Zen, la experiencia del Ser
Rafael Redondo Barba
Zen, la experiencia del Ser
Desclée De Brouwer
© Rafael Redondo Barba, 2008 www.rafaelredondo.com © Ilustraciones: Paulina de la Rica, 2008 © EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2008 C/ Henao, 6 - 48009 BILBAO www.edesclee.com
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“Para Mariángeles, otra vez, siempre”...
Agradezco a Ramón Cao su laborioso trabajo en la corrección del texto, a Mercedes Sáinz sus orientaciones y consejos, a Paulina de la Rica la ilustración gráfica de las posturas de Za-Zen.
Índice
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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1. El espíritu del zen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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2. La sombra, espalda de la luz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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3. El ámbito del Zen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117 4. El cuerpo y la materia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155 5. Ciencia y con-ciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189 Posfacio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215 Epílogo de Ramón Cao. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217 Apéndice: La postura correcta en el Za-Zen . . . . . . . . . . . . . . 223
Prólogo En los últimos años se han escrito numerosos libros sobre el Zen. Pero el presente se diferencia de ellos en que el autor no nos ofrece una guía metódica de introducción al Zen. Nos muestra aquí lo más íntimo de sí mismo, lo que le fue surgiendo a lo largo de su “viaje hacia el interior”. Va brincando de página en página, da zancadas en el vasto asunto del Zen, intercalando sus experiencias en las diferentes fases del camino con reflexiones y apuntes que recuerda; cuenta lo que más le impresionó de lecturas, charlas, conversaciones y también da instrucciones para la práctica. Diría yo que es algo así como su “Diario del Zen”. Un libro que rezuma un estilo personalísimo, poético y delicado. Una y otra vez anima al lector a encaminarse por el sendero del Zen para llegar a la luz de la plenitud que le fue deparada a él. Con sinceridad y delicadeza nos deja entrever las etapas duras que pasó antes de alumbrar el Ser en sí, ya que, invariablemente, hay que pasar por peldaños y fases diferentes antes de alcanzar la cima: el satori, la experiencia de la Realidad Última, o el Gran Silencio o Gran Conciencia, como le gusta llamarlo a Rafael Redondo. Aunque él consigue hacernos partícipes de sus experiencias vividas, con esa elegancia de estilo que le caracteriza, hace falta tener intuición y sensibilidad para captar ese mundo que quiere plasmar.
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En su soneto “El sonido de misterio” leemos: “... porque en el Ser he hallado el yacimiento de estos versos, mi pasto y mi alimento”. La Verdad experimentada traspasa épocas, religiones y culturas. Los versos arriba citados recuerdan vivamente las siguientes líneas del famoso poema del Shodoka, de Yoka Daishi: “...en lo alto del Himalaya solamente crece la hierba fei-ni”. Nos habla mucho del Silencio. No un silencio cualquiera, sino el íntimo y total que renueva y vivifica. Dice acertadamente: “Todo lo vivo es milagroso. El humus del silencio...”. Sí, en el humus del silencio crece la “hierba fei-ni”, allí encontramos “nuestro pasto y alimento”, que nos ayudan a vivir los agujeros negros de nuestra existencia, a enfrentarnos valerosamente a las dificultades de nuestra vida cotidiana. Nos habla de lo invisible que penetra lo visible. Dice: “... Si sabemos mirar, se suscita en nosotros la reacción de asombro al poder verificar el milagro encerrado en cada forma. Cada forma, si bien se mira, es capaz de revelar su propio misterio escondido...”. Pero en general, no sabemos mirar. ¿Cómo se aprende? Nadie nos lo ha enseñado. Ni los padres, ni la escuela, ni la Iglesia, ni la universidad. Lo aprenderemos practicando el Za-Zen. ¡Ojalá este libro testimonio invite a algunos lectores a la aventura que supone aprender a mirar de verdad! Nos habla de un saber sin saber. La práctica del Za-Zen nos puede llevar a la sabiduría suprema que sobrepasa con mucho todo saber aprendido. Rafael Redondo lo plasma bellamente en el poema: “Después de la sentada en Za-zen” que termina con estas líneas: “Y yo, desde este instante, sé que adonde me dirige la vida es allí donde ahora estoy”. Nos habla de la nostalgia de nuestro origen, es decir, de nuestro Ser auténtico. La nostalgia que todos llevamos dentro, sepá-
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PRÓLOGO
moslo o no, lo expresa poéticamente en “Secreta Huella”, que termina así: “Tal vez pueda captar, sobre ascuas y cenizas, una secreta huella... Tú nunca ardes tarde. ¡Qué magnífico consuelo saber: tú nunca ardes tarde!”. Nos habla de vivir en el instante, pues únicamente allí se experimentará la Vida. El Zen nos libera de la prisión de nuestro ego, como leemos en el poema “Instante”. La libertad que nos proporciona el Zen no depende de circunstancias exteriores pero, para que se dé realmente, hace falta una práctica asidua, mucha constancia y disciplina. Merece la pena decidirse a ello, pues nada, absolutamente nada en la vida, lo iguala. Nos habla de “ampliar la antena”, algo fundamental en el camino de Zen y que se consigue únicamente a través de la práctica del Za-Zen. En el poema “Silencio Primigenio” leemos: “A los claros del bosque está mi oído atento...”. Nos habla de nuestra sombra, de la aceptación de la misma para liberar su energía y llegar a transformarnos. En su lenguaje poético lo expresa de la siguiente forma: “El duro viento del otoño comenzó, de repente, a agitar las copas de los chopos desnudos...”. Y sigue diciendo: “Te recibo, Mal... El Mal rehusó aceptar mi invitación...”. En el soneto “Hermana Sombra” concluye: “Ocluido en la umbría de tus sedes, el mismo Dios se oculta en tu universo, prendido entre las mallas de tus redes”. Magistralmente expresado. Dios no está separado del Mal, el Mal mismo existe dentro de Dios, pues no hay nada que exista fuera de Dios. Estas páginas de Rafael Redondo me parecen casi las más importantes y difíciles de aprender en el camino del Zen. Y, una vez dispuestos a enfrentarnos con lo que surge en nosotros y que no nos gusta en absoluto, podremos exclamar con el autor:
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“Mientras, una explosión del Ser, ajena a todos los lenguajes, asaltó mi cuerpo; esa misma explosión que ahora inunda de sol la noche del valle”. Su soneto al respecto, “La Partida”, termina con la frase: “Aquí, hoy, todo se juega a una partida”. Así de radical ha de ser la práctica del Zen si queremos liberarnos de la prisión de nuestro ego e irrumpir en la dimensión no-dual. Nos habla del dolor con el que irremediablemente nos encontraremos en nuestro camino espiritual. Dice acerca de él acertadamente: “Dolor que hoy se ha hecho carne, de silencios, de angustias, que auguran y prometen atroces despedidas. Reino del sinsentido. Lo acepto. Y me resisto, porque me duele hacerme libre...”. ¡Cuántas personas que practican el Zen conmigo no habré visto en esa misma situación: resistirse, ¡porque duele hacerse libres! Asusta, da miedo; pero es un peldaño que hay que conquistar, aunque el miedo nos acompañe en la tarea. Lo que nos espera es la dicha, el gozo, la libertad. Nos habla del desasimiento de nuestro ego, cosa que tanto nos cuesta. Duele tanto soltarlo. Puede doler tanto “morir en el cojín”, como se suele decir en el Zen. Rafael Redondo bajo el título “Lo que queda de mi yo”, nos describe su propio proceso, con sinceridad y poesía. Y, también, en el poema “El Viento del Dolor”. Nos habla del fin del dolor, leemos su bella poesía esperanzadora para el caminante del Zen que se titula “Presentimiento”. Nos habla del impacto del Ser. Irrumpir en el Vacío, donde no entra ninguno de nuestros sentidos; volver después a recordarlo, vivirlo y expresarlo es, efectivamente, algo muy impactante. Basta una fracción de segundo, pero nunca lo podemos “hacer”, úni-
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PRÓLOGO
camente podemos disponernos a ello. Rafael Redondo plasma lo inefable de forma delicadísima en esa poesía suya: “Abracémonos, por tanto , a lo visible para que en el nudo de ese abrazo, gota a gota, e instante a instante, se destile de las sombras la esencia deslumbrante de la ley”. Ojalá más de un lector se deje seducir por el libro y comience a practicar el Zen. Pero debo señalar que, aunque el viaje hacia el interior es fascinante, guarda muchas sorpresas, sorpresas de toda índole, y la práctica tampoco está exenta de peligros. Por ello es importante, por lo menos después de haber practicado durante algún tiempo solo, buscar un guía experimentado, un Maestro o Maestra Zen auténtico, oficialmente nombrado, que sabe de los escollos del camino, que sabe orientar y distinguir lo falso de lo verdadero. Así adelantaremos en nuestra transformación, en nuestro caminar hacia la Luz; de otra manera nos podemos extraviar, quemar, quedarnos estancados. En un libro Zen, el Hekiganroku (La Pared Rocosa de Jaspe), figura la siguiente frase: “Si se quiere obtener oro puro tras haber sido refinado cien veces, ha de hacerse con el horno y la fragua de un verdadero Maestro”. Practicar en grupo tiene más fuerza, aparte de ayudarnos a adquirir la disciplina necesaria. Llegará el momento en que habrá que participar en los sesshin (cursillos Zen). Estos consisten en varios días de práctica de Za-Zen, en silencio, bajo la guía del Maestro/a; comprenden entrevistas personales con el Maestro, algo absolutamente fundamental en el Zen, así como la recitación común de textos, una conferencia del Maestro (Teisho), una hora
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de trabajo manual (samu), realizado con plena atención, porque lo que se practica debe tener su manifestación en la vida cotidiana. No se practica únicamente para sí mismo, sino también para nuestro entorno, y el mundo entero. En eso hacen hincapié todos los Maestros Zen, y así lo aprendí yo del mío, Willigis Jäger, que también lo es de Rafael Redondo. Ambos debemos a su guía lo que somos ahora. Pero el camino nunca termina, hay que seguir y seguir con la práctica para pulirnos cada vez más. Espero que disfrutéis con la lectura tan poética del presente libro de Rafael Redondo, que llegue a tocar algo hondo en vosotros, que os haga vibrar en ocasiones como ha vibrado él. Carmen Monske
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Prefacio
En la más profunda arteria del ser humano late una nostalgia: en su inconsciente resuena aún la música callada de su origen olvidado; y la añora, aunque también la rechaza. Esa es su tragedia. Y esa es, también, la razón de que siempre se halle activo, buscando a tientas eso que intuye; eso que le atrae y que a la vez censura. Y así vive –si a eso puede llamarse vida–, extravertido y de espaldas a su Verdadera Naturaleza. A pesar de esa represión constante, y aunque, en su quehacer frenético, deambule como un ciego, en su interior palpita el deseo de unirse con aquello –su realidad primera– que fue expoliado desde apenas nacer. Vive, expatriado desde su más primera infancia, a través de la deformación de una pedagogía instrumental en la que ha sido adiestrado más para competir que para compartir, más para capacitarse que para formarse. Más para tener que para ser. Y a eso le llaman normalidad. Sin embargo, en medio de su sinsentido, allí, en lo más profundo del corazón de cada hombre y de cada mujer… sigue palpitando una Noticia. La experiencia nos dice que cuando los seres humanos, liberándose de las programaciones colectivas, des-aprendiendo lo aprendido, prestando más atención a su voz interior, no sólo pueden comenzar a encontrar sentido a su existencia, sino también
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tornarse más solidarios entre sí, gravitar de modo natural los unos hacia los otros y, sobre todo, despertar de su dormidera colectiva. Los seres conscientes, si de verdad lo son, es debido a que han despertado a la inteligencia y a la compasión innata que vibra en toda la naturaleza. El maestro Zen japonés Yasutani, señala que si observas cuidadosamente la corola de una flor de loto, verás que cuando le caen las gotas de lluvia o rocío, sus pequeños cálices se unen. En el mundo de la astrofísica, vemos cómo las estrellas llamadas enanas, que chocan y compiten entre sí, acaban desapareciendo, mientras que aquellas que, a punto de convertirse en polvo, se unen a otras llevadas por la fuerza de la gravedad, logran sobrevivir transformadas en estrellas nuevas. Lo mismo, ya en el campo de la Biología, podríamos decir de las células humanas, cuando vemos cómo aquellas que dejan de reproducirse expansivamente y se colapsan cerrándose y encapsulándose, se tornan en células cancerígenas. Todo en la Naturaleza busca el despertar a la Unidad. Y si el ser humano, empujado tanto por los patriotismos como por el narcisismo personal y colectivo, se obstina en no liberarse de esas programaciones mentales que saquean el fondo de su ser, acabará desapareciendo como tantas y tantas especies depredadoras desaparecieron antes que él del planeta Tierra. Cuando las personas despiertan al Ser, caen en la cuenta de que ese montaje que llamamos EGO, tanto el personal como el colectivo, no pasa de ser una alienante estructura ilusoria. Formamos parte de todo el Universo; es más, el despertar consiste en apreciar cómo la inefable anatomía del Cosmos late dentro de nosotros mismos, también en constatar de qué manera todos los seres humanos somos capaces de trascender el cuerpo y la mente comprobando que todo es Uno. El permanecer dormidos a esa verdad es la causa de todos los conflictos mundiales.
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PREFACIO
Habitar la Tierra implica respirar la vida que en ella nos ha sido dada, para transformarla en aliento del Ser y expresarla en ese soplo; y ello, de tal modo, que a través del vaivén de la respiración, nuestra conciencia se vaya constelando en la profunda hondura de una nueva identidad. Se trata de respirar y expresar, el Ser que respiramos, que es el Ser que nos respira, porque el Ser es abrazo unificante, pura compasión, pura solidaridad, pura conciencia. Tan sólo los que pastan dormidos en una enajenante normalidad se cierran a semejante posibilidad. Para caer en la cuenta de todo eso estamos en el mundo. Y captar “Eso” es Zen: escuchar la vida que nos vive, y este libro ha sido escrito a partir de esa escucha, como quien espera el cumplimiento de un acontecimiento, que en el fondo intuye… Porque todo ser humano, aunque no lo sepa, es, en el fondo, portador de una Noticia. Abrirse a la experiencia del Ser es el cambio más decisivo que puede darse en la existencia, supone tanto un viraje crucial como el comienzo de una transformación. La persona que haya caído en la cuenta de lo que supone ser su verdadero ser comprenderá que toda la naturaleza, incluida la de su propia mente y de su propio cuerpo, se halla impregnada por el Ser que la envuelve. Estar despierto es captar que no sólo es uno quien toma conciencia de la Vida, sino que es la propia Vida la que toma conciencia de sí misma a través de la forma humana que le ha sido dada. Sí, el Espíritu forma parte de nuestra propia urdimbre, él es la misma trama de nuestras células, el aliento de nuestro aliento que suspira en el tejido de nuestro profundo palpitar. En Occidente, el Espíritu se ha hecho Za-Zen y a través del Za-Zen se ha hecho cuerpo. El Ser, desde la trama de su propia hondura, él mismo se ha hecho deseo, deseo de la altura, en la misma acción del inspirar.
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Por todo eso, la intuición de ser acecha a todo buscador que huye de ese suicidio colectivo llamado sentido común y acaba constatando de qué manera el mismo buscador es capaz de convertirse en lo buscado, adoptando – como señala un famoso koan Zen– el rostro que tú tenías antes de que tus padres nacieran. ¡Con qué belleza tan sentida expresó eso mismo Rilke en su Libro de Horas…! Vivo mi vida en círculos concéntricos Que encima de las cosas se dibujan. El último quizá no lo complete, Pero quiero intentarlo. Giro en torno a Dios, De la torre antiquísima. Durante miles de años voy girando, Y todavía no sé: ¿Soy halcón? ¿Soy tormenta? O bien ¿soy un gran cántico? Para responder a esas preguntas hemos nacido, y, conscientes o no de tal misión, en las alas del Ser volamos, empujados por su soplo. El Ser nos convoca a escuchar el gran poema que en nuestro fondo late y que todas las personas de algún modo presienten; el Zen atestigua con su ejercicio cotidiano que la experiencia de Ser es más que simple alegría; el Ser es serena dicha. La Realidad es Eso, dicha. Más cuando aquí se acerca, quien esto escribe se halla ante la imposibilidad de expresar lo indecible. Por eso el Zen se forja y se cumple en el Silencio, él es Silencio; de ahí que, desde esa sinceridad, a la hora de escribir este libro, este autor se vea a veces obligado a acudir a la poesía, el lenguaje más próximo al no-lenguaje.
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PREFACIO
Es preciso, sin embargo, decir que en el contexto al que me refiero, la misma poesía se queda corta, ya que la expresión poética, si es esencial, procede de un fondo vacío que nada tiene que ver con el pensamiento, ni con la propia palabra que la expresa, porque el poeta ha escuchado con antelación la música oculta en la plenitud de la Nada. Un proceso interior, que es también un primer momento donde el lenguaje aún no ha devenido en lengua. Se trata de una previa escucha que es capaz incluso de escuchar la propia escucha; fondo y fuente de las formas expresivas. Desde esa intuición, el poeta que vive en cada ser humano se anticipa al propio hablar, delatando así el Ser que intuye y que le habita. Estamos preñados de Ser y por el Ser, y nuestra tragedia consiste en buscarlo en las afueras de nuestra interioridad. El Zen, insisto de nuevo, rompe con el sentido común de la conciencia ordinaria, con el mundo de los conceptos, para habitar y dejarse habitar por el Origen, por lo que no se ve, lo que no existe en la existencia, o mejor aún, lo que jamás ha existido, porque la grandeza de ser no se reduce a la limitación de existir. Así lo vio mi amiga Mercedes en aquel e-mail que me envió: Reabsorberse hasta ser sólo un soplo. Disolverse aún más y nadar en la nada... Transparencia radiante, plenitud del vacío... y de nuevo... celebrarse en el gozo de estallar en las formas. El poeta que en nuestra hondura canta, saca –en palabras de María Zambrano– de la humillación del no ser a lo que en él gime, saca de la nada a la nada misma y le da nombre y rostro... Yo añadiría: una vez salida a la luz la estrofa, el poeta quisiera des-nombrarla de nuevo; des-bautizarla de nuevo, para ganar en la ausencia la presencia del Ser, que es su nostalgia más allá de las
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palabras. Por eso comprendemos que el poeta no tema a la nada. A tal afirmación nos lleva el Zen. Y así, aunque algo torpemente, lo quise reflejar yo en un soneto:
El sonido del misterio Como una catarata desbocada, se filtra en las costuras del olvido un diluvio de luz, que no ha nacido de esta ciega razón desheredada. Cómo vibra en las frondas de la Nada el misterio que hoy suena sin sonido, y el silencio, en el aire sostenido, de mi casa, que está deshabitada. Hoy me sobran los ojos y la boca, porque en el Ser he hallado el yacimiento de estos versos, mi pasto y mi alimento. Y en el mudo regazo de esa roca, ser la pasión de ser es lo que intento, que todo lo demás, lo lleve el viento. Por otra parte, el Zen, y, sobre todo, la sensibilidad que alberga tras su aparente dureza y sequedad, es un ejercicio de conocimiento que palpa el aquí y el ahora, donde la experiencia fluye lejos de las redes del pensamiento objetivador. La Verdad, así, con mayúscula; la Verdad no como fruto de una reflexión o comparación, sino entendida como manifestación, como revelación en la Historia: El Zen surgió durante los siglos VI y VII antes de Cristo en China. Realmente etimológicamente la palabra “Zen” muestra un gran desarrollo antes de esa época. Zen es una abreviatura de la palabra japonesa “Zenna” que se desarrolló desde la palabra
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PREFACIO
china “Chan”. “Chan” es una versión de la palabra “Dhyana” del sánscrito, que significa “concentración del espíritu que se dirige a la profundidad de la conciencia en donde todas las diferencias dualistas son abolidas”. Su objetivo es una experiencia de iluminación como la alcanzada por Shakyamuni Buda seiscientos años antes de Cristo. Y esa posibilidad de experiencia trasciende los límites asiáticos. Es nuestro derecho de nacimiento, un patrimonio de la humanidad entera, más allá de cualquier cultura o religión.
Resumiendo: la experiencia de Dios 1, en tanto que Ser envolvente, –y quiero ser pesado y reiterativo– está más allá de todos los dogmas, de todos los rituales, de todas las religiones y sagradas escrituras, por muy sagradas que sean. El despertar no es monopolio de filosofía o creencia alguna; el despertar es anterior a budismos y cristianismos. Despertar no es algo que se nos da después de la muerte, sino que es una posibilidad que late en esta vida, aquí, ahora, en este momento, lector, en que estás leyendo este prólogo. La experiencia del Ser, por ser universal, no puede colonizarla nadie, ningún maestro, ninguna escuela de meditación: está al alcance de todos, siendo lo más próximo de toda proximidad; efectivamente, el Reino Dios se halla dentro de uno mismo. Por tanto la verdadera religión es la Vida en todas sus manifestaciones, porque el Espíritu sopla donde quiere, es salvaje… Meditar es responder, desde el silencio del Ser, a la más profunda demanda de las demandas. El Ser del Silencio carece de voz, 1. Cuando en este trabajo hablo de Dios, quiero destacar que este término queda despojado de cualquier forma de dualismo personificador u objeto religioso de súplica; quiero atender estrictamente al origen etimológico de su palabra. La palabra DIOS es, DYAU en sánscrito, el día, y en griego, THEOS, que significa la divinidad, lo brillante, la luz, la luz que permite la visión y da la vida.
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y a pesar de ello, se manifiesta en el tumulto de toda la Creación. Mas el ser humano posee a cada instante la ocasión, y la gracia, de poder escuchar lo inaudible dentro de su más profundo centro, siendo esa su razón de ser y de estar en el mundo. La sentada en silencio (Za-Zen), es un privilegiado escenario donde el Espíritu del Silencio actúa y se expresa en un lenguaje sin palabras. La sentada en silencio (Za-Zen), es un lugar de encuentro con el Ser, donde se hace posible apreciar la voz, sin voz, de esa profunda demanda. Al ser humano le ha sido conferida la palabra, y nosotros mismos, en la forma que nos ha sido dada, estamos en situación de poner palabras a ese interpelante y silencioso ruego. Es más, nosotros mismos ya somos esa palabra que emerge del Silencio. Finalmente, como en otras ocasiones, considero oportuno señalar, querido lector, que, para seleccionar los temas que aquí se recogen y dividirlos en partes diferenciadas, no he seguido otro criterio que mis inclinaciones personales: Unos temas son más discursivos, otros más poéticos, otros más directos. Sé que es una decisión poco “objetiva”, sin embargo juego con la ventaja de que la grandeza del tema que aquí se aborda, la Experiencia del Ser, transciende cualquier sistematización convencional. Por esas razones, invito a cada lector a que comience por donde quiera porque todo se nutre del mismo Fondo, donde el final es el origen, y el origen es el final. También quiero apuntar que “a pesar” de mi formación –¿o deformación?– científica y universitaria, he querido huir de toda connotación académica, o de cualquier pensamiento o imagen de segunda mano. Efectivamente, el ochenta por ciento de todo lo que aquí se te ofrece, lector, está escrito inmediatamente después de una “sentada en Za-Zen”. Este libro –y deseo aclararlo bien– no
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PREFACIO
es un manual más de Zen, ni una referencia práctica más. De eso el mercado –y lo digo con respeto– es pródigo. Este libro quiere ser un testimonio vivenciado de la meditación. No busca el ilustrar sino vivir, vibrar... Porque transformados por el ejercicio del Zen, enraizados en el Hara, somos –podemos serlo– el fruto sazonado del encuentro con el Ser. Desde ese inefable encuentro tengo, lector, la osadía de intentar expresarme en este libro Rafael Redondo www.rafaelredondo.com
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1 El espíritu del zen Aligerado del peso del tiempo y del espacio, miro, o más bien contemplo, por los ojos que me miran, mientras parece que alguien, como un extraño arado, abre estos surcos y estas pausas bajo las simas frondosas de las rimas. Alguien que está latiendo en mis latidos; Alguien –qué bien sé yo lo que me digo–, que escribe entre estas líneas que yo escribo.
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Introducción: Fundirse en la unidad El Zen es palpar la Plenitud del Vacío, y el Vacío es el Espíritu. Leo unos poemas que encontré en mis pantalones vaqueros: “ no hay muerte ni principio. Sólo hay un árbol grande que sacude sus hojas para nutrirse de ellas, cuando caigan al suelo”. Todo hace referencia a la Plenitud del Vacío; a la muerte del falso yo, el ego que se siente separado del gran Tronco, sensación de identidad separada, como condición para acceder a un nivel de conciencia diferente a la programación cotidiana del pensamiento convencional. El “vaciado” del ego como condición para la expansión del Ser. Nacimos para esa expansión, y nuestra existencia se resiente cuando, asfixiada tanto por los límites del propio personaje ficticio que hemos construido, como por los montajes de tantas fronteras artificiales (¿Qué frontera no es artificial?) que nos pegan y apegan al instinto territorial, nos volvemos incapaces de gozar de la eternidad que cabe en la posibilidad de fundirse con el Todo. Apenas conocemos las potencias de nuestro ser. En 1998, con motivo del movimiento especial de algunas supernovas, dos grupos de astrónomos observaron que “existe una fuerza oscura”, distinta a las conocidas que impregnan el Universo, que ha vencido la fuerza de la gravedad. De la densidad energética total, el 30% correspondería a la materia y el 70% restante a esa fuerza oscura –energía del vacío– que empuja al universo hacia la expansión infinita. Llama la atención que los astrónomos hayan descubierto que sólo los cuerpos que colaboran, no los que compiten, son los que perduran fundiéndose en la Unidad. La práctica del Zen supera el ego –el pequeño yo–, su instinto territorial. Recala en la experiencia del vacío. El ser se expande “ad infinitum”.
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EL ESPÍRITU DEL ZEN
Al alba La aurora, preñada de silencio, despierta en su grandeza numinosa. Como si la Naturaleza, inmóvil, se dejara habitar por lo indecible. El aún fresco corazón de la Materia, palpita en cada forma estremecida. Ya, grávida, la tierra, extiende, quedamente, los pliegues de sus alas incendiadas. Estallan las primeras claridades, y de sus hondos senos, como un ascua, se va alzando la meseta amanecida. El viento, aún húmedo, coquetea con los trigos y, abrazando los mares de amapolas, se eleva a las raíces de la altura, al envolvente cirro que despunta con el alba y apunta con sus puntas lo inasible. Luminosa quietud, escondida en la acción que nada tiene que ver con el quietismo. Comienzo a caminar, al lomo de la Vida, por los surcos que esa Vida va abriendo al obstinado ritmo de los pasos y las horas, o más bien más allá –bastante más allá– de los pasos y las horas.
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Meditari La meditación es hacer el vacío, hasta alcanzar el Centro –meditari– del silencio de la mente y los sentidos. Para que de ese modo, libre ya del impedimento que acalla la voz del Ser, la Vida penetre libre hasta los más recónditos capilares. Sin hacer silencio, un silencio que invada nuestras células, se nos escapa la vida, la Vida. En el Vacío de la Vida se acallan los des-vitalizados ruidos de la existencia que nada tienen que ver con la Vida latente, de modo que en ese escenario vacío pueda aflorar la luz del fuego del Ser, la experiencia del Gran Silencio, el despertar.
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EL ESPÍRITU DEL ZEN
La palabra esencial Una gran diferencia entre palabra y palabra. Batirlas hasta hallar la Palabra Esencial. Dice Kabir: sin ella todo en tu vida: ¡actos vergonzosos! (Kabir) Empapado del Ser hasta los tuétanos, escribo en el umbral del límite; lugar sin lugar, tiempo más allá del minutero, donde las redes ilusorias de las horas se van desvaneciendo. Testigo de un confín innumerable, donde las letras se disuelven y las palabras, con sus sílabas, se abstienen ante el fuego que habita al ser humano hasta los huesos. Que todo lo tangible y conocido está preñado de misterio; milagro que no requiere convocar lo desconocido: Todo lo vivo es milagroso. El humus del silencio, el aliento de la luz, el tacto de la sombra en altamar, la caricia de los bambúes en la costa... Todo ello reside en nuestro ilimitado interior. El aliento del Ser inflama el aire, y sirve de batidora de todas las palabras. Las palabras sobran, y es preciso des-bautizar el mundo, des-nominarlo, liberarlo de tildes, de verbos y de palabras hasta que aflore el Origen, para, luego, refundarlas todas en una sola. La Palabra Esencial, la que se nutre del Silencio...
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Silencio
El universo se celebra a sí mismo al filtrar su silencio por las agrietadas espaldas de las palabras que nutren el poema. Como una vacía intimidad, ajena al sentimiento, ajena al pensamiento, ajena a los sentidos, que aproxima –más bien, lo precipita–, al hombre a un acontecimiento.
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EL ESPÍRITU DEL ZEN
Desprenderse Saberse des-prender de las posesiones, del prestigio y del poder. Saberse desprender de los lazos familiares, de la propia historia… Saberse desprender de la salud… Para abrirse a otra dimensión que nos trasciende. No hablo desde la negación o la renuncia a la Vida, sino como quien sabe recibir la Vida para vivirla intensamente. Vivirla como quien conoce el Fondo del origen, el silencio del Ser, su inmensidad. Aquí, ahora. Porque nacimos para tener Vida y disfrutarla en su abundancia. Lentamente, sin darse apenas cuenta, los copos se desprenden del vacío. Y, cada uno en su sitio, van posando en la tierra sus pétalos helados. Tan despacio. Lentamente, sin darse apenas cuenta se extinguen, en el suelo, devolviendo al silencio lo que es suyo.
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ZEN, LA EXPERIENCIA DEL SER
Antes de caminar Emprendí mi caminar diario después de haber pasado a limpio estos textos de Willigis Jäger: “En la casa de mi Padre hay muchos lugares, y yo voy a prepararos uno”. Él me quita cualquier miedo delante de la muerte. El Maestro Eckhart dice: “Cuando llegue al fondo, al Principio, a la Fuente de la Divinidad, allí nadie me pre guntará de dónde vengo ni dónde he estado. Allí nadie me echa de menos, allí Dios deja de ser Dios”. Nosotros nunca hemos estado fuera de Dios. Rumi lo confirma diciendo: “Antes de que hubiera un jardín, viña y uva en este mundo, nuestra alma estaba borracha de inmortalidad”. El texto maravilloso de Rose Ausländer me acompaña desde hace mucho tiempo: “Antes de su nacimiento, Jesús ha resucitado. Morir no existe ni para Dios ni para sus hijos. Nosotros resucitamos antes de nuestro nacimiento”.
