo se configuran la ciudadanía y la agencia en los sectores más pobres. En efecto, para evaluar la calidad de la democracia y el cumplimiento de los derechos sociales no sólo es importante observar el esfuerzo del Estado por proveer capacidades, sino también registrar cómo el Estado da lo que da. Por ejemplo, no es indiferente si el grado de focalización de las políticas redunda en la estigmatización de la población beneficiaria; o si las políticas de subsidio obligan a los ciudadanos pobres a cambiar su estilo de vida o exagerar su condición social para la obtención del beneficios86, violando así su autonomía (Ippolito, 2003). No se trata sólo de las dificultades por las que tienen que pasar los ciudadanos pobres para obtener –si lo logran- algo a lo que formalmente tienen derecho; “sino también la indiferencia, si no el desdén, con que son tratados (…) Que esta situación está muy lejos del respeto básico de la dignidad humana reclamada, entre otros, por Lane87 y Dworkin, se evidencia en el hecho de que si uno no tiene el status social o las conexiones ‘adecuadas’, actuar frente a esas burocracias como el portador de un derecho y no como el suplicante de un favor casi seguramente acarreará penosas dificultades” (O’Donnell, 2001; ver también 2002, 2003, 2004 y 2005). Estas situaciones son preocupantes en sí mismas, y también desde el punto de vista de lo que revelan del funcionamiento 85
Para el caso de Chile ver Barros y Correa, 1993. Nótense las implicancias de las nociones mismas de beneficio y beneficiario, que se distancian de cualquier construcción del otro como portador de derechos que al Estado sólo cabe reconocer. 87 “En general, la teoría democrática es reticente sobre cómo somos tratados por las instituciones políticas, económicas y sociales a que la teoría se refiere. (Sin embargo, un aspecto crucial de la teoría y práctica democráticas es que) cómo somos tratados es tan importante para nosotros como lo que conseguimos, (incluyendo) quién trata a quién con dignidad, con el mínimo dolor procedural y con atención debida al sentido de justicia del individuo” (Lane, citado en O’Donnell, 2004). 86
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cotidiano de la democracia, por cuanto violentan un principio democrático básico: que ningún individuo (sea o no ciudadano político) debe ser tratado como súbdito (O’Donnell, 2003). Si bien las situaciones que hemos descrito afectan principalmente a los grupos más pobres de la población, existen otros ámbitos problemáticos que afectan también a los no pobres. Un ejemplo es el acceso a información pública. Si bien en la mayoría de los países de la región existen normativas que garantizan esta libertad, la decisión de la entrega de información suele ser tomada en último término por funcionarios públicos de bajo rango, que tienen en muy alta estima la tradición de secretismo de las funciones administrativas. Los servicios públicos, por tanto, siguen restringiendo fuertemente la entrega de información -o si la entregan lo hacen graciosamente, como un favor más que como un deber.
d) Baja Presencia del Estado y Surgimiento de Poderes Privados En su conocida imagen del mapa de la presencia funcional y territorial del Estado88, O’Donnell (1993) describe la existencia de sectores donde, a pesar del ejercicio formal de la burocracia estatal, la ley formalmente sancionada se aplica, si acaso, de forma intermitente y diferenciada, y va acompañada por una ley informal decretada por poderes privados que son los que realmente gobiernan (O’Donnell, 2001). En estas regiones, presentes tanto en sectores rurales como en zonas periféricas de las grandes ciudades, los conflictos entre intereses -aun mediando la intervención del poder judicialson resueltos sobre la base brutal de las asimetrías de poder, lo que ha llevado al autor a pensar en una especie de neofeudalismo (O’Donnell, 1993). La propuesta del mapa es que las naciones pueden ser dibujadas como “collages” de áreas democráticas, semidemocráticas y profundamente no democráticas, donde las anteriores funcionan como poder estatal privado e inmune a la legalidad democrática. “En tales casos, el Estado se convierte de facto en una alianza entre detentores individuales del poder sin ningún principio de gobierno en común” (Brachet-Márquez, 2001). Si bien en todos los países del mundo es posible hallar una combinación de colores, la prevalencia del marrón (color elegido por O’Donnell para simbolizar los territorios de escasa operatividad del estado de derecho) es notablemente alta en América Latina. “En este sentido, digamos, el mapa de Noruega estaría dominado por el azul; Estados Unidos mostraría una combinación de verde y azul, con manchas marrones importantes en el sur y en sus grandes ciudades; Brasil y Perú estarían dominados por el marrón, y en Argentina la extensión del mismo sería menor –pero, si tuvieramos una serie temporal de mapas, veríamos que las secciones café han crecido en el último tiempo89” (O’Donnell, 1993). 88 89
Ver O’Donnell, 1993; y punto 2.4 de la Parte II de este trabajo. La traducción es nuestra.
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Estas situaciones son características de vastas zonas rurales de nuestros países (ver Plant, 2002; Chevigny, 2002; Pinheiro, 2002), pero también pueden observarse en sectores urbanos empobrecidos, siendo uno de los casos emblemáticos (abundantemente descrito desde las ciencias sociales, por lo demás) el de las favelas brasileñas. En la literatura sociológica existe la visión común de que la presencia del Estado en las favelas es de carácter selectivo, por cuanto la fuerte represión ejercida por la vía policial –que se traduce en redadas cotidianas e indiscriminadas- coexiste con una labor administrativa y de provisión de servicios sociales casi nula. Las bandas del crimen organizado habrían, en los últimos años, aprovechado el vacío dejado por el Estado al interior de estas zonas, constituyéndose ellas mismas en proveedoras de los servicios que éste deja de brindar a los habitantes de las favelas. “Las bandas han desempeñado algunas funciones sociales positivas, en un segmento de la sociedad donde las instituciones sociales y políticas no han funcionado y/o no funcionan” (Leeds, 1996). “¿En qué consiste el trinomio seguridad, protección y justicia que la población atribuye al poder ejercido por el narcotráfico en las favelas? Significa la protección de los habitantes contra las eventuales amenazas, robos, conflictos y desórdenes internos, además del arbitraje de situaciones en las cuales los habitantes se sienten indefensos” (Quiroga y Neto, 1996). El servicio público más conspicuamente ausente de las favelas de Río, (y consecuentemente el servicio “alternativo” más valorado, entre los ofrecidos por las bandas de narcotráfico) es la seguridad interna. “Aunque muchas favelas y conjuntos tienen un puesto de Policía Militar ubicado dentro de su territorio, pocos favelados tienen suficiente confianza en la policía como para recurrir a ellos cuando surge un problema. Esta falta de confianza en la policía radica en la larga tradición de abuso y violencia de la policía brasileña hacia las clases bajas en general, y los residentes de favelas y conjuntos en particular” (Leeds, 1996). Otras facetas de esta relación virtualmente patrimonialista, caracterizada por el autoritarismo y la violencia cotidiana, son la provisión de servicios asistenciales en situaciones de emergencia, el patrocinio de actividades colectivas como el Día del Niño, apoyo a grupos culturales, etc. (Quiroga y Neto, 1996; Leeds, 1996). Nos encontramos así con un sector importante de la ciudadanía brasileña que es parte de un régimen de “narcocracia” (ver Leeds, 1996), superpuesto y contrapuesto a la democracia en la que formalmente vive el resto del país. Si asumimos que la gobernabilidad democrática a nivel local es esencial para la democratización de una sociedad a escala nacional, veremos las graves implicancias que tiene para este proceso la opresión que viven estas poblaciones, atrapadas entre la violencia ilegal de los traficantes y la violencia oficial de las fuerzas de seguridad (ver Leeds, 1996). Cuando las formas de organización preexistentes, propiamente comunitarias, son erosionadas por estructuras de poder paralelas, autoritarias y proclives al clientelismo de diversa índole y signo, las estructuras democráticas formales pierden su sentido (Leeds, 1996). Las reacciones estatales frente a estas situaciones, por otra parte, pueden redundar en violaciones de los derechos básicos, como destaca Pinheiro al analizar la visión
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militarizada de la seguridad pública que motivó la ocupación militar de los cerros y barrios bajos de Río de Janeiro a fines de 1994. “La cuestión del crimen organizado, especialmente el narcotráfico, no es de naturaleza militar: el supuesto ‘Estado paralelo’ existente en los barrios bajos de Río y otros lugares del país no tiene nada en común con la idea de ‘territorios liberados’. La actual situación de irrespeto por la ley sólo se consolida y perpetúa debido a la colusión entre crimen organizado, funcionarios públicos, empresarios y agentes del Estado (...)90” (Pinheiro, 1998). En conclusión, cuando el poder coercitivo privado es ampliamente ejercido (por acción o por amenaza), el imperio democrático es puesto en entredicho. Si el Estado, en cambio, tiene éxito en monopolizar el poder coercitivo, la igualdad democrática resulta protegida sólo en la medida en que el uso de ese poder es regulado por la ley, y si la igualdad ante la ley es lo suficientemente efectiva como para descartar que puedan obtenerse ventajas políticas a partir de una intimidación diferencial. “Aunque esto puede darse por descontado en la mayoría de las democracias conmtemporáneas “ricas”, la persistencia de bolsones de poder coercitivo privado, algunas veces tolerada por el Estado, y las inmensas imperfecciones en la igualad ante la ley son factores cruciales que subvierten la igualdad política en muchos países” (Rueschemeyer, 2005), y de paso empeoran la calidad de la democracia en más de una de sus dimensiones.
2.3.3 Cuestiones relevantes que se abren a la discusión Como hemos señalado, la problematización de la ciudadanía de baja intensidad permite introducir en la discusión sobre la democracia en América Latina algunas cuestiones que, siendo de gran relevancia conceptual, empírica y normativa, hasta ahora quedaban fuera de la misma, no nombradas y no vistas, en gran medida porque resultaban difíciles de aprehender con las herramientas analíticas hasta ahora disponibles. A continuación revisaremos brevemente algunas de ellas. a) En relación al régimen democrático La discusión sobre calidad de la democracia de la cual ya hablamos encuentra su sentido en la convicción de que existen distintos grados de democraticidad al interior de los regímenes democráticos. Las democracias existentes se mueven a lo largo de un eje que va de la baja a la alta calidad, en una serie de dimensiones que al parecer sería falaz pretender predefinir e inventariar en forma absoluta. Si bien la problemática ciudadanía de baja intensidad / inefectividad del imperio de la ley ha demostrado ser útil en los estudios sobre calidad de la democracia, nos parece que los nudos en la relación Estado– sociedad que contribuye a iluminar no sólo dicen del nivel de calidad de la democracia: dicen del carácter mismo de la democracia política (O’Donnell, 1993). 90
La traducción es nuestra.
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En efecto, la pregunta por qué ocurre cuando la efectividad de la ley se extiende muy irregularmente a lo largo del territorio y las relaciones sociales (O’Donnell, 1993) no atañe sólo a lo que ocurre en términos de calidad de la democracia o del contexto de la democracia. Atañe a la democracia misma, aun si la entendiéramos en la forma más minimalista -hoy virtualmente obsoleta. Incluso si estamos hablando estrictamente del régimen político y su caracterización (tipológica o de otra clase), los fenómenos y prácticas que aquí hemos brevemente reseñado tienen consecuencias significativas sobre cómo trabajan realmente, con qué lógicas de funcionamiento, y hasta qué punto es probable que cambien las instituciones que componen el régimen (O’Donnell, 2001 y 2003) –tanto las “formales” como las “informales” (ver O’Donnell, 1996). “Por ejemplo, con respecto a la igualdad política, si bien los votos pueden ser contados uno a uno, aquella puede ser violada en el caso de extrema pobreza, donde los ciudadanos no tienen suficiente autonomía para formar sus preferencias y están presionados a decidir por candidatos que los extorsionan clientelísticamente. En este caso, como afirma Fishkin, se viola la autonomía ciudadana y la igualdad en el “poder” del voto y, como corolario, se niega uno de los principio básicos de la igualdad política formal, como es la probabilidad de que cualquier ciudadano sea el votante decisivo en el proceso electoral” (Ippolito, 2003). Desde un punto de vista de teoría política, la ciudadanía de baja intensidad remite a la debilidad del componente liberal de nuestras democracias (O’Donnell, 1993 y 1996). Si entendemos que la autoproclamación de una democracia como liberal descansa en la afirmación de poseer procedimientos accesibles y bien establecidos de protección de las libertades de los ciudadanos individuales (Ware en O’Donnell, 1993) y aplicamos este criterio a la realidad latinoamericana de comienzos del S. XXI, tendremos un conjunto de poliarquías que son democráticas desde la perspectiva de los derechos políticos, pero que dada su incapacidad para proteger los derechos civiles de los ciudadanos no pueden considerarse liberales, o lo serán sólo en forma muy tenue. Como hemos señalado, esta fragilidad de la dimensión liberal se enraíza en algunas particularidades de nuestro proceso histórico de constitución de ciudadanía, el cual no tuvo como telón de fondo nada semejante a una revolución liberal (Véliz, 1980) de la cual emergiera y se consolidara una noción de individuo-agente ampliamente aceptada. Ahora bien, frente a lo anterior se impone la pregunta: ¿en qué punto la inefectividad de los derechos civiles cancela las libertades consideradas requisito de la poliarquía? (O’Donnell, 1996). Si bien esta es una discusión que todavía está pendiente (al moverse el foco hacia la calidad de la democracia, el debate sobre qué hace que una democracia sea una democracia ha pasado a un segundo plano), su vigencia se mantiene. El argumento que plantearemos en un momento apunta a que, paradojalmente, pareciera que un nivel alto de inefectividad de los derechos civiles puede coexistir con una democracia electoral, y esta cohabitación puede incluso sostenerse en el tiempo. De aquí precisamente la necesidad de desarrollar nuevos esquemas conceptuales que permitan comprender esta clase de arreglo “anómalo” para los estándares convencionales de la teoría democrática.
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b) En relación a la efectivización de los derechos “A diferencia de las primeras democracias norteamericanas y europeas del siglo XIX, ninguna de las recientes democracias en el sur de Europa, América Latina, Asia o Europa del Este han tratado siquiera de imponer restricciones formales a los derechos políticos o a la elegibilidad para los cargos públicos. Sin embargo, cuando se trata de restricciones informales al ejercicio efectivo de los derechos de la ciudadanía, la cosa puede ser muy diferente. Esto explica la importancia central (…) de los procedimientos” (Schmitter y Karl, 1996). Si bien en sus primeros procesos históricos de democratización los países latinoamericanos, al igual que los iniciadores, exhibían múltiples restricciones formales a la ciudadanía, que por medio de luchas y conquistas sociales fueron removiéndose, la historia fue distinta en el escenario de las democratizaciones recientes. En las democracias que emergieron el déficit ciudadano no pasa casi por insuficiencias en la ley91, sino sobre todo por problemas en su aplicación, que en último término remiten a una deficiente efectividad social de la ley (O’Donnell, 1993). Por tal efectividad estamos entendiendo aquí “el grado hasta el cual realmente (el sistema legal) ordena las relaciones sociales” (O’Donnell, 2003). Es así como la capacidad de agencia se vuelve un asunto fundamental: no basta con que los derechos sean reconocidos socialmente, a través de la consagración legal. Es necesario que en este reconocimiento los derechos vayan acompañados de los medios para ejercerlos y disfutarlos (O’Donnell, 2003). De lo contrario, se dan casos como el de las mujeres, que al igual que otros grupos han mejorado su situación a nivel constitucional, pero hay escasas leyes que refuercen esta mayor igualdad, y la efectividad de las que existen es bajísima (Pinheiro, 2002). La creación de instituciones nacionales de derechos humanos (como por ejemplo el ombudsman), por ejemplo, se basa precisamente en el supuesto de que no basta la ley para garantizar los derechos (Pinheiro y Baluarte, 2000). En contextos como el nuestro, por lo demás, la desigualdad extrema genera barreras formidables al ejercicio efectivo de los derechos ciudadanos, que no son sólo estructurales sino también culturales, en la medida en que la desigualdad legitima y perpetúa el paternalismo y autoritarismo (Diamond y Morlino, 2005). En el contexto de América Latina es particularmente importante recordar que los derechos no sólo no se efectivizan por parcialidad o negligencia: también porque su implementación requiere recursos, que no siempre están disponibles (O’Donnell, 2003). En este sentido, la asignación de derechos y reconocimiento social siempre tiene restricciones económicas que hay que considerar (Moreira Cardoso y Eisenberg, 2004). 91
Si bien a pesar de los avances todavía existen leyes, criterios judiciales y regulaciones administrativas que discriminan a las mujeres, los pueblos originarios y varias otras minorías (O’Donnell, 2005),
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Puesto que todo derecho requiere de algún tipo de arreglo institucional, muchas veces la razón de que muchos derechos no estén sancionados, otros sean implementados débil o selectivamente, y realmente sólo algunos sean más o menos plenamente implementados, es de tipo económico, de asignación de recursos escasos (O’Donnell, 2004) Dos implicancias de lo anterior son, en primer lugar, que como ya se señaló anteriormente, si se va a traspasar el estrecho espacio del régimen para ir más allá, es absolutamente imperativo entrar seriamente en la discusión económica. En segundo lugar, es importante mantener en mente que, contra lo que muchos suelen pensar respecto a que los derechos civiles no requieren desembolso de recursos, por cuanto sólo consisten en un Estado que se limita o se retira, la efectivización de derechos como el acceso a la justicia o el debido proceso requieren de fuertes inversiones y de un cuidadoso diseño institucional (O’Donnell, 2003). c) En relación a la coexistencia de rasgos democráticos y no democráticos Una lectura común de los fenómenos hasta aquí descritos podría llevarnos a concluir que ellos no sólo constituyen obstáculos que están impidiendo que nuestras democracias se consoliden, sino también pueden transformarse en verdaderas “bombas de tiempo”, que más pronto que tarde acabarán por destruir las democracias políticas en las cuales se insertan. Lecturas semejantes se han hecho sobre los nexos entre desigualdad económica y democracia. La mirada que aquí queremos plantear va por otra ruta. Siguiendo la propuesta de O’Donnell (1996), pensamos que las nuevas democracias latinoamericanas están lejos de una insuficiente institucionalización. Por el contrario, no sólo las elecciones se encuentran razonablemente institucionalizadas, sino que además existen otras configuraciones sociales -más bien no democráticas- altamente estables en el tiempo y que gozan de externalización y objetivación92. Por lo tanto, pareciera que la catástrofe inminente por no consolidación no se encuentra cercana (lo cual no quiere decir que haya que descartar las regresiones autoritarias). En la misma senda, y a partir de la experiencia de las democracias latinoamericanas pasadas y actuales, pensamos que lo característico de América Latina es que hay una coexistencia e interconexión perdurable de leyes formales e informales (O’Donnell, 2001), de rasgos democráticos con otros no democráticos93 (O’Donnell, 1993), situación que coloca a nuestras democracias en un 92
Véliz (1980) adelantó esta clase de planteamiento al enfatizar que el autoritarismo centralista que persiste en América Latina corresponde a un tipo racional de dominación, ya que cumple con el requisito weberiano de estar suficientemente despersonalizado. 93 Nuevamente conviene precisar que, si bien esto ocurre en toda democracia, existen en los casos latinoamericanos diferencias cuantitativas tan grandes que acaban por transformarse en una brecha cualitativa que amerita ser nombrada.
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“limbo teórico” (O’Donnell 1993), a medio camino entre las teorizaciones sobre democracia y sobre autoritarismo. La coexistencia de instituciones democráticas y estructuras de desigualdad, de un Estado operativo y poderes privados, parece estarse volviendo cada vez más estable en muchos de estos países; y en el caso de los Estados con grandes áreas “marrones”, genera situaciones que rayan en la esquizofrenia, al entremezclarse funcional y territorialmente rasgos democráticos y rasgos autoritarios (O’Donnell, 1993). Interesa destacar que esta cohabitación no opera por carriles paralelos que no se tocan, sino por el contrario: tanto en el territorio local como en el simbólico, el Estado y los ciudadanos van desarrollando mecanismos consistentes, dotados de dispositivos de legitimación, donde cristalizan modos específicos y articulados de experiencia democrática en un contexto de ciudadanía de baja intensidad. Hay que tener cuidado con pensar que aquí la democracia opera sólo en los espacios formales y abstractos, y que es el autoritarismo lo que impera en las prácticas cotidianas. Lo que ocurre es una combinación donde “el todo es más que la suma de las partes”, y donde los aspectos democráticos y autoritarios son procesados para conformar un conjunto coherente, que se mueve tanto en lo discursivo como en el nivel de los modos de vida. Los curiosos arreglos institucionales que así se van armando parecen estar dotados de una importante capacidad de perdurar en el tiempo, por lo que descartarlos como “anomalías” o como “figuras transicionales” que debieran desaparecer una vez consolidada la democracia ya no resulta una alternativa aceptable. Tal como otras lo han hecho antes, las democracias políticas latinoamericanas han demostrado que pueden tolerar, sin derrumbarse, altos niveles de desigualdad social y civil (Quiroga, 1998). d) En relación a las tareas de investigación Todo lo anterior nos remite a un punto que ya mencionamos como una de las tareas pendientes en rumbo a una revisión de la teoría democrática con propósitos comparativos: la necesidad de desarrollar una sociología política de la democracia. A la luz de la problemática de la ciudadanía de baja intensidad esta labor se vuelve aún más urgente. Como ha señalado O’Donnell (1996), decir que el país legal y el real no coinciden no es suficiente: hay que investigar cómo se comporta el segundo, según qué reglas, y cómo interactúan éstas con las del primero (es decir, cómo se lleva a cabo concretamente la coexistencia de la que hablábamos recién). Este es un requisito ineludible si no queremos seguir funcionando como si las instituciones formales de la democracia representativa existieran en el vacío, y como si las fallas y problemas en su funcionamiento fueran sólo un asunto de “falta de”: insuficiente institucionalización, insuficiente consolidación… Hace falta que el estudio de estas democracias empiece a dar cuenta no sólo de lo que no hay sino también de lo que hay. Tal como dijimos antes, este es un campo de estudio en el que la ciencia política requerirá la colaboración de otras disciplinas de las ciencias sociales, cuyos aparatos
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conceptuales y metodológicos pueden resultar útiles para aprehender y nombrar estos nuevos objetos de estudio para los cuales, por ahora, tenemos ojos poco entrenados. La teorización respecto a cómo se relacionan estos fenómenos con los objetos de estudio clásicos de la politología, es claramente un desafío disciplinar de grandes proporciones.
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PARTE II – EN CHILE LAS INSTITUCIONES FUNCIONAN – Y LAS TRINCHERAS (SOLAPADAMENTE) PERSISTEN Podría narrarse la historia de América Latina como una recíproca y continua ocupación de terreno. No hay demarcación estable conocida por todos. Ninguna frontera física y ningún límite social otorgan seguridad. Así nace, y se interioriza, de generación en generación, un miedo ancestral al invasor, al otro, al diferente, venga de arriba o de abajo. Miedo a ser expropiado por un latifundista o un banco, a sufrir alguna ocupación militar. Y, por otra parte, miedo a ser asaltado por bárbaros: el indio, el inmigrante, en fin, las clases peligrosas. La lucha por la tierra propia, en el sentido literal, se extiende al terreno simbólico. Todos viven atemorizados de que la pureza de lo propio sea contagiada por lo ajeno. Norbert Lechner, “Los Patios Interiores de la Democracia”
Esta segunda parte, como se señaló en la Introducción, tiene por objetivo avanzar algunas propuestas que podrían orientar el estudio de las formas específicas que la ciudadanía de baja intensidad -entendida como extensión parcial e irregular de la condición ciudadana a lo largo del territorio y de las distintas categorías sociales-, adopta en Chile. En sintonía con la discusión conceptual sobre democracia en América Latina recién revisada, pareciera que aquí radica precisamente uno de los principales aportes que las ciencias sociales pueden hacer al derecho y a la ciencia política en este ámbito: el dar cuenta de las brechas entre las leyes escritas y la realidad social 94 (Cook, 2002) Como ha quedado suficientemente fundamentado en la primera parte, en un contexto de ciudadanía de baja intensidad, la democracia y los derechos corren el riesgo de “flotar” por sobre la vida real de la gente, convertidos en abstracción irrelevante (Conaghan, 2004). Actualmente, Chile cumple los requisitos de la poliarquía de Dahl (O’Donnell, 1996), y la evaluación que realizan organismos como Freedom House y otros es que en general la calidad de nuestra democracia está mejorando (Hagopian, 2005). En términos del patrón de constitución de ciudadanía, según O’Donnell Chile habría seguido el recorrido marshalliano95, y junto con ser una de las democracias más prolongadas de la región (O’Donnell, 2003) poseería uno de los más altos niveles de homogeneidad en la aplicación de la ley, a lo largo del territorio de distintos grupos sociales (O’Donnell, 1993), por lo que se le considera, junto con Uruguay y Costa Rica, miembro del exclusivo grupo de países latinoamericanos donde el Estado y el régimen característicos de la democracia están básicamente satisfechos; con ellos compartiría, además, ser los únicos países de la región donde los problemas en la efectividad del imperio de la ley no 94
Puede decirse que el marco más global en el que se insertaría este tipo de reflexiones en la necesidad de crear una “fenomenología de la democracia latinoamericana”, es decir, dar cuenta de la experiencia de la democracia, incluidas las decepciones (Rosanvallon 2004). Para una fundamentación acabada de la dimensión subjetiva en el estudio de la democracia, ver Lechner, 1988. 95 Aunque en las últimas tres décadas habría experimentado un importante retroceso en la ciudadanía social (O’Donnell, 2003).
