Terrence W. Deacon
NATURALEZA INCOMPLETA Cómo la mente emergió de la materia Traducción de Ambrosio García Leal
Índice
P.
13
Agradecimientos
15
0. Ausencia La cifra que faltaba, 15 - ¿Qué es lo que importa?, 17 - Cálculo con ausencia, 21 - Una paradoja zenoniana de la mente, 25 «Tan simple como sea posible, pero no demasiado simple», 26
31
1. Nadas (y todos) Lanzamiento de piedra, 31 - ¿Qué es lo que falta?, 35 - Negar la magia, 43 - Telos elos ex machi machina na,, 47 - Ex nihilo nihil fit, 50 Cuando menos es más, 54
59
2. Homúnculos El hombrecillo en mi cabeza, 59 - Representaciones homunculares, 62 - El barco de la teleología, 69 - Esconder la causa final, 72 - Dioses de los vacíos, 74 - Preformación y epigénesis, 77 Mentalés, 82 - ¿La mente de principio a fin?, 85
93
3. El golem y otros autómatas Esquemas de eliminación, 93 - Cabezas de hidra, 95 - Verdad y muerte, 99 - El fantasma en el ordenador, 105 - La balada de Deep Blue, 110
121
4. Teleonomía Retorno al futuro, 121 - La ley del efecto, 123 - Pseudopropósito, 128 - Sangre, cerebros y silicio, 137 - Fracciones de vida, 141 - El camino no tomado, 148
157
5. Emergencia Novedad, 157 - La evolución de la emergencia, 160 - Reduccionismo, 165 - Los emergentistas, 168 - ¿Un castillo de naipes?, 178 - Complejidad y «caos», 182 - Procesos y partes, 188
195
6. Ligadura Hábitos, 195 - Redundancia, 200 - Más similar = menos diferente, 202 - Abstracción concreta, 210 - Nada es irreductible, 216
219
7. Homeodinámica Por qué cambian las cosas, 219 - Una breve historia de la energía, 226 - Caída y forzamiento, 232 - La termodinámica reformulada, 239 - ¿Una causa formal de causas eficientes?, 242
247
8. Morfodinámica Orden a partir del desorden, 247 - Autosimplificación, 254 Termodinámica lejos del equilibrio, 258 - La convección de Rayleigh-Bénard, 261 - La diversidad de los procesos morfodinámicos, 267 - La excepción que confirma la regla, 273
277
9. Teleodinámica Un hilo conductor dinámico, 277 - Orígenes ligados, 283 - Asimetrías compuestas, 286 - Mecanismos autorreproductivos, 290 - ¿Qué es la vida?, 293 - Franquencélulas, 295
301
10. Autogénesis El umbral de la función, 301 - Autocatálisis, 305 - Contención, 308 - Sinergia, 313 - Autógenos, 317 - Evolución autogénica, 323 - El trinquete de la vida, 327 - La emergencia de la teleodinámica, 330
339
11. Trabajo Cambio forzado, 339 - Esfuerzo, 341 - Contra la espontaneidad, 345 - Transformación, 352 - Trabajo morfodinámico, 359 Trabajo teleodinámico, 369 - Potencia causal emergente, 376
383
12. Información Una diferencia pasada por alto, 383 - Omisiones, expectativas y ausencias, 387 - Dos entropías, 389 - Información y referencia, 392 - Hace falta trabajo, 398 - El demonio domado, 400
403
13. Significación La referencia importa, 403 - Más allá de la cibernética, 405 Trabajarse el futuro, 407 - Interpretación, 410 - Ruido y error, 413 - Información darwiniana, 418 - Del ruido a la señal, 420 Información emergente, 424 - Representación, 429
431
14. Evolución Eliminación natural, 431 - «Los diversos poderes de la vida», 435 - Abiogénesis, 439 - El nuevo traje del replicador, 443 Interpretación autogénica, 451 - De la energética a la genética, 456 - Caída en la complejidad, 466
473
15. Yo Comienzo pequeño, 473 - Individuación, 477 - Yoes hechos de yoes, 480 - El yo neuronal, 484 - Diferenciación del yo, 486 La sede de la agencia, 488 - La respuesta evolutiva al nominalismo, 490 - El cogito sin extensión, 493
495
16. Sensitividad Cuando los árboles no dejan ver el bosque, 495 - Sensitividad e inteligencia, 500 - El complemento de la computación, 503 Computación carnal, 508 - Del organismo al cerebro, 514
519
17. Consciencia La jerarquía de la sensitividad, 519 - Emoción y energía, 522 La termodinámica del pensamiento, 528 - ¿Por qué sufrir?, 535 - Estar aquí, 543 - Conclusión del comienzo, 548
549
E
557 565 579 591 595
Apéndices Glosario Notas Bibliografía Índice onomástico Créditos de la selección de textos
pílogo Nada importa, 549 - El cálculo de la intencionalidad, 551 - Valores, 553
A mis padres, Bill y JoAnne Deacon (y a «los Piratas»)
AGRADECIMIENTOS
Si cualquiera de nosotros pretende que puede contemplar el mundo desde una nueva atalaya es porque, como dijo Isaac Newton, nos hemos subido a hombros de gigantes. En mi caso esto es incuestionable, porque cada una de las muchas fibras que forman el tejido de la teoría presentada en este libro se remonta a la obra de algunas de las mentes más grandes de la historia. Pero, aún mucho más, se trata a menudo de la convergencia de mentes similares que cuestionan obstinadamente hasta el menos dudoso de los supuestos colectivos que nos colocan las anteojeras que limitan un paradigma conceptual particular. Esto también se aplica aquí. Pocas de las ideas novedosas exploradas en este libro surgieron de mis reflexiones personales plenamente formadas, y pocas exhibían siquiera el patrón toscamente cortado que describo en este libro. Estas ideas embrionarias tuvieron la suerte de nutrirse de la labor auténticamente devota y desinteresada de un puñado de colegas brillantes, perspicaces e incisivos que se reunieron en mi sala de estar semana tras semana, año tras año, para criticar los supuestos, pensar en la formulación correcta de una nueva idea o simplemente intentar atrapar un concepto que cada vez parecía escurrírsenos de las manos. Nos llamamos «Terry y los Piratas» (en alusión al título de una tira cómica de posguerra), por nuestra intensa camaradería intelectual y nuestro empeño en desafiar paradigmas. Este hilo de conversación continuado ha persistido durante casi una década y ha contribuido a convertir algo que era casi inconcebible en algo simplemente contraintuitivo. Los Piratas originales son (por orden alfabético) Tyrone Cashman, Jamie Haag, Julie Hui, Eduardo Kohn, Jay Ogilvy y Jeremy Sherman, con Ursula Goodenough y Michael Silberstein como visitas periódicas desde otras partes del país. Más recientemente se han incorporado Alok Srivastava, Hajime Yamauchi, Drew Halley y Dillon Niederhut, a la vez que Jamie y Eduardo se trasladaron a otras localidades para continuar sus carreras. La mayoría de ellos ha leído buena parte del manuscrito de este libro y me han proporcionado comentarios y correcciones útiles. Parte del capítulo sobre el «Yo» es la reedición de un artículo que escribí con 13