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EL ESPÍRITU DEL ZEN
Quisiera yo… Un denso amanecer se filtra en las cortinas. El juego de la luz y contraluz, se cumple en abanicos de reflejos plateados. Quisiera yo engancharlos con mi pluma. Quisiera yo, aún más, tener mi boca muda, como el lenguaje silente de las rocas, por el secreto de las olas percutidas, y así, poder narrar las embestidas del misterio que alberga cada instante. Quisiera yo otro idioma, desgajado del cuerpo, para poder decir aquello que el silencio clama. Voz sin voz. Palabras sin acento, resbalando, como el agua, sobre la piel de un gran poema. Quisiera yo decirme en otra lengua, para expresar el hondo embate de las olas del Ser sobre el vacío embalse de estos ojos. Quisiera yo otros ojos sin más pupilas que el aire, para ver más allá de este abanico de fulgores, tan sólo por mi asombro devorados. Quiero salir del tiempo para desafiar el tiempo que, igual que un inquilino extraño, anida en mi conciencia, y arañar las fronteras del viento para abrazar la densa ausencia que ahora se me abre, hecha presencia, en este inmerecido amanecer que hoy me habita. Alguien me pide que defina el Ser. Tan sólo puedo ligeramente expresarlo; es indefinible. Tan sólo puedo aproximarme e él cuando previamente me he quitado de en medio:
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El ser, un poema sin poeta La Nada ese telar donde aparece, enhebrada en retazos de silencio, la inmensidad vertida en un poema. El Gran Silencio de la Nada, la densa vacuidad escanciada en cada verso, que sugiere y nada dice; tan sólo auspicia una inminente aparición. Una ausencia que presagia otra presencia y precipita al hombre hacia la tensa espera de un acontecimiento. O, más bien, la misma Nada, en su denso silencio, sea ella misma la indecible certeza que guarda en su honda entraña el gran poema sin poeta.
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El e-mail de una maestra de meditación Último domingo de otoño: recibo este e-mail: Vacuidad. Vacío, vacío, vacío infinito. Formas surgen y se sumergen disolviéndose, brotan y se expanden desvaneciéndose… Sólo vacío, vacío intenso, poderoso…, emerge invadiendo el ser, únicamente vacío. Ignorando cómo me pienso, ignorando cómo me siento, sólo siéndome… La presencia es vacuidad. En ella el ser emerge como forma y desde él la multiplicidad… Tan natural, tan evidente… ¡cómo no darse cuenta! Incluso el sueño con sus múltiples imágenes, es tomado por el vacío. VACUIDAD, soporte y origen real de ser. PRESENCIA sin apariencia. * * *
Sobran las palabras. Después de este inmenso texto, tan sólo suena en mí una estrofa vacía. Celebremos el e-mail de mi amiga con un poema, que es lo más parecido a lo sin-nombre. La Vacuidad. Insisto, sobran las palabras. Tan sólo queda el sonido del Ser hecho experiencia, el sonido de una Ausencia que es Presencia.
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La estrofa vacía Se encadenan las sílabas silbando una a una en las rimas sin fisura de la estrofa vacía; partitura que late en el silencio, aunque rimando con el soplo del viento, y desgranando, arpegio con arpegio, la oda pura esculpida sin verbos ni estructura, sin fonemas, ni acentos; tan callando... Mira cómo el salvaje aroma de la Ausencia se filtra hoy por las puertas de la Nada sin nadie que las cierre o que las abra. Mira cómo esa Ausencia es ya Presencia donde mana la música callada que hoy brota hecha poema, hecha palabra.
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Soltando lastre Atreverse a soltarse uno mismo de sí mismo arrancando de las alas del espíritu. El plomo de la irrespirable costumbre, el lastre de la pereza más suicida: la pereza de ser. Palpar la vida en este ahora. Dejar de estar agazapado en la aburrida orilla de lo viejos hábitos para abrazar, en salto mortal, la luz de otras riberas. Palpar la vida en este ahora. Tener la osadía de concebirse de nuevo a cada instante lanzando al viento la carcomida hojarasca de mi pequeño yo. Za-Zen es desprenderse, para dejarse engendrar de nuevo, sentirse renacer. En este ahora, ahora, ahora…
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Observa… Levantarse de la sentada en silencio y, afinada la percepción, observar atentamente… Observa el temblor de las formas que emergen del Silencio. Escucha, poniendo tus oídos oídos en la tierra, el pulso cadencioso de sus fibras, tejido en la hilatura de la audacia seductora de la Vida. Observa, el amor entreverado en la materia, cuán lentamente late en los latidos de su más profunda arteria, envuelta en la techumbre de los cielos. Obsérvate, observa, observa…
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Su aliento es nuestro aliento Aguardar, vigilantes, el suceso del instante, abrazando, manos alzadas, el misterio que en él late. Por muchos dientes que ofrezca su amenazante mandíbula, desafiar al Vacío. Y respirarlo por más que la piel nos tiemble. Escuchar, por sus rendijas abiertas, la voz del Ser, del sólo Ser. Palpar su cercanía, su aliento en nuestro aliento. No importa el clamor de las palabras, pues se trata de vislumbrar la estrella de lo eterno aún en el ruido de su fugacidad. La conciencia del hombre, aún en los abismos, posee alas que lo elevan; no es un ángel caído. La infinita Bondad que le apremia, es ajena a toda culpa, a todo dogma. Abrir en la conciencia, con la garlopa del estallido de la luz, un espacio nuevo fuera de todo espacio; un tiempo fuera de todo tiempo; para, luego, toparnos, sin buscarla, con la manifestación de lo invisible, en esa abrasadora fuerza, que no deja de forzarnos.
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La luz de la luna en la gota de rocío En las puntas de diez mil briznas de hierba todas las gotas de rocío contienen la luz de la luna. Desde el principio de los tiempos no ha sido olvidada ni una sola gotita. Aunque así es, algunos puede que lo comprendan, y otros puede que no. (poema Zen) Si contemplamos una gota de rocío a la luz de la luna, veremos que ésta se hace transparente en cada gota; cada gota contiene la luna. Igualmente, nuestra pequeña forma existencial contiene en sí misma el germen del despertar, la iluminación, que en el poema, se presenta bajo la metáfora de la luz de la luna. La luz es inherente a nuestra naturaleza, nuestro derecho de nacimiento, siendo el fin de de la existencia el transparentar la luz del Ser en el mundo. Poseemos el potencial para esa transparencia, sin que exista en principio ningún impedimento para llevarla a cabo. La divinidad es –insistamos de nuevo en ello– nuestro derecho de nacimiento. Todo consiste en practicar el ejercicio de transparentarla: el Za-Zen como ejercicio comprometido con la luz, que, pugnando por revelarse en el mundo, interpela a cada ser humano desde su más profunda entraña. Algunos puede que lo comprendan, y otros puede que no. De cada hombre y cada mujer depende el quedarse anclado en la superficialidad o plantar su tienda de campaña en los profundos pilares que sostienen, y animan, la existencia.
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Materia consciente, lecho de ser Experimentar hasta en la más irrelevante célula de nuestro cuerpo la esencia de la luz que brota de la Nada. La aurora brotando de los abismos de la noche. En esos insólitos instantes, la palabra luz deja de ser palabra, para dejar paso a la presencia vacía que la materia recibe en su inocencia más potente. De ese modo, abrasada por el fuego de su propio resplandor, la palabra luz estalla en sus propios límites acústicos para dejar paso a la vívida evidencia del Origen de todas las palabras. La evidencia del Origen. Estallido de lo sin-nombre, que atraviesa, poro a poro, la materia corporal donde trasparece el Ser en su cadenciosa manifestación de muerte y vida. Vivir en carne viva la totalidad de la luz que emana del Vacío. Vivirse como vacío. Consciencia del Vacío que se es. Atestiguarse como Ser, más allá de la palabra Ser. Vaciarse para vivir-se en la Unidad, más allá de la palabra Unidad. La energía vacía, cuya manifestación se filtra en cada célula. Liberadora daga de fuego, cuyo vigor penetra cuerpo y mente evaporando el pensamiento, la memoria, el sentimiento, el deseo y cualquier otra huella del ilusorio perfume del límite, bautizado como yo. Experimentar-se como Silencio, más allá del anestesiante ruido verbal. Manifestatio de la Presencia omniabarcante, más allá del danzar de las antípodas: masculino y femenino, dentro y fuera, luz y sombra, placer y sufrimiento, ser y no ser. El vacío infinito de la Luz, vivido en el cálido frescor de las ondas materiales, como un espacio sin espacio, ajeno a las cadencias temporales. Energía del Ser que arrasa y unifica, que mata y vivifica el cuerpo, esparciéndolo en el cosmos, haciéndolo transparente al corazón del Infinito.
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Ser silencio El lenguaje no se reduce a lengua. El acto creador tan sólo se limita a vaciar el espacio interior de las palabras que lo colonizan y dejarlas flotando, sin más asidero que el vacío del que surgen, para seguidamente colocarlas, suspendidas, en el hueco asentamiento del Origen, donde nada ni nadie habla. Alcanzar el difícil en el que la palabra, silenciada en el lecho de su propio manantial, deguste en esa expectante vacuidad el sabor del profundo mutismo que traspasa las entrañas de sus ondas sonoras. Arañar las fronteras del silencio hasta perforar las sombras ilusorias que envuelven el Ser. Hundirse, hasta embriagarse, en el licor de la Oquedad que está fuera del tiempo, en ese espacio sin formas donde la palabra apenas balbucea su intención de resistirse a hablar, siendo ella tan sólo un barrunto de esa intención primigenia del ser humano, reprimida y olvidada, de permanecer callado en la experiencia del Ser. Deslizarse por las espaldas de la Vida, por el envés del Ser, por el dorso vacante del lenguaje olvidado por la incontinencia verbal de los desustanciados discursos: el Gran Silencio que habita las palabras, antes de que jamás fueran pronunciadas. Ya es hora de sellar el poder del desolado lugar común, de horadar sus acotadas, y agotadas, tribunas abismales, hasta que, más allá del ruido, atisbemos el entreverado portal donde mora aquello que en cada instante se expresa sin palabras. Transformarse en su silencio, ser sólo su silencio. Y regenerarse en la sola sensación de ser para seguir hablando a través de la no-palabra que mana del Todo. Convertirse en Testigo de la vida. Se abre paso de ese modo a otra forma de conciencia, la que reside en las “espaldas” de la conciencia ordinaria: el Testigo…
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El testigo Se trata de escuchar el ruido interior, contemplar mis propios pensamientos, sin ser yo mis pensamientos; contemplar mis propios deseos sin ser yo esos deseos; contemplar mis propios sentimientos, sin identificarme con ellos. Ese ejercicio me sitúa en el Testigo. El Testigo, como tan bien lo expresa Ken Wilber en su Diario, es el Yo del Espíritu, cuya naturaleza es inmóvil porque es atemporal. El Testigo no es un objeto, ya que él es el Vacío omnipresente en todos los objetos, la pura y transparente Vacuidad. No existe un solo momento en que el ser humano no tenga acceso a esa Conciencia-Testigo. Aunque a veces su luz no se ilumine, siempre está AHÍ, disponible. Alcanzar la consciencia del Testigo no sólo no es imposible sino inevitable. Me habita, es más íntima que mi propia intimidad. Identificarme con el Testigo, vivir en su presencia es la condición de apertura al mundo para su transformación, la fuente nutricia que me transforma en transformante, en Bodhisatva, en revolucionario. Sin embargo es una experiencia demasiado hermosa como para ser fácilmente aceptada, demasiado profunda para ser percibida por la superficial mente lógico-racional, demasiado natural para creer espontáneamente en ella y demasiado maravillosa como para ser comprendida por el pensamiento habitual. El Testigo es silencioso; el Testigo no posee densidad, es ligero; El Testigo, silencioso e impalpable, domina el espacio interior; es la Nada de donde emerge la Vida. El Testigo es la Conciencia, el Ser Esencial. Sumirme en esa Plena Vacuidad es el ejercicio de la meditación, por el que dirijo mi atención a la Esencia Vacía del Ser.
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La meditación ilumina el espacio sin espacio del Testigo. Espacio consciente más allá de los contenidos de mis percepciones. Espacio de donde todo emerge; espacio donde todo acaba, cuya vivencia provoca la experiencia de descender al infinito.
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Lo invisible penetra lo visible Para quien sabe mirar, nada existe que sea milagroso en el sentido que suele darse a lo maravilloso; la Creación misma, en cada una de sus formas, ya es en sí misma milagrosa y no es necesario acudir a lo invisible para que el asombro nos alcance, porque, si sabemos mirar, lo perceptible encierra en sí mismo el misterio de lo imperceptible. Si sabemos mirar. Si sabemos mirar, se suscita en nosotros la reacción de asombro al poder verificar el milagro encerrado en cada forma. Cada forma, si bien se mira, es capaz de revelar su propio misterio escondido. Lo extraordinario –señalaba Dürckheim– está en la profundidad de lo ordinario… Todo aquello que nos rodea nos responde en función de lo que somos… Todo es cuestión de saber mirar la existencia, las personas y los objetos en la vida cotidiana sin alejarse un ápice del hilillo sutil que nos une a la profundidad que late en los latidos de cada forma existente. La vida cotidiana es un campo de ejercicio, el laboratorio ideal donde, en cada forma ordinaria, en cada instante, se nos brinda la presencia de lo Otro. Lo Otro sale al encuentro, no es lo inalcanzable, sino lo inevitable. El Zen nos brinda la oportunidad de saber mirar AHÍ y, sobre todo, de saber permanecer AHÍ. El don de permanecer… Estar atento, estar atento, estar atento, ¿cómo te lo diría? Eso, permanece atento, muy atento desde muy adentro… no lo puedo expresar mejor.
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La espera sin espera Atender, estar atento, supone el manejo delicado de las cosas; pasar por ellas con el cuidado de los pasos de un ciego. De ese modo, tan sólo de ese modo, estaremos en condiciones de poder captar la docilidad de los objetos llamados cotidianos, esos que desde siempre nos rodean. Una inocencia que nos conmueve. Ella nos hace ver como nuevo el paisaje diario, el simple hecho, por ejemplo, que tienen de adoptar un nuevo color las hojas del otoño, que, sin resistencia alguna, se dejan modificar por el paso de las estaciones. Dejarse, de ese modo, traspasar, como se dejan traspasar, los paisajes y las cosas por el Vacío, esa deidad en forma de tiempo, de estación, de lluvia o de tormenta, cuando se filtra por los poros de la materia, transformándola, sin apenas dejar huella o resistencia. Captar la Unidad del Ser en la pluralidad de formas. Eso es meditación. Detectar la inocencia de las cosas, su innata mansedumbre... Es curioso observar, recogidos en el silencio, esa peculiar actitud que los seres llamados inanimados tienen como de querer esperar su transformación. Ellos, de modo quizá mas transparente, nos invitan a esa dichosa Espera… La dicha sin objeto, tan sólo dicha. Yo creo que el milagro que en cada segundo nos interpela, el que insta en cada instante, más que en lo desconocido, se encuentra en lo conocido. Dichoso, pues, quien puede contemplar en las cosas lo Otro, tan distinto a sí mismo. Y tan idéntico a sí mismo.
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Un saber sin saber Descubrir que tu latido es mi latido, que alientas en mi aliento, que vuelas en mi vuelo, que caminas en mis pasos. Por ti doy fe de mi existencia y tu presencia es mi presente. Dar fe de esa presencia en cada instante, porque al filo del instante habita el hilo que conduce al Ser; en cada rincón sucede el milagro escondido en la realidad, por más sórdida que se presente. De vez en cuando los apilados rascacielos permiten un espacio entre el cemento donde se filtran las acacias otoñales. La acacia es más que una acacia. Lo sé cuando la abrazo: con ella me hago acacia y respiro por los poros de su tronco. Y me abro al Ser con la misma plegaria de su hoy desnuda copa. Es un saber sin saber (cuando la ignorancia es como un don), que tan sólo se aprende al dictado del viento (cuando yo ya me he hecho acacia y me he hecho viento). Pero bien mirado –y de mirar bien aquí se trata– es un saber sin saber, que no se aprende: un saber sin saber, la innata melodía que anida en cada mujer y en cada hombre. Mas, ¿quién tuvo la osadía de decirle a una mujer que es tan sólo una mujer, y a un hombre que es tan sólo un hombre?
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La inevitabilidad del ser Un famoso ensayista chino, So Toba, dicen que poseía el don de la palabra para expresar lo inexpresable. Su perspicacia de maestro, unida a su facultad poética, le brindaba palabras para facilitar la percepción clara de la realidad. Un día, al escuchar el ruido de la corriente de un arroyo que bajaba entre las rocas de un valle, escribió: El sonido del arroyo es esta gran lengua; los colores de la montaña son este cuerpo puro. En la noche, he escuchado ochenta mil himnos, pero, ¿cómo contárselo a la gente al día siguiente? “¿Cómo contárselo a la gente?”. Ahí el problema de los místicos; ahí la compresión de su tan frecuente soledad (¿por qué los corazones despiertos son tan solitarios? – exclamó no recuerdo qué poeta–) “¿Cómo contárselo a la gente?”. ¿Cómo describir que uno puede, dichoso , ver de otro modo a cómo ven las mayorías; ver lo no corriente, por más real que sea lo no corriente. ¿De qué manera compartir esa realidad, sin conceptualizarla? Dogen escribe a este respecto lo siguiente: La perspicacia del maestro Toba le permitió recibir la iluminación al oír el arroyo del valle. Es una pena que desde los tiempos de antaño hasta el presente haya gente que no comprenda que el universo no hace sino proclamar el cuerpo real del Buda. Esas personas son desdichadas ¿qué es lo que
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ven cuando miran una montaña? ¿Qué oyen cuando escuchan un arroyo en el valle?¿Oyen sólo un sonido en lugar de ochenta y cuatro mil himnos?. Es una pena que sean tantos los que sólo aprecien los aspectos superficiales del sonido y el color. No pueden percibir ni experimentar la forma, la figura ni la voz del Buda en un paisaje. Nunca han tenido la oportunidad de ver el maravilloso Camino budista: ¡montañas y ríos no dejan de proclamar la verdad! (Traducción de Bonnie Myotai Treace). Contemplar la realidad del Ser en la piel de cada fenómeno. Una capacidad de experienciar que, siendo nuestro derecho de nacimiento, no se reduce al “ámbito de lo bello”, sino que es posible hasta en una sórdida sala de espera, en un perdido extrarradio o en el ruido abrumador de una conversación trivial. Es posible ver el sol en la oscuridad, el fulgor en la noche oscura. El Ser es nuestra naturaleza y su realidad, por tanto, es inevitable. Su luz esta ahí, su demanda insta en cada instante. El Ser es inevitable. E inevitable la promesa de despertar. El acontecimiento nos espera ahí desde antes de nacer, el acontecimiento espera en el silencio que habita en el más profundo átomo del corazón humano: Mas ¿cómo hablar del corazón humano, si su sólo latir, su sólo respirar, su forma de hacer Zen son más bellos que el más bello poema?
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Intacta sinfonía En la meditación se trata de afinar el sentido del oído para así escuchar el acorde que subyace no sólo en la armonía, sino tras el caos, la barbarie y la destrucción. En la meditación se trata de afinar el sentido de la vista para atravesar con él la bruma y percibir el fulgor de las noches oscuras. Terca supremacía de una música que pervive aún entre las sombras. En la meditación se trata de escuchar el himno a lo invisible que clama en lo visible. En la meditación se trata de afinar todos los sentidos para augurar el destino de la materia y del cuerpo, acompasado por el arpegio sutil que brota, imperturbable, en el corazón de la desolación. En la meditación se trata de experimentar en uno mismo el gesto compasivo de la materia-cuerpo, elevándose en la insobornable verdad de sus propios brazos alzados, convertida en un himno que abraza al universo. El cuerpo y sus sentidos, gesto donde el Ser se transparenta. Rescatar la inocencia del asombro en el desnudo eco del silencio. Y escuchar la elocuencia de un poema ajeno a labios, rimas y fonemas. Intacta sinfonía de la Nada, fondo mudo del lecho del Vacío pugnando por abrirse a cada forma acontecida por todo el Universo.
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Y entre dos tiempos y dos pensamientos se abre paso la vacua geometría del asombro, en el cosmos sin costuras. Relámpago de luces invisibles que horada los espejos desfondados por donde asoma el rostro del Origen
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La finalidad del ejercicio La autenticidad de todo ejercicio meditativo depende de una sola condición: la vivencia de la propia transformación que depende de la experiencia del Ser. Sentarse en silencio no tiene como objeto la relajación, ni la armonía, ni la belleza; es más, ni siquiera se queda en el despertar llamado iluminación, sino, sobre todo, en sus consecuencias transformadoras. Se trata de VIVIR la experiencia del Ser en el mundo, de trasparentar esa experiencia en el mundo, de vivenciar el mundo desde esa experiencia. El Zen, es más, bastante más, que una terapia. Sin el contacto con la profundidad del Espíritu no puede hablarse de Zen. El ejercicio, efectivamente, es frecuentemente vivido como una disciplina, como una obligación, o también como un ejercicio virtuoso; más todo eso bloquea la verdad que la meditación encierra. He visto a muchas personas virtuosas, que llevan muchos años “haciendo Zen” cuya conducta, sin embargo, dista miríadas de la transformación interior a la que inexorablemente lleva el ejercicio meditativo auténtico. De ahí que sus profundas contradicciones les lleven a un sufrimiento neurótico, que, lejos de ser consecuencia de factores externos, como esas personas piensan, posee una causa más profunda: el haberse alejado de su propia naturaleza, el establecimiento de una existencia al margen del Ser, o al imposible intento de “integrar” el Zen en una estructura piadosa, de suyo dualista, y, por tanto enajenante e infantil. El ego de esas personas, herido por haberse distanciado de su propio Origen, suele hallarse sobrecargado, además, con una conducta “disciplinada y virtuosa” más externa que interna, lo que contribuye aún más al incremento de su neurosis. Suelen ser personas de conducta “dura”, cuya exigencia con los demás, lejos de
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ser fruto de un imperativo de la realidad vivida, es consecuencia de la esclerosis espiritual de su propia vida no vivida. Todo ello les introduce en un pozo sin final, que podría ser atajado si tales personas, en un golpe de humildad, comprendieran su crisis despojándola del falso, por narcisista, manto de virtud con que han investido sus vidas. Un ejercicio de realidad que les facultaría para reemprender el camino de transformación y de llevar a cabo el necesario gran viraje hacia el noble encaramiento con la verdadera causa de sus crisis. Freud describe como nadie ese acontecer del narcisismo religioso, cuando afronta el tema del “Yo Ideal” en su Introducción al narcisismo. En la meditación uno siempre es principiante. El verdadero sello de un maestro es la verdadera, y no afectada, humildad que trasluce en sus actos. Por otra parte, su conducta no se halla afectada por el “despotismo de la virtud”, tan frecuente en los religiosos. Conviene recordar que el verdadero ejercicio lleva, sin resistencias, a la experiencia liberadora del Ser, a esa vivencia en la que la persona, libre de todo dogma, es tocada por lo que no cabe en ningún dogma. Esa es la causa y la finalidad de nuestra existencia. La experiencia del Ser, está más allá de toda religión.
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El sonido del gong a las siete de la mañana La aurora, aún sin despuntar, de este gélido noviembre, invita a encender las primeras lamparillas, cuyas llamas, ya abiertas las cortinas, titubean entre el humo incipiente del incienso. Suenan las maderas y, acto seguido, el metal que inicia ya el Za-Zen. En el zendo se respira el silencio. La sonata de bronce se expande por el aire vibrando en el ánima del cuenco clamoroso. La voz de la Otra Parte en el laúd del infinito, que, al austero ritmo de los ecos, el mismo meditante se hace nada, se hace soplo y se hace cosmos. Acento retumbante, convertido en latido del Ser que nos envuelve. Ah, humilde cuenco de metal, candeal regalo de la luz que brota en la Materia clamorosa y se hace acorde y se hace arpegio y se hace viento. Estruendoso y fugaz relámpago del alma, clamando, hasta perderse, en su silencio. Ah, mi sencillo y hondo cuenco, tan honda y tan tempranamente vivo. Ah, cimbreante trozo mineral cuya secreta y súbita armonía se asoma, y nos asoma, al propio umbral del otro mundo. Temprano despertar del Ser de un sol aún no nacido, cuando, allá en la entraña de la densa Plenitud, tu dulce acento en la inmensa Nada ya se ha diluido.
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Soltarse Descolgarse de cualquier apego que sirva de lastre a las demandas del Ser; decidido, incluso a borrar del mapa toda memoria de mí; a des-bautizar, mi propio nombre, para, de ese modo ausente de mí mismo, estar plenamente presente en el Todo, abierto y disponible. De qué manera, observa, resbala la balada de la luna sobre los cantos húmedos del río, sin aferrarse apenas a la bruma envolvente del remanso, a esas sombras que habitan lo aparente. Todo va sucediendo en su fluir, todo deja de ser para sí cuando el Todo, posado en la callada noche, trasparece en el hondo silencio sumergido. De qué manera, observa, tan sólo suena la persistente música del Ser, del envolvente Ser, en el nocturno susurro de las aguas. De qué manera, observa, irrumpe el eco del gran Uno en la rodante voz de los guijarros, náufragos de la luz.
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Tu aroma se presiente Tu aroma se presiente al despuntar el alba… Abandonar la superficie del tiempo, la atadura de la mente, la cárcel del espacio. Luego, ya cubiertos por la pátina del Ser, sacudirse la tupida malla de las leyes donde imperan los sentidos. Y alcanzar la visión de lo que somos y tan realmente siempre fuimos: la zona inmensurable, la vastedad sin horizontes. En este eterno ahora. Instante
Como un sol breve que no se aferra al aire, el eterno presente tiene alas de una blanca mariposa inmóvil. La frágil fortaleza del instante, expande su insistencia enmudecida como una claridad que nos ocupa, como una conciencia desbordada que no tiene cabida en los sentidos. Vivir la eternidad del instante. Sin más formas que el vacío, sin mas formas que el viento. Así, el cuerpo, se desprende, también, de la prisión de la salud, del vasallaje de los modos aprendidos, y hasta incluso del edén de la belleza, para quedarse en el puro gesto de la forma esencial que le habita desde lo más hondo de sus entrañas. El gesto, ese gesto esencial, que, según decía Dürckeim, es el uso que el viviente hace de la vida que le hace vivir.
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Así, también nuestras células, temblando de dicha, podrán un día revelar la presencia del Ser, transparentarlo, apartarse de la muerte. Tu aroma se presiente al despuntar el alba… Ahora, al par de los levantes de la aurora, la luz va repartiéndose en porciones exactas de Presencia, como si un orden furtivo palpitara en los seres callados: en las ramas desnudas del olmo viejo, bañadas de amarillo liquen; en las hojas todavía quietas, en las piedras, aún más quietas. Queda y sigilosa, el alba se alza sobre el centro del escenario mudo de las cosas, que van abriendo mansamente la grave majestad de su secreto. Envueltas, contenidas, en la presencia exultante que abriga todo el Universo.
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Meditación en la laguna de Gayagos En la meditación aparece lo fascinosum, más también lo tremendum… Decía Roberto Juarroz, practicante de Zen, que la sombra es un fruto madurado a destiempo, si se lo aprieta suele soltar el jugo de la luz. Hay que vivir la sombra como un fruto, pero vivirlo desde adentro, como se vive la propia voz. Y hay que salir de ella gota a gota, o palabra a palabra. Hasta volverse luz sin darse cuenta. El día de los hombres no es un juego, el día de los hombres es algo que siempre empieza con la luz. Meditación, luz y sombra, vida y muerte… El dolor y la luz, aparecen tan de pronto, y, tan lentamente, se posan, como el polvo del polen, sobre los arbustos de la laguna, donde juntos crecieron. El dolor y la luz, ambos, se esparcen por el cuerpo. El dolor y la luz, polos de una nostalgia; el dolor y la luz, la misma arquitectura. Sufrimiento: demora de la luz que desgarra mi pecho, hasta que mi ego se descargue de aquello que tanto sabe y a lo que tanto se aferra; hasta que mi yo alcance la otra ribera del lago, su reflejo, fuera de la ficción llamada realidad. El dolor y la luz, alas que duelen, y que elevan, al fin, a esa otra orilla del ocaso encendido de la tarde. Paz quieta sobre el espejo gris de la inmóvil laguna, ungida en el silencio que late entre la flora. Agua y cielo color de plata, como una gran nostalgia de tu huella, envolvente Dios, en tu denso misterio emparedada. Ceniza, aún incendiada, de una ausencia, por donde busco y busco unas alas, aunque, ahora que no estás, y yo tampoco estoy, te siento más cercano.
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Pero tu nombre más secreto ya no te pertenece. Tú me lo encomendaste cuando en ti me deshice, y me des-bautizaste; mucho antes de que yo desapareciera: sólo, sin más testigo que la lluvia y las hojas que guardan mis palabras. Mas te digo que no me creí el dueño de mis ojos cuando, llegando el final de la tarde, palpé el fulgor del agua al tiempo que volaba esa hoja que caía; y, con ella, al despuntar el alba, salía de estas manos un trozo de poema. Brisa de amanecida
Tu brisa va barriendo los hierros y las piedras del silencio que surge del tejido de las sombras. Y el alba va incendiando las brumas congeladas de la noche. ya extinguidas, se esparcen por la intrincada trampa del tiempo, que, en esta aurora, deja de ser tiempo. Tu brisa, va habitando el ritmo de las hojas, los poros de mis huesos, y mi sangre, al sol de tu presencia evaporada, en las mismas fronteras de la Nada, donde hurgo y constato que no estoy. Tu brisa, hoy se ha hecho aliento de todos los alientos.
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Nostalgia de una secreta huella Alumbrados, quizá deslumbrados por las sombras del límite, ahí está el final, y el comienzo y la cuna, de una gran nostalgia de otras fecundidades. Más allá de las trampas, que hemos inventado debajo de las formas que no arañan los cielos… Lanzados hacia los afanes corticales, hacia las propias formas que nos dimos; enajenados por la ilusión de unidades de engaño, caminamos por praderas de penumbra. Y así nos olvidamos de nosotros en juegos de palabras vagorosas, apartados del gran juego del Ser. Y nos aqueja el hambre de ser. Urge ya remendar el mundo de las sombras, que son las únicas costuras de la luz, allende las palabras y los signos que gastan nuestras vidas; debajo, muy debajo, del fuego de la luz, lejos de sus reflejos... Pero – clamaba Aurobindo– el dios está aquí, en mi pecho mortal, en lucha contra el error y el hado, abriendo un camino entre la escoria y el cieno… Mis pies han hollado un tramo desesperado armados de una inmensa paz, portando los rayos del esplendor de Dios al abismo humano… El fuego del cielo ha prendido en el seno de la tierra… Todavía hay esperanza, todo es cuestión de seguir la huella secreta que el Ser ha depositado en la existencia. No puedo sino expresarla a través de la no-palabra:
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Secreta huella
Distante, y tan distinto a todo desarrollo, a toda acción, a toda perspectiva. Todo eso es lo que fui. ¿Cómo pude olvidarlo? Aunque, fuera del tiempo, estoy a tiempo del reencuentro, donde la oscuridad, que emerge de los labios de la hiedra, hoy cuelga del silencio inerte de los muros de la tarde, y se abrasa en tu lumbre. Al rojo crepitar del polvo de oro está atento mi oído. Tal vez pueda captar, entre ascuas y cenizas, una secreta huella... Tú nunca ardes tarde. La meditación nos descubre que somos depositarios de esa Realidad viviente tras las formas de otras realidades.
