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Los mantenidos
Walter Lezcano
novela *
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Cagón antes, ahora soy el poronga más poronga del barrio.
Ricardo
—¿Querés que vayamos a dar una vuelta? —Una vuelta dónde.
—Por —Por mi pasad pa sado. o.
E s t a m o s echando raíces, loco. © hiqui * Okupas | Capítulo 6
Los mantenidos
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Este libro integra la colección El futón de Alfio Basile
a cargo de Lucas Oliveira Diseño de logo: Matías Laje Contacto con la editorial
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E D I C I Ó N P D F | enero2012 |
O S L e D a D primera parte
I
Nunca pensé que terminaría siendo docente. No hay antecedentes de esa profesión en mi familia. En mi pequeña familia. O tal vez sí. Mi madrina, a quien nunca vi, era maestra de grado. Sé que tengo una madrina porque me lo dijeron y porque también aparece en las fotos. Unas fotos ya viejas y amarillentas que a mamá le encantaba guardar y a mí me molestaba ver. En ellas se me ve recién nacido, en una iglesia, gordo y feo como todos los recién nacidos, en brazos de una mujer desconocida. Esa es mi madrina. A su lado está su marido. Un tipo con un increíble parecido a Carlos Gardel: morocho, peinado a la gomina, mirada recia, los brazos cruzados a la altura del pecho. Ese es mi padrino. Era o es, no puedo precisarlo, abogado. Otro que nunca vi y que de alguna manera es parte de mi existencia. Mi familia era tamaño small. Pocos parientes. Apenas mi vieja y yo. Ella también está ahí en esas fotos. Se la ve diferente con esos peinados batidos que se usaban antes. Era el año ´79, pero su rostro seguía siendo el mismo. Algo de ella persistía en mantenerse reconocible. Aunque sus ojos ya no tenían ese brillo radiante de la inquietud y la inexperiencia. Se le había ido con el tiempo. Esas son imágenes de Chubut. Unos meses antes de que mamá, de forma imprevista, decidiera que era el momento de empezar una nueva vida en otro lugar. Nunca le contó a
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nadie las razones que la llevaron a tomar esa decisión. A mí tampoco. Yo jamás le pregunté. Pienso que hay cosas que no se preguntan. El que no aparece en esas fotos es mi viejo. Me recibí de Profesor de Lengua y Literatura. Es rara la vida. Lengua era una materia que detestaba. Gran parte de ese sentimiento lo tenía por la aversión, propia de la edad, a cualquier tipo de responsabilidad. Pero también era por la profesora que padecimos los tres últimos años del secundario. Hay gente que deja huellas imborrables en nuestra vida. Silva era su apellido. Era una mujer que parecía haber recibido duras golpizas metafísicas, de esas que dejan moretones internos y, a la vez, visibles. Tenía el rostro demacrado, la mirada siempre ida, en viaje permanente. Daba la impresión de que una parte suya se había quedado extraviada en algún instante de su vida. Se corría un rumor sobre ella, esa clase de rumores infundados que en muy poco tiempo se convierten en verdades irrefutables. Había perdido a su marido y eso la desequilibró. Fue una muerte repentina, inesperada: paro cardíaco. Ella volvía de hacer las compras en el almacén y el tipo estaba sentado en el sillón, parecía dormido. Quiso despertarlo y nada. Luego de unos minutos de desesperación se dio cuenta de que su vida había cambiado para siempre. Vivían los dos solos. No tenían hijos. Esa inesperada soledad que poblaba su casa la puso en el estante de los perdidos. Eso se decía. Se tomó una licencia psiquiátrica de más de dos años. Cuando vol vió se encontró con nuestro curso. Lo cierto es que divagaba, perdía el hilo de lo que estaba diciendo y cada clase la empezaba preguntando qué habíamos hecho en la anterior. Mis compañeros la humillaban y ella parecía no darse cuenta, o los dejaba, o quizás no le importaba. Esa actitud me molestaba. Esa pasividad frente a la maldad incansable de treinta pendejos con muchas ganas de ver sangre. Sobre todo si percibían debilidad. Fueron tres años perdidos, sin retorno. Lo supieron todos los que creían pasarla bien y después fueron descartados en los exámenes de ingreso a la facultad. Cuando terminé la secundaria no sabía qué hacer con mi vida. Vi vía con mi vieja y creía que tenía todo el tiempo del mundo para decidirme. No trabajaba y tampoco buscaba. No me parecía importante tener un laburo. Total, mamá me mantenía. Así era mi vida por entonces. Ninguna perspectiva interesante en el horizonte. Miraba mucho
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el techo, era lo que más hacía. Ah, escuchaba música también. Por esa época creía que la música era un resguardo seguro de la mierda del mundo. Ponía un disco y automáticamente desaparecía la realidad. Era hermoso sentirse así: adentro de una mónada llena de sonidos extraordinarios, sin tiempo, sin esperanzas, sin nada perturbador. Pero, claro, la eternidad dura muy poco. Un día mi vieja cayó con alguien: un tipo. Me extrañó, porque mamá solo traía amigas. Era muy reservada con estas cuestiones, había sido criada con otros valores, por eso le importaba la mirada ajena, la de los vecinos. El qué dirán y eso. Y además consideraba que ciertas cosas, el sexo, por ejemplo, se resolvían de la puerta para afuera. Yo no traía a nadie a casa para acostarme (tampoco fueron tantas, apenas una o dos hasta ese momento) y ella hacía lo mismo. Era una ley implícita que habíamos forjado a través de los años. Cuando ella salía jamás volvía con nadie. Por ahí una conocida del barrio o del trabajo, pero nunca un hombre. Entonces, ese día que un señor entró a casa detrás de ella con cara de querer caer bien, me agarró como a un actor al que le cambian la letra en el medio de la obra. Los saludé a los dos y salí de casa desconcertado, sin saber adónde ir. Mauricio, se llamaba. Comenzó a venir a casa. Primero una vez por semana, después dos y, finalmente, casi todos los días. El tipo también llamaba por teléfono continuamente. Cuando lo atendía yo, era seco, cortante. Eso me pareció una mala señal. No le dije nada a mamá. No quería que piense que pretendía llenarle la cabeza en contra de él como si estuviera celoso. Era una sensación que me acosaba. En realidad buscaba que no lo note. Supongo que ella sabía todo. Era mi vieja, ¿cómo podía ocultarle algo? Nunca hablamos de la relación que tenía con Mauricio. Ninguno de los dos dijo nada. Salvo una vez que me preguntó al pasar, como si esas palabras se le hubieran caído de la boca sin querer, qué me parecía Mauricio. ¿Qué me va a parecer? Un forro, un falso, un pelotudo. Le contesté, haciéndome el reflexivo, que era ella la que tenía que decir eso. Supongo que esperaba otra cosa, algo generoso y amable, pero yo no estaba en condiciones de dar nada de eso. Fui egoísta. Lo sabía. No pude decirle mucho más. Escuchó, asintió silenciosa y no respondió nada. Hasta que una noche vinieron juntos y luego de comer rápido, para no estar cerca de Mauricio, me fui a mi pieza. A la mañana siguiente estaban desayunando muy contentos. Se hacían bromas cómplices,
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mostraban una intimidad compartida. Me di cuenta entonces de que él se había quedado a dormir y que esa era la forma elegida para exponer la nueva situación. Había una relación en marcha que iba muy en serio. Me sentí traicionado. Unos meses después de esa mañana éramos tres personas viviendo en la casa. Eso no era problema ya que la casa era grande, había lugar de sobra. Era personal: entre Mauricio y yo las cosas no funcaban. No era algo explícito, declarado, si no una incomodidad guardada, pero estaba ahí. Me trataba diferente si mi vieja estaba presente, la mezquindad con la comida que compraba él. Ese tipo de cuestiones. Por mamá se desvivía, eso sí, era bueno con ella. Sin embargo, la frialdad contenida con la que me trataba me hizo pensar en que era hora de despedirme del hogar en el que había pasado toda mi vida. Le mentí a mi vieja. Le dije que me iba porque necesitaba mi propio espacio, que ya era grande como para seguir dependiendo de ella. Me las di de adulto y maduro. Nada más lejos de la realidad. Ella lo tomó lo más bien, no se hizo ningún drama. Eso me afectó: me hubiese gustado que se pusiera mal, que llorase y sufriese por la partida de su único hijo. Pero estuvo comprensiva y, sí, algo distante. Si vos creés que es lo mejor para tu vida, hacelo, me dijo. Yo no tenía la más puta idea de qué era lo mejor para mi vida, pero estaba seguro de una cosa: no quería vivir con Mauricio. Tenía claro que, a la larga, todo se iba ir al carajo. No quería pasar por eso. La veía a mi vieja, en cómo ella había recuperado algo que parecía perdido. No sabía si era amor o simplemente una buena compañía, no importaba. Se la veía radiante, feliz, con ganas de hacer cosas. Ahora estoy seguro, aunque no quisiera admitirlo en ese momento, había amor entre ellos. Y me jodía mucho darme cuenta de que yo quedaba afuera de esa fortaleza de dos. Su cambio era notable. Desde hacía un buen tiempo se la notaba desgastada. Volvía del trabajo malhumorada o, directamente, enojada. Después se metía en su pieza y se guardaba unas cuantas horas. También la notaba dejada, ya no se preocupaba por su aspecto. Esa fue una de las grandes modificaciones que percibí. Y un día empezó la renovación. Se compraba ropa y pasaba largas horas preparándose para salir con Mauricio. Sonreía, estaba contenta. No quería arruinarle eso, ni confrontar con Mauricio y que la vida en la casa se convirtiera en un campo minado. Deseaba que mamá mantuviera ese florecer sin romperle esa segunda oportunidad que estaba sobrevolando.
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II
Fui a parar a una casilla que me prestó un amigo. Quedaba atrás de donde vivía con sus viejos. Su papá la usaba para guardar herramientas y porquerías. Las paredes eran de una madera barata, machimbre, pino o alguna de esas, y estaban pintadas de celeste. El techo era de chapa de cartón y el piso, de tierra. Y había una ventanita que en vez de vidrio tenía puesto un pedazo de cartón. Era una hermosa cucha de perro. El invierno asomaba el hocico así que tenía que pensar cómo llegar vivo a la primavera. No tenía ni un mueble. No tenía nada. Apenas poseía un bolsito con algunas pilchas. La primera noche que pasé ahí acomodé la poca ropa en el piso para que hiciera de colchón. Tenía el espesor de una feta de salame. Me acosté y doblé el bolsito varias veces para que funcione de almohada. Comencé a sentir una corriente helada entrando de algún lado. Cuando la noche se hizo profunda, tipo dos, tres de la madrugada, temblaba como un poseído. El frío me sacudía lindo. Hay que pasarlo, hay que pasar esto, pensaba con dificultad. Me abracé a las piernas flexionadas, las rodillas contra el pecho, queriendo pensar que el frío era solo una ilusión. Al toque me di cuenta de que era lo único real en ese lugar. Con los ojos cerrados, haciendo fuerza, finalmente me dormí. Antes me pareció ver la luz del día filtrarse por los espacios que dejaba el cartón. Y hasta soñé, creo.
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Las cosas no estaban tal mal después de todo. Estaba muy poco preparado para la vida. No tenía la menor idea de cómo me las iba a arreglar. Lo primero que tenía que hacer era conseguir un trabajo. Pronto. El tema era que no sabía hacer absolutamente nada. Era un inútil y me veía pagando las consecuencias. Imaginaba que en muy poquito tiempo estaría muerto de hambre, mendigando, sucio y sentado en alguna vereda con la mano extendida rogando que alguno me tire una moneda. La mamá de mi amigo, Silvia, era una señora muy creyente. Cristiana apostólica romana. Se había metido en la religión porque necesitaba un lugar seguro para las horas difíciles. La iglesia le daba esperanzas y la tranquilizaba. La vida de Silvia era muy inestable. A su marido le gustaba demasiado el juego, al punto de que se apostaba todo el sueldo de la curtiembre ni bien lo cobraba. Entonces ella debía andar pidiendo guita prestada y haciendo malabares para llegar a fin de mes. A veces, si no conseguía quién le preste, limpiaba casas por horas. Algo que odiaba hacer porque se sentía humillada. Y mi amigo aportaba lo suyo para ensanchar esa ruta de tristeza por la que ella transitaba desde hacía un buen tiempo. Que Julián se drogara era un golpe duro para Silvia, un problema que no sabía cómo encarar. Primero quiso que el padre hiciese algo, pero no supo cómo abordar el tema con un hijo que todo el tiempo le recriminaba su propio comportamiento y le echaba en cara sus heridas viejas. Después intentó con el diálogo, con los gritos y con algún que otro sopapo. Pero no logró nada. Julián era indomable en el ring. Silvia, resignada, tiró los guantes y lo dejó en paz. Ella sabía todo lo que consumía su hijo. Y cuándo lo hacía. Era obvio, con solo verlo se daba cuenta. A Silvia le dolía verlo así las pocas veces que se cruzaban, y se encerraba en la pieza o en la iglesia. Yo creía que el berretín de Julián no era nada grave. Sí, el pibe le daba al porro y a la merca sin medir consecuencias, pero también seguía dando vueltas en la órbita familiar, iba al colegio (¡pasaba de año!) y volvía a dormir casi todas las noches a su mugrosa habitación. En estado lamentable, pero volvía. Julián me dijo una noche que era importante tener un hogar, algo muy diferente a tener una casa, un lugar donde volver y sentirse a salvo. Y ese espacio que compartía con su viejo, al que despreciaba, y con su mamá, a la que respetaba por los esfuerzos que hacía, era el único sitio al que consideraba su Hogar.
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A la segunda noche en la casilla, Silvia me dijo que dejaría un plato de comida en la cocina de su casa para que cene. Me emocionó que me diera esa mano. Alguien me tenía en cuenta. Me sentí querido. Entonces entraba todas las noches, con cierto aire delictivo, por la puerta de atrás y agarraba mi plato servido, me lo llevaba a la casilla y le daba con todas las ganas. Muchas de las comidas no me gustaban, mucho guiso sobre todo. Pero yo los comía para no ser desagradecido y también porque era mi única comida del día. A veces, en esos viajes de subsistencia, la encontraba y hablábamos de cualquier cosa, nada importante. Era una mujer muy agradable, sencilla en apariencia, pero con el tiempo entendí que sabía un montón. No tenía una vida fácil, y estaba entera. Nunca me preguntó nada incómodo, ni me hizo sentir un extraño. Fue pura entrega sin esperar ninguna recompensa. Ella me dio mi primer mueble: una cama de una plaza y el colchón. Cuando llegué una tarde y lo vi, no lo podía creer. Tampoco entendía bien por qué me emocionaba tanto por un simple mueble, pero así fue. Se notaba a simple vista que era usado. No me importó, me pareció maravilloso.
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III
Pocos días después conseguí un trabajo por intermedio de Julián. Mi primer laburo: ayudante de albañil. Trabajaría para un tipo llamado Ángel. Él sabía de mi situación, que me había ido de casa y que era un inservible, y decidió darme una ayuda por razones personales. Sabía lo que era estar solo y lejos de la familia. Cuando vino de Bolivia sufrió el desarraigo y el desempleo. Supongo que quería ganarse el cielo conmigo porque se veía reflejado. Exageraba un poco cuando hablaba de mi “desarraigo”. A mi vieja la tenía cerca y la podía ir a ver cuando quisiera. La cuestión era, justamente, que no quería. Estaba convencido de que debía, y sobre todo podía, salir adelante solo, aunque luego lo comprendí: eso es imposible. Además, la última vez que había ido a visitarla me había contado sus planes de casamiento. Fingí alegrarme y le dije que era una gran noticia. La abracé y hasta la felicité. Estaba para el Oscar. Ángel se prestó a enseñarme su oficio. Era un trabajo duro. Tuve que empezar de abajo, pagar derecho de piso. Cargué sobre el hombro las bolsas de cemento que pesaban cincuenta kilos, mis piernas al principio temblaban, y las de cal, que pesaban treinta. Acomodé la arena. Apilé los ladrillos. Llevé las herramientas. Todo tenía una manera específica de hacerse. Normas internas que no estaban escritas pero eran
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sabidas, transmitidas oralmente, a la vieja usanza. Y no se cuestionaban por que personas como Ángel llevaban muchos años levantando construcciones hermosas con materiales rudimentarios. Además fue un aprendizaje léxico: hacer pastones, preparar mezclas, levantar paredes, hacer revoques, pasar el fino, usar la plomada. Etcétera. ¿Qué carajo era eso? Palabras que jamás había escuchado de pronto se convirtieron en las más importantes para hacer bien mi trabajo. Era un turista conociendo un mundo nuevo. Yo era duro, a mi cabeza le costaba retener cierta información, pero Ángel tuvo paciencia y me decía todo con calma. Era un hombre con gran temple. Siempre específico y firme, sin ser autoritario. Estaba claro que la mejor forma de hacer el trabajo era la suya. Yo no estaba en condiciones de cuestionarlo, tampoco me importaba demasiado. Decía a todo que sí y trataba, sin suerte, de copiarlo. Hacía lo justo y necesario. Ese era un buen lugar para ocupar. Me gustaba. Cuando parábamos para comer al mediodía a veces se quedaba pensativo y se alejaba para estar solo. No era cerrado ni nada de eso, solo necesitaba mantener su espacio. De a poco fuimos tomando confianza conmigo y me contó cómo fueron sus primeros días en Buenos Aires. Cuando llegó de Bolivia, al principio, la pasó fiero. No conocía a nadie y tampoco tenía mucha plata, el cambio de moneda lo jodió. Así que cuando esos billetes volaron, la calle le dio techo y comida. Poca, pero le daba como para caminar buscando el filo. Daba vueltas por Capital Federal, que no le pareció gran cosa, y percibía el desprecio de la gente. No le llamó mucho la atención. Ya le habían contado que en Argentina el racismo es más fuerte que la buena onda y que la palabra boliviano era un insulto. Una vez escuchó a unos chicos con guardapolvo blanco, recién salidos de la escuela, insultándose a los gritos. Andá, boliviano de mierda, se decían. Y fue sentir que un dolorcito se le metía por la nuca, le hacía cosquillas en el pecho y se quedó ahí por un buen tiempo. Ángel trataba de procesar esa experiencia en un almuerzo: —Es muy fácil convertirse en un resentido. Una palabra chiquita nomás alcanza. En ese momento estuve seguro de algo que ya venía pensando: para una persona como yo, sería muy difícil vivir en este país. Sobre todo porque lo que dijeron parecía de lo más normal. Esos niños iban con sus madres y ellas no los retaron ni nada, ¿sabes? O sea, imagínate, lo que yo era parecía ser un problema para esta gente.
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La voz de Ángel tenía una melodía hermosa, cadencia y ritmo. Era un don natural. Y su dicción era perfecta. Cuando contaba la anécdota no había nada de resentimiento en sus palabras. El tipo pudo atravesar el fuego y mantener su alma a salvo. Le quedaban heridas, claro que sí, pero todas superficiales. Dejó la Capital y se fue a Temperley por un dato. Se estaba haciendo una construcción grande. Cuando llegó al lugar y pidió trabajo, lo tomaron enseguida, todo lo contrario a los otros lugares en donde se había ofrecido. Ángel era albañil desde sus once años, no tenía título ni nada, lo que sabía lo llevaba en el cuerpo, como la sangre y los años. Se estaba edificando una iglesia. Entró de peón, uno más entre todos. Al poco tiempo de ver cómo se movía, con ese conocimiento absoluto que tenía de su oficio, lo ascendieron. La decisión la había tomado la persona que estaba pagando la construcción. Augusto, el cura. Un mediodía en una sobremesa Ángel le contó su situación a Augusto: estaba parando en una pensión y no lo trataban muy bien. Fue un diálogo sin intención de pedir nada. Al otro día, Augusto le dijo que había pensado lo que habían hablado y le propuso construirse una pieza para quedarse a vivir y, de paso, hacer de sereno y cuidar la iglesia. A Ángel la idea le encantó. Pero había un inconveniente, no creía en Dios. Augusto se cagó de risa y le dijo que ese no era ningún problema, no hacía falta ser creyente para ser un excelente trabajador como era Ángel. Por eso se lo proponía. Entonces aceptó pensando que su suerte por fin estaba cambiando. Y, sí, claro que era mejor tener un techo sobre su cabeza y unas paredes que lo sostengan y, bueno, vivir en la casa de un Dios en el que no se creía tenía su gracia. Igual, eso de estar en contacto todo el tiempo con lo religioso le hizo poner en duda sus convicciones. Para Ángel, lo mejor era estar cerca de Augusto. Era él quien había llevado adelante la aventura de construir una iglesia y tenía algo muy especial. Una personalidad que cautivaba a todos. Algo que la gente no podía dejar de percibir pero de ninguna manera explicar. Por supuesto, había una historia de cómo Augusto había llegado a ser cura. Una Redemption song. En su vida anterior había sido empresario. Tenía una cadena de carnicerías repartidas en toda zona Sur. Le iba bien, muy bien. La juntaba en pala y podía hacer lo que se le cantaba. No tenía muy claro qué hacer con semejante tranquilidad. Y se le dio por el alcohol y las putas.
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El tipo no era nada reservado y esto no cayó muy bien en la familia. El tren de vida descontrolado que se le dio por llevar a Augusto perturbaba a su mujer y a sus tres hijos varones. La vida disoluta siguió su marcha. Un buen tiempo. En medio de ese bardo, los negocios le pidieron atención. La empresa comenzó a ir cuesta abajo. A Augusto parecía importarle muy poco y continuó como si nada. Era tenaz y constante en su rutina libertina. Ninguno sabía exactamente qué había llevado a un tipo como él a comportarse de esa manera. Y eso que le había costado mucho llegar a pertenecer al clan de los acomodados. Venía de abajo y en ese momento estaba la posibilidad de volver. Pero las personas son increíbles y sus más íntimas motivaciones insospechadas. Siguió como si nada. Una noche, Augusto volvió a su casa borracho y se quedó dormido en el patio, no pudo ni llegar a rozar la puerta del fondo. Por ahí entraba todas las madrugadas. Tenía una sarna feroz, lo de siempre. Se despertó con el sol mojándole la cara. Al menos eso pensó. Lo que lo había despertado, se percató luego de unos segundos, era una aparición. Augusto, un hombre que creía en Dios por costumbre, que no tenía fe verdadera, vio algo que no formaba parte de su universo cotidiano. Lo describió como una persona que estaba a unos centímetros del suelo e irradiaba luz. En ese momento tuvo la certeza de que no estaba borracho ni alucinando. Estaba frente a un momento crucial y sorprendente entre plantas y baldosas sucias. Con los pantalones arrugados y meado. Sintió que le cortaban las palabras a la altura de la garganta. Estaba frente a algo realmente importante. No se animó a ver si era Jesús o el espíritu santo o la Virgen María. No estaba como para andar pidiendo identificación. Se quedó en el piso contemplando como pudo, ya que la luz era rutilante y lastimaba su retina. Ese era un fuego dulce sobre su rostro demacrado. Luego de segundos (¿o fueron horas? ¿Cuánto tiempo pasó?) desapareció. Augusto vomitó y entró a la casa. Y ese fue el comienzo de todo. Después de viajar durante años, realizando seminarios y retiros, y de convertirse en cura, Augusto volvió a Temperley, su casa, con planes de construir una iglesia. Ahí cayó Ángel. *
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Por suerte había trabajo. La mayoría de nuestros clientes eran los que iban a la iglesia. Como lo conocían y le tenían algo de aprecio le pedían pequeños arreglos. Un contrapiso, un revoque, una pared, esas cosas. Y no solo hacía trabajos de albañilería, Ángel sabía de todo. Así que había ocasiones en que hacíamos de plomeros, jardineros, gasistas, electricistas. El tipo era impresionante. Yo hacía lo que podía y aprovechaba la buena temporada. Tal vez debí ser más atento con el trabajo, intentar apropiarme de esa información para tener un oficio. Pero no lo supe aprovechar. Quién sabe, por ahí fue mejor así. Y parece que laburábamos bien porque tuvimos más pedidos. Empezamos a trabajar los sábados para cumplir con todos y no atrasarnos. Eso no me gustó nada. Pero me ayudó a juntar unos mangos y poder comprarme unas sábanas y unas frazadas. También necesitaba algo de ropa esencial (calzoncillos y medias) y para andar (jeans y camisas). Entonces me hizo falta un mueble para poner la pilcha nueva. Fui a la Feria de Solano, que estaba a unas cuadras de donde vivía, para conseguirlo barato. Viendo los precios zarpados de las mueblerías me di cuenta de que la Feria era lo mejor. Se dice que es la más grande de Latinoamérica. Ahí compré un roperito precioso: antiguo, de madera dura y gruesa. De esos resistentes que duran más que el dueño. Segundo mueble. Las cosas mejoraban. Yo sabía que en la Feria iba a conseguir lo que buscaba. Voy desde pibe a recorrerla. Debe tener más de veinte años, por ahí más. Al principio, me contaron, era un lugar para comprar verduras y artículos de limpieza. Eran unas pocas cuadras de Donato Álvarez. Con el tiempo fue creciendo y se empezó a vender ropa, zapatillas. En la década del noventa creció más que nunca. Ya eran más de veinte cuadras, cruzaba San Martín y no parecía detenerse. Se diversificó tanto que no tenía nada que envidiarle a ningún centro comercial. Es nuestro shopping. Sin estructuras fastuosas y ordinarias sino que las calles y las veredas eran las instalaciones utilizadas. Cuadras y cuadras de comerciantes callejeros que pueden dividirse entre los que tienen un puesto y los que no. Los primeros arman sus puestos o abren sus grandes changos y venden mercadería de procedencia incierta pero accesible. El puesto sería un local para ellos, y tienen empleados a los que negrean. Los otros tiran una tela y ponen lo que consiguen. Cartoneros o lúmpenes que venden objetos únicos e irrepetibles. Y te sacan lo que pueden. Los precios los ponen en el momento, depende la jeta del interesado.
