Georg Simmel
SOBRE LA AVENTURA ENSAYOS FILOSÓFICOS
Traducción de Gustau Muñoz y Salvador Mas Epílogo de Jürgen Habermas
ediciones península®
Título original: Philosophische Kultur.
Introducción
© Verlag Klaus Wagenbach, Berlín (West). Los ensayos «Para una psicología filosófica», «Para una filosofía de los sexos•, «Ensayos de estética•, «Sobre persona lidades artísticas• y el «Epílogo• de Jürgen Habermas han sido traducidos por Gustau Muñoz, y los titulados «Sobre filosofía d e la religión• y «Sobre la filosofía de la cultura» lo han sido por Salvador Mas.
No se permite la reproducción total o parcial d e est e libro, ni su inclusión en un sistema informá tico, ni la trans misión en cualquie r forma o por c ualquier medio, ya sea e le ctrónico, mecánico, por fotocopia, por registro o por otros medios, sin e l permiso previo y por escrito de los titulares del copyright y de la casa editora. Cubierta de Loni Geest y Tone Hoverstad. Primera edición: diciembre de 1988. Derechos exclusivos de esta edición (incluyendo la traducción y el diseño de la cubierta): Edicions 62 s ¡a., Proven~a 278, 08008 - Barcelona. Impreso en Hurope s!a., Recared 2, 08005 - Barcelona. Depósito Legal: B. 41.561-1988. ISBN: 84-297-2848-1.
Cuando se presentan colecciones de ensayos que, como los aquí reunidos, carecen de cualquier unidad en cuanto a su materia, la justificación inte rna de las mismas puede encontrarse en una inte ncionalidad de conjunto que engloba toda la diversida d de su contenido. Una intencionalidad de este género se deriva aquí del concepto asumido de filosofía, a saber: que lo esencial de ella no es, o no es únicamente, el contenido que se sabe, se construye o se comparte, sino una determinada actitud intelectual hacia el mundo y la vida, una forma y modo funcional de abordar las cosas y de tratar íntimamente con ellas. Dado que las afirIJ\aciones filosóficas diverge n grandemente, hasta la inconciliabilidad, y carecen de validez incontestada por ellas mismas, y dado, empero, que se atisba en ellas un factor común cuyo v a lor resiste a todas las impug naciones individuales e impulsa sin límites el proceso filosófico, no cabe duda de que ese algo común no puede ubicarse en un conte nido cualquiera, sino sólo en el proceso mismo. Quizá sea éste motivo s uficiente para reservar el término de filosofía a todas las oposiciones d e sus dogmas. Pero no res ulta tan obvio que lo esencial y relevante de la filosofía deba est r ibar en ese a s pecto funcional, en esa movilidad, por así d ecir, formal d e l espíritu filosófico, al menos al lado de los contenidos y resultados expresados en forma dogmática, sin los que, ciertame nte, el proceso filosófico como tal, por sí mismo, no puede d esarrollarse. Esta separación entre la función y el contenido, entre el proceso vivo y su resultado conceptual, tipifica una tende ncia muy gene ral del espíritu moderno. Cuando la teoría d e l conocimiento, declarada con frecuencia único objeto permanente de la filosofía, separa el proceso d e l conocer de todos sus objetos y lo analiza en estas condiciones; cuando la é tica kantiana conduce la esencia de toda moral a la forma de la buena voluntad o voluntad pura, cuyo valor sería independiente y libre de toda determinación por contenidos de fines; cuando para Nietzsche y Bergson la vida como tal encarna la auténtica realidad y el valor último, y es la que crea y ordena los contenidos sustanciales en lugar
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Sobre filosofía de la cultura
EL CONCEPTO Y LA TRAGEDIA DE LA CULTURA
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Que el hombre no se ubique incuestionablemente en el hecho natural, como el animal, sino que se separe de él, se le contraponga, exigiendo, luchando, ejerciendo y sufriendo la violencia; con este primer gran dualismo se origina el proceso sin fin entre el sujeto y el obje to. En el interior del mismo espíritu encuentra su segunda instancia. El espíritu produce innumerables figuras que continúan existiendo en una peculiar autonomía con independencia del alma que las ha creado, así como de cualquier otra alma que las acepta o rechaza. Así, el sujeto se ve tanto frente al arte como frente al derecho, tanto frente a la religión como frente a la técnica, tanto frente a la ciencia como frente a las costumbres, no sólo tan pronto atraído, tan pronto expulsado por su contenido, ahora amalgamado con estas figuras como un trozo del Yo, tan pronto en lejanía e intangibilidad frente a ellas; sino que es la forma de la fijeza, del estar-coagulado, de la existencia petrificada, con la que el espíritu, convertido de este modo en objeto, se opone a la vivacidad que fluye, a la autorresponsabilidad interna, a las tensiones cambiantes del alma subjetiva; y ello en tanto que espíritu ligado íntimamente al espíritu!'-,.. pero justo por ello experimentando innumerables tragediajs 1\ en esta profunda oposición de forma: entre la vida subjetiva que es incesante, pero temporalmente finita, y sus contenidos que, una vez creados, son inamovibles, pero válidos al marge del tiempo. En medio de este dualismo habita la idea de cultura. En i su raíz reside un hecho interno que en su totalidad sólo puede 1 expresarse por comparación y algo vaporosamente: como el camino del alma hacia sí misma; pues nadie es nunca sólo aquello que es en este instante, sino que es un plus, es algo más elevado y más acabado de sí mismo, algo preformado en 1él, irreal, pero, sin embargo, existente de algún modo. Aquí no nos referimos a un ideal nombrable, fijado en algún lugar del mundo espiritual, sino al ser-libre de las energías potenciales que descansan en ellas mismas, al desarrollo de su núcleo" más
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propio, obediente a un impulso forma l interi;io. Así como la vida - y en el punto más alto su acrecentamiento en la conciencia- contiene en sí de forma inmediata su pasado como algún trozo de lo inorgánico, así como lo pasado continúa viviendo en la conciencia según su contenido originario y no sólo como causa mecánica de transformaciones posteriores, así también abarca su futuro en una forma respecto de la cual lo no viviente no posee ninguna analogía. En todo momento de la existencia de un organismo que puede crecer y procrearse, la forma más tardía habita con una necesidad y una preconfigurabilidad tan interna que en modo alguno cabe comparar, por ejemplo, a aquélla con la que el resorte en te?s.ión contiene su puesta en libertad. Mientras que todo lo no-viviente sólo posee el instante d e l presente, lo viviente se extiende de una manera incomparable sobre el pasado y el futuro. To- dos los movimientos anímicos del tipo del querer, del deber, de la vocación, del tener esperanzas, son las continuaciones espirituales de la determinación fundamental , de la vida: contener en su presente su futuro en una forma específiC:ª• que pre-_ cisamente no existe más que en el proceso de la vida. Y esto no sólo atañe a desarrollos y consumaciones particulares, sino que la personalidad en su totalidad y como unidad porta una imagen en sí como trazada previamente con lineas invisibles, imagen con cuya realización la personalidad, por decirlo de algún modo, en lugar de su posibilidad sería su plena realidad. Así pues, por mucho que la madurez y el acrisolamiento .de las fuerzas anímicas pueda consumarse en tareas e intereses particulares y, por así decir, provinciales, a pesar de esto, se encuentra de algún modo abajo o encima de ello la exigencia de que con todo esto la totalidad anímica como tal satisfaga una promesa dada con ella misma, y, en esta medida, todos los perfeccionamientos particulares aparecen, en efecto, tan sólo como una multiplicidad de caminos por los cuales el alma llega a sí misma. :e.sta es, si se desea, una presuposición metafísica de nuestro ser práctico y afectivo -por mucho que también esta expresión simbólica se mantenga a amplia dis-.. tancia respecto de la conducta real, a saber, que la unidad del alma no es simplemente un vínculo formal que abarca el desarrollo de sus fuerzas particulares siempre de la misma manera, sino que por medio de estas fuerzas particulares es portado un desarrollo suyo como un todo, y este desarrollo del todo está antepuesto interiormente a la meta de una formación para la que todas aquellas capacidades y perfecciones valen
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} como medio. Y aquí se muestra la primera determinación del ' concepto de cultura, la cual, provisionalmente, sólo sigue al sentimiento lingüístico. Aún no estamos cultivados cuando he- ., mos formado en nosotros este o aquel saber o poder particular, sino sólo cuando todo lo que concierne al desarrollo, cier- / tamente ligado a lo anterior pero sin coincidir con ello, sirve / a aquella centralidad anímica. Nuestros esfuerzos conscientes y aducibles valen, en verdad, para los intereses y potencias particulares, y por ello el desarrollo de todo hombre, visto desde su posibilidad de ser denominado, aparece como un haz de líneas de crecimiento que se extienden según direcciones muy distintas y en longitudes muy diferentes. Pero no con éstas en sus perfecciones singulares, sino sólo con su significación para o como el desarrollo de la indefinible unidad personal se cultiva el hombre. O, expresado de otra manera, ,/ cultura es el camino desde la unidad cerrada, a través de Ja. multiplicidad cerrada, hasta la unidad desarrollada. Pero, sea · como fuere, sólo puede tratarse del desarrollo hacia un fenómeno que está instalado en las fuerzas nucleares de la personalidad, un fenómeno, por así decirlo, que está esbozado en ella misma como su plan ideal. También aquí el uso lingüístico ofrece una guía más segura. A una fruta de jardín que el trabajo del jardinero ha extraído a partir de un árbol frutal leñoso e incomestible la denominamos cultivada; o también: este árbol salvaje ha sido cultivado hasta conseguir un árbol frutal. Si, por el contrario, a partir del mismo árbol se fabrica un mástil, y, en esta medida, se le aplica un trabajo teleológico no menor, entonces no decimos de ninguna manera que el tronco ha sido cultivado hasta conseguir un mástil. Este mati.Z lingüístico manifiesta claramente que el fruto, a pesar de que . . no se verificara sin el esfuerzo humano, surge finalmente a : partir de las mismas fuerzas del árbol y sólo satisface la po- 1 1 sibilidad predibujada en sus mismas predisposiciones; mienjtras que la forma de mástil es añadida al tronco a partir de un sistema de fines por completo ajeno a él mismo y que carece de toda preformación en sus propias tendencias esenciales. Precisamente en este sentido, todos los posibles conocimientos, virtuosidades y refinamientos de un hombre no pueden todavía determinarnos a adscribirle el carácter de cultivado, si éstos, digámoslo así, obran sólo como añadiduras que llegan a su personalidad a partir de un ámbito de valor externo a él y que, en última instancia, permanece también externo a él. En tal caso el hombre tiene, ciertamente, aspectos cul-
