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Camille Flammarion EL FIN DEL MUNDO
Narrativa Muestra guxurumbu.com Capítulo 1
La amenaza celeste
El magnífico puente de mármol que pone en comunicación la calle de Rennes con la del Louvre y que, limitado a derecha e izquierda por las estatuas de los filósofos y sabios célebres, constituye una avenida monumental que conduce al nuevo pórtico del Instituto, estaba absolutamente lleno de gente. Agitada multitud rodaba, más bien que andar, a lo largo de los muelles, desbordándose de todas las calles, y apresurándose hacia el pórtico, ocupado desde mucho antes por una oleada tumultuosa. Antes de la formación de los Estados Unidos de Europa, en la época bárbara en que la fuerza era superior al derecho, cuando el militarismo gobernaba a la humanidad y la infamia de la guerra destruía sin compasión la inmensa estupidez humana, nunca, ni en las grandes jornadas revolucionarias, ni en los días de paroxismo que acompañaban las declaraciones de guerra, jamás los alrededores de la Cámara de Representantes del pueblo ni la Plaza de la Concordia presentaron análogo espectáculo. Ahora no se trataba de los grupos fanáticos reunidos en torno de una bandera, marchando a alguna conquista de la espada, seguidos de bandas de curiosos y desocupados que deseaban “ver lo que ocurría”; sino de la población entera, inquieta, agitada, llena de espanto, compuesta indistintamente de todas las clases de la sociedad, pendiente de la resolución de un oráculo, esperando febrilmente el cálculo que un astrónomo célebre debía hacer público aquel lunes, a las tres de la tarde, en la sesión de la Academia de Ciencias. El Instituto seguía en pie, no obstante la transformación política y social de los hombres y de las cosas, conservando todavía en Europa la palma de las ciencias, de las letras y de las artes. Sin embargo, el centro de la civilización había cambiado de lugar y el foco del progreso brillaba entonces en la América del Norte, a orillas del lago Míchigan. Este nuevo palacio del Instituto, que elevaba en los aires sus terrados y cúpulas, fue construido sobre las ruinas acumuladas por la gran revolución social de los anarquistas internacionales que, en 1950, volaron parte de la gran metrópoli, como si hubiera sido una válvula sobre un cráter. La víspera, que fue domingo, todo París, derramado por las calles y plazas públicas, hubiera podido ser
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visto desde la barquilla de un globo, andando lentamente y como desesperado, sin interesarse ya por cosa alguna en el mundo. Las alegres aeronaves, los aviatores, los helicópteros eléctricos, todo se paró. Las estaciones aeronáuticas, construidas en la cúspide de las torres y de los edificios, estaban vacías y solitarias. La vida humana parecía hallarse en suspenso, la inquietud se pintaba en todos los rostros y las gentes se hablaban sin conocerse. Y siempre salía de los labios descoloridos y temblorosos la misma pregunta: “¿Con que es verdad?…” La epidemia más terrible hubiera atemorizado menos los corazones que la predicción astronómica tan universalmente comentada, y habría de seguro causado menos víctimas, pues ya la mortalidad empezaba a aumentar por una causa desconocida. En cada momento, los individuos se sentían atravesados por una sacudida eléctrica de terror. Algunos, queriendo parecer más enérgicos, menos alarmados, lanzaban de cuando en cuando una nota de duda y hasta de esperanza: “Tal vez se engañan”. O también: “Quizás no sea nada y las cosas se reducirán a un buen susto”, u otros paliativos de igual importancia. Mas, la duda de lo que ocurrirá, la incertidumbre es a menudo más atroz que la catástrofe. Un golpe brutal nos cae encima de pronto y nos daña poco o mucho, después de lo cual sale uno del aturdimiento, toma un partido, se rehace y continúa viviendo. Aquí era lo desconocido, la llegada de un acontecimiento inevitable, misterioso, extraterrestre y formidable. Era seguro que todos iban a morir, pero ¿cómo? Choque, aplastamiento, calor incendiario, llamarada del globo, envenenamiento de la atmósfera, imposibilidad de que funcionaran los pulmones… ¿qué suplicio esperaba a los hombres? Amenaza más horrible que la muerte misma. Nuestra alma no puede sufrir pasado cierto límite. Padecer constantemente, preguntarse cada noche qué nos espera al día siguiente, es recibir mil veces la muerte. ¡Y el Miedo! El Miedo que hiela la sangre en las arterias y anonada las almas; el Miedo, espectro invisible, ocupaba los pensamientos agitados e inseguros. Hacía cerca de un mes que estaban paralizadas todas las transacciones comerciales, y en los últimos quince días no celebró sesiones la Junta de los Administradores (que remplazaba al Senado y Cámara de antaño), porque sus miembros sólo sabían divagar. Ocho días llevaban cerradas las bolsas de París, de Londres, de Nueva York, York, Chicago, Melbourne y Pekín. ¿Para qué tratar de negocios, ocuparse en la política interior o exterior, de presupuestos o de reformas si el mundo va a morir? ¡Ah, la política!, ¿acaso recordaba nadie haberla cultivado? Los odres vanidosos habían perdido el viento que contenían. Ni siquiera tenían causas los tribunales; nadie asesina cuando se espera el fin del mundo. La humanidad no se interesaba por nada; su corazón latía precipitadamente, como si fuese a pararse; por todas partes se veían rostros descompuestos, macilentos, con los estragos del insomnio. Únicamente subsistía aún la coquetería femenina, y esto muy ligera, superficial, inquieta, efímera, sin preocuparse más que del día presente. La verdad es que la situación podía considerarse grave, casi desesperada aun por los más estoicos. La familia de Adán no se había visto nunca, en ningún periodo de la historia humana, frente a frente de tan grave peligro. Las amenazas del cielo planteaban delante de ella, sin remisión, una cuestión de vida o de muerte. Pero tomemos las cosas desde el principio. Tres meses antes del día en que estamos, el director del Observatorio del monte Gaorisankar transmitió por teléfono a los principales centros análogos del globo, y en especial al de París, un despacho concebido en los siguientes términos:
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visto desde la barquilla de un globo, andando lentamente y como desesperado, sin interesarse ya por cosa alguna en el mundo. Las alegres aeronaves, los aviatores, los helicópteros eléctricos, todo se paró. Las estaciones aeronáuticas, construidas en la cúspide de las torres y de los edificios, estaban vacías y solitarias. La vida humana parecía hallarse en suspenso, la inquietud se pintaba en todos los rostros y las gentes se hablaban sin conocerse. Y siempre salía de los labios descoloridos y temblorosos la misma pregunta: “¿Con que es verdad?…” La epidemia más terrible hubiera atemorizado menos los corazones que la predicción astronómica tan universalmente comentada, y habría de seguro causado menos víctimas, pues ya la mortalidad empezaba a aumentar por una causa desconocida. En cada momento, los individuos se sentían atravesados por una sacudida eléctrica de terror. Algunos, queriendo parecer más enérgicos, menos alarmados, lanzaban de cuando en cuando una nota de duda y hasta de esperanza: “Tal vez se engañan”. O también: “Quizás no sea nada y las cosas se reducirán a un buen susto”, u otros paliativos de igual importancia. Mas, la duda de lo que ocurrirá, la incertidumbre es a menudo más atroz que la catástrofe. Un golpe brutal nos cae encima de pronto y nos daña poco o mucho, después de lo cual sale uno del aturdimiento, toma un partido, se rehace y continúa viviendo. Aquí era lo desconocido, la llegada de un acontecimiento inevitable, misterioso, extraterrestre y formidable. Era seguro que todos iban a morir, pero ¿cómo? Choque, aplastamiento, calor incendiario, llamarada del globo, envenenamiento de la atmósfera, imposibilidad de que funcionaran los pulmones… ¿qué suplicio esperaba a los hombres? Amenaza más horrible que la muerte misma. Nuestra alma no puede sufrir pasado cierto límite. Padecer constantemente, preguntarse cada noche qué nos espera al día siguiente, es recibir mil veces la muerte. ¡Y el Miedo! El Miedo que hiela la sangre en las arterias y anonada las almas; el Miedo, espectro invisible, ocupaba los pensamientos agitados e inseguros. Hacía cerca de un mes que estaban paralizadas todas las transacciones comerciales, y en los últimos quince días no celebró sesiones la Junta de los Administradores (que remplazaba al Senado y Cámara de antaño), porque sus miembros sólo sabían divagar. Ocho días llevaban cerradas las bolsas de París, de Londres, de Nueva York, York, Chicago, Melbourne y Pekín. ¿Para qué tratar de negocios, ocuparse en la política interior o exterior, de presupuestos o de reformas si el mundo va a morir? ¡Ah, la política!, ¿acaso recordaba nadie haberla cultivado? Los odres vanidosos habían perdido el viento que contenían. Ni siquiera tenían causas los tribunales; nadie asesina cuando se espera el fin del mundo. La humanidad no se interesaba por nada; su corazón latía precipitadamente, como si fuese a pararse; por todas partes se veían rostros descompuestos, macilentos, con los estragos del insomnio. Únicamente subsistía aún la coquetería femenina, y esto muy ligera, superficial, inquieta, efímera, sin preocuparse más que del día presente. La verdad es que la situación podía considerarse grave, casi desesperada aun por los más estoicos. La familia de Adán no se había visto nunca, en ningún periodo de la historia humana, frente a frente de tan grave peligro. Las amenazas del cielo planteaban delante de ella, sin remisión, una cuestión de vida o de muerte. Pero tomemos las cosas desde el principio. Tres meses antes del día en que estamos, el director del Observatorio del monte Gaorisankar transmitió por teléfono a los principales centros análogos del globo, y en especial al de París, un despacho concebido en los siguientes términos:
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“Esta noche se ha descubierto un cometa telescópico a las 21h 16m 42s de ascensión recta y 49° 43’ 45” de declinación boreal. Movimiento diurno muy escaso. El cometa es verdoso.” No pasaba mes sin que fuera anunciado a los observatorios el descubrimiento de algún cometa telescópico, sobre todo desde que varios astrónomos valerosos estaban instalados en las altas cimas asiáticas del Gaorisankar, del Dapsang y del Kintchindjinya, en el Aconcagua, el Illampón y el Chimborazo de América del Sur, en el Kilimanjaro de África y el Elbruz y el Monte Blanco de Europa. Así es que este anuncio no preocupó a ningún astrónomo, por ser cosa ordinaria y corriente. Gran número de ellos buscaron al cometa en la posición indicada y le siguieron cuidadosamente. Las Neuastronomischenachrichten publicaron las observaciones, y un matemático alemán calculó una primera órbita provisional, con las efemérides del movimiento. Apenas se conocieron esta órbita y estas efemérides, cuando hizo un sabio japonés una observación muy curiosa. Según el cálculo, el cometa debía bajar desde las alturas de lo infinito hacia el Sol y atravesar el plano de la eclíptica, allá por el 20 de julio, en un punto poco distante de aquel donde debía hallarse entonces la Tierra. —Sería de mucho interés —añadió— que se multiplicaran las observaciones y se hiciera de nuevo el cálculo, para saber a qué distancia de nuestro globo pasará el cometa y si no vendrá a chocar con la Tierra y la Luna. Una joven, premiada por el Instituto, candidata a la dirección del Observatorio, cogió al vuelo la insinuación y se apostó en la oficina telefónica del establecimiento central para interceptar al paso los pormenores que fueran comunicados. En menos de diez días recogió más de cien observaciones y, sin perder un instante, las aprovechó para rehacer el cálculo del alemán, consagrando a esta tarea setenta y dos horas sucesivas. El resultado fue averiguar que el primitivo calculador había cometido un error en la distancia del perihelio y que las deducciones del sabio japonés eran inexactas en cuanto a la fecha del paso por el plano de la eclíptica, que debía efectuarse cinco o seis días antes; pero el interés del problema se hizo mayor, pues la menor distancia del cometa a la Tierra parecía aún más escasa que la indicada por el japonés. Sin hablar por entonces de la posibilidad de un encuentro, se tenía la esperanza de encontrar en la enorme perturbación que el astro iba a sufrir por parte de la Tierra y de la Luna, un método nuevo para determinar con precisión extraordinaria la masa de nuestro satélite y de nuestro globo, y quizás también indicaciones preciosas sobre la repartición de las densidades en lo interior de la Tierra. Por esto la joven calculadora insistía sobre las indicaciones precedentes, haciendo comprender la conveniencia de efectuar observaciones exactas y numerosas. Sin embargo, las observaciones del cometa fueron centralizadas en el establecimiento del Gaorisankar, pues hallándose ese observatorio en el pico más elevado del mundo, a ocho mil metros de altura, en medio de las nieves eternas que los nuevos procedimientos de la química eléctrica arrojaron a varios kilómetros del santuario, dominando casi siempre muchos centenares de metros las nubes más elevadas, cerniéndose en una atmósfera pura y enrarecida, la visión natural y telescópica era allí el céntuplo que en otras partes. Distinguíanse a simple vista los círculos de la Luna, los satélites de Júpiter y las fases de Venus. Hacía ya nueve o diez generaciones que algunas familias de astrónomos residían en el monte asiático donde acabaron por aclimatarse lenta y gradualmente al enrarecimiento de la atmósfera. Las primeras sucumbieron en poco tiempo; pero la ciencia y la industria lograron atemperar los rigores del frío almacenando los rayos del sol, y la aclimatación se efectuó poco a poco lo mismo que en los tiempos antiguos en Quito y Bogotá, donde se veían desde los siglos xviii y xix vivir en la abundancia poblaciones felices, y a las jóvenes bailar sin cansarse noches enteras, a una altura sobre el nivel del mar que en Europa hacía imposible dar un paso sin perder la respiración a los ascensionistas del Monte Blanco. Una pequeña colonia astronómica fue instalándose poco a poco en las vertientes del Himalaya, y el observatorio adquirió con sus trabajos y descubrimientos el honor de ser considerado como el primero del mundo. Su principal instrumento era el famoso telescopio ecuatorial de cien metros de foco, con ayuda
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del cual se logró por fin descifrar las señales jeroglíficas que los habitantes del planeta Marte hacían inútilmente a la Tierra desde hacía miles de años. Mientras los astrónomos europeos discutían sobre la órbita del nuevo cometa y se convencían de que en realidad esta órbita debía pasar por nuestro globo y que los dos cuerpos se encontrarían en el espacio, el Observatorio himalayano transmitió un nuevo fonograma: “El cometa es ya perceptible a simple vista. Siempre verdoso. Se dirige hacia la Tierra.” La absoluta concordancia de los cálculos astronómicos, ya vinieran de Europa, de América o de Asia, no podía dejar la menor duda sobre su precisión. La prensa cotidiana lanzó al público la alarmante noticia, acompañándola de comentarios trágicos y de interviews o conversaciones múltiples con diferentes hombres de ciencia, en cuya boca ponían las más extrañas afirmaciones. Cada cual exageraba los datos exactos del cálculo, agravándolos con disertaciones más o menos fantásticas. Hacía ya mucho tiempo que todos los diarios del mundo, sin excepción, estaban convertidos en simples empresas mercantiles. La única cuestión que les preocupaba era vender cada día el mayor número posible de ejemplares y de hacer pagar sus líneas con anuncios mejor o peor disimulados. “Ganar dinero”, tal era la divisa. Para esto inventaban noticias falsas, minaban en cada momento la estabilidad del Estado, alteraban la verdad, deshonraban a hombres y mujeres, sembraban el escándalo, mentían impúdicamente, explicaban las artimañas de los ladrones y asesinos y multiplicaban los crímenes sin parecer darse cuenta de ello, publicaban la fórmula de los agentes explosivos recientemente inventados, ponían en peligro a sus propios lectores y hacían traición al mismo tiempo a todas las clases sociales, con el único fin de sobrexcitar hasta el paroxismo la curiosidad general y de “vender números”. No había más que el negocio, y ya los periódicos no se preocupaban de las ciencias, de las artes, de la literatura y la filosofía, de los estudios e investigaciones. Un gimnasta, un carrerista a pie o a caballo, un aeronauta aviatista o un velocipedista acuático alcazaba en un día mayor celebridad que el más eminente de los sabios o el más hábil de los inventores, porque estos dos últimos tipos no producían nada a los accionistas. Todo esto se ocultaba diestramente bajo flores patrióticas, que todavía apasionaban un poco. En dos palabras, el interés particular del periódico dominaba siempre, en todas las apreciaciones, al interés general y al deseo del progreso real de los ciudadanos. El público se dejó engañar durante mucho tiempo; pero en la época de que hablamos había acabado por abrir los ojos a la evidencia y ya no prestaba ningún crédito a los artículos, de tal manera que desaparecieron los periódicos propiamente dichos, quedando únicamente hojas de anuncios y reclamos para uso del comercio. La primera noticia dada por toda la prensa, de que un cometa llegaba a gran velocidad e iba a encontrarse con la Tierra en una fecha determinada de antemano; y la segunda, de que el astro vagabundo podría causar una catástrofe universal, emponzoñando la atmósfera respirable, fueron leídas por las gentes con la misma completa incredulidad y sin darles importancia alguna. El efecto que produjeron fue tan escaso como el del anuncio del descubrimiento de la fuente de la eterna juventud, realizado en los sótanos del palacio de las hadas de Montmartre (construido sobre las ruinas del Sagrado Corazón), que fue puesta en circulación al mismo tiempo. Hasta ocurrió que los literatos, los poetas, los artistas, las tomaron como pretexto para celebrar en prosa y verso, en dibujos y cuadros de todas clases, los viajes cometarios a través de las regiones celestes. Pintábase al cometa pasando delante del enjambre de las estrellas asustadas, o bien descendiendo desde lo alto de los cielos, precipitándose como para amenazar a la Tierra adormecida. Estas personificaciones simbólicas alimentaban la curiosidad pública sin aumentar los primeros terrores. Casi empezaba todo el mundo a hacerse a la idea de un choque, sin temerlo demasiado. La marea de las impresiones populares fluctúa como el barómetro. Por lo demás, ni siquiera los astrónomos habían manifestado al principio la más ligera inquietud sobre las