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se han intensificado durante el periodo post-autoritario (O’Donnell, 2002). El único punto crítico que se plantea recurrentemente en cuanto a ciudadanía de baja intensidad para el caso chileno, son los enclaves autoritarios heredados del régimen militar (O’Donnell, 2003, 2004; Hagopian, 2005). A la luz de lo que hemos planteado hasta ahora, nos parece que estas evaluaciones requieren ser complementadas por una línea de exploración empírica más extensiva y profunda, puesto que, aun asumiendo que el estatus objetivo de Chile es distinto al del resto de la región, se impone la pregunta por cuáles son los mecanismos relacionales y simbólicos que han ido configurando –aunque probablemente menos visiblemente que en otros casos- la ciudadanía de baja intensidad en nuestro país, históricamente y en la actualidad. El análisis que a continuación presentamos constituye por tanto un primer paso, muy preliminar pero necesario, en la ruta señalada de comenzar a desarrollar una sociología política de las democracias latinoamericanas, que tenga a la ciudadanía como uno de sus componentes centrales. En el primer capítulo haremos una breve revisión histórica de la desigual y parcial constitución del status ciudadano en Chile en el período 1810-197396, poniendo el acento en la obsesión por el orden que cruza este proceso en nuestro país desde los inicios de su vida independiente. Desde luego, esta misma historia puede contarse, y se ha contado ya, desde múltiples prismas no excluyentes: es la historia de la conformación de actores sociales, la historia de la desigualdad política y social, la historia de nuestra sociedad civil, la historia de nuestra cultura autoritaria, la historia de las relaciones de poder entre elite y masa, la historia de nuestra heterogeneidad estructural, la historia de los déficits de nuestra condición moderna, en fin… Lo que pretende esta reseña no es aportar nueva información a la tarea ya largamente realizada por historiadores y sociólogos, sino más bien identificar un cierto “origen” a partir del cual, por medio de continuidades y rupturas, se ha desplegado –y también replegado- la condición ciudadana en Chile, tanto en sus aspectos formales y constitucionales como en su eficacia para el accionar cotidiano. Por lo demás, como se señaló en la primera parte, hasta ahora el estudio empírico de rasgos como el particularismo, la desigualdad, el clientelismo, el autoritarismo en la cultura sólo había incorporado estos elementos al análisis de las democracias latinoamericanas bajo el rótulo “obstáculos”; aquí, interesa explorarlos como componentes centrales de las formas específicas de democratización que aquí existen (O’Donnell, 1996). Siguiendo la metáfora de Lechner, nos interesa iluminar los sentidos sobre los cuales Chile –particularmente, su clase política- ha pretendido sucesivamente instalar demarcaciones de terreno que permitan dotar a la vida social de cierta predictibilidad y 96
Si bien según lo que ya hemos señalado la ciudadanía no queda formada en un momento histórico dado y para siempre, sino que está en permanente construcción, hemos optado por esta periodización porque pensamos que contiene los hitos principales de la secuencia chilena que nos interesa relevar, y también debido a que el régimen militar constituye un periodo excepcional de retroceso en la ciudadanización que requeriría ser analizado en sí mismo con mucha mayor profundidad de la que aquí es posible.
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certidumbre, y por sobre todo conjurar el miedo al invasor, al otro, al diferente, al bárbaro. La otra cara de esta historia por cierto es la de las estrategias, tácticas y pactos que han permitido a algunos de los invasores obtener su visa de residente; y la de las nuevas fronteras y señas de diferenciación que surgen una vez que el límite externo de la polis va ampliándose hacia los márgenes. Llama aquí la atención que los márgenes parecen estar dotados de un curioso mecanismo de reproducción: basta que se borre uno para que aparezcan varios nuevos (o reaparezcan varios límites antiguos que se creía zanjados por los alegres pactos de la postguerra). Como señala Rosanvallon, la importancia de conocer la historia de las democracias y sus “patologías” no está sólo en las tradiciones, sino en entender cómo se generan las contradicciones que se mantienen hoy (Rosanvallon, 2004). La revisión de esta trayectoria, de estos hitos, nos permitirá en un segundo capítulo echar un vistazo a algunos casos ilustrativos de estas contradicciones, que vienen a constituir las actuales trincheras en este interminable proceso de ocupación y demarcación de terreno. En efecto, y a pesar de que la condición ciudadana efectivamente se ha ampliado de forma cualitativa en Chile durante los últimos 200 años tanto en lo jurídico como en lo social, constantemente hemos asistido a la recreación de fronteras internas en lo que podríamos llamar el territorio ciudadano, que a la larga configuran distintos grados de intensidad del mismo; y en algunas zonas de este “territorio simbólico”, pareciera que la intensidad de la ciudadanía tiende a ser consistentemente baja. Como el lector inmediatamente notará, la selección de los casos de análisis no pretende ser exhaustiva. Dentro del panorama actual de la ciudadanía de baja intensidad en Chile, hemos dejado fuera una infinidad de fenómenos o episodios que pueden juzgarse de igual o mayor relevancia (como la discriminación de género y de las minorías sexuales, el servicio militar obligatorio, la censura cinematográfica, las paradojas de la construcción de ciudad, el conflicto mapuche, la situación de los inmigrantes, el debate en torno a temas sexualidad y salud pública, por nombrar sólo algunos), para concentrarnos en cuatro casos que en nuestra opinión satisfacen suficientemente el objetivo de dar cuenta de las principales coordenadas de la cartografía ciudadana chilena, hoy: libertad de expresión y derecho a la honra; estigmatización del otro y vigilantismo; desigualdad en el acceso a la justicia; violencia y miedo en los barrios vulnerables urbanos. Algunos de ellos parecen ser la reedición de viejos hitos limítrofes que según la historia oficial se encontrarían largamente abandonados; otros representan nuevas fronteras levantadas apresuradamente a la luz (a la sombra) del miedo, ya sea en el nivel de las prácticas cotidianas de las personas, ya en el discurso público del Chile post-autoritario, o en ambas; también están los que nos recuerdan que, a pesar de encontrarse largamente sitiadas por la movilización y la retórica democrática, hay ciudadelas de nuestro país simbólico cuyos muros porfiadamente resisten el asedio, adoptando un aire sacralizado e incuestionable tanto para quienes los miran desde dentro, como para los ojos de quienes espían desde fuera, muchas veces furiosos y anhelantes. Son los reductos en los que el aire de la igualdad raramente ha penetrado.
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1. LA PARCIAL Y DESIGUAL CONSTRUCCIÓN DE LA CIUDADANÍA EN CHILE, 1810 – 1973. EL ORDEN TODOPODEROSO Según una serie de estudiosos de la historia latinoamericana, la primacía de la noción absoluta de orden estaba presente tanto en la inspiración organicista de la escolástica española, como en la idea del orden cosmológico de las culturas precolombinas, lo cual hasta cierto punto explicaría la prevalencia de este tipo de pensamiento en nuestros países. “Como han mostrado los especialistas, esta característica difiere fuertemente de la idea de orden de los países noratlánticos, centrada en la primacía del individuo y el carácter contractual de los vínculos” (PNUD 2004). Esta primacía del orden cobró en Chile especial énfasis durante el periodo colonial, debido principalmente a su carácter de colonia pobre (no hubo poderes que disputaran la hegemonía del Estado o la Iglesia sobre la base de intereses económicos); y a la llamada “guerra permanente” con el pueblo mapuche, la cual en el plano identitario comenzó además a fundar la convicción de poseer una naturaleza particularmente indómita97. El momento de constitución de las nuevas repúblicas encuentra a los líderes de los movimientos independentistas en un momento de rechazo (por razones obvias) de la hegemonía cultural española, y en la búsqueda de nuevos modelos foráneos que puedan orientar su labor fundacional: estos modelos serán el francés y el anglosajón (Larraín, 2000). “Las nuevas repúblicas resultaron de este esfuerzo de adopción – adaptación – falsificación de la tradición anglosajona, cuyo pasado colonial también era muy diferente. El resultado ha sido que las nuevas provincias desgajadas del imperio español no han logrado ser ni muy democráticas, ni plenamente capitalistas, ni mayormente liberales, ni siquiera enteramente repúblicas. No han conseguido, en una palabra, ser modernas: han quedado atrapadas en su pasado autoritarista, aristocrático y católico sin conseguir llenar el vacío que dejaron en ellas su antirracionalismo, la proscripción de la reforma, su resistencia a la ilustración y a la revolución industrial” (García de la Huerta 1987)98. En casi todo el continente la inestabilidad post-Independencia se zanjó por medio del caudillismo, con el poder personal de un jefe situado sobre la ley o haciendo su propia ley. Chile habría sido un caso divergente, ya que tempranamente –se ha señalado- el Estado portaliano, del que hablaremos en un momento, introdujo el principio de la legalidad. “El caso fue en Chile, entonces, que la búsqueda del padre fue sustituida tempranamente por la búsqueda de la legitimidad” (García de la Huerta, 1987 Es en este momento que comienza a tejerse lo que podríamos llamar el “mito de la excepcionalidad chilena”. En efecto, numerosos politólogos extranjeros, políticos, 97
Esto se manifiesta en la apelación a la “raza chilena”, resultado del “abrazo de dos razas guerreras” (Palacios en García de la Huerta, 1987). 98 Para profundizar en este argumento, ver Véliz, 1980.
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historiadores y cientistas sociales han compartido la idea de que la ‘hazaña’ principal registrada en la historia política de Chile sería que su sistema político ha sido el más estable de América Latina; el que ha logrado superar sus crisis con soluciones racionales y de consenso. “Algunos analistas han dicho que esa “espiral virtuosa” se debe a la “idiosincrasia cultural”, al carácter cívico de sus elites, ya detectable del tiempo de la Conquista (…) Para otros, la hazaña no sería producto del ‘carácter’ de las elites, sino de la ‘calidad’ de las constituciones, instituciones y leyes que el país –o su clase dirigentesupo darse como forma eficiente de auto-determinación. La estabilidad, por tanto, sería efecto del buen Derecho. De esa perfección sistémica capaz de ‘objetivar’ el poder y ganar ese trofeo de modernidad que Alberto Edwards llamó ‘el Estado en forma’” (Salazar, Mancilla y Durán, 1999). El “mito portaliano”99 se entronca con el anterior, y juega un rol fundamental en la conformación del discurso identitario nacional. “El principal mérito atribuido a Portales es la creación de un régimen político estable, basado en el derecho y la institucionalidad. Es el ‘régimen portaliano’, superior a los personalismos y la arbitrariedad que, al crear la imagen abstracta de la ley y la autoridad, debía atender a los fines superiores de la nación” (Villalobos 1989: 119). Ahora bien; ¿en qué consistía precisamente el ‘Estado portaliano’? Nos detendremos aquí un momento, en el supuesto de la relevancia que tiene este momento de creación institucional –y las interpretaciones que a partir de él se han construido- para la comprensión del posterior proceso de constitución ciudadana en Chile, y de sus dificultades100. Alberto Edwards, en “La Fronda Aristocrática” (1927), proclamó: “la obra de Portales fue la restauración de un hecho y un sentimiento, que habían servido de base al orden público, durante la paz octaviana de los tres siglos de la colonia: el hecho, era la existencia de un Poder fuerte y duradero, superior al prestigio de un caudillo o a la fuerza de una facción; el sentimiento, era el respeto tradicional por la autoridad en abstracto101, por el Poder legítimamente establecido con independencia de quienes lo ejercían. Su idea era nueva de puro vieja: lo que hizo fue restaurar material y moralmente la monarquía, no en su principio dinástico, que ello habría sido ridículo o imposible, sino en sus fundamentos espirituales como fuerza conservadora del orden y 99
Para los historiadores heterodoxos que denuncian la falsedad de este mito, Portales tradicionalmente ha representado “la fisonomía de un hombre patriota y honesto, que forjó la institucionalidad, el respeto al derecho y el halo impersonal de la autoridad respetada y respetable” (Villalobos, 1989). Sin embargo, sus actuaciones públicas demuestran su total desprecio por el régimen constitucional, y en último término evidencian que el ‘Estado portaliano’ está más cercano a la fuerza desnuda que a la burocracia weberiana. 100 Según Brian Loveman, las disposiciones que introduce la Constitución de 1833 para resguardar el orden y exorcizar la anarquía “con algunas alteraciones sobrevivieron a una nueva Constitución en 1925 y sirvieron como razón legal de las acciones de la junta militar que depuso al Presidente Allende en 1973” (Loveman citado en Mascareño 2004). 101 En cursivas en el original.
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las instituciones102” (en Villalobos, 1989). Ocurrió entonces que el régimen legal del nuevo Estado vino, a fin de cuentas, a reproducir el esquema del poder colonial, chilenizando el Estado hispánico (García de la Huerta, 1987; Barros, 2000). “El nuevo Estado, aunque no se quiera saber y reconocer tal, es heredero y continuador del poder colonial. Y al fin de cuentas, ¿qué otra cosa podía ser?” (García de la Huerta, 1987). Se trató de una de esas situaciones en que, a fuerza de rechazo, se acaba consagrando y perpetuando aquello que se pretendía superar. En las ideas políticas que informan el orden consagrado en la Constitución de 1833, “resalta como elemento básico el horror por el desorden, que encauza todas las otras consideraciones y obliga a crear un tipo de gobierno autoritario. Los gobernantes no deben vacilar en ‘golpear a los revoltosos’” (Villalobos 1989)103. No llama la atención así que las dos dictaduras que han irrumpido en el siglo veinte -intérpretes de los intereses oligárquicos ambas- hayan aludido al “ideario portaliano” (Ibid.). No hay ejemplos en Chile de gobiernos derrocados por el pueblo; “de modo que el mito de la Revolución Francesa –de una sublevación popular protagonizada por la plebe oprimida contra el orden existente y que culmina con la implantación de uno nuevo- ha sido en Chile sólo una idea en los espíritus, un fantasma, cuya función no sería quizá nada ocioso tratar de precisar” (García de la Huerta, 1987). Al contrario: los reflujos autoritarios consistentemente han apuntado a impedir del debilitamiento del poder de las elites, en un contexto de expansión e intensificación de la ciudadanía104 (PNUD 2004). No obstante su desprecio por la aristocracia, “Portales fue el caudillo eficaz del núcleo tradicional y éste se sintió interpretado por él en sus ideas e intereses” (Villalobos 1989). La Constitución de 1833 fue el documento capital del ordenamiento oligárquico, porque con su concepto del poder y sus disposiciones concretas estuvo destinada a consagrar las aspiraciones de este núcleo (Ibid). La preeminencia, en adelante, del Estado en la vida civil y económica105, puede ser vista más bien como preeminencia de las elites. Ésta, sin ser desde luego un fenómeno sólo chileno, es una característica estructural de esta 102
Las cursivas son nuestras. “La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República (…) La República es el gobierno que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo lo entiendo para estos países? Un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos. Esto es lo que yo pienso y todo hombre de mediano criterio pensará igual” (Diego Portales en carta a Cea, citado en Villalobos 1989). 104 En este mismo sentido, Salazar llama la atención sobre la paradoja de que los golpes de Estado que en Chile se han dado para ‘producir’ la ley no han sido considerados ilegítimos, “sino, al revés, como gestas heroicas que consumaron la hazaña de la ‘estabilidad’. Los golpes que ha intentado la ciudadanía contra eso, sin embargo, no se han considerado ‘gesta nacional’, sino ‘atentados’ contra la Ley” (Salazar, Mancilla y Durán 1999). 105 De la que por lo demás tanto se ha hablado: Góngora decía que la nacionalidad chilena ha sido formada por un Estado que la ha antecedido. 103
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sociedad. “A cualquier nación la modelan sus elites (…) No podría ser de otro modo en Chile donde prácticamente había una clase dueña del país: tierra, minas, bancos, prensa, administración, todo era suyo” (García de la Huerta 1987:). En este punto, hay que recordar que la aristocracia criolla era sumamente homogénea, de experiencia política prácticamente nula, y desprovista de nortes doctrinarios más o menos precisos. “La experiencia de la anarquía amenazaba la vida patriarcal a que estaba acostumbrada la aristocracia. Es esta amenaza la que hace que la aristocracia comience a ver una cierta comunidad de intereses. Se trata de recuperar un orden social perdido, de que vuelvan condiciones de estabilidad para que cada cual pueda dormir satisfecho (…) Lograda ya la emancipación ha surgido una nueva meta común: la superación de la anarquía106” (Barros y Vergara, 1991). En coherencia con lo anterior, “el código de 1833 aparece traspasado por la obsesión del orden, que configura toda la vida pública y el funcionamiento del Estado bajo la mano poderosa del presidente de la República. Ya el manifiesto emitido por el presidente Joaquín Prieto con motivo de la promulgación, expresó aquel sentido fundamental, al señalar que los constituyentes “despreciando teorías tan alucinadoras como impracticables, sólo han fijado su atención en los medios de asegurar para siempre el orden y la tranquilidad pública contra los riesgos de los vaivenes de partidos… La reforma no es más que el modo de poner fin a las revoluciones y disturbios, a que daba origen el desarreglo del sistema político en que nos colocó el triunfo de la independencia” (en Villalobos 1989). El Estado post-colonial debutó así con la consigna de recuperar y reforzar los muros que durante la colonia habían ordenado el paisaje en esta Capitanía General, cerrando los boquetes que se pudiera haber abierto en ellos durante los años posteriores a la Independencia107. La Constitución de 1833 enfrentó la tarea cavando dos fosos concéntricos para resguardar los muros ya existentes: uno para separar a la autoridad de la ciudadanía, y otro para separar a los ciudadanos de los no ciudadanos. A ambos les puso por delante una sólida línea de defensa, vestida del uniforme de la legalidad republicana. El orden se transformó en el principio de legitimación del poder, y en su norte. Para cavar el primer foso señalado, se atribuyó un conjunto de facultades extraordinarias al Presidente, incluyendo la capacidad de veto de cualquier disposición del parlamento, la legislación autónoma por vía de decretos y reglamentos, y el nombramiento y remoción a voluntad de los miembros del poder judicial. El Congreso podía sesionar únicamente tres meses al año y estaba incapacitado para autoconvocarse 108 (Barros y Vergara, 1991; Barros, 2000). El Estado que surge es entonces altamente autoritario y 106
Las cursivas son nuestras. “Nada mejor para lograr superar la anarquía que un gobierno fuerte en el que se delegan toda suerte de atribuciones. Nada mejor para superar el caudillismo que acogerse al principio de la autoridad impersonal y que subordina a ésta el control de las armas. Nada mejor para vencer la inestabilidad política que suprimir toda posible división o facción partidista y que desechar la idea de asambleas, de la libre asociación y de debate doctrinario” (Barros y Vergara, 1991). 107
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presidencialista. En cuanto al segundo foso (la distinción entre ciudadanos y no-ciudadanos), la Constitución del ’33 se lució en las artes del realismo político. A diferencia de nuestros ensayos constitucionales previos, o de los que proliferaban en ese momento a lo largo y ancho de toda América Latina, “los constitucionales del ’33 no se enredan en doctrinas ajenas a la realidad nacional, sino que, procediendo del análisis de las condiciones particulares, determinan el contenido de las normas. No pretenden que la norma venga a cambiar las condiciones sociales de la época, sino que, muy por el contrario, que sean estas mismas condiciones las que se reflejen en su contenido” (Barros y Vergara 1991). No se trata, entonces, de una apuesta aspiracional o normativa en términos de ciudadanía, sino de la pura consagración de lo fáctico109. Nos encontramos así con que los derechos y libertades consagrados en la Constitución del ’33 eran muy escasos, y en conjunto eran más pobres que los consignados en las constituciones anteriores (Villalobos, 1989). Se limitaban a: la igualdad ante la ley, las cargas y los cargos públicos, la libertad de movimiento, la inviolabilidad de la propiedad, el derecho de presentar peticiones, la libertad de publicar opiniones sin censura previa y el derecho de habeas corpus; en síntesis, un conjunto de disposiciones que permiten hablar –aunque en forma restringida- de una incipiente ciudadanía civil. Por otra parte, y en un claro intento de prevenir la formación de facciones que pudieran llevar a la anarquía, se desconoce la libertad de asociación. La ciudadanía política chilena nace pues sin uno de los derechos que la caracterizan en sus versiones europea y norteamericana (el de libre asociación). El voto, desde luego, es censitario, lo cual, dadas las distribuciones de la propiedad y del ingreso de la época, significaba en la práctica su restricción a los contados miembros del sector pudiente (Barros y Vergara, 1991). El 90% de los chilenos mayores de 21 años quedó en cambio constitucionalmente excluido de la ciudadanía política. “Esta era la suma de: mujeres; chilenos sin propiedad inmueble, ni capital invertido, ni un ingreso equivalente o superior a $200 anuales (o sea: cuatro veces el ingreso medio de un peón corriente); y sirvientes” (Salazar, Mancilla y Durán 1999). La ley electoral del mismo año agregó a este listado a los miembros del clero regular; a los soldados, cabos y sargentos del Ejército Permanente; y a los jornaleros y peones-gañanes. Esto en cuanto a la ciudadanía formal, reconocida en las leyes. ¿Qué puede decirse sobre 108
Para otras características de la Constitución del ’33 que denotan su presidencialismo y autoritarismo, ver Barros, 2000. 109 Esta subordinación de la ley y el derecho a las necesidades del realismo político es la que lleva precisamente a varios historiadores heterodoxos a poner en duda el mentado no personalismo de la institucionalidad que marcó el primer siglo de vida independiente en Chile. Famosa es ya la frase de Portales: “Maldita ley, entonces si no deja al brazo del gobierno proceder libremente en el momento oportuno (…) De mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas por su perfecta inutilidad!” (Carta a Garfias, citada en Villalobos 1989).
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la realidad social en que se hacía –o no- efectiva esta condición? Partamos por afirmar que la ciudadanía política de reducto, que en buenos términos constituía la excepción dentro de la regla (los iguales eran como islas en un mar de desigualdad), se avenía bien con las condiciones sociales de la época, que se conservaban casi intocadas e indiferentes al fin del período colonial. En efecto, Chile poseía una sociedad casi enteramente rural, donde la férrea jerarquía entre señores (destinados a mandar, dotados de la virtud moral y el conocimiento necesarios para introducir orden en el mundo social) y pueblo (destinados a ser tutelados por su propio bien; “los pequeños de esta tierra”, proclives a la inmoralidad y el desorden de las pasiones, de menor virtud, discernimiento y capacidad de autocontrol) (PNUD, 2004) era considerada natural. El material escrito de la época, de hecho, en lugar de hablar de trabajo y de trabajadores, habla de servir y de sirvientes (Barros, 2000). Esta organización señorial del poder, que se perpetuaría durante todo el S. XIX y parte del XX, tenía una doble expresión: la vida en las ciudades, marcada por la segregación espacial; y la institución social de la hacienda. Estas dos expresiones dan cuenta también de una “imagen bifurcada” de Chile: territorio jurisdiccional pacificado en el núcleo administrativo y productivo del centro y norte; y “tierra de guerra” o “frontera” en el sur –por la reputación ganada durante los siglos XVI y XVII, a raíz de la resistencia araucana110 (Jara en García de la Huerta, 1987). En el diseño urbano de damero de las ciudades chilenas, desde la colonia, las distinciones sociales habían corrido a la par de la distancia espacial y la eliminación de las mezclas sociales; una vez más, parecía que sin la expulsión del otro no había cómo distinguirse de él. “Por eso, el lugar que habita el expulsado es residual: el marginal es el habitante de los márgenes. Esto no es tan evidente en otras ciudades de América” (PNUD 2004). Con todo, en las ciudades, a diferencia de en la hacienda, tendía a primar el poder legal del Estado, además del de la Iglesia, el comercio y la discusión letrada. En cuanto a la situación en la hacienda, en la práctica, el temprano y fuerte Estado chileno durante el S. XIX llegaba sólo hasta sus puertas; dentro de ella, más que la legislación positiva siguieron imperando la tradición y las costumbres, por lo que nociones como Estado, ciudadanía, derechos, carecían de sentido por su irrelevancia en la vida cotidiana (Barros, 2000). Como han analizado largamente las ciencias sociales latinoamericanas, la reciprocidad asimétrica de la hacienda no se basaba en derechos ni retribuciones económicas, sino en un sentido de lealtades personales, remachado todo ello por la religión. “Esta noción del poder como don de la vida regulado por intercambios simbólicos y relaciones personalizadas ha tenido un fuerte impacto sobre la cultura política en América Latina. La violencia, el populismo, la legitimación simbólica 110
Hasta cierto punto es la primera faceta la que ha fomentado el relato de Chile basado en la exaltación de la ley y respeto de los valores cívicos (García de la Huerta, 1987), mientras la segunda ha alimentado la versión militar-racial de la identidad chilena (ver Larraín, 2001). Podría aventurarse que más que tratarse de dos versiones distintas –y autónomas- de nuestra identidad nacional, cada una ofrece una contracara a la primera, sustentando al mismo tiempo su existencia.
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de la desigualdad y la ausencia de derechos en los subordinados encuentran aquí algunas de sus raíces y sentidos” (PNUD 2004). Si recordamos que el mundo de la hacienda se mantuvo incólume con sus jerarquías y vínculos tradicionales incluso hasta 1950, en que un tercio de los chilenos vivía aún en el campo (Barros, 2000), se vuelve patente el rasgo básico de parcialidad sobre la cual se constituyó la ciudadanía en nuestro país: su apelación universal a la igualdad estaba paradojalmente basada en la exclusión de parte importante de la población adulta, tanto por las restricciones formales impuestas jurídicamente, como por el bajo imperio de la ley en gran parte del territorio. En términos culturales, además, el lazo entre señores y pueblo, en su doble manifestación urbana y rural, se construía de espaldas a cualquier clase de imaginario ciudadano. Más bien la metáfora imperante para explicar las relaciones sociales era la de una familia, con padres autoritarios y bondadosos, e hijos legalmente incapaces pero obedientes. Los primeros producían un orden que elevaba la condición de los segundos y les permitía una supervivencia pacífica, a lo cual éstos respondían con gratitud (PNUD 2004)111. Desde que se instituye este pacto excluyente para la fundación del Estado nacional, cualquier intento de subversión de dicho orden por parte de los otros excluidos ha aparecido en Chile como una “invasión” de los espacios reservados y una “profanación” de la pureza del orden. “Hasta el día de hoy, los periódicos del país tienden a informar de las marchas y concentraciones populares haciendo hincapié en la “suciedad” y “desorden” que producen. La metáfora de la amenaza social que pronunciarán los patricios será la de una “violación del espacio reservado”, y el “caos” que resulta de ella” (PNUD 2004). Durante la segunda mitad del S. XIX se produce un proceso de diversificación del grupo dominante (hasta ese momento formado casi exclusivamente por la aristocracia castellano vasca terrateniente), con el surgimiento de una nueva elite vinculada a la minería y el comercio, y altamente permeada por el ideario liberal ilustrado. Esto condujo a la progresiva liberalización del Estado, que tendrá su auge en términos de conflictividad política en la Revolución de 1891, y al surgimiento de un sistema de partidos cuyo eje de conflicto estaría en la pugna clerical / anticlerical (éste es el sistema de partidos que perdurará de 1857 hasta 1920, y que implantará en Chile la lógica de los tres tercios) (Arriagada, 1997). Tras la instauración de la República Parlamentaria en 1891, se consagran la libertad de expresión, de asociación y de reunión, con lo que acaba formalmente el autoritarismo que marcó el arreglo institucional del S. XIX. Paralelamente, sin embargo, y a pesar de que las reformas electorales de 1874 eliminaron los requisitos de propiedad y renta para la inscripción en los Registros Electorales, el cuerpo electoral siguió siendo muy 111
Llama la atención que muchos miembros de la elite nacional siguen adhiriendo a esta metáfora para explicar su posición de poder, a comienzos del S. XXI. Ver PNUD, 2004.
