CÉLIA BERTIN MARIE BONAPARTE Traducción de Javier Albiñana
95
Índice
Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
13
Prólogo de Éli Élisab sabeth Rou Roudinesco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
15
1. La úl última Bon Bonaparte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
21
Un bisabuelo peregrino, Lucien Bonaparte, 23 - Un desperado, desperado, el abuelo Pierre-Napoléon, 30 - Una abuela modelo de voluntad, 37 - Otra herencia, los Blanc, abuelos maternos, 40
2. El El nniiño, el el or oro y la mu muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
47
La hostia expiatoria, Marie-Félix Blanc, 47 - La niña del domingo, 51 - Un bebé sin madre y su nounou, 54 - Primeros recuerdos, 56 - Primeros tumultos, 59 - El amor del padre, 66 - Primeros cuadernos de «Bobadas», 70 - Una niña triste, 76
3. La ad adolescente enga engattusad sada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
83
Un juego viril, 86 - La educación de la princesa, 88 - De la escuela del teatro a la de las mentiras, 95 - Un chantajista poco sagaz, 102 - Terrores y fantasmas, 115 - Los pretendientes imposibles y el desenlace del chantaje, 120 - La realidad de la muerte, 127
4. Un Una fal falsa fel felicid icidaad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
131
Una soledad demasiado grande, 134 - El hijo de un rey, 137 - Una boda de cuento de hadas, 146 - Temores y alegrías de la maternidad, 153 - Lo que aporta conocer a gente nueva, 162 - ... y los descubrimientos, 167 - Guerra en los Balcanes, 172
5. El El amor amor,, la gue guerr rraa y el otr otroo amor amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La pasión del primer ministro, 179 - El deber y el amor, 184 - Los comienzos de una escritora, 206
177
6. El final de una vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
229
El amor secreto y la muerte del padre, 229 - La llamada del espíritu, 240
7. El azar no existe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
249
El hermoso análisis de la princesa, 257 - Primeros actos profesionales, 265 - Una vocación realizada, 272
8. Un psicoanalista y amigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
277
La vida y el psicoanálisis, 279 - Se enturbian los tiempos, 288 Se acerca la tormenta, 295 - La barbarie en marcha, 300
9. El tiempo de las tempestades y el exilio austral . . . . . . . . .
303
Nacimiento y muerte en medio del desastre, 308 - «Odio la Cruz del Sur», 315 - La Osa Mayor recuperada, 322
10. El regreso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
325
Un sueño que se remonta a la infancia, 329 - El tránsito a la vejez y una dura profesión, 338
11. La paz inaccesible . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
351
Adiós al viejo compañero, 363 - Para salvar a un criminal, 367 Una muerte llena de nobleza, 375
Apéndices Bibliografía de las obras de Marie Bonaparte . . . . . . . . . . . . . Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
379 391 401
[Fotografías] . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213-228
A Helen Wolff
Los biógrafos y los psicólogos darán fe de ello: la biografía, lo más real y vívida posible de los desaparecidos, en nada los disminuye. Al menos sobreviven en el reflejo, en el papel, con sus pensamientos y sentimientos reales, en mucha mayor medida que si únicamente se les hace aparecer en una fría y falsa idealización. La biografía cumple, en efecto, una función distinta y muy superior a la simple satisfacción de curiosidades vanas o malsanas. Para quienes saben comprender —y sólo ellos importan al margen de la multitud de obtusos—, es una forma de comunión con una humanidad abierta... Pero para que sean fieles tales retratos, es necesario no borrar, en aras de una piedad de fondo sacrílego, sus rasgos más entrañables, aunque algunos no lo crean así. Y esos rasgos son precisamente los que nos aportan los documentos íntimos, las cartas o los diarios, tantas veces amenazados por la piedad de los herederos. Marie Bonaparte, Apologie de la biographie (Psychanalyse et biologie, págs. 87-88)
AGRADECIMIENTOS
