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Ha pasado ya más de un mes desde que los gringos se llevaron a papá. Sólo Tomasa y Paolo vienen todos los días y nos traen cosas de comer. Para pasar el rato, dice Tomasa. Mamá se siente muy apenada y agradecida. Nadie más se ha acercado para ver cómo estamos, ni siquiera para preguntar por papá. Hemos escuchado en las noticias que la mayoría de los oficiales están siendo liberados y papá aún no regresa. Él no regresa. Después de que se entregó Noriega pensamos que papá iba a estar con nosotros otra vez, pero eso fue empezando enero y ya estamos en febrero. Quisiera volver a escuchar la música del tocadiscos; ver a papá tomando sus tragos sin el ruido de los helicópteros ni de los aviones dentro de la casa; mirar a mamá sirviéndole sopa de pollo y bailando su canción favorita; volver a la finca y montar aquel caballo viejo y comer ciruelas traqueadoras; recoger nances con la señora Tomasa; mirar a papá sentado en la sombra del portal tomando el fresco de la tarde o cantándole esa canción a Nati para que se duerma. Me gusta ver a Paolo y a Brenda sentados en el portal. Conversan de muchas cosas y juguetean entre risas. Son como dos amantes que van por las ramas de un árbol con pájaros y flores contándose cuentos.
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Eso me tranquiliza. Lo bueno es que, a pesar de la ansiedad y la zozobra, duermo mejor. Ya no escucho las lágrimas y sueño de vez en cuando.
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Anoche tuve un sueño. Soñé que Nati montaba el ca ballo viejo de la finca. De pronto se baja y camina al lado del caballo. Se ve feliz. Más atrás un camión se acerca muy despacio. Es un camión de esos que recogen pollos. El carro lo maneja papá y con él vienen la abuela y la señora Fulvia. Se detiene al lado de nosotras. Mamá y Brenda están con Nati y yo estoy al frente. Siempre en los sueños uno es el protagonista de la película. Entonces papá se baja del carro y nos dice que tiene que irse. Que lo espera un viaje sin retorno. Nati corre y lo abraza, luego Brenda y después mamá. Yo no quiero hacerlo y le grito que no debe ir. Que se quede en casa, que yo quiero volver a escuchar sus discos, que yo misma se los pondré a todo volumen, que ya no habrá ruidos extraños, ni chinches, ni demonios, ni aviones para asustarnos. Que tiene que quedarse para contarme cuentos. Y desperté. El día entero me quedé con esa sensación que dejan los sueños que nos asustan. Paolo y Brenda están en el portal. Un sol de febrero brilla hermoso y la brisa de verano mueve las hojas del almendro. Yo me paro un rato en el marco de la puerta. Mamá prepara la cena mientras conversa con la señora Tomasa. Fue entonces cuando vi el carro venir y detenerse. No lo había visto
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antes. La puerta se abre despacio. Primero veo un pie, luego una mano que se agarra débilmente de la puerta. El hombre se baja en silencio y camina hacia la casa.
863 F732 Fong, Carlos Aviones dentro de la casa / Carlos Fong. – Panamá : Foro/taller Sagitario Ediciones, 2016. 148p. ; 21 cm. ISBN 978-9962-5577-2-2
1. 2.
LITERATURA PANAMEÑA – NOVELA NOVELA PANAMEÑA I. Título
Colección Premio de Novela Corta Sagitario Ediciones Aviones dentro de la casa
Primera edición © Carlos Fong, julio de 2016 © Foro/taller Sagitario Ediciones, julio de 2016 Diseño y diagramación Silvia Fernández-Risco
[email protected] Portada: Enrique Jaramillo Barnes
[email protected]
Foto de autor en solapa: Arabelle Jaramillo
Edición: Carolina Fonseca
[email protected] Enrique Jaramillo Levi
[email protected]
Impreso en: Impresora Pacífico, S.A. Panamá. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, incluida la fotocopia, de acuerdo a las leyes vigentes en la República de Panamá, salvo autorización escrita del autor o de los editores.
Foro/taller Sagitario Ediciones es un proyecto didác-
tico-creativo-editorial que surge de la necesidad de perfeccionamiento y difusión de nuevos autores de talento; y que posteriormente desarrolla su aspecto editorial como resultado del asocio y amistad de Carolina Fonseca (escritora venezolana radicada en Panamá) y Enrique Jaramillo Levi, escritor, profesor, editor y promotor cultural panameño. Buscamos propiciar, perfeccionar y promover la calidad escritural que nace del talento innato. Creemos fundamental la disciplina, tenacidad y ocio autocrítico en la creación y
publicación de textos literarios. Nuestro sello tiene cuatro colecciones: 1. “Cuentos de taller”, destinado a dar a conocer nuevos talentos formados en talleres diversos (incluídos
los que se imparten en Foro/taller Sagitario Ediciones, que a partir de enero de 2013 da origen a este proyecto), así como
en Diplomados en Creación Literaria; 2. “Convergencias”, antologías de diversa índole; 3. “Epifanías”, nuevas obras
de autores destacados; 4. “Premio de Novela Corta Sagitario Ediciones”, para obras que obtengan este galardón.
Agradecemos el desinteresado apoyo de los siguientes patrocinadores que hicieron posible la publicación de este libro: Grupo Melo Riba Smith, S.A. La Estrella de Panamá
índice
Fallo del Premio de Novela Corta Sagitario Ediciones .......................................... 11 UNA TEORÍA DEL MIEDO ................................ 17 AVIONES DENTRO DE LA CASA ..................... 21 DEUTERONOMIO 20. 19—20 ........................... 59 EL RECURSO DE BRENDA ................................ 81 A LA SOMBRA DEL PORTAL .......................... 107
Fallo Premio de Novela Corta Sagitario Ediciones 2015-2016 Siendo las 11:30 de la mañana del sábado 9 de abril de 2016, nosotros, el jurado del Premio de Novela Corta Sagitario Ediciones, formado por Irina Nemtchénok de Ardila, Joel Bracho Ghersi y Eduardo Soto Pimentel, luego de deliberar llegamos al consenso de que de las ocho obras presentadas, tres merecieron especial atención por su calidad literaria, dominio del oficio y solidez estructural. Entre las tres, decidimos por unanimidad otorgar el Premio único a la obra “Aviones dentro de la casa”, presentada con el seudónimo “Soy Memoria”. La novela se destaca por estar bien tramada, con un diestro uso de diversas voces narrativas que conforman una lúcida obra coral, con especial énfasis en la sutileza con la cual repiensa la historia desde los aparejos de la literatura. Algo que nos hace concluir que nos encontramos ante una pluma profesional, es la maestría con que perfila los personajes a lo largo de la obra, sobresaliendo la sólida voz de la narradora principal. Felicitamos a los propulsores del Premio de Novela Corta por tan valiosa iniciativa, y exhortamos a los narradores de Panamá a que continúen en el esfuerzo de perfeccionar su trabajo y que participen en próximas convocatorias.
Eduardo Soto Pimentel
Irina Nemtchénok de Ardila
Joel Bracho Ghersi
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Esta novela está dedicada a: Mi esposa, Vielka Victoria, y mi suegra, María Esther Barahona; y a los amigos que me ayudaron a escribir en silencio esta historia. A mis hijos, Isaac y Ezequiel, que fueron la inspiración. A la memoria de mi padre, Jaime Enrique Fong Medina, cuya imagen está en algunos pasajes. A mi madre, Mercedes Arguelles, por los recuerdos de una infancia única que voy a recordar hasta la hora de mi muerte. Sin ellos la novela no existiría.
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Comienzo a extrañarte se ha roto la camisa de cuadros que en su bolsillo guardaba tantos recuerdos.
“Estaciones ocupadas”, Martín Testa
Y despertó Jacob de su sueño, y dijo: Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía.
Génesis 28.16. Para qué infierno si tenemos la patria
(del amor a su geografía y el odio a su historia). Martín Aguilar
UNA TEORÍA DEL MIEDO
¿Qué es el miedo?
No es saber que vas a morir. No son las balas que te van a matar dentro de poco. No es el rifle que te apunta a la frente. Ni la oscuridad. Ni la soledad. Ni el dolor. El miedo es saber que no vas a volver a ver a tu familia. Ahora estoy aquí. Con las manos en la espalda atadas con ese chuncho. Mientras el gringo me apunta a la cabeza creo sentir lo que sintió Giroldi ese frío mes de octubre. Es el miedo. Puedes gritar o llorar, pero sabes que vas a morir sin saber qué será de tu familia. Eso es el miedo. Lo peor que puede sentir un hombre.
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AVIONES DENTRO DE LA CASA
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Anoche mamá estuvo llorando otra vez. Lo sé porque escuché su llanto en la oscuridad del cuarto. Era un constante moquillo que lograba apenas esconderse con el ruido del abanico. Yo lo reconocía porque he escuescu chado los llantos de otros. El llanto de nuestra madre no es un llanto; es algo como cuando alguien intenta tragarse las ganas de chillar y entonces le sale como un sonido gutural, una salmodia sin palabras, una letanía silenciosa acompañada de ese moquillo aletargado y constante. Me la imagino en la oscuridad secando sus lágrimas con la funda pegajosa de la almohada para que nadie se dé cuenta. Yo sí me doy cuenta. Ahora la puedo oír; silenciada por el ruido del motor de ese abanico destartalado que pobremente logra disipar el aire enrarecido por el olor de las mantas hediondas a orine, porque Natalia otra vez ha mojado los trapos que tiene como pañales. Desde el bombardeo nadie ha podido salir a buscarle pañales desechables a Natalia y mamá dice que cuando todo pase y regrese papá, vamos a comprar comida, jabón y los pañales a Nati. Tendrá que ser muy pronto, porque ya sólo queda un poquito de jabón para lavar los trapos apestados. Llevamos varias noches durmiendo en el piso. Mamá dice que es más seguro. Dejamos nuestras camas para juntarnos todas en el piso del cuarto de mamá y
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papá. Juntas y acurrucadas para no asustarnos tanto, para que el miedo sea menos. menos. La única que que se atrevió a dormir sola después de un día fue Brenda, mi hermana mayor. Me pidió que la acompañara pero yo no quise. Quizá después. Es mejor que esté sola. En realidad ella quisiera estar sola. Así, si llega Paolo, tal vez ahora que no está papá lo haga entrar a la casa y podrán estar juntos sin la 9 de papá en el medio. Allí tambié también n ella duerme en el piso. Se arropa de pies a cabeza para no ver la luz de las linternas alumbrando las ventanas. A veces pensamos que van a entrar a la casa, porque se escuchan las voces y las pisadas del otro lado de la cerca y luego, siniestramente, desaparecen y no se oye ni se ve nada. Al principio principio era peor, ahora ha ido disminuyendo. Nunca se sabe de quiénes son las pisadas que caminan por el patio. Hay momentos en que el viento deja oír algunas palabras que traen como murmullos, como alguien que cuenta un secreto. Yo no las entiendo, pero sé que están hablando de nosotras. Desde que empezó esta pesadilla estamos durmiendo en el suelo y dudo mucho que regresemos a nuestras camas mientras estén las tanquetas por las calles de día y de noche, haciendo su ruido espantoso en el asfalto. Los helicópteros y los aviones pasan también a cada rato. Vuelan tan bajito. Antes yo soñaba con aviones, pero desde que papá me dijo que no iba a tener más sueños malos, tampoco he tenido sueños normales, de esos que sueña
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todo el mundo y que al despertar se olvidan. A mí no se me olvidaban mis sueños. Dice Brenda que a ella se le olvida lo que sueña, a mí no. Soñaba S oñaba con aviones. Miles de aviones plateados que aparecían en el cielo azul. De pronto los aviones comenzaban a caer y yo me despertaba. Siempre era así. Ahora los aviones pasan a cada rato. El ruido que hacen es tan ta n fuerte que pareciera que estuvieran dentro de la casa. Nadie sabe cuándo van a aparecer los aviones o las tanquetas. Como ayer por la mañana que desadesayunábamos y escuchamos el ruido en la calle. Mamá dijo que nos quedáramos en la mesa y ella fue a ver. Se asomó por la ventana y se quedó unos segundos así, mientras nosotras desde la mesa la mirábamos levantar suavemente la cortina. No se preocupen, dijo al regresar. Están sentados debajo del almendro. Parecen descansar y no creo que nos molesten. ¿Y si nos piden algo?, dijo Brenda. Algo como qué. Algo como agua... iba a responder ella, pero mamá dijo: Ellos no van a pepedir nada. Traen su propia agua y su comida. No comen ni beben nada que no sea de ellos mismos. Mamá trató de tranquilizarnos y seguimos desayunando, sin dejar de levantar la cabeza y mirar a cada momento para la ventana. A cada momento… minuto… instante… momento, minuto, instante.
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Mamá es la primera que se despierta. Muy temprano, retira un poco la cortina de la ventana para asomarse. Antes no lo hacía, ahora se la pasa mirando por la ventana. Después abre la puerta trasera y regresa a levantar a Nati del piso para llevarla a la tina y lavarla. Nati empieza a dar alaridos porque no le gusta que la despierten y mamá no tiene más remedio porque está encharcada en sus orines. Cuando la voz de mamá se derrama como un río por la casa para calmar a Nati, Brenda y yo nos despertamos y la ayudamos. Mamá, te hemos dicho que nos llames para ayudarte, le digo, y ella siempre contesta: Pásenme la toalla. Luego la ayudamos a vestir a Nati y a ponerla en la silla de ruedas. Nati llora más de lo normal. Yo sé que es porque papá no está. Al principio pensábamos que era por el ruido de los aviones, pero parece que no es por eso. Mamá la lleva a la sala y nos pide que la ayudemos a sacarla de la silla de ruedas y se sienta en el sofá mientras la abraza y canta. Es el cuerpo de Nati el que ahora se derrama como una cascada sobre los brazos de mamá. Sólo cuando Nati escucha su voz se va tranquilizando. Antes era papá el que le cantaba esa canción; ahora no está. Lo hacía en las noches para que Nati se durmiera. También le contaba cuentos que él mismo inventaba. Mamá no sabe contar cuentos como la señora Tomasa.
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Sólo sabe cantar. Brenda y yo nos quedamos mirando la escena. Yo sé que Brenda en esos momentos piensa en papá, y sé que quisiera oírlo a él cantar en vez de a mamá. Yo también. Aunque ahora daría lo que fuera por verlo poner sus discos al tiempo que tararea una de sus canciones favoritas o verlo sentado en el portal de la casa. Sólo que papá no está. Nadie sabe dónde está. Nadie, ni la señora Tomasa. Y yo me lo imagino en el portal de la casa. Esta casa que está invadida por el ruido y el silencio…, por el miedo. Esta vieja casa de los días idos.
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La casa es una de esas viejas construcciones que se encuentran aún en los poblados del interior. Si se mira de frente, parece el dibujo de un niño. De frente se ve pequeña y por dentro es larga como un tren. Tiene sólo cuatro piezas muy grandes. El primer cuarto es la sala y el comedor. Luego vienen la cocina y los cuartos a la izquierda. El primero tiene dos ventanas y el otro, al final, solo una. Al principio no tenía baño adentro. La casa está en el Corregimiento de El Coco, en el Distrito de La Chorrera. La Chorrera es casi una aldea. Aun así, si la comparamos con Capira o Arraiján, los dos Distritos que la abrazan a ambos lados, es un verdadero pueblo. Tiene dos cines, de los dos me gusta más el cine Rialto. El otro se llama Cine Moderno. Cuando vivíamos en Panamá, papá nos llevaba al autocine. Al llegar a La Chorrera, íbamos al Rialto. Éramos más chicas. Allí veíamos películas mexicanas, de vaqueros y de kung fu. A veces pasaban de miedo; esas eran mis favoritas. A mamá le gustaban las mexicanas; decía que las de chinos eran muy violentas y que eran pura mentira. Papá trataba de persuadirnos de que el cine era bueno, no importaba si la película era de horror o de karate. A papá le gustan las películas que él dice son de carros; persecuciones y donde hablan mucho. A mí me matan de la emoción las de miedo.
