HISTORIA GENERAL DE
AMÉRICA LATINA Volumen VI
DIRECTORA DEL VOLUMEN: ]OSEFINA Z. VÁZQUEZ CODIRECTOR: MANUEL MINO GRI]ALVA
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EDICIONES UNESCO / EDITORIAL TROTIA
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AGRARIAS EN LA AMÉRICA ESPANOLA Arnold
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La mayoría de Ias investigaciones históricas sobre el campo latinoamericano se han concentrado sea en los últimos treinta anos del siglo XVIII, apogeo del imperialismo de los Borbones, sea en el período que empieza unos cien anos más tarde, cuando Ias repercusiones de Ia primera ola delliberalismo empezaron a percibirse en el conjunto de Ia economía y Ia sociedad rurales. La época intermedia, entre Ia caída del régimen colonial y el ritmo cada vez más veloz de Ia década de 1880, aparece como un intervalo infecundo entre dos destacados momentos historiográficos. La escasez de documentos históricos sobre ese período se debe en parte al colapso de Ia antigua administración colonial y a Ia incapacidad de Ias nuevas repúblicas de reunir o contabilizar los ingresos fiscales y de llevar a cabo estudios demográficos o referentes a Ias propiedades. Así pues, debido al crecimiento desigual de Ia población rural, a los medios de transporte rudimentarios y a que los mercados existentes no eran suficientes para fomentar Ia actividad comercial, estos anos se presentan ante nuestros ojos como una era de ciudades rústicas y de zonas rurales aisladas y lánguidas, aún reguladas por los ritmos de Ias estaciones. Sólo podemos imaginar alguna que otra reata de mulas o chirriante carreta de bueyes avanzando lentamente hacia polvorientas ciudades de casas bajas en el interior, o hacia puertos azotados por plagas. La edad de plata de los Borbones había concluido en minas inundadas y un comercio interrumpido; al antiguo orden imperial le sucedieron incontables conflictos entre los dirigentes locales. Desde luego, este panorama tiene numerosas versiones y no es fácil dividir el continuo histórico en períodos netos. No obstante, en comparación con Ia época anterior y con 10 que sucedió después, el ritmo del cambio en gran parte del campo latinoamericano entre 1830 y 1880 parece de una lentitud casi geológica. Sin embargo, Ia elaboración de nuevas ideas en cuanto a Ia propiedad y Ia función de Ia Iglesia, Ia aparición del traqueteo y el silbato del ferroéarril y Ias máquinas a vapor, los primeros albores de los mercados europeo y norteamericano para el café y el cobre, Ias fibras textiles y los alimentos; Ias importaciones de nuevas máquinas y herramientas, Ia moda y el estilo, son todos elementos que empezaron a impulsar Ia prolongada e intermitente transición hacia Ia modernidad. Tradicionalmente, Ias transformaciones agrarias a largo plazo en América Latina se estudiaron en relación con el creçimiento demográfico -a veces conside-
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rado Ia «pauta predominante»- el auge de los mercados, Ias modificaciones de Ias relaciones de poder entre clases 9, en el mejor de los casos, mediante explicaciones que abarcan todo 10 anterior." En el presente estudio tomaremos en cuenta Ias personas, los mercados y el poder, pero también intentaremos evidenciar, en algunos casos ejemplares, Ia adaptación y Ias prácticas culturales locales en un panorama fragmentado y discontinuo. Empezaremos con un bosquejo del campo latino americano en Ia época en que Ias nuevas repúblicas emergían de Ia desintegración del régimen colonial.
LA ESTRUCTURA DE LA SOCIEDAD RURAL, 1830-1850
Centros de población en Ias altiplanicies Atraídos milenios antes por Ias tierras templadas y más frías situadas a más de 2 000 metros, los habitantes de Ias altiplanicies de Ia América tropical en vísperas de Ia invasión europea del siglo XVI estaban densamente asentados en aldeas, y éstas siguieron siendo los centros de población de Ia América espafiola después de Ia independencia. Hacia 1830, Ia mezcla biológica y cultural de los habitantes de Ias mesetas rnontafiosas y los altos valles de México, Guatemala, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia había dado nacimiento a un archipiélago de ciudades de estilo europeo en un paisaje rural fundamentalmente caracterizado por Ia coexistencia, y a menudo Ia simbiosis, de haciendas y aldeas de campesinos indios. Algunas propiedades pequenas o medianas se encontraban en Ias afueras de Ias ciudades o donde quiera que surgiera Ia demanda de una producción especializada alentadora para los nuevos empresarios. Asimismo, aquí y allá se agrupaban familias de agricultores independientes denominados rancheros en México y de diversas formas en otras partes. Sin embargo, en Ia primera mitad del siglo XIX grandes extensiones de Ias mejores tierras arables y de pastoreo de todos los antiguos centros de población coloniales formaban parte de latifundios cuyos límites rara vez estaban definidos con precisión. Muchas tierras no se trabajaban ya que los mercados locales brindaban escaso estímulo a Ia producción. Se ha intentado en muchas oportunidades caracterizar Ia naturaleza del campo hispanoamericano. En Ia década de 1960, preocupados por el análisis de los «modos de producción», varios estudiosos del tema optaron por calificar su organización de «capitalista» en lugar de conservar Ia denominación más antigua y popular de «feudal» o «sernifeudal». Algunos prefirieron «sefiorial- y otros una suerte de «feudalismo colonial americano» de doble faz, término con el que sefialaban que Ia hacienda clásica estaba orientada hacia dos direcciones: sus propietarios o administradores, siempre interesados en obtener ganancias, miraban hacia Ias capitales regionales o nacionales donde solía encontrarse su residencia principal y en Ias que vendían su producción por dinero (Macera, 1977: 139-277). Estos terratenientes O sus agentes pagaban en efectivo o conseguían crédito para comprar productos manufacturados locales o, 10 que era con mucho preferible si era posible, importaciones del extranjero, a fin de recalcar su identidad no india o no mestiza. Vistos desde este ángulo externo, los propietarios de haciendas grandes
