Cultura, Derecho y Sociedad
Autor: Lic. Edgardo P. Rozas Una aproximación al concepto de cultura
Muchos de los conceptos utilizados por la sociología también aparecen aparecen frecuentemente en las conversaciones conversaciones cotidianas. Por ejemplo, más de una vez hemos escuchado o leído en los diarios palabras como estado, sociedad, política, democracia, violencia, etcétera. Sin embargo, el pensamiento sociológico, al profundizar sobre estos fenómenos, ha llegado en muchos casos a elaborar definiciones cuyos significados difieren de los encontrados en el habla corriente o en el sentido común.
Es esto lo que ha pasado, en gran medida, con el concepto de cultura. En efecto, no es raro r aro encontrar a veces que las personas hablen de “cultura” para hacer referencia a determinadas producciones de reconocida importancia importancia simbólica, como el arte, la literatura o la filosofía. Inclusive, se llega a afirmar que una persona “tiene mucha cultura” cuando se advierte que partic ipa exitosamente en algunos de estos ámbitos, o cuando conoce bien este tipo de producciones. Es decir, cuando es poseedor de determinada información.
Pero desde hace bastante tiempo las ciencias sociales utilizan, en general, otro significado del concepto de cultura. Para citar una definición clásica, podríamos decir que este concepto hace referencia a ...todo complejo que comprende el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y las otras capacidades o hábitos adquiridos por el hombre en tanto miembro de la l a sociedad. [1]
En esta definición podemos advertir varios elementos interesantes. En principio, la cultura no solo comprende producciones producciones como el arte o las formas del pensamiento, sino también las costumbres y los hábitos, es decir, las “formas de hacer” que encontramos en una sociedad. Por otro lado, la cultura es adquirida por el hombre “en tanto miembro de la sociedad”. Esto q uiere decir que, lejos de ser una propiedad individual, la cultura corresponde a una sociedad, y en r azón de vivir y desarrollar nuestras actividades al interior de ésta es que también participamos de aquella.
Si bien los conceptos de cultura y sociedad refieren a distintos fenómenos, en la realidad se encuentran íntimamente ligados. Cuando hablamos de “sociedad” nos referimos a la trama de relaciones sociales existentes en determinado lugar y en un momento histórico particular. Cuando hablamos de “cultur a”, nos estamos refiriendo a las diversas producciones surgidas de esa trama de relaciones sociales. Es decir que, si bien analíticamente podemos separar ambos conceptos, en la vida real se presentan simultáneamente, simultáneamente, ya que no es posible pensar una sociedad sin cultura, ni una cultura que no corresponda a una sociedad.
Algunos pensadores sostienen que la cultura comprende tanto elementos materiales como inmateriales. Por ejemplo, tanto una vasija hecha en piedra en la América del siglo XV como un automóvil del siglo XX, serían producciones materiales que “nos hablan” de disti ntas sociedades y de sus formas de vida. Por el contrario, una idea, una tradición, o un conjunto de normas, serían elementos inmateriales, que también nos brindan información de una determinada sociedad y de una cultura en particular.
En muchas ocasiones se ha considerado también a la cultura como todo lo que no corresponde a la naturaleza. La oposición “naturaleza – cultura” implica reconocer que existen en el ser humano (al igual que en otras especies) determinadas necesidades de orden biológico (el hambre, el sueño, el deseo sexual, etcétera) comunes a todos los individuos, más allá de la cultura a la cual pertenezcan. Sin embargo, también es cierto que las formas en que los seres humanos responden a estas necesidades difieren en las distintas sociedades. En realidad, no podemos observar directamente aquello que es “estrictamente natural” en el hombre. Lo que observamos es determinada forma de comer, de dormir, etcétera. La cultura se apodera siempre de todas las prácticas humanas, aún de aquellas que están vinculadas a supuestas necesidades naturales, dándoles un carácter histórico y social particular. Y aún así, el ser humano en muchas ocasiones puede voluntariamente realizar actos que van en contra de estas necesidades o impulsos naturales: cuando realiza un ayuno durante varios días por motivos religiosos, cuando mantiene voluntariamente la abstinencia sexual, cuando realiza actividades que ponen en juego su vida (para practicar un deporte de riesgo, por ejemplo) o inclusive cuando decide quitarse deliberadamente la vida.
Que la cultura sea una producción social y no individual queda evidenciado en uno de sus elementos más importantes: la lengua. En efecto, si bien cada individuo hace un uso particular de la lengua (en lo que respecta a la utilización de las palabras, a la pronunciación, etcétera) no por eso podemos decir que sea el “creador” de la misma. En realidad, ninguna persona creó la lengua que hablamos: se trata de una crea ción colectiva, cuyo origen se pierde en el tiempo. Adquirimos este componente fundamental de la cultura a medida que vamos creciendo y desarrollándonos en la sociedad en la que vivimos.
