CU A DERNOS DEL SEM INARIO
Los límit es de l a l it e ra t u ra A l b e r to Giord a no (ed.)
Ros ario Cen t ro d e E s t ud i o s d e L it e ratura Arge n t in a UNR. 201 0
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Cuadernos del Seminario 1 : Los límites de la literatura / Alberto Giordano ... [et.al.] ; compilado por Alberto Giordano ; dirigido por Alberto Giordano. - 1a ed. - Rosario : Centro de Estudios de Literatura Argentina, 2010. 160 p. ; 21x15 cm. ISBN 978-987-26057-0-4 1. Literatura Argentina. 2. Crítica Literaria. I. Alberto Giordano II. Alberto Giordano, comp. III. Alberto Giordano, dir. CDD 801.95
Fecha de catalogación: 19/07/2010
Universidad Nacional de Rosario Centro de Estudios de Literatura Argentina Director de la colección: Alberto Giordano
Diseño: Marta Pereyra
ISBN 978-987-26057-0-4
Presentación Por Alberto Giordano
Elogio del seminario improbable Para quienes nos formamos en la escuela de los grupos de estudio, lo más interesante que tuvo para ofrecernos el ejercicio de la docencia en ámbitos académicos fue la posibilidad de dictar un seminario. Me refiero a esos seminarios cada vez más improbables que se organizan alrededor de una demanda intransferible: antes que un tema, los estudiantes eligen un programa, un estilo de exposición y una ética de la transmisión. Puede ser que la elección esté guiada por la certidumbre reflexiva sobre la conveniencia de ese estilo y esa ética para abordar y expandir, hasta donde resulte posible, el núcleo problemático que la formulación del tema insinúa. Puede ser también, avatares de la transferencia, que se elija al profesor, más que al tema y al programa, porque se le reconocen virtudes intelectuales y una sensibilidad atrayente. En las dos circunstancias —es raro que no se superpongan— la intrusión del punto de vista de las preferencias en la administración burocrática del saber garantiza que el seminario, al menos en las primeras reuniones, se plantee como un viaje o un experimento colectivo, mientras cumple con su destino de trámite. Cuando esto ocurre, no es raro que el movimiento de las asociaciones imprevistas desplace y modifique el tema de la investigación hasta convertirlo en otro o incluso disolverlo provisoriamente. El seminario logrado (como se dice del día) tiene la forma de un ensayo y depende en gran parte de la disposición y la capacidad para improvisar caminos de salida y regreso que faciliten la articulación del saber con lo particular, e incluso lo raro, de las vivencias personales. En una de las primeras entradas del diario íntimo que comenzó a llevar en el exilio venezolano, la que corresponde al 25 de setiembre de 1974, Ángel Rama enuncia su versión del elogio:
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“Cuando un seminario cuaja, se organiza casi espontáneamente, concita el interés de los alumnos y su participación intelectual, no hay ninguna experiencia docente que se le compare. El profesor se siente gratificado y a la vez exigido cordialmente para un trabajo mejor.” (Rama, 2001: 43). Obligado por las inclemencias de la época a reducirse en el cumplimiento de sus funciones como intelectual a la docencia universitaria, Rama encuentra en la práctica del seminario una ocasión para recuperar algo de la centralidad perdida.1 El punto de vista que sitúa el encomio es el de las gratificaciones que depara el magisterio cuando se lo ejerce con solvencia y eficacia. La dinámica del seminario dichoso conjuga entusiasmo y método, búsqueda en común de la verdad y experimentación de estilos individuales, y todo ese despliegue de potencias intelectuales y afectivas está organizado en torno a un centro inamovible, el profesor como interlocutor eminente. Todos dialogan con él, todos lo reconocen como un dador de discurso. ¿Qué podría resultar más placentero para un docente que no renunció a su vocación intelectual que la existencia de una comunidad en la que todavía se lo reclama como guía eficiente y entusiasta? Hay otro elogio del seminario bastante más conocido, el que escribió Roland Barthes también en 1974 (nada que decir sobre esta casualidad). Lo mejor de la retórica ensayística, la notación sutil, la ocurrencia preñada de argumentos y hasta de programas para investigaciones futuras, se pone al servicio de un reblandecido impulso denegatorio. En el espacio casi utópico del seminario, lo que cuenta, dice Barthes, no es la transferencia de cada estudiante con el director, sino las “transferencias horizontales” (¡transferencias horizontales!, es una contradicción en los términos) que los estudiantes mantienen entre sí. La imagen, justa, luminosa, del maestro como alguien que expone reflexivamente lo que hace, en lugar de limitarse a decir lo que sabe, desbarranca en la del procurador de vínculos entre pares, pura condescendencia. Con recursos que el arte de la seducción juzgaría magistrales, Barthes proclama su intención 1 Para una lectura del Diario de Rama atenta a las autofiguraciones del intelectual latinoamericano como último héroe moderno (en este contexto hay que inscribir el elogio del seminario), ver Giordano, 2006.
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de “esquivar el magisterio”. Del encadenamiento bien aceitado de clichés psicoanalíticos e idealizaciones (¡una comunidad de deseo libre de conflictos!), se desprende con fuerza la voz de Michelet, el viejo maestro, que describe con encantadora simplicidad la condición más exigente que habrá tenido que cumplir un seminario para darse por logrado: “‘He tenido siempre mucho cuidado en no enseñar nunca más que lo que no sabía… Yo había transmitido esas cosas tal como eran entonces para mi apasionamiento, nuevas, animadas, ardientes (y llenas de encanto para mí) bajo la primera atracción del amor.’” (citado en Barthes, 1986: 345). La casualidad sobre la que resulta imposible no detenerse, al menos por un instante, aunque no venga al caso, es la de la superposición del imaginario pedagógico con el erótico tanto en el encomio de Barthes como en el de Rama. El primero, ya sabemos, la va de perverso y fantasea con un espacio de diferenciaciones radicales, un “falansterio”, en el que la circulación de los deseos sutiles esquive la imposición de roles. El imaginario de Rama es viril (¿machista?): la iniciación de los estudiantes en el conocimiento se le antoja, referencia bíblica mediante, “otra forma del desvirgamiento” (Rama, 2001: 52). Hay algo oscuro y excitante, agrega el diarista, en esta asimilación que subyace al ejercicio del verdadero magisterio. No sabemos si Rama la comentó alguna vez en público, con la misma franqueza con que la abordó en sus cuadernos privados. Tal vez sí. Al fin de cuentas, esas fantasías no eran extrañas a la representación que los intelectuales marxistas se hacían de su potencia todavía a mediados de los setenta. En los papeles personales de otro intelectual, otro exiliado que tuvo que dedicarle a la docencia parte del tiempo hurtado a la escritura para sobrevivir, encontramos la cita justa que interrumpe y consuma el elogio del seminario al tiempo que nos deja en una situación inmejorable para comenzar con la presentación de este libro: “3 de noviembre de 1959 […] Desde luego, este trabajo me apasiona. Dirigir a un joven, ayudarlo a ver las cosas como uno las ve ahora, después de treinta
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años de investigaciones [veinticinco, en mi caso], equivale a un acto de creación cultural. Algunas veces, después de una buena clase, cuando pienso que me han entendido, tengo la sensación de haber escrito un libro. Supongo que mis mejores libros estarán escritos por otro.” (Eliade, 2000: 203). La colección Cuadernos del Seminario proveerá a los docentes con ínfulas magistrales un recurso apropiado para disfrazar de generosidad la inquietud que les provoca la dispersión y las metamorfosis que sufrirán sus palabras en caso de haber sido oportunas: la ocasión de interpolar su firma entre la de los autores que podrían estar escribiendo su mejor libro. Los límites de la literatura A mediados de 2008, presenté una propuesta de seminario dirigida a los estudiantes del Doctorado (Mención Letras) de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad de Rosario, en la que deposité expectativas, no diría insólitas, pero sí inusuales. Contaba con la participación inteligente y laboriosa de algunos doctorandos que, si no iban a elegirme (todos tenían créditos por cumplir en el Área de los estudios teóricos), al menos conocían y apreciaban (espero que lo sigan haciendo) mi forma de trabajo. Para responder por anticipado a los múltiples intereses, elegí un tema, no sólo general, insoslayable: los límites de la literatura. Todos, de un modo u otro, lo supieran o no, se las estaban viendo con algún aspecto de este problema en el desarrollo de sus investigaciones. No hay nada mejor —acaso más utópico— que una primera reunión de seminario que parezca el recomienzo de una charla entusiasmada entre colegas (Ah, la soledad del profesor de largo aliento). Tampoco ocurrió esta vez. Y eso que escribí la Fundamentación del programa con impulsos propios de una de intervención crítica. Es posible que nadie la haya leído (hasta los más brillantes pierden reflejos cuando los solivianta la pesada industria de las tesis de posgrado). Para darles otra oportunidad, merecida, la transcribo aquí y resuelvo con elegancia y poco esfuerzo el segundo parágrafo de esta presentación.
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Existe un extendido consenso entre los críticos y los estudiosos de la teoría literaria según el cual nunca antes como en la segunda mitad del siglo XX la institución literatura se ha visto atravesada y conmovida por la reflexión acerca de su consistencia y legitimidad, por el sostenido cuestionamiento de sus límites o fronteras y de su valor. Como señala Claudia Kozak, “…la pregunta por los límites [que se desenvuelve en las preguntas por la legitimidad y el valor] surge cuando algo comienza a hacerse en algún sentido ausente, lejano o al menos borroso —porque su visibilidad se encuentra disminuida—, o cuando pierde sus contornos precisos —porque es difícil distinguirlo de otra cosa de la que seguramente en otra época estaba bien separado—.” (Kozak, 2006: 13). Según ese consenso antes mencionado, la presencia, desde fines de los sesenta, de prácticas de escritura que promueven una transformación radical del estatuto de lo literario, prácticas que enrarecen y cuestionan, por su modo de existencia, las ideas de autonomía y autorreferencialidad, permite sostener la hipótesis “de que nos encontramos en el trance de formación de un imaginario de las artes verbales tan complejo como el que tenía lugar hace dos siglos, cuando cristalizaba la idea de una literatura moderna” (Laddaga, 2007). El corolario político que es posible derivar de este conjunto de certidumbres e hipótesis se sintetiza en la afirmación de que, para evitar servir al fortalecimiento de un orden definitivamente agotado y clausurado (el de la literatura como institución moderna, según la inventó la imaginación humanista burguesa), los ensayos teóricos y las intervenciones críticas que se ocupan de las prácticas literarias del presente deben probar (en el sentido de “dar fe” y de “experimentar”) lo que Josefina Ludmer llama su “posición diaspórica” (Ludmer, 2007): a la vez que se manifiestan como literatura, esas prácticas que reformularían radicalmente los vínculos entre escritura y vida, entre escritura y experiencia, entre escritura y realidad, ya están fuera de la institución literatura, no se dejan leer con criterios o categorías literarios, no se las puede (no se las debe) apreciar según parámetros de valoración modernos.
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Durante el desarrollo del seminario, sobre todo en la definición preliminar de algunas “cuestiones de método”, ensayaremos un recorrido, que por prudencia y afán de rigor situamos en los márgenes de la teoría literaria, por algunos textos que representan la heterogeneidad de intereses, perspectivas y estrategias que coexisten en la configuración de ese consenso crítico actual que con tanta fuerza interpela nuestro trabajo. Por un lado, están las intervenciones identificadas con las políticas institucionales que sostienen los “estudios culturales” o, en términos más generales, que se sitúan desde una perspectiva “culturalista”. La búsqueda de un concepto no literario de la literatura, el cuestionamiento de las limitaciones del concepto de literatura acuñado en la modernidad y su superación por la idea de “postliteratura”, apuntan decididamente en este caso a una impugnación de la estabilidad de la disciplina llamada “Estudios Literarios”. Si bien el alcance de estas intervenciones excede a veces el contexto de las disputas académicas, la consideración de ese marco institucional un tanto estrecho resulta imprescindible para la valoración de sus posibilidades y sus limitaciones. [En la segunda reunión del seminario, ya perdida la compostura que primó en la formulación del programa, arriesgué un juicio lapidario, posiblemente reductor, que valdría la pena discutir: la “mirada antropológica” que establece la necesidad didáctica de una “postliteratura” no es más que el punto de vista miope, ciego a la heterogeneidad radical de la experiencia estética, en el que se expresan los intereses de un conflicto estrictamente profesional.] Por otro lado, están las intervenciones que, sin dejar de dialogar con las expectativas de los estudios disciplinarios, se definen a partir del deseo ensayístico de responder con audacia teórica, con experimentación conceptual, a la existencia de prácticas o performances de escritura cuyo interés es directamente proporcional a la ambigüedad de su estatuto cultural. Pensamos en las hipótesis intempestivas de Josefina Ludmer sobre las “Literaturas postautónomas”, que representarían a la literatura “en el fin del ciclo de la autonomía literaria”, y en las muy razonadas de Reinaldo Laddaga sobre las escrituras del presente que configuran “espectáculos de realidad”, que construyen dispositivos de “exhibición de fragmentos de mundo”. [La sobriedad de estos enunciados no deja presentir el encarnizamiento con el que iba a comentar después, en sucesivas reuniones, el panfleto de Ludmer,
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su costado prescriptivo, la inconsistencia de algunas nociones de base, comenzando por la de “presente”.] La perspectiva desde la que orientaremos el recorrido crítico por estos dos conjuntos textuales es la de la literatura como experiencia que impugna, que descompone desde su interior, los fundamentos morales sobre los que se asientan, en una determinada coyuntura histórica, las prácticas culturales, incluidas las que identificamos como literarias. El retorno a las viejas nociones de El grado cero de la escritura, y a cómo se las apropió Maurice Blanchot en clave mallarmeana, servirán para instalar una hipótesis alternativa.2 ¿No sería más conveniente pensar que la ambigüedad de algunas prácticas del presente significa otro avatar, condicionado por el estado actual de la cultura posmoderna, de la tensión entre experiencia e institución que mueve a la literatura desde sus comienzos, antes que un síntoma (¿por qué lo desean tanto?, ¿por qué no?) de la formación de un nuevo “imaginario de las artes verbales” heterogéneo al que se definió en la modernidad? Se sabe, al mismo tiempo que participó del proyecto civilizatorio del humanismo burgués, la literatura ha sido, desde sus orígenes románticos, una experiencia ininterrumpida de los límites de tal proyecto. “La literatura —dice Derrida— es una invención muy joven que inmediatamente, por sí misma, fue amenazada de muerte” (Derrida-Roudinesco, 2001: 142). Con Mallarme aprendió (nunca lo aprende del todo, tiene que experimentar cada vez la necesidad) que para poder ser necesita destruirse, que solo es ella misma si todavía no lo es.
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Fue Tamara Kamenszain en La boca del testimonio, al identificar la poética de Cucurto, Gambarotta y Iannamico con una simplificación “hasta el grado cero de las posibilidades literarias de la lengua” (Kamenszain, 2007), quien nos devolvió la certeza de que todavía es posible pensar el estado actual de la institución literaria desde la lógica que sostiene El grado cero de la escritura, si la limpiamos de escatología marxista (algo que ya hizo Blanchot a comienzos de los 50, en “La búsqueda del punto cero”). Cada vez más los consensos entre críticos “especializados” se parecen, por la ligereza conceptual y la vaguedad argumentativa, a las notas sobre actualidad de los suplementos culturales. Estoy pensando en la asimilación tan poco reflexiva que suele hacerse del libro de Kamenszain con las hipótesis de Ludmer sobre las “literaturas postautónomas”. “Poner en fecha lo real” (Kamenszain) no es lo mismo que “fabricar presente” (Ludmer), es apostar al futuro de un pasado que no termina de ocurrir, dar pruebas de la supervivencia de un deseo siempre inactual.
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Sumario La idea de publicar este libro, e inaugurar una colección que registre y favorezca la existencia de seminarios logrados, es hija —acaso prematura, ¿qué importa?— del entusiasmo y el talento con que algunos estudiantes desviaron o dirigieron sus investigaciones en curso hacia la reflexión sobre los límites de la literatura. Tres de ellos asistieron al seminario que dicté entre agosto y noviembre de 2008: Rafael Arce, Luciana Martínez e Irina Garbatzky; los otros dos, Mariana Catalin y Cristian Molina, se sumaron después a la conversación con ensayos que escribieron a pedido nuestro. En “La genealogía del monstruo”, Rafael Arce imagina las exigencias y las audacias de un nuevo programa para la crítica saeriana. Su apuesta es fuerte: desprender la obra de la moral vanguardista que la legitimó, mientras le hacía justicia, para restituirle el impulso provocador y su condición intempestiva. “Qué viene a decir la obra de Saer en este contexto de supuesta crisis de la autonomía literaria”, según el dictum de Ludmer, y “qué viene a decirle este contexto al crítico saeriano”, sospechable de anacronismo. Con un pie firme en Blanchot y el otro librado a las turbulencias del presente (Sarlo, Ludmer, Contreras), Arce ejecuta un desplazamiento radical: pasa del reconocimiento de lo anacrónico contra las demandas de postautonomía, hacia la afirmación de un deseo de literatura siempre inactual, que desde siempre renegó de la estabilidad autonómica para poder insistir. Luciana Martínez también conjetura la insistencia de un deseo de literatura que esquiva cualquier realización (¿desde hace cuánto Blanchot es una contraseña entre los críticos del litoral?) para mostrar cómo se imbrican experiencia literaria y “experiencia luminosa” en la obra de Mario Levrero. Siguiendo las huellas románticas de la literatura como aproximación al conocimiento (scientia), en “Mario Levrero: parapsicología, literatura y trance”, Martínez identifica el vínculo entre escritura y espiritualidad, entendida esta última como acceso a la no-verdad que envuelve el sí mismo, por la vía fascinante de la “fenomenología parapsicológica”. En El discurso vacío y La experiencia luminosa la escritura funciona como mancia que induce al trance, a la “psicorragia”, porque, más acá de cualquier límite institucional y cualquier discusión sobre cómo trazarlo, la literatura es para Levrero encuentro con lo desconocido y depuración del yo a partir de su descentramiento y am-
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pliación. Aunque el propio autor lo niegue, en nombre de un realismo que sin embargo no la excluye, Martínez establece en las conclusiones de su ensayo la proximidad de las búsquedas de Levrero con la ciencia ficción, en particular, con las poéticas de la New Wave Science Ficcion, la de J. G. Ballard y Philip K. Dick. Las “no-novelas” de Raúl Escari, Dos relatos porteños y Actos en palabras, son tal vez el último acontecimiento de interés que ocurrió en los límites de la literatura argentina. Si los recolectores de postautonomías aún no repararon en él (ni falta que hace), debe ser porque la infatuación conceptual y el ejercicio de la inocencia nunca se llevaron bien. Todo en Escari pasa, encuentra el modo de manifestarse encantadoramente, por la disposición a tomar la vida con ligereza. Es lo que señala con cuidadosa disciplina crítica Irina Garbatzky en “Raúl Escari, escritor, happenista”. La exploración de los vínculos entre el programa no-literario que orientó la escritura de Dos relatos porteños y Actos en palabras y el de los happenings de los ’60 que cuestionaban los límites de la experiencia artística a través de la “desmaterialización”, culmina con el descubrimiento de una realidad que los excede, los recuerdos de los juegos infantiles como materia y forma del acto autobiográfico. Escari juega al escritor (“toma parte de…”) menos para fabricar literatura que para llegar a ser lo que era en la infancia, una princesa, una loca, un artista. Gracias a la proximidad que mantuve en el seminario con la investigación de Garbatzky sobre las performances poéticas, pude ensayar una reformulación del vínculo que presuponen los ejercicios confesionales entre escritura de sí mismo y espiritualidad, en el sentido foucaultiano del término, algo sobre lo que vengo insistiendo en los últimos tiempos. ¿Por qué decimos que en una confesión la verdad no se demuestra ni revela, sino que se fabrica? ¿Y la literatura, esa otra experiencia de lo desconocido, cómo podría incidir en este proceso? Las dos preguntas se cruzan en mi lectura de Un final feliz (Relato sobre un análisis) de Gabriela Liffschitz mientras ensayo una valoración de la potencia literaria con que el testimonio transmite la singularidad de la experiencia de lo inconsciente y construye la figura del superviviente como posición ética. La decisión de interpolar “Por una ética de la supervivencia” en este lugar del libro, responde al deseo de que sus
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conjeturas se continúen beneficiando con la proximidad de las hipótesis de Garbatzky. Los ensayos de nuestros invitados, Mariana Catalin y Cristian Molina, pertenecen a una misma comunidad crítica que se distingue por apostar a la invención o la recreación de conceptos entre teóricos y operativos para sostener en ellos ambiciosos programas de lectura. “Paisajes massmediáticos televisivos” es la ocurrencia desde la que Catalin se interroga por lo que la literatura hace con la televisión, no sólo en términos de procedimientos, a propósito de Planet y Realidad de Sergio Bizzio (“Sergio Bizzio: el presente entre la novela y la televisión”). Como el punto de vista de la argumentación queda emplazado en el encuentro de realidades heterogéneas, entre la imagen y la escritura, entre lo comercial y lo artístico, entre la lógica del espectáculo y la ley de la necesidad novelesca, el recurso a una micropolítica de lo “indistinto”, con sus intercambios anómalos, es la clave que propone Catalin para acceder a la singularidad de la poética de Bizzio. Si nos convence, esto se debe en primer lugar a que ella misma se identifica, como investigadora y crítica, con una ética del intersticio: escribe, dice, entre el interés profesional por las apariencias del presente y la valoración de lo anacrónico. Lo mismo que el crítico saeriano. En “Relatos de mercado. Una definición y dos casos de la literatura latinoamericana”, Cristian Molina también se sitúa en el encuentro de dominios diferentes, la lógica del mercado de bienes simbólicos y las morales de la forma literaria, pero no para explorar las posibilidades críticas de la distancia, sino para superarla a través de un esfuerzo conceptual. Los “relatos de mercado”, al mismo tiempo que representan los valores desde los que un autor piensa la circulación de su obra, conforme a las posibilidades que le ofrece el campo en una coyuntura determinada, imponen nuevos criterios de valoración, realizan operaciones de mercado que, como en el caso de César Aira, pueden incluso desafiar las reglas que gobiernan, en esa coyuntura, el intercambio de bienes simbólicos. El ensayo de Sandra Contreras que incluí al final del libro, “En torno a las lecturas del presente”, debería funcionar como un apéndice generoso, que garantice retroactivamente al conjunto cierta unidad en la dispersión y le brinde a cada argumento ensayado un suplemento de precisión y audacia crítica que lo fortalezca. La reconstrucción de
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la polémica implícita que vienen sosteniendo Beatriz Sarlo y Josefina Ludmer a propósito de los modos en que convendría leer nuestra actualidad literaria (una de esas polémicas en las que está en juego todo, en términos de valor y función cultural), es el escenario crítico que monta Contreras para darle a sus convicciones y su estilo ensayístico una ocasión irrepetible de ponerse a prueba. “En torno a las lecturas del presente” es una intervención radical porque sacude e inquieta las condiciones del debate, señala los callejones sin salidas a los que conducen tanto la reivindicación de la autonomía como la exaltación de su final, desde la afirmación de un deseo de literatura que nació anacrónico y parece estar muy lejos de extinguirse. Si no recuerdo mal, no hubo una sola reunión del seminario en que no hayamos necesitado o querido invocar este ensayo.
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Referencias bibliográficas Barthes, Roland (1986). “En el seminario”. En Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Barcelona, Paidós; pp. 337- 347. Derrida, Jacques y Roudinesco, Élisabeth (2001). Y mañana, qué... Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica. Eliade, Mircea (2000). Diario 1945-1969. Barcelona, Kairós. Giordano, Alberto (2006). “Unos días en la vida de Ángel Rama”. En Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas. Rosario, Beatriz Viterbo Editora; pp. 85-109. Kamenszain, Tamara (2007). La boca del testimonio. Lo que dice la poesía. Buenos Aires, Norma. Kozak, Claudia (comp.) (2006). Deslindes. Ensayos sobre la literatura y sus límites en el siglo XX. Rosario, Beatriz Viterbo Editora. Laddaga, Reinaldo (2007). Espectáculos de realidad. Ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las últimas décadas. Rosario, Beatriz Viterbo Editora. Ludmer, Josefina (2007). “Literaturas postautónomas 2.0”. En www.pacc.ufrj.br/z/ ano4/1/htm. Rama, Ángel (2001). Diario 1974-1983. Montevideo, Trilce.
La genealogía del monstruo Por Rafael Arce
I. Juan José Saer declaró una vez que haber titulado a su novela El limonero real en un momento (1974) en que el realismo era considerado una mala palabra fue una especie de provocación (Saer, 2004: 282-289). Si pensamos en la serie de novelas a las que se refiere Josefina Ludmer y que darían cuenta del fin de la autonomía literaria, que Saer haya publicado, en 2005, La grande, su novela, podría decirse, más balzaciana, también podría interpretarse como una provocación. Que, en rigor, no haya sido él quien la publicara (puesto que falleció en junio del mismo año), no hace más que aumentar la provocación: con su muerte y con la publicación de su novela póstuma, “incompleta y sin embargo perfecta” (Sarlo, 2007: 319), la obra viene a cerrarse como corresponde a un “grande”: dejando para la posteridad su novela “mayor” (no “la mejor”, cosa difícil habiendo sido ya canonizada Glosa, pero sí la más larga), la síntesis de su summa, un final abierto pero a toda orquesta. En un tercer milenio ya bien comenzado, cuando se habla del fin del arte y de la autonomía, de la muerte de la novela, ¿cómo interpretar este gesto de insistencia?; ¿qué hacer con una novela tan novela que pretende, todavía, dialogar con Balzac? Si seguimos a Ludmer (si le creemos a Ludmer) mi interrogación postula un falso problema: las literaturas postautónomas convivirían con otras que siguen portando marcas de autonomía. En este sentido, no habría mayores inconvenientes, puesto que la obra de Saer pertenecería a este otro lado. Sólo que las discusiones que ha suscitado Ludmer con esa especie de manifiesto crítico prueban de algún modo que no se trata de la convivencia pacífica de modos de escritura, sino de la coexistencia conflictiva de modos de leer. Por lo demás, sus proposi-
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ciones dejarían entrever de modo implícito una evaluación (en el sentido que Barthes le da a esta palabra en las primeras páginas de S/Z): la postulación de la literatura que se está escribiendo hoy se diferencia de otra que, al insistir en la autonomía, sigue siendo algo que ya no debe ser, algo así como la literatura que se estaba escribiendo ayer. Implícitamente, Ludmer está enviando esa insistente literatura al campo del anacronismo (Ludmer, 2006). Ladagga lo dice más claramente: “Estos son libros que ensayan responder a la cuestión de qué literatura debiera hoy escribirse” (Laddaga, 2007). Si ellos responden a una tal pregunta, entonces la respuesta de los otros libros estaría condenada al pasado. Por otro lado, podemos moderar las afirmaciones de Ludmer y aún así hay en lo que dice preocupaciones que no debieran dejarnos indiferentes. En primer lugar, el problema de seguir leyendo según parámetros estrictamente autonómicos textos que precisamente están poniendo en el centro de la discusión esos mismos parámetros. Problema que aborda Sandra Contreras en su diálogo con Beatriz Sarlo (Contreras, 2007), extrayendo de las intervenciones de Ludmer y de Laddaga la cuestión principal y dejando de lado los posibles exabruptos afirmativos de esos dos ejercicios críticos. La intervención de Contreras permite, creo, entrever dos posiciones en cierta medida extremas en su radicalidad: por un lado, Sarlo insiste con protocolos de lectura en los que la autonomía y el valor literarios siguen siendo postulados inamovibles y no sometidos a interrogación, y de ese modo textos como los de Cucurto, Link o López le resultan ilegibles; por otro lado, Ludmer afirma festivamente el fin de la autonomía y lleva a uno a preguntarse qué hacer con los restos de la hecatombe del proyecto moderno. Esta sería mi pregunta inicial, la pregunta que yo querría hacer en el contexto de esta discusión: ¿qué hacer con el cadáver de Saer? II. La intervención de Contreras está explícitamente señalada como del orden de la conjetura, y no es solamente un recurso retórico (aunque tenga como efecto retórico contrastar con la tendencia a la afirmación categórica tanto de Ludmer como de Sarlo): se trata de asumir la interrogación por el presente de la crítica como pregunta sin respuesta definitiva, pregunta que sirve, no tanto en cuanto exige una respuesta inmediata, sino más bien en cuanto demanda una exploración.
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Recordemos sintéticamente el planteo. Contreras se ocupa de dos artículos de Sarlo publicados en Punto de Vista en 2005 y 2006, “¿Pornografía o fashion?” y “Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia”. El primer artículo es sobre Alejandro López, el segundo sobre Aira, Fogwill, Romina Paula, Paula Varsavsky, Cucurto y Link. Se trata de escritores que entrarían cómodamente en el paradigma de la postautonomía esbozado por Ludmer (excepción hecha de Fogwill). Es decir, se trataría de aquellas obras emergentes que vienen a discutir el estatuto de lo literario hoy y que van a ser leídas por Sarlo de acuerdo a ese mismo estatuto. A pesar de los matices, Sarlo rescata de su aguda crítica sólo a las novelas de Fogwill y de Aira (Los pichiciegos y Las noches de Flores). Pero el rescate de Aira es dudoso y está implícitamente contrabalanceado por una valoración negativa. Con lo cual el artículo de Contreras viene a corroborar la premisa que uno podía plantearse de entrada ante semejante corpus: que el único escritor que iba a salir indemne de los dardos de Sarlo iba a ser aquél no adscribible a la emergencia postautónoma, y éste fue precisamente el caso. Lo que hace Contreras es tratar de analizar cómo la valoración negativa de las novelas se desprende menos de la lectura misma que de un paradigma crítico para el cual resultan ilegibles de antemano. Entonces, los argumentos que la convencen respecto de la impugnación de la novela de López, no lo hacen cuando se trata de Cucurto, siendo como son los mismos argumentos. Pero la posición de Sarlo tiende a desconocer más de un matiz. En “Literatura bien pensante” carga contra Elena sabe de Claudia Piñeiro. El argumento utilizado para liquidar la novela es que la misma posee una finalidad “extraliteraria”: el mensaje que pretende comunicar, propio de la “literatura de calidad” (Sarlo exporta la idea de “cine de calidad”). Para el fin de Piñeiro, el periodismo hubiera bastado. La literatura está de más. Aunque éste es el argumento decisivo, Sarlo se detiene en los aspectos compositivos de la novela, poniendo en evidencia sus rasgos inverosímiles: tales aspectos son consecuencia de las prerrogativas fatalmente realistas de una novela temática y su manejo vacilante, irresoluto. El verosímil se inmola por una mímesis ingenua (el diálogo poético-patético sobre la maternidad no deseada) y por estar los procedimientos narrativos al servicio del “afuera” del texto (Sarlo, 2007). Es
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interesante que Sarlo piense aquí en la non ficcion y en la investigación periodística y sus recursos “etnográficos”: un investigador serio, hipotetiza, hubiera borrado el mencionado diálogo sobre la maternidad por grandilocuente, por inverosímil. Estos argumentos convergen, podría decirse, con los esgrimidos en los otros artículos. En estos últimos, la literatura está ausente mientras que en el caso de Piñeiro está de más. Por sustracción o por exceso, tanto la ganadora del premio Clarín como los jóvenes herederos de Puig quedan fuera de la literatura. El criterio de demarcación no permite, en última instancia, distinguir matices no ya entre López y Cucurto, como señalaba Contreras, sino más llanamente entre estos dos y un best-seller.3 Justamente, distinguir la literatura de lo que no lo es constituye una prerrogativa crítica de la modernidad: definir el arte verdadero, autónomo, en relación con su otro, lo no artístico (Adorno). Si esta prerrogativa es explícita en “Literatura bienpensante”, está detrás, sobreentendida, en los otros dos artículos, como lo prueba la siguiente frase, que parece haber sido escrita para Ludmer: “Si ya no se puede hablar de buena o mala literatura, dejemos de hablar de literatura” (Sarlo, 2005). Lo mismo pasa, pero a la inversa, con Ludmer: en “Temporalidades del presente”, texto que anticipa de algún modo “Literaturas postautónomas”, incluye en su corpus de relatos del presente a José Pablo Feinmann y a Jorge Asís. Si sus criterios, tan arbitrarios como categóricos, de algún modo definen la literatura de hoy como no-literatura, pues no hay ninguna razón teórica para excluir estos autores o a la misma Piñeiro. Puede que alguna objeción se alce en este sentido: Ludmer no dice explícitamente que la literatura postautónoma sea la literatura que deba escribirse y leerse hoy. Sin embargo, en este sentido puede interpretarse: por un lado, una literatura de mercado (que se piensa a sí misma, paradójicamente, como una literatura “autónoma”), dominada por los “grandes” premios literarios, una ficción urdida para estafar a los lectores, una literatura escrita deliberadamente para la escuela; por el otro, un conjunto de escrituras experimentales, “postautónomas” 3 No utilizo aquí el término “best-seller” en el sentido peyorativo que se ha vuelto habitual, sino como concepto específico para referirme a un producto comercial que utiliza como soporte la literatura. Es la caracterización implícita que Sarlo hace de la novela de Piñeiro. (Ver: Aira, 1986).
