Botella al mar para el dios de las palabras Gabriel García Márquez Extraído de La Jornada, México, 8 de abril de 1997 A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, ademas, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras. Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imper im perio io de las pal palab abras ras.. No es cie cierto rto qu que e la im image agen n es esté té des despl plaz azánd ándola olass ni qu que e pu pueda eda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltr ma ltrata atada dass o sa sacra craliz lizada adass po porr la pre prens nsa, a, po porr los lib libros ros des desec echab hables les,, por los ca carte rteles les de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber como se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global. La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aun no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallaz hal lazgos gos po poéti ético coss qu que e enc encuen uentra tra a ca cada da pas paso o en nu nues estra tra vid vida a do domé mésti stica ca.. Qu Que e un ni niño ño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: ``Parece un faro''. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazo un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejo escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso? Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa. En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. Y que de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una? Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.
La polémica de la ortografía De camisas y cinturones de castidad
de
fuerza
Tiene la sensación (¿real?) de que muchos de sus críticos no han leído el discurso que leyó en Zacatecas (México), y que contestan a lo que dicen que dijo. Esta reacción confirma el poder de la palabra, a la que hizo mención: «Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor». El Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez intervino en la apertura del Primer Congreso Internacional de la Lengua Española y sus ideas crearon una formidable polémica que ha traspasado el mundo de los expertos y de los gramáticos y se ha ampliado a los que leen o escriben. EL PAÍS le pidió que escribiera un artículo explicándose, matizando o reafirmándose, pero García Márquez no desea participar en debates. Sin embargo, antes de partir hacia La Habana aceptó mantener una conversación sobre el asunto con el director de la Escuela de Periodismo Universidad Autónoma de Madrid/ EL PAÍS, Joaquín Estefanía , de la que él es profesor.
Joaquín Estefanía
El escritor Gabriel García Márquez considera «natural» la reacción de los gramáticos, lingüistas y académicos a su discurso de Zacatecas ( Botella al mar para el dios de las palabras , EL PAÍS del pasado martes 8 de abril): «Sería absurdo que los que guardan la virginidad de la lengua estuvieran contra sí mismos. Pero la mayoría parece haber hablado sin conocer el texto completo de mi discurso, sino sólo fragmentos más o menos desfigurados en despachos de agencias. En todo caso es increíble que a la hora de la verdad hasta los más liberales sean tan conservadores». Estos días hemos oído en muchas ocasiones que el escritor colombiano había pedido suprimir la gramática. Su discurso no lo dice. «Dije que la gramática debería simplificarse, y este verbo, según el Diccionario de la Academia, significa 'hacer más sencilla, más fácil o menos complicada una cosa'. Pasando por alto el hecho de que esa definición dice tres veces lo mismo, es muy distinto lo que dije que lo que dicen que dije. También dije que humanicemos las leyes de la gramática. Y humanizar, según el mismo diccionario, tiene dos acepciones. La primera: 'hacer a alguien o algo humano, familiar o afable'. La segunda, en pronominal: 'Ablandarse, desenojarse, hacerse benigno'. «¿Dónde está el pecado?», se pregunta. El siguiente punto de contestación a las palabras de García Márquez es el ortográfico. Parte del supuesto de que si a él le hiciesen un examen de gramática, le reprobarían «en toda línea». «Además, mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un hombre de mala fe diría que ésta es una demostración más de que la gramática no sirve para nada. Sin embargo la justicia es otra: si cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la literatura española y a los que siguen inventándola porque aprendieron con aquellos. No hay otra manera de aprender a escribir». En toda la conversación, el Nobel de Literatura reivindica su papel de escritor y como tal, piensa «más en el sufrimiento de la gente que en la pureza del lenguaje». «Por eso dije y repito que debería jubilarse la ortografía. Me refiero, por supuesto, a la ortografía vigente, como una consecuencia inmediata de la humanización general de la gramática. No dije que se elimine la letra hache, sino las haches rupestres. Es decir, las que nos vienen de la edad de piedra. No muchas otras, que todavía tienen algún sentido, o alguna función importante, como en la conformación del sonido che, que por fortuna desapareció como letra independiente». Quizá el mayor escándalo se ha formado con sus propuestas respecto a las bes y las uves, y con los acentos. Sobre las primeras, dice: «No faltan los cursis de salón o de radio y televisión que pronuncian la be y la ve como labiales o labidentales, al igual que en las otras letras romances. Pero nunca dije que se eliminara una de las dos, sino que señalé el caso con la esperanza de que se busque algún remedio para otro de los más grandes tormentos de la escuela. Tampoco dije que se eliminara la ge o la jota. Juan Ramón Jiménez reemplazó la ge por la jota, cuando sonaba como tal, y no sirvió de nada. Lo que sugerí es más difícil de hacer pero más necesario: que se firme un tratado de límites entre las dos para que se sepa dónde va cada una». En cuanto los acentos, irónico, explica.