El ejemplo de la lengua nos sirve también para señalar otros aspectos de la cultura. Por un lado, ésta resulta fundamental para la comunicación entre las personas, y por lo tanto, para la existencia de la sociedad. Es en la medida que compartimos un conjunto de ideas, valores, códigos y pautas de comportamiento, y una lengua, que podemos relacionarnos. Por otro, es evidente que estos elementos, al igual que la lengua, no permanecen inmutables: están en permanente proceso de transformación, aunque en periodos cortos de tiempo no lo advirtamos. Basta hablar un poco con nuestros padres o abuelos para darnos cuenta de que muchas ideas, tradiciones y creencias se han transformado o directamente desaparecido, del mismo modo que advertimos, al observar un diccionario antiguo o periódicos de otro tiempo, que las formas de hablar y de escribir también han sufrido mutaciones. Diversidad cultural Quienes hayan tenido la oportunidad de viajar al exterior de nuestro país, habrán podido advertir los inconvenientes que frecuentemente acarrean las diferencias culturales. Pero en realidad no hace falta cruzar una frontera nacional para percatarse de esto: actualmente, al i nterior mismo de los estados encontramos diferencias culturales significativas. Desde un punto de vista, muchas veces nos sorprende gratamente encontrar grupos sociales que piensan distinto, que poseen otras creencias, otros valores, otra lengua... Pero también es cierto que las diferencias
culturales frecuentemente constituyen un factor importante de conflictos y hasta de enfrentamientos armados.
Podríamos decir que las reacciones negativas ante la diferencia cultural son casi tan antiguas como el hombre. Existen muchos registros que nos permiten advertir una constante en la historia de la humanidad: la tendencia a considerar negativamente aquellos grupos que sostienen pautas de comportamiento y formas de ver el mundo distintas a la nuestra. Para mencionar solo un ejemplo, los antiguos griegos denominaban “bárbaros” a quienes no pertenecían a su sociedad, por supuesto teniendo de ellos una imagen fuertemente negativa. Y para no irnos tan lejos, si uno asiste a un partido de fútbol, no sería raro que escuche canciones que asocian al club rival con razas y culturas extranjeras, las cuales son tratadas de manera peyorativa.
Y es que en realidad, los seres humanos tendemos generalmente a “naturalizar” los elementos que forman parte de nuestra cultura, es decir, a considerar naturales nuestra forma de pensar, nuestras creencias, nuestras pautas de conducta, etcétera. Y al encontrarnos con otra forma de vida, nos cuesta mucho relativizar nuestra perspectiva y entender que existen otras maneras de ver el mundo.
A esta situación suele denominársela “etnocentrismo”. Por este vocablo, suele designarse la tendencia de todo grupo social a considerar sus propias prácticas y formas de pensar como universalmente válidas y correctas, con lo cual las diferencias culturales son a menudo consideradas como fruto del error, de l a ignorancia o la incapacidad para vivir adecuadamente. El etnocentrismo, como bien señala Cuche[2], puede derivar en formas extremas de intolerancia cultural, religiosa o política, pero también suele manifestarse de manera más sutil y racional.
A este respecto, debemos decir que si bien esta mirada etnocéntrica podemos advertirla a diario en la vida común de nuestras sociedades, también ha estado presente en las ciencias sociales. Por ejemplo, las perspectivas evolucionistas que caracterizaron al pensamiento europeo en el siglo X IX, sostenían que la humanidad atravesaba por “estadios”, por distintas etapas de una única línea evolutiva. Por supuesto, quienes pensaban así, entendían que la sociedad a la cual ellos pertenecían se encontraba en el extremo más desarrollado de la línea evolutiva, al cual tarde o temprano las demás sociedades llegarían. Esto es un claro ejemplo de cómo las diferentes culturas pueden ser evaluadas bajo la perspectiva de una mirada dominante, sin ser comprendidas en su particularidad y en su desarrollo histórico singular.
Posteriormente, la antropología cultural opuso a estas perspectivas etnocéntricas la “relatividad de las culturas”, es decir, la imposibilidad de ordenar bajo un mismo criterio a las diferentes sociedades y el error de considerar jerárquicamente a las distintas culturas. Desde el relativismo cultural, se sostiene que cada elemento particular de una cultura (una idea, una práctica, una tradición, una forma de pensar, etcétera) debe ser analizado en el contexto de esa misma cultura, sin pretender evaluarla a partir de los parámetros de quien está investigando.
De todas formas, esta problemática está lejos de ser resuelta, sobre todo en lo que refiere a determinados ámbitos de discusión. Por ejemplo, en el debate que tiene por objeto a los Derechos Humanos. Es sabido
que un orden normativo como el derecho tiene por fundamento determinadas ideas y valores en torno al Hombre y a la Sociedad. En función de esto, podríamos preguntarnos: ¿es posible encontrar una idea de Hombre y de Sociedad con la cual coincidan todas las sociedades y culturas? Si esto es así, no habría demasiados problemas en llegar a enunciar una serie de derechos con los cuales todos los habitantes del mundo estemos de acuerdo. Sin embargo, hay quienes sostienen que los denominados “Derechos Humanos” responden en realidad a ideas y valores de al gunas sociedades en particular (fundamentalmente las occidentales) que no son compartidos por las demás sociedades. Podríamos decir que se trata de una objeción “relativista”. Pero también es cierto que muchas prácticas opresivas resultan difíciles de asimilar, aún teniendo en cuenta el debido respeto a la diversidad cultural. Como puede verse, el debate es complejo y requiere un esfuerzo analítico que no podremos desplegar aquí. Subculturas y contraculturas
Un rasgo que ha sido señalado por los investigadores como característico de las sociedades primitivas (pensemos, por ejemplo, en una tribu) es su marcada homogeneidad cultural. En tal sentido, Durkheim sostenía que en estas sociedades la mayoría de los individuos compartía las mismas formas de pensar y de actuar. Para este pensador, esta homogeneidad se debía a que no existía en estos grupos sociales una profunda división del trabajo: como todos sus miembros realizaban tareas semejantes, tenían similares experiencias de vida, y por lo tanto sus formas de pensar y de actuar también guardaban bastante similitud. La “conciencia colectiva”, según sus propios términos, resultaba basta nte fuerte, dejando poco lugar para la diferencia y para la individualidad.
