MATTHEW ARNOLD
Cultura y anarquía E d ición d e Ja v ie r A lcoriza y A ntonio Lastra T radu cción d e Ja v ie r A lcoriza y A nton io Lastra
CÁTEDRA LETRAS UNIVERSALES
Título original de la obra: Culture andAnarchy. An Essay in Politktd and Social Cristicism
1.a edición, 2010
Diseño de cubierta: Diego Lara Ilustración de cubierta: Chrisicburch, Oxford (1794), J. M . W. Turner
© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2010 Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid D epósito legal: M . 8,096-2010 I.S.B.N .: 978-84-376-2657-4
Printed in Spain Impreso en Huertas I. G., S .’A. Fuenlabrada (Madrid)
INTRODUCCIÓN
Matthew Am old.
Culture... places human perfection... in the ever-increasing eíEcaciousness [efficacy] and in the general harmonius expansión o f those gifts o f thought and feeling, which make the peculiar dignity, wealth and happiness o f human M a t th ew A r n o l d , Culture and Anarchy
(1869 [1875])
Amold (1822-1888), «la mejor forma de ex presión de su época», según Henry Adams, pertenece a la gran familia de los hombres de letras ingleses del siglo XIX, El siglo XIX, en Inglaterra y en toda Europa, vio nacer el Romanticismo en la literatura, y Amold habría sido uno de los primeros intérpretes distinguidos de aquel movimiento, integrado sobre todo por poetas, entre los que habría que ano tar, ya en la generación victoriana, su propio nombre. El pri mer libro de Arnold que se publicó en castellano fue precisa mente la traducción de sus lecciones sobre poesía y poetas ingleses1. La crítica de la poesía romántica, para Arnold, no había de obedecer a otro criterio que la crítica de la poesía de todos los tiempos. Los grandes poetas lo han sido sobre todo por cualidades que no responden a su lengua o época. Lo que uniría a los poetas entre sí es más importante que lo que los ’ ATTHEW
1 Matthew Arnold, Poesía y poetas ingleses, trad, de A. Dorta, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1950. Véase también una muestra de su poesía en Anto logía, trad. de J, M.a Triana, Madrid, Alberto Corazón, 1976. Amold forma parte de la Antología esencial de la poesía inglesa, ed. y trad. de Ángel Rupérez, Madrid, Espasa-Calpe, 2000.
ha unido a sus contemporáneos. El lector que aprenda a reco nocer y apreciar la mejor poesía entenderá ese sentido de la fraternidad entre los grandes poetas; su primera responsabili dad será asignar a cada una de sus experiencias literarias el lu gar que le corresponda según el criterio de su excelencia. Arnoid dedicaría buena parte de su trabajo a explicar ese criterio, con la convicción de que la experiencia literaria ocu pa una posición distinguida, pero no exclusiva, respecto a las no literarias. La distinción resulta obvia por el hecho de que la literatura, entendida en sentido amplio como arte de la palabra, habría suministrado los ejemplos de lo mejor que se ha conocido y pensado. Para Arnoid, la idea de que no sólo exista la excelencia, sino de que esa excelencia nos sirva para dictar un criterio con el que juzgar toda obra literaria, nos lleva a plantear la necesidad de descubrir el verdadero fin de la cultura2. La influencia del orden de las ideas al que se re fiere Amold no se limita, por tanto, al mundo de las belles lettres, sino que abarca la dimensión social, política y religiosa de la vida humana. La imagen que nos ha llegado del autor de Culturay anarquía ha sido, en consecuencia, la de un crítico integral, y la tendencia a la integración de las diversas facetas de la labor crítica es un mérito inherente a su obra. Que Amold pasara de ser poeta a crítico y profesor de poe sía y crítico social puede darnos otra idea del alcance de su planteamiento3. Ahora bien, ese planteamiento habría queda2 T. S. Eliot, nacido el año en que murió Arnoid, escribió: «De tiempo en tiempo, cada cien años aproximadamente, es deseable la aparición de un crítico que emprenda una revisión de la literatura del pasado y establezca un nuevo orden de poetas y los poemas... Esta fantasía metafórica no es más que un ideal,^pero Dryden, Johnson y Arnoid realizaron la tarea con toda la perfección que la falibilidad humana permite» (T. S. Eliot, Función de la poesía y función de la crítica, trad. de J. Gil de Biedma, Barcelona, Seix Barral, 1968, págs, 120-121; véase también Kenneth Allott, Mstthem Amold, Londres, Longman, 19682, pág, 7). 1 El primer volumen de poesía de Arnoid fue The Stmyed Revetter; and Otber Poems (El juerguista descarriado y otros poemas, 1849), al que siguió Empedocles on Etna, and Other Poems (Empédocles en el Etna y otros poemas, 1852). En 1853 apareció el primer volumen de poesía firmado por él, una selección de composiciones ya publicadas con un Prefacio en que explicaba la exclusión de «Empedocles», un poema en que «había que soportarlo todo, sin nada que hacer»; Atnold se alejaba así de la poesía de la llamada
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do marcado desde su origen como una reflexión sobre la edu cación de! ser humano, sobre lo que constituye la Tüchtigkeit y el perfeccionamiento de sus capacidades y aspiraciones. Arnold tuvo la experiencia profesional de ser inspector del sistema escolar en su propio país. Un conocimiento apropia do de la poesía y la noción de la importancia del sistema educativo serían los dos pilares sobre los que se apoyaría, en general, el pensamiento del crítico. La prioridad corresponde ría a lo que Arnold apuntaba con su concepto de cultura4. Al señalar la cultura como una meta en la vida de todo ser humano, Arnold no sólo se sitúa en la influyente tradición literaria en que se inscriben los nombres de Thomas Carlyle o John Ruskin, sino que también propone una solución de los problemas que se habrían manifestado en las diversas clases de la sociedad inglesa. Es aquí donde el Estado habría de intervenir, según apunta en Ctdturay anarquía, con el fin de evitar que la diversidad degenere en una confusión generaliza da que ponga en riesgo el orden social. Esa confusión es lo que se designaba con el nombre de anarquía. La anarquía amenazaría así con extenderse en la sociedad en que la cultu ra dejara de ejercer su influencia. Como otros críticos de la época, Arnold fue plenamente consciente de que el «crecien te poder» democrático provocaba en Europa una transfor mación sin precedentes de la sociedad. Al ver en la cultura una fuerza de conservación, antes que de renovación, de la «Escuela Espasmódica». Merope apareció en 1858 y New Poems, en 1867 (donde repondría «Empedocles» a instancias de Robert Browning). Tras esa fecha ya no escribiría más versos. «Eí naufragio de un poeta es volverse crí tico.» Lionel Trilíing matiza esta afirmación de Sainte-Beuve en relación con el abandono de la poesía de Arnold o con el hecho de que «la Musa le abandonara»; los primeros cinco capítulos de su monografía sobre el autor de Ctdtumy anarquía contienen juicios notables sobre su obra poética. Véa se Lionel Trilíing, Mattbem Arnold (1939), Nueva York, The Noonday Press, 1955. (En 2001 Edward Said, al que aludimos después, aún consideraba la de Triiling «la mejor exposición de la obra de Arnold».) * Con el fin de afrontar los gastos de su matrimonio con Francés Lucy Wightman, Arnold aceptó en 1851 el nombramiento de inspector de escue las que le propuso lord Lansdowne, de quien había sido secretario des de 1847. Debido a ello realizaría varios viajes por las islas británicas y el continente en los que conoció el estado de la educación en Francia, Alema nia, Suiza y Holanda.
cohesión social, centró su análisis en los cambios experimen tados por las distintas clases de la sociedad inglesa —bárba ros, filisteos y populacho— y aplicó su capacidad crítica a corregir las preferencias arbitrarias en las declaraciones de sus portavoces. El afán reformador o educativo de Arnold parece difícil de asumir respecto a la función reservada al Estado como — pa rafraseando a Burke— «la nación en su carácter colectivo y corporativo». El ominoso protagonismo adquirido por el Es tado tras la historia del totalitarismo en el siglo xx proyectaría más que una sombra de sospecha sobre las esperanzas que Arnold había depositado en sus instituciones como exponen tes del perfeccionamiento individual y social. Con esta apre ciación no trataremos de entender a Arnold mejor de lo que él se entendió a sí mismo, pero podemos señalar su deuda con una comprensión de ía idea de la cultura y la democracia cu yos límites han quedado fijados por la propia historia de la cultura y la democracia en Europa. La idea de cultura obedecía a la herencia del humanismo, en torno a la cual se distinguen las nociones de hebraísmo y helenismo con que Amold interpreta la evolución de la civi lización desde la antigüedad hasta sus días. Esas nociones cul turales, ya presentes en la obra de Heinrich Heine, uno de los poetas y críticos más admirados por Arnold, responden a dos tendencias inherentes a la naturaleza humana: la de obedecer y la de conocer5. El equilibrio o la tensión entre esos impulsos habrían caracterizado los períodos más significativos de la his toria cultural en Europa. Amold consideraba Europa, desde 5 En el memorial homónimo que le dedicó a Ludwig Borne, Heine es cribió: «He seguido leyendo el Antiguo Testamento, ÍQué gran libro! Más notable aún que el contenido me resulta esa exposición, donde la palabra parece un producto de la naturaleza... Es realmente la palabra de Dios, mientras que los demás libros no dan testimonio sino de la agudeza del hombre. En Homero, el otro gran libro, la exposición es un producto del ar te... En la Biblia no hay rastro de arte... En un solo escritor encuentro algo que recuerda ese estilo directo de la Biblia. En Shakespeare... (Es acaso una tal fusión de ambos elementos [judio y griego] ia tarea de toda la civiliza ción europea? Aún estamos muy lejos de tal resultado» (Heinrich Heine, LuémigBorne, en Obras escogidas, ed. y trad. de M. Sacristán, Barcelona, Vergara, 1974, págs. 820-821).
la antigüedad hasta eí presente, el marco adecuado para su ejercicio de crítica a la sociedad inglesa. Con esa perspectiva, la historia de Inglaterra abonaría la necesidad de recomendar a sus compatriotas la disposición a cultivar la «espontaneidad de la conciencia», ya que el tono dominante de la historia na cional lo habría proporcionado el hebraísmo. La polémica sería central en la argumentación de Gultumy anarquía, donde Arnold afirmaba que la búsqueda de «la dulzura y la luz» debía anteponerse a la del «fuego y la fuerza»6. El fuego y la fuerza de los disidentes, de las sectas inconformistas como manifestación del puritanismo, serían el principal obstáculo a la hora de poner la educación pública en manos del Estado. Con su experiencia como inspector educativo en el continen te, Arnold declararía que en Inglaterra no existía el riesgo de potenciar el papel del Estado como fuerza de vertebración social. Sin embargo, y con otros resultados, el fuego y la fuer za se habían abierto paso en América antes que en Europa. Hemos dicho que la idea de cultura de Arnold tiene su ori gen en la civilización europea, una civilización levantada so bre los cimientos de Atenas y Jerusalén, las ciudades antiguas que representan los dos impulsos irreconciliables e inherentes a la naturaleza humana. Con todo, la precedencia de la idea de cultura en el pensamiento de Arnold se haría especialmente visible al juzgar el efecto que el impulso democrático debía tener sobre la sociedad de su época. La presencia de la idea de democracia en los autores admirados por Arnold haría que su punto de vista se resintiera del temor a que la sociedad inglesa se «americanizara». En compañía de Burke y Tocqueville, la democracia se mostraba como una realidad que había de ser resistida por sus consecuencias antes que comprendida en sus
6 La polémica está en el origen mismo del libro, nacido de la respuesta de Arnold a las críticas a su última lección en Oxford, «Culture and íts Enemies» (La cultura y sus enemigos). La crítica de Henry Sidgwick, «The Prophet o f Culture» (El profeta de la cultura), figura como apéndice a la edición de Jane Garnett de Culture andAnarchy (Oxford, Oxford UP, 2006). La serie de artículos de Arnold, publicada en la Combitt M agazim entre enero y agosto de 1868, germen de Cultura j i anarquía, llevaba por título «Anarchy and Authority» (Anarquía y autoridad).
causas7. Lo que ninguno de estos autores ni el propio Arnoid reconocieron fue la necesidad de replantear la idea misma de cultura a la vista de la realidad que se habría hecho visible y legible desde la Revolución americana. Cuando Amold apun taba, en su ensayo «Democracy» (Democracia), que todos los esfuerzos de «los Washington, Hamilton y Madison» no habían logrado que el Estado o el poder ejecutivo se convirtieran en una influencia dominante en la sociedad americana, pare cía ignorar hasta qué punto en la obra de esos autores se había forjado un arte de escribir para el cual la revolución que ha bría dado a luz la verdadera democracia en América había sido un acontecimiento educativo a la vez terminable, con la redac ción y ratificación de la Constitución, e interminable, por las vías de la escritura constitucional abiertas en adelante para quien se tomara en serio sus principios fundamentales8. 7 Robert Dawídoff, The Gmtk Tradition and the Sacred Ruge: Higb Culture m. Democracf irt Adatas,James & Santayana, Chapell Hill y Londres, University o f North Carolina Press, 1992, pág. 27: «El tocquevilliano americano hechiza la vida intelectual y cultural americana. Como colección de actitu des y pose, se extiende desde Adams, a través de Santayana hasta los Estu dios Culturales y el actual neoconservadurismo/conservadurismo, Sobre todo, es una manera de distanciar la comunidad democrática en los intere ses de las versiones tradicionales de la civilización. Tiene un poderoso im pacto en la interpretación americana de la civilización democrática. No es siempre tímidamente tocquevilliana. Matthew Am old guiaba la crítica de la cultura americana de Trilling... Cuando los americanos trazan la línea en asuntos culturales.... se encuentra ese desafio a los horizontes de la demo cracia que distingue al tocquevilliano». Cfr. Lionet Trilling, MaUbew Amold, pág. 157. B Matthew Arnoid, «Democracy», en Democratic Education, ed. de R. H. Super, The Complete Prose Works o f Matthew Arnoid [en adelante, CPW], vol. 15, Ann Arbor," Michigan UP, 1962, págs. 18-19; reimpreso en Culture andAnarchy andother-writings, ed. de S. Collini, Cambridge, Cambridge UP, 1993, págs. 14-15: «Los mayores hombres de América... se habrían regocija do de descubrir como sustituto [de las instituciones aristocráticas] la digni dad y autoridad deí Estado. Lamentaron la debilidad e insignificancia del poder ejecutivo como una calamidad. Cuando el curso inevitable de los acontecimientos haya hecho de nuestro autogobierno algo realmente como el de América, cuando haya eliminado o debilitado esa seguridad sobre la dignidad nacional que poseíamos en la aristocracia, nos hará falta igualmen te a nosotros el sustituto del Estado». Sobre ia relación del arte de escribir con la Constitución americana, véase Antonio Lastra, Constitución y arte de escribir, Valencia, Aduana Vieja, 2009.
La apelación en los textos originales americanos a la natu raleza y al Dios de la naturaleza, así como a los derechos ina lienables del hombre, podría haber hecho que un defensor de la cultura se tomara más en serio las expresiones nacidas de una revolución que había de suponer, en palabras de Emerson, el filósofo de la democracia por antonomasia, la «domestica ción gradual de la idea de cultura». Pero Arnold, que visitaría América al final de su vida para impartir una serie de confe rencias — entre las que figuraba una dedicada a Emerson— pa rece atenerse a la creencia en que la «americanización» sólo podría implicar una degradación de toda voluntad de perfec cionamiento que se proyectara sobre «la multitud». Que Arnold se hubiera valido de la opinión de Ernest Re nán sobre América en Culturay anarquía había sido, por cier to, casi el único reproche formulado por Henry James en un artículo escrito precisamente durante la estancia en los Esta dos Unidos del «más inglés de los ingleses». En efecto, Amold se había propuesto reformar desde dentro la sociedad, por lo que el punto de partida de su examen no era el individuo, sino las clases inglesas, que debían reajustar su condición en la época del cambio democrático. Hasta cierto punto, la con sumación de ese cambio, o la naturalidad con que lo había asu mido, hacía que James, aun siendo el más inglés de los ameri canos, lamentara que Arnold no se hubiera dedicado en mayor medida a las cuestiones literarias que a las religiosas, pese a advertir la importancia de la religión en su plantea miento. Con la alabanza y la gratitud, podía omitirse el papel que Arnold había asignado al Estado para la promoción de una idea de cultura que debía traspasar las líneas de clase9. Sin embargo, con la perspectiva de Culturay anarquía, a diferencia de lo que Marx había propuesto veinte años an tes, no asomaba la perspectiva de una sociedad sin clases. La 9 La omisión en James, que conocía Culturay anarquía, es significativa: «El efecto de los escritos del señor Arnold es, por supuesto, difícil de cali brar; pero parece evidente que los pensamientos y juicios de los ingleses sobre tantas materias han sido acelerados y matizados por ellos. La crítica es mejor, más ligera, más comprensiva, más informada, a raíz de ciertas co sas que él ha dicho» (Henry james, L a imaginación literaria. Escritos de biografía y crítica, ed. de J. Alcoriza y A. Lastra, Barcelona, Alba, 2001, pág. 123).
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crítica de Arnold era eficaz porque se centraba en las circuns tancias a las que las soluciones «mecánicas» de sus contem poráneos no parecían dar respuesta, de donde provenía la recomendación de «helenizar» como alternativa al dogma tismo de sus adversarios «hebraizantes». Lo que no había notado Arnold era que el «libre juego» (free play) ya conta ba con el precedente de la «libre expresión» (free speecb) con que los herederos de los «hebraístas» americanos habían comenzado su andadura democrática y constitucional10. Así, la idea de la Constitución conservaba y proyectaba la ten sión entre hebraísmo y helenismo de la que habría dependi do, para Arnold, la historia de la cultura en Europa, Podría decirse que el criterio con el que Arnold pretendía inculcar el afán de perfeccionamiento en sus compatriotas era, por tanto, histórico. El autor de Cultura y anarquía habría visto el advenimiento de la democracia como un dato consecuti vo a la decadencia del feudalismo. Sin embargo, aunque la Ilustración y la Revolución francesa hubieran sido mani festaciones del helenismo, la frustrada revolución puritana inglesa y la lograda independencia americana podían su brayarse como hitos del hebraísmo11. En cualquier caso, la democracia se resistiría a ser entendida como un mero episo dio histórico salvo por quienes se negaran a comprender el alcance de todas sus consecuencias teóricas y prácticas. Fren te a las reservas que despierta la mención del «populacho», toda sociedad democrática descansaría sobre la autoridad del pueblo. 10 El «libre juegas», tomado de Schiíler, era 3a réplica de Arnold al libre cambio (free trade) de sus adversarios inconformistas. Robert Young ha in dicado que el «juego» de Arnoid se oculta tras el jeu de Derrida. Sobre la eficacia del concepto de cultura en Arnold y su trasfondo racial, véase el capítulo 3 de Robert j, C. Young, ColonialDesire: Hybridity in Tbeory, Culture and Race, Londres y Nueva York, Routledge, 1995. 11 Sobre la exhortación emersoniana a la self-rdiance, Arnold anotó: «Puede decirse que el americano o inglés común está más que dispuesta ya a confiar en sí mismo. A menudo replico, cuando se alaba a nuestros secta rios por seguir su conciencia: nuestro pueblo es muy bueno en seguir su conciencia, mientras que no es tan bueno en averiguar si su conciencia le habla correctamente» (Matthew Arnold, ed. de Ni, Aílot y R. H. Super, Oxford y Nueva York, Oxford UP, 1986, pág. 483). [r ó ]
Ese nuevo mundo político, nacido del hebraísmo antes que del helenismo, había quedado fuera de las ideas perfec cionistas de Arnold. La apelación al Estado como la nación en su carácter colectivo y corporativo había de interpretarse, pues, como una manera de resolver los conflictos entre clases que surgían a su vez del conflicto que se daba en cada una de ellas entre su identidad (self) ordinaria y lo mejor que había en ellas. Sin embargo, la aspiración a convertir al Estado en el intérprete de esa confusión despertó la desconfianza de quie nes veían que, tras la Revolución francesa, en Europa, el Esta do no se ponía al servicio del pueblo que consiente en ser gobernado. No podía evitarse pensar que el Estado seguía siendo el guardián de ciertos intereses contra las revueltas del «populacho». Leonard Woolf, comprometido con la causa de la democracia en el período de entreguerras, vería en Arnold a un precursor de la idea de un Estado autoritario y le acusaría de no captar la verdadera psicología de la democracia. La psi cología de la democracia no habría sido, en efecto, la psicolo gía del pueblo inglés, que tal vez Arnold criticara mejor que ningún otro pensador de su época12. Woolf habría convenido en que, con el fin de organizar la convivencia de manera justa, la autoridad última debía residir en el pueblo antes que en el Estado. Sin embargo, para Ar nold esa convivencia carecería de valor a menos que respon diera a una idea de orden afín a su definición de cultura. La definición de la cultura respondía a su vez al propósito de que el ser humano no descontara la perfección como el objeti vo legítimo de su vida. La fe en la perfección humana, como vemos, preside las apreciaciones de Amold en su «ensa yo de crítica política y social». El mérito de Arnold, como el de la «compañía de los críticos» de la que ha hablado Michael Walzer, habría consistido en no apartarse de la sociedad que
12 Leonard Woolf, Afier the Deluge. A Sludy o f Comunal Psychology, Harmondsworth, Penguin, Í937. W oolf se refiere al «misticismo político» de Amold: «No hay razón, fuera de la fe y la palabra infundada de Matthew Arnold, para creer que lo mejor que hay en cada uno quiere realmente lo que su identidad individual no quiere, y que no quiere lo que su identidad individual quiere» (pág. 229),
trataba de mejorar13. Al ponerse a sí mismo como ejemplo de los filisteos a quienes criticaba, Amold introducía una valiosa perspectiva de «coraje y compasión». Además, el obje to de su crítica sería la política de quienes debían ser, a simple vista, sus aliados naturales, que eran los «practicantes libera les». E3 precio de esa independencia sería, como sabemos, reforzar el papel del Estado como ejecutor de la política edu cativa, aunque Arnoid se equivocaba en la supuesta escasa relevancia que el Estado habría tenido realmente en la marcha de los asuntos públicos en Inglaterra14. La idea más poderosa y eficaz, en consecuencia, seguiría siendo la de una cultura guiada por el libre juego del pensamiento sobre la realidad. Otros críticos habrían tratado de hacer justicia al pensa miento de Amold durante el siglo XX. En una fecha tan signi ficativa como 1939, Lionel Trilling publicó su monografía sobre Arnoid15. Trilling apuntaba que el dilema de Arnoid sería «el dilema de la democracia» sobre el modo de garantizar la igualdad y fomentar la excelencia, de forjar una comunidad y extender el conocimiento. Consideraba que Arnoid había llevado a cabo una defensa noble de la religión en un mo mento en que el espíritu científico amenazaba con romper los vínculos de la solidaridad humana. La raíz de esa defensa se hallaba, como indica Trilling, en la visión que su padre, el 13 T. S. Eiioí afirma que a Arnoid le interesaba la perfección de] indivi duo, lo que provocaría una impresión de «inmaterialidad» en el lector mo derno al hablar de «cultura». Sin embargo, parece razonable pensar que el principal destinatario de la obra de Arnoid era el filisteo — el término bíbli co, frente a los clásicos «bárbaros» y «populacho»— como tipo representa tivo de una sociedad inglesa en vías de democratización. Con esa pers pectiva, Cukurdy'imarqHÍli conserva una vitalidad que el lector buscará en vano en las Notas para la definición de la cultura, (trad. de F. de Azúa, Barcelo na, Bruguera, 1984, págs. 29, 37). Véase Micha el Wblzer, The Cmnpany o f Critks. Social Criticism and Poltlieal Commitment in the Twentieth Centuiy, Nueva York, Basic Books, 2002. Lionel Trilling, Matthew Arnoid, nota 36 {capítulo 9), pág. 387. 15 íbídem, pág. 13: «Ahora, en un día en que los intelectuales a menudo ponen en cuestión su intelecto y creen que el pensamiento es inferior a la acción y se opone a él, que el ciego partidismo es la fidelidad a una idea, Arnoid aún tiene una palabra que decir, no contra tomar partido, sino con tra la creencia en que tomar partido deja las cosas claras o requiere la supre sión de la razón».
doctor Thoraas Arnold, director de la Escuela de Rugby, ha bía tenido de la relación que debía haber entre la Iglesia y el Estado en Inglaterra16. El ideal del doctor Arnold seguía sien do el de un Imperio romano cristianizado, y su polémica con la Iglesia de Inglaterra le habría llevado a pensar en la respon sabilidad del Estado, como «sociedad religiosa armada con el poder», en la educación de los ciudadanos. El comienzo del período reformista en Inglaterra en el siglo XIX habría supues to la escisión de la Iglesia en dos sectores, reunidos en torno a los colegios oxonienses de Corpus Christi y Oriel, sobre la necesidad de redefinir la misión de la Iglesia. Arnold, uno de los «noéticos de Oriel», señaló que el dogmatismo eclesiásti co, y no el liberalismo, privaba a la Iglesia de la presencia so cial que le correspondía. Matthew Arnold se haría eco de esta crítica cuando, años más tarde, postulara una unidad pragmá tica de la fe como correctivo de las medidas que los disidentes presentaban en materia de educación y religión, Trilling que ría hacernos ver que la idea de cultura de Arnold, tan en deu da con una idea de la fe que apunta más a una ética de la literatura que a una teología del cristianismo, habría impedido que el crecimiento aberrante del Estado en el siglo XX contara con la sanción de Arnold. Hay límites en la teoría y en la práctica, según explicaba, a la objeción de la tentación autori taria en el pensamiento fundamental de Culturay anarquía11. 16 La proyección de esa defensa llegaría hasta las últimas obras de Ar nold, St, Paul and Protestanthm (San Pablo y el protestantismo, 1870), Literature and Dogma (Literatura y dogma, 1873), God and ihe Bible (Dios y la Bi blia, 1875) y L ast Essays m Churcb and Religión (Últimos ensayos sobre la Iglesia y ia religión, 1877). 17 Véase el capítulo «Culturay anarquía» en Matthew Arnold, en especial las págs. 254 y ss. Respecto a la práctica, pueden mencionarse los casos de injusticia social denunciados por Arnold frente a un hebraísmo que estaba en la raíz de la anarquía; respecto a la teoría, Trilling destaca la preocupa ción de Arnold por el modo en que los sabios se disponen a comunicar sus ideas al pueblo. En Literature and Dogma-, Arnold escribiría: «No puede ser sino que la revolución venga y que se deje sentir aquí apasionada, profunda, dolorosamente. Respecto a eila, sin embargo, incumbe a cada uno el máxi mo deber de consideración y precaución. No puede haber prueba más segu ra de un espíritu estrecho y mal instruido que pensar y sostener que lo que un hombre considera la verdad en materia religiosa ha de proclamarse siem pre. Nuestra verdad en esta materia, y de igual modo el error ajeno, es algo
Por fin, discrepar respecto a ia importancia que el Estado ha de tener en la propagación de una idea de cultura guiada por la fe en la excelencia humana, como ha ocurrido en el caso de Edward W. Said, no implica la incredulidad en que la aprecia ción de la literatura sea una de las vías abiertas para mejorar nuestra conducta y condición en el mundo. Podría decirse que, desde este punto de vista, Arnold tiene más en común con e¡ autor de Humanismoy crítica democrática que con el de E l canon occidental. «Helenizap> con Said sería, tras la lectura de Culturay anarquía, un modo más apropiado de mantener vivo el compromiso de Arnold que entonar la «elegía al canon» con Harold Bloom. El complicado desarrollo de la idea de cultura en el siglo XX no podría desentenderse de la búsqueda de «dulzura y íuz» que inspira las páginas de Amold18. Una de las últimas expresiones literarias de la célebre con traposición de Arnold de hebraísmo y helenismo la encontra mos en la novela Elizabeth Coslello, de J. M. Coetzee. En la quinta lección, «Las humanidades en África», la protagonista se reúne en un país africano con su hermana Blanche, que es monja, y escucha la conferencia que imparte. La escritora pasa a ser oyente. Costello, que al hablar de la vida de ios animales había puesto en juego la verdad última de la condi ción humana, atiende ahora al argumento con que Blanche presenta su relato sobre la naturaleza del proyecto humanista. El estudio de las Humanidades no puede fundarse, desde su punto de vista, sobre el hombre, sino que ha de dotarse de sig nificado por un afán de trascendencia del que la fe habría sido la prueba suprema. Diríamos que Blanche «hebraíza» para le gitimar el estudio de las Humanidades, mientras que tende mos a identificar a Elizabeth con una inteligencia de tipo helenista: si la primera mujer no escapa al presupuesto dog mático, la segunda habría compuesto su obra entre los márge nes del «juego» literario. tan relativo que el bien o el mal que es probable que cause al hablar debería ser tenido en cuenta siempre» (Matthew Ainold, Dissent and Dogma, ed. de R. H, Super, CPW, vol. VI, Ann Arbor, Michigan UP, 1968, pág. 365). 11 Véase Edward Said, Reflexiones sobre el exilio, trad. de R. G .1Pérez, Bar celona, Debate, 2005. En E l canon occidentalBloom considera a Arnold un «wordsworthiano».
Pero no es posible llevar demasiado lejos la analogía con los términos de Arnoid, ya qué a Elizabeth Costello le falta ía certeza del gozo que transmite la reflexión del ensayista inglés sobre la promesa de liberación que hay en la idea de cultura. Desprenderse del dogma no sería desprenderse de lo mejor que el hombre ha conocido y pensado, sino aceptar que no puede insistirse demasiado en la virtud de un solo libro como fuente de salvación. Arnoid reprochaba a los dogmáticos y a los científicos de su época que no concedieran a la Biblia la dimensión literaria con la que podría enriquecerse nuestra ex periencia de la búsqueda de lo mejor que hay en nosotros19. En la ficción de Coetzee, las hermanas no parecen estar de acuerdo en lo esencial, mientras que los conceptos de Ar noid apuntarían a un acuerdo o coincidencia en lo esencial de las actitudes hebraísta y helenista. El desafío de reafirmar esa coincidencia final podría ser un motivo para no apartar de nuestra vista, como Amold decía de las citas de los grandes maestros, los mejores pasajes de su crítica, muchos de los cua les han de encontrarse en Cuitumy anarquía.
2.
L a INEFICACIA DE ARNOLD ... sapiens n an o efficietur, C ic e r ó n , Tmc. D iip., V, 35
Mathew Amold habría protestado de que lo tuviéramos por un clásico, aunque sus contemporáneos llegaran a decir de él que era el único escritor inglés que había llegado a serlo en vida. En el sentido de que las diversas ediciones de su obra hayan de ser anotadas con seria atención — como ocurre hasta cierto punto con las correcciones de Cuitumy 19 Matthew Arnoid, Dissent and Dogma, ed. de R. H. Super, CPW, vol, VI, Ann Arbor, Michigan UP, 1968, pág. 323: «Entender que el lenguaje de la Biblia es fluido, pasajero y literario, no rígido, fijo y científico, es el pri mer paso hacia una comprensión correcta de la Biblia. Pero para dar este primer paso, son necesarios cierta experiencia de cómo han pensado y se han expresado los hombres y cierta flexibilidad de espíritu... y así volvemos a nuestro antiguo remedio de la cultura».
anarquía—, tal vez no sea la de clásico la calificación que más le convenga; en buena medida, Amold era consciente de que su insistencia en la necesidad de volver a los autores clásicos para aprender de nuevo a leer y escribir como condi ción de la cultura ponía de relieve una situación de anarquía, en el mejor de los casos provisional, en la que «la lectura, la observación y el pensamiento» —los medios que Arnold re comendaba en el intento de lograr que «prevalecieran la ra zón y la voluntad de Dios»— seguirían siendo superficiales o nominales, y es muy difícil calcular con exactitud la pro porción de lectores futuros que se pierden cuando hay mu chos lectores inmediatos de una obra: la tradición, aun cuan do no haga sino aumentar, no es una garantía fiable de la impersonalidad literaria o de la bondad trascendental de las verdaderas producciones clásicas. A los lectores, sin embar go, para quienes las consideraciones menos intempestivas que una obra como la de Arnold pone necesariamente en circulación —la reforma parlamentaria, la extensión del su fragio, el librecambio, la libertad, el liberalismo, la igualdad, el socialismo, la población, el carbón, los ferrocarriles, la ri queza, las organizaciones religiosas, la supresión de las tasas eclesiásticas, la cuestión irlandesa, la influencia literaria de las academias, la democracia, todo cuanto Arnold desestimó como una mera adoración de la «maquinaria», que cada épo ca modifica oportunamente, y al que opuso la cultura como un todo— no pueden parecerles más que curiosidades de un contexto irremediablemente condenado a desdibujarse o da tos históricos que no logran captar lo esencial, una lectura entre líneas o que sea capaz de contar incluso las palabras que el escritor'templea o borra deliberadamente les descubrirá aspectos de la escritura que el autor no habría querido que ocuparan el primer plano de la interpretación y que, al mismo tiempo, no podía consentir que pasaran completamente inadvertidos a la hora de establecer lo que probablemente más le importaba: una auténtica comunicación con el futuro20. 20 Véase Donald D. Stone, Communications with the Future. Matthew Amold in Dialogue, Ann Arbor, Michigan UP, 1997. Stone señala como in terlocutores de Arnold, en una lectura que se sobrepone tanto a las polémi-
Arnold escribía para la posteridad mientras se dirigía a sus contemporáneos y les recordaba lo que merecía la pena de preservarse en una época de crecimiento y dispersión. La de cencia o el decoro — en un escritor como Arnold y en una época como la suya—- no nos permiten pensar que, tras ha berse despedido de la poesía, el gran crítico de la vida tuviera que recurrir a las confesiones más íntimas para expresar su temor de que la cultura podía, en última instancia, resultar ineficaz: se trataría de un hallazgo tan valioso en sí mismo como decepcionante, que no podía dejarse en manos del azar ni de la inexperiencia. . Pero la cultura no obra a capricho como la anarquía, A pesar de haber inspirado, con el espíritu de una época, a autores infinitamente más ambiciosos, reticentes, poderosos o con vincentes que él — como al Martin Heidegger de L a esencia de la poesía, al Leo Strauss de, Jerusalén y Atenas, al Jacques Derrida de Violenciay metafísica o al Raymond Williams de Cultura y sociedad, entre otros, en cuya compañía Arnold cas que Cultura y anarquía suscitó durante la época victoriana como a las que respondía, a HenryJames (que haría referencia a «nuestra conversación pública»), Charles-Augustin Sainte-Beuve, Ernest Renán, Michel Foucault, Friedrich Nietzsche, Hans-Georg Gadamer, William James, Richard Rorty y John Dewey, aunque, siguiendo las pautas dialógicas de Bajtín en las que Stone se apoya, podríamos echar de menos a Emerson o a Tolstói (entre los autores sobre los que Arnold escribió) e intuir que, probablemente, la lec tura de Dostoyevski, que conmovería a la siguiente generación literaria in glesa, habría supuesto para Arnold una piedra de toque para su pluralismo: pensemos en la alegría que el príncipe Myshkin habría sentido al descubrir que no era un extraño en el futuro. La frase «comunicaciones con el futuro» se encuentra en el ensayo de Arnold sobre lord Falkland: «Él y sus amigos, con su heroica y desesperada resistencia contra los inadecuados ideales do minantes en su época, mantuvieron sus comunicaciones con el futuro, vi vieron en el futuro» («Falkland», en Essays Religious & M ixed, ed. de R. H. Super, CPW, vol. VIII, Ann Arbor, Michigan UP, 1972, pág. 204) y aparece en el primer capítulo de Cuhuray anarquía, donde Arnold argumenta que la falta de una verdadera comunicación con el futuro supone el sacrificio de las generaciones actuales. La muestra más lograda de la capacidad de Arnold para el diálogo se encuentra en A Friendsbip's G arlani, publicado en 1883 junto a una reimpresión de la tercera edición de Cultura y anarquía, en la que Arnold recoge las impresiones de un interlocutor imaginario, el prusiano «Arminius» (Culture and Anarcby; wtih Friendsbip's Garland and some Litemiy Essays, ed. de R. H. Super, CPW, vol. V, Ann Arbor, Michigan UP, 1965).
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se habría sentido terriblemente incómodo, como, en cierto modo, siempre lo estuvo cuando la gran corriente nacional de la vida que dejaba que le arrastrase no avanzaba lo sufi cientemente rápida o majestuosa para ocultar márgenes o interrumpir exilios o zanjar debates que él esperaba que des apareciesen menos por un progreso moral de la humanidad que por el curso natural de los acontecimientos—, o de que no traicionara nunca a los miembros de su clase (Heidegger, Strauss y Derrida lo fueron en algún momento, y Williams lo fue siempre) y supiera reconocer hasta el final la exce lencia allí donde la encontraba, Arnoid comprendió que la eutrapelia, el genuino sentido del humor o la flexibilidad característica del hombre educado — aunque pudiera llegar incluso hasta la soberbia, como subrayaron los moralis tas antiguos— , no podría compensar nunca la falta de valor, del thymos del hombre de acción (de los believers in action a los que se refiere en la conclusión de Cultura y anarquía). La noble reserva de los autores clásicos tenía un límite. Desgraciadamente para él, Arnoid era un autor moderno, mucho más moderno que cualquiera de sus contemporá neos o que la mayoría de sus sucesores, y su exigencia de li beración intelectual (intellectual delivemnce) podía interpre tarse, entonces y ahora, como una señal de la inadecuación o la inconmensurabilidad entre las aspiraciones y los resul tados de la cultura que la literatura comparada —la disci plina académica que asume la tensión entre la antigüedad y la modernidad, cualquiera que sea la forma que cada una de ellas adopte en cualquier época— capta tan tenuemente como, en un ejemplo egregio de su poesía, escucha el lector la eterna nota® de tristeza a la que Arnoid se referiría en su poema elegiaco «Dover Beach». Todo en Arnoid apunta a la paradoja, a las tensiones irresueltas entre la cultura y la anar quía, el hebraísmo y el helenismo, el disentimiento y el dog ma, la literatura y la ciencia, por mencionar sólo los opues tos más conocidos. El gran crítico de la vida, desde luego, no se había despedi do en vano de la poesía al escoger la prosa. En su ensayo so bre Marco Aurelio, el único que dedicó explícitamente a un autor de la antigüedad —una elección que orienta nuestra
apreciación de lo que Amold entendía por «leér cuidadosa mente a los grandes escritores antiguos»— y con el que cerra ría la primera serie de los Essays in Criticim en 1865, Amold anotó que uno de los rasgos principales del carácter del empe rador y filósofo era que había en él algo de «ineficaz» (ineffectual), e insistiría en atribuirle esa cualidad a quien había salva do su alma gracias a su rectitud (righteousness), pero sin poder hacer otra cosa a cambio. Si la gran virtud de los escritores antiguos, y la razón de que tengamos que emularlos más que imitarlos, como Arnold pensaba, era la cordura, Marco Aure lio habría salvado su alma a costa de una comunidad expuesta o abandonada a la locura o la anarquía, ya fuera la ciudad antigua o la Iglesia cristiana: en última instancia, la «inmensa injusticia» de Marco Aurelio con el cristianismo se basaba en una idea de los atributos del Imperio completamente ilusoria que Arnold trataría de contrarrestar con «la idea de toda la comunidad, el Estado, para encontrar allí nuestro centro de luz y autoridad». El ensayo sobre Marco Aurelio incluía una discusión con John Stuart Mili a propósito de la contraposi ción entre la moralidad cristiana y la «mejor» moralidad de los antiguos —sobre los límites de la acción del Estado o de la Iglesia y la libertad individual— que tenía como objeto situar se inequívocamente en «el centro de la civilización». Buena parte de los argumentos de Culturay anarquía, y de las palabras con las que Amold los formularía, aparecen por primera vez aquí, y en general la primera serie de sus Essays in Criticism mostraba a un activista de la cultura que sabía hacer un uso conservador de sus herramientas mientras se dejaba seducir por el alcance mucho más radical de sus proyectos. Como Overbeck dijo de Nietzsche, Arnold tuvo menos que ver con la religión en un sentido estricto que con la cultura, o consi deró que la religión sólo era uno de los instrumentos de con servación de la cultura que los hombres tienen a su disposi ción, y la Iglesia de Inglaterra o la Universidad de Oxford, a este respecto, eran establisbments más adecuados para sus aspi raciones que cualquier otra institución moderna. A diferencia de Mili, Arnold no había experimentado la necesidad de una liberación sentimental, sino intelectual, y su trato con la poe sía o la religión era mucho menos romántico o mucho más
crítico — más político y social que idiosincrásico— que el del autor de Sobre la libertad. Mili, en opinión de Arnoid, habría llegado a ser un gran escritor si hubiera dejado que la mo ralidad cristiana le enseñara antes lo que tuvo que aprender después con ¡a poesía21. Pero Arnoid había pulsado, con la ineficacia de la morali dad antigua de Marco Aurelio, una nota a la que volvería a propósito de la poesía moderna en los últimos ensayos de crítica literaria que escribió y que Lionel Trilling considera ba la parte más memorable de su escritura, como si la despe dida de la poesía hubiera despertado en Amold una capacidad de percepción indisociable de lo que hoy consideramos el hecho poético en su conjunto. Al final de su introducción a la antología de lord Byron que publicaría en 1881, Arnoid se refirió a Shelley como «un hermoso ángel ineficaz» (a beautiful and ineffectual ángel), y en el ensayo que dedicó ex presamente al autor de Adonats y que se publicaría postuma mente en la segunda serie de sus Essays in Criticism, en 1888, elaboró por completo la imagen de la ineficacia en un párra fo que resume como pocos la idea de una ética de la lite ratura: D e su poesía no tengo espacio para hablar aquí. Pero que nadie suponga que una carencia de hum or y la facultad de engañarse a sí m ism o com o las de Shelley 110 tienen ningún efecto \bave no effect] sobre la poesía de un hombre. E3 hom bre Shelley, en verdad, no es enteramente sano, y la poesía 21 Véase Mattjiew Amold, «Marcus Aurelius», en Lectura & Essays in Criticism, ed. de R. H. Super, CPW, vol. III, Ann Arbor, Michigan UP, 1962, págs, 287-288, Es interesante comparar e] ensayo de Arnoid con el último volumen de la Histoire d a origines du cbristianisme de Ernest Renán, dedicado a Marco Aurelio («Marc Auréle et la fin du monde antique», 1882). Renán, a quien Arnoid admiraba, concluía que la Iglesia y el Estado debían ser ejemplo de ríunions libres. Eí título del segundo capítulo de Culturay anar quía («Obrar a capricho») es una alusión a Sobre ia libertad de Mili. Sobre la relación de Mili con ia poesía como resultado de su búsqueda de otber types o f atlth/ation y del «cultivo de los sentimientos» (tbe culthation offeclings), véase el capítulo V de su Autobiografía (Autobiograpby and Other Litermy Es says, ed. de J. M. Robson and J. Stillinger, Coilected Works o fjo h n Stuart Mili, vol. 1, On-Line Edítion, Toronto UP/Liberíy Fund, 2006; Autobiogra fía , ed. de C. Mellizo, Madrid, Alianza, 1986).
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de Shelley no es enteramente sana tampoco. El Shelíey de la vida real es, de hecho, una visión de belleza y esplendor, pero no sirve de nada y no tiene ningún efecto [effecting notbing], Y en poesía, no menos que en la vida, [Shelley] es «un hermoso ángel ineficaz [a beautiful and ineffectual angel¡, agitando en vano sus lum inosas alas en el vacío»22.
Los mejores, decía Amold, siempre han pronunciado así sus últimas palabras. Arnold habría querido, sin embargo, de cir «algo más» en su última apreciación sobre Shelley, como advirtió lord Shaftesbury en el Prefacio a la segunda edición de los Essays in Criticism, a pesar de que el párrafo fuera una cuidada composición, un mosaico textual con fragmentos de Hamkt o del Fausto de Goethe, cuya figura principa! era una versión libre de una pensée platónica de Joubert —en la que Arnold enfatizaría el término ineffecttial— y constituyera, por encima de todo, un intento de averiguar cuál era la razón de que la poesía acabara siendo, si ése era su destino, la última palabra que pronunciaría como lector o estudioso en lugar de ser su última palabra como escritor y sustituyera, en cierto modo, a la cultura: la poesía, no la cultura, parecía reunir las condiciones necesarias para establecer las comunicaciones con el futuro sin las cuales una época se difúmina en la his toria universal. Lo mejor que podía haber en la cultura, como Arnold dijo de la religión, era su poesía inconsciente. El tercer gran poeta sobre el que Arnold escribiría en los últimos años de su vida fue William Wbrdsworth —en la in troducción a una antología que tenía el valor de recuperar a 22 Véanse Matthew Arnold, «Byron», en English Literature andIrisb Politics, ed. de R. H. Super, CPW, vol. IX, Ann Arbor, Michigan UP, 1973, pág. 237, y «Shelley», en TheLast Word, ed. de R. H. Super, CPW, vol. XI, Ann Arbor, Michigan UP, 1977, pág. 327. El Prefacio de lord Shaftesbury a la segunda serie de los Essays i» Criticism figura como apéndice a esta edición, (Los ensa yos sobre lord Byron y Shelley, así como los ensayos sobre Wordsworth y «El estudio de la poesía» a los que aludimos después, se encuentran en Matthew Arnold, Poesía y poetas ingleses, pero no seguimos del todo su traducción). «The Last Word» es el título de uno de los Nena Poetns de Amold (publicados en 1867); véase Matthew Arnold, Poems, selección de Kenneth Allott, Intro ducción de Jenni Calder, Londres, Penguin, 1985, págs. 183 184, La imagen de la ineficacia ya estaba en De Quincey, aplicada a Coleridge (Memoria de hspoetas de los lagos, ed. d ej. Doce, Valencia, Pre-Textos, 2003, pág. 57).
Wordsworth para la estimación deí público tras la deserción de los críticos románticos como William Hazlitt o Tilomas de Quincey y de los poetas que denostaron al hst kader—, y la imagen del poeta como un «hermoso ángel ineficaz» contras taría con las palabras de Wordsworth sobre sus propios poemas con las que Amold concluía su estudio: «Colaborarán —había escrito Wordsworth— con las tendencias benignas de la natura leza y ¡a sociedad humanas, y serán, en su grado, eficaces [efficacious] en hacer a los hombres más sabios, mejores y más felices»23. Es a la luz de este contraste entre la eficacia y la ineficacia como podemos entender la trayectoria del propio Arnold, desde su aparición en la literatura inglesa con un volumen anónimo de poesía en el momento en que Tennyson y Robert Browning comenzaban a ocupar el lugar de los poetas ro mánticos ingleses, hasta su desaparición después de haber es crito introducciones y ensayos sobre esos mismos poetas (Wbrdsworth, Byron, Sheiley) a los que su nombre devolvería a la vida. La eficacia, de hedió, era uno de los atributos de la cultura, y Arnold tuvo ocasión de detenerse en la palabra cuando revisó Culturay anarquía: efficaáousness, en la prime ra edición, se transformaría en efftcaiy en la segunda y tercera ediciones del libro, una simplificación que se pierde en la traducción y que redunda en el estilo llano del autor. La cul tura —escribió Amold en el primer capítulo del libro, con el tono característico de su prosa educativa— sitúa la perfección humana «en la eficacia siempre creciente y en la armoniosa expansión general de los dones del pensamiento y el senti miento, que constituyen la dignidad, riqueza y felicidad pecu liares de la naturaleza humana». En este sentido, la poesía de Wordsworth formaría parte de la cultura y, especialmente, de 23 Véanse Matthew Arnold, «The Study o f Poetry» y «Wordsworth», en Bnglish Litiratm e and Irish Politics, ed. de R; H. Super, CPW, toL IX, Ann Arbor, Michigan UP, 1973, pág. 55, 161 y ss. La frase de Wordsworth se encuentra en la carta a lady Beaumont de 21 de mayo de 1807 (véase The Prose Works o f William 'Wordsworth, Ciiencester, The Echo Library, 2005, pág. 237). En su ensayo sobre Keats —cuya influencia sobre la poesía de Arnold haría las delicias de Harold Bloom— , Arnold escribió que el autor de Endymion no estaba «maduro» para la facultad de interpretación moral inherente a la interpretación poética («Keats», en English Literature and Irish Politics, pág. 215),
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la cultura inglesa, que habría alcanzado con él una de sus ci mas, mientras que Shelley, o todo cuanto Shelley representa ba, dentro o fuera de la poesía, se apartaría de la corriente principal de la vida inglesa y, en consecuencia, de la cultura. Una lectura entre líneas, sin embargo, plantearía algunas objeciones a la identificación de la cultura con la poesía o, al menos, con la poesía de la que el último Arnoid juzgó que no lo había dicho todo al hablar de la cultura y calificar de inefi caz a Shelley. La poesía de Wordsworth —como Mili había advertido— ejercía una eficacia en un tipo determinado de cultura. En la ineficacia de Shelley (o de Marco Aurelio), por el contrario, encontramos un elemento moderno de la literatura tan ineludible como inevitable era la poesía de Wordsworth para los wordsworthianos; un elemento moderno que sería ineludible también, aunque nunca de una manera explícita, en la obra del propio Amold. Es este elemento el que impide que el futuro de Amold sea comparable al del obispo Wilson, un autor tan olvidado cuando Amold comenzó a citarlo en Culturay anarquía que incluso lectores tan competentes como Thomas Huxley pensaron que se trataba de una invención del autor. En cierto modo, hay un Arnoid inventado por lo que podríamos llamar la crítica anglicana de la literatura inglesa, un modo de la crítica al que Arnoid suministró buena parte de sus argumentos y probablemente lo mejor que habría nun ca en ella: el reconocimiento de que el instinto de conser vación no obra sólo en los estadios inferiores de la humani dad, sino también —como podría demostrarlo una lectura de Culturay anarquía como reacción a la publicación, diez años antes, de E l origen de las especies de Charles Darwin— en la vida institucional más elevada de una nación24. Pero hay otro Amold por descubrir que justificaría que Culturay anarquía no fuera sólo susceptible de ser interpretado como un docu mento reaccionario redactado por un crítico pusilánime de la 24 Véase Antonio Lastra, «Literatura inglesa y critica anglicana», en Consúlucióny arte de escribir (Valencia, Aduana Vieja, 2009). Sobre el platonismo como procedimiento ideológico de conservación en una época de progre so, véase la excelente monografía de Patricia Cruzalegui Sotelo, Vexperiencia platónica en Mnglaterra delDinou, Barcelona, PPU, 1998 (págs. 200-205, para «el helenismo dulce y luminoso» de Arnoid).
vida; un descubrimiento que reobra sobre toda su escritura y con el que un lector contemporáneo tiene posibilidades de encontrar puntos en común, en el supuesto de que la cultura no haya perdido su significado y la anarquía no haya adquiri do un prestigio que no le corresponde. Ese elemento estaba ya presente, aunque de una manera demasiado personal, como un «diálogo con uno mismo», en los prefacios de 1853 y 1854 a la edición de sus Poems — en el primer ejemplo de lo que sería la prosa de Amold—, donde el autor reconocía con franqueza que «los problemas moder nos habían hecho acto de presencia» y tenían que medirse con los «problemas permanentes» que la tradición clásica ha bía planteado. La solución de Amold consistiría, entonces, en escribir una «poesía pragmática» que procurase una impresión moral suficiente, y nadie podría recibir una impresión seme jante si no se había preparado para ello mediante lo que Ar nold consideraba lo mejor y más noble que hay en cada ser humano. La famosa exclusión del Empedocks ort Etna —que suscitaría la queja de Browning y señalaría una inflexión en los estudios sobre la tragedia— respondía a una exigencia que ía poesía de Arnold cumpliría cada vez menos, con excepcio nes que no harían más que confirmar la regla, y que irían de jando paso al «estudio de la poesía»: el estudio de la poesía sería la verdadera poesía pragmática de Arnold. La etapa de Arnold como profesor de poesía en Oxford fue, con esta pers pectiva, menos revolucionaria de lo que entonces pudo pare cale a sus contemporáneos —Arnold escogió el inglés en lu gar del latín y empezó con una lección sobre «El elemento moderno en la literatura» ante un público reacio a escuchar lo al que Arn&ld obligaría a situarse idealmente en el discurso poético— y, al mismo tiempo, mucho más radical en lo que le concernía personalmente. El primer capítulo de Cultura y anarquía seria una elaboración de su discurso de despedida como profesor de poesía en Oxford, después de diez años en los que su reputación como poeta había quedado establecida (lo que le permitiría reeditar Empedocles) de un modo muy conveniente para el crítico de la vida en ciernes. Ese elemento moderno influye, desde luego, en el traduc tor de Arnold. Como Amold señaló a propósito de los tra bo]
ductores de Homero, nuestra capacidad para leer correcta mente a un autor —leer correctamente es el requisito de la traducción— depende de nuestra capacidad para sobreponer nos a nuestros hábitos de pensamiento ordinarios: el lector y traductor de Arnold debe acercarse a su obra de la manera más sencilla posible, sin tratar de apropiarse de su mundo ni de entender al autor mejor de lo que el autor llegó a entender se a sí mismo, siguiendo sus propias reglas de lectura cuan do sean explícitas o destacándolas cuando se encuentren im plícitas en la escritura. La tarea es difícil si pensamos en la complicación de las paradojas de Arnold en manos de Leo Strauss o Derrida: cualquier lector de JerusaUny Atenas o Vioknciay metafísica agradecerá volver a Culturay anarquía aun que sólo sea para apreciar el encanto o el sentido del pasado de un mundo felizmente perdido, y quien sepa apreciar la crítica literaria en el ensayo sobre Shelley descubrirá, en la apro piación heideggeriana de Hólderlin, un asomo del charlatanism al que Arnold quiso cerrar el paso con su estudio de la poe sía. Una lectura correcta, como una traducción adecuada tanto a la época original como a la época que la solicita, sería, en última instancia, el fruto de una educación liberal, y su posibilidad dependería menos de la influencia literaria de una academia — que sus adversarios creyeron que era la intención oculta de Arnold establecer en Inglaterra— que de una re flexión sobre las relaciones de la democracia con la educación de la que los Cultural Studies de Raymond Williams y sus su cesores han sabido extraer las mejores consecuencias. En las reflexiones de Arnold sobre la democracia —que compartían con las de Tocquevílle el temor a que Europa se americani zara— hay un elemento mucho más moderno de lo que pro bablemente Arnold habría deseado al hacer del Estado una agencia educativa y que se sobrepone al nacionalismo o a la idea de la nacionalidad que Arnold mantuvo por encima de las clases que dividían a la nación inglesa. La reflexión de Ar nold sobre la democracia y la educación comprende todas las fases de su obra y se mantuvo en paralelo a los últimos ensa yos de crítica literaria, como un contrapeso a la sospecha de ineficacia que recaería sobre la cultura o la poesía. En «Democracy» (redactado por primera vez en 1861 como prefacio a su
investigación sobre L a educación popular de Francia y reimpre so en 1879 y en 1883), «Equality» (1878) y, sobre todo, en su discurso en Eton de 1882, Arnold insistiría en su concepción solidaria de la cultura como lo mejor que se ha pensado y di cho en el mundo, una concepción de la que dependía en su opinión el auténtico progreso del hombre hacia la perfección, entendida como una obediencia escrupulosa a una serie de aspiraciones diversas y, en última instancia, irreconciliables25. Esa concepción solidaria de la cultura tendría su lado dulce y luminoso en el Arnold «trascendentalista» — un eco de la voz emersoniana que Arnold había oído en su juventud en Oxford y que resonaría en la primera serie de los Essays in Criticism— e Indagador, que hacía del desinterés y el desafec to las reglas de la crítica, y que se resumiría en su famosa fórmula de la poesía como crítica de la vida. Pero tendría también su lado más amargo y tenebroso en la separación de márgenes (y ad homtnem de quienes quedaran al margen) por en medio de los cuales debía discurrir una corriente princi pal, en la superación institucional del sectarismo y el provin cianismo en el esfuerzo por lograr un público, en los vaivenes del diálogo de Amold y el monólogo del «profeta de la cultura», en la exigencia de totalidad que la cultura haría a una época para eludir el unilateralismo religioso y en la amenaza de que esa totalidad sólo fuera una vía de acceso para un catolicismo, como el del cardenal Newman, con el que tanto la Iglesia de Inglaterra como el liberalismo político mantenían vínculos cada vez más estrechos. ¿Eran la cultura, la poesía y la religión los términos adecua dos para plantear el problema de Arnold? Sólo en contadas ocasiones es posible comprender que, con las expresiones «es tudio de la poesía» o «crítica de la vida», lo que estaba en juego en su obra era sencillamente lo que la antigüedad ha 25 Véanse Matthew Arnold, «Democracy», en Democratic Education, ed. de R. H. Super, CPW, vol. II, Ann Arbor, Michigan UP, 1962, págs. 1-30; «Equality», en EssaysReligiousandM ixed, ed, de R. H. Super, CPW, vol. VIII, Ann Arbor, Michigan UP, 1972, págs. 277-305 (pág. 277: «Quid Athenis et Hierosolymisf... ¿Qué tienen Atenas y Jerusalén que ver entre sí?»), y «A Speech at Eton», en English Literalure andlrish Politics, ed. de R. H. Super, CPW, voL IX, Ann Arbor, Michigan UP, 1973, págs. 20-35.
bría llamado filosofía, y que los obstáculos naturales que la filosofía siempre ha encontrado — aunque la experiencia platónica en Inglaterra durante el siglo XIX, eminentemente estética, fuera demasiado pobre al respecto para darse cuenta de una manera cabal, sin que el utilitarismo o el neohegelianismo fueran de ayuda en este terreno— habían quedado se pultados por una serie de obstáculos artificiales (la «maqui naria» arnoldiana), de modo que, si bien las aspiraciones de la filosofía seguían siendo las mismas, el acceso a la filosofía había cambiado necesariamente con el cambio mismo de los obstáculos artificiales o accidentales a la filosofía. La contra posición entre los antiguos y los modernos esconde en su seno una contraposición mucho más antigua entre la poesía o la cultura o la religión y la filosofía, y la sospecha de ineficacia de la cultura o de la religión como poesía inconsciente — o de la mera eficacia de la poesía de Wordsworth para el cultivo de los sentimientos— no abandonaría nunca al autor de Cultura y anarquía. Si Marco Aurelio había sido el único escritor de la antigüedad al que Arnoid había dedicado un ensayo, Spi noza sería el único filósofo sobre el que Amold manifestaría una preocupación especial. Que un defensor de la cultura clá sica omitiera a autores más importantes que el emperador fi lósofo parece corresponderse con el hecho de que Spinoza omitiera a Platón y a Aristóteles de sus consideraciones. Si con Marco Aurelio podía aprenderse a leer para vivir y no a vivir para leer, con Spipoza la lectura era la condición de la propia filosofía, y el Tratado teológico-potítico adquiría así, para Arnoid, la importancia central que no concedería a nin guna otra obra de pensamiento. El Tratado teológico-político era una interpretación de la Biblia, y lo que Spinoza pensaba so bre la Biblia y su inspiración — sobre la eficacia completa de la poesía, de la cultura y de la religión— era el punto central de interés para un «lector inglés». Para un lector inglés como Arnoid, la filosofía de Spinoza proporcionaba una corrección fundamental: la Biblia —la Escritura por antonomasia y la lectura que habían establecido las instituciones de la nación inglesa— era un gran malentendido y, al mismo tiempo, una prueba insuperable para cualquier crítico que tratara de acla rarlo. «El verdadero poder de un filósofo sobre la humanidad
— escribió Amold— no reside en sus fórmulas metafísicas, sino en el espíritu y en las tendencias que le han llevado a adoptar esas fórmulas», y el espíritu y las tendencias que lle varon a Arnold a establecer sus fórmulas (cultura y anarquía, dulzura y luz, estudio de la poesía, crítica de la vida) coincidi rían en lo esencial con la conservación spinoziana, en el cora zón de la filosofía moderna, «del nombre de Dios»26. Pero eí interés de Arnold por Spinoza forma parte de las muchas controversias en las que tuvo que intervenir, bien por haberlas suscitado él mismo, bien por sentirse responsable de ellas. La ocasión de una mala traducción del Tractatus al in glés y la polémica con el obispo del Natal sobre las conse cuencias de la crítica de la religión desvirtuarían considerable mente la prudencia con la que Spinoza había presentado su interpretación de la Biblia. Si a Arnold le interesaba más Spi noza («qué tipo de espíritu era», como le confesó a su madre en un carta llena de salvedades) que sus doctrinas, a nosotros puede ocurrimos lo mismo, e interesamos más Arnold, y el espíritu que encarnaba, que la interpretación de Spinoza que Arnold ofrecía a un público inglés al que consideraba, citan do a Goethe, eigentÜcb ohneIntelligenz. La falta de inteligencia deí público inglés podría explicar que Arnold no reparase por completo en que el Tractatus era una obra escrita para lectores filosóficos. La traducción del Tractatus plantea una serie de inconvenientes que no plantea la traducción de Culturay anarquía, Parafraseando a Amold, podríamos decir que el poeta o crítico de la vida Victoriano fracasó en su comentario de Spinoza porque no pudo abstenerse de interponer un libre juego del pensamiento entre su objeto y su expresión.