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Brenda las odia. Nunca me dan miedo; sí risa. Recuerdo una película que se llamaba La Loba, la escena de la niña debajo de la cama cuando la mujer se convertía en loba, era realmente fea, sin embargo no me dio miedo; Brenda, en cambio, temblaba. O esa otra, El Santo contra las momias de Guanajuato, no puedo olvidar el título. El luchador enmascarado peleaba contra unas momias, les daba de golpes y no se morían, hasta que le da por mandar a buscar unas pistolas que echan fuego y así las vence. Daban dos películas y en el medio los avances. Los martes en el cine no pasaban avances de otras películas. Se encendían las luces después de que se terminaba la primera película y salía un viejito con un muchacho. El muchacho arrastraba un ánfora y la hacía girar. Luego se llamaba a un niño del público para que metiera la mano en el ánfora y sacaba un número. Todo el mundo estaba pendiente de su tiquete. Había varios premios. Una vez papá ganó uno de los premios. Al salir del cine fuimos al Chichemito a cambiar el premio que consistía en chicheme y frituras. Decía que la casa también es de otro tiempo. Sus paredes del frente son de esas superficies adoquinadas que dejan ver una serie de pequeñas pirámides. Antes tenía una puerta doble grande y dos ventanas a cada lado; si la mirabas de frente, creo que ya lo dije, parecía el dibujito de un niño, me gusta pensar eso. Luego papá le hizo reparaciones: quitó las puertas y achicó el marco para poner una sola puerta que mandó a tallar en
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madera; con flores esculpidas que hacían como un arco. Las ventanas de madera fueron sustituidas por unos ventanales grandes de ornamentales, porque a papá no le gustaban las persianas. Era raro. Mamá le rogó y así fue que un buen día tumbó los ornamentales del frente y puso dos ventanas con persianas, pero dejó los dos únicos cuartos con ornamentales. La casa no tiene casi portal; de a milagro un pedacito de cemento que parece una acera. Tampoco tiene patio delantero, pero en la parte de atrás hay uno grande con un excusado que todos odiábamos y que años después miraríamos con cierta nostalgia. Con el tiempo papá mandó a construir un cuarto más y un servicio higiénico dentro de la casa. También hizo construir una terraza muy grande, y conservó el excusado para que sus amigos pudieran ir a orinar cuando había fiesta. En el pequeño patio delantero papá sembró el árbol de almendras en una esquina. A mamá no le gustaba porque dice que ese palo trae chinches, pero papá lo sembró de todos modos. Fue lo primero que vi crecer en este lugar, junto con los papos que mamá sembró y que hacían una pequeña cerca. Tardaría un tiempo en volver a ver crecer algo. Hay que tener paciencia y dejar que las cosas crezcan, me diría Tomasa años después. Al portalito le mandó a construir una cerquita con una fila de bloques también de ornamentales que llegaban hasta la cintura. Por las mañanas de sábado papá se sentaba religiosamente en su mecedora y la
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sombra del almendro se estiraba y lo protegía del sol. La sombra del portal lo cubría y en ese momento papá era otra persona, como si la paz de todo el mundo estuviera con él. Algunos domingos solía reunirse con sus amigos en el patio trasero y consumían botellas de licor sin misericordia. Papá había mandado a habilitar el servicio de hueco, mamá no quería que le estuvieran meando el baño de adentro porque era el que usaban sus niñas. Papá no tenía ninguna objeción; a él tampoco le gustaba que la gente de afuera entrara a la casa, aunque fueran sus amigos. Llegamos a la casa un día sin darnos cuenta. Fue al principio de los ochenta. Antes vivíamos en Carrasquilla en una casa alquilada. Un día papá llegó de noche como si le hubieran mentado la madre, con un humor que no lo tenía ni cuando lo envainaban en el cuartel. Estaba medio en trago. Llegó y dijo: Súbanse al carro que nos vamos. Mamá, que lo conocía, no le preguntó nada y nos trepó a empujones al carro. Papá demoró un poco en la casa y regresó con un montón de trapos: eran nuestras sábanas. Encendió el auto, y sentimos ese olor de carro viejo que era como de humo cabalgando por los sillones. Al pasar por el Puente de Las Américas, yo sabía que no íbamos a regresar. Llegamos a la casa. Papá abrió las dos puertas grandes y entró. Esta es nuestra nueva casa, dijo, ya no pagaremos más alquiler, bajen
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las sábanas. Ese día dormimos en el piso, sin luz, sin agua, sin baño, con tan sólo las ganas de que amaneciera para saber dónde estábamos. En medio de la oscuridad, escuchamos a papá hablar con alguien. Él a veces hablaba solo. Sobre todo cuando estaba en tragos. Esta vez yo escuché una voz… Era una voz de mujer, y no era mamá. Entonces papá entró con unas velas que alguien le había dado.
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Hay recuerdos que se van a la mierda. Agarramos nuestro pasado y lo echamos a la mierda. Sabemos que vamos a vivir el resto de nuestras vidas lamentando lo que hicimos. Cuando se siente miedo como lo sentimos nosotras hay que borrar cualquiera cosa, hasta los recuerdos. Por mi parte, sé que no voy a olvidar la forma en que mamá miraba por última vez las fotos donde estaba con papá. Se le aguaron los ojos y dijo: Hay que destruirlas. Brenda sacó una foto donde estaba papá con su uniforme abrazando a mamá. Voy a esconder esta, dijo. ¡No! Esas son las que precisamente hay que destruir. Si llegan a entrar a la casa y registrarnos, y te encuentran con una foto de un teniente de las Fuerzas de Defensa podríamos estar en problemas y poner en peligro a tu padre. ¡Destrúyanlas todas!, dijo mamá con los ojos aguados y la voz quebrada, mientras arrojaba las fotos en el hueco del excusado que tenemos detrás de la casa. Mamá envolvió la 9 milímetros en un cartucho de plástico y la arrojó al hueco junto con los uniformes, la placa, el Kepi; lo que podía oler a guardia, a militar, a Fuerzas de Defensa. Brenda se quedó mirando cómo la pistola se sumergía en el excremento y yo podía adivinar lo que estaba pensando en ese momento, porque el arma había estado una vez entre ella y Paolo. Nos
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quedaremos con esto, dijo mamá sacando un tolete. Cualquiera puede tener un palo así en casa. Además nos servirá en caso de emergencia. Ese día, por la noche, permanecimos un rato más de lo normal despiertas. Mamá escondió el tolete debajo de la cama para tenerlo al alcance. De pronto Brenda hizo una pregunta que jamás vamos a olvidar: ¿Y si papá no regresa cómo lo vamos a recordar si botamos las fotos? Mamá la regañó y le dijo que no dijera esas cosas; creo que hasta Nati entendió o, de alguna manera, sintió la pregunta, porque se puso a llorar. Mamá dijo que no pensáramos esas cosas y encendió la radio para escuchar las noticias. Nos enterábamos de la situación por la radio: el país estaba sitiado con vandalismo por todas partes. Mamá dijo: Vamos a acostarnos. Mañana voy donde Tomasa para ver si consigo algo para cocinar; ya no tenemos nada en la nevera ni en la alacena. Por la mañana nos enteramos de que saquearon la distribuidora de aceite de cocinar que está cerca de nuestra casa. Nos enteramos, no porque lo escuchamos en la radio, sino porque la gente pasaba con las cajas de botellas y envolturas de pavitos de aceite echadas al hombro. Qué van a cocinar con ese aceite, nos preguntábamos, aunque sea una caja de aceite deseábamos nosotras tener, después se vería qué se fríe. Fue cuando vimos al hijo de la vecina pasar con un montón de casetes VHS de películas y Brenda se
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puso nerviosa. Hacía varios días que no sabía nada de Paolo y la última vez que lo vio fue en el video club donde trabaja alquilando películas. No te preocupes, dijo mamá. ¿Tú crees que él es tan tonto como para ponerse a pelear por una propiedad que no es de él? Debe estar en su casa esperando que regrese la calma. Si tuviéramos el teléfono, ya te habría llamado. Desde hace varios meses no tenemos teléfono. Papá lo lanzó por la puerta de puro coraje para que Paolo no llamara a Brenda. En realidad era Brenda la que llamaba a Paolo. Por la mañana, por la tarde y por la noche. Eso le daba coraje a papá y un día simplemente tiró el teléfono por la puerta. Dijo que no iba a pagar más el teléfono para que ese sedicioso estuviese llamando, sólo que en el fondo sabía que era Brenda la que llamaba a ese sedicioso que en realidad se llama Paolo y estudia Derecho en la universidad. Eso irrita a papá, lo saca de su tangente, como él decía. Papá no gusta de Paolo porque dice que es un civilista vende—patria. Que ya lo ha visto varias veces en protestas y piqueteos. Papá comandaba una unidad antidisturbios y decía que él sabía que uno de los que tiraba piedras y se atrincheraba (esa fue la palabra que usó) en la universidad, era Paolo. Cuando papá estaba en trago decía muchas cosas y otras las callaba. Dijo que si lo volvían a capturar no lo iba a ayudar como aquella vez que lo sacó de la cárcel. Papá manejaba información de quiénes eran arrestados. Cuando supo
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que Paolo estaba en la cárcel se lo dijo a Brenda sólo para verla rogar. Brenda le rogó para que lo sacara. Paolo nunca ha querido hablar de eso. Cuando Brenda le ha preguntado, él cambia el tema y habla de otra cosa. Papá no gusta de Paolo porque dice que es un ñángara y que esos se van a morir de hambre. Le ha dicho a Brenda muchas veces que ese hombre no le conviene. Brenda dice que eso no es verdad. Que la verdad es que papá no lo acepta porque es negro y encima, de la oposición. Pero si papá también es negro, le digo. Y ella responde: Los negros también son racistas y más si son negros de las Fuerzas de Defensa. Antes era la Guardia Nacional. A mí me gustaba más ese nombre y me gustaba ver los desfiles cuando llegaban las fechas patrias. Papá nos llevaba al desfile y yo me gozaba cuando salían las motos y los uniformados sonando las botas contra la calle. El 28 de noviembre era el mejor desfile. Papá nos despertaba temprano y nos llevaba a ver la parada. Le gustaba estacionar el carro frente al cine Rialto porque en la esquina había una bodega y mientras veíamos el desfile él se tomaba unas cervezas. Desfilaban primero los militares. Iban adelante con las motocicletas y los caballos. Yo no sé por qué papá no desfila. A él le queda tan bonito su uniforme, pero ahora sus cosas de guardia están hundidas en la mierda del excusado.
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Los chinches son pequeños demonios. Eso lo sé yo. Una noche, mientras dormíamos, un chinche se me metió en los sueños. Ahora ya no sueño nada y no olvidé lo que me dijo el chinche. De eso hablaré más adelante. Me considero muy valiente, extremadamente valiente. Más valiente que un niño. Una chica de catorce años valiente. Recién mudados, cuando papá terminó de traer los muebles, el comedor, el aparador, las camas, todo; la casa también fue habitada por alguien más. Brenda y yo dormíamos en el mismo cuarto; el del frente con sus dos ventanas. Nati dormía con mamá y papá en el cuarto al final. A las primeras semanas de haber llegado a La Chorrera, al barrio que llaman El Coco (dizque porque había muchas palmas de coco, aunque para mí había más árboles de nance), yo luché encarnizadamente con un demonio. La verdad es que no sé si era un demonio o una bruja, o tal vez, hasta un duende. Nunca lo sabré. Sólo sé que por las noches, mientras dormíamos, se arrastraba por el piso de nuestro cuarto, subía por la cama, y se acurrucaba en mi cuello. Los primeros días no estaba segura. Pensé que eran los ruidos de una casa a la que no estábamos acostumbrados. Sin embargo, empecé a escuchar ese quejido, como alguien que está llorando, que se queja
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de algo. Y de pronto, aquel lamento estaba en mi cabeza. Empecé a sentir que el monstruo que descansaba en mi cuello estaba creciendo. Comprobé que no era mi imaginación y con mis manos podía tocar su piel suavemente endemoniada. Un día desperté muy asustada, luego de sentir cómo se acomodaba y daba pequeños rugidos justo al lado de mi cuello. Desperté en un sobresalto y llamé a papá. Aquella noche buscamos por el cuarto. Papá levantó los colchones y me preguntó si estaba segura de haberlo agarrado y yo le dije que sí, que no sólo lo había agarrado, sino que lo había tirado contra el piso y que escuché cómo chilló al caer y se arrastraba por debajo de la cama. Papá achurró la cara, frunció las cejas y se quedó muy raro mirando como quien no mira nada. Mamá dijo, interrumpiendo la actitud de papá, que era una pesadilla y papá simuló aceptar la idea confirmando con un ligero movimiento de la cabeza. Pero yo sé que no era un sueño, yo sé que no era producto de mis pesadillas. Cada noche se repetía lo mismo; primero sentía su cuerpo arrastrarse por el piso frío, luego sus garras clavarse en las patas de la cama y el ruido de su respiración al esforzarse por llegar a las sábanas, hasta que, finalmente, casi gateaba por las mantas, llegaba a mi cuello y se enroscaba como una culebra. Alguna vez pensé que quería chuparme la sangre o algo así, pero sólo se dormía. Podía escuchar su respiración dormido.
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Ya casi tenía el tamaño de un conejo. Al principio era como un pequeño murciélago, como un ratoncito con alas. Una noche decidí acabar con ese demonio. La casa estaba hundida en un profundo silencio y nuestro cuarto estaba más oscuro que nunca. Ahora extraño ese silencio. Sentí la entrada del engendro. Aguanté la respiración para escuchar su cuerpo arrastrarse por el piso; luego fue la cama, sus afiladas uñas lograron tirar un poco de mi sábana hasta desarroparme un poco, se movió a un costado de mi cuerpo y se acurrucó como siempre en mi cuello. Fue entonces cuando lo hice. Respiré hondo y usando las mismas sábanas como guantes, lo agarré con ambas manos, muy fuerte. Escuchaba cómo chillaba mientras lo apretaba con todas mis fuerzas y caminaba hasta el interruptor de la luz. Debía encender la luz y mirarlo; descubrir sus ojos y la forma de su cuerpo que ahora ya no parecía el de un conejo, sino algo más, como un pequeño bebé. Cuando estaba a unos pasos del interruptor de luz, las sábanas se me enredaron en los pies y caí al piso. El ruido de la caída hizo que se despertara Brenda, que preguntó qué pasaba. Le dije con un grito que encendiera la luz. Ella todavía medio dormida volvió a preguntar qué pasaba. Qué haces en el piso, dijo. Volví a gritarle que encendiera la luz y se paró de un brinco. Como si fuera la primera vez que dormía en ese cuarto, no encontraba el interruptor y
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comenzó a dar gritos mientras lo buscaba. Hasta que finalmente la luz se encendió, y no fue Brenda la que la encendió; fue papá. Recuerdo como si fuera ayer la cara de papá, mirándonos. Brenda en una esquina parada, petrificada, y yo en el piso tirada. ¿Qué están haciendo?, dijo papá. Lo tengo, agarré al bicho, contesté yo con una mezcla de miedo y asombro. ¿Que agarraste qué? El bicho, papá, el bicho que todas las noches se me sube. Lo tengo atrapado con la sábana. Déjame ver, dijo. Y cuando miramos allí estaba… allí estaba la sábana vacía. Entonces fue cuando papá se arrodilló a mi lado y me abrazó diciendo: Tranquila, mi niña, tranquila. Me voy a quedar contigo un rato. Tu mamá tenía razón, era sólo una pesadilla. Voy a rezar contigo y ya verás que no soñarás más. Papá es un hombre muy espiritual. Se sabe muchas oraciones. Una vez nos habló de oraciones que servían para varias cosas. Oraciones para cosas buenas y para cosas malas. Decía que algunas de ellas las había aprendido de los maleantes que arrestaban. Cuando estaba en el G2, un maleante al que le decían Hueso le enseñó varias oraciones. Las había dizque para que no te entren las balas, dizque para que no te vean, dizque para que los guardias no te agarren; estaba la oración del pájaro macuá, la oración del perro negro, la oración de la mano negra, la oración del duende y la oración de la mansa justicia. Y sabía más, pero a mamá no le
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gustaban y decía que esas cosas no eran de Dios y la única oración que le dejaba hacer en la casa era la que servía para curar el mal de ojo. Gente de aquí mismo, vecinos, y de otros barrios llegaban hasta El Coco, a nuestra casa, con sus niños encendidos en fiebre para que papá se los rezara. Esa noche dormí tranquila. Papá me puso la mano en la frente y sentí que sus labios murmuraron algo que no escuché. Me dijo muy bajito: Ya no te molestarán más. Mamá, que había estado parada todo ese rato en la puerta mirando, simuló que no escuchaba. Luego se acercó y me dijo: Reza un Padre Nuestro y te duermes. Ya no tendrás más esa pesadilla. Y me dio un beso en la frente. Fue verdad, no supe más de aquel demonio, de aquel brujo, de ese duende que se esfumó en las sábanas. Una noche sentí que entraba otra vez al cuarto. Y sólo bastó que le dijera: No hagas que llame a mi papá, y desapareció para siempre. Nunca más volví a tener pesadillas y tampoco volví a soñar nada.
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Ahora que dormimos en el piso y que papá no está, he sentido miedo de que regresen los duendes, aunque aquello pasó hace varios años. Brenda dice que ya estoy muy grande para seguir creyendo en duendes, que ya voy para quince años. Es verdad. Cuando toco mis pechos me siento distinta. Brenda ya va para los dieciocho y sabe más cosas. A veces me cuenta cómo se besa con Paolo detrás de los papos. Me dice que cuando tenga novio no deje que me meta la mano en los pechos ni en ninguna parte. Que son muy lisos con las manos. Las manos de Paolo son muy bonitas. Hay veces que las imagino metiéndose por debajo de la falda de Brenda. Entonces me dan unas cosquillas en el vientre y una humedad de frutas hace que sienta mucha vergüenza, aunque en el fondo me gusta. Brenda me cuenta cosas y por eso dice que ya no soy una niña y que puedo escucharlas. Ella no quiere saber nada de duendes y brujas. Lo que sí hay es una plaga de chinches. Mamá dice que es porque los colchones están en el piso y a lo mejor vienen del árbol de almendras; yo no lo creo. Creo que vienen del monte, de esa zanja sucia que se ha ido como pudriendo lentamente. Cada vez está más hedionda. Los chinches son una verdadera invasión. Llegaron en filitas por la noche y se metieron en la casa hasta
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llegar a los cuartos y subirse a los colchones. Mamá dijo que sacáramos los colchones al sol y los azotamos con el palo de la escoba. Los chinches caían y se escondían entre la hierba. Salían huyendo para correr entre la hierba. Nosotras los aplastábamos con los pies sin darles la oportunidad de escapar. Al parecer los sacamos a todos; no fue así. Uno había quedado en mi colchón y se me metió en el oído. No sé si alguien sabe lo que es un bicho en el oído. Ojalá que nunca lo sepan. Porque es la peor tortura que le puede pasar a una persona. Era de noche. Los chinches son cobardes y siempre atacan de noche. Esperan que la gente esté dormida y entran a sus casas. Cuando el chinche se me metió empecé a dar gritos. Mamá le dijo a Brenda que orinara un poco y me echó sus orines en el oído. Luego agarró la linterna y me la pegó. Yo tenía que poner el oído inclinado y mamá me sostenía con fuerza mientras me decía cosas bonitas para tranquilizarme. No hay palabras en este mundo que te ayuden demasiado cuando un bicho se te mete en el oído. Hubo algo que dijo mamá que sí me calmó un poco y que no voy a olvidar: El bicho no te puede ganar. Fue entonces que sentí que el chinché fue saliendo. Primero es el dolor de sus garras que te van como destrozando la cabeza, luego sientes ese hormigueo de sus patas que tratan de buscar la salida. Y justamente cuando el chinche estaba por salir, cuando estaba en la entrada del oído, fue que escuché sus palabras agonizantes: Somos sus amigos.