«Creo que lo más conservador que he dicho en mi vida fue lo que dije sobre ellos: pongamos más uso de razón en los acentos escritos . Como están hoy, con perdón de los señores puristas, no tienen ninguna lógica. Y lo único que se está logrando con estas leyes marciales es que los estudiantes odien el idioma». García Márquez opina que los gramáticos y los escritores son oficios distintos. Su diferente dialéctica es la que ha generado el debate. «La raíz de esta falsa polémica es que somos los escritores, y no los gramáticos y lingüistas, quienes tenemos el oficio feliz de enfrentarnos y embarrarnos con el lenguaje todos los días de nuestras vidas. Somos los que sufrimos con sus camisas de fuerza y cinturones de castidad. A veces nos asfixiamos, y nos salimos por la tangente con algo que parece arbitrario, o apelamos a la sabiduría callejera». «Por ejemplo: he dicho en mi discurso que la palabra condoliente no existe. Existen el verbo condoler y el sustantivo doliente , que es el que recibe las condolencias . Pero los que las dan no tienen nombre. Yo lo resolví para mí en El General en su laberinto con una palabra sin inventar: condolientes . Se me ha reprochado también que en tres libros he usado la palabra átimo, que es italiana derivada del latín, pero que no pasó al castellano. Además, en mis últimos seis libros no he usado un sólo adverbio de modo terminado en mente, porque me parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se encuentran formas bellas y originales». El escritor, que está de excelente humor, concluye la conversación de un modo muy expresivo. «El deber de los escritores no es conservar el lenguaje sino abrirle camino en la historia. Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos pero los del siglo siguiente los recogen como genialidades de la lengua. De modo que tranquilos todos: no hay pleito. Nos vemos en el tercer milenio». Y reitera sus palabras de Zacatecas: «Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros»
Zien años de zoledad La propuesta ortográfica de García Márquez alteró el Congreso de Zacatecas, una ciudad enamorada del idioma español MAITE RICO / ALEX GRIJELMO ENVIADOS ESPECIALES Zacatecas (México) En Zacatecas, la letra e puede costar 9.000 pesos. Carlos Salmón, un hostelero simpático y cuentachistes muy aficionado a los toros, tuvo que pagar tal cantidad -unos mil dólares al cambio- por haber escrito restaurant sobre la puerta de su restaurante. La culpa de tan dura medida la tiene Federico Sescosse, un ex banquero que a sus 81 años sigue velando porque la ciudad repela los extranjerismos y no muestre ni un solo cartel luminoso: farmacias, panaderías, supermercados, cines..., todos los establecimientos zacatecanos se anuncian con pulcra caligrafía sobre sus fachadas de piedra. En ningún lugar se lee boite, snack , parking o Emiliano’s bar . (Sescosse emprendió en 1964, como presidente de la Junta de Monumentos Coloniales, una cruzada estética que se llamó así: «Campaña de Despepsicocacolización»). Y es en esta ciudad mexicana tan peculiar, tan defensora del español, donde Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura, propuso el pasado lunes la supresión de los acentos, un distinto uso para la zeta y la ce, para la ge y la jota, la desaparición de la uve y de la hache y el exterminio de la cu y la ce. Sescosse, descendiente de un abuelo vasco francés, es el primero a quien no le hace ninguna gracia la propuesta del escritor colombiano. «Eso sería un esfuerzo ingente para no ganar nada. Sería abandonar el español tradicional que todos conocemos para hacer una especie de esperanto. Y el esperanto no tuvo éxito porque nadie lo amaba». Barbarismos Lo dice quien, de