Por supuesto deseo expresar por encima de todo mi gratitud a Su Alteza Real la Princesa Eugenia de Grecia (†) a quien agradezco su autorización para utilizar los documentos que puso generosamente a mi disposición y sin los cuales mi trabajo habría sido imposible. Accedo gustosa al deseo que manifestó al publicarse el libro de que «yo asuma totalmente la responsabilidad de la obra dedicada a Marie Bonaparte». Si bien Su Alteza Real la Princesa Eugenia de Grecia puso a mi disposición los archivos de su familia, en modo alguno dictó la elección que hice de esos documentos, como tampoco su interpretación o elucidación. Marie Bonaparte poseía tal conciencia de la riqueza y diversidad de su vida que no escatimó la menor parcela, anotando puntualmente los detalles más nimios y las reacciones más desnudas con un valor que no flaqueó nunca. Su descubrimiento supuso para mí una extraordinaria aventura. Le dediqué por entero cinco años, durante los cuales me ayudó y apoyó mi marido, a quien agradezco su paciencia. Quiero testimoniar mi gran gratitud al profesor Serge Lebovici, quien, desde el inicio de mi proyecto, me alentó y tuvo a bien releer mi manuscrito, al doctor Frank R. Hartman, que tan generosamente me sacrificó su tiempo, brindando sus consejos, y a Danielle Hunebelle, que no sólo me apoyó con su amistad sino que tuvo la gran gentileza de espulgar mi manuscrito. Doy las gracias a Michel Richard, cuya cooperación ha sido para mí tan preciosa, a Natalia Danesi-Murray y a Hélène Bourgeois, que me han prodigado su confianza, su paciencia y su comprensión. Mi reconocimiento asimismo a Éliette de Beaurepaire, al doctor Richard Berczeller, a Edmond Bordier, a Jacqueline Chevalier, al doctor Carolyn Cohen, a Jane Cohen, a Anna Ducharne, a Philippe Erlanger (†), a la señora de Van Eyck, a Anna Freud (†), al doctor Sandford Gifford, a Thomas Gunther, al doctor Henri Hoesli (†), a Raymond-A. Mann, a Joseph Murumbi, a Jacques Nobécourt, a Blandine de Prévaux De Ollivier, a Janice de Saussure, a Jacques Sédat, al doctor B. Swerd 13
loff, a Annette Troisier de Diaz, al profesor Robert Vivian, a Françoise Wagener y a Louise Weiss (†), que me han brindado con generosidad su tiempo y sus recuerdos. Agradezco asimismo al Sigmund Freud Copyrights Ltd. su permiso para reproducir las cartas de Sigmund Freud al doctor René Laforgue (†) y también las cartas de Freud a Marie Bonaparte. Mi especial agradecimiento a Délia Laforgue (†), que me comunicó generosamente la correspondencia entre Marie Bonaparte y el doctor René Laforgue, y doy las gracias a J.-B. Pontalis, director de la Nouvelle Revue de Psycha- nalyse , que me otorgó amablemente permiso para utilizar la correspondencia entre Sigmund Freud y René Laforgue y la introducción del profesor Bourguignon (†) aparecidas en el volumen 15 de su publicación. Geneviève Tabouis (†), la doctora Grete Bibring (†), la doctora Hélène Deutsch (†) y la doctora Marianne Kris (†) también me brindaron su ayuda. Mi agradecimiento llega demasiado tarde, pero conservo un recuerdo reconocido de su acogida.
14
Prólogo
Nadie se hallaba mejor preparado que Célia Bertin para acometer la bio- grafía de Marie Bonaparte, publicada simultáneamente en inglés y en francés en 1982, una biografía que sienta autoridad en el mundo entero. Y sin embar- go, el que se embarcara en tal investigación fue, al menos en apariencia, fruto de una casualidad. Hacia 1977, durante una cena en Boston que reunió a va- rios profesores de las prestigiosas universidades de Harvard y de Brandeis, Cé- lia reparó en que ninguno de los comensales conocía la historia de la sobrina bisnieta del Emperador, pionera del psicoanálisis en Francia y ferviente discí- pula de Freud. Por consejo de Josée Cartier-Bresson, psicoanalista y miembro de la Sociedad Psicoanalítica de París, decidió interesarse seriamente por la última Bonaparte. En su Chronologie biographique, la princesa había reivindicado perso- nalmente ese calificativo, resaltando de ese modo el desprecio que profesaba a las pompas de la nobleza de imperio: «Si alguna vez alguien escribe mi vida, que la titule La última Bonaparte, porque yo lo soy. Todos mis primos de la rama imperial son únicamente Napoleón».1 Tan noble identificación con su an- tepasado corso, portador del estandarte de la Revolución, no le impedirá con- vertirse, tras la muerte de Freud, en la representante de un conservadurismo que, sin embargo, había criticado en su juventud. Tanto es así que se erigirá, frente a la nueva generación psicoanalítica de los años cincuenta, en una suerte de emperatriz de la ortodoxia freudiana, incapaz de abrirse a cualquier reno- vación de la doctrina original: una Napoleón más que una Bonaparte. Nacida en 1920, Célia Bertin poseía un amplio conocimiento de las histo- rias familiares y de las genealogías principescas. Proveniente ella misma de la más florida burguesía francesa, había heredado de su abuelo paterno, partida- rio de la Comuna y amigo de un hijo de Victor Hugo, un profundo espíritu re- belde que no le impedía adoptar modos victorianos en su estilo de vida. Cultivó tempranamente un anticonformismo que no cesó de acentuarse, pero que iría asociado en su caso a un perfecto dominio de las relaciones mundanas. 15