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Y finalmente salió. El chinche era muy pequeño. Era un poco más grande que una hormiga loca. Los orines de mi hermana lo habían atormentado y la luz lo obligó a salir. Apenas se movía, y mientras agonizaba, lo miramos fijamente. Parecía un pequeño tanque de guerra. Con patitas tan pequeñas dotadas de una tecnología indescriptible. Tan pequeño y tan escurridizo que parecía inofensivo, sin embargo, había hecho mucho daño en mi cabeza. El dolor me duró varias horas. Mamá fue donde la señora Tomasa. Ella tenía un árbol de calabazo y con una flor del palo hizo un tapón que me puso en el oído. El dolor fue bajando y yo no le dije a nadie lo que el chinche me dijo. No vaya a ser que piensen que estoy loca. Cuando el chinche dejó de patalear, lo aplasté. ¡Amigos de la mierda!
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—Ay, Tomasa, no sé qué vamos a hacer. —No te preocupes, Julia. Cógelo con calma. —Ya casi no tenemos comida. Y me da pena molestarte tanto. —No me molestas. Tengo unos plátanos en el patio, te los voy a cortar. —Ricardo se fue tres días antes de la invasión y no sabemos nada. —No te preocupes. De seguro ha escapado. —Sólo sé que iba para Río Hato a advertirle a sus muchachos. —¿Río Hato, Julia? —Sí. —Dicen que Río Hato fue destruido, que tam bién lo bombardearon los gringos. —¡Dios mío, Tomasa! —Pero no tienes seguridad de que él estaba allí, Julia. —No, no lo sé. —Entonces espera en Dios, Julia. Y ve con tus hijas. —Qué pena me da contigo. Ni siquiera te he preguntado por doña Fulvia. —Está bien. Sólo me preocupa el oxígeno. —Pero, ¿se le está acabando? —Sí. Tendré que salir a buscar con esos retenes.
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—Ay, Tomasa, eso es muy peligroso. Qué vas a hacer. —Lo sé. Escuché que un busito fue baleado. Los que iban fueron masacrados. —¡Dios mío! —Dicen que el hijo de Yolanda iba allí. —¿Cuándo vas a ir? —Estaba por salir cuando llegaste. —¡Iré contigo! —No, quédate con tus hijas. —Pero tú nos has ayudado tanto…, déjame ir contigo. —No, Julia. Coge los plátanos y vete con tus hi jas. Te diré algo. Si me toca ir al Nicolás Solano a buscar oxígeno, preguntaré por Ricardo. Dicen que el hospital es un pandemonio. La mayoría de los heridos vienen de Arraiján y Río Hato. Ojalá Ricardo esté allí, es mejor que esté herido a que no sepamos dónde está. —¡Ay, Tomasa! —Anda, vete. —Si puedo ayudarte me lo dejas saber, Tomasa. —Gracias, corazón. Y, Julia, cuídate de los otros vecinos. Sobre todo de Camacho. ¡Maldito sapo! Estoy segura de que ya les ha dicho algo a los gringos. Dicen que están pagando para que la gente sople dónde viven los altos oficiales. Por eso es que las tanquetas se la pasan por aquí a cada rato. Creo que saben que Ricardo es un teniente de la Primera Compañía. Tú sabes que
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Los Pumas no son bien vistos por la oposición y los odian. Saben que no está en casa y lo están esperando. Por eso te digo que él está bien. —A Ricardo no le gustaba cuando lo mandaban a reprimir a la multitud. —Eso no lo saben ellos, ni les importa, Julia. Yo conozco a Ricardo, lo que ha hecho por mi madre se lo agradeceré siempre. —Gracias, Tomasa. —Pero, anda, vete ya con tus hijas que están solas, no las dejes. La gente se ha vuelto mala.
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Ricardo, mi amor, dónde estás. Te queremos tanto. Las niñas te quieren tanto. Y Nátali, a pesar de que está enferma, la siento extrañarte. A veces llora demasiado. Y la abrazo fuerte y le canto esa canción que le cantas tú. Entonces se calma y se duerme. A Vielka se le metió un bicho en el oído anoche. Cómo quise que estuvieras aquí. Pero recordé aquel cuento que me contaste de cuando eras chiquillo y se te metió un bicho en el oído. Que fuiste al servicio y te echaste tus propios orines y te alumbraste con un foco hasta que el bicho empezó a salir. Me has contado ese cuento tantas veces. Funcionó con Vielka. La pobre se retorcía del dolor; yo no sabía qué hacer, hasta que recordé tu cuento. Ya este año cumplirá los quince y debes bailar el vals con ella. Brenda te extraña. Y aunque la última vez te enojaste por Paolo, ella te extraña mucho. Yo sé que tú no odias a Paolo, que todas esas cosas que les dijiste a los dos la otra vez en la sala era porque estabas enojado, no con ellos, sino con este país que se ha ido pudriendo como la zanja esa del vecino. Tú no sabes odiar, Ricardo. Ni siquiera sabes odiar a los que daño nos han hecho. Paolo tampoco es malo y ahora no sabemos dónde está. Los gringos están por todas partes y han matado a tanta gente inocente. Tú sabes que pese a que Paolo está contra el gobierno es diferente. Es un buen muchacho. Lo
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sé porque esa noche dejaste que se fuera con Brenda, no dijiste nada. Yo te conozco, Ricardo. Paolo no es un oportunista. Él no es así; es muy valiente. Sabes que en el fondo es un patriota como tú. Por eso lo sacaste de La Modelo cuando lo llevaron preso. Lo ayudaste, no porque Brenda te lo pidió, sino porque sabías que él era un buen chico, y que tenía razón en cuanto a sus ideas de la democracia y la libertad. Ahora Brenda está muy triste, doblemente triste porque no sabe nada de Paolo ni de su papá. Ay, Ricardo. Yo sé que tú haces bien tu trabajo, que eres leal a tu institución y sobre todo a tu patria, y que pese a que sigues las órdenes del General, no estás de acuerdo. Sé que muchas cosas las has hecho por nosotras, que no tienes miedo, que es por nosotras. Por eso cuando Giroldi te llamó para que te unieras al golpe, dijiste que no, que por tus hijas, no. Pero aun así ayudaste escribiendo parte de la proclama de los golpistas. Sé que te dolió perder a tus amigos, que tú hubieras querido estar entre los oficiales asesinados. Todo por culpa de esos idiotas del Comando Sur que no quisieron mandar el helicóptero al patio del cuartel. Ahora los están persiguiendo a ustedes y matando a esa gente como si fuera su culpa. Y a nosotras nos tienen los nervios de punta. Se pasan rondando la casa. Nos están vigilando. A veces se sientan debajo del almendro que tú sembraste. Te dije que no sembraras ese palo, pero tú eres terco. Se ponen allí, bajo la sombra del árbol. Si los vieras te volverías loco de la rabia. No sé. Tú no
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sabes odiar. Dicen que mataron al hijo de Yolanda que trató de pasar un retén. Si ese muchacho no mataba una mosca. ¿Te acuerdas cuando lo ayudabas a hacer sus cometas? Le enseñaste a escoger el birulí y a pegarlas con goma de caimito. Un día el pelao se tapó por comer tantos caimitos. Qué vamos a hacer, Ricardo. Pronto se acabará la comida y tendré que dejar a las niñas solas para ir a buscar algo, no sé dónde. A Nátali ya se le aca baron los pañales. Tengo miedo de dejarlas solas. Los vecinos son muy malos. Ahora nadie nos quiere hablar. Nadie recuerda los favores que tú les hiciste desde que llegamos a La Chorrera. Ahora comprendo cuando decías “nosotros los panameños somos unos cabrones”. Sólo confío en Tomasa. Es tan buena ella. Su mamá está muy mal y se le está acabando el oxígeno. Yo sé que las hubieras ayudado, aunque fuera arriesgando tu vida. Y a mí me da miedo por Paolo. El muchacho es terco como tú. Medio loco como tú. Y eso te da a ti coraje, pero en el fondo sabes que es el tipo de chico que quisieras para Brenda. Las noches son frías y extrañas sin ti, Ricardo. Escuchamos pasos y rumores a cada rato. Sobre todo de noche. Sé que lo hacen de pura maldad. Tuve que poner a las niñas a dormir en el piso. Salen en la oscuridad como los chinches de ese almendro. Dormimos en el piso por miedo y cuando escuchamos las tanquetas y los helicópteros nos abrazamos. Se oía cuando bombardearon el Cuartel de La Chorrera. Fue horrible. Primero un avión voló varias veces. Una voz
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pedía la rendición. Luego el avión disparó algo que hizo un ruido espantoso y después vino el bombardeo. Ellos sabían que no había nadie allí. Las casas que estaban detrás del cuartel se quemaron. Ay, Ricardo. Para qué tanta cosa para sacar a un solo hombre que ahora se ha ido a esconder. ¿Dónde estás, Ricardo? Las niñas te necesitan. Qué harán si no regresas. Qué haremos. Qué haré yo. Ni siquiera te podremos recordar. Tus fotos las tiré al excusado. Ahora me arrepiento y por eso lloro en silencio, para que las muchachas no se den cuenta. Cuántas veces te pedí que te sacaras una foto sin el uniforme. A ti te gustaba tanto ese uniforme. Tienes que regresar, Ricardo. Te rogué que no fueras a Río Hato y dijiste que tenías que advertirles a los muchachos del Tomasito, porque presentías que venía la invasión. Con la excusa de que no tenemos teléfono, como lo tiraste cabreado por la puerta, y te fuiste para allá. Ahora dicen que allá también mataron gente. Ay, Ricardo. Sólo espero que esta vez Dios te haya dejado ser sensato y hayas salido corriendo, porque tú eres capaz de irte a pelear con esos monstruos que han llegado con aviones, helicópteros y tanques, y ustedes sin armas porque Noriega, con su miedo de otro golpe, se las quitó. Claro, como si él fuera el que va a la guerra con un machete. Cuántas veces no te dije que de nada iban a servir tantos nombres, que si Macho de Monte, que si Pumas; tú te ponías bravo y decías que los Machos de Monte sí vivían la guerra, que sí eran valientes; yo no decía lo
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contrario, Ricardo. Es que estos gringos tienen muchas cosas para sólo matar y tú Ricardo, una 9 milímetros que para acabar de fregar dejaste en casa. Cuando todo termine te haré sopa de gallina de patio que tanto te gusta y me sentaré contigo en el portal, sin miedo, sola contigo, debajo de la sombra de ese almendro que detesto y que ahora quiero igual que tú.
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Hace rato que no tengo sueños. Antes soñaba mucho. Ahora demoro en dormirme y cuando lo logro, no sueño nada. Me gusta porque así no sueño con los demonios ni con los chinches ni con los aviones cayéndose. Quisiera soñar con los aviones plateados, sólo cuando volaban en el cielo azul sin hacer ruido. Cuando la noche está silenciosa se oyen los bichos cantar, los pájaros de la noche: el capacho, el turututú y otro que hace muy raro; mamá dice que es una lechuza. Puedo escuchar hasta la mínima cosa que se mueva afuera. En nuestra casa vieja en Carrasquilla no se escuchaban tantas. A cambio se oía el sonido de los radios y carros. Aun así, extraño muchas y recuerdo otras con una mezcla de rabia y gracia. Cuando vivíamos en Carrasquilla, después de salir de la escuela, no podíamos evitar pasar por una calle; tampoco podíamos evitar los robos de Bracho. Así le decían a aquel niño escabroso. Era un negrito (y que conste que no soy racista, pero era el niño más negro que he conocido en mi vida). Nunca supimos su verdadero nombre. Una vez escuchamos que se llamaba Daniel, que le decían Danielito; no podré saberlo. Lo que sí sé es que Bracho o Danielito estaba condenado a ser un maleante. Nos tenía, como se dice, de congas. Aquellos días, al salir de la escuela, pasábamos por la tienda y comprábamos unos cocoduros; esos
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caramelos que eran tan duros como una roca. Íbamos felices lamiendo nuestros dulces, de pronto, aparecía Bracho en su bicicleta y nos los quitaba. Eso pasaba por lo menos tres veces a la semana. Nosotras quedábamos petrificadas sólo mirando cómo se alejaba a toda velocidad con los cocoduros. Era muy hábil y era un misterio cómo hacía para sacarnos los dulces tan rápido y sin darnos cuenta. Todo el mundo en su niñez tiene un persona je. Una criatura que es como un pequeño monstruo. Nuestro monstruo era Bracho, nuestra pesadilla de la infancia. Cuando llegamos a La Chorrera, en la escuela Victoria D’ Spinay había un niño que vomitaba de colores. Tú le dabas diez centavos y él te vomitaba del color que tú quisieras. A veces se encendía en ira y vomitaba a los que se metían con él. Era común ver a niños irse para su casa de color rosado, verde o azul. Pero ni siquiera ese niño con sus vómitos de arcoíris era tan molesto como Bracho. Ese era una verdadera pesadilla. Una mañana que regresábamos de la escuela pasamos a la tienda y compramos nuestros cocoduros y antes de salir Brenda se quedó unos segundos inmóvil y luego dijo: Hoy no nos va a quitar los cocoduros; tomó el mío y salimos. Brenda llevaba los dos cocoduros en la mano y le pregunté qué iba a hacer. No dijo nada hasta que apareció Bracho en su bicicleta. Brenda empuñó los cocoduros y esquivó a nuestro enemigo. Bracho se bajó de la bicicleta muy enojado. Me van a dar lo que llevan
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allí, dijo. Y Brenda sólo tenía una palabra para él. Y esa palabra a mí me enseñó algo que siempre papá decía: Las palabras tienen poder.
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Yo quiero mucho a Paolo. Es muy valiente y guapo. Por eso ahora que veo a Brenda tan triste, porque piensa que a Paolo lo han matado, quisiera que estuviese aquí, ahora que no está papá. Yo sé que no está muerto y que pronto aparecerá como papá va a aparecer en cualquier momento. A veces cuando sorprendo a Paolo besando a Brenda busco en su rostro aquel color rojizo que vi en Bracho, pero no lo veo. Y lo que veo son sus dos ojos tan grandes y bellos como las almendras del portal. Pronto Paolo terminará la universidad y ya no tendrá que trabajar más en el video club. Es muy inteligente y es por eso que yo sé que a papá le gustaba retarlo con sus preguntas, porque como papá, él disfrutaba leer y hablar de cosas extrañas. Son cosas profundas, no extrañas, dice mamá. Tu papá y Paolo leen mucho y por eso hablan así. La última vez que papá habló con Paolo fue también la última vez que estuvieron ambos en esta casa. Papá le había prohibido a Paolo llegar a la casa, pero ese día los sorprendió a los dos en el portal como siempre lo hacían cuando papá no estaba. Se sentaban en el pequeño banco usando los papos como una especie de escudo protector. Ese día papá llegó como un mago. Paolo muy apenado se iba ofreciendo disculpas. Que no fuera a pegarle a Brenda, que era su culpa;
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papá sólo dijo: No te vayas. Entra que quiero hablar con los dos. Los tres se sentaron en la sala y papá abrió una botella de guaro. Para mí todas las botellas de licor son lo mismo: guaro. A papá le gustaba beber muy fino. Había veces que escuchaba a mamá decirle que para qué compraba eso que le costaba más de treinta dólares. Papá sólo movía los hombros y se sentaba a poner sus discos. A mí sí me fascinaba que comprara esas botellas, porque eran muy bonitas y luego que las vacia ba yo las cogía para llevarlas donde la señora Tomasa que tenía un palo de nance. Las llenábamos de nance y la señora Tomasa me comprobaba lo lujosas que eran cuando decía: Esos tragos cuestan el ojo de la cara. Paolo y Brenda sólo se limitaban a ver los movimientos de papá. Primero se quitaba la camisa y quedaba en camiseta; luego le pedía a mamá que le sirviera un vaso con hielo y le pusiera un disco. Mamá sabía cuáles eran sus discos favoritos. Adoraba a Yin Carrizo, Julio Jaramillo, Pille Collado, Chino Hassan, Avelino Muñoz, y cuando estaba bien borracho ponía a todo volumen a Ñato Califa y las marchas panameñas, Colonia americana, No ; La Bandera ; Marcha Panamá y hasta el Himno Nacional . La décima de Pille Collado, 9 de enero , le sacaba las lágrimas.
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DEUTERONOMIO 20. 19—20
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—Dime, Paolo, ¿crees en Dios? —No, señor. A papá le gustaba hacer a la gente una pregunta medio filosófica. Era su ego abriéndose paso al comienzo de una charla. —Yo sí soy creyente, sabes. Te parecerá algo extraño en un militar, ¿cierto? —No, señor. El mundo tiene derecho a creer en algo. —¿Te gusta la lectura, Paolo? —Sí, señor. —Tal vez esto sí te parecerá extraño; un militar que le gusten los libros. —Sí, señor. Eso, sí. —Pues a mí me gusta leer, sí. Me gusta leer ficciones. ¿Te gustan las novelas? —No, señor. Sólo leo libros científicos. —¡Ah! Me imagino que te refieres a los libros que lees en la universidad. ¿Qué es lo que estás estudiando? —Derecho, señor. —Ah, quieres ser un abogado, claro. Los abogados tienen que leer mucho. Es extraño que no creas en Dios. Por lo regular son los sociólogos los que no creen en Él. Nunca sabré por qué los sociólogos no creen en Dios.
