“Un día más de Vida” Rodas - Auschwitz - Buenos Aires La odisea de David Galante
Martín Hazan, Junio de 2007
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DEDICATORIA
Este es el testimonio de la vida de David Galante, relatado por su ahijado, Martin Hazan. De su particular relación surgieron maravillosos momentos de vida compartidos. Y en un determinado momento surgió también este libro. Pero hay mucha gente más detrás de estas páginas y es justo reconocerles a todos el merito de haberlo hecho posible.
A mis padres Abraham y Rebeca A mis hermanas Rosa, Juana, Sara Sara y Matilde. A mi hermano Hiskiá y a su esposa Regina quienes nos cobijaron e hicieron de padres en nuestra llegada a la Argentina. A mi hermano Moshé, que después de tanto sufrir en los campos de exterminio, formó una hermosa familia con hijos y nietos, y que por una enfermedad se fue prematuramente de esta Vida. A mi querida esposa Raquel, que me ha apuntalado durante 50 años de silencio. A mis hijos Sandra y Ezequiel, y a mi nuera Susy, que me apoyaron permanentemente y siempre tuvieron la hidalguía de preservarme para no hacerme sufrir. A mis nietos Daniel y Yamit que me dan las fuerzas para seguir adelante. DAVID GALANTE
A Patricia y a Tiago quienes llenan llenan mis horas, a pesar de haberles robado muchísimas para poder escribir este libro. A Bebu (mi mamá) porque todavía hoy es mi fuente de sabiduría (y por todo lo que sufrió para alcanzarla). A mi papá (Marcelo) por hacerme amar a los libros. A Laura y Claudio (mis hermanos) por aguantarme y quererme. Y a todos mis abuelos, Regina, Saúl, Malquita, Hazdai y Leonor por animarse a la aventura de cruzar el mundo para soñar con un futuro en esta Buenos Aires esperanzadora, enigmática y lejana. lejana. MARTIN HAZAN
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AGRADECIMIENTO Quiero agradecer especialmente a mis cuñados Rita y Rubén, que con amor y dedicación me ayudaron a dar mi primer testimonio en 1995. A toda la Comunidad Chalom de Buenos Aires que me hizo sentir en mi casa, cuando más necesitaba una casa. A la Fundación Memoria del Holocausto y al Museo de la Shoá, que me dieron un grupo de pertenencia, y que junto a mis compañeros de infortunio me brindaron la oportunidad de transmitir mi sufrimiento. Al Rabino Moti Maarabi por haberme impulsado a dar mi primer testimonio. Y a mi ahijado Martín, quien hizo posible este libro. DAVID GALANTE
Gracias a todos los que de alguna manera me ayudaron a hacer realidad estas páginas. A Daniel R afecas, José Menascé, Silvina Chague, Fernando, Norberto y Patricia Jazan, M ariela Ivanier, , Hebe Uhart, Jorge Goldberg, Gerardo Young y Daniel Gutman. También a Marta Cruz, Andres Peluffo y Cecilia Crivaro por la paciencia y la buena voluntad. Y fundamentalmente a David por abrir su corazón de par en par y permitirme entrar en su vida, con la confianza y la calidez que solo una personalidad de su estatura humana puede brindar. Espero que estas hojas sean un humilde testimonio de su imprescindible existencia. MARTIN HAZAN
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Prologo – por el Juez Daniel Rafecas Conozco a David Galante desde hace unos años, pues compartimos actividades en el Museo del Holocausto de Buenos Aires. Siempre me impactó especialmente su testimonio, transmitido en forma oral a los alumnos que acuden a escucharlo. Su mirada, propia de uno de los hombres más sabios que conozco, invitan a uno a poner en perspectiva, en una larga perspectiva, todos los problemas cotidianos con los que cada uno está acostumbrado a lidiar. Un joven vive, a mitad del siglo XX, en una Isla del Egeo, Rodas, que desde 1912 estaba bajo bandera italiana. Estudia, trabaja, se divierte, disfruta de la ternura y la contención de los suyos. Su vida transcurre bajo el sol del Mediterráneo, junto con sus padres y hermanos, perfectamente integrado a un medio social que parece imitar la armonía del entorno natural. Los Galante y las demás familias de la comunidad sefardí de Rodas se lo ganaron tras casi cinco siglos de estancia en la isla. Hay incluso una academia rabínica que es su orgullo. Conviven en paz con turcos y griegos; cristianos y musulmanes. Un día aparecieron las primeras nubes negras en el horizonte. El fascismo italiano impone en 1938 leyes racistas que forzaban a los judíos a segregarse del medio social que lo rodeaba. Las nubes comenzaron a avanzar. En septiembre de 1939 se desencadena la guerra en Europa, que se transforma en las primeras dificultades económicas y en carestía de bienes básicos. En septiembre de 1943 los alemanes ocupan Rodas. La
oscuridad no cesó en su avance, al contrario, la velocidad con la que todo lo cubrió tomó por sorpresa a esa comunidad. A mediados de junio de 1944 llegó a Rodas una c omisión de las SS bajo las órdenes del obertsurmführer (teniente primero) Anton Burger, el mensajero del ángel de la muerte, Adolf Eichmann. Burger era comandante del campo de concentración más grande de Checoeslovaquia, Theresienstadt, y fue designado especialista en deportaciones destinado en Grecia 1. El director de la comunidad judía superviviente, Maurice Soriano, asegura que con ellos estaba en comisión el Oficial de inteligencia de grupo de Ejércitos E, Oberleutnant (teniente coronel) Kurt Waldheim, quien antes y después de la deportación mantuvo informado al Estado Mayor del Ejército alemán acerca de los progresos en la evacuación de los judíos de las islas griegas y de todas sus implicancias 2. La historia de Waldheim se la refirió Soriano a Galante oralmente, pero también tuvo el tino de dejar constancia de ello en septiembre de 1961 en Yad Vashem, el formidable archivo histórico sobre la Shoá existente en Jerusalén 3. Es que Waldheim, por aquel entonces un oscuro personaje, “alto, flaco, ligeramente rengo”, se convertiría décadas después, en Secretario General de la ONU y luego, en presidente de Austria.
1 Cfr.
Hilberg, Raúl: La destrucción de los judíos europeos, Ed. Akal, Barcelona, 2005, p.1214. 2 Cfr. Cohen, Bernard-Rosenzwig, Luc: El misterio de Kurt Waldheim , Ed. Gedisa, Buenos Aires, 1987, pp. 62-3. 3 De allí se sirvió Hilberg, cit., p. 787. La cita de Soriano en Yad Vashem está registrada, según Hilberg, como “Historia Oral, 1745/67”. Agrega el historiador, que Soriano escapó con su esposa en barco a Turquía.
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La llegada de la comisión SS a Rodas coincidió con la convocatoria para presentarse ante las autoridades de ocupación con sus documentos. No lo sabían, pero era el prinicipio del fin para el colectivo judío de la isla. Su suerte ya estaba sellada. A mediados de julio, David Galante y toda la judería de Rodas, desde los bebés hasta los ancianos, fueron deportados sin contemplaciones al perfecto opuesto de aquella isla de ensueño. Durante un calamitoso viaje de mil quinientos kilómetros, de alrededor de un mes de duración, fueron transportados por mar y luego por tierra, a través de Serbia, Hungría y Checoeslovaquia hasta la frontera polaca, en un ferrocarril de ganado -cuyo boleto sólo de ida fue pagado por las SS al Reichsbahn con dinero incautado a las víctimas-, hacia el sitio más espantoso jamás concebido por el hombre, el agujero negro de la modernidad: Auschwitz-Birkenau. Las víctimas de las Islas griegas no iban a ser la excepción, al contrario, la cercanía de la costa turca, la actividad en la zona de la Cruz Roja, sumado a la reticencia natural de la población local, forzaban más que nunca a mantener el máximo secreto acerca del destino final de los deportados. El contraste entre el punto de partida y el de destino de este viaje infernal pone en su exacta perspectiva la ilimitada capacidad del hombre moderno en infligir dolor y sufrimiento a sus semejantes, allí cuando se cruzan ciertos componentes: odio, deshumanización, poder bélico, discurso legitimante. Y que nadie se sorprenda de la racionalidad de estas deportaciones. La endlösung, la solución final del problema judío, tuvo una larga evolución en la que los
nazis fueron impulsando medidas cada vez más radicales, acompañado de un frío cálculo de costo-beneficio. Había que reducir al mínimo la diseminación de rumores sobre las matanzas, la degradación psicológica de los perpetradores y el empleo de tropas y munición requeridos en el frente. Al mismo tiempo, había que llevar el proceso de destrucción al mayor ritmo posible. Así se engendró Auschwitz-Birkenau. Y Treblinka. Y Sobibór. Y Belzec. Por otra parte, puede generar interrogantes el empeño en la destrucción del pueblo judío a mediados de 1944, cuando los aliados ya habían desembarcado en Normandía, ascendían por la península italiana y, en el este, recuperaban territorio desde el Báltico hasta las puertas de Budapest. Eso sólo puede ocurrir allí cuando se tenga una percepción incompleta del pensamiento de Hitler, para quien tan importante era la guerra total en en el frente externo, como en el interno, en cuyo seno desde siempre los judíos tuvieron un lugar de privilegio en calidad de enemigos del Reich. Por eso no hubo excepciones, ni demoras justificadas en prioridades económicas o bélicas. Así, de los 1800 rodeslíes deportados, salvo unos 400 que fueron seleccionados para el trabajo esclavo, el resto, no más al bajar en el andén, fueron conducidos a las cámaras de gas y a los hornos crematorios. “Los chicos, a los viejos”, era el espantoso consejo que, en djudezmo, se oía en las tinieblas, proveniente de unos espectros vestidos con unos ridículos trajes a raya, entre tanto terror. De los restantes, sólo se salvaron poco más del centenar, quienes como Galante, fueron señalados por el destino con una larga cadena de situaciones salvadoras, acompañado de un empeño indestructible por tratar de sobrevivir. De ambas cosas se habla en este libro. El lector lo relacionará con los relatos de otros sobrevivientes, Levi, Wiesel, Kertesz, pero
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cada camino es distinto, las situaciones atravesadas nunca son las mismas. Pero el interés del relato de Galante no se detiene aquí. Buena parte del final de esta obra está dedicada a reconstruir su vida después de la toma del campo de exterminio por las tropas rusas, el 27 de enero de 1945, el relato de cómo participó pasivamente de la lucha en el frente oriental, cómo pudo volver a Rodas, cómo dio con su hermano, sobreviviente de Bergen Belsen, en Roma… En especial, creo que la forma en la que este sobreviviente de Auschwitz, tuvo que ingresar en la República Argentina en la posguerra, de polizonte, escondido durante un penoso y larguísimo viaje en barco, para terminar preso en la cárcel de Devoto merced a la persecución implacable de las autoridades policiales y migratorias del Estado Argentino, nos dice mucho acerca del papel que cumplimos como país durante aquellos años. Un papel tristísimo y que deberíamos comenzar a asumir. La Argentina, al menos a partir de junio de 1943, estuvo gobernada por una dictadura militar favorable al Eje4. Fue la última de las naciones americanas en cerrar su embajada en Berlín, recién en 1944. Hacia finales de la guerra, todos los países americanos retiraron a sus embajadores de Buenos Aires, en protesta por que Argentina no declaraba la guerra a Alemania. Recién lo 4 Así
por ejemplo, en la prestigiosa Enciclopedia del Holocausto , Director de redacción: Zadoff, Efraim, entrada correspondiente a Argentina , pág. 131.
hizo el 27 de marzo de 1945 (cuando el frente ruso estaba a menos de 50 km. de Berlín) pues de otro modo la Argentina se quedaba afuera del concierto de las Naciones Unidas. Argentina recibió a los peores genocidas nazis. Son conocidas las historias de complicidad y asimilación de personajes siniestros como Mengele y Eichmann. No por nada este último, al ser colgado en Jersualén en 1961, vivó a Alemania, a Austria y a Argentina antes de expirar 5. En fin, la historia de David Galante, en esta última parte, se entrelaza con este lamentable contexto, y permite comprender un poco más de nuestra historia reciente. Sin embargo, a lo largo de estas cuatro décadas, la Argentina fue reivindicándose con David Galante. Desde aquel entonces, y tras aquel triste incidente que lo privó de su libertad durante unas dos semanas, nunca más volvió a ser molestado o perseguido. Al contrario, aquí echó raíces, construyó una familia y vive en paz. En definitiva, creo imprescindible conocer la vida de este judío de Rodas, sobreviviente de Auschwitz y refugiado en la Argentina. Su enorme sabiduría está plasmada en esta obra, condensada después de cuarenta años sin decir una sola palabra a nadie, ni siquiera a aquellos –como su hermano Moshe- con quienes compartieron la visión del infierno. Creo que conocer su historia constituye para nosotros un triple compromiso: como miembros del género humano -pues el Holocausto atentó contra la humanidad toda-, como productos que somos de la cultura moderna y occidental -la misma que engendró Auschwitz-, y finalmente, como ciudadanos 5 De
ello se hace eco, entre muchos otros, Hannah Arendt, en su obra Eichmann en Jerusalén. Un informe acerca de la banalidad del mal. Ed. mal. Ed. Lumen, Barcelona, 2001.
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argentinos, no sólo en desagravio para con este noble sobreviviente, sino también en homenaje a la paz y a la democracia que tanto nos costó recuperar.
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La puerta en la nariz No terminé de preguntarle a David si estaba seguro de aceptar el desafío de hacer este libro, cuando alcanzó a deslizar una mueca reveladora de su afirmación al tiempo que aprovechaba para atajarse: - Vos sabés que yo realmente quiero contarte todo lo que pasó. El problema es que no recuerdo la mayor parte de las cosas que me pasaron en Auscwitz. Son más de cincuenta años y hay un gran vacío de tiempo en el medio. Tené en cuenta que hasta hace diez años, yo casi no había hablado de este tema con nadie. Mi hermano Moshe murió en el ´92 y jamás mencionamos una palabra de lo que nos pasó en el campo. Era como un secreto que no compartimos ni siquiera entre nosotros. No sé si es mi memoria, pero la mayor parte de las cosas que me sucedieron quedaron atrapadas en el campo. Aunque algunas veces pasa algo que, de golpe, despierta un recuerdo que estaba dormido. Y es como desenterrar algo que estuvo escondido durante mucho tiempo. Como aquella noche cuando me golpee con la puerta del baño en la nariz; te acordás… Hice un gesto de negación con la cabeza mientras lo interrumpía: - No David; recuerdo muchas anécdotas que me fuiste contando a lo largo de los años, pero ninguna que se relacionara con una puerta en la nariz. Respiró sereno e hizo un ademán introductorio mientras me decía: -Te cuento entonces. David se despertó de madrugada con ganas de ir al baño. Eran como las cuatro según el reloj de la mesa de
luz y Raquel estaba durmiendo durmiendo tranquila, así que intentó desplazarse en la oscuridad sin hacer ruido. Entró sigilosamente al baño y una vez allí giró su cuerpo repentinamente sin darse cuenta que la puerta estaba a medio abrir. Sintió un fuerte golpe en la punta de la nariz, como un latigazo involuntario. De repente y sin esperarla, una historia que durmió durante cincuenta años en su memoria, despertó de improviso. David se vio formando una hilera frente a la barraca que le fue asignada en el campo de exterminio. Frente a él, un oficial alemán gritaba furioso, aguijoneando aguijoneando el aire helado de Auschwitz con sus insultos. Parecía estar descontrolado y los motivos podían ser cientos: alguien que se fugó frente a sus narices, un temor que no lo dejaba dormir o simplemente su cuota diaria de morbosidad que no había sido satisfecha hasta el momento. Lo cierto es que el amenazante nazi, profería unos alaridos aterradores, tan indescifrables como elocuentes. Para acompañar esos gritos, enarbolaba al viento su revolver, haciéndolo girar entre sus dedos e intensificando entre los espectadores de turno, el temor angustiante por la proximidad de unas balas agazapadas en la recámara. Esa noche, un frío atroz perforaba el intangible traje gris con el que David intentaba protegerse del invierno y parecía insensibilizar a todos los que allí esperaban angustiados el resultado de esa farsa. Auschwitz estaba tan helado como para comprobar en carne propia que no es de azufre sino de hielo de lo que está hecho el infierno. “- Cuando el suplicio se extiende tanto tiempo, llega un momento en que ya no te importa quién es el destinatario de la bala que amenaza asomar desde el revolver; lo único que te interesa es dejar de oír esa cadena de gritos e intimidaciones escupidas al aire, que alargan con perversa insanía el martirio innecesario de quien finalmente tiene que
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caer” . Por fin, el verdugo de turno se decidió a dar por terminada su opereta y empezó a jugar con el dedo sobre el gatillo, dibujando un horizontal columpio y apuntando con la punta del revolver hacia ambos extremos de la hilera. Pasó reiteradas veces por la cara de los sentenciados a fin de hacerles sentir que podía matarlos dos o tres veces a cada uno si aquel fuera su verdadero deseo. Aunque eso le robaría la diversión de mañana, y la de pasado, y la de pasado…. La mirada nunca sabe donde ocultarse en un momento así. Mirarlo de frente puede ser tan letal como esquivarlo. Agachar la cabeza y rezar una y mil veces parece ser la única escapatoria para acelerar el fin de ese martirio. De repente un alarido de fuego escapa del cañón y por un instante, David sintió un latigazo seco y demoledor en la punta de la nariz. “- Como cuando me choqué con la puerta de l baño”.
alrededor esquivando su cuerpo como un bulto inoportuno. Se agachó con algún esfuerzo, tratando de llenar su puño de hielo. En un fugaz recorrido, su mirada alcanzó a divisar la figura del hombre que segundos antes había estado parado a su lado. Recortado sobre la nieve blanca, un pálido y ensangrentado rostro parecía haber encontrado la definitiva bala que segundos antes apenas alcanzó a rozar su nariz. Se puso de pié y retornó a la barraca. Nunca había recordado esa anécdota, hasta que una puerta mal cerrada del baño se la devolvió de improviso, como un vendaval inclemente que tarda más de cincuenta años en llegar.
Alzó ins tintivamente su mano derecha. Tocó la punta de su nariz. Todavía estaba allí, junto a un río de sangre que fluía incesante. Sus dedos se tiñeron de rojo mientras su mirada, incrédula, se colgaba de ellos. Intentó detener el flujo de sangre haciendo presión con dos dedos sobre la nariz mientras intentaba ayudarse limpiándose con el puño de la camisa. No sentía nada, más que el dulce sabor de la sangre filtrándose por entre las comisuras de sus labios. Apretó bien fuerte con el pulgar y el índice, tratando de detener la hemorragia. No parecía ser tan grave. Miró a su alrededor y descubrió un manojo de nieve cuya blancura contrastaba con el furioso rojo de su mano. Aplicando un puñado de nieve sobre la nariz – pensó - la hemorragia cedería. Por un instante, la gente había comenzado a dispersarse a su
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Nota del Autor El viaje de una lengua Toda vida es un viaje. Todo viaje está recorrido por innumerables viajes. Y todos ellos tienen múltiples desviaciones que derivan en los destinos más inesperados e inciertos. Hay un viaje que se inicia en España en 1492 cuando los Reyes Católicos no tienen mejor idea que invitar diplomáticamente a todos los judíos a retirarse de España (con los moros no fueron tan diplomáticos), so pena de ser convertidos al cristianismo por las buenas o por las malas (más por la segunda que por la primera). El Sultán del Imperio Otomano enterado de este buen gesto de los Reyes Españoles, manda publicar y distribuir un edicto a fin de que sean bien recibidos los “sefaradím” (término que identifica a los judíos provenientes de España y cuya traducción exacta es “españoles” en Hebreo) en todos los puertos bajo su dominio. Enterados de esto, muchos sefaradím comienzan a dispersarse por el Mediterráneo buscando la protección del Sultán Otomano con la ilusión de construir un futuro mejor en tierras levantinas. Y esta procesión continuó con los años ya que poco a poco, la inquisición siguió expandiéndose por Europa y destinos seguros como Portugal e Italia comenzaron a convertirse en inhóspitos para los sefaradím que desearan conservar su judaísmo. Por el contrario y lejos de advertirlos como una amenaza, las relaciones con los Otomanos (más conocidos popularmente como los “turcos”) fueron mejorando y estrechándose con los años, lo que permitió la constitución de comunidades pujantes y numerosas en ciudades como Salónica, Estambul, Esmirna y
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Rodas (uno de los puertos de mayor importancia de la Grecia antigua). Dos cosas fundamentales llevaron con ellos los sefaradím en su salida de España. Una era la llave de su casa, testimonio de que se iban con la idea de volver. La otra era su lengua: el castellano. Un idioma que atesoraron con tanto orgullo durante los ocho siglos que estuvieron en la península, que ni la santísima inquisición ni los reyes del imperio en el que no se ponía el sol, pudieron obligarlos a abandonar. No existen muchos casos de conservación de una lengua en el el exilio por tantos años (más de de 500 para ser precisos) siendo esta una lengua no propia (como el hebreo) y que perduró por los siglos enriqueciéndose y evolucionando sin perder su esencia. El “ladino” o “djhudezmo” también es el español que mis abuelos trajeron a Argentina. Una lengua dulce y graciosa que aún resuena en mi memoria asociado a las voces de Saúl, Reyina, Hazdai y Leonor. Aún recuerdo la anécdota que contaba mi bisabuela Reyina cuando llegó al puerto de Buenos Aires procedente de Esmirna en 1912. Emocionada y sorprendida le dijo a su madre apenas pisó tierra: - Al dió, cualo es esto ¿todos hablan djhudezmo aquí?
en Rodas parecen haber sido suficientes y el destino con su mano trágica quiso que este viaje tan rico y enriquecedor terminara muy lejos del calor de las playas del soleado Egeo. Durante todo el tiempo que duró la investigación y la escritura de este libro, hice un esfuerzo permanente por ingresar a un mundo tan inexplicable como desconocido. A partir de cada relato, de cada frase, de cada gesto, de cada silencio, intenté sumirme en ese mundo que, con increíble serenidad y paciencia, desglosa y describe David Galante. Aún sabiendo que “nunca podré entrar en Auschwitz” hice el intento de asomarme a través de sus ojos y esto fue lo que vi.
Martin Hazan
Durante 500 años, los sefaradím conservaron al “djhudezmo” o “ladino” como su lengua madre aún en convivencia con otros idiomas como el griego, el árabe, el turco o el armenio. “La lengua es la patria de un hombre” y también es refugio, identidad y conciencia. La historia de los sefaradim está inevitablemente enlazada a la lengua de Cervantes. A su modo y con perseverancia, los judíos “españoles” surcaron el mare nostrum, regando sus aguas de sufrimiento, pasión y sobre todo de un gran fervor por su cultura. Pero 500 años
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Primera Parte: Rodas
…¿como debía interpretar mi generación, la de los nacidos más tarde, la información que recibíamos sobre los horrores del exterminio de los judíos? No podemos aspirar a comprender lo que en sí es incomprensible, ni tenemos derecho a comparar lo que en sí es incomparable, ni a hacer preguntas, porque el que pregunta , aunqu e no p onga en duda el horror, sí lo h ace obje to de comunicación, en lugar de asumirlo como algo ante lo que solo se puede enmudec er, presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad. ¿Es ése nuestro destino; enmudecer presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad? ¿Con que fin? … solo me pregunto si las cosas sólo deberían ser así: unos pocos condenados y castigados y nosotros, la generación siguiente, enmudecidos por el espanto, la vergüenza y la culpabilidad. Bernhard Schlink - El Lector- Zurich 1995
Rodas. David Galante nació en la isla de Rodas en 1925. Rodas pertenece al grupo de las Islas del Dodecaneso en el mar Egeo, próxima a la costa sudoeste de la península Turca su fama tiene más de 3.000 años. Su ciudad capital, también se llama Rodas. Bajo el dominio del Imperio Otomano, los Judios siempre fueron respetados en tanto que eran considerados “dhimmis” ya que pertenecían al Pueblo del Libro. Aunque no tenían los mismos derechos que el resto de los súbditos del imperio, debido a que no eran musulmanes, podían desarrollar sus tareas normalmente sin mayores limitaciones. Como todo súbdito del sultán debían pagar
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capitación y hasta en algunos casos algún extra podía venir agregado, pero habitualmente tenían la libertad de administrarse por leyes internas de la Comunidad y solo en muy pocos casos debían recurrir a la Justicia Turca, la cual solía tratarlos en igualdad de condiciones. Precisamente por estar tan bien integrados al resto de la sociedad, la decadencia del Imperio se hizo sentir también en todos los hogares judíos por lo que luego de cinco siglos en tierras otomanas, los jóvenes debieron partir en busca de nuevos horizontes. También la guerra llegó por esta época. Durante la guerra Greco-Turca la isla fue ocupada por las fuerzas italianas en 1912. En 1923 a raíz del “Tratado de Lausana”, la isla quedó oficialmente bajo dominio italiano. Italia aprovechó a sentar sus bases en las islas Rodas y Cos en su afán expansionista para conquistar Libia. Contrariamente a lo que era la política habitual de los países colonialistas, los italianos llevaron la modernidad a Rodas, creando infraestructuras en obras de saneamiento, provisión de agua potable, energía eléctrica, etc. Modificaron los planes de enseñanza y llevaron educadores a la isla. En Rodas existían algunos colegios en el nivel primario y luego venía el “gymnasium”, que constaba de tres ciclos y se regía por las normativas de la famosa “l'Alliance Israelite Universelle”. La “Alliance” como era conocida popularmente, era una institución educativa de excelencia al “estilo francés” que tenía escuelas en casi todas las ciudades donde había gran cantidad de sefaradim. En muchos casos, cuando las familias debían mudarse a otras ciudades o países, sus hijos podían continuar normalmente con su educación, siguiendo el mismo programa de estudios.
Quienes deseaban seguir sus estudios más allá de esa instancia, podían ir al colegio católico de los Santos Padres o al de las Monjas Italianas que, si bien eran confesionales, ofrecían un régimen muy liberal a sus estudiantes no cristianos. Sin embargo, estos colegios privados más costosos, limitaban de hecho su acceso a las clases más privilegiadas económicamente. Los colegios de “l'Alliance Israelite Universelle” tenían un excelente nivel educativo, lo que era muy reconocido en toda la región. Incluso se daba el caso que muchas familias de la comunidad griega o musulmana, aún teniendo sus propios colegios, decidían enviar a sus hijos al gymnasium de l'Alliance por su mejor nivel de enseñanza. Después del Tratado de Lausana el colegio paso a llamarse “Scuola Israelita Italiana” y el idioma francés paso a ser una asignatura más dentro del plan escolar. El idioma oficial pasó a ser el italiano a pesar de que toda la gente la seguía llamando “l'Alliance”. En las primeras décadas del siglo veinte había en Rodas unos 5000 judíos. En su gran mayoría vivían dentro de la ciudad amurallada. Sólo los pertenecientes a las clases más acomodadas vivían en el el “Marash”, un barrio moderno y lujoso que se encontraba en las afueras de la ciudadela. Sin embargo, la crisis económica que padeció la isla provocó una gran emigración. La situación económica comenzó a empeorar de a poco y al no haber expectativas de desarrollo ni perspectivas que permitieran mirar con algún optimismo al futuro, más de la mitad de sus integrantes decidió partir hacia otros países de Europa (solo cuando su situación económica lo permitía), en la tercera clase de los barcos que partían hacia el continente africano o a Estados Unidos o Argentina que eran los destinos
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más comunes para quienes nada tenían y soñaban con “hacerse la América”. Luego, cuando se avecinó la guerra, todos los que estaban en condiciones económicas y tenían la edad adecuada aceleraron la decisión. De los 5000 judíos existentes en la comunidad a principio del siglo XX, solo 1800 quedaban en la isla cuando la segunda guerra empezó.
Los italianos Se puede decir que los habitantes de la ciudad comenzaron a vivir un “renacimiento” con la llegada de los peninsulares al gobierno de la isla. La sociedad italiana de Rodas, de pequeñas proporciones, pasó a ocupar los cargos de índole gubernamental y los cargos directivos de las empresas que ellos mismos habían creado. La convivencia entre los italianos y la judería se desarrolló siempre sin inconvenientes y en más de una oportunidad la solidaridad acercó a todas las comunidades. Los jóvenes judíos incorporaron al italiano como su idioma y hasta se puso de moda juntarse en grupos a cantar, desde las canzonettas napolitanas hasta las operas italianas. Quizás sea por ello que quienes sobrevivieron a la guerra se dirigieron hacia Italia como primer destino. Muchos de los sobrevivientes de los campos de exterminio eligieron pasar por Roma o Bologna, pero al descubrir en carne propia los estragos que la pobreza de la post guerra allí estaba provocando, decidieron continuar su viaje en busca de nuevos rumbos. El bajo nivel de antisemitismo latente entre los italianos era algo palpable. El reducido porcentaje de judíos de este origen muertos durante la Shoa, comparado con el que sufrieron otros países europeos, demuestra la actitud solidaria que tuvieron los peninsulares hacia sus judíos frente a las órdenes de la deportación. Las parodias que protagonizó el propio Mussolini para evitar deportar a los judíos hacia los campos de exterminio pese a su buena relación con el Reich, son una demostración de ese sentir del pueblo italiano, más que un testimonio de las “cualidades humanitarias” del Duce . Pero en Rodas, la comunidad italiana era demasiado pequeña y la judería demasiado grande
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como para poder modificar las órdenes impartidas por el alto mando alemán con el objetivo de evacuar a los judíos. Las pocas familias italianas que vivían en la isla tuvieron que contentarse con derramar sus lágrimas detrás de las persianas bajas, mientras asistían silenciosos a la deportación del pueblo judío.
La religión Rodas contaba con 4 sinagogas, una yeshivá (escuela religiosa) y un colegio rabínico de muy alto nivel fundado en 1928 bajo el auspicio del gobernador italiano Mario Lago, a instancias, llamativamente, del propio Benito Mussolini. Este colegio atrajo estudiantes de los Balcanes, Turquía, Palestina, Egipto y hasta Etiopía, y rápidamente adquirió un alto prestigio en toda la zona. El colegio rabínico, después de 9 años de estudio, otorgaba el titulo de “Doctor en Filosofía”. Su currícula no se restringía solamente a materias confesionales o teológicas judías, sino que abarcaba materias más generales como religiones comparadas (mono y politeístas), historia mundial, etc. En 1937 tuvo lugar la primera y única promoción ya que al año siguiente comenzaron las leyes restrictivas y el rabinato no tuvo otro remedio que cerrar sus puertas. Durante la época del Imperio Otomano era costumbre que las autoridades de la Isla saludaran a los integrantes de las diferentes comunidades en las fechas de sus altas fiestas, yendo a sus sinagogas, mezquitas e iglesias a presentar sus salutaciones. Era un gesto de tolerancia y pluralismo muy valorado por todos, por lo que Mario Lago (primer Gobernador Italiano de la isla) continuó haciéndolo anualmente hasta 1938 cuando fue reemplazado por Cesare María De Vecchi Conte de Val Cismon (nada más y nada menos). El nuevo enviado pretendió que los representantes principales de cada comunidad fueran a saludarlo a él en sus diferentes festividades a fin de no tener que tomarse tantas molestias. De ser un gesto valorado y respetuoso, el rito pasó a convertirse en una demostración del poder del nuevo gobernador y de su poca tolerancia hacia los distintos credos.
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La familia - “Mi familia estaba compuesta por mi padre Abraham Galante, mi madre Rebeca Israel Benditcha, mis cuatro hermanas: Sara, Rosa, Juana y Matilde, y finalmente los varones: Hiskiá y Moshe y yo. Me eduqué en el colegio judío patrocinad o por la Allia nce I sraelite Universelle, ya en tonces llamado Scuola Israelita Italiana y estaba dirigido por el Profesor Gattegno de la judería italiana, que junto con su familia se establecieron en Rodas. La enseñanza en la escuela primaria y en el gymnasium tenía un excelente nivel y era muy reconocida no solo entre todas las comunidades de la isla, sino también en toda la zona del dodecaneso. Teníamos una educación de doble turno y nos enseñaban francés, italiano y hebreo. Por lo tanto además del djhudezmo que hablábamos naturalmente todos los sefaradim, más algunos conocimientos de griego y turco que teníamos por nuestros amigos en la isla, podíamos defendernos en muchos idiomas. Eso es algo que nos ayudó bastante durante el tiempo que estuvimos en Auschwitz y luego de la guerra, aun cuando la mayoría de las lenguas que allí se hablaban eran las del norte de Europa. Completé los estudios del segundo nivel a los 15 años y después me dediqué al trabajo. La guerra había empezado; comenzamos a sentir el desabastecimiento, hubo tarjetas de racionamiento y muchos hábitos alimenticios tuvieron que ser dejados de lado. Éramos una familia religiosa; en mi casa se comía casher, se iba al templo los viernes y luego festejábamos el Kabalat Shabat en familia. Mi mamá era la que hacía la comida y mis hermanas le ayudaban a organizar la cena. Recuerdo que los sábados mi abuela iba al templo y a la salida todos los nietos salíamos a su encuentro para besarle la mano. Ella vivía con nosotros, era
una mujer alta y fuerte, lamentablemente en una caída en el baño se fracturó la cadera y, después de estar un tiempo en cama falleció. También vivía con nosotros una prima que se llamaba Diana. Mi hermana Rosa se había transformado en el pilar de la casa, ella trabajaba en una librería. Era la mayor. Mi hermana Juana se había enfermado tras haber tenido un accidente; al derrumbarse la baranda del balcón del primer piso cayó fracturándose la columna. Mi hermana Matilde era la más chica, tendría 9 ó 10 años para esa época. Mi hermano Moshe trabajaba como empleado en un negocio de bonetería; con el tiempo se independizó y se dedicó a la compra y venta de mercadería textil. Durante la noche y para incrementar nuestros ingresos, toda la familia se reunía en torno a la mesa y nos dedicábamos a fabricar sobres para cartas que luego mi hermana Rosa vendía en la librería donde trabajaba.
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Rodas durante la Guerra David y su familia, al igual que toda la comunidad judía de Rodas pasaron toda la guerra en la isla. Padecieron las limitaciones económicas propias de un estado de guerra. Escaseaban los productos de todo tipo, pero lo más duro fue la falta de comida. Las raciones eran pequeñas y cada familia tenía que ingeniárselas para hacerla durar. Sin embargo, el mediterráneo favorecía a la isla con un clima ideal. Días cálidos y noches frescas que permitían afrontar con mayor tranquilidad la falta de combustible. La combinación del frío y el hambre es uno de los mayores azotes que padeció Europa durante la guerra. El frío en Rodas nunca se hace notar, y el hambre siempre se puede paliar con algunas de las maravillosas especies acuáticas del Dodecaneso. Si bien a partir del ´39 era imposible irse de allí, hay quienes coinciden en sostener que Rodas era un refugio de lujo. La guerra no se hacía sentir de otra manera que no fuera con las restricciones económicas. No hubo allí bombardeos hasta que llegaron los alemanes en 1943. No circulaban tropas, no había requisas ni persecuciones. El trato de la comunidad judía con las autoridades italianas era bastante cordial a pesar de que Mussolini formaba parte del Eje. No hubo allí ningún Kristalnacht (ni se enteraron que hubiera existido). No había leyes en contra de los judíos y si bien podría haber alguna clase de desavenencias con el emisario del Duce o con parte de la comunidad griega en la isla, esta no podía ser mayor que la que suele existir entre dos pueblos con cierta rivalidad, como hay miles en el mundo. No existieron ningún tipo de agresiones hasta que los italianos se retiraron con la caída de Mussolini y los
alemanes decidieron ocupar su lugar. Ese clima de acoso que agobiaba a los judíos de toda Europa, no se hacía sentir en Rodas. Las noticias de la guerra, eran seguidas por algunos radioaficionados que por las noches se enganchaban a la señal de la BBC de Londres. Ellos transmitían las novedades que se iban produciendo, lo que no alteraba el normal funcionamiento de la apacible vida que suelen llevar las islas del mediterráneo y por lo que hoy se han convertido en unas de las mayores atracciones turísticas del mundo. Aguas verdes y cálidas, arenas suaves y doradas, una brisa apacible, noches frescas, y callejuelas angostas con pequeñas casas blancas. Sin embargo la ciudad de Rodas cuenta además con un pasado de esplendor. Es una de las grandes ciudades de la Grecia antigua mencionada en los libros clásicos. Memnon de Rodas fue el gran general griego con el que Alejandro Magno se enfrentó en varias de las más grandes batallas de la historia. Su ciudad amurallada con sus grandes puertas y su foso tiene una figura imponente que sorprende a primera vista al viajero que arriba a sus costas. “El Coloso de Rodas”, la figura de un gran guerrero de 18 metros de altura construido en bronce con ambas piernas apoyadas a cada lado de la entrada del puerto es nada menos que una de las “Siete Maravillas del Mundo”. Y en el centro de su ciudad antigua se encuentra el “Gran Fuerte de los Caballeros de San Juan” (conocido como el Fuerte de los Cruzados), quienes habían construido allí uno de sus asentamientos de mayor importancia en su camino a Jerusalén. Este fuerte, es aún hoy el edificio de mayor imponencia de la isla y sigue siendo visitado con gran asombro por turistas de todo el mundo. No por nada David conserva fresco el recuerdo de los grandes barcos con turistas (antes de que el turismo sea esta gran industria sin chimeneas en la que se ha convertido), quienes se acercaban a la isla en busca de historia, aventura y fundamentalmente para disfrutar sus inigualables playas. Quien ha
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visitado Rodas sabe que no se puede exigir más de un destino turístico. Y no es difícil imaginar que la infancia de David allí debe haber sido tan plácida, cálida y gratificante como el clima tan especial que allí se respira. O que por lo menos, se respiraba antes del fin.
Las monedas en el mar. Las aguas turquesas del Egeo eran el hábitat natural del cuerpo pequeño y tostado de David al finalizar la jornada escolar. Junto a sus compañeros de l’alliance , abandonaban furtivamente la djhudería en dirección al puerto de Rodas atravesando la imponente muralla medieval que protegió a sus habitantes durante varios siglos de los ataques extranjeros. Sedientos de diversión, David y sus amigos zigzagueaban entre las piedras de la muralla sin considerar tal vez que esas rocas desde las que se gozaba de una vista privilegiada del puerto de Mandraki y que antaño estuviera dominada por el Coloso, era un verdadero privilegio para los ojos de cualquier mortal. En esa temprana edad, es difícil aprehender el valor de lo que se tiene frente a los ojos, aún cuando las constantes visitas de barcos rebosantes de turistas debería darles alguna idea del magnetismo que la isla tiene para los viajeros del mediterráneo desde hace más de dos mil años. Las tardes eran plácidas y amenas. Los cuerpos de los niños se revolcaban al descuido sobre una fina arena regada de almejas y caracoles, y cada tanto encontraban alguna victima para caerle encima y sepultarlo bajo una montaña de cuerpos inocentes que explotaban a carcajadas. Entre las actividades que mayor atracción despertaban, la competencia por encontrar los mejores caracoles en las profundidades del mar se fue convirtiendo en la preferida; y las contiendas por alcanzar las piezas más preciadas se fueron volviendo cada vez más extremas y desafiantes. El solo hecho de nacer a pocos metros de esas seductoras playas, convertía a todos ellos en verdaderos expertos en el arte de contener la respiración para sumergirse en las profundidades de ese mar cristalino y descubrir objetos de lo más curiosos. La increíble transparencia de sus aguas hacía de cada juego un
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deleite para los sentidos. A menudo, estas competencias no eran más que una excusa para aguardar la llegada de un barco con turistas: uno de esos lujosos cruceros que atracaban en el puerto con extranjeros ávidos de playas e historia, impacientes por degustar algunas de sus exquisitas criaturas marinas. Los barcos atracaban en el puerto y muchos viajeros elegían permanecer en sus camarotes para evitar descender con sus pertenencias y alojarse en la ciudad.
adelanta sin premeditación para los acontecimientos que un futuro inexplicable nos puede llegar a deparar.
Nunca pudieron descubrir quien hacía correr la voz, pero era sabido entre los visitantes que el arrojar monedas al mar para que sean buscadas por los jóvenes buceadores era una afición bastante común entre los turistas de aquella época. Como un valiente Cousteau, David se zambullía junto a sus amigos al ver que una delgada moneda plateada caía girando sobre si misma desde la cubierta de un moderno yate y se perdía apenas por unos segundos entre los pliegues del oleaje. No era difícil encontrarlas aún antes de tocar fondo o apenas hurgando en el pedregullo. Los arrojados buceadores, emergían victoriosos de las aguas llevando a sus casas un trofeo generoso y de un valor incalculable para sus modestas pretensiones. Para los turistas no era más que invertir unos centavos en diversión, observando a los jóvenes nativos mostrar sus habilidades acuáticas entre las cristalinas aguas en las que alguna vez reposara sepultado el mayor coloso de la historia de la humanidad. Para David, apenas uno de los tantos entretenimientos que alegraban sus horas y lo preparaban sin saberlo en el difícil arte de la lucha por la supervivencia. A veces, los juegos de la infancia tienen esa extraña virtud de recrearnos un escenario ilusorio o lúdico que nos
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El conflicto parece inevitable La mayor parte los jóvenes de Rodas fueron emigrando a medida que avanzaba la década del ’30 y los temores del inicio de la guerra se incrementaban. Todos ellos al irse, auguraban el sueño de una vida mejor, con posibilidades de mayor prosperidad que la que se auguraba para la Europa Mediterránea. Sus padres habían vivido los padecimientos que trajo aparejada la primera guerra mundial (conocida en ese momento como “La gran guerra”, guerra”, que adoptó adoptó su nombre actual una vez iniciada la “Segunda”), y la mayoría de ellos no quería enfrentarse a una situación similar. De todas formas, el peor horizonte imaginable hasta ese momento incluía serias restricciones económicas y alguna que otra batalla en el mediterráneo que podría tenerlos como más cercanos o lejanos protagonistas. No mucho más. Por eso la salida de Rodas generalmente se hacía con algún grado de planificación. Casi siempre había algún pariente lejano o cercano instalado en el lugar de destino (Rhodesia y el Congo Belga eran los lugares más elegidos aunque Argentina era otra de las posibilidades a tener en cuenta) que gestionaba los permisos de ingreso, algún contrato de trabajo y proveía alojamiento y comida hasta que el inmigrante encontraba la manera de mantenerse por si mismo. En el caso de las mujeres, lo mejor era encontrar un pretendiente con el cual casarse y entrar a la nueva tierra como “la esposa de”. No todas tenían la posibilidad de elegir al candidato, y aún cuando la tuvieran no había mucho tiempo para pensarlo ni muchas alternativas para elegir. Hay que tener en cuenta que en el caso de la Argentina, debían realizar un viaje de casi 15.000 Km. con una parada en un puerto europeo (como mínimo) para cambiar de barco. Generalmente estos puertos solían ser los de Génova o
Marsella. El costo del viaje, estaba a cargo del viajero en el caso de los hombres y a cargo del novio o de la familia de la novia (según quien estuviera en mejores condiciones) en el caso de las mujeres. Lo común era que los hijos emigraran, los padres se quedaran y recibieran del exterior el dinero necesario para mantenerse. Esto era un hecho común y podía verse con regularidad en muchas familias de Rodas. Dos de los hermanos de David pudieron emigrar de Rodas antes de la guerra. Hiskyá Galante vino a la Argentina en el año ´33, atraído por un primo de la familia que se había asentado en Buenos Aires a principios del siglo. La otra hermana, Sara Galante se fue a Rhodesia (cuyo nombre no posee ninguna relación con la isla sino con el célebre explotador de diamantes y de negros, el inglés Willam Rhodes) donde en el año ´35 se casó y tuvo un hijo. En algún momento existió el proyecto de que David y Moshe, pudieran seguir los pasos de Hiskyiá y emigraran también a la Argentina, pero este t odavía no se había asentado en el país (no era fácil conseguir un permiso para ingresar) y la crisis del ’30 dificultaba la tarea de encontrar un trabajo digno. Con este panorama el viaje de los hermanos Galante se vio postergado de manera indefinida y cuando en 1938 partió el último barco que salió de Rodas con destino a América, la guerra estaba en ciernes. Todos tenían conciencia de que no habría otra oportunidad para salir de allí.