Célia sabía respetar tales relaciones sin llamarse a engaño. Porque para aque- lla muchacha formal, salida directamente de las memorias de Simone de Beau- voir, e impregnada de una suerte de melancolía que recordaba la atmósfera de las novelas de Virginia Woolf, el estilo importaba tanto como el impulso rebelde y la estética de la existencia tanto como la pasión de la libertad. En nombre de dicho ideal aceptó, a los veinte años, dejar de lado los estudios para alistarse en la Resistencia. En 1940, a petición de Pierre de Lescure, com- pañero de ruta del Partido Comunista Francés, se le encomendó como principal misión acompañar en la región parisiense a los agentes del Intelligent Service, que sólo hablaban inglés y a los que sirvió a un tiempo de guía, de protectora y de intérprete.2 En 1943 se vio obligada a huir de París y en octubre de 1944, al día siguiente de la Liberación, Pierre Henri Teitgen la envió a Suiza para dar una gira de conferencias sobre la Resistencia. No regresaría a Francia hasta cu- rarse de una anemia que contrajo durante la Ocupación. En 1946 publicó su primera novela, La Parade des impies, donde se re- lataban amores lésbicos entre actrices. Avalada por Colette y saludada por Jean Guéhenno, la obra, cuyo título procede de un poema de Arthur Rimbaud, ob- tuvo un fulgurante éxito. Célia prosiguió una brillante carrera de escritora que la llevó, tras publicar varias novelas, a recibir el premio Renaudot con un título —La dernière innocence— que seguía trasluciendo su fidelidad rimbaudia- na, pero asimismo el interés que le inspiraba ya un adjetivo cargado con todo el peso de un drama genealógico.3 En su afán de explorar las múltiples facetas del alma humana, decidió orien- tarse hacia los trabajos históricos. Y si bien el personaje de Germaine de Staël la atraía sobremanera, terminó dirigiendo su atención hacia Rodolfo de Habsburgo. Por vez primera, puso su pluma de novelista al servicio de un relato biográfico. Trazando el itinerario del príncipe suicida, hijo de la emperatriz Isabel de Aus- tria y descendiente de la dinastía maldita de los Wittelsbach,4 Célia Bertin abordaba el tema de esa última orilla de una filiación, cuyo hilo retomará con Marie Bonaparte. Pero estudiaba asimismo un periodo particular del declive de la monarquía de los Habsburgo que marcó el origen del nacimiento del psi- coanálisis: Viena final de siglo. Carl Schorske fue el primero en mostrar, muy lejos de las falsas teorías sobre las «mentalidades»,5 hasta qué punto la desintegración del Imperio austrohún- garo convirtió esa ciudad en uno de «los más fértiles caldos de cultivo de cultura ahistórica de nuestro siglo». En el meollo de una sociedad en mutación, marca- da por la locura o la rigidez de sus últimos monarcas, se perfilaba un nihilismo social que conducía a los hijos de la burguesía a renegar de las ilusiones de sus ancestros y a desafiar los valores liberales de la razón y el progreso. De ahí esa fascinación especial por la muerte, el sueño y la deconstrucción del yo que obse- siona toda la conciencia vienesa de los años postreros del siglo. 16
Antes de interesarse por el drama de Mayerling, Célia Bertin se sintió obli- gada a hacerse un psicoanálisis. Mientras proseguía su cura en el diván de René Laforgue, entre 1957 y 1960, ignoraba aún el papel que desempeñara éste en el encuentro entre Freud y su querida princesa. Pero también ignoraba que el gran clínico, de quien en más de una ocasión dirá que ella le «debía la vida», no fue, durante los años negros, el mejor representante de ese espíritu de resisten- cia al que ella otorgaba tanta importancia. No obstante, cuando yo le comuni- qué en 1985 que había descubierto una correspondencia inédita que aportaba la prueba de que Laforgue accedió a colaborar, por propia voluntad, con los nazis, en el mismo momento en que ella arriesgaba la vida en las filas de la Resisten- cia, tuvo el valor de alentarme a publicar la totalidad de los archivos disponi- bles acerca del tema. Cosa que hice.6 Tal respeto a los archivos y acatamiento a la verdad de los hechos se ponen de manifiesto en el modo de construir su relato optando por un modelo pura- mente biográfico. No propone ni un estudio de la obra de la princesa, ni un análisis de su papel político en la historia francesa e internacional del psicoa- nálisis,7 pero ofrece una luz totalmente original sobre la infancia de Marie, so- bre su tratamiento con Freud y sobre sus relaciones con su padre (Roland Bo- naparte), su abuela (la princesa esposa de Pierre Bonaparte), su hijo (Pedro de Grecia), su esposo (Jorge de Grecia) y sus distintos amantes, entre ellos Aristide Briand, cuya nobleza de espíritu apreciaba, y Rudolph Loewenstein, que fue también su analista, al mismo tiempo que formaba en su diván a los represen- tantes de la segunda generación freudiana francesa: Sacha Nacht, Daniel La- gache, Jacques Lacan y bastantes más. Por mediación de Serge Lebovici, quien le presentó