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y pequenas se asemejaban muchos a los agricultores comerciales de East Anglia o del Valle de Ohio. Pero en el frente interno de Ias grandes propiedades, los habitantes vivían en un mundo diferente. La mayoría de los trabajadores residentes, así como sus esposas e hijos, no eran remunerados por su trabajo en moneda real -moneda sonantesino mediante una serie de beneficios que induían derechos precarios a una parcela de subsistencia, a veces el privilegio de hacer pastar a unos pocos animales en Ias tierras de Ia hacienda, raciones diarias o crédito en Ia tienda de Ia hacienda a cambio del trabajo. Desde México hasta el centro de Chile a 10 largo de los Andes, los terratenientes o sus administradores estaban resueltos a evitar el pago en metálico de salarios a los trabajadores indios o mestizos o por cualquier objeto -herraduras, herramientas, mueblesque pudieran producir sus artesanos en Ias haciendas. Es indudable que para atraer trabajadores temporeros de Ias aldeas era frecuentemente necesario pagar salarios en moneda e incluso pagar el trabajo por adelantado. Pero siempre que fuera posible, Ia hacienda procuraba pagar los salarios a cuenta, esto es, remunerar a los trabajadores con anticipos de comida o ropa a cambio de Ia promesa de trabajo futuro. Naturalmente, a menudo estos artículos eran producidos por los propios trabajadores. La idea no es presentar Ia imagen de una autarquía rural o de Ia hacienda. Todos convienen en Ia presencia de comerciantes itinerantes en el campo, Ia importancia de los mercados locales, el hecho de que Ia producción de Ias aldeas se intercambiaba por dinero era objeto de trueques y, desde luego, en que algunos habitantes del campo trabajaban por un salario. No obstante, bien avanzado el siglo XIX, en Ia órbita interna de Ia hacienda tradicional, los trabajadores residentes y muchos otros sirvientes deI campo vivían en una situación que se podía asimilar prácticamente a una economía natural. A comienzos del siglo XIX, en esos centros de población, seguía habiendo en realidad un número reducido de trabajadores residentes, indistintamente denominados peones acasillados en México, concertados, colonos, o huasipungueros en Ecuador, o inquilinos en Chile, que realizaban Ias tareas diarias requeridas en todos los regímenes agrícolas o pecuarios de Ias grandes haciendas. Esta labor se complementaba con Ia contratación ocasional de un importante número de trabajadores temporeros para Ia siembra, los rodeos, Ia esquila y Ia matanza de animales. Las relaciones entre hacendados y residentes eran relativamente estables y a menudo duraban varias generaciones, interrumpiéndose aquí y allá por súbitos arrebatos de violencia. Con algunas excepciones, escribe Jan Bazant, los peones y residentes de Ias grandes haciendas «estaban preocupados y asustados por Ia idea de ser independientes; anhelaban Ia seguridad para ellos mismos y para sus familias, generalmente numerosas» (Bazant, 1977a: 78). Dado su punto de vista en un campo precario, muchos deben de haber pensado que cualquier cambio sólo supondría un empeoramiento de su situación. En varios estudios se presenta una visión del panorama social de comienzos del siglo XIX en distintos lugares de Ias nuevas repúblicas. En Ia llanura de Chalco, por ejemplo, a unos 40 kilómetros aI Sudeste de Ciudad de México, 40 haciendas dominaban Ias mejores tierras y Ia mayor parte de Ia producción agrícola comercial. No obstante, estas propiedades estaban escasamente pobladas por unos
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pocos inquilinos a los que era necesario alentar, engatusar y atender en Ias épocas de dificultades y hambre, y que exigían y obtenían salarios por adelantado por su trabajo relativamente especializado: AI menos el 70% de Ia población de Ia región de Chalco no vivía en Ias haciendas sino en aldeas vecinas dotadas de tierras. Los miembros de estas comunidades, cada vez más precarias a medida que Ia población exprimía los escasos recursos, se alejaron de ellas, atraídos por Ia oferta de trabajo asalariado en Ias haciendas (Tutino, 1975: 496-528). Más al Sur, en Guatemala, en regiones como Ias altiplanicies centrales y occidentales, se comprueba que Ia vigilancia de Ias Órdenes regulares, en especial en este caso los franciscanos y los dominicanos, había contribuido a preservar Ias comunidades aldeanas coloniales; ulteriormente, en el contexto del violento conflicto entre Ias nociones liberales y conservadoras de Ia constitución del Estado en los primeros anos de Ia República, los habitantes de Ias aldeas lograron aferrarse a sus recursos e incluso formar nuevas comunidades a raíz de Ia desintegración de haciendas eclesiásticas y privadas. Según Ias normas hispanoamericanas ordinarias, Ias haciendas de esta zona eran muy pequenas y, aunque generalmente poseían Ias mejores tierras y aguas de una región determinada, compartían Ias tierras con aldeanos tenaces y varios centenares de pequenos propietarios independientes. La caída deI régimen espafiol, sumada a Ia disminución del comercio del anil después de 1821 y a Ia reducción de Ia demanda de trabajadores para el aprovechamiento de Ia cochinilla, permitió a Ias comunidades indias retirarse a Ias tierras de sus aldeas e incluso extenderlas. Muchos de ellos «gozaban de una autonomía sin precedentes desde el siglo XVI». Los Borbones, al igual que los liberales y los conservadores después de Ia independencia, «habían fracasado en gran medida en sus intentos por promover una agricultura comercial y de exportación» (McCreery, 1994: 44-45 y 48)1. Más adelante, después del decenio de 1880, el rápido desarrollo del café y el algodón al pie de Ias montafias en Ia costa deI Pacífico introdujo rápidamente tensiones y conflictos en esta organización relativamente quiescente. En estudios recientes sobre Ia situación de Ias altiplanicies andinas en los anos posteriores a Ia independencia se ponen en evidencia, como era previsible, diversas formas de organización agraria, pero también se pueden encontrar aquí muchas de Ias características de Mesoamérica. En Ia meseta que se extiende a 10 largo de Ia cordillera desde Otavalo hasta Cuenca, Ias grandes haciendas aparecieron muy pronto y los indios sobrevivi entes se aglomeraron en aldeas campesinas, estableciéndose así el familiar complejo simbiótico hacienda-aldea. Los aldeanos de Ia era colonial fueron incorporados a Ia industria agrotextil para complementar el sistema de los inquilinos (huasipungueros) que trabajaban no sólo como pastores y trabajadores agrícolas sino también como tejedores campesinos en los obrajes de triste fama (Mino Grijalva, 1993). AI comienzo del siglo XIX, Ia importación de telas redujo Ia demanda de mano de obra de los obrajes, y toda Ia economía
1. Para una visión general, Halperin Donghi, 1985a: 324: «La comunidad india, que había padecido un lento proceso de erosión aun durante el período dolonial, sobrevivió notablemente bien en México, América Central y Ias repúblicas andinas durante los primeros 50 afios posteriores a Ia independencia».