24 Véase Matthew Arnold, «The Bishop and the Philosopher», «Tractatus Tbealogico-Politicus», «Dr. Stanley’s Lectures on Jewish Church» y «Spino za and the Bible», en Lectures & Essays in Crilicism, ed. de R. H. Super, CPW, vol. III, Aun Arbor, Michigan UP, 1962 (págs. ■445-446 para la carta de Amold sobre Spinoza que m encionam os después). Cfr. Leo Strauss, «How to Study Spinoza’s Theologico-Politual Tretatise», en Persecution and ibe ArtofW riting (1952), Chicago UP, 1988.
Culture and Anarchy: An Essay in Política1 and Social Criticism (Culturay anarquía. Ensayo de crítica política y social) se publicó por primera vez en 1869. El primer capítulo había sido la últi ma de las lecciones que Matthew Amold impartió en la cátedra de poesía de Oxford, con el título «Culture and Its Enemies» (La cultura y sus enemigos). Su publicación en julio de 1867 en CombiüMagazine suscitaría una enorme controversia, a la que Amold respondió a lo largo de 1868 con una serie de artículos, titulada «Culture and Authority» (Culturay autoridad), que cons tituiría el grueso del libro, al que Amold antepondría un Prefa cio. En 1875 apareció una segunda edición, en la que el autor introdujo numerosos cambios y dio a cada uno de los capítulos el título que ahora tiene. En 1882 apareció una tercera edición, reimpresa al año siguiente junto a A Ftiendship’s Garland (Guir nalda de amistad). Desde la muerte de Amold, Culturay anar quía se ha reeditado en numerosas ocasiones. En 1932, J. Dover Wilson publicó una edición critica en Cambridge, basada fun damentalmente en la edición de 1869, en la que, sin embar go, introducía algunas, pero no todas ni advirtiendo siempre de ello, de las variantes de las ediciones posteriores. La versión autorizada es la de R. H. Super, incluida en su edición de las Complete Prose Works of Matthew Amold (Ann Arbor, Michi gan UP, 1960-1977), que se basa en la edición de 1883, la últi ma que Amold revisó. Culturay anarquía se encuentra en el vol. V (1965), junto a A Friendship’s Garland and Some Literary Essays. Las ediciones criticas más recientes son las de Stefan Collini (Culture and Anaróy and Other Writings [«Democracy» (1861), «The Function o f Criticism at the presentTime» (1864),
«Equality» (1868)], Cambridge Texis in the History o f Political Thought, Cambridge, Cambridge UP, 1993), Samuel Lipman (Culture and Anarcby, Rethinking the Western Traditiou, New Haven, Yale UP, 1994, que incluye una serie de apreciaciones contemporáneas de Arnold y de su obra) y Jane Gamett (Cul ture andAnarcby, Oxford World’s Classics, Oxford, Oxford UP, 2006, que incluye como apéndice la reseña de Henry Sidgwick al primer capítulo del libro cuando se publicó en forma de ar tículo, «The Prophet o f Culture» [1867]). Las ediciones de Lip man y Gamett reproducen la edición de 1869. «Leer la edición de 1869 —explica Garnett— es volver a captar algo de la inme diatez del debate» (pág. xxx). Collini, por su parte, se basa en la edición de Super y relega, como Super, el Prefacio al final, con siderando que, de este modo, el lector tiene una impresión cronológica más precisa de la argumentación de Amold. En cierto modo, los editores han sido tan fieles al texto original como al contexto de su propia edición (una colección dedicada a volver a pensar la tradición occidental, otra de textos clásicos y una tercera de textos políticos, respectivamente). Nuestra edición se basa en la edición de Super (es decir, la edición de Arnold de 1883), si bien hemos considerado que el Prefacio debe leerse al principio —pues así fue como Arnold editó el libro qua libro—, y registra todas las variantes editoriales que tienen sentido en una traducción. Mantene mos el título de los capítulos. Entre corchetes y en nota a pie de página advertimos las variantes. En eí resto de las notas ofrecemos los datos indispensables. «Un libro — escribió Leo Strauss, un arnoldiano del siglo xx— que requiere para su adecuada comprensión el uso, es decir, la preservación de to das las bibliotecas y archivos que albergan la información que le fue de utilidad a su autor, no merece ser escrito ni leído, y desde luego no merece sobrevivir a su autor». Culturay anar quía es, de todos los libros de Amold, el único que probable" mente sobrevivirá a su autor, y merece ser leído porque me reció ser escrito.
BIBLIOGRAFÍA E d ic io n e s
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CULTURA Y ANARQUÍA. ENSAYO D E CRÍTICA POLÍTICA Y SO CIAL
1 «Sed, pues, perfectos», Mateo 5,48. Arnoid cita por la Vuígata, El lema apareció en la segunda edición de Culturay anarquía en 1875.
propósito principal al escribir este prefacio es di rigir una palabra de exhortación a la Sociedad para el Fomento del Conocimiento Cristiano2. En el ensayo que sigue, el lector encontrará citado con frecuen cia al obispo Wilson3. Para mí y para los miembros de la Sociedad para el Fomento del Conocimiento Cristiano, su nombre y sus escritos siguen siendo, sin duda, familiares. Pero el mundo se aleja rápidamente de personas desfasadas como ésas, y me ha consternado saber hace poco que un brillante y distinguido partidario de las ciencias naturales nunca había oído hablar del obispo Wilson e imaginaba que me lo había inventado. En un momento en que los Tribuna les de Justicia acaban de retirar el embargo sobre la religión recreativa que mi dotado amigo y otros practicaban los do mingos, y cuando St, Martin’s Hall y la Alhambra volverán a resonar muy pronto con la elocuencia del pulpito, resulta angustioso pensar que las nuevas luminarias no sólo tienen, en general, una opinión muy pobre de los predicadores de la
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1 La SocietyforPromoting Christian Knowkdge se fundó en 1699 para pro mover la construcción de escuelas y distribuir Biblias y libros religiosos. 3 Thomas Wilson (1663-1755), obispo de Sodor y Man. Sus obras fue ron difundidas por John Keble, padrino de Arnoid, y el cardenal Newman, y Thomas Arnoid poseía un ejemplar de sus Maxims en su biblioteca, don de Arnoid lo encontró en 1866. En general, sin embargo, era tan poco co nocido ya en el siglo XIX que Thomas Huxley, el «brillante y distinguido partidario de las ciencias naturales» que instituyó una serie de conferencias en domingo, y a quién se alude después, llegó a pensar que era una inven ción de Arnoid.
antigua religión, sino que la tienen sin conocer lo mejor que esos predicadores hacían. Que sea así en este caso se debe en parte, desde luego, a la negligencia de la Sociedad para el Conocimiento Cristiano. En los viejos tiempos solía impri mir y difundir las Máximas depiedady cristianismo del obispo Wilson. El ejemplar de esa obra que manejo es una de sus publicaciones y lleva su sello y la conocida encuadernación de cuero marrón tan familiar en nuestra infancia, pero la fecha de mi ejemplar es 1812. No conozco otros ejemplares y creo que la obra ya no es de las que la Sociedad imprime y pone en circulación. De ahí el error, que confieso que perso nalmente me resulta adulador, aunque en sí mismo sea la mentable, del distinguido científico mencionado. Pero las Máximas del obispo Wilson merecerían circular como un libro religioso, no sólo en comparación con las carre tadas de basura que en la actualidad circulan con esa deno minación, sino por sí mismo e incluso en comparación con las demás obras del autor. Aventajan a las más conocidas Sa cra Privata en que las preparó para su propio uso, mientras que preparó las Sacra Privata para el uso público. Las M áxi mas no estaban pensadas para ser impresas y, por ese motivo, contienen, como una obra, sin duda, de emoción y poder más profundos —las Meditaciones de Marco Aurelio—, algo peculiarmente sincero y genuino. Algunos de los mejores pa sajes de las Máximas han pasado a las Sacra Privata. Sin em bargo, en las Máximas los encontramos como surgieron por primera vez y, si en las Sacra Privata el escritor suele hablar como miembro del clero, en las Máximas habla casi siem pre como un hombre. No estoy diciendo una sola palabra contra las SAcra Privata, por las que tengo el mayor respeto, pero las Máximas me siguen pareciendo un libro mejor y más edificante. Habrían de ser leídas, como joubert dice que ha bría que leer a Nicoíe, con un resuelto propósito práctico4. El lector dejará a un lado cosas que, por el paso del tiempo y el punto de vista distinto que el paso del tiempo inevita A Ainold dedicó a Joseph Joubert (1754-1824) uno de sus Essays in Criticism (1865) y recalcaría en sus cuadernos su idea de leer con un propósito práctico.
blemente trae consigo, ya no serán apropiadas para él, pero quedará lo suficiente para servir de ejemplo de lo mejor, tal vez, que nuestra nación y nuestra raza puedan llevar a cabo en el terreno de la escritura religiosa. El señor Michelet nos ha reprochado que, a pesar de todas las dudas sobre el verdadero autor de la Imitación, nadie haya soñado con atribuírselas a un inglés5. Es cierto que un inglés no habría podido escribir la Imitación; es difícil encontrar en nuestra naturaleza la delica deza religiosa y el profundo ascetismo de ese libro admirable. Serla más censurable para nosotros que, en poesía, que re quiere, no menos que la religión, una verdadera delicadeza de percepción espiritual, nuestra raza no hubiera llevado a cabo grandes cosas y que la Imitación, exquisita como es, no perte neciera, como he señalado en otra parte, a una clase de obras en las que se ha perdido el perfecto equilibrio de la naturaleza humana y que, por tanto, albergan, como producciones espi rituales, algo excesivo y morboso en sus contenidos y en su forma, algo que no es del todo sano. En una categoría infe rior a la de la Imitación, que despierta en nuestra naturaleza acordes menos poéticos y delicados, las Máximas del obispo Wüson son, como obra religiosa, mucho más sólidas. Al ar dor y la unción más sinceros, el obispo Wilson une, en las Máximas, la franca honradez y el sano sentido común que nuestra raza inglesa ha aplicado tan poderosamente a las im posibilidades divinas de la religión, con los cuales ha llevado la religión a la vida práctica y desempeñado su parte en la promoción del reino de Dios sobre la tierra. Con ardor y unción religiosa, como sabemos, se puede ser fanático; con honradez y sentido común se puede ser prosai co, y el fruto de la honradez y el sentido común unido al ardor y la unción suele ser con frecuencia una religión prosai ca defendida con fanatismo. La excelencia del obispo Wilson reside en un equilibrio de las cuatro cualidades en toda su plenitud y perfección, lo que hace imposible ese resultado adverso. Su unción es tan perfecta, tan felizmente vinculada a su sentido común, que se convierte en ternura y ferviente 5 Se trata de la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis (1380-1471), una de las obras predilectas de Arnold.
caridad. Su sentido común es tan perfecto, tan felizmente vinculado a su unción, que se convierte en moderación e in tuición. Aunque, en consecuencia, el tipo de religión que ex hibe en sus Máximas sea inglés, es de un tipo mucho más elevado que el alcanzado en general por los paisanos del obispo Wilson; sin embargo, siendo ingleses, podrían adquirirlo. Ter mino como empezaba, diciendo que la Sociedad para el Fo mento del Conocimiento Cristiano no debería permitir que una obra de esa clase estuviera agotada y fuera de la circulación. Paso ahora a las cuestiones examinadas en el siguiente en sayo. La finalidad del ensayo reside en recomendar la cultura como la gran ayuda en nuestras dificultas actuales: la cultu ra es la búsqueda de nuestra perfección completa y su medio es tratar de saber, en todas las cuestiones que más nos concier nen, lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo; me diante ese conocimiento, una corriente de pensamiento fres co y libre atravesará nuestra reserva de nociones y hábitos, que ahora aplicamos firme, pero mecánicamente, imaginan do en vano que hay un virtud en aplicarlos firmemente que resarce del error de aplicarlos mecánicamente. Ésa, y sólo ésa, es la finalidad del siguiente ensayo. [Vuelvo a decir aquí lo que he dicho en las páginas que siguen, que, por las faltas y debilidades de las personas que tratan con los libros, cierta noción de algo libresco, pedante y fútil ha quedado unida a la palabra cultura y que es una lástima que no podamos usar una palabra perfectamente libre de toda sombra de reproche. Sin embargo, por fútiles que sean tantas de las personas que tratan con los libros y por inútiles que los libros y la lectura se muestren para acercar a la perfección a quienes los usan, creo que, cuanto más vivimos, más habría de sorprendemos descu brir hasta qué punto, en nuestra sociedad actual, la solidez y el valor de la vida cotidiana del hombre dependen de que lea cada día y, aún más, de lo que lea. Quien se examine a sí mis mo se dará cuenta cada vez más de la diferencia que supone para él, al final de un día cualquiera, haberse dedicado a sus ocupaciones sin haber leído en absoluto y si, de haber leído algo, sólo han sido los periódicos. Esa es una cuestión que afecta a la experiencia y la conciencia personal de cada hom bre. Si un hombre sin libros ni lectura, o que sólo lee sus
cartas y los periódicos, mantiene, sin embargo, un fresco y li bre intercambio de su reserva de nociones y hábitos con los mejores pensamientos, tendrá cultura. Tendrá aquello por lo que apreciamos y recomendamos la cultura; tendrá lo que, en este momento, tratamos de que la cultura nos dé. Esa opera ción interior es la verdadera vida y esencia de la cultura según la concebimos. Sin embargo, no es fácil configurar nuestro discurso sobre la operación de la cultura de modo que evite mos el malentendido frecuente por el que la interioridad esencial de esa operación se pierde de vista.]6 La cultura que recomendamos es, sobre todo, una operación interior. Pero a menudo se supone que, cuando criticamos con ayu da de la cultura una u otra acción imperfecta, tenemos a la vista un conocido plan alternativo que nos gustaría ofrecer y recomendar. Debido, por ejemplo, a que señalamos libremen te los peligros e inconvenientes a los que se expone nuestra literatura en ausencia de un centro de gusto y autoridad como la Academia francesa, se dice constantemente que queremos introducir en Inglaterra una institución como la Academia francesa7. Expresamente hemos declarado que no queremos nada semejante, pero adviértase que precisamente nuestro culto a la maquinaria®, y a los actos externos, suscita esa acu sación y que la interioridad de la cultura nos permite captar, para advertirlas y remediarlas, las faltas a las que nos condu ce nuestra carencia de una academia, y, a la vez, nos impide confiar en un brazo carnal, como dicen los puritanos, y volar ciegamente hacia esa maquinaria externa de una academia para ayudarnos a nosotros mismos. Pues la cultura misma y el libre juego interior del pensamiento, que enseñan que la ausencia de una academia engendra y fortalece el estilo corin tio o los caprichos del Lenguaje Primordial9, nos enseñan 4 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. 7 Arnold dedicó un ensayo a «The Literaiy Influence o f Academies» en sus Essays tn Criticism (1865), donde insistiría en que la Academia podría corregir la tendencia al provincianismo de la literatura inglesa, s Machinety, en el original. Es uno de los términos clave de Arnold, al que opondría la cultura. 9 En «The Literary Influence o f Academies», Arnold había caracterizado el «estilo corintio» del periodismo contemporáneo y se había referido a The
también que ninguna academia, hasta donde es probable que llegáramos, podría remediarlo. Cualquiera que conozca las características de nuestra vida nacional, y las tendencias discu tidas plenamente en las páginas siguientes, sabrá exactamente lo que sería una academia inglesa. Podríamos tener una ima gen de la familia feliz con tanta claridad como si ya se hubiera constituido. Lord Stanhope, el deán de San Pablo, el obispo de Oxford, el señor Gladstone, el deán de Westminster, el se ñor Froude, el señor Henry Reeve, todo cuanto es influyente, consumado y distinguido, y luego, una hermosa mañana, una insatisfacción de la opinión pública respecto a esa brillante y selecta reunión, un aluvión de importantes artículos corintios y una irrupción del señor G. A. Sala10. Desde luego no es eso lo que nos vendría bien. Las mismas faltas, la ausencia de toda sensibilidad de conciencia intelectual, la incredulidad en la recta razón, el disgusto de la autoridad, que han impedi do que tengamos una academia y perjudicado nuestra literatu ra, nos impedirían también que constituyéramos una acade mia, si la estableciéramos, que las corrigiera. La cultura, que nos enseña las faltas que hay que corregir, también nos enseña eso. [Un malentendido parecido, de nuevo, ha llevado al señor Oscar Browning, profesor ayudante en Eton, a salir en defen sa de Eton en la Quarlerty Review, como si yo hubiera atacado a Eton, porque he dicho, en un libro sobre las escuelas extran jeras, que una persona podría preferir enseñar sus tres o cuatro horas al día sin mantener una casa de huéspedes, y que hay un gran peligro en preparar a muchachitos de ocho o diez años y hacerlos competir como un objeto de gran valor para sus padres y, además, que la producción y distribución de li bros de texto,en Inglaterra necesita que una autoridad compeOnt PrimevalLanguage (1851-1854), de Charles Forster, que Emest Renán ha bía ridiculizado en Francia a pesar del prestigio que aqué! tenía en Inglaterra. 10 Lord Stanhope (1805-1875), historiador y estadista; el deán Wilman. de San Pablo; Samuel Wilberforce (1805-1873), obispo de Oxford y de Winchester; Wílliam Ewart Gladstone (1809-1898), primer ministro liberal en la época en que Arnold escribió Cultura y anarquía; Arthur Penrhyn Stanley (1815-1881), deán de Westminster y biógrafo de Thomas Arnold; James Anthony Froude (1818-1894), historiador y ensayista; Henry Reeve (1813-1895), periodista y traductor de D e/a démocratk m Amérique de Alexis de Tocqueville; George Augustus Sala (1828-1896), periodista.
[So]
tente ios regule. El señor Oscar Browning nos da a entender que, en Eton, él y otros, con perfecta satisfacción pata sí mis mos y el público, combinan las funciones de enseñar y man tener una casa de huéspedes; que conoce a personas excelentes (ya podría, desde luego, pues me han dicho que uno de ellos es hermano suyo) que se dedican a preparar a los muchachitos para exámenes competitivos y que el resultado, probado en Eton, es perfectamente satisfactorio. En cuanto a los libros de texto, añade, por fin, que el doctor William Smith, el cultiva do y distinguido editor de la Quarterly Review, es, como se sabe, el compilador de muchos y meritorios libros de texto. Eso es lo que el señor Oscar Browning nos da a entender en la Quarterly Review, y es imposible no leer con placer lo que dice. ¿Qué podría dar un ejemplo mejor de esa franqueza y confianza viril en nosotros mismos que se supone que nues tras grandes escuelas públicas, ninguna de ellas tanto como Eton, inspiran, de esa boyante facilidad en erguir la cabe za, decir lo que opinamos y dejar de lado toda timidez y tor peza, que ver a un profesor ayudante de Eton ofreciéndose como prueba de que combinar el mantenimiento de una casa de huéspedes con la enseñanza es algo bueno y a su hermano como prueba de que adiestrar para una carrera de competi ción a muchachitos es algo bueno? Nada, y nos damos cuenta de que la franca confianza en sí mismo de Eton es contagiosa, pues ¿no se las ha arreglado el señor Oscar Browning para encender en el doctor William Smith (sin duda el más modes to de los hombres vivos, no adiestrado en Eton) el mismo espíritu y hacerle insertar, en su Review, un elogio exagerado, por así decirlo, de sus propios libros de texto, al declarar que son (lo son) muchos y meritorios? Sin embargo, el señor Os car Browning se equivoca al pensar que yo querría demoler Eton, y su repetición en defensa de Eton, con esa idea en la cabeza, del tono de su heroico ancestro, el Oscar de Malvina, según lo recuerda el poeta de la familia, Ossian, es innecesa ria. «El jabalí recorre sus tumbas, pero no turba su reposo. Aún aman el esparcimiento de su juventud y se elevan en el aire con gozo.» Lo que quería decir es que hay algo desagrada ble en unir el mantenimiento de una casa de huéspedes con la enseñanza, y peligros en preparar para exámenes competiti
vos a muchachitos, y charlatanismo y extravagancia en la pro ducción y distribución de nuestros libros de texto, Pero si el señor Oscar Browning nos dice que, en su caso, se ha librado felizmente de todo eso, y en el caso de su hermano, y en el caso del doctor William Smith, entonces diré que eso era lo que deseaba y que espero que otras personas sigan su buen ejemplo. Sólo trato de que no permitamos que esas manchas persistan por negligencia, amor propio o falta de un apropia do autocxamen.j:1 Esa clase de malentendido que acabamos de señalar es natu ral, como hemos dicho; sin embargo, nuestra utilidad depen de de que seamos capaces de despejarlo y convencerá quienes mecánicamente ofrecen una reserva de nociones u operacio nes y, en consecuencia, se extravían, de que la tarea ola finali dad de la cultura no consisten en dar la victoria a un fetiche rival, sino en dirigir una corriente de pensamiento fresco y li bre hacia el asunto en cuestión. En un tema de interés más inmediato, precisamente ahora, que ninguno de los dos men cionados, prevalece el mismo malentendido y, hasta que se disipe, la cultura no podrá hacer nada bueno al respecto. Cuando criticamos la operación en curso para desmantelar la Iglesia irlandesa, no mediante el poder de la razón y la justicia, sino mediante el poder de la antipatía de los inconformistas protestantes, ingleses y escoceses a esas instituciones, se nos considera enemigos de los inconformistas, partidarios ciegos de la Iglesia anglicana12, con el único deseo de ayudar al clero !l Arnoid suprimió este pasaje en las ediciones de 1875 y posteriores. William Smith (1813-1893) fue editor de la conservadora Quarterly Revirn, en la que periódicamente se criticó a Arnoid. Oscar Browning (1837-1923) fue profesor en Eton y juzgó severamente la tarea de Arnoid como inspec tor de educación. Arnoid alude al poema Ossian de james MacPherson: Oscar es el hijo de Ossian y comparte con Browning cierto carácter preten cioso. 12 ... tbe Anglican Bstablhhmmt, «Establishment», en singular, significa la Iglesia anglicana por antonomasia. El Oxford English Dictionaiy define la palabra, en la actualidad, como «grupo social que ejerce autoridad o in fluencia y se resiste al cambio». Traducimos el término por «Iglesia» cuando Arnoid lo emplea en singular o para referirse a la Iglesia anglicana, y por «institución» o «instituciones» cuando lo emplea en plural o de manera ge nérica.
y perjudicar a ios disidentes. Debemos dedicar algo más que unas pocas palabras a mostrar lo erróneo de esa acusación, porque, si fuera cierta, estaríamos subvirtiendo nuestro propio propósito y haciendo trampas con la cultura que nos había mos propuesto recomendar. Desde luego, no somos enemigos de los inconformistas; por el contrario, buscamos su perfección. Pero la cultura, que es el estudio de la perfección, nos lleva, como hemos mostra do en las páginas siguientes, a concebir la verdadera perfec ción humana como una perfección armoniosa, que desarro lla todos los aspectos de nuestra humanidad y, como una perfección general, desarrolla todas las partes de nuestra socie dad. Si un miembro sufre, los demás miembros han de sufrir con él, y cuantos menos sean los que sigan el camino de la salvación, más difícil será encontrar ese camino. Aunque los inconformistas, sucesores y representantes de los purita nos que, como ellos, caminan firmemente gracias a la mejor luz que tienen a su disposición, forman una gran parte de cuanto es más fuerte y serio en esta nación y, en consecuen cia, atraen nuestro respeto e interés, todo cuanto, en lo que sigue, se dice sobre eí hebraísmo y el helenismo tiene como resultado principal mostrar que nuestros puritanos, antiguos y modernos, no han añadido a su desvelo por seguir firme mente la mejor luz que tengan a su disposición el desvelo por que esa luz no sea oscuridad, que han desarrollado un aspecto de su humanidad en detrimento de los otros y que, por tanto, se han convertido en personas incompletas y mu tiladas. No habiendo alcanzado la perfección armoniosa, no pueden seguir el verdadero camino de la salvación. En con secuencia, ese camino es más difícil de encontrar para los demás, la perfección general queda fuera de nuestro alcance y los inconformistas aumentan la confusión y perplejidad en que nuestra sociedad se afana, en lugar de reducirla. Aunque alabamos y estimamos el celo de los inconformistas por se guir firmemente la mejor luz que tienen a su disposición y deseamos no apartamos un ápice de ella, querríamos añadir lo que llamamos dulzura y luz, y desarrollar toda su humani dad de una manera perfecta. Eso no implica ser enemigo de los inconformistas.
Pero ahora, con esas ideas en la cabeza, llegamos a la opera ción para desmantelar la Iglesia irlandesa mediante el poder de la antipatía de los inconformistas a las instituciones y dotacio nes religiosas. Vemos a estadistas liberales, para cuyos propósi tos esa antipatía resulta conveniente, adularlos todo cuanto pueden, diciendo que, aunque no tienen la intención de poner las manos en una institución eficiente y popular, como la Igle sia anglicana en Inglaterra, sin embargo, en abstracto es apro piado y bueno que la religión dependa del apoyo voluntario de sus promotores y gane así en energía e independencia. El señor Gladstone no tiene palabras suficientemente fuertes pa ra expresar su admiración por el rechazo de la ayuda del Esta do en el caso de los católicos romanos irlandeses, a los que nunca se les ha pedido en serio que la acepten y que susci tarían una situación bastante embarazosa si la pidieran. Vemos a políticos filosóficos con habilidad para seguir la corriente [como el señor Baxter o el señor Buxton]13, y a teólogos filosó ficos con la misma habilidad [como el deán de Canterbury]14, que tratan de darle un gran sello de generalidad y solemnidad a esa antipatía de los inconformistas y vestirla como una ley del progreso humano en el futuro. Desde luego, no hay nada más agradable que seguir la corriente y, si pudiéramos, intenta ríamos tomar parte alegremente, a nuestra manera no sistemá tica, en tareas tan filosóficas y populares15. Pero hemos fijado en nuestra opinión que lo que los inconformistas necesitan es un desarrollo más pleno y armonioso de su humanidad y que la estrechez, la unilateralidad y un carácter incompleto es lo que más deben padecer. En una palabra, abundan en lo que llamaremos provincianismo y se quedan cortos en lo que po dríamos Uarñar totalidad. 13 Arnold suprimió este pasaje en Ja edición de 1875 y posteriores. William Baxter y Charles Buxton eran miembros del Parlamento y promo tores del desmantelamiento de la Iglesia irlandesa. M Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. Ei deán de Canterbury era Henry Alford, adversario de los inconformistas. 15 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «Desdé luego, no hay nada más agradable que seguir la corriente y, si pudiéramos, intentaríamos ayudar alegremente, a nuestra manera no sistemática, al señor Baxter, a! se ñor Charles Buxton y al deán de Canterbury en tareas tan filosóficas y po pulares».
Se quedan más cortos que los miembros de las institucio nes. Las grandes obras con las que, no sólo en literatura, arte y ciencia en general, sino en la propia religión, el espíritu huma no ha puesto de manifiesto su acercamiento a la totalidad y a una perfección plena y armoniosa, y con las cuales ha estimu lado y contribuido a la perfección general del mundo, no pro vienen de los inconformistas, sino de quienes pertenecen a las instituciones o se han educado en ellas. Un ministro inconformista, el reverendo Edward White, que ha escrito un panfleto moderado y bien argumentado contra las instituciones ecle siásticas, dice que «las comunidades sin dotación y no institui das de Inglaterra ejercen una influencia plena, tan moral y ennoblecedora sobre la conducta de los estadistas como la de la Iglesia establecida y dotada»16. Eso depende de lo que quera mos decir con influencia moral y ennoblecedora. El creyente en la organización tal vez piense que lograr un gobierno que derogue las tasas eclesiásticas o legalice el matrimonio con la hermana de la esposa difunta ejercerá una influencia moral y ennoblecedora sobre el gobierno. Pero un amante de la perfec ción, que busca en la madurez interior las verdaderas fuentes de la conducta, pensará seguramente que, igual que Shakes peare ha hecho más por la madurez interior de nuestros esta distas que el doctor Watts y, por tanto, ha hecho más por mo ralizarlos y ennoblecerlos, una institución que ha producido a Hooker, Barrow, Butler, ha hecho más por moralizar y enno blecer a los estadistas ingleses y su conducta que las comunida des que han producido teólogos inconformistas. Las personas más productivas del puritanismo e inconformismo inglés se han educado bajo el palio de la Iglesia: Milton, Baxter, Wesley. Una o dos generaciones fuera de la Iglesia y el puritanismo ya no da a nadie de rango nacional. Con la misma doctrina y disciplina, Escocia ha dado personas de rango nacional, pero en una Iglesia. Con la misma doctrina y disciplina, Alemania, Suiza y Francia han dado personas de rango nacional e incluso europeo, pero en las instituciones. Sólo dos disciplinas religio sas parecen exentas, o relativamente exentas, de la operación 6 Edward "White (1819-1898), con quien Arnold mantuvo correspon dencia a propósito de los inconformistas.
de la ley que parece prohibir la preparación de personas de la más elevada significación espiritual fuera de las Iglesias nacio nales. Son los católicos romanos y los judíos. Ambos descan san en instituciones que, aunque no sean nacionales, son cos mopolitas, y, tal vez en este caso, lo que el individuo no pierde con esas condiciones de su preparación, lo pierdan el ciudada no y el Estado del que es ciudadano. ¿Cuál puede ser, entonces, la razón del innegable provin cianismo de los puritanos ingleses y los inconformistas pro testantes [un provincianismo que tiene dos tipos principales, uno amargo y otro pulido, aunque en ambos sea vulgar y amenace la plena perfección de nuestra humanidad]I7? Hom bres de genio y carácter han nacido y se han educado en ese medio como en cualquier otro. Esos hombres estarán siempre relativamente libres de las faltas de las masas y suscitarán siem pre nuestro interés; sin embargo, en ese medio parecen tener una especial dificultad en atravesar lo que los limita y desarro llar su totalidad. Seguramente la razón es que el inconformis ta no está en contacto con la corriente principal de la vida nacional, como lo está el miembro de una institución. En una cuestión tan profunda y vital como la religión, esa separación de la corriente principal de la vida nacional tiene una impor tancia peculiar. En el siguiente ensayo hemos discutido en profundidad nuestra tendencia a lo que llamamos hebraizar, es decir, a sacrificar todos los aspectos de nuestro ser al religio so. Esa tendencia tiene su causa en la belleza divina y en la grandeza de la religión, y aporta un afectuoso testimonio de ambas. Pero hemos visto que entraña peligros para nosotros, hemos visto que conduce a un crecimiento estrecho y sesgado de nuestro propio aspecto religioso y a un fracaso en la perfec ción. Si tendemos a hebraizar incluso en una institución, con la corriente principal de la vida nacional fluyendo a nuestro alrededor y recordándonos de todas las maneras la variedad y plenitud de la existencia humana— mediante una Iglesia que es histórica como lo es el Estado mismo, y cuyo orden, cere monias y monumentos superan, como los del Estado, nues tras fantasías y recursos, y mediante instituciones como las 17 Arnoid suprimió este pasaje en Ja edición de 1875 y posteriores.
universidades, formadas para defender y promover la cultura y el desarrollo multilateral que al hebraizar corremos el peli gro de olvidar-—, mucho más tenderemos a hacerlo cuando carezcamos de esas prevenciones. Podríamos decir que ser educado como miembro de una Iglesia nacional es en sí mis mo una lección de moderación religiosa y una ayuda para la cultura y la perfección armoniosa. En lugar de batallar por sus formas personales de expresar lo inexpresable y definir lo in definible, un hombre adoptará las más recomendables para la vida religiosa de su nación, y mientras esté seguro de que el aspecto religioso de su naturaleza encontrará satisfacción con esas formas, tendrá tiempo y calma para satisfacer otros aspec tos de su naturaleza. ¡Qué diferencia con una comunidad inconformista o cuya religión se ha hecho a sí misma! Las eigenegrosse Etfindungen del sectario, como las llama Goethe, los valiosos descubri mientos de cada uno de ellos y de sus amigos para expresar lo inexpresable y definir lo indefinible de una forma peculiar, les ocuparán por entero en la medida en que lo han escogido así y son personalmente responsables de ello. El sectario está ce loso por batallar por ellos y afirmarlos, pues al afirmarlos se afirma a sí mismo, algo que a todos nos gusta. Otros aspectos de su ser quedan descuidados, porque la condición de autoafirmación y desafío que ha escogido para sí mismo ha con vertido el aspecto religioso, que en todos los hombres serios tiende a predominar sobre los demás aspectos espirituales, en algo absorbente y tiránico. Confunde lo que no es esencial en la religión con lo esencial, y estará dispuesto a hacerlo mil veces porque lo ha escogido para sí mismo. Todo eso apenas le deja tiempo o inclinación para la cultura, para la que, por otra parte, carece de otras instituciones que no sean las suyas que lo inviten, como las universidades relacionadas con la Iglesia nacional, y sólo cuenta con instituciones que, como el orden y la disciplina de su religión, ha inventado para sí mis mo, como hemos visto, bajo la influencia de las estrechas y tiránicas nociones de religión que preconiza. Mientras que una institución nacional de la religión favorece la totalidad, las formas clandestinas de religión (para usar un expresivo tér mino popular) favorecen inevitablemente el provincianismo.
Pero los inconformistas, y muchos de nuestros amigos libe rales con ellos, tienen un plan plausible para librarse de ese provincianismo, si es que existe, lo que difícilmente podrían negar, «¡Subamos todos al mismo barco —gritan— , abrid las universidades a todos y que no haya ninguna institución reli giosa!» Abriremos las universidades por todos los medios, pero, en lo que concierne al segundo punto sobre las institu ciones, examinemos detenidamente la proposición. A prime ra vista se parece a aquella proposición del zorro que había perdido su cola de que todos los zorros estuvieran en e! mis mo caso mediante un corte general de colas, y ya sabemos que los moralistas han decidido que lo correcto no era adop tar esa plausible sugerencia, y cortarles las colas a todos, sino dejar que los demás zorros conservaran las suyas y que el zorro sin cola consiguiera una. Podemos inclinarnos a sugerir que, para curar el mal del provincianismo de los inconformis tas, lo correcto no será que nos volvamos todos provincianos. Sin embargo, tal vez no nos volvamos provincianos. El se ñor White dice que, probablemente, «cuando todas las bue nas personas se encuentren en condiciones de igualdad reli giosa y toda la complicada iniquidad de la influencia política del gobierno eclesiástico se haya despejado, la acción de los estadistas recibirá una influencia más moral y ennoblecedora que nunca». Tenemos un ejemplo de igualdad religiosa en nuestras colo nias. «En las colonias — dice el Times— vemos comunidades religiosas fuera del control del Estado y al Estado aliviado de una de las responsabilidades más controvertidas e irritantes.» Pero América es el gran ejemplo que alegan quienes están en contra de laí instituciones religiosas. Nuestro tema, en este momento, es la influencia de las instituciones religiosas sobre la cultura, y hemos de advertir que el señor Bright, que últi mamente, como es sabido, se ha convertido en representante, sobre todo en su condición de defensor de la razón y de la simple verdad natural de las cosas, y en su conducta como promotor del crecimiento de la inteligencia, de los propósitos de la cultura, ha captado lo esencial de nuestro tema en un discurso en Birmingham sobre la educación en el que dijo: «Creo que el pueblo de los Estados Unidos ha ofrecido al
mundo una instrucción más valiosa durante los últimos cua renta años que toda Europa junta»18. América, sin institucio nes religiosas, parece ir por delante de todos nosotros, incluso en la luz y las cosas de la mente19. Por otra parte, otro amigo de la razón y de la simple verdad natural de las cosas, el señor Renán, dice de América, en un libro que ha publicado recientemente, algo que entra en con flicto violentamente con lo que dice el señor Bright. El señor Bright afirma que los Estados Unidos no sólo han instruido a Europa, sino que lo han hecho sin un gran aparato de ense ñanza superior y científica, mediante la fuerza de todas las clases en América, «suficientemente educadas para ser capaces de leer y comprender y pensar, y mantengo que ése es el fun damento de todo progreso posterior». Entonces llega el señor Renán y dice: «La instrucción sólida de un pueblo es el efecto de la alta cultura de ciertas clases. Los pakes que, como l'os Esta dos Unidos, han creado una enseñanza considerablemente, popular sin una instrucción superior seria, tendrán que expiar durante mucho tiempo esa falta con su mediocridad intelectual, su vulgaridad de costumbres, su espíritu supetficialy sufalta de inteligenciageneral»10. ¿A cuál de estos dos amigos de la luz hemos de creer?21 El señor Renán parece tener más a la vista lo que nosotros mis mos queremos decir con cultura, pues el señor Bright está siempre pendiente de lo que llama «un recomendable interés» en política y en las agitaciones políticas. Como dijo el otro día en Birmingham: «En este momento — de hecho, diría que 18 John Bright (1811-1889), cuáquero y político radical, miembro del Parlamento y defensor de casi todas las causas reformistas en Inglaterra du rante el siglo XIX. 19 En 3a edición de 1869, Arnoid había escrito: «América, sin institucio nes religiosas, parece ir por delante de todos nosotros en cultura totalidad, y ésos son los remedios del provincianismo». 20 «Les pays qui, comme íes États-Unis, ont créé un enseígnement populaire considerable sans instruction supérieure sérieuse, expieront iongtemps encore cette faute par leur médiocrité intellectuelle, leur grossiéreté de moeura, leur esprit superficiel, leur manque d’intelligence générale». [Cursi va y nota de Arnoid]. Ernest Renán (1823-1892), teólogo, historiador y filó sofo francés, con quien Arnoid mantendría una relación de admiración y reserva. 21 En la edición de 1869, Arnoid había escrito: «¿A cuál de estos dos amigos de la cultura hemos de creer?».
[Sí>]
en cualquier momento en la historia de un país libre—, no hay nada tan digno de discutir como la política». Con todos los poderes de su noble oratoria, repite la vieja historia de que a la previsión e inteligencia de la gente de las grandes ciudades debemos todos los adelantos de los últimos treinta años, y que esos adelantos han consistido hasta ahora en la reforma parlamentaria, el librecambio y la abolición de las tasas ecle siásticas, y que ahora habrán de consistir en librarnos de los miembros de la minoría y en introducir una mesa de desayu no gratis y abolir la Iglesia irlandesa mediante el poder de la antipatía de los inconformistas a las instituciones, y muchas más cosas por el estilo. Aunque nuestro pauperismo e igno rancia, y todas las cuestiones llamadas sociales, parecen estar imponiéndose a sus consideraciones, sigue glorificando las grandes ciudades, a los liberales y sus operaciones de los últi mos treinta años. No parece habérsele ocurrido que el agitado estado de nuestra vida social tenga algo que ver con los trein ta años de ciego culto de sus panaceas y las de nuestros ami gos liberales, ni que todo ello suscite algunas dudas sobre la suficiencia de ese culto. Por el contrario, el señor Bright pien sa que lo que falta se debe a la estupidez de los Caries y que la previsión e inteligencia de las grandes ciudades, y la continui dad gloriosa de las operaciones políticas de los liberales, lo remediarán como antes o se remediará solo. Ya vemos a lo que se refiere el señor Bright con previsión e inteligencia y de qué modo, en su opinión, prosperaremos con ellas. Sinduda, en América todas las clases leen su periódico y tienen un recomendable interés en política, más que aquí o en nin gún otro lugar de Europa. Pero en el ensayo que sigue hemos tenido que dudar de la suficiencia de toda esa operación política, mantenida mecáni camente como la mantiene nuestra raza, y hemos descubierto que la inteligencia general, como la llama el señor Renán, o, como decimos nosotros, la atención a la razón de las cosas22, es precisamente de lo que carecemos, y carecemos de ella por 22 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «o, como decimos noso tros, la referencia de todo nuestro obrar a una firme ley inteligible de las cosas».
que adoramos devotamente nuestra maquinaria. En conse cuencia, concluimos que el señor Renán, más que el señor Bright, quiere decir con razón e inteligencia lo mismo que nosotros. Cuando el señor Renán dice que América, el hogar escogido de ios periódicos y la política, carece de inteligencia general, pensamos que es probable, dadas las circunstan cias del caso, que sea así y que, en las cosas de la mente, en cultura y totalidad, América, en lugar de superarnos, se quede corta. Para mantener nuestro punto de vista sobre la influencia de las instituciones religiosas en la cultura y un elevado desarro llo de nuestra humanidad, seguramente encontraremos razo nes por las cuales, a pesar de su energía y hermosos dones, América no muestra más señales de ese desarrollo ni más pro mesas al respecto. En el ensayo siguiente se verá que nuestra sociedad se distribuye entre bárbaros, filisteos y populacho, y América está como nosotros, con los bárbaros fuera y el po pulacho cerca. Eso deja a los filisteos como el gran cuerpo de la nación, una clase de filisteos más vivaz que la nuestra, sin el apremio y el falso ideal de los bárbaros y entregada a sí mis ma y a todo su empuje. Como hemos descubierto que la par te más fuerte y vital del filisteísmo inglés residía en la clase media puritana y hebraizante, y que ese hebraísmo lo apar taba de la cultura y la totalidad, es notorio que el pueblo de los Estados Unidos surge de esa clase y reproduce sus tenden cias, su estrecha concepción del alcance espiritual del hombre y de lo único necesario. De Maine a Florida y vuelta, toda América hebraíza. Aunque es difícil hablar de un pueblo sólo por lo que leemos, creo que podemos decirlo sin demasiado temor a la contradicción. Quiero decir que, cuando en los Estados Unidos el aspecto espiritual de! hombre se despierta, generalmente es el aspecto religioso de un modo estrecho. Los reformadores sociales acuden a Moisés o san Pablo en busca de sus doctrinas, y no conciben que se pueda ir a otro sitio; los jóvenes más serios, en las escuelas y universidades, en lugar de concebir la salvación como una perfección armo niosa que haya de ganarse mediante el cultivo sin reservas de muchos aspectos en nosotros, la conciben a la vieja manera puritana y vuelan ardientemente hacia los viejos y falsos mo[fli]
dos de esa costumbre, como sabemos muy bien y como el señor Hammond, el revivalista americano, nos ha refrescado la memoria en el Tabernáculo del señor Spurgeon23. Si América hebraíza más que Inglaterra o Alemania, ¿habrá alguien que niegue que la ausencia de instituciones religiosas tiene mucho que ver con todo ello? Hemos visto que las ins tituciones tienden a darnos un sentido de la vida histórica deí espíritu humano, fuera y más allá de nuestras fantasías y sen timientos; que tienden a sugerir nuevos aspectos y simpatías para que los cultivemos; que, además, al salvarnos de tener que inventar y luchar por nuestras propias formas de religión, nos dan tiempo y calma para afianzar nuestra perspectiva de la religión —el más preponderante de los objetos, igual que el mayor— e incrementan nuestras nociones más rudas de lo único necesario. Pero, en un pueblo serio, donde cada uno tie ne que escoger y afanarse por su propio orden y disciplina religiosos, la contienda sobre esas cuestiones no esenciales ocupa sus pensamientos. Sus primeras y rudas nociones sobre lo único necesario no se purifican y ocupan todo cuanto de espiritual hay en el hombre, y luego, convirtiéndolo en soledad, lo llaman paz celestial. Recuerdo a un obrero inconformista, en una ciudad de los condados de las Midlands, que me dijo que cuando liego allí por primera vez, años atrás, no había disidentes, pero él había abierto una capilla independiente y ahora la Iglesia y la disi dencia estaban divididas por igual, con agudas luchas entre sí. Le dije que me parecía una lástima. «¿Una lástima? — repli có— . ¡En absoluto! ¡Piense sólo en el celo y en la actividad que la colisión procura!» «Ah, pero, mi querido amigo — le contesté—, ¡piense sólo en el sinsentido que ahora de fiende tan firmemente y que nunca habría defendido si no hubiera estado contradiciendo a su adversario durante todos estos años!» Cuanto más seria es la gente, y más destacado el aspecto religioso, mayor es el peligro de ese aspecto, puesto a escoger formas por sí mismo y a luchar por la existencia, que 13 El Metropolitan Tabernacle se construyó en 1861 para las predicacio nes de Charles Haddon Spurgeon (1834-1892), y allí pronunciaría sus ser mones Edward Payson Hammond en 1868.
se extiende y disemina hasta que devora los demás aspectos espirituales, intercepta y absorbe todo el alimento que habría debido nutrirlos y deja al hebraísmo rampante en nosotros y erradica el helenismo. La cultura, y la perfección armoniosa de todo nuestro ser, y lo que llamamos totalidad, se convierten entonces en cues tiones secundarias. Incluso las instituciones que deberían desarrollarlas adoptan la misma perspectiva estrecha y parcial de la humanidad y de sus necesidades de las comunidades li bres. Igual que las iglesias libres del señor Beecher o del her mano Noyes, con su provincianismo y falta de centralidad, no logran más que hebraizantes en religión, y no hombres perfectos, la universidad del señor Ezra Cornell, realmente un noble monumento de su munificencia, parece descansar en un equívoco de lo que es verdaderamente la cultura y haber sido calculada para producir mineros, ingenieros o arquitec tos, no dulzura ni luz24. En consecuencia, cuando el señor White plantea la misma pregunta sobre América que ha planteado sobre Inglaterra y quiere saber si, en ausencia de instituciones religiosas, no se habrá hecho en América tanto por una vida nacional superior como se ha hecho por esa vida aquí, respondemos de la mis ma manera que antes, que no se ha hecho tanto. Porque capa citar e incitar a la gente para que lea su Biblia y los periódicos y obtenga un conocimiento práctico de sus asuntos no sirve a la vida espiritual superior de una nación tanto como la cultu ra, verdaderamente concebida, y de una verdadera concep ción de la cultura es, precisamente, como muestran las pala bras del señor Renán, de lo que carece América. A los muchos que piensan que la espiritualidad25, la dulzu ra y la luz son claros de luna, esto no les importará demasia do, pero para nosotros, que las valoramos y pensamos que buena parte de nuestro desasosiego se debe a su falta, supone 24 Heniy Ward Beecher (1813-1887) yjohn Humphrey Noyes (1811-1886), predicadores y reformistas americanos a quienes Arnold consideraría «bár baros». Ezra Cornell (1807-1874) fundó la universidad que lleva su nombre en 1868. 25 En la edición de 1869, Arnold había escrito «cultura» en lugar de ('es piritualidad».
mucho. No sólo decimos que los inconformistas han ganado en provincianismo y perdido en totalidad por falta de una institución religiosa, sino que decimos que el ejemplo mismo que aducen en apoyo de su causa se vuelve en su contra y que, cuando nos muestran triunfalmente a América sin ins tituciones religiosas, sólo nos muestran a toda una nación tocada, en medio de su grandeza y sus promesas, por el pro vincianismo que nos proponemos extirpar en los inconfor mistas ingleses. Pondremos de relieve el desinterés que la cultura nos ense ña. Hemos visto la estrechez que el puritanismo genera con su organización clandestina y nos proponemos remediarlo po niendo al puritanismo en contacto con la corriente principal de la vida nacional. Estamos completamente de acuerdo con el deán de Westminster; de hecho, él y nosotros hemos sido adiestrados en la misma escuela para señalar la estrechez del puritanismo y para querer remediarla. Pero él y otros parecen estar simplemente dispuestos a darle a la Iglesia anglicana el carácter más latitudinario posible, valiéndose con ese propó sito de la diversidad de tendencias y doctrinas que, sin duda, existen en los formularios anglicanos, para decirles a los puri tanos: «Venid todos a esta Iglesia anglicana liberal men te con cebida». Pero decir esto implica no tener en cuenta lo sufi ciente el curso de la historia o la fuerza de los sentimientos humanos en lo que concierne a la religión ni la seriedad que puede dárseles a los asuntos de orden religioso y disciplina. Cuando el señor White habla de despejar «la complicada ini quidad de la influencia política del gobierno eclesiástico», usa un lenguaje impuesto por su posición, pero carente de verda dera solide^. Pero cuando habla de las comunidades religiosas «que durante trescientos años han luchado por el poder de la congregación para manejar sus propios asuntos», entonces habla de historia, y su lenguaje esconde, en mi opinión, he chos que vuelven ilusorio el latitudinarismo de los miembros más eminentes de nuestra Iglesia. Desde luego, la cultura nunca nos hará pensar que resulte un ingrediente esencial de la religión contar en nuestra disci plina eclesiástica con «una autoridad popular de los ancia nos», como Hooker la llama, o tener una jurisdicción episco
pal. El propio Hooker no creyó que fuera esencial, pues en la dedicatoria de su Política eclesiástica, al referirse a las cuestiones de disciplina eclesiástica que habían motivado su gran obra, dice que, «en realidad, son en su mayoría tan nimias que ape nas merecen discutirse con seriedad». La gran obra de Hooker contra los impugnadores del orden y la disciplina de la Iglesia de Inglaterra no fue escrita (algo que muchos que la lean no captarán con claridad) porque el episcopalismo fuera esen cial, sino porque sus impugnadores defendían que el presbite rianisrao era esencial y el episcopalismo pecaminoso. Ni uno ni otro son esenciales o pecaminosos, y podrían decirse mu chas cosas a favor de ambos. Pero lo que resulta importante señalar es que ambosformaron parte de la Iglesia de Inglaterra du rante la Reforma, y que el presbiterianismo fue expulsado gra dualmente. Hemos mencionado a Hooker, y nada ilustraría mejor lo que hemos afirmado que el siguiente incidente en la propia carrera de Hooker, que habrá leído cualquiera, pues aparece en la Vida de Hooker de Isaac Walton, pero cuyo signi ficado, probablemente, sólo habrán captado muy pocos de quienes lo hayan leído. Hooker fue nombrado en 1585, mediante la influencia del arzobispo Whitgift, director del Temple, pero antes se había puesto gran empeño en que obtuviera la plaza el señor Walter Travers, muy conocido entonces, aunque ahora sólo el nom bre de Hooker conserva el suyo. Ese Travers era lector vesper tino en el Temple. El director cuya muerte produjo la vacante, Alves, recomendó en su lecho de muerte a Travers como suce sor. La Sociedad era favorable a Travers y tenía el respaldo del lord del Tesoro, Burghley. Aunque Hooker fue nombrado para el cargo, Travers siguió siendo lector vespertino y comba tía por la tarde la doctrina que Hooker predicaba por la maña na. Ahora bien, ese Travers, originalmente miembro del Trinity College de Cambridge, luego lector vespertino en el Temple, recomendado como director por el anterior director, cuyas opiniones se decía que compartía, apoyado por la So ciedad del Temple y respaldado por el primer ministro, ese Travers no era en absoluto un clérigo ordenado episcopal mente. Era presbiteriano, partidario de la disciplina eclesiásti ca de Ginebra, como entonces se llamaba, y «había tomado
las órdenes —dice Walton— de los presbíteros de Amberes». Waíton alude a sus órdenes en otra parte de una manera aún más completa: «Había repudiado —dice— la Iglesia y el epis copado ingleses y se había marchado a Ginebra, y luego a Amberes, para ser ordenado ministro, como lo fue por Víllers y Cartwright y otros dirigentes de aquella congregación, de modo que regresó confirmado en la disciplina». Villers y Cart wright son, de forma parecida, ejemplos de presbiterianismo en la Iglesia de Inglaterra, lo que era bastante corriente en aquella época. Pero tal vez nada pueda damos una sensación más vivida de su presencia que la historia de Travers, que es como si el señor Binney fuera ahora lector vespertino en Lincoln Inn o en el Temple, candidato apoyado por los deca nos del colegio de abogados y por el primer ministro, y que dara excluido accidentalmente por el hecho de que la influen cia del arzobispo de Canterbury en la reina favoreciera a un candidato rival. El presbiterianismo, con su principio popular del poder de la congregación en el manejo de sus asuntos, fue expulsa do de la Iglesia de Inglaterra, y hombres como Travers ya no pueden aparecer en sus pulpitos. Tal vez si un gobierno como el de Isabel, con estadistas seculares como los Cecil y estadistas eclesiásticos como los Whitgift, hubiera podido mantenerse, el presbiterianismo habría sido absorbido, con una sabia mezcla de concesión y firmeza, por la Iglesia. Lord Bolingbroke, un testigo clarividente e imparcial en estas cues tiones, dice en una obra muy poco leída, sus Observaciones sobre la historia- de Inglaterra: «Las medidas aplicadas y el tono observado en la época de la reina Isabel tendían a reducir la oposición religiosa mediante un progreso lento y suave y, por esa misma razón, efectivo. Había incluso motivos para espe rar que, cuando el primer ardor del celo de los disidentes hu biera pasado, quienes no estuvieran intoxicados por el fanatis mo aceptarían en términos razonables la unión con la Iglesia anglicana. Eran partidarios del orden, aunque discutieran al respecto. Si esos partidarios de la disciplina de Calvino se hubieran incorporado a la Iglesia anglicana, el resto de secta rios apenas habría tenido importancia, ni por el número ni por su reputación, y los mismos medios que resultaban ade
cuados para ganarse a esos partidarios eran los más efectivos para impedir su crecimiento y al mismo tiempo el de otros sectarios». El tono y el mal juicio de los Estuardo hicieron naufragar esa política. Sin embargo, refiriéndose incluso a la época de los Estuardo, aunque a su primera época, Clarendon dice que, si el obispo Andrewes hubiera sucedido a Bancroft etvCanterbury, el desafecto de los separatistas se habría con tenido y remediado. No ocurrió así y el presbiterianismo, tras ejercer durante años la ley del más fuerte, sufrió en sí mismo esa ley durante el reinado de Carlos II y acabó por ser aparta do de la Iglesia de Inglaterra215. Ahora bien, los puntos en litigio entre el presbiterianismo y el episcopalismo sobre la disciplina eclesiástica no son, como hemos dicho, lo esencial. Probablemente habrían po dido resolverse en un sentido mayoritariamente favorable al episcopalismo. Hooker pudo estar en lo cierto al pensar que, en su tiempo, fueron las circunstancias las que hicie ron que fuera esencial que se resolvieran en ese sentido, aun que los puntos en sí mismos no fueran esenciales. Pero por el hecho mismo de que no quedaron resueltos, de que la ruptura se produjo y se ha ampliado, y de que los inconfor mistas no se incorporaron amistosamente a la Iglesia, sino que fueron violentamente apartados de ella, las circunstan cias se han alterado ahora por completo. Isaac Walton, un ferviente hombre de Iglesia, se queja de que «los principios de los inconformistas crecieron hasta tal punto y se exten dieron con tal osadía que, además de la pérdida de vida y de miembros, la Iglesia y el Estado se vieron forzados a usar una severidad que no admitía otra excusa que impedir la confusión y las peligrosas consecuencias de todo ello». Pero esa severidad hizo imposible la unión sobre una base episcopaliana. Además, el presbiterianismo, la autoridad popular de los ancianos y el poder de la congregación en el mane jo de sus asuntos tienen tal garantía conferida por la Escritu26 Todos estos pasajes aluden a las controversias teológicas (y políticas) que habían llevado al anglicanismo a una situación de repulsa entre los movimientos reformistas contemporáneos de Arnoid. Lo esencial es que Arnoid respalda la orientación anglicana.
ra y el proceder de las primitivas Iglesias cristianas, son tan conformes al espíritu del protestantismo que propició la Re forma y que tiene gran vigor en este país, son tan predomi nantes en la práctica de otras Iglesias reformadas, fueron tan fuertes en la original Iglesia reformada de Inglaterra, que no podemos evitar la duda de si toda solución que los suprimie ra podría ser permanente y si no reaparecerían una y otra vez para causar disensión. Si la cultura es un intento desinteresado por alcanzar la perfección humana, ¿no hará que queramos remediar el pro vincianismo de los inconformistas sin volver provincianos a los miembros de la Iglesia, permitiendo que su disciplina eclesiástica popular, presente desde antiguo en la Iglesia na cional y aún presente en los afectos y prácticas de buena parte de la nación, reaparezca una vez más en la Iglesia nacio nal, y procurar así el contacto de los inconformistas, como lo tuvieron sus grandes padres, con la corriente principal de la vida nacional? ¿Por qué no habría de establecerse una Iglesia presbiteriana basada en ese principio considerable e impor tante, aunque no esencial, de la participación de la congrega ción en eí manejo de los asuntos eclesiásticos — con el mis mo rango para sus jefes que el de los jefes del episcopado y la admisión de sus ministros en los beneficios, de acuerdo con un sistema revisado de la influencia política y la preferen cia—, codo con codo con la Iglesia episcopal, igual que las Iglesias calvinistas y luteranas lo están en Francia y Alema nia? Esa Iglesia presbiteriana uniría los cuerpos principales de protestantes que ahora son separatistas, y la separación dejaría de ser la ley de su orden religioso. Mediante esa con cesión en uh punto considerablemente controvertido, la in terminable disociación en iglesias clandestinas por puntos considerablemente controvertidos, que prevalecerá mien tras el separatismo sea la primera ley de una existencia religio sa inconformista, será puesta a prueba. La cultura encontra ría entonces un lugar entre los seguidores ingleses de la autoridad popular de los mayores, como hace tiempo lo en contró entredós seguidores de la jurisdicción episcopal, algo que obtendríamos sólo con reconocer, regularizar y restaurar un elemento que apareció una vez en la Iglesia nacional re
formada y que es lo suficientemente considerable y nacional para exigir su conservación. Hasta tal punto la cultura está lejos de volvernos injustos con los inconformistas, al prohibirnos adorar sus fetiches, que incluso propone que hagamos más de lo que ellos mismos se atreven a exigir. Nos lleva también a respetar lo que hay de sólido y respetable en sus convicciones [mientras sus amigos latitudinarios lo iluminan]27. No es que las formas con las que el espíritu humano ha tratado de expresar lo inexpresable, o las formas con las que el hombre trata de adorar tengan o puedan tener, como se ha dicho, para el seguidor de la perfec ción, algo de necesario o eterno. Aunque el Nuevo Testamen to y la práctica de los cristianos primitivos sancionaran la for ma popular del gobierno eclesiástico de un modo mil veces más expreso que el suyo, aunque la Iglesia desde Constantino se separara mil veces más del plan del cristianismo primitivo de lo que pueda mostrarse, eso no hace, como suponen quie nes son cautivos de la letra, que sólo la forma popular del gobierno eclesiástico sea siempre sagrada y vinculante o que haya que lamentar la obra de Constantino. Lo único que siempre será sagrado y vinculante para el hombre es el progreso hacia su perfección total, y el valor de la maquinaria con la que lo haga variará según le ayude a lo grarlo. Los sembradores del cristianismo tenían sus raíces en terrenos profundos y ricos de la vida y el alcance humanos, tanto judíos como griegos, y por ello contaban con una base relativamente firme y amplia en medio de la vehemente ins piración de su movimiento y cambio. Con su fuerte inspira ción sacaron a los hombres de su antigua base de vida y cul tura, judía o griega, y surgieron generaciones que no tenían sus raíces en mundo alguno, sin contacto, por tanto, con nin guna corriente plena y grande de la vida humana. Si no hubie ra sido por el cambio del siglo IV, el cristianismo se habría perdido en una multitud de iglesias clandestinas como las iglesias de los inconformistas ingleses después de que sus fun dadores fallecieran; iglesias sin grandes hombres y sin direc ción hacia la vida superior de la humanidad. En un momento 27 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1S75 y posteriores.
crítico apareció Constantino y puso al cristianismo —diga mos mejor que puso al espíritu humano, cuya totalidad esta ba en peligro— en contacto con la corriente principal de la vida humana. Sus frutos justificaron su obra en hombres como Agustín y Dante, de hecho, en todos los grandes hom bres del cristianismo desde entonces, católicos o protestantes. Podríamos ir más allá. El señor Albert Réville, cuyos escritos religiosos resultan siempre interesantes, dice que la concep ción que tienen judíos cultivados y filosóficos del cristianismo y de su fundador está probablemente destinada a convertirse en la concepción que tendrán los propios cristianos2*. A los socinianos íes gustaba decir lo mismo de la concepción sociniana del cristianismo. Aunque fuera cierto, habría sido mejor para cualquiera, durante los últimos dieciocho siglos, ser cris tiano y miembro de alguna de las grandes comunidades cristia nas, que haber sido judío o socianiano, porque estar en con tacto con la corriente principal de la vida humana tiene más importancia para el crecimiento espiritual total de un hombre y para que lleve a la perfección los dones que se le han asigna do y que constituye su cometido en la tierra, que cualquier opinión especulativa que pueda tener o creer que tiene. Lutero —a quien hemos llamado el filisteo del genio y que, por ser filisteo, era rudo y carecía de la delicadeza espiritual, lo que ha perjudicado a sus discípulos, pero que, por ser un genio, tenía destellos espléndidos de penetración espiritual— dice admi rablemente en su comentario del Libro de Daniel: «Un Dios es simplemente aquello sobre lo que el corazón humano des cansa con confianza, fe, esperanza y amor. SÍ el descanso es justo, entonces el Dios es justo; si el descanso es injusto, entonces el t)ios es ilusorio». En otras palabras, el valor de lo que un hombre piensa sobre Dios y los objetos de la religión depende de lo que sea el hombre, y lo que el hombre es depende de haber alcanzado más o menos la medida de un hombre perfecto y total. [Todo esto es cierto; sin embargo, la cultura, como hemos visto, tiene escrúpulos más tiernos por los inconformistas que 2* Albert Révüle (1826-1906), teólogo protestante francés al que Arnoid admiraba.
sus amigos de la Iglesia. La razón es que] la cultura, tratando desinteresadamente en su propósito de perfección de ver las cosas como son en realidad, nos muestra lo digno y divino que es el aspecto religioso del hombre, aunque no sea todo el hombre. [Cuando el señor Gregg, que difiere de nosotros res pecto a la edificación (desde luego no nos parece probable que estemos de acuerdo respecto a lo que sea edificante), en contrándose motivado por consideraciones ajenas u otras a ponerse del lado de la iglesia contra sus enemigos, llama a po nerse del lado de la Iglesia volver a las malas, costumbres, la cul tura nos enseña que ese lenguaje está fuera de lugar y que usarlo demuestra una concepción inadecuada de la naturale za humana, y que ninguna Iglesia le agradecerá a nadie que se ponga de su lado de esa manera, sino que lo abandonará con indiferencia a la tierna misericordia de sus amigos benthamitas. Al evitar el benthamismo, o una concepción inadecuada del aspecto religioso del hombre, la cultura nos ayuda también a evitar el mialismo, o una concepción inadecuada de la tota lidad del hombre.]29 Por tanto, ía cultura se regocija en rendir cualquier tributo a la dignidad y la grandeza del aspecto reli gioso del hombre, salvo el tributo de la totalidad del hombre. [Es cierto que podríamos contentarnos con vivir y morir se gún el orden y la liturgia de la Iglesia de Inglaterra, que inspi ran una adhesión afectuosa y reverente. Es cierto que los re proches de los inconformistas contra ese orden por «conservar las insignias de un reconocimiento anticristiano» y «corrom per ía forma correcta de la organización eclesiástica con múl tiples ritos y ceremonias papistas», así como su afirmación de la esencialidad de su supuesto orden escriturario y su creencia en su eterna pertinencia, se basan en una ilusión. Es cierto 29 Amold suprimió los pasajes entre corchetes en la edición de 1875 y posteriores. En lugar del último pasaje, Arnold había escrito en 1869: «Al reconocer la grandeza del aspecto religioso deí hombre, la cultura nos ayu da a evitar una concepción inadecuada de la totalidad del hombre». Con mialismo Arnold alude a Edward Míall (1809-1881), reformista y miembro del Parlamento, editor del Nonconformist, donde aparecería una reseña anó nima de «Culture and its Enemies». A veces Arnold se refería a la doble corriente del «mialismo» y el «millismo» (por John Stuart Mili), como for mas degeneradas de hebraísmo y helenismo, a la que se habría opuesto en Cultitray anarquía.