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Ampliar las antenas Se trata en la meditación de contactar con otra temperatura de conciencia, la talla de otra realidad más ancha, de respirar otra amplitud. Otro grado de conciencia, si se le compara con la llamada conciencia ordinaria. El mundo ordinario, lejos de ser un obstáculo, puede ser la gran ocasión del despertar. Cada cosa encierra en sí misma la potencialidad del despertar. Lo ordinario, por insignificante que sea, es siempre el espejo del Ser. Depende de cada hombre y cada mujer la capacidad de “saberse detener” ante el milagro de cada acontecimiento… Depende de cada hombre y cada mujer que tenga lo suficientemente afinadas las cuerdas de su propia sensibilidad para lograr atravesar aquello que está más allá de la sensibilidad y quede desvelado el Ser de toda la realidad. Eso es lo que yo ví cuando una mañana paseaba por la playa salvaje de Sopelana cuando el poema se imponía como una necesidad: La ola
Mira cómo la ola se hace y se deshace, enfebrecida; mira cómo aparece y al fin des-aparece; cómo asciende y desciende su vientre entre la espuma. Huidiza, evanescente, en levedad efímera, hasta lamer la arena (su postrera caricia, antes de morir).
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La plateada cresta emerge y se sumerge, ahora arriba, ahora abajo –enhebrando el espacio y el tiempo–. Ajena a las medidas y a la formas, huye del continente de mis manos. Su ser, que es ya un no-ser, va acogiendo en su verde seno todas las figuras, que nacen y re-nacen del Todo esplendoroso de la Nada.
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Meditación caminando… Por la playa de Laida, hasta encontrar una pequeña y carcomida caracola: Caracola
Largos siglos rodaste por la orilla al vaivén de ondulados remolinos. Tu carcasa, lamida por las algas, tallada en la embestida de las rocas, hoy expande sus restos infinitos por mares de arrecifes y corales, por resacas, tormentas y salitres, hacia el silencio de honduras siderales. Gran ecuación, cumplida desde lo alto. Ahora, mi frágil caracola, suena tu sordo eco salado en la honda plenitud de las mareas, Ahora, que ya eres polvo, y ya eres brisa, ungida por la espuma de las ondas besas tu ultimo beso sobre el lecho abrasado de la arena. El sereno espejismo de los siglos, nos hizo creer que eras tan sólo caracola. Ahora, eres océano, eres ola;
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eres ya el Ser del mar, cumplido eco que queda en la oquedad de un cuerpo imperceptible, fundido ya en su lecho transparente.
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Meditación (7,30 de la mañana en los campos de Medina de Pomar) Silencio primigenio
A los claros del bosque está mi oído atento. Sosegado silencio de brisa amanecida, que sopla de la densa frontera de la noche. Esperanza de luz inexpresable; silencio, eterna fragua del núcleo del Ser. Sólo quien sabe mantener en sí el sonido sin tildes de la aurora logrará protegerse de la dura y espesa densidad del sol del mediodía que llueve sobre el oro inerte de los trigos.
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Soledades y fulgores Los rayos del ocaso penetran por los ángulos del último suspiro de la tarde cuando el silencio se descuelga, resbalando sus mudas notas musicales por la espalda vacía de la Nada. Y, en una cita no anunciada, se escucha al Misterio llover sobre la estepa. Contemplando, a solas, todo el movimiento que habita en los vitrales contraluces, atravesé, en alas de la luz anochecida, el palacio en ruinas que yace sofocado en la hiedra de tiempos y de espacios abolidos. Y de toda palabra desasida, mi soledad tan sólo fue apariencia fundida en la espesura de los nimbos: rumoroso desierto, desierto de poemas, clamando tras la tarde desertada; rumoroso desierto, desierto de memoria, donde atento, igual que un centinela, contemplo las fauces del foso de la noche tragándose los últimos fulgores de las sombras. Esperando, como ese centinela, que el espejo, hecho añicos, del crepúsculo refleje, espabilada por la brisa, las perlas incendiadas de la aurora.
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En la meditación Zen, aunque sea paseando entre penumbras, se descubre cómo el despertar transciende los sentidos, mas transita en su lucidez por las formas, que, como una secreta dádiva, se nos ofrecen a los ojos; a los ojos físicos y también a los ojos de la intuición, los del pensamiento y los del sentimiento. Ellos nos han sido dados transitoriamente. Sin embargo, el despertar los traspasa, igual que una partícula subatómica atraviesa la materia. Es cuestión de ver en todo, y con todo, para facilitar la percepción del Todo, y observar –observándose– de qué manera se filtran no sólo a través de los sentidos, sino incluso a través de los estados de ánimo, para después tomar distancia de los mismos, vaciarnos de las formas y alcanzar su propio fondo, que es Vacío. Todo el proceso meditativo, sin embargo, es compatible con la admiración que surge de ese impacto en el que se inicia un proceso de conocimiento que va de menos a más, y en el que la materia se celebra a sí misma, por muy transitorio u oscuro que tal impacto sea. El Ser atraviesa luces y atraviesa sombras: Sed
Como si fuera humana, toda la soledad del mundo se expande en el otoño de las palmas de mis manos, con la sed inmensa que brota del deseo de un encuentro.
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Después de la sentada en Za-Zen Lenta, suavemente, como lo suele hacer un cuchillo de plata, va penetrando el tiempo en la existencia. Y así, queda, mansamente, abraza nuestras vidas, igual que el viento abraza al frágil chopo del remanso hasta engullirlo en el perfume del otoño (Bien sabe la amapola de dónde llega el viento que la mece…). Y yo, desde este instante, sé que adonde me dirige la vida es allí, donde ahora estoy.
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Mientras llueve Se trata de algo tan simple –y tan difícil– como aprender a mirar; o aún mejor, de poder mirar sin anteojeras. Y de tener el valor de morir cada instante a lo viejo. Para abrazar, instante a instante, lo nuevo, que es la Vida. Se trata de morir, instante a instante; de morir completamente para lograr ver. Porque en eso consiste ser humano, en ver. A pesar de la cortina fluvial. Llueve, mientras expira el día y algo de él se queda entre la lluvia. Muere el corazón de la tarde; muere, como sabe morir el corazón despierto.
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En las afueras del pueblecito de Miñón, desde el silencio Una campana tan sólo una campana se opone al viento (Mario Benedetti) Meditar Za-Zen es sentarse sobre la eternidad, respirando, hasta el fondo donde ves que alguien te respira. La inmensidad del Ser, hoy, aterrizó en este trozo de eternidad que es Miñón. Abrir las ventanas y contemplar lo Otro… todo sucedió en un instante. En un instante sin instante… La verdadera dicha no tiene objeto. No tengo apenas nada, pero confieso que aquello que poseo es tan provisional que no pertenece a la tierra. Mientras pienso en todo esto, como un resorte, las alas de mis manos, se elevan a los vientos: La ronca voz de una campana se expande entre la calma vespertina. Incandescente sol. Viento de otoño. La tarde, lentamente va cayendo sobre el silencio azul de la meseta. Miñón, en esos, tus silencios sobrehumanos, respiro la quietud del infinito. Qué dulce es naufragar en tu ya seco océano de trigo. En él me entrego a esa inmensidad que borra las linderas de tus campos, ahora somnolientos. Alzado, y con las manos elevadas saludo tu presencia en el ocaso.
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El milagro sucede en cada instante AQUELLO, que es pura vaciedad de la mente; AQUELLO, lugar sin lugar, donde la identificación con el “yo” es relegada a la extinción; AQUELLO, que es nuestra verdadera morada más allá del pensamiento y de la imagen, y cuya esencia fue desde siempre, AQUELLO puede ser alcanzado en este mundo por y en la meditación. Conocer AQUELLO, que habita en las afueras de la muerte; refugio donde “los ladrones no horadan ni roban”, es el “objeto” de la contemplación, que, por definición, no tiene objeto. Un conocimiento que puede alcanzarse en esta vida, aquí, ahora, en este mismo instante. Se trata de residir, en el Ser. A modo de deseo, así lo expresa, en su nostalgia, un gran poeta: Y, poco a poco, el sol, en su dominio, se adueñó de las aguas, y dio sombra a la espuma, creó la oquedad de las olas… Los dioses sonreían en las aguas brillantes. No mueran esos dioses. Que sonrían, en lo eterno, y el mar sea su sonrisa. (Andrés Sánchez Robayna) El deseo de inmortalidad del poeta, parte de la experiencia de lo variado. Pero el místico, además, conoce la fuente de la que manan las formas de lo múltiple; de ahí que su visión traspase la dispersión y alcance la Unidad.
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Decía Ramana Maharshi que el que ve, lo visto, la pantalla sobre la que se proyecta la luz, todo eso es sólo Él, el Uno. La meditación aboca a la experiencia de lo Uno, porque se asienta allí donde no halla asiento ninguna forma de ego. En la meditación puede darse que uno sea a la vez el ojo y lo que el ojo ve. Se trata de afinar los sentidos para VER CON CLARIDAD lo inefable desconocido en el corazón de lo conocido. La realidad conocida esconde un milagro, ella misma es un milagro. Es hora de descolgarse de la alienación que presupone lo sobrenatural desvinculado de lo natural, de lo sagrado como ajeno a la vida cotidiana, de vivir el alma separada del cuerpo, a Dios separado del mundo y concebir la vida como algo ajeno a nosotros, como algo que hay que conquistar, o de lo que hay que escapar. Sin embargo, el inicio de toda transformación personal comienza en esa previa disposición anímica que acepta aquellas manifestaciones sutiles, aunque cuajadas de Realidad, que nos brinda el milagro de cada instante, para, de ese modo, tomar en serio los indicios sutiles en que lo Uno se esclarece y manifiesta. La meditación ES cada momento, cada momento…
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Hallar el propio espacio sin espacio No morando en ninguna parte, la mente se manifiesta. (Sutra del Diamante) Salir de los cercos que la sociedad continuamente crea y establece; la fortaleza donde se ha establecido nuestro ego (téngase aquí en cuenta cómo establecer y establo poseen la misma raíz). Cuando el Ser, en su silencio, recupera el espacio sin espacio que le es propio, el cuerpo y la mente se expanden hasta hacerse casi imperceptibles. Es entonces (aunque la palabra entonces también está de más) cuando la conciencia trasluce –y nunca mejor dicho– nuestra última y radical sustancia, que es la luz. Saltar la barrera del Pensamiento Único, erigido en el dios del ego. Aligerarse del peso del propio narcisismo, igual que una serpiente se desprende de su piel. Salir de uno mismo, que es la misma barrera tras la que, obedientemente, hemos decidido pastar como adaptados neuróticos. Saltar esa barrera. Experimentar la salida de uno mismo, eso es el Satori.
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Nombrar a Dios Que apenas nombro a Dios, me dices. ¿Acaso puedo yo nombrar la palabra que hablo, la palabra que me habla, la palabra que me nombra, cuando mi aliento es su aliento? Demasiado Dios, para llamarlo sólo Dios… Que no soy objetivo, me dices, cuando nombro a Dios. ¿Acaso puedo ver mis propios ojos? ¿Acaso puedo yo alejarme de mí mismo? ¿Acaso puedo dejar de escuchar sus latidos en los míos? Mi sangre fluye en Dios, mi cuerpo, tembloroso, exuda Dios, mis ojos lloran Dios, y tu rostro trasparece a Dios. Acabo de nombrar a Dios. Aunque yo sé muy bien que nombrar a Dios también es alejarse de Dios… y alejarse de uno mismo. Que apenas nombro a Dios, me dices, cuando veo en la chispa de tus ojos cómo sostiene el Ser su propia luz.
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2 La sombra, espalda de la luz
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Introducción En las crisis y mediante las crisis, el ser humano puede acceder a la posibilidad de vivir la experiencia interior, que le lleva tanto a una metamorfosis como a un despertar a las fuerzas anunciadoras de una realidad más profunda, más allá de las programaciones mentales de esa vida llamada “vida cotidiana”. En una franja donde la frontera entre la creación artística y el misticismo se hace imperceptible. Una forma clásica de considerar el universo partía de una posición pesimista: todo muere, todo se viene abajo. Así, en Física la Segunda Ley de la Termodinámica, predice la “muerte térmica” del universo. Éste, igual que una taza de té, se hallaría abocado a una progresiva pérdida de energía calorífica para desembocar finalmente en un caos desorganizado, en esa extinción o muerte, que los físicos llaman equilibrio. Sin embargo, desde otros ángulos, la ciencia contempla asimismo las excepciones que desdicen esa tendencia a la destrucción irreversible, a ese equilibrio que en sus fluctuaciones se despeña pendiente abajo. Existen posiciones que desafían la ley de la desesperanza. En tal sentido el químico belga y premio Nóbel, Ilya Prigogine, desafiando la tendencia universal hacia la desorganización o muerte térmica del Universo, demuestra en sus ecuaciones, cómo de esas fluctuaciones emergen nuevas formas de vida renovadas y enriquecidas con una nueva complejidad. Del caos de la materia emergen otras configuraciones naturales que se comportan de una forma más vital. Ilya Prigogine, las bautiza como estructuras disipativas. De ella emerge una nueva complejidad, un nuevo sentido evolutivo de la materia, y, por tanto, de la vida. Lo importante es que estas observaciones pueden trasladarse hacia otras ciencias más allá de la Física.
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La ciencia, en general, y la Psicología Transpersonal en particular, conocen bien cómo de las tensiones y de las crisis pueden brotar nuevos factores de cambio, cómo de la perturbación puede emerger un orden nuevo, una nueva oportunidad para la vida. No se trata de buscar el caos, pero sí de comprenderlo como una posibilidad de renovación. La creación, de hecho, necesita experimentar cierto grado caótico para salir fortificada mediante renovadas formas de vida. Y ello, consecuentemente, se extiende a la vida humana. En la posición teórica de Ilya Prigogine se afirma muy insistentemente que el orden proviene del desorden, que tan sólo la perturbación encierra la posibilidad de la emergencia de un estado más elevado, de un estímulo a un cambio más rico y más complejo. En este sentido recomiendo al lector toda la obra de Stanislav Grof, así como mis recientes trabajos Más allá del individualismo (Ed. Desclée De Brouwer) y Regresión o Trascendencia (Ed. Liebre de Marzo). Larry Dossey, en el que se inspira alguna de las afirmaciones de este apartado, señala que no cabe evolución sin fragilidad… La capacidad de crecimiento y de complejización tiene un precio: la perturbación y el riesgo de disolución y de muerte (ver, Tiempo, espacio y medicina, ed. Kairós). Orden y desorden, equilibrio y caos, acierto y error… todo ello existe en una perfecta y unificadora conexión de los contrarios. No es posible la evolución sin la fragilidad. El místico conoce bien que para él el desorden es sólo la potencialidad de un orden nuevo más luminoso y liberador. De ahí que Krishnamurti, al describir en sus diarios las experiencia de éxtasis que a diario vivía, frecuentemente afirme: Y en ello había mucha muerte… Cada uno de nosotros lleva en su interior un Maquiavelo, pero también un Francisco de Asís; una persona tenebrosa y otra ama-
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ble, todo a la vez. Bajo el disfraz del “correcto” ego social, laten emociones negativas: rabia, celos, resentimientos, lujuria, codicia... Un territorio que la Psicología Profunda llama “Sombra personal”. Todo el mundo, como contrapartida de su ego, acarrea en su espalda el oneroso saco de carbón de la hermana sombra. La sombra nos recuerda cuándo nuestra identificación con determinados ideales no es sino la simple ficción y el recubrimiento de nuestra más negada parte oscura, desarrollados desde la primera infancia. Pero nuestra hermana sombra, siempre está ahí, al acecho, esperando a emerger con fuerza en el más inesperado de los momentos y es propio de los sabios encontrar su sombra personal, mirarla, reconocerla, enfrentarse a ella, servirse de su energía. La meta de toda madurez es reconciliarse con esa “espalda” de nuestro ser, uniendo luz y tinieblas. Eso es lo que Jung llama “autorrealización”, “maduración”, “individuación”. Nadie alcanza la luz teorizando sobre ella, sino a través del duro ejercicio de re-conocer la propia oscuridad y haciéndola consciente. Nuestro destino –habrá que recordarlo-es la luz. Sin embargo no solo los individuos, sino también los grupos, estarán lejos de hallar la paz mientras, en lugar de proyectar sus propias sombras sobre los demás, se resistan al diálogo con sus cloacas. Reconocer los demonios propios, no solo equivale a reconciliarse con uno mismo, sino que es la esperanza de la auténtica reconciliación con los otros. Hay días donde nos asalta la tristeza tonta y pegajosa mezclada con el rumor de fondo de los profundos deseos de infinito. Efectivamente, como un rumor de fondo. Sombra y luz, todo a la vez.
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La sombra es nuestro hermano tenebroso, pero también las espaldas de Dios, en boca de Willigis Jäger. Su poder es omnímodo: esclavizante y liberador. Cuando de la sombra se trata, hay que acercarse a ella quedamente, con los cuidadosos pasos de un ciego; por eso, aun a fuerza de ser reiterativo quisiera introducirme en esta parte insistiendo en un poema, ya incluido en prosa, de Roberto Juarroz. La sombra es un fruto madurado a destiempo. Si se lo aprieta, suele soltar el jugo de la luz, pero puede también manchar las manos para siempre. Hay que vivir la sombra como un fruto pero vivirla desde adentro, como se vive la propia voz. Y hay que salir de ella gota a gota, o palabra a palabra, hasta volverse luz sin darse cuenta. El día de los hombres no es un juego, el día de los hombres está hecho de algo que siempre comienza por la luz. Comprender la luz sería una ilusión de no habernos antes topado con las enormes fauces de la sombra. Se trata de acercarnos mejor a los desagües del alma, donde se esconde el entreverado fulgor de la Unidad.
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Eso fue así, es así Cae la aurora en la noche. La muerte, entonces, se disuelve en su luz.
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Extracto de un diálogo con Willigis Jäger Los demonios, afirma Willigis, no deben rechazarse, porque cuanto más nos defendamos de ellos, tanto mayor será el poder que tendrán sobre nosotros. Deberíamos aceptarlos como parte de nosotros mismos y tenerlos presentes en nuestra mente. Esto no significa que tengamos que vivir estas sombras. Será suficiente admitirlas y aceptarlas para poder tratarlas correctamente sin que nos dominen. Por ejemplo, el “Libro tibetano de los muertos” trata precisamente de esto: explica cómo un moribundo puede lograr reconciliarse con los demonios terribles y amables que están a ambos lados del camino de la muerte. Su tarea consiste en pasar en medio de ellos porque, desde el punto de vista tibetano, si se quedara apegado a su esfera de poder volvería a reencarnarse. ¿Y esa serenidad se alcanza también en el camino espiritual? Por lo menos así debería ser. Desde luego, el camino lleva indefectiblemente a la confrontación con la cara oculta de nuestra psique. Hasta ahora no he encontrado a nadie en mis cursillos que en las sentadas no se haya visto primeramente confrontado con todo aquello que había desplazado de su consciencia. El primer paso en el camino se da cuando se reconocen las sombras, pues entonces pueden integrarse en nuestra autocomprensión, para que finalmente se conviertan en una ayuda. ¿Qué significa esto concretamente para la práctica espiritual? Significa que invito a los participantes a tratar con las cosas que surgen en ellos durante las sentadas. Nada se rechaza. “Míralo, acéptalo, permite que salga. No juzgues”. A veces incluso les digo: “Habla con las imágenes que sur gen, pregúntales qué te quieren decir. Hazte amigo de tu miedo
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y de tu rabia, forman parte de ti, son energía vital. Tampoco te cortas el dedo cuando te duele. Acepta tu tristeza y no te revuelques en ella constantemente. No la conviertas en nada especial, te pertenece, mírala y luego vuelve a tu ejercicio. La tristeza puede constituir un buen punto de partida para el ejercicio. Lo mismo vale para el miedo: no sabes de donde proviene y donde se oculta, pero existe. De modo que dile “si”. Di: “sí, tengo miedo”; incorpóralo a tu ejercicio y deja que se hunda en él. Lo que hacemos es practicar una atención plena, sin ninguna valoración, sin que nada nos domine. “Hay que atravesar de forma estoica las emociones y el miedo, sin comentario, sin dejarse arrastrar, sin desfiguraciones, sin rechazos. Las emociones son como las nubes que atraviesan el cielo azul, quizás lo oscurezcan temporalmente pero luego desaparecen de la vista”. Según esto, resulta decisiva la capacidad para no identificarse con los miedos, las emociones, los traumas. No identificarnos con nuestros estados emocionales nos libera del egocentrismo y abre nuestra vista hacia nuestro ser auténtico. No tiene nada que ver con el rechazo o la represión. Me gusta comparar las emociones, las disposiciones de ánimo y los sucesos con una tormenta en el océano. ¡Qué poco le importa a éste que en el Golfo de Vizcaya haya una borrasca! Se trata de aguantarla hasta que haya pasado. Cuanto menos nos identifiquemos con ella, tanto menor será la fuerza que desarrolle. Esto no significa que dejemos de ser capaces de sentir sino, simplemente, que bajo los arrebatos de nuestra psique existe un núcleo que permanece incólume. Entonces ya no nos dominarán nuestras emociones, ya no nos llevarán de aquí para allá. Se transforman, se produce el sosiego. Pero entonces existe el peligro de una nueva identificación con un estado de tranquilidad. Y en un siguiente paso también esta identificación deberá quedar atrás.
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El sentido que late en los sentidos El dolor es la fuerza que nos mantiene alerta, en alerta perpetua, como señala Dürckheim, quien añade que nos sostiene en lo alto y nos empuja hacia delante. Y en palabras de M. Eckhart, el dolor es el rápido corcel que os conducirá a la perfección. Tiene, por tanto, el dolor ese carácter de impulsor, como señuelo del origen de una búsqueda; más, aun siendo así, conviene advertir que nuestra meta es liberarnos de él, porque siendo el objetivo de la meditación la liberación del ser humano, el dolor está de más y su posible sentido no es otro que averiguar sus propias causas, y el descubrimiento del sendero para despojarnos de ellas. Nacimos para la dicha de la luz, no para permanecer atrapados en las sombras del dolor. Mejor acudir de nuevo al poema: La Materia, a veces puntiaguda, Se asienta en la placenta del Vacío, mas en sus agrias formas abismales, también se expresa el fondo del Origen no nacido, y el Sentido que late en los sentidos. La oscuridad vive su atardecer en los albores de la luz: Se suicida en el alba. Por eso conviene escuchar la voz luminosa que clama en toda sombra y la dicha entreverada oculta en el dolor. Se trata de captar en la fragilidad de la existencia de qué manera asciende por su tronco la savia de la Vida. Nacimos para expresar esa Vida. Tal es nuestro sentido, y el dolor, dentro de su misterio, aparece como
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una señal de alerta cuando, desviados o dormidos, des-vivimos la vida presos del sinsentido.
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Convertir la pérdida en pasión A veces la vida nos aboca hacia situaciones extremas en las que no nos queda un agarradero al que aferrarnos. Nadie nos ha enseñado a sujetarnos en el aire y, sin embargo, es preciso, entonces, aprender algo nuevo: La Vida se torna en gran maestra para, como dice Juarroz, saber sujetarnos de una sombra (…) Sólo queda un recurso: convertir la pérdida en pasión. Así lo vi yo en esta estrofa: Dejarse acabar
Arrojarse fuera del tiempo y dejarse extinguir, para escuchar al Todo infatigable cómo germina cada instante del Vacío; cómo, tan insistente, no para de brotar en diez mil formas. Dejarse acabar, permaneciendo atentos, muy atentos, al propio acabamiento.
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El vigor de la noche blanca Donde se alberga el dios, mi cuerpo, clavas, puñal, la honda espuela de tu hiel, mientras de su profunda brecha brotan cascadas de turbios pensamientos, que agitan, asediándola, la noche blanca de la meditación. Aunque de aquel sórdido piélago qué bien sé yo el vigor con que brota la luz, fundiéndose en la sangre de mi herida y en la quietud silente del Za-Zen. En pleno Za-Zen, suele frecuentemente aparecer, junto al fuego de la luz, el peso de lo negro, mas allí anida la luz. Todas las crisis, por muy largas que fueren, constatan, una vez atravesadas, la persistente quietud de la NOCHE BLANCA, que es la Presencia Del Ser. El trabajo meditativo incluye el milagro de la fusión de los contrarios, el bien y el mal (el que hacemos y el que nos hacen), día y noche, sol y luna, luz y sombra.
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Cuando emerge la luz Así la luz. Siempre, aun antes de despuntar, ya es el alba. Contempladla envuelta entre el parloteo de los pájaros, hasta hace unos instantes rehenes de las sombras. Así la luz. Vedla brotar sus rayos entre los nimbos de oro, sin ocupar espacio alguno. La luz procede del Vacío: observadla penetrar entre las formas como quien necesita prodigarse en todas las manifestaciones de la vida. Esta mañana la luz, ella misma, exuda luz y llora lágrimas de luz. En cada forma, ella misma, se hace luz. Ser luz, ser, así la luz en los cerros de la aurora, en el verde de los valles, y hasta en los hospitales, y en las abismales oficinas de la banca. Así la luz. Apartarnos para que, así, la luz sea, si aún cabe, más luz; quitarnos de en medio para que su albor se expanda en la entraña de las formas, y se filtre en todas las cosas, embriagándolas, transformándolas en muerte y vida, en dolor y dicha. Así la luz, instinto de ser cada vez más –y cada vez menos– nuestro instinto. Así la luz, aún antes de despuntar…
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La llegada del mal (extracto de una carta) (Fui incapaz de explicártelo desde la razón. Por eso hoy te hablo desde la piel. Fui incapaz de explicártelo desde la simpleza de las palabras. Por eso hoy me dirijo a tí desde un poema). Hermana sombra
Más allá de las rimas y las prosas se eleva, sigilosa, tu presencia, oscura y silente permanencia furtiva entre las simas rumorosas. Hermana sombra, espalda de las cosas, que escondes el agraz de la existencia y encubres en tus brumas la inocencia que brota en las espinas de las rosas. Eres tú del lenguaje el fiel reverso, que clama en el silencio, aunque te quedes callada en las cadencias de mi verso. Ocluido en la umbría de tus sedes el mismo Dios se oculta en tu universo, prendido entre las mallas de tus redes. El duro viento del otoño comenzó, de repente, a agitar las copas de los chopos desnudos. Anuncias tu llegada, Mal, como una venenosa daga, como una afilada lengua de hielo, como un látigo abrupto y vengativo sediento de la inocente fragilidad de las rosáceas pieles, aún surcadas por el sol del verano ido.
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Emerges como un rayo de entre los nimbos negros que acarician los tejados de mi viejo caserón, sin que los pájaros apenas hayan tenido tiempo de preparar su rápida estampida. El amedrentado dálmata, escondido bajo el alfarje de su guarida de madera, une sus roncos gruñidos al ruido con que el fuerte remolino va agitando y dispersando la desesperada hojarasca. Te recibo, Mal, con una no disimulada impaciencia de anfitrión, allí en la puerta de mi contenido corazón. Te recibo, Mal, mirándote a los ojos mientras avanzas; escucho tus pasos, escucho mi propios latidos. Te recibo. Mal, con los brazos abiertos. Te recibo, Mal, estrechándote contra mi pecho, como una parte de mi mismo que no dudo en afirmar y reconocer al fundir mi palpitar con el tuyo. Te invito a entrar, el comedor está preparado. En el hall está el aperitivo. Te esperaba por estas fechas. La casa es tuya. Te recibo, Mal. Y es en el propio nudo del abrazo que nos ata, en el propio filo de ese instante, cuando optas por esfumarte por la luz entreverada que se abre paso entre las grietas de los abismales sótanos del Paraíso. El Mal rehusó aceptar mi invitación, la dádiva de mis puertas abiertas, el salón, desde largo tiempo preparado para su esperada visita inesperada. El Mal se extinguió hoy entre mis brazos. Hoy me visitó el Mal. Y, desvanecido, entre los relámpagos, se fue; dejando tras de sí una incierta estela gris. Los árboles, y el viento, cesaron en su música ansiosa y airada, mientras comenzaba otra música, callada y desconocida en su suavidad. Te despedí. Mal, desde mi silencio. Y desde ese silencio, me apresto a preparar tu próxima visita. Hoy mismo volveré a prepararte de nuevo la casa. Mientras, una explosión del Ser, ajena a todos los lenguajes asaltó mi cuerpo; esa misma explosión que ahora inunda de sol la
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noche del valle. Traté de decírtelo con palabras que no hallo. No sé si lo conseguí a través de este soneto: La partida
Dolor, como la aldaba de Otro Lado, que llama, que redime. Aunque golpea. Lacerante fluido, que gotea despertando a mi cuerpo aletargado. Por mi casa el dolor hoy merodea. Llegó a la puerta. Entra. Está invitado. Su venablo, traspasa, entreverado, esta mansión, del patio a la azotea. Una mesa, un tapete, una baraja. “Toma asiento, te doy la bienvenida, espada feral que arrasa, quema, raja...”. Le pedí una demora, una, en la vida. Y respondió el invitado, en voz muy baja: “Aquí, hoy, todo se juega a una partida”.
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El soplo del no-ser Porque el amor es simplemente eso: la forma del comienzo tercamente escondida detrás de los finales. (Roberto Juarroz) Tan sólo desde el viento del No-Ser, y en la ímproba carencia de su soplo, es capaz el ser humano de aflorar en la Otra Orilla. Allá en la plenitud del límite, donde la negación y la afirmación liquidan sus fronteras.
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Lo sumergido en lo emergente A través de Freud, descubrí, como en ningún otro, de qué manera reprimimos en el desván del ELLO, nuestro mundo sumergido. De la mano del maestro vienés aprendí a ampliar la conciencia de existir, pero también confieso que se me quedó algo corto, que me quedé a medio camino, porque, sin embargo, a través del Zen conocí que no sólo reprimimos lo sumergido, sino también lo emergente, reduciéndolo a lo sumergido irracional. Mediante el Zen, dí el paso de pasar de la conciencia de existir a la Conciencia del Ser. Lo trans-personal, no es reductible a lo pre-personal, como augura el Psicoanálisis. La experiencia del Ser, lo transpersonal, no es una fijación, sino la demanda más natural que interpela al ser humano. Nacimos para la Luz. Es más: en el fondo somos luz. Habrá que saber, por tanto, caminar por nuestros bajos fondos con la antorcha de nuestra conciencia. Sí, la luz es un lugar que tiene vida propia, y desde la luz podemos comprender mejor los pozos abismales de las sombras, y también apreciarlas como propias. Como propias, efectivamente, sin proyectarlas hacia y contra los demás. Sol y sombra, lo sumergido y lo emergente, como los dos polos de la vida. Todo vive muriendo – dice el poeta Vicente Gallego– y sin embargo, qué arraigado saberse cierto y hondo en la misma raíz del desarraigo… Desde esa oculta raíz se han escrito estas vivencias, esos poemas, estas experiencias. Todas son meditación, y en ellas, y a través de ellas, comprendí que tan sólo se eleva al último peldaño quien sabe establecerse –aunque sea provisionalmente– en el más bajo de todos ellos, desde cuyos sótanos de la Noche Oscura, el Ser nos interpela, invitándonos al Día Luminoso, nuestro verdadero hogar.