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consecuencias que podía tener el encuentro en la suerte de nuestra especie, y las revistas astronómicas especiales (únicas que conservaban cierta autoridad) sólo hablaron de esto en forma de cálculos que era preciso comprobar. Los sabios trataron el problema por las matemáticas puras y lo consideraron simplemente como un caso digno de atención de mecánica celeste. En las contestaciones que dieron a los periodistas, se contentaron con exponer que el choque era posible y hasta probable, pero sin ningún interés para el público. Sin embargo, un nuevo fonograma, lanzado esta vez desde el monte Hamilton, en California, alarmó en extremo a los químicos y los fisiólogos: “Las observaciones espectroscópicas prueban que el cometa es una masa bastante densa, compuesta de varios gases, dominando el óxido de carbono.” El asunto tomaba mal cariz. El encuentro con la Tierra no era dudoso. Si los astrónomos no se preocupaban de él era por su costumbre secular de considerar como inofensivas las conjunciones celestes. Y si bien los principales de entre ellos acabaron por poner de patitas en la calle a los innumerables periodistas que iban a importunarlos, declarándoles que la cuestión no interesaba al vulgo y que se trataba de un asunto puramente astronómico en que nada tenían que ver; los médicos empezaron a hablar mucho del caso, discutiendo con viveza las posibilidades de asfixia o de envenenamiento. Menos indiferentes respecto de la opinión pública, estos no echaron a los reporteros, sino muy al contrario, y en algunos días tomaron nuevo aspecto las cosas. De astronómica que era, la cuestión se convirtió en fisiológica, y los nombres de todos los médicos célebres o famosos brillaban en buen sitio al frente de los periódicos cotidianos, sus retratos llenaban las publicaciones ilustradas y se adoptó un título casi general: “Consultas respecto del cometa”. Hasta ocurrió que la variedad, la diversidad, el antagonismo de las apreciaciones dividió al público en grupos hostiles, que discutían injuriándose y que todos llamaban a los médicos “charlatanes deseosos de reclamos”. Sin embargo, el director del Observatorio de París, velando por los intereses de la ciencia, se preocupó de tan grande alboroto, en que la verdad astronómica no salía siempre bien librada. Era este un anciano venerable, que había encanecido en el estudio de los grandes problemas de la constitución del universo. Todos respetaban su palabra y esta circunstancia la aprovechó para mandar a los periódicos una notita declarando que las hipótesis eran prematuras y que convenía esperar las discusiones técnicas de personas autorizadas que iban a efectuarse en el Instituto. Ya hemos dicho, si no recuerdo mal, que el Observatorio de París seguía al frente del movimiento científico por causa de los trabajos de sus miembros; pero convirtiéndose ante todo, gracias a la transformación de los métodos de observación, en un santuario de estudios teóricos por una parte, y por otra en una oficina central telefónica de los observatorios fundados lejos de las grandes ciudades, en las regiones favorecidas por transparencia astronómica perfecta. Era un asilo de paz donde reinaba la concordia más pura. Los astrónomos consagraban con desinterés su vida entera sólo a los progresos de la ciencia, se amaban unos a otros sin sentir nunca el aguijón de la envidia y cada cual olvidaba sus propios méritos para pensar únicamente en poner de relieve los de sus colegas. El director daba el buen ejemplo, y al hablar lo hacía en nombre de todos. Una disertación técnica de este centro fue tenida en cuenta… pero sólo un instante, porque parecía que la cuestión astronómica no inspiraba ya dudas. Nadie negaba ni discutía que el cometa iba a chocar con la Tierra, hecho futuro, demostrado con la certeza matemática del cálculo. Lo que ahora preocupaba era la constitución química del astro. Si su paso junto a la Tierra debía absorber el oxígeno atmosférico, era la muerte inmediata por asfixia; si lo que iba a combinarse con los gases cometarios era el nitrógeno, también sobrevendría la muerte, pero precedida por un delirio inmenso y universal de alegría, pues la pérdida del ázoe y el aumento proporcional del oxígeno en la respiración pulmonar debía tener como consecuencia una sobrexcitación loca de todos los sentidos. El análisis espectral señalaba principalmente
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la existencia de óxido de carbono en la constitución química del cometa. Lo que más discutían las revistas científicas era si la mezcla de ese gas deletéreo con la atmósfera respirable envenenaría a la población entera del globo, humanidad y animales, según afirmaba el presidente de la Academia de Medicina. ¡El óxido de carbono!, he ahí el objeto único de las conversaciones. El análisis espectral no podía equivocarse, pues sus métodos eran demasiado seguros y sus procedimientos absolutamente exactos. Todo el mundo sabía que la más pequeña mezcla de este gas con el aire respirado causa rápidamente la muerte. Pues bien, un nuevo despacho telefónico del Observatorio del Gaorisankar vino a confirmar el del monte Hamilton agravándolo. Ese parte decía: “La Tierra quedará enteramente sumergida en el núcleo del cometa, que ya es treinta veces más ancho que el diámetro entero del globo, y que de día en día se ensancha.” ¡Treinta veces el diámetro del globo terrestre! Aunque el cometa pasara entre la Tierra y la Luna envolvería a los dos astros, toda vez que un puente de treinta tierras bastaría para reunir nuestro mundo con su satélite. Después, durante los tres meses cuya historia acabamos de resumir, el cometa salió de las profundidades telescópicas y se hizo visible a simple vista; hallábase ya frente a la Tierra y se cernía ahora gigantesco todas las noches en primera línea del ejército de las estrellas, como una amenaza celeste. Su dimensión aparente aumentaba de día en día. Era el terror en persona suspendido sobre todas las cabezas, avanzando lenta, gradual e inexorablemente, a manera de formidable espada. Se intentó un postrer ensayo, no para apartarlo de su camino —la idea emitida por la clase de los utopistas, que todo lo creen fácil, y que se habían atrevido a imaginar la producción de un formidable viento eléctrico, mediante baterías colocadas en la cara de la Tierra que iba a recibir el choque— sino para examinar de nuevo el gran problema en todos sus aspectos, y calmar tal vez los ánimos, devolver la esperanza mediante el descubrimiento de algún vicio de forma en las sentencias pronunciadas, alguna circunstancia olvidada en los cálculos o las observaciones: quizás el choque no fuera tan funesto como habían anunciado los pesimistas. El lunes a que nos referimos debía plantearse en el Instituto una discusión general contradictoria, es decir, cuatro días antes del señalado para el choque, que iba a ocurrir el viernes 13 de julio. El astrónomo más célebre de Francia, entonces director del Observatorio de París; el presidente de la Academia de Medicina, fisiólogo y químico eminente; el presidente de la Sociedad Astronómica Francesa, matemático hábil, y otros oradores más debían hacer uso de la palabra, contándose entre ellos una mujer ilustre por sus descubrimientos en las ciencias físicas. No se había dicho la última palabra. Penetremos, pues, bajo la cúpula secular, para asistir al debate. Antes, sin embargo, examinemos por nuestra propia cuenta ese famoso cometa que absorbe a la hora actual todos los pensamientos.
Capítulo 2
El cometa
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El extraño personaje había bajado lentamente desde las profundidades infinitas. En vez de presentarse bruscamente, de pronto, según se ha observado en muchas ocasiones respecto de los grandes cometas, sea cuando estos astros llegan súbitamente a vista de la Tierra, después de su paso por el perihelio, sea cuando una serie de noches nebulosas o iluminadas por la Luna ha impedido la observación del cielo a los buscadores de cometas, el flotante vapor sideral permaneció primero en los espacios telescópicos, donde sólo los astrónomos podían observarlo. En los días inmediatos a su descubrimiento no fue accesible más que a los poderosos ecuatoriales de los observatorios. Pero el público instruido no tardó en buscarlo por sí mismo. Las casas modernas están todas coronadas por una azotea o terrado superior que se destina principalmente a los embarques aéreos; gran número de ellas tiene además cúpulas giratorias. Y en la época de que hablamos no se conocía familia pudiente ninguna que no tuviera un telescopio a su disposición, y ninguna habitación se consideraba completa sin una buena biblioteca de libros científicos. Así es que el cometa fue observado por todo el mundo, permítase la frase, desde el instante que estuvo al alcance de los instrumentos de mediano poder. En cuanto a las clases laboriosas, que tienen siempre muy contados sus instantes, los anteojos puestos a su disposición en las plazas públicas fueron aprovechados desde la primera noche de visibilidad por impaciente multitud, y cada velada recaudaban sumas fantásticas, nunca igualadas, los astrónomos al aire libre. Por otra parte, muchos trabajadores tenían anteojos propios, sobre todo en provincias, y tanto la justicia como la verdad nos obligan a declarar que quien primero supo descubrir en Francia el cometa (dejando a parte los observatorios oficiales) no fue una persona de la sociedad, ni un gran personaje, ni un académico, sino un modesto oficial de sastre del barrio de Soissons, que pasaba la mayor parte de sus noches al aire libre y que supo adquirir, con ahorros penosamente reunidos, un excelente anteojito, que le servía para estudiar las curiosidades del cielo. Es una observación digna de consignarse que hasta el siglo xxiv vieron casi todos los habitantes de la Tierra sin saber dónde estaban, y sin tener siquiera la curiosidad de preguntárselo, como ciegos preocupados únicamente de su apetito; pero hacía ya un siglo que la raza humana empezaba a ver el universo y a raciocinar. Si queremos darnos cuenta del camino seguido por el cometa en el espacio, basta examinar con detenimiento el dibujo que aquí insertamos. Representa el plano de la órbita del cometa y su intersección con el de la órbita terrestre, viniendo el cometa desde lo infinito, para dirigirse oblicuamente hacia la Tierra y continuar su curso aproximándose al Sol, que no lo absorbe ni lo detiene cuando pasa por el perihelio. No hemos tenido en cuenta la perturbación causada por la atracción terrestre: esta influencia tendría por efecto hacer volver el cometa hacia la órbita terrestre después de haber girado en torno del Sol, y transformar en elipse la órbita parabólica. Todos los cometas que gravitan en torno del Sol describen órbitas análogas, más o menos prolongadas, elipses en que el astro radiante ocupa uno de los focos. Esos cometas son numerosos; el dibujo que les consagramos da idea de las intersecciones que presentan con la órbita de la Tierra alrededor del Sol, y con las demás órbitas planetarias. Examinando dichas intersecciones, se comprende que un choque no tiene nada de imposible, ni siquiera de anormal. El cometa había llegado a la vista de la Tierra. Una noche de luna nueva, estando admirablemente puro el cielo, lograron distinguirlo sin anteojos algunas personas de mirada muy penetrante, no lejos del cenit, casi a orillas de la Vía Láctea, al sur de la estrella Omicrón de Andrómeda, como una ligera nebulosidad, a manera de pequeña bocanada de humo, muy pequeña, casi redonda, prolongada apenas en dirección opuesta al Sol, formando esta ampliación gaseosa una especie de cola rudimentaria. Este era, por lo demás, el aspecto que había presentado siempre durante el periodo telescópico. Nadie hubiera podido sospechar, ante aquel inofensivo aspecto, el papel tan trágico que el nuevo astro iba a desempeñar en la historia de la humanidad. Únicamente el cálculo indicaba entonces que se dirigía hacia la Tierra. Pero el astro misterioso andaba de prisa. Ya al día siguiente pudieron verlo la mitad de las personas, y dos más tarde, sólo las vistas cortas, de antiparras insuficientes, lo esperaban todavía. En menos de una
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semana, las miradas enteras de la humanidad lo reconocieron, y en las plazas públicas de todas las ciudades y aldeas, sólo se veían grupos que buscaban el cometa y gentes que lo señalaban a los demás. Cada día aumentaba de tamaño. Los instrumentos empezaban a hacer distinguir en el cometa un núcleo distinto bastante luminoso, que era objeto de disertaciones alarmantes. La emoción invadía todas las mentes, cuando después del cuarto creciente y durante la luna llena, pareció el astro quedarse estacionario y aún perder algo de su brillo. Como se esperaba verle crecer rápidamente, confiaron entonces que en los cálculos había habido algún error y sobrevino un instante de calma y de tranquilidad. Mas, después de la luna llena, el barómetro bajó considerablemente; el centro de depresión de una fuerte tempestad llegaba del Atlántico y pasaba por el norte de las islas británicas. Durante doce días, el cielo permaneció cubierto enteramente casi en toda Europa. Al fin brilló de nuevo el sol en la atmósfera purificada, disipáronse las nubes y el azulado firmamento se presentó despejado; ese día se esperó con ansia el crepúsculo vespertino, tanto más cuanto que habiendo logrado algunas expediciones aéreas atravesar las capas de nubes, los expedicionarios afirmaban que el cometa era ya mucho mayor. Los despachos telefónicos expedidos desde las montañas de Asia y de América anunciaban por otra parte su rápida llegada. Mas, ¡oh estupefacción!, cuando al llegar la noche se alzaron al cielo todas las miradas para buscar el astro resplandeciente, no encontraron delante de ellos un cometa, es decir, un cometa clásico a los que tenían la costumbre de contemplar, sino una aurora boreal de nueva especie, una especie de abanico celeste prodigioso, de siete varillas, que lanzaba en el espacio otros tantos rayos verdosos, salidos al parecer de un foco oculto detrás del horizonte. Nadie dudó ni siquiera un momento de que la fantástica aurora fuese el cometa en persona, con tanto mayor motivo cuanto que no se le podía descubrir en ningún punto del cielo estrellado. Es cierto que la aparición se diferenciaba de las formas cometarias conocidas y que el aspecto radiado del misterioso viajero era la más sorprendente del mundo. Pero estas formaciones gaseosas son tan originales, tan caprichosas, tan múltiples, que nada parece con ellas imposible. Además, no era la primera vez que un cometa presentaba semejante aspecto. Los anales de la astronomía mencionaban entre otros un inmenso cometa de seis colas observado en 1744, que fue en esa época objeto de numerosas disertaciones. Un dibujo muy pintoresco, hecho de visu por el astrónomo Chéseaux, en Lausanne, lo hizo popular por entonces. Pero, aun cuando no se hubiera visto ninguno análogo antes, precisaba rendirse a la evidencia. Puede suponerse si esto disminuyó las discusiones. Entre las revistas científicas del mundo entero, únicos periódicos que habían conservado algún crédito en la epidemia mercantil de que padecía la humanidad, se entabló una verdadera justa astronómica. El punto capital, desde que se sabía de manera indudable que el astro marchaba directamente hacia la Tierra, era saber la distancia a que se encontraba cada día, cuestión correlativa de la de su velocidad. La joven calculadora del Observatorio de París, jefe de la sección cometaria, no dejaba de mandar ninguna mañana una nota al Diario oficial de los Estados Unidos de Europa. Una relación matemática muy sencilla enlaza la velocidad de todo cometa con su distancia al Sol, y recíprocamente. Conociendo una de ellas se deduce la otra en un instante. En efecto, la velocidad de un cometa es sencillamente igual a la velocidad de un planeta, multiplicada por la raíz cuadrada de dos. Ahora bien, la velocidad de un planeta, sea cual fuere su distancia, está regida por la tercera ley de Kepler en virtud de la cual los cuadrados de los tiempos de las revoluciones son entre sí como los cubos de las distancias. Vese, pues, que la operación es sencilla. Así por ejemplo, a la distancia de Júpiter, este magnífico planeta gravita en torno del Sol con una velocidad de trece mil metros por segundo. Un cometa que se encuentra a esa misma distancia, corre con la velocidad que acabamos de apuntar, multiplicada por la raíz cuadrada de dos, esto es, por el número 1.4142. Por consiguiente, dicha velocidad será de 18 380 metros por segundo.