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También las piedras Las tardes en Rodas eran apacibles y cálidas. Una suave brisa acariciaba la isla desde el mar y en la ciudad los comercios cerraban sus puertas mientras los rodeslíes se dedicaban con parsimonia a la tarea de la siesta. Un sol inmenso y abrasador dejaba caer sus rayos de manera perpendicular sobre la piedra rocosa, y las lagartijas correteaban entre los arbustos que les ayudaban a esconderse de los pequeños humanos que intentaban darles caza a fin de enarbolarlas en una varilla de madera cual trofeo de guerra. David y sus amigos mataban el tiempo en esos menesteres mundanos y recorrían la muralla de un lado al otro en busca de diversiones pasajeras mientras la ciudad reposaba. Una tarde de mucho calor, las pequeñas piedras que se desprendían de esa gran pared se convirtieron en su principal entretenimiento. Comenzaron a arrojarlas desde lo alto de las almenas intentando alcanzar el destino más lejano posible, que en esta ocasión era el verde mar. Los que arrojaban sus proyectiles en dirección al poniente y alcanzaban el oleaje, demostraban estar capacitados para ejercer tareas temerarias tales como escalar una montaña o tripular un barco. Quien no conseguía tan ansiado destino para sus rocosos misiles y apenas lograba hacerlos avanzar a los tumbos entre las arenas de la playa, podía ser considerado un candidato al fracaso. Los brazos se contraían y estiraban con destreza tratando de brindarles a las piedras toda la potencia y la dirección para que atravesaran el aire con singular aerodinamia y alcanzaran a zambullirse con elegancia entre los pliegues
del oleaje del Egeo. La competencia comenzó a ganar en intensidad y color. Los contendientes se sacaban chispas y cada cual juraba que su proyectil había logrado mayor distancia que los otros. Cuando los contendientes empezaron a perder interés en la contienda, alguien hizo referencia a la carretera que bordeaba la muralla y a los pocos vehículos (mayoritariamente carros y bicicletas) que circulaban por ella. Definir que piedra había llegado un metro más lejos o más cerca en el mar no parecía ser lo suficientemente interesante a esas horas de la tarde, pero acertarle a un conductor desprevenido a la carrera, adoptaba un cariz estimulante. Alguien mencionó que podría ser peligroso y todos coincidieron. - Sin embargo, -dijo Aarón Franco Franco – si arrojamos arrojamos piedras más pequeñas podremos continuar con nuestra competencia sin poner en riesgo la vida de nadie. La propuesta entusiasmó al grupo y corrieron alborozados en búsqueda de esos pequeños tozos de roca, roca, aptos para ser arrojados a conductores desprevenidos. En un momento, todos se encontraban dispuestos a atormentar al primer advenedizo que se asomara por la carretera. Apenas unos minutos después, alguien dio la señal de alerta y un hombre joven a bordo de una motocicleta comenzó a aproximarse en dirección a la djhudería. Cuando se acercó a una distancia prudente, las piedras surcaron el aire en dirección al bólido en movimiento. Algunas alcanzaron a impactar en el vehículo, pero una de ellas arrojada con singular destreza, pegó en la cabeza del desprevenido conductor que frenó de golpe y mientras hurgaba perplejo en los confines de su cabeza, alcanzo a divisar en lo alto de la muralla a un grupo de chicos que se dispersaba con algarabía. Las risas duraron hasta avanzada la noche. El grupo en pleno se reunió en una de sus callejuelas predilectas y el recuerdo del impacto fue el tema central de la jornada. A medida que
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avanzaban las horas, el disparo fue ganando en velocidad y dirección. Raro era que el hombre permaneciera todavía con vida a juzgar por la intensidad y violencia que alcanzó el piedrazo en el recuerdo a esas horas del atardecer. Se iba poniendo el sol y David sabía que tenía que volver a casa para cenar. Mamá Rebeca lo estaría esperando y su hermana Rosa le recordaría que todavía tenía que terminar una tarea pendientes de la noche anterior. Acelerando el paso David entró a la casa atraído por el olor de de la un delicioso manjar con el que estaba ocupada mamá y que ya amenazaba con alegrarle la noche. Sin embargo el impulso y el buen humor que lo embargaba, se vieron interrumpidos por la mirada severa de Papá Abraham que lo observaba en silencio desde un viejo sillón. David se detuvo de inmediato sorprendido mientras Abraham se incorporaba vehemente y sosteniéndolo de un brazo comenzaba a descargar con intensidad unas palmadas en su trasero. El grito de “A QUIEN SE LE OCURRE ANDAR TIRANDO PIEDRAS POR LA MURALLA” le confirmó a David que el conductor de la motocicleta era un conocido de su padre y que había alcanzado a identificarlo. Por cinco días, el dolor de no poder encontrarse con sus amigos se sintió como el de las palmadas sobre las nalgas. Esas que lo disuadieron de manera certera sobre la inconveniencia de elegir al “lanzamiento de piedras sobre personas” como un inocente juego de niños.
Rodas 1939/42 Trece años y a trabajar Los judíos consideran que a los trece años, llega el momento de abandonar la infancia y afrontar la vida adulta. El acontecimiento que marca este límite entre los juegos callejeros y las responsabilidades sociales es lo que comúnmente se conoce como Bar Mitzvah. A los trece años, los chicos judíos deben estudiar una parashá (un salmo de la Torah) que deben leer en el servicio matutino del Shabat en la sinagoga, la que debe estar compuesta por un mínimo de diez hombres. También en esos días, los hombres se colocan por primera vez el talit (especie de chal con cuentas de hilo cárdeno) y los tefilim con los preceptos que guiarán sus vidas, uno en el brazo izquierdo (junto al corazón) y otro en la cabeza. Para la mayoría de los chicos judíos de hoy el Bar Mitzvah es un acontecimiento ritual con un gran valor simbólico, que dista de modificar sustancialmente sus hábitos de vida cotidianos: siguen yendo al colegio, se mantienen bajo la responsabilidad de sus padres y están todavía lejos de cualquier función procreadora. La hora de convertirse en “hombres” se encuentra todavía lejos. Sin embargo, en la vida de David, probablemente como en la de pocos chicos, el paso de la infancia a la adultez se produjo más por factores externos que por motivos rituales. A los pocos días de hacer su Bar Mitzvah, las tropas Nazis invadían Polonia y empezaba la guerra en Europa. Si bien la paradisíaca isla de Rodas estaba sumamente alejada de la fría Polonia, las consecuencias de la guerra se hicieron sentir en todos los rincones del planeta. Comenzó a haber escasez de víveres e importantes restricciones en la circulación de productos. Dejaron de llegar a la isla las prendas femeninas que papá Abraham comercializaba en su local de ropa y su trabajo se hizo
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innecesario. A los pocos meses del inicio de la guerra se vio obligado a cerrarlo. La vida se iba tornando cada vez más difícil para los Galante por lo que todos los hermanos tuvieron que salir a buscar trabajo. Moshe, consiguió un puesto como dependiente en una mercería importante, para la que le había servido su experiencia en el negocio de papá. Rosa entro a trabajar en una librería, donde aprendió a amar a los libros a los que descubría con curiosidad y pasión. A David le tocó una tarea muy particular. Consiguió un trabajo como vendedor de flores. Los italianos, instalados en la isla desde hacía mucho tiempo, se preocupaban por embellecer sus casas y dejar contentas a sus esposas con un ramo de flores. Estas flores eran comercializadas por un ente gubernamental cuya sede se encontraba en los edificios de la administración central de la isla. El cultivo principal era de Rosas, que eran típicas de Rodas (de allí su nombre) y se comercializaban en toda la región. Rodas era famosa por sus Rosas y venían de otras islas y hasta del continente para llevarlas. Había variedades de todo tipo y color: rosas, blancas, amarillas y rojas. La isla estaba repleta de rosales que surgían a veces naturalmente al costado de una ruta, en los canteros de las calles o en el medio del campo, al cuidado de la naturaleza. Por eso, en primavera, Rodas festejaba a las miradas con su mejor color y exaltaba los ánimos de los isleños con la fragancia de sus aromas. Tan famosas eran estas Rosas, que el gobierno italiano había enviado ingenieros agrónomos para mejorar la producción. Sin embargo, al iniciarse la guerra, esas Rosas
quedaron sólo para consumo interno. A pesar de la frágil situación en la que los tenía la guerra, los Italianos no reparaban en gastos a la hora de agasajar a sus mujeres, aún cuando algunas de ellas eran además sus esposas. Para David, este trabajo era una buena forma de llevar algo de dinero a su casa y además podía relacionarse e interactuar con otras personas de distintos orígenes como los griegos, los turcos y los italianos. Esto también implicaba aprender algunas palabras de cada una de esas lenguas lo que sería de un valor incalculable años después en los campos de exterminio. - “Yo tuve que hacerme mayor de golpe”. “Los hermanos teníamos que salir a trabajar para mantener la casa y yo sentía que tenía que ser responsable por el destino de mi familia. Era una carga algo pesada para un chico de apenas trece años, pero en ese momento, no teníamos otra alternativa”.
En la época de la ocupación italiana, el negocio de las flores era manejado directamente por el gobierno. David hacía allí todo tipo de tareas. Recibía las flores de madrugada, las ordenaba en un viejo galpón y muchas veces se encargaba de repartirlas, canasta en mano, siguiendo un recorrido marcado por su jefe, en un listado donde constaban las direcciones de los clientes y el detalle del pedido. No siempre recibía una propina por estos transportes (el delivery no se había popularizado todavía) pero cuando le quedaban unas monedas en el bolsillo, se permitían el lujo de agregar un pedazo de pan en la mesa familiar o alguna confitura de esas que tanto le gustaban y que últimamente se habían vuelto inaccesibles. David pasó unos meses encargándose de las flores cuando alguien le comentó que había una oportunidad de trabajar en una empresa petrolera. Allí la paga era mejor y su jefe era un conocido
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de la familia llamado Moris Soriano. Luego de una entrevista de cortesía, David empezó su nueva tarea con mucho entusiasmo y con la expectativa de llevar más dinero a casa, aliviando la situación del hogar. Se sentía más importante por esto y pensaba que sus padres estarían orgullosos de él. La cara de preocupación de papá Abraham se iba acentuando y esto también preocupaba a David que todavía no creía entender muy bien cómo podía ayudarlo. En la petrolera, David era el chico de los mandados. Se encargaba de llevar y traer papeles, encargos, pedidos y otros asuntos menores. Pero Moris Soriano tenía reservada para él una actividad muy particular, además de llevar y traer a sus hijos del colegio. Durante la guerra, las restricciones al consumo de pan eran importantes y tenían un límite por familia. Sin embargo, Moris había hecho un arreglo con el italiano encargado de manejar el horno y se hacía traer unas piezas de pan extra muy temprano por la mañana. David era el encargado de llevar esas piezas a la casa de Moris con sigilo sin que nadie lo descubriera. Si la operación se llevaba a cabo sin problemas, le correspondía una pieza de pan para llevar a casa como recompensa por la eficiencia en sus servicios. David pasó a ser el responsable de llevar el “pan” a la casa y eso lo hizo sentir “un hombre”. Con obligaciones, responsabilidades y con una familia a la cual defender. Papá Abraham no se sentía conforme dependiendo de sus hijos para sostener la casa, pero aceptaba que con ese aporte, las restricciones de la guerra se hacían un poco más llevaderas. No eran tiempos como para que su orgullo herido entorpeciera la tarea de reorganizar el funcionamiento de la familia; tarea que los más jóvenes demostraban hacer con mucha responsabilidad y empeño.
El Barco de refugiados En 1939, cuando estalló la guerra, David tenía 13 años. Apenas había hecho su Bar Mitzvah y hasta ese momento los efectos del conflicto bélico solo se sentía en las restricciones al comercio y al consumo que afectaban a la economía de la familia Galante. Pocas y escasas noticias llegaban de la guerra a las costas de Rodas y David tenía un escaso conocimiento de ellas. Sin embargo, a veces surgía un acontecimiento que trastocaba la parsimonia cotidiana de la isla y los hacía tomar contacto con el resto del mundo, abandonando el aislamiento temporal y confrontándolos con la cruda realidad. A mediados del año 1940, llegó a las costas de Rodas un barco con refugiados judíos que se escapaban de Europa. Habían intentado desembarcar en Palestina pero el gobierno británico que estaba al mando de la zona les impidió descender argumentando que excedía el cupo de judíos que podían ingresar allí cada año. En el barco venían judíos checoslovacos, polacos, rumanos y de otros países del este de Europa. Jóvenes con la ilusión de alcanzar Eretz Israel y hacer realidad el sueño de la tierra prometida. Al tomar conocimiento de que en Rodas, una isla relativamente cercana a las costas de Palestina, había una gran comunidad judía (donde seguramente podrían ser bien recibidos), se dirigieron allí y solicitaron ayuda, esperando encontrar el momento oportuno para volver. Sin embargo, apenas arribó el barco a sus costas, las autoridades italianas impidieron su desembarco, tal como era de esperar. No hubo gestión que modificara esta actitud de las autoridades, por lo que los integrantes del barco se sintieron atrapados y sin salida. Cautivos en el “mare nostrum”,
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eran los parias de un mundo en el que ya no tenían lugar e intentar seguir escapando parecía una fórmula ineficaz que los conduciría a la nada. Se sucedieron una serie de debates respecto a la orientación a tomar. Ningún destino parecía ser seguro. En medio de los acalorados debates y presos de una situación que no tenía retorno, alguien lamentó por un segundo el haber abandonado el continente europeo, con toda esa inexplicable crueldad de la seguridad conocida. Atrapados en un laberinto y convencidos de que no tenían muchos más lugares adonde ir, decidieron incendiar el barco frente al puerto, tirarse al agua y llegar nadando hasta las costas. Con este sencillo acto, pasaron de ser refugiados a ser rescatados. Desbordados por esta inesperada situación, las autoridades italianas no tuvieron más remedio que detenerlos y aceptarlos en su nueva condición, exigiendo que la comunidad judía se hiciera cargo de su mantenimiento durante el tiempo que permanecieran en la isla. Les armaron unas carpas en el estadio de fútbol y los más jóvenes fueron los encargados de llevarles ropa, comida, frazadas y todo lo que pudieran necesitar. David formó parte de ese grupo y recuerda las ilusiones que animaban a esos jóvenes que veían al futuro con optimismo y estaban seguros de llegar a la tierra de Israel para allí ser libres y fundar su propia nación.
la vida, porque una vez que cayó Mussolini, el sur quedó liberado y al terminar la guerra pudieron dirigirse finalmente a Palestina y hacer allí realidad sus sueños. – “Si se hubieran quedado en Rodas, hubieran terminado en Auschwitz como todos nosotros – cuenta David. Como le pasó a Adolfo y Sidney Foh, junto a la esposa de este último, Feldora Sonne, y su pequeño hijo Alex, todos de Bratislava. Como excepción y debido a que eran curtidores de cueros, profesiones altamente valoradas por su importancia en la elaboración de guantes, camperas y botas indispensables para aprovisionar al ejército, se les permitió quedarse en la isla. Adolfo se casó posteriormente con Silvia Rozío que era una chica amiga de la familia Galante. Ellos creyeron que así salvarían sus vidas. La historia posterior demostró lo contrario. “ Finalmente como a todos los rodeslíes, a ellos también les tocó Auschwitz como destino y murieron en las cámaras de gas, tan lejos de Eretz Israel”.
El grupo de refugiados permaneció algunos meses en la isla, cantando, bailando y soñando con un mañana mejor. Pero las autoridades italianas no podían retenerlos por mucho tiempo, así que mandaron a traer un barco de la península y los enviaron a un campo de refugiados en Sicilia. Sin siquiera imaginarlo, ese incómodo acontecimiento les salvó
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Una línea de contacto con el mundo La calidad de la convivencia entre las distintas comunidades en la isla, turca, griega, italiana y judía, era de una razonable tolerancia. No existía discriminación racial a nivel oficial, aunque al estallar la guerra y con el nombramiento de Vecchi Conte como nuevo representante del Duce comenzaron a sufrir las mismas leyes segregacionistas que habían sido impuestas en Italia por el gobierno fascista. Todos los aparatos de radio fueron confiscados tanto a los judíos como a los musulmanes. Sin embargo, por las noches, David y un grupo de amigos se congregaban en la casa de Tonino di Giambattista, un entrañable amigo italiano cuyo padre era marechal (mariscal), quien albergaba ese ahora extraño y codiciado aparato que por decisión del gobierno de turno se había convertido en una valiosa joya tan deseada como peligrosa. La información se había convertido en un bien de alto valor, que otorgaba poder a quien la poseía. Acurrucados y en silencio, se reunían en una pequeña habitación de la casa, aislada del exterior. David y sus amigos sentían palpitar fuertemente su corazón al escuchar los primeros acordes de la Quinta Sinfonía de Beethoven que precedían a la edición italiana del informativo de la BBC de Londres. A través de ella podían mantenerse actualizados y enterarse de las novedades de lo que sucedía en el mundo por boca de la voz oficial de los aliados. Eran noches reveladoras, aun cuando la información era escasa y ocultaba lo más importante: el destino trágico de los judíos europeos. La voz del locutor italiano invadía todo el espacio y descubría las novedades poco alentadoras sobre el avance de las tropas nazis. El temor comenzaba a ganar espacio entre los presentes y al finalizar cada edición se sucedían los más acalorados
debates respecto al futuro de la isla y a su impredecible destino. Poco a poco un sentimiento de temor fue apoderándose del grupo cuando se enteraron que los alemanes tomaron Grecia y que con la caída de Mussolini se inició la batalla entre el eje y los aliados por alzarse con las islas del Mediterráneo que habían pertenecido al gobierno italiano. Si bien nunca oyeron hablar de un campo de exterminio, la perspectiva de que los nazis pudieran tomar bajo su poder la isla de Rodas se hacía intolerable para todos. Y eso fue precisamente lo que terminó sucediendo.
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Los Alemanes toman Rodas - Así estuvimos viviendo hasta 1943, fecha en que el gobierno italiano firmó el armisticio con los Aliados. Como consecuencia, los alemanes ocuparon la isla y desde ese momento comenzaron los bombardeos aéreos y navales. Las baterías antiaéreas alemanas fueron colocadas encima de los techos de nuestras casas que daban al mar. El barrio judío fue elegido por su posición estratég ica frente a la entrada del puerto y por lo tanto, se convirtió en el principal destinatario de las bombas aliadas que atacaban las posiciones alemanas . El trato que tenían los soldados alemanes con nosotros, que éramos apenas unos jóvenes de pantalones cortos, era hasta se podría decir cordial: nos convidaban chocolate, pan y otras cosas que pudieran recibir. Recuerdo muy bien el primer día de Pesaj de 1944, cuando la aviación inglesa bombardeó la isla. Los alemanes nos habían avisado que nos fuéramos de la judería porque el enfrentamiento se avecinaba encarnizado. Esa noche murieron unos 30 judíos, quienes decidieron permanecer en la ciudadela por no tener otro lugar adonde refugiarse. Nuestra familia se había retirado al interior de la isla, cerca de donde comenzaba la zona montañosa. Allí mi padre tenía un amigo turco que nos hizo un lugar en su casa que era bastante grande. En realidad fuimos unos 40 ó 50 judíos que nos refugiamos en el establo de la finca hasta que pasaran los bombardeos. La familia turca que nos alojó en su granja se mostró muy atenta y solidaria, y nos ayudaron todo lo que pudieron, aún cuando no estaban preparad os para recibir a tanta gente. Cuando regresamos encontramos parte de la judería y la muralla destruida s. Nuestra casa que estaba debajo de una batería antiaérea alemana se había salvado milagrosamente aunque se encontraba bastante dañada.
Como pudimos y con algún esfuerzo, tratamos de ordenar todo lo que había sido dañado y nos arreglamos para instalarnos nuevamente, pensando que tal vez lo peor de la guerra ya había pasado.
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Una fuga inconclusa La idea de abandonar la isla en bote para tratar de alcanzar las costas turcas era una ilusión lejana para todos, pero el devenir de los acontecimientos fue tornando esta descabellada idea en una alternativa probable y tentadora. Cuando los Nazis tomaron finalmente la isla, todos en el grupo de amigos de David empezaron a evaluar seriamente esta posibilidad y solo parecía ser cuestión de tiempo ponerla en práctica. Asesorados por pescadores turcos, algunos comenzaron a organizar sus expediciones y a preparar un programa de escape. Los ingleses habían minado gran parte del mar egeo (sobre todo la entrada al mar negro) y los alemanes controlaban las costas de la isla. La única alternativa parecía ser abandonar la costa de Rodas apenas caída la noche en un pequeño bote, con la misión de remar con todas las energías y rezar para que la marea acompañe, intentando que el alba encontrara a la pequeña embarcación a mitad de camino. Desde allí podrían divisar la costa turca surcada por suaves montañas cercanas a la ciudad de Marmaris. Logrado ese objetivo, llegar a Turquía no era difícil. Una vez alcanzado el continente sólo era necesario dirigirse a alguna de las muchas ciudades costeras en las que también abundaban las comunidades judías donde podrían refugiarse. Turquía era neutral en ese momento y los alemanes no parecían tener intención de poner sus garras allí. Algunos amigos del grupo intentaron la aventura con todo éxito. Junto con su amigo Rafael Menasché, David coincidió que a ellos también les había llegado su turno. Durante varios días se reunieron con amigos y pescadores, tratando de averiguar las mejores épocas para pasar, evitando
cualquier percance y aprovechando el curso de las mareas. Una vez que el plan estuvo avanzado, David se lo comentó a su hermana Rosa, hermana mayor y en ese momento motor principal del sustento en el hogar. Rosa se enfureció cuando escuchó su plan. Le dijo que estaba loco. Que no podía arriesgar de esa manera su vida, pero que mucho menos podía abandonar a su padres en esa situación: - Mamá y Papá nos necesitan más que nunca y no podemos dejarlos librados a su suerte. Pase lo que pase en la isla, necesitamo s unirnos en torno a ellos para proteger los. Tu contribución a la economía e conomía familiar es important e, no importa la cantidad de dinero que puedas conseguir. No podés irte David. Todos te necesitamos. No lo pensó dos veces. Con pesar, pero seguro de su decisión, David se reunió esa noche con Rafael Menasche y le comunicó su decisión. Abandonaba el plan de fuga porque su familia lo necesitaba. Rafael lo entendió y abortó él también toda intención de dejar la isla en bote. Al igual que David, Rafael ingresó un oscuro día y a paso firme en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, pero nunca lo abandonó con vida. Otros integrantes del grupo, partieron para la isla de Cos creyendo estar más seguros ya que esta isla estaba en poder de los ingleses y de los italianos que después del armisticio se pasaron al bando aliado. Desgraciadamente y luego de una feroz batalla con los alemanes donde ambos bandos sufrieron una fuerte cantidad de bajas, la isla también quedó en poder de las tropas germanas y sus judíos fueron deportados hacia Auschwitz junto con los de Rodas. Los ingleses de la isla fueron tomados prisioneros y los italianos fusilados, por haber traicionado a sus antiguos aliados del tercer Reich.
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La Comisión Rosenberg En Julio de 1944, llega a la isla de Rodas la tristemente famosa Comisión Rosenberg quien llegaba con la misión de ejecutar su parte en la “Solución Final”. Una vez instalada en la isla, el 2 de julio de 1944, una ordenanza del comando militar alemán promulgó un edicto en el que ordenaba a todos los judíos de Rodas presentarse en el edificio de la aviación (una gran construcción moderna edificada por los italianos y que se encuentra emplazada frente al puerto de Rodas) con todo su dinero, joyas y objetos de valor. Algunos judíos sospecharon la mención de “dineros, joyas y objetos de valor” en el pedido por lo que se apresuraron y los enterraron en el jardín de sus casas incluyendo monedas de oro y hasta billetes. Otros se presentaron en el edificio de la aviación con todo lo que poseían. El miércoles 19 de julio de 1944, un oficial del comando superior alemán se presentó a las 3 de la tarde en la casa de Moris Soriano (el jefe de David) creyendo que era el presidente de la comunidad judía. Moris se ofreció para acompañarlo a la casa de Jacob Franco, en ese momento, presidente de la comunidad. Una vez allí, el oficial les informó que por orden del comandante general alemán, todos los judíos debían presentarse a la mañana siguiente sin excepción en el edificio del comando aeronáutico. Era el principio del fin. Los alemanes (como habían hecho ya en toda Europa) encargaban la tarea de organización y persuasión a los dirigentes de la comunidad a fin de juntar y encolumnar sin dilación a todos los judíos con dirección al destino que tenían prefijado: las cámaras de gas.
La comisión puso en ese momento a disposición de Jacob Franco un automóvil en el que iría acompañado por un oficial de la Gestapo y un intérprete griego llamado Costa. Franco fue el encargado de recorrer la isla para decirles a los judíos cuál era la decisión de la comisión. Todas las familias debían presentarse además de con sus pertenencias y valores, con provisiones para 10 días. Los que no se presentaran espontáneamente serían buscados en sus casas. En caso de demora, el padre de familia debía ser inmediatamente fusilado y así sucesivamente hasta que se dirigieran al edificio de la aeronáutica. Costa, el griego que al principio solo parecía oficiar de intérprete y hablaba muy bien el judeo-español, comenzó a desplegar todo su arte de intrigas, mentiras y amenazas con el objetivo de hacer afluir la mayor cantidad de valores posibles hacia las arcas nazis de las que evidentemente se había asegurado alguna clase de rédito en compensación por los servicios prestados. Años después, Moris Soriano le aseguró a David que en el grupo de oficiales nazis que lideraba la comisión, se encontraba Kurt Waldheim, quien posteriormente fuera Secretario General de la ONU y presidente de Austria. Eso lo recordó cuando Waldheim era ya un personaje público y las sospechas de que había integrado el ejército alemán durante el nazismo eran mucho más que sospechas. David y Moris, volvieron a encontrarse algunas veces más después de que todo aquello terminó.
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Telegrama de Buenos Aires
El edificio de la aviación
A más de 10.000 kilómetros de distancia, Hiskyá Galante se casaba con Regina Capeluto el 17 de Julio de 1944 en el templo de la comunidad Chalom en la calle Olleros entre Conesa y Cramer del barrio porteño de Colegiales. La noticia no permitió grandes festejos en la isla. El día que llegó el telegrama informando de la buena nueva a la familia Galante, su casa acababa de ser destruida por un bombardeo y el cartero encontró a todos sus integrantes revolviendo los escombros y preparando sus valijas. En unas horas más debían presentarse en el edificio de la aviación ubicado en Tchemenlik, junto al puerto de Rodas, para esperar el momento de la deportación. No hubo sonrisas ni lágrimas para celebrar el casamiento de Hiskyá. Una extraña sensación recorrió la garganta de todos los integrantes de la familia Galante. - Camino al edificio de la aviación nos topamos con con unos carteles junto a la playa que en italiano decían claramente “PROHIBIDA LA ENTRADA A PERROS Y JUDÍOS”.
- Cuando llegamos al edificio de la aviación en Rodas, los Nazis nos dijeron que el motivo por el que estábamos ahí era que nos iban a llevar a todos a un campo de trabajo. Las familias podríam os permanec er juntas en el campo si trabajáb amos para ellos. Como el viaje era muy largo, nos obligaron a entregarles todas nuestras pertenencias “a punta de pistola”. Joyas, dinero y títulos de propiedad se fueron por los inodoros de los baños del edificio de la aviación, porque en un momento de desesperación, muchos decidieron que era mejor perderlo todo, antes que entregarlo a los enemigos. Los esfuerzos de toda una vida se iban de viaje sin escalas a través de las cloacas de un edificio público construido por la aviación italiana. Recuerdo haber visto por la ventana del edificio, un camión lleno de bolsas con joyas y dinero que los nazis le habían confiscado a todos los que se presenta ban. Para nosotros, escapar era imposible e impensable. Si encontraban a un judío escondiéndose en casa de un griego o un turco, lo fusilaban. Si alguno protestaba o intentaba incitar algún acto rebelde del resto de la comunidad, era eliminado de inmediato. Nadie tenía armas. Nadie necesitaba armas en Rodas por el tipo de vida que allí llevábamos. Estábamos tan lejos de Europa que nunca pensamos que la guerra llegaría hasta nuestra isla. Pasamos tres días dentro del edificio de la aviación esperando la llegada de los barcos. Esos tres días fueron eternos y angustiantes. Una sensación de incredulidad, incertidumbre y desamparo se fue apoderando de todos. Nadie entendía lo que estaba pasando. Nadie podía imaginar lo que estaba por pasar. Finalmente alguien alcanzó a divisar tras un ventanuco del baño, la llegada de unas barcazas. Habían llegado por nosotros y no imaginábamos adonde nos llevarían. Cuando nos hicieron salir del edificio en dirección a los barcos, nos hicieron caminar con la
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cabeza agachada, mirando el piso. Papá abrazó a mamá y los cinco hermanos tratamos de mantenernos juntos. Yo miraba hacia el piso sin poder articular ningún pensamiento. Los habitantes no judíos de la isla, griegos, turcos e italianos, tenían prohibido abrir las ventanas para seguir nuestro paso hacia la muerte. Estaba prohibido mirar y nuestro futuro era una pregunta que no parecía tener respuesta.
El viaje en barco - El 23 de Julio de 1944 nos subieron en tres barcos. Eran tres barcazas cargueras y nos llevaban abajo en las bodegas, donde solían transportar animales u otro tipo de cargas. Podíamos salir a cubierta a tomar aire cada tanto y hasta alguna noche en que hizo mucho calor, nos permitieron salir para dormir al aire libre. Comida no teníamos mucha y el hambre empezaba a hacer estragos entre nosotros. A los tres días de viaje cuando el barco se detuvo en la Isla de Cos, donde subieron los 100 judíos que allí vivían, el comandante alemán de la isla nos hizo enviar comida, lo que calmó un poco nuestra ansiedad. También recogimos algunos judíos de la isla de Le ros. Algunas veces veíamos pasar a los aviones aliados por arriba nuestro. Ellos sabían perfectamente adonde nos llevaban. De hecho los aliados tenían el control del mediterráneo y no dejaban pasar barcos alemanes. Sin embargo nadie se opuso a que nos llevaran a nosotros en camino al campo de exterminio. No hubo durante esos siete días un solo intento por detener el avance de nuestros barcos. Y a los aviones aliados los veíamos a diario volando sobre nuestras cabezas. Años después cuando volví a Rodas me encontré con un amigo griego que espiaba para los ingleses. El me confirmó que los ingleses siempre supieron que nos llevaban y hacia dónde. De hecho él había informado todo lo que nos estaba pasando y ellos ya estaban al tanto. Tardamos siete días en total en llegar al puerto de El Pireo en Atenas. En estos siete días muchos fallecieron . Ya sea por hambre o enfermedades, algunos integrantes del grupo fueron muriendo y sus cuerpos tuvieron que ser arrojados al mar. Cuando por fin pusimos nuestros pies en el continente europeo, sentimos que algo extraño estaba por pasar. Los peores temores se apoderaron de nosotros y ya nadie se animaba a ensayar una
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palabra de aliento. Europa se extendía a nuestros pies y nuestros cuerpos ya estaban cansados de ella.
Los barcos “judíos” en el mediterráneo Sobre el control de los barcos en el mediterráneo ha habido un gran debate y unas cuentas polémicas respecto a la actitud que las fuerzas aliadas debían tomar frente al transporte de judíos en dirección a los campos de exterminio. Luego de apoderarse de la isla de Creta, los alemanes procedieron a la deportación de los judíos como estaba establecido en su procedimiento de rutina, en una situación similar al que vivieron los judíos de Rodas, solo que algunos meses después. Eran cuatrocientos los hijos de Israel transportados en dos modestas barcazas que se dirigían con alguna prisa hacia el continente europeo. Los aliados detectaron este movimiento y dado el control que tenían del mediterráneo, los intimaron a detenerse y a entregarse. Ambas embarcaciones prosiguieron su marcha como si no hubieran recibido orden alguna. Dos aviones del mando aliado sobrevolaron las naves a fin de disuadirlos en su negativa a acatar la orden de rendición. El avance de las naves continuó tal como estaba previsto. Finalmente la aviación aliada abrió fuego destruyendo las dos pequeñas barcazas y eliminando a todos aquellos que viajaban en ellas. Desde el lado alemán estaba todo muy claro. Iban a exterminar a los judíos y los aliados les hicieron el favor de eliminarlos por ellos. Toda la compleja operación de traslado en territorio europeo quedó abortada y podían continuar su búsqueda de judíos por otras islas. Por otro lado los aliados, en su intento por detener las naves quedaron como “victimarios” de los judíos, quienes de una forma u otra (salvo algunas excepciones, de las que David es uno de los mejores ejemplos) encontrarían su destino final en las cámaras de gas.
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Luego de este incidente, los aliados desistieron de cualquier operación de detención de los contingentes de judíos trasladados por vía marítima en el mediterráneo en función del costo operativo que les generaba, pero fundamentalmente debido al poco interés demostrado por materia prima allí transportada. los nazis en la materia prima
Último tren a Aushwitz - Grecia nos recibió con sigilo. Nadie quería vernos y cuanto más rápido nos fuéramos, sería mejor. Todo estaba preparado para nuestra salida, aunque durante tres días nos tuvieron en el campo de prisioneros de Haidari. Un típico campo de prisioneros de la segunda guerra.
Parecía un lugar de espera; nada en especial para temer, más que la espera . Después de estar tres días en el campo de Haidari (del 1 al 4 de Agosto de 1944), los llevaron a una estación de trenes donde esperaban para iniciar, de todos los viajes posibles, el que peor destino podría tener. Los vagones llevaban una inscripción en el exterior que decía 8 Caballos/80 Personas. Todos notaron esa inscripción. Nadie atinó a comentar nada : -las escenas violentas que vivimos antes de subirnos al tren me aterraron y fueron el prólogo perfecto de todo lo que empezaríamos a vivir. A los ancianos y enfermos que no se podían subir por sí solos al tren, la familia tenía que empujarlos y ayudarlos a subir. Aquellos a los que la tarea les resultaba compleja, directamente eran ejecutados en el lugar por los Nazis, a fin de despejar la puerta de acceso y agilizar el proceso de carga. Los cuerpos baleados quedaban tendidos junto a las vías y si los parientes insistían para quedarse junto a ellos o protestaban por el disparo, un arma cargada sobre su sien los disuadía de cualquier intento en desacuerdo. No hubo el más mínimo prolegómeno antes de disparar sobre los ancianos o enfermos. Ninguna advertencia. Los nazis disparaban sus pistolas con la misma diligencia que estampaban una firma en un formulario. Las mismas contemplaciones se tomaban con los parientes. Subir al tren o morir. Esa era la consigna, aunque en esta situación el grado de
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locura y perversión demostrado por los alemanes era mayor al de la isla. - Estas escenas se repitieron a lo largo de la mañana junto a los vagones y todos los sobrevivientes sobrevivientes que allí estuvieron las recuerdan muy vivamente por el dramatismo con el que se sucedieron. Familias enteras tenían allí la más amarga despedida de sus seres queridos. Fue en ese preciso momento, al ver la ferocidad con la que nos subieron a los trenes, en que muchos comenzamos a darnos cuenta hacia donde nos llevaban. Nadie podía poner tanto sadismo para llevarnos simplemente a un “campo de trabajo”. Nadie ya podía pensar que nuestro destino sería distinto de los que quedaban tendidos junto a las vías.
El ascenso a los trenes fue un momento de ruptura. Estaban en continente europeo y allí todo estaba estaba mucho más claro sobre los que les sucedería. Los gritos aterradores proferidos por los nazis eran disparos en si mismos, o lo que sucedía con mayor regularidad, su más previsible prólogo. La familia Galante subió con mucho temor al vagón asignado, tratando de mantener a Abraham y Rebecca a salvo de los golpes y sobre todo del desgarrador espectáculo de sus amigos y parientes acribillados en un incomprensible andén. También se preocuparon por ayudar a Juana, que aún con su dificultoso andar pudo subirse al tren sin inconvenientes demostrando que aún con la cadera dañada conservaba cierto grado de agilidad y pericia. - Los trenes de carga a los que nos subieron, apenas contaban un balde con agua, una pieza de pan y algunas cebollas. La comida no duró para más de uno o dos días. Había un barril en el medio del vagón para que hiciéramos
nuestras necesidades. “Un vagón con 80 personas y en el medio un barril para que los 80 hiciéramos hiciéramos nuestras nuestras necesidades”. El vagón estaba tan cerrado que apenas unos pequeños ventanucos nos permitían sacar un poco la cabeza para poder respirar. La sensación allí era tan asfixiante que la gente se peleaba para poder as omar la ca beza aunq ue más no sea para respirar un rato.
David se esforzaba para que la estancia de la familia Galante en el vagón se mantuviera alejada de los focos de conflicto que las privaciones y limitaciones que un viaje de estas características imponían. Por un motivo que nadie recuerda bien, Moshe hizo casi todo el trayecto del viaje en otro vagón, por lo que las principales tareas de protección familiar se repartieron entre David y Rosa. Abraham y Rebeca estaban tan exhaustos como anonadados. Juana, apenas podía moverse (el accidente del balcón parecía haberse potenciado con la asfixiante situación del vagón y el poco sutil tratamiento de los bastones nazis) y Matilde se veía sumamente perturbada sin terminar de comprender lo que de todas maneras nadie comprendía, en esa inocente edad en donde los pensamientos solo parecen estar guiados por las alas de las mariposas. Cada tanto, el tren detenía su marcha en medio del campo para poder vaciar el barril de excrementos. La ocasión también era propicia para bajar los cuerpos de los que habían muerto desde la última parada. Al arrancar nuevamente, varias decenas de cadáveres quedaban tendidos a los los costados de las vías. Las paradas eran cada tres días y el clima se iba poniendo cada vez más denso. En un momento, la formación pasó por Bratislava y la sorpresa invadió a cada uno de los ocupantes del tren. La mayoría nunca había estado en una ciudad así. Pero el clima que se
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respiraba era atemorizante y la angustia iba ganando un lugar privilegiado en la garganta de cada uno de los integrantes del convoy. Pero alguien esperaba allí. David recordó que uno de los refugiados del barco incendiado frente a las costas de Rodas (que había conseguido el permiso de permanecer en la isla gracias a que se había casado con una chica de la comunidad) era de Bratislava. Posiblemente era Adolfo Foh. Al pasar el tren por la capital eslovaca su padre lo estaba esperando. Nadie sabe como se enteró que pasaría la formación, pero lo cierto es que pudo gritarle que allí estaba y alcanzó a arrojarle un pedazo de pan lo suficientemente grande como para compartirlo con los compañeros de su vagón. Esa fue la última vez que se vieron. El tren se alejó de Bratislava una noche neblinosa con rumbo a un lugar desconocido. El 16 de Agosto de 1944, el cartel “Arbeit Mach Frei” los esperaba frío y elocuente. Habían llegado a Auschwitz. Era la última parada.
La importancia de estar bien informado La “Solución Final” fue para los Nazis encargados del exterminio, la ley máxima que regía sus vidas hasta el final de la guerra. En su viaje a Auschwitz, los judíos de Rodas pudieron ver los trenes parados en las estaciones, cargados de soldados. Las órdenes del alto mando alemán eran muy claras. Los trenes que llevaban judíos hacia los campos de exterminio tenían prioridad de paso por sobre aquellos que transportaban a los soldados alemanes hacia el frente de batalla. No parecía ser razonable. Pero nada de lo que allí sucedió lo fue. Durante todo el trayecto, algunos que se habían informado escuchando la señal de la BBC (antes de ser tomados prisioneros en Rodas) sostenían que nunca llegarían al corazón de Europa: - “Primero tenemos que atravesar el mediterráneo que está controlado por los barcos aliados”. Pero al llegar al puerto de El Pireo en Atenas, descubrieron cuán solos estaban. Nadie hizo el más mínimo esfuerzo para evitar que lleguen al continente. Si esperaban alguna clase de apoyo de los aliados, podían olvidarse. Ya estaba en claro que nadie los iba a proteger. Ni siquiera una mínima ayuda. Al llegar a Atenas, el discurso disc urso de los más m ás informados cambió por el siguiente: - “Tendríamos que cruzar medio continente por tierra en una zona de combates donde las vías férreas deben estar dañadas y los alemanes deben estar preparándose para recibir el avance aliado. Piensen que los alemanes ya están retrocediendo en Rusia, en Francia y en Italia. Deben estar con miedo como para preocupa rse por nuestro destino”. El cartel “Arbeit Macht Frei” que permanecía colgado en la entrada de Auschwitz confirmó con inequívoca crudeza la poca veracidad de todas estas especulaciones.
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La deportación de los judíos de Rodas hacia Auschwitz desde Atenas, fue una de las últimas medidas que los Nazis adoptaron en Grecia. Una empresa con un altísimo nivel de organización y una capacidad logística de gran envergadura, y que fue comandada por Adolf Eichmann, permitió hacer llegar a casi dos mil judíos desde unas alejadas islas griegas hasta el corazón de Polonia en 27 días atravesando atravesando un continente convulsionado y en plena guerra. Fue una tarea finamente diseñada e implementada con gran sofisticación. A los pocos días de la partida del trágico convoy, los alemanes se retiraban de la región, replegándose del avance aliado. Era como si hubieran hecho lo último importante que les quedaba por hacer en tierras helénicas; una vez que el contingente con los judíos de Rodas y Cos abandonaron, primero el Egeo y luego los territorios continentales griegos, nazis y aliados retomaron la batalla. Parecía una de esas sátiras bélicas en donde ambos bandos solicitan un impasse para hacer sus necesidades en medio de la batalla, y luego continúan luchando según las reglas acordadas.
Una tarea sin oposición Luego de tomar el poder y antes de que empezara la guerra, los nazis, proclamando la superioridad de la raza aria, decidieron exterminar a los malos ejemplos de la sociedad. Los imperfectos, los errores que podían poner al descubierto que la raza aria no era perfecta. Y empezaron a eliminar a los lisiados, a los enfermos mentales, a los disminuidos físicos e intelectuales. Cuando empezaron las matanzas (algunas en cámaras de gas cómo más tarde padecerían los judíos), la iglesia alemana elevó una protesta al Reich quejándose por esta situación. Ellos eran alemanes, eran arios y cristianos como ellos. ¿Quién se sentía con autoridad moral como para exterminarlos? Una vez presentada esta queja y advertidos de que la jerarquía eclesiástica no toleraría actos de estas características, los altos mandos nazis decidieron poner fin a este tipo de prácticas con el objetivo de no enfrentarse con la iglesia. Cuando empezó el exterminio del pueblo judío, las voces que los defendían eran pocas y fácilmente acalladas. Algunos curas que entendían que no podía ser de buen cristiano permitir que el pueblo judío sea exterminado, salieron a protestar. Pero eran tan pocos y estaban tan desorganizados (la jerarquía eclesiástica no quiso ayudarlos de manera orgánica) que no encontraron dónde hacer oír su voz y terminaron también ellos derrotados, cuando no exterminados. Una gran parte de la clase dirigente europea prefirió permanecer callada frente a lo que estaba pasando delante de sus ojos. Los no pocos actos heroicos en defensa de los judíos no alcanzaron a parar lo que las mayorías con su silencio cómplice y legitimante terminaron por decretar: En la mayor parte del territorio europeo, la Shoah se realizó prácticamente sin oposición de nadie. En muchos de esos lugares, aún sin oposición de los judíos.
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Sin lugar en el Mundo Mucha gente asiste azorada a los testimonios de la Shoah. Las preguntas ¿por qué pasó?, ¿cómo pudo ser posible? se suman a las inevitables ¿qué hacía el mundo mientras esto pasaba? ¿Qué hacía el pueblo alemán cuando se proclamaban las leyes raciales y poco después se llevaban a sus vecinos judíos de sus casas con destino incierto? ¿Qué hacía el pueblo polaco cuando se construían los campos de exterminio en sus territorios? ¿Qué hacía el pueblo francés cuando les pidieron que entreguen a los judíos? ¿Qué hicieron ingleses cuando sabiendo del avance Nazi en Alemania desde 1933 impidieron el ingreso de judíos a Palestina? ¿Qué hicieron los americanos cuando rechazaron de plano la posibilidad de recibir a los judíos europeos en la llamada tierra de la Libertad? Todavía recuerdo la vez que una amiga me mostró el pasaporte alemán con el que su madre abandonó Europa en el año ’36 en el que, no solo tenía una “J” roja que ocupaba media página (advirtiendo al mundo su condición de “judía”), sino que se le había adosado el nombre “Sarah” a su primer nombre como se hacía con todas las hijas de Israel. Luego, en una lista con letras pequeñas, figuraban los nombres de los países al que los judíos tenían vedada la entrada. La extensión de esta lista se asemejaba al listado de países que alguna vez participó de los Juegos Olímpicos. Eran libres de ir a ningún lugar. - “En el fondo sentíamos que nadie nos quería. Hoy parece difícil entender que el pueblo judío se entregó tan mansamente a las cámaras de gas –recuerda David- pero en ese momento teníamos la percepción de que hiciésemos
lo que hiciésemos, nadie nos iba a ayudar. Teníamos las puertas del mundo cerradas”.
Estados Unidos no permitía el ingreso de judíos en su territorio poniendo como excusa la crisis del ´30. Inglaterra no solo no permitía que los judíos emigren a Palestina sino que, además, no permitía el ingreso de judíos a ninguna de sus colonias, al igual que el resto de las potencias europeas. Eso dejaba vedado casi todo el continente africano que por ese entonces estaba tomado por ingleses, franceses, alemanes, portugueses, belgas y holandeses. Argentina tampoco permitía el ingreso de judíos en sus tierras, y esto siguió siendo así, aún varios años después de la guerra y cuando el Holocausto ya era un hecho conocido en todo el mundo, si bien tardaría muchos años en tener una difusión masiva. Sería mentira negar que hubo focos de resistencia y actitudes heroicas en todos los países. El caso del pueblo Danés es uno de los más conmovedores y ejemplificador. En la investigación realizada por Raúl Hillberg, “El destino de los judíos europeos” y que es retomada por Hannah Arendt en su libro “Eichmann en Jerusalén” se encuentra uno de los mejores compendios de lo que sucedió con los judíos en cada país de Europa, de la manera en que se comportaron gobierno y pueblo de cada nación y de las consecuencias que estos comportamientos tuvieron. El caso más vergonzoso sin lugar a dudas es el del Vaticano que guardó silencio durante toda la masacre aún cuando cientos de
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sacerdotes católicos sacrificaron su vida por defender las de millones de inocentes, interpretando lo que dicen los evangelios. La película “Amén” de Costa Gavras basada en el libro “El vicario” , de Rolf Hochhuth es un gran testimonio de lo ocurrido. Segunda Parte: Auschwitz Hoy podemos ver a los líderes más importantes del mundo desgarrándose las vestiduras por lo acontecido en la Shoah. Pero debemos entender lo que se desprende de las palabras de David cuando dice que ”no había refugio para los judíos en el mundo”. Y que la sensación de desamparo con la que se movían por la vida, estaba fundada en la absoluta indiferencia con que los gobiernos de todo el mundo trataron el tema. – “Nos sentíamos abandonados por el mundo. Sentíamos que nadie nos quería. No querían que nos defendiésemos. No querían ayudarnos a hacerlo. En mi interior, creo que sencillamente sencillamente no querían que estuviéramos más allí”.
