Español Proyecto 5
Antología de cuentos cortos latinoamericanos
Esc. Sec. Fed.
“Emiliano Zapata”
Alexa Becerra Torres 3° “C” 1
Índice Prólogo
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Estado de sitio
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Cara al sol
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El ramo azul
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El otro yo
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La migala
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Emma Zunz
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Maravillas de la voluntad
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No oyes ladrar a los perros
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La profecía autocumplida
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La marioneta de trapo
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La historia se repite
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Conclusiones
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Prólogo En esta antología se presenta una recopilación de cuentos de autores latinoamericanos con la finalidad de conocer a más autores y obras literarias. No se ha limitado a un tema o autor, sino que aquí encontraras variados temas de cuentos y autores como Elena Poniatowska, Octavio Paz, Gabriel G. Márquez entre otros. Los cuentos presentados no son para un público específico ya que como lo mencione antes, tiene temas variados como amor, desamor, aventura, etc. y es perfecto para leer uno cada día de la semana para salir de la rutina. Espero que esta antología sea del agrado de todos y disfruten leerla.
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ESTADO DE SITIO (Cuento) Elena Poniatowska (México, 1933) Camino por las grandes avenidas, las anchas superficies negras, las banquetas en las que caben todos y nadie me ve, nadie voltea, nadie me mira, ni uno solo de ellos. Ninguno da la menor señal de reconocimiento. Insisto. Ámenme. Ayúdenme. Sí, todos. Ustedes. Los veo. Trato de imantarlos; nada los retiene, su mirada resbala encima de mí, me borra, soy invisible. Sus ojos evitan detenerse en algo, en cualquier cosa, y yo los miro a todos tan intensamente, los estampo en mi alma, en mi frente; sus rostros me horadan, me acompañan; los pienso, los recreo, los acaricio. Nosotras las mujeres atesoramos los rostros; de hecho, en un momento dado, la vida se convierte en un solo rostro al que podemos tocar con los labios. Ámenme, véanme, aquí estoy. Alerto todas las fuerzas de la vida; quiero traspasar los vidrios de la ventanilla, decir: “Señor, señora, soy yo”, pero nadie, nadie vuelve vuelve la cabeza, soy tan lisa como esta pared de enfrente. Debería gritarles: “Su sociedad sin mí sería incompleta, nadie camina como yo, nadie tiene mi risa, mi manera de fruncir la nariz al sonreír, jamás verán a una mujer acodarse en la mesa como lo hago, nadie esconde su rostro dentro de su hombro…señores, señoras, niños, perros, gatos, pobladores del mundo entero, créanme, es la verdad, les hago falta.” Me gustaría pensar que me oyen pero sé que no es cierto. Nadie me espera. Sin embargo, todos los días tercamente emprendo el camino, salgo a las anchas avenidas, a ese gran desierto íntimo tan parecido al que tengo adentro. Necesito tocarlo, ver con los ojos lo que he perdido, necesito mirar esta negra extensión de chapopote, necesito ver mi muerte.
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De cara al sol José ARREOLA “El amor, madre, a la Patria No es el amor ridículo a la tierra, Ni a la yerba que pisan nuestras plantas, Es el odio invencible a quien la oprime Es el rencor eterno a quien la ataca.” ataca. ” José Martí. Cabalgarás a contra orden en primera línea. Te llamará el peligro, la osadía, los deseos, la luz eterna. Caerás del caballo, por un golpe extraño, desconocido hasta ahora. Quedarás boca arriba, de cara al sol. Te sentirás convertido en otros pero siendo siempre tú. Cuando repares en el sol, cuando sientas sus rayos en el rostro, intentarás regalarle una sonrisa. Sentirás un breve dolor, un agudo dolor, un sonoro dolor, penetrando como ráfaga en tu carne. Sabrás que eres tú ese mismo que asalta el cuartel Moncada; que eres tú ese que reprime el grito cuando le arrancan los ojos. Te verás viajando a otro país, en casas de seguridad, buscando armas, haciendo preparativos para la libertad. Sentirás el necesario temor cuando desembarcando en tu patria los reciban las balas del tirano deshaciendo casi por completo la expedición, será, apenas, tu sentido de la orientación el que te salve. El calor y la humead de la sierra no te dejarán en paz, las botas estarán pesadas, el fango te llegará hasta el pecho. La sed, la maldita sed, te secará la boca pero no te impedirá saborear la victoria con los tuyos cuando declares que se han ganado el derecho de empezar. Te llenarás de heroísmo los pulmones en Girón. Aunque la disnea te impida respirar y sientas esas contracciones en el torso, tus sueños te llevarán hasta Bolivia. Sentirás lo quemante de una bala en tu pierna, escupirás a un oficial que querrá