Periodización Literaria y Contexto Histórico (1) Aproximación preliminar Ricardo Cuadros, Marzo de 1999 El concepto de período es de uso universal y aparece para denominar algo semejante, un lapso temporal, en quehaceres aparentemente tan alejados entre ellos como la moda y la astronomía, la biología o la literatura, y como toda medida de orden temporal, requiere del soporte de un fenómeno probable para manifestarse: el cumplimiento de los equinoccios, el nacimiento y muerte de un organismo, la publicación de novelas o poemarios. El período es por excelencia el modo de aprehender el tiempo en los objetos, de recortar el tiempo para que la conciencia pueda separar, clasificar y jerarquizar los fenómenos: para que se produzca el conocimiento positivo. Dicho en oposición, sin períodos el tiempo es una secuencia continua, sin hitos ni plazos, literalmente imposible de ser aprehendido por la conciencia. El hecho de que sin recorte periódico no hay posibilidad de conocimiento positivo hace de la periodización un problema de doble cara: por una parte tiene que ver con el registro/archivo de fenómenos de acuerdo a la regularidad de su manifestación, y por otra con las condiciones necesarias -durante un tiempo determinadopara la producción de conocimiento. El período puede entenderse como un coto temporal, en el cual se puede reconocer un archivo de fenómenos (objetos de conocimiento) e identificar ciertos modos de producción de conocimiento. Ahora bien, ambos factores (objeto y modo de conocimiento) parecen comportarse de manera distinta: mientras los objetos valorables estética e ideológicamente -el texto impreso, el edificio, la novela- deben mantener su condición original para ser reconocidos, el modo de conocer está abierto al desarrollo de la ciencia y la aparición en la escena cultural de nuevas posibilidades de lectura e interpretación. Digamos que no es lo mismo haber leído Madame Bovary en el momento de su publicación que hacerlo hoy a fines del siglo XX y lo distinto no es el texto de Flaubert, obviamente, sino el modo de conocer. Por su parte, la relación entre registro de fenómenos y modos de conocer es más estable en algunos campos del saber, la astronomía por ejemplo, que en otros como la biología o los estudios literarios. Los resultados de la observación del movimiento astral que derivaron en la creación del calendario gregoriano en 1582 treinta y nueve años después de la publicación de Sobre el movimiento de las esferas celestes de Copérnicoson vigentes hasta hoy mismo, mientras que en la biología los resultados de la relación que nos interesa son particularmente inestables por el desarrollo de sus métodos de investigación, estrechamente relacionados con el avance tecnológico, que han hecho posible en poco más de un siglo pasar de la producción de conocimiento resultante de la observación de la vida orgánica a la dislocación de los períodos elementales de la misma mediante la manipulación genética. La situaciónde los períodos literarios -en el sentido de estabilidad o inestabilidad-, responde a la relación que existe entre los estudios literarios y dos disciplinas que no han dejado de transformarse y hacerse más complejas desde fines del siglo XVIII: las ciencias sociales y la historia. Historia y ciencias sociales La historia es más antigua que las ciencias sociales, pero si seguimos su trayectoria desde Herodoto hasta Toynbee, comprobamos que como disciplina académica cobra status con Gibbon a fines del XVIII en Inglaterra y, ya en el XIX, con Ranke en Alemania. Es decir, se institucionaliza en el momento en que el pensamiento filosófico y científico occidental entra en la inestabilidad crónica de la modernidad (Foucault 1968) o modernidad tardía (Lyotard 1989; Vattimo 1994), que saca al conocimiento positivo de las certezas ideales del Iluminismo para dispersarlo en innumerables preguntas y especialidades. Es más, la historia se institucionaliza como disciplina prácticamente al mismo tiempo que la sociología, y basta repasar un manual como el de H. E. Barnes (1948) u otro más reciente como el de Haralambos (1985), para ver cómo los modelos de interpretación sociológica tanto en Europa como en las Américas, desde Comte y Spencer hasta `la sociología del conocimiento' o `la sociología de la salud y la medicina' suponen todos una mirada que 1
transforma el pasado histórico, lo relee y rehace de acuerdo a sus necesidades. Y no sólo la sociología -la ciencia social por excelencia- ha venido a re-formular la mirada contemporánea sobre el pasado: también lo hacen disciplinas más recientes como la antropología cultural, la sicología social, el feminismo, los estudios latinoamericanos. En décadas recientes, Hayden White -siguiendo a Foucault- se ha esforzado por terminar con las últimas reservas de credibilidad de los discursos históricos clásicos, al discutir la posibilidad de que la historia sea la combinación de una ciencia social y un arte. De haber en ella algo artístico, señala White, se trata del arte narrativo decimonónico, y si se la quiere ver como ciencia, su metodología no ha avanzado un paso desde `la objetividad para explicar el progreso' de Leopold von Ranke. Arte o ciencia o combinación de ambos, se trataría para White de una disciplina que no ha seguido el desarrollo moderno de la ciencia y el arte y permanece cristalizada en su propio origen (White 1978). La historia, desde sus inicios como disciplina, se ve asediada por la pregunta acerca de lo histórico de ella, es decir la peculiaridad de esos acontecimientos que son separados, en cualquier campo del saber, de la masa innumerable de acontecimientos para convertirlos en relato ejemplar. En su discusión en torno a esta pregunta por lo histórico de la historia (general y literaria), Fokkkema e Ibsch señalan `el riesgo hermenéutico' de la historia (las traducciones del holandés