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El planeta Marte circula en torno del Sol con una velocidad de 24 mil metros por segundo. A esta distancia, la velocidad del cometa es de 34 mil metros. La velocidad media de la Tierra en su órbita es de 29 460 metros por segundo, algo más lenta en junio, algo más rápida en diciembre. De modo que en las cercanías de la Tierra, la del cometa es de 41 660 metros, independientemente de la aceleración que la atracción de la Tierra podría causar en él. Esto fue lo que la joven premiada por el Instituto tuvo cuidado de recordar al público, que por lo demás tenía nociones elementales de la teoría de los movimientos celestes. Cuando el astro amenazador llegó a la distancia de Marte, los temores populares aumentaron perdiendo su carácter vago y revistiendo forma definida, que se fundaba en la apreciación exacta y fácil de la velocidad del astro: 34 mil metros por segundo, es decir, 2 040 kilómetros por minuto, 122 400 kilómetros cada hora. Como la distancia de la órbita de Marte a la de la Tierra sólo es de 76 millones de kilómetros, el cometa debía de recorrerla a razón de 122 400 kilómetros por hora, en 621 horas, o sea 26 días aproximadamente. Pero a medida que el mencionado astro se acerca al Sol, va aumentando su rapidez, puesto que a la distancia de la Tierra la velocidad es ya de 41 660 metros por segundo. Por causa de este aumento de velocidad, la distancia entre las dos órbitas sería recorrida por un cometa en 558 horas, es decir, 23 días y seis horas. Mas, como la Tierra no debía hallarse en el momento del encuentro precisamente en el punto de su órbita atravesado por una línea que fuera del Sol al cometa, toda vez que este astro no se precipitaba sobre el Sol, el choque no había de ocurrir hasta una semana después, o sea el viernes 13 de julio a eso de medianoche. No necesitamos añadir que en tales circunstancias los acostumbrados preparativos para la fiesta nacional francesa del 14 de dicho mes fueron olvidados. ¡Allá iban a pensar en eso! ¿No debía acaso ese día señalar más bien el luto universal de los hombres y de las cosas? Por lo demás, hacía ya cinco siglos que aquel aniversario de una fecha memorable era —aunque con algunas intermitencias— celebrado por los franceses. Ni siquiera entre los antiguos romanos duraron tanto los recuerdos. Así es que se oía decir a todo el mundo que ya bastaba de 14 de julio. En el momento a que se refiere nuestro relato, se estaba todavía en el lunes 9 de julio. Hacía cinco días que el cielo permanecía constantemente hermoso y cada noche se cernía en la inmensidad del abanico cometario, con su cabeza o núcleo perfectamente visible, sembrado de puntos luminosos que podían representar cuerpos sólidos de varios kilómetros de diámetro y que debían ser, según algunos calculadores, los primeros en precipitarse sobre la Tierra, pues la cola es siempre opuesta al Sol, y en el caso actual se encontraba en dirección contraria al movimiento y un tanto oblicua. El astro centelleaba en la constelación de Piscis; la observación de la víspera, 8 de julio, daba como posición precisa: Ascensión recta= 23h 10m 32s; declinación boreal= 7º 360’. La cola atravesaba el cuadrado de Pegaso. El cometa salía a las 9h 49m, permaneciendo toda la noche en el cielo. Durante los días de calma de que acabamos de hablar, se produjo en la opinión pública una especie de cambio. Un astrónomo logró probar por medio de una serie de cálculos retrospectivos, que la Tierra había encontrado varias veces en su camino cometas, sin que resultara del choque más que una inofensiva lluvia de estrellas errantes. Pero uno de sus colegas replicó que el cometa de ahora distaba mucho de ser comparable con un enjambre de meteoros, que era gaseoso, con un núcleo compuesto de concreciones sólidas, y al efecto recordó las observaciones hechas con un famoso cometa histórico, el de 1811. Efectivamente, el cometa de 1811 no deja de justificar en cierto modo temores que no eran puramente quiméricos. Se recordaron sus dimensiones. Su tamaño alcanzaba 180 millones de kilómetros, es decir, más de la distancia de la Tierra al Sol, y la cola tenía en la extremidad 24 millones de kilómetros de
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ancho. Su núcleo medía un millón ochocientos mil kilómetros de diámetro, o sea ciento cuarenta veces el diámetro de la Tierra, observándose en esta cabeza nebulosa elíptica, admirablemente regular, un núcleo brillante como una estrella, que por sí sólo tenía un diámetro de doscientos mil kilómetros. Este núcleo parecía sumamente denso; se le observó 16 meses y 22 días. Pero lo que de más notable tuvo fue que alcanzó su inmenso desarrollo sin acercarse al Sol, pues nunca llegó a menos de 150 millones de kilómetros de este. También permaneció a más de 170 millones de kilómetros de la Tierra. Si se hubiese acercado más al Sol, como la dimensión de los cometas aumenta a medida que se exponen más de cerca a la acción de dicho astro, su aspecto habría sido más prodigioso y aun terrorífico probablemente para las humanas miradas. Y como su masa distaba mucho de ser insignificante, si su vuelo lo hubiera conducido directamente hasta el corazón mismo del Sol, su velocidad acelerada en la proporción de quinientos a seiscientos mil metros por segundo en el momento de su choque con el astro radioso, habría podido, sólo por la transformación del movimiento en calor, elevar súbitamente hasta tal punto la radiación solar que quizás se habría acabado en pocos días la vida entera vegetal y animal sobre la Tierra. Un físico llegó a hacer la curiosa observación de que un cometa, igual o superior al de 1811, podría causar de esta manera el fin del mundo sin tocar siquiera a la Tierra, por una especie de explosión de luz y de calor solares análoga a la que las estrellas temporales han presentado a la observación. En efecto, el choque daría origen a una cantidad de calor igual a seis mil veces a la que sería engendrada por una combustión de una masa de hulla igual a la del cometa. Se había hecho notar que si un cometa semejante, en vez de precipitarse sobre el Sol, encontrara en su vuelo a nuestro planeta, sería el fin del mundo por el fuego. Si tropezara con Júpiter, elevaría este globo a un grado de temperatura bastante alto para devolverle su luz perdida y convertirlo por cierto espacio de tiempo en sol, de manera que la Tierra tendría dos que la alumbrasen, pues Júpiter se convertiría en una especie de pequeño sol nocturno mucho más luminoso que la Luna y dotado de luz propia… roja, rubí o granate del cielo, que circularía en doce días alrededor de nosotros… ¡Sol nocturno!, esto equivale a decir que ya no quedarían casi noches en nuestro globo terrestre. Los tratados astronómicos más clásicos fueron consultados, y se leyeron de nuevo los capítulos cometarios escritos por Newton, Halley, Maupertuis, Lalande, Laplace, Arago, Faye, Newcomb, Holden, Denning, Robert Ball y sus sucesores. La opinión que más llamó la atención fue la de Laplace, por lo cual se reprodujeron sus palabras textuales: “El eje y el movimiento de rotación de la Tierra modificados; los mares dejando su posición anterior para precipitarse hacia el ecuador; gran parte de los hombres y de los animales ahogados en este universal diluvio o destruidos por la sacudida violenta impresa al globo terrestre; especies enteras aniquiladas; los monumentos todos de la industria humana por los suelos: tales son los desastres que podría producir el choque con un cometa”. Así andaban, así corrían las discusiones, las investigaciones retrospectivas, los cálculos, las conjeturas. Pero lo que en definitiva no podía menos de llamar la atención general era el hecho doble, puesto en evidencia por la observación, de que el cometa actual presentaba un núcleo de considerable densidad, y que el óxido de carbono dominaba, inobjetablemente, en su constitución química. Se reprodujeron las inquietudes y temores; ya sólo se hablaba del cometa y nadie pensaba sino en él. Algunos espíritus ingeniosos buscaron medios prácticos, más o menos realizables, de sustraerse a su influjo. Varios químicos pretendían poder salvar una parte del oxígeno atmosférico. Imaginábanse métodos para aislar este gas del nitrógeno y almacenarlo en inmensos vasos de barro herméticamente cerrados. Un farmacéutico diestro en el arte de anunciar aseguraba que había logrado condensarlo en pastillas, y en quince días se gastó ocho millones de francos, precio de la publicidad que hizo en los diarios. Los comerciantes sabían sacar partido de todo, incluso la muerte universal. Sin embargo, no estaban perdidas todas las esperanzas. Discutían, temblaban, agitábanse, estremecíanse, morían ya… pero seguían teniendo confianza. Las últimas noticias anunciaban que el cometa, cada vez mayor a medida que se acercaba al calor y la
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electrización solares, tendría en el momento del choque un diámetro sesenta y cinco veces mayor que el de la Tierra, o sea, 828 mil kilómetros. En medio de esta inquietud y agitación generales, iba a abrirse la sesión del Instituto, esperada como la última palabra de los oráculos. Su posición obligaba al director del Observatorio de París a usar de la palabra en primer término. Sin embargo, lo que más llamaba la atención pública era el informe del presidente de la Academia de Medicina sobre los efectos probables del óxido de carbono. Además, iba a usar igualmente de la palabra el presidente de la Sociedad Geológica de Francia, y el tema general de la sesión era examinar las diversas teorías científicas sobre los modos cómo se realizaría el fin de nuestro mundo. Mas, podía tenerse por evidente que el primer lugar lo ocuparía en los debates el choque cometario. Por lo demás, según acaba de verse, el astro amenazador se encontraba suspendido sobre todas las cabezas; era imposible dejar de verle, cada día mayor; llegaba con velocidad creciente y era sabido que sólo estaba ya a 17 992 000 kilómetros, distancia que iba a recorrer en cinco días. Cada hora acercaba 149 mil kilómetros la mano celeste dispuesta a herir. Cinco días más tarde, la pálida humanidad iba a respirar tranquilamente… o dejaría de respirar.
Capítulo 3
La sesión del Instituto
Nunca en lo que recuerdan los hombres se vio invadido por multitud más compacta el inmenso hemiciclo construido a fines del siglo vigésimo. Era mecánicamente imposible añadir una persona más. El anfiteatro, los palcos, las tribunas, los pasillos, las escaleras, los huecos de las puertas, todo, hasta la escalinata de la mesa, estaba cubierto de oyentes, sentados unos y en pie otros. Allí estaban el presidente de los Estados Unidos de Europa, el director de la República Francesa, el de la italiana y el de la ibérica, la embajadora general de las Indias, los embajadores de las repúblicas británica, alemana, húngara y moscovita, el rey del Congo, el presidente del Comité de los Administradores, todos los ministros, el prefecto de la Bolsa Internacional, el cardenal arzobispo de París, la directora general de Telefonoscopia, el presidente del Consejo de las Aeronaves y Caminos Eléctricos, el director de la Oficina Internacional de Previsión del Tiempo, los principales astrónomos, químicos, fisiólogos y médicos de Francia entera, multitud de administradores de los asuntos del Estado (lo que antaño llamaban diputados y senadores), diversos escritores y artistas célebres, en dos palabras, un conjunto pocas veces reunido de los representantes de la ciencia, de la política, del comercio, de la industria, de la literatura, de todas las formas de la actividad humana. La mesa directiva estaba completa: presidente, vicepresidentes, secretarios perpetuos, oradores inscritos; pero ya no usaban el uniforme de otro tiempo, frac color verde de papagayo, sombrero de resorte y espadas antiguas; sino únicamente el traje civil. Desde hacía dos siglos y medio, no existían ya las condecoraciones europeas, al paso que las del África central eran sumamente lujosas. Los monos domesticados, que remplazaban desde hacía medio siglo a los criados de nuestra especie,
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imposibles de encontrar ya, permanecían junto a las puertas, más bien por obediencia a los reglamentos que para examinar las tarjetas de entrada, pues mucho antes de la hora fue imposible resistir a la invasión. El presidente de la mesa abrió la sesión en estos términos: —Señoras y señores: Todos conocéis el objeto supremo de nuestra reunión. Es seguro que la humanidad no ha pasado nunca una fase semejante a la que en este momento sufrimos. En particular, jamás ha reunido parecido auditorio esta antigua sala del siglo vigésimo. El gran problema del fin del mundo constituye, desde hace quince días principalmente, el objeto único de la discusión y estudio de los sabios. Van a exponeros aquí el resultado de esos trabajos. Tiene la palabra el director del Observatorio. El astrónomo se puso de seguida en pie, conservando algunas notas en la mano. Su palabra era fácil, su voz agradable, jovial su rostro, los ademanes sobrios y la mirada muy dulce. Su ancha frente estaba rodeada por magnífica cabellera blanca rizada. Era un hombre de erudición y de literatura tanto como de ciencia, y su persona entera inspiraba simpatía a la vez que respeto. Su carácter era manifiestamente optimista, aun en las más graves circunstancias. Apenas pronunció unas cuantas frases, y ya las fisionomías se tranquilizaron y calmaron súbitamente, perdiendo la expresión lúgubre y alterada de antes. —Señoras —dijo al empezar—, me dirijo ante todo a vosotras, para suplicaros que no tembléis de esa manera ante una amenaza que quizás no sea tan terrible como parece. Espero convenceros pronto, por los argumentos que tendré la honra de presentar, que el cometa con que cree chocar muy pronto la humanidad entera, no causará la ruina total de la creación terrestre. Es probable que podemos, que debemos esperar alguna catástrofe; pero en cuanto al fin del mundo, todo nos induce a pensar que no sucederá de esta manera. Los mundos mueren de vejez y no por accidente, y mejor que yo sabéis que nuestro globo dista de ser viejo. ”Señores, veo aquí reunidos a representantes de todas las esferas sociales, desde las más elevadas a las más humildes. Se explica perfectamente que ante tan próxima amenaza de destrucción de la vida en la Tierra, hayan cesado todos los negocios. Sin embargo, personalmente confieso que si la Bolsa no estuviera cerrada y si tuviera la mala suerte de hacer operaciones de esa clase, no vacilaría en comprar hoy el papel que venden a precio mínimo.” Apenas estaba terminada esta frase cuando un famoso israelita americano, príncipe de la riqueza, director del periódico El Siglo xxv que ocupaba una de las gradas más elevadas del anfiteatro, se abrió paso nadie sabe cómo a través de las filas sucesivas de espectadores y rodó como una bola hasta el pasillo de una pequeña puerta de salida, por donde desapareció. Interrumpido un instante por este inesperado efecto de una reflexión puramente científica, el orador continuó su discurso. —El asunto que tratamos puede dividirse en tres partes: 1º ¿Chocará seguramente la Tierra con el cometa? En caso afirmativo tendremos que examinar: 2º cuál es su naturaleza y 3º cuáles podrían ser los efectos del choque. No necesito hacer observar al auditorio ilustrado que me escucha que las palabras fatídicas de “Fin del Mundo” pronunciadas tan a menudo desde hace algún tiempo, significan sólo “Fin de la Tierra” que, por lo demás, nos interesa sobre las restantes cosas. ”Si pudiéramos contestar negativamente al primer punto, sería casi superfluo ocuparnos en el examen de los demás, que tendrían entonces interés puramente secundario. ”Por desgracia, me es forzoso reconocer que los cálculos astronómicos son en este punto, como de costumbre, escrupulosamente exactos. Sí, el cometa debe encontrarse con la Tierra y el choque tendrá la violencia máxima, puesto que debe tropezar con nosotros en nuestra traslación anual alrededor del Sol. La velocidad de la Tierra es de 29 460 metros por segundo; la del astro cometario 41 660 en la misma unidad