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Se puede encontrar cualquier cosa que uno imagine. Desde libros carísimos a precios irrisorios hasta piezas ortopédicas. Todo por unos pocos mangos. Y llegan desde todos lados para comprar estas ofertas imposibles. Una vez peligró la continuidad de la feria. Se había hecho un informe para un programa de televisión que conducía uno que después se mató o lo mataron, no está resuelta la cuestión. El tipo investigaba el tema de las autopartes. Había unos cuántos puestos que las vendían. Se acercaba a ellos con la cámara encendida y les preguntaba si tenían boleta de la mercadería. Nadie tenía forma de explicar dónde y cómo la había conseguido. Era todo robado, por supuesto. A nadie le importaba más que el precio, por eso iba a comprar ahí. Se armó un quilombo que traspasó la pantalla. La policía fue a la feria y montaron un circo para las cámaras. Desarmaron los puestos y se llevaron todo decomisado. Actuaban de agentes de la ley para la tele. Después volvieron, los puesteros. El conductor se había matado o lo habían tirado del balcón de su casa, así que nadie hacía informes molestos. Los oficiales, una vez que las cámaras enfocaron para otro lado, siguieron como antes: pidiendo su parte y dejando laburar a los muchachos. En el barrio de Temperley que rodeaba a la iglesia eran sobre todo, viejos acomodados. Augusto había ubicado muy bien su boliche. Gente que estaba cerca del Gran Momento, ¿no? Uno caminaba a cualquier hora del día y era todo tan silencioso como un sarcófago. Era un preludio, en realidad. Se veían casas grandes, terminaditas, con todos los chiches: techo de tejas, ladrillos a la vista, un jardín amplio, perro de raza y mucama de uniforme haciendo juego. Nada que ver con mi barrio. Ese era nuestro centro de operaciones, donde nos movíamos. Muy pocas veces salíamos de ese radio perfectamente delimitado. Te dabas cuenta de que estabas en otro barrio por las casas. Un par de cuadras y todo estaba a un soplo de derrumbarse. A veces, Ángel me dejaba ir solo a los trabajos más simples, para poder avanzar cuando se nos amontonaban los pedidos. Algo había aprendido. Una de esas veces ocurrió algo impensado. Conseguí mi primer libro importante. Fue el comienzo. Antes ya había leído algún que otro libro, nada importante. Y, sobre todo, nunca fuera del colegio. ¿Leer? Para qué. Siempre había otras
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cosas, cualquier cosa, mejor que hacer. Yo pensaba que la lectura era una pérdida de tiempo total. Es increíble cómo ciertas ideas se aferran a nosotros y no las cuestionamos en absoluto. Llegué a la casa donde iba a realizar el trabajo. Toqué timbre y me atendió una señora mayor, le dije que iba de parte de Ángel y me hizo pasar amablemente. Me llevó hasta el baño y me mostró lo que había que hacer. Era sencillo: poner unas cerámicas. Mientras preparaba todo como para empezar pensé que era una casa demasiado grande como para que viviera una persona como ella. Antes de arrancar, la señora me trajo el desayuno. Me vino bien porque había salido tarde de casa y no tenía nada en la panza. Tomé el café con leche y arranqué. Trabajaba tranquilo, sin apurarme. Estaba algo haragán así que colocaba un par de cerámicas y miraba por la ventana o fichaba la biblioteca que estaba cerca del baño. La observaba con cierta curiosidad. Era grande. Muchos libros en esos estantes. En la que era mi casa solo había revistas de famosos. Y, a pesar de que no estaba interesado en la lectura, me gustó ver esos lomos juntos, ordenados, apilados, uno al lado del otro como si fuera un ejército de papel. Imponía respeto tamaña cantidad de textos. Le daba a la casa un aire diferente a las otras en las que había trabajado. Volví al laburo y mientras pegaba una cerámica me entraron ganas de tener uno de esos libros. No sé muy bien por qué. Se dio así. A medida que pasaba el tiempo ese deseo fue acrecentándose. Miré otra vez la biblioteca y escuché que la señora me dijo: —Son de mi marido. —Se ve que le gusta. —Le gustaba. Falleció hace tres años. —Uh, disculpe. —Se sentaba en ese sillón que está allá, ¿ves? Y se quedaba hasta las tres, cuatro de la mañana leyendo. A veces ni dormía. Sufría de insomnio y en la lectura encontró una buena forma de pasar las noches. Esta biblioteca era lo que más quería. Pensaba en la literatura como una de las pocas cosas buenas que había hecho el hombre. ¿A vos te gusta leer? —No mucho. —Sí, a mí tampoco. Y a ésta la tengo todavía… vos me vas decir que soy una vieja loca pero es como si algo de él se mantuviera vivo en todos estos libros. Esta biblioteca era su patria. Entonces es como si yo pisara, en cada libro, cada uno de los lugares que visitó. Le estoy siguiendo la
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huella. Y lo voy a alcanzar, yo sé que lo voy a alcanzar. Conozco cada uno de los libros que hay en estos estantes, la ubicación que tienen era algo muy importante para él, así que ahora lo es para mí también. Me hace bien estar acá por las noches: le robé esa costumbre; solo que yo no tengo insomnio, tengo el sueño cambiado, nada más. Cada tanto agarro algún libro para ojearlo y recorro las palabras con la mirada como si fueran los trazos de un bello cuadro, sin preocuparme por su significado, las contemplo maravillada porque estoy donde estuvo él, y esa es mi manera de seguir a su lado. A veces me divierto cuando encuentro esas anotaciones suyas, pequeñas, inentendibles, en los bordes de la página. Siento que aún lo estoy conociendo. Bah, no me hagás caso. Seguí con lo tuyo nomás. Mientras terminaba el trabajo pensé si daba para pedirle uno de los libros. Me pareció que sería una situación incómoda por lo que había contado. Y, además, no iba a saber decirle cuál quería. No tenía ni idea si alguno me iba a gustar porque no sabía de autores ni tenía predilección por un género en especial o siquiera el nombre de algún libro copado. Iba a tener que llevarme cualquiera, sin más, si tanto lo quería. Sentí entusiasmo y excitación frente a este dilema. Y en ese momento cayó una voz atada a mi conciencia: mi vieja. Ella enseñándome de pendejo que robar era lo peor que podía hacer una persona. Yo no lo veía de esa manera, no quería usar esa palabra. Recordaba una vez que creía que yo le había sacado algo de plata de la mesita de luz. Ella, en lugar de memoria, tenía un agujero negro, entonces perdía todo y lo encontraba mucho tiempo después en cualquier lugar. Podía estar debajo de la cama o en la heladera, al lado de los huevos; había pasado mil veces. Yo era inocente, como siempre, pero ella estaba convencida de que era culpable. Comenzó un feroz interrogatorio y, como vio que negaba todo, me amenazó con quemarme las manos si mentía. Prendió la cocina. Ahí miré mis manos y sentí un amor inconmensurable por ellas. Las necesitaba. Al final no pasó nada con la amenaza. Me dejó libre. Cuando finalmente encontró lo perdido no se disculpó. Me miró fijo y me dijo: —Te estoy enseñando una lección valiosa. Cómo ser una buena persona. Buena persona, ¿entendiste? Por supuesto que entendía. Estaba clarísimo. Me dio bronca recordar esa situación. Y reaccioné contra ella. Quería hacer algo productivo con eso para no verme preso
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de su manera de ver las cosas. Era hora de tomar mis propias decisiones. Cuando terminé el trabajo y salí del lugar llevaba un librito negro en mi bolsito. Estaba agitado. Saludé a la señora y ella me dio unos pastelitos para merendar y mandó saludos para Ángel. Ya arriba del colectivo, me asaltó la duda de si me estaba alejando de lo que era ser una buena persona. Pero inmediatamente me dije que no. Cuando estuve dentro de la casilla me sentí seguro para abrir el bolsito, sacar el libro y ver cuál era. Había agarrado uno al voleo. Era tan pequeño que cabía en mi mano. Todo negro, tenía una luminosa imagen en la tapa que contrastaba con esa oscuridad. Había una mujer fantasmal caminando por una playa, vista desde una ventana abierta. Arriba estaba el nombre del autor: Ernesto Sábato. Abajo el título: El túnel. Lo abrí, pasé sin mirar la introducción y leí: Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne.
Eran más o menos las seis de la tarde. Tipo doce de la noche leía la última oración: Y los muros de este infierno serán, así, cada día más herméticos.
No recordaba haber estado tan concentrado por ninguna otra cosa. Esas páginas me tiraron al colchón y no me dejaron ni siquiera ir a buscar el morfi. Era una sensación nueva, hermosa. Me quedé pensando, mientras miraba el techo, en ese placer recién descubierto, qué lo producía. Tal vez era por no tener televisión ni equipo de música. No había distracciones entre el texto y yo. Me senté en la cama. Como fue muy de golpe me mareé un poco. Me paré y salí. Todo estaba muy calmo. Demasiado para un barrio en donde todas las noches se cagaban a tiros. Mi casilla mostraba pruebas de eso en sus paredes. Miré el cielo, las estrellas, y tuve ganas de tomarme una cerveza para bajar un poco esa emoción extraña. Fui a buscar algún kiosquito abierto y, mientras caminaba las calles de tierra, no sentí miedo, como me pasaba antes si la noche me encontraba afuera. Uno conoce realmente su barrio cuando lo recorre de madrugada. A esa hora se revela lo que el día oculta. Casas que nunca lograban terminarse (revoques por la mitad, ladrillos desnudos, esqueletos ausentes de toda pared), hogares descuidados (los jardines muertos, un
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tejido borracho y tambaleante como presentación, zanja por todos lados) y ranchos que estaban a un estornudo de caerse. Me preguntaba cómo hacían para sobrevivir. Cómo hacían para seguir adelante. De dónde sacaban las fuerzas. Casi todo estaba en silencio. Casi. A lo lejos, se escuchaba cumbia y gomas arrasando el asfalto, disparos. Y era un día de semana. Hay gente a la que el mañana nunca le llega. Encontré un bolichito perdido a pocas cuadras. Uno que se mantenía abierto para gente como yo: desesperada y con necesidades básicas. Volví y me tomé la cerveza helada sabiendo que había descubierto algo sublime. Siempre llegaba tarde a todo. Tenía diecinueve años y recién había descubierto los libros. Creo que no los necesitaba, y aparecieron en un momento jodido. Las mejores cosas ocurren de ese modo. No era ese libro en particular lo que me impresionó sino darme cuenta de que había encontrado un mundo lleno de posibilidades. Descubrir un caudal inacabable de sensaciones, riesgos, emociones violentas. La lectura como puente a territorios desconocidos y peligrosos. Mundos paralelos con leyes propias a un manotazo de ser desenterrados. Y, por supuesto, mucho mejores que esta realidad tan mal escrita. Me di cuenta de que, por fin, me había metido en algo groso. Con la albañilería pichuleaba. Me alcanzaba para comer pero no me daba para libros. Cuando hay hambre saltan las prioridades. Aparte, eran muy caros. Esos precios excesivos levantaban un muro electrificado entre las obras y mis ganas de tenerlas. Al parecer, debía esperar. Esa situación me ponía de la nuca, contra las cuerdas. Cuando llegaba cansado a la casilla, en esos días de trabajo intenso, me tiraba a la cama y dormía profundamente. Otros días me quedaba aburrido pensando qué hacer. Les pregunté a mi amigo y a su mamá si no tenían libros para prestarme. No tenían. Quería hacer girar las agujas del reloj con ganas, pero el tiempo se volvía una cámara de frío. Una sala de espera interminable. Una tarde fui a caminar por la 844 para despejarme, sacarme de encima el entumecimiento de la carne. Entré a la única librería de la avenida y ahí estaban de nuevo esos precios imposibles. Agarraba algún que otro libro y lo leía un rato. Si no me interesaba lo dejaba sin piedad. A veces se me cansaban las piernas por leer parado. En el lugar, después de un tiempo, ya me conocían, sabían que nunca compraba
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nada. Las primeras veces me preguntaron si necesitaba algo, cuando se dieron cuenta de que solo iba a mirar me dejaban tranquilo. Deambulaba perdido hasta que me detuve en una de las mesas de saldo y vi uno que se llamaba Cómo desaparecer completamente de Mariana Enríquez. Me pareció un título genial. Metí la mano en el bolsillo y noté que ni para eso me alcanzaba. Levanté la mirada y vi una oportunidad. Nadie me estaba mirando, el local estaba lleno. Sin pensarlo demasiado lo agarré y me lo puse adentro del pantalón. Algo me pateaba el pecho. Latía fuerte. Salí sin mirar atrás. Llegué a la esquina y nadie me siguió. Doblé y seguí más aliviado. Dos cuadras después me senté en el piso y respiré profundo para llenarme los pulmones de tranquilidad. Estaba a salvo. Cuando me sentí mejor, caminé hasta la casilla pensando que esta era una buena manera de conseguir libros. *
Mi vieja se casó por civil un hermoso día soleado a fines de no viembre. Sonreía como en los viejos tiempos cuando salió esposada del brazo de Mauricio, solo que esa expresión era mucho más vital ya que estos eran los nuevos tiempos. Parecían dos muñecos de torta con un lindo baile por delante. Se cumplió con el ritual y les tiraron arroz a la salida del registro civil, se sacaron fotos y todos contentos. Yo los miraba desde lejos. Se hizo un festejo en la que era mi casa y mi vieja dijo que me estuvo buscando como loca para que nos sacáramos unas fotos los tres juntos: Mauricio, ella y yo. —Sabés que no me gustan las fotos— le dije. —Ya lo sé, pero esta es una situación especial, ¿no te parece?— no respondí nada. No podía ser más elocuente. Y me largó— ¿Tanto odiás a Mauricio? —No, no es eso.— Me levanté, le di el beso más falso de la historia y me fui. Ese viernes a la noche, Julián, el que me consiguió casa y trabajo, entró a la casilla como hacía a veces, sin golpear, y me vio tirado en la cama, de capa caída. Me invitó a salir. Acepté porque al otro día no trabajaba. Nos tomamos el 263, cartel rojo, y fuimos hasta la estación de Burzaco. Cruzamos la placita, la calle y caímos en el El Tío Bizarro. Entramos gratis porque Julián conocía a uno de la puerta.
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El lugar era pequeño y tenía una onda tremenda. Miraba todo encantado y veía vinilos y tapas de discos pegados en las paredes (London Calling, Gulp, Pornography, Ziggy Stardus, Raw Power, uno de Violadores, y algunos más), poquitas mesas muy juntas, una barra en forma de ele (la birra barata), un escenario diminuto y una pantalla que proyectaba películas que nunca había visto. Tan íntimo que apestaba. Y estaba la música también. Un sabor encantador que nunca había escuchado y le daba a mi paladar gustos nuevos. A cada rato le preguntaba a Julián qué banda sonaba y él conocía a la mayoría. De algunas hasta tenía cassettes grabados, decía que me los iba a prestar. Cosa que nunca ocurrió. El boliche tenía una doble vida, me contó Julián. De día era un bar como cualquier otro, pero a la noche se convertía en ese tugurio de mala muerte que estábamos viendo. Míster Hyde mostrando su mejor perfil para atraer a chicos con problemas para bancarse la vida en la puerta de la casa. Ahí estábamos, buscando diversión. Indagando las posibilidades de la oscuridad en lugares cerrados. Pedimos dos cervezas para arrancar y Julián fue al baño a darse un saque. Yo era un careta, no me gustaba más que el alcohol. Para ser preciso, la cerveza, y únicamente rubia. Los dos teníamos un vicio que nos hacía la vida más fácil. Miré alrededor, muchos actuaban como conocidos. Seguramente eran habitués, como Julián. Él conocía a todos en ese pequeño mundo. Mientras buscábamos una mesa el tipo repartió besos y abrazos. Un par me saludaron a mí pero se notó que era por compromiso. Al fin nos sentamos en una de las pocas mesas libres. Charlamos un montón. Bueyes perdidos y esas cuestiones. Se terminó la cerveza y fui a buscar otra, volví y Julián se estaba chamuyando a una que estaba en la mesa de al lado. Le gustaba hacer rendir la noche, sacarle jugo. Provocar esa aventura que más le gustaba: levantar minas. Le salía con tanta naturalidad acercárseles que las mujeres respondían a su simpatía. Me volví para tomar solo en la barra. No quería estar en el medio de su conquista. Esa manera de actuar me incomodaba. Sobre todo porque yo no podía articular dos oraciones coherentes si estaba frente a una mujer linda. Julián decía cualquiera y caía bien. Era algo propio de él, a mí ese don ni me rozaba. Lo tuvo desde siempre. Cuando nos hicimos amigos, en la secundaria, me veía tropezar con ese problema todo el tiempo y, para ayudarme, decía: —No tenés que hacerte tanto la cabeza.
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—¿Qué querés decir? —Te preocupás demasiado por lo que van a pensar ellas de vos. —No es eso. No me sale tan fácil eso de pasar vergüenza y hacerme el galán.— Julián sonrió. Se dio cuenta de que lo quise herir por algo que a él no le costaba nada y yo ni pagando conseguía. —Mirá, Seba, no me gusta pasar vergüenza y no me hago el lindo, ¿sabés? Y no te cago a trompadas porque no tengo ganas. Lo que te estoy queriendo decir es que si te gusta una mina decíselo y punto. Si rebotás no pasa nada, nadie se va a morir. El NO ya lo tenés. Ese era su lema. Esas palabras me persiguieron durante años como si fuera un gualicho perverso que lo único que me producía era miedo y parálisis. Yo a veces me las repetía una y otra vez como para darme valor, y no había caso. El NO ya lo tenés. Como si fuera un juego, una ruleta de avances fortuitos sin fijarse en dónde se apostaba. La cantidad marcaba la pauta. Esa cosa de macho, me pareció con el tiempo, tenía un sonido rancio y mostraba una liviandad y un desinterés que ocultaba inseguridad. Qué sé yo, veía una mina que me gustaba y enseguida todo se me complicaba. Cuando estaba por servirme el segundo vaso de cerveza, sorpresi vamente Julián me lo saca. Pensaba que lo había perdido hasta el día siguiente, cuando contaría cómo había terminado todo. Esos finales eran sabidos. Pero no, me dijo que no era noche de caza, solo le había sacado el teléfono. —¿Compramos otra? Ésta está caliente. —Por supuesto. Una banda empezó a tocar y no nos gustó. El volumen era muy alto, así que salimos para seguir hablando. La noche preciosa nos mostraba, en la placita, del otro lado de la calle, unos pibes que se estaban agarrando a trompadas. Cuando miramos bien, notamos que eran unos cuantos contra uno que estaba en el piso. Nada del otro mundo. Julián se quedó mirando hacia el todoscontra-uno y me dijo, antes de salir disparando para allá, que el del piso era amigo suyo. Una hora después estábamos en una ambulancia. Cuando lo vi por primera vez, Julián estaba en el piso del patio del colegio debajo de un compañero recibiendo piñas secas. Las baldosas funcionaban de resorte. Su cara volvía una y otra vez para encontrarse con esa mano cerrada imposible de esquivar. Una situación incómoda.
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Todos los alumnos estaban a pleno, casi encima de ellos, arengando para que todo terminara mal. Nadie quería un resultado específico, solo conseguir que se despedazaran. Literalmente. Las preceptoras miraban de lejos y no se metían. Tenían claro que el riesgo, si hacían su trabajo, era salir con alguna herida. Cuando el pibe vio que ya era innecesario seguir dándole a quien tenía contra las baldozas, lo dejó sabiéndose ganador. Miró a sus amigos con el gesto de estar en la cima del mundo, creía que le había dado una buena lamida a la inmortalidad. Julián se levantó, dos arroyitos intensamente rojos saliéndole de la nariz, labio superior inflado, ojo derecho colorado, se sacudió la mugre del guardapolvo, lo miró al vencedor, le escupió un grueso chorro de sangre y se fue al baño. Esa acción sencilla dinamitó el resultado que todos habíamos visto. Algo como la dignidad mostrándose ante nosotros, vestida de un blanco sucio. Yo lo seguí para verlo de cerca como quien intenta arrimarse a un misterio: temeroso e inquieto. Y nos hicimos amigos. Él me llevaba dos años, yo estaba en primero del secundario y él en tercero. Pero me di cuenta al toque: era más grande que yo. Cargaba con muchos conocimientos que lo hacía, a mis ojos, un adulto al que valía la pena respetar. Ahora que lo pienso, yo era un nene de mamá y Julián estaba curtido por una serie de sucesos terribles que le habían pateado la nuca para que su mente caminara más rápido que las otras. Debió adaptarse muy pronto al desamparo del mundo y eso le proporcionó una mirada experimentada. Era por cosas familiares que nunca me explicó muy bien. Cada tanto bordeaba el tema con ambigüedad y desconcierto, para dejarlo sobrevolar sobre nosotros, con forma de signo de interrogación, sabiendo que lo tenía metido en el altillo del alma. No sé claramente cuáles eran esos rollos, no preguntar idioteces mantiene la amistad a salvo, pero seguro fue más duro que cualquier otro golpe que haya recibido después. A su lado descubrí experiencias que si estaba solo me hubiesen costado mucho más tiempo alcanzar. Me mostró atajos para carreteras difíciles. Me dio consejos inservibles, pero que me ayudaban a ver mejor el panorama. La equivocación como el disparo certero y a tiempo para no tropezar con el desagrado de hacer lo correcto, lo esperable. Yo trataba de seguirlo en sus trotes, cervezas, madrugadas, combates a mano limpia, levantes, recitales, un brebaje llamado Heavy metal, colarse en fiestas, catastróficos Días de la Primavera, cumpleaños que
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invariablemente terminaban mal. Pero se me hacía imposible mantener su ritmo. Esa energía suya me desgastaba. Era el conejo de Duracell. Y a mí me faltaba vida. Él buscaba acumular momentos inolvidables perfectamente desechables. Lo quería todo para dejarlo de lado y coparse con otra cosa mejor, un segundo después. Terminó el secundario antes que yo, todavía no sé cómo lo hizo, y le perdí el rastro una temporada. Cuando nos volvimos a encontrar, de casualidad en la calle, fue como si el reloj no hubiese corrido tan deprisa. Arriba de la ambulancia el tiempo se desmantelaba lentamente. Esa cápsula sanitaria te aislaba de todo lo externo. Sentado, con mi cuerpo entumecido y ausente, observaba la increíble escena que se estaba desarrollando. Pensaba que esa secuencia no tenía ninguna conexión con la anterior. De un bar a una corrida y de ahí a una ambulancia. O quizás sí, todo esto tenía una lógica perversa. Tranquilo, nene, le decían unos tipos vestidos de verde a un Julián devastado. Le hablaban para que no cerrara los ojos, para que no se durmiera, para que no se fuera. Estaba irreconocible. Inmóvil sobre una camilla, con respirador y un cuello ortopédico, la ropa con huellas de la pelea. Se había metido en ese lugar en donde se está indefectiblemente solo. Por supuesto, yo estaba a su lado pero también estaba tan lejos que no pude hacer otra cosa que sentir oscuros presagios. Trataba de sacármelos de encima pero las evidencias mostraban que la carne es frágil y que de un momento a otro todo puede cambiar. Mi amigo balbuceaba, parecía que reaccionaba y los enfermeros le decían que estaba todo bien. Yo sabía que eso no era cierto. Estábamos camino al hospital, con la sirena gritando y a todo vapor. ¿Cómo se llama?, me preguntaron varias veces hasta que les pude contestar. Le hacían preguntas que no esperaban respuesta. Era para llamar su atención y mantenerlo a flote. Julián contestaba con ruidos sanguíneos que hacía imposible comprender con claridad si eran palabras o quejas. En mi campera de jean y en el buzo, tenía manchas de sangre que no eran mías. De él, eran de Julián. Las tocaba con cierta compasión y lo veía tirado en el piso un rato antes. Y no reaccionaba. Le gritaba desesperado buscando que sus ojos se abrieran, que me miren como hacía unos minutos: compinches. Su rostro mostraba los vestigios de una batalla perdida. Cubierto de sangre, resultaba difícil ver qué partes se mantenían en su lugar. En un momento respiró con cierta desesperación, como si necesitara más aire, y vi que le habían bajado
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los dientes de adelante. Su amigo, al que yo no conocía, estaba igual que él, pero a mí no me importaba. Fui corriendo al bar a decirle a alguien si podía llamar a una ambulancia. Mi amigo está tirado y no reacciona, supliqué. Antes de eso, vi cómo Julián quiso ayudar a un ñeri a zafar de una feroz golpiza. No pudo hacer mucho. Eran demasiados. Entre varios lo voltearon y le mostraron lo que son capaces de hacer seis tipos inclementes. Hicieron lo suyo y se fueron caminando tranquilos, satisfechos, saciados. Me sorprendió ver ese final porque yo lo había visto muchas veces a Julián bajar un par de monos que lo doblaban en altura, con esos brazos escuálidos que tenía. Era dueño de una fuerza desproporcionada para su físico. Eso era algo que tenía a favor y le daba confianza. Quizás demasiada. Cuando lo veían a Julián, uno que nunca conoció la cobardía y dijo avanti a cualquier mano a mano, se confiaban. ¿De dónde sacaba esa fuerza un muchacho que parecía tener serios problemas alimenticios? Pero esta vez nada salió como siempre, algo salió mal. Y ahí estaba entonces: en el piso. Como la primera vez que lo vi. Una hora después estábamos en una ambulancia. Al hospital Dr. Oñativia le dicen doña Tibia. En los años noventa, cuando se inauguró, fueron el Gobernador de la provincia y el Presidente a hacer acto de presencia, mostrarse como superhéroes y decir unas pocas palabras. Era el primer hospital de Calzada. Al fin. Queda a unas cuadras de una Iglesia preciosa, inmensa. Creo que califica como catedral, pero no estoy seguro. Está al lado del Estrada, una escuela religiosa y cara. La proximidad debió estar contemplada cuando le buscaron una ubicación al hospital. Esa planificación no es inocente. Son lugares que se relacionan. La ciencia y la fe no trabajan juntas, pero a las personas les gusta tener cubiertos todos los flancos posibles a la hora de cuidarse de la desgracia. Tener a un familiar internado al cuidado de los médicos no alcanza. Se sabe lo falible que es el ser humano; esa certeza inquieta. Entonces se busca el respaldo de alguien grande, poderoso. La religión da la posibilidad de encontrarse, por un par de rezos, con ese aliado que puede dar una mano grosa si fallan los de guardapolvo. Julián, a pesar de estar inconsciente, armó lindo bardo cuando llegó a la guardia del Oñativia. Madrugada de domingo, el ambiente agitadísimo, todos corrían de un lado para otro. Un verdadero loquero. Por
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acá la sangre sobra. Se veía por todos lados. Los sábados a la noche la gente sale de sus cuevas a pedir atención y se siente inmortal. Con el correr de las horas se dan cuenta, de la manera más violenta, que estaban equivocados. Es mentira que la música calma a las fieras. Todo lo contrario. A estas fieras no las calma nada. Esa guardia, llena hasta las manos, mostraba la posta. Metieron a Julián a un cuarto y fueron a buscar a alguien para que lo viera. La prioridad la daba el estado visible del paciente. Mi amigo estaba muy mal. Se lo llevaron a Traumatología para hacerle unas radiografías. Querían ver si su interior se encontraba como su desolador cuadro exterior. No lo vi por unas horas. En eso llegaron, desesperados, los padres de Julián. Sobre todo Silvia, se puso a exigir que alguien le explicara cómo estaba su hijo. Se calmó sola porque nadie le llevó el apunte, estaba insoportable. Era momento de masticarse los reclamos y esperar. Y al fin llegaron las noticias. El paciente se encontraba inconsciente e iba a quedar en sala de terapia intensiva con un coma farmacológico. Hay palabras cargadas de un peso insoportable. Cuando escuchamos “coma” sentimos a la muerte metiéndonos la mano en el bolsillo. Silvia se puso a llorar. El médico dijo que no nos preocupáramos. El coma farmacológico era para mantenerlo sedado para que el paciente no sintiera tanto el dolor. Había que esperar su evolución. Julián presentaba politraumatismos graves en todo el cuerpo y en la cabeza. Y tenía comprometidos el pulmón y el estómago. Evolucionó bien. Estuvo solo cinco días en terapia intensiva. Y nosotros con él. Durante esos días nos fuimos turnando, con Silvia, para acompañarlo. Yo me preguntaba cuánta responsabilidad tenía en toda esa situación. Enfrentar mi cobardía me dolía como la puta madre. Julián había hecho todo por mí y yo simplemente me había quedado paralizado, como un espectador privilegiado de su caída. ¿Qué clase de amigo era yo, entonces? ¿Qué clase de persona era? Trataba de evitar las respuestas. Pero no iba a poder escaparme nunca de eso. Cada vez que me mirara al espejo estaría enfrentándome con lo que era. Fui todos los días después del trabajo a verlo en el horario de visita. Nos disfrazábamos con una cofia, un delantal, un pantalón y algo para cubrirnos los pies. Era para cuidarlo y no contagiarle nada. Lo miraba y parecía muerto. No puede estar con vida una persona que ya no tiene nada reconocible. Ese cambio me dio una tristeza profunda. ¿Dónde
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estaba Julián? Sí, ya sabía: estaba ahí, sobre una camilla, cableado y ausente. Eso era lo que nos había quedado de él. Despertó una tarde, cuando ya estaba en sala intermedia con otros tres pacientes. Confuso, desorientado, preguntó dónde estaba. Estás en un lugar de mierda, Julián, pensé. Pero le dije que estaba en un lugar tranquilo donde lo estaban cuidando. —Estás en el Oñativia— le conté. Justo él, que nunca había pasado ni cerca de ahí. Quiso saber qué le había pasado. —Te cagaron a trompadas, Capo. —Me duele todo. —Más vale. Estuviste mal en serio. Pero eso ya pasó, ahora descansá que ya vas a estar mejor. —La cabeza me recontra duele. No me puedo acordar qué pasó. —En el Tío Bizarro, ¿no te acordás? Te quisiste hacer el justiciero y ayudar a un amigo tuyo al que le estaban dando en la plaza. Pero te fajaron mal y terminaste acá. —No me acuerdo de nada. —Descansá, Julián. Ya estaba algo mejor pero se tenía que recuperar mucho más, toda vía. Poco a poco volvía su semblante compadrito, sus facciones. Julián era dueño de una jeta atractiva, poderosa. No digo que era lindo como Brad Pitt. Más bien era como un Sean Penn suburbano o un Gary Oldman de cotillón. También le faltaba soldar huesos, restaurar órganos, recobrar espíritu y vitalidad. Volver a ser una persona. Tenía un mes por delante en esa habitación. Julián se aburría mucho. No había televisión cerca, ni música, ni nada que lo sacara mentalmente de esa situación. Eso sin contar la falopa y lo demás, que le tiraba la corbata. Estaba solo con su cabeza y sus dolores. Solo, con una cama y las paredes. Y, sin querer, fue una desintoxicación gélida y sin sufrimientos por la abstinencia. A mí nunca me pidió que le trajera ninguno de sus chiches predilectos. Se la bancó muy bien. Estaban también los compañeritos de pieza. Dos viejos operados y una piba preciosa que, nos enteramos por lo que le decían las visitas, intentó suicidarse con pastillas. Yo me preguntaba qué la había llevado a tomar esa decisión tan común. En el poco tiempo que estuvo en la habitación la fueron a visitar nada más que amigos. En ningún momento pintaron familiares, y ella no los pedía. Tampoco su silencio. Sus amigos
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le hablaban y le contaban boludeces para animarla y ella no decía nada. Se quedaba con la mirada perdida en la ventana. Se la veía perturbada, desconcertada por una tristeza muy vieja, presa de un gran dolor. Los ojos quietos, la expresión impávida, el tiempo no la rozaba. Parecía mirar todo desde afuera. Y nunca largó una lágrima. Una vez, al tercer día de estar acostada silenciosamente, Julián dormía, me quedé mirándola, y me tiró: —Qué carajo mirás. Era lo primero que decía desde que estaba en la habitación. No le respondí nada porque me puso muy nervioso, sorprendido como si me hubiesen agarrado robando chocolates en un maxikiosco. Esa manera intempestiva y acusadora de escupirme las palabras me dejó mudo. Me paré y salí. Me fijé la hora. Todavía faltaba para terminar el tiempo de visita. Me iba a quedar para hacerle la gamba a Julián, pero afuera. En el pasillo pensaba en mi suerte: meado por elefantes. Era la primera mujer que me hablaba en años, largos años. Sin mujeres en la cama los años se convierten en décadas. Por entonces mi timidez llegaba a su pico máximo y no podía siquiera preguntarle la hora a una mina por una calle. Me pajeaba mucho. No tenía guita como para ir con una puta. En mis fantasías entraban, en ese momento, las enfermeras del hospital. Ellas me prestaban sus cuerpos, sin saberlo, para que me arrojara sobre ellos sin piedad. Porque eso era lo único que buscaba: cuerpos. Tetas. Culos. Nada de amor. Nada trascendente. Era una de las cosas que más me gustaban de visitar a Julián, estar cerca de ellas. Me llenaba de alegría. Esos angelitos, apenas cubiertos por una delgada tela, me colmaban de excitación. La cercanía de sus cuerpos parecía una distancia insalvable. Y como hacía mucho tiempo que no tenía sexo me gustaban todas, no era nada exigente. Gordas, flacas, petisas, altas, blancas, negras, a todas las quería arrinconar contra la pared, en la cama, en alguna camilla, para cojerlas con toda la bronca de mi desesperación, de mi sufrida y forzosa abstinencia. Miraba con cuidado sus movimientos: las quería capturar. Luego las dejaba libres, en mi cabeza, cuando me masturbaba en sesiones maratónicas. Al otro día en el trabajo los brazos no me rendían. Cuando levantaba los baldes llenos de materiales las muñecas me tiraban, me dolían los hombros. Esa noche me costó dormir. La pendeja se me había metido adentro. O tal vez yo me había aferrado a la nada.