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restringido. El crecimiento del número de votantes tras eliminación de requisitos censitarios fue sólo leve, y si en 1876 votaba un 3,9% de la población, en 1924 (medio siglo más tarde) lo hacía tan sólo un 5%. La calidad de ciudadano político seguía restringida jurídicamente a los hombres mayores de edad y alfabetos, en un contexto en que el 70% de la población no leía ni escribía, y seguían predominando la ruralidad y la hacienda. La intensidad de la ciudadanía no varió demasiado entonces hasta las primeras décadas del S. XX. Por otra parte, las mismas reformas electorales mencionadas quitaron al Ejecutivo la atribución de organizar las elecciones, y ésta pasó a las Juntas de Mayores Contribuyentes. En la práctica esto implicó reducir la intervención del Ejecutivo, aunque al mismo tiempo se facilitaba la intervención de los poderosos. Entre los miembros de la elite liberal, la comprensión de esta realidad paradojal se hacía posible por un cierto proceso de disociación: entre sí eran ciudadanos que se querían iguales y libres; pero frente al pueblo seguían siendo los bien nacidos, que deben hacerse cargo de esa humanidad apenas larvada, “(…) seres embrionarios, crueles y envilecidos… inconscientes en su trabajo, indolentes, sin afán de superación, fatalistas y alcoholizados, humanidad en preparación” (Inés Echeverría en “Cuando Mi Tierra Era Niña”). La ciudadanía por tanto era concebida como un asunto exclusivamente de señores112 (Barros, 2000). La guardia que vigilaba los muros simbólicos de la sociedad comienza a vestirse de civil, y los muros son reemplazados por barreras más sutiles, pero igualmente impenetrables, de modo de mantener a la masa –dócil, ignorante, inocente- a raya y bajo permanente custodia. Así se consolida entonces el carácter excluyente de nuestro pacto de Modernidad. Pero no hay que asombrarse: la Modernidad ilustrada siempre tuvo sus “otros” internos y externos a partir de los cuales definía su propia identidad, en la díada civilización/barbarie113. No es de extrañar entonces que los proyectos de constitución de repúblicas en América Latina, fuertemente imbuidos de este ideario (y sobre el sustento de una estructura social y de poder fuertemente arraigada tras tres siglos de colonia), hayan reproducido esta dinámica. Esta contradicción entre los idearios, y la facticidad del poder real de base agraria, persiguió nuestra historia institucional durante los cien años siguientes, y se hicieron distintos intentos y ensayos para resolverla. Unas veces se avanzó en la creación de condiciones para que surgiera la esquiva ciudadanía (leyes electorales, políticas sociales universales, contención del poder de la Iglesia); otras, se experimentaron reflujos frente al miedo de las oligarquías a perder su poder (PNUD 2004). El S. XX sería el de la 112
Esto es observable en toda América Latina durante el periodo de modernización oligárquica del S. XIX. Así se puede entender el hecho, destacado por García Canclini, que la Constitución brasileña de 1824 incorporara parte importante de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre mientras la esclavitud subsistía hasta fines de siglo (García Canclini en Larraín, 2000). 113 Larraín (2000) propone un cuadro más o menos completo de los “otros” de la Modernidad y sus “sinrazones”: salvajismo (negros, salvajes y pueblos no-civilizados); tradición (nobles, sacerdotes); desorden (clases trabajadoras, masas); emoción (mujeres); insanidad (locos).
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pugna por las fronteras. En los primeros años del nuevo siglo, en efecto, se inició una serie de fuertes cambios sociales que determinó el ocaso del período oligárquico. Se conjugaron aquí varios procesos nacionales e internacionales que no viene al caso analizar aquí con detalle: el creciente desprestigio del liberalismo, el surgimiento de nuevos actores sociales propio de una estructura social que comienza a diferenciarse, la aparición y difusión de corrientes de pensamiento socialistas, comunistas y anarquistas, etc. La modernización económica y la inserción económica internacional habían transformado los sistemas productivos (crecimiento de un incipiente sector secundario, industrial) y, por lo tanto, el orden social, marcando el paso de una sociedad dual (elite-masa) a una compleja, de clases, heterogénea, cruzada además por una intensa migración rural-urbana. Todo esto llevó a que surgieran fuertes presiones sobre el sistema político, de parte de grupos que antes no habían tenido participación en él. En primer lugar, de parte de las capas medias conformadas por abogados, literatos, periodistas, intelectuales, poetas, maestros, científicos y técnicos, empleados públicos, etc. Estos grupos habían ido acumulando enorme poder e influencia en la educación, la cultura, la burocracia pública y las profesiones liberales, y poco a poco comenzaban a ser respetados, dejando de ser vistos como “siúticos” risibles por la elite (ver Barros, 2000). Por otra parte, el naciente proceso de industrialización y sobre todo el desarrollo de la minería del salitre a gran escala crearon un sector obrero significativo y fuertes concentraciones de trabajadores en las grandes ciudades y en los establecimientos mineros114 (Norte y Concepción). Junto con este proletariado criollo surgen organizaciones que buscan defender los intereses de los trabajadores y promover la solidaridad entre ellos: sindicatos, mancomunales, sociedades de socorro mutuo, prensa obrera y luego partidos políticos de clase. La disputa por las relaciones entre Iglesia y Estado abandonó así inadvertidamente el centro de la arena política, el cual fue ocupado (fue tomado, de hecho) por la cuestión social: la problematización de las abismantes desigualdades sociales, y la consiguiente lucha por mejorar las condiciones de trabajo (no había convenios colectivos, todos eran individuales y verbales; no existía descanso dominical ni una jornada laboral definida; campeaban el trabajo infantil y femenino; las remuneraciones eran extremadamente bajas y con pago en especies y fichas), pero también por otras condiciones de vida: vivienda, salud, previsión. Todo esto parte por la progresiva –y muy conflictivadesnaturalización de las inhumanas situaciones que afectaban a las clases trabajadoras: una cuarta parte de quienes vivían en las ciudades lo hacían en conventillos con más de cuatro personas por pieza; no había alcantarillados ni agua potable; la tasa de mortalidad se elevaba a 304 por cada mil niños nacidos (Barros, 2000; Arellano, 1985). 114
En Chile no surge en esta época ningún movimiento campesino, como sí ocurre en otros países latinoamericanos.
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La lucha de las organizaciones obreras contra la injusticia remeció a la sociedad chilena: despertaba adhesión, rechazo, miedos, y también debate sobre la fuerte represión de que era objeto el movimiento obrero por parte de un Estado temeroso y en declinación. Hitos importantes de este asalto a las fronteras fueron las huelgas de portuarios en Iquique y Chañaral, tranviarios en Santiago, salitreros a lo largo de la pampa, trabajadores carboníferos de Lota y Corral, estibadores de Valparaíso; particularmente emblemática para el movimiento obrero en las décadas siguientes será la llamada “matanza de la Escuela de Santa María de Iquique”, en 1907 (las versiones de los oficiales de Ejército presentes hablan de 140 muertos, mientras el relato popular cuenta 3.600 muertos, entre hombres, mujeres y niños). El terror a la invasión y al desorden se dejó sentir entre los miembros de la oligarquía que vivía sus últimos “años dorados”. La construcción de los otros no ya como niños desobedientes sino como “clases peligrosas” sin Dios ni ley sirvió como legitimación para una mano dura, que sin embargo al fin debió rendirse frente al ataque por múltiples frentes. Los muros comenzaban a derrumbarse y el trazado de los límites era rehecho. En el año 1920 la oligarquía por primera vez pierde las elecciones presidenciales (en una elección marcada temáticamente por la cuestión social; y en la que participa sólo el 6% de la población). Arturo Alessandri Palma, el Presidente entonces electo, representa a los sectores políticos emergentes y encarna un proyecto destinado a acabar con el Estado oligárquico tradicional115 (Barros, 2000), lo cual implica llevar a cabo una serie de reformas; el supuesto que comienza a imponerse es que el Estado debe no sólo incluir la participación de más ciudadanos sino asumir, como función prioritaria, el desarrollo económico y social del país, promoviendo y financiando la industrialización, asistiendo la educación, salud y vivienda de los sectores más populares y reconociendo a los trabajadores como sujetos con derechos en sus relaciones laborales. A la Ley de la Silla de 1914 y otros logros del movimiento obrero pre-Alessandri se suman ahora un conjunto de leyes sociales sobre contrato de trabajo, sindicato, derecho a huelga, indemnización por accidentes del trabajo; la introducción de impuestos a la renta con tasas progresivas; la creación de los primeros ministerios sociales y entidades provisionales. Desde entonces, y hasta 1973, se desarrolla un proceso ininterrumpido de expansión de la ciudadanía social, sostenido por un siempre creciente gasto público. Los gobiernos radicales a través de la fórmula del Frente Popular, particularmente, fueron el motor de una honda transformación en la sociedad chilena, al representar la idea de un nuevo orden económico fundado en la Industrialización por Sustitución de Importaciones, 115
Según rezaba su programa de gobierno: “al ser el proletario un factor económico irremplazable, el Estado debe tener los elementos necesarios para defenderlo, física, moral e intelectualmente” (…) “Debe exigirse para él habitaciones higiénicas, cómodas y baratas que resguarden su salud” (…) “Hay que velar porque su trabajo sea remunerado en forma que satisfaga las necesidades mínimas de su vida y las de su familia” (…) “Las mujeres y los niños reclaman también la protección eficaz y constante de los poderes públicos” (citado en Arellano, 1985).
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control de precios, sobreprotección arancelaria y subsidios a través de las políticas cambiarias y crediticias. El Estado adopta un rol empresarial activo, decisivo para el desarrollo industrial del país; y en lo social, se conforma una versión aspiracional del Estado de Bienestar europeo, caracterizada por la universalización de educación básica, la atención de salud a través de un servicio estatal, la creación de un sistema previsional bajo control estatal, la dictación de normas de protección a los trabajadores (mercado laboral no flexible) y remuneración mínima, y mecanismos asistenciales como la asignación familiar, el subsidio de cesantía y maternidad. Las condiciones de vida de la gran mayoría de la población mejoran en forma cualitativa, aunque cabe señalar que estos logros no son uniformes: se van obteniendo parcialmente, a través de conquistas de gremios y agrupaciones sindicales (la excepción son las mejoras en política educacional). El resultado es que existirán importantes diferencias entre obreros y empleados, y entre grupos al interior de cada uno de estos sectores (Arellano, 1985; Barros, 2000). Junto con este avance de la ciudadanización social se desarrolla una radical y cada vez más veloz extensión de la ciudadanía política: así, mientras en los 20 años de 1932 a 1953 el porcentaje de inscritos subió del 9,5% al 17% (aumento que se explica casi totalmente por la incorporación del voto femenino), en los 20 años de 1953 a 1973 la cifra llega a 44,1%, en lo que influyen eventos como la introducción de la obligatoriedad de votar (1962); y la ampliación del voto a analfabetos y mayores de 18 (1970) (Arraigada, 1997). Hay que señalar, sin embargo, que siempre que pudo la elite recurrió al cohecho para limitar la autonomía del votante y conjurar el peligro que las masas ignorantes importaban a su dominación. El cohecho, en efecto, fue habitual hasta la introducción de la cédula única (1958); y el voto cautivo rural, hasta mediados de los ‘60s (PNUD, 2004). En síntesis, durante este periodo se lleva adelante un notable proceso de democratización, y de inclusión progresiva de categorías sociales (si bien en forma escalonada) a la condición ciudadana, gracias a innumerables medidas redistributivas y leyes sociales; además se consolida el consenso entre los ahora numerosos actores sociales y políticos en torno a la institucionalidad política como único espacio de lucha por la integración y el reconocimiento (PNUD, 2004). Este movimiento de ampliación de las fronteras sociales sólo se interrumpe en 1973 cuando con el golpe de Estado se inicia un periodo que puede considerarse de restauración (García de la Huerta, 1987) en términos de extensión de la ciudadanía. Sin embargo, este movimiento estuvo marcado por dos paradojas: en el mundo urbano, la intensa movilización política y la progresiva ciudadanización coexisten con una sociedad civil débil, altamente clientelizada e instrumentalizada (Barros 2000; Larraín 2001; PNUD 2004). En cierto modo es como si el patronazgo de la hacienda se trasladara simbólicamente a la relación de los partidos con los militantes, votantes, sindicatos. Son las cúpulas de los partidos las que deciden, las que movilizan a las masas, las convocan para sus grandes proyectos. En general, los partidos (quizás con la
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excepción del PR) tienen un estilo paternalista coherente con la historia de Chile. Las asociaciones gremiales y sindicales surgían efectivamente como expresión de voluntad de sus asociados, pero luego iban perdiendo autonomía y eran cada vez más fuertemente influidas por los partidos, principalmente por medio de la politización de sus cúpulas. La incorporación de los sectores populares a los proyectos políticos de la Revolución en Libertad y la Unidad Popular en los ‘60s y ‘70s no estaría exenta de este rasgo. Entonces, la ciudadanía se extendió pero marcada por una fuerte partidocracia que le resta intensidad. “Si bien cambiaron los participantes y aumentó el piso de derechos que regulaba sus relaciones, la relación entre masa y elite dirigente mantuvo un importante fondo de reciprocidad vertical (…) En cuanto a la oligarquía, aunque replegada en una posición defensiva, mantuvo buena parte de la administración de las distinciones sociales” (PNUD, 2004). En segundo lugar, hay que recordar que hasta 1950 un tercio de los chilenos vive en el campo, donde persisten los vínculos del patronazgo tradicional. Los dueños de la tierra pudieron por tanto conservar una gran cuota de poder hasta que la hacienda fue desmantelada recién en los ‘60s con la Ley de Sindicalización Campesina (1967) y la reforma agraria, que vinieron a romper el acuerdo tácito por el cual la elite aceptaría las reglas del juego político en tanto no se tocaran dos espacios reservados de poder: la propiedad de la tierra, y la educación (ver PNUD, 2004). En verdad, con este pacto silencioso se delineó una barrera infranqueable, la frontera última, que estaba unánimemente fuera de cuestionamientos: un terreno vedado, que volvía tolerable que el resto del país simbólico fuera tierra en disputa. La sindicalización campesina, aunque reconocida por el Código del Trabajo de 1924, era inaceptable para los dirigentes de derecha y también para un sector del radicalismo; su prohibición fue un caro logro político, y fue mantenida durante los ‘40s y ‘50s (ver Huneeus, 2005). La Ley de Defensa Permanente de la Democracia o ley maldita (1948), que proscribió al Partido Comunista, constituyó en tanto una de las pocas formulaciones en alta voz y sin maquillaje del mismo acuerdo. La violencia social que rodearía al movimiento de reforma agraria no fue, en este sentido, otra cosa que la liberación abrupta de la energía de un conflicto que se había mantenido artificialmente congelado en el campo chileno. Pero la violación del pacto limítrofe no quedaría impune. El terror a la invasión inminente recorrió el espinazo de una ciudadanía de los iguales que veía caer sus límites exteriores. Cuando la Escuela Nacional Unificada de la Unidad Popular sitió también a la educación, llegó la hora de golpear la mesa. Con el golpe militar de 1973 murió, entre otras cosas, el intento republicano de articular la contradicción entre horizontalidad ciudadana e incorporación de los actores emergentes, con la desigualdad, verticalidad y clausura de la relación elite-masa. Esa tensión se resuelve entonces por la fuerza y por decreto (PNUD, 2004).
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2. UN VISTAZO (UN DECENSO?) A LAS TRINCHERAS CONTEMPORÁNEAS 2.1 Libertad de Expresión vs. Derecho a la Honra. Un Asunto de Señores La libertad de expresión ha sido levantada desde las revoluciones liberales del S. XVIII como uno de los principios centrales de la democracia. Al resguardar la fuerza creativa de la libertad individual y de la libre interrelación y competencia de ideas y opiniones, la libertad de expresión vendría a cumplir una doble función: asegurar que un espectro amplio de ideas forme parte del debate público, y mantener a los poderes del Estado bajo el escrutinio informado y permanente de los ciudadanos, para –entre otras cosasprevenir la corrupción y el abuso de poder. Se constituye así en el núcleo del sistema de libertades civiles que comprende la libertad de conciencia, de reunión, de manifestación y petición. “En esa época se formularon proposiciones que hoy son vastamente aceptadas como esenciales a la noción de democracia. Por ejemplo, que no corresponde a las autoridades políticas o religiosas, o a los jueces, determinar la bondad o validez de las ideas u opiniones, sino que ellas deben competir libremente unas con otras; y que la protección de la libre expresión carece de sentido si no se extiende también a las ideas y opiniones que generalmente son aborrecidas” (Human Rights Watch, 1998). Aunque la Constitución chilena, en una adecuada correspondencia con la normativa internacional, garantiza los derechos a la expresión, opinión y transmisión de información, existe acuerdo entre organismos nacionales e internacionales en denunciar a Chile como un Estado en el cual persisten una serie de normas legales y de prácticas que limitan y/o violan estos derechos, pilares de una sociedad democrática. Este es hasta el día de hoy uno de los ámbitos en los que Chile presenta contradicciones más explícitas con los estándares internacionales de derechos humanos, lo que ha sido frecuentemente denunciado por el relator especial de la OEA sobre libertad de expresión para el hemisferio; tanto es así, que un informe especial sobre el tema emanado por Human Rights Watch en 1998 aseveraba que en Chile la libertad de expresión estaba sujeta a restricciones “en un grado tal, que quizás no tenga equivalente entre las democracias occidentales” (Human Rights Watch, 1998). En los últimos años ha habido logros116, pero todavía no son suficientes para cambiar este diagnóstico. Esta es una trinchera antigua, que data de los albores mismos de nuestra república (sino de antes), y que a pesar de los avances de la democratización en la vida nacional durante el S. XX, nunca ha sido definitivamente clausurada; por el contrario, cada cierto tiempo se la vuelve a ocupar. En su proyecto constitucional de 1813, Juan Egaña formuló un 116
Para un recuento de los mismos puede verse los Informes de DDHH preparados por la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales el 2003, 2004 y 2005.
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paradójico enunciado que se transforma en augurio de la forma en que la política, desde entonces, vería a la prensa: “Se protege la libertad de prensa a discreción de la censura” (en Mascareño, 2004). Aún hoy, la subsistencia del delito de desacato, referido a las injurias y calumnias dirigidas en contra de ciertas autoridades públicas, es expresión paradigmática de la continuidad una forma particular de comprender la relación autoridad / ciudadanía: al brindar una protección especial al honor de las autoridades -bajo el supuesto de que la afectación de dicha honra implica una alteración del orden público117- invierte el sentido mismo de la garantía de la libertad de expresión en una sociedad democrática: no sólo coloca al ciudadano corriente en una situación de abierta desigualdad, sino que le disuade además del hábito de escrutinio y crítica de la autoridad que evidentemente constituye un ejercicio básico en una democracia sana. No resulta difícil reconocer aquí la herencia de siglos de organización social colonial, y la persistencia de una visión paternalista y en último término desconfiada de la libertad de los ciudadanos, de parte de la autoridad. Las normas de desacato en Chile datan del S. XIX, y han sido usadas frecuentemente a lo largo de nuestra historia política. Hasta el año 2001, estaban concentradas sobre todo en la Ley de Seguridad del Estado (1958), que establecía como ofensa criminal manchar el honor de las instituciones y símbolos del Estado (Congreso, Corte Suprema, Fuerzas Armadas, bandera, Presidente) (US Department of State, 1999). El régimen militar volvió aún más represivo este texto, incorporando nuevos delitos y aumentando las penas. Al iniciarse la transición, la norma más severa presente en la LSE fue derogada, en el marco de las llamadas Leyes Cumplido; sin embargo, normas del mismo tipo (que databan de antes de la LSE) siguen existiendo aún en el Código Penal y el Código de Justicia Militar (Facultad de Derecho UDP, 2005). De hecho, durante los años posteriores al regreso de la democracia se han llevado a cabo cerca de 30 procesos por desacato118, lo cual ha tenido el efecto práctico de restringir fuertemente el debate público –en un contexto en el que éste ya se encuentra bastante limitado por la concentración de los medios de comunicación escritos (Facultad de Derecho UDP, 2003). Hasta 1999, en que la censura de “El Libro Negro de la Justicia Chilena” llevó a un grupo de parlamentarios a presentar un proyecto de ley para derogar las normativas de desacato que aún quedaban en la LSE, la clase política en su conjunto parecía conforme con la penalización del desacato: no sólo no hubo iniciativas legales para su eliminación, sino que se hizo uso de ella cuando la situación lo ameritaba -por ejemplo, en contra de Francisco Javier Cuadra cuando éste afirmó públicamente que había parlamentarios que consumían drogas. En este caso, ambas cámaras se querellaron en conjunto (Facultad de Derecho UDP, 2003). Cabe destacar que durante los gobiernos de Frei Ruiz-Tagle y de Lagos tampoco hubo iniciativas tendientes a eliminar de forma 117
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha insistido en los últimos años en que esta asimilación de protección de la honra de las autoridades y protección del orden público es ilegítima en un sistema democrático (UDP, 2005). 118 Con lo que Chile se distancia de la tendencia mundial de las últimas décadas a la eliminación o severa reducción de las normas de desacato, “ya sea por la vía de su derogación formal o simplemente por falta de uso de las mismas en la práctica” (González, 2000).
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completa el desacato de nuestra normativa jurídica. Para ilustrar la forma en que opera esta forma institucionalizada de despotenciación de la ciudadanía, puede mencionarse uno de los últimos hecho que suscitó la atención de la opinión pública en relación a ella: la detención de Eduardo Yáñez, panelista del programa de televisión “El Termómetro”, en enero de 2002, con motivo de críticas pronunciadas en contra del poder judicial durante una emisión en vivo de noviembre del 2001. En efecto, tras escuchar los testimonios de personas que habían sido afectadas gravemente por errores judiciales y a quienes se les había negado compensación por ello, afirmó que la justicia era “inmoral, cobarde y corrupta” y que lo hecho demostraba “poca hombría” y era “una mariconada” (Facultad de Derecho UDP, 2003). La Corte Suprema, entonces, solicitó su procesamiento por desacato. Al igual que en casos de censura a los que no nos referiremos aquí, el periodista procesado presentó su caso ante la Comisión Interamericana de DDHH. En mayo de 2002, en gran medida gracias al impacto comunicacional causado por el caso Yáñez y a las presiones de organismos internacionales, el Ejecutivo se comprometió a tomar iniciativas, dentro de 30 días, tendientes a derogar la totalidad de las normas de desacato; no obstante, recién en septiembre del mismo año presentó su proyecto derogatorio, y la celeridad de su tramitación se dificultó al quedar enmarcada dentro de una iniciativa mucho más amplia que apunta a la reformulación completa del tratamiento del honor y privacidad de las personas en la legislación chilena. La discusión de este proyecto de ley ha resultado bastante más larga de lo presupuestado, ya que en el camino se han ido introduciendo en él modificaciones que varios sectores de la sociedad civil nacional e internacional han repudiado puesto que finalmente consolidan las trabas a la libertad de informar ya existentes en nuestra normativa. En este contexto de tiras y aflojas pareciera que hoy cunde una particular agitación en los márgenes de nuestra sociedad, una agitación donde pugnan movimientos de expansión, mantención y contracción de los límites de la ciudadanía. El carácter siempre móvil de la misma, y la expansión y contracción constantes de los derechos (Holmes y Sustein en O`Donnell, 1999) se vuelven inusualmente palpables. Según el último Informe de la UDP sobre DDHH, a pesar de que en Chile continúa predominando un contexto de restricciones a la libertad de expresión, en los últimos años estaría gestándose un importante cambio cultural (Facultad de Derecho UDP, 2005): la ciudadanía se hallaría menos dispuesta a tolerar restricciones al debate público que durante la primera década de la transición; en cierta forma, parte de la ciudadanía y los medios estarían poniendo a prueba el sistema y sometiendo a mayor escrutinio a las autoridades políticas, judiciales, militares y religiosas (casos ícono de este proceso han sido los de Spiniak, el “Cura Tato” y el Senador Lavandero, en los cuales el involucramiento de empresarios, y autoridades políticas y eclesiales, en casos de abuso sexual y pedofilia alcanzó un altísimo impacto social y mediático). Como una reacción a esto, no pocos de quienes ocupan cargos de poder manifiestan su malestar, rasgan vestiduras, levantan defensas corporativas e insisten en llevar el asunto
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a terreno judicial –basta traer a la memoria que en el curso de la investigación del caso Spiniak terminaron siendo procesados varios periodistas por el uso de cámaras ocultas en relación a un juez, y por la exhibición de imágenes de la detención de Spiniak. Asimismo, a propósito de una ola de escándalos inmediatamente anterior al juicio contra el “Cura Tato”, “el Arzobispo de Santiago advirtió que quienes presentaran denuncias infundadas contra sacerdotes serían objeto de querellas patrocinadas por algunos de los abogados más prestigiosos del país” (Cristián Riego, columna de opinión, El Mostrador, 23 de octubre 2003). El sistema judicial aparece entonces, todavía, como instrumento de una visión altamente autoritaria de las relaciones sociales; el mensaje, de gran eficacia, es que quien desee denunciar un abuso por parte de alguien en situación de poder no sólo debe atravesar un proceso difícil y costoso (controles sociales informales, amenazas, descrédito, etc.) sino además arriesga ser sometido a un proceso criminal y a una pena. Esto siempre había sido así, pero ahora que comienzan a abrirse fisuras en el campo cultural, los gestos disuasivos se endurecen. El terror a la invasión, a la profanación de los espacios y los símbolos, a la pérdida del control sobre las masas que se niegan a seguir comportándose como niños ingenuos y confiados en la bondad de sus tutores (como exigía el patronazgo hacendal a sus inquilinos), y sobre unos medios de comunicación que con errores y aciertos empiezan a mostrarse menos intimidados en el ejercicio del periodismo investigativo, parece sacudir incluso a quienes en voz alta se declaran adalides del pluralismo y la tolerancia. Hemos tenido que ver así como en los últimos años gran parte de la clase política (de uno y otro signo) ha evitado expresar abiertamente su desconfianza hacia la libertad de prensa, al tiempo que constantemente busca fórmulas legislativas para blindarse de investigaciones y críticas. “La renuencia del Congreso a deshacerse limpiamente de las leyes antidemocráticas de desacato es ejemplo de ello. Llama la atención cómo se ha tratado de condicionar la derogación de dicha figura a la aprobación de leyes que fortalezcan la protección a la vida privada de las autoridades públicas (José Miguel Vivanco, columna de opinión, La Tercera, 16 de julio 2005). En el parlamento se libró este año una de las principales batallas de esta guerra de trincheras, en torno a una propuesta de la Cámara de Diputados que –en el marco del proyecto de ley anteriormente mencionado, el cual fue reformulado a la luz del caso Spiniak- perseguía fortalecer y desarrollar la protección constitucional de “la honra privada y pública”. Esto suscitó el firme rechazo de las organizaciones ligadas a la actividad periodística y a la defensa de las libertades públicas, por cuanto se señaló que al pretender poner al mismo nivel –es decir, en el nivel de la invisibilidad, de la opacidad- la vida privada y la vida pública, se subvertía el principio mismo de “la publicidad de lo público”; lo público como aquello que se considera debe estar ante los ojos de todos. Por medio de una extraña voltereta, de un acto de prestidigitación, el principio democrático conforme al cual las autoridades deben estar expuestas a un escrutinio mayor que los ciudadanos corrientes (a fin de que se vuelva factible lo que Smulovitz y Peruzzotti (2000) han llamado accountability societal) era inadvertida y hábilmente sustituido por su contrario; y “de una iniciativa legal destinada originalmente a despenalizar la regulación de estas materias, se pasó a la aprobación por la Cámara de
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Diputados de un texto que no sólo mantiene las sanciones penales (…) sino que brinda una protección muy alta a la privacidad de las autoridades y personajes públicos, incluso en contextos de claro interés público” (Facultad de Derecho UDP, 2005). Finalmente, la propuesta fue rechazada por el Senado, y el gobierno se comprometió a suprimir toda referencia a la protección a la “vida pública” en la Constitución y derogar el delito de difamación. No obstante, la evaluación final desde el punto de vista de la situación del derecho de libre expresión -en su doble dimensión: como atributo individual, y como contexto social de la democracia en tanto supone el acceso a información libre y pluralista (O`Donnell, 2003)- difícilmente puede ser entusiasta. La ofensiva que buscaba eliminar las disposiciones legales, y en último término simbólicas, que fomentan el acallamiento y la falta de crítica, debió abandonarse para emprender la defensa del puesto fronterizo, frente a los intentos de la autoridad por correr el límite exterior del territorio ciudadano nuevamente hacia dentro119. Desde otro punto de vista, sin embargo, el ejercicio de la defensa puede haber sido significativo en sí mismo, en términos de alerta, en términos de reconocimiento del peligro, en términos de movilización y resistencia, en término de relevar y poner en discusión un tema que, en un país de desigualdades y apremios económicos, suele pasar desapercibido como irrelevante y “asunto de señores”. El cambio cultural al cual hacíamos referencia antes, empezó en el camino a notarse. Por otra parte, el debate que se generó –restringido y todo- sirvió para hacer patente un supuesto muy extendido en Chile (y reforzado por nuestras célebres disposiciones legales), que para muchos ya es hora de poner en cuestión: la creencia de que libertad de expresión y derecho a la honra (vida privada y honor) están desde su génesis en tensión. Así, frente a los intentos de ampliar la libertad de expresión no es raro escuchar voces que claman que la necesidad de informar cuestiones de interés público puede servir de justificación para pasar por sobre otros derechos como la honra de las personas. Esta noción de una contradicción esencial entre ambos derechos da pie para levantar lo que Hirschman ha denominado argumentos del tipo “tesis del riesgo” o “de la incompatibilidad”, propios de la retórica reaccionaria: afirmar “que el cambio propuesto, aunque acaso deseable en sí mismo, implica costos o consecuencias de uno u otro tipo inaceptables” (Hirschman, 1991). A la base de este tipo de razonamiento (de evidente carga ideológica) está una “mentalidad suma cero” o de “bien limitado”, que al parecer en nuestro país se encuentra amplia y fuertemente arraigada; de aquí la difusa creencia de que toda ganancia en una dirección, está condenada a ser equilibrada, y por tanto de 119
“La protección jurídica global que les habría dado un proyecto de ley como ése, de prosperar, hubiera sellado definitivamente dicho pacto o compacto. No habría habido ya modo de denunciarlos, mostrarlos con el dedo, criticar sus actos, revelar sus posibles infamias, señalar sus errores. Habrían ganado, en breve, lo que al papado le costó 20 siglos erigir: infalibilidad” (Fernando Villegas, columna de opinión, La Tercera, 17 de julio 2005). Lo que Villegas no dice, sin embargo, es que éste no hubiera sido un triunfo nuevo, sino tan sólo la recuperación de un estatus largamente detentado.
