PSICOLOGÍA / TERAPIA FAMILIAR
Jay HaleyAprender y enseñar terapia
Jay Haley Aprender y enseña r terapia `? no de los devastadores silogismos de Jay Haley puede ser enunciado así: «Todos los terapeutas orientan a sus pacientes en alguna dirección. Algunos terapeutas se dan cuenta de que lo hacen y otros no. Por lo tanto, un terapeuta no directivo es un terapeuta que no sabe lo que hace» Le fastidian las terapias que pro tenden despojarse de poder. Las considera una postura perezosa e irresponsable (juguemos a charlar, en lugar de tratar de cambiar algo). El autor insiste en que, asi como la tarea del paciente es cambiar y la del terapeuta es ayudar a que esto ocurra, la tarea de quien aprende es aprender y la de quien educa es educar. Esto, que puede parecer una perogrullada, ha sido una bandera de combate de Haley en una batalla que lleva muchos años. Son muchos los conceptos que fueron inventados o descubiertos por este Sócrates contemporáneo y después explotados por otros y elevados a la categoría de principios explicativos o de intervención universales (es el caso de la «paradoja»). Cuando estos conceptos han vuelto a él en forma de prolijas teorías omnicomprensivas, Haley les ha aplicado su lupa quemante y las ha «deconstruido» en el sentido literal. Esa es la tarea emprendida en este libro, cuando muestra que las generalizaciones pueden convertirse en el peor enemigo del cambio en una situación particular. Todo esto, junto a una gran riqueza de ideas y sugerencias, fruto de una creatividad que brota en cada párrafo, encontrará el lector en esta obra fundamental; destinada a convertirse en un clásico de la psicoterapia contemporánea. Sólo cabe agregar que, para nuestro autor, en la terapia con el cliente ocurre lo que sucede en la supervisión con el terapeuta principiante. Terapia y supervisión se determinan una a la otra. La terapia se debe aprender, y también es preciso aprender a enseñar. pionero de la terapia familiar, es autor, además, de Terapia para resolver problemas, Terapia no convencional. Las técnicas psiquiátricas de Milton H. Erickson, Trastornos de la emancipación juvenil y terapia familiar y Terapia de ordalia. y coautor, con Lynn Hoffman, de Técnicas de terapia familiar, y con David Grove, de Conversaciones sobre terapia, obras publicadas por nuestro sello editorial. JAY HALEY,
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789505 181452
Cubierta: DiseñoA
ISBN 978-950-518-145-2
Obras de Jay Haley en esta biblioteca Terapia para resolver problemas Terapia no convencional. Las técnicas psiquiátricas de Milton H. Erickson Trastornos de la emancipación juvenil y terapia familiar Terapia de ordalía. Caminos inusuales para modificar la conducta Técnicas de terapia familar Jay Haley y Lynn Hoffman Conversaciones sobre terapia. Soluciones no convencionales para los problemas de siempre David R. Grove y Jay Haley
Aprender y enseñar terapia Jay Haley Amorrortu editores Buenos Aires - Madrid
Indice general
11 Prefacio 15 Agradecimientos 19 1. Enseñar terapia 43 2. El supervisor 66 3. El terapeuta en formación 85 4. El cliente 107 5. Qué aprender, qué enseñar 129 6. La mejor teoría 152 7. Temas controversiales 189 8. La supervisión en vivo 227 9. Similitudes entre terapia y supervisión 253 10. Algo más sobre las directivas 277 11. Terapia compulsiva 291 Epílogo. Para ser supervisor de terapia sin saber cambiar a la gente
Prefacio
Cuando se aprende a conducir un auto, un mal aprendizaje acarreará consecuencias. Por lo tanto, lo mejor es que un conductor experimentado acompañe al principiante en las prácticas, listo para intervenir ante cualquier dificultad que surgiere en la calle. A los principiantes se les enseñan las reglas de tránsito y las destrezas implícitas en la conducción de un vehículo. Para poder conducir solos, deben rendir un examen escrito y otro práctico, esto es, se somete a una observación efectiva su capacidad de cumplir todas las normas de tránsito y estacionamiento. Una vez aprobado el examen, el aprendiz es oficialmente un conductor matriculado. Sin embargo, que haya aprobado el examen de conducción no significa que pueda conducir y estacionar un camión; algunos conductores serian incapaces de manipular la palanca de cambios. Es la experiencia en calles y rutas la que acrecienta nuestras destrezas. Supongamos que se aprendiera a conducir escuchando la disertación de un docente sobre las diferentes marcas de automóviles y lo que se siente al convertirse en conductor. No habría observación del estudiante cuando conduce, ni prácticas con un chofer experimentado listo para asumir el control del vehículo en caso necesario. Tampoco habría que aprobar un examen. El docente, sobre quien no recaería responsabilidad alguna por lo que hiciere en la calle el conductor en formación, se limitaría a entregarle las llaves del auto y desearle buena suerte. Sin duda, ningún aprendiz o estudiante sensato desearía que le enseñaran de esa manera. ¿No deberíamos tomar el aprendizaje de la terapia con la misma seriedad con que el del manejo de un auto?
¿Cómo se enseña terapia? Durante los primeros cien años de la psicoterapia, los terapeutas en formación la aprendían fundamentalmente sometiéndose a ella. Se presumía que la terapia personal crearía un terapeuta competente. Además, había conversaciones o seminarios sobre las razones que motivaban a las personas a comportarse en forma extraña; solían ser debates filosóficos sobre la naturaleza humana. Nunca se observaba ni registraba a un terapeuta en formación haciendo terapia. Era un aprendizaje en que el aprendiz nunca observaba el modo de trabajar del maestro ni este observaba el del aprendiz. En un programa formativo, el docente no asumía responsabilidad alguna si un terapeuta en formación fracasaba en el tratamiento de un caso (difícilmente podría asumirla, puesto que no podía ver lo que pasaba allí). Tampoco se hacía un test o evaluación de su capacidad. Se ignoraba lo que en verdad sucedía en el tratamiento de los casos. Cuando un terapeuta se veía frente a un episodio trágico y recurría a su maestro en busca de consejo, este solía preguntarle qué sentía respecto a esa tragedia y examinaba sus reacciones personales. Después le deseaba buena suerte y lo enviaba a atender al próximo cliente... o a afrontar la próxima tragedia.
La formación del terapeuta, hoy En la actualidad, la misión de los terapeutas es aprender terapia con la misma seriedad con la que aprenderían a conducir un auto. Su formación no consiste en debates filosóficos sobre la naturaleza humana. Consiste en aprender las técnicas terapéuticas y adquirir las destrezas necesarias para entrevistar y tratar a la variedad de clientes que buscan asistencia; esas técnicas deben ser practicadas. Si un terapeuta en formación recibe una enseñanza deficiente, muchas personas sufrirán las consecuencias. En estos tiempos de servicios de salud gerenciados, recuerdos falsos y pleitos por mala praxis, los terapeutas en formación corren el riesgo de ser llevados a juicio si no saben lo que hacen. Hasta el
supervisor puede ser enjuiciado. Esta situación hace que nos preocupemos más por formar terapeutas competentes. Además, cada terapeuta hereda los fracasos de sus colegas. Si fracasamos en un caso, dificultamos aun más el trabajo del próximo terapeuta que trate a esa persona. Cuando se enseña una destreza (p. ej., a conducir un auto), parece evidente que se debe observar su práctica. Hay que guiar al terapeuta y ayudarlo a vencer las complejidades de un caso. Para ella, el docente tiene que saber cómo se desarrolla la terapia. El terapeuta debe aprender lo que es preciso hacer para cambiar a la gente, y a poner en práctica ese saber. Necesita una formación básica, sea cual fuere su filosofía. En los umbrales del segundo siglo de psicoterapia, disponemos de una tecnología de observación y registro de sesiones que incluye por igual el casete, la videocinta y el espejo de visión unilateral. Docentes y terapeutas —en formación o recibidos— ya no quedan atrapados en un solo método terapéutico ni en categorías diagnósticas embrutecedoras. Ahora son libres de innovar, si bien esperamos que refrenen su deseo de fundar nuevas escuelas de terapia. Eso sí, debemos enseñar las técnicas necesarias para llevar a cabo un tratamiento logrado: cómo hacer una pregunta, formular un comentario, impartir una directiva, determinar quiénes han de participar en una entrevista y trazar la estrategia de un caso.
Agradecimientos
Hace treinta años, publiqué Strategies of psychotherapy. Fue un producto del proyecto sobre comunicación emprendido por Gregory Bateson. Allí puse especial énfasis en describir la psicopatología como una forma de comunicación y la terapia como un modo deliberado de cambiar esa comunicación. Esa perspectiva obligaba a pensar en la gente en términos de unidades de dos o más personas y, por lo tanto, introducía prácticas y conceptos terapéuticos diferentes de los basados principalmente en los procesos de pensamiento individuales. El entorno social del cliente pasó a ser el foco de la terapia. Lo que debía cambiar era la manera en que se formaban los terapeutas, y para eso había que vencer una inercia formidable. Este libro expresa mis puntos de vista sobre la formación del terapeuta, fundados en treinta años de experiencia en la enseñanza del arte de cambiar a las personas. Nunca recibí una formación que me capacitara expresamente para practicar una profesión determinada. Tampoco tenía un compromiso emocional con tal o cual escuela de pensamiento; de ahí, creo yo, que me resultara más fácil cambiar mi concepción de la terapia. Por otro lado, si bien no me supervisaron, varias personas extraordinarias influyeron sobre mí. A Gregory Bateson no le entusiasmaba la idea de cambiar a la gente; como antropólogo, prefería estudiarla. No obstante, era un manantial de ideas que interesaban al campo de la psicoterapia y a sus cambios. Trabajar con él diez años dedicándome por entero a investigar lo que se me antojara fue una experiencia única. La compartí con John Weakland, de quien recibí una influencia invalorable. Ni su pensamiento ni el de Bateson permanecían entrampados en la ortodoxia antropológica. Otra persona extraordinaria que influyó de manera importante en mi concepción de la terapia fue Milton H. Erick-
son. De él aprendí la técnica terapéutica así como una visión práctica de la vida y los problemas humanos. Junto con Weakland, estudié su visión comunicativa de la hipnosis. Ya en el ejercicio de mi profesión, lo consulté sobre diversos casos a lo largo de los años, con lo cual aprendí mucho acerca de su singular enfoque de la terapia. Además, lo tomé por modelo en mi búsqueda de una postura para mi práctica terapéutica. Don Jackson me prestó un gran apoyo, particularmente en lo relacionado con la psiquiatría y la esquizofrenia. Era el consultor psiquiátrico en el proyecto de Bateson. Aunque su enfoque difería diametralmente del de Erickson, compartía su visión práctica de los dilemas humanos. Jackson era reconocido en toda la Costa Oeste como la autoridad en materia de esquizofrenia, además de destacarse por sus logros en el tratamiento de esquizofrénicos. Estaba convencido de que todo lo enfermizo en un esquizofrénico era una respuesta a su situación social. Observar a Jackson haciendo terapia con personas psicóticas era una experiencia extraordinaria; su actitud daba a entender que eran casos curables y que no adolecían de ningún defecto fisiológico. Era uno de los mejores clínicos que he visto en mi vida, en especial por su destreza en el trato con los esquizofrénicos y su familia. Por desgracia, murió joven, al parecer por haber ingerido accidentalmente una sobredosis de medicación. Jackson había tomado muchas ideas de Harry Stack Sullivan, que lo supervisó personalmente en Chestnut Lodge. En la década de 1960, el Grupo para el Avance de la Psiquiatría hizo una encuesta por muestreo entre terapeutas familiares y descubrió que un número sorprendente de ellos estaban relacionados de un modo u otro con Sullivan, aun cuando este no entrevistaba a familias completas. Su idea de que en la terapia individual hay dos personas en el consultorio reflejaba su convicción de que el terapeuta no es una mera pantalla en blanco sobre la que el paciente proyecta sus fantasías. Cuando yo informaba a Jackson sobre algún dicho de un paciente, él, como supervisor, me hacía la misma pregunta que solía formularle Sullivan: « GQué estaba haciendo usted inmediatamente antes de que el paciente dijera eso?». Se suponía que la conducta psicótica era una conducta reactiva, como lo era en terapia cualquier otro comportamiento.
Hubo otra persona extraordinaria con quien tuve la suerte de asociarme allá por los años cincuenta: Alan Watts. Era una autoridad en budismo zen y un consultor oficioso en nuestro proyecto, esto último a causa de nuestro común interés por la paradoja. El introdujo las ideas del zen, que en aquel período podíamos considerar una terapia alternativa y una opción bienvenida frente a la ideología psicodinámica. Durante mil años, el zen incluyó la experiencia de una persona que trata de cambiar a otra; el cambio no es provocado por la introspección ni por la conversación o la libre asociación de ideas, sino por acciones y directivas, y su meta es vivir sintiendo, experimentando vivencias, y no vivir autorregulándose. También aprendí de Salvador Minuchin, con quien trabajé durante casi una década. Minuchin, el creativo Braulio Montalvo y yo nos entusiasmamos con las nuevas tendencias terapéuticas surgidas en la década de 1960. Mantuvimos largas discusiones sobre terapia, y discurríamos sobre la formación de terapeutas y de personal no profesional en diversos campos. Ninguno de estos maestros, a los que tanto debo, eran miembros ortodoxos de su profesión. Bateson no gozaba de plena aceptación entre los antropólogos; Erickson, Jackson y Minuchin no seguían las tendencias principales en sus campos respectivos: la psicoterapia, la psiquiatría y la psiquiatría del niño. Watts se autodefinía como un «[estudioso] clandestino del zen». Más aun, ninguno de ellos era docente universitario, salvo para clases marginales. Sin embargo, de sus puntos de vista divergentes nació una terapia breve orientada hacia la familia que, hoy, muchos académicos intentan enseñar en las universidades. Al parecer, los métodos formativos cambian más despacio que las prácticas terapéuticas. Quizá se deba, sobre todo, a que los terapeutas desean enseñar lo mismo que enseñaban sus maestros. En épocas de cambios rápidos en la teoría y la práctica, esta tendencia se convierte en un problema. Dedicar una sección a los agradecimientos presenta dificultades: ¿debo tanto a tantos colegas y estudiantes! He asistido a centenares de reuniones en las que intercambié ideas con mis colegas. También aprendí mucho de los centenares de personas a quienes formé. Muchas de ellas son hoy colegas y cosupervisores, como Neil Schiff con quien siem-
pre ha sido un placer trabajar. Nombrar a algunas, agradeciéndoles las ideas aportadas a este libro, significaría desairar a otras; y son legión las que participan en el desarrollo de las ideas actuales en el campo de la terapia. Deseo expresar mi aprecio a Michael Nichols, cuyo asesoramiento editorial contribuyó mucho a mejorar este libro.
1. Enseñar terapia
Vivimos tiempos apasionantes en el campo de la terapia porque todo está cambiando. No hay ortodoxia. Sin ortodoxia, nadie puede ser conformista y nadie puede ser disidente. No hay una manera correcta de hacer terapia; sólo hay modos diferentes. Podemos crear una técnica terapéutica o revivir una antigua sin que nos tomen por herejes. De hecho, si le damos un nombre a la nueva técnica, hasta es posible que iniciemos una nueva escuela de terapia y dirijamos talleres. Cabría suponer que, al cabo de cien años, habría un consenso entre los terapeutas, una concordancia sobre el modo de formular el problema de un cliente e intervenir para generar un cambio. Pero ni siquiera hay acuerdo en que los clínicos deben tratar de formular el problema presentado por un cliente, hacer una intervención o esforzarse deliberadamente por cambiar al cliente. Desde la década de 1950, con el desarrollo de la comunicación y las ideas conductales, la ortodoxia se debilitó y comenzó a emerger un verdadero festín de enfoques terapéuticos. Este proceso, que todavía continúa, afecta sobremanera el campo de la terapia, en particular la formación de terapeutas. En estos tiempos de cambio, todos se ponen a enseñar o aprender terapia, porque las técnicas que se elaboran partiendo de nuevas premisas deben ser aprendidas por todo clínico que quiera mantenerse al día. La entrevista terapéutica exige nuevas destrezas, hay que adaptarse a nuevas formas de financiar el tratamiento y están llegando nuevos tipos de clientes. Además, la terapia breve ha despertado un nuevo interés en tanto que la terapia prolongada ha pasado de moda. A medida que cambia la terapia, muchos supervisores que ayer lideraban el campo se afanan por ponerse al día y enterarse de lo que pasa. A menudo deben desaprender la
formación recibida a la vez que intentan enseñar nuevos - métodos basados en premisas opuestas. Si cambian, los docentes de formación ortodoxa corren peligro de ser censurados por sus propios maestros; para muchos, es una situación penosa. La diversidad desconcierta a los terapeutas en formación, pues descubren que muchos de sus maestros discrepan entre sí. Mientras van de taller en taller, con la esperanza de que allí aprenderán qué hacer con sus clientes desesperados, muchos terapeutas en formación, decepcionados con lo que encuentran, deciden que deben idear su propio enfoque de la terapia. Uno de los principales cambios en curso es la presión que se ejerce sobre el terapeuta en formación para que aprenda a tratar toda clase de problemas. Hoy, para sobrevivir, un terapeuta no debe especializarse sino dedicarse a la práctica general. Antes solía especializarse en el tratamiento de problemas infantiles, problemas conyugales o trastornos de alimentación. Con los nuevos sistemas de financiación del tratamiento por servicios de salud gerenciados, los terapeutas deben ser capaces de tratar cuanto problema se les presente. Ya no pueden elegir entre una variedad de casos y derivar aquellos en los que no se especializan. Hoy por hoy, el terapeuta privado debe tratar una amplia gama de problemas, o no tendrá casos suficientes para afrontar la rotación inherente a la terapia breve actual. Después de haber trabajado en una agencia dedicada al tratamiento de un solo tipo de cliente sintomático, los terapeutas quizá se sientan incapaces de trasladarse a otra cuya clientela presente un conjunto diferente de problemas, salvo que hayan recibido la formación adecuada para tratar una variedad de casos. Los programas formativos deben esforzarse por proporcionar experiencia en el tratamiento de toda clase de clientes; los supervisores no pueden darse el lujo de limitarse a enseñar el tratamiento de un solo tipo de cliente, sino que han de ser capaces de enseñar a tratar muy diversos tipos. Aprender a ser un terapeuta no significa sólo aprender un conjunto de destrezas, como lo haríamos si quisiéramos ser carpinteros. En terapia, el instrumento de cambio es el terapeuta y ese instrumento puede ser inseguro o defectuoso. Al supervisor le incumbe no sólo enseñar qué se hace, sino también ayudar a los terapeutas en formación cuando
enfrentan reacciones personales que les impiden funcionar como deberían. A los terapeutas en formación se les pide que respondan a seres humanos en dificultades y los hagan cambiar, cuando, en su inocencia, el problema presentado tal vez les parezca increíble. (Es posible que otros problemas les resulten familiares por experiencia propia.) Los terapeutas en formación quizá descubran en este libro un enfoque diferente, si no crítico, del que sostienen sus supervisores. Con esas diferencias no he querido causar dificultades sino corregir ideas y procedimientos. Esto me recuerda una conversación que mantuve hace largo tiempo, tras haber escrito un artículo sobre el arte del psicoaná1 Mostré el manuscrito a Donald Jackson y le pregunté lisis. si a su juicio podía perturbar a los lectores que se estuvieran psicoanalizando y trabar su progreso. Jackson replicó que un analista competente podría manejar la situación, y no se debía proteger a los analistas incompetentes. Pienso que lo mismo cabe decir aquí con respecto a los supervisores. Espero que este libro resulte útil a los clínicos que aprenden, enseñan o practican terapia en estos tiempos cambiantes. Los terapeutas aprenden a cambiar a la gente, y con frecuencia ellos mismos cambian durante el proceso. El supervisor los guía hacia el logro de esos fines. Al tratar un caso, el terapeuta en formación se centra en el cliente, mientras que el supervisor enfoca su atención en ambos. Si bien se preocupa por las necesidades del cliente, el supervisor también debe considerar lo que el terapeuta en formación sabe y la manera de ampliar su gama de destrezas. Si conoce varios modos de abordar distintos síntomas, elegirá el que promueva el cambio en el cliente y a la vez enriquezca para el principiante su experiencia en intervenciones terapéuticas. El supervisor debe enseñar al terapeuta en formación a ser un táctico diestro y a responder con sensibilidad, al mismo tiempo, a la aflicción y malestar del cliente. Supervisar significa enseñar no sólo las técnicas terapéuticas, sino también cierta apreciación y comprensión de trágicos dilemas humanos. Los terapeutas deben adquirir pericia en el arte de asistir a los clientes, pero también deben ser sensibles y humanos; lo primero puede enseñarse; lo segundo, tal vez no. 1
J. Haley (1958) «The art of psychoanalysis», ETC, 15, págs. 190-200.
Algunos terapeutas en formación se engolfan en sus teorías al extremo de parecer inhumanos. Cierta vez visité un centro de altos estudios para asistir a la presentación de una entrevista por dos terapeutas jóvenes; se sentían complacidos con sus conocimientos y querían demostrarme lo bien que aprendían a hacer terapia. Era la primera entrevista con una pareja y sus dos hijos adolescentes (que habían venido a disgusto). Tras ubicar a la familia, los dos terapeutas expresaron su deseo de iniciar la entrevista explicando su enfoque. La familia se mostró conforme. Los dos terapeutas, que hablaban en forma alternada, dijeron que preferían hacer coterapia porque «dos cabezas funcionan mejor que una». Explicaron que la coterapia impide que el terapeuta se ponga de parte de un miembro de la familia y sea injusto con los otros porque, al ser dos, pueden corregirse mutuamente. Advirtieron que ocasionalmente discreparían entre sí, pero esto enseñaba a las familias a manejar los desacuerdos. Los miembros de la familia asintieron, en actitud comprensiva. Enseguida, los terapeutas manifestaron que preferían ver a la familia completa en la primera entrevista, pues así podrían ver actuar al sistema familiar. Tras explicar que todos los miembros de la familia tendrían una oportunidad de hablar y expresar sus opiniones personales, señalaron que algunos terapeutas preferían centrarse en el individuo y no en la familia completa. Añadieron que el hecho de entrevistar a toda la familia no implicaba que le atribuyeran los problemas de uno de sus miembros; simplemente, creían que, puesto que todos participaban en la vida familiar, los ayudarían a comprender y resolver el problema individual de uno de sus integrantes. A continuación, empezaron a exponer la teoría de sistemas (corrigiéndose entre sí por momentos), no sin apuntar que, por fuerza, no la presentarían en toda su complejidad. Esta presentación de su teoría y método duró veinticinco minutos. .. hasta que el supervisor los interrumpió y les propuso que preguntaran a la familia por qué había venido.
Dos perspectivas extremas de la terapia La terapia se enseña de diversos modos, según la ideología y el enfoque de tal o cual escuela de pensamiento. El enfoque recomendado en este libro fue concebido para una terapia breve y activa que toma en cuenta el contexto social del cliente afligido. La situación social enfatizada puede ser la familia, el contexto laboral o el contexto terapéutico de la persona. También hay que pensar en las consecuencias sociales de cada intervención. Hasta aceptar a una persona para su tratamiento es un acto social. El hecho de estar bajo tratamiento puede definir a esa persona como deficiente e influir, así, en su posición familiar o laboral, además de quedar registrado para conocimiento o uso futuros. Entre los profesionales en este campo, se sustentan dos perspectivas extremas de la terapia. La primera ve en ella una experiencia de crecimiento que todos deberíamos tener; mientras más terapeutas se involucren con una familia, mejor será. La segunda considera que la terapia es para quienes tienen un problema incapacitante, del que el terapeuta los ayudará a recuperarse con la mayor facilidad y rapidez posibles, y que el empleo de un solo profesional evita los conflictos de jerarquía que pueden surgir entre varios colegas.
La terapia breve Hoy, la terapia breve está de moda. Su popularidad n.o parece basarse en una preocupación por los resultados, sino en otros dos factores. Uno es la influencia de los partidarios de la terapia breve que desde la década de 1950 —y, en particular, con el surgimiento de la terapia conductal y de una terapia social o familiar centrada en el presente— han intentado introducir un cambio de paradigma en la terapia. El otro es el papel cada vez mayor que asumen los sistemas de salud gerenciados en la prestación de servicios de salud mental. La toma de decisiones recae en empresarios que nada saben de terapia, pues no recibieron formación alguna. Ellos dicen quiénes deben hacer terapia, cómo deben hacerla y por cuánto tiempo. Sin darse cuenta, introducen una renovación positiva en el proceso terapéutico. Bajo su
guía, la terapia se vuelve más activa y directiva; tiene menos de ejercicio intelectual. Preocupados por los costos, esperan una clara formulación de los problemas y la fijación de metas terapéuticas; puesto que el tiempo es oro, quieren una rápida resolución de los síntomas. Quienes dictan cursos de terapia deben saber cómo ayudar a los terapeutas en formación a fijar metas y resolver los problemas presentados por los clientes. Ya no pueden limitarse a conversar con el terapeuta en formación y reflexionar sobre las influencias y los traumas vividos por el cliente. Deben saber qué hacer y cómo enseñárselo.
1. La supervisión didáctica de un terapeuta en formación que quiere aprender a hacer terapia. 2. La supervisión de un colega que tiene dificultades con un caso en particular y desea ser asistido (esta supervisión podrá ser didáctica o no). 3. La supervisión de un terapeuta que aprende a supervisar (la supervisión entre pares no es una situación didáctica sino, primordialmente, un compartir conocimientos).
Diversos modos de enseñar terapia
¿Cómo se supervisa?
La mayoría de los terapeutas toman conocimiento de la terapia en la universidad. Reciben cursos sobre las diferentes escuelas, leen textos y terminan siendo expertos en ideología. No la practican de manera efectiva y sólo en rarísimas oportunidades ven videocintas de sesiones. Como no son graduados, no pueden acceder al material confidencia]. ni asistir a talleres en que se tenga a mano dicha información. Nadie puede aprender a hacer terapia en los textos. La primera vez que dicté una clase de terapia para estudiantes no graduados, me di cuenta de lo dificil que era darles una idea del proceso cuando no podían ejecutarlo ni verlo. Sólo podían leer resúmenes de diversos enfoques. Es como si tratáramos de enseñar a tocar el violín haciendo leer a nuestros discípulos lo que escribieron los grandes violinistas sobre su arte. Los terapeutas principiantes pueden leer cada vez más y participar en seminarios cada vez más prolongados, pero, finalmente, deben ir y hacer el trabajo. Sólo se trata de establecer cuán pronto les pediremos que lo hagan. En este libro, cuando hablo de la enseñanza o la supervisión, me refiero a situaciones en que el terapeuta en formación es responsable de un caso y es guiado por un supervisor. Creo que lo mejor es poner al principiante en un consultorio, junto con el cliente, dentro de las dos o tres primeras semanas de formación clínica. La presencia del supervisor, detrás del espejo de visión unilateral, protege al cliente de los errores que pudiere cometer el principiante.
Hay tres situaciones básicas en que un supervisor guía a un terapeuta en el tratamiento de un caso:
El proceso de enseñanza y aprendizaje se da en tres formas estándar: 1. Un terapeuta en formación discute un caso con un supervisor, confiando en sus anotaciones. 2. Un terapeuta en formación alcanza a un supervisor la grabación de una entrevista, en casete o videocinta. 3. El terapeuta en formación entrevista a un cliente en un consultorio con espejo de visión unilateral o delante de un video, mientras el supervisor lo observa y guía la terapia telefónicamente, sea mediante sugerencias o haciéndolo salir a discutir algún punto.
Supervisión conversacional La supervisión más corriente consiste en hablar de un caso. Es también la mas fácil y barata. No requiere equipamiento alguno, su programación se limita a que supervisor y supervisado concierten una agenda de conversaciones, y estas se computan como tiempo de estudio para la matriculación del terapeuta. La terapia, como todo arte, se enseña dentro de un sistema de aprendizaje. La supervisión conversacional plantea una dificultad: los participantes deben colaborar en el tratamiento de un caso aunque ninguno haya visto cómo practica
el otro el arte de la psicoterapia. El aspirante, presionado por un cliente que necesita y pide asistencia, debe tratar de describir la situación de manera tal que el supervisor pueda aconsejarlo. El supervisor escucha esta descripción del caso y se pregunta qué pudo haber sucedido durante la entrevista para que su supervisado presente así el problema. Si bien el modo de conducir una supervisión está cambiando, la mayoría de los supervisores se formaron en la época de la terapia no-directiva y, en consecuencia, desean abstenerse de indicar a sus supervisados lo que deben hacer. Mas esto es, precisamente, lo que quieren saber muchos terapeutas en formación que se ven ante un cliente desesperado. Antes, cuando un terapeuta en formación preguntaba: «¿Cómo impido que este hombre le siga pegando a su esposa?», el supervisor bien podía replicar: «Veamos cuán perturbador le resulta esto a usted». Ahora, este método no-directivo está en vías de desaparecer y los supervisores empiezan a discutir con sus supervisados cómo frenar al marido golpeador en lugar de condenar por años a estas parejas a los grupos de malvados y víctimas. Las críticas más graves que he oído formular recientemente contra los supervisores es que no dicen a los terapeutas en formación lo que deben hacer y, a menudo, tampoco parecen saberlo ellos mismos; lo único que tal vez saben es explorar el problema del cliente y cómo llegó a él. Hace poco, me sorprendió la reacción de un público numeroso ante un comentario que hice durante una disertación. Exponía la posibilidad de que se pagara a los terapeutas por la cura de un síntoma, y no por horas de consulta, y señalé que, de ese modo, tendrían que definir metas y mostrar resultados específicos para poder cobrar sus honorarios. Después de todo, señalé, el pago por horas de terapia es una decisión arbitraria que alguien tomó en el pasado. Como incidentalmente, añadí que se podría pagar a los supervisores por técnicas bien enseñadas (p. ej., el uso de la paradoja o la metáfora) en vez de pagarles por hora... Recibí una ovación. Una ventaja de la supervisión conversacional es la posibilidad de discutir varios tipos de problemas relacionados con el caso que presenta el aprendiz. Por ejemplo, durante la discusión de los problemas conyugales del cliente, se puede entrar a conversar sobre el tratamiento terapéutico que recibieron otros problemas conyugales similares.
Como en toda forma de supervisión, para el supervisor la unidad considerada se compone del cliente y el terapeuta en formación. Cuando le es imposible observar al primero, suele dirigir su perspicacia clínica hacia el segundo, con lo cual este se convierte en cliente. Dicho de otro modo, al frustrarse su intento de establecer lo que debió de suceder durante la entrevista clínica y verse trabado por la regla que le prohibe decir al principante lo que tiene que hacer, el supervisor empieza a centrarse en las predisposiciones y los problemas emocionales de su supervisado. Si también se ve frustrado en este empeño, como puede ocurrir, quizás acabe por aconsejar al terapeuta en formación que haga terapia; así, no tendrá más dificultades con los clientes. En la supervisión conversacional, es inevitable que el supervisado dé una versión distorsionada del caso. Al carecer de formación como observador participante, tiende a describir la entrevista de una manera tal vez completamente distinta de como podría haberla percibido el supervisor si hubiera podido observarla en forma directa. Las primeras observaciones a través de un espejo de visión unilateral, allá en la década de 1950, revolucionaron la terapia porque resultó evidente que era una cosa distinta de lo que la gente decía. Saltaron a la vista las relaciones y se hizo patente lo dicho por Harry Stack Sullivan: en el consultorio están presentes terapeuta y cliente. Antes se pensaba que el terapeuta sólo era una pantalla en blanco sobre la que el cliente proyectaba sus ideas o impulsos, y se esperaba que mantuviese una actitud neutral (el fracaso de este empeño constituía la reprensible contratrasferencia). No sólo es posible que un terapeuta en formación .censure partes de lo sucedido en una sesión de terapia a fin de parecer más competente; también se da el caso de que un supervisor colabore en la tergiversación. Por ejemplo, si ambos están comprometidos con determinado tipo de terapia, quizás acuerden tácitamente pasar por alto ciertas cuestiones. Recuerdo la presentación de una supuesta terapia familiar por un supervisor y un terapeuta que entrevistaban en público a una familia. Al discutir el modo en que los miembros de la familia conceptualizaban la realidad, ni uno ni otro mencionaron que el miembro adolescente estaba encerrado en un hospital psiquiátrico y pidió, en la entrevista, que lo sacaran de allí. El contexto social era censurado,
excluido de la consulta, porque la terapia concernía a los procesos interiores y las narrativas del individuo, y no a hechos reales del presente. La supervisión conversacional puede ser útil cuando el supervisor ha formado antes al terapeuta. Ambos comparten una misma ideología, un mismo enfoque, lo que permite el uso de conceptos y lenguaje compartidos para describir la entrevista en discusión. El supervisor puede idear directivas para proponer y exponer las similitudes con otros casos, con miras a extraer conclusiones generales que ayuden al principiante en el tratamiento del próximo caso. La discusión de un caso y su comparación con otros similares posibilitan un debate más completo del que resultaría del largo proceso de escuchar la grabación pormenorizada de una sesión de terapia. También hay casos en que la observación no es esencial. Una terapeuta acudió al supervisor que la había formado y le planteó el caso de una mujer aquejada de misteriosas afecciones físicas incapacitantes. Daba la impresión de que ella y su marido tenían un contrato conyugal según el cual la esposa tendría problemas, y el marido, aunque exasperado, cuidaría de ella. El problema de la terapeuta era que el marido le había escrito una declaración de amor donde, además, decía estar enamorado por primera vez en su vida. La terapeuta preguntó al supervisor qué debía hacer con la carta. ¿Debía mostrársela a la esposa o mantenerla en secreto? El supervisor, que la sabía una terapeuta competente porque él mismo la había formado, y en consecuencia confiaba en su capacidad para ejecutar con destreza las acciones propuestas, la aconsejó sin sentir la menor necesidad de observar su interacción con el cliente. ¿Terapia para el terapeuta?
Si la terapia fuera sólo una destreza, podría enseñarse como un conjunto de técnicas. Pero los terapeutas mismos son el instrumento de expresión de las técnicas terapéuticas. En ocasiones, ese instrumento tiene problemas. Unas veces, la intensidad emocional de una sesión terapéutica excede el límite de tolerancia del terapeuta. Otras, hay un conflicto entre el docente y el terapeuta en formación. En al-
gún momento, los terapeutas vivirán muchos de los problemas que afectan a los clientes. A menudo, el terapeuta es un joven en plena etapa de abandono del hogar, la cual puede resultar penosa. En vez de evitar las ideas perturbadoras y los individuos perturbados, como lo hace la mayoría de la gente, los terapeutas los buscan a diario. Esta clase de trabajo acarrea consecuencias personales: como dijo una vez Gregory Bateson, la sonda que introducimos en seres humanos siempre tiene un extremo opuesto que se introduce en nosotros. Unas veces, los terapeutas están demasiado ansiosos por realizar una entrevista; otras, ejecutan compulsivamente acciones que no ayudan al cliente. Algunos terapeutas son arrogantes e incapaces de concordar con alguien; a otros les cuesta escuchar. Otros, en fin, no pueden dejar de hacer preguntas y nunca toman posición. Cuando entrevistan a una pareja, quizá tomen partido, sin querer, por uno de los cónyuges, y así impidan la concreción del cambio. O un terapeuta desesperanzado trasmitirá al cliente una actitud de desesperanza. La misión del supervisor no se limita a la enseñanza de técnicas clínicas: también debe ayudar al terapeuta a superar sus dificultades personales y alcanzar el mayor nivel posible de competencia clínica. ¿Hace la terapia personal un mejor terapeuta? No hay prueba alguna —y casi ninguna investigación científica al respecto— de que el terapeuta que ha hecho terapia personal tenga más éxito en el tratamiento de sus clientes que quien no la haya hecho. Sin embargo, esta ha sido una premisa básica originada en el tipo de formación que excluía la experiencia de observar a un terapeuta en acción. Además, es un importante factor económico en el campo de la psicoterapia, porque los terapeutas en formación constituyen un alto porcentaje de la clientela. Al no saber lo que sucede realmente en una entrevista, y preocupado por lo que podría suceder, el supervisor sólo puede derivar al terapeuta en formación a la terapia personal y la oración. Desde luego, se argüirá que las predisposiciones de un terapeuta en formación causarán problemas en la terapia. Puede que sea cierto. De surgir tal problema en un terapeu-
ta en formación, el supervisor debe resolverlo. Enviarlo a hacer terapia difícilmente será la solución. Nada demuestra que la terapia cambiará la predisposición introducida por los problemas emocionales del terapeuta. Sigmund Freud sugirió que unos pocos meses de análisis personal ayudarían a los terapeutas en formación a ser más objetivos. Hoy, en Nueva York, sus propuestas sirven de excusa para análisis didácticos que, en promedio, duran siete años. (¿Qué terapeuta en formación se recuperaría de semejante inmersión ideológica?) En el pasado, la terapia personal se aceptaba como parte del proceso formativo; por eso todavía hoy se la exige aun cuando no sea apropiada para ciertos terapeutas en formación. Los programas de terapia familiar conducidos por ex analistas o terapeutas psicodinámicos suelen exigirles que hagan terapia familiar. Esto significa que la esposa y los hijos deben hacerla, les guste o no y tengan o no problemas. Es una variedad de terapia compulsiva y puede considerarse una invasión indecorosa de la privacidad de los terapeutas. La terapia personal tiene sus méritos, y un terapeuta en formación con problemas debería ciertamente procurarse esa experiencia. El quid está en que se duda de que produzca mejores terapeutas desde el punto de vista de los resultados. Esa conclusión aún está por demostrarse. La propuesta de que un principiante haga terapia personal saca de apuros al supervisor. En vez de ayudarlo a salvar un obstáculo, el supervisor lo deriva a terapia personal y, de este modo, elude el trabajo de enseñarle lo que ha de hacer. Supongamos que un terapeuta en formación se muestra angustiado y nervioso en una entrevista, tal vez porque no sabe qué hacer; el supervisor debe asumir la responsabilidad de educar al supervisado en vez de derivar al individuo a terapia personal. El terapeuta en formación vencerá su angustia si adquiere competencia, y no por el hecho de comprender la causa de su nerviosismo en sesiones de terapia personal. Uno de los méritos de la terapia personal para terapeutas en formación es que los hace sentirse vulnerables; además, aprenden lo que se siente cuando se pide asistencia. En otras palabras, el terapeuta puede aprender a identificarse con los clientes si es uno de ellos. Algunos terapeutas familiares no fijan con claridad las metas terapéuticas o, en vez de centrarse en lo que se debe
hacer, insisten en la comprensión del sistema familiar. Someten a sus supervisados a experiencias como la de modelar a su propia familia o trazar geno gramas de su árbol genealógico. De diversas maneras les enseñan qué es un sistema familiar haciéndoles explorar el propio. Si bien es posible que semejante programa formativo les haga comprender la teoría de los sistemas familiares, nunca se aclara la manera en que este conocimiento conduce a intervenciones terapéuticas que provoquen un cambio en los clientes. Se suele insistir en educar al principiante acerca de su propia familia. No se insiste en lo que debe hacer con la familia de los clientes. Cabe inferir que ese terapeuta educará a las familias clientes acerca de los sistemas familiares, tal como lo educaron a él. Por lo común, la terapia personal tradicional enseña al terapeuta en formación a centrarse en el self; se orienta hacia el individuo y pone el acento en el conocimiento de sí. Si un terapeuta ha hecho terapia personal tradicional por un lapso prolongado, resulta difícil formarlo en una terapia activa de orientación social. He notado que cuanto más terapia hayan hecho, tanto más difícil resulta formarlos en un enfoque social activo. Estos terapeutas se controlarán y analizarán a si mismos aun durante las sesiones de terapia (p. ej., se preguntarán: «,,Le estoy respondiendo a esta mujer como si fuera mi madre?»). A veces quedan tan ensimismados, tan absortos en sus propias motivaciones, que al cliente le cuesta atraer su atención. Además, tienden a culpar al pasado por los problemas actuales, como lo hacía su terapeuta, con desdén por el contexto presente.
La supervisión por video: observar lo que sucedió Hasta la década de 1950, era dificil observar una sesión de terapia porque no se disponía de la tecnología necesaria. Filmarla no era práctico por su costo excesivo (aunque se hacía de vez en cuando). He filmado entrevistas familiares de investigación y ocasionales sesiones de terapia. Al aparecer los casetes y reducirse el tamaño de los grabadores, resultó conveniente grabar las sesiones. En la década de 1970, ya se podía filmar una sesión en video a bajo costo. Saltó a la vista que esta tecnología cam-
biaría los programas formativos, al posibilitar la grabación y el estudio de entrevistas clínicas. Ahora podríamos seleccionar los segmentos decisivos de las entrevistas y compaginarlos en videocintas didácticas editadas. (Recuerdo que el gerente administrativo de la Clínica de Orientación Infantil de Filadelfia protestaba contra nuestro entusiasmo por la nueva tecnología, exclamando: «¡Compran esos videograbadores como si fueran lápices!».) Aunque anteriormente se podía observar una entrevista detrás de un espejo de visión unilateral, la posibilidad de verla en videocinta, inmovilizar un fotograma y volver una y otra vez a determinado segmento de la entrevista, para estudiarlo, abrió una nueva perspectiva en cuanto a la naturaleza de la terapia y la interacción humana en general. El examen de una videocinta en proyección lenta o acelerada permitía ver secuencias difícilmente perceptibles en la velocidad normal. A diferencia de la supervisión conversacional, la supervisión por video permite ver conjuntamente, y en acción, al terapeuta y la familia. No sólo se preserva el diálogo y el tono de voz; también pueden observarse sus movimientos corporales y cambios de postura, y detener la videocinta para examinarlos atentamente. A menudo, el modo de sentarse de un cliente provee abundante información sobre su relación con el terapeuta. (Recuerdo este comentario de Milton Erickson: le bastaba ver cómo se sentaba una mujer para prever si le hablaría o no de una significativa aventura extramarital o premarital que hubiese tenido.) Difícilmente dispondremos de tal información si escuchamos la mera descripción de una entrevista basada en apuntes. Si bien el uso de la videotecnología en la formación clínica puede lograr lo que sería imposible para la supervisión conversacional (permitir que el supervisor vea todo lo que se hizo y lo que se podría haber hecho en la entrevista terapéutica), los principiantes suelen inclinarse por describir la entrevista que condujeron en vez de presentarla grabada en videocinta. Creen que el video revela y registra sus ineptitudes. Se sientan o no incómodos, deberían comprender que mejorar sus destrezas como entrevistadores trae un beneficio tan valioso que justifica la molestia de ser observado. Después de todo, la destreza clínica es la esencia de la terapia. No obstante, por valiosa que sea para la supervisión clínica, la videotecnología tiene sus limitaciones. El supervi-
sor que examina una entrevista grabada en videocinta no tiene oportunidad de averiguar cómo respondería el cliente a una nueva intervención. Tampoco puede influir sobre acciones pretéritas. La diagnosis clínica, completamente distinta de la diagnosis establecida por razones administrativas, ocurre cuando el cliente responde a la acción del terapeuta. Como dijo cierta vez Salvador Minuchin: «La diagnosis es la forma en que se mueve una familia cuando usted la empuja». En suma, la supervisión mediante videocintas permite ver al terapeuta en acción. La comunicación intercambiada en la sesión es visible, y es asequible su significado. Lástima que sea demasiado tarde para cambiar lo sucedido en ella. Por qué interesa el movimiento del cuerpo? Los movimientos del cuerpo, la postura que se adopta en la silla o sillón, el tono de voz, proporcionan más información al observador que las palabras solas. La metacomunicación de la entrevista clínica, expresada en los movimientos y el tono de voz, califica lo que se diga; esta información sólo es provista por la grabación audiovisual y la observación en vivo. Lo que se dice en una conversación terapéutica puede ser menos importante que la entonación y los gestos con que se lo dice. Si una mujer declara: «No tengo ninguna queja contra mi esposo» y se toca la nariz, nos comunica un mensaje diferente del que habría trasmitido si no se la hubiera tocado. La terapia no es una ocasión social Hay una premisa básica respecto a la terapia que todos deberíamos aceptar, pues nos ahorraríamos muchos malentendidos: la terapia no es un contexto social. En una entrevista terapéutica, hasta los comentarios sociales tienen una significación no-social. El mismo mensaje significa una cosa en un contexto social y otra en la entrevista terapéutica. (Terminada la terapia, clínico y cliente pueden compartir una reunión social, pero durante la terapia el foco de atención es el cambio.) Por ejemplo, en una entrevista terapéuti-
ca, dos cónyuges pueden darse la espalda o cruzar las piernas en sentido divergente, lo cual puede ser interpretado por el terapeuta como una expresión de desavenencia. (Por supuesto, tal hipótesis debe ser tentativa, como toda interpretación de metamensajes.) Sin embargo, si marido y mujer están sentados en una sala de estar, entre amigos, y cruzan las piernas en sentido divergente, ese lenguaje corporal puede tener un significado totalmente distinto o no comunicar nada. Todo lo dicho y hecho en el consultorio debe tomarse como un mensaje sobre ese contexto, dirigido al terapeuta. Ya lo dijo Gregory Bateson: «Todo mensaje es a la vez un informe y una orden». El informe puede referirse al estado de ánimo o la situación de una persona, pero todos los mensajes indican cómo debería responder el otro. En terapia, el segundo aspecto de los mensajes, la orden, adquiere especial importancia; no obstante, con frecuencia es desoída por terapeutas que sólo enfocan la interioridad de una persona e interpretan sus dichos como simples comentarios acerca de su naturaleza interior. Los clientes trasmiten mensajes no sólo en forma verbal, sino también al ubicarse en el consultorio. Si los padres sientan a un hijo en medio de ellos, le dicen algo al terapeuta. Si una mujer se sienta de espaldas al marido, su postura es un comentario dirigido al terapeuta. Por lo general, en una entrevista familiar, lo mejor es que el terapeuta deje que los miembros de la familia se sienten donde quieran; así, les da la oportunidad de enviar un mensaje a través de su ubicación. (El terapeuta siempre puede modificarla más adelante si lo desea.) Un terapeuta ducho, desde luego, nunca comentaría un mensaje no-verbal. Algunos terapeutas en formación lo hacen para demostrar lo perspicaces que son. Otros creen que señalar a los clientes su lenguaje corporal genera un cambio en ellos. Sin embargo, si el terapeuta le dice a una dienta: «Se tapó la boca al hablar de su marido, por lo tanto debe de estar ocultando algo», ¿qué puede hacer la pobre mujer? Dos cosas: enojarse o quedar confundida, sin saber cómo reaccionar ante semejante grosería. Entonces, el terapeuta puede suponer que su confusión es producto de sus profundos problemas, y no una respuesta a su tosquedad. Más le valdría suponer que los clientes se comunican de diversas maneras
y que, si desean hablar con más claridad acerca de algo, lo harán. Cuando sus movimientos corporales son objeto de interpretaciones, el cliente empieza a retener información en grado creciente por miedo a que el terapeuta explicite cuestiones perturbadoras. En suma, señalar a los clientes lo que significa «realmente» su comunicación indirecta no sólo es una falta de respeto: también es un error técnico.
¿Por qué no somos sensatos y hacernos supervisión en vivo? El modo más eficaz de formar a un terapeuta es viéndolo hacer terapia a través de un espejo de visión unilateral o en un monitor. La mejor manera de enseñar destrezas clínicas es instruir al terapeuta mientras se observa lo que sucede en el curso de la entrevista terapéutica. Es el método didáctico más caro, pero resulta mucho menos costoso cuando se enseña a un grupo de terapeutas en formación. Estos se turnan para entrar en el consultorio: mientras uno entrevista al individuo o la familia, los demás observan y aprenden. El supervisor traza de antemano una estrategia junto con el supervisado, y le imparte sugerencias por teléfono durante la entrevista. El supervisado es libre de salir a consultar al supervisor cada vez que lo juzgue necesario. Esta supervisión en vivo no sólo ofrece a los principiantes la oportunidad de observar el uso de técnicas clínicas y mejorar sus propias destrezas, sino que además protege a los clientes de los terapeutas principiantes, dada la constante disponibilidad del supervisor para guiar la terapia e intervenir en ella. Estoy convencido de que la supervisión en vivo desempeña en el proceso formativo un papel lo bastante importante como para dedicarle un capítulo entero. Aquí me limitaré a hacer algunos comentarios generales. .Detrás del espejo
En la supervisión en vivo, lo que ocurre detrás del espejo es tan importante como lo que sucede frente a él. El comportamiento detrás del espejo, o sea, en el grupo de terapeutas en formación, corre paralelo a lo que pasa en el consultorio.
Si el supervisor se centra en los sentimientos del supervisado, este buceará en los sentimientos de los clientes y todos se pondrán en contacto con ese tipo de lenguaje. A ambos lados del espejo se plantean las mismas cuestiones de jerarquía. Si un supervisor trata a sus supervisados de igual a igual o como si fueran compañeros, a estos les costará asumir el rol de expertos al entrevistar a una familia. Esto se nota particularmente cuando la familia tiene un miembro descontrolado. Por ejemplo, si el terapeuta quiere que los padres se pongan firmes con un hijo violento, debe tomar medidas directas o indirectas en tal sentido. Para ello, el supervisor debe tomar medidas para que el terapeuta se ponga firme con la familia. La jerarquía establecida frente al espejo refleja la jerarquía establecida detrás del espejo (esta premisa es válida hasta en los programas formativos que prescinden del espejo). Entonces, si la terapia exige que el terapeuta asuma el rol de experto en el consultorio, el supervisor debe asumir el mismo rol detrás del espejo. Esto no significa que se deba establecer una tiranía; simplemente, el supervisor tiene que saber su oficio cuando forma terapeutas y el terapeuta tiene que ser un experto en ayudar a los clientes. Tanto en la terapia como en la supervisión, es preciso definir las responsabilidades. En la práctica clínica, el terapeuta es responsable del resultado de un tratamiento. En la supervisión en vivo, el responsable es el supervisor; si el caso fracasa, él ha fracasado (esta regla no rige necesariamente en la supervisión entre pares o la supervisión de un colega que tiene un problema). Así como deseamos ver una conducta positiva en el consultorio, también queremos verla detrás del espejo. Cuando el supervisor reúne al grupo, conviene que explique brevemente las normas de conducta que regirán detrás del espejo. La regla básica para los principiantes debe ser no comentar entre sí sus intervenciones salvo para formular una sugerencia positiva. Las interpretaciones perspicaces, por lo común negativas, están prohibidas entre los miembros del grupo porque generan malestar cuando lo deseable y necesario es que reine el buen ánimo. Está bien decir: «Quizás ese hombre cambiaría más rápidamente si hicieras pasar a su madre». Es inconveniente decir: «j,Evitaste introducir a su madre en el consultorio porque temes a las madres?».
No es raro que los supervisados hayan recibido una formación en terapia psicodinámica. A estas personas les cuesta abandonar el hábito de hacer interpretaciones. Hay que prestarles ayuda. El problema radica en parte en que se pide a terapeutas experimentados que vuelvan a ser estudiantes para aprender la terapia breve, una posición en si embarazosa para muchos de ellos. Un terapeuta con varios años de práctica privada se inscribió en un programa formativo centrado en la terapia breve. No sólo discrepó con su supervisor sobre la ideología y las técnicas aplicadas en las entrevistas, sino que además se vio como otro principiante en el aprendizaje de la entrevista a familias enteras. El supervisor tuvo que enfrentar su orgullo e impedir que contaminara los debates con ideas tomadas de la terapia prolongada, en particular la noción de que el terapeuta debe pasar la mayor parte de una sesión buceando en el pasado del cliente para comprenderlo a fondo. La presencia de este tipo de supervisado moverá al supervisor a abordar aspectos prácticos de la terapia a fin de educar a los principiantes del grupo; entretanto, invitará a aquel supervisado a aprender los principios de la terapia breve y a reservar su opinión hasta que no haya observado su aplicación práctica. Un supervisor también debe impedir que sus supervisados bromeen a costa de los clientes a quienes observan detrás del espejo, o los ridiculicen. Si tolera ese tipo de comentarios, habitualmente hechos por principiantes que intentan adoptar una posición de superioridad, corre el riesgo de que sus supervisados pierdan respeto al método terapéutico en sí. La rivalidad entre supervisados debe ser encauzada hacia la meta de ver quién puede ser el terapeuta más bondadoso y competente. Los miembros de un grupo formativo deben tener bien en claro que el supervisor es su director. Toda idea o sugerencia destinada a otro miembro del grupo se propondrá a través de él. Esto es, cuando un terapeuta sale del consultorio en busca de un plan, el grupo no debe comportarse democráticamente y bombardearlo con ideas. Quien debe comunicarse con él es el supervisor. Si este abre el debate para que todos aporten ideas, deberá organizar los comentarios y sugerencias que formulen los otros miembros del grupo. Hay métodos formativos en que el grupo es reflexivo y democrático, y nadie es responsable de los fracasos. Básica-
mente, es una supervisión entre pares. También hay quienes afirman que la formación debe llevar implícita una coterapia y prefieren que el docente esté en el consultorio, junto al principiante, y no detrás del espejo. Otros alegan: puesto que, finalmente, el terapeuta en formación deberá enfrentarse a solas con el cliente, ¿por qué no empezar ya? Los supervisores deben decidir sobre la clase de grupo que necesitan para crear un ambiente formativo. Los miembros del grupo de formación trabajan mejor en equipo cuando no hay observadores regulares no-participantes (los invitados ocasionales deberían ser bienvenidos); es decir, todos los miembros tendrán que exponerse haciendo terapia delante del grupo. Los observadores que no hacen terapia sino que se limitan a mirar a otros tienden a ser críticos y hasta arrogantes; dan a entender que ellos podrían hacerlo mejor, pero sin tener que demostrar su pericia. Si todos los miembros del grupo están obligados a participar en la terapia, tienden a aunar esfuerzos y ayudarse mutuamente.
¿Todo debe ser compartido con los clientes? Desde los tiempos del Antiguo Egipto, el médico o chamán ha tenido que decidir si comunica sus ideas a las personas a quienes trata o si mantiene un halo de misterio. La magia actúa de manera óptima cuando no se divulga su premisa pero, ¿qué pasa con la terapia? ¿Los terapeutas deben hacer partícipes de sus estrategias a los clientes? Un supervisor tiene que elegir la frontera que trazará alrededor de su grupo. Tal vez decida, por ejemplo, que los terapeutas en formación deliberen en privado, fuera del alcance de los oídos del cliente, y considere que las ideas y los procedimientos trazados incumben al terapeuta y no al cliente. Si este insiste en conocer los fundamentos del enfoque terapéutico o de una intervención en particular, el terapeuta puede enunciarlos. Pero de ordinario el terapeuta no impone al cliente sus estrategias y premisas a menos que tenga motivos para creer que con ello facilitaría el cambio. En esta época igualitaria, en Estados Unidos hay supervisores que abogan por la terapia colaborativa. Hasta sostienen que en vez de ser autoritativos e imponer sus ideas a
los clientes, los terapeutas familiares deben someter los problemas a votación y emitir su voto junto con los miembros de la familia. Supongamos que tenemos a una madre con un hijo problema y queremos que lleve cuenta de sus buenas y malas conductas por una semana. La meta del supervisor bien puede ser que la madre cambie su modo de responder al hijo. En vez de enojarse, tomará nota y, en consecuencia, responderá de una manera imprevista con relación al hijo. ¿El terapeuta debería comunicar a la madre el propósito de este plan? Puede discutirlo con ella y, probablemente, aun así lo ejecutaría. Pero si existiese la posibilidad de que se sienta criticada o se rehuse a participar, ¿qué ganaría el terapeuta comunicándole democráticamente el plan de terapia? Ese terapeuta sólo ha respondido a una posición ideológica, pero no a la madre. Cabría argüir que un terapeuta tiene que poner especial cuidado en determinar si hace o no partícipe a la familia de ciertas premisas. Supongamos que ha elaborado la hipótesis de que un adolescente ha intentado suicidarse como un medio de ayudar a sus padres a estabilizar su matrimonio. Quizá se sienta tentado de comunicársela a los padres para destacar las motivaciones positivas del muchacho, pero ninguna pareja quiere oír de boca de terceros que su relación conyugal es tan mala que su hijo se siente obligado a sacrificar su vida por ellos. Si es cierto que intentó suicidarse para ayudar a sus padres, estos se alterarán y se enojarán con él y entre sí, el hijo intensificará su conducta autodestructiva y el clínico habrá arruinado el tratamiento por compartir una hipótesis terapéutica. Si la hipótesis es errónea, si el, muchacho no intentó suicidarse para ayudar a sus padres sino por otras razones, el terapeuta revelaría así que comete un grave error. Los supervisores deben abstenerse de colocar a sus supervisados en situaciones perdidosas respecto de sus clientes. El supervisor decidirá igualmente si accederá o no al deseo de un cliente del supervisado de conocer a la persona que está detrás del espejo. Vuelve a plantearse la pregunta sobre si revelamos o no al cliente el mecanismo de la terapia. En ocasiones, el terapeuta está en condiciones de responderle que podrá ver al supervisor una vez resuelto su problema. Para entonces, los clientes suelen haber perdido todo interés por conocerlo.
Mi sugerencia es que supervisores y supervisados mediten a fondo sobre ciertas prácticas heredadas del pasado que hoy parecen superadas. Supongamos que un cliente pregunte al terapeuta: «¿Usted es casado?». ¿Qué respuesta debería aconsejarle el supervisor? Un supervisor con formación tradicional le aconsejaría que contestara: «Me pregunto por qué me lo dice». Hoy deberíamos darnos cuenta de que una respuesta así data de la época en que los teóricos concebían al terapeuta como una pantalla en blanco sobre la que el cliente proyectaba ideas e impulsos. A su entender, los clientes que solicitaban información prosaica acerca de él manifestaban una conducta manipulativa e impropia. Es que se ponía el acento en las fantasías del cliente, y no en el mundo real. Hoy, la mayoría de los terapeutas creen que los clientes tienen derecho a saber si su terapeuta es casado o tiene hijos. Si el clínico intuye que detrás de tal pregunta hay una intención oculta, responderá: «Sí, soy casado. ¿Por qué me lo pregunta?». Así puede ser humano y, a la vez, abordar diversos aspectos de la pregunta. En estos tiempos de cambios en el campo de la terapia, es preciso revisar varios tipos de conductas en terapeutas y clientes. Al parecer, con el desarrollo de la terapia familiar, se han humanizado más las respuestas de los terapeutas, y este adelanto se ha extendido a terapias basadas en otras ideologías.
Variaciones sobre el concepto de la supervisión Las diferencias culturales existentes en la terapia alcanzan también a la formación del terapeuta. La terapia familiar nació en Estados Unidos y muchos de sus procedimientos son típicamente norteamericanos. Milton Erickson, que tanto influyó en las nuevas tendencias y avances de esta disciplina, solía citar ejemplos tomados de la vida rural norteamericana. La terapia individual, de origen europeo, privilegiaba las ideas de los primeros psicólogos. Sería imposible pretender que Freud discutiese sobre el modo de persuadir a una vaca de que saliera de un granero, como lo hizo Erickson. Con la transición a la terapia orientada hacia la familia, el mundo real entró en el consultorio y el foco de la terapia se centré menos en las fantasías y la filosofía.
Reunir a mi grupo de terapeutas detrás de un espejo es otra técnica norteamericana. La noción de un líder que utiliza las ideas de sus seguidores pero toma la decisión final y se responsabiliza por las consecuencias refleja la predilección norteamericana por el individualismo. Compárese esto con el enfoque de los terapeutas familiares japoneses: según tengo entendido, en Japón, el supervisor y el grupo de terapeutas en formación ubicados detrás del espejo deben alcanzar un consenso sobre lo que harán; así, el supervisor es esencialmente un representante del grupo. Por supuesto, es posible que un supervisor que asuma la responsabilidad como experto acabe por tiranizar a sus supervisados y pretender que copien sus ideas y conductas clínicas. Hay motivos para preocuparse por esta posibilidad. Andan por el mundo supervisores arrogantes que, en vez de alentar en sus supervisados la independencia de pensamiento, más bien los humillan y esperan que adopten los puntos de vista que ellos les presentan. Este riesgo existe, en parte, porque el terapeuta se forma en un proceso de aprendizaje, en el sentido literal de la palabra. Lo ideal es que se coloque como aprendiz en casa de un experto, aprenda lo que él pueda enseñarle y, después, desarrolle su propia técnica; pero hay terapeutas-aprendices que nunca van más allá de las enseñanzas de su supervisor. Otros adquieren una sólida base de destrezas y conocimientos, y generan ideas nuevas. La meta de la supervisión es producir terapeutas que perfeccionen lo aprendido. Esta concepción particular de la supervisión en vivo es una entre tantas. Hay quienes sostienen que la supervisión debiera ser menos jerárquica y más colaborativa (también lo dicen de la terapia). Prefieren el trabajo en equipo sin el liderazgo de un supervisor, y hasta les gusta que el equipo se siente junto a la familia en vez de situarse detrás de un espejo. Además, hay terapeutas que abogan por incluir una coterapia en el proceso formativo: el maestro conduce la terapia y el discípulo lo observa, sentado en el consultorio. En este libro, no recomiendo tales métodos. Temo que los supervisores que los utilizan lo hagan porque son reacios a responsabilizarse por lo que sucediere en la terapia. Compartir la responsabilidad con un equipo o coterapeuta, o con los mismos clientes, es una forma de eludirla. Creo que el supervisor necesita recibir ideas del grupo de terapeutas
situado detrás del espejo, pero también tiene que asumir la responsabilidad por lo que le pasa al cliente. Me preocupa igualmente la posibilidad de que muchos supervisores no sepan enseñar a un terapeuta en formación el modo de abordar cierto problema; al compartir con un equipo la tarea de discurrir un plan para resolverlo, eluden la necesidad, y el deber, de saber qué hacer. La conversación remplaza a la acción tanto en el proceso formativo como en la terapia. Creo que la coterapia didáctica sólo enseña al terapeuta en formación a quedarse sentado observando el trabajo del maestro. Puesto que, en definitiva, el estudiante ha de asumir la responsabilidad por el tratamiento de sus clientes, ¿por qué no empezamos por encomendarle la conducción de la terapia, mientras el supervisor, sentado detrás del espejo, observa la evolución del tratamiento?
2. El supervisor
Selección del supervisor El supervisor ideal es una persona de cierta edad, madura, entendida, experimentada en la vida y en la práctica terapéutica. Cuanto más entendido sea, tanto mayor será probablemente su paciencia y tanto más se beneficiará el proceso formativo. Desde luego, los terapeutas en formación no suelen tener el supervisor ideal, pero quizá resulte útil discutir sus rasgos. El terapeuta en formación más sagaz es aquel que aprende todo lo que puede de cada docente, e incluso de un supervisor inadecuado. Aún más sagaz será el que se reubique para estar un tiempo con el mejor supervisor disponible. Uno o dos años más de aprendizaje no son un gran sacrificio si piensa dedicar su vida a hacer terapia. Lo mejor es que nuestro supervisor haya sido cónyuge y progenitor, es decir, que esté familiarizado con las vicisitudes de la vida diaria además de ser un experimentado conductor de terapias. El tiempo que haya pasado de este lado del espejo haciendo terapia le instilará empatía hacia todas las personas involucradas. El supervisor debe ser bondadoso en vista de las dificultades y tribulaciones que debe afrontar a ambos lados del espejo. También debe ser ambicioso y escrupuloso, y estar decidido a tener éxito en todos los casos que trate. Ser un buen terapeuta no garantiza que se llegue a ser un buen supervisor. Admirados a veces por la destreza de un terapeuta, los administradores de un centro de salud desean promoverlo a un puesto de supervisor porque creen estar ante dos capacidades interrelacionadas. Pero el trabajo del terapeuta y el del supervisor requieren destrezas diferentes. El terapeuta debe pensar sobre la marcha (o estando sentado) en medio de la acción terapéutica; en cambio, el supervisor, situado detrás del espejo, tiene tiempo
para reflexionar y oportunidad de abarcar una visión panorámica sin verse obligado a dar una respuesta inmediata. En mi consultorio privado, solía costarme pensar una directiva en medio de la acción emocional de la primera entrevista. Me costaba ser objetivo. En algunos casos, pedía a los clientes que volvieran dentro de una semana, momento en el cual les impartiría una directiva útil. Solía decirles esto sin saber cuál sería esa directiva, pero seguro de que en la semana se me ocurriría alguna. A otros terapeutas les resulta fácil idear medidas o directivas durante la entrevista. Una de las razones por las que me volqué a la supervisión fue tener la grata oportunidad de tomar más distancia de los datos y, así, ser más objetivo. El supervisor docente debe responder no sólo a lo que sucede en el consultorio, sino también a lo que les pasa a los terapeutas en formación agrupados detrás del espejo. La unidad de observación está constituida por ese grupo y por la entrevista terapéutica. El supervisor que se centra en la situación de terapia corre el riesgo de descuidar su misión formativa, y viceversa. Algunos terapeutas que se entusiasman haciendo terapia tienen dificultades cuando pasan a ser supervisores. Se aburren detrás del espejo; les gustaría estar en el consultorio, donde se desarrolla la acción. También hay supervisores que recogen sus datos clínicos interactuando con los clientes y observando sus respuestas. Les resulta dificil adquirir información mediante la observación de los clientes a través de un espejo de visión. unilateral. En consecuencia, entran en el consultorio para «ayudar» al terapeuta y, en ocasiones, inventan una teoría que justifique esto como una buena forma de supervisión. Recomiendo a los supervisores permanecer detrás del espejo. Con excesiva frecuencia, a los terapeutas les cuesta recuperar su posición una vez que el supervisor ha entrado en el consultorio y ha asumido la conducción de la terapia. Esto sucede en particular cuando el supervisor resulta ser obstinado o incompetente. Además, los terapeutas en formación aprenden a asumir una mayor responsabilidad si se establece, desde el principio, que el supervisor no entrará en el consultorio para socorrerlos. El administrador que contrata a un supervisor debe insistir en las cuestiones que acabo de esbozar. El terapeuta en formación que elige a un supervisor debe preocuparse no
sólo por averiguar cuán entendido y respetable es, sino también hasta qué punto se llevará bien con él. Después de todo, supervisor y supervisado pasarán muchas horas juntos, luchando con situaciones emocionales muy intensas y perturbadoras.
Las metas formativas La formación de terapeutas puede concebirse como un proceso en etapas. Además de la adquisición de los conocimientos generales necesarios para ser un profesional, la meta especifica de ese proceso es formar entrevistadores competentes. Ya se la considere un intercambio humanístico o una destreza técnica, la terapia consiste esencialmente en saber entrevistar a la gente. Los terapeutas tienen que ser capaces de entrevistar hábilmente a individuos, parejas y familias. Deben aprender a manejarse bien con niños, adolescentes, adultos y ancianos. Deben entrevistarlos de manera tal que se esclarezcan los problemas, se destaquen las soluciones y queden claros los objetivos positivos. Tienen que abordar una entrevista con un sentido de la oportunidad, y no prisioneros de una ansiedad nerviosa. Esto es, si a un terapeuta en formación lo detienen en e3 pasillo de un centro de terapia y le preguntan si puede ver a una familia que acaba de ingresar, debe ser capaz de responder con aplomo «Sí, por supuesto», en vez de preguntar ansiosamente «¿Qué clase de familia es?». En la segunda etapa —que bien puede requerir un segundo año de formación—, el terapeuta debe adiestrarse en el uso de diversas intervenciones y aprender a elegir la que conviene para una situación dada. Por ejemplo, tal vez sea capaz de resolver prontamente un problema contra el que un cliente o familia han luchado por largo tiempo, pero también debe ser conciente de que un éxito rápido puede conferirle un poder excesivo con relación al cliente. En otras palabras, los terapeutas en formación deben aprender a anticiparse a las reacciones que sus intervenciones, aun las logradas, provocarán en los clientes. Los terapeutas quieren evitar que el cliente o la familia sufran una recaída ocasionada por la necesidad de desequilibrar la balanza de poder.
Los supervisores tienen el deber de enseñarles, por lo menos, dos técnicas de prevención de las recaídas: 1) alentar una recaída con tal destreza que la familia o el cliente derroten el poder del terapeuta no recayendo, en cuyo caso todos salen ganando, o 2) evitar que le atribuyan el logro de un cambio positivo (si el terapeuta no se explica cómo se produjo el cambio, el cliente o la familia no lo responsabilizan por él). La segunda etapa se completa cuando el terapeuta en formación puede hacer lo que su supervisor le ha enseñado. Por último, es preciso reconocer que si los terapeutas sólo pueden hacer lo que sus supervisores son capaces de ejecutar, la formación no será un logro cabal. Si los supervisores producen terapeutas que, al graduarse, piensan y actúan exactamente igual que ellos, el logro es relativo. El arte de enseñar incluye la meta de alentar a los discípulos a crear y ensayar procedimientos nuevos y originales. Hacia el final del proceso formativo, los supervisores deben mostrarse agradablemente sorprendidos por las intervenciones novedosas que hagan sus supervisados, y en las que él nunca pensó. El aspecto más dificil del proceso formativo es enseñar el arte de innovar, un arte necesario porque los cambios que experimentan los clientes y sus problemas obligan a elaborar nuevos enfoques o técnicas. Creo conveniente preguntarse si las anteriores generaciones de supervisores en efecto produjeron terapeutas más innovadores que sus maestros. ¿Hicieron sus discípulos en los diferentes enfoques terapéuticos, en particular las terapias familiares, un aporte comparable o superior al de ellos? Si no superaron a sus maestros, ¿no será por culpa de estos? Desde luego, la mayoría de los innovadores en un campo determinado, especialmente el de la terapia, poseen una ortodoxia que les sirve de patrón para confrontar y aclarar sus ideas. Sus discípulos carecen de ella y, por consiguiente, pueden heredar una confusión. De más está decir que hay muchas metas formativas. Los terapeutas deben aprender a involucrarse con un cliente y a desengancharse en el momento oportuno. Los supervisores pueden fomentar estas destrezas durante el proceso formativo pero, en última instancia, los terapeutas deben adquirirlas por sí solos. También se ejercitarán en dos tipos de entrevistas: 1) conversar con un cliente de manera de
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establecer un clima favorable al cambio, y 2) hacer una intervención que provoque un cambio. Un terapeuta debe aprender a conducir una entrevista en forma sistemática; esto requiere conocimientos y práctica. Cuando empecé a hacer terapia, me di cuenta de que no sabía cómo conducir una entrevista terapéutica. Revisé la bibliografía en busca de orientación, pero apenas si la encontré. La única guía que pude hallar fue The psychiatric interview,' de Harry Stack Sullivan. Años después, mientras formaba a varios terapeutas, escribí Problem-solving therapy: New strategies for effective family therapy;2 allí ofrecí información sobre la manera de conducir una primera entrevista. (La experiencia me había enseñado que el terapeuta principiante necesita que lo ayuden a aprender incluso a saludar y a quién debe dirigir ese saludo.) Existe cierto peligro de que, una vez terminada su formación, los terapeutas regresen, a la larga, a los viejos métodos terapéuticos. Durante el curso, aprenden a hacer una terapia breve e innovadora y a evitar procedimientos que la dificulten. Para mantener su pericia, es importante que consigan trabajo en un contexto donde la terapia aprendida resulte apropiada. Por desgracia, eso no siempre es posible. Como es sabido, nuestro contexto social determina en gran medida nuestro modo de pensar. Los terapeutas que trabajen en un contexto inadecuado para la terapia breve e innovadora tendrán que responder a esa realidad. Supongamos que sólo encuentren empleo en una unidad de internación. Allí deben trabajar y pensar de una manera apropiada para los clientes en custodia. (Una circunstancia tan extrema quizá sea infrecuente, pero todo contexto terapéutico, incluida la práctica privada, determina el modo de trabajo del terapeuta, que no siempre es acorde con las técnicas aprendidas en el entorno más flexible de su lugar de formación.) Años antes, mientras elaboraba una terapia breve orientada hacia la familia, pasé un tiempo con pacientes internados y su familia. Llegué a la conclusión de que no tenia sentido hacer terapia alguna hasta que no se fijara fecha para z H. S. Sullivan (1970) The psychiatric interview, Nueva York: Norton. z J. Haley (1987) Problem-solving therapy. New strategies for effective family therapy, 2° ed., San Francisco: Jossey-Bass. [Terapia para resolver problemas. Nuevas estrategias para una terapia familiar eficaz, Buenos Aires: Amorrortu editores, 1980.]
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darles el alta, pues descubrí que cuando la persona problema está hospitalizada, el resto de la familia se limita a dar las respuestas o comentarios correctos. Pero cuando el terapeuta anuncia «El próximo lunes por la mañana darán el alta a su hijo», las familias responden con una mayor motivación e interés por lo que sucede en el mundo real.