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…nuestra sabiduría consistía en no tratar de entender ni imaginarse el futuro, no atormentarse por cómo y cuándo acabaría todo: no hacer y no hacerse preguntas. Conservábamos los recuerdos de nuestra vida anterior, pero velados y lejanos, y por ello profundamente dulces y tristes como lo son para todos los recuerdos de la primera infancia y de todas las cosas acabadas; mientras para cada uno el momento de la entrada en el campo se encontraba en el origen de una diferente secuencia de recuerdos, cercanos y duros estos, continuamente confirmados por la experiencia presente, como h eridas que vue lven a abrirse a diario . Cada uno sentía día tras día, que le abandonaban las fuerzas, que el deseo de vivir se desvanecía, que la mente se oscurecía; y Normandía y Rusia eran cosas lejanas, y el invierno estaba tan cerca; tan concretas el hambre y la desolación y tan irreal todo lo demás que no parecía posible que verdaderamente existiese un mundo y un tiempo; sino nuestro mundo de fango y nuestro tiempo estéril y estancado al que ahora éramos incapaces de imaginar un final.
Primo Levi - Si esto es un hombre - Turín 1958
Los hiyos a los vieyos
A medida que bajaban de los trenes, los of iciales nazis golpeaban salvajemente a los recién llegado prodigándoles una extraña bienvenida. Sus atroces gritos se confundían con los de miles de hombres, mujeres y niños que se resistían a ser separados de sus familias. Si los bastonazos de los alemanes no los disuadían lo suficiente, la amenaza de un disparo o una bala certera en la cabeza se encargaban de clarificar cualquier malentendido. La llegada al campo era sin duda una de las escenas más dramáticas e inexplicables a las que una persona pudiera enfrentarse en su vida. Un ejército de gritos atravesaba el aire como misiles incrustándose en los tímpanos de los recién llegados. Ese fogoneo de mensajes disparados con crudeza, impartía órdenes y consignas, destrozando en apenas segundos las fortalezas más grandes que una persona puede edificar a lo largo de su vida: una familia, una amistad, el amor apasionado entre un hombre y una mujer o el afecto más entrañable que une a padres e hijos. En apenas segundos, palabras como mamá, papá, hermano, hijo, amigo, abuelo o nieto se transforman en definiciones vacías que van perdiendo su sentido. Todos deben separarse y decirse adiós, hasta luego, o hasta nunca, para siempre. En menos de media hora se destruyen todas las relaciones, todos los vínculos yacen pisoteados, todos los afectos y sentimientos poderosos de relación y pertenencia quedan ahogados entre gritos desgarradores, entre llantos impostergables. En medio de esa locura que divide a las personas en agrupaciones inexplicables y amorfas, una voz surgida de la nada y a la que nadie recuerda hallarle un emisor, pero que todos los sobrevivientes concuerdan haber oído claramente, desagarra el escenario e inunda el espacio de dolor: “Los hiyos a los vieyos”; “Los hiyos a los vieyos”. Nadie sabe de dónde viene, pero todos creen entender lo que significa. Los jóvenes, los mejor alimentados, los que todavía pueden trabajar, encontrarán en su trabajo esclavo la posibilidad de una angustiosa y lacerante salvación. Los vieyos, los hiyos, los
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desahuciados y los enfermos ya no tienen destino en este mundo y se dirigirán sin dilación a encontrarse con la muerte que los espera, confortable y cálida, en unos edificios herméticos hoy conocidos como “las cámaras de gas”. Los padres que todavía tengan una esperanza de sobrevivir, solo podrán acceder al purgatorio de los vivos si lo hacen con las manos libres de hijos o de padres. “ Los hiyos a los vieyos ” determina que los hiyos deben ser entregados a los vieyos para que transiten juntos por el mismo camino de la muerte. Los padres o hijos que no se atrevan a soltarlos seguirán con ellos por el mismo camino. “ Los hiyos a los vieyos ” era la única opción posible para quienes decidieron afrontar definitivamente a la muerte o convivir con ella para siempre. Era una decisión cruel y oscura que debía ser adoptada en una ráfaga de tiempo, sobre la que nadie puede considerarse autorizado a emitir juicio de valor alguno.
Para un lado, para el otro David pasó frente a la mirada de un grupo de médicos que al verlo joven y sano lo enviaron junto a quienes con su trabajo deberían ocuparse del mantenimiento del campo o colaborar en algunas de las fábricas que allí funcionaban. Tenía 18 años, medía 1,75 de estatura y pesaba 60 kilos. De los 1600 judíos de Rodas que entraron a Auschwitz esa mañana, se calcula que 1200 entraron directamente a las cámaras de gas, entre ellos papá Abraham y mamá Rebecca. Los otros 400 fueron derivados a realizar distintas tareas forzadas. Unos pasos adelante y luego de haber sorteado la “selección” un funcionario del ejército tomó sus datos y lo envió a ponerse en una fila. David y Moshe estaban aterrados. No tenían idea de lo que estaría pasando con sus padres y hermanas, pero lo presentían de alguna manera. Acababan de separarse dejándolos en medio de un grupo que iba camino a la muerte. Allí se despidieron sin despedirse. Rosa, Juana y Matilde fueron con el grupo de las mujeres al otro lado del campo. David entendió que habían pasado la selección y durante mucho tiempo creyó reconocerlas a través de las alambradas. Peladas y escuálidas, todas las mujeres se parecían. Incluso creyó entender que una de ellas lo había reconocido y le devolvió el saludo. Años más tarde una amiga en común le confesó que pasada la selección las mujeres jóvenes recibieron un baño y fueron peladas. En esa circunstancia, se notó que muchas de ellas estaban más débiles de lo que se pensaba y decidieron enviarlas a las cámaras de gas. Rosa, Juana (que inexplicablemente paso la primera selección) y Matilde fueron subidas a un furgón y nunca más nadie las vio con vida. No eran sus hermanas a quienes David creyó identificar, sino al deseo de
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imaginarlas y encontrarlas aún con vida que se desdibujaba tras los alambres desparejos.
David y Moshe con un grupo de jóvenes de Rodas ingresaron en una oscura barraca. Uno a uno fueron pasando a un consultorio y con una aguja no esterilizada, les grabaron un número en su brazo izquierdo. El número con el que intentaron reemplazar su nombre y su identidad: B7328; el número que hasta hoy David enfrenta cada mañana al despertar. A Moshe le tocó el número siguiente B7329. A partir de que se estaba en posesión de un número, se dejaba de ser una persona con nombre y apellido para pasar a ser ese número. De ahora en más, para llamar a David todos deberían pronunciar B7328. No más David Galante; solo un número. No tenía más nombre ni apellido y nadie se iba a preocupar por saber si alguna vez los tuvo. Eso no era importante. Lo importante era que B7328 se dedicara a realizar sus tareas hasta que la cámara de gas hiciera su trabajo. Mientras tanto le sería concedido el beneficio de la vida, solo por un tiempo más. Solo mientras le quedara algo de fuerza en su cuerpo. Dentro del objetivo que los prisioneros perdieran toda estima por su persona, la supresión de la identidad era un paso fundamental. David tenía su número y era un poco menos persona. Esa era otra de las bienvenidas que Auschwitz le tenía preparada. Bienvenido a Auschwitz.
La sala de los niños Los hombres estaban abarrotados en una barraca esperando indicaciones para moverse. moverse. Aunque por la experiencia vivida hasta el momento, preferirían no hacerlo. Luego de estar un rato allí abandonados, un kapo al que todavía no conocían como tal, leyó algunos números y balbuceó algunas palabras en alemán que nadie alcanzó a entender. Al principio nadie comprendía lo que esos sonidos significaban ni a qué se refería quien los profería, ya que los pronunciaba en un rabioso alemán sin preocuparle mayormente que alguien entendiera. Aprender el propio número asignado en alemán era fundamental si no se quería ser sometido a constantes castigos y golpizas. Alguien que no respondía al llamado de su número, estaba expuesto a todo tipo de castigos. Aprender el propio número en alemán era el primer aprendizaje de valor. Pronto entenderían por qué. El kapo trató de hacerse entender con algunos gestos y el apoyo de algunos términos en italiano. Quienes lograron descifrar algunas palabras intentaron traducírselas al grupo a fin de brindarle mayor dinamismo al evento. Poco a poco, todos los hombres fueron entendiendo que se referían a sus números y se les asignaron distintos destinos. Entre tantos números David creyó escuchar el suyo y se dirigió hacia un oficial que lo señalaba, mientras le hacía gestos para que lo siguiera. David estaba solo. Nadie más parecía haber sido llamado con él. Le hizo un gesto con la cabeza a Moshe, abriendo un paréntesis de duda en esa incómoda y desconocida situación, sin imaginar cuál sería su destino. Apuró el paso tratando de no perder de vista a su imprevisto guía asignado y se alejó del salón sin entender bien adonde iba, imaginando con naturalidad que se encontraría con
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Moshe más tarde. Pasaría el mismo infierno por la vida de ambos, antes de que se volvieran a ver. Con temor y algo de preocupación por tener que separarse del grupo, David comenzó a avanzar detrás del oficial quien mantenía un paso seguro y cada tanto aceleraba su marcha. Salieron del edificio en el que estaban y se alejaron con rumbo incierto. Luego de pasar por varias dependencias que le resultaron extrañas, llegaron a un edificio con grandes salones que parecía estar habitado por chicos de entre 7 y 13 años. Era la barraca número 10 del campo de exterminio de Auschwitz Birkenau. Bastó un gesto del oficial para que entendiera que ése era su destino y que debería quedarse allí hasta recibir nuevas órdenes. David se quedó allí parado solo con sus cosas, mientras el oficial se retiraba sin preocuparse en brindarle la menor explicación. El espectáculo era desconcertante. No entendía qué haría allí entre tantos niños. Estaba sorprendido, pero al rato de llegar se tranquilizó. En el ambiente se respiraba un clima agradable, las camas parecían ser cómodas y limpias y existía un bienestar general que era reconfortante. Escogió una cama apoyada contra una pared, adonde se fue a acostar para reponerse tanto del viaje como del traumático tatuaje. Durmió un largo rato hasta que alguien los despertó. Era la hora de la comida y se aprestó en una mesa junto a muchos chicos. Lo sorprendía que el mayor de ellos no tenía más de 13 años. No entendía por que estaba allí. Bebió leche caliente a grandes sorbos y había abundante pan para saciar su hambre. Después de un viaje tan largo y agotador, su cuerpo parecía retornar a la normalidad, pero estaba angustiado por la situación de su familia. Identifico a un chico de Rodas llamado Cordoval de aproximadamente 12
años y luego trabó relación con un chico de Gorizia en el Friuli Veneciano. Como los tres hablaban italiano, pasaban la mayor parte del día juntos. Sin embargo, David no se atrevió a salir de ese ambiente tan amable y confortable que lo protegía y cuidaba. Por la mañana veía cómo muchos chicos eran llamados en un idioma que él no alcanzaba a entender. Todos los días seleccionaban a unos cuantos que se iban detrás de un oficial. Algunos regresaban exhaustos por las noches. Otros no. Creyó ver en esas caras una sombra que no alcanzaba a descifrar, algo que le preocupaba sobremanera. Estuvo así aproximadamente ocho días y no se decidió a preguntar adonde estaba (tampoco sabía en qué idioma hacerlo), ni por qué estaba allí. Seguramente también temía preguntar. Tampoco entendía por qué nunca lo llamaban a él. Finalmente, apareció un soldado alemán portando unos listados y mientras parecía escrutarlos con detenimiento le preguntó cómo se llamaba. Luego de responder, el soldado sorprendido, preguntó por su edad. David lo dijo de varias maneras, pero finalmente recurrió al idioma universal de sus dedos para hacerse entender. Cuando se aseguró de que el soldado entendió que tenía 18 años, éste esbozó una mueca de sorpresa y mostrándole el listado le hizo entender que lo habían registrado como un niño de 8 años. Por ese error, David estaba allí y no en las minas de la Alta Silesia como muchos otros rodeslíes que murieron a los pocos días de llegar, ni en Bergen Belsen adonde estaba su hermano Moshe, derivado también desde Auschwitz. Quienes se jactaban de tener una organización perfecta, cometieron un error tan infantil como banal, que a la postre terminaría significando decisiva en la vida de David. Le ordenaron recolectar sus cosas y lo llevaron al “lager*”. Allí tuvo que conformarse con la incomodidad de un duro, maloliente y concurrido camastro en una de las tantas barracas de Auschwitz Birkenau. Al día siguiente debería encontrar un
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Komando donde empezar a trabajar, y a descubrir una forma para sobrevivir en el lugar menos vivible del mundo. Ya no encontraría rodeslíes con quienes compartir sus angustias (sólo habían quedado 10 hombres de Rodas en el campo y tardó mucho tiempo en encontrarlos). Estaba sólo como no lo había estado nunca en su vida. Un profundo dolor recorrió todo su cuerpo. Sintió ganas de llorar. Años después, recordando este episodio, descubrió que el lugar al que fue llevado por error era el lugar adonde se enviaban a los niños judíos con los que el Dr. Josef Mengele realizaba todo tipo de experimentos médicos, sin necesidad de recurrir a conejillos de indias. La indescriptible bestialidad de ese horror está claramente documentada y excede ampliamente los horizontes de este libro. *Lager: Campo
B7328 David no tiene miedo de hablar del número que en forma de tatuaje, los nazis le asignaron a las pocas horas de su ingreso al campo: B7328 dice la inscripción. Ese número aferrado a su brazo lo acompañará hasta el final de sus días. El número tenía como objetivo principal robarle la identidad a los recién ingresados. A partir de ese momento nadie era más la persona que había sido. Todos pasaban a ser un número. Y a quien le quedara alguna duda, el tatuaje se encargaba de recordárselo. Pero no hacía falta mirarlo todo el tiempo. Por ese número (gritado en alemán) llamaban a cada uno para la tarea cotidiana. A nadie lo llamaban por su nombre. Los llamaban por su número. Eso eran: un número condenado al exterminio. Durante los primeros días en el campo, la mayoría de los golpes recibidos, correspondían al ítem “no responder al llamado del número correspondiente”. A David le pasó en un par de oportunidades que estaban diciendo su número en alemán y él, sin entenderlo, permaneció inmóvil. Al tercer llamado, todos empezaban a mirar a los recién llegados (fundamentalmente a los que provenían de países con lenguas extrañas*). Cuando David entendió que se referían a él, avanzó lentamente e inmediatamente recibió un golpe en la cabeza por no obedecer con celeridad al llamado. No se sabe bien a qué escuela pedagógica corresponde ese método educativo, pero el número propio en alemán era una de las primeras cosas que aprendían los recién llegados al campo. A medida que pasaban los días, David sentía que iba quedando más solo. Cada vez menos gente pronunciaba su nombre y más pronunciaban su número. Es como si tuviera que hacer el ejercicio
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de recordar que se llamaba David al levantarse cada mañana. B7328. Eso era lo que oía cada vez que lo llamaban cuando no le decían “eh, tu” o “venga para acá”. David se acostumbró a vivir con este número una vez que salió del campo. Siguió llevándolo consigo como un testimonio de lo que había vivido. Sabe de algunos sobrevivientes que se lo borraron con métodos quirúrgicos para no cargar con esa marca que les recuerde el campo por el resto de sus vidas. Sin embargo es poco sensato creer que los recuerdos del campo están concentrados en un tatuaje. Los recuerdos de Auschwitz-Birkenau están tatuados en “todo el cuerpo”. Es absolutamente imposible sustraerse de sus recuerdos. La Shoah está grabada en cada rincón de la mente de quienes vivieron esa experiencia y ningún tratamiento quirúrgico ni psicológico puede borrarla de allí en donde está alojada. Por eso David no le da tanta importancia a su número. Es más un símbolo visual para quienes lo miran que para él. Cada vez que da una charla, asiste a una conferencia o se encuentra con un grupo de alumnos, siempre le preguntan por su número, que a simple vista incomoda y sorprende. David responde con naturalidad, brindando cortésmente todas las explicaciones del caso y sin preocuparse por su significado. Siempre tuvo en claro que los horrores de la Shoah, no pueden concentrarse en un simple dibujo con forma de números maliciosamente garabateado sobre su brazo. * principalmente latinas: español, italiano, francés o griego (entre otras).
La llegada al campo. Cuántos eran, cuántos quedaron MH: Veo los videos de Auschwitz y me cuesta creer que fue real DG: A mi también me cuesta creerlo, después de tantos años. Lo vuelvo a ver y me pregunto también si esto fue real o fue un mal sueño. Ver esos cuerpos, ver esa gente. MH: ¿Viste algún amigo en esa situación? DG: Estaba yo mismo. Me vi a mí como se ve a las personas en esas películas. En realidad no teníamos espejos pero nos íbamos dando cuenta por la forma en que veíamos a la gente que nos rodeaba. Parecía que nos íbamos derritiendo. No te olvides que cuando nos liberaron yo pesaba 38 kilos. Cinco semanas después recuperé 20 kilos. Los rusos nos acostumbraron a comer de a poco. Los que comían muy de golpe, se morían enseguida. MH: ¿Cuánto tardaste en enfrentarte a esas imágenes? DG: A partir de que llegabas al campo no podías no enfrentarte con ellas. Cuando llegabas te encontrabas con la gente que hace más tiempo estaba y ellos ya estaban en esa condición. El impacto era muy fuerte. No te olvides que algunos días antes estábamos en una isla del mediterráneo donde no te enterabas de lo que pasaba en el mundo. No sabías lo que era un campo de concentración o de exterminio. El impacto inicial era muy fuerte. No podíamos creer nada. Cuando nos señalaban el horno y nos decían que ahí quemaban a los judíos no sabíamos si nos hablaban en serio. Era difícil creer que eso era posible. Después con lo que veíamos con el pasar de los días, ya empezábamos a creer que esas cosas podían ser ciertas. Veías que todos los días
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desaparecían algunas de las personas con las que estabas en la barraca. Veías cómo se los llevaban y no volvían. Hasta que nos tocó vivir nuestra primera selección oficial como internos del campo y ahí ya no te quedaba ninguna duda adonde iban los que eran seleccionados. Los que veían que no estaban en buen estado físico o de salud eran separados a un costado y se los llevaban directamente a las cámaras de gas. El empeño que la gente ponía para aparentar que todavía estaban saludables era increíble. Solo el terror a la muerte puede hacer actuar a los hombres así.
La selección Una pregunta que sucede de manera recurrente es ¿Cuáles eran los criterios de selección y por que se realizaban? Regularmente, la población del campo se mantenía estable. Si bien todos los días llegaban trenes con gente para las cámaras de gas, y los más fuertes de ese grupo sobrevivían, eran muchos los que morían diariamente por hambre, enfermedades, o simplemente porque un se les ocurría eliminar a algún prisionero (alguno que volvió más tarde de su trabajo, uno que contestó de mal modo o se quejó de su ración de comida, etc..). Pero cada tanto, venían convoy especiales (el de Rodas era uno de ellos). En los últimos meses, llegaron trenes especiales de Hungría, de Francia, de Rumania, de Salónica, etc... En esos casos, había que hacer más lugar ya que entre los recién llegados habría muchos jóvenes bien alimentados (a pesar del cansancio del viaje) y podían perfectamente reemplazar a muchos trabajadores entre los que el hambre y los trabajos forzados habían hecho estragos. En ese caso, se llamaba a una nueva selección y los hombres y mujeres tenían que correr desnudos frente a un grupo de médicos alemanes que con un simple gesto indicaban hacia la izquierda o hacia la derecha. La seña hacia un lado, indicaba que podían quedarse trabajando en el campo un tiempo más. La seña hacia el otro, sencillamente “la muerte”. No existía instancia de apelación. A veces un jov en con fuerza y bien alimentado era enviado a las cámaras de gas y nadie se le ocurría preguntarle a los médicos si se habían fijado bien, si equivocaron la señal o si algo en la cara del sujeto les había molestado en particular. El gesto en si mismo era una sentencia inapelable.
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A partir de ese gesto nadie era mucho más que un nuevo lugar vacío en un camastro maltrecho de una oscura barraca del campo de exterminio de Auschwitz Birkenau. Nada más, y nada menos.
Resulta inevitable preguntarse qué pasa por la cabeza de un hombre en ese lapso de tiempo. Desde el momento en que te dicen “a la derecha” y sabés que fuiste “seleccionado”. Y eso significa que en pocas horas vas a morir en una cámara de gas y tu cuerpo va a “desaparecer” en un crematorio. Que pensás. ¿Lo negás? Si hasta hace un rato suplicabas que no te seleccionen porque sabías muy bien lo que eso significaba. Si fingiste que caminabas bien, que no estabas tan flaco, que todavía podías resistir unas cuantas palizas estoicamente (“-péguenme fuerte si quieren, vean que estoy sano, que todavía me puedo arrastrar por ustedes, golpéenme de manera reiterada en donde más me duela, déjenme tres días sin comer, pero por favor, no me lleven a la cámara de gas...) ¿cómo hacías para dejar de pensar en lo inevitable?. ¿Como hacen las piernas para avanzar en ese camino? ¿Por qué avanzan si saben que en ese trayecto final (de la vida) solo pueden encontrar como destino, el fin de todos los pasos y la ausencia de todos los caminos? ¿Es posible avanzar un paso más una vez que nos dijeron “fuiste seleccionado”? ¿Es posible construir otra mentira y negar que lo que va a pasar es lo que ya sabemos que va a pasar? ¿Es posible engañar a las piernas y lograr que no se enteren de lo que para el resto del cuerpo es ya una letal noticia?
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El destino de los “otros” rodeslíes MH: - ¿Y para los que estaban en condiciones de trabajar, cuál era el objetivo de que se quedaran en el campo? DG: - Fundamentalmente ocuparse del mantenimiento del campo y trabajar en algunas fábricas. Había fábricas de armamentos, había un campo de la aviación donde venían aviones derribados (tanto de un bando como de otro) y traían las partes para ver qué se les podía recuperar. Esas partes se las subía a los trenes y se mandaban de nuevo a las fábricas de aviones. También hacíamos trabajos de “adentro” del campo. Íbamos a limpiar las letrinas. Los kapos nos llevaban con baldes y teníamos que vaciar las letrinas y tirar el contenido en otro lado. Éste era uno de los trabajos más ventajosos, porque cuando nos llevaban a limpiar las letrinas del campo de las mujeres, teníamos que pasar cerca de la cocina. Cuando pasábamos por ahí, las chicas que nos veían en mal estado, siempre nos tiraban una papa, o un pedazo de pan. Las papas crudas eran muy buenas porque te ayudaban a evitar las diarreas a las que todos estábamos expuestos diariamente. Por eso ese trabajo era muy buscado. Era una buena noticia cuando te seleccionaban para limpiar las letrinas.
fondo de la olla, por ahí el líquido era un poco más espeso y eso te alimentaba un poco mejor. Con la ración diaria sola, tu cuerpo se derretía. Te ibas debilitando poco a poco y ya no podías trabajar ni mantenerte. Por eso cualquier trabajo que te pudiera dar algo extra con lo cual alimentarte era muy requerido porque significaba que extendías un poco tus posibilidades de sobrevivir. No pensábamos en otra cosa que en eso. Alimentándote sólo con la ración diaria, podías caer en la próxima selección. Nosotros por suerte llegamos sobre el final. Entramos en el campo en Agosto de 1944 cuando la guerra ya estaba inclinada a favor de los aliados. Así y todo, sólo el 8% de los que llegamos de Rodas, alcanzamos la liberación. En los 5 meses que estuvimos en Auschwitz, murieron más de 1.300 judíos de Rodas. De los aproximadamente 1.800 judíos que salimos de Rodas y Cos, sólo 1.500 llegaron al campo de concentración. De los 300 restantes, algunos fueron salvados por tener alguna nacionalidad diferente (turca, americana, etc.) y los demás murieron en el camino, en el viaje en barco hasta Grecia y en el viaje en tren hasta Auschwitz. Particularmente en el tren murió mucha gente. De esos 1.500 que llegaron a Auschwitz, la mayoría murieron el mismo día que entramos al campo y fueron directamente a las cámaras de gas. Mis padres y mis hermanas entre ellos. ellos. Sólo 400 fuimos derivados a otras tareas. A algunos se los llevaron a otros campos a trabajar y fueron liberados más tarde. MH: - ¿Y por que a algunos los llevaron a otros campos?
MH: - ¿Y si no te daban ese “extra”, cómo era la ración de comida diaria? DG: - La ración de comida diaria se componía de un pedazo de pan y un plato de sopa. Que en realidad era un caldo con gusto a algo indefinido. Si te tocaba de la parte de arriba de la olla, apenas sí tomabas un agua caliente. Si te tocaba del
DG: Primero llegamos todos a Auschwitz y ahí se hizo la primera gran selección con los chicos y los mayores que fueron directamente a las cámaras de gas. Después entre los que quedamos, nos repartieron a distintos lugares donde necesitaban gente para trabajar. Incluso mis tres hermanas fueron separadas para estas tareas, pero luego encontraron que estaban muy flacas
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y se las llevaron igual a las cámaras de gas. Esto me lo contó una amiga en común no hace muchos años. La última vez que las vi fue en el momento en que nos separaron en esa primera selección al llegar al campo. Mis hermanas para un lado, yo y mi hermano para otro y mis padres fueron directamente a las cámaras de gas. Así fue.
Dos rebanadas de pan - “La vida del campo te embrutece. Te hace menos persona. Te rebaja a lo peor” suele suele repetir David. Ése era uno de los objetivos de los alemanes. Transformar a los judíos en bestias. Sacar lo peor de cada uno de ellos. Hacerlos enfrentarse por un trozo de pan, una camisa en buen estado, un cazo de sopa o cualquier modesta ventaja que les regale una pequeña ilusión que los ayude a enfrentar un nuevo día. Cuando David salió del Hospital del Dr. Mengele en donde se hacían experimentos con niños se encontró muy solo (años después, en una revista francesa puedo identificar exactamente la barraca número 10 en donde había estado y donde se realizaban esos experimentos). Se sintió más solo que nunca. Empezó a vagar por las distintas barracas preguntando por los judíos de Rodas. Alguien le dijo que se los habían llevado, probablemente a otro campo. Al reencontrarse con su hermano años después le confirmó que los habían llevado a Bergen Belsen. Su sensación de desamparo y soledad fue ganándolo a cada instante. A la imperiosa necesidad de trabajar para sobrevivir, se sumaba el aprendizaje de una subsistencia basada en la desconfianza y el pillaje. Conseguir el más mínimo beneficio de cada situación y aprender a descubrir los trabajos con mayores ventajas personales es un conocimiento que se incorpora con mayor facilidad en grupo. Si a esto le agregamos la sensación babélica de sentirse rodeado por idiomas desconocidos y lenguajes extraños es inevitable comprender que la realidad a la que se vio inesperadamente enfrentado David era mucho más dolorosa que aquella a la que Auschwitz podía imprimir por sí misma a cada nuevo habitante. A pesar de defenderse con el italiano, el francés, el español –djhudezmo- y el griego, la mayoría de los que estaban junto a él hablaban yidisch*, polaco, alemán, ruso, eslovaco y
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otras lenguas no latinas. Al asedio de los alemanes y de los Kapos, se sumaba la indiferencia de sus compañeros o lo que era aún peor, la imposibilidad de comunicarse con quienes podían darle consejos u orientarlo en los hábitos del campo. El aprendizaje era doblemente dificultoso y la soledad apretaba como la soga que estira la horca. Con los primeros conocimientos adquiridos, David obtuvo tres rodajas de pan extra trabajando cerca de la cocina. Estaba emocionado porque el hambre lo estaba matando y era el primer síntoma de que empezaba a aprender de esas sutiles ventajas que permiten sobrevivir un día más. Sin embargo tuvo la precaución de comer sólo una de las rodajas y guardar las otras dos para el día siguiente. Imaginaba que de esta manera, si no conseguía raciones extras en los días por venir, le resultaría más fácil sobrellevar el hambre. Se acostó temprano, sabiendo que a las 5:00 lo despertarían para la ducha fría y el trabajo. Con delicadeza, escondió las rodajas de pan en su zapato izquierdo y envolvió todo dentro de un trapo. El conjunto trapo-zapatos-pan, le sirvió de almohada esa noche, en la que se acostó por primera vez en mucho tiempo con menos angustia de la habitual. La sola idea de que no pasaría hambre al día siguiente lo embargaba de una inexplicable felicidad. La luz de la luna que se filtraba por un ventanuco atrapó su mirada durante un largo rato en que le costó conciliar el sueño por esa extraña excitación. En aquella extraña noche podría haber soñado David con el mar turquesa de Rodas; las aguas cálidas meciendo su cuerpo que flotaba inmóvil frente a la imponente muralla que protegía la ciudad. Los tonos anaranjados que reflejaban las
piedras al atardecer, le hacían recordar una fogata compartida con sus amigos junto al monte Smith en la parte alta de la isla. El fuego se robaba su mirada y las chispas que explotaban en la noche lo mantenían atrapado como a una mariposa. Las aguas del mediterráneo eternizaban las horas hasta que en el horizonte alcanzó a divisar la figura de su padre que le hacía señas para volver al hogar. Su madre tendría preparada la comida en un rato y sus hermanos habrían regresado del trabajo. Empezó a desplegar las primeras brazadas en el mar cálido cuándo de repente un silbato ensordecedor lo despertó devolviéndolo a la realidad. Se levantó sobresaltado. Le llevó dos segundos alejarse de su sueño y descubrir que estaba en un frío y equivocado rincón de Polonia. Los hombres corrían como desesperados hacia las duchas y en un instante glorioso, recordó que tenía sus rodajas de pan ocultas bajo la improvisada almohada. Con tranquilidad, recogió el trapo y lo desenvolvió con rapidez. Sujetó su zapato izquierdo y descubrió con estupor que las rodajas de pan ya no estaban allí. Tomó inmediatamente el derecho y confirmó lo que suponía: tampoco en ese se encontraban. Aún adormecido recorrió con su mirada en derredor las maderas que conformaban el camastro en donde había pasado la noche y no había rastro ni migas de las rebanadas de pan. No lo podía creer ni entender. Por un segundo recordó y el pan estaba ahí cuando se durmió pero misteriosamente, había desaparecido al despertar. Una profunda sensación de desconsuelo lo invadió y un dolor poderoso y profundo se transformó en un llanto aterrador. Si, lloraba. Con lágrimas de las que duelen en lo más profundo del alma. Terriblemente lloraba. Inexplicablemente, ninguno de los escalofriantes acontecimientos que había vivido desde su llegada al campo le habían despertado un sentimiento equiparable. El desamparo se había apoderado de su cuerpo y de su alma. El llanto no se detenía. Los hombres que seguían entrando y saliendo del baño a gran velocidad tampoco. A nadie le importaba
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su dolor. Posiblemente dos camastros más allá alguien había amanecido sin vida. Pero eso tampoco le preocupaba. Le habían robado sus rodajas de pan, y lo que es peor, la ilusión que esos dos pequeños trozos de esperanza escondían.
La supervivencia, el frío y los zapatos Existían cuatro formas de morir en el campo. En la cámara de gas, de un balazo, por hambre, o por frío. Estas eran las más usuales. Había otras, pero estas eran de las que debían cuidarse diariamente quienes allí habitaban. Por eso, la lucha por la ropa, podía ser tan encarnizada como la lucha por la comida o por evitar pasar una selección. Y hasta en algunos casos, más efectiva. Al fin y al cabo un pedazo de pan podía calmar el hambre por un día. Un mal par de botas o zapatos podían congelarte los pies e imposibilitarte trabajar. Incluso podían ser el inicio de una enfermedad tal que, por pequeña o mediana solo podía tener a la cámara de gas como único final. MH: - ¿Cómo se hace para sobrevivir en un campo de exterminio?. DG: - Nunca me lo pregunté. Vivía lo que me tocaba vivir, pero no tenía mucho espacio para hacerme preguntas. Las cosas se fueron sucediendo y las viví como iban viniendo. Yo tenía 18 años y a esa edad uno tiene otras energías, otras ganas. Tenés toda la vida por delante y no querés que te la arrebaten. Y el campo, si bien te iba desgastando, también te iba preparando para esa pelea. Cada día era un nuevo ejercicio de supervivencia. No cometías dos veces el mismo error porque eso podía ser fatal. La lucha por la supervivencia cotidiana te absorbía de tal manera, que no podías ponerte a pensar en tu familia, en el futuro, en “¿por qué está pasando esto?”. Si gastabas energías en ese tipo de cosas, no te podías concentrar en el trabajo y en las cosas que tenías que hacer para seguir vivo. Me tocó ver mucha gente que entraba en un estado de depresión tal, que se dejaba morir
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lentamente. A esa gente, los alemanes los llamaban “músulman” (si, acentuado de esta manera). Era gente que estaba totalmente entregada, con la mirada perdida y los alemanes cuando los veían se los llevaban para las cámaras de gas. A quienes no se los llevaban, tardaban pocos días en desplomarse en el suelo y abandonarse. Quedaban tirados como un saco viejo que se cae al piso y permanece allí inerte, en medio de la locura. MH: - ¿Qué cosas te preocupaban? DG: - Uno tenía que preocuparse por el trabajo de mañana; en qué me puede puede beneficiar o en qué me puede puede perjudicar tomar parte en uno u otro grupo. A veces uno podía elegir y otras veces no. Te seleccionaban para hacer determinada tarea y listo. Cuántos riesgos voy a correr para conseguir tal o cuál cosa, era una pregunta frecuente que nos hacíamos. En eso teníamos que pensar. El riesgo era siempre el mismo. Uno salía a trabajar y no sabía si volvía. Cada día que pasaba era un día más de vida. No tenías opciones. Cuando escuchabas de alguien que te decía “en ese trabajo podés conseguir un poco de comida, o una prenda mejor”, uno tenía que evaluar los riesgos de cada trabajo y decidir si iba a uno o a otro.
Había perdido absolutamente todo. Los sacrificios eran tan grandes que no te permitías pensar absolutamente en nada que estuviera fuera del campo. Tratar de superar el día que te tocaba vivir era en lo único en lo que podías y tenías que pensar. Recién después de la liberación me permití pensar en lo que iba a hacer el día de mañana. Vos te ibas a acostar a la noche y no sabías si te despertabas a la mañana. En los camastros que teníamos en las barracas entrábamos siete. Te levantabas a la mañana y encontrabas que uno estaba muerto. Nadie se preguntaba “¿por qué?”. Cuando esto pasaba todos los días, siempre pensabas que el de la mañana siguiente podías ser vos. MH: - ¿Soñaste alguna vez con que no estabas en Auschwitz o que todo lo que estabas viviendo era era parte de un sueño? DG: - No, nunca. No había lugar para soñar. ¿Para que ibas a soñar? Por ahí te levantabas a la mañana y te enterabas que ese día había selección. Y dependía del humor del responsable de la selección que ése pudiera ser tu último día. Tu última noche. No sabías cuánto podías durar, si te iba a alcanzar la fuerza para el trabajo, si te iba a agarrar una enfermedad e ibas a quedar tirado en una cama. Lo importante era procurarte la ropa adecuada y la mayor cantidad de comida que pudieras conseguir. El día que más comías, igual estabas comiendo menos de lo que tu cuerpo necesitaba. Tenías que tratar de perder la menor cantidad de peso posible. Y con lo duro que era el trabajo, cada vez se hacía más difícil.
MH: - ¿Imaginabas que todo iba a pasar e ibas a volver a Rodas?
MH: - ¿Cómo sobreviste al frío?
DG: - No, para nada. No tenía ese tipo de pensamientos. Todos mis pensamientos estaban en el campo y en cómo iba a hacer para sobrevivir en él. No podía pensar más allá.
DG: - Bueno, pensá que nosotros veníamos del mediterráneo. Nunca en mi vida mi cuerpo experimentó una temperatura tan baja como la que viví en Auschwitz. Por eso para mí el abrigo era
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fundamental. Tal vez más importante que para otros. No resistía al frío. Trabajábamos en la nieve casi todo el día. Para mí, el frío era una tortura. Lo recuerdo tan inhumano como las peores cosas que me pasaron en el campo.
David se sintió muy identificado con los libros de Primo Levi ya que sentía que ambos habían compartido situaciones similares. Ambos sobrevivieron en el mismo campo. Ambos llegaron con nacionalidad italiana y tuvieron el mismo tipo de problemas por ello. Muchos de esos problemas que se narran en sus libros, fueron sentidos como propios por David. “A veces, cuando llegabas a trabajar a un lado te mandaban a otro sin explicarte por qué, te daban una orden en un idioma que no entendías y cuando notaban que no habías entendido te castigaban por no entender”. En uno de sus libros (La Tregua), Levi narra que se hizo amigo de un griego (bastante ágil para los negocios), quien en medio de una caminata, descubrió que tenía un agujero en sus zapatos. Entonces, sacó un zapato en buen estado que escondía entre sus ropas y se lo entregó mientras sentenciaba: “los zapatos son más importantes que la comida. Con zapatos, podés moverte para conseguirla. Sin zapatos, no podés ir a ningún lado”. Con esta anécdota, David inicia el recuerdo del momento en que aceptó un trabajo muy riesgoso (en el que tenía que transportar en una carretilla los cuerpos muertos de los que habían perecido por enfermedades infecciosas) con el fin de obtener un beneficio importante de la situación.
DG: - “Una vez nos mandaron a sacar cadáveres infectados con tifus y otras enfermedades de una barraca. Teníamos que llevarlos a una fosa común y allí arrojarlos uno sobre el otro. Al llegar a la barraca, descubrimos que algunas de las prendas que tenían esos cuerpos estaban en mejor estado que las nuestras. Así que se las sacamos y empe zamos a usarlas. Conseguí un par de botas buenas (mi bota derecha tenía un agujero y corría riesgos de congelamiento en ese pie) y una camisa camisa más abrigada. Incluso encontré el gorro de un soldado ruso con piel en el interior que era ideal para que no se me congelaran las orejas. Sentí que era una bendición haber hecho ese hallazgo. Casi nadie en el campo tenía un sombrero de esos y mantener la cabeza caliente era como comprar unos días más de vida. Hubo gente que no podía caminar porque no encontraba zapatos de su tamaño. Y si no caminabas, no podías trabajar y si no trabajabas ya sabias adonde terminabas. Estar bien abrigado te garantizaba el 50% de la supervivencia. El otro 50% era la comida”. “La información sobre este tipo de trabajos era muy valiosa. Alguien me co mentó que e n este trabajo de tra nsportar cadáver es se podía conseguir ropa en buen estado y pasando yo mucho frío decidí ofrecerme para hacerlo. Siempre había alguien que te pasaba un dato y ese dato te servía para conseguir algo que necesitabas. Como el dato de “limpiar letrinas” para pasar cerca de la cocina y conseguir algo más de comer. Sin estos rebusques, la supervivencia se hacía más difícil. Trabajábamos siete u ocho horas por día en la nieve, y sólo nos alimentaban con una rebanada de pan y un jarro de agua caliente con olor a sopa. Un bueno abrigo era un aliado indispensable si pensabas sobrevivir en estas condiciones”.
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La organización del trabajo Auschwitz es un pueblo ubicado en el sudoeste de Polonia cerca de la frontera con la República Checa. Su nombre original en polaco es Oswiecim y queda en el estado de Katowice a menos de 100 Km. de Cracovia. El campo de concentración de Auschwitz estaba dividido en tres partes. Auschwitz I , Auschwitz II (más conocido como Auschwitz Birkenau donde funcionaba el campo de exterminio) y Auschwitz III o Monowitz donde funcionaba una fábrica química. El lugar del emplazamiento de Birkenau se eligió en ese lugar por ser una zona escasamente poblada, con facilidad de acceso ferroviario y alejado de la vista de la población. Tenía un perímetro de aproximadamente 200 hectáreas y contaba con cinco cámaras de gas, las que funcionaban con Zyklon B, un poderoso químico que permitía exterminar a varios miles de personas diariamente. Entre 1942 y 1945 fueron exterminadas allí entre un millón y un millón y medio de personas. Su director era Rudolf Hoss.
David se despertaba todas las mañanas a las 5. Un aterrador silbido lo levantaba sin contemplaciones y le indicaba que estaba vivo, pero que la jornada que daba así comienzo sabría empeñarse en impedir que retorne con la misma vitalidad hacia la noche. Apuraba el paso y saltaba para dirigirse a la ducha de agua fría por la que todos debían pasar bajo la estricta observación del Kapo de la barraca. Luego se calzaba su ropa con celeridad tratando de asegurarse que sus botas estuvieran en buen estado y que
su gorra con piel no hubiera sido presa de la envidia de algún amigo de lo ajeno. No había desayuno ni saludo de buen día. Los hombres se empujaban unos a otros tratando de llegar al espacio central que compartían varias barracas y en donde se organizaba el trabajo. Los trabajos se distribuían entre los distintos grupos que allí se formaban y estaban siempre liderados por un Kapo quien impartía las reglas y distribuía el sadismo acorde al humor con el que se había despertado. Con el tiempo, la mayoría de los internos habían aprendido a reconocer quienés eran los kapos que gritaban ferozmente y amenazaban con matarlos cada vez que se acercaba una autoridad del campo para luego dejarlos hacer su trabajo con tranquilidad el resto del día, de aquellos que no necesitaban actuar delante de la oficialidad alemana porque se comportaban todo el día con la misma morbosidad. Muchas veces, David intentaba infiltrarse en uno u otro grupo con el fin de desarrollar alguna tarea que pueda aportarle un beneficio extra. Muchas veces le negaban el ingreso porque ese grupo ya estaba completo y sus integrantes no querían compartir los magros beneficios que pudieran obtener con personas desconocidas. De todas formas, siempre había que sumarse a un grupo para trabajar. Si un Kapo te encontraba sin hacer nada durante la hora de trabajo, podía significar un castigo, una amenaza de muerte o simplemente que te envíen a la enfermería para ser revisado. En el estado en que se encontraban, cualquier problema podía servir de excusa para ser considerado no apto para el trabajo y en ese caso la cámara de gas era el único destino posible. Por eso, aún enfermos, con frío y con serias lesiones, todos se esforzaban por demostrar que estaban saludables para trabajar. Los Kapos jugaban a ser los peores azotes del campo. Cuanto más se ensañaran con los prisioneros, cuanta mayor cuota de sadismo eran capaces de entregar, más temidos y respetados
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eran, lo que les garantizaba esa miserable cuota de poder de la que disponían. Con esa cuota de poder, se convertían en la peor pesadilla. Los Kapos podían tener distintas procedencias. Algunos Kapos eran judíos (esos eran los peores porque tenían que demostrar todo el tiempo que no tenían consideración para con sus semejantes), otros eran prisioneros políticos (estos eran generalmente alemanes socialistas y comunistas y solían ser los más clementes) y por último estaban los delincuentes comunes quienes habían sido enviados a desarrollar esta tarea a fin de no ocupar un lugar innecesario en una cárcel polaca o alemana. Según el tipo de delito que habían cometido, se podía determinar el tipo de relación que iban a desarrollar con los presos. De todas formas, el más sangriento asesino de toda Alemania, debería padecer un serio complejo de inferioridad en comparación con todo lo que le tocaba ver a su alrededor en el campo de exterminio.
El boxeador No existía la idea de defensa frente a las agresiones. Si te pegaban te la aguantabas y agradecías que ese golpe no te hubiera provocado una herida que te impidiera trabajar. Las heridas eran letales no solo por el peligro de infección sino además porque te alejaban del trabajo y si te veían impedido de trabajar, te mandaban a las cámaras de gas. Se veía habitualmente gente enferma o con heridas graves haciendo esfuerzos descomunales por mantenerse en pie y seguir trabajando para evitar la muerte. Y cuando se acercaba la época de las selecciones, todo esfuerzo era válido para disimular cualquier herida o impedimento físico. Pero un golpe nunca se contestaba con otro golpe. Era una idea suicida. Cuando los rodeslíes llegaron al campo, había en el grupo un muchacho al que se lo veía macizo y musculoso. Lo llamábamos “Alcaná” (era su apellido) y era el boxeador más conocido en la isla de Rodas. Cuando le entregaron las herramientas para trabajar, Alcaná hizo un gesto de fastidio a lo que el Kapo de turno se le acercó amonestándolo severamente. Pero Alcaná no se amedrentó en lo mas mínimo y acompañó su gesto despreocupado con una risa desafiante. El Kapo, ofuscado levantó su palo y ejecutó un certero golpe en sus costillas. Al instante, el brazo derecho de Alcaná cruzó furiosamente su cara, aplicándole un puñetazo letal que empujó su cuerpo más de tres metros hacia atrás y que solo pudo ser detenido por la pared que lo devolvió deshecho al suelo. El hombre cayó seco e inconsciente. Tenía partida la mandíbula. En menos de cinco segundos Alcaná fue rodeado por un grupo de soldados alemanes que le apuntaban temerosos con su fusil. Se lo llevaron en el momento y todos temieron lo peor. Pocos días mas tarde, una chica de la comunidad lo encontró destrozado en la enfermería del
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campo. Apenas alcanzo a escribir una carta de puño y letra en donde le contaba a su hermana que se estaba muriendo por los golpes que había recibido de los nazis. Esta carta llegó escondida en la boca de la chica judía a salvo de cualquier posible interferencia. La hermana de Alcaná, Mirú, era muy amiga de Juana la hermana de David. Sobrevivió a la Shoah y vive hoy en la ciudad de Los Ángeles. La historia de Alcaná era bastante popular entre los internos del campo, muy a su pesar.
El Idioma MH:- ¿Tenías en el campo, amigos o gente con la que tenías una relación más cercana? DG: - A nosotros se nos hizo muy difícil por la cuestión del idioma. Sólo hablábamos “djhudezmo” (o español), el italiano y algo de griego y francés (habíamos estudiado en la Escuela Alianza Israelita y nos daban clases de francés). Imaginate que la mayor parte de la gente hablaba yidish, polaco o alemán. Algunos hablaban ruso o idiomas propios de la Europa oriental. Recuerdo que me sentí muy identificado con los relatos de Primo Levi, que hace muchas referencias a los problemas que tenía para comunicarse por su origen italiano. Rodas era una colonia Italiana desde 1912 y para muchos en el campo nosotros éramos “italianos”. Nos acosaba el problema de no tener con quién hablar; nadie nos entendía. Entenderte es fundamental para sobrevivir en un lugar así. Por eso siempre buscábamos a algún italiano, algún francés o algún griego para entendernos y ayudarnos mutuamente de alguna manera. La gente que no se entendía con nadie, muchas veces se abandonaba y se dejaba estar. Se entregaba al destino. Y en esa situación, eso significaba la muerte. No había otra alternativa. A esta gente, la depresión la mataba.