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(como las llama Josefina Ludmer), que formulan preguntas radicales al presente, a la relación de uno mismo (del sí mismo) con el presente —o con la muerte, o con el cuerpo, en fin: esas grandes obsesiones de todos los tiempos— (Link, 2007). No es que Link confunda las cosas: en la misma entrevista incluye autores como Saer y Piglia dentro del “canon”. Es decir, su interpretación del texto de Ludmer divide las aguas en tres: la literatura de mercado, la literatura experimental y el canon. A esto me refería cuando hablaba de anacronismo: como si la insistencia autonómica, que no puede confundirse con literatura de mercado, estuviera sin embargo planteando el problema en términos que son del pasado y que, por lo tanto, resultara tolerable sólo de textos canónicos o canonizables: textos del pasado reciente, escritos en el ocaso autonómico. Ahora bien, y para volver a Saer, que es lo que me interesa: no me convence la solución tranquilizadora por la cual la modernidad de Saer vendría a corroborar la modernidad de Sarlo, esto es, la inclusión de todo fenómeno postautónomo o no-autónomo en el vago terreno de la infraliteratura. El modo “ejemplar” en el que, para muchos críticos (no exclusivamente Sarlo, pero de modo paradigmático Sarlo), Saer encarna la literatura es uno de los efectos (¿o de las causas?) de esta evaluación insistentemente autonómica que lleva la tenacidad adorniana de Sarlo al borde de la terquedad. Sería la segunda pregunta que se podría plantear: ¿cómo leer a Saer sin a la vez hacerlo calzar cómodamente en el ideal de la Literatura, esto es, sin convertirlo en un “clásico automático”, sin canonizarlo de entrada? ¿Qué hacer con este segundo cadáver, el del autor consagrado? III. La posición de Contreras parece equidistante tanto de la insistencia autonómica de Sarlo como de la Buena Nueva de Ludmer. Pues el modo en que viene leyendo a Aira desde hace ya varios años es inasimilable a las posiciones que he distinguido como radicales. Aira sería en Argentina algo así como el padre de la postautonomía: tanto Ludmer como Laddaga lo incluyen dentro del movimiento emergente que describen. Pero, al mismo tiempo, Aira aparece como un “consagrado”: no quizás
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al modo de Piglia o de Saer, pero es innegable que ocupa un lugar hoy indiscutido en el contexto de la literatura argentina y latinoamericana. Ahora bien, Contreras lee a Aira en relación con las vanguardias históricas (Las vueltas de César Aira) y, más acá, en relación con el realismo decimonónico (“En torno al realismo”). Digamos que lo lee en clave moderna. Discute, por lo tanto, una idea superficial que podría tenerse de la obra de este autor: su posmodernidad intrínseca. Se podría sostener que Las vueltas de César Aira discute con “Literaturas postautónomas”, constituyendo su movimiento una respuesta inequívoca, aunque el texto de Ludmer sea posterior: se trata de una respuesta anticipada. Vendría a decir que la caracterización que hace Ludmer de la postautonomía es aquello que ha hecho siempre la literatura: escapar de sí misma, buscarse en su autonegación, buscarse en la no-literatura. De ahí también que el gesto crítico de Contreras tratando de leer todo Aira (“es casi imposible hablar de todo Aira” dice Sarlo (Sarlo, 2006), recuperando nociones como “obra”, “autor” y “realismo”, tenga eso de sugerente y de provocador: pareciera que se tratara de una lectura, en apariencia y en principio, clásica. Sin embargo, nada más atento a las texturas contemporáneas que el oído crítico de Contreras. No hay ningún gesto apresurado por el cual se intente forzar lo nuevo a los viejos protocolos de lectura. Contreras, sin separar a Aira de su contexto en cierto modo fatalmente posmoderno, lo devuelve sin embargo a la literatura. Se me podrá objetar que Ludmer no habla del continuo airiano sino de una sola novela y que tampoco habla sólo de Aira. Esto es cierto. Pero también es cierto que de algún modo la obra de Aira parece funcionar como un gozne entre el último gran programa moderno de la literatura argentina (Saer) y eso que Link llama las “literaturas experimentales”. ¿Será Aira una bisagra entre dos momentos de la literatura argentina? ¿Se podrá decir de él, dentro de cincuenta, cien años, como Renzi de Borges, que viene a cerrar los problemas de la literatura (de la novela) argentina del siglo XX? De cualquier manera, la lectura clásica de Contreras (esto es: moderna), por su fuerza y su alcance, relativiza, sigue relativizando, los exabruptos del manifiesto de Ludmer, que incluye en su corpus un autor cuya obra es difícil de domesticar a las categorías lapidarias. Quiero decir: el hecho de que Ludmer y Laddaga incluyan a Aira (el hecho de que no puedan no incluirlo) relativiza,
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para quien leyó a Contreras, el alcance mismo de las ideas puestas en juego. Aira es ejemplo (incluso ejemplo paradigmático), pero el Aira de Contreras está también ahí funcionando como contraejemplo. No se puede, por otra parte, desvincular la intervención de Contreras de su progresivo trabajo crítico. Teniendo en vista este horizonte, cuando discute con Sarlo, implícitamente quita también radicalidad al planteo de Ludmer, de la que sin embargo se vale para su argumentación. Es cierto que habría que sacar todo esto de las puras declaraciones de principio. Me parece que, en definitiva, la importancia está en la fuerza con la que el crítico pone en juego la escritura de su lectura. Quiero decir que todo este tema de la postautonomía está menos leído en los textos que proclamado como consigna. Si dejamos de lado el manifiesto de Ludmer y, por el contrario, vamos en pos de sus lecturas, podemos evaluar de otro modo la eficacia de sus afirmaciones. En este sentido, resulta mucho más interesante la lectura de El cuerpo del delito, libro que anticipa en muchos puntos sus ideas sobre la postautonomía. Recordemos que en la construcción de su corpus, Ludmer desbarata todo posible ordenamiento de canon o contra-canon en su lectura de los “cuentos de delitos”, ficcionales o no, de la cultura argentina. Para Ludmer, la autonomización de la literatura no es otra cosa que un mecanismo, funcional al Estado delincuente, de separación, en el cual pueden dirimirse las contradicciones sociales sin afectar por eso el orden social. La organización (o la desorganización) rizomática que produce el corpus opera frontalmente contra la idea de autonomía (Ludmer, 1999). Ahora bien, es interesante el modo en el que Miguel Dalmaroni relativiza el alcance del rizoma ludmeriano señalando que, pese a las intenciones declaradas de su autora, la fuerza de su ensayo descansa en ciertos ejercicios de crítica “clásica” (de nuevo: moderna) y en la posibilidad de encontrar sentidos silenciados por la cultura o “el Estado” en textos literarios cuya (justamente) feroz autonomía (su irreductibilidad a la cultura o al aparato autonomizador supuestamente funcional al Estado) es lo que les permite decir aquello que ninguna otra configuración discursiva dice (Dalmaroni, 2004). No se trata, entonces, tanto (o sólo) de obras como de modos de leer, aunque esta separación sea un poco artificial. Si pongo como ejemplo de equidistancia las intervenciones de Contreras no es sólo
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porque su trabajo sea sobre la narrativa de Aira. Justamente este Aira moderno es la invención de la lectura de Contreras. La escritura crítica se diluye en la escritura literaria, la invención airiana deviene invención crítica de la obra-Aira. Aunque no sólo eso. Si la posición de Contreras viene a decir, como pensamos igualmente muchos de nosotros, que lo que Ludmer señala como gran novedad es lo que viene haciendo siempre la literatura, esto es, desde su origen; y si pensamos que esto que viene haciendo la literatura es escaparse de sí misma, no congelarse jamás en algo así como una esencia, por lo cual el momento negativo le sería esencial (que es lo que parece olvidar Sarlo de su lectura de Adorno); en definitiva, si la literatura, como siempre, paradójicamente discute su estatuto en el momento en que se afirma (porque no tiene otro modo que afirmarse en la negación, negándose siempre a ser ella misma y siendo lo que es en esa negación), esto no es algo que Contreras sencillamente se conforme con enunciar: es el modo en que lee a Aira en donde se manifiesta esta convicción, porque da a leer el camino mediante el cual la obra airiana sale de la literatura para afirmarse como tal. Es su gesto crítico el que abre la equidistancia: no hay nada nuevo (se trata siempre de la literatura) pero esto es posible solamente gracias a lo nuevo (se trata de la no-literatura). El más frívolo posa de marxista, las novelitas airianas son la summa balzaciana del tercer milenio, el delirio es finalmente un realismo: de esto se trata la literatura. Justamente de no ser. IV. La cuestión es entonces doble: en primer lugar, qué viene a decir la obra de Saer en este contexto de supuesta crisis de la autonomía literaria; en segundo lugar, qué viene a decirle este contexto al crítico saeriano. Las dos cuestiones son difícilmente separables, puesto que prestar oído a la obra saeriana no puede resultar más que en una intervención crítica. Cuando en su introducción a Las vueltas de César Aira Contreras coloca a Saer como el anti-Aira, lo hace a partir de un consenso más o menos explícito, consenso que empareja, además, la obra de Saer con la de Piglia, cuya inclusión en el canon de la literatura argentina es anterior. Se sabe que han sido las intervenciones de Beatriz Sarlo, María Teresa Gramuglio y Ricardo Piglia las que, desde finales de los 70 y hasta poco después de la muerte del autor, han colocado a la obra de
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Saer, sin más, en el canon de la literatura argentina contemporánea. Este consenso tiene un valor representativo: Saer encarna los valores que en la literatura se habrían vuelto hegemónicos, por lo menos en los años noventa (Contreras, 2002). Un trabajo de Dalmaroni historiza la recepción del los textos saerianos en la Argentina desde sus comienzos hasta Glosa (Dalmaroni, 2010). Allí se demuestra que la promoción de Saer, cuya figura de escritor tenía hasta El entenado todas las características del orticismo —retiro, silencio, invisibilidad, rigurosidad, fidelidad al propio proyecto, etc., característicos de la obra de Juan L. Ortiz (Prieto, 2005)—, estuvo a cargo de Sarlo, Gramuglio y Piglia, que lo lanzan al estrellato no sólo desde las páginas de Punto de Vista, sino mediante la incorporación a los programas de literatura argentina en la universidad después de la vuelta a la democracia.4 Lo interesante del trabajo de Dalmaroni es que matiza y relativiza tanto el supuesto silencio en torno a la obra saeriana en sus comienzos como el descontado consenso ochentista. Respecto de aquel silencio, Dalmaroni demuestra que era la ilegibilidad del texto saeriano lo que lo hacía refractario a la escritura crítica. Olvidar a Saer era, así, no siempre el efecto involuntario del desconocimiento o la negligencia sino, a veces, una decisión más o menos deliberada tras haberlo juzgado uno más de tantos o, incluso, un mal escritor. Esta conjetura, que ya resulta plausible si se contrasta la poética de los relatos saerianos que van de En la zona a Cicatrices con las poéticas contemporáneas con más impacto inmediato de lectores y de crítica, tiende a confirmarse con algunos otros documentos de recepción (Dalmaroni, 2010). Saer, se podría decir, empieza siendo una atipicidad, de manera tal que es ilegible para los protocolos de la crítica de entonces, que no pueden filiarlo ni con Borges, ni con el realismo mágico, ni con el fantástico, ni con Cortázar, ni con el contornismo, ni con ningún parámetro constituido. De esta ilegibilidad pasa, sin demasiada transición, a los programas de las carreras de letras de las universidades, por lo menos a dos importantísimas: la de Buenos Aires y la de Rosario. Pasa, 4 (Dalmaroni, 2010), lo del “orticismo” no lo dice Dalmaroni, yo lo interpreto en esa clave.
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digamos, de la ilegibilidad máxima a la máxima legibilidad, no porque de repente resulte ultralegible, sino porque en ese paso el movimiento de la crítica lo trae a luz ya leído: esto es, ya parametrado en cuanto al modo de leerlo. Creo que no realizo un abuso de interpretación si me sirvo del texto de Dalmaroni para señalar que ese “consenso” del que habla Contreras es entonces un efecto de las operaciones críticas (o crítico-pedagógicas) de Punto de Vista. Este consenso cristaliza valores pero, también, modos de leer. No se trataría de Aira contra Saer, sino más bien del modo en que la supuesta lectura de Saer ha cristalizado en determinados protocolos que se han vuelto hegemónicos. Es por esta razón que la mayor parte de las lecturas de Aira que Contreras impugna se hacen desde protocolos que van (o irían) como anillo al dedo a una lectura de Saer: por ejemplo, Gramuglio y Cédola leyendo Ema, la cautiva en clave de desconstrucción de la dicotomía civilización-barbarie o Fernández y Garramuño leyendo La liebre en clave de fábulas impugnadoras de la identidad nacional. Entonces, simplificando groseramente el planteo: Saer, adorniano desde su origen, lo era cuando ser adorniano no era un valor hegemónico; cuando la negatividad deviene valor hegemónico, Saer se canoniza y deja de leerse. Esta no-lectura puede parecer una conclusión excesiva y sin embargo la “operación Saer” de Punto de Vista va acompañada de textos críticos claves pero dispersos y discontinuos. Nunca Sarlo ni Gramuglio ni Piglia intentan leer todo Saer o leerlo de manera sistemática. Lo curioso es que los artículos “clásicos” de la crítica saeriana son justamente los de estos autores. Son críticos clásicos leyendo un autor clásico: la combinación es para el crítico saeriano novato bastante pasmosa, por no decir intimidante. El otro “clásico” (junto con los algo envejecidos trabajos de Mirta Stern, pioneros en análisis inmanentes que ya no interesan a nadie) es “El efecto de irreal” de Alberto Giordano. Pero resulta extraño que nadie haya dicho que ese ensayo es menos sobre Saer que sobre la crítica saeriana y que de manera solapada lo que Giordano venía a decir es que, a pesar de la multiplicación bibliográfica y la proclamación de la canonización en curso, Saer seguía sin ser leído. No deja de ser irónico
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que tampoco este ensayo haya sido leído, a pesar de que es uno de los más citados por la crítica saeriana posterior. La muerte de Saer no ha hecho más que subrayar este rasgo que parece barnizar su obra con una piadosa pátina de inmortalidad. Véanse si no las tres necrológicas de Sarlo el año de su muerte: el tono elegíaco no hace más que acentuar la afirmación de clasicismo, de completud y de perfección.5 Pero no sólo Sarlo, no sólo los saerianos habituales: “Borges dijo alguna vez que un clásico es un libro que las generaciones de los hombres leen con una ‘misteriosa lealtad’. Dos palabras que le van bien a La grande y a la obra entera de Juan José Saer: misterio y lealtad” (Dobry, 2008). Está bien que Dobry desplaza el sentido de la palabra “clásico”, pero ella está ya allí, trayendo de paso el nombre del otro clásico de la literatura argentina. V. Contreras habla de un gesto que sustenta el continuo airiano. Puede leerse también un gesto sustentador en el ciclo saeriano. Cuando Saer pasaba apenas los veinte años, escribió un prólogo para su primera publicación, el libro de relatos En la zona (1960). Ya escribir un prólogo a esa edad, para una obra primeriza, subraya su carácter de programa elaborado, de obra escrita a conciencia. Estas “Dos palabras”, de decidido tono borgiano, recogen la siguiente frase: “Los argentinos somos realistas, incrédulos. A caballo sobre nuestra indefinición y nuestra condición posible, aspirar a la inmortalidad y a la grandeza clásica serían modos triviales de un romanticismo que no nos cuadra.” (Saer, 2001: 421). Retrospectivamente se puede leer una afirmación oculta en el revés de esta denegación. Pues de hecho hay en el gesto que sustenta la obra de Saer una aspiración a la inmortalidad y a la grandeza clásica. Se podría 5 “De la voz al recuerdo”, “La ruta de un escritor perfecto” y “El tiempo inagotable” (en Sarlo, 2007a).
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ver en la concepción de su programa y en el modo en que sus ensayos permiten entrever su poética, una ambición de Obra Literaria. “La esencia del arte responde en cierta medida a esa idea de consumación” dice en el mismo prólogo. La juventud de esas palabras refuerza la convicción de que es en el mismo origen de esta obra que puede leerse ese gesto sustentador un tanto desmesurado. Me apena reconocerlo, pero quizás en este punto Saer se parece a Piglia: arma la máquina en la cual su literatura debe ser leída. La diferencia está en que mientras en el caso de Piglia la máquina es demasiado para la obra, en el caso de Saer es a la inversa: la obra permanece refractaria a la máquina. Sólo que es esa máquina la que ha acompañado también a la crítica, que se ha servido de los ensayos de Saer para armar la Obra Literaria. Hay una intención en el Saer autor que ilumina con claridad meridiana su obra y que le viene muy bien a la crítica para volverla sin cesar legible: casi no hay críticos que no se sirvan de los ensayos de Saer para interpretar su obra. Esta estrategia puede tener la desventaja de que, como sugería Derrida, el exceso de claridad impida ver. Para servirme de nuevo de Giordano: “No siempre da buenos resultados buscar lo esencial de una escritura allí donde su autor reflexiona sobre ella. Sucede a veces que, en favor de una mayor claridad, de una comunicación más directa, se pierde su rareza, su poder de inquietud. (Si se quiere un ejemplo, basta recordar —y comparar con su extraordinaria narrativa— el conjunto de artículos que Juan José Saer tituló Una literatura sin atributos).” (Giordano, 2005: 134). La novela saeriana de la crítica de Punto de Vista y de la mayor parte de la crítica recuerda esa imagen blanchotiana de la novela moderna: un monstruo, pero un monstruo a fin de cuentas bien educado. Quizás la nueva crítica saeriana debería leer entonces contra Saer más que desde él. Recuperarlo para la literatura será probablemente intentar sacarlo de ella, devolver la obra de Saer a la pregunta por la esencia de la literatura y no a la respuesta, que parece dada de antemano. Sacarlo de ella significa no probar con su literatura la validez de una respuesta que ya se sabe cuál es. Pero no significa tampoco, en modo alguno, olvidar que esa exigencia de modernidad está en el origen de
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la obra y que hay que hacer algo con ella. Quiero decir: sacarlo de la literatura sin olvidar que la obra saeriana viene cabalmente de ella. Se trataría entonces de la genealogía del Monstruo-Saer, esto es, aquello que en algún momento (no sé bien cuándo) se nos impuso como evidencia: Piglia armando las tres tradiciones de la literatura argentina y colocando a Saer como el representante máximo de una de ellas: la de la negatividad (Piglia-Saer, 1995:17-18). Habría que señalar que las otras dos tradiciones (la posmoderna, cuyo paradigma es Puig, y la de la no-ficción, cuyo arquetipo es Walsh), si uno lo piensa desde la perspectiva del Saer autor, son inexistentes. Curioso que los críticos saerianos que insisten en acercar a Piglia y a Saer no hayan notado que en pleno diálogo emerge esta notoria contradicción. O quizás no deba ser leída como contradicción: Piglia describe estas tres líneas y en ellas Saer se reconoce (curioso que Saer no proteste) y si uno lo piensa un poco queda como el único gran representante de la literatura argentina, pues es la perspectiva de la negatividad la que no admite la existencia de los otras dos. Este es el Monstruo-Saer que ya venía de Punto de Vista y de su escolarización mediante la enseñanza de sus novelas, en clave textualista, en las facultades de letras.6 En virtud de la negatividad enarbolada como valor, la obra de Saer fue promovida por su silencio; es otra de las agudas observaciones que hace Dalmaroni siguiendo a Bourdieu: el hecho de que el orticismo saeriano se haya presentado de entrada como una suerte de garantía de la calidad de la obra. Prieto señala que, en el caso de Juan L., se trató de un salto del silencio o el desdén a una especie de mito Juan L. que seguía dejando la obra intacta en su ilegibilidad. No creo que pueda hablarse de un mito del Saer autor, pero sí quizás de un mito que se apoderó más bien 6 En cuyo origen están, dicho sea de paso, los trabajos de Stern. Este torniquete entre “escolarización” y “lectura textualista” produjo también otro clásico, El limonero real de Graciela Montaldo. Como becaria del CONICET y bajo la dirección de Sarlo, Montaldo escribe este trabajo para la “Biblioteca Crítica de Hachette”, una tarea con una clara intención críticopedagógica (o más pedagógica que crítica), porque tenía como objetivo suplir el vacío de bibliografía sobre un autor que formaba parte de la asignatura Literatura Argentina II a cargo de Sarlo. Dalmaroni señala la particularidad de esta publicación, porque los autores de esa colección, hecha para universitarios, eran todos ya canónicos y por lo tanto perfectamente escolarizables, lo que no ocurría con Saer, que en 1984 seguía siendo todavía bastante desconocido (Cfr. Dalmaroni, 2010). Los límites de este tipo de lectura (aunque no su pertinencia, indiscutida) son el objeto del ensayo de Giordano. Sus dos ejemplos son, precisamente, los trabajos de Stern y de Montaldo.
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de la obra: desde la primera reseña anónima (escrita por Piglia pero no firmada: gesto significativo) publicada en Punto de Vista sobre La mayor hasta las últimas necrológicas de Sarlo, se afirmó siempre el valor apriorístico de esta Gran Obra Literaria7: “Y entonces no importa que el trabajo del escritor haya sido justamente descongelar un mundo, hacerlo fluir en una operación sin fin: su obra, y él mismo, terminan, en palabras de mis colegas, como ‘una pequeña estatua del terror’” (Aira, 2004:10). Descongelar la obra de Saer es desde hace un tiempo —y sigue siendo— nuestro predicamento.
7 Desde esa primera reseña hasta las elegías finales y pasando, vale la pena destacarlo, por la antología que prepara y publica María Teresa Gramuglio en 1986, Juan José Saer por Juan José Saer, que incluye un “prólogo” del autor y un ultílogo de la compiladora, que se ha vuelto también clásico (“El lugar de Saer”). En verdad, es un poco sorprendente la publicación de una antología a mitad de camino de la carrera del escritor y cuando todavía no era demasiado conocido.
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Mario Levrero: parapsicología, literatura y trance Por Luciana Martínez
La Literatura hacia la scientia… Puede que comenzar este trabajo reflexionando sobre la tarea de la crítica nos lleve por un camino tortuoso, si no al menos desafortunado. No tiene importancia. El hecho es que entiendo que el inicio de la crítica literaria es la violencia: la crítica comienza cuando se siente que por fin se tienen latiendo las vísceras del texto en la mano, cuando se crea el espejismo de que el texto se encuentra a nuestra merced; y de allí nace el violento camino de la crítica hacia la scientia. No obstante, es de esperarse que la escritura crítica haga también un uso irrespetuoso de toda teoría en virtud del respeto por la singularidad, es de esperarse que violente asimismo el referente sin culpa para solventar su análisis. He ahí entonces nuestra apresurada cita: “el poema es la profundidad abierta sobre la experiencia que lo hace posible, el extraño movimiento que va de la obra hacia el origen de la obra, la obra misma convertida en inquieta e infinita búsqueda de su fuente” (Blanchot, 1959: 222). No tiene, por cierto, la menor importancia que Maurice Blanchot esté refiriéndose a la poesía de tres grandes del verso: no existe tal vez aseveración que pueda acercarse más íntimamente al núcleo primigenio, a las vísceras de la obra de Mario Levrero, y con eso nos basta. Claro que, se ha de señalar, esto implica que su literatura avanza también hacia el conocimiento, hacia la scientia, y este movimiento no puede sino resultar un devenir agitado, violento, para el sujeto. La ficción levreriana se formula entonces a sí misma como ciencia8 y queda entonces por verse a qué paradigma responde esta ciencia a la 8 Se entiende evidentemente “ciencia” en cierta forma a contramano de la concepción heideggeriana, es decir, desvinculada en principio de la technê y ligada a su etimología primigenia:
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que la literatura de Levrero se orienta. Diremos, por el momento, que la narrativa de Levrero se encuentra orientada por un modelo que está evidentemente lejos de los postulados racionalistas y que tiene toda una tradición en la literatura del Río de La Plata, por una concepción que afirma que el objeto de conocimiento se sustrae y que no es posible formular una epistemología en el sentido tradicional. En otras palabras, nos encontramos ante el paradigma del que Blanchot parece ser heredero cuando expresa que para que el ser exista el Ser tiene que faltar del mundo, debe estar ausente (Blanchot, 1992). La literatura levreriana es, sin embargo, terca búsqueda del espíritu y de la interioridad pura del yo en su unión con el espíritu. Es deseo de expansión del yo y de percepción de la “dimensión desconocida” (ver La novela luminosa) de la realidad, es decir, de todas las esferas que entretejen la realidad y que el alma sensible ignora, o mejor dicho, debe ignorar para preservar su existencia en el mundo terrestre. Es por esto que el movimiento que la literatura de Levrero realiza en dirección a lo que se encuentra más allá de la percepción superficial del mundo físico, hacia lo metafísico, es desde el comienzo frustrado y no puede sino permanecer más que como un deseo cuya condición privativa (como la de todo deseo) es la no satisfacción. En este gesto de búsqueda del conocimiento imposible se funda la obra de Levrero, búsqueda que traerá al mismo tiempo consigo la reafirmación del yo y la anulación del yo, tópico recurrente en la narrativa levreriana: una reafirmación del yo interior, imaginativo y onírico, y un debilitamiento del yo volitivo de la vigilia en el que se sostiene la relación del sujeto con el mundo externo. Resta entonces desarrollar en lo subsiguiente este punto.
scientia, como conocimiento o epistêmê. En este sentido, la idea de la ficción como camino hacia la scientia retomará y reformulará postulados románticos. Remitiéndonos a algunos estudios específicos del romanticismo, encontramos que éstos focalizan en diversos aspectos mediante los cuales el movimiento romántico entendía que era posible acceder al conocimiento. Béguin (1978 [1939]) se centrará en la experiencia onírica; Bowra (1972) en la imaginación poética; de modo similar, Wellek (1949) señalará la función central de la imaginación (organ of knowledge) en los planteos epistemológicos del romanticismo europeo; más recientemente, Givone (2001) mencionará que la experiencia de la verdad del mundo se dará por vía irreal y fantástica a través de la mitopoiesis.
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La búsqueda de la literatura, de la narración de la experiencia “luminosa”, de la plasmación de la experiencia de expansión del yo interior por el encuentro con el espíritu es asimismo la literatura: “En mi Inconsciente llegué a investigar tan lejos como pude, y el subproducto de esa investigación es la literatura que he escrito (aunque al mismo tiempo también la literatura oficiaba como instrumento de investigación)” (Levrero, 2006: 31). Nótese que en la obra levreriana no es inusual que el Inconsciente y el Espíritu (ambos casi siempre con mayúscula) sean en muchas ocasiones términos casi homologables; y es que ambos son (al igual que la literatura), de acuerdo con el paradigma científico de Levrero, al mismo tiempo fuentes del conocimiento inaprensible y el conocimiento como posibilidad, en tanto se logra establecer un contacto con ellos. Son el conocimiento en tanto única posibilidad de conocer aquello que trasciende al mundo sensible; y es por eso que el conocimiento, al igual que el espíritu, el contenido inconsciente o la literatura, siempre se desplazan sustrayéndose, y por lo tanto sus límites y sus posibilidades de manifestación en la escritura siempre son difusos. La escritura busca entonces lo que está más allá de ella, aquello que la literatura paradójicamente al mismo tiempo es y que se resiste a toda delimitación o conceptualización. La escritura apunta hacia el conocimiento y el conocimiento de la realidad es la literatura misma como escritura, lo más íntimamente pulsional que el propio escritor desconoce, el yo interior que se ha agrandado por su unión con el espíritu y que se presenta como escritura. Pero, sin embargo, la experiencia luminosa sólo parece poder referirse parcialmente. El encuentro con la literatura es entonces al mismo tiempo deseo y riesgo, ante todo peligro de desaparición del sujeto volitivo que lejos de afirmarse negando al Ser trata de sumergirse en sus dominios y develarlo, sacarlo de su disimulo. Esta operación, como todo movimiento hacia lo sublime, supondrá un riesgo para la subjetividad, entendida como constructo artificial cuyo sostenimiento implica para Levrero “un importante consumo de energía psíquica” (Levrero, 2006: 46). La construcción de esta subjetividad “hipertrofiada” en su percepción (ver La novela luminosa) estará al servicio de mantener la segunda gran artificialidad sobre la que se fundamenta el mundo: el principio de realidad, valga decir, una realidad que es, como el sujeto, amputación,
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amputación de todos los matices y dimensiones de lo real. El vértigo que la literatura implica (y que no casualmente Levrero asocia con la producción de adrenalina), al igual que el fomento de cualquier actividad parapsicológica, es el vértigo del paulatino deterioro del principio de realidad (y por ende del sujeto) en virtud de la exploración de lo real. El ejercicio escritural es entonces la búsqueda de la literatura como scientia, de una ficción como scientia que se orienta hacia la exploración de lo real metafísico; y es en este sentido que Levrero afirma con total contundencia que su literatura es esencialmente realista y, yo agrego: como cualquier literatura que se orienta hacia la exploración epistemológica, sin importar cuál sea el paradigma de conocimiento con el que se opere. La literatura se orienta entonces a la scientia, hacia la tramitación imposible de lo real. La inmersión en los reinos subjetivos que implica para Levrero la escritura hablará de una concepción de la estética como forma de acceso al conocimiento, pero ésta siempre será conocimiento del espíritu y de la realidad metafísica, en tanto posibilidad sensible. La literatura de Mario Levrero, como expresaría Barthes refiriéndose a Mallarmé, lo llevará a las puertas de un mundo sin literatura en el que todo escritor se sumerge; sólo que en Levrero este mundo será muchas veces el reverso siniestro de la Tierra Prometida, será el vacío irrevocable ante la ausencia del espíritu, el desierto en donde la falta de comunicación entre su yo interior y el espíritu cobrará elocuencia mediante símbolos, del mismo modo que será a través de símbolos que Dios le hablará. Por esto, el conocimiento lo será de una presencia o de una desolada ausencia en donde ya no se percibe al Ser en su disimulo. He ahí, como bien señala Ignacio Echeverría, la simbología recurrente en la obra de Levrero: la muerte de los pájaros en donde se capta la efímera y triste huella de la prolongada e irrevocable ausencia del Ser (Echeverría, 2008). No obstante, aun en los momentos en los que el Ser muestra su cara, se brinda como símbolo, aparece, como expresaría Blanchot, lejano, inaprensible, como un otro extraño y por encima del ser. Fenómenos parapsicológicos, literatura y trance “[Poco después de empezar a escribir] parece que al abrir la puerta de la literatura se abrió el inconsciente en muchos aspectos. Entonces empecé a sufrir la fenomenología parapsicológica, que me tuvo a mal
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traer durante mucho tiempo” (Levrero, 1999: 76). Este fragmento es sin duda sumamente elocuente sobre las complejas relaciones entre fenomenología parasicológica y literatura y, demás está decir, nos sitúa en un paso de referencia obligado. Es ineludible remitirnos a la producción del texto Manual de Parapsicología que publicara Ediciones de la Urraca en 1979 bajo el rótulo de “Los libros de El Péndulo”. Conviene además detenerse en este detalle, ya que nos habla de la larga filiación de Mario Levrero con las publicaciones de ciencia ficción de los años ochenta. Este gesto de publicación es asimismo significativo respecto de cómo se retoma de forma heterodoxa en el Río de La Plata una tradición que es propia de las revistas de ciencia ficción principalmente estadounidenses: la difusión de material científico sobre el que en general se realizaba un trabajo de “especulación literaria”, por llamarlo de alguna manera.9 El Manual de Parapsicología no trasciende ciertamente el objetivo que puede inferirse ya desde su título. Según el propio Levrero escribe en el prólogo, el texto pretende ser una “guía para la orientación de aquellas personas que deseen iniciarse en el estudio de la Parapsicología [...] [tratando] de ceñirnos al punto de vista exclusivamente científico, tanto como podría serlo el de un libro de Química o de Física” (Levrero, 1979: 9), y de allí que en adelante se sucedan entonces las descripciones de los distintos fenómenos y de los factores que los suscitan.
9 Es interesante destacar que Levrero niega con contundencia la utilización de conceptos del Manual en la escritura de sus ficciones (Levrero-Siscar: 1987). Del mismo modo niega toda relación de sus ficciones respecto de la narrativa fantástica o de ciencia ficción. Me interesa señalar entonces dos puntos. Primero, que existe una sorprendente estrechez teórico-crítica en las propias observaciones de Levrero sobre las manifestaciones y evolución de los géneros antes mencionados (véanse fundamentalmente las entrevistas), perspectiva que parece funcionar de forma inversamente proporcional a la hora de hablar del realismo. Considero entonces, en segundo término, que la rotunda negación de una posible inclusión de su obra en la ciencia ficción (a la que al parecer Levrero obtusamente reduciría a la Space Opera y a las Gadget Stories) responde a apuntalar por contrapeso su proclama realista. De este modo, se podría inferir que Levrero asociaría a las manifestaciones más contemporáneas del género (como Dick y Ballard) más con una estética realista que con la ciencia ficción. En esta instancia, sólo me interesa remarcar que seguimos al autor en su proclama realista, pero creemos que es conveniente llevar a cabo un programa de lectura que vaya “a contrapelo” de sus demás afirmaciones; fundamentalmente porque consideramos que los términos realismo y ciencia ficción no son en absoluto excluyentes.