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tivados, pero él no está cultivado; esto último sólo se presenta cuando los contenidos recogidos a partir de lo suprapersonal parecen desarrollar en el alma, como por una armonía predeterminada, aquello que existe en ella misma como su impulso más propio y como diseño previo interno de su perfección subjetiva. Y aquí se pone de relieve, al fin, la condicionalidad de la ' · cultura, a través de la cual ofrece una solución a la ecuaciónsujeto-ob jeto. Nosotros recusamos el concepto de cultura allí donde la perfección no se siente como desarrollo propio del centro anímico; pero tampoco es aplicable allí donde sólo se presenta como un desarrollo propio semejante, el cual no requiere ni de ningún medio ni de ninguna estación objetivos y externos a él. Múltiples movimientos conducen realmente al alma a sí misma, tal y como aquel ideal lo exige, esto es, la conducen a la realización del ser pleno y más propio que se le ofrece, pero que en primer lugar no exiSte más que como posibilidad. Pero en la medida en que, o en tanto que, el alma alcanza esto puramente desde el interior -en impulsos religiosos, autoabnegación moral, intelectualidad dominante, armonía de la vida global-, en esta medida, puede incluso prescindir de la posesión específica de lo cultivado. No sólo se trata de que en ello pueda faltarle aquello total o relativamente externo que el uso lingüístico rebaja como mera civili~. zación. Esto no importa en modo alguno. Pero lo cultivado en su sentido más puro, más profundo, no está dado allí donde el alma recorre exclusivamente con sus fuerzas subjetivas personales aquel camino que conduce desde sí misma hasta sí misma, desde la posibilidad de nuestro Yo más verdadero hasta su realidad, si bien es cierto, quizá, que, desde un punto de vista más elevado, precisamente estas perfecciones son las más elevadas; con lo cual sólo se habría demostrado que la cultura no es el único definitivum axiológico del alma. Con todo, su sentido específico sólo se satisface allí donde el hombre engloba en aquel desarrollo algo que le es externo, allí donde el camino del alma discurre sobre valores y progresiones que no son anímicamente subjetivas ellas mismas. Aquellas figuras espirituales objetivas de las que hablaba al comienzo, arte y moral, ciencia y objetos conformados con vistas a un fin, religión y derecho, técnicas y normas sociales, son esciones sobre las que debe marchar el sujeto para alcanzar el específico valor propio que se denomina su cultura. Tiene que englobar éstas en sí, pero ·t iene también que englobarlas en sí;
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no puede sencillamente dejarlas existir como valores objetivos. Es la paradoja de la cultura de que la vida subjetiva, que sentimos en su corriente continua y que apremia desde sí a su consumación interna, en modo alguno puede alcanzar (visto desde la idea de la cultura) a partir de sí esta consumación, sino sólo discurriendo sobre aquellas figuras que ahora se le han tornado completamente ajenas, que han cristalizado en una cerrazón autosuficiente. La cultura surge -y esto es lo absolutamente esencial para su comprensión- en tanto que se reúne n los dos elementos, ninguno de los cuales la contiene por sí: el alma subjetiva y el producto espiritual objetivo. Aquí radica la significación metafísica de esta figura histórica. Un gran número de las acciones esenciales humanas de.. cisivas construyen puentes inacabables, y si acabados, destruidos siempre de nuevo, entre el sujeto y el objeto en general: el conocer, sobre todo el trabajo, en algunas de sus significaciones también el arte y la religión. El espíritu se ve frente a un ser hacia el que le impele tanto la coerción como la espontaneidad de su naturaleza; pero permanece eternamente retenido en el movimiento en sí mismo, en un círculo que el ser sólo roza, y en cualquier instante en el que, desviándose por la tangente de su vía, desea penetrar en el ser, en ese instante, la inmanencia de su ley le arrastra de nuevo a su rotación encerrada en sí misma. En la formación de los conceptos sujeto::-~ ob jeto como correlatos, cada uno de los cuales sólo encuentra . su sentido en el otro, ya reside el anhelo y la anticipación de una superación de este dualismo rígido, último. Ahora bien, aquellas acciones mencionadas lo transponen a atmósferas específicas en las que se reduce la extranjería radical de sus partes y se admite un cierto amalgamiento. Pero ya que estas acciones sólo pueden tener lugar bajo las modificaciones que, por así decirlo, han sido creadas por las condiciones atmosféricas de provincias específicas, no pueden superar la extranjería de las partes en su fondo más profundo y siguen siendq intentos finitos de solucionar una tarea infinita. Pero nuestra relación con aquellos objetos en los cuales, o que englobándolos en nosotros, nos cultivamos, es una relación diferente, , puesto que estos mismos son, en efecto, espíritu que se ha tor- i nado objetual en aquellas formas éticas e intelectuales, socia- \ les y estéticas, religiosas y técnicas; el dualismo con el que el sujeto consignado a sus propias fronteras se opone al objeto que es por sí experimenta una modelación incomparable cuando ambas parte s son espíritu. De este modo, el espíritu sub-
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jeti~o tiene que aba?donar su subjetividad, mas no su espiri: tuahdad, para expenmentar la relación con el objeto a través de la cual se consuma su cultivo. -esta es la única manera por la que la forma de existencia dualista, puesta inmediatamente con la existencia del sujeto, se organiza hacia una referencialidad in~ernamente unitaria. Aquí acontece un tornarse-objetivo de_l sujeto y un tornarse-subjetivo de algo objetivo, acontecimiento que constituye lo específico del proceso cultural y en : el que, por encima de sus contenidos particulares, se muestra ' su. forma met_af'.ísica. ~or ello, su comprensión más profunda e:cige un anáhsis ultenor de aquella objetualización del espíntu. / Estas hojas partían de la profunda extranjería o enemis- , tad que existe entre ~l proceso vital y creador del alma, por un lado, y sus contenidos o productos, por otro. A la vida vibrante, incesante, que no conoce fronteras del alma alma en algún se.n~ido creadora, se le opone su producto fijo, Ídealmen~e de~itivo, y esto c;:on _el inquietante e~ecto retroactivo de inmovihzar aquella Vivacidad, más aún, de petrificarla; a me.. nudo es como si la movilidad productora del alma muriera en ) su propio producto. Aquí reside una forma fundamental deJnuestro padecer en el propio pasado, en el propio dogma, a las fantasías propias. Esta discrepancia que, por así decir, exis- te entre el estado físico de la vida interna y el de sus contenidos es racionalizada en cierta medida y cabe sentirla con menor intensida~ por el hecho de que el hombre, por medio de su crear teónco o práctico, se enfrenta y divisa aquellos prc;id':'ctos o contenidos anímicos como un cosmos del espíritu_ objetivado, cosmos en un sentido determinado autónomo. La o~ra externa .º inmaterial, en la que se precipita la vida anímica, es. sentida como un valor de tipo peculiar; a pesar de qu7 la vida, fluyendo allí dentro, se extravíe en un callejón sin salida, o a pesar de que continúe su oleaje que deja quietas en su sitio a estas figuras arrojadas a pesar de ello ésta es precisamente la riqueza específicamefite humana, a saber: que los productos de la vida objetiva pertenecen al mismo tiempo a un orden de valo~e~ objetivo, q~e no fluye, a un orden lógico o moral, a uno rehgioso o artístico, a uno técnico o jurídico. En la medida en que se manifiestan como portadores de tales valores, col!lo miembros de tales series, no sólo quedan exone.. rados, en virtud de su entretejimiento y sistematización recíproca, del rígido aislamiento con el que se distancian del carácter rítmico del proceso vital, sino que este mismo proceso 14
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alcanza con esto una significatividad que no cabe alcanzar a partir del carácter incontenible de su mero trans~urs~. Sobre la objetualización del espíritu recae un ~cen~o ax1~ló~1co que, ciertamente, tiene su origen en la conciencia _subjetiva, pero con el que esta conciencia menta algo que reside más allá de ella. A este respecto, el valor no necesita en modo alguno ser siempre un valor positivo en el sentido de lo bueno; antes bien el hecho meramente formal de que el sujeto ha colocado algo' objetivo, de que su vida se ha corporeizado fue:ra de sí, es sentido como algo significativo, puesto que precisamente sólo la autonomía del objeto, conformado de este modo por el espíritu, puede solventar la tensión fundamental. entre proceso y contenido de la conciencia. Pue~ así co~o las r~~re sentaciones espacialmente naturales aquietan lo mtranqwl~ dor de persistir en el marco del fluyente proceso de consc1~~ cia como algo plenamente fijado, por el hecho de que legitiman esta estabilidad en su referencia a un mundo externo objetivo, así también la objetividad ?el mundo esp~ritu:U pres-. ta el servicio correspondiente. Sentimos toda la vivacidad de 1 nuestro pensar en la firmeza de las normas lógicas, toda la ¡ espontaneidad de nuestro actuar ligada a normas morales, Y 1 todo nuestro transcurso de la consciencia está lleno de cono- l cimientos, cosas que nos han sido transmitidas, impre~iones : de un entorno conformado de algún modo por el espíritu; la / fijeza y por decirlo de algún modo, insolubilidad química de 1 todo esto muestran un problemático dualismo frente al ritmo ¡' sin descanso del proceso anímico subjetivo, en el que, sin em- 1 bargo, se genera como repre~entación, como contenido aními-~ co subjetivo. Pero en la medida en que pertenece~ 1;1Il mundo.: ideal por encima de la conciencia ideal, esta oposic1ó~ queda¡ ./ justificada y fundamentada. Ciertamente, para el sen~ido cul-., tural del objeto, que en definitiva es lo que aquí ~os u:itere~a, lo decisivo es que en él están reunidos voluntad e mteli~encia, l individualidad e índole anímica, fuerzas y estado de ámmo de las almas particulares (y también de su colectividad). Pero en 1 la medida en que sucede esto, aquellas significacic;mes. anfmi- , cas alcanzan también un punto final de su determmac1ón. En la felicidad del creador por su obra, ya sea ésta grande o pequeña, junto a la descarga de las t~nsi
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rico gracias a este trozo. Más aún, quizá no haya ningún disfrute personal más sublime de la propia obra que cuando la sentimos en su impersonalidad y separación de todo lo nuestro subjetivo. Y así como las objetivaciones del espfrit~ son valiosas más allá de los procesos vitales subjetivos que ¡ han pasado a formar parte de éstas como sus causas, así tam- ¡ bién lo son más allá de los otros procesos que dependen de.J. ellas como sus consecuencias. Por mucho que estimemos las organizaciones de la sociedad y las conformaciones técnicas de los fenómenos naturales, las obras de arte y el conocimiento científico de la verdad, las costumbres y la moralidad, aunque lo veamos tan influyente en s u irradiación sobre la vida y el desarrollo de las almas, a pesar de todo ello, a menudo, y quizá siempre, hay implicado allí dentro un reconocimiento de aquello que en general son estas figuras ahí, de que el mundo también abarca esta configuración de l espíritu; se trata de una directriz en nuestros procesos de · valoración que se detiene en la persistencia propia de lo objetivo-espiritual sin preguntar, más allá de lo definitivo de estas mismas cosas•• por sus consecuencias anímicas/ Junto a todo disfrute subje- ' tivo con el que, por ejemplo, la obra de arte, digámoslo así, ) pasa a formar parte de nosotros, reconocemos como un valo~' de tipo específico el hecho de que, en general, está ahí, el hecho de que el espíritu se ha creado este recipiente.' Así com por lo menos una línea en el interior del querer artístico desemboca en la persistencia propia d e la obra de arte e implica una valoración absolutamente objetiva en el autodisfrute de la fuerza creadora que despliega sus energías vitales, así también discurre una línea orientada en la misma dirección en el interior de la actitud del receptor. Y, en verdad, claramente diferenciada frente a los valores que visten lo dado de una forma puramente objetiva, lo objetivo de la naturaleza. Pues \ precisamente tales cosas, el mar y las flores, los Alpes y el \ cielo cuajado de estrellas, precisamente esto posee lo que pue- \ de denominarse su valor sólo en su reflejo en las almas sub- J jetivas. Pues tan pronto como prescindimos de humanizaciones místicas y fantásticas de la natura leza, ésta es un todo que se halla unido de forma continua y cuya indiferente legalidad , no permite a ninguna parte un acento fundamentado en su . existencia objetiva, más aún, ni siquiera una existencia objetivamente delimitada frente a otras existencias. Sólo nuestras·¡ categorías humanas recortan de ella los trozos particulares a ' los que enlazamos reacciones estéticas, solemnes, simbólica- !