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de tiempo, más la aceleración debida a la atracción de nuestro planeta. Así pues, el choque se producirá con la velocidad de 72 mil metros durante el primer segundo, si el cometa llegara exactamente de frente; pero tendrá cierta oblicuidad. ”El choque es inevitable con todas sus consecuencias; pero, ¡no os turbéis así! Ese acto no prueba nada por sí mismo. Si se calculara, pongamos por ejemplo, que un tren de camino de hierro debe tropezar con una nube de mosquitos, esta predicción no alarmaría mucho a los viajeros. Análoga podría ser la de nuestro globo con ese astro gaseoso. Permitidme, pues, que examine tranquilamente los otros dos puntos. ”Primeramente, ¿cuál es la naturaleza del cometa? ”Todo el mundo lo sabe: es gaseosa y está compuesta principalmente de óxido de carbono. A la temperatura del espacio (273 grados bajo cero) este gas, invisible en las condiciones terrestres, tiene la forma de una niebla y aún de polvos sólidos. El cometa está, por decirlo así, saturado de él. Tampoco en esto me opondré a los descubrimientos de la ciencia.” Esta confesión produjo en la mayor parte de los rostros una contracción dolorosa, dejándose oír acá y acullá prolongados suspiros. —Pero, señores —continuó diciendo el astrónomo—, mientras algunos de nuestros eminentes colegas de la sección de fisiología o de la Academia de Medicina no nos demuestren que la densidad del cometa es bastante grande para permitir su penetración en nuestra atmósfera respirable, pensaré que su presencia no ejercerá probablemente influencia fatal sobre la vida humana. Digo probablemente, porque aquí no cabe la certeza; sin embargo, la probabilidad es muy grande. Podría apostarse un millón contra uno. En todo caso, sólo los pulmones débiles serían víctimas, reduciéndose el mal a una simple ‘influenza’, que podría triplicar o quintuplicar el número de fallecimientos cotidianos. ”Con todo, si es verdad, como convienen en indicarlo las investigaciones telescópicas y las fotografías, que el núcleo del cometa contiene masas minerales, sin duda metálicas, macizas, uranolitos que miden varios kilómetros de diámetro y que pesan millones de toneladas, no es posible dejar de admitir que los puntos donde caigan esas masas, con la velocidad de que hablábamos antes, serán irremediablemente aplastados. Observemos no obstante, que las tres cuartas partes del globo están cubiertas de agua. También hay aquí, pues, una probabilidad, menos elevada sin duda que la primera, pero de todos modos favorable: esas masas pueden caer en el mar, formar quizás nuevas islas extraterrestres, proporcionar nuevos elementos a la ciencia, y quizás gérmenes de existencia desconocida. La geodesia, la forma y el movimiento de rotación de la Tierra pueden tener interés en el caso. Observemos también que los desiertos no faltan en el globo. El peligro existe de seguro; pero no es inmenso. ”Además de esas masas y esos gases, tal vez traigan en su seno los bólidos de que hablamos, al llegar con la nube celeste, causas de incendio, que actuarán por todos los continentes; la dinamita, la nitroglicerina, la panclastita, la realita, son juegos de niños si se les compara con lo que puede sorprendernos; pero esto tampoco constituiría un cataclismo universal: unas cuantas ciudades reducidas a cenizas no detienen la historia de la humanidad. ”Ya lo veis, señores, de este examen metódico de los tres puntos que nos interesan, resulta que sin duda alguna existe el peligro y es hasta inminente, pero no tan grande, tan considerable, tan absoluto como lo proclaman. Diré más. Este curioso acontecimiento astronómico, que hace latir tantos corazones y trabajar tantos cerebros, cambia apenas ante los ojos del filósofo la faz habitual de las cosas. Todos estamos seguros de morir algún día y esta certeza no nos impide vivir tranquilamente. ¿Cómo es que una amenaza de muerte algo más rápida perturba los ánimos? ¿Es el disgusto de perecer todos a un tiempo? Al contrario, en ello debería encontrar un consuelo el egoísmo humano. No; es que vemos acortada la vida, en algunos días para unos, en algunos años para otros, por un asombroso cataclismo. La existencia es
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corta, y nadie quiere perder ni una coma de ella; a juzgar por lo que se oye, diríase que todo el mundo preferiría ver hundirse el planeta entero y seguir viviendo solo, más bien que morir él y saber que los otros siguen existiendo. Esto es puro egoísmo, señores. Pero persisto en creer que sólo habrá en el choque una catástrofe parcial, del mayor interés científico, que dejará en pos suyo historiadores para referirla. Habrá choque, encuentro, accidente local. Será la historia de un temblor de tierra, de una erupción volcánica o de un ciclón.” Así habló el ilustre astrónomo y el auditorio pareció satisfecho, tranquilo, sereno, por lo menos en parte. Ya no se trataba del fin total de las cosas, sino de una catástrofe a que en definitiva se podría escapar probablemente. Cada cual empezó a comunicar sus impresiones a las personas inmediatas; los comerciantes y hasta los hombres políticos parecían haber comprendido exactamente las razones del astrónomo, cuando, invitado a ello por la Mesa, subió lentamente a la tribuna el presidente de la Academia de Medicina. Era un hombre alto, seco, delgado, de un solo pedazo, rostro verdoso, aspecto ascético, cara saturnina, cráneo sin pelo y patillas canas cortadas a punta de tijera. Su voz tenía algo de cavernoso, y su aspecto entero hacía pensar en los empleados de las compañías funerarias más bien que en un médico animado por la esperanza de curar enfermos. Su convicción sobre el estado de las cosas era muy distinta de la del astrónomo, y bien se notó desde que pronunció algunas palabras. —Señores —dijo—, seré tan breve como el sabio eminente que acabamos de oír, aunque he pasado largas veladas en analizar en sus más minuciosos detalles las propiedades del óxido de carbono. Voy a hablaros de este gas, toda vez que es un hecho probado que domina en el cometa y que el choque entre la Tierra y dicho astro debe tenerse por inevitable. ”Sus propiedades son terribles, ¿por qué no confesarlo? Basta una cantidad infinitesimal mezclada con el aire respirable para detener en tres minutos el funcionamiento normal de los pulmones y suspender la vida. ”Todo el mundo sabe que el óxido de carbono (en química CO) es un gas permanente, sin olor, sin color y sin sabor, casi insoluble en el agua. Su densidad comparada con la del aire es 0.96. Arde en la atmósfera produciendo anhídrido carbónico, con llama azul de escaso poder iluminante. Parece un fuego fúnebre. ”El óxido de carbono tiene una tendencia perpetua a absorber el oxígeno —el orador acentuó mucho estas palabras—. Así, por ejemplo, en los altos hornos, se transforma el carbón en óxido de carbono al contacto de una cantidad de aire insuficiente, y este óxido es después el que reduce el hierro al estado metálico, apoderándose del oxígeno con que se encontraba combinado previamente. ”Por la acción del sol, el óxido de carbono se combina con el cloro, y da origen a un oxicloruro (cloruro de carbonilo, COCI2) que posee olor desagradable y sofocante y que reviste la forma gaseosa. ”El hecho que merece llamar principalmente la atención en el caso presente es que dicho gas puede encontrarse entre los más venenosos que existen, siendo mucho más tóxico que el ácido carbónico. Al fijarse en la hemoglobina, disminuye la capacidad respiratoria de la sangre, y aun dosis mínimas estorban por su acumulación en el glóbulo rojo, y en grado al parecer desproporcionado con la magnitud de la causa, la tendencia de la sangre a oxigenarse. Así, hay sangre que absorbe de 23 a 24 centímetros cúbicos de oxígeno por 100 volúmenes y que sólo absorbe la mitad en una atmósfera que contiene menos de un milésimo de óxido de carbono. Un diezmilésimo es ya deletéreo y la capacidad respiratoria disminuye sensiblemente. Prodúcese, no diré asfixia, sino envenenamiento de la sangre, casi instantáneo. El óxido de carbono actúa directamente sobre los glóbulos de este líquido, se combina con ellos, y los hace incapaces de sostener la vida: la hematosis, la transformación de la sangre venenosa en arterial, se suspende. Tres minutos bastan para causar la muerte. La circulación sanguínea se para; la sangre venosa negra llena las
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arterias lo mismo que las venas; los vasos venosos, sobre todo los del cerebro, se obstruyen; la sustancia cerebral parece salpicada de manchas; la lengua en su base, la laringe, la traquearteria, los bronquios aparecen enrojecidos por la sangre y el cadáver entero no tarda en presentar una coloración violácea característica de esta suspensión de la hematosis. ”Pero, señores, lo temible no son sólo las propiedades deletéreas del óxido de carbono: nada más que la tendencia de este gas a absorber el oxígeno bastaría para dar origen a funestas consecuencias. Suprimir, ¡qué digo!, disminuir sencillamente la cantidad de oxígeno bastaría a ser causa de la extinción del género humano. Todo el mundo sabe aquí uno de los innumerables episodios que caracterizan las épocas de barbarie, en que los grupos humanos se asesinaban legalmente con pretexto de gloria y de patriotismo; es una anécdota de una de las guerras de los ingleses en las Indias. Permitidme que la recuerde. ”Encerraron en una habitación que no tenía más abertura que dos pequeñas ventanas dando a una galería a ciento cuarenta y seis prisioneros. El primer efecto que estos infelices sintieron fue un sudor abundante y continuo, seguido de sed insoportable, y pronto gran dificultad para respirar. Trataron de recurrir a diferentes medios para estar algo más holgados y procurarse aire; quitáronse las ropas, agitaron la atmósfera con sus sombreros, y tomaron por último el partido de ponerse de rodillas y levantarse todos al mismo tiempo al cabo de unos instantes; pero cada vez algunos caían al suelo exhaustos, bajo las plantas de sus compañeros. ”… Antes de medianoche, esto es, durante la cuarta hora de su reclusión, los que estaban todavía vivos y no habían respirado en las ventanas un aire menos infecto, cayeron en estupor letárgico o se vieron acometidos por horrible delirio. Cuando abrieron la prisión unas horas más tarde, sólo 23 hombres salieron vivos, y estos se encontraban en el estado más deplorable que podía imaginarse; todos ellos llevaban en el rostro la muerte a que habían escapado. ”Podría añadir mil ejemplos más, pero sería inútil, toda vez que no hay duda posible. Declaro, pues, señores, que de una parte la absorción por el óxido de carbono de cierta porción mayor o menor del óxido atmosférico, y de otra parte las propiedades tan extremadamente venenosas de este gas sobre los glóbulos vitales de la sangre, me parecen deber dar al choque de la inmensa masa cometaria con nuestro globo, que permanecerá varias horas sumido en ella, una gravedad extrema y que las consecuencias pueden ser fatales. Por mi parte no veo modo alguno de salvación. ”Y no he hablado de la transformación del movimiento en calor ni de los resultados mecánicos y químicos del choque. Dejo este aspecto de la cuestión a la competencia del secretario perpetuo de la Academia de Ciencias, así como al sabio presidente de la Sociedad Astronómica de Francia, que han efectuado importantes cálculos relativos a este punto. En cuanto a mí, lo repito, la humanidad terrestre está en peligro de muerte, pues no veo una, sino dos, tres, cuatro causas fatales prestas a caer sobre ella. Sería milagro si se salvara y hace ya muchos siglos que nadie cuenta con los milagros.” Este discurso, pronunciado con el acento de la convicción y voz fuerte, tranquila, sombría, sumió de nuevo al auditorio entero en el estado de que el optimismo del precedente orador había tenido la virtud de hacerle salir. La certeza del cataclismo inminente se pintaba en todos los rostros; unos se habían puesto amarillos y casi verdes, otros súbitamente encendidos parecían, por su color rojo escarlata, dispuestos a la apoplejía; un grupo pequeño de oyentes siguió mostrando sangre fría, conservó algún escepticismo o se resignó tranquilamente a lo inevitable. Inmenso murmullo llenaba el salón, cada cual comunicaba a su vecino las impresiones que le animaban, en general más optimistas que sinceras: a nadie le gusta confesar que tiene miedo. El presidente de la Sociedad Astronómica de Francia se levantó a su vez y se dirigió hacia la tribuna. Inmediatamente cesaron las conversaciones. He aquí los puntos más importantes de su discurso:
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—Señoras y señores. Según las disertaciones que acabamos de oír, no puede quedar duda en el ánimo de nadie sobre la certeza del choque de la Tierra con el cometa y los peligros que envuelve. Debemos, pues, esperar el sábado… —El viernes —interrumpió una voz en la mesa misma del Instituto. —… el sábado —continuó el orador sin detenerse—, un acontecimiento extraordinaro, absolutamente nuevo en la historia de la humanidad. ”Digo el sábado aunque todos los periódicos anuncien el choque para el viernes, porque el hecho no podría efectuarse sino el 14 de julio. Mi entendida colega y yo hemos pasado la noche última comparando las observaciones recibidas y hemos encontrado un error de transmisión telefónica.” Esta afirmación produjo agradable efecto en al ánimo del auditorio; fue como un ligero rayo de luz en medio de sombría noche. Un día más es enorme para un condenado a muerte. Ya empezaban a agitarse en los cerebros asomos de proyectos: la catástrofe se alejaba; era una especie de indulto. Nadie pensaba que esta diversión puramente cosmográfica se refería sólo a la fecha y no al hecho mismo del choque; pero las cosas más insignificantes desempeñan importante papel en las impresiones del público. Y además… ya no era ni un viernes, ni un 13. —Por lo demás —añadió dirigiéndose al lienzo colocado allí para las demostraciones—, veamos cuál es la órbita definitiva del cometa, calculada teniendo en cuenta todas las observaciones. Y el orador escribió las cifras siguientes: Paso por el perihelio: agosto 11, a 0h 45m 44s Longitud del perihelio: 52º 43’ 25’’ Distancia perihélica: 0.76017 Inclinación: 103º 18’ 35’’ Longitud del nodo ascendente: 112º 54’ 40’’ —El cometa —siguió diciendo— cortará la eclíptica a la ida, en el nodo descendente, el 14 de julio a las 12h 18m 23s de la madrugada, precisamente en el instante de pasar por ese punto la Tierra. La atracción de nuestro globo anticipará el choque sólo treinta segundos. ”Será sin duda extraordinario el acontecimiento, pero tampoco yo creo que pueda presentar el carácter trágico que se nos ha descrito y que pueda causar en realidad el envenenamiento de la sangre, la asfixia de todos los pechos humanos. Este choque presentará más bien, según me parece, el aspecto brillante de un fuego artificial celeste, pues la llegada de estas masas sólidas y gaseosas a la atmósfera no podrá producirse sin que el movimiento así contenido se transforme en calor: un sublime resplandor de las alturas será sin duda el primer fenómeno del encuentro. ”La cantidad de calor no puede menos de ser considerable. Toda estrella errante, por pequeña que sea, que llega a las alturas de nuestra atmósfera con una velocidad cometaria, aumenta en ella súbitamente de temperatura hasta el punto de arder y consumirse. Ya sabéis, señores, que la atmósfera terrestre se extiende muy lejos en el espacio, alrededor de nuestro planeta, por más que no carece de límites, según pretenden algunas hipótesis, toda vez que la Tierra gira sobre sí misma y en torno del Sol: su límite matemático es la altura en que la fuerza centrífuga engendrada por el movimiento de rotación diurno equilibra a la gravedad; esta altura es 6.64 si representamos por uno el semidiámetro ecuatorial del globo, o sean 6 378 310 metros. La elevación máxima de la atmósfera es, por tanto, de 35 973 kilómetros.