Jay Ogilvy y Jamie Haag, y diversos fragmentos de varios capítulos se inspiran en artículos escritos con Tyrone Cashman o Jeremy Sherman. La estrecha implicación de todos estos colegas se demostró también en los largos días que Ty Cashman, Jeremy Sherman, Julie Hui y Hajime Yamauchi pasaron conmigo repasando las más de setecientas páginas de pruebas para hacer la necesaria revisión que condujo al manuscrito final. Sin la inteligencia colectiva y el trabajo de esta mente y este cuerpo extendidos, me cuesta imaginar cómo estas ideas habrían llegado siquiera a ver la luz del día en una forma al menos semilegible. Además, estoy enormemente agradecido a los muchos colegas de todo el país que han leído partes del manuscrito y me han dado sabios consejos. En particular, Ursula Goodenough, Michael Silberstein, Ambrose Nahas y Don Favereau leyeron las primeras versiones de varias partes del libro y me proporcionaron amplias correcciones. Mi editora de The Symbolic Species, Hilary Hinzman, llevó a cabo una corrección exhaustiva de los primeros cuatro capítulos, que en consecuencia serán los más legibles. Estas revisiones han contribuido a mejorar grandemente la presentación al eliminar algunos descuidos y confusiones y simplificar mi prosa a veces tortuosa. De hecho, he recibido muchas más revisiones de las que he podido aprovechar, dado el tiempo y el espacio disponible. Ha sido sólo la buenísima fortuna de estar en el lugar y el momento adecuados de la historia de las ideas —con la herencia de incontables obras geniales— y de estar rodeado de una banda leal de compañeros de viaje lo que ha permitido que estas ideas puedan compartirse de una forma mínimamente comprensible. Esta banda leal de «Piratas» ha sido crítica, animosa, paciente e insistente en la medida justa para hacerlo posible. El libro es un testimonio de la maravillosa sinergia de tantas contribuciones convergentes, que han convertido esta empresa en un viaje de lo más apasionante y una fuente de amistades duraderas. Gracias a todos. Por último, lo más importante ha sido el ánimo constante e inquebrantable de mi esposa y mejor amiga, Ella Ray, quien ha entendido me jor que nadie las limitaciones de mi mente proclive a la distracción y la manera de ayudarme a centrarme en el desafío de poner estas ideas por escrito, mes tras mes, año tras año. Berkeley, septiembre de 2010
14
0 Ausencia1
n la historia de la cultura, el descubrimiento del cero siempre figurará como uno de los mayores logros individuales del género humano. E
Tobias Dantzig, 1930 La cifra que faltaba
La ciencia ha avanzado hasta el punto de que podemos disponer con precisión átomos individuales sobre una superficie metálica o identificar el continente ancestral de la gente analizando el ADN de su pelo. Y sin embargo, irónicamente, nos falta una comprensión científica de cómo las frases de un libro se refieren a los átomos, al ADN o a cualquier otra cosa. Éste es un problema grave. Básicamente significa que nuestra mejor ciencia (esa colección de teorías que presumiblemente están más cerca de explicarlo todo) no incluye esa característica definitoria tan fundamental de ser tú y yo. Resulta que nuestra «Teoría de Todo» actual implica que no existimos, salvo como una colección de átomos. ¿Qué es lo que falta? Irónica y enigmáticamente, hay una ausencia ausente. Considérense los siguientes hechos familiares. El significado de una frase no son los garabatos empleados para representar letras en una hoja de papel o una pantalla. Tampoco los sonidos que dichos garabatos podrían inducirnos a pronunciar. Ni siquiera el hervidero de eventos neuronales que tiene lugar en nuestro cerebro mientras leemos. El significado de una frase, y aquello a lo que se refiere, carece de las propiedades típicamente necesarias para que algo tenga alguna incidencia en el mundo. La información contenida en esta frase no tiene masa, ni momento, ni carga eléctrica, ni solidez, ni ninguna extensión clara en nuestro espacio interior, ni en nuestro entorno, ni en ninguna otra parte. Aún más perturbador es que las frases que el lector está leyendo ahora mismo podrían no tener sentido, en cuyo caso no hay nada en el mundo con lo que pudieran corresponderse. Pero incluso esta propiedad de aspiración de sig15
nificado tendrá incidencia física en el mundo si de algún modo influye en nuestra manera de pensar o actuar. Obviamente, a pesar de esta no presencia que caracteriza los contenidos de mis pensamientos y el significado de estas palabras, las escribo por los significados que puedan transmitir. Y presumiblemente es por esto por lo que el lector está enfocando sus ojos en ellas, y por lo que estaría dispuesto a invertir cierto esfuerzo mental en encontrarles sentido. En otras palabras, el contenido de esta o cualquier frase —un algo-queno-es-una-cosa— tiene consecuencias físicas. Pero ¿cómo? El significado no es lo único que plantea un problema de esta clase. Otras relaciones cotidianas comparten este carácter problemático. La función de una pala no es la pala, ni el hoyo en el suelo, sino el potencial de hacer los hoyos con más facilidad. La referencia del movimiento de una mano al saludar no es el movimiento en sí, ni la convergencia física de los amigos, sino el inicio de una posible compartición de pensamientos y experiencias recordadas. Mi propósito al escribir este libro no es pulsar las teclas de un ordenador, ni depositar tinta en un papel, ni siquiera la producción y distribución de gran número de ejemplares de un libro físico, sino compartir algo no encarnado por ninguno de estos procesos y objetos físicos: ideas. Y, curiosamente, es ni más ni menos que su carencia de atributos físicos lo que permite que las ideas puedan compartirse con decenas de miles de lectores sin que se agoten. Aún más enigmático es que la determinación del valor de esta empresa es casi imposible de conectar con ninguna consecuencia física específica. Es algo casi enteramente virtual: quizá nada más que hacer ciertas ideas más fáciles de concebir o, si mis sospechas se confirman, incrementar el sentido propio de pertenencia al universo. Cada una de estas categorías de fenómenos —función, referencia, propósito o valor— es de algún modo incompleta. Hay algo ahí que no está ahí. Sin este «algo» que falta, serían simple y llanamente objetos o sucesos físicos, carentes de estos atributos, por lo demás curiosos. Anhelos, deseos, pasiones, apetitos, aflicciones, pérdidas, aspiraciones: todo ello se basa en una incompletitud intrínseca análoga, una carencia integral. Mientras reflexiono sobre este extraño estado de cosas, me choca que no haya una sola palabra que parezca referirse al carácter evasivo de tales cosas. Así, aun a riesgo de iniciar esta discusión con un torpe neologismo, me referiré a este rasgo como ausencial,2 para denotar fenómenos cuya existencia viene determinada por una ausencia esencial. Puede tratarse de un estado de cosas aún no realizado, un objeto separado o una representación específica, un tipo general de propiedad que puede o no existir, una cualidad abstracta, una experiencia, etcétera, algo que no 16