joven, se llevaba la escalera y la brocha a la fachada insumisa y, arropado por su aureola de banquero y de hombre respetado, encaramaba su cuerpo grande hasta el letrero, le borraba el barbarismo y se quedaba tan ancho. Y tan ancho se quedaba que los comerciantes acudieron al gobernador, un tal Rodríguez Elías, para preguntarle que quién mandaba allí, si él o don Federico. Y el gobernador -al menos así lo cuenta ahora el acusado de mangonear más de la cuenta- les respondió: «Voy a demostrar quién manda aquí: se me van ustedes ahoritita a chingar a su madre por esa puerta». Así que don Federico continuó subiendo a las azoteas para retirar los luminosos de brandis, tabacos y empepsicocacolizados en general. Por eso Zacatecas (250.000 habitantes) se ve tan estética ahora; por eso la pasada semana a una tienda de Discos y Casettes le obligaron a convertirse en tienda de Discos y Cintas, y por eso viene un vecino a decirle a don Federico que en un comercio de la esquina han puesto Pepe’s, boutique y él responde: «Ahora mismo lo quito». Carlos Salmón, el dueño del restaurante que pagó los 900 pesos por una e, lo explica muy bien: «Aquí somos más españoles que
ustedes». Y aclara más aún: «Tuve un despiste y no me di cuenta. Pagué los 900 pesos con gusto, y ahora cambiaré el letrero». Ese sentimiento de propiedad por la lengua española lo dejaron bien claro unos muchachos que entraban a una de las sesiones públicas del I Congreso Internacional de la Lengua Española, que se ha desarrollado esta semana en la ciudad mexicana. El corresponsal de Televisión Española Juan Restrepo les preguntó por qué estaban allí. Y le contestaron: «Es que hemos oído que quieren quitarnos algunas palabras». Su temor ante unas eventuales medidas de uniformidad del idioma -ni por asomo era ése el objetivo del congreso- no tenía razón de ser. Nadie les iba a quitar ninguna palabra. Pero un famosísimo escritor, todo un premio Nobel, sí quería quitarles algunas letras. Esa propuesta del autor de Cien años de soledad -quien la extendió también a determinados cambios gramaticales- no dio mucha alegría a los congresistas, porque acaparó la atención exterior y dejó apenas sin repercusión a ponencias, trabajos, proyectos, hallazgos, opiniones y acuerdos mucho más tangibles, más científicos y más estudiados. Un congreso de reflexión y acercamiento se convirtió en un asunto polémico. El diario Excelsior comenzaba con esta escueta frase una de sus crónicas: «Los ánimos se alebrestaron». Francisco Albizúrez, académico guatemalteco que ha participado en el congreso, cree que la propuesta del escritor colombiano es un tanto irresponsable. «Es un tema que no se debía tomar a la ligera.García Márquez es un extraordinario novelista, pero no tiene por qué ser igualmente extraordinario cuando habla de política o de narcotráfico, o de lingüística. Lo que propone García Márquez supondría una fractura en la cultura del español». Santiago de Mora-Figueroa, marqués de Tamarón, presidente del Instituto Cervantes, destacaba cómo, «curiosamente», el escritor colombiano «criticó la gramática con un discurso perfecto gramaticalmente». «Hizo un discurso lírico muy poco comparable con una propuesta práctica, y lo hizo desde la imaginación y la libertad del novelista». ¿Puro lirismo? Varias decenas de lingüistas españoles y latinoamericanos contestarían con un no rotundo. De hecho, García Márquez no hizo si no recoger una propuesta en la que diversos especialistas llevan años trabajando: la de simplificar la ortografía española. Uno de ellos, Raúl Ávila, investigador de El Colegio de México, ha estado presente en el Congreso de la Lengua. Y suelta de sopetón una frase del académico español