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Paolo miraba fijamente a papá y de reojo a Brenda que estaba a su lado. Yo sabía que a Paolo le molestaban las preguntas y que también él quería responderlas. Era como un desafío. Después se lo diría a Brenda sentados en el portal, cuando lo encañonaron los gringos en el retén. —Quizá haya algunos que sí creen. —Los abogados sí deberían creer o cómo hacen para jurar ante la Biblia. —Es distinto. Además puedes jurar, pero no creer. —Es razonable lo que dices. Claro. Lo que me llama la atención, Paolo, y en realidad me irrita, es la gente que dice que no cree en Dios, pero sí cree en la ciencia. Espero que tú no pertenezcas a esa raza. —Bueno. Me imagino que tratan de ser científicos. —Según tu punto de vista, ¿crees que un tratado de ciencia, digamos de biología o de sociología, nos dice más de la humanidad que una buena novela? —Pues, no es que quiera llevarle la contraria, señor. Pero creo que sí. La ciencia ha hecho más aportes que la literatura. —Desde un punto de vista. No estoy diciendo, quiero decir, no estoy negando, los aportes de la ciencia. Descubrir la vacuna contra una enfermedad debe ser tremendo huevo. Si pones atención, una novela descubre cosas que no se pueden ver en un microscopio.
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No sé si me explico. —Bueno, no se puede negar que el arte ha revelado algunas cosas sobre el hombre. —Ah, esa es la palabra. Qué bueno que has mencionado tú esa palabra: El hombre. ¿Qué es el hombre, Paolo? En esta parte mi hermana se empezó a incomodar. Lo sé. Esa misma noche me lo dijo después de que Paolo discutió con papá. Y mamá sospechó que algo no andaba bien, lo sé, ya que cuando papá se sentaba en la sala a escuchar sus discos y tomar trago buscaba la forma de hablar con alguien y no había manera de llevarle la contraria. Menos si el tema era religioso o político. Hasta con sus amigos discutía. Papá leía mucho, eso sí. Le gustaba leer novelas y libros sobre temas espirituales. Decía que la gente sólo puede comprender la complejidad del mundo si lee. —¿Cómo así? —Te estoy haciendo una pregunta muy simple: ¿Qué es el hombre? Tiene que ver algo con eso de quién soy. —Creo que sé quién soy. —El hecho de que sepas quién eres no significa que sepas qué es el hombre, o ¿sí? Paolo se retorció en el sofá y Brenda le apretaba la mano. De vez en cuando miraba a mamá que desde hacía un rato había estado sentada en la cocina y desde allí lo veía con una sonrisa como tratando de calmar
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una fuerte tempestad que se avecinaba. —Yo pienso —continuó papá sin hacer caso a lo que pasaba a su alrededor—, y lo he pensado en estos tiempos con más fuerza, que uno no puede decir que ha vivido con seriedad y cierta dignidad sin hacerse en algún momento esta pregunta. Para algunos a veces se convierte en una verdadera preocupación, por eso existe la filosofía. ¿Qué es el hombre? —Dijo que sólo leía novelas. —No dije eso. Dije que me gustaba leer novelas. No descarté otras lecturas. Y para que sepas, las novelas hablan más de la vida que los tratados de ciencia. Yo creo que la vida es algo que nos va a pasar, a los estudiantes, a los militares, a los religiosos, a todos, si nadie viene y nos la quita, desde luego. Los educadores deberían esforzarse por ayudar a que los estudiantes se hagan esa pregunta que te hice. ¿Qué es el hombre? Me parece que mucha gente se ha esforzado en demostrar que Dios no existe en vez de enseñarles a los jóvenes a descubrir el sentido de la vida. Y lo mismo podría argumentar contra los religiosos que dicen creer en Dios. Se preocupan por hacer que la gente crea en Dios, que vaya a los cultos, ya sean católicos o protestantes, sin dejarle esa tarea de preguntarse quiénes somos. Al menos tú sabes quién eres, Paolo ¿cierto? —Sí. —Qué bueno, Paolo. Mira, yo creo que el mundo está enfermo. Hay una enfermedad espiritual que
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aqueja al hombre en cualquier lugar del mundo. Creo que a nosotros más. Somos tan insensibles. Y aquí vuelvo al mismo tema: Dios. Pienso que el problema de la humanidad no es que crea o no en Dios. El problema es que ha dejado de preocuparse de su razón de ser. Y esto es porque nos han enseñado que somos producto de un accidente de la naturaleza. —Sin embargo, en la escuela se enseña religión. De allí el que quiera creer… En mi caso, no es que no creo en Dios, aunque la ciencia ha probado que no existe, es que no creo y ya. —¿Crees que la ciencia mató a Dios? —No se puede matar algo que no existe. —Déjame hacerte la pregunta al revés. Si la ciencia encontrara a Dios, ¿creerías? —La ciencia no puede encontrar a Dios. —Pero si lo hiciera, ¿creerías? —No puede hacerlo… —Sólo piensa y responde esto: ¿Creerías en Dios si la ciencia probara que existe? —No. —¿Y crees que esa es la actitud de un ser pensante, razonable? —Sólo practico mi derecho a creer o no. —Ah, claro. Olvidé que estudias Derecho. ¿Crees que tienes el derecho de negar a Dios y reconocer su ausencia, aunque esté probado que existe? —Si me enseñaran a Dios en un microscopio,
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aunque sé que todo esto es una hipótesis, no creería. El universo puede seguir funcionando sin Dios. Dios puede jubilarse tranquilo, no lo necesitamos. — ¿Eso crees? —Sí. —Déjame decirte algo del universo. Al menos de ese universo al cual te has referido, que pienso que es el mismo donde estoy yo sentado tomándome este trago, escuchando música mientras hablo contigo. ¿Sa bías que si las constantes de la naturaleza, o sea, los valores invariables como la fuerza de gravedad, la carga de protones y su masa, y otros fenómenos que tienen que ver con el mundo cuántico, se modificaran tan sólo una milésima de segundo, entonces el átomo perdería su integridad; las estrellas dejarían de brillar y la vida no existiera? —Eso me da la razón. El universo es perfecto. —No, Paolo. Eso sólo demuestra que el universo no es casual, que no es un accidente, que hay un propósito, que hay alguien operando todo. El cosmos está hecho a la medida para que no nos quememos ni congelemos, para dar vida y conciencia. Para que yo me pueda tomar este trago mientras escucho a Pille Collado. Yo creo que Dios opera de manera cuántica, está trabajando sumergido en sucesos y partículas su batómicas. Desde allí, él elige qué posibilidad se hace realidad. Como esta, por ejemplo, de que tú y yo tengamos una discusión.
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—Es muy interesante su teoría, pero no deja de ser eso, una teoría. —Es verdad, aunque también es una teoría que prueba que la ciencia jamás mató a Dios. No ha logrado verlo, y a la vez nos ayuda a saber cómo piensa Dios. —¿Usted sabe lo que piensa Dios? Papá no contestó. Sólo se quedó muy pensativo. Paolo no insistió y papá volvió a preguntar. —Déjame hacerte una pregunta. En la vida hay cosas que tienen sentido y otras que no, ¿cierto? —Sí, señor. Una canción de Julio Jaramillo empezó a sonar. Papá hizo una breve pausa cerrando los ojos, sorbió su vaso y tarareó la letra. Brenda agarró a Paolo por un brazo y le dio un jalón como señal para irse; él no quiso. —Dime algo, Paolo, ¿te gustan los cuentos? No, ya me dijiste que no lees ficciones. Déjame, de cualquier modo, contarte un cuento que escribió la ciencia. —¿La ciencia? —Sí, ¿te parece? —Si usted quiere. —Sí quiero. Claro que quiero y te prometo que te va a gustar y quizás ahora quieras leer más cuentos. Sobre todo los de hadas, princesas y sapos que son mis preferidos porque se parecen mucho a la realidad. Papá hizo una mueca risueña y bajó un poquito el volumen del tocadiscos. Se acomodó en el sofá.
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Parecía disfrutar ese momento. La verdad es que cuando papá va a contar un cuento se empeña en crear el ambiente, y eso a mí me gusta mucho. Papá nos contaba cuentos muy divertidos desde que éramos unas niñas. La mayoría de las veces los inventaba. Los inventaba de un tiro, porque papá era muy hábil para eso de la improvisación de historias. Otros se los sabía de memoria como ese de la creación del mundo que es mi favorito. Cuando estaba borracho, nos llamaba a la sala y nos decía que quería contarnos un cuento. A mí me gustaba más si los contaba bueno y sano. Porque si estaba borracho terminaba sacando el revólver y hasta allí llegaba la fiesta. —Antes de que te cuente el cuento, Paolo, quiero preguntarte algo porque después se me olvida. —Dígame. — Al empezar esta plática dijiste que tenemos derecho a creer en algo. A propósito… ¿Crees en verdad que esa gente de la ADOC, de la oposición, está peleando por la democracia en este país? Cuando papá le hizo esa pregunta a Paolo, yo me desilusioné mucho, porque supe que el cuento se había fregado. Mamá quería intervenir. Sabía que si papá sacaba el tema de la política con el trago encima, no terminaban bien las cosas. —Yo no soy de la ADOC, señor. Soy estudiante, estoy en contra del régimen y apoyo al pueblo. —Ya lo sé. Yo sí sé quién eres, Paolo. Yo te saqué
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de La Modelo, aquel Viernes Negro, como lo llamaron ustedes. Eso te pasó por andar con esos civilistas. Esa no es la pregunta que te hice. Hacía dos años que Paolo lo habían llevado a La Modelo. Fue para lo de la Gran Cruzada Blanca en julio de 1987. Paolo estaba en el primer año de la universidad estudiando Derecho. Brenda le rogó a papá que lo sacara de allí. Lo hizo. Paolo nunca ha querido contar lo que le pasó en ese feo lugar. —Yo le agradezco mucho que me sacara ese día de la cárcel, señor. —Lo sé. La Modelo es realmente una antesala al infierno. Es lo que se merecen esos burgueses. ¿Crees que los empresarios están por la democracia? —Por el hecho de que los empresarios estén por sus intereses, porque nosotros sabemos que ellos viven de los gringos y las Bases, que le hacen ranitas al imperialismo, no deja de ser verdad que al régimen se le fue la mano, señor. No le quiero faltar el respeto en su propia casa, pero Noriega es un dictador y usted lo sabe. —Sé un sinnúmero de cosas, Paolo. Muchas que un pelao culicagao como tú no sabe. Sé, por ejemplo, que los gringos pronto van a invadir a este país. Mamá quiso intervenir. Papá le hizo un gesto con la mano como cuando un guardia de tránsito hace la señal a los autos para que se detengan, y continuó hablando.
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—Crees que la crisis va a terminar al momento en que los gringos se les meta de verdad sacar al General. Te diré lo que va a pasar. Van a debilitar al Estado hasta la médula. La burguesía panameña se va a adueñar del país y tarde o temprano terminará privatizando los servicios públicos del pueblo. Al culminar los Tratados, los gringos buscarán la forma de seguir con su sucia bota yanqui en el territorio. Eso es lo que va a pasar. Y algún día, y eso te lo puedo asegurar, tendrán a un dictador peor que el que ahora hay. Un verdadero tirano nacido de las entrañas de la oligarquía. Una dictadura civil disfrazada de democracia. —¿Y acaso usted cree que con medidas represivas a los obreros, a los estudiantes, callando a los medios e intimidando hasta a los mismos funcionarios públicos, que les tienen terror, el destino será otro? —Escucha, Paolo. Esta vaina se va acabar pronto. Nuestro destino se está escribiendo en el Pentágono, la Casa Blanca y en Quarry Heights. Los gringos están planeando debajo del mismísimo Cerró Ancón, al que Amelia Denis escribió ese hermoso poema, cómo nos van a sacar la misma madre. Ni tú, ni los de la Cruzada, tendrán que preocuparse más por los Doberman, ni por los Batallones de la Dignidad, ni los Pumas, ni los Macho de Monte, por nada, ni nadie. Cuando esta patria esté jodida, quiero ver a quién le van a echar la culpa, porque de seguro se la echarán a los militares en el futuro. Acuérdate de este día, Paolo, apunta la fecha de esta conversación.
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Papá puso una cara que dejaba ver que se reía para sus adentros mientras volvía a tararear una canción, esta vez de Yin Carrizo. A Paolo eso le dio como coraje y lo puso a pensar. Unos días más tarde, se lo diría a mi hermana sentado en el portal. —Mire, señor Stanziola, yo sé que yo no le caigo bien porque estoy en contra del régimen de Noriega, no obstante tampoco soy civilista. Yo creo que no basta con rezos y caravanas; ni creo que sonando pailas, ni con pañuelitos blancos vayamos a hacer algo. Creo en la clase obrera y la lucha proletaria. No soy de los que quieren que los gringos estén aquí. Sólo sé que no hay peor lucha que la que no se hace. El régimen del General Noriega tiene que terminar. Algún día… —¡Algún día qué! Cuando papá alzó la voz Brenda y mamá brincaron del susto. Yo también. —¿Crees en verdad que la clase obrera llegará al poder? ¿En verdad crees esa porquería? ¿Crees que no sé que al General se le fue la mano? ¿Crees que si algún día lo derrocan va a venir un presidente con un casco de obrero o un campesino estará en la presidencia? Yo sé que es el pueblo el que está pagando esta crisis. Sé que no eres empresario. Que andas con un cheque tratando de cambiarlo y no puedes porque todos los jodidos bancos están congelados. A mí no me gusta hasta donde han llegado las cosas, las cosas se pondrán peor. Ya te dije, tú no sabes nada, ni nunca sabrás. La
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crisis que hay ahora mismo no es culpa de nosotros solamente. Son los cabrones gringos los que han congelado los bancos y ahora el pueblo está pasando trabajo. A ellos no les importa la democracia ni que tú cambies tu cheque. Están buscando excusas para invadir y ya. ¿No estás viendo sus provocaciones e intimidaciones? Tú, que te dices socialista, ¿crees que eso le hace bien a tu patria? —Nosotros no queremos tampoco a los gringos. —Sin embargo, te mezclas en las calles con esos que piden una invasión y están en contra del gobierno. —¡Del régimen! —Llámalo como quieras. El hecho es que la democracia que ustedes están buscando les va a costar muy caro. —Tal vez sea el precio que hay que pagar por una verdadera democracia. —El problema, Paolo, es que el precio será demasiado alto. Las tropas de soldados yanquis con armamento muy pesado están llegando al país desde hace días. Es cuestión de horas para que Panamá sea intervenido. Es lo que han estado buscando esos cabrones. Déjame decirte algo más. La Biblia dice en Deuteronomio 20. 19—20: “ Cuando sities una ciudad por muchos días, peleando contra ella para tomarla, no destruirás sus árboles metiendo el hacha contra ellos; no los talarás, pues de ellos puedes comer. Porque, ¿es acaso el árbol del campo un hombre para que le pongas
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sitio? Sólo los árboles que sabes que no dan fruto podrás destruir y talar, para construir máquinas de sitio contra la ciudad que está en guerra contigo, hasta que caiga ”.
Nosotros caeremos, Paolo. Caeremos como árboles sin fruto. A mí me daba mucho miedo cuando papá citaba de memoria La Biblia. Parecía que estuviera poseído o algo así. Papá subió el volumen del tocadiscos y sorbió su trago. Se inclinó un poco. Sacó su 9 milímetros y la puso en el centro de la mesita de la sala. Fue entonces que Paolo y Brenda se levantaron. Papá le dijo a Paolo que aún no había terminado la conversación. Paolo, mirando fijamente el arma y luego a papá, le dijo que para él sí había terminado y en el momento en que quiso irse arrastrando a Brenda por la mano, papá se levantó y simuló ir a servirse otro trago, aunque lo que quería realmente era estar parado para decirle: —Acuérdate que me debes una respuesta: ¿Qué es el hombre? Brenda y Paolo salieron casi corriendo de la casa.
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Este es el cuento que papá no le contó a Paolo. Yo me lo sé porque nos lo ha contado muchas veces. Había una vez cuatro amigos: carbono, hidrógeno, nitrógeno y oxígeno. Al principio no se conocían. Andaban dispersos por el universo. Cada uno por su lado. Un día, como en todos los cuentos, se encontraron y se hicieron amigos. Uno de ellos propuso jugar una ronda y se agarraron de las manos (supongamos que tenían manos) y de pronto, sin saber cómo ni cuándo, llegaron a un mar de un planeta, que sin saber cómo ni cuándo, se había formado. Jugaron allí, en ese mar, por mucho tiempo hasta que les dio hambre y decidieron tomar sopa. No se dieron cuenta cómo ni cuándo de tanto añadir ingredientes a la sopa y por revolverla y revolverla, salió una larva. Bueno, tal vez era una sopa de larva. Todo el mundo sabe que la sopa de larva sabe a wácala, así que nadie la tomó. La sopa se enfrió. La larva con el tiempo, como suele pasar con las larvas, sin agradecer nada a los cuatro amigos que la habían creado, se volvió muy egoísta y por eso al pasar los años (en realidad millones) se convirtió en un feo pez sin mandíbula. Pasó mucho tiempo y el pez feo se convirtió en anfibio y sin saber cómo ni cuándo en esta historia, apareció una Princesa llamada Metamorfosis y le dio un beso mágico a la rana que se convirtió en un Príncipe.
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Resultó ser que el Príncipe era muy descuidado y se perdió; no pensó que por eso se haría muy famoso: el Eslabón Perdido, le dirían más tarde y nunca lo hallarían. Pasó mucho más tiempo y apareció un mono, que en realidad era el Eslabón Perdido, pero eso ni él ni nadie lo sabía. Al principio el mono vivía sólo en los árboles y se la pasaba brincando de rama en rama. Su mamá le decía: No brinques en el árbol que te vas a caer. Un día se desplomó del árbol y se le cayó la cola. La mamá lo reprendió diciendo: ¡Viste, ahora sólo por eso te vas a quedar en la tierra! Él se puso de pie e intentó caminar en dos patas; eso le pareció bien y le gustó. Pasaron los años y por no comer brócoli se le cayó también todo el pelo del cuerpo. Pasaron más años y le dio por pensar, y un día inventó el fuego, la rueda, luego la pintura, y pensó más y más, así inventó los cuentos, la filosofía, la política y el arte de la guerra y, sin darse cuenta, se había convertido en hombre. Cuenta la historia que el hombre se volvió como loco y que cada día le gustaba más el poder. Al principio no sabía qué era el poder, ni para qué servía, pero descubrió que con el poder podía ser muy alto. Así murieron y nacieron más hombres que cada vez querían más poder para ser más altos y estar más arriba. Porque de la tiranía del hombre viene el poder y su ciega voluntad será su destrucción. Tres días después de que Paolo discutió con papá, los gringos llegaron.