humillarte, quedarás, después, inmóvil, como en un sueño, sin sentir pero sintiendo, con tu rostro angelical. Llorarás cuando la muerte te bese las barbas y el asma. Te ahogara el calor, ni siquiera las palmas frescas te aliviarán. Todo es un segundo, todo te parecerá una eternidad. Acostado, mirando el cielo, descubrirás verdades en él y en las hojas de los árboles. Escucharás, a la distancia, la entrada de los tanques en Moneda, los disparos, las injurias, el último mensaje de un buen hombre; te llenarán de escupitajos, serás muerto nuevamente en el estadio, junto a otros miles. El sudor recorrerá tu frente, querrás gritar y levantarte, andar en el caballo, cabalgar al infinito, ahogar las penas y la angustia, terminar con la tortura, querrás matar para poder vivir. Serás desaparecido, te buscarán las abuelas, las Madres de Plaza de Mayo, reirás de tan feliz cuando te encuentren. Llorarás inexorablemente. La vista se te irá nublando, poco a poco, sin oportunidad de nada más. Se extinguirá el aire por más que intentes aspirarlo. Todos los dolores de tu tierra se posarán en tu pecho, en tu pierna, en tus brazos, en tus ojos, 5
en tu angustia, en tu ausencia. Sentirás como las fauces de la bestia en que viviste casi se tragan a ese pedazo del mundo, a esa isla hermosa. Sentirás que vuelves a nacer, a vivir, a pelear, a ganar, aunque ya casi no respires, aunque la vista se te nuble. El calor, la sed, el cansancio, se extinguirán, no tendrás más dolor, ni nada. Tus músculos quedarán relajados debajo del uniforme guerrillero que con tanto ahínco y sacrificio te ganaste; quedarán la levita y las antiparras en tu mochila inseparable junto a tu confidente diario de campaña. La sangre brotará de ese orificio hecho por la bala, regará la tierra, le dará vida. Todo se oscurecerá. Caerá el fusil acompañándote, dormirá a tu costado izquierdo. Sabrás que el mundo se te acaba. Que la oscuridad te irá bebiendo. Que la tierra te reclama para ser semilla. Mirarás al infinito, en él observarás lo que soñaste, lo que peleaste. Verás a los tuyos rompiendo las cadenas. Escucharás a Venezuela gritando “yanquis de mierda”; a la indígena Bolivia B olivia levantarse, llenarse de júbilo y verdad; a Ecuador decidiendo su destino. Tus ojos mirarán a la América mestiza siendo ella, libre, independiente, soberana. Nadie, José, nadie entenderá porque ahora que la bala te está matando, se te dibuja una sonrisa. Nadie, Martí, nadie, entenderá porque te vas alegre, pese a todo. Nadie, José, nadie, entenderá porque te vas sereno, hermoso. Nadie entenderá que mueres para empezar a vivir eternamente con los pobres de la tierra. Nadie entenderá que te vas contento porque desde Dos Ríos, a instantes de la muerte, tú José, tú Martí, sabías que seríamos para siempre libres. Por eso, tú, José Martí, exhalas, este 19 de mayo de 1895, el último y contento aliento, de cara al sol como soñaste.
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"El ramo azul" Octavio Paz Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó: -¿Dónde va señor? -A dar una vuelta. Hace mucho calor. -Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse. Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo. Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que 7
pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce: -No se mueva, señor, o se lo entierro. Sin volver la cara pregunte: -¿Qué quieres? -Sus ojos señor – señor –contestó contestó la voz suave, casi apenada. -¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme. -No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos. -Pero, ¿para qué quieres mis ojos? -Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan. Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos. -Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules. -No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa. -No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta. Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna. -Alúmbrese la cara. Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso. -¿Ya te convenciste? No los tengo azules. -¡Ah, qué mañoso es usted! – usted! –respondiórespondió- A ver, encienda otra vez. Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó. -Arrodíllese. Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos. -Ábralos bien – bien –ordenó. ordenó. Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de de improviso. -Pues no son azules, señor. Dispense. Y despareció.
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Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta. Entré sin decir palabra. Al día siguiente huí de aquel pueblo.
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EL OTRO YO Mario Benedetti (Uruguay, 1920-2009) (Cuento) Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo. El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, mirad a, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo. Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado. Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó. Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable”. El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.