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El mismo ir y venir de la respiración del Za-Zen, supone ese lenguaje de espirar e inspirar, de subir y bajar. Para, en ese vaivén de la Vida, alcanzar el Último Peldaño. Todo es cuestión de saber que nacimos para la luz, que ella es nuestra verdadera morada. Aquí se habla de la Sombra, el primer peldaño, el sótano abismal del Ser, las espaldas de Dios… Pero también es cuestión de saber que, aferrados al primer peldaño, hemos nacido para caminar hacia el último de ellos, que no hay que pararse; porque –y vuelvo a insistir de nuevo– allí donde abunda la sombra es porque aún abunda más la luz. Desde ella podemos asomarnos al ventanal donde se filtra el Ser y se amplia más y más nuestra conciencia. Acuciado por su condición hambrienta de Ser, tan sólo en ese empeño de subir al último peldaño cabe en el hombre la salvación: El último peldaño
El aliento de sus vahos de horno sopla y calienta allí donde él se posa; su música y su danza, resuenan para todos; jamás margina a nadie. Mas no es muy inteligible para aquel que no asciende al último peldaño, ni desea asomarse a esa ventana.
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ZEN, LA EXPERIENCIA DEL SER
La fragua de la luz La vida puede, a veces, demorarse en el vacuo fluir del sinsentido, cuando el vivir desustanciado no es más que un desvivirse cortical. Es cuando no ser duele. Y Dios, suave piel del alba, entonces se hace piedra, para luego estallar por los cortes de mil grietas donde asoma la fragua de su luz.
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LA SOMBRA, ESPALDA DE LA LUZ
Rosas extrañas Me han dicho que existen plantas fulgurantes, de excelsos perfumes y colores, que, milagrosamente nacen sumergidas en el cieno. De su inmensa belleza, me dicen, tan sólo se percatan, aunque no siempre, los seres más desasidos, los más despegados; aquellos en los que no se fija nadie, los más incomprendidos. Me gustaría, cerrando los ojos, remontar el vuelo hacia los cielos de esas simas y meditar frente a un ramal formado por esas plantas que sólo habitan en el fulgor del barro, en la profundidad de la no-palabra, en las cavernas de la luz. Y así, en un espacio sin anchura, catar el tacto de las voces inefables; y así, inaugurando otra forma de mirar que alcance a ver, sin ojos, el brillante acorde de las brumas; percibir fuera del tiempo el sonido del sabor escondido que brilla en los abismos invisibles.
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ZEN, LA EXPERIENCIA DEL SER
La apuesta “…Y a la vida no cabe reprocharle que algo así sucediera, ni tampoco el trato desigual que me otorgó: fue benigna conmigo y fue terrible, igual que es ella con cualquiera siempre…”. “…Así teje la vida los días y las noches del existir. Y en ese piadoso no saber, en esa trama de compasiva oscuridad, no falta nunca el hilo luminoso de la esperanza”. (Eloy Sánchez Rosillo) De Blaise Pascal aprendí el vicio de la apuesta. Probé mi corazón en la tormenta. Aposté. Y en la propia flor del puñal, dentro de remolinos abismales, aposté, esperando el final de la intemperie, sentado frente a sórdidos rincones de polvo. Quise sobrevolar sus costuras espectrales, vivir en el vacío que habita la palabra y atravesar los túneles abiertos que alcanzan la otra orilla, empeñando mi historia, abandonando mi curriculum vitae en los cuencos del lodo, sobre el tapete donde juegan a los dados los ángeles del límite, alados custodios del paso del abismo, rodeados, sin darse cuenta, del fulgor indecible de las estrellas. Allá en el fondo abismal, cabe, (¡y qué bien cabe!) un dios que nos alienta. Y que también nos deja malheridos. Lo fascinosum y lo tremendum. Ese punto inhabitable en que el citado poeta señala que coincide la vida con la muerte.
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LA SOMBRA, ESPALDA DE LA LUZ
Hay en el límite abismal o celeste de la belleza extrema algo que nos fascina y nos malhiere: Un vértigo que avisa del peligro cuando ya no hay más remedio, un punto inhabitable en que coincide la vida con la muerte. Así, a las noches suceden otras noches, aunque todas acaban sucumbiendo ante la aurora; unidad de muerte y vida, unidad –Unidad– que mantiene aún el brillo de la Luz originaria. Qué catártico, por todo ello, cuando el doble rostro de Dios nos zarandea, cuando de esa su fuente y fuerza, adquirimos el valor para mirar el fulgor de su filo bipolar de paz y guerra, qué don incalculable, entonces, poder exclamar con Juan de la Cruz, fuera del tiempo: En la fuerza de mi fragilidad… Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche…
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ZEN, LA EXPERIENCIA DEL SER
Hermana sombra, la espalda de Dios Veo los rayos de la aurora cómo alteran la opacidad de las primeras nubes, y penetran los poros de su entraña evanescente. Los veo, entre eclipses y fulgores de haces de oro, perforando las sombras plurales de los nimbos. La sombra es la espesura de la luz; la sombra es la materia necesaria para que el eterno resplandor, –sol a sol, nube a nube, gota a gota–, destile, al fin, su amanecer en el cuenco de nuestros ojos. Así lo ví en este soneto. Esperar
Cae la noche, cargada y misteriosa, sobre la helada estepa. Me deslumbra la lumbre de su nieve, aunque aún no alumbra la lágrima que corre, sigilosa, por la esfera estrellada. ¿Y qué otra cosa yo haré, sino aguardar la espesa umbra, y que rasgue su techo de penumbra el rayo del Silencio? ¿Y qué otra cosa yo haré, sino esperar el estallido que incendie en su honda hoguera las palabras que en mis labios el tiempo ha sostenido? Y esperar, sí, el buril con que taladras la pared de esta estrofa, que ha escondido el Fuego entre sus rimas guarecido.
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LA SOMBRA, ESPALDA DE LA LUZ
Atravesar la sombra del dolor En ocasiones, la vida nos presenta ante situaciones desesperantes frente a la vivencia del absurdo. Es entonces cuando el ser humano que está “en camino” se halla ante dos posibilidades: o la huida o la aceptación, siendo en este último caso cuando, en la más honda sima de la desesperación, pueden las personas hallar un desconocido sentido que hasta entonces les estaba velado, apareciendo en tal momento “una realidad de otro orden” en el escenario de su conciencia; un escenario que nada tiene que ver con la llamada “conciencia ordinaria”. Aparece entonces un nuevo sentido del vivir que se alcanza justamente cuando la capacidad lógica llega a su límite, una fuerza interior que nos proporciona el suficiente valor no sólo para aceptar lo inaceptable, sino para alcanzar una nueva forma de “ver” el mundo. Seguidamente, como tantas veces, tal experiencia, por ser inexpresable, no cabe en las palabras, y se hace, una vez más, necesario acudir a la herramienta estética para poder aproximarme a lo que rebasa la palabra.
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Ácidos despertares Aún llevo el asalto de la herida que, apenas, en mis lágrimas enjugo. Oscuros laberintos son los despertares y qué ácidos resultan estos amaneceres, cuando no ves la otra orilla. Y así, más solitario que nunca, hoy me palpo la cara, extraña y fría, que anuncia que no sueñas. Se hace mío el dolor –¡y qué mío!, el sufrimiento– por el ser que más quiero. Se hace mía, y cuán mía, la profunda dureza de estas horas oscuras. Dolor, que el pensamiento se encarga de avivar, colocando barreras a la vida. Así el poder sombrío actúa, hasta que mi yo abraza el abismo, y lo atraviesa, y se olvida de sí mismo, más allá de la mente y del entendimiento. Lo que el dolor te anuncia, entonces, acaso lo recibes, igual que una secreta dádiva, que llega del silencio y atraviesa la muerte. Más allá del amor, más allá de la misma muerte, en la transformación que llega del silencio.
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LA SOMBRA, ESPALDA DE LA LUZ
La grieta del dolor Profundidad ajena y propia, cercana e inalcanzable, jamás por la palabra desvelada. Me asomo a tus angostos ventanales desde la grieta del dolor, desde el denso vacío labrado a dentelladas. Dolor que hoy se ha hecho carne, de silencios, de angustias, que auguran y prometen atroces despedidas. Reino del sinsentido. Lo acepto. Y me resisto, porque me duele hacerme libre. Y allá dejo, absorta, coagulada, la huella que delata el silente goteo de mi propia sangre, y de mis propias lágrimas, como si fueran vaho de estrellas que hace rebosar mi fresca herida, allá en el propio umbral de la alegría, emergida en las olas de la noche.
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Lo sé Existen situaciones –aquí está hoy una de ellas– cuya extrema dureza se torna insoportable. Mas sé muy bien que no soy yo quien la soporta, no; ni quien aguanta, no, el insufrible hachazo del arduo pedernal de los abismos. Lo sé, lo sé muy bien, cercana fuerza extraña, tan próxima y ajena. Sombra que alumbra mi esperanza cuando ya nada espero.
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Aquel rojo valle En hojas de sangre ardía el rojo valle. Lo atravesé, hundido, planeando el sinsentido, helándome el silencio que habita en la hojarasca acumulada en mis rincones más secretos. Mudo destino en frío mármol. Viento, desgarrador en sus aullidos, que incendia los afanes de un aire que era propio; vahos de tierra seca, donde, cosida a cicatrices, se funde mi honda entraña, desnuda y desprendida de las ruinas del tiempo. Fue entonces cuando hallé –oculto tras la sombra de la angustia– la misteriosa costa de mi verdadero hogar.
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Lo que queda de mi yo La lacerante hiel de aquel desgarramiento lanzó como un misil mi yo contra las sombras que anidan en el fondo de la vida. Y al ritmo de los lobos se abrió paso en el río de mis venas la copa de cicuta. Así, aletargado, desnuda de aderezos la disuelta materia, que hoy llora hasta romperse, me diluyó, también, en el primer aliento que emerge de la nada.
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El viento del dolor Con su aullido estremecido el viento del dolor, comenzó a desprenderse, gota a gota, de la carga excedente de su cuerpo. Y le empujó a la entraña herida que se abre ante el silencio primigenio, aventando las sombras que velaban el júbilo del Ser. Y así seguí esperando, sin nada que esperar. Ahora, mientras llueven las lágrimas, sobre mi mesa, soy el humus, polvo al viento, lecho de luz y leve asiento de esta humilde ceniza enamorada.
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Sufrir por obedecer En algún sitio, ahora no recuerdo dónde, creo haber leído que, mirando al espejo de los charcos, podemos confundirnos con las nubes del fondo, y de ese modo soñar que somos una nube que se sueña nube. La finitud, la impermanencia es parte sustancial de la existencia. Quizá por eso, como Edipo tras la esfinge, confundimos los fantasmas con lo real, y corremos tras ellos en un afán de trascender nuestras fronteras existenciales. Pero no sólo los fantasmas, sino eso mismo que llamamos “la realidad” quizá sea una ilusión, un sueño, como ya atisbó Platón en su Mito de la Caverna. Empujados por la extraversión, vivimos fuera, muy en las afueras, de la realidad, que es un DENTRO Y UN FUERA. La realidad, como el universo, es envolvente, no tiene fronteras. También es interior. Ignoramos quiénes verdaderamente somos, de ahí nuestro sufrimiento; y sufrimos porque desconocemos nuestra verdadera identidad, nos han enseñado a ser más predicados que sujetos. Y LO PEOR ES QUE HEMOS OBEDECIDO.
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Raudal se resurrección Quizá, al Dolor, para comprenderlo, habrá que sorprenderlo, y, así también él mismo podrá absolvernos de la nostalgia que a veces nos engulle. No hay mayor dolor que el de vivir de espaldas a la Presencia Ser. Habrá que sorprender su secreto en las fisuras que agrietan la epidermis mental y sorprender, también, la tenue luz filtrada entre sus poros, para, de ese modo, entrever por sus sutiles fracturas la permeabilidad de una floreciente Realidad que la piel jamás pudo abarcar, ni ocultar desde su esencia cortical. Allí donde hasta los mismos huesos son incapaces de soportar ese raudal de resurrección. Presencia, tras la daga de la ausencia, tan plena de sigilo y de ternura... Quizá, al Dolor, para comprenderlo habrá que sorprenderlo.
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Mas allá de la sombra No son millares –escribe Dürckheim– sino millones, los que han traspasado la muerte y, en el colmo de la angustia y frente a la inminente aniquilación, han sentido y degustado lo inaniquilable. Son millones los que han conocido el abismo y la desesperación ante lo inconcebible y, al borde de la locura, han sentido al Incomprensible. Millones que han vivido el abismo de la indefensión y han sentido el cálido refugio del que todo lo abarca. Llegar a contemplar la luz en la más densa ceguera, incluyendo el vacío del vibrante cuenco del zendo. En la caverna, allá donde el hecho de no ver se transmuta en visión. La nueva visión de una antorcha que, incluso ya apagada, mantiene encendida su frágil mecha. Es la nueva visión que comporta el cambio de sentido del vivir, la exigente transformación más allá del dolor y de la muerte; el viraje del rumbo más allá de la conciencia objetiva, más allá de las obras virtuosas de quien pretende transformar el mundo sin incluirse a sí mismo en esa mutación. El encuentro con el Ser comporta un proceso de muerte y vida, de sombra y luz. Porque nuestro destino es despojarnos del ego para hacernos luz, desnudarnos en la luz… mejor decirlo a acudiendo al poema. Desnudarse en la luz , bañarse en ella,
sumergirse en su voz vacante de palabras… Tiene la luz, su deuda con lo oscuro porque ella es resplandor y oscura nada…
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No tienes cuerpo, oh, luz, tampoco sombra; jamás hallaste tú en la clara aurora dónde albergar los senos de tu Noche, ni esconder los rescoldos de tus ascuas. Ya que eres, a la vez, umbra y lumbrera, ocaso y alborada, noche y día, derrite ahora en tu antorcha mi ceguera y en ese limpio abrazo con tu umbría, elévame a tu fuego sin fronteras, donde el fulgor estalla en Alegría... Yo espero, todavía, que, al brotar de las brumas tu Ternura, tú te hagas hoy soneto y partitura...
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Ejercicio: dialogar con la propia sombra “La Imaginación Activa” es una técnica instaurada por Jung para ponerse en contacto con “la Sombra”, es decir: con las motivaciones desconocidas que anidan en nuestro inconsciente. Se trata de crear una situación que nos brinde la posibilidad de “ponernos de acuerdo”, de “negociar” con las figuras que afloran desde las capas profundas del psiquismo.
Condiciones: Crear un ambiente de silencio y soledad. Seguidamente, nos concentraremos en cualquier figura, palabra o sonido que emerja del fondo inconsciente. Cuando ese contenido emerge, es preciso “apresarlo”, bien dibujándolo (si es una imagen), bien escribiéndolo (si es una palabra). La expresión del contenido puede aflorar mediante la mímica, la gesticulación o la danza. Existen personas que se han puesto en contacto con su sombra mediante el cuento o la narración. Objetivo: Conectar con las capas inconscientes, permitiendo que las fan psychè profunda tasmagorías que habitan nuestra psychè profunda emerjan a la conciencia. La Imaginación Activa, nos enseña a percibir el contenido de nuestros sueños estando despiertos. Otra manera de dialogar con nuestro inconsciente consiste precisamente en entablar una conversación –bien mediante la visualización, o sin ella– con los contenidos que surgen, como si fueran personas. La atención debe ser plena y consciente, más profunda incluso que la que es habitual cuando nos enfrentamos ante un problema exterior.
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Es preciso estar con la mente en blanco para poder escuchar mejor lo que surge, siendo asimismo imprescindible dejar a los contenidos que sucedan libremente y por sí mismos, pero sin facilitar su desaparición, para así ver mejor qué mensaje nos traen. Willigis Jäger, señala que “las emociones van y vienen. Desaparecen como vemos las aguas a la orilla de un río. Mientras observamos el río de nuestras emociones –señala–, ese río no se desbordará”... Mira tu emoción y di: “Esa es mi emoción”. Antes de reaccionar desde tu ira, espera hasta ser consciente de ella, y piensa ante ti mismo: “estoy dominado por la ira”. La actuación posterior provendrá de un estado mental más claro.
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3 El ámbito del zen
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Introducción No deja de ser una atrevida aventura eso de lanzarse al Vacío, y hacer una experiencia ahí, en la Nada. Pero el Zen permite ver en el Vacío, y no sólo mediante los ojos, sino incluso a través de los poros de nuestra piel. Vemos con todo el cuerpo, con toda la mente; cuerpo y mente despiertos, y abiertos, a la gran experiencia. El Ser que en el Fondo somos, nos espera desde siempre, es más: jamás ha dejado de ser, ahí, en lo más íntimo de nuestra intimidad. El corazón del Zen es un camino hacia la gran experiencia, manifestación o epifanía del Ser, pero no es tarea fácil, la meditación tiene sus vericuetos, sus escollos que hay que sortear. Si bien es cierto que, por lo menos momentáneamente, podemos sujetar las cascadas de imágenes y pensamientos que irrumpen en el escenario de nuestra mente, conviene no engañarse: no es menos cierto que la inmensa mayoría de las veces el torbellino de conceptos, sentimientos y espejismos se adueña de la meditación. Insisto: La mayor parte del tiempo empleado en la sentada estamos a merced de los pensamientos, y es un fenómeno que no sólo atañe a los principiantes. Esa es la primera enseñanza que conviene aprender. Todo esto hace sufrir sobre todo a quienes, pensando que ya han entrado en el gremio de los expertos, constatan desolados el continuo danzar de las imágenes que, como monos inquietos, suben y bajan sin parar, por la inmensa vegetación de la conciencia. Por eso es bueno que el practicante de Zen sea sencillo, y se considere siempre eso un primerizo. El practicante de Zen choca sistemáticamente con el narcisismo, y ello ocurre sobre todo con el narcisismo de los veteranos, de
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ahí que los sencillos, los que siempre tienen mente de principiante, aprovechen mejor el Za-Zen y se hallen más cerca del satori que los orgullosos experimentados. El Zen, hay que recordarlo, no sabe ni de espacios ni de tiempos. El Zen no cuenta las horas. Jesús, ese gran Buda, sabía bien que los últimos serán los primeros…a la hora de despertar a la Gran Conciencia, que él llamó el Padre o Reino de los cielos. Sin embargo, suele acontecer a quienes comienzan que cuando detectan en sí mismos esa algarabía de pensamientos que les asedia durante la sentada, suelen atribuirla a la meditación en sí misma, y, claro, como ellos venían a encontrar la paz, les supone una gran frustración no poder controlar esa molesta catarata de imágenes que se agolpa en sus cerebro y, desanimados, abandonan para siempre el camino del Zen. Conviene recordar que la meditación no consiste en una relajación, tampoco en un quedarse en blanco, porque la meditación supone un cambio de conciencia hacia cotas de infinita apertura; supone una transformación de la mente, y supone, sobre todo un cambio radical, que, abarcando al mismo cuerpo, abre al ser humano hacia una conciencia de amor y de Unidad con todo lo viviente. El Zen es revolucionario. Y debido a que amplía la conciencia, el sujeto meditante “ve más que los demás”, y sobre todo, se acerca, como acabo de decir, a un plano de conciencia, muy superior a la llamada conciencia ordinaria. La meditación es, por tanto, como una antorcha que ilumina un desván lleno de cacharros acumulados durante decenios. La antorcha de la meditación ilumina las sombras, nos hace conscientes de ellas. Por eso, a veces meditar no consiste tanto en ponernos en orden como en contemplar el propio desorden. Porque cuando ilumino el propio caos es precisamente cuando me
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distancio de él, cuando comienza a extinguirse. En definitiva, poner orden es comprender el propio desorden. Ello no es fácil, resulta incómodo y duro. Y esa es la causa que provoca que tantas personas se desanimen, sobre todo las que venían a relajarse, y a encontrarse con un paraíso de armonía absoluta. Pero la vida no es así. No obstante, no conviene desanimarse porque no hay motivos, ya que si meditar incluye el encontrarse con la sombra del desorden, no es menos verdadero que tras la sombra se oculta la infinita dicha de la luz. La meditación, por todo ello, no solo busca la luz, sino que ella misma es luz. Esa constatación, tan difícil y tan enormemente simple, es el despertar. Despertar a la dicha de ser lo que siempre fuimos en el Fondo: luz. Esa es la experiencia Zen. El camino de transformación es duro, pero las personas que están dispuestas a recorrerlo alcanzan la liberación de eso que con tanto acierto Marx bautizó como falsa conciencia. Nosotros queremos atravesar esa barrera de falsedad y despertar el ojo del Espíritu. Ese ojo, que, agudizado y afinado mediante el ejercicio del Za-Zen, es capaz de ver cómo la totalidad de lo manifestado emana de ese abismo causal que no tiene forma. Ese ojo que se abre al Ser sin imágenes, porque sólo cuando la vista ha quedado ciega a toda representación, es cuando se torna capaz de aprehender la luz del Ser Esencial. He tratado de salir al paso de algún malentendido que suele darse sobre la meditación Zen, sobre todo en personas especuladoras o académicas, que se acercan a él bien con la avidez de saber (el Zen no se preocupa del saber sino del EXPERIMENTAR, del VIBRAR) o en personas ávidas de tener experiencias transcendentes (el Zen no se preocupa del tener sino del SER), o en personas que, bajo la capa de la espiritualidad, en el fondo inconsciente persiguen adquirir poderes, es decir, poder (el Zen no se preocupa del
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poder, ni se identifica con los poderosos, sino que, muy al contrario, nos invita a experimentar la desidentificación con el pequeño ego, se aparta de la codicia, de la fama y de la autoglorificación e ilusión de omnipotencia. El Zen es la plenitud del VACÍO . Por todo eso, considero oportuno terminar esta pequeña charla o teishô con un texto del místico alemán Tauler, discípulo del Maestro Eckhart: Cuando uno está en el ejercicio del recogimiento interior, el yo humano no tiene nada para sí. Al yo le gustaría tener algo y le gustaría saber algo, y le gustaría desear algo. Hasta que no muera este triple “algo”, le resultará duro a la persona. No es cosa de un día, ni de poco tiempo, sino que hay que adentrarse mediante un esfuerzo grande y llegar a acostumbrarse, desplegando gran dedicación. Hay que tener constancia, entonces llegará el día en que todo será fácil y delicioso.
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La importancia de la respiración en el zen La meditación determina que, entre otras cosas, el sujeto meditante salga de la conciencia habitual o “mente normal” calmando su mente y neutralizando los pensamientos que se interfieren, para, de ese modo, abrirse libremente a la Gran Conciencia del Ser. Una de las formas en que la respiración nos ayuda a salir del tiem po lineal propio de la llamada “mente normal” o “sentido común” consiste en contar las respiraciones, de tal modo que cada vez que exhalamos el aliento vamos contando cada exhalación, de una a diez, para repetir de nuevo la secuencia: uno, dos, tres… Hasta “llevar” la respiración al fondo del Hara. Se trata de que a través de su repetición perdamos conciencia de su secuencia temporal, es decir: que salgamos del tiempo de la mente ordinaria para, de ese modo, penetrar en la auténtica meditación, que está más allá del tiempo. La respiración es el fundamento de la vida, que anuncia el infinito devenir: la emergencia, la desaparición, y reaparición de nuestra forma a través de la hondura del Ser. Por eso, el ejercicio de la respiración puede, si se comprende y realiza bien, sustituir a la oración más profunda, siendo el órgano mediante el que podemos experimentar la trascendencia, el cuerpo que se es, en palabras de Dürckheim. El ejercicio de la respiración, nos proporciona la posibilidad de ponernos en contacto con la tierra, simbolizada por el bajo vientre, el hara –el auténtico centro–, desde cuya plataforma podemos elevarnos transformados mediante ese continuo fluir de las formas que evolucionan hasta que ese cuerpo se halla en condiciones de manifestar el Ser. Para ello, el primer paso es la apertura, abriéndose más y más hasta sentirse Uno con la Vida. Esa apertura al centro vital del Hara en la espiración, es la condición previa para que
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el ser humano se haga transparente, pues sólo quien ha conocido la importancia del Hara es capaz de practicarlo responsablemente. Mediante el continuo ir y venir de su incansable fuelle, la respiración anuncia por sí misma algo que le es sustancial a la meditación: la acción transformadora que nos hace transparentes al Absoluto. Si somos conscientes de su fluir y del incesante movimiento de vaivén producido en las fases de espiración y inspiración, podremos percatarnos de esa disponibilidad o abandono confiado que la naturaleza persigue, y exige, para que pueda emerger el regalo de la permeabilidad al Ser que nos envuelve. Abandonarse a la trascendencia de “abajo”, para remontar a la de “arriba”. Todo lo anterior significa que en el proceso respiratorio se dé, en principio, un abandono sin resistencia, un dejarse llevar, hasta el fondo, a las mismas fuentes de la vida, para que, en un segundo momento, podamos permitir que la inspiración nos traiga el don de una nueva forma. El vaivén de la respiración es un proceso de apertura receptiva a la trasformación. La secuencia respiratoria, interiorizada en la meditación, des-vela la constante demanda del Ser, que, instante a instante, segundo a segundo, interpela nuestra conciencia para que ésta se abra hasta hacerse una con él. Comenzamos respirando para, llegado un momento, poder constatar con toda nitidez que no respiramos, sino que más bien somos respirados en un soplo indescriptible, e impresionante, que no sólo nos roza, sino que barre por completo nuestras dudas sobre la certeza de esa Presencia Omniabarcante. Así, la respiración, vivida desde la meditación, culmina en sentirnos respirados por el aliento de una presencia que viene de otro lugar. Por eso la respiración consta de una primera etapa: el “descenso” o abandono en la confianza básica del Ser, que supone un morir a lo viejo; y un segundo momento, que es el devenir de una nueva forma abierta a la Unidad con el Ser.
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Y, llegado ese instante ya no existe diferencia entre quien respira y la respiración, sino que más bien uno mismo se transforma en respiración. Entonces no existe centro ni periferia, no hay arriba ni abajo; porque la trascendencia, hecha respiración, ha reventado todos los límites posibles. La razón de ser de nuestro cuerpo no es otra que la de ser transparente al Ser, que aspira a realizar su forma en el ser humano. Por eso, en la sentada Za-Zen es preciso ver dos aspectos. 1) La posibilidad que se presenta de ABRIRME al Ser, que me interpela resonando en mi interior según la forma que me ha sido dada. 2) Consolidar ese estado de presencia fuera del ámbito del zendo, en la propia vida cotidiana, transparentándolo en la existencia. En consecuencia, el ejercicio de la sentada persigue el surgimiento y afinamiento constante de la forma que le es propia a nuestro cuerpo hecho respiración, para que por medio de él se perciba con certeza la voz del Ser que nos envuelve. No se trata, pues, de un voluntarismo obsesivo, o de una tenacidad egocéntrica impulsada por el afán de logro, sino, llana y sencillamente, se trata de prestar una cuidadosa atención a esa experiencia radical que nos trasciende, y que, interpelándonos a cada instante, aspira a expresarse, a tomar cuerpo, echando sus raíces en la vida cotidiana. La experiencia nos señala que mientras tratamos de elevarnos, igualmente debemos anclarnos en la tierra, porque el camino de la transformación espiritual no es tal sino en la misma medida en que abarca la transformación del propio cuerpo.
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En resumen: Al vaivén acompasado de la respiración, el cuerpo y la mente van soltando, de modo imperceptible, el lastre de sus límites, mientras las iniciales fronteras se ensanchan más y más al ritmo de los latidos del corazón de fuego del Ser que las expande. Hasta quedar derretidas en su luz. El ejercicio del Za-Zen se inicia en la respiración y, llegado un instante, el Gran Silencio acaba “respirando” al propio meditador, para luego ambos fundirse en el aliento de la Vida. Surge entonces una inusitada Fuerza que puede con la muerte. Y así desaparece el miedo. Y así se tornan ilusorias las fronteras. Y así todo se convierte en Uno, y uno en Todo. Entonces, todo se vuelve trans parente en la amorosa danza de la Unidad que nos habita. Y esa vivencia transforma la mente y cuerpo. Y todo lo que es, se presenta muy claro.
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Dios, unidad, no dualidad, no-dos… Al mismo tiempo que el ego degenera, también Dios degenera, decía el Maestro Eckhart. Proponer a Dios como un ente personal, no hallará en un Maestro Zen sino una leve mueca cercana a la ironía, ya que aquel vive a la divinidad como lo Uno universal e impersonal. A tal degeneración perceptiva se refería Eckhart. El ego, de suyo objetivador, persigue eso: objetos, crea distancias; la enraizada distancia sujeto-objeto establecida para la oración o súplica, en la que se supone un marco diferenciador donde interviene el dualismo suplicante-suplicado al que el Zen declara la guerra. La mente y la ciencia occidentales, incluida la teología, persiguen objetos pero, curiosamente, se asustan ante la Nada, fuente de toda forma y todo objeto. Cuando Eckhart habla de Dios, expresa la Unidad de la que habla el Zen: Dios y yo, nosotros somos uno solo... uno y no unidos. El no-dos. El fondo de Dios, entendido aquí como el fondo del alma; un fondo desde donde el alma es capaz de pregonar su real autenticidad: Yo soy. Un yo libre de todo atributo o predicado, incluido el de divino, o el de hijo de Dios. Un yo desasido de toda cualidad, donde todo atributo ha muerto, se ha hecho vacío. Y, gracias a tal muerte radical, el ego, en la experiencia del YO SOY, se hace uno con el Uno. Vuelvo a apoyarme en el poema: …esa experiencia: “Soy”, “yo soy”... Y fluyo al Silencio del Cosmos. Fluyo siendo lo que soy (aunque siga estando roto). Yo soy tu yo, tu-yo: tuyo. E intuyo que el mismo ser que veo me está viendo. Lo noto, ¡ya lo creo que lo noto...!
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En una ocasión pensé, – afirmaba Eckhart – de eso no hace mucho: que sea hombre, eso lo tiene cualquier hombre en común conmigo; que vea, oiga, coma y beba, eso también lo hacen las bestias; pero que yo soy, eso no compete a otro hombre más que a mí mismo, a ningún hombre, ni ángel, ni Dios, a menos que sea uno con él; eso es una pureza y una unidad. Abundando en este sentido, Karl Graf Dürckheim, de modo parecido a lo que sobre el Maestro Eckhart perciben los filósofos de la Escuela de Kioto, señala: me parece que la manera con que Eckhart habla de Dios y del Padre, expresa la UNIDAD de que hablamos nosotros. Pero ¿estáis seguros –pregunta– de que no está igual y personalmente presente en nosotros, aunque nos guardemos de darle el nombre de UNO? Ahí, según el maestro de la Selva Negra, radica la diferencia entre Oriente y Occidente: Quizá el occidental – señala Dürckheim– , aun aquel que no es cristiano, cuando ha experimentado el Ser como el Incomprensible, debe adorar el misterio como la más excelsa persona (la negrita es mía) y no recatarse con el nombre santo. El oriental se abstiene de hacerlo así, se recoge y lo guarda en silencio. El silencio que envuelve al envolvente DIOS-UNIDAD, y su omnipresente y seductora energía amorosa. El ser humano, si ama, es porque en su Fondo late el Amor que lo envuelve, lo transciende y lo traspasa. El Amor, como esencia, se hace fenómeno humano cuando el mismo ser humano, desasido del falso ego, es capaz de transparentarlo. Nuestra esencia es Amor. Y para eso, para transparentarlo, hemos nacido; para pastorear el Ser en el mundo de las formas múltiples, un Ser cuyo signo es el Amor que redime y que libera. En el Zen eso es la salvación: la experiencia directa y originaria, sin que sea preciso acudir a la innecesaria mediación del redentor, salvador o mediador, preconizado por las religiones monoteístas.