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Al otro día ya no estaba en el cuarto. Un tiempito después, Julián también dejaba la habitación. Así que todos, por suerte, abandonábamos el hospital. Julián siguió la recuperación en su pieza. Fue un cambio estimulante volver a su santuario privado. Se sentía a gusto y a salvo. Ahí tenía todo lo que le daba felicidad o, por lo menos, alegría, que no era poco. Silvia era su enfermera amateur y lo cuidaba con amor y dedicación, era lo único que necesitaba para hacer bien lo suyo. Como no trabajaba en ese momento, tenía todo el tiempo del mundo para atenderlo y malcriarlo. Se notaba que había comenzado a forjarse un nuevo vínculo entre ellos. Recuperaron algo que habían perdido: esa relación que no era solo familiar, sino afecto genuino. Yo, cuando volvía del trabajo, me daba una vuelta y los encontraba hablando o riendo y no quería cortar eso, no había lugar para nadie más. Entonces volvía a mi ranchito sin hablar con él. Una tarde se apareció sorpresivamente en mi casilla como si nada hubiese pasado. De pie, entero, bajo el marco de la puerta preguntándome: —¿Qué onda, Negro? Lo miré de arriba abajo, contento y sorprendido de verlo como siempre. Yo tenía un libro en la mano que dejé sin culpa: —Nada, acá meando—le dije. Nos pusimos a hablar como la vez que nos habíamos reencontrado: recuperando desaforadamente el tiempo perdido. Empecé a notar que había zonas despobladas en su memoria, desabastecidas. Le costaba recordar detalles. Al principio no le di importancia, creí que era por el tiempo que había pasado en el hospital. Como esa confusión que te agarra cuando te despertás de un sueño largo. Me preguntó otra vez por esa noche que lo mandó a terapia intensiva. Le conté cómo pasaron las cosas y escuchaba atento como si fuera un relato fascinante. No se pensaba como el protagonista de la historia, sino como el espectador de un gran espectáculo. —¿No te acordás de eso? ¿En serio me decís? —Sí, posta. No me acuerdo un carajo— me contestó sin hacerse problema, como si fuera algo divertido. Sonreía. Con Julián pasamos más horas juntos. Cuando yo llegaba del trabajo a la tarde, se internaba en mi casilla y nos largábamos a la conversa hasta la medianoche. Quería que le contara esas partes perdidas de su vida. Eran momentos que habíamos vivido juntos. Deseaba recuperarlos,
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revivirlos de alguna manera. Pero él no podía retener lo que le contaba. A los pocos días volvía a preguntarme los mismos sucesos. Yo tenía paciencia, pero llegó un momento en no me gustó ser una cinta de moebius. Entonces, cansado de relatarle la misma historia una y otra vez, empecé a “retocar” los hechos. Se fue dando solo, sin pensarlo. Sencillamente salió una tarde como si pudiera mejorar lo que estaba contando. Improvisé con una estructura determinada. No cambié nada sustancial, apenas un dato, una descripción, un diálogo. Agregaba o suprimía según mi estado de ánimo. Esto no tenía ningún riesgo para la memoria de Julián. Yo solo quería disfrutarlo y hacerlo emocionante para él. Lo bueno era ver su reacción con el mismo cuento que yo iba cambiando con los días y saber que estaba encontrando su sensibilidad. Nos estábamos conociendo en otro aspecto. Y, de paso, yo descubría lo que era la creación. Mientras hablaba lo veía asentir, creyendo todo lo que salía de mi boca. Me pareció una revelación increíble. Saber que lo que uno decía podía ser tomado como verdad era tan sorprendente como el hecho de que me estuviese prestando atención. Me dejó pensando. Al otro día mientras preparaba un pastón en el trabajo reflexionaba sobre lo ocurrido. Quería ver bien qué era eso que estábamos logrando con Julián. Recordaba la cara que ponía mientras los relatos se iban acumulando. Yo le estaba mostrando algo que él no recordaba haber visto. Le abría una puerta a un mundo nuevo, o, mejor verlo así, renovado. Pero no podía hacer más de dos cosas a la vez y le metí músculo al trabajo para terminar temprano e irme a casa. Volviendo a casa me senté unas paradas antes de bajarme del colectivo. Siempre lo mismo; miraba los autos que pasaban. Ya no veía el paisaje rutinario con los mismos ojos. Tenía algo en las manos, en la cabeza, que me robaba toda la atención. Primero era una idea difusa, una nube turbia y espesa, cargada de emoción, balbuceante. Era el germen, la distancia. Luego fue tomando forma hasta convertirse en algo visible, delimitado. Ya tenía contornos palpables. Mi cabeza latía cargada mientras yo pateaba esas cuadras de tierra antes de llegar a mi ranchito. Y mientras entraba a la casilla fue largarlo, decirlo en la soledad de esa cueva encantadora, convertirlo en verbo, para que finalmente pudiera “verlo”.
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Enseñar. Fue eso. El comienzo de todo.
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IV
Un plan puede ser la oportunidad de tu vida. Todavía no estaba en ese estadio pero ya sabía que esa era la ruta que iba a tomar. No era poco. En los libros estaba la posibilidad de tener un trabajo alejado de la albañilería. Con los libros podía sentirme seguro, ahí estaba mi refugio y, ahora estaba tan claro, mi salvación. Me acordaba de los encuentros con Julián, y que seguimos teniendo por un tiempo, y no podía dejar de notar que esas historias que le contaba eran la verdad absoluta que le daba la seguridad de creer en algo. Él se apropiaba de aquello que ya le pertenecía y, en definitiva, se estaba formando con mis relatos. Ese aprendizaje le daba nuevo aliento a nuestras vidas. Y yo sentía que había hecho algo importante por él, y por mí también. Pensé en la facultad. Cuando terminé la secundaria pasé por la UBA para ver qué carreras tenían, cuál podía interesarme. Miré los nombres, licenciado de esto y lo otro, y ninguna tenía nada para ofrecerme. Tampoco quería hacer el CBC, era un año más adentro, si todo iba bien. Esa misma tarde decidí que eso no era para mí. Contemplaba la posibilidad de volver a ese momento, como si el tiempo no hubiese pasado. Pero una tarde escuché algo en el almacén cerca de casa, al que siempre iba a comprar cervezas. Una vieja contaba
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que su hija quería seguir la carrera de profesora de Lengua y Literatura. No lo decía muy contenta, sino como una fatalidad. Como quien se compadece de alguien que va a emprender una tarea mortal y se va a arruinar la vida. Le pregunté a la señora dónde quedaba ese lugar. Me contestó sin ninguna onda y siguió hablando con el almacenero. Quedaba a unas veinte cuadras de mi casilla. Fui caminando. Era una escuela por la que había pasado infinidad de veces. Estaba al lado de la salita, cerca de la Yapeyú, la placita en la que había parado mucho, frente a los bomberos. Y ahí nomás la Comisaría. La conocía solo por fuera. Pero eso ya te daba una idea de lo que ibas a encontrar adentro. Estaba frente al Piedrabuena. Una escuela que, se decía y lo comprobabas todos los días, iban las mejores chicas de Solano. Yo no fui a ese colegio. Cuando entré me enteré que se llamaba Instituto 82. Era Profesorado después de las cinco de la tarde, ni bien se iban los de la primaria. Entré y vi unos carteles que tenían las fechas de inscripción y otro con los requisitos necesarios. Yo tenía todo lo que pedían. Me sentí bien por eso. Pensé que todo ese tiempo perdido del secundario había servido para disfrutar ese instante. Al otro día me sentía raro en el trabajo. Hacía lo de siempre pero estaba alejado de todo. Y laburé con más ganas, casi contento. Ángel se dio cuenta y me dijo: —Al fin has comprendido el valor de este gran oficio—y agregó— justo ahora. El trabajo había bajado un poco. Ya no trabajábamos los sábados y algunos días terminábamos después del mediodía. Esto le preocupaba por que mandaba plata para Bolivia. Soñaba con jubilarse y vivir de rentas. Se estaba construyendo unas cuantas casas que pensaba alquilar a los turistas. Ángel quería aprovecharse de los extranjeros con precios altísimos. También quería tener un supermercado. Decía que era el mejor negocio. Con el parate le iba a llevar más tiempo del esperado. Pasaba que en ese barrio, donde la mayoría eran viejos con mucha guita, alguien se estaba zarpando. Aparecieron dos señoras muertas. Antes habían sido violadas reiteradas veces. Había salido en los noticieros y era el comentario en todo el barrio. Algunos clientes dejaron de llamarnos. Por precaución, supongo. Todos éramos sospechosos. A mí, en cuanto a lo económico, no me importaba. Había logrado vivir con lo mínimo.
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A los tres días apareció otra vieja muerta. Con las mismas características. Me lo contó Silvia, mientras me convidaba unos mates, antes de salir para el trabajo. Lo había escuchado en la radio. Ese día de fines de septiembre, tenía que pasar por la casa de Ángel, en Temperley. Una cuadra antes de llegar vi dos patrulleros en la puerta de la iglesia. Era una imagen poderosa, bellísima por su fuerza conceptual. Me acerqué un poco más, por curiosidad y para ver si estaba Ángel. Augusto me vio y se acercó rápido. No me saludó ni nada, no parecía el mismo. —¿No lo viste a Ángel?— me encaró, esa forma de hablar me desconcertó. —Ayer, lo vi ayer. — Le dije —¿Y qué te dijo? —De qué. —Si iba a viajar a algún lado o algo así. —Qué, ¿no está? —¡Contestame lo que te pregunto, Nene! —No, no me dijo nada. Estuvo todo normal. Qué sé yo.— No sabía qué pasaba y no quería preguntar. El miedo era: un montón de animalitos venenosos picándome la piel. Tenía ganas de disparar de ahí. Augusto me contempló, como examinándome. ¿Qué mierda pensaba? Negó con la cabeza y volvió con los policías. Hablaba con ellos y me señalaba. No podía moverme. Volvió y me dijo que me fuera a mi casa y que mejor me buscara otro trabajo. Cuando me llamaron para declarar no podía creer que Ángel fuera el de las muertes y las violaciones. ¿Con quién había estado laburando?
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V
Fui al puesto de diarios de Donato y San Martín, cerca de la casilla. Me arrimé para ver si me prestaban el Popular. Ahí salían clasificados de Quilmes, Ezpeleta y Solano. Era la primera vez que buscaba trabajo de esa manera. Julián me había tirado esa idea y no me pareció mal intentarlo. Quería encontrar uno que no estuviese lejos de casa. Para ir caminando o, como mucho, tomarme un bondi. Hacía una semana que estaba tirado en la cama, contando los pliegues de las chapas del techo o releyendo algunos libros. Masturbándome. Pensando en muy pocas cosas y esperando para anotarme en el profesorado. Para eso faltaba. No mucho, pero faltaba. La plata que tenía guardada, unos pesos nomás, estaban llegando a su fin así que era necesario encontrar una forma de bancarme los gastos. En el puesto de diarios había un viejo. Le di como sesenta años, por ahí. Tenía un pucho en la boca y una barba larga, tipo Marx. Delgado. Miraba un diario y rezongaba. Se lo veía molesto por lo que leía. —Qué país de mierda— dijo. Levantó la vista— ¿Qué necesitás? Sentí vergüenza de tener que pedirle algo a un desconocido. —¿Le quedó Popular? —No, ya no, nene. Tenés que venir más temprano si querés conseguir diarios. —miró la hora en su muñeca—Ya son las doce, ¿qué querés
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conseguir a esta hora?—Se fijó qué le quedó— lo único que tengo es Página /12. ¿Lo querés? —No, era para ver los… —Y, sí—me interrumpió— quién va a querer llevar el mejor diario…— y siguió diciendo algo que no escuché porque vi al lado de su cabeza un cartelito que decía “Se necesita repartidor”. —Disculpe, pero le quería preguntar por el cartelito. —Sí, ¿qué pasa con eso? —No nada, quería saber del trabajo. ¿Para qué es? —Es para acá, nene. Para repartir los diarios y encargos a la mañana y hacer esquina.— ¿Qué quería decir con hacer esquina?— ¿Es para vos? —Sí. —¿Cuántos años tenés? —Veinte. —Parecés más chico. En realidad este laburo es para los pibes, para que se hagan una moneda. —Me miró, parecía evaluarme.— ¿Cómo te llamás? —Sebastián Ledesma. —Si querés arrancás mañana, hace tres días que estoy solo con mi mujer. Y yo ya no soy guacho, los años pesan, ¿viste? — ¿A qué hora vengo? —Venite a las seis— esa hora me dolió —trabajamos hasta las doce más o menos. Mañana hablamos mejor de la guita. ¿Tenés bicicleta? —No. —Uy, qué cagada. Bueno, lo vas a tener que hacer caminando. El despertador sonó a las cinco y media. Me desperté con todo el odio que es capaz de sentir una persona. Abrí los ojos y la oscuridad me hizo dudar de la hora que mostraba el reloj cuadrado, verde y diminuto que había comprado a dos pesos en la calle y estaba al lado de las patas de la cama. Apoyé los pies en el piso para que el colchón no me abrazara con todo su encanto y me pasé las manos por la cara como quien busca encontrar su verdadera máscara. Me desperecé y luego putié con desgano. El calorcito lo hacía todo un poco más fácil. Estaba cayendo despacio y sin pausa a la realidad, indefectiblemente malhumorado. Me vestí con lo primero que encontré, me mandé un piyo y salí para mi nuevo trabajo. Eran unas cuadras nomás, pero a esa hora, con el sol apenas dando rastros de vida, fue una caminata a Luján. Antes de llegar al puesto empezó a dolerme la panza por no desayunar.
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Cuando llegué, el puesto estaba cerrado. Me causó gracia. Era la primera vez en mi vida que llegaba primero a algo. Había que esperar, entonces. Bostecé. Me distraje mirando la poca gente que circulaba. Miré esas caras, cómo arrastraban los pies, y supe que estábamos en la misma. Enfrente había unas personas que esperaban el 148 letras G o I o el 263 cartel rojo. Me entretuve pensando cuál tomaría cada uno. Como el puesto quedaba en una esquina no sabía de dónde vendría el viejo. Así que miraba para todos lados. No sabía cuánto tiempo había pasado hasta que creí verlo. Sí, era él, y no venía sólo. Traía una bicicleta con canasto en las manos y al lado suyo, contrastando con lo flaco que era, alguien que caminaba como si recién se hubiese bajado del caballo. De un paso a la vez, los brazos haciendo equilibrio, su cuerpo desbordante de carne moviéndose al compás de la caminata. Tenía el pelo más corto que él y llevaba anteojos. Serio, le dijo: —Este es el pibe del que te hablé. Ella no me saludó. Me sentí un fantasma. El viejo se acercó y me dio la mano: —¿Cómo estás, nene?— Me la apretó fuerte y sentí que me la con virtió en un muñón. Traté de no mostrar ninguna sensación pero me dolía como la puta madre. Sonrió. Le deseé una muerte violenta, que sufriera mucho, el viejo de mierda. —Bien— le dije cuando creí que podía hablar. —Ah, no te dije, me llamo Ernesto…Y ella Cristina.— La mujer estaba sacando los candados de una caja grande que estaba pegada al puesto. Ahí dejaban los diarios. Ernesto la ayudó a sacar los fardos y los dejó en el piso. Después abrió el puesto. Yo miraba sin saber qué hacer. —Vení que por ser la primera vez vas a armar los diarios conmigo. Igual siempre te voy a dar una mano. Haceme el favor de prestar atención que no me gusta explicar las cosas diez mil veces.— Pensé que no era una buena hora para concentrarse. Igual no parecía tan difícil. Había que juntar los diarios con los suplementos. Eso era todo. Ernesto tenía anotado los repartos en pequeños cartones. Casi siempre era el mismo recorrido. Algunos días se sumaban clientes que pedían fascículos de enciclopedias o diccionarios que sacaban los diarios. Era martes. Ernesto le pidió a Cristina el bolso para que yo llevara los diarios. Ella lo buscó unos segundos con la mirada, hizo un gesto con la mano y
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largó un balbuceo que quería decir “no lo encuentro”. Se acercó él y lo trajo. Puse ahí los diarios, me los colgué al hombro y salimos a repartir. Yo llevaba los diarios y Ernesto iba pedaleando tranquilo, se me adelantaba un poco. Lo que me hacía apurar el paso. Le colgaba un pucho en la boca, sacaba el humo por la nariz. Serio, después de hacer tres cuadras, me dijo mientras arrojaba un diario debajo de una puerta: —Este es el primer cliente. Yo te voy a pasar… no, mejor te voy a copiar los listados de todos para que los tengas y puedas hacer bien los recorridos. Para que no te pierdas. Este es el sostén de nuestro trabajo. Es con esta gente con la que hay que cumplir. Porque el boludo que viene una vez y no pasa más, ¿de qué te sirve? Con estos tenés que estar ahí, llueva o truene, ¿entendés? Ellos están esperando su diario todos los días. Nos adentramos en los intestinos del barrio. Mientras todos salían a trabajar nosotros nos metíamos a buscar la moneda. Íbamos contra la corriente. Días antes había llovido y el barro estaba por todos lados. Eran calles de tierra los días de sol, eso las asemejaba a cierto tiempo primitivo, de origen, de cercanía con la naturaleza, dejando de lado el artificio propio del progreso. Cuando el cielo largaba torrentes de agua, aquello se convertía en un pantano casi intransitable. Nada escapaba a su magnetismo. Todos percibíamos las huellas de la tierra mojada, ese lodo que lo inundaba absolutamente todo. Cerca de las ocho ya habíamos terminado y me dolía la cabeza porque mi panza no tenía nada adentro. Cuando llegamos al puesto vi que Cristina estaba tomando mate y tenía una bolsita con pan al lado de la pava. Ese era mi oasis. Pero ni me miró, le alcanzó uno a Ernesto y él me lo pasó. —Tomá, ¿querés un pedazo de pan?— Lo agarré sin emoción visible. Lo comí con un placer sanador que me dio fuerzas. Y los mates me dieron una calma que me ubicó de otra manera frente a lo que ocurría a mi alrededor. Ya podía pensar en otra cosa. —Agarrate unos cuantos diarios— dijo Ernesto. Cristina me paró con la mano y me los dio ella. Fuimos caminando con Ernesto a la esquina de San Martín y Donato. Me contó: —Menos mal que no le hablaste a Cristina, no le gustan los desconocidos, y aparte no te iba a poder contestar.— No dije nada. No me interesaba saber por qué la vieja no me dirigía la palabra. —Pasa que no tiene lengua. Más adelante, si te quedás con nosotros y le caés bien, así como sos de calladito vas por buen camino, por ahí te muestra esa boca
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a la que le falta un pedazo de carne. Y si cumplís con todo yo te cuento qué pasó—parecía un premio. Cuando llegamos a la esquina me informó: —Mirá, todos los canillitas ganan un veinte por ciento del precio de tapa de los diarios, y de las revistas también. Nosotros trabajamos todos los días— no lo sabía y traté de no pensar en que debía cargar esos diarios sin descanso—, salvo el día del canillita, el primero de mayo, el veinticinco de diciembre y el primero de enero. En la semana vas a ganar poco, pero los días de feria, los miércoles y sábados, hacés una moneda más. Y los domingos ganás el doble, porque el recorrido es más grande.— Intentaba hacer cuentas mentalmente, miraba la tapa de los diarios para ver el precio. Pero no pude resolverlo, aparte seguía hablando: —Esta es tu esquina. Si por ahí te cansás un poco, podés caminar unas cuadras para allá— y señaló a Pasco con su brazo delgado como un escarbadientes. —Te hacés unas cuadras y después volvés. Pero eso después de las nueve y media porque hasta esa hora pasa el grueso de la gente que te compra. Tenía que tener el diario levantado, hacer bandera. Me sentía un tarado. Los autos paraban con el semáforo en rojo, me hacían una seña y yo trotaba hasta ellos. Me pedían un diario, sacaban el billete y yo tenía que darles el vuelto antes de que el semáforo cambiara a verde. Entonces sacaba las monedas del bolsillo y las contaba para darles bien el vuelto y se me caían al asfalto. Los tipos impacientes ponían tremendas caras de culo. Muchos, sin tiempo de esperar un puto segundo, aceleraban protestando. Otros se reían complacientes y me largaban: —Quedate con el cambio— y eran centavos. Esos primeros días me molestaba todo, hasta que ya no me calentó nada. La mañana se hacía larga mientras el sol pegaba de frente. No sabía qué hora era. Y apareció una mujer en un Gol blanco, con el cinturón de seguridad que le marcaba las tetas, frenó y me pidió un Clarín. Su sonrisa me salvó el día. Encontrar belleza en esos momentos te hace olvidar la impiedad del mundo. Me dio dos pesos y me preguntó el nombre, se lo dije y me preguntó por Ernesto. —Mandale saludos. Chau, Seba— dijo. No parecía ser mucho más grande que yo. Pero habitaba un planeta completamente diferente al mío. No era la última vez que la iba a ver.
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Conocí el barrio caminando y gritando: ¡Diario! ¡Diario! Ernesto no lo decía con claridad. Él modulaba la voz, esa de vendedor ambulante, y exclamaba ¡Dier! ¡Dier! Para él era más fácil así. Igual, la onda era que todos supieran que pasaba el diariero y con eso alcanzaba. Me metía en los recovecos de ese barrio desconocido, descubriendo las casas, la gente, los paisajes. Era muy diferente a Temperley, era como el lugar donde yo vivía. Casas sin terminar, tierra, cumbia a full y muchos chicos en las esquinas. Pero no cruzaba la San Martín por que esa zona era de otro puesto. Cada uno tiene un lugar marcado que no puede ser pisado por otro, me explicó Ernesto; nosotros no le escupimos el asado a nadie. A eso de las once y media volví al puesto con el bolso casi vacío. Me quedó un Página/12. —Ese es el mejor diario, por eso el país está como está: la gente lee mierda— dijo Ernesto con bronca y me miró fijo como si yo tuviese algo que ver. — No sé para qué me quejo con vos, seguro que no leés ni los carteles de la calle. No le contesté nada. Solo quería que me diera la plata para irme a mi casa. Esperé a que Cristina me pagara; con una calculadora sacaba cuentas. —Y, ¿qué te pareció el trabajo? ¿Te gustó?— La verdad que no. No me gustaba trabajar. Pero si le decía eso seguro que se enojaba. —Sí, tranquilo.— le dije —¿Viste que sí? Nosotros hace cinco años que tenemos el puesto y nos parece lo mejor que hicimos. —¿Cuántos años tenían los viejos? Más o menos un siglo, y esa lata repleta de papeles era lo mejor de su vida. Cristina hizo un ruido y extendió la mano, mi paga del día. La agarré y me la puse en el bolsillo. Me quedé parado esperando que me dijeran que me fuera. Ernesto me dijo hasta mañana a las seis y lo saludé de lejos. No quería darle la mano y que me quebrara otra vez los huesos. Camino a casa conté la plata. Era una miseria. Pero me servía, no tenía otra muleta para sostenerme. La feria aterrizó como todos los miércoles y sábados. Y tuve que hacer dos repartos. Al que hacía temprano le sumé el que hice entre los feriantes. Caminaba entre ellos mientras llegaban, los veía armar sus puestos y era increíble notar cómo el panorama iba cambiando. Era la construcción de un mundo precario e inestable sobre las veredas. Yo
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siempre la había visitado cuando ya todo estaba dispuesto. Ver eso era descubrir el detrás de escena de tu obra favorita. Sí, la Feria de Solano era una puesta fastuosa en su sencillez y sumamente variada en su propuesta. Había para todos los gustos y todas las edades. Ni bien terminé la entrega me planté en mi esquina para esperar a la mina del Gol. Y la vi venir de lejos, mientras se acercaba se notaba su sonrisa radiante, magnífica. Frenó, me saludó por el nombre y me desarmó completamente. Quise articular algo medianamente coherente, algo sencillo y estúpido como un comentario sobre el clima, pero no pude más que entregarle el vuelto y una mueca extraña que nadie hubiera dicho que era una sonrisa. Movió la mano como un abanico a modo de saludo y aceleró. Qué ganas de guardar ilusiones vanas que tenía. En esas situaciones tener esperanzas es catastrófico. Yo sabía que no había nada que hiciese que nuestros caminos se cruzaran. Las condiciones en las que nos habíamos conocido eran desiguales, yo para ella no era mucho más que un semáforo o un lomo de burro: algo que estaba camino al trabajo. Las cosas suceden así, repentina y violentamente. Como el frío o la lluvia, estados de naturaleza imposibles de controlar. Se iba de mi vida hasta el día siguiente. Dos semanas después, Ernesto ya me prestaba su bicicleta. Fue así. Yo estaba arrancando para hacer el reparto y me frenó: —¿Qué hacés?— pensé, qué viejo del orto, pero respondí: —Voy hacer el reparto. —¿Para qué tenés la bicicleta?— me lo largó retándome, como si ya me lo hubiese dicho. Me pareció bien. Era un avance que me facilitaba las cosas. Las podía hacer en un toque y, de paso, me quedaba haciendo tiempo por ahí. Yo nunca había tenido una bicicleta, así que me pareció un lindo juguete nuevo. Pedalear me daba una emoción tan grande que sentía que todo estaba a mi alcance. Ese día, cuando volví, Ernesto me miraba. Sabía que algo le pasaba. Me trataba diferente. Cuando fui para la esquina dejó el Página/12 que siempre leía, y le dijo a Cristina que me iba a acompañar. Ella ni se inmutó. Yo me preguntaba qué sucedía. El viejo a mi lado, como el primer día, me preguntó: — Te gusta este laburo, ¿no? —Sí.
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—¿La pasás bien, no?— no sabía a que se refería ni adónde quería llegar. Decidí seguirle la corriente. —Sí, la verdad que sí. —Sí, parece que sos un buen pibe. Cumplidor, siempre llegás a las seis, y sos calladito. Eso es bueno para el trabajo— no sabía bien si me estaba halagando— y nosotros estamos muy contentos con vos. Aunque no parezca. — Eso era verdad, no parecía. Me miró hacer la esquina con una expresión de orgullo. El “pollo” había aprendido. Yo era un estudiante aplicado, básicamente, porque no me importaba en lo más mínimo. Pero él creía que me interesaba por la venta. Y, como quien no quiere la cosa, me dijo: —Yo te voy a contar lo que pasó. La historia la escuché cortada porque cada tanto alguno me pedía un diario. Sin embargo, me la contó entera. Y en casa la pude reconstruir. Ernesto nunca se llevó muy bien con la soledad. Para solucionar ese inconveniente había vivido durante veinte años con una mujer que no amaba. Ella hacía las tareas de la casa mientras él trabajaba en una metalúrgica. Cuando volvía a la tarde le cebaba unos mates, le tenía la ropa limpia y planchada. A la noche le cocinaba, lo atendía bien. Ernesto no pedía mucho más de la vida. Era todo lo que necesitaba: tranquilidad y compañía. Cuando la mujer se murió, lo acompañó durante un largo tiempo un sentimiento insondable que era un callejón sin salida: la extrañaba. Pero no era como haber perdido el amor de su vida, sino como añorar una presencia a la que se había acostumbrado. Esas fueron horas muy duras para él. Y así pasaron los días también, que arrastraron a los años. Hasta que conoció a Cristina en la parada del colectivo a la que llegaba cada mañana para ir al trabajo. Ella lo miraba de reojo y él se dio cuenta al toque pero no se animaba a hacer nada. A los pocos días la cruzó en el almacén y se arriesgó con un tímido saludo con la cabeza. Ella respondió de la misma manera. A la mañana siguiente se saludaron con una sonrisa. Luego siguieron las palabras y el diálogo en el 148 letra G. Él viajaba hasta Avellaneda, ella hasta Constitución, así que tenían casi cuarenta minutos para conocerse, hablar de la vida y tratar de ver qué pasa cuando dos personas solas intentar lograr cierta intimidad y magia antes de volver a esa marea calma llamada rutina.