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”No quiero hablar aquí de matemáticas; pero el auditorio que me escucha es demasiado culto para ignorar el equivalente mecánico del calor. Todo cuerpo que es detenido en su movimiento produce una cantidad de calor que se expresa en calorías por la fórmula mv 2 / 8 338, en la cual m es la masa del cuerpo en kilogramos y v su velocidad en metros por segundo. Así por ejemplo, un cuerpo que pesa 8 338 kilogramos y que anda un metro por segundo, desarrolla al pararse exactamente una caloría, esto es, la cantidad de calor suficiente para elevar un grado la temperatura de un kilogramo de agua. ”Si la velocidad de ese cuerpo fuera de quinientos metros por segundo, su paralización producirá 250 mil veces más calor, bastante para elevar de 0º a 30º la temperatura de una masa de agua igual a él. ”Si fuese de 5 mil metros, el calor producido sería 5 millones de veces mayor. ”Pues bien, señores, sabéis que el choque de un cometa con la Tierra puede alcanzar la velocidad de 72 mil metros. ¡A este tipo la proporción se eleva a 5 billones de grados! ”Esto constituye un máximun y un número por decirlo así inconcebible. Pero, señores, tomemos un mínimun, si os parece, admitamos que los choques se producen, no directamente, de cara, sino más o menos oblicuamente, y que la velocidad media sea sólo de treinta mil metros. Cada kilogramo de un bólido desarrolla en este caso 107 946 unidades de calor cuando se reduce a cero la velocidad por efecto de la resistencia del aire. En otros términos, ha desarrollado un calor capaz de elevar de 0º a 100º, es decir, del hielo fundente al agua hirviendo, un peso de 1 079 kilogramos de agua. Un uranolito de dos mil kilogramos que llegara al suelo con una velocidad anulada por esta resistencia del aire habría desarrollado bastante calor para elevar a tres mil grados una columna de aire de treinta metros cuadrados de sección y de toda la altura de nuestra atmósfera, o para hacer subir de 0º a 30º una columna de tres mil metros cuadrados. ”Estos cálculos que tendréis la bondad de dispensar, eran necesarios para hacer ver que la consecuencia inmediata del choque será una enorme cantidad de calor, una elevación considerable de su temperatura. Por lo demás, así ocurre en pequeño al caer bólidos aislados. El uranolito se funde, se vitrifica en toda su superficie y presenta una especie de costra barnizada; pero su descenso ocurre tan rápidamente que no tiene tiempo para calentarse por dentro: rompiéndolo se encuentra su parte interna completamente helada. Lo que se calienta es el aire que atraviesa. ”Uno de los resultados más curiosos del análisis que acabo de presumir es que las masas sólidas más o menos grandes que creemos distinguir con el telescopio en el núcleo del cometa, encontrarán tal resistencia al atravesar nuestra atmósfera que, a menos de casos excepcionales, no llegarán enteras al suelo, sino que se dividirán en pequeños trozos. Hay compresión del aire delante del bólido, vacío detrás, elevación de temperatura exterior e incandescencia del cuerpo en movimiento, ruido violento causado por la precipitación del aire que acude a llenar el vacío, estampido del trueno, explosiones, desagregaciones, caída de los materiales metálicos bastante densos para resistir y evaporación de los demás. Un bólido de azufre, de fósforo, de estaño o de zinc ardería evaporándose mucho antes de llegar a las capas inferiores de nuestra atmósfera. ”En cuanto a las estrellas erráticas, si hay como parece una verdadera nube de ellas, no producirán sino el efecto de un prodigioso fuego de artificio descendente. ”Así pues, si tenemos algo que temer, no es a juicio mío la penetración en nuestra atmósfera de la masa gaseosa de óxido de carbono, sea cual fuere, sino la elevación considerable de temperatura que no puede menos de producir la transformación del movimiento en calor. ”En este caso, la salvación consistiría tal vez en refugiarse en el hemisferio terrestre opuesto al que debe recibir de frente el choque del cometa. El aire es muy mal conductor del calórico.”
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El secretario perpetuo de la Academia se levantó a su vez. Digno sucesor de los Fontenelle y de los Arago, reunía a profunda ciencia acumulada por el estudio, las cualidades de un escritor elegante y de un orador agradable, elevándose en ocasiones a las alturas de la elocuencia. —Nada tengo que añadir —dijo— a la teoría que acabáis de oír, sino la aplicación que de ella podría hacerse a algún cometa ya conocido. Últimamente se ha recordado el ejemplo del de 1811. Pues bien, supongamos que otro de análogas dimensiones que ese nos llegue precisamente de cara en nuestro movimiento circular alrededor del Sol. El proyectil terrestre penetraría en la nebulosa cometaria sin experimentar probablemente resistencia muy sensible. Aun admitiendo que esta resistencia fuera muy débil y la densidad del núcleo del cometa despreciable, nuestro globo tardaría en atravesar esa cabeza cometaria de un millón ochocientos mil kilómetros de diámetro nada menos que 25 mil segundos, esto es, 417 minutos, o sea 6 horas 57 minutos o, en números redondos, siete horas… con esta velocidad cien veces mayor que la de una bala de cañón y, continuando la rotación sobre sí misma que constituye el movimiento diurno. El choque empezaría a eso de las seis de la mañana para el meridiano de enfrente. ”Semejante zambullidura en el océano cometario, por etéreo que se suponga a este mar celeste, no podría ocurrir sin tener como primera e inmediata consecuencia, en virtud de los principios termodinámicos que acaban de recordarse, una elevación tal de temperatura que verosímilmente ardería toda nuestra atmósfera. Me parece que en este caso particular, el peligro sería formidable. ”Semejante espectáculo sería grandioso para los habitantes de Marte, o mejor aún para los de Venus; sí, sería un espectáculo celeste verdaderamente admirable y, aunque más maravilloso por la distancia de la Tierra a que nuestros vecinos se encuentran, análogo a los que nosotros hemos contemplado ya en los cielos. ”El oxígeno del aire alimentaría ese incendio. Hay otro gas en que los físicos no piensan a menudo, por la sencilla razón de que nunca lo han encontrado en sus análisis, el hidrógeno. ¿Qué se ha hecho de todas las cantidades de hidrógeno emitidas por el suelo terrestre desde los millones de años de los tiempos prehistóricos? Siendo la densidad de ese gas dieciséis veces menor que la del aire, todo ha subido a lo alto y forma sin duda en torno de nuestra atmósfera aérea una envoltura atmosférica hidrogenada muy enrarecida. En virtud de la ley de la difusión de los gases, gran parte de este hidrógeno ha tenido que mezclarse íntimamente con el aire; pero las capas enrarecidas superiores deben contener grandes proporciones de él. Allí es donde se encienden las estrellas errantes y sin duda las auroras boreales, a más de cien kilómetros de altura. Observemos a este propósito que el oxígeno del aire que recibe el choque del cometa carbonado bastaría ampliamente para alimentar el fuego celeste. ”De manera que el fin del mundo ocurriría por medio del incendio atmosférico. Durante cerca de siete horas, o mejor dicho de un tiempo más largo, pues la resistencia cometaria no puede ser nula, habría transformación perpetua del movimiento en calor. Hidrógeno y oxígeno arderían, combinados con el carbono del cometa. El aire se elevaría a la temperatura de muchos centenares de grados; los bosques, los jardines, las plantas, las florestas, las moradas humanas, los edificios, las ciudades, aldeas, todo sería consumido rápidamente; el mar, los lagos y los ríos se pondrían a hervir; los hombres y los animales, sofocados por este hálito ardiente, morirían de asfixia antes de ser quemados, pues sus ansiosos pulmones no podrían respirar sino fuego. ”Casi inmediatamente quedarían todos los cadáveres carbonizados, incinerados, y en el inmenso incendio celeste, sólo el ángel incombustible del Apocalipsis podría hacer oír en los sonidos desgarradores de su trompeta el antiguo cántico de la muerte, que bajaría lentamente del cielo como un toque fúnebre: Dies irœ, dies illa! Solvet sœclum in favilla!
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”He ahí lo que podría ocurrir si un cometa como el de 1811 chocara con la Tierra.” Al oír estas palabras, el cardenal arzobispo de París se levantó y pidió la palabra. El sabio lo notó, le saludó cortésmente inclinándose, y esperó un instante, para oír la réplica de la eminencia. —No quiero —dijo aquel— interrumpir al digno orador, pero si la ciencia anuncia como preludio de un drama que podría indicar el fin de las cosas en la Tierra el incendio de los cielos, no puedo menos de hacer observar que la creencia universal de la Iglesia en dicho punto ha sido siempre esa precisamente. “Los cielos pasarán —dice san Pedro—, los elementos abrasándose se disolverán, y la Tierra arderá con cuanto hay en ella.” San Pablo anuncia la misma renovación por el fuego. Y nosotros invocamos constantemente en la misa de difuntos: Eum qui venturus est judicare vivos et mortuos et sœculum per ignem… Sí, Solvet sœclum in facilla. Dios reducirá a cenizas el universo. —La ciencia —contestó el secretario perpetuo— ha coincidido más de una vez con la adivinación de nuestros abuelos. El incendio devoraría primeramente las regiones terrestres con que chocará el cometa. Toda la parte del globo que mirase a la inmensa masa cometaria se quemaría antes de que los habitantes del otro hemisferio pudieran darse cuenta del cataclismo. El aire es mal conductor del calórico y este no se transmitiría enseguida al punto opuesto. ”Si nuestro hemisferio estuviera vuelto hacia el cometa en los primeros minutos del choque, que ocurriera supongamos en verano, entonces se encontrarían en las primeras filas de la batalla celeste el trópico de Cáncer, los habitantes de Marruecos, de Argelia, de Túnez, de Grecia y Egipto, mientras que los ciudadanos de Australia, de Nueva Caledonia y de las islas de Oceanía serían los más favorecidos. Pero habría tal aspiración de aire en el horno europeo, que un viento de tempestad, más violento del que se ha visto en los más horribles huracanes, más formidable aún que la corriente de 400 kilómetros por hora que reina constantemente en el ecuador de Júpiter, soplaría desde los antípodas hacia Europa, derribando todo a su paso. Al continuar la Tierra el movimiento de rotación sobre sí misma iría presentando sucesivamente en el eje del choque a los países situados al oeste del meridiano que recibió el primer contacto. Una hora después de Austria y de Alemania sería Francia; luego el océano Atlántico, la América del Norte, que no se presentaría en el mismo eje, algo oblicuo por la consecuencia de la marcha del cometa hacia su perihelio, sino cinco o seis horas después que Francia, esto es, a fines del paso. ”A pesar de la velocidad inaudita del cometa y de la Tierra, la presión cometaria no sería sin duda enorme, dado el enrarecimiento extremo de la sustancia a través de la cual pasaría nuestro globo; pero como esta sustancia, que contiene principalmente carbono, es combustible y está en la exaltación de sus ardores perihélicos, se ve con frecuencia que los astros por ella formados agregan una luz propia a la que reciben del Sol: se vuelven incandescentes. ¡Qué sería en el choque terrestre! La inflamación de las estrellas erráticas y de los bólidos, la fusión superficial de los uranolitos que llegan ardiendo a la superficie del suelo, todo nos induce a pensar que el primero y más considerable efecto del choque sería calor intensísimo, lo que no impediría evidentemente que los elementos sólidos del núcleo del cometa deshicieran los puntos con que tocaran al pasar, llegando tal vez a dislocar un continente entero. ”Hallándose el globo terrestre envuelto enteramente por la masa cometaria, durante unas siete horas, girando la Tierra en ese gas incandescente, el aire aspirado soplando con violencia sobre el foco del incendio, el mar poniéndose a hervir y llenando la atmósfera de vapores, una lluvia cálida cayendo de las cataratas celestes, la tempestad suspendida en todas partes, las deflagraciones eléctricas del rayo lanzando repetidas centellas, el retumbar del trueno agregándose a los bramidos del huracán y la antigua luz de los hermosos días terrestres dejando el puesto a la coloración lúgubre y cenicienta de la atmósfera rojiza, no tardaría el planeta entero en ser invadido por el eco del fúnebre espectáculo y el cataclismo se haría universal, aunque la muerte de los habitantes de los antípodas se diferenciaría probablemente de la de los primeros. En vez de ser consumidos inmediatamente por el fuego celeste, morirían sofocados por el vapor, o por el predominio del nitrógeno —dada la disminución rápida del oxígeno— o envenenados por
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el óxido de carbono; el incendio no haría más que incinerar los cadáveres, al paso que los europeos y los africanos habrían sido quemados vivos. La conocida tendencia del óxido de carbono a absorber el oxígeno habría sido sin duda una sentencia de muerte inmediata para los humanos más distantes del punto de partida del cataclismo. ”He tomado como ejemplo el cometa histórico de 1811; pero me apresuro a decir, para terminar, que el actual parece incomparablemente menos denso.” —¿Se está bien seguro —preguntó desde un palco una voz conocida (era la de un miembro ilustre de la Academia de los químicos)—, se está bien seguro de que el cometa se encuentra compuesto esencialmente de óxido de carbono? ¿No se han encontrado también en las observaciones espectroscópicas las rayas del nitrógeno? Si fuera protóxido de nitrógeno, el resultado de la mezcla de la atmósfera cometaria con la nuestra podría ser la anestesia de los terrestres. Todo el mundo se dormiría, quizás para no volver a despertarse, si la suspensión de las funciones vitales durara sólo un poco más de tiempo que en nuestras operaciones quirúrgicas. Lo mismo ocurriría si el cometa estuviera compuesto de cloroformo o de éter. Ese sería un fin bastante tranquilo. ”Menos lo sería —agregó— si el cometa absorbiera el nitrógeno en vez del oxígeno, pues esta extracción gradual o total del primero produciría rápidamente en los habitantes de la Tierra, hombres, mujeres, niños, ancianos, un cambio de humor que no tendría nada de desagradable: al principio una serenidad encantadora, después verdadero júbilo, y al fin alegría universal, ruidosa expansión —una exaltación febril— y por último el delirio, la locura, y según todas las posibilidades una danza fantástica que terminaría con la muerte súbita de todos los seres, en la apoteosis de insensato desenfreno y en una sobrexcitación de los sentidos… ¿Sería este un fin trágico?…” —La discusión sigue abierta —replicó el secretario perpetuo—; lo que he dicho de las consecuencias incendiarias posibles del encuentro se aplicaría al choque directo con un cometa análogo al de 1811; el que nos amenaza es menos colosal y su choque no sería directo sino oblicuo. Me inclino a creer, con los astrónomos que me han precedido en esta tribuna, que el resultado probable en el caso presente será un sencillo fuego artificial. Mientras el orador hablaba entró en la sala una señorita de la Administración Central de Teléfonos, conducida por un mono domesticado y se precipitó con la rapidez del relámpago hacia el sillón del presidente para entregarle en propia mano un sobre internacional cuadrado de gran tamaño. Era un despacho expedido por el Observatorio del Gaorisankar y contenía solamente estas palabras: “Habitantes de Marte envían mensaje fotofónico. Quedará descifrado dentro de unas horas.” —Señores —dijo el presidente—, veo que muchos oyentes consultan sus relojes y me parece como a ellos que nos es materialmente imposible agotar en esta sesión el orden del día de este importante debate, en que deben tomar parte todavía representantes eminentes de la geología, de la historia natural y de la geonomía. Además, el despacho que acabo de leeros introducirá sin duda un nuevo elemento en el problema. Van a dar las seis. Propongo una sesión complementaria para esta misma noche a las nueve; es probable que para entonces hayamos recibido de Asia la traducción del mensaje marciano. Por lo demás, ruego al director del Observatorio que se mantenga en comunicación telefónica con el Gaorisankar. En el caso de que el despacho no haya sido descifrado a las nueve, el señor presidente de la Sociedad Geológica de Francia podría abrir la sesión exponiendo el estudio que acaba precisamente de terminar sobre “El fin natural del mundo terrestre”. En este momento se interesa todo el mundo con pasión en cuanto se refiere a este capitalísimo asunto, sea que deba depender de la misteriosa amenaza suspendida actualmente sobre nuestras cabezas, sea que su advenimiento deba producirse por otras causas calculables.
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Capítulo 4
Cómo acabará el mundo
La multitud inmovilizada a las puertas del Instituto, se abrió para dejar paso a la salida de los oyentes, apresurándose todos a conocer el resultado de la sesión. Por lo demás, este resultado había transpirado sin saberse de qué manera, después del discurso del director del Observatorio de París, y circulaba entonces el rumor de que el choque con el cometa no sería probablemente tan fatal como se temía. Además, unos carteles inmensos, pegados en las esquinas de todo París, daban la noticia de estar funcionando de nuevo la Bolsa de Chicago. Esto comunicó alientos imprevistos a los negocios y a las esperanzas de la vida normal. He aquí lo ocurrido. Después de rodar como una bola desde lo alto al fondo del hemiciclo, el príncipe de la banca que salió de un modo brusco, suficiente para llamar la atención de nuestros lectores, se precipitó en aerocab a sus oficinas del boulevard Saint-Cloud y manifestó por teléfono a su socio en Chicago que acababan de comunicarse al Instituto de Francia nuevos cálculos según los cuales no debía de tener el acontecimiento cometario la gravedad anunciada, que iban a animarse otra vez los negocios y que era necesario volver a abrir fuese como fuera la Bolsa Central Americana y comprar cuantos títulos se presentaran, sin distinción de clase. Cuando en París son las cuatro de la tarde, son las diez de la mañana en Chicago. El banquero estaba almorzando cuando recibió el fonograma de su pariente. No le fue difícil preparar la reapertura de la Bolsa y comprar algunos centenares de millones de títulos. La noticia de funcionar el establecimiento mencionado en Chicago se comunicó de seguida a París, donde hubiera sido muy tarde para intentar el mismo golpe; pero sí se podía preparar el del día siguiente mediante nuevas combinaciones bursátiles. El público creyó sencillamente en un movimiento personal y espontáneo de los americanos en favor de los negocios y, asociando este hecho con la impresión satisfactoria del precedente debate, se entregó otra vez a las dulzuras de la esperanza. Sin embargo, no por esto acudió presuroso a la sesión de la noche; la concurrencia fue tan grande como a la de las tres de la tarde, y sin un servicio especial de guardias de Francia, no habrían podido los oyentes privilegiados llegar a las puertas del palacio. Era ya de noche y el cometa imperaba deslumbrador, más brillante, más extenso, más amenazador que nunca, y si aproximadamente la mitad de los seres humanos parecía algo tranquila, la otra seguía agitada y llena de impaciencia. El auditorio era el mismo que por la tarde, pues todos deseaban conocer inmediatamente los resultados de esta discusión pública general entre los sabios más autorizados y eminentes sobre la suerte reservada a nuestro planeta por los accidentes celestes o por la llegada tranquila de una muerte natural. Sin embargo, se notaba la ausencia del cardenal arzobispo de París, llamado súbitamente a Roma por el papa para asistir a un concilio ecuménico y que salía aquella noche por el tubo París-Roma-Palermo-Túnez. —Señores —dijo el presidente—, todavía no hemos recibido la traducción del despacho marciano anunciada por el Observatorio del Gaorisankar; pero podemos abrir la sesión inmediatamente para oír las importantes comunicaciones que tienen anunciadas los señores presidente de la Sociedad Geológica y secretario perpetuo de la Academia Meteorológica. El primero de estos señores tiene la palabra.
