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Memoria del Taller de Práctica Docente I
¿A cuánto cotiza la experiencia?
Es difícil preparar esta memoria porque las emociones que me ha movilizado el taller de algún modo conspiran contra lo que he aprendido como reflexión académica. Me siento atrapada entre la forma académica de exponer los temas y la emotividad que me despierta el recuerdo de las clases de Práctica Docente. Me pregunto cuánto me permite decir una estructura expositiva. Me pregunto si tengo los recursos para expresar de manera justa lo que en este momento no es más que una espiral de sensaciones.
El cursado de esta materia me puso en crisis y me ofreció, a la vez, la oportunidad de descubrir necesidades y carencias. Uno de los primeros descubrimientos que experimenté lo entendí como una encrucijada: cómo expresar mi subjetividad en la escritura de una memoria, algo nunca hecho, porque este trabajo requiere un extrañamiento de la experiencia y de la mirada habitual que uno desarrolla sobre su práctica cotidiana. Y, como esta práctica cotidiana es la docencia, el extrañamiento que implica escribir la memoria de una práctica me obliga también a asumir una dualidad: de un lado, estoy sentada como alumna en una clase, expectante; del otro, debo juzgar o mirar a la persona que soy cuando enseño, a la docente que se planta frente a los alumnos, con la pretensión de ejecutar su rol sin fisuras y sin dudas.
Este ejercicio de hacer memoria es un arma de doble filo porque lo que voy a escribir necesita pasar por el filtro de lo pedagógico y hacerse público: voy a contar mis sensaciones, dispersas, contradictorias, personales, voy a someterlas al juicio de lo comunicable. Extrañarse de la experiencia es el requisito ineludible para poder descubrirse a frente a los ojos del otro, contar lo personal y hacerlo público. Y quizás lo que es significativo para mí, en la reflexión sobre esta experiencia con la materia, no sea tan significativo como reflexión pedagógica, quizás no tenga para el público el valor que tiene para mí. Esta es la cautela inicial, y también un temor, para empezar a repensar lo experimentado.
Los temas cruciales y el legado antropológico (o el elogio de la incomodidad como apertura al mundo).
En uno de los encuentros de octubre se dijo que los estudios antropológicos nos ponen incómodos frente al objeto de investigación porque tensionan ciertos valores culturales que tomamos como naturalizados. Esa sensación de incomodidad me acompañó desde el principio del cursado de esta materia y podría sumarse a la enumeración de los descubrimientos a los que esta reflexión me aproxima. Es decir, más allá de la actitud metódica de la antropología, y sin saber si fue uno de los objetivos del equipo de cátedra, estoy segura de que las experiencias realizadas en el taller tuvieron la intención de sacarnos de nuestra rutina: hacer grupo sin conocernos demasiado, ya que en las otras materias no era necesario juntarse para realizar actividades; tampoco importaba (ni se aceptó como razón suficiente) que algunos compañeros hubieran faltado el día que formamos el grupo, había que agruparse como sea; luego, cuando estábamos cómodos con el grupito que teníamos, nos tocó representar un personaje de la película "Entre los muros", y otra vez la incomodidad de no saber con quién nos iba a tocar agruparnos (recuerdo que una compañera me dijo: "me tocó con un flaco que no me cae muy bien") y además re-presentar un personaje. ¡Cuánta exposición!, pensé. Después descubrí lo liberador que fue ese ejercicio.
Advertir esta incomodidad al principio me resultó difícil. La claridad me llegó tarde, cuando hacíamos el segundo portafolios. Antes tenía una sensación rara que me llevaba a preguntarme si eran las actividades solamente, o si era el formar grupos con compañeros que apenas conocía; a veces me incomodaba la insistencia en que reflexionáramos sobre la práctica docente, ¿por qué debíamos preguntarnos tanto sobre eso o sobre el recorrido por el campo pedagógico? Quizás esa incomodidad haya sido producto de todas esas cosas juntas. Durante el encuentro de septiembre dudé si verdaderamente quería hacer este recorrido, si quería formarme pedagógicamente, si quería reflexionar sobre la práctica docente.
Esta inquietud promovida por el taller me dio cierta claridad para mirar mi forma de naturalizar la práctica de la enseñanza: descubrí que llevo cierto tiempo creyendo que no hay preguntas interesantes para hacerle a las prácticas educativas; descubrí que lo que llamo rutina escolar no es más que una naturalización de potencias e impotencias en el quehacer áulico. Con esto quiero decir que empecé a ver las distancias que hay entre los roles del profesor y los alumnos. Empecé a entender que puedo interpelar esos distanciamientos con los recursos teóricos de la antropología, entre muchos otros. Descubrí que las sensaciones que me invaden en el aula muchas veces, las expresiones que a veces no sé interpretar aunque sí pueda reconocer como momentos críticos de la tarea docente, son objeto de reflexión de teóricos que aportan herramientas importantes. Descubrí, en síntesis, que no estoy sola en esto, y que otros se han preocupado por cuestiones similares y han pensado sesudamente sobre las prácticas educativas.