Qué decir a un grupo de terapeutas en formación Tal vez convenga enunciar con detalle un conjunto de pautas destinadas a un grupo de principiantes, incluidas pautas sobre lo que se espera de ellos. Presuponemos que los miembros del grupo son terapeutas con experiencia; ya han pasado por una escuela para graduados. 1. Los terapeutas se turnarán para programar una sesión de terapia junto con el supervisor antes de entrar en el consultorio, al otro lado del espejo, e iniciar la terapia. 2. Habrá seminarios sobre temas que interesen a los casos en tratamiento. Los miembros del grupo aprenderán a presentar a los clientes el espejo de visión unilateral o la videofilmadora y los formularios de permiso de divulgación de información que deben firmar. Las clases pueden incluir simulacros de sesiones de terapia familiar a fin de que los miembros del grupo puedan practicar estas presentaciones (la representación de roles tendrá este único fin y no se utilizará para practicar entrevistas o intervenciones). 3. Se advierte .a los estudiantes que, sean cuales fueren sus antecedentes en terapia, en este curso les enseñarán un enfoque determinado. Una vez que lo hayan aprendido, podrán decidir si lo mantendrán o no en su lugar de trabajo. 4. No se permite ninguna interpretación psicodinámica. Se impedirá toda puja por ver quién percibe los aspectos más horribles o detestables de un cliente o familia; los estudiantes deben destacar lo positivo en cualquier comentario que hagan. Deben compartir bajo una luz positiva el conocimiento adquirido en su formación personal. 5. El supervisor es la autoridad máxima detrás del espejo y es responsable del resultado de la terapia. El grupo se dirige por intermedio del supervisor al miembro que condu48
ce la terapia y, en la discusión de una entrevista, no lo bombardea con una andanada de ideas individuales. 6. Cuando el supervisor imparte una sugerencia por teléfono durante la sesión de terapia, se la tomará como tal y no corno una orden. Si el principiante está en desacuerdo, debe expresarlo. Pero habrá momentos en que el supervisor le trasmita una orden porque en él recae la responsabilidad por el éxito o fracaso del caso. Si el destinatario de la directiva trasmitida telefónicamente por el supervisor la objeta, debe salir a consultar al supervisor para llegar a un acuerdo sobre el procedimiento por seguir. 7. Los terapeutas deben prever que harán un tipo de terapia hasta entonces no practicado por ellos, e intervenciones que ampliarán su repertorio clínico. Pero no harán nada que contravenga sus principios, sino que negociarán con el supervisor hasta llegar a un acuerdo. 8. Cuando se enciende la señal de llamada en el teléfono del consultorio, el terapeuta debe tomar el auricular, escuchar, colgar y proseguir con la entrevista. Nunca responderá exageradamente a la llamada. El supervisor usa el teléfono con el fin primordial de impartir sugerencias acordes con un plan preestablecido; por consiguiente, ha de ser breve e ir al grano. Una intervención importante (p. ej., una estrategia de ordalia) no debe surgir de una conversación telefónica sino de un debate realizado detrás del espejo. 9. La meta final de la formación es capacitar a los terapeutas para prescindir del supervisor y llevar a buen término los casos, apoyándose en los conocimientos específicos adquiridos durante el curso. Del mismo modo, la meta terapéutica es capacitar al cliente para independizarse del terapeuta lo antes posible. 10. En muchos casos conviene hacer una entrevista de seguimiento con un cliente o familia a los pocos meses de haber terminado la terapia; la reunión se hace en un consultorio provisto de espejo de visión unilateral. Se interroga a la familia sobre lo ocurrido durante su tratamiento y los factores que, a su entender, provocaron un cambio. Con frecuencia, sus respuestas sorprenden a los terapeutas porque la intervención a la que atribuyen el cambio no siempre coincide con la causal designada por la familia. La entrevista de seguimiento produce un efecto adicional: compromete más al terapeuta en el caso, porque le recuerda que el clien49
te o la familia podrán ser convocados para que informen al grupo acerca de su experiencia terapéutica.
¿Quiénes administran el servicio de salud? La mayoría de los terapeutas se formaron en una época en que la terapia podía ser .un proceso largo y pausado. Se centraba en la reflexión sobre el pasado y la naturaleza de los problemas actuales. Nadie presionaba al terapeuta para que indujese un cambio rápido. A los jóvenes de hoy les cuesta creer que hubo un tiempo en que se aceptaba la terapia prolongada. Recuerdo que en la década de 1950 yo hacía una terapia breve por medio de hipnosis, terapia familiar y tratamiento de los síntomas como fenómenos comunicativos. Cuando dicté una conferencia sobre la pronta resolución de un síntoma, a los terapeutas que constituían la audiencia les pareció impropio, si no inmoral, hacer una terapia que durara sólo unas pocas sesiones. Estaban acostumbrados a advertir al cliente que no esperara lograr un cambio en menos de un año y no era raro que un tratamiento durara varios años. Por entonces, los clientes esperaban poco de los terapeutas, de modo que no había prisa por obtener un cambio. Los clientes no esperaban que el terapeuta centrara su atención en un problema y se afirmaba que la terapia breve no podía sino ser superficial. Los terapeutas necesitaban relativamente pocos clientes, puesto que los veían por largo tiempo. Eso sí, el problema de costear la terapia afectaba su duración, igual que ahora. Con el tiempo, hubo una aceptación paulatina de la terapia breve; cada vez fueron más los clientes y los terapeutas que esperaban una terapia de corto plazo. Se impuso la necesidad de formar terapeutas activos y directivos. Pero, ¿dónde encontrar supervisores capaces de hacerlo? Recuerdo mis idas y venidas entre San Francisco y Phoenix para ser supervisado por Milton Erickson porque, entre los terapeutas conocidos por mí (y había investigado a varios como parte del proyecto de Bateson), era el único que usaba terapia breve. Por entonces, los clientes derivados a un especialista en terapia breve solían ser personas que habían fracasado año a año haciendo terapia prolongada. También había mé50
dicos que derivaban pacientes para un tratamiento de hipnoterapia porque pensaban que no debía llevar años curar síntomas tales como una fobia. (Tal vez debo agregar que aunque la meta era abreviar la terapia, no siempre se alcanzaba. Recuerdo haber hecho «terapia breve» durante tres años con un cliente a quien no podía curar ni despedir.) Hoy asistimos a una trasformación del sistema de financiación de la terapia que impone a los terapeutas la necesidad de aprender a conducir tratamientos breves centrados en el síntoma. Las compañías aseguradoras deciden en qué consistirá la terapia, cuánto durará y quién la hará. El tema de debate entre terapeutas ya no es tanto cómo hacer terapia, sino las ganancias y las pérdidas; esto se observa hoy aun más que ayer. En la actualidad, los terapeutas intentan convertirse en proveedores elegidos, en vez de confiar en la derivación tradicional. Se pide a supervisores sin formación en terapia breve que enseñen ese enfoque porque es el que encaja en los límites impuestos por las compañías aseguradoras. En este libro, presento una forma de terapia breve elaborada muchos años antes del advenimiento de los servicios de salud gerenciados. Los terapeutas tienen hoy la importante misión de mantener la integridad de la terapia y no comprometer sus convicciones sólo para conformar a un grupo de empresarios que no sabe que es la terapia, ni qué podría ser. El peligro está en que quienes ejercen el control financiero de los servicios de salud fomentarán la aplicación de tratamientos inadecuados por parte de terapeutas con formación mínima que cobren los honorarios más bajos. El eventual fracaso de una terapia mal hecha afectará la reputación de todos los terapeutas. Por otro lado, las compañías aseguradoras ya producen el efecto positivo de inducir a los terapeutas a centrarse en los problemas psicológicos que los clientes quieren resolver así como en su deseo de superar esos problemas lo más rápidamente posible. Abriguemos la esperanza de que los terapeutas de diferentes escuelas y facciones antagónicas se unan para mantener una posición ética en estos tiempos de cambio. Cada terapeuta y cada supervisor tiene que asumir una posición ética e insistir con firmeza, ante los administradores de los servicios de salud gerenciados, en la terapia que se debe aplicar en cada caso y en el tiempo que demandará. Afortu-
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nadamente, parece que progresamos en convencer a esta gente de que el terapeuta más barato rara vez es, a la larga, el más eficaz.
La intervención sigue los pasos de la supervisión Formar terapeutas significa darles un conocimiento fecundo sobre capacidades humanas. Es enseñarles una gama de destrezas para entrevistar a sus clientes y resolverles sus dificultades; ayudarlos a superar los problemas personales que traben su capacidad de conducir eficazmente la terapia. Se ha hecho evidente que el modo en que se hace terapia y el modo en que se enseña a hacerla son sinónimos. Si el supervisor hace terapia de insight, enseñará proveyendo de insight personal al terapeuta en formación. Si hace una terapia breve directiva, dirigirá al terapeuta en formación en lo que este debe hacer. Los supervisados tal vez se desconcierten si el supervisor les enseña una teoría adecuada para la terapia de insight prolongada, cuando pretendidamente los orienta en la práctica de técnicas de terapia breve. La supervisión debe cambiar a la par de la terapia. El proceso de transición por el que atraviesa la psicoterapia, caracterizado por una mezcla desconcertante de ideas pasadas y presentes, genera la posibilidad de que terapia y supervisión entren en conflicto. Si un terapeuta explora las ideas y emociones inconcientes de un cliente y se las interpreta, cabe presumir que su supervisor explora sus ideas y emociones inconcientes personales. Si el supervisor pide al terapeuta que trace un genograma de su árbol genealógico o se explaye sobre su historia social, el terapeuta hablará del pasado con sus clientes. Si un terapeuta se centra en el problema presentado por el cliente, es seguro que su supervisor se centrará específicamente en los puntos fuertes y débiles de aquel. Lo que sucede en el consultorio es formalmente idéntico a lo que sucede en la sala de supervisión.
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Psicodinámica de la formación: pasado y presente En el periodo psicodinámico, la terapia y la formación del terapeuta estaban tan bien coordinadas que parecían fusionarse en un proceso único. El pensamiento psicodinámico tal vez hoy nos parezca anticuado, pero muchos docentes siguen usándolo porque fueron formados en él. He aquí algunas características del enfoque psicodinámico: 1. La psicoterapia se consideraba una especialidad médica; para alcanzar máximo prestigio como terapeuta, se exigía un doctorado en medicina. Esto trajo consigo la imposición de términos tales como salud, tratamiento y paciente. 2. El foco de la terapia era el individuo; tanto ella como la formación del terapeuta excluían las entrevistas a familias. Los terapeutas no hablaban a los parientes de sus pacientes. La familia era considerada una influencia negativa que de algún modo conducía a los pacientes a su situación o estado actuales. 3. No se impartían directivas a los pacientes ni a los terapeutas en formación. Tampoco se los iniciaba en lo que ocurriría durante la terapia o el proceso formativo. El terapeuta psicodinámico era un respondedor, y no un iniciador. 4. Se insistía en la aplicación generalizada de un mismo enfoque, tanto con los clientes como con los candidatos. El enfoque no se modificaba para adaptarlo a diferentes clases sociales, grupos étnicos o tipos de personas. 5. Se enseñaba a los pacientes la teoría de la terapia o se los alentaba a leer acerca de ella; de ahí que esas ideas pasaran a formar parte de la cultura popular. 6. La atención se centraba en la interioridad del candidato o del cliente. Lo inconciente se definía conforme a la teoría de la represión, o sea, como un lugar lleno de impulsos desafortunados y deseos negativos. No había que confiar en él. Un clínico nunca diría a un cliente, ni a un terapeuta en formación, que siguiera sus impulsos. (Después de todo, ¿qué podrían hacer?) 7. Los síntomas se consideraban inadaptativos e impropios; se arrastraban del pasado al presente sin que cumplieran en este ninguna función social. En terapia se buscaba la verdad sobre la influencia del pasado y no una hipótesis sobre el problema actual del. paciente. 53
8. La terapia consistía en generar insight acerca de las motivaciones inconcientes y rastrear los orígenes remotos de las ideas. Esclarecer el presente no se consideraba un beneficio primario, sino secundario. Se suponía que las ideas eran las causantes del comportamiento social de una persona y, en consecuencia, había que cambiarlas. No se suponía que las ideas fuesen un resultado de una relación. 9. La formación del terapeuta se basaba principalmente en la terapia personal. Se partía de la premisa de que el terapeuta que hubiera resuelto sus problemas emocionales sabría automáticamente cómo resolver los problemas ajenos. Los terapeutas en formación aprendían a hacer terapia observando la propia. Estas características de la formación y el tratamiento psicodinámicos bastan para dejar en claro la sinonimia entre terapia y formación. La mayoría de los supervisores actuales se formaron en ese enfoque, o en alguna versión modificada de él, y ahora se les pide que abandonen esas ideas. Hoy muchos supervisores intentan enseñar una nueva forma de terapia fundada en premisas diametralmente opuestas a aquellas en que se basó su propia formación. Examinemos algunos de los cambios a los que todos, como terapeutas en formación o como supervisores, nos estamos adaptando: 1. La terapia ya no se considera una especialidad médica y muchos terapeutas evitan usar palabras tales como enfermedad, salud y paciente con referencia a sus clientes. La psiquiatría influye menos en la práctica de la psicoterapia. Quienes llevan años formando psiquiatras residentes han advertido una disminución constante en el número de los que se forman en terapia. Muchos departamentos de psiquiatría que antes figuraban entre los mejor formados, hoy no insisten en la formación terapéutica. A medida que la psiquiatría se basa más en la biología y se limita a lo psicofarmacológico, los psiquiatras residentes tienen menos ocasiones de adquirir destrezas terapéuticas. Hay departamentos de psiquiatría donde la terapia es una materia optativa. Los psiquiatras tampoco asisten con frecuencia a talleres de psicoterapia. Son muchos los que, preocupados por explorar las complejidades de la medicación, no apren54
den a hacer terapia conversacional, y entonces insisten en usar medicación y no terapia para los problemas psicológicos. Cuando los terapeutas desean reducir o interrumpir una medicación porque incapacita a su cliente, suelen tener dificultades en comunicarse con el psiquiatra interviniente. A veces es preciso que un supervisor negocie por ellos. 2. Desde hace muchos años, es común que los terapeutas familiares no sólo hablen a los parientes de sus clientes, sino que además los inviten a coparticipar en la terapia. En vez de verla como una fuerza negativa, consideran que la familia es un recurso para provocar el cambio. Como parte de esta trasformación ideológica, los síntomas ya no se consideran conductas inadaptativas, sino comportamientos acordes con la situación social del cliente, y es esa situación (p. ej., la familia o el grupo laboral) la que debe cambiar para que se resuelva el síntoma del cliente. Desde este punto de vista, es lógico centrar la terapia en la situación presente, y no en el pasado. Cuando un terapeuta propone una función social para un síntoma, no tiene por qué ser cierta; más bien es una función que sirve de brújula al terapeuta. Supongamos que un terapeuta formula la hipótesis de que un adolescente se porta mal para estabilizar a su familia. Esa idea puede guiarlo hacia la acción, aunque una investigación no le encontrase fundamentos. Trabajamos con hipótesis, no con verdades, y con todas las consecuencia de ese hecho. 3. La mayoría de las terapias breves requieren que el terapeuta imparta directivas que induzcan al cambio. Tiene que haber acción. Se supone que la conducta genera ideas en respuesta a una situación social, y no que las ideas generan la conducta. No se cree que un insight provoque cambio, sino más bien que este puede ser causa de aquel. Por lo tanto, la terapia se centra en directivas modificadoras de la conducta, y no en interpretaciones. Las narrativas o fantasías del cliente cambian al ir cambiando sus relaciones con los otros, y no a la inversa. 4. Siempre hubo dos perspectivas del inconciente: 1) como un repositorio de ideas negativas, y 2) como una fuerza positiva que nos encauza por el mejor camino. Así vieron a la hipnosis muchos hipnólogos, incluido Milton Erickson. La terapia contemporánea se centra en los aspectos positivos de la vida o el inconciente del cliente porque, promo55
viéndolos, pueden conducir a cambios positivos. Se enseña a las personas a confiar en su inconciente. Hasta es posible que un supervisor diga a un terapeuta en formación «Siga sus impulsos en la sesión». Ahora se piensa que la misión del supervisor es ayudar al supervisado a superar dificultades privadas que estorben su labor. No lo deriva a terapia personal salvo que no atine a hacer otra cosa. Con el cambio paulatino de la terapia, los mismos supervisores descubren que asumir la responsabilidad de formar terapeutas eficaces ayudándolos a salvar sus obstáculos personales es un aspecto importante de la formación supervisada. 5. La mayoría de los terapeutas no aplican hoy el mismo método terapéutico a todos los clientes. Por el contrario, cambian su enfoque conforme al problema y cliente tratados. Esa es una de las razones por las que resulta arduo exponer la nueva terapia breve. Se enseña al terapeuta a idear una terapia diferente para cada caso, algo difícil de enseñar y de aprender. A todos nos es más fácil hallar un método para todo uso. Uno de los problemas que afectan hoy el campo de la terapia es el sistema de diagnóstico antiterapéutico. Los supervisores necesitan enseñar los problemas de los clientes en un lenguaje diagnóstico que oriente al terapeuta en formación sobre lo que debe hacer. Por ejemplo, si un niño no quiere ir al colegio, no ayuda mucho que el supervisor lo describa como un caso de «fobia a la escuela». Lo sensato es diagnosticar un problema de «evitación de la escuela», porque se sugiere lo que convendría hacer: impedir que el niño evite la escuela.
Algunos supervisores atribuyen la ineficacia de un supervisado a problemas emocionales básicos —una visión heredada de generaciones anteriores— más que a una falta de destreza o a una respuesta a un contexto social y de diagnosis inhibidor. Conviene que el supervisor verifique primero si un supervisado con problemas está atrapado entre dos upervisores, uno clínico y otro teórico, que enseñan enfos ques opuestos. Los terapeutas en formación que responden a autoridades antagónicas corren el riesgo de quedar paralizados; lo mismo les puede ocurrir a clientes atrapados entre relaciones familiares conflictivas. Si los docentes se centran en la interioridad de sus discípulos, pasan por alto su situación exterior. Estos supervisores tendrían un mundo por descubrir si desplazaran su atención hacia una visión social de los problemas. Las dificultades del terapeuta en formación pueden resolverse por medio de cambios relacionados con su supervisor, del mismo modo como los problemas del cliente se pueden resolver por medio de cambios relacionados con su terapeuta. Las técnicas de terapia breve están a disposición de quien las enseña. Este puede optar entre utilizar un enfoque narrativo orientado hacia la resolución de problemas o que ponga el acento en las soluciones; pedir a un principiante que se abstenga de cambiar, mediante la paradoja o la metáfora; proponer una ordalía o impartir abiertamente consejos y directivas. Los supervisores pueden ser activos y directivos, igual que los terapeutas de hoy. Si un supervisado tiene un problema y «no puede evitarlo», nada le impide al supervisor emplear técnicas indirectas como lo hace el terapeuta cuando un cliente «no puede evitar» algo.
Nuevos métodos formativos
Erickson como supervisor
Si ahora consideramos el modo de ayudar a los terapeutas a superar las dificultades personales que les causan problemas con sus clientes, vemos que la similitud entre la relación formativa y la relación terapéutica sugiere un plan evidente: los supervisores pueden adaptar todas las técnicas terapéuticas innovadoras actualmente en elaboración para asistir a los terapeutas en formación.
Milton Erickson es un ejemplo clásico del docente que utiliza las mismas técnicas con los terapeutas en formación y los clientes. Veamos brevemente cómo procedió conmigo durante años, aunque su proceder fue complejo y merece una discusión más extensa. Hace ya muchos años, inicié mi carrera profesional como hipnoterapeuta y terapeuta familiar. Aprendí hipnosis en
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un seminario dirigido por Erickson en 1953. Junto con John Weakland, dirigí veladas hipnóticas a las que podía asistir cualquier persona interesada en la hipnosis para experimentar con ella. Durante varios años, enseñé a psicólogos y psiquiatras de Palo Alto que deseaban tener seminarios sobre hiponosis, en particular aplicada a la terapia breve. Aunque a muchos les gustaba la hipnoterapia, no querían utilizarla personalmente, por lo que empezaron a derivarme pacientes. Cuando me inicié como clínico, descubrí que sabía hipnotizar a los clientes valiéndome de toda una gama de inducciones, pero no tenía idea sobre cómo usar la hipnosis para inducirlos al cambio. La hipnosis tiene, como mínimo, tres aplicaciones principales: 1) la experiencia individual de trance, como en la meditación; 2) la investigación, por ejemplo, de parámetros tales como los límites y la profundidad de un trance, y 3) el uso clínico del trance, en el que se hipnotiza a alguien para cambiarlo. Antes de consultar a Erickson, me di cuenta de que, a pesar de mi gran experiencia, sólo conocía las aplicaciones personales y de investigación. Usar la hipnosis para cambiar a alguien era harina de otro costal. Ahí fue cuando empecé a llevarle casos en consulta. Había investigado por un tiempo varios temas relacionados con la terapia, entre ellos el enfoque de Erickson, y conocía su extraordinaria destreza como hipnólogo. Por entonces, los terapeutas sólo podían aprender hipnosis en seminarios de fin de semana conducidos por Erickson y otros colegas. Freud se había vuelto en contra de ella y tenia suficiente poder para impedir su enseñanza. No era fácil hallar un consultor en hipnosis; me considero afortunado por haber podido estudiar la técnica ericksoniana. Vi, además, que practicaba una terapia especial, breve y directiva. Empecé a llevarle casos en consulta; muchas de esas discusiones aparecen reseñadas en Conversations with Erickson.3 Durante mucho tiempo, le hice una visita anual de una semana. Mi problema inicial no era el fracaso con mis clientes. Los cambiaba, pero no sabía cómo lo conseguía. En consecuencia, no me sentía seguro de poder repetir mis éxitos. Cuando fui a conversar con Erickson, aprendí a dar un nombre a algunas 3 J. Haley (1985) Conversations with Erickson, 3 vols., Nueva York: Norton.
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de las cosas que yo hacía. Por ejemplo, había curado a una mujer de sus intensas jaquecas, pero ignoraba cómo lo había logrado. Hablando con Erickson, advertí que había programado y alentado sus jaquecas, lo cual podía considerarse una técnica paradójica. Con los años, Erickson influyó notablemente en mi técnica terapéutica y mi labor docente. He aquí algunas de las premisas que me enseñó Erickson. En todas sus conversaciones como supervisor, Erickson enseñaba que era posible cambiar y curar a las personas. Hasta el cliente más dificil podía ser inducido a cambiar. Recuerdo haberle oído decir con claro tono de enojo, sobre una dienta con la que se debatía desde hacía un tiempo: «Esa mujer todavía me vence». No dudaba en absoluto de que el trabajo del terapeuta era cambiar a la gente y, si fracasaba, era por su culpa. Rara vez derivaba casos; nunca descargaba responsabilidades en otros. De vez en cuando, informaba sobre un caso en que se había dado por vencido. Recuerdo el de un chico al que derivó porque, como él mismo le dijo, lo exasperaba. Esto era raro en Erickson. No culpó al niño, sino que asumió la responsabilidad por el fracaso del tratamiento. Esta actitud de Erickson me lleva a decir a los supervisados: «Quiero que continúe tratando a este cliente hasta curarlo o hasta que usted cumpla ochenta años, lo que suceda primero». Muchos clientes cambian si tienen la convicción de que el terapeuta nunca se dará por vencido. Erickson enseñaba que debíamos •ser directivos, en una época en que la única terapia correcta era la no-directiva. Enseñaba a usar directivas relatando casos como metáforas y usando hipnosis. Todos sus casos muestran un modo de actuar para influir sobre un cliente o terapeuta en formación e inducirlo al cambio. No categorizaba sus directivas, pero su anecdotario clínico pone de manifiesto su considerable variedad. Solía impartirlas abiertamente: decía a los clientes qué debían hacer y, a veces, insistía en pedirles cambios importantes en su estilo de vida. También los aconsejaba, les enseñaba a conseguir algo deseado y les imponía ordalías para ayudarlos a abandonar un síntoma. Otras veces no hacía nada. Recuerdo una demostración de hipnosis ante una audiencia numerosa. Pidió un voluntario para demostrar la resistencia del sujeto. Un joven se adelantó y se paró frente a él. Erickson se limitó a quedarse ahí de pie; sin embargo, yo vi que el joven entraba en trance.
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Después le pregunté a Erickson qué había hecho para inducir el trance. Respondió que no había hecho nada. «Pero él entró en trance —insistí—. Usted debe de haber hecho algo». «No, no hice nada —replicó, y añadió---: Ese joven se presentó delante de toda esa gente. Yo no hacía nada y alguien tenía que hacer algo, de modo que entró en trance». Estoy seguro de que a veces Erickson hacía lo mismo con los terapeutas en formación y, así, los obligaba a actuar. Permítanme citarles un ejemplo de directiva abierta; me lo dio Erickson cuando lo consulté sobre lo que se debía hacer en un caso. Yo trataba a una pareja; la esposa se quejaba de un problema que la enloquecía: los sábados por la mañana pasaba la aspiradora a todas las habitaciones de su casa y su marido la seguía, observándola. Le pidió que dejara de hacerlo porque la ponía nerviosa. El persistió en su conducta y ella me preguntó cómo podría disuadirlo. Le hice sugerencias prácticas, pero su marido no cambió. Consulté a Erickson —que siempre tenía una solución, como la debe tener todo buen supervisor— y le pregunté cómo trataría este problema. Me sugirió que el sábado siguiente la mujer pasara la aspiradora, como de costumbre, sin impedir que su marido la siguiera por toda la casa. Concluida la limpieza, ella debería llevar la bolsa de la aspiradora de habitación en habitación y dejar en cada una un montón de polvo. Luego, diría: «Bien, terminé de limpiar», y dejaría los montoncitos de polvo hasta el sábado siguiente. Cuando le pregunté a Erickson por qué daría resultado esta táctica, respondió: «Es obvio». Insistí en pedirle una explicación y entonces me dijo que los seres humanos no pueden tolerar el absurdo: si la esposa limpiaba y luego ensuciaba lo que acababa de limpiar, el marido no podría tolerar la situación y abandonaría el campo. Impartí la tarea a la esposa y el marido dejó de seguirla de habitación en habitación. Erickson solía impartir una directiva abierta cuando aconsejaba a un terapeuta acerca de un caso, pero era más habitual en él escuchar la descripción de un caso y después hablar de un caso similar que él había tratado. Sus descripciones venían a ser metáforas que nos enseñaban a reflexionar sobre una cuestión. Sus metáforas no sólo sugerían el modo de proceder con determinado cliente, sino que además estimulaban nuestra imaginación para crear otras intervenciones.
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También acostumbraba impartir sugerencias indirectas que causaban un efecto retardado en los terapeutas en formación y los clientes. Recuerdo haber hablado con él de una chanta mía que experimentaba un dolor ilusorio en un miembro amputado. Había perdido un brazo a causa de un cáncer, pero le seguía doliendo. La hipnoticé con levitación del brazo amputado y ella lo señaló mientras levitaba. Me pareció un caso de inducción hipnótica tan extraordinario que tal vez merecía ser publicado. Se lo conté a Erickson, pero él se mostró indiferente y me habló de otros temas. Un par de días después, discutió conmigo un caso de sufrimiento físico y dijo que no se debía inducir el trance en un área dolorosa sino en otro lugar más positivo. Esto me hizo pensar que, tal vez, no debí haber inducido un trance enfocado en el brazo que le dolía a mi dienta. Aprendí la lección más a fondo porque llegué a esa conclusión por mí mismo. Erickson utilizaba la hipnosis tanto con clientes como con terapeutas en formación; en ambas situaciones, la persona sabía o no que estaba siendo hipnotizada. Su principal procedimiento didáctico era el trance. Creo que a veces hipnotizaba a su interlocutor ocasional para no aburrirse. Experimentaba constantemente diversas formas de influir sobre los clientes o los terapeutas en formación. Al parecer, no era raro que los predispusiera a una amnesia; uno siempre dudaba un poco sobre lo aprendido —o sobre si había aprendido algo— porque las conversaciones mantenidas con él incluían cierta pérdida de tiempo.
Tipos de hipnosis La mayoría de las formas de terapia derivan de la hipnosis. La escuela psicodinámica partió de la hipnosis; las escuelas de teoría del aprendizaje se basan en los aportes de Pavlov, que era hipnólogo. Las terapias familiares también contaron con clínicos formados en hipnosis. Al colapso de la ortodoxia en la década de 1950 contribuyó la aceptación de la hipnosis por la American Medical Association, que allanó el camino hacia la enseñanza de este arte a los psiquiatras y a otros médicos. Hoy los congresos más concurridos, sobre cualquier tipo de terapia, son los organizados por la Milton
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H. Erickson Foundation, que también forma a muchos terapeutas. La formación en destrezas de inducción de la hipnosis puede resultar útil aun a quienes no la practiquen de manera directa. Al tiempo que aprenden a impartir directivas, también aprenden a coparticipar con un cliente del modo más eficaz. Aprenden a utilizar metáforas en sus mensajes, o directivas abiertas. Además del uso de la hipnosis en casos de emergencia, hay varios síntomas para los que el tratamiento hipnótico puede ser más eficaz que las técnicas conversacionales. El problema de los terapeutas es hallar el modo de recibir una formación en hipnosis clínica. Hay por lo menos tres tipos de formación. Podemos aprender autohipnosis para diversos fines. Podemos aprender a hipnotizar a otros para investigar las posibilidades de la conducta de trance. Ninguna de estas técnicas interesa particularmente a la hipnosis clínica, en la que un terapeuta intenta aliviar a alguien de un problema. Para aprender hipnosis clínica, es preciso observar a un maestro hipnotizar; luego, él nos observa y puede guiar nuestras acciones. Así se enseñaba hipnosis en el siglo pasado. Tal método didáctico requiere un lugar donde haya clientes con quienes practicar, Los participantes de un seminario donde los terapeutas se hipnoticen entre sí pueden aprender a inducir un trance, pero no a cambiar a la gente. Eso se puede hacer únicamente en la práctica clínica. Si un supervisor no desea practicar o demostrar la hipnosis con clientes, tiene la alternativa de quedarse detrás del espejo de visión unilateral y observar cómo hipnotiza el terapeuta en formación a un cliente en el consultorio. En este entorno, sus posibles sugerencias telefónicas no parecen interferir gran cosa en la sesión, porque el sujeto suele estar en otra parte. Recomiendo que los terapeutas obtengan toda la formación posible en esta especialidad; espero que dispongan de medios locales para recibir una formación prolongada en hipnosis clínica. No sólo es valioso aprender los usos terapéuticos de la hipnosis; las destrezas personales que se adquieren durante el aprendizaje son aún más importantes y pueden aplicarse a toda clase de terapias. Cuando destaco el valor de la hipnosis en la formación del terapeuta, no debo dejar de señalar los factores negati-
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vos. Según parece, todo lo que es marginal en el campo de la psicoterapia lleva implícita la hipnosis; por ejemplo, la terapia de personalidades múltiples y la multiplicación de las personalidades en terapia. Hay otros usos más extremos: en los casos de personas que afirman haber sido secuestradas por desconocidos o seres extraterrestres, es común evocar esos recuerdos mediante hipnosis; por otro lado, los terapeutas que inducen la regresión de los sujetos a una vida anterior para hallar la causa de un síntoma actual son hipnólogos. También es habitual evocar mediante hipnosis recuerdos falsos de abusos sufridos en la infancia. Salta a la vista que una formación adecuada en las técnicas y usos de la hipnosis ayudará a los hipnólogos a evitar la producción de material delirante. Erickson enseñaba la hipnosis no sólo como técnica terapéutica, sino también como medio de expandir la imaginación. La tarea primordial de quien enseña terapia es dotar al terapeuta en formación de una capacidad innovadora e imaginativa que le permita abordar los diversos problemas que encontrará en la práctica clínica. Lo que Erickson enseñaba a los clínicos, mediante su empleo de la hipnosis, era la idea de que todo podía cambiarse. Supongamos que un terapeuta sugiera a un sujeto hipnótico que su mano se elevará sola. Si la mano no se eleva, el terapeuta puede sugerir al sujeto que la siente elevarse, que se está elevando sin que él se dé cuenta o que podría imaginarla elevándose cuando en realidad no lo hace. O puede sugerirle que la mano se vuelve más pesada en vez de elevarse, alentar esta creencia y, así, definir la resistencia como cooperación. El terapeuta formado en la hipnosis clínica puede tener ante un síntoma una actitud igualmente imaginativa. Si una mujer que padece jaquecas sin causa física acude a un terapeuta formado por Erickson, el clínico se pondrá a pensar enseguida sobre la manera de alterar las percepciones que ella tiene de sus jaquecas. Tal vez le sugiera que sus jaquecas pueden cesar o pueden ser intensas y durar breves segundos en vez de horas; o que la tiene pero no la siente, o que la jaqueca le genera amnesia y, entonces, no podrá prever si tendrá otra. También le podrá sugerir las siguientes acciones: 1) ver la jaqueca en una pantalla y examinarla objetivamente, comprendiendo su significado, pero sin sentirla; 2) olvidarse de la jaqueca, imaginando en su lugar a
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un tigre aterrador; 3) dormirse y tener simultáneamente un sueño y una jaqueca que se irán desvaneciendo al despertar, o 4) remplazar la jaqueca por algún otro uso de la cabeza (p. ej., escuchar música). O le sugerirá que piense en la jaqueca como un espectro cromático que puede salir de su campo perceptivo (de manera que, si bien la jaqueca existe, no pueda sentirla). O que desarrolle otra personalidad con jaquecas ocasionales; así, las sufrirá únicamente esta personalidad, y no la dienta. La sugestión de un terapeuta a un cliente es en algunos casos una directiva para que cambie súbitamente una conducta y, en otros, una táctica muy gradual, como la «progreSión geométrica» que gustaba enseñar Erickson. Si un terapeuta formado por Erickson aplicara esta variante de la hipnosis a la mujer afectada de jaquecas, quizá le pediría pasar hoy un segundo sin jaqueca; mañana, dos segundos; pasado mañana, cuatro segundos, y así sucesivamente. En poco tiempo, esos segundos se convertirían en horas, días, semanas y años. (Recuerdo haberle oído decir a Erickson que si se quiere provocar un cambio rápido en terapia, lo mejor es empezar despacio.) El terapeuta puede pedir a la dienta que describa la jaqueca, para luego incorporarla a una imaginería de sugestión hipnótica compatible con la descripción del síntoma dada por la mujer. Por ejemplo, si ella dice ver un túnel cuando le sobreviene el dolor, el terapeuta puede acentuar la nitidez de la imagen sugiriéndole que trasforme el túnel en una Mina de oro. Conviene que el terapeuta tome en cuenta la función que cumple el síntoma del cliente. En nuestro caso ilustrativo, si el terapeuta sospecha que las jaquecas de su cliente le permiten eludir alguna obligación, puede incorporar esa finalidad a la sugestión hipnótica (p. ej., enseñándole a fingir solamente su jaqueca), con lo cual preservaría su función pero eliminaría el dolor. También puede incorporar un enfoque de terapia familiar, y por ejemplo usar la influencia del marido o la suegra para modificar las jaquecas de la mujer. El estilo didáctico de Erickson contribuiría a liberar la imaginación de los clientes y los terapeutas en formación. Había en Erickson otro aspecto importante para mi: su enfoque estaba impregnado de su propio sentido del humor. En ocasiones, la terapia es un oficio sombrío y desagradable; cierto sentido del humor nos ayuda a sobrevivir. A ve-
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s, en los casetes de nuestras conversaciones, las risas son tan estrepitosas que distorsionan la grabación.
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3. El terapeuta en formación
En el momento de seleccionar a los terapeutas en formación a quienes enseñaremos a cambiar a la gente, los títulos universitarios no suelen ser importantes. Ser licenciado o master en Artes, doctor en Filosofía o doctor en Medicina no califica por sí a una persona, ni pone de manifiesto su aptitud potencial para ser terapeuta; significa, simplemente, que asistió a clases y aprobó exámenes. En un programa formativo, podemos encontrar asistentes sociales, psicólogos, enfermeras, psiquiatras, especialistas en psicología de la educación, psicopedagogos, terapeutas de pareja y familiares, orientadores consejeros, asistentes hospitalarios, asesores en adicción, masajistas y acupunturistas. ¿Qué profesión prepara mejor para ser terapeuta? Aquí se plantea una situación curiosa. En cada profesión, los educadores aplican el método didáctico que juzgan más adecuado para la formación de clínicos, mas desechan las ideas y los procedimientos de otras profesiones. Sin embargo, si un asistente social respeta el trabajo de un psiquiatra que hace terapia, viene a confesar que se debería impartir formación psiquiátrica aunque los asistentes sociales no reciban ese tipo de formación. Si los psiquiatras consienten en que los psicopedagogos se diplomen como terapeutas, vienen a confesar que su propia formación no es indispensable puesto que los psicopedagogos no la recibieron. Ha quedado demostrado que personas que sólo han cursado el secundario pueden llegar a ser terapeutas expertos, tan eficientes, por los resultados obtenidos, como los terapeutas con título universitario. A comienzos de la década de 1970, Salvador Minuchin y yo instituimos en la Clínica de Orientación del Niño, de Filadelfia, un programa para formar terapeutas que trabajaran con familias pobres. Por entonces, teníamos que optar entre enseñar a terapeutas de clase media lo que significaba ser pobre o enseñar a los po66
bres a hacer terapia. Hicimos ambas cosas. El programa duraba dos años, con jornadas didácticas de ocho horas. Los estudios de los postulantes seleccionados no iban más allá de un secundario completo; tampoco sabían nada de terapia o problemas psicológicos. Les enseñamos terapia familiar y trabajaron con familias de clase baja y media. Todas las entrevistas fueron supervisadas en vivo. Lo único que sabían de terapia era lo que nosotros les enseñábamos (al principio, los aislamos del resto del personal para que no recibieran influencia ajena). Básicamente, formamos en terapia familiar a personas sin formación alguna en terapia individual. A los seis meses, los. mezclamos con el resto del personal, que también intentaba aprender terapia familiar y envidiaba la supervisión intensiva recibida por nuestro grupo. Sus ideas eran diferentes e interesantes. Recuerdo una reunión en que un miembro del personal presentó una videocinta de una entrevista familiar. Los demás compitieron entre sí para comentar la dinámica de la familia. Los no-profesionales escucharon cortésmente y sólo dieron su opinión cuando les fue solicitada. Entonces uno de ellos dijo: «,No seria mejor invitar a la familia a quitarse los abrigos?». Ahí nos dimos cuenta de que los miembros de la familia permanecían sentados en sus sillas, arropados en sus abrigos. Un estudio de resultados confirmó que a los clientes de los terapeutas no-profesionales les iba tan bien como a los que habían hecho terapia con profesionales.
Criterios de selección Supervisar a terapeutas con una formación previa diferente no importa gran cosa en lo que se refiere a la profesión. Interesa mucho más que un terapeuta ame y respete a las personas en dificultades. Con todo, se plantea una cuestión capital: ¿podrán las personas así formadas obtener licencia para ejercer como terapeutas? No es práctico formar a una persona que después no se pueda matricular. Una buena formación es costosa y el resultado debe justificar la inversión. Por consiguiente, debemos elegir a personas que piensen dedicarse a la terapia como medio de vida y sean capaces de trasmitir a otros lo aprendido. 67
En esta selección, más que la profesión o el nivel universitario, importa el contexto profesional de la persona, por ejemplo, si mantiene una relación simultánea con otro supervisor u otra escuela de terapia; si trabaja en una unidad de internación (esto contribuye mucho a definir el haz de técnicas terapéuticas que necesitará aprender), y si hace terapia personal o ha hecho mucha terapia, sobre todo individual (en este caso, le costará formarse en una técnica de orientación social). Debemos lograr un desaprendizaje con la mayoría de los terapeutas en formación, y también con los supervisores que han hecho terapia personal prolongada, han enseñado en centros ideológicamente rígidos o trabajan en unidades de internación. Los terapeutas en formación cuyas lealtades están divididas entre su supervisor y sus colegas plantean problemas especiales. Por ejemplo, la aparente incompetencia de un terapeuta en formación para hacer una entrevista se atribuirá a su índole, a su carácter o a su pasado. Sin embargo, también puede estar atrapado entre dos autoridades formativas y sentirse obligado a trabajar de una manera para conformar a un docente universitario (o quizás a un terapeuta personal) y de otra para conformar a un supervisor formativo. El resultado es una parálisis que puede tomarse equivocadamente por incompetencia.
Tipos de terapeutas en formación Con fines prácticos, los terapeutas en formación se pueden dividir en por lo menos tres tipos: novicios, grupalistas e ideólogos. A todos se les puede enseñar, pero algunos son más difíciles y requieren esfuerzos especiales.
El novicio Los novicios son los más fáciles de formar. Están ávidos de aprender y admiten que necesitan formación. A muchos de ellos, graduados en programas formativos universitarios, les han asignado clientes difíciles entendiendo que los tratarán sin supervisión. Cuando descubren que sólo saben 68
decir al cliente «Hábleme más de eso» o «¿Cómo se siente?», buscan quien les enseñe a hacer terapia. En cierto modo, cuanto menos saben, tanto más fácil resulta formarlos en un nuevo enfoque terapéutico. (Esto no significa que deban ser estúpidos. Los obtusos se cuentan entre los terapeutas más difíciles de formar.) No vienen cargados de ideas preconcebidas que dificulten su aceptación de las ideas del terapeuta docente. Son los más fáciles de formar no sólo porque sus ideas aún no se han solidificado, sino también porque comúnmente no están insertos en una red de colegas que se ofendan si ellos abrazan un nuevo enfoque. La aceptación lenta, si no el rechazo, de las nuevas ideas sobre terapia es característica de las grandes ciudades (entretanto, profesionales y clientes por igual suelen creerse en la vanguardia y ser los primeros en su campo). Este hecho tiene varias explicaciones; una es que las redes de terapeutas (en formación y formados), docentes y cónyuges son tan ceñidas que cualquier cambio en la teoría o la práctica disociaría a una cantidad de personas. Lo mejor es evitar el cambio. Pero es cierto que surgen problemas con novicios. Unas veces intentan compensar su inexperiencia con la arrogancia, actitud esta que debe corregirse, o les sorprende y asusta que una familia en terapia les preste atención. Descubren que su posición de expertos les confiere poder, y deben aprender a usarlo. Otras veces los novicios jóvenes intentan actuar como si tuvieran más años. Recuerdo la primera vez que vi a terapeutas en formación extremadamente jóvenes. Fue en la Universidad de Kansas; James Stachowiak formaba allí a estudiantes de posgrado. Vi a una joven terapeuta entrevistar a una familia cuya hija problema no era mucho menor que ella. Se esperaba que los padres escucharan atentamente a esta joven soltera que poco sabía de familias o crianza de los hijos. Yo estaba acostumbrado a ver terapeutas familiares mayores, con experiencia matrimonial (algunos se habían casado varias veces). Del debate de ese día surgió un plan natural para que la terapeuta definiera una posición que sirviese de punto de partida al trabajo terapéutico. Diría a los padres algo así: «Ustedes saben más que yo sobre el matrimonio, sin duda que saben más sobre su propio matrimonio, pero me han formado para ser una observadora objetiva, y en consecuencia los puedo asis-
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tir como tal». Los padres aceptaron esa posición. También se vio que si un terapeuta joven lo permite, progenitores mayores lo ayudarán mejorando, porque desean protegerlo. Desde luego, los terapeutas deben utilizar lo que tengan: juventud, madurez, experiencia o inexperiencia. Algunos novicios se involucran en los puntos de vista académicos al extremo de olvidar que están haciendo terapia. Tal vez queden fascinados por la teoría, en especial cuando no saben qué acción terapéutica emprender. A otros les cuesta reconocer un problema grave. Han aprendido sólo de los libros, y no de la observación de pacientes con diversos tipos de trastornos graves. Es frecuente que no hayan tenido experiencia alguna en hospitales psiquiátricos y, por consiguiente, no están familiarizados con los problemas graves. Si se les enseña una técnica para tratar un problema en particular que le resta importancia por razones estratégicas, quizá subestimen su gravedad. Ser un novicio no significa necesariamente ser inexperto en la conducción de una terapia. El novicio más fácil de formar es el terapeuta experimentado que admite su inexperiencia en el enfoque terapéutico que enseña este programa. Por ejemplo, es posible que un terapeuta en formación diestro en recoger información, hacer que los clientes se sientan cómodos, manejar una práctica privada, etc., desee aprender técnicas de terapia breve. No necesita ser formado en el manejo de la terapia, sino en cómo decirles a los clientes qué deben hacer para cambiar.
El grupalista Un «grupalista» es un terapeuta en formación cuya experiencia consiste en haber integrado grupos artificiales en terapia grupal. Estos terapeutas plantean un problema especial y son aún más difíciles de formar que los ideólogos. Sus clientes en terapia grupal han sido desconocidos que se reunieron bajo su guía. Pudo ser un grupo organizado en torno de un síntoma o del hecho de estar encerrados en una misma prisión. Tales grupos se caracterizan por abordar problemas de abuso de sustancias, abuso sexual o violencia familiar; a menudo se integran al grupo por orden judicial, de modo que su pertenencia a él es compulsiva.
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El problema con los grupalistas es que su método de trabajo les brinda satisfacciones aunque sus clientes no cambien. Además de ser lucrativa y estar de moda, la terapia grupal en sí compele a involucrarse. Y es una de las terapias más fáciles de aprender. Al terapeuta le basta reunir a un grupo de extraños y preguntarles qué les parece estar allí. Un ocasional «Díganme qué les parece esto» espoleará al grupo, de modo que el terapeuta no necesita saber mucho acerca de cambiar a las personas. Desde luego, los partidarios de la terapia grupal objetarán este aserto e insistirán en señalar la complejidad de la dinámica del grupo y la necesidad de contar con un terapeuta grupal diestro y profundo, particularmente ducho en confrontaciones. Pero si un terapeuta grupal se sienta junto a una familia, es evidente que le resulta difícil hacer una entrevista, no sabe cómo producir un cambio y no atina a fijar una meta. En vez de centrarse en el problema organizacional, los grupalistas enfocan los procesos emocionales e interiores de los clientes. Son diestros en hacerles decir lo que piensan, pero no importa si con eso resuelven o no sus síntomas. Por lo común tienen una considerable dificultad para ver una conexión organizacional entre las personas, y entonces prefieren centrarse en averiguar lo que perciben y creen sus clientes acerca de la gente. Les cuesta hacerse aa idea de que sus clientes pueden funcionar de manera distinta dentro del grupo que en relación con su familia y su posición social. Presuponen que ellos necesitan comprender su visión del mundo: entonces cambiarán en el mundo real. Les cuesta aprehender la jerarquía organizacional de una familia porque han trabajado únicamente con grupos de personas desvinculadas entre si, para quienes no hay una jerarquía de pertenencia. Están confundidos acerca de las posiciones de status de los miembros de la familia y, a veces, son provocadores y fomentan las confrontaciones sin advertir que esas técnicas son inadecuadas para una entrevista familiar puesto que los miembros de la familia deben regresar al hogar y convivir en él. En los grupos artificiales, estas técnicas no traen consecuencias adversas porque no es habitual que los miembros del grupo compartan un hogar. La mayoría de los terapeutas grupales dan por sentado que su misión es traer a luz los secretos y las experiencias dolorosas, presentes y pasadas, de los integrantes del gru-
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po. Aplicada a las familias, esta técnica trae consecuencias completamente distintas. Enseñar a un grupalista a no centrarse en la catarsis, la revelación de secretos y las ideas reprimidas exige un arduo trabajo de supervisión. Como ejemplo de la artificialidad de la terapia grupal cabe citar las consecuencias de la tendencia a constituir grupos de ejecutivos de empresas para ayudarlos a «crecer». El terapeuta grupa! típico no advirtió que hay diferencias importantes entre los ejecutivos que trabajan juntos y aquellos, extraños entre sí, que provienen de diferentes compañías. Al principio, tampoco apreció en su justo valor el hecho de que expresar nuestras opiniones y sentimientos ante un desconocido no tiene las mismas consecuencias que expresarlas ante nuestro jefe. Los supervisores y los terapeutas en formación deben optar entre ser puristas o eclécticos en su enfoque de la terapia. En los primeros tiempos de la terapia familiar, se planteó el interrogante de si debía usarse paralelamente a otras técnicas o era un nuevo modo de concebir y practicar la terapia. Si se basaba en una visión diferente del ser humano, sería preciso abandonar las otras técnicas. Los terapeutas que captaron la nueva visión fundaron su terapia en una unidad de dos o más personas. Esto significó desechar las terapias grupa! e individual, centradas en la interioridad de la persona. Para la década de 1960, ya era posible diferenciar a los terapeutas familiares «puristas» de los que trataban de estar a la moda sin cambiar sus ideas. El que un terapeuta siguiera haciendo o no terapia grupa! era un indicador clave de si había aprehendido o no la nueva perspectiva sistémica. Evidentemente, la terapia grupa! no se basa en la idea de que un síntoma cumple una función dentro de un grupo social; ella se ocupa de la interioridad de cada miembro del grupo. Las ideologías sistémica y grupal son incompatibles. (Conviene señalar que no está en discusión el valor de los grupos de autoayuda. Son innumerables, y muchos parecen satisfacer a sus miembros. Lo que se discute es la formación en terapia familiar de profesionales con experiencia en terapia grupal y, por eso, con una técnica y una ideología especiales.) Un purista obliga a los otros a tomar posición; es un aporte importante. Los terapeutas familiares puristas creyeron asistir al advenimiento de una nueva idea que influi-
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ría considerablemente en el futuro de la terapia. Otros colegas pensaron que podían mezclar todas las ideas y eludir una toma de posición. Cuando los puristas los condenaron por aceptar la mezcla ecléctica, hubo una confrontación. Eran tiempos de cambio y, a partir de esta confrontación, se desarrollaron nuevas ideas. Don Jackson, un destacado terapeuta familiar, era un purista en su especialidad. No bien se dio cuenta de que los miembros de cada familia estaban trabados en un entrelazamiento sistemático y la terapia debía abordar tal situación, cambió. Presentó su renuncia ante la American Psychoanalytic Association, retiré el diván de su consultorio y empezó a tratar a familias enteras en una época en que casi nadie lo hacía. A comienzos de la década de 1960, la American Group Therapy Association lo invitó a disertar sobre terapia familiar. Por entonces, la terapia familiar empezaba a popularizarse y los terapeutas grupales deseaban considerarla una forma, y hasta un subtipo, de terapia grupal. En su disertación doctrinaria, Jackson dijo rotundamente que la terapia grupal y la terapia familiar no guardaban relación alguna, ni en la teoría ni en la práctica. La terapia familiar se centra en la conducta sistémica de personas que tienen una historia y un futuro comunes mientras que la terapia grupal se centra en el individuo y se basa en una ideología que no ha producido ninguna teoría nueva. La muerte prematura de Jackson (a los cuarenta y tantos años) fue una gran pérdida para la terapia familiar porque tenía coraje para tomar posición en cuestiones polémicas. Cuando organicé una asamblea a modo de homenaje póstumo (murió en 1968), reuní a cuarenta y seis personas de todo el país que se consideraban terapeutas familiares; entre ellas, sólo encontré unos pocos puristas como Jackson. Los grupalistas no saben trabajar con personas interrelacionadas; de ahí su frecuente renuencia a entrevistar juntos a los miembros de una familia. Si un hombre debe hacer terapia por orden judicial, por haber golpeado a su esposa, el grupalista querrá incorporar al marido a un grupo de malvados y a la esposa a un grupo de víctimas, y no pocas veces recomendará que permanezcan en ellos durante años. A los grupalistas les parece mal entrevistar juntos a estos cónyuges aunque vivan juntos y se vean a toda hora. A veces cuesta persuadirlos de que cambien su orientación grupal
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por la familiar. Aunque entrevisten a una familia entera, no la conciben como una organización. En la terapia grupal reina un pesimismo (quizás alimentado por los resultados terapéuticos) que hace difícil para el terapeuta grupal trabajar desde una perspectiva optimista. En el tratamiento del abuso de sustancias, los terapeutas grupales dicen a sus clientes que son incurables, que serán adictos crónicos y sólo podrán refrenarse (siempre temiendo las recaídas). Recuerdo el caso de una heroinómana de veintitrés años, a quien trajeron con su familia para hacer terapia. En la entrevista a solas, se puso llorar y dijo que tenía una enfermedad incurable (eso le habían dicho en varios programas de tratamiento antidrogas). El terapeuta familiar tuvo que luchar contra esa idea para lograr que la joven se aceptara a sí misma como una persona normal que tenía un problema. Los grupalistas no suelen ver el efecto que produce sobre una familia, o una comunidad, el estigma de un rótulo de patología. En otro caso, un padre vino a hacer terapia con su familia, diciendo que era alcohólico. Al preguntársele cuándo había tomado su último trago, respondió que hacía veintiséis años que no bebía. En todo ese tiempo, su familia lo había definido como una persona anormal, a pesar de que se había mantenido sobrio desde que nacieron sus hijos. En algunos casos, quizá sea preciso recurrir a ese estigma para persuadir a un cliente de la gravedad de un problema, pero cuando se aplica de manera irresponsable, a causa de una ideología, puede generar sufrimiento. En vez de calificar de enfermedad incurable la adicción de un cliente, más vale decir que los terapeutas sucesivos han fracasado en su enfoque del caso. También puede ser duro para un grupalista aceptar la idea de que los miembros de la familia deben ayudarse unos a otros a poner fin al consumo de drogas o alcohol. A su juicio, el familiar que ayuda es un «intensificador». Argumentan que los individuos adictos deben tocar fondo para cambiar, por lo que sus familias no deben estorbar su caída. Un hombre de unos cuarenta años, que vivía con su madre, que lo mantenía, mencionó a su terapeuta familiar que ella era alcohólica; el terapeuta le pidió que la trajera a una entrevista. Además de beber, estaba enferma y la bebida la mataría. El hijo se rehusó a traerla, aduciendo que sería un error intentar ayudarla porque él, se convertiría en un intensifica-
dor. Estaba dispuesto a dejarla morir antes de infringir la regla de Alcohólicos Anónimos que prohibe prestar ayuda. La idea de que los miembros de una familia no deben ayuutuamente a combatir el abuso de sustancias data darse m una época en que los terapeutas no sabían organizar a de las familias como núcleos de ayuda mutua. Con un terapeuta competente, la familia con un miembro adicto ejerce sobre él una influencia mucho más positiva que un grupo de extraños. Programas residenciales Otro factor que hace dificil la formación de los grupalistas es que muchos de ellos trabajan en programas residenciales. Por la naturaleza misma de ese entorno, les cuesta coparticipar con los padres en una terapia familiar. Se encariñan con sus clientes, sobre todo cuando son niños desdichados que pasan gran parte de su tiempo en terapia y ven poco a sus padres. Comúnmente culpan a los padres por los suelen problemas de su cliente; cuando losdesautorizan Los pahostiles y críticos, y responden a este negativismo retrayéndose, y los tedres rapeutas rapeutas toman esta reacción como una prueba de que son padres ineptos. Los terapeutas tienden a ponerse de parte del cliente, a quien ven a solas. (Cuando un supervisor nota que un terapeuta en formación no simpatiza con un miembro de una familia, conviene que concierte una entrevista a solas entre ambos. Esto suele mejorar la situación.) En los casos de padres a quienes les han retirado la tenencia de un hijo, al personal le resulta difícil coparticipar con ellos para guiar al niño. También son frecuentes los casos de grupalistas que han tenido problemas de abuso de sustancias y están en conflicto con su propia familia. Prefieren excluir a los padres de la terapia. Cuando los grupalistas pasan a tratar pacientes externos, descubren que deben aprender a motivarlos por medios muy distintos de los que usaban cuando tenían autoridad sobre una persona en custodia. Por dificil que resulte formar a grupalistas en una terapia de orientación familiar, eso no significa que no pueda hacerse. Muchos se recuperan. 75
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El ideólogo Los ideólogos plantean problemas especiales durante su formación, si bien son más fáciles de formar que los grupalistas. Por lo general, los terapeutas universitarios quedan inmersos en teorías y diversos modos de clasificar los problemas de la gente. Aprenden a distinguir las escuelas de terapia guiándose por los textos. Dicen cosas como «,Es una terapia estructural, no estratégica?». Piensan que, si el maestro puede formular una diferencia, ellos sabrán mejor cómo hacer terapia. Cuando empiezan a practicarla, descubren que las personas en proceso de cambio requieren distintos criterios. La acción no ocurre en la mente sino en el mundo real. Recuerdo el caso de un terapeuta intelectual que fue educado un día por un jovencito que tenía una táctica para intimidar a sus padres: cuando no estaban de acuerdo con él, rociaba con gasolina toda la vuelta de los cimientos de la casa, y después se sentaba en los escalones de la entrada a encender fósforos. La mayoría de los terapeutas ideólogos dejan de serlo cuando enfrentan los problemas de la terapia y se interesan más por las destrezas que por las ideas. Algunos terapeutas en formación nunca logran pasar de la etapa teórica; el deber del supervisor es ayudarlos a salir de ella. Hace muchos años, Don Jackson me citó un ejemplo de esto. Hablábamos de los terapeutas que se atascaban en la teoría de las relaciones de objeto, y Jackson señaló que, para muchos de ellos, eso constituía una etapa. Estudiaban a Fairbairn y elaboraban en su mente una teoría de las relaciones de objeto. Una vez que podían hacer eso, también podían trasferir ese modo de pensar de las relaciones de objeto a las relaciones entre personas. Sin duda, todavía quedan algunos terapeutas, supuestamente familiares, que intentan salvar la teoría de las relaciones de objeto denominándola una forma de terapia familiar. No es raro que los ideólogos se muestren reacios a aceptar la idea de que deben producir un cambio en sus clientes. Se centran en comprenderlos (y a veces comparten con ellos tal comprensión). A este tipo de ideólogo le gusta concebir la terapia como un trabajo de arquitectura, y no de carpintería. Quieren ser profundos y prefieren los aspectos filosóficos de la terapia (en ocasiones se asemejan a los intelectua76
les franceses). Se entusiasman por cualquier nueva moda ideológica. Cuando el psicoanálisis era la ideología más popular, el ideólogo vivía inmerso en la teoría psicodinámica de la represión. Al cambiar las modas, estos terapeutas se zambullen en teorías sobre la estética de la terapia o debates sobre epistemología, constructivismo, procesos disociativos o cognición. Les cuesta centrar la atención en problemas concretos, como el del niño que se niega a ir a la escuela o el adolescente que se rehúsa a comer. Gustan de las categorías diagnósticas como «trastorno de personalidad fronteriza» y se extienden sobre ellas aunque no vengan al caso. El ideólogo hace que un supervisor comprenda que la terapia nació en la universidad y puede ser considerada un modo de vida intelectual más que un conjunto cl
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La influencia académica Formación de asistentes sociales La formación en las diversas profesiones asistenciales tiene en cada caso sus ventajas y sus dificultades. Hoy, en los Estados Unidos, la mayor parte de la terapia familiar está en manos de asistentes sociales; ellos son los más representados en los programas formativos y en los talleres de terapia. Una ventaja para su formación es su conocimiento de los sistemas sociales y su conciencia de las necesidades prácticas de los clientes. Han aprendido a obtener recursos cuando las familias los necesitan y tienen experiencia en el trato de familias de clase baja y media. Hacia comienzos del siglo XX adquirieron fama de saber manejarse con las familias; los clínicos de otras disciplinas que deseaban saber algo sobre terapia familiar recurrían a un asistente social. Pero la formación del asistente social no incluía el aprendizaje de la terapia familiar: en cambio, aprendían terapia individual y deseaban ser psicoanalistas (durante largo tiempo constituyeron el grupo más numeroso de psicoanalizados, porque analizarse les daba prestigio en su profesión). La terapia familiar se desarrollé fuera del campo de la asistencia social pero en la pasada década los asistentes sociales se entusiasmaron más por ella, y esto se refleja en el plan de estudios de sus programas formativos. El problema de la formación académica del asistente social ha sido que insiste más en la historia de la asistencia social que en generar un cambio terapéutico en un cliente. El plan de estudios tiende a ser simple y reducido. Reciben formación clínica más en sus empleos que en su trabajo académico. Por suerte, las escuelas de asistencia social están cambiando; muchas enseñan terapia e incluso dictan cursos prácticos de terapia familiar en consultorios con espejo de visión unilateral. Esto obedece en parte a las presiones de los mismos asistentes sociales, quienes, ya graduados, descubren que no poseen los conocimientos necesarios para hacer terapia y deben buscar una formación de posgrado en instituciones privadas. Las ideas académicas sobre la supervisión cambian más despacio que las prácticas terapéuticas en el campo. En las escuelas de asistencia social, todavía se enseña la teoría psicodinámica.
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Citaré un ejemplo de la formación que recibían antiguamente los asistentes sociales. Hace pocos años, una joven asistente social me planteé el caso de un niño pequeño que encendía fuegos no sólo en su casa sino dondequiera que fuese. En la clínica de psiquiatría infantil, su costumbre era arrojar fósforos encendidos en las papeleras. La asistente social me conté que acababa de graduarse y nadie le había enseñado a hacer terapia, en particular con un niño incendiario. Al confesarles esta carencia, sus superiores le dijeron que no se preocupara: el niño seria sometido a varios tests y, en una reunión del personal, le indicarían el proceder. En realidad, en esa clínica de psiquiatría infantil —como en tantas otras clínicas de niños— siempre se aplicaba el mismo método: alguien veía al niño en sesiones de terapia lúdica mientras que un asistente social entrevistaba a los padres. Desde luego, este niño fue sometido a tests y la asistente social entrevisté a ambos progenitores. Varias semanas —y varios incendios— después, el personal se reunió para considerar el caso. Pasaron revista a los resultados de los tests y al material recogido en las entrevistas a los padres. Llegaron a la conclusión de que el niño era un piromaniaco, y hubo un debate acerca del significado psicodinámico de la piromanía. Al término de la reunión, el director de la clínica, que la había presidido, se levantó y dijo: «Bien, es evidente que se trata de un problema edípico». Se retiraron todos. La asistente social se quedó sentada y se puso a llorar: en la escuela de asistencia social no había aprendido nada que la ayudara con este problema y tampoco había aprendido nada del personal de la clínica de psiquiatría infantil. Afortunadamente, esta historia tuvo un final feliz. Un psicólogo, terapeuta conducta!, pasó por la sala y vio a la asistente social llorando en la desierta sala de conferencias. Le preguntó qué le pasaba y, al enterarse de lo sucedido, dijo que había que hacer algo con la piromanía. «Veamos. Para encender fuegos, el niño debe encender fósforos», razoné como terapeuta conductal. Le sugirió que impartiera a los padres la directiva de dar al niño un centavo por cada diez fósforos intactos que les trajera. La asistente social se sintió complacida de tener algún plan de acción definido y se lo propuso a los padres. A su vez, ellos se sintieron complacidos de que, por fin, alguien les sugiriera una tarea dirigida a 79
resolver el problema. Al niño le gustó la idea y les trajo bastantes fósforos intactos. Dejó de encender fuegos, mientras la terapeuta trataba las cuestiones familiares. ;Qué contraste entre esa intervención y lo enseñado en la escuela de asistencia social! Pero los tiempos cambian: ahora los supervisores de asistentes sociales procuran formarse para enseñar terapia familiar contemporánea y, así, aprender a asesorar a sus supervisados para resolver los problemas de sus clientes. La formación de terapeutas de pareja y familiares es todavía muy nueva y tiene un plan de estudios impreciso. En las mejores escuelas, se enseña a los estudiantes a tratar diversos problemas del niño y la familia. En las peores, sólo los preparan para que aprueben los exámenes de matriculación que se exigen en el estado, con lo cual sólo aprenden ese material y no a hacer terapia. Quienes diseñan los planes de estudio no parecen ver en esta nueva profesión una oportunidad de abandonar los temas irrelevantes que se arrastran de los viejos programas formativos. En cambio, insisten mucho en la supervisión conversada y dedican centenares de horas a esto. Si los terapeutas en formación reciben supervisión en vivo, es en sus lugares de trabajo.
Formación de psicólogos Los psicólogos se forman en principio aprendiendo métodos de investigación; hasta hace poco, su formación clínica tenía una importancia secundaria y carecía de prestigio. Pero hoy se la toma bastante en serio, en parte porque se ha vuelto una profesión lucrativa; los psicólogos han llegado al extremo de intentar limitar el número de colegas clínicos en actividad aumentando la dificultad de los exámenes de matriculación. En las universidades, la carrera de psicología dura varios años, pero no parece que se dedique mucho tiempo a aprender técnicas terapéuticas. Se hace un estudio extensivo de la psicología anormal, pero no se enseña a producir cambios en esas anormalidades. Los psicólogos estudian las diversas escuelas de terapia y su historia, y asisten a conferencias sobre esos temas. Por lo común, el resultado es un terapeuta con un punto de vista ecléctico que se cree obligado a no tomar una posición personal acerca de cómo
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hacer terapia, pues pecaría de una excesiva estrechez de miras. El mérito de una formación psicológica universitaria está en su amplitud intelectual que puede inducir una actitud científica. A su término, los graduados son capaces de examinar con ojo crítico las ideas sobre la terapia. Si hacen un internado en un hospital psiquiátrico, podrán observar la atención de personas con problemas graves y participar en ella; esta experiencia los ayudará a reconocer esos problemas cuando se presenten en la práctica privada. Si la actitud de investigación adquirida impregna su enfoque terapéutico, quizá los ponga en desventaja como terapeutas. Los investigadores aprenden a ser objetivos y neutrales; no se involucran personalmente en el experimento y se cuidan de influir en la información. En terapia ocurre exactamente lo contrario. Un terapeuta tiene que involucrarse, no debe ser neutral, y la principal tarea terapéutica es influir sobre los datos y modificarlos. A muchos terapeutas en formación con estudios de psicología tal vez les cueste cambiar de posición. Si reciben una formación en terapia conductal, aprenden a ser más activos. No es raro que intenten retener la influencia de su formación académica haciendo una terapia basada en la cognición. El uso de la terapia para imponer la racionalidad a sus clientes les parece compatible con su formación académica. Por supuesto, en los departamentos de psicología de las universidades norteamericanas no hay una ortodoxia sino una diversidad de criterios. La ideología de un departamento puede diferir notablemente de la ideología de otro. En consecuencia, un supervisor no hará conjeturas sobre el psicólogo que viene a formarse con él. Hace unos años, dicté una conferencia en la Universidad de Nueva York y el debate con los estudiantes se mantuvo enteramente dentro de un marco psicodinámico. Ese mismo día, horas después, fui a dirigir un seminario en Stony Brook y no 01 mencionar ninguna idea psicodinámica; allí, la discusión giró en torno de una discrepancia entre los partidarios de Skinner y los de Wolpe sobre el mejor modo de abordar la terapia. Sin embargo, las dos universidades quedaban a pocos kilómetros de distancia.
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Formación de psiquiatras Quien haya dictado seminarios de terapia a psiquiatras residentes, habrá advertido un deterioro constante del foco terapéutico. (Para una discusión de temas relacionados con la formación de psiquiatras en terapia clínica, véase el capitulo 7.)
Conclusión Cuando los estudiantes me preguntan qué tipo de profesión les conviene abrazar para aprender a hacer una terapia eficaz, a menudo debo señalarles que todo depende de la escuela y el departamento a los que se asocien. He visto tantos desengaños que suelo advertirles que no esperen aprender mucho sobre terapia clínica durante su formación académica; les aconsejo ver en el título universitario un carné de afiliación gremial que los autoriza a ejercer como terapeutas, y prever que su trabajo académico los decepcionará en el campo de la formación clínica. Durante muchos años, los terapeutas graduados en universidades tuvieron que formarse privadamente en institutos desvinculados de aquellas. Tal vez soplen nuevos vientos pero, aun así, debemos tener presente que las universidades están organizadas para guardar lo mejor del pasado y no para cambiar sus planes de estudio con cada capricho pasajero. Hay otro aspecto de los terapeutas en formación que adquiere dimensiones de problema. Se espera que los supervisores formen terapeutas provenientes de distintas clases socioeconómicas y grupos étnicos. La formación en terapia ya no es un monopolio de la clase media. Los pobres han entrado en este campo como clientes y terapeutas en formación; de igual modo, quienes buscan una formación representan una gama de nacionalidades de origen. Muchos europeos y latinoamericanos asisten a programas formativos mientras ejercen la docencia en Estados Unidos. Recientemente ha aumentado el número de terapeutas en formación provenientes de toda Asia. Es bueno que los clientes de diferentes grupos étnicos puedan recurrir cada vez más a terapeutas que los comprendan mejor por compartir su mismo
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origen cultural. El interés de los miembros de grupos minoritarios en hacer terapia y en solicitarla beneficia igualmente a los supervisores, porque les permite conocer mejor la cultura de sus clientes de ese origen y aplicar esta comprensión a su propia práctica clínica. El idioma es un motivo de preocupación primordial con los terapeutas en formación extranjeros. Algunos apenas si hablan inglés y deben actuar como observadores mientras lo aprenden. O un terapeuta extranjero que aprendió a hablar un inglés excelente fuera de los Estados Unidos no comprende nuestros modismos y vulgarismos. La mayoría de los terapeutas nacidos en el extranjero se encuentran en una situación intermedia. El enfoque estructural y organizativo de la terapia familiar permite resolver los problemas en aquellos casos en que la comunicación entre terapeuta y cliente es mínima. Si deseamos hacer una terapia que exija una discusión sobre el sentido de la vida, esa comunicación será desde luego más compleja. Recuerdo la experiencia didáctica de un psiquiatra italiano que apenas hablaba inglés y trató a una cliente afro-norteamericana que hablaba un dialecto casi incomprensible para él. El supervisor los alentó a luchar amistosamente por comprenderse y, gracias a la supervisión en vivo, pudo hacer sugerencias para aclarar los malentendidos. Entretanto, se resolvió el problema del hijo y los dos adultos llegaron a disfrutar del diálogo. El problema madre-hijo obedecía en parte a que la madre no lograba ponerse de acuerdo con su propia progenitora. La experiencia de conflictos similares entre su madre y su abuela, allá en Italia, permitió al terapeuta comprender ciertos aspectos del problema y ayudar a las dos mujeres a zanjar sus diferencias. Cuando el foco terapéutico es la familia, hay similitudes interculturales que hacen posible el tratamiento por un terapeuta cuya cultura difiere de la del cliente. El terapeuta quizá no sepa cómo tratar con una familia en esa cultura distinta de la propia (p. ej., a qué miembro debe preguntarle en qué consiste es el problema), pero la estructura y el sistema familiares le resultarán. conocidos. A menudo, la presencia, detrás del espejo, de un terapeuta en formación perteneciente a un grupo étnico afín ayuda a sus compañeros a reconocer las diferencias culturales cuando observan a una familia. Un terapeuta que trataba a
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una familia latinoamericana discutía la conducta machista del marido como algo aprendido de su padre y su abuelo. Un terapeuta «hispano» que observaba detrás del espejo corrigió esta opinión individual señalando que a muchas mujeres latinoamericanas les gusta que su marido sea machista porque eso lo hace más previsible y fácil de manipular. De ahí que algunas alienten ese comportamiento. Este punto de vista presupone que esa conducta cumple una función social actual en vez de obedecer a una causa pretérita. Muchas veces, la experiencia adquirida con una familia pobre o con un grupo étnico ayuda al terapeuta a comprender mejor a las familias de clase media; así, los supervisores deberían poner a sus supervisados en contacto con clientes pobres. Veamos un ejemplo. En ocasiones, un terapeuta escucha el siguiente comentario de una madre pobre que se interpone en el trato de su marido con su hijo adolescente: «Temo que mi marido mate a ese muchacho». Después de haber oído esto, al terapeuta le será más fácil comprender los verdaderos sentimientos de una madre de clase media que dice: «Temo que mi esposo pueda mostrar hostilidad hacia nuestro hijo». En realidad, expresa su temor de que lo mate. Trabajar con los pobres en la década de 1960 ayudó a muchos supervisores a orientarse hacia nuevos grupos étnicos, además de ampliar sus perspectivas terapéuticas. (En el capítulo 4 me extenderé sobre la influencia de los factores culturales y económicos en el tratamiento de los clientes.)
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4. El cliente
Hoy se espera que los terapeutas aborden todo tipo de problemas y de clientes. Incumbe al supervisor prepararlos para esa tarea imposible. En un programa ideal, el terapeuta en formación adquiriría experiencia en cada tipo de problema, familia y etapa de la vida, ya fuera como terapeuta o como observador situado detrás del espejo de visión unilateral. Claro está que, en la realidad, la selección de clientes para su tratamiento u observación por terapeutas en formación es limitada; no obstante, deberíamos esforzarnos por presentarles clientes de diferentes edades, clases socioeconómicas y etnias. Es preciso ponerlos en contacto con la mayor variedad posible de psicopatologías. Cabe esperar que tras esta formación los terapeutas sean expertos en determinadas áreas y tengan una noticia práctica sobre otras, y puedan tratar de manera competente la inmensa variedad de problemas que traerán sus clientes. El terapeuta que debe derivar al cliente que presenta determinado problema no ha recibido una formación completa. Los terapeutas en formación no aprenden adecuadamente si prevén la derivación rutinaria de los casos difíciles. Si la meta de su formación es enseñarles a resolver los problemas de una amplia variedad de clientes, los supervisores deben insistir en que no es habitual derivar casos a otros colegas. Pero hay circunstancias en las que es preciso derivarlos a otros profesionales diestros en determinadas técnicas: por ejemplo, un cliente con incapacidad de aprendizaje que necesite una desintoxicación o un examen médico. Además, corresponde la derivación si un cliente quiere cambiar de terapeuta porque, simplemente, le es imposible llevarse bien con el actual. No debe haber derivaciones para tipos específicos de problemas psicológicos, como problemas de la niñez, dificultades sexuales de la pareja, drogadicción grave o psicosis. Los terapeutas en formación deben apren-
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der que tienen la obligación de enfrentar cualquier problema que presente un cliente. Los clientes logran una mejoría óptima cuando se dan cuenta de que su terapeuta está decidido a resolver su problema y no se dará por vencido fácilmente. Aunque esto les cause ansiedad, los terapeutas en formación deben dar por descontado que a cierta hora tendrán que luchar, por ejemplo, con el problema de un adolescente que se fugó del hogar, y a la hora siguiente, con un problema de abuso sexual en una familia de inmigrantes en la que uno solo de sus miembros habla inglés. Tal vez les inquiete la perspectiva de abarcar todo tipo de problemas pero, a la larga, percibirán las ventajas de este método didáctico. La variedad de problemas que traerán sus clientes en el curso de su carrera profesional será tal que, cuanto más experiencia adquieran durante su formación, tanto mejor preparados estarán,
¿Quiénes deberían hacer terapia? Hay dos opiniones acerca de la terapia. Una dice que es para la persona que tiene un problema, para el individuo incapacitado que no puede resolver una dificultad. La otra afirma que es buena para todos porque nos ayuda a crecer y a ser mejores de lo que seríamos sin ella. Cada supervisor y cada terapeuta deben decidir cuál aceptarán. Esta decisión trae consecuencias. Si pensamos que la terapia es para quienes no pueden resolver sus problemas por sí solos, no trataremos a cualquier persona. Diremos al cliente, en una primera entrevista, que no necesita hacer terapia. Por otro lado, si pensamos que la terapia fue concebida para enriquecer a la persona y elevar su conciencia, aceptaremos como clientes a los que la soliciten porque todos somos capaces de mejorar. Entre las numerosas consecuencias resultantes del punto de vista adoptado, hay dos fundamentales: la jerarquía y el estigma.