a la princesa Eugenia de Grecia, hija de Marie Bonaparte, Célia Bertin tuvo acceso a un número considerable de documentos —diarios íntimos, correspondencias, agendas— que nadie había consultado anteriormente y que en la actualidad ella es la úni- ca capaz de descifrar. Bien es cierto que la princesa, en su obsesión por los ar- chivos, volvía a copiar a mano los rastros de su historia con objeto de que nada pudiera escapársele. Y así, transmitió a su hija una copia de todos los archivos depositados posteriormente, por una parte, en la Biblioteca del Congreso de Washington y, por otra, en la Bibliothèque Nationale (París).8 No olvidemos por lo demás que conservó, contra la opinión de Freud, y tras comprarlas, las cartas que éste intercambiara con Wilhelm Fliess entre 1887 y 1904.9 Entre los documentos exhumados por Célia Bertin, cuya lista aparece al final de la presente obra, cuatro manuscritos poseen una importancia crucial para la historiografía freudiana. Se trata en primer lugar del Sommaire de mon analyse et de ma correspondance avec Freud et Agenda jusqu’en 1939, inmen- 17
so volumen de trescientas cincuenta páginas en el que la princesa comenta los acontecimientos de su vida privada o pública, anotando al detalle las palabras de Freud, sus reacciones a su propio análisis y sus opiniones sobre su familia, sus discípulos, sus pacientes, etcétera. A ello se suman tres textos más: una Chronologie biographique en huit cahiers, un conjunto titulado Cahiers noirs 19251939, suerte de diario íntimo, y por último otro conjunto, de unas cuarenta pá- ginas mecanografiadas, auténtico extracto del Sommaire, que ostenta el título de Cahiers du Journal d’analyse (o Journal d’analyse). Estos manuscritos no siempre son accesibles a los investigadores, pues los archivos de Marie Bonaparte no se abrirán hasta 2020. Por el contrario los fa- mosos Cinq Cahiers aparecieron en vida de la princesa, y yo misma publiqué, a petición de Philippe Sollers, un extracto del primer Cahier,10 en el que Marie relata un episodio central de su psicoanálisis con Freud. En cuanto a la corres- pondencia con René Laforgue, en la que se apoya también Célia Bertin, se halla actualmente disponible gracias a una publicación efectuada por Jean-Pierre Bourgeron.11 Única persona hasta la fecha que ha podido examinar el conjunto de do- cumentos de Marie Bonaparte, Célia Bertin nos descubre la historia de la mu- jer que reinó en la Sociedad Psicoanalítica de París, de la que fue, en 1926, uno de los fundadores, junto con René Laforgue, Adrien Borel, Rudolph Loewen- stein, Édouard Pichon, Raymond de Saussure, René Allendy... Infatigable tra- ductora de la obra del maestro, organizadora del movimiento, consagró su vida al psicoanálisis y adoptó una ejemplar actitud ante el nazismo, rechazando todo tipo de compromiso. Pagó una cuantiosa suma de dinero por arrancar a Freud de las garras de la Gestapo, salvó sus manuscritos y lo instaló en Londres en 1938 con toda su familia. Célia Bertin muestra con talento cómo Marie superó el hastío —y sin duda la locura— gracias a su encuentro con Freud en 1925, a los cuarenta y tres años. Educada por su padre, absorbido por sus actividades de geógrafo y de antropólogo, y por la madre de éste, auténtica tirana doméstica, ávida de triun- fo y de notoriedad, Marie arrastraba esa angustia suicida que encontramos con frecuencia en los herederos de las dinastías principescas del siglo XX , condenados a vagar en el simulacro de su grandeza perdida. El matrimonio de Marie con el príncipe Jorge de Grecia, homosexual y amante de su tío Valdemar, la convirtió en alteza real colmada de honores, pero desdichada y obsesionada por el problema de su irreductible frigidez. Cuando se trasladó a Viena, al borde de la desesperación, acababa de publicar un artículo en el que elogiaba los méritos de una intervención quirúrgica, en boga por entonces, que consistía en aproximar el clítoris a la vagina con el fin de transferir el orgasmo clitoriano hacia la zona vaginal.12 Por supuesto, expe- rimentará la operación consigo misma sin obtener nunca el menor resultado. 18