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INVENTARIO
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—Repasemos el inventario del recurso humano de las Fuerzas. —Sí, General. —A ver. Dímelo cantando. —Batallón 2000… —Ah. Sí… mi gente, de no ser por ellos me guindan esos traidores ese 3 de octubre… Cabrones… Sigue. —…Batallón Cémaco, Batallón Paz, Primera Compañía de Infantería y apoyo de fuego,Tigres de Tinajita; Segunda Compañía de Infantería, Pumas de Tocumen; Tercera Compañía de Infantería, Diablos Rojos de Chiriquí…; la Cuarta Compañía de Infantería, Urracá, la disolvimos, General, pero hay unidades… — No sé… ya no hay tiempo… que se jodan con los traidores. —…Quinta Compañía de Infantería, Victoriano Lorenzo; Sexta Compañía de Infantería, Expedicionaria; Séptima Compañía de Infantería, Macho de Monte… —Esos muchachos de Macho de Monte sí le darán trabajo a los gringos, sigue... —Y la Octava Compañía de Policía Militar… ¿Cuentan los de apoyo logístico, General? —¿Que si cuentan…? Claro que cuentan, todos cuentan en una guerra. —Están los del DENI y el G—2 con gente nueva…
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y, ¿ya saben los coroneles Madriñán y “Papo” Córdoba? —Claro que saben. Les dije que no le dijeran aún a las Fuerzas. Sigue. —La UESAT, el Batallón de la Dignidad, los CODEPADI… Perdón, General, ¿usted cree que estos obreros y funcionarios realmente van a pelear? —Mira… Los obreros y funcionarios tienen los huevos más rallados que tú y yo... Continúa. —Centuriones, Doberman… —Yo te voy a decir una cosa... Esta vaina se va a poner fea. —Sí, General. —No sé tú. Lo que soy yo ya estoy rezado. Y cuando la vieja dice algo, ya sabes, la vieja no se equivoca. Valió la pena derramar y leer las tripas de esos sapos.
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EL RECURSO DE BRENDA
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—¡Mota!— le dijo Brenda a Bracho— ¡Que los cojas de mi mota, si te atreves! Ya no somos niñas. Hay cosas que uno sólo se atreve a hacer de niño. Es una ventaja que se tiene a favor. Cuando se es niño el pudor no es un buen aliado y únicamente sirve de compañero para resistir los momentos que no puedes evitar. Al crecer, la vergüenza crece contigo y no sirve demasiado. Papá dice que la gente de hoy no tiene pudor, que antes por lo menos se hacían las cosas a lo escondido. Se pone a hablar de eso mientras bebe y escucha sus discos. Nunca olvidaré la cara de Bracho. Primero se quedó como una estatua con los ojos muy abiertos. Luego se puso rojo. Jamás he vuelto a ver a un negro ponerse rojo. Que no soy racista. La prueba de que no soy racista es que quiero mucho a Paolo. La palabra sonó fuerte. Seguidamente se subió la falda y el peticote, y se metió los dos cocoduros entre los pantis; justo en la mota. ¡Cógelos!, si te atreves, volvió a decir Brenda. La palabra mota, con el significado que nosotras le dábamos, era muy especial. Era una palabra enérgica, suave y esponjosa. Sí, admito que era una palabra medio vulgar, casi alfombrada. La cosa de la mujer, como dice la gente, tiene muchos nombres: vagina, vulva, micha, coneja, chucha,
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concha, coño, tota, mono, papaya, crica, almeja, cocaleca, chocha, araña, cuca, meona, sapo, raja, tamal, tuzita, y ni pensar en los nombres que debe tener si sumáramos las palabras del mundo entero. De seguro serían más de mil. Recuerdo que la abuela nos gritaba a toda boca: Vayan a lavarse esa mota que la deben tener hedionda. A pesar del sonido grosero de la palabra, a mí me gusta más que las otras. Me cuesta imaginar a una pareja de enamorados en donde él le diga a ella: “Déjame acariciar tu sexo”, o “tu vulva”, o “tu almeja”… ¿Acaso la gente se ha vuelto tonta? Sería inapropiado hablar de esa forma. Decir, “déjame tocar tu mota”, es hasta sexi, que no romántico, sexi. Cuando Bracho escuchó la palabra creo que tuvo mucho miedo. Fue el triunfo de la mota. Desde entonces para mí una mota no es sólo una mota. Me gusta pensar que algún día se inventará el baile de la mota, el ritual de la mota, el festival de la mota; alguien escribirá un libro de la mota y sus nombres, el monólogo de la mota; y nunca volverá un menoscabado chico llamado Danielito, al que le decían Bracho, a meterse con una mota; eso, no volverá a pasar, como muchas cosas no deberían volver a pasar.
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Al encontrar las tres piedritas en la cama de Brenda, supimos que Paolo estaba vivo. Brenda esa noche no durmió en su cuarto, porque se había ido a dormir al de mamá con nosotras. Su cama estaba vacía. Cuando Paolo llegó, ya estábamos dormidas. Brenda y él tenían sus propios códigos para llamarse y encontrarse. Desde que papá había quitado, o mejor dicho, tirado el teléfono, ellos idearon formas para verse y hablar. A veces Paolo llegaba pasada las once de la noche y en silencio metía la mano por los ornamentales y tiraba piedritas que le caían a Brenda y la despertaban. Entonces ella salía y se encontraban en el patio de atrás. Anoche Paolo debió haber llegado. Yo sabía que había oído unos pasos. Tengo un don especial para oír cosas desde que se me metió ese chinche. No me podía dormir. Escuché los pasos y me quedé muy calladita, inmóvil. Paolo debió pensar que no había nadie en la casa, porque tiró las piedras y Brenda no salió. Ella estaba dormida en el piso del cuarto de mamá porque todas tenemos miedo de noche. Las piedras mudas cayeron en el colchón. Ahora que sabemos que Paolo está bien estamos seguras de que regresará mañana. Paolo es mayor que Brenda; sólo un par de años. Vive por los lados de la Feria. Esa cochinada de Feria que tiene un zoológico que es una vergüenza. Papá dice que esa Feria sólo sirve para ir a ver vacas, comer
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hamburguesas y tomar cerveza. Dice que el pabellón cultural es un asco. Pese a eso, cada vez que íbamos yo quería entrar al zoológico porque me gustaba ir a ver al león; un día al león se lo llevaron y no lo vi más. Era un león viejo, con la piel maltratada y lleno de moscas. Yo sé que se murió. Pero los del zoológico decían que se lo habían llevado. Paolo es ya casi un abogado. Conoció a Brenda, irónicamente, en la iglesia. Digo irónicamente, porque Paolo es ahora ateo. Era miembro en donde todos los domingos entonaba canciones de ángeles y de santos. Brenda iba a la iglesia conmigo. Al terminar la misa nos quedábamos un rato hablando con los pocos amigos que teníamos en el barrio. Paolo era catequista. Yo no sé cómo un catequista se convierte en ateo. Me imagino que lo mismo puede pasar al revés; un ateo se puede convertir en sacerdote. Cuando Brenda le pregunta a Paolo por qué ya no cree en Dios, él se incomoda mucho, al punto que se enoja y no quiere hablar de más nada. Paolo es muy guapo. Lo que a Brenda más le gusta de Paolo son sus manos. A mí también me gustan. No son unas manos de obrero, pero tampoco son frágiles. Están siempre limpias y al hablar hace ademanes con ellas que a Brenda le parecen coreografías. Son como dos bailarinas, dice, ejecutando una danza. Con esas manos Paolo es muy hábil. Lo llamamos MacGiver porque tiene la habilidad de arreglar cosas, de hacer que las cosas funcionen. Un día que estaba yo muy triste por la
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muerte de la bisabuela, Paolo me hizo varias figuras de origami: un pájaro, una flor, un avión, y otras más. Yo las colgué con hilos dentro de mi cuarto. Con esas manos Paolo le seca las lágrimas a Brenda ahora y le peina el cabello con sus dedos. Las manos de Paolo van tejiendo historias que Brenda escucha hasta que se va durmiendo. De pronto abre los ojos, atontada por las manos de Paolo, para hacer una pregunta que hace que Paolo la deje de tocar con sus manos hermosas. Yo a veces imagino unas manos anóanónimas como las de Paolo acariciándome. a cariciándome. Siento que me acarician los cabellos, que bajan por mis pechos de casi quinceañera, que pasan por mi ombligo haciendo dibu jitos, hasta que bajan y bajan, y allí las manos hacen una danza angelical, resbalan ingenuas, pasean tímidas, exploran arrecifes y corales; palpan zonas insólitas, nana vegan fascinadas por ríos, friccionan atrevidas superficies temblorosas; acarician, pellizcan, mueven, gravitan descubriendo humedades desconocidas, manifestadas por primera vez. Pero no todos los sueños son iguales. Si se lo cuento a Brenda ella dice que algunas veces hablo como adulta y otras, no. Que no me entiende. Que de pronto creo en cuentos de brujas y duendes y otras estoy imaginando cosas de adultos. Pero yo tengo mis manos imaginarias que me tocan. Eso es lo que me imimporta y me hace feliz. Con Brenda es distinto. Si Paolo le acaricia muy cerca de la mota, ella lo frena y le hace una pregunta para persuadirlo.
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—Paolo, no. Deja. Aleja tu mano. No ves que estoy triste. —Sólo trato de acariciarte para distraerte. —Pero, sin meter la mano. —¿Y cómo haré eso? —No lo sé. —Bueno. —Paolo… —Dime. —¿Por qué demoraste tanto en venir? —Pero, Brenda. ¿En qué mundo vives? Los primeros días de la invasión era peligroso salir. Había retenes por todas partes y esos gringos le disparan a lo que sea. ¿No supiste que mataron al hijo de Yolanda? Era verdad. Al principio se escuchaban disparos lejanos en la noche. Yo los escuchaba desde la oscuridad del cuarto, mezclándose con el llanto silencioso de mamá. —Supimos que por los Chorritos hubo combates— dijo Paolo—. Por los lados de la cantera de Guadalupe se montó un fuerte retén porque en el puente Velásquez del río Caimito, cuya carretera lleva l leva a Nuevo Emperador, hubo resistencia (yo la conozco bien porque por allá tenía una finca uno de los coroneles que papá visitaba); los combatientes nacionales hicieron una barricada con máquinas del MOD. Los gringos todo eso lo
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arrasaron sin clemencia. Dicen que algunos escaparon hacia el monte; otros se rindieron. Brenda se quedó un rato en silencio. Después siguió hablando. Las manos de Paolo ya se habían rendido en aquella empresa imposible. —Paolo… —Dime. —¿Por qué no crees en Dios? Paolo vuelve a jugar con los cabellos de Brenda. —Porque si Dios existiera no estuviese pasando esto, ¿no crees? —Pero… tal vez es su voluntad… para que creacreamos en él. —Qué extraña forma de llamar la atención tiene, ¿no? —¿Pensaste en Dios cuando estuviste una vez preso? Paolo se metió una mano en el bolsillo bo lsillo y sacó un papelito. Lo leyó sin que Brenda lo mirara y lo volvió a guardar. Siguió acariciando los cabellos de Brenda y no le contestó la pregunta.
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El viento mueve ligeramente las hojas del almendro. Brenda y Paolo están sentados en el viejo banco del portal. A mí me gusta sentarme allí. A papá también le gusta esa parte de la casa. Ella acomoda su cabeza entre las piernas de Paolo que le sigue acariciando los cabellos mientras mira a lo lejos. Se puso serio. —Paolo, ¿crees que mataron a mi papá? —No. No pienses en eso. —¿Crees que es posible que lo hayan matado? —Ya te dije. Que no. Él está bien. —Pero dicen que en Río Hato mataron a varios. —Escuché que los cadetes escaparon hacia los manglares… A lo mejor tu papá estaba con ellos. Dicen que a muchos los han llevado a un campo de concentración en Balboa. —Tengo miedo, Paolo. ¿Qué vamos a hacer si a papá lo mataron? Yo igualmente tenía miedo. Mamá tenía miedo. Todas teníamos miedo. Papá solía irse por varios días y regresaba después. A veces ni siquiera nos dábamos cuenta. Ahora lo extrañamos tanto. El viento vuelve a mover las hojas del almendro y Paolo le limpia las lágrimas a Brenda con sus manos.
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—¿Te acuerdas cuando tu papá me preguntó eso de qué es el hombre? —Sí. Cómo olvidarlo. Brenda no lo olvidaba. Yo también me acordaba. Nunca lo olvidaríamos porque cuando papá se puso a hablar de la política, sacó la 9 y la puso en la mesita, se arruinó todo y no contó el cuento. Paolo sacó de nuevo el papelito y lo apretaba en la mano. Esta vez Brenda lo vio. —¿Qué es eso? —Anoche me encañonaron en un retén. Brenda brincó sobresaltada de sus brazos. —No nos contaste eso. —No quería ponerlas más nerviosas; más de lo que están ya. —¿Y qué pasó? —Un gringo me encañonó. Brenda miró a Paolo con una mirada de esas que uno le hace a un niño cuando hace algo malo y espera que en la mirada reconozcas que en verdad hiciste algo muy malo. —Por eso no debes andar por allí, hasta que esto pase. —Tranquilízate. No pasó nada. —¡Pudo pasar! ¿Y si ese gringo te hubiese disparado?
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—Pero no lo hizo. Y además ya le tengo la respuesta a tú papá: un hombre… En ese momento mamá regresaba de la casa de la señora Tomasa. Traía unos plátanos en la mano. —¿Qué ocurre? —Nada. Que a Paolo lo encañonaron los gringos ayer, nada más. El sarcasmo de Brenda parecía la queja de una niña. De hecho, lo hizo para que mamá le dijera algo a Paolo. —¿Qué? Mamá puso los plátanos en el banco del portal y saludó a Tomasa que salía de su casa muy rápido, salía con su hermano. Mamá se les quedó mirando unos segundos hasta que se perdieron en la loma. La señora Tomasa es muy buena con nosotras. Sé que le ha regalado esos plátanos a mamá. Ahora habrá que buscar un par de salchichas para acompañarlos. —Paolo, ¿cómo es eso de que te encañonaron? —Fue en un retén anoche, señora Julia. Lo que pasa es que cuando llegué aquí, pensé que no había nadie, que ustedes se habían ido. La casa estaba muy oscura y silenciosa. Tiré un par de piedritas por la ventana del cuarto y no oí nada. Brenda siempre dice: ¡Ya! Brenda se puso roja cuando Paolo dijo eso y Paolo continuó sin el menor pudor. —Escribí en un papelito un mensaje para Brenda. Luego pensé que quién lo iba a ver si no estaban. Mejor
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regresaba otra vez en el día. Me eché el papelito en el bolsillo y me fui. A la altura de la escuela Spinay, en la esquina de la calle que va al Hatillo, había una tanqueta y una hummer estacionados. Yo tenía una mano metida en el bolsillo del pantalón agarrando el papelito cuando vi al gringo de la hummer, el que va arriba asomado, apuntarme con la metralleta. Dos más se bajaron. Mientras uno me encañonaba con su rifle, el otro me hacía señas con la mano para que me detuviera; tenía la otra mano sobre una pistola que llevaba en el pecho. Ya yo estaba quieto. Iba a sacar la mano del bolsillo y en ese momento el de la pistola me gritó en español que me tirara al suelo, su acento era puertorriqueño. Yo saqué la mano todavía apretando el papelito. Los gringos me tiraron de bruces al piso. El del rifle me pisó la mano que había sacado del bolsillo. El que hablaba español me dijo que la abriera, pero ya la tenía abierta porque me la estaba pisando. El papelito salió y uno de los gringos lo tomó y se lo dio al que hablaba español, dijeron algo en inglés y se echaron a reír. —Párese y vaya a su casa. Sabe que es peligroso estar aquí. El ejército de los Estados Unidos los está protegiendo. No somos sus enemigos. No debe andar por la calle a estas horas. —¿Me puede devolver el papel? Dice Paolo que al pedirle el papelito al gringo sintió que un coraje muy grande le corría por las venas. El gringo abrió su mano y el papelito regresó una vez
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más a la mano de Paolo. Yo creo saber un poco lo que sintió Paolo. Una vez sentí coraje porque Bracho nos quitó los cocoduros. Aunque creo que el coraje de Paolo era diferente. Hay una diferencia al sentir coraje si puedes hacer algo, como lo hizo Brenda aquella vez con los cocoduros. Si lo sientes y no puedes hacer nada, eso es distinto. Es malo. Era lo que sentía Paolo. Se le notaba al contar lo que le pasó. A él otras veces lo habían tirado al piso los doberman y lo habían encañonado en las manifestaciones. Él insultaba, peleaba, corría. En La Modelo de seguro lo patearon, lo tiraron y lo humillaron, y nadie le pisó las manos. Esta vez Paolo estaba lleno de algo malo que llevaría por siempre en su corazón. Y yo estaba muy triste porque sus divinas manos habían sufrido la humillación que ni los militares panameños le habían hecho sentir. Sus hermosas manos habían sido violadas, secuestradas y ultrajadas. Brenda le preguntó por el papelito. Paolo abrió su mano y tenía un papelito arrugado. Se lo dio. Estoy segura de que si hubiera sido ella, en la mota se lo metía, para ver si ese gringo iba a atreverse a sacarlo de allí.
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Dicen que si todo queda en silencio es porque pasa un ángel. Un silencio profundo conquistó el instante en que Brenda desdobla el papelito lentamente. Las manos de Paolo la acarician una vez más. Las manos de Paolo están lastimadas. Ahora las veo. No le duele por fuera. La bota yanqui lo pisó adentro. Muy adentro. Las manos de Paolo le escribieron a Brenda: Te amo, mi terrón de azúcar… Confía en DIOS.