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Tarde, demasiado tarde Un día, volviendo del trabajo, David vió a todo su grupo formado unos metros antes de llegar a la barraca. Frente a ellos un Kapo vociferaba severamente porque faltaba un integrante del grupo. A poco de llegado al campo, una de las primeras cosas que David aprendió era que si un integrante se fugaba, todo el grupo al que pertenecía era finalmente asesinado. Esta extraña medida se basaba en la teoría de que muy difícilmente alguien pueda fugarse solo. Siempre era necesario el apoyo de otro integrante del grupo. Por lo tanto si alguien del grupo había colaborado en esta fuga, sería un tanto tedioso averiguar quién había sido y cómo lo había hecho. Era mucho más sencillo aniquilar a todo el grupo y evitar la engorrosa tarea del interrogatorio. El verdadero motivo de este castigo era el de persuadir a los que soñaran con una fuga de que su feliz idea podría costarles la vida a todos los integrantes del grupo. Personas desconocidas, algunas de las cuales apenas habían compartido algún diálogo informal con el fugitivo, podían perder la vida por un intento de fuga. Por eso era considerado muy egoísta tomar la decisión de fugarse. Y hasta los mismos compañeros de un grupo solían disuadir a quienes expresaban estas ideas, más por temor a perder la propia vida que por preocuparse por el destino del otro. Este tipo de ausencias impensadas eran tomadas con mucho temor por todos y el tiempo que mediaba entre la pregunta “¿alguien vio a fulano de tal?” y el momento en que fulano de tal aparecía, era un tiempo angustiante que se vivía con gran temor. También los kapos podían correr algún riesgo en estas situaciones.
Al aproximarse al grupo esa noche, David percibía ese clima cortante que se vivía en este tipo de situaciones y las miradas de sus compañeros se clavaron como dagas sobre su cuerpo al tiempo que agradecían verlo llegar. Cuando se incorporó al grupo, el nazi de turno se dirigió a David profiriendo unos gritos infernales. Apelando a su buen oído, David alcanzó a entender que le preguntaban por su paradero reciente. Presionado por la intimidante situación en donde parecía tener a todo el mundo en contra, su lengua intentó destrabarse débilmente en un forzado balbuceo - “Trabajo; estaba en el trabajo”. trabajo”. Un fuerte puñetazo cayó furiosamente en el centro de su rostro como única respuesta. Con la boca llena de sangre y un dolor inmenso que le invadió por completo su anatomía, apenas alcanzó a insistir: - “Trabajo, trabajo, trabajo….” apelando trabajo….” apelando a todos los idiomas que alguna vez hubiera conocido o imaginó conocer. Y a cada intento por expresarse, su grito era precedido por una sonora trompada, cada una buscando un nuevo flanco de su cara. La sangre empezaba a brotar por todos lados. La boca condensaba una mezcla extraña de sangre, dientes, mocos y saliva que iba adoptando una formación informe y monstruosa, y que al avanzar lentamente hacia la garganta impedía que las palabras pudieran brotar, mientras comenzaban a ahogarlo. Los golpes empezaron a hacerse más reiterados, a puño cerrado y con mayor violencia. En un momento notó con la punta de la lengua que había había perdido dos dientes delanteros. Sin embargo, este descubrimiento no logró detener los golpes que se sucedían con mayor dureza. Finalmente cayó desvanecido al suelo perdiendo totalmente el conocimiento. El alemán se retiró ya agotado, dejando su cuerpo tendido en la nieve junto a un charco de sangre. Los hombres del grupo temerosos, se dispersaron inmediatamente. Pierre, un amigo francés con el que había compartido tareas los últimos días, se encargó de transportar su
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cuerpo inconsciente hasta la barraca, depositándolo sobre su camastro. Intentó mantenerlo despierto aleteando un trozo de cartón frente a su cara. Cuando David volvió en sí, solo alcanzó a entrever la silueta de Pierre, un hombre corpulento y cincuentón que evidenciaba rastros de una obesidad pasada, en cuya cintura unas fláccidas excedencias de piel se asemejaban a bolsas desinfladas. David no entendía bien lo que estaba sucediendo pero sintió que lentamente el alma volvía a su cuerpo. Con mucha delicadeza y paciencia, Pierre fue limpiando las heridas con un trapo y le alcanzó un cuenco con agua. La primera sensación fue un tanto extraña ya que confirmó una de sus últimas impresiones antes de desvanecerse, respecto a la novedosa ventana que se había abierto en medio de su dentadura. Mientras se incorporaba, Pierre le relató cómo fueron los momentos que siguieron a su desvanecimiento. David no podía terminar de entender lo que había pasado, pero sabía muy bien que algo que no se podía hacer en Auschwitz era tratar de entender. Conforme volvía a recobrar la compostura, el primer pensamiento que articuló le llevó a tomar conciencia que de haber permanecido en la nieve, para esa hora estaría muerto. Por eso se deshizo en palabras de agradecimiento y elogio para Pierre quien intentó minimizar su labor y para tranquilizarlo le dijo que ya llegaría el momento en que David podría hacer algo por él y devolverle el gesto. Sobrevivir a esa paliza y al estado de inconciencia en la nieve, son una de esas pruebas de fuego que se convierten en una marca imborrable de la estancia en el campo. De hecho, muchos años después, David tuvo importantes secuelas en su cuerpo como resultado del episodio del congelamiento, lo que incluyó una simpatectomía para evitar la amputación de un pié. Por esta
vez la muerte se aproximó a una distancia demasiado peligrosa. Dolorido y destrozado, David continuó concurriendo a realizar sus tareas normalmente, intentando demostrar que la golpiza no había hecho mella en su cuerpo ni en su espíritu, y fundamentalmente evitando el riesgo de muerte que significaba el no concurrir al trabajo. Tres días después de este doloroso acontecimiento vino una nueva selección. “Cuando nos enterábamos que llegaba una nueva selección, un hilo de tensión parecía recorrer cada rincón del campo. No era que no estuviéramos acostumbrados a convivir con la muerte a cada paso, pero mientras pudiéramos trabajar y mantenernos, se acrecentaban nuestras esperanzas de que el fin no llegaría de una manera abrupta. Es cierto que muchos no terminaban de asumir que su estado era bastante delicado. Tengamos en cuenta que estar bien físicamente no significaba que tu cuerpo pudiera mostrar firmeza en la carne sino que pudieras caminar erguido mantenien do el paso con buen ritmo. Incluso en las selecciones todos recordaban que las decisiones podían s er arbitra rias y un hombre jo ven en b uen esta do podía ser enviado a la cámara de gas tanto como un hombre mayor podía salir indemne de la mirada escrutadora de los médicos. No existían instancias de apelación y a ninguno de los presentes se le ocurriría señalarles a los facultativos que se estaban equivocando en alguna decisión”. Los hombres y mujeres que afrontaban esa situación, estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de pasar indemnes por esa prueba. Muchos se pinchaban en las manos, pasándose la sangre por todo el cuerpo a fin de darle a la piel un tono más rosado evitando evidenciar esa palidez cadavérica que compartían.
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Selección significaba descartar los "trastos inútiles". Los cuerpos sin valor de débiles y enfermo, ineptos ya para el trabajo de mantenimiento del campo, serían gaseados y posteriormente incinerados. Todos los prisioneros sabían su significado. El médico con su impecable delantal blanco sentado en un escritorio improvisado, como un dios todopoderoso, movía apenas su dedo a izquierda y derecha. Así quedaba signada la suerte de los prisioneros, los que irían al crematorio y los que aún podían vivir. David avanzó bien erguido, sacando pecho y avanzando con el paso firme de manera diligente. El médico señaló a la derecha. Una extraña alegría invadió el rostro de David. Detrás de él, avanzó Pierre, el amigo francés que tres días antes rescatara su cuerpo inconsciente semienterrado en un manto de nieve, y lo cargara cincuenta metros hasta depositarlo en la barraca. La birome del médico señaló a la izquierda. No había nada que decir. David se sintió débil e impotente. Hacía solo tres días, Pierre le había salvado la vida y ahora no había nada al alcance de su mano que le permitiera salvar la de él. Lejos de la felicidad que compartían todos aquellos que acababan de superar esa dura prueba, David volvió a la barraca apesadumbrado. Las piernas le pesaban, sus hombros lo empujaban hacia abajo, como señalando el camino del infierno, mientras una lastimera sensación de angustia corroía su alma. En una pesadilla cruel, David soñó con Pierre alejándose con su uniforme a rayas, enfrentando finalmente el camino de una inevitable cita con la muerte. La promesa circunstancial de que alguna vez podría devolverle su gesto, nunca sería concretada.
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La claves para la supervivencia supervivencia MH: David, ¿Cuáles eran las claves para sobrevivir en un campo de concentración? DG: Si tuviera que sintetizarte esta pregunta en algunos puntos te diría lo siguiente: - Primero, procurars e la mayor cantidad de comida posible, sea como sea, arriesgando lo menos posible la vida de uno para lograrlo. En segundo lugar, conseguirse un buen abrigo y calzado en buen estado. “Con zapatos podés ir a buscar comida. Sin zapatos no podés ir a ningun lado”. Conseguir guantes, camisas en buen estado, zapatos o botas. En tercer lugar era fundamental tratar de comprender la mayor cantidad de idiomas posibles o aprender las palabras fundamentales de cada uno. No compartir el idioma de la mayoría era relegarse permanentemente y quedar afuera de los mejores trabajos o de los consejos que te podía brindar alguien del campo para sobrevivir. También te ayudaba a evitar los castigos por no haber entendido una orden o alguna voz que alertara de algún peligro. Yo llegué al campo con los judíos proveniente de Rodas. En todo momento estuve en contacto con mi grupo y nos fuimos prodigando esa precaria protección que puede brindar el formar parte de un grupo. Pero una vez que salí solo de la clínica del Dr. Méngele me encontré solo y desprotegido. Vagando a la deriva entre barracones oscuros, me encontré con un innumerable ejército de hombres extenuados y brutales kapos que expresaban sus directivas gritando insultos y blandiendo sus palos en un idioma inentendible. Fue como recibir una puñalada. Estaba desorientado y más vulnerable
de lo que había estado en toda mi vida. No podía entender ninguno de todos los idiomas con los que me hablaban ahí. Hasta que encontré gente con la que me pudiera expresar en italiano, griego o español sobre lo que estaba pasando y lo que tenía que hacer, pasaron unos días terriblemente espantosos. Y fundamentalmente la clave pasaba por no pensar más allá de mañana. La cabeza de uno debía estar concentrada en el aquí y ahora. El único desafío verdadero era despertarse vivo a la mañana siguiente. Cualquier fantasía que proyectara más allá del campo, tanto en tiempo como en espacio, era absolutamente suicida. Casi ninguno de los fugados llegó muy lejos y fueron fusilados o terminaron ahorcados. De los pocos que lograron escaparse, no se sabe mucho, pero su gesto significó la horca para tod os los integr antes de s u grupo.
Pensar en “qué voy a hacer cuando salga, si sobrevivo al campo”, era una ilusión riesgosa. Soñar era un somnífero peligroso que hacía perder el foco de las pocas reglas que había que seguir, si se quería salir alguna vez de Auschwitz Birkenau por otro lugar que no fueran sus chimeneas.
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La broma de mal gusto A mediados de octubre, David se unió a un grupo que limpiaba letrinas. No era la primera vez que hacía este trabajo y juzgó que era una buena oportunidad para conseguir un poco de comida al pasar cerca del comedor de los oficiales nazis, debido a que las chicas que trabajaban en la cocina arrojaban alimentos como pan, papas o zapallo a su paso. Era ese el único trofeo de una extensa jornada limpiando excrementos. Un trabajo de mierda, se podría decir, pero con una interesante compensación. El frío se hizo más tolerable a partir de la jornada en que le tocó remover cadáveres de infectados con tifus y otras enfermedades y en la que logró quedarse con ropa abrigada y en buen estado. Por ese entonces se habían relajado un poco los controles sobre la obligatoriedad del traje a rayas grises y negras verticales, y solía verse más de un abrigo fuera de lo que las normas oficiales exigían. Por la tarde, al regresar de la extenuante jornada, David ingresó en un grupo de seis o siete y al cruzar el portal que dividía el sector de las barracas del resto del campo, recibió de bienvenida el culatazo de un fusil en sus costillas. El golpe fue imprevisto y su cuerpo se dobló en dos con un dolor insoportable que le cortó la respiración en un segundo. Parecía un puñal que le perforaba el pecho. Su cuerpo quedó tendido sobre el piso helado de tierra que era en realidad un barro endurecido por el hielo. Lo único que alcanzaba a percibir desde esa posición era la risa desatada por el soldado alemán que a modo de “broma” había descargado la ira en su cuerpo. Permaneció en esa posición por un rato, aunque juntó fuerzas para incorporarse por temor a una segunda embestida. Apenas alcanzó a
levantarse arrastrando sus pies con desconsuelo, mientras la risa lejana se iba apagando. Fuera de Auschwitz, lo primero que se hubiera preguntado una persona ante ese episodio era simplemente ¿por qué? Dentro de Auschwitz lo mejor era no hacerse esas preguntas y agradecer que la broma, provino del lado del arma por donde no salen las balas. Pensaba que se le había partido una costilla. Su cuerpo casi no tenía carne para recubrirlas y estaban tan expuestas como las que suelen hallarse en las expediciones arqueológicas. Al juntarse de nuevo con su grupo, sus ocasionales compañeros de trabajo lo miraron con extrañeza y compasión. Tampoco ellos terminaban de entender el por qué de ese incidente, pero todos sabían que en esa situación lo más sabio era no preguntar. Sólo un intercambio de miradas que demostraban haber comprendido la situación y parecían decir “lamentamos lo que te pasó, pero agradecé que estás vivo”. Al día siguiente, la jornada se repitió tal cual la del día anterior. El paso junto a las cocinas trajo algunas papas reparadoras y las letrinas aportaban el mismo hedor de siempre. Hedor que tenía la extraña virtud de apaciguar por un instante el insoportable olor de la carne quemada que todo lo invadía en la cotidianeidad del campo. Sin embargo, el regreso del trabajo, no desentonó con el resto del día. Atravesaron todos juntos el portal en dirección a las barracas, y esta vez no fueron las costillas sino la espalda donde se clavó la culata del fusil y la risa del soldado alemán resonó doblemente efusiva como quien disfruta con mayor alegría haber atrapado dos veces a su presa con la misma trampa. A pesar de la reiteración de la situación, la sorpresa de David fue mayor. Parecía haber ahora una animadversión particular en contra de él. En este caso había una clara identificación de la víctima y una promesa de seguir gastando la broma cuyo único límite parecía ser la resistencia de su humanidad. El dolor en la
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espalda se hacía insoportable, aunque ese dolor estaba matizado por una extraña y efímera alegría de que la culata no se hubiera clavado entre las costillas del día anterior. Es como ese chiste en donde a un hombre le cortan un dedo y en su lamento, agradece que al menos ya no le preocupa ese insoportable dolor de muelas que lo tuvo a maltraer los últimos días. Sin embargo la duda flotaba en el ambiente y era inevitable que David se preguntara -“¿Por qué a mí?” Esa misma duda comenzó a reforzarse dentro del grupo. Lo del primer día podría ser una casualidad, una broma de mal gusto. La segunda vez ya se trataba de un hecho dirigido contra un objetivo puntual. El destinatario estaba prefijado. Si no conseguía encontrar una respuesta en breve, seguirían los culatazos y a cada uno le seguía el temor del ensañamiento y de la muerte. David había bajado más de veinte kilos desde su llegada al campo y su cuerpo no toleraría mucho tiempo esos golpes. Finalmente uno de los muchachos que componían el grupo tuvo la idea salvadora. –“David, fíjate en tu gorra”. David se la sacó y la contempló durante unos segundos. Era una de las mejores piezas que había conseguido en su trabajo con los cadáveres. Era de cuero, forrada por dentro de piel, pero tenía esa forma cilíndrica tan típica de los gorros rusos. Probablemente si este soldado hubiera estado en el frente de combate, la gorra le recordara a sus enemigos y despertara en él una ira irrefrenable aunque matizada con una risa jocosa. Con esa contextura y esas ropas, David no podía ser un temible soldado ruso, pero probablemente su gorra despertara sentimientos negativos en aquel que jugó su vida a la suerte en un enfrentamiento con el ejercito rojo.
Al día siguiente, volvieron a repetir la rutina. Otra vez el paso por la cocina de oficiales con un premio alimenticio. Otra vez la pala gastada recogiendo excrementos que cargaban en un carro hasta el cansancio. Pero a la hora del regreso, David guardó su gorra entre las ropas esperando haber acertado con el diagnóstico sugerido. Dicho y hecho. Ingresaron en fila uno tras otro y el soldado alemán los miraba sin mirarlos. Parecía buscar con sus ojos al judío de la gorra rusa, pero aparentemente no se encontraba en ese grupo. Tendría que seguir esperando para repetir la broma del atardecer que lo sacaba de la rutina. Pero David, que ya estaba prevenido del peligro, nunca volvió a ingresar al campo con la gorra puesta.
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Los judíos de Corfú Los judíos de la isla de Corfú, como todos los demás, pasaron a través de la selección que definió el destino de los mayores, los chicos, los débiles y los enfermos. También definió el destino de los jóvenes quienes fueron seleccionados para tareas de mantenimiento en el campo. Eso suponía asegurarse la supervivencia por un tiempo mientras el hambre, los castigos corporales, el frío y la angustia iban haciendo una destructiva tarea sobre sus cuerpos. Sin embargo, un grupo importante de ellos fueron seleccionados de inmediato para trabajar en los crematorios. Tenían la poco grata tarea de recoger lo cuerpos de las cámara de gas, apilarlos en carretillas y llevarlos al crematorio en donde finalmente ascendían al cielo en forma de humo negro. Al primer día en que recibieron la orden de realizar esta tarea y una vez explicada en que consistía esta, el grupo se abroqueló y decidió no ir a trabajar. Se escucharon gritos vociferando. Amenazas de todo tipo. El grupo se negó a cualquier posibilidad de desarrollar esa tarea. “No seremos nosotros quienes carguemos con los cuerpos de nuestros padres”. Las tareas de convencimiento no surtieron efecto. Ninguna amenaza los amedrentó. Finalmente, el grupo en pleno entró a los crematorios, tal como había sido planificado de entrada. Uno sobre otro inconscientes, a bordo de carretillas y en el más profundo de los silencios.
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Una cuestión de conciencia Numerosos escritores han hecho referencia a la paradoja de que quien asesina a una persona en la calle va preso y hasta suele recibir la pena capital, y quien asesina muchas personas en un campo de batalla recibe una condecoración. Italo Calvino en su maravilloso cuento “Conciencia” narra la historia de un hombre –Luigi- que es obligado a ir a la guerra, a la que consiente ir solo para eliminar a un tal “Alberto” quien forma parte de ese pueblo y alguna vez le hizo quedar mal delante de una señorita. Luigi comienza a eliminar adversarios con remordimiento, y con la sola intención de que esto le permita encontrar alguna vez a ese tal Alberto. Luigi recibe numerosas medallas por su valentía pero la guerra termina sin que él encuentre a su “verdadero” enemigo. Finalmente junta sus condecoraciones y decide dirigirse al pueblo vencido para entregárselas en señal de perdón a los familiares de sus víctimas. Pero una vez allí se encuentra finalmente con el tal Alberto por lo que decide eliminarlo inmediatamente. En el momento, lo detuvieron, lo procesaron y finalmente lo ahorcaron. Hasta el último momento él insistía que lo había hecho por una simple cuestión de “conciencia”.
pandilleros y todo tipo de prisioneros con frondosos prontuarios, algunos de los cuales esperaban la horca, ganaron su libertad aceptando cambiar su lugar de residencia por la del campo de exterminio de Auschwitz Birkenau. Pero para estos marginales, la experiencia fue mucho más estremecedora de lo que imaginaban. En el fondo ellos se sabían sanguinarios, despiadados, implacables frente a cualquier inocente y creían encarnar el espíritu del mal con el que la iglesia los había amenazado desde siempre. Pero lo que veían en su trabajo cotidiano les demostró que apenas eran unos pobres principiantes. Que se podían considerar inexpertos, aprendices y definitivamente incapaces de llevar delante un acto criminal de tanta crueldad. ¿Qué podía representar, al lado de lo que estaban viendo, veinte crímenes seriales? ¿A quien podrían asustar Jack el Destripador, Charles Manson o el Petiso Orejudo? Un millón y medio de personas exterminadas en las cámaras de gas y cremadas no puede ser la obra de un asesino despiadado. ¿Podríamos encontrar entre los peores criminales– de esos cuyas historias nos estremecieron y aterraron - alguna clase de similitud con Auschwitz? ¿Habrán sentido alguna clase de complejo de inferioridad en el campo?: “La palabra piedad estaba ausente de todas las lenguas que se hablaban en Auschwitz – suele repetir David ”.
Los alemanes no querían cometer este tipo de errores, y hasta hubieran consentido que algún –Luigi- probablemente llamado Hans o Karl, formara parte de sus tropas regulares integrando el frente de batalla. Pero para dirigir un campo de exterminio se necesitan profesionales. Gente experimentada y con conocimiento del trabajo a realizar. Por eso no dudaron a la hora de encontrar encargados para las barracas y se dirigieron a uno de los mejores mejores centros de formación: las cárceles alemanas. Asesinos, ladrones,
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Un auténtico Kapo La mañana se presentaba como cualquier otra. Se corrió la voz de que había un trabajo en el establo, ordenando los fardos y dándole de comer a los caballos. A David la propuesta no le disgustó ya que en los establos el clima es muy agradable, fundamentalmente sabiendo que los Nazis valoraban más a sus caballos que a las personas. Por ese motivo, se sumó al grupo que trabajó durante todo el día en total normalidad. Durante el camino al trabajo, intercambió unas pocas palabras con el Kapo que en este trabajo le había tocado en suerte. Era un joven polaco (simpatizante con el socialismo de Marx y Engels, y no con el nacional socialismo) a quien le habían impuesto como castigo una temporada en Auschwitz al mando de un grupo de judíos condenados a la cámara de gas. Ya había estado en otras tareas junto a él y se alegró de que así fuera ya que era de los kapos más despiadados y rapaces cuando un oficial alemán se acercaba, pero jugaba a hacerse el distraído durante el resto del día sin aplicar un solo castigo. La tarea de la jornada era la de traer unas carretas con fardos de alfalfa para ordenarlos en el establo. Luego debían distribuirlos en los comederos para que los animales se alimenten (de más esta decir que el aspecto de los equinos era mucho más saludable que la del interno del campo mejor alimentado). Hacia el final de la jornada, un grupo de oficiales alemanes se acercó al establo con la intención de subirse a los caballos y dar un paseo ecuestre. Un joven húngaro de no más de 16 años y recientemente llegado al campo, de manera absolutamente imprevista y sin mediar anuncio, tomó entre sus manos un tridente (que momentos
antes había utilizado para acomodar la alfalfa), aceleró el paso como un garrochista frente a la barra y se lanzó sobre uno de los oficiales nazis con gran habilidad, atravesándolo de inmediato con todas sus puntas. El grupo entero se quedó estupefacto. Nadie terminaba de comprender en lo absoluto lo que acababa de suceder. El oficial quedó tendido en el piso con los ojos inmóviles apuntando hacia el cielo, y el tridente clavado en perfecta perpendicular sobre su pecho. El joven húngaro permaneció inmóvil, arrodillado en el piso junto al todavía tibio cadáver. Nadie podía salir de su asombro. Aun en el infierno de Auschwitz, esa escena parecía fuera de todo contexto. No era un hecho pensable en la vida cotidiana del campo aunque muchos imaginan que eso podría haber pasado por la cabeza de cualquiera de los allí condenados. De inmediato cuatro soldados alemanes apuntando con sus perros embravecidos irrumpieron en el lugar, lanzándolos con furia sobre el joven. En pocos segundos, jirones de su cuerpo quedaron desparramados en la verde alfombra de pasto, manchado ya de sangre. Algunos de ellos permanecieron aún por un tiempo en la boca de los canes, que insistían con furia sobre su presa. David y los demás prisioneros se quedaron duros. Sabían perfectamente lo que significaba ese hecho. Todo intento de fuga o cualquier otro delito cometido por el integrante de un grupo, era pagado con la vida de todos aquellos que formaran parte del mismo. Los Nazis manejaban la teoría de que todos los actos de esta naturaleza contaban necesariamente con el aporte de un compañero, y no tenían tiempo para perderlo averiguando quién había sido el cómplice. Además, para desalentar éste como cualquier otro tipo de acto que pudiera considerarse heroico, los nazis hacían saber a todos los allí presentes que no solo entregarían sus vidas en un acto de esta naturaleza (algo de lo que muchos habían
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descubierto, carecía de valor), sino también la de todos sus compañeros. Quienes estuvieron en Auschwitz se encontraron encontraron varias veces con los cuerpos colgando en la plaza central de un grupo de trabajo completo, en el que uno de sus miembros había cometido un acto considerado impropio por el mando alemán. Y para que a nadie le quedaran dudas de lo trágico de ese destino (y que el olvido no les jugase una mala pasada), conservaban a los cuerpos en ese estado por largo tiempo (muchos convivieron con el cadáver de un hermano, un amigo o un pariente colgado durante durante varios días). Con todos estos estímulos a la vista, los nazis buscaban fomentar la delación, tratando de que la más mínima sospecha de un acto de este tipo sea denunciada de inmediato, a fin de que, quien teme perder la vida por el acto de un tercero abra la boca y explicite lo que intuye que va a suceder. Si la veracidad del acto finalmente se comprobaba o no, era lo de menos. Siempre se podía eliminar al delator y al delatado para poner fin a cualquier conflicto y volver con celeridad al trabajo cotidiano. Volviendo al punto, evidentemente al joven húngaro nadie le había explicado que iba a poner en juego la vida de todos sus compañeros, o se lo explicaron y no lo entendió, o lo entendió y no lo creyó, o lo entendió y lo creyó pero decidió que no era su problema. De todas formas, al verse condenados a la horca o tal vez simplemente a un sencillo fusilamiento sin tanto acontecimiento en la plaza central, los integrantes del grupo comenzaron a mirarse incómodos sin saber que hacer entre los ladridos de los perros, los ladridos de los alemanes furiosos, y los gritos de los camaradas del
oficial asesinado. En ese momento, el Kapo que estaba al mando del grupo y aprovechando la confusión reinante, imitó un silbido de esos que se hacen con dos dedos sobre la lengua como llamando al orden. Ya era el final de la jornada por lo que miró al grupo e hizo un gesto inclinando la cabeza en dirección a las barracas (algo que internacionalmente es conocido como un “desaparezcan de acá”), indicación que fue acatada con gran celeridad por todo el grupo y de buena gana. Nadie intentó mirar hacia atrás para enterarse si algún oficial intentaba una contraorden. No había tiempo para eso y el regreso hacia la barraca fue uno de los más apresurados que se recuerden en la historia del campo de exterminio. Cada jornada en Auschwitz, estaba plagada de hechos o acontecimientos (planificados o fortuitos) que tenían como consecuencia la prolongación o el fin de la propia vida. Cada mañana al levantarse, el único objetivo que tenía un integrante del campo era llegar a la noche con vida. Nada más y nada menos. Al fin y al cabo, ese campo había sido construido para acabar con ellos. Vivían en las entrañas de un gran monstruo que, por algún extraño motivo difícil de entender, aún no los había deglutido. Eso era vivir en Auschwitz; estar expectante a la llegada del momento en que finalmente esa máquina infernal que había sido diseñada para destruir, cumpliera su objetivo.
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El griego del crematorio La mayoría de las cosas que sucedieron en Auschwitz nunca se sabrán. Se sabe que más de un millón de personas entraron allí y nunca salieron. Se sabe que casi todas ingresaron a las cámaras de gas en donde eran eliminadas con una sustancia conocida como Zyklon B. Se sabe que una vez gaseados, los cuerpos eran transportados a un crematorio y allí eran incinerados. El humo negro que asomaba por las chimeneas de los crematorios cuyo olor hediondo invadía todo el campo, era producido por ese millón de personas, o más. Nadie que entró a una cámara de gas, salió con vida para contar lo que allí sucedía. Sí sobrevivieron algunos de aquellos que les tocó la incalificable tarea de recoger los cuerpos de las cámaras de gas y transportarlos a los crematorios. Casi todos ellos murieron, dado que los Nazis eliminaban a quienes hacían ese trabajo cada tres meses para que desaparezcan los testigos más cercanos del horror. David conoció personalmente a uno de ellos, el día en que llevó los cuerpos de aquellos muertos por distintas enfermedades al crematorio (y en donde consiguió la ropa y el abrigo que serían de inestimable valor hasta la salida del campo). Cuando llegó al crematorio, a David le resultó familiar la cara del hombre que recibía el contenido de las carretillas. Apenas un par de palabras y descubrió que se trataba de un griego, más precisamente de Salónica. Para David encontrar un griego era algo positiv o porque le daba la oportunidad de charlar un rato y recibir ese tipo de consejos que contribuían de manera invalorable para la supervivencia
en el campo. Y además podía intercambiar algunas palabras en djhudezmo, lo que le recordaba su yudería ahora lejana y el hogar de su infancia. Los griegos tenían fama de bravos y en general eran respetados y temidos en el campo. Los alemanes los llamaban “greco bandit”. Se cree que el temor nace de la invasión alemana a la isla de Creta. Miles de paracaidistas germanos se lanzaron sobre la isla y al caer eran degollados de inmediato por los partisanos que habían ido a esperarlos a las montañas. Dentro del campo existía una lucha interna por el liderazgo entre los prisioneros polacos y los rusos, pero aún estos tenían mucho respeto por los griegos. David se acercó con confianza al saloniki y y empezaron a entablar un diálogo sobre las ventajas y desventajas de cada trabajo. En un momento David le preguntó si podía trabajar en el crematorio ya que era un lugar cálido y a resguardo del resto del campo. La cara del hombre adoptó un tono de preocupación y angustia: - “Ni se te ocurra trabajar acá. Tenemos los días contados. Lo que acá vemos nadie lo puede saber. Conocer en detalle lo que sabemos puede costarte la vida”. Le regaló algunos cigarrillos que eran muy cotizados en el campo (medio cigarrillo era fácilmente canjeable por una buena porción de pan). Salió de allí resignado, descubriendo los grandes riesgos que a veces encierran las pequeñas ventajas. David recuerda una expresión muy propia del djhudezmo con la que el griego se despidió mientras se alejaba : “No vuelvas más por aquí hiyiko, ¿Entendites??? No se lo dijo enojado, sino como un sabio consejo paterno.
Al poco tiempo, una notic ia sacudió a todo el campo. Uno de los crematorios había sido volado. Los responsables eran un grupo de
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judíos de Salónica. Se habían organizado con algunas mujeres que trabajaban en la fábrica de armas que funcionaba en el campo. Como un trabajo de hormiga, transportaron pólvora en pequeñas cantidades oculta en el dobladillo de sus ropas. El grupo de hombres que se encargaba del crematorio, tomo la responsabilidad de almacenarla y organizar el operativo. Habiendo acumulado una cantidad suficiente y temiendo que se acercara su hora, planificaron con minuciosidad cada detalle del atentado. En el momento acordado, prepararon el material explosivo e hicieron volar uno de los crematorios por los aires. Pocas veces como entonces se vio a los alemanes tan enfurecidos y temerosos. A partir de ese día los “griegos” empezaron ser admirados en todo el campo y los kapos los miraban con cierto recelo. Los responsables de la voladura del crematorio fueron hallados y colgados a la vista de todos. Parecía un escarmiento, aunque en realidad era un homenaje a quienes se habían atrevido a enfrentar sin recursos a la más poderosa y siniestra maquina de exterminar personas. David recordó la charla que tuvo en el crematorio y compendió perfectamente. Ya sabían que iban a morir. Le dieron un gran sentido a su muerte. David recuerda esta historia y se emociona, e inmediatamente agrega: “Hay muchas, miles de historias de lo que sucedió en el campo que nunca se sabrán. Casi todos los que participaron de ellas han muerto. Incluso algunos de los que las presenciaron presenciaron y están vivos, vivos, han preferido preferido callarlas. Hay gente que no quiere contar lo que vivió. A mi me llevó cincuenta años aprender a contarlas. Entiendo que haya algunos que prefieran no hacerlo” .
La dimensión de un problema MH – David. El otro día me estaban haciendo problemas por esas cosas cotidianas que nos pasan a todos y no pude evitar preguntarme ¿Como vive David los problemas cotidianos? Después de haber sobrevivido a Auschwitz ¿cuánto te puede preocupar un aumento en la cuenta del teléfono? DG – Cada problema tiene su medida. Y en tanto y en cuanto te toca de cerca, no podés escudarte en lo que pasó para no preocuparte. Yo no estoy todo el día pensando en que estuve en un campo de exterminio. Uno se acostumbra a un nuevo estilo de vida. Tenés una familia, cada uno con sus cosas y a vos te afecta porque es la gente con la que vivís todos los días. Esta claro que no hago un drama de cada problema porque soy consciente de la dimensión que tiene, pero no por eso dejan de afectarme las cosas cotidianas. MH - ¿Tenés otra dimensión de la muerte? DG – Bueno, es claro que sí. Lo que pasa es que nuestra dimensión de la muerte fue variando de un momento a otro. Tené en cuenta que nosotros salíamos de una isla en el mar Egeo en donde la guerra no se sentía más allá de las restricciones económicas. De golpe nos empujaban a un infierno como ése y no terminábamos de tener conciencia de lo que era. Algunos nos decían que ese humo negro que salía de la chimenea eran nuestros padres y no sabíamos si creerle. Yo también pensé que estaban locos. Poco a poco fui dándome cuenta que eso debía ser verdad porque todo lo que vivía en el campo lo confirmaba. Hasta que salimos del campo y te diría que por muchos años más no alcanzamos a tener una real dimensión de lo que allí había pasado. Creo que nadie puede darse una idea real de lo que
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Auschwitz significó. Cuando la gente llegaba al campo se escuchaba un grito “Los hiyos a los vieyos”. Una persona que escucha eso no puede creer que tenga que darle sus hijos a los viejos para salvar la vida propia (entregando la de su hijo que de ninguna manera podría evitar morir). Y sin embargo para los que estábamos en el campo era la única opción obvia para sobrevivir. Era una alternativa a tener tener en cuenta aunque hoy nos parezca una locura que alguien la evaluara. Sin embargo es imposible vivir pensando en estas cosas porque no podrías hacer nada si no. Cada problema tiene su medida. MH - ¿Qué cosas te daban la pauta de que tus padres “salían en el humo negro de la chimenea” como te dijeron? DG – El primero y el más importante era el olor a carne quemada. Ése era el olor característico del campo. Todo el día lo sentías. Al poco tiempo ya no lo notabas porque era cosa de todos los días. Era un olor especial. Todavía lo recuerdo. Por aquella época trajeron a los judíos de Hungría que eran como 400.000. Y los crematorios no daban abasto. Funcionaban día y noche. En ese entonces hicieron una prolongación de las vías para que los trenes llegaran directamente hasta las puertas de las cámaras de gas. De esa forma se ahorraban el traslado de las personas que antes se hacía a pie. La gente bajaba del tren y entraba en las cámaras de gas. No hubo selección para los judíos de Hungría. Iban todos juntos a las cámaras de gas. Grandes, chicos, jóvenes, hombres, mujeres. No se salvó casi ninguno. Llegaban más de 10.000 personas por día y se calcula que hubo una semana en que llegaron a pasar 100.000 por las cámaras de gas. Además como los alemanes ya sabían que los rusos venían avanzando, se
estaban apurando porque presentían que mucho tiempo no les quedaba. Entonces se quemaban cuerpos todo el día, por lo que era imposible oler otra cosa que no fuera a “carne quemada”. MH - ¿Cuánto tardaste en creer que el olor a carne quemada era de los judíos que bajaban de los trenes? DG – Más de un mes. Poco a poco lo vas creyendo más. Pero al mes de entrar al campo ya no te quedaba ninguna duda de que eso era cierto. Empezás a ver que la gente muere alrededor tuyo por ningún motivo. Eran tantas las muertes que cuando lo terminás de asumir ya no te sorprende. Cualquiera que pasara al lado de un oficial alemán y no se detuviera para saludarlo o no se sacara el sombrero a su paso, podía recibir un disparo al instante. Y nadie de los que estaba allí le sorprendía que esto pasara. Te sorprendía mucho más que esa persona no se haya detenido para sacarse el sombrero. Por eso, cuando te decían que estaban quemando 10.000 personas por día, no es que no lo creías, es que no lo querías creer. Al poco tiempo ya era imposible no creerlo. MH - ¿Por qué pensás que te llevó tanto tiempo asumirlo? DG – Porque nosotros veníamos de otro mundo. El gueto era la antesala de los campos de concentración. Los bombardeos nocturnos y los fusilamientos eran el preámbulo de la muerte. Nosotros no teníamos nada de eso. Por eso fue tan fuerte el contraste entre un mundo y el otro. Veníamos del paraíso y llegamos al infierno.
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Atravesando el fuego sagrado De las experiencias que vivió David desde su llegada al campo, pocas fueron tan determinantes en su futuro como la que vivió una tarde de Noviembre en la fábrica de motores de aviones. Hacía poco tiempo habían llegado al campo algunos soldados rusos capturados cerca del frente de combate. Los rusos sabían cuidar a sus soldados porque todos ellos mostraban una fortaleza física y un estado alimenticio que contrastaban morbosamente con la escualidez casi cadavérica que lucían todos los judíos del campo. Los soldados rusos también tenían otro régimen por ser prisioneros de guerra y no condenados al exterminio. Pero lo cierto es que algunos de ellos se mezclaban en el trabajo cotidiano con los condenados a la aniquilación en las cámaras de gas o por inanición. David fue elegido un día para ir con otros judíos a trabajar en una fábrica de reciclaje de aviones de guerra. Dos grandes galpones que formaban parte del conjunto de construcciones de Auschwitz en donde eran recibidos aviones derribados en combate, que eran desmontados pieza por pieza para recuperar las partes que podían ser reutilizadas. Las tareas asignadas a los judíos eran las más sencillas simplemente porque no estaban en condiciones físicas de cargar un motor, como sí podían hacer los soldados rusos. Solían acompañarse en grupos y los judíos se encargaban de cargar las partes menores, de sostener un pedazo de fuselaje mientras los soldados del ejército rojo desmontaban las secciones más pesadas del aeroplano. Sin embargo la inclemencia del frío que en oportunidades alcanzaba los veinte grados centígrados bajo cero, hacía torturante toda tarea, por pequeña que fuera.
Un domingo, mientras desmontaban la sección principal del fuselaje y los rusos extraían un pesado motor en perfecto estado, David tuvo que sostener durante un largo rato un pedazo de chapa que obstruía la salida del artefacto. Pero la tarea se extendía y sus manos se fueron congelando poco a poco al tiempo que las pequeñas gotas de agua que salían de su nariz se cristalizaban al llegar al suelo. La operación duró mucho más de lo esperado hasta que llegó un momento en que David dejó de sentir sus manos. El motor fue cediendo y una vez retirado, supo finalmente que podía soltar ese trozo del fuselaje. De manera repentina e instintiva escondió ambas manos entre sus piernas, tratando de darles calor para lograr que la sangre volviera a circular por ellas. Pero a pesar del calor que su entrepierna le brindaba, no alcanzaba a recuperar la sensibilidad en sus manos. De repente el frío intenso le provocó un extremo deseo de de orinar, por lo que se dirigió raudo hacia una de las paredes del fondo del galpón, en donde apresurado alcanzó a bajar sus pantalones y expulsó con alivio el amarillo líquido que pugnaba por salir. La salida constante de la orina le fue devolviendo el alma al cuerpo y poco a poco fue relajándose y sintiéndose más tranquilo. Pero al intentar cerrar el cierre de sus pantalones notó que sus dedos no le respondían. Se sentía incómodo y no encontraba la manera de cerrar su bragueta. Lo que le preocupaba era que ese hecho menor le podría significar un castigo innecesario. Volvió caminando lentamente hacia donde estaban sus compañeros de tareas y divisó a lo lejos un fuego encendido por los Kapos quienes, junto a los soldados rusos intentaban calentar sus cuerpos y combatir el frío. Había también allí un soldado alemán que se mostraba animado e inofensivo. También él disfrutaba del calor del fuego, demostrando que su abrigado uniforme no conseguía aislarlo totalmente de las inclemencias del tiempo que se acentuaba en ráfagas heladas sobre su cara.
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El clima que se había organizado en torno al fuego era distendido como si se tratara de un fogón de campamento. Todos se empujaban por ubicarse en el lugar más próximo a las llamas y hasta se escuchaban algunas bromas que David no alcanzaba a entender. La insensibilidad de sus manos era ya casi total y sentía que sería imposible terminar de cerrar la bragueta de su pantalón. El buen clima que percibía en torno a la fogata, lo decidió a acercarse lentamente, aprovechando un momento en que el oficial Nazi se alejó de la misma quedando fuera del alcance de su mirada. Apuró el paso y hechizado como una mariposa, se acercó peligrosamente hacia las llamas. Los soldados rusos parecían seguir intercambiando bromas en un cálido intervalo de tiempo. A medida que David se acercaba al fuego sentía que le volvía el alma al cuerpo. Cuando finalmente estuvo a una corta distancia, sintió que una sensación reconfortante y placentera lo invadía. Poco a poco empezó a sentir que la sangre circulaba y un hormigueo le indicaba que sus dedos estaban con vida y volvían a moverse. Por un segundo se entregó a la hipnótica sensación del calor que cautiva y abraza, adormeciendo todos los sentidos. Otra vez parecía volver el recuerdo del agua cálida del mar Egeo en las doradas costas de Rodas. El mismo sueño seductor y atrapante de la noche de los panes, pareció apoderarse de él. Pero el despertar esta vez fue letal. Por la espalda David recibió una patada, no de las que vienen de abajo hacia arriba sino esas que van de atrás hacia adelante, que lo impulsaron como un bólido hacia el fuego, quemando sus piernas, sus botas y la parte inferior de sus pantalones. En medio del trayecto infernal, David
escuchó un grito del soldado alemán que había regresado por su espalda y con una gran risotada cruel parecía decir: -“¿Querés más calor? Tómalo todo entonces ”. Las risas de los demás no tardaron en explotar. Era la respuesta que esperaba el enviado del Fuhrer que todos los presentes, al unísono, se encargaron de complacer. David estaba tan aturdido por el fuego como por las risotadas que seguía escuchando a su alrededor. Afortunadamente el golpe fue tan fuerte que así como tropezó con los primeros leños ardientes, siguió viaje impulsado hacia adelante y cayó al otro lado de la ronda donde volvía a aparecer el suelo alfombrado de nieve. La blancura y frialdad de esta helada condición del agua, fueron el primer bálsamo para las heridas y quemaduras provocadas en su paso a través del fuego. Todavía en el piso, seguía escuchando las voces estridentes festejando la ocurrencia. No lo siguió ninguna reprimenda, lo que era una clara señal de que su victimario no tenía la intención de castigarlo. Solo era una diversión. Las risas que explotaron espontáneamente, era todo el premio que esperaba por su broma. David lo entendió de inmediato, por lo que juntó fuerzas para incorporarse, hizo un ademán con la cabeza como aceptando la broma, y mordiendo los labios para sobreponerse al dolor de las quemaduras regresó a su trabajo como si nada hubiera sucedido. El resto de la jornada transcurrió con normalidad dentro del grupo y nadie notó el impacto que el fuego había causado en el cuerpo de David. Durante toda la tarde fingió que nada había sucedido y trató de reducir el movimiento de sus piernas al mínimo indispensable. Sentía un ardor abrasante en sus tobillos en donde parecían localizarse las peores quemaduras. Parte de la goma del calzado había quedado adherida a su piel, así como la tela del pantalón a la altura de la pantorrilla de su pierna derecha estaba quemada y dentro de una herida. David no volvió más al galpón
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de desmantelamiento de aviones, pero lo que esa tarde sucedió marcaría su destino por el resto de sus días.
La entrada en la enfermería Al regresar al campo David estaba exhausto. Se tendió en la c ama y trató de sacarse las botas muy lentamente. Efectivamente había goma adherida a sus pies quemados, que aún con esfuerzo y dolor no pudo extraer. Sacarse el pantalón fue una tarea titánica. Había trozos adheridos a su piel que con mucha paciencia y un poco de agua fue retirando lentamente. Las quemaduras eran importantes y David temió lo peor. Si no podía volver al trabajo, lo tendrían que llevar a la enfermería y todos sabían que de le enfermería no se volvía. El paso siguiente eran las cámaras de gas. Trató de limpiar las heridas con delicadeza y un trapo limpio. Notó que a pesar de los dolores podía caminar así que se prometió juntar toda la energía necesaria para volver al trabajo. Estaría pesando apenas un poco más de 40 kilos y necesitaba sacar fuerzas de donde sea. Nadie supo nunca de donde sacó las fuerzas David para seguir adelante, pero está claro que en algún lugar las encontró. A medida que avanzaron los días, lejos de cicatrizar, la herida fue infectándose y cada día estaba peor. Le salieron unos granos desagradables y por todos lados supuraba pus. Trabajar cada día se hacía más difícil y el dolor era insoportable. Casi sobre el final de noviembre, recibió con alivio la noticia de que los Nazis estaban destruyendo las cámaras de gas y los crematorios preocupados por el avance de las tropas rusas. Al menos sabía que era un temor menos al que se debería enfrentar. Sin embargo seguía temiendo el ir a la enfermería porque sospechaba que los nazis tendrían algún otro método para deshacerse de los que allí llegaban. Tuvo jornadas agotadoras en donde sus pies ya no
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podían sostenerse. Pero no era el único. Era un ejército de hombres languidecientes que seguían trabajando y esforzándose para ocultar sus debilidades y demostrar que todavía estaban aptos para el trabajo y por lo tanto para seguir viviendo. Algunos con tifus, otros con heridas no cicatrizadas o dolores insoportables. Y si no era una enfermedad o una dolencia, era la brutalidad del hambre que avanzaba sobre cada cuerpo resaltando cada hueso y rebajando la carnalidad del hombre a su mínima expresión.