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mente significativas: que lo bello de la naturaleza csea dichoso en sí mismo,. existe con derecho sólo como ficción poética; para la conciencia que se esfuerza por la objetividad, no existe rpás dicha en la naturaleza que la que provoca en nosotros. !Así pues, mientras que el producto de las fuerzas por completo objetivas sólo puede ser valioso subjetivamente, el proi dueto de las fuerzas subjetivas, por el contrario, es valioso objetivamente para nosotros. Las figuras materiales e inmateriales en las que está investido el querer y el poder, el saber y el sentir humanos, son aquello que está ahí objetivamente, aquello que sentimos como significatividad y enriquecimiento de la existencia incluso cuando abstraemos completamente de su ser-contempladas, ser-utilizadas o ser-disfrutadas. Aunque el valor y la significación, el sentido y la importancia, se produzcan exclusivamente en el alma humana, a pesar de ello, esto se acredita de continuo frente a la naturaleza dada, pero no estorba el valor objetivo de aquellas figuras en las que aquellas fuerzas y valores anímicos --creadores y conformadores- ya están investidos. Una puesta de sol que no contempla ningún hombre no hace al mundo de ninguna manera más valioso o excelso, puesto que su facticidad objetiva no posee lugar alguno para estas categorías; pero tan pronto como un pintor introduce en un cuadro de esta puesta de sol su sentimiento, su sentido formal y cromático, s u capacidad expresiva, tenemos a esta obra (desde qué categorías metafísicas, \ quede aquí sin elucidar) por un enriquecimiento, por una ele1 vación de valor de la existencia en general; el mundo se nos aparece, por así decir, más digno de su existencia, más pró1 ximo a su sentido, cuando la fuente de todo valor, el alma hu, mana, se vierte en un hecho seme jante, asimismo pertenecien· :¡ te al mundo objetivo (e n esta peculiar significación independientemente de si un alma posterior redimirá de nuevo este valor producido por encanto y lo disolverá en el flujo de su · sentir subjetivo). La puesta de sol natural y la pintura están i ambas ahí como realidades, pero aquélla encuentra su valor ·, sólo en la supervivencia en sujetos psíquicos, en ésta, empero, ! que ya ha emp_a pado tal vida en sí y la ha configurado en un \ objeto, nuestra sensación axiológica se detiene como en un \ definitivum que no requiere de ninguna subjetivización. Si se extienden estos momentos basta una polaridad partidista, entonces, por un lado, está la evaluación privativa de la vida subjetivamente movida, por la que todo sentido, valor, significación, no sólo es producido, sino en la que también
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habita todo ello. Pero, por otro lado, no es menos comprensible la acentuación radical del valor que se ha tornado objetivo. Por supuesto, ésta no está ligada a la producción origi- -¡ nal de obras de arte y religiones, de técnicas y conocimientos; ( pero aquello que un hombre haga tiene que contribuir al cos- ¡ mos ideal, histórico, materializado, d el espíritu para que sea considerado como valioso. Esto no incumbe a la inmediatez -. subjetiva de nuestro .ser y actuar, sino a su contenido objetivamente normado, objetivamente ordenado, de modo que tan sólo estas normaciones y ordenaciones contienen la sustancia axiológica y la comunican al acontecer personal que fluye. Incluso la autonomía de la voluntad moral en Kant no involucra ningún valor de ésta en su facticidad psicológica, sino que la enlaza a la realización de una forma que existe en idealidad objetiva. Incluso el sentimiento y la personalidad poseen una significación, en lo bueno como en lo malo, en el hecho de que forman parte de un reino de lo suprapersonal. En tanto ' 1 que estas valoraciones del espíritu subj
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aún, rechazo, ante los contenidos objetivos particulares de la cultura, en la m edida en que no tienen éxito en descubrir su superespecializado rendimiento para el fomento de las perso. nalidades globales; y no hay ningún producto humano que , tenga que mostrar necesariamente un rendimiento semejante, aunque sin duda tampoco hay ninguno que no pueda mostrar\ Jo. Por otra parte, cabe encontrar fenómenos que sólo parecen / ser valore s culturales, ciertas formalidades y refinamientos de / la vida tal y como son propios de épocas excesivamente ma. duras y cansadas. Pues allí donde la vida se ha tornado en sí estéril y absurda, todo desarrollo hacia su plenitud, desarrollo volitivamente posible y que puede ser, es tan sólo un desarrollo esquemático y ya no está en condiciones de extraer a partir del contenido objetivo de cosas e ideas sustento y estímulo, al igual que el cuerpo enfermo ya no puede asimilar por medio de los alimentos las materias a partir de las cuales el cuerpo sano se desarrolla y gana fuerzas. El desarrollo individual puede extraer aquí de las normas sociales tan sólo la conducta socialmente buena, de las artes tan sólo el disfrute improductivo, de los progresos técnicos tan sólo lo negativo de la facilidad y la lisura de transcurso cotidiano; surge una especie de cultura subjetivo-formal, sin aquel entretejimiento interno con el elemento obje tivo en virtud del cual se satisface por vez primera el concepto de una cultura concreta. Así pues, por una parte, hay una acentuación de la cultura tan apasionadamente centralizada que el contenido objetivo de sus factores objetivos le resulta excesivo y excesivamente desviante, puesto que éste como tal no cabe exactamente, ni puede caber, en su función cultural; y , por otra parte, una debilidad y vacío de la cultura tal que ésta no se encuentra en modo alguno en condiciones de englobar en sí los factores objetivos según su contenido objetivo. Ambos fenómenos, que a primera vis ta se presentan como ins tancias contrapue stas frente a la ligazón de la cultura personal a hechos impersonales, confirman más bien la considera ció n más exacta d e esta ligazón. Que en la cultura se unifiquen de este modo los factores vi tales últimos y decisivos, se manifiesta precisamente en el hecho de que el desarrollo de cada uno de éstos puede acontecer con una autonomía que no sólo puede prescindir de la motivación mediante el ideal cultural, sino que lo rechaza directamente . Pues la mirada en una o en otra dirección se siente desviada de la unidad de su intención cuando tiene que determinarse en virtud de una síntesis entre ambas. Precisa-
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mente los .espíritus que cre an los contenidos que permanecen, y que por lo tanto crean el elemento objetivo de. la cul~ura, estos espíritus se negarían a tomar prestados motivos e ideas de su realización, justo a partir de la idea de cultura. Aquí se da, más bien, la siguiente situación interna. En el fundador ~e religiones y en el artista, en el hombre de Estado y en el mventor, e n el sabio y en el legislador, actúan dos cosas: la descarga de sus fuerzas esenciales, la elevación de su naturaleza a la altura en la que hace salir de sí los contenid~s de la vida cultural, y la pasión por la cosa .en cuya perf.::cci?n, perfección según sus propias leyes, el suJe.to se torna mdifc:rente ante si mismo y se extingue. En el gemo, estas dos coment~s son una sola: el desarrollo del espíritu subjetivo hacia si mismo, por mor de sus apremiantes fuerzas, es para el genio una unidad que no cabe diferenciar de la entrega absolutamente autoolvidada a la tarea objetiva. La cultura objetiva, como se mostraba, es siempre síntesis. Pero la síntesis no es ni la única ni la más inmediata forma unitaria, pu~sto que siempre presupone la separación de los elementos como lo que le precede 0 como su correlato. Sólo una época tan analíticamente sintonizada como la moderna puede encontrar en la síntesis lo más profundo, el uno y el todo de la relación for~al del esp~ ritu con el mundo -mientras que, en efecto, existe una UDldad original, prediferencial; en la medida en que ésta hace salir de sí los elementos analíticos, de igual modo como el núcleo orgánico se ramifica en la multiplicidad de miembros separados, está más allá de análisis y síntesis-, a 1:1º ser que estas dos se desarrollen a partir de ella en interacción, presuponiendo la una a la otra a cada nivel, a no s~r que la síntesis lleve con posterioridad los elementos analíticam~nte separados a una unidad, que es, empero, algo del todo diferente a la unidad puesta antes de toda separación. El genio cread~r posee aquella unidad originaria de lo subj~tivo y de lo obJe~1vo que debe primero separarse para, e n cierto modo, resucitar de nuevo en el proceso de cultivo de los individuos de una forma completamente diferente, una forma sintéti~. Así pues, por ello el interés en la cultura se encuentra relacionado con estas dos cosas: con el puro autodesarrollo del espíritu objetivo y con el puro emerger en la cosa, no en .un nivel situado más allá del impulso axiológico interiormente inmediato ~e la cosa, sino que en ocasiones, en tanto que emeger secundano y conforme a la reflexión, busca protección en e ste emerger como un emerger abstracto general. La cultura sigue en juego
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en tanto que el alma tome su camino, por así decirlo, sólo a través del ámbito propio y se consume en el puro autodesarollo del propio ser -tanto da cómo se encuentre éste determinado desde un punto de vista objetivo. Veamos el otro factor de la cultura: aquella producción del espíritu que ha madurado hasta llegar a una existencia aislada ideal, independiente, por lo tanto, de toda movilidad psíquica; contemplada en su aislamiento autosuficiente, tampoco su sentido y valor más propios coinciden en modo alguno con su valor cultural, más aún, aquél, desde sí, deja completamente atrás su ·significación cultural. La obra de arte tiene que ser perfecta según las normas del arte, que no preguntan por otra cosa que no sea ellas mismas, y que darían o denegarían a la obra su valor aun cuando, por así decirlo, no hubiera sobre el mundo otra cosa más que esta obra; el resultado de la investigación como tal debe ser verdadero y nada más en absoluto, la religión concluye su sentido en sí con la salvación que lleva al alma, el producto económico desea ser perfecto en tanto que económico y, en esta medida, no reconoce para sí ningún otro patrón de valor que no sea el económico. Todas estas series transcurren en la cerrazón de una legislación puramente interior, y si y con qué valor se dejan ·i nsertar en aquella evolución de las almas subjetivas, esto no es en modo alguno de la incumbencia de su significación medida según normas meramente objetivas y válidas por sí solas. A partir de esta situación objetiva se torna comprensible el hecho de que tanto en los hombres que sólo están orientados hacia el sujeto, cuanto en aquellos que sólo están orientados hacia el objeto, encontremos a menudo una aparentemente notable indiferencia, más aún, una aversión, frente a la cultura. Aquél que sólo pregunta por la salvación del alma, por el ideal de la fuerza personal, o por el desarrollo individual-interno en el que no puede interponerse ningún momento externo a él, es el tipo de hombre cuyas valoraciones recusan precisamente uno de los factores integrantes de la cultura; mientras que el otro factor falta a aquel otro tipo que sólo pregunta por la pura perfección objetiva de nuestras obras, de tal modo que éstas, y nadie ligado de algún modo con ellas, satisfacen su idea. El extremo del primer tipo viene representado por el estilista, del otro, por el especialista encerrado en el fanatismo de su especialidad. A primera vista hay algo de chocante en que los portadores de tales «Valores culturales» indudables, como la religiosidad, la formación de la persona216
lidad, técnicas de todo tipo, tengan que menospreciar o com· batir el concepto de cultura. Pero esto se aclara de inmediato por la comprensión de que la cultura significa siempre sólo la síntesis de un desarrollo subjetivo y un valor espiritual objetivo, y de que la sustentación de uno de estos elementos al extremo de su exclusividad ha de impugnar el entretejimiento de ambos. Tal dependencia del valor cultural respecto de la cooperación de un segundo factor que está más allá de la serie valorativa-propia del objeto hace comprensible que precisamente éste alcance a menudo en la escala de los valores culturales una graduación por entero diferente a la que alcanza en la de las meras significaciones objetivas. Una multiplicidad de obras que, en tanto que artísticas, técnicas, intelectuales, permanecen por debajo de la altura de lo ya alcanzado en otras ocasiones, tienen, en efecto, la capacidad de ensamblarse de la forma más eficaz en el camino evolutivo de· muchos hombres, como fomentadoras de sus esfuerzos latentes, como puentes hacia su próximo estadio más elevado. Así como entre las impresiones de la naturaleza en modo alguno existen sólo las dinámicamente más poderosas o las estéticamente más perfectas, de las que nos llega una dicha totalmente profunda y el sentimiento de que los elementos sordos e irredentos que existen en nosotros se han tornado de pronto luminosos y armónicos, así como, más bien, a menudo tenemos que agradecer esto a un paisaje de lo más sencillo o al juego de sombras de un mediodía de verano, así tampoco cabe aún contemplar la significación de la obra del espíritu, ya sea alta o baja en su propia serie, en aquello que esta obra pueda ofrecernos para el camino de la cultura. Pues aquí todo depende de que aquella significación especial de la obra tenga, por así decirlo, el rendimiento colateral de servir al desarrollo central o general de las personalidades. Y que este rendimiento pueda ser inversamente proporcional respecto del valor propio· o interior de la obra tiene diversas causas más profundas. Hay obras humanas de una perfección inalcanzable a las cuales, precisamente a causa de esta redondez sin lagunas, no tenemos ningún acceso o que, por ello, no tienen ningún acceso a nosotros. Una obra semejante permanece, digámoslo así, en su lugar, desde el cual no cabe transportarla a nuestros dominios; es una perfección solitaria hacia la que quizá podemos dirigirnos, pero que no podemos llevar con nosotros para alzarnos en ella a la perfección de nosotros mismos. Para el