Y el ángel sigue su camino.
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Un día dejaré que tus manos de artesano, de antropólogo, de quiromántico, de agricultor, de obrero, de poeta, naveguen como un marino polinesio por el mar de mi cuerpo. Renunciaré para que tus manos tejan constelaciones en mi piel. Tus manos de ángel, de espuma, de humo. Cederé a tu deseo de niño que corre con su cometa; para que me uses como la paleta de un pintor que pinta estrellas y mariposas. Tus manos se hicieron para construir, no para destruir. Un instrumento de guerra se convierte en una flor en tus manos. Tus manos guardan jirafas y tortugas para divertirme mientras jugamos entre los papos, en este portal mítico y ancestral, con el almendro de testigo. Yo sé que ahora te duelen las manos porque las pisó el invasor. Pero tus manos saben levantarse y reclamar justicia. Siempre lo han hecho por este país ingrato que tú quieres tanto. Yo quiero tus manos porque saben embarrarse de patria. Porque huelen a guandú recién desgranado, a pepita de nance, de marañón; saben a caimito maduro, a jobo, a música. Déjame caminar con tus manos y ayudarlas a curarse del dolor que pasan. Yo las lavaré, las reclinaré y les contaré un cuento para que duerman y vuelvan a soñar. Tus manos se unirán con las mías y juntas volverán a creer, a ir contra el miedo, a resistir la indiferencia. Yo adoro tus manos. Quisiera hacer con ellas
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un tótem para ponerle una velita y fingir una ceremonia prohibida, porque tus manos son mi religión, mi ritual secreto. Quiero que tus manos algún día realicen una asamblea en mi cuerpo. El gesto y la palabra que vienen de tus manos serán nuestra consigna de libertad y amor. Tus hermosas manos que tiran piedras rebeldes contra el tirano y piedritas de amor por mi ventana.
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—Señora Julia. Debemos sacar la pistola del señor Stanziola del excusado. Brenda le había contado a Paolo que todas las cosas de papá las habíamos arrojado a la letrina. Ya no teníamos nada que comer; sólo los plátanos que la señora Tomasa nos había regalado, ni siquiera había aceite para hacer unos patacones. Todavía había gente saqueando algunos establecimientos y las pocas tiendas, que los chinitos habían defendido con su vida, estaban aún cerradas. —En el Cuartel Central en La Chorrera los gringos están comprando las armas que le lleve la gente —dijo Paolo—. Han llevado M—16, rifles, pistolas, hasta bazucas. Están dando 100 dólares por las armas pequeñas. Si llevamos la 9 nos darán 100 y con eso podrá comprar comida y los pañales de Nati. Yo les diera de mi plata, pero ya no tengo, a duras penas logré cambiar el cheque con ayuda del papá de un amigo que es empresario, dejé todo en la casa para mis hermanos y mi mamá. Solo tengo un par de dólares. Por esa arma nos pueden dar bastante. Estoy seguro. —No lo sé, Paolo. Y si te preguntan de dónde la sacaste… —Les pego una mentira. Diré que me la encontré. Unos amigos míos encontraron dos M—16 que unos
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Batalloneros dejaron en un monte. Les dieron 250 por cada una. —Ya el arma debe haberse hundido en la mierda —dijo Brenda. Cuando Brenda dijo la palabra “mierda” la dijo como con rabia. Mamá la miró y después miró a Natalia que estaba empezando a llorar otra vez. La acarició con una mano, después con las dos manos. Las manos de mamá se resbalaban por la cara de Nati y le secaban las lágrimas. —Ya, Natalia. Ya, bebé. De pronto nuestra madre se levantó y dijo con determinación: —Brenda, busca la vara del tendedero de ropa. Paolo, anda y mira cómo sacas esa pistola de mierda de ese pozo.
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Un hombre es lo que está dispuesto a hacer por alguien a quien ama cuando Dios inesperadamente se revela. Eso le diría a mi suegro ahora. Dios suele aparecer en los lugares más extraños. Yo lo encontré en medio de la mierda y la miseria. No sabría explicar por qué he simulado no creer en él. Siempre he sido creyente, aunque de vez en cuando me vienen dudas, sobre todo cuando los recuerdos regresan. Recientemente descubrí que la memoria es una forma de saber que estamos vivos, de reconocernos humanos. Hay cosas que quisiera que el olvido consumiera; si dejo que ocurra, una parte de mí también morirá. Brenda a veces me pregunta y yo nunca quiero hablar de aquel día. Prefiero hablar con mi memoria. El 10 de julio de 1987 me llevaron preso a La Modelo. Salía de la universidad y tomé hacia la vía España, por el Cangrejo. Ese día había una concentración de la Cruzada Civilista en la Iglesia del Carmen. De pronto una patrulla paró a mi lado y me subieron a la fuerza. Tiempo después, mi suegro, el Teniente Stanziola, diría que me pasó por andar con los civilistas, y yo no era civilista. Mi suegro, en cambio, sí era un militar de las Fuerzas de Defensa. Era uno de los oficiales encargados de la Segunda Compañía de Orden Público conocida como Los Pumas. También daba entrenamiento en el Tomás Herrera en
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Río Hato. De cualquier forma, le estaré agradecido por sacarme de ese infierno y por haberme ayudado a encontrar a Dios, aunque él no lo sabe. A los estudiantes de Derecho nos estaban echando dos meses; yo sólo estuve dos días y me bastó para saber hasta dónde el ser humano puede caer… El lado oscuro de los hombres. Tengo que repetirlo; no era civilista. En la Facultad de Derecho conocí a unos amigos que eran simpatizantes del Partido Socialista de los Trabajadores y me uní a ellos. Participábamos en las marchas y mítines organizados por los trabajadores. La Modelo era un lugar que no debió existir y yo estuve allí. No he querido hablar de eso, porque siento que la dignidad humana no se lo merece. Primero me llevaron al cuartel del DENI y de allí a La Modelo. Al llegar a la cárcel me quitaron las esposas y me golpearon los militares. Luego me filiaron como a un vulgar delincuente. Cuando el guardia que filiaba me preguntó que quién era yo, le dije que un estudiante. Miró a otro guardia y se echaron a reír. “Pobrecito”, fue lo que dijo y me pasaron a un cuartito donde me hicieron desnudar. Me quitaron la cartera con la cédula y las llaves de la casa. Revisaban mi ropa con la precisión de alguien que busca algo. Me volví a vestir. Me extrañó que me devolvieran mis cosas, incluso un par de dólares que tenía. Después me llevaron al patio principal donde había otros que fueron agarrados en la marcha y nos hicieron subir unas escalerillas para bajar por otras escaleras que llevaban a un sótano llamado
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La Preventiva, lleno de maleantes. Recuerdo una pared que decía: Antesala al infierno ; las letras parecían estar pintadas con sangre. Sólo sentí que un montón de manos me agarraron y me despojaron hasta quedar en calzoncillos. Comprendí por qué los guardias me habían dejado mis cosas; para que nos robaran. Estaba muy oscuro y yo podía sentir los cuerpos que se iban apretu jando cada vez más. Algunos entraban llorando, otros mudos, otros chorreando sangre por los perdigones. Estuvimos muchas horas allí, en calzoncillos y descalzos. Los guardias pasaban cocaína a los maleantes para que enloquecieran más y cometieran abusos. Uno grita ba, pese a la oscuridad enorme, que estaba esperando que se hiciera de noche para violarnos. El concepto que tenía de la oscuridad había cambiado por completo. Permanecí parado con los demás, sólo esperando. La noche entera estuvimos parados oyendo los gritos que no cesaban. Escuché de todo esa noche. Imaginé que ese ruido constante era una réplica del infierno. A veces lograba moverme un poco para sentarme sobre mis piernas. Por la madrugada metieron en la celda a un degenerado que tuvo sexo con todos los maleantes que se lo cogieron delante de nosotros. Cuando el individuo no aguantaba más, decidió tener sexo oral con los otros degenerados. El ruido que hacían simulaba al reino salvaje. Muy temprano en la mañana era la fila enorme que salía desde La Preventiva hasta el comedor. Me dieron una micha de pan y seguí en la línea. Más tarde nos
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llamaron para ir al servicio. Los excusados eran una verdadera cloaca. La mierda estaba por donde mirara y era como un tapizado de excremento. Descalzos teníamos que estar allí parados para hacer las necesidades, donde se podía. Sentía cómo las heces se colaban entre los dedos de los pies, igual que al caminar por el lodo. Estábamos tan apretados que ni siquiera podíamos ver nuestros pies. Uno se desmayó. El pobre cayó de cara y alguien con los pies lo movió para que no se ahogara en la mierda. Más tarde era otra fila dizque para bañarse. Una fila humana gigante como las otras. Tenía que pasar por un chorrito de agua y mojarme en tres segundos y seguir caminando. En lo que caminábamos haciendo el círculo nos teníamos que enjabonar. Cuando estaba en el chorrito de agua quitándome el jabón como podía fue que reconocí en la fila a alguien. Era mi profesor en la Facultad. Esperé un rato a que saliéramos de la columna humana y le hablé. Al principio parecía que no me había reconocido, después me di cuenta de que todos allí tenían miedo de saludarse. Miedo de que se dieran cuenta de que conocías a otro. Ni siquiera con la mirada te atrevías a dejar un rastro. Luego fue el profesor quien discretamente se me acercó y me habló. Su voz estaba habitada por el temor. Él parecía conocer La Modelo; había estado antes. En el patio me dijo que no podíamos regresar a la primera galería porque allí estaban los homicidas y los esquizofrénicos; en la segunda los delincuentes y en la tercera los presos menos
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locos; no dijo nada de la cuarta y yo no quise preguntar. Nos dieron la orden de entrar, subimos hasta la tercera galería y allí se formó otra vez la metedera de mano y los golpes. Nos quedamos un rato en el pasillo. En los pasillos no había nadie que no estuviera contra la pared. Caminaban como cangrejos. Nadie le daba la espalda a nadie. Parecían zombies. La galera se estaba llenando rápidamente. Entonces escuchamos la voz de aquel preso que desde su celda nos llamaba. Nos dijo que en esa celda eran creyentes, militantes de Cristo, que si queríamos sobrevivir no podíamos quedarnos en el pasillo. No dudamos mucho y entramos, ya casi no cabía un alma. Empezó una especie de culto y entre canciones de alabanza, amenes, hosanas y aleluyas, podíamos oír al mismo tiempo los gritos de los que se quedaron atrás. Esa noche hubo ultrajados y violados, y yo encontré a Dios. En la mañana del domingo un custodio llegó y dijo mi nombre. Con una ironía estúpida dijo que tenía suerte de que un oficial de las Fuerzas de Defensa me conociera. Salí con la poca dignidad que tenía y no volví a saber del profesor. Un año después, en la Facultad, nos encontramos, cruzamos una mirada de saludo y no dijimos nada.
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—Where are you going? —I have a gun . Cuando Paolo llegó al Cuartel de la 10ª Zona Militar de las Fuerzas de Defensa lo detuvo un gringo antes de acercarse al edificio. Paolo nos dijo después que estaba repleto de gringos como si fuera su casa. La fachada del edificio llena de huecos de los bombardeos. Los militares panameños le habían construido al cuartel una especie de fuerte en una esquina pegada al Municipio; como esos de los tiempos de indios y vaqueros. De nada sirvió. Un gringo que estaba en un escritorio recibió el arma que Paolo había sacado del montón de cartuchos. Aún apestaba a caca. —Oh, it’s a great weapon. Browning High Power… ¡Oh!
Fue lo único que entendió Paolo. El gringo que estaba sentado, mejor dicho, desparramado en la silla, desmontó el arma y mientras lo hacía hablaba con otro sonriendo. Se formó una pequeña conferencia. Otros gringos se acercaron y tomaron la pistola. La pasaban de mano en mano y seguían vertiendo comentarios. Un puertorriqueño le preguntó a Paolo que de dónde la ha bía sacado. Paolo dijo que la había hallado en un monte. El soldado puertorriqueño se acercó a Paolo.
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—Es un arma muy poderosa que sólo usan algunos oficiales. ¿Estás seguro que te la encontraste? Te podemos dar más dólares si nos dices de quién es. —No. La encontré, ya le dije. ¿Cuánto me van a dar por ella? El puertorriqueño le hizo una seña al gringo que estaba sentado, este sacó un fajo grande de dólares nuevos. Contó cinco billetes de veinte y se los dio a Paolo, quien se fue primero para su casa, por si acaso lo seguían. No pasó nada. Al día siguiente vino a casa. Después le diría a mamá que se sintió muy raro allí. Que de no ser porque necesitábamos la plata no hubiese ido a vender la pistola de papá. A pesar de que esa pistola estuvo una vez entre él y el Teniente Stanziola, sintió como una rabia que le taladraba los huesos.
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A LA SOMBRA DEL PORTAL
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Anoche me regresaron los sueños. Soñé que veía a papá. Lo veía sentado en su carro que usa para ir a la finca. Se notaba feliz y lleno de paz. Me hacía señas con la mano llamándome. De repente, ya no lo vi en el carro, sino botando unas cajetas que estaban como manchadas de grasa. Primero era grasa, luego sangre. Vi un pozo. Por alguna razón fui a sacar agua del pozo y vi en el fondo un espejo de agua y en él el rostro de la abuela. Dejé caer una lágrima en el pozo que deshizo la imagen. Luego oí la voz de mi padre llamándome para que lo ayudara con las cajetas. La sangre en las cajetas era más espesa. Quise ir hacia él. Cuando me disponía a dar unos pasos para acercarme sentí que alguien me sujetaba por el hombro; era la abuela. Miré que su boca se abría lentamente y decía: Vete, Ricardo. Ya tú estás muerto. Fue un sueño muy extraño. Antes de que dejara de soñar nunca tuve un sueño con la abuela. Y ahora que me regresaban los sueños tenía este tan raro con ella que me asustó mucho. No sé por qué la abuela aparecía y le decía eso a papá. Quise contárselo a mamá y no me atrevía. No fuera a ser que se pusiera nerviosa o triste. Yo hubiese querido soñar con aviones plateados, inclusive con La Loba o las momias de Guanajuato, pero soñé con papá y la abuela. Con papá es fácil entenderlo,
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porque lo extraño mucho, sin embargo a la abuela tenía rato que no la pensaba para soñarla. Papá nos llevaba a la casa de la abuela en Panamá Viejo. A Brenda y a mí nos gustaba ir a su casa. Tenía un jardín en la parte de adelante y atrás un árbol de mango. Subíamos al árbol en temporadas y cogíamos los que estaban pintones. Hacíamos ensalada de mango con sal, pimienta y vinagre. Mamá decía que eso aguaba la sangre; a nosotros nos encantaba y nos hartábamos de mangos verdes. Ojalá Nati hubiese podido subir con nosotras; le dábamos a probar de la ensalada, pero la rechazaba. Los prefería muy maduros. A veces íbamos a ver a los caballos y otras a la playa en Panamá Viejo. A mí me gustaba la playa y lo que más me apasionaba eran los caballos. Eran de los militares. Estaban por los lados de las ruinas. Caballos blancos, chocolates, negros, con manchas, sin manchas; eran para mí una maravilla esos animales. Sus ojos se parecían a las almendras del palo que años después sembraría papá en la casa de La Chorrera. Pensaba: ojalá Nati pudiese ver los caballos; solo los olía y escuchaba, y la ayudábamos a tocarlos. Cuando llegaba la hora de irnos, la abuela nos daba veinticinco centavos a cada una y una bola de tamarindo. Nos decía que era para que nos compráramos una cosita. Solía hacer eso, sacaba una carterita que tenía entre las tetas que a mí me gustaba mucho porque tenía bolitas de colores que al tacto se sentía
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muy suave. Cada vez que nos llamaba para darnos los veinticinco centavos yo le pedía ver la carterita y tocarla. Lo recuerdo ahora. Lo había olvidado. Ahora no sé por qué sueño con la abuela. Sobre todo eso que le dijo a papá en mi sueño. Lo entendiera un poco, de no ser porque la abuela sí está muerta.
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Ahora que estoy soñando otra vez tengo miedo de soñar. Mamá pensó que estaba enferma. Cuando le dije que había soñado se puso contenta y me preguntó por el sueño. Yo no le pude contar el sueño que tuve con la abuela y papá; le conté el último que tuve que fue también muy extraño. Ese le gustó al principio, aunque el final no le gustó y la puso muy preocupada. En la parte en que aparecía Nati mamá se sonrió y se le aguaron los ojos. Mamá quiere tanto a Nati. Lo sé porque al abrazarla le canta y ella sonríe igual que en mis sueños. Nati, Natalia, fue la primera hija de mamá. Ya tiene veinte años, la edad de Paolo. Por alguna razón del destino y porque nació prematura, Nati vino al mundo con parálisis cerebral. Le agrada que la paseen en su silla y hasta sabe si es mamá, papá o alguna de sus hermanas el que la saca. No puede caminar, es ciega y no habla, pero tiene una sensibilidad muy grande y sabe lo que pasa a su alrededor. Por eso mamá y papá no discuten delante de ella. Afortunadamente le gusta la misma música que oye papá y cuando sube el volumen ella mueve la cabeza de un lado para otro y babea de alegría. Aparte de la casa de la abuela, nos alegraba ir a la finca. Tenía un criadero de pollos, muchas palmas de pipa y un caballo. No era como el de los militares
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que había en Panamá Viejo. Era un caballo realmente feo y viejo. Aun así lo podíamos montar. La finca no era de papá, sino de un coronel amigo suyo. Estaba en Playa Leona, también tenía otra en Río Congo. Papá administraba las dos fincas del coronel en el momento en que vinimos a vivir a La Chorrera. Tiempo después las fincas las vendió el dueño. No recuerdo su nombre, y sin embargo no puedo olvidar el día en que llegó a la casa y se puso a beber con papá. Le dijo que iba a vender las fincas porque la cosa se estaba poniendo fea y era mejor estar preparado si llegaba a pasar una vaina. Así habló. Estuvo con papá bebiendo y hablando de lo que pasaba por un buen rato. En una parte papá le pidió a mamá y a nosotras que nos fuéramos un momento al patio trasero de la casa, que tenía algo que hablar con el coronel. A mí me gustaba la finca de Playa Leona. Allí la pasábamos horas trepadas en los palos de ciruelas traqueadoras. Comíamos tantas ciruelas como mangos donde la abuela. En mi sueño veía a Nati subirse a los palos de ciruelas con nosotras. Trepaba con alegría y se llenaba de ciruelas los bolsillos del delantal. En la vida real ese delantal lo usa mamá cuando está en la cocina. Después Nati se bajaba y corría por el sendero que lleva a la playa, allí se ponía a escarbar en la arena para buscar almejas, que de pronto no eran almejas, sino pepitas de tamarindo que iba echando en un frasco. Entonces aparecía la abuela y le ayudaba a
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recoger los tamarindos. Casi como en un abrir y cerrar de ojos, como suele suceder en los sueños, Nati estaba montada en el caballo feo y viejo, debajo del almendro, justo en la casa donde vivimos ahora. Mamá, sentada bajo la sombra del portal, cosía una camisa de papá de las Fuerzas de Defensa, mientras Brenda y yo reíamos mirando a Nati en el caballo. De pronto, sin bajarse del rocín consumido, Nati gritaba de felicidad: ¡Allá viene papá! En el sueño yo volteaba a mirar, no veía a papá; era la señora Tomasa que venía con su madre muerta en los brazos.