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Los fenómenos parapsicológicos podrán manifestarse sólo bajo dos tipos de estado: el sueño, entendido como una operación intelectual en amplio grado superior al pensamiento de la vigilia, y, es preciso detenerse en este último, el trance. Para que se produzca el fenómeno parapsicológico es necesario además que se genere una disociación psíquica, denominada “psicorragia”, que permita la liberación “hemorrágica” de fuerzas inconscientes; la cual, por su parte, vendrá necesariamente acompañada de la “psicobulia”, es decir, de las cualidades psíquicas inconscientes (voluntad e inteligencia) que dirigen los fenómenos parapsicológicos. Estos fenómenos tendrán una última condición de realización que hará en extremo dificultoso su estudio en espacios controlados, lo que por ende obstruirá además toda posibilidad de aceptación de la Parapsicología como ciencia: los fenómenos parapsicológicos no pueden ser sino espontáneos. Los estados de trance, sin embargo, pueden ser inducidos parcialmente mediante las denominadas “mancias”, es decir, ciertos objetos (barajas de cartas, runas, etc.) o procedimientos rituales que le dan al sujeto seguridad permitiéndole entrar en un trance hipnótico. Ahora bien, el problema de la experimentación de fenómenos parapsicológicos no parece ser en absoluto una cuestión menor. La disociación psíquica que se produce en el estado de trance que estos fenómenos reclaman conduce necesariamente al progresivo deterioro de la estructura del yo, la cual tiende a disolverse, perdiendo así el sujeto su autodeterminación y voluntad. Parece entonces que, como desarrollaré más adelante, esta voluntad psíquica inconsciente que es condición sine qua non para que se produzcan los fenómenos parapsicológicos, es decir, la “psicobulia”, tendrá como contrapartida la “abulia” del yo de la vigilia tan ampliamente referida en El discurso vacío y especialmente en La novela luminosa. He aquí entonces dos instancias en pugna: el yo del trance, imaginativo, el artífice de la literatura que avanza hacia la scientia, y el otro yo, el de la relación con lo externo, el vínculo con el mundo en donde reina el principio de realidad. Lo real, en cambio, o más bien aquello que Levrero llama a secas “la realidad”, escapa y trasciende al principio de realidad que es en esencia negación, amputación de lo real. Lo real es, en cambio, allí donde se dirige el yo del trance, el yo onírico, y en este sentido la parapsicología es la ciencia que se orienta al conocimiento ulterior:
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“Psi-gamma, o ESP, es una forma de conocimiento de la realidad que aparece como una captación directa de informaciones...” (Levrero, 1979: 77). “Nuestra herencia cultural ha dejado poco margen para la comprensión de los fenómenos psi-gamma. Con nuestra formación filosófica y con la identificación ciencia-materia y yo-conciencia, el comportamiento irracional de psi-gamma nos resulta especialmente irritante. Las operaciones psíquicas más complejas, las facultades más trascendentes [...] se encuentran yacentes en las profundidades inaccesibles, en estrecha sociedad con los instintos más primitivos. El estudio contemporáneo de la facultad psi-gamma revela que en cada humano está latente la capacidad de un conocimiento que trasciende las barreras de los obstáculos físicos, el espacio y el tiempo, y que no es posible dirigir esta facultad de acuerdo con nuestros intereses conscientes.” (Levrero, 1979: 82). Como venía adelantando, la literatura será (junto con la experiencia erótica) la otra puerta al conocimiento o, como proponía en el primer apartado, el conocimiento en su posibilidad de realización. Por eso, en la obra de Levrero son recurrentes las referencias al sentimiento de riesgo que implica escribir, temor que se asocia en numerosas ocasiones con “robar el fuego sagrado” o con la posibilidad de generar mágicamente, mediante la escritura “inocente” y autobiográfica, la irrupción de un universo poderoso e incontrolable en donde el yo volitivo de la vigilia pueda perderse irremediablemente. De allí entonces que el movimiento hacia el conocimiento implique al mismo tiempo un deseo de exploración y de tramitación, y un sentimiento de peligro, de riesgo, de disolución o extravío de la subjetividad en esa búsqueda. Nótese que en este punto parece existir una estrecha vinculación de la narrativa de Levrero con la experiencia de lo sublime; experiencia que se refleja incluso en sus textos más estrictamente “ficcionales”, como El lugar o París (por no mencionar muchos de sus relatos más breves), en los cuales es recurrente que el protagonista se vea inmerso en un universo gobernado por el escándalo lógico y en donde el mayor
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temor es precisamente “el extravío”. En ocasiones la manifestación de este temor se ve acompañada por una dicotomización (como también sucede con el yo, según veíamos) de los espacios: por una parte, un espacio interior en ruinas, en el cual prevalece la entropía, aunque instaurada como un devenir cíclico que se retroalimenta, en donde cada ciclo de decadencia se renueva; por otra, un afuera representado en muchas ocasiones por la selva impenetrable o por distintos espacios naturales regidos por la entropía absoluta de un “devenir loco” (que incluso se traslada con frecuencia al lenguaje) en el que todo sentido parece correr el riesgo de diluirse irrevocablemente, en donde la dimensión de lo exterior parece superar al sujeto. Ante esta dicotomía, los personajes parecen detenerse en una tensión que oscila entre la necesidad de exploración del espacio abierto y el encierro ante el miedo. Ahora bien, la exploración de lo real y por ende de la interioridad del yo como forma de acceso a ella, implicará en el ejercicio literario la necesidad, al igual que sucede con los fenómenos paranormales, de alcanzar un estado de trance (y de ahí tal vez proceda el expreso fastidio ante las interrupciones) que permita la afloración del inconsciente, la psicorragia. Habrá entonces una necesidad de “invocación” del trance que en los textos de Levrero tomará tres formas principales: la búsqueda del ocio (principalmente en La novela luminosa), la escritura diaria y disciplinada como forma de puesta en funcionamiento del aparato narrativo, y, por último, la forma más camuflada de todas: la ejercitación de la caligrafía, cuyo desarrollo más detallado dejaré para el próximo apartado. La literatura, al igual que los fenómenos parapsicológicos, no puede ser sino espontánea. Esto quiere decir que el trance puede ser provocado pero que debe olvidarse todo propósito en la búsqueda misma de la literatura si es que se pretende acceder a ella. Por este motivo, tanto el ocio, la escritura, como los ejercicios de caligrafía, estarán inicialmente orientados hacia otros propósitos y funcionarán de alguna manera como mancias, es decir, como refuerzos que permiten que el sujeto alcance un estado en el cual se encuentre permeable a la recepción de la literatura. Es decir que a estas “ritualizaciones” mediante las cuales se pretende acceder a la literatura, se les sumará un factor extra que no poseen las mancias originales: en la medida en que la manifestación de la literatura, como la del espíritu, es espontánea, toda búsqueda
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intencionada resulta infructuosa y por ende todo ejercicio mediante el cual se pretenda invocarla deberá olvidar su intención original. El ocio, tal como describe Levrero en La novela luminosa, debe ser entonces “una disposición del alma, algo que acompaña a cualquier tipo de actividad [...] sin deseos de estar haciendo otra cosa [...] no es la contemplación del vacío y mucho menos el vacío mismo” (109), de modo tal que alcanzar el estado de ocio debe habilitar, posteriormente y sin que esto aparezca como un deseo a priori, sumergirse en la exploración de las experiencias luminosas para luego poder narrarlas; la escritura, por su parte, deberá estar orientada a la narración de hechos triviales, que se espera funcione, en La novela luminosa principalmente, como un camino de “regreso” hacia la pura interioridad del sujeto; y finalmente, los ejercicios caligráficos de El discurso vacío parecen en principio ideados como una forma para lograr la modificación de la conducta, de la personalidad, pero finalmente devendrán, entiendo, en un ritual que también estará al servicio de la invocación de la literatura. La particularidad de estos tres ejercicios, aquello que los hará funcionar a modo de mancias, será entonces la absoluta concentración en distintos objetos o referentes y el olvido momentáneo de cualquier deseo de búsqueda que trascienda la materialidad, la trivialidad. Parece momento adecuado para confesar que todo esto tiene un incisivo gusto romántico; y he ahí que hemos llegado al inicio del paradigma epistemológico levreriano: el concepto romántico del arte como ciencia, como posibilidad de acceder al conocimiento a través de la exploración subjetiva. En este marco parece que, si se tiene en cuenta lo formulado en el párrafo anterior, la piedra fundacional de su “metodología” será una operación humorística propia del romanticismo, nada más ni nada menos que una bufonada romántica al mejor estilo de Heinrich von Kleist en “El teatro de títeres”.10
10 Hemos de señalar, sin embargo, que en el contexto de la narrativa levreriana (como en muchos de los textos rioplatenses vinculados con la ciencia ficción) la idea romántica del arte como forma de acceso gnoseológico se conjugará con una incorporación descuidada de elementos propios de paradigmas legitimados del conocimiento, los cuales estarán habitualmente al servicio de reforzar ideas a las que se ha accedido mediante la exploración literaria o mística. Aunque me detendré brevemente sobre este punto en el último apartado, es importante señalar aquí que la reflexión sobre la importancia de la técnica quedará pendiente para trabajos posteriores.
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La vuelta de trescientos sesenta grados La premisa inicial de El discurso vacío es que el yo debe ganar “aplomo”, modificar sus caracteres personales negativos mediante el ejercicio de la caligrafía. ¿Pero a qué yo se refiere Levrero?, ¿cuál es la identidad que Levrero busca afianzar mediante la férrea disciplina caligráfica?, ¿se está refiriendo a su yo diurno, vínculo esencial con el mundo exterior? Sí, en efecto, para Levrero el ejercicio caligráfico parece iniciarse como un intento de emprender un “hábito sumamente positivo” que lo ayude a centrar su yo y a prepararse para una jornada de mayor orden, voluntad y equilibrio, consiguiendo una mejora del nivel de atención y de continuidad del pensamiento que se encuentran bastante “dispersos”: se trata de que la letra cobre aplomo e “identidad” mediante el dibujo, para que el yo, como por un proceso de “identificación” con la letra, también lo adquiera (Levrero, 2006: 18 y 19). El hábito de la caligrafía apuntará entonces a “unificar” la subjetividad (de igual modo que se intentará unificar la mezcla de las letras cursiva e imprenta) y fundamentalmente a evitar la “dispersión”, la cual, no hemos de olvidar, es una de las formas que abre la puerta al trance y por ende a la literatura y a los fenómenos parapsicológicos que tanto afectan la relación del sujeto con el mundo. En esta instancia al menos, todo apunta a que el yo diurno, aquel yo “débil” de La novela luminosa, será el humilde beneficiario. Parece entonces que el camino para lograr el “aplomo” de este yo será conseguir el “aplomo” de la letra dibujándola cuidadosamente, haciendo del discurso una escritura insustancial que, “desentendiéndose de las significaciones”, posibilite una tarea plástica sobre la lengua que sea casi radicalmente opuesta a la literatura. Ahora bien, este ejercicio no puede sino funcionar eventualmente como una mancia mediante la cual se termine transitando los caminos de la literatura, persiguiendo aquello que Levrero ya anticipa en el prólogo del texto: “Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco. Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no encuentro. Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego se va por años y años.
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Aquello que yo también olvido. Aquello próximo al amor, que no es exactamente amor; que podría confundirse con la libertad, con la verdad con la absoluta identidad del ser —y que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras pensado en conceptos no puede ser siquiera recordado como es. […] Es inútil buscarlo, cuanto más se lo busca más remoto parece, más se esconde. Es preciso olvidarlo por completo…” (Levrero, 2006: 13 y 14). ¿Cómo funcionan entonces los ejercicios caligráficos en El discurso vacío?, ¿estaremos aquí ante otro “ritual” que desde el comienzo pretende velar sus propósitos de búsqueda, los cuales, sin embargo, se anticipan en el prólogo?, ¿será azaroso que Levrero (2006:28) afirme que la disciplina caligráfica tiene algo de “espíritu religioso”? Sea cual fuere el movimiento a partir del cual surge la prosa literaria, sea incluso partiendo del ejercicio caligráfico inocente a la manifestación espontánea de la literatura, lo cierto es que el límite inicial de la escritura, la escritura trivial, y más incipientemente aún el dibujo (en este caso de las letras), no puede sino llamar al eventual advenimiento de lo literario. El ejercicio diario tendiente a hacer que la letra gane aplomo por medio de su dibujo, el hacerla coincidir con su más primaria carnalidad, con su identidad germinal, instaurará un punto cero de la escritura como puro dibujo, como pura idealidad, desde el cual se autopropulsará el salto hacia la literatura. El dibujo de las letras será entonces parodia del sueño utópico de la escritura sin escritura, la escritura como dibujo.
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Tenemos aquí, entiendo, otro paso obligado de referencia. Mario Levrero en La novela luminosa hará una mención muy llamativa de la plástica en relación con su literatura: “…la presencia de esa escultura en mi casa era, según pensaba, y pienso, más que necesaria para poder llevar el proyecto adelante. Diría que esa escultura es mi libro; es ya terminado, el libro que deseo terminar [...] Cuando dije que la escultura es mi libro, me expresé mal. Tal vez se haya comprendido bien, pero no lo dije bien. No es mi libro, ni podría ser ningún libro en particular. Esta escultura es simple, blanca, pura, contundente y luminosa. Eso no se puede conseguir con la literatura.” (Levrero, 2008: 224 y 227). Si la literatura es en Levrero exploración de lo metafísico a través del inconsciente, es deseo metafísico en un sentido más bien blanchotiano (ver “Conocimiento de lo desconocido”, en El diálogo inconcluso), y comparte, además, todas las características con la fenomenología parapsicológica, la búsqueda de la literatura no puede sino significar también un debilitamiento de aquel yo de la relación con el mundo. La reticencia a escribir literatura y la necesidad de abocarse a la escritura “insustancial” tal como se propone en El discurso vacío estará marcada por un doble y contradictorio movimiento: por un lado, apuntará a fortalecer la personalidad del yo de la vigilia, a hacer que este yo gane aplomo a través de los ejercicios caligráficos, a lograr al parecer lo que Levrero llama una “distancia óptima entre el yo y su Inconsciente” (Levrero, 1979: 99) que posibilite una relación adecuada del sujeto tanto con su yo espiritual como con el mundo exterior (lo cual estará lejos asimismo de ser la mera inmersión en los reinos inconscientes, operación tan corrosiva para el sujeto en su relación con lo externo); pero, por otro lado, se buscará alcanzar una escritura reducida a su límite inicial (incluso anterior a la lengua): el dibujo, postulando así la idealidad del sueño de una escritura sin escritura, una escritura que intenta acercase a la pureza y a la luminosidad que sólo la plástica puede alcanzar según Levrero. Este gesto de generar una escritura en su máxima simpleza, en apariencia desvinculada además de todo deseo por convertirse en literatura, y en relación estrecha con la plástica, no
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puede sino propiciar una vuelta de trescientos sesenta grados, al mejor estilo romántico, e invocar la presencia de lo literario. Paulatinamente entonces, el deseo inicial de autoafirmar y centrar el yo devendrá finalmente deseo de expansión del yo voraz, el yo explorador de lo metafísico, es decir, se orientará hacia lo metafísico y hacia la búsqueda de la literatura. La escritura caligráfica se expondrá entonces, ante todo, como medio de fortalecimiento del yo interior para el encuentro con el Espíritu y consecuentemente con la literatura: “Debo permitir que mi yo se agrande por el mágico influjo de la grafología…” (Levrero, 2006: 34). “En cierto momento, y no hace mucho tiempo, el ejercicio caligráfico diario estuvo a punto de volverse un ejercicio literario. Tuve la fuerte tentación de transformar mi prosa caligráfica en prosa narrativa, con la idea de ir fabricando una serie de textos como peldaños de una escalera que me elevara de nuevo a las añoradas alturas que había sabido frecuentar hace ya mucho tiempo [...] quiero entrar en contacto conmigo mismo, con el maravilloso ser que me habita [...] Recuperar el contacto con el ser íntimo, con el ser que participa de algún modo secreto de la chispa divina que recorre infatigablemente el Universo y lo anima, lo sostiene, le presta realidad bajo su aspecto de cáscara vacía.” (Levrero, 2006: 36 y 37). No obstante volvamos al dibujo. Es por completo necesario insistir en el carácter que el dibujo tiene en El discurso vacío. La actividad de dibujar letra por letra, desligándose de toda significación, en una operación en apariencia completamente opuesta a la de la literatura, instaura una idealidad de la grafía sin lengua, el límite inicial de la letra como puro dibujo. Existen varias referencias al lenguaje en los textos de Levrero que hemos venido analizando, fundamentalmente vinculándolas a un sistema de dominio externo que nada tiene que ver con el yo interior: “uno no tiene casi significación como ser aislado, por más que se haya fortalecido como individuo [...] Este mismo lenguaje que estoy utilizando no me pertenece; no lo inventé yo, y si lo hubiera inventado no me serviría para comunicarme” (Levrero, 2006: 28). Es por este motivo
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que en El discurso vacío existe una autoinvitación al dibujo de la letra sin tener cuidado de la coherencia, la cual no es más, en definitiva, que “una compleja convención social” (Levrero, 2006: 34). Así es como, en este contexto, parece existir un componente “impuro” en toda escritura, componente que proviene de la lengua y que evita que la escritura alcance la pureza ideal del dibujo. La identificación de la letra “dibujada” (entendida en su idealidad como desvinculada del lenguaje, previa al uso lingüístico, es decir, como materialidad insignificante o, inversamente, puramente significante) con la reafirmación del yo nos habla de la búsqueda de un yo ideal anterior a cualquier prefiguración externa, prefiguración que se ha realizado (y se realiza), como es posible inferir, por medio del lenguaje. Es en este sentido que el lenguaje no parece ser del todo útil a Levrero para plasmar sus experiencias “luminosas”, es en este sentido que, creo, debe buscarse su reivindicación de la plástica por sobre la literatura; y es, una vez más, en este sentido, insisto, en el que debe leerse también la identificación del personaje Levrero de sus ficciones autobiográficas con los personajes beckettianos (Levrero, 2008: 130 y 300), en tanto existe un movimiento por medio del cual se pretende acceder al yo en su máxima pureza, un yo no afectado por el lenguaje del otro. He ahí entonces, como en El innombrable de Samuel Beckett, la búsqueda del yo y del nombre verdadero, búsqueda que se inicia como despojamiento utópico de todo lo que se entiende como proveniente de lo externo: “Quiero escribir y publicar. Tengo necesidad de ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que me pusieron, en letra de molde.” (Levrero, 2006: 36). La búsqueda metafísica levreriana se orientará también en este último sentido y determinará el impulso de sondear las profundidades inconscientes para acceder al yo interior, el cual, al igual que el espíritu, siempre se sustrae. En esta instancia, el propósito inicial de lograr el aplomo del yo para alcanzar el equilibrio y la unificación subjetiva cederá el paso a la voraz búsqueda metafísica, al voraz deseo metafísico que es, al mismo tiempo, deseo de literatura y deseo de hallar al yo anterior a toda determinación externa. En el movimiento levreriano radica, sin embargo, un grave problema: si la atención a la demanda externa significa una pérdida de la identidad, tal como el propio Levrero postula al comienzo de El discurso vacío, también el adentrarse sin reparos en los dominios del “Inconsciente” conllevará la disolución
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subjetiva, la pérdida del “aplomo” y de la capacidad volitiva. Esta parece ser entonces la principal e ineludible encrucijada, el punto en donde la vuelta de trescientos sesenta grados culmina una y otra vez. A lo largo del texto es sin duda ambivalente el propósito de la escritura caligráfica y de la escritura trivial. El “ejercicio literario libre” aparece como prohibición, y no así, por ejemplo, los ejercicios caligráficos. Esta veda es indudablemente, como expresa el propio Levrero, prohibición externa, prohibición que atiende a los tiempos de la producción y exigencias de la vida diaria. Pero también es una prohibición que al mismo tiempo habilita la posibilidad de lo subjetivo: habla de la necesaria falta del Ser que permite la presencia del sujeto en el mundo. No obstante, el “caligrafiar” y la narración de lo trivial desatan asimismo el influjo mágico y culminan siendo la puerta trasera de acceso al reino de la literatura. Claro que en los textos analizados el Espíritu aparece con recurrencia como una ausencia estridente, como reverso de la comunión del yo interior con el Espíritu. La escritura trivial es, en estos casos, una puerta que parece conducir al vacío pero que, pese a esto, se mantiene como una “espera disimulada” (Levrero, 2006: 44). La escritura de lo cotidiano aparece, sin embargo, como bien señala el propio Levrero, como una forma escritural capaz de desatar fuerzas poderosas y peligrosas, formas de lo sublime que amenazan con generar el extravío del sujeto. La ambivalencia es entonces sin duda la del sujeto, el cual oscila entre trabajar para hallar aquella “distancia óptima” entre el yo y su “Inconsciente”, camino por el cual se accede a la “plenitud de la vida” (Levrero, 1979: 99), o tratar de sumergirse en la idealidad de un yo puramente interno, anterior a todo condicionamiento externo, es decir, atender al deseo de entablar un diálogo narcisista en donde reine soberano el principio de placer y se disuelva irrevocablemente aquel constructo denominado “realidad”. He ahí el encuentro con lo que podríamos denominar “real metafísico”, “instancia” que no es compatible con la permanencia del sujeto en tanto éste es ante todo amputación, recorte, al igual que lo que denominamos “realidad”. En este contexto, la elección final de Levrero no podría expresarse más atinadamente que citando las conclusiones con las que el propio autor cierra el Manual de Parapsicología:
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“El artista genial, el filósofo o el santo, lo son porque han logrado estimular su Inconsciente; pero lo han hecho por medio de “mancias” apropiadas, técnicas de inducción al trance ligadas a una visión elevada de la realidad y a grandes aspiraciones espirituales. Pagan, también, un precio en salud, porque se trata de la ruptura de un equilibrio; sin embargo, la humanidad tiene derecho a pensar que ese precio vale la pena.” (Levrero, 1979: 99). Una modesta digresión (o apuntes preliminares para un próximo trabajo) Luego de todo el desarrollo anterior, cómo no remitirnos a la relación de esta etapa de la producción de Mario Levrero con las poéticas de la New Wave Science Fiction11, especialmente a la vinculación con dos autores: J. G. Ballard y Philip K. Dick, figuras centrales en la renovación de ciencia ficción británica y estadounidense, cuyas poéticas significaron además una discusión sobre los límites del género hacia los años sesenta y setenta. Es por esta razón que, antes de introducirnos en la relación de la narrativa de Levrero con la New Wave, es necesario retomar los puntos centrales de dicha polémica, la cual ha dejado latente problemas genéricos que están lejos aún de ser resueltos y que son los mismos que determinan la posible inclusión de ciertos textos de Levrero dentro del género, y más aun, de gran parte del corpus rioplatense, es decir, de aquellas manifestaciones literarias que la crítica ha señalado tradicionalmente como obras de literatura fantástica cercanas a la ciencia ficción. Dado este panorama, hemos de reconocer a priori tres factores fundamentales a tener en cuenta en lo referente a las narrativas que seguiremos denominando por el momento como “cercanas a la ciencia ficción”: primero, que existe efectivamente un problema de clasificación que hace que se las ubique dentro del amplio reino de la literatura fantástica; pero también, en segundo lugar, que es necesario admitir que, desde mediados de los años cincuenta con la publicación en la Ar11 Es preciso señalar que, siguiendo a Roberts (2006), nos referimos a la New Wave Science Fiction en un sentido amplio, entendiendo que remite a un movimiento no concertado cuyas poéticas supusieron una renovación un tanto radical del género. Resulta necesaria esta aclaración ya que el término tradicionalmente refiere en forma específica al movimiento de escritores británicos (entre ellos J. G. Ballard) que gravitaron alrededor de la revista New Worlds en los años 60, los cuales encabezaron la vanguardia en la conformación del nuevo género.
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gentina de la revista especializada Más allá, y luego, fundamentalmente desde de los años sesenta hasta principios de los noventa, primero con la Editorial Minotauro y luego con las revistas El Péndulo, Minotauro (segunda época), entre otras, comienza una labor de lectura, traducción y difusión de textos de ciencia ficción especialmente anglófona que no puede ser desatendida por la crítica a la hora de estudiar las obras de aquellos autores que se encontraron implicados en esta actividad cultural; por último, es conveniente prestar atención a que todos estos autores que colaboraron de forma activa en las revistas mencionadas durante la década del ochenta (Angélica Gorodischer, el mismo Levrero y, ausente del escenario cultural argentino de ese período pero cuya narrativa puede relacionarse con la de los autores anteriores, Marcelo Cohen) pregonan que sus poéticas lejos de poder ser incluidas en el género fantástico son fundamentalmente realistas. Si aceptamos la validez de estas apreciaciones deberemos anotar entonces un punto a favor de considerar a estas poéticas como ficciones epistemológicas, heterodoxas ficciones epistemológicas que, en el Río de La Plata, tendrán poco que ver con lo tecnológico pero sí con la ciencia, entendida rigurosamente como scientia, es decir, como conocimiento. En este último punto, llamémoslo “la proclama realista”, es en el que las poéticas “cercanas a la ciencia ficción” del Río de La Plata más se aproximan a la New Wave SF que se originara a principios de los años sesenta y que tuviera por sede a la revista británica New Worlds. Hemos de destacar que no es un detalle menor que los autores pertenecientes a este movimiento (o luego agrupados por gran parte de la crítica dentro de éste debido a su hermandad temática, como es el caso de Phihlip K. Dick) fueron traducidos y publicados en Argentina casi en forma simultánea que en sus países de origen y sin ser aún personalidades literarias reconocidas ni siquiera dentro de sus reducidos círculos culturales. No es un dato menor que la obra de Philip K. Dick tenga su primer momento de recepción en Argentina en el año 1953 (a sólo un año de que apareciera su primer cuento en el pulp Planet Stories) cuando su relato “The Defenders” es incluido en la emblemática revista del género Más allá, en su primer número de junio de 1953; posteriormente, el cuento “The Variable Man” es traducido y publicado en el ejemplar número uno de la revista Urania (La revista del año 2000) en octubre de 1953 en Rosario; luego, Dick será ampliamente difundido (al igual
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que Ballard) primero por la editorial Minotauro dirigida por Francisco Porrúa y luego, fundamentalmente durante los años ochenta, en las revistas El Péndulo y Minotauro (segunda época). Por su parte, hasta donde he podido constatar, J. G. Ballard es publicado por primera vez en 1964 en el primer número de la revista Minotauro (primera época), dos años después de que fuese publicada en el Reino Unido su segunda novela The Drowned World, con la cual ganase cierto reconocimiento, paralelamente a que comenzara a hablarse de la New Wave SF. Es importante destacar que lo que estas figuras narrativas aportarán a la ciencia ficción será fundamentalmente una ampliación del interrogante central del género. Entendemos que tanto Dick como Ballard trabajarán de manera sumamente original la pregunta original de la ciencia ficción, es decir, la pregunta por la esencia de lo humano. Pero, simultáneamente, la reflexión de este problema inaugurará el interrogante sobre lo real, el cual será abordado mediante la creación ya no de escenarios hiperbólicamente futuristas sino más bien cercanos al tiempo del lector contemporáneo, y en donde no operarán sólo paradigmas de la ciencia legitimada (contrariamente a la tradición de la ciencia ficción estadounidense iniciada en los años treinta), sino más bien paradigmas epistemológicos alternos.12 De este modo se propondrán entonces otros medios de exploración de lo real diferentes a los paradigmas científicos hegemónicos, tales como la exploración subjetiva propia del romanticismo y posteriormente del surrealismo, las ciencias ocultas y la provocación de experiencias místicas como formas de sondeo de lo real suprasensible. En el caso de Ballard, la exploración de lo real a través de lo que el mismo autor denomina “inner space”, teoría que es evidentemente heredera del romanticismo y, como el mismo Ballard reconoce, del surrealismo (y, no está de más resaltar, en extremo cercana a las ideas de Levrero), tendrá un lugar central en la renovación del género e, inicialmente, determinará que sus textos sean rechazados para su publicación en EEUU (Ballard, 2008: 156 y 157).
12 El crítico y escritor de ciencia ficción sueco Sam J. Lundwall (1976) señala ya tempranamente que al parecer el nuevo paradigma de la New Wave (también entendiéndola como un movimiento no concertado general) es la mística. Una vez más, esto nos pone ante un punto que no es posible desatender si se pretende analizar comparativamente la ciencia ficción rioplatense y las manifestaciones más contemporáneas del género.
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El caso de Philip Dick no es menos problemático. Si bien el interrogante por lo real se evidencia ya desde sus primeros cuentos, cuyo tema recurrente será la operación de los simulacros en la guerra (guerra que más que a menudo recuerda a la Guerra Fría), éste se tornará cada vez más un problema metafísico, un problema que descansará en la exploración del Idios Kosmos o mundo privado. De modo que la última etapa de la producción de Dick se caracterizará por la presencia de un sincretismo de elementos tecnológicos, filosóficos y místico-ocultistas que abrirá una nueva discusión sobre los límites del género. De este debate hemos de mencionar un polémico artículo de Stanislaw Lem, “Philip K Dick: A Visionary Among the Charlatans” (1975), que le valió el repudio de la Science Fiction and Fantasy Writers of America Inc (Capanna, 1992: 120). En su ensayo, tras criticar incisivamente a aquellos escritores que se apegan ridículamente a las normas del género en desmedro de la originalidad, Lem argumenta que los elementos “fantástico grotescos” propios de obra de Philip Dick, tan ampliamente discutidos y criticados por aquel entonces, como así también las contradicciones lógicas de su obra, no debían entenderse como una debilidad de ésta sino como una simple evolución del género, evolución que sólo pocos autores en lengua sajona han podido, según su criterio, llevar a cabo tan magistral y originalmente. De este modo, el estudio de Lem sentará las bases no sólo para una nueva mirada sobre la obra de Dick, sino para un nuevo abordaje del género. Es interesante señalar además que dicho artículo es traducido y publicado como corolario final en el número quince de la revista El Péndulo, último número editado en mayo de 1987. Valdría interrogarse sobre este gesto en futuros trabajos, ya que su presencia habilitaría una interpretación en términos de reivindicación de la ruptura y la evolución del género, evolución en la que se inscribiría la ciencia ficción rioplatense.13
13 Me interesa esbozar brevemente en esta instancia que gran parte de los artículos que Pablo Capanna escribe para las revistas El Péndulo y Minotauro (segunda época), como así también los artículos y ensayos que se traducen para publicar en ambas revistas, se orientan precisamente, si no a construir una aparato crítico, al menos sí a poner en el mapa narrativas que operan con paradigmas epistemológicos alternos (o que combinan modelos legitimados con saberes que se encuentran fuera del campo hegemónico), como así también nuevas teorías que tienden a buscar una integración entre la experiencia científica, la estética y la mística. Este problema es objeto de otro trabajo en preparación.
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En la ciencia ficción del Río de La Plata se conjugan diversos factores. Es acertada, en principio, la afirmación de Pablo Capanna de que la ciencia ficción rioplatense estaría poco vinculada con el elemento tecnológico que es tan frecuente en aquella rama de la ciencia ficción que más se ha popularizado y que ha tenido como lugar central el seno de la literatura estadounidense. Pero es destacable, sin embargo, que existe un interés llamativo por los tópicos científicos en la literatura argentina desde principios de siglo; sólo que debe tenerse en cuenta que a menudo éstos se encuentran entremezclados con los paradigmas del ocultismo, como sucede en los casos emblemáticos de Leopoldo Lugones y Eduardo Ladislao Holmberg. Así, los elementos científicos propios del paradigma hegemónico de la época, es decir, del positivismo, se combinarán con elementos de paradigmas alternos siguiendo una herencia que, creemos, es principalmente poeiana (o más ampliamente romántica).14 Dada esta tradición literaria, no es descabellado entonces que puedan establecerse lecturas comparativas entre las posteriores poéticas rioplatenses y la obra de Philip K. Dick, tradición que también explicaría (a pesar de que los primeros textos del autor cali14 En efecto, el hecho de que el movimiento romántico surgido a fines del siglo XVIII afirmase la primacía de lo irracional por sobre lo racional, no invalidó su recurrente reflexión teórica como así tampoco la postulación de una ciencia romántica cuyo acercamiento a los fenómenos ostentaba métodos e intereses diferentes a los de las ciencias positivistas (Gode von Aesch, 1947). Es notable incluso que la inquietud científica del romanticismo tuvo muchos tópicos en común con la ciencia que operó como canónica: el desarrollo temporo-espacial, la evolución de las especies y el problema del conocimiento, se presentan como los más importantes. Hemos de destacar que estas problemáticas serán objeto de reflexión para la ciencia ficción del siglo XX, tanto para aquella que se emparenta con las ciencias duras como para la que se vincula con las ciencias humanas, la metafísica y la religión. Así, la ciencia ficción heredaría del romanticismo (y no sólo del positivismo) su inquietud cognoscitiva. Más recientemente, Paolo D´Angelo (1999) ha postulado, de manera similar a Gode Von Aesch, la primacía de un interés cognoscitivo en el romanticismo. Será la experiencia estética, principalmente en el primer romanticismo alemán, el instrumento mediante el cual será posible penetrar en lo suprasensible, ya que ésta sería la única capaz de trascender los condicionamientos de la filosofía y de la ciencia. Sin duda alguna, como expresara M. H. Abrams (1975) esta preocupación romántica por legitimar la imaginación poética, o el arte en general, como un medio de creación (y no sólo de reproducción) del conocimiento y por lo tanto del mundo, respondió a una necesidad de revitalizar el universo material y mecánico que había emergido de la filosofía de René Descartes y de Thomas Hobbes y que había sido retomado por las teorías de David Hartley y los mecanicistas franceses de finales del siglo XVII. Hemos de señalar asimismo que, dentro de las críticas estrictamente del género, Darko Suvin (1984) detectará en los románticos ingleses una confluencia de imaginación y elementos tecnológicos de la época, lo cual constituirá, desde su perspectiva, un ejemplo de que la ciencia ficción tiene antecedentes en la poesía.