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sentimiento vital moderno, la Antigüedad posee con frecuencia esta cerrazón autosuficientemente consumada que se niega a ingresar en las pulsaciones y el desasosiego de nuestro tempo evolutivo; y esto, hoy en día, puede d eterminar a muchos a buscar otro factor fundamental para nuestra cultura. Lo mismo sucede con ciertos ideales éticos. Las figuras del espíritu objetivo así caracterizadas están quizá más determinadas que otras a portar la evolución desde la mera posibilidad hasta la más elevada realidad, y a darle la dirección. Pero algunos imperativos éticos contienen un ideal d e una perfección .tan rígida que a partir de ellos, por así decir, no cabe actualizar ninguna energía que pudiéramos recoger en nuestra evolución. Con toda su altura en la serie de las ideas éticas, en tanto que elemento cultural quedarán fácilmente por detrás de otros que desde su lugar más bajo en aquella serie asimilan y ensamblan reforzando desde sí el ritmo de nuestra evolución. Otro motivo de tal desproporcionalidad entre el valor objetivo y el valor cultural de un objeto reside en la unilateralidad del estímulo que experimentamos por medio de aquél. Muchos contenidos del espíritu objetivo nos hacen más listos o mejores, más felices o más h á biles, pero con ello no nos desarrollan realmente, sino que, por decirlo de algún modo, desarrollan un aspecto o cualidad, el mismo objetivo, que está adherido a nosotros; aquí, se trata, por supuesto, de diferencias resbaladizas e infinitamente tenues, en modo alguno aprehensibles externamente, diferencias que enlazan con la misteriosa relación entre nuestra totalidad unitaria y nuestras energías y perfecciones particulares. Es claro que la realidad plena y cerrada que denominamos nuestro sujeto sólo podemos caracterizarla con la suma de tales particularidades, sin que fuera, sin embargo, componible a partir de éstas; y la única categoría que está a disposición, a saber, la de las partes y el todo, en modo alguno agota esta relación única. Pues todo lo singular, considerado por sí, posee un carácter objetivo, podría existir en su aislamiento en cualesquiera sujetos distintos y alcanza el carácter de nuestra subjetividad por vez primera en su lado interior, con el que hace crecer precisamente aquella unidad de nuestro ser. Pero con el primero tiende en cierto modo el puente hacia el valor de las objetividades, reside en nuestra periferia con la que nos enlazamos al mundo objetivo, tanto externo como espiritual. Pero tan pronto como esta función dirigida hacia el exterior, alimentada desde el exterior, se desgaja de su significación que va hacia el inte218
rior, _que desemboca en nuestro centro, surge aquella discrepancia; nos tornamos instruidos, nos tornamos finalistas más ricos en el placer y en las capacidades, quizá también ~más formados», pero nuestro cultivo no guarda el paso con ello, pues vamos desde un tener y poder más bajo hasta otro más elevado pero no desde nosotros mismos -en tanto que lo más bajo hasta nosotros mismos en tanto que lo más elevado. He puesto de relieve esta posibilidad de discrepancia entre significación objetiva y significación cultural de uno y el mismo objeto sólo para hacer visible con mayor claridad la fundam~ntal dupli~idad de elementos en cuyo entrejuntamiento consiste exclusivamente la cultura. Este entrejuntamiento es absolutamente único, en tanto que el desarrollo culturalmente significativo del ser personal es un estado que existe puramente en el sujeto, pero es un estado tal que no puede ser alcanzado de absolutamente ninguna otra forma que no sea la incorporación y _el aprovechamiento de contenidos objetivos. Pc;ir el!o el cultivo es, por una parte, una tarea que reside en lo infinito -pues nunca cabe considerar como cerrada la utilización de momentos objetivos para la perfección del ser personal-; por otra parte, el matiz del uso lingüístico sigue muy exactamente este estado de cosas en la medida en que la cultura ligada a un único objeto (cultura religiosa, cultura art~stica, etc.) no es utiliza da por lo general para la caracteriz~c1~n del estado de_los individuos, s ino sólo de los espíritus pubhcos; en el sentido de que en una época se encuentran muchos contenidos espirituales, o especialmente relevantes de un tipo determinado, a través de los cuales se consuma el ~ul tivo de los in~ividuos. '.e.stos, visto con mayor exactitud, pued e n estar cultivados sólo más o menos, pero no especializadamente de esta o aquella manera; una cultura del individuo objetivam~nte singularizada sólo puede significar, o bien que l~ J?erfecc1ón cultural y, como tal, sup erespecializada del ind1v1duo se ha consumado por m edio de este único contenido unilateral, o bien que junto a su auténtico cultivo se ha configurado además un considerable poder o saber respecto de un contenido objetivo. Por ejemplo, la cultura artística de un individuo - si es que debe ser algo además de las perfecciones artísticas que pueden tambié n representarse en el «carácter incultivado» de un hombre- sólo puede indicar que en este caso son precisamente estas perfecciones objetivas las que han obrado la consumación del ser global personal. Ahora bie n , en el interior d e esta estructura de la cultura
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surge una grieta que, ciertamente, ya está puesta en su fundamento y que a partir de la síntesis-sujeto-objeto, a partir de la significación metafísica de su concepto, hace surgir una paradoja, más aún, una tragedia. El dualismo de sujeto y objeto, el cual presupone su síntesis, no es sólo, por así decirlo, un dualismo substancial, que concierne al ser de ambos, sino que la lógica interna según la cual se desarrolla cada uno d~ ellos no coincide de ninguna manera de una forma autoev1dente con la del otro. Cuando han sido creados ciertos primeros motivos del derecho, del arte, de la moral -quizá según nuestra espontaneidad más propia y más íntima-, entonces ya no tenemos a la mano hacia qué figuras particulares se desarrollarán tales motivos. Produciendo o recibiendo estas figuras vamos más bien a lo largo d e un hilo conductor de una necesidad ideal que es completamente objetivo y que ya no se preocupa más de las exigencias de nuestra individualidad, por muy centrales que sean, que de lo que sean los poderes físicos y sus leyes. Sin duda, en general es correcto que el lenguaje imagina y piensa por nosotros, esto es, que recoge los impulsos fragmentarios o ligados de nuestro propio ser y conduce a una perfección a la que é stos, incluso puramente para nosotros mismos, no habrían llegado en ·caso contrario. Pero este paralelismo de los desarrollos objetivos y de los subjetivos no tiene, sin embargo, ninguna necesidad fundamental. Incluso en ocasiones sentimos e l lenguaje como un poder natural extraño que falsea y mutila no sólo nuestras manifestaciones, sino también nuestras orientaciones más íntimas. Y la religión, que ciertamente ha surgido de la búsqueda del alma de sí misma, que es como las alas que las propias fuerzas del alma producen para llevarla a su propia altura, incluso la religión, una vez surgida, posee ciertas leyes conformadoras que desarrollan su necesidad, pero no siempre la nuestra. Aquello que a menudo se. ha reprochado a la religión como su espíritu anticultural no son sólo sus ocasionales enemistades con valores inte lectuales, estéticos, morales, sino también esto más profundo: que ella recorre su propio camino, determinado por su lógica inmanente, camino en el que, ciertamente, engloba a la vida; pero encuentre el alma los bienes transcendentales que encuentre por este camino, dicho camino con frecuencia no la conduce a la consumación de su totalidad, a la cual le remiten sus propias posibilidades y que, recogiendo en sí la significatividad de las figuras objetivas, se de nomina precisamente cultura.
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En la medida en que la lógica de las figuras y conexiones impersonales está cargada con una dinámica, en esta medida surgen entre éstas y los impulsos y normas internas de la personalidad duras fricciones, que en la forma de la cultura como tal experimentan una concentración única. Desde que el hombre se dice Yo a sí mismo, desde que se ha convertido, sobre y ante sí mismo, en obje to, d esde que en virtud de tal forma de nuestra alma sus contenidos pertenecen a un centro, desde e ntonces, tenía que crecerle a partir de esta forma el siguiente ideal: que esto así ligado con el punto central sea también una unidad cerrada en sí y, por ello, un todo autosuficien.te. Pero los contenidos en los que el Yo tiene que consumar esta organización hacia un mundo propio y unitario no sólo le pertenecen a él; le están dados desde alguna exterioridad espacial, temporal, ideal; son al mismo tiempo los contenidos de c ualesquiera otros mundos, sociales y metafísicos, conceptuales y éticos, y en estos otros mundos poseen formas y conexiones entre sí que no desean coincidh; con aquellas de Yo. En estos contenidos, que el Yo configura de forma específica, los mundos externos capturan al Y o para recogerlo en sí; y en la medida en que estos mundos conforman los contenidos según sus exigencias, no permiten que aquellos contenidos lleguen a centrarse en torno al Yo. Puede que esta situación encuentre su manifestación más amplia y más profunda en el conflicto religioso entre la autosuficiencia o libertad del hombre y su inclusión en los órdenes divinos; pero esta manifestación, al igual que el conflicto social entre el hombre como individualidad redondeada y el mero miembro del organismo social, es tan sólo un caso de aquel dualismo puramente formal en el que nos enreda de manera inevitable la pertenencia de nuestros contenidos vitales a otros círculos al margen del de nuestro Yo. El hombre no sólo se encuentra innumerables veces en el punto de intersección de dos círculos de fuerzas y valores objetivos, cada uno de los cuales querría arrastrarlo consigo, sino que él se siente a sí mismo como centro que ordena en torno a sí armónicamente y conforme a la lógica de la personalidad la totalidad de sus contenidos vitales - y se siente al mismo tiempo solidario con cada uno de estos contenidos periféricos que, sin embargo, también pertenecen a otro círculo y que aquí son reclamados por otra ley del movimiento--; de modo que nuestro ser, por así decir, conforma el punto de intersección entre sí mismo y un círculo de exigencias extraño. Ahora bien, el hecho cultural aprieta una
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contra otra y de la forma más estrecha las partes de esta coli· sión, en la medida en que liga el desarrollo de cada una de ellas (esto es, sólo así la deja que se torne cultivada) al hecho de que englobe a la otra en sí y, por lo tanto, presupone un paralelismo o una adaptación recíproca de ambas partes. El dualismo metafísico de sujeto y objeto, que esta estructura de la cultura tendría que superar, resucita de nuevo como dis· cordancia entre los contenidos particulares empíricos y los desarrollos objetivos. Pero quizás el desgarramiento siga aún abierto cuando en sus partes no hay en modo alguno contenidos orientados en dirección contraria, sino cuando lo objetivo se sustrae de su significación para el sujeto por medio de sus determinaciones formales: la autonomía y la inmensidad. La fórmula de la cultura era, en efecto, la siguiente: que las energías anímico· subjetivas alcanzan una forma objetiva, en lo sucesivo indepe~diente del proceso vital creador, y ésta, por su parte, es incluida de nuevo en el proceso vital subjetivo de una manera que lleva a sus portadores a la perfección redondeada de su ser central. Pero esta corriente de sujetos a sujetos a través de objetos, en la que una relación metafísica entre sujeto y objeto adquiere realidad histórica, puede perder su continui· dad; el objeto, en una forma más fundamental que la hasta el momento aludida, puede salirse de su significación mediadora y, en esta medida, romper los puentes sobre los que discurre su camino cultivado. En primer lugar, el objeto adopta tal aislamiento y enajenación frente a los sujetos creadores s?bre la ba~e de la ~ivisión del trabajo. Los objetos que han sido producidos mediante la cooperación de muchas personas forman una escala según la medida en la que su unidad se apoye en la intención unitaria, reflexiva, de un individuo, o se haya producido sin tal origen consciente de sí misma a partir de las aportaciones p~rc:iales de los cooperantes. En el polo caractenzado por lo ultimo se encuentra, por ejemplo, una ciudad, que no ha sido construida según los planes existentes con anterioridad, sino según las necesidades e inclinaciones accidentales de los individuos particulares y que, sin embargo, es una figura plena de sentido en tanto que todo, cerrada visualmente, ligada orgánicamente. El otro polo lo ejemplifica quizás el producto de una fábrica en el que han actuado conjuntamente veinte trabajadores, cada uno de ellos sin conocer ni los otros trabajos parciales ni su ensamblaje, y sin interés por ello -mientras que, sin lugar a dudas, el todo es dirigido
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por una voluntad e intelecto central personal-; o la dirección de una orquesta en la que el oboísta o el timbalero no tienen ni idea de la afinación del violín o del cello y que, sin embargo, son llevados juntos con éstos por la batuta del director a una unidad de acción perfecta. Entre estos dos fenómenos puede estar, por ejemplo, el periódico, cuya unidad por lo que hace al aspecto y a la significación se apoya de algún modo, por lo menos externamente, en una personalidad conductora, pero que, sin embargo, se origina en una medida considerable a partir de las contribuciones más diferentes y recíprocamente accidentales de las personalidades más diferentes y completamente extrañas entre sí. El tipo de estos fenómenos es, expresado absolutamente, el siguiente: por medio de la actividad de diferentes personas surge un objeto cultural que,.en tanto que todo, en tanto que unidad que está ahí y que actúa específicamente, no tiene ningún productor, no ha surgido a partir de una correspondiente unidad de -un sujeto anímico. Los elementos se han aunado como si sigµieran una lógica e intención conformadora que habita en el interior de ellos mismos, en tanto que realidades objetivas, con la que no han cargado a su creador. La objetividad del contenido espiritual, que lo hace independiente de todo ser-admitido o no-ser-admitido, cae aquí ya del lado de su producción: tanto da lo que los individuos particulares hayan deseado o dejado de desear; la producción posee sin embargo la figura acabada, realizada de una forma puramente corporal, no alimentada por ningún espíritu con su significación ahora efectiva, y puede seguir dándole curso en el proceso cultural -de una forma sólo gradualmente diferente a cuando un niño pequeño ordena por azar las letras con las que juega en un sentido correcto; este sentido está ahí en ellas con objetividad y concreción espiritual, a pesar de haber sido producido sin tener la más remota idea. Pero visto exactamente se trata, en efecto, sólo un caso sumamente radical de un destino espiritual-humano muy general, que se extiende también a aquellos casos de di· visión del trabajo. La mayor parte de los productos de nuestro crear espiritual contienen en el interior de su significación una cierta cuota que nosotros no hemos creado. No me refiero con esto a la falta de originalidad, a valores heredados, a la dependencia respecto de modelos previos, pues con todo ello la obra podría haber nacido según su contenido a partir de nuestra conciencia, si bien con ello esta conciencia sólo daría curso a aquello que ha recibido tale quale. Más bien, en