realmente presente. Esta cualidad intrínsecamente paradójica de existir respecto de algo ausente, separado y posiblemente inexistente es irrelevante cuando se trata de cosas inanimadas, pero es una propiedad definitoria de la vida y de la mente . Una teoría completa del mundo que nos incluya a nosotros y a nuestra experiencia del mundo debe dar sentido a la manera en que tales ausencias específicas nos originan y nos conforman. Lo ausente importa, y sin embargo nuestra actual comprensión del universo físico sugiere que no debería ser así. El papel causal de la ausencia parece estar ausente de las ciencias naturales. está
¿Qué es lo que importa?
Obviamente, la ciencia moderna se interesa por explicar cosas que están presentes desde el punto de vista material y energético. Estamos interesados en el comportamiento de los objetos físicos en toda clase de circunstancias, en los objetos de los que a su vez están compuestos, y en cómo las propiedades físicas expresadas en un momento dado influyen en lo que ocurrirá en momentos posteriores. Esto abarca incluso fenómenos (no sé si llamarlos objetos o sucesos) tan extraños y tan rebeldes a admitir un sentido claro como los procesos cuánticos que tienen lugar a la inimaginablemente pequeña escala subatómica. Pero, aunque los fenómenos cuánticos se describan a menudo en términos de propiedades físicas posibles aún por realizar, están físicamente presentes en un sentido aún no especificado, y no ausentes o no representados. Un propósito aún por realizar, una cualidad de sentimiento, un valor funcional recién descubierto, no son sólo relaciones físicas probables sobrepuestas. Cada una de estas cosas es un aspecto intrínsecamente ausente de algo presente. El foco científico en las cosas presentes y realizadas también explica en parte por qué, históricamente, las explicaciones científicas han tenido una coexistencia tan incómoda con las explicaciones ausenciales de por qué las cosas ocurren como ocurren. Un ejemplo de esto es la relación de cada cual con la noción de orden. Una ordenación de un conjunto de objetos inanimados tenderá espontáneamente a desordenarse, pero nosotros tenemos preferencia por ciertas ordenaciones, al igual que muchas otras especies. Muchas funciones y propósitos vienen determinados según ordenaciones preferentes, ya sea la disposición de las palabras en una frase o la de las ramitas en el nido de un ave. Pero las cosas tienden a no estar ordenadas de manera regular (esto es, tienden a estar desordenadas). Tanto la termodinámica como el sentido común predicen que 17
las cosas se desordenarán por sí solas. Así que cuando nos encontramos con fenómenos bien ordenados, o bien observamos cambios que proceden en sentido inverso al natural, tendemos a invocar influencias ausentes, como el designio humano o la intervención divina, para explicarlos. Desde los albores de la historia registrada, la regularidad de los procesos celestiales, el aparentemente exquisito diseño de los animales y vegetales, y las causas de coincidencias aparentemente significativas se han atribuido a mentes sobrenaturales, ya vengan representadas por demonios invisibles, un artífice divino todopoderoso o alguna otra intencionalidad trascendental. No es sorprendente que tales influencias se imaginaran procedentes de fuentes desencarnadas, carentes de forma física. Sin embargo, cuando las explicaciones mecanicistas de fenómenos inorgánicos tan misteriosos como el calor, las reacciones químicas o el magnetismo comenzaron a elevarse al rango de ciencia formalizada y precisa a finales del siglo XIX, las explicaciones ausenciales de toda clase cayeron en el descrédito. Así, cuando en 1859 Charles Darwin proporcionó un mecanismo —la selección natural— que podía dar cuenta de la notable correspondencia funcional entre los rasgos de las especies y las condiciones de su existencia, incluso el orden especial de los diseños vivos pareció plegarse a una explicación no ausencial. El triunfo de la explicación mecanicista de fenómenos antes considerados explicables sólo en términos mentalistas alcanzó su cenit en la segunda mitad del siglo XX, con el estudio de los llamados procesos de autoorganización inor gánicos. A medida que procesos tan corrientes como la formación de cristales de hielo o la convección regularizada comenzaron a verse como paralelos naturales de fenómenos tan inesperados como la superconductividad o la generación de rayos láser, se hizo cada vez más habitual que las explicaciones ausenciales se describieran como anacronismos históricos e ilusiones de una era precientífica. Muchos sabios creen ahora que el desarrollo de una ciencia capaz de caracterizar con precisión los fenómenos de autoorganización complejos bastará para describir finalmente las relaciones orgánicas y mentales desde perspectivas enteramente no ausenciales. Estoy de acuerdo en que la comprensión profunda de los procesos darwinianos, junto con el conocimiento derivado de la dinámica de sistemas complejos, ha llevado a enormes avances en nuestra comprensión del orden observado en los procesos vitales, neuronales e incluso sociales. De hecho, la argumentación de este libro recurre en gran medida a este cuerpo de conocimiento para encontrar escalones fundamentales en el camino hacia una teoría completa. Sin embargo, argumentaré que este enfoque sólo puede proporcionar pasos intermedios en este análisis de 18