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rural de Ias altiplanicies ecuatorianas volvió a ritmos familiares y aparentemente inalterables. También el campo andino central presenta un panorama de relativa quietud rural después de Ia agitación de los últimos trastornos coloniales y los conflictos civiles posteriores a Ia independencia. Las exportaciones de lana aumentaron en Ia década de 1840 pero, confrontados con tela importada, barata y de mejor calidad, los antiguos obrajes nacionales tendían a desaparecer como fantasmas al amanecer (Halperín Donghi, 1985a: 321-324). En toda Ia región centroandina y, al Sur, en el altiplano boliviano, Ias aldeas campesinas representaban del 50 al 70% de Ia población rural mientras que Ias grandes haciendas y algunas propiedas más pequenas, dispersas, controlaban sin duda una gran proporción de Ia superficie total. Es 10 que sucedía en Cajamarca, entre Ias aldeas afianzadas de Canas y Quispicanchas (cerca del Cuzco), más al Sur en Azángaro donde menos del 14% de Ia población rural vivía en aldeas en los anos que siguieron a Ia independencia. Más de un observador ha comprobado que Ia rebelión rural en gran escala surgió en América Latina en zonas en Ias que los campesinos habían conservado una base independiente de cultura religiosa y organización política en Ias aldeas, antes que en aquellos lugares donde Ia población rural se hallaba bajo Ia dominación más directa de Ias grandes haciendas. Estas diferencias se hicieron más evidentes a medida que se intensificó Ia competencia económica entre terratenientes y campesinos en el transcurso de los siglos XIX y XX (Greishaber, 1980; Klein, 1992; Jacobsen, 1993: 232,289, 123-148). La periferia: dominación de Ias haciendas Contrariamente a Ia simbiosis hacienda-aldea característica de los antiguos centros de población que hemos examinado, en regiones como el Norte de México o el centro de Chile, donde Ia población nativa estaba menos profundamente arraigada, Ia expansión de Ias haciendas desplazó a los indígenas a «zonas de refugio» o absorbió a sus descendientes indios o mestizos en Ias propias haciendas, dejando solamente grupos de pobladores desorganizados en los intersticios del paisaje rural. Las aproximadamente 300 haciendas que dominaban Ia región de Guadalajara, por ejemplo, habían trasladado gran parte de Ia población rural hacia asentamientos dependientes en sus tierras y al menos dos de ellas, que se han estudiado en detalle, contaban con entre 700 y 900 residentes. Los habitantes de Ias pequenas ciudades que se extendían desordenadamente en los alrededores dependían de Ias haciendas y buscaban trabajo ocasional en ellas como arrieros de mulas y artesanos o jornaleros. Aun Ias grandes ciudades que habían nacido en los últimos anos de Ia colonia, como Tequila o Jocotepec, sólo tenían unas 1 500 almas. AI igual que en otras partes de esta zona fronteriza septentrional, algunos rancheros mestizos, algunos independientes, otros en realidad aparceros en Ias haciendas, se esforzaron por establecer una identidad obstinadamente independiente de Ia oligarquía local (Lindley, 1983: 18, 28-29). Hacia el Norte de Ia Ciudad de México, en Ia fértilllanura conocida como el Bajío, Ia posesión de tierras durante el siglo XVIII se polarizó entre Ias incipientes grandes haciendas y Ia fragmentación de los pequenos terratenientes o rancheros. Así, como en Guadalajara, los latifundios dominaron el paisaje agrario. Y, del mis-
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mo modo, en esa zona de transición hacia el Norte no se encuentra Ia densidad de aldeas independientes tan característica de Ias mesetas del centro de México, como p. e., Puebla. Más bien, en esta iona, Ias terratenientes proporcionaban tierras de manera que se pudieran crear al de as campesinas dependientes en Ia propia hacienda, atrayendo así a toda Ia población rural de un determinado distrito dentro de Ia órbita dellatifundio. En este 'Contexto, Ia población rural, tanto terrateniente como trabajadora, oía misa en Ia capilla de Ia hacienda, dicha por un sacerdote itinerante que frecuentemente pernoctaba y cenaba con el propietario o su administrador. Así pues, Ia estrecha identificación de Ia hacienda y Ia Iglesia era otro elemento constitutivo de Ia «comunidad de Ia hacienda», claramente distinta de Ia pauta de Ias centros de población en que Ia parroquia de Ia aldea, con su sacerdote, sus cofradías y sus rituales locales contribuían a crear una cultura de aldea característica y relativamente independiente. Un segundo ejemplo de este complejo «dominado por Ia hacienda» puede ser el de San Luis Potosí a mediados de sigla. Allí Ia hacienda «Bocas» contaba con 400 familias de sirvientes permanentes que constituían Ia elite privilegiada de Ias trabajadores. Se agrupaban cerca del casco de Ia hacienda, o sea Ias edificios, Ias graneros y Ia capilla. De este grupo procedían quienes realizaban tareas especializadas como Ias llaveros, Ias maestros de escuela, el sacristán y Ias peones de confianza encargados de Ia irrigación y Ia seguridad. Recibían raciones de maíz y un salario mensual, en su mayor parte en forma de cuenta abierta en Ia tienda de Ia hacienda. Había además otro grupo más amplio, de rango inferior en Ia jerarquía Ias peones permanentes comunes, que vivían en Ia hacienda pero dispersados en una docena de rancherías, con 10 que Ia población residente total de Ia hacienda era de 5000 a 5500 personas. Los conflictos eran frecuentes en Ia época de Ias cosechas, cuando Ias guardias de Ia hacienda intentaban obligar a Ias inquilinos a trabajar mientras éstos estaban ocupados en sus propias parcelas. En marzo de 1853, por ejemplo, algunos peones opusieron resistencia y fueron enviados a Ia cárcel de San Luis Potosí. La hacienda también contrataba trabajadores en Ias familias de residentes dispersas, hasta 500 peones para Ia cosecha del maíz (Brading, 1977: 141-152; Bazant, 1977a: 65-78). Esta misma pauta de Ia dominación de Ia hacienda era válida en Chile. Allí, Ia población indígena recalcitrante había sido expulsada allende el río Bío-Bío por el avance de Ias europeos en el sigla XVI, pero muchos de Ias que habían permanecido en el centro de Chile fueron absorbidos en Ias grandes haciendas, hacia 1830, como inquilinos mestizos. Así pues, Ia mayor parte de Ias asentamientos indígenas se encontraban al Sur del río Bío-Bío, mientras que Ias del centro de Chile habían prácticamente desaparecido. Anteriormente, en el sigla XVIII, Ia Carona había creado una serie de ciudades en el vall e central con Ia esperanza de asentar a Ia creciente población desempleada, pero muchos campesinos se establecieron como inquilinos o instalaron sus «tristes ranchos» fuera del alcance de Ias ciudades o de Ias haciendas. Disponemos de un buen panorama estadístico de algunas provincias chilenas para 1854, pero tal vez el Departamento de Caupolicán (el llamado «rifión de Ia oligarquía») represente mejor que cualquier otro Ia sociedad agraria clásica de mediados de sigla. Allí, 26 haciendas (o fundos, término local) contaban con un
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promedio de 5 600 hectáreas, o sea aproximadamente 80% de 10 que se consideraba entonces Ia superficie total de «tierras agrícolas». En el otro extremo de Ia escala, se encontraban unos 800 pequenos propietarios cuyas parcelas de una a 20 hectáreas representaban el 3% del total de tierras agrícolas (Salazar, 1994: 152-153). En esa época, los pequenos y efímeros mercados de California y Australia ya se estaban cerrando al trigo chileno mientras que aún no se había producido Ia expansión que iban a generar el nitrato y el crecimiento urbano a partir de 1880. En este contexto, los terratenientes temían Ias cosechas abundantes pues ocasionaban una disminución de los precios y, por ende, de Ias ganancias. Aun así, ya se contaban hasta 80 a 100 hogares de inquilinos subempleados en el fundo típico. Uno de ellos, Ia hacienda «El Huique», actualmente propiedad del ejército chileno y un museo rural, poseía a comienzos deI siglo XIX varios miles de hectáreas de tierras planas, potencialmente agrícolas, «inmensas serranías- y una impresionante capilla en Ia que los trabajadores residentes oían misa los domingos. En esas haciendas, era común que Ia esposa del hacendado ayudara al sacerdote itinerante a organizar periódicamente ceremonias masivas de casamiento y bautismo para los trabajadores (Bauer, 1975: 393-413). La vida rural allende los Andes, en el Rio de La Plata, término que generalmente abarca el actual Uruguay junto con Ias provincias riberefias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Rios y Ia zona meridional de Córdoba> se expone con mucho más detalle en numerosas investigaciones recientes sobre el final de Ia era colonial y los comienzos del siglo XIX. Es ahora evidente que Ia imagen anterior de poderosos estancieros «semifeudales- había quedado atrás. En cambio, existía «una multitud de pequenas unidades gana deras y agrícolas» y aun Ias estancias más extensas eran empresas modestas, como se ha comprobado en inventarios recientemente descubiertos de esas propiedades. Su ganado y sus esclavos negros -más numerosos de 10 que se suponía habitualmentevalían más que Ia tierra. En los dos o tres decenios posteriores a los anos treinta, empero, en el Rio de La Plata al igual que en el resto de Ia América espafiola, Ias tierras se concentraron cada vez más en manos privadas. En Ias principales regiones donde había una importante presencia eclesiástica, el sector privado triunfó a expensas de Ia Iglesia, y los estancieros fueron los beneficiarios de Ia distribución de tierras públicas por el Estado. Como sefialan Garavaglia y Gelman, sin embargo, Ia propiedad de Ia tierra era menos significativa que el acceso a su utilización. Por ejemplo, pequenos agricultores alquilaban tierras dentro de los límites de una gran propiedad y eran habituales Ias aparcerías. Por último, Ias investigaciones recientes modificaron Ia noción tradicional de los gauchos, considerados otrora com.9 Ia figura característica de Ia Pampa, «hornbres sin ataduras que se desplazaban de un lugar a otro, aparentemente concebidos y puestos al mundo por Dios sabe qué procedimiento artificial». Es ahora sabido, como 10 habría sugerido el sentido común, que Ias familias representaban Ia mayor parte de Ia población rural (Garaváglia y Gelman, 1995). Teniendo siempre presente que frent~ a un paisaje rurallatinoamericano que abarca 60 grados de latitud y una amplia variedad de condiciones climáticas y culturales específicas, Ias generalizaciones son aventuradas. Se puede, sin embargo, sefialar tres características esenciales de Ia economía agraria hispanoamericana en
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Plaza dei mercado en Izamal, México. Fuente: Wiener et a!., 1884: 373.