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que toda la actitud de horror y sagrada superioridad que el puritanismo adopta respecto a la Iglesia de Roma es errónea y falsa y merece el rechazo de sir Henry Wotton: «Cuidado con pensar que cuanto más os alejáis de la Iglesia de Roma más cerca estáis de Dios». Es cierto que uno de los mejores deseos que podríamos formarnos respecto al señor Spurgeon o al padre Jackson es que se les permita aprender a este lado de la tumba (pues, si no es así, les espera una sorpresa con siderable al otro lado) que Whitfield y Wesley no eran mejo res en absoluto que san Francisco y que ellos mismos no son mejores en absoluto que Lacordaire. Sin embargo, a pesar de todo esto, tan noble y divina es una religión, tan respetable es ía seriedad con la que se desea un libro de oraciones con una sola doctrina, tan atractivos el orden y la disciplina con los que nos acostumbramos a que nuestra religión se dé, son tan tos los derechos, en nuestra opinión, de la forma popular de gobierno eclesiástico por la que luchan los inconformistas, tan perfectamente compatible es con todo progreso hacia la perfección, que la cultura nos haría desconfiar, incluso, de proponer a los inconformistas que aceptaran el libro de ora ciones anglicano y el orden episcopal, y nos movería a alen tar su deseo de un libro de oraciones aprobado por ellos y la disciplina eclesiástica a la que se adhieren y están acostum brados. Pero no al precio del mialismo, es decir, de una doctrina que deja a los inconformistas en la clandestinidad, fuera de contacto con la corriente principal de la vida nacional. Po dríamos señalar con el dedo el versículo del que ha brotado esa doctrina y ver que la parte esencial del inconformismo es una disciplina eclesiástica popular análoga a la de las otras iglesias reformadas, y que el voluntarismo es un accidente. El inconformismo lucha por el establecimiento de su propia disciplina eclesiástica como la única verdadera, y derrotado en esa lucha y viendo a su rival establecido, propone de una manera más plausible «poner a todos los hombres buenos en una misma condición de igualdad religiosa», y ese plan, adoptado originalmente en segundo lugar, se convirtió, tras insistir y predicar al respecto, en el primero, luego en justo, luego en el único justo y al final en necesario para la salva
ción. Ése es el plan para remediar el divorcio de los incon formistas del contacto con la vida nacional mediante el di vorcio de los miembros de la Iglesia de ese contacto, es decir, como hemos expuesto de una manera familiar, los zo rros sin cola se proponen cortarles la cola a los demás. Pero los demás zorros no pueden concederlo sensatamente, salvo que se demuestre que la cola carece de valor. Salvo que se demuestre que el contacto con la corriente principal de la vida nacional carece de valor (y hemos demostrado que tie ne el máximo valor), no podemos admitir con seguridad el mialismo, ni siquiera para complacer a los inconformistas en una cuestión donde quemamos complacerles tanto como fuera posible. Pero ahora, una vez hemos mostrado el desinterés que la cultura supone y su obediencia no a los gustos o disgustos, sino al propósito de perfección, mostremos su flexibilidad, su independencia déla maquinaria. Otro, y mayor, profeta de lainteligencia, la razón y la sencilla verdad natural de las cosas —el señor Bright—, se refiere a ello, como hemos visto, como una serie de medidas apropiadas a los fines especíales de los partidarios liberales e inconformistas. Por ejemplo, la razón y la justicia con Irlanda significan la abolición de la inicua as cendencia protestante de modo apropiado a la antipatía in conformista a las instituciones. Perseguir la razón y la justicia de otra manera, distribuyendo entre las tres principales igle sias de Irlanda —la católico romana, la anglicana y la presbi teriana— la propiedad eclesiástica de Irlanda, dejaría de ser inmediatamente, para el señor Bright y los inconformistas, razón y justicia, y supondría, como dice el señor Spurgeon, «erigir la imagen de Roma». Vemos así que la cíase de inteli gencia que la cultura alcanza es más desinteresada que la clase de inteligencia que se alcanza al pertenecer al partido liberal en las grandes ciudades y adoptar un recomendable interés en política. Pero la diferencia entre las dos perspectivas de la in teligencia es más acusada cuando vemos que la cultura no sólo escoge desinteresadamente la maquinaria apropiada para llevamos hacia la dulzura y la luz, de modo que prevalezcan la razón y la voluntad de Dios, sino que no emplea rígida y ciegamente esa maquinaria, y pasa por encima de ella para
favorecer el motivo por el que la escogió.]30 Salvo que se de muestre que el contacto con la corriente principal de la vida nacional carece de valor (y hemos mostrado que tiene el máximo valor), no podemos admitir con seguridad, ni siquie ra para complacer a los inconformistas en una cuestión donde querríamos complacerles tanto como fuera posible, sus doc trinas del desmantelamiento institucional y de la separación. La cultura, de nuevo, puede ser lo suficientemente desinte resada para percibir y reconocer que, en el caso de Irlanda, los fines de la perfección humana podrían servirse mejor median te la institución — es decir, mediante el contacto con la co rriente principal de la vida nacional— de la Iglesia católica y de la presbiteriana junto a la Iglesia anglicana [y, en Inglaterra, una Iglesia presbiteriana o congregacional de rango y status parecido al de nuestra Iglesia episcopal]31. La cultura percibe y reconoce que, de este modo, estaríamos trabajando verdade ramente para que prevalecieran la razón y la voluntad de Dios, porque haríamos de los católico romanos mejores ciu dadanos y, tanto de los protestantes como de los católico ro manos, hombres más completos y de miras más amplias32. Sin duda hay grandes dificultades en un plan como éste, y no es muy probable que se adopte. El miembro de la Iglesia ha bría de alzarse por encima de su identidad ordinaria para fa vorecerlo, y el inconformista ha adorado su fetiche del separa tismo durante tanto tiempo que es probable que desee seguir siendo, como Efraín, «un asno salvaje». Es un plan más ade cuado para una época de estadistas creativos, como la época de Isabel, que para una época de estadistas instrumentales como la presente33. Estando donde está el centro del poder, nuestros estadistas sienten la tentación, cuando han de actuar, de acompasar la identidad ordinaria de aquellos de cuyo fa vor dependen y adoptar como propios sus deseos, para servir™ Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. 51 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. 32 En la edición de Í869, Arnold había escrito: «y de los inconformistas — y también de los miembros de k Iglesia— hombres más completos y de miras más amplias». 53 En la edición de 1869, Arnold había adelantado esta frase tras «no es muy probable que se adopte».
les con fidelidad e incluso, si es posible, con ardor34. Esto les resulta más sencillo porque no faltan —y nunca faltarán— pensadores [como el señor Baxter, el señor Charles Buxton y el deán de Canterbury, que naden con la corriente, aunque lo hagan filosóficamente]35 para llamar a los deseos de la identi dad ordinaria de cualquier gran sección de la comunidad edictos de la opinión nacional y leyes del progreso humano y darles una expresión general, filosófica e imponente. [Un es tadista generoso podría, por tanto, deshacerse honradamente de su disposición a defender irónicamente esos deseos y abo gar por ellos con fervor e impulsividad.]36 En consecuencia, no es probable que un plan como el que hemos indicado encuentre favor como lo encuentra el plan para abolir la Igle sia irlandesa mediante el poder de la antipatía de los inconfor mistas a las instituciones. [Pero decimos que nuestros sueños más queridos se han hecho añicos al respecto es inexacto, y es la clase de lenguaje que debería dirigirse a quienes promueven la inteligencia me diante encuentros públicos y un recomendable interés políti co cuando sus propósitos fracasan, y no a nosotros.]37 Aun que la cultura no nos haga perseverar en la maquinaria, ni siquiera en la nuestra, y en consecuencia estemos dispuestos a conceder que la perfección puede alcanzarse sin ella —tanto con iglesias libres como con instituidas, con estadistas instru mentales y estadistas creativos— , la perfección no podrá al canzarse sin ver las cosas como son en realidad, y nuestra perseverancia tiene que ver con esto, no con maquinaria algu na en el mundo. Insistimos en que los hombres no deberían confundir, como suelen, su gusto natural por lo trivial con una propensión hacia lo sublime. Si los estadistas, con ironía o con un impulso claro, le dicen a la gente que su gusto natu ■M En la edición de 1869, Arnoid había escrito: «Estando donde está el centro del poder, nuestros estadistas instrumentales sienten la tentación, como se muestra extensamente en el ensayo siguiente, de aliviarse en pri mer lugar, como dice el Times, de responsabilidades controvertidas e irritantes; en segundo fugar, cuando han de actuar, de,..». 3S Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. sí Arnoid suprimió este pasaje en k edición de 1875 y posteriores. 37 Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.
ral por lo trivial es una propensión hacia lo sublime, más ne cesario será [para la cultura]38 decirle lo contrario. Lo fatal en este punto es el engaño, y la cultura obra contra el engaño en este punto. No es fatal para nuestros amigos li berales que trabajen por el librecambio, la extensión del sufra gio y la abolición de las tasas eclesiásticas, en lugar de hacerlo por fines sociales más importantes, pero es fatal para ellos que sus aduladores les digan, y lo crean, siendo nuestra condición social la que es39, que han llevado a cabo un trabajo grande y heroico al ocuparse exclusivamente, desde hace treinta años, de esas panaceas liberales, y que el rumbo acertado y bueno para ellos es que sigan ocupándose de cosas parecidas en el futuro. No es fatal para los americanos que carezcan de insti tuciones religiosas y centros efectivos de alta cultura, pero es fatal para ellos que sus aduladores les digan, y lo crean, que son el pueblo más inteligente del mundo, cuando, en el ver dadero y fructífero sentido de la palabra, ya hemos visto que de inteligencia tienen singularmente poca. No es fatal para los inconformistas que sigan con sus iglesias separadas, pero es fatal para ellos que sus aduladores les digan, y lo crean, que el suyo es el único modo de adorar a Dios40, que el provincianis mo y la pérdida de la totalidad no son males. No es fatal para la nación inglesa abolir la Iglesia irlandesa mediante el poder de la antipatía de los inconformistas a las instituciones, pero es fatal para ella que sus aduladores le digan, y lo crea, que ha sido abolida mediante la razón y la justicia, cuando en reali dad lo está siendo mediante aquel poder, o que espere los frutos de la razón y la justicia de algo distinto al espíritu de la razón y la justicia. La cultura,, a causa de su agudo sentido de lo que realmente es fatal, está completamente dispuesta a ser indiferente respec to a lo que no es fatal. Puesto que la maquinaria es la única la Arnold suprimió estas palabras en la edición de 1875 y posteriores; en general, «cultura» tendía a ser el sujeto de los enunciados de Arnold en la. edición de 1869. En la edición de 1869, Arnold había escrito; «con nuestro pauperismo creciendo más rápidamente que nuestra población». 'I0 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «que el suyo es el único m odo puro y ordenado por Cristo de adorar a Dios».
preocupación de nuestra política actual41, y un trabajo inte rior, y no la maquinaria, es lo que más nos hace falta, segui mos advirtiendo a nuestros ardientes y jóvenes amigos libera les que piensen menos en la maquinaria, que se mantengan apartados de la arena política en el presente y que procuren y promuevan con nosotros un trabajo interior. No nos escucha rán y se precipitarán en la arena política, donde sus méritos, hasta ahora, no han sido apreciados, y entonces se quejarán del electorado reformado y llamarán al nuevo parlamento un parlamento filisteo42. ¡Como sí una nación, alimentada y cria da como lo ha sido la nuestra, pudiera darnos otra cosa que un parlamento filisteo!43 ¿Sería igual de bueno un parlamento bárbaro o un parlamento del populacho? Por nuestra parte, nos regocijamos al ver a nuestros queridos y viejos amigos, los filisteos hebraizantes, reunidos a la fuerza en el valle de Josafat antes de su conversión final, que desde luego tendrá lu gar. Pero, para que esa conversión se produzca, no hemos de desalojarlos de su sitio ni luchar contra ellos por la maqui naria, sino trabajar sobre su interior y curar su espíritu44. No serán desalojados, sino transformados. No merecen ser desa lojados y no lo serán. Pues los días de Israel son innumerables, y al censurar el he braísmo y alabar el helenismo, la cultura no debe perder su flexibilidad y ha de darle a sus juicios ese carácter pasajero y provisional que hemos visto que impone a sus preferencias y al rechazo de la maquinaria. Este, para nosotros, es el mo mento de helenizar y de alabar el conocimiento, pues hemos hebraizado demasiado y sobrestimado la acción. Pero los há bitos y la disciplina recibidos del hebraísmo siguen siendo para nuestra raza una posesión eterna y, constituida como lo 41 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «Puesto que la maquina ria es la ruina de la política». 42 Arnold alude al Parlamento de 1868, el primero que se formó tras el Decreto de Reforma de 1867 que ampliaba el sufragio. 43 En la edición de 1869, Árnoíd había escrito: «iComo si una nación, alimentada y criada en el hebraísmo, pudiera damos algo mejor que un parlamento filisteo!». 44 En la edición de 1869, Amold había escrito: «y curarlos del he braísmo».
está la humanidad, no debemos asignarles el segundo lugar hoy sin estar preparados para restaurarlos en el primero mañana. Concluiremos señalando esto con claridad. Seguir con firmeza la mejor luz que tengamos a nuestra disposición, ser rigurosos y sinceros con nosotros mismos, no formar parte de quienes dicen y no hacen, tomamos las cosas en serio es la única disciplina que capacita al hombre para rescatar su vida del cautiverio de la hora presente y de sus sentidos corporales, para ennoblecerla y eternizarla. En ninguna otra parte se ha enseñado esa disciplina con tan ta efectividad como en la escuela del hebraísmo. [Sófocles y Platón sabían tan bien como el autor de la Carta a los He breos que «sin santidad nadie verá a Dios», y su noción de lo que constituye la santidad era mayor que la suya.]45 La inten sa y convencida energía con la que los hebreos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se arrojaron a su ideal de justicia, que inspiró la incomparable definición de la gran virtud cristiana, la fe —la sustancia de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve—, esa enérgica devoción a su ideal sólo pertenece al hebraísmo. En la medida en que nuestra idea de perfección se extiende más allá de los estrechos lími tes en los que el excesivo rigor del hebraísmo ha tendido a confinarla46, volveremos al hebraísmo para procurarnos esa devota energía al abrazar nuestro ideal, lo único que puede darle al hombre la felicidad de hacer lo que sabe. «Si cono céis esas cosas, felices vosotros si las hacéis», la última pa labra para una humanidad débil siempre será ésa. Por esa palabra, reiterada con un poder tan sublime como afectuoso, pero siempre admirable, nuestra raza, mientras perdure el mundo, volverá al hebraísmo, y la Biblia, que predica esa palabra, será siempre, como Goethe la llamó, no sólo un li bro nacional, sino el Libro de las Naciones. Una y otra vez, 45 Amold suprimió este pasaje — que reforzaba la contraposición entre el hebraísmo y el helenismo— en la edición de 1875 y posteriores. Véase la referencia a Sófocles en «Dover Beach», Ab En la edición de 1869, Arnold había escrito: «En la medida en que nuestra idea de santidad supera, y nuestra visión de la perfección se extien de más allá de los estrechos límites en los que el excesivo rigor del hebraís mo ha tendido a confinarla».
tras lo que parecían grietas y separaciones, la promesa profética a Jerusalén seguirá siendo verdadera: Llegan los hijos que despediste; se reúnen de oeste a estepor la palabra del Santo, regoci jándose en recuerdo de Dios47
47 El párrafo final contiene varias citas bíblicas (Hebreos 11, 1 y 12, 14; Juan 13, 17 y Baruc 4, 37).
uno de sus discursos, no hace mucho, ese elegante orador y famoso liberal, el señor Bright, tuvo ocasión de poner a prueba a los amigos y predicadores de la cultura. «¡Gente que habla de lo que llama cultura! — dijo desdeñosamente— , con lo que se refiere a chapurrear las dos lenguas muertas, griego y latín.» Señaló, de un modo que los oradores y escritores modernos nos han hecho muy familiar, que la cultura es algo muy pobre, que poco bien le puede hacer al mundo y que es absurdo que quienes la po seen le den tanta importancia. Otro día, un liberal más joven que el señor Bright, de una escuela cuya misión es poner orden y sistema en ese cuerpo de verdad con el que los pri meros liberales tropezaban, miembro de la Universidad de Oxford y un escritor muy sagaz, el señor Frederic Harrison, desarrolló, a la manera sistemática y estricta de su escuela, la tesis que el señor Bright sólo había enunciado en términos generales. «Tal vez el chismorreo más necio del día —dijo el señor Frederic Harrison— sea el chismorreo sobre la cultura. La cultura es una cualidad deseable en un crítico de libros nuevos y le sienta bien a un profesor de bettes lettres, pero, aplicada a la política, significa simplemente fijarse en peque ñas faltas, una preferencia por la tranquilidad egoísta e inde cisión en la acción. El hombre de cultura en política es uno de los mortales más pobres. Nadie le iguala en simple pedan tería y falta de buen sentido. Ningún supuesto es demasiado irreal, ninguna finalidad es demasiado inviable para él. Pero el ejercicio activo de la política requiere sentido común, sim patía, confianza, resolución y entusiasmo, cualidades que
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nuestro hombre de cultura ha arrancado cuidadosamente para que no perjudiquen la delicadeza de su olfato crítico. Tal vez sea la única clase de seres responsables en la comuni dad a la que no se le pueda confiar el poder con seguridad»1. Por mi parte, no deseo ver a ios hombres de cultura pidien do que se les confie el poder; de hecho, he manifestado libre mente que, en mi opinión, el discurso más apropiado en la actualidad que un hombre de cultura puede dirigir a un grupo de conciudadanos que le lleve a una sala de comité es el de Sócrates: ¡Conócete a ti mismo!, y ése no es un discurso que haya de hacer alguien que quiera que se le confie el poder. Por esa indiferencia a la acción política directa el Daily Teíegrapb me ha censurado y emparejado, por una extraña perversidad del hado, con ei único profeta hebreo cuyo estilo admiro me nos, y me ha llamado «un Jeremías elegante»2. Se debe a que he dicho (para usar las palabras que el Daily Tekgraph pone en mi boca): «No os pongáis nerviosos por no tener voto; es una vulgaridad. No debéis celebrar grandes reuniones para pro mover decretos de reforma y rechazar las leyes del grano; ésa es 3a cima de la vulgaridad». Por esa razón me han llamado a veces un jeremías elegante y otras un Jeremías espurio, un Je remías sobre la realidad de cuya misión el redactor del Daily Tekgraph tiene sus dudas. Es evidente, por tanto, que he adop tado una actitud expuesta al efecto de la censura del señor Frederic Harrison. Además, he hablado con frecuencia en ala banza de la cultura y me he esforzado para que mis palabras y modos sirvan a los intereses de la cultura. Creo que la cultu ra es mucho más de lo que el señor Frederic Harrison y otros consideran, «una cualidad deseable en un crítico de li bros nuevos». Aunque hasta cierto punto estoy dispuesto a llegar a un acuerdo con el señor Frederic Harrison en el senti do de que los hombres de cultura son precisamente la clase de seres responsables en nuestra comunidad a los que, en la ac tualidad, no se les puede confiar el poder, creo que no estoy 1 Frederic Harrison (1831-1923), ensayista inglés seguidor de Auguste Comte y jo h n Stuart Mili. 2 La critica a Arnold había aparecido en el Daily Tekfpdph en septiembre de 1866,
seguro respecto a si ése es un defecto de la comunidad más que de los hombres de cultura. En suma, aunque, como el señor Bright y el señor Frederic Harrison y el editor del Daily Tekgraph, y un gran grupo de amigos valiosos, yo sea liberal, soy un liberal moderado por la experiencia, la reflexión y la renuncia y, por encima de todo, soy un creyente en la cultura. Por tanto, me propongo probar e investigar, a la manera sen cilla y carente de sistema que mejor se corresponde con mi gusto y mis poderes, qué es realmente la cultura, qué bien puede hacer, cuál es nuestra necesidad especial de ella, y trata ré de encontrar fundamentos sencillos sobre los que la fe en la cultura —tanto mi propia fe en ella como la fe de los de más— pueda descansar con seguridad.
DULZURA Y LUZ1 OS detractores d e la cu ltu ra h a c e n de la cu rio sid ad su
motivo; a veces, de hecho, hacen que su motivo con sista sólo en la exclusividad y la vanidad. La cultura que supuestamente se adorna con un conocimiento superfi cial del griego y el latín es una cultura engendrada por algo tan poco intelectual como la curiosidad; valorada por vani dad o ignorancia o como un recurso de distinción social y de clase que separa a su portador, como una insignia o un títu lo, de las demás personas que carecen de ella. Nadie llamaría en serio cultura a eso ni le daría valor alguno como cultura. Para encontrar la verdadera razón de la muy distinta estima ción que las personas serias otorgan a la cultura, tendríamos que encontrar un motivo para la cultura en cuyos términos se albergara una ambigüedad real, y la palabra curiosidad nos lo proporciona. Ya he señalado que nosotros, los ingleses, a diferencia de los extranjeros, no usamos esa palabra tanto con una buena como con una mala acepción. Entre nosotros la palabra se usa siempre para mostrar desaprobación. Un extranjero pue de dar a entender un afán generoso e inteligente por las cosas del espíritu cuando habla de curiosidad, pero entre nosotros la palabra da siempre la idea de una actividad frívola y poco edificante. Hace algún tiempo, en la Quarterly Review, hubo una estimación del célebre critico francés Sainte-Beuve, a mi 1 Arnoid titularía los capítulos a partir de la segunda edición de 1875.
juicio una estimación muy inadecuada2. Su inadecuación consistía sobre todo en esto: en que, a nuestra manera inglesa, dejaba fuera de la vista el doble sentido que la palabra curiosi dad tiene en realidad, al pensar que se decía bastante para se llar la culpa de Sainte-Beuve si se decía que, en sus operacio nes como crítico, le movía la curiosidad, sin captar que ei propio Sainte-Beuve, y muchos otros con él, considerarían que eso era^qricomiable)y no censurable, m señalar por qué habría de ser censurable en lugar de encomiable. Pues igual que hay una curiosidad en materias intelectuales que es fútil y mera morbosidad, hay también una curiosidad — un deseo de las cosas del espíritu simplemente por sí mismas y por el placer de verlas^ como son— que es, en un ser inteligente, natural ^(laudable/ Sí, y el deseo mismo de ver las cosas como son implica un equilibrio y regulación mentales que no suele lograrse sin un esfuerzo fructífero y que es lo opuesto del impulso ciego y morboso, que es io que tratamos de censurar cuando censuramos la curiosidad. Montesquieu dice: «El pri mer motivo que habría de impulsarnos a estudiar es el deseo de aumentar la excelencia de nuestra naturaleza y hacer aún más inteligente a un ser inteligente»3. Esa es la verdadera ra zón que hay que asignar a la genuina pasión científica, como quiera que se manifieste, y a la cultura, considerada sim plemente un fruto de esa pasión, y es una razón digna, aunque dejemos que el término curiosidad siga describiéndola. Pero hay otra perspectiva de la cultura, con la que no sólo la pasión científica, el deseo puro de ver las cosas como son, natural y propio de un ser inteligente, aparece como su razón. Hay una perspectiva con la que el amor al prójimo, el impul so a la acción, a ayudar, a la beneficencia, el deseo de eliminar el error humano, de despejar la confusión humana y dismi nuir la miseria humana, la noble aspiración a dejar el mundo mejor y más feliz de como lo encontramos —motivos emi nentemente llamados sociales—, aparecen como parte de las 2 Charles-Augustine Sainte-Beuve (1804-1869), crítico literario francés que ejerció una profunda influencia sobre Arnold, 3 Arnold cita el Dismurse sur ks motifs tjui doivenl nons tncoumger aux sáences del barón de Montesquieu (1689-1755).
razones de la cultura y como la parte principal y más destaca da. Describiríamos entonces la cultura propiamente no como algo que tiene su origen en la curiosidad, sino como algo que tiene su origen en el amor a la perfección; es un estudio de la perfección. No mueve a obrar sólo o primordialmente por la fuerza de la pasión científica por el conocimiento puro, sino también por la fuerza de la pasión por hacer el bien. Igual que, al verla por primera vez, adoptamos como su digno lema las palabras de Montesquieu: «Hacer aún más inteligente a un ser inteligente», en la segunda ocasión no podría tener un lema mejor que las palabras del obispo Wilson: «Hacer que prevalezcan la razón y la voluntad de Dios», Ahora bien, mientras que la pasión por hacer el bien puede precipitarse a la hora de determinar qué dicen la razón y la voluntad de Dios, porque su inclinación es obrar más que pensar y ha de empezar a obrar para ser, y aunque propenderá a adoptar sus propias concepciones, que proceden de su esta do de desarrollo y comparten todas sus imperfecciones e in madurez, como motivo de su acción, lo que distingue a la cultura es que está poseída tanto por la pasión científica como por la pasión por hacer el bien, que exige nociones dignas de la razón y de la voluntad de Dios y no tolera que sus rudas concepciones las sustituyan. Sabiendo que ninguna acción ni institución pueden ser sanas ni estables si no se basan en la razón y en la voluntad de Dios, no está tan dispuesta a obrar ni a instituir, ni siquiera con el gran propósito de reducir el error y la miseria humanos, antes de pensar, para recordar que obrar e instituir son de poca utilidad salvo que sepamos cómo y qué hemos de hacer e instituir. Esta cultura es más interesante y de mayor alcance que la otra, que sólo se basa en la pasión científica por el conoci miento. Pero necesita épocas de fe y ardor para florecer, épo cas en las que el horizonte intelectual se abre y extiende a nuestro alrededor. ¿No está despejándose el cerrado y limita do horizonte intelectual en el que hemos vivido y actuado desde hace mucho tiempo y no están encontrando nuevas luces un paso libre para brillar entre nosotros? Durante mu cho tiempo no han tenido paso para llegar hasta nosotros y era inútil pensar en adaptar la acción del mundo a ellas.
¿Dónde estaba la esperanza de lograr que prevalecieran la ra zón y la voluntad de Dios entre personas cuya rutina había sancionado ia razón y la voluntad de Dios, a las que estaban inextricablemente vinculadas, más allá de las cuales no eran capaces de mirar? Pero ahora la fuerza de hierro de la adhe sión a la vieja rutina —social, política, religiosa— se ha disi pado maravillosamente; la fuerza de hierro de la exclusión de todo cuanto es nuevo se ha disipado maravillosamente. El peligro no reside ahora en que la gente rehúse obstinadamen te permitirse que cualquier cosa salvo su vieja rutina pase por la razón y la voluntad de Dios, sino que permita que una novedad u otra pase por ellas con demasiada facilidad o que no valoren lo suficiente su importancia y piensen que basta con seguir la acción por sí misma, sin preocuparse por que la razón y la voluntad de Dios prevalezcan en ella. Ahora es el momento de que la cultura sea útil, la cultura que cree en lograr que prevalezcan la razón y la voluntad de Dios, que cree en la perfección, que es el estudio y la búsqueda de la perfección y que ya no se ve impedida, por la rígida e inven cible exclusión de lo nuevo, de lograr que sus ideas se acepten simplemente porque son nuevas. Cuando se adopta esa perspectiva de la cultura, cuando no sólo se la tiene en cuenta como un intento por ver las cosas como son, para procurar un conocimiento del orden univer sal al que parece que el mundo tiende y se propone, y que para el hombre supone la felicidad si lo sigue o la miseria si se opone a él — comprender, en suma, la voluntad de Dios— , en el momento, como digo, en que no sólo se considera la cultura un intento de ver y aprender todo esto, sino el intento de que prevalezca, se pone de relieve el carácter moral, social y beneficioso de la cultura. El mero intento de ver y aprender ¡a verdad para nuestra satisfacción personal es, de hecho, un comienzo para lograr que prevalezca, una preparación del camino que siempre es útil y que erróneamente se censura por sí misma y no sólo en su caricatura y degeneración. Tal vez haya sido censurada y desacreditada con el dudoso título de curiosidad porque, en comparación con este intento tan grande y sencillo, la utilidad parece egoísta, mezquina e im productiva.
La religión, el mayor y más importante esfuerzo con el que la raza humana ha manifestado su impulso a perfeccionarse —la religión, esa voz de la experiencia humana más profun da— , no sólo comparte y sanciona el propósito que es el gran propósito de la cultura, el propósito de disponernos a averi guar qué es la perfección y lograr que prevalezca, sino que también, ai determinar en general en qué consiste la perfec ción humana, llega a una conclusión idéntica a la de la cultu ra: la cultura trata de determinar esta cuestión mediante todas las voces de la experiencia humana que se hayan oído, el arte, la ciencia, la poesía, la filosofía, la historia, tanto como la reli gión, para darle a esa solución una plenitud y una certeza mayores. La religión dice: E l Reino de Dios está entre vosotros, y la cultura, de modo parecido, sitúa la perfección humana en una condición interna, en el crecimiento y el predominio de nuestra humanidad propiamente dicha, distinta de nuestra animalidad. La sitúa en la eficacia siempre creciente y en la armoniosa expansión general de ios dones del pensamiento y el sentimiento, que constituyen la dignidad, riqueza y felici dad peculiares de la naturaleza humana. Como dije en una ocasión anterior: «Con adiciones infinitas a sí mismo, en la infinita expansión de sus poderes, en e! infinito crecimiento en sabiduría y belleza, el espíritu de la raza humana encuentra su ideal. Para alcanzar ese ideal, la cultura es una ayuda indis pensable, y ése es el verdadero valor de la cultura»4. El carácter, de la perfección según la cultura lo concibe no consiste en te-; ner y descansar, sino en crecer y llegar a ser, y también en esto coincide con la religión. Precisamente porque todos los hombres son miembros de un conjunto mayor, y la simpatía inherente a la naturaleza humana no permitirá que nadie sea indiferente a los demás o tenga un bienestar perfecto con independencia de los demás, la expansión de nuestra humanidad, para corresponder a la idea de perfección que h cultura forma, debe ser una expan sión general. La perfección, según la concibe la cultura, no es posible mientras los individuos sigan aislados. Al individuo se le requiere, si no quiere que su propio desarrollo se atrofie y 4 Arnoid alude a su ensayo «A French Eton» (1864).
debilite al desobedecer, que lleve a otros consigo en su mar cha hacia la perfección, que haga continuamente todo lo que pueda para aumentar e incrementar el volumen de la corrien te humana que corre en esa dirección. En esto, una vez más, la cultura nos impone la misma obligación que la religión, que dice, como el obispo Wilson lo ha expresado admirable mente, que «promover el Reino de Dios es aumentar y apre surar nuestra felicidad». Pero, al final, la perfección —como la cultura enseña a con cebirla mediante un estudio desinteresado de la naturaleza humana y de la experiencia humana— es una expansión ar moniosa de todos los poderes que forjan la belleza y el valor de la naturaleza humana, y no es compatible con el desarrollo unilateral de uno de esos poderes a expensas de los demás. Aquí la cultura va más allá de la religión según concebimos en general la religión. Sí la cultura, por tanto, es un estudio de la perfección, de la perfección armoniosa, de la perfección general, de la perfec ción que consiste en llegar a ser algd más que en tener algo, en una condición interna de la mente y el espíritu, no en una serie exterior de circunstancias, está claro que la cultura, en lugar de ser frívola e inútil, como el señor Bright y el señyr Frederic Harrison y muchos otros liberales están dispuestos a considerarla, tiene una función muy importante por desem peñar para la humanidad. Esa función es particularmente im portante en nuestro mundo moderno, en el que el conjunto de la civilización, en un grado mucho mayor que la civiliza ción de Grecia y Roma, es mecánico y externo y tiende cons tantemente a serlo cada vez más. Pero, sobre todo en nuestro país, la cultura tiene que desempeñar un papel poderoso, por que aquí, ese carácter mecánico que la civilización tiende a adoptar en cualquier parte, se muestra en el grado más emi nente. Casi todos los rasgos de la perfección que la cultura nos enseña a fijar se encuentran en este país junto a una pode rosa tendencia que los desbarata y desafia. La idea de la per fección como una condición interna de la mente y el espíritu difiere de la civilización mecánica y material que nosotros estimamos y que, como he dicho, en ninguna otra parte se es tima tanto. La idea de la perfección como una expansión ge
neral de la familia humana difiere de nuestro fuerte individua lismo, de nuestro odio a todos los limites impuestos al ímpetu de la personalidad del individuo, a nuestra máxima de «cada uno para sí mismo». Sobre todo, la idea de perfección como una expansión armoniosa de la naturaleza humana difiere de nuestra falta de flexibilidad, de nuestra ineptitud para ver más de un aspecto de las cosas, de nuestra intensa y enérgica ab sorción en el propósito particular que estemos persiguiendo. Por ello la cultura tiene que llevar a cabo una ruda tarea en este país. Sus predicadores tienen por delante, y es probable que para largo, tiempos difíciles, y con mucha más frecuencia serán considerados Jeremías elegantes o espurios antes que amigos o benefactores. Sin embargo, eso no impedirá que aca ben haciendo un buen servicio si perseveran. Mientras tanto, el modo de acción que seguirán, y la clase de hábitos contra la que lucharán, deberían ser claros para quien ios vea y quiera considerar la cuestión atfnta y desapasionadamente. La fe en la maquinaria, como he dicho, es nuestro peligro constante, a menudo en la maquinaria más absurdamente des proporcionada ai fin que esa maquinaria, si ha de hacer algún bien en absoluto, habría de servir, pero siempre en la ma quinaria, como si tuviera valor en y por sí misma. ¿Qué es la libertad sino maquinaria? ¿Qué es la población sino maqui naria? ¿Qué es el carbón sino maquinaria? ¿Qué son ios ferro carriles sino maquinaria? ¿Qué es la riqueza sino maquinaria? ¿Qué son, incluso, las organizaciones religiosas sino maqui naria? Casi cualquier voz en Inglaterra se ha acostumbrado a hablar de estas cosas como si fueran fines valiosos en sí mis mos y, en consecuencia, tuvieran rasgos de la perfección indi solublemente fijados en ellos. Ya he advertido ei argumento de reserva del señor Roebuck para demostrar la grandeza y felicidad de Ingiaterra y cerrar ia boca de los murmuradores. El señor Roebuck no se cansa nunca de reiterar su argumento, así que no sé por qué habría de cansarme yo de advertirlo. «¿No puede cualquiera en Inglaterra decir lo que le plazca?», pregunta perpetuamente el señor Roebuck, y con eso piensa que es suficiente y, cuando cualquiera diga lo que le plazca, nuestras aspiraciones habrían de verse satisfechas. Pero las as piraciones de la cultura, que es el estudio de la perfección, no
se ven satisfechas, salvo que lo que digan los hombres, cuan do digan lo que les plazca, merezca decirse, contenga algo bueno y más bueno que malo. Al mismo tiempo, el Times, replicando a ciertas observaciones foráneas sobre el vertido, el aspecto y la conducta de los ingleses en el extranjera'preconi za ikie el ideal inglés es que cualquiera sea libre paraiacer y parecer lo que le plazca. Pero la cultura trata infatigablemen te, no de hacer lo que a cualquier persona sin experiencia le plazca que sea la regla por la que forjarse a sí misma, sino de acercarse cada vez más a unaácepcióí> de lo que es verdadera mente hermoso, dotado de-gracia, y llegar a serlo, y lograr que a las personas sin experiencia les agrade. Del mismo modo respecto a los ferrocarriles y el carbón. Cualquiera habrá observado el extraño lenguaje utilizado du rante las últimas discusiones sobre el posible fracaso de nues tros suministros de carbón. Nuestro carbón, decían miles de personas, es la base real de nuestra grandeza nacional; sí nues tro carbón escasea, será el fin de la grandeza de Inglaterra. Pero ¿qué es la grandeza?, nos obliga a preguntar la cultura. La grandeza es una condición espiritual digna de suscitar el amor, el interés y la admiración, y la prueba externa de la po sesión de la grandeza es que suscitemos amor, interés y admi ración. Si mañana Inglaterra fuera absorbida por el mar, ¿cuál de las dos, dentro de cien años, suscitaría el amor, el interés y la admiración de la humanidad — cuál mostraría la prueba de haber poseído la grandeza—, la Inglaterra de los últimos vein te años o la Inglaterra de Isabel, de una época de espléndido esfuerzo espiritual en la que, sin embargo, nuestro carbón y nuestras operaciones industriales dependientes del carbón apenas se habían desarrollado? ¡Qué demente hábito mental ha de ser el que nos lleva a hablar de cosas como el carbón o el hierro como causas de la grandeza de Inglaterra! ¡Qué salu dable amiga es la cultura, propensa a ver las cosas como son y disipar con ello los engaños de esa clase y fijar pautas reales de perfección! La riqueza, de nuevo, ese fin al que se dirigen nuestras pro digiosas obras en busca de ventajas materiales: el más común de los lugares comunes nos dirá que los hombres siempre es tán dispuestos a considerar la riqueza un fin valioso en sí mis
mo, y desde luego nunca han estado tan dispuestos a conside rarlo como en Inglaterra en la época presente. Nunca ha creído la gente nada con más firmeza de lo que nueve de cada diez ingleses cree en nuestros días: que ser tan ricos demuestra nuestra grandeza y bienestar. Ahora bien, la utilidad de la cultura es que nos ayuda, por medio de su pauta espiritual de perfección, a considerar la riqueza maquinaria y no sólo a decir, como si fuera cuestión de palabras, que consideramos la riqueza maquinaría, sino a darnos cuenta y sentir realmente que es así. Si no fuera por ese efecto purificador que la cultura nos procura, el mundo entero, el futuro tanto como el presen te, pertenecería inevitablemente a los filisteos. La gente que cree sobre todo que ser muy ricos demuestra nuestra grandeza y bienestar, y que daría su vida y pensamientos para ser rica,/ es precisamente la misma gente a la que llamamos filisteos. La cultura dice: «Fijémonos en esa gente, en su modo de vida, sus hábitos, sus costumbres, el tono mismo de su voz; mi rémosla con atención, observemos la literatura que lee, las cosas que le dan placer, las palabras que salen de sus bocas, los pensamientos que pueblan su mente. ¿Merecería la pena un aumento de riqueza compatible con la condición que ad quiriríamos, semejante a la de esa gente?». La cultura engen dra una insatisfacción que es uno de los valores más elevados posible para resistir a la marea común de los pensamientos de los hombres en una comunidad rica e industrial y que pode mos esperar que salve el futuro de vulgarizarse, aunque no pueda salvar el presente. La población, de nuevo, y la salud y vigor corporales, son cosas de las que en ninguna parte se trata de un modo tan falto de inteligencia, confuso y exagerado como en Inglaterra. Ambas cosas son realmente maquinaria; sin embargo, muchas personas a nuestro alrededor encuentran sosiego en ellas y no ven más allá. Hemos oído hablar a gente, después de leer cier tos artículos en el Times sobre los asientos en el Registro Gene ral de matrimonios y nacimientos, de nuestras grandes fami lias inglesas de un modo solemne, como si hubiera en ello algo hermoso, elevado y meritorio, ¡como si el filisteo inglés no tuviera más que presentarse ante el Gran Juez con sus doce hijos para ser recibido entre las ovejas con todo derecho!
Pero la salud y el vigor corporales, podríamos decir, no han de clasificarse con la riqueza y la población como mera ma quinaria; tienen un valor más real y esencial. Es cierto, pero sólo mientras estén íntimamente vinculados a una condición espiritual más perfecta que la riqueza o la población. En el momento en que los separamos de la idea de una perfecta condición espiritual y los perseguimos, como los persegui mos, por sí mismos y como fines, nuestro culto de la salud y el vigor se convierte en mero culto de la maquinaria, como nuestro culto de la riqueza y la población, y como un cuito tan falto de inteligencia y vulgar como ése. Cualquiera que tenga una idea adecuada de la perfección humana habrá ad vertido con claridad esa subordinación del cultivo del vigor y de la actividad corporales a fines más elevados y espirituales. «El ejercicio corporal es de poco provecho, pero el divino es provechoso en todas las cosas», dice el autor de la Carta a Ti moteo, y el utilitarista Eranidin lo dice de un modo igual de explícito: «Come y bebe la cantidad exacta que corresponde a la constitución de tu cuerpo, en referencia a los servicios de la mente». Pero el punto de vista de la cultura, que mantiene a la vista ía señal de la perfección humana sencilla y amplia, y no asigna a esa perfección, como la religión o el utilitarismo le asignan, un carácter especial y limitado, ese punto de vista de la cultura, como decía, lo dan mejor estas palabras de Epicteto: «Es una muestra de ctcpuía —es decir, de una naturaleza sin atemperar— entregarnos a las cosas que se relacionan con el cuerpo; prestar, por ejemplo, demasiada atención al ejerci cio, prestar demasiada atención a la comida, prestar demasia da atención a la bebida, prestar demasiada atención a cami nar, prestar11demasiada atención a cabalgar. Todas esas cosas hay que hacerlas al paso: la formación del espíritu y el carác ter ha de ser nuestra verdadera preocupación». Esto es admi rable y, de hecho, la palabra griega EÜcpuíct, una naturaleza temperada, da exactamente la noción de perfección que la cultura nos insta a concebir: una armoniosa perfección, una perfección en la que los rasgos de la belleza y la inteligencia están presentes y une «las dos cosas más nobles» —como Swift, que de una de las dos, en cualquier caso, tenía muy poco, las llama felizmente en L a batalla délos libros—, «las dos
cosas más nobles, dulzura y luz». Eúcpur|q es el hombre que tiende hacia la dulzura y la luz; el ácpurj*;, por otra parte, es nuestro filisteo. La inmensa acepción, espiritual de los griegos se debe a que ía inspira esta idea central y feliz del rasgo esen cial de la perfección humana, y la tergiversación de la cultura del señor Bright, como un chapurreo del griego y del latín, proviene, al fin y al cabo, de esa maravillosa acepción de los griegos que ha alterado la maquinaria misma de nuestra edu cación y es, en sí misma, una especie de homenaje a ella. Al hacer de la dulzura y la luz rasgos de la perfección, la cultura es de espíritu similar a la poesía, obedece la misma ley que la poesía. Mucho más que en nuestra libertad, nuestra población y nuestro industrialismo, muchos entre nosotros confian en que nuestras organizaciones religiosas nos salven. He dicho que la religión es una manifestación más importan te de la naturaleza humana que la poesía, porque ha trabajado a una escala mayor por la perfección y con masas de hombres mayores. Pero la idea de la belleza y de una naturaleza huma na perfecta en todos sus aspectos, que es la idea dominante de la poesía, es una idea verdadera e inestimable, aunque no ha tenido el éxito que la idea de vencer las obvias faltas de nues tra animalidad, y de una naturaleza humana perfecta en el aspecto moral, ha sido capaz de lograr, y está destinada, al incorporar ia idea religiosa de una energía devota, a transfor mar y gobernar a la otra. El arte y 3a poesía mejores de los griegos, en que la religión y la poesía son uno, en que la idea de la belleza y de una na turaleza humana perfecta en todos sus aspectos incorpora una energía religiosa y devota, y obra con su fuerza, son en este punto de supremo interés e instrucción para nosotros, aun que fueran —debemos confesarlo, a propósito de la raza hu mana en general y, de hecho, a propósito de los propios grie gos— un intento prematuro, un intento que, para tener éxito, necesitaba que la fibra moral y religiosa de la humanidad fue ra más vigorosa y estuviera más desarrollada. Pero Grecia no se equivocó al tener tan presente y de un modo eminente la idea de la belleza, la armonía y la completa perfección huma na. Es imposible tener demasiado presente y de un modo eminente esa idea, pero la fibra moral ha de ser vigorosa.
Nosotros, debido a que hemos reforzado la fibra moral, no es tamos al respecto en el camino adecuado si, al mismo tiempo, nos falta la idea de la belleza, la armonía y la completa perfec ción humana o la tergiversamos, y es evidente que nos falta o la tergiversamos en la actualidad. Cuando confiamos, como lo hacemos, en nuestras organizaciones religiosas, que en sí mis mas no nos dan ni pueden darnos esa idea, y pensamos que hemos hecho bastante con diseminarlas y lograr que prevalez can, entonces, como he dicho, caemos en nuestra falta común de sobrestímar la maquinaria. Nada es más común que el hecho de que la gente confunda la paz y satisfacción interior que sigue al sometimiento de las faltas obvias de nuestra animalidad con lo que podría llamar la absoluta paz y satisfacción interior, la paz y satisfacción que alcanzamos cuando nos acercamos a la completa perfec ción espiritual, y no sólo a la perfección moral o más bien a una relativa perfección moral. Nadie ha hecho más en el mundo ni luchado tanto para lograr esa relativa perfección moral como nuestra raza. Para nadie más en el mundo tiene el mandamiento de resistir al mal, de vencer al malvado, en el sentido más próximo y obvio de estas palabras, tanta fuerza y realidad. Hemos tenido nuestra recompensa, no sólo en la gran prosperidad mundana que la obediencia a ese manda miento nos ha deparado, sino también, y mucho más, en una gran paz y satisfacción interior. Pero, para mí, pocas cosas son más patéticas que ver a la gente, en virtud de la paz y satisfac ción interior que sus rudimentarios esfuerzos para lograr la perfección le han deparado, emplear, en lo que se refiere a su perfección incompleta y a las organizaciones religiosas en cuyo seno la han encontrado, un lenguaje que, en propiedad, sólo se aplica a la perfección completa y es un eco remoto de la profecía del alma humana al respecto. La religión misma, apenas necesito decirlo, le proporciona en abundancia ese gran lenguaje. La gente lo usa con toda libertad; sin embargo, la critica más severa posible de esa perfección incompleta es que sólo la hayamos alcanzado mediante nuestras organiza ciones religiosas. El impulso de la raza inglesa hacia el desarrollo moral y el autodominio no se ha manifestado en ninguna otra parte de
una manera tan poderosa como en el puritanismo. En nin guna otra parte el puritanismo encontró una expresión tan adecuada como en la organización religiosa de los indepen dientes5. Los Independientes modernos tienen un periódi co, Nonconformist, escrito con gran sinceridad y habilidad. El lema, la pauta, la profesión de fe que ese órgano lleva al frente es: «La disidencia del disentimiento y el protestantis mo de la religión protestante». ¡Hay dulzura y luz y un ideal de completa y armoniosa perfección humana! No necesi tamos acudir a la cultura y la poesía para encontrar un len guaje con que juzgarlo. La religión, con su instinto de per fección, proporciona el lenguaje para juzgarlo, un lenguaje, también, que tenemos en la boca cada día. «Al final, sed de una opinión, unidos en sentimiento», dice san Pedro. Hay un ideal que juzga el ideal puritano: «¡La disidencia del di sentimiento y el protestantismo de la religión protestante!», ¡La gente cree en organizaciones religiosas como ésa, des cansa en ellas, daría su vida por ellas! Tal es, como digo, la maravillosa virtud incluso de los inicios de la perfección, de haber sometido incluso las faltas sencillas de nuestra anima lidad, que la organización religiosa que nos ha ayudado a hacerlo puede parecemos algo precioso, saludable y que ha de propagarse, aunque lleve un estigma de imperfección en la frente como ésa. Los hombres han contraído tal hábito de darle al lenguaje de la religión una aplicación especial, de convertirlo en mera jerga, que no tienen oído para la condena que la religión impone a los defectos de sus organi zaciones religiosas; están seguros de engañarse a sí mismos y disculparse. Sólo puede afectarles la crítica que la cultura, como la poesía, que emplea un lenguaje sin sofisticación y pone resueltamente a prueba a esas organizaciones, contras tándolas con el ideal de una perfección humana completa en todos sus aspectos, les aplica. Pero los hombres de cultura y poesía, se dirá, fallan una y otra vez, y lo hacen conspicuamente, en el primer paso necesa 5 Los Independerás o congregacionalistas habían desempeñado un papel cruda! en !a oposición puritana a los Estuardo y seguían defendiendo en el siglo xix la autonomía de las iglesias Socales.
rio hacia una perfección armoniosa, en el sometimiento de las grandes y obvias faltas de nuestra animalidad, que es la gloria de esas organizaciones religiosas habernos ayudado a someter. Es cierto, fallan con frecuencia. Con frecuencia carecen de las virtudes y de los defectos del puritano; uno de sus riesgos ha sido advertir de tal modo los defectos de los puritanos que han descuidado sus virtudes. Sin embargo, no los disculparé a costa de los puritanos. Con frecuencia han fallado en la mora lidad, y la moralidad es indispensable. Han sido castigados por su fracaso, igual que el puritano ha sido recompensado por su cumplimiento. Han sido castigados allí donde se han equivoca do, pero su ideal de belleza, de dulzura y luz, y de una natura leza humana completa en todos sus aspectos, sigue siendo el verdadero ideal de la perfección, igual que el ideal puritano de perfección sigue siendo estrecho e inadecuado, aunque haya sido ampliamente recompensado por lo que ha hecho bien. A pesar de los imponentes resultados del viaje de los Padres Peregrinos, ellos y su pauta de perfección son juzgados correc tamente cuando nos figuramos que Shakespeare o Virgilio —almas en las que la dulzura y la luz, y todo cuanto en la naturaleza humana es más humano, eran eminentes— les acompañaran en su viaje, iy pensamos en la intolerable compañia que Shakespeare y Virgilio habrían sido para ellos! Juzgue mos del mismo modo las organizaciones religiosas que vemos a nuestro alrededor. No negaremos el bien y la felicidad que han procurado, pero no dejaremos de ver con claridad que su idea de perfección humana es estrecha e inadecuada, y que la disidencia deí disentimiento y el protestantismo de la religión protestante no llevarán nunca a la humanidad a su verdadera meta. Conío he dicho de la riqueza: fijémonos en la vida de quienes viven en y para ella, y lo mismo digo de las organiza ciones religiosas. Fijémonos en la vida imaginada en un perió dico como Nonconformist, una vida pendiente de la Iglesia, de disputas, de reuniones, de apertura de capillas, de sermones, iy pensemos luego en ella como un ideal de la vida humana completo en todos sus aspectos que aspira con todos sus órga nos a la dulzura, ia luz y la perfección! Otro periódico, que representa, como Nonconformist, a una de las organizaciones religiosas de este país, informó hace tiem
po de la multitud reunida en Epsom el día del Derby y de todo el vicio y la fealdad que podían apreciarse en la multi tud, y luego el autor del informe cambiaba de tercio y se diri gía al profesor Huxley y le preguntaba cómo se proponía cu rar todo ese vicio y fealdad sin religión. Confieso que me dispuse a preguntarle al interrogador: ¿y cómo se propone curarlo con una religión como la suya? ¿Cómo va a vencer y transformar todo ese vicio y fealdad un ideal de vida tan poco amable, tan poco atractivo, tan incompleto, tan estrecho, tan apartado de un ideal verdadero y satisfactorio de perfección humana, como el de la vida que su organización religiosa y usted mismo reflejan? De hecho, la alegación más poderosa del estudio de la perfección al que aspira la cultura, la prueba más clara de la actual inadecuación de la idea de perfección que mantienen las organizaciones religiosas — que expresa, como he dicho, el esfuerzo más amplio que la raza humana ha hecho por la perfección— se encuentra en el estado de nuestra vida y de la sociedad en posesión de esas organizacio nes, una posesión que mantienen desde no sé cuántos cientos de años. Todos estamos incluidos en alguna organización re ligiosa, todos nos consideramos, en el sublime y ambicioso lenguaje de la religión del que he dado cuenta, hijos de Dios. Hijos de Dios. ¡Es una pretensión inmensa! ¿Cómo la justifi caremos? Por nuestras obras y nuestras palabras. ¡La obra que nosotros, hijos de Dios, hacemos en conjunto, nuestro gran centro de vidas, la ciudad que hemos construido para vivir en ella, es Londres! ¡Londres, con su indecible fealdad extema y su cáncer interno de publice egestas, privatim opulmtia —para usar las palabras que Salustio pone en boca de Catón sobre Roma—, sin igual en el mundo! ¡La palabra que nosotros, hijos de Dios, pronunciamos, la voz que mejor se correspon de con nuestro pensamiento colectivo, el periódico de mayor circulación en Inglaterra, ay, de mayor circulación en el mun do entero, es el Daily Telegt'etph! Diré que, cuando nuestras or ganizaciones religiosas —admito que expresan el esfuerzo más considerable por la perfección que nuestra raza haya lle vado a cabo— no nos deparan un resultado mejor que ése, ha llegado el momento de examinar cuidadosamente su idea de perfección, de ver si no deja de lado aspectos y fuerzas de la
naturaleza humana que podrían sernos de gran utilidad, si no serían más eficaces si fueran más completas. Diré que la con fianza inglesa en nuestras organizaciones religiosas y en sus ideas de la perfección humana, tal como son, es, como nues tra confianza en la libertad, en un cristianismo muscular, en la población, el carbón, la riqueza, mera creencia en la ma quinaria e infructuosa, y que la cultura la contrarresta por completo con su inclinación a ver las cosas como son y su empeño en llevar a la raza humana hacia una perfección más completa y armoniosa. Sin embargo, la cultura muestra su sencillo amor por la perfección, su deseo de hacer simplemente que prevalezcan la razón y la voluntad de Dios, su libertad respecto al fanatismo, con su actitud hacia toda esa maquinaria, incluso cuando in siste en que sólo es maquinaria. Los fanáticos, al ver el daño que los hombres se hacen a sí mismos con su ciega creencia en un tipo u otro de maquinaria —ya sean la riqueza y el in dustrialismo o el cultivo de la fortaleza y la actividad física, una organización política o una organización religiosa— , se oponen a más no poder a la tendencia hacia esta o aquella organización política y religiosa, o a los juegos y ejercicios atléticos, o a la riqueza y el industrialismo, y tratan violenta mente de impedirlo todo. Pero la flexibilidad que la dulzura y la luz otorgan, y que es una de las recompensas de la cultu ra, obtenidas con buena fe, capacita al hombre para darse cuenta de que una tendencia puede ser necesaria e incluso, como preparación para algo futuro, saludable, y, sin embargo, que las generaciones o los individuos que obedecen esa ten dencia se sacrifican por ella y pierden la esperanza de la per fección al séguirla, y que sus errores han de ser criticados para que no arraiguen y perduren después de que esa tendencia haya servido a su propósito. El señor Gladstone señaló con acierto, en un discurso en París — otros han señalado lo mismo—, lo necesario que es el gran movimiento actual hacia ía riqueza y el industrialismo para poner anchos cimientos de bienestar material a la socie dad del futuro. Lo peor de esas justificaciones es que suelen dirigirse a la gente comprometida, en cuerpo y alma, en el movimiento en cuestión; en todos los casos, esas personas las [roo]
aceptan con la mayor avidez y consideran que justifican sus vidas, de modo que las endurecen en sus pecados. La cultura admite la necesidad del movimiento hacia la adquisición de fortuna y el industrialismo exagerado, está dispuesta a conce der que el futuro se beneficiará por todo ello, pero, al mismo tiempo, insiste en que las generaciones entregadas de indus trialistas —que forman, en su mayoría, el cuerpo principal del filisteísmo— se han sacrificado por ello. Del mismo modo, tal vez el resultado de los juegos y deportes que ocupan a la generación actual de muchachos y jóvenes sea el estableci miento de un tipo físico mejor y más sano con el que trabajar en el futuro. La cultura no está en contra de los juegos y de portes; se felicita del futuro y espera que haga buen uso de su base física mejorada, pero advierte que nuestra generación ac tual de muchachos y jóvenes se sacrifica mientras tanto por ello. Tal vez el puritanismo fuera necesario para desarrollar la fibra moral de la raza inglesa, eí inconformismo para romper el yugo de la dominación eclesiástica sobre las opiniones de los hombres y preparar el camino a la libertad de pensamien to en el futuro distante; sin embargo, la cultura señala que la armoniosa perfección de generaciones de puritanos e incon formistas se ha sacrificado, en consecuencia, por ello. Tal vez la libertad de expresión sea necesaria para la sociedad del fu turo, pero los jóvenes leones del Daily Tekgraph, mientras tan to, se sacrifican por ello. Tal vez sea necesario para la sociedad del futuro que cada uno tenga su voz en el gobierno de su país, pero mientras tanto el señor Reales y el señor Bradlaugh han sido sacrificados6. Oxford, el Oxford del pasado, tiene muchas faltas, y ha pagado onerosamente por ellas en derrota, aislamiento y falta de apoyo en el mundo moderno. Sin embargo, nosotros, en Oxford, crecimos entre la belleza y la dulzura de aquel her moso lugar y no dejamos de captar una verdad, la verdad de que la belleza y la dulzura son rasgos esenciales de una perfec ción humana completa. Cuando insisto en esto, soy unánime s Edmond Beaies (1803-1881), fondador de la Reform League y organi zador del encuentro en Hyde Park eí 23 de julio de 1866. Charles Bradlaugh (1833-1891), reformista inglés y ateo.