Por el contrario, siguiendo a Durkheim, las sociedades modernas se caracterizan por presentar una gran división del trabajo (en este caso, pensemos en las diferentes actividades que se desarrollan en nuestras sociedades y en quienes las llevan a cabo: comerciantes, banqueros, obreros, empresarios, campesinos, administrativos, profesionales de distinto tipo, etcétera). Este fenómeno, característico de las sociedades modernas, genera que las personas tengan distintas experiencias de vida y, por lo tanto, encontremos mayor diversidad en las formas de pensar y en los comportamientos.
A este análisis realizado por Durkheim hace ya cien años, podríamos agregar algunos otros factores que contribuyen a la complejidad cultural de las sociedades modernas. Los avances en los medios de transporte, las nuevas tecnologías aplicadas a la comunicación, los flujos migratorios en distintas direcciones del globo, han producido un mayor contacto entre las dif erentes culturas del mundo.
La complejidad cultural del mundo actual se manifiesta con mayor claridad en las grandes ciudades: Paris, Tokio, Nueva York, San Pablo o Buenos Aires son ciudades donde puede advertirse una fuerte heterogeneidad cultural, es decir, donde resulta frecuente encontrar grupos sociales que mantienen pautas culturales significativamente distintas al resto de la comunidad.
Los antropólogos y los sociólogos utilizan muchas veces el tér mino “subcultura” para identificar a estos grupos. Una subcultura referiría a aquellas costumbres, prácticas, ideas, valores, etcétera, sostenidas por un grupo social minoritario que convive en el interior de una cultura dominante o hegemónica. Por ejemplo, el concepto puede ser aplicado a determinadas comunidades de inmigrantes que se han instalado en una
ciudad. Pero también el vocablo muchas veces ha sido uti lizado para identificar grupos constituidos a partir de otros criterios y que sostienen pautas culturales relativamente diferentes a las que predominan en la sociedad en la cual viven. De este modo, se han hecho estudios acerca de las “subculturas juveniles”, “subculturas homosexuales”, “subcultura de los pobres”, “subculturas de los delincuentes”, etcétera.
También en algunos casos se ha llegado a hablar de “contracult uras”, para señalar las prácticas y formas de pensar de grupos que se presentan en una explícita confrontación con las pautas de la cultura dominante: por ejemplo, se ha aplicado este último vocablo para identificar los movimientos hippies de los años sesenta y setenta.
Estos términos han sido bastante cuestionados desde distintas perspectivas y por diferentes motivos. Lo que aquí nos interesa destacar es que la sociedad moderna presenta como uno de sus rasgos distintivos esta complejidad cultural, este panorama multicultural. Si bien tanto las subculturas como las contraculturas comparten elementos con la cultura dominante en la cual existen, también es cierto que sus diferencias presentan a menudo desafíos y problemáticas que los estados nacionales deben atender, frecuentemente a través de normativas jurídicas. Cultura y socialización Ahora bien, como decíamos anteriormente, la cultura es adquirida en sociedad. Es evidente que un niño recién nacido no posee ni maneja los elementos que componen la cultura de su contexto social. A medida que va creciendo, el niño va incorporando progresivamente las pautas de conducta, las normas, los valores, las ideas y representaciones fundamentales del grupo social al cual pertenece. Y por supuesto, un elemento fundamental que le permitirá desarrollar su intelecto y comunicarse con los demás: la lengua.
El proceso mediante el cual el niño incorpora los elementos de la cultura de la sociedad en la que nace suele denominarse “socialización”. Como se puede advertir, el concepto hace referencia al proceso mediante el cual el individuo se transforma, progresivamente, en un ser social, capaz de convivir en un grupo y de relacionarse con los demás.
Si prestamos atención a lo que sucede en los animales que ocupan los estratos inferiores de la escala evolutiva (por ejemplo, la mayoría de los insectos) podremos observar que, una vez nacidos, necesitan muy poco tiempo para obtener su autonomía, es decir, para lograr sobrevivir sin la presencia y el cuidado de los animales adultos. Pero a medida que ascendemos en la escala evolutiva, notamos en general que los recién nacidos necesitan por un tiempo la compañía de los animales adultos, para poder aprender determinadas pautas de comportamiento necesarias para su supervivencia. En el caso de los seres humanos, este periodo es aún más largo: difícilmente un niño pueda sobrevivir si carece de la compañía de un adulto, al menos hasta los cuatro o cinco años de edad. La socialización que tiene lugar en este lapso de tiempo resulta fundamental para la supervivencia del niño y, como demuestran los estudios psicológicos, para el adecuado desarrollo hacia la adultez.
El proceso de socialización ha sido estudiado por muchos investigadores y desde distintas perspectivas teóricas. En este caso, desarrollaremos muy brevemente las ideas fundamentales de dos pensadores, cuyos análisis resultaron muy influyentes a lo largo del siglo XX.
La perspectiva de Sigmund Freud:
La obra de Freud (1856-1939) fue sin dudas una de las más influyentes en el pensamiento occidental del siglo XX, no solo en el ámbito de la psicología, sino también en el de la filosofía, el arte y l as ciencias sociales. Si bien su formación original fue en medicina, sus investigaciones en psiquiatría, particularmente en torno al origen de las neurosis, lo llevaron a formular determinadas teorías que constituyeron el fundamento de lo que hoy conocemos como “psicoanálisis”.