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casi todas nuestras realizaciones hay contenido algo de significación que puede ser extraído por otros sujetos, pero qu~ nosotros mismos no hemos introducido. Naturalmente, lo siguiente no es válido en .sentido absoluto en ninguna parte, pero sí en todas en sentido relativo: lo que teje, no lo sabe ningún tejedor. La realización !lcabada_ conti~ne a_ce~tos, ?-"el~ ciones, valores, puramente segun su existencia objetiva e indiferentemente frente a sí el creador ha sabido que éste será el resultado de su crear. Es un factum tan .misterioso como indudable el que un sentido espiritual, objetivo y reproduci?le por toda conciencia pueda estar ligado a una figura matenal, sentido que no ha introducido ninguna conciencia, sino que está adherido a la facticidad pura y más propia de esta forma. Frente a la naturaleza, el caso análogo no ofrece problema: ninguna voluntad artística ha prestado a las montañas del Sur la pureza estilística de su contorno o al mar tempe_s~uos su simbolismo estremecedor. Pero en las obras del esp1ntu tiene parte, o puede tenerla, en primer lugar, lo puramente natural, en tanto está provisto de tales posibilidades significativas, pero, acto seguido, también la tiene o puede_ tenerla el contenido espiritual de sus elementos y su conexión resultante de sí misma. La posibilidad de alcanzar a partir de esto un con· tenido espiritual subjetivo está investida en ellos como una conformación objetiva no describible con posterioridad, que ha dejado completamente tras de sí su origen. P?z: poner un ejemplo extremo: un poeta ha compuesto una adivinanza ':ºn una solución determinada; si se le encuentra otra solución que sea exactamente tan ajustada, tan plena de sentido, tan sorprendente, como aquella otra, entonces es tam?ién exactamente igual de «correcta» y, a pesar de que estuviera muy lejos de su proceso creativo, reside en la ~divinanza creada como objetividad ideal exactamente del mismo modo como aquella primera solución sobre la cual fue creada tal adivinanza. Tan pronto como nuestra obra está ahí, no sólo posee una existencia objetiva y una vida propia que se han separado de nosotros, sino ·que en este ser-sí-misma --como por gracia del espíritu objetivo- contiene fuerzas y debilidades, partes constitutivas y significatividades, de las que somos totalmente inocentes y por las que a menudo somos sorprendidos nosotros mismos. Estas posibilidades y medidas de autonomía del espíritu objetivo sólo deben poner en claro que, también allí donde éste es producido a partir de la conciencia de un espíritu sub-
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jetivo , posee tras la objetivación que ha tenido lugar una validez al margen de ésta y una posibilidad independiente de resubjetivización; es claro que esta posibilidad no necesita en modo alguno realizarse -puesto que, en efecto, en el ejemplo de más arriba, la segunda solución de la adivinanza existe con pleno derecho en su espiritualidad objetiva, también antes de que fuera encontrada e incluso si esto no sucediera nunca. Esta p eculiar condición de los contenidos culturales -que hasta el momento rige para los contenidos particulares, por así decirlo, aislados- es el fundamento metafísico de la funesta autonomía con la que el reino de los productos culturales crece y crece, como si una necesidad lógica interna extrajera un miembro tras el otro, a menudo casi sin relación con la voluntad y la personalidad de los productores, y como si no estuviera afectado por la pregunta por cuántos s ujetos y en qué grado de profundidad y extensió:r;i es recogido y conducido a su significación cultural. El «carácter de fetiche» que Marx adscribe a los objetos económicos en la época de la producción de mercancías es sólo un caso peculiarmente modificado de este destino general de nuestros contenidos culturales. Estos contenidos e s tán bajo la paradoja -y, con una «cultura» creciente, cada vez más- de que, ciertamente, han sido creados por sujetos y están determinados para sujetos, pero en la forma intermedia de la objetividad que adoptan más allá y más acá de estas instancias siguen una lógica evolutiva inmanente y , en esta medida, se alejan tanto de su origen como de su fin. No son necesidades físicas las que entran en cuestión a este respecto, sino realmente sólo necesidades culturales que, sin duda, no pueden saltar por encima de las condicionalidades fís icas. Pero lo que el producto, como tal producto del espíritu, extrae (aparentemente uno a partir del otro) es la lógica cultural del objeto, no la científico-natural. Aquí reside el funesto impulso coercitivo interno de toda «téenica» tan pronto como su perfeccionamiento la empuja fuera del alcance del uso inmediato. Así, por ejemplo, la fabricación industrial de algunas manufacturas puede recomendar la de productos colaterales para los que en realidad no se encuentra ninguna necesidad; pero la pres ión a utilizar completamente aquellos utillajes, una vez creados, urge a ello. La serie técnica exige desde sí completarse mediante miembros que la serie anímica, que es la auténticamente definitiva, no r e quiere - y así surgen ofertas de mercancías que despiertan necesidades artificiales y, vis to desde la cultura de los suje-
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tos, absurdas. En algunas ramas de la ciencia no sucede otra cosa. La técnica filológica, por ejemplo, se ha desarrollado, por una parte, hasta alcanzar una libertad incompara~le Y una perfección metodológica; pero, por otra parte, los .objetos que merecen ser trabajados así desde el punto de vista d~l interés real de la cultura espiritual no crecen con tanta rapidez, y, de este modo, e l esfuerzo filológico se convierte con frecuencia en una micrología, en una pedantería y en un cultivo de lo inesencial -por así decirlo, un paso en el vacío del método, un avanzar de la norma objetiva cuyo autónomo camino ya no coincide con el de la cultura en tanto que perfección vital. En muchos ámbitos científicos se origina de este modo aquello que puede denominarse el saber superíluo: una suma de conocimientos metodológicamente irreprochables, no impugnables desde el concepto abstracto de cienci.'.1, y qu~, sin embargo, están enajenados respecto del auténtico sentido final de toda investigación; con lo cual, evidente mente, no me refiero a ningún fin externo, sino a los fines ideales y culturales. La increíble oferta de fuerzas (también favorecida por obra y gracia de la economía) que están dispuesta~, .Y a menudo también aprovechadas para la producción espintual, ha conducido a una valoración de todo trabajo científico por sí mismo, cuyo valor es con frecuencia sól~ una convención, c~si una conspiración de la casta de los. sabios en pro de un~ ~n quietantemente fructífera procreación endógena del espu:tu científico cuyos productos, sin embargo, son tanto en sentido interno, como en el de la actuación ulterior, infructuosos. Aquí se fundamenta el servicio fetichista que desde hace mucho tiempo se pone de relieve con el «método»: como si una realización fuera ya valiosa sólo por el carácter correcto de su método; éste es el muy astuto medio para la legitimación y. tasación de múltiples trabajos, que están ligados por el sentido y la conexión del desarrollo cognoscitivo, sentido y conexión aprehendidos de una forma excesivamente generosa. Por supuesto, surge la objeción .de que .también mediante las im'.estigaciones aparentemente 1nesenciales aquel desarrollo ha sido favorecido en ocasiones de la forma más sorprendente. ~stas son posibilidades imprevistas, tal y como suceden en todo ámbito, pero que no nos pueden impedir asignar o denegar a un hacer su derecho y su valor de acuerdo con nuestra racionalidad existente en esta época -si bien tal racionalidad no es, en verdad, omnisciente. Nadie consideraría razonable perforar al azar en algún lugar del mundo en busca de carbón
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o petróleo, por muy innegable que sea la posibilidad de que allí se encuentre realmente algo. Existe un cierto umbral de probabilidad para la utilidad de los trabajos científicos, que en un caso entre mil puede ciertamente mostrarse como situado erróneamente, pero que en vista de ello no justifica su empleo en los 999 esfuerzos que caen en el vacío. Esto, consid e rado histórico-culturalmente, no es también más que un fenómeno particular de aquel crecimiento de los contenido-; culturales en un suelo en el que otras fuerzas y fines distintos a los culturalmente plenos de sentido los aguijonean y recogen y en el que producen inevitablemente flores que no dan fruto. Se trata del m ismo motivo conformador último que cuando en la evolución del arte el poder técnico se torna lo bastante poderoso como para emanciparse de la servidumbre respecto del fin cultural global del arte. Ahora, obediente sólo a la lógica interna, la técnica desarrolla .refinamiento detrás de refinamiento que, sin embargo, no son sino sus perfecciones, pero ya no perfecciones del sentido cultural del arte. Toda la excesiva especialización que hoy en día es deplorada en todos los ámbitos de trabajo y cuya prosecución apremia, sin embargo, bajo la ley como con implacabilidad demoníaca, es sólo una configuración particular de aquel destino fatal de los elementos culturales: que los objetos poseen una lógica propia de su desarrollo -no una lógica conceptual, no una lógica natural, sino sólo la de su desarrollo en tanto que obras culturales humanas- y en cuya consecuencia se desvían de la dirección con la que podrían insertarse en el desarrollo personal de las almas humanas. Por ello esta discrepancia no es en modo alguno idéntica a aquella otra puesta de r e lieve a menudo: con la elevación de los medios al valor de fines ·f inales, tal como las culturas avanzadas lo muestran a cada paso. Pues esto es algo puramente psicológico, es una acentuación a partir de casualidades o necesidades anímicas y sin ningún tipo de relación firme con el contexto objetivo de las cosas. Pero aquí se trata precisamente de éste, se trata de la lógica inmanente de las conformaciones culturales de las cosas; el hombre se convierte ahora en mero portador de la coerción con la que esta lógica domina los desarrollos y los continúa como en la tangente de la vía por la que r egresarían de nuevo al desarrollo cultural del hombre viviente. :e.sta es la auténtica tragedia de la cultura. Pero por destino trágico - a diferencia del triste o del perturbado desde el exterior- entendemos, en efecto, lo siguien-
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te: que las fuerzas negativas orientadas contra un ser surgen precisamente a partir de los estratos más profundos de este mismo ser; que con su destrucción se consuma un destino que está ubicado en él mismo y que, por así decirlo, el desarrollo lógico es justamente la estructura con la que el ser ha construido su propia positividad. Es el concepto de toda cultura el que el espíritu cree un objeto objetivo autónomo, a través del cual el desarrollo del sujeto tome su camino desde sí mismo hasta sí mismo; pero precisamente con ello, aquel e lemento integrador, que condiciona la cultura, queda predeterminado hacia un desarrollo propio que consume cada vez más fuerzas de los sujetos, que arrastra cada vez más sujetos a su vía, sin llevar con ello a estos últimos a la cima de sí mismos: el desarrollo de los sujetos ya no puede recorrer el camino que toma el de los objetos; siguiendo, sin embargo, este último se extravía en un callejón sin salida o en el vaciamiento de la vida más íntima y más propia. Pero e l desarrollo cultural pone a los sujetos fuera de sí mismos de forma aún más positiva mediante la ya aludida ausencia de forma y de fronteras que llega al espíritu objetivo en virtud del carácter numérico ilimitado de sus productores. Cada uno de los contribuyentes puede contribuir a la provisión de los contenidos culturales objetivados sin ningún tipo de consideración a los otros contribuyentes. Esta provisión tiene en las distintas épocas culturales una coloración determinada, esto es, una frontera cualitativa trazada desde el interior; pero no tiene de igual modo una frontera cuantitativa, no tiene absolutamente ningún motivo para no propagarse basta lo infinito, para no ensartar libro a libro, obra de arte a obra de arte, invención a invención: la forma de la objetividad como tal posee una capacidad ilimitada. Pero con esta capacidad de acumulación, por así decir, inorgánica, convierte a la forma de la vida personal en inconmensurable en lo más profundo. Pues su capacidad de ser recogida no se e ncuentra sólo limitada según la fuerza y la duración de la vida, sino mediante una cierta unidad y relativa cerrazón de su forma, y, por ello, realiza una elección, con un ámbito de juego determinado, entre los contenidos que se le ofrecen como medios de su desarrollo individual. Ahora bien, en apariencia esta inconmensurabilidad no necesita convertirse para el individuo en una inconmensurabilidad práctica, en la medida en que éste deja de lado aquello que su desarrollo propio no puede asimilar. Pero la cosa no tiene éxito de manera tan sen-
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cilla. La provisión del espíritu objetivado, provisión que crece hast_a lo indescriptible, plantea exigencias al sujeto, despierta v~le~dades. en ~l, lo golpea con sentimientos acerca de la propia msufic1enc1a y desamparo, lo enreda en las relaciones globales de cuyo carácter total no puede sustraerse sin poder subyugar sus contenidos particulares. De este modo surge la típica situación problemática del hombre moderno: el sentimiento de estar cercado por un sinnúmero de elementos culturales que no carecen de significado para él, pero que en e l fondo más profundo tampoco son plenamente significativos; que en tanto que masa tienen algo sofocante puesto que no puede asimilar internamente todo lo particular, pero que tampoco puede rechazar sencillamente dado que, por así decirlo, pertenece en potencia a la esfera de su desarrollo cultural. Podría caracterizarse esto con la exacta inversión de la frase que designaba a los primeros franciscanos en su pobreza de alma, en su absoluta liberación de todas las cosas que aún atravesaban de algún modo el camino del alma a través de sí Y al que querían convertir en un camino indirecto: NihiÍ habentes, omnia possidentes -en lugar de ello, los hombres son muy ricos y las culturas sobrecargadas omnia habentes nihil posidentes. ' Estas experiencias pueden expresarse de múltiples formas; * lo que aquí importa es su profundo enraizamiento en e l centro del concepto de cultura. Toda la riqueza que este concepto realiza descansa en que las figuras objetivas, sin perder su objetividad, son englobadas en el proceso de perfeccionamiento de sujetos como s u camino o su medio. Quede al margen si, visto desde el sujeto, se alcanza de este modo la forma suprema de su perfección; pero para la intención metafísic~, que busca llev~r a la unidad el principio del sujeto y del objeto como tal, existe aquí una de las máximas garantías frente a lo siguiente: no tener que reconocerse a sí misma como ilusión. La pregunta metafísica encuentra con ello una respuesta histórica. El espíritu ha alcanzado en las figuras culturales -una objetividad que lo hace independiente de todo azar de la reproducción subjetiva y que, al mismo tiempo, aprovecha para el fin central de la perfección subjetiva. Mientras que las respuestas metafísicas a aquella pregunta aco·s tumbran amputarla realmente, en tanto que muestran corno
* En mi Philosophie des Geldes las he expuesto para un número mayo:c de ámbitos históricamente concretos . .