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La mamá de la señora Tomasa está enferma y necesita el oxígeno para mantenerse viva. Si el oxígeno de los cilindros se le acaba puede morir. Recién llegados a La Chorrera, la señora Tomasa fue una de las primeras personas que se hizo amiga de nosotros. Desde entonces ha sido una buena amiga. Al llegar la temporada de los nances, yo la ayudo a recogerlos y llenamos docenas de botellas con las que ella después hace mazamorra y chicha; me regala varias. Una vez, mientras recogíamos nances, me atreví a preguntar por su mamá. Que por qué estaba así, que qué tenía. Fue la única ocasión que lo hice y ya nunca más volvimos a tocar el tema. —Mamá tiene una enfermedad pulmonar muy grave —dijo Tomasa, tratando de sonreír. Su tono de voz era cantado y se mezclaba con cierta resignación, como alguien que se resiste a sufrir. Le hicieron una operación y le quitaron un pulmón y parte del otro. La parte con la que aún respira está también muy enferma. Necesita el oxígeno para poder vivir. —¿Y usted es la única que la cuida? —Mi hermano, el que viene los fines de semana, me ayuda —dijo, echando las bolitas de nance en una de las botellas que era del guaro de papá—. En su carro buscamos los cilindros de oxígeno que nos da el Seguro. —¿Cómo era su mamá antes de enfermar?
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La pregunta hizo que Tomasa dejara de recoger nances y se quedó mirando pensativa la botella. Suspiró y dijo que su mamá era muy fuerte y abundante de salud. —Mamá era como un poste de macano. Solía desafiarnos a todos a ver quién la movía. Era sorprendente. Sólo se paraba y entre varios chiquillos tratábamos de moverla y no podíamos. Lo que más nos gustaba eran sus cuentos. Por las tardes sacaba su taburete, se senta ba en el portal y nos llenaba de historias. Era lo que más nos gustaba. Cada vez que ayudaba a Tomasa a recoger los nances yo le pedía que me describiera cómo era La Chorrera en su tiempo. Me narraba los cuentos y leyendas que su mamá le había contado. La pasábamos muy bien hasta recoger los nances. Los cuentos que su mamá le narró, ella me los echó recogiendo nance: la Tulivieja, la Silampa, la Tepesa, el Padre sin cabeza (que se aparecía por la Calle del Agua), el hombre del saco, los duendes, las brujas, los de tía zorra, tía araña, tío tigre, tío sapo, y tío conejo, el cementerio del Higuerón, el corotú llorón, la venganza del carretero; se sabía un montón. Me gustaba escucharla hablar de La Chorrera de antes. A pesar de que no era tan vieja Tomasa sabía cómo eran las calles, los corregimientos, los nombres de las principales familias en el pasado; todo su mamá se lo había relatado. Me dijo que la escuela primaria donde íbamos recién llegamos, la Victoria D’Spinay, fue antes un depósito del ejército de los Estados Unidos; que el
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lugar donde vendían chicheme era antes el cuartel de bomberos; me contó cómo la gente viajaba en el Ferri para venir acá, de los chorros y los ríos: el Martín Sánchez, Las Yayas, Las Mendozas, El Chorro, el río Caimito, el Trapechito. Hace tiempo papá nos llevaba al río. Nos bañábamos debajo del puente Maribel, así le llaman por la fábrica que hace los mosaicos. A veces íbamos al Trapechito y otras caminábamos desde la casa hasta Los Chorritos o El Caimito. A papá no le gustaba Los Chorritos porque dice que eso era una charca. Más abajo, la gente lavaba sus ropas. Le untaban a la ropa ese jabón en barra que se llamaba Lavasol y la golpeaban contra las piedras; nunca supe por qué hacían eso, me imagino que para sacarle la mugre a golpes. A mí me gustaba cuando íbamos a bañarnos debajo del puente Maribel o al Trapechito, porque de regreso papá detenía el carro en la panadería Camaño y nos compraba un barquillo de vainilla y un mantecado. Así era recién llegamos a La Chorrera. Después se agudizó la crisis y papá ni los sábados ni domingos estaba en casa para ir a visitar a la abuela. Lo llamaban del cuartel y tenía que salir corriendo; a veces no regresaba en varios días. Al morir la abuela él tardó varios días en darse cuenta. Las cosas habían cambiado. Ya no había tiempo para ir a los ríos, ni para ver películas con momias y enmascarados o para pasear en una finca y subirse a un caballo viejo o comer ciruelas traqueadoras.
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Al morir la mamá de Tomasa hubo gritos y un gran al boroto que se oyó hasta nuestra casa. Mamá salió a ver qué pasaba. No sabía qué ocurría, pero por tratarse de Tomasa salió y fue a ver. Horas después mamá nos diría lo que había sucedido. Me quedé pensando, no sé por qué, en papá. Tal vez porque de haber estado él aquí no hubiese dejado que la mamá de la señora Tomasa se quedara sin oxígeno. La señora Tomasa salió a buscar los cilindros de oxígeno para su mamá, porque se le estaba acabando. Siempre tenían un cilindro de más. Justo al llegar los gringos se le estaba terminando el último y Tomasa no pudo salir a buscar otro. En el Seguro no había, ni siquiera en Emergencia, y el hospital Nicolás Solano estaba lleno de heridos que venían de Arraiján y Río Hato. A pesar de la desesperación de Tomasa ella se acordó de ver si papá estaba allí en el Hospital. No estaba. Tomasa fue a las clínicas privadas en La Chorrera, que tampoco son muchas, y nada. De regreso a casa con su hermano Joaquín, no pudo evitar que su madre se diera cuenta de lo que estaba pasando. Dice mamá que la mamá de Tomasa le dijo que dejaran de buscar el oxígeno, que era muy peligroso. Se puso a llorar y lamentaba estar enferma. Tomasa le dijo que igual irían a Panamá, que tal vez allí encontraban, aunque se decía
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que los hospitales en la ciudad estaban peor, que no se daban abasto. Y era verdad; lo que hallaron fue un chorro de muertos y gente herida. La mamá de Tomasa comentaba que por culpa de ella le iban a matar a sus hijos. Tomasa la tranquilizaba diciéndole que eso no iba a pasar. Pero ella insistía en que dejaran eso, que su hijo y ese carro y que los retenes, que dejaran eso. En un momento se descuidaron, mientras discutían y planeaban en el portal cómo harían, elaborando un mapa y un itinerario mental de la ruta buscando posibles alternativas y soluciones, su mamá ideaba otra cosa; pensaba en sus hijos y que tal vez las razones de estar en este mundo ya no se justificaban ni valían la pena, y se desconectó ella misma el oxígeno. o xígeno. Cuando Tomasa y Joaquín regresaron al cuarto encontraron a su madre muerta y con lágrimas que le chorreaban su cara de difunta. Mamá también nos lo contó llorando y yo pensé entonces en aquella vez en que le pregunté a Tomasa, recogiendo nances, si las cosas malas la gente las podía olvidar y ella me dijo que no, que las cosas malas no se olvidan, que tampoco las buenas, que la gente lo que aprende es a vivir con el dolor, a soñar con el dolor, a caminar con el dolor, porque también recordamos las felices. Ahora yo pienpien so que me gustaría estar con Tomasa para decirle eso, aunque ella ya lo sabe. Me da tanto dolor por ella. No sé si podrá caminar con este dolor que se ha convertido como en un
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rencor en mamá que ha dicho que por culpa de esta condenada invasión estamos jodidos. Que por culpa de esta invasión ha muerto gente buena sin necesidad de que los mate una bala. Ni siquiera es tiempo para recoger nances con Tomasa. Eso la ayuda mucho, la hace feliz. Una vez me lo dijo: Ay, mi hija. Cuando estoy aquí con usted recogiendo nances la paso muy bien, me siento tan feliz. Ahora ella no puede y yo estoy acá viendo la gente bajar para la casa de Tomasa a dar el pésame. Salí un momento para mirar hacia allá. Vi a un par de personas en el portal conversando. Me la imagino sentada al lado de su mamá sujetándole la mano, pensando que ya no podrá oír más su voz, esa voz que contaba historias y cuentos. Pensaba yo en eso cuando vi a un hombre que venía bajando la calle. Traía una gorra y una ropa extraña. Creí que era otro vecino que iba para la casa de Tomasa, pero se dirigía a nuestra casa. Era mi papá.
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Lo primero que papá hizo cuando llegó fue sentarse en la sala y poner sus discos a todo volumen. Al principio me dio pena porque al frente estaban de luto, pero poco a poco me alegré de ver a mi papá oyendo su música. Pasaron muchas horas para que pudiéramos escuchar sus palabras. Ni siquiera preguntó cómo estábamos y qué habíamos hecho estos días. Mamá dijo que no lo molestáramos. Imagino que en el momento en que grité: ¡Viene papá!, y salimos a abrazarlo, él supo que estábamos bien. Nos abrazó y yo sentí un apretón precedido por el miedo. Papá no es un hombre de temerle a nada. Ni siquiera a la muerte. A veces, cuando estaba bebiendo,, hablaba bebiendo habl aba de cómo quería qu ería que qu e fuera su muerte muer te si Dios le permitiera elegir. Le decía a mamá que él iba a morir primero que ella. Yo sé que ahora sentía miedo y que era por nosotras, porque pensaba que nos había pasado algo y estuvimos solas este tiempo. Casi no lo reconocíamos. Estaba muy flaco, ojeojeroso y chupado. La tarde brillaba más que nunca con un sol de esos que va anunciando la entrada del verano. Algunos vecinos nos miraban desde el portal de la casa de Tomasa. Mamá cerró las puertas y bajó las cortinas de las ventanas. Papá se sentó en el sillón y arrugaba en sus manos un cartucho que traía con él. La forma del
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contenido dejaba ver que era una botella. A cada rato se paraba y miraba por las ventanas. Se aseguraba de que las puertas estuviesen cerradas. Los ojos los tenía sobresaltados y actuaba como si alguien lo estuviera persiguiendo. Seguía sin decir nada. Mamá, que había comprado comida con la plata de la venta del arma, le hizo una sopa de pollo como a él le gustaba. Papá se la pasó así un rato hasta que por fin habló: Sube el tocadiscos, Julia. Fue lo que dijo. Su voz era ronca y lejana. Se quedó sentado, inmóvil. Su ansiedad y angustia habían disminuido notablemente cuando sonó la primera canción. Fuera lo que fuera que lo perturbaba lo estaba abandonando. Sacó la botella y empezó entonces a beber. Como queriéndose ocultar con las notas de la música, papá subió el volumen. Era la primera vez que veía a papá bebiendo licor de ese modo. Con el volumen del tocadiscos muy alto se quedó ensimismado, igual que alguien que cavila profundamente en algo que no logra comprender. Brenda y yo nos acercamos, pese a que mamá había dicho que lo dejáramos tranquilo. Le preguntamos cómo estaba y sentía, si le dolía algo, si quería algo. Brenda le acarició la frente y yo le agarré una mano como si fuera una quiromántica que quisiera leer sus pensamientos. Entonces, como se despierta alguien de un largo sueño, sus labios secos se empaparon al sorber un trago y su boca se abrió por segunda vez para decir: Mis hijas…,
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mis hijitas queridas…, ¿y dónde está Nati? Está en el cuarto, respondió Brenda. Y vi lágrimas en la cara de papá.
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A la media noche papá aún seguía oyendo música. No se había parado ni siquiera para ir al baño. Mamá lo acompañaba y le cambiaba los discos. Brenda y yo fuimos a arreglar a Nati para que durmiera, ya estaba dormida; la música de papá siempre le ayudaba a dormir. En cambio a nosotras nos ponía los nervios de punta el volumen alto. El coro de Mi ranchito debía oírse muy lejos, las voces de Catita y Yin Carrizo cabalgaban con el viento por la calle. Al menos Brenda y yo, sé que también mamá, nos sentimos mejor cuando papá habló. Estaba mudo y pensativo. Yo hubiese querido meterme en su mente para saber qué estaba pensando. Mamá me causaba un poco de lástima porque estaba muy preocupada por él y sólo se limitaba a poner sus discos; sabía que eso lo mantenía tranquilo y de alguna forma lo ayudaba. Le pedía que le dijera algo. Cualquier cosa con la excusa de bajar el volumen. Le contó que Paolo nos había ayudado, lo que le pasó en el retén, la venta del arma para poder comprar comida. Él parecía que estaba en otra galaxia. Papá demoraba el trago, podía decirse que un trago le duraba una hora o más. Al menos eso permitía que no se emborrachara tan rápido. Papá levantaba la mano con el vaso vacío y mamá se daba cuenta de que pedía un trago. Un chorrito de
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ron cayó en el vaso y fue entonces que papá habló otra vez: Sabes que te quiero, Julia. No era una pregunta y mamá respondió como si lo fuera: Yo lo sé, Ricardo. Y un abrazo que sé que nunca más volveré a ver se produjo al sonar otro disco de Yin Carrizo: Julia . A papá le gustaba ese disco y siempre cantaba sonriendo el coro mientras bailaba con el cachete pegado a la cara de mamá que dejaba su cuerpo flojo como un muñeco: “Julia, por qué me olvidaste…” . Esta vez papá no cantaba, no bailaba; sólo abrazaba a mamá y ella, yo lo sé, hubiese querido bailar con él. No dormimos esa noche. Más tarde, Brenda preguntó que qué era ese ruido. Yo le dije: Es un helicóptero. Al poco rato ya no era uno, sino dos, y las tanquetas empezaron a rodear la casa. Papá no se movía salvo para llevar su vaso de licor a la boca. Parecía ajeno a lo que estaba pasando y la música se mezclaba con el ruido de los aparatos bélicos. El tocadiscos sonaba a todo volumen Ahora soy feliz y la voz de Teresín Jaén parecía combatir con la voz del megáfono que decía: “Sabemos que está allí. Salga con las manos arriba. So - mos el ejército de los Estados Unidos ”.
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—¿Cómo vas, Ricardo? —¿Qué hay, Fulvia? —Pues, aquí, tú sabes, cargando un poco de coraje y soledad. —¿Y tus hijos, Fulvia? ¿Dónde están Joaquín y Tomasa? —Están bien. O mejor dicho, estarán bien. —Ya veo que no necesitas el oxígeno. —No. Ahora no me hace falta. —¿Qué está pasando, Fulvia? ¿Qué nos está pasando? —El destino, Ricardo, el destino nos está pasando. —Tú que ya conoces el destino, dime, voy a morir, ¿verdad …? Mejor no me digas nada. No me importa. —La ventaja tuya es que aún puedes decidir eso. Yo tomé la mía porque estaba cansada, Ricardo. Cansada de verdad. Muy cansada y también porque tenía miedo por Tomasa y Joaquín. —Yo no sé si esto es miedo, Tomasa. Hablo con los muertos desde hace un tiempo y eso no me da miedo… —Es miedo, Ricardo. Lo sé. Trataste de rescatar a esos muchachos en Río Hato y sentiste miedo. Ahora ya no es igual.
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—¿Tú ya sabes lo que pasó allá, Tomasa? —Ahora sé muchas cosas, Ricardo Stanziola. Muchas. —Aún puedo oír sus gritos, Fulvia, gritaban: No nos maten, somos estudiantes. Y las bombas no dejaban de caer. Los agarraron durmiendo. Yo no pude llegar a tiempo para alertarlos. Yendo para allá, en la garita de San Carlos, me detuvieron. Tenía un mensaje del alto comando; que debía regresar y atender algo. Ni siquiera pasé a ver a mis hijas. Pensé que tendría tiempo. Al llegar al Tomasito ya era casi la una de la madrugada y no tuve chance. Cayó la primera bomba. Los muchachos corrían en calzoncillos. Estaban durmiendo. Ayudé a tres cadetes a que se salvaran corriendo hacia el monte. Vi cómo los paracaídas caían cerca de la escuela. Les dije a los muchachos que siguieran corriendo. Uno de los sargentos me ayudó a sacarlos. Se quedó rezagado; miré atrás y solo vi una bola de fuego que lo cubrió. Todo desapareció a mi alrededor. —Pero tú aún vives, Ricardo. Y los que sobrevivieron están en un campo de concentración. Y también sobreviven tus hijas y Julia. Ahora tienes que salir. —¿Y tú, Fulvia? ¿Qué será de ti? —No eres un hombre malo, Ricardo. No te preocupes por mí. Sólo vine a decirte que debes vivir. Ah, tu mamá te manda saludos. Ella no quiso venir. Hasta a los muertos se nos salen las lágrimas a veces.