La jerarquía Si creemos que cuanta más terapia se haga tanto mejor, habrá más terapeutas involucrados en el tratamiento de los miembros de una familia y la jerarquía que se establezca entre el terapeuta y los miembros de aquella se convertirá en un problema. Si cada familia tiene el mayor número de terapeutas posible durante el mayor tiempo posible, el resultado puede ser la confusión y no el cambio: los padres hacen terapia de pareja, cada hijo hace terapia individual y la familia en pleno hace terapia familiar. Desde el otro punto de vista, el del desarrollo organizacional y no individual, cuantos más terapeutas intervengan, tanto peor será el resultado. Probablemente, una bandada de terapeutas establecerá relaciones diferentes con cada miembro de la familia y tironeará hasta desmembrarla. Es inevitable que entren en conflicto, pues entre ellos habrá discrepancias justificadas. Cada miembro de la familia usará a su terapeuta para que lo apoye contra los otros. Mientras tanto, cada terapeuta se atendrá a una ideología cuya meta terapéutica sea ayudar al miembro de la familia a elevar su nivel existencial como individuo, subestimando las influencias personales que ejercerán él y sus colegas sobre los problemas organizacionales y jerárquicos de la familia. En un caso extremo, los terapeutas individuales tironearán de los padres hasta provocar su divorcio, confinar a los adolescentes en instituciones psiquiátricas o reformatorios y colocar a los niños en hogares de crianza; en suma, pueden desmembrar a la familia. Cuando hay varios terapeutas involucrados con una familia, tal vez sea conveniente que hagan una sesión ejecutiva para ver si, al menos, logran llegar a un consenso sobre las metas familiares. Esto requiere un grado razonable de refinamiento. La introducción de los servicios de salud gerenciados está cambiando este problema, al negarse a financiar a varios terapeutas.
El estigma La opinión de que la terapia está destinada exclusivamente a los inválidos emocionales redunda en su estigmati-
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zación. Según ella, algo anda mal en quienes hacen terapia y no pueden resolverlo por sí solos. En verdad, como el público en general todavía cree que sólo consultan a los terapeutas las personas con deficiencias, hacer terapia puede acarrear consecuencias en el trabajo, la escuela o la candidatura a un cargo público. Más aun, se diría que quienes hacen terapia familiar o de pareja son menos estigmatizados que quienes hacen psicoterapia individual. Nuestra concepción de la. terapia —si es buena para todos o necesaria únicamente para ciertas personas— afecta incluso su duración. Si la terapia es una manera de crecer, cuanto más se haga tanto mejor; dicho de otro modo, la terapia prolongada es mejor que la breve. Pero si opinamos lo contrario, la persona que hace terapia durante años nos parece más defectuosa que la que recibe terapia breve. Cada terapeuta debe elegir cuál de estas dos opiniones generales es la mejor. Si elige la primera, aconsejaríamos a sus clientes no presentarse como candidatos a presidente.
La diversidad socioeconómica Un joven miembro de una familia entrevistada dijo: «Justo antes de que el Chancho fuera a la cárcel, vino el Pintón y me vendió unos porros. Me hicieron viajar un poco y me pareció mejor que emborracharme, aunque no tengo un peso». El terapeuta que conducía la entrevista lo comprendió perfectamente. Muchos colegas —y sus supervisores— no entenderían ni jota. El terapeuta que trata a personas de diferentes clases sociales debe ser flexible. Algunas veces, el problema está en aprender a entender un dialecto distinto del nuestro. Otras, hay que aprender la jerga de los miembros de otra clase o generación. Si el terapeuta no comprende el dialecto de la familia de un cliente, lo habitual es que ella empiece a hablar en el idioma del terapeuta (y, en ocasiones, vuelva a su dialecto más natural cuando este sale del consultorio). Los terapeutas no deben fingir que entienden a los clientes cuyo dialecto desconocen, pues sería una actitud condescendiente; deben hacerles ver que se esfuerzan por comprender el sentido de lo que se dice.
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Tratar con los pobres significa comprender no sólo su lenguaje, sino también la cultura de la pobreza. Cierta vez supervisé a un joven de poco más de treinta años que se había criado en la pobreza y hacía terapia con familias humildes. Una madre de cincuenta años, que había solicitado tratamiento para su hijo, le pidió consejo sobre otras cuestiones privadas. Desde hacía varios años, convivía con un octogenario. El le daba dinero si lo necesitaba, y en una ocasión le había pagado el viaje para que pudiera asistir a un funeral importante para ella. Quizás a causa de su terapia, recientemente había empezado a disfrutar más de la vida. Por ejemplo, había comenzado a salir con un hombre cincuentón y los dos pasaban buenos ratos juntos. ¿Qué debía hacer: quedarse con el octogenario o unirse al hombre más joven? Supuse que el terapeuta le aconsejaría irse con el más joven y gozar de la vida. Pero él provenía de la cultura de la pobreza y pensaba de otro modo: le aconsejó que se quedara junto al octogenario. Había demostrado ser un hombre digno de confianza y servicial (le pagó el viaje para que asistiera al funeral), en tanto que se desconocía el grado de confiabilidad del cincuentón, a quien apenas conocía desde hacía un tiempo. He aquí un ejemplo de un supervisor que aprende de un terapeuta en formación lo que significa ser pobre. A un terapeuta o supervisor de clase media tal vez le cueste comprender cómo se vive en la pobreza. Los psicoterapeutas sólo empezaron a tratar a los necesitados en la década de 1960; para ello hubo que introducir serios ajustes en la terapia tradicional. Por ejemplo, comenzó a ser menos intelectual y más conductal; este cambio ayudó a muchos terapeutas intelectuales a entrar en el mundo real. Si comparamos la situación actual con la de la década de 1960, diríamos que los pobres tienden a pasar de moda, aunque siempre los tendremos con nosotros. Es igualmente importante que los terapeutas en formación aprendan a tratar con familias de clase media y alta. Aunque exista similitud entre el sistema y la estructura familiares de dos clases socioeconómicas, la relación y las intervenciones terapéuticas son diferentes. El supervisor tiene que comprender la estructura de clases lo suficiente para poder guiar al terapeuta cuyo cliente pertenezca a una clase social distinta de la propia.
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Por suerte, los clientes rechazados por los clínicos por carecer de dinero o cobertura siempre están disponibles para los programas formativos. Es imprescindible que su terapia iguale en calidad a la que se provee a quienes disfrutan de una posición económica más segura. No debería haber una terapia de segunda clase para los clientes atendidos por terapeutas en formación.
Etnia y nacionalidad Una escuela secundaria de Maryland celebró recientemente un festival multicultural en el que estuvieron representados ciento ochenta grupos étnicos. Si bien es probable que la clientela de un terapeuta no abarque semejante variedad de culturas, también lo es que recalen en su consultorio representantes de por lo menos la mitad de ellas. Incumbe al supervisor preparar a los terapeutas para esta diversidad. Cuando nació la psicoterapia, en el siglo XIX, el programa formativo no tomaba en cuenta esta diversidad cultural de la clientela. De hecho, había resistencia a adop tar un punto de vista multicultural. Recuerdo haber asistido a una reunión de la Psychoanalytic Society de San Francisco, allá en la década de 1950, para escuchar la disertación de un psiquiatra indio. Partió de la premisa de que a culturas distintas corresponden problemas psicológicos diferentes y describió una subcultura de la India donde los padres sólo podían reñir a causa de su hijo mayor; esto es, si discrepaban en algo, debían definir tal discrepancia como un desacuerdo en torno de ese hijo. El psiquiatra señaló que el terapeuta tenía que tomar en cuenta esta regla cultural al considerar el complejo de Edipo de un paciente; además, el conflicto edípico de un individuo de esta cultura diferiría, por fuerza, del de un paciente vienés. Al término de la disertación, el presidente de la Psychoanalytic Society se puso de pie y opinó que el disertante sencillamente no había comprendido el conflicto edípico, y entonces no debía hablar de él ni imponer sus puntos de vista a otros. Muchos de los analistas presentes se sintieron tan molestos y avergonzados como yo ante esta réplica grosera a un colega reflexivo. El psicoanálisis murió quizá por actitudes como esta.
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La terapia ya no es un monopolio de la cultura dominante. Hay una diversidad cultural tanto entre los clientes como entre los terapeutas. He supervisado a terapeutas provenientes de Escandinavia, Alemania, Argentina, Puerto Rico, Israel, Italia y Japón, para nombrar unos pocos, así como a norteamericanos descendientes de distintas etnias. En ocasiones podernos proporcionar a una familia un terapeuta que pertenezca a la misma cultura. Cuando tal arreglo es posible, se comprenden mejor durante la entrevista. Sin duda, se da el caso de que cliente y terapeuta pertenezcan al mismo grupo étnico pero a clases o religiones diferentes, y estas diferencias pueden causar dificultades. Hace poco, trajeron a una sala de guardia a un hombre que parecía haber enloquecido. Hablaba en un idioma que ningún miembro del cuerpo médico lograba comprender. Por fin, llegaron a la conclusión de que era camboyano y contrataron a un intérprete para averiguar qué lo afligía. El intérprete resultó ser un vietnamita que odiaba a los camboyanos y se negó a hablarle al paciente. Estos problemas han dejado de ser insólitos.
Formación para tratar a clientes de otras culturas La misión del supervisor es enseñar a los terapeutas en formación a hacer terapia con personas pertenecientes a distintos grupos étnicos y poseer la flexibilidad suficiente para cambiar de marcha entre dos sesiones sucesivas. Por ejemplo, en la primera hora, un terapeuta entrevista a una pareja de jóvenes norteamericanos que se consideran iguales; en la hora siguiente, quizá vea a un hombre oriundo del Medio Oriente que se rehúsa a ser entrevistado junto con su esposa. Los supervisores deben ayudar a sus supervisados a hacer terapia pese a sus limitados conocimientos de la cultura de un cliente, Hay dos enfoques posibles: el antropológico o el familiar sistémico. El enfoque antropológico Los supervisores pueden tomar por modelo a los antropólogos y acopiar conocimientos sobre la cultura a la. que
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pertenecen los clientes de sus terapeutas en. formación. Así estarían en condiciones de alertados para las diferencias culturales. Veamos un ejemplo. Una madre trajo al consultorio a su hijo adolescente y el terapeuta definió su problema como un caso típico de depresión. La madre mencionó, casi al pasar, que su hijo sufría porque ella estaba embrujada. El supervisor le pidió entonces al terapeuta que desplazara el foco de atención e indagara quién la embrujaba y con qué propósitos. Finalmente, se tejió la hipótesis de que la mujer intentaba reunirse con su familia en su país de origen. Creía que la única persona capaz de salvarla del hechizo, y sacar a su hijo de su depresión, era un chamán de su tierra natal. En otras palabras, la desdichada madre deseaba reunirse con su familia y la necesidad de un chamán que tratase la depresión de su hijo hacía inevitable el regreso al hogar. Como siempre, la familia educará al terapeuta que la escuche. Gregory Bateson enseñaba a psiquiatras residentes (muchos de los cuales jamás habían leido un libro, salvo los textos de medicina) presentándoles una visión más amplia del mundo. Recuerdo aquel día en que disertó sobre una cultura cuyos miembros creían que ellos no dictaban leyes: simplemente, descubrían las leyes hechas por un poder superior. Uno de los residentes exclamó indignado: «¡Esa gente está loca! ¡Sin duda, las personas hacen las leyes!». Bateson respondió con benevolencia, sin recordarle siquiera que su propia religión atribuía el dictado de las leyes a Dios. Los terapeutas deben poseer conocimientos antropológicos suficientes para apreciar las similitudes y diferencias culturales pero,• aun así, su misión es hacer terapia y no buscar una comprensión académica. Supongamos el caso de una joven pareja recién casada que se muda al hogar de los padres del marido. La esposa queda sometida a la autoridad tiránica de la suegra y estalla un conflicto. Ante esta situación, a una pareja norteamericana se le podría aconsejar que se fuera a vivir a otra parte. En una cultura en la que este arreglo constituye una norma milenaria, tal solución se consideraría indecorosa, y habría que buscar otra. Los terapeutas deben adaptarse a ciertas premisas básicas de una cultura. Si un marido no quiere sentarse junto a su esposa y tratarla de igual a igual, podemos entrevistar a los cónyuges por separado y resolver sus problemas. La meta no es
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inducir a los miembros de la familia dienta a comportarse como los miembros del grupo étnico al que pertenece el terapeuta, sino resolver su problema respetando su cultura. El terapeuta que adopta un punto de vista antropológico estudia los sistemas de parentesco, el entrenamiento del niño en el aseo personal y el control de esfínteres, los hábitos alimentarios, las actitudes hacia los ancianos, etc. El problema está en que los terapeutas sencillamente no tienen tiempo para investigar el grupo étnico de cada nuevo cliente. Aun si lo tuviesen, les sería imposible aprender lo suficiente para familiarizarse con todos los matices de esa cultura. Hasta los antropólogos se limitan a estudiar una o dos culturas, y algunos dedican toda su vida a eso. Un terapeuta reflexivo puede pasar horas enteras con una familia recogiendo sus opiniones acerca del significado de la vida, pero la meta terapéutica es provocar los cambios buscados por los clientes y no que estos instruyan al terapeuta sobre su cultura. El enfoque familiar sistémico
La otra alternativa en la enseñanza del manejo de la diversidad cultural es generalizar a partir de una visión organizacional de la familia y utilizar nuestro conocimiento de los sistemas familiares para buscar el modo de intervenir eficazmente en cada familia. Fundamentalmente, suponemos que la presencia de dificultades interculturales es lo que motiva a muchas familias de inmigrantes a solicitar tratamiento. Las distintas reacciones de sus miembros frente al hecho de haber emigrado a Estados Unidos constituyen un problema típico de estas familias. Los hijos aprenden pronto el inglés y quieren adoptar las costumbres norteamericanas en tanto que los padres desean preservar su cultura, incluidos los métodos tradicionales de crianza. Con frecuencia, la esposa consigue empleo, no así el marido. Su trabajo y su asociación con mujeres norteamericanas le dan una independencia mayor de la que tenía. El marido puede sentirse amenazado en sus derechos patriarcales y golpea a su mujer. Interviene la policía y sólo entonces él se entera de que la ley norteamericana prohibe castigar a la esposa. El juez se hace cargo de la situación y deriva a la familia a un
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terapeuta. ¿Qué necesita saber este sobre la cultura de la familia para resolver tales problemas? No son exclusivos de una cultura en particular. La familia cuenta quizá provenga de la India, y el padre use el típico turbante sij; o de una aldea guatemalteca, o de una ciudad portuguesa. El problema esencial es su adaptación a una cultura diferente. Los terapeutas deberían informarse al máximo sobre la cultura de una familia dienta, mas la imposibilidad de conocer todas las culturas impone una simplificación. Sería estupendo que los terapeutas en formación y sus supervisores conocieran a fondo la cultura de cada cliente, pero es improbable que ello ocurra. Su deber no es ser una autoridad en la cultura de una familia, sino comprender a esta lo suficientemente bien como para hacer intervenciones terapéuticas. Los supervisores han de saber cómo ayudar a los terapeutas en formación a entrevistar cortésmente a clientes de diversas culturas; deben enseñarles a asumir una actitud respetuosa hacia todos los modos de vivir y pensar que existen en el mundo. Dada la imposibilidad de conocer todas las culturas, el terapeuta debe explorar al cliente durante la terapia. Está bien que le diga: «Desconozco cómo ve usted estas cuestiones. ¿Cómo abordaría el problema si estuviera de regreso en su país natal?». Pero si el terapeuta comete una torpeza en su trato social, algunas familias, en particular las asiáticas, no siempre la comentan porque desean ayudarlo a salvar las apariencias. Si se les pregunta cómo abordarían este problema en su país de origen, no es raro que la discusión derive en la elaboración de un plan que tome en cuenta sus costumbres. Además, esta indagación da pie a que la familia corrija cortésmente la interpretación errónea de la situación, comparándola de manera implícita con su propio enfoque. Lo importante aquí es la relación entre el terapeuta y el cliente. En algunas culturas, quienes buscan ayuda quieren una autoridad que les diga lo que deben hacer, y no una discusión exploratoria. En cambio, los miembros de otra cultura opondrían resistencia a un terapeuta autoritario y buscarían una forma de consulta más suave. En ciertas culturas latinoamericanas, el poder ejercido por el padre es tal que el terapeuta que lo desaire corre el riesgo de perder el caso; en otras, es incorrecto discutir cuestiones de adultos en presencia de niños.
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Un enfoque familiar sistémico de los problemas psicológicos permite su resolución cuando la comunicación entre el terapeuta y la familia es mínima. Es preciso admitir que en muchas culturas el padre es quien manda (o la familia lo trata como si mandara); cuando las influencias interculturales echan por tierra esa autoridad, surge un dilema familiar que puede adoptar diversas formas. En toda cultura hay conflictos con los adolescentes y con quienes se casan con personas pertenecientes a otra casta o clase. También hay padres desunidos por sus discrepancias sobre el modo de disciplinar a los hijos, y hermanos rivales. Las cuestiones psicológicas implícitas en un caso pueden parecer simples y, sin embargo, ser difíciles de resolver. Una madre italiana trajo a su hija de quince años con quien estaba en conflicto. La hija quería empezar a salir con muchachos y la madre pensaba que aún era demasiado joven para eso. La hija, una muchacha alta, rubia y atractiva, insistía en que todas sus amigas quinceañeras salían con. muchachos. La madre decidió que necesitaba el respaldo de su familia en esta cuestión y tomó una medida algo costosa: llevó a su hija a Italia para que su abuela materna, que siempre había sido una madre severísima, hablara con ella. A la abuela le pareció maravilloso que las chicas de quince años salieran a divertirse con muchachos. La madre regresó a Estados Unidos furiosa, y ahora buscaba a un terapeuta que le ayudase a resolver el problema. El desaliento del supervisor frente a la diversidad étnica es menor entre los que enseñan a abordar cada familia como un caso único que entre los que utilizan el enfoque antropológico. Si diseñamos una terapia para una familia en particular, las diferencias culturales y de clase pierden importancia y la exploración de los problemas familiares genera soluciones. Un enfoque terapéutico centrado en los problemas familiares, que atribuya el origen de los síntomas psicológicos a conflictos estructurales de la familia, es sumamente eficaz y requiere menos conocimiento de las premisas de una cultura. Los supervisores que lo adoptan deben enseñar a sus terapeutas en formación a reconocer los problemas familiares típicos y atenerse a las reglas de cortesía necesarias para hacer coparticipación con clientes de distintos grupos étnicos. También deben enseñarles a hacer intervenciones 95
tentativas y observar la respuesta del cliente. Los terapeutas angustiados preferirían que les fijaran reglas rígidas y procedimientos estándar, pero los supervisores deben enseñarles a asumir una actitud experimental. Cada familia, sea cual fuere su cultura, es diferente de las demás, y los terapeutas están obligados a determinar experimentalmente cómo coparticipar con ella, comprender sus problemas y proponerle diversos modos de resolverlos. Es frecuente que un terapeuta y su cliente enfrenten con buen humor sus dificultades de comunicación y disfruten de la terapia. A veces esa colaboración se pierde si tercia un intérprete, en la medida en que la familia tienda a prestarle más atención que al terapeuta. (En general, no es aconsejable que un miembro de la familia haga las veces de intérprete. Más vale que lo provea el terapeuta.) En algunos casos, el intérprete oculta ciertas ideas al terapeuta. En otros, su falta de habilidad para mantenerse neutral puede causar problemas. Cuando se dialoga en varias lenguas (entre ellas la de signos, para comunicarse con un cliente sordo), el supervisor debe hacer un llamado general a la paciencia. Si el programa formativo trae incorporada la noción de un respeto mínimo hacia toda persona, los terapeutas en formación provenientes de distintas culturas se respetarán mutuamente y respetarán las costumbres de sus clientes. CASO ILUSTRATWO
Las posibilidades que ofrece la terapia étnica quedan demostradas en el siguiente caso, dificil pero con final feliz. Una joven terapeuta japonesa que asistía a un programa formativo sabia poco inglés y lo hablaba con cortedad. La situamos detrás del espejo de visión unilateral, sentada junto a otros terapeutas en formación, para que observara los casos y pudiera seguirlos mientras perfeccionaba su inglés. (Estaba previsto que, finalmente, haría terapia familiar en ese idioma.) Un día nos derivaron a una familia japonesa que apenas hablaba inglés. Para la joven terapeuta fue un placer entrevistarla y hacer terapia en su propia lengua. Ella misma trajo a un intérprete que tradujera las conversaciones para el supervisor y los principiantes, detrás del espejo.
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En la primera entrevista, nos enteramos de que la joven pareja tenía un hijo y venía a hacer terapia por orden judicial: el marido, un empresario sumamente exitoso, había golpeado a la esposa. El sentía ira frente a ese tratamiento compulsivo y se preguntaba, perplejo, por qué era ilegal que un hombre golpeara a su mujer. También estaba mortificado, pues tomaba su arresto como una humillación. La terapeuta tenía el problema de ser la experta encargada de tratar a esta pareja pero, también, ser mujer en una cultura que tendía a considerarlas inferiores a los varones. La terapeuta se las ingenió, muy diestramente, para coparticipar con el marido en sus dificultades, ganarse su respeto como profesional y alentar a la esposa a no dejarse golpear. Sus intervenciones fueron calmando la ira de la pareja. Entretanto, detrás del espejo, el supervisor luchaba por comprender lo que sucedía, con la ayuda del intérprete que, vivamente interesao por el diálogo, a menudo olvidaba traducirlo. Por suerte, la terapeuta había aprendido mucho de las entrevistas observadas y necesitó poca orientación. El caso requirió una terapia breve y, en la entrevista de seguimiento, supimos que había tenido éxito: la violencia no había reaparecido en el hogar y la pareja se llevaba mejor. La terapeuta impresionó a su supervisor por el modo en que puso fin a la terapia: en la última sesión, introdujo una ceremonia durante la cual sacó a relucir una pequeña botella de champaña e intercambió placenteros brindis de despedida con la pareja. Un terapeuta de otra nacionalidad quizás habría obtenido un resultado igualmente feliz, pero no habría conducido el caso con tanto donaire y elegancia. Fue todo un ejemplo de que el hallarse inmerso en la cultura del cliente permite al terapeuta evitar su resistencia y lograr que acepte sus intervenciones.
La edad del cliente Es natural que los terapeutas prefieran hacer terapia con personas en cuya compañía se sientan cómodos. Por lo común, son clientes de cierto grupo etario o con determinado tipo de problema. Un número sorprendente de terapeu-
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tas dicen haber abrazado esta carrera porque deseaban ayudar a los adolescentes. Pero los terapeutas jóvenes suelen hallarse en una etapa de la vida en la que tienen problemas con sus padres, y esta parcialidad puede influenciar su trabajo. Muchos se recuperan de esta predisposición cuando se convierten en padres. Recuerdo el comentario de un psicólogo de niños: tras haber adoptado a dos bebés, deseé poder disculparse ante las madres a quienes había aconsejado en el pasado, es decir, cuando no tenía una idea concreta de los problemas que planteaba la crianza de los hijos. Los terapeutas en formación deberían tener una experiencia directa en el trato con niños, adolescentes, adultos y ancianos, y con toda clase de diagnosis. Ya no podemos limitar las destrezas terapéuticas a un solo grupo etario. Los niños difícilmente llevan una vida independiente; por lo tanto, un terapeuta de niños debe ser igualmente capaz de tratar a un padre deprimido o a una red familiar difícil. Los padres de niños perturbados suelen tener problemas personales y el terapeuta necesita saber cómo ayudarlos.
que, si lo hacía, sólo lastimaría los sentimientos de muchos colegas que no sabían hacer otra cosa con los chicos.) El niño que tiene un síntoma tal vez exprese los problemas de una red social y conviene entrevistarlo en ese contexto. No obstante, el terapeuta debe respetar también las necesidades individuales del niño y ayudarlo a salir de su difícil situación. En la época en que yo intentaba imponerle la ideología de la terapia familiar, Milton Erickson me dijo: «Unas veces, un niño apila unos cubos para complacer a sus padres; otras, los apila para darse el gusto». Veamos cómo puede ayudar un supervisor a que un terapeuta coparticipe ' on un niño. Verlo a solas y sentarse a su lado, en el piso, puede ser un buen comienzo. Es importante mantenerlo ocupado. Conviene tener un pizarrón en el consultorio para que los chicos puedan expresarse por su intermedio y de ese modo informen al terapeuta sobre sus capacidades y limitaciones. Los terapeutas que han sido maestros de escuela suelen ser más capaces de organizar a un grupo de hermanos para poder avanzar en su trabajo con los padres. La mayoría de los problemas infantiles se sitúan en un punto intermedio entre dos extremos: el niño es retraído y hay que inducirlo a comunicarse mediante halagos, o es muy inquieto e incluso violento, y hay que refrenarlo de una manera segura. La mayoría de los problemas infantiles expresan conflictos entre los adultos que deben mantener trato con ellos. Por cada par de adultos en conflicto a causa de un niño (p. ej., madre y padre, padre y abuela, madre y maestra) hay un aumento de la perturbación e hiperactividad del niño en cuestión. En general, los supervisores ayudan a que los terapeutas aprendan a coparticipar con los niños adoptando una actitud juguetona. Resulta especialmente útil observar a otros terapeutas experimentados en el trabajo con niños. El problema del niño cumple una función en una situación social; los terapeutas en formación deben aprender a no desatenderla y, al mismo tiempo, no permitir que este centramiento en la situación social deje desatendidos o no resueltos los problemas personales del niño. Un programa formativo debe enseñar a los terapeutas a manejarse con niños de diversas edades dentro de sus contextos sociales. Esto no significa necesariamente la introducción inmediata
Tratamiento de niños El trabajo con niños requiere una aptitud especial para comunicarse. Tener hijos propios es una ayuda. Unas veces, el niño es el problema presentado; otras, lo traen simplemente como integrante de la familia. En uno u otro caso, el terapeuta debe ser capaz de hacer coparticipación con el chico y el supervisor tiene que orientarlo en esto. Recuerdo haber oído decir a un terapeuta, dirigiéndose a un niño de cinco años: «,Has considerado la derivación de tus problemas?». Ese colega nunca había entrevistado a una persona menor de veintiún años; una de las tareas didácticas de su formación fue introducirlo en el trato con niños. La enseñanza de la terapia lúdica a los terapeutas en formación busca, entre otros fines, ayudarlos a comunicarse imaginativamente con los chicos. La terapia lúdica tal vez no cambie al niño que tiene un problema, pero educa al terapeuta inexperto. (Nathan Ackerman, terapeuta familiar y psiquiatra de niños, me dijo cierta vez que no creía que la terapia lúdica hubiera cambiado jamás a un niño. Le pregunté por qué no había dicho eso públicamente, y respondió
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del contexto social en el consultorio, como sucede cuando se entrevista a la familia en pleno. Los terapeutas tienen que aprender diferentes modos de introducirse en una familia. Si un adolescente se porta mal en un intento de reconciliar a sus padres, tal vez sería sensato no abordar esa cuestión de inmediato. Por ejemplo: en una sesión familiar, una adolescente deprimida no quería expresar sus pensamientos. Aparentemente, sus padres estaban en conflicto por ella y, además, experimentaban malestar entre ellos. El supervisor tuvo que decidir cómo abordar este problema. En la entrevista a solas, la hija reveló al terapeuta que había mantenido relaciones sexuales con su novio, y enseguida él había roto con ella. Esto la afligía, pero su mayor motivo de preocupación resultó ser su incertidumbre sobre cómo tratarlo cuando volviera a verlo. La terapia abordé primero esta cuestión y después se ocupó de los problemas familiares. Sea cual fuere el problema estructural de la familia, un niño o adolescente puede tener inquietudes inmediatas absolutamente personales que es preciso tratar. Por ejemplo, una adolescente que tiene problemas como un medio de reconciliar a sus padres además sufre ella misma y necesita que la asistan antes de poder ayudar a sus padres. El supervisor debe enseñar al terapeuta en formación a establecer prioridades.
que estaba enojada con ellos. Esta decía que la esposa de su hijo era «la peor nuera del mundo». No parecía prudente reunirlos a todos al comienzo de la terapia. En la entrevista individual, la octogenaria se mostró más deseosa de vivir con su hijo y su nuera que sola. Al hacerse expulsar de la residencia geriátrica y negarse a abandonar el hogar de su hijo, trataba de obligarlo a darle albergue. Pero el hijo y la nuera no querían que viviera con ellos. Ya tenían en su casa a los padres nonagenarios de la esposa, lo cual encolerizaba igualmente a la anciana. Si habían podido acoger a sus consuegros, ¿por qué no podían recibirla a ella? Era evidente que la familia estaba en esa etapa de la vida en la que hay que hacer algo con un progenitor entrado en años; es una de las etapas más arduas tanto para las familias como para los terapeutas que procuran brindarles ayuda. En este caso, el terapeuta logró ayudar a la anciana a dominarse y a ser más razonable con su hijo y su nuera. Después, estos pudieron iniciar la terapia con una actitud positiva y no iracunda. Finalmente, la familia acordó que la anciana ocuparía un departamento en una residencia geriátrica, los domingos cenaría con su familia y participaría en las actividades de sus nietos. En muchas situaciones de crisis, más vale que el terapeuta haga avanzar a sus clientes paso a paso en vez de convocarlos a una sesión cargada de confrontaciones iracundas.
Tratamiento de ancianos El arte de la supervisión consiste en ayudar a los terapeutas a aprender a cambiar una situación mientras se centran en las necesidades particulares de la persona afectada por un problema. Entrevistarla a solas y hacer pasar a la familia después puede ser una táctica adecuada para muchos grupos etarios. Una mujer de ochenta y cuatro años fue expulsada de su residencia geriátrica por mala conducta. Durante una visita al hogar de su hijo, se sentó en el piso de la cocina y se negó a marcharse. Un centro de crisis nos la derivó. En un caso así, de ordinario se invita a participar en la terapia a las personas vinculadas a la vida de la anciana, incluidos su hijo, su nuera y sus nietos, pero la información recibida del centro que había hecho la derivación parecía indicar que el hijo y su esposa estaban furiosos con la anciana,
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La psicopatología del cliente Si en el ejercicio diario de su profesión los terapeutas han de tratar toda la gama de problemas psicológicos, durante su formación deben tener acceso a una población de clientes lo más variada posible. La especialización excesiva no es práctica. No obstante, en la realidad, los clientes que vemos en un programa formativo (p. ej., en una clínica de orientación del niño) a veces difieren radicalmente de los que trataremos en el curso del tiempo. Supongamos que decido dedicarme únicamente a la terapia de pareja. ¿Qué hago si un cónyuge tiene una compulsión o está deprimido? También podría haber un conflicto conyugal a causa de un niño problema y es sabido que las suegras desempeñan un
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papel central en algunos problemas conyugales. En otras palabras, pronto aprendemos que para intentar especializarse en un solo tipo de psicopatología es preciso fingir que no hay otras personas involucradas. Más vale tener una visión más amplia de la terapia y adquirir una mayor variedad de destrezas, Un terapeuta en formación tal vez sea más experto en ciertos problemas pero, aun así, debería ser capaz de abordar el amplio espectro de problemas que aparecen en el consultorio. Los colegas especializados en un solo tipo de terapia (p. ej., la grupa' ola que prescribe medicación para todo problema) pueden causar dificultades. Los supervisores deben enseñar a los terapeutas a manejarse con estos colegas de modo tal que la atención al cliente no sea el chivo expiatorio de las discrepancias entre los profesionales. Por ejemplo, cuando un psiquiatra empieza a medicar a una persona que hace terapia individual o familiar, su terapeuta tiene varias opciones. Una es aceptar la medicación, aunque ocasione problemas. Tomemos por caso a una madre a quien el terapeuta intenta potenciar; si la medican, podrán definirla como una persona deficiente y le costará asumir su rol. Esta opción suele denominarse enfoque psicoeducacional. Veamos otro ejemplo: un psiquiatra medica a una persona definida como esquizofrénica, contando con que el asistente social persuadirá a la familia de que es un enfermo incurable que deberá medicarse de por vida. De este modo, el asistente social permite que el psiquiatra disponga de mayor tiempo para atender a más pacientes, pero el arreglo busca principalmente posibilitar la cooperación entre el psiquiatra y el asistente social u otro terapeuta. En cambio, cuando los asistentes sociales sostienen con sensatez que es posible curar a las personas definidas como esquizofrénicas con una terapia sin medicación, entran en un conflicto irreconciliable con los psiquiatras y el establishment médico. Como no hay evidencia alguna de que la esquizofrenia obedezca a causas fisiológicas (nadie ha recibido el Premio Nobel por haber descubierto una causa fisiológica de la esquizofrenia), se sacrifica al cliente en aras de la armonía entre colegas. Los antipsicóticos no sólo no curan a la gente: impiden su comportamiento normal, y en muchos casos ocasionan disquinesia tardía y otras lesiones neurológicas. Los asistentes sociales y psicólogos que participan en este acuerdo son tan
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responsables por sus consecuencias nocivas como el psiquiatra que medica. La peor faceta de este crimen es, quizá, la afirmación insistente de las autoridades de que las personas definidas como esquizofrénicas y sus familias deben convencerse de que su problema es incurable e inalterable, convicción esta que los excluye de toda terapia. Hay pocas pruebas de la veracidad de estos asertos pero hay pruebas —que se niegan— de su falsedad. Si un terapeuta no quiere aceptar el punto de vista de la incurabilidad, pero tampoco quiere entrar en conflicto con un psiquiatra sobre aspectos fundamentales del caso en cuestión, lo lógico es que abandone al cliente en manos del psiquiatra. Pero esta opinión dificulta el trabajo del supervisor en un programa formativo. Los terapeutas en formación deben aprender a tratar eficazmente los casos más difíciles, en los que aparecen involucradas personas psicóticas, drogadictas y retardadas. Tratar a la familia de un individuo seriamente perturbado es más instructivo para el terapeuta que tratar a cualquier otro tipo de familia. Aceptar la premisa de que estas personas son incurables y deben ser drogadas o encerradas es simplemente inadmisible. Con frecuencia, a los supervisores les queda la posibilidad de tratar tan sólo dos tipos de casos psicopatológicos: los clientes con años de medicación inútil y aquellos cuya medicación se interrumpió porque la lesión cerebral resultante era manifiesta y embarazosa para el establishment médico. Por supuesto, los supervisores deben presentar a sus supervisados casos difíciles y fáciles. La elección del caso o tipo de intervención debe fundarse en las necesidades particulares del terapeuta en formación y las necesidades de la familia atendida.
Terapia domiciliaria El uso del hogar como entorno terapéutico es cada vez más común. Esto tiene sus méritos, y son muchos, pero puede constituir un problema en los casos de terapia supervisada, La observación en vivo es embarazosa, pero podemos grabar una sesión y reverla más tarde. Otra posibilidad es ir al domicilio del cliente acompañado del supervisor y pre-
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sentarlo como a un colega que podrá participar o no en la discusión. Entonces el supervisor puede sentarse fuera del grupo de interlocutores. Esta disposición permite que el terapeuta en formación conduzca la sesión, teniendo a mano a un supervisor que proteja a la familia de sus errores. La terapia domiciliaria proporciona más información que la terapia en consultorio. Las visitas al consultorio ponen de manifiesto la conducta pública de los individuos; a veces quedamos bastante sorprendidos al descubrir lo diferentes que son en el hogar. Conviene recorrer el domicilio, acompañados por la familia, para ver dónde duermen y si comen en el comedor o sentados frente al televisor. (Sentarse todos juntos en un consultorio, por una hora o más, es una experiencia extraordinaria para algunas familias. Como rara vez se sientan a discutir algo, en particular un problema, hay que asesorarlas sobre el modo de hacerlo.) El ambiente doméstico es muy informal, los miembros de la familia pueden moverse libremente o ir al baño durante la sesión de terapia; en consecuencia, el terapeuta debe proveer algún tipo de estructura. Por lo común, empieza por preguntar: «.Les molestaría si apago el televisor mientras conversamos?». En los casos de familias con perturbaciones graves, siempre pido a los terapeutas en formación que se hagan invitar a una cena hogareña, no para hacer terapia, sino para interactuar con los miembros de la familia en una situación social. El terapeuta aprende muchísimo y la familia establece una relación más íntima con él porque siente que le ha ofrecido su amistad. Una de las primeras familias a las que traté estaba constituida por un matrimonio y su hija, diagnosticada como esquizofrénica. Los vi varias veces en mi consultorio y luego, en una crisis, visité su hogar. Sólo entonces descubrí que la madre era un ama de casa compulsiva mientras que la hija mantenía su habitación en absoluto desorden. Durante mi visita, vi que la hija arrojaba al piso la colilla de su cigarrillo y la apagaba con el pie. La madre desvió la vista, desesperanzada. Nunca habría obtenido esta información en el consultorio. Desde la perspectiva de un antropólogo, ver a una familia únicamente en el consultorio es lo mismo que pedirle a una tribu primitiva que nos acompañe en un crucero de placer para que podarnos estudiarla.
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Terapia compulsiva Uno de los problemas de la terapia contemporánea es el. alto porcentaje de casos que llevan implícita una terapia compulsiva, es decir, impuesta por orden judicial. Muchos guardan relación con abusos (incluidos los de sustancias, el maltrato físico y el abuso sexual) u otros actos ilícitos- Ahora que los jueces han descubierto la terapia y la imponen a menudo por sentencia, los supervisores deben enseñar a los terapeutas en formación a tratar con clientes que no vienen a hacer terapia porque así lo deseen, sino para evitar algo peor. (Para una discusión detallada de este tipo de terapia, cf. el capítulo 11.)
Resumen Evidentemente, la formación de terapeutas se hace cada vez más compleja. El supervisor debe enseñar al terapeuta en formación a manejarse con familias de diferentes clases sociales y grupos étnicos, que se encuentran en distintas etapas de la vida y presentan los más diversos síntomas de psicopatología. La familia cuya cultura difiere de la de su terapeuta educa a este sobre su cultura mientras él intenta provocar un cambio dentro de disposiciones donde los términos «asistencia» y «cambio» poseen significados muy distintos de los que tienen en la cultura de la familia. Si las familias mantuviesen su forma reconocible, facilitarían el trabajo del terapeuta. Pero se diría que la terapia empezó a centrarse en la familia en la década de 1950, precisamente cuando las familias comenzaban a desintegrarse a causa del divorcio. La mitad de los matrimonios se separaban y muchas parejas vueltas a casar también acababan por divorciarse. La complejidad de las familias va en aumento. Los hijos deben adaptarse a sus padres, después a sus padres separados, después a un nuevo padre, y no pocas veces a otro más. Entretanto, los abuelos se multiplican igualmente, sin saber a ciencia cierta cuáles son sus derechos y responsabilidades hacia sus nietos. Si aceptarnos la hipótesis de que los problemas de los hijos se dan cuando entre los adultos hay un conflicto en torno de ellos, las opor-
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tunidades de que surjan tales problemas se multiplican al aumentar los matrimonios múltiples y sus separaciones. A veces conviene pedir al niño que hace terapia que escriba en el pizarrón una lista de las personas involucradas en su vida, e indique sus parentescos y responsabilidades. La confusión salta a la vista. Esta complejidad creciente de la situación familiar obliga al terapeuta a concebir cada constelación familiar como una entidad única; es indudable que no puede aplicar un método terapéutico estructurado para una familia ideal. Los supervisores deben enseñar a los terapeutas en formación a centrarse en cada constelación familiar compleja y diseñar un plan para ella. En esta situación social siempre cambiante, la supervisión se vuelve más compleja (y más interesante). Por su parte, los terapeutas en formación tienen la oportunidad de adoptar una actitud de curiosidad benévola acerca de cómo viven los demás.
5. Qué aprender, qué enseñar
El supervisor a cargo de un programa formativo debe tomar posición sobre varias cuestiones: a quiénes enseñar, qué enseñar, cómo enseñar y cómo verificar que esa enseñanza ha sido trasmitida. Hay cuestiones generales y otras bastante especificas sobre las que todo supervisor debe interrogarse a sí mismo; no existe ningún método de supervisión ortodoxo que podamos adoptar simplemente.
¿Debemos enseñar todas las terapias o solamente la nuestra? Durante su formación, los terapeutas deben decidir si aprenderán varias terapias o se concentrarán en una sola. ,Leerán y observarán una gran variedad de técnicas o elegirán una y se especializarán en ella? Sus supervisores tienen ante sí una decisión aun más grave porque afectará a muchos terapeutas. ¿Enseñarán varios enfoques o únicamente el suyo? Si presentan y enserian todos los enfoques como si tuvieran el mismo valor, sus supervisados adoptarán una actitud ecléctica, lo cual sería desafortunado. Ser ecléctico significa no tomar ninguna posición ni tener jamás una opinión firme sobre nada. Pero si un supervisor enseña únicamente su propio enfoque, corre el riesgo de que sus supervisados no aprendan que hay otras formas de hacer terapia, algunas de ellas bastante populares, y sean tenidos por ignorantes. Una solución para este dilema, igualmente válida para la enseñanza de otras artes, es enseñar bien un enfoque determinado, y después enseñar otras terapias seleccionadas por sus méritos. Por mi parte, recomiendo que el supervisor comience por enseñar su propio enfoque. Una vez que
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el terapeuta en formación lo conozca a fondo, se le podrán enseñar otros métodos e ideas. Sé que pido algo poco práctico o aun irrealizable, pero los estudiantes deberían pasar por la experiencia de hacer terapia antes de leer textos. En cuanto puedan aplicar bien un enfoque en particular, dispondrán de una posición de retaguardia sobre la que puedan replegarse cuando se vean frente a un caso insólito. Los terapeutas en formación necesitan sentirse seguros. Milton Erickson sostenía que cada sujeto hipnotizado es único y requiere un enfoque único. No obstante, en mis tiempos de principiante me aconsejó que memorizara una inducción hipnótica. Después me dijo que no la utilizara y, en cambio, adaptara mi técnica a cada sujeto. La inducción memorizada estaba allí para que recurriese a ella si me ponía nervioso o no sabía a ciencia cierta cómo proceder. La reacción típica del terapeuta angustiado es replegarse sobre lo primero que aprendió en su formación. A veces esto es un dolor de cabeza para maestros posteriores que tengan enfoques distintos. También es prudente ayudar a los estudiantes a no adquirir una mentalidad. estereotipada. La ortodoxia es tan mala como el eclecticismo. Por ejemplo, tan pronto como hayamos enseñado el concepto de que un síntoma cumple una función social y el principiante haya aprendido a cambiar la situación social, pasaremos a describir una terapia basada en un principio totalmente distinto. Así soltaremos el pensamiento de los estudiantes. Citaré otro ejemplo: cuando advierto un endurecimiento de su concepción de la terapia familiar, suelo presentar una videocinta del tratamiento de un cliente que siempre había tenido fobia a las abejas; Steve Andreas lo curó en dieciséis minutos sin la menor insistencia en la función del síntoma (después le hizo entrevistas de seguimiento durante un año).
¿Hay todavía quien quiera aprender un método? Un supervisor debe decidir si enseñará un método terapéutico o formará terapeutas que diseñen un procedimiento terapéutico para cada caso. Los principiantes prefieren estudiar un método porque es lo más fácil de aprender; sea
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cual fuere el problema presentado por el cliente, pueden tratarlo igual que al caso precedente. Enseñar un método es la alternativa más simple y la que menos exige al. maestro. Todo se hace conforme a un procedimiento estándar; el supervisor no tiene por qué ser innovador. La principal objeción que nos merece un método es que sólo puede beneficiar a los clientes aptos para recibir esa terapia. Ante la enorme diversidad de clientes y problemas que vemos hoy, saltaría a la vista la necesidad de diseñar una terapia para cada cliente. ¿Qué pasaría si eligiéramos un determinado síntoma y afirmáramos que siempre debe haber un método especifico para tratarlo? Tomemos por caso al adolescente que amenaza suicidarse: diremos que un terapeuta siempre podrá aplicar un «método para la amenaza de suicidio». Pero supongamos que un adolescente amenaza suicidarse porque sus padres están al borde de la separación; otra muchacha hace lo mismo para poder quedarse en un hogar de crianza en vez de regresar junto a su familia, y otra jovencita amenaza quitarse la vida porque su novio acaba de rechazarla. ¿Cómo aplicaríamos un solo método para todas las situaciones? Es cierto que al terapeuta le conviene seguir un método. No es sorprendente que lo busque y afirme poseer el mejor. Puede tomar un aspecto menor de una idea tradicional y decir que ha descubierto el verdadero método terapéutico. Por ejemplo, pretenderá que insistir en las soluciones, destacar lo positivo o mantener una conversación constituye un método novedoso. Seguir un método le allana el tratamiento al terapeuta, pero es el camino menos apropiado para el cliente que tiene un problema. Recuerdo que a comienzos de la década de 1960 un psicoanalista que asistía al programa formativo me confesó que la nueva carnada de psicoanalistas lo había decepcionado. El había iniciado su carrera participando en una rebelión contra la psiquiatría tradicional. Por entonces, las ideas psicoanalíticas eran revolucionarias. Esa situación cambió con el triunfo del movimiento psicoanalítico. Los analistas jóvenes que entraron en actividad a principios de la década de 1960 ya no eran rebeldes portadores de nuevas ideas; buscaban ortodoxia y respetabilidad. Querían que les enseñaran qué pensar, qué decir y cómo vestir. No les interesaban las ideas novedosas, sino cómo portarse correctamente. La insistencia puesta en un método mataba al movimiento.
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En mi experiencia personal, cuando los psicoanalistas renunciaron al diván y se trasformaron en terapeutas familiares, a menudo retuvieron las peores ideas, entre ellas las siguientes: 1) en terapia familiar, hay que seguir un método; 2) la formación debe consistir en una terapia personal, y 3) en realidad, la familia está dentro de la cabeza del cliente y es una cuestión puramente perceptiva. Citaré un ejemplo del poder que ejerce el enfoque metódico. En 1959, Don Jackson y yo dictamos una conferencia en una asamblea de la American Academy of Psychoanalysis, una organización de analistas que intentaban salvar ese pasatiempo introduciendo ideas nuevas. Querían escuchar una presentación de la terapia familiar, creada apenas dos años antes. Se escandalizaron al enterarse de que entrevistábamos a familias enteras (ellos ni siquiera hablarían por teléfono con un familiar de un paciente). También les chocó el uso del espejo de visión unilateral, porque revelaba a otros terapeutas las entrevistas confidenciales. Pocos meses después, recibí una invitación de un grupo de terapeutas de orientación psicoanalítica de Filadelfia; habían asistido a aquella reunión y empezaban a hacer terapia familiar. Me invitaron a observarlos detrás del espejo. La familia chanta estaba constituida por la madre, el padre y una hija de dieciocho años. El padre había mantenido relaciones sexuales con la hija, y esta había sido internada en un hospital psiquiátrico (por esos años se solía hacer esto con las víctimas de incesto). La entrevista que observé se realizó en vísperas de que la hija pasara su primer fin de semana en el hogar desde su internación. Todos parecían preocupados por lo que pudiera suceder en la casa, pero nadie fue capaz de plantear el tema del incesto. La entrevista fue bastante blanda; los dos coterapeutas que la conducían no estaban habituados a introducir un tema. Después de la sesión, expresaron su deseo de que la familia hubiese mencionado el problema del incesto, ya que parecía estar en la mente de todos. Opiné que ellos deberían haberlo introducido, y que tal vez la muchacha necesitaba protección. Replicaron que un terapeuta sólo responde a lo que digan los clientes y no introduce temas. Les contesté que, si tenían que atenerse a esa regla, al menos deberían ayudar a la familia a plantear la cuestión; por ejemplo, podían haberse retirado detrás del espejo tras invitar a los
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miembros de la familia a discutir sus inquietudes. (Muchas veces las familias hablan de cuestiones importantes si el terapeuta se retira del consultorio. De hecho, en ocasiones eluden un tema porque aguardan el momento en que el terapeuta se vaya.) Los colegas objetaron mi sugerencia, pero no esgrimieron las razones que yo esperaba. Adujeron que la terapia familiar no incluía dejar el consultorio durante una sesión. Repliqué que el terapeuta familiar podía estar en el consultorio o fuera de él. Señalé que uno de los primeros terapeutas familiares, Charles Fulweiler, había refinado un procedimiento que consistía en dejar conversar a solas a la familia mientras él observaba detrás del espejo de visión unilateral, y entrar en el consultorio de vez en cuando; otros lo habían probado y les había resultado útil. El grupo de terapeutas me informó que lo que yo aconsejaba no era una terapia familiar. Este grupo llevaba apenas tres meses en la práctica de la terapia familiar; no obstante, ya tenía un método y una ortodoxia: siempre hacía coterapia, los terapeutas sólo entrevistaban a la familia completa, no se permitían las sesiones individuales, los terapeutas se limitaban a responder a los comentarios del cliente sin introducir nunca un tema, y un terapeuta nunca salía del consultorio para observar a los clientes detrás del espejo. Se habían atrevido a intentar algo totalmente nuevo y, sin embargo, se sentían obligados a cargar con todo el peso muerto de un método. Tuve la impresión de que se preocupaban por estar a la moda y, al mismo tiempo, no malquistarse con los poderosos psicoanalistas de su comunidad. Pero en su afán de aplacarlos adoptaban el aporte menos valioso de la tradición psicoanalítica. Por supuesto, afirmaban que su «terapia familiar intensiva», como habían dado en llamarla, era más profunda que las otras, a las que tildaban de superficiales. Además, me atacaban por recomendar la planificación del tratamiento; decían que era «manipulador». La siguiente anécdota muestra lo persistente que puede ser este «método». Diez años después, un miembro de este grupo me invitó a observar una sesión de terapia en la que aplicaría una nueva técnica. Sentado detrás del espejo de visión unilateral, observé a un grupo de matrimonios y coterapeutas. Eso no era una novedad para mi, pues ya había varios terapeutas grupales que entrevistaban colee-
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tivamente a familias o parejas. La sesión me pareció una conversación inconexa, un intercambio de quejas en torno de los hijos. A su término, pregunté al colega que me había invitado (un destacado terapeuta familiar) por qué entrevistaban a grupos de parejas. Le dije que, en mi opinión, era más eficaz ver a cada pareja por separado y añadí que otros terapeutas habían llegado a la misma conclusión. «Ahora hacemos esto», replicó. Le pregunté por qué lo hacían. ¿Habían descubierto que obtenían mejores resultados entrevistando a grupos de parejas? «Pero ahora hacemos esto», repitió, como si mi pregunta lo hubiera dejado perplejo. Entonces le pregunté si los coterapeutas eran más eficaces que un solo terapeuta, y apunté que nadie más parecía haber notado que lo fueran. «Pero ahora hacemos coterapia», me explicó. A juicio de estos terapeutas, el principal argumento en defensa de su técnica era que seguían correctamente el método, y no si debían aplicar o no un método. Mis preguntas me parecieron atinadas; a ellos no. A un supervisor más le vale no ser metodista.
,Qué teorías se deben enseñar? Así como debemos evitar una práctica terapéutica estereotipada, tampoco debemos permitir que la teoría se convierta en una ortodoxia que limite la gama de intervenciones terapéuticas. Entre las numerosas teorías existentes, el supervisor tiene que elegir las más útiles y enseñárselas a los terapeutas en formación. (Cabe esperar que sea capaz de enseñarlas de un modo tan convincente que se vea que su propio abordaje es el correcto.) Aun antes de decidir qué teoría es la mejor, el supervisor se preguntará por las teorías que tomará en consideración. Hay, por lo menos, tres tipos diferentes de teorías que deberá. esclarecer y frente a las cuales deberá posición: 1) una teoría de la conducta normal; 2) una teoría de por qué la gente hace lo que hace, y 3) una teoría del cambio.
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2 Urna teoría de la conducta normal? En la década de 1960, dirigí un proyecto de investigación en el que utilizaba diversos tests y experimentos con familias. Intentaba responder a los siguientes interrogantes: ¿las familias cuyos miembros (o algunos de ellos) tienen diversas clases de síntomas difieren entre sí y respecto de las familias «normales»?; ¿la familia con un hijo delincuente es diferente de la que tiene un hijo normal?; ¿la familia que contiene a una persona diagnosticada como esquizofrénica es diferente, como organización, de las otras familias? Si la psicopatología es generada por la familia, las que tengan un miembro problema deberían ser diferentes de las familias «normales». Para averiguar si era así, necesitaba un grupo testigo de familias normales preseleccionadas, pero ¿cómo determinar si una familia es o no normal? Empecé por pedir a los clínicos que examinaran una muestra de familias y eligieran a las normales. No encontraron ninguna. Sólo pudieron detectar anormalidades. Habían sido formados para eso. Eran incapaces de descubrir normalidad porque carecían de los criterios necesarios. Acabé por investigar a unas doscientas familias, elegidas al azar en una escuela secundaria. Si ninguno de sus miembros había sido arrestado o había hecho terapia, definíamos a esa familia como normal. Concretamente, definí la normalidad de una familia como la capacidad de manejar sus problemas sin pedir a la comunidad que se haga cargo de ellos. (Cierta vez quise probar un experimento en una familia. Llamé a un amigo que parecía tener una familia común y le expliqué que necesitaba una familia normal para probar un experimento. Pregunté si todos estarían dispuestos a venir y respondieron afirmativamente. Pero la esposa me telefoneó a las pocas horas para avisarme que no vendrían. Según dijo, no constituían una familia normal porque su hija estaba por marcharse al college, todos estaban perturbados por su partida y reñían constantemente. Entonces me di cuenta de que el término «normal» sólo podía describir a una familia que en ese momento no pasara por un punto crítico en sus estadios de vida familiar.) Los clínicos todavía carecen de criterios de normalidad. No podemos decir: «Trataré a esta persona o familia anormales y los haré normales» porque nadie logra ponerse de
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acuerdo sobre lo que se entiende por normalidad. Curiosamente, se la define como el hecho de no figurar en el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders de la American Psychiatric Association (DSM-IV). Todo lo que no figure en esa biblia es normal. ¿Para qué sirve el DSM-IV? La gradual medicalización y burocratización del campo clínico ha incrementado el uso del DSM-IV por las instituciones, las compañías aseguradoras y los investigadores. Para los terapeutas, es una calamidad. Las categorías utilizadas en el manual, así como su manera implícita de pensar sobre los seres humanos, incapacitarán a cualquier terapeuta. Si los terapeutas tienen que categorizar a los individuos, conviene que elijan categorías que los guíen hacia un enfoque terapéutico. El DSM-IV no sólo no ofrece tal guía, sino que además, por su misma naturaleza, expresa desesperanza en el cambio. La diagnosis es importante porque quienes clasifican tienen poder. Un plan clasificatorio construye un sistema ideológico y, de este modo, controla el modo de pensar de la gente acerca de los asuntos clasificados. Esto me recuerda un caso presentado por Joseph Wolpe en un seminario de terapeutas. Describió a una mujer, sus angustias y su tratamiento. Al rato, mientras discutían el caso, un psiquiatra oyó mencionar el nombre de la mujer y comenté que la había tratado personalmente durante varios años, pero no la había reconocido por la descripción de Wolpe. Vemos así que el lenguaje empleado por un terapeuta puede hacer que sus clientes resulten irreconocibles para otros colegas. Según parece, hoy se presupone que la terapia es más eficaz si el terapeuta tiene una visión positiva del cliente. Colaboran mejor entre sí, y el cliente se siente esperanzado. El DSM-IV presenta descripciones tan negativas que ningún clínico querría tener como amigo a nadie que esté categorizado en ese manual. Las personas allí descritas no son agradables. ¿Quién querría tener a un amigo «fronterizo»? Los supervisores sólo deberían enseñar el DSM-IV por razones prácticas, esto es, porque estamos obligados a usarlo y porque debemos aprender el lenguaje de nuestros cole-
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gas. También podemos enseñarlo para demostrar cómo no se debe estigmatizar a las personas. Dada la variedad de clases, culturas, edades y problemas representados por los clientes, más valdría no esforzarse por establecer una categoría de lo normal. Lo normal es lo que cada individuo u organización familiar considera aceptable. Cuando una persona inicia en efecto una terapia, tal vez lo haga porque su estrés y sus problemas son mayores que los de otras personas, o simplemente porque el terapeuta al que la derivaron estaba más disponible y era más persuasivo que el terapeuta al que derivaron a otro individuo con problemas similares.
Una teoría de por qué la gente hace lo que hace? El grueso de la bibliografía técnica no habla de cómo cambiar a las personas. Se ocupa de diagnosticarlas y de explicar por qué son como son. Todos deberíamos empezar por aceptar que una teoría de la motivación sostenida por clínicos no es lo mismo que una teoría que intenta explicar el comportamiento humano en otros escenarios. Una cosa es preguntarse por qué los peatones se comportan del modo en que lo hacen y otra, muy distinta, es plantearse esa pregunta con referencia a los clientes en tratamiento. Las teorías que convienen a un terapeuta que se dispone a tratar a alguien para inducirlo al cambio no son las concernientes a cómo vive y se comporta la gente normal. Las teorías terapéuticas y las teorías sobre cómo vivir son dos cosas completamente distintas, del mismo modo que teorizar sobre cómo criar a un niño normal no es lo mismo que teorizar sobre cómo curar a un niño problema. Estas teorías no deben confundirse. Como ejemplo, recordaré la anécdota de un psiquiatra, amigo mío, que invitó a varios colegas a una reunión social en su casa. En plena fiesta, su hijo de ocho años entró distraídamente en la sala sorbiendo leche de un biberón. El padre no podía enojarse ante esa conducta impropia e infantil, públicamente expuesta, porque había abrazado la teoría de que no se debe someter al niño a ningún tipo de represión. Tal como él la había entendido, la infortunada teoría de la represión, ideada para personas en tratamiento, signi-
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ficaba que debía dar a su hijo una libertad de expresión absoluta, por infantil que fuese. Ahora tenemos una generación de niños influidos por terapeutas que confundieron el contexto de terapia con el contexto de la vida diaria. Esto plantea el interrogante de cuál es la mejor teoría aplicable a las personas en tratamiento. Aceptemos el hecho de que la situación terapéutica —un contexto diseñado para cambiar a las personas— es diferente de otras situaciones sociales, y las teorías que le convienen pueden no convenir a otras circunstancias. La conducta involuntaria ¿Cuál es la conducta típica del cliente que los clínicos intentan describir? Por lo común, los clientes hacen algo o dejan de hacerlo y dicen no poder evitarlo. Definen su conducta como involuntaria. Entre todas las desdichas que llegan al consultorio del terapeuta, la más común es la presentación involuntaria. Por lo general existe una conducta extrema que los clientes dicen no poder evitar. Unos nunca pueden bañarse; otros no pueden dejar de lavarse. Unos no comen y hasta se dejan morir de hambre; otros se atracan hasta volverse obesos. Unos son pasivos e inertes; otros, violentos y agresivos. Unos son deprimidos y quiescentes; otros, hiperactivos. Unos no pueden disfrutar del placer sexual; otros no conocen otro placer. Algunos matrimonios nunca pueden expresarse nada; otros no pueden dejar de expresarse. Para cada problema individual o familiar hay un extremo opuesto. (Desde luego, no todos los clientes se caracterizan por una conducta involuntaria. Muchos clientes que hacen terapia compulsiva dicen someterse voluntariamente al tratamiento y expresan su deseo de continuarlo. En el capítulo 11, me extenderé sobre estos clientes.) ¿Cómo explicar que una persona haga algo y diga que no puede evitarlo? ¿Por qué es incapaz de hacer lo que otros hacen, y además sin saber por qué? Por ejemplo, los fóbicos dicen que les pasa algo indefinible y que no pueden dejar de evitar ciertas situaciones. El terapeuta debe optar por una teoría que ayude a explicar esta conducta y admita la posibilidad de cambiarla. Es preciso evitar las explicaciones que dificulten el cambio.
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En la década de 1880, se investigó a fondo esta cuestión de la conducta involuntaria, tal como la describe Henri 1 Ellenberger, buscándole explicaciones. Se propusieron tres puntos de vista, todos ellos derivados de la hipnosis. Lo inconciente. Fue descubierto, o creado, en la década de 1880. Se convirtió en la explicación de la conducta involuntaria y fue explorado mediante la hipnosis. Se decía que las personas tenían impulsos inconcientes que las impelían a hacer lo que hacían. Al ser estos impulsos inconcientes, la psique conciente sólo podía desconcertarse ante las acciones y los pensamientos del individuo. Esta explicación de la conducta problema cobré popularidad cuando Sigmund Freud, con la fuerza de sus ideas y destrezas organizativas, creó un movimiento basado en la noción de que la conducta sintomática que aflige al individuo es causada por lo inconciente. También se formuló una teoría del cambio. Si las personas tomaban conciencia de sus motivaciones inconcientes, se sobrepondrían a su conducta involuntaria. Una variante de este tema fue la idea de que los sentimientos pueden ser reprimidos, es decir, desalojados de la conciencia y relegados a lo inconciente. Se elaboré la hipótesis de que la expresión de los sentimientos haría desaparecer la conducta y los pensamientos involuntarios. Si el terapeuta le preguntaba con regularidad a¿Cómo se siente?», el individuo entraría en contacto con aquellos sentimientos que habían sido inconcientes. ¿Deben enseñar hoy los supervisores esta explicación de la conducta involuntaria? ¿Deben enseñar también que el cambio se produce si la persona toma conciencia de sus ideas y sentimientos inconcientes? La persistencia de esta teoría se manifiesta en el hecho de que los supervisores no necesitan de ejemplos para comprenderla. La aprendieron de sus maestros que, a su vez, la habían aprendido de los propios, y así sucesivamente. Al parecer, el concepto de lo inconciente se dividió a fines del siglo pasado. A algunos clínicos no les gustaba concebirlo como un repositorio de ideas reprimidas. Propusieron la hipótesis de que lo inconciente era una fuerza positiva capaz de ofrecer soluciones a personas en dificultades. Sostu1 H. F. Fllenberger {1970) The discovery of the unconscious, Nueva York: Bask Books.
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vieron que si ellas lo dejaban funcionar, alcanzarían un fin positivo. Citaban como ejemplo al ciempiés, que camina mejor si es inconciente de cómo lo hace. Milton Erickson representó a los hipnólogos que creían en lo inconciente positivo. Solía decir que si extraviaba o traspapelaba algo, no lo buscaba afanosamente porque su inconciente le revelaría su paradero cuando lo necesitara. Las diferencias en la concepción de lo inconciente produjeron abordajes de terapia muy disímiles. Por ejemplo, los supervisores con una visión positiva de lo inconciente quizás aconsejen a sus supervisados que en una sesión procedan según sus impulsos. Los supervisores para quienes lo inconciente es un lugar lleno de ideas desafortunadas objetarían esa propuesta; a su juicio, los terapeutas que conducen un tratamiento dejándose llevar por sus impulsos pueden ocasionar desdichas porque su inconciente contiene ideas desagradables arrastradas del pasado. La posesión por espíritus. Una segunda teoría explicativa de la conducta involuntaria es la idea de que las personas pueden estar poseídas por espíritus. Un espíritu se apodera del cuerpo e impele al individuo a actuar sin tener conciencia de lo que hace y, entonces, sin poder controlar sus actos. Es la explicación de la conducta involuntaria que ha alcanzado mayor popularidad universal; aparece en culturas de todos los continentes. Se ha presentado una teoría del cambio basada en la noción de que el espíritu posesivo ayudaría al portador/poseso a convertirse en sanador de otros (así como, en muchos casos, los psicoanalizados se convertían en psicoanalistas).2 Con ello, la fuerza negativa se trasformaba en una ventaja positiva. La hipnosis ola danza en estado de trance se suele utilizar como recurso terapéutico. El problema que plantearía enseñar este enfoque en los Estados Unidos de hoy es que nos considerarían apartados —demasiado apartados, quizá— de la tendencia predominante en terapia. (Por extraño que parezca, muchos parecen aceptar mejor la terapia fundada en una vida anterior.) Conviene enseñar diferentes enfoques a los terapeutas en formación, aunque sólo sea como metáforas. Así conocen M. Richeport (1992) «The interface between multiple personality, spirit mediumship, and hypnosis», American Journal of Clinical Hypnosis, 34(3), págs. 168-77.
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nuevas técnicas terapéuticas y aprenden a tolerar a los otros. Suelo describirles el trabajo de un sanador carismático nacido en Puerto Rico y radicado en Nueva York. Cierta vez, un hombre le llevó a su esposa infiel, diciendo que no quería matarla. Le preguntó si podía hacer algo por ella. El sanador carismático examinó detenidamente a la mujer y llegó a la conclusión de que la infidelidad no había sido cometida por ella misma, sino por el espíritu de una esposa anterior. (Explicación para nada distinta de atribuir el hecho a otra personalidad o a un impulso inconciente nacido de una experiencia de la infancia, p. ej., el abuso sexual.) Sin embargo, el sanador portorriqueño no se limitó a formular una teoría: también propuso una solución. La pareja debía ir a cierta ciudad de Nueva Inglaterra, lo cual significaba hacer un largo viaje en ómnibus. Una vez allí, caminarían hasta un árbol situado a 1,6 km de la ciudad y, frente a él, celebrarían una ceremonia que él mismo les enseñó. Su objeto era exorcizar al espíritu de la esposa anterior. Después la pareja tendría que hacer el largo viaje de regreso a Nueva York. El cumplimiento de las conductas prescritas fue, evidentemente, una terapia de penitencia para ambos cónyuges, y los liberó de su problema. La personalidad múltiple. En la década de 1880, había otra explicación para la conducta involuntaria: la noción de que una persona podía ser poseída por varias personalidades. Según ella, la personalidad primaria sufre una amnesia cuando una segunda personalidad se apodera del individuo; de ahí su confusión ante lo sucedido. En otras palabras, las otras personalidades están fuera de la conciencia de la personalidad primaria. El principal procedimiento utilizado para ponerlas en evidencia era la hipnosis. Esta teoría gozó de popularidad en la década de 1880, pero cayó en desuso y, en gran medida, en el olvido (salvo por Milton Erickson) hasta 1980. En ese decenio, se produjo un fenómeno a modo de celebración del centenario: aparecieron varios miles de casos de personalidad múltiple, todos ellos registrados y tratados. El concepto de la personalidad múltiple parece demasiado estrecho para explicar la variedad de síntomas que ven los terapeutas en su práctica clínica; no obstante, algunos afirman que estos casos constituyen la totalidad de su clientela.
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Teoría del condicionamiento Pavlov (que también era hipnólogo) sostuvo que se podía condicionar la conducta animal ofreciendo refuerzos dentro de una secuencia. Los refuerzos adecuados hasta podían causar efectos fisiológicos. En algún momento, alguien, tal vez B. F. Skinner, tuvo una idea extraordinaria: aplicar esta técnica de condicionamiento a seres humanos. También se vio que la acción del terapeuta bien podía ser el refuerzo positivo. Esta idea proporcionó algo que enseñar a los docentes de psicología clínica y, en consecuencia, se condicionaron varias generaciones de ratones de laboratorio y estudiantes universitarios. La teoría del aprendizaje se convirtió en una teoría de por qué la gente hace lo que hace. La conducta involuntaria se pasó a definir como un producto del condicionamiento y se admitió la posibilidad de que este ocurra sin que la persona lo note. Joseph Wolpe desarrollé una variante de esta teoría; su técnica debería enseñarse a los terapeutas en formación, pues sirve para determinados fines. Wolpe experimentó con gatos. Si asustamos a un gato en una situación dada, se asustará cada vez que se encuentre en esa situación. Pero si lo exponemos a esa situación en forma muy gradual, vencerá su miedo. Wolpe aporté la idea de que un ser humano puede imaginar una situación aterradora, exponerse gradualmente a ella y, así, sobreponerse a su miedo. Wolpe sostenía que el terapeuta no debía angustiar al cliente, pero se lo sitúa dentro de la misma escuela de pensamiento —la teoría del aprendizaje— de los terapeutas que «inundaban» al cliente con el elemento angustiante, fuera cual fuere este (p. ej., si temía a los insectos, le hacían imaginar que hormigueaban por todo su cuerpo). De este modo, la teoría del aprendizaje se amplió lo suficiente para absorber ideas bastante contradictorias. La técnica de condicionamiento invitó a ser específicos en la definición de un problema y en el diseño de intervención, además de enseñar a los terapeutas a ser directivos. Pero la idea del condicionamiento tenía sus limitaciones en terapia. Hoy la ortodoxia se sigue poco y cuesta creer lo controvertido que fue el enfoque conductista cuando se lo presentó por primera vez. Citaré un ejemplo. En la década de 1950,
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yo participaba en el proyecto de investigación de la comunicación dirigido por Gregory Bateson. Nos alojábamos en un pabellón de investigaciones, en el predio del Hospital de Veteranos de Menlo Park, California. En el mismo edificio, dos psicólogos jóvenes experimentaban en terapia conductal. Hacían presentaciones semanales sobre la marcha de su trabajo, a las que solía asistir el cuerpo médico del hospital —integrado por psicoanalistas y el director del programa formativo, un analista entrado en años— porque era su deber. Un día, los psicólogos expresaron su deseo de presentar una idea novedosa que se hallaba en su etapa experimental. Los dos jóvenes hablaron de la teoría del aprendizaje en animales e informaron que esas ideas se aplicaban a pacientes. Afirmaron que si los terapeutas deseaban que sus pacientes se comportaran de determinada manera, debían reforzar su conducta positiva si obraban en la forma deseada y no responderles si se comportaban de otro modo. A título ilustrativo, explicaron que si un terapeuta deseaba que un paciente expresara más sus emociones, debía asentir y sonreír cuando él dijera algo de contenido emocional y permanecer impasible cuando no expresara emoción alguna. Aseveraron que si un terapeuta hacía esto durante una hora, tendría un paciente muy emocional,. No bien hubieron terminado su presentación, el anciano director del programa formativo expresó su indignación. Dijo que así procedería un sinvergüenza. Influir deliberadamente sobre un paciente estaba mal; hacerlo sin que el paciente tuviera conciencia de ello era absolutamente impropio y hasta poco ético. Uno de los jóvenes se defendió alegando que, de todos modos, los terapeutas lo hacían: ellos respondían positivamente al paciente que se comportaba como ellos querían y no le respondían si se conducía de otro modo. El veterano analista respondió: «Si usted lo hace sin darse cuenta, ¡está bien!». La influencia deliberada sobre los clientes todavía es un mportante motivo de polémica en nuestra profesión. ¿Un i terapeuta debe intentarla y, si lo hace, debe trabajar fuera del campo conciente del individuo? ¿O debe revelar al cliente todas sus intervenciones? ¿O influir sobre el cliente sólo se admite si el terapeuta no tiene conciencia de lo que hace? Cabe señalar que nuestra disciplina tolera las contradicciones. A partir de la década de 1950, acabada la ortodoxia
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psicodinámica, los terapeutas pudieron utilizar técnicas opuestas sin generar un caos. No sólo había terapeutas de orientación familiar; también había psicodinamistas y conductistas que evitaban colaborar entre sí. Los psicodinamistas se valían principalmente de la interpretación para tomar conciencia de las motivaciones inconcientes; los conductistas hacían psicoterapia sin formular interpretaciones ni presumir, siquiera, la existencia de lo inconciente. Los primeros se oponían rotundamente a impartir directivas a sus clientes; los segundos las impartían para cambiar las situaciones de refuerzo de las personas. Podía darse el caso de que en dos consultorios contiguos de una misma agencia trabajaran sendos terapeutas con pacientes afectados por el mismo problema, y aplicaran técnicas contrarias. La meta del psicodinamista no era modificar la conducta problema; si le hubiesen preguntado cuál era, habría respondido: «No, mi tarea es ayudar a la gente a comprenderse a sí misma. Si. cambian o no es asunto de ellos». Para los psicodinamistas, la eliminación de los síntomas carecía de importancia; lo importante era comprender el problema dinámico oculto detrás del síntoma. Por su parte, los conductistas presuponían que su tarea era cambiar a la gente; daban por fracasadas sus intervenciones si no resolvían el síntoma de un cliente. Los psicodinamistas tampoco asignaban importancia al contexto social del cliente; ni siquiera hablaban por teléfono con un pariente de este. En cambio, los conductistas solían hablar con las madres y hasta les enseñaban a cambiar sus refuerzos con un hijo. Todos los terapeutas compartían, hasta cierto punto, la idea psicodinámica de que los problemas presentes tenían su origen en el pasado. Los conductistas atribuían las conductas actuales de los individuos a lo aprendido en el pasado. La terapia basada en la teoría del aprendizaje se complicó más cuando los clínicos adoptaron la premisa de que los síntomas de un cliente tienen refuerzos actuales que es preciso modificar. Los conductistas aceptaban igualmente la noción de que los clientes necesitaban ser educados por su terapeuta, pero ellos y los analistas les enseñaban cosas distintas. Frente a estas complicaciones, los supervisores hoy deben mirar bien las premisas que enseñan; si no, corren el riesgo de caer en un galimatías de ideas contradictorias. 122
Teoría de sistemas No todas las teorías datan del siglo XIX. Algunas fueron introducidas a mediados de este siglo. Una nueva teoría del origen de los síntomas postula que la familia es un sistema autocorrectivo, mantenido por la conducta de sus miembros. Veamos un ejemplo. Si un marido se extralimita, la esposa reacciona. Si la esposa se extralimita, el marido reacciona. Si ambos se extralimitan, reacciona el hijo. Esto es, cada movimiento hacia un cambio dentro del sistema activa reguladores automáticos que lo impidan. Desde luego, la teoría es un poquito más compleja pero, básicamente, declara que la conducta sintomática es una respuesta a algún elemento del sistema familiar y, para cambiar el síntoma, hay que cambiar el sistema. Quienes dicen no poder evitar tal o cual conducta manifiestan una reacción de impotencia frente a las acciones de otros. Los síntomas integran, pues, una secuencia repetitiva de conductas que el terapeuta debe tratar de cambiar. Esta idea sistémica fue presentada en las conferencias cibernéticas realizadas a fines de la década de 1940; desde entonces, se difundió rápidamente por diversos ámbitos científicos. En psiquiatría, su principal introductor fue Gregory Bateson, que participó en las conferencias cibernéticas de la Macy Foundation y después describió problemas psiquiátricos desde una perspectiva sistémica. (Milton Erickson asistió a la primera conferencia Macy.) Don Jackson, que habría de participar en el proyecto de Bateson como consultor, observó que la mejoría de los pacientes provocaba reacciones negativas en sus familiares y propuso la noción 3 de la familia como sistema homeostásico. Una de las consecuencias principales de la nueva teoría fue el abandono de la idea de que el pasado causaba la psicopatología. Antes se creía que un síntoma se originaba en experiencias infantiles y se lo concebía como una respuesta interiorizada al pasado. Por ejemplo, una fobia se consideraba una respuesta a un trauma que, de algún modo, había sido interiorizado. La teoría de sistemas afirma que la situación presente es la causa decisiva de la psicopatología y que los 3 D. D. Jackson (1959) «Family interaction, family homeostasis and some implications for conjoint family therapys, en J. Masserman, ed., Individual and familial dynamics, Nueva York; Grune & Stratton.