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El orador, que estaba ya en la tribuna, se expresó en los términos siguientes, taquigrafiados con exactitud por una joven geóloga de la Nueva escuela. —La considerable audiencia que asiste a estos debates, la emoción que observo pintada en todos los rostros, la impaciencia con que esperáis las discusiones a que no tardaremos en asistir, todo me movería, señores, a abstenerme de exponeros la opinión a que me han llevado mis estudios en lo relativo al problema actualmente planteado sobre la superficie entera de nuestro globo, y a dejar la palabra a talentos más imaginativos y audaces que el mío. Pues yo no creo que el fin del mundo esté próximo, y la humanidad, en vez de verlo llegar esta semana, lo esperará aún probablemente durante… muchos millones de años… sí, señores, he dicho millones y no miles. ”Podéis notar que disfruto en estos momentos de tranquilidad perfecta, y no tengo el mérito de Arquímides cuando fue degollado por el soldado romano del sitio de Siracusa, mientras trazaba sereno en el suelo sus figuras geométricas, pues él conocía el miedo y lo olvidaba; yo no creo que suceda nada. ”No os sorprenderá, por consiguiente, oírme exponer con mucha calma ante vosotros la teoría del fin natural de nuestro mundo por la nivelación muy lenta de los continentes y la sumersión gradual de las tierras invadidas por las aguas… Pero quizás valdría más que dejásemos esta disertación para la semana próxima… pues ni por un momento dudo de que entonces podamos estar aquí todos —o casi todos— para platicar sobre las grandes épocas de la Naturaleza.” El orador se detuvo un instante; pero el presidente, puesto en pie dijo: —Querido y eminente colega, todos estamos aquí para oíros. Felizmente se ha calmado el pánico de los últimos días, y ya se espera que el próximo 14 de julio pasará sin daño. Sin embargo, hay más interés que nunca por todo lo que se refiere al gran problema, y ninguna palabra puede ser oída con más respeto que la del ilustre autor del clásico Tratado de Geología. —Pues bien, señores—continuó diciendo el presidente de la Sociedad Geológica de Francia—, he aquí cómo moriría el mundo de muerte natural, si nada altera el curso natural de las cosas, según parece probable, toda vez que los accidentes son raros en el orden del cosmos. La naturaleza no da saltos bruscos, los geólogos han dejado de creer en las revoluciones súbitas, en los trastornos del globo, pues han aprendido que todo marcha gradualmente por lenta evolución. En geología, las causas actuales son permanentes. ”Si el imaginarse a nuestro globo destruido en una catástrofe universal es dramático, no tiene de seguro el mismo carácter considerar la simple acción de las fuerzas que hoy trabajan y amenazan igualmente a nuestro planeta con inevitable destrucción. ¿No padecen acaso nuestros continentes de indefinida inestabilidad? ¿Cómo se podría, a menos de una iniciación apropiada, poner en duda la permanencia indefinida de esta tierra, que ha albergado tantas generaciones antes de la nuestra y en la cual prueban los monumentos de la más remota antigüedad que si han llegado hasta nosotros convertidos en ruinas no es porque el suelo haya dejado de sostenerlos, sino porque han sufrido las injurias del tiempo y principalmente las del hombre? Por lejos que lleguen las tradiciones históricas, siempre encontramos a los ríos corriendo en el mismo cauce actual, a las montañas elevándose a idéntica altura; y por algunas desembocaduras que se obstruyen, por algunos derrumbamientos que sobrevienen acá y acullá, su importancia es tan escasa, relativamente a la enorme masa de continentes, que parece superfluo buscar ahí el pronóstico de una destrucción final. ”Así puede raciocinar el que no lanza sobre el mundo exterior más que una mirada superficial e indiferente; pero muy distintas serán las conclusiones del observador acostumbrado a escrutar, con vista sagaz, las modificaciones, siquiera aparentemente sean insignificantes, que se producen en torno suyo. Por poco que sepa ver, sorprenderá a cada paso en acción los signos de una lucha incesante, entablada por
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las potencias exteriores de la Naturaleza contra cuanto sobresale por encima de ese inflexible nivel del océano, debajo del cual reinan el silencio y el reposo. Así, en un punto es el mar que hiere furiosamente sus riberas y las hace retroceder de siglo en siglo. En otro son pedazos de montañas que se derrumban, destruyendo en pocos minutos pueblos enteros y sembrando la desolación en los más risueños valles. O bien son conos volcánicos contra los cuales se encarnizan las lluvias tropicales, practicando en ellos profundas cañadas, que un día se desmoronan dejando sólo ruinas en vez de los antiguos gigantes. ”Más silenciosa pero no menos eficaz es la acción de esos grandes ríos, como el Ganges y el Mississipi, que arrastran aguas muy cargadas de partículas en suspensión. Cada uno de esos corpúsculos, que turban la limpidez de su vehículo líquido, es un fragmento arrebatado a la tierra firme. Lentamente, pero seguramente sus olas llevan al gran depósito del mar lo que la superficie del suelo ha perdido, y los residuos que se presentan un día acumulados en el delta no son nada comparados con los que recibe el mar para dispersarlos en sus abismos. ¿Cómo podría el pensador, testigo presencial de obra semejante, y que conoce su persistencia a través de siglos infinitos, no adoptar la idea de que, en realidad, los ríos y las olas del océano trabajan sin descanso en la destrucción de la tierra firme? ”Esta conclusión es confirmada enteramente por la geología, que nos hace ver en la extensión entera de los continentes atacada sin descanso la superficie del suelo, ya por las variaciones de la temperatura, ya por las alternativas de humedad y de sequía, de las heladas y del deshielo, ya por la incesante acción de los gusanos o de los vegetales. De ahí un proceso de desagregación, que acaba por reblandecer hasta las rocas más compactas hasta que sus fragmentos sean bastante pequeños para obedecer a la gravedad, principalmente cuando las lluvias intervienen y facilitan su descenso. De esta manera van andando, primero por las pendientes y la madre de los torrentes, donde se gastan y se transforman poco a poco en cantos rodados, arenas y cienos, y después por los ríos que todavía conservan, a lo menos durante sus crecidas, poder suficiente para mover esos pequeñísimos materiales y llevarlos hasta sus desembocaduras. ”Fácil es prever cual debe ser el resultado final de semejante acción. La gravedad, constantemente en acción, no queda satisfecha sino cuando los materiales sometidos a su imperio acaban por tomar la posición más estable. Pues bien, semejante cosa no ocurre sino el día en que esos materiales no pueden bajar más. En consecuencia, llegarán a desaparecer las pendientes que se dirigen hacia el océano, depósito común donde termina toda potencia de transporte, y las partículas arrebatadas a los continentes se diseminarán en el fondo del mar. Resumiendo, es el aplanamiento completo de la tierra firme o, hablando con más propiedad, la destrucción de todo relieve continental. ”Compréndese primero sin dificultad que en las inmediaciones de las desembocaduras, marcarán el relieve final de la tierra firme llanuras casi horizontales. ”El resultado de la erosión por las aguas corrientes debe ser producir en las líneas de separación de un país aristas agudas, al lado de terrenos casi enteramente planos, entre los cuales no podría mantenerse, en último análisis, ningún relieve superior a unos cincuenta metros. ”Pero las aristas agudas que esta concepción deja subsistir en las líneas divisorias de las cuencas no podrían durar mucho tiempo, porque la gravedad, la acción del aire, la de las infiltraciones y variaciones de temperatura, bastarían para provocar su derrumbamiento. Así, es legítimo afirmar que el término que debe terminar por fuerza la erosión continental es el aplanamiento completo de la tierra firme, reducida de este modo a tener un nivel apenas superior al de las desembocaduras de los ríos.” El coadjutor del arzobispo de París, que ocupaba su puesto en la tribuna de los funcionarios supremos, se levantó y dijo, mientras el orador hacía una pausa: —De esa manera se confirmarán literalmente las palabras de la Escritura: “Todo valle se rellenará; toda montaña y toda colina bajará”.
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—Si nada viene a modificar en un momento dado —continuó el geólogo— las condiciones recíprocas de la tierra firme y del océano, no es posible escapar a esta conclusión de que el relieve continental está fatalmente condenado a desaparecer. ”¿Cuánto tiempo se necesitará para esto? ”Si extendiéramos uniformemente las montañas todas, la tierra firme tendría el aspecto de una meseta que sobresaldría 700 metros aproximadamente sobre el nivel del mar. ”Admitiendo que la superficie total de los continentes sea de 145 millones de kilómetros cuadrados, resultará que el volumen de la masa continental superior al nivel de las aguas puede calcularse en 145 000 000 × 0.7 o 101 500 000, es decir, en números redondos, cien millones de kilómetros cúbicos. Tal es la provisión, de seguro respetable, pero no indefinida, contra la cual va a ejercitarse la acción de las potencias exteriores de destrucción. ”Puede considerarse, que todos los ríos juntos acarrean cada año al mar unos 23 mil kilómetros cúbicos de agua (o dicho de otro modo, 23 mil veces un billón de metros cúbicos). Teniendo en cuenta la relación admitida de 38 partes de materias sólidas por cien mil de líquidas, ese rendimiento representa un volumen de partículas materiales igual a diez kilómetros cúbicos y 43 centésimos. Este número es respecto del volumen total de los continentes como uno es a 9 730 000. Si la tierra firme fuera una meseta firme de 700 metros de altura, perdería nada más que por la causa indicada, una capa de siete centésimos de milímetro poco más o menos al año, es decir, un milímetro en catorce años o siete milímetros por un siglo. ”He ahí un valor aritmético, que expresa el resultado actual de la erosión continental. Aplicándolo al conjunto de los continentes, se encuentra que esa causa por sí sola destruiría en menos de diez millones de años la masa entera de las tierras que sobresalen por encima de las aguas. ”Pero la lluvia y las aguas corrientes no son las únicas que actúan sobre la superficie del globo, sino que además hay otros factores que contribuyen a la destrucción progresiva de la tierra firme. El primero es la erosión marina. ”Es difícil elegir mejor tipo de este fenómeno que las costas británicas, pues su situación las expone al asalto de los mares atlánticos, impulsados por los vientos del sudoeste y que llegan con violencia no amortiguada en su camino por ningún obstáculo. Pues bien, el retroceso medio de las costas inglesas es ciertamente inferior a tres metros por siglo. Apliquemos esta proporción a todas las riberas marítimas y veamos el resultado. ”Cabe proceder en este cálculo de dos maneras. La primera consiste en valorar la pérdida de volumen que representa para la totalidad de las orillas la pérdida de tres centímetros al año. Para esto se necesita conocer su desarrollo y también su altura media. Dicha extensión es en el globo entero de unos doscientos mil kilómetros; en cuanto a la altura de las costas sobre el nivel del mar es seguramente exagerado fijarla en cien metros por término medio. En consecuencia, un retroceso de tres centímetros representa una pérdida anual de tres metros cúbicos por metro lineal, o sea, para doscientos mil kilómetros de costas 600 millones de metros cúbicos, lo que equivale solamente a seis décimos de kilómetro cúbico. En otros términos, la erosión marina no viene a representar más que la diecisieteava parte de las aguas meteorológicas. ”Se objetará quizás a este modo de proceder que como la altura va aumentando desde las orillas a la parte central de los continentes, el mismo retroceso debería corresponder con el tiempo a mayor pérdida de volumen. ¿Es fundada esta objeción? No, porque el trabajo de las lluvias y las aguas corrientes, que tiende por sí mismo según se ha visto hacia el aplanamiento completo de las superficies, continuará marchando paralelamente con la acción de las olas.