Durante el psicoanálisis, que se desarrolló en alemán y en inglés en fases su- cesivas, entre 1925 y 1938, Freud desplegó con su querida princesa todo su genio clínico. Le impuso límites, evitándole así una relación incestuosa con su hijo. Ella, por su parte, lo cubría de regalos. Si Lou Andreas-Salomé fue para Freud la encarnación de la inteligencia, la belleza y la libertad —algo así como la Mu jer, a la par sublime y carnal—, Marie Bonaparte fue más bien la hija, la alum- na, la discípula, la admiradora, la rendida embajadora. Tras poner al día la historia secreta de una vida mantenida en secreto has- ta entonces, Célia Bertin hubo de afrontar no sólo el silencio de los representan- tes de la ortodoxia psicoanalítica, sino también la rivalidad de quienes la ha- bían acompañado en sus investigaciones. Y así, Serge Lebovici, pese a haberla apoyado, apenas dedicó unas líneas a la obra en un artículo de la Revue Française de Psychoanalyse, en el que prefirió reseñar mi propio libro y la obra calificada de «científica» de la prin- cesa.13 Por su parte, el psicoanalista americano Frank H. Hartman, que prepara- ba una biografía de Loewenstein, ayudó a Célia Bertin a redactar su libro en inglés y tuvo acceso a través de ella a los archivos de Eugenia de Grecia. Asi- mismo le pidió autorización para traducir y publicar los diarios inéditos de su madre, especialmente el Journal d’analyse y el famoso Sommaire. Eugenia dio en principio su consentimiento. Frank Hartman «tomó prestados» entonces los documentos sin devolverlos nunca ni a Eugenia ni a Tatiana Fruchaud, la hija de ésta. Once años después, en 1991, Célia Bertin me confió una copia del Sommaire. Así pues, los textos de Marie Bonaparte referentes a sus relaciones con Freud se hallan dispersos en la actualidad. Los originales están depositados en la Bi- blioteca del Congreso en Washington, sin que tengan acceso a ellos los investiga- dores, en tanto que las copias, especialmente el Journal y el Sommaire, se hallan en posesión de tres personas: Célia Bertin, Frank Hartman y yo misma. ¡Extraño destino el de los archivos de Marie Bonaparte! Hartman no se limitó a quedarse con los documentos. Los utilizó en Esta- dos Unidos para difundir rumores y fantasías al poco de estallar el famoso caso de los Sigmund Freud Archives de la Biblioteca del Congreso, provocado por la publicación de la correspondencia entre Freud y Fliess dirigida por un inves- tigador poco escrupuloso, Jeffrey Moussaieff Masson,14 quien sin embargo se ha- bía formado en el entorno de la ortodoxia psicoanalítica. En ese contexto, don- de numerosos especialistas reivindicaban con razón un acceso no censurado a los archivos de la historia del psicoanálisis, Frank Hartman comunicó a la prensa que había recibido autorización de Eugenia para publicar los «diarios íntimos» de Marie Bonaparte. Citando a éste, Daniel Goleman redactó para el New York Times del 12 de noviembre de 1985 un resonante artículo en el 19
que dio a conocer algunas «hojas significativas» extraídas de los manuscritos de la princesa. Diez años después, ninguna publicación había visto la luz, pero Hartman continuaba utilizando documentos «prestados» para estimular, a base de infor- maciones truncadas y de supuestas cartas robadas, perdidas y recobradas, la cu- riosidad de los investigadores privados del acceso a los archivos de la Biblioteca del Congreso. Advertida de esta situación por Mikkel Borch-Jacobsen, quien preparaba un libro violentamente antifreudiano sobre Anna O. y los albores del psicoaná- lisis,15 decidí, de conformidad con Célia Bertin, transmitirle toda la informa- ción que desease recibir sobre el contenido de los manuscritos de la princesa, con plena libertad para comentarlos a su antojo, aunque fuera con una orientación totalmente contraria, aun hostil, a la mía.16 La ética de todo historiador exige en efecto que éste se comprometa a ayudar a cualquier otro historiador a tener libre acceso a las fuentes. El derecho al libre conocimiento del archivo es una cosa, otra el debate historiográfico. Nunca se dirá lo suficiente, a la vista de tales peripecias, sobre cómo la mi- nuciosa labor de Célia Bertin permite al lector de nuestro tiempo descubrir la com- pleja vida de aquella gran dama del psicoanálisis, a quien Freud convirtió en su princesa: la última Bonaparte. Élisabeth Roudinesco
20
1 La última Bonaparte
Si alguien escribe alguna vez mi vida, que la titule La última Bonaparte, porque lo soy. Mis primos de la rama imperial tan sólo son Napoleón. Marie Bonaparte, Chronologie biographique en huit cahiers, octubre de 1951 (inédito)
Marie, la última Bonaparte, declaraba lo siguiente en 1952, a propósito de su infancia: «Me gustaban los asesinos, me parecían interesantes. ¿Acaso no lo fue mi abuelo cuando mató a un periodista, Victor Noir? ¿Y mi tío bisabuelo Napoleón?, ¡qué monumental asesino!». 