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Ella era empleada de limpieza en una casa de Palermo. Nacida en Corrientes, en la ciudad de Goya, vivía con su hermana, a tres cuadras de la casa de Ernesto. Hacía tres meses que había llegado a Buenos Aires. Que ella fuera de otra provincia lo hizo sentir superior a Ernesto, el bonaerense. La invitó a salir, ella dijo que sí con una sonrisa entre modesta y pícara. Había deseo en ese silencio, en esa mirada. Esa noche nada salió mal. A los pocos días Ernesto se mandó sin medir consecuencias y le propuso a Cristina irse a vivir juntos. El plan era acorralar la soledad, que ella habitara la casa para que se rindiera esa sensación de olvido y pena que recorría las paredes y los muebles. Ella le dijo una vez más que sí, parecía que no le podía responder otra cosa. Se estaban entendiendo. Eso era primordial para Ernesto. Lo demás podía venir o no, ¿qué importaba? ¿Vivir con alguien no era eso? La convivencia le trajo paz nuevamente, pudo dormir mejor y todo. Entonces él le propuso a Cristina que dejara su trabajo de mucama así podía dedicarse más tiempo a su casa. Esa expresión la llenó de alegría, ahora ella tenía algo que le pertenecía. Surgió el tema del dinero, ¿cómo iban a hacer con los gastos? Ernesto respondió que con su sueldo alcanzaba para los dos. No iban a tener problemas económicos. La convivencia trajo de vuelta la ropa limpia, la compañía, los mates a la tarde y la cena de a dos. Pero el paraíso no está en este mundo. Y esas porciones de felicidad que Ernesto había recuperado se desestabilizaron cuando le llegaron comentarios acerca del comportamiento de Cristina cuando él se iba a trabajar. Hombres que entraban y salían, le dijeron. No supo bien cómo reaccionar. Un tipo viejo que se enfrentaba a una situación nue va en su vida. No quería ni pensarlo, pero hay palabras que tienen el poder de desatar tormentas en la mente. La descubrió con dos tipos en la cama, en su cama. Y así como entró, salió de la habitación. Lo inesperado lo dejó vacío de pensamientos. Seco de cualquier posibilidad de explosión o algo por el estilo. A la noche volvió a su casa como cualquier animal de costumbre y la encontró con la cara marcada de rastros de un llanto que todavía no había terminado. El silencio es temerario y hace que las personas larguen palabras a modo de defensa. Cristina llenaba el silencio de Ernesto con excusas, lamentos y declaraciones de amor. Él pensaba en lo poco que le faltaba para jubilarse, pensamientos que se veían interrumpidos,
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como una señal interferida, por esa imagen de ella chupándole la pija a un tipo, cosa que nunca le había hecho a él, mientras otro la penetraba por atrás. Cuando pudo tomar plena conciencia de lo que había ocurrido y contemplar a su mujer, mirarla a los ojos mientras ella no le podía mantener la mirada, le dio un cachetazo que la tiró al piso. Se sorprendió de lo que había hecho pero escuchó que Cristina le decía desde el suelo mi amor, mi vida, vos sos todo. Se levantó para seguir golpeándola, y ella le acercó la cara para facilitarle las cosas. Esa actitud le dio tanta pena que no pudo más que dejarla ahí en el piso. Se fue para su pieza. La idea era cambiar esas sábanas sucias que cubrían la cama para poder acostarse. Lo hizo y se acostó, abatido, pensando en que al otro día debía ir a trabajar temprano. No tenía sueño. Al rato escuchó un grito de Cristina, salió de la cama y fue a ver dónde estaba, pero ya sabía que ese ruido blanco venía del baño. Cuando abrió la puerta la vio con la mano extendida hacia él a modo de ofrenda con un pedazo de carne roja, y la boca, el mentón, el cuello cubiertos de sangre. La expresión del rostro destellaba dolor, pero también cierto alivio.
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VI
Diciembre llega siempre con ese calor que anticipa el verano. Con el mes desplegándose en el almanaque estaba contento, como si hubiese recobrado algo perdido, tal vez solo descuidado. Era una sensación dulce, que me daba pilas y algo parecido a la esperanza. Pensaba que tenía posibilidades de conseguir una buena mano en un juego al que todavía no podía cazarle las reglas con claridad. Ese era un buen día porque estaba por poner mi nombre en una lista importante. Así lo veía. Tenía cierta agitación, nervios molestándome. Cuando terminé con los diarios me fui a mi casilla a descansar pensando que a la tarde tenía una cita impostergable. Pensé en el futuro. ¿Era eso en realidad? ¿Saber en qué se te van a ir tus próximos cuatros años? Cuando llegó la hora agarré mis papeles y me fui caminando al profesorado. Eran unas cuadras largas pero no me importaba. Mis pasos parecían tener una levedad insospechada, estaba tranquilo, seguro. Nada podía salir mal. Fui acercándome a la 844 y comencé a observar la multitud que siempre andaba por ahí, me sentí alejado de ellos. No había nada que nos uniera. Habitábamos el mismo espacio pero no compartíamos ninguna idea o sentimiento o simplemente éramos muy distintos. Me creía
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superior, como si tuviese una misión que cumplir o metas mucho más valiosas que las de cualquiera de ellos. Doblé en la 898 para ir por la 845, una calle desierta y tranquila. Entré al profesorado y me puse en la cola. No había muchas personas. El movimiento de gente era constante, sobre todo de mujeres, lo que fue una suerte de brisa encantadora corriendo por el aire, y veía los libros y carpetas que cargaban, las posturas que adquirían para hablar, la ropa que llevaban y todo me parecía diferente. Definitivamente quería formar parte. Llegó mi turno, le alcancé mis papeles a una señora con una tensión que disimulaba cierta furia o hastío, como condenada a realizar una tarea insufrible. Le sonreí cuando me miró para preguntarme algo pero bajó la mirada molesta. Largó un murmullo que no pude oír. Le quise preguntar qué había dicho pero me alcanzó los papeles como diciendo “ya está, nene, tomatelá”. Al salir me sentí diferente a como había entrado. A unos metros del profesorado vi que venía caminando, en sentido contrario, la mujer del Gol blanco. De pronto todas las cosas que habían ocurrido, hacía unos segundos nada más, desaparecieron. Estaba tan hermosa que quise cruzarme de vereda para poder mirarla de lejos y seguir manteniendo mi lugar: el del pibe que le alcanzaba el diario y del que se olvidaba ni bien alcanzaba un semáforo. Y fue lo que hice. Ahí estaba: caminando sin saber que parte de mi mundo era verla cada mañana para que el peso de la rutina no me volteara. Ella parecía estar dentro de una realidad distinta a la nuestra, cubierta por un manto imposible de atravesar. Iba en la suya. No se dio cuenta de que yo, como un niño cobarde que ve venir al monstruo que lo acosa en el patio del colegio, huí hacia la vereda de enfrente y caminé en su dirección. Molesto por lo que había hecho, puteándome por el miedo que me había ganado una vez más, quise ver si podía hacer que la historia terminara de otra manera. ¿Cómo podía llevar adelante semejante cosa? ¿No era mejor dejar todo como estaba? Tal vez sí, pero la seguí. Las ideas se amontonaban en mi cabeza buscando alguna posibilidad de acercarme a ella, me decía que no ante cada cosa que se me ocurría. Fueron varias cuadras descartando necedades y fantasías, hasta que paró frente a una puerta, sacó unas llaves del bolso y entró sin mirar atrás. Me acerqué a la puerta, no sé para qué. Descubrí que había un
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timbre. Lo miré como si fuera a darme alguna respuesta a una pregunta que ya no valía la pena hacerse. Ese era un final. Di unos pasos y desde la esquina se veía en un primer piso un patio con ropa colgada. Me quedé esperando, bajo un árbol, que pasara algo y a los pocos minutos apareció. Lejana e imposible. Sacó la ropa de la soga y entró nuevamente. Eso fue todo. Ya no tenía nada más que hacer ahí.
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VII
Mi vieja me propuso que alguna de las Fiestas la pasemos juntos, pero le dije, lo más amable que pude, que ya había arreglado con unos amigos. La verdad, no siempre ayuda. No quería entregar abrazos falsos ni mostrar sonrisas amargas. Me imaginaba esa cena como un territorio cargado de nervios y con miradas furtivas que uno desearía que se convirtieran en cuchillos oxidados. Una reunión de tres con dos que se odiaban auguraba pocas alegrías. Ella me dijo que era una pena porque ya tenía mi regalo, de todas maneras me lo iba a dejar a los pies del arbolito. Yo ya sabía que eran desodorantes o calzoncillos. Disfrutaba de estas cosas. Era una mujer que mantenía algunas tradiciones. Para no ser completamente desconsiderado, fui el 24 al mediodía para almorzar y hacer un brindis con ella, era la única por la que podía llevar adelante esa puesta en escena. Mauricio no estaba, eso lo tenía muy claro y fue la única razón por la que atravesé el portón de la que había sido mi casa. Comimos más de lo que hablamos, en la tele toda vía se hablaba de las viejas violadas de Temperley: —Qué feo eso. Pobres mujeres. No me quiero ni imaginar lo que habrán sufrido. Por eso yo no meto a nadie en casa. Hay que tener mucho cuidado con esas cosas.— dijo mamá. —Ni hablar.
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—Ojalá que lo agarren. —Ya pasó mucho tiempo. Andá saber dónde está. —Sí, ¿no? En este país entra cualquiera como si nada y hace un desastre. Sabés cómo deben estar esas familias. —Me imagino. —Está rico, ¿no? ¿Te gusta? —Sí, ma. —Mirá el cielo, parece que hoy llueve. En la vereda nos despedimos y la vi con una emoción contenida en los ojos. Era la primera Navidad que pasábamos separados. Yo traté de terminar rápido para que ese sentimiento no me agarrara del pecho. Me volví caminando para ver si podía ordenar algunas ideas pero mis pensamientos eran erráticos, inconexos, deshilachados, sin una consecución. Más bien me fui poblando de imágenes y palabras que no tenían mucho que ver entre sí. Desde mi ventana, con una botella de cerveza en la mano, vi los cohetes de Año Nuevo que iluminaron el cielo. Luego me acosté a dormir. Igual que en Navidad.
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VIII
A mediados de febrero empezaba el curso de ingreso. Unos días antes yo estaba preocupado por la ropa. No quería ir al profesorado siempre con el mismo jean y la única camisa, encima mangas largas, más o menos presentable que tenía. Ernesto, de manera impensada, me ayudó con algo de plata, me dijo que no se la devolviera, para que pudiera comprarme un pantalón y una camisa mangas cortas, por el calor que hacía. Como llegué temprano a la puerta del Instituto di vuelta a la manzana para hacer tiempo y me senté en los canteros que rodeaban la rampa que daba a la entrada. Otros también se fueron sentando ahí. Después entramos todos juntos. Llevaba bajo el brazo, y con cierto orgullo, un cuaderno anillado de ochenta hojas rayadas y una Bic azul metida en los anillos. Busqué el salón que me tocaba, pero me perdí porque no había ningún cartel ni nada parecido. Esa escuela tenía adornos infantiles, corazones, afiches mal escritos, eran lo único que decoraba las paredes y las puertas de los salones. Cansado de caminar en círculos le pregunté a una chica que encontré en el pasillo, parecía estar en la misma situación, si sabía dónde estaba el salón de Lengua y Literatura. Ella también lo buscaba y me dijo que esperara, iba a preguntar en Dirección. Volvió
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con la información y nos metimos al aula correspondiente. Entré con incomodidad por llegar tarde, ella detrás de mí. La profesora, que estaba hablando, se calló y nos observó molesta, ese silencio armó un suspenso berreta pero efectivo. Levantó las cejas y chistó decepcionada. Si arrancamos así, dijo. Me vi parado y con la obligación de pedir perdón. Ya estaban todos sentados, el aula llena, serían como treinta personas, y me acerqué al primer banco libre que encontré. Había justo dos sillas vacías así que me senté contra la pared como para dejarle el otro asiento a la chica, pero ella ya se había sentado en otro lugar. Eran casi todas mujeres, solo tres varones desentonábamos con el paisaje del curso. Trataba de escuchar lo que decía la profesora, una señora grande, con la voz y el cuerpo frágil, el pelo muy corto y pocas ganas de estar allí. Sin embargo, yo pensaba en el desplante de la mina. ¿Qué ocurrió para que hiciera ese movimiento rápido y despegara de mi lado? ¿Qué vio en mí que la llevó a actuar así? ¿Qué no vio? Pensaba en esto y la miraba de reojo. Era una mujer de una cara normalita pero con un cuerpo que rajaba la tierra. No quería comerme la cabeza como hacía siempre, entonces intenté dejar de pensar en eso y miré a mis otras compañeras. Había poca juventud. El salón estaba copado por personas mayores que seguramente tendrían sus vidas a medio terminar, como si fueran una casa prefabricada soñando tener una loza o unos ladrillos en las paredes para resistir mejor. El salón mostraba la misma decoración que afuera. Todo preparado por y para chicos. Los bancos escritos con puteadas y mensajes para compañeros de otro turno, las sillitas, los afiches con el abecedario, tablas de multiplicar, frascos con la germinación de las plantas. Con nuestro pasado en las narices me sentía incómodo, usurpando un espacio que era para otra cosa. Salvo nosotros, no había nada adulto en todo el colegio. Y ese panorama me hizo acordar a mis tiempos de primaria, con toda esa parafernalia estética bombardeándote la cabeza, metiéndote ideas de cordura y disciplina. Ya había pasado mucho tiempo de eso. Pero parecía que seguíamos en el mismo espacio. La profesora siguió hablando como si alguien le debiera algo, y antes del recreo desalentó a cualquiera que pretendiera encontrar en la carrera una escuela de narradores o poetas. Se puso más seria de lo que estaba, y miró a todos a los ojos, quizás buscando que sus palabras no fueran parte del aire sino que sean escuchadas como la primera y más importante lección que íbamos a recibir; dijo con una voz firme y despiadada:
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—Acá no enseñamos a escribir, ¿se entiende? De entre ustedes al final de la carrera no va salir ningún Borges. Nosotros formamos docentes. Repito: DOCENTES, no escritores. El que quiera aprender a escribir bien sus cositas que vaya a un taller o… No sé, pero acá no es su lugar si lo que quieren es saber cómo escribir una novela o un poemita. ¿Quedó claro esto que acabo de decir?— Las manos apoyadas en la mesa, ligeramente inclinada hacia adelante y sus ojos como azotes cayendo sobre nosotros. Todos respondimos que sí como buenos alumnos. Pero creo que algunos se habrán sentido dolidos por escuchar esa noticia. Había que aprobar el curso de ingreso para meterte en la carrera. Hacía unos cuántos años que no agarraba un libro de estudio, estaba oxidado. Eran tres semanas de clases de apoyo y después el examen. Me compré el cuadernillo de fotocopias obligatorio que tenía el material de estudio y actividades con las que íbamos a trabajar hasta la evaluación. Lo hojeé un poco para ver los temas, y cuando vi oraciones para analizar sintácticamente lo cerré, ya habría tiempo para comprender esos jeroglíficos de la era escolar que nunca pude decodificar. En el recreo subí las escaleras para tener una mejor vista. Me gustaba mirar a las personas, era una manera de aprender, también. Apoyado en la baranda pretendía monitorear todo lo que ocurría en ese pequeño hormiguero humano, hasta que escuché una voz pegándome de atrás: —Cómo se enojó la vieja, ¿no?— me di vuelta. Era la chica que me había dejado de lado hacía un rato nomás. Esbocé una sonrisa nerviosa que me habrá desfigurado el rostro dándome un semblante bien de pelotudo. —Sí, parece que sí— se acercó a mi lado. Se apoyó también en la baranda y pegó su codo al mío. Prendió un pucho. —Hay que acostumbrarse porque la vamos a tener todo el curso. —Qué garrón. —Sí, un bajón. ¿Cómo te llamás? —Sebastián. ¿Vos? —Sabrina. Te compraste el cuadernillo— se lo pasé. Lo miró un segundo y lo cerró— ¿Cuánto sale?— Le dije el precio— Bueno, voy a comprarlo así lo tengo— sonrió y se fue. Un nombre no deja de ser una puerta, una posibilidad. Ahora teníamos un conocimiento ínfimo que compartíamos. Sabíamos algo del otro y podíamos usarlo. Al menos eso creía. Cuando uno está solo mucho tiempo se come la croqueta con estas cosas. Un nombre, un codo
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pegado al tuyo, una sonrisa, cualquier detalle alcanza para robarte el sueño y manchar con descontrol tu pequeñita vida. Turno vespertino. Las clases eran de cinco y media a nueve de la noche. Cinco días a la semana. A las tres y media de la tarde ya empezaba a prepararme. Me bañaba, me cambiaba y me completaba lo que habíamos visto el día anterior. A veces sólo, otras con Julián como espectador. Venía embalado a contarme algo y como no le daba tanta atención como antes, le contestaba con monosílabos y casi no lo miraba. Él se quedaba mirando cómo agarraba mi lapicera, no la soltaba, y me concentraba en las páginas escritas de problemas que buscaban una solución. A la corta o a la larga se cansaba y me dejaba metido en el cuadernillo. Los temas no me parecían tan difíciles. Solamente con prestar un poco de atención, usar la memoria, que empezaba a recuperar, y ponerme a practicar, me alcanzaba. Podía resolver esas actividades sin ayuda. Pero estaba esa cruz insostenible cargando sobre mis espaldas, haciendo peligrar todo mi esfuerzo. Se llamaba Análisis Sintáctico. Mientras ponía los corchetes, descubría el verbo, los modificadores más evidentes, separaba el sujeto del predicado y no mucho más, recordaba cuando en sexto grado una maestra se quedó conmigo después de hora para que yo pudiera comprender la diferencia entre Sujeto Tácito y Expreso. Solo, en un aula para treinta chicos, miraba el pizarrón verde con las oraciones escritas en tiza blanca y la seño Griselda dando lo mejor de sí para desterrarme de esa nube oscura y cómoda llamada ignorancia. Yo era muy feliz ahí, despreocupado y sonriente. Pero esta señorita venía con malas noticias para mí: tenía que aprender ese tema o iba repetir. Ella hablaba y hablaba, buscaba los ejemplos más claros, me preguntaba y repreguntaba, y me hacía pasar al frente para que yo demostrara lo que había entendido. Luego de unas cuantas fallas, con una visible frustración al darse cuenta de que toda esa energía había sido un desperdicio total, le puse un poco de onda y empecé a intentarlo. Griselda se puso muy contenta pero ya era hora de irnos, había que dejar el salón para los de turno tarde. Me dijo que lo íbamos a seguir intentando. Y nos quedamos después de hora dos veces más. Y al final pude hallar la diferencia entre un Sujeto Tácito y uno Expreso. Cuando salimos la vi llena de alegría. Yo no le daba gran importancia, no le veía mucho sentido, traté de poner cara de contento. Antes de darle un beso e irme a la parada del colectivo me dijo si no quería ir a su casa a festejar. Se subió al auto y me abrió la puerta:
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—Vamos, dale— sonaba como una orden. Yo no me acuerdo bien qué tenía que hacer, un partido de fútbol o algo así, y recuerdo que la desobedecí y le contesté que no, me esperan en casa o una cosa por el estilo. —¿En serio no querés venir?— y palmeó el asiento. Sonaba tentador, pero yo estaba más emocionado por aquello que ahora no puedo recordar, me parecía algo más interesante para hacer. Ante mi negativa la seño Griselda no insistió más, cerró la puerta del auto, me saludó con la mano y se fue. La primer semana fue un periodo de adaptación y de ver si podía acercarme a Sabrina. Mi intento consistía en no hacer absolutamente nada y esperar a que ella hiciera todo como para que terminemos saliendo. No era el mejor plan, pero no podía hacer otra cosa. Tenía un miedo atávico que no podía vencer. Razón y condena de mi soledad. La veía llegar a Sabrina y yo me hacía el desentendido en la puerta, esperándola. Y cuando ella llegaba me saludaba con un hola como el que le daba a todos, al que yo le contestaba con cierta distancia para no ponerme en evidencia. La miraba alejarse, parecía que el suelo estaba hecho de algodones o bajo sus pies hubiese una pasarela. Me quedaba un rato más como para sostener mi actuación unos minutos y luego ingresaba. La segunda semana ya me saludaba con un beso, como lo hacía con todos. Ella era dueña de una simpatía amable, educada, medida. Ese era un tema que me taladraba la nuca: me trataba igual que a cualquiera. No sé por qué esperaba algún tipo de trato especial, pero eso podía considerarse una evidencia. No significaba nada para ella. Hay pensamientos que tienen una violencia física que uno la siente y te deja con el ánimo babeando en el piso. Julián me decía que otra vez había caído en mi propia realidad paralela. Pensamientos propios sin sentido y completamente infundados. Era un pozo en el que caía con mucha facilidad y me costaba salir. Terminando esa semana me enteré, porque escuché que lo hablaron unos compañeros, que no tenía novio. Era el tipo de noticia que conmo vía mi pequeño mundo hecho de migajas. Yo sabía lo que tenía que hacer entonces. Era fácil decirlo pero difícil de hacer. Cuando el curso estaba por terminar tuvimos la chance de hablar sin nadie alrededor. Seguía sin novio, trabajaba atendiendo el local de ropa del padre en Florencio Varela, lo que le daba horarios flexibles, y no estaba segura de la carrera que había elegido. —¿No te gusta?
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—En realidad me daba lo mismo esta o cualquier otra. Podía haber sido Historia. Me acerqué a ver qué había y vi que era la fecha para esta carrera y como nunca me llevé Lengua en la secundaria y me gustaba cómo la daba el profesor, me anoté. —¿Cómo estás para el examen? —Mal— se rió sin ganas— pero igual lo voy hacer. No le quiero dar el gusto a mis viejos que piensan que soy una tarada que no termina nada. Igual no sé si lo voy a aprobar porque no estudié nada, me voy a mandar a ver qué pasa. Le di el último trago a la cerveza y salí para el Instituto. Debía bajar un poco los nervios. Ese día sabríamos el resultado de los exámenes. Fui caminando, como siempre. Mientras pateaba esas calles y veredas tan conocidas me preguntaba qué pensaría mi vieja si supiera de todo esto que había emprendido. No le había dicho nada porque quería alguna seguridad. Quería ir a su casa con algo tangible, sólido, no un proyecto. Solo con eso podría mirarla a la cara, seguro con Mauricio al lado, y decirle cuáles eran las buenas nuevas. Entonces todo esto, ¿era para demostrar algo a alguien? ¿A quién quería impresionar? ¿Quería ser profesor o vengarme? Las respuestas se perdieron en los pasillos de otros pensamientos que se agolpaban en mi cabeza, por momentos como algo inconsistente, indefinido. No tenía nada claro. Faltaban pocas cuadras. También me rondaba por la mente la carita de Sabrina a la espera del examen, expectante, ansiosa, como todos nosotros. No pude hablar con ella antes de entrar al aula. Había llegado bien temprano y se había acomodado al fondo. Yo me senté en la otra punta para poder mirar su cuerpazo, me gustaba hacer eso. Ya no éramos tantos como cuando había arrancado el curso. Durante la evaluación Sabrina se mostraba dubitativa, decepcionada, y un poco aburrida. Entregó primero que todos y salió. Cuando yo terminé, la busqué pero ya se había marchado. Pensaba invitarla a tomar algo. Me quedé en la puerta, por las dudas, en una de esas reaparecía. Pero no se dejó ver. En la noche, mientras volvía a casa, dentro mío lo sabía, sentía alivio de no tener que enfrentarme con ese temor a ser rechazado, a ser atropellado por el miedo de enfrentar una situación descontrolada y vulgar. Cuando faltaban dos cuadras para llegar a la primera baldosa del Profesorado, me detuve a contemplar la posibilidad de ir a tomar otra cerveza. Un papel con mi nombre y un número al lado me ponía tan
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nervioso como tirarse de un avión sin paracaídas. Mejor no, mejor entrar a ver lo más rápido posible y que esto terminara o empezara de una buena vez, me dije o pensé o lo escribo ahora consciente de ese momento. Entré y fui hasta la pared donde estaban los resultados. Había mucha gente mirando su nota. Casi todos estaban felices porque aparentemente habían aprobado y pudieron entrar a la carrera. Me quedé un poco alejado a la espera de que la turba se alejara. Cuando se dispersaron me acerqué. Pasé entre la gente, y vi la espalda de Sabrina en el centro, la cabeza ligeramente levantada mirando su nota. Se dio vuelta y me miró, nos encontramos. No quise preguntarle cómo le había ido porque era evidente. La vi triste. Me saludó, buscando ocultar con una sonrisa el mal trago que tuvo unos segundos antes y me dijo: —¿Querés que te diga cómo te fue?— De pronto pasaba que ya no me importaba nada de eso que nos rodeaba, el Profesorado, la carrera, la evaluación, el pasado, nada. Quería que de su boca saliera ese número pero solo porque era ella y porque su voz me iba a llegar con una noticia que nos importaba en la medida en que era un puente hacia otro lugar. —Dale— le dije. —Aprobaste— no podía dejar de mirar sus ojos. Eso era lo que realmente me ponía feliz. Esa mirada que nos pegamos y esa cercanía de su cuerpo. —¿En serio?— todo era sorpresa a las seis de la tarde de un jueves. Igual no quería expresar mucha alegría delante suyo. Sabrina me quería decir la nota pero yo le dije que no hacía falta, realmente no me importaba. Luego me enteré que fue, de los que aprobaron, la nota más baja. Ya está, lo logré, pensé y no se lo dije porque me pareció de mal gusto. Fuimos juntos hasta la puerta sin decir una palabra. No sabía qué había estado pensando ella, pero yo maquinaba con que ya era hora de ponerse las pilas y preguntarle si daba para salir o algo así. Esos pasos hasta la puerta se hacían cortos y veloces y cuando me quise dar cuenta ya la tenía encima mío queriendo despedirse. Entonces fue todo muy precipitado, casi no pude ver lo que iba a decir, y le largué una pregunta sincera: —¿Ya te vas?—ella se sorprendió. Y me miró. —Sí, tengo cosas que hacer. —¿No querés ir a tomar algo? —¿A festejar que no aprobé?— No sabía qué contestarle. Pero sabía que ella ya se había dado cuenta de todo lo que pasaba. Miró hacia la
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calle. Esperé — No, Seba, no te enojes, pero prefiero ir a mi casa. No me siento muy bien. Con qué poco alcanza para hacer sentir mal a una persona. Me dio un beso y se fue. Antes se mandó un nos vemos, ese cruel lugar común. Parecía sentirse un poco mejor. No tenía su teléfono ni nada. Iba ser la última vez que la vería. Decidí no volver a mi casilla. Era una tarde hermosa, con un viento tan cálido que daban ganas de callejear. Fui hasta un locutorio y lo llamé a Julián. Le dije que lo esperaba en la plaza Yapeyú para festejar. Tenía sentimientos encontrados pujando por ganarme el ánimo. Una buena y un palazo en la nuca. Pero luego me arrastró el pensamiento de que las dos eran buenas. Vencer el temor y entrar al Profesorado. Cuando lo vi a Julián caminando con una sonrisa expectante hacia el banco donde estaba sentado pensé que solo tenía buenas noticias para darle. Algo comenzaba a repuntar. Se sentó y me preguntó ansioso: —¿Qué vamos a festejar?
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SegunDa parte
L u m t i tu D
I
A las siete de la mañana, como todos los días, suena el despertador del celular de Maira. Ella intenta abrir los ojos pero una fuerza demoledora parece impedírselo. Sus párpados vuelven a caer. El sonido comienza a flamear con una monotonía creciente. Escucha un grito perezoso que proviene del otro lado de la puerta y le ordena que apague ese ruido. Esa orden tiene una contundencia mayor que la del despertador. Abre los ojos, esta vez completamente. Se queda un segundo remoloneando sobre el colchón, desperezándose, bostezando, estirando los brazos. El despertador continúa martillando el silencio y comienza a inundar todos los espacios del departamento. Vuelven a exigirle con un golpe en la puerta que apague esa mierda. El celular está lejos de ella. Es una manera que tiene Maira para obligarse a despegar, despabilarse, arrancar el día. Pero ahora tiene una motivación más urgente. Su cama está un poco lejos del suelo. En una cama cucheta, ella duerme en la de arriba. Se incorpora. Haciendo fuerza con sus brazos toma impulso y ese sonido seco que se escucha son sus pies golpeando la cerámica. Apaga el celular. Mira la hora. Son las siete y dos minutos. Dale, levantate, le dice a su hermano menor que todavía duerme en la cama de abajo. Como no reacciona lo zamarrea un poco. Se despierta
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y le dice pará, ya está. Ella se va a vestir entonces Federico sabe lo que tiene que hacer: darse vuelta y mirar la pared. Escucha el susurro que emite la ropa cuando le acaricia la piel a Maira. Se calienta. Cuando termina, sale. Entonces Federico se sabe solo, con la mente llena de imágenes y, como todas las mañanas, se masturba. Después se limpia con la sábana y vence las ganas de quedarse un rato más acariciando la almohada y se pasa las manos por el pelo como para correr del todo ese velo onírico que lo cubre y lo tira para abajo. Maira va al baño. En el camino hay tres jóvenes que duermen despatarrados, dos en el piso y uno en el sofá. Entra y traba la puerta. Se moja la cara, se lava los dientes y busca desodorante pero no lo encuentra. Sale y busca a Federico para que se apure. Lo ve mirando fascinado las armas que están sobre la mesa. Dale, apurate que se nos hace tarde, le dice ella y le pega en la nuca. Él se da vuelta desencajado, enfurecido y ella inmutable se aproxima hasta tenerlo bien cerca y le dice: —Vos vas a estudiar, gil. ¿Sabés? Antes de salir, Maira le pregunta a Federico: —¿Saludaste a mamá? —No, no quería despertarla a ella ni a los otros. Después me cagan a pedo. Bajan las escaleras y se disponen a caminar las treinta cuadras hasta el colegio. *
Andrea vuelca el mate sin querer. Su hija la mira y se ríe. Andrea limpia el líquido que ensucia el mantel nuevo, escurre el trapo en la pileta de la mesada y le da un cachetazo a Natalia. Natalia se acaricia el rostro. Al tacto lo siente tibio, aguanta el llanto. Se levanta para buscar su mochila e ir para el colegio. Antes de salir su madre la llama: —Tomá, nena. Te olvidás el boletín.— Lo tiene en la mano. Cuando Natalia lo agarra, Andrea no lo suelta —Escuchame, pibita, nueve materias bajas tenés…— Le aburre escuchar los sermones de la madre, que este último tiempo, desde que su novio la dejó, se multiplicaron y se hicieron más extensos. Busca en la pared esa foto del padre que la calma en momentos como este. Se acuerda de cómo la defendía y sin darse cuenta una sonrisa le alegra la cara. Pero inmediatamente se la borran de un sopapo: —¿De qué te reís, me querés decir?— Natalia se refugia en el piso.