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LA MIGALA Juan José Arreola La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye. El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada. Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres. La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible. Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona. Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles. Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo. Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me 11
pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero. Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
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EMMA ZUNZ Jorge Luis Borges El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto. Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería. En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder. No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló ha bló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera. 13
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió. Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente indi ferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman. ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor 14
se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no n o le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin. Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer – mujer – ¡una ¡una Gauss, que le trajo una buena bu ena dote! -, pero el dinero era er a su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz. La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir. Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así. Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el 15
patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras:Ha palabras:Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté… La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
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Maravillas de la voluntad Octavio Paz A las tres en punto don Pedro llegaba nuestra mesa, saludaba a cada uno de los concurrentes, pronunciaba para sí unas frases indescifrables y silenciosamente tomaba asiento. Pedía una taza de café, encendía un cigarrillo, escuchaba la plática, bebía a sorbos su tacita, pagaba a la mesera, tomaba su sombrero, recogía su portafolio, nos daba las buenas tardes y se marchaba. Y así todos los días. ¿Qué decía don Pedro al sentarse y al levantarse con cara seria y ojos duros? Decía: —Ojalá te mueras. Don Pedro repetía muchas veces al día esta frase. Al levantarse, al terminar su tocado matinal, al entrar o salir de casa – casa – a a las ocho, a la una, a las dos y media, a las siete y cuarto -, en el café, en la oficina, antes y después de cada comida, al acostarse cada noche. La repetía entre dientes o en voz alta, a solas o en compañía. A veces sólo con los ojos. Siempre con toda el alma. Nadie sabía contra quien dirigía aquellas palabras. Todos ignoraban el origen de aquel odio. Cuando se quería ahondar en el asunto, don Pedro movía la cabeza con desdén y callaba, modesto. Quizá era un odio sin causa, un odio puro. Pero aquel sentimiento lo alimentaba, daba seriedad a su vida, majestad a sus años. Vestido de negro, parecía llevar un luto de antemano por su condenado. Una tarde don Pedro llegó más grave que de costumbre. Se sentó con lentitud y en el centro mismo del silencio que se hizo ante su presencia, dejó caer con simplicidad estas palabras: —Ya lo maté. ¿A quién y cómo? Algunos sonrieron, queriendo tomar la cosa en broma. La mirada de don Pedro los detuvo. Todos nos sentimos incómodos. Era cierto, allí se sentía el 17
hueco de la muerte. Lentamente se dispersó el grupo. Don Pedro se quedó solo, más serio que nunca, un poco lacio, como un astro quemado ya, pero tranquilo, sin remordimientos. No volvió al día siguiente. Nunca volvió. ¿Murió? Acaso le faltó ese odio vivificador. Tal vez vive aún y ahora odia a otro. Reviso mis acciones. Y te aconsejo que hagas lo mismo con las tuyas, no vaya a ser que hayas incurrido en la cólera paciente, obstinada, de esos pequeños ojos miopes. ¿Has pensado alguna vez cuántos —acaso muy cercanos a ti— ti— te miran con los mismos ojos de don Pedro?
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NO OYES LADRAR LOS PERROS (Cuento) Juan Rulfo (México, 1918-1986)
-Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte. -No se ve nada. -Ya debemos estar cerca. -Sí, pero no se oye nada. -Mira bien. -No se ve nada. -Pobre de ti, Ignacio. La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante. La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda. -Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio. -Sí, pero no veo rastro de nada. -Me estoy cansando. -Bájame. El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces. -¿Cómo te sientes? -Mal.