La incomodidad para asumir y reconocer que muchas veces evaluamos a los alumnos desde el currículo oculto, desde la subjetividad de los méritos que imponemos o que manipulamos las evaluaciones si ellos nos cuestionan aspectos de nuestro trabajo y entonces tomamos eso por insolencia, y entonces somos más exigentes con algunos que con otros. Es difícil tener una alumna como Angélica (personaje que analicé de la película "Entre los muros") que sin vueltas nos dice "Usted dice que le interesa esto sólo porque es el profesor pero yo creo que en realidad sólo lo hace para cumplir su trabajo y que nosotros hagamos nuestra parte". Es incómodo asumir este cuestionamiento porque nos pone en la dificultad de tener que mirar para adentro y advertir que las formas de enseñanza y las evaluaciones elegidas quizás han dejado de ser significativas o las hemos teñido de subjetividad.
Reconocer que existe esa distancia, con todas sus dificultades asociadas, parece trivial pero para mí no es poca cosa ya que mi entrada al mundo de la docencia estuvo signada por esa dicotomía indisociable docente/alumno en la que yo me sentía a veces de un lado, a veces del otro. Mientras fui alumna en la facultad me inquietaba el rol docente. Así como el monaguillo que ayuda al cura en la misa, hice algunas ayudantías en cátedras de la Escuela de Ciencias de la Información. La comparación me parece adecuada porque esas participaciones fueron de poca intervención en las cátedras, es bastante limitado lo que hace un ayudante alumno. Pero fue suficiente para mí para saber que me gustaba ese rol, esa actividad de estar en el aula para enseñar algo a alguien.
Siento que entré muy rápido a la docencia porque empecé a dar clases a los pocos meses de obtener mi diploma. Empecé a trabajar en un campo profesional para el que no me preparó la facultad. Sin embargo, como toda experiencia nueva, esto tuvo sus aspectos positivos y negativos. Por ejemplo, aprender cómo manejar los tiempos dentro y fuera del aula; enterarme y ajustarme, al mismo tiempo, a las formalidades escolares: cómo hacer las planificaciones, los programas, asistir a las reuniones y tener un punto de vista para ofrecer sobre los temas del día, cómo completar las planillas, cómo comportarse en las mesas de examen, aprender a completar los libros de actas. También aprendí, aunque con menor rapidez y menor lucidez, ciertas informalidades de las instituciones, que justamente por ser informales son más determinantes que lo que está escrito en el reglamento: jerarquías y privilegios de algunos docentes sobre otros; cómo se rotula a los alumnos y se los juzga a partir de esto; cómo se da la dinámica de relaciones entre los docentes y la dirección del colegio, entre otras cosas.
De este período de iniciación todavía recuerdo las dificultades atravesadas por ejercer un rol sin formación alguna, sobre todo en cuestiones referidas a cómo generar una dinámica áulica saludable, en el sentido de que favorezca la enseñanza y el aprendizaje, sin recurrir a la disciplina como método de trabajo y como forma de relación con los alumnos, porque las prácticas escolares nos exigen a los docentes ir en esa dirección: la autoridad se demuestra sancionando, aplicando las reglas ante la desviación más mínima. Y en ese quehacer los docentes nos encontramos con un sinsentido de situaciones, despojados de la capacidad de ofrecer respuestas propias y diferentes a las acostumbradas en la lógica institucional, entonces quitamos puntos a un alumno que tira papelitos porque con ello interrumpe la clase; aplicamos las tipificaciones que establece el reglamento a un alumno que cuestiona al profesor con alguna pregunta inapropiada. En el afán de apuntalar nuestro rol, nos perdemos la oportunidad de preguntarnos sobre la tarea misma de enseñar y buscar modos alternativos de convivir en el aula sin la disciplina. A esto yo le llamo la naturalización de una rutina escolar. Y si encima una se posiciona frente a un curso sin recursos pedagógicos, la confusión es total y la naturalización de la arbitrariedad, absoluta.
En el encuentro de octubre nuevamente apareció la incomodidad cuando nos asignaron el personaje de la película "Entre los muros". Me tocó analizar a Angélica y me generó mucha ansiedad porque no era un personaje protagónico, intervenía en dos momentos puntuales, lo que decía parecía mínimo en relación a la problemática central de la película, incluso su aparición era como un punto de fuga. Había algo que se diluía en la aparición de Angélica.
Para generar cierta empatía con el personaje es inevitable la relación con el otro, y esto nos obliga a mirarnos a nosotros mismos. Nos vemos en esa relación y muchas veces no nos gusta cómo nos vemos. Sin embargo, hacer esta actividad fue una experiencia reveladora para empezar a pensar estas incomodidades de la interacción. La exposición final de la representación de los personajes que hicimos al final del curso realmente me conmovió. Ver esa multitud de personajes recreados, el silencio que precedía la intervención de cada compañero y que mediaba la reflexión y el recuerdo de la película y que la dotaba de significados nuevos a partir de la interpretación que cada compañero hizo de esa historia. La amplitud de miradas y la sensibilidad nos invadió a todos. Y creo que en ese momento entendí que el personaje de Angélica, tan enigmático y tan distante también, me vació de sentidos previos porque lo que ella hace en la trama del relato es una especie de desnaturalización. Su descripción aguda y muy precisa de los hechos, una enunciación sin palabras accesorias, es elíptica con respecto a lo que tenemos naturalizado: que los alumnos deban exponer aspectos de su vida sobre los que pueden sentirse invadidos, por ejemplo; o que no pensemos que la esclavitud es un comercio de hombres que son tomados con la misma entidad que los objetos manufacturados. Esa voz minimalista anuncia con una claridad cegadora eso que por rutinario se nos escapa.