Sin embargo el día llegó. Por lo menos para David, que en los primeros días de diciembre del ´44 se vio imposibilitado de seguir caminando por el alto grado de infección que presentaban sus heridas. Había hecho un esfuerzo sobrehumano para ir a trabajar los últimos días, pero su cuerpo ya no podía más. Nunca se terminaba de decidir. Para él, la enfermería era el primer paso hacia la muerte. Decidir ingresar allí por propia decisión era entregarse definitivamente a la muerte. Y David nunca quiso tomar solo esa decisión.
La noticias del avance del ejército rojo llegaba al campo con alguna demora, pero el espectáculo de los Nazis destruyendo todo testimonio de lo que allí había sucedido y la celeridad con que se empeñaban en deshacerse de todas las evidencias, les hacía suponer que el fin estaba más próximo de lo que las noticias informales contaban. Hubo sin embargo una guerra de información cruzada tan contradictoria que podían escucharse versiones como que los rusos se encontraban a las puertas del campo, hasta que esperarían a que llegue el verano para entrar en Auschwitz. Casi nadie creía posible poder llegar con vida al verano, pero ese era otro problema.
Hasta que un día alguien lo ayudó a cambiar de idea. El Dr. Levy, un médico francés con el que estableció una relación corta pero intensa, lo convenció de que era mejor ir a la enfermería que quedarse tirado en cualquier momento y en ese delicado estado: “Así como estás ya no podés caminar. Si existe la posibilidad de que te cures, es haciendo reposo. Si no existe la posibilidad de que te cures, entonces es mejor que esperes ese momento descansando en una cama”.
Sin embargo había un temor aún mayor. Si los nazis estaban eliminando todas las evidencias del exterminio, ¿que pasaría con los judíos que aún no habían sido eliminados, que eran la prueba viviente de lo que allí había sucedido? En su condición de testigos principales, también ellos deberían ser eliminados. Pero nadie sobrevivía en el campo proyectando tanto tiempo hacia adelante. El desafío era despertarse con vida cada mañana. Ya llegaría el día de pensar en ese problema.
El argumento le pareció convincente a David quién accedió a entrar en la enfermería, que pasó de ser la antesala de las cámaras de gas, a simplemente lo que debió ser siempre: una enfermería. Sin medicamentos, eso sí. Y con el cuidado de algunos médicos que estaban como prisioneros en el campo y solidariamente se ofrecieron a cuidar a los enfermos. Como el Dr. Levy que se encargó de cuidar a David. A partir del ingreso a la enfermería, la memoria de David entra en un cono de sombras. Como consecuencia de la infección la fiebre le subió a niveles insospechados. Deliraba y dormía todo el día. A pesar de hacer memoria, casi no recuerda nada de esta etapa. Algunos recuerdos que aparecen tienen que ver con imágenes de sus heridas. La piel estaba toda carcomida. Unos granos
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espantosos se habían extendido a lo largo de las piernas desde los tobillos hasta las rodillas. Alcanzaba a entender la dimensión de sus heridas por la mirada que le prodigaban algunos médicos o pacientes que pasaban por allí. David estaba inmóvil en la cama. Deliraba de fiebre y dormía. Apenas algunos recuerdos de la cara del Dr. Levy, que lo atendía con el semblante adusto y una esmerada dedicación. Había conseguido algo parecido a “vendas” que en realidad eran unas cintas de papel de peor calidad que el papel higiénico. Las tenía aplicadas en las heridas y David ya no sabía si esto era mejor o peor porque casi no sentía sus piernas. Aproximadamente un mes estuvo en esta situación desde que ingresó en la enfermería. Debe haber sido casi todo diciembre de 1944.
quedaron alojados esos recuerdos. No es que duela recordar. Algunos recuerdos son como callosidades que v an quedando allí alojados con el paso de los años, pero ya no duelen. A otros hay que rastrearlos minuciosamente. A veces se despiertan y nos sorprenden. Otros duermen el sueño del olvido y se niegan a regresar: “.. es como el mes que pasé alojado en la enfermería con una fiebre galopante. Ese recuerdo se borró de mi memoria y no creo que vaya a regresar. Solo migajas de ese médico que me traía unas cucharadas de té con las que me fui recuperando. Los recuerdos son caprichosos y no sabemos por que a veces vuelven y a veces se empecinan en permanecer ocultos bajo el manto del olvido”.
Finalmente una mañana, David se despertó sin fiebre. Llegó el Dr. Levy y le dijo que afortunadamente la infección estaba dando síntomas de retroceder. Si bien a primera vista el espectáculo de sus piernas quemadas seguía siendo lamentable, la infección se había detenido y daba muestras de querer abandonar sus piernas; la fiebre se había ido y por fin volvía a sentir que tenía algo vivo debajo de las rodillas. A partir de ese momento, empezó a tomar conciencia de las noticias que llegaban, que parecían estar más avanzadas que un mes atrás, cuando ingreso en ese sueño febril y aletargado. El campo era un hervidero de rumores que cambiaban y se superponían con la velocidad de un rayo y dejaban deslumbrado a David que había permanecido semidormido durante más de veinte días. Con el paso de los años, uno va sintiendo la necesidad de querer recordar. Pero es difícil encontrar el lugar adonde
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La enfermería La enfermería del campo de exterminio era uno de los grandes inventos de los nazis. Hacer una enfermería en un lugar preparado para exterminar a todo el pueblo judío, no dejaba de ser una gran ironía. Pero como todo en el campo, la enfermería también era una gran escenografía para ocultar la muerte. Ironía que empezaba desde la entrada con el tristemente célebre cartel “Arbeit Macht Frei - El Trabajo Libera”. Solo a la mente más perversa se le puede ocurrir poner un mensaje semejante en un campo en el que casi todos los que ingresan van a ser exterminados y los que se queden “trabajando” sólo estarán prolongando el sufrimiento hasta llegar al momento final de su exterminio.
campo”.. Y las mentiras se prolongaban hacia el infinito. Creerlas era vivir en el engaño; pero no creerlas era asumir lo inevitable de la propia muerte, del propio destino. Tal vez por ello, la gente prefería vivir en ese engaño y cuando las enfermedades o el estado de inanición, parecía no tener ya solución, entonces, haciendo caso a las indicaciones oficiales, se dirigían a la enfermería para curarse. Esa cura que todos sabían, acababa definitivamente con todo el dolor que pudiera existir en el cuerpo.
Ahora como esta pantomima de que estaban en un campo de trabajo debería ser creíble, tenían que poner una enfermería. Si después los enfermos se morían todos, era un problema sobre el que nadie podía dar una explicación (y nadie se atrevía a pedirla tampoco). En el campo, todos sabían que sus parientes eran la materia prima del humo negro que salía por las chimeneas. Sin embargo esto era rotundamente negado y ocultado de todas las formas posibles por los nazis. La cadena de mentiras funcionaba a la perfección desde el principio hasta el final. “Los encerramos en un ghetto por su propia seguridad y evitar las agresiones del exterior”. “Los trasladamos a un campo de trabajo para que estén más tranquilos hasta que termine la guerra”. “Como están muy sucios les vamos a dar una ducha pero sepárens e hombres y mujeres porque como todos saben, no pueden bañarse juntos”. “Ese humo negro que sale de las chimeneas es de una fábrica que funciona en el
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El final se acerca Entre todas las versiones que al principio marearon a David luego de recobrar la conciencia, existía un punto en común y era la certeza de que el final se avecinaba. Todo parecía confirmar que los nazis se estaban preparando para la retirada del campo. A principios de enero de 1945 las fuentes más creíbles aseguraban que en la retirada se llevarían con ellos a todos los que quedaran con vida al momento de la partida. Esa evacuación masiva de la que se hablaba, era lo que David conocería como “la marcha de la muerte”, que no era más que otra de las tantas “marchas de la muerte” que tuvieron lugar durante el régimen nazi. Todos aquellos que quedaran con vida, saldrían en fila en dirección a Alemania (no se sabía hacia qué ciudad se dirigirían). Supuestamente serían trasladados hacia otro campo que estuviera más alejado del avance del ejército rojo. Otro de los rumores que circulaba era el de que los sobrevivientes serían eliminados poco a poco durante la marcha a fin de llegar más rápido y con poca gente al próximo destino. Todos coincidían que, dada la condición física en la que habían quedado casi todos los sobrevivientes, lo más lógico era que se fueran muriendo en el camino helado sin necesidad de mediar disparos para el evento. Ningún hombre en ese estado de salud y alimenticio, puede caminar 20 ó 30 kilómetros por día con una temperatura de diez grados centígrados bajo cero. Seguramente si algunos sobrevivían con éxito a ese maratónico martirio, una bala en la sien o en el pecho pondría fin a tanto agotamiento. Un disparo certero y a corta distancia a fin de no malgastar municiones, sería un premio sensato para los ganadores de la batalla por la supervivencia. De lo único que todos estaban seguros era que los alemanes no permitirían
sobrevivir a quienes eran el testimonio más contundente del exterminio del pueblo judío. Este panorama no era alentador, pero parecía ser el único. Algunos esperanzados especulaban con que una vez abandonado el campo las posibilidades de intentar una fuga serían mayores. Ninguna de estas alternativas parecía resultar atractiva para David. Su médico volvió a hacerle una recomendación sabia que nuevamente le salvaría la vida: – “Por más que estés mejor, no estás en condiciones de caminar por la nieve 20 ó 30 kilómetros por día. Si después d espués de eso encima te pegan un tiro en medio del frío te vas a preguntar para qué saliste de acá. Creo que es más digno terminar tus días en la cama de una enfermería de la manera que sea. Además, si te quedás acá, puede que tengas más oportunidades de sobrevivir.” Finalmente el día llegó. Ordenaron organizar una formación frente a cada barraca, que debía estar lista a partir a primera hora de la mañana. Nadie pudo pegar un ojo esa noche en las barracas del campo en donde las hipótesis y conjeturas se reprodujeron como conejos en celo. La desorganización imperante en el campo durante estos últimos días estuvo más relacionada con la poca planificación con que fue realizada la retirada, qué con el acostumbrado “orden germánico” que regía cada actividad hasta ese momento. Y tal vez no se deba a que no estuvieran capacitados para organizarse sino a que nunca imaginaron que tendrían que abandonar de esa manera apresurada y cobarde esa monstruosa e infame “fábrica de la muerte” que tres años antes habían construido. David decidió no moverse de su lugar y se quedó tirado en su cama de la enfermería. Con la formación preparada, un grupo de
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soldados alemanes empezó a recorrer cada barraca para asegurarse de que no quedara nadie escondido. Por el contrario, lejos de encontrar gente escondiéndose, encontraron a cientos postrados en sus camastros gravemente enfermos y extenuados. No tenía sentido obligarlos a ponerse en pie y a caminar. Era imposible que sobrevivieran en ese estado y sin comida hasta la llegada de los rusos (que se especulaba tardarían aproximadamente diez días en tomar posesión del campo). Sin alimentación y en ese estado delicado de salud, la supervivencia era imposible por lo que consideraron que era una sabia decisión dejar que la naturaleza se haga cargo de ellos. Una brigada nazi recorrió también las distintas enfermerías. David sintió los pasos que se acercaban raudamente y se encogió un poco más en su cama. Finalmente escuchó que un soldado alemán ingresaba a los gritos dando la orden de que se levanten y se congreguen frente a la barraca. La mayoría de los enfermos eligió permanecer inmóvil, anticipando su destino y sabiendo que ya nada más se podría hacer con ellos. Luego, un grupo de soldados fueron revisándolos uno por uno, a fin de cerciorarse de que se su estado era tan delicado como indicaban. Necesitaban confirmar que era mejor dejarlos allí a retrasar la marcha de la caravana o malgastar municiones innecesariamente.
las piernas volvían poco a poco a funcionar normalmente. Por suerte eso no era lo que se veía desde afuera por alguien que no tuviera conocimientos de medicina. - “Con estas piernas no llegará caminando a ningún lado” habrá pensado el alemán, abandonando la cama de David para continuar con su acelerada recorrida. En su interior, David sintió una leve sensación de victoria. En unas pocas horas se habría liberado de la amenaza permanente de muerte que significaba el ejército nazi. Con su partida, empezaba a cerrarse el capítulo más negro de la historia de la humanidad. Ahora empezaba la lucha por sobrevivir en un campo abandonado a su suerte, sin recursos, sin comida, inundado de enfermos y enfermedades, y a la expectativa de la llegada del ejército rojo. Pero bien sabía que el único desafío era despertarse con vida. Por eso descartaba de inmediato cualquier tipo de pensamientos que lo distrajera de su objetivo. Por la mañana empezaría un nuevo día y con él un nuevo desafío para sobrevivir. Esta vez, sin los nazis azotando su existencia.
Cuando un oficial se paró frente a la cama de David, solo atinó a levantar la sábana y mostrar el estado de sus piernas. El gesto del alemán fue tan elocuente que una vez más pudo comprobar en carne propia el efecto aterrador que el estado de sus piernas provocaba en los otros. Solo David y el Dr. Levy sabían que lo que se veía por fuera no era lo que sucedía por dentro. Las heridas estaban cicatrizando y
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Los últimos días Los últimos días en el campo fueron, sin lugar a dudas los peores. A pesar de saber que los rusos avanzaban y que los alemanes estaban en retirada, todos tenían la percepción de que los nazis no habían construido la mayor maquinaria de la muerte en la historia de la humanidad para dejar testigos con vida. Al esfuerzo que le estaban poniendo para destruir toda evidencia de lo ocurrido, muchos imaginaban que lo más sencillo resultaría el tiro de gracia, la eliminación de los últimos restos. - “Veníamos a ser como ese polvillo que queda en el suelo cuando se termina de barrer. Sin embargo, también sabíamos que cuando uno barre rápido siempre queda algo de polvillo en el suelo. Nuestra mayor expectativa, era que fuéramos eso. Los últimos restos de la evidencia que en el apuro por alejarse de la escena del crimen quedan ocultos a la espera que el tiempo los desvanezca por si solos. Solo polvillo a la espera de ser eliminado por el viento”. La “marcha de la muerte” fue una experiencia común en muchos de los campos de concentración y exterminio. Todos sus integrantes fueron convocados a presentarse con sus pertenencias. Se les avisaba que caminarían en dirección a Alemania para ser reinstalados en otros campos. Nadie creía que eso pudiera ser posible. La mayoría sospechaba que los irían fusilando a medida que avanzara la caravana. Pero también sabían que las posibilidades de fugarse en campo abierto, eran mayores que las que tenían de realizar este tipo de intento en Auschwitz. Finalmente sucedió, en parte, cada una de las cosas que se habían vaticinado. Muchos murieron en el camino de
hambre y extenuados. Otros fueron fusilados al costado de la ruta. Primero los hacían cavar la fosa en la que iban a ser fusilados para luego caer allí adentro abatidos. Sus compañeros debían cubrir las fosas y luego cavar al costado las propias. Probablemente los cuerpos de los últimos fusilados de cada grupo, quedaran al aire libre. En otros casos, hubo quienes consiguieron escapar aprovechando la desconcentración reinante del momento o el paso cercano a un bosque tupido en donde aquellos que pudieran zambullirse en él con rapidez, difícilmente podrían ser hallados por un ejercito en retirada retirada que no tenía tiempo de buscarlos. De todas formas no fueron muchos los que tuvieron éxito en esta empresa. Sin embargo, los intentos para borrar todos los rastros del crimen fueron muchos una vez que el grueso de los internos abandonó el campo. Los que quedaron, entre ellos David, se ampararon en su mal estado de salud y alarmantes condiciones físicas para conseguir ser allí abandonados a su suerte. David volvió a repasar las palabras del Dr. Levy: - “en lugar de morirte extenuado luego de caminar de manera inhumana con esas piernas quemadas y congelado por la nieve, es mejor que te quedes y mueras tranquilo tirado en esta cama”. Lo dudó una vez más y confirmó nuevamente la decisión de quedarse. Entre los intentos por borrar las pruebas, algunos mencionan que hubo fusilamientos en las barracas, pero que, al descubrir que la mayor parte de los que estaban allí se encontraban en un estado terminal (y les demandaría mucho tiempo eliminarlos a todos), decidieron apurar la marcha para alejarse del avance ruso. Muchos tomaron esta decisión cuando sintieron que literalmente estaban “ disparando sobre cadáveres”.
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También se cuenta que hubo incendios en varias barracas, provocados por los nazis, con el objetivo de quemar todo el campo. Pero un cambio en la dirección del viento y una suave nevada terminaron por detener estos focos de incendio. Se rumoreaba intensamente que habían dado la orden de dinamitar todo el campo. Una serie de explosiones en cadena, pondría fin a todo testimonio material y humano de lo que allí había sucedido. Sin embargo y dadas las dimensiones del campo esta era una tarea que requería de un alto grado de organización y recursos. Organización que a esta altura de la guerra y con las tropas en retirada los nazis ya no contaban. Sin embargo, cada momento que pasaba era una nueva oportunidad para el fin. Soldados alemanes provenientes del frente de batalla pasaban raudamente a través del campo en su retirada. retirada. Algunos disparaban contra los judíos que encontraban a su paso asegurándose de terminar la tarea inconclusa de otros compañeros. Lo mejor era ocultarse de la vista de cualquier alemán, “por las dudas”. El campo era tierra de nadie y las aventuras nocturnas en busca de restos de comida (hasta ese simulacro de sopa que era entregado diariamente había llegado a su fin) encerraban el peligro de un encuentro involuntario con resultado imprevisible. Por eso durante los últimos días, la posibilidad de encontrarse de manera inevitable con la muerte se aceleraba en un extraño compás con la expectativa por la llegada del ejército rojo.
La Marcha de la muerte Luego de iniciada la marcha de la muerte el campo se fue vaciando poco a poco. Durante dos o tres días sólo se veían algunos alemanes desarmando instalaciones o transportando armamento. Auschwitz parecía un pueblo fantasma. Los pocos sobrevivientes que quedaron, David entre ellos, estaban escondidos en sus camastros, resignados y esperando que les llegara su hora. Nadie se animaba a salir. Se suponía que si no habían ido con la marcha de la muerte era porque no podían moverse por sí solos. Si alguno era descubierto movilizándose por sus propios medios, significaba que había cometido un engaño y debía ser eliminado de inmediato. Cada vez los movimientos de los alemanes eran más acelerados y día a día era más difícil encontrárselos deambulando por el campo. Auschwitz había quedado abandonado y su imagen se asemejaba a la de esas películas futuristas que muestran las ciudades desoladas pero que esconden tras las derruidas murallas un ejército de parias al borde de la muerte. Al día siguiente de iniciada la marcha ya nadie quedaba allí y sólo se podía ver pasar a los soldados alemanes que venían en retirada del frente del combate. Algunos sobrevivientes lentamente se animaban a salir de las barracas, aunque temerosos de cruzarse con algunas de estas patrullas o soldados armados en franca retirada. Algunos que pasaban muy tarde por el campo elegían quedarse a dormir en el comedor de oficiales. Por eso era sumamente riesgoso buscar restos de comida allí por las noches. David recuerda haber encontrado no sólo papas y cebollas, sino también huesos de pollo que sobraron de las últimas comidas. En el estado en que se encontraban, los restos de un pollo eran un manjar inexplicable. Solían comerse hasta los huesos. Al sexto día, el campo ya era terreno de nadie y sólo se esperaba ver
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entrar a los rusos por algún lugar. David pudo comprobar la proximidad del ejército rojo en los rostros fatigados y temerosos de algunos soldados en retirada. Nunca antes los había visto así. Se mostraban perturbados y derrumbados, mirando permanente hacia atrás como quien se sabe perseguido por un desventurado destino. David se mantuvo a una distancia prudente para evitar ser visto, aunque pudo comprobar (pocos días antes de la liberación), cómo soldados alemanes pasaron cerca de dos judíos con sus trajes a rayas y sus estrellas amarillas a los que ignoraron cual si no existieran. Probablemente sentían que estaban siendo observados por los rusos y por tal motivo podían ser juzgados por su conducta. De manera increíble a partir de este momento David notó que los alemanes empezaban a negar todo lo sucedido, por lo que asesinar a un judío delante de un ruso significaba confirmar su culpabilidad en la matanza. Este es uno de los puntos de inflexión en el exterminio del pueblo judío. El momento a partir del cual los nazis tratan de negar lo sucedido y evitar así sus responsabilidades. Hacer algo así en un lugar como Auschwitz era como pretender ocultar el cielo con las manos. Pero el paso estaba dado. Y ese acontecimiento significó para David el comprobar que solo restaba esperar la llegada de los rusos para ser liberado.
Un brillo particular en los ojos - Una de las cosas que más me impresiona en el recuerdo, viene de los últimos días en el campo. Ver a compañeros en estado esquelético. La forma de la cabeza era prácticamente la del cráneo, sin ningún relieve, como si la piel estuviera adherida al hueso y los ojos hundidos; era como ver a un esqueleto caminando. Recuerdo haber visto en muchos de ellos, un brillo especial en sus ojos. Ojos vidriosos anunciando la muerte. Ojos de condenados sin ninguna salvación. Recuerdo haber visto ese brillo en muchos ojos y en todos los casos la muerte sobrevenía a las pocas horas sin remedio. Sabía que no pasaría más de una noche. Al ocultars e el sol, nos dirigí amos a lo s camastr os, seis o siete allí tirados, y aquellos con los ojos brillosos, amanecían muertos por la mañana. Nos despertábamos, nos íbamos levantando lentamente y había uno o dos que no se levantaban. Ya sabíamos que no se despertarían. Nos gustaba imaginar que habían muerto durmiendo por la noche, tal vez en un dulce sueño, un dulce final, alejados de esta realidad que nos tocaba vivir. Era como convivir con muertos. Personas condenadas de manera irremediable, que lucían en la piel el traje de la muerte. La enfermería era una barraca con capacidad para 150 a 200 camas. Las literas estaban superpuestas superpuestas en dos pisos y adosadas por pares constituyendo así grupos de 4 literas. Tenían un colchón de paja o estopa, un trapo mugroso llamado sábana y una manta en las mismas condiciones con sus piojos incorporados para no desentona r. Roberto Benveniste había venido de Rodas conmigo y lo encontré en esos últimos días en la enfermería. Estaba flaco, demacrado y
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se sorprendió de verme. Yo ya estaba haciendo el camino inverso de la recuperación, pero él parecía extinguirse, como la llama de una vela. Traté de acompañarlo en esos últimos días, le conseguí comida y abrigo, pero su destino era irreversible. Me acuerdo de él en Rodas, su padre era vidriero. Tenía un negocio de vidrios en la judería. Hablamos bastante durante esos últimos días. Mi cama estaba en la parte superior, y adosada a mi derecha estaba la cama de Corrado Saralvo, un ingeniero de Milán que estaba moribundo y con el que nos mantuvimos juntos los últimos días hablando en italiano. Durante varias noches lo toqué despertándolo porque me parecía que no respiraba. Afortunadamente Afortunadamente no fue así. Por esos días, ya me sentía mejor así que recuerdo haberme vendado los pies con papel higiénico ordinario y envuelto encima con unos trapos, para poder calzarme y de esta forma salir a incursionar en busca de comida. En una de estas estas incursiones conseguí un tesoro increíble: una cajita con cuarenta saquitos de té. Empecé a darles varias tazas al día a ambos. Al italiano el té parecía hacerle muy bien. Empezaba a reponerse. Era un ingeniero de unos cuarenta y cinco años que había trabajado en una fábrica de armamentos de Milán. A pesar de que el mismo Conde Ciano había intercedido por él, igualmente había sido deportado a Auschwitz. Me agradeció toda su vida por esos saquitos de Té. Siempre me dijo que sentía reponerse con cada sorbo de la infusión. Su vida empezó a recomponerse allí. En cambio a Roberto Benveniste lamentablemente lamentablemente no lo ayudó. Una mañana al levantarnos lo encontramos muerto. Sabía que eso sucedería desde la noche anterior en que noté ese brillo en sus ojos. Nada más se pudo hacer por él.
El final: una alfombra de personas
MH: - Estaba recordando el tema de las imágenes que tanto me impresionaron, y una de ellas mostraba un tractor empujando un montón de cadáveres, como si estuviera juntando escombros. DG: - Sí eso pasó porque, cuando los alemanes sabían que las tropas rusas estaban cerca, decidieron destruir tanto las cámaras de gas como los crematorios para no dejar pruebas. Entonces, a partir de ese momento, a los que se morían, los dejaban en donde quedaban. Para cuando entraron las tropas rusas, había una alfombra de cadáveres por todo el campo. Muchos de los soldados rusos se descompusieron y empezaron a vomitar. No podían soportar lo que estaban viendo. Y eso fue lo que veíamos nosotros todos los días durante los últimos meses. Los cuerpos no se descomponían por el frío. Al aire libre era como estar adentro de una heladera. Muchos cuerpos estaban totalmente congelados. Por otro lado, el hecho de que destruyeran las cámaras de gas y los crematorios, fue lo que me permitió sobrevivir. Todos sabíamos que la enfermería era la antesala de la muerte. De allí no se salía. Por eso los que se descomponían o se lastimaban, trataban de aguantarse el dolor para no entrar a la enfermería. MH: - ¿Te daba miedo vivir todos los días entre la vida y la muerte? DG: - En realidad miedo no tenía porque en esas circunstancias no podés vivir con miedo. Sería insoportable. Yo ya había perdido el miedo, había perdido todo. No tenía esperanzas de sobrevivir.
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Cuando ves que un día se muere el de al lado tuyo y al día siguiente muere el que está más allá, y al otro día otro, y otro, y otro, ya lo único que te pasa por la cabeza es ¿cuándo me va a tocar a mí? Uno trata de no entregarse. Pero llega un momento que no te dan las fuerzas. La primera vez que entré en la enfermería, yo estaba entregado. Ya no podía ni moverme. Tenía mucha fiebre y para mí significaba renunciar a todo. Mi entrada a la enfermería la viví como si me entregara a la muerte. Pensá que a mi alrededor había miles de personas que estaban en la misma situación. Eso tampoco te ayudaba mucho a luchar. La posibilidad de supervivencia era mínima en relación a la cantidad de gente que allí había. Eran tantos los motivos por los que podías morir, que era difícil que alguno no te tocara. Si no fue por la comida fue por la ropa, si no fue por la ropa fue por una selección, si no fue la selección fue un fusilamiento porque uno de tu grupo intentó fugarse. Es cierto que llega un momento en que uno dice “Si sobreviví a todo esto, puedo tratar de llegar hasta el final”. Lo cierto es que las fuerzas van cediendo y cada una de estas situaciones también te va destruyendo poco a poco.
MH: - ¿Pudiste quedarte en la enfermería hasta el final sin problemas? DG: - Cuando yo tuve el problema de mi pierna y ya se comentaba que nos iban a hacer marchar por el hielo a todos los prisioneros en la que finalmente se llamó “la marcha de la muerte”, acepté quedarme en la enfermería por consejo del doctor Levy. Por suerte a los dos días de
que los nazis se fueron, yo ya podía caminar por mí mismo y buscar algo para comer por mis propios medios. MH: - ¿Y por qué te dejaron vivir si el objetivo siempre fue acabar con todos los judíos? DG: - Ellos no imaginaban que los que quedábamos en ese estado íbamos a sobrevivir. De todas formas, estaba la orden para que dinamitaran o por lo menos incendiaran todo eso, pero entre órdenes y contra órdenes una vez que estaban en retirada y sabían que los soldados rusos les pisaban los talones, nunca pudieron organizar esta “destrucción final” del campo y así quedamos, la mayoría desahuciados o con enfermedades avanzadas, esperando la llegada de las tropas soviéticas. De todas formas, la gran mayoría de los que quedaron en el campo en este estado, ya habían muerto para cuando los rusos entraron. Fuimos una minoría los que sobrevivimos. Imaginate que hubo nueve días donde no había agua ni comida. Solo los que todavía nos podíamos valer por nosotros mismos, pudimos procurarnos alguna forma de sustento. Los comedores de los oficiales alemanes fueron saqueados totalmente. Las instalaciones que todavía quedaban en pie fueron revueltas de lado a lado en búsqueda de alimento o algo para calentarse. Robábamos* todo lo que podíamos en busca de mantenernos vivos. Los que no se podían mover de la cama, no alcanzaron a ver la liberación. En algunos casos, si tenían algún amigo en buen estado, podía ocuparse de traer algún alimento para mantenerlos vivos. Si no, era imposible.
* Cuando le pregunté a David cómo hicieron para sobrevivir durante esos nueve días que pasaron desde que los alemanes
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evacuaron el campo hasta la liberación por parte de las tropas soviéticas, me contó que iban a robar algunos alimentos que quedaban en los almacenes, depósitos o cocinas de la comandancia del campo. No sin cierta ironía, noté que había utilizado la palabra “robar” si cabe la consideración de que la búsqueda de alimento en los edificios de la comandancia nazi, aún cuando no les era ofrecida de manera explícita ni implícita, pudiese como acto, ser considerado un “robo”. Evidentemente para David lo era en tanto así lo expresaba espontáneamente. Sin duda, dentro de la dialéctica del opresor y del oprimido, la semilla de degradación y destrucción de la autoestima que los nazis infringieron infringieron a sus víctimas, seguía teniendo algún efecto.
La polaca y las papas En días de sensaciones encontradas y esperanzas difusas en donde, a la emoción por la inminencia de la liberación, se sumaba la angustia por encontrar el sustento con que mantenerse hasta tanto esta sucediera, David se hizo amigo de una chica Polaca de quien nunca logró recordar su nombre, pero con la que lo une un recuerdo tan doloroso como efímero. Se conocieron revolviendo restos de basura en la cocina de una barraca al este del campo y decidieron organizarse organizarse para hacer expediciones por todos los lugares donde sospechaban que podría haber restos de comida o cualquier otro insumo que pudiera contribuir a la subsistencia. Las cocinas de los edificios abandonados en los distintos campos de Auschwitz eran el objetivo más codiciado. Una noche, planearon ingresar a la cocina de uno de los casinos de oficiales para revisar todo lo que allí había quedado. Sabían que era un lugar peligroso, ya que en las últimas noches habían estado cenando soldados alemanes de regreso del frente e incluso algunos regresaron posteriormente en busca de pertenencias olvidadas. Pactaron encontrarse en una barraca a cien metros de allí al caer la noche a fin de refugiarse en la oscuridad en caso de ser sorprendidos. A la hora pactada, se encontraron en el lugar indicado. Se acercaron sigilosamente al edificio y entraron a la cocina con sumo cuidado a fin de no hacer ruido o despertar sospechas con movimientos extraños que pudieran ser divisados desde el exterior. En la cocina se sorprendieron gratamente al descubrir los platos todavía sucios de lo que para ellos era una comida suculenta. Encontraron algunas papas, unos trozos de pan bastante duros pero comestibles, restos de mermelada, huesos de pollo y un poco de agua en buen estado. Se miraron miraron y con los ojos se dijeron todo. Lentamente y con cuidado se dedicaron a guardar en un par de bolsas las piezas más tentadoras de ese particular banquete. Las manos no les alcanzaban para organizarse en la desesperación
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por recolectar lo que serían las provisiones con las que sobrellevar la espera de las tropas rusas. Ese momento tan esperado en que imaginaban a los soldados del ejército rojo irrumpiendo en el campo desde el este y liberándolos, en esta etapa, de la tiranía del hambre. Imaginaba David la cara de felicidad que pondrían Corrado y Roberto al verlo llegar con tan suculento botín. En medio de esta desordenada recolección, escucharon un estremecedor grito en alemán y la luz de una linterna que los alumbraba. Habían sido sorprendidos en un descuido por un soldado alemán, tal como lo habían temido. En esa circunstancia no había muchas opciones. Agarrar la bolsa de inmediato y empezar a correr de manera desesperada, esperando que la oscuridad de la noche los sumerja en las sombras y los mantenga ocultos y a salvo, alejados de las garras del inoportuno inquisidor. Los pies de David tuvieron amnesia de los sufrimientos pasados y, alocados, empezaron a dar grandes saltos en dirección a la puerta más cercana. Juntos empezaron a correr por entre los abandonados pasillos al tiempo que escucharon un par de tiros a la distancia mientras conseguían saltar del edificio y creyeron encontrar refugio tras una pared lateral, ocultándose en la penumbra. Sin embargo los gritos y los disparos continuaron. El soldado los persiguió un buen trecho vociferando inexplicables insultos y disparando con desigual puntería sobre sus escuálidas espaldas. Agitados y extenuados bordearon la medianera del casino de oficiales y giraron al llegar a la esquina. David sentía que sus piernas volaban y el corazón le explotaba. No tenía tiempo de pensar en sus heridas ni en la liberación ya cercana del campo. El pánico se apoderaba de cada paso que daban y las balas seguían empujándolos desde la oscuridad y la
distancia. Luego de sortear una zanja y al acercarse a la escalera de una barraca más alejada David se detuvo de inmediato invadido por un desolador silencio. Con estupor, giró sobre sus pasos y se encontró sorprendido por la ausencia de disparos y gritos, pero sobre todo de los tímidos pasos de su compañera polaca. Nadie lo perseguía ni lo acompañaba. Miró en todas las direcciones. Ansiaba más que nada en el mundo ver aproximarse la diminuta y agitada figura de su compañera rezagada. Pero la ausencia de su cuerpo le confirmó que estaba nuevamente solo. Otra vez, como desde que llegó al campo, pero mucho más dolorosamente ahora. Por un instante, se descubrió apretando ferozmente contra su cuerpo un pedazo de pan y algunas papas que reemplazaban dolorosamente el tembloroso cuerpo de su ocasional compañera polaca. Cuando el infortunado trayecto de una bala la atravesó por la espalda, se hizo añicos en ella para siempre el inalcanzable sueño del momento de la liberación.
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Los ángeles de la liberación
La olla y la rana
Al octavo día de la evacuación del campo, David y un grupo de sobrevivientes apostados a la entrada de la enfermería, alcanzaron a divisar unos movimientos a la distancia. El paisaje estaba dominado por el blanco de la nieve, pero en ese blanco, David parecía reconocer algo que se movía. Cuando estuvieron más cerca se dio cuenta de qué se trataba. Los soldados rusos venían envueltos en sábanas blancas para mimetizarse con la nieve y evitar los riesgos de los francotiradores nazis que quedaban en la retaguardia. Esa imagen de sábanas blancas avanzando en grupo por los caminos del campo, significa para David el sabor mismo de la libertad. Parecían ángeles de la liberación, que llegaban para poner fin a la muerte. Los nazis se habían ido definitivamente. Ahora los rusos gobernaban el campo.
Hay algo en las imágenes que te dicen que lo que ves no es lo que es. Hay una montaña de cadáveres sobre la que un hombre descarga otros tantos cuerpos que lleva en una carretilla. Hay cuerpos tan delgados que uno no puede explicarse cómo permanecen en pie. Es como estar frente a un basural, donde el único elemento que existe son los desechos humanos. Le pregunté a David cómo se puede convivir con eso. Me contó que hay una capa que te vas formando con el paso del tiempo: “ Los primeros días son terribles. N o podés soportar nada de lo que ve s. Pero ahí es cuando vas construyendo la capa de insensibilidad. Necesitás construirla porque si no lo hacés te morís. De tristeza, de soledad. Había gente que directamente dejaba de comer. Se abandonaba. Se dejaba caer en un rincón y ahí se quedaba. Esperando que la naturaleza haga el resto. Cuando te enfrentaste a esta situación, una, dos, tres, cuatro, cientos de veces, la capa que construiste ya es tan gruesa que nada parece afectarte”.
El 27 de Enero de 1945, las tropas del ejército rojo ingresaban desde el este y liberaban así el campo de exterminio de Auschwitz poniendo fin al territorio más trágico de la historia de la humanidad. Ese día y por primera vez en seis meses, David pudo darse el desmesurado lujo de pensar que había otro día después de mañana.
Existe un relato que cuenta que si uno suelta a una rana en una olla de agua hirviendo, inmediatamente salta al exterior con violencia escapando del dolor que eso le provoca. Pero si uno deja una rana en un recipiente con agua fría, y la pone a hervir, la rana se quedará en ella hasta que muera lentamente. Aquellos que nos asomamos a la Shoah a través de un libro, una película, o un testimonio, saltamos horrorizados cuando nos enteramos de lo que allí sucedió, nos preguntamos cómo el mundo pudo haber tolerado su existencia y cómo algunos hombres (David en este caso) pudieron haber convivido con eso. Luego, volvemos a nuestro trabajo, a nuestras casas, a nuestra vida cotidiana y seguimos avanzando. Los que estuvieron adentro de Auschwitz, vieron poco a poco cómo este proceso de degradación,
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apaleamiento, vejación y genocidio se iba implementando de manera gradual, sistemática y definitiva. Se convirtieron en testigos tristemente privilegiados del acontecimiento más oscuro de la historia de la humanidad. Esta forma paulatina y progresiva de convivencia con el horror y la muerte, los hizo acostumbrarse a permanecer inmóviles y atentos, conscientes pero a cubierto, tratando de pasar inadvertidos y sobreviviendo, lo más que se pueda. El despertar de cada día los invitaba a imaginar que la vida todavía era posible, aún adentro de una olla de agua hirviendo.
Max Kagan y las muñecas - Max era un judío polaco, ingeniero agrónomo de la ciudad de Radom que felizmente hablaba en francés. Lo conocí deambulando en esos días en busca de comida. Automáticamente decidimos comenzar a hacer la tarea juntos ya que suponíamos que sería más segura para ambos. Buscando comida juntos, un día ingresamos a un edificio no muy lejos de la enfermería. Era un edificio de material de dos pisos que se encontraba en perfecto estado. Subimos las escaleras esperando encontrar algún rastro de comida. La escalera daba a un gran hall desde donde se divisaban varias habitaciones. Una de ellas parecía ser la más importante. Hacia allí nos dirigimos. Al entrar en ella nos quedamos paralizados. Sobre una gran mesada, descubrimos 4 ó 5 frascos de boca ancha de unos 60 cm. de alto. En uno de ellos pude observar nítidamen te la figura de una mujer perfectam ente desarrollada, con sus caderas, sus senos, y sus cabellos hasta los hombros sumergida en un líquido. Parecía una muñeca de porcelana , pero b astante más gran de. En lo s otros fr ascos, ha bían bebes y chicos. No podíamos entender lo que estábamos viendo. Se nos hizo un nudo en el estómago e increíblemente por primera vez en mucho tiempo no sentí hambre y tuve ganas de devolver. Nos alejamos en silencio del edificio sintiendo que no sabíamos qué decir. Días más tarde, cuando quisimos regresar, los rusos que ya habían ingresado al campo nos lo impidieron. El misterio de las figuras dentro de los frascos pasó a ser uno más de los secretos que los rusos guardaron tras la cortina de hierro, de los que tal vez nunca sepamos nada.
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Tercera Parte: La liberación
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Pude no haber vivido la historia de mi vida. Ni haberla escrito. Sabía que el deber del sobreviviente era dar testimonio. Pero no sabía cómo hacerlo. Me faltaba experiencia, me faltaba una forma adecuada. Desconfiaba de las herramientas, de los procedimientos. ¿Debía uno decirlo todo o guardarlo todo? ¿Debía uno gritar o susurrar? ¿Había que poner énfasis en los que se habían ido o en sus herederos? ¿Cómo se describe lo indescriptible? ¿Cómo puede uno restringirs e cuando se trata de recrear la caída de la humanidad y el eclipse de los dioses? Más aún ¿cómo se puede estar seguro que las palabras, una vez pronunciad as, no irán a traicionar, tergiversar el mensaje que las anima? Tan pesada era mi angustia que hice una promesa: no hablar, no tocar lo esencial por lo menos diez años. Tiempo suficiente para ver con claridad. Tiempo suficiente para aprender a escuchar las voces que lloraban dentro de la mía. Tiempo suficiente para volver a adueñarme de mi memoria. Tiempo suficiente para volver a unir el lenguaje del hombre con el silencio de los muertos.
DG: - Cuando se liberó el campo, los rusos nos cuidaron bastante. Nos daban una sopita a cada rato. Venía una enfermera y te daba un terrón de azúcar. A las tres horas, otro. Las comidas vinieron muy racionadas, tratando de lograr una dieta equilibrada que se incrementara de manera paulatina. Así pudimos recobrar poco a poco nuestro peso. De 38 Kg. que tenía el día de la liberación a los 58 kg. con los que salí del campo, había una diferencia considerable. Ya me sentía “físicamente” una persona. Había gente que se encontraba en mejores condiciones al momento de la liberación y cuando los rusos administraban el campo salían a robar más comida de la que les correspondía. Obviamente los rusos no se preocupaban por mantener “bajo llave” la comida, y aquellos que la conseguían comían con tanta desesperación que morían por exceso de alimentación. Fue mucha la gente que murió de indigestión en los primeros días después de la liberación. El cuerpo tiene que acostumbrarse a recibir una alimentación normal y si uno pretende acortar los tiempos, inevitablemente se resiente. Lo increíble era ver cómo alguna gente que sobrevivió a las balas, a las torturas y a la cámara de gas, moría simplemente por la desesper ación de comer. Era par te de la locura general que no podía acabarse así como así de un día para el otro.
Elie Wiesel – Un Judío Hoy - Nueva York. 1978
La liberación MH: - ¿Qué pasó cuando los rusos liberaron el campo?
Paradójicamente, algunos de los pocos que sobrevivieron tuvieron una muerte repentina al intentar comer en pocas horas los alimentos que durante tanto tiempo los nazis les habían negado. Sus cuerpos no lo resistieron y aquellos que esperaron angustiados el disparo final, encontraron su tiro de gracia en una ingesta descontrolada de alimentos. Ironías del destino y de un lugar tan despiadado, en donde la muerte puede llegar de la mano de quien viene a salvarte y el arma asesina no es más que un puñado de comida.
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El rengo coronel ruso Los días que marcaron el final de su estancia en Auschwitz, fueron de una extraña ligereza. Aún en pleno proceso de recuperación, David despertó una mañana con una extraña sensación. Desayunó dos rebanadas de pan, leche y una barra de chocolate. A media mañana, llegó un emisario con un mensaje especial, pidiendo que aquellos hombres que se sintieran en estado como para brindar una tarea a modo de colaboración, se presentaran en el edificio donde funcionaba de manera improvisada la comandancia del ejército rojo. Se suponía que era para asistir en tareas de apoyo, algunas de las cuales se relacionaban con el objetivo de clarificar los crímenes allí cometidos. Casi todos sentían que era una obligación contribuir en esta tarea y aún cuando les faltara algo de tiempo para recuperarse totalmente, muchos se mostraron bien predispuestos para colaborar. David sintió como propio el compromiso, y se presentó al llamado. Lo encomendaron a las órdenes de un coronel: un militar ruso que había estado prisionero en el campo y al que le faltaba una pierna. David, acostumbrado a recibir todo tipo de órdenes, aceptó sin reparos la directiva de acompañarlo para ayudarlo a desarrollar las funciones que le fueran asignadas. A un gesto del uniformado comenzó a caminar junto a él, sin preguntar hacia donde se dirigían. El hombre, apoyado en un precario bastón de madera, avanzaba con dificultad sorteando los obstáculos del terreno pero a paso firme. Mostraba cierta celeridad y preocupación por realizar la tarea que le había sido encomendada. Al rato de andar juntos por un buen trecho, llegaron a un descampado junto a
unos cuerpos inertes que yacían en el suelo alineados en dos filas. El militar le indicó con un gesto a David que levantara uno de ellos y lo pusiera en una especie de camilla que habían improvisado con una tabla y un par de rocas. David, poco convencido de lo gratificante que esa tarea pudiera resultarle, dudó un par de segundos antes de ensayar el más mínimo movimiento. El grado de automatización alcanzado durante los últimos meses lo empujó a pensar que las órdenes recibidas no podían ser objetadas y que la posibilidad de cuestionarlas no era más que una utopía irrealizable. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo sintió que tenía la libertad de realizar una pregunta tan pequeña como radical: “¿Por qué?”. Una vez que esa poderosa y emancipadora idea resonó en su cabeza, supo que no dejaría pasar la oportunidad de preguntarlo; y lo hizo. Mirando fijamente al uniformado le alcanzó a preguntar con sus pocas palabras aprendidas en ruso – “¿Por qué?”. La respuesta del ruso fue tajante: - “Autopsia”. David miró tímidamente hacia un costado y comprobó que había cientos de cuerpos sin vida a su alrededor. ¿Pretendían hacerles la autopsia a todos? Se quedó perplejo; ¿acababa de liberarse de caer en las garras de la más perversa maquinaria de la muerte y el primer trabajo que le era asignado consistiría en revisar cadáveres para averiguar cómo habían llegado a ese estado? Afortunadamente la situación le resultaba insólita. Y por primera vez sintió que las condiciones estaban dadas para negarse. Finalizada la guerra un creciente número de médicos parecieron obsesionarse con este tema y empezaron a revisar cadáveres como quien revisa los bolsillos de sus pantalones en busca de una moneda. El rengo coronel ruso se vio tentado de seguir esta tendencia a hurgar el interior de las personas de manera literal, cosa que a David le pareció que respondía a alguna inusitada dosis de morbosidad.