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—Ah, no me vas a hablar. Está bien, olvidate lo del sábado, ¿sabés? OL VIDATE. ¿Quién te creés?— Se pregunta la hora, si tendrá tiempo para fumarse un cigarrillo antes de entrar. —Rajá, dale. Tomatelá. Natalia sale para el colegio con la certeza de que no le van a festejar su cumpleaños número quince. No quiere ir. Tampoco quedarse. Su mamá le deja el desayuno en la mesa y se va a trabajar. Recién volverá a verla cuando caiga la noche. Mariela mira el vaso con chocolatada caliente y las vainillas que parecen maniquíes amputados en el plato y escucha a su padre en la habitación apretando el teclado. Hace meses que está sin trabajo. Ni bien se queda solo agarra la computadora y no la suelta. Se pasa el día viendo páginas pornográficas, de gente cojiendo, dice Mariela, y no le presta atención a nadie. Ella lo espió y vio cómo se masturba frente al monitor. Desde hace un tiempo que lo ve como un extraño y un inútil, palabra que su madre usa para insultarlo cuando pelean. Ya no lo quiere ni espera nada de él. Le echa la culpa por dejar el colegio privado para cambiarse a esa escuela horrible a la que van todos los chicos del barrio, esos a los que ella nunca quiso acercarse. Ahora se veía acorralada por esos rostros que antes evitaba. Ya no la llama nadie ni van a visitarla. Ni siquiera las que decían ser sus mejores amigas. Reflexiona un poco sobre eso y reconoce que en realidad era ella la que siempre iba a visitarlas por que vivían en un barrio mucho más lindo que el suyo. Quisiera hablar con alguien de eso pero no tiene a nadie. También quiere contar lo mal que la pasa en el nuevo colegio. No se lleva con ninguno de sus compañeros. Y todos son muy diferentes a los que tenía antes. Para empezar no visten uniformes, sino guardapolvos blancos, y los pocos que lo usan lo llevan sucio. Y piensa en cómo hablan. Esas palabras que no comprende del todo, pero el tono en el que las pronuncian es agresivo. No tiene con quien descargar esa decepción acumulada que le borra la sonrisa. A veces pasan días sin que su boca emita un sonido. Nadie lo nota. Sin embargo, los varones sí le hablan, no paran de hacerle preguntas y contarle cosas que no le interesan. Hace dos días, uno al que dicen Pera, le mandó un papelito que decía: ayer soñé con vos, soñé que vos eras árbol y yo viento y te movía, te movía, te movía. Primero le causó gracia y después malestar. Ni siquiera sabía quién era. Era de otro curso, de noveno, y cuando se lo señalaron en un recreo no le gustó ni un poquito. Es morocho, como casi todos. Esa piel le provoca rechazo. Por esa cartita ahora las
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compañeras le dicen cosas feas. Especialmente Natalia, que la acosa y le busca roña. Qué te hacés la linda, cheta, le gritan a la salida del colegio y a veces adentro del aula. Eso no me habría pasado en el otro colegio, piensa y se acrecienta cada vez más el desprecio por su papá. *
Sebastián Ledesma espera el 514, cartel rojo. La impaciencia le come el ánimo, sabe que esos colectivos se manejan con leyes propias. Ruega que hoy pase a horario, no quiere llegar tarde a su primer acto público. Son las diez menos cinco, el acto es a las diez y media y el colectivo siempre tarda media hora, un recorrido de no más de veinte minutos. Aparece a lo lejos y Sebastián respira. Se sube y quiere decir algo que demuestre indignación o enojo, pero solo pide el boleto. El colectivo es una máquina agonizante a punto de desarmarse en cualquier esquina. Avanza lento. Bondi del orto, dice bajito Sebastián. Intenta leer una novela llamada “El caballero de la armadura oxidada” porque le dijeron que es un texto obligatorio en algunos colegios, pero el colectivo se mueve mucho y el motor hace un ruido tremendo. Lo cierra molesto. Cuando llegan a Mármol, transitar por las calles adoquinadas produce movimientos bruscos que hacen que los pasajeros se agarren de lo que tienen cerca. Todos saltan de sus asientos sin poder evitarlo. Algunos sonríen, les parece divertido. Sebastián lamenta haberse sentado junto a una señora mayor que pone la mano abierta al costado como para evitar el contacto en esos saltos involuntarios. Se baja dos paradas después de la estación de Mármol. Mira la hora: las diez y media en punto. Tiene dos cuadras hasta el consejo escolar. Trota. Los zapatos nuevos y el portafolios lo complican. Llega agitado y descubre que el acto público de Lengua recién comienza. Toma aire. Se pregunta por qué se puso una camisa manga larga con semejante calor. Se pasa la mano por la frente y la sien y se limpia la transpiración con el pantalón. Una chica que está a su lado lo mira y se aleja. El lugar es chico. Son muchas personas y están incómodos, corre poco aire. Una mujer avisa que empiezan con “Media y Polimodal” y con el listado oficial, los que ya están recibidos. Como Sebastián terminó sus estudios el año anterior no está entre esos nombres, recién al segundo año de estar recibido se aparece en ese listado. Las escuelas que necesitan suplentes están en la pared, pero no alcanza a verlas por las cabezas de la gente. La mayoría son mujeres. Pasan de a una por
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puntaje, de mayor a menor. El tiempo corre y todos se inquietan por la tardanza de algunas. Se escuchan murmullos pero nadie dice nada en voz alta. Avisan que se tomaron todos los cursos de “Media y Polimodal” y la mitad se va. —¿Hay alguien del listado oficial?— preguntan sin ganas y nadie responde. —¿Del listado A infine?, ¿del 180 B?— y entonces todos levantan la mano. Entre ellos Sebastián. La mujer pregunta el puntaje y le toca a Sebastián porque tiene el más alto. Le piden el documento y que elija entre los tres cursos que quedaron. Todos séptimos. ¿Cuál me con viene?, piensa. No sabe dónde quedan las escuelas. Pregunta y nadie parece saber. No compró el listado de los colegios con sus direcciones y teléfonos. Siente que ahora no da para pedírselo a los que están ahí. Gente de mierda, piensa. Los horarios se superponen, así que no puede tomar más de un curso. Pregunta de vuelta si saben aunque sea una zona de referencia como para orientarse, pero no le contestan. Sigue mirando los números de los colegios y escucha: —Si no sabés cuál tomar, dejá lugar a los demás, que sí saben. Esas palabras lo ponen incómodo. Entonces toma cualquiera. En una oficina le dan la designación que deberá presentar en el colegio: —Llamá antes de ir, así saben que estás yendo— le avisan. Pide el teléfono y sale sabiendo que llega tarde a su primer día en esa escuela. Suena el timbre de cambio de hora. El profesor de Sociales deja el salón sin despedirse. No tuvo una buena clase. Todos guardan sus útiles. Una alegría se desprende de manera generalizada entre los alumnos, se sienten livianos. Se preparan para salir, mientras en el único teléfono de la escuela, que lo utilizan tanto la primaria como la secundaria, reciben un llamado del suplente de Lengua que está yendo para allá. La preceptora recibe el mensaje y va al aula para avisarles a los chicos que hoy no salen temprano. Los gritos de todos no la dejan seguir hablando. Espera a que se calmen un poco pero el descontento no cesa. Maira los hace callar con una par de gritos. Pide que escuchen a la preceptora. Les dice: —Hoy van a tener Lengua. —¿Vuelve la vieja?— pregunta Maira. —No, es un suplente. —¿Y quién es?— pregunta alguien desde el fondo —No tengo idea.
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Fito sale de la comisaría con su madre. Tiene pequeños círculos violetas en la cara. Sonríe y se alegra de tenerla al lado porque es incondicional. Chicha le mira esos moretones y dice: —Ratis putos. Caminan a la parada del colectivo. Se cruzan con un kiosco y Fito pide un alfajor. Chicha le dice que no tiene plata, y aclara: —No pidas, en un rato llegamos a casa y comés algo.— Una vez arriba del colectivo Fito pregunta la hora. Chicha se fija el celular: —Son casi las once. ¿Tenés algo que hacer? —Quería ir a ver a alguien. —¿A quién? ¿Por qué no te quedás en casa hoy, eh? ¿Ya vas a volver a la calle? Justo en mi franco…Vos no aprendés más, eh. —Es un toque nomás, vieja— dice mientras mira por la ventana una casa de la que le hablaron hace unos días, en una esquina. No le gusta contarle sus cosas. Se las guarda para cuidarla de cualquier molestia. Chicha sabe que su hijo tiene una noción del tiempo diferente a la de ella. Un rato pueden ser unos minutos o días enteros. Depende de muchos factores, más relacionados con el azar que con una decisión planificada. *
Sebastián toma el 266 con el cartel que dice Barrio Maribel en la estación de Burzaco. Es el único que lo deja cerca de la escuela. Precisamente en la esquina. Mientras avanza por la avenida Monteverde mira el anotador donde tiene toda la información de cómo llegar. El colectivo dobla por una calle desconocida. Sin embargo, sabe que está cerca de la estación de Claypole y los monoblocks de Don Orione. No sabe exactamente dónde, pero sí que están en los alrededores. Se pregunta si ya se metió al Barrio Maribel. ¿Quién habrá sido esa mujer?, le viene la duda de pronto, ¿qué hizo para merecer ese reconocimiento? ¿Y dónde quedó su apellido? Le pidió al chofer que le avise cuándo bajar, por eso está sentado detrás de él. Observa los puntos de referencia para aprenderse el recorrido. Nota que la única calle de asfalto es la que pisan las ruedas del colectivo. Mira las casas del barrio. A medida que pasan las cuadras advierte lo diferentes que son unas de otras. Algunas con paredes de material, otras se mantienen en pie con paredes de madera y resisten el cielo con
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techos de cartón, y las menos ostentan lozas sólidas. Es parecido al barrio en el que había vivido un tiempo en una casilla al fondo de la casa de un amigo. El colectivo para en una esquina: —La escuela está allá— señala el chofer. Sebastián agradece y baja. Camina apurado porque sabe que llega muy tarde. Entra, se presenta como un suplente que va tomar un cargo y el portero dice que la Dirección está al final del pasillo. Llega y ve que no hay nadie. Al rato aparece una mujer que le pregunta si es el suplente de Lengua. Responde que sí. La mujer respira aliviada: —Los chicos están imbancables, te esperan hace un montón— escucha Sebastián y le parece un reto. —Sí, pasa que recién tomé las horas y vine lo más rápido que pude— dice y ella avanza sin mirarlo. Llegan a un salón y la mujer le indica que ese es el curso. Se escuchan gritos desde afuera. Cuando Sebastián entra, la puerta se cierra. Se queda parado esperando que aparezca el silencio. Se siente molesto porque casi nadie percibe su presencia. Algunos lo miran curiosos, pero la mayoría continúa mostrándole total indiferencia. Es evidente que su cuerpo no logra llamar la atención. Intenta dejar de ser un fantasma alzando la voz para pedir silencio. No pasa nada. Lo intenta otra vez pero eleva un poco más el tono y capta la mirada de unos cuantos. Entonces sigue esa estrategia, que su garganta haga notar su existencia: —¡PUEDEN CALLARSE DE UNA BUENA VEZ! Y lo sorprenden dos cosas; es la primera vez en su vida que pega un grito, y que todos lo están mirando. Había logrado llamar su atención. No se escucha más que el sonido que hacen los chicos cuando se callan. Sebastián siente que acaba de dar un primer paso. Sigue su intuición frente a un grupo no muy numeroso, los cuenta y son veinte. Los observa con una expresión inflexible. Todos los varones tienen la gorra puesta bien cerca de los ojos como queriendo ocultar el rostro. Les pide que se las saquen, los pibes cumplen tomándose su tiempo. Y dice, imponiendo una regla, que dentro del aula sin gorras ni capuchas. —¿Ahora puedo empezar la clase?
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Nadie le responde. Logra vaciarlos de palabras y mantenerlos en sus asientos. Mira a las chicas que están sentadas en el fondo y murmuran algo entre ellas. Siente que debe demostrar que es riguroso: —¿Qué pasa en el fondo?— encara. —Nada— le responde desafiante una chica que parece más grande que los demás.—¿Por?—Le sostiene la mirada. Esa no era la reacción que esperaba. —¿Cómo te llamas? —Maira, con i latina— aclara. Sebastián saca un cuaderno y anota ese nombre y lo subraya con dos líneas. Maira levanta el hombro. Algunos compañeros se dan vuelta para mirarla y al ver su reacción sonríen. Entonces Sebastián decide que lo mejor es arrancar la clase. Dice su nombre y apellido. Quiere escribirlo en el pizarrón pero no hay tiza. Manda a la alumna más cercana a buscar. Rápido, le avisa. Vuelve con las manos vacías: —Dice la Prece que no hay más. —Bueno, no importa. Quiero conocerlos un poco—ni bien lo dice le suena absurdo, pero sigue adelante— y que cada uno me diga su nombre, edad y la nota del primer y segundo trimestre. Y les pido que mientras alguien habla los demás escuchen. Así vamos trabajando un poco la oralidad y… Eso. Le parece que pierde el hilo de lo que explica y espera que no se note. Los chicos dicen sus nombres y edades de mala gana. Hay muchos repetidores y a nadie le gusta la materia. Se lo dicen porque él los alienta. Él quiere que se expresen con sinceridad y eso le sirve para armar las clases, pero ellos ven una posibilidad de venganza, de revancha. Cada vez que alguien dice odio Lengua todos ríen, son un volcán haciendo erupción. Es como si fuera un momento largamente deseado. Mira el salón mientras camina entre las sillas y las mesas para estar cerca de los que hablan. Las paredes están sucias y escritas con puteadas de diversos trazos y colores, igual que las mesas. También ve dibujados por todos lados miembros masculinos, de todas las formas y tamaños. Cómo les gustan las vergas a los pibes, piensa Sebastián. Y se acuerda que de chico tenía un cuaderno Gloria en el que solo dibujaba penes. Hojas y hojas en los que se esmeraba para hacerlos perfectos, reales. Después vino la fascinación con los pechos y las colas de mujeres que copiaba una y otra vez de la revista Gente, que su madre compraba cada semana. Una vez que las copia-
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ba se masturbaba mirando la foto y le gustaba acabar sobre el dibujo para no arruinar la revista. De las dos ventanas que hay, solo una tiene vidrio. Con los últimos coletazos del invierno todavía haciéndose sentir, Sebastián piensa debe hacer un frío de cagarse a la mañana. Luego ve la estufa. No anda desde hace diez días, le cuentan. Le toca hablar a Maira: —Mi nombre ya te lo dije— a Sebastián le sorprende el tuteo—,y no me cabe la materia. —¿No te gusta? —Sí, no me cabe nada. —¿Cómo te fue en los trimestres anteriores? —Para atrás. No aprobé ninguno. —¿Cuántos años tenés? —Quince— le dice. Sebastián se había dado cuenta, por el físico, que era más grande que sus compañeras. La última es una niña que se sienta sola. Cuando está por hablar la compañera de Maira grita: —¡Esa no es de acá! —¿Cómo era tu nombre?— pregunta Sebastián. —Natalia. —Escuchame Natalia, vos ya hablaste, ¿la podés dejar a ella ahora?— le pregunta y Natalia no contesta, ni siquiera lo mira, le dice algo a Maira. Mariela es delicada, diferente a sus compañeras: —Me llamo Mariela, tengo doce años y me gusta la materia. —¡Mirala a esta...! ¡Qué te hacés, cheta!— salta de nuevo Natalia. —¿Qué te pasa, nena?— pregunta Sebastián. —Si está mintiendo. —¿Por qué decís eso? —Si se re hace… es re chupamedias y tiene un hambre— responde y se muerde el labio inferior como si alcanzara con eso para demostrar la falsedad de Mariela. Mariela mira al frente como si hablaran de otra persona. Para bajar la temperatura Sebastián dice: —¿Alguno quiere preguntarme algo? La primera pregunta se la hace una chica: —¿Tiene novia?— lo sorprenden. Escuchar la palabra novia fue salar una herida. Hacía unas semanas que lo habían abandonado y le estaba costando mucho remontar esa situación de soltería, de la que siempre
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quiso escapar. Perturbado, cree que si no demuestra temperamento no se ganará el respeto del grupo. Responde que sí. —¿Y cómo es?— lo dicen para no darle respiro. Sebastián sonríe con un dejo de nostalgia y tristeza. Cuando la describe se da cuenta de que no es necesario decir la verdad, no importa a quién detalla. Ellos no la conocen. Entonces sus palabras modifican ciertas cosas de su ex novia que siempre le habían parecido defectos. Dice que es alta, que le gusta escuchar y tiene un gran sentido del humor. Esa alteración lo sumió en un estado de regocijo que no hubiese logrado de otra manera. Hasta se sintió contento de hablar de ella. Después le preguntan cuestiones personales que Sebastián responde apurado porque se da cuenta de que a nadie le interesa realmente, sino que quieren retrasar el comienzo de la clase. Pide entonces que hagan la última pregunta. —¿Qué música le gusta? —De todo— dice Sebastián para no ser específico y sacarse de encima la cuestión. —Pero qué le gusta, no le puede gustar todo. ¿La cumbia le va? —No— responde para terminar. Y ve cómo los alumnos se miran entre ellos y muestran una franca decepción. Luego, un silencio tenso, molesto, recorre el aula haciendo notar una clara división entre los chicos y él. Sebastián mira la hora y no sabe cuándo toca el timbre de salida. Todavía quedan veinte minutos, le avisan. No sabe con qué llenar ese tiempo. No preparó ninguna actividad porque no sabía que tomaría un curso. Piensa hacerlos escribir algo. ¿Sobre qué?, se pregunta. Abre el libro de temas para revisar lo que estuvieron viendo con la otra profesora, pretende demostrar que sabe cuál es el siguiente paso. Como perros en celo todos los ojos están puestos en él. Suena el timbre de salida. Todos corren como si en eso se les fuera la vida. Sebastián es el último en salir del salón. ¿Por qué estoy tan cansado?, se pregunta. La única actividad que se le ocurrió para los últimos veinte minutos fue escribir una pequeña biografía. Salvo dos personas, nadie más la hizo. Recuerda muy pocos nombres de los que escuchó: Maira, Natalia, Federico, Mariela. Y le preocupan los alumnos desfasados. Que en un mismo curso haya gente de quince junto a chicos de once y doce le suena a bidón de nafta y encendedores: quilombo cerca. Piensa en cómo
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llevar adelante una clase que les interese a todos. Presiente que no fue muy bueno lo que ocurrió dentro del curso. Se sintió perdido y con problemas para resolver. Sobre todo en el trato con los chicos. Encuentra a la mujer que lo llevó hasta el salón: Daniela, la preceptora. Él intenta darle la designación que debió presentar antes: —Eso mejor lo arreglamos el jueves— dice Daniela, está apurada por irse. Sebastián sabe que ya no queda nada más por hacer más que volver a su casa. Natalia camina agarrada del brazo de Maira. Le cuenta lo sucedido esa mañana y Maira se preocupa porque quiere joda en el cumpleaños de su mejor amiga y se lamenta: —¡Qué garrón! —Sí, se re calentó por lo de las materias. —¿No le habías dicho nada vos? —Y no, tarada. Por eso se puso re loca. —Pero tenés que hacer algo en tu cumpleaños, lo tenemos que festejar. —Sí, podemos salir el sábado. —Si no te deja hacer la fiesta menos te va dejar salir, boluda. —Cuando mamá se duerma, salgo. Te mando un mensaje y me esperás en lo de Pera. —¿Otra vez el Pera? ¡Cortala con ese gil, boluda! —Entonces, ¿quedamos así para el sábado? —Cuando vuelvas tu vieja te va a dar con todo. —Sí, como siempre— y se ríen. —Mirá, Fito— dice Natalia. Fito está apoyado en una pequeña moto. Natalia sabe lo que tiene que hacer, saluda a Maira y se va. —Me enteré lo de anoche— dice Maira —Sí, no pasa nada. Fue mi vieja y todo joya— dice Fito minimizando lo sucedido. —¿Te duele la cara? Tenés todo morado. —No, ni ahí. —¿Y esa moto? —Es nueva— muestra los dientes con una sonrisa segura, cómplice. Hay un código compartido y eso a Fito lo pone alegre. —¿Querés ir a dar una vuelta? Maira mira a su hermano que la está esperando bajo la sombra de un árbol; cuidándose de un sol que para ser principio de septiembre pega fuerte a esa hora del mediodía.
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—Aguantá— pide Maira. Fito se engancha con el culo de Maira. Ese andar deslumbrante, que Maira provoca consciente, hace que cada paso que da sea un sueño hecho realidad. Le hace sentir una excitación difícil de disimular. Maira habla con su hermano y Fito, por la distancia que los separa, no los puede escuchar. Se imagina qué podría hacer con ella si pudiera verla desnuda. Y lo extraño que sería si eso sucediera. Se sube a la moto y la espera. Maira vuelve: —Dale, vamos. —Agarrate bien. Mirá que vamos a volar, eh— ella lo abraza y cierra los ojos. Natalia se apura porque quiere alcanzar a Mariela. Pasa rápido y le larga: —Cuidate, cheta de mierda— y se aleja. Federico vuelve a su casa solo. Mientras escucha cumbia con el celular piensa lo que puso en el trabajito de Lengua, de paso aprendió qué significa biografía. No quiere llevarse materias y es uno de los pocos del curso que tiene aprobado los dos trimestres. Tuvo que escribir sobre su vida. Puso su nombre, su edad, el barrio donde vive, que disfruta más que nada en el mundo jugar a la pelota y que la materia le gusta más o menos. Todo eso es cierto, piensa. Pero no es más que una pequeña parte de la realidad. Podía haber contado que ese nombre se lo pusieron por su abuelo, que vivía con muchas personas en un departamentito en el que no estaban muy cómodos, que le gustaba dar vueltas por el barrio y que se sentía tranquilo en cualquier manzana porque conocía a todo el mundo, que soñaba jugar en la primera de River Plate, y que en verdad disfrutaba las clases de la otra profesora porque era buena y él entendía lo que explicaba, cosa que no le pasaba con las otras. Y por supuesto no le contó de su hermano mayor, con el que se carteaban cada tanto, preso en la cárcel de Batán. Y no lo iba hacer tampoco. En el colectivo Sebastián rememora algunas cosas que ocurrieron con el grupo. Reflexiona sobre lo que hizo y si actuó bien, cómo les habrá caído a los alumnos. Pero se saca de encima esos pensamientos por otros más pesados. Piensa en su mamá, muerta hace unos meses dejándole la casa a su marido, Mauricio. Sebastián quiere recuperar esa casa para dejar de alquilar y, lo más importante, reparar el daño, más bien la culpa, que le produjo no haber estado con su mamá cuando agonizaba. Con resignación y para no darle más vueltas a ese tema lee las dos biografías que tiene. Los únicos que las hicieron fueron Federico y Mariela. Son textos de pocas líneas, hechos sin ningún empeño y para cumplir.
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Corrige las faltas de ortografía y cuando las va a guardar piensa para qué carajo las quiero. Las rompe y las tira por la ventanilla. Cae la noche y la televisión, que no descansa nunca, está prendida e ilumina el interior de la casa. Tiene una considerable cantidad de canales para elegir y por eso siempre hay algo interesante para ver. Y se deja siempre encendida así haya alguien frente a ella o no. Son unos de los pocos en el barrio que tienen cable. Chicha lo puso para retener a sus hijos dentro de la casa. Pero ahora solo los dos más chicos están sentados en el piso mirando Los Simpsons. Se ríen aunque no entiendan algunos chistes. Chicha, parada en la entrada, fija su mirada en el alambrado algo caído del frente de su casa. Suspira. Piensa que es otro franco desperdiciado. Compró para hacer milanesas con papas fritas, ese plato que tanto les gusta a los chicos y que pueden verlo sobre la mesa una o dos veces al mes, con suerte. Chicha le da la última chupada al cigarrillo, lo tira al suelo y lo apaga con la ojota. Sabe por madre y por experiencia que Fito ya no va venir. Mejor será cocinar para los que están, esos que ríen sin saber muy bien de qué.
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II
Esta vez llega casi media hora temprano. Mira los autos estacionados y se pregunta cuánto tendrá que trabajar para tener uno de esos. Toca el timbre y el portero le abre con una sonrisa, como si le diera gusto verlo. Sebastián saluda con amabilidad y el portero se pone frente a él. Le pregunta: —Usted da Lengua, ¿no? Sebastián entiende con dificultad ya que el portero mastica las palabras. Nota entre el vello de su bigote una cicatriz de labio leporino. —Sí. ¿Cómo se llama, usted?— pregunta Sebastián. Le gusta saber el nombre de las personas. Cree que recordarlo funda un vínculo entre las personas. —Me dicen Salve, porque acá hago de todo. Vivo sacando las papas del fuego— dice y sonríe. —Ah, su nombre es parecido al del protagonista del Eternauta; Juan Salvo. —¿Quién? —El Eternauta. Un clásico. ¿No lo leyó? —¿Cómo dijo que se llamaba? —El Eternauta. —No, usted.