Según este médico vienés, los seres humanos experimentan determinadas necesidades, manifestadas en forma de impulsos, que procuran ser satisfechas. El niño recién nacido, a diferencia del adulto, busca satisfacer inmediatamente estas necesidades: buscará comer o dormir simplemente cuando tiene hambre o sueño, sin importar el horario o el lugar en donde se encuentre.
Sin embargo, a medida que va creciendo, el niño irá dándose cuenta (fundamentalmente a través del accionar de sus progenitores) que no todas sus necesidades pueden ser satisfechas inmediatamente ni de cualquier modo. Es decir, irá tomando conciencia de la existencia de determinadas normas y pautas de conducta que implican una represión a sus impulsos.
Una de las necesidades a las cuales Freud dedicó singular atención es a la de satisfacción erótica. En el caso del niño, ésta se manifiesta en la necesidad de un contacto corporal, afectivo y placentero con los demás. En los primeros años de vida, este impulso del bebé es satisfecho generalmente a través del contacto con sus progenitores. Ahora bien, sostiene Freud, si se permitiese que este vínculo permaneciera y se desarrollara, a medida que el niño madurase físicamente, terminaría sintiéndose atraído sexualmente por el progenitor del sexo opuesto. Sin embargo esto no sucede, ya que el niño aprende a reprimir los deseos eróticos hacia sus padres.
De este modo el varón, por ejemplo, experimentará durante un tiempo un sentimiento de rechazo hacia su padre, ya que lo verá como una figura que se interpone en la relación de él con su madre. En el periodo de transición edípica, que se desarrolla entre los cuatro y los seis años de edad, bajo la influencia de las normas sociales, el niño irá redefiniendo los vínculos que sostenía con sus progenitores, separándose un poco más de éstos y dando un paso importante hacia una mayor independencia y autonomía e ingresando a un conjunto de relaciones sociales más amplio. Cabe aclarar que este proceso tiene lugar de manera inconsciente en el niño, aunque las formas en que se desarrolle y resuelva serán determinantes de su conducta en la adultez.
Estas ideas desarrolladas por Freud, si bien tuvieron mucha influencia en la evolución de la psicología, también fueron muy criticadas. Algunos autores, por ejemplo, cuestionaron la tesis de que los niños experimentaran tales deseos eróticos. Asimismo, desde algunas perspectivas feministas, se ha señalado que Freud se ocupó demasiado de la experiencia masculina, dejando bastante de lado el análisis de la psicología femenina.
Pero más allá de las críticas, lo que aquí nos interesa destacar de estos análisis es la particular perspectiva sobre como se desarrolla el proceso de maduración en el niño. Para Freud, este proceso se caracteriza fundamentalmente por el control de los impulsos, control que resulta indispensable para poder vivir en sociedad. Y es por esto que el concepto de “represión” adquiere particular importancia en su teoría. Para esta perspectiva, el proceso de socialización es en gran medida un proceso de represión de los impulsos naturales del ser humano, represión que puede ser entendida como el “costo” que paga todo sujeto para poder vivir en sociedad. Y por este motivo, el proceso de maduración implica cierta conflictividad y situaciones dolorosas, aunque el adulto no tenga memoria de esto. La formación de la personalidad según George Mead:
El pensamiento del filósofo norteamericano G. Mead (1863-1931) tuvo también una gran influencia, sobre todo en la tradición sociológica. De hecho, como ya hemos visto en textos anteriores, sus ideas contribuyeron a la formación de uno de los paradigmas sociológicos, identificado como “interaccionismo simbólico”.
Uno de los esfuerzos de este pensador estuvo dedicado a entender como se desarrolla la formación de una personalidad en el individuo. Para Mead, los seres humanos tenemos la capacidad de adoptar el papel de otros, de asumir la mirada de otros. Tempranamente, los niños despliegan esta capacidad fundamentalmente a través de la imitación y del juego: es común observar a los chicos imitando a sus padres, a sus hermanos mayores, a la maestra, etcétera.
En esta primera etapa, el niño intenta asumir el papel de los otros más cercanos, a los que Mead denominará el “otro significativo”. De esta manera, comenzará a desarrollar una autopercepción, una mirada de sí mismo, pero a través de las personas que le rodean. La imagen que vaya construyendo de sí mismo estará en gran medida determinada por la relación con estas personas.
Posteriormente, a medida que el niño va ampliando su ámbito de relaciones, podrá ponerse en el lugar de un número mayor de personas. Esto sucede cuando participa, generalmente, de juegos más complejos. Si juega un partido de fútbol, por ejemplo, aprenderá a asumir el lugar de sus compañeros, de los rivales, etcétera. Asimismo, en estas actividades, el niño también incorporará la idea de que existen reglas y normas que hacen posible los juegos, lo cual resulta también fundamental en la socialización del mismo.
Por último, en una tercera etapa (ya entrando en la adolescencia) el chico no solo despliega la capacidad de ponerse en el lugar de otras personas individuales, sino que se encuentra en condiciones de asumir la
perspectiva de su comunidad, la cual Mead den ominará “el otro generalizado”. Este “otro generalizado” está constituido por las ideas, los valores, las normas y las creencias fundamentales que rigen en su comunidad.
Como podemos advertir, para Mead el proceso de maduración de toda persona está caracterizado por el desarrollo de esta capacidad de ponerse en el lugar del otro, y mirarse a sí mismo desde la perspectiva del otro. Por lo cual, la personalidad se va construyendo a través de las interacciones con los demás. Y en este sentido podemos decir que la personalidad es una construcción social, ya que surge de las relaciones del propio individuo con el entorno, con el grupo social al cual pertenece.