Julio Casares, «libre de toda sospecha»: «La ortografía académica no es razonable. Cuando una ley puede ser involuntariamente infringida por quien pone todo su conato en acatarla, la culpa no es del infractor, sino de la ley». Sus trabajos con escolares mexicanos le permitieron a Ávila conocer las dificultades de los niños para aprender las normas ortográficas: las haches puestas al azar, las confusiones entre la be y la uve, los problemas con las letras ese, ce y zeta y las mezclas de la elle y la i griega dejaban de manifiesto dos realidades: los escollos estaban fundamentalmente en aquellos grupos de letras que transcriben un solo fonema y los niños con mayores problemas procedían de estratos sociales bajos o de zonas rurales. Simplificar «La ortografía del español, en cuanto a su relación fonema letra, se basa principalmente en el dialecto que se impuso históricamente: el castellano», explica Ávila. Pero 300 millones de hispanohablantes están lejos de esa pronunciación estándar y para ellos la ese, la ce y la zeta transcriben el fonema /s/. Las 600 horas que un niño castellano dedica en su vida al aprendizaje de la ortografía aumentan en el caso de, por ejemplo, un niño mexicano. Ávila está convencido de que sería más interesante dedicar este tiempo a otras cuestiones más importantes, como enseñar al alumno a expresarse y a redactar. ¿Por qué no simplificar las reglas, máxime en países, como los latinoamericanos, donde hay grandes bolsas de analfabetismo? «No se trata de imponer el caos», dice Ávila, «sino de hacer una revisión de las normas ortográficas españolas para hacerlas más lógicas y sencillas y menos incongruentes». La solución estaría, explica, en «fonologizar la escritura», es decir, atribuir una letra para cada sonido y un sonido para cada letra. Ávila ha propuesto, de hecho, un «alfabeto internacional hispánico» basado en las diferentes formas de hablar español y que las integra a todas, que coexistiría con el extenso, que conocemos todos ahora, empleado para ordenaciones o transcripciones de extranjerismos. El nuevo alfabeto consta de 25 letras. Quedan excluidas la ce, la hache, la cu, la uve, la uve doble y la equis y se incluye la letra sh. ¿Y qué ocurre con los homónimos, como vaca y baca? El contexto determina el significado. La búsqueda de correspondencia entre sonidos y letras se remonta hasta Alfonso X El Sabio, en el siglo XIII; continúa con Nebrija y su Gramática castellana en el siglo XVI y cobra fuerza en el siglo XIX con el lingüista venezolano Andrés Bello.
Gutierre Tibón, mexicano de origen italiano, piensa también que la reducción del alfabeto facilitaría la enseñanza de la lectura y la escritura. Y él aboga por la abolición de las letras hache, ca, uve doble e i griega. Puesto que en el año 2000 el 90% de los hispanohablantes serán latinoamericanos, ha dicho, Madrid «debe adaptar la gramática castellana a las nuevas circunstancias». Los argumentos en contra de estas propuestas brotan como hongos después de la tormenta. El principal es que la adaptación de la ortografía a las distintas pronunciaciones locales acabaría dificultando la comunicación escrita entre los hispanohablantes. «Si un idioma que se habla en 20 países se empieza a modificar, se va a adaptar de una manera diferente en cada país. Unos dirán que no quieren la hache pero sí la uve, y otros dirán que quieren mantener la ge y la jota pero no la cu», comenta el académico mexicano Guido Gómez de Silva. «Este planteamiento tiene la ventaja de que los niños aprenderían más rápidamente. Pero luego no sabrían leer los millones de libros que ya están editados con las letras actuales. Y a los que ya estamos acostumbrados a ellas nos resultaría