al castellano son mías): Un hecho histórico es aquél que según un determinado concepto teórico es un hecho histórico. Lo que un hecho es está determinado por una teoría y las teorías deben su prestigio a su relación con los hechos. ¿Estamos aquí ante un círculo vicioso? (1992: 80) El rol que otorgan Fokkema e Ibsch a «la comunidad de investigadores» (80) para romper este `círculo vicioso' mediante la discusión y respuesta, siempre eventual, acerca de cuáles son los hechos que pueden aceptarse como históricos, merece por los menos las siguientes observaciones: ¿quiénes forman esa comunidad? ¿cómo se legitima su poder? Dado que son los mismos expertos los que niegan u otorgan credibilidad a las novedades que proponen otros expertos, lo que se produce aquí, antes que una ruptura, es una ampliación del círculo, ya que ahora no solamente alcanza a la teoría y sus mecanismos sino además a quienes operan con ella. Por su parte, otros tipos de legitimación de los discursos históricos, como la `ley divina' dictada por los teólogos de alguna religión o `la razón de estado' canalizada a través de algún Ministerio, no consiguen tampoco romper la imagen circular que encierra al hecho histórico y su justificación teórica. A pesar de la incomodidad que produce la pregunta por lo histórico de la historia -amenazada por el bloqueo de la tautología y/o la subjetividad del historiador-, es evidente que sin relato histórico la masa de acontecimientos queda a la deriva, desprovista de sentido para la conciencia. No hay forma de escapar a la historia: semejante a la biografía de cualquier sujeto, existe en sí misma más allá o a pesar de la forma en que esté escrita -o tachada-, por el solo hecho de la existencia de una colectividad humana. Periodización histórico-cultural en Latinoamérica (2) Hasta fines del siglo XV, lo histórico de Occidente sucedía en Europa. Con la apertura, en 1492, de las rutas marítimas hacia el continente que luego se llamaría América, el espacio occidental se ensancha de manera radical y comienza una nueva era, en la cual los territorios americanos son primero anexados a las metrópolis en régimen colonial y más tarde, desde fines del siglo XVIII, se convierten en un conglomerado de repúblicas que, con mayor o menor fortuna, postulan una historicidad propia. Este proceso de formación cultural está marcado desde el comienzo por la división del continente americano en dos zonas de proyección de lo europeo, norte y sur, lo que supone para Latinoamérica un modo de entrar en la historia de Occidente muy distinto al de América del Norte. Ejemplar en este sentido es comparar las obras de europeos prominentes que viajaron por el continente durante el siglo XIX o poco antes: la de Tocqueville (sobre Estados Unidos) es una obra eminentemente política e historiográfica en términos modernos, las de Humboldt o Darwin (sobre el sur de América), son obras de importancia para la botánica, la metereología, la etnografía, pero en ellas las sociedades nacionales latinoamericanas no son mucho más 2
que paisaje y sus ciudadanos quedan reducidos a mano de obra barata. Una publicación de Humboldt en sus años parisinos, Ensayo político sobre el Reino de Nueva España (Kellner 1992), en el que describía la situación geológica, geográfica y política de México hacia 1804, motivó un notable aumento de inversiones europeas en las minas de plata de aquel país, pero sus denuncias sobre las condiciones inhumanas de trabajo en las mismas no motivaron reacción alguna. La historiografía en Latinoamérica ha generado por su parte -ya en los siglos XIX y XX-, un esquema de periodización del desarrollo social, económico y político que manifiesta, en la organización de su discurso, la anexión del subcontinente a Europa. 1492 marca el comienzo del ciclo histórico, dividido en los períodos de Descubrimiento, Conquista, Colonia, Independencia y República, mientras que todas las culturas existentes al momento de la llegada de los españoles, tanto civilizaciones completas como la maya, azteca e incaica, así como otros pueblos de las zonas caribeña y amazónica y el extremo sur del continente, aparecen reunidos sin mayor diferenciación en el período `Precolombino'. Semánticamente, este modelo de periodización remite todo el proceso de formación cultural desarrollado en el subcontinente hasta 1492 a una pre-historia que sólo adquiere significado por la aparición del europeo que lo `descubre' e incorpora a la historicidad occidental. Lejos de lo que podría esperarse, al cumplirse en 1992 el V centenario del primer desembarco de Colón, la discusión acerca del significado del `Descubrimiento' para Latinoamérica no ha concluido en la necesaria redenominación de ese hecho: mientras que en los círculos literarios se oía hablar de `Invención de América', el estado mexicano prohibía oficialmente el uso del término para reemplazarlo por el de `Encuentro de Dos Mundos'. Por su parte, personajes en apariencia tan alejados entre ellos como el norteamericano Noam Chomsky y la boliviana aymará Domitila Chungara preferían hablar de `Invasión' (Benedetti et al. 1990) y en un manual de historia de reciente publicación, redactado por profesores de la Pontificia Universidad Católica de Chile, el capítulo dedicado al tema volvía a aparecer como `Descubrimiento de América' (De Ramón et al. 1991). Más allá de las implicaciones políticas o literarias del eventual concepto, lo que me parece evidente es que la tachadura semántico-discursiva es tan fuerte que se carece de lenguaje para hablar del mundo anterior a 1492 en otros términos que no sean los de pre-hispanidad, pre-colombino, pre-historia. El problema es que, confrontado con lo efectivo del proceso de formación cultural en el subcontinente, este esquema de periodización donde lo histórico se inaugura en 1492, se demuestra empíricamente inválido, porque