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forniano no tienen una explícita relación con el ocultismo) la temprana recepción del autor en Argentina. Como puede leerse en los textos de Mario Levrero, la preocupación científica tampoco está nada ausente; y no me refiero sólo a su evidente interés por las ciencias parapsicológicas (tan caras también a Philip Dick, por otra parte) sino también a que Levrero lee tópicos propios de la ciencia legitimada relacionándolos con creencias ocultistas, tal como sucediera con las poéticas “científicas” de fines del siglo XIX y de principios del XX (y, no está de más señalar, con mucha de la narrativa de la New Wave). Cito un fragmento que me resulta especialmente ilustrativo: “Hoy estuve pensando en el tema de los familiares de Burroughs, y lo asocié con ese redescubrimiento reciente de una materia, llamada por algún motivo «oscura», aunque es transparente, que coexiste con la materia que nosotros conocemos. Al parecer ocuparía los espacios vacíos o se entremezclaría con la materia conocida por una cuestión de menor densidad [...] Me imagino esa otra clase de materia, habitada por gente hecha con esa otra clase de materia, y la posibilidad de que, en ciertas condiciones, algo se pueda percibir desde uno de esos universos hacia el otro.”15 (Levrero, 2008: 412). 15 Transcribo el fragmento de El lugar de los caminos muertos de William Burroughs que Levrero cita anteriormente en La novela luminosa (y retoma luego para explicar casos que le son familiares), a fin de que se comprenda mejor la interrelación entre el tópico canónicamente “científico”, legitimadamente científico, y la interpretación místico-ocultista: “El fenómeno de la pareja sexual fantasma tenía un interés especial para él ya que había experimentado algunos encuentros extremadamente vívidos. Conjeturó que tales incidentes son mucho más frecuentes de lo que se suele suponer: la gente se muestra reacia a hablar sobre el asunto por temor a que les crean locos, al igual que en la Edad Media se mostraban reacios a admitirlo por miedo a la Inquisición. Sabía que los súcubos y los íncubos de la leyenda medieval eran seres reales y estaba seguro de que estas criaturas seguían aún activas […] La reputación maligna de las parejas fantasmas probablemente deriva en gran medida del prejuicio cristiano, pero Kim conjeturó que había muchas variedades de estas criaturas y algunas eran malignas, otras inofensivas o beneficiosas. Observó que algunas eran personas aparentemente muertas, otras personas vivas conocidas […], en otros casos desconocidas. Revisó los casos que pudo para averiguar si en el momento de tales visitas el…digamos…beneficiario era consciente del encuentro. En algunos casos no era consciente en absoluto. En otros, parcialmente consciente […] Concluyó que el fenómeno estaba relacionado con la proyección astral pero no era idéntica, puesto que la proyección astral generalmente no era sexual ni táctil. Decidió llamar a estos seres con el nombre general de “familiares” […] Sus estudios y sus encuentros personales
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La relación entre tópicos de la ciencia legitimada y las ciencias parapsicológicas u ocultistas es un factor central, como ya se ha sugerido, tanto en la poética de Levrero como en la de Dick; y el particular sincretismo de elementos será, en cada caso, una sacrificada vía de aproximación a lo real metafísico. Por esto, creemos que no sería en absoluto descabellado llevar a cabo un análisis que comprendiera una lectura comparativa de La novela luminosa y de la polémica Valis de Philip K. Dick (quien es, por su parte, invocado en forma recurrente en la novela de Levrero), que también conjuga ideas científico- místicas con elementos de la autobiografía. Paradójicamente, tal vez sea en obras como La novela luminosa, más que en sus textos estrictamente “ficcionales”, donde la impronta cientificista de Levrero se muestre abiertamente, en donde sea posible hablar de ficción científica más propiamente, esquivando las ambigüedades genéricas. Claro que esta obra es ficción científica a la manera de Dick: siempre provocando y llegando a los límites finales del género y, por qué no, de la literatura. La novela luminosa se orienta entonces hacia la scientia y consecuentemente nos muestra, muy a la manera romántica, que el conocimiento sensible, aquello que puede traducirse de la experiencia luminosa, no puede ser sino plasmado mediante fragmentos; de allí, la forma de diario. Por último, vale preguntarse qué sucede con aquellas manifestaciones de la ficción científica o epistemológica que se inclinan hacia los paradigmas alternos. Cabe decir que la formulación de este interrogante no se inaugura por primera vez con este trabajo, sino que ha valido los esfuerzos de la crítica especializada por más de tres décadas. En efecto, la discusión se ha orientado a delimitar qué puede entenderse como ficción científica, ya que, aunque tradicionalmente se ha argu-
le convencieron de que estos familiares eran semicorpóreos. Podían ser tanto visibles como táctiles. También tenían el poder de aparecer y desaparecer […] y entonces el chico se empezó a fundir lentamente dentro de él o más bien fue como si Kim entrara en el cuerpo del chico sintiendo los dedos de los pies y las manos arrastrando al chico cada vez más adentro y entonces hubo un clic fluido cuando sus columnas se fundieron en un éxtasis que era casi doloroso, un dulce dolor de muelas…y Kim se encontró solo o más bien sintió que Toby estaba totalmente dentro de él […] Kim concluyó que la criatura estaba sencillamente compuesta de materia menos densa que un humano. Por esta razón era posible la interpenetración.” (Levrero, 2008: 333- 334).
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mentado que la ciencia ficción comienza con la tecnologización de las sociedades occidentales a principios del siglo XX, es cierto que sus raíces la vinculan con otros géneros como el gótico; y no menos atinado es tener en cuenta que, simultáneamente a la pérdida de confianza en el racionalismo, reemergen en las poéticas de ciencia ficción paradigmas científicos alternos, como así también modelos epistemológicos de disciplinas como la filosofía, la metafísica y la antropología, que determinan la presencia de nuevas poéticas dentro del género. Este fenómeno nos invita entonces a revisar la idea tan fuertemente arraigada de que el ítem “ciencia” de la “ciencia ficción” se relaciona exclusivamente con lo tecnológico. Ahora bien, ¿debemos entender que toda ficción que se vea orientada por un paradigma científico, ya sea éste hegemónico o no en su tiempo, es ciencia ficción?, ¿es, por ejemplo, la Comedia de Dante ciencia ficción porque se encuadre dentro del sistema ptoloméico? Personalmente creo que los anteriores son interrogantes válidos y operativos para el desarrollo de un análisis pero que sería excesivo, por no mencionar carente de perspectiva histórica, considerar a textos como éste dentro del género. Sin embargo, creo que debe atenderse a que existe sí al menos un paradigma epistemológico alterno que con la emergencia del racionalismo positivista quedó en extremo relegado del escenario de la ciencia. De esta fuente se nutrirán las ficciones científicas o epistemológicas rioplatenses, las que, debido a su entrelazamiento con el género fantástico y al carácter periférico de sus elementos tecnológicos, han significado un problema para la reflexión crítica. Esta particularidad de las modulaciones de la ciencia ficción en el Río de La Plata (entre ellas gran parte de la obra de Mario Levrero), es decir, la funcionalidad de paradigmas científicos alternos tales como los que postulara primero el romanticismo y posteriormente el surrealismo, conjuntamente con su interés central por la exploración de lo real metafísico, las relacionará con las manifestaciones más contemporáneas del género en habla inglesa. Esto nos lleva a pensar una vez más en las lúcidas reflexiones de Pablo Capanna, quien hacia 1985 formularía un argumento cuya inclusión viene a cerrar perfectamente la idea que se pretendió postular en este último apartado:
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“Quizá el rasgo más común sea que nuestros escritores no hacen cf [ciencia ficción] a partir de la ciencia, como ocurre en los países industrializados en donde la ciencia es una actividad socialmente prestigiosa y la tecnología impregna la vida diaria; son escritores que se han formado leyendo cf y en cuyo mundo espiritual importan las convenciones y los mitos del género. Decir que aquí se hace cf a partir de la cf no es decir que se hace literatura de segunda mano; por el contrario, puede significar cortar camino hacia las corrientes más avanzadas del ámbito mundial.” (Capanna, 1985: 56, cursiva mía). Este “cortar camino hacia las corrientes más avanzadas” del género será estar indefectiblemente en una vanguardia cuyos factores de renovación traerán aparejados indudablemente nuevos problemas para la crítica.
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Raúl Escari, escritor, happenista Por Irina Garbatzky
I. En la portada del libro Happenings, compilado por Oscar Masotta en 1967, se lee esta frase: “Con hechos y textos de: Marta Minujín, Alicia Páez, Roberto Jacoby, Eliseo Verón, Eduardo Costa, Madela Ezcurra, Raúl Escari, Octavio Paz”. La mención de unos hechos en la portada, en la que Escari aparece como happenista, provoca pensar en el vínculo de sus “no-novelas” Dos relatos porteños (2006) y Actos en palabras (2007) con aquellos episodios de la vanguardia del ’60 que formularon preguntas acerca de la materialidad de la obra, su interferencia con la experiencia y sus límites. Ya en 1962 Susan Sontag historizaba ese “nuevo género de espectáculo, todavía esotérico”. El happening era una obra-evento que suponía una ambientación, una serie de acciones y de materiales. El artículo de Sontag hace una aclaración atrayente: “Los happenings son, según él [por Allan Kaprow, uno de los primeros happenistas], aquello en que su pintura se ha convertido” (Sontag, 2005: 341). El paso de la pintura a un acontecimiento semi-teatral se había dado en una serie de etapas: llevar a las galerías lienzos de gran tamaño provocando la inclusión del espectador, sumar objetos y materiales reciclados al espacio, crear modos de interacción con el público y planificar una secuencia de acciones. Este género, que pronto fue caracterizado como “teatro de pintores”, elaboraba por lo tanto una modificación en el imaginario temporal de la obra ya que su realización era absolutamente puntualizada en presente. El happening había hecho su aparición como parte de la reapropiación de la vanguardia clásica que hicieron los artistas estadounidenses de fines de los años cincuenta. Un retorno centralizado en la presencia de Marcel Duchamp y los efectos de lectura de su obra, provocadores
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el conceptualismo en el arte tambien vino a contra rrestar el dominio del campo visual. la retina la visualidad
de un “giro” que trastocó el modo de producción artística y que dio en llamarse “conceptual”. Según la crítica (Buchloh, 2004; Marchan Fiz, 1986; Lippard, 1973; Longoni, 2007a) dicho giro fue más que una mera tendencia. La idea de la obra como operación mental, antirretiniana, la valoración del proceso de trabajo por sobre su finalización y bidimensionalidad formaron parte de dicha reescritura duchampiana que Benjamin Buchloh (2004) sintetizó como la “comprensión de una producción que trascendía la definición limitada del ready-made como mera sustitución de las formas tradicionales por una nueva estética del acto de habla (‘esto es una obra de arte porque yo lo digo’)” (175). En ese proceso de transición de la obra como objeto a la estética como proceso, el término que buscó explicar estas producciones fue el de “desmaterialización”, una categoría proveniente del constructivista ruso El Lissitzky, quien la había utilizado para describir, ya en la década de 1920, la tendencia que debían adoptar los libros hacia los medios de comunicación de masas. Los artistas conceptuales de fines de los años sesenta, de manera descentrada —es decir, no sólo en Nueva York sino en diferentes puntos del Cono Sur (Longoni, 2007b)—, se reapropiaron del término para definir el rumbo que tomaba el arte después del pop (“después del pop, nosotros desmaterializamos”, advertía Masotta). Si bien la escritura de Dos relatos porteños implicó la producción de seis o siete textos antes de encontrar un programa, ni bien éste fue hallado fue colocado conscientemente como direccionalidad de trabajo. En el “prólogo” y el “epílogo” de este primer libro se especifican los criterios de verdad e inmediatez que conforman la escritura de un “mosaico autobiográfico. Un mosaico en construcción” (Escari, 2006: 11): “Muchas de estas páginas las compuse unas horas o, a veces, unos cuantos minutos después de haber vivido lo que cuento, en súbito descubrimiento de una conexión entre el hecho acontecido en el presente inmediato y un hecho remoto; el descubrimiento de un vínculo invisible con la otra situación; desplazamientos y movimientos del sentido.” (12).
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“El criterio de verdad al que me atuve en forma escrupulosa fue la columna vertebral del texto: contar lo que quería contar a condición de que hubiera ocurrido en la realidad, desde un punto de vista fáctico, grado cero barthesiano o cable de agencia noticiosa, escueto y obligatoriamente (insisto) fáctico; sin adjetivar en exceso; todas las palabras al pie de la letra.” (121). Al pie del guión conceptual, en Actos en palabras sistematiza dicho procedimiento manteniendo la inmediatez como “concepto rector”: la transcripción sin correcciones de una experiencia que provoca una conexión tanto con el presente como con el pasado autobiográfico. “Actos en palabras es un texto conceptual basado en una técnica que ya practicaba, pero no en forma sistemática, en mis Dos relatos porteños. Esta vez la aplico conscientemente y al pie de la letra, sin por ello verme restringido en la expresión por atenerme a ese concepto rector. El criterio que rige esta novela no novela es un criterio de inmediatez. Cada uno de los textos cuenta algo que acababa de ocurrirme. En principio no pasaban más de quince o veinte minutos entre lo vivido (el acto) y su escritura (las palabras), porque generalmente el acto transcurría en un café o caminando por calles aledañas a mi domicilio. Lo ocurrido podía ser de carácter físico, verbal o mental (pensamiento silencioso). […] Algunas veces la escritura y el pensamiento venían juntos y el acto y las palabras que lo nombran llegaban simultáneos. Otras veces la idea traía, agazapada, un recuerdo, una analogía, una reminiscencia o una conexión que podía llegar de lejos y se actualizaba con el acto vivido instantes antes de volverse escritura. […] Todo lo contado en el momento quedó tal cual: ninguna acción, pensamiento, descripción o diálogo fue modificado y se atiene, estricto, a la primera aprehensión de los hechos.” (Escari 2007: 7-8). La “transcripción de unos hechos” es asimismo una de las tareas de Masotta en el libro cuya portada citamos al comienzo. Se narran di-
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ferentes happenings, se transcriben sus guiones y se relata lo ocurrido para analizar los efectos de una estética de la simultaneidad. Según Masotta, a diferencia de la versión francesa de Jacques Lebel (vitalista, neoexpresionista, psicodélica; estereotipos que se encarga de desmontar sosteniendo que la simultaneidad no implica un desorden y que lo que el hombre contemporáneo teme “no es la irracionalidad del instinto sino la racionalidad de la estructura” [353]), los happenings realizados en Nueva York por Michael Kirby o por La Monte Young no tenían nada de improvisación y ponían en acción las pautas de redundancia, discontinuidad y ambientación propias del pop. El paso a la acción y al concepto se daba a partir de la composición de estructuras semánticas, operando de modo redundante y discontinuo. Entre los happenings recopilados, Masotta comenta aquel que Escari había llevado a cabo en el marco del grupo del Di Tella, en octubre de 1966, antes de viajar a Francia: “Entre en discontinuidad, el happening-recorrido […], responde en parte a la misma idea (la noción de redundancia en el Arte Pop). […] En cada esquina, en un texto en segunda persona, Escari describía eso que los ojos podían ver. Un mismo contenido […] podía ser apresado por dos niveles distintos, los ojos quedaban obligados a saltar de uno a otro, a percibir la diferencia entre el rumor sordo del lenguaje interior que acompaña la lectura de un texto escrito, y el duro palpitar de las luces y los ruidos de la calle.” (citado por Escari 2006: 111). Por discontinuidad se entendía la ruptura con los soportes artísticos tradicionales, mediante una redundancia informacional. La reiteración pop generaba sentido, en lugar de desarrollar un significado o una expresión subjetiva. Descubría la naturaleza significante del medio, en tanto reiteraba figuraciones del mundo ya reproducidas. De manera similar, los protocolos conceptuales de las “no-novelas” de Escari deparan la observación de redundancias. La primera resulta la de hacer de sí mismo, mostrar el acto biográfico sin representar un personaje o una personalidad exaltada. Disponer de la propia vida como material de uso y como soporte. Un tratamiento pop del yo opuesto a la subjetividad desgarrada del expresionismo; lo que
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Masotta denominaba una “subjetividad descentrada” (2004:120). Autopresentación prevista, por supuesto, en las premisas donde promete que “todo lo que escribió es cierto”, de acuerdo a la forma que impone el criterio de verdad. La segunda redundancia tiene lugar en la transcripción/reproducción de un acto. De nuevo, como en Entre en discontinuidad, la reiteración no busca la representación de una vida, sino la creación de otro tiempo-espacio sobre la experiencia “real” acontecida. Los elementos dispares se conectan y provocan “desplazamientos y movimientos del sentido” (Escari 2006:11). Al final de Dos relatos porteños Escari verifica cómo la consigna se cumple mediante un tipo inusual e inédito de la fragmentación del texto, ya que ocurre “dentro de la narración, y tiene un efecto destructor de lo que se está contando.” (121). Lo que se destruye es el relato continuo. Por lo cual leyendo a Escari se recuerda el ensayo “Literatura y discontinuidad” de Roland Barthes (1964), aquel que criticaba el desarrollo retórico para pensar una continuidad discontinua de las escrituras que, mediante estructuras y unidades combinadas, destruían el Libro, signado por las metáforas de ligazón, desarrollo y fluidez de una historia. Atentar contra esta regularidad, según decía, amenazaba la literatura como institución. Dicha pulverización de la narración es referida dentro de Dos relatos porteños en la anécdota de la entrevista para el diario El mundo. “Narrar ya no tiene sentido” (112-113) afirmó Escari, hecho que le valió el calificativo de “insolente” por Ernesto Sábato. Sin embargo, no creemos que Escari trate de hacer posible en el nuevo siglo aquello que en los sesenta provocaba un “estallido de furia”. La incorporación de la estructura discontinua y redundante no sólo aporta una direccionalidad de escritura sino también un modo de lectura que se extiende desde el presente hacia el recuerdo de los juegos de la infancia. Las invenciones y las representaciones rememoradas por el autor son reconstruidas con los elementos de dicha estética procesual-conceptual; como las obras artísticas de hielo (“Ponía en el fondo de la cubetera la imagen en colores de una rosa, recortada de una revista, y, al helarse, el agua la dejaba ver en transparencia” [23-24]) o las piezas teatrales (“que en realidad, sin saberlo, ya eran happenings” [28]) en donde se destacaba la ambientación: “mi personaje componiendo música, inmutable, ante una pequeña mesa redonda, a la débil luz del quinqué, en un gran cuaderno
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rayado” (29). “Me anticipaba así a muchos films de Andy Warhol, que consisten en un solo plano de un rostro ante la cámara o la imagen fija de un hombre durmiendo ocho horas”, agrega. La infancia resulta en sus recuerdos, a su vez, la posibilidad de la literalidad, el tiempo donde los significantes lingüísticos son percibidos únicamente como formas. El vestido celeste de la prima accidentada al plancharlo, inescindible del refrán “El que quiere celeste, que le cueste”, o la rosa y el jardinero del cuento de los Quintero, que, según dice, jamás alcanzaron la dimensión alegórica que poseían.16 En la memoria, los encuentros con la literalidad no dudan en enfatizar el placer por las palabras como soporte y el lenguaje como dimensión lúdica. Las tautologías de obras como Una y tres sillas de Joseph Kosuth, o Cuadrado rojo, letras blancas de Sol LeWitt, se articularían con esa dimensión lúdica-literal del lenguaje de la infancia que Escari recuerda. II. Dos relatos porteños multiplica las anotaciones adosadas al presente de la escritura. Son momentos deícticos que refieren únicamente al libro que se está escribiendo. Exhiben su mecanismo y evocan el “aquí y ahora” de un trabajo en proceso. Se trata de autorreferencias que abren la lectura a una experiencia táctil, como si la enfatización del tiempo presente enfocara al Escari happenista haciendo su libro conceptual y abriendo al lector su ejecución “en vivo”. 17
16 Se trata del apartado “Literalidad”: “De chico tomaba todo al pie de la letra. En su total literalidad […] El jardinero era un verdadero jardinero (y no un hombre enamorado de una mujer); la rosa era una rosa (no la mujer amada); […] Hoy sigo prefiriendo, de lejos, mi versión literal a la versión de adulto […]” (58). 17 “Tenía un álbum con tarjetas postales de actores y actrices, del que ya hablaré en el texto siguiente” (33), “una vez terminado este libro, entregué una fotocopia a (…) Francisco Garamona, quien leyó el manuscrito y al día siguiente me dijo que lo publicaba.”(64) “Cuando terminé el texto sobre los Autitos chocadores y Viagra, fui a comer al restaurante de debajo de mi casa y llevé conmigo la novela de Witold Gombrowicz”. A lo largo del libro se multiplican las referencias al propio libro que se escribe y a los lectores que lo están leyendo, por lo cual la lista de ejemplos podría prolongarse: “El reencuentro con León Ferrari después de treinta años de no vernos tuvo puntos en común con mi reencuentro, también en Buenos Aires, con Edgardo Cozarinsky, del que hablaré en Hagiografía, último apartado del libro” (102), “Ayer, sábado, me desperté un poco cafardeux, desalentado. Quería seguir con las correcciones de este libro y me faltaba energía.” (68), y otros.
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El pacto de lectura progresa así de lo autobiográfico18 a lo inmediato y secundariza el criterio de verdad por el de inmediatez, por cuanto el lector confía que el texto se compuso en conexión con un hecho acontecido recién. Lo que opera, según Alberto Giordano, es un “efecto de verdad” (2008:17), que resulta del ejercicio de contar, no ya de lo verídico, sino de lo auténtico de la experiencia que se actualiza, y que es propio de lo íntimo, ese afecto que genera la escritura a partir de ciertas desestabilizaciones. Giordano observa esta experiencia de lo íntimo en Escari en ciertas “epifanías silenciosas” (17) —el amor “terrible” por Copi, o el vínculo con el hermano, de quien reconoce que sólo habla a pie de página— y en el reconocimiento de un involuntario, e inconciente, pudor. Una articulación entre la experiencia táctil y la experiencia literaria puede pensarse, entonces, a partir de la desaparición.19 Omisión que no sólo refiere a su no-localización (la experiencia de la literatura es paradójicamente irreductible a un sujeto y a la vez propia e intransferible), sino que además se inscribe en un régimen artístico de lo ausente, propio del siglo XX. Al decir de Gèrard Wacjman (2001), el objeto del siglo no es ni un objeto industrial, propio de la modernidad, ni aun de las ruinas de la modernidad. A partir de los exterminios masivos, y a través de obras-faro, como la Rueda de bicicleta de Duchamp o el Cuadrado negro de Malevich, el objeto del siglo no puede leerse sino como un proceso de otorgación de sentido a fragmentos y restos, es por lo tanto irrecuperable y desaparecido, opera a partir de efectos y se multiplica bajo la forma del “sin”. Un urinario sin orina, un escurre botellas sin botella, define Wacjman pensando en Duchamp. De igual modo, las “no-novelas” de Escari se construyen a partir de lo que carecen: no sólo por ser novelas sin ficción sino por tratarse de
18 Estoy recordando por “pacto autobiográfico”, el concepto acuñado por Philippe Lejeune, con el cual describía el acuerdo entre el autobiógrafo y su lector de que todo lo que va a narrarse es verdadero. 19 En “La desaparición de la literatura” y “La búsqueda del punto cero” Maurice Blanchot (1992 [1969]) también indaga en esta idea de la literatura vinculada a la realización de una experiencia, y por lo tanto a una desaparición de la obra. El acontecimiento de la literatura sólo puede afirmarse si desaparece, y cualquier tipo de obra es sólo la búsqueda y el movimiento de sí misma.
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“relatos-sin-cotidiano”. Es decir, lo que busca primar en ellas es el acto inmediato pero concluido, ausente por definición.20 Con el cumplimiento de dichas pautas conceptuales estos libros involucran el acontecimiento de la literatura con otro acto, el que resulta de sumar un acontecimiento específico a las palabras adecuadas: un momento “desmaterializado” y en ausencia, pero fundamental para otorgar sentido a su concepto. Estas dos experiencias ocurren en un lugar indefinible y la vida de Escari no se afirma, entera y certeramente en ellas, sino que se desmiembra al presentarse, tornándose material de composición. Uno podría imaginar que en el conceptualismo inmaterial buscado por el Escari happenista, un otro Escari aprendió a ser escritor. III. Junto al principio de discontinuidad, Dos relatos porteños se ve atravesado por la ilusión de comunicación entre él y sus amigos, sus “lectores ideales” (64). Un anhelo de charla que subyace en todas las entradas y que permite, gracias a la escritura, que sea posible la realización simultánea de dos voluntades paradójicas, la del aislamiento del escritor y la del “berretín de figurar” (47). El público también responde al criterio de inmediatez: son inmediatos en tanto lectores que siguen el proceso de escritura, y amigos, familiares, de su círculo inmediato. La explicitación de este público y de su escritura inmediata convoca un espacio escénico, como se señaló más arriba, de acción “en vivo”.21 El acto de escritura, además, ya supone una performance singular y destruye la metáfora del sentarse a escribir. Desde apoyarse contra la 20 El “pasado” es entendido en términos de Escari como “concluido”: “Enfrenté el pasado en términos de pasado absoluto. Con ello quiero decir que abordé el pasado como tal, sin tener en cuenta que lo narrado ocurriese durante el Imperio Romano, en la India milenaria de hoy o en el Buenos Aires de hace quince días o tres horas… No hay modificación de óptica o de estilo narrativo entre pasado lejano y pasado próximo, puesto que la escritura, aunque llegue inmediatamente después de lo vivido es ya pasado tras su práctica” (2007:8). 21 Giordano señala que dicha performance acontece a causa del tono que el autor inventa y con el cual logra una intensificación de la vida al relatar sus distintos momentos. “Cuando Escari recuerda sus dramatizaciones infantiles […] además de fijar en las páginas del álbum de la memoria algunas experiencias, de vivirlas como nunca antes, bajo la presión de los afectos que lo habitan y lo mueven mientras las escribe […] se descompone y se reinventa en la escrituras de los recuerdos porque el tono con el que rememora presentiza el misterio de la indeterminación original” (2008:18).
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pared en el piso, como Copi, a estar de pie como Hemingway, las prácticas de escritura son evocadas como escenas de una “difícil tarea” (45). Sobre dichas escenas compondrá la propia: sentado en el bar tomando coca-cola o leyendo a Proust en la bohardilla de Marguerite Duras. La viñeta por la que se entrevé su figura escribiendo cumple con la cita de Vila- Matas: en el transcurrir de la performance de escritura, el límite entre la soledad y la comunidad se esfuma. 22 La escritura se involucra entonces con el deseo de la actuación, también remitido a la infancia. “Mi verdadera vocación era la de actor […] Quería ingresar en la Pandilla Marilín, una escuela dramática para niños, que dirigió Alfonsina Storni. Yo no debo de haberme mostrado lo suficientemente firme como para que mi madre terminara por consentir, o bien su negativa era inquebrantable. No sé. A cambio, montaba en mi casa obras teatrales (que en realidad, sin saberlo, ya eran happenings), con mi familia de público.” (28). Hemos mencionado que en la reconstrucción escrita las piezas teatrales de la niñez articulan un ambiente, un público y distintos elementos (cuarto cerrado de servicio + quinqué de kerosene equivalente a luna + personaje del músico componiendo a la luz de la luna + familia observando, por ejemplo) que recuerdan a la estructuración conceptual del happening. Como “La princesa que quería vivir”, aquella fórmula que insistía a lo largo de diferentes momentos de su historia (38), Escari muy pronto entrevió que la posibilidad que cualquier actuación le brindaba era la de vivir (otra vida); ser Bach componiendo a la luz de la luna, ser Audrey Hepburn cerrándose una campera. Como compensación a la carrera de actor frustrada la vía del happening y la performance le enseñó no a transformarse en otro, sino a transformarse en
22 “cuando más sentía que escribiendo estaba penetrando verdaderamente en un estado de soledad, más era cuando dejaba de estar solo, cuando precisamente comenzaba a sentir mi vínculo con los demás” (subrayado en el original, p. 46).
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sí mismo.23 Darse un concepto permitía además modificaciones éticas, vinculadas a la política de género: “Yo no miraba la carne de Sebreli. Lo que me atraía era un hombre que vivía su homosexualidad mientras yo estaba en conflicto o drama con la mía. Lo conceptual en mí no es una bandera ni un escudito, tampoco una escuela literaria como el nouveau roman. Lo que yo seguía en Sebreli era el concepto de homosexualidad.” (Moreno, 2006). Se trata del outing entendido como performance, no ya en el sentido artístico, sino como “acto realizativo” (Austin, 1955), performativo del cuerpo. En Cuerpos que importan (2002) Judith Butler desarrolla su tesis acerca de cómo la denominación externa del sujeto respecto de su género determina en él una serie de actos y gestualidades, los cuales asume, rechaza o acepta parcialmente. La “performatividad” es entendida como el acto en el que se debe citar una norma para ser considerado un sujeto viable, esto es, “no como un ‘acto’ singular y deliberado, sino, antes bien, como la práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra” (18). El outing, por un lado, y el otorgamiento de un “nom de guerre” son los dos actos performativos que Escari menciona como hitos en la vida de la loca, en tanto implican una denominación que es al mismo tiempo una transformación sobre sí y sobre quienes lo rodean. 24 23 “En un sentido más específico, el performer es aquel que habla y actúa en nombre propio (en tanto que artista y que persona) y de este modo se dirige al público, a diferencia del actor que representa un personaje y simula ignorar que no es más que un actor de teatro. El performer efectúa una puesta en escena de su propio yo, el actor desempeña el papel de otro” (Pavis, 1998:334). 24 Aunque se trate de un episodio que figura de manera oblicua a la escritura de sus libros, el relato que Escari realiza entrevistado por María Moreno resulta pertinente para pensar este vínculo entre experiencia y puesta en escena: “—Cuando estaba casi en coma yo estaba en el hospital con la China —así le decíamos a la madre— y en un momento me fui a un costado y me hice un joint. Ella me vio y como es una mujer muy inteligente, a pesar de su angustia, dijo: ‘¡Ay, Copi, Raúl se está haciendo un joint! ¿Querés?’ Copi ya no se movía. Ella le puso el joint en la boca. En la oscuridad del cuarto vimos el rojo del cigarrillo. ¡Lo estaba fumando! Después el médico le dijo al hermano de Copi, Damonte Taborda, ‘Esta noche quédense’. Estaban Juan Stoppani, su amigo Jean-Ives. Nos abrieron un cuarto y nos quedamos ahí alrededor de una mesa, esperando. Tomábamos whisky y fumábamos porros. De pronto vino una enfermera que parecía una pin-up. Damonte, que era muy buen mozo, muy de levantarse a todas, empezó a coquetear con ella. La enfermera pidió: ‘¿No podría tomar un poquito de
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IV. La apelación al criterio del texto conceptual y a la escenificación construida dentro del acto de escritura permite pensar que el efecto actual de lectura de las “no-novelas” de Escari evoca una serie de obras que se sustentan no sólo en el cruce interdisciplinar sino, fundamentalmente, en un protocolo de lo efímero y, por lo tanto, en una composición que se conjuga con lo ausente. Cuando las vemos sólo rescatamos esquirlas de experiencia. Al mismo tiempo, a la luz de los episodios del Escari happenista y antihappenista,25 las “no-novelas” provocan un reflejo retro y prospectivo: advierten múltiples entradas temporales a lo liminar en las artes y particularizan tensiones del enlace acción-literatura. Si bien no es el objetivo de este trabajo establecer una derivación entre un momento histórico y otro, sí se presenta la necesidad de pensar qué alcances posee la intromisión de distintas temporalidades “después del fin del arte” (Danto, 1999). En el caso de Escari, hasta donde hemos visto, los resabios del conceptualismo modelan su literatura, y ésta encuentra en sus operaciones un límite. La presentación de la propia vida como material de uso y la escritura como registro de una performance que media entre las palabras diarias y los actos desvanecidos, es el que hemos intentado localizar.
whisky?’ Con Jean-Ives nos miramos. Era una pieza de Copi. Mientras él se estaba muriendo, la enfermera se trataba de levantar al hermano y todos fumábamos marihuana y tomábamos whisky. Copi le dijo una vez a Facundo Bo: ‘Yo soy tan vanguardista que me tomó el sida primero que nadie’”. (Moreno, 2006, sin paginar. El subrayado es mío). 25 La desmaterialización del objeto artístico y el uso de los medios es lo que conduciría a Escari, Roberto Jacoby y Eduardo Costa a pensar en el progreso del happening y conducirlo a su opuesto, el “antihappening”. En el diario El Mundo y varias revistas (Para Ti, Gente, Confirmado) se anunció y se habló del “Happening para un jabalí difunto” que nunca ocurrió. Sólo tuvo lugar en el ínterin de las entrevistas a los artistas, de los lectores que lo creyeron posible, los comentarios pedagógicos y moralizantes de los medios (Verón, 2001). El anti-happening apuntaba al acontecimiento artístico sostenido por materiales “inmateriales”, como el rumor, las emisiones radiales o televisivas. Se planteaba como una instancia superadora de la dicotomía entre arte de acción y arte de concepto para pasar al arte de los medios de comunicación.
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Por una ética de la supervivencia
Un final feliz (Relato sobre un análisis) de Gabriela Liffschitz Por Alberto Giordano A Marta Ribeira, quien quiera que sea. ¡Oh, la espera! ¿No es un recurso fundamental de la tristeza? Gilles Deleuze, En medio de Spinoza
Hace tiempo dejamos de preguntarnos qué es la literatura, convencidos de que el anhelo metafísico que persigue el ser de lo literario sólo podría llevarnos, en el mejor de los casos, a un callejón sin salidas, y en el peor, al formalismo o a la penúltima variación —siempre quedará otra en reserva— de la moral humanista. El repliegue no afectó sin embargo el interés por ensayar formas críticas en las que se afirmen la singularidad y la fuerza de la literatura, que no es pero adviene, habrá advenido, como la certidumbre de un encuentro sin mediaciones entre vida y escritura. Cuando el lector caiga en la cuenta de que algo pasó a través de las palabras y la comprensión, un estremecimiento, una sacudida, la intensidad de su respuesta probará, sin necesidad de demostrar nada, la existencia sin ser de lo literario. Aunque haya buenos argumentos para declararlo caduco26, la inactualidad de este misterio continúa siendo una causa justa. El avance triunfal de los distintos culturalismos entre las filas académicas, con su generosa y bien intencionada expansión de las fronteras letradas, no hizo más que exaltar nuestros deseos de ambigüedad y anacronismo hasta lo perentorio. Un nuevo conservadurismo les disputa su lugar a los guardianes de la calidad y la distinción; se lo reconoce por la voluntad de suprimir diferencias para reclamar la igualdad de estatuto entre prácticas heterogéneas. No se puede dejar de intervenir en este conflicto que establece las condiciones actuales del estudio y la enseñanza en los departamentos de la literatura, pero 26 Ver, por ejemplo, Laddaga, 2007; en particular, la Introducción.