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síntomas constituyen una conducta apropiada en el actual contexto social. Puesto que la conducta sintomática es adaptativa y correcta para la situación presente, su modificación requerirá un cambio en el entorno social. Con esta idea nacía la terapia familiar. Todavía es materia de controversias que la terapia se deba centrar en el presente y no en el pasado. Los supervisores deben tomar posición sobre si los síntomas son adaptativos. Si una dienta que fue objeto de abuso sexual cuando niña tiene dificultades en su relación sexual con el marido, ¿estas se deben al abuso sufrido en su infancia o a un problema actual en su relación conyugal? El terapeuta aplicará tratamientos muy distintos según dónde sitúe el origen del síntoma: en el pasado o en el presente. El alcoholismo es otro ejemplo: ¿su causa está en la disfuncionalidad de la familia de origen, en una predisposición hereditaria o en la presente situación social? Un supervisor debe tener una posición clara y trabajar de manera coherente entre las ideas incoherentes a que se ven expuestos los principiantes. El ciclo vital de la familia
Es otro concepto desarrollado en este siglo. Debo atribuirme parte del mérito. Elaboré este marco de referencia durante los cinco años que me llevó escribir Uncommon therapy,4 publicado en 1973. Mientras intentaba hallar el modo de presentar la terapia de Milton Erickson, me di cuenta de que su trabajo llevaba implícita la hipótesis de que la vida familiar evoluciona por etapas y tanto los síntomas como las metas terapéuticas pueden situarse dentro de ese marco de referencia. Si una persona o una familia llega a una etapa del ciclo vital y no puede ir más allá, la meta terapéutica será la de asistirlas hasta alcanzar la siguiente etapa evolutiva. Supongamos que una mujer da a luz y queda tan deprimida que no puede cuidar de su bebé: ¿cómo definiríamos la meta terapéutica para ella? La meta consistirá en ayudarla a J. Haley (1973) Uncommon therapy. The Psychiatric Techniques of Milton H. Erickson, Nueva York: Norton. ITerapia no convencional. Las técnicas psiquiátricas de Milton H. Erickson, Buenos Aires: Amorrortu edito4
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comprender por qué la perturba tanto la maternidad. O se basará en la idea de que está en una de las etapas de la vida familiar y no puede pasar a la siguiente: la buena crianza del hijo. La meta terapéutica será despejarle el camino hacia esa etapa. En la vida de una familia, los síntomas y los problemas psicológicos no parecen ocurrir al azar, sino por etapas que a veces se trasforman en crisis. Las etapas del ciclo vital de la familia se fundan en los siguientes acontecimientos: el casamiento y los primeros años de matrimonio, el nacimiento de los hijos, el comienzo de su escolaridad, su adolescencia, su partida del hogar cuando llegan a ser jóvenes adultos, y la vejez. Podemos responder en parte al interrogante sobre las causas de la conducta de las personas si sabemos en qué etapa del ciclo vital de su familia se encuentran, y la contemplamos desde la perspectiva de la terapia orientada hacia la familia, aparecida a mediados de este siglo. Un supervisor se ve frente a muchas teorías distintas, de las que algunas nacen de la inercia profesional. En otras palabras, los terapeutas han intentado adaptarse a la moda sin cambiar sus teorías. Por ejemplo, practican una «terapia familiar basada en las relaciones objetales» pero persisten en sus teorizaciones de siempre, convencidos de que todos los problemas y sus causas están en la mente del individuo. O hacen terapia familiar guestáltica, terapia familiar orientada hacia las soluciones, terapia familiar clisfuncional, etc. Estas formas de terapia familiar aparecen en los textos como si fuesen nuevas teorías psicoterapéuticas cuando, en realidad, son una mera repetición del pasado. Estas «nuevas» terapias familiares interesan a los académicos que deben idear sistemas de clasificación para los libros de texto, pero no tienen importancia para los clínicos. Hoy la mayoría de los terapeutas admiten que la situación social, en particular la familia, es un elemento determinante significativo de la conducta. La aceptación de ese hecho conduce a intervenciones terapéuticas novedosas y eficaces. En vez de pensar en «escuelas» de terapia familiar, conviene imaginar un continuo. En un extremo está la terapia tradicional, basada en la hipótesis de que los problemas psicológicos son causados por ideas e impulsos reprimidos en lo inconciente, y la solución está en el insight y la toma de conciencia. En el extremo opuesto se sitúa una terapia pu125
rista, orientada hacia la familia, fundada en la hipótesis de que los problemas se originan en la presente situación social; esto significa que la unidad mínima a la que se dirige la terapia es una diada. Para cambiar la situación social, se necesitan acciones y directivas por parte del terapeuta. Por consiguiente, el terapeuta que desee aprovechar la revolución ideológica provocada por una orientación familiar deberá abandonar ciertas ideas. Hasta ahora, hemos discutido los siguientes conceptos que los terapeutas pueden elegir como base teórica de su enfoque clínico: Lo inconciente La posesión por espíritus La personalidad múltiple La teoría del condicionamiento La teoría de sistemas El ciclo vital de la familia Hay otro enfoque teórico: el que expongo en este libro. Toma algunos de estos conceptos y añade otros. Para comprenderlo, tenemos que discutir primero las cuestiones que debe considerar un terapeuta cuando elige una teoría. Antes de revelar la teoría aquí presentada, corresponde hacer un test que ayude a los lectores a ubicarse sobre el continuo que va de la terapia tradicional a una terapia sensata orientada hacia la familia. Test 1. ¿Debemos hacer terapia grupal con grupos artificiales, además del grupo familiar? Sí_ No 2. ¿Debemos explorar el pasado familiar disfuncional del cliente para conocer los orígenes del problema? Sí_ No_ 3. ¿Importa que los miembros de la familia de origen del cliente, o la persona responsable de su trauma, hayan fallecido o aún vivan? Sí_ No_,..,,
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4. ¿El terapeuta debe introducir el tema de conversación y establecer cómo se desarrollará la sesión? Si No_ 5. ¿El terapeuta debe programar el desarrollo de una entrevista antes de ver al cliente? Si No_ 6. ¿El terapeuta debe ver a la familia en pleno en la primera entrevista si ello es posible? Sí_ No_ 7. Si un cliente ha hecho terapia prolongada y otro hizo terapia breve, ¿debemos suponer que aquel ha progresado más que este? Si No 8. ¿La meta de la terapia es ayudar a los clientes a crecer y elevar su nivel de autoconciencia? Si No 9. ¿Es mejor suponer que los problemas se basan más en el modo en que los clientes construyen la realidad y ven a su familia que en los hechos de la vida familiar? Sí ~. No__ 10. ¿Debe el adulto joven que tiene un problema ser internado en un establecimiento prestigioso (p.ej., la Clínica Menninger, Chestnut Lodge o Austin. Riggs) si la familia puede afrontar el gasto? Sí No 11. ¿Una desintoxicación correcta llevará por lo menos treinta días? Si_ No 12. ¿La medicación es un auxiliar valioso porque facilita la comunicación del cliente durante la terapia? Si No 13. ¿El terapeuta debe considerarse obligado a dar un trato igualitario a todos los miembros de la familia, en cuanto 127
a su derecho a hacer comentarios durante una sesión de terapia? Si No
6. La mejor teoría
14. ¿Para orientarnos dentro de una postura terapéutica positiva debemos suponer que el mundo está hecho de malvados y víctimas? Sí No 15. ¿Los terapeutas deben salvar a los clientes de aquellos colegas que los retienen tenazmente y aplican un enfoque desacertado? Si _. No_
Antes nos creíamos obligados a saber la verdad respecto de las causas y las funciones de los síntomas a fin de crear una teoría que los modificara. Nos creíamos en la necesidad de descubrir la verdadera causa de un síntoma y el verdadero mecanismo de cambio. Al cabo de un siglo de búsqueda de la verdad, un siglo que produjo conclusiones encontradas partiendo de múltiples teorías terapéuticas y de una prolongada e intensa investigación de casos, parece razonable decir que nunca sabremos la verdad. Tal vez necesitemos una hipótesis para cambiar a las personas, pero eso no significa que la ciencia la vaya a validar algún día. Ciertamente, no será validada por acciones terapéuticas porque diversas verdades conducen a resultados. Como nunca estaremos seguros de saber la verdad, debemos estructurar la terapia basándonos en nuestro mejor saber y en los elementos más prácticos. Dentro de este marco de referencia, no me parece una audacia excesiva discutir la elección de la mejor teoría sobre la terapia.
16. ¿Puede explicar qué es el zen? Sí._._, No_ En una escala de 1 a 100, quienes hayan quedado atrapados en los errores del pasado obtendrán 1 punto y quienes tengan una visión sensata obtendrán 100 puntos. No se puede pretender que los terapeutas en formación que se están recuperando de su educación académica logren el puntaje máximo, ni siquiera que se le acerquen. Todo supervisor que no pueda responder correctamente a estas preguntas debería leer con detenimiento el resto de este libro, e incluso repasar lo dicho hasta aquí. (Los supervisores que obtengan el puntaje máximo deberían escribir su propio libro.)
¿Qué es la verdad? Un hombre trae a su esposa al consultorio de un terapeuta. Describe así el problema: desde hace muchos años, ella es incapaz de salir sola de casa. Si lo intenta, entra en pánico y tiene jaquecas atroces: Sólo puede salir acompañada por su marido o su madre. Ella dice no poder evitarlo. El dice estar harto del problema, pues debe trabajar el día entero y, además, hacer todos los trámites y compras, hablar con los maestros de sus hijos, etcétera. ¿Por qué esta mujer no puede salir sola ala calle? Supongamos que nos proponemos averiguar la verdad. Será una
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búsqueda interminable, parcializada por nuestra forma de describir el problema: tejemos hipótesis dentro de un marco de referencia teórico. Cada idea que se nos ocurre es una nueva perspectiva que conduce hacia más hipótesis, o aun hacia otro marco de referencia teórico; sin embargo, nada de esto puede ser verificado de manera científica. Citaré un caso desconcertante. Neil Schiff, un colega con quien he trabajado largos años en muchos casos difíciles, recibió a un niño de doce años, derivado por su pediatra porque todavía se orinaba en la cama. Hacía años que persistía en su enuresis, pese a que la madre había intentado resolver el problema por todos los medios. Schiff les hizo a los padres una pregunta que suelen hacer los terapeutas directivos: «¿Están dispuestos a hacer cualquier cosa para sacarlo de este problema?». La madre respondió afirmativamente; el padre pareció dudar. «Quiero que le den cincuenta dólares a su hijo cada vez que moje la cama», dijo Schiff. La madre accedió, pero el padre se mostró menos entusiasmado por la idea. La madre acató la consigna de Schiff; el chico recibió 150 dólares y, a partir de allí, dejó de orinarse en la cama. Cuando la madre le contó al pediatra lo que habían hecho, el módico ridiculizó la táctica y dijo: «No se premia a un niño por tener un problema que ustedes quieren que resuelva». La madre replicó: «No me importa; él dejó de orinarse en la cama». Sin duda, el pediatra pensaba con arreglo a la teoría del aprendizaje y al refuerzo de la conducta positiva, mientras que Schiff discurría más bien por el camino propuesto en este libro. Al investigar la terapia, muchas veces quedamos perplejos ante las premisas del terapeuta. Los investigadores pueden explorar con tiempo todas las posibilidades asociadas a cada variable que decidan estudiar; los clínicos no. Estudiar las variables dentro del contexto terapéutico dificulta aún más la búsqueda de la verdad desnuda, aun suponiendo que exista. Los terapeutas pueden formular hipótesis, pero deben actuar en auxilio de sus clientes; los investigadores, en cambio, pueden seguir el curso de sus pensamientos, sea cual fuere. Un terapeuta debe tener una teoría propicia a intervenciones que provoquen un cambio en el cliente de la manera más rápida e indolora posible. ¿Podrán los investigadores presentar alguna vez a los terapeutas la verdadera
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causa de un síntoma determinado? Todavía no lo han hecho, y los terapeutas no pueden esperar hasta la próxima generación. Renunciemos a la idea de que encontraremos la verdad y elijamos la mejor teoría para un terapeuta, cuya misión es provocar el cambio en un cliente. Los seres humanos no tenemos más remedio que tejer hipótesis y crear teorías. Se diría que está en nosotros conjeturar por qué otras personas hacen lo que hacen. No es una opción, sino una compulsión.
Una teoría para terapeutas Los terapeutas deben teorizar, pero no pueden erigirse en defensores de una teoría antigua (sin embargo, es lo que parecen hacer a veces). Las hipótesis seleccionadas deben utilizarse para construir una teoría que oriente sus esfuerzos por provocar un cambio en los clientes. La teoría debe reunir, además, otras características. Ante todo, debe infundir esperanza al terapeuta y su cliente. Las personas afligidas deben tener un terapeuta que crea en la posibilidad de un cambio positivo, y lo demuestre. Las teorías de incurabilidad no son bienvenidas en terapia (aunque puedan ser un alivio para el terapeuta que fracasa). En segundo lugar, la teoría debe guiar a la terapia por el camino del éxito en la mayoría de los casos. Es preciso que los clientes logren mejores resultados que los que tuvieron una remisión espontánea o integran grupos de control formados a partir de una lista de espera. Dentro de lo posible, la teoría describirá a las personas y sus problemas en el lenguaje corriente. Este lenguaje guía al terapeuta para poner en práctica un cambio en la vida del cliente y es distinto del que se emplea en las categorizaciones diagnósticas. Por ejemplo, el supervisor que enseña a sus aprendices a describir como agorafóbica a la mujer incapaz de salir sola es, sencillamente, anticuado. Describirla como una mujer que no puede o no quiere salir sola define el problema e indica lo que es preciso hacer. No me limitaré a presentar aquí la mejor teoría sobre la terapia, sino que mostraré un enfoque didáctico discutiendo las decisiones que deben tomar los terapeutas de cualquier
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escuela. Los principiantes, guiados por el supervisor, tienen que participar en la elección y consideración de un enfoque; desde luego, el supervisor espera que, puestos ante estas decisiones, los principiantes se verán llevados lógicamente a descubrir que los puntos de vista de él son los mejores. El supervisor debe señalarles que ciertas decisiones son ineludibles. Cuando aparece un cliente, deben tomar posición según ciertas variables, quiéranlo o no.
Las variables de terapia Como vimos en el ejemplo de la mujer que no podía salir sola, los terapeutas siempre tienen que decidir a cuántas personas incluirán en la definición de un problema. Nuestra hipótesis acerca de la naturaleza del problema se basa en el número de personas incluidas en su descripción: una, dos, tres o más. Un problema unipersonal Un terapeuta que piense en términos de problemas unipersonales describiría el caso de la mujer que no podía salir sola como un problema individual. Quizá propondría el siguiente enunciado descriptivo: «No puede salir sola de su casa sin que la invada el miedo». La proposición de que la dienta «teme» salir de su casa da origen a una segunda hipótesis. No sólo se ha definido el caso como un problema unipersonal: también se ha designado el miedo como la causa de la conducta de la mujer. Una hipótesis de miedo deriva, a su vez, en diversas ideas terapéuticas en torno del miedo y la angustia. Inevitablemente, esta perspectiva induce a centrarse en los procesos interiores de la mujer porque no aparece nadie más en el cuadro. Un psicodinamista diría que la mujer tiene impulsos inconcientes que la asustan cada vez que intenta salir de casa; en otras palabras, entra en pánico y no puede salir de su casa porque, si lo hiciese, eso le acarrearía consecuencias inconcientes. Hay unos treinta y dos mil cuatrocientos ochenta libros sobre teoría psicodinámica, la mayoría de los cuales versa sobre algún aspecto del miedo. Los supervisores encontrarán sin trabajo alguno
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listas de lecturas recomendadas para los terapeutas en formación. La teoría cognitiva, que también goza de popularidad, incluye la mayoría de las hipótesis de la terapia psicodinámica, pero se empeña en abordar los problemas irracionales de un modo más racional. Abundan igualmente las publicaciones que expresan este enfoque. Además, lo respalda la bibliografía de los terapeutas conductales especializados en el tratamiento del miedo y la angustia. A los terapeutas en formación que adoptan la perspectiva individual no les falta compañía. Todos, incluida la gente común, saben cómo reflexionar sobre la naturaleza interior de una persona. El concepto nació hace tres mil años, por lo menos, cuando los griegos estudiaron y categorizaron el carácter individual. La mayoría de los terapeutas en formación tiene supervisores que enseñan estas ideas que, a su vez, aprendieron de sus supervisores. Este libro engrosa la escasa bibliografía que sostiene que los terapeutas serian más exitosos si dejaran de ver al individuo como la unidad abordada en terapia. La gama de intervenciones posibles es demasiado limitada. 07 si fuese una díada? ¿Qué tal si ampliamos nuestra visión e incluimos a dos personas en el cuadro? Volviendo a nuestro caso ilustrativo, podríamos decir: «He aquí a una mujer cuyo esposo reacciona en forma negativa si ella sale sola de su casa». Hablamos de la misma mujer, pero definimos el problema de otro modo, incorporamos a la descripción una hipótesis diferente. No hay tantas ideas y teorías sobre la unidad de dos personas —tampoco es un concepto varias veces milenario—, pero en cuarenta años se ha obtenido suficiente experiencia en su uso terapéutico, de modo que un terapeuta tiene que decidir si incluirá o no al marido en la descripción del problema por tratar. Podríamos tejer estas hipótesis, entre otras: 1) la mujer no puede salir sola de su casa porque está ayudando a su marido; 2) la pareja tiene un contrato matrimonial, un conjunto de reglas, conforme al cual ella será una esposa desvalida y él un marido servicial; 3) la mujer ayuda a su esposo al obligarlo a cuidar de ella y exasperarlo, pues así lo distrae de sus propios problemas y le-proporciona
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una explicación para sus dificultades con ella y con otros, o 4) la pareja sigue una secuencia en que la esposa amenaza abandonar el hogar y el marido responde para impedírselo. No es preciso que la hipótesis sea la causa real de la conducta del cliente; es una explicación que guía al terapeuta mientras traza un plan para provocar el cambio. Por ejemplo, el terapeuta puede encomendar al marido que ayude a su esposa a salir de su casa sin temor, ya que él dice desear que ella 'supere su problema. Puede ayudar al hombre a guiar a su esposa paso a paso, hasta su propio límite de tolerancia, al tiempo que lo guía a él y lo ayuda a resolver sus diversos problemas. En este enfoque, el marido también cambia. Supongamos que nuestro caso plantea un problema diádico entre la mujer y su madre. Podríamos formular la hipótesis de que la mujer nunca ha dejado realmente su hogar para iniciar una vida independiente junto a su esposo y que su síntoma requiere la involucración constante de su madre. Y aun conjeturar que la mujer siente la necesidad de mantener ocupada a su madre. Esta hipótesis encaja en una teoría del ciclo vital de la familia. La descripción diádica de las personas tiene el problema de su aparente inestabilidad. De pronto, recaemos en la unidad unipersonal o pasamos a otra unidad mayor. Tal vez esto explique la inexistencia de una teoría sistemática de terapia conyugal. El terapeuta acaba por explorar la motivación del cónyuge o ampliar la unidad para incluir a otra persona (p. ej., un amante, un hijo o la suegra). Sullivan propuso la idea de que, durante una sesión de terapia individual, hay dos personas en el consultorio.? Las acciones del cliente responden a las acciones del terapeuta. A los psicoanalistas de la década de 1940 les pareció una idea abominable porque en su teoría no había lenguaje alguno para dos personas. Se decía que al principio de la terapia el analista sólo era una pantalla en blanco, y después se dijo que era una proyección del cliente. Se ha intentado usar el término «trasferencia» para describir la unidad de dos personas establecida en el consultorio, pero evidentemente no es eso. Esta es una descripción del modo en que alguien percibe una relación, y no la relación en sí. 1 H. S. Sullivan (1947) Conceptions of modem psychiatry, Nueva York: William Alanson White Psychiatric Institute.
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Cabe argüir que, en terapia, la unidad perceptual mínima es la diada (más adelante, propondré a la tríada como unidad perceptual mínima). Así como vemos un objeto contra el telón de fondo de otro objeto, del mismo modo vemos a una persona en el contexto de otra persona: el observador. Nuestro sistema de clasificación no admite la unidad unipersonal, salvo como marco de otra unidad. Como dijo Laotse: «Cuando creamos el bien, hemos creado el mal». No puede existir una unidad singular. La mayoría de las intervenciones estratégicas se conciben en términos diádicos. Por eso, quizá, los terapeutas suelen debatir su relación con el cliente, o sea, una diada (la hipnosis también se ha considerado un fenómeno diádico). Muchas interpretaciones incluyen la respuesta del cliente al terapeuta. Decimos así que, al presentar una paradoja, el terapeuta provoca una reacción relacionada con él. Las descripciones de problemas conyugales son mayoritariamente diádicos, en el sentido de que describen el comportamiento entre marido y mujer. El caso de la esposa que no podía salir sola se podría describir por referencia a la reacción que tendría el marido si ella lo hiciese. Apresurémonos a desechar la unidad unipersonal, consideremos la unidad diádica una alternativa no del todo satisfactoria y saltemos al concepto de la unidad triádica como el objeto de la terapia. Los méritos de la tríada Cuando un terapeuta se ve obligado a decidir cuántas personas están involucradas en el problema por tratar, la unidad más útil es, a mi juicio, la tríada (aunque la bibliografía que la recomienda se duplicará, como mínimo, con la aparición de este libro). En el caso que nos ocupa, podemos conjeturar fácilmente que la mujer incapaz de salir sola integra un triángulo con su madre y su marido. Aclaremos desde ahora que no nos referimos al número de personas que traemos al consultorio. Lo que hacemos es conceptualizar la situación según unidades triangulares múltiples. El clínico que trata a una mujer en terapia individual reconocerá que está triangulando su matrimonio. El marido reacciona contra la coalición entre su esposa y el
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terapeuta; esto sucede aunque el terapeuta nunca entreviste al marido. Durante años, la terapia de pareja consistió en entrevistar a cada cónyuge por separado, con lo cual se agudizaba el problema de la triangulación. Puede decirse que los niños están insertos en triángulos de adultos, en particular de los adultos que procuran ayudarlos. El niño que tiene un problema escolar puede quedar atrapado en una lucha entre su madre y su maestra, entre esta y la directora de la escuela, o entre su madre y su padre. Cuanto más conflictivos sean los triángulos de adultos, tanto más perturbado estará el niño. En ocasiones, hasta los terapeutas en formación quedan atrapados en un triángulo. Se ven triangulados entre las nuevas ideas, representadas por el supervisor, y los viejos conceptos en que ellos se formaron, representados por un docente anterior.
Resumen Una solución al problema de definir la unidad terapéutica es adoptar un punto de vista amplio y flexible que nos permita considerar distintas unidades para problemas diferentes. Por ejemplo, concebiremos el alcoholismo como una enfermedad individual, la delincuencia como un problema triádico, mientras que problemas con la erección serían problemas diádicos. La larga tradición y el poder de seducción de la terapia individual suelen llevar a un supervisor que intenta enseñar flexibilidad en la percepción de la unidad terapéutica a recalar en una terapia menos eficaz, centrada en el individuo. Como ejemplo de este desenlace, podemos citar un momento histórico en la evolución de la psicoterapia. Sigmund Freud llegó a la conclusión de que las mujeres jóvenes a las que atendía habían sido víctimas de abuso sexual, y publicó un trabajo sobre el tema. Allí expresó, refiriéndose al método psicoanalítico: «Uno persigue los síntomas histéricos hasta su origen, que todas las veces halla en cierto acontecimiento de la vida sexual del sujeto, idóneo para producir una emoción penosa. Remontándome hacia atrás en el pasado del enfermo, paso
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a paso y dirigido siempre por el encadenamiento de los síntomas, de los recuerdos y de los pensamientos despertados (...) no pude menos que ver que en todos los casos sometidos al análisis había en el fondo la misma cosa, la acción de un agente al que es preciso aceptar como causa especifica de la histeria. Sin duda se trata de un recuerdo que se refiere a la vida sexual, pero que ofrece dos caracteres de la mayor importancia. El acontecimiento del cual el sujeto ha guardado el recuerdo inconciente es una experiencia precoz de relaciones sexuales con irritación efectiva de las partes genitales, resultante de un abuso sexual practicado por otra persona, y el período de la vida que encierra este acontecimiento funesto es la niñez temprana, hasta los ocho a diez años, antes que el niño llegue a la madurez sexual. (...) He podido practicar el psicoanálisis completo en trece casos de histeria (...) En ninguno de ellos faltaba el suceso caracterizado en el párrafo anterior; estaba representado por un atentado brutal cometido por una persona adulta, o por una seducción menos brusca y menos repelente pero que llevó al mismo fin. En siete casos sobre trece se trataba de una relación infantil por ambas partes, unas relaciones sexuales entre una niña y un varoncito un poco mayor, las más de las veces su hermano, que había sido víctima él mismo de una seducción anterior. Estas relaciones habían proseguido a veces durante años, hasta la pubertad de los pequeños culpables; el muchacho repetía siempre y sin innovación sobre la niña las mismas prácticas que a su turno había sufrido de una sirvienta o gobernanta, y que a causa de este origen eran a menudo de naturaleza repugnante. En algunos casos había concurrencia de atentado y de relación infantil, o abuso brutal reiterado» (págs. 148-9).2 Freud proponía, en 1896, una teoría familiar de la neurosis. Descubrió que en todos los casos (trece) la paciente había sido víctima de abuso sexual en su niñez. De haber llevado adelante esta conclusión, Freud habría fundado la terapia familiar. Para ello, habría tenido que adoptar el en2 S. Freud (1959) «Heredity and the aetiology of neuroses», en F. Jones, ed., International psychoanalytic library, Nueva York: Basic Books, n° 7, cap. 8 (1° ed., 1896). [«La herencia y la etiología de las neurosis», en Obras completas, Buenos Aires: Amorrortu editores, 24 vols., 1978-85, vol. 3, 1981, págs. 151-2.1
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foque de los actuales terapeutas familiares, quienes deben tomar en cuenta no sólo a los abusadores, sino también a las madres que no protegieron a sus hijos. Su pensamiento habría devenido triádico y, en vez de contener una fantasía edípica, habría abarcado una conducta familiar de la vida real. Pero, poco tiempo después, Freud cambió de idea. Decidió que el abuso sexual de estas pacientes no había acaecido; no era un hecho real, sino un recuerdo falso, una fantasía que ellas habían construido para su mundo. Al tomar esta posición, Freud retrotrajo el campo de la terapia al interior de la mente de la cliente, alejándolo de lo que sucede realmente en el contexto social de la familia. ¿Por qué dio marcha atrás? He aquí uno de los misterios más apasionantes en la historia de la psicoterapia. Este misterio coincide con lo que, hoy, es otro interrogante contemporáneo: ¿con cuánta frecuencia el abuso sexual es, en realidad, un recuerdo falso, incluido el que crean el terapeuta y su cliente al seguir juntos el hilo de una hipótesis? Presuponer que el recuerdo de un abuso sufrido por el o la cliente es falso equivale a absolver de toda culpa a los miembros de su familia y liberar a aquel de cualquier necesidad de reprocharles su conducta abusiva. En la actualidad, la cuestión del recuerdo falso se plantea con relación al uso de hipnosis. (Nos preguntamos si Freud usaba la hipnosis en la epoca en que formuló su opinión original.) Decidir si el abuso sexual había ocurrido realmente o era un recuerdo falso tuvo consecuencias graves en la vida de muchas personas. Llevó a que los analistas obligaran a sus clientes a negar un hecho que sabían cierto. Más aun, en una época era de rutina hospitalizar a la hija que acusara a su padre de incesto, porque se argumentaba que semejante acusación tenía que ser fruto del delirio. Por lo que podemos aprender de la historia de la psicoterapia, parece sensato que los terapeutas piensen explicaciones triádicas para los problemas del cliente, porque este enfoque centra la terapia en el mundo real. Además, sugiere un sinnúmero de intervenciones posibles para producir un cambio. Si hemos de llegar a un compromiso, diremos que es posible utilizar la perspectiva triádica sin dejar de respetar las posibilidades individuales y diádicas de algún problema insólito. Desentenderse del triángulo es nocivo porque estabiliza la situación.
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Una razón importante en favor de la visión triádica es que pensar según tríadas abre las puertas a la teoría de la coalición, con todas sus ramificaciones. Unicamente podemos concebir un antagonismo de dos contra uno a partir de una unidad triádica. Este modo de pensar no sólo ofrece un mapa de los dramas familiares: también permite al terapeuta verse a sí mismo como parte del problema de su cliente.
¿Debe el terapeuta centrarse en el problema? Es preciso enseñar al terapeuta que la primera decisión que debe tomar al iniciar una terapia, una decisión que refleja su orientación general, es si centrará la atención en el problema presentado. ¿O debe el terapeuta demorarse en lo que hay detrás o a la vuelta de la esquina del problema? Su opción determina la naturaleza de su relación con el cliente. Si confecciona un historial y averigua hechos, no se centra en el problema. Construir un genograma —el método de moda para examinar el árbol genealógico de la familia— tampoco es un abordaje inmediato de lo que el cliente o la familia quieren cambiar. Si el terapeuta centra su atención en el síntoma presentado, los clientes se sienten comprendidos. Si la centra en lo que hay detrás del síntoma —o por encima de él, o en sus raíces—, el cliente tendrá que aguardar pacientemente a que, tras dar rodeos, llegue a lo que él quiere cambiar, y por lo cual, le paga. Convenzamos a los terapeutas en formación de que un abordaje inmediato del problema lleva al cliente a cooperar al máximo. La faz negativa de este enfoque es que el terapeuta dispone de menos información de la que desearía, porque no la recoge con un historial de rutina. Por desgracia, compilar un historial define la terapia como un lugar donde se recoge información acerca del pasado; después de este proceso, cuesta persuadir a la familia de que mire el presente y haga algo. Diré cómo trabajaban los terapeutas familiares hasta que la experiencia los aleccionó mejor. Cuando una familia presentaba a un hijo como «todo el problema», el terapeuta trataba de redimir al niño, diciendo: «Bueno, ese otro chico que está allí, en el rincón, tiene un aspecto un tanto extraño,
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y a aquel otro no se lo ve muy feliz, y el matrimonio de ustedes parece tambalear bastante». Entonces solía pedir a la familia que hiciera algo por cambiar su organización, y encontraba una desconcertante falta de cooperación que lo inducía a elaborar teorías sobre resistencia. Los terapeutas en formación no desean ser anticuados; por lo tanto, lo mejor es apuntar que los terapeutas actuales son diferentes: si una familia designa a un hijo como su único problema, el terapeuta concuerda con ella y la persuade de que se reorganice para tratar a ese niño problema. Antiguamente, los terapeutas acostumbraban decir que lo importante no era el síntoma, sino su causa, localizada en el carácter del cliente, y sus raíces. Quienes opinaban así no sabían cómo cambiar un síntoma; sólo podían conversar largamente acerca de él, con la esperanza de que cambiase. Esos mismos terapeutas nos avisaban que si el tratamiento modificaba un síntoma, el cliente contraería otro peor. Esta idea, cuya necedad ha quedado demostrada, sólo es corroborada por los psicodinamistas. Semejante teoría puede paralizar a un terapeuta si es cierto que el éxito trae algo peor.
Importancia dé la secuencia Con respecto a lo que se cambia durante la terapia, es sensato suponer que esta modifica secuencias, no personas; esta idea deriva de la teoría de sistemas. Tomemos el caso de un padrastro. Digamos que una mujer divorciada, con hijos, vuelve a casarse no sólo porque su segundo esposo la atrae sino también porque cree que los niños deben tener un padre, y necesita ayuda para criarlos. Cuando el padrastro empieza a imponer su autoridad a los niños, la madre reacciona y lo increpa: «No comprendes a estos chicos especiales. No los conoces». El padrastro se retrae, y al cabo de un tiempo uno de los hijos empieza a portarse mal. Entonces la madre indica al padrastro que necesita ayuda. El toma alguna medida disciplinaria, y ella le hace un comentario como este: «No comprendes lo sensibles que son estos chicos, sobre todo desde que me divorcié. Déjame entenderme con ellos». Después, el hijo vuelve a causar problemas, y ella le hace saber al marido que se tendría que ocupar más de la crianza
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de los hijos. Esta secuencia puede perpetuarse sin limitaciones de tiempo ni restricciones impuestas por el género del nuevo progenitor. En este caso, el supervisor debe enseñar al terapeuta a persuadir a la madre de que permita que su nuevo esposo trate a los chicos a su manera, porque probablemente sería menos severo si estuviera menos enojado por los obstáculos que ella le pone. Todas las interacciones familiares se componen de secuencias; los terapeutas deben aprender a considerarlas y cambiarlas. Su tarea no es cambiar al hijo, la madre o el padre, sino cambiar las secuencias que siguen. Hecho esto, cambiarán los pensamientos y sentimientos de los miembros de la familia. Esta idea fue introducida en la década de 1950. Antes de entonces, se creía que elegíamos nuestras relaciones sobre la base de nuestras ideas y sentimientos. Ahora es evidente que sucede lo contrario: las relaciones causan nuestras ideas y sentimientos. Las secuencias afligentes se pueden modificar, y esto dará más tranquilidad y placer a la familia. Hay varios modos de enseñar a los terapeutas en formación a ver secuencias; por ejemplo, mostrarles videocintas filmadas con cámara lenta. Desde luego, también es preciso mostrar a los principiantes secuencias más largas. Ocurre que una pareja llega al consultorio en plena crisis; al cabo de unas pocas sesiones, se siente más tranquila y se marcha complacida. El terapeuta supone que el tratamiento tuvo éxito pero, seis meses después, la pareja regresa en medio de otra crisis. Una breve intervención terapéutica la tranquiliza y la pareja se marcha alegremente, sólo para reaparecer nuevamente a los seis meses. El terapeuta debe admitir que él y la pareja forman parte de una secuencia de interacciones. Recuerdo un tratamiento de Gregory Bateson de una familia con un hijo diagnosticado como esquizofrénico. Durante la terapia, el padre empezó a trabajar por su cuenta; se lo consideró una consecuencia positiva del tratamiento. Pocos meses después, quebré; se lo consideró una consecuencia negativa del tratamiento. Después se supo que el padre llevaba varios años fundando empresas y quebrando con bastante regularidad. Por lo tanto, ese ciclo era independiente de la terapia. Aún no hemos terminado de aprender qué secuencias son modificables y cuáles sólo muestran un cambio ilusorio porque forman parte de un ciclo mayor.
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Importancia de la jerarquía Una visión social de los problemas psicológicos nos obliga a pensar más en las organizaciones que en la naturaleza íntima de un individuo. Durante siglos hemos explicado dilemas humanos refiriéndolos al individuo, pero sólo desde tiempos recientes hemos pensado en el individuo como parte de una organización. Es más fácil hablar de ira reprimida y falta de autoestima que describir la posición de una persona dentro de una jerarquía organizacional, en particular una que incluya al terapeuta. Todos los tests psicológicos se crearon para clasificar individuos; todas las categorías diagnósticas de trastornos mentales clasifican individuos. Ante la inexistencia de tests que revelen satisfactoriamente la complejidad jerárquica de una familia, hoy por hoy debemos describir la posición de una persona en la jerarquía familiar por medio de anécdotas. Veamos un ejemplo de confusión jerárquica: un hijo amenaza hacerse daño, fugarse del hogar o suicidarse, y de este modo hace que sus padres cedan a una exigencia o decisión de él. En otras palabras, manda sobre sus padres en cuanto a determinar lo que se hará en la familia. Los hijos problema tienden a determinar los sucesos familiares, con lo cual crean dificultades jerárquicas. Hay muchas jerarquías y redes complejas; basta con que los supervisores enseñen a los terapeutas en formación la jerarquía simple de una familia en terapia. En la cúspide están los expertos a los que la familia ha pedido ayuda. Les siguen los abuelos, los padres y los hijos (que tienen su propio orden jerárquico). Como en toda organización, hay diferencias de posición y de poder entre los miembros. También hay una jerarquía entre los terapeutas que integran una organización o un sistema. Sus colegas tienen poder; por lo tanto, los terapeutas deben aprender a colaborar con ellos y a tomar en serio su poder así como deben aprender a tomar en cuenta la posición de cada miembro de la familia. En estos tiempos de terapias impuestas por orden judicial, a veces los clínicos se encuentran con que los miembros de una familia cuenta han sido puestos bajo custodia sin su aprobación. O se medica a un miembro de una familia, o se lo coloca bajo custodia psiquiátrica aunque el terapeuta lo objete. Lo primero que debemos hacer con un
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cliente es averiguar si hay otros terapeutas involucrados en su caso y, de ser así, cuánto poder e influencia ejercen sobre el cliente. Podemos enseñar a un terapeuta en formación a conversar con los colegas involucrados en su caso para lograr los fines deseados. Lo importante es respetar las opiniones de los colegas e interesarse por ellas. Reñir con un colega a causa de un cliente es tonto, y es penoso para el cliente. Cuando una familia con varios miembros en terapia individual viene a hacer terapia familiar, o un matrimonio solicita terapia de pareja y uno de los cónyuges se está tratando individualmente, surge un problema. Presentaré un caso común: una esposa hace terapia individual y, en determinado momento, ella y su terapeuta deciden que también necesita hacer terapia de pareja. Esto puede ocurrir si el terapeuta descubre que en la terapia no pasa casi nada y quiere animarla un poco. En vez de hacer terapia de pareja en su consultorio, deriva al matrimonio a un colega. Este los acepta en tratamiento y la esposa tiene nuevos temas para discutir con su terapeuta individual. Pero como el marido no tiene a nadie más con quien hablar, se busca un terapeuta individual para él. Después los cónyuges abandonan la terapia de pareja. En semejante situación, parece lógico que el terapeuta de pareja debe pedir a su colega que suspenda o dé por terminado el tratamiento individual mientras él haga terapia de pareja con los cónyuges. Así será el profesional responsable del caso y no un asistente de un terapeuta individual que tal vez trabaja con el cliente de otra manera. Desde luego, los terapeutas deben aprender a incluir o excluir cortésmente a otros colegas. Los que opinan que cuanta más terapia se haga tanto mejor es, suelen invitar a todos los miembros de una familia a tratarse individual y conjuntamente. Estos terapeutas no piensan con un criterio organizacional. A veces conviene supervisar a los terapeutas en formación cuando conversan por teléfono con sus colegas en un intento de obtener su cooperación. Los supervisores que hablan con respeto de sus colegas, y de otros profesionales de la salud mental, sirven de modelo a sus supervisados en cuanto a la actitud indispensable para colaborar felizmente con otros profesionales en un caso. Un aspecto primordial de la jerarquía es el poder que tiene el terapeuta de conferir poder. Es depositario de una es-
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pede de imposición de manos en el sentido de que el miembro de la familia al que escucha con más respeto asciende en la jerarquía familiar. Veamos un ejemplo de este poder tal como lo descubrió un terapeuta en formación, a quien llamaré Gerald. Yo lo supervisaba detrás del espejo de visión unilateral mientras él entrevistaba a una familia compuesta por la madre, el padre y un hijo adolescente, delincuente. Lo observé un rato, lo hice salir del consultorio y le dije: «De mí se espera que lo supervise a usted, pero no sé qué está haciendo. ¿Qué se propone?». «Observe y verá», replicó Gerald. Lo observé otro rato, lo hice salir nuevamente del consultorio y le dije que lo había observado, pero seguía sin saber qué hacía. «Le estoy dando unos ligeros codazos al padre —respondió Gerald, y añadió—: La madre ha cargado con los problemas de este muchacho mientras el padre se desentendía. Pienso que él debería hacerse cargo del problema; por eso le infundo fuerzas de a poco». «¿Cómo lo hace?», inquirí. «Pues, cuando habla el padre, le presto mucha atención. Cuando hablan la madre y el hijo, no les presto tanta atención. Usted mismo notará que el padre va en ascenso». Regresó al consultorio y, efectivamente, pude ver cómo ascendía la posición del padre en el consultorio. Madre e hijo le prestaban cada vez más atención, exactamente como lo hacía el terapeuta. Esta capacidad del terapeuta de potenciar a los miembros de una familia explica la importancia que adquiere el concepto de jerarquía; el terapeuta en formación que sólo posee una visión individual de la terapia no puede apreciarlo. Si un terapeuta hace causa común con un adolescente contra sus padres, le confiere poder aunque crea manifestarle simplemente su preocupación y simpatía. La persona a la que escucha con máxima atención, sea la que fuere, adquiere poder y posición dentro de la familia. De hecho, cuando una familia llega por primera vez al consultorio y el terapeuta pide a uno de sus miembros que exponga el problema, este acto selectivo designa automáticamente que esa persona es la autoridad en la concurrencia de la familia. También puede suceder que un terapeuta potencie involuntariamente a los adolescentes si centra su atención en ellos para mejorar su autoestima. Supongamos que un terapeuta desea potenciar a un progenitor de un niño descontrolado. Para ello, debe tratarlo en 144
términos jerárquicos desde el momento mismo en que la familia entra en el consultorio. Si una madre soltera llega acompañada de su madre, con quien convive, cabe suponer que las dos mujeres tienen un problema de autoridad respecto de un niño problema. La conducta del terapeuta influirá en la relación que él desee establecer entre ellas y el chico. (La meta habitual es que la madre se haga cargo de su hijo y la abuela le dé ayuda y consejo para su crianza.) En algunas culturas, los abuelos están por encima de los padres; en otras, no. Cabe suponer que los abuelos tienen más poder en una familia asiática que en una familia norteamericana común, donde a menudo los dejan a un lado, salvo que tengan poder económico o se los necesite para que cuiden de los niños. Si una pareja riñe constantemente y es incapaz de resolver sus problemas, es muy probable que algún abuelo se inmiscuya en su matrimonio de una manera nociva. En nuestros días, abundan los casos de padres alcohólicos o drogadictos a quienes les han quitado los hijos para darlos en custodia a los abuelos. Cuando los padres intentan recuperarlos, los abuelos suelen poner reparos. El tribunal ha conferido poder a los abuelos, y esto plantea un problema a los padres que reclaman a sus hijos. No es raro que soliciten la opinión del terapeuta sobre quién debe cuidar de un niño. Esto puede significar una enorme responsabilidad porque le están pidiendo que prediga si un progenitor recaerá en su adicción.
Importancia de la motivación Una variable primaria sobre la que un terapeuta debe tomar posición es saber por qué la gente hace lo que hace. Probablemente sea más importante que preguntarse cómo ve el terapeuta la jerarquía o la secuencia, o si centra o no su atención en el problema del cliente. Debemos tejer hipótesis acerca de lo que motiva a las personas. Si una mujer le grita a su marido a sabiendas de que se exasperará y la tratará peor, debemos explicar este acto irracional. Si un niño se tajea las muñecas, debemos hallar una explicación para esta conducta sorprendente. La cuestión sobre la cual deben tomar partido más frecuentemente es la de saber por qué 145
las personas hacen lo que hacen. Es común que durante la terapia el supervisor tenga que cambiar por completo la perspectiva de un terapeuta en formación acerca de la motivación de un cliente. (Es posible que un terapeuta tenga una explicación para la conducta de una persona en el consultorio y otra, muy distinta, para su conducta como ciudadano que transita por la calle.) La motivación clásica, aprendida de sus maestros por casi todos los supervisores, y que en consecuencia enseñan a sus discípulos, es el concepto de lo inconciente negativo: la gente hace lo que hace impulsada por la ira, la hostilidad, la codicia, la lujuria o cualquier otro pecado capital. Basta plantear un caso al clínico medio para oír una desagradable explicación sobre la motivación inconciente del cliente. Por desgracia, tal vez oigamos la misma explicación de boca de un supervisor. Si le preguntamos por qué no aconseja a los principiantes que se dejen llevar por sus impulsos en las sesiones de terapia, el supervisor que cree en lo inconciente perverso responderá: «¡Santo Cielo! ¡Dios sabe qué podrían hacer si se dejaran llevar por ellos!». Adviértase la presunción de que sería un impulso funesto. Mas. si los terapeutas no pueden confiar en sus impulsos, ¿qué clase de decisiones pueden tomar? El punto de vista de un terapeuta sobre lo inconciente se evidencia en la primera entrevista terapéutica. Si explora todas las atrocidades que ha pensado y hecho el cliente, es porque presupone que las ideas negativas deben salir a luz o, de lo contrario, no habrá una cura. Dicho de otro modo, ese terapeuta cree que si induce a sus clientes a expresar las ideas espantosas que tienen metidas en la cabeza, se liberarán de ellas. Tal ejercicio también puede ser deprimente. Por otro lado, el terapeuta que mira el problema del cliente por los aspectos positivos de su experiencia, y discute con él la manera en que intentó resolver su problema, piensa en los términos de un inconciente positivo. Lo mejor es suponer que un cliente en terapia (aunque no necesariamente una persona en otro contexto social) hace lo que hace con un propósito positivo. Por ejemplo, en los términos de un inconciente positivo, si una mujer acostumbra gritar al marido, es porque así lo ayuda de algún modo. Quizás advirtamos que cuando ella no le grita, é1 cae en una inercia como si estuviera deprimido. Cuando ella le grita, se
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enoja. Sabe qué anda mal: su esposa. Ella lo insta a rehacerse y, así, lo ayuda a sus expensas. El terapeuta que adopte este enfoque tendrá una visión positiva de la mujer en vez de considerarla una persona hostil. Los terapeutas trabajan mucho mejor si tienen una visión positiva de sus clientes. La teoría de sistemas entraña la idea de que cada integrante del sistema lo estabiliza; tener un síntoma es una manera de mantener esa estabilidad. Un sistema es autocorrectivo, y la corrección brota de las interacciones entre los individuos. Un sistema podrá ser abyecto, pero es estable. Si empieza a resquebrajarse, ocurre alguna acción preventiva. El hijo adolescente de un matrimonio al borde del divorcio quizá tome alguna medida extrema, como una tentativa de suicidio. Si un hombre tiene un problema en su desempeño sexual, es posible que su esposa contraiga inhibiciones sexuales para ayudarlo. Los miembros del sistema u organización aúnan fuerzas para afrontar la crisis y, durante ese proceso, el sistema se estabiliza. De no resolverse el problema desestabilizador, el proceso se repetirá sistemáticamente. Para quienes piensan así, la mejor teoría de la motivación es que las personas se auxilian entre sí aun golpeándose mutuamente. Esta explicación ayuda a los terapeutas de varias maneras. Por lo pronto, les da una visión positiva del cliente como coasistente. Lamentablemente, los clientes pueden ayudar a otros miembros de la familia haciéndose daño a ellos mismos. Una vez que el terapeuta haya comprendido esto, podrá idear el modo de que sus clientes ayuden a otros sin hacerse daño. Por ejemplo, si un terapeuta admite la posibilidad de que una hija ayude a un padre deprimido dándole el trabajo de tratar de impedirle que se drogue, puede disponer las cosas de manera que la hija lo ayude en una forma positiva. En un caso, padre e hija iniciaron juntos un programa de dieta y gimnasia bajo la supervisión de la madre. Cuando los terapeutas aprenden a ver el problema de un cliente como algo que involucra a más de una persona, empiezan a pensar que los síntomas no sólo son intentos de comunicarse con otros, sino también intentos de ayudar a otros.
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¿Salta a la vista cuál es la mejor teoría? De nuestro examen de las variables antedichas, sobre las cuales todo terapeuta debe tornar posición, se desprende que los supervisores deben seleccionar aquellas que sean correctas, a fin de capacitar a sus terapeutas en formación para una práctica clínica eficaz. Parece evidente que la teoría elegida debe conducirlos a una visión positiva de los clientes. No hay que atribuirles motivaciones vengativas o dañinas, sino serviciales y beneficiosas. Es preciso enseñarles a centrarse en el problema presentado, porque eso es lo que la gente quiere resolver; en consecuencia, los supervisores necesitan saber cómo intervenir para resolver los problemas presentados. Las personas definidas corno partes del problema deberán ser, por lo menos, tres. La unidad triangular permite pensar en función de la teoría de las coaliciones. Esta perspectiva ayuda al terapeuta a comprender los problemas organizacionales y a crear intervenciones. Siempre podremos descubrir tres personas involucradas en el problema, en particular si incluimos al clínico. Cuando aparece involucrado un niño, la tríada suele incluir a un abuelo que hace causa común con el nieto contra los padres y de quien el niño extrae poder, aunque también es posible que el terapeuta cumpla esa función. La existencia de coaliciones intergeneracionales, en las que un superior en la jerarquía generacional se alía a un inferior contra un tercero que ocupa un nivel intermedio, puede crear confusión, dificultades y síntomas. Es evidente que los terapeutas necesitan pensar en términos de jerarquía; y no lo es menos que no pueden pensar así en una perspectiva individual. Se discutirá lo que piensa una persona acerca de una posición jerárquica, pero no la posición que ocupa realmente cada individuo. El supervisor puede discutir con el terapeuta el tema de la jerarquía en términos generales o específicos, como mejor le convenga. Esto es, podernos pensar en la jerarquía cuando planeamos la trayectoria completa de un caso o cuando consideramos ciertos detalles (p. ej., el miembro de la familia al que interrogaremos primero sobre la naturaleza del problema). De más está decir que los terapeutas tienen el poder de conferir poder de manera conveniente o inconveniente. El terapeuta que prefiera no pensar en términos de poder y jerar-
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quia ha de reconocer que el simple acto de intentar eludir el poder provoca, por sí, una respuesta en el cliente.
Casos ilustrativos La perspectiva contemporánea de la terapia da por sentado que una diagnosis requiere una intervención terapéutica. La teoría nace de la acción. Si los terapeutas interrogan a sus clientes, obtienen una información bastante diferente de la que recogerían impartiéndoles una directiva y observando su reacción. El terapeuta sentado detrás del diván obtiene sobre una familia una información totalmente diferente de la que recoge el colega que se sienta junto al grupo familiar. Ninguno de los dos supera al otro en la veracidad de la información conseguida; simplemente, averiguan cosas distintas porque los contextos terapéuticos difieren. Si un terapeuta imparte una directiva a un cliente, la reacción de este indica la diagnosis que tiene importancia terapéutica. Expondré en forma anecdótica un giro histórico decisivo. En la década de 1960, el destacado psicoanalista Edoardo Weiss publicó su libro Agoraphobia in the light of ego psychology,3 donde presentaba análisis de mujeres incapaces de salir solas. Al referirse a un caso en que había fracasado, Weiss reconoce que el psicoanálisis de una agorafóbica frecuentemente se prolonga por varios años y a veces la persona no cambia nunca. Cabría esperar la siguiente conclusión: «Por consiguiente, debemos buscar otra forma de terapia para estas mujeres en dificultades». Pero Weiss no escribe eso. Admite que en el caso siguiente ocurrió lo mismo y procede a comunicar un tercer caso en que volvió a emplear esa técnica que nunca había dado resultado. (Por entonces, los psicoanalistas fracasaban sistemáticamente, pero sin considerar la posibilidad de cambiar su enfoque. A su juicio, debían seguir utilizando el mismo método de siempre, pasara lo que pasara. De hecho, las sociedades psicoanalíticas de las grandes ciudades aún persisten en esta actitud.) 3 E. Weiss (1964) Agoraphobia in the light of ego psychology, Nueva York: Grune & Stratton.
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Por la misma época, varios terapeutas empezaron a probar nuevas técnicas que remplazaran a las que siempre terminaban en fracasos. Con un nuevo enfoque, surgieron datos nuevos acerca de las mujeres diagnosticadas como agorafóbicas. En mi práctica de entonces, yo hacía terapia con una muestra de mujeres que no podían salir solas del hogar. Expondré una intervención que reveló un nuevo modo de abordar el problema. Un hombre me trajo a su esposa que vivía enclaustrada. Sólo podía salir de casa con él o con su madre. El marido quería que cambiara. Los entrevisté juntos y les advertí que les impartiría una directiva que quizá les parecería tonta. Pedí al marido que a la mañana siguiente, al irse a trabajar, dijera a su esposa que se quedara en casa. El sabía que ella no saldría de casa, pero yo quería que se lo dijera igualmente y que hiciera lo mismo todas las mañanas hasta que yo volviese a verlos la semana siguiente. Mi sugerencia les pareció cómica; a la mañana siguiente, cuando el marido le dijo a la esposa que se quedara en casa, ambos rieron. La segunda mañana ya no les pareció tan divertido. La tercera, la esposa fue sola hasta el almacén del barrio: era la primera vez, en siete años, que salía sola. En la entrevista siguiente, me encontré ante un marido muy afligido: se preguntaba, alarmado, adónde iría su esposa y con quién, si empezaba a salir sola. La mujer reconoció haber declarado a menudo que, si pudiera salir de casa, lo haría con la valija en la mano. Este tipo de reacción revela una estructura que tal vez nunca se habría puesto de manifiesto si yo hubiese conversado a solas con la mujer sobre sus miedos y sus traumas pasados. Los terapeutas que piensan en términos de tríadas encuentran motivaciones inesperadas en sus clientes y, en un caso como este, quizá descubran que su intervención terapéutica ha activado una amenaza de separación. No estoy recomendando este procedimiento como el mejor para situaciones similares; presento este caso, que incluye una reacción a una intervención paradójica, a modo de ejemplo de una técnica intentada como alternativa al tratamiento analítico, probadamente ineficaz en estos casos. El resultado fue en efecto una confrontación. Habría sido más deseable trabajar con el marido para que ayudara a su esposa a salir sola, de manera que pudieran resolver sus problemas sin
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llegar a una confrontación abierta. Los terapeutas deben decidir de antemano si evitarán o no una confrontación, y prever sus posibles consecuencias para el matrimonio. Aunque discrepemos en nuestras respuestas a situaciones problema y en la elección de las teorías que van a guiar nuestro trabajo psicoterapéutico, pongámonos todos de acuerdo en que la peor teoría de terapia clínica que se haya ideado es la teoría de la represión. Este concepto ha exigido que sus adherentes se vean a sí mismos como receptáculos de horrores reprimidos. Ha obligado a varias generaciones de terapeutas a formular interpretaciones sobre desagradables elementos internos y a malgastar el tiempo de todos preguntando a los clientes cómo se sentían. La noción de la represión ha sido impuesta por igual a los clínicos y al público en general. Es una teoría tan seductora que probablemente los clínicos necesiten lanzar una campaña nacional para desterrarla y volver a una visión sensata del ser humano.
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7. Temas controversiales
La tolerancia moldea el mundo de los terapeutas, pues deben tratar con personas insólitas y difíciles en situaciones fuera de lo común. No buscan problemas, pero pueden verse envueltos en ellos. Las cuestiones controversiales deben ser abordadas. Ocurre lo mismo que cuando brota súbitamente del suelo un chorro de petróleo: hay que hacer algo o se producirá un desastre. Estos temas no pueden desatenderse por tiempo indefinido; los terapeutas y sus supervisores deben tomar posición frente a las ideas viejas, nuevas o aun controversiales. Ahora se sostiene que el contexto social determina las opciones de la gente y afecta sus decisiones. ¿Siempre ha sido así? ¡Esta es, por sí, una de las controversias! Recuerdo lo dicho por un brillante asistente social: «Si usted dice que la motivación está en el sistema social, hace desaparecer al individuo». Gregory Bateson fue aún más lejos: decía que la mente estaba fuera de la persona. Los terapeutas creen tomar decisiones cuando eligen una teoría. ¿O han sido programados por la situación social, según lo propone la teoría de sistemas? En este último caso, convendrá conseguir trabajo como terapeuta en el lugar adecuado. Pero, ¿cómo podemos creer que un trabajo determinará nuestras ideas? Sin duda, los terapeutas que trabajan en unidades de internación tienen las mismas teorías que quienes se dedican a la práctica privada. ¿O no? ¿Y qué me dicen de este libro? ¿Guía al lector hacia una decisión independiente, basada en argumentos sólidos? ¿O influye sobre él, en gran medida porque expresa el contexto social de una teoría contemporánea de moda? Partamos del supuesto de que hoy todos pueden afrontar con coraje temas en discusión, aunque las opiniones sean impopulares, y pasemos enseguida a considerar algunas de las ideas novedosas más urticantes.
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¿La terapia es un proceso educacional? La cuestión del aprendizaje y la educación cobra nuevos aspectos desde que se comprende que las personas en terapia están motivadas por su posición organizacional. Si los padres manejan mal a un hijo problema, ¿el terapeuta deberá enseñarles a criarlo? ¿O presupondrá que allí hay problemas organizacionales y que, una vez resueltos, los padres criarán a su hijo de otra manera? Casi todas las terapias han adoptado en principio el enfoque educacional. Si bien varían enormemente en las enseñanzas impartidas al cliente, parecen dar por supuesto que este necesita ser educado. Veamos algunos ejemplos. Los terapeutas psicodinámicos educan a sus clientes acerca de sus constructos inconcientes y la relación entre su presente y su pasado. Los terapeutas orientados hacia el condicionamiento educan a sus clientes acerca de los refuerzos y les enseñan una de las diversas teorías del aprendizaje. Los terapeutas cognitivos suelen enseñar a los clientes que temen usar los ascensores cuál fue la causa traumática de su miedo y cómo pueden vencerlo. (Me pregunto si les enseñan algo que ellos desconocen o les dicen algo que ya saben para motivarlos a entrar en el ascensor y perderle el miedo.) Los terapeutas de pareja hacen ver a los cónyuges la manera en que se provocan mutuamente y suscitan malos sentimientos, o les muestran que su conducta refleja la conducta de sus padres («Su padre golpeaba a su madre y, en consecuencia, usted golpea a su esposa»). Educar a los padres para que sepan criar a sus hijos se ha convertido en una industria. Muchos terapeutas parecen convencidos de que saben enseñar a la gente a criar hijos normales: Cuando un terapeuta educa a un cliente, la premisa es que esa persona carece de ciertos conocimientos o no sabe cómo conducirse. Los terapeutas que aceptan esta función docente presuponen que la conducta de los clientes depende de opciones individuales; una vez que hayan recibido la educación apropiada, cambiarán sus conductas, incluidas aquellas que, al principio, decían no poder evitar. El descubrimiento de que la motivación se sitúa en el contexto social sugiere que la persona que responde a un sistema tiene escaso margen de elección. Recuerdo haber pensado que por ser un extraño no estaba obligado a pensar
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como los miembros del sistema. Después me di cuenta de que se me pedía que pensara como un extraño. Aunque la mayoría de nosotros prefiere creer que toma decisiones personales, cabe argüir que el sistema determina nuestra conducta y, por consiguiente, nuestros pensamientos y sentimientos. ¿Qué decir de esos terapeutas sistérnicos que enseñan a los clientes la manera en que ellos responden irremediablemente a un sistema? Su premisa debe ser esta: una vez educados, los clientes se sobrepondrán al sistema y, de ese modo, adquirirán la libertad de optar por responder de otra manera. Por lo común, a los terapeutas que educan a sus clientes no les gusta admitir que eso es parte de su trabajo. Temen que aceptarlo dé a entender que se creen más sabios que ellos. Habría que comparar su educación con la del cliente para ver si es superior en todos los campos del aprendizaje. O, al menos, silo es en las áreas relacionadas con los problemas del cliente. Entonces, ¿qué deben enseñar los terapeutas a sus clientes? ¿Están de acuerdo los partidarios de diferentes escuelas de pensamiento en lo que se debe enseñar a un cliente con vómitos compulsivos? Consideremos el tema mirando la manera de evitar el daño, cuestión que, por supuesto, interesa y. preocupa a todos los terapeutas.
¿El terapeuta debe educar al cliente? La terapia nació entre gente con formación universitaria que veneraba el conocimiento. La influencia académica se percibe cuando formamos a terapeutas :que no han ido a la universidad. Estos no parecen dar por supuesto que la autocomprensión provoque un cambio automático (las personas menos instruidas tienen otros prejuicios, pero no ese). Cuanto más instruido sea un terapeuta, tanto más difícil será impedir que intente enseñar a sus clientes e interpretar sus motivaciones. Examinemos un error capital que los terapeutas cometen cuando intentan educar a sus clientes. A los supervisores les cuesta impedir que señalen a sus clientes lo que estos ya saben. Es una actitud condescendiente que genera resistencia. Supongamos que un terapeuta en formación
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diga a una madre: «¿Se ha dado cuenta de que sobreprotege a su hijo?». La pregunta puede ser bienintencionada, pero crea un problema. Si no hay tal sobreprotección, la madre lo tomará por estúpido. Lo más probable es que estas madres ya sepan que son sobreprotectoras. Su problema está en que no pueden evitarlo; esa es una de las razones por las que solicitaron tratamiento. No necesitan que les frieguen por la nariz su problema. El terapeuta que hace esa interpretación supone, al parecer, que si esa madre ve que es sobreprotectora, dejará de serlo. ¿Por qué otra razón haría semejante comentario? Además de tonto y condescendiente, decir eso a una madre es crear un problema de relación. La madre quizá no exprese al instante la opinión que le merece ese comentario pero, en algún momento de la terapia en que el terapeuta le imparta una directiva, la pasará por alto y se negará a cooperar. El terapeuta pensará probablemente que la dienta es reacia y necesita más educación. Se ha estimado que el 78% de las interpretaciones formuladas por los terapeutas son intentos de educar a sus clientes en algo ya conocido por ellos. Un terapeuta intentará enseñar a un hombre con miedo a los ascensores que, si entra en uno sin miedo, liquidará su fobia; esto es quizá lo que él sospechó desde siempre. A menudo, el trabajo del terapeuta consiste en potenciar a los padres de hijos problema. La tarea jerárquica es aumentar gradualmente la autoridad de los padres y hacer que sus hijos los respeten. Pero cada acto didáctico lleva implícita la acusación de que los padres no saben lo que hacen; de otro modo, el terapeuta no estaría educándolos. «Deben ser firmes y coherentes con los chicos», dice un psicólogo de veintidós años, soltero, a unos padres cuarentones.. «Yo lo soy, pero mi marido no», responde la esposa. «Pero deben serlo ambos», insiste el terapeuta. ¿Esto es educar? ¿O es generar un sentimiento de culpa por una conducta que no pueden evitar debido a su relación conflictiva? ¿No se trata más de un problema de organización del sistema familiar que de ignorancia? El lector sagaz habrá advertido que los supervisores tienen el mismo problema con los terapeutas en formación. Si los educan para que no eduquen a los clientes, hacen exactamente lo que les aconsejan no hacer. ¿Cómo pueden impedir que los terapeutas en formación formulen interpretaciones didácticas sobre algo que los clientes ya
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saben? El problema está en cambiar el contexto social de suerte que los terapeutas en formación no intenten educar a sus clientes para provocar el cambio terapéutico. Los siguientes resúmenes de casos ejemplifican estos puntos. PRIMER CASO ILUSTRATIVO
Una mujer trajo al consultorio a su hijo de doce años y explicó que era un niño «limitado» (no quedó en claro si era retardado). Dijo que su marido había muerto hacía unos meses, dejándole la pesada responsabilidad de criar a su hijo. Para protegerlo, lo acompañaba en su caminata hasta la escuela, se ofrecía a trabajar voluntariamente en el área de juegos a la hora del almuerzo para no perderlo de vista, y volvía a acompañarlo de regreso a casa. Nunca lo dejaba salir solo. Todo parecía indicar que esta mujer necesitaba una educación parental, que le enseñaran que era sobreprotectora, que el chico necesitaba mayor libertad y responsabilidad, e incluso que ella misma causaba muchos de sus problemas al restringir su campo conductal. Tras escuchar semejante exposición didáctica de boca de un supuesto experto en crianza, la mujer probablemente se habría sentido muy mal con sólo considerar el modo en que criaba a su hijo. Llegaría a la conclusión de que su sobreprotección había sido perjudicial para él. Si se hubiera sentido demasiado molesta, enojada o perturbada frente al terapeuta, tal vez su hijo se habría portado mal para ayudarla: su mala conducta le daría pie para replicar al terapeuta que el problema no lo tenia ella, sino el chico. Un terapeuta convencido de que la meta de los clientes es la autocomprensión declararía indispensable que esta mujer se diera cuenta de lo mal que criaba a su hijo aunque esta conciencia la perturbara. El profesional a cargo del caso, Peter Urquhart, uno de nuestros terapeutas comunitarios, les habló a los dos durante una hora. En ningún momento, y en modo alguno, insinuó a la madre que era sobreprotectora. Conforme al plan trazado por el supervisor, dijo a la mujer que tendría que prepararse para afrontar un cambio en su hijo, que de un muchacho de trece años se espera más que de un niño de menor edad y que, algún día, él tendría que cuidarse solo en el mundo. Urquhart señaló que no había ningún apuro y le
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pidió que al regreso de la escuela le permitiera jugar en la calle frente a su casa; así, podría vigilarlo y protegerlo desde el porche. La mujer accedió. Después le pidió que lo observara caminar hasta la esquina y volver, para que el niño aprendiera a estar en la calle con los otros chicos del barrio. La madre también accedió a esto. A las tres semanas, el muchacho practicaba tiro al cesto en el campo deportivo barrial y la madre tenía un empleo de media jornada. El terapeuta jamás criticó, en nombre de la educación, la forma en que esta mujer criaba a su hijo. En el tratamiento de este caso, hubo otro hecho interesante. La madre dijo que a veces, cuando su hijo subía a su habitación, oía que le hablaba a su padre muerto. Esto la tenía preocupada. Muchos terapeutas habrían adoptado inmediatamente una postura diagnóstica: el niño era psicótico; en cambio, Urquhart se volvió hacia él y le preguntó: «¿Qué te dice tu padre allá arriba, en tu habitación?». El niño respondió: «Dice que debería tener una bicicleta». «¿Qué opina de eso?», le preguntó Urquhart a la madre. Esta aceptó que tuviera una bicicleta, pero dijo que no podría andar en ella. A la semana siguiente, en su entrevista a solas con el terapeuta, la mujer le contó que algunas noches su esposo muerto subía por la escalera hasta su dormitorio, se acostaba en la cama a su lado, suspiraba y se marchaba. Posiblemente, no habría hecho esta confesión si su terapeuta no hubiese respondido con tanta naturalidad a las conversaciones imaginarias que el hijo mantenía con su padre. Urquhart educó a esta madre diciéndole lo que ella ya sabía: las personas que se sienten solas a veces ven a tal o cual pariente cuando lo extrañan mucho. Las visitas cesaron. En este caso, el terapeuta debió optar entre dos metas terapéuticas. ¿Se propondría el tratamiento educar a la madre en la crianza que daba a su hijo o lograr que el chico maximizara su potencial y la madre se interesara en otras cosas aparte de su hijo? Si le enseñaba a criar a su hijo, ¿cómo alcanzaría la segunda meta'? Esa mujer no necesitaba una educación sino un hijo capaz de realizarse.
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terapeuta hacía precisamente eso, porque le conté a alguien que en la clínica de orientación la asesoraban sobre el tema. Durante el tratamiento, la mujer expresó su necesidad de ser firme y coherente con sus hijos, la necesidad de la pareja de respaldarse mutuamente, su necesidad de que su madre le diera consejos sin asumir el control de los niños, la necesidad de amor y atención de estos, etc. Estos son algunos de los conceptos que los terapeutas suelen enseñar a las madres; aparentemente, esta madre los conocía sin que nadie se los hubiera enseñado. La terapeuta y yo supusimos que padres e hijos estaban atrapados en una desafortunada secuencia organizacional. Cuando la modificamos por medio de directivas, los niños cambiaron. Nuestra hipótesis resultó ser correcta. En general, conviene que los terapeutas presupongan que los padres saben criar a sus hijos. Parientes, amigos, vecinos, la televisión, las revistas, etc., ponen a su disposición un considerable acervo de conocimientos sobre el tema. Si lo hacen mal, es probable que el problema esté en el sistema familiar y no en los procesos mentales de los padres. La meta es poner en práctica esos conocimientos. Podemos sugerir a los padres ciertas técnicas de crianza como una manera de motivarlos a actuar en determinada forma, pero esto no significa que no sepan desde el principio cómo criar a sus hijos. Algunos terapeutas quizá piensen que las intervenciones didácticas siempre son oportunas, pero los padres que se sienten sermoneados o tildados de ineptos sufren y se resisten a toda acción terapéutica ulterior. Por otro lado, educar a los padres que así lo solicitan es un gesto de cortesía. No obstante, podemos pecar de ingenuos si creemos .que la educación genera el cambio.
SEGUNDO CASO ILUSTRATIVO
Un matrimonio trajo a una clínica de orientación del niño a su hijo de cuatro años con su hermana de tres años. Ambos tenían problemas. No bien salían de casa, el varón no cesaba de gritar y chillar, aferrado a la madre, y su hermanita lo imitaba. Los padres se esforzaban inútilmente por controlarlos y saltaba a la vista que no estaban de acuerdo en el modo de crianza. Dio la casualidad de que ese día yo supervisaba las sesiones y estaba irritado con unos terapeutas conductales que educaban a las madres en tono pontifical; me preguntaba si no podríamos modificar la conducta de esos chicos, y las prácticas parentales de esa familia, sin impartir a la madre lección alguna explícita sobre la crianza de los hijos, teoría del aprendizaje o refuerzos. Tal fue la tarea que asigné a la terapeuta. Le dije que podría hablar a la madre de todas sus relaciones salvo de la que mantenía con sus hijos, y no podría decirle una sola palabra sobre los métodos de crianza. No era una tarea fácil, a causa del comportamiento desenfrenado de los chicos. Al principio, el marido no quiso hacer terapia, lo que dificultó aún más el trabajo. La terapeuta y la madre hablaron de las relaciones que esta. mantenía con su madre y su esposo, pero no trataron el tema de los hijos. Al cabo de algunas sesiones, no muchas, los niños pudieron separarse de su madre lo suficiente como para quedarse en la sala de espera, jugando, mientras ella conversaba en el consultorio. También dejaron de chillar. Al mejorar la conducta de los niños, surgió un conflicto conyugal. El marido, que parecía sentirse menos atendido por su esposa, dijo que no podían seguir costeando el tratamiento. Durante una sesión, la esposa declaró con enojo que ya le había tolerado demasiado a su marido; era la primera vez que expresaba esta queja. La terapeuta entrevisté a solas al marido y lo alentó a salir más con su esposa y a relacionarse más con la gente para que ambos pudieran disfrutar un poco de la vida. Los esposos asistieron juntos a las sesiones de terapia y resolvieron sus dificultades; los niños mejoraron su conducta, lo suficiente para que los aceptaran en un jardín de infantes. La terapeuta que manejé el caso nunca educó a la madre en la crianza de sus hijos, aunque esta parecía creer que la
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TERCER CASO ILUSTRATIVO
Daré un ejemplo de otro tipo de educación. Un día, cruzaba tranquilamente un vestíbulo de la clínica cuando un terapeuta en formación, de ascendencia hispanoamericana, me detuvo y me dijo: «Acabo de conseguir que un chico de trece años deje de dormir con su madre. Nunca había dejado de dormir con ella». Se mostraba complacido por su éxito. Yo sabía que muchos terapeutas eran partidarios de educar a
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una madre acerca de la soledad, o de ciertos sentimientos hacia su hijo que podían instilarle el deseo de dormir cona. Se lo decían en forma directa o implícita, convencidos de que la mujer necesitaba una educación parental. El problema está en que si educamos a una madre respecto al deseo de dormir con su hijo, ella tendrá la sensación de haber obrado mal. ¿Qué terapeuta desea eso? Entonces, pregunté al principiante: «Bien, ¿cómo hizo?». «Pensé que él era muy grande para dormir con su madre y me pregunté cómo podría cambiar esa conducta —respondió--. Vi a solas a la madre y le dije que deseaba hacerle una sugerencia en privado. Le expliqué que su hijo ya tenía trece años; por las mañanas, tendría erecciones y, si tenía alguna en presencia de su madre, se sentiría muy avergonzado. Añadí que, a niientender, sería mejor que durmiera solo. La madre me dio la razón: eso lo avergonzaría. Hasta había notado que él le daba la espalda por la mañana. Ahora lo hace dormir en otro lugar». El enfoque de este principiante me pareció una forma de educación sensata, acorde con la regla terapéutica según la cual, en nuestro trabajo con los clientes, nunca debemos hacer que se sientan más desdichados o culpables de lo que ya se sienten.
Conclusiones Parece que existe cierta confusión entre aprendizaje y educación. Si un hombre construye un puente y este se derrumba, alguien puede enseñarle a construirlo mejor. La próxima vez que intente construir uno, aprovechará ese conocimiento. Pero si ese hombre mantiene una relación conflictiva con una mujer y un terapeuta le enseña cómo mejorar la relación, esto no traerá necesariamente mayor sosiego a su vida. Educar a las personas acerca de su entorno social o viviente no parece llevarlas al éxito con la misma seguridad con que las encamina la educación acerca del entorno físico. En otras palabras, como dijo un colega: «Si pateas una piedra, puedes calcular el curso y la longitud de su trayectoria. Si le das un puntapié a un perro, tus predicciones tendrán menos validez». Lo mismo ocurre cuando se educa a los clientes en sus relaciones personales. No es lo mismo un objeto vivo que un puente.
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¿Que regla aplicaremos, entonces, en cuanto a educar a los clientes? Propongo las siguientes pautas: 1. Hoy muchos jóvenes creen que la vida cambia tan vertiginosamente que ya no pueden confiar en la información recibida de sus mayores y, en consecuencia, suelen buscar un experto coetáneo. Si un terapeuta es experto en algo, sin duda que debe educar al cliente en el sentido de proporcionarle la información que busca. Por ejemplo, si conoce bien el tema del sida, es muy razonable que lo instruya sobre él. Otra cosa es decir a una madre que ella cría mal a sus hijos y esperar que esta información la trasforme. 2. Si un terapeuta no puede abstenerse de interpretar y educar, debe cerciorarse de que las ideas presentadas sean positivas. 3. Si un terapeuta no puede dejar de ser un educador, deberá modificar esta compulsión refrenando todo intento de educar a los clientes sobre los motivos de su conducta.