múltiples pasos. Las teorías de sistemas dinámicos están obligadas en última instancia a prescindir del carácter finalista y normativo de los organismos, porque asumen implícitamente que todo fenómeno causalmente relevante debe asimilarse a algún sustrato material o diferencia energética. En consecuencia, están tan limitados en su capacidad para tratar con los rasgos representacionales y experienciales de la mente como las explicaciones mecanicistas simples. Desde ambas perspectivas, los rasgos ausenciales deben tratarse, por definición, como interpretaciones epifenoménicas que deben reducirse a sustratos físicos específicos o, si no, excluirse del análisis. Presumiblemente, el dominio que incluye lo que es mera representación, lo que podría ser, lo que podría haber sido, lo que se siente o lo que es bueno para algo no puede tener relevancia física alguna. Desde los años ochenta, algunos sabios comenzaron a asumir que los sistemas dinámicos y los enfoques evolutivos de la vida y la mente no satisfarían esta pretensión de universalidad. Por su necesario fundamento en lo que está físicamente aquí y ahora, no serían capaces de escapar a este dualismo implícito. Un grupo de investigadores fuertemente influidos por el pensamiento sistémico (como Gregory Bateson, Heinz von Foerster, Humberto Maturana y Francisco Varela, por citar sólo unos cuantos) comenzaron a formular este problema y a ensayar diversos intentos de ampliar el pensamiento sistémico de maneras que permitieran reintegrar la intencionalidad de los procesos vitales y el componente experiencial de los procesos mentales. Pero el problema metafísico de reintegrar la intencionalidad y la subjetividad en unas teorías de procesos físicos llevó a muchos pensadores a proponer una suerte de matrimonio de conveniencia forzado entre los modos de explicación mental y físico. Por ejemplo, en 1984 Heinz von Foerster adujo que una teoría total debería incluir, y no excluir, el acto de observación. Desde un marco teórico relacionado, Maturana y Varela introdujeron en 1980 el concepto de auto poyesis —literalmente, autocreación— para describir la dinámica autorreferencial nuclear tanto de la vida como de la mente que constituye una perspectiva observacional. Pero en su empeño por convertir al yo-observador autónomo en un elemento fundamental de las ciencias naturales, el origen de esta dinámica autocreativa simplemente se da por sentado, se toma como un axioma fundamental. De esa forma la teoría elude los desafíos planteados por fenómenos cuya existencia se determina respecto de algo desplazado, ausente o aún no realizado, porque se definen de manera internalizada, autorreferencial. Desde esta perspectiva, la información no es sobre algo, sino que es una relación formal co-creada dentro y fuera de esta clausura autopoyética. Los fenómenos ausenciales 19
simplemente no parecen compatibles con las restricciones explicativas de la ciencia contemporánea. No es sorprendente, pues, que muchos concluyan que sólo puede alcanzarse una especie de armonía preestablecida entre las perspectivas interna y externa, entre la explicación física y la ausencial. Así, aunque el problema es antiguo, y la debilidad de las metodologías contemporáneas ha sido reconocida, no se ha resuelto correctamente. Para la mayoría, la mitad mental de cualquier explicación se descarta como meramente heurística, y probablemente ilusoria, en las ciencias naturales. Incluso los intentos más sofisticados de integrar teorías físicas capaces de dar cuenta del orden espontáneo con teorías de causalidad mental acaban postulando una suerte de dualismo metodológico. La simple afirmación de esta unidad necesaria (que un sujeto observador debe ser un sistema físico de carácter autorreferencial) evita el absurdo implícito de negar los fenómenos ausenciales, pero los define como inexistentes. Parece que sigamos viviendo a la sombra de Descartes. Este persistente dualismo quizá se haga máximamente evidente en la reciente ola de interés por el problema de la consciencia, y las a menudo extremas visiones teóricas de su naturaleza y su estatuto científico que se han propuesto (desde atribuir algo de ella a todo proceso material hasta negar su misma existencia). El problema con la consciencia, como con cualquier otro fenómeno de carácter ausencial, es que no parece tener correlatos físicos claros, aunque se asocie de manera nada ambigua a un cerebro despierto en funcionamiento. El materialismo, la idea de que el mundo consiste sólo en cosas materiales y sus interacciones, parece impotente aquí. Incluso avances capitales de la neurociencia pueden dejar el misterio intocado. Como dice el filósofo David Chalmers: Para cualquier proceso físico que especifiquemos quedará una pregunta por responder: ¿por qué este proceso debería dar lugar a la experiencia? Dado cualquiera de tales procesos, es conceptualmente coherente que pudiera verificarse en ausencia de experiencia, de lo que se sigue que ninguna mera descripción del proceso físico nos dirá por qué surge la experiencia. La emergencia de la experiencia va más allá de lo que puede derivarse de la teoría física.3
¿Qué puede querer decir que la consciencia no puede derivarse de ninguna teoría física? Chalmers argumenta que tenemos que afrontar el hecho de que la consciencia no es algo físico, pero tampoco trascendente, en el sentido de un alma evanescente y eterna. Como opción, Chalmers defiende la idea de que la consciencia quizá sea una propiedad del mundo 20
tan fundamental para el universo como la carga eléctrica o la masa gravitatoria. Está dispuesto a contemplar esta posibilidad porque cree que no hay manera de reducir las cualidades experienciales a procesos físicos. La consciencia siempre es un fenómeno residual que permanece inexplicado una vez se han descrito todos los procesos físicos correlacionados. Por ejemplo, aunque podamos explicar cómo deberíamos construir un dispositivo que distinga la luz roja de la luz verde, e incluso podamos explicar cómo lo hacen las células retinianas, esta descripción no nos dice por qué la luz roja se ve roja. Ahora bien, ¿acaso la aceptación de esta tesis antimaterialista sobre la consciencia requiere que haya propiedades físicas fundamentales aún por descubrir? En este libro defenderé un enfoque menos dramático, aunque quizá más contrario a la intuición. No es que la dificultad de localizar la consciencia entre la maraña de señales neuronales nos fuerce a buscarla en otra parte (esto es, en otra clase de sustrato especial, o éter inefable, o dominio extrafísico). La tesis antimaterialista es compatible con otro enfoque de fundamento bien materialista. Como los significados y los propósitos, las consciencias pueden no estar ahí en ningún sentido físico