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Ias décadas de 1830-1850 que merecen especial atención: 1) Ias mercados de exportación y locales representaban una demanda insuficiente; 2) el aumento lento pero constante de Ia población ofrecía una abundancia potencial de trabajadores y 3) Ia economía eclesiástica pesaba mucho en Ia economía rural. Analizaremos uno por uno estos elementos. Con Ia caída de Ia administración y Ia economía coloniales espano Ias que ocasionó, en particular, Ia disminución de exacciones fiscales como el diezmo y el tributo, el fin deI consumo forzado, y Ia transferencia en arrendamiento de Ia economía minera, disminuyó Ia demanda de servicios de trabajadores rurales. En segundo lugar, pese aIos trastornos de Ia independencia y los conflictos civiles, los datos demográficos, reconocidamente inciertos, evidencian un índice general de crecimiento de Ia población constante aunque desigual (Sánchez AIbornoz, 1974b: 146-181). En economías de mercado plenamente desarrolladas, se espera que el crecimiento demográfico induzca una disminución de los salarios y un alza de los precios. No obstante, habida cuenta de Ia reticencia de numerosos habitantes del campo a aceptar Ia disciplina del trabajo de hacienda, y de que Ias aldeas rurales seguían teniendo en gran medida un carácter de subsistencia que generaba poca demanda de productos adicionales, el continuo aumento de Ia población se tradujo en un mantenimiento de los salarios y en precios bajos. Estas características fundam entales de Ia economía agraria de comienzos deI siglo XIX ayudan a explicar por qué rara vez se necesitaba Ia coerción para obtener trabajadores, y por qué los esclavos negros dejaron de ser necesarios en estas tierras altas del interior. Por el contrario, el creciente número de habitantes de aldeas abarrotadas o asentamientos ilegales golpeaban a menu do Ia puerta de Ia hacienda en busca de trabajo. Dicho de otro modo, aI tiempo que en el siglo XIX se abrían oportunidades para Ia agricultura comercial, los empresarios rurales disponían de un cociente población-tierras favorable. La tercera característica, esto es, Ia carga de Ias exacciones eclesiásticas, recaía igualmente en los terratenientes y en los campesinos, y dejaron de ser soportables en el transcurso del siglo XIX liberal, como veremos a continuación.
IMPULSOS PARA EL CAMBIO, 1830-1880
EI constante desarrollo de Ia economía industrial de Ia cuenca atlántica no podía dejar de afectar a Ias repúblicas recientemente independizadas de Ia América espafiola, EI mejoramiento de Ias carreteras para carros y tiros de mula, y más tarde Ia construcción tentativa de ferrocarriles, laaparición de los barcos de vapor fluviales y transatlánticos y Ia creciente demanda de una nueva variedad de productos alimenticios y textiles, se conjugaron para .ampliar Ias exportaciones agrícolas anteriormente limitadas a artículos exóticos i de precios elevados como el azúcar, el cacao y Ia cochinilla. AI misrno tiempo, en el medio siglo que siguió a 1830, Ia reactivación gradual de Ias minas antiguas y Ia explotación de otras nuevas, suma das aI crecimiento demográfico regular aunque lento, estimularon Ia actividad empresarial en torno a Ias ciudades en expansión. Los comerciantes extranjeros y Ias nue-
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vas tiendas de telas y ferretería, olIas metálicas y pianos fomentaron un apetito por Ias importaciones que, en nuestros tiempos, , ha cobrado un carácter voraz. En Ia era colonial, Ia Corona y los comerciantes habían convenido en Ia necesidad de obligar a Ias comunidades rurales a comprar telas, mulas y diversas herramientas de hierro, por conducto de los «repartos de mercancías.» Después de Ia independencia, con Ia ampliación de Ia gama de productos baratos de fabricación extranjera y local, disponibles en una economía de mercado más activa, Ia coacción directa dejó de ser necesaria. En el transcurso dei siglo XIX, los implacables efectos dei capitalismo en el Atlántico se hicieron sentir en los rincones más remotos de Ia América espafiola e indujeron Ia transformación de Ia vida rural. EI principal impulso inicial a Ia transformación agraria fue una explosión de Ia demanda en los países industrializadas por Ias bebidas calientes y de los medios para endulzarlas. De todas ellas -té, chocolate y café-, el último tuvo Ias repercusiones más importantes en América Latina pues pasó a ser Ia exportación predominante para varios países durante el siglo XIX, y lentamente reemplazaba asimismo a Ia yerba mate en el consumo local. Uegadas en primer lugar a Venezuela y Guatemala a finales dei siglo XVIII, Ias plantaciones de cafetos se extendieron constantemente a partir de Ia década de 1850. Situadas ai pie de Ias montafias en Ia costa del Pacífico de América Central y en alturas medias a 10 largo de Ias latitudes tropicales dei Caribe, Colombia, Venezuela y, sobre todo, Brasil, Ias plantaciones se extendieron a nuevas zonas, a veces fronterizas, por encima de Ias plantaciones costeras de azúcar y algodón y por debajo de Ias mesetas interiores de agricultura tradicional. En Colombia occidental, Costa Rica y Brasil, su producción dependía de inmigrantes o esclavos, y en Guatemala, Chiapas, EI Salvador o Cundinamarca, de Ia capacidad de los hacendados de alentar, persuadir u obligar ai campesinado tradicional a trabajar por un salario. Las condiciones ecológicas y Ia capacidad de los hacendados para involucrar ai Estado en Ia contratación de trabajadores ayudan a explicar Ia diversidad de Ias distintas empresas cafeteras. En Ias provincias colombianas de Antioquia y Caldas y en Costa Rica, por ejemplo, los inmigrantes fueron atraídos por Ias posibilidades del cultivo de café y crearon granjas pequenas y medianas en Ias que empleaban a Ia familia y a algunos jornaleros (Palacios, 1980; HalI, 1976). Cabe recordar que el café, a diferencia dei azúcar, puede ser un cultivo «democrático» puesto que se puede cultivar eficaz y rentablemente en multitudes de pequenas propiedades. En otros casos, como en el valle Vassouras o Río Claro en Brasil, ai pie de Ias montarias en Ia costa dei Pacífico en EI Salvador o Cundinamarca cerca de Bogotá, Ia producción de café se efectuó en extensas plantaciones, hecho que se explica en parte por Ia disponibilidad de esclavos en Brasil y Ia presencia de una población campesina densa y vulnerable en Ias cercanías, en otros casos. En EI Salvador, Ia elite local, a Ia que se sumaron los empresarios inmigrantes, logró obtener el control dei Estado, desposeer y reducir ai trabajo asalariado a los numerosos pobladores de los ricos suelos de Ia costa deI Pacífico, aI pie de Ias montafias, En el país vecino, Guatemala, donde un campesinado maya firmemente afianzado había resistido el avance europeo durante siglos con sus aliados eclesiásticos, una nueva elite respaldada por el Estado dejó intactas Ias aldeas pero