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—Sebastián Ledesma. Bah, Sebastián nomás. Se dan la mano. Sebastián avanza hacia la Dirección mientras Salve saca una libretita del bolsillo de la camisa y una lapicera del pantalón, anota los dos nombres y vuelve a la cocina a seguir tomando mate amargo. En la Dirección del colegio también funciona la Secretaría, la Sala de Profesores, de Preceptores, la Biblioteca, el depósito de los elementos de Gimnasia y la comida que llega todas las mañanas para repartir entre el primer y segundo recreo. Sebastián golpea la puerta y nadie responde. Escucha una radio mal sintonizada. Unos segundos después abre Daniela: —Hola, Profe. Sebastián le devuelve el saludo y acerca la mejilla para darle un beso pero ella ni lo nota y entra. —Pasá, pasá— le dice Daniela. El único asiento libre lo ocupa ella y Sebastián, molesto por el desplante, le alcanza la designación. —Ah, cierto— dice la preceptora— dejame que te busque la fichita para que llenes. Pasa muy cerca de él, lo que les causa cierta incomodidad. Sonríen como para atravesar ese momento. Ella, de espaldas a él, abre un mueble repleto de carpetas y papeles. Sebastián, que ya olvidó lo ocurrido unos segundos antes, la mira sin tratar de ser muy evidente. La cercanía y el descubrimiento del cuerpo de Daniela, un cuerpo rellenito con el que ella lucha por bajarle el peso con eternas dietas que no resultan, vestido con un jean ajustado, alcanza para calentarlo. Piensa la posibilidad de pararse y apoyarla distraídamente, están tan cerca que con solo moverse puede tocarla. Ella le lleva unos centímetros, y unos años. Mira para otro lado y con el portafolio cubre una erección mucho menos evidente de lo que él cree. Daniela encuentra la carpeta que busca. Saca una ficha y le pide a Sebastián que la complete. Sale de la oficina y vuelve con una silla para él. Sebastián recorre los datos que tiene que completar y algunos no sabe qué significan. Lo llena como puede. Cuando termina pregunta por el Secretario: —Ahora estamos sin Secre, ese trabajo lo hace la Dire. Yo la ayudo con lo que puedo, hago un poco de todo— Sebastián recordó lo que le había dicho Salve —es más, yo estoy sola con los tres cursos. —¿Y cuándo viene la Directora? —Cuando puede. No tiene horarios. Hablamos por celular y se entera
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de todo lo que pasa en la escuela. Es una mujer muy ocupada. Mirá, justo es Profe de Lengua, como vos. —Te quería pedir la Planificación— dice Sebastián y la preceptora se queda mirándolo— Esa planilla donde están los temas para todo el año. —Ah, sí, qué estúpida, sí, no la tenemos, la Profe no la dejó, me parece que en algún lugar está la del año pasado, pero tendría que buscarla. Sebastián le dice que no se moleste. Ya tiene preparada una clase. Mientras espera para entrar al curso mira lo que hay en las paredes. La preceptora se concentra en completar los listados de asistencia y se abstrae con eso. Sebastián pregunta, para llenar el aire con algo más que esa música melódica, qué canta la preceptora: —¿No sabés qué le paso a la titular? —Sí, Torres se pidió licencia psiquiátrica, como la mayoría de los profes. ¿Por cuánto tiempo es tu suplencia? —Dos semanas. —Seguro que seguís. Estas licencias son para rato. Se abre la puerta del salón y salen varias chicas. Cuando lo ven apuran el paso y le dicen: —La Profe nos dejó ir al baño— la de Biología sale enojada y le dice: —Suerte. Sebastián agradece y entra. Intenta que los chicos que quieren salir se queden dentro del salón. Logra que todos se sienten mientras llegan las alumnas que estaban en el baño. Como no quería seguir levantando la voz empieza directamente con la clase. Saca de su portafolio una foto grande de Borges. La pega con cinta en el pizarrón para usarla de disparador: una estrategia del Profesorado. La idea es comenzar con algo que dispare la curiosidad de los alumnos y que ese incentivo sirva para meterse en el Tema del Día. El Tema es el relato mitológico y “La casa de Asterión”. —Chicos, ¿saben quién es este señor?— pregunta Sebastián. Un silencio recorre las bocas de todos. Sebastián ya lo había previsto. El desafío, él lo veía así, iba ser generarles cierta curiosidad. Todavía cree en la teoría del Profesorado como si fuera una fortaleza que lo va a cuidar de cualquier problema. Y se acuerda que la profesora de Práctica docente IV le había augurado en una tarjeta de regalo una brillante carrera “si lograba transmitir ese amor por al literatura y el lenguaje que profesaba en esas clases”. Era por las clases de la práctica que le salieron inspiradas gracias a los alumnos que participaron. Fueron palabras que calaron
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hondo en su sensibilidad y le hicieron pensar que tenía que estar a la altura de esos augurios. —¿Saben o no?— Repregunta con una sonrisa buscando una mirada, aunque fuera una expresión cómplice que demuestre alguna retribución. El rostro gélido de los alumnos lo inquieta. No les quiere dar la respuesta, sino que ellos la descubran, que la construyan. Intenta por otro lado: —A ver, ¿qué escritores argentinos conocen? Cualquiera… ¿Algún nombre que recuerden? ¿Eh?— Camina entre los bancos y no ve en ninguno el más remoto interés por responder. Escucha un murmullo a sus espaldas y se da vuelta esperanzado, sonriente: —¿Lo conocés, Natalia?— pregunta. —¿A quién? —¿De quién estamos hablando?, al de la foto. Natalia mueve la cabeza para un lado y para el otro, negando. Maira se ríe de su compañera. Sebastián va al pizarrón para contar quién es el de la foto. Mientras habla del escritor, la foto se despega y siente que seguir con ese desperfecto a sus espaldas es un barbaridad. La pega de vuelta y continúa. Borges no le importa a nadie. Luego pide silencio y levanta la voz para que todos atiendan. Lamenta haberse tomado tanto tiempo en preparar esa parte de la clase. Qué al pedo fue todo. ¿Para qué carajo me tomé tanto tiempo con este tipo?, se pregunta Sebastián. Reparte fotocopias de “La casa de Asterión”. El timbre del recreo lo deja con la palabra en la boca. Todos salen sin preguntar nada. Abre la puerta de la Dirección y se encuentra con dos hombres. Uno joven, pelo negro, alto y muy delgado, y el otro mayor, estatura mediana, pelo castaño claro, barba candado y anteojos. Están hablando, lo ven a Sebastián y le preguntan qué necesita. Sebastián, con la timidez de quien irrumpe en casa ajena, cuenta que es Profesor. Entonces le indican que pase. El de pelo negro le extiende la mano y se presenta: —Inglés. El de pelo castaño claro también le acerca la mano y le dice: —Matemática. Para no desviarse de los modales que muestran sus colegas, responde: —Lengua. La conversación entre los profesores sigue su curso. La charla es sobre el auto que se había comprado Inglés. Sebastián no entiende nada
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del tema “autos” así que solo los escucha distraídamente. Sentado, apo ya la cabeza contra la pared, se relaja y piensa en la hora que tiene por delante. —Ey, Lengua. ¿Qué pensás vos?— le preguntan. Inglés y Matemática lo miran atentos esperando la respuesta, asumiendo que Sebastián sigue toda la discusión. Se incorpora en la silla: —¿Sobre qué?— pregunta confuso. Los profesores se miran. —Pará, vos de quién sos fana, ¿de Ford o Chevrolet?— lo encara Matemática seguro de que el mundo se divide en dos. —No, yo la verdad que de eso, cero…— los dos sonríen seguros de haber comprobado algo. —Te dije que los de Lengua son todos así— le dice Matemática a Inglés y se ríen victoriosos. Los alumnos disfrutan del recreo como quien se entrega a unas dulces vacaciones. Daniela, anteojos negros, los observa a todos. Cada tanto pega un grito para que algunos alumnos dejen de correr. Pendejos de mierda, dice para sí, y se pregunta por qué siempre hay que estar repitiéndoles mil veces las cosas y que si le llegara a pasar algo a alguno ella tendría un gran problema. Natalia, Federico y Maira, sentados en el piso, comen algo. Federico y Natalia palitos salados, Maira girasol: se los pone de a uno en la boca, les rompe la coraza, la escupe y se come lo de adentro. Natalia se queda mirando lo que sucede en un extremo del patio: Pera hablando con Mariela. Solo eso. No sabe que Mariela se lo quiere sacar de encima y no encuentra la manera de hacerlo, por eso no abre la boca, no lo escucha, mira para otro lado y piensa que el pibe tiene muy mal aliento. Se apoya en su mesa y arranca la segunda hora de su clase: —El cuento de la fotocopia es de un libro llamado El Aleph— cuenta Sebastián— ¿Alguno quiere leer? Los alumnos se miran entre ellos y sonríen. Maira aclara las cosas: —La vieja no nos hacía leer en voz alta. —¿Te referís a la anterior profesora? —Sí, esa. —Pero ahora estoy yo y a mí me gusta escucharlos leer. Es una forma de… —A nosotros no nos cabe. Es corta la bocha. La cuestión para Maira es sencilla: nadie va a leer en voz alta. Sebastián aprende una expresión desconocida y abre su libro en la página setenta y siete y lee para todos:
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—La casa de Asterión. Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión. Apolodoro, Biblioteca III, I. Vamos a parar acá— levanta la vista y muy pocos lo siguen con la fotocopia. — ¿Alguien sabe cómo se llama ese textito que leí? Ese que está debajo y a la derecha del título. Como nadie responde ni muestra intención de hacerlo, Sebastián sigue leyendo: —Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias.— Y continúa hasta el final. En ese trayecto escucha bostezos, risas, murmullos y movimientos de sillas. Sebastián siente una profunda soledad y una desazón que intenta disimular dictando actividades. Como la mayoría se pierde, le exigen que las copie en el pizarrón. Mientras transcribe las consignas, los chicos hacen un bollo con las fotocopias y se las tiran entre ellos. Algunos arrojan pedacitos de papel usando la lapicera como cerbatana. Pide que copien, las resuelvan y las entreguen al final de la clase. Camina entre los bancos, ve que muy pocos trabajan. Muchos se quejan porque no tienen hojas o lapiceras. Les pide que trabajen, va con nota. A nadie parece importarle. Piensa que debe encontrar un premio que les interese conseguir, porque la nota no representa ningún incentivo. Entran al salón sin golpear. Es Salve con una bandeja repleta de facturas y le hace señas al profesor para servirlas. Sebastián no responde nada por la indignación que lo acosa al ver la impertinencia del portero para interrumpir una clase y meterse sin permiso. Se siente atropellado, y la primera impresión que tenía de Salve se borra por completo. De todas maneras no le dice nada porque piensa que todavía debe aprender cómo son los manejos internos de la escuela. Sabe que es nuevo y hay cosas que debe aguantar. Salve pregunta con un cabezazo a cada alumno si quiere y la mayoría no acepta. Por eso algunos agarran más de una. Cuando Salve termina su tarea, abandona el aula. Sebastián le pregunta a quienes no quisieron su factura por qué la rechazaron. Todos contestan parecido: —Es re dura y tiene un gusto de mierda. —Es incomible eso— dice Maira. Un chico le acerca una factura a Sebastián para que pruebe. Ya había desayunado, así que deja pasar la oportunidad. Parecía una disculpa dicha para quedar bien con ellos, sin embargo, era cierto. Le insisten tanto que al final le da un mordisco, pero el sabor
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es asqueroso y la termina escupiendo en el tacho de basura. Se ríen de él y escucha: —Le dijimos: es una cagada. Sebastián se sienta, los mira, piensa si reprender al chico por la mala palabra y se pregunta por qué son tan malditos estos guachos. Observa en detalle a los alumnos. Sus carpetas y carátulas tienen fotos de gente que seguramente había escuchado al pasar en alguna fiesta o en algún parlante puesto a todo volumen cerca de su casa, como todos los fines de semana: Dalila, Leo Mattioli, Néstor en Bloque, El Polaco. Todos cantantes de cumbia que no diferencia. Nombres que además adornan las paredes, las mesas y las sillas. Presta atención a que la mayoría de los varones visten equipos de gimnasia de tela de avión y zapatillas deportivas de imitación de grandes marcas. Las nenas más chicas están vestidas sin ninguna seña particular. Las más grandes con pantalones ajustadísimos y camperitas adheridas al cuerpo dejando ver una remera escotada. Y está la cuestión del maquillaje. A Sebastián le molesta ver a esas niñas queriendo actuar como grandes, el rostro pintado, coloreado, sombreado. También se da cuenta de lo desarrolladas que están para su edad, los cuerpos que tienen. Y mira distraídamente a Maira. Ella es la que lleva adelante al grupo y los maneja a su antojo. Qué fuerte está esa pibita, piensa Sebastián con cierto pudor. Cuando el timbre de salida suena y pide los trabajos, solamente tres alumnos lo hacen: Federico, Mariela y un alumno callado del fondo llamado Esteban. Lo ve como un pequeño avance. *
La cabeza de Chicha es un motor infernal. ¿Qué estará haciendo Fito ahora?, se pregunta. Hubo un tiempo, recuerda, en el que él iba al colegio. Ella sabía que no era siempre, porque le revisaba la carpeta, pero por lo menos asistía algún que otro día de la semana. Sus notas nunca fueron muy buenas. Muchos Uno, Incompleto, Sin hacer, Rehacer. Ella tenía la certeza de que el único problema de Fito era la vagancia y esa junta del barrio, la bendita e interminable esquina que lo llevaba por el mal camino. Chicha decía que su hijo era terriblemente inteligente, que si se ponía saltaba rápido todos los obstáculos y resolvía
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cualquier actividad casi sin estudiar, lo creía muy expeditivo para todo. Se pregunta cuál había sido el momento en que las cosas empezaron a cambiar. ¿Fue cuando Nando, su mejor amigo, se mudó al Oeste, a Morón, y dejaron de verse? ¿Fue cuando su padre se fue de su casa para irse a vivir a Paraguay con una vecina? ¿Fue cuando ella quedó embarazada de su última pareja? No puede precisarlo. Por ahí fueron todas esas cosas juntas o ninguna de ellas. El caso es que el año lo había comenzado más o menos bien. Era la segunda vez que repetía Séptimo y le había prometido a Chicha que ese año pasaría a Octavo. Ella le creyó y se alegró anticipadamente. Después, empezaron a llegar las notificaciones. “Su hijo responde mal, su hijo insulta a sus compañeros, su hijo no completa la tarea, su hijo muestra mala actitud hacia el docente.” Chicha leía todo, sola, con cierta decepción lo firmaba y lo guardaba devuelta en su mochila. Fito siempre fue de estar en la calle para jugar al fútbol o pasar el rato con sus amigos, pero en ese tiempo a veces no volvía para dormir ni avisaba dónde iba. Chicha sentía que se le escapaba de las manos porque tenía que trabajar todo el día. Nunca podían sentarse y hablar. Mientras tanto los chicos se criaban solos, forjándose de valores endebles, en los lugares que transitaban, con las cosas que escuchaban por ahí dentro de su círculo pequeño y cerrado. Era un aprendizaje que estaba marcado por la apropiación de códigos y leyes que regían esos espacios por donde intentaban dejar huella. Y Fito empezó a internarse a fondo en zonas densas sin oponer ninguna resistencia. Cuando Chicha tenía franco quería que estuviera con ella en la casa. Ver a su familia junta era lo único que la hacía feliz pero Fito no aparecía. Luego empezaron a faltar las cosas. Un reloj, el anillo de casamiento, un celular. Las pocas pertenencias que Chicha pudo comprar, desaparecieron. Ella supo quién fue. Entonces decidió faltar al trabajo y quedarse en la casa hasta que apareciera. Cuando Fito llegó visiblemente desorientado, sosteniéndose de las paredes para caminar y con dificultades para articular cualquier palabra, Chicha agarró una olla de aluminio y le pegó sin piedad. Fito sentía los impactos pero era como si lo golpearan con una almohada. Cayó inconsciente. Lo llevó a la pieza y lo dejó en la cama. Al otro día Chicha fue al trabajo y la echaron por haber faltado el día anterior. Le molestó un poco, no mucho porque, de limpieza por hora, en casas de familia, siempre surgía algo.
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Y consiguió otro trabajo a los dos días. A la semana se enteró de que habían expulsado a Fito del colegio por entrar con una pistola. Esa noche Chicha intentó saber de dónde había sacado el arma. La discusión subió de tono y Chicha comenzó a gritar e insultar a Fito, como vio que no decía nada levantó la mano para pegarle pero la actitud de su hijo era impasible, inconmovible. No le importaba realmente lo que hiciera su madre con él. Entonces, Chicha bajó el brazo, se sentó y se largó a llorar, mientras Fito salía de la casa sin despedirse. Desde ese día, ella no discutió más con él. Hablaban poco, si es que se veían, cosa que ocurría contadas ocasiones, y le llegaban comentarios de vecinos del barrio de que Fito estaba robando. Chicha no se sorprendió, se imaginaba que en algo de eso andaba. Hasta que tuvo que sacarlo de la Comisaría. No sería la única vez. *
Son casi las seis de la tarde y Mariela, acostada en su pieza, oye a su mamá abrir la puerta de la casa. Luego escucha su voz, avisa que llegó. Hola, dice bien fuerte para todos, pero nadie le responde. Abre la heladera y saca una botella de agua. Toma directamente del pico. Recuerda las veces que le dijo a Mariela que no lo hiciera y a su marido que eso era un mal ejemplo para la nena. ¿Qué importa eso en este momento?, piensa. No la miran más que las paredes y esas imágenes colgadas de momentos imborrables, irrepetibles. Todos sonriendo contentos. ¿La felicidad es eso? Quizás tener todo eso a la vista, ahora que nada tiene sentido, sea un verdadero problema. El pasado tiene para ella un peso que por momentos parece insoportable. Cree que antes estaban mejor: cuando su esposo trabajaba en una empresa nacional, cuando la nena iba al colegio privado, cuando tenían una empleada que limpiaba la casa y todo era tan diferente a ese entorno que consideraba mugroso. Antes, está segura y esa convicción le pone de rodillas el estado de ánimo, tenían una vida mejor. Se dirige a su habitación y ve a su marido con la computadora prendida. Él ni siquiera se da vuelta. No piensa reaccionar como tantas otras veces, desaforada, histérica, nerviosa, demandante. Cierra la puerta sin decir una palabra. Va entonces hacia el cuarto de Mariela. Se acuesta con ella, la abraza y, como no reacciona, cree que su hija duerme. Le da un beso en la cabeza, le acaricia el brazo con el dedo índice como pasando las hojas de un preciado libro al igual que cuando era bebé y
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le dice, para cuidar su descanso con un dulce consuelo: mi corazón, mi vida, todo va ir bien, todo va a mejorar, mientras su voz se desarma hasta convertirse en sollozo. Mariela sabe que no le habla a ella sino que intenta convencerse a sí misma y solo quiere que su madre la deje sola y en paz. *
Salve entra a una librería de Adrogué a la que va siempre y pide El Eternauta. Mientras se lo buscan echa un vistazo a las novedades que están expuestas sobre una mesa en el centro del local. Los precios le parecen un poco excesivos pero considera que valen la pena. Tiene una gran estima por los libros desde que comenzó a escribir. Su psicólogo le aconsejó, como refuerzo de la terapia, que para afrontar la muerte de su esposa ponga sobre el papel sus emociones, sensaciones, que se descargue sobre una hoja en blanco llenándola de palabras que le surjan de adentro. Y le hizo caso. Cada noche sobre la cama escribe en un cuaderno anillado unas líneas o una hoja o varias. Había incursionado en la poesía, en la narrativa, en el epistolario con distinta suerte, y en un registro al que puso como título Diario de Duelo en donde consignaba todas aquellas cosas que no encontraban una forma definida o reconocible. Podía ser una frase o un dibujito o lo que sucedió en su día o recuerdos de Carmen, su mujer. A veces hasta podían ser descripciones de alguna parte del cuerpo de ella como su rostro o sus piernas. Pero le resultaba muy doloroso deslizar la pluma sobre los renglones para referirse a eso. Todo ese material es una forma de recuperarse, de volver a encontrar la fuerza para volver a empezar. empezar. Lee las tapas de los libros y no sabe cuál elegir para comprar. Razona Razona que para eso hay que saber, y considera que te lo da el estudio. Algo que él considera que no posee. Tenía Tenía una estima especial por los profesores profesores de Lengua y Literatura. Ellos sí que sabían del tema y les pedía consejo sobre qué libros debería leer cuando terminaba uno. Era aficionado a las novelas que contaban historias sencillas y lineales. Nada de ciencia ficción, ni ninguna de esas cosas raras, decía. Le gustaban las historias creíbles, que él imaginaba que ocurrían en la vida de todos los días en algún lugar reconocible. En realidad no, era muy exigente como lector, con entender lo que leía estaba contento. Y cuando escuchó de boca del suplente suplen te el nombre del libro cuyo personaje principal se llamaba como él, supo que era el próximo que
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iba a conseguir. Encima era un Clásico, algo importante. ¿Cómo podía ser que todavía no lo había leído? Se lo alcanzan y se queda mirando la tapa. Le llama la atención el dibujo de un hombre que llevaba puesta una especie de máscara de gas. Y la forma rectangular recta ngular del objeto, obj eto, apaisada. apa isada. Lo abre y descubre, descu bre, anonaanona dado, que es una historieta. Se desilusiona con el libro y la persona que lo atiende, al ver su expresión, le pregunta si era eso lo que buscaba. Responde que sí, gracias y lo devuelve. Pide disculpas por la molestia y sale del local desilusionado. Mientras camina piensa que ya está grande para esas cosas y que los dibujitos son para los chicos. *
Federico está enojado porque acaba de perder con el equipo que armaron con los pibes de su manzana. Ya había jugado con c on otra gente, durante el día, dos partidos par tidos que terminaron de manera desigual: uno perdido y otro ganado. Este último quería que fuera el desempate, algo personal e íntimo, que dejaba afuera a los que habían estado corriendo con él en la canchita. Pero eso no le importaba. Federico es infatigable cuando se trata de fútbol. Tiene la capacidad de jugar varios partidos y apenas si los siente en el cuerpo. Lo toma como parte de su entrenamiento diario. Las recompensas ya vendrían en algún momento. La meta, lo piensa casi como un mantra que le da la tranquilidad de saber que es algo innegable, innega ble, es terminar ocupando un lugar en el plantel titular de River Plate. Atesora esa convicción sin contársela a nadie. Tiene la seguridad de que hay sueños que se mantienen a salvo y se concretan si no se los comparten con los demás. Así que ahí está caminando camina ndo junto a su hermana con esa expresión adusta, infumable. Maira ya sabe por costumbre cuál es la razón del malestar de esa personita a la cual le lleva una cabeza y parece una pequeña bomba de nervios a punto de detonar. Le causa gracia ese exceso de furia contenida por algo que considera tan insignificante pero no dice nada, casi puede llegar a entenderlo si hace un esfuerzo. La noche cubre cada uno de los monoblocks de Don Orione, la noche lo envuelve todo como si nunca fuera a irse. Maira le pregunta a Federico con cautela, para no darle la noticia intempestivamente, si sabe que llegó carta de Batán. Si, ya sé, contesta de manera automática sin pensar en lo que acaba de escuchar. En
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realidad se había olvidado de eso, o lo dejó de lado para más tarde ya que iba a jugar a la pelota. A medida que avanzan hacia su edificio las palabras de Maira cobran el peso que siempre tuvieron en su alma. Carta de Batán significa que Hernán, su hermano, lanza una señal desde esa suerte de dimensión desconocida, para los extraños que la miran de afuera, en la que permanece guardado. Las manda cada tanto y las leen todos en el hogar. Se van turnando para estar al tanto de las novedades, aunque ya saben que no hay ningún acontecimiento nuevo en esas hojas. Noticias viejas, repetidas, repetida s, que se van desplegando despleg ando con c on una letra imprenta rígida que parece escrita con los codos, de color azul y trazo Bic. Ellos comprenden todo porque adquirieron la destreza para descifrar esos signos que parecen ser de una lengua extraña y lejana, la “letra de médico”. Federico, cansado de pelear para poder tener en sus manos las palabras de Hernán y, sabiendo que los demás se aprovechaban un poco ya que se sienten superiores a él debido a ser el menor en edad y estatura, decidió leerla en último lugar, cuando ya todos se hubiesen cansado de gastarla y manosearla. Se mantuvo en esa postura desde ese instante y aprendió a dominar la ansiedad de saber cómo andaba su hermano mayor. Las cartas cart as eran de una claridad y simpleza que ninguno que la leyera podía equivocar su sentido, tomar un camino erróneo o desviarse de las intenciones de lo que había querido transmitir Hernán. De todas maneras, Maira y Federico encontraban cosas diferentes en ese trayecto desde el “Chicos” inicial hasta llegar al punto final. En ese recorrido a Maira la movilizaban las partes de las necesidades más urgentes de Hernán: tarjetas de teléfono, los productos para higienizarse, cigarrillos y condimentos condimen tos para las comidas. comidas . Ella le va a conseguir consegui r todo y se lo va mandar. mandar. Y para Federico, el día a día de la prisión, la cotidianeidad que se relataba, le producía un sismo de proporciones considerables. Lo dejaba pensando y de a ratos le daban ganas de lagrimear cuando releía esos consejos que le daba para que estudie, que no hiciera “giladas” y que siempre siempre le haga caso a Maira; ella estaba para cuidarlo. Esa también era una razón importante para leer la carta cart a solo y cuando todos ya estaban en la suya. Llegan a la reja de entrada del edificio. Federico abre la puerta y le pregunta a Maira si ya le toca. Sí, responde Maira, te la dejé debajo de la almohada. Federico nota que ella se queda del otro lado de la reja. Entonces la saluda con la mano y entra al monoblock sin preguntar
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nada porque sabe que Maira se va a recorrer las calles del barrio sin rumbo fijo. *
En la mesa está la caja de pizza. Sebastián le da el último mordisco a una porción de muzzarela dejando el borde intacto. Tira ese trozo para encestarlo en la caja pero cae al piso. No tiene intención de levantarlo así que lo deja ahí y se olvida. Desde que vive solo no le dedica ningún momento a la limpieza del hogar. Tampoco es algo que le preocupe. Ya Ya no tiene a nadie que le pida orden ni que sea cuidadoso cuidado so con lo que come, así que se siente en temporada de resarcimiento. Ahora vivo solo, piensa con cierto dramatismo puesto en la idea de la soledad. De nuevo vivo vivo solo, se repite con la clara intención de asimilarlo. Por el lugar se ven sus pocos platos pla tos sucios, amontonados en la pileta, la ropa, tanto la limpia como la que está lista para lavar, en el piso en una esquina, la mesa desbordada de fotocopias, libros, hojas para corregir de un curso cesado, saquitos de té usados, un pote de azúcar, una bolsa con panes duros, dos tazas y dos o tres cucharitas. Ese cúmulo de objetos disímiles fue agrandándose en el transcurso del mes que lleva viviendo allí hasta h asta llegar a ese extremo imposible i mposible de acrecent ac recentar. ar. Saca una cerveza de la heladera. La destapa con un encendedor y besa el pico. La casa que alquila le parece pequeña, la compara con la anterior, anterior, en la que vivía con su pareja. p areja. Es una actividad inconsciente la que lleva adelante Sebastián cada noche al recordar a Lucía y contrastar su estado actual con el que atravesaba cuando estaban juntos. Vivimos en pecado, bromeaba él en las reuniones cuando le preguntaban por su relación. Eso ya no lo digo, cavila pesaroso. Y recuerda que a los alumnos de 7º les había dicho que todavía estaba en pareja. ¿Por qué dijo eso? ¿A qué se debía esa mentira? Si bien no la describía a Lucía exactamente, era en quien pensaba, ella era el modelo que utilizaba para empezar a construir a su compañera imaginaria. Se dio cuenta, con tristeza y resignación, de que todavía la distancia con Lucía no era fácil de superar. ¿Cuánto tiempo es necesario para sacarla de su cabeza, de su cuerpo? ¿Lo va a lograr en algún momento? No es la primera vez que se hace esas preguntas. Lucía dejó a Sebastián cuando le descubrió un mensaje en el celular que decía: me encantó lo de ayer. Él no lo pudo explicar, y harto de discutir y contradecirse reconoció haberla engañado con una vecina
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del barrio. Cuando Lucía escuchó el nombre de Erna le preguntó sorprendida: —¿Con esa puta de mierda me cagaste? Era cierto que Erna era una mujer conocida en el barrio por ir a la cama sin discriminar a nadie y a Sebastián no le gustaba mucho, ni siquiera le parecía linda. Pero se le presentó la oportunidad y no la quiso desaprovechar. Cómo lamentaba haber arruinado su pareja por algo tan insignificante. Abre su portafolios y saca unos cd´s que compró a cuatro pesos, cada uno, en la estación de Burzaco, en esos puestos que venden discos y películas truchas. Lo hizo por ese 7º grado del Barrio Maribel que lo tenía de capa caída, con el ánimo a ras de suelo cada vez que salía de esa escuela. Luego de dos clases desastrosas pensaba acercarse de alguna manera a sus alumnos. Quería que esas cuatro horas por semana que los veía no fueran una zona de guerra donde todos trataban de ganar poder. Realmente estaba empezando a tenerles bronca. Entonces, viendo los gustos musicales que los chicos mostraban en sus carpetas y carátulas, consiguió esos nombres que se repetían dentro del curso. Mira las imágenes frontales de los discos. Apenas una foto descuidada y el nombre del solista o el grupo. Ese arte de tapa le pareció estar completamente descuidado y hecho sin ningún criterio. Como si no importara. A Sebastián le causó gracia verlas, acostumbrado a los discos de rock que cada tanto se compraba. Puso el primero de la pila, algo llamado Damas gratis que mostraba a un joven de pelo largo. Duda de si es un grupo o un solista. No se detiene mucho a aclararlo. Escucha dos temas y lo saca porque le parece malo y solo habla de estar re loco, falopearse y tragar leche usando lenguaje llano o metáforas que no llegan a ser tales porque son tan directas que no hay posibilidad de confusión sobre el elemento que no se nombra. Él considera que una metáfora es otra cosa, algo rebuscado que no se pueda explicar de una: Ñamfrifrufilalifru, por ejemplo. Eso sí que le parece una gran muestra de significados ocultos. El siguiente disco es de Néstor en Bloque. Se pregunta qué significa ese elemento que acompaña el nombre. Lo observa. Es un jovencito con el pelo bien corto teñido de rubio. Comprende por qué dentro del colegio varios chicos ostentan ese look. Lo pone. Nuevamente deja correr dos temas y lo saca. Esta vez las letras son de engaños amorosos, las considera banales e idiotas, pero esa música, por su simpleza y su reiteración, como si el cantante usara la misma pista una y otra vez,
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sencillamente le desagrada. El siguiente es de Leo Mattioli. Lo deja de lado, ya es mucho huevo, se dice. El último es de una dama con un solo nombre: Dalila. Pone la mirada en su foto y descubre una mujer de una belleza suburbana, callejera, cercana, reconocible en cualquiera de esos barrios sin asfalto y con casas que se mantienen a duras penas, esos barrios en los que trabaja Sebastián. Lo coloca en el reproductor con cierta preferencia por ser una mujer y se dispone a escuchar. El tema de las canciones de Dalila, analiza Sebastián, es el sufrimiento por amor. En todas sus formas: por infidelidad, por pérdida, por distancia, por cercanía, por tener pareja, por estar solo. Los temas van pasando y se siente a gusto mientras los minutos pasan, no le disgusta para nada; es más, casi se diría que lo disfruta. Y si bien las letras se empecinan en muchos lugares comunes, Sebastián se entrega a la voz melodramática de Dalila. Presta atención al sentimiento, la garra, la pasión con la que ella canta y así eleva el poco vuelo de las letras. Cuando termina el disco sonríe por el buen rato que pasó escuchándola. Y porque encuentra lo que va a trabajar en la próxima clase. *
Un plato hondo humeante en la mano de Daniela. Revuelve la sopa y sopla con suavidad. Está sentada en la cama de su marido y se dispone a darle la cena. Ella piensa que le gustaría estar en otra parte, no tener que ver el cuerpo macilento de su esposo. No ser cada noche la espectadora de esa lenta y silenciosa desintegración. Quisiera aunque sea acostumbrarse, que no le duela tanto, pero no es así, las cosas ocurrieron de una manera tan rápida que no pudo preparase para enfrentar al cáncer que devora a su esposo. Unos meses atrás, ese hombre que se esfuerza denodadamente por sorber ese primer bocado, era otra persona. Ahora no es ni la sombra de lo que alguna vez fue. Deja el plato sobre la mesa de luz. Agarra un repasador y le limpia la sopa que se le escapa por la comisura del labio. Ella le sonríe con una mueca ensayada, falsa, para nada sentida, mientras él la observa inmutable. Cree que debe mostrarse fuerte ante la fragilidad de su marido y para eso recurre a esos mohines alegres que son reflejos de una máscara que se coloca ni bien se encuentra con él. Tan orgulloso que era, piensa, tan duro que parecía. Él Nunca le expresó cariño, afecto corporal, y eso que ella se lo pedía mientras le besaba toda la cara, jugando con ese gruñón empedernido, terco en su
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seriedad. Comportate, le decía él demasiadas veces con esa coraza de la que nunca pudo despegarse. Ahora apenas podía respirar, en eso se le iba toda la fuerza. Y ella ya no necesita que le digan nada. Solo espera que todo termine de una buena vez. Vuelve a sostener el plato. Le da el segundo bocado. Le acerca la cuchara y suena el celular. Ella estaba pensando en tantas cosas que fue una sacudida violenta. La sopa caliente de la cuchara termina ca yendo en el cuerpo de su marido, que muestra con pequeños desgarros agudos que algo le quema. Daniela se desespera por el celular, sabe quien la llama, y por esa piel. Mientas alcanza el teléfono y confirma quién es a las once de la noche, el plato lleno de sopa cae. Mira todo eso líquido espeso cubriendo lentamente el piso, expandiéndose como una mancha de petróleo en el océano. El celular suena con insistencia. Sin detenerse mucho en eso, limpia con el repasador a su marido, que parece calmarse, y la mira con desprecio. Daniela atiende el teléfono y sale de la habitación para hablar con la Directora del colegio que desea informarse sobre el profesor suplente de Lengua: Sebastián Ledesma.