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hecho borrada por una pérdida equivalente en otra dirección (Foster en Hirschman, 1991). En este caso, además, el supuesto de los sectores conservadores del país apunta más a un resultado negativo más que de suma cero: lo que perdemos (la honra de los ciudadanos decentes, de los caballeros, de nuestras autoridades que en todos los casos son personas educadas y de bien) es mucho más preciado que lo que ganamos (la satisfacción del capricho de unos pocos desordenados de hablar en forma irresponsable e irrespetuosa, y de eventualmente incitar a los demás a la misma insolencia) 120. Como señala Hirschman, quedamos remitidos así al relato mítico en que los dioses castigan al hombre por aspirar a un conocimiento prohibido o por hacerse demasiado poderoso; al final el hombre –si vive- quedará peor que antes, constituyéndose en un ejemplo edificante para quienes pudieran fraguar intenciones semejantes. En el caso de nuestro país, como hemos afirmado, el riesgo de las ambiciones indebidas de libertad ciudadana es necesariamente el desorden, el caos, la anarquía. Hasta ahora (ver PNUD, 2004), esta amenaza ha seguido constituyendo un disuasivo eficaz (reforzado por el fantasma de 1973). Cabe preguntarse si seguirá siendo así. Si se analiza el dilema “libertad de expresión vs. derecho a la honra”, en cambio, desde otro lugar, distinto de la tesis del riesgo, éste se revela como un falso problema. Como precisamos en la primera parte de este trabajo, justamente por su carácter socialmente construido y permanentemente negociable (Whitehead, 2003) los límites internos entre derechos son teóricamente indecidibles, y han variado notablemente a lo largo de la historia (O`Donnell, 1999). Por tanto, parece poco pertinente el discurso esencialista de los derechos “fundamentalmente contrapuestos”; en cambio, “lo que hace falta es un criterio fáctico para resolver los conflictos en que, inevitablemente, se ven envueltos (por ejemplo) libertad de expresión y derecho a la honra. No se trata, como muchos todavía propugnan, de expulsar a uno de los dos del ordenamiento” (Felipe Lovera, columna de opinión, La Tercera, 2004). Por otra parte, romper con la visión esencialista de los derechos que subyace a la tesis de la incompatibilidad abre la puerta para poner en cuestión otro tema crucial para nuestra democracia: si las decisiones sobre derechos – vale decir, sobre qué necesidades son públicamente reconocidas como exigibles-, y sobre criterios para zanjar conflictos entre derechos, son una construcción social y sobre todo política, la pregunta por quiénes participan en esta construcción se presenta como un asunto clave (O`Donnell, 2003). Cuando se naturalizan los derechos, esta cuestión se oscurece hasta casi desaparecer.
2.2 La Seguridad Ciudadana. Una Experiencia de Desdoblamiento. 120
Frente a la prevalencia de esta clase de pensamiento en nuestra sociedad, nunca se insistirá suficientemente en que, en una democracia, la libre expresión es un bien público; por lo que “el interés de los individuos de vivir en una sociedad abierta no se restringe a los que desean beneficiarse de ello como productores o consumidores de opinión. Se extiende a todos los que viven en esa sociedad, ya que se benefician de la parte que otros juegan en el libre intercambio de información y opinión” (Raz, citado en O’Donnell, 2004).
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“Dos días antes de cumplir 20 años, Alexis Pavez recibió un certero balazo en la espalda. El autor del disparo fue Jorge González, guardia de la villa “Cumbres Blancas”, un conjunto habitacional ubicado en la comuna de Puente Alto, al extremo sur de Santiago. La madrugada del 6 de marzo de 2000, mientras hacía su ronda, descubrió a Pavez intentando abrir un vehículo al interior de la villa. González no debía tener un arma de fuego y lo sabía. También lo sabía la junta de vecinos que lo autorizó a portarla y algunas de las más de 500 personas que vivían ahí y que lo habían visto con su precaria escopeta en las madrugadas. Pero pensar en un rondín armado dando vueltas allá afuera, les ayudaba a todos a conciliar el sueño. El disparo de González reventó cerca de las 4 de la mañana. Los primeros en aparecer fueron Guillermo Valenzuela, chofer de buses; Carlos Mejías, empleado particular, y Carlos Vera, chofer de camiones. Todos padres de familia, con trabajo estable. Los tres se lanzaron sobre Pavez a patadas. -¿No te gusta robar conchetumadre, no te gusta robar? Pronto se les unió Carlos Enríquez, quien, armado con un fierro, golpeó a Pavez repetidas veces. La escena se prolongó sin tregua y estos hombres, que no registraban ni siquiera una detención por ebriedad, volcaron allí una rabia de la que nunca se creyeron capaces. Ni ellos, ni sus mujeres que los observaban desde las casas, hicieron el amago de llamar a una ambulancia o a la policía. Cuando la furia remitió, los hombres arrastraron al joven fuera de la villa y lo dejaron apoyado en un árbol. Luego volvieron a sus casas y se durmieron. Como en la obra de Lope de Vega, Fuente Ovejuna lo hizo y Fuente Ovejuna guardó silencio. Mónica Arteaga, hermanastra de Pavez, lo encontró unas horas más tarde. El joven todavía respiraba. El informe de los peritos de la Brigada de Homicidios de Investigaciones estableció que el balazo entró por la espalda, desmintiendo que Pavez haya opuesto resistencia. Afirmó también que el joven tenía antecedentes por hurto y que era conocido como un adicto a la pasta base, pero que, al menos esa noche, no estaba armado. Ramos y Guzmán, “La Guerra y la Paz Ciudadana”, 2000.
La problemática de la seguridad ciudadana121 debutó en el discurso público en Chile entre 1992 y 1995, algunos años antes de que comenzara el aumento real de los índices de delincuencia (el cual se ha señalado que es bastante tardío, tanto en relación a los demás países de la región como respecto al mundo desarrollado) (ver Vanderschueren, 2005). Hasta ese momento, el discurso aparecía como impuesto por la oposición política, como reacción al agotamiento histórico del terrorismo en tanto encarnación de los temores sociales durante la Guerra Fría y la dictadura: la capitalización del apoyo político con el que había terminado en 1990 el régimen autoritario requería la mantención del miedo; y frente al fin oficial de la guerra contra el terrorismo -tras los últimos actos espectaculares que marcaron el inicio de la transición (el asesinato del Senador Jaime Guzmán, el secuestro de Cristián Edwards)- se hacía necesario construir un nuevo enemigo interno; “dado que la violencia política ya no existe, debería haber 121
Compartimos la aprensión de F. Vanderschueren en el prólogo a la edición de Persona y Sociedad dedicada a Seguridad Ciudadana en 2005, en el sentido de que la connotación “ciudadana” de esta denominación es aún imprecisa, y es empleada en una multiplicidad de sentidos que van desde la alusión a que la inseguridad constituye un obstáculo para la constitución de ciudadanía, al llamado a comprometer a la ciudadanía activamente en la solución de estos problemas.
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una guerra contra la delincuencia ordinaria122” (Zaffaroni en Chevigny, 2002). Por otra parte, a mediados de la década de los `90s, las consecuencias de una política socioeconómica generadora de exclusión y riesgos provocaron una inquietud “que se cristalizó en la inseguridad, haciendo del delincuente un chivo expiatorio de los temores de la población” (Vanderschueren, 2005). Como relevó el Informe 1998 del PNUD, el miedo a la exclusión social y económica, el miedo al sinsentido de una vida en sociedad que parece estar fuera de control, y el miedo al otro-delincuente comenzaban a conformar el trinomio del malestar chileno, el cual venía a aguar el entusiasmo de los logros macroeconómicos y sociales (ver PNUD, 1998); esta paradoja del proceso de modernización chileno vino a superponerse cómodamente al miedo histórico de la sociedad chilena al otro en tanto pueda encarnar diferencia/invasión/desorden. La triple faz del miedo –como arma política, como encarnación de las contradicciones de la modernización en curso, y como revisitación de los temores ancestrales largamente instalados en el alma nacional- facilitó su concentración en una figura unidimensional, erigida en principio explicativo de la complejdad social de fines de siglo: la figura del delincuente. Mediáticamente, ésta irrumpió en el imaginario social el 24 de octubre de 1992 con la primera campaña televisiva de la recién creada Fundación Paz Ciudadana: en el comercial, personas comunes y corrientes (un pasajero en la micro, un niño jugando, una adolescente caminando en la calle) eran inadvertidamente asediados por una voz en off -ronca y de clara extracción popular- que les instaba a descuidarse para dejarse asaltar. Como recuerda la investigación periodística “La Guerra y la Paz Ciudadana”, “la campaña tiene un fuerte impacto. Se transmite en las horas de mayor audiencia y miles de espectadores se reconocen como potenciales víctimas de un delincuente popular que es intrínsicamente malo. Todos los spot ocurren en lugares públicos y el hecho de que nunca veamos al que habla, acentúa un temor que se hará característico en los años siguientes: el delincuente está en todos lados” (Ramos y Guzmán, 2000). Dos años después, Paz Ciudadana publicaría su primer anuario de estadísticas, con lo que el miedo adquirió unos rasgos –sexo, edad, trabajo, proveniencia- objetivables. El Mercurio dio a conocer este perfil en un reportaje titulado: “Se busca hombre soltero menor de 24 años… para meterlo en la cárcel porque es un delincuente” (Ramos y Guzmán, 2000). A partir de estos hitos, la percepción subjetiva de temor asociada a la delincuencia se fue disparando en la última década, generalizándose a lo largo del país123. Así, según la Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana 2003 (en Araya, 2005), un 80% de 122
Para un análisis de la dimensión mundial de este fenómeno, y de sus conexiones con las políticas neoconservadoras y neoliberales, ver Wacquant, 2000. 123 Vale la pena sin embargo recordar que sus orígenes pueden rastrearse hasta unos cuantos años antes. “En una encuesta realizada por FLACSO en Santiago a fines de 1986, en pleno estado de sitio, de los 1.200 entrevistados un 82% declaró tener mucho miedo al aumento de la delincuencia y al uso de drogas. Un 77% tenía mucho miedo al aumento de la inflación; 61% al aumento de la desocupación, y un 64% al aumento de la represión” (Lechner, 1988). Puede palparse ya aquí la eficacia de la instrumentalización de los miedos como dispositivo de disciplinamiento social, llevada a cabo por el gobierno militar.
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la población piensa que en el último año la delincuencia aumentó en el país. En cambio, cuando la pregunta es por este mismo aumento a nivel de la comuna y el barrio donde habitan (lo cual presumiblemente está más relacionado con las experiencias personales y familiares que con el imaginario construido desde el discurso público), los porcentajes bajan significativamente –aunque con diferencias por sector socioeconómico. Si bien es cierto que los medios de comunicación y el altísimo nivel de politización del debate, agudizado en cada periodo de campaña electoral, han contribuido directamente en esta escalada (ver Wacquant, 2000 y Chevigny, 2002), las explicaciones de tipo conspirativo (a-la-Michael Moore) desde hace un par de años se han demostrado como insuficientes, y contamos todavía con pocos estudios que aborden en forma consistente las causas del fenómeno de desfase que existe entre los niveles reales, objetivos, de victimización124, y los índices subjetivos de temor125 (Vanderschueren, 2005). Lo cierto es que las personas en Chile están viviendo con miedo a ser víctimas de delitos, ellas o sus familias; y que este miedo aumenta a medida que se desciende en la escala socio-económica, a raíz del tipo de victimización al que están expuestos (es entre los grupos de menores recursos donde se concentran los delitos contra las personas y, entre éstos, los llamados “delitos de mayor connotación social”, a saber, robo con sorpresa, robo con fuerza, robo con intimidación, robo con violencia, hurto, lesión, violación y homicidio), por la violencia empleada, y presumiblemente por el mayor impacto de los medios de comunicación en estos sectores (Araya, 2005). Así, según un estudio realizado por la Pontificia Universidad Católica (PUC) en 2003 (en Lunecke y Eissmann, 2005) los encuestados que dijeron sentir mucho y mediano temor superan el 70% en los sectores socioeconómicos más bajos (tanto en el inferior –D- como en el que le sigue –C3). A esto se agrega que, según la Encuesta Nacional de Seguridad Ciudadana Urbana (en Araya, 2005) los grupos de menores recursos tienden a ser victimizados en lugares cercanos como la casa o el barrio, mientras los grupos de altos ingresos son victimizados “en otra parte de la ciudad”, en “un centro comercial” o en su “lugar de estudio o trabajo”. El grupo C2 es de hecho el que concentra la victimización por robo en la casa, lo cual se explica porque tiene el atractivo de contar con bienes que lo acercan al ABC1, pero no cuenta con los dispositivos o condiciones de vida que protegen al ABC1 y virtualmente lo blindan contra este tipo de delito (residencias protegidas en condominios, con sistemas de guardias privados, alarmas, etc.). Por último, según la misma encuesta, las circunstancias del robo con violencia revelan que el delincuente parece ser “clasista” en el trato a la víctima. “Mientras en el ABC1 un 0% es 124
Los cuales, como ya se dijo, se han incrementado en forma casi lineal desde 1997, como confirman tanto las estadísticas oficiales de denuncia como las encuestas de victimización, sin que por ello constituyan una excepción respecto de lo que ocurre en otros países (Vanderschueren, 2005). 125 Según Robert Castel y otros teóricos de la nueva cuestión social, la búsqueda de seguridad en las sociedades modernas siempre se asemejará “a los esfuerzos desplegados para llenar el tonel de las Danaides, que siempre deja filtrar el peligro. La sensación de inseguridad no es exactamente proporcional a los peligros reales que amenazan a una población. Es más bien el efecto de un desfase entre una expectativa socialmente construida de protecciones y las capacidades efectivas de una sociedadad para ponerlas en funcionamiento. La inseguridad, en suma, es en buena medida el reverso de la medalla de una sociedad de seguridad” (Castel, 2004).
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herido, en el otro extremo, en el grupo E, más de un 30% de quienes fueron víctimas de robo o asalto, además fueron heridas por el o los asaltantes” (Araya, 2005). Como señalara en reiteradas ocasiones Norbert Lechner, “los miedos son una motivación poderosa de la actividad humana y, en particular, de la acción política. Ellos condicionan nuestras preferencias y conductas tanto o más que nuestros anhelos. Son una fuerte pasión que, con mayor o menor inteligencia, nos enseñan la cara oculta de la vida” (Lechner, 1998). Lo que nos interesa aquí iluminar es cómo este miedo al delincuente (popular) omnipotente y omnipresente, en la misma medida que oculta otros miedos que son más costosos de ver para nosotros como sociedad, condiciona fuertemente la definición de los derechos y la extensión/retracción de la ciudadanía, en el juego político de la democracia chilena actual. La criminalización de la pobreza; la bajísima confianza en la eficacia de la justicia; las presiones por mayor control policial y mayor severidad en la aplicación de las medidas punitivas, especialmente en aquéllas de privación de libertad126; la valoración absoluta del castigo rápido e implacable aún a costa del retroceso en los derechos civiles de los grupos sospechosos (retroceso no siempre legal, pero sí ampliamente tolerado e incluso demandado por el resto de la sociedad); la homologación en el sentido común del garantismo del nuevo sistema de justicia implementado en Chile, con indulgencia y “mano blanda”127; en fin, la reedición del mito de las clases peligrosas (ver Castel, 2004), configuran un escenario que legitima la reconstrucción de los antiguos muros –físicos y simbólicos- para proteger al ciudadano honrado y trabajador del delincuente, niega a los segundos el derecho a tener derechos (ver Arendt, 1982) e incluso hace plausibe la propuesta de la expulsión definitiva de este último del territorio común128. No en vano algunos análisis del impacto de las doctrinas de ‘tolerancia cero’ y ‘Estado penal’ en Europa ya hablan de “uno de esos pánicos morales capaces, en virtud de su amplitud y su virulencia, de modificar profundamente las políticas estatales y redibujar de manera duradera la fisonomía de las sociedades que afecta” (Wacquant, 2000). El relato que presentamos al inicio de esta sección es una lamentable metáfora de lo que ocurre actualmente en muchos “espacios fronterizos” en plena ciudad de Santiago –y en 126
Chile tiene actualmente la tasa más alta de encarcelamiento (número de reclusos por cada 100.000 habitantes) de América Latina, y supera por mucho al Uruguay, país que le sigue (238 contra 166); llama además la atención que el crecimiento de esta tasa en el periodo 1995-2003 es de apróximadamente 54% (Facultad de Derecho UDP, 2005). 127 Esta concepción no constituye algo nuevo en nuestra sociedad. Ya Diego Portales en su momento se lamentaba: “Maldita ley, entonces si no deja al brazo del gobierno proceder libremente en el momento oportuno! Para proceder, llegado el caso del delito infraganti, se agotan las pruebas y las contra pruebas, se reciben testigos, que muchas veces no saben lo que van a declarar, se complica la causa y el juez queda perplejo. Este respeto por el delincuente o presunto delincuente, acabará con el país en rápido tiempo. El gobierno parece dispuesto a perpetuar una orientación de esta especie, enseñando una consideración a la ley que me parece sencillamente indígena. Los jóvenes aprenden que el delincuente merece más consideración que el hombre probo; por eso los abogados que he conocido son cabezas dispuestas a la conmiseración en un grado que los hace ridículos” (Carta a Garfias, citada en Villalobos, 1989). 128 Expresión radical de este tipo razonamiento extirpatorio es la propuesta del canidato presidencial de la UDI, de construir cárceles-isla para desterrar definitivamente a quienes han delinquido.
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otras ciudades del país- donde dos poblaciones colindantes se observan mutuamente con recelo y recrean cotidianamente la fractura social y el miedo. En efecto, Alexis Pavez vivía en la población Nuevo Amanecer, vecina de Cumbres Blancas. La primera, un campamento de mediaguas y casetas sanitarias, surgido de una toma de terreno colectiva a comienzos en los ‘70s, que a comienzos de la década se había hecho conocido dentro de Puente Alto como foco de delincuencia y microtráfico; la segunda, un conjunto habitacional inaugurado menos de un año antes del linchamiento de Alexis Pavez, con casas pulcras y estacionamiento, y habitada por una clase media emergente que se veía a sí misma como la prueba de que el esfuerzo individual y la disciplina familiar permiten la movilidad social, encarnada en el acceso a bienes de consumo. Como señalan Ramos y Guzmán, el personaje que en los ‘90s acaparó la atención de sociólogos y politólogos en tanto personificación de este Chile de clase media pujante fue “Faúndez”. Ascanio Cavallo, por ejemplo, sostendría que “en ese `maestro chasquilla` independizado, microempresario por coraje y Pyme por oportunidad, en su desafío a los prejuicios y al establishment, se resumen la realidad y los sueños de miles de chilenos” (en Ramos y Guzmán, 2000). Lo que no se advertía era que “Faúndez” y el delincuente omnipresente estaban íntimamente relacionados; “parecían provenir de la misma familia, del mismo sector, pero sus distintas suertes los transformaron en la cara y el reverso de una misma moneda” (Ramos y Guzmán, 2000). En la zonas donde estas representaciones sociales se encuentran de pronto coexistiendo, encarnadas en personas con nombre y apellido, como ocurría en pleno Puente Alto, las relaciones transfronterizas difícilmente pueden ser buenas. Por ejemplo, la razón por la que Cumbres Blancas tenía un guardia armado, una reja exterior de dos metros de alto y el pacto entre sus habitantes de salir todos a la calle ante la primera voz de alarma, era precisamente que la principal fuente de sus temores estaba muy cerca, cruzando la calle (Ramos y Guzmán, 2000). Cada noche, el vigilante disparaba al aire dos veces, a las dos y seis de la mañana, como una forma de amedrentamiento. Le decían “el cambio de guardia”. En su primera declaración ante la policía, los vecinos que participaron en el episodio que terminó en la muerte de Alexis Pavez dijeron que los había movido la rabia de decenas de robos y de la impunidad de los delincuentes, y que sólo querían dar una señal de escarmiento. Esa noche ellos y sus mujeres se durmieron pensando que al día siguiente su comunidad sería más segura, pero no pudieron estar más equivocados. Al regreso del funeral del joven, una poblada apedreó la villa durante varios minutos, y los hombres de Cumbres Blancas debieron salir a defender sus propiedades también lanzando piedras. Una semana después, más de 40 familias habían abandonado la villa por temor a la venganza (ver “Crece éxodo en vecinos de Villa Cumbres Blancas”, La Tercera, 12 de marzo de 2000; citado en Ramos y Guzmán).
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La situación da cuenta de una de las paradojas de la intensa segmentación espacial que caracteriza a nuestras ciudades, reforzada por las estrategias de erradicación que, iniciadas durante el régimen militar, han tenido continuidad en las políticas de vivienda de los gobiernos de la Concertación. En Santiago, los miembros de las clases más acomodadas efectivamente viven y se mueven en espacios –escolares, laborales, recreativos, de consumo- apartados de los más pobres, e incluso es posible que pasen gran parte de sus vidas sin tener que interactuar con personas socialmente diferentes (conformando lo que Bauman (2003) llama “guetos voluntarios”); todo ello desde luego tiene efectos devastadores en términos de vínculo social. Sin embargo, al interior de las comunas más pobres de la ciudad los límites espaciales entre grupos sociales de orígenes similares y trayectorias diversas están mucho menos claros, y en un contexto de miedo y desconfianza, la necesidad simbólica de diferenciación se vuelve un imperativo. El cierre de los pasajes, que se hizo común en muchos barrios durante la segunda mitad de los `90s, por ejemplo, cumple por cierto una función orientada a la seguridad, a la protección de los habitantes; pero al mismo tiempo tiene un sentido fundamental de diferenciación129. Se trata de una afirmación del propio status, dirigida tanto hacia los iguales (los vecinos del pasaje) como hacia los diferentes (los del otro lado del cierre). La necesidad de fijar límites, una vez más, se vuelve fundamental. Alberto Etchegaray, ex presidente de la Comisión para la Superación de la Pobreza, señala en este sentido: “En los ’90 las fronteras se multiplicaron y ya no fue lo mismo estar dentro o fuera del anillo de Américo Vespucio, arriba o abajo del Canal del Carmen, al sur o al norte de la Avda. Observatorio. Se trata de innumerables hitos físicos de una ciudad que se fue compartimentando”. La división en torno a Plaza Italia, que caracterizó a la capital hasta los ’80, perdió así sentido ante una segmentación más fina e incuantificable (Ramos y Guzmán, 2000). Esta necesidad de diferenciación llama la atención en otro sentido. No estamos hablando aquí de un barrio de clase acomodada que colinda con una población; estamos hablando de grupos que han logrado apenas salir de la pobreza en una “hazaña de autodisciplina familiar” (Ramos y Guzmán, 2000), pero que comparten territorios estigmatizados por el conjunto social, con grupos que están todavía en situación de pobreza. Esto tiene dos implicancias principales. En primer lugar, y como ya lo señaló Beck (1986), en una sociedad del riesgo, éste no se reparte en forma igualitaria, sino que se cruza con la estructura de las desigualdades de tipo material; esto porque, si bien existe un efecto búmerang que rompe la estructura tradicional de clases (los nuevos riesgos afectan a todos), el conflicto social deviene conflicto por el reparto del riesgo, y la seguridad se transforma en un preciado objeto de consumo con acceso socialmente segmentado. En efecto, las personas más acomodadas “pueden permitirse los equivalentes de la haute couture que ofrece la industria de la seguridad. Los demás, no menos atormentados por el corrosivo sentimiento de la 129
En nuestra opinión, no resulta baladí que esta búsqueda de afirmación identitaria se canalice fuertemente a través del consumo (de rejas, de aparatos de seguridad, etc.) (ver Larraín, 2001).