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obligó a sus habitantes a trabajar en Ias plantaciones mediante el tristemente conocido sistema de mandamiento (Stein, 1957; Browning, 1971; McCreery, 1994). Desde sus inicios en el siglo XVI como casi exclusivamente cultivo de plantación, Ia cana de azúcar empezó su intrusión moderna en Ias tierras bajas tropicales en Ia década de 1860, bajo el impulso de una voraz demanda de edulzantes para Ias bebidas calientes, el notable desarrollo de Ia afición por los dulces en los países industriales en general, y Ia transferencia a los trópicos de Ias nuevas técnicas de producción del azúcar de los países industriales productores de azúcar de remolacha de Europa central y noroccidental. Por ejemplo, en Gran Bretafia el consumo de azúcar aumentó de aproximadamente 6 a 45 kg por habitante en el transcurso del siglo XIX y, en 1900, el azúcar barato representaba Ia sexta parte del consumo total de calorías (Mintz, 1985: 143-149). Presente en América desde el segundo viaje de Colón en 1493, Ia cana de azúcar se difundió en todo el Caribe y sus alrededores, a 10 largo del litoral tropical de Brasil y Perú y en el interior de Ias tierras como en Ia depresión de Cuautla (actual Estado de Morelos, México) y cerca de Salta, Argentina. Se importaron unos diez millones de esclavos africanos mediante Ia trata de esclavos de! Atlántico, sobre todo para que trabajaran en el negocio del azúcar; en realidad, su presencia en los despoblados trópicos hizo posible Ia exportación de azúcar. Al caer el régimen espafiol, varias de Ias nuevas repúblicas abolieron Ia esclavitud en el prime r decenio de Ia independencia, pero generalmente Ia esclavitud perduró allí donde Ia cana de azúcar seguía siendo rentable e importante para los nuevos Estados. Así, en el Caribe y en Perú, en Colombia y Venezuela fue necesaria una combinación de presiones abolicionistas, un aumento de Ia población y modificaciones radicales de Ias técnicas de producción del azúcar para forzar una súbita y violenta transición al trabajo asalariado a partir de Ia década de 1850. Esta evolución obligó a los contratistas de mano de obra a buscar trabajadores de sustitución en el extranjero, tan lejos como Macao o Ia India, o requirió el uso de diversos incentivos y medios coercitivos para inducir al campesinado local recalcitrante a someterse a los arduos regímenes del trabajo asalariado. Estas primeras manifestaciones de Ias economías de exportación modernas y los ingresos y Ias inversiones generados por el café, el algodón y e! azúcar se hicieron sentir directa e indirectamente en numerosas regiones de América Latina con 10 que, junto con el constante y cada vez más rápido crecimiento urbano y el advenimiento de un consenso liberal controvertido pero a Ia larga logrado, el panorama social de estos espacios centrales de Ias altiplanicies también inició su transformación moderna.
EVOLUCIÓN DE LAS SOCIEDADES RURALES DE LAS ALTIPLANICIES DEL INTERIOR,
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1830-18 O. f
EI asalto a Ia Iglesia y Ia aldea El asalto moderno a Ias fundaciones económicas de Ia Iglesia empezó con Ia expulsión de los jesuitas, Ia confiscación de sus propiedades en 1767 y su venta du-
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rante los dos decenios siguientes. Más de 400 de Ias mejores haciendas y plantaciones de toda Ia América espafiolã pasaron en consecuencia a manos de Ia elite peninsular y criolla de los últimos tiefnpos de Ia colonia, a menudo a precios muy bajos. En los decenios posteriores a Ia independencia, Ia mayoría de Ias propiedades rurales de Ias otras Órdenes regulares fue confiscada por el Estado. Todas Ias Órdenes regulares, incluidos los franciscanos, Ia Orden más consagrada a Ia pobreza, habían adquirido propiedades rurales y urbanas. No disponemos de datos cuantitativos generales sobre Ias haciendas pertenecientes aios agustinianos, mercedarios, dominicanos y otros, pero en incontables estudios regionales se destaca su importancia. Casi todas esas haciendas pasaron ai sector privado intactas, esto es, sin subdivisión, ai igual que Ias propiedades de los jesuitas, aumentando el poder y Ia creciente prosperidad de Ias clases terratenientes dei siglo XIX. AI mismo tiempo, los nuevos regímenes republicanos resolvieron suprimir el diezmo eclesiástico, una considerable carga financiera que había pesado sobre los propietarios de tierras a 10 largo de tres siglos. Entre 1834, ano en que los mexicanos declararon voluntario el diezmo, y Ia década de 1850, cuando los colombianos impugnaron el derecho de Ia Iglesia a recaudarlo, o en 1854 cuando los conservadores chilenos convirtieron el diezmo eclesiástico en un impuesto estatal aios bienes inmobiliarios, casi todos los terratenientes se liberaron de este impuesto de diez por ciento sobre Ia producción. Una carga aún más onerosa residía en Ia variedad de hipotecas derivadas de préstamos concedidos por los distintos organismos de Ia Iglesia -principalmente Ias Órdenes- y de los censos que producían ingresos para Ias capellanías, los aniversarios y Ias obras pías, detentados principalmente por el clero seglar. A mediados del siglo XIX, los terratenientes de toda Ia América espafiola, impulsados por una creciente ola de sentimientos anticlericales, decidieron librarse de esas obligaciones. Presionaron para que se promulgara una legislación que redujera o directamente eliminara Ias cargas eclesiásticas acumuladas durante siglos, concediéndose así, en Ia práctica, una impresionante ganancia del capital agraria (Bauer, 1986: 13-57; Wobeser, 1994). EI resultado del asalto a Ias propiedades y los ingresos de Ia Iglesia, en el que participaron tanto los liberales como los conservadores, fue un mejoramiento espectacular de Ia situación económica de Ias clases terratenientes y su acceso a Ia supremacía social y política en los últimos treinta anos dei siglo. A medida que los mercados de exportación comenzaron a acelerar el ritmo de Ia vida económica y que aparecieron mercados un tanto más sólidos en forma de ciudades en expansión o Ia reactivación de antiguas minas y Ia apertura de nuevas, Ia propia estructura dei régimen de propiedad de Ias tierras empezó a modificarse lentamente, ai igual que Ia naturaleza de Ias modalidades laborales y Ia vida agraria (Morse, 1971). La expansión y Ia consolidación del sector privado terrateniente a expensas de Ia Iglesia trajeron aparejada una acometida de inspiración ideológica contra Ias aldeas comunales, Si bien Ia legislación liberal no eliminó Ias comunidades campesinas indias, lográ quitarles su base de recursos de modo que numerosos habitantes tuvieron que ingresar en el mercado laboral o trasladarse a Ias grandes haciendas.