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III
Chicha hace la cola para sacar su boleto de tren y mira un cielo negro funcionando como dique de contención. Fuertes precipitaciones para toda la jornada, habían anunciado en el programa de radio que escucha todas las mañanas y ella sonrió pensando que otra vez el tipo del clima se iba a equivocar. Sin embargo, persistía en darle cierto crédito ya que salió de su casa con un paragüas que le habían regalado sus patrones. Pide boleto hasta Constitución, se lo muestra al guarda, lo pican y pasa al andén. Mira el reloj que cuelga del techo agujereado. Faltan unos minutos para las seis y media. Va llegar un poco tarde pero los patrones no son tan estrictos con el horario. Con que llegue entre las ocho y las ocho y media no va a haber problema. Le costó levantarse. La noche anterior lo vio a Fito. Lo esperó hasta la medianoche, una hora extraña para ella. Cuando estaba por ir a acostarse apareció. Él se sorprendió de ver a su mamá sentada, todavía despierta, tomando unos amargos. Ella mostraba una fachada imperturbable pero por dentro estaba movilizada por el encuentro. Y fue un alivio que él estuviera en perfecto estado, sobrio, entero. Un poco sucio, pero nada que no pudiera solucionarse con agua y bastante jabón. Lo primero que hizo fue darle la comida que le había guardado, unas salchichas con puré. Ninguno de los dos dijo
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nada. Sabía que ese plato le gustaba mucho. Fito se sentó y comió todo con voracidad. Ella lo miraba y no podía entender cómo era que todo había llegado hasta ese punto. Y en algún rincón de su alma la culpa la descosía, la desarmaba. Pero no quería mostrar ninguno de esos sentimientos frente a nadie, incluso evitaba los espejos. Le convidó un mate como invitándole un postre. Él tenía acidez pero aceptó al verla tan amorosa, no quería sentir que destruía ese momento, uno más. Y en ese vaivén de entrega y devolución del mate los dos silenciaban muchas cosas que les daban vueltas por la cabeza. El agua ya estaba fría. Chicha se levantó para calentarla. Al darle la espalda vio una oportunidad. Comenzó preguntándole si todo estaba bien. Lo tanteaba. Fito respondió bien. Charla que fluía como un río manso. Entonces le preguntó, con un tono casual, si quería volver al colegio. Se hizo un silencio para nada incómodo, expectante. Fito no había vuelto a pensar en eso desde que lo habían echado, así que estaba desconcertado ante la idea de volver a estudiar. Chicha vio en el silencio de su hijo la oportunidad de convencerlo. Creyó que su pibe había bajado la guardia. Y empezó a hablar sobre su futuro, sobre lo brillante que era, de que el estudio era la única posibilidad que tenía de salir adelante. Finalmente le preguntó: —¿O querés terminar como yo?— Fito ya estaba poco cansado de escucharla y, para que no siguiera con el sermón, le dijo todo lo que ella quería escuchar. Chicha, contenta, miró el reloj y vio que ya eran cerca de las dos de la madrugada y se fue acostar con la emoción de pensar que a su hijo aún le quedaba algo de juicio. Le prometió que en su franco iría al colegio a hablar con la Directora para que lo reincorpore. Ahora, con el tren lleno, aprieta la cartera contra su cuerpo. Mientras llega a la estación Avellaneda las primeras gotas comienzan a caer. *
Sebastián, ligera resaca agitándole el cuerpo, corre la cortina de su pieza y advierte la lluvia. Una lluvia persistente, calma y, por la pinta que tiene, parece que seguirá todo el día. Vuelve a la cama con ganas de quedarse ahí, con calzoncillo y medias puestas, mucho tiempo más, indefinidamente. Pero sabe que en unos diez minutos debe comenzar el despegue y prepararse para ir a trabajar. El primer curso que tiene, ya pudo tomar un colegio más, es ese séptimo del Barrio Maribel. Pese a todo se pregunta, ¿para qué me tomo tanto laburo en
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armar una clase para estos chicos si es tiempo perdido? Y también: ¿y si pasa en todos lados todo el tiempo? ¿Qué mierda sucede entre nosotros y ellos como para que todo se dé así? Sebastián busca una respuesta en la situación económica: Igual, por más pobres que sean yo no tengo la culpa, no puedo ser tan hijo de puta. Por ahí hoy, qué sé yo, que sea lo que Dios quiera. Se levanta incentivado, pero todavía le inquieta el clima. En días como estos, especula, no van todos los alumnos. Mientras se pone una remera se acuerda de que su mamá no lo dejaba faltar al colegio. Cree que resabios de esa disciplina, que detestaba en su momento, persisten en él. Debería tener un plan B por si son pocos, se dice mientras recorre con la mirada un bulto de papeles que tiene cerca de la cama. ¿Habrá algo ahí?, se pregunta sin esperanzas mientras se abrocha el pantalón. Esos papeles amontonados concentran fotocopias y trabajos del profesorado. También hay textos que fue juntando porque le decían que en algún momento le serviría. Actividades sencillas, juegos didácticos para salir al paso. Ahí está su plan B, pero sería una tarea difícil encontrar esas copias, habría que revisar una por una y no tiene tiempo para eso. Mira el celular. Tiene los minutos justos para desayunar algo sencillo y salir si quiere llegar a horario. Veo que hago, se dice con una confianza impostada y necesaria. Cuando sale a la calle llueve más fuerte y lamenta conservar un viejo prejuicio: usar paraguas es de putos. Las dos cuadras de barro que separan su casa de la parada del colectivo son un campo minado cargado de peligros. Un paso en falso y puede terminar sepultado en el barro. Pero le ocurre siempre que llueve, así que esto forma parte de una rutina insalvable. Apura el paso y, decidido, salta los pozos con la destreza habitual, de quien conoce el terreno. Cuando llega a la parada tiene la ropa pegada al cuerpo y solo los zapatos muestran las consecuencias de vivir cercado por calles de tierra. Se sube al 266 en la estación de Burzaco y el chofer le avisa que va ir hasta donde pueda. ¿Cómo hasta donde pueda?, pregunta Sebastián sorprendido. —Pasa que Maribel se inunda todo, siempre que caen un par de gotas no podemos hacer todo el recorrido. Le damos hasta donde dé. Yo tengo que cuidar la unidad. Es la que me da de morfar, no vos. Sebastián se sienta y espera que lo deje lo más cerca posible del colegio. Es el único pasajero.
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Hasta Monteverde todo transcurre normalmente. Pero cuando ingresan a Maribel, Sebastián puede ver un pequeño océano inundando las calles. Faltan todavía ocho cuadras para llegar al colegio. El colectivo avanza lentamente y cuando el agua cubre completamente las ruedas, el chofer lo detiene. Mira a Sebastián por el espejo retrovisor avisándole que eso es todo, ahí termina el viaje. Sebastián se baja resignado y se pone el portafolio sobre la cabeza. Luego de unos segundos lo baja considerando lo inútil que es intentar cubrirse considerando que ya está empapado. Llueve más fuerte, lo nota en el cuerpo. Al llegar a la esquina del colegio, después de siete cuadras con el agua por los tobillos, apura el paso sin problemas. Está desesperado por resguardarse. Llega a la puerta de la escuela y ve un cartel que dice: En el día de la fecha no abrá clases en ninguno de los dos turnos. Ni en la primaria ni en la secundaria. Por razones climáticas.
La reputa madre que los reparió, dice al terminar de leer el cartel. Se queda bajo un pequeño alero que lo cobija del temporal y piensa quedarse hasta que pare un poco. Para hacer tiempo saca un fibrón negro del portafolio y arregla la falta ortográfica del cartel. Desde adentro del colegio, Salve, con un mate en una mano y un termo en la otra, contempla a Sebastián. Y ve cómo habla por celular y luego de unos minutos se va. La lluvia sigue arreciándolo todo.
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IV
Salve abre la puerta y lo saluda apenas con un gesto de la cara. Sebastián nota el cambio, entonces arroja un tímido buenas y sigue camino hacia la Dirección, sin darle importancia. Llega temprano, la ansiedad lo empujó de su casa. Tiene la clase preparada en su portafolio y quiere ver qué ocurrirá cuando la saque y la despliegue en el curso. Esa es la incertidumbre que lo asalta desde que imaginó esas actividades hace unos días, porque quiere que los chicos se enganchen con la propuesta, que trabajen todos o casi, quiere poder llevarse bien con ellos, quiere paz dentro del curso. Antes de entrar a la Dirección escucha la voz de un cantante melódico, piensa en Ricky Martin, Montaner y Arjona. ¿Cuál será? La voz de Daniela se suma para formar un dúo lamentable. Golpea y entra. —Pase, pase, profe— le dice Daniela que está con los Registros de Asistencia abiertos sobre la mesa y apenas lo mira. —Hola— dice Sebastián, sonriente. Se sienta sin acercarse ni darle un beso al no ver en ella ningún movimiento. Esa actitud le confirma a Sebastián que no le cae bien a Daniela. Para él, saludar con un beso es una demostración de respeto ineludible, y además le gusta darlos para tener cerca suyo la boca y el cuerpo de una mujer. Le da una sensación de intimidad ínfima pero sumamente erótica. Mucho más intensa si la mujer es exuberante como Daniela.
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—El martes la escuela estaba cerrada— dice Sebastián visiblemente indignado, recordando las peripecias que tuvo que hacer para llegar, y porque Daniela ya le parecía directamente una maleducada. —Sí, los días de lluvia no abrimos porque el salón que tiene goteras es donde está el medidor de luz— levanta la cabeza y lo mira—, cae mucha agua. Y se electrifican las paredes. Sebastián se pregunta si eso es posible, nunca había escuchado algo semejante y desconfía. —Y no podemos tener a los chicos así, corriendo peligro, ¿mirá si pasa una tragedia? —Yo vine— dice con un tono áspero. Daniela larga una risa sincera, como si hubiese escuchado inesperadamente algo absurdo y gracioso. Se calma y, al ver la expresión de Sebastián, le pregunta: —¿En serio? —Sí— responde humillado, y con una repulsión creciente hacia ella. —Pensé que alguien te iba a avisar— dice y vuelve la vista al registro dando por terminada la charla. Sebastián decide relajarse y piensa que lo mejor es salir y esperar afuera. Mira la hora en su celular y todavía falta para entrar al salón. Va al baño de profesores. Abre la primera puerta que da al lavatorio y luego la segunda en donde se encuentra el inodoro. Baja la tapa, se sienta y traba la puerta. Busca los auriculares para el celular, los conecta y se pone a escuchar Dalila para estar en forma y conectado con lo que va a dar. Cuando sale se encuentra a dos maestras junto a Salve, que sostiene una maza y un cortafierro. Se sorprende al verlos. Las maestras se llevan al unísono las manos al pecho y mueven los labios. Sebastián todavía tiene los auriculares puestos al mango con Dalila, así que no puede entender lo que le dicen. Se los saca. —¿Qué pasa?— pregunta. —Estábamos cansadas de llamar— le cuentan como echándole la culpa de que esté en perfecto estado—, creímos que alguien se había desma yado o algo peor dentro del baño. Por eso Salve, un Santo— continúan— estaba por rescatarlo. —Pero… yo estoy bien— asegura Sebastián —nada más tenía los auriculares puestos y no pude escuchar nada— intenta explicar un poco nervioso. Sonríe para congraciarse, pidiendo disculpas. Las maestras y Salve se miran decepcionados y se van murmurando entre ellos. Sebastián enfila para el curso ya que es hora de entrar al aula.
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Cuando llega, la puerta está abierta y no hay ningún profesor adentro. Se escuchan gritos. Entra confiado. —Buenos días, chicos— dice y recibe pocas respuestas. Los que están parados caminan a sus asientos— A ver si nos entendemos... Usted, sientesé.— Levanta el tono de voz —Parece que hay algunos maleducados entre nosotros. ¡Dije buenos días, chicos!— Esta vez responde la mayoría, algunos casi gritando: —Eso está mejor. La primera actividad es sencilla. La copia en el pizarrón; transcribir en la carpeta una canción que les guste. No se lo creen. —¿Eso solo?— pregunta Federico. —Sí, por ahora sí— responde Sebastián. Los chicos sonríen. Maira pregunta: —¿Cualquiera, cualquiera? —Sí— asiente Sebastián— la que más les guste. Y puede ser de cualquier estilo: rock, salsa, reggaetón, chamamé, cumbia, lo que quieran. Es importante que sea algo que les guste de verdad. Maira manifiesta picardía en el rostro y consulta: —¿Y puede ser una que tenga malas palabras?— Sebastián percibe que lo están probando a ver hasta donde pueden llegar. Se siente un perro al que le miden la cuerda para ver desde dónde lo pueden atacar. ¿Por qué tanta fascinación, se pregunta, con esas palabras que en manos torpes pueden convertirse en objetos cortantes? No sabe bien qué responder. Se manda nomás: —Sí, sí— dice restándole importancia.— También pueden hacerlo de a dos si quieren. Todos miran al frente y copian la consigna del pizarrón. Sebastián, sorprendido, intenta ocultar la alegría. Camina entre los bancos con las manos en los bolsillos viendo como si fuera cosa de todos los días cómo el grupo responde bien. Y piensa que tal vez esa es una buena punta para el futuro: laburar con lo que ellos traen, con lo que les gusta, partir desde ellos. Quiere creer que es así, y no logra convencerse. Intuye que cada clase es única, que cada curso es un mundo nuevo que se puede aprender a decodificar. Son tantas las variables, tantas como alumnos haya, piensa intentando abarcar todo un sistema, que condicionan el resultado final, siempre es un descubrimiento imposible de planificar lo que ocurre dentro de un aula. De pronto ve que Maira saca un celular.
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—¿Qué estás haciendo?— pregunta Sebastián y se acerca. —Voy a elegir una canción del celu porque no me la acuerdo toda— dice ella muy tranquila colocándose los audífonos. —¿Qué, se puede usar el celular?— pregunta alguien atrás de él. Se da vuelta. Todo está saliendo bien y no quiere tirar por la borda la gracia de verlos trabajar con ganas. Asiente con la cabeza: —Claro que sí— dice y ve cómo la mayoría saca su aparato y selecciona un tema para copiarlo entero. Los pibes escuchan un poco y paran. Escriben ese pedazo de canción y luego escuchan un poco más y reiteran la operación. Los deja unos minutos para que puedan trabajar tranquilos. De todas formas, se da cuenta de que algunos solo se dedican a escuchar música. No se preocupa por ellos. Aunque considera decirles algo, mostrar autoridad. —Bueno— se para al frente del grupo después de quince minutos — creo que ya terminaron todos, ¿no? La vocecitas se alzan pidiendo más tiempo. Algunos ni terminaron de copiar lo del pizarrón. —Pasa que estábamos eligiendo— explica Natalia —y es difícil por que me re gustan una bocha de temas. —Bueno— aprueba Sebastián— en un rato pasamos a la segunda consigna. Se sienta y repara en el libro de temas. Nunca lo había abierto. Ahora busca dónde llenarlo. Encuentra las páginas de Prácticas del Lenguaje. Un pequeño resquemor comienza a molestarlo. Le cuesta llenar estas cosas: papelerío, le dice. Pone la fecha. ¿En la parte de Unidad qué pongo?, piensa. Coloca, luego de considerar varias opciones y el momento del año, un “tres” en números romanos como para sacarse de encima el problema. Después se encuentra con las columnas de Tipo de Clase, Tema y Actividades. Al final estampa su firma. Es lo único que hace mientras hojea cómo lo completaron los demás profesores. Maira recibe un mensaje de texto que le interrumpe la canción. Instintivamente mira hacia el profesor pero inmediatamente cae en la cuenta de que todos tienen sus aparatos prendidos, no comete ninguna falta. Por una vez es inocente. Se relaja y lo lee. Alguien la espera en el baño. —Correte— le dice a Natalia para poder pasar. Se acerca al profesor y le pide permiso para ir al baño. Sebastián levanta la cabeza— Es cosa de mujeres, profe. Usted entiende, ¿no?
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—Está bien, andá— larga distraído Sebastián, que cierra rápido el libro de temas para terminar de una buena vez con ese trámite. Maira se mete segura al baño de hombres y cierra la puerta. Un alumno de noveno está apoyado contra la pared. Le acerca un billete y ella se lo guarda en el bolsillo de atrás del pantalón. —Dale— lo apura. El pibe se desabrocha el pantalón, se baja el calzoncillo y Maira se arrodilla. A los pocos minutos, ella sale del baño y encuentra a su hermano que le dice que el profesor lo mandó a buscarla. Ella no le responde nada y juntos entran al aula. —Ahora que llegaron los chicos podemos pasar a la segunda consigna— dice Sebastián. Y lee en el pizarrón lo que acaba de escribir:— Dos: Explicar: A-¿Por qué elegiste esa canción? B- ¿Qué cuenta? El punto A está más que claro. El B hace referencia a lo que nos dice la canción, si es una historia, o expresa sentimientos o deseos. ¿Se entiende?— Nadie responde nada —Entonces a trabajar. Suena el timbre del recreo y todos salen disparando al patio. Nadie le pregunta nada a Sebastián, que piensa, debido al tiempo que estuvo en el baño, si Maira se sentirá bien. Matemática lo encara ni bien entra, mientras Inglés hace silencio y escucha atento: —Contame, Lengua, ¿a vos te caben más los culos o las tetas? —¿Qué? —Claro, qué te gusta más: una mina con un buen orto o unas buenas gomas. ¿Qué preferís? —… —¡Te dije!— le dice Inglés a Matemática mientras lo codea y se ríen a dúo. *
El Pera anota en su celular el número que le dicta Mariela. Ella le da cualquiera menos el suyo, y el Pera ya se entusiasma pensando con que va llamarla para salir o lo que pinte. Natalia, cerca de la puerta del aula y lejos de ellos, los mira y tira una promesa pensando en voz alta: —Esta hoy la liga. —¿Qué dijiste?— le pregunta Maira que la ve a Daniela acercarse. —Que hoy la Cheta la va ligar. Con los chicos y el Profesor adentro del curso, Daniela llama a la
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Directora para contarle lo que le dijeron los alumnos cuando ella les preguntó qué les parecía como profesor Sebastián Ledesma. La segunda hora la empieza preguntando si ya finalizaron la última consigna. No la terminaron todos, pero la mitad le pide más y eso lo pone contento. Les da unos minutos. Camina entre los bancos y se sube a una ilusión que no quiere transmitir: estaría buenísimo que estos chicos pasen, sigan estudiando, son cosas que le rondan la cabeza. Que salgan de toda esta mierda, se dice finalmente. Mariela es una de las que ya terminaron y como la ve apenada se aproxima: —¿Ya terminaste? —Sí, hace rato— responde Mariela. —¿Qué canción elegiste? —Una de Kudai— le dice. Sebastián no tiene la más remota idea de quién es. Esa distancia lo hace sentirse viejo. Solo agrega: —Ah, mirá. —Seguro que no sabe quiénes son. —No, la verdad que no— dice y nota que es una banda —¿Todo bien con las actividades? —Sí, igual esto ya lo hice el año pasado. Así que me aburro viendo lo mismo— Sebastián se aleja sin decir nada. Cuando se da vuelta descubre que Maira lo apunta con el celular. Es evidente que le saca fotos. Primero sonríe, pero rápidamente reacciona con disgusto y lo ve como una falta de respeto, porque en el otro colegio en el que trabaja es una falta grave. Sin dudarlo le pide el celular. Maira se ríe y mira la pantalla de su aparato, no se da por aludida. —¡¿Escuchaste lo que te dije?! ¡Dame tu celular, nena, no te lo voy a repetir!— el grito creó el silencio que estuvo ausente toda la clase. Maira, ya no tiene ironías en su rostro, le dice: —Yo no te voy a dar nada— y lo mira y levanta el hombro explicando que el celular se queda con ella. Sebastián piensa inquieto ¿Qué carajo hago con esta pendeja?, y reacciona como si hubiese recibido una descarga eléctrica: —Andá a buscar el Libro de Firmas— manda a un alumno. —Uh, bardo— exclama contento uno del fondo, mientras golpea la mesa. Sebastián lo mira conteniendo la bronca, es una olla a presión. Después pregunta:
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—¿Por qué me sacás fotos? ¿No sabés que eso es una falta de respeto? —Yo no le saqué nada. —Entonces dame el celular que quiero ver. —Ni ahí— se ríe Maira —¿a éste qué le pasa?— dice mirando a Natalia. Cuando llega el Libro de Firmas, Sebastián lo abre y anota lo ocurrido. Maira se para y avisa: —Yo no firmo nada. —Sí que vas a firmar— devuelve Sebastián quien por primera vez siente miedo. Sin embargo, sigue escribiendo y cuando termina le acerca el libro a Maira que se empecina en no firmar. Todos siguen la secuencia con placer, contentos y arriesgando posibles finales. Lo que desespera a Sebastián es saber que Maira está sumamente tranquila. A los ojos de Sebastián, Maira no para de crecer. Se le ocurre que alguno llame a la preceptora para tener ayuda. ¿Qué tengo que hacer con esta gente?, piensa. Y percibe que nuevamente reina un silencio dentro de esas cuatro paredes, cortándole lo que había imaginado unos segundos antes. Daniela entra al curso y Sebastián le cuenta lo que pasó, hasta que Maira dice: —Ya borro las fotos, para qué quiero tener en el celu alguien tan feo. Y todos se ríen. En eso entra Salve con facturas y comienza a repartirlas. Daniela se va sin preguntar nada. Sebastián se sienta, confuso. El resto de la clase Sebastián no abre la boca, mientras que algunos alumnos resuelven las consignas. Los chicos atraviesan el tiempo como si nada hubiese pasado. Sebastián, sentado, mira por la ventana el cielo claro y despejado y se pregunta qué falló esta vez. Tiene la sensación de estar frente a un pelotón de fusilamiento. Levanta su portafolio y abre una carpeta grande donde tiene anotada esa clase que se había derrumbado estrepitosamente sin que pudiese hacer nada al respecto. Lee cada una de las palabras escritas con empeño y dedicación y nota que todo había quedado justamente ahí: en el papel. No pudo hacer que todo eso alcanzara una consistencia material ni meterse distraídamente en la conciencia de sus alumnos para contagiarles curiosidad y adentrarlos en un mundo diferente. Él quería enseñar la poesía que habitaba en esas canciones que les gustaba. Mostrarles de qué manera la Lengua y la Literatura eran algo rebosante de luz, de vida, en esas extrañas metáforas y esa desfachatada manera de juntar significantes y significados. Cómo se pueden construir sólidas murallas con el lenguaje y eran ellos los que le daban un riesgo permanente y
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desconcertante creando nuevos códigos, giros, expresiones que muchas veces servían como refugio, un lugar de pertenencia. Y todo a partir de la palabra. Luego quería mostrarles otras formas de poesía, otras maneras de expresarse. Quería abrir el juego a otras voces, meter un poco de vuelo y magia. Y saca los libros que había llevado: Peleando la contra de Charles Bukowski, Antología poética de Federico García Lorca y Los heraldos negros de César Vallejo. ¿Qué hubiese ocurrido, se pregunta, si les leía algunos de esos poemas? ¿Hubiera pasado algo? Uno de los alumnos de adelante le pregunta por los libros: —¿Qué es eso? Sebastián los apoya sobre la mesa y desliza su mirada por las tapas. Esos nombres significan tanto para él que piensa que ninguno de los que están en el salón les dará el valor que tienen. —Nada, no es nada— dice y guarda los libros. A la salida del colegio, Sebastián se queda mirando a un grupo grande de sus alumnos y de otros cursos que van gritando, cantando, haciéndose notar. Sabe que algo está por pasar. Considera la posibilidad de seguirlos. Pero se dice ya fue, qué me importa y se va a la parada del colectivo. Mariela tiene enfrente a Natalia. Es la primera vez en su vida que se va a pelear. Muchas veces había batallado de palabra, diciendo cosas hirientes, malas palabras, esas cosas. Pero lo que está por ocurrir es de otro calibre, es irreversible. Mientras sus compañeros las rodean y les gritan, ella piensa que no tendría que haber llegado hasta este punto. ¿Qué importaba que le dijeran “Cheta”? ¿Por qué dijo que sí, qué tenía que demostrar? ¿Frente a quién debía simular lo que no era? Desaforados, los chicos, le gritan a Natalia que la surta, que le dé. Mariela hace un paneo con la mirada y ve que hay muchos celulares registrando todo. Entonces ve que Natalia se acerca a ella con una seguridad inquebrantable. El miedo le captura los reflejos a Mariela, desearía ponerse en guardia pero no sabe cómo hacerlo. Se siente frente a un tren avanzando a toda velocidad. Paralizada percibe que Natalia le agarra el pelo sin piedad y la tira al piso. En ese momento comienza a fallarle la percepción de todo lo que está sucediendo. Ya en su casa, entra al baño y el espejo del botiquín le devuelve la imagen de una niña con el pelo revuelto y con pasto, con el ojo hinchado, la piel coloradísima y un pequeño tajo en el pómulo derecho. Abre la ducha, se desnuda despacio por el dolor que la inunda en todo el cuerpo. Regula la temperatura hasta dejarla tibia, como le gus-
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ta. Y cuando se pone bajo el agua y ve la suciedad que cae a sus pies, la suciedad a la que se vio sometida unos minutos antes, un profundo odio hacia sus padres, que tiene la cima de lo definitivo, la hace llorar. *
Chicha se pregunta cuándo le darán franco. Ahora que está ella sola trabajando, porque a la otra chica la despidieron por robar comida, ve complicado ese tema. Tiene tanto para limpiar que siente que de esta manera no va a resistir mucho más. Y también necesita un día libre para poder ir a hablar al colegio para ver si reciben de vuelta a Fito. Y mientras piensa esto, volviendo del supermercado con las manos llenas de bolsas, una vecina la llama al celular para avisarle que su hijo está internado. ¿Qué? ¿Dónde?, interroga, incrédula por la noticia. Le dicen dónde se encuentra y corta. Entra corriendo c orriendo a la casa con todo encima y deja la l a mercadería mercader ía en la cocina. cocina . Le avisa avis a a la patrona que se tiene ti ene que ir volando y le cuenta por qué. Casi no espera respuesta y va a sacarse el delantal que usa de uniforme. El viaje en colectivo es largo. Ella está en Belgrano y tiene que llegar hasta Lomas de Zamora, al Hospital Lucio Menéndez. ¿Qué habrá pasado, por Dios? Se pregunta deseando que sea una tontería, que no sea nada grave, pero sabe, sin siquiera rozar esas palabras, que nadie queda internado por una sencillez. ¿Por qué esta porquería no va más rápido, por qué no tiene alas?, se dice nerviosa y sin la fuerza necesaria como para detener las lágrimas. Saca el rosario que siempre siempre lleva en la cartera y lo aprieta apriet a con fuerza. Hace tanto que no reza, tanto que no va a la iglesia, hace tanto que las cosas no van bien, piensa. Y ahora esto, agrega. Traspirada desciende del segundo colectivo que se tuvo que tomar para llegar al hospital. hospit al. En Informes pregunta por su hijo, le preguntan el nombre y se fijan en la computadora. Le dicen dónde está y, al verla ver la tan ta n pert pe rtur urba bada da,, le indi in dica can n cómo có mo lleg ll egar. ar. Chic Ch icha ha cami ca mina na apurada, ya se olvidó lo l o que le dijeron hace unos segundos, preguntando a los que se le cruzan dónde está la Sala de Internaciones. Y se lo dicen pero, de los nervios, se pierde. Se sienta, intenta int enta respirar, llenarse los pulmones de aire. Quiere tranquilizarse pero no puede lograrlo. Solo atina a llorar y a mirar el piso pi so como si reconociera que está muy cerca de caer ahí. Levanta la vista hacia el cielo buscando algo pero no lo encuentra. Se suena la nariz, y frente a ella hay un cartel y una flecha que señala el lugar al que desea llegar. Una ráfa-
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ga de alegría le moja la oreja para desvanecerse rápidamente. Nada bueno pasa en estos lugares, recuerda. En la puerta de la habitación en la que está Fito hay un policía hablando con un médico. Chicha intenta pasar entre ellos pero le interrumpen el paso. —Yo —Yo soy la madre— y lo señala, ahogada en ner vios y llanto, y ve que tiene vendada la mitad de la cara. —No puede pasar— dice el médico. —¿Pero qué le pasó? Y le explican que Fito y otro chico se metieron en la casa de un ex policía, seguramente pensando que no había nadie. Y la persona se defendió con su arma, disparándole a los dos. Fito terminó con un disparo en el ojo y el otro muchacho falleció. —¿Se va a recuperar?— Intenta saber Chicha. —Sí. Llevará tiempo, pero estará bien. Ahora, el paciente perdió el ojo izquierdo y tiene complicada la visión del derecho. Para eso hay que esperar cómo se van dando las cosas. *
¿Cómo puede ser que unos pendejos me pongan así?, se pregunta Sebastián, vaso lleno de cerveza en la mano y una desilusión violenta en el estómago. Se encuentra en el patio de su casa sentado en el piso, terminando la segunda cerveza y contemplando la caída del sol sin que esa imagen le produzca el menor pensamiento. Es que su cabeza todavía busca explicaciones para lo que ocurrió en el 1º A del Barrio Maribel. —Se me fue de las manos, loco, se me fue todo a la re mierda en un momento y después no la pude remontar— le había contado a un colega en el recreo del otro colegio. Era una persona que ya tenía quince años de experiencia en la docencia. Sebastián se lo comentó en un acto de catársis. El otro profesor, que también era de Lengua, al escucharlo a Sebastián tan desorientado, se sintió superior. Se vio a sí mismo como una persona con un caudal importante de respuestas sabias y oportunas. A Sebastián le daba lo mismo si era ese u otro el que tenía enfrente y oía lo que le decían sin prestar atención, atenci ón, le molestaba molest aba que le dieran consejos. Sin embargo, escuchó algo que lo dejó pensando: —La culpa no siempre la tiene el profesor. profesor. Y se lo guardó para más tarde. Ahora le daba vueltas vuelt as a esa afirmaafirma ción. ¿Era realmente así? ¿De quién era la culpa, entonces?