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Definitivamente, no era el mejor trabajo que David podía encontrar después de todo lo vivido y por primera vez se tomó la libertad de escoger el no enfrentarse a un nuevo e innecesario cadáver seccionado. Una escena sin dudas traumática que le recordaría todas las pesadillas con las que acababa de convivir. Con serenidad y sin estridencias miró al oficial soviético y meneando la cabeza hacia ambos lados (no). El militar se quedó perplejo. le dijo con claridad: -“niet” - “niet” (no). El Por su cabeza nunca pasó la posibilidad de que David pudiera desoír sus órdenes. Pero David sabía que el tiempo de la locura había terminado en Auschwitz y más allá de todo su agradecimiento al ejército rojo, y aún dispuesto a colaborar, no pensaba hacerlo de esta manera. Podía ser muy esclarecedora para algunos esta tarea, pero definitivamente no era para él. El ruso por un segundo se quedó perplejo, sin entender a qué se refería con ese “niet” como respuesta. Por eso David tuvo que reiterarlo varias veces y acompañarlo con palabras esclarecedoras a pesar de ser pronunciadas en un idioma desconocido para el oficial - “no voy a levantar ese cuerpo y colocarlo aquí, no voy a hacer este trabajo, no estoy obligado a hacerlo y además no quiero hacerlo” . Tantos “niet” de manera consecutiva no eran otra cosa que el “NO”. Por festejo de la libertad: la libertad de poder decir “NO”. primera vez en mucho tiempo, David sabía que podía decir “NO” sin “NO” sin que corriera riesgo su vida. Pero cometió un error de cálculo y se equivocó. Enfurecido, el ruso levantó su bastón y lo descargó con toda su fuerza sobre la cabeza de David que sintió el impacto y cayó pesadamente al suelo. En su ira enceguecida, el militar intentó seguir golpeándolo en el piso, pero la inestabilidad brindada por la ausencia de una
pierna le jugó una mala pasada y perdió el equilibrio, hasta que cayó como un títere desarmado justo sobre el cuerpo de David. Sorprendido y algo aturdido, David retuvo por un segundo al rengo entre sus brazos y extrañamente sintió pena de él: en el suelo, impotente para levantarse por sí solo y enceguecido por la furia. No había nadie en derredor para ayudarlo a levantarse por lo que la situación se invertía y era el rengo el que ahora dependía de David. Un atisbo de miedo asomó por su cara y por un segundo temió que el joven judío liberado hiciera justicia por mano propia y la embistiera a bastonazos contra él. Con serenidad y aplomo se levantó muy lentamente acomodándose la ropa y estirando sus dos piernas. Desde el suelo, el ruso lo miraba incrédulo y temeroso de que David utilizara su propio bastón para devolverle con la misma medicina el exabrupto que había tenido. Pero una vez incorporado, lo levantó del suelo y le devolvió su bastón, asegurándose que el hombre podía bastarse por si solo. Luego se dio media vuelta y se fue. Le había costado mucho asumir definitivamente su libertad, pero un sólido golpe de bastón propinado por un rengo coronel ruso, no podía ser más letal que el poder de toda la maquinaria nazi. Ese día, David sintió que finalmente era un hombre libre.
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Abandonando Auschwitz Después de que el cuerpo de enfermeras rusas se encargara de recomponer su figura, de rellenar su silueta y de volver a darle forma a toda su humanidad, David se sintió mejor y creyó que era tiempo de abandonar ese lugar que tan trágicos recuerdos le traía. Antes de que se le ocurriera un buen lugar adonde ir, nuevamente el ejército rojo se anticipó con una propuesta imposible de rechazar Le asignaron un uniforme, le dieron un arma y lo enrolaron en sus filas. La guerra no había terminado aún y un hombre es un hombre. Según esta visión de los rusos, David ya estaba en condiciones de brindar apoyo a un ejército que estaba finalizando la tarea de extinguir los últimos bastiones nazis en Alemania. No es para imaginarse que haya participado activamente del asalto final a Berlín, ni mucho menos. De hecho no cumplió un rol activo en ningún combate, ni disparó una sola bala contra sus antiguos enemigos. Era un colaborador del ejército rojo en la retaguardia. Se sentía como que estaba haciendo el servicio militar. No estaba ni en la primera línea, ni en la segunda, ni en la tercera. Simplemente estaba con los rusos esperando que la guerra terminara. A cambio le daban de comer, tabaco, algo de alcohol y ropa limpia. Debía colaborar en todo lo que el ejército necesitara de él. El arma la tenía “por las dudas” y las órdenes las recibía de un grupo de soldados yugoslavos que hablaban perfectamente tanto el ruso como el italiano. De todas formas, con el tiempo que llevaba conviviendo con los rusos, ya entendía muchas de sus palabras y se comunicaba bastante bien con casi todos ellos.
David estuvo enrolado en el ejército ruso hasta que terminó la guerra. En total no fueron más de dos meses, en los que acompañó al ejército rojo avanzando en la retaguardia, hasta llegar a la ciudad de Breslau (Wroclaw) que fue uno de los últimos focos de resistencia alemana. Permanentemente oía los bombardeos de día y de noche sobre las tropas alemanas que estaban allí acuarteladas. A veces se oía un cañoneo que salía desde el interior de la ciudad de Breslau hacia el lugar en donde ellos estaban alojados. Fueron los últimos intentos de resistencia que el ejército alemán intentó oponer. Una noche, todos los que estaban en su grupo se despertaron sobresaltados. Sonaron las alarmas y David tuvo que correr hacia los refugios en medio de un fuerte bombardeo de los nazis. Allí permanecieron agazapados junto a un grupo de italianos liberados, yugoslavos y rusos. El bombardeo duró algunas horas hasta que finalmente las explosiones se detuvieron y les avisaron que todo estaba bajo control y podían abandonar el refugio. Uno podría imaginar la sombra de preocupación en sus miradas y el temor a ser alcanzado por uno de estos disparos de cañón. Sin embargo la narración de esta parte de la historia suena en boca de David como el relato de un niño. La cuenta como si fuera una batalla entre soldaditos de plomo, con tanques a cuerda y cañones de hojalata. A medida que avanza, David demuestra estar entreteniéndose con el relato y lo que es mejor aún, disfrutándolo. Asoman algunas sonrisas por su cara a medida que lo va contando. Al principio me sorprendió y no daba crédito a sus palabras. Pero luego comprendí. Acostumbrado durante meses al atronador devaneo entre la vida y la muerte, esta experiencia en un “bunker” no podía ser otra cosa que un simple entretenimiento. Finalmente David tenía un trabajo, comida, alojamiento y abrigo. Había dejado de ser un número y volvía a sentirse una persona. Y por sobre todas las cosas, sabía que era un hombre libre y que
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estaban acorralando como ratas a quienes habían intentado acabar por completo con su existencia. El hombre que sobrevivió con éxito a los planes de Hitler, Eichmann, Goering y Mengele para acabar con su vida, difícilmente pudiera amedrentarse por un simple bombardeo de la resistencia alemana en mitad de la noche de Breslau. Por eso la sonrisa dibujada en su rostro cuando el relato llega a su fin.
El holocausto interior Con la caída de Breslau, la guerra en Europa llegó a su fin. El eje capituló frente a los aliados y David ahora si era definitivamente un hombre libre. Sin embargo, la mayoría de los que de una u otra manera tomaron parte en la contienda bélica, permanecieron un tiempo más en sus posiciones aguardando el momento que les fuera asignado por sus superiores para el regreso al hogar. Las familias esperaban ansiosas el momento del regreso de “sus muchachos” y el horizonte inmediato dibujaba con su trazo efímero el retrato de un mundo mejor. Sin embargo para David, el futuro se presentaba como una gran incógnita. Resultaba imposible la sola mención de una idea que se a asemeje al “regreso al hogar”. Su casa había sido destruida en un bombardeo antes de la partida y su familia había sido destruida en las cámaras de gas unas semanas después. Tenía la extraña sensación de que nadie lo esperaba en ningún lugar y tampoco podía imaginar qué encontraría en su Rodas natal. Sin embargo, intuía que hacia allí debía dirigirse para empezar de nuevo lo que fuera a empezar, e intentar reconstruir un futuro diferente, al que resultaba imposible imaginarle una forma concreta. Mientras esas ideas surcaban por su cabeza, el día a día también lo reclamaba. David llevaba una vida de refugiado en un campamento militar en el que compartía su tiempo con un grupo de soldados italianos, al aguardo de nuevas señales que le permitieran aclarar su situación. El campamento estaba en Alemania y a los pocos días de instalados alguien hizo correr la voz que en una granja vecina necesitaban gente para trabajar. Algunos entendieron que era una buena oportunidad para hacer alguna actividad lucrativa mientras esperaban nuevas órdenes o se producía alguna novedad con respecto a su destino. David pensó que sería bueno para él
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sentirse productivo y se unió al grupo de soldados con el que compartió distintas actividades. Trabajaba con pollos y gallinas, recolectaba verduras en la huerta, y realizaba todo tipo de actividades en donde sus manos laboriosas pudieran aportar. Se necesitaban brazos y voluntades y los muchachos sentían que trabajar en el campo era una buena manera de celebrar el fin de la guerra. Los dueños de la granja era gente joven; un matrimonio alemán, evidentemente campesinos, quienes se habían mostrado muy cordiales en todo momento con los refugiados. Al tercer día de trabajo, se encontraban almorzando todos juntos, y la dueña de la granja miró como en un descuido el brazo tatuado con la inscripción B7328. David notó de inmediato la reacción en su rostro, que se transfiguró totalmente. Luego, nerviosa y alterada intercambió unas palabras con el marido en un dialecto que no se alcanzaba a entender. No era difícil imaginar que algo sucedería.
cambiar tanto de un día para el otro. Ahora empezaba a descubrir en carne propia que la sociedad no estaba preparada (ni dispuesta) a asumir fácilmente lo que había pasado tras las alambradas del campo de exterminio de Auschwitz- Birkenau. Y mucho menos a hacerse cargo de lo que había sucedido. También acá empieza para David un nuevo Holocausto: el Holocausto interior; el que lo obligaba a esconder o evitar en público la existencia del primero.
El hombre llamó a David en un aparte y en un tono seco le pidió que abandonara la granja. No quería que siguiera trabajando allí. Le explicó que su mujer estaba muy impresionada con todo lo que había pasado en la guerra y no querían sobrevivientes de los campos trabajando con ellos. Le dieron huevos, queso y pan como forma de pago y le pidieron que su salida se hiciera efectiva en ese mismo momento. No había lugar para las apelaciones ni espacio para pedir explicaciones. La sentencia estaba definida y solo se lo estaban comunicando. David recogió sus pocas pertenencias y se retiró en silencio, por el mismo camino por el que había llegado. Alguno podría haberse indignado frente a esta situación. Pero David comprendía perfectamente. El mundo no podía
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Cordoval Las órdenes para desconcentrarse y empezar a regresar al hogar, nunca fueron claras. Lo que se empezaba a rumorear era que la desconcentración del frente y el traslado de los refugiados a su hogar demoraría todavía algún tiempo. Por eso, casi todos coincidían en que lo mejor era dirigirse a la estación de tren más cercana y subirse a aquella formación que tomara la dirección más conveniente en relación a los puntos cardinales a seguir. David sabía que tenía que dirigirse al sur si quería llegar a Rodas. El camino se iría reconfigurando en el trayecto en función del transporte que encontrara, pero sabía que para llegar a las islas, debería atravesar cuando menos Checoslovaquia, Austria o Hungría, Yugoslavia y Grecia continental, para intentar dirigirse desde allí en barco hasta las islas del Dodecaneso. La travesía parecía complicada, pero debía ponerse en camino cuanto antes si pretendía regresar a su ciudad. Luego de deambular de una ciudad a otra durante varios días, el destino lo llevó a la ciudad de Bratislava. Aquella ciudad que David recordaba perfectamente porque era donde el padre del refugiado arrojó un trozo de pan sobre la formación que los conducía a Auschwitz. ¿Cómo había llegado a Bratislava? David no lo recuerda bien. Iban avanzado por Europa como un caballo en un tablero de ajedrez. Dos para adelante, uno a la derecha. Dos a la derecha, uno para adelante. Dos para atrás, uno para el costado. Se iba adonde se podía. Un tren te llevaba a Viena, ahí te subías. Un camión se dirigía a Brno; también te subías. Había una oficina de la Cruz Roja ayudando refugiados en Praga, hacia allí también había que ir.
David paró una noche en Bratislava. El tren allí se había detenido y no parecía tener intenciones de volver a arrancar en el corto plazo. Al llegar a la estación averiguó que había una pensión de la Cruz Roja para refugiados. Le dieron una cama, una colación y la esperanza de una cena reconfortante. Una vez establecido, se dedicó a buscar y esperar nuevas informaciones sobre trenes que partieran en dirección al sur. La tarde del primer día, bajó las escaleras y se sentó en los primeros peldaños con un cigarrillo en la boca a la espera de que pasen las horas. David no fumaba, pero alguien le convidó un cigarrillo en el tren y decidió encenderlo. Luego de un rato de estar allí, matando el tiempo al azar, reparó en la presencia de un fornido soldado ruso que, ametralladora en mano, custodiaba la puerta del edificio. Su imagen lo sorprendió por un segundo y algunas facciones de su rostro le resultaron familiares, pero no le prestó mayor atención. Instantes después, volvió a dirigirle la mirada y comprobó que él ruso también lo miraba. Algo les resultaba increíblemente familiar a ambos. David se puso de pie; se miraron frente a frente hasta que el soldado ruso preguntó en perfecto “djhudezmo”: - ¿Davico, eres tú? El grito de alegría de David resonó en todas las paredes mientras se estrecharon en un interminable abrazo. - “¿Pero qué haces acá?” preguntó sorprendido David . Joaquín Cordoval había estado casado con una prima segunda suya por la que David prefirió no preguntar. Habían compartido algunas reuniones familiares y varias conversaciones al azar. En una situación como esa Joaquín Cordoval era la persona más cercana a su familia con la que se había encontrado, desde el día en que ingresaron a Auschwitz. Para quien regresa del infierno, saberse cerca de alguien familiar es empezar a recuperar el sentido de la identidad y de la pertenencia. Joaquín Cordoval fue el primer cable a tierra con el que David comenzó a regresar a una nueva vida, aun sabiendo que nunca
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recuperaría la que perdió. En ese encuentro tan emocionante para ambos, Cordoval le contó que se había hecho pasar por griego al final de la guerra y lo enrolaron en el ejército rojo. Por eso estaba en Bratislava custodiando esa pensión para refugiados de la Cruz Roja. A David le pareció que él también debía iniciar el camino del retorno, por lo que le insistió que abandonara esa tarea: - “La guerra ya terminó. Yo me despedí de los rusos en Breslau y ahora estoy yendo para Rodas ” le dijo invitándolo a que se sumara a su viaje. Joaquín Cordoval no quiso decidirse en el momento, pero le prometió que pronto iniciaría una nueva vida. Antes de despedirse le pidió a David que no contara nada sobre su nacionalidad Italiana. Estaba con un grupo de griegos y todos lo tomaban como uno de ellos. Cuando abandonó las filas del ejército rojo, Cordoval se dirigió a Italia en busca de una nueva vida. 40 años más tarde, David lo volvió a estrechar en un cálido y emotivo abrazo, esta vez en su departamento de Roma, en donde además conoció a la mujer italiana con la que Joaquín se había casado y con la que tuvo dos hijos. Esa noche, los recuerdos fueron quienes dominaron la velada.
Bajo la luna yugoslava El viaje de regreso continuó tomando la forma de un relato kafkiano. Las peripecias del recorrido le fueron descubriendo a David las intrigantes aristas de una burocracia desvastada. Atravesada todavía por las consecuencias de una guerra que dejó un tejido de vías férreas interrumpidas, la mayor parte de los caminos intransitables y sus redes telefónicas inoperables, el trayecto de regreso a Atenas tomó la forma de un extraño jardín de senderos que se bifurcan; en él, la tarea de avanzar, retroceder, desviarse y retomar varias veces la misma traza se convertía en una quimera con el único objetivo de poder unir dos puntos que parecían ser hasta entonces, absolutamente irreconciliables. Pero aún en medio de ese laberinto, puede surgir un hecho impensado y sorprendente en donde afloren sensaciones olvidadas, capaces de devolverle al cuerpo y al espíritu un poco de sosiego. En los trenes en los que atravesaban las entrañas de Europa, se formaban espontáneamente grupos que salían en busca de víveres, agua o medicamentos, ni bien el convoy detenía su marcha. Esto sucedía varias veces al día y durante la totalidad de las noches, ya que por el mal estado de las vías era demasiado arriesgado avanzar sin ver el camino. A veces se juntaban un puñado de personas simplemente para pasear un rato por el pueblo más cercano. De esta forma si bien los grupos estaban unidos fuertemente por una conducta nacional (los griegos, los bosnios, los serbios, los albaneses) se formaban también grupos de afinidad por cuestiones idiomáticas (los que hablaban italiano o francés) y los de origen religioso (judíos, católicos, musulmanes).
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Pero entre tantos grupos que se organizaban y desorganizaban, siempre había algunas personas con las que uno iba trabando relación por afinidad o por costumbre sin tener muy en claro en qué grupo esa relación se había iniciado. Así fue como David se descubrió atraído por una joven y bella yugoslava de tez blanca y una negra cabellera con quien empezó a compartir expediciones a las granjas, visitas a los mercados, rondas de charlas en grupo y hasta alguno que otro cigarrillo. Se fueron dando las cosas para que esa presencia, al principio azarosa y luego premeditada, se volviera una constante entre ansiedades demoradas e impaciencias exacerbadas. Poco a poco, este viaje tedioso y agobiante se fue transformando en una suerte de road movie de aventuras impensadas, editado con escenas de robos de papas, expediciones en busca de baldes de agua y el afortunado descubrimiento de unas granjas tentadoramente situadas en la cercanía de las vías.
pueden resurgir con insurgente vitalidad, abriéndose camino entre las heridas y el dolor. Esa noche de luna yugoslava, David se sintió un hombre “con todas las letras” por primera vez y entendió que otra vida definitivamente empezaba. Una efusión de sensaciones inexploradas explotaron en un momento y un sendero de emociones y placeres se descubrieron de inmediato, inaugurando una etapa de goce y plenitud que un mundo de tinieblas y terror no podría ya nunca más apagar. La partida de la estación de Belgrado los encontró en un beso profundo, tan profundo como el mar de lágrimas que brotaban de sus ojos. David sabía que Belgrado no estaba en su camino y ella (siempre será “ella”) parecía rogarle que se quede con cada gesto, con cada lágrima, con cada caricia que tiernamente le robaba. Después, el tren y su silbido lastimante, se encargaron de ponerle fin a este oasis de amor mágicamente florecido en un desierto de tristezas.
Por eso este viaje en algún punto tedioso y desafiante, se convirtió también en una experiencia de descubrimientos y develaciones. Entre otras cosas, descubrió David lo infundado de un rumor que en los últimos meses había escuchado de manera reiterada. Decían algunas voces que para evitar la reproducción de la raza judía, los alemanes habían introducido en su alimentación unas sustancias nocivas que atrofiaban el funcionamiento del aparato reproductivo e inhibían todo deseo sexual, provocando impotencia. Una noche clara de luna, tirados bajo una frazada sobre el techo del tren, David y su amiga yugoslava (de quien nunca recordó su nombre) descubrieron la futilidad de esos rumores y confirmaron que la pasión y el deseo
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Emociones zigzagueantes El tren avanzaba por un camino hasta descubrir que las vías estaban cortadas y entonces retrocedía para tomar por otro y encontrarse con uno que venía en dirección contraria. Esto hacía que el tren circulara sólo de día y a muy baja velocidad, ya que el maquinista iba adivinando el estado de las vías a medida que avanzaba. Este viaje fue devolviendo a muchos serbios, croatas, bosnios y griegos a sus hogares. Las paradas en distintas ciudades fueron disparando emocionados recibimientos en las estaciones, caras ansiosas por reencontrarse con un hijo, un marido, un amigo o un amante. Rostros de regocijo o decepción. Caras signadas por el gozo, la esperanza o el espanto. Abrazos cargados de dolor, besos interminables, llantos ensordecedores, miradas cargadas de historias y recuerdos estampados en un rostro que, impávido, espera el insondable arbitrio del destino sentenciando el futuro.
que los hay) también volverán a ella. Se incomoda, en cada estación, frente al abrazo emocionado de un hijo con sus padres. Sabe que nadie lo va a abrazar a su regreso. Sabe que ya no es el adolescente de 17 años que salió de Rodas casi un año atrás. Sabe que ya es un hombre por imposición del destino, al que le ha tocado vivir lo que aún hoy nos resulta imposible imaginar. El tren avanza en ese laberinto de vías y dudas. No sabe bien adonde va. Tampoco sabe lo que busca. Se podría afirmar que es una problemática común a todos los que cargan con 18 años. Pero estando Auschwitz de por medio, la problemática adquiere una complejidad exponencial.
La ansiedad de los que esperan y la de los que llegan. Tantas preguntas y respuestas concentradas en un segundo que simplemente se traducen en un sí o un no. Cada metro que el tren avanza acelera las respuestas y abre nuevos interrogantes. Por el contrario, David sabe que nadie lo espera en Atenas y tiene casi la plena certeza que nadie lo esperará en Rodas. Imagina que sólo su hermana Sara sobrevive en la Rhodesia y que Hiskyá aguarda noticias de la familia en la lejana Buenos Aires. De los demás, cree imaginar que ninguno ha sobrevivido. Por eso su viaje no tiene tantas preguntas. Lo invade una sensación de resignación. Vuelve a Rodas para averiguar qué ha quedado de su yudería. Imagina que los demás sobrevivientes (si es
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Moshe en el camino El tren hizo un alto en el camino. Llegaron a la ciudad de Skopje y todos los integrantes del convoy bajaron a estirar las piernas. Algunos aprovecharon para orinar. Otros para buscar algo de comida. Para matar el tiempo los hombres se juntan en ronda y comienzan a intercambiar anécdotas, impresiones, temores, expectativas, esperanzas. En una de esas rondas, en las que el idioma predominante era ya el griego o el italiano y en cuyas discusiones David se sentía más integrado respecto del aislamiento que sufrió en el campo, un hombre le dijo que había conocido a otro Galante. En otras circunstancias David hubiera abierto sus ojos de par en par y hubiera interrogado a su interlocutor hasta obtener de él una respuesta esperanzadora. Sin embargo, el dolor y la desazón que los acompañaba desde hacía ya mucho tiempo, transformaba cada diálogo en una infructuosa búsqueda de confirmaciones dolorosas más que en una apertura esperanzada a noticias reparadoras. Sin embargo el hombre parecía muy seguro de sí cuando le describió a su hermano Moshe. Incluso le contó que habían salido juntos de Bergen Belsen con vida. David miró al hombre con desconfianza. Había muchas posibilidades de que esa persona de la que le hablaban no fuera su hermano y aunque la hubiera, era ampliamente preferible no hacerse ilusiones de que estaba vivo, a experimentar la dolorosa sensación de perder dos veces a un hermano.
para qué. Tal vez más adelante se encontraría con él y ya valdría la pena recuperar el sabor de la familia. Cuando ambos hermanos se reencontraron en Roma, más de un año después de esta anécdota, Moshe le confirmó que los datos aportados por ese hombre eran ciertos y que era él la persona de la que le habían hablado. Sin embargo no recordaba a ese hombre que David le describía y probablemente formara parte de todo lo que Moshe había decidido olvidar.
David se subió de vuelta al tren con una vaga esperanza de que la noticia sobre la liberación de su hermano Moshe en Bergen Belsen fuera cierta. Pero ahora no había tiempo ni lugar para pensar en eso. Todavía no sabía adonde iba ni
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De vuelta a Grecia Un viaje que en otra circunstancia podría haber durado tres o cuatro días, se demoró casi un mes. El tren arribó finalmente a Monastir (Bítola) en la frontera con Grecia. Desde allí, los integrantes del convoy se separaron para seguir en camiones rumbo a Ianina y Salónica. Esta última, una de las ciudades más importantes del mundo sefaradí. Durante siglos, la ciudad de Salónica contó con una de las comunidades judías más numerosas y destacadas del mediterráneo, no sólo porque llegó a contar con una población de casi 50.000 judíos (llegando a haber casi tantos judíos como no judíos en la ciudad) sino porque además contaba con gran cantidad de escuelas, bibliotecas, editoriales, periódicos, revistas y una vasta producción cultural en “Djhudezmo”. Esa intensa vida cultural fue arrasada por los nazis cuando se llevaron a Auschwitz a casi todos los judíos de Salónica, destruyendo por completo uno de los focos más destacados de la cultura Sefaradí, vigente durante más de cuatrocientos años.
protectorado italiano durante toda su vida, David sostuvo que evidentemente él debería ser italiano. “Problema solucionado” le dijo el oficial. “Acá en Grecia no podemos emitirle un documento a un ciudadano italiano” agregó con sutileza dejando escapar una sonrisa socarrona. “Sin embargo” se apuró a ensayar sin dejar pronunciar una palabra a su interlocutor e intentando demostrar que su condición de “humano” le impedía no brindarle una ayuda a quien estaba claramente en una situación delicada, “podemos alojarlo en un lugar con todas las comodidades del caso hasta que pueda solucionar su situación”.
No encontró judíos en Salónica David. Tampoco esperaba encontrarlos. De Salónica a Atenas, el viaje se hizo en barco y duró apenas un día.
El lugar en cuestión era un campo de prisioneros italianos, la mayoría soldados que habían sido detenidos en tierras helénicas y que aún no habían sido devueltos a su país de origen. Lo llevaron a este campo, no como detenido sino como un “refugiado” para que encuentre allí comida y un lugar donde dormir y asearse. David pensó que no era un mal programa por una noche, ya que no tenía muy en claro en dónde alojarse. Los soldados italianos lo recibieron con calidez y alegría. Por la noche comió en abundancia y luego de la cena se quedó escuchando unas canzonetas con la que los soldados parecían animarse esperando el regreso a casa. Finalmente, un mullido jergón y una almohada le sirvieron como excusa para el justo descanso que su cuerpo necesitaba.
Al llegar a Atenas, David se presentó en el cuartel central de la policía, declarando que era originario de Rodas y solicitando alguna clase de documento que lo acreditara como tal. En un primer momento el oficial que lo atendió se mostró extrañado por esta solicitud, pero intentando ganar un poco de tiempo y especulando encontrar alguna respuesta que le permitiera deshacerse del problema, le preguntó cuál era su nacionalidad. Al estar Rodas bajo
A la mañana siguiente se despertó repuesto, desayunó c on ganas y se dispuso a encarar, bastante enfurecido (síntoma de que ya había recuperado sus fuerzas) a la comandancia del campo donde estaba alojado. Allí se mostró enojado y perplejo, y explicó con bastante énfasis “que él no era un prisionero de guerra y que en realidad estaba en tránsito hacia Rodas, de donde era originario y adonde esperaba regresar a la mayor brevedad posible si ellos lo ayudaban a llegar allí como se esperaba que deberían tratarlo” . El
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enojo y el convencimiento que mostró David fue suficiente para que el oficial a cargo del campo se disculpara por la confusión e inmediatamente dieron la orden para que fuera trasladado a una escuela en Atenas que servía de alojamiento a los refugiados políticos y estaba bajo supervisión de la UNRA (United Nations Refugee Assistance -organismo internacional encargado de reubicar a los refugiados en sus países de origen) desde donde lo ayudaron a preparar el viaje que lo llevaría de vuelta a Rodas.
Un sabor amargo en sus bocas Durante su estadía en Atenas, David se encontró con un viejo conocido llamado Sami Nejamá. David recordaba su dirección en Atenas, y decidió ir a averiguar por él. Grande fue su sorpresa cuando al abrir la puerta, la figura de Sami asomó tras ella. El reencuentro fue emocionante. Los recuerdos acudieron presurosos y compartieron una bella y reconfortante charla que duró varias horas. Les parecía increíble estar charlando juntos tan lejos de Auschwitz Para David fue muy grato reencontrarse con un viejo conocido del campo. Tenía con quien charlar y compartir buenos momentos y además, alguien que podía ayudarlo mucho a través de sus relaciones con la comunidad judía de Atenas de la que necesitaba apoyo si quería volver a Rodas. Un día Sami lo invitó a comer a su casa con familiares y amigos. Para David sonaba tentador participar de un evento familiar, algo que le resultaba distante y alojado en el pasado. El día indicado llegó puntual a la casa de Sami. Como no quería presentarse con las manos vacías, recortó unas flores de un parque cercano que adornaron la mesa familiar. Llegó a la dirección indicada, tocó el timbre y esperó que le abrieran la puerta. Sami mostraba una i magen inimaginable para una persona que había sobrevivido a un campo de exterminio. A los kilos de más que eran evidentes, se sumaba una actitud con un dejo de optimismo que el regreso al hogar había contribuido a recomponer. La alegría que representaba el reencuentro con la familia desbordaba por todos lados. Al entrar al hogar, David encontró un clima apacible y reconfortante. Algunos parientes lo saludaron con gestos de aprobación y se mostraron apenados por su situación. Muchos judíos de Atenas habían sido alertados
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sobre la llegada de los nazis y se escaparon a algunas fincas en las montañas alejadas de toda civilización. Al rato de llegar y luego de un par de saludos de cortesía, David se sintió altamente sorprendido ya que su mirada se topó con la figura de un joven de 25 años a quien había conocido en el campo y con el que habían compartido más de una jornada de trabajo. Un impulso fuerte y gratificante lo empujó en su dirección. La cara se le iluminó notablemente al verlo y aceleró el paso con decisión para estrecharlo en un cálido abrazo. Pero el avance emotivo y frontal fue cortado secamente por una mirada distante y fría que lo detuvo de golpe. No había en su cara ningún gesto que lo correspondiera ni denotaba la menor alegría por el reencuentro. Ningún código en común de esos que unen de manera atroz e invisible a quienes han sobrevivido juntos a la muerte y que establecen lazos poderosos y duraderos para siempre. La frialdad y parquedad de su mirada encendieron un destello de extrañeza en los ojos de David. El envión del impulso inicial solo sirvió para alcanzar a empujar su mano con cordialidad hacia adelante, que el ahora desconocido individuo respondió sin entusiasmo.
Su mirada se mantuvo imperturbable. El joven pareció comprender de qué le estaban hablando pero no hizo el más mínimo ademán de compartir el entusiasmo. - No soy yo con quien estuviste. Tengo un hermano mellizo que se llevaron a Auschwitz junto con mi madre. Mi papá sólo pudo salvarme a mí refugiándome en las montañas. Cuando regresó a buscar a mi hermano y mi madre, ya habían sido deportados con el resto de los judíos de Atenas. Es con él con quién debés haber estado. No hemos recibido noticias de él y probablemente seas uno de los últimos que lo vio con vida. No sabemos nada más… dijo bajando la vista. La frialdad de su mirada daba a entender que ya no tenían ninguna esperanza de reencontrarlo. David fingió una sonrisa compasiva y comprendió todo en un segundo. Apoyó su brazo sobre su hombro y lo dejó solo con su desconsuelo, entendiendo que ese encuentro había dejado un sabor muy amargo en sus bocas.
- ¿Qué tal? ¿Cómo estás? – Preguntó David sorprendido, buscando una respuesta positiva. - ¿Te acordás de mí? Soy David; estuvimos juntos en Auschwitz. Trabajamos en las letrinas. ¿No te acordás? Casi nos helamos en medio de la nieve… intentó una sonrisa cómplice tratando de remover el fantasma del olvido en su interlocutor. Soy yo, Davico Galante..... enfatizó por última vez.
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El regreso a Rodas Una vez que llegaron a Atenas, David empezó las gestiones para volver a Rodas. Se reunió con gente de la comunidad judía de Atenas y ellos se comprometieron a conseguir una forma de transportarlos (a él y a algunos judíos de otras islas que habían llegado a Atenas desde distintos lugares) en un barco de guerra. Finalmente el día llegó. Cuando alcanzó a divisar las murallas de la ciudad desde la cubierta del barco, las piernas le temblaron. Volvía solo al lugar desde el que hacía casi un año había partido con toda su familia, sus amigos, sus parientes y toda su comunidad. - ¿Qué encontraste en Rodas cuando llegaste?, le pregunté con curiosidad - Nada - me dijo, y su voz sonó, más que como una descripción de lo que vio a su regreso, a lo que sintió que quedaba con vida en su ciudad. Estaba con las manos vacías, como nunca antes sintió haberlas tenido. Allí tuvo su casa, sus padres, sus hermanos, sus amigos, su infancia, su colegio, su trabajo, su primer amor, sus ilusiones y su primera idea de futuro. Todo eso parecía sepultado para siempre y por más que derribaran esas magníficas murallas que sostienen la ciudad, lo que se perdió nunca podría ser recobrado. Todo había desaparecido para siempre y era doloroso pensar en que había que volver a empezar de cero en absolutamente todas las cosas que despertaba la vida.
David Galante fue el primero de los 1800 judíos deportados en regresar a Rodas. 130 fueron los sobrevivientes de la isla, muchos de los cuales no regresaron nunca. Nada de lo
que vio y encontró le pareció tener sentido. Todo estaba por hacerse. Pero no allí. La judería estaba parcialmente destruida. Las casas habían sido ocupadas por campesinos griegos y la pequeña sinagoga Chalom, construida en el siglo XVI había sido transformada en un corral de cabras. La sinagoga grande estaba en ruinas. Al llegar s e alojó en la casa de Bojhor y Elisa Amato unos judíos que se escaparon a Turquía antes de la deportación. El cónsul turco consiguió que los alemanes dejaran escapar a todas aquellas familias con pasaporte de esa nacionalidad. En total no llegaban a más de cien personas. Algunos de ellos regresaron a la isla al finalizar la guerra y apenas si pudieron recuperar sus casas. David no solo les contó cómo habían sido los últimos días en la isla antes de la deportación, sino que además, prosiguió con su relato de lo que había sucedido en Auschwitz. Nadie creyó lo que estaba contando, a pesar del inevitable y espeluznante espectáculo de una ciudad casi vacía que ocultaba el rastro de sus antiguos habitantes. No podían creer o no querían creer. Allí empezó David a descubrir en carne propia que sus relatos provocaban rechazo. Que la verdad lo alejaba de la gente. Que nadie quería escuchar el contar de lo que sus ojos habían visto. Empezaba allí el largo y tortuoso camino del silencio y la marginación. La necesidad de callar la verdad, ya no por temor a morir, sino peor, a ser rechazado. Tocqueville escribió que la gente “teme más al aislamiento que al error”. “El miedo a ser rechazado por sus pares pares es el peor castigo que un hombre puede recibir” señaló Locke. David tuvo que ir por la vida ocultando o manteniendo en silencio la verdad de lo que había vivido porque nadie quería escuchar lo que en la Shoah había pasado. Seis millones de judíos eliminados, más de dos
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millones de ellos en los campos de exterminio parece ser una realidad muy difícil de asumir para el mundo civilizado. Más de cuarenta años después, el mundo aprendió a escuchar y estuvo preparado para conocer lo que realmente sucedió en Auschwitz-Birkenau, Treblinka, Belzec, Sobibór, Chelmno y Lublin Todo esto influyó de manera decisiva en el hecho de que David fuera dejando de contarle a la gente lo que había vivido. Y cuando uno deja de contar, también empieza a olvidar.
Uno a uno El maestro entro en la clase y apoyó unos libros sobre la mesa. De inmediato, un murmullo de voces se fue acallando dejando lugar a la voz del joven educador quien prefirió esperar unos segundos para empezar a hablar. Parecía muy preocupado en sus cosas y no dirigió su mirada a ningún alumno, pero sabía perfectamente que estaban todos y quién estaba ubicado en cada lugar. Se calzó con cuidado sus lentes y buscó entre las páginas de un libro, aquella que tenía una flor reseca a modo de señalador. Acercó con cuidado su cara a una página amarillenta y empezó a leer. Se acercaba Pesaj, por lo que leyó pacientemente una historia ya conocida por todos sobre la salida de los judíos de Egipto y su liberación encabezada por Moisés. David, León Menasche y León Mario entre otros, escuchaban atentos el relato del maestro. Luego, entrecerrando el libro, comenzó a comentar las enseñanzas de la historia de Pesaj cuyo mayor valor es el sentido de la libertad para un pueblo que nunca aceptó someterse a la esclavitud. Algunos compañeros de David, murmuraron toda la clase demostrando poco interés en un tema que ya era habitual, siglo tras siglo, cada vez que Pesaj se acercaba. David permaneció en silencio hasta el final, prestando atención a los detalles. Antes de terminar la clase, el maestro llamó uno a uno a todos los alumnos. Les preguntó qué harían durante el seder y luego les recordó que las enseñanzas de Pesaj deben acompañar a cada judío a lo largo de toda su vida. Como todos los años, uno a uno, los alumnos fueron abandonando el aula mientras el maestro los acompañaba hasta la salida. De la misma forma, varios años después, uno a uno fueron ingresando a Auschwitz por una puerta enrejada en cuyo arco se podía leer “Arbeit Macht frei”. Solo David y Moshiko Yaffe pudieron salir con vida de allí.
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Los relatos del horror MH: - ¿Qué pensaba la gente de Rodas cuando le contabas lo que había pasado en Auschwitz? DG: - Sentían que no lo podían creer. No lo creían. No creían. Y hasta hoy en día. Y ése fue uno de los motivos por los cuales yo no podía hablar. O no querían saber, o no creían. No querían creer. Yo mismo tenía miedo. A mí me daba vergüenza de contarlo. MH: - ¿Te daba vergüenza? DG: – Miedo, vergüenza. Uno pensaba ¿cómo puede ser que me pasara esto a mi? ¿Será cierto o será mentira? Y dudabas. No te quedaba otra. No había nadie que aceptara lo que vos le contabas. Si yo pienso que ellos deberían creer “éste quedó tocado, no es verdad lo que está contando; está exagerando”. Eso era lo que pensaban. Y a raíz de esto te iban dejando de ver. Te ibas alejando poco a poco. Después empecé a trabajar y todo quedó en la nada. Pasaron, pasaron y pasaron muchos años. Y a raíz de esto, me fui olvidando muchas cosas. Cuando pasan los años uno se olvida. Por más que uno quiera acordarse es imposible. Acordarte de todo, paso por paso, es imposible. Acordarte de todo en general puede s er. Pero acordarte en detalle es muy difícil. Porque lo que nos nos decían todos era que que había que olvidar. MH - ¿Quienés te decían esto? DG: - Todos. Hasta los psicólogos nos decían que teníamos que olvidarnos. Dejar todo atrás y mirar adelante. Eso era lo que se
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decía de entrada, ni bien terminó la guerra. Es cierto que la psicología no estaba tan avanzada. Pero eso era lo que nos decían. Se decía que si no pensabas en eso, con los años todo iba a quedar en el olvido. Pero no; no es tan fácil. No es tan fácil olvidar. Es como decía Elie Wisel. “Todo aquel que estuvo en Auschwitz, nunca podrá salir. Y aquel que no estuvo en Auschwitz, nunca podrá entrar”. Recordarlo y contarlo siempre es mucho mejor que tenerlo borrado. MH –¿Cuántos eran los Rodeslíes que habían regresado de Turquía? DG: - Eran 42. MH - ¿Y no sabían nada sobre lo que había pasado cuando vos llegaste? DG – Mirá, algunas cosas se decían en la radio. Y ellos ya lo sospechaban. De hecho no estaban muy esperanzados de que volviera alguien. Pero cuando volví y les conté era como una confirmación de lo que ellos sospechaban.
Ningún pecho donde llorar Pasaron muchos años entre que David salió de Auschwitz hasta la primera vez que escuchó el término Shoah. Pasó también un tiempo hasta que se enteró que se calculaban en seis millones la cantidad de judíos exterminados durante el Holocausto. A pesar de lo escalofriante de esa cifra, a David no lo sorprendió el número. Pasaron muchos años hasta que David encontró noticias del exterminio en un diario o en la radio (tal vez porque no aparecían, tal vez porque prefería evitarlas). Pasaron muchos años desde que se reencontró con cuentagotas con esa parte de su pasado que marcó el destino de su vida. Que empezó a descubrir que las películas hablaban de lo mismo que él había vivido, que en los medios masivos la Shoah era una entidad con nombre claro y definido y que todo el mundo parecía confirmar que su experiencia en Auschiwitz no había sido objeto de una alucinación sino un hecho real, dimensionado y cuantificado. Algunas películas empezaron a hablar del tema y a mostrar lo que David había visto. Pero eran pocas y muy específicas las que se atrevían a hacerlo con el trazo de horror que llegó a experimentar. Hasta que este tema fue ampliamente difundido y conocido por muchos (hablar de mayorías sería una utopía que tal vez algún día se haga realidad) David siguió cargando solo, con todo lo que había tenido que vivir. Con todo lo que había tenido que ver. Eran solo él y sus recuerdos. Nadie con quien compartir el dolor. Nadie en quien apoyarse y llorar. Ningún pecho en el que hundir sus miedos y sus broncas. Solo él con una mochila inmensa y gigante que ningún musculoso atleta del olimpo griego sería capaz de transportar.
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Algunos años más tarde t arde el amor de su mujer y de sus hijos le ayudó a encontrar ese consuelo que durante tantos años le fue negado. ¿Acaso existe mayor soledad que la de perder a toda tu familia, que la de haber estado al borde de perder tu vida de la manera más denigrante y tormentosa posible, y luego retornar exhausto a la tierra de tus padres para descubrir que tu casa ya no existe, que tus amigos desaparecieron para siempre, que tus vecinos no quieren recibirte y que los que oyen no creen en tus palabras? ¿Acaso existe mayor dolor que ese?
Las minas de la Alta Silesia Un dato particular identifica a los casi 130 judíos sobrevivientes de Rodas: la mayoría eran mujeres. Casi todos los hombres provenientes de Rodas fueron derivados de manera casi inmediata a las minas de la Alta Silesia conocidas como las minas de Charlotte Grum, entre Polonia y Alemania, justo en el preciso momento en que David entraba por equivocación a la clínica del Dr. Mengele. Ninguno de los que trabajaron en esas minas salió para contarlo. El trabajo altamente insalubre, los derrumbes permanentes y la dureza de la tarea hizo que casi todos perecieran allí. Cuando se producía un derrumbe, no existía la menor intención de rescatar a quienes quedaran atrapados. Directamente se decidía seguir cavando en otra dirección. Nadie puede pensar que se invirtiera tiempo y recursos en intentar rescatar a quienes de todas maneras tenían a la muerte como único destino. Haciendo un racconto de los casi treinta compañeros con los que David estudió en el colegio, excepto uno, todos perecieron allí. Quién sabe, tal vez el equívoco del Dr. Mengele, fue irónicamente una más de la cadena de casualidades que permitieron que David se encuentre aún con vida.
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Rosa y Tonino Luego de unos días en la isla, David fue a vivir a la casa de Rosa León y Tonino di Giambattista, el amigo italiano en cuya casa escuchaban los programas de la BBC con los que se mantenían al tanto de lo que sucedía en la guerra. Rosa se casó con Tonino antes de la deportación y de esa manera consiguió salvar su vida.
El mundo era todavía un lugar peligroso, pero la existencia de seres queridos desperdigados por él le devolvían a David alguna tranquilidad. Cada persona que nos quiere es un refugio y nuestra alma se siente más segura cuando alguien que nos ama está al alcance de nuestra mano.
- Unos días después llegó Aarón Franco y juntos nos alojamos durante un año en la casa de Rosa y Tonino. Nos cuidaron y protegieron como dos padres. Nos manteníamos con algo de dinero o los cupones de racionamiento que nos entregaba la UNRA, los que si no los necesitábamos, nos servían como objeto de trueque, algo que habíamos aprendido muy bien en el campo y en el continente durante todo el tiempo que estuvimos deambulando antes de volver a Rodas. Al poco tiempo fueron regresando más sobrevivientes. Violeta y Sara Maio fueron las primeras de entre las mujeres. Después llegó un contingente con unos veinte compañeros más. Poco a poco todos fuimos descubriendo que no teníamos futuro alguno en Rodas. No podríamo s seguir viviendo con la ausencia de nuestros seres queridos en un lugar en donde todo nos hablaba de ellos. Su inconmensurable ausencia era la presencia más fuerte que nos acompañaba todos los días. Los que pudieron, comenzar on a establece r contacto con sus parientes en el extranjero . Yo tenía una hermana de mi madre que vivía en Los Angeles y establecí contacto con ella. Al menos me consolaba saber que había algún pariente que se preocuparía por mí en algún lugar del mundo.
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Una etapa de intimidades inconfesables
La señal esperada
- Cuando volví a Rodas, encontré a mi dulce Isla desvastada, su judería destruida y sin judíos; también encontré en el calor y el afecto de los sobrevivientes un motivo para sobrevivir. Recuerdo que los jóvenes nos juntábamo s a recordar nuestras experienc ias y una fuerza poderosa e invisible nos unía. Sabíamos que la experienc ia del campo nos había marcado de manera diferente que a otros jóvenes y que sólo entre nosotros podíamos entender lo que nos pasaba. Una de las chicas del grupo, se la pasó durante esos días relatándonos sus experiencias sexuales que había tenido dentro y fuera del campo, sin ninguna inhibición. inhibición. Lejos de lo que en esa época se podía considerar casto o permitido, sus experiencias eran dignas de ser relatadas en un libro de alto contenido erótico. Sus relatos eran decididamente escandalosos. Entendiendo todo lo que nos había pasado, comprendimos que era su manera de seguir sintiéndose viva y de expresar todo aquello que la conectaba con una experiencia humana trascendente. Hoy su recuerdo no puede dejar de producirme una sonrisa cómplice y un entrañable afecto por esa terrible pero también íntima etapa de nuestras vidas que nos tocó vivir.