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con la fe y tradición de Oxford. Digo con atrevimiento que nuestro sentimiento de belleza y dulzura, nuestro sentimiento contrario a la fealdad y la rudeza, estaba en el fondo de nues tra adhesión a tantas causas perdidas, de nuestra oposición a tantos movimientos triunfantes. El sentimiento es sincero y no ha sido nunca derrotado por completo y ha mostra do todo su poder incluso en la derrota. No hemos ganado nuestras batallas políticas, no hemos logrado sacar adelan te nuestros puntos principales, no hemos detenido el avance de nuestros adversarios, no hemos marchado victoriosamente con el mundo moderno, pero hemos hecho mella en la opi nión del país, hemos preparado corrientes de sentimiento que han minado la posición de nuestros adversarios cuando pare cía ganada, hemos mantenido nuestras comunicaciones con el futuro. ¡Fijémonos en el curso del gran movimiento que sacudió Oxford hasta el tuétano hace treinta años! Se dirigía, como cualquiera que lea la Apología del doctor Newman com probará, contra lo que podríamos llamar, en una palabra, «liberalismo»7. El liberalismo prevaleció; era la fuerza señala da para hacer el trabajo del momento; era necesario, era inevi table que prevaleciera. El movimiento de Oxford se truncó, fracasó; los restos se dispersaron por las orillas: Quse regio ín terris nostri non plena laboris?8
Pero ¿qué era ese liberalismo, como el doctor Newman lo veía y como realmente truncó el movimiento de Oxford? Era el liberalismo de la gran clase media, que tenía como puntos cardinales de su creencia el Decreto de Reforma de 1832, y el autogobierno local, en política; en la esfera social, el libre cambio, la competencia sin restricciones y la forja de grandes fortunas industriales; en la esfera religiosa, la disidencia del disentimiento y el protestantismo de ía religión protestante. No digo que otras fuerzas más inteligentes que ésa no se 7 Arnoid aiude a John Henry Newman, teólogo anglicano que dirigiría el Movimiento de Oxford y se convertiría después en cardenal de la Iglesia católica. Su obra más representativa es Apología pro vita sua (1864, trad. de V. G.a Ruiz, introducción de lan Ker, Madrid, Encuentro, 2010). s Virgilio, Eneida, I, 460.
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opusieran al movimiento de Oxford, pero ésa fue la fuerza que realmente lo golpeó; ésa fue la fuerza contra la que el doctor Newman sabía que luchaba; ésa era la fuerza que has ta el otro día parecía ser la fuerza dominante en este país y estar en posesión del futuro; ésa era la fuerza cuyos logros llenan al señor Lowe de una admiración indecible y cuyo gobierno le horroriza ver amenazado9. ¿Dónde está ahora esa gran fuerza del filisteísmo? Ha quedado relegada a un rango secundario, se ha convertido en un poder del ayer, ha perdi do el futuro. Un nuevo poder ha aparecido de repente, un poder que es imposible juzgar plenamente, pero que desde luego es una fuerza completamente distinta del liberalismo de ciase media, distinta en sus puntos cardinales de creencia, distinta en sus tendencias en cualquier esfera. Ni le gustan ni admira la legislación de los parlamentos de clase media, ni el autogobierno local de las parroquias de clase media, ni la competencia sin restricciones de los industrialistas de cla se media, ni la disidencia del disentimiento de clase media ni el protestantismo de la religión protestante de clase me dia. No estoy alabando esa nueva fuerza ni diciendo que sus ideales sean mejores; todo lo que digo es que son completa mente distintos. ¿Quién podrá apreciar hasta qué punto las corrientes de sentimiento creadas por el movimiento del doctor Newman, el acuciante deseo de belleza y dulzura que alimentó, la profunda aversión que manifestó hacia la dureza y vulgaridad del liberalismo de clase media, la poderosa luz que arrojó sobre las odiosas y grotescas ilusiones del protes tantismo de clase medía, quién podrá apreciar hasta qué pun to todo esto contribuyó a acrecentar la marea de secreta insa tisfacción que ha minado el terreno del confiado liberalismo de los últimos treinta años y preparado el camino para su repentino colapso y sustitución? ¡De este modo el sentimien to de Oxford por la belleza y la dulzura triunfa y de este modo seguirá triunfando! De este modo trabaja con la misma finalidad que la cultu ra, y aún le queda mucho trabajo por hacer. Ya he dicho que ? Robert Lowe (1811-1892), político liberal que fomentó una reforma selectiva de la educación y e! fimcionariado en Inglaterra.
la nueva y más democrática fuerza que está sustituyendo nuestro viejo liberalismo de clase media no puede ser corree tamente juzgada. Aún ha de formar sus tendencias principa les. Hemos oído promesas de reformas administrativas, de reformas legales, de reformas educativas y de no sé qué más, pero esas promesas provienen más de sus abogados, que de sean defenderla y justificar la sustitución del liberalismo de clase media, que de tendencias claras que aún no se han desa rrollado. Mientras tanto tiene multitud de amigos bieninten cionados contra los cuales la cultura puede seguir mantenien do con ventaja su ideal de perfección humana, que consiste en una actividad espiritual interior, cuyos rasgos son más dulzura, más luz, más vida, más simpatía. El señor Bright, que tiene un pie en cada mundo, el mundo del liberalismo de clase media y el mundo de la democracia, pero que saca la mayoría de sus ideas del mundo del liberalismo de clase media en el que se ha criado, se ha inclinado siempre a inculcar esa fe en la ma quinaria a la que, como hemos visto, los ingleses son tan pro pensos y que ha sido la maldición del liberalismo de clase media. Se queja con amarga indignación de la gente que «no parece tener una estimación adecuada del valor del sufragio»; empuja a sus discípulos a creer — algo en lo que el inglés está siempre dispuesto a creer— que tener un voto, como tener familia numerosa, un gran negocio o una vigorosa musculatu ra, tiene en sí mismo un efecto edificante y perfeecionador sobre la naturaleza humana. Exhorta a la democracia, a «los hombres —como él los llama— sobre cuyos hombros des cansa la grandeza de Inglaterra», y les dice: «¡Ved lo que ha béis hecho! ¡Observo este país y veo las ciudades que habéis construido, ios ferrocarriles que habéis trazado, las manufac turas que habéis producido, los cargamentos que transportan los barcos de la mayor marina mercante que el mundo haya visto! Veo que habéis transformado con vuestro trabajo lo que era un desierto, estas islas, en un fructífero jardín; sé que habéis creado esta riqueza y sois una nación cuyo nombre es una palabra de poder en todo el mundo». Bueno, es el mismo estilo laudatorio con el que el señor Roebuck o ei señor Lowe corrompen las opiniones de la clase media y la convierten en filistea. Es la misma manera de enseñar a un hombre a valo
rarse no por lo que es, no por su progreso hacia la dulzura y la luz, sino por la cantidad de ferrocarriles que ha construido o la grandeza del tabernáculo que ha edificado. Sólo que a la clase media se le dice que lo ha hecho con toda su energía, confianza en sí misma y capital, y a la democracia que lo ha hecho con sus manos y nervios. Pero enseñarle a la democra cia a confiar en logros de esa clase es sólo prepararla para ser los filisteos que ocupen el lugar de los filisteos a los que está sustituyendo, y también a la democracia, como a la clase me dia, se la invitará a sentarse al banquete del futuro sin ir vesti da de boda, y nada que sea excelente saldrá de ella. Quienes conocen sus faltas habituales, quienes la han observado y es cuchado, o quienes lean el instructivo informe sobre ella ela borado por uno de sus partidarios, el Joumeyman Engineer, convendrá en que la idea de perfección que la cultura pone delante de nosotros —una mayor actividad espiritual, cuyos rasgos son más dulzura, más luz, más vida, más simpatía— es una idea que la democracia necesita mucho más que la idea de la bendición del voto o las maravillas de sus hazañas in dustriales. Otros amigos bienintencionados de este nuevo poder no tratan de llevarla por las viejas sendas del filisteísmo de clase media, sino por caminos naturalmente atractivos a los pies de la democracia, aunque en este país sean novedosos e inusita dos. Podría llamarlos los caminos del jacobinismo. Indig nación violenta con el pasado, sistemas abstractos de renova ción aplicados en conjunto, una nueva doctrina trazada en blanco y negro para elaborar hasta en sus menores detalles una sociedad racional para el futuro, ésos son los caminos del jacobinismo. El señor Frederic Harrison y otros discípulos de Comte —uno de ellos, el señor Congreve, es un viejo amigo mío, y me alegra tener la oportunidad de expresar pública mente mi respeto por sus talentos y su carácter— se encuen tran entre los amigos de la democracia dispuestos a llevarla por un camino de esa clase. El señor Harrison es verdadera mente hostil a la cultura y por un motivo bastante natural, pues la cultura es el oponente eterno de dos cosas que son las señas de identidad del jacobinismo: su fiereza y su adicción a sistemas abstractos. La cultura asigna siempre a los forjadores [ios]
de sistemas y a los sistemas una participación menor en el destino de los hombres de lo que sus amigos querrían. Una comente de opinión se inclina hacia nuevas ideas; la gente está insatisfecha con su vieja reserva de ideas filisteas, ideas anglo sajonas o cualesquiera otras, y a alguien, como Bentham o Comle, que tiene el mérito real de haber advertido antes y poderosamente la nueva corriente y de haber contribuido a ella, pero que arrastra consigo buena parte de su propia estre chez y de sus errores en su sentimiento y en su contribución, se le acredita con la autoría de toda la corriente, como la per sona adecuada para confiarle su regulación y guiar a la raza humana10. El excelente historiador alemán de la mitología romana, Preller, al contar la introducción en Roma, bajo los Tarquinos, del cuito de Apolo, el dios de la luz, de la curación y la reconciliación, nos hace observar que no fueron tanto los Tar quines quienes trajeron a Roma el nuevo culto de Apolo, cuanto una corriente de opinión del pueblo romano, que se inclinó poderosamente en aquella época hacia un nuevo cul to de esa clase, al margen del antiguo modo de las ideas re ligiosas latinas y sabinas. De un modo similar, la cultura diri ge maestra atención hacia la corriente natural de los asuntos humanos y a su continuo trabajo, y no dejará que deposite mos nuestra fe en un hombre en particular y sus hechos. Nos hace ver no sólo su buen aspecto, sino también cuánto hay en él necesariamente de limitado y efímero; incluso siente píacer, una sensación de mayor libertad y de un futuro más am plio, al hacerlo. Recuerdo, cuando me encontraba bajo la influencia de al guien por qitien sentía el mayor respeto, alguien que era la encarnación misma de la cordura y el buen sentido, la perso na de mayor consideración que América haya producido —Benjamin Franldin—, recuerdo el alivio con el que, des pués de haber sentido durante mucho tiempo la fuerza del imperturbable sentido común de Frankíin, me encontré con 10 En Jeremy Bentham (1748-1832), fundador del utilitarismo, y Auguste Comte (1798-1857), fundador del positivismo, Arnoid vería a los inspirado res filosóficos de Sa maquinaria.
un proyecto suyo para una nueva versión del Libro de Job que reemplazara la antigua versión, cuyo estilo, dice Franldin, ha quedado obsoleto y resulta poco grato. «Doy —con ti núa— unos pocos versos, que podrán servir de ejemplo de la versión que recomiendo». Todos recordamos el famoso verso en nuestra traducción: «¿Temerá Job a Dios en vano?». FranIdín hace esto: «¿Se imagina su Majestad que la buena con ducta de Job es el resultado de mera adhesión y afecto?». Re cuerdo que, cuando lo leí por primera vez, sentí un inmenso alivio y me dije: «¡Al fin y al cabo, hay humanidad más allá del victorioso buen sentido de Franklin!». Así, después de oír a Bentham ensalzado como el renovador de la sociedad mo derna, y las opiniones e ideas de Bentham propuestas como reglas de nuestro futuro, abro la Deontokgía. Leo allí: «Mien tras Jenofonte escribía su historia y Euclides enseñaba geome tría, Sócrates y Platón decían tonterías con la pretensión de enseñar sabiduría y moralidad. Esa moralidad suya consistía en palabras; esa sabiduría suya era la negación de cosas que cualquiera conoce por experiencia». Desde el momento en que leo eso, ¡estoy libre del cautiverio de Bentham! El fanatis mo de sus partidarios ya no me afecta. Percibo la inadecua ción de sus opiniones e ideas para proporcionar la regla de la sociedad humana, para la perfección. La cultura tiende siempre a tratar así con los hombres de sistema, con los discípulos de una escuela; con hombres como Comte, o el fallecido señor Buclde, o el señor Mili11. Por mucho que pueda encontrar de admirable en esos perso najes, o en algunos de ellos, recuerda, sin embargo, el texto: «¡No me llames maestro!», y pasa en seguida a otro maestro. Pero al jacobinismo le gusta el maestro; no quiere pasar de su maestro en busca de una perfección fritura e inalcanzada; quiere que su maestro y sus ideas representen la perfección, que con la mayor autoridad puedan rehacer el mundo. Para el jacobinismo, por tanto, la cultura —que pasa eternamente adelante y sigue buscando— es una impertinencia y una ofen sa. Pero la cultura, precisamente porque se resiste a esa ten 11 Henry Wilüam Buckle (1821-1862), historiador utilitarista y defensor de la idea de progreso, que popularizaría las ideas de Mili.
dencia del jacobinismo a imponemos a un hombre tanto con sus limitaciones y errores como con las verdaderas ideas de las que es el órgano, presta al mundo y al mismo jacobinismo un servicio. Con su furioso odio al pasado y a quienes hace responsa bles de los pecados del pasado, el jacobinismo no puede tam poco deshacerse de la inagotable indulgencia propia de la cultura, la consideración de las circunstancias, el severo juicio de las acciones unido al juicio misericordioso de las personas. «¡El hombre de cultura en política —exclama el señor Frede ric Harrison— es uno de los mortales más pobres!» El señor Frederic Harrison quiere estar ocupado y se queja de que el hombre de cultura le detenga con una «preferencia por en contrar pequeñas faltas, el amor de la tranquilidad egoísta y la indecisión en la acción». ¿De qué sirve la cultura— se pregun ta— salvo para «un crítico de nuevos libros o un profesor de belles-kttres»? Bueno, resulta útil porque, en presencia de la ñera exasperación que alienta o más bien diría que sisea a través de toda la producción sobre la que el señor Frederic Harrison plantea esa pregunta, nos recuerda que la perfección de la naturaleza humana consiste en dulzura y luz. Resulta útil porque, como la religión — ese otro esfuerzo por la per fección—, testifica que, donde se encuentren la envidia amar ga y la lucha, habrá confusión y obrará el mal. Aspirar a la perfección, por tanto, es aspirar a la dulzura y la luz. Quien trabaja por la dulzura y la luz, trabaja para que prevalezcan la razón y la voluntad de Dios. Quien traba ja para la maquinaria, quien trabaja para el odio, trabaja sólo para la confusión. La cultura mira más allá de la maquinaria, la cultura odia el odio; la cultura tiene una gran pasión, la pasión por la dulzura y la luz. ¡Aún tiene otra mayor! La pa sión por que prevakzcan. No estará satisfecha hasta que todos sean perfectos. Sabe que la dulzura y la luz de unos pocos han de ser imperfectas hasta que la dulzura y la luz toquen a las masas rudas y duras de la humanidad. Si no me he retraído de decir que debemos trabajar por la dulzura y la luz, no me re traeré de decir que hemos de tener una amplia base, que ha de haber dulzura y luz para tantos como sea posible. Una y otra vez he insistido en que los momentos felices de la humani
dad, las épocas que matean la vida de un pueblo, los tiempos florecientes de la literatura y el arte y todo el poder creativo del genio se producen cuando hay un fervor nacional de la vida y el pensamiento, cuando el conjunto de la sociedad está completamente permeado por el pensamiento, sensible a la belleza, inteligente y vivo. Sólo eso debe ser el pensamiento real y la belleza real, la dulzura real y la luz real. Mucha gente tratará de darle a lo que llama las masas un alimento intelec tual preparado y adaptado de un modo que consideran ade cuado para la condición actual de las masas. La literatura po pular ordinaria es un ejemplo-de ese modo de trabajar con las masas. Mucha gente tratará de adoctrinar a las masas con la serie de ideas y juicios que constituyen el credo de su profe sión o partido. Nuestras organizaciones religiosas y políticas dan un ejemplo de ese modo de trabajar con las masas. No condeno ninguno, pero la cultura trabaja de una manera dis tinta. No trata de rebajar la enseñanza al nivel de las clases inferiores; no trata de ganarlas para esta o aquella secta pro pia, con juicios apresurados y contraseñas. Trata de deshacer se de las clases, de que lo mejor que se haya pensado y sabido en el mundo esté disponible en cualquier parte, de que todos los hombres vivan en una atmósfera de dulzura y luz, donde puedan usar las ideas, como esa atmósfera se sirve de ellos, libremente, alimentados y no cautivos. Esa es la idea social, y los hombres de cultura son los verda deros apóstoles de la igualdad. Los grandes hombres de cultu ra son quienes tienen pasión por difundir, por hacer que pre valezca, por llevar de un extremo a otro de la sociedad el mejor conocimiento, las mejores ideas de su tiempo; quienes trabajan por despojar al conocimiento de todo cuanto es ás pero, tosco, difícil, abstracto, profesional, exclusivo, de huma nizarlo, de hacerlo eficiente más allá de la camarilla de los cultivados e instruidos, y que siga siendo el mejor conocimien to y pensamiento de la época y una fuente verdadera, por tanto, de dulzura y luz. Un hombre así fue Abelardo en la Edad Media, a pesar de todas sus imperfecciones, y de ahí proviene la ilimitada emoción y entusiasmo que Abelardo suscitó. Hombres así fueron Lessing y Herder en Alemania, a finales del siglo pasado, y sus servicios a Alemania fueron, por
tanto, inestimables. Pasarán las generaciones y los monumen tos literarios se acumularán, y obras más perfectas que las obras de Lessing y Herder se producirán en Alemania; sin embargo, los nombres de esos dos hombres llenarán a los alemanes de la reverencia y el entusiasmo que los nombres de los maestros más dotados despiertan. ¿Por qué? Porque huma nizaron el conocimiento, porque ampliaron la base de la vida y la inteligencia, porque trabajaron poderosamente para di fundir la dulzura y la luz, para hacer que prevalecieran la ra zón y la voluntad de Dios. Con san Agustín, dijeron: «No te dejaremos solo para que hagas, en lo secreto de tu corazón, como hiciste antes de la creación del firmamento, la división de la luz y las tinieblas; deja que los hijos de tu espíritu, situa dos en su firmamento, hagan que su luz brille sobre la tierra, señale la división de la noche y el día y anuncie la revolución de los tiempos, pues el antiguo orden ha llegado a su fin y el nuevo surge; la noche ha pasado y llega el día, y coronarás el año con tu bendición cuando envíes trabajadores a tu cose cha, sembrada por manos distintas a las suyas, cuando envíes nuevos trabajadores a nuevas épocas de siembra, cuya cose cha no ha llegado»12.
12 Arnold cita las Confesiones (XIII, 18). Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) y Johann Gottfried Herder (1744-Í833) prepararon el camino de la Ilustración en Alemania.
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OBRAR A CAPRICHO tratado de mostrar que la cultura es, o debería ser, el estudio de y la aspiración a la perfección, y que de la perfección a ia que aspira la cultura, la belleza y la inteligencia, o, en otras palabras, la dulzura y la luz, son los principales rasgos. Pero hasta ahora he insistido sobre todo en la belleza, o dulzura, como rasgo de la perfección. Para completar como es debido mi propósito, queda por hablar también, evidentemente, de la inteligencia, o luz, como ras go de la perfección. Antes, sin embargo, debería advertir que, tanto aquí como al otro lado del Atlántico, se ha suscitado todo tipo de obje ciones contra la «religión de la cultura», como los objetores se mofan al llamarla, que se supone que preconizo. Se dice que es una religión que propone fármacos, o algún ungüento per fumado, como remedio de las miserias humanas, una religión que alienta un espíritu de inacción cultivada, que hace que su creyente rehúse echar una mano para desarraigar los males definidos en todos nuestros aspectos y llena de antipatía a las reformas y los reformadores que tratan de extirparlos. En ge neral, se resume como algo impracticable o, como algunos críticos dicen familiarmente, un claro de luna. Ese Alcibíades, el editor del Moming Star, me ridiculiza como su promulga do^ como si viviera ajeno al mundo y no conociera la vida ni a los hombres. Ese gran y austero trabajador, el editor del Daily Tdegraph, me reprocha —aunque amablemente, más con lástima que con enfado— por entretenerme con fantasías
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estéticas y poéticas, mientras que él mismo, en su arsenal de Fleet Street, soporta la carga y el calor del día. Un inteligen te periódico americano, The Nation, dice que es muy fácil sentarse en ei estudio y encontrar defectos en el desarrollo de la sociedad moderna, pero que se trata de proponer mejoras prácticas. Por último, el señor Frederic Harrison, en una sátira muy templada e ingeniosa, que me convence de que ha logra do conquistar a mi joven amigo prusiano, Arminio, se siente movido por una impaciencia moral casi seria a contemplar, según dice, «cómo la muerte, el pecado, la crueldad se acercan cautelosamente y se llenan las fauces de inocencia y juven tud», mientras yo, en medio de la tribulación general, abro mi cajita de perfumes5. Es imposible que todos esos reproches y censuras no me afecten, y trataré de hacer lo más que pueda por completar mi propósito y hablar de la luz como uno de los rasgos de la perfección y de la cultura que nos da luz, de aprovechar las objeciones que he oído y leído y de poner en práctica cuanto me sea posible, mostrando las comunicaciones y pasajes hacia la vida práctica de la doctrina que inculco. Se dice que alguien con mis teorías de dulzura y luz está lleno de antipatía a los movimientos más rudos o toscos que le rodean, que no echará una mano en la humilde operación de desarraigar los males por sus medios y que, por tanto, los creyentes en la acción se impacientarán con él. Pero
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sotros como para los detnás, consistiera en ilustramos y cuali ficarnos para obrar menos al azar, sería, seguramente, la mejor y, en verdad, la línea más práctica que podrían adoptar nues tras empresas. De modo que si muestro lo que mis adversa rios llaman una acción ruda o tosca, aunque yo la llamaría una acción azarosa y mal regulada —una acción con luz insu ficiente, una acción seguida porque nos gusta hacer algo y hacerlo como nos plazca, sin tomarnos la molestia de pensar o de adoptar la severa restricción de algún tipo de regla—, si muestro que ése es, en este momento, un error práctico y pe ligroso para nosotros, entonces habré encontrado un uso práctico de la luz para corregir ese estado de cosas y sólo ten dré que ejemplificar cómo se aplica en casos que cualquiera podría observar. Cuando empecé a hablar de cultura, insistí en nuestra ser vidumbre respecto a la maquinaria, en nuestra inclinación a valorar la maquinaria como un fin en sí mismo, sin ver más allá de ella la única finalidad que verdaderamente es valiosa. La libertad, decía, era una de esas cosas a las que debíamos rendir culto en sí mismas, sin tener en cuenta nunca de una manera suficiente la finalidad por la que se desea la libertad. En nuestras nociones comunes y conversaciones sobre la li bertad, mostramos eminentemente nuestra idolatría hacia la maquinaria. Nuestra noción predominante es —he citado muchos ejemplos para probarlo— que lo más dichoso e im portante para un hombre consiste meramente en ser capaz de obrar a capricho2. No insistimos demasiado en lo que hace cuando es libre de obrar a capricho. Nuestra familiar alabanza de la Constitución británica bajo la que vivimos es que se trata de un sistema de contrapesos, un sistema que impide y paraliza cualquier poder que se interfiera con la libre acción 1 Todo el capítulo puede ser leído, de hecho, como la réplica de Arnold a Sobre la libertad de Mili. La frase del título proviene de la introducción de su obra: «... the principie requires liberty o f íastes and pursuits; o f framing the plan o f our Ufe to suít our own character; o f doing as we like, subject to such consequences as may follow» (el principio de la libertad humana re quiere ía libertad de gustos y de inclinaciones, la libertad de organizar nues tra vida siguiendo nuestro modo de ser, de obrar a capricho, sujetos a las consecuencias que puedan seguirse).
de los individuos. A este efecto, el señor Bright, a quien le gusta seguir los viejos caminos de la Constitución, dijo vio lentamente en uno de sus grandes discursos lo que mucha gente dice con menos violencia, que la idea central de la vida y de la política inglesas es la afirmación de la libertadpersonal. Evidentemente es así, pero también es evidente que, confor me el feudalismo, que con sus ideas y hábitos de subordina ción se mantuvo silenciosamente durante siglos detrás de la Constitución británica, se desvanece, y no nos queda más que nuestro sistema de contrapesos y nuestra noción de que el gran derecho y la felicidad de un inglés es obrar a capricho cuanto pueda, estamos en peligro de derivar hacia la anar quía. Carecemos de la noción, tan familiar en el continente y en la antigüedad, de Estado, de la nación en su carácter colec tivo y corporativo, dotado de poderes estrictos para beneficio general y que controla las voluntades individuales en nombre de un interés más amplio que el de los individuos. Decimos, lo cual es cierto, que esa noción suele ser instrumental para la tiranía; decimos que un Estado se compone de individuos y que cada individuo es el mejor juez de sus intereses. Nuestra clase dirigente es la aristocracia, y a ninguna aristocracia le gusta la noción de una autoridad estatal mayor que la suya, con una maquinaria administrativa estricta que sustituya el inútil decorado de virreyes, gobernadores y posse comitatus, que está todo en sus manos. Nuestra clase media, la gran re presentante del comercio y el disentimiento, con sus máxi mas de cada uno a lo suyo en los negocios, cada uno a lo suyo en religión, amenaza con interferir en una poderosa adminis tración y tiene, además, sus propios decorados inútiles de pa rroquias y guardianes, que son para ella lo que los virreyes y las magistraturas de los condados para la clase aristocráti ca, y una administración estricta podría quitarles esas funcio nes de las manos o impedir que las ejercieran a su propia, cómoda e independiente manera, como ahora. Igual ocurre con la clase trabajadora. Esa clase, urgida cons tantemente por la dura compulsión diaria de las necesidades materiales, es naturalmente el centro mismo y el baluarte de nuestra idea nacional, que el derecho y la felicidad ideales del hombre residen en obrar a capricho. Creo que he contado en
otra parte que el señor Michelet me dijo de los franceses que eran «una nación de bárbaros civilizada por la conscripción»3. Se refería a que, mediante el servicio militar, la Idea del deber y la disciplina públicos llegaba a las masas, en otros aspectos ruda y sin cultivar. Nuestras masas son tan rudas e incultas como las francesas y, lejos de albergar la idea del deber y la disciplina públicos, superiores a la voluntad del individuo, gracias a una obligación universal de servicio militar, como la conscripción, lejos de ello, la idea misma de la conscripción es tan contraria a nuestra noción inglesa del derecho primor dial y de la bendición de obrar a capricho, que recuerdo que el encargado de la Clay Cross en Derbyshire me dijo, duran te la guerra de Crimea, cuando se hizo sentir nuestra falta de soldados y hubo quien habló de conscripción, que, antes de aceptar la conscripción, la gente de ese distrito huiría a las minas y llevaría una especie de vida a lo Robin Hood bajo tierra. Durante mucho tiempo, como he dicho, los fuertes hábitos feudales de subordinación y deferencia siguieron influyendo en la clase trabajadora. El espíritu moderno casi ha disuel to ahora esos hábitos, y la tendencia anárquica de nuestro culto de la libertad en y por sí mismo, de nuestra fe supersti ciosa, como digo, en la maquinaria, se ha puesto de manifies to. Cada vez más, a causa de nuestra fe ciega en la maquina ria, a causa de nuestra falta de luz, que nos impide ver más allá de la maquinaria la finalidad por la que la maquinaria es valiosa, uno u otro hombre, este o aquel cuerpo de hombres, a lo largo de todo el país, empiezan a afirmar y poner en prác tica el derecho de un inglés a obrar a capricho, su derecho a ir donde quiera, a encontrarse con quien le plazca, a entrar don de le apetezca, a abuchear, a amenazar, a destruir. Todo esto, como digo, tiende a la anarquía, y aunque muchas personas excelentes, particularmente mis amigos del partido liberal o progresista, como se consideran a sí mismos, sean tan ama bles de ofrecernos seguridad diciendo que se trata de nimieda des, que unos estallidos pasajeros de alboroto no significan nada, que nuestro sistema de libertad cura todos los males 3 Arnoid alude a su ensayo Tin Popular Educalion qfFrance (1861).
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que suscita, que las clases educadas e inteligentes conservan su preponderancia y reposo mayestático, listas para actuar, como nuestra fuerza militar en los disturbios, al momento, sin embargo, nos damos cuenta de que nuestros amigos libe rales suelen decir esto porque tienen fe en sí mismos y en sus panaceas para cuando, si el bienestar público lo requiere, vuelvan a ocupar el poder. Pero no podemos compartir su fe cuando durante tanto tiempo han aplicado sus panaceas sin impedir que lleguemos a esta embarazosa situación. Nos da mos cuenta también de que los estallidos de alboroto tienden a ser cada vez menos nimios y a ser cada vez más frecuentes, y que, mientras tanto, nuestras clases inteligentes y educadas permanecen en su reposo mayestático y, de una u otra manera> pase lo que pase, como nuestra fuerza militar en los distur bios, no ejercen su preponderancia4. ¿Cómo deberían ejercer, de hecho, su preponderancia cuan do el tipo que pronuncia un discurso incendiario, o rompe las vallas del parque, u ocupa la oficina del secretario de Estado, sólo está siguiendo el impulso inglés de obrar a capricho y nuestra conciencia nos dice que siempre hemos considerado primordial y sagrado ese impulso? El señor Murphy habla en Birmingham y arroja sobre la población católica de esa ciu dad «palabras —dice el ministro del Interior— adecuadas sólo para ladrones o asesinos». ¿Qué pasa entonces? El señor Murphy tiene razones de diversa índole. Sospecha de las in tenciones de la Iglesia católica romana respecto a la señora Murphy, y dice que si los concejales y magistrados no se pre ocupan por sus esposas e hijas, él lo hará. Pero, sobre todo, obra a capricho o, en un lenguaje más elevado, afirma su liber tad persotíal. «Pronunciaré mis discursos aunque pasen por encima de mi cadáver, y le digo al alcalde de Birmingham que es mi servidor mientras yo esté en Birmingham, y como servi dor mío ha de cumplir con su deber y protegerme». ¡Conmo vedoras y hermosas palabras, que resuenan con simpatía en todos los pechos ingleses! Si alguien afirma sencillamente de lante de nosotros su libertad personal, nos desarma, porque 4 Amold alude a los acontecimientos que rodearon el encuentro refor mista en Hyde Park en el verano de 1866. [r ió ]
somos creyentes en la libertad y no en un sueño de recta ra zón al que la afirmación de nuestra libertad habría de subor dinarse. En consecuencia, el secretario de Estado tiene que decir que, aunque el lenguaje del orador fuera «adecuado sólo para ladrones o asesinos», sin embargo, «no creo que pueda ser privado, no creo que nada de cuanto yo haya dicho justi fique la inferencia de que fuera privado del derecho a la pro tección en un lugar construido para él con el propósito de sus discursos, porque el lenguaje no era un lenguaje que propor cionara un motivo para la persecución criminal». ¡No, ni para que el alcalde le hiciera callar, ni el ministro del Interior, ni ninguna autoridad administrativa sobre la tierra, sencillamen te por lo que pudieran pensar sobre la discreción y la razonabilidad! Eso está en perfecta consonancia con nuestra opi nión pública y nuestro amor nacional por la afirmación de la libertad personal. En otro estado de cosas, un experimentado y distinguido juez de la Cancillería cuenta un incidente cuyo efecto es el mismo que el del señor Murphy. Alguien dejó en su testa mento trescientas libras al año para que fueran asignadas como pensión a quien tuviera éxito en literatura, cuyo deber sería apoyar y difundir, por medio de sus escritos, las opinio nes del difunto según constaban en sus publicaciones. Esas opiniones no valían la pena y se impugnó el testamento en el tribunal de la Cancillería por su carácter absurdo, pero, aun que lo era, se mantuvo, y prevaleció la supuesta caridad. Te niendo, como digo, en el fondo de nuestros corazones ingle ses una creencia muy fuerte en la libertad, y una creencia muy débil en la recta razón, nos callamos pronto cuando un hom bre alega el derecho primordial de obrar a capricho, porque ése es también nuestro derecho primordial, y aunque trata mos de musitar algo sobre la razón, pensamos tan poco en eso y tanto en la libertad, que nos vemos obligados, en con ciencia, cuando nuestro hermano filisteo, con el que vamos a medias, ronda a nuestro alrededor y nos pregunta: «¿Tienes luz?», a sacudir la cabeza y dejarle que siga su camino. Podríamos decir muchas cosas sobre nuestra exclusiva aten ción a la libertad y sobre los relajados hábitos de gobierno que ha engendrado. Es muy fácil confundir o exagerar el tipo
de anarquía que nos amenaza por ello. No estamos en peligro por el fenianismo, por fiero y turbulento que se muestre, pues en su contra nuestra conciencia es suficientemente libre para dejamos actuar resueltamente y ejercer nuestra preponderan cia cuando realmente haga falta. En primer lugar, no ha for mado nunca parte de nuestro credo que el gran derecho y la bendición de los irlandeses, de hecho, de nadie sobre la tierra salvo los ingleses, sea obrar a capricho, y carecemos de escrú pulos a la hora de reducir, si es necesario, la afirmación perso nal de libertad de quien no sea inglés. La Constitución britá nica, con sus contrapesos y virtudes primordiales, es para los ingleses. Podemos ampliarla a otros por amor y gentileza, pero no encontramos ninguna ley divina escrita en nuestros corazones que nos obligue a ampliarla. ¡La diferencia entre un feniano irlandés y un bribón inglés es inmensa y el caso, tratándose de un feniano, mucho más claro! ¡El feniano está evidentemente desesperado, es peligroso, miembro de una raza conquistada, papista, con siglos de malos usos en su país que recriminamos, con una religión extraña establecida en su país por nosotros a sus expensas, sin admiración alguna por nuestras instituciones, ni amor por nuestras virtudes, ni talen to para nuestros negocios, ni preferencia por nuestra comodi dad! Mostradle nuestra simbólica Fábrica de Paja en el lugar más hermoso de Europa y decidle que el industrialismo y el individualismo británicos podrán llevar allí a un hombre, y se quedará frío. Evidentemente, si tratamos con ternura a un sentimental como ése es por pura filantropía5. ¡Pero el alborotador de Hyde Park es distinto! Es de nuestra carne y de nuestra sangre, es protestante, la naturaleza lo ha forjado pata obrar como nosotros, para odiarlo que odiamos; para amar lo que amamos; es capaz de percibir la fuerza sim bólica de la Fábrica de Paja; la cuestión esencial para él es la 5 En el verano de 1867, Wiiiiam Murphy pronunció una serie de confe rencias anticatólicas eti Birminghatn. Los teníanos eran miembros de una sociedad secreta republicana, con raíces en Irlanda y América, formada. en 1858. En 1867, un grupo de fenianos asesinó a un policía. Los supuestos asesinos fueron capturados, pero una multitud de simpatizantes invadió las; oficinas dei ministro del Interior para impedir su ejecución. La Truss Manu-:. factory estaba situada en Trafalgar Square, en el centro de Londres.
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cuestión del salario. La hermosa frase de sir Daniel Gooch ci tada a los trabajadores de Swindon, y que yo he atesorado como la regla de oro de la señora Gooch o como la exhorta ción divina, «Sed perfectos», traducida al inglés, la frase que la madre de sir Daniel Gooch le repetía cada mañana cuando era un muchacho que acudía al trabajo: «¡Recuerda, mi querido Dan, que has de procurar ser un día el encargado de ese nego cio!», esa provechosa máxima es perfectamente adecuada para brillar en el corazón del bribón de Hyde Park y ser la estrella que le guíe a lo largo de la vida6. No tiene planes visionarios de revolución y transformación, aunque por supuesto querría que su clase gobernara, como la clase aristocrática querría que gobernara la suya y la clase media la suya. Mientras tanto, nuestra máquina social está fuera de control; hay mucha gen te en nuestros paradisiacos centros de industrialismo e indivi dualismo quitando el pan de la boca a los demás. El bribón no ha encontrado del todo su surco para ponerse a trabajar y, por ello, afirma su libertad personal, y va donde quiere, se reúne con quien le place, vocifera y murmura. Igual que no sotros —mientras el país se escuda en la clase aristocrática, como los disidentes políticos en la clase media—, no tiene idea alguna de un Estado, de la nación en su carácter colectivo y corporativo, que controle, como gobierno, la libre propen sión de éste o aquél de sus miembros en nombre de una razón más elevada que todos ellos, que la suya tanto como de los demás. Ese bribón contempla la clase aristocrática, rica, al car go del gobierno ejecutivo, de modo que si se le impide hacer de Hyde Park una osera o intransitables las calles, dirá que la aristocracia está asesinándolo. Su aparición es embarazosa, porque muchos cocineros es tropean el caldo; porque, aunque las clases aristocráticas y medias han obrado a capricho con gran vigor, el bribón no se ha desarrollado hasta ahora y ha estado demasiado sometido para participar en el juego y, al entrar en él, lo hace en mul titud y resulta rudo y vasto. Pero no vulnera muchas leyes, o no simultáneamente, y, como nuestras leyes se hicieron para 6 Sir Daniel Gooch (1816-1889), magnate del ferrocarril y miembro del Parlamento.
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circunstancias muy distintas de las actuales (pero siempre con un ojo en el inglés que obra a capricho), y como la letra clara de la ley ha de estar en contra de nuestro inglés cuando obra a capricho y no sólo el espíritu de la ley y el proceder público, y como el gobierno no debe tener un poder discrecional ni actuar resueltamente de acuerdo con su propia interpretación de ía ley sí alguien lo rebate, es evidente que nuestras leyes le dan a nuestro lúdico gigante, al obrar a capricho, una ventaja considerable. Además, aunque pueda demostrarse con cla ridad que ha perpetrado una ilegalidad al obrar a capricho, siempre podrá dejarse la ley en suspenso o aboliría. Así tiene allanado el camino, y si tiene allanado el camino estará satis fecho por el momento. Sin embargo, cae en la costumbre de tenerlo allanado cada vez con más frecuencia y al fmal empie za a crear, con sus actos, confusión respecto a qué gente ma lévola podría tomar ventaja, y de qué tipo, en cualquier caso, al turbar el curso comente de las cosas a lo largo del país, tiende a causar disturbios y a aumentar la clase de anarquía y desintegración social que ya había comenzado. De ese modo, el profundo sentido de orden y seguridad asentados, sin el que una sociedad como 1a nuestra no podría vivir ni crecer, parece en ocasiones amenazado de desaparecer. Ahora bien, si la cultura, que simplemente significa tratar de perfeccionamos a nosotros mismos, y a nuestras opiniones como parte de nosotros, nos proporciona luz, y si la luz nos muestra que no hay nada de bendito en obrar meramente a capricho, que el culto de la mera libertad para obrar a capri cho es el culto de la maquinaria, que la verdadera bendición es hacer lo que ordena la recta razón y seguir su autoridad, entonces obtendremos un beneficio práctico de la cultura. Tendremos un principio que nos hacía mucha falta, un prin cipio de autoridad, para contrarrestar la tendencia a la anar quía que parece amenazamos, Pero ¿cómo organizar esa autoridad o a qué manos confiar su manejo? ¿Cómo lograr nuestro Estado, sumando la recta razón de la comunidad, y darle efecto, según lo requieran las circunstancias, con vigor? Me parece ver aquí a mis enemi gos esperándome con un ávido gozo en la mirada. Pero los eludiré.
El Estado, el poder que mejor representa la recta razón de la nación, y el más digno, en consecuencia, para gobernar —pa ra ejercer, cuando las circunstancias lo requieran, la autoridad sobre todos nosotros—, es para el señor Carlyle la aristocracia. Para el señor Lowe es la clase media con su incomparable Parlamento. Para la Liga Reformista es la clase trabajadora, la clase con «los poderes más brillantes de la simpatía y los po deres más preparados para la acción». Ahora bien, la cultura, con su aspiración desinteresada a la perfección, tratando de ver las cosas como son para captar lo mejor y hacer que pre valezca, está seguramente más capacitada para ayudamos a juzgar correctamente por medio de todas las ayudas de la ob servación, ía lectura y el pensamiento, calificaciones y títulos de nuestra confianza en la autoridad de esos tres candidatos, y puede rendir un servicio práctico de gran valor. De este modo, cuando el señor Carlyle, un hombre de ge nio a quien todos en uno u otro momento debemos estímu los y refresco, dice que deberíamos darle el gobierno a la aris tocracia, sobre todo a causa de su dignidad y refinamiento, seguramente la cultura será útil al recordarnos que, en nuestra idea de la perfección, están presentes los rasgos de la belleza y de la inteligencia y se unen la dulzura y la luz, las dos cosas más nobles. Concediendo, con el señor Carlyle, que la clase aristocrática posea dulzura, la cultura insiste también en la necesidad de la luz y nos muestra que las aristocracias, que por la naturaleza misma de las cosas son inasequibles a las ideas, incapaces de ver cómo marcha el mundo, carecen en cierto modo de luz y, en consecuencia, cuando la luz es nues tro gran requisito, son inadecuadas para nuestras necesidades. Las aristocracias, hijas de los hechos establecidos, son para épocas de concentración. En épocas de expansión, épocas como la que ahora vivimos, épocas en las que se oye la voz de advertencia: Ahora es eljuicio del mundo, en tales épocas, las aristocracias, con su inclinación natural hacia los hechos esta blecidos, su falta de sentido para el flujo de las cosas, para la inevitable transitoriedad de todas las instituciones humanas, están perplejas y resultan inútiles. Su serenidad, su elevado espíritu, su gran poder de resistencia —las grandes cualidades de una aristocracia y el secreto de sus distinguidas maneras y [i z i ]
dignidad—, esas mismas cualidades, en una época de expan sión, se vuelven contra quienes las poseen. Una y otra vez he dicho que el refinamiento de una aristocracia puede ser pre cioso y educativo para una tosca nación como una especie de sombra del verdadero refinamiento; que su serenidad y digni ficada libertad de los cuidados mezquinos pueden servir de realce para apartar la vulgaridad y fealdad del tipo de vida que una ruda clase media tiende a establecer y ayudar a las perso nas a ver esa vulgaridad y fealdad en sus mismos colores. [De un espectáculo tan innoble como el de la pobre señora Lin coln — un espectáculo para vulgarizar a toda una nación—, la aristocracia sin duda nos preserva.]7 Pero la verdadera gracia y serenidad es aquella de la que Grecia y el arte griego sugieren los admirables ideales de perfección, una serenidad que pro viene de haber puesto orden entre las ideas y haberlas armo nizado, mientras que la serenidad de las aristocracias, al me nos la peculiar serenidad de las aristocracias de origen teutónico, parece provenir de no haber tenido nunca ideas que las turbasen. Por ello, en una época de expansión como la actual, una época de ideas, obtenemos, al contemplar la aristocracia, más que la idea de serenidad, la idea de futilidad y esterilidad. A menudo me he preguntado si hay sobre la tierra algo tan falto de inteligencia, tan poco apto para percibir cómo mar cha realmente el mundo como un joven inglés ordinario de nuestra clase superior. No tiene ideas ni tampoco la seriedad de nuestra clase media, que es, como he dicho a menudo, la gran fortaleza de esa clase y puede convertirse en su salvación. Podríamos oír a un joven rico de la clase aristocrática, cuando el capricho4e lleva a cantar las alabanzas de la riqueza y el confort material, que canta con el cinismo que repudiaría la conciencia del menos filisteo de nuestra clase media indus trial. Cuando, con la simpatía natural de las aristocracias para tratar firmemente con la multitud, y su inquietud por nuestro débil trato con ella en casa, un sencillo joven inglés de nuestra ’ Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. La viuda de hincóla habla quedado en una situación —pública y privada—■ lamentable tras el magnicidio de 1865.
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dase aristocrática aplaude a los gobernantes absolutos del continente, se las arregla en general para confundir los moti vos racionales e inteligentes que podrían darle cierta justifica ción, alguna posibilidad de existencia, a esos gobernantes, y los aplaude por motivos que le pondrían los pelos de punta si los oyera. Todo este tiempo nos encontramos en una época de expan sión, y la esencia de una época de expansión es un movimien to de ideas, y la única salvación de una época de expansión es una armonía de las ideas. El principio mismo de autoridad que estamos buscando como defensa contra la anarquía es la recta razón, ideas, luz. En consecuencia, cuanto más llame en su ayuda una aristocracia a sus fuerzas innatas —su impenetrabi lidad, su elevado espíritu, su gran poder de resistencia— para tratar con una época de expansión, cuanto más grave sea el peligro, mayor será la certeza de explosión, más segura la de rrota de la aristocracia, pues intentará violentar la naturaleza en lugar de colaborar con ella. Los mejores poderes mostrados por los mejores hombres de una aristocracia en una época se mejante no son, como podrá observarse, poderes aristocráti cos, sino poderes de la industria, poderes de la inteligencia, y la exhibición de esos poderes no tiende en realidad a fortalecer la aristocracia, sino a separar a sus propietarios de ella, a expo nerlos a las agencias disolventes del pensamiento y el cambio, a hacer de ellos hombres de espíritu moderno y del futuro. Si, como a veces sucede, añaden a sus cualidades no aristocráticas de trabajo y pensamiento una fuerte dosis de cualidades aristo cráticas — de orgullo, desafio, inclinación a resistir—, ese as pecto suyo verdaderamente aristocrático, lejos de darles fuer za, neutralizará su fuerza y los hará inútiles e ineficaces. Sabiendo yo mismo que busco tristemente, como dice uno de mis muchos críticos, «una filosofía con principios coheren tes, interdependientes, subordinados y derivados», recurro continuamente a una fórmula sencilla para tratar de que las pocas nociones que tengo sean cada vez más claras e inteligi bles para mí mismo por medio del ejemplo y la ilustración8. 8 Arnold alude a la critica de Frederic Harrison, «Culture: A Dialogue», publicada en la Fortnigbtly Rm tm en noviembre de 1867.
Habiéndome educado en Oxford en los viejos y malos tiem pos, cuando nos atiborrábamos de griego y Aristóteles sin pensar en preparamos, mediante el estudio de las lenguas mo dernas — como después del gran discurso del señor Lowe en Edimburgo haremos9— , para librar la batalla de la vida con los camareros de hoteles extranjeros, mi cabeza sigue llena de un montón de frases que aprendimos de Aristóteles en Oxford, acerca de la virtud en el término medio y sobre el exceso y el defecto, y cosas por el estilo. En una ocasión tuve el privilegio de escuchar los debates sobre la reforma en la Cámara de los Comunes y, después de haber oído a unos cuantos portavoces interesantes, entre ellos un conocido lord y un conocido baronet, recuerdo que me impresionó, apli cando la maquinaria del término medio de Aristóteles a mis ideas sobre nuestra aristocracia, que el lord fuera exactamente la perfección, o feliz término medio, o virtud, de la aristocra cia, y el baronet el exceso10. Imaginé que, observándolos, po dríamos comprobar tanto la inadecuación de la aristocracia para proporcionar el principio de autoridad necesario para nuestras demandas actuales, como el peligro de que trate de hacerlo aunque no sea competente para ello. Por una parte, en el brillante lord, en el que resplandecía un elevado espíritu, admirable, por encima y más allá de su dote de elevado espí ritu, por el hermoso temple de su elevado espíritu, por el aplomo, la serenidad, el refinamiento — las grandes virtudes, como dice Carlyle, de la aristocracia—, en ese hermoso y vir tuoso término medio, era evidente cierta insuficiencia de luz, mientras que, por otra parte, el digno baronet, en el que el elevado espíritu de la aristocracia, su impenetrabilidad, su de safiante valentía y orgullo de resistencia se desarrollaban in cluso en exceso, era manifiestamente capaz, si se le daba la oportunidad, de causarnos un grave peligro y, de hecho, de arrojar confusión sobre toda la comunidad. Me volví enton ces a mi vieja noción fundamental sobre la honradez como 9 Lowe había pronunciado un discurso sobre la necesidad de reformar la educación superior. 10 En la edición de 1869, Am old había identificado respectivamente a lord Elcho y a sir Thomas Bateson.
gran mérito de nuestra raza. La impotencia de nuestra aristo cracia o clase gobernante al tratar con nuestra perturbada con dición social, su recelo a confiar demasiado poder al Estado en la forma en que ahora existe — es decir, para sí misma—, me causó una especie de orgullo y satisfacción, porque com probé que era, en conjunto, demasiado honrada para tratar y manejar un asunto para el que no se sentía capaz. Seguramente no será un beneficio escaso el que la cultura nos concede si, en tiempos embarazosos como el actual, nos capacita para mirar las cosas por dentro y por fuera de este modo, sin odio ni parcialidad y con la disposición a encon trar lo bueno en todos los que nos rodean. Trato de seguir el mismo procedimiento tanto con nuestra clase media como con nuestra aristocracia. El señor Lowe nos habla de la fuerte parte media de la nación, de los hechos sin paralelo del Parla mento de nuestra clase media liberal, del trabajo noble y he roico que ha llevado a cabo en los últimos treinta años, y empiezo a preguntarme si no habremos encontrado en nues tra clase media el principio de autoridad que necesitábamos y si no habríamos hecho mejor en retirar la administración, igual que la legislación, del débil extremo que ahora nos administra y encargársela a la fuerte parte media. Observo también que los héroes del liberalismo de clase media, como hasta ahora los hemos conocido, hablan con una especie de anticipación profética del gran destino que les espera, como si el fiituro fiiera claramente suyo. El partido avanzado, el partido progresista, el partido en alianza con el futuro, son apelaciones que gustan de darse a sí mismos. «Los principios que obtendrán reconocimiento en el futuro — dice el señor Miall, un personaje de merecida eminencia entre los llamados disidentes políticos, que han sido la espina dorsal del libera lismo de clase media— son los principios por los que he tra bajado celosamente durante mucho tiempo. Estoy cualifica do para unirme a la tarea de la cosecha por hacer lo mejor que sé las tareas de la siembra». Esas tareas, si hemos de recopilar las por los trabajos del gran partido liberal en los últimos treinta años, son, como he resumido en otra parte, la defensa del librecambio, de la reforma parlamentaria, de la aboli ción de los impuestos eclesiásticos, del voluntarismo en re
ligión y educación, de la no interferencia del Estado entre patrones y empleados y del matrimonio con la hermana de la difunta esposa. Ahora bien, sé que cuando objeto que todo esto es maqui naria, la gran clase media liberal ha llegado a ser lo suficiente mente astuta para responder que siempre ha querido decir con esas cosas más de lo que aparentan, que lo ha tenido en cuenta más que mostrarlo y que pronto veremos, en una Igle sia libre y en toda clase de buenas cosas, lo que eran. Pero he aprendido del obispo Wilson (si el señor Frederic Harrison me perdona que vuelva a citar a ese viejo y pobre hierofante de una superstición decadente): «Si conociéramos verdadera mente nuestro corazón, contemplaríamos nuestras acciones con imparcialidad», y no puedo evitar pensar que, si los libe rales tuvieran tanta dulzura y luz en su interior como alegan, tendría que traslucirse en lo que dicen y hacen. Un amigo americano de los liberales ingleses dice, de he cho, que su disidencia del disentimiento ha sido un mero instrumento de los disidentes políticos para que prevalecieran la razón y la voluntad de Dios (y sin duda diría lo mismo del matrimonio con la hermana de la difunta esposa), y que la abolición de la Iglesia estatal es sólo un medio de los disiden tes para ese fin, igual que la cultura es el mío. Otro defensor americano dice lo mismo de su industrialismo y librecambio; de hecho, ese caballero, cogiendo el toro por los cuernos, propone que en el futuro llamemos cultura al industrialismo y a los industrialistas hombres de cultura, por lo que ya no haya confusión sobre su verdadero carácter. Además del pla cer de ser ricos y vivir cómodamente, obtendrán un auténtico reconocimiento como recipientes de la dulzura y la luz. Sin duda, todo esto es equívoco, pero debo señalar que la cultura de la que yo hablaba era un intento de alcanzar la ra zón y la voluntad de Dios por medio de la lectura, la observa ción y el pensamiento, y que quien llame cultura a algo más podrá, de hecho, hacerlo si quiere, pero entonces hablará de algo muy distinto a lo que yo decía. Además, en la medida en que el modo de trabajar de la cultura por la razón y la volun tad de Dios consiste en tratar directamente de saber más sobre ellas, mientras que es evidente que la disidencia del disenti
miento no supone un esfuerzo de este tipo, ni su Iglesia libre es, de hecho, una Iglesia con concepciones más dignas de Dios y del orden del mundo que las que profesa la Iglesia es tatal, pues cada uno ha de comportarse a capricho al profesar las, no puedo aceptar enseguida el inconformismo, como no acepto el industrialismo ni las otras grandes obras de nuestra clase media liberal como una prueba positiva de que esa clase esté en posesión de la luz y de que en ella está 3a sede de la autoridad que buscamos. Pero he de esforzarme un poco más y procurarme otras indicaciones que me permitan decidirme. ¿Por qué no habríamos de hacer con la clase media como hemos hecho con la clase aristocrática, encontrar en ella algu nos hombres representativos del término medio virtuoso de esa clase, de la perfección de sus cualidades actuales y de su modo de ser, y también de sus excesos? Está claro que esos hombres no deberían ser hombres de genio como el señor Bright, pues, como he dicho antes, en la medida en que un hombre tenga genio tenderá a salirse de la categoría de clase en su conjunto y a convertirse simplemente en hombre. Un hombre ordinario servirá más a este propósito, resumirá me jor en sí mismo, sin influencias que lo turben, la fuerza liberal general de la clase media, la fuerza con la que ha hecho sus grandes obras de librecambio, reforma parlamentaria, volun tarismo y demás, y el espíritu con el que las ha llevado a cabo11. Ahora bien, ocurre que un hombre típico de la clase media, miembro del Parlamento por una de nuestras princi pales ciudades industriales, nos ha dado una famosa frase que 11 En la edición de 18é9, Amold había identificado al «hombre ordina rio» con «el hermano del señor Bright, el señor Jacob Bright», y añadido: «Ahora bien, está claro, por lo que ya se ha dicho, que ha habido al menos una aparente falta de luz en la fuerza y el espíritu con que se han llevado a cabo esas obras, y que esas obras han cobrado todo el aspecto de la maqui naria. Pero todo esto aún estará más claro si tomamos, como feliz término medio de la clase media, no al señor Jacob Bright, sino a su colega en repre sentación de Manchester, el señor Bazley. El señor Bazley resume para no sotros, en general, la clase media, su espíritu y sus obras, al menos tan bien como el señor Jacob Bright, y nos ha dado una famosa frase...». Jacob Bright (1821-1899) fue miembro del Parlamento y abogado del sufragio fe menino, El señor Bazley (1797-1885), dueño de una fábrica textil, incorporó programas de educación a sus empresas y fue miembro de! Parlamento.
aporta directamente la solución de nuestra cuestión: si hay luz suficiente en nuestra clase media para que sea la sede apro piada de la autoridad que deseamos establecer. Cuando hace poco tuvo lugar una charla sobre el estado de la educación de la clase media, nuestro amigo, como representante de esa cla se, dijo palabras memorables: «Ha habido un clamor para que la educación de la clase media reciba más atención. Se confe só muy sorprendido por el clamor que se ha suscitado. No pensaba que las necesidades de su clase suscitaran la simpatía de la legislatura ni del público». Esa satisfacción del miembro del Parlamento de nuestra clase media respecto al estado men tal de la clase medía era verdaderamente representativa y ha cía buena su exigencia de ser el hermoso y virtuoso término medio de esa clase. Pero obviamente difiere de nuestra defini ción de cultura o aspiración a la luz y la perfección, que hace que la luz y la perfección no consistan en descansar y ser, sino en crecer y llegar a ser, en un avance perpetuo hacia la belleza y la sabiduría. Por ello, la clase media, esencialmente, podría mos decir, por su incomparable autos atisfacción decisivamen te expresada mediante su hermoso y virtuoso término me dio, se excluye de hacerse cargo de una autoridad cuya alma es la luz, Aunque esto esté claro, lo estará más si tomamos a un hombre representativo como exceso de la clase media y recor damos que hay que concebir la clase media, en general, como un cuerpo que oscila entre las cualidades del término medio y el exceso y, en conjunto, por supuesto, según está constitui da la naturaleza humana, se inclina más bien hacia el exceso que hacia el término medio. Posiblemente no podamos ima ginar un ^representante mejor de su exceso que un ministro disidente de Walsall, que ha llegado a conocimiento del pú blico en relación con el proceder del señor Murphy en Birmingham, ya mencionado12. Hablando en medio de una irri tada población de católicos, ese caballero de Walsall exclamó: «Entonces diré: ¡Fuera con la misa! Viene del fondo del abis mo, y en el fondo del abismo todas las mentiras tendrán su 12 En ía edición de 1869, Arnoid identificó al ministro disidente con el reverendo W. Cattle.