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hay una sola forma de hacerlo sin renunciar a la posibilidad de crear nuevos valores, de imaginar otros criterios de valoración. No importa si una obra o un texto tienen, por derecho, el mismo peso cultural que otros (un testimonio que un poema, una crónica que un cuento); cualquiera sea el que les atribuyamos, aplastará su existencia. La pregunta conveniente es la que desplaza el punto de vista de la valoración: qué pueden un texto o una obra sobre nosotros, sobre nuestra capacidad de pensar y sentir mientras rememoramos —en el sentido de acordarse y de recordar— lo que pasó en la lectura. La literatura adviene, habrá advenido, si el ensayo crítico se convierte en escritura de sí mismo. Como la exploración de lo singular pone a prueba la consistencia y el poder de lo colectivo, se podría decir que es la única forma de conocerlo íntimamente, no hace falta siquiera prestar atención a las acusaciones de solipsismo. Esta nueva “virada ética”, como la llaman los colegas brasileros,27 traslada la atención crítica desde las escenas de lectura montadas según los principios de la representación hacia una microfísica de lo performativo que observa las huellas y los rastros del hacer literario (la escritura como acto) en las superficies textuales. La suspensión de la pregunta por el ser (tarde o temprano volverá a instalarse, no se la puede suprimir definitivamente), deja el campo libre a la enunciación de cuestiones más inmediatas: para qué sirve hoy la literatura, qué formas toma en la actualidad la dialéctica entre sujeción y resistencia que el acto literario mantiene con la cultura. El estudio de las llamadas “escrituras del yo” es posiblemente el área que más beneficios obtuvo de los experimentos conceptuales que estimuló este desplazamiento. Además de lo que valen como documentos, las fabulaciones de sí mismo son performance de autor en las que la subjetividad se construye tanto como se descompone. El recurso al concepto de acto (autobiográfico, confesional, diarístico), con su lógica y su temporalidad singulares, aprehende las articulaciones más sutiles de los procesos autofigurativos porque también sigue el rastro impersonal de las experiencias que desdoblan y desvían su efectuación. 27 Estas reflexiones preliminares estuvieron motivadas, en parte, por la lectura del programa de un seminario sobre “O papel da literatura hoje” que Karl Erik Schollhammer dictó en la PUC-Rio, durante el segundo semestre de 2009.
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En el contexto del giro ético que tomó la crítica literaria en las últimas décadas (mucho influyó en esto su permeabilidad al discurso del psicoanálisis y a las filosofías del acontecimiento), una línea de investigación promisoria es la que enfatiza la dimensión “espiritual” de las escrituras de sí mismo. Llevar un diario o exponerse en una confesión son ejercicios que podrían servir, entre otras cosas, para que el escritor realice sobre sus pensamientos y sus conductas “las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad” (Foucault, 2001: 33). Como más adelante volveré sobre el estatuto paradójico de la verdad en una ética del cuidado de sí mismo, me limito a subrayar que en los ejercicios espirituales lo verdadero no se demuestra ni revela, se fabrica a partir de un trabajo de selección y desprendimiento que diferencia lo conveniente de lo que inmoviliza. ¿Y la literatura, se dirá, qué tiene que ver con esto? ¿Dejaremos librada a la coincidencia del escritor con el asceta la garantía de que una confesión pertenece a sus dominios? Por supuesto que no; entre otras razones, porque nada puede garantizar semejante pertenencia, ni la voluntad del sujeto ni la orientación de su práctica. El salto a la literatura depende de una decisión del lector, de su disposición a descubrir nuevas dimensiones de la experiencia y al poeta en el escritor. “Hay poesía cada vez que un escritor nos introduce en un mundo diferente al nuestro, y dándonos la presencia de un ser, de determinada relación fundamental, lo hace nuestro también. La poesía hace que no podamos dudar de la autenticidad de la experiencia de San Juan de la Cruz, ni de Proust, ni de Gérard de Nerval. La poesía es creación de un sujeto que asume un nuevo orden de relación simbólica con el mundo.” (Lacan, 1984: 114). Desde hace tiempo identificamos la dimensión en que se sostiene la autenticidad de una experiencia como la de lo íntimo. Un ejercicio espiritual puede convertirse en literatura si al leerlo entramos en intimidad con la intimidad del poeta que lo ejecuta, con el núcleo desconocido, y refractario al conocimiento, de su experiencia transformadora. Este anudamiento de ética y estética que supone la experiencia de lo íntimo es el lugar en el que quiero volver a situarme para especular sobre la potencia literaria de Un final feliz (Relato sobre un análisis) de Gabrie-
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la Liffschitz. El punto de partida (de recomienzo) será la asimilación de su estatuto genérico impreciso a la extraterritorialidad de las llamadas “literaturas postautónomas” (Ludmer, 2007). En la breve “Nota de autor” que antecede al relato, Liffschitz identifica el lugar de su enunciación. Aunque es escritora, esto no es una novela, y aunque se trata del testimonio de un final de análisis lacaniano, tampoco es un “testimonio del pase”. Para quienes conocen los rudimentos de tan curioso dispositivo, la segunda aclaración resulta innecesaria. La ausencia del marco institucional pertinente, la trilogía que componen el pasante, los pasadores y el Cartel que juzga la autenticidad del proceso, muestra por sí mismo que en la escritura de Liffschitz no están en juego ni el deseo ni la responsabilidad de un psicoanalista, ni mucho menos el interés en una promoción dentro de la EOL.28 Por eso cuando Paola Cortés Rocca afirma en el Prólogo, para probar su condición diaspórica, que Un final feliz “se sitúa exactamente ahí: en la entrada de ese género que se llama testimonio del pase…, pero sin cruzar el umbral” (Cortés Rocca, 2009: 8), no se equivoca pero sobreinterpreta, porque alude a un movimiento de retracción, de proximidad y distanciamiento simultáneos, que en verdad no ocurre. Ni en el texto, ni en la declaración preliminar. Aunque trata del cambio de vida gracias al análisis, del saber y la salud que se adquieren escuchándose como otro, Un final feliz es obra de alguien que se autodefine sin rodeos, casi ingenuamente, como “escritora”, en tanto construye personajes, historias e intrigas con la “intención de hacer la escritura y la lectura entretenidas” (Liffschitz, 2009: 21). También parece excesivo hablar de juego contaminante con los géneros porque la autora sostiene que la narración que vamos a leer no es una novela. Más que una declaración de ambigüedad, en sintonía con la “realidadficción” de la que habla Ludmer (2007), parece un gesto de sentido común y hasta de modestia, afín a la concepción retórica del arte narrativo —construir y entretener— en la que Liffschitz asienta su identidad profesional. Si bien su definición presupone el olvido de las controversias sobre el valor estético,29 “literaturas postautónomas” corrió enseguida la misma suerte de todos los conceptos que moviliza el discurso crítico, 28 Para una síntesis de los fundamentos y las etapas del dispositivo del pase, ver Cherni, 2002. 29 “A mí me gustan y no me importa si son buenas o malas en tanto literatura” (Ludmer 2007).
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convertirse en el fundamento de una valoración. Desprendido tanto de la buena como de la mala literatura, Un final feliz inquieta “como nos inquieta lo absolutamente inesperado: el carácter ficcional de lo real o el momento en que la ficción, por un instante, parece dar en el corazón de lo real” (Cortés Rocca, 2009: 18). Aunque me resisto al mandato de abandonar las viejas categorías de “autor”, “obra” y “estilo”, puedo deslizarme cómodamente en el interior de este argumento para asociar, en una misma interrogación, la potencia de lo inquietante y la fuerza con que el testimonio de Liffschitz transmite la intimidad de su experiencia analítica. Según un axioma perturbador que vale de contraseña para la comunidad lacaniana, el analista se autoriza a sí mismo en el acto de la interpretación. No importa cuánto sea el saber y la experiencia con los que cuente, la posibilidad de llegar a ser lo que es dependerá siempre de un acontecimiento inaudito al que sus palabras y silencios tendrán que servir como cámara de resonancias. Una exigencia parecida se le plantea, o le planteamos los lectores, a quien promete una narración de su análisis que no se desentienda de las paradojas que estructuran la experiencia del inconsciente (las de lo impropiamente propio y la íntima exterioridad). Si confía su autoridad a una formación de amateur y a la capacidad que tiene la memoria de atesorar vivencias significativas, es posible que componga un documento instructivo o una de esas apasionantes historias de diván que poco tienen que envidiarle a las mejores novelas psicológicas, pero seguramente perderá la ocasión de revivir mientras escribe los goces de la indeterminación y la ausencia de tiempo. Como cualquier otra, la del inconsciente es una experiencia que nadie vive, en la que se afirma un devenir impersonal del yo que el relato autobiográfico sólo puede evocar si se abandona a lo incierto. Es la lección de Felisberto Hernández: narrar como quien escucha la enunciación de los recuerdos con atención flotante, sin temor a pasar por estúpido, más bien cortejando la estupidez.30 Esta es la poética implícita en la decisión que toma Liffschitz de ir encadenando “retazos” del análisis sin someterlos a una lógica de la reconstrucción. Además 30 Lo mismo que Felisberto, Liffschitz no retrocede antes la estupidez, la sufre o la celebra como el precio que hay que pagar para acceder a lo verdadero. Solo que en su caso la tontería tiende a confundirse con un atributo encantador y, al desprenderse de lo que tiene de irritante o abyecto. pierde algo de interés.
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de preservar la distancia entre lo que sucedía y lo que se decantó como vivencia, quiere que oigamos el murmullo de lo que se repite a fuerza de inconclusión. La epifanía como principio constructivo, según la inteligente apreciación de Cortés Rocca, un arte de las apariciones misteriosas y persistentes. La novela familiar de Liffschitz se tramó con los motivos que vertebran la de cualquier neurótico (abandono, rechazo, expulsión), pero el ensañamiento en la distribución de lugares fue en su caso tan salvaje que tuvieron que intervenir grandes cuotas de convicción y valentía para que finalmente ocurriese el desprendimiento liberador. Desde un comienzo (hablamos de esos comienzos que jamás terminan), el personaje de la víctima se le ofreció como una posibilidad clara, bien definida, y extraordinariamente rendidora en términos de sufrimiento y autocompasión. ¿Quién hubiera sido capaz de sustraerse a su embrujo? Para colmo, la vocación sacrificial estuvo acompañada casi siempre por un envidiable espíritu de autodeterminación y una entrega muy activa a distintos emprendimientos sociales (de la militancia política a la producción de espectáculos). Cuando entronó en análisis, movida por el discurso de la queja y una angustia asfixiante, Liffschitz encarnaba el personaje de la víctima secreta por autosuficiente (de las que dejan a su paso un tendal de abandonados por miedo a que las abandonen). La reconstrucción, sobria y escueta, de la historia familiar y la silueta de la neurótica a punto de transformarse son funciones narrativas imprescindibles en un relato que se propone como testimonio de la potencia disuasoria del trabajo analítico: esas ficciones obstruían el acceso a la verdad (sería mejor decir no-verdad) del deseo, de ese escenario y ese papel había que desligarse. Contra lo que cree el sentido común, el análisis no tiene que ver con el conocimiento y el control de sí mismo. Es un aprendizaje de la desorientación, un ejercicio conjetural (nadie sabe si lo cumple hasta que lo cumplió) que reaviva las ganas de soltarse y dejarse llevar. Una ascesis paradójica, porque la depuración se pone al servicio de lo indeterminado y no del autodominio. La salida de análisis (no hablo de fuga ni de interrupción) muestra que la superación de los conflictos era un vía ilusoria, contraproducente. El buen camino, indirecto, impensado, es el que lleva de la soledad como padecimiento (esa soledad que es un efecto inmovilizante de la omnipresencia de los Otros) a la soledad como disposición para lo nue-
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vo. De una a otra, el desprendimiento de lo que hasta entonces pasaba por evidente (que lo perdido es irrecuperable y lo deseado, imposible), culmina en la más radical de las experiencias, la de la impersonalidad. El que renuncia a escuchar en la invocación de lo Otros un mensaje personal, deja de saber con certeza quién es y hacia dónde va. “Ahora tenía alguna posibilidad de callarme y de escuchar los significantes porque aunque me significaran, y hablaran de mí, no me condenaban, solo estaban ahí, todos esos fantasmas, todas esas palabras ajenas habitantes de mi discurso y de mi vida, todo eso estaba ahí y decía de mí, pero no era yo.” (Liffschitz 2009: 76). Que la jerga31 lacaniana no entorpezca al lego la comprensión de algo fundamental: lo que Liffschitz aprendió en su análisis después de transformarse es que a la historia personal no se la cambia, ni siquiera se la comprende, es cuestión de sacársela de encima, aun a riesgo de extraviarse. Las voces que interpelan a la víctima reavivarán los fantasmas de la humillación y el ultraje hasta el final de los tiempos, pero la que se convirtió en misterio y posibilidad dejó de responder. Un final feliz está escrito en la inminencia de una doble desaparición. La primera tiene que ver con los recuerdos del fin del análisis, con la insistencia de un acontecimiento que transformó en sobreviviente a quien estaba muerto en vida. “La supervivencia no es sólo lo que queda: es la vida más intensa posible” (Derrida, 2007: 50). Liffschitz escribe para testimoniar, y también para celebrar, cómo fue que dejó de ser (la victima) y aprendió a contar con la intrusión de lo desconocido en lo más vivo del presente. La otra desaparición inaplazable (tal vez no sea más que una reduplicación de la primera) es la que se anuncia en las metástasis de un cáncer terminal. Mientras escribe, Liffschitz no sabe si alcanzará a terminar el libro. Va a morir pronto, pero como decidió no esperar la muerte, sino más bien contar en cada momento con la intrusión de lo póstumo (esta sabiduría le debe mucho al fin del 31 Cuando digo “jerga” no pretendo sonar despectivo, sólo preciso. El mismo nombre se le puede dar a la trama bastante deshilachada de conceptos metapsicológicos que uso en este ensayo.
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análisis), se cuida de que el apuro no debilite la fuerza del entusiasmo. Como en los tiempos de la militancia trotskista, la exaltación y la prisa se mezclan bien cuando hay propósitos nobles, aunque al tratarse de un análisis, la complejidad, y sobre todo la rareza, de lo testimoniado se resiente a veces con los excesos de esquematismo. Un amor de transferencia.32 También éste, con sus resonancias sentimentales, habría sido un buen título para el libro de Liffschitz. Un final feliz tiene su héroe, Jorge Chamorro, al que la autora le atribuye dotes de desarmador repentino y cirujano de fantasmas casi infalible. (Si en este párrafo o el que sigue ironizo a propósito del lacanismo —los amigos que integran la parroquia me persuadieron sobre la necesidad de tales irreverencias—, no dejo de comprender, y de encontrar conmovedor y merecido, el enorme agradecimiento que Liffschitz manifiesta a Chamorro en las páginas de su testimonio.) La construcción del analista lacaniano como personaje misterioso y desconcertante es la apuesta narrativa más fuerte y exitosa a favor del entretenimiento. La existencia de una contrafigura risible, las psicólogas freudianas que Liffschitz tuvo que frecuentar desde la infancia, refuerza el efecto. De cómo las buenas intenciones se llevan mal con la experiencia del inconsciente: esas pedagogas del alma la contenían y aconsejaban, la instaban a comprender, pero dejaban indemnes, cuando no más poderosas, las evidencias angustiantes. Contra ese horizonte femenino que deprime y enoja de solo recordarlo, se alza la estampa viril del analista lacaniano, una presencia numinosa, al mismo tiempo inaccesible y tutelar. No se lo puede comprender, pero se cuenta siempre con su asistencia al borde del abismo. Además de reconstruir, a modo de ejemplos persuasivos, un puñado de intervenciones sorprendentes (cuando Chamorro parecía que le hablaba a otro, un otro alojado en el discurso de la víctima), Liffschitz se divierte recordando la rareza, a veces la estupidez, de algunos gestos y costumbres de su analista. La dinámica aleatoria de las “sesiones breves”; los comentarios que no venían al caso en la despedida (sobre películas, libros o lugares para ir de vacaciones): el fajo gordo de billetes y la pregunta “¿Cuánto le tengo que dar?”, en el momento del pago (tal vez se trate de una regla no escrita entre los practicantes 32 Este es el título que eligieron los editores para la publicación del diario en el que Élisabeth Geblesco registra, entre 1974 y 1981, sus sesiones de control con Lacan.
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ortodoxos, porque, según recuerda Elisabeth Geblesco, Lacan también exhibía, e incluso contaba, durante las sesiones grandes y envidiables cantidades de dinero.33) A veces Liffschitz se entusiasma demasiado mientras recuerda los golpes de significación que Chamorro daba en las sesiones y monta escenas de sugestión más que de transferencia. Lo que el relato gana en términos de intensidad novelesca lo pierde en eficacia persuasiva. ¿Valdría la pena pasar por un análisis como éste? “…una vez, en la sesión, dije algo que ya no recuerdo pero que me salió con un tono enojado o algo así. Él cortó la sesión y yo me quejé —no quise que sonara de esa forma. El psicoanálisis, dijo, tal vez me advirtió, es la distancia entre el dicho y el decir. Sonriendo y con tono de ‘cagaste’.” (Liffschitz, 2009: 80). Este analista parece que sí despliega el poder del que dispone y que muchas veces le otorga el mismo analizante. No se conforma con representar la autoridad, en ocasiones también la ejerce a través de máximas que, como se suele decir, ponen la tapa (“El psicoanálisis es…”).34 El ritual de las sesiones breves, que duran unos pocos segundos si él lo decide, como decide el orden en que ingresan los que están esperando (todos fueron citados más o menos a la misma hora), no diría que condiciona, pero sí que propicia la instalación de simulacros de poder. El recurso metódico a la contingencia hace que la escena parezca montada para que el analizante se sugestione con la creencia en un interlocutor eminente. Sin traicionar en un punto la letra del testimonio, María Moreno conjetura que Liffschitz apuró el fin del análisis para no dejar que la muerte tomara la iniciativa. “¿Ella simplemente no fue más antes de no ir más a ninguna parte?” (Moreno, 2005: 327). El temor a demorarse y perder la ocasión de poner el punto final, también afectó la composición del relato en varios sentidos, pero no en el tono, que es lo que más importa: ni siquiera cuando anticipa la orfandad de su hija, Liffschitz 33 Ver Geblesco, 2009: 33. 34 “El analista se limita a representar la autoridad —lo que deja al sujeto la elección de reconocerla o recusarla—, pues al mismo tiempo no ejerce esa autoridad” (Mannoni, 1982: 62).
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pierde el entusiasmo sereno, la aceptación (admirablemente activa, sin resentimientos) de que incluso en la inminencia del fin, gracias a lo que esa inminencia revela, hay posibilidades.35 La aceleración inevitable nos privó sí de un registro cuidadoso de las torsiones, las sacudidas y los repliegues que habrán agitado el ánimo de la escritora hasta alcanzar el equilibrio inestable de la supervivencia. “Cada mujer responde a la crisis que trae a su vida el cáncer de mama a partir de un esquema general, que es el diseño de quién es ella y cómo ha sido vivida su vida” (Lorde, 2007: 1). Cada una responde de acuerdo con su capacidad para transformar la obligación de dar respuesta en un experimento afirmativo. No importa cuánto sepan sobre la génesis y el andamiaje de lo que llegaron a ser, incluso si lo ignoran por completo, les convendrá hacerse responsables por eso en lo que se están transformando si no quieren perder el aliento antes de estar muertas. Las que, como Liffschitz y Lorde, se estuvieron ejercitando en el amor a la vida, es decir, en el amor a la plasticidad y la reducción del egocentrismo, cuentan con la ventaja de un buen entrenamiento. Hay otras que naufragan en remolinos de pasividad porque confían la salud de los impulsos vitales a la voluntad de comprensión: creen que si descubren el sentido de la enfermedad (como si lo tuviera), estarán más cerca de curarse. La dificultad para reconocer lo que sucede porque sí es una vía tortuosa que lleva a la impotencia, cuando no a la auto-inculpación. Con tal de que haya causa, la enferma está dispuesta a ocupar ese lugar.36 Lo más terrible es que existen terapias, de las llamadas “alternativas”, que promueven estos martirios. Un final feliz las denuncia con oportuna violencia. La confusión de límites entre lo personal y lo colectivo es una causa política que orienta la escritura del testimonio. Liffschitz y Lorde actúan como maestras de vida porque ofrendan a las demás mujeres la memoria de sus aprendizajes y su metamorfosis. No lo hacen ocupando lugares de magisterio, sino apropiándose activamente del lugar en 35 La intención de legarle a la hija los tesoros del desprendimiento y la incertidumbre mantiene la entonación ligera más allá del dramatismo de las circunstancias: “Y la veo, y veo todo lo que tiene y otra vez agradezco al análisis haber podido dejar que tome esto que tiene (…) Me alegro al punto de desentenderme de ese futuro remoto, y aferrarme a su contagiosa felicidad actual, ajena a mí en lo esencial, que finalmente no sé nada de ella” (Liffschitz 2009: 94). 36 Es el caso de Ágata Gligo en Diario de una pasajera. Ver Giordano, 2009.
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el que las puso el deseo de supervivencia. Una acumula epítetos que subrayan su marginalidad (“feminista lesbiana negra”) y cuenta con una red de amor de mujeres para que la sostenga en la caída. La otra es, de un modo intransferible, cualquiera y cuenta, en primer lugar, con la red del amor de transferencia. Las dos enseñan que no conviene sentirse ni hacerse víctima de la enfermedad (la muerte no merece regalos), porque hasta un cáncer de mama brinda condiciones irrepetibles para la investigación y la recreación de sí mismo. “La enfermedad es una situación. La posición ética no renunciará jamás a buscar en esa situación una posibilidad hasta entonces inadvertida. Aunque esa posibilidad sea ínfima. Lo ético es movilizar, para activar esa posibilidad minúscula, todos los medios intelectuales y técnicos disponibles” (Badiou, 2006: 43). Se empieza por declinar las supersticiones del todo y la identidad, que tarde o temprano sentencian a muerte, para no ser la enferma ni permitir que el cáncer se convierta en el eje de la vida. Después, hay que nadar a favor de lo indeterminado, o flotar a la deriva, que es casi lo mismo, para tomar las cosas como vienen, sin anticipaciones. La escritura se erige como testimonio de supervivencia si realiza en sí misma, y no sólo representa, la posición ética del sobreviviente. Antes de pensar en otras mujeres a las que su convivencia agonal con el cáncer pudiera servirles de inspiración, Lorde experimenta diariamente, en el cuaderno que comenzó a llevar seis meses después de una mastectomía, modos de integrar la muerte con la vida, que ni la ignoren ni cedan a ella. Observa el dolor, lo sufre y se queja, pero también lo interroga, lo depura de melancolía. No quiere gastar tiempo y fuerzas en hacer un duelo por la pérdida del pecho; los necesita para trabajar contra la ansiedad, que es, dice, una entrega a lo sin forma ni voz. Escribe sobre el miedo que despierta la proximidad de la muerte, y un día, mientras lo hace, descubre que el miedo también puede ser un aliado, porque le da “otra amplitud a la vida” (Lorde, 2007: 8).37 En Un final feliz, el apuro y la perspectiva de la rememoración presentan la posición del superviviente como un hallazgo casi inmediato. El escamoteo del proceso no afecta la claridad de las definiciones, pero la falta de ambigüedades conspira, si no contra el acuerdo, 37 Al mismo descubrimiento asistimos en el Diario de otra superviviente, Rosa Chacel: la vida es “una cosa que, cuando no está amenazada, no se siente” (Chacel, 2004: 283).
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contra la posibilidad de que el lector participe de la experiencia aludida dejándose llevar también por fuerzas imprevistas. No tuvo que costarle demasiado a Liffschitz aceptar este recorte del horizonte estético, considerando la generosa ampliación que ya habían operado sus dos libros de textos y fotografías sobre la enfermedad publicados anteriormente. Recursos humanos expone una serie de autorretratos en lo que Liffschitz posa desnuda, o adornada con fetiches eróticos, después de la mastectomía del pecho izquierdo. Entre las fotos se intercala una serie de textos que comenzó a escribir en el hospital, la noche antes de la mutilación, para distraerse de la espera, para convertir la espera en actividad. Son prosas poéticas, más que testimoniales, escritas casi automáticamente. Algunas proyectan la composición de las fotos que vendrán después, en un rapto de imaginación y audacia que el libro reconstruye en su comienzo. Todo empezó como un juego o una travesura secreta, sin propósitos definidos, salvo los de prolongar la observación de la herida por otros medios, además de la escritura, para acompañar su movilidad. “Que esta mutación (su observación) haya sustituido a la mutilación, es decir, que en esa explanada yo haya podido ver el movimiento y no la ausencia (de femineidad, de sensualidad) fue el factor que me permitió tener una posición también activa —y creativa— con relación a este nuevo momento de mi vida, a mi sensualidad y a mi sexualidad.” (Liffschitz, 2000: 6). La idea de la publicación fue del oncólogo: otras mujeres podrían beneficiarse también con su creatividad, contar con la fuerza de su experimento para interponerle a la exigencia de prótesis un recurso liberador. En el reino de lo banal y los intereses espurios, la imagen de una mujer bella con un solo pecho “es considerada depravada, o, en el mejor de los casos, bizarra” (Lorde, 2007: 56). Antes de incorporarse soberanamente a la escena jurídica de la denuncia y el alegato, las fotos de Liffschitz son hallazgos confesionales38 en los que lo estético prevalece todavía sobre lo político y le impone su ética. 38 En el sentido de la confesión como búsqueda de una verdad que no humille la vida, que la enamore y la transforme. Ver Zambrano, 1995.
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Hay que resistirse a encarnar la herida para poder hacer cosas con ella, y para dejar que la herida misma hagas sus cosas, cambie de apariencia y significación transmutando la carne vulnerada en pantalla o lienzo. Cuando se suspenden las identificaciones, la cicatriz actúa como un signo inestable y proteico, no sólo como vestigio de la mutilación o índice de la agonía. Representa lo sustraído, pero también anuncia con trazos vacilantes la posibilidad de quién sabe qué metamorfosis. En Efectos colaterales, una especie de extensión del primer libro que añade textos y otra serie de autorretratos tomada entre sesiones de quimioterapia, Liffschitz observa incluso la potencia del dolor, registra sus expresiones, como quien palpa un cuerpo incandescente, lo explica. “Pero no para halagarlo, sino para destruirlo” (Liffschitz, 2003), porque si el dolor se instala, el proceso de la supervivencia podría bloquearse. Del lado de la lectura, parece imposible que la experiencia se frustre por un exceso de identificación. La mirada que se desvía inmediatamente de la cicatriz y la que persigue el recorrido de las mutaciones, cada una a su modo afirma el poder magnético de lo imaginario y la fuerza con que las imágenes preservan el distanciamiento. La ausencia del pecho sólo funciona “como límite inicial que determina el momento en que el ojo comienza a leer” (Vaggione, 2009: 123). Si la tensión de la mirada no decae, pronto ocurre el descentramiento. Entonces lo que se ve es, al mismo tiempo, un cuerpo mutilado, un cuerpo bello, un cuerpo de mujer, un cuerpo andrógino, un cuerpo de niña. En la mayoría de las tomas, uno de los brazos aplasta la turgencia del pecho impar hasta borrarlo de la escena: la astucia mujeril para el arte de la pose al servicio de la exhibición y no del ocultamiento o la suplencia de la falta de atributos femeninos. El análisis es una escuela de relativismo. Quienes lo practican aprenden “que la verdad personal es solo una particularidad de cada uno, un rasgo a veces-casi siempre- rayano en el absurdo. Resulta inaplicable a nadie más” (Liffschitz, 2009: 70). Si no con sangre, la letra de esta lección se graba en los gestos y las actitudes con trabajo. La fórmula es inapelable: renunciar a lo evidente y recrearse a partir de lo desconocido. Porque nadie suelta las verdades que dirigen la administración de justicia según los cánones de la historia familiar, por dolorosas que le resulten, si no confía en la posibilidad de fabricarse
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una verdad solitaria que no debilite, o al menos no obstruya, la afirmación de sus potencias creadoras. Esta verdad ya no tiene que ver con un estado de cosas personales, sino con una decisión respecto de lo que acontece. Es cuestión de escucharse como otro. Parece sencillo, pero lo cierto es que no se alcanzan los extremos de la propia impersonalidad sin un esfuerzo considerable (y eso que están ahí nomás: velados por las palabras con las que conversamos). En Un final feliz Liffschitz discurre sobre esto, pero es en la composición de los autorretratos donde se deciden las verdades que atañen a su experiencia. La forma en que coincide el pudor con el exhibicionismo, la tensión que el miedo le imprime al cuerpo de la guerrera, imponen la presencia del sobreviviente como sujeto esencialmente ambiguo, revitalizado por la proximidad de la muerte.
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Referencias bibliográficas Badiou, Alain (2006). “Ética y psiquiatría”. En Reflexiones sobre nuestro tiempo. Buenos Aires, Ediciones del Cifrado, 2ª ed.; pp. 37-43. Chacel, Rosa (2004). Diarios. Obra completa Volumen IX. Palencia: Fundación Jorge Guillén. Edición de Carlos Pérez Chacel y Antonio Piedra. Cherni, Nora (2002). “La EOL [Escuela de Orientación Lacaniana]: una Escuela con Pase”; reproducido en: www.eol.org.ar/template.asp?Sec=el_ pase&SubSec=presentacion&file.htm Cortés Rocca, Paola (2009). “Prólogo. Esto no es una pipa”, en Liffschitz, Gabriela. Un final feliz (Relato sobre un análisis). Buenos Aires, Eterna Cadencia; pp. 7-18. Derrida, Jacques (2007). Aprender por fin a vivir. Entrevista con Jean Birnbaum. Buenos Aires, Amorrortu. Foucault, Michel (2001). La hermeneútica del sujeto. Curso en el Collège de France (1981-1982). Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica. Geblesco, Élisabeth (2009). Un amor de transferencia. Diario de mi control con Lacan (1974-1981). Buenos Aires, El cuenco de plata. Giordano, Alberto (2009). “En tránsito a ningún lugar. Sobre Diario de una pasajera de Ágata Gligo”. En Iberoamericana 35; pp. 57-63. Lacan, Jacques (1984). Las Psicosis 1955-1956. El seminario de Jacques Lacan Libro 3. Texto establecido por Jacques-Alain Miller. Barcelona, Paidós. Laddaga, Reinaldo (2007). Espectáculos de realidad. Ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las últimas décadas. Rosario, Beatriz Viterbo Editora. Liffschitz, Gabriela (2000). Recursos humanos. Buenos Aires, Filòlibri. Liffschitz, Gabriela (2003). Efectos colaterales. Buenos Aires, Norma. Liffschitz, Gabriela (2009). Un final feliz (Relato sobre un análisis). Buenos Aires, Eterna Cadencia. Lorde, Audre (2007). Los diarios del cáncer. Rosario, Hipólita Ediciones. Ludmer, Josefina (2007). “Literaturas postautónomas 2.0”. En www.pacc.ufrj.br/z/ ano4/1/htm. Mannoni, Octave (1982). “Psicoanálisis y enseñanza (siempre la transferencia)”. En Un comienzo que no termina. Transferencia, interpretación, teoría. Barcelona, Paidós. Moreno, María (2005). “Gabriela Liffschitz. La cifra impar”. En Vida de vivos. Buenos Aires, Sudamericana. Vaggione, Alicia (2009). “Enfermedad, cuerpo, discursos: tres relatos sobre la experiencia”. En Carlos Fígari y Adrián Scribiano (Comp.). Cuerpo(s), Subjetividad(es) y
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Conflicto(s). Hacia una sociología de los cuerpos y las emociones desde Latinoamérica. Buenos Aires, Clacso-CICCUS. Zambrano, María (1995). La confesión: género literario. Madrid, Siruela.
Sergio Bizzio: el presente entre la novela y la televisión Por Mariana Catalin “Lo que caracteriza nuestra actualidad, que poco merece ser llamada, para retomar un verso de Mallarmé, un ‘bello hoy’, es la ausencia de todo presente, en el sentido de presente real. Los años posteriores a 1980 se asemejan a lo que el propio Mallarmé, justamente, dice de los años posteriores a 1880: ‘Falta un presente’”. Alain Badiou, El siglo, 1 de marzo de 2000.
I. El lugar ambiguo de la televisión en los discursos sobre el presente En un artículo publicado en Buenos Aires en 1999, Hal Foster retoma el concepto de posmodernidad para preguntarse sobre su utilidad en el nuevo contexto que implicaría el cambio de siglo. Si bien el análisis de cómo diversos factores pueden hacer pasar de moda un concepto es fundamental (y aquí habría que ver cómo conviven el rechazo a lo nuevo como valor que se defendió desde diversas teorías sobre el posmodernismo y la tensión entre nuevo y novedad puesta en el centro por Theodor Adorno y retomada por Peter Burgüer para pensar las vanguardias), lo que me interesa del artículo de Foster es la periodización que arma y los ejes que elige para observar las singularidades de los diferentes períodos. Las décadas de Foster son 1930, 1960 y 1990; los ejes para captar los pasajes son las concepciones occidentales del sujeto individual, del otro cultural y la relación entre tecnología y cultura. Y, en una nueva selección de estos tres ejes, me interesa en particular el último, en la última década, y las preguntas que Foster formula en torno a él: “¿El nuestro es un mundo mediático de generosa interacción, tan inofensivo como un retiro de dinero de un cajero automático o una navegación por internet, o es un mundo de disciplina invasora, cada uno de nosotros un “dividuo” electrónicamente
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rastreado, genéticamente registrado, no como una política de un maléfico Hermano Mayor sino como una cuestión administrativa cotidiana? ¿El nuestro es un mundo mediático con un ciberespacio que torna los cuerpos inmateriales, o es un mundo en el cual los cuerpos, en absoluto trascendidos, están marcados, a menudo en forma violenta, según diferencias raciales, sexuales y sociales? Claramente, ocurren ambas cosas al mismo tiempo, y esta nueva intensidad de desconexión es posmoderna.” (Casullo 2004: 324). Se utilice o no el concepto de posmodernidad, la mención de las nuevas tecnologías es un elemento central en las reflexiones que intentan hacerse cargo del contexto actual. Lev Manovich en su libro El lenguaje de los nuevos medios de comunicación define las cinco características que determinarían la lógica de los nuevos medios, que son a la vez productores y productos de la transformación de la cultura en cultura electrónica: representación numérica, modularidad, automatización, variabilidad, transcodificación. Es decir: informática, computadoras, internet; la informatización de la cultura. La televisión ocupa un lugar ambiguo en todo el libro. La televisión, en tanto tecnología, parece suponer ese lugar paradójico (que se puede leer entre líneas en los datos que Manovich reúne a propósito de la informática, pero que al autor no le interesa explicitar). La televisión no define enteramente el presente pero tampoco puede ubicarse en el pasado. Si por una parte, es deudora y continuadora de los medios técnicos centrales de la modernidad, como lo fueron el cine y la fotografía, en la medida en que muestra una sucesión de imágenes con las que el espectador no puede interactuar (es decir, no posee la lógica de la interfaz), al mismo tiempo es el primer medio electrónico que difunde ampliamente una “pantalla en tiempo real”. Y, sin embargo, mantiene cierta lógica de la “pantalla dinámica”, que es propia del cine (Manovich, 2006: 149-150).39 Un lugar igual de paradójico ocupa en la teoría: si Guy Debord coloca lo televisivo en los setenta en el centro de una sociedad del espectáculo que 39 Lev Manovich lista los hechos pero no analiza el papel que puede otorgársele a la televisión si uno “lee” esos hechos: el caso claro es el fenómeno de zappeo. Si por una parte la interfaz de usuario es limitada, la posibilidad del cambio rápido de canal se asemeja a la desestabilización que supone el despliegue de ventanas coexistentes en la pantalla del ordenador, antes que esa desestabilización se expandiera como tal.