imposible soportar la lectura con esas grafías tan extrañas». Eso fue lo primero que se cruzó por la cabeza del escritor colombiano Álvaro Mutis cuando oyó el «jubilemos la ortografía» lanzado por su compatriota García Márquez en la inauguración del Congreso de la Lengua. «Lo único que pensé fue en la infinita dificultad de hablar como él propone. Pero me pareció muy simpático y muy típico de él pretender una libertad imposible. El idioma que sugiere García Márquez me parece más difícil que el español que hablamos todos los días». Octavio Paz, desde luego, no está por la labor. El poeta mexicano, premio Nobel y ausente de Zacatecas por su delicado estado de salud, lo explicaba al diario Reforma: «Sería como si quisiéramos imponer la fonética del siglo XIX al habla del siglo XX. El habla evoluciona sola, no tiene por qué proclamar ni declarar la libertad de la palabra ni su servidumbre. Muchas de las expresiones que García Márquez propuso para sustituir a las conjugaciones actuales son arcaicas. Tampoco estoy de acuerdo con la supresión de la hache. Si queremos saber adónde vamos, hay que saber de dónde venimos». Las reglas ¡Ay, las etimologías! Éste es otro de los argumentos esgrimidos por los enemigos de andar tocando el alfabeto. «No se hicieron por capricho las reglas ortográficas, tienen una razón de ser. Las palabras tienen un sentido etimológico», decía otro Nobel, el gallego Camilo José Cela. «Cuando era catedrático, a los alumnos que tenían una sola falta de ortografía les suspendía. En eso hay que ser inexorables». Raúl Ávila contraataca, esta vez con una frase de Andrés Bello: «Conservar letras inútiles por amor a las etimologías me parece lo mismo que conservar escombros en un edificio nuevo para que nos hagan recordar el antiguo».Es lo que le ocurre al filólogo José Antonio Millán con la hache. «Higuera, hierro... qué quieres que te diga, yo le tengo cariño. Es como unos zapatos viejos, que no valen para nada pero que no te animas a tirarlos porque te recuerdan por dónde has caminado con ellos», explica este colaborador del Instituto Cervantes. El Congreso de Lengua de Zacatecas se abrió con la propuesta de un Nobel de Literatura para jubilar la ortografía. Y concluyó con la sombra de Fernando Pessoa que un ingeniero, Daniel Martín Mayorga, sacó a pasear. «Decía Pessoa que la ortografía también es gente. Y García Márquez, como algunas empresas, quiere jubilar a la gente antes de tiempo».
Todos contra García Márquez "Yo sólo pretendí humanizar la ortografía, sólo pedí la simplificación de la gramática, no su supresión", se defendió García Márquez. Pero las críticas continúan. Por Cecilia Macon - Página/12 "¡Juvilemos la hortografía!", ¡"Henterremos las achez rupestrez!". Cuando el escritor colombiano Gabriel García Márquez lanzó este llamamiento frente a los lingüistas y académicos que poblaban el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en la ciudad de Zacatecas, sabía que su alergia por la ortografía iba a provocar un rechazo capaz de atravesar corporaciones varias. Lo que no calculó es que las reacciones lo obligarían a dar marcha atrás en su propuesta. "La lengua española debe prepararse para un porvenir global y sin fronteras, en un derecho histórico surgido de su vitalidad", dijo Gabo al semanario Hoy. En cambio, y no ya frente a la academia, sino con la mirada clavada en la cámara de televisión, reflexiona: "Yo sólo pretendí humanizar la ortografía, es decir, hacerla más humana, afable, familiar. ¿Dónde está el pecado? No faltan los cursis que pronuncian distinto la be de la ve; no pido la supresión de una u otra, sí que se busque fin a ese tormento que padecen los hispanoparlantes desde la escuela".