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”Por otra parte, siendo la superficie de la tierra firme de 145 millones de kilómetros cuadrados, un círculo de igual área debería medir 6 800 kilómetros de radio. Pero la circunferencia de este círculo no tendría más de 40 mil kilómetros, es decir que el mar tendría sobre el contorno cinco veces menos acción que tiene hoy, gracias a las penetraciones y salidas de las costas, que elevan a doscientos mil kilómetros la longitud de estas. Se puede admitir, en consecuencia, que el trabajo de erosión marina en nuestra tierra firme se efectúa cinco veces más de prisa que sobre un círculo equivalente. Esta evaluación representa de seguro un máximum, pues es lógico suponer que, una vez corroídas por el mar las penínsulas estrechas, la relación del perímetro a la superficie iría disminuyendo más y más, con lo cual tendría menos eficacia la acción de las olas. En todo caso, puesto que a razón de tres centímetros por año, un radio de 6 800 kilómetros está condenado a desaparecer en 226 600 000 años, la quinta parte de esta cifra, o sea unos 45 millones de años representarían el mínimum del tiempo necesario para la destrucción de la tierra firme por las olas marinas; esto sería apenas superior, como intensidad, a la quinta parte de la acción continental. ”El conjunto de las acciones mecánicas parece en consecuencia hacer perder cada año a la tierra firme un volumen de doce kilómetros cúbicos, lo que, para un total de cien millones, causaría la destrucción completa en un poco más de ocho millones de años. ”Sólo que aún distamos mucho de haber terminado el análisis de los fenómenos destructores de la masa continental. El agua no se reduce a un agente mecánico, sino que es también un instrumento de disolución, instrumento mucho más eficaz de lo que podría creerse, en razón de la proporción bastante notable de ácido carbónico que contienen todas las aguas, ya lo tomen de la atmósfera, ya lo obtengan por la descomposición de las materias orgánicas del suelo. Estas aguas, que circulan a través de todos los terrenos se cargan en ellos de sustancias que toman, mediante un verdadero ataque químico, a los minerales de las rocas que encuentran a su paso. ”El agua de los ríos contiene unas 182 toneladas de sustancias disueltas por cada kilómetro cúbico. El conjunto de los ríos lleva cada año al mar cerca de cinco kilómetros cúbicos de sustancias disueltas. De modo que ya no parecen ser doce sino diecisiete kilómetros cúbicos los que pierde cada año la tierra firme, por las distintas influencias que trabajan en su destrucción. Siendo así las cosas, el total de cien millones desaparecería, no ya en ocho, sino en un poco menos de seis millones de años. ”Y aún va a sufrir este número atenuación notable. En efecto, no debe olvidarse que los sedimentos introducidos en el mar ocupan en este el lugar de cierta cantidad de agua y que, por consecuencia de este hecho, el nivel del océano debe elevarse, al revés de la plataforma continental que baja, acelerándose así la desaparición final. ”La medida de este movimiento es fácil de precisar. En efecto, por cada sección horizontal que pierde la meseta supuesta uniforme, precisa que el mar se eleve una cantidad igual que el volumen de la capa marina correspondiente sea exactamente igual al volumen de sedimentos depositados, es decir, al de la sección horizontal de tierra destruida. El cálculo prueba que la pérdida en volumen sube, en números redondos, a veinticuatro kilómetros cúbicos. ”Probada de este modo una pérdida anual de 24 kilómetros cúbicos, ¿vamos a poder deducir el tiempo que sería necesario, dado el mantenimiento indefinido de las condiciones actuales, para producir la desaparición completa de todo relieve continental? ”Seguramente, señores, a esto hemos llegado, pues analizando la objeción que podría hacerse a propósito de las erupciones volcánicas, se descubre que estas contribuyen más bien a la desagregación. ”Nos parece, pues, que se puede aceptar sin escrúpulo, como base de cálculo, la cifra de veinticuatro kilómetros cúbicos. Y entonces, como esa cifra está contenida 4 166 666 veces en la de cien millones que
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representa el volumen continental, estamos autorizados a afirmar que sólo la acción de las causas actuales, en el caso de seguir sin ningún movimiento distinto del suelo, bastaría para producir, en el periodo de cuatro millones de años aproximadamente a partir de hoy, la desaparición total de la tierra firme. ”Pero esta desaparición del relieve continental, si bien puede preocupar a un geólogo y a un pensador, no es uno de esos acontecimientos que deban llenar de inquietud a nuestras generaciones; ni nuestros hijos, ni nuestros descendientes en varios grados podrán notar los progresos de la erosión de manera sensible. Si queréis permitirme que termine esta conferencia con una… ocurrencia, añadiré que el colmo de la previsión sería construir desde ahora una nueva arca para poder salvarse de las consecuencias de ese futuro diluvio universal.” Tal fue la tesis sostenida con tanta fuerza de razonamiento por el presidente de la Sociedad Geológica de Francia. Esta exposición lenta y tranquila de las acciones seculares de los agentes naturales, que abría un porvenir de cuatro millones de años a las esperanzas de la vida terrestre, tuvo por resultado descargar los sistemas nerviosos sobrexcitados por los temores cometarios. La asistencia presentaba el aspecto más tranquilo. Apenas bajó el orador de la tribuna, recibiendo muchos apretones de manos de sus colegas, cuando empezaron entre los grupos animadas conversaciones. Un viento de tranquilidad moral había soplado sobre los ánimos, y la gente hablaba del fin del mundo como de la caída de un ministerio o de la llegada de las golondrinas, sin pasión, con un sentimiento desinteresado por completo. Un acontecimiento, aunque sea fatal, que se aplaza cuarenta mil siglos, no conmueve a nadie poco ni mucho. Pero el secretario general de la Academia Meteorológica acababa de subir a la tribuna, y todo el mundo se dispuso a oírle con la misma simpática atención: —Señoras y señores. Voy a exponer ante vosotros una teoría diametralmente opuesta a la de mi eminente colega del Instituto, fundándola en hechos de observación no menos precisos y en un método de razonamiento no menos riguroso que el suyo. ”Sí, señores, diametralmente opuesta… ”… Opuesta, pero entendámonos, no en la apreciación del tiempo que la naturaleza reserva a la vida de la humanidad, sino sobre la manera como acabará el mundo, que tendrá, también a mi entender, un porvenir de muchos millones de años. ”Sólo que, en vez de ver a la tierra continental destinada a desaparecer bajo la invasión continua de las aguas y condenada a morir enteramente sumergida, la considero por el contrario destinada a morir de sequía, pues la cantidad de agua contenida en el globo va disminuyendo gradualmente de siglo en siglo. Un día vendrá en que no existirán los mares, ni las nubes, ni lluvias, ni fuentes, y en que la vida animal y vegetal perecerán, no ahogadas, sino por falta de agua. ”Efectivamente, este líquido disminuye en la superficie del globo; mares, lluvias, ríos y manantiales marchan a su extinción. Sin ir demasiado lejos a buscar mis ejemplos, os recordaré, señores, que en otro tiempo, al empezar el periodo cuaternario, el sitio donde París se extiende actualmente con sus nueve millones de habitantes, desde el monte San Germán hasta el confluente del Marna, estaba ocupado casi todo por las aguas, puesto que la colina de Passy a Montmartre y el Père Lachaise, la meseta de Montrouge al Panteón y el núcleo del monte Valeriano, eran los únicos que sobresalían por encima de la inmensa superficie líquida, las alturas de esas elevaciones no han aumentado, pero el agua ha disminuido. ”Lo mismo ocurre en todos los países del mundo y se comprende. Una cantidad de agua, muy pequeña, es cierto, respecto del conjunto, pero no despreciable, penetra a través de las profundidades del suelo, sea por el fondo de las cuencas marinas, siguiendo las hendiduras, las grietas y boquetes debidos a las dislocaciones y erupciones suboceánicas, sea en plena tierra firme, pues no toda el agua de la lluvia encuentra al empaparse en el suelo una capa de arcilla impermeable. En general, el agua de lluvia que no
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se evapora vuelve al mar por las fuentes, los arroyos y los ríos; pero para esto necesita que se encuentre una capa de tierra gredosa y que corra por ella siguiendo las pendientes. Cuando no hay capa impermeable, sigue penetrando por infiltración y va a saturar las rocas profundas. Esto es lo que se llama el agua de cantera. ”Este líquido se pierde para la circulación; combínase químicamente y constituye hidratos. Si la penetración es bastante profunda, el agua alcanza temperatura suficientemente elevada para transformarse en vapor y a esto se deben la mayor parte de los volcanes y temblores de tierra. Pero tanto en lo interior del suelo como al aire libre, una parte no despreciable de las aguas que toman parte en la circulación atmosférica se transforma en hidratos y también en óxidos; nada puede compararse con la humedad para que se efectúe la oxidación rápidamente. Fijados de este modo, los elementos del agua, el hidrógeno y el oxígeno dejan de estar combinados en estado líquido. Por otra parte, ¿no constituyen las aguas termales toda una circulación fluvial interior? ¿Y de dónde proceden si no es de la superficie? Pues no vuelven a ella, como tampoco al mar. ”Sea fijándose, sea combinándose, sea penetrando en las capas profundas del globo, el agua disminuye por consiguiente en la superficie de la tierra. E irá bajando cada vez más a medida que se disipe el calor terrestre. ”Los pozos de calor que se han practicado desde hace cien años en las cercanías de las principales ciudades del mundo y que suministran gratuitamente el necesario para los usos domésticos, se agotarán con la disminución de la temperatura interior. Llegará un día en que la Tierra se enfriará en su centro y ese día coincidirá con la desaparición casi total de las aguas. ”Por lo demás parece, señores, que esta deberá ser la suerte de los distintos cuerpos celestes de nuestro sistema solar. Nuestra vecina la Luna, que tiene masa y volumen muy inferiores a los de la Tierra, se ha enfriado más rápidamente y ha recorrido más de prisa las fases de su vida austral: sus antiguos mares, en que aún hoy se reconocen sus vestigios irrecusables de la acción de las aguas, están enteramente secos; nunca se observa allí la más ligera evaporación, ninguna nube, y el espectroscopio no revela ni señales de vapor de agua. Además, el planeta Marte, también menor que la Tierra, está sin contradicción posible más adelantado en su carrera, pues no contiene ningún océano digno de este nombre, sino sólo mediterráneos de escasa extensión, poco profundos, y unidos unos a otros por medio de canales. Es un hecho probado por la observación que en Marte hay menos agua que sobre la Tierra; las nubes son igualmente mucho más escasas allí y la atmósfera es más seca; los fenómenos de evaporación y condensación se efectúan en el mencionado planeta más rápidamente que aquí, como lo prueba el hecho de que sus nieves polares presentan, según las épocas del año, variaciones mucho más extensas que las nieves terrestres. Añadiré igualmente que el planeta Venus, más joven que la Tierra, está rodeado por inmensa atmósfera, constantemente cargada de nubes. En cuanto al colosal Júpiter, sólo se descubren en él por decirlo así masas de vapores. De esta manera, los cuatro mundos que mejor conocemos, confirman todos el hecho de una disminución secular de las aguas. ”Tengo la satisfacción de hacer observar, con este motivo, que la tesis de la nivelación general sostenida por mi ilustrado colega es confirmada por el estado actual del planeta Marte. El eminente geólogo nos decía hace un momento que, por efecto del trabajo secular de los ríos, el relieve final de la tierra firme estará constituido en lo futuro por llanuras casi horizontales. Esto ha sucedido ya en Marte. Las playas cercanas al mar son inundadas fácil y frecuentemente, según sabe todo el mundo. De una estación a otra quedan en seco o se sumergen bajo pequeña cantidad de agua centenares de miles de kilómetros cuadrados. Así se observa principalmente en las riberas orientales del mar del Arenero. Sin embargo, en la Luna no se efectuó la nivelación, tal vez por haber faltado el tiempo, y porque antes de su consumación no quedaban allí ya ni aguas ni vientos. Por lo demás, la gravedad tiene en nuestro satélite muy escasa acción.
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”Es, por consiguiente, cierto que si bien la Tierra experimenta de siglo en siglo una nivelación fatal, como lo ha hecho ver de manera perfecta mi eminente colega, también sufre al mismo tiempo disminución gradual en la cantidad de agua que posee. Según las apariencias, esta disminución corre paralelamente con la nivelación. A medida que el globo irá perdiendo su calor interno y enfriándose, tendrá sin duda la suerte de la Luna y se resquebrajará. La extinción absoluta del calor terrestre tendrá como resultado producir contracciones, huecos interiores donde penetrará el agua de los océanos, sin transformarse en vapor, y será absorbida y se combinará con las rocas metálicas en estado de hidrato de óxido de hierro. La cantidad de agua disminuirá indefinidamente tal vez hasta su desaparición total. Los vegetales carecerán de su alimento esencial, se transformarán y acabarán por agotarse. Las especies animales se transformarán igualmente, mas siempre quedarán herbívoros y carnívoros, y los primeros irán desapareciendo gradualmente, provocando la muerte inevitable de los otros, hasta que al final la especie humana misma, a pesar de sus transformaciones, morirá de hambre y de sed, en el seno de la tierra sin agua. ”Cabe en consecuencia, señores, deducir de lo expuesto que el fin del mundo no sobrevendrá por causa de un nuevo diluvio, sino por la disminución del agua. Sin este líquido es imposible la vida terrestre. El agua constituye la parte esencial de todos los cuerpos vivos, y el mismo cuerpo humano la contiene en la enorme proporción de 70 por 100. Sin ella no pueden existir plantas y animales. Sea en estado líquido, sea en el de vapor, gobierna enteramente la vida del planeta. Suprimirla equivaldría a una sentencia de muerte, que dictará la naturaleza… en una docena de millones de años. Agregaré que la nivelación no estará terminada antes. El señor presidente de la Sociedad Geológica de Francia ha tenido cuidado de hacer observar que sus cuatro millones de años se aplican a la hipótesis de que las causas actuales de la destrucción de la tierra firme actuarán siempre en el mismo grado que hoy, sin que nada venga nunca a perturbar su acción y, por otra parte, enseña que las manifestaciones de la energía interior no pueden cesar desde este momento. De ahora a entonces se observarán muchos levantamientos del terreno y creación de otros nuevos por la acumulación de materias en los deltas, por las islas volcánicas y madrepóricas, etc. El periodo indicado no representa, según esto, más que un mínimum.” De este modo habló el secretario general de la Academia Meteorológica. El auditorio oyó estas dos disertaciones con no interrumpida atención, manifestando con su actitud que estaba enteramente tranquilo respecto de la suerte de la Tierra: parecía haberse olvidado enteramente del cometa. —La señora presidenta de la Sociedad de Física tiene la palabra. Al oír esta frase se dirigió a la tribuna una señora joven muy elegante y vestida con perfecto buen gusto. —Mis dos ilustrados colegas —dijo sin andarse en exordios superfluos—, tienen razón ambos, puesto que por una parte es indiscutible que los agentes meteóricos, ayudados por la gravedad, nivelan insensiblemente el globo terrestre, cuya corteza exterior va haciéndose más gruesa y sólida cada día, y que por otra la cantidad de agua disminuye de siglo en siglo en la superficie de nuestro planeta. Estos son dos puntos que la ciencia puede considerar como demostrados. Sin embargo, señores, me parece que el fin del mundo no tendrá por causa ni la submersión de los continentes ni la falta de agua que sostenga la vida de las plantas y de los animales. Esta nueva declaración, este anuncio de otra nueva hipótesis, pareció inspirar al auditorio asombro rayano en estupefacción. —Tampoco pienso —se apresuró a añadir la distinguida disertante— que se encargue de esa catástrofe postrera el cometa, pues creo, como los dos eminentes preopinantes, que los mundos no mueren de accidentes sino de vejez. ”Sí, señores, el agua disminuirá sin duda —continuó diciendo—, y tal vez acabará por desaparecer enteramente; pero lo que producirá el fin de las cosas no será esta falta de agua por sí misma, sino sus
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consecuencias climatológicas. La disminución del vapor de agua en la atmósfera será causa del enfriamiento general, y mis estudios me han llevado a la conclusión de que la humanidad perecerá por el frío. ”No tengo que enseñar a nadie aquí que la atmósfera terrestre respirable está compuesta de 79 por 100 de nitrógeno, de 20 por 100 de oxígeno, y que la centésima parte está constituida por vapor de agua, en un cuarto de centésimo aproximadamente, por ácido carbónico en la proporción de tres diezmilésimos, por el ozono u oxígeno electrizado, el amoníaco, el hidrógeno y algunos gases más en cantidad infinitamente pequeña. El nitrógeno y el oxígeno forman, en consecuencia, 99 centésimos y el vapor de agua la cuarta parte del centésimo restante. ”Pero, señores, en lo que toca a la vida vegetal y animal, ese cuarto de centésimo de agua es de la mayor importancia, y no vacilo en afirmar que, tratándose de clima y de temperatura, esa pequeña cantidad de vapor es más esencial que el excedente de la atmósfera. ”Las ondas de calor que llegan del Sol a la Tierra, que calientan el suelo y que después emanan de este para difundirse por el espacio a través de la atmósfera, tropiezan en su camino con los átomos de oxígeno y de nitrógeno y con las moléculas de vapor de agua diseminadas en el aire. Estas moléculas se encuentran tan distantes unas de otras (pues no representan la centésima parte del espacio ocupado por las otras) que podría pensarse que, si el calor se conserva, es más bien por el nitrógeno y el oxígeno que por el vapor de agua. En efecto, si consideramos los átomos en particular, vemos que por 200 de oxígeno y de nitrógeno hay apenas uno de vapor acuoso. Pues bien, ese sencillo átomo tiene 80 veces más energía, más valor efectivo para conservar el calor radiante que los doscientos de oxígeno y de nitrógeno. En consecuencia, una molécula de vapor de agua es 16 mil veces más eficaz que otra de aire seco para absorber el calor, como para emitirlo, pues ambos poderes son recíprocos y proporcionales. Disminuid en proporción considerable esas moléculas invisibles de vapor de agua, y la Tierra se hace inmediatamente inhabitable no obstante el oxígeno: todas las zonas, sin excluir el ecuador y los trópicos, pierden de pronto el calor que les permitía vivir y se ven condenadas al clima de las altas montañas coronadas de nieves eternas; en vez de las plantas frondosísimas, de las flores y de los frutos, de las aves y de los nidos, de la vida que pulula en el globo y en las aguas, en vez de los murmuradores arroyos, de los ríos límpidos, de los lagos y de los mares, sólo encontramos en torno nuestros hielos inmóviles en medio de un inmenso desierto… Y cuando digo nosotros, señores, comprendéis mi pensamiento, pues es indudable que no permaneceríamos aquí mucho tiempo para verlo, toda vez que la sangre también se congelaría en nuestras arterias y venas y que los corazones humanos cesarían pronto de latir. He ahí cuáles serían las consecuencias de la supresión de este vapor acuoso que, difundido por nuestra atmósfera, actúa como una estufa protectora y benéfica para la vida terrestre entera. ”Los principios de la termodinámica demuestran que la temperatura del espacio es de 273º bajo cero. He ahí el frío glacial en que se adormecerá nuestro planeta cuando se vea privado del vestido aéreo que lo envuelve a la hora presente en su tejido protector. ”Tal es la suerte reservada a la Tierra por la disminución gradual del agua que existe en la superficie. Esta muerte por el frío es inevitable, ni nuestra morada dura bastante tiempo para esperarla. ”Semejante fin es tanto más cierto cuanto que no sólo disminuye el vapor de agua, sino también los restantes elementos del aire, el oxígeno y el nitrógeno, en una palabra, la atmósfera entera. El oxígeno se fija y concreciona de manera insensible, por todos los óxidos que se forman perpetuamente en la superficie del globo; el nitrógeno por las plantas y los terrenos, no volviendo nunca al estado gaseoso; la atmósfera penetra, gracias a su presión, a través de los océanos y de los continentes y llega a las regiones subterráneas. Poco a poco, de siglo en siglo, la envoltura gaseosa de nuestro globo disminuye. Así por ejemplo, en otro tiempo, durante el periodo primario, fue inmensa, las aguas cubrían enteramente el globo y únicamente los primeros levantamientos graníticos empezaban a surgir en el océano universal, estando