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nula la oposición sujet~bjeto, la cultura se atiene al enfrentamiento pleno de las partes, a la lógica suprasubjetiva de las cosas conformadas espiritualmente, a lo largo de la cual el sujeto se yergue sobre sí mismo hacia si mismo. La capacidad fundamental del espíritu, poder separarse de sí mismo, salirse al encuentro como un tercero configurando, conociendo, valorando, y alcanzar por vez primera en esta forma la conciencia de sí mismo, esta capacidad, ha alcanzado con el hecho de la cultura, digámoslo así, su radio más amplio, ha puesto en tensión de la forma más enérgica al objeto frente al sujeto para volverlo a traer de nuevo a éste. Pero precisamente en esta lógica propia del objeto, por la que el sujeto se reconquista como un sujeto en sí mis mo y conforme a si mismo más perfecto, rompe el entrelazamiento de las partes. Aquello que estas hojas ya han puesto d e relieve: que el creador no acostumbra pensar en el valor cultural, sino sólo en la significación objetiva de la obra, significación que se halla circunscrita por su propia idea, esto se desliza con las imperceptibles modulaciones de una lógica evolutiva puramente objetiva hasta lo caricaturesco: hasta una especialización separada de la vida, hasta la autocomplacencia de una técnica que ya no encuentra el camino de regreso a los sujetos. Precisamente esta objetividad posibilita la división del trabajo, que reúne en los productos particulares las energías de todo un complejo de personalidades sin preocuparse de si un sujeto puede volver a desarrollar para su propio fomento el quantum de espíritu y de vida invertido en ello, o si con esto sólo se satisface una necesidad externamente periférica. Aquí reside el motivo profundo del ideal ruskiniano de sustituir todo el trabajo fabril por el trabajo artesano de los individuos. La división del trabajo independiza el p roducto como tal de cada uno de los contribuyentes;, el producto está ahí en una objetividad autónoma que, sin duda, lo hace apropiado para acomodarse a un orden de las cosas o para servir a un fin particular objetivamente determinado; pero con ello se le escapa aquel estado interno dotado de alma que sólo el hombre en su totalidad puede dar a la obra en su totalidad y que porta su inclusión en la centralidad anímica de otros sujetos. Por ello la obra de arte es un valor cultural tan inconmens urable, porque es inaccesible a toda división del trabajo, esto es, porque aquí (por lo m enos en el sentido ahora esencial y al margen de interpretaciones metaestéticas) lo creado conserva al creauor de Ja forma más íntima. Aquello que en Ruskin podía aparecer como
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odio a la cultura es en realidad pasión por la cultura: se dirige a la anulación de la división del trabajo que desprovee de sujeto al contenido cultural, le da una objetividad sin alma con la que se lo arranca del auténtico proceso cultural. Y entonces se manifiesta el trágico desarrollo que la cultura enlaza a la objetividad de los contenidos; los contenidos, empero, precisamente por su objetividad, están por último entregados a una lógica propia y se sustraen a la asimilación cultural mediante sujetos. Este trágico desarrollo se manifiesta al fin en la posibilidad de acrecentar arbitrariamente los contenidos d el espíritu objetivo. Puesto que la cultura no posee para sus contenidos ninguna unidad de forma concreta, sino que, más bien, cada creador coloca su producto junto al del otro como en un espacio sin fronteras, por ello crece aquella masificación de cosas, cada una de las cuales tiene con un cierto derecho la pretensión de ser considerada valor cultural y que también hace resonar en nosotros un deseo de ser valorada de este modo. La ausencia de forma del c;spíritu objetivado le permite un tempo de desarrollo a cuya zaga debe quedar el del espíritu subjetivo a una distancia rápidamente creciente. Pero el espíritu subjetivo no sabe conservar por completo la cerrazón de s u forma frente a los contactos, tentaciones, deformaciones, por medio de todas aquellas «cosas»; la preponderancia del objeto sobre el sujeto, realizada en general por el transcurso del mundo, superada en la cultura en feliz equilibrio, se torna de nuevo apreciable en el marco de ésta en virtud de la ausencia de fronteras del espíritu objetivo. Aquello que se deplora como el recubrimiento y sobrecarga de nuestra vida con miles de superficialidades de las que, sin embargo, no nos podemos liberar, que se deplora como el continuo «estar-estimulado» d el hombre de cultura, al que todo esto no incita, sin embargo, a la creación propia, que se deplora como el mero conocer o disfrutar de miles de cosas que nuestro desarrollo no puede englobar en sí y que permanecen en él como lastre, todos estos s ufrimientos culturales específicos a menudo formulados no son otra cosa que las manifestaciones de aquella emancipación del espíritu objetivado. Que exista esta emancipación significa, en efecto, que los contenidos culturales siguen por último una lógica independiente de su fin cultural y que los conduce cada vez más lejos de ésta, sin que el camino del sujeto sea eximido de todos estos contenidos que se han torna do inadecuados cualitativa y cuantitativamente. Antes bien , puesto que este camino, en tanto
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que cultural, se encuentra condicionado por el tornarse autónomos y objetivos de los contenidos anímicos, surge la trágica situación de que la cultura ya esconde realmente en sí, en su primer momento existencial, aquella forma de sus contenidos que está determinada a hacer sin guía y de manera discrepante, a desviar, a gravar, su ser interno (a saber, el camino del alma desde sí misma, en tanto que imperfecta, hasta sf misma, en tanto que perfecta) como en virtud de una inevitabilidad inmanente. La gran empresa del espíritu, vencer al objeto como tal por el hecho de que se crea a sí mismo como objeto, para regresar a sí mismo con el enriquecimiento conseguido mediante esta creación, tiene éxito innumerables veces; pero el espíritu debe pagar esta autoconsumación con la trágica posibilidad de ver producirse en la legalidad propia del mundo creado por él mismo, legalidad que tal autoconsumación condiciona, una lógica y una dinámica que aleja a los contenidos de la cultura del fin de la cultura, con una aceleración cada vez más elev.a da y a una distancia cada vez mayor.
CULTURA FEMENINA
Cabe considerar la cultura como el perfeccionamiento de individuos que se alcanza gracias al espíritu objetivado en el trabajo histórico de la especie. Por el hecho de que la unidad y la totalidad del ser subjetivo se consumen mediante la apropiación de estos valores objetivos: la moral y el conocimiento, el arte y la religión, las configuraciones sociales y las formas de expresión de lo interior, por esto aparece como cultivado. De este modo, la cultura es una síntesis única del espíritu subjetivo y del objetivo, cuyo sentido último, ciertamente, sólo puede residir en el perfeccionamiento de los individuos. Pero puesto que este proceso de perfeccionamiento ha de afrontar primero los contenidos del espíritu objetivo como autónomos, separados tanto de quien los crea cuanto de quien los recibe, para entonces englobarse en este último como sus medios o estaciones, por esto cabe caracterizar a estos contenidos (todo lo expresado y conformado, lo que existe realmente y lo que-es efectivo realmente, cuyo complejo integra la posesión cultural de una época) como su «cultura objetiva». De su constatación distinguimos el siguiente problema como 232
el problema de la «cultura subjetiva»: en qué medida, según extensión e intensidad, participan los individuos en aquellos contenidos. Tanto desde el punto de vista de la realidad como desde el del valor, ambos conceptos son sumamente independientes entre sí. De una cultura objetiva altamente desarrollada está quizás excluida la gran masa de las personalidades que hacen al caso; mientras que, por el contrario, precisamente esta masa puede participar en una cultura más o menos primitiva, de tal modo que la cultura subjetiva alcanza una altura relativamente extraordinaria. Y el juicio de valor varía correspondientemente: el que está inclinado de una forma puramente individualista y, sobre todo, el que está inclinado de una forma puramente social, enlazará toda significación de la cultura al hecho de cuántos hombres y en qué extensión participan de ella, cuánta formación y felicidad, cuánta belleza y moralidad extrae de ella la vida realizada en el individuo. Pero aquellos otros a los que interesa no sólo la utilidad de la cosa, sino la cosa misma, no sólo el intranquilo torrente del hacer y disfrutar y padecer, sino el sentido atemporal de formas acuñadas espiritualmente, éstos sólo preguntarán por la formación de la cultura objetiva y se remitirán al hecho de que el valor objetivo de una obra de arte, de un conocimiento, de una idea religiosa, más aún, incluso el valor de una proposición jurídica o de una norma moral, no es en modo alguno afectado por lo siguiente: lo a menudo o lo poco que los azarosos caminos de la realidad vital recojan todo esto en sí. En la encrucijada de estas dos líneas se separan también las dos preguntas axiológicas que suscita el moderno movimiento de las mujeres. Su surgimiento parece desterrarlo por completo en la dirección de la cultura subjetiva. En la medida en que las mujeres desearan pasar a las formas de vida y de realización de los hombres, se trataría para ellas de la participación personal en bienes culturales ya existentes, que hasta la fecha únicamente les han sido negados -ya tengan éstos que concederles una nueva felicidad, nuevos deberes o una nueva formación de la personalidad-; tan sólo para personas particulares, y ya sean tantos millones del presente como del futuro, no se lucha aquí por algo que en sí va más allá de todo lo particular y personal. Está en cuestión una cantidad de valores, no la creación de valores objetivamente nuevos. En esta dirección descansan, quizá, todos los acentos eudemonistas, éticos, sociales del movimiento de las mujeres. Pero,
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Epílogo: Simmel como intérprete de la época por Jürgen Habermas
Georg Simmel publicó por vez primera Cultura filosófica en 1911; la tercera y última edición apareció en 1923. La circunstancia de que esta colección de ensayos haya permanecido olvidada durante sesenta años y sólo en la actualidad vuelva a ser presentada bien podría considerarse síntoma inequívoco de una realidad: el Simmel crítico de la cultura está al mismo tiempo extrañamente lejos y cerca de nosotros.