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ZEN, LA EXPERIENCIA DEL SER
El Reino de los cielos está dentro de vosotros mismos… Caer en la cuenta de Eso, es el despertar, Eso es el satori. Desde esa experiencia el ser humano ampliará, espontánea y directamente el abrazo compasivo a todos los seres creados mediante una ética ajena al lenguaje de cualquier dogma y religión. La auténtica prueba de que el despertar ha sido auténtico despertar, supone el abrazo desinteresado y desasido. Por tanto, la experiencia del vacío, si ha sido real, no atrapa ni separa, sino que abre, libera y unifica. El Zen es revolucionario porque parte de la experiencia amorosa y compasiva del Ser amoroso y compasivo, que es desde donde me relaciono con el mundo. En esa Unidad, y sólo en ella, puedo exclamar Dios mío. Llegado aquí, me asfixia el pensamiento, me agoto en la palabra; por ello, me refugio y me repito en mi soneto… Presentimiento
Presiento que tú llegas, cuando el viento bambolea las copas de los chopos; cuando aventa en los álamos los copos candeales de sus hojas. Te presiento cuando la brisa, igual que un sacramento, unge en tu amor mis ojos. Y los locos pensamientos (o, al menos, unos pocos) se evaporan al soplo de tu aliento. Si atravesar las rimas yo pudiera, si el verbo, la palabra, el pensamiento, y hasta el verso, ardieran en la hoguera del Silencio, tan sólo –y lo presiento– un gran amor sería lo que viera. Lo presiento, y cómo lo presiento...
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Za-Zen es… Apoyarme en un punto vacío donde no hago pie. Poner entre paréntesis las categorías kantianas del espacio y del tiempo. Habitar en lo eterno. Dejar en suspenso las leyes lógicas que pasan por Aristóteles, Tomás de Aquino, Renato Descartes y el moderno Pensamiento Único, para aumentar, sin embargo, la cordura que no cuenta el dinero ni las horas. Za-Zen es atravesar el Infinito, sin utilizar más puentes que las costuras del viento. Za-Zen es transitar a la vez por dentro y por fuera de las fronteras del eterno ahora, abrazado al no-ser que alberga el Ser. Za-Zen, es volar sin alas, como lo hace un copo de nieve, para aterrizar, sentado, en el lugar en que no estoy, en el que no hay nadie, donde habita el Ser del Silencio que brota tras el sonido del cuenco y del gong. Za-Zen es… Descender, a destiempo, fuera de todo tiempo, a un lugar fuera de lugar, donde todos los nombres se han perdido, donde el Todo y la Nada –yo incluido– están de más. Donde sobran las obras, donde sobra mi propia soledad, donde incluso el Za-Zen se ha diluido. Za-Zen es… esperar, sentado, la Noticia…
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El silencioso zen Las palabras se esfuman en el silencio del Za-Zen; las cedemos, sin más, al albur de lo desconocido. Sentándose en silencio, se abren, sin que nadie toque aldaba alguna,
esos viejos portones que vigilan el coto de nuestra intimidad y se bajan, a modo de defensas, las barreras que nuestros viejos hábitos endurecieron con el tiempo. Y ya, a la intemperie, abandonamos también las muletas en que se apoyaba el fraudulento personaje construido de ficciones. Sentándose en silencio, se abren, sin que nadie toque aldaba alguna,
los pétalos de una flor que nace en el fondo de la tierra; esa intuición que todo pensamiento engulle, para que de ese modo, extendiendo las manos a la frontera de los cielos, celebremos el diálogo con el reverso de las palabras y se abra, al fin, el cauce donde fluye la voz sin voz que asoma al infinito. Sentándose en silencio, se abren, sin que nadie toque aldaba alguna,
las palabras se esfuman en el silencio del Za-Zen, siendo entonces, tan sólo entonces, cuando puede ocurrir el milagro de que nuestra privación halle refugio en otra privación, vacío donde mora el Ser; el milagro de que nuestra desnudez
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encuentre su refugio en la intemperie de la no-palabra que lle ga de otro lado: la Presencia en la Ausencia: el silencioso Zen.
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La experiencia poética del zen “Borrarse, ser solo huella”. (José Ángel Valente) Hueco. Desposesión. La nada. Nadie. Visión donde se atisba lo invisible; silencio que clama en lo inaudible: “hoy alguien te ha llamado”. La creación se hace palabra en las raíces del aire. La experiencia poética del Zen es estar, más bien dejar de estar, como la nube, que se expande y crece cuando desaparece. Como el viento, que viene y va sin dejar huella. La experiencia poética del Zen es la desnuda alegría sin causa, el gozo de existir sin objeto. La experiencia poética del Zen emerge del vacío, como el eco que fluye por el valle, como suena el silencioso sonido de una caracola que ahuecaron las mareas. La experiencia poética del Zen es extinguirse en el mar, como una ola, cuya ausencia anuncia otra Presencia: al filo del instante en que el poeta, enmudecido, con sus propias palabras, ya ha desaparecido.
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Notas recogidas en un Teishô de Willigis Jäger El Zen es transconfesional por naturaleza. Por tanto no hay enseñanza sobre el Zen, tampoco enseñanza budista. Es una transmisión fuera de las escrituras. El maestro Yuansou correctamente mantiene: “No hay enseñanza que puedas digerir o sobre la que puedas instalarte. Si no crees en ti mismo, toma tu hatillo y haz un recorrido por las casas de otras personas en busca del Zen y el Tao. Estás buscando misterios, maravillas, budas, maestros zen. Crees que esto es la búsqueda de la Verdad y haces de esto tu religión, pero es como correr hacia el Este para encontrar algo que se asienta en el Oeste”. Por tanto, nadie puede ser entrenado para ser un maestro Zen ni serle dado un título de maestro Zen. Quien haya resuelto el sexto koan de Mumonkan sabe lo que es la transmisión. Buda sostuvo una flor. Quien ha experimentado realmente de esta manera es iluminado. Eso puede ser sólo una verificación pero no una transmisión en el estricto sentido de la palabra. El Zen está estrechamente asociado con el budismo pero realmente trasciende esta y cualquier religión. Cualquier camino esotérico, como el Rajayoga, Patanjali, Vipassana, Sufismo o Contemplación, conduce fuera y por encima de toda confesión. Trata sobre la “Sophía perennis”, la eterna sabiduría, la cual todavía es vivida solo por una minoría, aquello que sin embargo será reconocido algún día como el verdadero objeto de toda reli gión. La gente en el futuro estará despierta. Las religiones tendrán entonces que transformarse ellas mismas en caminos que conduzcan a la experiencia de la única Realidad. El Zen puede jugar un importante papel en este cambio debido a su propia naturaleza
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transconfesional. De este modo tampoco habrá maestros Zen cristianos ni maestros Zen budistas. Si el Zen no puede ser atribuido a ninguna religión, entonces no hay Zen cristiano ni Zen budista, solamente Zen. Solamente el Zen “desnudo” tiene oportunidad en Occidente, El budismo apenas puede tener expectativas de aumentar su influencia como religión en Occidente; el Zen sí con toda probabilidad. Pero el Zen tendrá que enraizarse culturalmente así mismo. Muchas de las formas monásticas en las que se ha desarrollado el Zen en los monasterios de Oriente se caerán. Se desarrollará un “Zen laico”. Hasta ahora al Zen se le ha adjuntado demasiado “aroma confesional”. Los rituales, las ropas, instrumentos acústicos con los que ha sido introducido en los monasterios a lo largo de la historia, todo ello juega un importante rol y a menudo oculta lo esencial. Las vestimentas monásticas budistas (genuinas o imitadas), el estilo de un sesshin , barras de incienso, (incluso las cabezas afeitadas) son adoptadas con mucho celo en muchos grupos. La afinidad a través de las formas externas es una enfermedad común entre los principiantes. El Zen desnudo, sin embargo, es una corriente inmutable con la que cambia su forma externa en Occidente, igual que la cambió al sumarse al Taoísmo en China. No será posible falsificar su esencia. Un proverbio Zen dice: “El Dharma no necesita defensor”.
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El sonido del cuenco, una vez más… El sonido del cuenco de siete metales, encierra en su seno el hechizo del silencio. Su cadencioso languidecer, su paulatina penetración en el alma meditante, su milenaria música callada… Todo ello es, al menos para mí, el mejor inicio del Za-Zen y el mejor comienzo de la meditación de los martes a las siete de la mañana. Permite humilde cuenco, que tu sonido rasgue el viento, ahora que en tu vientre aún no se albergan las heridas del día. Ábrete, expande en el silencio tu sonar tan penetrante y verdadero; y deja que yo sacie mi sed en tu vacío. Suplico que el sonido de tu bronce se disuelva, en su fuga, por mis venas hasta que yo en tu nada me haga nada.
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Zen, renacer en el ser En la sentada del Za-Zen se unen cielo y tierra, como se unen lo absoluto y lo relativo, mente y cuerpo. Por eso decía Sogyal Rimpoché que “aprender a meditar es el mejor regalo que puedes hacerte en esta vida. Porque sólo mediante la meditación podrás emprender el viaje que lleva al descubrimiento de tu verdadera naturaleza y conseguir la estabilidad y la confianza necesarias para vivir y morir bien. La meditación es el camino que conduce a la iluminación”. Por eso, el Zen es transformador, y de no ser así, no es Zen. El Zen procura la realización del ser humano entero como persona, incluyendo la transformación de su mente y su cuerpo, siendo ello posible en la medida en que, abandonada su identificación con el pequeño ego, el ser humano deja paso libre a un renacimiento en el SER, que penetrará en la más profunda vena de la persona, transformándose ésta en transparente al SER, y viviendo a su vez en y para el SER. Latirá en los latidos del SER, siendo así como el ser humano será interpelado a devenir como Persona; una interpelación que el individuo vivenciará como una promesa y un deber en el que la transformación abarcará lo más contingente de la vida espacio-temporal. La persona tocada por el SER ofrecerá, sin forzarse, testimonio de esa experiencia y de ello hará un baluarte en su propia existencia. He ahí la radicalidad del Zen.
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El vacío liberador La experiencia del Vacío. La auténtica salvación del ser humano consiste en que este caiga en la cuenta de que tanto él como el mundo circundante están “hechos de vacío”, son vacío. La verdadera paz se produce cuando el ser humano alcanza esta experiencia de vacuidad y la transporta a su vida cotidiana, cuando la saca fuera del Zendo y la convierte en su propia carne. La experiencia incorporada del vacío es, por sí sola, capaz de liberarnos de todos los sufrimientos de este mundo, incluido el miedo a la muerte. La experiencia de vacío nos libera de las sombras de la vida y de la muerte. El patriarca Zen Yöka Daishi lo expresa de este modo: Cuando despertamos al cuerpo Dharma, allí no hay nada. En nuestro sueño vemos claramente los seis niveles de la ilusión; una vez despiertos, no hay ni una sola cosa. Cuando caemos en la cuenta de la verdadera realidad, allí no hay sujeto ni objeto y el sendero que nos hace caer en el infierno del mayor sufrimiento, desaparece instantáneamente. Cuando vemos verdaderamente, allí no hay nada. No hay ninguna persona; no hay ningún Buda. Sobran los comentarios. La esencia del Ser es Vacío; un vacío que nada tiene que ver con el nihilismo carente de sentido, sino con la plenitud del sentido; un Vacío que está lleno hasta los bordes de potencia y de energía. Donde no hay ninguna cosa, allí está el Todo. El Zen no es una religión, no quiere redimir o salvar a nadie; tan sólo busca el despertar. Ahí, a su modo, reside su forma de
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“salvación”, porque, si se mira bien –y de mirar bien se trata– el despertar es en sí mismo la auténtica salvación de la ignorancia; un caerse los velos de la noche oscura. Pero, ¿de qué caemos en la cuenta a través del Zen? Pues caemos en la cuenta de un hecho fundamental: de que el Ser es Vacío, y de que el mundo objetivo es Vacío. Y eso libera, eso salva. Mediante esa conciencia o constatación, mediante ese caer en la cuenta de la naturaleza vacía de las cosas, el ser humano se encuentra ante una importante ocasión de liberarse de todos los sufrimientos, principalmente del más fundamental: el problema de la muerte. La vivencia del Vacío acarrea la auténtica paz de espíritu en la medida en que nos incluye: somos vacío. Y al quitarnos de en medio nos apartamos de la muerte, no nos atañe, transcendemos el dualismo vida-muerte. Nuestra conciencia traspasa la mente y el cuerpo, se abre al infinito. Esa es la experiencia del Ser. El Vacío de la meditación no se refiere, como pretenden los predicadores, a la renuncia de la belleza del mundo, sino a VACIARSE, a desembarazarse de la envoltura de la conciencia ordinaria, el pequeño ego, para que, de ese modo, suelto y vacío de hojarasca, poder arribar a la plenitud del mundo, al Ser del Universo. En el ejercicio de la meditación, cada espiración es un soltar, un abandonarse, un liberarse de las ataduras del yo falso, y cada inspiración, un reencuentro con el verdadero Ser, con mi verdadera naturaleza. Mediante la práctica del Za-Zen, la meditación nos aboca a experimentar todo cuanto acabo de decir. Respirar el Ser filtrado en la materia… Sentirlo cómo brota en nuestro pecho.
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Respirar el propio aliento, el que brinda alas a las cadenas del dolor. Punto vacío del Dios envolvente que habita el filo del instante. Paréntesis del tiempo en las fronteras del aire, y surco abierto en el gran lecho de la Nada. Ausencia del ego. Presencia del dios. Poema sin poema, sin rima y sin acento, que horada con su nada lo innombrable, donde la historia se adelgaza y se deshace bastante más allá de las orillas del espacio y del tiempo.
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Aliento de tu aliento Como se esfuma el humo del incienso, en su suave tránsito al Vacío… Como se extingue el gong, cuyo sonido emerge del silencio y en el silencio acaba sumergido… Como, tan suave y quedamente, se va desdibujando el fulgor de la candela temblorosa, cuando brota el haz de luz del incipiente sol en las mismas costuras de la aurora… Así tu respirar me acaba respirando, así mi yo se va desvaneciendo en el ritmo silente del Za-Zen, rimando en el latir de tus latidos, y se hace fuego, y se hace incienso, y aliento de tu aliento…
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La enseñanza de Bodhidharma Abro así, al azar, el libro enseñanzas zen, de Bodhidharma, y me hallo frente al siguiente texto: Si ves tu propia naturaleza, no necesitarás leer sutras o invocar budas. La erudición o el conocimiento no sólo son inútiles sino que enturbian tu conciencia. Las doctrinas sólo sirven para señalar la mente. Una vez que has visto tu mente, ¿para qué hacer caso de doctrinas? Puede compararse este texto con la famosa afirmación del sexto patriarca Hui-nêng, cuando se le preguntó cómo había llegado a suceder al quinto patriarca. Porque no sé Budismo, respondió. La experiencia del Ser no está tan vinculada como se cree a las tradiciones, ni rituales, ni plegarias o letanías, ni dogmas ni confesiones. La experiencia del Ser está, sobre todo, reservada a la gente sencilla y abierta de corazón. Jesús lo explicó de maravilla cuando situó la experiencia de Dios muy lejos de los poderosos de la tierra y la hizo posible a los pequeñuelos, a los que son como niños. Los que han despertado, como él, conocen bien la incompatibilidad de la experiencia del Ser con el orgullo y cabe recordar que a Jesús lo mataron los príncipes de los sacerdotes, los que ahora lo volverían ha crucificar: los oficialmente buenos. “Únicamente puede responsabilizarse de transformar el mundo –creo haberlo oído a Willigis Jäger– el que en su intimidad ha experimentado aquello que profundamente es”. Dijo el Maestro Eckhart: Quien no llegara a conocer más que a las criaturas, no necesitaría reflexionar nunca sobre sermón alguno, porque toda criatura es en sí misma un libro, y está llena de Dios.
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La experiencia del Ser, es más íntima que la propia intimidad; se asfixia en las organizaciones –por muy religiosas que sean–. Según el gran psiquiatra C.G, Jung, el desarrollo humano completo únicamente se da cuando el individuo incorpora en sí mismo la divinidad. Toda persona está en definitiva enferma por el hecho de haber perdido aquello que las religiones vivas han aportado a sus seguidores desde la noche de los tiempos. Nadie alcanza su curación si es que no recupera su actitud religiosa, lo que, por otra parte nada tiene que ver con la afiliación a una determinada iglesia o confesión. La experiencia de Dios no está por tanto sujeta a un determinado ritual, es un derecho de nacimiento. Hui-nêng, según la tradición, era analfabeto. En el Kena-Upanishad hallamos la misma coincidencia: “Lo concibe quien no lo concibe; quien lo concibe, no lo conoce. No lo entienden quienes lo entienden; lo entienden quienes no lo entienden”. Y Lao-Tze: El que lo comprende no habla y quien habla es que no lo conoce. La realidad se halla más allá de toda explicación. Vamos, pues, a callarnos.
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La iluminación no destruye… La iluminación no destruye las limitaciones del pequeño ego, no nos exime de nuestras neurosis cotidianas, seguiremos equivocándonos. Mas la vida es una celebración: el Dios envolvente, la Realidad Primera, se celebra en nosotros mismos bajo la forma y la condición de un ser humano. Es cuestión de atravesar el caparazón del pequeño ego, más allá –bastante más allá– de las apariencias. En el Zen tratamos de conocer esa vida sin templos, sin mediadores, sin sacerdotes. Aún más: sin más rituales o cánticos que los latidos del propio corazón, el fluir y el respirar de los propios pulmones, el sonido del flujo de la sangre… la sensación de ser. Sí, la Vida es una continua celebración.
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Zen en el bosque Y Eso, estaba ahí… (Krishnamurti) El modo de sentarse en el Za-Zen, es una referencia consolidada a través de miles de años. Se trata de una disposición del cuerpo que ayuda a través de diversas posturas a traslucir el ser que somos, facilitando así la experiencia del satori: El Ser es, sin condiciones. El Ser, por el hecho de ser Ser, se presenta, sin ser convocado, o, ¿acaso estuvo alguna vez ausente? Vocatus atque non vocatus, Deus adherit… (llamado o no, Dios se hace presente…), afirmaba Jung. Insisto de nuevo: aunque siempre recordemos y recomendemos el Za-Zen como una referencia capital en el desarrollo de la conciencia, y sus estudiadas posturas milenarias resulten ser una joya contrastada en la implantación de la espiritualidad en el mundo, también es preciso señalar con contundencia que el Espíritu, cuya esencia es la libertad, no tiene necesidad alguna de someterse a método alguno, ni a técnica alguna, para poderse experimentar en ser humano y hacerse transparente en su más profunda intimidad. El espíritu no pone condiciones para ser, se limita a eso, a ser. Todo hombre y mujer porta la Naturaleza de Buda en su más profunda vena. El brotar del Espíritu puede ser lento, o puede ser
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abrupto; puede transparentarse en el escenario más bello, pero también en el más sórdido: en la más siniestra oficina bancaria, o en el mismísimo W.C. El espíritu, repito una vez más, es salvaje: sopla donde quiere. Pero existen lugares en que ESO se presenta con más sutilidad que en otros. En la soledad del bosque, por ejemplo. Así lo vi yo en un amanecer. Observo cómo comienza a abrirse el lecho de las sombras sobre la perezosa planicie que en la noche había perdido el brillo del origen. Sólo una hierba tiembla ante el gemido de la brisa que acuna la pradera quieta, como si por ella y en ella hablara la certeza de que todos los ojos la miraran. Ella, la simple hierba, no entra en colisión con las horas, no marca el espacio ni teme a la extinción. Mientras, frágil y levemente, va prendiendo la luz del don de la mañana en el sumiso aroma vegetal que el sol despierta, alumbrando una vez más la eterna danza del morir y el renacer, cuyo vibrar retorna por el Este de los tiempos hacia la grieta infinita de la Vida. Observa cómo de sus raíces brota, fundido con la entraña de la Tierra, el vaivén insaciable del Vacío, que nos envuelve. Y nos devuelve al Gran Silencio del Ser. Ahora, en este instante que el espacio y el tiempo acaban de derretirse. Observa cómo el exterior se ha hecho interior.
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Notas sobre la iluminación Llama la atención lo difícil que resulta hallar en los diccionarios occidentales el significado de la palabra ILUMINACIÓN si es que no es referida a fenómenos asociados a la electricidad o a la mecánica. Aunque es cierto que algunos textos de literatura se aproximan al hecho del despertar cuando afirman, por ejemplo, que la Iluminación es un estado bienaventurado que se caracteriza por la ausencia de deseos, de pensamientos y de sufrimiento. Pero yo creo que esa definición podría más bien ser la definición de un cadáver, no de la Vida; porque de lo que verdaderamente en la Iluminación se trata no es tanto de la ausencia de pensamientos como de la ausencia de identificación con ellos, pudiendo lo mismo decirse tanto de los deseos como del sufrimiento. Y en el auténtico Zen se “promociona” la Vida en toda su corpórea plenitud. En cuanto a los deseos, es preciso recordar a muchos budistas y cristianos, tan apegados a la influencia del poder de los célibes, que los deseos, forman parte –y no poco importante– de la Vida. Otra cosa diferente es el apego o, en términos psicológicos , la fijación neurótica a tales deseos (ver en este libro el tema “Sexualidad y espiritualidad ”). La iluminación, ese ver claro más allá del ego, esa transformación de la conciencia que es el despertar a nuestra verdadera naturaleza, y cuya experiencia está más allá de las palabras y los símbolos, posee ciertas características o cualidades . Resumimos algunas de ellas: El cambio radical que se produce ante la percepción de la muerte. Dejamos de temerla.
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Acude –y nos sacude– una experiencia de expansión más allá de la existencia y de la conciencia ordinaria. Una comunicación con la vida más global y totalizadora; un sentirse unido a todo el Universo y a la vida; uno es el Universo y es la vida, la Vida. Del mismo modo, quien ha experimentado el satori selecciona sus conocimientos adentrándose más en el ser que en el poseer. Y como amplía su inteligencia, también amplía su eficacia y soltura ante el saber práctico e instrumental, aunque sin identificarse con él. Una persona despierta es una persona que no se siente ni santa, ni sabia, ni especial, porque sabe de buena mano que lo que ella es, lo ha recibido, le ha sido dado. Una persona iluminada es humilde. Y su humildad no es afectada ni fingida, sino libre de su pequeño ego; de ahí que no le afecten las críticas como suelen afectar a la mayoría de los seres humanos. La humildad real es espontánea, siendo, a su vez, una de las pistas recomendables a la hora de detectar a un verdadero maestro. Un verdadero maestro no compite por demarcaciones, ni pelea por conseguir discípulos, porque son éstos los que le buscan a él. Finalmente, una persona iluminada resiste la crítica con serenidad, y, sobre todo, rebosa compasión. Su compasión también es espontánea ya que solamente puede ser compasivo quien no ejerce por deber su compasión. Conozco a personas que han alcanzado grandes experiencias, pero a las que, por carecer de compasión, les recomiendo que sigan con constancia su trabajo, que persistan en la atención interior y exterior. Quien carece de compasión, no ha llegado. La compasión es
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la prueba del algodón que define a las personas despiertas; uno puede sentirse muy armónico interiormente, pleno de experiencias-cumbre, pero distorsionado por un narcisismo “espiritual” insoportable. En tales casos, lo más cómodo es asentarse en la propia idea de iluminación alejándose de la idea de Unidad con los seres vivientes, con todos, incluso con los más antipáticos. Lo fácil es apartarse del mundo porque éste está dormido, o porque es corrupto. ¡Ah, nosotros los del Yoga, nosotros los del Zen! Un ser iluminado, si de verdad lo es, ha abierto, como señala el poeta Antonio Colinas, su ser a la mansedumbre, al goce de respirar la alegría en el amor: El lector no debe entender la mansedumbre como pasividad o como expresión de una falsa moralina, sino que vendría a ser una actitud de resistencia fértil, lo que queda después de la existencia vital, de la tormenta del existir… Es también, en efecto, un estado cercano a la serenidad, al concepto gastado y polémico del amor; por tanto, algo muy traspasado por la experiencia. Quiero insistir: la compasión, lejos de ser consecuencia de un deber religioso, o fruto de una determinada moral, de un ideario político o de un decálogo confesional, se asienta en la espontaneidad, no siendo posible el estar despierto y a la vez ser des-pegado de la vida y de los seres vivos. Y, en contrapartida, quien ha despertado, automáticamente es desprendido. Por sus obras –y por sus formas– los conoceréis.
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Kin Hin Paso a paso, al lomo de los aires, caminar con buen pulso por la brasa del instante, enhebrado a la luz de lo que somos, desgajados de todo pensamiento. Paso a paso hasta el peldaño último del fuego, paso a paso. Paso a paso, caminar, en la grupa del Vacío fundido en cada paso, sin otro hogar que el viento. Paso a paso, hurtando a las retinas sus imágenes; paso a paso, siendo uno con mi paso, y hallando en cada paso mi alimento. Caminar, caminar, sin más destino que el propio caminar; sin más morada que el espacio infinito de la Nada, las raíces del aire. Mi camino no tiene brújula, es sólo sonido que brota del silencio; es una albada sin notas ni corcheas: la balada de Dios, que me susurra su silbido. Mas su atenta mirada ilimitada, carece de pupilas y de dueño. Es Conciencia, sin forma ni manera. Y su estrofa, silente e inacabada, late en mi corazón, con tal empeño, que habré de recordarla hasta que muera.
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Sobre el Koan Respondo con un texto de Dürckheim, padre del Zen occidental: Dogen, fundador de la escuela Soto del Budismo Zen, contrariamente a lo que hacía Eisai Zenshi, fundador de la escuela Rinzai, practicaba exclusivamente la postura de sentarse en silencio, sin objeto de meditación. En el método Rinzai, la práctica de meditación es el koan, que trata de resolver problemas de pensamiento conocidos como irresolubles. Al preguntarle cuál era su opinión con respecto al método Rinzai, Dogen respondió: “Está muy bien”. Pero, ¿cómo dice usted eso? Repuso sorprendido el interlocutor, ¿acaso no se ejercitan en el koan? “Sí, claro, continuó el Maestro Dogen, es posible que algunas personas no puedan permanecer sentadas en silencio si es que no tienen algo en qué pensar. Pero si alcanzan la iluminación, no es porque piensen, sino porque se mantienen sentadas en silencio, en una posición justa e inmóvil”. He de añadir que tengo un grandísimo respeto por la tradición Rinzai, aunque sé por experiencia que las personas no deben adaptarse al Maestro y a su método, sino que el Maestro y su método son los que deben adaptarse al ser de cada persona. Un rasgo distintivo del buen maestro señala que éste huye de toda clase de veneración, y nada tiene que ver con el autoritarismo y la rigidez sino con la humildad, la tolerancia y la paciencia, que son la esencia de la compasión.
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EL ÁMBITO DEL ZEN
La experiencia de psicólogo me confirma que para ciertas personas procedentes de movimientos político-religiosos, cuyo psiquismo tiende a ejercer un excesivo control voluntarista-obsesivo sobre sí mismos, y en los que son frecuentes los sentimientos de culpa, la práctica indiscriminada del koan puede resultar abiertamente improcedente. Por lo demás, ante la práctica de la postura sentada en silencio, añade el mismo Dürckheim que alguien, sorprendido, se preguntará qué práctica es esta que sin enfocarla ni al cuerpo ni al espíritu, uno y otro quedan afectados. Este extraordinario maestro alemán enseña que es aquel que realiza el ejercicio quien, él mismo, resulta ser el propio objeto del ejercicio, en su unidad original, libre de dualismos, lejos de toda distinción psíquica, espiritual o corporal. La meditación sin objeto, propia de la sentada en silencio, ofrece al ser humano la posibilidad de experimentar el Silencio del Ser, la Paz del Ser. La experiencia del Ser, que es vacío y quietud de pensamientos, si es que de verdad es una auténtica experiencia, no se limitará al espacio y al tiempo de la sentada, sino que se prolongará más allá de la sentada y se expresará en la vibrante dicha de percibir la silenciosa Unidad que nos habita a lo largo de la vida cotidiana. El Zen, si de verdad lo es, no persigue en el corazón humano la iluminación estática, sino las consecuencias transformadoras de la verdadera iluminación, que le inclinan a la expansión del propio ser más allá de las fronteras narcisistas tanto del ego como de sus grupos de referencia, por muy santos que ellos sean; también de su cultura, de su patria y de su religión. Eso, todo eso, resulta ser la definitiva prueba que evidencia, o descarta, el verdadero Satori. El Zen que no es revolucionario no es auténtico Zen.