1 Contaba setenta años por entonces y, en su calidad de psicoanalista, estaba habituada a mirar hacia atrás. Rastreaba en su pasado con el apasionado y paciente empeño que había heredado sin duda de su padre Roland, geógrafo, antropólogo y botánico. Pero la generosa libertad de Marie contrasta con el comportamiento del príncipe Roland Bonaparte, hombre de biblioteca, sediento de notoriedad social. Marie Bonaparte debía exclusivamente su arrojo moral y su lucidez a sí misma. Tampoco debe a nadie su éxito profesional, por más que su entorno prefiera ignorarlo. En su época no resultaba fácilmente concebible que una princesa, casada con el hijo de un rey, llegase a ser discípula, después amiga íntima de Sigmund Freud y al cabo una de las analistas más famosas de Europa. Con semejante fortuna y familia, la sociedad interponía entre ella y la ciencia del maestro vienés barreras que parecían infranqueables. No sin motivo su alteza real la princesa María de Grecia y de Dinamarca reivindicaba su pertenencia al clan de los Bonaparte: era, al igual que ellos, hija de sus obras. «Para todos cuantos preguntan a qué época se remonta la casa Bonaparte, la respuesta es sencilla: se remonta al 18 de Brumario», decía Napoleón.2 En puridad, el triunfo que conquistó toda su familia corre curiosamente parejas con la historia de Córcega, que, en definitiva, no formó parte de Francia hasta la derrota de las tropas de Pascal Paoli en Pontenuovo, el 8 de mayo de 1769, es decir, tres meses antes del nacimien21
to del emperador de los franceses, que aconteció en Ajaccio, el 15 de agosto del mismo año. Los Bonaparte aseguraban hallarse afincados en la isla desde el siglo XVI. Asimismo remontaban sus orígenes toscanos hasta el siglo X. Pero una famosa memorialista napoleonista, la esposa del general Junot, propone otra versión. Según ella, allá por 1670, los genoveses, expulsados por los turcos de Grecia, que ocupaban en parte, llevaron con ellos a Córcega —que poseían desde finales del siglo XIII— a helenos cristianos que se establecieron en las regiones de Cargèse y de Ajaccio. «A su mando se hallaba Constantino Comneno, quien tenía un hijo llamado Calomeros, es decir, en italiano Bella Parte o Buona Parte.» 3 Ello contradice las cartas patentes del arzobispo de Pisa recibidas por Charles Buonaparte, padre de Napoleón, el 30 de noviembre de 1769, que lo califican de noble y de patricio; pero el que tuviese antepasados griegos Marie Bonaparte, que por su matrimonio se convertiría en princesa real de ese país, ¿no espolea la imaginación? No cabe duda de que todo comenzó en Córcega, antes del 18 de Brumario. Por lo demás, la isla de la Belleza (que bien merece ese nombre) es un lugar donde tales cosas suceden de modo natural. La acción, que puede llegar hasta el drama, está inscrita en su historia. La isla es pobre, pero su ubicación geográfica, a la par que la grandeza de su naturaleza salvaje y el perfume de sus montes, invitan a las invasiones. Éstas comenzaron a mediados del segundo milenio antes de nuestra era. Nunca cesarían. Los corsos, convertidos ya en rebeldes, adoptaron sus propias leyes morales, con el objeto de salvaguardar su honor, afirmar su libertad individual y satisfacer su orgullo. Para los Bonaparte, cuya volubilidad resulta a veces difícilmente explicable, esas leyes justificaban su conducta a sus propios ojos. Para ellos, todo comenzó a causa de una mujer. Letizia Ramolino, madre del Emperador y del bisabuelo de Marie, Lucien Bonaparte, contaba sólo catorce años cuando contrajo matrimonio, el 2 de junio de 1764, con Charles-Marie Buonaparte, que tenía dieciocho. También ella descendía de una familia patricia corsa, pero de origen lombardo, y cuyos miembros siguieron ocupando cargos en Génova, hasta que finalizó la dominación de la República. Fleuriot de Langle la describe como una hermosa muchacha morena, ignorante, como las demás muchachas de su condición, pero «tan realista como proclive era su esposo a las quimeras, tan ahorradora como pródigo y amigo de fastos era él, tan tacaña como dilapidador era él».4 La devoción de Charles-Marie Buonaparte a su isla lo llevó a adherirse a la causa de Pascal Paoli, el general que logró forjar temporalmente la unidad de Córcega, 22
cuando concluía la larga dominación de la República de Génova, que negociaba la venta de la isla a Francia. Paoli pidió a Charles-Marie que se reuniera con él en Corte, que había convertido en su capital. En 1767, Charles pasó a ser su secretario y se instaló en Corte, con su esposa Letizia. Más adelante, ésta, embarazada de Napoleón (su segundo hijo). lo acompañaría en toda la campaña emprendida por Paoli contra los franceses. Pero cuando Letizia regresó a Ajaccio, consiguió que Charles-Marie no acompañara a aquellos que, manteniéndose fieles a Paoli tras la derrota, se embarcaron hacia el exilio con su héroe, en dos navíos ingleses. La Signora, como se la siguió llamando incluso mucho tiempo después en París, siempre fue un personaje capital para su numerosa familia. Por otra parte, en la vida de los Bonaparte, la que «se inicia el 18 de Brumario», según deseaba Napoleón, numerosas mujeres desempeñaron un papel fundamental. Especialmente en la de Lucien y de su hijo Pierre, de quien Marie, «la última Bonaparte», descenderá directamente.