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insoportable volatilidad del mundo, pero carentes ellos mismos de la volatilidad suficiente como para surfear sobre las olas, por lo general tienen menos recursos y tienen que optar por réplicas de producción en serie del arte de la alta costura” (Bauman, 2003). Los habitantes de Villa Cumbres Blancas, que salieron esa noche a conjurar sus demonios en la figura del joven Pavez, forman parte de un amplio sector que no puede siquiera esto: en último término, ya que no pueden comprar la seguridad del barrio, lo único que pueden hacer es invertir en la seguridad de sus cuerpos, sus posesiones, su calle. Al igual que las personas que hace 20 años, ante la inminencia de una confrontación nuclear, abocaban todos sus esfuerzos a la construcción de refugios familiares, “quienes creen que nada podía hacerse para aplacar, y no digamos exorcizar, el espectro de la inseguridad, están atareados adquiriendo alarmas antirrobo y alambre de espino. Lo que buscan es el equivalente de un refugio nuclear personal; denominan “comunidad” al refugio que buscan. La “comunidad” que buscan equivale a un “entorno seguro”, libre de ladrones y a prueba de extraños. “Comunidad” equivale a aislamiento, separación, muros protectores y verjas con vigilantes” (Bauman, 2003). Hasta cierto punto, esta mirada ha sido reproducida en varios programas de seguridad ciudadana que enfatizan la prevención comunitaria desde una perspectiva conceptual racionalista, donde se explica la ocurrencia de hechos criminales a partir de la inexistencia de mecanismos de control o de vigilancia permanente. “A partir de la definición de espacios defendibles, la comunidad es asumida por algunos autores como un mecanismo de defensa ante extraños ofensores (…) El énfasis en la comunidad coincide con la noción que lo peligroso no sólo es una amenaza sino que se localiza ‘afuera’” (Dammert, 2005). Muchos de los programas que fomentan la conformación de organizaciones comunitarias de seguridad, del tipo “guardias urbanas” o “rondas ciudadanas” que debieran controlar fuertemente las faltas y contravenciones menores (lo que se conoce como la “teoría de las ventanas rotas”), se basan en esta noción: al aumentar la autoridad moral de los miembros de la comunidad, disminuyen las oportunidades para un aumento del crimen. Esta perspectiva entraña una falacia central al reconocer a la comunidad como un ente naturalmente positivo en la implementación de mecanismos de control social. “En diversos contextos y, últimamente en la mayoría de los países de América Latina, encontramos problemas graves de vigilantismo y linchamientos de presuntos criminales. De esta forma, la cara negativa de lo ‘comunitario’ se hace presente mediante iniciativas autoritarias y en algunos casos, hasta para-policiales” (Dammert, 2005). En segundo lugar, hay que precisar que los logros económicos alcanzados por grupos como el que habita en Villa Cumbres Blancas están, por así decirlo, instalados en la prerecariedad, y sustentados en altísimos niveles de endeudamiento. Son las familias que, a pesar de estar en Isapres, tienen acceso a planes de salud tan deficientes que acaban atendiéndose de todos modos en el sector público; que rara vez poseen previsión, pues tienden a trabajar por cuenta propia como taxistas, choferes de transporte escolar, propietarios de bazares, etc.; que aunque han logrado poner a sus hijos en colegios particulares subvencionados, corren permanentemente el riesgo de no poder pagar las
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colegiaturas y tener que trasladarlos a escuelas y liceos municipalizados (como quedó en evidencia durante la crisis económica de fines de los `90s). En la jerga de Tomás Moulián (1999), califican como “ciudadanos credit-card”, pero en lugar de poseer tarjetas bancarias como Master Card o Visa, se endeudan a través de tarjetas de supermercados y casas comerciales. En este contexto, no es casual que sea en “el extraño” (que no sólo es el desconocido sino además el ajeno) donde “los temores de la incertidumbre, presentes en la totalidad de la experiencia de la vida, encuentran su encarnación ávidamente buscada y por tanto bienvenida. Por fin uno va a dejar de sentirse humillado por recibir golpes sin alzar la mano, uno va a poder hacer algo real y tangible para parar los golpes al azar del destino, quizá incluso pueda devolverlos o esquivarlos. Dada la intensidad de los temores, si no hubiera extraños habría que inventarlos (…) La vigilancia y las acciones defensivo/agresivas que desencadena crean su propio objeto. Gracias a ellas, el extraño es transmutado en algo ajeno, y lo ajeno en una amenaza. Las ansiedades dispersas, en flotación, adquieren un núcleo sólido” (Bauman, 2003). No hay que olvidar que el resentimiento como respuesta al malestar social suele descargarse, además, contra los grupos más próximos130. “Es una reacción de petits blancs, es decir, categorías situadas en la base de la escala social, ellas mismas en situación de privación, en competencia con otros grupos tanto o más carenciados que ellos (…). Buscan razones para comprender y otorgarse una superioridad a través del odio y el desprecio” (Castel, 2003). No resulta arriesgado suponer que en el miedo a los vecinos del campamento son muchas más cosas las que están en juego, aparte de la seguridad. Ellos representan la antítesis, la negación, de las propias opciones de vida; funcionan, en este sentido, como “otros de diferenciación” (ver Larraín, 1996). En una entrevista concedida al diario El Metropolitano, el actor que encarnaba a Faúndez sostenía: “a quien más odia Faúndez es al `Malo`, a los que no trabajan, a la gente que no hace nada por surgir. Sinceramente pienso que los que están representados por El Malo no quieren ver la salida. Faúndez piensa que el quiere, puede. Pero El Malo es muy cómodo. Es malo porque es flojo” (en Ramos y Guzmán, 2000). A la diferenciación a través del consumo de dispositivos de seguridad, se suma una diferenciación más intrincada, de tipo moral. Al mismo tiempo, el campamento contiguo opera como recordatorio permanente del lugar simbólico del cual se ha hecho lo posible por salir; y dada la precariedad de la nueva situación social y económica, representa también el lugar al que cada día se teme regresar. El miedo a la exclusión del que habla el Informe 1998 del PNUD, difícil de mirar pues habla de las propias vulnerabilidades –que poco calzan con lo que Jorge Larraín (2001) llama la “versión empresarial postmoderna” de la identidad chilenaqueda camuflado en el miedo al otro-delincuente; desaparece tras él. La circunscripción del peligro a un objeto visible, claramente identificable y oficialmente sancionado como “el mal”, permite “objetivar el horror inconfesable, proyectándolo sobre una minoría y 130
Puede suponerse que esto se potenciará cuando no hay cabida en el discurso imperante para el resentimiento de quienes son presentados como los beneficiados del modelo. El propio resentimiento entonces no es verbalizable, no se puede formular, no es admisible.
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así confirmar la fe en el orden existente (…) Visto así, el miedo explícito a la delincuencia no es más que un modo inofensivo de concebir y expresar otros miedos silenciados: miedo no sólo a la muerte y a la miseria, sino también y probablemente ante todo miedo a una vida sin sentido, despojada de raíces, desprovista de futuro131” (Lechner, 1988). El miedo, entonces, no es sólo al delincuente, al pobre, al chiquillo angustiado por la pasta base; sino a que, aun con todo lo invertido, la propia situación de exclusión se radicalice hasta dejarte transformado en él. En último término, se trata del riesgo de que los fundamentos, las certezas, sobre los cuales se construye el propio proyecto de vida se demuestren fútiles y vanos. Como han señalado diversos autores brasileños a propósito de los llamados “nuevos excluidos” (reconocibles en Europa y América Latina a partir de los años ‘90s como expresión de los fenómenos de desempleo estructural y desregulación del mercado de trabajo), las representaciones sociales que de ellos emergen en el marco de la (in)seguridad ciudadana facilitan el surgimiento en el resto de la sociedad de un sentimiento de miedo, que es al mismo tiempo miedo a ellos y a devenir superfluos y transformarse en uno de ellos132); concomitantemente, este miedo se transforma en hostilidad (Oliveira, 1997). Lo anterior expresaría la emergencia de un tipo de exclusión radicalmente distinto de la exclusión clásica, cuyo resultado sería la transformación del incluido incómodo en excluido peligroso, innecesario desde el punto de vista económico (ya no se trata de un ejército de reserva en sentido marxista, pues carecen de las condiciones estructurales que les permitirían ingresar siquiera al mercado de trabajo) (ver Beck, 2005) y amenazador, desde el punto de vista social, pues es percibido como un transgresor de la ley (Nascimento, 1994). Todas estas características permitirían –según proponen los autores- que la negación del otro, que subyace culturalmente a toda dinámica de exclusión, se radicalice hasta el punto de legitimar la eliminación física. “(...) Lo que llamamos la nueva exclusión social consiste, fundamentalmente, en la posibilidad de que grupos sociales, a través de un proceso agudo de no reconocimiento, se conviertan en objeto de extinción” (Nascimento, 1994). Alrededor de la fecha en que Villa Cumbres Blancas fue por una noche Fuenteovejuna, sólo en Puente Alto, el municipio había identificado otros tres pares de poblaciones divididas por la acumulación de las desconfianzas. En una de ellas operaban grupos juveniles (hijos de familias de sectores medios bajos) que se dedicaban, según los funcionarios municipales, “a limpiar las calles de drogadictos, prostitutas, homosexuales 131
Esto quedó magistralmente retratado en la película chilena de hace un par de años “Taxi Para Tres”, donde un taxista que ha invertido su vida en jugar bajo las reglas que el modelo impone, se ve violentado por la irrupción en su vida cotidiana de dos ladrones, que se transforman en el reflejo de sus propios fracasos y frustraciones. Tras unirse a ellos brevemente en la transgresión a la ley, la necesidad de eliminarlos y ‘castigarlos’ se vuelve irresistible: es la única forma de poder volver a percibir cierta validez en su propia trayectoria. 132 Las cursivas son nuestras.
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y delincuentes”, a través de palizas a quienes consideraban ‘sospechosos’. También en Puente Alto, dos meses después del incidente en Cumbres Blancas, un grupo de pobladores de la toma Carlos Oviedo linchó y dio muerte de un hachazo a Hugo Llancamán, quien llegó en estado de ebriedad una madrugada a cobrar revancha por haber sido expulsado de la población (Ramos y Guzmán, 2000). Es así como todos los procesos descritos, acentuados por la percepción ampliamente extendida de la impunidad que gozarían en nuestros país los delincuentes comunes, especialmente los más jóvenes (la visión del tribunal como “puerta giratoria”), abren silenciosamente el camino hacia la violencia ilegal no-estatal (Méndez, 2002a), donde se combinan perversamente la tentación del vigilantismo –la eliminación de indeseablescon la de proveerse seguridad por vías propias y “hacer justicia por las propias manos”. Esto desde luego se encuadra en “las actitudes públicas hacia el delito, en no pequeña medida alentadas por rituales de prensa sensacionalista y alarmista, (que) están frecuentemente marcadas por un sentido de la ‘justicia’ al estilo Rambo que sólo puede alcanzarse esquivando los procesos legales y suprimiendo delicadezas tales como la presunción de inocencia” (Méndez, 2002a). Pero también se fundamenta en la inadvertida transformación de los límites entre grupos sociales diversos en verdaderas fronteras tomadas por una guerra cotidiana que tuvo inicio pero carece, hasta donde puede verse, de fecha de término. Las consecuencias tanto de una tendencia como de la otra en la intensidad de la ciudadanía, la calidad de la democracia y el imperio de la ley no debieran, a nuestro juicio, subestimarse. Es sabido, por otra parte, que la violencia ilegal (estatal y no-estatal) en el mediano plazo no hace sino aumentar la inseguridad personal de los ciudadanos en su totalidad, a través de la introducción de la arbitrariedad en la vida social (Chevigny, 2002); por lo que el miedo, incluso si concluye con la eliminación física del otro que se identifica como depositario de ese temor, no tiene cómo engendrar otra cosa que no sea un miedo renovado. Como aprendieron los habitantes de Villa Cumbres Blancas, una vez que los propios demonios se exteriorizan, cobran vida propia y caen sobre aquél identificado como su causa concreta, puede que sólo nos encontremos con que ya no hay límites que puedan proveernos de seguridad alguna. Como señalara Lechner, lamentablemente el ámbito de la vida cotidiana no suele ser considerado por una visión tradicional de la política. Sin embargo, “en buena medida, la gente adquiere mediante estas experiencias diarias aquel conocimiento práctico que guía su conducta social. En este contexto inmediato aprende el miedo y la confianza, el egoísmo y la solidaridad, o sea, la significación social de sus condiciones de vida” (Lechner, 1988). Desde este punto de vista, pensamos que el tema de los miedos tal como aquí lo hemos descrito está teniendo tal influencia en las relaciones sociales y en la efectividad social de la ley (O’Donnell, 1993) que requiere ser incorporado activamente al estudio de la democracia y la ciudadanía. “Los miedos son fuerzas peligrosas. Pueden provocar reacciones agresivas, rabia y odio que terminan por corroer la sociabilidad cotidiana. Pueden producir parálisis. Pueden inducir al sometimiento” (Lechner, 1998).
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2.3 Alto Hospicio. Las Sospechosas de Siempre Auguste Comte se refería a los proletarios de su época como aquéllos que “acampan en el seno de la sociedad occidental sin estar calificados para ella, sin encajar en ella” (en Castel, 2004). Difícilmente podría encontrarse una mejor descripción para la situación del asentamiento humano de Alto Hospicio a comienzos de esta década. A 1.800 km de Santiago y 10 de la ciudad de Iquique, por muchos años ésta fue la toma de terrenos más grande de Chile. En el año 1987, 180 familias que habían ocupado ilegalmente unos terrenos al norte de Iquique fueron erradicados hacia los cerros áridos que rodean la ciudad. A partir de entonces, comenzaron a llegar hasta allí familias provenientes de todo Chile, que emigraban al sector atraídos por la promesa del “boom” económico de Iquique; hasta estabilizarse en un total de 20.000 personas viviendo en tierras del Estado, sin alcantarillados, ni agua potable, luz eléctrica, calles pavimentadas, líneas telefónicas, áreas verdes, servicios de salud, locomoción, recolección de basura. La vida de estas familias transcurría en “mejoras” de cholguán, cartón y latas, y además “en condiciones climáticas especialmente hostiles, en una zona árida a más de 400 metros sobre el nivel del mar en el relieve montañoso de la Cordillera de la Costa, donde el seco calor desértico de los días resulta diametralmente opuesto al áspero frío de las noches cubiertas por la camanchaca. La vegetación casi no existe; sólo abundan la arena, la tierra, el polvo y el silencio, interrumpido fugazmente por el viento” (Leiva, 2005). Entre comienzos de 2000 y junio de 2001 –mismo periodo en que se inició un Plan Integral para mejorar las condiciones de vida de los habitantes, a cargo del Ministerio de Vivienda-, siete quinceañeras desaparecieron en Alto Hospicio133. La primera noticia sobre las niñas perdidas (La Estrella de Iquique, 11 de julio 2000; en Leiva, 2005) constataba: “Desaparecen cuatro niñas. Misterio: Todas son del mismo colegio”. Se refería a Katherine Arce, Patricia Palma, Laura Zola y Viviana Garay, del Liceo Eleuterio Ramírez, de entre 13 y 17 años, desaparecidas con intervalos casi regulares de un mes, en las inmediaciones de la Ruta A-16, a primera hora de la mañana o a la salida del colegio. El caso provocó una conmoción moderada y pronto comenzaron a tejerse hipótesis: trata de blancas, prostitución, drogadicción, embarazo adolescente, violencia física y/o sexual al interior de las familias, entre otras (Cáceres, 2002). Así, durante más de un año, los organismos a los que se solicitó su búsqueda simplemente calificaron los casos como abandono de hogar, en el supuesto de que las jóvenes habían huido de una vida miserable, seguramente para prostituirse en localidades fronterizas. Las autoridades políticas, la justicia, la policía que investigaba, cerraron filas ante esta posibilidad, que sin gran mediación se convirtió en naturalizada certeza. La prensa reprodujo casi totalmente esta tesis, y proliferaron, por ejemplo, los programas especiales de reportaje 133
Finalmente el número total de mujeres asesinadas sería 14.
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sobre la trata de blancas. En ellos, las familias de las jóvenes –que en este lapso fueron la principal fuerza investigadora del caso, y autofinanciándose, recorrieron varios lugares de Lima a Santiago tras alguna pista- eran confrontados y aparecían teniendo que defender a sus hijas de los juicios morales implícitos y explícitos de que fueron objeto, y dando explicaciones sobre sus relaciones familiares, sus hábitos, y estilos de vida y de crianza134. Sin embargo, lo más difícil para ellos, según declaró la abuela de una de las niñas en ese momento, era “aceptar que la desaparición de las niñas era una situación lógica y que la policía les recomendara esperar que volvieran por su cuenta” (Paula Nº842, junio 2001). Cabe señalar que, aunque en una visita a Iquique en abril de 2001 el Presidente Ricardo Lagos –al ser confrontado de forma imprevista por los airados familiares, en lo que se considera uno de los peores errores comunicacionales de su gobierno- anunció la creación de una comisión especial de investigación para el caso, integrada por carabineros y detectives y dependiente de la Subsecretaría del Interior, los tribunales de justicia se negaron sistemáticamente a nombrar un ministro en visita (Leiva 2005). Con el correr del tiempo hubo un “vuelco en el caso Alto Hospicio”: en octubre de 2001, una niña de 15 años que logró escapar con vida por sus propios medios denunció haber sido secuestrada, violada y luego arrojada a un basural, por quien le confesó ser el asesino de las niñas. La policía, tras una intensa búsqueda en los lugares indicados por la adolescente y en otros aledaños, encontró siete cuerpos, además de otros, de mujeres anteriormente secuestradas y violadas por el que se comenzó a llamar el “psicópata de Alto Hospicio” (Cáceres, 2002). Tras la aprensión de Julio Pérez Silva135, finalmente se nombró una ministro en visita, con 80 carabineros, 40 funcionarios de Investigaciones y una veintena de gendarmes antimotines a sus órdenes para la reconstitución de escena (ver Leiva, 2005). “No van a rodar cabezas, así que si las andan buscando, no las van a encontrar”, espetó el Ministro del Interior JM Insulza a los periodistas la mañana del 11 de octubre, dos días después del hallazgo de los primeros cadáveres. En la tarde del mismo día, sin embargo, se desencadenó el mea culpa, al saberse que uno de los cuerpos encontrados correspondía a una joven (Angélica Lay) desaparecida 18 meses antes. La familia había puesto una denuncia por presunta desgracia, pero esta denuncia nunca había llegado a Investigaciones. Nunca se ordenaron diligencias. Nadie la buscó. Quedaba expuesto aquí un grave incumplimiento de labores no ya sólo de las policías, sino del aparato judicial. Entonces comenzó la destitución de los responsables institucionales (aunque sólo a nivel policial; no en el gobierno ni en el poder judicial), y se reconoció unánimemente que el 134
De muestra, algunas de las preguntas que les hicieron en los dos reportajes que Contacto hizo el 2000 y 2001, según aparecen en el sitio del programa: “¿Ha sabido que acá hay chiquillas que consumen drogas?” “¿Con una mano en el corazón, diría que no había ningún motivo para que su hija se quisiera ir de la casa?” “¿Patricia era una adolescente rebelde?” “¿Se enojaba, porque tú eras poco permisivo?” “¿Puede haber algo con las otras niñas que hayan armado algo para irse juntas?” 135 Quien en septiembre de 2005 fue declarado culpable y condenado a cadena perpetua por 14 muertes, dos violaciones y un homicidio frustrado.
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error de base había estado en seguir una sola línea de investigación, sobre la base de prejuicios. En efecto, en ninguna de las causas que instruyeron los distintos tribunales de Iquique se mencionaba siquiera la posibilidad de que las jóvenes estuvieran muertas. Ver Leiva, 2005. En los días siguientes, la Moneda afirmaría que “la tesis del abandono voluntario o involuntario de hogar estaba prácticamente descartada luego de las diligencias realizadas en países vecinos y en distintos puntos de Chile” (Informe oficial de la Oficina de Prensa de la Presidencia de la República, del 16 de octubre de 2001, citado en Leiva, 2005). Lo cierto es que en primer lugar y por un largo tiempo, la tesis del secuestro criminal fue unilateralmente descartada por todas y cada una de las instituciones públicas que entraron en conocimiento con las desapariciones, en beneficio de lo que no aparecía como una tesis sino como facticidad pura; el abandono voluntario, la prostitución, la adicción a sustancias, la huida de la violencia intrafamiliar y la pobreza, no eran tesis: eran lo que las cosas son. No había más vueltas que dar. Cabe señalar que las diligencias a las que se refiere La Moneda fueron en su mayoría las que realizaron los familiares de las víctimas. Desde luego, los asesinatos son algo con lo que hay que contar en las sociedades humanas –democráticas o no. Los asesinos en serie, más aun, parecieran ser un producto colateral de la modernización. La cuestión que el caso de Alto Hospicio plantea, para efectos del tema que aquí nos convoca (la extensión de la ciudadanía y la efectivización de derechos a lo largo del territorio y a lo largo de distintas categorías sociales), no tiene que ver con la violencia y el espanto al que pueden conducir las psicopatías individuales, sino con el horror de la banalización social y la naturalización de la miseria como trayectoria vital, que acaban reproduciendo transversalmente la cosificación de las víctimas realizada en primer lugar por el violador. Hablar de doble victimización en este caso parece insuficiente. Durante casi dos años, las instituciones encargadas en todo sistema democrático de restaurar el imperio del Derecho cuando éste ha sido transgredido por poderes públicos o por terceras personas (Facultad de Derecho UDP, 2004), operaron en relación a las desapariciones de estas adolescentes como una caja amplificadora de los estereotipos y prejuicios de los vecinos, la opinión pública y los medios de comunicación. En el camino, sepultaron el acceso a la justicia de las víctimas, en un ejercicio de discriminación sistemática basada en la triada mujer-adolescentepobre. Se constata así que, aunque la desigualdad civil y la desigualdad económica son cosas distintas (Beetham en Hagopian, 2004), en nuestros países los pobres materiales (derechos sociales) son pobres también legalmente (derechos civiles) (O’Donnell, 2003). No puede dejar de llamarnos la atención el carácter unívoco de la lectura que hicieron las más diversas entidades de la sociedad chilena de las desapariciones, la cual, como ya señalamos, no se concebía como una lectura sino como pura facticidad. En la mayoría de estos casos esta interpretación se hacia desde el juicio moral contra las niñas y sus familias; en otros desde la compasión. Pero en las dos versiones, la condenatoria y la absolutoria, se negaba a las adolescentes su elemental carácter de sujeto, de persona
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individual y libre, de concreción vital abierta al imprevisto, a lo inesperado. Al contrario; lo que había ocurrido, necesariamente, era el desenlace de un destino predeterminado, de una fatalidad: la fatalidad de un estereotipo despojado de su individualidad, la fatalidad de la “niña pobre”. Al igual que en la sociedad francesa cuando uno de los más destacados filósofos del marxismo, Althusser, estranguló a su esposa (ver Savater, 1996), proliferaron las voces que señalaban que en el acto de partir las chicas habían mostrado su auténtica esencia –la de adictas, de promiscuas; en fin, de prostitutas-; por otro lado, se levantaron también voces que señalaban su partida como la última manifestación de expulsión de la estructura social, como la radicalización de una exclusión en la que ellas, a fin de cuentas, nada habían decidido 136. Ambas líneas explicativas (que se auto-observaban como descripciones) coincidían, sin embargo, en que la ausencia repentina de las chicas no era algo inesperado. Lamentable, sí, desde múltiples puntos de vista; pero en ningún caso sorprendente. Cuando se nace y se vive en Alto Hospicio, en el descampado al borde del desierto, ¿qué más queda sino partir? Si es por vicio o por desventura, finalmente poco importa. A pesar de los elementos llamativos del caso (todas las víctimas eran del mismo colegio, tenían las mismas características físicas, rango de edades similares, ninguna se comunicó con la familia después de desaparecer, ni tampoco se llevó consigo ropa o alguna pertenencia especial antes de "partir") (González, 2001), la naturalización arriba mencionada explica que la intervención de un asesino en serie fuera algo unánimemente impensable. Sólo así se entiende la invisibilidad de las pistas y, más dramáticamente, de los restos mismos: no se ve lo que no es imaginable. Los cuerpos de las jóvenes se encontraban en piques, fosas y basurales ubicados a sólo minutos de Alto Hospicio. No estaban sepultados, sino apenas cubiertos por tierra suelta arrojada por el victimario, los deshechos y el polvo del desierto acumulados por el tiempo. El cuerpo de una de las chicas, incluso, se encontraba en un vertedero a escasos 500 metros del límite del poblado (Leiva, 2005). Julio Pérez Silva las violó, las arrojó allí, las apedreó y las dejó a morir, y no parecía necesario siquiera enterrarlas o cerciorarse de su muerte. Estaba en lo cierto: nadie las buscaba, nadie las vería. ¿"Podía pensarse algo más si eran mujeres, adolescentes y pobres"?, cuestionó en relación a este caso Lisette García, jefa del Departamento de Protección de Derechos del Servicio Nacional de Menores (SENAME) y luego directora del Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM). (en González, 2001). En efecto, la superposición de distintos criterios de exclusión parece haber sellado el destino de las investigaciones policiales en 136
Así, por ejemplo, el reportaje de la temporada 2000 de Contacto “Alto Hospicio: Donde Van a Morir los Sueños” terminaba con las siguientes palabras: “Esta pampa adolorida por el enigma de aquellas niñas que tal vez se fueron o que se las llevaron, rompe por un instante su silencio con el alboroto alegre de los niños que aún se atreven a imaginar su futuro. Niños que merecen no sólo un pueblo sin hambre, pintado de verde y de esperanzas, sino uno donde los sueños no vengan a morir. Donde no tengan que pensar en partir, sino en quedarse y terminar esa fantasía inconclusa que llamaron Alto Hospicio”. En World Wide Web: http://contacto.canal13.cl/contacto/html/Reportajes/alto_hospicio/Iprofileqproblemassociales.html. Las cursivas son nuestras.