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ZEN, LA EXPERIENCIA DEL SER
El proceso de transformación Meditamos no para iluminarnos, sino para vivir las consecuencias del despertar: meditamos para transformarnos. Un día un hombre se acercó a Ikkyu y preguntó: “Maestro, por favor, ¿escribiría usted para mí algunas máximas de la más alta sabiduría?”. El Maestro tomó su pincel y escribió: ATENCIÓN “¿Eso es todo?”, preguntó el hombre. Ikkyu escribió entonces: ATENCIÓN, ATENCIÓN. “Bueno”, dijo el hombre, “no veo demasiada profundidad en lo que usted ha escrito”. Ikkyu, ante eso, escribió de nuevo la palabra tres veces: ATENCIÓN, ATENCIÓN, ATENCIÓN. Un poco irritado, el hombre exigió: “¿Qué significa esa palabra, ATENCIÓN, después de todo? A lo que Ikkyu amablemente respondió: Atención significa atención”. La atención es fundamental para convertir la vida ordinaria, la cotidiana, en ejercicio transformador. Efectivamente, en la práctica del Zen, lo esencial es entender la vida cotidiana como ejercicio. Para ello es preciso abandonar todo aquello que se interponga ente el Ser y la vida. Se trata de una atención crítica, de una vigilancia sin obsesiones, pero capaz de ayudarme a discernir cuándo me aparto del Ser. El cuerpo lo suele delatar. No se trata, por tanto, de una percepción racional o intelectual, sino de un estado de conciencia alerta, de un estado de vigilancia que también me ayude a diferenciar con sutileza el momento preciso en que me aparto del camino; de comprender, de registrar captando con plena consciencia si mi actitud es falsa o verdadera
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EL ÁMBITO DEL ZEN
con respecto al Ser. Insisto: el cuerpo y sus células lo delatan; uno percibe bien la falsa tensión, el desequilibrio de tal falsedad. Las relaciones con el cuerpo, la consciencia de él y sobre él, son el crisol donde aparece con nitidez tal falsedad o veracidad. Se trata, por otra parte, de abandonar la identificación con el tener, de desengancharse de las referencias del saber, de vaciarse de las parcelas de poder, de dejar un hueco a una nueva forma de conciencia que me permita un “dejar hacer” a lo Otro que brota desde el Fondo. Se trata de “descolgarse” de las identificaciones con los conceptos fijos, con los saberes instrumentales que hablan más de capacitación del ego que de su transformación; se trata de superar la visión competitiva de nuestra civilización narcisista; se trata de que, abandonado el pequeño yo, nos entreguemos confiados al Yo, de permitir su presencia en cada hora, en cada instante. El abandono, la confianza básica en el re-encuentro con mi verdadera patria. Sin embargo el caminante, indefectiblemente, se encontrará con la Sombra en su camino. La sombra duele, y su dolor delata el alejamiento y la distancia con respecto al Ser Esencial, por lo que la sombra posee su función despertadora. Es preciso “aprender a dejarse atacar” en el pequeño yo, no rehuir la amenaza. Ello es parte del sabio discernimiento, porque en el fondo de lo que se trata es de renunciar, como señala Dürckeim, al falso deseo de una armonía indolora. La transformación deviene en el re-nacer, en el encuentro con el Núcleo de la Realidad, y entregarse incondicionalmente a ella. El sentido de la vida, y más concretamente el de nuestra vida cotidiana, es el transparentar esa experiencia cada instante, hacerla vida. Se trata de una nueva dimensión revolucionaria. El cuerpo, en cada una de sus células, corroborará si tal transformación es real o ficticia a través de la nobleza de cada uno de nuestros gestos. Por todo ello, conviene estar atentos, muy atentos…
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4 El cuerpo y la materia
ZEN, LA EXPERIENCIA DEL SER
Introducción Considero interesante comenzar este apartado incluyendo unas notas recogidas en una conversación mantenida con la maestra de meditación Mercedes Sáinz.
1. El cuerpo que somos . (La materia se trasciende a sí misma) El trabajo con la postura nos permite descubrir el ser que somos, también en el cuerpo. El cuerpo físico es el espacio material en que se registra todo lo que el ser humano vive, acoge en sus tejidos y células, cada pulsión tanto mental emocional o física, ya sea consciente o inconsciente, que se presenta. El cuerpo es un campo de conciencia. En el ejercicio con el cuerpo podemos hablar de una vía de ida y vuelta, así en la medida que colocamos la postura como referencia de equilibrio, ella misma manifiesta las resistencias propias de un cuerpo alejado de su centro natural. El hombre y la mujer de hoy son seres centrados en la mente, seres cuya fuerza es la razón, y todas las demás facultades han sido relegadas a segundo plano. Estamos hablando de cuerpos cuyo centro de gravedad ha sido desplazado hacia arriba perdiendo así su equilibrio natural que se asienta en el bajo vientre, en lo que los orientales llaman hara. En el ejercicio con el cuerpo es importante vivir la atención sin intervenir, sin analizar ni interpretar, esto nos llevará simplemente a caer en la cuenta de lo que se presenta en nuestra percepción. Permitiremos que la postura nos viva, que la postura nos muestre su manifestación y de ese modo no sólo descubriremos las resistencias sino que detrás de ellas, surgirá la forma justa. Descubriremos al ser que somos, ya que nuestra labor está en abandonarnos y confiarnos a la vida que se manifiesta en noso-
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tros. No será importante el hacer sino el dejarse ser, una expresión que trasciende la conciencia racional permitiendo así que cuerpo y mente se fusionen encontrándose en una dimensión trascendente que encuentra su sentido más allá del yo existencial. Para todo ello tendremos en cuenta tres aspectos: postura, tensión, distensión y respiración. Cualquiera que sea la postura (en pie o sentados), nos asentaremos en la base, en la profundidad del vientre, en el hara, allí esta el centro de gravedad del cuerpo que de una forma natural, se convierte en el centro vital, tanto físico como energético. Todo el peso del cuerpo se recoge en la pelvis, aligerándose así de forma natural la zona superior, el pecho, los hombros y el volumen de la cabeza. La verticalidad desde la base hasta la cima de la cabeza, nos lleva a descubrir ese eje sutil que nos introduce en esa desnudez sin dirección, en ese vacío original desde donde la forma surge y encuentra su sentido. En ese eje vertical se encuentran sin escisión lo alto y lo bajo integrados en la totalidad de ser. En cuanto nos abrimos a nuestra sensación, nos encontramos con bloqueos, tensiones y distensiones en toda la masa corporal. Este abanico de sensaciones nos descubrirá las resistencias que presenta nuestro cuerpo impidiendo la manifestación de una forma viva. En la medida en que nos confiamos a la sensación, que abandonamos resistencias y nos confiamos a la expresión de ser, descubriremos una fuerza interior que surge de la profundidad y modela la forma justa, donde la polaridad tensión/distensión se integran en un equilibrio natural. En este estado natural de aquietamiento, toda la masa del cuerpo es percutida por el pulso de la respiración. Percibimos el impulso en la profundidad del vientre, en el hara, y sentimos cómo la
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onda expansiva toma toda la masa que vibra, habitada en su totalidad por el vaivén de la respiración. La respiración, corriente esencial, fluye por todo el cuerpo ajena a nuestra intervención. Si nos sumergimos en esta onda expansiva inmediatamente nos encontraremos más allá de los límites físicos del cuerpo penetrando en la totalidad del espacio en una dimensión sin fracturas siendo uno con la diversidad, solamente vibración.
2. Un pequeño coloquio con Mercedes Sáinz En la meditación, ¿qué pasa con el pensamiento? En la meditación traspasamos el pensamiento. Al introducirnos en el silencio interior, lo primero que descubrimos es la incesante cadena de pensamientos que se presentan sin poder hacer nada para detenerlos. En cuanto caemos en la cuenta de ello, aparecen nuevos pensamientos que se interconectan unos a otros, y así indefinidamente hasta que encontramos el testigo interior que, siendo consciente de este mecanismo, no se identifica con esa catarata pensante, logrando de ese modo traspasar la mente conceptual que nos instala en la “conciencia objetivante” para, finalmente, instalarse en la fuente que mana y corre... Y, ¿con el cuerpo? Esto mismo ocurre con el cuerpo. Si traspasamos las sensaciones que nos llegan a través de los sentidos: dolor, placer, formas, aromas, texturas, temperatura, etc., no identificándonos con ninguna de estas percepciones, trasladando nuestra atención más allá de la fijación de la conciencia sensitiva, nos viviremos como una sensación expandida del cuerpo, una percepción real de expansión mas allá de los límites de la piel, una sensación de vacío virtual
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donde la materia, estando presente, no se experimenta en su estado compacto sino con la ligereza de un espacio expandido y en compenetración con todo el universo, donde el cuerpo se vive entonces como un vacío más allá de la forma. En la atención interior, sumergiéndonos en nuestra conciencia profunda desprovista de la funcionalidad superficial, surge una potente fuerza que despunta más allá de toda forma. Vacío infinito, vacío virtual en el que brotan todas las formas y en el que se desvanecen. Todo/Nada, Armonía/Caos. Todo Es: ¡¡¡¡LA MATERIA SE TRASCIENDE A SÍ MISMA!!!!!
El cuerpo, en tanto que materia, es parte del Universo, ¿cómo ves y vives tú esa conexión? Todo encuentra su sentido. Desde el origen del universo, la materia evoluciona en la Conciencia, el ser humano descubre lo que es. Actualmente la física ha descubierto que el corazón de la materia no es algo compacto, capaz por su densidad de soportar todas las formas, sino que el mundo subatómico es un espacio vacío en donde nubes de partículas se mueven a gran velocidad formando redes de donde surgen las formaciones que llamamos materia. El cosmos está en continua expansión, e incluso los agujeros negros están descubriendo su potencia. No conozco en profundidad estos temas pero parece que la ciencia esta descubriendo aquello que los grandes yoguis hace cientos de años experimentaron en ellos mismos.
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Conciencia zen es… Comprender la propia acción como un proceso de gestos que brotan del fondo del Origen… Darme cuenta hasta el último poro de mis células, de qué modo estoy presente en cada uno de mis ademanes, en mi manera de moverme, de hablar, de caminar. O, incluso, de poder también captar si me hallo ausente de mi propio cuerpo, distraído, siguiendo modelos programados desde el exterior. Zen es des-cubrir qué es eso de ESTAR PRESENTE, en cada momento: cuando como, cuando cocino, cuando barro, cuando descanso, cuando escribo… y todo desde la más honda profundidad de mi latir. Ir puliendo mi mente con el buril de la atención, aunque cuidando de alejarme de los controles obsesivos tan propios de las personas llamadas “religiosas”. Limitarme tan sólo a estar atento; atento desde la profundidad, atento, muy atento… Practicar la atención, ahora cuando leo; al filo de este mismo instante; ahora, en este estilo de escribir, que brota de mi ser; ahora en el modo de estar sentado, de escuchar al otro, de hablar. También de captar mis reacciones ante esa relación. Zen es esa actitud básica, esa disposición de la atención, convertida en ejercicio, que rebasa el ámbito interior haciéndose exterior, haciéndose cuerpo; no el cuerpo que se remolca o que se arrastra, sino el cuerpo que soy: el cuerpo como escenario central de mis gestos, ademanes y expresiones. Zen es estar presente a esa continua modelación del alma transmutada en cuerpo… Estar presente en LA SENSACIÓN DE SER, como exponente de la Vida.
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Zen es, también, pulir mi gesto al tomar conciencia de las actitudes que me desvían del Ser, de la transparencia del Ser. Zen es considerar la existencia, como el ámbito espacial en que Eso se expresa y fluye: la vida cotidiana, como entrenamiento y campo de ejercicio. La vida diaria como meditación. Zen es considerar la vida como Vida, transparentar la trascendencia.
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Tan sólo unos minutos… Tan sólo unos minutos, o, a veces, quizá menos, pueden dar el sentido a una larga existencia. Procede, estar atento, muy atento, al profundo mensaje que interpela a nuestra más profunda entraña desde el Fondo que late en cada instante silencioso.
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Escuchar el cuerpo La Vida insta, por eso en cada instante nos convoca. Y lo hace habitando en nuestro cuerpo, que permite, o no permite, el dejarse habitar por ella. La palabra crucial es abandono: dejarse solicitar por la Vida, permitir que el Ser de la Vida penetre en cada célula. Abandonarse a la Vida es constatar en el cuerpo, en la mente y en el espíritu, el sentido que la impulsa y que la atrae, y que en el Za-Zen no es otro que simple y crucial hecho de permitirla fluir por los poros del cuerpo, allí, en el abandono del eterno vaivén, en el sube y baja de la respiración en la posición sedente. Abandonarse –palabra clave– como lo hace una botella que entre las olas bambolea… El sentido de la respiración reside en la Confianza Básica del mismo respirar, captando en él el flujo del Ser, la dinámica sensación de la existencia en su proceso de despertar a la profundidad que late en ella. Se trata de dejarse habitar por el sentido oculto del Todo, que en la tensa deriva de la vida forcejea por cobrar su forma y hacerse cuerpo humano. Respirar es un acto liberador que transciende el simple fenómeno fisiológico-mecánico, porque la respiración nos facilita el sentirnos habitados por el Todo, respirados por la Vida y transformados en y por ella; pero, sobre todo, liberados de la hipnosis de esa enfermedad llamada sentido común, esa frecuente pero tristísima patología llamada normalidad, cual es el sonambulismo social del Pensamiento Único. Para, de ese modo, sentirnos soberanos de nuestro propio caminar, allí en la honda quietud que se oculta tras cada uno de nuestros afanes. Escuchar el cuerpo es escuchar el milagro de la Vida, la sensación de ser, el maravilloso regalo de la existencia que brota a cada instante. Eso es Za-Zen.
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El ser como cuerpo El Ser es la Realidad Última, y la experiencia de esa Realidad, de esa Gran Conciencia, se manifiesta como energía; es más, ella misma es Energía. Imposible delimitarla en la palabra. Sin embargo, en tanto que energía, la experiencia del Ser (Sí Mismo… Dios) es vibrante, la experiencia del Ser se transmuta en forma, en materia, en cuerpo, con lo que el cuerpo puede ser exponente de la transparencia del Ser que lo habita. El cuerpo no es diferente a esa Energía que se afirma en el mundo de la experiencia, porque el cuerpo vibra con y a través de la experiencia de ese Dios envolvente, Gran Vacío que se metamorfosea por células y poros, hasta hacerlo transparente. En el ejercicio del Zen, no sólo es la mente la que, ampliando su conciencia ordinaria, se transforma, sino que es el mismo cuerpo el que, merced a la vibrante Energía que lo sustenta, se hace transparente a esa transformación. El Ser vibra, resuena en el cuerpo y sus sentidos son capaces de saborearlo. La Verdad se aparece en el cuerpo; la Verdad se hace apariencia; con lo que El Ser se manifiesta no sólo en el cuerpo sino como cuerpo. Cuerpo, mente, conciencia, Gran Conciencia: todo alcanza a la Unidad y es Unidad. Saborear esa experiencia unificante es la sensación de Ser, la luz del despertar.
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Demasiado fácil Soplo, el Espíritu se hace meditación en su propio soplo; el es soplo, psychè. En la meditación se hace presente el soplo, el soplo como Presencia. El aliento del Ser. La respiración me traspasa los poros, fluye por mi cuerpo, y ello hasta tal punto que ya no soy yo quien respira, sino que llego a ser yo mismo el respirado. El Espíritu, que es respiración, me respira. Esa es la Noticia, que pertenece a una de las definiciones del Za-Zen: Permanecer sentado esperando la Noticia. Y la Noticia, la Buena Nueva, estaba ahí, hecha respiración, hecha latido, hecha cuerpo y hecha aliento. Más cerca imposible. Más cerca imposible. Los llamados buscadores lo tienen ya más claro. Todo, el Todo, está –más bien es– en la respiración. La experiencia del Ser, posee la gran dificultad de ser demasiado fácil como para ser creíble.
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Desde la fuerza del no-ser Desde la fuerza del no-ser, brota la densidad de la Ausencia, que persigue en su nada la Presencia hecha cuerpo tangible y forma humana; más humana, si cabe, y más ligera cuanto más adelgaza la hojarasca del ego y de la mente. Lo invisible, lo eterno y no nacido abre así una grieta en la honda Nada donde emerge en su volumen la Materia. La presión del Ser que se hace cuerpo y con él la ternura hecha tacto y contacto. El Vacío es la esperanza que nos queda.
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Respirar Respirar captando el Gran Silencio que brota en cada célula dejándose arrastrar, temblando, al infinito. Respirar el Ser. Respirarse todo el cuerpo. Y ya, sin límites ni formas, ver brotar por los poros el aire de la Vida. Así, el cuerpo se expande y se resbala, imparable, hacia allá arriba y se hace cima. Así el cuerpo, vacío y transparente, se hace espejo del Ser, espejo de la luz, y ser del viento.
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El canto de la materia Cuando lleguéis a viejos, respetaréis la piedra, si es que llegáis a viejos, si es que entonces queda alguna piedra. (Joaquín dos Pasos) Nos hace falta, decía, Dürckheim, “despertar el don de permanecer, de quedarnos en una situación en la que sintamos, oigamos, veamos…”. Es, sin duda, nuestro miedo ante lo desconocido el que nos empuja a querer poner nombre a lo innombrable. Así, ante el estremecedor gran silencio del bosque, cuando no hallamos palabras para definir lo que oímos, vemos y sentimos dentro de nuestra piel, buscamos obsesivamente la definición de “eso”, por más que lo extraordinario se resista a ser aprehendido en ningún “eso”. Pero el milagro nos acecha, también, en lo ordinario, en la simpleza de aquello que se nos presenta como sencillo y simple, aunque, si sabemos mirar, y, sobre todo, sabemos permanecer, en él irrumpe como lo que es: el Ser, el milagro que espera a des-velarse en cualquier momento, en cualquier lugar. Lo que llamamos “lo ordinario”, el lugar común, se halla preñado de misterio. Lo visible encierra en sus entrañas lo invisible. Se trata de des-cubrir el velo de la ilusión con que nuestra mente vela el milagro que habita en lo ordinario. En una simple piedra, por ejemplo. Mejor será expresarlo en un poema:
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¡Transparente quietud del Ser, la de esta simple piedra del camino! Los diminutos surcos de las grietas, que recorren, igual que cicatrices, su vieja epidermis arenisca, evocan, en el pétreo sosiego de sus huellas, las atroces tormentas y aguaceros, las abruptas ventiscas otoñales las furias heladoras invernales los sofocantes vahos de horno de cientos de veranos que dejaron en ella su honda huella. Ahora que te cojo, piedra, entre mis manos, ahora, que te elevo ante mis ojos, contemplo enmudecido, cómo el goteo de mis lágrimas, que tus poros se aprestan a enjugar, fertiliza tus secas y abrasadas costuras milenarias. Hoy más que nunca, piedra, tu quietud me enseñó el Za-Zen de la Tierra, que habita en la humildad de la Materia. ¿Por qué seguir hablando ya, sencilla roca, si en la hondura de tanta soledad, si en la quietud silente que brota de tus poros, se expresa el Infinito mejor que en un poema?
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Materia transparente Cuerpo, materia viva abierta al Universo, morada de una Mente que lo desborda y lo traspasa. Consciente lucidez, que en cada célula se advierte la presencia de un Vacío que transpira el aliento del Origen. Cuerpo que se ha hecho alma, cuerpo que hoy se ha hecho Conciencia, donde la luz y su Energía, brotando en cada poro, desvela el Gran Latido de fuego que incendia la Materia. Y en esa tu honda plegaria silenciosa, muy adentro, y muy afuera, del escenario del tiempo y de sus horas, tus ojos, como águilas, se hacen permeables a la luz de cada Aurora. Cuerpo del Ser, disuelto en humus del Za-Zen, diluido en el alma de la Nada trasparente… Y desprendida de ti toda memoria, tan sólo ya eres eso: el ser del Ser materia del Vacío incandescente.
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En la experiencia del ser el cuerpo se suelta, se expande, vibra… Una veterana practicante de Zen, me envía el siguiente e-mail: Algo me envuelve, me lleva, se apodera de mí liberándome. Descanso en ello, me dejo solicitar. Ese Algo soy yo. Algo, inmensidad en que me confío y desvanezco. Mi ser es tomado y dirigido por ese inmenso Algo. Mi cuerpo y mi mente se desdibujan, se aflojan. Algo los toma y ellos pierden su rigidez; nada hay compacto, todo se da y se extingue en la virtualidad del vacío. Libre expansión, el cuerpo se suelta, la corriente de la respiración no contacta, fluye en sutil vibración por la infinita inmensidad de ese Algo. Liberación, gozo, dulzura de ser. No hay intención, sólo dejarse ser, haciendo sin hacer. ALGO ES. La forma se desvanece en el sutil soplo del vacío. Esta profunda experiencia, me reafirma aún más en permitir que la Vida se presente, dejándome solicitar por ella. La armadura del ego se ha disuelto un poco más, ligera vibración en cada tejido muscular (al día siguiente el dolor se presenta en la mayoría de las finas terminaciones nerviosas). Una inmensa y profunda Alegría al descubrir el fondo, el sentido de Ser y agradecimiento por poder tener la oportunidad de caer en la cuenta. La Vida es muy generosa conmigo.
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El cuerpo, trasparencia del ser El cuerpo es el receptáculo en que el Ser se asienta. La cavidad donde el Vacío se hace carne, donde la esencia interior se aparece y transparece. La razón de ser de nuestro cuerpo no es otra que la de dar testimonio del Ser y de transparentarlo por sus poros, por su células. Transparentar, descubrir el Fondo, que en el ser humano aspira a realizar su forma humana. El Zen, en su forma de meditar sentado –Za-Zen– plenifica nuestra forma de estar en el mundo, la hace plena. Se trata, ya incorporados (Ah, el modo de colocarnos de pie…), de adoptar lo que Dürckheim llama la actitud correcta: la forma idónea sin la que el Ser Absoluto no puede hacer acto de presencia. El Zen entra de ese modo en la historia humana, extendiendo su ejercicio en la vida cotidiana; y no lo olvidemos, el Zen no persigue tanto la iluminación como sus consecuencias: transformar el mundo, incluyendo nuestro cuerpo como recipiente del Ser, el cuerpo-materia del ser del mundo, nuestro cuerpo del mundo. Sin transformación, sin independizarse del personaje narcisista, sin transparencia hacia el mundo, la práctica se deviene en engolamiento, la inflación del ego. Una práctica así –no infrecuente, desgraciadamente– es pura mentira. El Zen es trasformación, es cambio, es revolución.
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Desde las raíces hasta la copa del ser Asentado en el Hara, las raíces… En la meditación Zen, el cuerpo, paulatinamente, se enseña a sí mismo a introducirse por senderos radiantes, a trasparentar el fulgor que en él habita y del que sus células son hartamente conscientes. Todo eso, hasta tal punto, que puede, a veces, “resentirse” de la fuerza que le inunda mediante temblores, vibraciones y otras reacciones que desorientan a los médicos ajenos a la meditación. Mi cuerpo no podía con tanta resurrección –exclamaba en su lecho de muerte el gran poeta español Claudio Rodríguez. Y Aurobindo: Es tu rapto que arde a lo largo de mis nervios y todas mis células y átomos vibran contigo… En “la sentada” Za-Zen, el cuerpo cobra la forma de una copa, siendo su base el hara, las nalgas y las rodillas, mientras que, de ahí hacia arriba el cáliz se abre hacia el Cosmos: …Mi cuerpo –continúa el Aurobindo– es Tu cáliz y sólo sirve de copa viviente para el vino de Tu éxtasis… En mí siento el aliento infinito de Tu espíritu; mi vida es un latido de Tu eternidad. En la meditación, el cuerpo se hace progresivamente consciente de la Fuerza del Ser, y se expande con las alas de la respiración que sube y baja… ampliando de ese modo su conciencia de infinito.
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Dejarse ser Presentir el sendero que conduce a las estrellas; a las exteriores y a las interiores; las que hallan albergue en nuestro cuerpo, y exultan su fulgor en el mismo lugar en que ahora nos situamos, en el que somos y vivimos. O quizá pararse a dejarse ser en la misma estrella que somos. Se trata de eso, de pararse a dejarse ser. Cuán fácil se hace, entonces, comprender el inexplicable don que es nuestro cuerpo: el transparente albergue del Ser, nuestro cuerpo. Y defender no sólo esa posibilidad de ser estrella, sino también de confirmar esa certeza, sin traicionar jamás el sendero que conduce a su luz, tanto en la guerra como en la paz, tanto en la vida como en la muerte. Y hacerlo incluso en el más oscuro eclipse. Avanzar, también, por las espesuras siderales sin pararse a reco ger flores ni a guarecerse de las fieras. Avanzar, caminar, atravesar; atravesar la misma muerte. Nacimos para transparentar la maravilla invisible, que brilla en plena sombra. No hay nada, ni la Nada misma, que pueda derrotar la certeza del ser que somos. Pero, ¿cómo decirlo? El cuerpo que somos lo expresa a través de la Energía que mueve la Materia.
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Respirar transformándose Existen muchos métodos y técnicas respiratorias. Cada camino meditativo enseña el suyo y lo acertado de uno u otro entra dentro de la experiencia subjetiva; es materia opinable. Lo que, sin embargo, no entra dentro del campo de las opiniones es la constatación de que respiramos, y que al ser humano le ha sido dada una forma innata de respirar. Ese es el ejercicio de respiración, natural, no inventado. El ejercicio de respiración, si lo es, se debe precisamente a su espontánea adecuación al Ser. De ahí que su natural fluidez es un tesoro heredado en la medida en que su flujo y reflujo obedece a un ritmo también dado, que el ser humano debe dejar que se haga según es, sin alterarlo. Respirar es ser y, del mismo modo, la proyección externa de una forma de existir, de estar en el mundo y de relacionarse. A través del respirar, puede observarse con claridad meridiana la falsa respiración alterada por el ego que, anclado en la parte superior, en el pecho, sofoca la espiración, impidiendo de esa manera que ésta alcance su fondo, bloqueando así el necesario impulso por el que la inspiración que le habría de seguir ascienda con su soltura natural. Lo natural consiste en que el soplo se exhale en su entera plenitud, hasta el fondo, con entera confianza. Karl Graf Dürckheim, ese maravilloso maestro del Zen occidental (que renunció a tal consideración), el único que ha incorporado en el ejercicio meditativo la atención sistemática al cuerpo, y de quien he aprendido a meditar, añade que la respiración, además de ser un ejercicio físico innato, no se para en el estadio exclusivamente físico, sino que, sobre todo, debe ser enfocada en la otra vertiente: la que revela la actitud del ser viviente ante la vida que le habita.
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Así, en el aliento que el ser humano exhala, aparece el grado de confianza básica con que aquel se sumerge, se deja ir, dentro del seno de la Vida. La espiración, por tanto, expresa esa confianza: quien desconfía de la Vida, amplia esa desconfianza no solamente hacia su entorno, sino también hacia sí mismo. Su espiración se halla bloqueada. Esa persona no es libre, tiene miedo, desconfía. Se trata –sigo al maestro Dürckheim– de hallar dentro de sí la respiración “justa”, la que me proporciona tanto la posibilidad de abandonarme confiado al fondo de la Vida, la de soltar la dureza del yo cuando espiro y, por otra parte, la que me facilita la capacidad de elevarme y abrirme al cosmos como si fuera la copa de un árbol. La milenaria postura del Za-Zen, cimentada en la base, en el Hara y, por otra parte, su zona alta erguida hacia el cielo a través de la verticalidad de la columna vertebral, configura y designa ese doble origen, celeste y terrestre, propio del ser humano y que él, en tanto que ser humano, tiene la misión de integrar en esta vida, transparentándolo a través de la forma que con el ejercicio ha ido adquiriendo. Se trata por tanto de liberarse de la contractura del yo aferrado a sus posesiones, a sus conocimientos y a sus poderes. Abrirse al Ser, hacerse uno con él. De ese modo, la respiración, al formar parte esencial de la meditación, alcanza su misión trasformadora, facilitando al ser humano la adquisición de la forma propia que había perdido.
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Hara Los japoneses poseen como cultura una idea muy particular sobre el área justa del centro de gravedad de su propio cuerpo. Le llaman HARA; una expresión, por otra parte, bastante familiar por lo que tiene que ver con la célebre palabra “harakiri”. La traducción de HARA, es “vientre” y según Dürckheim, su gran divulgador en Occidente, posee un sentido simbólico que “implica un estado global del hombre. En ese estado el hombre está liberado de su pequeño yo, se siente liberado del deseo de dominar, liberado del temor a sufrir, del querer seguridad, y de toda presunción…”. Quien permanece centrado en el HARA, se halla situado en el “centro justo del Ser”, y permanece abierto a su fuerza y plenitud; esas fuerzas que –añade Dürckeim– le forman, le salvaguardan y le transforman. Por todo eso, fijado en su HARA, el ser humano se puede permitir su misión en el mundo, que no es otra que la de, joven o anciano, manifestar la potencia que le llega de su Ser Esencial, y que cobra forma de iniciativa, eficacia, creatividad, amor… La palabra HARA evoca el Za-Zen libre de la carga monástica o religiosa que tantos practicantes añoran, como igualmente el ser humano, pertenezca a la cultura o civilización que sea, añora el Soplo de la Gran Vida que impregna todo lo que existe.
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El cuerpo, forma del ser El cuerpo, a veces, suele experimentar en sus propias células la expansión del Ser, su propia inmanencia trascendente. Esa es su misión. Muchas personas que practican la meditación, experimentan su cuerpo no sólo como sujeto de BELLEZA o como sujeto de SALUD sino, sobre todo, como sujeto de TRANSPARENCIA, de transparentar el Ser. Así, en el cuerpo puede contemplarse el GESTO que le es propio a la persona que lo habita. En el gesto, en palabras de Dürckheim, SE VE EL USO QUE EL SER VIVO HACE DE LA VIDA QUE LE HACE VIVIR. El verdadero Za-Zen nada tiene que ver con la monástica o moralizante renuncia al cuerpo; el moderno Za-Zen inunda de sentido nuestra vivencia del cuerpo, lo transforma, lo hace transparente al Ser. Ese es su objetivo, su modo crucial de expansión. Depende de cómo tengamos afinadas las cuerdas de nuestro laúd corporal, para así trasmitir la liberación del Zen al mundo. Mejor expresarlo mediante un poema: Ajeno al cuerpo de su dueño, el oído, dejó, por un instante, de ser el sólo oído; se olvidó de captar sonidos para sí. Y, así, desmemoriado, y así, tan desasido de sí; y así, tan olvidado de sí, la música, entera, se desplegó por todo el cuerpo, cubriéndolo de su leve inocencia.
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Qué desbordante experiencia la de Ser, tan sólo eso: ser. Y ¿qué mejor modo de HACER LA EXPERIENCIA, que viéndola así: “metamorfoseada” en el receptáculo del propio cuerpo, cuando éste es transportado y transformado en aras de la respiración que le es propia. Ocurre que cuando rozamos lo atemporal, no sólo nuestra mente, sino toda la cavidad corporal admite en sus células y tejidos el soplo de eternidad que le hace comprobar no sólo que respira, sino que “alguien me respira”, encendiéndose la chispa de la eternidad en la propia carne, en la entraña de nuestra más profunda vena. En todo el cuerpo, hecho transparente. El cuerpo, desde sus propios límites, anuncia ya lo ilimitado, convirtiéndose así, él mismo, en ilimitado. Su piel capta entonces no sólo el más allá, sino el más acá… fuera de todo límite. El Zen occidental ha plantado ya su tienda de campaña entre nosotros, teniendo en cuenta el cuerpo, la sexualidad y el erotismo como manifestaciones sagradas, como la misma Epifanía. Eso traspira, e inspira, nuestro cuerpo. Respirar
Permanecer abierto a la apertura del aroma que llega de la Nada; andando por senderos inconclusos, y sin más referencia que no sea la forma sin forma que envuelve el oloroso cedro del Vacío.
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El impacto del ser Tan abstracta, y tan abstrusa incluso, puede resultar la noción de SER cuando es abordada sólo como una teoría, como una lejana noción académica. Mas qué exultante es su fulgor cuando revienta su potencia en nuestra más recóndita intimidad. Ahí, ya hecha experiencia, la noción de Ser queda abolida en tanto que noción, se hace presencia. El Ser, es. ES. Jamás existió en el ser humano una vivencia más sólida y concreta –más táctil, añadiría– que la Presencia del Ser. Cuando esa experiencia se apodera de nosotros, sabemos que ESO ocurrió en nuestra más profunda vena. ESO es nuestra esencia; ESO es, por tanto, in-evitable. Su hondura percute, palpita, toca. Su hondura soy yo. Más cerca, imposible. Palpitante. Empleo esta palabra para rescatar el carácter táctil del Ser, el impacto, incluso corporal –insisto, corporal–, con que la fuerza del Ser trasforma al ser humano entero mediante su potencia arrolladora. Abracémonos, por tanto a lo visible para que en el nudo de ese abrazo, gota a gota, e instante a instante, se destile de las sombras la esencia deslumbrante de la luz.