típico de encarnación material o energética, y aun así seguir siendo relevantes a efectos materialmente causales. La opción pasada por alto es que, aquí también, estamos tratando con un fenómeno que se define por su carácter ausencial, aunque de una forma bastante más abarcadora e ineludible. La experiencia consciente nos enfrenta con una variante del mismo problema planteado por la función, el significado o el valor. Ninguno de estos fenómenos está materialmente presente, a pesar de lo cual importan, por así decirlo. En cada uno de estos casos hay algo presente que marca esta curiosa relación intrínseca con algo ausente. En el caso de la consciencia, lo que está presente es un cerebro despierto y en funcionamiento, vibrando con billones de procesos de señalización por segundo. Pero hay un aspecto adicional de la consciencia que la hace particularmente insistente, de una manera no igualada por ninguna otra relación ausencial: que lo que está explícitamente ausente soy yo mismo. Cálculo con ausencia
La dificultad que afrontamos al tratar con ausencias que importan tiene un llamativo paralelo histórico: el problema planteado por el concepto de cero. Como proclama el epígrafe de este capítulo, uno de los grandes hitos de la historia de las matemáticas fue el descubrimiento del 21
cero. Un símbolo para designar la ausencia de cantidad no sólo resultó importante por su conveniencia a la hora de denotar cantidades grandes, sino porque transformó el concepto mismo de número y revolucionó el proceso de cálculo. En muchos aspectos, el descubrimiento de la utilidad del cero marca el nacimiento de la matemática moderna. Pero, como han señalado muchos historiadores, el cero fue en ocasiones temido, prohibido o rechazado, y también objeto de culto, durante el milenio que precedió a su aceptación en Occidente. Y a pesar de que es una piedra angular de las matemáticas y un pilar crítico de la ciencia moderna, sigue resultando problemático, como comprueba pronto cualquier niño que aprende a dividir. La convención de indicar la ausencia de valor numérico fue un avance tardío en los sistemas numéricos del mundo. Parece haberse originado como una manera de denotar el estado de un ábaco 4 cuando una línea de cuentas no se mueve en un cálculo. Pero tuvieron que pasar milenios, literalmente, para que la denotación del valor nulo se convirtiera en un ingrediente regular de la matemática occidental. A partir de entonces todo cambió. De pronto, la representación de números grandes ya no requería introducir nuevos símbolos o escribir cadenas de símbolos engorrosamente largas. Se hizo posible concebir procedimientos regulares, llamados algoritmos, para sumar, restar, multiplicar y dividir. La cantidad podía ahora entenderse en términos positivos y negativos, definiéndose así una recta numérica. Las ecuaciones podían representar objetos geométricos y viceversa. Y mucho más. Después de siglos negando la legitimidad del concepto (dando por sentado que su incorporación al razonamiento matemático sería una influencia corruptora, y contemplando sus propiedades contrarias como razones para excluirlo del análisis cuantitativo) los sabios europeos acabaron por convencerse de que tales argumentos no eran más que prejuicios desafortunados. En muchos aspectos, el cero puede verse como la comadrona de la ciencia moderna. Hasta que los sabios occidentales consiguieron dar sentido a las propiedades sistemáticas de esta no cantidad, la comprensión de muchas de las propiedades más corrientes del mundo físico permaneció fuera de su alcance. Lo que el cero tiene en común con los fenómenos vitales y mentales es que estos procesos naturales también deben su carácter más fundamental a lo que está específicamente ausente. También son, en efecto, los indicadores físicos de dicha ausencia. Las funciones y los significados están explícitamente imbricados con algo que no es intrínseco a los artefactos o signos que los constituyen. Las experiencias y los valores parecen ser inherentes a ciertas relaciones físicas, pero no están ahí al mismo tiempo. Este algo-que-no-está-ahí impregna y organiza lo que está físi22
camente presente en tales fenómenos. Su modo de existencia ausente, por así decirlo, es como mucho una potencialidad, un portador. El cero es el paradigma ejemplar de dicha potencialidad. Marca la posición columnar donde las cantidades del 1 al 9 pueden insertarse potencialmente en la pauta recursiva que es nuestra notación decimal (esto es, las columnas de las decenas, las centenas, los millares, etcétera), pero él mismo no significa ninguna cantidad. Análogamente, las moléculas de hemoglobina en mi sangre también son portadoras de algo que no son: oxígeno. La hemoglobina está exquisitamente conformada según la imagen en negativo de las propiedades de la molécula de oxígeno, como un molde de yeso, y al mismo tiempo refleja las demandas del sistema vivo que la origina. Lo único que hace es sujetar la molécula de oxígeno con firmeza suficiente para transportarla a través del torrente sanguíneo, desde donde la cede a otros tejidos. Existe y exhibe estas propiedades porque ejerce de mediadora en la relación entre el oxígeno y el metabolismo corporal. Similarmente, una palabra escrita también es un portador. Es un indicador de un espacio en una red de significados, cada uno de los cuales también apunta a otros y a rasgos potenciales del mundo. Pero un significado es algo virtual y potencial. Aunque el concepto de significado nos resulte más familiar que una molécula de hemoglobina, la explicación científica de conceptos como los de función y significado esencialmente está a siglos de distancia de las ciencias de fenómenos más tangibles como el transporte de oxígeno. A este respecto, somos un poco como nuestros antecesores medievales, quienes estaban muy familiarizados con los conceptos de ausencia, vacío y demás, pero no podían imaginar la manera de incorporar la representación de la ausencia a las operaciones con cantidades de cosas presentes. En nuestra vida diaria los significados y propósitos se dan por sentados, pero hasta ahora hemos sido incapaces de incorporarlos dentro del marco de las ciencias naturales. Sólo parecemos dispuestos a admitir en las ciencias de la vida y la mente aquello que está materialmente presente. Para los matemáticos medievales, el cero era el número del diablo. Su comportamiento antinatural cuando se incorporaba a los cálculos, en comparación con el de los otros números, sugería que podía ser peligroso. Aún hoy, a los escolares se les advierte de los peligros de dividir por cero. Si se hace así uno puede demostrar que 1 = 2 o que todos los números son iguales.5 En las aproximaciones contemporáneas a la vida y la mente de la neurociencia, la biología molecular y la teoría de sistemas dinámicos existe un presupuesto análogo en lo que respecta a conceptos como los de representación e intencionalidad. Muchos de los investigadores más respetados en estos campos han decidido que tales conceptos ni siquiera 23