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el aire impregnado de una cantidad de vapor incomparablemente mayor que la de los tiempos modernos. Esto explica la elevada temperatura de esas épocas lejanas, cuando las plantas tropicales de nuestros días, los helechos arborescentes, así como las calamitas, las equisetáceas, las sigilarias, los lepidodendrones crecían en opulentos bosques tanto en el polo como en el ecuador. Hoy han disminuido considerablemente la atmósfera y el vapor de agua; en lo futuro están destinados a desaparecer. En Júpiter, que se encuentra todavía en su época primaria, la atmósfera es inmensa y está llena de vapores. En la Luna parece que no queda ya atmósfera ninguna; por tal motivo tiene temperaturas siempre inferiores a cero, aún cuando la azote en pleno sol. En Marte, la atmósfera está bastante más enrarecida que la nuestra. ”Por lo que es del tiempo necesario para traernos el reino del frío causado por la disminución de la atmósfera acuosa que envuelve al globo, adoptaré también los diez millones de años calculados por el orador preopinante. ”Tales son, señores, las etapas que la naturaleza parece haber trazado a la marcha vital de los mundos, por lo menos en el sistema planetario a que nosotros pertenecemos. Deduzco, pues, que la Tierra tendrá la suerte de la Luna y acabará por el frío cuando se encuentre despojada del traje aéreo que la pone actualmente a cubierto de la pérdida perpetua del calor que recibe el Sol.” El canciller de la Academia Colombiana, que había llegado el mismo día de Bogotá en aeronave eléctrica para asistir a estas discusiones, pidió la palabra. Todo el mundo sabía que era el fundador de un observatorio situado en la misma línea equinoccial, a tres mil metros de altura, desde el cual se dominaba el planeta entero y eran visibles a la vez ambos polos celestes; y nadie ignoraba que, en prueba de su simpatía hacia la Francia, puso a ese templo de Urania el nombre de un sabio francés que había consagrado su vida entera a estudiar los otros mundos, para darlos a conocer a las conciencias ilustradas y afirmar el papel preeminente de la astronomía en toda doctrina filosófica o religiosa. Su fama universal contribuyó también a que se le oyese con especialísima atención. —Señores —dijo apenas se vio en la tribuna—, hemos oído resumir de manera admirable en estas dos sesiones las curiosas teorías que la ciencia moderna puede presentar al espíritu humano relativamente a los distintos modos como podrá acabar nuestro mundo terrestre. El incendio de la atmósfera o la asfixia de nuestros pulmones, producidos por el choque del cometa que rápidamente se acerca; o bien, en lejano porvenir, la submersión de los continentes debida a su descenso general hacia el fondo de los mares; la sequía de la tierra y de la atmósfera por la disminución gradual del agua; y finalmente, el enfriamiento de nuestro infeliz planeta envejecido, en estado de luna caduca y helada. He ahí, si no me engaño, cinco clases de fines posibles. ”El señor director del Observatorio ha dicho que no creía en los primeros y que, a su entender, el choque con el cometa será casi inofensivo. Participo enteramente de su modo de ver, y deseo añadir ahora que, después de haber escuchado atentamente las sapientísimas disertaciones de mis eminentes colegas, tampoco creo en las otras tres. ”Señores, sabéis tan bien como nosotros —agregó el astrónomo colombiano—, que nada es eterno… Todo cambia en el seno de la inmensa naturaleza. Las yemas de la primavera se convierten en flores, estas se transforman en frutos, las generaciones se suceden y la vida realiza su obra. Es seguro que el mundo donde estamos acabará, puesto que ha empezado. Pero a mi entender, la causa de su agonía no será el cometa, ni el agua, ni la falta de este líquido. Creo que el problema se concentra por entero en la última frase del noble discurso que acaba de pronunciar nuestra elegante colega la señora presidenta de la Sociedad de Física. ”Sí, el Sol, en eso estriba todo. ”La vida terrestre está pendiente de los rayos del Sol. ¡Qué digo! No es más que una transformación del
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calor solar. El Sol mantiene el agua en estado líquido y el aire en forma gaseosa; sin él todo sería sólido y quedaría muerto; él evapora el agua de los mares, de los lagos, de los ríos, de las tierras húmedas, forma las nubes, da origen a los vientos, dirige las lluvias, gobierna la fecunda circulación de las aguas, gracias a la luz y calor solares se asimilan las plantas el carbono contenido en el ácido carbónico del aire; para conservar el oxígeno del carbono y separar este, la planta efectúa un trabajo inmenso; el fresco de los bosques tiene por causa esta conversión del calor solar en trabajo vegetal, unida a la sombra de los árboles de copudo ramaje; la madera que nos calienta en la chimenea no hace sino devolver el calor solar almacenado, y cuando quemamos gas o carbón de piedra, volvemos a poner en libertad los rayos del sol prisioneros desde hace millones de años en las florestas de las edades primitivas. Hasta la misma electricidad no es sino la transformación del trabajo de que el Sol es origen primero. De manera que el Sol es quien murmura en el manantial, sopla en el viento, ruge en el huracán, hace florecer la rosa, trina en el ruiseñor, brilla en el relámpago, vibra en la tempestad, canta o brama en todas las sinfonías de la naturaleza. ”Así, el calor solar se convierte en corrientes de aire o de agua, en poder expansivo de los gases y de los vapores, en electricidad, en madera, en flores, en frutos, en fuerza muscular, y mientras ese astro brillante pueda suministrarnos calor suficiente, la duración del mundo y de la vida está asegurada. ”El calor del Sol tiene por causa, con mucha probabilidad, la condensación de la nebulosa que ha dado origen al astro central de nuestro sistema; esta transformación del movimiento ha debido producir 28 millones de grados centígrados: ya sabéis, señores, que un kilogramo de hulla que cayera en el Sol desde una distancia infinita, produciría por su choque seis mil veces más calor del que resultaría de su combustión. Al tipo de su radiación actual, esta provisión de calor representa su emisión durante 22 millones de años, y es muy probable que arda desde hace muchísimo más tiempo, pues nada prueba que los elementos de la nebulosa fueran absolutamente fríos; al contrario, llevaban ya en sí mismos una verdadera provisión de calor. El astro del día no parece haber perdido aún nada de su alta temperatura; continúa condensándose y su condensación puede reparar las pérdidas de la radiación. Sin embargo, todo tiene un término. Si el Sol, al continuar condensándose, llegara un día a tener la densidad de la Tierra, esta condensación produciría nueva cantidad de calor, suficiente para conservar todavía, durante diecisiete millones de años, la misma intensidad calórica que mantiene actualmente la vida terrestre, y este término puede prolongarse admitiendo una disminución en el tanto de la radiación, un enjambre de meteoros que cayeran sobre el astro devorador, y una condensación que traspasara los límites de la densidad terrestre. Pero por mucho que alejemos este plazo, llegará fatalmente. Los soles que se apagan en el cielo son otros tantos ejemplos anticipados de la suerte reservada al que nos alumbra. Por lo demás, ya en ciertos años sus manchas son inmensas. ”¿Pero quién podría decir si de aquí a diecisiete, a veinte, a treinta millones de años o más, las maravillosas facultades de adaptación que la fisiología y la paleontología han descubierto en todas las especies animales y vegetales no llevarán a la humanidad, de grado en grado, a un punto de perfección física e intelectual tan superior al estado actual como este lo es al del iguanodonte, al estegosaurio o al compsonoto de las épocas geológicas extinguidas? ¿Quién sabe si nuestros esqueletos fósiles no parecerán a nuestros sucesores tan monstruosos como los de los dinosaurios? Tal vez la estabilidad de la temperatura hará dudar entonces de que una raza realmente inteligente haya sido contemporánea de una época sometida como la nuestra a los saltos insensatos del termómetro y a las variaciones fantásticas del estado del cielo que caracterizan nuestras burlescas estaciones. ¿Y quién sabe si de aquí allá varias inmensas revoluciones del globo, alguna transformación general, no habrán enterrado el pasado en nuevas capas geológicas, para reconstituir una nueva era, nuevos periodos, quinquenario, sexenario, completamente distintos de los precedentes? ”Lo cierto es que el Sol acabará por perder su calor; su masa se condensa y concreciona; su fluidez disminuye. Llegará un día en que la circulación que alimenta la fotosfera y que regulariza su radiación haciendo participar de ella a la enorme masa, se verá estorbada y empezará a hacerse más lenta. Entonces
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la radiación de luz y calor disminuirá, y la vida vegetal y animal irá limitándose gradualmente a espacios cada vez más estrechos junto al ecuador terrestre. Cuando esta circulación cese, la brillante fotosfera será remplazada por una costra opaca y oscura que suprimirá toda radiación luminosa. El Sol se convertirá en una bola de color rojo oscuro, después en una negra, y la noche será eterna. La Luna, que sólo brilla por la luz solar que refleja, no alumbrará entonces nuestras veladas solitarias. La Tierra sólo recibirá la luz de las estrellas. Como se habrá extinguido el calor solar, la atmósfera quedará sumida en calma absoluta, sin que pueda viento alguno soplar en ninguna dirección. Si los mares existieren aún, se solidificarán por la acción del frío, ninguna evaporación formará nubes, ninguna lluvia volverá a caer y no correrá ningún manantial. Tal vez en los últimos espasmos de un luminar que perece, según se ve en las estrellas prontas a apagarse, quizás un desarrollo accidental de calor, debido al hundimiento de la costra solar, despertará un instante el antiguo Sol de los pasados días, pero aún esto no sería sino nuevo síntoma del fin del mundo. ”Y la Tierra, bola negra, cementerio helado, continuará girando en torno del Sol oscuro, bogando en la noche infinita, arrebatada con todo el sistema solar al abismo inmenso. La extinción del Sol es la que habrá causado la muerte de la Tierra… dentro de una veintena de millones de años, más tal vez… quizás el doble.” El orador terminó y ya se preparaba a dejar la tribuna cuando el director de Bellas Artes pidió la palabra. —Señores —dijo desde su puesto—, si he comprendido bien, en ambos casos el fin del mundo se efectuará por la acción del frío, y sólo dentro de algunos millones de años. En consecuencia, un pintor que quisiera representar la escena final, tendría que cubrir la tierra de campos de hielo y de esqueletos… —No es precisamente eso —replicó el canciller colombiano—. La causa primera de los campos de hielo, de los ventisqueros, no es el hielo sino… el calor. ”Si el Sol no evaporase el agua de los mares, no habría nubes, y sin el astro del día tampoco existiría viento alguno. Para fabricar ventisqueros precisa ante todo un sol que evapore el agua y la lleve al estado de nube, y además un condensador. ¡Ya sabéis que cada kilogramo de vapor producido representa una cantidad de calor solar suficiente para elevar cinco kilogramos de hierro fundido a su punto de fusión (1110º)! Al debilitar suficientemente la acción del Sol, agotaríamos el manantial que produce los ventisqueros. ”Así pues, no serán las nieves ni los ventisqueros que amortajarán la Tierra, pero lo que de mar quedare se helará y desde mucho tiempo antes no subsistirán arroyos ni ríos y se habrá detenido todo movimiento atmosférico. ”A menos de que el Sol no experimente, antes de exhalar el último suspiro, uno de esos espasmos de que hablábamos hace poco, en el cual funde los hielos aletargados, produciendo de nuevo nubes y corrientes aéreas, despertando las fuentes, los arroyos y los ríos, para caer otra vez en su somnolencia después de este periodo de pérfida animación. Sería un día que no tendría heredero.” Otra voz, que salía del centro del hemiciclo, se dejó oír. Era la de un electricista célebre. —Todas estas causas de muerte por el frío —dijo—, son plausibles, pero, ¿y el fin del mundo por el fuego? Sólo se ha hablado de esto con motivo del choque cometario, aunque podría ocurrir de distinta manera. ”Sin hablar del hundimiento posible de los continentes en el fuego central, causado por un temblor general de tierra o por alguna dislocación formidable de los cimientos continentales, me parece que una voluntad suprema bastaría, sin necesidad de choque alguno, para detener el movimiento de nuestro planeta en su órbita y transformar ese movimiento en calor.”
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—¿Una voluntad? —preguntó otra voz—. ¡Pero si la ciencia positiva no admite el milagro en la naturaleza! —Tampoco yo —contestó el electricista—. Cuando hablo de voluntad, quiero decir fuerza ideal e invisible. Me explicaré. ”El globo terrestre vuela en el espacio con la velocidad de 106 mil kilómetros por hora o sea de 29 460 metros por segundo. Si algún sol, brillante u oscuro, llegara del fondo del espacio, de modo que formase con el nuestro una especie de par electrodinámico y colocara a nuestro planeta en esta línea de fuerza, actuando sobre él como un freno; en una palabra, si por una causa cualquiera se detuviese la Tierra súbitamente en su camino, su movimiento de masa se transformaría en molecular y el planeta alcanzaría de golpe tal grado de temperatura que se vería reducido a vapor casi por entero…” —Señores —agregó desde su puesto el director del Observatorio de París—, acabamos de ver, conforme a los discursos anteriores, que nuestro planeta no tendrá para poner término a su vida sino la dificultad de elegir entre tan numerosos medios. Sigo tan incrédulo como antes en lo relativo al peligro que representa el cometa actual; pero debemos convenir en que, sin considerar más que el punto astronómico de las cosas, este pobre globo errante está expuesto a más de una celada. El niño que nace en el mundo y que está destinado con el tiempo a ser un hombre o una mujer, puede compararse con un individuo que se hallase en la entrada de una calle bastante estrecha, como esas pintorescas y batalladoras del siglo xvi, compuestas de casas que tuvieran llenas sus ventanas de cazadores armados con los fusiles-revólveres del siglo precedente. Trátase para este individuo de recorrer la mencionada calle en toda su longitud, evitando el tiroteo que dirigen contra él casi a boca de jarro. Ahí están las enfermedades todas amenazándonos y espiándonos: la dentición, las convulsiones, el crup, la meningitis, el sarampión, la viruela, la fiebre tifoidea, la pulmonía, la enteritis, la fiebre cerebral, el aneurisma, la tisis, la diabetes, la apoplejía, el cólera, la influenza etc., etc., pues omitimos más de una que nuestros oyentes de ambos sexos no tendrán dificultad en agregar a esta enumeración improvisada. ¿Llegará sano y salvo nuestro infortunado viajero al extremo de la calle? Si puede lograrlo, será para morir de todos modos. ”Nuestro planeta corre de esta manera en su vía solitaria, con velocidad de más de cien mil kilómetros por hora, y el Sol lo arrastra, con todos sus hermanos, hacia la constelación de Hércules. Resumiendo lo que acaba de decirse y recordando lo que puede haberse olvidado, tenemos que: puede encontrar un cometa diez o veinte veces mayor que él, compuesto por gases deletéreos que envenenarían nuestra atmósfera respirable. Puede tropezar con un enjambre de uranolitos que harían en él efecto análogo al de una descarga de perdigones sobre una alondra. Puede hallar en su camino una bala invisible mucho mayor que él y su choque bastaría para reducirlo a vapor. Puede habérselas con un sol que lo consuma instantáneamente a la manera de un horno en que se arroja una manzana. Puede verse envuelto en un sistema de fuerzas eléctricas que ejercería la acción de un freno sobre sus once movimientos y que lo fundiría o le haría arder como un alambre de platino bajo la acción de una doble corriente. Puede perder el oxígeno que sostiene nuestras vidas. Puede reventar como la tapadera de un volcán. Puede hundirse en un inmenso temblor de tierra. Puede rebajar su superficie sólida hasta colocarla por debajo de las aguas y sufrir un nuevo diluvio más universal que el último. Puede, al contrario, perder toda el agua que constituye el elemento esencial de su organización vital. Puede ser atraído por un cuerpo celeste que pase y que le arranque a la acción del sol para lanzarlo en los helados abismos del espacio. Puede perder, no sólo los últimos restos de su calor interno, que dejarían de ejercer acción alguna en su superficie, sino también el manto tutelar que conserva su temperatura vital. Puede encontrarse un día con que ya no le alumbra, ni lo calienta, ni lo fecundiza el Sol oscurecido o helado. Puede al contrario quemarse, gracias a un crecimiento súbito del calor solar, análogo al que se observa en las estrellas temporales, sin contar otras muchas causas de accidentes o de enfermedades mortales cuya fácil enumeración abandonamos al cuidado de los señores geólogos, paleontólogos, meteorólogos, físicos, químicos, biologistas, médicos, botánicos, y aun de los veterinarios, toda vez que una buena epidemia o la llegada invisible de un nuevo ejército de microbios suficientemente mortíferos, podría bastar para destruir a la humanidad y con ella a