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Es verdad que los dos pequeños volúmenes introductorios editados inicialmente por Goschen, Hauptprobleme der Philosophie (aparecido en 1910 como volumen conmemorativo al llegar con él la colección al número 500) y Grundfragen der Soziologie, h ace ya tiempo que están disponibles. Dos de los libros más importantes de Simmel, Philosophie des Geldes (1900) y Soziologie (1908), han sido asimismo reeditados. Además, en 1958 Michael Landmann se esforzó sobremanera por despertar de nuevo e l interés en Simmel publicando un libro homenaje con motivo d el centenario del nacimiento de nuestro autor 1 y editando dos compilaciones de ensayos.2 Todavía hace pocos años que Simmel fue incluido en una excelente colección de clásicos de la teoría social.3 Y en Estados Unidos Kurt Wolff su scitó realmente en los años cincuenta una verl. K . Gassen, M . Landmann (eds.), Buch des Dankes an Georg Simmel, Berlín, 1958. 2. G. S1MMEL, Brücke und Tür, Stuttgart, 1957; id., Das individuelte Gesetz, Frankfurt am Main, 1968. 3. P. E. ScHNABEL, cGeorg Simmel•, en: D. KAsLER, Klassiker des soziologischen De nkes, vol. 1, Municb, 1976, pp. 267 y ss.
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dadera discusión a raíz de la publicación d e una selección de escritos sociológicos de SimmeI.• Pero el filósofo y sociólogo Simmel no ha alcanzado después de la Segunda Guerra Mundial, ni en la R epública Federal de Alemania ni en Norteamérica, una presencia intelectual que permita siquiera vislumbrar lo que fue la influencia que ejerció en su época. Esto es así no sólo si lo comparamos con Dilthey y Bergson, quienes fueron los iniciadores de la «filosofía de la vida», sino también y sobre todo en relación con los padres fundadores de la sociología coetáneos: Simmel nació en 1858, el mismo año que Durkheim, y era sólo unos pocos años mayor que George Herbert Mead (1863) y Max Weber \ (1864). En los primeros años cincuenta, G. Lukács podía tratar la filosofía de la vida de Simmel como un capítulo cerrado, igual que hacía R. Aron con la «Sociología formal» 5 simmeliana con la que todavía en 1930 Hans Freyer había contendido dándole el estatuto de un enfoque teórico vivo.6 Simmel no ha llegado a ser un «clásico»: tampoco le predestinaba a ello su hechura intelectual. Simmel representa un tipo diferente. A pesar de su influencia en el clima filosófico de Ja época anterior a la Primera Guerra Mundial, a pesar de su relevancia para la sociología ale'\ mana y -casi más aún- para la norteamericana durante sus períodos formativos, Simmel fue más un incitador que un sistemático, más un intérprete de la época que filosofaba en clave de ciencia social que un filósofo y un sociólogo sólidamente arraigado en el establecimiento científico. Simmel, que alcanzó un gran prestigio en el extranjero debido a sus imponentes 1 merecimientos científicos, nunca pudo mantener una relación , estable con el mundo de las universidades alemanas. Y esto ' no fue un hecho casual. Zeller y Helmholtz le rechazaron un trabajo de psicología de la música presentado como tesis doctoral; en cambio, hubo acuerdo en aceptar otro trabajo sobre la filosofía de la naturaleza de Kant presentado con el mismo propósito. La memoria de cátedra fue asimismo rechazada alegando que el tema elegido era desacertado. Superado no
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4. K . H. Wolff (ed.), The Sociology of Geor Simmel, Glencoe, 111, acerca de la recepción en Estados Unidos , véase ScHNABEL, op. cit., pp. 276 y SS. 5. G. LUKÁCS, Die Zerstorung d er Vernunft, Berlín, 1955, pp. 350 y ss.; R. ARON, Die deutsche Soziologie der Gegenwart, Stuttgart, 1953. 6. H . FREYER, Soziologie als Wirklichkeitswissenschaft, Darmstadt, 1964, pp. 46 y SS.
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obstante ese escollo, Simmel fracasó en la lección magistral. Su nombramiento como catedrático extraordinario fue retrasado durante un período inusual de tiempo por la facultad. Simmel se vio una y otra vez relegado en su contratación. En 1908, Max Weber propuso a Simmel para una cátedra de filosofía en Heidelberg; sin embargo, el ministerio no le otorgó el nombramiento. Por último, en 1914, cuando ya tenía cincuenta y seis años, obtuvo una cátedra en Estrasburgo. La separación del medio urbano de su ciudad natal, Berlín, no fue nada fácil para Simmel. En 1915, Rickert intentó de nuevo llevarle a Heidelberg, pero una vez más fue en vano. Como siempre, este tipo de reservas obedecían a oscuros intereses. Se reprochaba a Simmel una actitud relativista con 1 respecto al cristianismo; su manera de pensar y de exponer \ su pensamiento escasamente ortodoxa resultaba provocativa; su éxito entre los estudiantes, su influencia. sobre el gran público, suscitaban envidia; el antisemitismo se mezclaba con el resentimiento contra el intelectual que triunfaba como escritor. Sin duda, lo que mayor distancia generaba con respecto . al mundo académico era una mentalidad, la suya, caracterizada por disponer de una fina sensibilidad para detectar los es- ¡ tímulos típicos de la época, las innovaciones estéticas, los cam- / bios de tendencia espiritual y las inflexiones en la percepción \ de la vida propia de la gran ciudad, las alteraciones de posi- í dones subpolíticas y los fenómenos cotidianos difícilmente ! perceptibles, difusos, pero reveladores. En una palabra: las } membranas para la detección del espíritu de la época estaban, t en su caso, muy abiertas. La casa de Simmel era más frecuen- l tada por literatos y artistas que por sus colegas berlineses. Simmel mantuvo vinculaciones con Rilke, Stefan George, Paul Emst y Gundolf, así como con Max Weber, Troeltsch y Heinrich Rickert, y también con Bergson, que influyó profundamente en él a partir de 1908. Jóvenes como Emst Bloch y Georg Lukács participaban en sus coloquios privados. De sus conferencias, pronunciadas ante auditorios indiferenciados, aparecían reseñas incluso en la prensa diaria. A todo ello responde la orientación ensayística del pensamiento de Simmel y el hecho de que el ensayo fuera su forma preferida de.:._~ ·¡ sición. - ·--- -- ·- · - - Aaomo ha deplorado la «enojosa obviedad• del título bajo el que Simmel publicó los ensayos aquí reunidos; pero también ha confesado lo que tenía que agradecer a la temprana lectura de los escritos simmelianos: «A pesar de todo su idea-
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lismo psicológico... Georg Simmel fue el primero que operó ese giro de la filosofía hacia el tratamiento de objetos concretos que luego ha sido canónico para aquellos a quienes no satisfacía el sonsonete de la crítica del conocimiento y de la historia del pensamiento.» 7 Las Spuren, de Bloch, publicadas entre 1910 y 1929, revelan las huellas del hombre que ya había recorrido con anterioridad ese camino. Bloch aprendió la meditación sobre «la lámpara y el armario» o sobre «la primera locomotora» de un Simmel que igual filosofaba sobre los actores que sobre la aventura, y que había reflexionado sobre . «puente y puerta» para hallar rasgos básicos del espíritu hui mano encarnados en esas imágenes ejemplares. Simmel no sólo animó a los estudiantes, una generación antes que Hei/degger y Jaspers, a salirse de los moldes de la filosofía aca. démica y a pensar «de manera concreta», sino que promovió / con sus trabajos -como puede verse tanto en Lukács como ¡ en Adorno- la rehabilitación del ensayo científico como fort ma de expresión. Adorno, hasta el momento el último de aquellos filósofos que hicieron del ensayo instrumento afilado al máximo de sus pronunciamientos, ve en esta forma literaria, sobre todo, el momento de una liberación: «El ensayo no se deja prescribir una ubicación inapelable. En lugar de producir algo en el terreno científico o de la creación artística, su empeño refleja aún algo de la despreocupación de lo infantil, que se enardece sin reparo ante lo que ya han hecho otros. Reflexiona acerca de lo que ha sido objeto de odio y de amor, en lugar de presentar al espíritu como una creación a partir de la nada según el modelo de la ilimitada moral de trabajo» (ibíd., p. 10). Por supuesto, Adorno menciona también el precio al que hay que someterse a consecuencia de esta desvinculación de la coerción ejercida por el método: «Por su afinidad con la experiencia espiritual abierta, el espíritu debe pagar con la falta de seguridad, que la norma del pensamiento establecido teme como a la muerte» (p. 21). Tal vez es también un poco este temor, y no sólo las peculiaridades del lenguaje del siglo XIX, lo que confiere una cierta prolijidad al estilo simmeliano, como si Simmel hubiera dudado de entregarse al ritmo y a la selectividad sin contemplaciones que exige la forma del ensayo. Los textos de Simmel oscilan entre el ensayo y la diserta-
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7. Th. W. AooRNO, «Henkel Krug und friihe Erfahrung•, en id., Gesammelte Schriften, vol. 11, Frankfurt am Main, 1974, p. 558.
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ción científica; divagan en torno a las ideas que cristaliz;an. Nada indica que el autor se planteara alguna vez la cuestión de si una sola frase de tipo aforístico como «la escultur~ antigua buscaba, por decirlo así, la lógica del cue~o, Ro~m su psicología• podía competir seriamente con .una dis~rt:'1ción de veinte páginas sobre Rodin como «personalidad artistica». 1:-ºs breves fragmentos estéticos son, por lo demás, los que meJor desvelan algo de las correspondencias existentes en_tre un ,ensayo concentrado y el aforismo rompe.dor: Perc:i aun aqui s~ impone una distancia que provee ~e JUs.tificación a lo anticuado del título del libro: Cultura filosófica. Lo que señala aquello que nos separa de Simmel. ~s el co?cepto de cultura del neokantismo. Simmel es un hiJO del fin de siecle; pertenece a la época para cuyo ele~ento formativo Kant y Hegel, Schiller y Goethe, eran to~avia unos contemporáneos, aun cuando Schopenhauer y Nietzsche emp~zasen ya a proyectar sombras sobre. ellos. De ~~a manera, Sim~el explica la superación por Rodm de~ clasii¡:ismo y c:;l naturalismo recurriendo a los conceptos básicos de la estética de Kant y Schiller: libertad y necesidad, espírit.u y naturaleza, f~~a y materia. Con visiones románticas descifra el encan~o estetico de la ruina desmoronada como la venganza de la piedra bruta sometida una vez a regañadientes al acto de violencia de la'configuración arquitectónica. Ab~tracción e intu~c!ón, de Worringer, le suministra las c~tegoi::ias para la .estetic:a natural del paisaje marítimo y alpmo, sm que perciba ahi la saga~ anticipación de la pintura expresionista en trance de surgimiento. . Simmel de este modo, se sitúa del lado de acá del abismo que se va 'a abrir entre Rodin y Barlach, entre Segantini y Kandinsky, entre Lask y Lukács, Cassirer )'. He.idegge7. Escribe ~ sobre la moda de manera diferente a BenJamm. Y sm emba:i;-go es él quien establece la conexión entre moda Y. moderm- ! dad, quien impacta al joven Lu~ács hasta
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diagnóstico de base filosófico-cultural de la época, que desan:olló por vez primera en el capítulo final de la Filosofía del / dinero (1900). En el ensayo sobre «Concepto y tragedia de la cultura» prosiguió la elaboración de esta teoría de la época contemporánea y en su tardía exposición acerca del «Conflicto de la cultura moderna» 8 la subordinó a una cuestionable metafísica de la vida. 11
El texto dedicado a la tragedia de la cultura constituye el núcleo de los ensayos reunidos en el presente volumen. Simmel desarrolla aquí un concepto dinámico de la cultura. Entiende por ésta el proceso pendiente entre el «alma» y sus «formas». La cultura es las dos cosas: tanto las objetivaciones en las que se plasma una vida que deriva de la subjetividad, esto es, el espíritu objetivo, como también, a la inversa, la formación de un alma que asciende de la naturaleza a la cultura _es decir, la configuración del espíritu subjetivo. Simmel sigu~ el ideal formativo clásicamente expresivista que, procedente de Herder, se prolonga a través de Humboldt hasta Hegel. La vida en su conjunto es interpretada según el modelo del proceso productivo de la creación en el que el artista genial crea el entramado orgánico de su obra desplegando en ello la totalidad de las fuerzas inherentes a su propia condición, a su naturaleza. El t elas de este proceso de formación es la elevación de la vida individual. En la versión simmeliana el espíritu subjetivo conserva decididamente la primacía sobre el objetivo; el cultivo del sujeto es prioritario con respecto a la \ cultura objetiva. Pero en este proceso cultural está implícito el riesgo de que la cultura objetiva se independice con respecto a los individuos, que son sin embargo quienes la han producido. Pues el espíritu objetivo obedece a leyes diferentes a las del subjetivo. Simmel subraya con Rickert la tenacidad de las esferas ,/ de valor cultural. Ciencia y técnica, arte y moral, constituyen ámbito.s objetivos dotados de una tenaz pretensión de prepon1 derancia a los que debe someterse tanto el sujeto cognosciti/ vo, productor y creador como el sujeto que juzga y actúa práe! ticamente. No obstante, la preeminencia de la cultura objetiva 8. G.