Para Mead la personalidad está compuesta por dos elementos: el “yo” y el “mi”. El “yo” corresponde al elemento no socializado de la personalidad, al sustrato espontáneo del individuo. El “mi” es el “yo socializado”, es decir, el elemento de la personalidad que va construyéndose a partir de las interacciones con los demás. Por tal motivo, todo individuo posee varios “mi”, producto de las distintas imágenes que va desarrollando en las distintas interacciones: yo como hijo, como padre, como alumno, como empleado, etcétera.
A diferencia de Freud, entonces, Mead no va a hacer hincapié en el carácter represivo y doloroso de la socialización, sino que prestará más atención a las formas en que el niño desarrolla una personalidad y una imagen de sí mismo por medio de las interacciones con los demás. Sin embargo, también podemos afirmar que, tanto para uno como para otro, el entorno social cumple una función determinante en el proceso de desarrollo y maduración del individuo. Asimismo, podemos observar en ambas perspectivas, que el niño no es un mero receptor pasivo de los elementos sociales (valores, normas, etcétera) sino que incorpora estos elementos de manera activa, interactuando con su entorno.
Hemos analizado muy brevemente dos teorías, dos formas de entender el proceso de socialización por el que atraviesa todo individuo. Existen, por supuesto, otros abordajes que procuran explicar dicho fenómeno. Sin embargo, como sucede a menudo en las ciencias sociales, no debemos quedarnos con una u otra perspectiva y descartar a las demás. Lo interesante es comprender que muchas de éstas “iluminan” distintos factores que intervienen en este fenómeno y nos a yudan a pensar desde distintos puntos de vista un hecho complejo. Agentes de socialización:
Habiendo analizado el concepto de socialización y algunas formas en que puede ser entendido dicho proceso, podríamos ahora hacer referencia a los ámbitos en los cuales se desarrolla. Los sociólogos suelen denominar “agentes de socialización” a aquellas instituciones o tramas de relaciones en donde tienen lugar los procesos de socialización.
Un primer ámbito de socialización es sin dudas la familia. Todo individuo nace en una trama de relaciones de la cual obtiene los elementos básicos de la cultura (la lengua, determinadas pautas de conducta, valores,
etcétera). Debemos tener en cuenta que esta “trama de relaciones” ha variado a lo largo del tiempo y en las distintas comunidades. Si bien hoy, en nuestra sociedad, tendemos a pensar que la familia comprende fundamentalmente a los progenitores y sus hijos, en otros tiempos comprendía un conjunto de relaciones más amplio, confundiéndose inclusive a veces con el concepto de “tr ibu”. Aún hoy, en distintas sociedades, podemos encontrar diferentes formas de organización familiar y hasta podríamos afirmar que, en los últimos tiempos, tal vez asistamos a transformaciones culturales y jurí dicas que posiblemente redefinan el concepto. Pero más allá de esta aclaración, existe siempre un conjunto de relaciones primario en donde el niño incorpora los primeros elementos de la cultura.
Otro agente de socialización, de suma importancia en las sociedades modernas, lo constituye la escuela. En este ámbito el niño incorpora determinados conocimientos (generalmente programados por el estado) que resultan fundamentales para su eficaz inserción en la sociedad. Si bien es cierto que en este espacio se desarrolla una socialización en gran medida programada y sistematizada, también tiene lugar una socialización no programada o espontánea, ya que el niño se encontrará con otros chicos, con los cuales establecerá relaciones informales que lo modificarán y colaborarán en su maduración.
También los grupos de pares con los cuales el chico tomará contacto a medida que sale del entorno familiar constituyen un importante agente socializador. En estos grupos de afinidad, construidos en función de la edad, del sexo, o de gustos compartidos, el niño también incorporará ideas, valores, pautas de conducta, etcétera que contribuirán al desarrollo de su personalidad. Muchas veces, cuando estas ideas y valores son contrarios a los comunicados en su ámbito familiar, pueden generarse conflictos o tensiones que la persona manejará de distintos modos.
Asimismo, en los últimos años, los investigadores coinciden en señalar a los medios masivos de comunicación (televisión, cine, radio) como importantes ámbitos de socialización. En efecto, si t omamos en cuenta la cantidad de horas que las personas suelen pasar actualmente en contacto con estos medios, no resulta difícil entender que muchas de las ideas, opiniones, valores, pautas de conducta y de consumo que se transmiten a través de los medios influyan de manera decisiva en la formación de las personas.
Socialización e individuo
En realidad, el proceso de socialización no culmina con el arribo a la adultez. Constantemente estamos siendo “socializados”, aún cuando ya somos mayores, en función de las distintas experiencias que vivimos y los ámbitos sociales con los cuales nos relacionamos. Si bien es cierto que en los primeros años incorporamos los elementos fundamentales de la cultura (lengua, ideas y valores fundamentales) que nos permiten vivir en sociedad, también debemos destacar que a medida que vamos creciendo seguimos incorporando otras ideas, otras pautas de conducta y otros valores, como condición de inserción en diferentes contextos. Por ejemplo, cuando nos trasladamos de una ciudad a otra, o a otro país. Pero también cuando ingresamos a grupos sociales específicos, como puede ser un ámbito laboral, una universidad, etcétera. En cierto sentido, ingresar a un ámbito profesional (ser abogado, médico o investigador) implica muchas veces, aún sin que nos demos cuenta, la adopción de pautas de conducta,
ideas y formas de ver el mundo propias de determinado grupo y que no tendríamos si nuestra opción hubiera sido diferente.