lo precolombino no ha desaparecido ni pertenece al pretérito de la cultura. En Latinoamérica hoy mismo la población de razas autóctonas, en condición de campesinado pobre, llega en algunas áreas al 70% o más del total (p.ej. quechuas y aymarás en la región andina, mayas en Guatemala) dando forma a sociedades paralelas a la criolla, con sus propias formas y ritmos de formación cultural (Gallardo 1993; Beverley 1993). Movimientos políticos como Sendero Luminoso se afirmaron ideológicamente en una larga tradición de resistencia quechua ante el orden colonial español o criollo republicano en el Perú, y la actual rebelión campesina en Chiapas, al sur de México, es también de origen indígena. Y si bien en el resto del subcontinente las culturas pre-hispánicas son sectores minoritarios de la población o están incorporadas en el mestizaje criollo (misquitos en Nicaragua, guaymíes y kunas en Panamá, mapuches en Chile, etc.), su presencia en el proceso de formación cultural es de enorme relevancia. Gran parte o quizás toda la literatura que podemos llamar latinoamericana está permeada de presencia precolombina, desde la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas (1552) hasta la obra de Miguel Angel Asturias, o una narración borgeana como «El evangelio según San Marcos». Como consecuencia de la tachadura semántica, el latinoamericano carece de conocimiento efectivo y actualizado, incorporado a su cotidianeidad, de las antiguas civilizaciones. Esto produce, a lo largo del período de formación cultural que se inicia en 1492, una ruptura, una tensión generalizada entre la experiencia cotidiana individual y colectiva (res gestae) y los documentos que se ofrecen como la representación discursiva de esa experiencia (historia rerum gestarum). Tradición de evidencias que no se nombran, de ignorancia que se traduce, ante la imposibilidad del olvido, en negación o desprecio de la parte aborigen, no hispánica-europea, de la formación cultural. En compensación, como recurso `culto' para 3
resolver esta semi-amnesia, el latinoamericano anexa su saber al legado cultural europeo, que también le pertenece, y tiende a hacer de esa parte el todo de su pasado. Esta aproximación al tema es marcadamente sociológica (ver por ejemplo Gallardo 1993), pero me parece importante plantearla aquí dado que la periodización literaria, salvo en contadas ocasiones, acude al mismo punto de ruptura entre historia y pre-historia, el año 1492, en su esquema de recortes temporales. No obstante, en la literatura latinoamericana, especialmente en aquellos géneros de relación más directa con los códigos de lo cotidiano -narrativa, ensayo y dramaturgia-, se puede advertir justamente una puesta en escena de lo que he llamado tachadura semántica y tradición de evidencias que no se nombran. Se produce así un deslinde interesante. Los esquemas de periodización repiten para la literatura la conflictiva fecha inicial de 1492, propia del proceso de formación político económico, pero las consecuencias son distintas: la historia general deja atrás, cancela por tachadura el pasado anterior a 1492. En la literatura, por el contrario, los problemas derivados de `estos inicios' son materia de crítica y rearticulación imaginaria. Lo latino de Latinoamérica: el problema del nombre Lo que está en discusión aquí es la comprensión de `las literaturas nacionales' en el concepto mayor de `literatura latinoamericana', pero como señala Ana Pizarro: Sucede que la acepción de `literatura latinoamericana', desde que Torres Caicedo usara la expresión en la segunda mitad del siglo XIX ha respondido a un concepto de dinámica específica. No fuimos latinoamericanos desde el comienzo, del mismo modo como el nombre y la idea de América [...] fueron entidades separadas y tardaron en constituirse en esta unidad que también progresivamente ha ido incorporando nuevos territorios. (1987: 23) Pizarro agrega cómo recién en este siglo Pedro Henríquez Ureña, en su Historia de la cultura en la América hispánica, publicado en 1947, incorpora al Brasil en un estudio de alcance subcontinental. Del mismo modo, es en este siglo cuando la zona francófona del Caribe (Haití) comienza a ser considerada parte de Latinoamérica. ¿Y qué hacer con otras zonas nacional-lingüísticas del Caribe: las de lengua inglesa, holandesa, pidgin english o papiamento? Pizarro responde a esta pregunta recordándonos primero un hecho de la historia general: El concepto de literatura latinoamericana tiene que ver directamente con el de Latinoamérica, recién oficializado por organismos internacionales a mediados de nuestro siglo -la regionalización de Naciones Unidas es posterior a la Segunda Guerra Mundial y da lugar a la creación de organismos como CEPAL en 1948, luego ILPE, CELADE, CLACSO, etc.- (25) Considerado este dato esencial, que evidencia el origen político-económico del concepto Latinoamérica, Ana Pizarro propone la «posibilidad de incorporación del Caribe al concepto de América Latina por las relaciones históricas comunes con importantes regiones del continente» (24-25), así como por la concordancia que en su opinión existe entre los temas, problemas y modos de articularse de las literaturas caribeña y continental. La propuesta de Ana Pizarro (ver también Pizarro 1985) supondría integrar al corpus latinoamericano literaturas nacionales como la surinamesa, arubana o jamaicana, lo que sin duda desafiaría `lo latino' de la denominación que nos ocupa. Pero también en las regiones donde domina un idioma de origen latino ocurre que esta latinidad es puesta en entredicho, no solamente por la tradición oral de los pueblos autóctonos sino también por escrituras como la náhuatl en México, la guaraní en Paraguay o la mapuche en Chile, que en estos últimos años ha comenzado a manifestarse con una fuerza inesperada con poetas como Elicura Chihuailaf y Lorenzo Aillapán, este último ganador del premio cubano Casa de las Américas en 1994. La precariedad semántica del afijo `latino' para denominar el subcontinente ha llevado -entre los intentos más recientes de renombrarlo- a Carlos Fuentes a sugerir uno como «Indo-Afro-Ibero-América» (1990: 12), 4