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Relaciones sociales en el campo Cualquier estudioso de este período se encuentra ante una compleja variedad de casos en los que Ia interacción de Ia transformación de Ia población y del desarro110 del mercado con Ias condiciones y Ia cultura locales no permite discernir fácilmente una pauta neta y general. No se observa aquí una «transición al capitalismo» fluida e inexorable sino más bien diversos ajustes locales o regionales condicionados por movimientos amplios y a menudo exógenos en Ia oferta y Ia demanda, así como una modificación de Ias relaciones de poder entre los hacendados y los campesinos y también entre estas dos clases y Ia formación del Estado. En Ia franja septentrional de los Estados mexicanos -Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León- por ejemplo, l~ expansión hacia el Oeste de Estados Unidos después de 1848 brindó oportunidades a los vaqueros y mineros mexicanos. Esta evolución acentuó Ia competencia en zonas rurales en Ias que escaseaba Ia mano de obra, incrementó los sueldos de Ias haciendas e indujo a algunos propietarios, al menos, a emplear Ia fuerza para retener a sus trabajadores residentes. Paradójicamente, el efecto general fue un estímulo a Ia movilidad e independencia de los trabajadores y rancheros de esta región fronteriza que anteriormente, desde luego, no habían estado vinculados a Ia tradición de aldeas o comunidades (Katz, 1974: 1-45). En Ias regiones más densamente pobladas del Bajío mexicano y en el Norte cercano, varios terratenientes partidarios de Ia modernización empezaron en Ias décadas de 1850 y 1860 a reducir el número de peones acasillados o sirvientes permanentes, y a contratar jornaleros entre los habitantes cada vez más numerosos de asentamientos ilícitos y desprovistos de tierras en Ia hacienda. Otros propietarios encargaron el cultivo de Ias tierras irriga das de Ias que eran usufructuarios a sus trabajadores residentes y concertaron con otros acuerdos de aparcería. En Ia hacienda «Bocas», por ejemplo, en San Luis Potosí, administradores preocupados por los gastos comenzaron a convertir a algunos trabajadores en aparceros y aumentaron los alquileres, al tiempo que reducían los anteriores privilegios de los sirvientes acomodados disminuyendo o suprimiendo Ia ración de maíz. Un sutil cambio de terminología, indudablemente no percibido por los trabajadores de Ia época, reflejó esta evolución. Los administradores ya no hablaban de residentes «permanentes» sino de «alquilados» o «jornaleros». En este caso, es evidente que el aumento de oferta de mano de obra y Ia ausencia de otras fuentes de empleo en Ia economía local redujeron el nivel de vida de los sectores más vulnerables de Ia sociedad rural (Bazant, 1977a: 74-78). En otros casos, los terratenientes _hicieron los primeros esfuerzos tentativos para introducir cosechadores y trilladoras mecânicas para el trigo, y una variedad de artefactos más pequenos y menos obvios como desgranadores de trigo, tamices mecánicos y molinillos manuales. En el Bajfo o en Puebla, empero, al igual que en Perú o el centro de Chile, en realidad erí Ia mayoría de los países, Ia dificultad de encontrar repuestos para Ias máquinas o Ia falta de una cultura mecánica desalentó Ia introducción de máquinas incluso muy sencillas, al igual que Ia ausencia de caballos o mulas de tiro. Los bueyes, trasladados de Ias tierras áridas del Mediterráneo a América en el siglo XVI, noeran idóneos para el rápido paso que re-
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querían Ias nuevas segadoras y cosechadoras. Con pocas excepciones, los bueyes siguieron siendo el principal modo de tracción hasta que fueron reemplazados gradualmente por tractores a comienzos de Ia década de 1930. A este respecto, el Río de LaPlata es nuevamente una excepción. En toda Ia provincia de Buenos Aires se contaban solamente unas 300 000 personas en 1869 y, aunque esta cifra se había duplicado en 1890, los salarios seguían aumentando. Como en Canadá, en circunstancias similares, los empresarios argentinos percibieron Ia importancia de Ias cosechadoras y trilladoras en Ia pampa y comenzaron muy pronto a importar máquinas del extranjero (Adelman, 1994: 104 y 235). No obstante, Ia mayoría de los terratenientes de mediados del siglo, en el centro de México así como en los Andes y Chile, tenía a su alcance grandes cantidades de personas que se desplazaban a través de Ias tierras, golpeando Ias puertas de Ias haciendas en busca de trabajo o sustento. Algunos vagaban por Ias ciudades atemorizando a Ia población, como a Ia Sra. Calderón de Ia Barca en México en Ia década de 1840, mientras que otros eran reclutados en los batallones especiales de los caudillos locales (Walker, 1990: 105). En consecuencia, se contrataban numerosos trabajadores temporeros, por más que los terratenientes los consideraran poco fiables, a cambio del aparentemente inevitable salario de «dos reales por día» o incluso Ia promesa de alimentos y bebidas. Aun teniendo en cuenta los costos de supervisión, Ia abundancia de trabajadores potenciales inducía a más de un empresario a pensarlo dos veces antes de invertir en máquinas costosas y problemáticas. Con un cociente hombres-tierras favorable a los terratenientes o, dicho de otro modo, en un mundo rural en que los propietarios controlaban cada vez más tierras arables a expensas de los pobladores de alde as y de los que no poseían tierras, no era necesaria Ia coerción directa y draconiana mencionada en Ias publicaciones anteriores sobre este tema. Dada Ia presión de los liberales sobre Ias tierras de Ias alde as y el crecimiento constante de Ia población, los hacendados, lejos de necesitar recurrir a Ia fuerza para retener a los trabajadores, estaban cada vez más abrumados por Ias solicitudes de residencia en Ia hacienda. Asimismo, los terratenientes que poseían tierras en exceso y procuraban controlar a los habitantes de Ias aldeas deseosos de independencia, solían atraer a más residentes a sus haciendas. A partir de 1830, por ejemplo, en Bolivia, aproximadamente Ias dos terceras partes de Ia población rural vivían en Ias comunidades y una tercera parte, en Ias haciendas. AI cabo de 5 O afios de crecimiento demo gráfico y presión liberal, esas proporciones se invirtieron (Greishaber, 1980). Sucedía otro tanto en Ia provincia de Azángaro en Perú, donde los hacendados, lejos de «proletarizar- a sus trabajadores, instalaban a muchos más en sus tierras, y en el centro de Chile, donde los duefi.os de grandes fundos realizaron un proceso de «reinquilinacióno aumento de número de inquilinos en sus propiedades (Bengoa, 1988: 226-228, 267-268; Jacobsen, 1993: 316-330). Pero en esta época, como había ocurrido en Ia hacienda de San Luis Potosí, se concedían aIos nuevos inquilinos menos beneficios, 10s huertos eran más pequefi.os, 10s derechos de pastoreo restringidos y se exigían más «voluntarios- del hogar del inquilino. Fuera de los límites de Ia hacienda, un subproletariado rural sin tierras buscaba su subsistencia en Ia reciente-