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sigue planteando en términos de alienación, Jean Baudrillard, desde otra perspectiva, la coloca en el centro de la sociedad simulacral, que ya no puede pensarse según las categorías de realidad y de representación que han regido el S. XX. Si para Manovich, la informatización de la cultura redefine la cultura visual ya existente, es cierto también que la televisión parece adelantar, vehiculizar y expandir ciertos aspectos de esa lógica, de manera diferente de lo que podrían hacerlo las redefiniciones del cine y la fotografía. En ese camino se orienta el análisis de Martín Kohan (2001) sobre la transmisión del atentado a las torres gemelas en simultáneo con el reality show argentino, y las realidades que se ponen en cuestión. Y esto implica no sólo pensar en la expansión de cierta lógica de la cual la televisión sería la principal distribuidora, como piensa Frederic Jameson a propósito de la expansión y normalización de la imaginación catastrófica (Casullo, 2004: 273) o Carlos Monsivais en referencia a la representación de la violencia latinoamericana mediante la ideología del determinismo fatalista (Rotker, 2000), sino también, como hace Kohan siguiendo a Paul Virilio, reflexionar sobre velocidades de propagación de la información que afectan las capacidades perceptivas y sobre los modos en que las imágenes televisivas de un evento de alcance mundial que se articula con otro de masividad local se tensionan entre realidad e irrealidad (interactuando necesariamente y al mismo tiempo con el principio de realidad que rige la televisión). En un contexto diferente al que se le planteaba a McLuhan en los sesenta, y desplazando, especificando y complejizando, los debates a través de las nuevas reflexiones teóricas y la puesta en juego de aparición de nuevos medios técnicos, las preguntas de Manovich y de Kohan confluyen: ¿cuáles son los códigos que regirán (o rigen ya) la percepción, la construcción, de la realidad, en relación con los nuevos medios de comunicación? II. Hacia atrás: inicios de una discusión Sin duda pensar hoy el lugar de la televisión, o de lo televisivo, implica enfrentar, aunque desde un margen (justamente por el carácter ambiguo que posee esta variante tecnológica), uno de los tópicos en donde se condensa la discusión sobre el estado actual de la práctica literaria latinoamericana, sobre el fin de la autonomía (y las preocupaciones por
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el valor) de la literatura: la interacción con las nuevas tecnologías. En este contexto, hay algo más que nos interesa del artículo de Hal Foster citado al comienzo: una circunstancia de edición. Luego de publicarse en Pensamiento de los confines, es recopilado en la segunda edición ampliada que se realiza en el 2004 de El debate modernidad-posmodernidad a cargo de Nicolás Casullo. En el nuevo prólogo a la reedición del libro, Casullo plantea la necesidad de retomar el debate modernidad y posmodernidad —que para el autor debe plantearse así, como debate que haga explícitas las continuidades y discontinuidades— para pensar el contexto posterior al cambio de siglo. El prólogo de Casullo, en perspectiva con la reedición del libro, se vuelve fundamental porque permite ver a la argumentación sobre lo posmoderno como una etapa en los discursos sobre el presente que se elaboran a fines de S. XX y comienzos de S. XXI. Es por esto, también, que es importante retomar esta faceta de la crítica de Foster: porque permite observar que el tan citado El retorno de lo real se incluye en un corpus crítico que ha tenido como uno de sus ejes principales la reflexión sobre el presente a partir del concepto de posmodernidad. Si bien, entonces, los debates en torno a las producciones literarias “actuales”, que se vuelven específicos en la medida en que parecen no poder reducirse a la típica (y moderna) discusión sobre un cambio de un sistema literario a otro (Contreras, 2007), han tenido una particular articulación luego del cambio de siglo, hay ciertas líneas que se extienden hacia la década anterior y que se enlazan en torno a la discusión sobre la posmodernidad o sobre el discurso de los “fines” de lo moderno, una etapa que, en general, la crítica literaria argentina tiende a eludir o a olvidar40. Tender algunas de estas líneas se vuelve fundamental para pensar los tiempos y destiempos de la crítica (y por qué no de la literatura) argentina: el por qué del revuelo que produce el anuncio de la llegada de la posautonomía en el campo literario e intelectual argentino, si la idea, lejos de ser una novedad, había ya sido planteada y teorizada, aunque de manera diferente, por Frederic Jameson en 1984 en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado.
40 Sobre los olvidos productivos (aunque en este caso de la vanguardia) es fundamental nuevamente lo planteado por Hal Foster en El retorno a lo real.
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Uno de los inicios entonces, una prefiguración de la disposición de posiciones, podría implicar nuevamente una simultaneidad editorial. En 1994, se publican dos libros que se ocupan de manera diferente de la posmodernidad. Por una parte, Escenas de la vida posmoderna de Beatriz Sarlo. Por otra, Las culturas de fin de siglo en América Latina, libro compilado y prologado por Josefina Ludmer en el que se reúnen una serie de textos presentados en el Coloquio de Yale, el 8 y 9 de abril de 1994. En este último, Ludmer se encarga de dividir en bloques, reordenándolos, los artículos de los diferentes expositores, armando así un mapa de intereses, y de jerarquías, que le permite delinear los rumbos en que se orientan las “máquinas de leer fin de siglo”. Y en ese mapeo el término posmodernidad queda directamente ligado al de literatura en uno de los títulos de los cinco bloques que arma la autora, “¿Modernidad y posmodernidad para la literatura latinoamericana?”, dejando latente una pregunta sobre la posibilidad de un “nuevo” carácter de la práctica literaria (y mostrando así mismo, implícitamente, una de las razones por la que el término se vuelve inútil para pensar el presente: la extensión del concepto para analizar toda la literatura latinoamericana en tanto periférica y resistente a la modernización). Y si bien en el prólogo que escribe la autora, el binomio aparece siempre suspendido entre signos de interrogación, si se le otorga a la literatura todavía cierta capacidad de resistencia, al mismo tiempo se piensa ya la tensión entre posmodernidad y el concepto de literatura (Ludmer retoma la idea de González de que el problema con el concepto de posmodernidad es no suprimir el concepto de literatura, y formula ya la pregunta, que sus artículos sobre la posautonomía vendrían a responder diez años después: “¿Dónde y cómo suprimir el concepto de ‘literatura’?” [1994: 21]). Y se imbrica, además, la práctica literaria en las otras torsiones: la literatura “es la que registra la desintegración y el estallido en mil pedazos del espacio unificante de la nación” (1994:10), la que “muestra” la proliferación de espacios y los sujetos flujos, “‘testimonio ficcional’ de identidades sexuales y nacionales rotas” (1994:24) (y si los otros autores “usan” la poesía para leer el fin de siglo o “marcan” ciertas cuestiones en los textos, el corpus que es calificado por Ludmer como “corpus de fin de siglo” es el de Jean Franco: “Textos bilingües como el de Gloria Anzaldúa, textos no ficcionales como el del portorriqueño Rodríguez Juliá, aforismos como los de Martín Hopenhayn, cantos
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como los de Celia Cruz, y novelas del caos como las del cubano Benitez Rojo” [1994: 10]). El movimiento de Sarlo, aunque algunos de los ejes enumerados para definir lo que se percibe como un cambio en otros ámbitos sean los mismos, es exactamente el inverso: el término posmodernidad se utiliza para agrupar los cambios en las esferas sociales, políticas y culturales, y cuando le llega el momento a la literatura el abordaje la aísla de esa relación (e incluso la escritura crítica cambia de procedimiento). Si es necesario reconocer que las preguntas que Sarlo se formula en torno a la industria cultural (qué es lo que hacía que ciertos hechos estéticos singulares pudieran ser antes también grandes éxitos consagrados por un público amplio) implica una complejidad mayor que la mera negatividad, también es cierto que unos párrafos después, las ya conocidas instantáneas que decide introducir son justificadas en función de los “rasgos típicamente modernos” que marcan el arte producido por los artistas, rasgos que los condena a la marginalidad, arte que si bien no rechaza los materiales que le ofrece la cotidianidad, sí alcanza la intensidad formal y estética que le otorga el valor para ser incluido en el análisis (e incluso cuando esos artistas se relacionan con lo massmediático que para Sarlo es una de las marcas más fuertes del presente, lo hacen con algo massmediático anterior, que adquiere cierta aura de lo arcaico, que tiene cierta conexión con un sentido y una configuración anterior de lo popular, cierta relación con aquella industria cultural que sí podía producir “hechos estéticos singulares”). Podría pensarse entonces que, en las posturas que adoptan las dos críticas argentinas el mismo año ante un tema que parece exigir posicionamiento, se prefiguran los modos en que luego del 2000 volverá a pensarse y a discutirse la autonomía de la práctica literaria en el campo intelectual argentino. Esto obliga necesariamente a complejizar las temporalidades que implica la pregunta por el corte, por el comienzo de lo actual, planteando ciertas continuidades que no pueden eludirse. Continuidades que se observan, por ejemplo, si se analizan en conjunto al menos tres textos de la producción de Sarlo. El movimiento que orienta y marca la lectura del presente en Escenas de la vida posmoderna es muy similar al que orienta no sólo mucho de sus artículos posteriores sobre el tema sino su último libro La ciudad vista: así, si entre la perspectiva que se construía en 1983 en su tan citado artículo “Literatura y política” (y
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en el “Editorial” que encabeza ese número de la revista Punto de vista) y la que orientaba su libro en 1994 hay un cambio radical en los ejes que caracterizan el presente (y en el tono con el que se formulan las proyecciones), no lo hay entre el trazado de las escenas de la posmodernidad y los núcleos que, si bien resemantizados y complejizados, se recorren en el 2008 al trazar el mapa de la ciudad. (Cabe aclarar, para retomar el lugar ambiguo que marcábamos al comienzo: en el ’94 la tecnología que para Sarlo y Ludmer define las configuraciones del presente es la televisión). III. Dar vuelta el problema Y sin embargo, la pregunta que quiero poner en el centro es mucho más tradicional: no qué hace la televisión, y las nuevas tecnologías, con la “literatura”, pregunta que podría derivar tanto en teorías sobre la posmodernidad como en reflexiones sobre la globalización y la posautonomía, sino qué hace la literatura con la televisión. Y más específicamente: qué hace la literatura argentina en el presente con la televisión. Esto implica dos presupuestos fundamentales: seguir pensando en cierta especificidad de lo nacional en un contexto que, vulgarmente, exigiría no hacerlo. Y digo vulgarmente porque si se recorren las teorías sobre la globalización desde Renato Ortiz (1997) hasta Urlich Beck (2008), pasando por algún poscolonialista como Arjun Appadurai (2001), el modo de plantear la tensión entre generalidad y especificidad, entre circuitos globales y circuitos locales es uno de los problemas centrales, y el lugar en donde se construye uno de los ejes productivos de la teoría. El segundo presupuesto es tan solo una convicción: seguir pensando que, si bien debe ser reformulada, es en la pregunta insistente sobre su poder de desplazamiento, en cierta intensidad (Giordano 2008) o ambición (Contreras 2007), donde se juega la definición de lo literario. Ahora bien, el riesgo de plantear el problema de esta forma es que el análisis se vuelva sólo una enumeración de motivos y procedimientos. Nuevamente, dos salidas metodológicas para trazar esta cuestión. Por una parte, pensar en las tensiones que se establecen entre el uso de determinadas lógicas y la autorreflexividad sobre las mismas (las novelas que nos interesan “hablan” de televisión, o se relacionan directamente con algunas que lo hacen, y no solamente repiten proce-
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dimientos aislados). Por otra parte, poner en el centro de este análisis del presente una tensión de alguna manera arcaica: la relación entre imagen y palabra escrita. Poder pensar con Didi-Huberman la relación entre imagen, superposición de temporalidades en tensión y anacronismos. Esto supone plantear una lógica que articularía las imágenes, pero también volver el anacronismo un elemento central de la relación de la imagen con la historia, anacronismo que implica siempre una suspensión, una “desmentida más o menos violenta” (Didi-Huberman, 2005: 28). Y todo esto atravesado por la complejización que supone pensar en imágenes transmitidas en tiempo real. IV. Sergio Bizzio (I): de la telenovela al reality La idea a defender es entonces que la poética de Sergio Bizzio puede leerse desde la puesta en centro de lo televisivo mediante la construcción de lo que denominamos paisajes massmediáticos televisivos. Pensar en lo televisivo desde la idea de paisaje funciona como un modo de no dejar de lado la centralidad de la imagen y como una forma de poner el énfasis en el carácter de práctica (y en un particular sentido de “medio”): el paisaje como instrumento de poder cultural, pero también como medio dinámico, que no es sólo un objeto o un texto sino un proceso, no una estética fija sino un sitio de apropiación visual, de creación de lugares. Un modo particular de tensionar lo Real y lo Imaginario41. ¿Por qué massmediáticos televisivos? Porque entrando por la televisión creo que se puede pensar la singularidad de la operación Bizzio, los problemas que su poética pone en juego y sobre los que
41 Seguimos en este punto las apreciaciones de W. J. T. Mitchell en Landscape and power (2002). También me interesan las temporalidades que se pueden condensar en el concepto. Por una parte, es una categoría típica de la modernidad, de la expansión imperialista y del predominio de la visión sobre el otro. Por otra, una forma de condensar problemas de las lecturas del presente y reformularlos desde la singularidad de la utilización que se puede leer en la poética del autor. Ya sea para pensar la etnografía como modo de acercarse al presente de la novela actual, como su modo de registro (y dónde se juega el valor que esta afirmación implica junto con la puesta en el centro del concepto de representación) (Sarlo 2006); o bien para pensar, desde una teoría de la ruptura, la lógica de los flujos de imágenes e imaginarios (étnicos, financieros, tecnológicos, mediáticos e ideológicos) en el capitalismo desorganizado, tal como lo realiza Arjun Appadurai (2001); o, finalmente, para problematizar cierta vuelta a la experiencia táctil que podría cuestionar el predominio de la visión a lo largo de todo el siglo XX y su paradójica convivencia con la proliferación actual de pantallas.
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se construye y a partir de los cuales interviene en el campo literario argentino. De Planet a Realidad se traza un ciclo que pone en primer plano y utiliza los cambios históricos de lógicas que se han producido en la televisión, reformulándolos en términos de intereses (y por qué no de modas) literarios: del lugar hegemónico de la telenovela, y el centro en la lógica melodramática, en 1998, a la preponderancia de los reality shows en el 2009; de la utilización, con ciertas marcas de distanciamiento, de los procedimientos de la ciencia ficción a la construcción de un verosímil en los bordes del realismo. Si en Planet los personajes eran en sí mismos imágenes y su realidad se modificaba reproduciendo los cambios que introducía la trama de la telenovela que veían durante todo el día y que pautaba su cotidianidad, Realidad narra la interrupción de la cotidianidad monótona del reality por la avanzada de un grupo terrorista, que luego de tomar el canal de televisión arma una nueva trama para el programa mostrándola como realidad. Si bien la invención de una lengua en los diálogos, consustancial a estos paisajes massmediáticos televisivos —en tanto parece construirse sobre una fluidez que sólo podría surgir del guión y sus estereotipos, al mismo tiempo que la da vuelta para dar lugar a lo cotidiano y rozar lo obsceno, lo no dicho de los guiones—, parece comenzar a esbozarse en Más allá del bien y lentamente, es Planet la encargada de introducir los elementos que refieren directa, temática y autorreflexivamente a la televisión. En esta novela, la acción se desarrolla en un planeta dividido en dos sectores, cada uno de los cuales es regido por una canal de televisión que produce una telenovela que los planetienses miran doce horas al día. Los ratings, y el conflicto, estallan con la incorporación de dos actores argentinos secuestrados a la programación. A partir de allí, se suceden infidelidades, traiciones, desencuentros, pero, fundamentalmente, se produce la irrupción de un tercer canal, rebelde, que quiere apoderarse de los otros dos canales para diversificar la programación y ofrecer a todos los ciudadanos un espacio en el aire. Bizzio, al crear un planeta dominado por la televisión, apela al carácter de extrapolación y proyección propio de la ciencia ficción “clásica”, construyendo un mundo paralelo que prolonga características del realmente existente, obligándonos así a pensar en términos de utopía o distopía. Leer hoy Planet en el contexto del resto de la produc-
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ción del autor implicaría entonces un destiempo, algo arcaico que se introduce en el centro de una poética que plantea las relaciones entre las imágenes, la novela y lo real, mediante una lógica que no puede reducirse a una idea más “simple” de representación, de la que serían deudoras tanto la ciencia ficción como la utopía, ya que estas implican siempre una distancia, aunque de grado diferente, de aquello que se proyecta42. Y sin embargo, cuando lo arcaico adquiere el carácter de anacronismo puede ser productivo. Ya que esta relación de proyección y extrapolación aparece tensionada, aunque sin perderse (y que no se pierda mantiene siempre el destiempo como caducidad), por dos factores. En primer lugar, una indecidibilidad fundamental que recorre toda la novela: no podemos saber si el nuevo mundo que se crea supone una utopía o una distopía. Los planetienses son muy educados y cultos a pesar de ver doce horas de televisión pero, sin embargo, por momentos, esa alta cultura que se exhibe parece ser algo no aprovechable más que como dato, como símbolo de prestigio (quedando incluso cerca del kitsch que marca el decorado de las casas de los productores principales); por otra parte, si bien se dice que los argentinos son los que desencadenan la catástrofe que quiebra la paz y el equilibrio positivo en los que se mantenía el planeta, ésta permite la irrupción del Canal Rebelde que muestra el equilibrio como equilibrio alienado y alienante. 42 Para Baudrillard (1981) la ciencia ficción, si bien en menor medida que la utopía, mantiene cierta distancia de proyección que se perdería en la era del simulacro en la que “This projection is totally reabsorbed in the implosive era of models. The models no longer constitute either transcendence or projection, they no longer constitute the imaginary in relation to the real, they are themselves an anticipation of the real, and thus leave no room for any sort of fictional anticipation - they are immanent, and thus leave no room for any kind of imaginary transcendence. The field opened is that of simulation in the cybernetic sense, that is, of the manipulation of these models at every level (scenarios, the setting up of simulated situations, etc.) but then nothing distinguishes this operation from the operation itself and the gestation of the real: there is no more fiction.” (1981: 81). Más allá de que se concuerde o no con el examen que propone Baudrillard sobre el presente, es cierto que el problema se ha planteado en términos similares en diferentes acercamientos a la actuación de los medios (en la cita de Foster que introdujimos al comienzo y en el texto de Manovich, entre otros). Y es esto lo que no termina de plantear Planet. Si bien la telenovela influye sobre la realidad de los planetienses, siempre hay diferencias entre la materia de lo real y de la ficción que se mantienen, distancias que la novela sostiene como tal al apelar a la ciencia ficción y a la parodia (Osvaldo Kapor es siempre un doble de Osvaldo Laport y esa distancia, y la necesidad de generar un mundo extraterrestre, adquiere una centralidad que desplaza la mostración de la realidad siendo directamente modificada por la televisión).
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En segundo lugar, si la marcación de los estereotipos y lógicas del ambiente de la televisión habilitan una relación alegórica, por momentos, en la medida en que lo que se proyecta y se extrapola es ya una lógica de la imagen y no los imperativos de producción del mundo maquínico, esta utilización parece independizarse de la constante marcación autorreflexiva y paródica para pasar a constituir la lógica de la realidad que construye la novela, haciendo que la imagen prolifere como lógica que equivale sólo a sí misma. Por un lado, mediante la prolongación de la trama: luego de que todo lo importante ha ocurrido (y se introduce ya aquí el problema de la jerarquía de los acontecimientos narrables) la novela continúa. Si bien la suma de estos episodios está marcada por un uso del suspenso que se muestra como tal, al mismo tiempo, y justamente por eso, lo que parece regir la extensión es la prolongación de la novela más allá de sus posibilidades. Una prolongación propia no del intento literario, de la alta literatura, de llevar la narración hacia adelante, sino del éxito televisivo. Cuando rige el rating, el espectáculo debe continuar sin importar cómo esto afecte a la calidad de la ficción. Luego de que el Canal Rebelde ha tomado ambos canales cumpliendo así con su objetivo, y permitiendo que los personajes argentinos vuelvan a juntarse luego de la separación a la que los había sometido la trama, luego de que la narración alcanza una nueva estabilidad, la sucesión vuelve a ponerse en marcha y sigue un supuesto intento de Denis de raptar a su hijo para volver a la Argentina, la quema y reducción del planeta completo por parte de los sobrevivientes de la derrota y la evacuación de todos los planetienses hacia un nuevo planeta. Como si esto fuera poco, continúa la decisión de deportar a los argentinos, las mentiras para lograr que se embarquen, el intento de escape de Denis, los engaños para encubrirlo, su nueva captura para la “exportación”, los avatares del viaje de regreso y, lejos de un arribo feliz, se sucede, no de manera absurda sino simplemente inútil, el error de cálculo que hace que la nave se quede sin combustible, la necesidad de arrojarlos al mar y los modos en que Kapor y Denis se las arreglan para llegar al continente. Por otro lado, mediante el trabajo sobre el estereotipo. Si la caracterización de Gustavo Denis y Osvaldo Kapor remite directamente a los personajes reales en una relación alegórica, lo interesante es cuando los lugares comunes se vuelven literales, sin desprenderse totalmente
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de la parodia pero casi al borde de una concepción diferente del chiste (eso que no existe en Planet). Si Osvaldo Kapor se ha convertido literalmente hacia el final de la novela en el indio Catriel, cuando Gustavo Denis se enamora siente físicamente los dolores del enamoramiento en su cuerpo: “Cinco segundos después salió Denis. Iba arrastrándose; la angustia del alejamiento de Sabina le dolía como una quemadura. Maldita sea ¿qué le había hecho esa mujer, acaso lo había embrujado? No tenerla cerca era insoportable en todo sentido: físico, espiritual, intelectual. ‘Me duele hasta el alma’, pensó y rodó por los tres escaloncitos de la puerta.” (1998: 39). El nombre del planeta, que lo designa de manera referencial, y el título de la novela, de manera similar a como ocurre en Realidad, ponen en el centro esa literalización. “Planet” es un planeta, tal como la traducción de la palabra lo indica, a la vez que una novela sobre ese planeta, y en esta proliferación de reversos, se pierde por momentos el origen que permitiría pensar en una extrapolación para caer en la lógica de la proliferación de la imagen, detrás de la cual ya no existe ni lo real ni la realidad. Realidad comienza también por la explicitación de un lugar común, pero en este caso se introduce, desde el íncipit, algo que la literalización del lugar común de Planet no llega a desarrollar: la tensión entre novela e imagen televisiva, entre lo que se escribe y lo que se ve. “Si lo que sigue va a leerse como una novela, entonces conviene decir ya mismo que los terroristas entraron al canal con un lugar común: a sangre y fuego” (2009: 7). Entre ese lugar común y el título se esbozan algunas de las tensiones que recorren el texto de Bizzio: por una parte, el clisé, si bien se define como tal en tanto la lectura del texto se haga como novela, no implica la literatura reflexionando sobre la literatura, sino que refiere directamente al paisaje massmediático y se convierte en una novedad temática: no hay novelas en la literatura argentina que traten sobre fundamentalistas islámicos tomando un canal de televisión. Por otro, el título funciona como indicador del problema (el problema de la realidad, de la realidad televisiva y de la realidad de los reality) y a la vez como chiste: eso que el autor plantea autorreflexivamente en el
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título se continúa en la ironía subrepticia que el narrador en tercera omnisciente introduce mostrando simultáneamente su poder y la censura que rige su discurso en tanto debe adaptarse a un formato que no es sólo el de la literatura. Si en una idea tradicional de novela, el modo en que se elige construir al narrador es fundamental, Bizzio parece explotar esa posibilidad llevándola a un extremo en que el uso se tensiona con la marcación. La mayoría de los narradores de Bizzio al mismo tiempo que son piezas centrales en la construcción de los paisajes massmediáticos televisivos, en el aprovechamiento de sus lógicas y en la exposición autorreflexiva de sus contracaras, habilitan su perforación mediante utilizaciones indebidas, excesivas, que no pueden ser orientadas en ningún sentido moral o ideológico. En Realidad, es el narrador el que continúa generando esa tensión que se nos plantea al comienzo entre el título, la explicitación del lugar común y el modo de lectura, el que se coloca en el lugar de la indecidibilidad y así ejerce la violencia. Es el narrador el que al mismo tiempo que insiste en mostrar la corrupción del ambiente televisivo utiliza la técnica del videoclip para narrar el pasado de los personajes. Y, sin embargo, muestra ese pasado, que se debate en clave melodramática, como algo más perverso y en cierto sentido más íntimo que lo que cualquier cámara de televisión podría mostrar y hace que de lo pornográfico, fácilmente asimilable, se pase a lo que Hal Foster (2001) piensa, al hablar del arte contemporáneo, como lo obsceno. Pero fundamentalmente, es el narrador el que introduce la lógica del timing, del suspenso y del morbo televisivo (eso que casi no se dice autorreflexivamente) mediante la parcialización y tergiversación de la información. Nunca sabremos, por más que sepamos que es un juego, quién está simulando y quién no. Nunca sabremos dónde queda la “realidad” de lo que hacen los personajes, particularmente Robin. Nunca sabremos hasta dónde llega el poder del guión. Todo esto obliga a realizar una pregunta similar a la que exige el reality como formato: ¿lo están haciendo de verdad o es una estrategia para ganar el juego?; o, en su segunda formulación, ¿es espontáneo o una actuación planeada por la producción? (e incluso, dando un paso más: ¿es el formato, sin control, sin la actuación de un Hermano Mayor, el que hace
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que la realidad se produzca de ese modo?).43 La pregunta por la autenticidad de la acción. Tal vez, en el poder de la narración para generar estas preguntas y no en crear un verosímil que bordea el fantástico, se define el realismo de Bizzio. Una novela que capta y utiliza una de las lógicas predominantes de la construcción de la realidad, la del reality, la de la televisión, y a la vez deja ciertas imágenes con tal nitidez que necesariamente perforan el ojo del lector hasta casi parecer irreales aunque, en realidad, poseen una definición superior, al contrario de lo que sucede con la simulación de los dinosaurios de Jurasic Park (en la cual, según afirma Manovich (2006) fue necesario disminuir la calidad de las imágenes de los dinosaurios para que las que eran filmadas con personas reales no diera la impresión de no ser reales al someterlas al contraste). Un problema, el problema del realismo, el problema de la literatura y los “nuevos medios”, que en esta novela de Bizzio se debate también en otra reformulación de la tensión que plantea el incipit: la tensión entre lo que se ve (la imagen) y lo que se oye o dice (los diálogos). Por una parte, el narrador parece enfatizar el sonido que acompaña las imágenes, un detalle que en vez de aportar al efecto de realidad lo destruye. Es una intervención en la imagen, que a la vez que la utiliza la muestra como tal, que separa lo que naturalmente va unido en la realidad de la pantalla pero al mismo tiempo logra enfatizar la visualidad de la escena por contraste. Por otra, y retomando algo ya esbozado en Planet, la narración va generando una tensión que pone en cuestión las jerarquías de los hechos que se narran, dejando en el centro la pregunta por lo que es necesario narrar, pregunta que nuevamente queda entre la lógica del espectáculo y la necesidad de la novela. Y es aquí donde intervienen los diálogos. Si podría volverse fundamental para el espectáculo ver cómo los chicos se entregan a una orgía, mostrar, al menos, algunas capturas, esas imágenes se velan, apenas se narran, para que queden en 43 Esta tensión, particularmente con Robin, se mantiene a lo largo de la novela. Si la revelación de Robin en el comienzo se produce en el momento justo para ser salvado de la eliminación y unas páginas más adelante se afirma que los personajes son caracterizados por los guionistas, luego Robin afirma sólidamente que no está actuando y los panelistas son colocados por el narrador como los paranoicos en busca de un sentido oculto. Y sin embargo, hacia el final la tensión vuelve a ser puesta en el centro cuando Robin se disculpa “Perdoname, pensé que me estaban viendo… Todo el tiempo me parece que me están grabando. Es una locura. En el hospital a veces me hacía el muerto” (2009: 204).
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primer lugar los diálogos como materia (a la inversa, sí se ve todo lo que sucede afuera, lo que los televidentes no ven —las negociaciones, las reacciones de los padres— y se ve en clave televisiva, desde el clisé de los auriculares hasta los de las bases de operaciones). Esos diálogos que Omar fuerza no sólo vuelven a poner en el centro el guión como forma de mediación, como manera de narrar la relación entre literatura e imagen, sino que al mismo tiempo vuelven a producir una voz que funciona como ruido en los paisajes massmediáticos televisivos, y que, en este caso, cuestiona la autoridad del narrador, ya que si éste afirma que Robin no sabe hablar, cuando el personaje lo hace está lejos de hablar “con fragmentos de oraciones, con palabras sueltas que en el mejor de los casos giraban como insectos alrededor de una luz” (2009: 18). Así, la lengua de los diálogos, cuando no es una puesta en primer plano de lo convencional y lo impostado (los diálogos de Bizzio se mueven en esa tensión), logra la materialización de un personaje arrancándolo de las garras del narrador que, o bien lo puebla de clisés, o bien ejerce violencia con su autorreflexividad. Realidad, a diferencia de Planet, logra generar un lugar particular para el lector, que lo deja muy cercano al rol del espectador. Un lugar imposible entre dos frentes. Si en una novela policial la búsqueda del sentido oculto es consustancial a la lógica de la literatura, si buscamos desentrañar las pistas en la novela de Bizzio, en el reality que se narra, quedamos demasiado cerca de convertirnos en panelistas paranoicos “encontrando el sentido oculto de una tos o descubriendo un plan en un tropiezo” (2008: 30). Pero si no lo hacemos, coartamos la posibilidad de la proliferación de la ficción y los actos cotidianos se vuelven simplemente eso, insignificancias cotidianas (que nos dejan al mismo tiempo en el lugar del espectador ingenuo y del mal lector del realismo, aquel que piensa que el realismo tuvo algún momento de ingenuidad). Si en un momento del campo literario argentino la pregunta por la ficción parecía estar marcada por la pregunta por la posibilidad de su continuación, nada podría ser más efectivo para despegarse de cierta negatividad que descubrir un plan en un tropiezo y una historia en una tos, y sin embargo, hoy, ahora, eso nos convierte en panelistas paranoicos de un reality show, formato en el cual la puesta en el centro de la nada parecería hacer peligrar la producción de la ficción en la pantalla
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chica, promulgando la sentencia de muerte de la telenovela, la creación “más genuina de la televisión.” (Hermida 1999: 174). V. Sergio Bizzio (II): imagen y novela Y si al hablar de la mediación que ejerce el guión decimos “vuelve”, es porque la puesta en el centro del guión como modo de plantear la relación entre literatura e imagen televisiva había sido introducida en Era el cielo. En la novela anterior de Bizzio, los personajes no son protagonistas de un programa sino que, tanto el narrador, como su novia Vera, son sus hacedores: escriben para la televisión. Los personajes quedan así, por su profesión, entre la imagen y la palabra, ponen la palabra al servicio de la imagen al mismo tiempo que crean la imagen con la palabra. Si el protagonista de la novela queda encerrado desde el comienzo en la imagen de la violación que estalla y se adueña de su entorno (atrapado en la abyección de su perspectiva ya que intenta dejar de mirar y no puede desprenderse de esa escena que construye, que se explicita como construida, en la cotidianidad del hogar y que lo invade), en la primera parte de la novela, la interacción entre escritura y televisión se resuelve en una proliferación de imágenes que, al armarse y desarmarse, al materializarse en diversas formas, desde las fotografías a los dibujitos animados, parecen sostener el desarrollo de la trama. Al mismo tiempo, en esta primera parte, en los conflictos de miradas se juega tanto un problema sentimental, en lógica melodramática, como la lógica que la narración elige para poder seguir su camino hacia adelante. Así, si el primer flashback se articula a partir de una imagen del hijo (que cae en la mente del narrador “como una piedra, provocando un oleaje que bañó de terror las costas en miniatura de mi vida” [Bizzio, 2007: 16]), si el amor se define por una coincidencia de imágenes, las reflexiones del narrador ante las mismas parecen apuntar, comentar la idea de ficción (desde la diferencia entre imitar y adoptar con devoción un gesto, pasando por la crítica a la mala edición de un corto de promoción de una novela, hasta la inutilidad de las palabras frente a la mirada de su ex mujer).44 44 En un sentido más tradicional de la relación entre imagen y palabra, se vuelve necesario marcar las líneas de cruce que esta novela parece entablar con la producción poética de Bizzio, con
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La lógica que articula esta sucesión se explicita hacia el final del íncipit: “No podía decirle que lo había visto todo. Pero si dejaba que me lo dijera ella no podría evitar la indignidad de fingir sorpresa, violencia o desesperación. ¿Era mejor decirle que había sido un cobarde, que había estado todo el tiempo ahí? ¿Eso hubiera sido el fin de mi vida con Diana, con Julián, el final de lo que vine a buscar? Eché un último vistazo hacia adentro y supe que lo que haría era aplazar el engaño.” (2007: 14). Este fragmento se compone a partir de la tensión entre lo que se ve y no se dice y lo que se dice y no se ve. Tensión que se prolonga al resto de la novela, produciendo el suspenso (la intriga melodramática pero también la posibilidad de que la información develada se convierta en chisme, mejor dicho, en chimento, en el “tema del mes” [2007: 15]) y articulando dos de las fuerzas impulsoras de la ficción: narrar el engaño y el no-poder-decir, narrar cualquier cosa, para no decir o volver a ver la imagen; narrar las imágenes, o al menos la forma en que se cruzan las miradas, para huir de la indignidad del fingimiento (para que en esa huída aparezca algo más íntimo que la abyección de la perspectiva del inicio, que había quedado marcada con algo de lo espectacular: el patetismo del engañado y, fundamentalmente, la relación con el hijo). Y todo esto punteado por los efectos sonoros, que se expandirán luego en Realidad, y que si bien son utilizados para marcar la escena como tal, quedan en este caso resonando en la narración, como si se prolongara la lógica del juego, en el que sonido es el elemento sobre el que se fundamenta la creencia; como si la imagen muda fuera ya inútil (o parte ciertas imágenes y voces que la articulan. Hay una gran semejanza de la voz del protagonista con la que se construye en Te desafío a correr como un idiota por el jardín. Podrían ponerse en relación ciertos momentos posteriores a la narración de la violación, como por ejemplo la nota imaginaria que funciona de manera aislada (“Querida, vine antes para eso, dejé todo para venir a contártelo, pero cuando llegué te estaban violando y no supe qué hacer. De hecho no hice nada… aparte de mirar. Me siento muy mal por eso, casi más que por lo que te pasó. Esa es la razón por la cual te lo digo recién ahora. ¿Podrías llevar a Julián a su cuarto y volver sola? Me encantaría morirme, pero no quisiera que él esté presente” [2007: 21]) con el poema “Nota” (“Vine a dejarte las llaves. / Encontré unos libros que te presté hace tiempo. / Me los llevo. / El desorden no es mío. / Lo único que hice fue sentarme unos segundos en la cama. / La ventana estaba abierta cuando entré y ya se habían volado todas las cosas” [2008: 46]).