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El cuerpo del espíritu Igual que un consumado viajero, el Espíritu camina, desasido, por el tiempo. Brota de vida en vida, tomando la forma de cada forma; en ellas se transmuta. El Infinito es su hábitat, su ruta, su sendero. De forma en forma, del águila hasta el escarabajo, desde el cóndor hasta el gusano, el fuego del Espíritu, ilimitado en su naturaleza, parece como si se hiciera contingente, como si necesitara tomar posesión en cada cuerpo, hacerse cuerpo y plantar en la Materia su morada, sembrando el fulgor de su semilla en todo lo que vive. O, más bien, fertilizando su vivir De la Nada los cuerpos emergieron, del vientre de la noche brotó la incandescente llama. La eterna noche se hizo sol, y hasta las cosas mudas e insignificantes expandieron por el Cosmos el Ser que las habita. La Palabra se tornó en cuerpo, que despertó, y se hizo mente, y se hizo Conciencia. La Materia pudo moverse por si misma bailando su propia danza siguiendo el ritmo y la rima que mora en la Unidad. Y así el pensamiento comenzó a activar su pensar, y así el amor comenzó a hacer el amor. Y también así la Conciencia se hizo barro y roca, mente y pensamiento, vida de la vida y amor del amor. Todavía el milagro puede verse en cada instante. Cuando uno logra quedarse sin palabras.
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Ante un bebé (Para Aitor Hierro, que nos llegó en plena Navidad) Del Silencio, destinada a crecer, brotó, al fin, temblorosa, la forma que ahora eres. La ilimitada luz de la Vida en ti ya se ha hecho carne, escogiendo su límite en tu cuerpo. Esa Vida, ha esculpido en tus células una imagen que ni siquiera a ti te pertenece y el pulso cadencioso de tu sangre, ha empezado a regar de fuerza tus más hondos tejidos. En ti el Ser ya tiene piel, se ha hecho caricia. Y, así, bajo el impulso de su Fuerza, esa Vida revienta hoy las compuertas de sus estrechas costuras. Observa, cómo las alas de los cuervos se extinguieron ante la magia seductora de la Vida que en ti vive. Observa, cuánto amor, entreverado, en la Materia, hoy prende en tu pequeño cuerpecillo… Observa, con qué fuerza la Vida palpita en tus arterias. Y en ella, la sonrisa del envolvente Dios se ha hecho carne en tus ojos y en tu boca.
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Gassho La meditación Zen se inicia, y finaliza, con gassho (el gesto de alzar las manos, juntándolas e inclinándome, en señal de reverencia y gratitud), para luego sumergirme en el silencio, sentándome sin más (shikan-taza), permitiéndome ser, tan sólo ser. Vivenciar cómo del frío suelo del zendo arranca la silueta que “somos”, la que brota, respirando, en un hondo vaivén preñado de Vacío, que emana del Vacío, se eleva hacia el Vacío y se funde en el Vacío. Gassho, respeto y reconocimiento a toda la creación sedienta de infinito; gassho, silente arquitectura vertical donde el cuerpo, inclinándose vértebra a vértebra, alcanza la cumbre de su transparente dignidad. El cuerpo haciendo gassho, él mismo se hace meditación a través del cadencioso milagro de las formas. Fluido hálito traspirado por los poros de la Gran Conciencia que, lentamente, va tomando posesión de nuestra cumplida estampa. Gassho, un brindis por la Vida, pues elevar y juntar las manos es como invitar a la luz para que inflame el mundo. Gassho, respeto a todos los seres vivientes a través de uno de los más elegantes gestos milenarios expresados por el hombre. Si prestamos atención se nos hará visible que, habiéndose soltado el ego, nuestro aliento exhala luz. Y el cuerpo, a pesar de sus fragilidades, es ya capaz de transparentar, y celebrar, la poderosa plenitud que nos habita.
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Volver a la realidad Al sonar el último tañido del cuenco de bronce y disponernos ya a recoger los objetos del zendo, el ego acostumbra a avisarnos: “VOLVAMOS A LA REALIDAD DE LA VIDA…”. Mas volver a la realidad abandonando la profundidad, es tanto como regresar a la ilusión mal llamada realidad… A la Realidad jamás se regresa: jamás nos abandona. Nos habita. Es más: nosotros somos la Realidad. Permanezcamos, pues, en la Realidad.
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EL CUERPO Y LA MATERIA
Sexualidad y espiritualidad La sexualidad generalmente ha sido ignorada en los textos que se ocupan de los caminos espirituales, especialmente en Occidente. La espiritualidad, tradicionalmente desarrollada y transmitida desde entornos monacales, absortos en su propia vivencia espiritual, ha ignorado la sexualidad no sólo por su carácter íntimo, sino por una concepción parcial de la espiritualidad en la que la vivencia del cuerpo es poco considerada. Todo acto humano es una expresión de ser, y dependerá del nivel de conciencia del individuo el que sea realizado desde capas más o menos superficiales. La profundidad no es patrimonio de aquellos grupos considerados tradicionalmente religiosos. Todo hombre y mujer que busca el sentido último de la Vida encuentra en la sexualidad una manifestación profundamente humana, una experiencia que como tal puede llevar a la vivencia del Ser Esencial. Dejando a un lado principios morales que desde entornos religiosos se han defendido, con la misma convicción, desde una sexualidad consciente, en la medida que el nivel de conciencia se eleva, el individuo descubre en la sexualidad el impulso profundo de Ser. Ahondando en este impulso, el hombre y la mujer lo pueden descubrir como una poderosa fuerza que desde el instinto vital recorre todas la capas de la conciencia, tanto emocional como mental y espiritual. La experiencia sexual en el ser humano surge como una poderosa corriente que se desarrolla en todos los niveles de conciencia en comunión con todas las fuerzas del universo. No es el orgasmo la única manifestación del encuentro sexual, pero si nos detenemos en él podríamos experimentar que es uno de los momentos en que todo hombre y mujer es olvidado de sí mis-
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mo. Todo en el individuo se dispone naturalmente para el encuentro con el otro; yo diría con lo Otro, y en esta expansión hacia el otro, desaparecer en la Unidad. Después del encuentro, la pareja vive un expandido estado de conciencia muy lejos de la fragmentación en niveles tanto físicos como emocionales o mentales. La sensación global se expande más allá de ellos mismos y del otro; es una real vivencia cósmica, comparable a cualquier otra experiencia cumbre. Al igual que una experiencia de iluminación o la emoción estética (rasa) a través del arte, o la fuerza de la Naturaleza en el deporte, la sexualidad se experimenta como un rapto más allá de la individualidad de los amantes. Si lejos de prejuicios, tanto religiosos como culturales o sociales, abordamos la sexualidad como un acto profundamente humano y como tal lo vivimos en total disponibilidad, se dará una experiencia de verdadero amor (que nada tiene que ver con la posesión) en donde los amantes se funden con la totalidad del Universo. Así será descubierta por todo ser humano capaz de interiorizar y vivir conscientemente, la plenitud del encuentro sexual. Hay una gran belleza en ello y una gran oportunidad de profundización en la Naturaleza que al ser humano, como ser consciente, le ha sido dada. La sexualidad toca los resortes más íntimos del individuo, aquellos que le llevan directamente a percibir el Ser. Todo hombre o mujer en contacto con el ser esencial, descubrirá que todo acto humano es un acto profundamente espiritual y el acto sexual es el más íntimo acto surgido de su naturaleza, de la profunda fuerza de ser. Es el acontecimiento en el que se hace real la manifestación de la materia trascendiéndose a sí misma. El cuerpo no se vive únicamente como un objeto de deseo, sino como un campo de conciencia en el que el amor se presenta como una corriente de unidad que se funde con todo el Universo.
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Materia y espíritu se encuentran en la plenitud del Amor, en la unidad profunda de Ser. La sexualidad, como toda vivencia profunda, lleva al individuo a vivirse en libertad incluso de sí mismo, pues en ella se encuentra en Unidad, más allá de la fragmentación en que equivocadamente se vive como ser individual. La espiritualidad es consustancial a la naturaleza humana, por tanto debe ser rescatada de estructuras o modelos restrictivos ya que el Ser se manifiesta en todo lo creado y al ser humano le ha sido dada la capacidad de reconocerlo. A través de la sexualidad el individuo puede descubrir una de las más íntimas y profundas expresiones del Ser.
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5 Ciencia y con-ciencia
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Introducción El ser humano tiende a ignorar fácilmente aquello a lo que en su más profunda entraña aspira; vive, por lo general, dormido en la inconsciencia sobre lo que es el sentido profundo de su vida. La sabiduría perenne, ahora Ciencia Transpersonal, demuestra cómo la verdadera salud del ser humano depende de que éste alcance la finalidad para la que nació: tomar conciencia del ser esencial que late tras la búsqueda del bienestar existencial. En caso de olvidar su primer y último sentido, bien sea por distracción o por represión (y sucede que reprimimos tanto lo sumergido como lo emer gente), acabará hundido en el sufrimiento. Un sufrimiento que en muchos, por no decir la inmensa mayoría, de los casos, nada tiene que ver con los criterios de valor de la civilización en que vive, sino con las demandas profundas de su más profunda esencia. Escuchemos a Dürckheim. Cuanto más se imagine el hombre, al adaptarse a la existencia, haber logrado ser dueño de su vida exterior, cuanto más crea no tener nada que reprocharse con respecto al mundo, menos capacidad tendrá para comprender el sufrimiento que le produce el vivir separado de su auténtico Ser. Este sufrimiento es bien distinto al yo que sufre bajo el yugo del mundo. Cuando este penar obliga por fin al hombre a mirar hacia su interior y a confrontarse con su Ser, se da cuenta de que ese dolor no viene del mundo, y comprende de qué se trata. Si, en ese momento, no se desvía hacia un deseo de seguridad exterior y si se abre a la voz de su interior, podrá de pronto tomar conciencia de que se ha faltado a sí mismo en su Ser esencial...
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CIENCIA Y CON-CIENCIA
Conciencia del instante, de este instante Pocas palabras tan cruciales como el vocablo “instante”: lo que insta, lo que interpela, lo que clama y re-clama al filo de este preciso momento. El filo del instante. ¿Qué instante –se pregunta Ken Wilber (1984)– es ajeno a una fecha o duración determinada? ¿Qué momento no es solamente fugaz y breve en el tiempo, sino absolutamente en el tiempo? Por extrañas que aparezcan estas preguntas, la mayoría de nosotros hemos vivido instantes-cumbre, que estaban más allá del tiempo, de tal modo que el pasado y el futuro llegaban a disolverse en la oscuridad. Quizá absortos por una puesta de sol; quizá sobrecogidos por el juego del oscuro cristal de un estanque sin fondo; quizá arrebatados por el abrazo embriagador de un ser amado; quizá hechizados por los ecos del trueno que retumba entre las cortinas del aguacero; ¿quién no ha rozado alguna vez lo intemporal? Podría suponer que es la memoria la que me proporciona un conocimiento del verdadero pasado, aunque no pueda experimentarlo directamente. Sin embargo, cuando pienso en el pasado, lo único que realmente conozco es cierto recuerdo; y ese recuerdo, en sí mismo, no pasa de ser una experiencia presente: No vemos el pasado, sino un rastro presente del pasado; éste es conocido sólo en el presente y como parte del presente. Cuando lo que llamamos pasado ocurrió realmente, era entonces un suceso presente. Por tanto, en ningún momento puedo llegar a percibir directamente un verdadero pasado. La vida muere y re-nace en cada instante. Cada instante es nuestra morada, cada instante es la vida, el corazón de cada vida. En cada instante te hallas tú en toda tu realidad; cada instante recoge la verdad de tu existencia, el esplendor de tu ser, tu verdadera fuerza. En este instante, tu conciencia es testigo de sí misma, libre de palabras y de estructuras lógicas, desnuda de sueños pasa-
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dos o visiones futuras. Efectivamente, pocas palabras en el lenguaje castellano tan cargadas de fuerza como el sustantivo “instante”, sustantivo que es, a su vez, participio agente: la palabra “instante” proclama y reclama el tiempo que exige ser vivido. Kierkegaard, al referirse a la angustia, la define como “el instante en el cual surge el temor de lo que se desea”, desea”, y no es por casualidad que Willigis Jäger llegue llegue a hablar hablar del “sacramento del instante”. Carpe diem. Carpe Diem
Angosto, aunque accesible, es el camino en el que yo deseo confiarme: el filo del instante. Y entregarme al eterno presente. Es mi destino. Carpe diem, aquí y ahora, el vino del Ser que paladeo: amar, juntarme, diluirme, entregarme sin atarme, sentir la pulsación de lo divino: Pararme a respirar, beber un trago de alcohol, latir en el seco latido de algún dolor dormido, que despierta sin conseguir al fin calmar su estrago. La sensación de ser, sin más sentido que sentir a ese Ser junto a mi puerta.
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Palabras paralelas Buda, recoge las Thomas McFarlane en su libro Einstein y Buda, siguientes palabras paralelas: Todas las nociones como causalidad, sucesión, átomos primarios (…) son fragmentos de la imaginación y manifestaciones de la mente. (Buda) Los conceptos físicos son creaciones gratuitas de la mente y no están, por más que lo parezca, determinados únicamente por el mundo externo. externo. (Einstein) En otro apartado del mencionado libro E.P. Wigner afirma que exceptuando las sensaciones inmediatas, y hablando en general, del contenido de mi consciencia, todo es una construcción (…) pero unas constr construccione uccioness están más cerca y otras están más lejos de las sensaciones directas. Siguiendo este discurso es por lo que yo, asfixiado por la palabrería, suelo apoyarme en la poesía, por considerarla una construcción más cerca cerca de la NO-PALABRA, es decir del vacío del Ser.
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Cuestionar el dualismo qué –se preguntaba Yogaswami– queréis abrir la puerta ¿Por qué –se exterior cuando hay una puerta interior? Todo está dentro… Yo añadiría que el Todo es dentro y fuera. En su obsesión por la certeza y el hallazgo de pruebas tangibles visibles y mensurables, el mundo académico ha dado la espalda, incluso ha rechazado, no sólo lo más liberador, sino lo más maravilloso. Pero, a través del ejercicio del Za-Zen, sabemos, y lo sabemos muy bien, que tanto la subjetividad como la objetividad pertenecen, ambas, a las dos caras de la experiencia; que el objeto es creado por la mente del sujeto… porque en el Fondo, el observador se funde en lo observado. Y, finalmente, podemos vivenciar que no existe el que ve fuera del campo de lo visto; que lo que ES es eso: una Realidad sin costuras; una Realidad que no tiene mutación, absoluta sin formas… indivisible, por tanto. Y, ya desde el campo de la Física, afirmaba Edwin Schrödinger: Sujeto y objeto son uno. No podemos decir que la barrera entre ellos se haya roto como resultado de los últimos experimentos de las ciencias físicas, porque esa barrera nunca ha existido. Y David Bohm, tan cercano a la meditación, señalaba que tanto la relatividad como la teoría cuántica han evidenciado que no tiene sentido separar el equipo de observación de los objetos observados…
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El problema del dualismo… Volvemos, me doy cuenta de ello, al mundo de los conceptos. Y desde esa esa realidad realidad consensuad consensuada, a, que es la cienci ciencia, a, provisiona provisionall por naturaleza, no podemos alcanzar el núcleo del Ser. Una palabra, en el mundo académico, siempre se apoya en otra palabra. En eso consiste el círculo vicioso de “lo viejo”. Con las palabras no nos acercamos a lo nuevo. Así lo ví yo en este poema: Por más que persigo las raíz de la palabra, escribir no deja de ser hablar: vivir una determinada forma que no escapa al imperio de lo dado. Y aunque el raspado de la pluma suena y suena mientras recorre el umbral que limita la palabra y el silencio... Y, aunque sus fronteras parezcan ser de agua, aterrizar en la forma, no deja de ser un aterrizaje forzoso: encierra algo así como el dolor que sigue a una batalla perdida. ¿Acaso la palabra-límite del hombre, hecha poema, no alcanza a ir más allá? O, ¿quizá las fronteras ente la vida y la muerte sean también de agua? Vida y muerte, efectivamente, carecen de fronteras. Las palabras no. Habrá que cerrar este tema invitando una vez más al hallazgo de la Verdad al otro lado de las palabras. Volvamos a la experiencia del Ser más allá de los conceptos; volvamos al Za-Zen.
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Reflexión ¿Cómo es posible que un fenómeno inmaterial, como es la conciencia, surja de la inconsciencia de la materia? No considero que dure ad aeternum la contumacia académica de considerar y explicar la conciencia en términos del mundo material. Me adhiero a la afirmación del físico y matemático Peter Rusell cuando dice: “Deberíamos desarrollar una nueva concepción del mundo en la cual la conciencia fuera un componente fundamental de la realidad...”. Te sugiero, lector, que sigas los avances y descubrimientos de las ciencias que exploran el acontecer de la conciencia, pues pienso que con los fragmentos que ya poseemos, es posible crear un nuevo modelo de ciencia transpersonal, que nos brinde la nueva perspectiva de la realidad que ha surgido de ese paradigma, el mismo que impulsó a Einstein a exclamar : Un espíritu se manifiesta en las leyes del universo; un espíritu infinitamente superior al del hombre, y frente al cual, nosotros, con nuestras modestas capacidades, debemos mostrarnos humildes. Nos hallamos ante el fenómeno de la convergencia entre la ciencia, que considera la conciencia como algo esencial en el nuevo concepto de realidad, y la espiritualidad, que considera a la divinidad como la luz de la conciencia.
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Palabras de Jung y Einstein Vocatus atque non vocatus, deus aderit (Convocado o no convocado Dios se hace presente). “No quisiera enseñarle el camino a ningún otro, pues sé que mi camino me fue señalado por alguien que se halla mucho más allá de mí mismo. Sólo intento ser un modesto instrumento, y en modo alguno me siento grande”. Estas palabras, escritas por C.G. Jung en sus últimos años, señalan la dificultad que hasta hace muy poco han debido afrontar sus biógrafos en razón de que la mayoría de ellos se han acercado, tanto hacia su persona como a su obra, con unas lentes incapaces por sí mismas de captar lo más mínimo del mensaje teórico y psicoterapéutico del más despierto de los psicólogos del siglo XX. “La vida siempre me ha parecido como una planta que vive de su raíz. Su verdadera vida no es visible, se esconde en la raíz; lo que se ve por encima del suelo dura sólo un verano. Después se marchita: un fenómeno efímero. Si se piensa en las generaciones y procesos de la vida y de las culturas, se tiene la impresión de una nulidad absoluta; pero yo nunca he dejado de experimentar el sentimiento de algo que vive y subsiste bajo el cambio eterno. Lo que uno ve es el retoño, que siempre perece. La raíz subsiste”. Jung ya era entonces bastante consciente de la necesaria ampliación de la visión y de la conciencia, y de que lo “maravilloso” no se escinda de lo pretendidamente normal y cotidiano:
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“Es muy posible que veamos el mundo desde su reverso y que pudiéramos hallar la respuesta correcta si modificásemos nuestro punto de vista y lo contemplásemos desde el otro lado, esto es, no desde fuera sino desde dentro...”. En marzo de 1959, a lo largo de una entrevista realizada a Jung por el reportero de la BBC John Freeman, surgió un momento interesante. El periodista pasa bruscamente de las vivencias infantiles al presente, y le pregunta a bocajarro si aún cree en Dios: “¿Ahora?”, pregunta a su vez Jung y se para a pensar atentamente, callado, igual que haría frente un sujeto sometido al experimento junguiano de asociación de ideas en un punto clave de la sesión. Reconoce que se trata de una pregunta difícil. Y para sorpresa de los oyentes, añade con determinación: “No debo creer; lo sé”. Jung, como tantos científicos, atisba la verdadera naturaleza del ser humano que late en la profundidad, la verdadera Vida; esa que, según él, siempre me ha parecido como una planta que vive de su raíz. En el Zen, podemos experimentar la posibilidad de que veamos el mundo desde su reverso. También la ocasión de hallar la res puesta correcta al modificar nuestro punto de vista y contemplarlo “desde el otro lado, esto es, no desde fuera sino desde dentro...”. La meditación transforma la mente, abriéndola hacia otras posibilidades de conciencia infinitamente más amplias. El mismo Einstein participaba de esa sensibilidad hacia la profundidad latente detrás de los fenómenos: Detrás de todo trabajo científico de orden superior – señalaba– se halla una convicción íntimamente relacionada con el sentimiento religioso, en la racionabilidad o inteligibilidad del mundo. Esta firme creencia –que tanto tiene en común
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con el sentimiento profundo– en una mente superior que se manifiesta a través del mundo de la experiencia, representa mi concepto de Dios. Captar el Ser Esencial, tanto dentro de uno mismo como en el universo material, no es patrimonio de una fe, de ningún dogma o religión, ni de una determinada cultura, sino que pertenece a la más honda demanda del ser humano, tan sólo por ser humano. Y volviendo al Zen, diré que este camino milenario, para que amplíe en Europa su reconocida posibilidad de iluminar la conciencia, deberá desprenderse de cualquier connotación cultural o religiosa, bien sea budista o bien cristiana. El alma del universo no está sujeta a ningún tipo de confesión, se halla por encima de todas las cosas.
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La conciencia es luz… La conciencia es la luz que proviene de una fuerza –Fuerza– interior que prende tanto en el corazón humano como en la más honda entraña de la Materia. Y brota en forma de poema, de música. O, también, de dolor y sombra. La conciencia es la llama, que por serlo, es capaz, sobradamente capaz, de manifestarse ante el más leve acontecimiento de la existencia. Todo es cuestión de afinar nuestros sentidos para experimentarla. De ahí mi insistencia en el ejercicio, en el ejercicio, en el ejercicio…
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Afinar la atención Es preciso revitalizar los sentidos, ver claro, despertar. Y ver claro es captar en profundidad las cualidades que percibimos mediante el sentido de la vista. Y cuando aquí digo “la vista”, me refiero a una palabra simbólica que expresa el acto de ver mediante el ojo interior que abarca todos los sentidos. Se trata de hacer estallar los conceptos y afinar la percepción de tal modo que se desarrolle la visión del hondo sentido revelado en cada cosa. Para ello es imprescindible el ejercicio de la atención que nos ofrece el don y la capacidad de permanecer abiertos a la profundidad secreta que se abre a nosotros cuando estamos atentos al filo del instante. En el camino hacia la interiorización existe, según el Maestro Zen Willigis Jäger, “un desmontaje progresivo de la perspectiva del mundo como nos lo presenta la consciencia del yo. Las percepciones corporales, la actividad intelectual, la percepción causal y la experiencia espacio-temporal se van relegando...”. Cuando llegamos a “ver claro” surge una nueva estructura de la conciencia, que no discurre por los caminos trillados, ni por las leyes de la Psicofisiología convencional. Y es precisamente, según, Willigis Jäger, el desmontaje o transformación de tales estructuras el que conduce a ese despertar llamado iluminación. Yo animo al lector a que practique el ejercicio de la atención ejercitando el Zen. O bien practicando otra disciplina para, de ese modo, alcanzar mediante el ejercicio un estado de vigilancia estable que le ayude simplemente a experimentar el fenómeno de ver. Quiero adelantar que el camino de transformación es duro, pero las personas que están dispuestas a recorrerlo alcanzan la
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liberación de eso que, sin saber del todo de lo que hablaban, Marx y Freud bautizaron como falsa conciencia. Es preciso informarse de dónde y con quién se puede practicar bien cualquiera de esos caminos que llevan al despertar.
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Conocimiento directo Quien no se sienta conmocionado la primera vez que oye hablar de la teoría cuántica, es imposible que la haya comprendido. ¡Ah, el Vacío! Como si fueran pétalos de fuego que hierven en la sangre, las palabras de Niels Bohr penetran en mi cuerpo sacudiéndolo; porque no deja de ser impresionante conocer en la propia carne y en los propios huesos el milagro de que el Universo recorra nuestras venas, que todos los anchos cielos y sus innumerables astros, cuya luz emplea millones de años-luz en acariciar nuestros ojos, sean simples corpúsculos flotando en silencio del infinito Vacío… que formamos parte de él. El milagro de que el Ser, en tanto que Vacío, recorra nuestras entrañas, siendo Él, nuestras entrañas. Que estamos penetrados de infinito es una experiencia. Y la verdad es lo establecido por y en la experiencia. Ahí confluyen la Ciencia y el Zen, porque el significado de la NOTICIA que encierra la meditación debe experimentarse directamente, sin mediadores religiosos. Por eso el Zen es empirismo: depende de una constatación vivencial. Y todos los que desde hace más de dos mil años han llegado a esa experiencia, aunque difieran en lo accidental, hablan igual, poseen los mismos contenidos substanciales y la meditación que no conduzca a una experimentación desde y hacia las mismas raíces del Ser, y que no sea, por tanto, radical, no es auténtica meditación. Buda, igual que posteriormente lo formularon tanto Sir Arthur Eddington y Werner Heisenberg, señala cómo La Verdad solamente puede ser constatada por uno mismo en el interior más profundo de la conciencia.
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De Buda y de los labios de los maestros hemos leído y escuchado las grandes verdades; pero, a través de la meditación, de forma clara, distinta y directa, es preciso tomar conciencia de esas verdades que hemos escuchado, porque tan sólo de esa forma saldrá nuestro espíritu de toda duda. Ese es el camino del despertar.
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Salir de la ilusión El mundo externo –decía Buda– no es sino una manifestación de la mente, y si la mente lo interpreta como un mundo externo, se debe, sencillamente, a que se halla habituada a razonar y com prender falsamente. Al discípulo incumbe el habituarse a mirar las cosas con veracidad. A través del humo del incienso lentamente se filtra el milagro que somos desde antes que la Tierra iniciara su andadura, cuando el Final y el Origen eran Uno. Y, regresar al vacío lugar del que jamás habíamos salido, cuando tan inocentemente creímos haber crecido en la ilusión de la existencia. Y comprender que el Final y el Origen, jamás se movieron del asiento de la Nada, que jamás dejaron de ser Uno. Ser uno con todo lo viviente, – decía Hölderlin– volver en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la Naturaleza. A menudo alcanzo esa cumbre… pero un momento de reflexión basta para despeñarme de ella. Medito, y me encuentro como estaba antes, solo, con todos los dolores propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón, el mundo enteramente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como ante un extraño, y no la comprendo. Ojala no hubiera ido nunca a vuestras escuelas, pues en ellas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aislado
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entre la hermosura del mundo, he sido así expulsado del jardín de la naturaleza, donde crecía y florecía, y me agosto al sol del mediodía. ¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona.
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Más allá del cuerpo El ser humano es como un pianista que siempre teclea en la misma octava y no sabe que su piano tiene siete. Nuestra razón es como una octava. Nuestra conciencia posee muchas más posibilidades además de la razón. En nosotros hay capacidades escondidas, tesoros por descubrir. (De una conversación con Willigis Jäger) El Zen resulta ser el facilitador de una mutación, una trasformación de la conciencia humana, que expande la conciencia más allá de las posibilidades del cerebro y sus condicionamientos co ndicionamientos por el aprendizaje social. Nuestros problemas más importantes se hallan más allá de las fronteras cerebrales. El cerebro, por su condicionamiento, no es capaz de resolver nuestras necesidades más profundas; es un instrumento perfecto para especular sobre Dios, pero a todas luces imperfecto para experimentar a Dios. Dios, en tanto que Presencia omniabarcante, se revela en el Silencio de la no-palabra, como aquella hermosa mañana, allí, junto al Cañón del Ebro: Meditación Meditac ión del cañón del Ebro
Tan sólo en la quietud, la quietud habla inspirando el silencio estando alerta... manteniéndome abierto a la apertura... Mecido en el vaivén que se va yendo, como flota esa flor que lleva el río, fluyendo fugitivo, y sin más meta que dejarme llevar hacia su nada.
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El torrente me arrastra hacia el Misterio que hoy envuelve mi cuerpo y mi estatura; al corazón que late en la honda altura, a la verdad que hierve en su latido. Donde clama el silencio del Silencio, una ausencia que anuncia otra presencia, cuando en ella yo me haya diluido.
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A veces, la vida se rebela… A veces los psicólogos y psiquiatras pretenden de la vida lo imposible: que desvele su alma y que ésta aflore exponiéndose a la intemp intemperie erie de los sentidos. sentidos. Para ello, ello, tratan de resumirl resumirlaa construyendo a partir de ella mapas orientativos, fórmulas, esquemas y programas informáticos. Estrujan la vida reduciéndola mediante ideas sobre la vida, abstracciones sobre la vida y palabras sobre la vida. Pero ni siquiera olfatean la vida. Empleando el lenguaje coloquial, no la huelen. Los científicos, es regla general, no logran salir de la ribera en que habitan. Por mucho que viajen no n o alcanzan la otra orilla, y no alcanzar la otra orilla supone permanecer dormidos. O, lo que es peor, ciegos. Mas suele ocurrir que, ante tal situación, la vida tarde o temprano se rebela, y con frecuencia brota inesperadamente por la espalda de los sentidos, por detrás de los ojos. Y, de ese modo, en el más hondo silencio, la plenitud de la vida se muestra sin fragmentarse, en su completa desnudez, des-bautizada de palabras, des-nombrada de conceptos, despreciando definiciones, para así ser mejor comprendida. A veces, cuando el ser humano se recoge en sí mismo y experimenta de qué manera con él mismo también se repliegan los sentidos, en ese recogimiento se torna capaz, muy capaz, incluso de llegar a ver sus propios ojos.
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Una nueva conciencia Con creciente frecuencia, los psicólogos detectan una crisis colectiva de sentido existencial en tantas y tantas personas que acuden a sus consultas afirmando que “aun teniéndolo todo”, sufren sin causa aparente. En la más profunda veta del corazón humano late el deseo de despertar a otro modelo de vida. Insisto una vez más: el “despertar” es una experiencia que pertenece al ser humano como un derecho de nacimiento, independientemente de que sea cristiano, budista, creyente o ateo. Pertenece al ser humano, por eso: por ser humano… Lo que hoy –aunque sea de modo latente– se demanda no es una religión–organización, sino un medio de iluminar la propia vida, dando contenido al sentido de la existencia. Porque la existencia sí tiene sentido. Lo que el individuo globalizado inconscientemente anhela no es un conglomerado de imágenes o de modelos de santos para ser adorados o canonizados, sino caminos para ser vividos, que faciliten la experiencia del Ser que, supuestamente, vivieron esos santos. Y cuando hablo de santos, me refiero a esos hombres y mujeres que la humanidad ha encumbrado a la categoría de modelos. El hecho es que cuando llegamos a ese “ver claro” que acompaña al despertar, surge de nuestra más profunda intimidad una nueva estructura de conciencia que no discurre por los caminos trillados, ni por las leyes de la fisiología clásica, menos aún desde la competitividad neoliberal predicada en nuestras universidades. Y es precisamente el desmontaje o transformación de tales estructuras mentales el que conduce a ese despertar, que en el ámbito del Zen, con diversas palabras, llamamos iluminación. Es en esos momentos cuando de la más honda fibra del ser humano brota un profundo sentimiento de gratitud.