que si bien más incómodo, parece más certero. Es probable, no obstante, que el concepto de Latinoamérica resista los asedios a su validez como nombre propio, tanto por su importancia en los códigos de lenguaje cotidiano, literario y científico, como por el hecho que son dos idiomas de origen latino -el castellano y el portugués- los dominantes en el área. Para el caso de este estudio, aun cuando la literatura tratada -la narrativa chilena-, pertenece a una región lingüística del subcontinente donde el idioma castellano es dominante, me decido a hablar de literatura `latinoamericana', en lugar de `ibero' o `hispano' americana. Hablar de la narrativa chilena como un caso de `literatura hispanoamericana', sólo sería correcto si asumiera que la única literatura que cuenta como tal, en Chile, es la escrita en castellano. No lo creo así. Si bien el idioma mapuche (3) no tiene todavía presencia en la narrativa nacional, sí la tiene ya en la poesía, lo que pone en entredicho el carácter `hispano' de la literatura chilena. Pero, a la vez, esta poesía escrita en mapuche (o náhuatl o guaraní) pone en evidencia la precariedad del afijo `latino'. En esta encrucijada semántica, cuyos orígenes están por una parte en la tachadura histórico-semántica que encierra el concepto de `lo precolombino' y por otra en la falta de límites político-culturales precisos de la territorialidad del subcontinente, el uso de una denominación u otra (`hispana' o `latina') para hablar de, por ejemplo, la literatura chilena, estará determinado por el proyecto de quien habla. En mi caso, al asumir que la literatura es un fenómeno lingüístico de resonancia directa en los problemas de la identidad cultural y, por tanto, es igualmente que lingüístico un fenómeno socio-cultural, me parece correcto ubicar la literatura chilena -y su narrativa del siglo XX como caso particular de su desarrollo- en el contexto del proceso de formación cultural del subcontinente que estamos llamando Latinoamérica, que incluye (o tiende a incluir) tanto a las regiones de habla hispana, portuguesa, `de idiomas autóctonos' como el mapuche, o `idiomas nuevos' como el papiamento. La literatura chilena, en este contexto discursivo, es literatura latinoamericana. Creo que la literatura latinoamericana, en tanto objeto de estudio, deberá asumirse por ahora como un concepto todavía en formación, que en caso de alcanzar legitimación definitiva -y la tendencia en el proceso de formación cultural indica que así va a suceder- incluirá las Américas hispana, lusitana y de idiomas autóctonos, más el Caribe como `zona de contacto' -donde el mestizaje ha producido ya una lengua enteramente nueva como el papiamento- con idiomas de origen no latinos. Para encarar los problemas de historización y periodización literarias en el subcontinente, es necesario entonces delimitar cuidadosamente el área de trabajo, a riesgo de caer en la fácil confusión de la parte discernible (una literatura nacional o regional) con el todo todavía no configurado (la literatura latinoamericana). Este último concepto sólo podrá ser comprendido como un horizonte geo-cultural semejante al de `literatura europea' o `literatura africana'-, en ningún caso como un objeto cuyo estudio pueda asumirse como unidad con un mínimo de rigor empírico. El único modo productivo de tratar el compuesto que es la literatura latinoamericana es el comparativo (Martínez 1995; Pizarro 1985; Rama 1985), donde los resultados de investigaciones particulares -sobre alguno de sus idiomas o regiones, desde algún punto de vista teórico- pueden entrar en relación, confrontarse, en busca de respuestas de alcance general. Tendencias recientes en la historia literaria El desarrollo de propuestas de historización literaria en Latinoamérica forma ya un archivo bastante amplio. Cada país cuenta con su propia historia literaria nacional, a menudo reescrita más de una vez en el curso de los años, y las historias de alcance general, a partir de la Literary History of Spanish America de Alfred Coester en 1916, se publican con inusitada frecuencia, ya sea como registro cronológico y comentado de obras y autores o elaboración de un concepto o filosofía de la historia. Los manuales que recogen y comentan series de obras y autores, amenazados en cada nueva `edición corregida y aumentada' por el sobrepeso o la repentina desaparición de nombres, me parecen aquí irrelevantes. Pero entre las obras que ofrecen una interpretación sistemática de la literatura mediante el estudio de obras, autores y períodos, creo que es interesante diferenciar dos tendencias. 5
Una es la que aborda la literatura como fenómeno integrado en un concepto de cultura. El trabajo inicial de esta tendencia es Las corrientes literarias en la América hispánica (1949) de Pedro Henríquez Ureña. Una serie importante de intelectuales y académicos -Angel Rama, Rafael Gutiérrez Girardot, Ana Pizarro, António Cândido, Antonio Cornejo Polar- han seguido los pasos de Henríquez Ureña. Los estudios de Alejandro Losada, orientados hacia una `historia social de la literatura latinoamericana' pueden ser comprendidos también en esta tendencia, al igual que el Esquema generacional de las letras hispanoamericanas (1963), de José Juan Arrom, que es un repaso de la historia de la cultura subcontinental redactada según las pautas del método generacional. La otra tendencia, cuyo propósito es abordar la historia y periodización literarias desde una perspectiva que se desentiende del contexto cultural, en busca de una historia literaria que pudiera operar independientemente