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Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba: -¿Te duele mucho? -Algo -contestaba él. Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombr a sobre la tierra. -No veo ya por dónde voy -decía él. Pero nadie le contestaba. El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo. -¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien. Y el otro se quedaba callado. Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo. -Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio? -Bájame, padre. -¿Te sientes mal? -Sí. -Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean. 20
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse. -Te llevaré a Tonaya. -Bájame. Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba: -Quiero acostarme un rato. -Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado. La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo. -Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas. Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar. -Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus ma los pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido l a sangre que usted tiene de mí. La parte que qu e a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que “ ¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando ma tando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede ser mi hijo.” -Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hace rlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo. -No veo nada. -Peor para ti, Ignacio. -Tengo sed. 21
-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. pueb lo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. pe rros. Haz por oír. -Dame agua. -Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo. -Tengo mucha sed y mucho sueño. -Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así as í fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas. Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara. Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas. -¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted u sted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio? Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado. Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo h ijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros. -¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza. http://narrativabreve.com/2013/12/cuento-juan-rulfo-no-oyes-ladrar-perros.html 22
La profecía autocumplida Gabriel G. Márquez Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde: "No sé pero he amanecido con el presentimiento que algo muy grave va a sucederle a este pueblo". El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice: "Te apuesto un peso a que no la haces". Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla Y él contesta: "es cierto pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo". Todos se ríen de él y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mama, o una nieta o en fin, cualquier pariente, feliz con su peso dice y comenta: -Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto. -¿Y por qué es un tonto? -Porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo. Y su madre le dice: - No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen. Una pariente oye esto y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero: "Deme un kilo de carne" y en el momento que la está cortando, le dice: Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado". El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar un kilo de carne, le dice: "mejor lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar y se están preparando y comprando cosas". Entonces la vieja responde: "Tengo varios hijos, mejor deme cuatro kilos..." 23
Se lleva los cuatro kilos y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde. Alguien dice: -¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo? -¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor! Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. -Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor. -Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor. -Sí, pero no tanto calor como ahora. Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: "Hay un pajarito en la plaza". Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito. -Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan. -Sí, pero nunca a esta hora. Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. -Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy. Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve. Hasta que todos dicen: "Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos". Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: "Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa", y entonces la incendia y otros incendian también sus casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, le dice a su hijo que está a su lado: "¿Vistes mi hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?" http://www.taringa.net/post/arte/16120785/4-Cuentos-Cortos-de-Garcia-Marquez.html 24
La marioneta de trapo Gabriel G. Márquez Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo, y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero, en definitiva, pensaría todo lo que digo. Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan. Dormiría poco y soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos perdemos sesenta segundo de luz. Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás se duermen, escucharía mientras los demás hablan, y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate… Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando al descubierto no solamente mi cuerpo, sino mi alma. Dios mío, si yo tuviera un corazón… Escribiría corazón… Escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol. Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la serenata que le ofrecería a la luna. Regaría con mis lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas, y el encarnado beso de sus pétalos… Dios mío si yo tuviera un trozo de vida… No vida… No dejaría pasar un solo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero. Convencería a cada mujer de que ella es mi favorita y viviría enamorado del amor. A los hombres, les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse. A un niño le daría alas, pero dejaría que él solo aprendiese a volar. A los viejos, a mis viejos, les enseñaría que la muerte no llega con la vejez sino con el olvido. Tantas cosas he aprendido de ustedes los hombres… He hombres… He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada. He aprendido que un hombre únicamente tiene derecho a mirar a otro hombre hacia 25
abajo, cuando ha de ayudarlo a levantarse. Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero finalmente mucho no habrán de servir porque cuando me guarden dentro de esta maleta, infelizmente me estaré muriendo...
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La historia se repite Gabriel G. Márquez Cuando éramos niños esperábamos ilusionados la Nochebuena. Redactábamos una ingenua carta con una enorme lista de "Quiero que me traigas", y pasábamos contando los días con un aparato que llamábamos "Ya solo faltan". Y cada mañana nos asomábamos a ver cuantos días faltaban para Navidad. Pero a medida que se acercaba el día, las horas se nos hacían eternas y pasaban llenas de advertencias de "Si no te portas bien". Gozábamos las posadas, visitábamos a la familia, íbamos de compras, llenábamos de focos nuestro pino hasta que, por fin, llegaba la anhelada Nochebuena. La casa se llenaba de alegría y, con la mágica aparición de los regalos, las ilusiones se volvían realidad y, por un momento, olvidábamos el verdadero significado de la Navidad. Hoy nuevamente llega la Nochebuena y la historia se repite con los hijos, que pasan los días redactando borradores de tiernas cartas con una imaginación sin límites. Piden, piden y piden: juguetes, pelotas, muñecas, "O lo que me quieras traer". Y mientras a los niños la Navidad los llena de ilusión, a los adultos nos llena de esperanza y nos permite convivir con la familia regalándonos unos a otros cariño y buenos deseos, brindando por nuestros éxitos, apoyándonos unos a otros, apoyándonos en nuestras derrotas y tratando de entendernos. ¡Porque la mejor forma de festejar el nacimiento de Jesús es llamando al que está lejos, olvidando rencores tontos y resentimientos necios... amando y perdonando!
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Conclusiones
Con esta antología logre divertirme y desestresarme un poco con los cuentos, pues son muy interesantes y ya que son de diferentes temas y autores y cada uno tiene un toque especial que hace que sus obras sean especiales y diferentes a las otras. También me sirvió para conocer a más autores y algunas de sus obras pues a pesar de que no son muchas logré recopilar algunas de las más famosas e interesantes para mí y me encantaron los resultados.
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