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mente creada industria del nitrato en el Norte desértico, o se desplazaba a Ias ciudades de Santiago o Valparaíso, cada vez más atractivas gracias a Ias inversiones procedentes de los florecientes ingresos de Ia exportación. La búsqueda de mano de obra no es el único motivo que explica el amplio desplazamiento de Ia población rural a Ias haciendas. Acostumbrada de larga data al concepto y a Ia práctica del «servicio personal», una abundante población de sirvientes del campo proporcionó a Ios hacendados del siglo XIX no sólo una mano de obra dependiente y obviamente subordinada sino también una base política, cuando Ia política republicana empezó a necesitar votos. Ligados por relaciones paterna listas que variaban del temor al odio o al afecto, los residentes no se limitaban a abrir puertas, transportar mensajes y servir sobrero en mano, sino que brindaban probablemente a los patrones el placer evidente pero incalculable de una deferencia y una obediencia al menos aparentes. Las mujeres y Ias ninas de Ias familias siempre estaban presentes en Ia cocina o en Ias tareas domésticas, consolidando una relación similar entre Ias mujeres de Ia elite y Ias asistentas domésticas. Aunque generalmente complacidos con Ia presencia de gran número de residentes dependientes, los hacendados y sus administradores tendían a manifestar a sus trabajadores, en el mejor de los casos, un afecto brusco y, en el peor, un desprecio tiránico. Desde México hasta Chile, los terratenientes consideraban a menudo que los mestizos, y en especial los indios, eran congénitamente perezosos, entregados a Ia bebida e imposibles de rescatar (McCreery, 1994: 175-176). La importancia asignada a Ia función de Ias fuerzas del mercado en Ia configuración de Ias nuevas modalidades laborales en el campo no significa, desde luego, que Ias relaciones de poder estaban ausentes. El trabajo agrícola evoluciona con Ias estaciones, por 10 que los conflictos entre habitantes rurales se agudizaban en Ias épocas en que el trabajo se debía realizar rápidamente para evitar pérdidas de cosechas o animales. Así, cuando los habitantes de Ias aldeas insistían en ocuparse de sus propias tierras mientras se estaba efectuando Ia cosecha en Ia hacienda, o cuando los trabajadores residentes se negaban a trabajar al ritmo requerido para cumplir con los programas de Ia hacienda, Ias relaciones en el campo cobraban un carácter tenso. Los hacendados utilizaron diversas estrategias para asegurarse una mano de obra adecuada, desde Ias amenazas de expulsión, Ias presiones paternalistas, el recurso a Ia persuasión clerical por conducto del sacerdote residente o de Ia aldea, Ia invasión de Ias tierras de Ias aldeas, hasta Ia invocación de deu das de los trabajadores para con Ia hacienda. Por regla general, a mediados del siglo XIX Ias clases terratenientes podían contar con Ia docilidad del Estado para_ respaldar sus reivindicaciones con fuerzas armadas, en caso necesario, ya que en realidad constituían una fuerza poderosa en Ia política local y nacional. Por otro lado, los habitantes de Ias aldeas se aferraban tenazmente a sus tierras comunitarjas; ocasionalmente emprendían una resistencia armada o empleaban Ias llamadasearrnas de los débiles», es decir, Ia destrucción de herramientas, reducción de Ia productividad, resistencia pasiva, o Ia huida, en Ias negociaciones entre fuerzas desiguales. Cuando Ia situación conducía a un aumento de los salarios de los jornaleros por encima de los habituales «dos reales», los hacendados tendían a quejarse de una «escasez de brazos».
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EL CAFÉ Y EL AZÚCAR: LOS TRABA]ADORES RURALES EN LA ECONOMÍA DE EXPORTACIÓN
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Si bien el pleno florecimiento del «desarrollo hacia afuera» liberal aún no se había producido, sus efectos empezaron a percibirse en Ia década de 1860 e incluso antes. Los cafetales crecían mejor por debajo de Ias altas mesetas densamente pobladas de los trópicos y por encima de Ias tierras bajas americanas que habían sido ampliamente despobladas por Ia invasión europea y a continuación repobladas por esclavos africanos traídos para cultivar el azúcar. Ulteriormente, el café se extendió a zonas que habían atraído anteriormente pocos asentamientos y, en consecuencia, su cultivo y procedimiento creó una necesidad de trabajadores allí donde éstos eran escasos. En Costa Rica y el Oeste de Colombia, Ias posibilidades brindadas por el café condujeron a inmigrantes europeos y mestizos a esas zonas fronterizas y los asentamientos tomaron Ia forma de establecimientos cafeteros pequenos y medianos en los que Ia familia y algunos jornaleros bastaban para asegurar Ia producción. Ambas regiones se convirtieron en centros de sociedades rurales dinámicas y bastante igualitarias. En Brasil, como hemos visto, los esclavos de Ia declinante costa azucarera del Noroeste fueron vendidos a duefios de plantaciones que se apropiaron de extensas unidades de tierras en los valles de suelos rojos, ti erras adentro de Río de Janeiro y São Paulo, una mano de obra complementada hacia finales del siglo por inmigrantes italianos y japoneses (Dean, 1976). En casi todos los demás casos -en Chiapas, Guatemala, El Salvador y Puerto Rico, por ejemploel cultivo del café exigía que los agricultores tradicionales de Ias altiplanicies se acostumbraran a los ritmos de Ia agricultura comercial. Guatemala representa tal vez el ejemplo más adecuado de este proceso. El café estaba presente en el país desde el siglo XVIII pero hasta Ia década de 1830 siguió siendo en gran medida un arbusto decorativo y una novedad. Durante los siguientes cincuenta anos su exportación transformó a Guatemala, así como, ulteriormente, al vecino país de El Salvador y, en realidad, en todas partes adquirió preemmencia. Los obstáculos al desarrollo de Ias exportaciones, empero, eran los indios afianzados, pero considerados lamentablemente necios por los liberales y que vivían vidas «improductivas y monótonas, incapaces de sumarse al movimiento progresista», y sus protectores conservadores que tendían a considerar que los «pobres indios están mejor como están», Una vez que Ias posibilidades económicas del café se hicieron evidentes, los duefios de plantaciones exigieron y obtuvieron una legislación encaminada a obligar aios indios condenados por «vagancia» a realizar trabajos asalariados. A partir de 1860 se revitalizaron los antiguos «mandarnientos», que culminaron con Ia circular del presidente guatemalteco Rufino Barrios aios gobernadores de provincias en 1876, en Ia que ordenaba que de Ias ciudades indias de su jurisdicción suministraran aios duefios de fincas de esa provincia que solicitaban mano de obra el número de trabajadores que necesitaban, ya fueran 50 o 100, según la importancia de su empresa. Los instrumentos para aplicar esta nueva reglamentación eran el ejército y Ias milicias, coordinados por el telégrafo recientemente instalado. A partir de ese mo-