David estuvo un año en Rodas. La isla estaba bajo una administración Inglesa, Italiana y Griega. Su relación con los italianos era más cordial y fluida que con los griegos. En palabras de David, los judíos y los griegos nunca se llevaron bien. Existía el mito difundido y nunca comprobado de que los griegos no dejaban salir de casa a sus hijos en Pesaj porque los judíos estaban a la búsqueda de un niño griego para un sacrificio ritual. Por otra parte, con los italianos y turcos que había en la isla parecía existir otra armonía. Esto no quitaba la posibilidad de que David tuviera amistades en todas las colectividades y con muchos de sus amigos turcos y griegos se reencontró a su regreso del campo. Sin embargo no tardó mucho en descubrir que su futuro no tendría lugar allí. La ausencia provocada por los casi 1700 hermanos que ya no estaban era demasiado notable. La casa de su infancia destruida, sus padres, sus hermanos, sus amigos, todo estaba vacío de ellos. Un lugar no puede ser un lugar sin su gente. Porque la gente es más que las paredes, más que el mar verde como la esmeralda, más que las montañas pequeñas y arenosas, más que esas imponentes murallas testigos de una milenaria historia. Rodas no volvería a ser nunca más Rodas, y David lo sabía. Por eso estaba a la espera de cualquier señal que lo sacara de allí. Hasta que una mañana esa señal llegó. Cada tanto, se acercaba hasta el local de la Cruz Roja donde se publicaban listas con nombres de los sobrevivientes. También escuchaba Radio Vaticano, que por las noches daba listas de nombres de sobrevivientes. David se quedaba escuchando hasta altas horas de la noche sin saber bien lo que buscaba. Tenía miedo de saltearse un nombre involuntariamente, por eso prestaba atención tratando de oír bien cada sílaba pronunciada por el locutor. Se mantenía un segundo en silencio como hurgando en el rincón de los recuerdos, hasta que finalmente daba un suspiro
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asegurándose que no era ésa la persona buscada. Pero un día el locutor de Radio Vaticano, emitió una señal distinta. De su boca salió un nombre conocido. En medio de una larga lista de lo mismo, que parecía interminable, un nombre emergió entre los otros: “Moshe Galante”. La información lo situaba en Roma. Junto a una inembargable emoción y un par de lágrimas que instantáneamente expulsaron sus ojos, David tuvo la certeza de que el momento finalmente había llegado y que sus días en Rodas tocaban a su fin. Moshe vivía en Roma y él iría a buscarlo.
Israel no David evaluó seriamente la posibilidad de emigrar a Israel. En el país de los judíos, nunca pasaría nada parecido a lo que sucedió en Europa. Nunca sería discriminado por ser judío. Nunca volvería a sentirse desplazado. Sin embargo su hermana Sara que vivía en el corazón de África, lo hizo desistir de esa idea con unas líneas esbozadas en una carta: “¿Acabás de sobrevivir milagrosamente a una guerra y te vas a un lugar en donde está empezando otra?” le dijo en forma de orden desde la Rhodesia. David entendió que debía escuchar lo que Sara le estaba diciendo.
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Contacto en Roma Una vez que supo que Moshe estaba en Roma, se contactó de inmediato y empezaron a llegar mensajes por distintas vías que los fueron comunicando. Moshe fue liberado en Bergen Belsen y luego de un periplo similar al de David, consiguió llegar a Bologna. De hecho, hicieron cálculos y descubrieron que a Moshe le llevó llegar a Bologna, lo que e David le llevó llegar a Rodas. Moshe llegó con Salomón Galante y allí recibió luego a unas primas: Diana, Felicie y Jeannette Galante, junto con Mirú Alcaná. Mirú era la hermana del boxeador que le partió la mandíbula al nazi que lo maltrató a su llegada al campo y era además la amiga más íntima de Juana, la hermana de Moshe y David. Todas ellas venían del campo de Terezín, ocupado también por los soviéticos. Las cartas empezaron a fluir como los aromas en primavera. Al poco tiempo, Moshe, Salomón y Mirú bajaron a Roma. Allí se establecieron y también comenzaron a tender puentes que les aclarara un poco el panorama para planificar a futuro. Finalmente, David tomó la decisión. Descartada la alternativa de Israel así como la posibilidad de quedarse en Rodas, decidió que estaría mejor en Roma junto a su hermano. Juntos, podrían ayudarse a encontrar las respuestas que el futuro todavía les planteaba. - Nuestro encuentro en Roma fue desgarrador. Cuando nos encontramos, no sabíamos si llorar o reír. Me impresionó la figura de Moshe. Estaba casi escuálido como el día en que me liberaron de Auschwitz. Y eso que Moshe era más alto que yo. Me contó que en el campo de Bergen Belsen, para subir al escalón que lo conducía a la barraca, lo tenían que
empujar de las nalgas. Allí se había encontrado con Giuseppe Malel que era conocido por ser muy alto y gordo, pero ambos tardaron un rato en darse cuenta que estaban frente a frente porque parecían dos esqueleto s deambula ndo. Cuando nos miramos con Mirú, nuestros ojos se transformaron en un mar de lágrimas. Yo veía en ella a mi hermana perdida y sentía que la estaba abrazando cuando descargaba mis llantos en su hombro.
David se instaló en la casa de Madame Victoria Buciuck, una rodeslí que desde hacía muchos años vivía en Roma con su marido italiano en la Vía Condotti 6. Cuando terminó la guerra, alojó en su casa a todos los rodeslíes sobrevivientes que pasaron por Roma. Tenía 40 años y era una gran luchadora. Gracias a ella, todos consiguieron la documentación necesaria para permanecer en Italia de manera legal. Cuando alguno se enfermaba, ella lo llevaba al hospital para que lo atiendan. En esta época, todos portaban alguna que otra enfermedad del campo que por lo general tardaban varios años en desaparecer. “Cuando los cupones de la UNRA escaseaban, ella iba a pelearse por nosotros” . Se cuidaba que todos estuvieran bien, además de asignarles a cada uno una tarea. A David junto con Ascher Anan, lo enviaban a buscar la bolsa de pan todas las mañanas y además era uno de los encargados de acompañar a las chicas a los baños públicos para el aseo, ya que su casa no contaba con servicio sanitario (como la mayoría de las casas romanas de esa época). Madame Buciuck llegó a tener a 40 rodeslíes viviendo en su casa y cuidó de cada uno como si fuera un hijo.
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En una inesperada matinée romana La vida de los jóvenes rodeslíes en Roma tiene, vista a la distancia, un entrañable olor a nostalgia. Si bien estaban muy golpeados por lo que acababan de vivir, se despertó entro todos ellos un extraño sentimiento de camaradería y compañerismo imposible de imaginar. Se sabían poseedores de un secreto inexplicable y un recuerdo tan perturbador como imborrable. Parecían decirse todo con una simple mirada o un gesto apenas perceptible. Se cuidaban al máximo de expresar sus emociones y se sentían hermanados en el dolor y el desamparo. Los varones se asumían responsables por la suerte de las chicas y creían ser los indicados para protegerlas, ahora que sus padres ya no estaban y su comunidad no existía. Victoria Buciuck fue como una madre para ellos a pesar de sus jóvenes 40 años. Entre largas jornadas de charlas tan reparadoras como existenciales, uno de los temas que solía abordarse con cierta recurrencia, era la supuesta esterilización a la que habían sido sometidos todos los judíos a través de la comida que les era suministrada en el campo. David les había comentado de su experiencia en el techo de un vagón de tren bajo la luna Yugoslava y de la premonición de que todas eran puras habladurías. Sin embargo, a las chicas se les había interrumpido la menstruación y todas lo atribuían a la infame “sopa” proporcionada en Auschwitz que además de poseer un sabor sumamente amargo les provocaba unas horribles llagas en la boca con las que se acostumbraron a convivir. El tema estaba instalado y a veces era abordado tanto con humor como con miedo.
neorrealismo italiano apenas estaba entrando en escena). En medio de la función, mientras estaban absortos con la trama de la película y en medio de una escena de suspenso se produjo uno de esos silencios estremecedores que se cortan con un hilo. De repente, un inesperado grito resonó en lo profundo de la sala ¡ME VINO! se escucho de manera estridente proferido por una de las chicas del grupo. De inmediato todos empezaron a reír a carcajadas, aniquilando el clima creado por la ficción. Solo ellos sabían todo lo que ese grito significaba y los temores y desvelos que encerraba. Fue un grito de victoria y alegría que alejaba los fantasmas de la esterilidad proferido en la oscuridad y el anonimato de una primaveral matinée romana.
Una tarde, salieron todos juntos a pasear por Roma y fueron al cine a reconfortarse con una comedia ligera (el
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Etapa de definiciones En Roma todo era precario y miserable. La crisis de la posguerra era acuciante y los italianos abordaban los barcos en todas direcciones añorando un futuro próspero en una América que se ofrecía desbordante y generosa. Para los judíos sobrevivientes de la Shoah, no parecía haber oportunidades cuando para los mismos italianos estaban vedadas. La única alternativa era partir, y la pregunta a responder era simplemente adónde. Ambos hermanos intercambiaban largas misivas con Hiskyá en Buenos Aires, con Sara en Rhodesia y con una hermana de su madre que vivía en Los Ángeles. David se veía atraído por esta última posibilidad ya que había escuchado muchas veces que la América del Norte era una tierra de oportunidades para todos los que llegaran con voluntad de trabajo. Moshe sentía que estaría más protegido con su hermano Hiskyá en la lejana Buenos Aires. El “español” que allí se hablaba parecía ser un atractivo más para su “djhudezmo” fluido que tanto les recordaba a su Rodas natal. Ambos entendían que representarían una carga para el hogar que los recibiera ya que deberían proveerles albergue y sustento hasta que pudieran conseguir un trabajo, por lo que la idea de seguir los caminos por separado no les resultaba descabellada. Coordinaron sus planes y organizaron la salida. David estaba a la espera de una indicación de su tía para embarcarse rumbo a Estados Unidos. Moshe recibió un mensaje que le indicaba dirigirse al puerto de Bari y contactar al Comisario de un barco argentino llamado “Hornero”. Él sería el encargado de encontrarle un lugar en el barco y traerlo a Buenos Aires. David y Moshe sabían que su hora había llegado y debían separarse una vez más. Ambos creían que estaban haciendo lo correcto pero no
estaban muy convencidos. Armaron el bolso de Moshe y tomaron juntos el tren de Roma hacia Bari. Al llegar a la ciudad se dirigieron al puerto y dieron con la persona indicada. Moshe debía estar preparado. A la mañana siguiente el barco partiría con destino a América. Esa noche Moshe y David luego de horas de charla, descubrieron que se necesitaban lo suficiente como para separarse otra vez y que no sería bueno que los pocos Galante de la familia que quedaban siguieran dispersos por la faz de la tierra. Urdieron un plan y decidieron que convencerían al comisario para que los lleve a los dos juntos. A la mañana siguiente se presentaron ambos hermanos en el puerto y le dijeron al comisario que Hiskyá lo recompensaría doblemente por llevar a ambos hermanos a bordo. La propuesta pareció ser suficientemente atractiva y el comisario accedió. David y Moshe decidieron que Buenos Aires sería su próximo destino de esa larga travesía tal vez sin saber que sería definitivamente el último. El barco zarpó temprano por la mañana llevando sus sueños al otro lado del mundo.
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Una bienvenida muy particular David y Moshe llegaron a la Argentina el mismo día que Evita volvió de Europa. Pero a ellos, no los recibieron con los brazos abiertos. Existía un abrumador contraste entre la manera en que fue recibida Evita y en la que fueron recibidos los hermanos Galante. No tanto por los fastuosos actos, ni la movilización masiva de gente hacia el puerto, sino fundamentalmente porque ambos tenían la entrada prohibida a la Argentina. Hiskya contactó una persona en una empresa naviera que le dijo conocer la forma de hacer entrar a su hermano al país desde Italia (inicialmente la gestión fue solo por Moshe). Él se encargaría de meterlo de contrabando en su camarote y hacerlo llegar sano y salvo al Río de la Plata. El dinero era para ser repartido de manera equitativa entre funcionarios italianos y argentinos que harían la vista gorda a la situación. Para no despertar sospechas, ambos debieron no solo permanecer todo el viaje dentro del camarote, sino además, mantenerse largas horas parados dentro de un pequeño armario para no ser descubiertos por terceros que pudieran poner en riesgo su situación. Durante el día había un tráfico regular de gente en el camarote del comisario, por lo que la “guardia” de parados dentro del armario sería una constante durante casi todo el trayecto que se prolongó más de lo esperado inicialmente. Poco después de la partida del barco desde Bari, algunos integrantes de la tripulación sospecharon algo raro. El comisario salió para cenar dejando cerrado el camarote, lo que permitió que David y Moshe abandonaran el armario y salieran a estirar el las piernas y a caminar unos pasos dentro del cubículo. Unos instantes después, se oyeron unos golpes seguidos de unos gritos detrás de la puerta. David y
Moshe sabían que esto podía pasar y se quedaron quietos guardando el más sepulcral de los silencios. Los golpes se reiteraron varias veces y luego pidieron ayuda para el comisario esperando hacer caer en la trampa a los supuestos polizontes. El silencio fue toda la respuesta que obtuvieron. Al regreso de la cena el comisario fue alertado de esta situación y tramó un plan para desactivar todas las sospechas. En horas muy altas de la noche los llevó a una bodega que estaba en los sótanos del barco donde se guardaba ropa sucia. Allí permanecieron dos días con una jarra de agua y un poco de pan. El comisario, se quedó ambas noches esperando en su camarote a la hora de la cena y en el momento en que sintió los golpes a su puerta dejó pasar un rato y salió tempestuosamente al pasillo preguntando qué sucedía. Los tripulantes se quedaron perplejos. El comisario, se mostró ofuscado por esta molestia primero, pero luego, entendiendo lo que estos hombres buscaban, los invitó a pasar al camarote para mantener una charla. Durante todo el tiempo que esta duró, los intrigados inquisidores recorrieron minuciosamente todo el espacio sin hallar ningún síntoma que condujera a sospecha. A la noche siguiente, el comisario volvió tranquilo a buscarlos a la bodega, asegurándoles que ya nadie los volvería a molestar. Cincuenta días duró el viaje que los traería a la “tierra prometida”. Regularmente el comisario les alcanzaba algunos restos de comida que alcanzaba a llevar al camarote sin despertar sospechas. Salvo los días que estuvieron refugiados en la bodega, la ración triplicaba como mínimo, lo que recibían habitualmente en Auschwitz. Al llegar al puerto de Buenos A ires, presenciaron los festejos por el recibimiento de Evita. David llegaba al país en el que reharía definitivamente su vida. La ciudad lo esperaba con un sol
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alborozado y su corazón palpitaba mucho más fuerte a medida que se acercaba al puerto. La tarea de introducirlos a tierra estaba tan bien preparada que simulaba una parodia de la misma situación. Al llegar a puerto algunos familiares de la tripulación subieron al barco para darles una cálida bienvenida. En el camarote del comisario, se improvisó un brindis de bienvenida con ocho familiares y amigos que subieron a recibirlo. Trajeron dos botellas de Champagne, copas y entre todos se repartieron saludos y festejos. Al finalizar el brindis, el grupo en pleno abandonó el camarote y el barco, con el detalle de que no eran ocho, sino diez, los familiares que salieron alborozados rumbo a dos autos que los esperaban en el puerto. Para la guardia del puerto estos diez integrantes eran integrantes eran parte del comité de bienvenida. Un amigo de Hiskyá los esperaba al mando de uno de los autos según se había convenido. Una vez abandonado el puerto se dirigieron directamente a la casa de Hiskyá. Cuando el vehículo avanzaba por las calles de Buenos Aires, a David le sorprendieron los aires de una ciudad cosmopolita y europea. Se asombró con los altos edificios y la elegancia de los porteños. Se preguntaba si algún día, él también podría ser uno de ellos. Imaginaba que Buenos Aires podría ser finalmente su morada. Un lugar donde asentarse, crecer y desarrollarse. Tres palabras que había olvidado hace ya mucho tiempo y que definitivamente habían sido eliminadas de su mente durante su estadía en el campo. Finalmente el auto hizo un giro un tanto brusco en la esquina de Conesa y Olleros, hasta que se detuvo. Frente a ellos, un hombre corpulento e impaciente caminaba de un lado a otro de la vereda. Era Hiskyá que sólo sabía que hacía 50 días sus hermanos habían salido de Italia y por la
mañana temprano le confirmaron su llegada . Las puertas del auto se abrieron. David y Moshe salieron como bólidos hacia delante y se abalanzaron sobre el cuerpo de Hiskyá que sólo atinó a llorar como única respuesta. Los tres hombres sobrevivientes de la familia Galante de Rodas finalmente se reencontraban en una calle del barrio porteño de Colegiales. Las emociones se prolongaron durante toda la jornada. No podían creer que estaban juntos y vivos. Solo rozaron algunos temas comprometidos y dedicaron el resto de la jornada a la difícil tarea de redescubrirse mucho tiempo después de la última vez que estuvieron juntos en Rodas. Hacía más de catorce años que no se veían, pero la distancia que los separaba era aún mayor. David y Moshe recordaron que el día que Hiskyá salió de Rodas con rumbo a Buenos Aires, lo despidieron despidieron a las apuradas en el el puerto, antes de que subiera al barco. Entonces, ambos corrieron de regreso a casa para poder volver antes que el resto de la familia y comerse unos dulces que mamá había escondido en un mueble pequeño debajo de la escalera. Éste era él último y agridulce recuerdo que tenían del día de la despedida de su hermano. Ahora debían encomendarse a la difícil tarea de reconstruir los puentes que les permitiera volver a pensar en alguna forma de familia. Era un tiempo inevitable de dolores y alegrías y el reencuentro era un extraño bálsamo que apenas ayudaba levemente a cicatrizar las más profundas heridas.
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Cuarta Parte: Buenos Aires La lucha contra el olvido
A la salida de la oscuridad se sufría por la conciencia recobrad a de haber sido envilecidos. Habíamos estado viviendo durante meses y años de aquella manera animal, no por propia voluntad ni por indolencia ni por nuestra culpa: nuestros días habían estado llenos, de la mañana a la noche, por el hambre, el cansancio, el miedo y el frío, y el espacio de reflexión, de raciocinio de sentimientos, había sido anulado. Habíamos soportado la suciedad, la promiscuidad y la desposesión, sufriendo mucho menos de lo que habríamos sufrido en una situación normal, porque n uestro par ámetro m oral había cambiado .
Primo Levi – Los Hundidos y los Salvados - Milán. 1986
En buena Ley Dos años después de la llegada a Buenos Aires, una ley invitaba a regularizar su situación a todos aquellos que habían ingresado ilegalmente al país. David y Moshe coincidieron que era su oportunidad para obtener finalmente sus papeles en regla. Cuando se presentaron en la oficina de migraciones, narraron la historia de su ingreso al país, mencionando que lo habían hecho de polizontes en un barco procedente de Europa, sin conocimiento de nadie. La historia no sonaba muy verídica puesto que para sobrevivir cincuenta días en altamar se hace imprescindible la existencia de un cómplice. La policía formo una comisión investigadora e hizo declarar a los hermanos Galante varias veces intentando descubrir al responsable de su ingreso
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ilegal a la Argentina. La historia de los hermanos se mantuvo firme y nunca develaron la verdad de lo que sucedió. Meses mas tarde, el “Hornero” arribaba al puerto de Buenos Aires y la policía aprovechó para continuar con su pesquisa. Interrogaron a cada uno de los integrantes de la tripulación sobre lo sucedido y todos alegaban falta de conocimiento sobre el tema en cuestión, además de no recordar detalles sobre una experiencia transcurrida más de dos años atrás. Sin embargo, uno de los camareros del barco mencionó un hecho extraño. Al llegar el barco a puerto, los familiares del comisario subieron a recibirlo y ordenaron Champagne para celebrar el reencuentro. Cuando el camarero sirvió las copas, notó entre los parientes que subieron a la nave, dos sujetos con un aspecto extraño que no coincidía en lo absoluto con el del resto de los concurrentes. “Se los veía desarreglados, con la barba crecida y el pelo largo. Usaban sandalias y ropa de verano cuando en Buenos Aires ya había empezado el invierno”. El comisario fue interrogado por esta situación y negó terminantemente los dichos del camarero. Sin embargo la policía volvió a convocar a los dos hermanos Galante, narrando todo lo sucedido incluyendo el festejo con Champagne que ambos recordaban perfectamente. Al estilo de los grandes policiales, les dijeron que la situación ya había sido aclarada con el Comisario y que él mismo les dio los detalles de todo lo sucedido. Que lo había hecho por motivos humanitarios y no con la intención de contrabandear personas. Ya no había nada que ocultar y solo les pedían que ellos aceptaran lo ocurrido para dar por terminado el incidente.
Los hermanos Galante se miraron con temor, pero interpretaron que una vez resuelto el misterio, no tenía sentido seguir negándolo (sobre todo sabiendo que necesitaban resolver positivamente esta situación si quería acceder a los papeles de ciudadanía). Una vez confesado el hecho por ambos y brindado algunos detalles adicionales, fueron llevados al palacio de tribunales para confirmar lo sucedido. Ni bien ingresaron al imponente edificio, David y Moshe se vieron sorprendidos por dos policías que les colocaron esposas mientras les informaban que quedaban detenidos por este incidente y que serían enviados ese mismo día a la cárcel de Villa Devoto. - “Me sentí tan humillado –cuenta David – cuando me vi en esa situación, sentí que me habían llevado de nuevo a Auschwitz. Yo sabía perfectamente cuáles eran las diferencias entre Auschwitz y Devoto, pero la sensación de haber sido engañado y quedar detenido como un delincuente me afectó en lo más profundo de mi ser”. Los hermanos fueron llevados esposados delante del juez quien los puso al tanto de su situación y ordenó trasladarlos en carácter de incomunicados a los calabozos de la alcaldía de tribunales hasta que se hiciera efectivo su traslado a la cárcel de Villa Devoto. Las esposas les pesaban en las muñecas pero más les pesaba la denigración de este hecho. Durante todo el tiempo que fueron detenidos por los alemanes y trasladados a los campos de exterminio, jamás habían estado esposados. Esa equiparación con delincuentes o criminales, les cayó como una piedra desde el cielo. Una situación tan incómoda como equivoca a la que les llevó varias horas sobreponerse.
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Horas más tarde, al ingresar al penal, ambos hermanos fueron destinados a un pabellón para delincuentes comunes, mayoritariamente conformado por reclusos depositados allí por fraude, estafas, robos y otros delitos similares. A medida que ingresaban al edificio, fueron franqueando las distintas rejas que separan a los hombres y mujeres libres de una nación, de los réprobos y marginales. Mientras atravesaban las sucesivas puertas del penal, David sentía que su libertad empezaba a empequeñecerse. Por los pasillos de la prisión, David se topó sorprendido con algunas inscripciones obscenas graficadas por los reclusos. Ninguna obscenidad por terrible que fuera podía compararse con el “Arbeit Mach Frei” con el que se encontró al arribar a Auschwitz. Les asignaron unas camas marineras en las que afortunadamente las sabanas sabanas y las frazadas frazadas insinuaban algunos rasgos de limpieza. Moshe fue a la de abajo y David a la de arriba. Se quedaron en silencio por un rato, intentando explicarse lo inexplicable. Pasado el instante de incredulidad, un hombre se acercó a los hermanos y les susurró cortésmente que lo acompañaran. Su aspecto era agradable y sus modales atentos. Claramente no era un guardia cárcel y los motivos de semejante invitación no parecían estar del todo claros. Los hermanos se pusieron de pie, interpretando que su seguridad no corría riesgos, o que al menos no estaba comprometida. A los pocos pasos, el hombre les dijo que el señor “Romero” quería conocerlos. La duda se apoderó de ambos. No conocían a nadie llamado “Romero”. Al otro lado del pabellón se desplegaba una especie de living-comedor. Una mesa con sillas, una improvisada cocina a garrafa y un sillón acogedor que albergaba la generosa humanidad de un hombre de aspecto bonachón y
corpulento: Romero; no podía ser otro. Una vez frente a él, Romero les indicó que se sentaran en dos sillas dispuestas de frente. Todas las claves de la situación indicaban que estaban frente a un personaje poderoso. Alguna especie de capomafia que seguía conservando ciertas prerrogativas de poder aún tras las rejas. Romero trató de ser amable, tanto en sus palabras como en sus gestos. Les preguntó por que estaban ahí y si podía hacer algo por ellos. David tomo la posta y empezó a narrar de manera sucinta lo ocurrido con el “Hornero”. Trató de concentrarse en los aspectos relacionados con el viaje en barco desde Europa evitando cualquier mención a los campos de exterminio. El relato fue breve y claro. Romero no tenía intención de ahondar en detalles, por lo que quedó conforme con la explicación y se mostró apenado por su situación. Su semblante les transmitía la tranquilidad de un padre protector, comprensivo y generoso. Necesitaban eso. Romero mando a llamar a uno de sus secuaces. Le dijo que durante el tiempo que estuvieran en el pabellón, “los tanitos” estarían bajo su protección. Podían comer con ellos en esa improvisada mesa “familiar” donde la calidad de la comida y la abundancia de las porciones superaban con holgura la ración diaria de la prisión (Hiskyá les había dado algo de dinero que les sirvió como contribución obligada a la generosa mesa). Nadie debía molestarlos ni mostrarse hostil con ellos. Había que avisarles a los guardias que “los tanitos” también estaban bajo la protección de Romero. David y Moshe volvieron más tranquilos a su cama. Sabían que contar con protección era muy importante en un lugar como esos. Con el correr de los días, fueron prestando atención a los diálogos y situaciones que se sucedían y enseguida descubrieron que Romero manejaba una red dedicada al robo de automotores y
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posterior reventa con papeles falsos. Su estadía temporaria en la cárcel no parecía ser una contrariedad significativa en el manejo de los negocios. Su estilo de vida en el penal era sumamente relajado y hasta los guardias lo respetaban y trataban como a un superior. Hiskyá los fue a visitar un día y les dijo que ya había encontrado alguien de confianza que estaba trabajando para poder liberarlos cuanto antes. Tenían que tener fe y saber esperar, algo en lo que ambos hermanos ya se habían licenciado. Lo tranquilizaron contándole que estaban bajo la protección de Romero y que nada malo les había sucedido hasta el momento. El mayor de los tres hermanos les pidió un poco más de paciencia y los estimuló a no bajar los brazos y mantener viva la confianza. Argentina estaba muy lejos de Europa y nada malo podría sucederles allí. Los hermanos sabían que debían esperar un poco más todavía y que su seguridad no parecía correr riesgos.
Quince días permanecieron detenidos David y Moshe en la cárcel de Devoto. El trato que allí recibieron fue bastante más benévolo que el de los fríos barracones polacos, aunque la pérdida de la libertad afectó bastante a ambos hermanos. Antes de abandonar el pabellón, Romero los mandó a llamar y les dijo que tenía un buen trabajo para ellos. Era muy sencillo y podían ganar mucho dinero pronto. No dio muchos detalles del asunto, pero intuyeron que de aceptar la propuesta volverían a Devoto antes de lo imaginado. Le agradecieron efusivamente la propuesta y le aseguraron firmemente que la tendrían muy en cuenta. Les dio una tarjeta y se comprometieron a pensarlo una vez que estuvieran más tranquilos afuera. Lo abrazaron efusivamente y se despidieron como grandes amigos. Una vez liberados, los hermanos Galante recibieron sus documentos argentinos en regla, en donde constaba que tenían nacionalidad “Italiana” y que estaban con un permiso de residencia en Argentina desde el año “1944”. Año en que ambos estaban todavía en Rodas y no sabían que algo como Auschwitz pudiera llegar a existir. Paradojas de una época que a veces resulta compleja de entender.
Cada tanto, Romero les pedía que contaran algo de Italia y de la guerra en Europa. Se mostraba entretenido con sus anécdotas y parecía disfrutar del acento italiano que los hermanos aprendieron a exagerar levemente a fin de satisfacer las demandas de su protector. Romero les decía que él era un hombre de bien, que ayudaba mucho a la gente y bajo su protección siempre estarían a salvo en Argentina. Finalmente Hiskyá llegó con la buena nueva. Había dado con la persona indicada y el juez a cargo de la causa autorizó a que ambos hermanos fueran liberados. David y Moshe se sintieron más tranquilos. Las cosas parecían volver a la normalidad.
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De eso no se ha bla
La vida en Buenos Aires A los pocos meses de llegar a la Argentina, David se integró a las actividades de la comunidad Chalom, conformada mayoritariamente por judíos provenientes de Rodas. David fue uno de los pocos que llegaron a Argentina después de la Shoah, debido a que la mayor parte de los rodeslíes sobrevivientes se dirigieron a Bélgica, Sudáfrica e Israel. Aproximadamente a los seis años de su llegada, conoció a Raquel Esquenazi quién fue su novia por más de tres años hasta su casamiento. Sin embargo, la historia de David postHolocausto está rodeada de silencios, de cosas calladas, de incitaciones al olvido y del temor a ser marginado. David venía de “la guerra” y para quienes no estuvieron allí, debería tratarse de una situación muy traumática de la que es mejor olvidarse. En todos los grupos sociales que David frecuentó, encontró siempre una dosis de afecto mezclada con recelo. La sociedad no estaba abierta a escuchar lo que le pasó y David sentía que cuando contaba algo de lo ocurrido la gente lo miraba como con temor, tomando distancia. Y lejos de invitarlo a hablar, lo invitaban a callarse incluso muchas veces, convencidos de que lo ayudaban. También David fue tratando de ocultarse como uno más del grupo a fin de que sus relatos sobre lo ocurrido no lo terminaran de alejar de una sociedad en la que tenía la intención de insertarse. Algunos amigos que lo acompañan desde hace más de 50 años han tratado de interpretar sus humores y estados de ánimo para apoyarlo y entenderlo de la manera en que cada uno lo pudo hacer mejor. La mayoría con afecto y respeto.
Buenos Aires fue el destino final del viaje de David Galante, y fue el lugar en el que eligió asentarse definitivamente para rehacer su vida. Más allá del esfuerzo y sacrificio que Hiskyá hizo para traer a sus hermanos, su casa era demasiado pequeña para albergarlos con comodidad, por lo que decidieron que estarían más cómodos en un pequeño cuarto en la parte alta del patio de la casa de sus suegros, los padres de Regina Capeluto. Si bien durante el día David permanecía largas horas en casa de su hermano mayor, durante las noches, se refugiaban con Moshe en el pequeño cuarto de la casa de la calle Maure 2927. Allí Moshe trabó relación con la hermana de Regina, Alegre quien finalmente se convirtió en su mujer. Años más tarde, amigos de la comunidad lo invitaron a su casamiento en el club de la comunidad Chalom y esa misma noche conoció a Raquel Eskenazi. Desde el momento en que sus miradas se cruzaron, sus piernas se empezaron a mover. Raquel nunca imaginó que esa figura morena y apuesta que la hipnotizaba con su ritmo, era un fragmento vivo de la trágica historia de los judíos de Rodas. Pero con las hormonas explotando en todas direcciones, los recuerdos apenas alcanzan a guarecerse, mientras la pasión todo lo asalta y la cabeza empieza a ser invadida por pájaros liberados de un cautiverio. Comenzaron a frecuentarse en las reuniones de la comisión de juventud de la comunidad y luego de tres o cuatro meses de un enamoramiento apasionado y de un vertiginoso noviazgo, decidieron oficializar la relación presentándose a las familias. En ausencia de sus padres, David se presentó con Hiskyá y su mujer
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Regina quienes ocuparon ese rol durante los primeros años en Buenos Aires. Al encuentro familiar también asistieron Moshe y Alegre.
matrimonio Galante completaba la pareja y tomaba la decisión de poner fin a la etapa nacimientos en la familia.
David trabajaba en la casa mayorista de tejidos “MenascheReyna”, como empleado de expedición. Se encargaba de preparar los pedidos para los comercios del interior del país. Cuando Moshe se casó, David se alquiló una habitación en una pensión en donde vivió sólo más de un año. Finalmente después de tres años compartiendo sueños, ilusiones y sacrificios, David y Raquel consiguieron el dinero para casarse. El 6 de Abril de 1957 el rabino Celim Mizrahi fue el responsable de bendecirlos bajo la “jupá” de la sinagoga de la comunidad Chalom en la calle Olleros. Todos gritaron bien fuerte “Mazeltov” cuando David pisó la copa y los cristales rotos auguraban un feliz destino para la emocionada pareja. Hiskyá ocupó el lugar del padre de David durante la ceremonia y todos recuerdan aquella noche como una velada maravillosa en donde los sentimientos se expusieron a flor de piel. Un torrente de sensaciones corría bajo las venas de David. Salvo Moshe, ninguno de los presentes al casamiento sabía de qué se trataba. La mamá de Raquel tenía una fama bien ganada por confeccionar algunos de los mejores vestidos con los que una chica pudiera soñar. Alguien la llegó a bautizar como la “Elsa Serrano” de de la comunidad. Por eso la señora Missodi pudo ayudarlos a comprar el primer departamento en el que vivieron en la calle Rosetti al 600, también en el barrio de Colegiales pero más cerca de la Chacarita. Al poco tiempo, Raquel quedó embarazada de Sandra, una deliciosa morochita de rulos que los haría padres por primera vez. Dos años más tarde, llegaba Ezequiel con quien el
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Dibujitos
El pedaleo y las pesadillas
La familia Galante se había mudado a un departamento en la calle Bartolomé Mitre. Al regresar del colegio, Ezequiel mojó las galletas en chocolate y luego de beber, no pudo evitar el bigote color cacao. Raquel estaba ocupada con el lavado así que le dio un block de hojas y unas pinturitas para que se entretenga antes de que David regrese del trabajo y Sandra termine la tarea. Sereno y ordenado, el pequeño Ezequiel comenzó a esbozar sus primeros trazos, dejando libre a mamá que lo miró fijamente unos segundos soltando un tierno suspiro.
Cuando decidieron casarse, David entendió que su sueldo no era suficiente para mantener un hogar como él quería, por lo que buscó un nuevo trabajo en el que comenzó a hacer corretaje de tejidos de punto. Poco a poco fue sumando clientes, brindándoles un buen servicio, productos de calidad y esa amabilidad y bonhomía que le es tan propia y forma parte de su idiosincrasia. Con esfuerzo y sacrificio consiguió conformar una cartera propia de clientes y se asoció con un primo de Raquel para incorporar nuevos productos en su catálogo y multiplicar así su capacidad de venta. Nunca nadie pudo corroborar si vendía como “turco con valija nueva” pero lo cierto es que los negocios empezaron a mejorar y David fue animándose a crecer. Seguramente su aprendizaje en el arte del trueque aprendido en el campo, potenció sus habilidades habilidades como comerciante. La sociedad con el primo de Raquel no funcionó pero estableció una buena relación con dos proveedores que fabricaban prendas para ellos: los gallegos Sánchez y Morgade a quienes les ofreció asociarse en un proyecto que aparentaba ser prometedor. Durante la década del ´60 la producción fabril tuvo un importante repunte en la provincia de Buenos Aires, por lo que se animaron a incurrir en la industria del ciclismo y pusieron una fábrica de repuestos de bicicletas en la localidad de Villa Ballester. Más tarde y con el auge de la TV comenzaron a fabricar mesas de televisión, otro negocio que se encontraba en auge. Sánchez, Morgade y Galante lograron formar un equipo de trabajo altamente productivo. El nombre comercial de la firma terminó siendo (de una originalidad inusitada) la condensación de la primera sílaba de sus apellidos: SAMORGA.
Ezequiel, dejando volar su imaginación, se aferró a un lápiz rojo y empezó a garabatear unos símbolos que había visto por la tarde pintados en una pared de la calle. Cuando Raquel retornó a echar un vistazo sobre su hijo, se quedó dura como una piedra. El pequeño Galante había dibujado una serie de svásticas rojas sobre el papel y miraba sonriente a mamá como esperando una señal de aprobación. Lejos de indignarse, Raquel tragó dos veces y le preguntó dónde había aprendido esos dibujos. Le respondió que los había visto pintados en la calle y le parecieron divertidos. Con serenidad, recogió las hojas y mientras las doblaba lentamente, le dijo que si papá las veía no le iban a gustar. Que tratara de no volver a hacerlo. Ezequiel entendió que había hecho algo malo (ya había aprendido a entender ciertos semblantes de su madre) pero no recibió reprimenda alguna por ello. Comprendido el mensaje, continuó con su tarea, tratando de evitar esos símbolos que tan originales le habían parecido apenas unas horas atrás.
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Sin llegar a convertirse en un importante empresario industrial, la fábrica funcionó bastante bien y les permitió a las tres familias mantener un pasar tranquilo e incluso le dio a David la posibilidad de viajar por el África, Europa y Norteamérica para reencontrarse con amigos y parientes de todo el mundo. Durante la década del ‘90 cuando la convertibilidad hizo innecesaria la existencia de industria alguna en Argentina que no contara con la protección del estado, SAMORGA entró en crisis y el negocio de los repuestos de bicicleta no daba para más. Con Ezequiel viviendo en Israel y Sandra trabajando en la Comisión Nacional de Energía Atómica, David decidió vender su parte en la sociedad (Morgade ya había vendido la suya años atrás) y retirarse del negocio para dedicar su tiempo a lo que más le interesaba: la difusión de lo ocurrido a los judíos de Rodas durante la Shoah.
La Familia 2da parte Durante la semana Sandra y Ezequiel se dedicaban a estudiar, mientras Raquel controlaba que todo funcionara en la familia. David volvía cansado del trabajo y se encargaba de que no les faltara nada. Los domingos, el grupo familiar en pleno se trasladaba al Club Hispano Argentino en el delta del Tigre donde David disfrutaba tanto del tenis como del remo. Allí desarrollaron un importante grupo de amigos con quienes fomentaban el ritual de la comida dominical en el restaurante “El Timón” junto al río Luján y compartían unos asados maravillosos a los que se acostumbró a disfrutar desde que se convirtió en un habitante más de las pampas. Muchos de esos amigos lo siguieron acompañando a lo largo de los años. A pesar de que la vida fue adoptando un ritmo maravillosamente “rutinario” y David pudo ir edificando lo que a los ojos de cualquier mortal podría considerarse “una vida normal”, el tiempo fue pasando y poco a poco, los recuerdos se las fueron arreglando para aflorar. Raquel recuerda una época en que se despertaba sobresaltada por las noches, cuando David se incorporaba profiriendo extraños gritos, angustiado por las pesadillas que lo acosaban. Durante varios años, unos alaridos indescifrables propalados con desesperación estremecían la paz del hogar y solo eran apaciguados cuando Raquel, sosteniéndolo entre sus brazos, le ofrecía su pecho como refugio a tanto dolor. A veces le palmeaba la espalda como a un bebé, tranquilizándolo. Los gritos se iban aplacando lentamente mientras la profundidad de la noche los devolvía a un sueño evasivo y reparador. A partir del año 1995 cuando David empieza a dar testimonio sobre lo sucedido en los
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campos, las pesadillas se detienen definitivamente y nunca vuelven a aparecer interrumpiendo la calma del sueño. Sin embargo y a pesar del surgimiento de estos episodios, el pasado nunca se había sentado a la mesa familiar hasta que Ezequiel después de hacer su Bar Mtzvah se animó a preguntar. Cuando las preguntas surgían, Sandra, encontraba un buen refugio en su habitación (ya vivían en un elegante semipiso de la calle Olazábal en al barrio de Belgrano) para mantenerse a salvo de las anécdotas a las que les temía y la perturbaban. Las preguntas de Ezequiel fueron pocas y medidas. Tratando de no incomodar ni de confrontar a David con episodios con los que no se quisiera enfrentar. Pero Ezequiel sabía que tenía derecho a conocer su pasado, y David fue tratando de explicarle con esa serenidad y sencillez que pone en cada palabra y en cada descripción.
Las aventuras de Davico Cuando cumplió los 14 años Ezequiel empezó a concurrir a los grupos de la Organización Hebrea Maccabi. Allí se juntaba con chicos de su edad con los que compartía actividades culturales y recreativas, en un ámbito lúdico de educación no formal. Un día, al finalizar las actividades en las que estuvieron trabajando cuestiones relacionadas con Israel, el Madrij* les entregó una serie de cuadernillos, pequeñas publicaciones de unas pocas páginas en donde se analizaban distintos momentos de la vida judaica, que venían ilustrados con fotos y viñetas. Ezequiel los guardó con cuidado en su bolso y al llegar a casa los puso sobre su mesa de luz. Uno de los títulos lo atrajo de manera particular: la Shoah. Empezó a recorrer sus páginas con estupor y poco a poco comenzó a tomar conciencia de aquello sobre lo que papá le había hablado ocasionalmente. Algunas noches, al finalizar la cena, le preguntaba a David sobre algo que había leído en su cuadernillo; necesitaba más detalles y la confirmación oral de quien ·”había estado allí”. No alcanzaba a creer todo lo que leía. Siempre atento, papá ensayaba una explicación completa aunque sintética, tratando de responder a todos los temas sobre los que Ezequiel preguntaba. Nunca mostró angustia en sus narraciones. Abordaba cada descripción con el tono sencillo y cordial que es habitual en sus relatos y restándole dramatismo a hechos sumamente trágicos, haciéndolos absolutamente “naturales”. Sin embargo, estas charlas apenas duraban más de quince o veinte minutos. Se circunscribían a la pregunta puntual realizada y difícilmente hubiera repreguntas sobre el tema. De esta manera, Ezequiel siempre se enteraba de lo que quería saber, pero sabía que quedaba mucho más por averiguar.
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A pesar de estos relatos que papá fue dosificando a lo largo de los años, le llevó mucho tiempo entender la real dimensión de lo ocurrido. Le resultaba difícil comprender a esa edad lo que significa sobrevivir apenas con una papa por día o realizar trabajos en condiciones inhumanas pesando solo 38 kg. Pero lo que más le costaba entender era que uno de esos personajes fantasmales y desahuciados arrojados sobre un camastro de Auschwitz en un frío y lejano rincón de Polonia (tal como los había visto en su cuadernillo) era la misma persona que todas las noches atravesaba la puerta de su cuarto para darle un beso en la frente y desearle felices sueños. Hasta ese momento, las anécdotas le habían parecido simplemente unos relatos de aventura. En su imaginación se parecían bastante a “ Las aventuras de Davico ”. Papá enfrentando a los nazis. Papá desafiando la vida y la muerte en un campo de concentración. Papá luchando junto a los rusos. Las imaginaba bastante parecidas a esas películas que veía en la matinée del cine Mignon en donde el héroe siempre alcanzaba a derrotar a todos los malos, sobrevivir a las más peligrosas amenazas y rescatar con vida a la heroína con quien finalmente se casaría y vivirían felices para siempre. Pero había llegado el momento de entender que la historia de papá era diferente. Era la historia de un hombre de carne y hueso luchando contra la maquinaria más feroz de la historia de la humanidad. Y entender esta otra película, le llevó muchos años más. *lider comunitario encargado de coordinar las actividades de los grupos de niños y adolescentes.
Dinamarca Toda teoría es sostenible mientras ningún hecho la refute. Una vez que la refutación es comprobada, esa teoría pasa a formar parte de la historia. Con mucho menos rigor científico, el caso de los judíos de Dinamarca, es el mejor ejemplo para refutar uno de los discursos más escuchados a modo de excusa tanto por los gobiernos de los países europeos, por las organizaciones intermedias y hasta por el Vaticano para justificar su inacción cómplice que permitió la masacre de millones de judíos. Este argumento que fue comúnmente utilizado por todos aquellos que saben que podían haber hecho algo y no lo hicieron sostiene que era imposible enfrentar a los nazis. Que quien defendía a un judío terminaba como él. Que nada se podía hacer (más de lo que se hizo) para torcer el rumbo de la historia. Este argumento, que es falso pero que es más creíble en boca de un individuo común que en la de los gobiernos aliados o el Vaticano, se desmorona ante los hechos ocurridos en Dinamarca. Al igual que en muchos otros países europeos, los judíos daneses estaban perfectamente integrados a la sociedad y eran considerados iguales por los ciudadanos comunes de ese país. El rey mantenía estrechos vínculos con distintas instituciones y antisemitismo cultural personalidades de la comunidad judía y el antisemitismo no formaba parte de los hábitos del pueblo danés. Seguramente hay una responsabilidad histórica de las clases dirigentes (entiéndase gobierno, iglesia. sindicatos, empresas y otro tipo de organizaciones intermedias) para que la sociedad danesa viviera con ese nivel de tolerancia.
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Pero el destino de Dinamarca no fue diferente al del resto de los países de la región. Los nazis invadieron ese pequeño país báltico y al igual que en el resto de Europa, empezaron a imponer sus leyes, sus condicionamientos y sus exigencias.
el compromiso del rey de Dinamarca para con sus ciudadanos, fueran estos del origen que tuvieran, es públicamente reconocido y está seriamente documentado. De todas formas, la anécdota relatada en distintos libros es verosímil dado que los judíos daneses nunca llevaron la estrella amarilla en su solapa.
La leyenda cuenta que al poco tiempo de promulgadas sus leyes, los nazis detectaron que los judíos no llevaban la estrella amarilla como en los otros países que estaban bajo su dominio y como tales deberían hacerlo. La medida ameritó un apercibimiento del las autoridades invasoras al rey de Dinamarca quien ante este reclamo les contestó. “En mi país, los judíos no deben portar estrellas amarillas para ser identificados, dado que son ciudadanos daneses iguales al resto. Si ustedes continúan en el empeño de obligarme a ordenar a que los judíos lleven la estrella amarilla, también les pediré al resto de los ciudadanos que se la coloquen. Así toda la gente en la calle usará una estrella amarilla en su solapa y ustedes no podrán distinguir entre quienes son judíos y qu ienes no lo son”.
A pesar de esto, la situación se fue tornando cada vez más peligrosa, por lo que distintas agrupaciones judías y no judías se organizaron y con el apoyo del gobierno idearon un plan increíble. Coordinaron todas las acciones con un alto nivel estratégico y guardando el más estricto de los secretos y, en una sola noche, organizaron la partida “en botes” de todos los judíos daneses hacia Suecia. La distancia es relativamente corta y gracias a la movilización de importantes sectores de la sociedad danesa casi la totalidad de la comunidad judía de Dinamarca atravesó el estrecho de Øresund hacia Suecia salvando sus vidas. Sólo los ancianos y los enfermos no pudieron atravesar el estrecho y quedaron en poder de los nazis.