constituyen una heurística útil. No es infrecuente escuchar prescripciones bastante explícitas contra su uso a la hora de describir propiedades organísmicas u operaciones cognitivas. El supuesto casi universal es que las modernas aproximaciones computacionales y dinámicas a estos temas han hecho que estos conceptos sean tan anacrónicos como el flogisto. 6 La idea de permitir que la consecuencia potencial que caracteriza una función, una referencia o una meta tenga un papel causal en nuestras explicaciones del cambio físico se ha convertido en anatema para la ciencia. Un propósito o significado potencial debe ser reducible a un parámetro meramente físico identificado en el fenómeno en cuestión o, si no, ser tratado como una ficción útil sólo permitida como una apelación taquigráfica a la psicología popular en aras de la comunicación no técnica. Siglos de batalla contra las explicaciones basadas en la superstición, la magia, los entes sobrenaturales y el designio divino nos han enseñado a mostrarnos altamente reacios a cualquier mención de propiedades intencionales y teleológicas, donde la «razón de ser» de las cosas es algo más. Tales fenómenos no pueden ser lo que parecen. Además, aceptar que sí son lo que parecen conducirá casi con seguridad a absurdos tan problemáticos como la división por cero. Y sin embargo, aprender a operar con el cero, a pesar de que violaba principios válidos para el resto de los números, abrió un vasto repertorio de posibilidades analíticas nuevas. Misterios que parecían lógicamente necesarios, a pesar de ser obviamente falsos, no sólo se hicieron tratables, sino que proporcionaron claves que condujeron a herramientas poderosas y hoy indispensables del análisis científico: en otras palabras, el cálculo infinitesimal. Considérese la famosa paradoja de Zenón, que se formuló como una carrera entre Aquiles y una tortuga a la que se le había dado cierta ventaja de salida. Zenón argumentó que cubrir cualquier distancia implicaba recorrer una serie infinita de fracciones de esa distancia (1/2, 1/4, 1/8, 1/16 de la distancia inicial, y así sucesivamente). Puesto que el número de dichas fracciones es infinito, parecía que Aquiles nunca podría recorrerlas todas, de manera que nunca cruzaría la línea de meta. Peor aún, parecía que Aquiles nunca podría adelantar a la tortuga, porque cada vez que alcanzara la fracción de la distancia donde la tortuga acababa de estar, el reptil se habría desplazado algo hacia delante. Para resolver esta paradoja, los matemáticos tuvieron que averiguar cómo tratar con infinitas divisiones del espacio y del tiempo, y con distancias y duraciones infinitamente pequeñas. La conexión con el cálculo es que la diferenciación y la integración (las dos operaciones básicas del cálculo infinitesimal) representan y explotan el hecho de que muchas se24
ries infinitas de operaciones matemáticas convergen a una solución finita. Éste es el caso del problema de Zenón. Así, corriendo a velocidad constante, Aquiles podría cubrir la mitad de la distancia hasta la meta en 20 segundos, el siguiente cuarto en 10 segundos, y cada fracción menor de la distancia restante en un tiempo correspondientemente más corto, de manera que las fracciones cada vez más microscópicas de la distancia se cubrirían en fracciones de segundo cada vez más pequeñas. El resultado es que la distancia total puede cubrirse en un tiempo finito, aunque la serie de fracciones sea infinita. Si se tiene en cuenta esta convergencia, la operación de diferenciación empleada en el cálculo nos permite medir velocidades y aceleraciones instantáneas, aunque la distancia efectiva recorrida en ese instante sea cero. Una paradoja zenoniana de la mente
Creo que hemos estado bajo el influjo de una suerte de paradoja zenoniana de la mente. Como los matemáticos antiguos confundidos por el comportamiento del cero y no dispuestos a tolerar su incorporación a los cálculos, parecemos desconcertados por el hecho de que los referentes ausentes, los fines no cumplidos y los valores abstractos tengan consecuencias físicas definidas, a pesar de su fisicalidad aparentemente nula. El resultado es que les hemos negado a estas relaciones cualquier papel constitutivo en las ciencias naturales. Así, a pesar del papel obvio e incuestionable que tienen las funciones, los propósitos, los significados y los valores en la organización de nuestros cuerpos y mentes, y en los cambios que tienen lugar en el mundo que nos rodea, nuestras teorías científicas siguen obligadas a negarles oficialmente todo lo que vaya más allá de una suerte de legitimidad heurística. Esto ha suscitado muchos trucos teóricos tortuosos y maniobras retóricas retorcidas para oscurecer esta profunda inconsistencia o afirmar que debe permanecer para siempre fuera del dominio de la ciencia. Exploraremos algunas de las torpes respuestas a este dilema en los capítulos que siguen. Más grave, sin embargo, es la división provocada por esta situación entre las ciencias naturales y las ciencias humanas, y entre ambas y las humanidades. En el proceso, el mundo del conocimiento científico también se ha distanciado del mundo de la experiencia y los valores humanos. Si los aspectos más fundamentales de la experiencia humana se consideran de algún modo ilusorios e irrelevantes para el devenir físico del mundo, entonces nosotros, junto con nuestros valores y aspiraciones, también pasamos a ser efectivamente irreales. No es extraño que el éxito 25