¿El pasado es la causa del presente? Hasta mediados de siglo, en psicoterapia se daba por descontado que los hechos del pasado causaban los sucesos presentes. Un síntoma —como una fobia, una compulsión o una angustia— se consideraba una conducta actual inadaptada o impropia que se arrastraba de experiencias pretéritas. El lavado de manos compulsivo se interpretaba así: alguna experiencia del pasado causaba un temor que, a su vez, hacía necesaria esta conducta. Si un hombre bebía en exceso, se suponía que se había criado en una familia disfuncional. Esta idea de que el individuo responde irremediablemente a estímulos del pasado, en su mayoría inconcientes, influyó sobre el pensamiento tanto dentro como fuera del campo de la terapia. De ahí la frecuencia con que una mujer sexualmente inhibida crea que, de niña, debió de haber sufrido un abuso sexual, aunque no logre recordarlo. Esto me trae a la memoria una conversación que en la década de 1950 mantuve con un psiquiatra residente en un hospital. Me hablaba de un hombre joven a quien trataba. Le pregunté si era casado. Lo ignoraba. Sin embargo, He-
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vaba seis meses haciendo terapia con él varias veces por. semana. Su falta de información sobre la situación actual del cliente no me sorprendió en absoluto; por entonces, algunos terapeutas ayudábamos a los clientes psicóticos a superar la fase oral de su infancia. No advertíamos que el hecho de estar internados constituía una parte de su problema. Creíamos que su problema era su infancia y buscábamos la verdad acerca de las influencias tempranas. Apenas si empezábamos a aceptar que importaba el contexto actual del paciente; por ejemplo, estar confinado en un hospital con la familia aguardando en la puerta. Por entonces, cuando trataba a clientes diagnosticados como esquizofrénicos, los veía durante años a razón de cinco sesiones semanales de una hora. Así se hacía terapia. Después de haber tratado a un joven por varios años, empecé a comprender que su problema era estar hospitalizado. Llevaba quince años encerrado allí; lo llevé a un restaurante y no supo consultar el menú para hacer su pedido. No obstante, en el hospital lo suponíamos curado y descontábamos que podía salir al mundo y ganarse la vida. Su contexto social actual no venía al caso. Los terapeutas de hoy quizá no imaginen cuán inmersos estábamos en la teoría. Recuerdo haber tratado a un joven que solía afirmar que tenía el estómago lleno de cemento. Lo decía como si en efecto creyera que había cemento ahí. Tenía otros delirios. Como terapeuta, yo relacionaba su problema con una fijación a la fase oral: el cemento representaba la leche materna. Como lo expresó John Rosen, el futuro esquizofrénico mamá de un pecho de piedra.' Consulté a Milton Erickson sobre este caso y le pregunté qué haría él. Respondió: «Visitaría el comedor del hospital y vería qué comida sirven. Luego, le hablaría de la digestión». Pensé que Erickson no apreciaba el poder de la fase oral, pero visité el comedor: la comida era espantosa. Entonces empecé a hablarle al paciente de la digestión, como me había recomendado Erickson, y, al parecer, le hizo bien. Cuando los terapeutas de hoy dicen que la causa de un síntoma está en el pasado, sólo repiten lo que dos o tres generaciones de supervisores dieron por supuesto. La mayoría de los que dictan cursos de terapia aún sustentan esa noJ. N. Rosen (1951) Direct analysis, Nueva York: Grune & Stratton.
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ción; por eso sigue siendo una cuestión controversial. Los que defienden la teoría de sistemas se han preguntado si la importancia del pasado es algo más que una metáfora. En la década de 1950, surgió la idea de que un síntoma no es una conducta inadaptada, sino adaptativa. Con el argumento de que un síntoma es una expresión de la situación actual de la persona, o sea, es propio del contexto social en que se da, saltó a la vista que para cambiarlo había que cambiar la situación social. Esto significaba cambiar las familias y los hospitales. ¿Está la «causa» de un síntoma en el presente o en el pasado? Esa es la duda. Evidentemente, algunas conductas iniciadas en el pasado persisten en el presente; por ejemplo, sacar cuentas o conducir un auto, pero ¿qué sucede con las conductas sintomáticas? Permítanme aclarar esto mediante un ejemplo. Supongamos que una persona consulta a un terapeuta porque teme usar los ascensores. El terapeuta puede atribuir este miedo a un trauma pasado que tuvo alguna relación con los espacios cerrados. O puede suponer que el miedo cumple alguna función en el presente. ¿Evitar los ascensores beneficia de algún modo socialmente a esta persona? También puede considerar ambas ideas —la causa pretérita y la función actual— o juzgarlas interesantes pero inaplicables al caso. La meta terapéutica es hacer que el cliente entre en un ascensor sin temor; esto se puede lograr sin explorar el pasado ni tener en cuenta la función actual del síntoma (para cambiar una fobia, a veces ni siquiera es preciso tratar el síntoma). Educar a los clientes y hablarles de su pasado puede tomarse, en el mejor de los casos, como un procedimiento de cortesía. Los clientes comparten la creencia popular de que el pasado determina el presente y, por lo tanto, se lo debe discutir; de ahí que a menudo esperen la enseñanza de un terapeuta. A veces, esa discusión del pasado promueve una relación que permite modificar el síntoma mediante una intervención terapéutica. Al satisfacer la expectativa del cliente en el sentido de que discutirán su pasado, el terapeuta obtiene su cooperación para emprender alguna acción. El hecho de que a un cambio terapéutico puede seguir un insight del pasado fomenta la confusión en torno de la causa de los síntomas. En vez de suponer que el insight del pasado causa el cambio, conviene más pensar a la inversa. Veamos
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un ejemplo. Ayudé a un hombre taciturno a recuperarse de las jaquecas que lo habían atormentado durante años. Según su propia hipótesis, sus causas eran fisiológicas. Se recuperó con ayuda de una directiva paradójica. Entonces quiso inundarme con información sobre los hechos de su pasado que habían causado esas jaquecas. Necesitaba hallar un sentido a la superación del problema; por consiguiente, produjo varias hipótesis y me las explicó. Parece evidente que los terapeutas que hacen cambiar a las personas deben escuchar cortésmente sus insights del pasado una vez producido el cambio. Es preciso enseñarles a respetar el insight como una consecuencia del cambio.
Los recuerdos falsos Una mujer temía morir ahogada y este miedo la incapacitaba de diversas maneras, por lo que buscó ayuda. Consultó a un terapeuta que la hipnotizó y la retrotrajo a una vida anterior. En esa vida, vio morir ahogada a su hermana. En un taller se afirmó que, al recordar esa experiencia de una vida pasada, la mujer le perdió miedo al agua. Otra mujer con temor al agua recuperó, durante la terapia, un recuerdo de esta vida: el de una hermana que se había ahogado a corta edad. Se dijo que ese recuerdo le había quitado sus miedos. ¿Deben los supervisores enseñar a los terapeutas en formación a retrotraer a sus clientes a vidas anteriores y hacerles recordar traumas? Si eso alivia o quita el síntoma, ¿por qué no? ¿Falta a la ética el terapeuta que no cree en la existencia de vidas pasadas y, no obstante, finge lo contrario para tratar a un cliente que sí cree en ellas? Los supervisores deben tomar posición sobre la existencia o no de vidas pasadas, sobre si estas influyen o no en nosotros y sobre si existen los recuerdos falsos. Quienes no creen en la existencia e influencia de vidas anteriores mencionan el hecho de que algunos clientes afirmen haber recuperado recuerdos de una vida anterior como prueba de la posible falsedad de los recuerdos. La cuestión de los recuerdos falsos no puede desecharse con ligereza. Hay situaciones de recuerdo falso complicadas
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y seductoras. Los recuerdos son frágiles. Hasta los verdaderos se tienen y desaparecen, están disponibles en ciertos momentos y no en otros. La hipnosis permite revivir recuerdos muy tempranos, pero también «trae a la memoria» recuerdos falsos. Esa es una de las razones por las que en los procesos judiciales no se admite ningún testimonio obtenido mediante hipnosis. Los recuerdos traídos en terapia son producto de la relación entre cliente y terapeuta. De ella depende que emerjan recuerdos «verdaderos» o falsos. Los recuerdos pueden ser influenciados tanto por la sugestión hipnótica como por la ideología del terapeuta. Un terapeuta que crea en las vidas pasadas y un psicoanalista pueden influenciar a un cliente, cada uno por su lado, y hacerle evocar recuerdos apropiados a cada relación. Debemos tener presente que la teoría de la represión es producto de una colaboración entre cliente y terapeuta. Es trágico que una hija tenga un recuerdo falso, engendrado por su terapeuta, de haber sido vejada sexualmente por su padre y sea alentada a confrontar a sus progenitores con esta «verdad». También es trágico que una hija que guarda un recuerdo preciso del abuso sufrido se esfuerce por conseguir que el padre reconozca la verdad, pero este la niegue apoyado por la madre. ¿Qué posición debe adoptar un supervisor cuando un terapeuta en formación tiene un caso en que el cliente afirma recordar un abuso sexual? Los supervisores recordarán a los principiantes que un terapeuta y su cliente pueden producir recuerdos falsos. La influencia del terapeuta puede ser descuidada o pasada por alto, como tantos otros problemas propios de la situación clínica. Los supervisores deben explicar con claridad que el terapeuta forma parte del contexto que organiza las creencias. Uno de los momentos más difíciles en terapia familiar es cuando un miembro de la familia acusa a otro de abuso y este lo niega. El terapeuta debe inferir de la mejor manera posible lo que pudo haber sucedido. Si la «víctima» ha hecho terapia, en particular con hipnosis, se lo debe tomar en cuenta en estos tiempos en que los terapeutas centran su atención en los abusos sufridos en la infancia. Los supervisores deben fomentar la tolerancia hacia los clientes con respecto a estos temas: 1) el pasado como causa de los síntomas actuales; 2) la educación del cliente, y 8) los recuerdos falsos. Esto es, los terapeutas deben aprender a
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hablarles cortésmente de su pasado mientras se centran en el presente, pues aquí está el problema presentado. Cuando convenga, los educarán de una manera cortés, sin dejar de presuponer que los síntomas cambian por las directivas, no por la educación. Aprenderán que un cliente puede tener recuerdos falsos y estar seguro de su verdad, o dudar de un recuerdo verdadero; hasta es posible que insista en afirmar la validez de un recuerdo, a sabiendas de que es falso, para dar sustento a algún motivo ulterior, tal vez relacionado con sus padres. Por lo general, los terapeutas tienen menos complicaciones si se manejan con el presente y no con los recuerdos. Me viene a la memoria aquí una extraordinaria videocinta de una sesión de terapia familiar que Braulio Montalvo solía mostrar a sus principiantes. Registraba una conversación entre el terapeuta y la familia, a cuyo término la hijita llora y el padre, alentado por el terapeuta, admite que es demasiado duro con ella. Montalvo pasaba la videocinta y luego pedía al grupo de principiantes que identificara a la persona que la había hecho llorar. El grupo siempre señalaba al padre, con el argumento de que abrumaba a la hija. Entonces Montalvo hacía retroceder la cinta hasta el punto en que la niñita rompía a llorar y se advertía que en ese momento el terapeuta le hablaba en un tono hostil. Sin embargo, los miembros de la familia, el terapeuta a cargo del caso y el grupo de principiantes que miraba la videocinta confiaban en su recuerdo de que el padre había hecho llorar a su hija. Tal es la facilidad con que se forman los recuerdos falsos. La siguiente viñeta muestra el dilema de los terapeutas. Una adolescente de dieciocho años llegó a un hospital psiquiátrico, llevada por sus padres. Acusaba al padre de haber mantenido relaciones sexuales con ella. La madre negaba, en tono iracundo, la posibilidad de semejante conducta. La hija afirmaba a gritos la veracidad del hecho. El padre decía no saber si había ocurrido o no, pues en ese momento estaba borracho. En la entrevista a solas, la hija dijo que la habían internado tres veces por esta cuestión; cada vez que presentaba la acusación de incesto, la internaban en el hospital (ese era el procedimiento habitual hace treinta años, cuando se suponía que el recuerdo de incesto en una hija constituía un delirio).
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El equipo terapéutico no sabía que posición tomar. Tras un largo debate, sugirieron a la hija que desistiera de la acusación porque probablemente le acarrearía una nueva internación. «;Quiero que mi padre admita lo sucedido!», replicó ella, furiosa. Ponía toda su vida en obtener este reconocimiento y sus padres ponían la propia en negárselo. Finalmente, la hija decidió dar por terminada la cuestión antes que sufrir una nueva internación. Los terapeutas sabían que el cuerpo médico insistiría en hospitalizarla y que ellos no tenían autoridad para impedirlo. Al discutir casos de abuso sexual, los supervisores deben decir claramente a los terapeutas en formación que, en la actualidad, la solución elegida, sea cual fuere, probablemente será controversial, y objetada. Aún no hemos llegado a un consenso acerca de muchos problemas y es preciso tolerar semejante situación.
Ideología y recuerdos falsos Si es posible demostrar que los clientes informan falsamente sobre su pasado y que sus recuerdos no son confiables, la ideología básica de la terapia clínica se ve amenazada. La mayoría de las teorías sobre los síntomas se fundan en los informes de los clientes, referidos principalmente al pasado. La historia personal es el trampolín de las teorías clínicas. Podemos tolerar la idea de que los clientes mientan adrede sobre su pasado. Pero si creen sinceramente en recuerdos falsos y los relatan como hechos reales, se cuestiona toda una teoría psicopatológica basada en los recuerdos del cliente. Cuanto más doctrinaria sea la ideología, tanto más vulnerable será el ideólogo. Es evidente que la teoría psicodinámica se basa casi exclusivamente en los recuerdos de las personas, pero lo mismo ocurre con el concepto de trastorno por estrés postraumático, las alegaciones de abuso sufrido en el pasado y el historial de la familia disfuncional. Toda información proporcionada por un cliente acerca de su pasado se acepta como prueba de lo que sucedió realmente. Podemos aumentar aún más la incertidumbre sobre el pasado si adoptamos la teoría de sistemas. Según ella, las acciones de un cliente son motivadas por las acciones de otras personas, y no por el pasado. Un sistema autocorrecti167
vo es un elemento corrector del presente; el pasado no interesa (salvo que podamos decir que el sistema operaba antes del mismo modo en que lo hace ahora). Si los recuerdos pueden ser falsos y la conducta sintomática es una respuesta al presente, ¿qué puede hacer el clínico con el pasado? Una solución que un supervisor puede enseñar es tenerlo en cuenta cuando se habla de los motivos de lo que hace la gente y centrarse en el presente cuando se habla del cambio. Es posible que un hombre beba porque se crió en una familia disfuncional, pero esta hipótesis sólo interesa como explicación de las causas del problema y no concierne al cambio de su conducta. Si un cliente padece accesos de angustia como una expresión de estrés postraumático, el terapeuta podrá aliviar su estrés mediante desensibilización y reprocesamiento de movimientos oculares (EMDR),* que no tiene ninguna relación con el origen de su angustia. Muchas de las técnicas terapéuticas antifóbicas incluyen la formación de imágenes y el aliento; muchos especialistas en el tratamiento de fobias ni siquiera investigan el pasado del cliente, porque no interesa para el cambio de la persona. Vivimos tiempos de cambios revolucionarios en los enfoques terapéuticos y en consecuencia debemos cuestionar las teorías prerrevolucionarias. A los terapeutas que no quieran luchar con sus colegas conservadores, les sugiero que no tomen tan en serio las explicaciones causales, en particular las que se basan en el pasado. Los supervisores pueden enseñar a sus supervisados que los problemas del cliente pertenecen al presente, y las hipótesis sobre causas pretéritas sólo pueden servir para orientar el pensamiento de un terapeuta; no son verdades.
Funciones sociales de los síntomas
za de suicidio de una adolescente. Acaso ella intente con ello estabilizar el matrimonio de sus padres, porque cree que sus padres se mantendrán unidos para ayudarla. Algunos terapeutas en formación se confunden y toman por hecho cierto esta explicación social de un síntoma. En realidad, más vale ver en ella una hipótesis que guía al terapeuta hacia una acción generadora de cambio. En este caso, el síntoma de la hija (amenaza de suicidio) permitirá que el terapeuta piense en ella de un modo positivo y guiará sus intentos de organizar la familia para que proteja y cambie a la hija. Hay otra razón por la cual lo mejor es tomar esta explicación como una hipótesis. Si el terapeuta la considera un hecho cierto, se sentirá tentado a educar a los padres en esta verdad diciéndoles que su hija los ayuda a estabilizar su matrimonio. A pesar de las buenas intenciones del terapeuta, los padres se afligirán con la idea de que su hija intenta suicidarse para ayudarlos. Si la hipótesis es correcta, los síntomas de la hija se intensificarán y sus padres, junto con el terapeuta, habrán hecho fracasar la terapia. Y esto hará sufrir más a la adolescente, a despecho de los bienintencionados esfuerzos del terapeuta por ayudarla. La tarea del terapeuta consiste en aliviar el sufrimiento de la joven lo antes posible haciendo innecesario el síntoma. Todos debemos formular hipótesis sobre las razones que llevan a la gente a hacer lo que hace. Postular una función social que explique las acciones de un cliente es útil y nos ayuda a no: concentrarnos en su pasado desdichado. Así como las directivas enfocan la atención del cliente y del terapeuta en formación en las acciones, 2 del mismo modo la idea de que un síntoma cumple una función social guía a ese terapeuta hacia la acción. Decir que un niño no quiere ir a la escuela para quedarse haciendo compañía a una madre deprimida es una idea interesante y útil, pero no es necesariamente una verdad.
Podemos alegar que los síntomas cumplen una función social. También podemos decir que la función social de un síntoma es un concepto ideado por los terapeutas y supervisores para orientar la terapia. Tomemos por caso la amena2
* [Eye Movement Desensitization and Reprocessing. ( N. de la T.)]
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Véase J. Haley (1994) «Zen and the art of therapy», en day Haley on
Milton Erickson, Nueva York: Brunner /hazel.
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¿Deben los psiquiatras hacer terapia o supervisar? Quien haya dictado cursos a psiquiatras residentes habrá notado que su formación se centra cada vez menos en la terapia. Los psiquiatras desempeñan muchas funciones, especialmente en el campo de la investigación y la diagnosis; en un tiempo, también aprendían diversas destrezas terapéuticas. Antes, sus supervisores parecían dar por supuesto que necesitarían conocer las diferentes escuelas de terapia y capacitarse como terapeutas, sobre todo porque llegarían a administrar numerosas agencias y hospitales. En una época, este aprendizaje de la terapia era deseado no sólo por los supervisores: los mismos residentes se interesaban en aprender maneras de cambiar a la gente (en especial las que sus docentes no les enseñaban). Querían conocer distintas perspectivas sobre terapia. Recuerdo que un grupo de residentes del hospital Mount Zion, de San Francisco, me pidió que dictara un seminario sobre terapia familiar, por entonces un enfoque novedoso. También me pidió que lo mantuviera en secreto, porque el claustro de psiquiatría, integrado por psicoanalistas, quería que los residentes aprendieran exclusivamente esa ideología. Me impresionó que los residentes tomaran la iniciativa de organizar tal seminario. La formación terapéutica en los programas de residencia comenzó a declinar a fines de la década de 1950 con la introducción de los psicotrópicos. Las causas fisiológicas, aun las míticas, y la farmacología pasaron a ser la base de los planes de estudios. En la década de 1970, los que enseñábamos terapia a psiquiatras residentes teníamos que disuadirlos de considerar el uso de drogas e insistir en que se centraran en técnicas terapéuticas para cambiar a las personas. A título experimental, cierta vez autoricé un debate sobre las drogas entre un grupo de psiquiatras residentes a quienes formaba con supervisión en vivo. El caso en discusión concernía a una mujer con síntomas de angustia. Los dejé especular sobre su diagnosis y recomendar medicaciones posibles. Discutieron sobre una variedad de fármacos, señalaron los efectos colaterales de cada uno y la medicación para esos efectos colaterales. Al cabo de cuarenta y cinco minutos, cerré el debate. Quedaron satisfechos; tenían la sen-
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sación de haber logrado algo. Pero al término del debate no habían trazado ningún plan terapéutico, ni habían comprendido la situación social que encuadraba la angustia de la mujer, ni sabían si estaba casada. Ni siquiera la habían visto; aun así, competían por mostrar su pericia farmacológica y su conocimiento del DSM y las personas míticas allí descritas. Entre el público, los psiquiatras tienen fama de ser los terapeutas más prestigiosos. Según mi experiencia, salvo contadas excepciones, desconocen la diversidad de terapias disponibles y muchos no tienen destreza en ninguna de ellas. No asisten a talleres o seminarios sobre terapia, a diferencia de los demás profesionales de la salud mental que colman los talleres para aprender las últimas innovaciones psicoterapéuticas. Sus supervisores les causan un serio perjuicio al enseñarles únicamente las perspectivas orgánicas de la psicopatología y poner el acento más en la diagnosis que en la terapia. A raíz de esto, cada vez son más los psiquiatras que no saben hacer terapia y ni siquiera comprenden sus premisas. Como no han aprendido a hacer terapia, creen que la «terapia conversacional» debería remplazarse por la medicación. Cuando esta no da resultado —como sucede a menudo, porque la medicación no cura al individuo: simplemente lo estabiliza—, buscan y seleccionan nuevas combinaciones de fármacos en vez de cuestionar el enfoque biológico de la psicopatología. Los psiquiatras forman parte de la profesión médica y, en tal carácter, ejercen poder en el campo clínico. La camarilla médica les presta el apoyo necesario. La insistencia creciente con que afirman la naturaleza médica de los problemas psicológicos los malquista con otros terapeutas. Estás suelen quejarse de que los psiquiatras obstaculizan los tratamientos cuando prescriben medicaciones sin consultar siquiera al terapeuta a cargo del caso. Si bien es cierto que los terapeutas necesitan contar con un consultor médico, tanto en las agencias como en la práctica privada, el problema está en hallar un psiquiatra que relacione su medicación con el caso y no con alguna teoría de incurabilidad. Cada vez cuesta más encontrar a estos psiquiatras. Hoy se prefiere consultar a médicos de cabecera; también ellos pueden medicar, pero quizá tengan una perspectiva social y estén libres de los prejuicios de la psiquiatría contemporánea.
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La psiquiatría hoy se define cada vez más como control social, lo que es otra consecuencia inevitable del uso creciente de la medicación. Se insiste en impedir que los pacientes causen molestias a la sociedad o a su familia, y no en ayudarlos a mejorar su estilo de vida. Si una persona está deprimida, lo primero que se hace es buscar el medicamento que se le prescribirá y no averiguar la causa de su depresión. Que ocasionalmente haya personas deprimidas por motivos desconocidos no es una excusa suficiente para drogar a la población de pacientes en vez de aprender a identificar y resolver problemas psicológicos. Se admite la peligrosidad de algunos psicotrópicos: por ejemplo, los neurolépticos pueden causar una discinesia tardía, en muchos casos irreversible.3 Las muecas y los movimientos incontrolables de la discinesia dificultan la búsqueda de trabajo, ¡qué triste futuro para los jóvenes`. Causar daños neurológicos es una responsabilidad grave. También reviste gravedad que a los terapeutas no médicos se les impida cada vez más tratar a cualquier persona diagnosticada como psicótica. Si un individuo oye voces o parece delirar, los médicos se hacen cargo de él y lo drogan. Aunque ya llevan más de medio siglo afirmando la existencia de una causa fisiológica para la esquizofrenia, ningún científico la ha descubierto aún. Los psiquiatras declaran que esos clientes son incurables y que sólo es posible estabilizarlos, y así impiden que sean tratados por asistentes sociales y psicólogos. Por desgracia, es posible que una vez estabilizados se vuelvan incurables. Los pocos psiquiatras que se inscriben en un programa de formación terapéutica obligan a los supervisores a abordar constantemente cuestiones de medicación, supuestas causas fisiológicas de los síntomas y el riesgo de los juicios por mala praxis. Esto les deja poco tiempo para tratar el tema de cambiar a la gente. Durante una visita a un departamento de psiquiatría del Medio Oeste, dije en broma a su jefe: «Tengo entendido que la terapia es ahora una materia optativa en psiquiatría». El no capté la ironía y me respondió seriamente: «Oh, sí, por 3 Con la posible excepción de la clozapina. Para una critica de las medicaciones con psicofármacos, cf. P. Breggan (1991) Toxic psychiatry, Nueva York: St. Martin's Press.
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cierto está incluida en nuestro departamento. Los residentes no tienen que aprender a hacer terapia, a menos que así lo deseen». De hecho, para aquellos psiquiatras que preferirían hacer terapia es todo un problema encontrar un empleo donde no los obliguen a recurrir exclusivamente a la medicación. En una época, la presencia de psiquiatras beneficiaba a los programas de terapia. No sólo aportaban conocimientos médicos, sino que además manifestaban una actitud responsable a veces ausente en otros profesionales de la salud mental. Como parte de su formación médica, los psiquiatras aceptan la idea de la responsabilidad absoluta respecto del cliente. Otras profesiones no enseñan esa posición. No obstante, la tendencia creciente de los terapeutas a consultar a otros médicos indica un posible distanciamiento de la psiquiatría del campo terapéutico. Hoy por hoy, los supervisores pueden enseñar la posibilidad de una colaboración entre psiquiatras, asistentes sociales y psicólogos. Los de estas dos últimas categorías derivarán a los de la primera los casos de psicosis y depresión; a su vez, los psiquiatras pueden derivar a los terapeutas aquellos casos que no deseen, o no sepan, tratar, por ejemplo los que incluyan problemas conyugales y familiares. Pero esta colaboración es cada día más tenue.
b
,Quiénes deben hacer terapia familiar? La terapia familiar plantea un problema dificil tanto a los psiquiatras como a los psicólogos. Muchos niños y adolescentes requieren la potenciación de sus padres como parte del tratamiento. Hay que alentar al padre desesperanzado de hijos violentos, o resueltos a fracasar en la vida, a hacerse cargo de ellos y guiarlos. Si definimos el caso como un problema médico o un problema psicológico profundo, los padres no emprenderán la acción necesaria. Seria algo así como pedirles que le extirpen el apéndice a su hijo. Para que se hagan cargo y se involucren, es preciso definir el problema de manera tal que esté dentro de su campo de acción. Si se diagnostica un problema médico, buscarán para tratarlo a una persona experta en medicina. Si se diagnostica un
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problema psicológico profundo, buscarán a un experto en psicología profunda. Para involucrar a los padres en la tarea de ayudar a resolver los problemas de un hijo, hay que persuadirlos de que se trata de un problema de conducta y, por consiguiente, de algo sobre lo que ellos pueden actuar y que pueden cambiar. Psiquiatras y psicólogos por igual deben abandonar su diagnosis profesional y definir el problema en el lenguaje corriente de la familia. Supongamos que a una muchacha le diagnostican una anorexia nerviosa. Los padres no actuarán para modificarla, sino que llevarán a su hija a un experto en medicina que sepa tratar problemas médicos. Sin embargo, si esa misma chica es diagnosticada como una persona que se rehúsa a comer, o sea como un problema disciplinario, los padres estarán dispuestos a actuar, guiados por un terapeuta, e inducirla a comer. Como señal de la importancia menguante de la terapia, cabe mencionar que las tres profesiones principales dedican tradicionalmente la mayor parte de sus años de formación al aprendizaje de cosas apenas relacionadas con la terapia. Los psiquiatras dedican años de formación médica a adquirir conocimientos que nunca utilizarán en la práctica terapéutica. Pocos harán siquiera exámenes médicos, a menos que formen parte de su trabajo en la unidad de internación de un hospital. Los psicólogos pasan años enteros haciendo investigaciones que carecen de utilidad terapéutica, aunque recientemente han empezado a estudiar personas, en vez de ratones, con verificación de resultados. (Ahora han optado por imitar el aspecto menos terapéutico de la psiquiatría y presionan para que les permitan medicar y hospitalizar a la gente.) Hasta hace poco, los asistentes sociales aprendían en las universidades el contenido y significado de su profesión. Ahora, algunos departamentos de asistencia social han comenzado a enseñar diversas terapias. Los profesionales de las tres disciplinas son formados para centrarse en los individuos. Los psiquiatras diagnostican a un niño, los psicólogos lo someten a tests y ambos hacen terapia lúdica del niño. El asistente social entrevista a los padres. Al desplazarse el foco de atención hacia la terapia, los profesionales de las tres disciplinas hacen la misma terapia y deben renunciar a gran parte de su formación para aprender nuevas técnicas. Queda librado al juicio del su174
pervisor la insistencia que pondrá en los antecedentes profesionales de un terapeuta en formación y la manera de hacerle aprender a generar cambios en los clientes. A menudo, tropiezan con la oposición de colegas universitarios que sólo tienen nociones anticuadas acerca de la terapia y tardan más en cambiar que los terapeutas que enfrentan problemas sobre el terreno.
¿Elegir al terapeuta por su género? Aparte de la ideología y la profesión, hay un tercer modo de clasificar a los terapeutas: por su género. ¿Debe la supervisión considerar también el género del terapeuta? Cada supervisor debe tomar posición al respecto. Parece evidente que las terapeutas deberían tener los mismos derechos, salarios, posiciones, condiciones de práctica y oportunidades de progreso que sus colegas varones. Es una posición segura y fácil para el supervisor. Pero hay otras cuestiones más complicadas. ¿Se debe tener en cuenta el género del terapeuta para el tratamiento de determinados problemas o casos? Por ejemplo, ¿es preferible que una mujer que sufrió un abuso sexual en su infancia se trate con una terapeuta? Se puede aducir que una terapeuta comprenderá mejor su vulnerabilidad. También se podría argüir que un terapeuta masculino la ayudaría a «reelaborar» los sentimientos que experimenta hacia los hombres a causa de esa experiencia traumática. Tal vez algunos supervisores juzguen importante asignar el caso a un terapeuta varón que haya sido víctima de abuso sexual en su infancia. Hay sólidos argumentos a favor y en contra de esto para muy diversos casos. Pero esto plantea una dificultad más general: si aceptamos la idea de que los hombres tratan mejor ciertos problemas y las mujeres tratan mejor otros, el campo de la terapia queda clasificado por género. Esta idea tiene consecuencias enormes. Pronto tendríamos un sistema diagnóstico que especificaría a qué terape*, hombre o mujer, debería asignarse el caso. Semejante clasificación podría generar una tendencia a asignar los casos a psicólogos, psiquiatras o asistentes sociales según el diagnóstico. Esto obligaría a una agencia a contar
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con suficientes terapeutas de cada género y profesión para tratar los problemas reservados a cada uno de ellos. Podernos prevenir tal situación si, en el campo de la terapia, aceptamos la política de que cualquier terapeuta, hombre o mujer, es capaz de tratar cualquier síntoma en clientes de uno u otro género. Incumbe al supervisor establecer la expectativa de que los terapeutas no serán clasificados por su género, ni tampoco por su etnia o nivel socioeconómico. La formación debe capacitar a todo terapeuta para tratar a cualquier cliente. Un problema más serio es el de la manera en que los terapeutas manejarán las cuestiones de género en las familias. Supongamos que una familia presenta a una hija problema; la esposa dice que le gustaría salir a trabajar, pero su marido no se lo permite. El marido admite que es así. Un terapeuta feminista, sea varón o mujer, se ve ante el problema de decidir si educará o no a la familia en los derechos de la mujer. Si es un terapeuta en formación, el supervisor a cargo del caso debe decidir si alentará o no esos esfuerzos didácticos. Se argüirá que si el problema presentado es la conducta de la hija, la terapia debería centrarse en ella. Sería un error que el terapeuta enfrente a un padre cuyas ideas sobre los derechos de la mujer difieren de las propias, y así impida que la hija cambie. Si la diferencia de opiniones no obstaculiza el logro de las metas terapéuticas, tal educación es razonable. Presuponemos que el terapeuta es lo bastante sagaz para considerar la posibilidad de que la esposa sea renuente a trabajar fuera del hogar y use al marido como excusa.
¿Importa la religión? Veamos otro ejemplo esclarecedor: algunos terapeutas son muy devotos y tal vez quieran hacer proselitismo, o aun su misma religión los invita a esto. ¿Debe un terapeuta fomentar el rezo en una familia? Esto me trae a la memoria una conversación que mantuve con John Warkentin acerca de una dienta de él. «No creo que esa mujer hubiera mejorado si yo no me arrodillaba a rezar junto con ella cuando me lo pidió», dijo. «¿Habría rezado con ella de no habérselo pe-
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dido?», inquirí. «Desde luego que no —replicó—. No soy devoto». Las cruzadas personales de los terapeutas deben subordinarse a la meta del emprendimiento terapéutico. La meta terapéutica es cambiar los problemas que traen los clientes, y no convertir a estos o adoctrinarlos en el feminismo, la teoría psicodinámica o el cristianismo.
La jerarquía dual Los terapeutas necesitan supervisores que los asistan con sus prejuicios en torno de diversas cuestiones, en particular la condición de la mujer. ¿Cómo hacer justicia a los derechos de género y, al mismo tiempo, coparticipar con una familia que pertenece a un grupo étnico que sustenta ideas desafortunadas sobre la igualdad entre mujeres y hombres? Los cambios revolucionarios en la condición de la mujer no son, por cierto, de alcance mundial. Los supervisores deben encauzar a los terapeutas hacia una orientación ideológica que satisfaga su conciencia y, a la vez, les permita asistir a la familia en tratamiento y trabajar con ella. En esta situación compleja, hay un par de cuestiones que los supervisores pueden destacar para ayudarlos a ser objetivos. La cuestión de la igualdad entre esposo y esposa nos interesa especialmente a todos. ¿Cuál debería ser la jerarquía en la díada conyugal? Algunas culturas niegan todo derecho a la mujer casada, pero aun en la nuestra hay situaciones más organizacionales que étnicas. Una pareja joven, con estudios universitarios, se casa, funda su relación conyugal en la igualdad y comparte las decisiones equitativamente. Ni el marido tiene potestad sobre la esposa, ni ella sobre él. Sin embargo, todo cambia cuando tienen un hijo. A partir de allí, se convierten en codirectores de un grupo. La jerarquía pasa a ser un problema. Deben acordar quién estará a cargo de qué con relación al hijo. ¿Quién decidirá cómo disciplinario y educarlo? El problema está en que marido y mujer no pueden ser jefes en pie de igualdad cuando existe un grupo, aun cuando ese grupo esté constituido por un solo hijo. Según la Quinta Enmienda de Relaciones Humanas, entre los seres humanos o los animales no hay ninguna organiza177
ción viable que tenga dos jefes de igual rango. ¿Se imaginan dos copresidentes de Estados Unidos? El matrimonio debe decidir quién estará a cargo de qué con relación al hijo. La solución típica para este problema, a menudo alcanzada por las parejas con ayuda de un terapeuta, es dividir el territorio. El marido se hace cargo de un área y la esposa de otra. Tradicionalmente, la mujer es la responsable principal de la crianza y educación del hijo, mientras que e] marido se hace responsable del sostén económico de la familia. Cuando la esposa ejerce una profesión, es posible que el marido tome a su cargo la crianza y educación del hijo y participe más en la vida doméstica. O uno de los padres se encarga de supervisar los estudios del hijo y el otro maneja sus actividades extraescolares. Quién está a cargo depende del área en cuestión, con lo cual se evitan muchos conflictos. Otra solución se vale del fingimiento. Fue muy común durante largo tiempo y todavía lo es. Una persona asume la dirección de la familia pero finge que la dirige otro. El ejemplo típico es el de la esposa que asume el gobierno de la familia pero, cuando surge una cuestión específica, finge que el jefe es el marido. Aquí podríamos hablar de una jerarquía dual. Cabe alegar que en cualquier organización siempre hay, por lo menos, dos jerarquías: una manifiesta y otra oculta. En una familia, hay una jerarquía pública, en la que manda el marido, y otra privada, en la que su esposa decide qué sucederá en realidad (y en esto consiste, por definición, estar a cargo de algo). Para que esta jerarquía dual tenga éxito, la esposa debe fingir que el marido, y no ella, es. quien manda. Hace años, Lincoln Steffens presentó un ejemplo de jerarquía dual. Si queremos saber quién manda en una ciudad —aconsejó—, no busquemos al alcalde o intendente; preguntémosle más bien a cualquier botones de hotel quién es el cacique político. Esa es la persona que gobierna encubiertamente la ciudad mientras todos fingen que sólo existe la jerarquía pública. Desde luego, toda organización compleja posee muchos subsistemas jerárquicos, pero la cantidad mínima serían dos. Ultimamente, las mujeres han decidido que es degradante fingir que el marido es el jefe. Ya no están dispuestas a enaltecerlo, ni a fingirse débiles e ingenuas. Han protestado y se han hecho cargo de la familia públicamente, desenmascarando así la simulada jefatura del marido. Cuando
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un esposo le quita el liderazgo al otro o ambos pugnan por mandar equitativamente —un arreglo no viable—, surgen conflictos conyugales o la pareja se divorcia. Un terapeuta puede hallarse en una posición en que sea preciso respaldar la fingida jefatura de], marido aunque salte a la vista que no la ejerce. Si no, convencerá a la pareja de que en verdad la esposa es quien determina el curso de la vida familiar y de que esta jerarquía no es broma. En una ocasión, recluté a familias normales para una serie de estudios destinados a determinar si las familias anormales diferían de las normales. Como parte del proyecto, debía seleccionar a un estudiante secundario e invitar a su familia a una entrevista de investigación. En su trascurso, les preguntaba con qué miembro de la familia se habían comunicado telefónicamente los reclutadores, o sea, qué miembro de la familia había acordado la participación en el estudio. Revisé una muestra de treinta familias normales y descubrí que en veintisiete casos la madre había decidido por sí sola traer a su familia. Esto significaba que podía hacer que el padre y los hijos adolescentes se tomaran la molestia de venir a vernos, sin consultarlos siquiera. Todas estas familias se presentaron. En dos casos en que la comunicación telefónica inicial fue con el padre, este dijo que tendría que consultar a su esposa. Hubo un solo caso en que el padre aceptó la invitación a participar en el estudio sin consultar a su esposa e hijos; la familia no se presentó. En otra oportunidad, me interesó el concepto del padre poderoso y castrador descrito por Sigmund Freud. Al parecer, ya no había más hombres como esos. Descubrí a una mujer que se había criado en Viena en tiempos de Freud y la interrogué acerca de su familia. Me dijo que su padre era el jefe, cuando no el tirano. «Ni siquiera podíamos sentarnos en su sillón», recordó. Le pregunté con curiosidad cómo hacía él para mantenerlos a todos alejados de su sillón. La mujer respondió: «Oh, eso no lo hacía papá. Nuestra madre nos lo prohibía; nos decía que si nos sentábamos en el sillón de papá, nos saldrían granos en las nalgas». Podía decirse que su madre ordenaba que mandara el padre. En años recientes, he descubierto algo curioso: la mayoría de los matrimonios que vienen a hacer terapia presentan a la esposa en una posición superior a la del marido. Es una situación diametralmente opuesta a la opinión de que 179
las mujeres son sojuzgadas por sus maridos patriarcales. La esposa presenta al marido como una persona de condición inferior a la de ella, sea porque ella gana más dinero, proviene de una familia de mejor posición a juicio de los cónyuges, es más instruida, se expresa con mayor claridad, etc. Vienen como parejas desiguales. No quiero insinuar con esto que en nuestra cultura las mujeres tengan más autoridad que los hombres o sean iguales a ellos. Hablo de la población que solicita tratamiento. A veces, la mujer lo indica de una manera bien explícita, trayendo al marido y formulándole al terapeuta un pedido de este tenor: «Haga algo con él». La mujer quiere elevar la posición del marido respecto de la de ella y desea que «sea un hombre». Los supervisores que se centran en los derechos de la mujer tienen que hallar el modo de provocar este cambio solicitado por ellas. La cuestión de la jerarquía dentro de una relación de pareja se complica, además, con el uso de síntomas para comunicar problemas conyugales. Hace algunos años se vio que cuando alguien decía «No puedo evitarlo», tal reconocimiento infundía poder a la persona impotente. Advertí por primera vez esta paradoja cuando traté a una mujer que se lavaba las manos en forma compulsiva. Se quejaba de que su marido era un tirano y él admitió, por cierto, que gobernaba a la familia e insistía en hacerlo a su modo. Sin embargo, tuve la impresión de que detrás de esta jerarquía pública había otra jerarquía encubierta. La esposa no podía hacer las compras porque temía exponerse al contacto con líquidos contaminantes. Entonces, las hacía el marido. La mujer no podía lavar los platos porque, una vez que se mojaba las manos, no cesaba de lavárselas. Entonces, los lavaba el marido. El insistía en tener una casa limpia, pero no lograba que su esposa la limpiara porque eso significaría entrar en contacto con productos de limpieza que contenían sustancias tóxicas. Entonces, el marido se encargaba de toda la li mpieza. Por medio de su síntoma, la esposa obligaba al marido a hacer todos los quehaceres domésticos y, al mismo tiempo, protestaba contra su tiranía. Desde luego que en los hechos él nunca se salía con la suya. Una vez admitido que un síntoma que comunica la idea «No puedo evitarlo» potencia a la persona dentro de una relación, comprendemos por qué es, fuera de toda duda, el método predilecto de quienes se sienten impotentes. La es-
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posa que se siente rebajada puede contraer síntomas; lo mismo sucede con los hombres cuando las mujeres adquieren mayor poder. Ambos géneros disponen de ellos. A medida que aumenta el poder real de las mujeres, quizá notemos un aumento de los síntomas masculinos, en especial el del marido que «no puede evitar» ser incapaz de hacer lo que su esposa desea. En estos tiempos de divorcio, hay otra organización no viable que los terapeutas deben reconocer. Abundan las madres solteras, o sin pareja, y los padres que crían a sus hijos. Cuando un progenitor está a cargo de varios hijos y no tiene un segundo a bordo, es frecuente que los chicos empiecen a abrumarlo. Los chicos no resuelven sus problemas entre ellos, sino que siempre se los presentan al progenitor como si este fuese el cubo de una rueda por el que pasan todos los rayos. Esta organización no es viable. El líder de un grupo necesita de un segundo que señale que el jefe es él. Por eso, en el ejército, los oficiales tienen suboficiales que apuntalan su autoridad. En las familias con un solo progenitor, este, abrumado por su responsabilidad, necesita de alguien —tal vez el hijo mayor, una abuela o el padre divorciado— que sustente su liderazgo y, de este modo, ponga en funcionamiento una jerarquía en lugar del caos. La relación entre género y jerarquía es un proceso complejo, y no un simple problema entre el varón y la mujer. Las parejas que luchan por liderar un grupo en pie de igualdad están en dificultades. Analizar la cuestión de la jerarquía y la estructura familiares no es tarea sencilla, porque las jerarquías son, cuando menos, duales en la medida en que el orden jerárquico que se muestra al público, incluido el terapeuta, puede diferir del establecido en la intimidad de la familia. El género del terapeuta, el supervisor y los miembros de la familia determina la probable existencia de coaliciones fluctuantes; de ahí que los problemas de género planteados en la terapia familiar no tengan soluciones simples y estereotipadas.
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El supervisor protector Cabe esperar que los supervisores protejan a los principiantes y a los clientes, y se protejan a sí mismos.
Protección del miembro de la familia Por lo general, el supervisor debe proteger a los clientes que están en manos de principiantes. Recuerdo un tipo de protección surgido en la década de 1960. Les daré un ejemplo. Una adolescente de diecisiete años enloqueció durante su primer semestre en el college. La internaron, le diagnosticaron una esquizofrenia y la derivaron a un hospital cercano a su hogar. Inició un tratamiento con Don Jackson. En una entrevista familiar, el padre hablaba a su hija de cierta manera; Jackson interrumpió, diciéndole: «Si continúa así, se meteré, en un lío sin necesidad alguna». Por entonces (comienzos de la década de 1960), lo habitual era que un terapeuta estimulara a la gente a decir cualquier cosa, como lo aconsejaba la teoría de la represión. Impedir que un padre hablara a su hijo era algo insólito. Después de la entrevista, le pregunté a Jackson porqué había hecho eso. Respondió que el padre empezaba a pedirle a la hija que lo juzgara como padre, y estaba mal que un padre fuera supervisado por un hijo problema. El terapeuta debía impedirlo. Y añadió: «A mi juicio, un terapeuta tiene el deber de impedir que un padre se ponga en ridículo». Era una idea novedosa y refrescante en una época en que todos alentábamos a nuestros clientes a ser absolutamente sinceros y expresar su personalidad.
Protección del principiante Los supervisores tienen el deber de impedir que los terapeutas en formación hagan el papel de tontos. Un modo de lograrlo es enseñarles a entrevistar a la gente a fin de que no cometan torpezas o busquen desesperadamente un tema de conversación. Recuerdo el caso de una asistente social con formación terapéutica que entrevistaba a una familia con siete u ocho hijos. Conversaba con la madre mientras
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los chicos saltaban, bailaban, bromeaban y se gritaban unos a otros. Esto la hacía quedar espantosamente mal, pero no sabía cómo organizar a la familia de manera tal que la madre y los chicos pudiesen alcanzar alguna meta. También recuerdo haber observado a una terapeuta, ex maestra primaria, haciendo terapia con una familia que tenía cuatro hijos salvajes. La terapeuta recurrió a su experiencia docente y, en cuestión de minutos, tuvo a cada chico sentado en un rincón del consultorio, dibujando; recién entonces se puso a hablar con la madre y pudo incorporar a los niños a la conversación de una manera organizada. A veces, pese a la destreza del principiante, la gente se desmanda en el consultorio y el supervisor, situado detrás del espejo de visión unilateral, tiene que intervenir para resolver la crisis y salvar al supervisado. Quizá le sugiera telefónicamente que divida a la familia en dos grupos y envíe a uno de ellos a la sala de espera. Separar a los .miembros de una familia suele ser un recurso eficaz cuando las tensiones se intensifican. Si, el terapeuta se altera y tiene dificultades a causa de alguna reacción personal, el supervisor puede sugerir alguna conducta diferente. Pero no siempre es posible proteger a los terapeutas de una profesión reconocidamente perturbadora. Deben ser capaces de tolerar la angustia y, aun así, funcionar bien. Parafraseando a Harry Truman: «Si los terapeutas no pueden soportar el calor, deberían salir de la cocina».
La violencia en el consultorio Cuando los amenaza un peligro real y no un mero estado de angustia, es preciso proteger a los principiantes. Cierta vez en que supervisé a un supervisor, al reunirme con él detrás del espejo de visión unilateral ambos observamos que en el consultorio había una madre, su hija y la terapeuta, de pie detrás de su sillón. Le pregunté a mi colega por qué permanecía de pie y me contó que le tenía miedo a la hija porque la había amenazado físicamente. Hice salir a la terapeuta y le dije que no debía temer a un cliente; debía advertirles a madre e hija que si volvían a amenazarla de
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palabra o de hecho, inmediatamente daría por terminada la terapia. Madre e hija aceptaron esta advertencia; la terapeuta se sentó y condujo su entrevista. Como éramos un instituto privado, después de ese incidente establecimos por norma no aceptar ningún caso que entrañase algún riesgo de violencia. Poco después, un padre entró en el consultorio con su hijo de edad madura. Dijo que le habían informado telefónicamente que no podía traer a su familia porque el hijo había sido violento y deseaba hablar de esto con alguien. Una integrante de nuestro equipo de supervisores, Marcha Ortiz, entrevistó a los dos hombres y decidió que podíamos aceptar a la familia. La tratamos y el hijo nunca se violentó. Más adelante, un hermano de él, también de mediana edad, amenazó recurrir a la violencia, pero el problema se resolvió en forma pacífica.
Las amenazas de suicidio Cuando surgen dificultades en terapia, el supervisor debe proteger al cliente. El uso del espejo de visión unilateral se justifica porque le permite ver lo que sucede realmente en el consultorio y, en caso necesario, proteger al cliente de un principiante ingenuo. Pero hay situaciones en que también debe proteger a este. Uno de esos momentos se da cuando un cliente amenaza suicidarse. Debemos enseñar a los terapeutas en formación a tomar siempre en serio las amenazas de suicidio aunque se expresen en tono casual, particularmente si provienen de jóvenes. Si un adolescente amenaza suicidarse, la situación terapéutica salta a otro nivel y el terapeuta ya no aborda la habitual lucha de poder entre el adolescente y sus padres. Debemos enseñar a los principiantes que, además de ayudar al adolescente que amenaza suicidarse y de tratar de resolver el problema oculto detrás de esa amenaza, deben verse a sí mismos prestando testimonio ante un fiscal que les pregunta: «¿Qué medidas tomó para salvar la vida del difunto?». Los principiantes deberían ser capaces de discurrir medidas satisfactorias con la ayuda del supervisor. Entre ellas se cuenta la disposición a internar al adolescente, aunque esto pueda ocasionarle mayores dificulta184
des que la continuación del tratamiento ambulatorio. Una vez que ingresa en una sala psiquiátrica, el cliente queda estigmatizado y ese estigma puede comprometer sus relaciones sociales, admisibilidad en escuelas o empleos, derecho a conducir vehículos, etc. Además, la internación puede inducir a los miembros de su familia a considerarlo un deficiente mental. Aun así, tal vez sea preciso internar a un adolescente que amenaza suicidarse para proteger a los terapeutas en formación del riesgo de que les imputen una tragedia. Si, en el momento en que alguien amenaza suicidarse, el terapeuta en formación es observado por colegas y por un supervisor detrás del espejo de visión unilateral, se puede suscitar un debate a cuyo término varios profesionales apoyen las decisiones del terapeuta. Una de las mejores tácticas frente a las amenazas de suicidio es recurrir a la familia aunque, al parecer, los jueces nunca la han considerado. Si los padres están dispuestos a asumir la responsabilidad, el terapeuta puede organizar una «guarda del suicida» a cargo de la familia. El cliente problema nunca queda solo; siempre está con él algún familiar. Así se protege al suicida y, al turnarse los miembros de su familia en esta tarea incómoda, salen a luz muchas cuestiones familiares.
Colaborar con los colegas Los supervisores tienen el deber de proteger a sus supervisados frente al sistema social, incluidos los colegas investidos de diversos tipos de autoridad, y frente al sistema judicial. Los terapeutas deben aprender a negociar sus derechos con sus colegas. A veces, además de asesorarlos, el supervisor tiene que oficiar de barrera entre ellos y sus colegas. Algunos son atacados por no tomar en serio los diagnósticos del DSM-IV, aunque esa clasificación no fue diseñada para la terapia y puede obstaculizarla. Los supervisores deben apoyarlos en esta lucha. En ocasiones, las discrepancias ideológicas adoptan la forma de ataques contra el enfoque de los terapeutas en formación, al que tildan de superficial, manipulador, poco ético o incorrecto. Los supervisores que
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participan en un programa. formativo tienen que sortear estos argumentos y sus fuentes. También hay especialistas que desean hacer su trabajo aunque estorbe la terapia de un cliente. Supongamos que los colegas de un psicólogo persuadan a una familia de que un niño debe ser sometido a una batería de tests psicológicos. El terapeuta en formación quizá sea demasiado tímido y no se atreva a señalar que esa batería de tests identifica al niño como el problema presentado cuando tal conclusión no sólo puede ser incorrecta, sino que carece de utilidad para un enfoque terapéutico que pone el acento en la organización social de la familia. El supervisor debe enseñar a sus supervisados a reconocer los pocos tests que interesan a la terapia e impedir la aplicación de los irrelevantes, aunque eso los enemiste con psicólogos que han pasado años aprendiendo el test de Rorschach. Las dificultades más frecuentes surgen en la colaboración con psiquiatras. Cuando un psiquiatra deriva un caso, lo habitual es que uno o varios miembros de la familia estén bajo medicación. La mayoría de los terapeutas jóvenes no se deciden a pedirle que la retire o reduzca aunque lo consideren importante para el abordaje terapéutico. El supervisor tiene que hablar de esto con el psiquiatra y ver qué se puede hacer. El colega que deriva a una pareja o familia y entretanto continúa haciendo terapia individual con uno de los miembros crea un problema similar. El supervisor debe examinar la posibilidad de suspender temporariamente la terapia individual para poder centrar la atención en la pareja o familia. Hay veces en que los problemas de colaboración alcanzan el nivel institucional. Supongamos que un terapeuta en formación trata a una mujer que bebe en exceso y necesita desintoxicarse. El curso de acción preferido sería derivarla por pocos días a un programa de desintoxicación y hacer una terapia que involucre a toda la familia, a fin de que se organice para prevenir futuras recaídas. Pero los establecimientos de desintoxicación tienen sus propios programas. Tal vez quieran hospitalizar a la clienta durante varias semanas y someterla luego a varios meses de tratamiento ambulatorio. El terapeuta en formación no se anima a oponerse a ese sistema y, de pronto, se encuentra con que le han quitado a su clienta alcohólica para someterla a un trata-
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miento menos adecuado. El supervisor no siempre puede influir sobre los directores del programa de desintoxicación.
La terapia interminable Habría que enseñar al principiante a cerrar un caso una vez producido el cambio y resuelto el problema presentado. Es posible que el cliente tenga otros problemas, pero no hace falta abordarlos si él no desea hacerlo. Sin embargo, hay ocasiones en que el terapeuta en formación y su cliente quedan atascados. El primero siempre puede descubrir más problemas que la familia debería abordar; por su parte, la familia se siente complacida con los resultados obtenidos, simpatiza con el terapeuta y desea continuar el tratamiento. Incumbe al supervisor ayudar al terapeuta y su cliente a desengancharse. Una táctica consiste en espaciar cada vez más las sesiones a medida que mejore la situación familiar. En cada intervalo, la familia se habrá interesado por otros asuntos y el terapeuta en formación tendrá otros casos que capturen su atención. En terapia, el desenganche puede ser un problema grave. A título de ejemplo, recordaré mis tiempos de supervisor en la ciudad de Nueva York. Todos los supervisados eran terapeutas experimentados que me traían sus propios casos. Su discusión comenzaba así: «Llevo ocho años tratando este caso». Otro terapeuta decía: «He practicado esta terapia durante nueve años». Empecé a ver que estos terapeutas me traían sus casos para que los ayudara a desengancharse de ellos. No podían curar a los clientes pero tampoco podían perderlos. Como hacíamos terapia breve, en varios de estos casos bastaron unas pocas sesiones para que el terapeuta en formación terminara con éxito el tratamiento. Al cabo de un tiempo, los terapeutas comenzaron a sentirse incómodos al presentar un caso, y me decían: «Preferiría no mencionar por cuánto tiempo he tratado a este cliente». La protección de los principiantes se refiere sobre todo a su interacción con miembros de otros ámbitos profesionales cuyas prioridades difieren de las terapéuticas. Tal vez se sientan trabados en su trabajo terapéutico si intentan satisfacer las necesidades e ideologías de sus colegas médicos,
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psiquiatras y asistentes sociales. El supervisor tiene que ayudarlos a esclarecer estas cuestiones.
8. La supervisión en vivo
Otros temas controvertidos Entre las controversias que deben abordar los supervisores corno parte de su profesión, están las de decidir si los terapeutas en formación deben influir deliberadamente sobre los clientes sin que ellos se den cuenta; fomentar el divorcio de las parejas desdichadas; retirar de su casa y colocar en un hogar de crianza a los niños desatendidos por sus padres; aconsejar a los jóvenes adultos que abandonen a sus padres y no vuelvan a dirigirles la palabra, y dar por terminado el tratamiento de una familia cuando se ha resuelto el problema presentado pero aún restan otros problemas evidentes. Me parece innecesario examinar aquí estas cuestiones polémicas porque el supervisor sensato ya ha tomado una posición correcta con respecto a cada una de ellas.
Si tuviéramos que definir la supervisión en vivo, diríamos que un supervisor observa el trabajo de un terapeuta y, en su trascurso, le imparte sugerencias. Esta disposición puede adoptar diversas formas. En el siglo pasado, la hipnosis clínica se enseñaba así: el terapeuta en formación observaba el trabajo de un docente con un cliente; a continuación, el docente lo observaba trabajar a él. El supervisor podía ver lo que sucedía entre el terapeuta y el cliente, y guiar el procedimiento. El uso del espejo de visión unilateral desde la década de 1950 y, después, de los monitores, permitió que el supervisor observara al terapeuta en acción sin estar presente en la entrevista. Parece que hubo varias etapas en el uso del espejo de visión unilateral ). Recuerdo las de mi propia formación como supervisor. Al principio, observábamos a un terapeuta en formación a través del espejo, pero sólo le impartíamos sugerencias antes de la sesión y después de ella. Al término de la entrevista, le decíamos al terapeuta lo que debería haber hecho. A veces era penoso para quienes permanecíamos detrás del espejo ver cometer errores que podrían haberse corregido o evitado fácilmente con una sugerencia. Pero debíamos aguardar a que concluyera la sesión para formular comentarios. En esos primeros tiempos se creía, al parecer, que una sesión de terapia era un ámbito inviolable en el que nadie podía inmiscuirse; esto se debía, quizás, al gran énfasis puesto por entonces en la confidencialidad. La frontera que rodeaba al terapeuta y su cliente creaba un intercambio privado, aun cuando la sesión fuese observada a través de un espejo de visión unilateral. 1 En 1957, vi a Charles Fulweiler hacer terapia con una familia observándola a través de un espejo de visión unilateral. Después de esa experiencia, el proyecto Bateson instalé un espejo. Cf. J. Haley y L. Hoffman (1968) Techniques of family therapy, Nueva York: Basic Books. [Técnicas de terapia familiar, Buenos Aires: Amorrortu editores, 1976.1
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El paso siguiente fue golpear a la puerta del consultorio durante la entrevista, hacer salir al terapeuta y hacerle sugerencias. Se advirtieron dos cosas: cuando las sugerencias se impartían en el curso de la sesión, la terapia mejoraba y el terapeuta captaba mejor las ideas sugeridas por el supervisor. Lejos de objetar la intromisión, los terapeutas apreciaban la orientación ofrecida. Una vez rota de este modo la frontera terapeuta-cliente, al terapeuta le resulté cómodo salir en plena sesión para celebrar una consulta con el supervisor. El siguiente paso consistió en instalar dos teléfonos, uno detrás del espejo y otro en el consultorio, de suerte que el supervisor pudiera comunicar directamente sus sugerencias. Era menos intrusivo que los golpes a la puerta. Un terapeuta en formación experimentado atendía la llamada, escuchaba la sugerencia del supervisor, dejaba el teléfono y proseguía con la entrevista sin permitir que la interrupción constituyera un problema. En verdad, con un terapeuta ducho, era imposible determinar cuál había sido la sugerencia sobre la base de la conversación que seguía a la llamada. En cambio, los terapeutas principiantes a veces reaccionan de una manera tan estudiada cuando se enciende la señal. de llamada o suena la chicharra que el supervisor vacila en llamarlos por teléfono y hacer una intrusión tan patente. La supervisión en vivo plantea un problema cuando el supervisor telefonea demasiado a menudo y traba la autonomía del terapeuta. En una época, en vez de colocar el teléfono sobre una mesa, al alcance del terapeuta, lo instalábamos en la pared del consultorio a fin de que tuviera que cruzar la habitación para contestar las llamadas. La intención era hacer más intrusivas las llamadas y, así, inhibir a los supervisores de su abuso. Es importante que el supervisor sea breve y directo en sus comunicaciones telefónicas. Debe pensar bien lo que dirá, condensarlo y sólo entonces telefonear. La versión extrema de la intromisión excesiva es el uso de un auricular diminuto, semejante a un audífono, con el cual el cliente ni siquiera se entera del momento en que se formulan sugerencias. No es prudente adoptarla porque ocasiona dos problemas. Los terapeutas adquieren una mirada vidriosa mientras tratan de escuchar simultáneamente a su supervisor y a la familia, lo que les impide mantener un buen contacto con esta, Por su parte, los supervisores se
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vuelven locuaces por lo fácil que les resulta inmiscuirse en la sesión. Cuando el terapeuta recibe en su oído sugerencias constantes, se convierte en una especie de robot que ejecuta las ideas del supervisor. Se han probado muchas variantes de la supervisión en vivo, incluido el uso de un simple micrófono instalado en el consultorio y conectado con el equipo de audio del supervisor, en una habitación contigua. El supervisor no ve lo que ocurre en el consultorio pero, al menos, oye las conversaciones y puede impartir sugerencias. La práctica correcta de la supervisión en vivo requiere la planificación previa de la entrevista y el empleo sólo ocasional del teléfono. El supervisor telefonea cuando ve un modo de mejorar la acción terapéutica dentro de un plan o cuando advierte algún descuido u omisión. Si hay que revisar un plan terapéutico, más vale hacer salir al terapeuta y discutir la revisión en vez de intentar comunicarle telefónicamente unos cambios complejos. Una alternativa reciente al uso del espejo de visión unilateral es instalar en el consultorio una filmadora de bajo costo y, en otra habitación, un monitor para que el supervisor observe la sesión. Es una disposición conveniente, aunque los episodios de la entrevista pierden cierta inmediatez, comparados con la supervisión a través de un espejo de visión unilateral. Esta modalidad de video-observación abre posibilidades nuevas. Cuando nos damos cuenta de que el monitor puede estar en la habitación contigua, es evidente que también puede estar en el edificio contiguo. De hecho, puede estar en otra ciudad. Podemos hacer supervisión en vivo a cualquier distancia geográfica y aun entre dos países. A comienzos de la década de 1980, participé desde Washington, DC, en la supervisión en vivo del trabajo de un terapeuta en Luisiana; observaba la sesión en un monitor y hacía sugerencias por teléfono. Con la tecnología satelital, podemos guiar el trabajo de los terapeutas en cualquier parte del mundo. La supervisión en vivo es un medio valioso de enseñar al terapeuta a llevar adelante un plan terapéutico. Muchas veces, simplemente es provechoso que otro par de ojos observen un caso desde una distancia objetiva y que ese observador asista al terapeuta en cuestiones prácticas tales como evitar que entienda mal lo que alguien dice, o desa-
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tender a un miembro de la familia a quien debería hacer participar en la conversación. A veces, por un olvido momentáneo, el terapeuta no hace algo que normalmente haría y es preciso recordárselo. En una sesión familiar, una madre expresó su deseo de hablar a solas con el terapeuta sin la presencia de su hijo. El terapeuta siguió discutiendo diversos temas, sin duda con la idea de concertar una entrevista individual con la madre para una fecha futura. El supervisor lo llamó y le sugirió que, simplemente, hiciera salir al hijo del consultorio y escuchara lo que tenia que decirle la madre. Así lo hizo y ahorré bastante tiempo. En otro caso, mientras exponía su problema, una dienta mencioné que su padre había abusado de ella en su infancia. Lo dijo tan de pasada, en medio de otros temas, que el terapeuta no lo registró realmente. El supervisor lo llamó y le sugirió que le preguntara si alguna vez había hablado de eso con alguien. Resultó que nunca lo había hecho y le agradaría discutirlo por primera vez. Hay un hecho problemático que debemos tener presente: el espejo de visión unilateral tamiza las emociones. En ocasiones, al supervisor le cuesta juzgar el grado de perturbación de un cliente. Cuando sugiere al terapeuta que le haga hacer tal o cual cosa, puede tropezar con cierta resistencia de su parte. En tal caso, deberá preguntarse si el terapeuta percibe alguna información del cliente que él no posee o si el terapeuta subestima la capacidad de tolerancia del cliente. Supongamos que un supervisor sugiera a un terapeuta que discuta cuestiones sexuales con una pareja, pero él se muestra reacia. Se trata de saber a quién le parece un tema demasiado delicado para tratarlo en ese momento: ¿a la pareja o al terapeuta? La información de que dispone el terapeuta en el consultorio es diferente de la que pueden tener los que están detrás del espejo. Por eso conviene que un supervisor avise al terapeuta algo así: «Le impartiré sugerencias y quiero que las siga. Pero recuerde que son sugerencias. Usted está en el consultorio, junto al cliente, y puede decidir pasar por alto una sugerencia que a su juicio no es conveniente. Pero si le digo que tiene que hacer algo, usted lo hará». Palabras como estas aclaran a los terapeutas en formación que el supervisor es el maestro y la autoridad a cargo del caso, pero ellos también son responsables.
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El grupo de terapeutas en formación Los supervisores pueden trabajar individualmente con un colega o un terapeuta en formación, o trabajar con un grupo de terapeutas en formación situado detrás del espejo de visión unilateral; en este segundo caso, los terapeutas se turnan en ir al consultorio a entrevistar clientes. Son dos situaciones completamente distintas. En la supervisión individual, la unidad está constituida por el terapeuta y el cliente. Al supervisor le es fácil centrar su atención en ella y omitir las distracciones. Además, es libre de hacer comentarios positivos o críticos sobre el terapeuta y su estilo, por tratarse de una discusión privada. En, cambio, en la supervisión grupal, todo lo que diga el supervisor será oído por la totalidad del grupo. Además, no es libre de centrarse por entero en observar la entrevista, pues debe comentar al grupo lo que sucede y lo que debería suceder. A veces, la simple expresión verbal de sus pensamientos ayuda a que el grupo siga la acción tal como él la entiende. De vez en cuando, es posible que la observación del manejo de un caso lo absorba al extremo de olvidarse del grupo. Entonces se corre el riesgo de que el grupo observe lo que sucede en el consultorio y extraiga una conclusión errónea. Por ejemplo, si el supervisor aconseja una confrontación en una situación dada, el grupo puede suponer que esa confrontación debe hacerse siempre en vez de comprender que sólo es sugerida para ese caso en particular. Lo correcto sería que el supervisor explicara claramente a los principiantes sus puntos de vista para evitar malentendidos. Cuando las sesiones de terapia se graban en videocinta, los supervisores tienen la oportunidad de repasar el material con más calma y aclarar las premisas en que se basaron sus diversas intervenciones. La meta de la formación grupal es enseñar técnica terapéutica y cierta comprensión de los problemas humanos. La ventaja de la supervisión en vivo está en la posibilidad de discutir un problema especifico en el momento en que el terapeuta en formación y el grupo de colegas se debaten con él. En los ambientes académicos, los terapeutas pueden aprender las ideas tradicionales sobre los problemas humanos y hallarles fundamentos en los textos. Más adelante, cuando hagan terapia y se les presente un caso que involu-
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cre un tipo de anormalidad, tratarán de recordar lo aprendido en las clases años antes. La supervisión en vivo propone otra forma de aprendizaje: la adquisición simultánea de conocimientos sobre la naturaleza de un problema y su tratamiento. Por ejemplo, cuando un estudiante aprende algo sobre el retardo mental en una escuela o facultad, ese conocimiento sólo tiene un interés académico. Cuando a un terapeuta en formación, supervisado en vivo, le asignan una familia con un hijo adulto retardado mental, la enseñanza es muy diferente. El terapeuta ansía aprender a tratar este problema y lo que se sabe acerca de él. Quizá salte a la vista que la persona retardada puede atarse los cordones de sus zapatos pero que nunca lo hace porque su madre es tan solícita que se los ata siempre. Esto pone en evidencia la necesidad de maximizar las capacidades de esa persona. El terapeuta en formación puede percibir la naturaleza del problema y el modo en que actúan las involucraciones familiares. Cuando se enseña terapia, no diagnosis, los supervisores advierten que los terapeutas en formación aprenden mejor si observan un problema en una sesión de terapia que si lo observan durante una entrevista diagnóstica. No sólo descubren la naturaleza del problema, sino que además el grupo que observa la sesión es parte integral del proceso terapéutico. El día en que se encuentren con un caso similar, todos ellos lo abordarán desde una posición ventajosa. El grupo de terapeutas en formación también es valioso para el supervisor. Durante el programa formativo, se traen todo tipo. de casos y el supervisor puede aprovechar los conocimientos del grupo para complementar los suyos. En un grupo constituido por terapeutas que ya ejercen su profesión, y no por estudiantes novatos, hay individuos con amplia experiencia en diversos problemas, medicaciones, tipos de colegas y situaciones legales. Un buen supervisor sabe aprovechar la sabiduría del grupo. Eso sí, debe quedar en claro que el responsable es el supervisor; las ideas y sugerencias van del grupo al supervisor y de él al terapeuta en formación que maneja el caso. El aprovechamiento de los recursos del grupo está determinado por su organización. El grupo debe poner el acento en lo positivo: este es un punto crucial. Se necesita un buen espíritu de equipo. Así como el terapeuta desea servirse de las mejores ideas del cliente, el supervisor desea organizar
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al grupo de manera tal que se presenten las mejores ideas de todos sus miembros.
Zeman oído hablar de Emile Durkheim? En cada grupo de ocho a diez terapeutas en formación, casi siempre hay un desviante. Por lo común, al supervisor le cuesta manejarse con él. Objeta las ideas que ha venido a aprender, recusa un tipo de directiva o hace preguntas evidentemente derivadas de otra ideología. Los miembros del grupo tienden a aislarlo o a poner los ojos en blanco cada vez que habla. ¿Cómo deberá tratar un supervisor a una persona así? Con paciencia. Hay que aceptar la idea de Durkheim de que en todo grupo debe haber un desviante.2 Su función es mostrar al grupo las conductas impropias. Las reglas de conducta de un grupo son tácitas y no se pueden explicitar; el desviante las infringe, y así todos saben que no deben comportarse de ese modo. Recuerdo lo dicho por un gerente de ventas: nunca despidan a su peor vendedor porque entonces únicamente producirían otro vendedor pésimo; el equipo de vendedores necesita tener un miembro peor que los demás. Expulsar del grupo a un terapeuta en formación que cause dificultades puede traer el mismo resultado. En los numerosos grupos de terapeutas en formación que he dirigido, he tenido muchos desviantes pero sólo conocí un caso en que el principiante se volviera loco. Algo curioso sucedió con esa mujer: empezó a confundir su vida privada con las declaraciones de sus clientes. Mientras la observábamos hacer terapia con una pareja que tenía un problema, nos dimos cuenta de que no respondía a los clientes sino a sus propios pensamientos. Si el marido decía «Algunas personas son desdichadas», ella asentía sabiamente, como si supiera que aludía a un conocido de ella, y hacía un comentario de este tipo: «Nosotros sabemos bien que eso es cierto». Y añadía, por ejemplo: «Algunos dicen que tienen problemas con su automóvil, cuando no es así». «Si, muchas veces él tiene algún problema misterioso y yo no sé dónde está», terciaba la esposa. La joven terapeuta completó la 2 E.
Durkheim (1951) Suicide, Nueva York: Free Press.
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hora de terapia con la pareja; a su término, el marido le dio las gracias y comentó: «¡Ayuda tanto hablar de estas cosas con un profesional?». Y fue sincero. Detrás del espejo, nos pareció evidente que la terapeuta no respondía a la pareja, sino a sus propios pensamientos. Tomé esta experiencia como ejemplo de que un cliente puede descubrir un sentido profundo en los comentarios e interpretaciones desgrana. dos al azar por un terapeuta. Pero los supervisores de grupos de terapeutas en formación no deben tolerar a los desviantes cuyo comportamiento llegue a extremos que resulte simplemente inaceptable. En especial, deben tener presente que el desviante suele expresar los pensamientos que otros miembros del grupo simplemente callan. Es el vocero de las objeciones no expresadas por el grupo.
¿Qué dice el I Ching? Una de las razones para hacer supervisión en vivo es dar al supervisor la oportunidad de utilizar su intuición. Al ver la ubicación del terapeuta y los clientes en el consultorio —digamos la composición del grupo------ se le ocurren ideas. Cuando discute un caso con un terapeuta en formación, no se le ocurre una idea ni tiene un impulso interior de la misma manera. ¿Podríamos ejemplificar esto recordando el uso del I Ching? Permítaseme citar a Allen Watts:3 «La filosofía china tradicional adscribe el taoísmo y el confucianismo a una fuente aún más remota, una obra embebida en los cimientos mismos del pensamiento y la cultura chinos que data de una fecha imprecisa, entre el 3000 y el 1200 a. C. Me refiero al I Ching o El libro de los cambios. Consiste en oráculos basados en las diversas formas en que se raja un caparazón de tortuga al calentarse. Se refiere a un antiguo método adivinatorio en que el adivino hacía una perforación en el dorso de un caparazón de tortuga, lo calentaba y luego predecía el futuro guiándose por las rajaduras así formadas, de una manera muy similar a la lectura que hace el 3
palmista de las lineas de la mano. El caparazón de tortuga cayó en desuso hace ya muchos siglos; en su remplazo, el hexagrama adecuado al momento en que se formula una pregunta al oráculo se determina por la división fortuita de un juego de cincuenta tallos de milenrama. Pero un experto en I Ching no necesita usar caparazones de tortuga ni tallos de milenrama. Puede "ver" un hexagrama en cualquier parte: en la disposición casual de un ramo de flores, en objetos desparramados sobre una mesa, en las marcas naturales de un guijarro. De lejos, la mayoría de nuestras decisiones importantes dependen de "corazonadas"; en otras palabras, dependen de la "visión periférica" de la mente. En consecuencia, la confiabilidad de nuestras decisiones descansa, en última instancia, en nuestra capacidad de "percibir" la situación, según el grado de desarrollo de la "visión periférica"» (págs. 13-5). Ver realmente cómo se distribuye una familia en un consultorio en presencia del terapeuta no es muy distinto de arrojar los tallos de milenrama y observar las figuras que forman. Las respuestas no están en las figuras formadas por los tallos de milenrama sino en nuestra mente atraída por esos tallos o por las secuencias en las familias dientas. Si un supervisor necesita una idea, puede telefonear al terapeuta y pedirle que haga cambiar de asiento a los miembros de la familia (p. ej., al hijo que está sentado entre sus padres). Hecho esto, el supervisor intuye de repente lo que se debería hacer con esta familia, como si hubiese arrojado los tallos de milenrama y observado las figuras. Se debe insistir en que el supervisor se deje llevar por sus impulsos. Si se le ocurre una idea mientras observa a través del espejo de visión unilateral, deberá ponerla en práctica aunque a veces dude en hacerlo. Después quizá lamente no haberlo hecho. Verla distribución de las figuras en una familia observada a través del espejo, o las figuras formadas al arrojar el I Ching, puede ser productivo si dejamos que esas figuras capturen nuestra intuición y actuamos siguiendo nuestros impulsos.