de fenómenos político-económicos o de formación social, está representada, prácticamente en solitario, por la obra de Cedomil Goic. El modelo de historia y periodización de Goic está construido según los postulados del método histórico de las generaciones, tal como lo desarrollaron en España Ortega y Gasset y su discípulo Julián Marías. Los estudios de Cedomil Goic, presentados como esquema de organización de los distintos géneros literarios a través del tiempo histórico, han sido acogidos en algunos círculos académicos latinoamericanos, especialmente en Chile:4 coinciden para esta aceptación la sencillez teórica del modelo, que no requiere reelaboración alguna por parte de quien lo aplica, así como las condiciones políticas imperantes en el subcontinente durante las décadas del setenta y ochenta, cuando toda relación de la literatura (o cualquier arte) con otros fenómenos culturales, especialmente políticos, económicos o de formación social, estaba bajo sospecha o franca proscripción. Las críticas mutuas entre quienes practican uno u otro modo de abordar la literatura y su historización son marcadamente excluyentes. Valga como ejemplo lo que dice del modelo generacional Rafael Gutiérrez Girardot: Su mecánica de quince o de treinta años y su punto de partida, esto es, la fecha de nacimiento de los autores, excluyen de por sí cualquier consideración históricosocial (sic) o simplemente histórica. [...] La fecha de nacimiento de un autor, la figura directiva de la generación, la experiencia común y el aprendizaje semejante, son datos accidentales y en todo caso ajenos a la curva de precios, a la progresión demográfica, a la producción y a todos los demás factores. (1985: 128-29) Para Gutiérrez Girardot, el concepto de generación es instrumento adecuado para la sociología empírica, en la investigación de fenómenos de `corta duración', como las relaciones entre jóvenes y adultos: Pero esta aplicación tiene un reducido alcance histórico, es decir, el que tiene la sociología empírica como ciencia fundamentalmente del presente y opera con instrumentos precisos, muy diferentes de los especulativos y bizantinos con los que se entretiene la teoría hispánica de las generaciones. (129) Por su parte, José Promis, que sigue explícitamente a Goic en su aproximación al tema, en la introducción a su Testimonios y documentos de la literatura chilena (1842-1975), afirma la existencia de un ritmo histórico sobre el cual, por afinidad o contraste, se inscribe la literatura; esto no quiere decir que sea independiente de aquél; por el contrario, es uno de sus productos. La única manera de verla, por lo tanto, es haciéndola resaltar de la secuencia en que está integrada. Este ritmo histórico, como afirma Ortega y Gasset, es el producto de la sensibilidad vital de las distintas generaciones humanas que, sucediéndose, constituyen los goznes que articulan la historia. La producción literaria se configura interior y exteriormente de acuerdo a la naturaleza de las sensibilidades generacionales. La manera como se va modificando el objeto depende de la forma en que lo entiende cada generación histórica. (1977a: 8-9)
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Para Cedomil Goic la historia literaria requiere de dos maneras de aproximación paralela: una `externa', que observa a la literatura «en sus modalidades de producción, comunicación y consumo, es decir como historia social o institucional de la literatura» (1975 en Goic 1992: 292) y otra `interna', ordenada de acuerdo al método histórico de las generaciones: Esto quiere decir que pretendemos movernos en los términos de la obra misma y no establecer vinculaciones entre ella y su género y el entorno histórico cultural. Que esta forma de historia o estudio pueda o deba hacerse parece fuera de toda duda. Sin embargo, no es difícil observar la resistencia que despierta tal estudio y la tendencia tan cansada que existe a considerar como único acceso posible a la realidad literaria, el camino deparado por el autor o por las circunstancias histórico-sociales. (1969 en Goic 1992: 253) A su vez, Grínor Rojo, en su ensayo «En torno a la llamada generación de dramaturgos hispanoamericanos de 1927 más unas pocas observaciones sobre el teatro argentino moderno. (Elementos de autocrítica)», declara haber seguido a Cedomil Goic en un estudio anterior sobre teatro latinoamericano, pero se muestra ahora más interesado en los estudios literarios de contexto histórico cultural y declara enfáticamente: No hay, no puede haber, ni ha habido jamás, una historia interna del arte. Para ser históricos, los objetos estéticos tienen que existir en el tiempo que está tanto en ellos como fuera de ellos; que no por ser «su» tiempo es menos el tiempo de otras prácticas, y que se encarna así en condiciones que son internas y externas, intrínsecas y extrínsecas. (1982: 70) Cabe agregar que para Cedomil Goic, aun cuando él mismo estudie sólo la dimensión `interna' de la historia literaria, se trata, junto a la que llama `externa', de quehaceres autónomos y complementarios que habrán de desarrollarse paralelamente en dirección a una historia integral de la literatura. Esta a su vez desembocará con el orbe de su conocimiento específico en las correlaciones de hechos y con la historia en general. Hay entretanto un largo camino que andar. (1975 en Goic 1992: 293) Pero si bien estas palabras aluden a un proyecto que, de realizarse, reuniría las dimensiones interna y externa en una `historia integral de la literatura', en los hechos Cedomil Goic ha dedicado sus esfuerzos de manera exclusiva a la `historia interna', dejando la `externa' como un concepto apenas esbozado. Debemos aceptar, por tanto, que el proyecto de Cedomil Goic está por ahora inconcluso. En cualquier caso, los trabajos de periodización de Cedomil Goic que se conocen hasta ahora (Goig 