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Nunca pensé ver a mamá tan enojada. Simplemente se encendió en ira. Se fue directo al tocadiscos y lo apagó. Los helicópteros se escuchaban más fuerte y la voz del megáfono volvió a oírse. Yo creo que lo que más había irritado a mamá era ver a papá hablando sólo y mencionando a Fulvia, la mamá de la señora Tomasa que acababa de morir. —Ricardo, ya basta –dijo mamá parándose frente al sillón donde estaba sentado papá—. Tus hijas están asustadas. Los días que te hemos estado esperando han sido difíciles. No hubo una sola hora en la que no pensáramos en ti. Si no sales van a venir y van a entrar. Sabes que no te abandonaremos. Te buscaremos donde estés. Ahora, párate y no dejes que esos soldados sigan atormentando a tu familia. Yo voy a salir contigo. En ese momento escuchamos que tocaban a la puerta y pensamos que los gringos iban a tumbarla. No eran los gringos; era Paolo. Cuando mamá abrió Paolo entró muy despacio. Se le quedó mirando detenidamente a papá, quien tam bién lo miró. En ambas miradas había como una especie de redención, como si los dos hubieran hecho un pacto tácito. —Venía para acá y vi las tanquetas y los soldados. Supe que había llegado. Qué bueno verlo bien, señor
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Stanziola. Yo acabo de hablar con un soldado que habla español. Dije que vivía aquí para que me dejaran pasar. Les dije que iba a hablar con usted. No sé cómo no han entrado aún. En las casas de otros oficiales entraron sin decir nada. De seguro lo van a llevar a Balboa, no debe preocuparse. Yo tengo amigos que pueden ayudarme. No lo dejaremos solo. Usted me ayudó la vez que estuve preso. Jamás imaginé el momento en que Paolo le iba a decir a papá palabras como esas. Pero funcionó porque papá se levantó del sillón. Primero caminó hasta el cuarto de Nati y la besó. Después fue a nuestro cuarto y nos sacó a la sala. Me abrazó y me dio un beso; lo mismo hizo con Brenda. Sólo que a ella se le quedó mirando unos segundos y le dijo: Ya eres una mujer, mi hija. Regresó a la sala y le dio un abrazo a mamá, un poco más largo y un beso. Se puso una camisa. Yo sé que hubiese querido ponerse el uniforme que nosotras habíamos tirado al excusado. Finalmente dijo: Sólo necesito ir al baño. Mamá y Paolo lo acompañaron hasta afuera. Antes de que un gringo le atara las manos en la espalda, volvió y abrazó a mamá. Le dijo algo al oído. No le pregunté a mamá qué le dijo. Brenda y yo éramos dos Magdalenas paradas en el portal. Paolo se le acercó a papá y le reiteró que no se preocupara. Papá sólo le dijo: Más te vale que cuides a mi familia, Paolo. Luego
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subió a un vehículo militar. Paolo trató de hablar con el gringo que sabía español. Pero esta vez lo ignoró. Antes de que se fueran, Paolo casi se abalanzó sobre la hummer.
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Nadie imaginaba lo que seguiría cuando los gringos se llevaron a papá. Mamá entró al cuarto y sacó el tolete que habíamos escondido debajo de la cama. Tolete en mano salió hasta la calle. Los helicópteros ya se ha bían ido, las tanquetas y la hummer también. Algunos vecinos se veían en las ventanas donde habían estado mirando. Camacho vivía dos casas después de la señora Tomasa. Mamá se fue hasta allá. —Vergüenza deberían sentir. Sobre todo tú, Camacho. Cuántas veces no te ayudó Ricardo, ¿dime? Camacho se atrevió a salir al portal de su casa. Tenía una cara de yo no fui. Fruncía el ceño y se ponía la mano en el pecho. —¿Qué dices, Julia? Yo no llamé a los gringos. —¡Tú fuiste! Y quién sabe cuántos más. ¿No te da vergüenza? ¿No tienes dignidad? —¿Pero de qué dignidad hablas, Julia? ¿Y la dignidad de los que salían a protestar por la democracia y lo que recibían era manguerazos? —Tú no sabes lo que es democracia, Camacho. Debería de darte yo misma con este palo. Sabes bien que a Ricardo no le gustaba que lo mandaran a reprimir. —Pero lo hacía. —Él nunca le hizo daño a nadie. Sacó a muchos de la cárcel y…
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En ese momento Paolo se paró al lado de mamá. Le dijo que dejara eso, que no valía la pena. —… Y lo que tú y otros malagradecidos no sa ben es que ayudó en el golpe. Ese 3 de octubre no me lo puedo sacar de la mente. Los mataron como a perros… Y tal vez Ricardo estaría muerto, también… por este país ingrato. —Vamos, señora Julia –dijo Paolo sujetándola por un brazo. —¿Se te olvidó el día que llegaste con tu hijo prendido en fiebre? No sabías qué hacer y Ricardo te dijo que no te preocuparas, que te lo iba a curar. ¿Se te olvidó? O es que han olvidado lo que Ricardo era realmente. Algunos militares no son malos. No mi Ricardo. Todos cometemos errores y tenemos familia. Él era bueno y ahora se lo han llevado.
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Mamá tenía razón. Lo malo de la gente es que olvida demasiado rápido. Papá lo decía a cada rato: Los panameños somos olvidadizos. También decía: Los panameños somos unos cabrones. Somos una raza de hipócritas come—mierda. Decía que por suerte no todo el mundo era así. De lo contrario se hubiera acabado el país. Una vez, mientras bebía con sus amigos, dijo: ¿Quieren saber dónde están los verdaderos panameños, los que realmente aman este país? Párate en la madrugada, a las 4 ó 5 y mira la ciudad. Ese hormiguero de gente que se apiña en una parada para coger el diablo rojo y llegar temprano a su trabajo, esos son los verdaderos panameños. Tiempo después, Paolo descubriría que papá no era un militar igual que los otros. Amaba el trabajo y respetaba a la clase trabajadora. No era imposible creerlo. En el mundo hay de todo. Papá era realmente diferente. Una vez que unos doberman golpeaban a un obrero, papá los detuvo y no dejó que lo arrestaran. Dijo como excusa que ya con esos manguerazos había aprendido la lección. En el fondo no sentía placer cuando golpeaban a alguien de esa forma. Sabía que era una cobardía. En Coiba, también había ayudado a un escritor que llegó a la isla como prisionero. No dejó que le hicieran nada. Otra vez, mientras bebía y escuchaba a Pille Collado, dijo que un poeta no debía estar en la cárcel.
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El tolete sonó tan duro que yo creo que todo el mundo salió a ver qué había pasado. Si el Camacho no hubiera entrado en ese momento mamá lo hubiera aturdido. El palo dejó la marca del golpe en la puerta. Paolo fue y lo recogió. Camacho vociferaba desde adentro de su casa. Paolo le dijo que no le convenía meterse con una mujer encendida en ira. Mamá regresó a casa con eso: con una ira que nunca más he visto en ella. Paolo se sentó con Brenda en el portal y una vez más sus dedos acariciaban sus cabellos. Tu papá estará bien, dijo. Lo interrogarán y luego lo dejarán ir. El almendro servía como paraguas y su sombra los protegía. Yo fui a ver a mamá que había entrado en su cuarto. Estaba sentada en el borde de la cama y sostenía algo en las manos. Me acerqué despacio y por su espalda vi cómo sus manos acariciaban una vieja foto de papá. No podía destruirlas todas, me dijo sollozando.
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Tengo las manos literalmente muertas. Los chunchos aprietan mis muñecas y la poca circulación me ha entumecido los dedos. He hecho muchas cosas con estas mismas manos. He amado y trabajado con ellas, cargué a mis hijas; he quitado el mal de ojo y ayudé a escribir la proclama de los golpistas. Mis manos no han matado a nadie. Ni siquiera han golpeado a un civilista, un estudiante o un obrero. Aquí estoy, atado como un delincuente. Tirado de rodillas en una fila con otros prisioneros. Hay varios de la Quinta Compañía de Infantería, de la Primera, de la Cuarta, de la Séptima, y de la Sexta Compañía Mecanizada; algunos estudiantes de las Escuelas de Suboficiales y del Tomás Herrera. Se ven cansados, humillados. Frágiles como una hoja seca. Tenemos suerte de no estar muertos. Logramos escapar en Río Hato cuando cogimos hacía el monte en la noche roja. A los estudiantes parece que los dejan ir. Eso me tranquiliza. Me serena mucho, la verdad. Nada de esto estaría pasando si esos idiotas de Quarry Heights hubieran cumplido con el pacto de mandar el helicóptero para arrestar al General ese 3 de octubre. Así lo habíamos planeado. El Comando Sur tenía que enviar los helicópteros al patio del Cuartel Central y nunca lo hicieron. El acuerdo era la restructuración de las Fuerzas de Defensa y devolver la tranquilidad al
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país. Una paz que todos necesitamos como se necesita el agua o el aire. Me duele el país. Devorado por la corrupción y los intereses lejanos. Dicen que de soberanía no se come, porque ellos viven de la bota extranjera. Si la gente supiera las bellezas que pasan sólo en materia de contrabando, se quedaría muda. Los imagino presumiendo que ellos son los más democráticos. Ni ellos ni Bush tienen verdaderas intenciones democráticas con este pueblo. Los más humildes y trabajadores han cargado con esta cruz de sangre siempre y lo seguirán haciendo como un destino fatal. Yo se lo dije al Mayor, le dije que el error que habíamos cometido era haber permitido que Noriega perpetuara una política en contra de la libertad. Pero la libertad también fue quebrantada y pisada. El pueblo simplemente reaccionaba contra los golpes al estómago. La clase obrera, los maestros, los estudiantes, gente como Paolo, no son tontos; pelean por sus derechos, contra los oscuros pactos entre los poderes ocultos, dizque para la liberación del país, quién se iba a comer ese cuento. Las consecuencias hubiesen sido peores si desde que empezó la crisis la gente no se hubiera tirado a la calle. Me tocaba seguir órdenes y echarles a Los Pumas. Era por gusto, igual la crisis se agudizó y el General enloquecía ciego de poder cada día. Pensamos que ese golpe sí daría resultado, porque ya los otros que habían fracasado nos servían de referente; como una posible esperanza. Medimos los errores de los coroneles Herrera y Macías, pero no
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imaginamos las consecuencias del fracaso. Había que pactar con los gringos, pese a que el prestigio castrense corría peligro. Nuestra institución no podía seguir denigrándose y la anarquía estatal debía frenarse. ¿Nuestra gloriosa institución podía devolver la paz al país? Nunca lo sabremos. Yo tenía fe en eso. Por eso me buscaron para redactar la proclama. Cuando la escuché aquella mañana en la radio nacional, pensé que estábamos cerca de ponerle fin a la crisis. Me sentí orgulloso de los considerandos 7, 8 y 9 de la proclama. Era el espíritu del movimiento. El plan salió mal y ahora estoy aquí con las manos atadas. Debí haber sido torturado y ejecutado con Giroldi y los demás, en Coiba, Albrook o Tinajitas, da igual cuando la dignidad está herida. Ojalá eso hubiese pasado. Ser torturado y asesinado es mejor que pasar por esta infamia. Mi patria está manchada con la sangre de nuevos mártires. Nunca terminará. La tiranía siempre reinará. Ya venga del Norte o la que nosotros mismos construimos. No importa si viene de un tirano de corbata o de uniforme. Es el destino y yo soy un cobarde que se entregó sin librar batalla. Pienso en mis hijas, siento vergüenza y pena. Me pongo a pensar qué dirán de mí, de su papá que está aquí tirado con las manos atadas en la compañía de otros prisioneros cuyas caras parecen sacadas de un sarcófago o de una letrina. Estoy con ellos y es como estar solo. Nadie se mira a la cara. Como evitando un saludo. Veo el miedo y la debilidad en muchos. También yo siento miedo.
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Sobre todo cuando me entregué y dejé a mi familia. Luego me interrogaron. Sentí el cañón del rifle en la cabeza. Arrodillado y con las manos atadas a la espalda me preguntaban estupideces. Sólo en ese momento sentí qué es el miedo. Ahora lo sé. Antes decía no tener miedo a nada, pero yo qué sabía. El gringo que me apunta es apenas un niño. Apuesto que nunca ha matado a nadie. Tampoco yo he matado a nadie. De seguro no tiene ni veinte años y viene de Luisiana o Kentuky, quién sabe. Su mamá lo debe estar esperando con pastel de manzanas y un vaso de leche. Al igual que a mí me deben estar esperando mis hijas y mi negra con una buena sopa de gallina.
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—¿Qué pasa, Ricardo? —Nada, Mayor. ¿Qué ha venido a hacer aquí? —Una necesidad. —¿Una necesidad, dice? —Sí, Ricardo. Eres un buen hombre. Y los buenos tienen derecho a saber que aún hay esperanza. Tenía la necesidad de decírtelo. —Mayor, pero mire a su alrededor. ¿Cree que aún hay esperanza? —Aún estás vivo, Ricardo. En este momento eso es más importante de lo que imaginas. Igual que la esperanza, que es muy significativa. Más importante incluso que la lealtad y el valor. —¿Más importante que la lealtad? —¿Qué es la lealtad, Ricardo? —No lo sé, Mayor… Siempre pensé que era el escalafón. — Le debemos lealtad a otras cosas. —Pero traicionamos el escalafón… Yo no fui leal a mi patria y tampoco valiente. Usted en cambio está muerto, pero fue valiente. —¿Leal a qué, Ricardo? El escalafón no es la patria. Acaso crees que serás más leal y valiente si te mueres como yo. O si matas a tu prójimo a sangre fría por seguir las órdenes de un hombre.
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—Pero a usted lo recordarán. —La gente en este país no recuerda, Ricardo, sólo sabe olvidar. —Pero, Mayor. Yo sí no olvido. Fueron unos héroes. —No fuimos héroes, Ricardo. Fuimos títeres de los gringos. —Tampoco cobardes, ni traidores. Nos engañaron. —Por eso debes saber que habrá gente que querrá recordarnos como héroes, otros como cobardes; no somos ninguna de las dos cosas. Lo que realmente somos ya no importa. Yo fui débil. Eso sí. Debí matar al General, no hubiera muerto tanta gente. Cuando uno vive puede contar la historia. Ahora tú debes ser fuerte. —¿Me dirá lo que realmente pasó para que lo cuente? —No, Ricardo. Con que la gente sepa que no me dieron de tiros en combate, sino que me ejecutaron, basta. Traté de traer la paz a este país y fracasé. Todo lo demás se sabrá algún día si la misericordia así lo quiere. —Usted sabe que yo hubiera muerto también por el Movimiento, por mi patria… —Pero por tus hijas lo hiciste, lo sé. Ayudaste a idear la proclama y a planear el golpe. Eso fue suficiente, Ricardo. Hay héroes anónimos. Que la gente no los conozca no significa que no existen.
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—Estoy muy cansado, Mayor. Ya no sé dónde está mi mente y no sé si usted es un sueño o una ilusión o es real. —Lo que soy no importa, Ricardo. Mírate. Con las manos atadas a la espalda. Eso es una realidad. Como lo fue la mía. Yo también fui atado así, sólo que me dispararon por detrás. Y no sirvió de nada que ro gara por mi familia. —Esos gringos desgraciados tenían que aterrizar ese helicóptero en el cuartel. Ya tenían al General. Cuando escuché la proclama por la radio, pensé que todo iba a terminar pronto. —No debimos confiar en los gringos, es verdad. Nos abandonaron a nuestra suerte. —Porque lo que querían era invadir, Mayor. Los dejaron solos. Y ahora esta mierda de Causa Justa. —Sólo vine para decirte que no dejes que la desesperación te acabe. Que la debilidad te gane como lo hizo conmigo. Ahora es cuando debes pelear por tu familia. Ya la guerra con balas pasó. Se avecina otra guerra para el pueblo. Cuida a tu familia y no dejes que sufra como ha sufrido la de nosotros. No tienes que saber más nada. Ahora lo sientes… Ah, los demás te mandan saludos: Arza, Tejada, Sandoval, Bonilla, Ortega, Concepción, Muñoz, Murillo y Julio. —¿Mayor? —Dime, Ricardo.
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—¿Puedo preguntarle algo? —Si quieres saber qué se siente estar muerto… —Más bien quería saber qué se siente saber que lo van a matar. —Es más fácil decirte eso. Cuando sabes que vas a morir sientes un escalofrío que te va calando hasta la médula de los huesos; es el miedo. Pero no es miedo a morir. Ni siquiera el dolor de la tortura o la oscuridad que provoca una capucha negra. El miedo no es eso. A uno le vienen muchas imágenes. Las primeras son de la familia: tus hijos, tu esposa. Cuando me llevaban para Tinajitas yo sólo pensaba en ellos. En ese corto instante, uno piensa en lo que será de ellos.
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Carlos Fong
AVIONES DENTRO DE LA CASA
Premio de Novela Corta Sagitario Ediciones 2015-2016
863 F732 Fong, Carlos Aviones dentro de la casa / Carlos Fong. – Panamá : Foro/taller Sagitario Ediciones, 2016. 148p. ; 21 cm. ISBN 978-9962-5577-2-2
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LITERATURA PANAMEÑA – NOVELA NOVELA PANAMEÑA I. Título
Colección Premio de Novela Corta Sagitario Ediciones Aviones dentro de la casa
Primera edición © Carlos Fong, julio de 2016 © Foro/taller Sagitario Ediciones, julio de 2016 Diseño y diagramación Silvia Fernández-Risco
[email protected] Portada: Enrique Jaramillo Barnes
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Foto de autor en solapa: Arabelle Jaramillo
Edición: Carolina Fonseca
[email protected] Enrique Jaramillo Levi
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Impreso en: Impresora Pacífico, S.A. Panamá. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, incluida la fotocopia, de acuerdo a las leyes vigentes en la República de Panamá, salvo autorización escrita del autor o de los editores.