abrumador de las ciencias en el último siglo haya venido acompañado de un renacimiento de la fe fundamentalista y una profunda desconfianza en la determinación secular de los valores humanos. La incapacidad de integrar las numerosas especies de causalidad basada en la ausencia en nuestras metodologías científicas no sólo nos ha inhabilitado seriamente, sino que ha dejado una vasta fracción del mundo huérfana de teorías que se presumen aplicables a todo. El mismo celo que ha sido necesario para evitar sistemáticamente que esta clase de explicaciones socave nuestro análisis causal de los fenómenos físicos, químicos y biológicos también ha frustrado nuestros intentos de penetrar más allá de la superficie descriptiva de los fenómenos de la vida y la mente. De hecho, los que puede decirse que son los dos misterios científicos más desafiantes de nuestra era, la explicación del origen de la vida y la explicación de la naturaleza de la experiencia consciente, han sido rehenes de esta presunta incompatibilidad. El reconocimiento de este paralelismo contemporáneo con la limitación autoimpuesta e inintencionada que coartó a los matemáticos del Medievo es, creo, un primer paso para la superación de este punto muerto. Ya es hora de que aprendamos a integrar los fenómenos que definen nuestra propia existencia en el dominio de las ciencias físicas y biológicas. Por supuesto, no basta con reconocer esta situación análoga sin más. En última instancia hay que identificar los principios que permitan entretejer estos díscolos fenómenos ausenciales en la exigente trama y urdimbre de las ciencias naturales. Se necesitaron siglos y la obra de toda una vida de algunas de las mentes más brillantes de la historia para domar al conflictivo no número: el cero. Pero sólo cuando finalmente se llegó a una formulación precisa de las reglas para operar con el cero se abrió la vía para el desarrollo de las ciencias físicas. Igualmente, mientras sigamos siendo incapaces de explicar cómo estas curiosas relaciones entre lo que no está ahí y lo que está ahí repercuten en el mundo, seguiremos sin ver las posibilidades de un nuevo y vasto dominio de conocimiento. Vislumbro un tiempo en el futuro cercano en el que finalmente nos despojaremos de estas anteojeras, se abrirá una puerta entre nuestras culturas de conocimiento hoy incompatibles, lo físico y lo significante, y lo que ahora es una casa dividida se hará una sola. «Tan simple como sea posible, pero no demasiado simple»
n este libro voy a proponer un modesto primer paso hacia la meta de unificar estas maneras, durante largo tiempo aisladas y aparentemente E
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incompatibles, de conceptualizar el mundo y nuestro lugar en él. Soy bien consciente de que al articular estos pensamientos me arriesgo a incurrir en una herejía científica. Estoy casi seguro de que las primeras reacciones serán de rechazo: «¿Estas ideas no habían quedado relegadas hace tiempo al montón de basura de la historia?»... «¿La ausencia como influencia causal? Poesía, no ciencia»... «Tonterías místicas.» Sólo sugerir la existencia de un punto ciego tan grande en nuestra actual visión del mundo es como afirmar que el rey está desnudo. Pero peor que ser tachado de hereje es que a uno le consideren demasiado desinformado y confiado para reconocer su propia ceguera. Cuestionar algo tan básico, tan aceptado, tan aparentemente obvio, suele ser la marca de un chiflado o de un diletante desinformado y desencaminado. Proponer un replantea miento tan radical de estos presupuestos fundamentales de la ciencia implica un riesgo inevitable de exponer la propia arrogancia. ¿Quién puede afirmar honestamente que tiene una comprensión suficiente de los muchos campos técnicos relevantes para esta empresa? Al acometer este reto, espero que incurriré en más de un desliz técnico y dejaré unos cuantos vacíos explicativos importantes. Pero si las grietas en los fundamentos fueran obvias, si las cuestiones intelectuales planteadas carecieran de riesgo, si los detalles técnicos fueran fáciles de dominar, entonces el intento se habría considerado trivial desde hace tiempo. El hecho de que los temas que tienen que ver con fenómenos ausenciales todavía tracen fronteras infranqueables entre disciplinas, que los misterios científicos más persistentes parezcan concentrarse en torno a tales fenómenos, y que las discusiones sobre estos temas sigan provocando cataclismos tanto en el ámbito académico como en el cultural, indica que la cuestión está lejos de ser un tema zanjado y relegado al cubo de la basura de la historia de la ciencia. La concepción de herramientas formales capaces de integrar esta cifra que falta —la influencia ausencial— en el tejido de las ciencias naturales es una empresa que debería estar en el centro del debate científico y filosófico. Debe ríamos estar preparados para esperar muchas décadas de trabajo a cargo de las mentes más brillantes de este siglo para convertir estas intuiciones en herramientas científicas precisas. Pero el proceso no puede comenzar hasta que estemos dispuestos a asumir el riesgo de salir del punto muerto de los presupuestos vigentes, de probar y determinar dónde hemos tomado un camino ligeramente desviado. La presente exclusión de cualquier papel legítimo para las relaciones basadas en la ausencia dentro de nuestras teorías sobre el funcionamiento del mundo ha conducido a la negación implícita de nuestra propia existencia. No es nada extraño, pues, que el conocimiento científico suscite 27
desconfianza en muchos, que lo ven como un enemigo de los valores humanos, al servicio del laicismo cínico y heraldo del nihilismo. La intolerabilidad de esta visión del mundo alienante y lo absurdo de sus presupuestos debería bastar para justificar la idea aparentemente descabellada de que algo no inmediatamente presente pueda ser una fuente importante de influencia física en el mundo. Esto significa que si fuéramos capaces de dar sentido a las relaciones ausenciales, ello no sólo serviría para iluminar ciertos misterios cotidianos. Si el ejemplo del cero nos enseña algo, vislumbrar sólo el esbozo de una manera sistemática de integrar estos fenómenos en las ciencias naturales podría iluminar la vía hacia nuevos campos de investigación. Y dar sentido científico a estas propiedades de la naturaleza tan personales, sin aniquilarlas, tiene el potencial de transformar nuestra manera de vernos a nosotros mismos dentro del esquema de las cosas. El título de esta sección es la regla del pulgar para la teorización científica, propuesta por Albert Einstein. «Tan simple como sea posible, pero no demasiado simple», caracteriza mi visión del problema. En nuestros esfuerzos por explicar el