Lo naturalizado resulta de difícil acceso, paradójicamente, por la misma evidencia que nos obliga a considerarlo en el proceso mismo de su naturalización. Recuerdo un proverbio chino que quizás sirva para entender el desconcierto que a mí me provoca esta situación. El proverbio dice que el lugar más oscuro está siempre debajo de la lámpara. Lo que tenemos ante nuestros ojos, por cotidiano y recurrente, nos parece invisible. Pero, de tanto en tanto, aparecen personas/personajes como Angélica que nos muestran la opacidad de lo evidente, la oscuridad de lo que está frente a nuestros ojos, y cuando lo dicen de la manera más transparente posible, nos encontramos desconcertados como si estuviéramos frente a la forma más enigmática e indescifrable de lo real. Hay palabras que nos suenan como el vaticinio de un oráculo.
Los aportes que me brindó el taller.
El encuentro de septiembre me resultó muy interesante porque no conocía la metodología de trabajo de los portafolios. Considero que la experiencia fue muy productiva porque me permitió ver el caleidoscopio de las subjetividades del grupo. También me permitió conocer más a mis compañeras. Relatarnos las experiencias con el campo educativo hizo que nos contáramos algo de nuestras historias de vida, las emociones aparecieron que ligábamos a las elecciones educativas, algunas historias familiares, o las apreciaciones comunes sobre lo bueno y lo malo de la Escuela de Ciencias de la Información.
La primera clase del taller me conmovió mucho escuchar el relato "Los deberes" de Herminia Brumana, leída en clase por el profesor. Se me grabó para siempre que "antes se enseñaba y no se hacían planificaciones, se escribían memorias" (parafraseo desde mi recuerdo al profesor).
Esta forma de reflexionar sobre una práctica, es decir, hacer memoria de la práctica docente, me hizo rememorar la mirada de Walter Benjamin sobre los cambios que le acontecen a la figura del narrador y a la narración como experiencia comunicable. Benjamin analiza lo que se abandona con la aparición de la novela como técnica narrativa moderna. Pensé que en la docencia quizás acontecería algo similar. ¿Cómo y cuándo los docentes fueron abandonando ese lugar de narradores de la experiencia de enseñar y se convirtieron en planificadores de un proceso? ¿Qué cosas se perdieron en el pasaje de narrar una práctica educativa a planificarla ajustándola a criterios y formatos de cientificidad?
El docente se vio sometido a la lógica de la ciencia: con las planificaciones debía demostrar que era docente, ya que el hacer planificaciones requiere una perspectiva analítica de la situación didáctica y, tal como se la practica en los colegios actualmente, en ella poco se atiende a las necesidades reales de la enseñanza y del estudiante como sujeto activo con el que se realiza una interacción. Tal como abordamos hoy las planificaciones estas se convierten en instrumentos ineficaces para enfrentar una situación didáctica. La planificación segmenta tanto lo que va a pasar en el aula que luego uno se plantea ¿qué objetivo estoy logrando con esta intervención?, ¿qué contenido conceptual/procedimental/actitudinal estaré obturando/facilitando si propicio tal o cual situación? Con esto no quiero decir que la planificación no sirva, simplemente trato de decir que la docencia no puede ser sólo eso, y a veces los directivos de las instituciones educativas nos hacen sentir a los docentes que sólo somos docentes porque somos capaces de hacer planificaciones que cumplen rigurosamente con un formato solicitado. Y después descubrimos con tristeza que esa rigurosidad del formato nos ha dejado en la intemperie cuando entramos al aula.
Para terminar
A lo largo de esta memoria traté de tener siempre presente, como leit motiv, algo que dijo Martín Elgueta cuando nos daba orientaciones acerca de cómo escribir la memoria y esto es que la escritura pedagógica debe ser pública. Escribí con la intención de plasmar mis sensaciones y percepciones acerca de una experiencia en la forma de una escritura pedagógica que pudiera cumplir esa condición. Traté de enfocarme en una reflexión sobre la experiencia pedagógica de una comunicadora, sobre las relaciones que yo como comunicadora fui encontrando entre mi recorrido en el campo educativo y la comunicación social como disciplina en la que me formé profesionalmente. No sé cuánto habré logrado de esa intención, y si esta memoria puede llamarse con justicia escritura pedagógica. No sé si he logrado traducir en ella mis prácticas educativas con la claridad suficiente, y si este relato me muestra cabalmente en mi carácter de comunicadora social. Como en la tarea docente, sólo la mirada del otro puede confirmar o refutar estas aproximaciones hacia esa meta.
Taller de Práctica Docente I – Memoria Final de Bettina Elisabeth Sisi