La sociedad, como hemos visto, influye generalmente más de lo que suponemos en nuestra forma de pensar y de obrar. Esta es una afirmación fundamental del pensamiento sociológico. El individuo no existe aislado de su contexto, “impermeable” a las influencias de su entorno. Baste pensar que, si hubiéramos nosotros nacido en otra sociedad o en otro tiempo, seguramente nuestras formas de pensar y de actuar serían distintas a las que sostenemos actualmente.
¿Significa esto que el ser humano “no es libre”, que simplemente es un producto modelado por la sociedad en la cual ha nacido? Algunas posiciones teóricas terminan dando una respuesta positiva a este interrogante. Sin embargo, creemos que esta posición es demasiado extrema y de poca utili dad. Es cierto que la cultura determina en gran medida nuestro actuar, y por lo tanto resulta difícil sostener la idea de que somos seres “absolutamente libres” e independientes de nuestro entorno. Pero también es necesario destacar que la cultura nos permite, a través del proceso de socialización, construir un sentido de individualidad y formar una personalidad única, diferente a la de los demás.
La cultura en la cual nacemos implica, por decirlo de algún modo, determinadas restricciones y límites. Pero también nos abre la puerta para el desarrollo, el crecimiento y las posibilidades de diferenciación. Como bien señala Giddens[3], esto puede ser demostrado con el ejemplo de la lengua. A este elemento de la cultura, como a los demás, no lo hemos creado nosotros. Desde un punto de vista, nos encontramos “limitados” al conjunto de reglas lingüísticas vigentes. Pero también es cierto que el aprendizaje de la lengua resulta indispensable para que podamos pensar, imaginar, crear, relacionarnos con el mundo de diferentes formas y, sobre todo, para poder desarrollar una autoconciencia, a través de la reflexión sobre nosotros mismos. Por tal motivo, aunque no pretendamos cerrar aquí este tema (desde hace tiempo objeto de ricos y productivos debates en la filosofía y las ciencias sociales), podemos decir que en la relación entre individuo y cultura encontramos tanto aspectos de determinación, como de li bertad.
Cultura y Derecho
Ya hemos visto que no es posible pensar una sociedad sin cultura, como tampoco un fenómeno social que no sea afectado por ésta. Todo práctica social, toda institución y toda persona se encuentran influidas y en gran medida modeladas por la cultura de la sociedad en la cual existen.
El derecho, como un tipo particular de sistema normativo[4], que comprende tanto un conjunto de normas como aquellas instituciones encargadas de su elaboración, interpretación y aplicación, y los procedimientos establecidos para efectuar tales acciones, evidentemente también se encuentra influido e inmerso en la cultura de una sociedad. Y en la medida que las normas y procedimientos reflejan determinadas ideas, valores y creencias de esa sociedad, podemos afirmar que el derecho constituye un elemento importante de toda cultura. Sin embargo, la relación entre cultura y derecho resulta a veces problemática y ha dado lugar a diferentes reflexiones.
A principios del siglo XX el jurista norteamericano William Sumner elaboró una teoría en la cual intentó vincular ambos fenómenos. Según este pensador, la primera experiencia de la humanidad es la necesidad, es decir, todos los seres humanos deben en principio, como requisito para su existencia, satisfacer determinadas necesidades, como pueden ser las de alimento, bebida, seguridad, abrigo, etcétera. Para procurar responder a estas demandas elementales (y también a las más sofisticadas) el hombre ensaya particulares acciones, guiado originalmente por el criterio “placer – dolor”: a través de los diferentes intentos, terminará adoptando las prácticas que le retribuyan placer, tendiendo a descartar aquellas otras que sean fuente de dolor. A estas prácticas adoptadas Sumner las denominará “usos”.
Ahora bien, esta búsqueda de satisfacción a las necesidades se realiza de manera grupal, ya que el hombre es un ser social. De este modo los usos se transforman en “costumbres”, es decir, en formas compartidas de hacer algo: determinada forma de procurar el alimento, de construir un refugio, de encender un fuego, etcétera. Estas formas compartidas constituyen los “folkways” de una sociedad.
La vida social, según Sumner, se encuentra en gran medida organizada por un conjunto de “folkways”, de formas de hacer determinadas cosas. Sin embargo, cuando sobre algunos de estos “folkways” se aplica un juicio valorativo, relativo al bienestar del hombre o de la sociedad, los mismos se transforman en “mores”, es decir, en afirmaciones que establecen lo positivo o lo negativo de determinadas prácticas según se consideren buenas o malas para l a sociedad.
Por último, algunos “mores” pueden transformarse en normas jurídicas, es decir, en componentes del derecho, cuando se establece como garantía de su cumplimiento la fuerza del aparato estatal.
Según esta perspectiva, podemos observar que existe una continuidad, una línea evolutiva que vincula los usos, las costumbres, los mores y el derecho en una sociedad determinada. Por supuesto, con el correr del tiempo, estos elementos pueden sufrir transformaciones, pero difícilmente pueda operarse un cambio drástico, de manera voluntaria (por ejemplo a través de la legislación) ya que se trata de comportamientos arraigados en formas de hacer espontáneas y consolidadas a lo largo de la historia.
Por esta razón, afirma Sumner, la legislación debe tener en cuenta los mores de una sociedad, de manera que las normas elaboradas sean coherentes con éstos. En caso contrario, las nuevas normas tendrán serias dificultades para su aceptación en la sociedad y para su aplicación.
