bien, aunque no sé si es verdad o es mi percepción sobre ella. Sé que le guardo algo de rencor, lo sé a la perfección. No lo quiero admitir abiertamente, pues en el fondo preferiría no sentirlo. Mi padre siempre ha querido que tuviéramos una buena relación, y quizá gracias a él y a su forma de intentarlo incansablemente, no la odio de verdad, nunca lo he hecho, aunque sí tengo ese pequeño sentimiento de rencor que en ocasiones me inunda. Es por eso que mi padre está contento con este viaje, aunque también algo asustado. Me conoce muy bien y sabe que, si he decidido aislarme con ella, es que estoy más rota de lo que cree. Todavía recuerdo su cara de preocupación. No puede prohibirme nada, ya soy mayorcita, como él dice, pero sí puede sentir que algo va mal. También sé que lo mismo que mi madre se aburrirá de mí o se agobiará de mi presencia en pocos días, mi padre me querrá siempre con él. Por eso me siento como si le estuviera haciendo daño, aun cuando sé que no es así. Dejo mi estúpida maleta kawaii, con motivos festivos y de carpas, en una esquina. Me siento en la cama. Saco mis dos móviles. El japonés a la derecha y el español a la izquierda. Mi atención se centra en ellos, en estos dos aparatos; no le hago caso a nada de la decoración de la estancia o a la ventana que da a una calle poco transitada. Quiero llamar a Nana, mandarle un mensaje o una señal de humo, contarle tantas cosas que me han pasado y que quiero que sepa, pero me he propuesto no hacerlo. Me he planteado bajar el número de llamadas y mensajes, quitarme la obsesión, ya que quiero hacer las cosas bien. Quiero no sentirme así de vacía cada mañana y la única forma de conseguirlo es estar en paz con Akira. Con su recuerdo, con nuestra vida, con mi felicidad. Suspiro. Los meto en el bolsillo exterior de mi bolso y salgo a ver a mi madre. Voy a ser fuerte. Blacky me acompaña con su movimiento de cola y una felicidad que solo tienen los animales: sincera, sin tapujos y libre. Encuentro a mi madre en la cocina, descalza, dando pequeños saltitos mientras espera que la tetera suene. La veo muy nerviosa, tarareando un soniquete que no logro identificar. —Mamá —la llamo casi en susurro. —¿Ya estás cómoda? ¿Está todo a tu gusto? —pregunta muy rápido. —Sí, todo muy bien, no he traído mucho. No me voy quedar muchos días, descuida —le comento, con algo de tristeza en la voz que nada tiene que ver con ella. Por una vez, quiero ser sincera. —Puedes quedarte todo lo que quieras, Lucía. Mi madre, con lo apegada al mundo británico que está, nunca ha querido llamarme Lucy. Nunca ha querido explicarme la razón y la verdad es que me parece muy curioso. He desistido de preguntarle más sobre el tema.