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parte, en el lago que arde con fuego y azufre». Y más: «Cuan do todos los traseros eran negros en Irlanda, ¿por qué los cu ras no emplearon una fórmula mágica para volvemos bue nos?». Compartía, también, los temores del señor Murphy respecto a la invasión de su felicidad doméstica: «Lo que de seo deciros como maridos protestantes es ¡Cuidado con vues tras mujeres!». Por fin, a la verdadera manera de un inglés que obra a capricho, una manera de la que ya he señalado exten samente los peligros actuales, recomendaba para su imitación el ejemplo de ciertos capellanes de Dubíín, entre los cuales, dijo, «había un Lutero y también un Melanchthon», que ha bían hecho una faena con algún que otro ritualista, lo habían hecho bajar del pulpito y expulsado de la iglesia. Es evidente, como dije en el caso de nuestro baronet aristocrático, que si permitimos que ese exceso de la tenaz clase media, del disi dente protestante consciente, tan fuerte, tan confiado en sí mismo, tan completamente persuadido, siga su camino, será capaz, con su falta de luz —o, para usar el lenguaje del mun do religioso, con su celo sin conocimiento— de incitar a una lucha que ni él ni nadie podrá detener. Pero aparece, como con la aristocracia, la honradez de nuestra raza, y, con la voz de otro miembro de la clase media, alcalde de la ciudad de Londres y coronel de la milicia de la ciudad de Londres, exclama que tiene remordimientos de conciencia y que no tratará de arreglar nuestros desórdenes sociales ni de manejar asuntos que sabe que son demasiado elevados para él13. Todos recuerdan cómo ese virtuoso alcaldecoronel, o coronel-alcalde, llevó a su milicia por las calles de Londres, cómo los transeúntes se reunieron para verlo pasar, cómo los bribones de Londres, afirmando el mejor y más ben dito de los derechos de un inglés a obrar a capricho, asaltaron y golpearon a los transeúntes, y cómo el intachable guerreromagistrado impidió que sus tropas intervinieran. «La multi tud —dijo conmovedoramente después— estaba compuesta en su mayoría de hombres fuertes y sanos, inclinados al mal»; si hubiera permitido que sus soldados intervinieran, podrían 13 Samuel Wilson tenía setenta y cinco años cuando condujo a la milicia por las calles de Londres en junio de 1867.
haber sido derrotados, podrían haberles quitado los rifles y haberlos usado; de hecho, podría haberse seguido un mo tín, con derramamiento de sangre, en comparación con lo cual, los atracos y pérdidas de propiedad que ocurrieron no fueron nada. ¡Honrado y afectuoso testimonio de la clase me dia inglesa respecto a su inadecuación a la parte de autoridad que nuestra admiración se siente en ocasiones inclinada a dar le! «¿Quiénes somos nosotros — dice con la voz de su alcaldecoronel— para no ser derrotados si tratamos de arreglar la anarquía social, si nos quitan los rifles y los usan contra noso tros y, tal vez, nos roban y golpean? ¿Qué luz tenemos, más allá del impulso de un inglés nacido libre a obrar a capricho, que justifique que impidamos, al precio del derramamiento de sangre> que otros ingleses nacidos libres obren a capricho y nos roben y golpeen tanto como Ies plazca?». Esta desconfianza en sí mismos como centro adecuado de autoridad no marca a la clase trabajadora, como lo demostró el otro día su disposición en Hyde Park a tomar sobre sí mis ma todas las funciones del gobierno. Pero esto proviene de que la clase trabajadora, como he dicho a menudo, es aún embrionaria y nadie puede prever el desarrollo final, y de que no tiene la misma experiencia y autoconocimiento que las clases aristocrática y media. Tiene, sin duda, honradez, como las otras clases inglesas, pero honradez en un estado incipien te y sin adiestrar; mientras tanto, sus poderes de acción, que están, como dice el señor Frederic Harrison, sobremanera dis puestos, la sobrepasan. Que no puede tener en la actualidad la luz suficiente que proporciona la cultura —es decir, me diante la lectura, la observación y el pensamiento— es claro por la naturaleza misma de su condición, y, de hecho, ya he mos visto que el señor Frederic Harrison, tratando de buscar un escenario libre para sus brillantes poderes de simpatía y dispuestos poderes de acción, tuvo que empezar por desesti mar la cultura y burlarse de ella como algo apropiado sófo para profesores de belles lettres. Sin embargo, para hacer perfec tamente evidente que no podemos encontrar en la clase traba jadora más que en la clase aristocrática y la clase media un adecuado centro de autoridad —es decir, como la cultura nos enseña a concebir nuestra autoridad requerida, de luz— , apli-
quemes de nuevo a esta clase el método que hemos seguido con las clases aristocrática y media, y tratemos de procurarnos hombres representativos que puedan damos su virtud y su exceso. No debemos escoger, por supuesto, a hombres como los jefes de la manifestación de Hyde Park, el coronel Dickson o el señor Beales, porque el coronel Dickson, por su profesión marcial y su imponente aspecto, parece pertenecer propia mente, como Julio César o Mirabeau y otros grandes líderes populares, a la clase aristocrática, y haber sido arrastrado a las filas populares sólo por su ambición o su genio, mientras que el señor Beales pertenece a nuestra sólida clase media y, tal vez, si no fuera un gran líder popular, sería un filisteo. Pero el señor Odger, cuyos discursos hemos leído todos nosotros, y de quien sus amigos cuentan, además, muchas cosas favora bles, podría representar muy bien el hermoso y virtuoso tér mino medio de nuestra clase trabajadora actual, y creo que todos admitirán que en el señor Odger'4, de una manera evi dente, a pesar de sus cosas buenas, no hay luz suficiente. El exceso de la clase trabajadora, en su actual estado de desarro llo, se muestra tal vez mejor en el señor Bradlaugh, el icono clasta, que parece querer bautizamos a todos a sangre y fuego en su nuevo orden social, y a cuyas reflexiones, ahora que me he puesto a seguir la senda del obispo Wilson, no puedo evi tar aplicar la máxima de aquel buen hombre: «La intemperan cia en el habla causa estragos terribles en el corazón». El señor Bradlaugh, como nuestros ejemplos de exceso en las clases aristocrática y media, es evidentemente capaz, si le dejaran, de llevamos a todos a grandes peligros y confusión. Concluyo, por tanto —lo que, de hecho, pocos de quienes me hagan el honor de leer esta disquisición es probable que disputen—, que podremos encontrar tan poco en la clase trabajadora como en la aristocrática o media la fuente de autoridad que tanta falta nos hace y que la cultura nos sugiere. ¿Qué ocurriría si tratáramos de elevamos por encima de la idea de clase a la idea de toda la comunidad, el Estado, para encontrar nuestro centro de luz y autoridad allí? Todos noso George Odger (1820-1877), dirigente sindical.
tros tenemos la idea del país, como un sentimiento; apenas uno tendrá la idea del Estado como un poder que funcione. ¿Por qué? Porque habitualmente vivimos en nuestras identi dades ordinarias, que no nos llevan más allá de las ideas y deseos de la clase a la que pertenecemos. Todos nosotros te memos darle al Estado demasiado poder, porque concebimos el Estado sólo como algo equivalente a la clase que ocupa el gobierno ejecutivo, y tememos el abuso de poder de esa ciase en beneficio propio. SÍ fortaleciéramos el Estado con la cla se aristocrática al cargo del gobierno ejecutivo, imaginaríamos que nos estamos entregando en cautiverio a las ideas y deseos de nuestro fiero baronet aristocrático; si lo hiciéramos con la clase media al cargo del gobierno ejecutivo, al truculento mi nistro disidente de la clase media; con la clase trabajadora, a su tribuno más notorio, el señor Bradlaugh. Sería justo, debi do a la exagerada noción que nosotros, los ingleses, como he dicho, albergamos del derecho y bendición de obrar a capri cho, de afirmarnos y de hacerlo como somos. Los miembros de la clase aristocrática quieren afirmar sus identidades ordi narias, sus gustos y aversiones; los miembros de la clase media igual, e igual los de la clase trabajadora. Por nuestras identida des cotidianas, sin embargo, nos encontramos separados, per sonales, en guerra; sólo estamos a salvo de la tiranía de otro cuando nadie tiene poder alguno, y esa seguridad, a su vez, no puede libramos de la anarquía. Cuando la anarquía se nos presenta como peligro, no sabemos a dónde dirigimos. Pero lo mejor que hay en nosotros nos mantiene unidos, im personales, en armonía. No corremos peligro si le damos autoridad, porque es el amigo más fiel que podríamos tener, y cuando la anarquía es un peligro para nosotros, podemos volvernos a esa autoridad con cierta confianza. ¡Esa es la ver dadera identidad que la cultura, o el estudio de la perfección, trata de desarrollar en nosotros, a expensas de nuestra antigua y no transformada identidad, que encuentra placer sólo al obrar a capricho o por costumbre y nos expone al riesgo de chocar con cualquiera que haga lo mismo! ¡Así que nuestra pobre cultura, de la que se dice en burla que no es práctica, nos lleva hasta las ideas capaces de hacer frente a la gran nece sidad de nuestros embarazosos tiempos actuales! Nos hace
falta una autoridad y no encontramos sino clases celosas, con trapesos y cerraduras; la cultura sugiere la idea deí Estado. No encontramos base para un poder estatal firme en nuestras identidades ordinarias; la cultura lo sugiere con lo mejor que hay en nosotros. No puede sino acusarse a una tierna conciencia, en un país práctico como el nuestro, de mantenerse alejada del trabajo y la esperanza de una multitud de hombres serios, de limitarse a jugar con la poesía y la estética. Así ocurre que con no poca sensación de alivio me encuentre en la situación de quien acude en ayuda de las necesidades prácticas de nuestros tiem pos. Lo importante, como podrá observarse, es descubrir lo mejor que hay en nosotros, y no afirmar otra cosa, sin estar satis fechos — como nosotros, los ingleses, con nuestra sobrestímación de ser meramente libres y estar ocupados, acostum bramos hacer— con una identidad que hace mucho tiempo se antepone a lo mejor que hay en nosotros y afirmamos con ciega energía. En suma —volviendo una vez más al obispo Wilson— , de las dos excelentes máximas del obispo Wilson para guiar al hombre: «Primero, no ir nunca contra la mejor luz que tengamos; segundo, cuidar de que nuestra luz no sea oscuridad», nosotros, los ingleses, hemos seguido con un celo digno de encomio la primera, pero no hemos prestado tanta atención a la segunda. Hemos ido valientemente de acuerdo con la mejor luz que teníamos a nuestra disposición, pero no hemos tenido suficiente cuidado de que fuera realmente la mejor luz posible para nosotros, de que no fuera oscuridad. Al ser tanta nuestra honradez, la conciencia nos ha susurrado que tal vez la luz que seguíamos, nuestra identidad ordinaria, fuera, de hecho, sólo una identidad inferior, sólo oscuridad, y que no había que imponerla seriamente al mundo. Pero lo mejor que hay en nosotros inspira fe y es capaz de ofrecer un principio serio de autoridad. Por ejemplo, nos en caminamos hacia donde el fallecido duque de Wellington, con su poderosa sagacidad, previo y describió admirable mente como una «revolución de curso legal». Sin duda — si hemos de vivir y crecer y esta famosa nación no ha de quedar se estancada y consumirse o perecer miserablemente en la mera anarquía y confusión— , ahí es donde vamos, Ha de
haber grandes cambios, pues una revolución no puede llevar se a cabo sin grandes cambios; sin embargo, ha de haber or den, pues, sin orden, una revolución no puede llevarse a cabo de un modo legal. A todo cuanto suponga un riesgo de tu multo y desorden, marchas multitudinarias en las calles de nuestras pobladas ciudades, encuentros multitudinarios en sus plazas y parques públicos —manifestaciones perfectamen te innecesarias en el curso actual de los acontecimientos— , lo mejor que hay en nosotros, la recta razón, nos anima sencilla mente a oponemos. Nos anima a alentar y respaldar a quienes se hacen cargo del poder ejecutivo, quienesquiera que sean, y los prohíben con firmeza. Pero lo hace clara y resueltamente, y por ello es un principio real de autoridad, porque lo hace con una conciencia libre, porque al fortalecer provisional mente el poder ejecutivo, sabe que no lo hace sólo para per mitir que nuestro baronet aristocrático se afirme a sí mismo contra nuestro tribuno de la clase trabajadora o para que nuestro disidente de clase media se afirme contra los dos. Sabe que está estableciendo el Estado, órgano colectivo de lo mejor que hay en nosotros, o nuestra recta razón nacional. Tiene el testimonio de la conciencia de que está estableciendo el Estado tanto a favor de los grandes cambios que hacen falta como a favor del orden; de que está estableciéndolo para tra tar de una manera justa y estricta, cuando llegue el momento, los prejuicios de nuestro aristocrático baronet o el fanatismo de nuestro disidente de clase media, como hace con las mar chas callejeras del señor Bradlaugh.
BÁRBAROS, FILISTEOS, PO PULACH O un hombre sin una filosofía nadie puede esperar compleción filosófica. Por tanto, observo sin rubor que, al intentar establecer una noción distinta de nuestras clases aristocrática, media y trabajadora, con la idea de probar la pretensión de cada una de estas clases de con vertirse en un centro de autoridad, he omitido completar el desfasado análisis que me proponía aplicar y tampoco he mostrado en estas clases, como he hecho con el medio vir tuoso y ei exceso, el defecto. Ignoro si la omisión importa mucho; sin embargo, como la claridad es el único mérito que puede esperar tener un escritor llano, asistemárico, sin una filosofía, y como nuestra noción de las tres grandes cla ses inglesas tal vez pueda aclararse si consideramos sus cuali dades distintivas en el defecto, así como en el exceso y en el medio, trataremos de remediar esta omisión antes de seguir adelante. Resulta manifiesto que, si el medio perfecto y virtuoso de ese excelente espíritu, que es la cualidad distintiva de las aristocracias, ha de encontrarse en un estilo elevado, caba lleresco1, y su exceso en un feroz giro a la resistencia2, su defecto debe residir en un espíritu no lo bastante osado y elevado, y en una incapacidad excesiva y pusilánime para la
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1 En la edición de 1869 Arnold había escrito: «el estilo caballeresco de íord Elcho», 2 En la edición de 1869 Amold había escrito: «en el giro a la resistencia de sir Thomas Bateson».
resistencia. De nuevo, si el medio perfecto y virtuoso de esa fuerza con que nuestra clase media ha hecho sus grandes obras, y de esa confianza en sí misma con que se contempla a sí misma y a aquéllas, ha de verse en las intervenciones y discursos de nuestro miembro comercial del Parlamento3, y el exceso de esa fuerza y esa confianza en sí misma en las intervenciones y discursos de nuestro fanático ministro disi dente4, entonces resulta manifiesto que su defecto debe residir en una desesperada incapacidad para las grandes obras de la clase media y en una pobre y desdeñable falta de satis facción por sí misma. Ser elegido para ejemplificar el medio feliz de una buena cualidad, o serie de buenas cualidades, es evidentemente una alabanza para un hombre; ser elegido para ejemplificar inclu so su exceso es una alabanza de cierto tipo. Por tanto, no du daría en tomar a personajes actuales5para ejemplificar, respec tivamente, el medio y el exceso de las cualidades de las clases aristocrática y media. Pero tal vez sea una falta de urbanidad escoger a este o ese personaje como representante del defecto. Así pues, no ilustraré el defecto de la aristocracia con un hom bre representativo. Pero con uno mismo siempre se puede, sin impropiedad, tratar libremente y, en efecto, esta especie de trato directo consigo mismo contiene, como nos dicen los moralistas, algo muy saludable. Me arriesgaré a ofrecerme humildemente como ilustración del defecto en esas fuerzas y cualidades que hacen de nuestra clase media lo que es. Los muy bien fondados reproches de mis oponentes declaran lo poco que he contribuido a las grandes obras de la clase media, porque es evidente que se refieren a esas obras, y a mi flojedad al respectó, cuando se menciona mi «rechazo a contribuir a la humilde operación de desarraigar ciertos males definidos»6 3 En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «deí señor Bazley». 4 En la edición de 1869 Amold había escrito: «del reverendo W. Gattle». 5 En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «a lord Elcho y el señor Bazley, al reverendo W. Cattle y sír Thomas Bateson». 4 La cita de Arnoid proviene de «Culture and Action» {Cultura y ac ción), de Fitzjames Stephen, publicado en la Saturday Review en noviembre de 1867. Fitzjames, hermano del escritor Leslie Stephen, fue uno de los Após toles de Cambridge (como Henry Sidgwick, otro de los críticos de Arnoid)-
(como las tasas eclesiásticas y demás), y que, por tanto, «los creyentes activos se impacientan» conmigo. La línea, de nue vo, que he seguido como buscador aún insatisfecho, la idea de la autotransformación, de crecer hacia cierta medida de dul zura y luz aún inalcanzada, se distingue evidentemente de la perfecta satisfacción habitual en mi clase, la clase media, y puede servir para indicar en mí, por tanto, el extremo defecto de este sentimiento. Pero estas confesiones, aunque saluda bles, son amargas e ingratas. Pasemos, pues, a la clase trabajadora. El defecto de esta clase sería no llegar a lo que el señor Frederic Harrison llama «brillantes poderes de la simpatía y poderes dispuestos a la acción», cuyo virtuoso medio estaba en el señor Odger y cuyo exceso estaba en el señor Bradlaugh. La clase trabajadora cre ce y aumenta tan rápido en el presente que los ejemplos de este defecto no resultan ahora muy comunes. Tal vez «El afi lador necesitado»7, de Canning (que ha fallecido y, por tanto, no puede ser retratado para tomarlo como ilustración), sirva para obtener la noción del defecto en la cualidad esencial de la clase trabajadora; o podría citar (ya que, aunque esté vivo, está muerto a toda crítica) a mí pobre y viejo amigo escalfado, Zephaniah Diggs8, quien, entre sus trampas y sus tragos, tiene embotados sus poderes de simpatía y sus poderes para la ac ción desesperadamente dañados para todo gran movimiento de su clase. Pero los ejemplos de este defecto pertenecen, como he dicho, a una época pasada antes que presente. El mismo deseo de claridad que me ha llevado a extender un poco mí primer análisis a las tres grandes clases de la socie dad inglesa me induce también a redondear un poco mi no menclatura, con la idea de hacerla más clara y manejable. Es y autor de Liberty, Etfuality, Fmtemity (1873), critica de Sobre la libertad de Mili. Stephen ftie miembro de ia comisión que envió a Amold a su primera gira europea como inspector de educación. 7 «Needy Knife-Grinder» se refiere a «The Friend o f Humanity and the Knife-Grinder» (El amigo de la humanidad y el afilador), una sátira poética sobre Robert Southey de George Canning y John Hookham Frere, publica da en The Anti-Jacobin en 1797. 8 Zephaniah Diggs es un personaje creado pot Amold en A Friendship’s Garland,
incómodo y cansino estar diciendo siempre clase aristocráti ca, clase media, clase trabajadora. Para la clase media, para ese gran cuerpo que, como sabemos, «ha hecho todas las grandes cosas que se han hecho en todos los departamentos», y que se concibe principalmente en movimiento entre sus dos puntos cardinales de nuestro miembro comercial del Parlamento y nuestro fanático disidente protestante, para esa clase tenemos una designación que se ha hecho conocida y que aún pode mos conservar para ella: la designación de filisteos9. He expli cado tan a menudo lo que este término significa que no nece sito repetirlo aquí. Para la clase aristocrática, concebida sobre todo como un cuerpo móvil entre los dos puntos cardinales de nuestro caballeresco lord y nuestro desafiante baronet10, hasta ahora no tenemos una designación especial. Casi toda mi atención se ha concentrado naturalmente en mi propia clase, la clase media, con la que más simpatizo y que ha sido, además, el gran poder de nuestros días, cuyas alabanzas han cantado todos los portavoces y periódicos. Sin embargo, la clase aristocrática es tan importante en sí misma, y las graves funciones que el señor Carlyle propone encomendarle en este tiempo critico deben añadirle tal im portancia que parece negligente, y un ejemplo craso de esa falta de método filosófico coherente de la que me culpa el señor Frederic Harrison, dejar a la clase aristocráticas hasta tal punto sin observaciones ni denominación. Puede pensar se que la característica que ocasionalmente he mencionado como apropiada a las aristocracias —su natural inaccesibili dad, como hijos de un hecho establecido, a las ideas— lleve a extender a esa clase también la designación de filisteos, pues el filisteo es, como es bien sabido, el enemigo de los hijos de la luz o servidores de la idea. Sin embargo, parece haber un inconveniente en dar así una y la misma designación a dos clases muy diferentes, y además, si lo vemos de cerca, descu briremos que el término filisteo transmite un sentido que lo 9 En la edición de 1869 Arnold había escrito: «el señor Bazley y el reve rendo W, Cattle, pero que se inclina más, en conjunto, hacia el último que hacia el primero». 10 En la edición de 1869 Arnold había escrito: «lord Elcho y sirThomas Bateson, pero, en general, más próximo al último que al primero».
hace más peculiarmente apropiado a nuestra clase media que a la aristocrática. Pues filisteo conlleva la noción de algo espe cialmente rígido y perverso en la resistencia a la luz y a sus hijos, por lo que se ajusta especialmente a nuestra clase me dia, que no sólo no persigue la dulzura y la luz, sino que prefiere ese tipo de maquinaria de los negocios, capillas, sa lones de té y discursos del señor Murphy [y el reverendo W. Cattle]11, que componen esa vida desvaída y cicatera a la que a menudo me he referido. Pero la clase aristocrática tiene realmente, como hemos visto, en su consabida cortesía, una especie de imagen o sombra de dulzura y, en cuanto a la luz, si no persigue la luz, no es porque aprecie perversamente una existencia desvaída y cicatera, sino que es seducida en su se guimiento de la luz por esos poderosos y eternos seductores de nuestra raza que han tejido para esta clase sus encantos más irresistibles: por el esplendor, seguridad, poder y placer mundanos. Estos seductores son bienes exteriores, pero [en cierto modo]12 son bienes, y el que se ve estorbado por ellos al preocuparse por la luz y las ideas no hace algo tan perverso como natural. Teniendo esto en cuenta, a menudo me he complacido en la pretensión de poner al lado de la idea de nuestra clase aris tocrática la idea de los bárbaros. Los bárbaros, a los que debe mos tanto, y que revigorizaron y renovaron nuestra gastada Europa, tuvieron, como es sabido, méritos eminentes, y en este país, donde la mayor parte ha surgido de los bárbaros, nunca hemos tenido eí prejuicio contra ellos que prevalece entre las razas de origen latino. Los bárbaros trajeron consigo ese firme individualismo, como dice la frase moderna, y esa pasión por obrar a capricho, por la afirmación de la libertad personal, que le parece al señor Bright la idea central de la vida inglesa y de la que tenemos, en todo caso, una muy bue na muestra. El baluarte y asiento natural de esa pasión estaba en los nobles, cuyos herederos son nuestra clase aristocrática, y esta clase, conforme a ello, la ha manifestado señaladamen te y ha querido con su ejemplo recomendarla al cuerpo de la 11 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. 12 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.
nación, que ya la tenía, en efecto, en su sangre. Los bárbaros, de nuevo, tuvieron la pasión de la caza y la pesca y la han traspasado a la clase aristocrática, que se ha convertido en el gran baluarte natural de esta pasión, así como de la pasión por afirmar la propia libertad personal. El cuidado de los bárbaros por el cuerpo, y por todos los ejercicios viriles, el vigor, la buena presencia y la excelente complexión que adquirieron y perpetuaron en sus familias con esos medios, todo esto aún puede observarse en la clase aristocrática. La caballerosidad de los bárbaros13, con sus características de espíritu elevado, mo dales escogidos y porte distinguido, ¿qué es sino el hermoso comienzo de la cortesía de la clase aristocrática? En un noble bárbaro, sin duda, habríamos admirado, si hubiéramos vivido para verlo, los rudimentos de nuestro par más educado1''. Con todo, la cultura (por llamarla con ese nombre) de los bárbaros era una cultura principalmente exterior: consistía sobre todo en dones y gracias exteriores, en apariencia, modales, logros, proezas. Los principales dones interiores que formaban parte de ella eran los más exteriores, por así decirlo, de los dones interiores, los que se aproximan más a los exteriores: la valen tía, la magnanimidad, la confianza en sí mismo. Más adentro, y latente, yace toda una serie de poderes de pensamiento y sentimiento a los que esas interesantes producciones de la naturaleza, por las circunstancias de su vida, no tenían acceso. SÍ somos indulgentes con la diferencia de los tiempos, segura mente podemos observar precisamente lo mismo ahora en la clase aristocrática. En general, su cultura es sobre todo exte rior; todas las gracias y logros exteriores, y las más exteriores de las virtudes interiores, parecen principalmente de su parte. Ahora, por supuesto, no puede sino estar a menudo en con tacto con esos estudios por los que, con el mundo dei pensa miento y sentimiento, la verdadera cultura nos enseña a bus car la dulzura y la luz; pero su apego a esos estudios parece notablemente exterior e incapaz de ejercer un poder profun do en su espíritu. Por tanto, la insuficiencia que advertíamos 13 Arnoid se hace eco de «Shooting Niagara: And After?», de Tilomas Cariyle, publicado en Macmillan’sM agazineen abril de 1867. M En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «de lord Elcho».
en el medio perfecto de esta clase, [lord Elcho,]15 era una in suficiencia de luz. Por las mismas causas, ¿no nos lleva una crítica sutil, aun por la buena apariencia y cortesía de la clase aristocrática, a hacer la cualificada observación de que en es tos dones encantadores tal vez debiera haber, para ía perfec ción ideal, un poco más de alma? A menudo, por tanto, cuando quiero distinguir claramente la cíase aristocrática de la clase propiamente filistea o media, llamo a la primera los bárbaros. Y cuando recorro el país y veo esta y aquella hermosa e imponente sede suya coronando el paisaje, me digo: «Allí hay un gran puesto fortificado de los bárbaros». Es obvio que esa parte de la clase trabajadora que, trabajan do diligentemente a la luz de la Regla Dorada de la señora Gooch, ansia el feliz día en que se siente en los tronos con el señor Bazley16 y otros potentados de la clase media, para exa minar, como dice hermosamente el señor Bright, «las ciuda des que ha construido, los ferrocarriles que ha forjado, las manufacturas que ha producido, los cargamentos fletados en los barcos de la mayor marina que el mundo haya visto», es obvio, digo, que esa parte de la clase trabajadora comparte, o lleva camino de compartir, el espíritu de la clase medía indus trial. Es notorio que nuestros liberales de clase media han ansiado esa consumación, en que la clase trabajadora una sus fuerzas a ellos, les ayude sinceramente a continuar sus gran des obras, forme un solo cuerpo en sus salones de té y, en suma, les permita alcanzar su milenio. A esa parte de la clase trabajadora, por tanto, que realmente parece prestarse a es tos grandes objetivos, podemos contarla con propiedad entre los filisteos. Esa parte, de nuevo, que en el presente tanto lla ma la atención de los filántropos —esa parte que dedica toda su energía a organizarse, a través de sindicatos y otros medios, para constituir, en primer lugar, un gran poder de la clase tra bajadora, independíente de las clases media y aristocrática, y luego, por el número, legislar para ellas y reinar de manera 5 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. !t En la edición de 1869 Arnold había escrito: «con los miembros co merciales del Parlamento».
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absoluta—, esa parte vivida e interesante, según nuestra defi nición, también debe sumarse a los filisteos; porque es su clase y su instinto de clase el que quiere afirmar su identidad ordinaria, no lo mejor que hay en ella, y son la maquinaria, la maquinaria industrial, y el poder y la preeminencia y otros bienes exteriores los que colman sus pensamientos, y no una perfección interior. Se ocupa por completo, según ía sutil ex presión de Platón, con las cosas de ella misma y no con su verdadera identidad, con las cosas deí Estado y no con el ver dadero Estado. Pero a esa vasta porción, por último, de la clase trabajadora que, tosca y desarrollada a medias, durante mucho tiempo ha quedado casi oculta por su pobreza y es cualidez, y emerge ahora de su escondite para afirmar el privi legio innato del inglés de obrar a capricho, y empieza a asom bramos por ir donde quiere, reunirse donde quiere, chillar lo que quiere, romper lo que quiere, a ese vasto residuo pode mos darle con gran propiedad el nombre de populacho. Así tenemos tres términos distintos, bárbaros, filisteos, po pulacho, para denotar aproximadamente las tres grandes cla ses en que se divide nuestra sociedad, y aunque este humilde intento de nomenclatura científica carece, sin duda, de la pre cisión que podría exigírsele a un escritor equipado con una filosofía completa y coherente, sin embargo, confio en que sea aceptado como suficiente en un escritor notoriamente asistemático y sencillo. Pero al usar esta división nueva y, confio, conveniente de la sociedad inglesa, hay que tener presentes dos cosas. La prime ra es que, como bajo toda nuestra división en clases hay una base común de naturaleza humana, por tanto, en cada uno de nosotros, ya seamos propiamente bárbaros, filisteos o popula cho, existen, a veces sólo en germen y potencialmente, a veces más o menos desarrolladas, las mismas tendencias y pasiones que han hecho de nuestros conciudadanos de otras clases lo que son. Esta consideración es muy importante, porque ha tenido gran influencia al engendrar ese espíritu de indulgen cia que es una parte necesaria de la dulzura y que, en efecto, cuando nuestra cultura está completa, es, como he dicho, in agotable. Así, un bárbaro inglés que se examine a sí mismo descubrirá, en general, que no es por completo un bárbaro,
sino que tiene también algo de filisteo e incluso, de popula cho. Y lo mismo con los ingleses de las otras dos clases. Esta es una experiencia que podemos verificar cada día. Por ejemplo, yo mismo (me tomo de nuevo como una especie de corpus vik que sirva de ilustración en una materia que no to dos creerán agradable ilustrar), yo mismo soy propiamente un filisteo — el señor Swinburne añadiría el hijo de un filisteo— 17 y, aunque a través de circunstancias que tal vez un día sean conocidas, si la historia correspondiente a mi conversión lle ga a escribirse, en gran medida he roto con las ideas y salones de té de mi clase, aunque no me he aproximado, por esa ra zón, a fas ideas y obras de los bárbaros o del populacho. Sin embargo, nunca he tenido un arma o una caña de pescar en mis manos sin sentir que tengo en la base de mi naturaleza las mismas semillas que, nutridas por las circunstancias, lie gan a formar al bárbaro, y que, con las ventajas del bárbaro, habría rivalizado con él. Si me ponéis en uno de sus puestos fortificados, con esas semillas de apego a la caza y la pesca en mi naturaleza, con todos los medios para desarrollarlas, con todos los placeres a mi alcance, con una compañía mayoritariamente deferente, sonriente, y con toda apariencia de perma nencia y seguridad detrás y delante de mí, creo que también habría crecido como una criatura pasable de lo renombrado, del espíritu loable y la cortesía y, al mismo tiempo, un poco inaccesible a las ideas y la luz, no, desde luego, con el fino espíritu eminente de nuestro tipo de perfección aristocrática o el giro eminente hacia la resistencia de nuestro tipo de exce so aristocrático18, sino, conforme a la medida de la marcha común de la humanidad, como algo entre los dos. En cuanto al populacho, ¿quién, bárbaro o filisteo, podrá mirarlo sin simpatía, cuando recuerde la frecuencia — cada vez que nos 17 El poeta Algernon Charles Swinburne (1837-1900), en un artículo so bre la poesía de Arnoid, había mostrado su sorpresa pot que Matthew fuera «hijo de Goliat, hijo de Jesé, este David o Sansón o Jefté de nuestros días», cuando su padre había sido director de una escuela que habla producido tantos «vastagos filisteos». 18 En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «con el excelente espíritu eminente de lord Elcho, o el eminente poder de resistencia de sir Thomas Ba tesón».
aferramos a una opinión vehemente por ignorancia y pasión, cada vez que queremos aplastar a un adversario con la mera violencia, cada vez que somos envidiosos, cada vez que so mos brutales, cada vez que adoramos el mero poder o éxito, cada vez que añadimos nuestra voz para hinchar un ciego clamor contra un personaje impopular, cada vez que pisotea mos salvajemente al caído— con la que ha descubierto en su pecho el eterno espíritu del populacho, y que sólo necesita un poco de ayuda de las circunstancias para hacer que triunfe ferozmente en él? Ya he indicado varias veces lo segundo que debemos tener en cuenta. Es esto. Todos nosotros, seamos bárbaros, filisteos o populacho, imaginamos que la felicidad consiste en hacer ío que le gusta a la propia identidad ordinaria. Lo que le gusta a la identidad ordinaria difiere según la clase a la que pertene cemos, y tiene su faceta más severa y más ligera; siempre, sin embargo, queda la maquinaria, y nada más. A la identidad más grave del bárbaro le gustan los honores y la considera ción; a la más relajada, la caza y la pesca y el placer. A la más grave de cierto filisteo le gustan los negocios y rentas; a la más relajada, la comodidad y los salones de té. A la identi dad más grave de otro tipo de filisteo le gusta formar pique tes19, a la relajada las delegaciones, u oír hablar al señor Odger. A la identidad más basta del populacho le gustan los chillidos, el bullicio y el jaleo; a la más ligera, la cerveza. Pero en cada ciase ha nacido cierto número de naturalezas con curiosidad sobre lo mejor que hay en ellas, con una inclinación a ver las cosas como son, a desentenderse de la maquinaria, a preocu parse sólo por la razón y la voluntad de Dios y hacer lo mejor para que prevalezcan; a la búsqueda, en una palabra, de per fección. La humanidad se ha acostumbrado a dar a ciertas manifestaciones de este amor a la perfección el nombre de genio, lo que implica, con ese nombre, algo original y celes tial en la pasión. Pero la pasión se encuentra mucho más allá de esas manifestaciones suyas a las que el mundo suele dar el 19 Arnold escribe rattening, la práctica de destruir !a maquinaria o privar de herramientas al trabajador para hacerle cumplir las normas sindicales. En la edición de 1869 Am old había escrito: «le gustan los sindicatos''.
nombre de genio, y en las que hay, en su mayor parte, un tá lenlo de uno u otro tipo, una facultad de ejecución especial y llamativa, informada por el ardor celestial o genio. Ha de des cubrirse en muchas manifestaciones junto a éstas, y puede llamarse, tal como hemos hecho, el amor y la búsqueda de perfección, al ser la cultura la verdadera nodriza del amor que busca, y la dulzura y luz el verdadero carácter de la per fección buscada. Las naturalezas con esta inclinación emer gen en todas las clases, entre los bárbaros, entre los filisteos, entre el populacho. Esa inclinación tiende siempre, como he dicho, a extraerlas de su clase y a hacer de su característica distintiva no su barbarie o filisteísmo, sino su humanidad. En general, lo pasan mal en sus vidas, pero están sembradas con mayor abundancia de lo que podría creerse, aparecen donde y cuando menos se espera, encienden un fuego que envuelve, por así decirlo, a la clase a la que corresponden y, en gene ral, por la liberación de lo mejor que hay en ellas como aque llo que se desarrollará, y por la simplicidad de los fines que consideran principales, impiden el desenfrenado predominio de esa vida de clase que es la afirmación de nuestra identidad ordinaria, y desconciertan periódicamente a la humanidad en su culto a la maquinaria. Por tanto, cuando hablamos de que nos dividimos en bár baros, filisteos y populacho, siempre debe entenderse por im plicación que en cada una de esas clases hay cierto número de extraños, si podemos llamarlos así, personas llevadas no por su espíritu clasista, sino por un espíritu humano general, por el amor a la perfección humana, y que es posible que este núme ro disminuya o aumente. Quiero decir que el número de los que lograrán desarrollar ese feliz instinto será mayor o menor en proporción tanto a la fuerza del instinto original interior como al impedimento o estímulo que encuentren desde fue ra. En casi todos los que lo tienen está mezclado con cierta dosis del espíritu de la identidad ordinaria, cierta cantidad de instinto de clase e incluso, como se ha comprobado, de más de un instinto de clase a la vez, de modo que, en general, la liberación de lo mejor que hay en nosotros, el predominio del instinto humano, dependerá en gran medida de si se encuentra o no con lo que sirve para ayudarlo y despertarlo. En un mo-
mentó, por tanto, en que se entiende que nos falta una fuente de autoridad y en que parece probable que la fuente correcta es lo mejor que hay en nosotros, resulta de enorme importan cia ver si las cosas que nos rodean son o no, en general, las que ayudan y despiertan lo mejor que hay en nosotros, y si no lo son, ver por qué no y la manera más prometedora de en mendarlas. Ahora bien, está claro que la ausencia misma de toda auto ridad poderosa entre nosotros, y la prevaleciente doctrina del deber y la felicidad de obrar a capricho y afirmar nuestra liber tad personal, deben tender a impedir la erección de un mode lo estricto de excelencia, la creencia en una autoridad princi pal de recta razón, el reconocimiento de lo mejor que hay en nosotros como algo muy recóndito y difícil de alcanzar. Pue de ser, como he dicho, una prueba de nuestra honradez que no tratemos de otorgar a nuestra identidad ordinaria, como la tenemos al actuar, autoridad predominante, e imponer su re gla a otras personas. Pero es evidente también que no es fácil, con nuestro estilo de proceder, ir más allá de la noción de una identidad ordinaria o que se reconozca la autoridad principal de lo mejor que hay en nosotros o recta razón. El culto Martinus Scriblerus dice bien: «El gusto por lo trivial está implan tado por naturaleza en el alma del hombre, hasta que, per vertido por la costumbre o ejemplo, se le enseña, o más bien se le obliga, a degustar lo sublime»20. Pero en nuestro caso todo parece dirigirse a impedir esa perversión por la costum bre o el ejemplo que podría obligarnos a degustar lo sublime; se nos anima en todo caso a conservar íntegro el gusto natural por lo trivial. He señalado al principio cómo, en la literatura, la ausencia de un centro autorizado, como una academia, tiende a ese efecto. Cada sección del público tiene su propio órgano lite rario y la masa del público no sospecha que el valor de esos: órganos sea relativo a que esté más cerca o lejos de cierto 2U The Memorn of Martinas Scriblerus (1741), obra del satírico escocés John Aibuthnot (1667-1735), donde se burla de la pedantería de los miem-; bros del cíub Scriblerus, entre ellos Swift, Gay o Pope, del que él mismo formaba parte. Pope, parodiando a Longino, fue el primero en usar el tér mino bathos (trivial), tan reiterado en Culturay anarquía.
centro ideal de información, gusto e inteligencia correcta. He dicho que dentro de ciertos límites que cualquiera que lea esto trazará por sí mismo sin dificultad, mi vieja adversaria, la Sa~ turday Review, en cuestiones de literatura y gusto, puede con siderarse justamente, respecto a gran número de periódicos que tratan estas cuestiones, una especie de órgano de la razón. Pero recuerdo haber conversado una vez con un grupo de inconformistas admiradores de un conferenciante que había desplegado fuegos de artificio, todo ruido y falsas luces, según la Saturday Review, en que me sentí tan receptivo como pude sobre el efecto de este juicio desfavorable en aquellos con los que conversaba. «¡Oh — dijo uno de sus portavoces con el más tranquilo aire de la convicción— , es cierto que la Satur day Review deplora la conferencia, pero el British Banner— no estoy seguro de que fuera el British Banner, pero era un perió dico de esa laya— dice que la Saturday Review se equivoca por completo»21. El portavoz no tenía evidentemente noción al guna de que había una escala de valor para juicios sobre esos tópicos, y que los juicios de la Saturday Review son elevados según esa escala, y bajos los del British Banner, el gusto por lo trivial implantado por naturaleza en los juicios literarios del hombre nunca ha tenido, en el caso de mi amigo, obstáculo ni impedimento. Lo mismo en religión que en literatura. La mayoría de noso tros tiene poca idea de lo que es un modelo elevado para elegir a nuestros guías, de un espíritu grande y profundo, que es una autoridad, mientras que no lo es ninguno inferior; basta con dar importancia a cosas dichas decisivamente por esta o aque lla persona y que tenga un fuerte seguimiento cuando ías dice. Este hábito nuestro se ve bien en la hábil e interesante obra del señor Hepworth Dixon que todos hemos leído recientemente, Los mormones, por uno de ellos12. Aquí tampoco estoy seguro de a La Saturday Review, órgano de expresión del conservadurismo liberal, trataba de contrarrestar la influencia de The Times. El British Banner file un periódico populista de los evangelistas. n Wílliam Hepworth Dixon (1821-1879) fue autor de varios libros de viajes, como New America (1867) y Frece Russia (1870). Su obra sobre el mormonismo es Spiritual Wives (1868), citada por Arnoid como The Mormom, by One ofThemselves.
que mi memoria me dé el título exacto, peto me reñero al bien conocido libro en que el señor Hepworth Dixon describía a los mormones y a otros grupos religiosos similares en América con tanto detalle y tan cálida simpatía. En esa obra parece bastar al señor Hepworth Dixon que esta o aquella doctrina tenga su rabino, todo un fanfarrón, un grupo de discípulos acérrimos y, sobre todo, muchos rifles. Nunca parece ocurrírsele que haya pruebas más estrictas aplicables a una doctrina antes de considerarla importante: «Es fácil decir — escribe so bre los mormones— que esos santos son timadores y fanáti cos, reírse dejoe Smith y su iglesia, pero ¿qué? Los grandes he días permanecen. Young y su pueblo están en Utah; una iglesia de 200.000 almas, un ejército de 20.000 rifles». Pero si los se guidores de una doctrina son realmente timadores o algo peor, y sus promulgadores son realmente fanáticos o algo peor, la doctrina no gana en seriedad o autoridad porque haya 200.000 almas para sostenerla —200.000 de la innumerable multitud con un gusto natural por lo trivial— y 20.000 rifles para defen derla. De nuevo, de otra organización religiosa en América: «No ha de negarse un campo justo y abierto cuando huéspe des tan poderosos se arriesgan a luchar en nombre de lo que creen verdadero, por extraña que su fe pueda parecer». No se ha de negar un campo justo y abierto a ningún orador, pero esta manera solemne de anunciarlo está fuera de lugar a menos que tenga, por la mejor razón y espíritu del hombre, algún significado. «¡Bien, pero — dice el señor Hepworth Dixon— la teoría ha sido aceptada por hombres como el juez Edmonds, el doctor Haré, Eider Frederick y el profesor Bush!»23. Y de nuevo: «¡Tales son las bases, en resumen, de lo que Newman Weeks, Sarah H@rton, Deborah Butler y los hermanos asocia dos proclamaron en Pratt’s Hall como el nuevo pació!»24. Si 2í El juez John Worth Edmonds fue un influyente espiritualista america no; Eider Frederick (Frederick W. Evans) fue un dirigente cuáquero de Mount Lebanon, Nueva York; el profesor Bush fue un ministro presbiteria no, seguidor de Swedenborg y profesor de literatura hebrea y oriental. z
estuviera resumiendo las enseñanzas de Platón o san Pablo, eí señor Hepworth Dixon no podría haberse mostrado más re verencial. Pero la cuestión es si el juez Edmonds y Newman Weeks, y Elderess Polly y Elderess Antoinette25 y el resto de los héroes y heroínas del señor Hepworth Dixon tienen algo del peso y significado que tienen Platón y san Pablo para la mejor razón y espíritu del hombre. Evidentemente ahora no, y el li gero sabor suyo y de sus doctrinas debería haber convencido al señor Hepworth Dixon de que nunca podrán tenerlo. «Pero — dice— el poder magnético que el cuaquerismo ejerce en el pensamiento americano debería bastar», y demás. Ahora bien, en lo que concierne ai verdadero pensamiento — el pensa miento que afecta a la mejor razón y espíritu del hombre, el pensamiento científico del mundo, el único pensamiento del que vale la pena hablar de esta manera solemne—, Améri ca apenas ha sido hasta ahora algo más que una provincia de Inglaterra, y hoy ni siquiera reclamaría más que estar al corriente de lo que pasa en Inglaterra, y respecto a ese único verdadero pensamiento humano el pensamiento inglés no es ahora precisamente, como todos debemos admitir, el factor más significativo26. Tampoco puede serlo, pues, el pensamien to americano, y el poder magnético que ejerce el cuaquerismo en el pensamiento americano es tan importante, por la mejor razón y espíritu del hombre, como el poder magnético que el señor Murphy ejerce en el protestantismo de Birmingham. Como nunca nos libraremos de nuestro gusto natural por lo trivial en religión —ni accederemos a lo mejor que hay en nosotros y la recta razón que pueda representar una autoridad seria— al tratar al señor Murphy como le tratan sus propios discípulos, seriamente, y como si fuera una autoridad como cualquier otra, nunca nos libraremos de ello mientras nuestros escritores hábiles y populares traten a sus Joe Smith y Deborah Butler, con sus miles de almas y otros tantos miles de rifles, de la misma manera exagerada y desorientadora, y hagan lo posi 25 Elderess Antoinette (Mary Antoinette Dolittle) fue codirectora, con Eider Frederick, de una de las mayores comunidades cuáqueras en Mount Lebanon; Elderess Poiiy lo fije de otra. 26 En la edición de 1869 Arnold había escrito; «uno de los factores más significativos».
ble para mantenernos en un mal hábito mental al que ya esta mos demasiado inclinados. Si nuestros malos hábitos vuelven difícil la idea de una identidad superior, de una autoridad principal, en literatura o religión, ¡cuánto más no la harán en la esfera de la política! En otros países los gobernadores, al no depender inmediatamen te del favor de los gobernados, lo tienen todo para incitarlos, si saben algo de la recta razón (y se supone al menos que los gobernadores deben saber más de ello que la masa de los go bernados), a mantenerla con autoridad ante la comunidad. Pero como todo nuestro plan de gobierno es representativo, cada uno de nuestros gobernadores siente toda posible tenta ción, en lugar de erigir ante los gobernados que le eligieron, y de cuyo favor depende, un elevado modelo de recta razón, a acomodarse tanto como pueda a su gusto natural por lo tri vial y, aunque intente contrarrestarlo, a proceder en esto con tanto halago y engaño que no sospecharán que su ignorancia y prejuicios sean muy diversos a la recta razón, o que su gusto natural por lo trivial difiera mucho del gusto por lo sublime. Cualquiera se siente así animado de todas las maneras posi bles a confiar en su propio corazón, pero «el que en sí mismo confia — dice el sabio— es un necio», y en todo caso esto que dice el obispo Wilson es innegablemente cierto: «El número de los que necesitan despertar es mucho mayor que el de los que necesitan consuelo». Pero en nuestro sistema político todo el mundo es consola do. Los guías y gobernadores que han sido elegidos por in fluencia de los bárbaros, y que dependen de su favor, cantan las alabanzas de los bárbaros y dicen todas las cosas suaves que puedan decirse de ellos. Con el señor Tennyson, celebran al «genial inglés de anchas espaldas»27, con su «sentido del deber», su «reverencia por las leyes» y su «fuerza paciente», que nos salvan de «revueltas, repúblicas, revoluciones, la ma yoría no más graves que el castigo a un escolan», que descon ciertan a otras naciones de espaldas menos anchas. Los guías que son elegidos por los filisteos y gozan de su favor les dicen a los filisteos que «todo el mundo sabe que la gran clase me 27 De TbePrincess (1847), de Alfred Tennyson,
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día de este país suministra el espíritu, la voluntad y el poder requeridos para todas las cosas grandes y buenas que han de hacerse», y los felicitan por su «sentido bueno y sincero, que penetra a través de sofismas, ignora las vulgaridades y da a las ilusiones convencionales su verdadero valor». Los guías que buscan el favor del populacho le dicen que tienen «los más brillantes poderes de la simpatía y los más dispuestos a la acción». También les dicen cosas ásperas, sin duda, a las grandes clases de la comunidad, pero ésas vienen de una clase hostil y están tan manifiestamente dictadas por las pasiones y prejui cios de una clase hostil, y no por la recta razón, que no causan ninguna impresión seria en sus destinatarios, sino que les res balan fácilmente. Por ejemplo, cuando los oradores de la Liga Reformista vituperan a nuestra aristocracia cruel y fatua, esas invectivas muestran tan evidentemente las pasiones y punto de vista del populacho que no afectan a aquellos a quienes se dirigen ni despiertan pensamiento o introspección alguna en ellos. De nuevo, cuando nuestro baronet aristocrático28 des cribe a los filisteos y el populacho como influidos por una especie de atroz manía por castrar a la aristocracia, el reproche proviene tan claramente de la ira y la imaginación excitada de los bárbaros que no induce a pensar a los filisteos y el popu lacho. Cuando el señor Lowe llama al populacho borracho y venial25, es tan evidente que lo llama así en una agonía de aprensión hacia su parlamento filisteo o de clase media, que ha hecho tantos trabajos grandes y heroicos, y se ve ahora amenazado por la mezcla y la degradación, que el populacho no se toma en serio sus palabras. Así, la voz que causa una impresión permanente en cada una de nuestras clases es la voz de sus amigos y se trata, según la naturaleza de las cosas, de una voz consoladora. Los bárba ros siguen creyendo que el gran inglés genial de anchas espal das puede estar satisfecho consigo mismo; los filisteos siguen creyendo que la gran clase media de este país, con su serio 28 En ía edición de 1869 Arnoid había escrito: «sirThomas Bateson». 29 Robert Lowe había usado estas palabras para dirigirse a la clase traba jadora durante los debates de la Ley de la Reforma en marzo de 1866.
sentido común que penetra a través de los sofismas e ignora las vulgaridades, puede estar satisfecha consigo misma; el po pulacho, que el trabajador, con sus brillantes poderes de sim patía y dispuestos poderes para la acción, puede estar satisfe cho consigo mismo. (Qué esperanza hay, de este modo, de extinguir el mal gusto de lo trivial implantado por naturaleza en el alma del hombre, o de inculcar la creencia de que la excelencia mora entre altas y escarpadas rocas30 y sólo será al canzada por quienes suden sangre para alcanzarla? Pero tal vez se diga que los candidatos de la influencia y liderazgo político, que acarician así el amor propio de aque llos cuyos sufragios desean, saben bien que lo que dicen no es la pura verdad tal como la ve la razón, sino que usan una especie de lenguaje convencional, lo que llamamos charlata nería, que es esencial para el funcionamiento de las institucio nes representativas. Por tanto, supongo que deberíamos decir con fígaro: Qui est-ce qu 'un trompe id? Ahora bien, admito que, a menudo, pero no siempre, cuando los gobernadores dicen cosas suaves del amor propio de la clase cuyo apoyo político necesitan, saben muy bien que están sobrepasando con una larga zancada los límites de la verdad y sobriedad, y que, aun que hablen, en cierto modo, sin duda, lo hacen de manera fingida. No siempre es así, porque cuando un bárbaro apela a su propia clase para que lo convierta en su representante y le confiera poder político, cuando alimenta su amor propio al alabar al inglés genial de anchas espaldas con su sentido del deber, reverencia por las leyes y fuerza paciente, alimenta su amor propio y se alaba a sí mismo, y queda así atrapado por sus propias palabras suaves. Así, también, cuando un filisteo quiere representar a sus hermanos filisteos y alaba el serio buen sentido que caracteriza a Manchester y proporciona el espíritu, la voluntad y el poder, como dice elocuentemente el Daily News, requeridos para todas las cosas grandes y bue nas que han de hacerse, se embriaga y se engaña tanto a sí mismo como a sus hermanos filisteos que le oyen. Pero es cierto que un bárbaro a menudo necesita el apoyo político de los filisteos; e incuestionablemente, cuando adula 30 Amold parafrasea unos versos de Simónides de Ceos.