Un bisabuelo peregrino, Lucien Bonaparte La bisabuela de Marie Bonaparte, que se desposaría con Lucien, se llamaba Alexandrine de Bleschamp. Había nacido en Calais, el 23 de febrero de 1778, de padre originario de Saint-Malo, letrado en el Parlamento de París. Su madre, Bouvet de soltera, era oriunda de Calais, y su abuela materna se llamaba Grimod de Verneuil. Su padre, que había perdido sus bienes durante la Revolución, la casó, en 1797, con Jouberthon, un negociante a quien la mayoría de los historiadores califican de «dudoso» y que, cuatro años después, participó en la expedición del general Leclerc a Santo Domingo, donde murió de la fiebre amarilla. Alexandrine, que vivía en París, no tardó en moverse en los mismos círculos que Madame Tallien, Madame Hamelin y otras mujeres de audaz elegancia. Pasó a ser una de las «merveilleuses» más descollantes del Directorio. Louis de Fontanes, poeta que fue tiempo después, bajo el Imperio, ministro de Educación, escribió que era «tan coqueta como guapa, tan codiciosa como coqueta». Tenía veinticuatro años cuando conoció a Lucien, hermano del Primer Cónsul. Él tenía por entonces veintisiete años, era senador y mecenas, y había adquirido rápidamente y de modo a veces poco honorable una considerable fortuna. Hábil, versátil, ambicioso, dinámico, tras profesar ideas jacobinas que lo llevaron a cometer, durante el Terror, excesos por 23
los que fue encarcelado en Aix-en-Provence, fue elegido, bajo el Directorio, miembro y después presidente del Consejo de los Quinientos. (Dicho consejo, instaurado por la Constitución del año III, preparaba las leyes que el Consejo de Ancianos, con la mitad de miembros, adoptaba o rechazaba, mientras que el poder ejecutivo quedaba en manos de un Directorio de cinco miembros.) Lucien ocupaba, pues, una posición clave que supo utilizar para derribar el Directorio e instaurar el Consulado en beneficio de su hermano. Cuando se produce el golpe de Estado del 18 de Brumario, «sin lugar a dudas... su firme y lúcida actuación salvó una situación sumamente comprometida por los errores y la falta de sangre fría del futuro amo de Europa». 5 Aquel día Lucien «reimplantó, por decirlo así, una legalidad a punto de desaparecer». 6 Sin duda era el hombre de las crisis, pues de nuevo obrará maravillas durante los Cien Días. Pero en la vida diaria era menos brillante. Como ministro de Interior, puesto que ocupó desde el 24 de diciembre de 1799 —regalo de Navidad de su hermano, tras la ayuda capital que había aportado un mes atrás—, y como embajador en Madrid, se preocupó sobre todo de sus propios intereses. Durante su tránsito a Interior, sus ayudantes realizaron grandes despilfarros y malversaciones, mientras él mismo desataba las comidillas con actrices de la Comédie Française, una cantante de ópera y la célebre Mademoiselle George. Por aquella época, comenzó a escribir y a publicar. Una novela en dos tomos: La tribu india o Eduardo y Stellina, un poema en prosa, La Césaréïde y, anónimamente, un panfleto, Para- lelismo entre César, Cromwell, Monck y Bonaparte, fragmento traducido del inglés, ¡impreso en el propio ministerio! Ello provocó un violento altercado entre ambos hermanos, al que siguió la dimisión de Lucien, quien al poco abandonó París para trasladarse a Madrid, el primer aniversario del 18 de Brumario... Mientras se mantuvo al frente de la embajada de Madrid, Lucien continuó enriqueciéndose, aceptando los obsequios de la corte y los del Gobierno de Portugal. A su regreso, se granjeó las simpatías del papa Pío VII, respaldando el Concordato, sellado entre el Primer Cónsul y el Papa para restablecer la autoridad pontificia, tras las diferencias con la Revolución. Corría noviembre de 1801; no podía prever que algún día habría de refugiarse junto al santo padre. Confiaba en su futuro, y presentó su candidatura a la República cisalpina. Vivía inmerso en un lujo insolente, se interesaba por las letras y las artes. Había trabado amistad con Madame de Staël, recibía a Chateaubriand, a Fontanes, a La Harpe, al Chevalier de Boufflers, a los escritores que estaban en el cande24