Huelga decir que el rey de Dinamarca Christian X pasó la guerra en una situación mucho más peligrosa que el resto de los gobernantes europeos que se sometieron al régimen nazi. Pero su dignidad y su conciencia tenían un límite y la vida de los judíos daneses era un bien que no estaba dispuesto a sacrificar para mantener su poder. Existen algunas dudas sobre la total veracidad histórica de este hecho, pero esta anécdota era ampliamente popular y
Obviamente también se dice que las autoridades nazis se enteraron del proyecto y se hicieron los desentendidos. Es cierto que probablemente sea muy difícil coordinar un plan de estas características y que ninguna información llegue a oídos de las autoridades alemanas. Lo que no es entendible que estas hicieran “la vista gorda” a todo lo que estaba pasando. Algunos historiadores sostienen, con bastante lógica, que fue tal el compromiso mostrado por el pueblo danés, desde sus gobernantes, pasando sus instituciones y organizaciones intermedias hasta llegar al ciudadano común, que intentar detener el proyecto era plantear un enfrentamiento concreto con toda la sociedad. Los nazis necesitaban la “colaboración” del pueblo
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danés y enfrentarse deliberadamente con todos ellos, era poner en riesgo la posición de los funcionarios de la fuerza invasora. Dinamarca ocupaba una posición clave para llegar a Noruega desde donde los alemanes pensaban atacar Inglaterra. El Reich decidió que ese objetivo era muy importante para ponerlo en peligro enfrentándose a toda la sociedad danesa. Cuando un pueblo se organiza y un gobierno hace lo que tiene que hacer, el alcance de un accionar asesino ve fuertemente reducidas sus posibilidades de tener éxito. Pero es cierto que es mucho más sencillo hacer lo más cómodo y conveniente y luego justificarse, que tener una actitud digna y luchar por la vida de la gente. Cuando los gobiernos del mundo tengan una actitud digna “antes” de que ocurran las catástrofes y no “después” seguramente el mundo será un lugar mucho más seguro para vivir.
Un “Truco” mentiroso David calló durante 45 años lo que había vivido en el campo. Lo cierto es que le costó encontrar la forma de contarlo. Si bien su iniciativa para comenzar a narrar lo que allí había vivido fue variando de la impaciencia al recato, muy en su interior sabía que era ésta una deuda pendiente que algún día conseguiría saldar. Siempre quiso hacer realidad el mandato que tomó de quienes, moribundos y exhaustos, arrojados en los camastros de Auschwitz Birkenau, alcanzaban a suplicar con el último aliento: “Sálvense aunque más no sea para para contarle al mundo lo que aquí sucedió”. Para David, relatar lo sucedido era un deber moral con el que se había comprometido en el momento más dramático de su vida, y al que la liberación del campo, lo impulsaba a cumplir. Cuando oía esas súplicas en forma de gemidos, David dudaba seriamente de poder cumplir con ese cometido. Cuando se encontró con vida, rodeado de soldados del ejército rojo, soñó que estaba más cerca de hacerlo realidad. Sin embargo, el problema tomo un cariz insospechado. Porque él estaba listo para hablar. El problema era que el mundo no estaba listo para escuchar. Y por mucho que uno diga, si nadie escucha, el mensaje se pierde en el vacío. David recuerda haber tenido charlas con psicólogos que le aseguraban que lo mejor era olvidar para poder salir adelante. Y el olvido, incluía al silencio. David temía y esperaba. A veces sentía que cuando iniciaba algún relato sobre lo vivido en el campo, era mirado como un “loco”, con lástima, inspirando más temor que compasión. Otras veces se encontraba temeroso de incomodar a sus circunstanciales compañías con sus relatos. No siempre estuvo seguro sobre cuál debería ser el camino correcto. Con el tiempo, los recuerdos del campo, fueron quedando guardados. Eran como un libro cerrado. Algo o alguien debía
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abrirlo para que un vago recuerdo alcanzara a escapar. Muy pocas veces el libro se abrió de par en par, para que se dispare una charla intensa, un debate profundo, un análisis doloroso y exhaustivo. David recuerda algunas tardes de enero, jugando al truco en la playa de Miramar donde los brazos desnudos descubren cartas y misterios, surgía inevitable la pregunta sobre el origen de ese número grabado a fuego en el alma. La respuesta siempre era de ocasión. Alguna anécdota pequeña y sencilla para no robarle tiempo a la mano que estaba por iniciarse, a las espadas y a los bastos que amenazaban calentar la partida. A veces, entre mano y mano, se continuaban las preguntas, rebuscando en algún detalle, tratando de develar un poco el misterio que rodeaba a quienes “habían estado allí”. Pero nunca se iba más allá de las anécdotas sobre la “guerra”. Auschwitz solía estar ausente de esas charlas y David sabía a la perfección que la más ligera y vaga de las anécdotas del campo, pondría fin a la partida y alejaría para siempre a los ocasionales compañeros obligándolo a buscar nuevos adversarios en los días subsiguientes. Por eso, con el paso del tiempo, el deseo de hablar se fue apaciguando. Ocultándose en el temor a la soledad y a la marginación. Sin embargo, nunca se apagó. Las voces volvían una y otra vez en su memoria hasta que finalmente encontraron su cauce en la garganta de David. Las voces que resonaban en su mente y repetían lo que miles mascullaban con dolor y resignación en su lecho de muerte.
Una carta insospechada insospechada Buenos Aires, década del ´60. David vuelve del trabajo, cansado y con ganas de comer con la familia. Deja el auto en el garaje y se dirige tranquilo hacia su departamento del barrio de Belgrano en la calle Olazábal. Pone las llaves en la cerradura y empuja el picaporte. Sobre la mesa, un sobre con estampillas de Israel atrapan su atención. Su nombre está escrito en el frente, por lo que se apura a buscar el remitente. El nombre, Alegre Levy, provoca una explosión de recuerdos que en breves segundos el contenido de la carta se ocupará de confirmar. Alegre Levy nació en Rodas unos pocos años después que David. Durante las celebraciones de Pesaj del año ´44, un bombardeo aliado destruyó por completo su casa. Su padre, su madre y su hermano menor, perecieron bajo los escombros. En medio de las tareas de rescate, la mano de una adolescente emergía bajo una pila de ladrillos. Con cuidado fueron removiendo uno a uno los escombros hasta encontrarse con el cuerpo inconsciente de Alegre. Tuvo que ser hospitalizada porque tenía sus pulmones y sus ojos muy dañados por el polvo. Afortunadamente a los pocos días se recuperó. La noticia de la muerte de sus padres y hermanos la desmoronó nuevamente. Sin embargo con la asistencia de sus abuelos, Alegre fue retomando su vida y acostumbrándose a la idea de estar sola en el mundo. Al igual que los 1800 judíos de Rodas, Alegre fue deportada en unas barcazas con destino a Auschwitz. Sin embargo, al llegar al Pireo, esgrimió unos papeles que certificaban que tenía nacionalidad del Congo Belga y exigió ser liberada. Una prima de David, Matilde Israel junto a su esposo Alberto Hasson y su hijita Stella (quienes tenían ciudadanía norteamericana), corrieron la misma suerte y se quedaron a cargo de ella una vez que
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convencieron a los oficiales alemanes de liberarlos. Cuando los trenes partieron con destino a Polonia, Alegre intuyó que acababa de salvar su vida una vez más. David conoció en profundidad a Alegre a su regreso de Auschwitz. Se encontró con ella en Atenas. Ambos buscaban una ayuda que les permitiera regresar a Rodas en busca de su ciudad, de sus lugares y de lo que quedara de la yudería. Con el apoyo de los sobrevivientes judíos en Atenas, pudieron tomar un barco que los devolviera a la isla. Allí, junto a un grupo de jóvenes, comenzaron a reconstruir el complejo rompecabezas en que se había convertido su vida. Muchos de ellos intentaron volver a Israel. David también se vio tentado por esa propuesta de la que Alegre era una de las principales impulsoras. Una tarde convocó a David y a Aarón Franco y les contó que había convencido a la familia griega que estaba viviendo en la casa de sus abuelos para que le permitieran buscar unos recuerdos que habían enterrado en el jardín. Ellos debían ayudarla a cavar dado que estaban a resguardo en un lugar sólo conocido por ella. Los griegos los trataron con mucha amabilidad ya que no tenían intenciones de quedarse con las pertenencias de otros. No todos tuvieron la misma suerte. Luego de un par de horas cavando con las palas, encontraron un cofre enterrado. Allí, la abuela de Alegre había escondido antes de irse las joyas de la familia, monedas de oro y un tesoro de recuerdos: fotos, cartas y documentos. Pocos tuvieron la suerte de reencontrarse con esa parte de su pasado. La mayoría de los bienes fueron incautados por los nazis o se los quedaron las familias griegas que los encontraban en las
casas que pertenecieron a los judíos antes de la deportación. En agradecimiento, Alegre les regaló a David y Aarón unas joyas que le sirvieron para mantenerse durante un tiempo y una cadena de oro que llevaron a un joyero para convertirla en dos anillos idénticos que llevaban grabados a ambos costados el Coloso y la Afrodita de Rodas con sus iniciales. Este anillo fue conservado por David con mucho amor, y durante muchos años estuvo en su poder hasta que Ezequiel, su hijo, partió a los 22 años para hacer aliá*. Ese día, el anillo viajó para protegerlo protegerlo en eretz Israel. La carta confirmó todos los recuerdos y se explayó sobre la vida que venía desarrollando Alegre en Israel. Formó parte de una brigada en Rodas que se encargaba de hacer ingresar judíos en Palestina de contrabando y finalmente cuando estuvo lista, ella viajó en avión de Rodas a Tel-Aviv con un pasaporte británico falsificado por su brigada en la isla. Desde la llegada de esa carta hasta hoy, David y Alegre se encontraron dos veces en Israel y compartieron recuerdos, anécdotas, sinsabores y ese entrañable afecto que solo se siente por aquellas personas que nos acompañaron en un momento terrible de la vida y que nos ayudaron a salir adelante. * irse a vivir a Israel o regresar a Israel, según como se lo vea.
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El papel de los aliados y los objetivos militares Uno de los grandes reclamos históricos que se les hace a los aliados (y sobre el que David insiste que no se debería dejar de alertar) es que sabiendo de la existencia de Auschwitz - Birkenau y sobre todo lo que allí se hacía, nunca intentaron destruirlo. Para quienes dudaban sobre la información que tenían los aliados respecto a lo que sucedía en Auschwitz, en la primera sala de Yad Vashem (Museo del Holocausto que se encuentra en Jerusalén) se muestran los planos y las fotos de los Aliados que tenían sobre el campo en donde se describía perfectamente a qué se dedicaba cada edificio que allí funcionaba. Estas fotos fueron tomadas en 1942 casi al inicio de su funcionamiento, antes de que perezcan allí más de un millón de personas. Cuando surgió la inquietud dentro de las fuerzas aliadas de destruir las cámaras de gas y los crematorios en Auschwitz-Birkenau, la orden del alto mando fue: “No es un objetivo militar. Por lo tanto no gastaremos allí nuestras fuerzas”. De hecho, la fábrica militar que allí funcionaba, sí fue bombardeada por los aliados ya que fue considerado un “objetivo militar”.
hecho la solución final, las cámaras de gas, y los hornos habían sido diseñados de esa manera tan “industrial” porque los nazis querían exterminar al pueblo judío con celeridad aún a costa de poner en riesgo el resultado final de la guerra. A quien est o le resulte irrisorio, debería saber que los trenes que llevaban judíos hacia los campos de exterminio, tenían prioridad en las vías férreas por sobre aquellos que llevaban soldados a los frentes de combate. Nos cabe a nosotros preguntarnos cuántas muertes podrían haberse evitado si los aliados hubieran intentado frenar esta masacre. Nunca lo vamos a saber.
Sabiendo que en sus cámaras de gas llegaban a asesinarse hasta 10.000 personas por día, la destrucción del campo, o fundamentalmente de las cámaras de gas y los hornos, habría dañado seriamente los planes de exterminio del pueblo judío, más conocida como “La solución final”. Demandó mucho tiempo la construcción del campo y su reconstrucción hubiera empeorado los planes Nazis. El solo haber destruido las principales vías férreas que llevaban los trenes hacia el campo habría salvado miles de vidas. De
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¿Ciudadanía Italiana?
Las responsabilidades
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial y concluido el mandato británico provisorio en 1948, Rodas pasó a pertenecer oficialmente a Grecia. Los habitantes de la Isla debieron optar entre la ciudadanía griega o la italiana. David decidió no modificar su situación y mantener su pasaporte italiano. Sin embargo, el gobierno italiano nunca reconoció ese gesto y hoy ha perdido su nacionalidad italiana. Nadie le ha podido brindar una explicación seria que la justifique.
“Algunos dicen que el holocausto fue un atentado contra la humanidad. Yo creo que fue un atentado que perseguía la destrucción del pueblo judío – sentencia David. Mientras masacraban a toda mi familia en las cámaras de gas, el mundo miraba para otro lado. Los que pensaban que no era un “objetivo militar” salvar la vida de millones de nuestros hermanos, también tiene un grado de responsabilidad en el exterminio del pueblo judío. Si el mundo se hubiera levantado y hubiera protestad o enfáticamente contra el exterminio del pueblo judío, los alemanes no hubieran podido sostener esta matanza de manera tan salvaje. Cuando intentaron asesinar a los minusválidos y a los deficientes mentales en la Alemania Nazi, la iglesia cristiana y gran parte del pueblo se opusieron y protestar on enfáticam ente, motivo por lo cual tuvieron que detener la matanza. No querían tener a la iglesia y al pueblo en contra con una medida tan anti-popular. Me pregunto ¿quién se opuso de la misma manera al extermini o sistemático de los judíos como para obligar a los alemanes a detenerla?”
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El inicio del regreso David encuentra en la película “La Lista de Schindler” de Steven Spielberg el momento en el que sintió que el mundo lo dejaba de mirar con temor y recelo, para convertirlo en una fuente de conocimientos. Si antes sus relatos eran una presencia incómoda, David sintió que la difusión de este film lo convirtió en el centro de reuniones y eventos en donde la gente se reunía para escuchar su testimonio. “La Lista de Schindler” es probablemente la primera película sobre la Shoah con difusión ampliamente masiva. La miniserie “Holocausto” con Meryl Streep, Roy Scheider y James Woods (entre otros) de la década del ’80 evidentemente no provocó el mismo efecto. Unos meses antes del estreno de la película de Spielberg en Argentina (1994), una mujer sobreviviente de la Shoah, fue a dar una charla a la comunidad Chalom. El promotor de la misma y rabino de la comunidad, Moti Maarabi, invitó a David a la misma y durante la charla, le mencionó a esta mujer que un integrante de esa comunidad era también sobreviviente de Auschwitz. Por primera vez, David sintió que esta mención era una manera de destacarlo frente a los demás y dejó de pensarse marginado por este tema. Finalizada la charla, el rabino Maarabi lo invitó a pronunciar unas palabras en la fecha en que los judíos de Rodas entraron a Auschwitz, fecha que a partir de ese año empezaron a conmemorar en la comunidad. David tomó la invitación como un verdadero desafío. Su cuñada Rita lo ayudó a preparar un discurso que practicó durante varios días. Era la primera vez, después de casi cincuenta años, que David hacía referencia pública sobre su experiencia en la Shoah, frente a toda su comunidad. Estaba muy nervioso,
pero sabía que tenía que hacerlo. Fue la primera vez que las referencias al Holocausto lo tenían como protagonista principal. Luego de las primeras palabras, sintió un nudo en la garganta y se le secaba la boca. Sintió que si había sido fuerte para sobrevivir a Auschwitz, sabría encontrar las fuerzas para enfrentar al pasado delante de su gente. A medida que las palabras fueron fluyendo, se sintió más relajado y sobre el final del mensaje, pudo sentir que disfrutaba de lo que estaba haciendo. Cuando terminó de hablar, Raquel se acercó a donde estaba y se estrecharon en un abrazo interminable. Brotaban lágrimas de sus ojos. Era el abrazo de tantas noches de dolor, de pesadillas irresueltas, del llanto contenido contra su pecho. La angustia y la desazón contenidas habían sido finalmente exorcizadas. Uno a uno sus familiares y amigos la siguieron y en un rato, sintieron que un muro acababa de derribarse. Un muro que llevaba cincuenta años conteniendo dolores, historias, silencios, ausencias y misterios que se liberaron en un instante, aferrándose a un manojo de palabras que pugnaron casi cinco décadas por salir. David sintió que podía hablar y lo que era mejor, “lo querían escuchar”. Desde ese día, no pasa más de una semana sin que David se instale con su mensaje delante de un auditorio ávido por escucharlo, para llevar hasta el último rincón del planeta sus experiencias de primera mano sobre lo que sucedió en la Shoah. Pocos sobrevivieron para contar lo que David vio y vivió. Las cámaras de gas, los crematorios, las selecciones, la morbosa cotidianeidad del campo, la huída de los alemanes, los intentos por eliminar las pruebas y finalmente la liberación a manos del ejército rojo. Mucho; demasiado para permanecer tantos años en silencio.
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Una visita a Rodas En 1996 tuve la oportunidad de visitar Rodas en un viaje que realicé buscando encontrarme con mis raíces. Partí en barco desde el puerto de Haifa y luego de pasar por Port Said (Egipto), arribamos a Rodas después de tres días de viaje. En el barco entablé una agradable relación con un grupo de jóvenes todos ellos procedentes de diferentes países: Australia, Canadá, Suiza, Nueva Zelanda y Alemania. Arribamos al puerto de Rodas, y yo bajé con mis pertenencias dispuesto a recorrer durante cinco días la isla. El barco permaneció una jornada amarrado en el puerto por lo que algunos de los jóvenes bajaron a visitar la ciudad. Recuerdo que me encontré en el Castillo de los Caballeros Cruzados con dos integrantes del grupo, un joven alemán de unos 35 años y una chica Suiza diez años menor. Empezamos a recorrer juntos todas las instalaciones y luego continuamos el recorrido por la ciudad vieja y la yudería. En la entrada del templo Chalom de Rodas, el mismo en el que hicieran su Bar Mitzvah mi abuelo Hazdai Hazan y mi padrino David Galante, una placa conmemorativa de los 1600 judíos de Rodas exterminados durante la Shoah nos detuvo y nos impuso su silencio. El muchacho alemán se mostró consternado y yo le expliqué con sencillez que mi familia era de Rodas, que mi abuelo y su familia habían emigrado hacia Argentina antes de la guerra, pero que mi tío David había estado en Auschwitz donde afortunadamente había sobrevivido. La cara del joven se transfiguró. Empezó a pedirme disculpas de todas las maneras posibles y a decirme que se sentía profundamente apesadumbrado de lo que el pueblo alemán le había hecho a mi pueblo. Lo detuve de inmediato. Le dije que él no era responsable de lo que otros alemanes hubieran hecho y que no se podía acusar a todo un pueblo de lo que una parte, aún importante, había hecho. Le recordé la cantidad de
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alemanes cristianos que habían entregado su vida ayudando a salvar judíos y la imposibilidad de responsabilizar a las generaciones posteriores a lo que sus antecesores habían hecho: - Aún si tu papá hubiera sido un asesino, vos tampoco serías responsable. En ese momento me contó que tanto él como sus amigos compartían un sentimiento de culpa muy grande, pero que la única manera de remediarla era trabajando para que hechos como éste nunca volvieran a suceder y colaborando en la difusión de lo que había acontecido durante el Holocausto a fin de que todo el mundo tome conciencia de lo que significó el hecho criminal más importante de la historia de la humanidad. – “Es pro bable que yo no sea responsab le por lo que sucedió en Alemania en el pasado, pero sí soy responsable por lo que suceda en el mundo en el futuro” – me dijo con la voz entrecortada. Al final del recorrido nos abrazamos sin decir nada, sabiendo todo lo que nos decíamos con ese gesto.
El tatuaje de de Los Angeles Tito Pilosoff, se encontraba viviendo en Los Angeles, cuando un día entró en una cafetería y escuchó a dos señoras hablando en Djhudezmo. Tito, un argentino sefaradí es una de esas personas simpáticas y entradoras que nunca pierden oportunidad de hacer una broma o entrometerse en una conversación para ganarse cinco minutos de una buena experiencia. Encontró el momento oportuno y se metió en su conversación. Las empezó a “torear” diciéndoles que de dónde eran, que su acento no era muy yidió, y empezó a tomarles un examen a ver cuánto sabían de la cultura sefaradí en tono de broma. En un momento en que la conversación fue subiendo amigablemente de tono, una de las mujeres le dijo “y tu queres saber por que yo soy más yidió que vos, quere saberlo?..” en ese momento se arremangó la blusa y le mostró el número grabado en su brazo izquierdo. Tito se quedó pasmado. Nunca imaginó que la conversación podría terminar en ese lugar. Se quedó helado por un segundo y le dijo secamente. “Tu eres mas yidió que nadie”. La mujer era Mirú Alcaná. Cuando Tito le contó que conocía a David Galante de Rodas, Mirú se puso a llorar y le escribió todos sus datos en una servilleta para que David pudiera escribirle. Años mas tarde, Mirú le contó verdaderamente a David cuál había sido el final de sus hermanas.
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Dos más De los judíos que abandonaron Rodas rumbo a los campos de exterminio, se tardó mucho tiempo en esclarecer cuántos finalmente habían sobrevivido y cuántos habían perdido la vida hacia el final de la guerra. Se sabe hoy que habrán sido apenas 160 de los 1700 que salieron con vida de la isla, los que sobrevivieron a la barbarie nazi, contando entre ellos los pocos que pudieron permanecer en Atenas con distintas nacionalidades (como el caso de Alegre Levy, aun cuándo estos no fueron más de diez en total). Inicialmente la cifra alcanzaba los 120 ó 130 sobrevivientes, pero años más tarde fueron apareciendo algunas personas a las que inicialmente se había dado por muertas o desaparecidas, con lo que la cifra final se centra en alrededor de 160. Con los años se supo que algunos sobrevivientes de los campos, aun enfermos, fueron derivados a distintos hospitales en Suecia o Dinamarca y que allí habían sido “adoptados” por diversas familias, las cuales, con un alto sentido de la solidaridad se ofrecieron voluntariamente a sustituir a las relaciones trágicamente perdidas.
sobrevivientes de la isla, fueron incluidos por error en la lista de los desaparecidos. Cuenta la historia que a la liberación del campo, el marido, enfermo, fue trasladado a un Hospital en Suecia. Permaneció varios meses allí, recuperándose lentamente hasta que lo encontró su esposa quien se la pasó buscándolo desde que ella, también enferma, pudo sobrevivir al campo y recuperar sus fuerzas. Una vez que él se curó, decidieron emigrar juntos a un pequeño pueblo de Estados Unidos. Años mas tarde, uno de sus hijos, encontró sus nombres por casualidad navegando en la web. Dos personas con los nombres de su padre y de su madre, aparecían integrando una lista de judíos de Rodas R odas muertos en el Holocausto. Cuando se enteraron de esta novedad, se comunicaron inmediatamente con los que administraban estas listas y consiguieron pasar del bando de los fallecidos al de los vivos. Lamentablemente sólo hubo unos pocos casos similares a este. Pero cuando se trata de una vida, uno más o uno menos, es una gran diferencia.
Los casos similares a estos se cuentan en alrededor de 20 ó 30, por lo que, a medida que fueron descubiertos, se engrosó la lista de sobrevivientes. Pero la lista siguió modificándose con el tiempo. En 1998, un descendiente de un sobreviviente decidió publicar en Internet la totalidad de los nombres de los rodeslíes caídos. El hijo de un matrimonio que figuraba en estas listas, encontró el nombre de sus padres allí y dio la alerta de que aún estaban con vida. Un matrimonio residente en los Estados Unidos, quienes nunca volvieron a tener contacto con los
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Los uniformes Durante mucho tiempo, a David los uniformes le provocaban temor y rechazo. Era instintivo. En el campo, ver aproximarse un uniforme los ponía en alerta, en donde lo peor, era esperable que sucediera. De todas formas, no tenían contacto cotidiano con los soldados u oficiales alemanes. Los kapos eran los que organizaban y regulaban la vida interna del campo. Ellos recibían órdenes directas del sonderkommando*. Sin embargo la sola presencia de un cuerpo extraño portando esos uniformes que venían en una variada gama entre el gris y el negro, infringía un temor en todos los habitantes del campo, difícil de remediar. Sólo cuando éste se retiraba por el mismo camino por el que había llegado, podían respirar aliviados. Intentar borrar esa sensación atemorizante frente a la aparición de un uniforme, le llevó a David mucho tiempo.
David pudo contarlos entre los suyos. Pero el tema de los uniformes seguía estando presente. Aún ya pasada la guerra, y estando desde hace varios años en Argentina, la presencia cercana de un uniforme militar seguía despertando ese temor y rechazo que inmediatamente lo ponían en alerta. Las experiencias vividas por los argentinos en la segunda mitad del siglo XX, confirman que esos temores y sospechas no eran infundados.
A pesar de que la llegada de los rusos trajo algún alivio entre los sobrevivientes junto al despertar de una tibia alegría, los uniformes soviéticos seguían intimidándolo. Sabiéndose visto como italiano, David recordó que los rusos se habían enfrentado con éstos al inicio de la guerra y temió que algún espíritu de revancha sobreviviera en las filas del ejército rojo. Uno nunca sabía qué actitud se podía esperar de un uniformado armado, sobre todo con el tipo de sensibilidades que había despertado la contienda. De hecho, alguna vez tuvo un incidente menor con un oficial ruso alguien le comentó que estaba sensibilizado por que su hijo había muerto en un enfrentamiento con los italianos. Pero salvo este caso aislado, los rusos se mostraron muy solidarios con todos los prisioneros y después de un tiempo,
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La prima de Francia y la pérdida de un ser querido
Auschwitz, nunca podrá salir d e allí. Todo aquel que n o estu vo en Auschwitz, n unca podr á entrar.
- Hay una prima mía que sobrevivió. Vive actualmente en Francia (llegó allí cuando salió de Auschwitz y se casó). Sin embargo, nunca se recuperó del todo y cada tanto la internan por problemas de depresión. Es muy difícil reincorporarse a la vida cotidiana como si nada hubiera pasado. Hay recuerdo s que están muy fuerteme nte marcados y no existe manera de olvidarlos. Muchos de esos recuerdos son una amenaza permanente y en cuanto afloran, se produce una movilización interna muy perturbad ora con la que es difícil convivir. I maginate que hay gente que vive un acontecimiento trágico en su vida (la pérdida de un ser quer ido, un secuestro, un accid ente) y ese hecho lo marca para siempre. Nosotros no vivimos “un hecho trágico”, sino que vivimos la tragedia más grande de la historia de la humanidad. Murieron de la manera más indignante posible, todos nuestros seres queridos, nuestros amigos, nuestros vecinos, nuestra comunidad casi en su totalidad. Fuimos denigrados con un nivel de sadismo que no tiene explicación. Fuimos violados, vapuleados, torturados física y psicológicamente. psicológicamente. Y cuando volvimos a la sociedad, sentimos que el mundo nos daba la espalda. Nos ignoró durante mucho tiempo; nos trataron como a locos. Fue muy difícil para los que sobrevivimos, reinsertarnos en la sociedad, portando esta pesada carga. Por eso hay muchos que decidieron callar para siempre. Por eso muchos se encerraron en su locura. Es muy difícil vivir con Auschwitz Auschwitz encima. Yo no lo comparto. Pero los entiendo. Elie Wiesel (Premio Nobel de la Paz y sobreviviente de Auschwitz) dijo una vez: Todo aquel que estuvo en
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El silencio en la Fundación David se reúne todas las semanas con sus compañeros de la “Fundación Memoria del Holocausto”. Allí se juntan un grupo de sobrevivientes para reunirse en torno a un variado programa de actividades. Algunas son organizadas y otras surgen espontáneamente. A través de ellas, algunos logran exorcizar temores, angustias y padecimientos que los acompañaron a lo largo de tantos años. La profundidad de las tragedias que comparten los hombres y mujeres allí reunidos obliga a que cada tema sea tratado con mucho cuidado y prudencia, tratando de no remover las heridas de aquellos que no están preparados para removerlas y ayudando a quienes tienen necesidad de exteriorizar todo lo que vienen reteniendo desde hace tanto tiempo. Sin embargo, en ese grupo, están también algunos que tienen al silencio como principal aliado. Concurren regularmente a todas las actividades, asienten con la cabeza ante ciertos testimonios, confirman haber pasado ellos también por experiencias similares, y comparten su tiempo con todos los sobrevivientes. Pero a la hora de relatar sus experiencias, prefieren callar. Aquellos que se vieron horrorosamente condenados al silencio durante tanto tiempo, han terminado por aceptar esa postura y prefieren conservar ese estado, con la tranquilidad de que alguien ya está hablando por ellos. Todo hace suponer que de alguna manera están contentos de formar parte de esta experiencia. Que valoran el hecho de que otros puedan relatar lo que ellos no están preparados para hacerlo. Y que encuentran alguna clase de reposo y alivio en las experiencias de sus compañeros. A pesar de las particularidades, no debe ser muy difícil imaginar el tenor de las historias ocultas en ese silencio.
Quién sabe si alguna vez, han podido encontrar un oído por destinatario. No puedo dejar de preguntarme qué tipo de existencia tiene una historia nunca revelada. Un recuerdo que se empecina en hibernar en algún rincón de la mente, sin expectativas de que llegue el verano. Un relato que amenace atravesar la antesala de la voz o de la pluma soñando en correr el velo del silencio para convertirse en verdad revelada. Sin embargo y a pesar de su actitud silenciosa, es bueno que en alguna instancia tardía de su milagrosa existencia, tengan con quien compartir ese inclasificable bagaje de historias de vida, aún cuando la mayoría de ellas permanezcan ocultas por el resto de los días. - “Lo que finalmente nos impulsó a hablar, fue descubrir que había mucha gente que nos quería escuchar”
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El infierno
Sensaciones extrañas
No pude evitar referirme a Auschwitz como “el infierno”. Es posible que sea una figura retórica muy usada, pero sabemos que su sola mención nos remite al lugar más nefasto y aterrador que una persona pueda imaginar. Cada cultura debe tener su propia definición del infierno, y seguramente en todas ellas sus connotaciones deben ser siempre de una negatividad extrema.
Hay sensaciones extrañas que nos suceden en determinados momentos de nuestra vida, que en su momento nos parecen normales o evidentes, pero que miradas con cierta perspectiva nos resulta increíble que las hayamos vivido de esa manera. Sin embargo, algunas de ellas, no hacen más que reafirmar nuestra frágil humanidad, nuestros temores, nuestras dudas, nuestras inseguridades y fundamentalmente que somos seres de carne y hueso atravesando de manera voluble y fugaz un particular momento de la historia.
Sin embargo Imre Kertesz, sobreviviente de Auschwitz Birkenau y Premio Nobel de literatura dio una definición brillante sobre este tema. Cuando alguien le preguntó “¿Estuviste en el infierno?” Kertesz Kertesz respondió: - “No sé si el infierno existe. Pero Auschwitz sí existió”.
Apenas salido del campo y recuperada la salud, una de las primeras sensaciones que invadieron a David fue la de “culpa”. ¿Por qué sobreviví yo y no los demás? ¿Por qué me encuentro con vida y mis padres y hermanas no? Esta sensación de culpa fue común entre muchos sobrevivientes y más allá de que David pudo superarla con los años, siempre queda un pequeño resabio oculto en algún rincón del alma. A su modo, Ezequiel tuvo que luchar con otra sensac ión no menos extraña. Año a año, en Israel se suceden los actos recordatorios de las distintas fechas relacionadas con la Shoah. En ellos, las figuras exaltadas siempre son los héroes, los rebeldes, los mártires. Aquellos que dieron su vida por los otros. Los que lucharon contra la infernal maquinaria nazi, dejando su sangre y su alma en los guetos, luchando como partisanos en los bosques de Europa Oriental. En esas conmemoraciones durante muchos años, estuvieron ausentes “los sobrevivientes”. Ezequiel sintió durante mucho tiempo que su padre no era un héroe. Que en vez de “luchar por los otros” solo se preocupó por “sobrevivir” como si esta condición no encerrara ningún tipo de heroísmo. Como si lo único que te hace merecedor de los honores del valor y del
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respeto fuera la muerte. “ Papá zafó, se escapó, no los enfrentó, no fue un héroe…” fue sin duda un pensamiento mezquino pero posible y no hace más que demostrar los complejos procesos por los que debe atravesar la familia de un sobreviviente para darle una justa dimensión a su existencia. Ahora Ezequiel siente algún remordimiento por haber pensado de esta manera en algún momento de su vida. Pensamiento que por otra parte no es extraño, entendiendo que existen no pocos consensos en torno a esto en nuestra sociedad (no me refiero solo a la situación en Israel sino al mundo occidental en general) en donde los honores y las gratificaciones siempre llegan después de la muerte, momento en que además todas las personas son más buenas de lo que eran cinco minutos antes de llegar a ese estado. Estar vivo, por el contrario pareciera esconder alguna clase de malicia.
Hoy tanto Ezequiel como Sandra están convencidos que su papá es un héroe. Sobrevivir a la barbarie nazi con los temores, las contradicciones, las dudas y las vacilaciones con las que cualquier humano normal enfrentaría estas situaciones no hacen más que certificar que fueron personas y no personajes de leyenda los que atravesaron con vida la existencia de los campos de exterminio. Y su deseo de compartir esa experiencia con el mundo hace más significativo aún ese heroísmo humano y no de ficción que le cabe a una figura como la de David Galante.
Una especie de revisionismo histórico ha puesto fin a esta visión y hoy se comparte la lectura de que todos los sobrevivientes conllevan un importante grado de heroísmo. En la actualidad, cada “Iom ha Shoa” (el día de recordación del Holocausto) suena una sirena en todas las ciudades de Israel y la gente abandona por un minuto sus actividades para unirse en la recordación. En ese momento, una extraña sensación recorre todo el cuerpo de Ezequiel quien recuerda muy fuertemente a todos sus parientes de la familia Galante quienes tuvieron que afrontar esa terrible experiencia. Él sabe perfectamente que su aliá no es obra del azar ni de un ataque de sionismo espontáneo, sino de la necesidad de preservar unidos los destinos de la familia Galante a la historia de Israel.
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Por qué Si en este momento, usted puede ver a Rosa, a Juana y a Matilde con sus cabezas rapadas y sus figuras escuálidas entrando en la cámara de gas y saliendo por una chimenea; si puede ver a la muchacha polaca que quedó tendida en el hielo amarrada a un trozo de comida; o a Abraham y a Rebecca tratando de entender lo inenetendible. Si puede ver al anónimo compañero de fila que encontró un disparo lanzado al azar en el medio de su rostro o a los chicos con los que se hacían experimentos humanos; si puede ver a Roberto Benveniste desfalleciente en un camastro rodeado de cadáveres fruto del hambre, la tifus o la locura; si ve los cuerpos colgados de los que intentaban rebelarse o escaparse de la barbarie nazi; si ve a Pierre, el amigo francés que fue seleccionado pocos días después de recoger el cuerpo golpeado de David que permanecía inerte sobre la nieve luego de una feroz golpiza. Si puede ver a todos ellos, verá también que antes de dar su último aliento, apenas tuvieron fuerzas para decirle a David una sola cosa: - “salvá tu vida, aunque solo sea para contarle al mundo lo que aquí pasó.”; entonces recién, solo recién y en ese preciso momento, es que este libro encuentra por fin su verdadero y único sentido.
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Epílogo Cómo se encendió la mecha. Este libro tuvo muchos comienzos o mejor dicho, muchos impulsos para plasmarse en papel. En mi vida, cronológicamente, primero existió David, después la Shoas y recién después David entró finalmente en Auschwitz. Al nacer, mis padres dieron por agotados los compromisos familiares (nombraron padrinos de mis dos hermanos mayores a mis cuatro abuelos) y decidieron elegir entre sus amigos más entrañables a dos de ellos para cumplir la función de sostenerme entre sus brazos el día de mi brit milá (léase circuncisión). La amiga elegida fue Simone Abadi. Y el amigo, David Galante. Por eso, a siete días de mi nacimiento, David sostenía mi cuerpo frágil y desnudo frente al moel Celim Mizrahi (el mismo que lo casó con Raquel) quien tenía la imperiosa tarea de recortar delicadamente esa parte de mi pene (que a creencia de la religión judía, sobra) llamada prepucio. Esos brazos fuertes que me sostenían estaban marcados a fuego con una infame inscripción “B7328”. La que intentó reemplazar al nombre David durante la estadía que en Auschwitz- Birkenau tuvo que sobrellevar. Pero eso lo descubrí mucho después. Tardé poco más de diez años en empezar a descubrir que existió una cosa llamada “Shoah”, que terminó con la vida de seis millones de judíos, cantidad que desde ese momento hasta el día de hoy me resulta inabarcable. Lo aprendí de boca del rabino Marshall Meyer en los “Majané Ramah” (campamentos de la comunidad “Bet El” que se realizaban cada enero en Río Ceballos – Córdoba) quien al tiempo
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que me descubría esta terrible tragedia, nos contaba de los 30.000 desaparecidos en Argentina y de sus experiencias como rabino las cárceles locales, lo que para enero de 1980 era de por si una tarea arriesgada.
¿David? Si, David, el de la pelada brillante tiene además un número grabado en su brazo, ¿nunca se lo viste? – preguntaron en casa. Si, creo, ¿pero como? ¿David contra los nazis? ¿En serio?
Y pensar que mis padres me mandaron a un campamento de vacaciones para que me entretenga un poco durante el verano. Yo tenía apenas once años y empezaba a entender que el mundo era un poco más complejo de lo que había entendido hasta el momento. Todavía recuerdo las charlas que nos daba Marshall y no puedo creer que nos estaba anticipando los que tres años después aparecería publicado en todos los diarios del mundo (y que por ese entonces, los de Argentina callaban). Por eso creo que fue una gran escuela haber empezado a aprender el Holocausto en esas circunstancias. Porque todo aprendizaje sobre el pasado es una apuesta permanente a entender la realidad que nos rodea: - debemos entender la historia como el hombre que rema, que avanza mirando hacia atrás” nos decía Marshall.
Fue en ese preciso instante en que empecé a recorrer un extenso y vasto camino que me traería finalmente hasta este libro. Y en ese camino hubo muchas etapas. Pero hubo un último empujón que por fin me decidió a iniciarlo.
Pasaron algunos años más (yo ya empecé a entender que había cosas más complicadas que “los buenos y los malos” algo que está muy arraigado en nuestro tradicional abordaje cinematográfico o literario de la historia) y en algún momento escuché en alguna reunión familiar que David había estado en el Holcausto. “¿David?” Me Me pregunté asombrado. “-¿Qué tiene que ver el tío David, que viene con una montaña de regalos a mis cumpleaños, que siempre está sonriendo y de buen humor, con esa tragedia inexplicable que ocurrió en la Alemania nazi allá por la década del ’40?”- comenté asombrado ya con catorce.
Estaba en “Ilhagrande” (Angra dos reis – Brasil) en abril del 2003. Acababa de morir mamá con mucho sufrimiento para ella. A los pocos días, Patricia y yo perdíamos un embarazo avanzado por lo que decidimos tomarnos una semana con Tiago (que en ese entonces tenía dos años), a ver adonde acomodábamos todo ese dolor inmenso. A menos de un día de llegado a la isla, mi cuerpo flotaba en el agua extasiado, suspendido por su propio peso y demostrando su inocente levedad. Mi mirada deslumbrada por exóticos y coloridos corales disparaba todo tipo de sensaciones y encendía todo tipo de preguntas. La más poderosa era ¿Cómo puede la belleza estar tan cerca del dolor? Intenté recordar otro momento de mi vida en el que estuviera experimentando una sensación parecida de inusual belleza e inexplicable dolor al mismo tiempo. Fue en Rodas, mayo del ´96. Acababa de separarme de Diana, mi primera mujer y estaba sólo recorriendo las tierras de mis antepasados: Rodas, Esmirna y Gallipoli. De Rodas era mi abuelo Hazdai Hazan, como mi padrino David Galante y hacia allí me dirigí, sin tener en todo del claro qué preguntas buscaba responder. En la cristalina e inusual belleza de sus aguas, me formulé por primera vez esa inquietante pregunta ¿A que distancia
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pueden estar separados la belleza más absoluta del dolor más profundo?
De inmediato vino a mi mente la figura de David. Estaba yo experimentando una sensación inigualable de deslumbramiento y belleza en esas mágicas playas del mar Egeo, imaginándome sumido en el paraíso terrenal, cuando su imagen amable y cercana me invadió. Por un segundo intenté imaginar cuál podía ser la contraposición más absoluta a ese momento. Si ese era el paraíso en la tierra, ¿cuál era el infierno? Auschwitz, fue la respuesta. Seguramente en ese instante empezaron a escribirse estas líneas. Este libro trata, del viaje que llevó a David Galante del paraíso al infierno en 27 días y de todos los otros viajes que estuvieron involucrados en el medio, entre ellos, los que nos llevaron a compartir una parte importante de nuestras vidas.
Martin Hazan Junio de 2007
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Al final de la historia Por José Mensacé - Presidente Honorario del Cidisef (Centro de Investigación y Difusión de la Cultura Sefardí ) Conozco a David desde el día que llegó a Buenos Aires finalizando un largo y difícil periplo desde su liberación de Auschwitz. Su llegada agitó en mi casa paterna el tema del exterminio de mi familia que habitaba en la isla de Cos. 6 En efecto, lo que conocimos como un extraño rumor difundido a fines de la guerra y convertida posteriormente en noticia fidedigna, seguía siendo increíble. La presencia de David fue la ratificación final de esa tristísima noticia: la eliminación de mi familia, por los nazis, en Auschwitz. El dolor y la desolación causada por la pérdida de nuestros seres queridos y del aniquilamiento de nuestra comunidad de origen significaron una marca muy traumática. Sin embargo durante muchos años ni David ni yo hablamos de la Shoá; ninguna palabra. Todo se explicitaba a través de los números tatuados en su brazo. En realidad, durante mucho tiempo nadie habló del tema, ni los sobrevivientes, ni los deudos de las víctimas, ni los gobiernos o instituciones 1
Los judíos de la isla de Cos fueron embarcados el 26 de julio de 1944 en uno de que salieron de Rodas siguiendo el mismo ellos se encontraba mi anciano abuelo Iosef tías y primitos de corta edad.
deportados y los tres barcos destino. Entre Menasce, tíos,
democráticas, ni el pueblo alemán que no quería recordar: el mundo no hablaba de ello. Por una razón u otra, de un lado o de otro no se quería quería recordar. Molestaba el el dolor para unos o la culpa por su omisión o indiferencia, para otros. Por supuesto callaban también los criminales asesinos que se ocultaban en algunos países para preservar su impunidad. Tiempo después, un hecho quebró esta “amudición”, ese silencio cansino: el hallazgo de Adolfo Eichmann. Ya nadie pudo ignorar esta tremenda ignominia: la Shoá. Todos comenzamos a hablar. Testigos y fiscales, hablaron, y mucho. Quedaron a la vista de todos los objetivos de la “solución final” del problema judío, su planificación, la perfidia, sus autores y las conductas asesinas, los campos de concentración, los gobiernos colaboracionistas, los partisanos o guerrilleros de la resistencia y los “justos” que ayudaron a los judíos a riesgo de su propia existencia. Ya no se habló solamente del hecho de la liberación de los campos o del juicio de Nuremberg. Posteriormente pudimos conversar con David y con otros, sobre lo sucedido y David Galante comenzó a realizar testimonios de su propia vivencia, cada vez más, ante distintos foros tales como alumnos de diferentes niveles educativos, ante organizaciones y autoridades vinculadas a los derechos humanos y a leer más y a estudiar ese tema. Surgieron cada vez más investigaciones desde distintos enfoques (psicológicos, históricos, filosóficos, jurídicos, científicos), se editaron muchos libros y surgieron instituciones educativas sobre el tema y museos en distintas partes del mundo. En la Fundación Memoria del Holocausto y en el Museo de la
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Shoá de Buenos Aires me encuentro muchas veces con David cuando da sus charlas, sus testimonios ante adultos y estudiantes. Nos vemos permanentemente en actos públicos conmemorativos de la Shoá. Nos intercambiamos publicaciones, documentos y cada vez nos informamos más sobre el tema común. Además de los asuntos del pasado, por sobre todo, tenemos encuentros personales por vínculos de amistad que son parte de lo cotidiano y de nuestra convicción de la continuidad de la vida y de seguir avizorando el futuro. Toda esa labor de esclarecimiento de los hechos ocurridos y sus testimonios de sus vivencias en Auschwitz para que se conozcan y nunca más vuelva a ocurrir encontraron un reconocimiento especial en este enero del año 2007. 7 David fue invitado a Madrid, para la conmemoración conmemoración anual -junto a otros sobrevivientes de lengua judeoespañola- de la liberación de los campos de exterminio nazi. Tuve el honor de presenciar los homenajes brindados en España a los protagonistas del evento y estar allí junto a David y su esposa Raquel. Los sobrevivientes participaron de un simposio en el Círculo de las Bellas Artes de Madrid donde
David fue uno de los expositores, y también en otras actividades vinculadas al evento. 8 En una reunión privada, David y sus once compañeros sobrevivientes fueron recibidos por el Rey Juan Carlos y la Reina Sofía, significando ello el mayor reconocimiento a las víctimas de la Shoá. Para nosotros los sefardíes -y así lo sintió David Galanteel encuentro con los soberanos de España tiene una trascendencia mayor: la reivindicación de los judíos de Sefarad, de las figuras de talla mundial que descollaron como filósofos, médicos, científicos, políticos, poetas, místicos, administradores y lingüistas y las obras que realizaron durante la larga y fructífera presencia en la península desde la época romana hasta la dolorosa expulsión de 1492. También para las personas que hasta hoy han guardado la música, las poesías, las tradiciones familiares y culinarias y cuya lengua es el judeoespañol, mantenido por más de cuatro siglos no obstante la forzada desvinculación física de España. La imagen de David en el Palacio Real lució como el símbolo de la superación de la persecución y la muerte. El triunfo de la vida y la esperanza de un mundo mejor.
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La Asamblea General de las Naciones Unidas declaró el 1º de noviembre de 2005 y por consenso de 192 países el Día Internacional de Conmemoración Anual en Memoria de las víctimas del Holocausto (Resolución 60/7 fijando el 27 de enero para tal conmemoración).
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El Acto Oficial se realizó el 25 de enero en el Paraninfo de la Universidad Complutense de Madrid y su desarrollo culminó con los discursos de la Ministra de Educación y ciencia y del Ministro de Justicia de España.
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