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el amor propio del filisteísmo y alaba, de la manera mostrada, su energía, iniciativa y confianza en sí mismo, sabe que está siendo un charlatán y, por así decirlo, habla de manera fingi da, En todos los asuntos concernientes al inconformismo y sus lemas, resulta muy notable esa insinceridad de los bárba ros que necesita el apoyo inconformista y, por tanto, halaga el amor propio de los inconformistas y repite sus lemas sin la menor fe real en ellos. Cuando los inconformistas, en un arranque de ciego celo, rechazaron las útiles Cláusulas Educa tivas de sir James Graham en 184331, la mitad de sus represen tantes parlamentarios, sin duda, al protestar porque «pisotea ron la libertad religiosa de los disidentes al tomar el dinero de ios disidentes para enseñar los principios de la Iglesia de Ingla terra», gritó de manera fingida. Tal vez haya una especie de movimiento en el habla fingida del señor Frederic Harrison cuando se refiere al «chillido de superstición»32 y le dice a la clase trabajadora que los suyos son los más brillantes poderes de simpatía y los poderes más dispuestos a la acción. Pero el punto en el que insistiría es que ese tributo involuntario a la verdad y sobriedad de ciertos gobernadores y guías no al canza a la masa de los gobernados para servirnos de lección, para rebajar nuestro amor propio y para despertar en nosotros la sospecha de que nuestros prejuicios favoritos pueden ser, para una razón superior, fruslerías. Sea cual sea el aparte entre nuestros líderes más inteligentes, no lo vemos, pero a los ojos de nuestros hombres más admirables y representativos, nada hay más admirable que nuestra identidad ordinaria, cualquie ra que ésta sea, de bárbaro, filisteo o populacho. Así, todo en nuestra vida política tiende a ocultamos que haya nada más sabio que nuestra identidad ordinaria y a im pedirnos tener la noción de una recta razón principal. Inten tamos convertir la realeza misma, con la idea de ser la expre sión de la nación colectiva y una especie de testigo constituido de su mejor espíritu, en una especie de gran furgón de anun 31 Sir James Graham (1792-1861) fue ministro del Interioren el gobierno de sir Robert Peel, 32 Arnold cita un pasaje de «Our Venetian Constitution» (Nuestra Cons titución veneciana), publicado en el número de marzo de 1867 de Furtnightly Review.
cios, para dar publicidad y crédito a las invenciones, acertadas o desacertadas, de la identidad ordinaria de los individuos. Recuerdo que, cuando estaba en el norte de Alemania, pen sé en esto intensamente a propósito de las escuelas y su insti tución. En Prusia, las mejores escuelas son las llamadas escue las patrocinadas por la Corona: escuelas que han sido establecidas y dotadas (y las nuevas están siendo establecidas y dotadas hoy en día) por el propio soberano a sus expensas, para quedar bajo el control y administración directa de él o de quienes le representan, y para servir como modelos de lo que las escuelas deberían ser. Al estar el soberano, por su posición, por encima de muchos prejuicios y pequeñeces, y tener siem pre a su disposición el mejor consejo, posee evidentes venta jas frente a los fundadores privados para planear y dirigir bien una escuela; al mismo tiempo, sus grandes medios y su gran influencia garantizan crédito y autoridad a una bien planeada escuela suya. Esto es lo que los gobernadores hacen en el norte de Alemania en materia de educación por los goberna dos, y puede decirse que así dan a los gobernados una lección y extraen de ellos la idea de una recta razón superior a las su gerencias de !a identidad ordinaria de un hombre ordinario. ¡Pero qué diferente es en Inglaterra el papel que nuestros gobernantes están acostumbrados a interpretar! Los Provee dores Autorizados o ios Viajantes Comerciales se proponen crear una escuela para sus hijos; supongo que, en materia de escuelas, puede llamarse a los Proveedores Autorizados o a los Viajantes Comerciales hombres ordinarios, con un fuerte gus to natural por lo trivial, y un soberano, con el consejo de hombres como Wilhelm von Humboldt o Schleiermacher, al respecto puede ser un mejor juez y estar más cerca de la recta razón33. Se concederá, probablemente, que la recta razón su geriría que tener una mera escuela de hijos de Proveedores Autorizados, o una mera escuela de hijos de Viajantes Comer ciales, y criarlos a todos, no sólo en casa, sino también en la escuela, con una especie de olor a provisión autorizada o a 33 Wilhelm von Humboldt (1767-1835) primer ministro de Educación de Prusia, fundó la Universidad de Berlín, en la que trabajó su amigo el teólogo Friedrich Schleiermacher (1768-1834).
compraventa no es una sabia instrucción que dar a estos ni ños. Como he dicho, en Alemania la acción de guías o gober nadores nacionales es sugerir y proporcionar algo mejor. Pero en Inglaterra la acción de los guías o gobernadores nacionales es, para un príncipe real o un gran ministro, dejarse caer por la inauguración de la escuela de Proveedores Autorizados o Viajantes Comerciales, tomar asiento, alabar la energía y con fianza en sí de los Proveedores Autorizados o los Viajantes Comerciales, colmar su manera de pensar, predecir pleno éxi to a sus escuelas y no sugerirles nunca que están haciendo algo muy necio y que la manera correcta de trabajar por la educación de sus hijos es por completo diferente. Ocurre casi lo mismo en todos los departamentos. Mientras en el con tinente prevalece la idea de que la ocupación de los dirigen tes y representantes de la nación, en virtud de sus medios, poder e información superior, es dar ejemplo y proporcionar sugerencias de la recta razón, entre nosotros la idea es que la ocupación de los dirigentes y representantes de la nación es no hacer nada de esto, sino aplaudir el gusto natural por lo trivial, mostrarse vigorosamente en cualquier parte de la comunidad y alentar sus obras. Ahora bien, no digo que el sistema político de las naciones extranjeras no tenga inconvenientes que puedan superar los inconvenientes de nuestro sistema político, ni propongo li brarnos de nuestro sistema político y adoptar el suyo. Pero al ser un centro firme de autoridad lo que buscamos en esta disquisición, y al ser la recta razón, o lo mejor que hay en nosotros, lo único que puede ofrecer ese centro firme de au toridad, es necesario tomar nota de los mayores impedimen tos que impiden en este país la liberación o reconocimiento de esta recta razón como una autoridad principal, con la vista puesta después en el mejor modo de eliminarlos. Teniendo esto en cuenta, procedo a observar que no sólo nuestros gobernantes no nos brindan sugerencias de la recta razón, ni rechazos de nuestra identidad ordinaria, sino que se ha extendido entre nosotros una especie de teoría filosófica al efecto de que no existe nada parecido a una identidad mejor y una recta razón que tengan derecho a la autoridad principal o, en todo caso, nada que pueda averiguarse y de lo que se [iSS]
pueda hacer uso, y que no hay nada sino un número infinito de ideas y obras de nuestras identidades ordinarias, y sugeren cias del gusto natural por lo trivial, de igual valor, que están condenadas a un conflicto irreconciliable o a un perpetuo toma y daca; y que la sabiduría consiste en elegir el toma y daca antes que el conflicto y en aferramos a nuestra elección con paciencia y buen humor. Por otro lado, contamos con otra teoría filosófica corriente entre nosotros, al efecto de que, sin el esfuerzo de pervertir nos por la costumbre o ejemplo de gozar de la recta razón, sino siguiendo libremente nuestro gusto natural por lo trivial, gracias a la Providencia, y por una especie de tendencia natu ral de las cosas, llegaremos a su debido tiempo a gozar y se guir la recta razón. Los grandes promotores de estas teorías filosóficas son nues tros periódicos, de los que puede decirse, no menos que de nuestros representantes parlamentarios, que interpretan el pa pel de guías y gobernadores para nosotros; a esas doctrinas favoritas suyas las llamo — o debería llamarlas, si las doctrinas no fueran predicadas por autoridades que respeto tanto—, a la primera, una forma peculiarmente británica de ateísmo, a la segunda, una forma peculiarmente británica de quietis mo. La primera y melancólica doctrina la predica el Times con estilo claro y fuerte; en efecto, es bien sabido, por el ejemplo del poeta Lucrecio y otros, que la doctrina atea ha contado siempre entre sus promulgadores a grandes maestros del esti lo. «Para nosotros no tiene sentido —dice el Times— tratar de obligar a nuestros vecinos a adoptar nuestros gustos y aversio nes. Debemos tomar las cosas como son. Cada cual tiene su propia pequeña visión de la perfección religiosa o civil. Bajo la evidente imposibilidad de satisfacer a todo el mundo, esta mos de acuerdo en partir de la base de leyes iguales y un siste ma tan abierto y libera! como sea posible. El resultado es que todos tienen más libertad de acción y de palabra aquí que en ningún otro lugar del viejo mundo». Volvemos de nuevo a la celebrada definición de la libertad del señor Roebuck que tan a menudo he comentado: «Miro a mi alrededor y me pregun to cuál es el estado de Inglaterra. ¿No puede decir todo hom bre lo que quiera? Os pregunto si en todo el mundo o en la
historia pasada hay algo así. Nada, Ruego para que dure nues tra felicidad sin rival». Esa es la vieja historia de nuestro siste ma de contrapesos, y del inglés que obra a capricho, que ya hemos visto que ha sido bastante conveniente mientras bár baros y filisteos eran ios únicos que obraban a capricho, pero que resulta inconveniente y produce anarquía ahora que el populacho quiere también obrar a capricho. Con todo, no desestimaré sin más esa famosa doctrina, sino que citaré en primer lugar otro pasaje del Times, aplican do la doctrina a una cuestión de la que acabamos de hablar, la educación: «La dificultad aquí —dice el Times sobre la pro visión de un sistema de educación nacional— no reside en convenios trasladables. Es inherente y propio del estado de cosas real e inveterado de este país. Todos esos poderes y personajes, todas esas influencias y variedades de carácter conflictivas, existen y han existido largo tiempo entre noso tros; tendrán que resolverlo, y seguirán haciéndolo, sin llegar a esa feliz consumación en que un elemento del carácter bri tánico ha de destruir y absorber a los demás». Ahí está; las varias instigaciones del gusto natural por lo trivial en este y aquel hombre entre nosotros que tendrán que resolverlo, y nunca llegará e! día (en efecto, ¿por qué deberíamos desear que llegara?) en que el tipo de gusto particular por lo trivial de un hombre tiranice el de otro, ni en que la recta razón (si puede ser un elemento del carácter británico) absorba y go bierne a las demás. «Todo el sistema de este país, como la constitución que nos jactamos de heredar, y que nos ale gramos de mantener, se compone de hechos establecidos, autoridades prescritas, usos existentes, poderes presentes, personas con propiedades y comunidades o clases que han alcanzado el dominio por sí mismas y lo opondrán a los ad venedizos». Todas las fuerzas del mundo, evidentemente, ¡salvo la única conciliatoria, la recta razón! ¡El bárbaro aquí, el filisteo allá, el señor Bradlaugh y el populacho a ía greña!34, Íque cada cual se las apañe! Realmente, presentada con el estilo magistral de nuestro influyente diario, la triste imagen, 34 En la edición de 1869 Arnold había escrito: «¡Aquí sir Tilomas Bateson, el reverendo W. Cattle a un lado, eí señor Bradlaugh al otro!».
cuando se la mira, asume el hierro y solemnidad inexorable del destino trágico. Tras esto, la doctrina más suave de nuestro otro profesor filosófico, el Daily News, tiene, en primer lugar, algo muy atractivo y consolador. El Daily News empieza a tejer aparentemente la red férrea de la necesidad alrededor de nosotros como el Times: «La alternativa está entre hacer lo que a un hombre le gusta y hacer lo que le gusta a otro, probablemente ni una pizca más listo que éí». Ésto apunta al pacto tácito, que ya he mencionado, entre los bárbaros y los filisteos, en el que se espera que un día participe el populacho, el pacto, tan acreedor a la honradez inglesa, por el que ninguna clase que ejerza el poder, empleando sólo las ideas y objetivos de su identidad ordinaria, se tomará demasiado en serio su identi dad ordinaria o tratará de imponerla a las otras, como lo han intentado el fanático protestante, por ejemplo, con su anzue lo papista, y el tribuno popular con su vena anarquizante de Hyde Park35. Pero, de repente, el Daily News ilumina la pe numbra de lo necesario con brillantes rayos de esperanza: «Sin duda —dice— la razón común de la sociedad debería frenar las aberraciones de la excentricidad individual». Esa ra zón común de la sociedad se parece mucho a lo mejor que hay en nosotros o la recta razón, a la que queremos dar auto ridad, al convertir la acción del Estado, o la nación en su ca rácter colectivo, en su expresión. Pero el Daily News, con su sutil dialéctica, desbarata nuestro proyecto: «¿Hacer del Es tado el órgano de la razón común? Podemos convertirlo —dice— en órgano de esto o aquello, pero ¿cómo podemos estar seguros de que la razón será la cualidad encarnada en él?». No podremos estar seguros de ello, indudablemente, si no lo intentamos, pero la cuestión, al ser la acción del Estado la acción de la nación colectiva, y ai conllevar la acción de la nación colectiva naturalmente gran publicidad, peso y fuerza ejemplar, es si no deberíamos tratar de introducir en la acción del Estado tanta recta razón como sea posible, o lo mejor que hay en nosotros, de modo que vuelva a nosotros con nueva 35 En Ja edición de 1869 Arnold hablaba del «reverendo W. Cattle» y «el señor Bradlaugh», respectivamente.
fuerza y autoridad, pueda tener visibilidad, forma e influencia y nos incite, en los muchos momentos en que sólo nos tienta ia identidad ordinaria, a resistir el gusto natural por lo trivial antes que ceder a ello. ¡Pero no!, dice nuestro profesor: «Es mejor que haya una infinita variedad de experimentos sobre la acción humana; la razón común de la sociedad frenará en lo esencial las aberra ciones de la excentricidad individual de manera suficiente si se la deja operar naturalmente»36. Esto es lo que llamo la for ma especialmente británica del quietismo, o una confianza devota, pero excesiva, en una Providencia dominante. La Pro videncia, como nos dicen cuidadosamente los moralistas, tra baja por lo general en los asuntos humanos con medios hu manos, de modo que cuando queremos que la recta razón actúe sobre la razón individual, lo mejor que hay en nosotros sobre la identidad ordinaria, debemos darle mayor poder para hacerlo al concederle un reconocimiento y autoridad públi cos y encarnarla, en la medida en que podamos, en el Estado. Parece mucho pedir a la Providencia que, mientras entrega mos el gusto habitual por lo trivial a su operación natural en su infinita variedad de experimentos, ella lo guíe a la pista verdadera y lo empuje a disfrutar de lo sublime. En todo caso, grandes hombres e instituciones parecen haber sido necesa rias hasta ahora para producir un efecto considerable de este tipo. Sin duda, tenemos una infinita variedad de experimen tos y una siempre multiplicada multitud de exploradores. In cluso en este breve escrito he enumerado muchos: el British Banner, el juez Edmonds, Newman Weeks, Deborah Butler, EIderess Polly, el hermano Noyes, el señor Murphy37, los Pro veedores Autorizados, los Viajantes Comerciales y no sé cuán tos más; y el número de este noble ejército aumenta cada día. 36 La cita de «nuestro profeson> decía en la edición de 1869: «Es mejor que haya una infinita variedad de experimentos sobre la acción humana, porque cuando los exploradores se multiplican es más probable que sea descubierta la pista verdadera. La razón común de la sociedad puede frenar las aberraciones de la excentricidad individual sólo al actuar sobre la razón individual y lo hará de manera suficiente si se la deja operar naturalmente». 17 En la edición de 1869 Arnoid mencionaba en su lugar al reverendo W. Cattle.
¡Pero qué profundo el quietismo, o qué osada llamada a la interposición directa de la Providencia supone creer que esos interesantes exploradores descubrirán la verdadera pista o «lo harán de manera suficiente» (sea cual sea su significado) si se los deja operar naturalmente, es decir, si siguen así! Los filóso fos dicen, en efecto, que aprendemos la virtud al realizar actos virtuosos, pero parece, por cierto, demasiado sanguíneo de cir que aprenderemos la virtud al realizar cualesquiera actos a los que nos lleve el gusto por lo trivial, que el fanático protes tante38 muestra lo mejor que hay en él con el anzuelo papista o Newman Weeks y Deborah Butler la recta razón al seguir su olfato. Es cierto, lo que queremos es que la recta razón actúe sobre la razón individual, la razón de los individuos; ése es el fin y objetivo de toda nuestra búsqueda de autoridad. El Daily News dice, según observo, que todo mi argumento sobre la autoridad «tiene una raíz no intelectual» y, por lo que sé de mí mismo y de mi inercia, lo creo tan probable que debería incli narme a admitirlo fácilmente, si no fuera porque, en primer lugar, nada de esto tal vez deba admitirse sin examen y por que, en segundo lugar, parece hacerse presente un modo de explicar que esta acusación, en este caso particular, carece de motivos. Lo que me parece explicar aquí la acusación tal vez sea la falta de flexibilidad de nuestra raza que tan a menu do he mencionado. Quiero decir, si admitimos que nuestro verdadero objetivo es la conformidad de la razón individual del fanático protestante o del alborotador popular39 con la recta razón, y no sólo el hecho de contener, con el fuerte bra zo del Estado, el anzuelo papista o el sabotaje, si admitimos esto, tenemos tan poca flexibilidad que no podemos percibir con facilidad que la contención del Estado de estas indulgen cias puede fijar con claridad que, para la nación colectiva, esas indulgencias parecen irracionales e intolerables, puede hacer los detenerse y reflexionar y puede contribuir a armonizar. 58 En la edición de 1869 Arnold mencionaba en su lugar al reverendo W. Cattle, 39 En la edición de 1869 Arnold hablaba del «del reverendo W. Cattle o del señor Bradlaugh».
con el tiempo, su razón individual con la recta razón. Pero en ningún país, debido a la falta de flexibilidad intelectual antes mencionada, se recomienda tan diligentemente una inclina ción que es la nuestra natural y que, por tanto, no necesita recomendación alguna, ni se desprecia tan diligentemente otra inclinación que no es la nuestra natural y que, por tanto, no necesita ser despreciada, como en el nuestro. De confiar en el ser individual, entre nosotros la inclinación natural, no oi remos nada salvo lo bueno de confiar en el individuo; de ac tuar a través de la nación colectiva sobre el ser individual, al no ser nuestra inclinación natural, no oiremos recomenda ción alguna. Pero los sabios saben que a menudo necesitamos oír sobre todo lo que menos nos inclinamos a oír, e incluso aprender a emplear, en ciertas circunstancias, lo que, si se em pleara mal, podría ser un peligro para nosotros. En cualquier lugar se entiende esto, por cierto, mejor que aquí. En un número reciente de la Westmimter Review, un es critor capaz, pero precisamente con nuestra nacional falta de flexibilidad, de la que acabo de hablar, ha desenterrado, según veo, para nuestras necesidades actuales, una traducción inglesa, publicada hace algunos años, del libro de Wilhelm von Humboldt, L a esferay deberes delgobierno40. El objetivo de Humboldt en este libro es mostrar que la operación del go bierno debe limitarse severamente a lo que se refiere directa e inmediatamente a la seguridad de las personas y la propiedad. Wilhelm von Humboldt, una de las almas más perfectas y bellas que hayan existido, solía decir que la ocupación propia en la vida era, en primer lugar, perfeccionarse por todos los medios a nuestro alcance y, en segundo lugar, buscar y crear en el mundo circundante una aristocracia, lo más numerosa posible, de talentos y caracteres. Entendía, desde luego, que al final todo resultaba en que el individuo debe actuar por sí mismo y debe ser perfecto en sí mismo, y vivía en un país, 40 El «escritor capaz» es el autor de«Dangers o f Democracy» (Peligros de la democracia), publicado en la Westminster Rcview en 1868, donde se discu tía The Sphere and Duties o f Government, traducción inglesa de 1854 de Ideen zueinem Versudi, die Grenzett der Wirksmikeit des Staatszubatitnmen {17)2), de Wilhelm von Humboldt, de la que procedería, por cierto, el epígrafe usado por John Stuart Mili en Sobre la libertad (1859).
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Alemania, en que la gente estaba poco dispuesta a actuar por sí misma y a confiar demasiado en el gobierno. Pero, aun así, tal era su flexibilidad, tan débil su servidumbre a una mera máxima abstracta, que vio muy bien que para su propósito de hacer capaz al individuo de erguirse perfecto sobre sus cimien tos y obrar sin el Estado, la acción del Estado sería necesaria durante largos, largos años, y poco después de escribir su libro sobre La esferay deberes del gobierno, Wilhelm von Humboldt fue ministro de Educación en Prusia, y todas las grandes refor mas que dieron el control de la educación prusiana al Estado —la transferencia de la administración de la escuela pública de sus antiguos consejos de fideicomisarios al Estado, el exa men estatal obligatorio de las escuelas, el examen estatal obli gatorio de los maestros y la fundación de la gran Universidad Estatal de Berlín— se originaron en su ministerio. De esto su reseñador inglés no dice una palabra. Pero, al escribir para un pueblo cuyo peligro está, según vemos, del lado de su acción individual sin freno ni guía, y que no peligra por confiar exce sivamente en el Estado, cita tanto del ejemplo de Wilhelm von Humboldt cuanto puede para adular sus propensiones y no hacerle bien alguno, y deja aparte lo que podría hacerle pensar y serle útil. Se observará que esto recuerda precisamen te la manera en que hemos visto cómo proceden nuestros re gios y nobles personajes con los Proveedores Autorizados. En Francia la acción del Estado sobre los individuos es aún más preponderante que en Alemania, y aún más fuerte la necesidad que los amigos de la perfección humana sienten de que eí individuo se yerga perfecto sobre sus cimientos, Pero
La cita de Renán procede de «L’Instmction supérieur en France», en
Qucstions cantempomines ( 1868 ).
ción que de cualquier otro departamento de los asuntos públicos. Vemos, pues, lo indispensable que resulta para la perfec ción humana que buscamos, en opinión de buenos jueces, el reconocimiento y establecimiento público de lo mejor que hay en nosotros o de la recta razón. Vemos que nuestros hábi tos y práctica se oponen a ese reconocimiento, y los muchos inconvenientes que sufrimos por ello. Pero intentemos ir un poco más allá para descubrir, bajo nuestros hábitos y práctica presentes, el motivo y la causa misma de los que surgen.
HEBRAÍSMO Y H ELENISM O motivo fundamental es la preferencia de obrar antes que pensar. Ahora bien, esa preferencia es un elemen to principal en nuestra naturaleza y, al estudiarlo, nos enfrentamos con numerosas cuestiones importantes en to dos los aspectos. Dejadme que vuelva un momento a lo que ya he citado del obispo Wilson: «Primero, no ir nunca contra la mejor luz que tengamos; segundo, cuidar de que nuestra luz no sea oscuri dad». He dicho que mostramos, como nación, energía y persis tencia laudables al caminar conforme a la mejor luz que te nemos, pero tal vez no tengamos suficiente cuidado de que nuestra luz no sea oscuridad. Esto sólo es otra versión de la vieja historia de que la energía es nuestro punto fuerte y carac terística favorable, antes que la inteligencia. Pero aún podemos dar a esa idea una forma más general, con la que tendrá un rango de aplicación mayor. Podemos considerar esta energía que conduce a la práctica, este sentido principal de la obliga ción del deber, el autocontrol y el trabajo, esta seriedad en mar char virilmente a la mejor luz que tenemos, una fuerza, Pode mos considerar la inteligencia que conduce a esas ideas que son, después de todo, la base de la práctica recta, el sentido ar diente para todas las nuevas y cambiantes combinaciones suyas que el desarrollo del hombre conlleva, el indomable impulso a conocerlas y ajustarlas perfectamente, otra fuerza. Podemos con siderar estas fuerzas en cierto sentido rivales, rivales no por la necesidad de su naturaleza, sino tal como se muestran en el
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hombre y su historia, y rivales por dividir el mundo entre ellas. Para dar a esas fuerzas los nombres de las dos razas de hombres que han proporcionado sus manifestaciones más señaladas y espléndidas, podemos llamarlas respectivamente las fuerzas del hebraísmo y el helenismo. Hebraísmo y helenismo, entre estos dos puntos de influencia se mueve nuestro mundo. En cierto momento siente más poderosamente la atracción de una de ellas, en otro de la otra, y debería estar, aunque nunca lo esté, imparcial y felizmente equilibrado entre ellas. El objetivo final de helenismo y hebraísmo, como el de todas las grandes disciplinas intelectuales, es sin duda el mis mo: la perfección o salvación del hombre. El lenguaje mismo que usan al enseñarnos a alcanzar este objetivo es a menudo idéntico. Aun cuando su lenguaje indique por'su variación —a veces amplia, a menudo sólo leve y sutil— los diferentes cursos de pensamiento que sobresalen en cada disciplina, aun entonces la unidad del fin y objetivo final sigue siendo apa rente. Por emplear las auténticas palabras de esa disciplina con la que estamos más familiarizados, y las palabras que, por tanto, nos resultan más próximas, ese fin y objetivo final es «que podríamos ser partícipes de la naturaleza divina». Éstas son las palabras de un apóstol hebreo, pero se trata del mismo objetivo, como digo, del helenismo y del hebraísmo. Cuando se los contrasta, como a menudo ocurre, casi siempre se hace con lo que llamo un propósito retórico; la intención del ora dor es exaltar y entronizar a uno de los dos, y usa el otro sólo para realzarlo y que le permita mejor lograr su propósito. Ob viamente, entre nosotros, es por lo genera] el helenismo el que se ve así reducido a asistir al triunfo del hebraísmo. Hay un sermón sobre Grecia y el espíritu griego, obra de un hom bre a quien no puede mencionarse sin interés y respeto, el señor Frederick Robertson, en que el uso retórico de Grecia y el espíritu griego, y su exhibición inadecuada, consecuente por necesidad, son casi lúdicos y serían censurables si no se explicaran por las exigencias de un sermón1. Por otro lado, * Arnold era un admirador de los Sermom Preached at Brighton (Sermones de Brighton), de Frederick Robertson (í 816-1853), en los que explicaba cómo el cristianismo había superado el mundo griego, romano y bárbaro-
Heinrich Heine y otros escritores de este tipo nos proporcio nan un espectáculo con las mesas cambiadas por completo, con el hebraísmo introducido para resaltar y contrastar con el helenismo y hacer más manifiesta la superioridad del helenis mo. En ambos casos hay injusticia y falsa representación. El objetivo y fin de hebraísmo y helenismo es, como he dicho, uno y el mismo, y este objetivo y fin es augusto y admirable. Sin embargo, persiguen este fin por cursos muy diferentes. La idea sobresaliente del helenismo es ver las cosas como real mente son; la idea sobresaliente del hebraísmo es la conducta y obediencia. Nada puede eliminar esta diferencia indeleble; la pelea griega con el cuerpo y sus deseos consiste en que im piden el pensar recto, la pelea hebrea con ellos consiste en que impiden el obrar recto. «El que guarda la ley, dichoso él», «Nada hay más dulce que cumplir los mandamientos del Se ñor»: ésa es la noción hebrea de felicidad; perseguida con pasión y tenacidad, esta noción no deja descansar al hebreo hasta que, como es sabido, al fin forja con la ley una red de prescripciones para envolver su vida entera, para gobernar cada momento suyo, cada impulso, cada acción. La noción griega de felicidad, por otra parte, se expresa perfectamente con las palabras de un gran moralista francés: C’est le bonheur deshómmes. ¿Cuándo? ¿Cuando aborrecen el mal? No. ¿Cuan do se ejercitan noche y día en la ley del Señor? No. ¿Cuando mueren a la luz del día? No. ¿Cuando caminan hacia la Nue va Jerusalén con palmas en las manos? No, sino cuando pien san correctamente, cuando su pensamiento acierta, quand ils pensentjusté1. Al fondo de la noción griega y hebrea está el deseo, original en el hombre, de la razón y la voluntad de. Dios, el sentimiento del orden universal, en una palabra, el amor a Dios. Pero mientras que el hebraísmo trabaja con cierto plan, intimaciones capitales del orden universal, y se atiene, puede decirse, con inigualada grandeza de seriedad e intensidad a su estudio y observancia, la inclinación del hele nismo es seguir, con actividad flexible, todo el juego del orden universal, mostrarse aprensivo por perder alguna de sus partes, 2 Se trata de una cita de Federico el Grande recogida por Sainte-Beuve en sus Cameries Aulundi (1862) y anotada por Arnoid en su diario en 1867.
por sacrificar una parte a otra, y no descansar en esta o aquella intimación, por capital que sea. Esa inclinación lleva a una inmaculada claridad mental, a un libre juego del pensamien to. La idea gobernante del helenismo es la espontaneidad de la conciencia', la del hebraísmo, la ri¿dez de la conciencia!'. El cristianismo no cambió nada en esta inclinación esencial del hebraísmo a anteponer el obrar al conocer. El autodomi nio, la devoción, el seguir no la propia voluntad individual, sino la voluntad de Dios, ía obediencia, es la idea fundamental de esta forma, también, de la disciplina a la que asociamos el nombre general de hebraísmo4. Pero como la antigua ley y la red de prescripciones con que envolvió la vida humana eran un poder impulsor no lo bastante orientador e inquisitivo para producir el resultado perseguido —la paciente continui dad ai obrar bien, el autodominio— , ei cristianismo los susti tuyó por la devoción ilimitada hacia ese modelo inspirador e influyente de autodominio ofrecido por Cristo, y con el nue vo poder impulsor, cuya esencia era ésta, aunque el amor y admiración de las iglesias cristianas han sido usados durante siglos para variar, ampliar y adornar su sencilla descripción, el cristianismo, como verdaderamente dice san Pablo, «confirma la ley» y, con la fuerza del más amplio poder que ha propor cionado para cumplirla, ha logrado los milagros, que todos vemos, de su historia. Mientras no olvidemos que tanto helenismo como hebraís mo son manifestaciones profundas y admirables de la vida del hombre, y que ambos persiguen un mismo resultado fi nal, no podemos insistir con demasiada fuerza en la diver gencia de línea y de operación con que proceden. Es una di] En respuesta a los elogios de William Elle por Cullitray anarquía, Ar nold admitió que la expresión rigidez de ¡a conciencia no se sostenía «sobre sus cuatro patas, y esto lo he tenido presente desde que la usé, pero no veo la manera de enmendarlo. En estos ensayos hay muchas nociones para las que la época está madura, que pueden alojarse en la mente de los hombres, aunque las discutan, y producir su efecto antes o después, cuando nadie se cuide de preguntar quién las pronunció». 4 Con la expresión «autodominio» (selj-conquesí) Arnold se hada eco de la que consideraba la mejor reseña de su artículo «Culture and Its Enemies» (La cultura y sus enemigos) desde el punto de vista puritano, publicada en Aberdsm Free Press en julio de 1867.
vergencia tan grande que realmente, como dice el profeta Zacarías, «blandiré tus hijos, ¡oh Sión!, contra tus hijos, ¡oh Grecia!». La diferencia, ya sea al obrar o al conocer, que mejor conservamos, y las consecuencias prácticas que se siguen de esta diferencia, dejan su marca en toda la historia de nuestra raza y de su desarrollo. Por abundantes citas del lenguaje del helenismo y del hebraísmo, puede parecer que uno sigue la misma corriente que el otro hacia la misma meta. Son lleva dos, realmente, hacia la misma meta, pero las corrientes que los llevan son infinitamente diferentes. Es cierto que Salo món alaba el saber: «Fuente de vida es la cordura para el que la tiene». En el Nuevo Testamento, de nuevo, Cristo es una «luz», y «la verdad os hará libres». Es cierto, Aristóteles subes timará el conocimiento: «Respecto a la virtud —dice— son necesarias tres cosas: conocimiento, voluntad deliberada y perseverancia; pero mientras que las dos últimas son esencia les, la primera tiene poca importancia». Es cierto que con la misma impaciencia con que Santiago ordena a un hombre no contentarse con oír la palabra, sino ponerla enpráctica, Epícteto nos exhorta a hacer lo que hemos comprobado que debe mos hacer, o nos reprocha la futilidad de armarnos de todo punto para probar que la mentira está mal y, sin embargo, no dejar de mentir. Es cierto que Platón, con palabras que son casi las palabras del Nuevo Testamento o de la Imitación, lla ma a la vida un aprendizaje de la muerte. Pero bajo la coinci dencia superficial aún subsiste la divergencia fundamental. La cordura de Salomón es «andar por el camino de los manda mientos», ése es «el camino de la paz» y de ahí proviene la bendición. En el Nuevo Testamento, la verdad que nos trae la paz de Dios y nos hace libres es el amor de Cristo que nos hace crucificar, como él hizo, con igual propósito de regene ración moral, la carne con sus pasiones y concupiscencias, para confirmar así, como vemos, la ley. A san Pablo le parece posible «afirmar la verdad en la rectitud», que es lo que Sócra tes consideraba imposible. Las virtudes morales, por otro lado, no son para Aristóteles sino la puerta y acceso a las inte lectuales, en las que reside la bendición. Platón niega expresa mente al hombre de mera virtud práctica, el que se domina a' sí mismo por otro motivo que la visión intelectual perfecta, la
participación en la vida divina que tanto helenismo como hebraísmo, como hemos dicho, fijan como objetivo supre mo; la reserva para el amante del conocimiento puro, de ver las cosas como realmente son, el cpiAojia0r|c;. Tanto helenismo como hebraísmo surgen de las necesidades de la naturaleza humana y pretenden satisfacer esas necesidades. Pero sus métodos son tan diferentes, insisten en cuestiones tan diferentes y promueven por sus respectivas disciplinas tan diferentes actividades que el rostro que presenta la naturaleza humana cuando pasa de las manos de uno a las del otro ya no es el mismo. Librarse de la propia ignorancia, ver las cosas como son y, al verlas como son, ver en ellas su belleza, es el sencillo y atractivo ideal que el helenismo ofrece a la naturaleza humana, y por la sencillez y encanto de este ideal, el helenis mo, y la vida humana en manos del helenismo, se invisten de una especie de aérea facilidad, claridad y resplandor; se llenan de lo que llamamos dulzura y luz. Las dificultades quedan fue ra de la vista, y la belleza y racionalidad del ideal dominan to dos nuestros pensamientos: «El mejor hombre es el que intenta perfeccionarse, y el más feliz es el que siente que se perfeccio na»; esta observación al respecto de Sócrates, el verdadero Só crates de los Recuerdos, contiene algo tan sencillo, espontáneo y natural, que parece colmarnos de claridad y esperanza cuando la oímos. Pero hay un dicho atribuido a Sócrates, según he oído, por Carlyle — un dicho muy acertado, sea o no realmente de Carlyle—, que marca de manera excelente el punto esencial en que el hebraísmo difiere del helenismo: «Sócrates —dice— está terriblemente a gusto en Sión». El hebraísmo — y aquí se halla la fuente de su maravillosa fuerza— se ha preocupado siempre en©rmemente por la horrible sensación de la imposibi lidad de estar a gusto en Sión, de las dificultades que se oponen a la busca o logro del hombre de esa perfección de la que Só crates habla tan esperanzada y, como casi podría decirse desde este punto de vista, tan lisamente. Está muy bien hablar de li brarse de la propia ignorancia, de ver las cosas en su realidad, verlas en su belleza, pero ¿cómo ha de hacerse esto cuando algo frustra y arruina todos nuestros esfuerzos? Este algo es el pecado, y el espacio que el pecado ocupa en el hebraísmo, comparado con el helenismo, es prodigioso.
Este obstáculo a la perfección llena toda la escena, y la perfec ción parece remota y cada vez más lejos de la tierra, al fondo. Bajo el nombre de pecado, las dificultades de conocerse y dominarse que impiden al hombre el tránsito a la perfección se convierten, para el hebraísmo, en una entidad positiva, ac tiva, hostil al hombre, un misterioso poder que hace poco el doctor Pusey comparó, en uno de sus impresionantes sermo nes, con una odiosa joroba en nuestra espalda, que debe ser objeto de oposición y repudio en nuestras vidas5. La discipli na del Antiguo Testamento puede resumirse en la disciplina que nos enseña a aborrecer y huir del pecado; la disciplina del Nuevo Testamento puede resumirse en la disciplina que nos enseña a morir por él. Así como el helenismo habla de pensar con claridad, de ver las cosas en su esencia y belleza como una hazaña grande y preciosa que el hombre ha de lpgrar, el hebraísmo habla de hacernos conscientes del pecado, de des pertar al sentido del pecado como una hazaña de este tipo. Es obvia la amplia divergencia a la que estas diferentes tenden cias, seguidas activamente, deben conducir. TU jjasar una y otra vez del helenismo al hebraísmo, de Platón a san Pablo, nos sentimos inclinados a frotamos los ojos y preguntarnos si el hombre es, en efecto, un ser gentil y sencillo que muestra huellas de una naturaleza noble y divina, o un infeliz cautivo encadenado que se esfuerza entre gemidos impronunciables para liberarse del cuerpo de esta muerte. Aparentemente fue la concepción helénica de la naturaleza humana la que resultó enfermiza, porque el mundo no pudo vivir conforme a ella. Llamarla enfermiza de manera absoluta, sin embargo, es caer en el error común de sus enemigos hebrai zantes, pero resultó enfermiza en aquel momento particular del desarrollo del hombre, resultó prematura. La base in dispensable de la conducta y autodominio, la única plataforma sobre la que la perfección buscada por Grecia puede florecer, no iba a ser alcanzada por nuestra raza tan fácilmente; se nece 5 Edward Bouverie Pusey (1800-1882) fue profesor de hebreo en Oxford y se convirtió en líder del Movimiento de Oxford, que trató de regenerar el anglicanismo, tras la conversión al catolicismo de John Henry Newman en 1845.
sitaron siglos de prueba y disciplina para llevarnos a ella. Por tanto, la brillante promesa del helenismo se debilitó y el he braísmo rigió el mundo. Entonces se vio aquel asombroso es pectáculo, tan bien observado por las palabras a menudo citadas del profeta Zacarías, cuando hombres de todas las lenguas de las naciones agarraron de la orla (del manto) a un judío, diciéndole: «Nos vamos con vosotrps, porque hemos oído que con vosotros está Dios». El hebraísmo que recibió y rigió así un mundo desorientado y completamente infructuoso fue, y no podía sino ser, el desarrollo más espiritual, más atractivo del hebraísmo. Fue el cristianismo, es decir, el hebraísmo que bus ca el autodominio y el rescate de la esclavitud de las pasiones viles, no por obediencia a la letra de la ley, sino por conformi dad a la imagen de un ejemplo de autosacrificio, A un mundo azotado por la enervación moral el cristianismo le ofreció su espectáculo de un inspirado autosacrificio; a hombres que no se negaban nada, les mostró uno que se lo negaba todo: «Mi salvador destierra el goce», dice George Herbert6. Mientras que el alma Venus, el poder engendrador y gozoso de la naturaleza, tan apreciado por el mundo pagano, no podía salvar a sus se guidores de la insatisfacción y el ennui, las severas palabras del apóstol sonaron animosas y nuevas: «Que nadie os engañe con palabras vanas, pues por esto viene la cólera de Dios sobre los hijos rebeldes». Epoca tras época, generación tras genera ción, nuestra raza, o la parte de nuestra raza que se ha mostra do más viva y progresiva, ha sido bautizada en la muerte y se ha esforzado, al sufrir en la carne, por dejar de pecar. Las grandes manifestaciones históricas de este esfuerzo son los alentadores trabajos y aflicciones del cristianismo primitivo, el conmove dor ascetismo del cristianismo medieval. Sus monumentos li terarios, cada uno incomparable a su manera, siguen siendo las Cartas de san Pablo, las Confesiones de san Agustín y los dos originales y más sencillos libros de la imitación1. De las dos disciplinas que ponen especial énfasis, una, en la clara inteligencia, la otra, en la firme obediencia; una en co 6 George Herbert (1593 1633), poeta y clérigo anglicano, cuya santidad enfatizó Izaac Walton en su biografía (1670). El verso procede de «The Size». 7 Los dos primeros libros. [Nota de Arnold],
nocer de manera comprensible los fundamentos del propio deber, la otra en practicarlo con diligencia; una en poner todo el cuidado posible (por usar de nuevo las palabras del obispo Wilson) en que la luz que tenemos no sea oscuridad, la otra en que caminemos con diligencia conforme a la mejor luz que tenemos, la prioridad corresponde naturalmente a esa disciplina que refuerza los poderes morales del hombre y fun da para él la base indispensable del carácter. Por tanto, se dice justamente del pueblo judío, al que se atribuye la poderosa exposición de esa faceta del orden divino a la que apuntan las palabras conciencia y autodominio, que «recibió la palabra de vida»; como se dice justamente del cristianismo, que siguió al judaismo y que expone este aspecto con una eficacia mucho más profunda y una influencia mucho mayor, que la sabidu ría del mundo pagano era necedad comparado con él. No hay palabras de devoción y admiración lo bastante enérgicas para dar gracias por estas fuerzas beneficiosas que han respaldado a la humanidad en su tarea señalada de alcanzar el conoci miento y posesión de sí misma, sobre todo en esos momentos en que su acción era la más completa y necesaria. Pero la evolución de estas fuerzas, por separado y en sí mismas, no es toda la evolución de la humanidad, su histo ria singular no es toda la historia del hombre, aunque sus ad miradores siempre son capaces de hacer que represente toda la historia. Ni hebraísmo ni helenismo son la ley del desarro llo humano, como sus admiradores se inclinan a proponer; son, cada uno, contribuciones al desarrollo humano, contribu ciones augustas, contribuciones inestimables, y cada uno se nos muestra más augusto, más inestimable, más preponderan te sobre el otro, según el momento en que los tomemos y la relación que mantenemos con ellos. Las naciones de nuestro mundo moderno, hijas de ese movimiento inmenso y saluda ble que irrumpió en el mundo pagano, mantienen inevitable mente con el helenismo una relación que lo disminuye, y con el hebraísmo una relación que lo magnífica. Se inclinan inevi tablemente a tomar el hebraísmo como la ley del desarrollo humano, y no sólo como una contribución a él, por preciosa que sea. Sin embargo, debe aprender forzosamente la lección de que el espíritu humano es más amplio que las fuerzas más
inapreciables que lo promueven y que el hebraísmo no es en sí mismo, como el helenismo, sino una contribución al desa rrollo completo del hombre. Tal vez nos ayude a ver esto más claro una ilustración ex traída del trato de una sola gran idea que ha atraído profunda mente al espíritu humano y le ha dado oportunidades emi nentes de mostrar su nobleza y energía. Seguramente debe advertirse que la idea de la inmortalidad del alma, cuando esta idea surge en su generalidad ante el espíritu humano, es algo más grande, verdadero y satisfactorio que en las formas particulares con las que san Pablo, en el famoso decimoquin to capítulo de la Carta a los Corintios y Platón, en el Fedón, se esfuerzan en desarrollarla y establecerla. ¿Acaso no adverti mos que la argumentación con que el apóstol hebreo trata de exponer esta gran idea es, después de todo, confusa e incon clusa, y que el razonamiento, basado en analogías de seme janza e igualdad, que emplea el filósofo griego es demasiado sutil y estéril? Sobre todo, y más allá de las soluciones inade cuadas que hebraísmo y helenismo tratan de lograr aquí, se extiende el inmenso y augusto problema mismo y el espíritu humano que lo engendró. Esta sola ilustración puede sugerir nos que ocurre lo mismo en otros casos. Pero mientras tanto, por alternancias de hebraísmo y hele nismo, de los impulsos intelectuales y morales del hombre, del esfuerzo por ver las cosas como realmente son y el esfuer zo por lograr la paz por el autodominio, el espíritu humano avanza y cada una de estas fuerzas tiene sus horas señaladas de culminación y sus temporadas de gobierno. Mientras que el gran movimiento del cristianismo fue un triunfo del he braísmo y los impulsos morales del hombre, el gran mo vimiento que lleva el nombre de Renacimiento8 fue un surgi miento y restablecimiento de los impulsos intelectuales del hombre y del helenismo. Nosotros, en Inglaterra, hijos devo tos del protestantismo, conocemos principalmente el Renaci * Me he atrevido a dar forma inglesa al extranjerismo Renaissttnce, cuyo uso está destinado a resultar más común entre nosotros a medida que el movimiento que denota nos interese cada vez más, [Nota de Arnold, que había escrito Renascence1.
miento por su aspecto subordinado y secundario de la Refor ma. A menudo se ha llamado a la Reforma un despertar hebraizante, una vuelta al ardor y sinceridad deí cristianismo primitivo. Nadie, sin embargo, puede estudiar el desarrollo del protestantismo y de las iglesias protestantes sin advertir que la sutil levadura helénica del Renacimiento encontró su camino también en la Reforma —Hija hebraizante del Rcna cimiento y vastago de su fervor antes que de su inteligencia, indudablemente —, y que no es fácil separar en la Reforma las respectivas partes exactas de hebraísmo y helenismo. Pero lo que podemos decir en verdad es que todo aquello de lo que el protestantismo fue claramente consciente, lo que logró enunciar con las palabras, tenía los caracteres del hebraísmo antes que del helenismo. La Reforma fue fuerte por implicar un serio regreso a la Biblia y a cumplir con el corazón la vo luntad de Dios allí escrita; fue débil por no captar o aplicar conscientemente la idea central del Renacimiento, la idea he lénica de perseguir, en todas las líneas de la actividad, la ley y la ciencia, por usar las palabras de Platón, las cosas como realmente son. Toda superioridad directa, por tanto, que el protestantismo tuviera sobre el catolicismo fue una superiori dad moral, una superioridad que surgía de su mayor sinceridad y seriedad —al menos en el momento de su aparición— en el trato con el corazón y la conciencia; sus pretensiones de supe rioridad intelectual son en general ilusorias. Para el helenis mo, para la faceta pensante del hombre distinguida de su fa ceta práctica, la actitud del protestantismo hacia la Biblia no difiere en ningún aspecto de la actitud del catolicismo hacia la Iglesia. El hábito del que imagina que el asno de Balam habló no difiere en ningún aspecto del hábito del que imagi na que una madona de madera y piedra parpadeó; el que dice que la Iglesia de Dios le hace creer en lo que cree y el que dice que la Palabra de Dios le hace creer en lo que cree son para el filósofo perfectamente iguales en no conocer real y verdaderamente, cuando dicen la Iglesia de Dios y la palabra de Dios, lo que dicen o por qué lo afirman. En el siglo xvi, por tanto, el helenismo volvió a entrar en el mundo y de nuevo estuvo en presencia del hebraísmo, un hebraísmo renovado y purgado. Ahora bien, no se ha obser
vado bastante que en el siglo x v ii el helenismo tuvo un hado análogo al que ha tenido al comienzo de nuestra época. El Renacimiento, ese gran nuevo despertar del helenismo, esa irresistible vuelta de la humanidad a la naturaleza para ver las cosas como realmente son, que en el arte, en la literatura y en la física produjo tan espléndidos frutos, tuvo, como el hele nismo anterior del mundo pagano, un aspecto de debilidad moral y de relajación o insensibilidad de la fibra moral, que en Italia se mostró con la más sorprendente claridad, pero que en Francia, Inglaterra y otros países también fue muy aparen te. De nuevo esa pérdida de equilibrio espiritual, esa prepon derancia exclusiva dada al aspecto perceptivo y cognitivo del hombre, ese defecto innatural de su aspecto sensible y activo, produjo una reacción. Veamos esa reacción hasta donde nos concierne. La ciencia ha hecho ya visibles para todos los grandes y fe cundos elementos de diferencia que residen en la raza y la manera singular en que hacen que el genio e historia de un pueblo indoeuropeo varíe de los de un pueblo semita9. El helenismo proviene del crecimiento indoeuropeo, el hebraís mo del crecimiento semita, y nosotros, los ingleses, como nación de la cepa indoeuropea, parece que pertenecemos na turalmente al movimiento del helenismo. Pero nada señala con más fuerza la unidad esencial del hombre que las afinida des que podemos percibir en este o aquel punto entre los miembros de una familia de pueblos y los miembros de otra, y ninguna afinidad de este tipo está señalada con más fuerza que la semejanza en la fuerza y prominencia de la fibra moral que, a pesar de los inmensos elementos de diferencia, asocia de una maneja especial nuestro genio e historia ingleses al de nuestros descendientes americanos al otro lado del Atlántico y al genio e historia del pueblo hebreo. El puritanismo, que ha sido un poder tan grande en la nación inglesa, y en la par te más vigorosa de la nación inglesa, fue originalmente la 9 Arnoid comenta en su correspondencia que la idea de un cristianismo exento del elemento semita, avanzada por Bunsen y Schleiermacher, se ha llaba de manera singular en la obra de su padre. En sus diarios anotó una cita a propósito de «De 1’avenir religieuse des sociétés modernes», de Renán, publicado en Revm des Deux Mondes (1860).
reacción, en el siglo x v i i , de la conciencia y sentido moral de nuestra raza contra la indiferencia moral y la laxa regla de con ducta que en el siglo XVI introdujo el Renacimiento. Fue una reacción del hebraísmo contra el helenismo y se manifestó poderosamente, como era natural, en un pueblo con lo que podemos llamar un notable giro hebraizante, singularmente afín a la inclinación dominante en la vida hebrea. Eminente mente indoeuropeo por su humor, por el poder que muestra, mediante este don, para reconocer imaginativamente los as pectos múltiples del problema de la vida y para desprenderse de su propia excesiva certidumbre, para sonreír ante su excesi va tenacidad, nuestra raza comparte, sin embargo (y aquí radi ca una gran parte de su fuerza), en lo relativo a la vida práctica y la conducta moral, la seguridad, la tenacidad, la intensidad de los hebreos. Este giro se manifestó en el puritanismo y ha contribuido en gran medida a formar nuestra historia de los últimos doscientos años. Sin duda, frenó y cambió entre nosotros ese movimiento del Renacimiento que, según ve mos, produjo en la era isabelina unos frutos maravillosos; sin duda, detuvo la regla prominente y desarrollo directo de ese orden de ideas que llamamos helenismo y puso en primer lugar un orden de ideas diferente. Aparentemente también, como dijimos de la anterior derrota del helenismo, si el hele nismo fue derrotado, ello demuestra que era imperfecto y que su ascendencia en aquel momento no habría sido un bien para el mundo. Sin embargo, hay una diferencia muy importante entre la derrota infligida al helenismo por el cristianismo hace mil ochocientos años y el freno que el puritanismo supuso para el Renacimiento. La grandeza de la diferencia se mide bien por la diferencia de fuerza, belleza, significado y utilidad entre el cristianismo primitivo y el protestantismo. Hace mil ocho cientos años fue la hora del hebraísmo; el cristianismo primi tivo fue legítima y verdaderamente la fuerza del mundo en aquel tiempo y el camino del progreso de la humanidad pasa ba por su pleno desarrollo. Otra hora del desarrollo del hom bre comenzó en el siglo xv, y la vía principal de su progreso pasó entonces durante un tiempo por el helenismo. El purita nismo ya no fue la corriente principal del progreso del mun
do, fue una corriente lateral que cruzaba la central y la frena ba. El cruzamiento y el freno pueden haber sido saludables y necesarios, pero ello no elimina la diferencia esencial entre la corriente principal del avance del hombre y una corriente cru zada y lateral. Durante más de doscientos años la comente principal dei avance del hombre ha seguido el curso de cono cerse a sí mismo y al mundo, ver las cosas como realmente son, la espontaneidad de la conciencia; el impulso principal de una gran parte, y la más vigorosa, de nuestra nación ha sido el de la rigidez de la conciencia. Ha convertido al secun dario en principal en el momento equivocado y ha tratado en el momento equivocado al principal como secundario. Esta contravención del orden natural ha producido, como tal con travención, cierta confusión y falso movimiento, cuyo incon veniente empezamos a notar en casi todas direcciones. En todas direcciones nuestros cursos de acción habituales pare cen perder eficacia, crédito y control, con otros y con noso tros mismos; por todas partes vemos los comienzos de la con fusión y necesitamos la pista de un orden y autoridad sanos. Sólo los podemos lograr volviendo a los verdaderos instintos y fuerzas que rigen nuestra vida, viéndolos como realmente son, conectándolos con otros instintos y fuerzas y aumentan do toda nuestra visión y norma de vida.
PORRO U N U M E ST N E C E SSA R IU M 1 cuestión aquí planteada es tan amplia y las maneras de pensar que genera son tan variadas que debemos tener cuidado en limitarnos escrupulosamente a lo que se relaciona directamente con la presente discusión. He mos descubierto que en el fondo de nuestra actual preocu pación, tan llena de las semillas de la inquietud, radica la noción de que el primer derecho y felicidad de cada uno de nosotros es afirmarse a sí mismo y su identidad ordinaria; es obrar, y obrar libremente y a capricho. No hemos encon trado en el fondo la incredulidad en la recta razón como autoridad legítima. Era fácil demostrar por nuestra práctica e historia corrientes que es así, pero era imposible demostrar por qué es así sin un movimiento más amplio y sin profun dizar en las cosas un poco más. ¿Por qué, de hecho, debía llegar a tener un pueblo bueno, bienintencionado, enérgico, sensato, como la mayor parte de nuestros conciudadanos, una creencia tan ligera en la recta razón y valorar tan exage radamente su actuación independiente, por cruda que sea? La respuesta es: a causa de un desarrollo exclusivo y excesivo en él, sin la debida atención a la época, lugar y circunstancia, de ese aspecto de la naturaleza humana y de ese grupo de
L
a
1 El pasaje corresponde a Lucas 10,41-42: Etrespondens dixitilliDomimu: «Martha, Martha, solicita es et turbaris erga plurima, porro unum esl necessarium: M afia tnirn opthnam parlem elegil, quae non aufentur ab a» (El Señor le repli có: «Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por muchas cosas, cuando una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y ijo se la quitarán).
fuerzas humanas a los que hemos dado el nombre general de hebraísmo. Porque han pensado que sólo debían rendir un homenaje importante a un poder relativo a su obediencia antes que a su inteligencia, un poder interesado en el aspec to moral de su naturaleza de manera casi exclusiva. Así, se han visto llevados a considerar que lo único que necesitaban era la rigidez de conciencia, la firme adhesión a una ley fija de la acción que ya tenemos, en lugar de la espontaneidad de la conciencia, que tiende continuamente a aumentar toda la ley de la acción. Se han figurado que en su religión tenían una base suficiente para fijar y verificar toda su vida, toda una ley de la conducta y también toda una ley del pensamiento, en la medida en que se necesita el pensamiento; mientras que lo que realmente tienen es una ley de la conducta, una ley de poder sin igual que les permite hacer frente a la ley del pecado en sus miembros y no servirla en las concupiscencias. Llaman al libro que contiene esta ley inapreciable la Palabra de Dios, y le atribuyen, como he dicho y como, de hecho, se sabe bien, un alcance y suficiencia que se coextienden a to das las necesidades de la naturaleza humana. Así podría ser, sin duda, si no fuera porque la humanidad es la cosa compuesta que es, sí sólo tuviera, o con una emi nencia abrumadora, un aspecto moral, y el grupo de poderes e instintos que llamamos morales. Pero tiene a su lado, con notable eminencia, un aspecto intelectual y el grupo de ins tintos y poderes que llamamos intelectuales. Sin duda, la hu manidad progresa en general de tal modo que en un momen to da libre curso a un grupo de instintos, en otro momento al otro, y las facultades del hombre están tan entretejidas que cuando su aspecto moral y la corriente de fuerza que llama mos hebraísmo está en lo más alto, ese aspecto prenderá o parecerá satisfacer las necesidades intelectuales; cuando su as pecto intelectual y la corriente de fiierza que llamamos hele nismo está en lo más alto, éste, de nuevo, satisfará o parecerá satisfacer las necesidades morales de los hombres. Pero antes o después resultará manifiesto que cuando los dos aspectos de la humanidad procedan a la manera de esta preponderancia alternativa, y no a la de la mutua comprensión y equilibrio, el aspecto que esté en lo más alto no responderá en realidad sa
tisfactoriamente a las necesidades del aspecto que esté en lo más bajo, y el resultado será, antes o después, un estado de confusión. La mitad helénica de nuestra naturaleza, al gober nar, provee en cierto modo a la mitad hebrea, pero no de manera adecuada; de nuevo, cuando gobierna la mitad he brea de nuestra naturaleza, provee en cierto modo a la mitad helénica, pero esto también resulta inadecuado. De ninguna de estas maneras se alcanza el orden verdadero y terso del desarrollo de la humanidad. Por tanto, aunque admitamos de buena gana con el apóstol cristiano que el mundo no conoció a Dios, o el verdadero orden-de las cosas, por la sabiduría —es decir, por la preponderancia aislada de sus impulsos intelec tuales— , es necesario también, sin embargo, establecer una especie de proposición invertida y decir de igual modo (lo que es igualmente cierto) que el mundo no conoció a Dios por el puritanismo. Resulta especialmente necesario en nuestro país precisamente ahora invertir la proposición del apóstol. En efecto, aquí está la respuesta a muchas críticas que se han dirigido a todo lo que hemos dicho en alabanza de la dulzura y la luz. Dulzura y luz tienen que ver evidentemente con la inclinación o aspecto de ía humanidad que llamamos helénico. La esencia de la inteligencia griega es obviamente el instinto de lo que Platón llama la verdadera, firme, inteligible ley de las cosas, el amor a la luz, a ver las cosas como son. Incluso en las ciencias naturales, en que los griegos no tuvie ron el tiempo y los medios adecuados para aplicar este ins tinto y en que hemos ido mucho más lejos que ellos, este instinto es la raíz de toda la cuestión y el fundamento de todo nuestro éxito; el mundo ha aprendido este instinto principal mente de los griegos, en la medida en que son la manifesta ción más señalada que en la humanidad ha habido de él. El arte griego, de nuevo, la belleza griega tienen su raíz en el mismo impulso a ver las cosas como realmente son, en la me dida en que el arte y la belleza griega dependen de la fidelidad a la naturaleza —la mejor naturaleza— y en una delicada dis criminación de lo que es en esta naturaleza mejor. Decir que trabajamos por la dulzura y la luz, entonces, es otra manera de decir que trabajamos por el helenismo, Pero muchos cla man: ¡No bastan la dulzura y la luz, debemos añadirles fuerza
o energía y hacer una especie de trinidad de fuerza, dulzura y luz, y tal vez entonces lo hagamos bien! Es decir, hemos de unir el hebraísmo, la rigidez de la conciencia moral, y el va liente paso a la mejor luz que tenemos, al helenismo, inculcar ambos y cantar sus alabanzas. O más bien podemos alabados conjuntamente, pero debe mos cuidamos de alabar más el hebraísmo. «La cultura— dice el señor Sidgwick2, un crítico agudo, aunque algo rígido— di funde dulzura y luz. No subestimo estas bendiciones, pero la religión da fuego y fuerza y el mundo necesita fuego y fuerza aún más que dulzura y luz». Dejadme explicaros que por reli gión el señor Sidgwick entiende aquí en particular ese purita nismo cuya insuficiencia he comentado y con el que dice que soy injusto. Ahora bien, sin duda es posible ser un partidario fanático de la luz y de los instintos que nos impulsan a ella, un enemigo fanático de la rigidez de la conciencia moral y de ios instintos que nos impulsan a ella. Un fanatismo de este tipo deforma y vulgariza la bien conocida obra, en algunos aspectos tan notable, del recientemente desaparecido señor Budde. Ese fanatismo lleva su propia marca, al faltarle dulzu ra, y su propio castigo, ya que, al faltarle dulzura, también llega al final a carecer de luz. Los griegos —los grandes expo nentes de la inclinación de la humanidad a la dulzura y la luz unidas, de su percepción de que la verdad de las cosas debe ser al mismo tiempo la belleza— escaparon singularmente al fanatismo en el que nosotros, los modernos, al helenizar o al hebraizar, somos tan proclives a incurrir, y llegaron —aunque les faltara, como se ha dicho, dar la adecuada satisfacción práctica a las exigencias del aspecto moral del hombre— a la idea de un ajuste comprensivo de las exigencias de ambos as pectos en el hombre, tanto el moral como el intelectual, de una completa estimación de ambos y de una reconciliación de ambos; una idea que es filosóficamente del máximo valor y la mejor de las lecciones para nosotros, los modernos. Así que no deberíamos tener dificultad alguna en conceder al se ñor Sidgwick que el paso valiente a la mejor luz que tenemos 2 Heury Sidgwick (1838-1900), autor de «The Prophet o f Culture» (El profeta de la cultura), publicado en MacmiUtm’s Magazine (1867).