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Gracias Miro, con ojos muy abiertos, allá adentro, y allá arriba, donde no alcanzo a ver fronteras ni parcelas. Escucho, con oído atento el seductor silencio del Instante, haciéndose cuerpo, y temblor, en las fibras del Ser, que lentamente late en el sonido saliente de la Tierra. La audacia indescifrable de la Creación desciende, mansamente, de los rescoldos de la noche, tejiendo la hilatura del cuerpo de los valles abismales, hasta alcanzar el techo de la vida; allí, donde los poros de mi piel desbordan gratitud.
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Conciencia de unidad En la meditación tenemos la ocasión de caer en la cuenta de que formamos una indisoluble unidad con lo inanimado, que la frontera que separa la vida de la no-vida es una arbitrariedad. La meditación facilita esa conciencia, tan extendida en la Física cuántica, de nuestra unidad con todo el cosmos. “Todos los seres tienen la naturaleza de Buda”, decía Dogen, el gran Maestro Zen japonés. ¿Por qué disociarnos –se preguntaba Rustrum– de un simple átomo que estamos pisando?... ¿Qué objeto tiene pretender, únicamente por motivos de dignidad, que la vida humana tiene más valor que las demás formas de vida del conjunto del cosmos? ¿Acaso no podemos ensalzar la vida como tal, toda la vida, sin perder nuestro propio prestigio? ¿Acaso no somos un componente del todo? (Cita recogida de la obra Tiempo Espacio y Medicina de Larry Dossey. Ed Kairós.) Místicos, poetas y físicos saben bien de esa unidad del Ser, donde no existe límite entre lo macroscópico y lo microscópico. Y si hay unidad en el universo – afirma el citado Larry Dossey– la muerte es imposible. Esa riqueza de conexiones convierte en imposible la extinción personal, porque la extinción personal sólo es posible en un universo en el que sea posible el aislamiento personal. Y nosotros no vivimos en semejante universo. El ejercicio meditativo consolida esa experiencia de unidad del Ser con todo lo animado e inanimado, liberando al ser humano de la más grave de sus ignorancias, la que provoca su neurosis: el sen-
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timiento y la conciencia de sentirse aislado y, por consiguiente, su inevitable abocamiento a la extinción. La conciencia de la Nada propia de la meditación, nada tiene que ver con el vacío nihilista sino con la plenitud del Ser, que es el origen de toda forma.
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La nada Libre de la sujeción de las formas espaciales, ajeno a la servidumbre de los pilares del Tiempo, vaciado de sus techumbres. Sin oírse otra voz que no sea el pálpito y la respiración. Ahí discurre el Zen. Tiempo blanco en el desierto del Tiempo. Espacio vacío, sin pliegues ni costuras. Silencio, donde tan sólo canta el Ser que habita las ausencias. Tiempo blanco fuera del antes y el después. Allí, donde el allí no es existencia, trazo entonces mi morada. Allí, mientras la noche se sumerge en su propia claridad, allí donde no hay allí, ni hay mientras ni hay entonces, sólo Presencia. La Materia, ha dejado a un lado sus pertenencias, su carácter de absoluto. Y el cuerpo, materia desmaterializada, proceso de intercambio, de energía, donde la palabra ha dejado a un lado su volumen… Y, allá en su más profundo Centro, La Materia se hace Nada, se hace respiración, se hace meditación. Se hace Conciencia.
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Posfacio Ha llegado el libro a su final. Y alcanzado ese punto, suelen recomendar las editoriales que en el epílogo, o posfacio, el autor sea tan claro y conciso como en un artículo periodístico, con el fin de que, a modo de resumen, su mensaje llegue al lector de modo directo y transparente. Sin embargo, yo creo que, en este caso al menos, esa no es la cuestión, porque a estas alturas epilogales, el problema no consiste tanto en que yo te haya llegado a ti, lector, como en que tú mismo te hayas llegado a ti mismo, que es lo que yo modestamente he pretendido a lo largo del presente trabajo. Termino el libro, querido lector, repitiendo algo que ya dije: desde el principio hasta el final me he venido estrellando con la dura piel de las palabras, porque por más que he perseguido sus raíces, siempre acabo sintiendo lo mismo: que, por mucho que pretenda lo contrario, escribir no deja de ser hablar, vivirse en una determinada forma que no escapa al imperio de lo dado. La palabra es una forma que no logra con-formar al Gran Silencio que en el fondo somos. Por eso, aterrizar en la forma, por más poética que ella sea, no deja de ser un aterrizaje forzoso, ya que encierra el dolor que sigue a una batalla perdida. ¿Acaso la palabra-límite del ser humano, incluso hecha poema, no alcanza la Otra Orilla? Parece ser así. Creo que es así. Efectivamente, lector, comencé a escribir bajo el apremio de un parto; como si el misterio pugnara por romper sus velos –des-velarse–
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y quisiera saltar a la palestra de la luz. Mas lo que en esos momentos viví, y así sigo viviéndolo, es una fuerza ininteligible que forcejea sin descanso por encontrar la Palabra Absoluta, aunque informulable; la presión de un enorme pedestal en el que hallarían su fundamento todas las palabras posibles de todos los idiomas posibles; no me sé explicar de otro modo, pero, bueno, trataré de hacerlo… En lo más íntimo de nuestra intimidad existe una palabra inaudible nacida de la no-palabra. Ella, que ha tenido el valor de inmolarse a todo ruido, no se halla, por esa razón, sometida a ninguna clase de opinión. Palabra no-palabra, que, al estar animada del soplo del silencio, no es posible compartirla más que en ese –y a través de ese– mudo manantial del que, tan limpia, emerge en su certeza. Palabra no-palabra, como un gesto del Ser destilado del silencioso Vacío; como un ritmo verbal rendido –más bien inmolado– de antemano a lo incomunicable, mediante el que el ser humano intuye la epifanía de la Presencia emanada de la Ausencia. Sí, todo ser humano, aunque no lo verbalice, es portador de una Noticia. Za-Zen es eso: esperar sentado la Noticia. Y porque somos una Noticia, es tarea nuestra recuperar lo invisible que late en lo visible, lo innombrable que se nos esconde más acá y más allá de la palabra, la Noticia que pugna por revelarse… Espero, lector, que estas palabras te hayan facilitado ese encuentro con la No-Palabra que en ti habita. El Maestro eres tú, y tu mejor libro está en ti. Por ello, llegados a este punto de verdad, autor y libro sobran; están de más, regresan al silencio.
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Muchas son las voces que –en el período histórico en que nos ha tocado vivir– vienen demandando “un suplemento de alma” que equilibre el cuerpo hipertrofiado de una humanidad rebasada por su propio desarrollo material. Y es que cada vez se hace más acuciante la necesidad de algo que –con diferentes nombres– se suele denominar interioridad, sentido, trascendencia, espiritualidad, experiencia de genuina plenitud, mística. Pues bien, dentro de esta peculiar crisis espiritual de nuestra hora –un auténtico giro de los tiempos preñado de oportunidades y de riesgos–, el Zen se está convirtiendo en un orientador punto de referencia para innumerables personas. El aura de exotismo que hasta no hace mucho lo recubría va dejando espacio para una efectiva aclimatación en Occidente. De hecho, ya nos vamos acostumbrando a verlo como una realidad transreligiosa y transcultural, que se ha trasplantado con fruto a nuestro propio mundo. En nuestro mismo ámbito hispano son cada vez más frecuentes y accesibles los encuentros que inician en la práctica del Zen, y no escasean las publicaciones que lo difunden. Y si, hasta no hace mucho dominaban las traducidas de otras lenguas, cada vez son más apreciables las pensadas desde la nuestra. Buena muestra de todo ello es el libro –tan singular, incitante y hermoso– que el lector tiene en sus manos y cuya aparicion saludamos con alegría.
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Su autor nos invita a una experiencia a la que todo ser humano, por el simple hecho de serlo, está llamado. Liberarse de la tiranía de nuestro pequeño yo, ese personaje de ficción que nos hemos inventado y que nos esclaviza; limpiar nuestra mirada de filtros deformantes, verlo todo con ojos nuevos, sentirnos afectados por la inagotable y siempre inédita realidad; afrontar nuestras emociones, incluso las más ingratas y humillantes, y convertirlas en un instrumento de conocimiento y maduración; desprendernos de nuestra ansiedad por saber, poder y tener; aceptar el sufrimiento y hasta la misma muerte como la otra cara de la realización y la vida; adentrarnos en la espesura de un vacío que es plenitud; en fin, zambullirnos en las mismas aguas vivas del ser y la vida... ¿Quién –que haya emprendido el camino interior en alguna de sus posibles variantes y siquiera en un mínimo grado– no comparte algunas de estas aspiraciones? Este libro alimenta tales anhelos e invita al lector, más que a perseguirlos como una meta –aunque fuere la meta–, a recorrer con lucidez, diligencia y radicalidad una senda acorde con dichas aspiraciones. La vía propuesta –cuyo eje es la meditación sentada, el Za–Zen– no se nos ofrece como una religión o ideología, sino como una práctica orientada a convertir la vida entera, en toda su cotidianidad, en un ejercicio de liberación. Rafael Redondo nos propone experimentar la trascendencia inmanente que constituye el fondo último de nuestra humanidad, nos incita a abrirnos a Algo a lo que se va aproximando en sucesivos cercos y a lo que apunta con diferentes nombres: Realidad Última, Ser, Ser del Silencio, Gran Silencio, Gran Silencio de la Nada, Palabra Esencial, Gran Conciencia, Sí Mismo, Energía, Energía del Ser, Gran Vacío, Vacío de la Vida, Vida, Vida latente, Bondad, Origen, Fondo del origen, Unidad, Infinito... Ni siquiera se elude la gastada –pero acaso inesquivable– palabra: Dios. Bien es
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verdad –se matiza– que con ella se alude a una Realidad Envolvente y Omniabarcante que excluye todo “dualismo personificador”. Ante la imposibilidad de describir esa Realidad que desborda todas nuestras categorías perceptivas y conceptuales, y de decir lo indecible, el autor echa mano con generosidad de la paradoja, en la estela de nuestros místicos y de los textos sapienciales de Oriente. Así, por ejemplo, se nos invita repetidamente a acceder a la Plenitud del Vacío (“una densa vacuidad”) o a caer en la cuenta de una Ausencia que ya es Presencia. En su propósito de balbucear al menos esa experiencia inefable, tensa el lenguaje ordinario, empeñándose en la búsqueda de la palabra esencial más allá de todas las palabras. Añora otro idioma que permita refundar el mundo. En fin, aspira a que las palabras se abran, dialoguen con su reverso, se esfumen. “Tu modo de existir es tan callado.../ y aquellos que te dan sonoros nombres / ya han olvidado tu proximidad”, podría decir con El libro de las horas. De ahí el continuo recurso a la poesía, el lenguaje más próximo al silencio, a “la música que nace de la plenitud de la nada”. De ahí también la preferencia –en los textos citados que contrapuntean los pasajes expositivos– por las poéticas de lo sagrado, del silencio, del vacío y de la transfiguración del instante (Holderlin, Rilke, Zambrano, Roberto Juarroz, Valente, Claudio Rodríguez, Colinas, Sánchez Robayna, Sánchez Rosillo, Vicente Gallego...). En cuanto a los propios poemas del autor –que bien podrían haber conformado un poemario exento–, varios son los registros que maneja y las formas expresivas que tantea, desde el soneto hasta las estructuras más libres. Poesía que, a ratos, en su conmovida conceptuosidad metafísica, tal vez recuerde el empeño unamuniano de pensar el sentimiento y sentir el pensamiento. Pero no se trata sólo de verso: en algunos pasajes, como ya ocurría en sus anteriores libros, el mismo desarrollo expositivo está dotado
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de unas calidades rítmicas que lo convierten en un hermoso poema en prosa. En estos momentos, mediante un feliz acuerdo entre contenido y expresión, el discurso lógico se adelgaza progresivamente, para dejar paso a la meditación silenciosa. Este libro es el tercero que su autor ha dedicado de forma monográfica al Zen. Supone un ahondamiento y una nueva modulación de los temas nucleares abordados en los precedentes. Algunos de estos asuntos –como, por ejemplo, el de la sombra o la dialéctica palabra/silencio– experimentan ahora un particular despliegue. Como también ocurría en la anterior, esta obra está constituida por una serie de secuencias aisladas, de extensión variable; pero a diferencia de Aromas de Zen, ahora los fragmentos se agrupan en cinco secciones que forman otras tantas constelaciones temáticas. De este modo se construye una suerte de mapa que puede orientar al lector y –llegado el caso– facilitar la consulta. Con todo, se rehúye deliberadamente una presentación sistemática y se invita al lector a seguir la trayectoria que le plazca. Así, los itinerarios pueden ser tantos como lectores y el libro queda dispuesto para una lectura caleidoscópica. La obra, por otro lado, nos ofrece un rostro múltiple: diario sin fechas, bloc de apuntes, cuaderno de trabajo, manual de meditación, poemario... Formulación verbal, “salvación” –en sentido orteguiano– y aun poetización de la propia experiencia, sea ésta la sentada, la contemplación de un paisaje, un duro período de la propia vida o el encuentro con un bebé. Las descripciones poéticas (del alba, del sonido del gong, por ejemplo) alternan con las reflexiones más teóricas; la paráfrasis de un poema o el comentario de una página abierta al azar, con los apuntes tomados de una instrucción (teishô) o de la conversación con un maestro o con una compañera de camino; ni siquiera falta la transcripción de algunos correos electrónicos. Abundan, además, las referencias geográficas,
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toponímicas, que anclan las diferentes experiencias en un lugar concreto (espacios naturales –costeros o del interior– en su mayoría, pero también urbanos); asimismo, menudean las indicaciones de tiempo. La obra se convierte así en un texto polifónico en el que cabe la vida entera con sus más variadas circunstancias. De este modo, los sucesivos fragmentos, nacidos de la meditación, nos invitan e incitan a adentrarnos en esa práctica. Y todo ello, en el corazón de los quehaceres y servidumbres de nuestro cada día y de nuestro mundo y viviendo con atención plena la condición sagrada de cada instante. En fin, en este libro –tan sentido y vivido– Rafael Redondo nos abre, por así decirlo, sus más privados apuntes, nos permite seguir su personal modo de afrontar la Realidad, su intransferible manera de practicar el camino Zen: una manera que cabría calificar de laica y occidental. Nos habla desde su ya larga experiencia humana y desde un decidido compromiso con el ejercicio. Zen o la experiencia del Ser constituye, pues, el relato de un nuevo giro en el asedio a esa misteriosa ciudadela en la que todo ser humano aspira a penetrar. Como el arquero que practica sin desmayo, lanzando una tras otra sus flechas en busca de ese centro, tan elusivo y tan cercano, Rafael Redondo nos entrega ahora estos textos que visibilizan una práctica siempre inédita y día a día renovada. Y ante un ofrecimiento tan generoso de la propia experiencia e intimidad, sólo nos cabe la respuesta agradecida de una lectura atenta, dialogante y creadora. Ramón Cao Martínez
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Apéndice: La postura correcta del Za-Zen En las diversas tradiciones Zen se da una capital importancia al hecho de sentarse en una forma prescrita. Es importante saber que la postura indicada para la “sentada” posee una raigambre milenaria, siendo por tanto un uso cuya saludable repercusión física, mental y espiritual ha sido sobradamente contrastada a lo largo de los siglos, teniendo sus raíces en las enseñanzas transmitidas a lo largo de muchas generaciones. Esta observación, sin embargo, no es determinante para que, de modo mimético, debamos seguir esas prescripciones sin previamente afirmar lo que sigue: el viento del Ser sopla donde quiere, es “salvaje”; el Ser Esencial, se expresa libremente en cada persona, sin verse por tanto obligado a manifestarse siguiendo pautas, rituales o posturas determinadas, por muy legítimas que ellas sean. Así, lo que queremos decir es que las prescripciones posturales que a continuación siguen, quieren ser solamente lo que son: una pauta, que cada persona, dentro de su libertad, juzgará como lo que es: una sabia referencia que en virtud de las características personales, se tendrá que adaptar a cada caso.
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Aspectos básicos Para comprender mejor este apartado recomendamos observar las imágenes gráficas adjuntas al final de este apéndice. Comenzaremos diciendo que es fundamental que la columna vertebral permanezca erguida y alineada en su propia verticalidad. La cabeza deberá recogerse hacia atrás, como quien repliega la barbilla, igual que si un hilo tirara desde la nuca hacia arriba, haciéndolo de tal forma que la punta de la nariz y el ombligo formen una línea perpendicular, mientras las orejas se sitúan en línea también perpendicular con respecto a los hombro. También suele emplearse la imagen de una persona que está dentro un ascensor repleto de gente, y cuya cabeza, para evitar colisionar con la de una mujer de ampuloso peinado, debe replegarse sobre sí misma, encogiendo la barbilla hacia su propio pecho. Al sentarse, será importante que las nalgas se sitúen en la mitad delantera del cojín, cuyo efecto es el del adelantamiento de la pelvis, para que de ese modo el Hara quede liberado y las piernas, inclinándose en ángulo obtuso con la columna, faciliten esa liberación. Adoptada ya la postura correcta, el Hara, centro vital del ser humano, será el punto donde converja el conjunto de las fuerzas corporales, allí a tres o cuatro centímetros bajo el ombligo, en la profundidad del vientre. Si bien en un primer momento esta postura puede percibirse como incómoda, tal percepción está relacionada con nuestros hábitos y condicionantes occidentales, pues lo cierto es que el modo de sentarse del Za-Zen, posando las nalgas sobre los talones, siempre ha sido considerado como una postura natural por todos los practicantes, independientemente de su procedencia.
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APÉNDICE: LA POSTURA CORRECTA DEL ZA-ZEN
La postura de Za-Zen llamada postura loto consiste en cruzar las piernas colocando el pie izquierdo sobre el muslo derecho y el pie derecho sobre el muslo izquierdo. La rodillas, inclinadas hacia abajo debido al efecto de sentarse sobre el cojín, se apoyarán firmemente sobre el suelo. Nalgas y rodillas configurarán un triángulo de apoyo en el que el centro principal de gravedad donde se asienta todo el cuerpo es el Hara. En caso de que la postura loto resultara especialmente incómoda, es aconsejable no forzar el cuerpo y adoptar la postura llamada de medio loto, que consiste en que el pie izquierdo repose sobre el muslo derecho, mientras que el pie derecho se coloca bajo el muslo izquierdo. Las dos rodillas tocan la esterilla o zafutón. También se contempla la tercera alternativa, la llamada postura birmana, en la que el pie izquierdo reposa junto a la pierna derecha, pudiéndose también producirse la colocación inversa, es decir: el pie derecho junto a la pierna izquierda. Sogyal Rimpoché, aclara que las piernas cruzadas expresan la unidad de la vida y la muerte, el bien y el mal, la sabiduría y los medios adecuados para alcanzarla, los principios masculino y femenino, el samsara y el nirvana, el talante de la no dualidad. Finalmente, la postura meditativa incluye otras dos posibilidades más. La utilización del banquito de meditación y la de una silla. En cuanto a la segunda, cabe señalar que es fundamental mantener la espalda recta y alejada del respaldo de tal forma que las piernas, relajadas, se orienten mediante una inclinación hacia abajo, y las nalgas queden más elevadas que las rodillas. Lo cierto es que en Oriente se suele representar al futuro Buda, Maitreia, plácidamente sentado en una silla. Sea lo que fuere, conviene recordar que el Ser es “salvaje”, no conoce de culturas, es independiente de toda religión y se manifiesta en cualquier postura ,
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sea en la postura del cojín, en la del banco, en la de la silla, en los movimientos eróticos. Y, si hiciera falta, hasta en el mismísimo W.C., que todo lugar es potencialmente sagrado, y en todo lugar puede asentarse el templo de Buda. Pero el Za-Zen es nuestra referencia. En cuanto a las manos, la mano izquierda se colocará sobre la mano derecha y ambas, de ese modo superpuestas, con las palmas hacia arriba se posicionarán junto al vientre. Las puntas de los dedos pulgares, uno frente a otro deberán tocarse de tal modo que ambos formen una articulación horizontal, es decir, configurarán una posición que ni forme un valle (hacia abajo), ni una montaña (hacia lo alto). Un indicador de los extremos de tensión o laxitud corporal y anímica en que se halla el meditante es de qué manera, si apretados o laxos, se halla precisamente la posición de los pulgares entre sí. Para que todo ello fluya del modo indicado, la mirada oblicua, con los párpados entreabiertos, se situará fijándola sobre un punto exterior situado al frente, alrededor de 90 centímetros desde las nalgas. Ello evita distracciones y fomenta la concentración, aunque es preciso añadir que la atención surgirá desde la vivencia interior, la sensación de ser. Es sumamente importante insistir que estos criterios tienen un carácter indicativo, y es preciso recibirlos como referencias orientadoras, sin más, y muy lejos de cualquier tipo de rigidez normativa, como las provenientes casi siempre de ámbitos religiosos sean occidentales u orientales. El Zen no es una religión. El Zen es un Camino. El Zen esencialmente es liberación, y por tanto nada, absolutamente nada, tiene que ver con la tensión, menos con la obsesión. La meditación, tiene menos que ver con la ascética y con la moral que con la libertad, patrimonio de los seres despiertos.
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APÉNDICE: LA POSTURA CORRECTA DEL ZA-ZEN
El flujo de la respiración El ser humano adopta una postura erguida, por tanto su tronco camina en vertical. Ello influye en su expresión, en su conducta. El punto más importante, donde reside la mayor fuerza y, al mismo tiempo, la zona más sensible de cara a mantener la postura justa es el Hara. Debe ser objeto de nuestra atención que esa zona se convierta en lo que es, en la base firme sobre la que debe descansar la parte superior del cuerpo, y ello de tal modo, que si resultara que la parte superior fuera más pesada y la inferior ligera, se podría simbólicamente entender que la vida se hallaría oprimida por algo objetivo, y las instancias superiores arrastradas por las inferiores. Mientras que si la parte inferior se muestra sólida y la superior ligera, ello representaría un estado en el que la vida del cuerpo trasluce el carácter de sujeto que abarca aquello que es objetivo. Pero, insistimos, esta observación no deja de ser una apreciación simbólica. La postura correcta del cuerpo humano se alcanza insuflando en el abdomen (Hara) la fuerza (genki) de todo el cuerpo, lo que implica el tensar de algún modo los músculos abdominales. Si esta operación se lleva a cabo correctamente, en la profundidad del vientre aparecerá un punto de concentración como núcleo de tensión (kikai tandem). La habilidad de ejercitarse en el hara liberando todas las fuerzas dispersas a lo largo y a lo ancho del cuerpo, para seguidamente concentrarlas todas en el bajo vientre, es un arte que ha estado y está presente en la inmensa mayoría de las artes orientales. El hecho de que el Hara sea fuente de vigorosa energía, se halla unido a la forma natural de espirar el aire. Cuando aspiramos, surge la fuerza del vientre, manteniendo intacta su postura. Es entonces cuando el aire aspirado penetra sin obstáculos llenando la parte superior del vientre, siendo al final de la respiración cuando el Hara
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se plenificará espontáneamente de energía para, seguidamente, poder espirar el aire de modo fluido y natural, sin que en momento alguno debamos contener el proceso respiratorio. Una vez equilibrado y armonizado el cuerpo en el vaivén del proceso respiratorio, la zona del estómago aparecerá cóncava en el momento de la espiración, mientras que el abdomen, sin forzarlo, sobresaldrá levemente. El abdomen, aparentemente inalterado desde afuera, se percibirá desde adentro como algo endurecido; una sensación que, aunque levemente, subraya el tránsito entre la vacuidad y la plenitud. En ese proceso de vaivén respiratorio, la aspiración se lleva a cabo en menos tiempo que la espiración, lo que ayuda al progresivo fortalecimiento del Hara. Esa espiración, sin embargo, no supone una economía de aire con respecto a la aspiración, sino que adquiere una solidez más voluminosa en la medida en que se acerca a su final. En este sentido, Sato Tsuji emplea la imagen de la forma de porra, (Dürckheim, más suave, habla de forma de pera) queriendo enfatizar ese final en el que con la barbilla algo sacada, se abre ampliamente la base del Hara (Hara–no–soku) y espira el aire con fuerza y completamente. Esa espiración tiene que ser más gruesa cuanto más se acerque a su final, como si tuviese la forma de una porra. Si no se tiene fuerza en la base del Hara, la espiración será como un leve suspiro, pero si espiramos el aire desde la base del abdomen, lo haremos con fuerza y como un torrente. La llamada postura correcta es la que permite al cuerpo colocarse en la verticalidad idónea mediante la que se facilita la transparencia del Ser ajena al lastre del ego y sus ilusiones dualistas, que es el causante de que la fuerza se contraiga en diferentes puntos. Es así como puede emerger la vacuidad del yo.
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APÉNDICE: LA POSTURA CORRECTA DEL ZA-ZEN
En la postura correcta, queremos insistir en ello, el centro de gravedad se sitúa en el Hara, que se torna duro y firme, siendo allí donde, de modo fluido y natural, se congrega la fuerza abdominal. Semejante fuerza, deja asimismo fluir la tensión justa donde se trasluce la plenitud de toda la energía corporal, que resalta sobre todo en el momento de la espiración. Cabe añadir que la postura en la que es el pecho el que se tensa, provoca el alzamiento muscular con la consiguiente debilitación del abdomen, desplazándose el centro de gravedad a la zona superior, lo que provoca un des-equilibrio. La importancia de los hombros es esencial a la hora de que surja la postura correcta. Dürckheim señala que es preciso soltarse en los hombros para alcanzar esa postura y alcanzar la verdadera forma. Soltarse en los hombros para así apoyarse en el centro vital, transparentando de ese modo el auténtico vacío del cielo (parte superior), y la plenitud de la tierra (parte central inferior). En el Za-Zen, tenemos la ocasión de evidenciar la postura “justa” del ser humano, la verdadera forma que nos es propia, nuestra imagen primordial, nuestro arquetipo esencial, que nos pone en contacto con la Unidad. El trabajo sobre nuestra forma postural no es otro que el ser transparente a nuestro Ser esencial; transmitirlo y proyectarlo es la única tarea, que puede dar sentido a nuestra estancia en la tierra. Allá, en el fondo de nuestro núcleo más íntimo; desprovista tu alma, como si de una cebolla se tratara, de las conchas que la cubren; allá en el fondo, donde la desnudez del yo, convertida en el más sólido de los vacíos, evidencia una esencia que clama por despertar, por expresarse, y hasta por chillar. Allá en el fondo. Allá, desprovisto y desnudo, allá está ESO, en forma de clamor. Sólo quien habla desde el fondo puede calar en el Tú; sólo quien, libre de ficciones literarias, habla o escribe desde su
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núcleo, puede alcanzar el núcleo del otro. Porque sólo la transparencia suscita transparencia. Sólo la mirada limpia engendra otra mirada limpia. La verdadera forma es una arte. La forma que se es en el cuerpo que se es. En el Za-Zen, devenimos artistas de la vida. Porque el mismo Za-Zen es un arte. A él me refería yo en un cuarteto: Quizá el arte consista en la destreza del que forja su vida en el Vacío y encara con la Nada el desafío de esculpir en el Ser su fortaleza...
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APÉNDICE: LA POSTURA CORRECTA DEL ZA-ZEN
Postura en banquillo
Postura Birmana
Postura Loto
Postura en silla
Ilustraciones: Paulina de la Rica.
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Director: Manuel Guerrero 1. Leer la vida. Cosas de niños, ancianos y presos, (2ª ed.) Ramón Buxarrais. 2. La feminidad en una nueva edad de la humanidad, Monique Hebrard. 3. Callejón con salida. Perspectivas de la juventud actual, Rafael Redondo. 4. Cartas a Valerio y otros escritos, (Edición revisada y aumentada). Ramón Buxarrais. 5. El círculo de la creación. Los animales a la luz de la Biblia, John Eaton. 6. Mirando al futuro con ojos de mujer, Nekane Lauzirika. 7. Taedium feminae, Rosa de Diego y Lydia Vázquez. 8. Bolitas de Anís. Reflexiones de una maestra, Isabel Agüera EspejoSaavedra. 9. Delirio póstumo de un Papa y otros relatos de clerecía, Carlos Muñiz Romero. 10. Memorias de una maestra, Isabel Agüera Espejo-Saavedra. 11. La Congregación de “Los Luises” de Madrid. Apuntes para la historia de una Congregación Mariana Universitaria de Madrid, Carlos López Pego, s.j. 12. El Evangelio del Centurión. Un apócrifo, Federico Blanco Jover 13. De lo humano y lo divino, del personaje a la persona. Nuevas entrevistas con Dios al fondo, Luis Esteban Larra Lomas 14. La mirada del maniquí, Blanca Sarasua 15. Nulidades matrimoniales, Rosa Corazón 16. El Concilio Vaticano III. Cómo lo imaginan 17 cristianos, Joaquim Gomis (Ed.) 17. Volver a la vida. Prácticas para conectar de nuevo nuestras vidas, nuestro mundo, Joaquim Gomis (Ed.) 18. En busca de la autoestima perdida, Aquilino Polaino-Lorente 19. Convertir la mente en nuestra aliada, Sákyong Mípham Rímpoche 20. Otro gallo le cantara. Refranes, dichos y expresiones de origen bíblico, Nuria Calduch-Benages 21. La radicalidad del Zen, Rafael Redondo Barba 22. Europa a través de sus ideas, Sonia Reverter Bañón 23. Palabras para hablar con Dios. Los salmos, Jaime Garralda
24. El disfraz de carnaval, José M. Castillo 25. Desde el silencio, José Fernández Moratiel 26. Ética de la sexualidad. Diálogos para educar en el amor, Enrique Bonete (Ed.) 27. Aromas del zen, Rafa Redondo Barba 28. La Iglesia y los derechos humanos, José M. Castillo 29. María Magdalena. Siglo I al XXI. De pecadora arrepentida a esposa de Jesús. Historia de la recepción de una figura bíblica, Régis Burnet 30. La alcoba del silencio, José Fernández Moratiel –Escuela del Silencio (Ed.)– 31. Judas y el Evangelio de Jesús. El Judas de la fe y el Iscariote de la historia, Tom Wright 32. ¿Qué Dios y qué salvación? Claves para entender el cambio religioso, Enrique Martínez Lozano 33. Dios está en la cárcel, Jaime Garralda 34. Morir en sábado ¿Tiene sentido la muerte de un niño?, Carlo Clerico Medina 35. Zen, la experiencia del Ser, Rafael Redondo Barba
Este libro se terminó de imprimir en los talleres de RGM, S.A., en Bilbao, el 8 de septiembre de 2008