1992, 1991) presentan falencias metodológicas serias (ver Cuadros 1996), debidas a su intención de operar sobre la literatura como si esta fuera un fenómeno desligado de los procesos sociales, y no menos por acudir, para su ordenamiento, a una rémora teórica como el método generacional. Problemas de la periodización literaria en el siglo XX Para abordar los problemas de la periodización me parece fundamental detenerse en un hecho inicial, que favorece la comprensión y el tratamiento de la literatura como un fenómeno histórico cultural, trabado desde el comienzo con todas las otras series de fenómenos que dan forma a lo que estamos llamando Latinoamérica: aun cuando se funden en principios teóri cos distintos y las imágenes de lo histórico que postulen difieran entre ellas, las propuestas de historia literaria -Henr noíquez Ureña, Anderson Imbert, Jean Franco, Fernando Alegría, Cedomil Goic, etc.- coinciden en que ésta comienza en 1492. (5) Este es el año que da inicio a las series periódicas y, a la vez, marca el límite con las culturas precolombinas para aquellos como Eguiara y Eguren, quien en pleno siglo XVIII escribió su Biblioteca mexicana en la que habla de «las antigüedades mexicanas» (Portuondo 1958: 232), o el venezolano Domingo Miliani, quien entre otros, en su «Historiografía literaria; ¿períodos históricos o códigos culturales?», propone considerar una «[é]poca prehispánica, precolombina o anterior al descubrimiento» (1983: 103) en la periodización literaria del subcontinente. 7
Iniciado así el recuento, los historiadores han acordado situar entre 1492 y fines del XVIII, cuando comienzan los movimientos independentistas, el gran ciclo de la literatura colonial, desarrollada principalmente en los virreinatos mexicano y limeño o en España misma, si consideramos americana la obra del Inca Garcilaso de la Vega o Juan Ruiz de Alarcón. Durante el siglo XIX, los historiadores igualmente coinciden en reconocer —aun cuando fijando para ellas límites temporales distintos (6—- una evolución de corrientes o estilos literarios: el neoclasicismo, el romanticismo, el realismo, el naturalismo y el modernismo. Pero esta sencilla reducción del proceso literario a sus módulos macro-históricos, merece algunos comentarios. El XIX es el siglo de formación del sustrato básico de la cultura latinoamericana moderna: se comienzan a escribir y publicar novelas, las preguntas por la identidad cultural generan un pensamiento crítico, la poesía finisecular se transforma y expande su poder de novedad hasta España, a través del modernismo, invirtiendo el flujo de influencia cultural propio de la época colonial. A partir del momento modernista, y en correspondencia con el desarrollo social, político y económico que vive Latinoamérica, la periodización de la literatura -y los estudios literarios en su conjuntoenfrentan una situación novedosa y compleja, que me gustaría resumir en los siguientes puntos: a) Las literaturas nacionales y/o regionales se van desarrollando diversificadas, generando movimientos y tipos de escritura que responden a sus propias circunstancias. Tres ejemplos: el indigenismo sólo se desarrolla —y valga la obviedad— en países con gran población indígena como Perú o Guatemala; la novela citadina-moderna surge primero en Buenos Aires, Ciudad de México, Santiago de Chile; el barroco de Lezama Lima, Carpentier y Sarduy es cubano y caribeño. Tal como apunté al hablar de la literatura latinoamericana como objeto de estudio, estos hechos, a la hora de periodizar o hacer historia, imponen una explícita delimitación geográfica y temática. b) Cada género literario afianza su tradición particular, de manera que es necesario atender de manera separada al desarrollo de la poesía, la narrativa, el teatro, el ensayo. c) Si en el momento modernista las figuras de alcance continental eran solamente tres o cuatro, las personalidades de significación general se multiplican a partir de las primeras décadas de este siglo. Autores como Macedonio Fernández, César Vallejo, João Guimarães Rosa, Juan Carlos Onetti, Salvador Elizondo —y la lista, cualquiera lo sabe, podría ser bastante más larga— representan cada uno de ellos un modo particular de asumir la escritura y la condición de intelectual: podrán ser ubicados históricamente en un país, adscritos a una generación o movimiento, ser abordados según el caso —y a menudo en más de una categoría— como poetas, narradores, dramaturgos o ensayistas, pero en rigor, cada uno de ellos es una teoría y una práctica de la literatura y sus obras desconciertan las categorías propias de la mirada histórica, que siempre requiere de antecedentes y tendencias de alcance general. d) Alrededor del fenómeno literario-económico del Boom en los años sesenta, la internacionalización del mercado editorial incide directamente sobre dos módulos básicos de la historia literaria: `literatura nacional' y `literatura latinoamericana'. Por una parte tienden a quedar en condición de `nacionales' aquellas obras editadas en pequeña escala en uno u otro país, por otra en condición de `latinoamericanas' aquellas que circulan por todos los mercados de Occidente —y el mundo—, traducidas a varios idiomas y en tiradas de muchos miles de ejemplares. El paso de una obra desde el módulo nacional al subcontinental se daba, hasta el Boom, a través de los circuitos de lectores, los partidos políticos, las universidades, los viajes de los autores. A partir de entonces, para que una obra sea considerada `latinoamericana', no es indispensable su reconocimiento como tal por parte de lectores acuciosos y o expertos en el tema, tampoco por su importancia en una literatura nacional: ahora puede alcanzar tal condición `desde afuera', a través de un éxito de ventas. El caso de una autora como Isabel Allende —o más recientemente el de Luis Sepúlveda— es aquí paradigmático.