Cien años antes, el jurista alemán Friedrich Karl von Savigny esbozaba un análisis equivalente, al sostener que el Derecho, al igual que la lengua, constituye una de las expresiones fundamentales del “volksgeist”, es decir, del espíritu de un pueblo. Por tal motivo, refleja las particularidades de una cultura, forjada en el devenir histórico de cada sociedad.
En realidad, tanto las ideas de Sumner como las de Savigny, expresan los reparos y preocupaciones que en muchos juristas provocó la particular evolución del derecho moderno. Fundamentalmente en el siglo XIX, comienzan a surgir en Europa los primeros códigos modernos, entre los cuales se destaca el Código Civil francés de 1804. Como es sabido, estos instrumentos procuran el ordenamiento sistemático de un grupo de normas pertenecientes a una rama del derecho (civil, penal, etcétera), constituyendo un conjunto normativo cerrado con pretensión de plenitud y generalidad.
Los códigos modernos reflejan, ante todo, una gran racionalización de la vida jurídica, al pretender fijar principios generales y específicos que permitan abarcar de manera apriorística todas las conductas posibles susceptibles de regulación jurídica, con independencia del contexto histórico y social en el que fue redactada la norma. Este ordenamiento lógico y sistemático del derecho contrasta con las normativas jurídicas existentes hasta el siglo XVIII, consistentes básicamente en una simple colección de reglas consuetudinarias o precedentes judiciales[5].
En este contexto, Savigny se opuso enérgicamente a la codificación del derecho germánico, ya que para él implicaba congelar o fijar definitivamente un conjunto de normas que, por su naturaleza (histórica y cultural) debían evolucionar espontáneamente de acuerdo al desarrollo de la sociedad.
Desde esta perspectiva, las características del mundo moderno presentan dos problemas fundamentales en la pretendida relación entre cultura y derecho. Por un lado, las sociedades modernas, a causa de la progresiva división de funciones entre sus miembros, se encuentran profundamente fraccionadas en grupos y clases, los cuales frecuentemente mantienen ideas, valores y prácticas significativamente divergentes. Identificar en este marco un “volksgeist”, un espíritu común que identifique de manera espontánea y transparente a la totalidad de la población, resulta cada vez más dificultoso, en contraste con las sociedades simples o que presentan mayor homogeneidad entre sus miembros.
Por otro lado, el desarrollo de estas sociedades impulsa naturalmente un proceso de complejización del derecho, evidenciado en la proliferación de normas cada vez más detalladas que procuran regular aspectos específicos de la vida social, frecuentemente alejadas de las experiencias cotidianas de la ma yoría de la población (pensemos, por ejemplo, en las normas que regulan la navegación aérea, la utilización de las biotecnologías, etcétera). El sistema jurídico, en este sentido, toma distancia de la gente común y se constituye progresivamente en un campo de saber disponible para aquellos que poseen una formación específica, es decir, para los profesionales del derecho.
Savigny reconoce el carácter inevitable de este fenómeno, como así también la necesidad de una tarea legislativa que procure acompañar jurídicamente el proceso de complejización social que supone el desarrollo del mundo moderno, aunque se opone a que esto se realice por medio de una codificación, por las razones antes mencionadas. Y en un sentido similar al de Sumner, entenderá que el legislador debe ser el representante del “volksgeist”, de la cultura de la sociedad para la cual trabaja, a riesgo de profundizar la brecha que separa al derecho moderno de sus bases sociales.
Como podemos observar, estas teorías sostienen la idea de un vín culo estrecho entre cultura y derecho. Sin embargo, una de las principales críticas que se les ha realizado, es la poca atención que éstas prestan a las relaciones de poder, también determinantes de todo sistema normativo. En efecto, la comprensión de un sistema jurídico resulta acotada si solo se concibe a éste como emanación espontánea y directa de una cultura común. En toda sociedad, y particularmente en las modernas, existen grupos y clases sociales con intereses diferentes y, sobre todo, con capacidades desiguales para influir en el estado y en el orden jurídico. De este modo, debe aceptarse que los procesos de creación, interpretación y aplicación del derecho no son inmunes a estas relaciones de poder y a los desequilibrios que éstas suponen.
Los análisis de Karl Marx toman en cuenta esta dimensión, haciendo particular énfasis en las desigualdades económicas que existen en la sociedad. Para Marx, tanto el derecho como la cultura son elementos constitutivos de la superestructura de una sociedad. Pero toda superestructura se encuentra construida sobre una estructura, determinante en última instancia de todas las instituciones que funcionan en una sociedad.
La estructura de una sociedad, para este pensador, está conformada por l as relaciones económicas de producción, es decir, por los vínculos que los hombres establecen entre sí para producir los distintos tipos de bienes en una sociedad. Ahora bien, estos vínculos no son equitativos ni igualitarios, sino que se caracterizan por ser relaciones de explotación: existe una clase social minoritaria (aquella que posee los medios de producción, que en la sociedad capitalista corresponde a la burguesía) que extrae los frutos del esfuerzo de una mayoría (el proletariado) que solo dispone para sobrevivir de su fuerza de trabajo.
La superestructura, para Marx, está compuesta por las distintas formas de conciencia que posee la comunidad (es decir, por aquellas producciones a través de las cuales l a sociedad se piensa a sí misma) y por las instituciones que la organizan. Es decir, en la superestructura deberíamos identificar la moral, las ideas fundamentales que circulan en la comunidad, las creencias, los valores y l as instituciones que a ellos refieren, como el sistema educativo, la iglesia, el estado y, por supuesto, el derecho.