lero por aquel entonces. ¿Quién hubiera dicho que un hombre seme jante lo sacrificaría todo de repente por el amor de una mujer? Pero en Plessis-Chamant, donde ofrecía en su teatro privado espectáculos de calidad ante un público de artistas y sabios, apareció Alexandrine interpretando Alzire . ¿Podía no fijarse en la joven actriz de blanquísima piel y grandes ojos azul marino? El flechazo fue recíproco. Lucien y Alexandrine ya no se separaron. Ella fijó su residencia en París, en una casa unida por un subterráneo al palacio de Brienne, en la Rue Saint-Dominique, el actual Ministerio de Defensa, residencia de su amante. El 24 de mayo de 1803, alumbró a su primer hijo, Charles-Lucien. El 25 de mayo el niño fue bautizado por un sacerdote que extendió, para la misma ocasión, otro certificado, el de la bendición nupcial que se supone dio a los «esposos [que] juraron ante mí no poder celebrar de inmediato el matrimonio civil, por un imperativo político ina pelable»... Salta a la vista de qué «imperativo político inapelable» 7 se trataba. Lucien sabía que el Primer Cónsul, su hermano, no aprobaría semejante enlace. Para formar una familia, la época imponía las alianzas principescas. Así y todo, se celebró el matrimonio civil, el 26 de noviembre de 1803, en Le Plessis, y Lucien informó a su hermano de inmediato en una carta llevada a Malmaison. Tan sólo lo apoyaron su madre y Bernadotte. Los demás: hermanos, hermanas y aliados se atuvieron a las órdenes del vencedor de Marengo. Lucien había de resignarse al exilio. Viajó solo a Italia, antes de trasladar allí a su mujer y a su hijo. Lucien era perfectamente consciente de lo que el amor de Alexandrine le hacía perder. Era el más inteligente de los ocho hijos de Letizia, exceptuando a Napoleón, y el preferido. Éste, tan pronto ascendió al poder, se las ingenió para «colocar» a sus hermanos y hermanas, y a sus respectivos cónyuges, todos los cuales dependían por completo de él. «Más le hubiera valido a Napoleón no tener familia alguna», observó en una ocasión Stendhal. El caso de Lucien presentaba dificultades. Desde 1801, era viudo, de unas primeras nupcias con la hermana iletrada de un posadero, de quien tenía dos niñas. Bonaparte tenía buenas razones para pensar que podría poder romper su matrimonio con Alexandrine. Y su fracaso lo exasperó. En cierto modo, lo unían muchos lazos afectivos con Lucien. El único capaz de medirse con él. Se merecían mutuamente en cierto modo. Al igual que Lucien, Napoleón advirtió enseguida la magnitud de su desacuerdo y sus consecuencias. Al separarse, se condenaban ambos a la soledad. Tras una tormentosa escena, en Saint-Cloud, el 10 de 25
abril de 1804, unas semanas antes de la consagración, Napoleón dijo a Josefina: «Se acabó. Acabo de romper con Lucien. Es duro encontrar semejante resistencia a tan grandes intereses. Me veo resignado a aislarme y a no contar más que conmigo mismo». 8 Dicha frase permite calibrar la profundidad de sus relaciones. Lucien no podía dejar de lamentar la situación, pues imaginaba perfectamente las posibilidades de que se privaba, y no quería renunciar como si tal cosa a una alta dignidad. Con todo, en 1805, dos años después de la tormenta, Napoleón seguía dispuesto a ofrecer a su hermano favorito la corona de Italia, siempre que éste consintiera que su mujer ostentase el apellido Bonaparte sin título, así como sus hijos. Lucien se negó, y no fue una sorpresa para Alexandrine. Su matrimonio lo había cambiado: se había encariñado con ella, y le parecía natural sacrificarle todo. Tal finalidad, que lo honra, resulta casi sorprendente en un hombre de su talla, y en un ambiente donde una marcha atrás por su parte no la habría censurado nadie. El senado consulto del 18 de mayo de 1805, que encomendaba el gobierno de la República «a un emperador que toma el título de Emperador de los franceses», establecía la herencia imperial, y excluía a Lucien. Era previsible, y, en mayor medida que nadie en aquel entorno, el marido de Alexandrine de Bleschamp no se forjaba la más mínima ilusión. Con todo, partió al exilio soliviantado, con rencor. Pese a la excepcional armonía que reinaba entre su esposa y él, el tiempo no lo apaciguaría. Difícil le hubiera resultado olvidar, cuando resonaban en toda Europa las hazañas del Emperador. Tampoco la familia le facilitaba la labor. Todos disfrutaban de una posición privilegiada, pero todos maniobraban para intentar reconciliar a los irreconciliables. La Signora, los hermanos y hermanas se lamentaban, haciendo de mensajeros entre las partes contrarias, cuyas palabras deformaban sin consideración. Se produjeron nuevos y terribles intercambios verbales entre los dos hermanos, como la famosa entrevista de Mantua, a fines de 1807, durísimo lance para ambos. Seguían siendo curiosamente vulnerables al daño que se infligían. En su exilio italiano, Lucien se instaló al principio en Roma. Compró, en la ciudad, en las inmediaciones y en la Toscana, palacios y un sinnúmero de propiedades que no eran tan sólo mansiones principescas sino también inversiones. Se las había ingeniado para prestar dinero al Papa, y recibió, por 500.000 francos, una castellanía pontificia heredada de los Farnesio que pasaría a ser, tras regularización por contrato, el principado de Canino. 26