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En el orden de los estudios literarios, lo importante es cómo acoger en un modelo de periodización esta influencia del mercado editorial en la creación y recepción literarias desde el momento del Boom en adelante. e) La aparición en la escena cultural de `nuevos' tipos de escritura y discursos teóricos, correspondientes a sujetos sociales no consignados, hasta hace poco, en la historia literaria: literatura feminista, chicana, indígena, homosexual, de testimonio, crónica urbana, etc. Cuando se pretende dar cuenta de la literatura que se produce y recibe en una sociedad que multiplica sus sujetos sociales, ya no es posible historizar de acuerdo a una sola corriente dominante. La figura de la pirámide, con su cúspide de `grandes literatos' y su base de incontables figuras menores, tiende a ser reemplazada por la figura de la constelación: en un espacio compartido circulan, discuten, se organizan y desorganizan todos los sujetos que producen literatura. La historia literaria no sería entonces sino un discurso —ordenamiento periódico desde algún supuesto teórico— sobre los rastros, las obras, que va dejando este proceso. f) Acontecimientos político-sociales de alcance global como la revolución bolchevique de 1917, las dos guerras mundiales, las intervenciones norteamericanas en distintos países del subcontinente, la guerra civil española, la guerra fría, la revolución cubana, el mayo del 68 en París y Praga, el gobierno chileno de Salvador Allende, las dictaduras militares, la caída del muro de Berlín, han tenido efectos decisivos en la literatura latinoamericana del siglo. Los compromisos y distanciamientos ideológicos de los escritores e intelectuales, así como de críticos e historiadores, han sido determinantes tanto en la producción y recepción de obras como su periodización. g) Quisiera mencionar por último la discusión abierta en los años ochenta sobre `modernidad' y `posmodernidad', capítulo más reciente del proceso de reflexión teórica que lleva a cabo Occidente desde el siglo XVIII. Latinoamérica ha estado presente en esta discusión desde el comienzo, ya sea a través de algunos autores (Borges, García Márquez, Cortázar, Fuentes), que en círculos académicos europeos y norteamericanos han sido considerados posmodernos y estudiados en condición de tales, como de intelectuales y académicos latinoamericanos (Rincón, Yúdice, García Canclini, Richard) —a menudo presentes también, como profesores permanentes o invitados, en centros de estudio europeos y/o norteamericanos— que han asumido prontamente la cuestión desde un punto de vista latinoamericano, tanto para poner en evidencia las estrategias del pensamiento posmoderno europeo y norteamericano frente a la literatura y cultura latinoamericanas, como para seguir adelante con su propia reflexión. Este es el entramado de problemas y desafíos que opera como telón de fondo de este estudio. Algunos de los temas mencionados —la delimitación geográfica y de género literario, la presencia de `nuevos sujetos' en la escena literaria, la gravitación de `los compromisos ideológicos' en el proceso literario, la discusión modernidad-posmodernidad— son asumidos en la práctica de periodización de la novela chilena, en los próximos capítulos. Uno de importancia mayor —la influencia de la internacionalización del mercado editorial en la formación del canon literario— queda prácticamente sin tratamiento. Esto se debe a la necesaria reducción del campo de trabajo a una literatura nacional, y no menos a la carencia de datos sobre recepción literaria que todavía pesa sobre los estudios literarios latinoamericanos. Dejar apuntado el tema, no obstante, me parece necesario, tanto porque señala una carencia que debe ser superada, como por su influencia —aun cuando no cuantificada— en el proceso de formación de las literaturas nacionales y subcontinental a partir de la década del sesenta. Quisiera agregar que cuando se trabaja a posteriori —con objetos de estudio que pudiéramos considerar `cerrados'—, los fenómenos propios de un período son abordados con presupuestos teóricos de otro, en un esfuerzo de reactualización del pasado. Situado en un momento distinto del proceso de formación cultural, sujeto a sus propios compromisos ideológicos y teóricos —que forman parte de una Weltanschauung, imago mundi, espíritu de la época o como se le prefiera llamar—, el operante articula una respuesta desde otro momento de proceso, desde otro período. Ahora bien, dado que la discusión modernidad-posmodernidad sigue vigente en Latinoamérica (ver por ejemplo Beverley et al. 1995), la `comodidad' que otorga la distancia temporal me está vedada. En otras palabras: este trabajo se desarrolla en la inmediatez y apertura 9
que me impone el momento actual, correspondiente a un período de la cultura occidental en plena formación, cuyos síntomas más generales están cifrados en la discusión modernidad-posmodernidad. La literatura en el proceso de formación cultural ¿Cómo plantearse un modelo de periodización literaria, en circunstancias como las actuales? Esta pregunta se dirige tanto al posible objeto de estudio, `la novela chilena del siglo XX' como al modo de encarar de manera sistemática su ordenamiento. En cuanto al objeto, una delitimación primera obliga a preguntarse por aquello que vamos a llamar `novela'. Cuestión en apariencia fácil, pero de límites más que inciertos. Si atendemos a un estudio reciente (Cánovas 1997) —que consideró ciento veinte obras publicadas entre 1977 y 1996—, nos encontramos con una gran diversidad de temas, tipos, estilos. Se leen aquí como novelas a El padre mío de Diamela Eltit (cercano al documento antropológico), el relato realista-maravilloso de Luis Sepúlveda Un viejo que leía historias de amor, un relato de exiliados como Cobro revertido de José Leandro Urbina, un relato policial como Nadie sabe más que los muertos de Ramón Díaz Eterovic. El objeto `novela' se ofrece polimorfo y abierto. Por tanto, la pregunta debe sostenerse: ¿qué texto vamos a reconocer y aceptar como novela? Un camino es regresar a una distinción elemental, que por su obviedad podría escapar a nuestro interés: la novela no es teatro ni es lírica, y podría entenderse como `la animación, mediante un