—fuego y energía, como lo llama— tiene un valor tan supre mo como la cultura, el esfuerzo por ver las cosas en su verdad y belleza, la búsqueda de ia dulzura y la luz. Pero que en esta o aquella época, y respecto a este o aquel grupo de personas, se insista más en las alabanzas del fuego y la fuerza o en las alabanzas de la dulzura y la luz, debe depender, pensaríamos, de las circunstancias y necesidades de aquella época en par ticular y de aquellas personas en particular. Todo lo que he mos estado diciendo, y 1a mirada al mundo que nos rodea, muestra que entre nosotros, entre los más respetables y más fuertes, la fuerza dominante es ahora, y ha sido durante mu cho tiempo, una fuerza puritana, la preocupación por el fue go y la fuerza, la rigidez de la conciencia, el hebraísmo, antes que la preocupación por la dulzura y la luz, la espontaneidad de la conciencia, el helenismo. Ahora bien, ¿qué tiene de bueno cantarnos las alabanzas del fuego y la fuerza a nosotros, que vivirnos demasiado ex clusivamente entre ellos? Cuando el señor Sidgwick dice en términos tan generales que el mundo necesita el fuego y la fuerza aún más que la dulzura y luz, ¿no se desvía por un giro de poderosa generalización? ¿No olvida que el mundo no es de una sola pieza y que cada pieza no necesita lo mismo a la vez? Puede ser cierto que el mundo romano al comienzo de nuestra era, o la corte de León X en la época de la Reforma, o la sociedad francesa en el siglo XVIII necesitaran el fuego y la fuerza aún más que la dulzura y la luz. Pero ¿puede decirse que los bárbaros que invadieron el imperio necesitaran el fue go y la fuerza aún más que la dulzura y la luz, o que los puri tanos las necesitaran aún más, o que ei señor Murphy, el con ferenciante de Birmingham, [y el reverendo W. Cattle]3 y sus amigos las necesiten aún más? El gran peligro del puritano es que se figure en posesión de una norma que le diga lo unum neccesarium, o única cosa ne cesaria, y que siga satisfecho con una concepción muy cruda de lo que esta norma realmente es y lo que le dice, piense que ahora ya tiene el conocimiento y en adelante sólo necesita actuar y, en este peligroso estado de seguridad y satisfacción, J Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.
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proceda a dar rienda suelta a numerosos instintos de la iden tidad ordinaria. Con la ayuda de esa norma de la vida ha do minado ciertos instintos de su identidad ordinaria, pero está tan lejos de advertir que otros que no ha dominado con esta ayuda necesitan ser subyugados, y que son instintos de una identidad inferior, que incluso se figura que se le per mite y debe, en virtud de haber dominado una parte limitada de sí mismo, dar rienda suelta al resto: digo que ése es una víctima del hebraísmo, de la tendencia a cultivar la rigidez de la conciencia antes que la espontaneidad de la conciencia. Lo que le hace falta es una concepción más amplia de la natura leza humana que le muestre los otros numerosos puntos en los que su naturaleza debe mejorar, además de los puntos que conoce y en los que piensa. No hay un unum necessarium, o única cosa necesaria, que pueda liberar a la naturaleza huma na de la obligación de intentar mejorar en todos estos puntos. Lo verdadero unum necessarium para nosotros es llegar a lo mejor en todos los puntos. En lugar de nuestra «única cosa necesaria», que justifica en nosotros la vulgaridad, fealdad, ignorancia, violencia, nuestra vulgaridad, fealdad, ignorancia, violencia son realmente otras tantas piedras de toque que po nen a prueba nuestra única cosa necesaria, y que demuestran que en el estado, en todo caso, en que la tenemos, no es todo lo que nos hace falta. Como la fuerza que nos anima a perma necer firmes y atentos por la norma y fundamento que tene mos es el hebraísmo, la fuerza que nos anima a volver a esa norma y a poner a prueba el fundamento mismo en que pare cemos estar es e! helenismo, un giro para dar libre juego a nuestra conciencia y aumentar su alcance. Lo que digo no es que el todo al mundo necesite siempre más el helenismo que el hebraísmo, sino que e! señor Murphy'1en este momento en particular, y la gran mayoría de nuestros compatriotas, lo ne cesitan más. Nada asombra más que observar de cuántas maneras ofen den a nuestro pensamiento y acción una concepción limita da de la naturaleza humana, la noción de una única cosa ne cesaria, un aspecto en nosotros convertido en superior, la 4 En la edición de 1869 Arnold habla escrito: «el reverendo W, Cattle».
desatención de un desarrollo pleno y armonioso de nosotros mismos. En primer lugar, nuestra comprensión de la norma o modelo según el cual buscamos la única cosa necesaria tiende a volverse cada vez menos próxima y vital, nuestra concep ción de ella cada vez más mecánica, y diferente a la cosa mis ma tal como fue concebida en el espíritu en que se originó. Las relaciones del puritanismo con los escritos de san Pablo proporcionan una notable ilustración. En ningún lugar tanto como en los escritos de san Pablo, y en la mayor obra del gran apóstol, la Carta a los Romanos, ha descubierto el puritanis mo lo que parecía suministrarle la única cosa necesaria y otor garle cánones de verdad absoluta y final. Ahora bien, todos los escritos, como se ha dicho, incluso los más preciosos escri tos y los más fructíferos, deben ser inevitablemente, por la naturaleza misma de las cosas, contribuciones al pensamiento humano y al desarrollo humano, y extenderlos aún más. En efecto, san Pablo, en la carta misma de la que hablamos, muestra, ai preguntar «¿Quién conoció el pensamiento del Señor?» —es decir, quién ha conocido e! verdadero y divino orden de las cosas en su integridad—, que él mismo admite esto plenamente. Ya hemos señalado en otra carta de san Pa blo una idea grande y vital del espíritu humano —la idea de la inmortalidad del alma— que trasciende y se solapa, por así decirlo, con el poder del expositor de definirla y expresarla adecuadamente. Pero muy distinta de la cuestión de si la expresión de san Pablo, o la de cualquiera, puede ser una expresión perfecta y final de la verdad, es la cuestión de si captamos y comprende mos debidamente su expresión tal como existe. Ahora bien, no es fácil captar perfectamente el significado de otro hom bre, tal como se dio en él; en especial cuando el hombre del que nos separan diferencias de raza, educación, época y cir cunstancias es como san Pablo. Pero hay grados de proximi dad respecto al significado de un hombre, y aunque no poda mos llegar a saber lo que san Pablo tenía en mente, sin embargo, podemos aproximarnos a ello. ¿Cómo no sentirá quien se aproxime a ello que los términos que san Pablo em plea al tratar de seguir, con un análisis tan profundamente poderoso y original, algunas de las más delicadas, intrincadas, [iS y ]
oscuras y contradictorias operaciones y estados del espíritu humano, son separadas y empleadas por el puritanismo no de la manera conectada y fluida en que las emplea san Pablo, a cuyo servicio están las palabras, sino de una manera aislada, fija, mecánica, como si fueran talismanes, y que toda huella y sentido del verdadero movimiento de las ideas de san Pablo, y de su sostenido análisis magistral, se pierde así? ¿Quién, digo, que haya visto cómo el puritanismo —la fuerza que tan enérgicamente hebraíza, que toma los escritos de san Pablo como algo absoluto y final, que contiene lo único necesa rio— esgrime términos como gracia, fe, elección, rectitud, no siente no sólo que estos términos tienen para los puritanos un sentido falso y desorientador, sino también que ese sentido es la caricatura más monstruosa y grotesca del sentido de san Pablo, y que su verdadero significado se pierde por completo con estos adoradores de sus palabras? O pongamos otro ejemplo eminente, en que puede mos trarse que no sólo el puritanismo, sino, podría decirse, todo el mundo religioso pierde o cambia, por el uso mecánico de los escritos de san Pablo, su verdadero significado. Puede decirse que todo el mundo religioso usa la palabra resurrección —una palabra que está tan a menudo en sus pensamientos y en sus labios y que tan a menudo encuentran en los escritos de san Pablo— en un único sentido. La usan para significar un surgi miento tras la muerte física del cuerpo. Ahora bien, es cierto que san Pablo habla de resurrección en ese sentido, que inten ta describirla y explicarla y que condena a quienes dudan de ella y la niegan. Pero también es cierto que en nueve de cada diez casos, donde san Pablo piensa y habla de la resurrección, piensa y habla de ella en un sentido diferente, en el sentido de surgir a una nueva vida antes de la muerte física del cuerpo, y no después. La idea a la que ya hemos aludido, la profunda idea de ser bautizado en la muerte del gran modelo de devo ción y anulación de si mismo, de repetir en nuestra persona, en virtud de la identificación con nuestro modelo, su tránsito de devoción y anulación de sí mismo, y de llegar así, entre los límites de nuestra vida presente, a una nueva vida, en la que, como en la muerte ocurrida antes de ella, nos identificamos con nuestro modelo, es la concepción fructífera y original de [iS ó ]
devane con Cristo en la que piensa san Pablo, y el punto cen tral en tomo al cual, con incomparable emoción y elocuen cia, gira toda su enseñanza. Para él, la vida tras nuestra muerte física es en realidad, sobre todo, una consecuencia y continua ción de la inagotable energía de la nueva vida que se origina así a este lado de la tumba. Esa gran idea paulina de la resu rrección cristiana está dignamente contenida en una de las más nobles colecciones del Libro de Oraciones, y está destina da sin duda a ocupar un lugar cada vez más importante en el cristianismo del futuro; pero tan llamativo es que ésa sea la esencia de la idea característica en la enseñanza de san Pablo como que los adoradores de sus palabras la hayan perdido por completo como expresión absoluta y final de la verdad salvadora, y hayan sustituido la concepción vivida y próxima de la resurrección del apóstol por su concepción mecánica y lejana de una resurrección futura. En resumen, tan fatal es la noción de poseer, aun en las más preciosas palabras o modelos, la única cosa necesaria, de te ner en ellos, de una vez por todas, una medida plena y sufi ciente de la luz que nos guíe, y de que no nos quede otro deber que el de ajustar al respecto exactamente nuestra prácti ca, tan fatal, digo, es esta noción para el recto conocimiento y comprensión de las palabras o modelos mismos que así adop tamos, y a tan extrañas distorsiones y perversiones lleva inevi tablemente, que cuando oímos el tópico de que el hebraísmo, si osamos averiguar lo que un hombre sabe, es tan capaz de socorrernos al desacreditar lo que llamamos cultura y al ala bar al hombre que se aferra a la única cosa necesaria — «¡co noce su Biblia!», dice el hebraísmo—, que, cuando oímos esto, sin una defensa elaborada de la cultura, podemos con tentamos con responder simplemente: «El hombre que no conoce nada más ni siquiera conoce su Biblia». Ahora bien, la fuerza que tanto hemos descuidado, el hele nismo, es susceptible de fallarnos en cuanto a fuerza moral y seriedad, pero, por la ley de su naturaleza —la misma ley por la que a veces le falta intensidad cuando la requiere—, se opo ne a la noción de cortarnos en dos, de atribuir a una parte la dignidad de tratar con la única cosa necesaria y dejar que la otra parte asuma el riesgo, que es la maldición del hebraísmo.
Esencial para el helenismo es el impulso al desarrollo del hombre completo, a conectar y armonizar todas sus partes, a perfeccionarlo todo, sin riesgo para ninguna. La inclinación característica del helenismo, como se ha di cho, es descubrir la ley inteligible de las cosas, verlas en su verdadera naturaleza y como realmente son, Pero muchas co sas no pueden verse en su verdadera naturaleza y como real mente son a menos que se las vea bellas. El comportamiento no es inteligible, no se explica ni muestra su razón de ser a menos que sea bello5. Lo mismo puede decirse del discurso, el canto, el culto, de todos los modos en que el hombre demues tra su actividad y se expresa. A la naturaleza del helenismo le resulta detestable conceder que podamos pensar que cuando se muestra lo que es mezquino o vulgar u odioso, se nos per mita alegar que lo que llevamos dentro excede toda demostra ción, suponer que la posesión de lo que beneficia o satisface una parte de nuestro ser puede volver admisibles discursos como los del señor Murphy [o del reverendo W. Cattle]6, o poesía como los himnos que oímos o lugares de culto como las capillas que vemos. A Arquímedes le habría sido imposi ble ser, como a nuestro honrado y justamente honrado Faraday, un gran filósofo natural por un lado y un sandemaniano por otro7. Es evidente que la demanda del helenismo de satisfacer el espíritu con cuanto hagamos está calculada para empujar nues tra raza a un perfeccionamiento múltiple de los poderes y acti vidades del hombre. Tiene sus peligros, como se ha admitido. La noción de esta especie de equivalencia entre diversos tipos de actividad del hombre puede llevarle a la relajación moral, pues al no 4iacer la única cosa necesaria, podemos no tratar 5 En la edición de 1869, Arnoid había escrito: «La inclinación caracterís tica del helenismo, como se ha dicho, es descubrir la ley inteligible de las cosas, y lio hay ley inteligible de !as cosas, las cosas no pueden parecer real mente inteligibles, a menos que también sean bellas. El cuerpo no es inteli gible, no se lo ve en su verdadera naturaieza y como realmente es, a menos que sea bello». 6 Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. 7 Arnoid alude al seguidor de Robert Sandeman (1718-1771), fundador de una secta presbiteriana que creía en la interpretación literal de la Biblia. El físico Michsel Faraday (1791 1867) fue su miembro más distinguido.
la como si fuera lo bastante necesaria, aunque sea, en efecto, muy necesaria y al mismo tiempo muy difícil. Sin embargo, ¿qué aspecto en nosotros no tiene sus peligros y cuál de nues tros impulsos puede ser un talismán que nos confiera la perfec ción absoluta y no sólo una ayuda que nos aproxime a ella? ¿No tiene el hebraísmo, como hemos mostrado, sus peligros, como el helenismo? ¿Acaso hemos usado de manera tan exce siva en nosotros las tendencias a que apela el helenismo como para sufrir por ellas? ¿No sufrimos ahora, por el contrario, por no haber usado suficientemente esas tendencias como una ayuda hacia la perfección? Hemos visto dónde nos ha traído el largo predominio ex clusivo del hebraísmo, la insistencia en una parte de nuestra naturaleza y no en todas, el aislamiento, al respecto, del as pecto moral, el aspecto de la obediencia y la acción, al conver tir la rigidez de la conciencia moral en lo principal y dejar para más adelante y para el otro mundo el cuidado de ser completos de todo punto, el desarrollo pleno y armonioso de nuestra humanidad. En lugar de contemplar y seguir los cami nos del deseo que, como dice Platón, «a través del universo tiende hacia lo encantador», creemos que el mundo ha salda do sus cuentas con ese deseo, sabe lo que a ese deseo le falta, y que podemos seguir sin restricción todos los impulsos de nuestra identidad ordinaria que no entran en conflicto con los términos de este acuerdo, según nuestra estrecha visión, bajo la sanción de ciertos textos como «sed diligentes sin flo jedad» o «todo lo que puedas hacer, hazlo en tu (pleno) vigop>, o cosas así. A cualquiera de esos impulsos pronto le da mos el mismo carácter de una ley mecánica, absoluta, que le damos a nuestra religión; lo consideramos, como a nuestra religión, un objeto para la rigidez de la conciencia, no para la espontaneidad de la conciencia, para la adhesión incondicio nal a su causa, no para retroceder y ver su conexión con otras cosas y su ajuste a numerosas circunstancias cambiantes; lo tratamos, en suma, como tratamos nuestra religión, como una maquinaria. De esta manera tratan los bárbaros sus ejerci cios corporales, los filisteos sus negocios, el señor Spurgeon su voluntarismo, el señor Bright la afirmación de la libertad personal, el señor Beales el derecho de reunión en Hyde Park.
En todos esos casos lo que se necesita es un juego más libre de la conciencia con el objeto buscado, y en todos ellos eí hebraísmo, al valorar la firmeza y seriedad más que este íibre juego, la completa subordinación del pensar al obrar, nos ha conducido a un trato equivocado y desorientador de las cosas. Hace poco los periódicos contaron la historia del suicidio de un tal señor Smith, secretario de una compañía de seguros, quien, se decía, «trabajaba con la aprensión de ser pobre y condenarse eternamente». Cuando leí estas palabras se me ocurrió que el pobre hombre que llegó a tan lamentable fin era, en verdad, una especie de tipo, por la selección de sus dos grandes preocupaciones, por aislarlas de todo lo demás y por yuxtaponerlas, de la parte más fuerte, respetable y representa tiva de nuestra nación. «Trabajaba con la aprensión de ser pobre y condenarse eternamente.» Toda la clase media tiene una concepción de las cosas — una concepción que nos hace llamarla filistea— como la de ese pobre hombre, aunque en ocasiones nos impresiona, desde luego, ver cómo toma el giro desalentador, violentamente mórbido y fatal que tomó en él. ¡Con cuánta frecuencia y cuántos entre nosotros limitamos a estas dos las preocupaciones de la vida, la preocupación por hacer dinero y ia preocupación por salvar nuestra alma! ¡Y cuán enteramente procede la estrecha y mecánica concep ción de nuestros negocios seculares de una estrecha y mecáni ca concepción de nuestros negocios religiosos! ¡Qué estrago causan en nuestra vida esas concepciones unidas! Sólo por que la segunda de esas grandes preocupaciones se presenta a nosotros de una manera tan fijada, estrecha y mecánica se hace posible que tenga a su lado una compañía tan innoble como la otra gran preocupación, la cual, una vez admitida, adopta el mismo carácter rígido y absoluto que la otra. El pobre señor Smith tenía sinceramente tanto la más no ble y gran preocupación como la más mezquina, la preocu pación por salvar su alma (según la estrecha y mecánica con cepción que tiene el puritanismo de lo que es la salvación del alma) y la preocupación por ganar dinero. Pero observemos cuántas personas hay, en especial fuera de los límites de la seria y concienzuda clase media a la que pertenecía el señor
Smith, que se enredan con una mezquina gran preocupación —sea el placer o los campos de deporte o los ejercicios corpo rales o los negocios o la agitación popular—, que se enredan exclusivamente con una de ellas y descuidan la más noble y gran preocupación del señor Smith por la forma mecánica que el hebraísmo ha dado a esa gran preocupación más no ble. El hebraísmo la presenta, según dijimos, como un talis mán o algo aislado, suficiente para todo, algo que justifica que demos a nuestra identidad ordinaria libre juego en el en tretenimiento o los negocios o la agitación popular, si hemos cuadrado las cuentas con está gran preocupación; algo que, de lo contrario, vuelve las demás cosas indiferentes y hace que sólo sigamos nuestra identidad ordinaria, y que la siga mos con cuanta energía haya en nosotros, en tanto lo haga mos. Mientras que la idea de perfección de todo punto, el ánimo a la espontaneidad de la conciencia, la concesión de que un libre juego del pensamiento viva y fluya en tomo a toda nuestra actividad, la indisposición a permitir que un as pecto de nuestra actividad resulte tan importante y suficiente para todo que vuelva indiferentes otros aspectos, esta inclina ción nuestra puede no sólo impedir que sigamos indebida mente una gran preocupación mezquina de cualquier tipo, sino aportar nueva luz y movimiento a ese aspecto nuestro por el que sólo se preocupa el hebraísmo, y despertar allí una actividad más sana y menos mecánica. El helenismo pue de servir así realmente para favorecer los propósitos del he braísmo. Así lo hizo sin duda en los primeros días del cristianismo. El cristianismo se ocupó, según dijimos, como e! hebraísmo, exclusivamente del aspecto moral del hombre, de sus afectos morales y de su conducta moral; en tal medida fue sólo una continuación del hebraísmo. Pero transformó y renovó el he braísmo al reobrar sobre una norma fija que se había vuelto mecánica y había perdido su potencia vital, al conceder que el pensamiento jugara libremente en tomo a esa antigua nor ma y percibiera su inadecuación, al desarrollar una nueva po tencia a la que la conciencia moral de los hombres podría asirse con vivacidad y con la que moverse al unísono. ¿Qué fue esto sino una importación del helenismo, como lo hemos
definido, al hebraísmo? San Pablo usó la contradicción entre la profesión y la práctica del judío, sus defectos en el aspecto mismo del afecto moral y la conducta moral que tanto el ju dío como san Pablo consideraban por completo — «Tú, que predicas que no se debe robar, ¿robas? Tú, que dices que no se debe adulterar, ¿adulteras?»— como prueba de la inadecua ción de la antigua norma de vida en la concepción mecánica del judío; e intentó rescatarlo con el libre juego de su concien cia en torno a esta norma, es decir, por un tratamiento hasta cierto punto helénico de ella. Aun así, cuando oímos cuánto se dice del crecimiento de la inmoralidad comercial en nues tra seria clase media, de la disolución de los hábitos de probi dad estricta ante la tentación de enriquecerse rápidamente y de tener un papel en el mundo, cuando vemos, en todo caso, tanta confusión de pensamiento y de práctica en esta gran clase representativa de nuestra nación, ¿no nos inclinamos a decir que esta confusión muestra que su nueva potencia de la gracia y de la rectitud imputada se ha vuelto tan mecánica para el puritano y tan ineficaz para su práctica como lo fue la antigua potencia de la ley para el judío, y que el remedio es el mismo que empleó san Pablo, una importación de lo que hemos llamado helenismo al hebraísmo, hacer que su con ciencia fluya libremente en torno a su norma de vida petrifi cada y la renueve? Con esta diferencia: que mientras que san Pablo importó el helenismo sólo entre los límites de nuestra parte moral y trató esta parte como un todo, y mientras que agotó, puede decirse, y usó al máximo las posibilidades de esa fructífera importación exclusivamente en ese aspecto, noso tros deberíamos tratar de importarla — guiados por el ideal de una naturaleza humana armoniosamente perfecta de todo punto— en todas las líneas de nuestra actividad, pues sólo al hacerlo así podremos acelerar, refrescar y renovar debidamen te esos mismos instintos, ahora tan confusos, a los que apela el hebraísmo. Pero si la visible y suficiente confusión actual en nuestro pensar y actuar no nos avisa de que seguimos una falsa línea al haber desarrollado nuestro aspecto hebreo tan exclusiva mente, y nuestro aspecto helénico tan débil y ocasionalmen te, al preferir normas fijas de acción antes que la ley inteligible
de las cosas, escuchemos un notable testimonio ofrecido por la opinión del mundo que nos rodea. Todo el mundo conce de ahora un valor grande y creciente a tres objetivos que hace tiempo que apreciamos mucho, y los persigue a su manera o intenta perseguirlos. Estos tres objetivos son la empresa in dustrial, los ejercicios corporales y la libertad. Por cierto, antes que nuestros vecinos y más allá de ellos, nos hemos entregado a estas tres cosas con ardiente pasión y con gran éxito. Nues tros vecinos no pueden sino reconocerlo y, cuando se vuelven hacia estas cosas, deben fijarse en nuestro ejemplo y tener en cuenta nuestra práctica. Ahora bien, por lo general, cuando las personas se intere san por un objetivo, no pueden evitar entusiasmarse por los que ya se han esforzado exitosamente por él y por su éxito; no sólo los estudian, también los quieren y admiran. De esta ma nera, un hombre interesado en el arte de la guerra no sólo se informa de ía actuación de los grandes generales, también siente admiración y entusiasmo por ellos. Así, alguien que quiere ser pintor o poeta no puede evitar el afecto y admira ción por los grandes pintores o poetas anteriores a él que le han mostrado el camino. Pero es extraño con qué poco afecto, admiración o entu siasmo el mundo nos mira a nosotros y a nuestra libertad, nuestros ejercicios físicos y nuestra proeza industrial en cuan to estas cosas comienzan a interesarle, ¿No será porque segui mos cada una de estas cosas de una manera mecánica, como un fin en y por sí mismo, y no en referencia al fin general de la perfección humana, y porque esto vuelve nuestra búsqueda poco interesante para la humanidad, que no es lo que el mun do realmente quiere? Le parece mera maquinaria que pode mos, a sabiendas, enseñarle a adorar, un mero fetiche. La liber tad británica, la industria británica, la musculatura británica, nos esforzamos por cada una de estas cosas ciegamente, sin noción de su debida proporción y prominencia, porque no tenemos en mente ideal alguno de la armoniosa perfección humana que ponga en marcha nuestro trabajo y lo guíe. Así, el resto del mundo, al desear la industria o la libertad o la fuerza corporal, pero no, como nosotros, de manera absoluta, sino como medios para algo más, imita lo que le parece más
útil de nuestra práctica, pero no parece albergar amor ni admi ración por nosotros, cuya práctica imita. Observemos, por otro lado, el amor y entusiasmo excita dos por otros que se han esforzado por estas mismas cosas. Tal vez no sea fácil hallar ejemplos en los primeros tiempos de lo que hemos llamado empresa industrial, pero consideremos que la libertad griega y la gimnasia griega han atraído el amor y alabanza de la humanidad, que tan poco amor y alabanza nos dedica. ¿Cuál puede ser la razón de esta diferencia? Segu ramente que los griegos persiguieron la libertad y persiguie ron la gimnasia no de manera mecánica, sino con referencia constante a un ideal de perfección y felicidad humana com pletas. Por tanto, a pesar de defectos y fracasos, interesan y encantan por su búsqueda de ellas al resto de los hombres, que instintivamente sienten que sólo son valiosas si se persi guen en referencia a este ideal. Parece que aquí, de nuevo, por tanto, como en la confu sión en la que el pensamiento y la acción incluso de la clase más firme entre nosotros empieza a caer, tenemos una adver tencia de que fomentamos nuestros instintos hebraizantes, preferimos demasiado exclusivamente la seriedad de obrar a la delicadeza y flexibilidad de pensar, y nos hemos visto así atrapados en una rutina mecánica e infructuosa. De nuevo, parece que aprendemos que lo que más necesitamos ahora es el desarrollo de nuestros instintos helenizantes, buscar hábil mente la ley inteligible de las cosas y lograr que un raudal de pensamiento fresco juegue libremente en tomo a nuestra re serva de nociones y hábitos. Por todos lados, cuanto más entramos en materia, las corrientes parecen converger y nos llevan juntas hacia ia cul tura. Si miramos al mundo exterior, hallamos una inquietan te ausencia de autoridad segura. Descubrimos que sólo po demos obtener una fuente de autoridad segura en la recta razón y que la cultura nos acerca a la recta razón. Si mira mos a nuestro mundo interior, hallamos que surge todo tipo de confusión de los hábitos de la rutina poco inteligente y el crecimiento unilateral al que nos ha conducido un culto demasiado exclusivo del fuego, la fuerza, la seriedad y la acción. Lo que nos falta es un desarrollo armónico más ple
no de nuestra humanidad, un libre juego del pensamiento sobre nuestras nociones rutinarias, la espontaneidad de la conciencia, la dulzura y la luz; esto es precisamente lo que la cultura genera y favorece. [Ai proceder de esta idea de la perfección armoniosa de nuestra humanidad y pretender elevarse hacia esta perfección por el conocimiento y la ex tensión de lo mejor que se ha alcanzado en el mundo — un objetivo que no puede lograrse sin libros y lectura— el nom bre de la cultura ha quedado tocado, en la mente de los hombres, por un aire libresco y pedante, conferido por las necedades de muchos hombres de libros que olvidan el fin en los medios y usan sus libros sin aspirar realmente a la perfección.]8 No discutiremos por un nombre, y fácilmen te podríamos renunciar al nombre de cultura si aquellos que desprecian el tipo frívolo y pedante de cultura, pero que de sean en el Fondo lo mismo que nosotros, tuvieran por su parte el cuidado, al desprestigiar y desacreditar la falsa cultura, de no desprestigiar y desacreditar sin querer, entre un pueblo con escasa reverencia natural por ella, la verda dera. Pero lo que nos preocupa es la cosa, no el nombre, y la cosa, cualquiera que sea su nombre, consiste en hacer nos capaces, por la lectura, observación o pensamiento, de aproximarnos tanto como podamos a la firme ley inteligible de las cosas y conseguir así una base para una acción menos confusa y una perfección más completa que las que tene mos ahora. Por tanto, cuando se nos acusa de predicar un espíritu de inacción cultivada, de provocar a los serios amantes de la ac ción, de negamos a echar una mano para desarraigar ciertos males definitivos, de desesperar de hallar una verdad duradera que administrar al espíritu enfermo de nuestro tiempo, no nos sentiremos confundidos ni embarazados sobre lo que res ponder. Diremos osadamente que no desesperamos en abso luto de hallar una verdad duradera que administrar al espíritu enfermo de nuestro tiempo, sino que hemos descubierto que el mejor modo de hallarla no es echar una mano a nuestros amigos y compatriotas en sus actuales operaciones para elimi 8 Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores,
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nar ciertos males definitivos, sino conseguir que nuestros ami gos y compatriotas busquen la cultura, permitan que su con ciencia juegue libremente en tomo a sus presentes operaciones y la reserva de nociones en que las fundamentan, y muestre lo que son y si se relacionan con la ley inteligible de ías cosas y auxilian a la verdadera perfección humana.
N U ESTR O S PRACTICANTES LIBERALES ERO un escritor sin pretensiones, sin una filosofía basa da en principios interdependientes, subordinados y co herentes, no debe presumir de complacerse en genera lidades, sino que debe atenerse al terreno nivelado del hecho común, el único terreno seguro para entendimientos sin un equipamiento científico. Por tanto, estoy decidido a asumir, antes de concluir, algunas de las operaciones prácticas a las que se dedican mis amigos y compatriotas y, si puedo, a lo grar que muestren la verdad de lo que he anunciado. Probablemente no podría dar una prueba mayor de mi confesada inexperiencia en el razonamiento y la argumenta ción que asumiendo, como mi primer ejemplo de una ope ración de este tipo, los procedimientos del desmanteiamiento de la Iglesia irlandesa1 al que ahora asistimos2. Parece claro que ésta es una de esas operaciones para desarraigar cierto mal definido a las que se dedican los amigos liberales, y que tie nen derecho a quejarse e impacientarse y reprochamos el de licado escepticismo conservador y la inacción cultivada si no les echamos una mano. En efecto, parece evidente; sin embar go, esta operación resulta tan prominente ante nosotros preci-
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1 William Gladstone propuso desmantelar la Iglesia de Irlanda en la dé cada de 1860. Muchos disidentes en Inglaterra protestaron porque la medi da implicaba la concesión de fondos públicos y el reconocimiento oficial de la iglesia católica. 2 Escrito en 1868. [Nota de Arnoid],
sámente en este momento3 —desafía de tal modo la con sideración de todos— que parecería cobarde eludirla. Así, aventurémonos a ver si esta conspicua operación es una de esas en tomo a las cuales necesitamos que nuestra conciencia juegue libremente y se revele con qué ánimo lo hacemos, o si en absoluto admite la aplicación de esta doctrina nuestra y deberíamos echar una mano de inmediato.
I4 Ahora bien, parece obvio que la institución eclesiástica en Irlanda es contraria a la razón y justicia en tanto que la Iglesia de una muy pequeña minoría del pueblo allí acapara toda la propiedad de la Iglesia del pueblo irlandés. Pensamos que, si la propiedad se asigna al propósito de proveer al culto religio so de un pueblo, cuando el culto es único, el Estado, cuando ese culto se divide en varias formas, debería repartirla propor cionalmente entre esas varias formas. Pero el reparto debería hacerse con la debida consideración a las circunstancias, te niendo en cuenta sólo las grandes diferencias, que es proba ble que duren, y las comuniones importantes, que es probable que representen profundas y extensas características religio sas, y omitiendo las diferencias vulgares, que no tienen seria razón para durar, y las comuniones sin importancia, que no expresan unos lincamientos amplios y necesarios de nuestra naturaleza común. Esto está de acuerdo con esa máxima so bre el Estado que más de una vez hemos usado: el Estado tiene la religión de todos sus ciudadanos sin elfanatismo de ninguno. Quienes niegan esto piensan de manera tan pobre en el Esta do que no les gusta ver que la religión desciende a tocar el Estado, o piensan de manera tan pobre en la religión que no les gusta ver que el Estado desciende a tocar la religión, pero ningún buen estadista pensará fácilmente que esto sea indig no del Estado o de la religión. 3 1868. [Nota de Arnold], 4 En la edición de 1883 Arnoid introdujo la siguiente separación del texto en epígrafes.
Podría decirse que nuestros estadistas de ambos partidos se inclinaron a seguir la línea natural del deber del Estado y a llevar a cabo en Irlanda un justo reparto de la propiedad de la Iglesia entre las grandes y las radicalmente divididas comuni dades religiosas en ese país. Pero entonces se descubrió que en Gran Bretaña la opinión nacional, por así decirlo, se ha hecho adversa a las donaciones para la religión y no llevará a cabo ninguna más, y aunque esto en sí mismo resulta bastante ge neral y solemne, sin embargo, hubo filósofos políticos, como el señor Baxter y el señor Charles Buxton, que le dieron una apariencia de mayor generalidad y solemnidad y elevaron con su diestro dominio del poderoso y hermoso lenguaje este su puesto edicto de la opinión nacional británica a una especie de fórmula que expresa una gran ley de la transición y el pro greso religioso para todo el mundo. Pero nosotros, que, al no tener una filosofía coherente, no debemos filosofar, sólo vemos que los inconformistas ingleses y escoceses sienten un gran horror a las instituciones y dota ciones para la religión, las cuales, según afirman, fueron pro hibidas por Cristo cuando dijo: «Mi reino no es de este mun do», y que los inconformistas estarán encantados de ayudar a los estadistas a desmantelar cualquier Iglesia, pero no tolera rán que se instituya o dote ninguna si pueden evitarlo. Luego vemos que los inconformistas constituyen la fuerza de la ma yoría liberal en la Cámara de los Comunes y que, por tanto, los principales estadistas liberales, para lograr el apoyo de los inconformistas, renuncian a la noción de repartir justamente la propiedad de la Iglesia en Irlanda entre las principales co muniones religiosas, declaran que la opinión nacional se opo ne a nuevas dotaciones y proponen sólo desmantelar y privar de dotación a la presente institución en Inglaterra sin instituir o dotar ninguna otra. El poder presente, en suma, en virtud del cual el partido liberal en la Cámara de los Comunes trata ahora de desmantelar la Iglesia irlandesa, no es el poder de la razón y la justicia, es el poder de la antipatía de los inconfor mistas a las instituciones de la Iglesia. Así es claramente, porque los estadistas liberales, confian do en que el poder de la razón y la justicia les ayudara, pro pusieron algo muy diferente de lo que ahora proponen, y
propusieron lo que ahora proponen, y hablaron de la deci sión de la opinión nacional porque tuvieron que confiar en los inconformistas ingleses y escoceses. Claramente los inconformistas actúan por antipatía a las instituciones, no por anti patía a la injusticia e irracionalidad de la actual apropiación de la propiedad de la Iglesia en Irlanda; porque el señor Spurgeon, en su elocuente y memorable carta, reconocía que deja ría las cosas como están en Irlanda, es decir, haría que la injus ticia e irracionalidad de la actual apropiación continuara, antes que hacer nada por instaurar la imagen romana, es decir, conceder a los católicos la justa y razonable parte de la propie' dad de la Iglesia5. De manera indiscutible, por tanto, pode mos afirmar que el verdadero motivo por el que el partido li beral trata ahora de derrocar la institución irlandesa es la antipatía de los inconformistas a las instituciones de la Iglesia, y no el sentido de lo razonable o justo, salvo en la medida en que la razón y la justicia estén contenidas en esta antipatía. Así está ahora la cuestión. Ahora bien, seguramente todos debemos ver muchos in convenientes en realizar la operación de desarraigar ese mal, la institución de la Iglesia irlandesa, de este modo en particu lar. Como se ha dicho sobre la industria y la libertad y la gimnasia, no despertaremos amor y gratitud con este modo de obrar, que se sigue no con vistas a la razón y justicia y perfección humana y todo cuanto enciende el entusiasmo de ios hombres, sino que se sigue según cierta noción adquirida, o fetiche, de los inconformistas, que proscribe las institucio nes de la Iglesia. Sin embargo, evidentemente, uno de los principales beneficios que obtener al operar sobre la Iglesia irlandesa es’ganar el afecto del pueblo irlandés. Además, una operación realizada en virtud de una regla mecánica, o feti che, como la supuesta decisión de la opinión nacional inglesa contra las nuevas dotaciones, no inspira naturalmente respeto 5 incapaz de asistir a la reunión celebrada en el Tabernáculo por Bright, Spurgeon escribió «su elocuente y memorable carta» ai Times en abrí! de 1868, en que decía; «El reino de nuestro Señor no es de este mundo. Esta verdad es la piedra de toque de los disidentes... Lo único que tememos los disi dentes de Inglaterra... es que la propiedad de la Iglesia pase a manos de los papistas».
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en sus adversarios, mientras que vuelve su oposición débil e inconstante si la operación se realiza en virtud de la razón y la justicia. Porque la razón y la justicia contienen algo persuasi vo e irresistible, pero una máxima fetiche o mecánica, como esta de los inconformistas, no tiene nada que puede conciliar los afectos o el entendimiento; más bien provoca el empleo contrario de otros fetiches o máximas mecánicas por el otro lado, con lo que se eleva la confusión y hostilidad ya prevale cientes. Sólo de esta manera puede explicarse la aparición de los fetiches que comienzan a instalarse en el lado conservador contra el fetiche de los inconformistas: ¡La Constitución está en peligro /, ¡los baluartes de la libertad británica amenazados!, ¡la lám para de la Reforma se apaga!, Ino a l papado!, y otros por el estilo. Elevarlos contra una operación que confía en que la respal dan la razón y la justicia no es tan fácil, o es tan tentador para la debilidad humana, como elevarlos contra una operación que confia en que la respalda la antipatía de los inconformis tas a las instituciones de la Iglesia; al fin y al cabo, ¡No alpa pado! es una llamada que toca al espíritu humano tan vital mente como ¡No a las instituciones de la Iglesia!, es decir, ni una ni otra en sí mismas tocan vitalmente al espíritu humano en absoluto. ¿Deberían entonces impacientarse con nosotros los creyen tes en la acción si decimos que, incluso por esta operación suya y su cumplimiento satisfactorio, es más importante ha cer que nuestra conciencia juegue libremente en torno a la reserva de noción o hábito de la que su operación espera ayu da que echarles una mano sin más? Claramente no, porque nada es tan efectivo al operar como la razón y la justicia, y un libre juego del pensamiento desprenderá la razón y la justicia que yacen ocultas en el fetiche inconformista y las volverá efectivas o ayudará a apartar este fetiche del camino y permi tirá que los estadistas vayan libremente donde los lleven la razón y la justicia. Suponed que adoptamos esa regla absoluta, esa máxima mecánica del señor Spurgeon y los inconformistas, de que las instituciones de la Iglesia son malas porque Cristo dijo: «Mi reino no es de este mundo». Suponed que logramos que nues tra conciencia sumerja y reflote esta pieza de petrificación
—porque tal es ahora— y la lleve a la corriente deí movimien to vital de nuestro pensamiento y la ponga en relación con la entera ley inteligible de las cosas. Un enemigo y un disputa dor dirían probablemente que la maquinaria que emplean los inconformistas, la Sociedad de la Liberación6, que ya existe, y el Sindicato Inconformista que el señor Spurgeon desea que exista, entran en la órbita de las palabras de Jesucristo tanto como las instituciones de la Iglesia. Esta, sin embargo, es sólo una manera negativa y contenciosa de tratar con la máxima inconformista, mientras que lo que deseamos es llevar esta máxima ai movimiento positivo y vital de nuestro pensa miento. Decimos, por tanto, que las palabras de Jesucristo significan que su religión es una fuerza de persuasión interior que actúa sobre ei alma y no una fuerza de restricción exte rior que actúa sobre el cuerpo: si la máxima inconformista contra las instituciones de la Iglesia y las dotaciones de la Iglesia está respaldada por ío que Cristo quiso decir, entonces su máxima es buena, aunque su propia práctica en la cuestión de la Sociedad de la Liberación sea diversa. Aquí sólo podemos recordar lo que una vez hemos dicho sobre la religión, la señorita Cobbe7 y el Colegio Británico de la Salud en el Nuevo Camino. En la religión hay dos partes: la parte del pensamiento y la especulación, y la parte del culto y la devoción. Jesucristo quiso ciertamente que su religión, como fuerza de persuasión interior que actúa sobre eí alma, empleara las dos partes tan perfectamente como fuera posible. Ahora bien, el pensamiento y la especulación son eminentemente un asunto individual, y el culto y la devo ción son eminentemente un asunto colectivo. No me ayuda a pensar una cosa más claramente que miles de otras personas piensen lo mismo, pero me ayuda a adorar con mayor emo ción que miles de personas adoren conmigo. La consagración del consentimiento común, la antigüedad, la institución pú blica, los ritos inveterados, los edificios nacionales lo son 6 La Sociedad para la Liberación de la Religión del Patronazgo y Con trol Estatal fue fundada en 1853 por Edward Miall. 7 Francés Power Cobbe (1822-1904) fue una teórica feminista y pionera de los derechos de los animales.
todo para el culto religioso, joubert dice: «Lo que vuelve im presionante el culto es su publicidad, su manifestación exter na, su sonido, su esplendor, el hecho de que su observancia se mantenga universal y visiblemente en todos los detalles de nuestra vida interior y exterior». El culto, por tanto, debería contener tan poco como fuera posible de cuanto nos divide, y debería ser tanto como fuera posible un acto común y pú blico. Como joubert dice de nuevo: «Las mejores plegarias son las que no tienen rasgos distintivos, cuya naturaleza es 3a de la sencilla adoración». El pensamiento y el conocimiento, como hemos dicho antes, son eminentemente algo individual y propio; cuanto más los poseamos como estrictamente pro pio, mayor poder tendrá en nosotros. El hombre adora mejor, por tanto, con la comunidad; filosofa mejor solo. Parece que cualquiera que dé crédito a la declaración de Jesucristo de que su religión es una fuerza de persuasión inte rior que actúa sobre el alma, dejará que nuestro pensamiento sobre los aspectos intelectuales del cristianismo sea tan indivi dual como sea posible, pero hará el culto cristiano tan colec tivo como sea posible. El culto, por tanto, parece ser eminen temente un asunto de institución nacional y pública; porque ni siquiera el señor Bright, paralizado de admiración en el Gran Tabernáculo del señor Spurgeon, dirá que el Gran Ta bernáculo y su culto sean en sí mismos, como templo y servi cio de la religión, tan impresionantes y conmovedores como la pública y nacional Abadía de Westminster, o Nótre Dame, con su culto. Cuando poco después del Gran Tabernáculo caemos a plomo sobre la masa de instituciones privadas e in dividuales del culto religioso, instituciones que conspicua mente no alcanzan lo que podría ser una institución pública y nacional, entonces no podemos sino sentir que el man damiento de Cristo de hacer de su religión una fuerza de per suasión del alma, en la medida en que afecta a una fuente principal de persuasión, queda por completo omitido. Pero ¿acaso los inconformistas adoran de manera tan dis creta porque filosofan agudamente y han subordinado una parte de la religión, la parte del culto público nacional, a la parte individual del pensamiento y conocimiento? Sin em bargo, no podemos admitirlo por su organización en con
gregaciones. Son miembros de congregaciones, no pensado res aislados, y el verdadero juego del pensamiento individual queda al menos tan impedido en el miembro de una congre gación pequeña como en el de una gran iglesia; pensar en grupos de cincuenta resulta tan fatal para el librepensamiento como pensar en grupos de mil. Conforme a ello, hemos teni do ocasión de advertir que el inconformismo no difiere en absoluto de la Iglesia oficial por tener ideas más valiosas o fi losóficas sobre Dios y el ordenamiento del mundo que la Iglesia oficial; tiene las mismas ideas al respecto que la Iglesia oficial, pero difiere de la Iglesia oficial en que su culto es una cuestión mucho menos colectiva y nacional. El señor Spurgeon y los inconformistas parecen haber ter giversado el verdadero significado de las palabras de Cris to, M i reino no es de este mundo, porque con estas palabras Cristo quiso decir que su religión debía operar en el alma, y de las dos partes del alma sobre las que opera la religión —la parte pensante y especulativa, y la parte sensitiva e imaginati va—, el inconformismo no satisface mejor ia primera que las Iglesias oficiales, que Cristo ha condenado supuestamente con estas palabras, y satisface mucho peor la segunda parte que las Iglesias oficiales, que al parecer han aprehendido y aplicado las palabras de Cristo, si no con adecuación perfecta, menos inadecuadamente que los inconformistas. ¿No debería insistirse con gran fuerza en que la manera de obrar bien, en presencia de esta operación para desmantelar la Iglesia en Irlanda en virtud de la antipatía de los inconformis tas a instituir públicamente o dotar el culto religioso, no es prestar ayuda sin más a la operación y hebraizar— es decir, en este caso, asumir una interpretación acrítica de ciertas palabras bíblicas como nuestra norma de conducta absoluta— con los inconformistas? Hebraizar puede estar muy bien para hebraizantes natos como el señor Spurgeon, pero para los estadistas liberales hebraizar resulta seguramente arriesgado, y ver he braizar a pobres y viejos pencos liberales, cuyo auténtico ser corresponde a una especie de helenismo negativo —un estado de indiferencia moral sin ardor intelectual— es incluso dolo roso. Cuando al hebraizar no hacemos lo que la mejor inten ción de los estadistas los insta a hacer, ni ganamos los afectos
del pueblo al que queremos conciliar y ni siquiera reducimos, sino que elevamos la oposición de nuestros adversarios, segu ramente no es irracional helenizar un poco, permitir que nues tro pensamiento y conciencia jueguen libremente en tomo a la operación propuesta y sus motivos, disuelvan estos motivos si son débiles —lo que en cierto modo aparentan ser— y creen en su lugar, si existe, una serie de motivos más sólidos y persuasivos que conduzcan a una operación más sólida. ¿No prestará la mejor ayuda el hombre que promueva esto para descubrir alguna verdad duradera que administrar al espíritu enfermo de su época, y merece realmente que los creyentes en la acción se impacienten con él?
II Pero ahora veamos otra operación que no excita tanto en este momento los sentimientos de la gente como el desmantelamiento de la Iglesia de Irlanda, aunque supongo que po dría llamarse también una de esas operaciones de reforma sencilla, práctica, de sentido común, que pretende la elimina ción de un abuso concreto, rígidamente limitada a ese objeti vo, al que un liberal debería contribuir, y que, de no hacerlo, impacientará a otros liberales con él. He tenido la gran venta ja de oír cómo esta operación era discutida en la Cámara de los Comunes y recomendada por el poderoso discurso de un famoso orador, el señor Bright De modo que el afeminado horror que, según se alega, siento hacia las reformas prácticas de este tipo fue sometido a una prueba exigente, y había que pensar que, si sobrevivía, debía tener una u otra razón para apoyarlo y no merece el estigma de su nombre actual. La operación a que me refiero era la que se proponía reali zar el Proyecto de Ley sobre la Herencia Intestada. El proyec to de ley proponía, como todos saben, impedir que la tierra de un hombre que muere intestado corresponda, como ahora ocurre, a su hijo mayor, y fue considerado, por sus amigos y sus enemigos, un paso hacia la supresión de la ahora casi ex clusiva posesión de la tierra de este país por las personas a las que llamamos bárbaros. El señor Bright y otros oradores afi
nes parecían afirmar que hay una especie de ley natural o adecuación de las cosas que asigna a todos los hijos de un hombre un derecho a disfrutar por partes iguales de su propie dad tras su muerte, y que, sin privar a un hombre del privile gio primero de todo inglés a hacer lo que quiera según su voluntad, al estipular que si no lo hace, su tierra sea divida entre su familia, se dará la sanción de la ley a la adecuación natural de las cosas y se pondrá una especie de freno a la vio lación actual de ello por parte de los bárbaros. Cuando vi al señor Bright y a sus amigos proceder de esta manera se me ocurrió plantearme una pregunta. Si la pose sión casi exclusiva de la tierra de este pais por los bárbaros es algo malo, ¿son esta operación práctica de los liberales y la reserva de nociones en que parece apoyarse los medios mejo res y más eficaces para tratarla? ¿O se la trata mejor al dejar que el propio pensamiento y conciencia jueguen libre y natu ralmente con los bárbaros, con esta operación liberal y la re serva de nociones que hay en el fondo, y aproximarnos cuan to sea posible tanto a la ley inteligible de las cosas como a cada una de ellas? Si cualquiera lee sencilla y naturalmente en su conciencia, ¿descubre que tiene derecho alguno? Por mi parte, cuanto más hondo entro en mi conciencia y más sencillamente me abandono a ella, más parece decirme que no tengo derechos en absoluto, sino sólo deberes, y que los hombres obtienen esa noción de los derechos de un proceso de razonamiento abstracto, al inferir que los otros deben ser conscientes de las obligaciones hacia ellos de las que ellos son conscientes hacia los otros, sin un testimonio directo de la conciencia. Pero es obvio que la noción de un derecho a la que se llega de esta manera resulta probablemente una cosa formal y petrificada, decepcionante y desorientadora, y que las nociones obtenidas directamente de la conciencia deberían servir para apoyarla y controlarla. Así, es inseguro y desorientador decir que nues tros hijos tienen derechos contra nosotros; lo que es cierto y seguro es decir que tenemos deberes hacia nuestros hijos. Pero ¿quién descubrirá entre estos deberes naturales, presenta dos por nuestra conciencia, la obligación de permitir que todos nuestros hijos disfruten de una parte igual de nuestra
propiedad? Ahora bien, aunque la conciencia nos dice que debemos cuidar del bienestar de nuestros hijos, ¿a quién le dice su conciencia que disfrutar de la propiedad resulta de por sí un bienestar? Que se sirva mejor al bienestar de nuestros hijos haciendo que disfruten igualmente de la propiedad de pende de las circunstancias y del estado de la comunidad en que vivimos. Con este reparto igual, por ejemplo, la sociedad no podría haberse organizado para salir del caos dejado por la caída del Imperio romano, y tener una sociedad organizada en la que vivir servirá más al bienestar de un hijo que disfrutar de una parte igual de la propiedad de su padre. Vemos así la escasa fuerza de convencimiento que realmen te tiene la reserva de nociones en que se basaba el Proyecto de Ley sobre la Herencia Intestada —la noción de que según la naturaleza y la adecuación de las cosas todos ios hijos de un hombre tienen derecho a disfrutar por partes iguales de lo que deja—, y lo impotente, por tanto, que por necesidad debe resultar para persuadir y ganar el apoyo de aquél cuyos hábi tos e intereses no le inclinan a ella. Por otro lado, la operación práctica propuesta depende por completo, si ha de ser efecti va para alterar la práctica actual de los bárbaros, del poder de la verdad y la persuasión en la noción que quiere consagrar, ya que deja a los bárbaros plena libertad para continuar con su práctica actual, a la que les inclinan todos sus hábitos e intereses, a menos que los incomode la promulgación de una noción, que, según hemos visto, carece de eficacia y asidero vital en nuestra conciencia. ¿Vamos a adornar realmente una operación de este tipo, sólo porque propone hacer algo, con todos los epítetos favora bles de sencilla, práctica, sensata, definida, a alistar a su lado todo el celo de los creyentes en la acción y a llamar a la indi ferencia a ella un horror realmente afeminado a las reformas útiles? Me parece bastante fácil demostrar que un libre y des interesado juego del pensamiento con los bárbaros y sus po sesiones resulta mil veces más práctico, y es mil veces más probable que lleve a un resultado eficaz, que una operación como esa de la que hemos hablado. Pues si, dejando de lado los impedimentos de la reserva de nociones y la acción mecá nica, intentamos descubrir la ley inteligible de las cosas res
pecto a una gran clase terrateniente como la que tenemos en este país, ¿no nos dice al instante nuestra conciencia que la cuestión de que la perpetuación de tal clase sea para su propio auténtico bienestar y para el auténtico bienestar del país de pende de las presentes circunstancias de esta clase y de la co munidad? ¿No nos dice al instante que la riqueza, el poder y la consideración son, y sobre todo cuando se heredan y no se ganan, en sí mismos duros y peligrosos? Como dice de una manera excelente el obispo Wilson: «Casi siempre se abusa de las riquezas sin una gracia muy extraordinaria». Pero esta gracia extraordinaria fue en gran medida suministrada por las circunstancias de la época feudal, de la que surgió nuestra clase terrateniente, con sus normas hereditarias. El esfuerzo y luchas de una sociedad ruda, naciente y combativa la suminis traron. Endurecieron, aleccionaron y formaron sin cesar la clase cuyo predominio fue necesario para dar puntos de cohe sión a la sociedad, y no fiie tan dañino para aquélla porque quedó así bruscamente endurecida y ejercitada. Pero en una sociedad lujosa, acomodada y fácil, en la que la riqueza ofrece medios para disfrutar mil veces más, y la tentación de abusar de ellos se vuelve así mil veces mayor, la disciplina ejercitadora queda al mismo tiempo retirada y la clase feudal expuesta a la plena operación de la ley natural bien enunciada por el moralista francés: Pouvoir sans savoir estfort dangereux. Por mi parte, cuando veo a los jóvenes de esta clase, me impresiona sobre todo la prueba y naufragio en su propio bienestar al que los someten las circunstancias. ¡Cuánto mejor habría sido para nueve de cada diez hombres haber tenido su propio modo de prosperar en el mundo y no haber sido probados por una condición para la que carecían de la extraordinaria gracia requerida! Esto parece ser lo que la conciencia de un hombre le diría, con sólo consultarla, sobre el actual bienestar de nuestros bár baros. Así pues, en cuanto al efecto actual sobre el bienestar de la comunidad, ¿cómo puede ser saludable, si una clase que, por la posesión misma de la riqueza, el poder y la considera ción, se convierte en una especie de ideal o modelo para el resto de la comunidad, resulta probada por la comodidad y el placer más de cuanto puede soportar bien y casi irresistible
mente apartada de la excelencia y la esforzada virtud? A esto debía de referirse Salomón, por cierto, cuando dijo: «Como quien liga la piedra en la honda, así es el que hace honor al necio». Cualquiera puede advertir que este honrar un falso ideal, no por la inteligencia y la esforzada virtud, sino por la riqueza y el puesto, el placer y la comodidad, es como la piedra de una honda que puede matar en nuestra gran clase media, en nosotros, que nos llamamos filisteos, el deseo de que antes hablaba, que por naturaleza lleva a todos los hombres hacia cuanto es encantador, y que deja en su lugar sólo una ciega búsqueda deteriorada, también para nosotros, del falso ideal. En aquellos de nosotros, filisteos, a los que este deseo no nos abandona por completo, aunque sin un ideal excelente dis puesto a nutrirlo y mantenerlo, se encuentra con la inclina ción natural por lo trivial que junto con este deseo se implan ta al nacer en el pecho del hombre y queda torcido por esa fuerza y sostenido al azar aquí y allá, y al final colgado sobre esas formas grotescas y horribles de la religión popular que ios más respetables de entre nosotros, filisteos, confunden con la verdadera meta del deseo del hombre de cuanto es encanta dor. Para el populacho, esa falsa idea es una piedra que mata el deseo incluso antes de que surja; tan imposibles e inalcan zables para ellos parecen las condiciones de lo que es encan tador según lo que ha de resultar este ideal, tan necesario, parece que lo alcancen pocos a la vista de los muchos que no lo consiguen. De modo que los bárbaros y sus hábitos feuda les de sucesión, más allá de su debido tiempo y lugar, tal vez sean la causa en gran medida de la actual vulgaridad de nues tros filisteos y de la brutalidad de nuestro populacho; y perju dican el bienestar del resto de la comunidad al mismo tiempo que, como hemos visto, perjudican el suyo propio. ¿No debe ahora el trabajo en nuestro espíritu de conside raciones como éstas, a las que nos lleva la cultura, es decir, el uso desinteresado y activo de la lectura, la reflexión y la ob servación, ser realmente mucho más eficaz, para disolver los hábitos feudales y las normas de sucesión en la tierra, que una operación como el Proyecto de Ley sobre la Herencia Intestada y una reserva de nociones como la del derecho na
tural de todos los hijos de un hombre a disfrutar igualmente de su propiedad, ya que hemos visto que esta máxima es en deble y que, si es endeble, la operación que depende de ella posiblemente no puede ser efectiva? Si la verdad y la razón tienen, como creemos, algún efecto natural irresistible sobre el hombre, así ha de ser. Estas consideraciones vivirán y tra bajarán cuando la cultura las haya provocado y les haya dado libre curso en nuestro espíritu. Trabajarán gradualmente, sin duda, y no nos llevarán al frente para sentarnos en lo alto y hacerlas efectivas, pero así serán más beneficiosas. Todo nos enseña que la naturaleza realiza gradualmente todos los cam bios profundos, y también podemos ver el peijuicio causado por la detención abrupta de los hábitos feudales. Apelando al sentido de la verdad y la razón, estas consideraciones toca rán sin duda y conmoverán a quienes entre los bárbaros mis mos (como algunos entre nosotros, filisteos, y algunos del populacho) tienen un sentido más presto que los demás para la verdad y la razón. En efecto, ésa es una de las ventajas de la dulzura y la luz sobre el fuego y la fuerza: que la dulzura y la luz hacen que la clase feudal pierda tranquila y gradual mente sus hábitos feudales porque ve que divergen de la ver dad y la razón, mientras que el fuego y la fuerza los arrancan apasionadamente al aplaudir al señor Lowe cuando llama ba, o se suponía que llamaba, borracha y venial a la clase trabajadora.
III Pero una vez* que hemos comenzado a recontar las opera ciones prácticas por las que nuestros amigos liberales tratan de eliminar males concretos y por las que, si no nos unimos a ellos, son capaces de seguir impacientándose con nosotros, ¿cómo podemos omitir esa muy interesante operación de este tipo, el intento de permitir que un hombre se case con la hermana de su difunta esposa? Como en la de suprimir las costumbres feudales de la sucesión en la tierra, también he tenido la ventaja de ver y oír por mí mismo a mis amigos libe rales esforzarse en esta operación. [í i o ]
Fui lo bastante afortunado para estar presente cuando el señor Chambers trajo a la Cámara de los Comunes su proyec to de ley para permitir que un hombre se case con la hermana de su difunta esposa, y oí el discurso que hizo entonces el señor Chambers en apoyo de su proyecto. Su primer punto fue que la ley de Dios — el nombre que siempre daba al Lcvítico— no prohíbe realmente que un hombre se case con la hermana de su difunta esposa. Si la ley de Dios no lo prohíbe, la máxima liberal de que el primer derecho y felicidad de un hombre es obrar como quiera debería hacerse valer, y anular todo freno a la afirmación de la libertad personal, como la prohibición de casarse con la hermana de la difunta esposa. Un distinguido partidario liberal del señor Chambers, en el debate que siguió a la introducción del proyecto, enunció una fórmula de mucha belleza y pureza para transmitir breve mente las nociones liberales en que pensaba: «La libertad —dijo— es la ley de la vida humana». Por tanto, en el mo mento en el que se aclara que la ley de Dios, el Levítico, no detiene el proceso, la ley del hombre, la ley de la libertad, afirma sus derechos y nos libera para poder casarnos con la hermana de nuestra difunta esposa. Esto es lo que ocurrc exactamente cuando el señor Hepworth Dixon, que puede llamarse casi el Colenso del amor y el matri monio —pues provoca en nuestras ideas sobre estos asuntos una revolución como la del doctor Colenso en nuestras ideas sobre la religión— nos habla de las nociones y procedimientos de nuestros parientes en América8. Con esa afinidad del genio al genio hebreo que ya hemos advertido, y con la fuerte creen cia de nuestra raza en que la libertad es la ley de la vida huma na, en la medida en la que una regla de conciencia fijada per fecta y principal, la Biblia, no la controla expresamente, nuestros parientes americanos van de nuevo, nos dice el señor Hepworth Dixon, a su Biblia, los mormones a los patriarcas y el Antiguo Testamento, el hermano Noyes a san Pablo y el Nuevo, y, sin haber leído nunca nada salvo su Biblia, ahora la a John Wiüiain Colenso (1814-1883), obispo de Natal, argumentó que la poligamia no era incompatible con la moralidad cristiana. Amold había polemizado con él en la primera serie de los Essays in Criticism (1865).