A. Watts (1957) The way of Zen, Nueva York: Vintage Books.
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Primer caso ilustrativo: ser injusto Los miembros de una pareja, de unos treinta años, con siete años de matrimonio, llegaron al consultorio dudando entre seguir unidos o separarse. Ambos se sentían insatisfechos, pero ninguno estaba dispuesto a dar un paso para cambiar su situación, sobre todo mediante un acercamiento al otro. Eran profesionales con ideas refinadas acerca de la. terapia. El terapeuta era Ron Redman, un ex pastor con experiencia en el trabajo con parejas. Redman tendía a traer a luz los sentimientos recíprocos de los cónyuges y era franco y directo en sus consejos. Cursaba el programa formativo porque deseaba aprender a hacer terapia breve directiva. Se presentaba como un profesional y era un tanto campechano en el trato. Una de sus principales características era dedicar exactamente el mismo tiempo a cada cónyuge, pues le habían enseñado que un terapeuta debía cuidarse y no tomar partido por un esposo contra el otro. En la primera entrevista, exploraron los problemas y la situación de la pareja. La esposa dijo que su marido estaba. resentido e insatisfecho. El dijo que su esposa le hacía el vacío y era desdichada en el matrimonio. En casa, solían reñir a gritos. Aunque sus familias estaban involucradas con ellos, no parecían tener problemas con sus parientes políticos, por lo que se postergó la decisión de traer a los padres al consultorio. Ambos cónyuges habían triunfado en sus respectivas profesiones, a las que se dedicaban por entero. La esposa había asumido recientemente un nuevo cargo y trabajaba hasta muy tarde. En su entrevista a solas, dijo que a menudo se quedaba por más tiempo del necesario porque la vida hogareña le resultaba muy desagradable. En este enfoque, el terapeuta entrevista a los cónyuges individual y conjuntamente, ya sea en la primera sesión o al comienzo de la segunda. De este modo obtiene la información que cada uno difícilmente dará en presencia del otro. Por ejemplo, un cónyuge no entra en terapia dispuesto a mejorar su matrimonio sino llevado, más bien, por el deseo de divorciarse y dejar a su pareja con el terapeuta. Si este no se da cuenta, puede perder el tiempo. Las entrevistas a solas plantean problemas de confidencialidad, pero las ventajas pesan más que las desventajas. El terapeuta no debe
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dejarse atrapar en el compromiso de no revelar cierta información aunque, en general, nada hay de malo en que guarde secretos de un cónyuge o de los dos y se responsabilice por lo que hace con esos secretos. Hay otra razón para ver a los cónyuges por separado. El terapeuta necesita ser una autoridad para conseguir que las cosas se hagan, y la autoridad requiere poder. Un modo de acrecentar el poder es controlar la información. Si el terapeuta sólo mantiene sesiones conjuntas con una pareja, ambos cónyuges están al tanto de todo lo que le han dicho; en cambio, si los entrevista por separado, ninguno sabe lo que ha dicho el otro. Pero el terapeuta sí lo sabe. Al poseer más información que cualquiera de los esposos, el terapeuta tiene más poder. Cuando una pareja está enzarzada en una lucha conyugal, el terapeuta necesita tener autoridad para desatascarla y ponerla en movimiento. La presentación que ofrecemos aquí se centra en la segunda entrevista. La primera había terminado sin directivas y la pareja regresó con la expectativa de seguir discutiendo sus insatisfacciones. Así empezaron la segunda entrevista: cada esposo se quejó del otro ante el terapeuta. Era el tipo de discusión que las parejas refinadas, elocuentes, son capaces de prolongar por muchas sesiones si el terapeuta las alienta a hacerlo, como suele suceder en la práctica privada. Pero en esta terapia breve directiva, la refinada elocuencia impide el cambio porque este requiere acción. Cuando el marido dijo dudar del amor de su esposa, el terapeuta le preguntó qué pruebas tenía. «Ella evita por completo mi compañía y me demuestra muy poca calidez o ternura, física y emocionalmente», respondió él. «Eso no es cierto», lo interrumpió la esposa. El marido insistió en que sí lo era, y prosiguió: «Me siento completamente excluido de su vida. Me entero más de lo que sucede en su vida por lo que le oigo contar por teléfono a otras personas. No percibo en ella el menor deseo de estar cerca de mí. Creo que está a punto de marcharse, que ansía estar sola y llevar una vida independiente, lejos de mí». Y añadió: «Me he esforzado muchísimo, pero no recibo la menor respuesta positiva». « .Y cuando ella extendió la mano y lo tocó aquí? Usted no respondió en absoluto», dijo el terapeuta. El marido replicó: «Me di cuenta de eso. Ella no lo habría hecho en casa». «;Eso no es cierto! ¡Es pura mentira!», lo interrumpió ella, furiosa.
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El terapeuta continuó su interrogatorio: «¿Qué pruebas hay de que ella lo ama de veras?», «Bueno, estamos aquí y seguimos viviendo juntos», respondió el marido. «¿Cree que ella se interesa por otra persona?», preguntó el terapeuta. (En la entrevista a solas, la esposa lo había negado.) «No creo que el problema sea ese. No», contestó el marido. «Usted siente necesidad de un mayor contacto y no lo recibe», dijo el terapeuta. «Exactamente —asintió el esposo—. Ejecutamos los movimientos, como hacer esta terapia. Actuamos impulsados por un sentimiento de culpa o porque el último paso es dificil de dar». «¿Lo está abandonando suavemente?». «Quizá nos estamos abandonando suavemente. Nos sentimos un tanto responsables ante el matrimonio. En todo caso, no me siento muy deseado». El terapeuta se volvió hacia la esposa y le preguntó: «¿Y usted qué opina? ¿El la ama o no?». «Oh, creo que me ama —respondió ella—. Sé que de vez en cuando dice que me odia, pero tiende a perder los estribos. Aunque, cuando lo hace, ciertamente me duele... y mucho. Desearía que él... el modo en que yo quiero que alguien manifieste su amor es diferente de las maneras en que él intenta manifestarlo. Y no está dispuesto a manifestarlo como yo quiero porque mis formas de manifestarlo no le parecen válidas. Pienso que ambos tenemos que llegar a un acuerdo sobre nuestros respectivos modos de manifestar el amor. Tenemos que ser capaces de interpretar más fácilmente cómo se abre paso el amor». Y añadió: «Creo que él pierde la paciencia conmigo. Y estos son tiempos verdaderamente difíciles para mí». «¿Cree que tendrá que ir nuevamente tras él? ¿Tendrá que volver a cortejarlo?», preguntó el terapeuta. «No lo sé. Una parte de mí no quiere hacerlo. Intuyo que no debería hacerlo. Si él no está dispuesto a cambiar un poco aquí y allá, yo tampoco estaré dispuesta a hacer mucho». Todas las parejas tienen reglas de comunicación insertas en su relación. En este caso, emergía poco a poco la regla de que la esposa iniciaba las acciones y el marido respondía.
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En algunas parejas, las reglas de relación parecen cumplirse tan inevitablemente como la que obliga a un tren a rodar sobre los carriles. Supongamos que una pareja tiene una regla según la cual la esposa es responsable y el marido irresponsable. La cumplen en todas sus acciones. Si la esposa quiere ahorrar dinero, el marido querrá gastarlo. Si la esposa quiere hacer terapia conyugal, el marido la evitará (el terapeuta suele simpatizar con la mujer porque dice lo que un buen cliente debe decir, en tanto que el marido ni siquiera vendrá al consultorio). Y así en todo. Por supuesto, la conducta de esta pareja produce un refuerzo mutuo y sistemático: cuanto más irresponsable sea el marido, tanto más responsable será la esposa, y cuanto más responsable sea ella, tanto más irresponsable será él. La regla que seguía la pareja que nos ocupa —la esposa inicia el contacto y el marido responde se da en muchos matrimonios. Los cónyuges suelen estar muy satisfechos con ella. Pero si dejan de estarlo, se hace necesario un cambio. En cierto punto de la vida conyugal de esta pareja, la esposa dejó de iniciar el contacto (como ella misma dijo: «Siento que no debería hacerlo») y esperaba que su marido lo hiciera. El no lo hizo. La esposa se vio entonces frente al dilema de tener que decidir si volvería a iniciar el contacto o esperaría a que lo iniciara su marido, aun con la posibilidad de que nunca se adelantara a hacerlo. A los veinte minutos de la segunda entrevista, el supervisor, que observaba a través del espejo, advirtió con claridad que en el consultorio no pasaba nada; lo único que hacían era conversar. La pareja estaba dispuesta a hablar interminablemente de sus ideas y sentimientos, pero había que emprender alguna acción para que sobreviniera el cambio. La cuestión era: ¿quién debe hacer qué? El marido parecía esperar que su esposa iniciara algo; la esposa, descontenta con su rol de iniciadora, esperaba que su marido hiciera algo; ambos cónyuges esperaban que el terapeuta hiciera algo, y el terapeuta esperaba que el supervisor hiciera algo. Este, conciente de la situación, llamó al terapeuta y lo hizo salir en consulta. El supervisor comprendía que era preciso hacer algo para desviar esta conversación terapéutica hacia una acción generadora de cambio. La conversación no cambia a las personas, salvo que contenga una directiva implícita. El super-
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visor tenia la impresión de que la pareja deseaba mantenerse unida, pero ninguno de los cónyuges estaba dispuesto a dar un paso hacia el otro. Percibía que ese primer paso tendría que ser organizado por el terapeuta. Entretanto, el terapeuta en realidad impedía el cambio con una conducta neutral que confirmaba el tipo de relación que le revelaba la pareja. En los matrimonios que vienen a hacer terapia, es común que un cónyuge tenga más poder que el otro. Una forma elemental de discernir quién manda en un matrimonio es fijarse en cuál de los cónyuges puede amenazar con abandonar al otro. En este caso, la esposa podía hacerlo y, al parecer, el marido no. (Corrientemente, un cónyuge amenaza sistemáticamente abandonar al otro por alguna cuestión, y el otro capitula. Pero si un día el que siempre capituló repliea: «De acuerdo. Separémonos», los dos se afligen y acuden a un terapeuta.) En el caso de esta pareja, la esposa ocupaba una posición superior a la del marido. Cuando se sentía insatisfecha, salía a hacer cosas. El marido, frustrado, se quedaba en casa a esperarla. El terapeuta que, frente a esta desigualdad, es imparcial y equitativo hacia ambos esposos, confirma con su neutralidad su relación desigual. La neutralidad indica que no hace falta cambio alguno, aunque el terapeuta desee que la pareja cambie. Por desgracia, en la formación de los terapeutas de pareja se tiende a insistir en que el terapeuta trate con equidad a ambos cónyuges. El temor de aliarse inadvertidamente con un esposo contra el otro impide que el terapeuta establezca una coalición adrede, como parte de la terapia. Pero al coparticipar con ambos cónyuges por igual, el terapeuta confirma su relación en vez de tratar de cambiarla. Al supervisor le pareció evidente que esta pareja estaba enzarzada en una lucha sistémica en que los intentos de cada esposo de hacer cambiar al otro sólo servían para trabarlos aún más en una relación desigual. También notó su aparente disposición a hablar interminablemente (o al menos por varios meses) acerca de su relación. Lo que hacía falta allí era alguna acción desestabilizadora. La rigidez de su relación sugería que esa acción tendría que ser extrema. A juicio del supervisor, el problema no era la pareja sino el terapeuta: se había propuesto ser «imparcial», por lo que le
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costaría emprender una acción si ello significaba ponerse de parte de un cónyuge contra el otro. El grupo de terapeutas en formación, situado detrás del espejo de visión unilateral, parecía opinar que la entrevista marchaba bien puesto que la pareja expresaba sus sentimientos y exponía claramente sus discrepancias. No veía la estructura de la situación, la desigualdad de la pareja y su renuencia a emprender otras acciones que no fueran las habituales. La mayoría de los integrantes del grupo pensaban que el terapeuta debía continuar esa conversación en la que, sobre todo, alentaba a los esposos a expresar sus puntos de vista. Centraban su atención en la pareja y no en el triángulo pareja-terapeuta. Tampoco registraban el triángulo que incluía al. supervisor. Esta era, pues, una buena situación didáctica. Aquí se impone un comentario sobre el pensamiento con arreglo a triángulos. A algunos terapeutas en formación les cuesta aprender a explicar la conducta con arreglo a tríadas, como debería hacerlo todo buen terapeuta. Cuando un terapeuta se sienta a conversar con una pareja, se crea una situación triangular. Si un terapeuta varón hace terapia individual con una esposa, se triangula con ambos cónyuges en su matrimonio; el marido supone que su esposa habla de él con otro hombre, y es así. Cuando entrevista a una pareja, el terapeuta tiene varias opciones. Puede ponerse de parte de la esposa contra el marido, coligarse con el marido contra la esposa o tratar de ser neutral. Cada comentario formulado por un cónyuge tironea de él hacia esa persona o lo aparta de una coalición con ella, y cada comentario que él haga a la pareja representa una coalición ofrecida o rechazada. La terapia conyugal de orientación familiar nació cuando se descubrió que la terapia de pareja concierne a un triángulo y que una pareja cambia cuando el terapeuta cambia con relación a ella. Antes de ese descubrimiento, la terapia conyugal se centraba en la pareja, como si el terapeuta no estuviera presente, lo que reflejaba la creencia de que el terapeuta conyugal debía mantenerse neutral (algo imposible en semejante situación). Volvamos a nuestro caso. El terapeuta coincidía con su supervisor en que la entrevista no parecía marchar bien. Su frustración iba en aumento con las quejas reiteradas de la pareja y empezaba a sospechar que era preciso hacer algo. 203
Simplemente, no sabía qué era ese «algo». Su insatisfacción hizo posible que el supervisor lo motivara a cambiar.
Intervención del supervisor El supervisor dijo al terapeuta: «¿Puede ser injusto?». El terapeuta no estaba seguro de haberlo comprendido. El supervisor aclaró su pregunta con otra: ¿es capaz de optar por uno de los cónyuges y decir que uno estaba totalmente equivocado y el otro tenía razón en todo? El terapeuta replicó que no se creía capaz de hacer eso porque no era cierto. A su entender, nunca se daba el caso de que un cónyuge estuviera totalmente equivocado y el otro tuviera razón en todo; los esposos generaban su infelicidad en forma conjunta. El supervisor convino en que eso era probablemente cierto acerca de la causa de la infelicidad conyugal, pero no concernía necesariamente a la terapia. Comprender una causa no siempre lleva a formular una hipótesis que guíe hacia el cambio. En este punto, el supervisor dijo al terapeuta que debía coligarse con un cónyuge contra el otro y decirles que uno de ellos estaba equivocado y el otro tenía razón. Esta sugerencia simple supuso, empero, una serie de etapas previas a su aceptación, similares a las que sigue un terapeuta cuando concierta una acción con un cliente. Aunque la discusión entre el terapeuta y el supervisor no fue grabada, por lo general esta clase de intervención implica los siguientes pasos: 1. El supervisor habló con el terapeuta de la infelicidad de la pareja y la obligación del terapeuta de ayudarla a cambiar. Insistió en que descontaba que él deseaba ayudarla. 2. Indicó que si la terapia continuaba por ese camino, la pareja persistiría en su infelicidad y no cambiaría. 3. Señaló que el terapeuta tenía que hacer algo porque así lo esperaba la pareja; si carecía de un plan, debía aceptar el del supervisor. 4. El supervisor explicó que el plan por seguir era ser injusto y decir que un cónyuge estaba totalmente equivocado y el otro tenía razón en todo. 5. Dijo que la relación del terapeuta con la pareja era buena, lo bastante para que aceptara su intervención y no huyera.
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Lo que el supervisor se proponía era en parte expandir el campo de acción del terapeuta. Era demasiado previsible, lo cual constituiría un problema con algunos clientes. El terapeuta sólo accedió a ser injusto al cabo de, por lo menos, diez minutos de discusión detrás del espejo. El supervisor le dio a optar entre ser injusto o fracasar en el tratamiento del caso. Al parecer, un comentario final ayudó a convencerlo. El supervisor dijo que otros terapeutas eran capaces de ser injustos. El terapeuta replicó que podía ser tan injusto como cualquier otro colega y regresó al consultorio. La cuestión era: ¿con qué cónyuge haría causa común el terapeuta en contra del otro? Cualquiera de los dos podía ser culpado por las dificultades del matrimonio; se hallarían abundantes pruebas en respaldo de cualquier opción. El supervisor sugirió culpar al marido. El terapeuta insistiría en que la esposa no tenía la menor culpa: el problema era el marido. Esta opción obedeció, en parte, a que él no tomaba la iniciativa en la relación conyugal, y quizá lo podían persuadir de que lo hiciera. Esto agradaría a la esposa y, a la larga, sus respuestas complacerían al marido. Otra razón para optar por el marido era el género: a un terapeuta varón le es más fácil culpar al marido y designarlo como la persona problema. Desde luego, lo mismo puede hacerse con otra disposición de género, pero esta es la menos complicada. Cuando una terapeuta culpa al marido, a veces crea una situación donde el marido se siente atacado por dos mujeres coligadas. En tal caso, la terapeuta necesita prescindir parcialmente del género y destacar su experiencia profesional; así el marido no se sentirá enfrentado por dos mujeres, sino por su esposa y una profesional. Un terapeuta con una formación adecuada, sea hombre o mujer, puede optar entre varias coaliciones que tratan de manera satisfactoria los problemas entre los géneros. El terapeuta y su supervisor programaron la intervención antes de reanudar la entrevista clínica. El terapeuta pediría a la pareja que le diera una oportunidad: harían terapia por tres meses y, en ese lapso, no habría ninguna amenaza de separación. Este tipo de contrato permite que ocurran diversos cambios. A continuación, el terapeuta diría al marido que su comportamiento hacia la esposa era totalmente equivocado. Le señalaría que ella no hacía nada que contribuyese a generar el problema y lo exhortaría a salvar 205
el matrimonio; para ello, cortejaría a su esposa a fin de reconquistarla, pues la estaba perdiendo. Anticipar las respuestas es parte de esta estrategia. Se esperaba que el marido dijese que no tenia ganas de cortejar a su esposa por lo mal que se llevaban. El terapeuta se adelantaría a tal declaración y le diría que, de ser necesario, al principio debería fingirse enamorado de ella y, si fuese preciso, demostrarle su amor; los sentimientos vendrían después. A medida que discutía el plan terapéutico con el supervisor y comprendía mejor lo que debía hacer, el terapeuta empezó a entusiasmarse. (Los terapeutas en formación suelen ser reacios a adoptar un enfoque especial porque no saben ponerlo en práctica.) Volvió al consultorio resuelto a ser injusto y sintiéndose capaz de serlo.
Interuención terapéutica Cuando el terapeuta expresó a la pareja su deseo de verlos durante tres meses como mínimo, la esposa respondió medio en broma: «¿Quiere decir que ese es todo el tiempo que nos dedicarán?».4 Al oír este comentario, el supervisor se dio cuenta de que había otra explicación para la actitud conversacional de la pareja ante la terapia. Es común que una pareja indique su intención de hacer terapia prolongada por el modo en que presenta sus problemas. Esto es: dice generalidades acerca de temas abstractos. Es como si esperara jugar una larga partida y no vieran motivo alguno para apurarse e ir al grano. Si fija un plazo al tratamiento, el terapeuta puede obligar a una pareja a enfrentar problemas concretos de su vida. El terapeuta replicó a la mujer que tres meses bastarían y que no había la menor prisa porque los problemas existían desde hacía un tiempo. Después, dijo al marido: «Por lo que he oído esta noche, usted corre verdadero peligro de perder a su esposa. Creo que su proceder es totalmente equivocado. Me parece que estropea todo. Hace cosas que la apartan de usted: no le habla, no tiene iniciativa, no la busca, no la corteja». El marido lo escuchaba inmóvil, callado y con sem4 El diálogo aquí presentado es una trascripción textual de las videocintas.
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blante solemne. El terapeuta añadió: «Creo que ya es hora de que empiece a cortejarla. La está alejando hacia otros sistemas y amistades, la deja trabajar hasta tarde, no pasa un solo rato con ella. En verdad, usted tiene que. .. si tuviese que optar en este preciso instante, yo diría que usted está totalmente equivocado. Es culpa de usted. Si quiere a esta mujer por esposa, tiene que bajarse de su gran caballo, ir tras ella y cortejarla. Verdaderamente, tiene que responsabilizarse por esto. Y esta época del año es propicia para usted, porque es primavera y ya sube la savia nueva. Creo que este es el comienzo de una nueva vida. Este es el momento de convencerse a sí mismo de que, dentro de tres meses, tendrá la certeza de haber hecho todo lo posible por conquistar a esta mujer como esposa. Es un segundo matrimonio». Al ver la serenidad, la firmeza y la dulzura con que el terapeuta hacía esta intervención, un observador no habría sabido lo dificil que le resultaba. Una vez que hubo decidido que era necesario adoptar ese enfoque, lo hizo bien y con fervor. Miró a la esposa, y agregó: «Y no es culpa de usted, en. absoluto». Luego, se volvió hacia el marido y le dijo: «Quizá tenga que fingir al principio, pues aún está furioso, aún se siente burlado y desatendido. Durante la primera semana, más o menos, tendrá que fingirse enamorado de ella. Manifiéstele cariño. Una vez que haya empezado a hacer algo, de pronto se dirá: ";Oh, sí, nuestro matrimonio mejora!" Conque lo haré responsable a usted. No le gustará lo que le digo... le trasmito un mensaje duro. Y no veo que su esposa haga nada que contribuya a mantener esta situación». «Debo de estar haciendo algo», interrumpió la esposa. «No», replicó el terapeuta. El marido se inclinó hacia adelante y dijo: «Hablemos de esto. Desde ya le digo que usted es una mierda». «No —insistió el terapeuta—. De veras, tiene que perseguirla y cortejarla». «Ella me dice constantemente que todo lo que soy y hago es malo», dijo él, emocionado. «Tiene que convencerla de que no es así —repuso el terapeuta—. Tiene que convencerla cortejándola, encontrándose con ella en la oficina, telefoneándole durante el día». «La llamo por teléfono durante el día pero no logro comunicarme. Ella nunca contesta las llamadas. Está ocupada».
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«Tómese un tiempo y vaya a buscarla para almorzar —sugirió el terapeuta—. Esté con ella, no la pierda de vista. Ella es un bien valioso. Si esto es lo mejor de su vida... mejor que la margarina.. , entonces más vale que la persiga porque se derretirá, desaparecerá». «Tiene razón —admitió el marido—. Creo que es así». «Tiene que perseguirla de veras... tome la ofensiva aquí mismo y persígala... y no hable de críticas. Ella sólo le está haciendo pasar un mal rato». «Sí, pero sus críticas no se limitan a "No me gusta que hagas eso"; ella dice "Me voy"». «Vaya con ella». «No soy invitado». «No tiene por qué esperar una invitación; usted es el hombre de la casa». «Ella no está en casa. Todas las noches vuelve a las ocho y media o las nueve. Siempre soy el primero en regresar. ¿Qué puedo hacer? Estoy allí», alegó el marido. «Vaya a su oficina a encontrarse con ella». En este punto, el supervisor llamó por teléfono al terapeuta. Mientras conversaban, la esposa extendió la mano y acarició el brazo del marido. (Cuando una esposa es absuelta de culpa y cargo en su relación conyugal, tiene que tomar la iniciativa porque sabe que eso no es cierto.) «Está bien», respondió él. El supervisor sugirió por teléfono que no discutiera cuestiones abstractas con este marido y, en cambio, enumerara las cosas concretas que podía hacer al día siguiente. Cuando el terapeuta colgó el auricular, el marido comenté: «Esa es una declaración bastante audaz para tratarse de dos horas» (aludía al hecho de que recién estaban en la segunda entrevista). «Quiero que piense en esto y haga todo lo que pueda», le dijo el terapeuta. «Hemos pensado en eso», replicó el marido, refiriéndose a sí mismo y a su esposa como una díada. «¿Qué hará mañana para ir tras ella, para que no se le escape de entre las manos ni se aleje de usted?», preguntó el terapeuta. «Renunciaré a todas mis creencias», replicó el marido. «Bien, tendrá que modificarlas en las próximas dos semanas».
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«Probablemente no lo haga». «Vaya, ¿qué se lo impediría...? ¿Qué puede hacer mañana, durante el día, para convencerla de que ella es el amor de su vida?», inquirió el terapeuta. «Ya no estoy seguro (de que lo seal». «Comprendo que al principio le resulte dificil porque se siente inseguro». «Ella desea un tipo de persona que yo no soy. Y nunca lo seré». «¿No lo puede ser sólo por el día de mañana?», sugirió el terapeuta. «¿Qué sentido tendría? Cuando vuelva a ser yo mismo, ella volverá a tenerme antipatía». «Bueno, puede convencerse a sí mismo de que es capaz de adoptar una conducta diferente. No está inmovilizado por un bloque de cemento. Porque, muchachos, en este momento ustedes están inmovilizados». «Es cierto». <« Uno de ustedes tiene que cambiar. Al no cambiar, usted impide que ella le responda. De modo que, en verdad, tiene que dar el primer paso y cortejarla». «Sé qué debo hacer y lo he venido haciendo en estas últimas semanas. Tengo que mostrarme muy interesado por su trabajo pero, al mismo tiempo, poner mucho cuidado en no hacerle ninguna pregunta que pueda incomodarla, insinuar una critica o sugerir que, tal vez, ella no es perfecta. No me está permitido mantener ningún diálogo imparcial, pero se espera de mí que sea como creo que son sus padres. Que me limite a decir: "Todo lo que haces es perfecto". Y yo no soy esa clase de persona». «Le costaría serlo. ¿Conque tiene que fingirse un buen oyente?», dijo el terapeuta. «No me está permitido decir: "Bueno, ¿qué sucedió? ¿Qué pasó?"; se espera que me limite a decir: "Oh, no te preocupes por eso, eres maravillosa y lo que sucedió en el trabajo es pura mierda", y yo no soy esa clase de persona». «Se me ocurre que su esposa tampoco es esa clase de persona. Es grosero con ella al decir que no puede pedirle una información concreta sobre lo sucedido». Cuando un terapeuta desequilibra su posición de este modo, tiene que irse a los extremos. No sólo absuelve de culpa y cargo a la esposa; si el marido la critica, debe tildarlo de
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grosero y decirle que la esposa no parece ser esa clase de persona. «Lo sé todo sobre su trabajo. Conozco los nombres de los empleados, sé qué pasa durante el día, pero no puedo interrogarla sobre ningún tema explícito. Sucede algo y el jefe se alteró y no me deja...», empezó a explicar el marido. «Porque mi jefe me gritó y estoy alterada, y lo que menos necesito es que mi marido se dé vuelta y empiece a interrogarme sobre la situación —interrumpió la esposa—. Quiero que me digas: "Está bien"». «Que se limite a escuchar y no la torture con sus preguntas —tercié el terapeuta; y añadió, dirigiéndose al marido—: Eso le resultaría dificil». «El no podría hacerlo», sentenció la mujer. «Digo que me costará; no es mi modo de ser». «Pero puede aprender a comportarse así, ¿verdad?», preguntó el terapeuta. El diálogo conyugal cambió a partir de esta intervención. Dejaron de hablar en términos abstractos e intelectuales. Comenzaron a negociar directamente el cambio. El terapeuta siguió insistiendo en que el marido diera pasos concretos para cortejar a su esposa, en tanto que el supervisor le hacia sugerencias telefónicas sobre diversas maneras de decir a la pareja lo que era preciso hacer y para anticipar dificultades. Por ejemplo, el terapeuta sugirió que el marido tal vez intentaría complacer a su esposa, y enseguida le propondría hacer el amor y sería rechazado. Pero la situación cambiaría si él la perseguía. Se impartió esta sugerencia para evitar una situación. en que el marido persiguiera desganadamente a su esposa, la abordara sexualmente y provocara su. rechazo, tras lo cual él diría que todo aquello no servía para nada. El marido reveló entonces que en la víspera había comprado un regalo para su esposa y que ese día le compraría otro. El terapeuta siguió presionándolo: «¿Puede comprarle otros?». En un momento de la entrevista, el marido se quedó callado; parecía evidente que estaba a punto de decidir si rompería el matrimonio o tomaría las medidas que sabia necesarias. Uno de los riesgos de este enfoque desequilibrador es que fuerza la cuestión de decidir el destino de un matrimonio. El marido intuía que ni él ni su esposa podían
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continuar a la deriva, que él debía actuar y tenía que decidir si estaba dispuesto a dar los pasos necesarios para salvar el matrimonio. La esposa adivinó la gravedad de sus pensamientos y se puso cada vez más nerviosa. Insistió en que ella debía hacer algo, y el terapeuta replicó que tal vez, más adelante, se lo pediría. Dicho esto, prosiguió en su implacable persecución del marido para hacerlo cambiar: le sugirió que comprara entradas para algún espectáculo, invitara sorpresivamente a su esposa, la llevara a cenar, etc. Al preguntarse en voz alta si el marido no estaría enojado con él, el esposo meneó la cabeza. Sabía que el terapeuta estaba de su parte y sólo le decía qué era preciso hacer. En un punto de la conversación, el terapeuta le preguntó si, a su juicio, cortejar a su esposa traería mayor felicidad al matrimonio. «Sin duda alguna», respondió el marido. Este aserto lo obligaba a dar los pasos sugeridos o abandonar el matrimonio. Unas palabras de aliento lo sacaron de su silencio y empezó a hablar; evidentemente, había decidido que valía la pena intentar salvar su matrimonio. Hacia el final de la entrevista, y por sugerencia del supervisor, el terapeuta preguntó al marido de qué color eran las rosas preferidas por su esposa. Contestó que a ella no le gustaban las rosas. «¿Te lo dije alguna vez?», replicó ella con coquetería. El terapeuta le sugirió al marido que averiguara cuáles eran las flores favoritas de su esposa. Para la entrevista siguiente, la pareja entró alegremente en el consultorio. Se veía que se había producido un cambio. El marido inició la discusión de los sucesos de la semana y describió varias actividades de galanteo. (Por sugerencia del supervisor, el terapeuta lo había llamado por teléfono varias veces desde la última sesión para alentarlo en sus esfuerzos por cortejar a su esposa.) Marido y mujer habían decidido tomar medidas para cambiar su matrimonio en vez de permanecer enzarzados en una lucha en la que ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el primer paso.
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se por sí solo. Sus propias tribulaciones conyugales no se considerarán pertinentes ni se aceptarán corno excusa. Los problemas emocionales no deben interferir en el trabajo de un terapeuta. En el mismo sentido, el supervisor también presupondrá que el terapeuta no necesita un insight de su alianza con un cliente contra la pareja de este. Es que el terapeuta ya sabe esto. El problema está en hacer algo para remediarlo. Si el supervisor presenta la coalición como un insight de un problema propio, puede causar daño. Probablemente, ese terapeuta se apartará de la esposa y tratará de aliarse al marido para complacer al supervisor. La clienta «abandonada» se preguntará entonces cuál ha sido su error, mientras que el nuevo aliado del terapeuta intuirá que el respaldo ofrecido es falso y artificioso. Situado detrás del espejo de visión unilateral, junto con un grupo de terapeutas en formación, observé cómo el terapeuta y la mujer decían al marido, en un tono bastante condescendiente, que él trataba de complacer a su esposa pero no llegaba a esforzarse lo necesario. Busqué un medio de alterar el equilibrio de la pareja con relación al terapeuta. El marido estaba en una posición débil y la esposa, apoyada por el terapeuta, se hallaba en una posición fuerte. El terapeuta tenía que rebajar a la esposa y elevar al marido modificando su relación con los dos. Pero debía hacerlo sin ofender ni rechazar a la mujer. Yo presuponía que los esposos no podrían modificar su relación mutua hasta que el terapeuta no cambiara su relación con ellos, y que esto último sería improbable en tanto yo no modificara mi relación con él. Mientras buscaba una directiva, una integrante del grupo de terapeutas. en formación que observaba el caso mencionó que la esposa se veía poco femenina. En verdad, vestía una camisa de obrero y jeans. «Quizá se viste así para mantener a distancia al marido», comentó la terapeuta en formación. Su observación me pareció útil y llamé por teléfono al terapeuta. Le sugerí que le dijera al marido que él sabría que había logrado complacer a su esposa cuando ella le respondiera de un modo más femenino. El terapeuta trasmitió mi comentario a la pareja y la esposa se declaró inmediatamente en desacuerdo. El marido, hasta entonces taciturno, se reanimó, se mostró complacido y agradeció el comentario. Ella protestó: si él quería una esposa más femenina, tendría que buscarla en otra parte. El
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terapeuta acotó que sólo le había parecido oportuno mencionar este punto y cambió de tema. A partir de esa intervención simple, marido y mujer se trataron como iguales y el terapeuta rompió su coalición con la esposa. En la entrevista siguiente, el marido insistió en que su esposa optara entre él y el otro. Parecía haber reservado el ultimátum hasta ese momento para lanzarlo en presencia del terapeuta, en cuya imparcialidad ahora confiaba. La esposa tomó una decisión. Este caso ilustrativo plantea un interrogante especial con respecto a la supervisión. El terapeuta siguió la directiva del supervisor y se vio liberado de la coalición que lo trababa, pero no comprendió lo que había pasado. En este enfoque terapéutico, no es habitual explicar a los clientes por qué o cómo una intervención conduce al cambio. ¿Debe explicárselo el supervisor al terapeuta en formación? ¿Una terapia de no-percatación se enseña., por lógica, con una formación basada en la no-percatación? Muchos terapeutas se sienten cómodos con la idea de que pueden cambiar a una familia sin que sus miembros se percaten de cómo se produjo el cambio. Sería lógico inferir que un supervisor puede cambiar el problema de un terapeuta en formación manipulándolo sin que él se dé cuenta. La meta de un terapeuta es resolver problemas familiares. No tiene por qué compartir con la familia el conocimiento de cómo los resuelve si existe el riesgo de que tal conocimiento dificulte el cambio. En el caso que nos ocupa, el terapeuta pudo haber informado a la pareja que hizo ese comentario sobre el aspecto femenino para apoyar al marido en una relación conyugal más equitativa. Aunque su respuesta no era previsible, como desearíamos que lo fuese toda respuesta, lo más probable era que tal explicación malquistara a ambos cónyuges con el terapeuta. Los clínicos que intentan ser absolutamente sinceros con un cliente siempre acaban por perder su respeto. El contexto terapéutico no se asemeja a otras situaciones, como la amistad, en que corresponde ser franco. ¿Debemos ofrecer percatación a un principiante? Resolveremos esto si reparamos en las metas de los terapeutas y del supervisor. En mi carácter de supervisor, ¿debí haber explicado al terapeuta por qué se desenganchó de la coalición con la esposa si él lo ignoraba? El mecanismo de la tera-
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pia no concierne al cliente, pero sí al terapeuta. Mi deber, como supervisor, era no sólo ayudar al terapeuta en formación a provocar un cambio en esta pareja, sino también enseñarle a cambiar a otras parejas en dificultades que acudieran a él en el futuro. Para alcanzar esa meta, se requería cierta conceptualización de su involucracián con la familia. Pero se puede señalar que muchos terapeutas expertos son reacios a las conceptualizaciones. Como observador profesional de otros terapeutas, he visto o escuchado grabaciones de sesiones conducidas por muchos colegas competentes. He aprendido que un terapeuta sabe cómo tratar un caso pero, tal vez, si se lo piden, le cueste dar una explicación razonada de tal o cual intervención. Lo ideal sería que el terapeuta desarrollara una teoría de terapia y después llevara adelante el tratamiento siguiendo las etapas sucesivas exigidas por ella. Pero en la práctica parece más común que los clínicos tomen medidas terapéuticas y después diseñen una teoría que explica el éxito de sus acciones. Muchos docentes emplean metáforas (p. ej., casos ilustrativos) para describir una situación cuya complejidad imposibilita su explicación digital. Los terapeutas que están dispuestos a admitir que la terapia es un proceso de influencia y, por lo tanto, de manipulación, deben decidir si es posible pensar lo mismo de la supervisión. Si hacemos cambiar a los clientes sin que ellos se den cuenta, ¿es aceptable formar del mismo modo a los terapeutas? Todos deben tomar una posición. He aquí una forma de abordar la cuestión: en un consultorio pueden suceder cosas tan complejas que vuelven improbables las conceptualizaciones conciertes hechas sobre la marcha. En el caso aquí presentado, expliqué al terapeuta por qué le había sugerido que hiciera el comentario sobre una respuesta más femenina por parte de la esposa y por qué, a mi juicio, ese comentario lo había ayudado a romper su coalición con ella. El corrigió el desequilibrio sin ofender a la esposa, y el marido emparejé más su posición conyugal en orden a la relación con el terapeuta. No estoy seguro de que esta explicación fuese necesaria para que el terapeuta resolviera una futura situación similar. La acción en sí pudo haber sido suficiente. Desde el punto de vista del supervisor, lo mejor sería poder influenciar libremente a los terapeutas en formación
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sin que ellos se den cuenta, en particular cuando explicar una intervención la simplificaría en exceso o afectaría su aprendizaje. Otra cosa es cuando el terapeuta en formación piensa dedicarse a la docencia o la supervisión. En tal caso, debe aprender las conceptualizaciones para luego trasmitirlas. Porque el proceso de aprender a enseñar es de por si una situación de aprendizaje. La conducción de una terapia se rige por el mismo principio. La diferencia está en que un terapeuta en formación debe aprender a influir sobre muchos tipos de individuos en numerosas situaciones y, en consecuencia, necesita ser educado como alguien capaz de producir un cambio en personas. La familia sólo necesita saber cómo convivir sin tener determinado problema.
Tercer caso de supervisión en vivo: disculparse ante el paciente por haberle causado una lesión cerebral irreversible Cuando se descubrió la comunicación en la era interpersonal, se empezó a dar por sentado que los dichos del paciente respondían a los dichos o las acciones del terapeuta, aunque la conexión fuese a veces oscura. Si un paciente decía: «Esta mañana, el buque cisterna se retrasó en reabastecer a mi submarino», se lo tomaba por un comentario sobre el retraso del terapeuta. Parecía evidente que los pacientes tendían a considerar que la metáfora era la forma de comunicación más segura, pues quien la usara no podría ser acusado de criticar a otros, como podía suceder si los comentarios eran directos. En la década de 1960, con el advenimiento de los psicofármacos, la psiquiatría empezó a aceptar nuevamente las declaraciones de un paciente como meras expresiones de su trastorno mental, y no como respuestas a la situación social. Fue un gran alivio para aquellos terapeutas a quienes no les gustaba lo que daban a entender las metáforas que usaban sus pacientes. Una vez más, la comunicación extraña de un paciente fue recibida por el psiquiatra como una simple indicación de que era preciso incorporar determinada droga a su tratamiento y régimen. La única pregunta pendiente era: ¿qué droga frenará
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mejor este modo de hablar y someterá a esta persona al control social? La comunicación psiquiátrica fue adquiriendo un carácter farmacológico. En ocasiones, por mucho que lo desee, al terapeuta le es sencillamente imposible pasar por alto el hecho de que las extrañas declaraciones de un cliente son un comentario acerca de él. Quizás intente negar que el cliente habla metafóricamente o expresa una crítica en un lenguaje cortés pero, aun así, hay casos en que no puede fingir que las observaciones del cliente sólo expresan un trastorno mental. Cuando un cliente persigue al terapeuta con una misma metáfora reiterada, le está comunicando ideas importantes. A veces, cliente y terapeuta se enzarzan en un juego de evitación de las cuestiones desafortunadas implícitas en el lenguaje psicótico. En tales casos, la terapia se perpetúa a menos que un supervisor intervenga y saque a los dos de su atolladero. Reginald era un hombre obeso, de veintitantos años, que exasperaba a todos con su insistencia en atribuirse un asesinato. En particular, exasperaba a su terapeuta, un psiquiatra residente al que llamaremos «doctor X», porque en tres años de terapia individual apenas si había hablado de otra cosa. El doctor X escuchaba pacientemente, mientras Reginald explicaba por enésima vez que había matado a alguien y por eso lo seguían; casi siempre sus perseguidores utilizaban un auto negro y él sospechaba que eran agentes del, FBI. Si lo indagaban sobre los pormenores del asesinato, Reginald respondía con cierta vaguedad, alegando haber olvidado gran parte de lo ocurrido; eso sí, tenía la certeza de ser un asesino, los hombres del auto negro vendrían por él, se lo llevarían y, finalmente, sería castigado. Reginald había sido internado varias veces. Durante gran parte de su adultez, le habían administrado fuertes antipsicóticos. Como efecto colateral, padecía de discinesia tardía, una lesión neurológica provocada por los neurolépticos. Presentaba los síntomas característicos de este trastorno psiquiátrico: tics en los labios y manos, y un chasquido involuntario de la lengua. Si se concentraba en no mover las manos, lo conseguía, pero el tic reaparecía en cuanto distraía su atención. El tic labial imprimía a su rostro una mueca desagradable. Aparte de la discinesia y el miedo a los tipos del auto negro que venían a detenerlo por homicida, su
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único problema era que no quería trabajar para ganarse la vida. El doctor X ingresó en un programa formativo en terapia familiar y trajo a Reginald para una supervisión en vivo. El supervisor le pidió que entrevistara a la familia en pleno. El padre adolecía de invalidez física a causa de diabetes; la madre no gozaba de buena salud. Saltaba a la vista que una de las razones por las que Reginald no se ganaba la vida era porque se quedaba en casa cuidando a su padre. Además de los cuidados físicos, le proporcionaba al padre algo en que pensar; así no se sentía deprimido por su enfermedad. En verdad, el padre de Reginald solía expresar su irritación por el supuesto asesinato en un lenguaje bastante pintoresco, y su ira lo ayudaba a olvidar que padecía una enfermedad incurable y que probablemente le amputarían las piernas. En las sesiones familiares, dijo que no necesitaba que Reginald se quedara a cuidarlo. La madre convino en que ella podía atender a su esposo. Reginald se inscribió en un programa de rehabilitación laboral y empezó a pasar el día fuera del hogar como cualquier trabajador. Sus padres se arreglaban bien sin él. Sin embargo, Reginald continuaba hablándoles, a ellos y al terapeuta, del asesinato y los tipos del auto negro. Los padres dijeron al terapeuta que Reginald los enloquecía con su parloteo sobre el crimen. Por sugerencia del supervisor, el terapeuta persuadió a los padres de que ya no era preciso que, por amor a su hijo enfermo, toleraran su incesante monólogo acerca del supuesto asesinato. Ante la insistencia del terapeuta, en una sesión familiar, los padres acordaron que, ante la primera mención del tema, llamarían de inmediato a un abogado y le plantearían el caso. En otras palabras, tratarían el asesinato como un hecho real que requería una defensa legal. (En estos casos, suele ser conveniente tomar una metáfora en su sentido literal.) Reginald protestó, arguyendo que el abogado cobraría mucho y, probablemene, los pondría en ridículo, pero sus padres persistieron en aceptar el plan. Más aún, se mostraron entusiasmados con él. Era la primera vez que recibían un consejo práctico sobre qué hacer para poner fin a los comentarios obsesivos de Reginald. Después de esta sesión de terapia familiar, el joven volvió a mencionarles el asesinato una sola vez. Inmediatamente, sus padres empezaron a telefonear a un abogado.
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Reginald discutió con ellos, pues no quería que gastaran dinero, prometió no hablar más del crimen... y lo hizo. Al parecer, interpretó su determinación de acabar con el tema como una señal de que ya no necesitaban recibir de él esa forma de «asistencia». Esta respuesta demuestra cómo un joven psicótico puede normalizarse cuando sus padres, de común acuerdo, se niegan a tolerarle ciertas conductas. Pero, en las sesiones de terapia individual, Reginald persistió en exasperar al terapeuta con sus reiteradas referencias al crimen. Con la ayuda de su supervisor, el doctor X trazó un plan para abordar el crimen de Reginald. Este había dicho que felizmente estaba loco. Si fuese normal, los hombres del auto negro vendrían por él y lo someterían a juicio por asesinato. El supervisor aconsejó al terapeuta que tornara en serio los dichos de Reginald y le explicara que constituían un serio problema para él. En muchos casos, conviene que los terapeutas tomen las metáforas como algo personal. Permítaseme una digresión y describir otro caso en que fue muy útil tomar una metáfora en su sentido literal. Yo hacía terapia en un hospital de la Administración de Veteranos con un paciente diagnosticado como esquizofrénico crónico que había sufrido varios años de encierro. Lo veía una hora diaria, pues así trabajábamos algunos terapeutas de internos en la década de 1950, Creíamos que terapia prolongada era sinónimo de terapia profunda. Este paciente —al que llamaremos Sam— era un joven dado a las «ensaladas verbales»; esto es, hablaba mucho en un lenguaje de metáforas aparentemente soltadas al azar. Yo le hacía interpretaciones que no tenían ningún efecto. Sus afirmaciones insistentes de que era rico y terna guardados varios millones de dólares constituían un problema exasperante. En realidad, era un trabajador golondrina que había enloquecido y había sido internado en un hospital estatal. Después lo trasfirieron a un hospital de la Administración de Veteranos cuando declaró un número de identificación del Ejército que resultó ser exacto, a diferencia de otros datos personales: por ejemplo, decía haber nacido en Marte. Las declaraciones de Sam sobre su riqueza y sus millones entorpecían nuestros diálogos terapéuticos; el tema me irritaba cada vez más. Finalmente, decidí tomar medidas. Había empezado a invitarlo a cenar en mi casa a fm de proporcionarle alguna experiencia extrahospitalaria; había pasado tantos años encerrado que no recordaba cómo se vivía en el mundo exterior. Mis hijos dis-
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frutaban de su compañía y apreciaban sus desatinadas peroratas metafóricas; para ellos, eran historias interesantes. Durante una sesión de terapia posterior a una de esas visitas, no bien empezó a hablar de sus millones, le dije que, habiendo visitado mi casa, habría notado que yo no era rico y, ya que él tenía tanto dinero, sería una gentileza de su parte darme un millón de dólares para saldar mi hipoteca. «¿Por qué no vienes este viernes con un millón?», le propuse. El viernes, me trajo un fajo de billetes del juego Monopolio. Le señalé que ese no era dinero genuino y no seria aceptado en pago de mi hipoteca. Le dije que me había decepcionado al no ayudarme con mis finanzas personales. Tomé una tachuela y clavé un billete en la pared de mi consultorio. Después de eso, Sam mencionó su riqueza una sola vez. Yo me limité a señalar el billete clavado en la pared y él no hablo nunca más del tema. `Podas las metáforas desaparecieron y empezamos a trazar planes para que saliera del hospital y buscara trabajo.
Le dije al doctor X, psiquiatra residente, que debía interpretar literalmente la metáfora de Reginald sobre el asesinato. Así lo hizo: le preguntó al joven qué le sucedería si lo ayudaban a normalizarse; Reginald contestó que, probablemente, iría a la cárcel por asesino. El doctor X replicó que eso imposibilitaba el tratamiento porque su propia meta, como terapeuta, era ayudarlo a volver a la normalidad. «Conseguirá trabajo —le dijo—, le irá realmente bien por un año, más o menos, y luego lo enviarán a prisión». Acotó que él no quería tomarse el trabajo de ayudarlo a normalizarse sólo para que lo mandaran a la cárcel bajo cargo de asesinato. «Quizás en vez de pasar por todo eso, debería entregarse ahora mismo a la policía ----opinó el doctor X—. Cumpla su pena, y después consiga un empleo. Si de verdad va a haber arresto, tal vez deba hacer eso». Reginald se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas, como lo hacía siempre para que no temblaran, y rumió la propuesta. «Bueno, tengo prioridad para un empleo y, si puedo, lo obtendré», dijo finalmente. Explicó que el centro de rehabilitación profesional le ofrecía trabajo. «No me entregaré a la policía —añadió . Si me quieren, pueden venir a buscarme. Saben dónde estoy. Si no me quieren, me dejarán en paz. No me importa un comino lo que hagan». El terapeuta insistió: «Le sugiero que se entregue. Acabe de una vez con el asunto. Seria muy duro para mí verlo ir
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a prisión justamente cuando marchaba bien. Como usted dijo, conseguirá un empleo, empezará a progresar en él y, luego, ¡bang!... a la cárcel». «¿Cree que eso sucederá realmente?», preguntó Reginald. «Usted mismo lo dijo. Si usted es normal, sucederá así». Reginald se quedó pensativo y repitió que no quería ir a la cárcel precisamente cuando estaba a punto de conseguir empleo. El doctor X reiteré su recomendación: «Usted es normal en muchos aspectos —le dijo—, pero aún tiene esas ideas sobre el asesinato. Convengamos en una cosa: si esos pensamientos vuelven a inquietarlo, usted se entrega a la policía y se quita el asunto de la cabeza». «De acuerdo», respondió Reginald en tono dubitativo. El supervisor, que observaba a través del espejo, estaba cada vez más perplejo: ¿por qué persistía Reginald en exasperar a su terapeuta con esas afirmaciones delirantes de que había matado a alguien? La situación familiar había mejorado a punto tal que su locura parecía ya innecesaria, estaba aprendiendo un oficio y tenía una oferta seria de empleo. Ya tenía algunos amigos y hasta se ejercitaba para mejorar su estado físico. Sin embargo, no cesaba de hablar del asesinato y los hombres del auto negro. El supervisor también se preguntaba, intrigado, por qué el doctor X parecía tan tolerante mientras escuchaba pacientemente esos monólogos repetitivos, pese al tedio que le causaban. Había escuchado esas frases estereotipadas hora tras hora, durante años. Desde luego, el supervisor presuponía que no eran la simple expresión de un trastorno mental, sino una comunicación provista de sentido, un misterio. El supervisor llamó al doctor X y lo hizo salir del consultorio para discutir el enigma de ese hombre joven que persistía en hablar del asesinato. El doctor X también estaba perplejo. «Dígame —preguntó el supervisor—, ¿quién trataba a Reginald cuando contrajo la discinesia tardía?». «Yo —respondió el doctor X—. Lo traté dentro de un programa de experimentación con una droga y contrajo la discinesia. Por eso llevo tres años haciendo terapia con él... porque me sentí muy culpable». El supervisor había descubierto una pista en aquel misterio. Recordó otras situaciones en que un paciente y un doctor se habían enzarzado en una pugna de la que no po222
lían salir. Era una situación típica. Un paciente es tratado por un dolor y contrae una adicción al analgésico. El médico se siente exasperado y culpable por la adicción e intenta suspender la medicación una vez desaparecida la causa física del dolor. Irritado con el médico debido a su adicción, el paciente persiste en su sufrimiento. A veces, estos pacientes peregrinan de médico en médico dentro de su comunidad; buscan, y obtienen, analgésicos para su dolor físico y, a la vez, hacen saber a los médicos que su doctor, en vez de curarlos, los hizo adictos a una droga. El supervisor le habló al doctor X de su obligación ética de disculparse ante Reginald por haberlo dañado con una medicación. Tal vez el joven se vengaba de él por haberle ocasionado la discinesia tardía; su venganza consistía en no permitirle curar su delirio en torno del asesinato. La solución parecía obvia. «Tendrá que volver allí y pedirle disculpas dijo el supervisor—. ¿Se siente capaz de hacerlo?». El terapeuta accedió a disculparse ante el joven por el daño que le había causado tres años antes. Regresó al consultorio, pero le costó cumplir la tarea. Le habló a Reginald de lo bien que le iba y luego le dijo: «Verá. .. a veces, aplicamos diferentes tipos de terapia a personas con problemas similares. Entre otras cosas, usamos medicamentos... la medicación». «Sí», dijo Reginald. «Y ya hemos hablado del efecto colateral que le produjo». «Sí». Tras una larga pausa, el doctor X dijo: «Le está yendo muy bien, sabe usted, y sin embargo tiene esta discinesia tardía. Es duro padecerla». «sí». «Lo he tratado por varios años en forma intermitente. La primera vez que lo vi, cuando estuvo internado, usamos Haldol». «Sí». «Y esa primera vez pareció dar muy buen resultado». «Ajá». «La segunda vez que vino al hospital, volví a intervenir en su tratamiento. Usamos esa droga nueva». «Hum». «Recuerdo que le produjo muchos efectos colaterales. Caminaba de aquí para allá, y ese tipo de cosas». 223
«No lo recuerdo», dijo el joven. «Pues yo sí —replicó el terapeuta con tristeza—. Yo lo recuerdo». «Bien». «Sabe usted, para un doctor... a veces creemos que hacemos algo beneficioso para un paciente, y después resulta ser nocivo. —El terapeuta suspiró, y continuó diciendo—: El problema es que me siento espantosamente mal. Me siento muy mal por usted. Por este efecto colateral que padece». «En verdad, no me doy cuenta de que lo tengo», replicó suavemente el joven. «Los movimientos de sus dedos y labios. Cuando piensa en ellos puede controlarlos, pero cuando está ocupado en otra cosa, probablemente habrá notado que sus dedos se mueven y los labios también. Personalmente, eso me hace sentir terriblemente mal». «{,Por qué habría de sentirse mal?». «Pues, sabe, yo le di algo creyendo que lo ayudaría». «Y en ese momento lo hizo». «Sí, pero después provocó este efecto colateral —dijo el doctor X, y, tras una pausa, añadió—: La cuestión es que le sucedió a usted». «Sí —repuso tristemente Reginald—. Eso pasó. Me sucedió a mí». «¿Qué piensa de eso?». Reginald tardó en responder: «No es mucho lo que se puede hacer. No se puede cambiar nada. Todo ha sido hecho ya. Por desgracia, ni Dios puede hacerlo. Supongo que podría decir que algunas cosas son irreversibles». «Sí —admitió el terapeuta—. En este punto no hay forma de revertir su estado. Y no sé.. . no podemos predecir el futuro». Reginald cambió de tema. Anteriormente, se había referido a lo difícil que les resultaba a sus padres asistir a las entrevistas en el hospital a causa de sus achaques. Ahora opinó que ya no necesitaban venir a todas las sesiones. «Supongamos que tenemos una sola entrevista más con mi madre, los tres juntos, aquí, y que ella marque el fin de las sesiones familiares. Creo que yo también dejaré de verlo si está de acuerdo —propuso y, luego de una pausa, concluyó—: Porque, sinceramente, creo que ha hecho todo cuanto verdaderamente ha podido hacer por mí. No creo que pueda hacer
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más. Me ha ayudado a volver al punto en que puedo funcionar». El terapeuta se vio ante un dilema. Por supuesto, sabía que siempre es bueno que un paciente esté dispuesto a independizarse y ya no necesite hacer terapia, pero dudaba de qué motivaba a Reginald a querer dar por terminado su tratamiento en ese momento. Temía que su decisión significara que creía inútil todo esfuerzo por mejorar más, y con ello le pidiera que corroborase esta conclusión. El supervisor le dio algunos consejos por teléfono, y el doctor X dijo a Reginald: «No puedo dejarlo ir tan fácilmente. No puedo soltar tan fácilmente a su familia. Lo cierto es que ahora va muy bien, pero no quiero terminar el tratamiento hasta tanto no vea que ha vuelto completamente a la normalidad». «Sí —repuso Reginald—. Creo que me va estupendamente bien. Me siento muy bien. No tengo pensamientos asesinos con tanta frecuencia. Me vienen de vez en cuando, muy de vez en cuando. Trato de no dejarme inquietar por ellos. Trato de hacer otra cosa, ¿sabe?». Estas palabras eran una especie de obsequio: indicaban al terapeuta que los pensamientos inquietantes de su paciente estaban en vías de desaparecer; quizá le expresaban aprecio por su disculpa. El doctor X respondió: «Creo que deberíamos reunirnos de tiempo en tiempo con sus padres y que usted debería seguir con el programa de rehabilitación profesional». A continuación, el doctor X le propuso, y discutió con él, un plan de ejercicios y vida social. Hacia el final de la entrevista, retomó el tema anterior: «Si esos pensamientos empezaran a molestarlo, entréguese a la policía. Libere su mente de eso. ¿Está claro?». «¿Si tengo esa clase de pensamientos, simplemente llamo a la policía y me entrego?», inquirió Reginald. «Si lo confunden o asedian, sí. La cuestión es que ahora es normal, y eso es lo importante». «No creo haber asesinado a nadie; eso sólo lo hacen los locos. Es una locura», comenté Reginald. Y soltó una risita. «De acuerdo», aprobó el terapeuta. «¿Todavía no me liberará de la terapia?». «No, hasta que se gane la vida. No me doy por vencido». Reginald sonrió, y dijo: «Aprecio de veras su ayuda». Fue una declaración sorprendente, por venir de quien venía. 225
Reginald consiguió trabajo y se ganó la vida. El doctor X siguió viéndose con él y con sus padres; como estos se desplazaban con suma dificultad, solía visitarlos en su casa por las noches, en su camino de regreso del hospital a su hogar. Los tipos del auto negro desaparecieron.
9, Similitudes
entre terapia y supervisión
Podemos decir que existe una sinonimia entre las técnicas de terapia y las técnicas de supervisión. Todas las intervenciones terapéuticas innovadoras actualmente en desarrollo no sólo ayudan a los clientes: también sirven para ayudar a los terapeutas en formación. Una vez aceptado el concepto de que la terapia debe ser directiva, sus directivas adquieren utilidad tanto para los terapeutas en formación como para los clientes. El contexto social induce ideas y emociones en los clientes; por consiguiente, puede causar problemas entre los terapeutas en formación. Supongamos que a un terapeuta le cueste aceptar y aplicar las ideas de un supervisor. Hoy abordaríamos el problema averiguando si el terapeuta no está atrapado entre dos supervisores en conflicto. También consideraríamos un posible conflicto ideológico entre el clínico personal del terapeuta y un supervisor que sustenta una nueva perspectiva terapéutica. El terapeuta se hace inepto para aplacar estas relaciones conflictivas. En otras palabras, al terapeuta en formación le sucede lo mismo que a la persona problema en terapia familiar que, atrapada entre las autoridades de su familia, se hace inepta. Antiguamente, un terapeuta formado dentro de los cánones tradicionales solía explicar los problemas del cliente y de los terapeutas en función de la teoría de la represión. Una de las dificultades que ese marco de referencia plantea es su visión negativa de las personas. Un terapeuta debe tener una visión positiva que ofrecer a sus clientes. Sus posibilidades importan más que sus incapacidades. Muchos terapeutas en formación hacen terapia personal; esto les exige recordar todas las cosas horribles de su vida y llegan a la conclusión de que debe de ser bueno imponer esa experiencia a sus clientes, en particular si un supervisor los alienta a hacerlo. En la actualidad, los supervisores deben
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oponerse a semejante conclusión. (Los principiantes con formación tradicional también vacilan en planificar junto con el cliente una sesión de terapia, o aun el tratamiento mismo. Les enseñaron a esperar y ver lo que hacía el cliente, es decir, a ser reactores espontáneos en vez de planificadores.) Los clínicos que hacen terapia breve directiva trazan planes, imparten directivas y dan por sentado que la conversación no cambia los síntomas, y que es preciso actuar. Si un terapeuta en formación tiene dificultades con un cliente, por lo general no las resolverá discutiéndolas con un supervisor a menos que este deslice en la conversación una directiva implícita. Discutir ideas e ideologías conduce a más debates sobre ideas e ideologías. A algunos supervisores les gusta discutir con un terapeuta en formación el significado de sus problemas, y a veces se exasperan si con eso no los resuelven; hasta es posible que reprendan a], supervisado, aunque jamás lo harían con un cliente. Todavía hay supervisores reacios a indicar a un terapeuta en formación lo que debe hacer (a ellos les enseñaron a no ser directivos con los clientes); si se atasca, lo atribuyen más a problemas emocionales que a falta de destreza o a una respuesta a un contexto social inhibidor. En el pasado, muchos supervisores sabían filosofar, pero no sabían enseñar a los terapeutas en formación a ser eficaces. En la época en que vivimos, el supervisor debe saber cómo actuar... o atreverse a intentarlo. Los procedimientos aplicados en un programa formativo deben ser coherentes con el enfoque terapéutico que se enseña. Cuando la terapia se centraba en lo inconciente e implicaba el insight, lo mismo hacía la supervisión. En la actual transición hacia una terapia breve y activa que utiliza diversas directivas, el método didáctico presenta características similares. Los problemas del terapeuta en formación se resuelven por medio de cambios relacionados con el supervisor, del mismo modo como los problemas del cliente se resuelven por medio de cambios relacionados con el terapeuta. Las técnicas de terapia breve están a disposición del docente. Los supervisores pueden utilizar la técnica orientada hacia la resolución de los problemas o la que pone el acento en la solución, refrenar el cambio en sus supervisados como un medio de inducirlos a él, o valerse de la paradoja o las metáforas, proponer una ordalia o dar abiertamente consejos y directivas.
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Los supervisores pueden ser tan activos y directivos como se espera que lo sean los terapeutas de hoy. Les está permitido impartir directivas abiertas a sus supervisados (p. ej., consejos e instrucciones) y utilizar técnicas indirectas si alguno de ellos «no puede evitar» tener un problema, tal como lo harían con un cliente que «no puede evitar» algo.
Uso de la paradoja Con respecto a esta técnica, citará a modo de ejemplo la siguiente experiencia personal. Como parte de un programa de supervisión en vivo, supervisé a una joven terapeuta cuyo nerviosismo extremo interfería en su trabajo con una familia. Siempre temía equivocarse y se preocupaba demasiado pensando en la opinión que me merecería. Su nerviosidad no sólo era evidente para mí; también lo era para la familia. Corríamos el riesgo de que su angustia indujera a sus clientes a perderle el respeto. Se diría que actuaba así porque «no podía evitarlo». Había que hacer algo. Si yo, como supervisor, le comunicaba mi interpretación de las motivaciones personales a las que obedecía su angustia, la terapeuta podía sentirse aún más inepta. Por otro lado, recomendarle que hiciera terapia personal para recuperarse de su problema no habría ayudado a la familia a quien entrevistaba y habría sido una retirada de mi parte. Ayudarla a preparar con cuidado sus entrevistas no parecía reducir su nerviosismo. Asegurarle que era una entrevistadora competente, lo cual era cierto, no aliviaba su angustia en el consultorio. Seguía expresando su miedo a cometer un error: introducir un tema inoportuno, proponer una solución demasiado pronto, solidarizarse con el hijo contra la madre, etcétera. Ni las indicaciones ni las directivas abiertas parecían resolver este problema. Decidí emplear una técnica indirecta, como lo haría con un cliente. Un momento antes de iniciar una entrevista terapéutica, le dije: «Usted teme equivocarse. Quiero ayudarla a superar esa inquietud. Quiero que hoy, cuando entre en el consultorio con la familia, corneta tres errores». «,Tres errores?», repitió la joven, sorprendida. «Si ------respondí------. Tienen que ser errores especiales. Quiero
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que uno de ellos sea un error evidente para usted y para mío. «De acuerdo», dijo ella, mientras tomaba nota. «Quiero que corneta ese error correctamente —proseguí El segundo error tendría que pasar inadvertido para mí, pero usted sabrá que se ha equivocado. Será su error privado. Por último, quiero que corneta un error sin saber que lo es». Y añadí con firmeza: «Quiero que corneta todos estos errores correctamente». «Muy bien», asintió ella con nerviosismo, apuntando estas instrucciones al tiempo que la familia entraba en el consultorio, al otro lado del espejo. La joven condujo la entrevista de un modo razonablemente competente, pero se la veía pensativa y preocupada. Cuando salió del consultorio, terminada la entrevista, le pregunté con firmeza: «¿Cometió correctamente todos esos errores?». «¡Déjese de joderl», replicó. .. y nunca más volvió a ponerse tan nerviosa. Los terapeutas inexpertos en el uso eficaz de la paradoja quizá se pregunten por qué esta terapeuta no protestó alegando la imposibilidad de cometer un error que escapara a su conocimiento, o no objetó que yo le impartiera directivas paradójicas. Deberíamos reconocer que una paradoja es eficaz en un nivel relaciona". Es improbable que un terapeuta en formación que responde exageradamente a un supervisor critique sus dichos. Mi supervisada no podía argüir que le sería imposible cometer un error ignorando que lo fuese. Habría significado hacerme una corrección y sus miedos le impedían actuar así. Si me hubiese preguntado cómo podría cometer ese tipo de error, le habría respondido que tendría que imaginarlo por sí sola o, quizá, le habría explicado que podía cometer un error sin darse cuenta. Si me hubiese acusado de impartirle directivas paradójicas –cosa que tampoco haría ella—, yo lo habría admitido y le habría ordenado que las cumpliera atentamente para comprender a fondo la técnica. El uso de la paradoja presenta dos aspectos importantes. Primero: usamos la paradoja en aquellas personas en quienes dará resultado (la paradoja utilizada con esta joven tal vez no podría aplicarse a otro terapeuta en formación). Segundo: el hecho de que el sujeto sea «enciente de que le imparten una directiva paradójica no quita eficacia a esta. A veces, un cliente dirá: «Está haciendo conmigo una psicología a la inversa», La respuesta correcta es: «Sí, entre otras
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cosas». Durante mi práctica clínica, mis colegas solían decirme: «Tengo tal síntoma. ¿No podrías impartirme una directiva paradójica?». Si la cumplían, la paradoja era eficaz; esto obedece a que la paradoja actúa en un nivel relacional, y no en un nivel de conciencia. Los supervisores no eran diestros en impartir directivas a sus supervisados porque ellos mismos se habían formado en la era de la terapia no directiva. Supongamos que a un terapeuta en formación le costara trabajar con mujeres de edad; tal vez le molestaba ser autoritativo con ellas. Ese mismo terapeuta quizá no tenía ese problema en su trato con mujeres más jóvenes. El supervisor no puede limitarse a desearle que supere su dificultad, ni recomendarle que haga terapia personal para resolver los problemas que tenga con su madre. Su misión es enseñarle a tratar eficazmente a mujeres y hombres de cualquier edad. Durante años, los supervisores orientados hacia el insight atribuyeron tales dificultades más a los problemas emocionales de los terapeutas en formación que a su propia falta de formación. Era un modo de eludir la obligación de enseñarles a actuar. El supervisor dispone de una gama de posibles directivas terapéuticas con fines didácticos. La meta es cambiar la conducta del terapeuta de suerte que pueda utilizar una amplia variedad de destrezas para las entrevistas. Así como el terapeuta formula el problema de un cliente y hace la intervención, del mismo modo el supervisor se centra en formular los problemas técnicos de los terapeutas en formación e intervenir para modificarlos.
Etapas de la formación Tal como sucede con la terapia, la formación se desarrolla en etapas y debe cimentarse en una relación positiva. Las etapas de la formación incluyen: 1. El supervisor evita toda actitud amenazadora para ayudar a los terapeutas en formación a sentirse cómodos. 2. El supervisor debe proponer un contrato en el que declare que los terapeutas en formación aprenderán las nociones básicas de un nuevo enfoque terapéutico.
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3. Se enseña a los terapeutas en formación a impartir directivas que se propongan organizar a una familia o sacar a un individuo de una situación dificil. 4. El supervisor observa el trabajo de los terapeutas en formación y luego formula los problemas que han tenido en la conducción de una entrevista terapéutica. 5. Se ensayan intervenciones para mejorar el desempeño de los terapeutas en formación. 6, Se hace un seguimiento de la evolución de los terapeutas en formación a fin de evitar las recaídas en conductas aprendidas con anterioridad a esta formación. Los terapeutas en formación incluyen desde principiantes que apenas empiezan a hacer terapia hasta terapeutas experimentados que desean aprender determinado enfoque. Desde el punto de vista didáctico, cada terapeuta en formación constituye un problema único; no obstante, caben algunas generalizaciones. Los principiantes están en un dilema: quieren aparentar que saben lo que hacen aunque, para aprender, tienen que admitir que desconocen muchas cosas. Los terapeutas experimentados están en el mismo dilema, pero agravado: no quieren ser tratados como principiantes pero, puesto que aprenden una nueva técnica, lo son. Se sienten tentados de alardear de sus conocimientos, pero estos conocimientos son en buena parte incorrectos desde este nuevo enfoque, y puede ser preciso corregir sus puntos de vista. Por ejemplo, los terapeutas experimentados tal vez se sientan más cómodos en las entrevistas individuales, debido a su inexperiencia en la conducción de sesiones familiares. Por lo tanto, buscan una excusa ideológica para ver a solas a los miembros de la familia aun cuando no sea lo correcto. El supervisor tiene que cambiar esta situación, ayudando a los terapeutas en formación a confiar en su destreza para entrevistar a familias. Después, también sus ideas cambiarán. El supervisor tiene que demostrar en el proceso formativo las mismas ideas que enseña en la terapia: las personas modifican su modo de pensar cuando su situación social cambia.
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Comienzo del proceso formativo Los supervisores deben mostrarse preocupados y comprensivos y así dar los terapeutas en formación el apoyo para que puedan seguir las directivas y arriesgarse a intentar innovaciones. Cuando lleguen en grupo, los harán sentirse cómodos y les infundirán la esperanza de que la formación será una experiencia interesante y valiosa. Conviene asignarles una habitación como territorio propio mientras dure su formación. (Si alguna mujer del grupo lleva su cartera al consultorio, cabe inferir que no se considera dueña del lugar que ocupa detrás del espejo.) Además, los miembros del grupo deben tener la sensación de que el consultorio mismo es parte de su territorio. A veces la adquieren si les permitimos pronunciar allí unas palabras de apertura: por ejemplo, describir a una familia el espejo de visión unilateral y las cámaras (también adquirirán la experiencia de producir una buena apertura con un cliente). Si bien es común que, al entrar en el consultorio, los clientes tengan la sensación de pisar un territorio ajeno, los terapeutas en formación no deberían tenerla. La formación puede impartirse con distintos regímenes de horarios. Uno de los más eficaces para los terapeutas que ejercen su profesión es una jornada completa por semana. En un día entero, pueden observar a muchas familias y, de este modo, verse expuestos a una gran variedad de problemas clínicos a lo largo del año. Si a cada familia se le asignan noventa minutos, en ese lapso se podrá planificar una entrevista de una hora, efectuarla, y discutirla después con el terapeuta. Lo ideal es supervisar todas las entrevistas que haga un terapeuta en formación. En algunos programas formativos, se lo supervisa en la primera entrevista, a la que siguen varias sesiones no supervisadas (o no se vuelven a supervisar sus entrevistas a la misma familia). Este régimen plantea una dificultad: el terapeuta en formación no es supervisado en cada etapa de la terapia. Más aún, si imparte una directiva al cliente, el supervisor que lo observe una sola vez no podrá saber cómo se cumplió ni cómo reaccionó el terapeuta. La supervisión de todas las entrevistas es el método formativo más costoso, pero la intensidad del programa compensa el gasto. El terapeuta es guiado a través del período crucial
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del tratamiento: la iniciación del cambio en un cliente y la reacción ante ese cambio. Cuando un terapeuta está empleado y recibe formación un día por semana, puede tomar lo aprendido en esa jornada y aplicarlo, al día siguiente, en su trabajo. En cambio, los que no ejercen la profesión se ven impedidos de poner inmediatamente en práctica lo aprendido. Muchas agencias otorgan un día de licencia por semana para asistir a estos cursos, e inclusive lo pagan, sobre todo si ven sus frutos. Cuando el grupo de terapeutas en formación se reúne por primera vez, se pedirá a cada uno que describa sucintamente su profesión, su lugar de trabajo y lo que espera obtener del programa formativo. Es importante conocer su contexto terapéutico (o sea, el lugar donde trabaja o enseña), pues influirá mucho en el modo en que reciban la formación. Al comienzo del periodo lectivo, es oportuno que el supervisor pronuncie un breve discurso en el que explique cómo conducirá del programa y que ponga el acento en cuestiones de responsabilidad. Puede indicar a los principiantes que cada uno debe atenerse a su .modo habitual de conducir una entrevista; si su estilo difiriera notablemente del que se utiliza en el programa formativo, él los corregirá. Sin esta indicación, los terapeutas en formación no usarán su experiencia previa en el consultorio, y tal vez se queden sentados, inmóviles, tratando de adivinar los deseos del supervisor («¡,Qué querrá que haga?»). Les recomendará que eviten dos tipos de conducta: hacer interpretaciones, sobre todo las que relacionen el pasado con el presente o recalquen las habituales motivaciones negativas, y preguntar a los miembros de la familia cómo se sienten. Si evitan estas intervenciones, la información recibida de la familia y las oportunidades de trabajar con ella aumentarán sorprendentemente, y los terapeutas en formación se sentirán --y serán— más eficientes. Al término de la primera sesión didáctica, los terapeutas en formación deberán prepararse para la segunda. Para entonces, tendrán que estar familiarizados con los recursos y procedimientos del programa formativo, y con las reglas básicas de la terapia, tal como se las habrá presentado en un breve seminario; además, habrán tenido ocasión de expresar sus deseos e inquietudes acerca del programa formativo.
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Desde luego, un supervisor debería saber enseñar las técnicas de conducción de una primera entrevista, sea familiar, individual o de pareja. La terapia es una destreza enseñable y, como toda destreza, debe aprenderse con la práctica. Sin duda, los seres humanos y sus problemas son extraordinariamente complejos; hay tantas maneras de cambiar a las personas como terapeutas existen en el mundo. Sin embargo, es preciso discutir y simplificar los temas y tomar posiciones teóricas. Hoy disponemos de un instrumento didáctico muy útil: la grabación de las sesiones en videocinta. Un supervisor puede acopiar videocintas didácticas que muestren diferentes formas de conducir una primera entrevista, motivar a un cliente para que cumpla una directiva, impartirla, abordar la reacción del cliente, etc. Cuando ya es rutinario filmar las sesiones conducidas por terapeutas en formación, estas se convierten en una mina de datos y un valioso medio para presentar destrezas clínicas.