funcionamiento del mundo con tan pocos supuestos básicos como sea posible, nos hemos instalado en un marco demasiado simple para poder incorporar esa parte del mundo que es sensible, consciente y evaluativa. El reto es determinar en qué aspectos son demasiado simples nuestros conceptos fundamentales, y qué es lo mínimo que se necesita para complicarlos en la medida justa que permita nuestra reincorporación. La recomendación de Einstein también es una receta para pensar con claridad y para la buena comunicación. Este libro no se dirige sólo a futuros físicos o biólogos, o incluso filósofos de la ciencia. El tema tratado tiene una relevancia mucho más amplia, y por eso este esfuerzo de sondear sus misterios merece ser accesible a cualquiera que se interese por las ideas provocadoras y contraintuitivas que explora. En consecuencia, he intentado con todos mis recursos hacerlo accesible a cualquier persona cuya curiosidad intelectual le haya conducido a este laberinto de misterios científicos y filosóficos. Me baso en el principio de que si no puedo explicar una idea a cualquier lector culto, con un mínimo de parafernalia técnica, entonces probablemente es que yo mismo no alcanzo a entenderla del todo. Con objeto de llegar a un público amplio, y porque es la mejor garantía de mi propia claridad de comprensión, he intentado presentar la argumentación entera en términos puramente cualitativos, aun a riesgo de sacrificar algo de rigor. He minimizado la jerga técnica y no he incluido ninguna formalización matemática de los principios y relaciones que 28
describo. En la mayoría de casos he intentado describir los mecanismos y principios relevantes dando por sentado un mínimo de conocimiento previo por parte de los lectores, y recurriendo a ejemplos tan básicos como puedo imaginar, pero que todavía transmiten la lógica esencial que hay detrás del argumento. Esto puede hacer que los lectores formados encuentren algunas explicaciones demasiado simplistas y pedantes, pero espero que la ganancia de claridad compense el tiempo invertido en revisar detenidamente paso a paso ejemplos familiares con objeto de captar los conceptos más contraintuitivos y provocadores. Admito de entrada que me he sentido obligado a acuñar unos cuantos neologismos para designar algunos de los conceptos para los que no he encontrado términos comúnmente reconocidos. Pero allí donde me ha parecido que podía emplear una terminología no técnica, aun a riesgo de tener que arrastrar un bagaje teórico irrelevante, he resistido la tendencia a recurrir a la jerga especializada. También he añadido un glosario que define los pocos neo logismos y términos técnicos repartidos por el texto. Este libro está organizado básicamente en tres partes: el planteamiento del problema, el esbozo de una teoría alternativa y la exploración de sus implicaciones. En los capítulos 1 a 5 se expone que los dilemas conceptuales planteados por los fenómenos ausenciales no han sido abordados, a pesar de las afirmaciones de que han sido superados. Más bien se han barrido bajo la alfombra de diversas maneras ingeniosas. Al revisar críticamente la historia de los intentos de explicarlos o zanjarlos, sostengo que nuestros diversos esfuerzos sólo han servido para insinuar dichas dificultades de manera más críptica en los paradigmas científicos y humanistas vigentes. En los capítulos 6 a 10 se perfila un enfoque alternativo, una teoría de dinámicas emergentes que muestra cómo los procesos dinámicos pueden organizarse en torno a, y respecto de, posibilidades no realizadas. Se pretende proporcionar el entramado de un puente conceptual desde las relaciones mecánicas hasta las relaciones intencionales, informacionales y normativas del estilo de las que se encuentran en las formas de vida simples. En los capítulos 11 a 17, una vez establecidos los preliminares de una ciencia expandida capaz de abarcar estas relaciones ausenciales básicas, se exploran algunas implicaciones para la reformulación de las teorías del trabajo, la información, la evolución, el yo, la sensación y los valores. Éste es un territorio muy extenso, por lo que en esos capítulos finales sólo pretendo dar pistas acerca de la manera en que este cambio de perspectiva obliga a reformular la necesaria reconsideración de estos conceptos fundamentales. Cada uno de estos capítulos establece el marco para nuevos enfoques teóricos y prácticos de estos temas presuntamente familiares, y cada uno daría para 29
escribir grandes volúmenes que hicieran justicia a cuestiones tan complejas. Considero que esta obra no es más que una primera tentativa de cartografiar un dominio no familiar y apenas explorado. Ni siquiera puedo asegurar que he dominado los pocos pasos que he dado en este extraño territorio. Es un dominio en el que las intuiciones no cuestionadas apenas son guías fiables, y donde incluso el lenguaje cotidiano que empleamos para entender el mundo puede implicar supuestos engañosos. Además, muchas de las ideas científicas que hay que tratar están más allá de mi competencia técnica y en el límite de mi alcance intelectual. En los casos en que llego sólo hasta donde soy capaz, espero que al menos haya conseguido exponer este conocimiento todavía embrionario con claridad y detalle suficientes para permitir que quienes dispongan de mejores herramientas y formación que yo despejen las ambigüedades y confusiones que haya ido dejando. Pero, aunque no puedo pretender haber perfilado un cálculo preciso de este análogo causal físico a operar con el cero, creo que puedo demostrar cómo una forma de causalidad dependiente de rasgos específicamente ausentes y potenciales no realizados puede compatibilizarse con nuestra mejor ciencia. Creo que esto puede hacerse sin comprometer ni el rigor de nuestras herramientas científicas ni el carácter especial de estos fenómenos enigmáticos. Espero que al revelar la flagrante incompletitud fundamental de la naturaleza se hará imposible seguir ignorándola. Así que si puedo persuadir al lector para que considere esta idea aparentemente descabellada —aunque sólo sea como diversión intelectual de entrada— confío en que también comenzará a vislumbrar el esbozo cualitativo de una ciencia futura lo bastante sutil para incluirnos a noso tros y nuestra naturaleza enigmáticamente incompleta como bordados legítimos en el tejido del universo.
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