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vuelven a leer y hacen ailí grandes descubrimientos de todo tipo. Todos estos descubrimientos son favorables a la libertad y de esta manera se satisface ese doble anhelo tan característico del filisteo, ejemplificado de manera tan eminente en ese filis teo coronado, Enrique VIII, el anhelo del fruto prohibido y ei anhelo de la legalidad. Los elocuentes escritos del señor Hepworth Dixon difunden por aquí estos importantes descubrimientos; de modo que aho ra, respecto al amor y el matrimonio, parece que entramos con todas las velas desplegadas en lo que el señor Hepworth Dixon llama un Renacimiento Gótico, pero que uno de los muchos periódicos que tanto admiran el elástico y nervudo estilo del señor Hepworth Dixon y que forman su propio estilo según el suyo, llama con una figura aún más osada y sorprendente «una gran insurrección sexual de nuestra raza anglo-teutona». Por este fin tenemos que apartar la vista de todo lo helénico y fantasioso y fijarla firmemente en los dos puntos cardinales de la Biblia y la libertad. Una de esas operaciones prácticas con que se compromete el partido liberal, y a la que se nos convoca, se dirige por completo, como hemos visto, a estos puntos car dinales y tal vez casi pueda considerarse una especie de primer plazo o promesa pública y parlamentaria de la gran insurrec ción sexual de nuestra raza anglo-teutona-. Pero aquí, como en cualquier lugar, lo que buscamos es la perfección del filisteo, el desarrollo de lo mejor que hay en él, no sólo la libertad para su identidad ordinaria. No damos mayor validez absoluta a su máxima estereotipada, la libertad es la ky de la vida humana, que a la máxima opuesta, la renun cia es la ley déla vida humana. Sabemos que la única libertad perfecta es, cojno dice nuestra religión, un servicio; no un ser vicio respecto a una máxima estereotipada, sino una elevación de nuestra mejor identidad y una armonización, por subordi5 Amold asumió, como muchos de sus contemporáneos, la hipótesis de la influencia de la raza en las diferencias culturales entre los pueblos eu ropeos. Su expresión más llamativa, como hemos visto, sería la distinción entre hebraísmo y helenismo, en la estela de lo escrito por Moses Hess, Ludwig Borne y Heinrich Heine, Am old había publicado en 1867 CeMc Literatura (Literatura celta). Havelock Ellis heredaría esa falsa perspectiva antropológica en su Study ofBritish Genius.
nación a elia, y a la idea de una humanidad perfeccionada, de todos Jos impulsos multitudinarios, turbulentos y ciegos de nuestras identidades ordinarias. Ahora bien, al ser el gran defec to del filisteo un defecto de percepción delicada, cultivar en él esta delicadeza, para hacerla independiente de la regla externa y mecánica, y una ley para sí misma, parece la mayor contribu ción a su perfección, a su verdadera humanidad. Y su verdadera humanidad y, por tanto, su felicidad residen mucho más, en lo que respecta a las relaciones del amor y el matrimonio, en man tenerse atentos a los más finos matices del sentimiento que surgen en estas relaciones, en ser capaces de entrar con tacto y simpatía en las sutiles propensiones y repugnancias de la perso na a cuya vida asocia su vida, para hacerlas propias, para dirigir y gobernar, en armonía con ellas, el arbitrario alcance de su acción personal, y aumentar así su vida y libertad espiritual e intelectual, que en permanecer insensible a estos matices más finos del sentimiento, esta simpatía delicada, en dar rienda suel ta, en cuanto pueda, a su mera acción personal, en no permitir otros límites o gobierno salvo los impuestos por una ley mecá nica, y en estrechar así realmente, para satisfacer su identidad ordinaria, su vida y libertad espiritual e intelectual. Aún más debe ser así cuando su eterna norma fija, su ley de Dios, se le suministra desde una fuente que tal vez sea menos adecuada para suministrar instrucciones definitivas y absolu tas sobre este tópico particular del amor y el matrimonio que sobre ninguna otra relación de la vida humana. El obispo Wüson, que está Heno de ejemplos de ese fructífero helenizar entre los límites del hebraísmo, de esa renovación de las rígi das y severas nociones del hebraísmo gracias a una corriente de fresco pensamiento y conciencia que ya hemos advertido en san Pablo, el obispo Wilson da una admirable lección a los rígidos hebraístas, como el señor Chambers, que se preguntan si la ley de Dios (es decir, el Levítico) prohíbe que nos case mos con la hermana de nuestra esposa, o si la ley de Dios (es decir, de nuevo, el Levítico) permite que nos casemos con la hermana de nuestra esposa, al decirles: «Los deberes cristia nos se fundan en la razón, no en la autoridad soberana del Dios que ordena lo que quiere; Dios no puede ordenarnos lo que no es adecuado creer o hacer, todos sus mandamientos
están fundados en las necesidades de nuestra naturaleza». In mensa como es nuestra deuda con la raza hebrea y su genio, incomparable como es su autoridad en ciertos aspectos pro fundamente importantes de la naturaleza humana, dignos como son de ser descritos como fueron pronunciados, por esos aspectos, la voz de las más profundas necesidades de nuestra naturaleza, los estatutos del orden divino y eterno de las cosas, la ley de Dios, ¿quién, que no esté esposado y enga ñado por su hebraísmo, podrá creer que, en cuanto al amor y el matrimonio, la verdadera, suficiente y divina ley de nuestra razón y de las necesidades de nuestra humanidad haya sido expresada por la voz de una nación oriental y polígama como la hebrea? ¿Quién, me digo, creerá, cuando realmente consi dere el asunto, que, donde se trata de la naturaleza femenina, el ideal femenino y nuestras relaciones con él, el genio delica do y aprehensivo de la raza indoeuropea, la raza que inventó a las Musas, la caballería y la Madona, se ha de hallar la última palabra al respecto en las instituciones de un pueblo semita cuyo rey más sabio tuvo setecientas esposas y trescientas con cubinas?
IV Si aquí parece de nuevo que curamos mejor el espíritu en fermo de nuestra época al hacerle pensar en la operación que nuestros amigos liberales tienen a mano, antes que en echarles una mano para esta operación nosotros mismos, veamos, an tes de abandonar la perspectiva de las operaciones prácticas de nuestros amigos liberales, si no ocurre lo mismo en sus celebrados esfuerzos industriales y económicos. Su gran obra en este terreno es, desde luego, la política de librecambio. Nos hemos acostumbrado a hablar con cierta solemnidad de esta política, por haber permitido que un pobre hombre coma pan libre de impuestos y haber aumentado asombrosamente el comercio10. Por haber sido líderes en esta política sobre 10 El rechazo a las Corn Laws en 1846 había sido el elemento central de la política del librecambio liderada por John Bright y Richard Cobden.
todo, el señor Bright considera que él y sus amigos tienen el derecho, que a menudo declara, a ser considerados guías de los ciegos, maestros de los ignorantes, benefactores que desa rrollan lenta y laboriosamente en el partido conservador y en el país lo que al señor Bright le gusta llamar el crecimiento de la inteligencia, objetivo, como es bien sabido, de todos los ami gos de la cultura, y el gran fin y objetivo de la cultura que predicamos. Ahora bien, habiendo saludado primero el librecambio y a sus doctores con todo respeto, veamos si nuestros amigos li berales no persiguen también aquí sus operaciones de manera mecánica, sin referencia a una firme ley inteligible de las co sas, a la vida humana como un todo y a la felicidad humana, y si no nos beneficia más, en este momento particular, en todo caso, en vez de adorar el librecambio con ellos a la ma nera hebraísta, como una especie de fetiche, y ayudarles a perseguirlo como un fin en y por sí mismo, volver la libre corriente de nuestro pensamiento al trato que le dan y enten der cómo se relaciona con la ley inteligible de !a vida humana y con el bienestar y la felicidad nacionales. En resumen, su pongamos que helenizamos un poco con el librecambio, tal como hemos helenizado con el Proyecto de Ley sobre la He rencia Intestada y con el desmantelamiento de la Iglesia irlan desa por el poder de la antipatía de los inconformistas a las instituciones y dotaciones religiosas, y veamos si lo que nues tros censores llaman hermosamente curar el espíritu enfermo de nuestra época se logra mejor con el método o proceder helenizante o con el otro. Pero primero comprendamos cómo se configura para nues tros amigos liberales la política del librecambio y cómo la emplean prácticamente como un instrumento de la felicidad y salvación nacionales. Porque así como hemos dicho que parecía claramente correcto impedir que la propiedad de la Iglesia de Irlanda fuera acaparada en beneficio de la Iglesia de una pequeña minoría, también lo parece que el hombre po bre coma pan libre de impuestos y, en general, que sean supri midas las restricciones y regulaciones que, en supuesto bene ficio de una persona o clase de personas en particular, elevan artificialmente el precio de las cosas aquí o lo bajan artificíal-
mente allá e interfieren en el flujo natural del cambio y co mercio. Peto en la política de nuestros amigos liberales el li brecambio significa más que esto y es especialmente valorado como un estímulo para la llamada producción de riqueza, y el incremento del comercio, los negocios y la población del país. Ya hemos visto que estas cosas —el comercio, los nego cios y la población— son perseguidas mecánicamente como fines preciosos en sí mismos y adorados como lo que llama mos fetiches; como ya he dicho, el señor Bright, cuando de sea transmitir a la clase trabajadora el sentido verdadero de lo que constituye la gloria y la grandeza, le pide que mire las ciudades que ha construido, los ferrocarriles que ha forjado, las manufacturas que ha producido. Así, el librecambio que nuestros amigos liberales alaban tan solemne y devotamente ha servido a esta idea de la gloria y la grandeza, al incremento del comercio, el negocio y la población, y por ella es aprecia do. Por tanto, la exención de impuestos para el pan del pobre, con esta perspectiva de la felicidad nacional, ha sido usada no tanto para hacer que el pan del pobre existente sea más barato o abundante, sino para crear más pobres que lo coman, de modo que no podemos decir precisamente que tengamos me nos pobres de los que teníamos antes del librecambio, pero podemos decir en verdad que tenemos muchos más centros de industria, como los llaman, y más negocios, población y manufacturas. Si a veces nos turba la multitud de pobres, sin embargo, sabemos que el incremento de manufacturas y po blación es tan saludable en sí mismo y que nuestra política de librecambio engendra un movimiento tan admirable, crean do nuevos centros de industria y nuevos pobres aquí, mien tras pensábamos en nuestros pobres allá, que nos quedamos estupefactos y transportados, y conjuramos un movimiento industrial cada vez mayor y nuestro progreso social parece un curso triunfante y gozoso de lo que a veces se llama, vulgar mente, echar la casa por la ventana. Sin embargo, si, adoptando otro criterio del bienestar del hombre diverso con las ciudades que ha construido y las ma nufacturas que ha producido, persistimos en pensar que nues tro progreso social sería más feliz si tantos entre nosotros no fueran tan pobres, y en ocuparnos con las nociones de ajustar
de una manera u otra al pobre y los negocios entre sí, y en no multiplicar al uno y al otro mecánica y ciegamente, entonces nuestros amigos liberales, los nombrados doctores del libre cambio, nos tratan de manera muy desabrida. Dice el Times: «El arte es largo, la vida breve; casi siempre disponemos las cosas primero y las comprendemos después. Tengamos tan pocas teorías como sea posible; lo que nos falta no es la luz de la especulación. Si no funcionara lo que la teoría no ha comprendido perfectamente, estaríamos tristemente confiasos. Se nos dice que no comprendemos las relaciones del tra bajo y el capital, sin embargo,, el cambio y el comercio, en conjunto, funcionan satisfactoriamente». Cito del Times del otro día. Con todo, pensamientos como éstos, como he seña lado a menudo, son pensamientos completamente británicos y nos hemos familiarizado con ellos durante años. Si queremos más filosofía de la materia que ésta, nuestros amigos librecambistas tienen dos axiomas para nosotros, axio mas establecidos por sus justamente estimados doctores, que creen que deberían satisfacemos por completo. Uno es que, tal como están las cosas, cuanto más aumenta la población, más aumenta la producción para seguir su paso, porque los hombres, por su número y contacto, hacen brotar todo tipo de actividades y recursos entre sí y en la naturaleza que no desarrollan cuando son pocos y están dispersos. El otro es que, aunque la población siempre tiende a igualar los medios de subsistencia, sin embargo, las nociones de la gente de lo que es la subsistencia se amplían a medida que avanza la civi lización y abarcan numerosas cosas más allá de las necesida des estrictas de la vida; así, por tanto, se consigue el freno so bre la población que se necesita. Pero el error de nuestros amigos tal vez sea precisamente que aplican axiomas de este tipo como si fueran leyes autónomas que operarán sin molestia o previsión por nuestra parte, con tal de perseguir el librecambio, los negocios y la población celosa e inflexible mente. Mientras que la verdad real es que, cualquiera que pueda ser el caso en otras circunstancias, de hecho, cuando ahora abordamos la cuestión, la concepción ampliada de lo que se incluye en la subsistencia no llega a impedir que vengan al mundo numerosas personas que sólo cubren las estrictas
necesidades de la vida o que incluso no las cubren, mien tras que, de nuevo, aunque la producción se incremente al ritmo de la población, sin embargo, parece que la producción sea de tal tipo y tan proporcionada, o más bien despropor cionada, a la población que, si la población es menor, será mejor para ella. Por ejemplo, con el aumento de la población desde la época de la reina Isabel, la producción de medias de seda ha aumen tado asombrosamente, y las medias de seda se han vuelto mu cho más baratas y asequibles en mayor abundancia para mucha más gente, y tal vez tiendan, si la población y las manufacturas aumentan, a abaratarse cada vez más y se conviertan al final, según la imagen favorita de Bastíat11, en una propiedad común y gratuita de la raza humana, como la luz y el aire. Pero el beicon y el pan no se han abaratado mucho con el aumento de la población desde la época de la reina Isabel, ni son asequibles en mayor abundancia para mucha más gente; ni parecen pro meter en absoluto, como el aire y la luz, convertirse en una propiedad común y gratuita de la raza humana. Si el pan y el beicon no han seguido el paso de nuestra población y hay mu cha más gente que los necesita ahora que en la época de la reina Isabel, parece vano decimos que las medias de seda han segui do el paso de nuestra población o incluso lo han superado, y que hemos de consolarnos con ello. En resumen, resulta que nuestra búsqueda del librecambio, como de tantas otras cosas, ha sido demasiado mecánica. Nos fijamos en un objetivo, que en este caso es la producción de riqueza y el aumento de manufacturas, población y comercio a través del librecambio, como una especie de única necesi dad o fin en sí mismo, y la perseguimos inflexible y mecá nicamente y decimos que es nuestro deber perseguirla inflexi ble y mecánicamente, sin ver cómo se relaciona con la entera ley inteligible de las cosas y la plena perfección humana ni tratarla como la pieza de maquinaria, o valor variable según varían sus relaciones con la ley inteligible de las cosas, que realmente es. 11 Frédéric Bastiat (1801-1850), economista francés y defensor del libre cambio,
Así, no tiene sentido decir al Times y a nuestros amigos libe rales que se regocijan por poseer el talismán del librecambio que en tomo a una de cada diecinueve personas de nuestra población es indigente12y que, al ser así, no puede decirse que el cambio y comercio demuestren con su trabajo satisfactorio que no importa si no comprendemos las relaciones entre el trabajo y el capital, ni pueden decimos que no estemos triste mente confusos. Porque aquí entra nuestra fe en 3a búsqueda inflexible y mecánica de un objetivo fijado y se cubre con esa imponente y colosal doctrina de la necesidad del Times que ya hemos advertido. Esta doctrina-, al asumir que un aumento del cambio y la población es un bien en sí mismo, uno de los prin cipales bienes, nos dice que las molestias de la felicidad huma na causadas por flujos y reflujos en la marea del cambio y los negocios que, en conjunto, va firme al alza, son inevitables y no hay que pelear con ellas. Pretendo tener en cuenta esta firme filosofía cuando estoy en el este de Londres, donde mis ocupa ciones me llevan a menudo; en efecto, para protegerme contra las penosas visiones que en estas ocasiones nos asaltan, he transcri to del Times una tirada de este tipo, llena de la más fina doctrina económica, y siempre la llevo conmigo. El pasaje es éste: E l East End es la región más comercial, más industrial, más fluctuante de la metrópolis. Siempre es la primera en sufrir, porque es la criatura de la prosperidad y cae a tie rra en cuanto el viento deja de mantenerla. Toda esa región está cubierta de enormes muelles, astilleros, fábricas y una extensa área de pequeñas casas, llenas de vida y felicidad en tiempos activos, pero marchitas e inanes en tiempos apaga dos, com o los desiertos orientales sobre los que leemos. Ahora ha acabado su breve primavera. N o se ha de culpar a nadie por ello, ¡es el resultado de las leyes más simples de la naturaleza!
Debemos todos coincidir en que es imposible que algo pue da ser más firme que esto o mostrar una fe más segura en el trabajo del librecambio, como lo entienden y emplean nues tros amigos liberales. u Así era en 1868. [Nota de Amold].
Pero si aún dudamos de si la multiplicación indefinida de fábricas y pequeñas casas puede ser un bien absoluto en sí mismo que contrarreste la multiplicación indefinida de los pobres, aprenderemos que esta multiplicación de los pobres también es un bien absoluto en sí mismo y el resultado de leyes divinas y bellas. Ésta es, en efecto, una tesis favorita de nuestros amigos filisteos, y he advertido el orgullo y gratitud con que reciben ciertos artículos en el Times que se dilatan con lenguaje agradecido y solemne sobre el crecimiento majestuo so de nuestra población. Pero prefiero citar ahora, sobre este tópico, las palabras de un joven e ingenioso escritor escocés, el señor Robert Buchanan13, porque inviste con abundante imaginación y poesía esta idea corriente del bendito e incluso divino carácter que supuestamente tiene la multiplicación de la población. Dice el señor Robert Buchanan: «Si hay una cualidad que parece de Dios, y suya en exclusiva, es esa divina filoprogenie, ese amor apasionado de la distribución y expan sión en formas vivas. Todo animal añadido parece un nuevo éxtasis para el Creador; toda vida añadida, una nueva encar nación de su amor. Querría que la tierra bullera de seres. Nun ca hay bastantes. Vida, vida, vida, rostros brillantes, corazones latentes deben colmar toda grieta. Ni un rincón ha de quedar vacío. La Tierra entera alimenta y Dios glorifica». Tal vex sea un poco injusto atribuir a la divinidad en exclu siva esa filoprogenie que el filisteo británico y la paupérrima clase irlandesa pueden compartir con él; sin embargo, ¡qué embriagadora es aquí toda la tendencia del pensamiento! También me llevo estas hermosas palabras al este de Londres y a menudo las leo allí. Están por completo de acuerdo con el lenguaje popiflar que estamos acostumbrados a oír sobre los niños y las familias numerosas, que describe los hijos como enviados. Hay un verso que el señor Robert Buchanan lanza tras la prosa poética que he citado: Es ía vieja historia de los tiempos de la hoja de parra.
13 Robert Buchanan (1841-1901) atacó la «cultura» de Arnoid en su D a vid Gray and Other Essays, Chiejly on Poetry (1868).
Este hermoso verso también se conecta naturalmente, cuan do estamos en el este de Londres, con la idea del deseo de Dios de que la tierra bulla de seres; porque el bullir de la tierra con seres, en efecto, en el este de Londres, parece revivir la vieja historia de los tiempos de la hoja de pana, ya que encontra mos allí tantas personas que apenas tienen un harapo con que cubrirse; y a mayor bullicio, mayor la promesa de revivir la vieja historia. Cuando la historia se haya revivido por comple to, el bullicio esté acabado y todas las grietas atiborradas, en tonces, sin duda, los rostros del este de Londres serán rostros brillantes, como es el deseo de Dios que sean, según el señor Robert Buchanan, pues cualquiera debe advertir que ahora no lo son, sino que resultan, por el contrario, muy miserables. Pero para impedir que toda esta filosofía y poesía nos arras tre con ella y nos haga pensar con el Times y nuestros prácti cos liberales librecambistas y, en general, con los filisteos bri tánicos, que el aumento de pequeñas casas y fábricas o el aumento de la población son bienes absolutos en sí mismos, han de ser perseguidos mecánicamente y adorados como fe tiches, para impedir esto, tenemos esa noción inamovible mente fijada, de la que antes he hablado, la noción de que la cultura, o el estudio de la perfección, nos lleva a concebir que ninguna perfección es real si no es una perfección general, que abarque a todos nuestros semejantes, con los que tene mos que ver. Ésta es la simpatía que mantiene unida a la hu manidad, que somos, como en efecto dice nuestra religión, miembros de un solo cuerpo, y si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él. La perfección individual es impo sible si el resto de la humanidad no se perfecciona con noso tros, «Los muchos sabios son la salud del mundo», dice el sa bio. Al respecto, ese excelente y a menudo citado guía nuestro, el obispo Wilson, tiene unas palabras notables: «No amamos a nuestro vecino tanto por su interés como por el nuestro». De nuevo: «Nuestra salvación en cierta medida depende de la de los otros». El autor de la Imitatio afirma admirablemente lo mismo cuando dice: Ohscurior etiam via ad coelum videbatur quando tam pauci regnum coelorum quaerere curahant. Cuantos menos buscan el camino a la perfección más difícil es de ha llar. A todos nuestros semejantes, en el este de Londres y en
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cualquier parte, debemos llevarlos con nosotros en el progre so hacia la perfección, si realmente, como profesamos, quere mos ser perfectos, y no debemos permitir que el culto de nin gún fetiche, de ninguna maquinaria, como ías manufacturas o la población — que no son, como la perfección, bienes ab solutos en sí mismos, aunque lo creamos— creen para noso tros tal multitud de seres humanos miserables, hundidos e ignorantes, de modo que llevarlos a todos con nosotros sea imposible y tal vez deban mayoritariamente ser abandonados por nosotros en su degradación y miseria. Pero es evidente que la concepción del librecambio, de la que se jactan nues tros amigos liberales y en la que creen haber descubierto el secreto de la prosperidad nacional, es evidente, digo, que la mera búsqueda sin trabas de la producción de riqueza y la mera multiplicación mecánica, con este fin, de manufacturas y población, amenaza con crear para nosotros, si no las ha creado ya, esas masas vastas, miserables, inmanejables de gen te hundida —un indigente, en este momento, por cada dieci nueve personas— , con cuya existencia, como hemos visto, nos está prohibido reconciliarnos, a pesar de todo lo que la filosofía del Times y la poesía del señor Buchanan puedan de cir para persuadimos. [Aunque el hebraísmo, siguiendo su mejor y superior ins tinto, idéntico, como hemos visto, al del helenismo en su objetivo final, el objetivo de la perfección, nos enseña esto muy claramente, y aunque he preferido extraer de los conse jeros hebraizantes —la Biblia, el obispo Wilson, el autor de la Imitatio— los textos que usamos para aproximarnos a esta enseñanza]14, el hebraísmo parece impotente, casi tan impo tente como nuestros amigos liberales librecambistas, para tra tar eficazmente con nuestras siempre crecientes masas de pau perismo e impedir su progresiva acumulación. El hebraísmo construye iglesias, en efecto, para estas masas, y envía misio neros entre ellas; sobre todo, se coloca frente a la doctrina de la necesidad del Times y se niega a aceptar su degradación como inevitable. Pero respecto a su creciente acumulación parece llegar a las mismas conclusiones, aunque desde su pro1,1 Amold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores,
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pió punto de vista, de nuestros amigos liberales librecambis tas. El hebraísmo, con ese uso mecánico y desorientador de la letra de las Escrituras que ya hemos comentado, se rige por textos como procready multiplicaos, el edicto de la ley de Dios, como diría el señor Chambers, o por la declaración de lo que llamaría las palabras de Dios en los Salmos, que el hombre con muchos hijos será feliz. Junto a textos como éstos es ca paz de poner este otro: Nunca dejará de haberpobres en la tierra. Así el hebraísmo llega hasta casi la misma noción de la opi nión popular y del señor Robert Buchanan, de que los hijos son enviados y de que la naturaleza divina se regocija en hacer bullir de indigentes el East End de Londres. Sólo que, cuando perecen de desesperación y miseria, afirma el deber cristiano de socorrerlos, en lugar de decir, como el Times: «Ahora ha acabado su breve primavera. No se ha de culpar a nadie por ello, ¡es el resultado de las leyes más simples de la naturale za!». Pero, como el Times, el hebraísmo desespera de toda ayuda del conocimiento y dice que «lo que hace falta no es la luz de la especulación». Recuerdo que el otro día un buen hombre, que contempla ba conmigo a una multitud de niños que se había reunido ante nosotros en una de las zonas más miserables de Londres —niños enfermos, enclenques, mal alimentados y mal vesti dos, abandonados por sus padres, sin salud, sin hogar, sin es peranza— me dijo: «Lo único realmente necesario es enseñar a estos pequeños a socorrerse entre sí, aunque sea un con vaso de agua, pero ahora, de un extremo al otro del país, sólo se oye un clamor: ¡conocimiento, conocimiento, conocimien to!». Sin embargo, seguramente, mientras estos niños estén en esas masas supurantes, sin salud, sin hogar, sin esperanza, y mientras su multitud aumente sin cesar, cargada con la mise ria de deberse a sí mismos, cargada con la miseria de deberse a nosotros, se ayuden o no entre sí con un vaso de agua, ¡es necesario el conocimiento para impedir su acumulación, in cluso para dar a su vida moral y a su crecimiento una oportu nidad justa! ¿No podemos decir, por tanto, que ni el verdadero hebraís mo de este buen hombre, que desea gastar y ser gastado para estas multitudes hundidas, ni lo que puedo llamar el espurio
hebraísmo de nuestros amigos liberales librecambistas —que adoran mecánicamente su fetiche de la producción de riqueza y del aumento de las manufacturas y la población sin mirar a derecha ni izquierda mientras este aumento continúa— nos sirve de mucho aquí, y que aquí, de nuevo, lo que nos hace falta es el helenismo, permitir que nuestra conciencia juegue libre y simplemente con los hechos que hay ante nosotros y escuche lo que nos dice la ley inteligible de ias cosas en lo que les concierne? Seguramente lo que nos dice es que los hijos de un hombre realmente no son enviados en mayor medida que los cuadros de su pared o los caballos de su establo, y que traer a personas al mundo, cuando no podemos permitirnos cuidarlas a ellas y a nosotros decentemente y no demasiado precariamente, o traer más al mundo de las que podemos permitirnos cuidar así no es, digan lo que digan el Times y el señor Buchanan, un cumplimiento de la voluntad divina o una satisfacción de las leyes más simples de la naturaleza, sino algo tan. equivocado, algo tan contrario a la razón y la volun tad de Dios como lo seria que un hombre tuviera caballos, coches o cuadros que no puede permitirse o tuviera más de los que puede permitirse, y que, en un caso como en otro, cuanto mayor sea la escala en que se realiza la violación de las leyes de la razón, y cuanto más se persista en ella, mayor debe ser la confusión y la turbación final. ¡Seguramente ninguna alabanza del librecambio, ninguna reunión de los obispos y clérigos en el East End de Londres, ninguna lectura de los periódicos e informes pueda decirnos nada sobre nuestra con dición social que nos concierna saber más que eso! ¡No sólo saberlo, sino tener habitualmente el conocimiento presente y actuar con«él como se actúa con el conocimiento de que el agua moja y el fuego quema! No sólo le concierne saberlo al populacho hundido de las grandes ciudades y al indigente vigésimo de nuestra población; también nos concierne saber lo a nosotros, filisteos de clase media, y a cuantos han de disponerse a progresar en la perfección. ¡Pero ya lo sabemos!, dirá alguien; es la más sencilla ley de la prudencia. Pero qué poca realidad debe de haber en ese conocimiento, qué poco la estaremos poniendo en práctica, qué poco ha de penetrar entre las masas pobres y esforzadas
de nuestra población, y ha de mejorar nuestra condición, mientras un hebraísmo de escasa inteligencia sigue repitiendo como una palabra de Dios eterna y absoluta el verso del sal mo que dice que eí hombre con muchos hijos será feliz, u otro hebraísmo de escasa inteligencia —es decir, un segui miento ciego de cierta reserva de nociones como infalibles— sigue considerando una prueba absoluta de la prosperidad nacional la multiplicación de las manufacturas y la pobla ción. Seguramente, el primer grupo de hebraizantes debe sa ber que el verso del salmo se compuso en la reocupación de Jerusalén tras el cautiverio, cuando los judíos de Jerusalén eran pocos, formaban una guarnición mal provista y todo hijo era una bendición, y que la palabra de Dios, o la voz del orden divino de las cosas, declara que la posesión de muchos hijos es una bendición sólo cuando realmente así sucede. ¿No ha de saber el otro grupo de hebraizantes que, si llaman a sus conocidos imprudentes y desgraciados cuando, sin medios para apoyarlos o con medios precarios, tienen una familia numerosa, entonces no deberían juzgar e! Estado bien mane jado y próspero sólo porque se multiplican sus manufacturas y ciudadanos, si las manufacturas, que producen tantos nue vos ciudadanos como si realmente los hubieran engendrado, producen más de los que pueden mantener o son demasiado precarias para seguir manteniendo a los que han mantenido durante un tiempo? El helenismo, seguramente, o el hábito de fijarnos en la ley inteligible de las cosas, es de lo más saludable si nos hace ver que el único bien absoluto, el único objetivo absoluto y eter no que nos prescribe la ley de Dios, o el orden divino de las cosas, es el progreso hacia la perfección, nuestro propio pro greso hacia ella y el progreso de la humanidad. Por tanto, para cada individuo, y para cada sociedad humana, la posesión y multiplicación de hijos, como la posesión y multiplicación de caballos y cuadros, ha de ser considerada buena o mala no en sí misma, sino en referencia a este objetivo y el progreso hacia él. Así como no ha de excusarse a hombre alguno por tener caballos o cuadros si el poseerlos impide su progreso o el aje no hacia la perfección y los hace llevar una vida servil e inno ble, hombre alguno ha de ser excusado por tener hijos si al
tenerlos le ocurre lo mismo a él o a otros. Pensamientos claros de este tipo son seguramente el producto espontáneo de nues tra conciencia cuando se le permite jugar libre y desinteresa damente con los hechos reales de nuestra condición social y con la reserva de nociones y hábitos al respecto. No podemos sino pensar que, asidos con firmeza y pronunciados con sen cillez, probablemente mejorarán esa condición y disminuirán la formidable proporción de un indigente por cada diecinue ve personas en mayor medida que la búsqueda hebraizante y mecánica del librecambio por parte de nuestros amigos iiberales.
V De modo que, aquí como en cualquier parte, las operacio nes prácticas de nuestros amigos liberales, que tanto valoran y a las que nos invitan a unimos para mostrar lo que el señor Bright llama un interés recomendable, no nos parecen tan prácticas como creen para el verdadero bien, y nos parece que nuestros amigos liberales necesitan helenizar un poco — es decir, examinar la naturaleza del verdadero bien y escuchar lo que su conciencia les dice sobre él— antes que continuar con tanto ardor y confianza sus actuales operaciones prácticas. Está claro que no tienen motivo, en lo que respecta a las va rias operaciones suyas que hemos examinado, de reprochar nos un delicado escepticismo conservador. Porque a menudo, al helenizar, parece que subvertimos la reserva de nociones y usos conservadores de manera más eficaz de lo que ellos la subvierten hébraizando. Pero, en verdad, el juego libre y es pontáneo de la conciencia con el que la cultura trata de hacer flotar nuestra reserva de hábitos de pensamiento y acción es por su naturaleza misma, como se ha dicho, desinteresado. A veces el resultado de hacerla flotar puede ser agradable para este partido, a veces para aquél; ya puede ser ingrato para nues tros llamados liberales, ya para nuestros llamados conservado res, pero lo que la cultura quiere es, sobre todo, hacerlaflotar, impedir que siga siendo una rígida y cruda pieza de petrifica ción. Es mero hebraizar, detenernos e impedir que nuestra
conciencia juegue libremente, cuando a nosotros o a nuestros amigos no nos gusta lo que nos descubre. Esto es hacer que el partido liberal o el partido conservador sean lo único necesa rio para nosotros, en lugar de la perfección humana, y ya he mos visto el perjuicio que causa hacer de algo aun mayor que el partido liberal o conservador —el predominio de la faceta moral en el hombre— lo único necesario. Pero iremos allí donde nos lleve el libre juego de nuestra conciencia, creyendo que por este camino tenderemos a lograr de todo punto lo que nos hace falta y así nos aproximaremos más a la completa perfección humana. [Así tal vez podamos alabar mucho de ío que un llamado liberal cree que le está prohibido alabar y, sin embargo, censu rar mucho de lo que un llamado conservador cree que le está prohibido censurar, porque ambos son partidarios, y ningún partidario puede permitirse ser desinteresado. Pero nosotros, que no somos partidarios, podemos permitírnoslo, y así, tras haber visto lo que los inconformistas pierden por encerrase en sus formas de institución religiosa del Nuevo Camino, po demos permitimos ver, por otro lado, cómo sus ministros, en una época de movimiento de ideas como la nuestra, son capa ces de considerarse más exentos que los ministros de una gran institución de la Iglesia de esa confianza en sí mismos y senti do de la superioridad de tal movimiento que son naturales en una jerarquía poderosa y que en el archidiácono Denison, por ejemplo, parecen llegar a tal punto que no puede sino temerse que resulten en su ruina espiritual. Ver esto no nos vuelve propensos, por tanto, a encerrar toda la nación en formas de culto del tipo del Nuevo Camino, sino que nos señala el nue vo ideal de combinar formas grandes y nacionales de culto con una apertura y movimiento de espíritu no descubiertos aún en jerarquía alguna. Así, de nuevo, si vemos que lo que llamamos ritualismo realiza conquistas en nuestra clase media puritana, podemos alegramos de que partes de esta clase se vuelvan sensibles a la debilidad estética de su posición, aun cuando no lo sean a su debilidad intelectual. En el puritanis mo, por otro lado, podemos respetar la idea de ser sinceros con nosotros mismos, que es a la vez la gran fuerza del puri tanismo —la gran superioridad del puritanismo sobre todos
los demás productos, como el ritualismo, de todas nuestras tendencias católicas— y también una idea rica en las semillas latentes de la promesa intelectual. Pero lo hacemos sin ocul tamos por ello que el puritanismo, al hebraizar, ha tergiversa do esa idea, apenas ha desarrollado, si lo ha hecho, alguna de esas semillas y que su triunfo en su fase actual de desarrollo serla nocivo.]15 Todo nos confirma, en suma, en la doctrina, tan desagrada ble para los creyentes en la acción, de que nuestro cometido principal en el presente no consiste tanto en forjar ciertas cru das reformas cuyo plan ya tenemos, como en crear, con ayuda de esa cultura que desde el principio alabamos y recomenda mos, un plan en el que las reformas fructíferas puedan real mente crecer con el tiempo. En todo caso, debemos soportar la impaciencia de nuestros amigos junto a sus reproches con tra la inacción cultivada, y aun debemos declinar echarles una mano en sus operaciones prácticas, hasta que, al menos por nuestra parte, hayamos madurado un poco en torno a la na turaleza del verdadero bien y nos aproximemos a esa condi ción de la que surgen fructíferas y sólidas operaciones. Mientras tanto, como nuestros amigos liberales nos asegu ran de manera clamorosa y decidida que sus operaciones ac tuales resultan ahora fructíferas y sólidas, sigamos en cada caso probando esas operaciones de la manera sencilla que he indicado, permitiendo que la comente natural de nuestra conciencia fluya libremente sobre ellas, y si superan esta prue ba con éxito, entonces les conferiremos nuestro encomiable interés, pero nada más. [Pongamos un ejemplo. Nuestros ami gos liberales nos aseguran, en voz muy alta, que su operación actual para el desmantelamiento de la Iglesia irlandesa es fruc tífera y sólida. Pero ¿y si, al probarla, parece cierto que los es tadistas y personas razonables de ambos partidos desean lo mismo, eí justo reparto de la propiedad de la Iglesia de Ir landa entre los principales cuerpos religiosos que hay allí, pero que, tras los estadistas y las personas razonables, había, por un lado, un enorme prejuicio tory y, por el otro, un enor me prejuicio inconformista a los que desagradaba ese arreglo? 15 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.
Pensamos que la manera natural de obrar habría sido que los estadistas y las personas razonables de ambos partidos se hu bieran unido y hubieran calmado y disipado, en la medida de lo posible, la resistencia de sus respectivos extremos y, de re sultar imposible, se hubieran enfrentado a ella concertados. Pero vemos que, en lugar de esto, los estadistas liberales espe raron confundir a sus rivales, si proponían el arreglo que am bos consideraban razonable, mediante el prejuicio de su pro pio extremo inconformista, para entonces, al proponer un arreglo que halagara este prejuicio, lograr que el otro arreglo, que consideraban razonable, resultara imposible; y llevaron a sus rivales a su vez a encender con todo su poder, con la espe ranza de desconcertarlos, un gran fuego en el extremo tory, de fiero prejuicio y fanatismo religioso, un fuego que, una vez encendido, siempre puede extenderse fácilmente. Si al probar la actual operación de nuestros'amigos liberales para el desmantelamiento de la Iglesia irlandesa esto resulta ser cierto, a mi juicio, aun cuando haya una mayoría liberal y nuestros amigos liberales apelen apasionados a nosotros para que asu mamos un encomiable interés en su operación y en ellos, y nos reunamos en torno a lo que sir Henry Hoare (quien tal vez pueda describirse como un bárbaro convertido al filisteísmo, así como yo parezco, por otro lado, un filisteo converti do a la cultura) llama hermosamente la conciencia de un Gladstone y la inteligencia de un Bright, nuestro deber es más bien abstenernos y, en lugar de echar una mano a la opera ción de nuestros amigos liberales, hacer cuanto podamos para abatir y disolver el enorme prejuicio, tory o inconformista, que vuelve producible y posible una operación tan dudosa mente engendrada y equívoca como ésta.]16
16 Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.
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así llegamos al final de lo que teníamos que decir en alabanza de la cultura y como prueba de su especial utilidad para las circunstancias en que estamos y la confusión que nos rodea. A través de la cultura parece ir nuestro camino, no sólo hacia la perfección, sino hacia la se guridad. Negándonos decididamente a echar una mano a las operaciones imperfectas de nuestros amigos liberales, omi tiendo su impaciencia, burlas y reproches, firmemente incli nados a tratar de descubrir en la ley inteligible de las cosas una base más firme y sólida para la práctica futura que cuan to tenemos por ahora, y creyendo que esta búsqueda y des cubrimiento ha de ser, para nuestra generación y circunstan cias, de importancia más vital y apremiante que la práctica misma, sin embargo, tal vez nosotros, desprestigiados segui dores de la cultura, podamos hacer más para que el presente y el plan de la sociedad en la que vivimos sean sólidos y na vegables que todo cuanto los apresurados políticos pueden hacer. Ya hemos visto cuánto de nuestros desórdenes y perplejida des se debe a la incredulidad, entre las clases y combinaciones de hombres, bárbaros o filisteos, que hasta el momento han gobernado la sociedad, en la recta razón, en lo mejor que hay en nosotros de una manera eminente; a la inevitable decaden cia y ruptura de las organizaciones por las que, ai afirmar y expresar en esas organizaciones sólo su identidad ordinaria, tanto tiempo nos han gobernado; y a su indecisión, cuando la sociedad, que su conciencia les dice que ha forjado y aún no se conduce según la recta razón, sino según su identidad
ordinaria, se agita groseramente al ofrecer resistencia a sus subversores. Pero para nosotros, que creemos en la recta ra zón, en el deber y en la posibilidad de desprender y elevar lo mejor que hay en nosotros, en el progreso de la humanidad hacia la perfección, para nosotros el marco de la sociedad, ese teatro en el que este augusto drama se despliega, es sagrado, y al margen de quienes lo administren, y por mucho que pre tendamos apartarlos del cargo de la administración, sin em bargo, mientras lo hagan, nosotros les apoyaremos con firme za y ánimo íntegro para reprimir la anarquía y el desorden, porque sin orden no puede haber sociedad y sin sociedad no puede haber perfección humana. [Por mi parte, en efecto, esta regla de conducta es heredita ria. Recuerdo que mi padre, en una de sus cartas inéditas es crita hace más de cuarenta años, cuando el estado político y social del país era triste y confuso y había disturbios en mu chos lugares, tras insistir con fuerza en el error y necedad del gobierno y en el perjuicio y peligro de la constitución feudal y aristocrática de nuestra sociedad, acababa así: «En cuanto a los disturbios, la antigua manera romana de tratar con eso es siempre la correcta: azotar a los soldados rasos y colgar a los cabecillas de la Roca Tarpeya».]1A esta opinión de lo intolerable de la anarquía nunca podemos renunciar, por mucho que nuestros amigos liberales crean que pequeños dis turbios y lo que llaman demostraciones populares sean útiles a veces para sus intereses y los intereses de las operaciones prácticas que realizan, y por mucho que prediquen el dere cho de un inglés a que se le deje hacer lo que quiera en la medida de lo posible, y el deber del gobierno de permitírselo y ser cómplice-de ello tanto como sea posible y abstenerse de toda cruel represión. Aunque nos muestren hábilmente ope raciones que son indudablemente preciosas, como la aboli ción del tráfico de esclavos, y nos pregunten si con ello go biernos necios y obstinados no se asustarán provechosamente a la vista de pequeños disturbios, considerando el buen pro pósito visible y la dificultad de superar la oposición, sin em 1 En la edición de 1875 y posteriores, Arnold suprimió este pasaje y añadió a continuación el sintagma «de lo intolerable de la anarquía».
bargo, decimos que no, y que esas procesiones monstruosas en las calles y violentas irrupciones en los parques, incluso en supuesto apoyo de ese buen propósito, deberían ser inflexi blemente prohibidas y reprimidas. Porque, en un Estado en que la ley tiene la autoridad y soberanía, se requiere un curso firme y asentado de orden público si el hombre ha de lograr ahora que algo precioso y duradero llegue a la madurez o ha de fundar algo precioso y duradero en el futuro. Así, a nuestros ojos, el marco mismo y orden exterior del Estado, quienquiera que lo administre, es sagrado, y la cultura es el enemigo más decidido de la anarquía, a causa de las grandes esperanzas y propósitos para el Estado que la cultura nos enseña a alimentar. Pero si, creyendo en la recta razón y teniendo fe en el progreso de la humanidad hacia la perfec ción y trabajando siempre con este fin, llegamos a tener una visión más clara de las ideas de la recta razón y de los elemen tos y ayudas de la perfección, y a llenar con ellos el marco del Estado, a dar forma a su composición interna y a todas sus leyes e institución conforme a ellos, y a hacer del Estado cada vez más la expresión, como decimos, de lo mejor que hay en nosotros, que no es algo múltiple y vulgar e inestable y con tencioso y variable, sino único y noble y seguro y pacífico e igual para toda la humanidad, ¿con qué aversión no conside raremos entonces la anarquía, con qué firmeza no la frenare mos, cuando pone en peligro tantas cosas preciosas? De modo que, por el presente, pero mucho más por el fu turo, los amantes de la cultura son por completo y con buena conciencia los opositores de la anarquía. No como los bárba ros y filisteos cuya honradez y cuyo sentido del humor los hace retroceder, como hemos visto, a la hora de tratar el Esta do como algo muy serio y conferirle más poder, pues, en efec to, el único Estado que conocen y que creen administrar es la expresión de su identidad ordinaria. Aunque el extremo vo luntarioso y violento entre ellos podría armarlo alegremente con plena autoridad, sin embargo, su medio virtuoso, como hemos dicho, hace que les remuerda la conciencia al hacerlo, con lo que nuestros bárbaros secretarios de Estado permiten que se rompan las vallas del parque y nuestros filisteos alcal des-coroneles que los alborotadores roben y golpeen a los
viandantes. Pero nosotros, que no vemos en el Estado expre sión alguna de nuestra identidad ordinaria, sino ya, por así decirio, el marco señalado y recipiente preparado para lo me jor que hay en nosotros y, con vistas al futuro, la poderosa, beneficiosa y sagrada expresión y órgano de lo mejor que hay en nosotros, tenemos la voluntad y decisión, incluso ahora, de fortalecer contra la anarquía las manos temblorosas de nuestros bárbaros ministros del Interior y las débiles rodillas de nuestros alcaldes-coroneles, y de decirles que no están lla mados a proteger las vallas del parque y suprimir los alborotos en Londres en nombre de supropia identidad ordinaria, sino en nombre de lo mejor que hay en ellos y en nosotros de cara al futuro. Sin embargo, aunque para resistir la anarquía los amantes de la cultura aprecien y empleen el fuego y la fuerza, deben ai mismo tiempo tener siempre en cuenta que en este momento no es cierto lo que la mayoría de la gente nos dice, que el mundo quiere fuego y fuerza antes que dulzura y luz, y que las cosas en su mayor parte han de lograrse primero y com prenderse después. Hemos visto cuánto de nuestras actuales perplejidades y confusión ha causado y tiende a perpetuar entre nosotros esta noción incierta de la mayoría de la gente. Por tanto, el verdadero cometido de los amigos de la cultura ahora es disipar esa falsa noción, extender la creencia en la recta razón y en una firme ley inteligible de las cosas y lograr que el pensamiento y conciencia de los hombres juegue des interesada y libremente con su reserva de nociones y hábitos; lograr que los hombres intenten, antes que actuar inflexible mente con un conocimiento imperfecto, obtener una base de conocimiento^ más sólida para actuar. Esto es lo que los ami gos y amantes de la cultura han de hacer, por mucho que los creyentes en la acción se impacienten con nosotros por decir lo e insistan en que les echemos una mano en sus operaciones prácticas y mostremos un encomiable interés en ellas. Debemos hacer oídos sordos a esta insistencia. Pero, por otra parte, los amigos de la cultura no deben esperar tomar a los creyentes en la acción al asalto o parecer importantes visi ble y rápidamente y gobernar y componer una figura en el mundo. Aristóteles dice que aquellos a los que pueden atraer
las ideas y la búsqueda de la ley inteligible de las cosas son principalmente los jóvenes, llenos de un espíritu generoso y con pasión por la perfección; la mayoría de los hombres, dice, toma los bienes aparentes por reales, apenas piensa en la ver dadera dulzura y luz, «y en cuanto a su vida», añade tristemen te, «¿quién podrá darle un ritmo nuevo y mejor?». Pero aun que los atraídos sobre todo por la dulzura y la luz sean siempre probablemente los jóvenes y entusiastas y la cultura no deba esperar tomar a las masas al asalto, sin embargo, en nuestros días y para nuestro pueblo no admitiremos ni dependeremos de la desalentada sentencia de Aristóteles. Porque ¿no es la recta corona de la larga disciplina del hebraísmo y el debido fruto de siglos de doloroso aprendizaje de autodominio de la humanidad, y la justa recompensa, sobre todo, de la esforzada energía de nuestra nación y familia al ser honrada consigo misma y caminar rectamente según la mejor luz que conoce, que cuando en la plenitud del tiempo se le ofrezcan la razón y la belleza, y la ley de las cosas como realmente son, al final camine a esta luz verdadera con la misma determinación y celo con que antes caminó a su luz imperfecta? Así, las dos fuerzas naturales del hombre, hebraísmo y helenismo, no es tarán separadas ni serán rivales, sino que conformarán una fuerza unida de recto pensar y fuerte obrar orientada hacia la perfección. Esto es lo que amantes de la cultura como noso tros tal vez se atrevan a augurar a naciones como la nuestra. Por tanto, por grandes que sean los cambios que han de cumplirse y por denso que sea el conjunto de bárbaros, filis teos y populacho, no desesperaremos, por un lado, ni amena zaremos por el otro con la revolución y el cambio, sino que miraremos adelante alegre y esperanzadamente a «una revolu ción», como dijo el duque de Wellington, «de curso legal», aunque no exactamente con las leyes que a nuestros amigos liberales, con sus actuales luces, les encanta ofrecernos, Pero si el desaliento y la violencia le están prohibidos al creyente en la cultura, sin embargo, por otro lado no le están permitidas la vida pública y la acción política directa. Porque su cometido es, como hemos visto, lograr que los actuales creyentes en la acción y los amantes del discurso y acción política se vuelvan hacia sí mismos y escruten mucho más su
reserva de nociones y hábitos, valoren mucho menos su dis curso y acción presentes, de modo que, al aprender a pensar con más claridad, lleguen a actuar al final de manera menos confusa. Pero ¿cómo persuadiremos a nuestros bárbaros de que no se aferren a sus usos feudales, cómo persuadiremos a los inconformistas de que el tiempo gastado en agitaciones para abolir las tasas eclesiásticas lo habrían gastado mejor en lograr ideas más dignas de las que tienen los hombres de la Iglesia sobre Dios y el ordenamiento del mundo, o que el tiempo gastado en pelear por el voluntarismo en la educación se habría gastado mejor en enseñar a valorar y fundar una cul tura pública y nacional, cómo persuadiremos, en fin, a nues tro alcalde-coronel de no contentarse con presidir la sala de justicia o marchar a la cabeza de sus hombres a la guerra sin el conocimiento de cómo celebrar un juicio o dirigir a los hom bres a la guerra, cómo, digo, persuadiremos a todos ellos de esto, si nuestro alcalde-coronel ve que queremos usar con nuestras manos a sus oficiales y su escala de justicia, o los in conformistas que queremos para nosotros su plataforma, o los bárbaros que queremos para nosotros su preeminencia y función? Ciertamente tardaremos menos en creer, como que remos que ellos crean, que la ley inteligible de las cosas con tiene algo deseable y precioso, y que todo puesto, función y bullicio son bienes huecos sin ella, si ven que podemos con tentamos y satisfacemos con ella, sin convertirla en un instru mento que nos dé un puesto, función y bullicio. Aunque el señor Sidgwick dice que la utilidad social signi fica «perderse en una masa de detalles desagradables, difíci les, mecánicos» y aunque a los creyentes en la acción les agra da afirmar lo mjsmo, sin embargo, como lo que queremos no es perdemos en los detalles, sino descubrir la ley inteligible de las cosas, tampoco aceptaremos a ciegas esta aserción, si no que antes la observaremos y probaremos un poco. Si ve mos que los creyentes en la acción, olvidando la máxima de Goethe, «actuar es fácil, pensar es difícil», imaginan que hay una virtud maravillosa en perderse en una masa de detalles mecánicos, se excusan de pensar mucho en las ideas claras que deberían gobernar estos detalles, dedicaremos nuestra principal atención y esfuerzo a buscar esas ideas y definirlas,
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persuadidos como estamos de que, si tenemos ideas firmes y claras, los detalles mecánicos de su ejecución resultarán más sencillos y fáciles de lo que suponemos ahora. [Incluso en la educación, donde nuestros amigos liberales no carecen de celo, realizando su serie de operaciones prácticas e invitándo nos a que les echemos una mano, y donde, al ser la educación el camino a la cultura, con gusto les echaríamos una mano en sus operaciones prácticas antes que en ningún otro lugar, sin embargo, vemos que una ley educativa alemana, suiza o fran cesa depende de ideas muy claras sobre el derecho del ciuda dano, al respecto, frente al Estado, y sobre el deber del Estado hacia el ciudadano, y que sus detalles mecánicos son relativa mente escasos y sencillos, mientras que la ley inglesa corres pondiente carece de ideas claras sobre el derecho del ciudada no y el deber del Estado, pero tiene, en compensación, una masa de minuciosos detalles mecánicos sobre el número de miembros de un consejo escolar y de cómo se formará el quorum y cómo se convocará y con qué frecuencia se reunirá, por lo que hemos de concluir que nuestra nación tiene mayor necesidad de ideas claras sobre la materia que de laboriosos detalles sobre los accesorios, y que hacemos un mejor servicio tratando de ayudar con las ideas que echando una mano con los detalles. Así, mientras el señor Samuel Morley y sus ami gos hablan de cambiar su política sobre educación no para modelarla sobre ideas más sólidas, sino «por temor a que les quiten el asunto de las manos», no nos preocuparemos dema siado por quitarles el asunto de las manos y cogerlo con las nuestras, sino que más bien intentaremos que adviertan que modelar la educación sobre ideas sólidas es más importante que tener el asunto por completo en las propias manos.]2 En esta excitante coyuntura, pues, mientras muchos de los amantes de las nuevas ideas, algo cansados, como nosotros, de las actuaciones estereotipadas de nuestros amigos liberales en el escenario político, se disponen a irrumpir valientemen te en este escenario público, no podemos pensar en absoluto que para un sabio amante de las nuevas ideas ése sea eí esce nario correcto. Mucha gente habrá sin nosotros — caballeros 2 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.
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en busca de un club, demagogos en busca de un tonel, aboga dos en busca de un puesto, industriales en busca de gentile za— que venga del este y del oeste y se siente a este banquete de Tiestes de charlatanes que la vida pública inglesa ha sido durante muchos años. En la medida en que esas viejas organi zaciones, cuya insuficiencia hemos visto — esas expresiones de nuestra identidad ordinaria, bárbara o filistea—, tienen fuerza en algún lugar, la tendrán en el Parlamento. Allí, el hombre enviado por los bárbaros no puede sino verse obliga do a halagar la identidad ordinaria de los bárbaros y su gusto natural por lo trivial, y el hombre a quien ios filisteos envían no puede sino verse obligado a halagar los de los filisteos. El conservadurismo parlamentario debe significar esto, que los bárbaros mantengan su herencia, y el liberalismo parlamenta rio que los bárbaros desaparezcan, tal como ocurrirá, y que su herencia pase a los filisteos. Esa parece ser, en efecto, la verda dera y auténtica promesa de los que nuestros amigos liberales y el señor Bright se consideran herederos, y la meta de los es fuerzos de estos grandes hombres. Tal vez el señor Odger y el señor Bradlaugh estén allí ahora con la misión de expulsar a bárbaros y filisteos y lograr la herencia para el populacho. Nosotros, por otro lado, no queremos la herencia para bár baros ni filisteos, ni tampoco para el populacho, sino que queremos la transformación de todos y cada uno de ellos se gún la ley de la perfección. A través de lo largo y ancho de nuestra nación trabaja y crece una sensación —aún vaga y oscura— de cansancio con estas viejas organizaciones, de de seo de transformación. En la Cámara de los Comunes, donde las viejas organizaciones deben ser inevitablemente las más resistentes y fuertes, la transformación inevitablemente tarda rá más en mostrarse, y puede declararse en verdad, por tanto, que en la actual coyuntura el centro del movimiento no está en la Cámara de los Comunes. Está en el espíritu fermentador de la nación, y el que pueda dirigirse a él ejercerá la verdadera influencia durante los próximos veinte años. Tal vez Pericles fuera el más perfecto orador público que haya vivido, porque fue quien combinó de manera más per fecta el pensamiento y la sabiduría con el sentimiento y la elocuencia. Sin embargo, Platón hace declarar a Alcibíades
que los hombres que habían escuchado la oratoria de Pericles decían que era muy hermosa, que estaba muy bien, y ya no pensaban más en ella, pero que los que escuchaban hablar a Sócrates, dice, con el asunto de lo que había dicho hincado en su mente, no podían librarse de él. Sócrates bebió su cicu ta y murió3, pero ¿no lleva todo hombre consigo un posible Sócrates, en ese poder de juego desinteresado de la conciencia con su reserva de nociones y hábitos, del que este hombre sabio y admirable dio durante toda su vida el gran ejemplo, y que fue el secreto de su influencia incomparable? El que hace que los hombres provoquen y ejerciten en sí mismos ese po der y lo provoca y ejercita en sí mismo diligentemente tal vez esté ahora, como Sócrates en su época, más de acuerdo con el esfuerzo vital del espíritu de los hombres, y resulte más eficaz mente significativo, que cualquier orador o practicante políti co en la Cámara de los Comunes. Todos se jactan ahora de lo que han hecho para educar a los hombres y dar a las cosas el curso que llevan. El señor Disraeli educa, el señor Bright educa, el señor Beales educa. Noso tros, en realidad, no pretendemos educar a nadie, ya que aún tratamos de aclararnos y educarnos a nosotros mismos. Pero estamos seguros de que el esfuerzo por alcanzar, a través de la cultura, la ley inteligible de las cosas, estamos seguros de que separarnos de nuestra reserva de nociones y hábitos, de que un juego más libre de la conciencia, un deseo aumentado de dulzura y luz y toda la inclinación a lo que llamamos heleni zar, es ahora el impulso central de la vida de nuestra nación y de la humanidad, tal vez algo aún oscuro, pero decisivo para el futuro inmediato, y de que los que trabajan por él son los educadores soberanos. Ecos dóciles de la voz eterna, órganos flexibles de la volun tad infinita, ésos son los trabajadores4 que avanzan con el movimiento esencial del mundo, y ésa es su fuerza y su feliz y divina fortuna. Porque sí los creyentes en la acción, que tanto se impacientan con nosotros y nos llaman afeminados, 3 En la edición de 1869 Arnoid había escrito que Sócrates «fue envene nado y murió». 4 En ia edición de 1875 y posteriores* Arnoid añadió este sintagma.
hubieran tenido la misma fortuna, sin duda, nos habrían su perado en esta esfera de influencia vital por la superioridad de su genio y energía. Pero ahora nosotros vamos por el camino por el que va el mundo, mientras que ellos se dedican a abolir la Iglesia irlandesa por el poder de la antipatía de los inconformistas a las instituciones o a posibilitar que un hombre se case con la hermana de su difunta esposa.
ÍN D ICE I n t r o d u c c ió n ......................................................................................
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1. La eficacia de la cu ltu ra...................................................... 2. La ineficacia de A m old ......................................................
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E sta
e d i c i ó n .........................................................................................
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B ib l io g r a f ía .........................................................................................
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C ultura y
a n a r q u ía ...................................................................
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Prefacio........................................... ............................................ Introducción .............................................................................. Capítulo I. Dulzura y l u z ........................................................ Capítulo II, Obrar a cap rich o................................................. Capítulo III. Bárbaros, filisteos, populacho ........................ Capítulo IV. Hebraísmo y helenismo ................................... Capítulo V, Porro unum est necessarium................................... Capítulo VI. Nuestros practicantes liberales........................ Conclusión ................................................................................
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