relato escrito, de un mundo ficticio'. No avanzamos mucho, al definir así el objeto de estudio, pero sí iniciamos un recorrido sustentado en la tradición literaria. Bastará, en principio, la lectura de la obra para decidir su condición de novela, es decir no lírica ni teatro. Pero nuevamente desembocamos en el mare magnum de la producción novelesca chilena de los últimos decenios y nos encontramos con la necesidad de los adjetivos: novela policial, sicológica, histórica, de socio-ficción, realista-social, meta-narrativa, femenina, barroca, etc. Esta mirada desplaza el interés desde la novela misma a su adjetivo. No existiría `la novela' sino, siempre, la novela adjetivada. El objeto novela, por tanto, podría identificarse a través del adjetivo que la relaciona con un modo de ser narrativo. Un procedimiento como este nos dejaría ante una cantidad de series de obras reunidas por su relación con un adjetivo, lo que facilitaría el trabajo de investigación ya fuera de una obra en particular, de un grupo semejante, de grupos distintos y las relaciones que pudieran existir entre (a lo menos) estos tres factores. El trabajo de identificación del objeto de estudio es fundamental, y se le ha prestado poca atención. Toda praxis de periodización se sostiene en fenómenos probables, por lo que me parece muy difícil llegar a discernir `qué ha pasado' y `qué está pasando' con la novela en Chile antes de sancionar de manera explícita lo que entendemos por novela. Lo productivo de identificar a la novela por su adjetivo, es que ello no implica una jerarquización de los modos de ser narrativos —no es 'mejor' la novela barroca que la histórica o la sicológica—, ni un progreso temporal de los mismos: se pueden encontrar rasgos criollistas (dominante en la escena literaria de los años veinte) en obras publicadas hoy mismo (Rivera Letelier), y la meta-ficción puede manifestarse al mismo tiempo que el realismo social (Juan Emar y Alberto Romero). Una identificación de este tipo posibilita recorridos múltiples —no sólo verticales y progresivos— a través de los distintos modos de ser narrativos y de los momentos en que las novelas se publicaron, criticaron y leyeron. Ahora bien: ¿de qué debería dar cuenta un modelo de periodización literaria? En una primera aproximación, la respuesta sería: `de las transformaciones de la literatura a través del tiempo'. Tiempo que no puede ser otro que el de su escritura, publicación, lectura, comentario: tiempo histórico. Este acercamiento al `tiempo histórico' marca una segunda aproximación, más compleja. Ahora se trataría de distinguir transformaciones de un quehacer específico —la literatura— en un contexto propio, la historia de la literatura, historia de sus géneros y tradiciones, de sus períodos inscritos en la misma historia literaria. Pero los períodos de la literatura se desarrollan siempre imbricados con los períodos de la historia general —económica, sociopolítica, militar, religiosa—. La literatura es un factor de formación cultural que bien puede generar un sistema periódico propio, pero éste sólo se hace inteligible en su relación con la historia general. Es decir, la 10
literatura debe su historicidad a la historia general de la sociedad en la cual se manifiesta. Y esta historia general, valga la obviedad no es literaria. De esta situación se deduce la necesidad de estudiar los períodos literarios en un recorrido comparado con los períodos de la historia general. Para el caso chileno de la novela del siglo XX, la necesidad de establecer las relaciones de coincidencia y discontinuidad entre los períodos literarios y socio-históricos. Un caso de coincidencia es el que se produce a fines de la década del treinta, cuando la `Generación del 38' se compromete con el gobierno del Frente Popular y se gesta un modo de narrar y un programa estético ideológico: un caso de discontinuidad es el que provoca el golpe militar de 1973, que motiva la dislocación de todo el proceso de formación literaria que venía articulándose desde los años veinte. Las características de la renovación del quehacer literario en Chile, a comienzos de los años ochenta, a casi un decenio del golpe militar y en plena dictadura, sólo van a cobrar sentido histórico si se logra rehacer el tejido cultural de coincidencias y discontinuidades entre período literario y período socio-histórico. En los próximos capítulos de este estudio se hacen algunas propuestas en tal dirección. __Ricardo Cuadros, Marzo de 1999 ___________ NOTAS 1) Este ensayo es la Introducción a un proyecto de periodización de la novela chilena del siglo XX, derivado de la tesis doctoral del autor. 2
) Mi preferencia por la denominación `Latinoamérica' -en lugar de otras como `Hispanoamérica' o `Iberoamérica'- está explicada más adelante en este ensayo. 3)
Y poco o nada sabemos todavía, en el ámbito de los estudios literarios, de los aportes de la otra lengua chilena por anexión política, la de Isla de Pascua. 4)
Recientemente Rodrigo Cánovas ha publicado un estudio sobre narrativa chilena acudiendo al modelo goiceano para su ordenamiento (Cánovas 1997). Para una crítica del trabajo de Cánovas ver (Cuadros 1998). 5)
Salvo para José Juan Arrom, para quien las `series generacionales' comienzan dieciocho años antes, en 1474. 6)
El romanticismo, por ejemplo, en el modelo periódico de Cedomil Goic (1992) tiene lugar entre 1845 y 1890. Por su parte Pedro Henríquez Ureña (1949) y Enrique Anderson Imbert (1954) lo sitúan entre 1830 y 1860. ___________ BIBLIOGRAFIA Arrom, José Juan. 1963. Esquema generacional de las letras hispanoamericanas. Bogotá: Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo XXXIX. 1977. Barnes, Elmer. 1948. An Introduction to the History of Sociology. Chicago: The University of Chicago Press. Benedetti, Mario et al. 1990. Nuestra América contra el V centenario. Tafalla: Editorial Txalaparta. Beverley, John. 1993. Against Literature. Minneapolis:. University of Minnesota Press. Cánovas, Rodrigo. 1997. Novela chilena, nuevas generaciones, el abordaje de los huérfanos. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Católica de Chile. Casas de las, Bartolomé. 1552. Brevísima relación de la destrución de las Indias. Madrid: Tecnos. 1992. 11
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