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relación a la desaparición de las chicas. Para varias agrupaciones feministas, es el componente de género el que resulta decisivo para entender cómo pudo ocurrir esta secuencia de hechos. En la Jornada de Reflexión “Feminicidio en América Latina”, convocada por Amnistía Internacional en el marco de su campaña mundial para combatir la violencia contra las mujeres, y realizada en Santiago en noviembre de 2004, Alto Hospicio (Chile), Ciudad Juárez (México) y Guatemala fueron los tres casos centrales de feminicidio en torno a los cuales se organizó la discusión. Por feminicidio, se hace referencia a un fenómeno que ha cobrado la vida de miles de mujeres en la última década en América Latina por causas muchas veces derivadas del deterioro de los indicadores socioeconómicos y especialmente por una tradición patriarcal enraizada en la región, que intimida a las mujeres mediante muertes violentas con rasgos de misoginia (Espinosa, 2004). Esta noción se distingue de la de femicidio, término homólogo a homicidio, que sólo significa asesinato de mujeres. Como señaló con ocasión de la Jornada Ana María Portugal, coordinadora de la organización feminista Isis Internacional, el concepto de feminicidio, en cambio, apunta al acto de asesinar una mujer sólo por el hecho de su pertenencia al sexo femenino137. Hablar de feminicidio, así, tiene una clara connotación política, ya que no sólo se involucra al agresor individual sino que apela a la existencia de una estructura estatal y judicial que avala estos crímenes y les otorga virtual impunidad (Isabel Espinoza, en Epinosa, 2004). Por la repercusión mediática alcanzada, “las muertas de Juárez”, ciudad cercana a la frontera entre México y Estados Unidos, se han transformado en el horroso emblema de este fenómeno: se trata de al menos 300 mujeres asesinadas desde 1993, luego de ser secuestradas, violadas y torturadas138.Todas las mujeres asesinadas eran jóvenes, de escasos recursos económicos, inmigrantes en camino a Estados Unidos, estudiantes o trabajadoras de la denominada "maquila", la industria de ensamblaje en zonas francas que atrae las mayores inversiones externas y no cuenta con ninguna regulación dada la liberalización del comercio (Espinosa, 2004). En el caso de Alto Hospicio, tanto las muertes mismas como el tratamiento que la sociedad y las instituciones del Estado dieron a las desapariciones estarían reflejando “estereotipos de sociedades patriarcales que respaldan la violencia, con cierta forma de dominación y prevalencia de normas y valores que sitúan a la mujer en desmedro respecto del hombre”139. El coordinador del Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, Claudio Nash, señaló en la misma Jornada que la indolencia de las autoridades en los casos de Juárez, Guatemala y Alto Hospicio “obedece a factores culturales e institucionales, que permiten no sólo la violencia en serie, como en estos casos, sino también la violencia doméstica, adquiriendo una práctica sistematizada de invisibilización por parte del 137
Ver http://www.mujereshoy.com/secciones/2589.shtml A la impunidad de esos asesinatos se agregan entre 400 y 4.000 mujeres reportadas como desaparecidas y entre 30 y 70 cadáveres aún sin poder identificar. 139 Isabel Wehr, en http://ins.onlinedemocracy.ca/ 138
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Estado”140. Para Nash, el mismo sesgo de género lleva a minimizar estos problemas: “pareciera que sólo por el hecho de ser mujeres (las víctimas) la situación de violencia o pobreza es menos grave, como si ser objeto de estas agresiones fuera algo intrínseco al ser mujer. No son vistos como violaciones de derechos fundamentales” (en Espinosa, 2004). Puesto que ninguna forma de discriminación ocurre en el vacío (cada una se combina con otras formas de discriminación y con las formas en que las sociedades se organizan), académicas feministas pertenecientes a minorías han comenzado a cuestionar en los últimos años la efectividad de los marcos de análisis de un solo eje para exponer la discriminación contra las mujeres pertenecientes a minorías (Cook, 2002). En relación al tema que nos ocupa en este capítulo, resulta relevante enfatizar la forma en que el factor género y otros presentes en los casos de feminicidio mencionados, como la pobreza y la juventud, se entrelazan para configurar una ciudadanía de intensidad particularmente baja. Pareciera que, para las chicas muertas en Alto Hospicio, género, pobreza y juventud se transformaron en hitos demarcatorios de un verdadero Triángulo de las Bermudas en el que se perdieron mucho antes de su secuestro y asesinato; se perdieron y desaparecieron del mapa ciudadano. Esta desaparición reafirma la hipótesis de que, si bien en Chile no existen amplias zonas del territorio que estén fuera del imperio de la ley, o donde el Estado no tenga presencia y efectividad, sí es posible identificar vastos grupos de la población141 que, por la sumatoria de criterios de exclusión, devienen ciudadanos virtuales o nominales en varios aspectos relevantes (Quiroga, 2001), lo cual, como ha señalado O’Donnell (1993) y hemos argumentado en la primera parte de este trabajo, tiene necesariamente implicancias en el tipo de democracia que tenemos y al cual podemos aspirar. Como sostiene Ippolito (2003), este tipo de violación de las condiciones de agencia y ciudadanía no son anexas al régimen: lo definen. Por otra parte, vale la pena llamar la atención sobre el hecho de que las tipologías sociales “mujer”, “joven” y “pobre” calzan perfectamente con los grupos que en el S. XIX encarnaban la irracionalidad, el descontrol y el salvajismo, dentro del imaginario binario “civilización vs. barbarie” que inspiraba los señores ilustrados que formaron nuestras Repúblicas142. Encontramos aquí la clara persistencia de una comprensión profundamente inigualitaria y segmentada de la ciudadanía, que se las ha arreglado para resistir a los avances de las instituciones democráticas. Esto explica además que aunque las mujeres –así como otros grupos- han mejorado sustancialmente su situación a nivel constitucional, hay escasas leyes que refuercen esta mayor igualdad, y la efectividad de las que existen es bajísima (Pinheiro, 2002). Tanto ellas como los jóvenes y el “bajo pueblo” siguen siendo, en último término, depositarios de la sospecha social. Los cuestionamientos a los que fueron sometidos los familiares de las chicas desaparecidas ponen en evidencia esta sospecha, dejando al descubierto que, más allá de la retórica 140
Ibid. Las mujeres, los jóvenes y los pobres difícilmente podrían ser considerados “minorías” en el sentido numérico del término. 142 Ver nota al pie Nº113, en el primer capítulo de esta segunda parte. 141
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igualitaria imperante, todos estaban listos para atribuirles el repertorio completo de la inmoralidad social (alcoholismo, promiscuidad, violencia, incesto, prostitución, abandono de los roles paternos) y, en fin, todo lo que nuestra opinión pública hasta el día de hoy denomina bajo el apelativo general de “poca cultura”. Quienes emitían estos juicios podían, incluso, a pesar del honesto horror de su alma civilizada, darse el lujo de compadecer a estos hombres y mujeres embrutecidos por sus condiciones sociales y la falta de educación (y a través de ellos, a sus hijas ausentes): ‘después de todo, ¿qué más se les puede pedir?’ En otro ámbito, interesa aquí recalcar que la actitud indiferente de los agentes del Estado en relación a las víctimas y sus familias resulta especialmente grave, ya que institucionaliza el tipo de violencia ejercido en los secuestros, violaciones y muertes. Hay que recordar que los Estados tienen la tarea de respetar, proteger y realizar las normas de igualdad, “y si dejan de cumplir estas obligaciones son legalmente responsables hacia las víctimas de las discriminación, debiendo remediar las injusticias y evitar la repetición del abuso” (Cook, 2002). La primera de estas obligaciones (que se traduce en que los Estados deben abstenerse de realizar violaciones directas de derechos) es la que en Chile suele recibir más atención desde la sociedad civil, dada nuestra historia reciente. No obstante, las otras dos (que obligan a los Estados, respectivamente, a impedir la comisión de violaciones de derechos por parte de personas y organizaciones privadas, y a tomar las medidas legislativas, administrativas, judiciales, presupuestarias y económicas adecuadas para alcanzar la completa realización de los derechos humanos de los individuos) requieren renovada atención, especialmente en contextos de extrema desigualdad, y de patrones sistemáticos de discriminación y violencia. El caso de Alto Hospicio estuvo signado por importantes fallas en las obligaciones del Estado para con sus ciudadanos143. En primer lugar, hay que recordar que, en democracia, “la ley debería funcionar como el gran igualador, dado que ricos y pobres son supuestamente libres para defender sus derechos en los tribunales y así obtener “igual justicia bajo la ley” (Garro, 2002). De aquí que la capacidad de los que tienen menos recursos para utilizar los tribunales ha sido también empleada como medida clave del nivel de consolidación de una democracia responsable (accountable). No hay que olvidar que, en su concepción más clásica, son los derechos civiles –y, entre ellos, el de acceso a la justicia y el de igualdad ante la ley- los que abren las puertas para la incorporación de las otras dimensiones del status ciudadano. No estamos pensando aquí en el orden histórico, secuencial, sino más bien en una lógica estrictamente jurídica: el acceso a la justicia implica la posibilidad de hacer efectivos todos los otros derechos 143
Los senadores Orpis y Flores han presentado un proyecto de ley de reparación para las familias. En su informe señalan que “los homicidios en serie de Alto Hospicio pasarán a los anales criminales como de los más graves y horrendos, pero también será parte de nuestra historia la grave discriminación sufrida por las familias de estas mujeres y niñas, quienes han sido doblemente victimizadas, por cuenta del autor de estos horrendos crímenes y a cargo del Estado de Chile, que a través de sus agentes no sólo fue incapaz de acoger oportunamente las denuncias de las familias de las víctimas, sino que mediante su trato aumentó injustificadamente su dolor” (en Leiva, 2005).
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(Bottomore en Marshall y Bottomore, 1998). No obstante, en América Latina las garantías civiles siguen teniendo un claro sesgo clasista, por cuanto su efectividad está asociada a la posición social de los individuos. Este problema en la mayoría de los casos no es de ausencia o limitaciones de las normas legales que definen estos derechos. “Es más bien un déficit de enforcement144, de ejercicio efectivo de derechos garantizados en la ley. Si esto es así, el principal desafío es entender por qué las instituciones de hecho no funcionan” (Tavares de Almeida, 2003). En el caso que nos ocupa, el acceso a la justicia estuvo obstaculizado ya desde el encuentro con el primer frente del Estado en estas situaciones: la policía. Como vimos, en varios casos en que las familias habían puesto una denuncia por presunta desgracia, la denuncia nunca había llegado a Investigaciones, por lo que no se ordenaron diligencias. En resumidas cuentas, nadie las buscó. En otros casos, los padres relatan que quisieron presentar una denuncia por presunta desgracia, “pero los ‘pacos’ la hicieron por abandono de hogar” (Leiva, 2005). O’Donnell (2002) ha señalado que “tal vez nada revele mejor la carencia de derechos de los pobres y los vulnerables que su interacción con la burocracia cuando deben obtener un empleo o un permiso de trabajo, o hacer trámites para obtener beneficios jubilatorios, o simplemente (y a menudo trágicamente) cuando tienen que ir a un hospital o a una estación de policía”. Dado el relevante papel que cumplen los funcionarios policiales como primera instancia para hacer posible el acceso a la justicia, los problemas que tienen las poblaciones pobres en su acercamiento a ellos adquieren una particular seriedad145, en comparación con los problemas que tienen en su relación con otros agentes burocráticos –como por ejemplo, los que implementan políticas sociales 146. No se trata sólo de las dificultades por las que tienen que pasar los ciudadanos pobres para obtener –si lo logran- algo a lo que formalmente tienen derecho; “sino también la indiferencia, si no el desdén, con que son tratados (…) Que esta situación está muy lejos del respeto básico de la dignidad humana reclamada, entre otros, por Lane y Dworkin, se evidencia en el hecho de que si uno no tiene el status social o las conexiones ‘adecuadas’, actuar frente a esas burocracias como el portador de un derecho y no como el suplicante de un favor casi seguramente acarreará penosas dificultades” (O’Donnell, 2002; ver también O’Donnell, 2003 y 2004). El maltrato y desdén del Estado, en sus distintas agencias, hacia los ciudadanos pobres, reflejos de la persistencia del autoritarismo y la desigualdad social (O’Donnell, 2003), quedaron meridianamente expuestos en el caso de Alto Hospicio. Frente a la inoperancia de las instituciones encargadas de la protección y restitución de derechos, los padres de 144
En cursivas en el original. Especialmente en un contexto social de intensa criminalización de la pobreza como el que vive Chile actualmente. 146 Si bien las formas específicas de implementación de las políticas sociales, como ha señalado Ippolito (2003) recientemente, constituyen un ámbito crucial para conocer cómo se configuran la ciudadanía y la agencia en los sectores más pobres. 145
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dos de las niñas, Orlando Garay y Juan Sánchez, viajaron a Santiago durante su búsqueda para entrevistarse con el Presidente. “Nos recibió un asesor el 4 de septiembre de 2000. Conversamos con él y le explicamos el caso, pero empezó con intimidaciones. Nos amenazó: ‘Sabemos todo lo que han investigado las policías y las autoridades, las que han llegado a la misma conclusión. Aquí se va a investigar todo. Los vamos a investigar a ustedes de pies a cabeza, desde que nacieron hasta ahora’. Se basaba en los informes que entregó la policía a la Cámara de Diputados, que decían que los papás violaban a las niñas, las pegaban, las maltrataban y las tenían sin comer; que dormíamos todos juntos en una sola pieza; que las niñas eran drogadictas y prostitutas; que todos éramos drogadictos; que algunos papás fornicaban con la mamá y la hija al mismo tiempo. Entonces golpeamos la mesa y le respondimos a ese asesor: ‘Somos todos pobres, pero no delincuentes’. Y nos fuimos” (Orlando Garay en entrevista con Leiva en Leiva, 2005). La madre de otra de las niñas, Patricia Iglesias, relató que tras presentar la denuncia por la desaparición de su hija llegaron a su casa funcionarios de Investigaciones acusándola de haberla matado ella. “Le preguntaron dónde la tenía enterrada, allanaron su vivienda y estropearon sus escasos muebles. La insultaron groseramente, llamándola puta y ramera. ‘Me hicieron desnudarme y me dijeron que yo sabía dónde estaba mi hija. Les dije: ‘A lo mejor ustedes la tienen, viva o muerta. ¡¿Cómo voy a saber dónde está?! Revisen el patio si quieren’. Así lo hicieron. Registraron mi casa por todos lados y dieron vuelta todo. Se llevaron ocho cuadernos de Macarena, tomaron foto de la casa e insistieron en decir que yo sabía dónde estaba mi hija’” (entrevista con Leiva, en Leiva, 2005). A mediados de 2000 la Cámara de Diputados solicitó a la Policía de Investigaciones y Carabineros que le informaran sobre las diligencias realizadas para ubicar a las jóvenes perdidas. Los máximos jefes policiales de la época firmaron y entregaron sendos informes, que emitían juicios categóricos sobre las razones que motivaron a las chicas a dejar sus hogares: “Analizada la información recopilada a través de la investigación, ha sido posible establecer que la desaparición de la mayoría de estas jóvenes, por las características que cada caso presenta, obedecería a decisiones personales y voluntarias de abandonar el hogar, motivadas principalmente por situaciones anteriores de violencia intrafamiliar, promiscuidad y extrema pobreza, conclusión que se fundamenta en los numerosos antecedentes proporcionados por amigos, vecinos y compañeros de colegio, no descartándose por parte de los investigadores la posibilidad de que existan otras motivaciones que hayan provocado esta situación”. El informe de Carabineros también descartaba tajantemente la existencia de un asesino en serie o una banda que pudiera estar secuestrando mujeres. “Evaluados los cursos de acción adoptados sobre este caso, no han surgido antecedentes que permitan presumir otra hipótesis que la señalada” (Informe de Carabineros a la Comisión de Familia de la Cámara de Diputados, 5 de septiembre de 2000. En Leiva, 2005). El informe de Investigaciones, firmado por el mismo Director Nacional de la Policía
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Civil, Nelson Mery, era del mismo tenor: “Los oficiales investigadores, a base de rigurosos empadronamientos y numerosas entrevistas realizadas para cada caso en particular, dirigidas a los familiares directos, relaciones afectivas, amigos, compañeros de curso, profesores y vecinos, lograron establecer que cada uno de los hechos es independiente y obedecería a situaciones de abandono de hogar por parte de las afectadas, derivadas de las malas condiciones socioeconómicas del medio en que vivían, asociadas a maltratos y abusos que en algunos casos sufrían en sus casas” (Informe de Investigaciones a la Comisión de Familia de la Cámara de Diputados, 21 de septiembre de 2000. En Leiva, 2005). Seis meses después, en un amplio informe de Investigaciones fechado el 14 de marzo de 2001, la policía consolidó esta línea de investigación concluyendo que “todas las menores tenían problemas en sus hogares y eran consumidoras de drogas”. El mismo informe determina textualmente que las jóvenes dejaron sus casas por factores como: problemas de convivencia intrafamiliar; desavenencias entre familiares (convivientes de algunas de las madres); pertenencia a pandillas juveniles; adicción a las drogas y alcoholismo de algunas de las menores; problemas de alcoholismo de los padres; abuso sexual de parte del conviviente de la madre de una de las menores; condición social extrema. Además, Investigaciones reveló que las jóvenes fueron vistas en Alto Hospicio por distintas personas con posterioridad a la fecha de su desaparición, durante los años 2000 y 2001 (en Leiva, 2005). A pesar de que cuando llegó la hora de las destituciones el sistema judicial quedó intocado, varias de las irregularidades del caso radicaron también en este poder del Estado. Así lo reconoció incluso José Antonio Gómez, Ministro de Justicia de la época: “Todo el proceso de investigación fue discriminatorio y anómalo. Nunca nadie creyó a los familiares ni creyó que cada una de esas desapariciones tuviera el mismo patrón. ¿Por qué? Por discriminación, porque si esto hubiera ocurrido en Las Condes, la conmoción habría sido tremenda, pero se consideró que allá eran desapariciones normales. Es un error grave desde el punto de vista de la investigación policial, pero cuando el caso llegó al Poder Judicial, tampoco existió conexión entre las causas, cada juez tenía una distinta, y si se daba órdenes de investigar, la policía no conectó la información. Fue un error institucional grave que trajo consecuencias graves” (en Leiva, 2005). Como mencionamos anteriormente, hasta el azaroso “vuelco” los tribunales se resistieron sistemáticamente a nombrar un ministro en visita que investigara las desapariciones. Por otra parte, con posterioridad a la detención de Pérez Silva y al hallazgo de los primeros cuerpos, seguían pendientes 5 desapariciones que la Justicia persistentemente se negó a vincular con el caso (hasta que finalmente se demostró que correspondían a asesinatos cometidos por el mismo hombre). En el intertanto, la hermana de una de estas víctimas, Blanca Castro, logró conseguir una audiencia con la ministra en visita. “Nos habían dicho que mi hermana era prostituta y que mi papá le pegaba, pero lo peor fue lo que hizo la ministra conmigo: me dijo en la cara que Deysi
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estaba embarazada y que se había ido de la casa con el papá de la guagua. Dijo que se basaba en informes policiales, y estoy tan arrepentida de no haber llevado una grabadora… A lo mejor, su yo hubiese llegado a la reunión con un traje se hubiera expresado mejor y con otros términos. Pero no, fue muy dura conmigo. Me sentí tan mal y tan humillada por ser pobre e indígena” (entrevista con Leiva. En Leiva, 2005). Frente a las críticas del Ejecutivo y de otros actores al Poder Judicial, como ya es tradicional en nuestro país, el Presidente de la Corte Suprema y varios ministros del máximo tribunal reaccionaron, ofendidos y molestos. La Corte Suprema en pleno emitió una dura declaración pública para rechazar las críticas, considerándolas “una intromisión indebida y una falta de consideración” (en Leiva, 2005).
2.4 La Pobla y los Narco. Vivir con Miedo en las Zonas Marrones Hasta ahora hemos procurado develar algunos de los indicios de la presencia de ciudadanía de baja intensidad en Chile y sus formas de operación, centrándonos en la desigual distribución del status ciudadano a lo largo de categorías funcionales de la sociedad (ver O’Donnell, 1993); en cierta forma, nos hemos centrado en las barreras simbólicas que dividen nuestro mapa ciudadano en el intento ansioso y sin fin de dotar de cierto orden y predictibilidad el panorama social. En este último punto, en cambio, queremos poner la mirada en la dimensión territorial, física, de la desigual intensidad de la ciudadanía. En el trabajo en que por primera vez plantea la problemática de la ciudadanía de baja intensidad, Guillermo O’Donnell (1993) proponía esta imagen a la que han aludido posteriormente varios de los autores que han trabajado el tema de la calidad de la democracia: “Imaginemos un mapa de cada país en el que las áreas pintadas de azul designaran aquellas donde existe una alta presencia del Estado (en términos de un conjunto de burocracias y efectividad de la ley apropiadamente sancionada), tanto funcional como territorialmente; el color verde indicaría un alto nivel de penetración territorial pero una presencia significativamente más baja en términos funcionales/de clase; y el color marrón, un nivel muy bajo o nulo en ambas dimensiones. En este sentido, digamos, el mapa de Noruega estaría dominado por el azul; Estados Unidos mostraría una combinación de verde y azul, con manchas marrones importantes en el sur y en sus grandes ciudades; Brasil y Perú estarían dominados por el marrón, y en Argentina la extensión del mismo sería menor –pero, si tuvieramos una serie temporal de mapas, veríamos que las secciones café han crecido en el último tiempo 147” (O’Donnell, 1993). Como ya hemos señalado, Chile, al igual que Costa Rica y Uruguay, es mencionado en este y otros trabajos como un país que, dada su larga y sólida tradición democrática 147
La traducción es nuestra.
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relativa, posee una alta homogeneidad (especialmente territorial) en la efectividad del imperio de la ley y el Estado de Derecho. En efecto, en Chile no existen amplias regiones o provincias completas donde la baja penetración estatal abra la puerta a sistemas locales de poder privatizado –como ocurre en otros países de la región. Sin embargo, nos parece que varios de los recientemente denomindados “barrios vulnerables148” de la ciudad de Santiago (y de otros centros urbanos), especialmente aquellos donde existe alta presencia de narcotráfico149, exhiben dinámicas de privatización social perversa y de inhabilidad del Estado para hacer efectivas sus propias regulaciones (ver O’Donnell, 1993), en una magnitud suficiente como para pintarlos de marrón en nuestro mapa de la ciudadanía de baja intensidad. Dentro de un panorama predominantemente azul y verde –vale decir, donde se mezclan ámbitos de una intensidad ciudadana razonable, con otros de intensidad baja en términos de ciertos grupos sociales (mujeres, jóvenes, pobres) o conjuntos específicos de derechos (como la libertad de expresión, o la igualdad ante la ley), poblaciones como La Chimba (Recoleta), San Gregorio (La Granja), Santa Adriana (Lo Espejo) y sectores E y F de la José María Caro (Lo Espejo), entre otras (ver CED, 2003) vendrían a ser los manchones marrones del mapa; manchones pequeños y acotados en tamaño, pero que aparentemente hoy en Santiago se multiplican, con implicancias devastadoras para la vida cotidiana de todos sus habitantes, tanto en lo que respecta a sociabilidad, como a nivel de libertades individuales y capacidad de agencia. Es en estas implicancias que queremos profundizar aquí, para a través de ellas insistir en dos puntos cruciales. El primero: en Chile las áreas marrones existen; el segundo: esta existencia parece no poner en riesgo la perdurabilidad de la poliarquía que nos ha costado tanto construir, sino que por el contrario, parece dar cuenta de un arreglo institucional altamente estable, en el que democracia y autoritarismo coexisten esquizofrénicamente (O’Donnell, 1993). Tal como señalamos en una sección previa, en Santiago, al igual que en otras ciudades del mundo, es en los grupos más vulnerables socioeconómicamente donde se concentran los delitos más violentos (Araya, 2005). En concordancia con esto, estudios como el realizado por la PUC el 2003 ponen de relieve el alto temor que tienen los grupos socioeconómicos más bajos, en relación a los medios y altos: los encuestados que dijeron sentir mucho temor, y mediano temor, frente a la delincuencia, superan el 70% (PUC citado en Lunecke y Esissmann 2005). Aparte de fundamentarse en los altos niveles de victimización, pareciera que la sensación de inseguridad tiende a aumentar en la medida en que los vecinos tienen una observación directa y permanente de hechos delictuales (CED, 2003). 148
En el contexto de las políticas públicas de seguridad ciudadana, el término hace referencia a una unidad socio espacial subjetiva, configurada por factores estructurales, físicos y socioculturales, donde los discursos, estrategias, prácticas y representaciones de los habitantes del barrio (sujetos barriales) se encuentran vulnerados por situaciones de violencia, temor y delitos contra las personas (CED, 2003). 149 El narcotráfico consiste en una red que involucra un alto grado de organización y la influencia de agentes externos al barrio en la existencia del mismo tráfico, diferenciándolo así del sólo tráfico o consumo de drogas no organizado (CED, 2003).