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de algo, nuevamente, demasiado íntimo que generaría interferencia en la posibilidad de seguir el juego45). Pero esta proliferación de imágenes comienza a funcionar de manera diferente cuando el protagonista narra su iniciación como escritor, a partir de un episodio de infancia que involucra una lectura de Kafka. Desde ese momento, empieza a interactuar con la aparición de mecanismos de productividad ficcionales que el narrador se encarga de introducir, mesurar y sopesar. Modos (políticas) de escrituras que se van tensionando entre sí, superponiéndose, pero que nunca se definen sólo en las esferas de la alta literatura sino que parecen proponer un entre-lugar entre lo comercial y lo artístico que supone un enfrentamiento pero también un intercambio de mecanismos de producción (y cabe aclarar que sobre esta novela se dio una interesante discusión sobre el valor y la función de la escritura y la literatura, discusión que se articuló entre reseñas de diarios, comments de las ediciones electrónicas y entradas de blogs).46 Así, en esta espectacularización de diferentes modos de escrituras y también de diferentes etapas del proceso de producción (desde el encargo o la invención, pasando por el modo de realización, hasta llegar al producto terminado), la novela no sólo 45 “Mirándola mover las manos me di cuenta de que podía entender lo que escribían al gesticular; si en la vida real se cortara de repente el sonido, como en una película, yo sería capaz de entender lo que decían” (2007: 82). 46 La narración del episodio de iniciación termina marcando la diferencia de intereses de la juventud y la adultez: del interés por el ritmo, al interés por la trama. Luego se narran los modos de escribir de Diana y Vera articulados por la “disciplina” y el “entusiasmo”, lo que es seguido inmediatamente por la narración de una escena en que el protagonista se muestra escribiendo un guión, detallando los procedimientos y dificultades, al mismo tiempo que, de manera opuesta a sus dos mujeres, se distrae con la japonesa. Al no poder escribir el guión, para terminar esta sucesión de modos de escritura, el protagonista escribe una lista de sus miedos que se incluye en la novela (y aquí habría que retomar el vínculo con la producción poética de Bizzio, ya que esa lista en relación con otras enumeraciones se acercan al poema “Lloraría”). La cuestión del valor aparece tensionada explícitamente en las oscilaciones de una frase. El narrador luego de leer una fragmento de Peter Handke comenta: “Me pregunté si Vera sería capaz de escribir alguna vez algo así, no igual o mejor, la frase no es gran cosa después de todo, sino desde ese lugar” (2007: 80). La duda sobre el valor que podrá alcanzar la escritura de Vera, siempre en peligro de no escribir “la” novela, según afirma también el narrador, por la distracción que otros proyectos de menor trascendencia generan, y la desestimación de la lectura de esa pregunta desde la cuestión del valor para pasarla al conflicto sentimental se tensionan, ya que a pesar de esta desestimación final no podemos olvidar que el narrador ha calificado tan solo un momento antes la frase de Handke como “demoledora”, cargándola con adjetivos de valoración que la dejarían claramente del lado de la Literatura con mayúscula. Podríamos arriesgar que toda la novela se mueve, pone en escena y usufructúa la tensión en torno al valor que se condensa en esta frase, cruzándola con la tensión entre escritura, literatura y vida.
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aprovecha ciertos mecanismos sino que también muestra (y alcanza, al hacer, por ejemplo, que ciertos personajes simplemente se pierdan) el punto vacío y sin retorno de la indistinción: aunque la cuestión del valor nunca deja de introducir tensiones en la posible confusión, los mecanismos de producción se superponen y se suceden de tal forma que ya no es posible diferenciar claramente lo que distingue el modo en que se escribe un guión por encargo (el protagonista escribe fervientemente el guión que se le pide, encerrándose en un proceso de escritura que afecta toda su existencia, como si estuviera escribiendo algo importante), la manera en que se produce un best-seller (más allá de los mecanismos de venta que lo colocan luego en el lugar de la no escritura, el libro de Tambutti supone un verdadero proceso de invención, tanto del texto como de la figura del autor, que se pone en primer plano cuando el ex-escritor vanguardista, luego de la puesta en escena de la ficción, responde, fastidiado, que no fue así como ocurrió) y la forma en que se produce la novela (lejos de cualquier imagen de escritura que absorba la vida del escritor o que suponga una iluminación epifánica, “la” novela de Vera se produce ordenadamente, siendo enviada por e-mail para su corrección a un ritmo regular y permitiendo que la escritora siga con sus otras actividades profesionales y turísticas sin ninguna interferencia). Es en uno de estos mecanismos donde se condensa lo que podría pensarse como una articulación de la novela, que vuelve a poner lo televisivo en el centro: el pedido del Gerente de Programación. El narrador afirma: “Quería un poco más de acción, eso era todo. Una muerte, un golpe bajo, otro casamiento, algún secuestro, más besos, más sexo, más de eso, estaba como desbocado. ‘Toda la carne al asador’ había sido su consigna del comienzo de la tira, contradiciendo una vida profesional enteramente dedicada a la dosificación de la nada, al estiramiento de lo mínimo en el mejor de los casos; ahora no había forma de echarse atrás, estaba jugado, todos estábamos jugados, lo que podía hacerse ya se había hecho y los dos únicos caminos que nos quedaban eran el subrayado y lo imposible.” (100).
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Sin duda, se podría leer toda la novela en esta lógica, como también se podría leer toda Realidad desde ciertas formulaciones autorreflexivas del narrador. Después de “poner toda la carne al asador” con la escena de la violación, Era el cielo se entretiene con la dosificación de la nada que implica narrar los avatares de la vida de un cuarentón al borde del despido, que extraña a su hijo, tiene miedo a volar y se va a vivir con y es engañado por una mujer más joven. Pero también es fundamental pensar cómo la novela resuelve el pedido del Director de Programación. El episodio de Lainez es la primera respuesta, algo que bordea lo fantástico al mismo tiempo que puede ser sólo una muestra realista: la única manera de dar el salto a la realidad del exceso de excentricidad del medio artístico (que ya no es simplemente el divismo de Hollywood) es poner un tiburón en una piscina y nadar con él (un episodio diríamos típicamente aireano, si no fuera por el hecho de que los diálogos van marcando la narración y la tensionan con una cotidianidad diferente). Sin embargo, además de incluir los poemas de la hija de Lainez en este episodio, luego, inmediatamente, sigue la narración del argumento de la novela de Vera, que no casualmente se compone mediante un retroceso hacia una acumulación de causas que desatan un episodio desafortunado (antes, incluso antes del episodio de Lainez, en el grado cero de la proliferación, el recursos más típico: la narración del sueño del paranoico). Pero, más importante aún, sigue la enumeración por parte del narrador de todo lo que ha hecho su joven novia en ese tiempo, y que contrasta con su inactividad (“En tres meses había escrito ya 112 páginas. En ese mismo tiempo se había hecho cargo de 70 libros de televisión, había leído 5 o 6 novelas, había visto unas 30 películas y 7 obras de teatro, 1 show de acrobacia, 3 conciertos de rock, había almorzado o cenado afuera con amigos o con compañeros de trabajo unas 60 veces, había ido a unas 10 o 11 fiestas, había viajado a España, se había enamorado, había escrito la primera versión de un guión de cine y había nadado en una pileta con un tiburón” [116-7]). En la proliferación de formas que encuentra la novela para responder a la demanda de más acción, formas que no son sólo reproducción de las soluciones massmediáticas pero tampoco de los modos en que ha resuelto una demanda similar lo que ahora es alta literatura (y en el mostrar el cruce entre esos dos caminos) se juega la escritura de esta novela, y ciertos mecanismos de la poética de Bizzio. Y también en la
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tensión que se entabla, y que el comienzo de Realidad retoma, entre la estructura del episodio de la sitcom, que permite dejar que algunos personaje se pierdan, el ordenamiento en capítulos y la pericia de la técnica novelística (o del guionista) que permite manejar acertadamente el flash-back, es decir, la tensión entre las posibilidades de la novela hoy y la expansión singular de los nuevos medios, ya que como dice el narrador de Era el cielo “La idea de ir hacia atrás es más vieja que la de ir hacia adelante” (116). VI. Temporalidades ¿Generosa interacción o disciplina invasora? ¿vuelta inmaterial de los cuerpos o marcación violenta? ¿obedecer la historicidad que plantea la imagen o hacer jugar su elemento anacrónico a través de la escritura? La poética de Bizzio se plantea en un entre que, a través del camino desviado que le ofrece lo televisivo, estructura como núcleo productivo estas tensiones, cruzando la escritura de la novela, por un lado, con escrituras de segunda mano y, por otro, con la proliferación de imágenes, con la lógica singular que implica su intervención en lo real, que marca al menos una de las facetas del presente. Parece así haber vuelto productivo un cruce de temporalidades que la revista Babel comenzó a elaborar a fines de los ochenta: la generación de un espacio entre dos épocas, que supuso pensar en los fines de una etapa que se definía bajo el amplio término de modernidad y el advenimiento de una configuración del campo literario e intelectual (social y cultural) diferente, que exigía una redefinición de categorías y de imaginarios (redefinición en que los discursos que se articularon en torno del término posmodernidad y los “fines” de lo moderno, ya fuera para ser rechazados o redefinidos, cumplieron un papel importante, tanto como el que ahora desempeñan las discusiones en torno, por ejemplo, a la posautonomía). Esto no implica pensar en términos de generación sino de intervención: una intervención situada históricamente que ciertas poéticas, que podrían pensarse como marginales a la misma, vuelven productivas, necesariamente reformulándolas e incluso volviéndolas en contra de esa primera instancia (ya que, se sabe, cierta manera de pensar y producir literatura parece no llevarse bien con lo que se incorpora a la cultura). En los paisajes massmediáticos televisivos de Bizzio se pueden leer entonces modos singulares de trabajar con la tensión entre las
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nuevas configuraciones del presente y la literatura que, en tanto tal, supone cierta carga de algo anterior. Como si se instalara entre los dos sentidos de lo contemporáneo: el explotar la novedad y el saber que la única forma de estar en el presente es el anacronismo. Modos que permiten estudiar y diagramar una zona de la abrumadora simultaneidad de poéticas del campo literario argentino del presente (simultaneidad que la crítica necesariamente contribuye a crear en tanto percepción al proliferar los estudios sobre “poéticas” cada vez más “actuales”).
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Relatos de mercado. Una definición y dos casos de la literatura latinoamericana Por Cristian Molina
I. Relatos de mercado En Las reglas del arte, Pierre Bourdieu refiere la existencia de ciertos enunciados normativos o performáticos a través de los cuales se hacen evidentes las posiciones estructurales de los artistas en el campo de producción simbólica y sus relaciones conflictivas con los campos social, político o económico del contexto del S. XIX. Esta apreciación la sostiene a partir de un análisis del Traité de la vie élégante de Balzac y, como sabemos, de la especificidad de la literatura francesa trazada a priori como recorte y principio metodológico. Pero en Las reglas del arte, si hay una metodología deliberada, ésta consiste en transformar o en usar las producciones francesas (y artísticas en general) para extraer de ellas un análisis de la estructura del campo artístico, constituida por fuerzas que se imbrican y/o se oponen en función del desarrollo histórico de su autonomía relativa. Lo que se pierde, sin embargo, en esa operación, es el postulado de la existencia específica en pleno S. XIX de enunciados literarios muy particulares, en los cuales la presencia del mercado simbólico47 se torna un elemento central de la narración que 47 “La historia cuyas fases más decisivas he tratado de restituir practicando una serie de cortes sincrónicos, desemboca en la instauración de ese mundo aparte que es el campo artístico o el campo literario tal como lo conocemos en la actualidad. Este universo relativamente autónomo (es decir, también, relativamente dependiente, en particular respecto al campo económico y al campo político) da cabida a una economía al revés, basada, en su lógica específica, en la naturaleza misma de los bienes simbólicos, realidades de doble faceta, mercancías y significaciones, cuyos valores propiamente simbólico y comercial permanecen relativamente independientes” (Bourdieu, 1995: 213). De esta manera, el mercado de los bienes simbólicos es un espacio constituido por una dualidad económica-simbólica que se desprende de sus componentes y que, en términos de Bourdieu, promueve un desdoblamiento entre obras destinadas al mercado y obras puras que se organizan de un modo relativamente autónomo. Como señala el paréntesis de la cita, el calificativo de relatividad atribuida a esa autonomía, implica, al mismo
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permite leer cómo los escritores conciben —y, por lo tanto, practican, o intentan practicar— las relaciones entre literatura y mercado. Se opaca, en virtud de la focalización en las estructuras, la proliferación de relatos de mercado que, al menos desde el S. XIX, comienzan a emerger en diferentes autores y en diferentes contextos nacionales.48 Un relato de mercado es una narración sobre el mercado de los bienes simbólicos —ya sea sobre sus agentes, sobre sus productos y/o sobre sus consumidores— que permite leer las significaciones y las prácticas estéticas y económicas que sus autores realizan de/en él. Se trata de un texto donde se genera la presencia del mercado de los bienes simbólicos a través de la aparición de personajes —generalmente protagonistas— relacionados con él en el plano ficcional, que hacen evidente la dualidad económica-simbólica constitutiva de ese espacio (Bourdieu, 1995), a veces como una tensión, otras como un énfasis deliberado sobre uno de los componentes de la dualidad. Un relato de mercado posibilita, entonces, la focalización de la lectura en el mercado de los bienes simbólicos como presencia que interfiere la narración desde el plano de los motivos; pero también desde el plano de los procedimientos y de la circulación que éste, o la obra en la cual se inscribe, efectúa a partir de las relaciones de analogía, fusión y/o contraste entre el plano de la representación y el de las operaciones de mercado que efectúa su autor. De este modo, se pueden leer posiciones y prácticas de sus autores en el mercado editorial y simbólico. En el S. XIX, en el contexto de la conformación de los mercados literarios en Europa y de la incipiente emergencia de un público lector en Latinoamérica que dará origen, recién a principios del S. XX, tiempo, la dependencia relativa entre ambos polos. Entonces, la categoría mercado de los bienes simbólicos, lejos de implicar una simplificación en un polo autónomo como se ha leído a Bourdieu tradicionalmente desde su idea de “campo”, permite una apertura a través de la dualidad no dualista de un espacio económico-simbólico basado en términos de co-presencia y de tensión de los dos polos; incluso, a veces, en una relación de subordinación; pero nunca en un purismo reduccionista totalmente autónomo. En adelante, emplearé indistintamente mercado de los bienes simbólicos y mercado simbólico como sinónimos que aluden a esta definición bourdiesiana. 48 Opacar y perderse son dos verbos que funcionan para calificar —y no sólo predicar— un efecto de lectura crítica de Las reglas del arte y que, por lo tanto, suponen concebir que Bourdieu admite la presencia de dichos enunciados, en varias partes del texto; pero que no logra sistematizar ni una definición, ni un análisis específico de este tipo de relatos particulares que emergen y proliferan, no casualmente, en el momento en que el propio Bourdieu sitúa el proceso de conformación del mercado simbólico.
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a un mercado editorial relativamente autónomo, emergen relatos de mercado.49 Les illusions perdues de H. de Balzac, Bel Ami de G. de Maupassant, Hambre de Knut Hamsun, “El rey burgués” de Rubén Darío, “Historia de un peso falso” de Gutiérrez Nájera, etc. constituyen algunos ejemplos. A lo largo del S. XX, y en diferentes momentos históricos y de desarrollo de los mercados editoriales nacionales, en Latinoamérica, se van sucediendo distintos relatos de mercado como “Las paradojas del talento” de Payró, las novelas y algunos cuentos y obras de teatro de Roberto Arlt, Angustia de Graciliano Ramos, La tía Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa, Lo imborrable de Juan José Saer etc. En el presente, existe una proliferación diseminada de relatos en la literatura mundial en plena globalización económica: Locked room de Paul Auster (1987); Hollywood de Charles Bukowsky (1989); El volante (1992), “Duchamp en México” (1997), El congreso de Literatura (2001), Varamo (2002), El Mago (2002), La princesa primavera (2003), Las noches de flores (2004), Los misterios de Rosario (2005), Parménides (2006), La vida nueva (2007), de César Aira; El traductor (1994) de Salvador Benesdra; The information (1996) de Martin Amis; Tinta roja (1996), Cortos (2007), Las películas de mi vida (2004) de Alberto Fuguet; 13,99 Francs (1997) de Frédéric Beigbeder; Wonder boys (1997) de Michael Chabon; A caverna (2000) de José Saramago; Cosa de negros (2003), Las aventuras del Sr. Maíz (2005), El curandero del amor (2007) de Washington Cucurto; Angosta (2004) de Héctor Abad Faciolince; Budapest (2004) de Chico Buarque de Holanda; “Casa con diez pinos” en Los lemmings y otros (2005) y Ocio. Seguido de Veteranos del pánico (2006) de Fabián Casas; The wonderfull life of Oscar Wao (2008) de Junot Díaz; La possibilité d’une île (2006) de Michel Houellebecq; Berkeley em Bellagio (1997) y Lorde (2006) de João Gilberto Noll; La mafia rusa (2008) de Daniel Link; Exit Ghost (2008) de Pihlip Roth. La atención en los mismos como relatos de mercado, como un tipo particular de texto literario, por parte de la crítica latinoamericana, ha sido nula.
49 Sobre la constitución desigual, aunque isócrona, de ese espacio entre Europa y Latinoamérica, véase, entre otros: Bourdieu, 1995; Rama, 1985. Sobre la conformación desde fines de S. XIX a principios de S. XX del mercado argentino: De Diego, 2006; Prieto, 1956.
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En efecto, se han abordado las relaciones entre literatura y mercado mediante ciertas categorías que se concentraron en diversos aspectos; pero casi siempre de manera desvinculada. Por un lado, los conceptos elaborados por R. Piglia y L. Cárcamo Huechante tendían a analizar desde el terreno de la ficción dicha relación. Piglia propuso la lectura de una “economía literaria” (1973) o de “ficciones de dinero” (1974, 1993) en las novelas de Roberto Arlt. Mientras la primera señalaba “una teoría de la literatura donde un espacio de lectura y ciertas condiciones de producción son exhibidos” (Piglia, 1974: 60), la segunda se concentró en relaciones generales entre ficción y economía —dinero específicamente—. La presencia del mercado de los bienes simbólicos en las narraciones de Arlt es sugerida por Piglia; pero la lectura no resulta específica ni centralizada en las relaciones entabladas entre el mercado simbólico (editorial) donde efectivamente circulaban esos relatos con el que aparece en el plano de la ficción, sino que se encarga de mapear los significados que se deslizan en la superficie textual de distintos espacios (la biblioteca, la librería, etc.) y que ponen en evidencia una poética económica —es decir, un arte que se construye como y con elementos de la economía— en Arlt. En cambio, Cárcamo Huechante (2007) propone la categoría “imaginaciones económicas” para leer las vinculaciones de la poética de varios escritores en relación con el mercado económico —dentro del cual incluye y analiza el editorial— del neoliberalismo chileno de la postdictadura; pero tampoco centra el análisis en la presencia del mercado simbólico en la narración, por ejemplo, de las novelas de Alberto Fuguet a las que toma como uno de los ejes de análisis. Otros artículos apelaron a categorías que, junto a las de Piglia y la de Cárcamo Huechante, constituyen una constelación conceptual desarticulada que ha revisitado la relación entre literatura y mercado desde ángulos no necesariamente excluyentes ni opuestos, pero sí diferentes. En éstas, la atención recae en las circulaciones de ciertos textos/libros o autores, articuladas con las representaciones literarias o con declaraciones de la actividad poética respecto del mercado. El foco pasa a ser los modos de circular que determinados autores realizan en contextos y condiciones determinadas, a partir de las cuales definen posiciones o valores en el mercado simbólico —en estos casos, literario o editorial generalmente—.
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La primera de las categorías es la de Graciela Montaldo y la desarrolla en “Borges, Aira y la literatura para multitudes” (1998). Allí, Montaldo indaga las formas en que los textos de Borges de la década del ’30 fueron pensados para y puestos a circular en los canales de un público extendido y no de pares, al punto de que: “el trabajo de Borges tiene que ver por esos años con la producción de un nuevo tipo de ficción, completamente funcional al nuevo discurso de los medios y que se articulará posteriormente a sus ficciones” (11). De igual manera, sostiene Montaldo: “Quizás, como en el caso del Borges de los ’30, Aira se coloca en el ojo de la tormenta, en el lugar en que no debe estar y, con su escritura, desbarata el sistema de la letra; al menos el sistema bajo el cual la escritura circula actualmente: lo estéticamente correcto de los premios, de las editoriales comerciales y de los suplementos culturales” (15). Entonces, una “literatura para multitudes” en Montaldo, señala la reciprocidad entre poética y circulación de los textos, así como entre las maneras en que el mercado extendido de los ’30 y las nuevas y actuales condiciones de producción imprimen direcciones a las operaciones literarias y a las posiciones —desviadas— de los escritores en el mercado. La categoría de Montaldo opera en un plano diferente y por fuera de la ficción de los textos literarios. Se concentra, así, en declaraciones de entrevistas o ensayísticas y en sus vínculos con la circulación de la obra de Borges y de Aira. Por lo tanto, minimiza el análisis de los textos literarios de ambos en función de prácticas en/con el mercado. Sin embargo, un procedimiento valioso es el afán de trazar líneas de continuidad de la relación con el mercado editorial entre una operación de los ’30 y una del presente a través de significaciones y prácticas distintas. Como si insinuara que en esa relación conflictiva, hay continuidades y rupturas que se pueden reconstruir. Por otro lado, en el texto “Literatura y mercado” de Daniel Link (2003), se sostiene que: “Dos novelas emblemáticas de la década del noventa, cada una a su modo, parecen hablar de esta crisis aguda del universo de las representaciones, no tanto como textos, sino sobre todo como libros, como objetos ‘culturales’ que vienen a ocupar un lugar en las librerías y en los medios especializados” (11). Link se refiere a Plata quemada (1997) de R. Piglia y a Las nubes (1997) de Juan José Saer, y entiende que ambas clausuran un modo de circular de la literatura en el S. XX, “tematizando el anacronismo” en el cual se sostuvieron en los
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años anteriores a su fecha de publicación. Link propone que mientras Las nubes queda subsumida dentro de un canal de publicación como Seix Barral, que pertenece al Grupo editorial Planeta, hegemónico en el mercado editorial amplio al que Saer siempre se opuso, Plata quemada tematiza desde el estilo deshilachado y hollywoodense un neopopulismo de mercado diferente al de las producciones anteriores de Piglia. Esa paradoja, síntoma de una clausura, para Link, se diferencia de nuevos modos de circular presentes en la obra de César Aira, que parece desafiar el mercado: “Si la literatura parece hoy ‘cosa del pasado’ no es por su incapacidad para dar cuenta del presente (después de todo, el presente no es sino un estado de la imaginación) sino por su debilidad para enfrentar la lógica (reificante) del mercado que, por otro lado, es su condición: Aira se lleva esa lógica por delante, Piglia (o Saer, o Fogwill) tropiezan con ella (y esos traspiés vuelven interesante la lectura y el análisis de sus textos). Tomás Eloy Martínez sencillamente cae en sus brazos (14)”. De esta manera, Link lee cómo las nuevas condiciones del mercado editorial inciden en la lectura —en algunos, la vuelven interesante como tensión— de los textos de dichos autores. Y con la palabra texto, Link se distancia de la noción de libro, para recuperar la idea de dispositivo de lenguaje dispuesto a la lectura. Da cuenta, oblicuamente, de cómo ciertos textos deben ser pensados en función de la circulación en la que se inscriben dentro de un contexto histórico del mercado editorial. Sandra Contreras, en “Superproducción y devaluación en la literatura argentina reciente” (2007), advierte la existencia de una trilogía panameña de César Aira, donde éste: “fabula, en el filo entre los dos siglos, la intrínseca relación entre literatura y mercado, más concretamente mercado editorial” (67). Pero se trata de una fabulación que, en términos de Contreras, “tiene mucho de verdad o de auténtica intuición” sobre lo que implica publicar y, por lo tanto, ser un escritor en el presente. El análisis parte de las representaciones de las tres novelas para llegar a los modos de circular de Aira que constituirían “un efecto Aira”, caracterizado por devaluar mediante un mecanismo de superproducción la “bolsa de valores literarios”. Si bien ese espacio, el de la bolsa literaria, le permite a Contreras trazar diferencias frente a otros escritores, como Saer —y a pesar de que señale específicamente esa diferencia con Lo imborrable— no llega a indicar la presencia de rela-
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tos de mercado distintos entre Aira y Saer que posibilitarían leer esas posiciones y prácticas disímiles en el mercado literario. En realidad, ninguna de las categorías y de los modos de leer las relaciones entre literatura y mercado, como vemos, permiten pensar en narraciones literarias particulares a partir de las cuales se puedan analizar dichas vinculaciones. Ninguna llega a especificar la existencia de relatos de mercado en diferentes o idénticos contextos temporales y espaciales. Por otro lado, cada una hace uso de diferentes niveles de análisis que focalizan un aspecto y dejan de lado las complejas y plurales prácticas y sentidos que intervienen en torno de dichas relaciones. En sus estudios sobre el modernismo y sobre el boom latinoamericano, Ángel Rama parece haber sido el único que analizó de manera interrelacionada los distintos niveles involucrados en este problema: discursos, prácticas y condiciones socio-históricas. Sin embargo, tampoco señaló la presencia de narraciones específicas donde tales aspectos podían ser leídos y analizados. La categoría relato de mercado, no sólo especifica un modo de proceder que parte desde los textos literarios mismos a partir de su definición como narraciones que generan la presencia del mercado simbólico, sino que, además, se abre desde ese espacio hacia las prácticas estéticas y editoriales que cada autor de esos textos sostiene por fuera del plano de la representación en un contexto socio histórico. Genera, así, un efecto de lectura en una zona de interferencia donde historia, poética, circulación y representación se abisman en función de esclarecer las posiciones y las prácticas que un autor establece con el mercado simbólico. Lo cual permite no sólo trazar continuidades y diferencias en un mismo contexto socio-histórico o espacial, sino, además, entre relatos de mercado situados temporal y espacialmente de modo distanciado a partir de una relación que el crítico especula y construye. Lo que se pone en evidencia, de este modo, son las relaciones diferenciales que se construyen contemporánea e históricamente entre literatura y mercado. II. El rey poeta Darío En 1888, aparece el libro Azul, de Rubén Darío. Dentro de él, un cuento, “El rey burgués”, permite elaborar una comprensión de las relaciones entre literatura y mercado o, mejor dicho, de las significaciones y de las prácticas de/con el mercado que Darío realizó desde la lite-
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ratura. Es un relato de mercado. El mismo lleva implícito en el título una contradicción: se trata de un rey burgués; es decir, una función de autoridad a la cual se le atribuye una clase social que no le corresponde. Se produce así una re-semantización de una función de autoridad tradicional y aristocrática que indicaría que la burguesía o, al menos, sus valores ideológicos y económicos, en ese mundo atemporal y atópico del cuento, instituyen el poder. José Luis Romero en Latinoamérica. Las ciudades y las ideas y Ángel Rama en Las máscaras democráticas del modernismo indican que, durante la segunda mitad del S. XIX en América Latina, el poder de una oligarquía terrateniente y de una joven burguesía, imbuidas de la doctrina del liberalismo económico, son quienes impulsan los procesos de modernización. Ambos grupos sociales generaron las condiciones materiales mediante las cuales se transformaron las ciudades y los países latinoamericanos. De modo que ese proceso estuvo estrechamente ligado a la dinámica económica de corte liberal-burguesa. La ambigua figura del rey burgués, entonces, recupera, metafórica y oximorónicamente, la constitución del poder latinoamericano de dos clases con una misma ideología ilustrada que comenzaban a desarrollar las banderas del progreso en las urbes latinoamericanas. Ahora bien, las dos figuras centrales de ese cuento de Darío, el rey burgués y el poeta, resultan, desde el punto de vista de la lectura que pretendo ensayar, un juego de analogías y contrastes con la misma posición de Darío en el campo literario y en el incipiente mercado periodístico. Son las dos figuras en las que Darío ensaya una respuesta y una representación de la posición de los artistas en el mercado literario que recién comenzaba a constituirse. Retomemos el argumento del relato. El rey burgués vive en “una ciudad brillante” y “muy poderosa” y: “…tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas y objetos de arte maravillosos. Llegaba a él por entre grupos de lilas y extensos estanques, siendo saludado por los cisnes de cuellos blancos, antes que por los lacayos estirados. Buen gusto. Subía por una escalera llena de columnas de alabastro y de esmaragdina, que tenía a los lados leones de mármol como los de los tronos salomónicos. Refinamiento. A más de los cisnes, tenía una vasta pajarera, como amante de la armonía, del arrullo, del
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trino; y cerca de ella iba a ensanchar su espíritu, leyendo novelas de M. Ohnet, o bellos libros sobre cuestiones gramaticales, o críticas hermosillescas. Eso sí: defensor acérrimo de la corrección académica en letras, y del modo lamido en artes; ¡alma sublime amante de la lija y de la ortografía!” (Darío, 2009: 11-12). Las riquezas y los objetos son acumulados, transformados en mercancías que le dan brillo a la ciudad. Son, asimismo, seleccionados por el buen gusto del rey burgués, que resulta análogo al preciosismo y al refinamiento que el propio Darío pone en uso en su escritura —notemos la proliferación de cisnes, lilas, columnas de alabastro, brillos que son componentes siempre presentes en los poemas darianos y, sobre todo, en Azul—. Pero el buen gusto del rey, en todo caso, está sostenido por una economía de acumulación, por afán de concentración de recursos culturales, sin finalidad más que la exhibición o el entretenimiento, más que el brillo de las mercancías que oculta su ideal y su belleza. En un breve artículo, Silvia Molloy (1980) ha sostenido que el impulso de la escritura dariana se caracteriza por una voracidad y por un solipsismo radical. Voracidad por la disposición a fagocitar la cultura extranjera, acumularla y reelaborarla para componer su estética, y solipsismo porque ensaya la búsqueda de una forma poética latinoamericana que no es sino la confirmación de un vacío previo, razón por la cual debe recurrir a los modelos franceses como punto de partida. De ahí que, según Valverde: “El modernismo, en su aspecto más superficial, tenía mucha decoración exótica, antigüedades clasicistas con faunos y ninfas de escayola, decorados medievales y fantasías morbosas en ambiente dandy, alcohol, nocturnidad, disipación moral, sed de belleza pura, pero lo decisivo fue que acertó a introducir un lenguaje más rico y refinado. En la forma poética, dio nueva vida a la métrica, y trajo otras dimensiones imaginativas para las metáforas y los temas. El estilo modernista resultaba así exquisito, matizado, sorprendente, por ejemplo, en los colores, no se usaban los acostumbrados elementales, sino una detalladísima paleta […] Pero, además, ese lenguaje refinado se hizo capaz de encontrar nuevas bellezas en lo conversacional, incluso con ironía, y a veces recu-
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rriendo a lo vago, a lo impreciso —al modo de Verlaine—, todo ello con reciente pretensión de perfección artística.” (Valverde, 1981: 42). El buen gusto del rey burgués, entonces, sostenido por el preciosismo y la acumulación de exotismos, reproduce en este punto el gusto de Darío. Pero frente a la museificación e improductividad contemplativa o de entretenimiento del rey burgués, el buen gusto del modernismo —y de Darío— opera en la economía poética una revolución cultural. Se vuelve producción de auténtica literatura y no mera acumulación. Es por eso que, inmediatamente, el cuento debe distanciarse y generar ambigüedad respecto de ese acercamiento. Esto ocurre cuando el narrador aclara que las chinerías y japonerías del rey están allí “por moda y nada más”, no por el ideal y la belleza artística, sino por pura convención instituida desde los criterios de novedad del mercado. Esta distancia cobra mayor sentido cuando aparece la figura del poeta. El rey, como burgués impulsado por el afán de acumulación, recibe al poeta dentro de su palacio, ya que es un benefactor de las artes: “favorecía con gran largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima” (11). En el comienzo de su presentación, el poeta, como “algo extraño y nuevo”, le dice al rey que tiene hambre. La respuesta es inmediata: “—Habla y comerás”. Pero lejos de producir comida o de satisfacer el hambre, el habla profética e ideal del poeta, lo condena a su silencio: “—Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música; podemos colocarle en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando os paseéis. —Sí —dijo el rey, y dirigiéndose al poeta:— Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas, ni de ideales. Id.” (14). El final es conocido. El poeta, condenado al silencio de una actividad mecánica, muere cuando una helada lo encuentra en una noche fría de invierno, realizando la tarea solicitada por el rey burgués para sobre-
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vivir. La trama de ese cuento, como vemos, revela al menos dos cuestiones en torno a las relaciones con el mercado, siempre que comprendamos que éste aparece bajo los criterios económicos del rey burgués como un lenguaje utilitario y de acumulación. El primer asunto es que existe un choque de valores entre el rey burgués —el benefactor de las artes— y el poeta. Mientras el rey acumula objetos en base a los criterios de la moda y de la novedad, incluso de la rareza concebida como un exotismo —forma cultural producto de la división internacional del trabajo y del imperialismo—, el poeta persigue el ideal estético, pura habla sin utilidad económica —de hecho, por eso está hambriento, por eso recurre a la protección del rey—. Ángel Rama asegura que la burguesía del S. XIX le retira al poeta el rol que había tenido desde el período renacentista hasta fines del S. XVIII, como aquel que, bajo su mecenazgo, contribuía a la educación, el deleite o el adoctrinamiento político de la nación: “en ese mundo regido por la fabricación y apetencia de las cosas, los principios de competencia, la ganancia y la productividad, el poeta no parece ser una necesidad” (Rama, 1985: 56). De ahí que, producto de la inutilidad del habla poética, el rey deba darle una actividad en la que sí resultará útil: la reproducción mecánica de una música. Música de la que no carece la poesía tampoco, y menos la poesía dariana. Sin embargo, esa música no es “mía en mí”, sino pura reproducción destinada a la satisfacción del público. Darío traza, de esta forma, una distancia máxima entre criterios de mercado burgueses y arte (poesía) a partir de la aproximación de dos gustos —el del rey y el del poeta— y de dos artes —música mecánica y poesía—. Es en este punto, donde surge la segunda cuestión que permite leer el cuento. La sujeción a otra labor por fuera de la poesía, pero en íntima relación con ella a través de la música, remite a la actividad periodística que Darío desempeña, para pulir el estilo, para difundir su producción, para lograr una consagración en un canal de público amplio, pero, sobre todo, para sobrevivir, como el poeta ante el rey burgués. Rama también menciona que: “La exigencia que los llevaba al periodismo [a los modernistas] no era vocacional sino de orden económico, debido a que su sociedad no necesitaba de poetas pero sí de periodistas” (97). De ahí que:
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“El Garcín de ‘El pájaro azul’, y el poeta de ‘El velo de la reina Mab’ y el de ‘El rey burgués’, y ‘aquella especie de poeta’ de ‘La canción del oro’, y aun el escultor de ‘Arte y hielo’ y la alondra de ‘El sátiro sordo’, parecen alter egos del Darío juvenil de los años chilenos, y la situación que se reitera en cada uno de esos cuentos, como en páginas periodísticas ocasionales, es siempre la misma y al parecer también real de ese tiempo: el creador desatendido, despreciado o burlado por los poderes materiales de la tierra, que no reconocen el valor de su producto, y por lo tanto, lo sumen en el desamparo y el hambre”. La lectura de “El rey burgués” como relato de mercado genera una zona de interferencia en la cual literatura, mercado y realidad se cruzan, se deslizan y se relacionan. De este modo, se reconstruye un núcleo de relaciones significativas que se proyectan hasta y se distancian del presente, como veremos, a propósito de El Mago, de César Aira. III. El mago Aira La novela El Mago, de César Aira, aparece en 2002 por el sello editorial Mondadori-Barcelona. La trama desarrolla la historia de Hans Chans, un mago que desafía las leyes naturales, puesto que hace magia verdadera; razón por la cual no obtiene el reconocimiento de sus colegas, ni puede desenvolver su actividad debido a que la lógica que sostiene la profesión de mago es el truco, no la práctica real de la magia. Otra vez, como en Darío, se postula la imposibilidad de vivir de la actividad artística auténtica —en este caso, del arte de la magia—; aunque, ahora, son las limitaciones intrínsecas del universo de la magia las que se constituyen en un límite para el artista auténtico y no ya, un poder político-económico como en el caso del rey burgués. Pareciera que la autonomía relativa de la profesión de mago condicionara la supervivencia de sus agentes. Es, de alguna manera, el reverso de una misma trama. En un texto denominado “Qué hacer con la literatura” aparecido en la revista Nueve perros del año 2004, Aira se encarga de diferenciar tres acepciones de la palabra literatura: una como conjunto de obras
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escritas que forman literaturas nacionales, otra como institución y una tercera como arte. Respecto de la última sostiene que es la que permite que: “…infaliblemente opinemos que ‘esto sí es literatura’ de lo que hacemos nosotros, lo que devalúa bastante la clasificación. Y es esta acepción la que también sirve de garantía y de piedra de toque para las otras dos, porque suponemos que las acumulaciones canónicas de ‘literatura argentina’ o ‘tesoros de la literatura universal’ se harán con genuina literatura como arte, y que será ésta, y no la otra, la materia de la que se ocuparán profesores, críticos y demás funcionarios de la institución literatura.” (Aira, 2004: 39). Ese texto se torna nodal para comprender cómo en Aira siempre hay límites trazados entre la actividad artística auténtica y la institución del arte; aunque también íntimas relaciones dentro de las cuales el arte como tal debería condicionar a las esferas profesionales y especializadas. Sin embargo, como la cita lo menciona, esto es sólo suposición, no siempre realidad. Por eso, que un mago auténtico busque el reconocimiento de la institución que lo representa es lógico; pero al mismo tiempo, un absurdo condenado al fracaso, tal y como el devenir de la historia lo demuestra, cuando el mago se vuelve un escritor, lejos de encontrar los modos de desarrollar su profesión auténtica. Ése es el momento de la trama en que, como en un cuento de Borges, Hans Chan define su destino. Se trata del encuentro con los imprenteros que son, además, editores piratas. No es la primera vez que en los relatos de mercado de César Aira aparecen editores piratas o agentes del mercado editorial ubicados en una condición marginal, casi en la ilegalidad o por fuera de los canales institucionales. En La princesa primavera, se hace mención a Panamá como un centro neurálgico del flujo de ediciones piratas, sobre todo de traducciones piratas, que son el sustento de la actividad de traductora de la princesa. También en Las noches de Flores se hace mención a la existencia de editoriales piratas. En cambio, en La vida nueva o en Los misterios de Rosario, aparecen dos editoriales independientes cuyo catálogo está en organización y en marcha. Una, perteneciente a Achaval, la otra, a Sandra. Mientras la
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primera se encuentra sometida a los avatares de la economía y del mercado editorial, la segunda se plantea como una editorial cuyos criterios de publicación le hacen pensar a Giordano, el protagonista de la novela, que el único camino que queda para la literatura es la autoedición. Como si en ese tiempo de precariedad editorial la literatura auténtica se hiciera posible a costa de un esfuerzo de edición en canales o en circuitos alternativos o hasta en inventados o autogestionados (en todo caso, nunca sin edición50). La preferencia por canales no hegemónicos de edición en la trama de los relatos de mercado es, sin embargo, tensionada por los canales que la obra de Aira emplea para circular. En efecto, el movimiento acelerado de superproducción en Aira implica la saturación de todos los canales de edición, marginales o hegemónicos (Montaldo, 1998-2004; Speranza, 2006; Contreras, 2007). Tomemos como argumento para el sustento de esta hipótesis, la novela El Mago y las obras publicadas por la editorial Mondadori-Barcelona en la que este libro aparece en 2002. La sucursal surge en 2001, tras la fusión de Random House (del grupo Bertelsmann S. A.) con la editorial italiana Mondadori, constituyendo el conglomerado Random House Mondadori. Dentro de la misma se encuentran anexados los sellos editoriales Collins, Debate, Debolsillo, Electa, Grijalbo, Grijalbo ilustrados, Lumen, Lumen infantil, Mondadori, Montena, Plaza y Janés, Rosa des Vents, Sudamericana. Constituye, entonces, un fuerte competidor trasnacional del mercado de habla hispánica y uno de sus agentes hegemónicos. La obra publicada por Aira en esta editorial desde 1998 a la fecha, consiste en trece títulos: Emma, la cautiva (1998 b, 2004 c), Cómo me hice monja (1998 b, 2006 c), La mendiga (1998), El Mago (2002, 2005 c), Canto castrato (2003 b, 2007 c), Una novela China (2004 c), El bautismo (2004 c), Las noches de Flores (2004, 2007 c), Cumpleaños (2004, 2006 c), Un episodio en la vida del pintor viajero (2005 b), Parménides (2006, 2008 c), Las curas milagrosas del Doctor Aira (2007 b), Las aventuras de Barbaverde (2008). De esta lista se desprenden que sólo 50 Muchas novelas de Aira insisten sobre la imposibilidad de ser escritor o artista sin edición. Véase: La Nueva Vida, Los misterios de Rosario y, también, Un episodio en la vida del pintor viajero. Asimismo, el artículo de Sandra Contreras “Superproducción y devaluación en la literatura argentina reciente” (2007), donde desarrolla este aspecto de Aira, en relación con Osvaldo Lamborghini.