Entre quienes encabezaron la revuelta contra el colombiano se destacan el escritor español Juan Goytisolo y el filólogo Francisco Rodríguez Adrados. Mientras el primero no recordó que ser un gran escritor no significa ser un buen lingüista, el segundo recurrió al argumento de la unidad cultural: "preservar la ortografía, significa garantizar esa unidad". Buscando esquivar la oleada de críticas, que involucró también a Antonio Gala y Arturo Uslar Pietri, García Márquez aclaró -más vale tarde que nunca- "sólo pedí la simplificación de la gramática, no su supresión". Claro que en una entrevista publicada el domingo por el diario español EL PAÍS no retrocedió. "El deber de los escritores -planteó- no es conservar el lenguaje, sino abrirle camino en la historia. Somos los hombres de letras quienes sufrimos las camisas de fuerza y cinturones de castidad. Como están hoy las reglas, no tienen ninguna lógica". Los sudamericanos Mario Benedetti y Mario Vargas Llosa se tomaron la cuestión como una broma. "Es una irreverencia, un desplante", señaló el peruano. "Si se acabara con la ortografía, el español se desintegraría en tal multitud de dialectos que llegaríamos a la incomunicación. Obviamente, semejantes ideas sólo podían provenir de quien es un gran creado de imágenes, pero que nunca ha sido un pensador, ni un teórico, ni un ensayista". El uruguayo, tras evocar el espíritu lúdico de García Márquez y calificar la propuesta de "frívola", adjudicó esa suerte de exabrupto al oficio. "Él es un prosista,y como tal incapaz de ver que la palabra para un poeta es palabra escrita, es allí donde está su cuerpo. Creo que los escritores latinoamericanos deberíamos dedicarnos a analizar otras cuestiones más importantes que afectan nuestra lengua, entre ellos, la alta tasa de analfabetismo que soporta la región", dijo el autor uruguayo. Por su parte, la psicoanalista y lingüista argentina Eva Tabakián recordó que la ortografía tiene dos aspectos: uno vinculado a lo autorizado, lo legitimado por la Academia, y otro con la comunicación". "Este último no puede hacerse a un lado", observó. "Cada palabra evoca una imagen por el modo en que está escrita. Muchas veces, cuando se violan esas reglas se torna irreconocible y se llega a la imposibilidad de su lectura. No porque esté bien o mal escrita en términos de una cierta autoridad, sino porque la escritura implica la existencia de un código. Sin código se cae en una anarquía que hace imposible la comunicación". Para el escritor argentino Charlie Feiling, la actitud de García Márquez surge de una confusión: "Se supone que el inglés es una lengua no reglamentada, cuando en realidad, aunque sumamente plástica, es un idioma donde las reglas cuentan". "La queja de García Márquez es excesiva -opinó- porque en el castellano hay una correspondencia casi exacta entre lo que se dice y lo que se escribe. Lo que está por detrás es una confusión entre la actitud de la Real Academia y su diccionario prescriptivo y la de la Universidad de Oxford, que se encarga de armar un diccionario meramente descriptivo. En todo caso, lo que habría que criticar es la actitud de la Academia y no proponer la abolición de la ortografía", concluyó Feiling. Después de todo, havolir las rreglas nos pribaría del plaser de biolarlas.