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Lo que queremos relevar es que en muchos casos esta experiencia vital de inseguridad objetiva y miedo, además de estar socioeconómicamente situada, posee un fuerte condicionamiento territorial. En efecto, en un creciente número de barrios pobres, la delincuencia común y la violencia organizada de redes de tráfico de drogas se han adueñado de calles, pasajes y espacios de recreación y/o uso público. Las balaceras y “mexicanas” (quitadas de droga entre bandas rivales de tráfico) son hoy parte de la cotidianidad de los vecinos. Causa de alto temor es también el uso permanente de amenazas, por parte de grupos asociados al tráfico de drogas, hacia los vecinos de las poblaciones. El tipo más frecuente de amedrentamiento (especialmente de parte de bandas en proceso de consolidación, o de tránsito del micro al narcotráfico) es la amenaza verbal, que está inespecíficamente dirigida a toda la población y busca mantener un estado latente de temor para limitar las denuncias. En los barrios donde operan grupos con mayores niveles de organización, el amedrentamiento toma también la forma de violencia contra la propiedad y las personas que potencialmente o realmente denuncian; siendo la forma más habitual el apedreamiento de viviendas (entrevistas a vecinos en Población Santa Adriana diciembre 2004, citado en Lunecke y Esissmann, 2005). Si a lo anterior sumamos la fuerte estigmatización social de estos territorios, nos encontramos con situaciones en que “aun allí donde en el pasado el entorno estaba cargado de un sentido de pertenencia y de un fuerte sentimiento de arraigo y apropiación (especialmente en el caso de poblaciones que fueron parte del movimiento de tomas de terreno durante las décadas del ’60 y ’70), hoy se observa el deseo de emigrar por parte de sus vecinos, producto del deterioro de su calidad de vida causado por la violencia organizada en el espacio comunitario” (Lunecke, 2005). En estos barrios, la violencia no constituye una excepción, sino que más bien ha ido conformándose en parte del paisaje habitual; la violencia instalada pasa a vivenciarse como natural. El estado de emergencia y el miedo se banalizan. Esta situación se inscribe en un fenómeno común en América Latina, que en la Parte I denominamos “baja presencia del Estado y surgimiento de poderes privados”; en el caso de la región, los problemas que afectan a estos sectores urbanos pobres se insertan en un marco mayor de inefectividad de la ley. Loïc Wacquant (2001), en tanto, lo ha analizado en una perspectiva global, y desde allí ha identificado el surgimiento, a lo largo de las últimas décadas, de un “nuevo régimen de marginalidad urbana”. Este nuevo régimen se manifiesta de forma diversificada en diferentes sociedades, pero tiene como una de sus características distintivas una tendencia a “conglomerarse y acumularse en áreas ‘irreductibles’ y a las que ‘no se puede ir’, que son claramente identificadas –no menos por sus propios residentes que por las personas ajenas a ellas- como pozos urbanos infernales repletos de deprivación, inmoralidad y violencia donde sólo los parias de la sociedad tolerarían vivir (…) estos barrios en los que se atrinchera la miseria se han ‘ganado un nombre’ como depósitos de todos los males urbanos de la época, lugares que hay que evitar, temer y desaprobar” (Wacquant, 2001).
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Gran parte de los autores que estudian este “nuevo régimen de marginalidad urbana” ha reflotado para referirse a los territorios en que ésta se concentra, una noción propia de mediados del siglo XX: la noción de gueto. Esta hace referencia a “un grupo que vive en desventaja frente al resto de la sociedad, es víctima de una estigmatización y se encuentra segregado” (Katzman en Lunecke y Esissmann, 2005). En el caso de nuestro país, la segregación espacial que se ha dado en forma paralela al crecimiento de las ciudades configura en este sentido una realidad en que los grupos excluidos van siendo apartados de los contextos en los cuales se entregan herramientas y recursos para la construcción de capital social, reforzándose el desarraigo y la desintegración social con respecto al resto de la ciudad. El punto final de este proceso es la “guetización de los espacios y la clausura espacial de las oportunidades” (Sabatini et al citado en Lunecke y Esissmann, 2005). Como destaca Wacquant, el gueto no es simplemente una entidad topográfica o una agregación de familias e individuos pobres, “sino una forma institucional, es decir, una concatenación particular y basada en el espacio de mecanismos de encierro y control150” (Wacquant, 2001). En la senda de O’Donnell (1996)151, vale la pena por tanto preguntarnos por cuáles son los rasgos de esta forma institucional. Los estudios nacionales coinciden con la literatura internacional en el sentido de que el rasgo predominante de la articulación institucional de estos nuevos guetos, así como el hecho más significativo en la vida cotidiana de quienes los habitan, es “la extraordinaria preponderancia del peligro físico y la aguda sensación de inseguridad que llena sus calles” (Wacquant, 2001), al punto de que en varios de ellos la primera causa de muerte es la violencia152. El crecimiento explosivo de la economía informal basada en el tráfico de drogas ha tenido aquí un rol importante, ya que, como demostró el antropólogo Philippe Bourgois, “en esta economía, las exhibiciones rutinarias de violencia son una exigencia de los negocios: sirven para mantener la credibilidad comercial e impiden el predominio de los competidores y los robos de intrusos y clientes (…) Por extensión, en un universo despojado de los recursos más básicos y caracterizado por una elevada densidad de depredadores sociales, la confianza no es una opción viable, de modo que todos tienen que protegerse de la violencia y estar listos a esgrimirla” (Bourgois en Wacquant, 2001). No obstante, esta “cultura del terror” adquiere distintas características de acuerdo al tipo de arreglo institucional informal que predomina en el barrio. El estudio “Tipología para la Identificación y Selección de Barrios Vulnerables” realizado por el Centro de Estudios para el Desarrollo (CED) para el Ministerio del Interior de Chile establece, a partir del estudio cuantitativo y cualitativo de 20 barrios, tres tipos de Barrios Vulnerables: ‘barrios tomados’, ‘barrios en transición’ y ‘barrios desorganizados’. Los primeros se caracterizan por la instalación de microtráfico 150
En cursivas en el original. En su artículo “Another Institutionalization: Latin America and Elsewhere”, O’Donnell enfatizaba la necesidad de que la ciencia política se haga cargo de las instituciones sociales, democráticas o no, que efectivamente existen en nuestras sociedades, e indague en ellas (O’Donnell, 1996). 152 Ver Pinheiro, 1998, para el caso de Brasil. 151
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organizado y de redes de narcotráfico que en medida importante controlan los espacios públicos barriales; estas redes de narcotráfico, además, han generado una capacidad operativa que se expande territorialmente a otros sectores de la ciudad, por lo que el barrio se transforma en centro de distribución de droga y de control de las dinámicas delictivas en sectores adyacentes. En los ‘barrios en transición’, en tanto, existe un microtráfico interno altamente organizado, a menudo con apoyo de los vecinos que están mayoritariamente involucrados en él directa o indirectamente; sin embargo, no hay redes de narcotráfico fuertemente instaladas (las que existen se encuentran en proceso de instalación reciente e inconcluso, y tienen relaciones de dependencia con aquellos barrios donde las redes narcotraficantes ya se encuentran instaladas). Por último, en los ‘barrios desorganizados’ existe consumo y microtráfico de drogas, pero el tráfico no se ha configurado en redes de microtraficantes o narcotraficantes ni se ha convertido en referente para los compradores externos de manera masiva (CED, 2003). Esta tipologización permite visualizar varias dinámicas perversas. Por ejemplo, en los ‘barrios tomados’ (en que hay redes de narcotráfico altamente organizadas e instaladas en el territorio), la percepción de temor y victimización de las personas es menor que en los otros barrios vulnerables (CED, 2003), ya que los traficantes controlan los espacios públicos y existe la lógica interna de mantener la “tranquilidad” del barrio para no ahuyentar a los compradores. Por tanto, hay una permanente regulación por parte de estas redes de los hechos delictuales violentos de que pueden ser víctima los residentes. La violencia en estos barrios está asociada al uso de armas de fuego en delitos específicos, selectivos y especializados entre traficantes, dirigidos ya sea a controlar territorialmente los flujos de transacción de la droga (mexicanas), o a afianzar el poder sobre los microtraficantes y consumidores (ajustes de cuentas, secuestros, represalias ejemplarizadoras); y hay menos cogoteos, homicidios, asaltos a mano armada –o estos se concentran en los espacios públicos externos periféricos a las poblaciones, como avenidas o plazas contiguas. En cambio, en los ‘barrios en transición’ hay una fuerte extensión de diferentes tipos de delito, y gran visibilidad de los mismos en los espacios barriales. A diferencia de lo que sucede en los barrios ya controlados por el narcotráfico, delitos como el homicidio, los asaltos violentos y a mano armada, las violaciones, las balaceras callejeras y las peleas entre traficantes son bastante frecuentes. De aquí que el nivel de temor de los habitantes a los delitos y el tráfico es mayor que en los ‘barrios tomados’, pues se registran con mayor frecuencia en sus propios espacios barriales, y son a menudo insultados y amedrentados por los microtraficantes y los consumidores internos. En tanto, en los ‘barrios desorganizados’ existe una alta frecuencia de delitos cometidos por agentes individuales no organizados al interior del barrio, con uso de armas blancas más que de armas de fuego, amenazas verbales e insultos hacia los habitantes y ‘toma’ de espacios públicos para consumir drogas. A diferencia de los otros barrios, en éstos las agresiones entre habitantes del barrio, el vandalismo, los cobros de peajes y las peleas callejeras son mucho más frecuentes.
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Otra característica particular de los ‘barrios tomados’ en relación a los demás es que en éstos hay una suerte de “salarización” del vínculo entre los narcotraficantes y los microtraficantes a su servicio, basada en la obtención de una ganancia continua y segura. “Tanto los vendedores como los ‘burreros’ (aquellos que guardan la droga) obtienen un porcentaje fijo de la ganancia de la transacción, lo cual se expresa en la construcción de una imagen de sí mismo en tanto “empleado” (CED, 2003). A partir de ello se observa también un proceso de obtención de protección social por parte de la red narcotraficante. Al “trabajar” para ellos, los microtraficantes obtienen beneficios como mercadería semanal para la familia, ayuda financiera para la educación de los hijos, financiamiento de un abogado en caso de ser detenidos, etc. Además, los líderes de las principales bandas suelen buscar el fortalecimiento de los lazos de confianza con los vecinos para mantener un cierto grado de legitimidad social y obtener “silencio”; para ello sus miembros se integran a las actividades y estrategias comunitarias, e implementan prácticas de cooperación o asistencia financiera en caso de desgracia personal de algún vecino (CED, 2003). Esto explica la ambivalencia con la que es evaluado el tráfico de drogas por los vecinos: si bien por un lado vivencian la violencia y el temor constante asociados a él como “una poderosa realidad externa que ha llegado a instalarse entre ellos y ‘reclutarlos’”, y temen represalias graves en caso de hacer denuncias o resistir el reclutamiento, por otro lado un porcentaje difícil de determinar de los habitantes barriales ve en dichas redes de comercialización una oportunidad peligrosa pero cierta de mejorar sus precarias condiciones de vida, y hay economías familiares enteras que dependen del mercado de drogas ilícitas (hay barrios en que se sospecha que entre 70% y 80% de los habitantes está involucrado de una u otra manera en el tráfico de drogas) (CED, 2003). Esto se torna comprensible en el momento en que se recuerda que los hombres y mujeres que son ‘cooptados’ por estos verdaderos poderes privatizados neofeudalistas (O’Donnell, 1993) “son personas comunes y corrientes que tratan de ganarse la vida y mejorar su suerte lo mejor que pueden en las circunstancias desusadamente oprimentes y deprimidas que se les han impuesto. Aunque desde el punto de vista de un observador exterior de posición segura sus códigos culturales y patrones de conducta puedan parecer peculiares, quijotescos e incluso ‘aberrantes’ (…), un examen más detenido demuestra que obedecen a una racionalidad social que hace un balance de experiencias pasadas y está bien ajustada a su contexto y sus posibilidades socioeconómicas inmediatas 153” (Wacquant, 2001). En efecto, el negocio ilegal de la droga cumple en estos contextos importantes funciones económicas y sociales que no pueden subestimarse. La valoración ambivalente de la actividad delictiva se extiende también a la figura del narco en su doble condición de vecino y delincuente: es juzgado en forma negativa únicamente frente al incremento del estigma social, la amenaza o las balaceras, no así 153
De aquí que no nos parezca pertinente el uso de conceptos como el de “subcultura” para referirse a estos fenómenos.
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frente a su presencia o al comercio ilícito. En el estudio etnográfico sobre violencia en la Población Santa Adriana realizado para la Subsecretaría del Interior por el Programa de Seguridad Ciudadana de la Universidad Alberto Hurtado (2004) se encontraron los siguientes testimonios en este sentido: “… Porque yo tampoco lo hago… más que todo yo pienso que… yo, para mi yo… soy indiferente, a mi no me interesa si el de al lado es traficante, el otro es internacional… yo no… cada cual hace su vida, con tal de que no me estén molestando a mí, yo estoy bien… ¿temor? A ellos, no, ni tanto, porque como nunca he tenido problemas con ellos, cachai, nunca ellos han venido a mi puerta a amenazarme, a darme un problema, entonces no te puedo decir que temor o que me afecten sociológicamente (sic), no. Como ellos están en su lado y yo estoy en el mío, no me hacen nada…” (mujer, 19 años). “… ¿con la comunidad?... mira… los traficantes son violentos entre ellos mismos, pero con nosotros no, porque si tú no te metís con ellos por qué poh… no tendríamos por qué… claro que si te metes con ellos te intimidan en forma agresiva…” (mujer, 62 años). “… a uno que la conocen de toda una vida, porque esos son cabros que una ha visto así crecer, yo por lo menos a los chicos de ahí los he visto crecer que son cabros que los he visto crecer desde chiquitito a estas alturas… no casi nunca nos han desconocido no podría decir una cosa así, por lo general a la gente conocida no le hacen nada, la saludan igual…” (mujer, 56 años) (UAH, 2004). Es posible afirmar, así, que la institución social de al menos cierto tipo de gueto-barrio vulnerable (el ‘barrio tomado’) en Chile hoy comparte algunos de los rasgos que, según vimos en la Parte I de este trabajo, poseen las favelas brasileñas, donde las bandas del crimen organizado habrían aprovechado el vacío dejado por el Estado al interior de estas zonas, constituyéndose ellas mismas en proveedoras de los servicios y de oportunidades de empleo y protección social. “Las bandas han desempeñado algunas funciones sociales positivas, en un segmento de la sociedad donde las instituciones sociales y políticas no han funcionado y/o no funcionan” (Leeds, 1996). “¿En qué consiste el trinomio seguridad, protección y justicia que la población atribuye al poder ejercido por el narcotráfico en las favelas? Significa la protección de los habitantes contra las eventuales amenazas, robos, conflictos y desórdenes internos, además del arbitraje de situaciones en las cuales los habitantes se sienten indefensos” (Quiroga y Neto, 1996); además de la provisión de servicios asistenciales en situaciones de emergencia, el patrocinio de actividades colectivas como el Día del Niño, apoyo a grupos culturales, etc. (Quiroga y Neto, 1996; Leeds, 1996). Por otra parte, en lo que respecta a la interacción con las instituciones formales, en los ‘barrios tomados’ pueden observarse nexos de cooperación entre las redes de narcotráfico y una serie de agentes públicos, como actuarios y carabineros. “Estos actores cumplen la función de traspasar información acerca de los lugares y tiempo en que se realizarán operativos policiales y de facilitar mecanismos judiciales en caso de
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detención. (Este soporte) es considerado de suma importancia para la eficacia operativa de las redes” (CED, 2003). Por este motivo, los demás habitantes de estos barrios tienen la percepción de que la policía o los juzgados del crimen están aliados, o bien no controlan con suficiente fuerza, a los traficantes y delincuentes. Por lo mismo, los niveles de denuncia son bajos y las esperanzas de que la intervención policial pueda cambiar la situación se alejan progresivamente en el tiempo. Los siguientes gráficos ilustran el bajo nivel de confianza en las instituciones públicas de los grupos más pobres, tanto en términos absolutos como en lo que respecta a la evaluación que hacen de su desempeño en tanto encargados de hacer cumplir los derechos de las personas más pobres.
Nivel de Confianza Institucional según NSE154
Tribunales de justicia
80
80
60
60
40
40
20
16
13
13
Inve stigacione s
C arabine ros
12
80 60 40
63
20
45
32
25
0
0 ABC1
C2
C3
D
ABC1
C2
C3
D
20
35
31
34
31
ABC 1
C2
C3
D
0
¿Qué nota le pondría a quienes usted considera responsables de asegurar el respeto de los derechos de las personas pobres de Santiago (escala de 1 a 7) Promedios Reprobados155
154
Fuente: Pontificia Universidad Católica, 2003. En Lunecke y Eissmann, 2005. Fuente: Universidad Católica Silva Henríquez, 2004. Carabineros fue uno de los promedios aprobados, aunque con nota 4,2. 155
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Hay que destacar que esta evaluación del funcionamiento de las instituciones públicas en general es realizada por los pobladores a partir de las acciones de los servicios públicos de carácter comunal (tenencias, comisarías, juzgados locales, municipios), no nacional. En este punto se ha constatado además que los habitantes de los barrios vulnerables tienen una imagen no sólo crítica, sino también muchas veces confusa de los planes desarrollados en su beneficio en temas de seguridad ciudadana (Plan Cuadrante, Plan Comuna Segura, Fiscalía Antidelincuencia). “En la Población Yungay, por ejemplo, los participantes en el grupo de discusión pensaban que el Plan Cuadrante significaba que los carabineros podrían ingresar y allanar con mayor facilidad sus casas; esa era su visión de una mayor ‘cercanía policial’” (CED, 2003). Según el estudio etnográfico antes mencionado, los habitantes del ‘barrio tomado’ Santa Adriana reconocen a Carabineros como la principal institución responsable de su seguridad, y sin embargo la confianza en ellos es muy baja (UAH, 2004). Tanto en éste como en otros barrios se identifica la existencia de miembros de Carabineros que cometen actos de corrupción, ya sea continuos y formales (entrega de las ganancias del tráficos de drogas a cambio de protección a las operaciones de las bandas narcotraficantes) o informales (entrega de dinero a cambio de información a microtraficantes sobre un denunciante, o datos sobre futuros operativos policiales156 (CED, 2003). 156
Cabe señalar que en algunos barrios se denuncian también vínculos entre traficantes locales y miembros de Investigaciones (CED, 2003).
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“… carabineros en Santa Adriana, yo, personalmente, no tengo mucha confianza… prefiero tener confianza en otras comisarías, pero directamente de aquí de la población no me gusta… el personal de la comisaría eran como de muchas manos, de risas con los narcotraficantes y qué sé yo… risas para allá, risas para acá… esas cosas dejan harto que desear como policías ellos porque se supone que nosotros… son ellos los que nos resguardan y… es que sin ellos no podríamos hacer nada, entonces, como para que estén de tantas manos y risotadas y horas enteras conversando con ellos es como para que entre duda…” (mujer, 62 años). “… porque yo te digo, quién más iba a saber que iban a allanar la población los pacos les sapearon a los narcos…” (mujer, 24 años) (UAH, 2004). Aparte de estas desconfianzas, los pobladores entrevistados expresan un rechazo mayoritario al desempeño de Carabineros, basado en la evaluación de que su accionar ha sido ineficaz para identificar y detener los delitos. Una de las expresiones de esta ineficacia es que el apresamiento de un cabecilla tiene poco impacto en el funcionamiento de la máquina del tráfico, tanto porque el tiempo de reclusión en opinión de los vecinos siempre resulta corto, como porque la dinámica de liderazgo es altamente flexible, permitiendo que la red siga funcionando en ausencia de sus cabezas (UAH, 2004): “si todos saben que ella va a salir… igual es penca que ella salga… da como julepe que llegue con la bronca y salga a pescar a quien la sapeó…” (hombre, 21 años). “esto no ha cambiado mucho… podrán estar presos los papás, pero siguen los hijos y sino, los nietos. Porque acá en el pasaje 63, es verdad, está presa la Marisol, los más grandes, pero está el marido, está el hijo más chico, están las hermanas, la prima, la sobrina, entonces no puedes decir que se acabó, con que ellos se acabó el tráfico, no, no se ha acabado. Sigue igual y está aumentando…” (mujer, 19 años). Otras situaciones que determinan el rechazo a Carabineros, y que están ligadas a las anteriores, son: consumo de drogas por parte de carabineros al interior del barrio, conductas violentas hacia los habitantes, discriminación hacia los jóvenes (CED, 2003). Los dos últimos puntos dan cuenta de cómo los vecinos resienten el no respeto por los pobladores que no están vinculados el narcotráfico, los cuales de igual modo han sido víctimas de allanamientos y operativos similares (UAH 2004). En cuanto a los Municipios, los casos de corrupción son percibidos como muy mínimos. Sí se habla de que, debido a la inexistencia de organizaciones comunitarias, las municipalidades tienden a otorgar recursos para financiar proyectos sociales a personas de la comunidad que tienen capacidad de infraestructura y operativa para gestionarlos, las cuales en muchos casos están involucradas en el tráfico y por eso tienen mejor situación (UAH, 2004).
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La autoperepción de los habitantes de barrios vulnerables como potenciales víctimas de actos de violencia o delitos en el espacio público local se encadena con una vivencia permanente de acciones limitadas por la presencia de un “otro” u “otros” (en este caso, agentes delictivos). Esto genera en cada habitante una sensación de pérdida respecto a su propio entorno, y de desconfianza en la socialización con sus vecinos (CED, 2003). Tal como veíamos en el caso de las villas que coexisten con campamentos, esta desconfianza cristaliza en díadas del tipo “ellos vs. nosotros”: en las poblaciones históricas (Santa Adriana, José María Caro, etc.), las fronteras simbólicas dividen a “antiguos vs. nuevos”, aludiendo a una representación subyacente de “gente de esfuerzo vs. gente mala”: los primeros son en su mayoría emigrantes del sur de Chile, y se consideran aquéllos que rescatan los valores originales y mantienen vivas las redes de acción colectiva; son definidos como personas “nobles y honradas”, o bien como personas ligadas a actividades delictivas pero con un profundo respeto y solidaridad por los demás vecinos. Los segundos, en cambio, son los narcos: personajes foráneos, ajenos a la fundación de la población, que la han condenado socialmente trizando sus rasgos identitarios y erosionando de paso las redes solidarias características del origen; la han maleado. Sobre esta tendencia a moralizar las distinciones sociales, Bauman señala que “para reconquistar cierto grado de legitimidad y reafirmar la legitimidad de su propio estatus a los ojos de la sociedad, es típico que los habitantes de la cité y del gueto exageren su propio valor moral como individuos (o como miembros de una familia) y se sumen al discurso dominante de denuncia (…) Es como si sólo pudieran ganar valor devaluando a su vecindario y a sus vecinos. También se embarcan en una diversidad de estrategias de distinción social y retirada que convergen para minar la cohesión con el vecindario” (Bauman, 2003). Otro tema recurrente en el discurso de las personas viviendo en estos guetos es el temor a transitar por los espacios públicos por riesgo de asaltos, el temor de que los niños ocupen los espacios públicos debido al mismo riesgo y también a las malas conductas a que están expuestos en las calles, etc. En síntesis, los espacios públicos son considerados un “territorio ocupado” que queda vedado para los habitantes, en un proceso que los empuja al aislamiento, a reducir al mínimo sus desplazamientos y a una dramática privatización de la vida cotidiana. Como señala Wacquant (2001), “la inseguridad es tan profunda que el mero hecho de atravesar el espacio público se ha convertido en un gran dilema de la vida cotidiana de los residentes”. Así, los vecinos que desean mantener segura a su familia, sin riesgos físicos (agresiones, balazos, amenazas) o sociales (vinculación con la dinámica delictiva), comúnmente optan por la reclusión en sus domicilios. “… por ejemplo, yo igual, igual mi familia somos como bien limpios, pero no encuentro que hagamos algo positivo, cachai. Por ejemplo, yo estoy aquí metida en mis cuatro paredes y no me meto con la gente de allá afuera. Se están matando allá afuera entre disparos, yo no salgo, cachai, pero… no participo en nada, soy como bastante indiferente con la gente de acá y creo que de toda la gente limpia que hay acá, o sea la gran mayoría es así. Como que cada uno en su casa…” (mujer, 19 años) (UAH, 2004).
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Como una extensión de lo anterior, el silencio y la ceguera pasan a ser garantías de tranquilidad, mientras el hablar y ver de más es fuente de inseguridad. “… porque los Leiva… ese grupo son como un árbol… tenía hartas ramas pa los laos, entonces, si tú hablas de algún dicho no falta quién era familiar de fulano de tal… una onda así, entonces para evitarse problemas la gente trata de no hablar de ellos…” (mujer, 56 años). “…poco me gusta hablar de esas cosas a mí… no me gusta meterme en esas cosas… cuando hay peleas yo no me asomo. No, yo no salgo pa’fuera, yo me fondeo en mi pieza ahí. Porque a veces uno sin saber leer ni escribir porque andan televisando y cuestiones y después la ven a uno, la ven pasar pa’l poli y los Cipriano le pueden echar añiñá a uno poh. Y uno que es quitá de bulla, si eso es lo que no yo no quiero, todo lo contrario, andar tranquila, que no me molesten porque yo no molesto…” (mujer, 62 años) (UAH, 2004). La otra cara de esta reclusión autoimpuesta como reacción a la expulsión del espacio público, es la recurrente fantasía del autoexilio: en los discursos de los entrevistados en el trabajo etnográfico mencionado se reproducen imágenes de un futuro deseado a partir del alejamiento de la población, que parece constituir la mejor alternativa de desarrollo personal y familiar (a pesar del aprecio y valoración respecto de los logros de la toma originaria; las características actuales de la población distan mucho del mito fundacional de redes solidarias y esfuerzo conjunto). “… todo se fue convirtiendo como en una pesadilla… y ya todo el mundo queríamos vender…” (mujer 56 años); “… si tuviera la oportunidad de tener plata y comprarme una casa, yo me voy, me voy… ya me tiene aburrida los cabros, ya. Pasan tantas cosas… pelean aquí en la cuadra y salen todas pa’ afuera y yo me entro… y me pongo muy, demasiado nerviosa y ya no puedo estar pasando demasiados malos ratos…” (mujer, 66 años) (UAH, 2004) Wacquant (2001) afirma que, a diferencia de lo que era el gueto tradicional, “el gueto de hoy es un ámbito despreciado y estigmatizado del que casi todo el mundo trata de escapar desesperadamente”. Parecería que el paso de la población histórica, que contenía un fuerte componente de dignidad, a la población de traficantes que “sirve no como reserva de mano de obra industrial desechable, sino como un mero vertedero para aquellos para los que el entorno social no tiene un uso económico o político” (Wacquant citado en Bauman, 2003), es asimilable en este sentido a la distancia entre los guetos tradicionales de los ‘50s y los guetos contemporáneos. Hay que decir, en todo caso, que la fantasía de la emigración muy pocas veces llega a concretarse, dada la imposibilidad económica (acentuada por la depreciación de las viviendas en estos barrios) y también debido al temor de ser estigmatizados en sus nuevos barrios (ver CED, 2003). La reclusión y la fantasía de la emigración configuran un terrible escenario, que se completa al agregar que los moradores de estos territorios suelen tener una vívida
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conciencia de estar “exiliados” de la sociedad, en un espacio degradado que los descalifica colectivamente (Wacquant, 2001). Exilio, reclusión, emigración, son todas imágenes fuertemente cuestionadoras, sobre todo cuando las ponemos contra el fondo de la noción de ciudadanía. En la vida cotidiana de estas personas, el territorio parece tener una omnipresencia que termina por anular las vidas particulares de sus habitantes. Si ellos no pertenecen al territorio social más amplio, del que se perciben como exiliados, y tampoco pertenecen al territorio estigmatizado donde tienen su domicilio, entonces ¿cuál es el territorio respecto del cual son ciudadanos? Si el espacio público ha devenido sinónimo de riesgos innombrables, ¿cuál es su libertad de desplazamiento? Si la desconfianza es la estrategia de sobrevivencia más racional ¿cuál es el colectivo al que pertenecen? Si su capacidad autónoma de escuchar, ver y hablar los pone en riesgo de muerte, ¿cuáles son las libertades individuales de las que gozan? ¿cuál es su capacidad de agencia? Todo parece indicar que en nuestras “zonas marrones” la ciudadanía es hoy día un asunto, cuando menos, problemático. Una vez más, sostenemos que este asunto atañe directamente a la democracia, y en tal condición debe ser más extensamente estudiado, tanto empírica como teóricamente.