Reunir información Antes de una primera entrevista, el supervisor debe proveer al terapeuta de cierta información, por lo común obtenida del cliente por vía telefónica, unas veces por una secretaria, otras veces por un terapeuta. Entre los datos imprescindibles están la edad y la ocupación del cliente (o de sus padres, si es un menor). Es importante averiguar quiénes viven en la casa y las edades de los hijos. Si hay un divorcio de por medio, es preciso saber quién tiene la custodia de los hijos. En el curso de esta primera comunicación telefónica, se pedirá al cliente un breve planteo del problema. Se evitará discutirlo a fondo, pero conviene requerir una descripción sencilla (p. ej., «Es un problema conyugal», o «Mi hija se fuga constantemente», o «Mi hijo es drogadicto»). Importa saber si ha habido una terapia previa y, sobre todo, si en estos momentos se atienden con otro terapeuta. Si tienen seguro y de qué tipo. El nombre y/o cargo de la persona que hizo la derivación, por si hay que comunicarse con ella. Unas veces, un centro de crisis deriva a una persona en situación difícil. Otras, una escuela deriva a un niño
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con problemas. Si el caso incluye hechos de violencia, abuso sexual o drogas y un juez ha ordenado el tratamiento, la terapia es compulsiva. También existe la grata posibilidad de que un ex cliente haga la derivación. Es importante saber si un cliente hace terapia con otro colega, porque la posición del terapeuta en la jerarquía profesional importa muchísimo. Supongamos que los servicios de protección de menores deriven un caso: ¿cuál es la situación legal? Si, el cliente recibe medicación, ¿qué autoridad tiene sobre el caso el médico que la. prescribe? Conviene que el supervisor proteja de sus colegas al terapeuta en formación y defina hasta dónde llega su autoridad en el caso. No se debe enseñar a compilar un historial social o el genograma de un individuo o familia. Aunque resulta más fácil enseñar esto que las técnicas terapéuticas, y puede ayudar a principiantes y supervisores por igual a iniciar el proceso formativo, define la terapia desde perspectivas que preferiríamos no adoptar. Por ejemplo, enseña que la terapia se refiere al pasado cuando, de hecho, se centrará en el presente y el futuro. La situación social del cliente debe explorarse en el curso de la entrevista, y no por separado. Solicitar la presencia en la primera entrevista de todos los que conviven en un hogar suele ser una forma de ahorrar tiempo. Pero se puede entrevistar a solas a la persona que ha llamado por teléfono si así lo desea ella, o si se tiene la impresión de que en ese hogar reina tal discordia que sería nocivo entrevistar a toda la familia. En general, no debe ser el cliente el que determine quiénes asistirán a las sesiones de terapia. Es una decisión profesional.
Cómo iniciar la primera entrevista Una primera entrevista individual no requiere del terapeuta las mismas destrezas clínicas que la entrevista a una pareja o a una familia completa. Los mensajes gestuales o verbales que un individuo envía a un terapeuta guardan relación con este y no con otras personas, aunque sus comentarios se refieran a terceros. Probablemente, en una entrevista a solas, un hombre no dirá a su terapeuta lo mismo que le diría en presencia de su madre.
Los clientes se comunican con su terapeuta de tres maneras. Cuando entran en el consultorio, eligen una ubicación respecto del terapeuta y los miembros de la familia; se comunican mediante movimientos corporales; y utilizan palabras, en toda su complejidad y multiplicidad de significados posibles. La ubicación es importante. Un cliente puede sentarse junto al terapeuta o lejos de él. Si los padres se sientan a ambos lados de un hijo, tal vez indiquen con ello que el chico desempeña la función de intermediario. Un hijo puede elegir un asiento muy apartado de otros miembros de su familia como un medio de expresar que no se siente involucrado. Los cónyuges pueden ubicarse uno al lado del otro, e indicar así que constituyen una unidad, o sentarse casi dándose la espalda. Todas estas ubicaciones o posiciones están influidas por diferencias culturales, pero también son un comentario sobre los individuos y su respuesta a la situación terapéutica. Las mismas posiciones tendrían otros significados en el hogar o en diversas situaciones sociales; en terapia, conviene presumir que los clientes trasmiten información con sus movimientos y sus modos de sentarse. Por ejemplo, un adulto que ha venido al consultorio a disgusto se lo hará saber al terapeuta, y su modo de comunicárselo debería ser respetado. El supervisor debe enseñar a los terapeutas en formación a dar por sentado que todo mensaje emitido dentro del consultorio va dirigido a ellos y no es un mero informe sobre el estado del cliente. Si su gran angustia le impide sentarse, esto no es un simple informe sobre su estado interior, sino un mensaje dirigido al terapeuta. Cuanto más indirecto sea el mensaje, tanto más indicará que esa persona no conoce al terapeuta y, por eso, no sabe cómo la recibirá y le responderá. Si el terapeuta dice algo y el cliente vuelve levemente la cabeza, quizá le exprese así que en ese momento no quiere arriesgar un comentario más directo. Los supervisores deben enseñar que es un grave error hacer comentarios directos o interpretaciones acerca de los movimientos corporales de un cliente. Si un terapeuta pregunta a un cliente: «¿l-la notado que cuando dije tal cosa usted desvié la vista?», esa persona lo tendrá por ingenuo y/o descortés, aunque tal vez no se lo diga. En lo sucesivo, no sabrá cómo moverse por temor a que el terapeuta tome cual-
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quier movimiento propio como algo personal y haga nuevos comentarios. Los terapeutas quieren, y necesitan, que sus clientes les cuenten esas cosas de las que, a menudo, cuesta hablar; por lo tanto, deben allanarles tales desahogos y darles la mayor seguridad posible. Si un cliente expresa algo en forma gestual, el terapeuta aceptará esa comunicación (si el cliente deseara traducir la metáfora, lo haría). Sentarse todos juntos a conversar suele ser una experiencia novedosa para una familia, en particular si van a tratar un problema familiar. Hoy, la mayoría de las familias ni siquiera se reúnen para cenar. Exponer nuestros problemas a un desconocido es una experiencia particularmente extraña. Los clientes necesitan cierta orientación, pues ignoran cómo deben comportarse. Aunque ya hayan hecho terapia, todavía no han conversado con este clínico y es posible que desconozcan su enfoque terapéutico. Un cliente a quien un terapeuta anterior le pedía que expresara sus sentimientos puede mostrarse emotivo durante una primera entrevista; a su vez, el terapeuta en formación puede entenderlo mal y pensar que es emotivo por naturaleza cuando, en realidad, sólo adoptaba la actitud supuestamente deseada por el terapeuta. Conviene hacer una aclaración de este tenor: «Quiero que todos digan lo que piensan y se turnen en escucharse mutuamente». Un supervisor debe enseñar al terapeuta en formación los primeros pasos para poner cómoda a la familia del cliente. Mientras se quitan los abrigos y se sientan, conviene hacerles comentarios intrascendentes: «¿Les costó ubicarnos?», o «El tránsito está espantoso, ¿verdad?». Si el consultorio está equipado con un espejo de visión unilateral y cámaras de televisión, el supervisor debe enseñar a los terapeutas en formación a presentárselos a los clientes. Por ejemplo, dirán: «Aquí trabajamos así: tenemos un espejo de visión unilateral detrás del cual yo tengo a uno o varios colegas que podrán llamarme por este teléfono y hacerme sugerencias. Cuatro ojos ven más que dos. Estas son cámaras de televisión; grabo las sesiones porque me gusta repasarlas y ver qué detalles se me escaparon. Al término de la sesión, les pediré que firmen un formulario de consentimiento. Si ustedes no desean firmarlo, borraré la cinta».
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Cuanto más natural sea esta presentación, tanto más aceptables resultarán el espejo y las cámaras. Ocasionalmente, surgen preguntas como estas: «¿Quiere decir que hay alguien detrás de ese espejo?», «¿Por qué no viene aquí esa persona?». La mejor respuesta suele ser: «Es nuestro modo de trabajar». Es importante no dejar que la presentación de las instalaciones especiales prevalezca sobre el abordaje de los motivos de la consulta, porque algunos clientes vacilan en exponer su problema. En su mayoría, no objetan este equipamiento que facilita la observación por su supervisor y otros terapeutas. Si un cliente objeta seriamente la grabación u observación de la entrevista, podemos correr la cortina sobre el espejo y desconectar las cámaras. La persona verdaderamente recelosa puede ser trasladada a otro consultorio desprovisto de tal equipamiento. Son casos rarísimos, pero el cliente tiene derecho a evitar que lo observen o lo filmen. Como la observación suele ser un componente necesario del proceso formativo, a veces hay que derivar a estos clientes reacios a otro terapeuta ya formado. Estas decisiones competen al supervisor y no al terapeuta en formación. Debemos procurar que toda la familia se sienta lo más cómoda posible al comenzar la primera entrevista. El terapeuta debe ser a la vez un experto y una presencia benévola, para nada amenazadora; no ha de ser distante y neutral, sino personal y amistoso. Es un momento difícil para el cliente y conviene que los terapeutas recurran a todas sus tácticas personales para facilitarles la conversación. Una pregunta inicial, dirigida tanto a los hijos como a sus padres, resulta oportuna: « qué escuela vas?», «¿En qué grado estás?», o aun «¿Cuáles eran sus expectativas al venir aquí?». La idea es dejar en claro que todos participarán en la terapia. Tal vez sea conveniente que el terapeuta en formación se prepare para el encuentro viendo videocintas de otras entrevistas familiares. Muchos clientes dudan de la idoneidad del terapeuta, sobre todo si es joven, y quizá le pregunten: «¿Usted es doctor?» o «¿Cuál es su profesión?». Las respuestas deben ser lacónicas, pues la brevedad indica experiencia: «Soy asistente social matriculado» o «Soy psicólogo clínico». En caso de que un cliente le pregunte si es un terapeuta en formación, deberá admitirlo y contestar, por ejemplo: «Soy tera-
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peuta; estoy siguiendo un curso de especialización en la terapia que utilizan aquí». En ocasiones, una madre pregunta: oi Está casado?» o «¿Tiene hijos?». Los terapeutas en formación deben dar una respuesta breve y sincera «No estoy casado» o «Si, estoy casado y tengo dos hijos». Estas respuestas parecen obvias, pero a muchos terapeutas les han enseñado a contestar de manera confusa las preguntas de carácter personal, debido a unas teorías extrañas acerca de algo denominado «trasferencia». En general, el terapeuta debe admitir preguntas de este tipo, contestarlas sucintamente y seguir adelante sin desviar su atención del objetivo de la entrevista. El cliente tiene derecho a verificar los antecedentes del terapeuta pero no conviene que use esta indagación como un medio de eludir el abordaje del problema. Algunas veces, en particular si los padres están perturbados, un niño se porta mal y dificulta el comienzo de la terapia. Muchos padres no saben quién debería llamarlo al orden: ¿ellos o el terapeuta? Los terapeutas discrepan en este punto, como en tantos otros, y los supervisores han de respetar su opinión. A algunos les gusta tratar con el chico. Otros ven una oportunidad de recoger información sobre la familia y piden a los padres que traten al niño en la forma habitual. Si un progenitor golpea al chico, el terapeuta debe objetarlo y expresarle que tiene que reprimirlo de otro modo. Conviene disponer de una sala de espera donde los niños pequeños puedan jugar, mientras el terapeuta entrevista a sus padres en la etapa inicial del tratamiento. Si el problema presentado es un hijo, el supervisor debe hacer que el terapeuta espere verlo a solas. La mayoría de los padres no creen que un terapeuta pueda evaluar a un hijo en presencia de ellos y presumen que el clínico que entrevista a ese hijo a solas actúa como un experto en terapia del niño. En el caso de una pareja o familia, el supervisor debe enseñar al terapeuta en formación a determinar a quién interrogará sobre el problema. Es una cuestión jerárquica. Como experto consultado por la familia, el terapeuta está facultado a decir qué personas y qué puntos son importantes. Si los abuelos están presentes en el consultorio, el terapeuta puede dirigirse primero a ellos en señal de respeto. Pero si el problema es un niño y el terapeuta inicia la entrevista pi-
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diéndole a un abuelo que exponga el problema, en esencia pasará por alto la autoridad de los padres sobre el hijo; mejor será centrar la atención en los padres y asignar a los abuelos el rol de asesores. No obstante, hay excepciones a esta solución: por ejemplo, si un juez les ha dado al niño en custodia porque sus padres son drogadictos, el terapeuta debe respetar el hecho de que los abuelos tienen autoridad sobre el nieto y la terapia abordará esa situación. Si un niño que tiene un problema llega al consultorio acompañado por ambos padres (pero no por los abuelos), el terapeuta debe decir a qué progenitor pedirá una descripción del problema y, con ello, a cuál reconocerá como jefe de la familia. Aun en esta época en que la mujer trabaja fuera del hogar, la madre suele ser la principal cuidadora del hijo y ella querrá definir el problema. Hay casos en que el padre está bastante involucrado pero, por lo común, parece ser una figura periférica. El terapeuta quizá lo interrogue acerca del problema para involucrarlo más. Con frecuencia, el padre trasladará la pregunta a su esposa. Si un padre se ha coligado encubiertamente con el hijo contra la esposa, conviene pedirle a él que defina el problema, porque así se irá más pronto al grano. Si el niño que presenta el problema vive con un solo progenitor, el terapeuta en formación debe buscar a otro adulto involucrado. Si entrevista a una madre sin pareja que vive con su madre —un caso bastante común—, debe mostrarse especialmente cortés con la abuela y, al mismo tiempo, apoyar la autoridad de la madre sobre el niño. Por ejemplo, dirá a la abuela: «Interrogaré a su hija sobre el problema. Después querría escuchar sus consejos». Esa declaración dejará en claro su relación. No es raro que la abuela, el ex marido o el amigo de una madre sin pareja asista a una entrevista posterior si esa persona desempeña un papel importante en la vida del hijo. En tal caso, una breve conversación a solas con el recién llegado ayudará a emparejar las relaciones. En los casos de dificultades conyugales, la cuestión es a quién pedirle que defina el problema. Si el terapeuta interroga primero a la esposa, probablemente formulará tales críticas contra el marido que a este le costará recuperarse de ellas. Pero si indaga primero al marido, es probable que él traslade la pregunta a su esposa con un comentario que 241
minimice el problema y que, tal vez, ella se sienta obligada a criticar. Los terapeutas en formación necesitan probar varias tácticas de abordaje del tema. Los supervisores deben enseñarles que la meta es impedir que ambos cónyuges hagan comentarios que ocasionen una ruptura irreversible. A veces, el terapeuta puede iniciar la entrevista con estas palabras: «Si le preguntara a su esposo [o esposa} cuál es el problema, ¿qué respondería él [o ella]?». Siempre es una cuestión de jerarquía. El terapeuta tiene suficiente poder para influir en la determinación de las superioridades jerárquicas, sea en una relación conyugal o parental. El problema presentado por los clientes se vinculará con cierta confusión en la jerarquía y el modo en que lo plantea un cliente podrá interpretarse como una oferta de coalición dirigida al terapeuta. En el caso de una hija adolescente que amenaza suicidarse, es frecuente que los padres renuncien a su autoridad y la muchacha se haga responsable de lo que ocurra en la familia. El terapeuta en formación, preocupado por la amenaza de suicidio, tenderá a defender a la adolescente; por consiguiente, debe enseñársele a introducirse en la situación y reconstruir una jerarquía correcta coparticipando con todas las partes. El arte de la terapia está en hacer causa común con todos los bandos en conflicto. La primera entrevista tiene por tarea terapéutica definir un problema solucionable e iniciar un cambio. Esto sólo puede suceder si la sesión la organiza el terapeuta. Para cambiar un problema, tiene que asumir la conducción del tratamiento. Al término de la primera entrevista, el cliente deberá aceptar al terapeuta como la autoridad rectora de la terapia.
Cómo adquirir poder El terapeuta tiene dos maneras de adquirir autoridad: 1) decidir quién habla, y 2) decidir de qué se hablará. Debe invitar a todas las personas involucradas a expresarse verbalmente, y organizar ese proceso. Aun cuando los miembros de una familia dialoguen entre sí para resolver una 242
cuestión, el terapeuta debe guiar el diálogo. Hay dos modos de asumir la conducción de una entrevista: hacerla girar en torno de uno, o crear una situación y mantenerse al margen mientras sigue su curso. El tema de la conversación también debe ser determinado por el terapeuta. El que clasifique los temas conducirá la sesión. Los clientes aprecian la posibilidad de examinar una situación de vida desde perspectivas novedosas y más positivas porque las de ellos no han dado resultado. Es preciso que alguien se haga cargo y ofrezca ayuda. Asumir la autoridad no debe ser un acto despótico, sino sutil e inofensivo, para no provocar resistencia. Al escuchar a sus interlocutores uno por vez, el terapeuta complace a cada cliente y deja sentado que 61 organiza la reunión. Lo confirmará aun más si, posteriormente, enuncia un resumen práctico de lo conversado y logra su aceptación. Al término de una primera entrevista bien conducida, el individuo o la familia se sentirán comprendidos, el terapeuta les parecerá una persona bondadosa que se preocupa por cada uno de ellos, y lo juzgarán competente para tratar sus problemas; percibirán que se ha generado esperanza y estarán dispuestos a aceptar algunos cambios jerárquicos. Por su parte, el terapeuta en formación y el supervisor deberán quedar conformes con su propia colaboración.
Hacer un plan de terapia Hablar con un terapeuta en formación de los datos contenidos en el formulario de admisión constituye el primer paso de una tarea a veces difícil para el supervisor. Me refiero a la planificación de la primera entrevista con arreglo a los aspectos previsibles del caso, pero de tal manera que el terapeuta en formación pueda abandonar el plan si, en la práctica, resulta inadecuado. A algunos terapeutas en formación se les ha enseñado que planificar es malo; tienen que abordar la entrevista libres de toda idea preconcebida sobre el rumbo que debería tomar. Yo recomiendo que supervisor y terapeuta planifiquen cuanto puedan. Si el plan no resulta adecuado, pueden desecharlo y promover otro. A menudo los planes se trazan frente al grupo de terapeutas 243
en formación, con fines didácticos. La discusión se entabla entre el supervisor y el terapeuta que hará la entrevista, pero a veces puede abrirse al grupo para escuchar sus ideas. Supongamos que ha llegado una familia dienta y está en la sala de espera. El terapeuta examina el formulario de admisión y se entera de se trata de una madre que ha pasado los cuarenta años, un padrastro algo más joven, una hija de dieciséis años y un hijo de doce. El problema presentado es: «Mi hija se fuga constantemente de casa». El supervisor tiene dos tareas por delante: 1) resolver los problemas de esta familia, y 2) enseñar al terapeuta en formación a considerar y tratar esos problemas (lo que un supervisor quizá dé por supuesto en su estudio inicial de una nueva situación clínica puede ser rutinario para algunos terapeutas y totalmente novedoso para otros, de ahí su obligación de hacerlo explícito). La primera pregunta es: ¿a quiénes haremos pasar al consultorio? ¿A la familia en pleno? ¿Solamente a la hija? ¿O habrá que entrevistar primero a los padres a solas? La decisión sobre el entrevistado primero se basa en lo que piense el terapeuta acerca del problema presentado. Es posible que la hija huya de algo o hacia algo. Si huye de algo, quizás abusen de ella en el hogar. La presencia de un padrastro deja pensar en un triángulo madre-padrastrohija demasiado intenso. Tal vez la muchacha huye del abuso sexual a que la somete el padrastro. Si huye hacia algo, ese «algo» podría ser un novio o un grupo de amigos. Es común que una adolescente propensa a fugarse del hogar huya hacia un novio al que sus padres desaprueban. Los padres tienen ante sí la tarea problemática de alentar a sus hijos a trabar amistades, pero no con determinadas personas. Cuando surge un problema, suele ser porque la hija ha elegido un amigo o novio mucho mayor que ella, que pertenece a un grupo étnico desaprobado por sus padres o que tiene ciertos problemas (p. ej., es alcohólico o drogadicto). Esta especulación sugiere que debería entrevistarse primeramente a la hija. Si es víctima de abusos, quizá lo revele en una conversación a solas (pero difícilmente lo haga delante de sus padres). Ahora bien, si el terapeuta empieza por entrevistar a la hija a solas, los padres, a quienes ha dejado en la sala de espera, se preguntarán qué asuntos familiares le estará revelando. Una meta obvia del tratamiento 244
de un hijo descontrolado es potenciar a sus padres; por consiguiente, el terapeuta no desea socavar su autoridad. Y eso es, precisamente, lo que haría si escucha primero a la hija y a ellos los hace esperar sin saber qué le estará diciendo ella. En este caso, se decidió entrevistar primero a toda la familia y ver después a la hija a solas para interrogarla sobre cuestiones privadas. Al discutir el caso con el terapeuta en formación, el supervisor le explicará cómo tomar posición con respecto a las siguientes variables: Problema. La terapia debe centrarse en el problema presentado (en este caso, las fugas de la hija). Unidad. La unidad de observación e intervención es el triángulo. (En este caso, la unidad básica del problema es el triángulo madre-padrastro-hija, si bien podrían detectarse en la familia otros triángulos relevantes.) Secuencia. Se presume la existencia de secuencias repetitivas en la familia (aquí, las fugas de la hija son tentativas de cambiar la secuencia pero, al mismo tiempo, la perpetúan). Jerarquía. El foco estructural está en la jerarquía familiar. (En este caso, se presume que la hija ejerce más poder que los padres en la determinación de los hechos. Al fugarse y correr el riesgo de sufrir un daño, induce a los padres a capitular cuando tienen una desavenencia con ella. Para potenciar a los padres, el terapeuta debe ponerse de su parte siempre que sea posible. Esto plantea la dificultad de que a un principiante joven puede resultarle difícil hacer causa común con los padres contra una adolescente problema, ya que, por razones generacionales, puede sentirse inclinado a coligarse con la muchacha contra los padres. Y si es un terapeuta de edad mediana, quizá sienta la tentación de hacer causa común con los padres. El supervisor debe prever y tratar las predisposiciones personales de un terapeuta en formación.) Motivación. La hipótesis elegida para explicar lo que motiva a la hija a fugarse tiene una importancia capital. Lo mejor es que el supervisor enseñe que la mala conducta de la adolescente cumple alguna función 245
positiva en la familia. En este caso, tal interpretación ayuda al terapeuta a ver en la hija a un miembro útil de la familia, y no un mero problema. Un punto de vista extremo sería considerarla una coterapeuta, porque se porta mal para ayudar a la familia. El terapeuta tendrá presentes estas variables; supondrá que la adolescente está triangulada con sus padres, centrará su atención en sus fugas como problema designado, procurará determinar su función positiva y cambiar la secuencia implícita, e intentara potenciar a los padres. Para ello, debe aprender a coparticipar con los padres y, al mismo tiempo, con la hija. Al finalizar la sesión de planificación, el supervisor deberá tener en foco el problema, habrá expresado su preocupación por el triángulo constituido con el padrastro, insistido en la necesidad de potenciar a los padres y corregir la jerarquía, y trasmitido al terapeuta en formación la idea de que la hija logra algo positivo con sus fugas. También habrá notado, sin comentarlas, las predisposiciones personales del terapeuta; podrá modificarlas mejor una vez iniciada la terapia en vez de abordarlas durante una discusión en torno de hipótesis. En vista de la información familiar recogida con anterioridad a la sesión, es previsible que haya dificultades en la integración del padrastro a la familia. La integración de un padre no biológico a una familia se está convirtiendo en una tarea nacional. Con un índice de divorcios del ó0%, la parentalidad no biológica es cada día más común. Los supervisores tienen que saber tratar de algún modo los problemas que ella entraña. Es una etapa de la vida familiar que algunas parejas no logran superar. Por lo común, el marido es demasiado duro con los chicos porque cree que su esposa les tolera demasiado. Ella cree que él los trata con excesiva dureza porque no advierte lo vulnerables que son, e intenta refrenarlo. La misión del supervisor es ayudar al terapeuta en formación a poner fin a esta secuencia. Hay que persuadir a la madre de que, superando sus recelos, aliente a su esposo a comportarse como un padre. Muchas veces, esto requiere una entrevista a solas. El marido tiene que tratar de otro modo a sus hijastros para no inquietar a su esposa. Desde luego, hay otras alternativas: por ejemplo, inducir al 246
padrastro a conducirse como un tío bondadoso y no disciplinar en absoluto a los chicos. Cada pareja puede elaborar su propia forma satisfactoria de manejar esta situación. Es posible que por medio de su conducta problema, esto es, de sus fugas, la hija intente integrar al padrastro a la familia. De ser así, el supervisor deberá enseñarle al terapeuta en formación a apoyar esa integración para que la hija ya no necesite recurrir a sus propios medios para intentar alcanzar esta meta. PRIMER CASO ILUSTRATIVO
El caso en discusión no es hipotético; es una situación terapéutica real que filmé en videocinta y que utilizo como material didáctico. El terapeuta era David Eddy, por entonces director ejecutivo de mi instituto. En la primera entrevista a una familia de raza blanca, nos enterarnos de que la hija se había fugado del hogar para unirse a un amigo afro-norteamericano y quedarse a vivir con él en casa de su madre. La madre y el padrastro de la muchacha desaprobaban esta relación. Cuando la familia vino a hacer terapia, en realidad ya había resuelto la mayoría de sus problemas. La hija había vuelto al hogar y había acordado con sus padres lo siguiente: podía salir por las noches hasta la hora convenida con sus padres; podia salir con su amigo; dado su gran retraso en los estudios, los abandonaría por ese semestre, pero tendría que buscar trabajo y volvería a la escuela en el otoño. La crisis que había traído a la familia al consultorio fue una riña callejera entre madre e hija cuando esta se negó a volver a casa. Después de la pelea, la madre había dejado a la hija en la casa de su padre biológico (el terapeuta y el supervisor se enteraron de su existencia en esa entrevista inicial). La hija no era feliz con él y quería volver junto a su madre. La madre y el padrastro condicionaron su consentimiento; de ahí las negociaciones. La madre permitía que el padrastro tomara decisiones sobre la hija y, en este sentido, lo integraba ala familia. (De hecho, el padrastro reveló en la entrevista su intención de adoptar a sus hijastros.) Este caso ponía al terapeuta y al supervisor ante un dilema. La meta era poner fin a las fugas de la hija, potenciar 247
a los padres para que se hicieran cargo de ella e integrar al padrastro. Los padres presentaron el plan convenido con la hija, pero no era bueno. Pretender que una chica de dieciséis años, sin vehículo propio, encontrara trabajo, era utópico. No obstante, si el terapeuta se oponía a este plan, socavaría la posición de los padres que ya lo habían negociado con la hija. El terapeuta y el supervisor decidieron atenerse a lo acordado por los padres. La muchacha acabó trabajando en la oficina de su madre, y los padres accedieron a que invitara a su amigo a cenar con ellos (fue una gran concesión de su parte). En ese momento, la adolescente comenzó a interesarse por un compañero de oficina. La primera entrevista se ajusté al plan terapéutico: centrar la atención en las fugas de la hija, la integración del padrastro a la familia y la potenciación de los padres para que la hija acatara sus reglas. Se formuló la hipótesis de que las fugas ayudaban a la familia en varios sentidos: 1) la hija causaba tantas dificultades que la madre se veía obligada a permitir que el padrastro asumiera una mayor responsabilidad parental, y 2) el padre biológico era relegado a una posición más periférica de la que ya ocupaba respecto de la familia, lo que dejaba mayor margen al padrastro para asumir el rol de padre. Aún cabría señalar una tercera forma de ayuda. Una hermana de la madre se había casado con un afro-norteamericano, pese al clamor familiar. De hecho, la madre no se hablaba con su hermana. Cuando la hija trabó relación con este joven afro-norteamericano, la madre empezó a comunicarse con ella. Así la hija contribuía a la reconciliación de su madre y su tía. El terapeuta hizo un seguimiento del caso aunque sólo entrevisté a la familia en forma esporádica. No hizo intervenciones importantes, limitándose, en cambio, a apoyar el plan desarrollado por la familia. La muchacha no volvió a fugarse del hogar y, en el otoño, reanudó sus estudios como lo había acordado. Hay estructuras familiares y jerarquías problema típicas, previsibles cuando se tratan casos que incluyen problemas de la infancia y la adolescencia. Las situaciones pierden cierta tipicidad cuando el caso involucra a un matrimonio o un cliente individual; a menudo el formulario de admisión no contiene información suficiente para que el terapeuta pueda trazar un plan sobre esa base. Con todo, hay 248
algunas pautas obvias, eventualmente útiles para idear un plan terapéutico, que los supervisores pueden enseriar a los terapeutas en formación. V
SEGUNDO CASO ILUSTRATIV O
Una mujer de veinticinco años, que vivía con su madre, informó por teléfono que estaba angustiada y tenía ataques de pánico incapacitantes. El supervisor le sugirió al terapeuta en formación a cargo del caso que abordara la situación de esta manera: la terapia debería centrarse en el síntoma, el problema resultaría ser una triangulación, habría una jerarquía problema y se descubriría que la joven ayudaba a alguien con su síntoma. La entrevista inicial se programé con miras a explorar estas variables. En ella, la joven resulté ser muy atractiva y extremadamente nerviosa. Pidió que dejaran abierta la puerta del consultorio por si sentía la necesidad de irse. Además, decliné la invitación a tomar asiento y prefirió quedarse de pie junto a la puerta abierta. Así, no era el terapeuta, sino ella, quien determinaba cómo se conduciría la terapia. (Es típico que un cliente utilice su síntoma para influir sobre la jerarquía existente en la situación terapéutica.) El terapeuta, Randy Fiery, permaneció de pie y conversé pacientemente con la dienta. Al cabo de un rato, se sentó y lo mismo hizo la joven. Después propuso que cerraran la puerta para hablar en privado; si así lo deseaba, podía sentarse cerca de la puerta. La dienta accedió. La mujer le explicó entonces que había vivido sola en un departamento, tras haber roto con su novio. Había sido gerente de un comercio minorista. Cuando renunció al puesto a causa de su angustia, su empleador intentó disuadirla, lo que indicaba que era una mujer competente. Pocas semanas antes de la entrevista, la dienta empezó a tener ataques de pánico tan graves que opté por dejar el departamento e irse a vivir con su madre, que en todo ese tiempo había vivido sola (sus padres se habían divorciado hacía algunos años). Al explorar el terapeuta el triángulo madre-padre-hija, saltó a la vista que la clienta estaba atrapada entre sus padres. Hacía siete años que estos no se ha249
blaban. Si tenían que negociar algún asunto de cualquier naturaleza, utilizaban como intermediaria a la hija. Esta había vivido alternadamente con uno y otro progenitor hasta que pudo comprarse un departamento, lo que significó un gran paso hacia su independencia. Ahora servía otra vez de enlace entre sus padres. La dienta informó, además, que su madre tenía un problema de alcoholismo y ella trataba de ayudarla a dejar de beber. Al término de la primera entrevista, el terapeuta y el supervisor habían enfocado el síntoma (la angustia) y explorado la triangulación con los padres; parecía obvio que la hija, en un intento de ayudar a sus padres, sacrificaba su propia vida. Invitaron a la madre para la próxima entrevista y ella aceptó. En esa segunda sesión, la madre se mostró irritada con su hija: dijo que intentaba gobernar su vida y hacerle beber menos. No podía convencerla de que no se metiera en su vida. La hija admitió que no podía evitarlo a causa de su angustia. La madre se quejó de que su vivienda era demasiado pequeña para albergar a su hija; además, pensaba que debía salir a trabajar. También estaba enojada con el padre; lo había estado desde siempre. Cuando el terapeuta sugirió que una entrevista a. l.a que asistiesen ambos progenitores aliviaría la angustia de la hija, la madre protestó. Por último, aceptó la sugerencia pero, esa misma noche, llamó por teléfono al terapeuta para decirle que le resultaba sencillamente insoportable estar con su ex marido en una misma habitación. En la siguiente entrevista individual, la hija habló de su novio, que la había golpeado, y mencionó que su abuelo paterno había abusado sexualmente de ella. El terapeuta y el supervisor intuyeron que la cuestión del abuso sexual daba una oportunidad para reunir a los padres. Al plantear dicho abuso como un problema que era preciso discutir, el terapeuta proporcionó a los padres una excusa para acompañar a su hija al consultorio. La hija describió cómo la había acariciado su abuelo cuando era niña. El padre dijo no recordar ese episodio. La madre replicó: «Deberías recordarlo. En aquel momento, hablaste del asunto con tu madre». En el curso de la entrevista, los padres conversaron entre sí acerca de diversas cuestiones familiares. A su término, se declararon dispuestos a encontrarse nuevamente.
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El terapeuta alentó a la joven a solicitar su reincorporación al puesto de gerente. Así lo hizo y volvieron a contratarla. Otra medida útil fue alentarla a evaluar su propia imagen corporal; ayudada por el terapeuta, la dienta descubrió que era una mujer atractiva. Su angustia disminuyó. Vino a hacer terapia con su madre y ambas fueron capaces de zanjar algunas cuestiones que tenían pendientes. La madre comenzó a beber menos, quizá como resultado de su mejor relación con la hija. Otra entrevista a ambos padres liberó a la hija de su función de enlace entre ellos. Después, los padres empezaron a comunicarse por teléfono. La joven abandonó su angustia y centró su atención en los problemas del diario vivir. Sentía afecto por su terapeuta; le parecía una persona comprensiva y confiable. Sin esa confianza personal, las intervenciones rara vez logran cumplir sus propósitos. He citado este caso para demostrar que un supervisor y un terapeuta pueden concebir un problema como un hecho social aunque se trate de un síntoma como la angustia. Las directivas impartidas por el supervisor fueron básicamente de instrucción, o sea, un tipo de directiva abierta.
Recaída del terapeuta A veces, un terapeuta sufre una «recaída» ocasional después de su formación, es decir, revierte a un enfoque terapéutico inadecuado para un caso específico. Supongamos que imparte directivas a un cliente y descubre que este no cumple ninguna. Exasperado, lo reprende, Io corrige y hasta le atribuye el fracaso del tratamiento. Este comportamiento del terapeuta indica que ha recaído en la orientación para la cual las personas son racionales y cambiarán si les explicamos que no se están comportando en la forma debida. El supervisor deberá abordar y corregir esta premisa. También se producen recaídas entre los terapeutas que han conseguido empleo en un ambiente donde no pueden hacer terapia breve activa (p. ej., un programa de residencia en un centro de internación). Hay otro tipo de recaída, más grave: aquel en que los terapeutas revierten a los métodos aprendidos antes de reci-
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bir una formación en terapia breve directiva. Recuerdo el caso de un terapeuta joven que vino a formarse conmigo y se mostró interesado en aprender varios enfoques. Era brillante y flexible, y le iba muy bien en la práctica de la terapia breve. Además me había pedido alguna formación especial sobre tratamiento del adolescente esquizofrénico y su familia. Tuvo éxito en un caso difícil y su futuro como terapeuta diestro parecía asegurado. Años después, decidí hacer un filme didáctico en el que incluiría el logrado trabajo de este joven colega con una mujer, igualmente joven, a la que habían diagnosticado una esquizofrenia. Lo visité para pedirle que me permitiera citarlo en el filme. Cuando le expuse mi deseo, me pidió que no mencionara su nombre. Ahora llevaba una vida tranquila haciendo terapia prolongada con clientes privados que venían puntualmente a las sesiones, pagaban sus honorarios y no tenían crisis. Ya no quería tratar casos difíciles. Si aparecía su nombre en el filme, otros terapeutas le derivarían clientes insanos y difíciles, y él no quería saber nada más de ellos ni de sus familias. No presenté el filme. Lamenté el tiempo empleado en enseñar a este joven una terapia breve y eficaz para casos difíciles. Nunca usaría ese conocimiento, ni lo trasmitiría a otros. Los supervisores deben sobrellevar estas recaídas.
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10. Álg© más sobre las directivas
Decir a la gente lo que debe hacer Hay un malentendido corriente sobre la terapia directiva. No se imparten directivas con el único objeto de provocar un cambió. Impartimos una directiva para establecer un tipo de relación. En vez de hablar de causas pretéritas o de experiencias infantiles del cliente, se genera acción en el presente discutiendo la directiva. Es una técnica similar al budismo zen, del que deriva en parte. En vez de hablar a un discípulo del pasado o de su vida emocional, un maestro zen le imparte una tarea. Por ejemplo, le enseña el arte de la esgrima o el ikebana, y esa arte pasa a ser el tema de discusión con el discípulo. El esclarecimiento se produce a partir de esa involucracián. Del mismo modo, la acción de la terapia directiva consiste en impartir una directiva y discutirla. Las directivas se clasifican de varias maneras. Algunas son explícitas; simplemente se le dice al cliente lo que debe hacer. Otras son implícitas, como cuando se refrena el cambio en el cliente o se fomenta un síntoma. Las directivas utilizadas en la formación de un terapeuta también pueden clasificarse en explícitas o implícitas. La elección del tipo de directiva por usar se basa, a veces, en el poder del terapeuta. Lo habitual es recurrir a las directivas implícitas cuando un cliente no cumple las directivas explícitas. Esto se da también entre el supervisor y el terapeuta. Cuando el supervisor tiene suficiente autoridad, el terapeuta en formación hace lo que él le dice. Cuando esa autoridad es insuficiente, puede recurrir a técnicas implícitas. Supongamos que el tratamiento de un problema exige que un terapeuta en formación interrogue a una pareja acerca de su vida sexual, pero el terapeuta lo evita; el supervisor puede impartirle la directiva de hacer ciertas preguntas a la pareja. Si el terapeuta es incapaz de interrogar a la 253
pareja sobre su vida sexual —si una y otra vez inicia estas preguntas, pero luego se desvía del tema—, quizá sea preciso adoptar una táctica más indirecta. Aparentemente, el supervisor carece de autoridad suficiente para persuadir de un modo directo al terapeuta en formación.
Directivas explícitas Entre las típicas directivas explícitas, figuran decir a una persona lo que debe hacer, aconsejarla, enseñarle a hacer algo paso a paso, fijarle una ordalía o establecer una penitencia. Estas directivas contrastan con las técnicas de influir sobre la persona por medio de metáforas o no hacer nada hasta que ella actúe espontáneamente. Las directivas explícitas destinadas a un terapeuta en formación se caracterizan por implicar el aprendizaje de destrezas para las entrevistas. Tomemos por caso a un terapeuta en formación que, en una entrevista familiar, recae una y otra vez en la conversación de persona a persona. Habla a la madre, luego al padre y después al hijo. Mientras él habla a un miembro de la familia, los demás se arrellanan en sus asientos y esperan que termine. No hay una participación espontánea. Esta forma de entrevistar a los clientes suele ser fruto de una experiencia previa en la práctica de la terapia individual. El terapeuta en formación se siente más cómodo hablando con una sola persona, y no con varias a la vez. El problema para el supervisor está en que la familia no conversa entre si, sino con el terapeuta y, por consiguiente, necesita su presencia para discutir un tema. El supervisor, que observa detrás del espejo, pensará quizá que con este enfoque individual los otros miembros de la familia bien podrían permanecer en la sala de espera. En un abordaje directo de este problema, el supervisor lo discute con el terapeuta y le indica que conduzca la entrevista de otra manera. El terapeuta interrogará a la madre con respecto al padre, a este con respecto a ella, y a ambos con respecto al hijo. Es un medio de activar sus relaciones mutuas. Tras esa discusión, el supervisor puede guiar telefónicamente al terapeuta desde el otro lado del espejo. La madre dice estar enojada; el terapeuta debe dirigirse entonces al padre. Si, en cambio, sigue conversando con la madre, 254
el supervisor puede telefonearle y sugerirle que le pregunte al padre si sabe por qué está enojada su esposa. El padre hace un comentario y la esposa no está de acuerdo con él o desea corregirlo- Lo hará si se siente en libertad de hablarle a su marido y no exclusivamente al terapeuta. Con tal que este hable a un miembro de la familia por intermedio de otro, los clientes iniciarán diálogos que pueden resultar útiles y fecundos. El terapeuta se vuelve cada vez menos necesario, y eso busca la terapia; lo mismo sucede con el supervisor, y esa es la meta del programa formativo. Esto parece una simple instrucción, y a veces lo es, pero tal cambio puede constituir un problema para algunos terapeutas cuyo estilo, como entrevistadores, expresa la ideología de la terapia individual. El supervisor no sólo tiene que telefonearles en cada oportunidad para inducirlos a actuar del modo debido; tal vez necesite sacarlos del consultorio y volver a repasar con ellos la manera en que deben fomentar el diálogo familiar hablando a un miembro por intermedio de otro. Esta es una directiva explícita impartida al terapeuta; básicamente, el supervisor instruye al supervisado.
Directivas para clientes locuaces Cuando los padres hacen un discurso sobre el problema de un hijo, se produce una situación de persona a persona. Algunos padres con un adolescente problema arrancan de su primer resfrío y le hacen recorrer al terapeuta todas las experiencias infantiles del hijo, año tras año. Otros miembros de la familia empiezan a dormirse de aburrimiento. Con frecuencia, el progenitor ensaya su discurso la noche previa a la entrevista para cerciorarse de que presentará un informe completo al clínico. Los terapeutas en formación pueden tener dificultades si les han enseñado a ser corteses con las familias y les parece grosero reencauzar el foco de atención de un progenitor. Si le dice: «El pasado no importa; el problema es el presente», el progenitor puede ofenderse y pensar que el terapeuta no ha comprendido el verdadero alcance del problema. Esto hará que se extienda aún más, y seguirá hablando por el resto de la entrevista para educar al terapeuta. 255
Por lo común, corregir a un progenitor no sirve de nada y hasta puede crear un antagonismo. Además. resumir lo dicho por un cliente, en un intento de reencauzarlo, suele inducirlo a corregir el resumen extensamente. Ante esta situación, lo habitual es que el supervisor enseñe al terapeuta en formación a volverse hacia otro miembro de la familia cuando se le presente la ocasión. Si un progenitor se detiene a tomar aliento, el terapeuta puede volverse hacia el otro y preguntarle si comparte las opiniones del cónyuge. O se volverá hacia el hijo y le pedirá que escuche al progenitor locuaz a fin de cerciorarse de que comprende sus objeciones. Esto puede llevar a una conversación con el hijo. El propósito es escapar del pasado y entrar en acción en el presente lo más rápida y cortésmente posible. Recuerdo cómo trató Milton Erickson a una familia en que la madre monopolizaba la conversación y no dejaba hablar a los demás. Decía lo que ellos habrían dicho si hubiesen tenido la oportunidad de expresarse, pero nunca les daba esa oportunidad. Erickson le dijo a la mujer: «No creo que sea capaz de mantener sus pulgares separados, a medio centímetro de distancia». «Por supuesto que puedo hacerlo», contestó la mujer, y colocó sus pulgares a medio centímetro de distancia. «Estoy seguro de que no puede mantenerlos en esa posición», insistió Erickson. «Sí que puedo», replicó ella. «Mientras lo hace —dijo Erickson—, haré algunas preguntas a los demás. Quiero que escuche atentamente porque quiero que usted tenga la última palabra». Dicho esto, se puso a conversar con el hijo menor, luego con el mayor y, por último, con el padre. En cuanto la madre empezaba a expresar su desacuerdo, Erickson le señalaba sus pulgares, que se movían no bien hablaba. La mujer los volvía a la posición correcta y callaba nuevamente, confinada por una directiva tan absurda. Si el supervisor no es tan innovador y prefiere recurrir a una táctica más moderada frente a un progenitor que domina la conversación, quizá sea útil llamar por el teléfono al terapeuta. La interrupción silenciará al progenitor, quien deberá aguardar a que termine la comunicación, y le dará al terapeuta una oportunidad de recomenzar la entrevista. La llamada telefónica es en si misma una intervención. Puede interrumpir un monólogo o romper una secuencia estéril seguida por toda la familia. Frente a un monologador empeci-
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nado, el supervisor puede telefonear al terapeuta y pedirle que salga a conferenciar con él; así causará una interrupción más prolongada. Esta táctica también da resultado cuando un terapeuta en formación que solamente ha aprendido a escuchar a los individuos se encuentra con un cliente locuaz. Recuerdo haber oído decir a Virginia Satir que era capaz de establecer si un terapeuta pensaba en función de la teoría de sistemas con sólo pedirle que describiera un caso. Según decía, le llevaba menos de cinco minutos y, si había observado su trabajo con una familia, le bastaban tres. El comportamiento de un terapeuta en una entrevista inicial revela la presencia o la ausencia de una visión sistémica; de este modo, el supervisor percibe lo que es preciso enseñarle.
Objeciones a las directivas Hay dos principios fundamentales de la terapia directiva que son objetados por algunos terapeutas. El primero es que el terapeuta asume la responsabilidad por lo que debe hacer un cliente. Los objetores prefieren explorar y discutir. A veces conviene señalarles que no pueden evitar las directivas. Si no le dicen al cliente lo que tiene que hacer, vienen a decirle: «No me pregunte qué debe hacer», lo cual constituye una directiva. El segundo principio objetado por algunos terapeutas establece que el terapeuta directivo admite que trata deliberadamente de influenciar al cliente. Es oportuno señalarles a estos objetores que no podemos abstenernos de influenciar a un cliente y sólo tenemos esta opción: reconocer ese hecho o no. Carl Rogers es un buen ejemplo de esto. Sostenía que no decía a sus clientes lo que debían hacer; se limitaba a devolverles sus propios dichos, reflejados y comentados.1 Sin embargo, Rogers no les devolvía todas sus ideas, sino sólo las que él elegía. Al hacer esto, guiaba al cliente hacia los temas que, a su juicio, debían discutirse. Las directivas ocasionan otro problema a algunos terapeutas en formación: cuando un cliente no cumple una directiva, suelen quedar perplejos y no saben cómo mantener C. R. Rogers (1951) Client centered therapy, Boston: Houghton Mifflin.
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su posición de expertos. Desde luego, incumbe al supervisor enseñarles a responder adecuadamente a los clientes que no cumplen sus directivas. Los mismos procedimientos que se enseñan para estos casos se aplican cuando un terapeuta en formación no hace lo que el supervisor le dice. Lo primero que deben hacer ambos es sondear las objeciones. Si la directiva es, en efecto, insatisfactoria, el supervisor debe disculparse. Puede ocurrir que los supervisores se pongan en esta situación porque entendieron mal la situación clínica; si hubiesen propuesto el procedimiento correcto en la forma correcta, el terapeuta en formación sin duda habría cumplido la directiva. Por lo general, este paso lleva a que el terapeuta cumpla la directiva o proponga otra mejor. Una disculpa siempre es eficaz. Los terapeutas en formación ansían que alguien les diga qué hacer frente a un cliente; esta es una de las razones por las que empiezan a hacer terapia al comienzo de su formación en vez de anteponer la lectura de textos a la práctica. Por lo común, los terapeutas principiantes no vacilan en seguir las directivas de sus supervisores. En algunos terapeutas en formación, se advierte una inercia innata que el supervisor debe combatir. La terapia era cosa fácil cuando lo único que tenía que hacer un terapeuta era saber decir: «Hábleme más de eso» o «Me pregunto por qué hizo eso». Sólo necesitaban saber conversar con el cliente, y cualquier adulto ha tenido años de práctica de conversación. Actuar y provocar el cambio significa saber qué hacer. Es comprensible que algunos terapeutas en formación vacilen en impartir directivas a sus clientes a menos que estén seguros de recibir una orientación adecuada.
Entrevista individual o familiar Para determinar quién está involucrado en un problema familiar, conviene que el terapeuta conciba la familia según triángulos. Por ejemplo, si aconseja a una madre para ayudar su hijo, deberá sospechar que hay un marido, una abuela u otro adulto no menos involucrados y considerar la posibilidad de que esa persona se sienta contrariada e intente derrotarlo si queda excluida de la terapia. 258
Tomemos el caso de una mujer de poco más de veinte años que, perturbada por haber roto con su novio, intentó suicidarse arrojándose desde un puente. Se quebró varios huesos. Se fue a vivir con su madre y vino a hacer terapia. El terapeuta le sugirió que trajera a su madre, pero la joven lo creyó innecesario: sólo pasaría un corto tiempo con ella y después volvería a independizarse. El terapeuta aceptó su punto de vista. Pero, a las pocas semanas, la joven descubrió que estaba embarazada. No quería abortar. El terapeuta llamó por teléfono a la madre y la invitó a participar en la terapia y a trazar planes para su hija. La madre se rehusó de plano. Le dijo que si antes no había querido que ella participara en la terapia, ahora se podía arreglar con el embarazo sin ella. Ante la negativa de la madre, el clínico tuvo que seguir tratando a la joven y ayudarla en su embarazo y parto cuando la madre quizá lo habría hecho mejor. Debemos enseñar al terapeuta en formación que cada cliente en terapia individual está relacionado con alguien. Podrá entrevistar a una esposa a solas, pero debe tener presente la existencia de un marido que es parte integral de la terapia aunque no asista a la sesión. Un terapeuta puede quedar fascinado por las ideas o percepciones de un cliente y olvidar que hay otras personas involucradas en la vida de esa persona. El mero hecho de estar en tratamiento es una respuesta, y un mensaje, dirigido a otras personas. Es difícil para un terapeuta apreciar lo que debe hacer cuando algunos miembros de la familia se rehúsan a asistir a una entrevista. La terapia familiar ya es bastante dificil sin tener que afrontar la ausencia de un participante vital. Si el terapeuta cree que la no participación de ciertos miembros de la familia hará fracasar el tratamiento, es evidente que debe abandonar el caso. La declaración de derechos de los terapeutas incluye el derecho a no participar en un fiasco. También puede optar por empezar a tratar a una parte del grupo familiar con la esperanza de que más adelante se incorporen otros miembros. Los terapeutas en formación deben comprender que es común que una familia haya sido culpada por otros terapeutas y no quiera repetir la experiencia; en tales casos, tiene que persuadir a la familia de que esta vez no sucederá lo mismo. Hacer que un terapeuta en formación pase de la entrevista familiar a la individual debería ser un procedimiento 259
simple, y no un arreglo complicado y formal. El terapeuta en formación aprenderá a determinar a quién verá y cuándo, a partir del reconocimiento de que un miembro de la familia se reserva algo debido a la presencia de otros miembros. Una entrevista a solas con él, o aun con cada miembro de la familia, puede traer a luz una información útil. Cuando el supervisor intuye que hay gato encerrado, puede recomendar al terapeuta entrevistar a solas a determinado miembro de la familia o a un grupo de miembros distinto del actual. A veces, cuando empiezan a hacer terapia, los miembros de una familia están demasiado enojados entre si; en tales casos, tal vez convenga verlos por separado, en lugar de iniciar la terapia con toda la familia presente. Siempre hay una simetría en las relaciones humanas. Si una madre está sobreinvolucrada con su hijo, es probable que su marido esté sobreinvolucrado con otra persona. Si un hombre es demasiado apegado a un amigo, su esposa cobrará apego por otra persona para equilibrar esa ecuación. Esta visión de la familia le permite al terapeuta prever las formas de involucración recíproca de las personas. Además, hay que comprender que el terapeuta es parte del equilibrio. Si hace terapia individual con una mujer, el marido puede involucrarse con otra persona; a veces, busca un terapeuta para él.
Destino final de un síntoma Pese a lo restrictivo que es hacer terapia conforme a un método, los supervisores de un programa formativo en terapia breve directiva pueden enseñar varias pautas y procedimientos útiles, aplicables a diversos casos. Un procedimiento que ayuda al terapeuta a formular un problema consiste en pedir al cliente que imagine las consecuencias finales de un síntoma. Esto es, se enseña al terapeuta a preguntar: «¿Qué ocurriría si su problema se agravara?». El cliente suele responder: «Me sentiría espantosamente mal». Hay que proseguir la indagación, inquiriendo: «¿Y qué pasaría si se sintiera peor?». A medida que el terapeuta avance en su interrogatorio, se hará más patente la función del síntoma con relación a otras personas. 260
Recuerdo el caso de una joven afectada de un temblor en su mano derecha. Era intermitente y los estudios neurológicos no indicaron ninguna causa física. Me la derivaron para que la hipnotizara. Le pregunté qué sucedería si su problema se agravaba. «Perdería mi empleo», respondió ella. «¿Y qué pasaría si perdiera el empleo?», inquirí. Ella suspiró y dijo: «Mi marido tendría que ir a trabajar». Descubrí así que la mujer mantenía a su esposo, que estaba resentida por eso y que sus padres desaprobaban este arreglo al extremo de intentar romper el matrimonio. A veces, al indagar las últimas consecuencias de un síntoma, el terapeuta logra liberar de él al cliente con sólo ponerlas de manifiesto. Veamos un ejemplo. Los clientes temen enloquecer a causa de su síntoma. Cuando el terapeuta les pregunta qué ocurriría si su problema empeorase, dicen que se volverían locos. Si les pregunta qué pasaría después, responden que los internarían en un hospital psiquiátrico y ese sería el final del camino. El terapeuta puede señalarle al cliente que podrá salir los fines de semana; que con la reducción del tiempo de internación, al cabo de pocas semanas le darán el alta permanente y entonces volverá a sentarse en ese mismo sillón y afrontará otra vez la misma situación. Veamos un ejemplo más de la utilidad de indagar las consecuencias finales de un síntoma. Un joven tue arrestado por tenencia y distribución de marihuana. No era la primera vez que lo arrestaban y recientemente había sido derivado a terapia. Era el hijo menor y se veía a las claras que era el favorito. El terapeuta preguntó a la familia qué pasaría si el joven reincidía en el consumo de drogas. Tras expresar lo decepcionada que se sentiría, la familia, alentada por el terapeuta, se dio cuenta de que ella misma podía fijar una consecuencia seria a una eventual recaída del hijo. Hubo un debate y la familia decidió no reaccionar más ante la conducta del hijo como lo había hecho hasta entonces; ya no lo perdonaría cada vez que infringiera la ley sino que respondería de otro modo. Como bien dijo el terapeuta: «La familia decidió que podía fijar una consecuencia a la eventual recaída del hijo; si no, lo haría la comunidad enviándolo a la cárcel». El terapeuta también puede preguntar qué sucedería si el problema de un cliente mejorara. El alivio del problema crónico de uno de sus miembros trae consecuencias y ajus261
tes a una familia. Si un alcohólico empedernido deja de be, ber, la aceptación del cambio crea problemas a la familia. Su esposa ha aprendido a prescindir de él como marido y los hijos tienen que volver a aprender a obedecer a su padre. Muchas veces, este ha sido remplazado por uno de sus hijos mayores, que no ve con buenos ojos el retorno de su padre al poder. Los supervisores deben enseñar a los terapeutas en formación que el cambio en sí, y no sólo el fracaso, puede constituir un problema.
Uso terapéutico de la personalidad Los terapeutas pueden cambiar hasta cierto punto su estilo, pero no su edad, su género o, a veces, su profesión. Los supervisores deben enseñarles a sacar provecho de su personalidad. Por lo general, abordan a los terapeutas en formación pensando atenerse a su modo de trabajar. (Parece inevitable que los terapeutas en formación adopten, en buena medida, el estilo de su supervisor, pero esto no significa que lo copien fielmente. Formarse como terapeuta es aprender un arte y los artistas suelen empezar por adoptar el estilo de su maestro. A medida que desarrollan un estilo personal y aprenden a utilizar sus propios recursos, la semejanza con el maestro desaparece salvo –cabe esperar— en su sabiduría.) No hay por qué convertir a un terapeuta en formación que responde pausadamente en un contestador relámpago. Los terapeutas pueden tener varios estilos, pero todos harán lo debido. A veces deben ser autoritarios e impartir órdenes a los clientes. Otras veces necesitan fingirse incompetentes para que el cliente se haga cargo. Pero cada terapeuta puede ser autoritario o incompetente a su modo. El supervisor no debe interferir en la naturaleza esencial del terapeuta en formación; sólo necesita cerciorarse de que posee un estilo que le permite usar diversas destrezas.
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La metáfora Como intervención La cuestión de quién inicia la nueva conducta se plantea en el área del cambio por medio de metáforas. Por eso estas plantean los interrogantes éticos más serios. En terapia, todo es análogo a otra cosa. De hecho, está en la naturaleza misma de la comunicación que los mensajes sean trasmitidos y recibidos en múltiples niveles. (Recuerdo que durante el proyecto de investigación de la comunicación emprendido por Gregory Bateson, quisimos preparar un diccionario terminológico. Decidimos comenzar por la palabra «mensaje». Después añadimos «metamensaje» para referirnos a los mensajes sobre otros mensajes. Pronto debimos reconocer que todo mensaje es un metamensaje porque califica a otra comunicación.) Si un progenitor dice a un niño: «Come tu cena», el mensaje no se refiere únicamente a la comida. También atañe a la relación progenitor-hijo porque expresa la idea de que el hijo debe hacer lo que su progenitor le diga y porque los padres son nutrientes. Todo dicho califica la situación en que se emite y es calificado por ella, y tiene significados múltiples. A veces en terapia y también en la formación se usa deliberadamente una metáfora. Si un supervisor describe un caso ante un grupo de terapeutas en formación, ese caso es una analogía que contiene ideas que los miembros del grupo podrán aplicar a otros casos. Es una historia con una o varias moralejas. Todo supervisor debería poseer una colección de casos para ilustrar diversas intervenciones terapéuticas y premisas sobre la terapia. Este libro es precisamente un ejemplo de eso. A continuación, describiré un caso de intervención metafórica deliberada. Un matrimonio trajo en consulta a un hijo de doce años; era un niño problema desde hacía varios años y había pasado por dos terapias infructuosas. Tenía un hermano de diez años, un chico sin problemas que era la joya de la familia. El terapeuta hizo terapia familiar e incluyó en ella al padre. Una vez que este se involucró más con el hijo, el niño mejoró y empezó a tener un buen desempeño escolar. En ese momento, la madre dijo que, en vista de la mejoría del niño, quería que el terapeuta mejorara su matrimo263
nio. El terapeuta se mostró dispuesto, pero el marido no quiso discutir su relación conyugal. Estaba allí por el hijo y punto. El supervisor y el terapeuta se vieron ante un problema: podían aceptar la posición del padre, terminar la terapia con el hijo problema y dejar un matrimonio desdichado; o podían hablar con el padre, un hombre de clase obrera que se expresaba con dificultad, y tratar de persuadirlo de que discutiera su matrimonio. Como su esposa era más educada y se expresaba con claridad, él quizá temía que lo humillara si entraba a discutir su insatisfacción conyugal dentro de la terapia. Había otra alternativa: mejorar el matrimonio, sin discutirlo, mediante un abordaje metafórico. La idea surgió durante la supervisión en vivo: la madre comentó que el hijo bueno, el niño modelo, se sentía avergonzado a causa del comportamiento de su hermano y, tanto al terapeuta como al supervisor, les vino a la mente que a veces ella misma parecía avergonzarse de la conducta de su esposo. La madre añadió que el niño problema no hablaba con la fluidez con que lo hacía su hermano (del mismo modo en que su marido no se expresaba tan claramente como ella). El supervisor, que observaba la interacción clínica detrás del espejo de visión unilateral, creyó advertir que, a los ojos de la madre, el niño bueno se parecía a ella y el niño problema se asemejaba al padre; esto abría la posibilidad de discutir la relación entre los dos niños como una metáfora de la relación conyugal de sus padres. De este modo, podrían discutir los problemas conyugales sin referirse explícitamente al matrimonio. El supervisor telefoneó al terapeuta y le comunicó su idea. De haber sido un terapeuta en formación, lo habría hecho salir del consultorio para exponérsela, pero el clínico era un terapeuta experimentado y captó al vuelo la estrategia. Empezó a preguntar a los padres si alguna vez los dos chicos pasaban un buen rato juntos, si eran capaces de resolver sus problemas, etc. La pareja respondió de inmediato a este modo de discutir la relación entre los dos niños. Nunca se supo si se dieron cuenta o no de que la discusión acerca de sus hijos era una metáfora de un debate en torno de su propia relación conyugal. Cuando se usa esta técnica, es importante impedir que los participantes tomen conciencia de la metáfora. Su uso debe permanecer fuera del campo conciente o, al menos, no debe ser declarado de manera explícita.
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El uso de la metáfora para provocar un cambio requiere otra intervención importante. No basta trazar la analogía entre dos relaciones. El terapeuta debe tomar una posición. En el caso que nos ocupa, el supervisor telefoneó al terapeuta y le sugirió que expresara su opinión sobre cómo debía ser la relación entre los niños. Así lo hizo: dijo que los dos hermanos deberían disfrutar de su mutua compañía, y además cada uno debería disponer de un rato para sí. En ese momento, el padre empezó a hablar de la importancia de que el niño problema dispusiera de algún rato de soledad. De hecho, dijo que, si no podía pasar un rato a solas, el chico se sentiría como un marido que regresa del trabajo e inmediatamente la esposa descarga sobre él todos los problemas del día sin darle tiempo a relajarse con una cerveza y un poco de soledad. La esposa convino en que un marido debería poder gozar de un momento de soledad. Es interesante señalar que el desplazamiento de la relación fraternal a una hipotética relación conyugal lo produjo el esposo, o sea, el cónyuge que no había querido hablar de su matrimonio. A la semana siguiente, la pareja informó de entrada que habían dispuesto que el padre, al regresar del trabajo, tuviera veinte minutos para sí antes de afrontar los problemas familiares de la jornada. Evidentemente creían que la idea se les había ocurrido en el curso de la semana. Las conversaciones posteriores con la pareja sobre el modo de mejorar la relación entre sus hijos generaron una serie de cambios similares en la relación conyugal. Una vez más, quedó abierta la incógnita de si los esposos sabían o no que esas discusiones eran metafóricas. Este tipo de directiva plantea una cuestión ética porque el cambio se prepara sin que la persona sea conciente de ello; aun así, es tanto lo que se obtiene de esta técnica fecunda que las cuestiones éticas deben ser miradas desde esa perspectiva.
Cordura y demencia La metáfora sirve para cambiar a las personas, pero hay otro aspecto de ella que es preciso comprender. La metáfora también es un tipo de comunicación al que debemos responder. La persona que lo toma todo en su sentido literal se ve 265
impedida de captar la mayoría de los significados de las comunicaciones cotidianas. Debemos enseñar a todo terapeuta a buscar el significado que un cliente intenta comunicar; gran parte de ese significado está inserta en metáforas y ha de ser comprendida. Por ejemplo, si un hombre es enjuiciado e ignora de qué crimen se lo acusa, no sabrá qué dichos de él podrían demostrar su culpabilidad. El camino más seguro para él es evitar la comunicación directa y usar metáforas a las que puedan atribuirse significados múltiples y ambiguos. Recuerdo el caso de un padre que se creía culpado por la psicosis del hijo, pero no tenía la menor idea, sobre cuál había sido su falta. Cuando le preguntaron por la afección del hijo, respondió sensatamente: «Es cierta especie de algo que viene de otra parte». La metáfora es la base de todo arte y religión. También es el tipo de comunicación con mayor carga emocional. Puede conducirnos a una vida dedicada a la creación artística. O llevarnos morir a manos del verdugo si en la diferencia entre una metáfora y una enunciación literal se esconde una herejía. Cuestionar si la transubstanciación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo es real o sólo metafórica fue una gran herejía. Muchos murieron por su causa. Por suerte, el terapeuta en formación que confunde una metáfora con la vida real no afronta esa consecuencia, pero tomar conciencia de esa distinción es parte de la práctica terapéutica. Los terapeutas deben aprender algo sobre la comunicación de sueños, fantasías e historias con moraleja. Las personas clasificadas como esquizofrénicas son las más diestras en el uso de la metáfora. Si un tipo dice que viene del espacio ultraterrestre y parece hablar en serio, lo diagnosticarán como una persona rara que se encuentra en una situación difícil. Si un hombre dice ser Jesucristo y da la impresión de estar verdaderamente convencido de ello, diagnosticarán que es psicótico. Los supervisores deben enseñar a los terapeutas en formación a comprender tales comunicaciones. ¿Qué deben enseñarles concretamente? Veamos algunas opciones: 1. El uso de metáforas puede interpretarse como un síntoma de trastorno mental. Algo anda mal en la cabeza de un hombre que dice haber nacido en Marte. Se presume que padece una enfermedad cerebral o un trastorno neurológico
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y, en consecuencia, se desecha su declaración tomándola como un mensaje respecto de su estado interior, y no como un mensaje dirigido a alguien. Desde este punto de vista, la meta es hallar una droga que le impida hablar tan desatinadamente. Se responde en función del control social, y no de la terapia. 2. Segun otra interpretación, quien utiliza una metáfora comunica algo a alguien, y lo hace mal. Su problema es tener cierta dificultad en el manejo de las señales indicadoras del uso de un lenguaje metafórico. Esa persona no dice: «Es como si hubiera nacido en Marte», con lo cual expresaría al oyente que su hogar de origen se asemejaba al del dios de la guerra, sino «Nací en Marte». Quien tiene dificultad en utilizar estas señales, también la tiene en comprenderlas cuando otros las usan. Si una camarera le pregunta: «¿Qué puedo hacer por usted?», quizá no acierte a comprender lo que quiere decirle y le responda con un desatino. 3. Una metáfora también puede utilizarse adrede. Si un hombre dice ser Jesucristo con aparente convicción, tal vez esté ofreciendo al oyente la posibilidad de elegir una respuesta. El oyente puede contestarle como si hubiese dicho un despropósito, o puede tomar su autodescripción como un comentario personal significativo. Aceptar esta hipótesis i mplica aceptar la idea de que esa persona usa deliberadamente una metáfora y omite deliberadamente los indicadores de que eso es una metáfora. Se comunica de manera tal que deja abierta una salida a su interlocutor: este no tiene por qué advertir que el comentario es crítico en un nivel personal y organizacional. ¿Qué tiene que ver todo esto con la terapia? Significa que el supervisor debe enseñar a los terapeutas en formación a respetar las comunicaciones de las personas diagnosticadas como esquizofrénicas y escuchar atentamente sus metáforas para tratar de comprender la situación del individuo (sin traducir la metáfora ni responderle en el mismo lenguaje). Si el terapeuta en formación se pone a discutir la metáfora con el cliente, se encontrará en una situación similar a la del ajedrecista bisoño que enfrenta a un maestro. El mejor modo de responderle es centrarse en las ideas más simples: los clientes adultos que residen en su hogar de origen deben salir a trabajar o estudiar y hacer lo que sus pa267
dres les digan; deben trazar planes para ganarse la vida o procurarse una capacitación laboral.. Tenemos que enseñar al terapeuta en formación a ser digital y no analógico con las personas diagnosticadas como esquizofrénicas y con su familia. Desde luego, esta es una exposición demasiado simplificada de un problema complejo. Es obvio que diversos tipos de personas reciben un diagnóstico de esquizofrenia. Sin embargo, los terapeutas en formación estarán en ventaja si aceptan (pero no contestan) la metáfora esquizofrénica como una guía para comprender al cliente y centrarse en las cuestiones esenciales. Recuerdo la respuesta literal que dio John Rosen a un joven que dijo ser Jesucristo: «Oh, usted es el cuarto Jesucristo que recibo hoy». A otro cliente, le respondió: «Si deja de afirmar que es Jesucristo, le regalaré una camisa nueva». El joven cooperé y obtuvo la camisa.2 CASO ILUSTRATIVO
En esta sección, no describo el tratamiento de psicóticos, sino cómo juzgar los comentarios aparentemente psicóticos en un contexto terapéutico. Una joven de dieciocho años empezó a perder la razón y fue internada en el pabellón psiquiátrico de un hospital universitario. Cuando la entrevistaron, dijo estar embarazada con varios fetos gemelos. Como estaba menstruando, su declaración se tomó por una afirmación delirante que indicaba un trastorno mental. La derivaron a una terapia ambulatoria orientada hacia la familia, reanudó sus estudios y su trabajo, pero tuvo una recaída anticipada cuando sus padres amenazaron separarse. En una entrevista familiar, la joven dijo que si sus padres se separaban, ella se mataría porque «esos ocho niños los necesitan». Durante la sesión, actuó en forma extraña e insulté al terapeuta. (Conviene señalar que es típico que una persona joven que ha tenido una recaída ataque a un progenitor y al terapeuta, por buena que haya sido hasta entonces su relación con ellos.) El supervisor se inquietó ante la amenaza de suicidio en caso de separación parental 2
J. N. Rosen (1951) Direct analysis, Nueva York: Grune & Stratton.
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e hizo salir del consultorio al terapeuta. Le preguntó si podía enojarse con la muchacha. El terapeuta, a quien ella había insultado, creyó poder hacerlo. El supervisor le sugirió que le dijera a la joven que no tenía derecho a amenazar a sus padres con suicidarse en caso de que se separaran, pues tenían el mismo derecho que ella a hacer lo que juzgaran necesario. En vista de que el terapeuta era un intelectual, el supervisor lo alenté a expresar su ira como una comunicación personal a la cliente, y no como una mera observación intelectual. El terapeuta en formación regresó al consultorio y, tras recibir algunos insultos más de la joven, que ayudaron a la intervención, logró expresarle su ira frente a ese despojo de los derechos de sus padres. La madre respondió a esto advirtiendo con firmeza a su hija que no era asunto de ella decidir si se separaba o no de su esposo: la decisión la tomaría ella. A partir de ese momento, la hija empezó a comportarse con mayor sensatez en el consultorio y hasta bromeó con el terapeuta. En el tratamiento de este caso, nunca se discutió la metáfora de los fetos gemelos. Fue aceptada como alusiva a algo relacionado con partos múltiples. Esta interpretación pareció apropiada al descubrirse, más adelante, que la madre había tenido ocho hijos y estaba triste y exhausta. Cuando esta hija empezó a independizarse, la madre se deprimió y guardó cama. La hija comenzó entonces a actuar desatinadamente y a hablar de partos múltiples. El supervisor aconsejó al terapeuta que presupusiera que la hija entendía sus propias metáforas y no necesitaba que se las interpretaran. El foco de la terapia no era demorarse en sus ideas fantasiosas sino devolverla al estudio y el trabajo y zanjar las diferencias entre sus padres. La manera correcta de responder a un joven psicótico es tratar de comprender la metáfora sin comentar necesariamente su significado. Si el terapeuta en formación procede así, el cliente expresará ideas importantes con una espontaneidad cada vez mayor. El cliente necesita poder confiar en que el terapeuta no formulará interpretaciones o acusaciones irresponsables sino que aceptará sus ideas como parte de una coalición encubierta hasta tanto puedan expresarse de un modo más explícito. Conviene enseñar a los terapeutas que callar algo observado no es una muestra de deshonestidad, sino un gesto de cortesía. 269
¿Qué es deshonesto? Todo supervisor tiene la obligación de velar porque los terapeutas en formación no aprendan a ser deshonestos. Los clientes casi siempre han sido víctimas de abusos físicos, psíquicos o morales. No merecen ser engañados por un terapeuta. Las buenas intenciones de un terapeuta no bastan para excusar su falsedad. La cuestión es determinar qué se entiende por deshonestidad. ¿Es deshonesto librar a un cliente de un síntoma por medio del engaño? Veamos un ejemplo. Erickson hipnotizó a un hombre que temía a los ascensores y lo envió a otro lugar, con la consigna de concentrar toda su atención en la planta de sus pies. Por supuesto, el lugar quedaba en el último piso de un edificio alto y el cliente tuvo que usar el ascensor para llegar hasta él. Como estaba absorto en cumplir la consigna, no se dio cuenta de que viajaba en ascensor. Desde ese día, viajó en ellos sin temor. ¿Fue una intervención deshonesta? Si se utiliza una paradoja, ya sea con un cliente o con un terapeuta en formación, puede presentarse la siguiente situación. El terapeuta desea que su cliente abandone un síntoma; no obstante, lo incita a tenerlo. ¿Es deshonesto? A título ilustrativo, citaré el caso de un niño de doce años que, desde hacía largo tiempo, se masturbaba en la sala de estar de su casa, delante de su madre y hermanas. También se había masturbado en la escuela. Dos años de terapia no habían mejorado el síntoma. Un supervisor dispuso que el terapeuta utilizara una técnica paradójica. Incitó al niño a masturbarse en privado y los domingos —él mismo había indicado que ese día experimentaba los máximos placeres masturbatorios—, pero le advirtió que, si lo hacía en otros días, como castigo debería masturbarse aún más el domingo. El chico respondió masturbándose menos en público y el terapeuta lo acusó de falta de cooperación. En el uso de la paradoja, hay una fase característica en que el cliente manifiesta una mejoría parcial y el terapeuta insiste en mantener el síntoma. Tal actitud podría juzgarse deshonesta, por cuanto estimula una conducta a la que desea poner fin. Sin embargo, se presta a otra interpretación. Dentro del marco más amplio de la relación, el terapeuta quiere que esa persona supere el síntoma. En el caso que nos ocupa, el terapeuta quiere que el niño continúe masturbándose porque
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esta directiva forma parte del tratamiento. Si se toma en cuenta el contexto, la cuestión de la honestidad se complica: el terapeuta quiere sinceramente que el niño se masturbe y no se masturbe. Es parte de la paradoja de la comunicación. Esto debería aceptarse, pues no viene al caso si el cliente sabe o no que el terapeuta está usando una paradoja. La conciencia de la acción en curso no es el punto en discusión; por lo tanto, en ese sentido, la directiva no es engañosa. Cierta vez, asistí a una conferencia junto con un terapeuta eminente que había visto una videocinta del caso anterior. Dijo que se había procedido en forma deshonesta. El destacado terapeuta no había sido formado en el uso de la paradoja ni tenía experiencia alguna con las técnicas paradójicas. De ahí que no comprendiese la cuestión de la honestidad tal como la presento aquí. En realidad, la paradoja está en el centro de toda terapia, en el sentido de que el terapeuta debe dirigir al cliente hacia el cambio espontáneo. Veamos otro caso ilustrativo sobre la cuestión de la deshonestidad. Una mujer joven temía viajar en avión; su miedo empezaba a causarle problemas, ya que debía viajar por razones de trabajo. Consultó a un psiquiatra y le preguntó si podía ayudarla a superar este síntoma por medio de la hipnosis. Al término de la primera sesión, el psiquiatra le dijo que deseaba verla durante tres meses para abordar cuestiones personales y familiares; al cabo de ese lapso, la hipnotizaría y la liberaría de su fobia. Le expresó que los tres meses de terapia eran necesarios a fin de prepararla para la recuperación. Sus honorarios eran altos, de modo que esta fase preparatoria le significaría a la joven una inversión considerable. ¿El psiquiatra era deshonesto y le cobraba demasiado, o era prudente? ¿Y si no sabía hipnotizar (la mayoría de los psiquiatras no saben hacerlo) y suponía que a los tres meses de terapia ya no haría falta recurrir a la hipnosis? El supervisor tiene la responsabilidad de definir a los terapeutas en formación cuándo se explota a un cliente y, por lo tanto, se es deshonesto, y cuándo se trata de una mera cuestión de competencia.