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mento, Ia rápida expansión de Ias exportaciones de café impulsó el desarrollo de Guatemala (McCreery, 1994: 161, 171-188). En Cuba se evidenció Ia estrecha relación entre el azúcar y Ia esclavitud. Con Ia abolición de ésta en Santo Domingo a comienzos de Ia década de 1790, se interrumpió bruscamente Ia producción de Ia colonia azucarera más importante del mundo. Antes de Ia rebelión masiva de los esclavos, esta colonia francesa produda anualmente, en Ia década de 178 O, unos ingresos derivados de Ia exportación casi equivalentes a los de todo el imperio espafiol en América, comprendidas Ias minas de plata de México y Perú (Brading, 1984: 426). Con Ia caída del régimen de Santo Domingo, se inició el notable desarrollo de Cuba. De hecho, hasta mediados del siglo XIX, los sistemas de producción y comercio del azúcar cambiaron muy poco (Moreno Fraginals, 1986: 187). No obstante, a partir de 1860, una verdadera revolución azató a los productores mundiales de azúcar de cana con Ia transferencia a los trópicos de nuevas maquinarias complejas de molienda y procesamiento, elaboradas en Europa occidental y Central. De este modo se modificó radicalmente el aspecto industrial de Ia producción de azúcar -los nuevos molinos consumían más cana y extraían más azúcar de Ia canamientras miles de otros trabajadores agrícolas seguían utilizando el machete y Ia yunta de bueyes en el campo. La producción cubana se duplicó prácticamente en el decenio de 1860 y, en 1868, Cuba producía más del 40% de Ia cana de azúcar comercializada en el mercado mundial (Scott, 1985a: 25-27). Para satisfacer Ia creciente demanda de trabajadores, se trajeron a Ia isla unos 300 000 esclavos negros, casi todos ellos después de que un tratado entre Inglaterra y Espana, en 1817, hubiera prohibido su comercio. Considerando que éstos eran insuficientes y ante Ia posibilidad de Ia abolición, los propietarios cubanos de plantaciones buscaron otras fuentes de mano de obra. Ya en Ia década de 1840, cuando Trinidad y Ia Guayana británica empezaron a recurrir a trabajadores de Ia Indias Orientales, los hacendados cubanos comenzaron a importar mayas de Yucatán y, ulteriormente, unos 125000 chinos ligados por contratos de cumplimiento forzaso. Así, «los negros libres sin ti erras, los trabajadores chinos contratados y los esclavos trabajaban codo con codo» en Ias fábricas y en el campo hasta Ia abolición, en Ia década de 1880 (Klein y Engerman, 1985: 264). Unos 25 000 negros aún estaban esclavizados en Ia costa peruana cuando el aumento vertiginoso de los ingresos generados por Ias exportaciones de guano permitió al Estado pagar a los propietarios de esclavos unos 300 pesos por cada esclavo liberado, poniendo término, en Ia práctica, a Ia esclavitud. Dada Ia dificultad de atraer a los campesinos indios de Ias altiplanicies a Ia costa azucarera del Norte de Perú, entre 1850 y 1874 se importaron cerca de 88000 trabajadores chinos contratados -(118 de los cuales eran mujeres). Esta evolución formaba parte de una búsqueda de trabajadores rurales en todo el mundo, que se extendió a Ias Indias Orientales, China y Ias islas polinesias. En otros casos, una combinación del uso de Ia fuerzay de incentivos empezó a acostumbrar a Ia población rural tradicional a los ritmos del capitalismo agrario, que cobraron un carácter urgente debido a Ia competencia de los mercados mundiales y a Ias exigencias cronológicas más estrictas impu estas por el ferro carril, los barcos a vapor y el telégrafo.
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CONCLUSIONES
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Los académicos se han interesado níenos por los cincuenta anos transcurridos entre el advenimiento de Ias nuevas repúblicas a comienzos del siglo XIX y Ia integración más completa de América Latina en Ia economía mundial después de 1880, que por el régimen anterior de 10s Borbones o Ia «Belle Epoque» subsiguiente. Esto se explica en parte por el efecto destructivo de Ia agitación política y Ia reorganización de los archivos y registros, pero también por Ia ausencia de atracciones tan irresistibles para los historiadores como Ias insurrecciones campesinas conducidas por Túpac Amaru, Katari o Hidalgo en los últimos tiempos de Ia colonia, o Ias del «Iemible Wilka» o de los zapatistas a comienzos del siglo xx. Si hubiéramos vivido y trabajado en una aldea remota o en una hacienda lejana durante estos anos aparentemente sin incidentes entre 1830 y 1880, indudablemente nuestras vidas habrían estado colmadas de desgracias cotidianas, constantes negociaciones por el poder y cambios imprevistos y desestabilizadores. Sin embargo, a Ia distancia los datos históricos revelan el advenimiento lento, casi inmóvil y discontinuo, de fuerzas sociales e ideológicas puestas en movimiento por el extraordinario desarrollo del capitalismo victoriano y el crecimiento constante aunque desigual de Ia población local. En los cincuenta anos que siguieron a Ia independencia, Ia privatización fue una característica esencial del panorama latinoamericano. Grandes extensiones de propiedades pertenecientes colectivamente a Ia Iglesia y Ias aldeas, así como tierras controladas por el sector público, pasaron a manos privadas, generalmente Ias de una nueva elite republicana, para sentar Ias bases de una auténtica edad de oro de Ias grandes haciendas en los últimos treinta anos del siglo. Además, el lento crecimiento de los nuevos mercados, el mejoramiento gradual de Ias carreteras y los transportes, Ia aparición de bancos modernos y sistemas de créditos, abrieron lentamente Ias puertas a Ia actividad comercial y al desarrollo. En casi todos los países, un número bastante reducido de «agricultores progresistas», como se les denominaba en esa época, experimentó con nuevos cultivos y máquinas. Varios de ellos recomendaron que se realizaran «reformas inteligentes y cristianas. que permitieran rescatar a Ias clases rurales de Ia abyecta servidumbre a Ia que habían sido reducidas por Ia Conquista y el colonialismo; los menos optimistas propugnaban políticas encaminadas a atraer inmigrantes europeos que pudieran mejorar Ia condición de los pobres del campo (Bauer, 1994). En los últimos treinta anos del siglo, Ia oleada del desarrollo liberal se podía percibir en el nuevo alumbrado de Ias calles, el alcantarillado, los trolebuses y Ias «palacios- con techos abuhardillados en Ias ciudades en vías de modernización, así como en el apoyo mutuo y los sindicatos embrionarios entre los trabajadores más militantes de Ias ciudades y Ias minas. En ese mismo período, empero, Ia pauta más característica de Ias relaciones laborales en el campo evolucionaron a menudo en forma opuesta a 10 que se podría haber esperado de una transición al capitalismo liberal. La ciudad y el campo parecían avanzar por caminos separados. Según los datos históricos, más que una «proletarización- o aún «modernización» de Ia mano de obra de Ias haciendas se observa una intensificación de Ias modalidades antiguas. En lugar de pasar al trabajo asalariado contractual, por ejemplo,
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los terratenientes dei centro de México, Perú y Bolivia hasta eI centro de Chile aumentaron el número de inquilinos en sus propiedades en el marco de un paternalismo a veces benigno y ocasionalmente tiránico, una modalidad generalmente aceptada por los trabajadores rurales debido a Ia ausencia de una alternativa inmediata. En Guatemala o Brasil, que debían hacer frente a Ia demanda de nuevos trabajadores generada por los consumidores de café de los países industrializados, los duefi.os de plantaciones convencieron en un caso aI Estado de que promulgara e hiciera aplicar leyes coercitivas y de trabajo forzado y, en el segundo, que prolongara Ia moribunda institución de Ia esclavitud de los negros. Cuando el considerable auge del consumo mundial de azúcar generó expectativas de ganancias, los propietarios de plantaciones de Cuba, Perú o Brasil se apresuraron a importar ilícitamente centenares de miles de nuevos esclavos o se volvieron hacia Ia lejana lndia, Ia costa china o incluso Polinesia para obtener trabajadores con contratos de cumplimiento forzoso. Vistos desde lejos y a un nivel superior al de Ia lucha cotidiana, los grandes procesos de Ia economía y Ia sociedad rurales entre 1830 y 1880 parecen ser aún más paradójicos y contradictorios que Ia mayoría de Ias épocas históricas de nuestra América.
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