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CONCLUSIONES El supuesto sobre el cual se levanta, en los ‘90s, la noción politológica de “ciudadanía de baja intensidad” es que en las democracias que emergieron en América Latina tras el fin de los regímenes autoritarios existe una particular combinación de democracia formal o poliarquía, con un muy bajo cumplimiento de los derechos civiles asociados al liberalismo clásico (es decir, aquéllos necesarios para asegurar la libertad individual de las personas), conformando desde el punto de vista del Estado un escenario de inefectividad (parcial) del imperio de la ley. Esta situación estaría configurando un tipo particular de democracia que, siendo incompatible con varias asunciones de la teoría democrática clásica, no está siendo pertinentemente estudiada. En este contexto, la ciudadanía de baja intensidad hace referencia a la extensión irregular de la ciudadanía (en tanto titularidad, y también en tanto ejercicio efectivo de derechos, particularmente de derechos civiles) a lo largo del territorio y de las relaciones funcionales, incluidas las de género, clase y etnia, en los países latinoamericanos. Desde luego, la ciudadanía nunca existirá en forma plena en ninguna sociedad; siempre está marcada por niveles de incompletitud debido a las desigualdades de recursos y de poder en la sociedad, y a que el repertorio de derechos, no natural, está siempre cambiando. No obstante, en América Latina esta situación alcanza tal magnitud que amerita reconocimiento conceptual; se trata de una diferencia cuantitativa que deviene salto cualitativo. Reconociendo las tensiones del concepto mismo de ciudadanía de baja intensidad, lo que nos ha parecido especialmente interesante es la problemática que éste abre dentro del estudio de las nuevas democracias. Los fenómenos que componen esta problemática – entre los que destacan la violencia ilegal, estatal y no estatal; los problemas de acceso a la justicia; el trato indigno de las burocracias a los ciudadanos, especialmente a los más pobres; la consolidación de poderes locales privados; la débil presencia estatal en ciertos territorios; la discriminación de todo tipo- han sido abordados previamente desde otros marcos de interpretación: desde el campo de los derechos ciudadanos, de la desigualdad económica, de los fenómenos de descomposición local de los espacios públicos, de las características y déficits de la modernidad periférica, etc. Lo que la noción de ciudadanía de baja intensidad nos permite es, en primer lugar, agrupar estos fenómenos en una constelación explicativa que los articula y les da un sentido y peso específicos. En segundo lugar, la noción de ciudadanía de baja intensidad inserta esta constelación en el seno de una teoría democrática que actualmente se encuentra en revisión. De aquí su potencia como herramienta para avanzar en la tarea de caracterización empírica y teórica de las democracias latinoamericanas contemporáneas. Acerca de los aportes conceptuales:
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El trabajo realizado nos ha permitido identificar algunos de los aportes puntuales que esta herramienta puede hacer a la teoría democrática, especialmente al estudio de las democracias latinoamericanas contemporáneas: 1. Puede ser parte de una construcción conceptual que permita salir del mimimalismo -entendido como una visión de la democracia con énfasis excluyente en el régimen político- sin acabar necesariamente en el campo de las definiciones sustantivas, el cual como aprendimos en los ‘60s abre el riesgo de subvalorar la democracia al plantear estándares que no han sido ni pueden ser cumplidos por ninguna democracia realmente existente. El imperativo de ir más allá del régimen ha cobrado fuerza entre los estudiosos de la democracia, tanto a partir de una revalorización de los fenómenos que ocurren fuera de él en sí mismos, como a partir de la constatación de que ellos modifican el régimen, lo sobredeterminan en una serie de aspectos. En este contexto, el Estado en tanto punto de contacto entre el régimen y la sociedad comienza a ocupar un rol central en una nueva generación de estudios de la democracia; y la temática de la ciudadanía en los términos aquí entendidos (más cercanos al reconocimiento imparcial y efectivo de los miembros de la sociedad en su calidad de sujetos de derecho, que a la asociatividad y la textura republicana de la democracia) es uno de los aspectos ineludibles de esta nueva agenda realista y restringida, pero no minimalista (O’Donnell, 1999). 2. Implica actualizar el ejercicio de la sospecha frente a la tendencia a naturalizar la institución social de la ciudadanía, por dos vías principales: a) En primer lugar, problematizándola: mucha de la elaboración conceptual de la teoría democrática, al tener su referencia en los países iniciadores, se basa en supuestos que no suele explicitar, lo cual hace que su capacidad comparativa se vea limitada o, al menos, complicada. Uno de estos supuestos es que la ciudadanía se encuentra razonablemente extendida territorialmente y a lo largo de las distintas relaciones funcionales. Esto se da por descontado. Para que la teoría democrática pueda “viajar fuera” del cuadrante nor-occidental (O’Donnell, 1999), debe explicitar la pregunta por la intensidad de la ciudadanía, convertirla en un ítem de puntuación variable que a su vez afectará la democracia que allí existirá. b) En segundo lugar, y precisamente para poder lograr lo anterior, rehistorizándola, develando los procesos de acción social por los cuales la ciudadanía se constituye; sus movimientos de expansión y retracción; y también cuáles son las fuerzas sociales que influyen en la determinación de los derechos -al fin y al cabo, en la asignación del reconocimiento social. Esto implica recuperar para el análisis institucional el carácter eminentemente conflictivo de este proceso; las luchas sociales que lo
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componen, los contenidos en términos de reivindicaciones específicas, y el rol de actores y movimientos sociales. 3. Por último, se trata de una noción útil en el desafío de desarrollar una sociología política de la democracia. El estudio de la democracia crecientemente exige prestar atención cuidadosa a la especificidad histórica de cada caso, incorporando al menos sus dimensiones social, cultural y económica, de forma de nombrar efectivamente los cimientos concretos sobre los cuales se levanta el edificio de la institucionalidad democrática. Mientras esta tarea no se enfrente en forma consistente, le faltarán a los estudios comparativos algunas distinciones y mediaciones básicas, con el consiguiente riesgo de comparar falazmente “edificios” no comparables en forma no mediada. El estudio por países de las modalidades históricas y contemporáneas de la problemática de la ciudadanía de baja intensidad puede ser un primer paso y un avance en esta dirección. 4. En el caso de América Latina, la agenda disciplinaria recién delineada debiera conducir al estudio empírico y teórico de la coexistencia peculiar, y estable en el tiempo, de las instituciones propias de la poliarquía y la débil extensión de la ciudadanía; de rasgos democráticos y autoritarios; de instituciones formales (democráticas) e informales (no democráticas: clientelismo, amiguismo, particularismo). Hasta ahora, pareciera que la ciudadanía de baja intensidad no es un obstáculo o un riesgo para la consolidación: es, más bien, parte de cómo nuestras democracias se están consolidando. Acerca del caso chileno y su estudio: Actualmente, Chile cumple los requisitos de la poliarquía de Dahl, y la evaluación que realizan organismos como Freedom House y otros es que en general la calidad de nuestra democracia está mejorando. Según estudios que en los años recientes han abordado explícita o implícitamente la cuestión de la ciudadanía de baja intensidad, Chile se caracteriza en el contexto latinoamericano por poseer una alta homogeneidad en la expansión de la ciudadanía y el imperio de la ley; lo que se conoce también como alta “efectividad social de la ley”. La principal excepción que se suele mencionar a este respecto es la conformada por los enclaves autoritarios heredados del régimen militar, muchos de los cuales sin embargo han ido progresivamente siendo eliminados a través de reformas implementadas en los últimos 5 años. A pesar de este diagnóstico -aunque no necesariamente en contraposición a él- nos ha parecido que la complejidad de nuestra realidad nacional amerita un análisis más acabado de esta diferencia con respecto al resto de la región; la respuesta binaria, en un nivel únicamente nominal de medición (atributo presente o ausente) nos parece poco útil
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respecto a la intensidad de la ciudadanía; precisamente, la idea de intensidad remite a una serie múltiple de valores posibles. Más allá de lo que algunos historiadores han llamado ‘el mito de la excepcionalidad chilena’, reforzado durante la última década, hay una historia regional compartida cuyo peso sigue siendo difícil de aquilatar. Varias pistas, algunas de las cuales abordamos en el análisis de casos, dan cuenta de la persistencia en el Chile post-autoritario de una baja intensidad de la ciudadanía menos visible, disimulada, revestida del ropaje de la sobriedad y el civismo. ¿Por dónde discurre esta baja intensidad? ¿Qué mecanismos la conforman? ¿Qué procesos históricos han modelado la conformación de la ciudadanía en Chile, y cuáles han sido sus trabas? ¿Dónde están las parcialidades actuales de la ciudadanía? Todas estas son las preguntas que guiaron el análisis del caso chileno. Según queda consignado en el capítulo sobre “el orden todopoderoso”, la revisión del periodo 1810-1973 en esta clave nos permitió establecer, en primer lugar, cómo el terror al desorden, al caos, a la contaminación de los espacios preservados, ha atravesado los procesos de constitución de la ciudadanía en Chile. A nivel simbólico, esto ha sustentado una suerte de imagen bifurcada de Chile: territorio jurisdiccional pacificado en el núcleo administrativo y productivo del centro y norte; y “tierra de guerra” o “frontera” en el sur –por la reputación ganada durante los siglos XVI y XVII, a raíz de la resistencia araucana (Jara en García de la Huerta, 1987). Hasta cierto punto es la primera faceta la que ha fomentado el relato de Chile basado en la exaltación de la ley y respeto de los valores cívicos (García de la Huerta, 1987), mientras la segunda ha alimentado la versión militar-racial de la identidad chilena (ver Larraín, 2001). Podría aventurarse que más que tratarse de dos versiones distintas –y autónomas- de nuestra identidad nacional, cada una ofrece una contracara a la primera, sustentando al mismo tiempo su existencia. Sobre la base de esta contradicción fundante, durante los primeros 150 años de vida republicana se vivió una expansión lenta e irregular de la ciudadanía civil, política y crecientemente social, que se aceleró en el siglo XX, en el periodo en que, al igual que en el resto de la región, se implementó la vía a la modernización que genéricamente se han llamado “populista” o de desarrollo hacia dentro. Este periodo, que tuvo su quiebre en 1973, cambió en forma fundamental la fisonomía socio-económica y política de la sociedad chilena. Sin embargo, el proceso de ciudadanización que desató estuvo marcado por dos paradojas que, por cierto, no reducen un ápice su tremenda significación histórica, pero sí dan cuenta de las lógicas contradictorias que lo cruzaron, y dan pistas acerca de las fragilidades ciudadanas que podemos encontrar todavía presentes hoy: • En forma paralela a la muy temprana conformación de un ‘Estado en forma’, y virtualmente hasta que se emprende la reforma agraria, la presencia del imperio de la ley en el territorio mantuvo como límite inamovible la puerta de entrada de la hacienda. El acuerdo implícito entre las elites tradicionales y los nuevos sectores ingresados al juego político, en un contexto de alta conflictividad donde el resto del mapa del poder se encontraba en disputa, parece haber sido mantener
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intocada esa última reserva de status quo (PNUD, 2004). Al recordar que hasta 1950 un tercio de la población nacional vive en el campo, este hecho adquiere su real magnitud. A diferencia de lo que algunas visiones nostálgicas tienden a plantear, en el mundo urbano la intensa movilización social y política del siglo XX coexiste con una sociedad civil débil, altamente clientelizada e instrumentalizada (Barros 2000; Larraín 2001; PNUD 2004). En cierto modo es como si el patronazgo de la hacienda se trasladara simbólicamente a la relación de los partidos con los militantes, votantes, sindicatos. Son las cúpulas de los partidos las que deciden, las que movilizan a las masas, las convocan para sus grandes proyectos. La incorporación de los sectores populares a los proyectos políticos de la Revolución en Libertad y la Unidad Popular en los ‘60s y ‘70s no estaría exenta de este rasgo.
En una opción deliberada, decidimos terminar el análisis histórico con el golpe de Estado para posteriormente pasar en forma directa a la consideración de casos contemporáneos específicos de débil intensidad de la ciudadanía. Esto porque, como hemos señalado, los problemas de intensidad de ciudadanía que suelen mencionarse para el caso chileno han quedado hasta ahora narrativamente ligados al régimen militar, en tanto momento excepcional dentro de la historia chilena, y a su legado. Nos interesaba aquí romper con ese supuesto, y privilegiar las continuidades dentro de un marco histórico mucho más amplio, por sobre la ‘ruptura’ encarnada en el periodo autoritario. Estamos conscientes de que esta omisión puede haber llevado a que el panorama resultante subvalore la importancia que el régimen militar ha tenido, en términos de deterioro del tejido ciudadano y de generación de obstáculos contextuales que podrían explicar en parte las dificultades de la constitución de ciudadanía en el periodo postautoritario. Habiendo finalizado la labor nos parece, sin embargo, que este riesgo era razonable y valió la pena. Al realizar el descenso a las que dimos en llamar “trincheras contemporáneas” del territorio ciudadano (en alusión a la metáfora de Norbert Lechner de la “ocupación de terreno” para graficar la historia de América Latina), identificamos y analizamos detenidamente cuatro casos que resultaron ilustrativos en tanto espacios contemporáneos donde se palpa la parcial extensión y desigual intensidad de la ciudadanía en Chile hoy: las persistentes limitaciones a la libertad de expresión; el vigilantismo como versión extrema de control social en las fronteras internas de nuestras ciudades; los problemas de acceso a la justicia y la culpabilización de las víctimas excluidas, encarnadas en el fenómeno del psicópata de Alto Hospicio; y el temor y la percepción de baja efectividad de la ley en la vida cotidiana de los vecinos de poblaciones urbanas con alta presencia de narcotráfico. Los tres primeros casos nos hablan de una irregular extensión de la condición ciudadana a lo largo de categorías funcionales; delinean, por tanto, algunas de las fronteras internas
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de nuestro territorio simbólico. El último caso, en tanto, constituye una versión chilena y solapada de la irregular extensión del status ciudadano a lo largo del territorio físico, tan violentamente explícita en otros países de la región. Desde otra categoría de análisis, el caso de la libertad de expresión es probablemente el único de los tratados que radica principalmente en un problema del marco jurídico, es decir, de la ley. Los otros tienen que ver en cambio con la aplicación de la normativa vigente; lo que se conoce como efectividad social de la ley. En todo caso, todos los espacios visitados dicen relación con aspectos culturales que, puestos en yuxtaposición con la revisión histórica realizada, parecen tener un hondo raigambre en los procesos que, durante nuestra vida independiente –aunque también desde antes de ella- han configurado la constitución de la ciudadanía. Delatan, al mismo tiempo, su carácter eminentemente inconcluso, y pleno de flujos y reflujos. En este sentido, pareciera que la principal lección del recorrido es la constatación de que las fronteras, los límites –externos e internos- de los derechos y de la ciudadanía, se crean y recrean. Mueren unos y se establecen otros nuevos y, cuando menos se pensaba, se reeditan restricciones largamente derogadas. Aun en un contexto como el de los últimos cinco años, en que varios elementos sugieren el despunte de un cambio cultural tendiente a una mayor liberalización de las relaciones sociales y una valoración de la autonomía y la subjetividad individual (ver PNUD, 2004), o quizás precisamente como parte de este despunte, la cartografía social pareciera estar animada por una consistente multiplicación de límites, cada vez más inasibles, que no sólo sobreviven a la instauración de las instituciones democráticas sino que además conviven con ellas, en formas difícilmente transitorias de concubinato. Muchos de estos límites se atribuyen predominantemente a la herencia militar, pero sus primeros antecedentes, como hemos visto, vienen de antiguo. Cuando ponemos los hallazgos en perspectiva regional, encontramos que en Chile las fronteras internas y externas de la ciudadanía no toman la forma de muros, de barreras sólidas que interrumpen dramáticamente el paisaje. Más bien se asemejan a hitos: demarcaciones menos visibles igualmente contundentes, que a fin de cuentas son reconocidas por todos los miembros de la sociedad, están firmemente instaladas en lo que Giddens llamaría nuestra conciencia práctica y guían nuestro accionar. Es de la reverencia por el orden de donde extraen su eficacia, la fuerza simbólica y fáctica para delimitar las diferencias sociales y así reducir la incertidumbre. Para analizar la calidad de la democracia en Chile, y conocer las lógicas que coexisten con el régimen democrático y lo condicionan, hay que internarse por estos senderos. Creemos, por tanto, que éste es un campo de estudio importante, al que la ciencia política debe poner atención. Para finalizar, intentaremos dejar planteadas algunas cuestiones encontradas en el camino que nos parecen problemáticas o que se presentan como desafíos interesantes de abordar en el futuro.
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En primer lugar, de las distintas críticas o alertas que algunos autores han planteado frente a la conceptualización de ciudadanía de baja intensidad (ver PNUD, 2004b; O’Donnell, Iazzetta y Vargas Cullell, 2003) -que abarcan cuestiones como, por ejemplo, la necesidad de incorporar más explícitamente el componente temporal en el análisis (Aratao, 2004; Boschi, 2004), o la de introducir la diversidad de las ciudadanías de baja intensidad (plurales) presentes en América Latina (Nun, 2004; Whitehead, 2004), hay una que nos parece que hay que mirar más de cerca. Si bien mencionamos anteriormente que nuestro interés estaba puesto mucho más en la problemática de la ciudadanía de baja intensidad (es decir en la constelación de fenómenos que ésta ilumina y permite ligar conceptualmente al estudio de la democracia) que en la noción concreta que trabaja O’Donnell, ésta es una cuestión que creemos hay que mirar de todos modos; se trata del asunto de la tentación etnocentrista (Ackerman, 2004; Nun, 2004; Moreira Cardoso y Eisenberg, 2004) Efectivamente, cuando hablamos de derechos, de concepciones de agencia, de debilidad del componente liberal, resulta difícil sustraerse a la tendencia a emplear un modelo europeo en su origen y sus criterios (como puede ser, por ejemplo, el ideario ilustrado, o el patrón secuencial de ciudadanía de Marshall) como referente a partir del cual dar nombre a nuestras apuestas teóricas –las cuales, especialmente cuando se trata de democracia, tienen siempre una fuerte carga normativa involucrada. Desde este punto de vista, “O’Donnell es conducido a una práctica que intentaba evitar: la conceptualización negativa de la realidad que quiere evaluar. El estado en la mayoría de los países latinoamericanos es ‘anémico’, su sistema legal está ‘truncado’, la ciudadanía es de ‘baja intensidad’ (…), los derechos civiles son ‘limitados y sesgados’. El Estado tiene ‘serias deficiencias’ en materia de eficacia, efectividad y credibilidad, es “incapaz de actuar como un filtro y moderador de las desigualdades sociales’” (Moreira Cardoso y Eisenberg, 2004). Si bien pensamos que puntualmente O’Donnell se pone a salvo de estas observaciones por la corrección y consistencia de su argumentación conceptual (elementos como la indecibilidad teórica de los derechos mínimos, o la importancia que pone en el análisis empírico de las instituciones propias de América Latina, independiente de que calcen o no con los parámetros nor-occidentales, son buenas “alarmas anti-etnocentristas”), el asunto de fondo nos parece digno de reflexión. La cuestión que subyace aquí, en último término, es la vieja pregunta por América Latina y la Modernidad. En efecto, al hablar de los rasgos culturales propios de América Latina que la harían poco proclive al respeto de las libertades individuales, a la autonomía, a la tolerancia a la diversidad, a la flexibilidad, a descentralizaciones y modernizaciones de distinto tipo, lo que se está asumiendo en buenas cuentas es el carácter eminentemente anti-moderno de América Latina; la oposición entre identidad latinoamericana y Modernidad (Larraín, 1996 y 2005). Desde este punto de vista, en los inicios de nuestra vida independiente, los intentos de los líderes políticos de la oligarquía
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por asumir y aplicar las doctrinas positivistas y liberales que imperaban en Europa, no llegaron más allá de una impostura, una adopción superficial del lenguaje ilustrado en un contexto en que aún persistían instituciones como la esclavitud. A fin de cuentas, se trataba de lo que Schwarz (1992) ha llamado “ideas fueras de lugar”; es decir, una adopción acrítica y falseada de líneas de pensamiento que nada tenían que ver con nuestra idiosincrasia, y que al desvincularse de sus condicionamientos históricos e institucionales de origen perdieron todo sentido y quedaron reducidas a una torpe parodia. Como han destacado autores como Paz, Fuentes y Morse (Larrain, 1996 y 2005; Bünner, 2002), habría un problema radical de inautenticidad en la experiencia moderna latinoamericana. “Realidades enmascaradas: comienzo de la inautenticidad y la mentira, males endémicos de los países latinoamericanos. A principios del siglo XX estábamos ya instalados en plena pseudomodernidad: ferrocarriles y latifundismo; constitución democrática y un caudillo dentro de la mejor tradición hispanoárabe, filósofos positivistas y caciques precolombinos, poesía simbolista y analfabetismo” (Paz en Brünner, 2002). El riesgo de esta argumentación es que esencializa la Modernidad, con lo cual cierra a América Latina toda posibilidad de acceder por una vía propia a los ideales modernos; el razonamiento tautológico, en último término, es que la Modernidad es europea, y puesto que América Latina no es Europa, nunca podrá ser moderna, por cuanto no ha experimentado los procesos históricos que lenta y originalmente llevaron al surgimiento de este conjunto revolucionario de instituciones. En varios momentos de la reflexión de O’Donnell sobre las secuencias de conformación de la ciudadanía, y sobre la unicidad de los procesos que llevaron al surgimiento en Europa de un consenso social amplio en torno a la noción de individuos autónomos e iguales, esta clase de pensamiento esencializante parece colarse por la puerta trasera. Está de más decir que no es posible ofrecer aquí salidas a este dilema. Hay conceptualizaciones recientes de Modernidad (ver Larraín, 2005; así como el número especial de Daedalus de 2000, titulado “Multiple Modernities”, y especialmente el artículo central de Eisenstadt) que han avanzado en la línea de pensar Modernidades, es decir, distintas trayectorias posibles al proyecto moderno, que nos parece que convendría revisar. Desde luego, el problema siempre es cómo establecer un conjunto mínimo de atributos que nos permita asegurarnos de que hablamos efectivamente de Modernidad y no de otros arreglos incluso anti-modernos (como la “modernidad barroca” de Morandé (Larraín, 1996, 2001, 2005). Propuestas como la de Castoriadis (Larraín, 2005), que identifica dos orientaciones simbólicas –autonomía y control- como mínimo común denominador de proyectos institucionales diversos de Modernidad, podrían arrojar una luz interesante sobre este asunto. Un segundo asunto que nos interesa plantear aquí es el de la relación, al interior de la noción de ciudadanía, del ciudadano/sujeto de derechos y el ciudadano/actor social. Nos parece que en general el término de ciudadanía tiende a ser usado equívocamente para designar a ambas figuras, lo cual lleva a una serie de confusiones.
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En el caso del trabajo conceptual sobre ciudadanía de baja intensidad, nos parece que hay una opción explícita por la primera de estas categorías: se trata, en efecto, de una conceptualización más bien jurídica y filosófica que sociológica, y por lo tanto se centra en el ciudadano en tanto portador de ciertos derechos. Por otra parte, el trabajo de O’Donnell pone un fuerte énfasis en el carácter construido y esencialmente conflictivo de la ciudadanía, la cual se expande históricamente a punta de luchas y movilización colectiva. En este sentido, O’Donnell introduce implícitamente la noción de actor social como una condición histórica para la constitución de sujetos de derechos; la posibilidad de surgimiento de la ciudadanía como un estatus de investidura de ciertos derechos, así, será contingente a la organización y a los procesos reivindicativos que los individuos (ya sea los mismos individuos u otros) transformados en actores sociales o en movimiento social sean capaces de articular. A partir de lo anterior, nos parece que la forma en que se relacionan ambas categorías podría ser objeto de interesantes exploraciones, tanto conceptuales como empíricas. Hay una serie de preguntas relevantes que desde allí podrían formularse. Por ejemplo: si actualmente estamos en un contexto en que la constitución de actores colectivos, por múltiples motivos, se vuelve improbable, ¿qué consecuencias puede esperarse que esto tenga en los procesos particulares de ciudadanización y legitimación de derechos? ¿Puede establecerse un nexo entre nuevos movimientos sociales y derechos de tercera y cuarta generación, similar al que conocemos entre movimientos sociales clásicos y derechos de primera y segunda generación? ¿Cuáles podrían ser nuevas formas de acción colectiva no tradicional que permitan avanzar en los procesos de constitución de ciudadanía, en un escenario de desmantelamiento de las identidades colectivas? Por último, quisiéramos señalar que a lo largo del periodo de elaboración de este escrito hemos podido observar agitaciones, tensiones y cambios en la intensidad de la ciudadanía en Chile, que dada la cercanía temporal todavía es muy pronto para procurar descifrar; pero es relevante consignar que parecen estar “pasando cosas”. Durante los últimos tres años hemos presenciado debates en la sociedad que hace una década eran impensables. Varias situaciones se han movilizado hacia un horizonte de mayor inclusividad e intensidad de la ciudadanía; pero también frente a esto hemos visto reacciones corporativas de rigidización y regresión en términos de derechos. Como señaló el Informe PNUD 2004, parece estarse gestando una contradicción social creciente entre los restos de la cultura paternalista-autoritaria, que siguen estando en la base de parte del ordenamiento institucional y las relaciones entre elite y sociedad, y una cultura emergente centrada en la autodeterminación personal, la horizontalidad de las relaciones sociales y la necesidad de participación y transparencia en los asuntos públicos; esta tensión sería propia de una fase de transición post-dictatorial y modernización cultural (PNUD 2004). En el ámbito de la subjetividad, por último, parecen estarse librando batallas y estarse organizando resistencias, y será interesante ver cuáles serán los efectos de estos movimientos en las esferas social y política.
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Mientras tanto, las instituciones siguen funcionando… y las trincheras, solapadamente, porfiadamente, se recrean y persisten.
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