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Supervisar la supervisión: comentario Hace años, enseñé terapia a miembros de la comunidad sin estudios universitarios. Llegaron a ser terapeutas bastante competentes, sobre todo en el trato con familias pobres, que constituían su especialidad. Después de su graduación, me enteré de que eran solicitados como docentes ante la gran escasez de terapeutas profesionales que supieran hacer terapia familiar. Como ellos habían sido formados para hacer terapia, y no para enseñarla, me pidieron que les ayudara a aprender a enseñar. Tal situación me aclaró algunas diferencias entre formar a un terapeuta y formar a un docente o supervisor. Los terapeutas, sean o no profesionales, no siempre necesitan conceptualizar una ideología para hacer su trabajo. Necesitan saber qué hacer, pero no se les exige que sean capaces de explicar a otro por qué actúan así. Un docente debe trasmitir un conjunto de destrezas y también un modo de pensar. La formación de terapeutas plantea exigencias especiales. Los terapeutas deben saber tratar a sus clientes; sus maestros no sólo deben saber tratar a los clientes: también deben saber conceptualizar esa acción de suerte que puedan trasmitirla a otros. Hoy, un supervisor debe ser capaz de supervisar tanto a terapeutas como a supervisores. Son tareas distintas: un buen supervisor de terapeutas puede no ser un buen supervisor de supervisores. Ambas tienen muchos aspectos en común, pero formar docentes es un emprendimiento más intelectual. Por de pronto, las unidades difieren. Cuando se supervisa a un terapeuta, este y el cliente constituyen la unidad. Cuando se supervisa a un supervisor, la unidad está constituida por el supervisor, el terapeuta y el cliente; es una jerarquía extensa que lo complica todo. Una idea simple propuesta a un terapeuta para que la use con un cliente puede ser rechazada por el terapeuta porque no logra entenderla, o tal vez un supervisor en formación no pueda o no quiera trasmitirla. Otras veces, una idea experimenta muchas trasformaciones al ser trasmitida de un supervisor a otro, del segundo supervisor a un terapeuta y del terapeuta al cliente, y este recibe apenas una buena intención. La supervisión de supervisores plantea el problema habitual de averiguar lo que sucede realmente en la terapia. 272
Conviene acompañar al supervisor en formación detrás del espejo de visión unilateral a fin de observar el intercambio de ideas entre él o el terapeuta y el cliente. Tal situación genera un problema; al salir en consulta, el terapeuta tiende a orientarse jerárquicamente hacia el supervisor de supervisores y no hacia su supervisor. (He intentado resolverlo mediante la supervisión simultánea de dos supervisores, en sendas salas. Cada terapeuta advierte mis frecuentes ausencias para ver qué pasa en el otro consultorio y, por consiguiente, presta más atención al supervisor en formación, quien sabe mejor que yo cómo va la entrevista terapéutica.) Durante la formación de un supervisor, es igualmente útil repasar grabaciones en videocinta y casete de sesiones de terapia o sesiones de supervisión con terapeutas. El supervisor de supervisores puede discutir el modo en que los terapeutas ejecutan las sugerencias de sus supervisores, así como algunos de los problemas que surgen al ayudar a los terapeutas a superar tal o cual dificultad. Por supuesto, las grabaciones presentan el inconveniente de que se discuten hechos acaecidos y no se puede aconsejar en el momento mismo de la acción. No obstante, como los supervisores de supervisores se manejan en un nivel más estratégico, es admisible una discusión más general con la grabación como punto de partida. Discutir un caso a partir de unos apuntes significa trabajar con una información mínima sobre los hechos reales; con todo, también da pie a debates más amplios en torno de diversos tipos de intervenciones y de la naturaleza de diferentes problemas. Cada caso se convierte en un punto de partida para discutir varias opciones y orientaciones terapéuticas aplicables al tipo de situación que él ilustra. En las discusiones de casos, es particularmente importante que el supervisor en formación presente el caso a su propio supervisor. Además de compartir el mismo lenguaje e ideas, el supervisor ya ha probado los procedimientos típicos empleados en un caso así. Al haberse enseñado ya las estrategias utilizadas en casos similares, los supervisores no necesitan extenderse en su discusión. Si los procedimientos rutinarios ya han sido probados, el supervisor puede sugerir otras ideas que ensanchen el horizonte del supervisor en formación. Este método didáctico exige un mayor esfuerzo al supervisor de supervisores, porque lo obliga a proponer 273
ideas y técnicas novedosas para los supervisores en formación. En la supervisión de supervisores entran las mismas variables implícitas en la supervisión de terapeutas. La discusión se centra en los problemas del terapeuta. Además, presenta varios aspectos característicos; 1) se intenta averiguar cómo está involucrado el terapeuta con el cliente; 2) se buscan nuevas intervenciones que pudieran venir al caso; 3) se corrigen los posibles errores del terapeuta, y 4) se enseñan ideas tal vez novedosas para el supervisor en formación que puedan servirle para otros casos. Por otra parte, un caso puede estimular un debate general sobre la naturaleza de la terapia. En estas discusiones, se consideran diversas alternativas terapéuticas con total libertad; después, el supervisor en formación, el terapeuta, el cliente y la familia llegan juntos a una decisión final. 3
El contexto formativo correcto Al formar terapeutas o supervisores, es importante disponer de un entorno apropiado para una terapia breve de orientación social. Estamos en plena transición de una terapia y una supervisión exploradoras y pausadas a un modo de trabajo orientado hacia la acción. Las agencias suelen seguir por los caminos tradicionales aunque ya intenten cambiar. Por su misma naturaleza, tienen procedimientos burocráticos estructurados sobre ideologías pretéritas. La introducción de una nueva manera de hacer terapia puede causar inconvenientes a todos. Como ejemplo extremo, pensemos que un centro pediátrico puede solicitar una batería de tests psicológicos y una historia clínica detallada, e insistir en que el terapeuta lleve un registro minucioso del proceso terapéutico. Recuerdo que una vez me pidieron que comentara un caso presentado en un hospital privado. La clienta era una joven de dieciocho años que habla consumido un 3 Véase D. Grove y J. Haley (1993) Conversations on therapy. Popular problems and uncommon solutions, Nueva York: Norton. [Conversaciones sobre terapia. Soluciones no convencionales para los problemas de siempre, Buenos Aires: Amorrortu editores, 1999,]
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poco de heroína, aparentemente para acompañar a su novio en esta experiencia. Recibí un informe diagnóstico de sesenta páginas. En la junta médica, comenté que un terapeuta orientado hacia el enfoque activo habría terminado el tratamiento en el tiempo que les había llevado preparar ese documento de sesenta páginas. (El comentario no fue bien recibido.) También señalé que el documento no incluía ningün plan de terapia, salvo la recomendación del cuerpo médico de persuadir a los padres y obtener su consentimiento para internar a la adolescente por tres años, como mínimo. Después de la reunión, hablé con los médicos residentes y me enteré de que habían recomendado tres años de internación porque ese era su tiempo de residencia. El contexto formativo para la técnica de supervisión recomendada en este libro requiere un entorno diferente del tradicional. Intentar supervisar la práctica de un nuevo enfoque terapéutico en un entorno que exige todos los procedimientos antiguos puede ser un error. En el curso de unos años he introducido una terapia socialmente activa en varias agencias y he advertido que se pueden tomar varias medidas para facilitar la transición. Ante todo, el supervisor necesita que el programa formativo cuente con la aprobación de las autoridades máximas de la agencia. No queremos que los terapeutas en formación queden atrapados entre un supervisor y una administración antagónicos. La aprobación debe incluir algunos cambios. Es preciso liberar al programa formativo de las restricciones impuestas por los procedimientos tradicionales, con la creación de una unidad que tenga sus propios procedimientos de admisión y alta, y su propia política sobre el registro del proceso terapéutico. Las notas serán breves pero darán una idea clara de lo ya realizado, por si otro terapeuta se hace cargo del caso. El consultorio contará con un espejo de visión unilateral y varias cámaras de televisión. Los terapeutas en formación serán voluntarios, y no individuos a quienes se les exige que hagan el curso. Las ideas del programa formativo no se impondrán a los miembros del cuerpo médico que no participen en él; sin embargo, se los debe invitar a que vengan a observar el curso en cualquier momento. Este enfoque se asemeja a un emprendimiento comercial en que una compañía establecida crea una división para de275
sarrollar, experimentar y comercializar un nuevo producto. El proceso se mantiene aislado de los procedimientos habituales de la compañía. Si el nuevo producto tiene éxito, es absorbido por la estructura global de la compañía; si fracasa, es cancelado sin estorbar el funcionamiento general de la empresa. Unas veces, un nuevo programa formativo tiene éxito y sus principios son adoptados por toda la agencia; otras, se lo expele y la agencia sigue funcionando del modo habitual.
11. Terapia compulsiva
Una joven principiante recibió el caso de un delincuente juvenil acusado de robo. Les habían dicho a sus padres que, si hacía terapia, el juez lo consideraría un paso positivo y no lo enviaría a la cárcel. El muchacho se presentó en el consultorio con su familia, por cierto bastante numerosa (incluía a varios hermanos y un tío). La terapeuta organizó a la familia en torno de la meta de impedir que el menor volviera a robar. Emergieron varios conflictos familiares, que fueron resueltos. La familia parecía satisfecha con la terapia; dijo que había podido discutir por primera vez varias inquietudes. La terapeuta estaba complacida con su cooperación y aparente satisfacción. Se fijó fecha para el juicio y se concertó una sesión terapéutica para el día siguiente; en ella se discutiría lo sucedido la víspera, y sus consecuencias. El juez tomó en cuenta la cooperación de la familia en asistir a terapia y dispuso la libertad del menor. Al día siguiente, la terapeuta esperó a la familia para felicitarla por su éxito. No se presentaron ni cancelaron la cita. Cuando la terapeuta los llamó por teléfono, informaron con bastante brusquedad que no querían verla ni continuar el tratamiento. La terapeuta se indignó viendo que la familia simplemente la había usado como un medio de evitar que el hijo fuera a la cárcel. Al parecer, su cooperación había sido insincera; ha bían asistido a las sesiones con el único propósito de que la terapeuta informara al juzgado que habían cooperado en la terapia. Tras esta experiencia, la terapeuta sintió que ya no podía confiar en algunos de sus otros clientes; temía que sencillamente la estuviesen usando. Incumbía a su supervisor evitar que esta experiencia la empujara al cinismo y afectara negativamente su trabajo. No cabía duda de que había aparecido un nuevo tipo de terapia. La terapia fue creada para prestar ayuda a las personas que la soliciten en forma voluntaria, a gente que tenga un 276
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problema y no pueda resolverlo por sí sola. Todas las escuelas de terapia, y son muchas, se basan en la idea de que el cliente inicia el tratamiento por voluntad propia. Los terapeutas discreparán en sus enfoques y técnicas, pero coinciden en suponer que sus clientes están motivados a buscar ayuda. A tal punto se dio por sentada la naturaleza voluntaria de la terapia que hasta se sostuvo la imposibilidad de prestar ayuda a quienes no la solicitaran. Esas personas tenían que tocar fondo; sólo así se desesperarían lo suficiente para pedir asistencia terapéutica y sólo entonces podrían beneficiarse con ella. El pago de honorarios por la ayuda prestada definía el carácter voluntario de la terapia. En estos últimos años, ha aparecido otro tipo de terapia. Ahora abundan los tratamientos compulsivos. La proliferación de los casos de abuso ha inundado el sistema judicial: abandono de niños, abuso fisico y sexual de menores, violencia conyugal, abuso de sustancias. Cada vez suman más las personas derivadas a terapia por orden judicial. A veces se suspenden las penas impuestas tradicionalmente por la ley y se trata el problema, quiéralo o no el cliente. En tales situaciones, no es raro que este no quiera hacer terapia y que el terapeuta no desee tratar a alguien que viene al consultorio contra su voluntad. Ninguno de los dos desea la compañia del otro. Este contexto se está haciendo habitual en la terapia contemporánea. El descubrimiento de la terapia por el sistema judicial ha conducido a varios tipos de tratamiento compulsivo. Uno consiste en sentenciar al individuo a hacer terapia; es un tratamiento por orden judicial. Quienes han recibido esta sentencia tienen que asistir a sesiones terapéuticas —y pagarlas— les guste o no. Obligar a la gente a pagar un tratamiento no deseado plantea curiosos problemas éticos. En una segunda forma de derivación, un poco menos forzosa, un funcionario judicial dice al, acusado o a su familia que hacer terapia sería una buena idea pues podría congraciarlos con el juez. Otra versión de la terapia compulsiva es utilizada por quienes creen que, si empiezan a tratarse antes de ser juzgados, tendrán más posibilidades de que el juez sea clemente con ellos. No hacen terapia en busca de ayuda sino sólo para impresionar al juez. A veces, dicen al terapeuta que vienen voluntariamente y ansían cambiar; el clínico se da cuenta
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de que ha sido engañado cuando el cliente simplemente desaparece después de la audiencia judicial. Pero algunos son sinceros y expresan que no tienen el menor interés en cambiar y sólo hacen terapia para no ir a la cárcel. Veamos un ejemplo de un cliente sincero en terapia compulsiva. Un hombre joven entró en terapia junto con su esposa; lo habían sentenciado a someterse a tratamiento por tenencia y comercialización de PCP.* El terapeuta entrevisté a la pareja y le preguntó al hombre si no le gustaría cambiar y abandonar las drogas. El respondió: «No; las he consumido durante muchos años, en verdad, toda mi vida, y lo disfruto. Me abstendrá mientras me hagan los análisis de orina ordenados por el juez, pero el día en que quede libre volveré al PCP». «Usted sabe que el PCP es una de las pocas drogas que causan lesiones cerebrales», dijo el terapeuta buscando el modo de motivarlo a abandonar las drogas. «No he notado ninguna lesión cerebral», replicó el hombre. El terapeuta se volvió hacia la esposa, para que lo ayudara a motivarlo más, y le pregunté: «¿No querría verlo abandonar las drogas?». «Sinceramente, no», replicó ella. Y el hombre acotó: «Ella se droga más que yo. Nos drogamos juntos». El terapeuta siguió buscando algún medio de estimularlos a reformarse. En un momento, la esposa comentó la posibilidad de tener un hijo y expresó cierta inquietud por el efecto que podrían causar las drogas en el bebé. El terapeuta se mostró complacido por este comentario. Salió del consultorio y, a poco, regresó con un folleto sobre los daños que ocasionan las drogas a los fetos. El joven le echó un vistazo y dijo: «Pues... no estoy seguro de querer tener un hijo».
Un terapeuta exasperado tal vez habría rechazado a este cliente potencial, pero con ello sólo habría devuelto el problema al sistema penal (que había fracasado porque, de lo contrario, no habría recurrido a la psicoterapia). O el hombre se habría dirigido a otro terapeuta y le habría mentido en vez de decirle la verdad.
* [Sigla del anestésico «phenylcyclohexylpiperidine> (fenil-ciclohexil-piperidina), también llamado «piperidina», «phencyclioline» (fencicliolina) y, como droga de venta callejera, «angel dust» (polvo de ángel). ( N, de la 71)1
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Terapia parcialmente compulsiva
¿De quién es agente el terapeuta?
La terapia compulsiva es una novedad para los supervisores porque difiere de la terapia voluntaria, enseñada en las universidades a varias generaciones de terapeutas. Sin embargo, tienen cierta experiencia en terapia parcialmente compulsiva. Un ejemplo de ella es el tratamiento ordenado por las autoridades escolares. Cuando una familia trae a un hijo problema y se le pregunta «¿Por qué han venido?», tal vez responda «Porque en la escuela nos dijeron que viniésemos». No dicen «Porque tenemos un problema que deseamos resolver». Este tipo de terapia es compulsiva para las familias en el sentido de que la escuela puede hacerle la vida imposible a un niño si no se somete a tratamiento. La familia sólo viene al consultorio para evitar un mal mayor, y esto es lo que define la terapia compulsiva. Todo terapeuta familiar ha pasado igualmente por la experiencia de ver a miembros de una familia que vienen a disgusto. Para el adolescente que es traído a rastras por sus padres, la terapia es compulsiva. Los terapeutas deben hallar el modo de persuadir a estos muchachos de que en efecto están allí para su bien. También se da el caso de que una pareja venga al consultorio porque un cónyuge le ha dicho aI otro «O hacemos terapia o nos divorciamos». Los pacientes hospitalizados por orden judicial también se sienten sometidos a una terapia compulsiva. Quienes hemos trabajado en un hospital, sabemos lo que es enviar a un asistente por un paciente, ver que lo trae a rastras, y decirle al paciente: «Estoy seguro de que mañana vendrá por su propia voluntad». Al día siguiente tampoco quiere venir y, una vez más, nuestro asistente lo trae a rastras. En vista del poder que ejerce el cuerpo médico de un hospital psiquiátrico sobre los pacientes, a veces resulta difícil determinar si una persona solicita tratamiento en forma voluntaria o no. Recuerdo el. consejo que daba Erving Goffman a los pacientes para que pudieran salir de un hospital psiquiátrico: contraigan un síntoma obvio, háblenle de él al psiquiatra de la sala y déjense «curar» por él.
En terapia compulsiva, la cuestión más importante es establecer a quién representa el terapeuta. Un terapeuta siempre es el agente de alguien. En los albores de la terapia, era el agente de un cliente individual. Ni siquiera hablaba por teléfono con un familiar del cliente porque estaba de parte del individuo frente a la familia (aunque en muchos casos esta pagaba sus honorarios). En otras épocas, el terapeuta era el agente de los padres contra un niño o adolescente problema. Después, en ese período de cambio social que fue la década de 1960, el terapeuta pasó a ser el agente de familias enteras y a menudo tomó partido por ellas contra la comunidad. Cuando un juez ordena un tratamiento compulsivo, el terapeuta es un agente del Estado, situación nueva para los clínicos, al menos en el mundo occidental. Quienes trabajamos en el campo de la terapia, ahora enfrentamos el hecho de que los terapeutas ayudan al Estado a hacer que la gente observe las conductas aprobadas por la sociedad. (Hasta es sabido que algunas filiales de Alcohólicos Anónimos informan a los juzgados si una persona asiste o no a sus reuniones. Hubo un tiempo en que una reunión de AA era el lugar más seguro para quien, habiendo tocado fondo, deseaba conseguir ayuda en forma anónima.) La terapia compulsiva es una combinación de terapia y control social, en la que el Estado usa a los terapeutas para reformar a los perturbadores del, orden en estos tiempos cada vez más agitados. Por su parte, estos clientes responden al terapeuta igual que lo harían con un agente del Estado. Si bien muchos terapeutas procuran persuadir al cliente forzoso de que lo representan a él y no al Estado (y aunque así fuera), es natural que el cliente dude sobre cuánto revelar de sus actos ilícitos y tenga miedo de que el terapeuta trasmita esa información al juez. La terapia compulsiva puede corromperse, y destruirse la seguridad de una relación confidencial, no sólo por el miedo del cliente a revelar al terapeuta cuestiones privadas, sino también por la incertidumbre del terapeuta sobre cuánto debe revelarle al juez. La mejor posición que puede adoptar un supervisor frente a la terapia compulsiva parecería ser esta: enseñar que los terapeutas deben decir al juez si un cliente enviado por
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orden judicial se presenta o. no a hacer terapia y qué recomendarían ellos. No tienen por qué comunicarle lo que diga el cliente durante el tratamiento. No sabemos cuánto se utiliza la terapia compulsiva, pero sí que va en aumento a medida que los sistemas judiciales recurren cada vez más a ella como alternativa del encarcelamiento. En la actualidad, no sólo la practican los terapeutas, sino que hay agencias enteras dedicadas a ella. Cabía esperar que los terapeutas protestaran al verse usados de esta manera, pero pocos lo han hecho. En su mayoría no simpatizan con este tipo de terapia aunque, por desgracia, algunos sienten placer al practicarla. Un joven terapeuta admitió que hacía terapia de confrontación y le gustaba recibir a clientes derivados por orden judicial porque podía hacer lo que quisiera con ellos. A menudo, los grupos de drogadictos son sometidos a experiencias atroces so pretexto de ayudarlos. El terapeuta posee un poder aún mayor cuando le es conferido por un juez, lo cual puede ser bueno o malo, según los casos. Un nuevo mar de terapias inunda lentamente nuestra disciplina hasta sepultarla. En una escala menor, las grandes empresas contratan terapeutas que induzcan a su personal a observar las conductas que ellas prefieren. Por consiguiente, estos terapeutas son agentes de la compañía y los empleados, que deben hacer terapia o arriesgarse a ser despedidos, son clientes que, básicamente, experimentan una forma de terapia compulsiva. Uno de los problemas de la terapia compulsiva es la falta de organizaciones de profesionales en salud mental que discutan los problemas que trae y de monografías científicas que contribuyan a definir este tipo de terapia. La gente se limita a aceptarla. Los jueces que han sido persuadidos de su valor suelen recurrir a ella porque no saben qué hacer con los reincidentes a quienes deben juzgar. Cuando se intentó organizar una reunión de juristas y terapeutas para tratar el tema de la terapia compulsiva, un juez dijo: «¡Por amor de Dios, no me quiten la terapia! No sé qué otra cosa hacer con esta gente».
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Peculiaridades de la terapia compulsiva Se advierten varias diferencias entre la terapia voluntaria y la compulsiva.
Involucración de otros profesionales En la terapia tradicional, el clínico decide cómo conducirá el tratamiento. Opta por una técnica determinada y decide a qué miembros de la familia entrevistará. Tiene libertad de elección dentro de las limitaciones impuestas por una ideología terapéutica específica. En la terapia compulsiva, varios profesionales intervienen en el caso y muchos de ellos tienen más poder que el terapeuta. Entre los involucrados, hay agentes de policía, jueces, agentes del servicio de protección de menores, agentes de vigilancia judicial, abogados .y terapeutas individuales asignados a tal o cual miembro de la familia. El número de profesionales involucrados complica el caso y, a veces, imposibilita su tratamiento. Estos profesionales tienen un poder jamás visto, hasta ahora, en los casos de terapia. Por ejemplo, pueden retirar del hogar a un miembro de la familia sin la autorización del terapeuta. A veces retiran a un niño en tratamiento sin consultar siquiera a su terapeuta. Con frecuencia, la familia no comprende el porqué de esta remoción, y en ocasiones tampoco lo comprende el terapeuta. Qué extraña forma de terapia familiar es esta: el terapeuta ni siquiera puede ayudar a la familia a decidir quiénes vivirán en su hogar, y mucho menos quiénes estarán presentes en las entrevistas familiares. Recuerdo el caso de un terapeuta que trataba a una familia desde hacía varios meses; un día, retiraron repentinamente del hogar al padre, un abusador sexual. Los agentes del servicio de protección de menores por fin habían puesto al día su papeleo burocrático sobre el caso y ahora respondían a la situación. El terapeuta opinaba que el caso marchaba bien, pero nada pudo hacer. La terapia familiar nació en la década de 1950, cuando las familias empezaron a desintegrarse. Debemos admitir la posibilidad de que los terapeutas y las agencias de asistencia social hayan contribuido mucho a esa desintegración, porque su tratamiento de individuos, y no de matrimonios,
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debe de haber influido negativamente en el índice de divorcios del 50%. Cuando los padres se separan, los hijos suelen criarse en hogares con un solo progenitor (la ubicación de los hijos de una familia desmembrada en hogares de crianza acarrea consecuencias más graves), un número creciente de ancianos son abandonados por su familia y alojados en establecimientos geriátricos, y los adolescentes perturbadores son internados en pabellones psiquiátricos o institutos de menores donde los tratan como problemas individuales. Se está desmantelando la familia como unidad y no podemos negar que personas serviciales han contribuido a ese desmantelamiento.
Necesidad de un cambio rápido En el tratamiento voluntario, el terapeuta puede optar entre actuar rápidamente o tomarse su tiempo y seguir el cambio gradual de las personas. En algunas ocasiones, una intervención provoca la trasformación inmediata del cliente; en otras, el cambio es paulatino. En los casos de abuso derivados a terapia compulsiva, el terapeuta no puede elegir entre un tratamiento breve o prolongado. Si alguien sufre abuso, el terapeuta debe hacer una intervención rápida. No podemos dejar que un padre golpee a un niño un poco menos cada mes mientras el terapeuta cambia lentamente a la familia. En tales casos, los terapeutas deben actuar con presteza; de ahí la creciente popularidad de los talleres de terapia breve (también influyen en esto las compañías aseguradoras, al fijar límites de tiempo).
La visión lineal de la Justicia Muchos terapeutas han intentado cambiar su modo de pensar pasando de una visión lineal a un enfoque de la psicopatología basado en los sistemas familiares. Han abandonado la idea de que en los problemas humanos hay un malvado y una víctima; ahora creen que una persona actúa influida por las acciones de otra y una familia en dificultades sigue secuencias que, al repetirse una y otra vez, perpetúan su malestar. Por ejemplo, frente al mal comportamiento de
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un muchacho, formulan la hipótesis de que no se trata de una simple cuestión de mala conducta: el chico estabiliza a su familia por medio de su síntoma. Los terapeutas familiares que tratan con representantes judiciales enfrentan un problema especial. El sistema judicial no puede tolerar un punto de vista sistémico. El juez tiene que ser lineal; por eso toma posición en favor de la existencia de un malvado y una víctima. Ante un juez, el individuo es responsable de sus actos y, si cometió un crimen, debe ser castigado. Socavaría todo el sistema judicial admitir, por ejemplo, la idea de que un hombre roba porque su esposa lo provoca, o que abusó sexualmente de una hija porque la esposa lo desatendió o lo alentó a cometer ese acto. El crimen de un adolescente no puede explicarse ante un juez alegando que ese fue su modo de ayudar a un progenitor deprimido. Si los jueces admitieran una visión familiar de los problemas, deberían encarcelar a familias enteras. Cuando los terapeutas que tienen una visión sistémica tratan de colaborar con representantes judiciales que tienen una visión lineal, aparecen los problemas. Los representantes judiciales tienden a pensar que los terapeutas familiares son demasiado blandos con los miembros de las familias en dificultades; por su parte, los terapeutas familiares tienden a pensar que los funcionarios judiciales son demasiado duros con ellos. Esta división de perspectivas es característica de los conflictos entre progenitores respecto de un hijo problema.
Fe en el cambio La diferencia quizá más sustancial entre los terapeutas y los agentes del servicio de protección de menores deriva de su contexto social. Los terapeutas deben declararse en favor de la posibilidad del cambio, de influir sobre el problema, cualquiera que sea, y modificarlo. Si en una familia se comete un abuso, los terapeutas creen que puede ocurrir un cambio que impida su reiteración. Si no creyesen en esto, no habrían elegido la carrera de terapeuta. Además, como parte de su visión más amplia del problema, tienen la responsabilidad de ayudar tanto al abusador como a la víctima mientras que el juez sólo busca ayuda para esta última.
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Por el contrario, la posición más segura para el personal de una agencia protectora de menores es creer en la improbabilidad de un cambio. Si estamos protegiendo a una víctima, lo mejor es suponer que el abusador no cambiará y que su víctima debe ser protegida a perpetuidad. Si los agentes del servicio de protección de menores se arriesgan a suponer que las personas pueden cambiar y la víctima sufre un nuevo abuso, han caído en falta y deben asumir la culpa por haber permitido la reiteración del abuso. De ahí que prefieran separar a los menores del abusador antes que correr el riesgo de que los abusos continúen. Esta medida se toma aunque el abuso se haya cometido en un hogar de crianza o un padre vuelva a casarse y abuse de sus hijastros. Cuando un terapeuta que cree en la posibilidad del cambio se reúne con un representante judicial que no cree en ella, a ambos les resulta difícil colaborar entre sí. A menudo, las partes ven una discrepancia personal en algo que en realidad constituye un problema estructural del sistema. En otras palabras, la dificultad surge porque cada profesional procede correctamente. Tomemos por caso a los abogados defensores, encargados de proteger a los miembros de la familia. Suelen proliferar alrededor de un caso de abuso y cada abogado representa a determinado miembro de la familia. Un muchacho fue arrestado por haber abusado sexualmente de su hermana a lo largo de varios años. El juez le asignó una defensora que le aconsejó no decir una sola palabra sobre lo sucedido. La familia fue derivada a terapia compulsiva y el hijo, siguiendo el consejo de no admitir nada, se rehusó a hablar durante la sesión familiar. Su hermana hizo lo mismo, pues quería protegerlo. Al terapeuta le resultó difícil hacer terapia con personas que se negaban a comunicarse. No obstante, la posición de la abogada defensora era absolutamente correcta: para que ella pudiera cumplir con su misión de defenderlo, era preciso que el joven guardara silencio. Situaciones como esta demuestran que no estamos ante un simple conflicto entre profesionales. El problema radica en tratar de combinar dos sistemas muy distintos, fundados en conceptos disímiles sobre lo que se debe hacer.
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Compromiso emocional del profesional Entre los profesionales involucrados en los casos de abuso, no sólo hay meras discrepancias teóricas: también hay fuertes emociones en pugna. No siempre pueden ser lógicos y objetivos con respecto a un caso de abuso porque sus sentimientos personales quedan atrapados en el dramatismo de la situación. Este problema afecta en especial a los terapeutas, que han sido formados en una actitud imparcial, si no neutral. Todo terapeuta se perturba frente a determinado tipo de abuso; cuando debe tratar ese tipo de caso, le cuesta colaborar con los otros profesionales. Un padre abusó sexualmente de su hija, una adolescente de catorce años, y fue retirado del hogar. Los asistentes sociales que trabajaban en el caso pensaron que la madre era demasiado fría con su hija y alentaron un acercamiento entre ambas. Al año, la madre comenzó a abusar sexualmente de su hija y trabó una relación sexual con ella. Al cabo de un tiempo, se entregó a la policía, presa de terribles remordimientos. La muchacha fue retirada del hogar y enviada a un asilo de menores, pese a que venía cumpliendo una función parental con sus tres hermanos menores. Ni siquiera le permitieron verlos. Tampoco dejaron que la madre hablara con ella. Cada vez que la hija le telefoneaba, la madre respondía «No me permiten hablar contigo». La chica empezó a fugarse del asilo, y en una ocasión pasó la noche fuera de él. Asignaron el caso a un terapeuta. Habló con la madre y la encontró abrumada por la culpa. Quiso reunirlas a las dos para esclarecer lo sucedido entre ellas y ayudarlas a decidir varias cuestiones, entre ellas, el futuro domicilio de la hija; pero los agentes del servicio de protección de menores estaban muy perturbados por la conducta de la madre y negaron la autorización para que madre e hija estuvieran en una misma habitación, aun para hacer terapia. Las discusiones telefónicas en torno de este punto llevaron bastante tiempo. La extrema religiosidad de la madre planteó un problema adicional. Confesó ante los ancianos de su iglesia lo que había hecho, y estos ordenaron que su comunidad le hiciera el vacío. A los adeptos de esa religión les estaba prohibido trabar amistades fuera del grupo religioso, de modo que esta mujer no podía hablar con nadie, salvo con su terapeuta (un sacerdote católico que la ayudó mucho).
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La madre fue juzgada y sentenciada a un año de prisión. El terapeuta tuvo que localizar a una abuela, radicada en una ciudad distante, y disponer lo necesario para que viniera a hacerse cargo de los niños. (No podía traer al padre, que había sido expulsado del hogar por abusador.) Mientras la madre cumplía su pena, ubicaron a la hija en un hogar de custodia, separada de su familia. Cuando la madre cuidadora se enteró de lo que había hecho la madre biológica, su perturbación y su ira fueron tales que se pasaba el día explicándole a la muchacha qué madre espantosa tenía. Entretanto, el terapeuta se esforzaba en concertar alguna forma de reconciliación entre madre e hija. Tras largas negociaciones, los agentes protectores de menores accedieron a que ambas se reunieran con un terapeuta familiar en una misma habitación, siempre que la hija tuviera, además, un terapeuta individual que la apoyase si se perturbaba durante las sesiones familiares. Lo tuvo y, por fin, madre e hija volvieron a verse. También se concertó una sesión para que la hija pudiera conversar con sus hermanos. Por suerte, la madre fue derivada finalmente a un centro de preexcarcelación que, en varios aspectos, podía considerarse progresista. Le fue bien allí: adelgazó, consiguió trabajo, adquirió cierta confianza en sí misma y continuó su tratamiento. El terapeuta pidió a la madre sustituta que viniera a una entrevista, porque la hija estaba atrapada entre las dos madres. La sustituta respondió: «Jamás estaré en una misma habitación con esa mujer», y persistió en sus peroratas a la chica sobre la pésima madre que tenía. La madre ha regresado a su hogar y sigue trabajando; sus hijos crecen bien. La hija sigue alojada en el hogar de custodia. En este caso, el terapeuta empleó casi todo su tiempo en negociar con otros profesionales; al parecer, esto es típico de los casos de terapia compulsiva en que el abuso cometido perturba notablemente al terapeuta.
va. La transición resultaría más fácil si se pudiesen tomar algunas medidas sencillas. Una sería tener programas formativos que enseñen a motivar a los clientes que no hacen terapia por voluntad propia. Tal aprendizaje ayudaría a los terapeutas a no convertirse en agentes del Estado; además, les enseñaría a ser agentes de los clientes sin dejar de reconocer las necesidades de la comunidad.
El futuro de la terapia compulsiva
Hoy, cada terapeuta se debate solitariamente con estos problemas e intenta idear procedimientos terapéuticos. Algunos parecen tener poca o ninguna dificultad en manejar los casos de terapia compulsiva; otros tienen problemas atroces. Otros, en fin, han desarrollado técnicas especiales. Por ejemplo, en un caso de terapia compulsiva, conviene dedicar los quince minutos iniciales de la primera entrevista familiar al esclarecimiento de la situación legal, a menudo ininteligible para la familia; esta explicación estará a cargo de un representante judicial. A su término, el terapeuta le da las gracias, lo despide y sólo entonces puede dirigirse a la familia y hacer un comentario como este: «¡Qué problema dificil tenemos por delante!». En ese momento, el Estado ha salido del consultorio y el terapeuta está de parte de la familia. Los supervisores deberían elaborar varios procedimientos de este tipo, siempre sencillos, para facilitar a los terapeutas en formación el manejo de los casos de terapia compulsiva. También hace falta establecer en cada comunidad alguna especie de foro donde los representantes judiciales y los terapeutas puedan reunirse a discutir cuestiones relacionadas con los casos que comparten. De este modo podrían zanjar sus discrepancias en un tranquilo ambiente deliberativo, que es difícil crear en una breve conversación telefónica, la forma actual de colaboración, según parece. También convendría sustituir la expresión terapia compulsiva por otra denominación (p. ej., asesoramiento judicial o práctica judicial) para distinguirla del tipo de actividad en que un terapeuta promueve el desarrollo de personas que no han hecho nada malo.
El campo de la terapia experimenta un cambio constante, que entraña la adopción de nuevas formas y procedimientos. Se diría que hasta absorberá la terapia compulsi-
Por último, seria bueno que los jueces que asignan casos a terapeutas requiriesen, además, un seguimiento científico para determinar si realmente la terapia es más eficaz que la
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cárcel con relación a la frecuencia de las reincidencias. La terapia puede ser eficacisima para los casos de tratamiento compulsivo o no serlo. Deberíamos saberlo porque están en juego importantes libertades civiles.
Epílogo. Para ser supervisor de terapia sin saber cambiar a la gente
Los terapeutas en formación salen de las universidades e institutos privados, y revolotean cual bandadas de palomas cada vez más numerosas. Todos deben ser formados por supervisores. ¿Dónde encontrar supervisores competentes que sepan cambiar a las personas? La escasez de supervisores formados provoca una crisis, sobre todo en una terapia breve orientada hacia la familia. Los jóvenes terapeutas en este campo deben provocar cambios en clientes anoréxicos, drogadictos, llorones, alocados, pederastas, asustados, que han intentado suicidarse o que no pueden evitar comportamientos tontos. El terapeuta, desesperado, se vuelve hacia un supervisor y le pregunta: «¿Qué debo hacer para curar a esta gente?». Los supervisores a quienes nunca les enseñaron a tratar estos problemas se ven en figurillas. Muchísimos terapeutas se están formando con supervisores que saben reflexionar sobre los problemas de la vida, pero no saben qué hacer para resolverlos. En estos últimos años, la terapia ha adoptado un estilo activo y directivo, en parte porque las compañías aseguradoras y los jueces requieren tratamientos breves y resultados en los que el éxito sea evidente. Los administradores de los servicios de salud esperan que los supervisores enseñen una terapia breve, que les digan a los terapeutas en formación lo que deben hacer para resolver rápidamente los problemas planteados por sus clientes. Varias generaciones de supervisores aprendieron que la terapia y la supervisión eran indagaciones ociosas que entrañaban más reflexión que acción. No eran formados para resolver el problema de un cliente, sino para discutir otros temas, por ejemplo, por qué las personas son como son y cómo llegaron a serlo. Como dijo Al Titicaca (no Esta es una nueva versión del artículo publicado en el Journal of Systemic Therapies (otoño de 1993), págs. 4-52.
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es su verdadero nombre), doctor en Filosofía: «Puedo establecer una buena relación con un terapeuta en formación y ambos podemos mantener una conversación productiva acerca de problemas personales, del modo de tomar notas sobre desarrollo de un proceso, de la dinámica de un caso y sus orígenes que se remontan a la infancia. Después el terapeuta en formación me pregunta qué hará con un cliente que nunca se baña. Le hablo de los significados más profundos del acto de bañarse pero, en realidad, no tengo la menor idea sobre lo que debería hacer». La supervisora Virginia (su nombre real) dijo: «Supervisaba a una terapeuta en el tratamiento de una dienta que, cada vez que tenía un orgasmo, cantaba en forma compulsiva "The Star-Spangled Banner".* Pese a mis años de formación como supervisora, sencillamente no supe cómo ayudarla a resolver ese problema embarazoso. Puedo solidarizarme con los terapeutas en una perspectiva feminista y discutir largamente la teoría de sistemas, pero cuando quieren saber cómo se cambia a alguien, simplemente me siento perdida y tengo que recurrir a mi experiencia para inventar una respuesta». La mayoría de los supervisores se encuentran en la misma situación que Al y Virginia: necesitan que los ayuden a ocultar el hecho de que no saben cómo cambiar a la gente. A continuación, ofrezco algunas pautas para usar las técnicas de supervisión básicas que han ayudado a los docentes a ocultar su ignorancia por varias generaciones. Incluyen organizar el contexto apropiado, ofrecer la correcta presentación personal y reconocer que las diversas teorías clínicas no fueron concebidas para guiar a los terapeutas, sino más bien para ayudar a los supervisores que no saben qué hacer.
Importancia del contexto apropiado Para consuelo del supervisor, todos los enunciados están encuadrados dentro del contexto social. El simple hecho de ocupar un puesto de supervisor significa que lo consideran una persona bien informada. Si un supervisor consigue em* [aLa bandera tachonada de estrellas», himno nacional de los Estados Unidos. ( N. de la T.)]
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pleo en una institución afamada, hasta sus comentarios triviales parecerán reflexiones profundas. Un enunciado tonto pronunciado en un contexto sabio, como la Universidad de Harvard, despertará admiración, como lo han descubierto muchos necios que dictan cátedra allí. Le vendrá bien explicar que desciende de un distinguido linaje de supervisores. Asistir a talleres de fin de semana que anuncien la participación de supervisores famosos, y aun legendarios, significa que podrá citarlos como antiguos maestros suyos y mencionarlos por su nombre de pila. También es importante poseer los diplomas correctos y exhibirlos en un lugar destacado del despacho o consultorio. El certificado de supervisor autorizado se obtiene fácilmente: basta con pagar un arancel, asistir a clases, escribir algunas monografías y hablar de dinámica. No se requiere prueba alguna de que el supervisor haya enseñado eficazmente a terapeutas en formación el buen uso de diversas intervenciones u otras técnicas terapéuticas.
Presentación personal ¿Cómo debe presentarse el supervisor frente a una clase de terapeutas que recién inician su formación? Lo mejor es presentarse como un tipo dotado de cierta sabiduría e ingenio. Si sólo posee la mitad de cada cualidad, puede disimularlo adoptando una actitud meditabunda. Cultivará un estilo contemplativo, como si considerara constantemente todos los aspectos de cada situación. Los supervisores deben dar la impresión de poseer lo que su título implica: «super visión». Hay dos amaneramientos visuales que les vendrán de parabienes: 1) una mirada abstraída que de a entender que están considerando todos los aspectos de la situación más amplia, y 2) una mirada penetrante y sagaz que pruebe al estudiante que están alertas y apresan al vuelo lo esencial de la cuestión. Cuando un estudiante nervioso teme por el destino del cliente que tiene entre manos, el supervisor puede ganar su respeto, y aun su adulación, con sólo estar presente, mantener la calma y poner cara de sabio. A veces, la mirada distante y el silencio pensativo generan en el estudiante la impaciencia suficiente para que se le ocurra al-
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guna táctica. El supervisor puede aceptarla e insinuarle, quizá, que tenía esa idea en mente y sólo quería que se le ocurriera a él en forma espontánea. Si un estudiante ya ha trazado un plan y busca su aprobación, es correcto lanzarle una mirada aguda y conocedora, aunque no lo comprenda. El porte adecuado no puede prevenir, por si solo, las críticas de los estudiantes. El supervisor debe cultivar una relación personal con los terapeutas en formación e inspirarles tal grado de lealtad que resten importancia a sus deficiencias, o aun las pasen por alto. Por lo general, conviene recordar el nombre de un estudiante. Los ocasionales comentarios personales son igualmente importantes, por ejemplo: «Tengo entendido que esta mañana su esposa tuvo trillizos. ¡Bravo!». La involucración personal incita a los estudiantes a tolerar, y hasta proteger, al supervisor incompetente. Un supervisor que muestre el porte correcto en un contexto solemne puede ganarse el respeto de sus supervisados aunque no sepa cómo inducir el cambio terapéutico. Pero, ¿qué pasa si le preguntan específicamente qué debe hacerse para cambiar a un cliente afectado por un problema serio? Hay formas aceptadas de afrontar esta crisis. La más popular es comportarse como un terapeuta cognitivo y enturbiar las cuestiones mediante una discusión racional de la teoría. Ya no es un secreto que las ideologías básicas de la terapia fueron concebidas para proteger a aquellos supervisores que no supieran cómo provocar un cambio.
La teoría ideal Examinemos los criterios de una teoría clínica que serían ideales para los supervisores que no saben generar un cambio. Dicha teoría tendría que abordar los siguientes interrogantes: Primero: ¿es posible disponer que un supervisor no puede equivocarse? Suena difícil pero, en los últimos cien años, los genios se han aplicado a la tarea y han propuesto soluciones. ¿Y si un estudiante completa su formación sin haber cambiado a un solo cliente ni haber adquirido destreza alguna, salvo para decir «Hábleme más de eso»? ¿El supervisor puede evitar que lo tilden de inepto?
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Segundo: ¿cómo puede eludir un supervisor la necesidad de inventar técnicas diferentes para cada caso? Si pudiésemos idear un método único, lo bastante simple como para que cualquier docente pueda entenderlo y explicárselo a los terapeutas en formación, nadie pretendería que esos docentes discurran intervenciones ad hoe. Tercero: si un supervisor no sabe cómo provocar un cambio, ¿de qué puede hablar para distraer la atención de sus estudiantes de las cuestiones terapéuticas? Debería ser un tema interesante que intrigue y fascine a los jóvenes intelectuales a fin de que no reparen en que no se les enseña a modificar problemas reales. Cuarto: ¿es posible que un supervisor pase años sin que se espere nada de él y, de este modo, eluda las críticas hasta que los problemas, y él caso mismo, hayan perdido interés? Quinto: ¿se puede disponer lo necesario para que los errores de un supervisor resulten indemostrables? En la situación didáctica ideal, esta es la tarea más importante. Un terapeuta en formación podría quejarse amargamente: «Después de haber hecho terapia durante años, bajo su supervisión, no he logrado cambio alguno en este cliente y usted jamás me ha prestado la menor ayuda». El supervisor tiene que responder de manera tal que el terapeuta desaparezca, castigado y corrido por haberlo criticado y haberle hecho reclamaciones estúpidas. En suma, la situación ideal para un supervisor sería aquella en que no tuviese responsabilidad alguna por los cambios, ni corriese el riesgo de equivocarse o ser criticado. ¿Esperar que este ideal se cumpla en alguna parte del mundo real sería pretender demasiado? Para descubrir cómo se ha alcanzado este ideal, debemos mirar hacia las escuelas clásicas de terapia. Descubriremos que el propósito primordial de los enérgicos procedimientos y las ideologías en el campo de la terapia es ayudar a los supervisores que no saben provocar cambios.
Teorías pasadas y presentes Examinar las teorías clásicas no sólo tiene interés histórico: también puede constituir una verdadera discusión 295
de la psicoterapia contemporánea. Generaciones de terapeutas se formaron en esas ideas y los supervisores de hoy practican su profesión tal como lo hicieron sus maestros. Las técnicas terapéuticas pueden cambiar en la práctica, pero los procedimientos de supervisión destinados a proteger a los docentes incompetentes no cambian jamás. Es bien sabido que las terapias de menor valor práctico y peores resultados se basan en la teoría psicodinámica. No obstante, aún gozan de popularidad dentro de nuestra profesión. ¿A qué se debe eso? Evidentemente, no es casual que: 1) la teoría sea perpetuada por los supervisores, y 2) todavía no se haya ideado otra teoría que proteja más que esta a los docentes incompetentes. Los aportes contemporáneos son meras modificaciones. Hacia fines del siglo pasado, en aquel gran periodo de la terapia hipnótica, Freud recorría los consultorios de los hipnólogos de entonces. Lo que allí observaba era una terapia supervisada en vivo. Un supervisor hacía una demostración de terapia hipnótica con un paciente, centrándose en el síntoma del que esa persona deseaba curarse. El terapeuta en formación observaba de qué manera el hipnólogo experto resolvía el problema. Tras haber observado al maestro, el terapeuta en formación trabajaba con un paciente y resolvía un problema, bajo la mirada de aquel. Esta supervisión en vivo partía de la presunción de que la formación terapéutica implica enseñar una destreza. Después de haber observado el trabajo de estos hipnólogos y haberlo experimentado él mismo, Freud decidió abandonar la hipnosis y adoptar un enfoque muy diferente. La única explicación para este cambio es que debe de haberse dicho: «Los tipos con los que trabajo nunca podrían enseñar terapia de este modo. No podrían inventar una estrategia para cada caso. Nunca podrían mostrar semejante destreza en la curación de nuevos síntomas; por lo tanto, tampoco podrían enseñársela a los terapeutas en formación. En consecuencia, debo desarrollar otra forma de terapia que permita a los docentes tener prestigio y ser admirados aunque no sepan cómo producir el cambio. ¿Puedo estructurar una organización basada en este principio?». Al cabo de largas horas de meditación, quizá sentado junto a su amigo y consultor, Wilhelm Fliess, casi rozándose las narices, Freud propuso el enfoque clásico que, un siglo
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después, continúa aplicándose a diario. En honor de Freud debemos decir que satisfizo todos los requisitos imaginables para salvar a los maestros incompetentes. Su influencia es tal que sus ideas sobre la supervisión hoy son utilizadas hasta por quienes enseñan otras terapias con nombres nuevos, más en boga.
Homenaje a Freud Freud fue enseguida al centro de la cuestión y propuso un abordaje a dos puntas para salvar al docente. Concibió una forma de terapia en que el terapeuta y, por lo tanto, el supervisor, no se responsabilizaba de cambiar a nadie. Añadió la idea de que cualquier fracaso del terapeuta en formación debe atribuirse a sus problemas emocionales y no a su maestro. Mediante estas dos premisas básicas, cualquier supervisor incompetente podía desviar los hondazos y flechazos de los indignados terapeutas en formación que, tal vez, advertían que no conseguían cambiar a nadie. Si un paciente dice «¿Acaso su trabajo no es hacerme cambiar?», el terapeuta tradicional responderá, tal como le han enseñado: «No, mi trabajo es ayudarlo a comprenderse a sí mismo. De usted depende que cambie o no». Es un recurso admitido para que los terapeutas no necesiten saber qué hacer.• Se ha pasado por alto el hecho de que esta consigna contiene una agenda encubierta destinada al supervisor. Si un terapeuta en formación le hace la misma pregunta a su supervisor —«¿Su tarea no es indicarme cómo saco a este cliente de su aflicción?»—, el supervisor puede responder: «Mi tarea no es ayudarlo a cambiar a las personas, sino ayudarlo a comprender por qué tiene problemas en el tratamiento de este paciente». Hasta puede obsequiarle una sonrisa burlona e interrogarlo sobre sus problemas emocionales no resueltos. «¿Ha examinado sus fantasías omnipotentes acerca de salvar a los pacientes?», le preguntará, y el avergonzado terapeuta en formación se batirá en penosa retirada para abordar sus problemas emocionales, sin advertir que su maestro no supo resolver el problema del cliente. Al culparlo por sus propios problemas, también lo ha persuadido de que no es un estudiante que critica a su maestro, 297
sino más bien una persona que desconfía de sus propios juicios. Como parte de su plan, Freud suprimió la supervisión en vivo y reafirmó la confidencialidad de la terapia. Debía hacerse en consultorios privados con doble puerta a fin de que nadie pudiese oír u observar lo que se dijera o hiciera, ni aun apoyándose contra la puerta. De este modo, los docentes no necesitaban demostrar su destreza a los terapeutas en formación ni observar cómo entrevistaban a la gente. No podemos responsabilizar por sus fracasos a los estudiantes torpes si nadie observa cómo conducen una entrevista. El segundo paso de Freud fue insistir en la aplicación de un método único. El supervisor enseña que el paciente debe llevar el peso de la conversación, mientras que el terapeuta sólo formula alguna que otra pregunta (esto se llama «hacer una interpretación»). La interpretación portadora de insight es la prescripción invariante que confunde al cliente y lo lleva a preguntarse por qué tiene el problema, y no qué puede hacer para resolverlo. Se puso gran énfasis en evitar las directivas. El argumento esgrimido fue que pedir a la gente que hiciera algo —salvo acostarse y hablarle al techo— era degradante e impediría alcanzar los objetivos de neutralidad. Se arguyó que el único medio de provocar el cambio era un monólogo unilateral. Así, los supervisores ya no se vieron en la obligación de aprender a impartir directivas y a determinar cuáles servían para tal o cual problema. Un tercer paso, destinado a ahorrar a los docentes la necesidad de saber cómo curar los síntomas, consistió en decir que los síntomas carecían de importancia y lo que debía discutirse era lo que había detrás de ellos o a la vuelta de la esquina. Esta innovación creó una terapia sin metas, de modo que ya no pudo culparse a ningún supervisor si un terapeuta en formación no alcanzaba una meta. El hecho de que Freud concibiera una terapia a largo plazo favoreció especialmente a los supervisores. Trascurrían años y generaciones antes de que una terapia llegara a su fin. Para entonces, ¿cómo podía saber alguien si el tratamiento del caso y, por consiguiente, el supervisor, habían fracasado? Con otro abordaje a dos puntas, Freud, a quien le gustaban las puntas, resolvió la cuestión 1) del tema interesante
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del que se podía hablar, y 2) de lograr que los errores de un supervisor fueran siempre indemostrables. Propuso que la terapia nunca debería ocuparse del mundo real, sino sólo del mundo de la fantasía. Actualmente, se discute por qué abandonó Freud la cuestión del abuso sexual sufrido por sus pacientes jóvenes de sexo femenino en el mundo real y lo trasformó en un deseo o fantasía que acechaba en los oscuros recovecos de su mente. ¿Qué debía hacer un terapeuta frente a un padre incestuoso? Según Freud, debía decir que no había sucedido nada. Al parecer, quiso salvar a sus docentes de enfrentarse con la realidad, un terreno en el que podrían demostrarse sus errores y tendrían que saber qué hacer con personas de carne y hueso, por ejemplo, con parientes lascivos. Cuando no se habla de hechos, sino de una fantasía, ¿quién puede decir que el supervisor tiene razón o se equivoca? ¿Y qué decir del mayor desafio: cómo distraer la atención del terapeuta en formación del problema de cambiar a la gente, haciendo hablar al supervisor de otro asunto verdaderamente interesante? Vean qué se le ocurrió al genial Freud: no sólo propuso una explicación fascinante de la motivación humana y nuevas perspectivas sobre la criatura humana, sino que además centró su método formativo en los aspectos más apasionantes de la vida. Recomendó que el docente hablara de sexo, poder, conflictos, la envidia de genitales de tipo diferente y los crudos dramas humanos en torno de fantasías de asesinato e incesto. ¿El niño experimenta una pasión secreta por su madre? ¿La hija desea ardientemente a su padre? Ante cuestiones tan dramáticas, todo lo demás parece pura cháchara. Al elegir como temas de conversación aquellas cosas que la gente normal censuraría por infandas, Freud aseguró para siempre unas sesiones de supervisión agradablemente excitantes. Consultar a un supervisor equivalía a aventurarse en el terreno de lo pavoroso. El problema de cambiar a la gente se podía pasar por alto como un tema secundario. Freud logró concretar todos y cada uno de los medios ideales de proteger a los maestros incompetentes. Además, persuadió a todo el mundo de que los terapeutas debían conversar, y no actuar. Los supervisores de terapia se han beneficiado con sus ideas durante un siglo. Hasta las nuevas terapias, inspiradas en otras ideologías, continúan ba-
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salido la formación de terapeutas en los principios freudianos destinados a proteger a los supervisores.
¡Arriba la diagnosis! Desde luego, no tenemos por qué atribuirle todo el mérito a Freud. Otras escuelas de terapia han aportado métodos adicionales para salvar a los supervisores. No hace falta extenderse sobre cómo los protege el enfoque de Carl Rogers. En él, sólo enseñan a los terapeutas a devolver, reflejados, los dichos del cliente. La mayoría de los supervisores pueden hacer eso. Es bien conocido el valor que tiene la diagnosis para el supervisor que no sabe qué hacer. Se descubrió que, en lugar de hablar de terapia, podían gastar varias horas del tiempo de supervisión en discutir el diagnóstico correcto. El supervisor que descubre que un cliente encaja en una categoría del DSM-IV, o aun en tres o cuatro, se extiende en la materia y suscita en su supervisado una viva sensación de logro. «Evidentemente, es una personalidad fronteriza y no un estado esquizoide», dice el supervisor. «Cielos!», exclama el terapeuta en formación, admirado. Cuando empiece a practicar su profesión en el mundo real, le llevará un tiempo advertir que el sistema de diagnóstico es irrelevante e incluso traba la inducción del cambio en las personas. En la actualidad, cuando los supervisores forman a psiquiatras residentes, sus únicas actividades son diagnosticar y elegir una droga, o aun tres o cuatro drogas. Un grupo del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Iowa marcó un récord para los debates sobre medicación. Dicen que se pasaron dos horas y treinta y ocho minutos discutiendo qué medicación debía utilizarse para contrarrestar los desafortunados efectos colaterales del Haldal. Le habían administrado esta droga a una mujer que intentó arrojarse desde el Puente Tallahatchie porque, según dijo, estaba angustiada.
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Los nuevos tiempos Los tiempos cambian y ya se percibe la necesidad de introducir algo novedoso para los supervisores. Resumamos el desafio. Se abandonan muchos procedimientos protectores justamente cuando aumenta el número de supervisores en formación. Su protección fundamental, la confidenci.alidad, se ve amenazada por el desarrollo del espejo de visión unilateral y la grabación de las entrevistas, ya sea en casete o en videocinta. La falta de conocimientos del supervisor se exhibe públicamente en lugar de mostrarse a un solo supervisado y en privado. La supervisión en vivo exige que el docente sepa guiar a un terapeuta en formación durante una entrevista terapéutica real, y no con posterioridad a ella, cuando sólo es posible discutirlo que podría haberse hecho o dicho. Dada la popularidad de la supervisión en vivo, el supervisor que consigue evitar el espejo de visión unilateral puede considerarse afortunado. Los terapeutas también se ven muy presionados para saber cómo tratar los problemas presentados. A medida que se descubre lo penoso del mundo real de los clientes, se deja de confiar en el pasado y las fantasías. Al mismo tiempo, con los cambios sociales, los pobres y los nuevos grupos étnicos invaden los consultorios de los terapeutas. Tradicionalmente, los clínicos se impacientaban con los pobres y se rehusaban a tratarlos porque solían ser impuntuales en su asistencia a las sesiones y en el pago de honorarios. Antes, a los supervisores les bastaba poseer un agudo insight de la clase media; ahora, deben tratar a gente de pocos recursos y a miembros de ciento ochenta etnias, muchos de los cuales ni siquiera hablan inglés. Además, la terapia se aplica a problemas más difíciles, como la violencia, el suicidio, la violación, el abuso de drogas, el incesto, las actividades delictivas y otras conductas conflictivas. Para tratar a esta gente desdichada, los terapeutas tienen que saber qué hacen. Los supervisores que no saben enseñar las técnicas son atacados. La última complicación que afrontan los supervisores es haber descubierto que los terapeutas y los clientes vienen en dos géneros. Las terapeutas feministas protestan contra los prejuicios pasados y presentes, y culpan por ellos a los supervisores. ¿Cómo pueden ocultar estos su incompetencia y su sexismo cuando todo está a la vista y el foco de la terapia
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son personas de carne y hueso que viven en el mundo real? ¿Podrán responder a ese desafio? Veamos de qué modo la teoría puede ayudarlos, como siempre lo ha hecho.
La teoría moderna Un modo de arrojarle al supervisor un salvavidas teórico es proporcionarle una teoría tan compleja que nadie puede entenderla, ni siquiera un supervisor. Tal lo sucedido con la teoría de la terapia familiar. O si no, se le puede suministrar una teoría tan simple que cualquier supervisor, no importa si es obtuso, la entienda. Es lo que ocurrió con la teoría de la terapia conductista. Pavlov descubrió que si premiaba a un animal por hacer algo, él repetía la acción. En cambio, si lo castigaba por ella, la repetía con menor frecuencia. A este descubrimiento notable se le añadió la idea de que si una persona es castigada en un momento en que se tapa la nariz, experimenta desasosiego cada vez que se la toca. (Esta ha sido una explicación del interés de Fliess, el amigo de Freud, por las narices.) Skinner se abalanzó sobre esta teoría y la expandió levemente. Sobre esa roca se construyó la iglesia de la terapia conducta!, un sistema comprensible para la mayoría de los docentes. Los terapeutas familiares tomaron un camino diametralmente opuesto, en busca de una mayor complejidad. Crearon teorías tan complicadas que era imposible pretender que un formador de terapeutas las entendiera. Por suerte, en nuestra profesión había un genio gigantesco dotado de una capacidad legendaria para la ambigüedad: me refiero a Gregory Bateson, quien se convirtió en el teórico de la terapia familiar. Aunque no se interesaba particularmente por la terapia, en colaboración con Don Jackson introdujo la noción de la homeostasis en el campo terapéutico y la aplicó a familias enteras, a las que empezó a entrevistar como parte de su proyecto de investigación. Gracias a esta visión cibernética, los docentes confunden a los terapeutas en formación con un complicado conjunto de ideas sobre sistemas gobernados, procesos de realimentación, funciones escalonadas y entropía negativa, todo envuelto en la segunda ley de la termodinámica. Los terapeutas en formación intentan
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disimular el hecho de que no comprenden la teoría y, por tal razón, no advierten que sus maestros tampoco la entienden. Estos no necesitan enseñar a cambiar a nadie, porque la teoría se refiere a las propiedades autocorrectivas y la inmutabilidad de los sistemas. Los intelectuales europeos aman esta teoría porque creen que cambiar en realidad es no cambiar, ya que todo es constructivista. Los norteamericanos tienden a ser más pragmáticos y prácticos, y sólo se sienten perplejos. Un nuevo descubrimiento, acaecido recientemente, generó un cambio en la cibernética de la terapia familiar: el cambio de orden tercero. La cibernética de orden primero fue el descubrimiento de que los miembros de la familia se respondían entre sí. La cibernética de orden segundo fue el descubrimiento, por Harry Stack Sullivan, de que hay un terapeuta involucrado en la observación y que influye sobre los datos. La cibernética de orden tercero es el descubrimiento de que los supervisores necesitan de la teoría cibernética para ocultar el hecho de que no saben cambiar a nadie. Al morir Bateson, la teoría de sistemas corrió peligro de hacerse más comprensible. Sin embargo, ante la amenaza de tener que saber cómo hacer terapia, varios teóricos refinados se apresuraron a postular complicadas teorías de epistemologías estéticas con estados disociados con narrativas basadas en principios constructivistas. Quienes dictaban cursos de terapia pudieron perseverar en su evitación de enseñar a producir cambios y en su actitud de impenetrable sabiduría. El puesto de Jefe de la Ambigüedad continúa vacante y son muchos los que compiten afanosamente por él. Hay dos escuelas principales en carrera. Una es la escuela del «tom-tom», cuya canción característica es un cuento de Hoffmann y que se ufana de marchar al compás de un tambor diferente, sin sonido; los líderes de esta escuela esperar hallar en alguna parte un filósofo extranjero que les infunda la sabiduría. La otra escuela se denomina «el gris no es blanco, digan lo que digan». Es dificil descubrirla pues cada día es más oscura. Si un principiante pregunta cómo se cambia a alguien en terapia, un supervisor de esta escuela tal vez le responda con la siguiente cita: «La perspectiva constitucionalista que sostengo refuta las premisas fundacionalistas de objetividad, esencialismo y
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representacionalism.o. Propone la imposibilidad de un conocimiento objetivo del mundo, y el concepto de que, en realidad, los conocimientos se generan en determinados campos discursivos. Propone que todas las nociones esencialistas, incluidas las concernientes a la naturaleza humana, son artimañas que desfiguran la realidad de los hechos; que las nociones esencialistas son paradójicas en tanto proveen descripciones que son especificaciones de vida; que estas nociones disfrazan las operaciones de poder. Y la perspectiva constitucionalista propone que nuestras descripciones de la vida no son representaciones ni reflejos de la vida tal como es vivida, sino constitutivos directos de la vida; que estas descripciones no se corresponden con el mundo, sino que influyen realmente en el moldeamiento de la vida». (Desafio al lector a identificar la fuente de esta cita. Aparece en la pág. 125 de un libro que más vale evitar.) Sólo cabe admirar esta muestra de que la terapia siempre puede producir grandes teóricos que confundan las cuestiones y salven a los supervisores. Aun así, ¿qué haremos con los terapeutas en formación que persisten en decir: «;Al diablo con la teoría! ¿Qué hago para impedir que un hombre siga golpeando a su esposa y abusando de sus cinco hijos?». La terapia familiar obliga a prestar atención al mundo real y los terapeutas en formación esperan que sus supervisores les impartan indicaciones prácticas. La insistencia puesta en la familia hace peligrar la claridad pero, por suerte, también toca puntos sensibles para los terapeutas en formación que todavía no se han desenganchado de sus propias familias y se preguntan si no serán disfuncionales. Las discusiones sobre los padres, los hijos y los suegros siempre están recargadas de predisposiciones personales y recuerdos de malos tratos. Al explayarse sobre la experiencia personal de los terapeutas en formación, los supervisores pueden distraerlos de sus inquietudes acerca de cómo producir el cambio. La técnica más popular con las familias sigue siendo la insistencia en el individuo. Cada año se anuncia el redescubrimiento del individuo, en especial por supervisores que nunca lo perdieron. Cada año surge la objeción alterna de que es impropio planificar el trabajo terapéutico porque la planificación previa está orientada hacia el poder. Si el tera304
peuta se limita a iniciar una entrevista sin ideas preconcebidas ni esperanzas de descubrir lo que pudiera servir para algo, este enfoque es más espontáneo y menos coercitivo. Una nueva objeción señala que el espejo de visión unilateral es antidemocrático y todos los terapeutas deberían confraternizar con las familias y hacer coparticipación con ellas en el consultorio. De esta manera, el supervisor no necesitará ser un experto en tácticas terapéuticas. Desde luego, se espera que las discrepancias entre profesionales no serán tremendas y trasformarán de algún modo a los clientes.
Evitar la necesidad de enseñar destrezas Si echamos una mirada objetiva a la formación en terapia familiar, notamos que no ha habido ningún aporte novedoso para salvar a los docentes. Aun cuando apliquen un nuevo enfoque, la mayoría de los programas formativos en terapia familiar se limitan a utilizar ideas heredadas del pasado. El principal método didáctico es hacer que el estudiante centre su atención en sí mismo, ya sea en una terapia personal o mediante el uso de historias familiares presentadas en forma de genogramas. Sin embargo, el lenguaje es más contemporáneo. Por ejemplo, un partidario entusiasta lo define así: «La capacitación en el conocimiento de los sistemas atrae la atención de los terapeutas en formación hacia las resonancias de nivel en nivel de sistemas continuos. Las resonancias con lo más íntimo de nuestro ser producen la curva de aprendizaje más aguda». (Esta cita se encontrará escondida en el anuncio de un curso de terapia familiar, publicado en un lugar apropiado.) Algunos supervisores saben entrevistar a una familia y explorar los problemas, pero no saben cómo cambiarlos. Cuando se objeta que estas entrevistas no modifican en absoluto a las personas, un supervisor puede hacer ver su importancia trayendo a entrevistadores huéspedes para que hagan demostraciones públicas destinadas a los terapeutas en formación. A veces, los organizadores de los talleres llaman a estos docentes nacionales «terapeutas magistrales». Al parecer, llaman así a cualquiera que haya disertado en público alguna vez. Para distinguir a los docentes de los 305
terapeutas, es preciso hallar el modo de diferenciar a un terapeuta magistral de un «supervisor legendario» (definido como alguien que ha disertado en público más de una vez). En el ámbito nacional, estos supervisores legendarios hacen entrevistas familiares demostrativas frente a audiencias multitudinarias. Miles de jóvenes aprenden a entrevistar familias frente a una sala colmada, si encuentran. alguna.
su síntoma, tal como indica a las parejas que sigan riñendo y alienta a ]as familias a persistir en sus conductas perturbadoras. Salta a la vista que esta técnica debe de haber sido elaborada para los docentes incapaces de idear y enseñar una intervención terapéutica. Un supervisor sólo tiene que enseñar a sus supervisados a decir a las familias que sigan como están. Sin duda, los supervisores con un nivel mínimo de inteligencia podrán captar esta intervención.
Apropiación de ideas ¿Pueden los supervisores contemporáneos proveer al terapeuta en formación soluciones para los problemas sin tener que idear ninguna? ¿Es pedir demasiado? Afortunadamente, los supervisores han hallado un modo de hacerlo. Si no se nos ocurre ninguna solución para el problema de un cliente, un recurso obvio es pedírsela al cliente y aplicarla. Esto se llama «terapia de apropiación de soluciones». Es más fácil enseñar este procedimiento a los terapeutas que capacitarlos para inventar soluciones por sí solos. Hay dos técnicas opuestas. Una es preguntar a los clientes qué intentaron hacer para resolver su problema, y decirles después que insistan con eso. La otra es formularles la misma pregunta, y después decirles que esa solución no dio resultado pero, con una leve modificación, resolverá su problema. Esta.. técnica se denomina «el cliente debe de estar equivocado o, de lo contrario, no tendría un problema pero, aun así, puedo tomar prestada esa solución». De este modo, el supervisor no necesita discurrir ninguna solución novedosa: le basta birlar la que propone el cliente. ¿Hay alguna otra posibilidad de salvar a los supervisores a quienes no se les ocurre ninguna solución o plan terapéutico? Con que sólo pudieran decirle a la gente que siga como está, no necesitarían lucubrar ninguna otra intervención. Esta novedad ha sido introducida por los supervisores contemporáneos. Se llama «paradoja» y es de uso corriente en terapia, pero no suele discutirse el valor que tiene para el supervisor. Una intervención paradójica es aquella en que el terapeuta imparte a los clientes la directiva de prolongar situaciones cuya modificación solicitan. Les dice que mantengan
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Conclusión Si contemplamos retrospectivamente los últimos veinte años, parecerá evidente que los diversos programas formativos han tomado mucho del pasado y no han introducido nuevos modos de salvar al docente que no sabe qué hacer. Después de todo, siempre hubo teorías abstrusas, paradojas, terapia personal y entrevistas ilustrativas. Alguien, tal vez un ingenuo terapeuta en formación, podría preguntar «¿Por qué hemos de salvar al supervisor incompetente?». ¿Por qué proteger al docente que no sabe cómo cambiar a las personas? ¿No deberíamos incitar a los terapeutas en formación a rebelarse contra la ineptitud? Al considerar un plan tan temerario, examinemos un aspecto de la formación que nos ha sido impuesto con el advenimiento de la terapia familiar y la. teoría de sistemas. Se ha advertido que en la terapia sucede lo que en el programa formativo. Esto es, lo que ocurre detrás del espejo de visión unilateral es una copia de lo que ocurre delante de él (aunque no haya ningún espejo). Si se excusa a los terapeutas en formación incompetentes alegando que tienen problemas emocionales, se fomentará la misma idea en las familias tratadas, cuyos miembros se excusarán entre sí de manera idéntica. Si en la sala de observación se impone el insight a los terapeutas en formación, estos lo impondrán a las familias en el consultorio. Si los terapeutas en formación se acusan mutuamente con interpretaciones de su horrible psicopatología, tal como la encuentran en el DSM-IV, los miembros de la familia podrán endilgarse curiosas categorías de anormalidades psicológicas expresadas en el lenguaje popular. Si el supervisor y los terapeutas en formación 307
mantienen un trato amistoso y benevolente, integrando equipos democráticos que son fieles reflejos los unos de los otros, la familia en terapia perderá su estructura y verá desorganizarse su jerarquía. Como afirman insistentemente los neoconstructivistas, en terapia, las jerarquías espejan a las jerarquías. ¿Qué tiene que ver esto con el salvamento de los supervisores? Si, en vez de proteger a los supervisores incompetentes, los programas formativos incitan a los terapeutas en formación a no respetarlos e incluso a reírse de ellos porque no saben cambiar a la gente, ¿qué les sucede a las familias en tratamiento? En el consultorio, de este lado del espejo, toda autoridad familiar será ridiculizada y reinará el caos al aumentar la impotencia de los padres. Si ha de mantenerse el respeto a los clientes y entre los clientes, todo programa formativo debe respetar y proteger a los numerosos docentes ineptos. Hoy por hoy, son cada vez más los terapeutas en formación insatisfechos que protestan porque no aprenden a hacer terapia y hasta procuran eludir a sus supervisores. ¿Qué podemos hacer? Una solución ideal sería declarar ilegal la desatención al supervisor. De hecho, ya se ha tomado esta medida. Los poderosos grupos de presión que representan a las organizaciones profesionales han persuadido a los legisIadores de que un terapeuta sólo puede ejercer la profesión, y cobrar honorarios, si posee una matrícula o licencia otorgada por dichas entidades. Todo aquel que haga terapia sin estar matriculado infringe la ley. Para obtenerla licencia, el terapeuta debe escuchar a un supervisor y pagar por tal privilegio. Así, ahora se les exige por ley a los terapeutas que escuchen a los supervisores; de lo contrario, nunca podrán ganarse la vida haciendo terapia. El supervisor también debe poseer un título habilitante pero, por suerte, no se requiere mucho para obtenerlo. No se piden pruebas de haber tenido éxito en la enseñanza de las técnicas inductoras del cambio; basta que el supervisor y el terapeuta hayan pasado largas horas sentados, conversando. Cualquier supervisor que posea un sillón cómodo y unas cuerdas vocales sanas puede hacerlo. Afortunadamente, el número de supervisores que saben cambiar a la gente va en aumento y cabe esperar que esta feliz tendencia continúe. Los que no saben qué hacer segui-
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rán salvando ese obstáculo del mismo modo en que lo hicieron las generaciones anteriores. Un sinnúmero de supervisores de terapia son respetados y venerados; hasta han fundado nuevas escuelas de terapia; si bien no enseñan a nadie a cambiar en absoluto a ningún cliente ni a resolver ningún tipo de problema.
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Obras completas de Sigmund Freud
Traducción directa del alemán, cotejada con la edición inglesa de dames Strachey (Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud), cuyo ordenamiento, prólogos y notas se reproducen en esta versión. Presentación: Sobre la versión castellana 1. Publicaciones prepsicoanalíticas y manuscritos inéditos en vida de Freud (18864899) 2. Estudios sobre la histeria (1893-1895) 3. Primeras publicaciones psicoanalíticas (1893-1899) 4. La interpretación de los sueños (1) (1900) 5. La interpretación de los sueños (II) y Sobre el sueño (1900-1901) 6. Psicopatología de la uida cotidiana (1901) 7. "Fragmento de análisis de un caso de histeria" (caso "Dora"), Tres ensayos de teoría sexual, y otras obras (1901-1905) 8. El chiste y su relación con lo inconciente (1905) 9. El delirio y los sueños en la "Gradiva" de W. Jensen, y otras obras (1906-1908) 10. "Análisis de la fobia de un niño de cinco años" (caso del pequeño Hans) y "A propósito de un caso de neurosis obsesiva" (caso del "Hombre de las Ratas") (1909) 11. Cinco conferencias sobre psicoanálisis, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, y otras obras (1910) 12. "Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente" (caso Schreber), Trabajos sobre técnica psicoanalítica, y otras obras (1911-1913) 13. Tótem y tabú, y otras obras (1913-1914) 14. "Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico", Trabajos sobre metapsicología, y otras obras (1914-1916) 15. Conferencias de introducción al psicoanálisis (partes I y II) (1915-1916) 16. Conferencias de introducción al psicoanálisis (parte III) (1916-1917) 17. "De la historia de una neurosis infantil" (caso del "Hombre de los Lobos"), y otras obras (1917-1919) 18. Más allá del principio de placer, Psicología de las masas y análisis del yo, y otras obras (1920-1922) 19. El yo y el ello, y otras obras (1923-1925) 20, Presentación autobiográfica, Inhibición, síntoma y angustia, ¿Pueden los legos ejercer el análisis?, y otras obras (1925-1926) 21. El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura, y otras obras (1927-1931) 22. Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, y otras obras (1932-1936) 23. Moisés y la religión monoteísta, Esquema del psicoanálisis, y otras obras (1937-1939) 24. Indices y bibliografías