JUBILACIÓN DE LA ORTOGRAFÍA Por
Mempo
Giardinelli
Extraído de Página/12, viernes 11 de abril de 1997 Desde hace años se sabe que Gabriel García Márquez es un mago capaz de colocar en el cielo de la literatura maravillosos fuegos artificiales. Pero somos muchos los escritores que crecimos con él, y gracias a él, que pensamos también que los fuegos artificiales son sólo eso: artificios. Y por lo tanto brillo efímero, golpe de efecto, momento deslumbrante. La médula es otra cosa. Y en el caso de estas ideas que la prensa ha difundido (no he tenido la oportunidad de leer el discurso completo del Maestro) me parece que hay mucho de disparate en esa propuesta de "jubilar la ortografía". Además de ser una propuesta efectista (y quiero suponer que poco pensada), es la clase de idea que seguramente aplaudirán los que hablan mal y escriben peor (es decir, incorrecta e impropiamente). No dudo que tal jubilación (en rigor, anulación) sólo puede ser festejada por los ignorantes de toda regla ortográfica. Digámoslo claramente: suena tan absurdo como jubilar a la matemática porque ahora todo el mundo suma o multiplica con calculadoras de cuatro dólares. En mi opinión, la cuestión no pasa por determinar cuál regla anulamos, ni por igualar la ge y la jota, ni por abolir las haches, ni por aniquilar los acentos. No, la cuestión central está en la colonización cultural que subyace en este tipo de ideas tan luminosas como efectistas, dicho sea con todo respeto hacia el Nobel colombiano. Y digo colonización porque es evidente que estas cuestiones se plantean a la luz de los cambios indetenibles que ocasiona la infatigable invasión de la lengua imperial, que es hoy el inglés, y el
creciente desconocimiento de reglas ortográficas y hasta sintácticas que impera en las comunicaciones actuales, particularmente Internet y el llamado Cyberespacio. Frente a esa constatación de lo virtual que ya es tan real, ¿es justo que bajemos los brazos y nos entreguemos sin luchar? ¿Es justo que porque el inglés es la lengua universal y es tan libre (como anárquica), el castellano deba seguir ese mismo camino? ¿Por el hecho de que el cyberespacio está lleno de ignorantes, vamos a proponer la ignorancia como nueva regla para todos? ¿Por el hecho de que tantos millones hablen mal y escriban peor, vamos a democratizar hacia abajo, es decir hacia la ignorancia? Si las difundidas declaraciones de García Márquez son ciertas, a mí me parece que hay un contrasentido en su propuesta de preparar nuestra lengua para un "porvenir grande y sin fronteras". Porque el porvenir de una lengua (como el porvenir de nada) no depende de la eliminación de las reglas sino de su cumplimiento. Por eso, a los neologismos técnicos no hay que "asimilarlos pronto y bien... antes de que se nos infiltren sin digerir", como él dice. Lo que hay que hacer es digerirlos cuanto antes, y para digerirlos bien hay que adaptarlos a nuestra lengua. Como se hizo siempre y así, por caso, "chequear" se nos convirtió en verbo y "kafkiano" en adjetivo. Y en cuanto al "dequeísmo parasitario" y demás barbarismos, no hay que negociar su buen corazón, como aparentemente propone García Márquez. Lo que hay que hacer es mejorar el nivel de nuestros docentes para que sigan enseñando que esos parásitos de la lengua son malos. Eso por un lado. Y por el otro está la cuestión de para qué sirven las reglas, y el porqué de la necesidad de conocerlas y respetarlas. No voy a defender las haches por capricho ni por un espíritu reglamentarista que no tengo, pero para mí seguirá habiendo diferencias sustanciales entre "lo hecho" y "lo echo"; y sobre todo entre "hojear" y "ojear" un libro. Tampoco me parece que sea un "fierro normativo" la diferencia entre la be de burro y la ve de vaca. Ni mucho menos me parece poco razonable la legislación sobre acentos agudos y graves, ni sobre las esdrújulas, ni sobre las diferencias entre ene-ve y eme-be, y así siguiendo, como diría David Viñas. Las reglas siempre están para algo. Tienen un sentido y ese sentido suele ser histórico, filosófico, cultural. La falta de reglas y el desconocimiento de ellas es el caos, la disgregación cultural. Y eso puede ser gravísimo para nosotros, sobre todo en estos tiempos en que la sabiduría imperial se ha vuelto tan sutil y astuta. Las propuestas ligeras y efectistas de eliminación de reglas son, por lo menos, peligrosas. Precisamente porque vivimos en sociedades donde las pocas reglas que había se dejaron de cumplir o se cumplen cada vez menos, y hoy se aplauden estúpidamente las transgresiones. Es así como se facilitan las impunidades. Y así nos va, al, menos en la Argentina. En todo caso, eliminemos la absurda policía del lenguaje en que se ha convertido la Real Academia. Democraticémosla y forcémosla a que admita las características intertextuales del mundo moderno, hagamos que celebre las oralidades, que festeje las incorporaciones como riquezas adquiridas. Esa sería una tarea revolucionaria. Pero manteniendo las reglas y, sobre todo, haciéndolas cumplir.