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SIMMEL,
Das individuelle Gesetz, op. cit., pp. 148 y ss.
se hace inevitable en la m e dida en que el espíritu subjetivo se atiene a la tendencia del racionalismo occidental y penetra cada vez con mayor profundidad en las legalidades forzosas del espíritu objetivo y, en este proceso, jerarquiza las esferas de valor cultural y profundiza en e llas, acelera el desarrollo cultural y eleva el nivel de la cultura. En esta misma medida el espíritu se vuelve adversario del alma: «Para nosotros resulta de valor inigualable la forma de la unidad personal a la· que conduce a la consciencia el sentido objetivo espiritual de las cosas ... Aquí es donde empiezan a desarrollarse aquellas cálidas radiaciones oscuras del ánimo para las que carece de lugar y de comprensión la perfección clara de las ideas de- _ terminadas de modo puramente objetivo. Pero lo mismo sucede con el espíritu, que a través d e la objetivación de nuestra inteligencia se contrapone al alma como si fuera un objeto. Y, además, la distancia entre ambos crece en la misma medida · en que el objeto va siendo producido a través de la colaboración de un número creciente de personalit;l.ades en un proceso de división del trabajo; puesto que, precisamente en esta medida, resulta posible insertar, incluir, en la obra la unidad de la personalidad a la que se vincula precisamente para nosotros el valor, la calidez, la peculiaridad del alma. El hecho de que, debido a la diferenciación moderna de sus condiciones de producción, al espíritu objetivo le falte incluso esta forma de espiritualidad [ .. . ] puede ser la causa última de la animadversión con la que los caracteres muy individualistas y profundos se enfrentan en la actualidad con tanta frecuencia al "progreso de la cultura".» 9 Simmel describe primero cómo el incremento de complejidad de la cultura sitúa al alma, de la que par te este movimiento, ante la paradójica cuestión d e si «es aún el señor. en sus dominios o, al menos, estable ce una armonía en relación a la altura, el sentido y el ritmo, entre su vida interior y aquello que ha de incorporar a la misma como su contenido impersonal» (ibíd., p. 529). Luego trata de descubrir el mecanismo que explique por qué es inevitable esta progresión hacia una cultura objetiva situada a distancias cada vez mayores; y lo encuentra en el medio representado por el dinero. En su Filosofía del dinero, Simmel transfiere el concepto de cultura del plano de las configuraciones espirituales al proceso social y material de la vida en su conjunto. Al igual que en Max 9.
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Philosophie des Geldes, Berlín, 1'177, p. 528.
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l Weber, la economía, el estado y la familia, como órdenes de . vida, desarrollan una legalidad propia semejante a la de las \ esferas culturales de valor como la ciencia, el arte y la moral; : también la sociedad se enfrenta al alma como parte integrante ! de la cultura objetiva. Pero en las sociedades modernas el i mercado juega manifiestamente el papel de un mecanismo ge¡ nerador de complejidad. A través del medio constituido por el dinero, el mercado impulsa la división social del trabajo y con ella el incremento de la complejidad de la cultura en su conjunto. Pero en última instancia está claro también que el dinero no es sino una de esas «formas» en las que se objetiva el espíritu subjetivo en la búsqueda de sí misma del alma. Por eso una «filosofía del dinero» debe abordar el programa que Simmel establece en la introducción. Tarea de aquélla es «construir una planta inferior en el e dificio del materialismo histórico de forma t al que se mantenga el valor explicativo de la implicación de la vida económica en la causación de la cultura espiritual y, al mismo tiempo, se reconozca a las formas económicas como resultado de valoraciones y corrientes más profundas, de presupuestos psicológicos y hasta metafísicos» (ibíd., p. VIII) . A esto Lukács contesta secamente que las leyes económico-sociales perderían su contenido concreto y su punta revolucionaria si se las entendiera como expresión de un conjunto general «Cósmico».1º En su vehemente ajuste de cuentas con Simmel, al que procedió una generación después de la muerte de éste, Lukács no entró, desde luego, en la historia de la influencia del diagnóstico simmeliano de la época, influencia a la que ciertamente no era ajeno él mismo. Simmel influyó no sólo a través de fórmulas muy plásticas, como la que hace referencia al relegamiento de la cultura de las personas con respecto a la reforzada cultura de las cosas, s ino también en virtud de su des- . cripción fenomenológicamente exacta del estilo d e vida moderno: «El proceso d e objetivación de los contenidos culturales que [ .. . ] cada vez aumenta más la extrañeza entre el sujeto y sus creaciones, desciende por último a las intimidades de la vida cotidiana» (ibíd., p. 519). Simmel descubre en las formas de interacción propias del movimiento d e la gran ciudad, así como en la experiencia de la naturaleza, en la publicidad o en las relaciones conyugales unos desplazamientos estructuralmente similares. En la misma medida en que se cosifican 10. G.
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LUKÁCS,
Die Z erstorung der Vernunft , op. cit., p. 358.
las condiciones de la vida social, el subjetivismo libera energías espirituales no vinculadas. Frente a esta interioridad frag- 1 mentada e informe de los sujetos, los objetos culturales Y sociales se transforman en poderes enajenados y al mismo tiempo autónomos. El dinero tiene un carácter ejemplar: representa la objetividad de las actividades de cambio en su pura 1 abstracción y constituye al mismo tiempo, empero, la base ) para la conformación de una subjetividad que se entrega a~ ji proceso de diferenciación tanto en las fuerzas de su entendimiento calculatorio como en sus impulso a la divagación.
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Las teorías de la sociedad orientadas a la formulación de un diagnóstico de la época y que -partiendo de Weber- por un lado llevan, a través de Lukács, a Horklieimer y a Adorno, y por otro, a través de Freyer, a Gehlen y Schelsky, beben en su totalidad en las fuentes de la filosofía simmeliana de la cultura. Max Weber desarrolla en su conocida Zwischenbetrachtung una paradoja de la racionalización que se apoya en los elementos neokantianos del diagnóstico simmeliano y, en concreto, en el potencial de conflicto inherente a esferas de valor y órdenes de vida ajenos y distanciados. Lukács sólo puede concebir en Historia y consciencia de clase en términos materialistas como fenómenos de cosificación, las deformaciones de la 'cotidianidad burguesa y su cultura porque Simmel había recorrido con anterioridad el camino inverso y tra- 1. tado las abstracciones del trabajo industrial alienado como un caso especial de la alienación d e la subjetividad creadora con respecto a sus objetos culturales.11 También Horkheimer y Adorno, por su parte, produjeron con su teoría de la cultura de masas una variación de un tema simmeliano. Y en la \ Dialéctica de la Ilustración, en la que el proceso de la cosí- . ficación se resuelve en la generalidad de un proceso histórico 1 universal de racionalización, asumen la tesis de Simmel: «A la 1 objetividad exterior y penetración corresponde un dominio creciente por parte del hombre; pero ello no supone de mane11. «La condición de mercancía del trabajo es sólo un aspecto del proceso mucho más amplio de diferenciación que d esprende de la personalidad sus contenidos individuales y los contrapone a ésta como un objeto con determinación y dinámica independientes.» ( Philosophie des Geldes, op. cit., p. 515.)
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! ra definitiva que el reflejo subjetivo, la irradiación hacia ~en1 tro de este hecho histórico, no pueda orientarse en la drrec1 ción opuesta... La frase según la cual dominamos a la naturaleza en la medida en que nos ajustamos a ella tiene el terrible reverso de que nos ajustamos a ella en la medida en que la dominamos.• (lbid., p. 549.) Mientras los marxistas se atienen a un ideal cultural de índole expresivista pero someten la autonomización del espíritu objetivo a una lectura materialista, la crítica burguesa de la cultura se aleja paso a paso de la exigencia de reconciliación planteada por la filosofía de la vida y transforma la tesis de la alienación del espíritu objetivo en algo afirmativo. En la dinám.i,_ca de la cosificación de la cultura y la sociedad, Hans Freyer y Joachim Ritter ven sólo la otra cara de la moneda del proceso de constitución de un ámbito de libertad subjetiva válido y deseable. Simmel había considerado aún con escepticismo este «ideal de penosa separación», por la cual la vida «es cada vez más objetiva e impersonal a fin y efecto de que el resto de ella que no ha de reificarse sea tanto más personal, que del yo se derive una mismidad inobjetable» (ibid., p. 532). En este aspecto la crítica de Gehlen a la difusión de una subjetividad vacía, desprendida de todos los imperativos objetivos está más cerca de Simmel. Pero, de otro lado, la neoconse~adora glorificación a que procede Gehlen de las «cristalizaciones culturales» (una expresión, por lo demás, tomada de Simmel) apunta ya en la dirección del funcionalismo luhmanniano, que sólo retiene de Simmel las objetivaciones encastadas en sistemas, al tiempo que hace de los propios sujetos otros tantos sistemas. El funcionalismo sistémico bendice sin llegar a decirlo aquel «final del individuo• que Adorno delimita en términos de la dialéctica negativa para denunciarlo ·como destino autoimpuesto. Cuando se contemplan las grandes líneas de la influencia histórica del diagnóstico de la época elaborado por Simmel se hace evidente que resulta posible aplicar a éste lo que Gehlen dijo una vez de la Ilustración: sus premisas están muertas, pero sus consecuencias conservan vigencia. Todas las corrientes parecen estar de acuerdo en las consecuencias, aunque una acuse de totalidad negativa lo que otra festeja como cristalización, aunque una denuncie como cosificación lo que otra celebra tecnocráticamente como legalidad objetiva. Pero hay coincidencia en cifrar la modernidad en el hecho «de que los objetos poseen su propia lógica de desarrollo -no concep-
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tual o naturalmente determinada, sino sólo en cuanto a su desarrollo como obras humanas de cultura- y, en consecuencia, se separan de la orientación que podría llevarlo a insertarse en la evolución personal de las almas humanas•. Pero ( Lukács, Horkheimer y Adorno ven en ello el funesto precio de la modernización de la sociedad; Freyer, Ritter y Schelsky, el subproducto, necesitado empero de compensación, del proceso de racionalización de la sociedad; Gehlen y Luhmann, por 1 último, el saludable equivalente de la naturalidad de las gran- \ des instituciones. Gehlen es el primero en liquidar la premisa a la que se atienen todavía los demás, a saber, que la cultura concreta sólo puede generarse a través del «entretejimiento• de la subjetividad con los elementos objetivos, a través de la incorporación de las objetivaciones en el proceso de formación y en el contexto de vida de los sujetos, la reconciliación de las almas con sus formas. Luhmann podrá luego presuponer como trivial que los sistemas personales y ºsociales configuran entornos recíprocos.
IV De esta consecuencia se desprende que los dolorosos fenómenos que dieron pie en su momento al discurso de la modernidad desaparecen al cabo sin dejar rastro a no ser que sometamos a revisión -en vez de dejar caer todo en el olvido- los conceptos fundamentales de la filosofía de la consciencia, su perspectiva de reconciliación y el ideal formativo expresivista. Los fenómenos de la reificación, en definitiva, tienen que sustraerse a una visión según la cual el alma y las formas interactúan sin mediación y el sujeto creador se relaciona con la plasmación de las fuerzas intrínsecas de su ser como meros objetos. Reclaman un lenguaje más preciso, una formulación más convincente. La conformación sistemáticamen- ) te inducida de los contextos de vida estructurados en términos de comunicación sólo se presenta a nuestros ojos cuando analizamos de manera totalmente exenta de metafísica la palpa- i ble persistencia de la multiplicación de la intersubjetividad.• inherente a nuestra praxis cotidiana de relaciones y comuni, cación. En su medio se encuentran ya siempre inmersos los : objetos culturales y sociales, si es que en realidad cabe seguir · hablando de «objetos», lo mismo que las identidades, extremadamente frágiles, siempre sujetas a un proceso de formación 283