Marx sostiene que la superestructura se encuentra siempre determinada por la estructura, es decir, que la cultura y las instituciones existentes en una sociedad tienen necesariamente una relación de dependencia con las formas en que se organiza la producción económica. En este sentido puede entenderse una de sus afirmaciones más conocidas, desarrollada en La ideología alemana: las ideas dominantes en una sociedad son las ideas de la clase dominante. Es decir que, para Marx, en la medida que un grupo social domina u ocupa una posición privilegiada en la estructura económica, también se encuentra en condiciones de imponer aquellas ideas, valores y formas institucionales que colaboran con, y consolidan su, posición dominante.
Esto se advierte claramente en el derecho. Para Marx, en el sistema capitalista, esta institución cumple la función de dar forma legal (y naturalizar) las formas históricas y particulares que asume la explotación social en dicha sociedad. Por ejemplo, consagrando como legítima la propiedad privada de los medios de producción (los cuales para Marx, por ser fruto del trabajo social, son en realidad propiedad de toda la
comunidad); o disfrazando de igualdad (mediante la figura del contrato laboral) aquellas relaciones que son esencialmente desiguales y desequilibradas.
Desde el análisis de Marx también puede afirmarse entonces que el derecho es parte de la cultura de una sociedad, pero ambos fenómenos se encuentran determinados por l as relaciones de producción existentes. Y si estas relaciones son de explotación, como es el caso en la sociedad capitalista, el derecho necesariamente refleja los intereses de la clase explotadora y colabora en la reproducción de este orden social.
Cultura legal
Otro abordaje interesante a la relación entre cultura y derecho fue el realizado por el jurista norteamericano Laurence Friedman. Este pensador ha introducido el concepto de “cultura legal” para re ferirse al conjunto de ideas, opiniones, valores y actitudes que los ciudadanos sostienen acerca del derecho en una sociedad.
Como podemos advertir en esta definición, la cultura legal no solo hace referencia a los conocimientos que las personas poseen acerca de las normas y los procedimientos del sistema jurídico, sino también a los sentimientos y actitudes que mantienen en relación al mismo. Para poner un ejemplo cercano, si actualmente en la Argentina la imagen del Poder Judicial se encuentra significativamente erosionada para la mayoría de la población y su prestigio resulta seriamente cuestionado, estos rasgos constituirían elementos importantes de la cultura legal de nuestro país en este tiempo.
Asimismo, es necesario destacar que la cultura legal no hace referencia a los conocimientos “correctos” que las personas poseen del derecho. Un conocimiento inexacto o erróneo, y hasta el desconocimiento de alguna norma, son elementos que corresponden a la cultura legal de una sociedad y que constituyen datos a tener en cuenta sobre su relación con el derecho.
Los análisis de Friedman han inspirado la realización de numerosos estudios sobre la cultura legal en diferentes países. Algunos investigadores, como Toharia, han señalado la necesidad de diferenciar la “cultura legal interna” de la “cultura legal externa”. La primera de éstas hace referencia a las ideas y valoraciones que sobre el sistema jurídico mantienen los profesionales del derecho. Estos, sin duda, al haber atravesado un proceso de socialización particular (en su formación profesional y en su ingreso al campo jurídico) han adquirido determinados conocimientos y actitudes respecto del derecho significativamente distintos al resto de la población, es decir, a quienes se encuentran influidos por una “cultura legal externa”.
En general, las investigaciones realizadas sobre la cultura legal han demostrado que el común de la sociedad tiene ideas equivocadas o directamente ignora muchas de las normas y de los procedimientos que componen el orden jurídico de su comunidad. Esta constatación empírica ha sido en numerosas ocasiones utilizada para criticar las teorías que entienden al derecho como surgido de los valores y las tradiciones
comunes de una sociedad (como las que hemos visto anteriormente) y corroboran las tesis que afirman la significativa distancia que muchas veces existe entre el orden jurídico y la experiencia cotidiana de la gente común en las sociedades modernas.
Asimismo, estas investigaciones han puesto de relieve el hecho de que solo un bajo porcentaje de la población tiene contacto directo con el sistema jurídico (asistencia a tribunales o asesoramiento legal profesional). Esto quiere decir que las ideas y valoraciones que la mayoría de la población tiene respecto del derecho (cultura legal externa) son construidas no por la propia experiencia con el aparato de justicia, sino a través de otras fuentes, como pueden ser los medios masivos de comunicación, las series televisivas, las producciones cinematográficas, etcétera, que colaboran en la producción y circulación de imágenes sobre la justicia consideradas válidas socialmente.
Por último, resulta pertinente destacar que muchas veces la cultura legal de una sociedad presenta diferencias significativas en función del grupo social analizado. En nuestro país, por ejemplo, los estudios realizados por Bergoglio y Carballo, han demostrado la existencia de diferencias en el conocimiento y en las actitudes hacia la justicia según las clases sociales, el género, el nivel educativo, etcétera.
Como podemos advertir, este concepto desarrollado por Friedman resulta interesante a la hora de intentar comprender la relación que los ciudadanos mantienen con el orden jurídico en una comunidad determinada. La “cultura legal” predominante en una sociedad (es decir, los conocimientos, las actitudes y las valoraciones que las personas mantienen respecto del derecho) puede ayudarnos a entender por que motivos los ciudadanos recurren (o no) al sistema jurídico, en que circunstancias, de qué modo y con qué expectativas.