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Tenía presente que la suplencia en ese colegio era de dos semanas. Por lo tanto, la clase de hoy era la última, en teoría, por lo menos. ¿Pido el cese?, se pregunta y luego se contesta que eso es escapar, huir. ¿Acaso unos chiquilines le habían ganado? ¿No tenía la capacidad de dominarlos? Sebastián se debate entre dos opciones: seguir o partir. parti r. Aparte, se dice buscando polos negativos que lo arrojen hacia alguna decisión, me queda a trasmano, me tengo que tomar dos colectivos para llegar. No hay caso. No encuentra un placebo provisorio como para irse a descansar tranquilo sabiendo que tenía un camino en las manos. Le pega el último trago a la cerveza y piensa que sería bueno comprarse otra. Pero cuando intenta levantarse todo comienza a girar a su alrededor y tambalea hasta quedar firme y de pie. Le cuesta demasiado estar erguido. Por Por eso se dice que lo mejor será llegar, no perder la elegancia, que en este caso sería poder alcanzar su habitación y no desbarrancar en el camino. Daniela espera el llamado de la Directora. Quiere contarle lo que le dijeron los alumnos de 1º A cuando les preguntó por el desempeño del profesor de Lengua, Sebastián Ledesma. A ninguno les gustaba cómo daba las clases. —Se enoja por cualquier cosa— le dijeron los chicos. No fueron más que cinco o seis niños con los que dialogó, pero con esa información para ella era suficiente como para armar un certero perfil del profesor: inseguro, iracundo e incapaz de manejar un grupo con las particularidades del 1º A. Y también está deseosa de relatar con lujo de detalles el intercambio de palabras que presenció, ella lo veía sin lugar a dudas como un enfrentamiento, entre el profesor y Maira. Haber visto eso le demostró que lo que le contaron los alumnos era indudable y que ella estaba en lo cierto con su diagnóstico. Su marido duerme, lo que le da la calma necesaria como para tomarse un té de manzanilla y entretenerse con la televisión viendo la novela novela de las nueve. La ve cuando puede aunque le gustaría gust aría estar más al tanto de lo que pasa ya que, se enteró, es el programa con más rating. De todas maneras, en este momento su mente está más pendiente de la charla que tendrá con la Directora. Y suena el celular. Es la llamada esperada. Y Daniela cuenta. cuent a. Y luego escucha lo que tiene que hacer la próxima vez que vaya Sebastián Ledesma al colegio.
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V
Mientras el 266 se mete en el Barrio Maribel, Sebastián saca de su portafolio la clase que preparó solo para ver que se tomó el trabajo de hacerla. Guarda esas hojas. Sigue dudando si seguir o no en esa escuela. Se baja en la esquina del colegio y camina tranquilamente. No tiene apuro, mira el celular y, como ya es costumbre, llega temprano. Intenta hacer que la cuadra se extienda, que dure un poco más. Desea tomar una decisión que ya debería estar cocinada hace rato. ¡Qué maricón que soy!, rezonga, y la incertidumbre continúa sacudiéndolo. Salve le abre la puerta y lo saluda con un sutil golpe de cabeza. Sebastián le dice hola y al no escuchar respuesta piensa: qué viejo de mierda. En la Dirección está Daniela. La preceptora le dice que la profesora que estaba suplantando se va a reincorporar. Sebastián se sorprende gratamente. Pone cara de circunstancia como primera reacción, pero un alivio sincero empieza a invadirlo. —Y bueno… ¿Qué va a ser?— replica. Daniela lo mira inexpresiva. Más bien parece esperar que Sebastián se vaya. Antes de irse a Sebastián se le ocurre aprovechar el momento y saca la hoja de ruta, le pregunta a la preceptora si ella le puede firmar el cese para tomar horas en otra escuela y, de paso, no tener que volver. —Más vale— le responde. Y pone la fecha, un sello personal y encima
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el de la escuela.— Ya estás— apunta Daniela mientras le devuelve la hoja. Por un segundo el silencio es incómodo, entonces Sebastián se despide: —Fue un gusto trabajar acá, ojalá pueda volver en algún otro momento.— Ni bien lo termina de decir se arrepiente por haber sonado tan entregado a un lugar en donde nadie le mostró ni un poco de amabilidad. —Claro, por supuesto. Que le vaya bien, Profe— alcanza a decir Daniela manteniendo distancia y se sienta. Sebastián cae en la cuenta de que eso es todo. Unos minutos después, Daniela habla con la Directora y le cuenta que ya está hecho. Recibe la orden de mandar esas horas al próximo Acto Público: —A ver si aparece un profesor como la gente— escucha Daniela del otro lado del celular y larga una risa fingida y cómplice. —Ya va aparecer alguien, Dire— dice y la respuesta que recibe es un tono monocorde del teléfono que indica que cortaron la comunicación.
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tercera parte
c O m p a ñ í a
I
Maira tira agua con un balde en el inodoro para que se pierda ese malestar que acaba de lanzar. Lleva varios días con dolores de panza y vómitos. Se mira en el espejo, se moja la cara como para despejar esa imagen que parece una caricatura mal hecha de sí misma. Cuando sale, Federico le pregunta si se encuentra bien. Sí, responde ella sin ninguna intención de seguir hablando y se dirige a su pieza para encerrarse. Gira dos veces la llave, pone música en su celular, se coloca los auriculares y se acuesta en posición fetal. Se aleja de todo. Más tarde, mientras la noche comienza a descender, le golpean la puerta y le avisan que Natalia está esperándola. No tiene ganas de mo verse de la cama, pero ya habían arreglado y no quiere dejar plantada a una amiga que siempre está presente cuando la necesita. Se levanta y va a su encuentro. Caminan hacia una esquina en la que estuvieron parando el último fin de semana, cuando Maira todavía se sentía bien. Natalia está excitada, le cuenta del Pera, que ahora se está poniendo las pilas y se puso a buscar trabajo, y de otro chico que le estuvo mandando mensajitos que está junto a otros pibes esperándolas para charlar, tomar algo y lo que surja. Natalia percibe que su amiga está diferente:
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—¿Qué te pasa que estás tan callada? —Nada. —Decime, boluda. —No me siento bien. Me duele la panza, la cabeza. Eso. —No estarás embarazada vos, ¿no?— dice Natalia en broma, pura sonrisa; lo de siempre. Pero al ver la expresión inconmovible de su amiga comprende que acaba de meter su lengua incontrolable en una zona delicada. Maira de pronto se detiene: —Mejor me vuelvo. —No, pará, voy con vos— y juntas dan media vuelta. Natalia la toma del brazo. Después de unos minutos, Maira piensa en voz alta: —Igual no estoy segura. —¿Y qué vas hacer si estás?— la pregunta, contemplar esa posibilidad, cae con fuerza sobre Maira. Pero ella se quiere sacar de encima la duda porque estuvo pensando toda la tarde en eso: —Mejor hablemos de otra cosa. Ninguna puede romper ese silencio que acaba de instalarse. Ahora son dos nenas serias caminando en la oscuridad. Hace diez minutos que el colectivo dejó la parada de la esquina del hospital, todavía falta para llegar a Don Orione, y Federico observa por la ventana a un hombre que camina apurado por la vereda, como si llegara tarde a algún lugar. Se acerca al vidrio con la intención de mirarlo bien y comprueba que sí, esa cara le resulta familiar. ¿Pero de dónde lo conoce? Ya quedó atrás, pero ese rostro siguió deambulando por su cabeza como un acertijo. Maira, sentada a su lado, tiene la vista clavada al frente. Piensa que el embarazo no es una buena noticia. Para nada. Unos minutos antes estuvo frente a la doctora que le preguntó la edad. —Casi tengo dieciséis— respondió ella. —Pero, nena, ¿te parece a vos esto?— dijo la Doctora. Maira se molestó un poco, de todas maneras el tono con el que se lo dijo dejaba entre ver cierta preocupación por ella, tenía algo de maternal. No respondió nada. Solo atinó a mirar el piso. —¿Cómo no te cuidaste, me querés decir? ¿No te enseñan esas cosas en el colegio, tu vieja, no sé, alguien?— movió la cabeza rezongando. Al verla sola, como indefensa, le preguntó si alguien la acompañaba. —Sí, mi hermano está afuera— dijo Maira. La Doctora no quizo incomodarla preguntándole nada más, la des-
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pidió y le dijo que vaya a sacar un turno para hacerle un control la semana siguiente. —Recién vi a alguien conocido, pero no sé de dónde— comenta Federico mientras el colectivo dobla y se mete en Don Orione. Maira lo escucha pero no le responde nada. Siente un latido interminable. De todas maneras no quiere arrastrar a su hermano hacia su oscuridad y le sigue la conversación: —Por ahí es del Barrio. —No, creo que no, porque yo los saco a todos. Este tipo es de otro lado. —¿No será uno de los que juega a la pelota con vos? ¿No me decís que a veces vienen de otros lados para patear con ustedes?— intenta ayudarlo Maira. Federico se queda pensando y, como si un rayo lo hubiese iluminado, dice: —Ya sé: el de Lengua. —¿Quién?— pregunta Maira. —El viejo ese que tuvimos el año pasado en Lengua, que estuvo como tres clases y después no vino más, ¿te acordás?— Maira no tiene ganas de andar evocando nada.— Tuvo bardo con vos porque le sacaste fotos con el celular— le recuerda Federico como si fuera un hit en su carrera. Y ahí sí, las piezas encajan perfecto, vuelve del pasado la imagen íntegra de Sebastián Ledesma. Y en la cara se le dibuja una sonrisa.
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III
Se para frente al espejo del baño. Despega la cinta y se saca la gasa. Mira fascinado ese agujero negro que le quedó en la cara. A Fito le encanta recorrer cada día ese hueco, en su pieza, en el living, donde haya algo que le devuelva su imagen, porque esa herida es un recordatorio de lo que es capaz de resistir una persona. Le da vértigo su nueva cara, pero se la banca. Tanto es así que un amigo del barrio, a las pocas semanas de salir del hospital, le tatuó Fuerza en el hombro derecho con tinta china y en letras góticas. Ahora que no quiere salir a ningún lado, todos los pibes con los que rancheaba van a parar a su casa. Así que siempre hay una o varias personas en la cocina. Chicha no tiene problemas con eso, disfruta que su hijo esté con vida y, a pesar de todo, sano, pero puso la condición de que ninguno se quede más allá de las doce de la noche. Su hermano menor le avisa que Pepa lo vino a ver. Hacelo pasar, le dice. Sale del baño y se pega de vuelta la gasa porque a Pepa le da un poco de impresión verlo sin el parche. Hacía una semana que esperaba verlo, desde que habían hablado en ese mismo lugar que no podía ser que Fito estuviese guardado en su casa y con la cara hecha bolsa. Algo vamos a hacer, dijo Pepa, vos esperá. Ahora lo tenía cerca, estira la mano, se saludan y se sientan: —¿Cómo va?— encara Pepa.
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—Piola. Me levanté hace un rato— dice Fito y bosteza. —¿Te sigue jodiendo la piel? —Ahora no. A veces me pica un poco, pero la llevo tranqui. Mamá me trajo una crema para el sarpullido que tenía— Fito se rasca arriba el pómulo derecho —¿lo tuyo? —Bien, todo bien. Escuchá: ya está, Fito. —¿Sí? No me digas— Fito se sintió alegre súbitamente —¿Cuándo? Bancame. ¡Che, bajá la tele que estamos hablando acá! —Anoche con Lemos nos metimos a la casa y lo bajamos. Para que no se haga más el justiciero con nadie. Le re cabió al tipo— dice Pepa y se ríe recordando la mirada que le clavó el policía antes de pegarle los tiros. —Bien ahí, Pepa. Ese forro mirá como me dejó la cara. No se la iba a llevar de arriba. A gente así hay que mandarla bien lejos. ¿O no? —Eso seguro, Fito. Ahora hay jugarla de queruza y cortar la joda un buen tiempo. Por lo menos hasta que paren de preguntar. Igual vos ya te retiraste. Seguí agitándola con esa onda. ¿Y Chicha? —Laburando. No te hagás drama, Pepa, olvidate. Todo va estar joya. ¿Querés tomar una birra? —Eso no se pregunta, loco. Hace un re calor hoy, ¿viste? Traela que la reventamos. —Está en la heladera.
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El tipo, micrófono en una mano y pañuelo en la otra, grita y transpira sobre el escenario. La vena del cuello se le hincha y brilla como un diamante. La luz le da con todo ¿Qué está diciendo tan exaltado? ¿Está invocando al Salvador o hablando de la importancia del diezmo? Eso a Mariela no le interesa. Tiene puestos los auriculares para no escuchar nada más que El Otro Yo. Escucha los temas a un volumen altísimo para quitarle sonido a lo que pasa en la iglesia. La mira a su mamá que tiene los ojos cerrados y murmura alguna oración apretando un rosario contra el pecho. Después levanta los brazos y dice algo que seguramente ordena el tipo del micrófono. Mira el escenario para confirmar el manejo que tiene de las personas ese pequeño hombre transpirado y vestido de traje al que todos respetan y dicen “Pastor”. Gira la cabeza para ver si los demás hacen lo mismo. Sí, es todo un espectáculo ver esa obediencia. Mariela siente que su madre es una completa extraña. Parece haber envejecido miles de años desde que se separó y se mudaron. Y cuando empezó con los evangelistas directamente dejó de verla como alguien cercana. Empezó a usar ropa holgada, polleras hasta los tobillos y siempre una Biblia en la mano. La distancia se hizo insalvable. Le parecía ridícula esa entrega total que hizo su madre a la iglesia. Ya no podía
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contarle nada porque lo metía a Jesús en cualquier lado y por cualquier motivo. ¿Y por qué parecía estar tan perdida todo el tiempo? Era como si se hubiese vuelto idiota. Todos levantan la mano ahora. Mariela también lo hace, pero como una actuación que después disfrutará con sus nuevos amigos. No sabés lo que hice, dirá cuando los vea. Y la idea del futuro relato le da alegría, ya lo está disfrutando. Ella también cambió su forma de vestir, parecida a la de sus amigos. Toda de negro, zapatillas de tela y tachas. ¿Qué estarán rezando esta vez? Se pregunta fugazmente. Pero a ella no la toca nada de lo que ocurre, repite todo lo que hacen los que asisten a la iglesia. No me importa morir, escucha ella. Eso sí que le llega, que le da pila. En el colegio nuevo se lleva mejor con sus compañeros, ya no la molestan. Y encima conoció a Carajo, Fun People, Marylyn Manson, Slipknot, y un montón de bandas más. Pero la que más le gusta es El Otro Yo. La voz y las letras de Cristian Aldana tienen el poder de la alquimia cuando va a la iglesia, la pueden sacar de ese lugar y llevarla a uno muchísimo mejor. Y ahora que ya está saliendo de la iglesia se quita los auriculares. Sale junto a su mamá pero se aleja cuando ve que ella se queda hablando con la gente del barrio. La observa y se pone de nuevo los auriculares para no tener que permanecer mucho más tiempo en esa realidad.
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III
No puede dormir. Se mueve, cambia de posición, se queda boca arriba, se abraza a la almohada, la tira, apoya la cabeza en el colchón. Prueba y error, sobre todo error. Hace dos noches que le viene ocurriendo lo mismo. En la oscuridad, Sebastián, vencido ya, tantea la mesita de luz para encontrar su celular y mirar la hora. Las tres y cinco de la madrugada. Se levanta porque el sueño no aparece y no tiene mucho sentido permanecer acostado. Da unos pasos para ir a prender la luz y se choca con una de las patas de la cama. Un dolor agudo, lacerante, lo azota hasta la cintura y lo tira al piso. Putea y se agarra la pierna con las manos como sacándose de encima un animal indomable. Cuando el sufrimiento le da tregua se para. Se mueve con más cuidado esta vez y logra encender la luz. El camino se ilumina. Va a la cocina, abre la heladera y saca una cerveza. La destapa con una cuchara que encuentra en la mesada, agarra la botella del cuello y le da un trago largo. La tiene como provisión para esos momentos en los que se siente confuso por haber vuelto a la casa en la que había vivido toda su vida. Cómo son las cosas, piensa Sebastián. Su teléfono celular sonó en medio de una clase y miró el número: desconocido. No atendió. Ya de noche llamó para averiguar quién era,
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le dio curiosidad. Era la hermana de Mauricio, quería comunicarle su muerte y darle la dirección en dónde lo velarían. —¿Qué le pasó?— preguntó Sebastián, francamente sorprendido. —Un accidente. Cruzó mal la calle, con el semáforo en verde y una camioneta no lo vio. La mujer no pudo seguir hablando. Sebastián no sabía muy bien cómo continuar. —Gracias por avisar— dijo y dudó si decir algo más. Luego se produjo un silencio molesto. —Yo sabía que ustedes no se llevaban bien, pero me parecía que tenía que contarle. No sé, Mauricio no era malo. Cosas de la vida. ¿Qué carajo tengo que decir a esto?, pensó Sebastián: —¿Me aguanta un ratito? —Sí, cómo no. —Fui a buscar algo para anotar. ¿No me repite la dirección del velatorio? Sebastián, un tiempo antes, había iniciado un Proceso Legal contra Mauricio para recuperar la casa en la que había vivido con su madre. El abogado ya le había avisado, antes de comenzar con todo, que lo más probable era que lo perdiera. Ellos estuvieron legalmente casados, le explicaron como si tuviese cinco años. A Sebastián no le importó, igual quería intentarlo. Veía su retorno como una cuenta pendiente que deseaba saldar. Ahora está de nuevo caminando entre esas paredes con las que creció. Recuerda las peleas telefónicas que había tenido con Mauricio. Él una vez le había dicho que no se iba a ir nunca de ahí, que ese lugar le pertenecía, que se olvidara de todo, que siguiera adelante con su vida. —Aparte, decime una cosita ¿dónde estuviste vos cuando tu vieja se moría en el hospital? Cuando deliraba y decía tu nombre, ¿dónde carajo estabas? Decime, te escucho. Esa era una pregunta que Sebastián muchas veces se había querido responder. Cuando la escuchó en boca de Mauricio cortó porque ya no podía seguir hablando. Algo fuerte, casi incontenible le daba patadas en el pecho. Respiró hondo y contó hasta cinco para calmarse. Unas horas después, mientras miraba en la televisión un programa de humor que no le causaba ninguna gracia, sus ojos lagrimearon. Se secaba esas lágrimas como si le molestaran, como si fueran la evidencia de algo lamentable.
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¿Dónde estaba en ese momento?, se pregunta sabiendo que en ese tiempo su orgullo ponía una muralla infranqueable entre él y su mamá. ¿Qué le vio la vieja?, se pregunta de pronto, con tristeza. En esa duda Sebastián cree percibir que su madre es una desconocida. Nunca había podido saber quién era realmente. Ya es tarde para iniciar esa búsqueda. ¿O no?, dudaba escuchando el sonido temerario de la noche. Llegó al velatorio y dudó si entrar o no. Finalmente abrió la puerta y vio que había poca gente en ese cuarto. Un sofá grande, unas sillas vacías y tres mujeres paradas hablando en voz baja. En una mesa había un servicio de catering. Por un momento pensó que se había equivocado y estuvo por salir cuando una de las mujeres se le acercó y le dijo es ahí y señaló una habitación con la puerta abierta. Había más gente. Varias coronas, ramos de flores y el ataúd. Una mujer estaba en la cabecera acariciándole el pelo a Mauricio, lo miraba con una expresión dulce. Sebastián no podía verle bien la cara pero le pareció una distancia perfecta. Era la primera vez que estaba cerca de un muerto. Solo pensaba en eso. Quería conectar con la tristeza que mostraban las personas que rodeaban el cajón, sin embargo, no podía más que sentirse extraño ante esa situación. Unos minutos después, se fue. En la vereda, mientras pensaba las razones que lo llevaron al velorio, sintió que le tiraron el hombro. Se dio vuelta molesto: —Disculpá, te estuve llamando desde que saliste. Vos sos Sebastián, ¿no?— Era una mujer. —Sí. —Soy la que te llamó anteayer, la hermana de Mauricio. Quería agradecerte por venir, nada más— dijo y se volvió. Sebastián se quedó pensando cómo sabía que era él. *
Desde que volvió a su hogar puso de nuevo las fotos junto a su madre que estaban sepultadas todas juntas en una caja de zapatillas en el fondo del ropero. Y es eso lo que está mirando desde hace un rato. Hace dos días, mientras las colgaba, pensaba que era una vuelta al escenario primigenio. Y también una forma de tener presente que su madre falleció sin tenerlo cerca. Le pega otro trago a la cerveza. Mira la botella y piensa que a la vieja no le hubiese gustado mucho eso de tomar a cualquier hora.
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¿Adónde está ella ahora?, se pregunta y sabe que nunca fue a visitarla al cementerio. Quizás es su presencia la que no me deja dormir, se dice convencido. Porque esta es nuestra casa, dice en voz alta. Tuya y mía, aclara y levanta la botella a modo de brindis. Le da un beso largo, otro más, a la cerveza, por los dos. Se sienta. Sobre la mesa hay un cuaderno. Lo abre y le saca el capuchón a su lapicera y escribe: Nunca pensé que terminaría siendo docente.
Y en esas palabras cree encontrar la forma de expresar que la vida le resulta desconcertante.
*
| el autor | Walter Lezcano nació en Goya, Corrientes, en el año 1979. Es editor y encuadernador en la editorial Mancha de Aceite . Además enseña Lengua y Literatura en secundarios de Zona Sur del Gran Buenos Aires. Publicó Partes de guerra (Mancha de Aceite, 2010), Jada Fire ( Difusión Alterna, 2011) y Humo (Mancha de Aceite, 2011). contacto
[email protected] en Twitter @lezcanowalter
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a n a i i s n l a a e t n o m u r F g a o e e p d s s s a l o o c i l n d u u e t í t n p s o l
¿Quién creó el signo tipográfico? Frederic William Goudy Nació en Bloomington, en 1865. Falleció en Marlborough, en 1947. Hoy en día es considerado uno de los tipógrafos estadounidenses más prolíficos ya que diseñó alrededor de 124 tipografías. Finalizados sus estudios en la escuela Shelbyville High School en 1883, trabajó como registrador en la oficina inmobiliaria que poseía su padre en Hyde County. En 1887 se trasladó a Minessota y dos años después a Chicago, donde comenzó a trabajar como oficinista en una librería local. Posteriormente ingresó en la editorial A.C. McClurg , en el departamento de libros raros, y tuvo la oportunidad de entrar en contacto con las mejores imprentas inglesas del momento, entre las que se encontraban Kelmscott , Do- ves, Eragny y Vale. A lo largo de esos años Goudy aprovechó las posibilidades que le ofrecía su profesión para aprender los secretos de la imprenta y la tipografía. En 1895 decidió fundar, junto al profesor de inglés C. Lauren Hooper, una imprenta propia que bautizaron con el nombre de Camelot Press. La nueva empresa editó una revista llamada Chap- Book , que tuvo una vida efímera y solo consiguió permanecer un año en circulación. En 1896, la imprenta diseñó su primer tipo de letra, el alfabeto denominado Camelot , que vendió al Dickinson Type Foundry . En 1903, Goudy, su esposa y Will H. Ramson se embarcaron en una nueva iniciativa empresarial y fundaron Village Press, en Illinois, pero cinco años después se produjo un incendio en el negocio y lo perdieron todo. Goudy se vio forzado a trabajar de nuevo como registrador y en 1916 fue profesor en la Asociación de Estudiantes de Arte .
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Finalizada la Primera Guerra Mundial, decidió reabrir Village Press, esta vez en Forrest Hill. En 1920 fue nombrado director de la Lanston Monotype Ma- chine Company . Cuatro años más tarde se trasladó a Nueva York y, molesto por el modo en que las fundiciones comerciales trasladaban sus dibujos hechos a mano a la técnica mecánica, creó en 1925 su propia fundición para controlar el proceso y grabar personalmente sus matrices. En esta ciudad, además de hacerse cargo del negocio y de continuar su labor como director de la Compañía Lanston, fue profesor universitario durante dos años. En 1933, el New Yorker describió a Frederic William Goudy como “el glorificador del alfabeto”. Village Press permaneció en activo hasta 1938-39, cuando sufrió un nuevo incendio que destruyó la editorial, el estudio de diseño y grabado de tipos, la fundición, el taller de composición, la imprenta y el taller de encuadernación. Quedó inutilizada toda la maquinaria, y se quemaron todos sus dibujos. Según el propio Goudy, tanto la continuidad como los logros de esta empresa, se habían debido a su esposa y compañera de trabajo, Bertha Goudy. En su libro El alfabeto y los principios de rotulación (1942) Frederic le dedica las siguientes palabras: Esposa, amiga, compañera y colaboradora, con sincero agra- decimiento por su inagotable paciencia, sus consejos, su inte- ligencia y su maestría, el autor le dedica cariñosamente este libro.
En esta ocasión no tuvo fuerzas para empezar nuevamente de cero. Decidió dedicar su tiempo a la lectura y la escritura y, después de abandonar su cargo como director de la Lanston en 1940, se retiró.
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Sus tipos más destacados fueron 1902 1905
Goudy Old Style 1914
1927 1930 También merecen mención algunas de sus obras, como The Alphabet (1918), Elements of Lettering (1922), Typologia (1940) y, publicado en 1946, un año antes de su muerte, su legado autobiográfico Half Century of Type Desing and Typography ( 1895-1945). Frederic William Goudy falleció en Marlborough (Nueva York, EE.UU.) en 1947, a la edad de 82 años en su casa junto al Río Hudson. Ese mismo año había inaugurado una exposición antológica sobre su trabajo en la Biblioteca del Congreso de Washington.
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