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seis títulos fueron publicados como primera edición por Mondadori. Los siete (b) restantes habían tenido ya su primera edición en editoriales independientes o pequeñas editoras: Beatriz Viterbo, Javier Vergara editor, Simurg, Editorial Belgrano, Grupo Editor Latinoamericano. Y de esas obras, nueve (c) se reeditaron en la colección Debolsillo. Dos cosas se hacen evidentes en este análisis: la primera, la plasticidad con la que se mueve y satura todos los circuitos la obra Aira; la segunda, la primacía de criterios económicos en la conformación del catálogo de Mondadori, que apuesta más que a la edición de obra nueva, a la reedición de aquella que, por un lado, tiene un prestigio acumulado (Ema, por ejemplo) o la que le reditúa económicamente como para una segunda edición (se destacan la reedición en Debolsillo de la obra que Aira publica por primera vez en Mondadori). El comportamiento, no obstante, que se desprende del catálogo editorial parece reproducir el diálogo con los imprenteros y editores piratas de El Mago: “Si lo que quiere el público es lo mismo, yo no voy a ser tan suicida de darle otra cosa” (132). De este modo, la primacía en la ficción de espacios editoriales marginales o independientes no necesariamente se corresponde con los canales elegidos para la publicación de la obra Aira. El efecto que se crea es la de la saturación de todos los circuitos; pero con un plus de sentido, con un énfasis sostenido no sólo en la continuidad de publicación en canales independientes o pequeños de edición —algo que Aira podría dejar de practicar debido a su reconocimiento y consagración en varios países que lo vuelven un atractivo para los grandes grupos editoriales—, sino también por el papel otorgado a los mismos en el plano de la ficción literaria. La invención de ese circuito, de ese modo de circular de la obra Aira, rebasa la polarización editorial que desde los ’90 sufren los mercados de la edición a nivel global. En efecto, como han señalado algunos estudios sobre mercado editorial como los de Yúdice (2002), García Canclini (1998) o del mismo Bourdieu (1999), desde fines de los ’80, se produce una concentración del mercado editorial bajo grandes grupos transnacionales que hegemonizaron la edición. Estos grupos tendieron a evitar el riesgo económico y a publicar literatura bajo patrones de ganancia económica y de criterios de demanda del público lector, lejos de criterios de valor literarios. En paralelo, se sostuvieron o aparecieron editoriales pequeñas e independientes que se transfor-
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maron en verdaderos nichos de mercado, donde primaron los criterios literarios por sobre los económicos. En estas condiciones, Aira ensaya la invención de un circuito donde para ser escritor: “lo que hay que hacer es ponerlo [al libro] en las librerías” (Aira, 2002:128) y, bajo esa consigna, apela a los dos canales de circulación, aunque con una marcada predilección y resignificación de los canales más pequeños. Hay otro aspecto de El Mago donde Aira desborda las relaciones con el mercado, las profana. Desde el principio, Hans Chan duda cada vez más sobre el hecho de si su magia está o no alterando la realidad de acuerdo a sus deseos y sobre si ese congreso y todo a su alrededor no es más que una invención que vuelve el mundo un gran artificio. La novela revela, así, constantemente, un carácter artificial del entorno en el que se desenvuelve Hans, como si el mismo paraíso fiscal de Panamá, donde se realiza el congreso, no fuera más que un acto de magia: “En efecto, las características del ‘Paraíso fiscal’ de Panamá y el consiguiente ingreso de voluminosas masas de capital producidas por las nuevas condiciones económicas del mundo había impulsado la creación de una gran cantidad de bancos; al proceder de la nada, estas instituciones habían debido construir sus sedes, lo que había estimulado una actividad de construcción a un ritmo muy veloz.” (28). Las nuevas condiciones económicas del mundo construyen ese espacio, lo saturan y lo obligan a una mutación y creación “de la nada”, como el acto de magia. La invención de artificios impulsados por la economía lo atraviesa todo, hasta el mismo canal de Panamá que aparece como una maqueta destinada a la curiosidad turística. Así se revela que, como en otras obras de Aira, la actividad artística —en este caso, la magia— está vinculada a la economía: las dos recurren a la invención. Desde su primera novela publicada, Ema, la cautiva (1981), Aira se encarga de señalar que economía y arte están íntimamente vinculados: los dos se caracterizan por la invención de dinero o de un procedimiento al cual se le atribuye valor en su circulación. En una conversación sobre el trabajo en las imprentas —ese espacio dual, donde se imprime dinero, pero también libros—, Gombo le comenta a Ema:
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“—Espina no es Dios y no es tan idiota como para imitarlo más allá de las meras formas. Empezó creando el dinero. Ahora sería el turno de las cosas en las cuales utilizarlo. Pero él se retrae. El segundo paso no le concierne. Sólo quiere perfeccionar la circulación.” (91). La creación del dinero, el motor de la economía, participa de las mismas condiciones que el mago en su profesión, se debe garantizar: la invención de algo (de un truco), de un modo de hacerlo circular (en este caso en un congreso de magos) y de un reconocimiento (que no es sino la atribución de valor basada en la utilidad para los profesionales). Lo cual señala una continua postulación de un análogo entre economía y arte sostenido por la invención. Es precisamente en esa concepción donde se juega una doble profanación de lo improfanable, en el sentido de Agamben (2006). En efecto, en Profanaciones, el autor sostiene que la religión del capitalismo se ha tornado un improfanable que separa las cosas del mundo de los hombres al transformarlas en mercancía. El fetichismo de la mercancía, ese halo artificial y deslumbrante que las recubre, produce que el trabajo humano desaparezca —y quede olvidado— detrás de la apariencia del precio que uniforma las diferencias. Al resaltar la fuerza de invención y de creación que anima la economía y las demás actividades humanas, Aira no hace sino restituir al uso de los hombres aquello que pareciera existente por sí mismo y separado. El paraíso fiscal de Panamá, su economía y su canal son invenciones, productos del trabajo humano, al igual que los trucos de magia de los que carece el mago, o las monedas creadas en Ema. A diferencia del cuento de Darío, no se trata de postular la existencia de dos gustos artificiales separados, el del burgués (económico) y el del poeta (artístico), sino de mostrar cómo esos universos que en principio se conciben distanciados están en íntima vinculación. Son análogos cuya conexión está dada por la misma fuerza de la invención que los anima y que los obliga a una creación de la nada. Y en ese postulado es donde se juega la profanación de lo improfanable: con la misma lógica del mercado se hace evidente, a cada paso, que todo es producto del trabajo humano, que todo es invención
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y que, por lo tanto, ese mismo mercado puede ser alterado por la misma nada que lo sostiene. En realidad, la profanación de Aira es doble: si desafía a la lógica económica que intenta desvincularse de lo humano para imponerse a lo humano como religión, por otro lado, también profana la denegación del componente económico que el campo intelectual y artístico, según Bourdieu (1980), sostiene para generar un espacio de autonomía relativa. Aira restituye al uso económico un espacio que se quiere separado de esa actividad, basada en criterios meramente simbólicos. Y lo consigue a través de dos vías: al señalar la vinculación entre arte y economía en el plano de la representación y al inventar un modo de circular que atraviesa cualquier prurito intelectual y cualquier condicionamiento del mercado: ni en el margen, como fue la elección de muchos escritores en el S. XX, ni en el centro; en todas partes del mercado, hasta saturarlo. El análisis de los textos de Aira y de Darío como relatos de mercado revela, así, diferencias y continuidades que se trazan en la relación literatura y mercado entre dos contextos distantes en el tiempo. Es notable cómo la configuración en Latinoamérica de “imágenes de escritor51” que buscan sobrevivir con su actividad se mantiene como constante dentro de la escritura de estos relatos de mercado. Ahora bien, las diferencias son también notorias: en Darío, la supervivencia del artista desplazado a otra actividad, útil dentro del sistema de gustos del rey burgués, se resuelve en su muerte; en cambio, en Aira, el mago desplazado de su auténtica actividad, encuentra en la literatura y en un circuito pirata de edición las condiciones que le garantizan la supervivencia. Estas dos modalidades no son propias de Darío o de Aira, lo que constituiría una rareza o una particularidad en el tratamiento temático dentro de una estética particular. Ángel Rama, en varios de sus textos, menciona cómo la mayoría de los modernistas configuraron imágenes de escritor sometidos a la supervivencia con otras actividades que no eran directamente artísticas —el periodismo, por ejemplo— y cómo eso implicó trazar una separación entre actividad artística y trabajo literario. El relato de mercado de Gutiérrez Nájera, “Historia de un 51 Sobre este concepto, véase: Gramuglio, 1988. Asimismo, un estudio sobre diferentes imágenes de escritor en la literatura argentina: Premat, 2009.
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peso falso”, por ejemplo, presenta a un cuentista que narra el itinerario de una moneda y cómo la misma constantemente pasa de una mano a la otra —la suya inclusive— sin permitirles solucionar los problemas a ninguno de sus acreedores. En el presente, los relatos de mercado de Washington Cucurto o los de Diamela Eltit, por citar algunos, vuelven a poner en el centro la posibilidad de sobrevivir de la literatura mediante circuitos editoriales, a veces, bajo la clara conciencia de que “todo irá a la venta” (Eltit, 2004: 245). Lo que se insinúa, sospecho, en ese viraje entre un contexto y otro es no sólo la transformación del mercado editorial —prácticamente ausente en el momento de publicación de Azul— sino también cómo en el presente esas condiciones interfieren más que nunca la producción literaria.
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APÉNDICE
En torno de las lecturas del presente Por Sandra Contreras
Noticia Este trabajo se escribió para participar, junto con Josefina Ludmer, Claudia Gilman y Martín Prieto, de la Mesa “Intervenciones de la Crítica”, en el Tercer Argentino de Literatura, realizado en la Universidad Nacional del Litoral del 14 al 16 de agosto de 2007. La reformulación que ahora me interesaría precisar, después de seguir conversando sus hipótesis, con alumnos y colegas, en distintos encuentros a lo largo de estos tres años, se incluye, en parte, en el Dossier “Cuestiones de Valor” del Boletín/15 del Centro de Estudios en Teoría y Crítica Literaria, del año 2010. Para estos Cuadernos prefiero mantener la versión que se leyó en el Seminario. Quisiera ensayar un rodeo en torno a las lecturas del presente de la literatura argentina. Me refiero a las lecturas del presente que en los últimos meses han puesto en el centro de la discusión no sólo el paso de un sistema literario, con sus redes y jerarquías, a otro (esto es, la pregunta por lo nuevo que recurre periódicamente y es nuestra tradición), sino también, y sobre todo, la puesta en cuestión, y hasta la transformación, del estatuto mismo de la literatura hoy, de su concepto y de los valores a él asociados. Discusión de larga duración, desde luego, que Roland Barthes ya anunciaba en su sesión de 1978; es decir, discusión que ni es reciente ni mucho menos exclusiva de la literatura argentina, pero que en nuestro contexto inmediato parece haberse acelerado o intensificado en los últimos años adoptando tonalidades particulares y hasta un modo propio de poner en escena el problema más interesante de esta transformación como es el de la tensión, medular cuando se trata del
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presente inmediato, entre las insistencias del pasado y las líneas de fuga hacia el futuro. Estoy pensando, claro está, en las recientes intervenciones de Beatriz Sarlo y de Josefina Ludmer sobre la narrativa argentina que se está escribiendo hoy, dos lecturas cuyo punto de vista podría definirse, creo que sin dificultad, para ambas, como el de la ontología del presente tal como Foucault lo vio en “¿Qué es la ilustración?”: una permanente reactivación de la modernidad como actitud, esto es, de un modo de relación con y frente a la actualidad entendido como un ethos filosófico que debe, por una parte, abrir un dominio de indagaciones históricas según una actitud histórico-crítica de nosotros mismos, y, por otra, someterse a la prueba de la realidad y de la actualidad según una actitud experimental. El rodeo que intentaré consistirá, apenas, en el ensayo de un par de comentarios en torno de las preguntas que, creo, abren estas intervenciones y la evidente confrontación de sus protocolos de lectura; también en torno de las preguntas que, entiendo, ellas permitirían plantear sobre sus condiciones de posibilidad, a partir de la tensión —en ellas, entre ellas— entre el ethos del diagnóstico crítico, las fuerzas de la descripción, y el ethos de la actitud experimental, las fuerzas de la valoración. Todo será (quisiera ser) formulado en el orden de la conjetura y la interrogación. Como se advierte inmediatamente, los dos artículos que Beatriz Sarlo publicó en diciembre de 2005 y diciembre de 2006 en Punto de Vista, “Pornografía o fashion” y “Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia” apuestan por una lectura que se quiere analítica en el diagnóstico pero al mismo tiempo fuerte y centralmente valorativa de algunas de las novelas que, publicadas entre 2004 y 2006, aparecen, en la red de lecturas críticas, académicas y hasta poéticas (de los propios escritores), como “lo nuevo”. Como lo sabemos, el diagnóstico dice que el presente es, casi masivamente, el tiempo de la literatura que se está escribiendo hoy, y que el peso de ese presente, a diferencia del peso del pasado o de la historia en las novelas de la década del 80, no es el de un enigma a resolver sino el de un escenario a representar. La valoración es que, sumergidas sin distancias en ese presente que pretenden representar y entregadas al registro plano y a la celebración festiva o bienpensante de las diferencias culturales (las tribus y los dialectos urbanos), estas novelas resultan pura documentación etnográfica de los temas del presente (del momento) y de este modo renuncian a, o pier-
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den, o simplemente carecen de, la función cognoscitiva y crítica propia del (mejor) arte. Uno y otro artículo cierran con la apuesta fuerte por seguir discutiendo, hoy, en el contexto posmoderno de la disolución de las diferencias y las jerarquías, los presupuestos estéticos, su cualidad diferencial, y desde luego éste es, en ambos, su centro. La primera pregunta que quisiera formular responde a un interés por tratar de razonar una primera e inmediata reacción: ¿qué es lo que me incomoda de una lectura con la que comparto muchos de sus presupuestos, no sólo el rechazo al costumbrismo, a la mimesis banal, y a la corrección ideológica, sino específica, y especialmente, el interés por seguir pensando hoy en términos de valor literario, mejor, por pensar los problemas y los modos de su insistencia?, ¿dónde podría residir el malestar? Enseguida advierto que la reacción no es uniforme, o masiva, y que si bien los dos artículos son continuos y complementarios, algo sucede en el paso de uno a otro: que lo que resultó convincente en la lectura de las dos novelas de Alejandro López, se vuelve insuficiente o disonante cuando el objeto es un corpus más amplio y dispar, y cuando en ese corpus está Washington Cucurto, que la excelente fórmula con la que Sarlo discute los alcances estéticos de ¿kerés coger? y el pretendido legado de Puig en su novela (dice Sarlo: “el exceso de mimesis es inverosímil, y lo inverosímil es el déficit de invención”) pierde eficacia argumentativa cuando transforma el exceso de Cucurto —la hipérbole lingüística— en clásico barroquismo de los escritores cultos con las lenguas bajas. El lapso que transcurre entre uno y otro artículo, y entre una y otra reacción ante sus argumentos, podría ser un índice del modo en que el devenir temporal está implicado en el ethos valorativo. Como bien lo sabemos el paso del tiempo y también el montaje de tiempos heterogéneos están implicados en la atribución del valor, y el problema del valor es, desde luego, el de su duración, el de su vigencia. En este sentido resulta oportuno el recuerdo de Alberto Giordano, a propósito de “¿Pornografía o fashion?”, de que también las primeras novelas de Puig fueron descalificadas en su momento por costumbristas y que los argumentos para intentar desplazarlas hacia la retaguardia de la literatura moderna no eran demasiado diferentes de los que usa Sarlo aquí; también su observación de que “esto es algo para tener en cuenta, sabiendo, como sabemos de sobra, que el discurso de la crítica puede resultar conservador cuando lo que de algún modo lo excede
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y pone en peligro sus criterios de validación lo deja indiferente o lo fastidia” (Giordano, 2006: 34). Y si, acto seguido, Giordano declara que no está seguro de que éste sea el caso, y no lo está porque, por una razón oportunista dice, una idea de Sarlo le sirve para precisar que López fracasa donde Puig revela un talento extraordinario, esto es, “en el arte de imaginar narrativamente lo inaudito de algunas formas triviales de interlocución”, podríamos decir ahora, a propósito de “Sujetos y tecnologías” que no estamos seguros de que no lo sea —éste, el caso— porque la transformación de la hipérbole de Cucurto en “sana diversión, desfachatez y simpatía”, en diferencia rápidamente asimilable que los “lectores cultos leen con la diversión con que las capas medias escuchan cumbia”, muestra, creo, la operación implícita de convertir la invención cucurtiana en “falso trabajo” con la lengua (en el sentido en que Adorno hablaba de la falsa disonancia del jazz: una disonancia que en la repetición, en lugar de ejercer una auténtica distancia crítica respecto de la industria cultural, termina volviéndose convención y por lo tanto fácilmente consumible), y en esa operación creo que podría discutirse no tanto el calificativo de “falso” cuanto la previa atribución de la dimensión del trabajo —un parámetro, creo, por completo ajeno a la operación de Cucurto, en su poesía y en su narrativa—. Para sacar todo esto del banal relativismo del gusto, podría ser interesante observar lo sintomático que resulta el hecho de que sean poetas y críticos de poesía los que lean, o hayan leído, algo tan diametralmente opuesto a lo que lee Sarlo en los relatos de Cucurto. Pienso en Silvio Mattoni y su hipótesis de que “todo ese mundo de cumbias y bailantas, con su rosario de hallazgos lingüísticos paraguayos o dominicanos, no es más que la apariencia necesaria para que una escritura, un estilo imponente fabriquen su propia totalidad” (Mattoni, 2003). Pienso en Ana Porrúa y su convicción de que no hay miserabilismo posible en el mundo cucurtiano, de que lo popular no está sometido en Cosa de negros a una mirada etnográfica ni sociológica porque la de Santiago Vega, que no habla de un mundo que no conoce, no es una pose y porque es la marca de festividad lo que define a un tono que, ya presente en su primer libro de poemas, distingue a su escritura del resto de la nueva narrativa de los 90.52 Pero pienso, centralmente, en el brillante 52 Es preciso advertir enseguida que las lecturas de Mattoni y Porrúa se refieren a la poesía y
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libro que Tamara Kamenszain acaba de publicar sobre el testimonio en la poesía, y en la maestría crítica con que lee la singularidad de la poesía de Cucurto —pero también de la obra que supone la dramatización de su personaje, de la que no sería ajena su narrativa— con la lengua misma que inventa Washington Cucurto, esto es, con la lengua como una red de categorías, de imágenes y de valores, con los que se inventa, de un modo singular y único, un mundo. Se podrá decir, inmediatamente: pero Kamenszain lee la poesía de Cucurto, no sus relatos. Frente a lo cual habría que precisar: pero la lectura de Kamenszain no es en absoluto inmanente ni interior a los poemas en sí; y esto, porque su punto de partida es lo que llama la “máquina cucurtiana de publicar”: “ese nudo orgánico donde editar, escribir y publicar ya son una y la misma cosa”. A partir de aquí la intuición poética con que Kamenszain hace hablar a ese “centro editor” le permite leer el vitalismo cucurtiano (leer, por ejemplo, en la afirmación de “una poesía sin más ambición que la de vivir” no la simple y ridícula —el término es de Sarlo— celebración de la alegría de vivir sino la afirmación de una máquina de vida que, como una matriz, alimenta casi todos sus libros, incluida su narrativa), y, sobre todo, le permite leer en la máquina de hacer paraguayitos no la celebración bienpensante de las diferencias culturales sino la creación de un dispositivo que vuelve literal su amado y mítico Centro Editor de América Latina (“El argentino Vega —dice— le roba la nacionalidad a un dominicano inexistente y con un pasaporte falsificado se pone a fabricar paraguayos”), y que asegura para la literatura argentina la circulación de objetos, según una economía literaria que se esfuerza por traer a la vida, por devolver al uso, los objetos que están desaparecidos en la órbita muerta de la metáfora. Después de la lectura del artículo de Sarlo de diciembre de 2006, el encuentro con el libro reciente de Kamenszain impone esta pregunta: ¿Cuánto resiste —cuánta potencia de sentido gana o pierde— la lectura de una obra hecha desde una lengua ajena —por completo extranjea Cosa de negros, antes de la publicación de las siguientes novelas. El tiempo está implicado en la valoración, decíamos, y no sería improbable que la repetición, la convencionalización y el consiguiente aburrimiento, que Sarlo atribuye al costumbrismo etnográfico del presente, volviera por lo menos problemático, para estos poetas, seguir sosteniendo esas hipótesis de lectura de 2004. En todo caso no lo sabemos. Y en cualquier caso, también es cierto que Sarlo no distingue en su lectura de 2006 entre Cosa de negros y Las aventuras del Sr. Maíz, que las lee, digamos, en bloque.
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ra— a la que la obra inventa? Y es que lo espectacular que resulta la extranjeridad de las lenguas —de la lengua de la crítica con la obra que se lee pero también de las lenguas de la crítica entre sí (pareciera que Sarlo y Kamenszain hablaran de dos objetos por completo diferentes)— pone en primer plano la pregunta por el sentido que Sarlo quiere darle a su término central. Resulta evidente que Sarlo emplea “etnografía” en el sentido de “mirada turística”, en el sentido del turismo contemporáneo entendido, según Marc Augé por ejemplo, como agotamiento del viaje verdadero y ya imposible. Pero también resultaría evidente, creo yo, que no es éste un sentido que vaya de suyo toda vez que se hable, hoy, de mirada o punto de vista etnográficos en el relato. Por supuesto, bastaría con retomar el clásico libro de Geertz para recordar inmediatamente que ni siquiera en la misma disciplina la operación del antropólogo como autor se entiende en un sentido tan simple como el del plano registro descriptivo mediante el expediente de llevar el grabador en la mano. Pero más allá de esto, que Sarlo desde luego sabe muy bien, lo que importa es que tanto el énfasis puesto en el término “etnografía” en un sentido tan devaluado como su elección en detrimento de un término clásico y recurrente en su crítica para impugnar toda mimesis banal del presente como es el de “costumbrismo” muestran no sólo que Sarlo quiere aplanar como turística toda narrativa que represente sin distancia crítica las comunidades —“civilizaciones” diría la ficción de Aira— del mundo contemporáneo, y discutir de paso con cierta hegemonía de los estudios culturales americanos, sino que esas civilizaciones parecen volverse, para la propia Sarlo, los “otros” del lector: ajenos, extraños, y hasta incomprensibles. En su lectura de Tristes trópicos Clifford Geertz dice que lo que emerge de la multiplicidad de textos yuxtapuestos en el libro de Lévi-Strauss es el mito del antropólogo como buscador iniciático, pero que el punto crítico, en lo que al antropólogo como autor se refiere, es la crucial experiencia revelatoria (o mejor: antirevelatoria) del estéril y fallido fin de la Búsqueda iniciática: lo inasequible de los salvajes que ha estado buscando, la imposibilidad de comprenderlos en sí mismos a no ser traduciéndolos a un análisis universalizador que acabaría por disolver la extrañeza. Cabría preguntar tal vez: ¿En qué punto la lectura, hecha desde un afuera total de la obra (quizás debamos decir mejor: desde otro tiempo, desde otro presente, desde otra actualidad), se vuelve ella
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misma mirada etnográfica, es decir, punto de vista que convierte a los objetos del presente inmediato en su otro incomprensible? Pero más aún, ¿en qué punto la lectura se cierra a la experimentación —según la melancolía del fracaso para remitirnos, por ejemplo, a la antropología especulativa de Saer— de esa distancia irreductible? Ahora bien, hay que decir rápidamente que no todo es devaluativo en relación con la “etnografía” en el artículo. Para confrontar el registro plano, sumergido y tecnológico de Paula, Cucurto y Link, “la etnografía mala”, Sarlo lee las novelas de Fogwill y Aira y dice: también aquí hay miradas documentales del presente coyuntural, sólo que las torsiones desrealizadoras reorientan en cada caso ese potencial documental hacia otra dimensión: así, tanto la etnografía hipotética de Los pichyciegos que es el procedimiento específico inventado por Fogwill para tratar el carácter imaginario de la situación narrada, como la levedad graciosa con que las novelas-crónicas de Aira se separan de la vocación demostrativa y en el fondo pedagógica que tuvo la crónica de espacios sociales, estarían del lado de la “etnografía buena”. Pero no sólo esa levedad; el delirio final airiano es la gran operación que socava y desvía el registro documental: el abandono de la trama, que, dice Sarlo, fuerza la ficción de Aira dentro de una lógica donde todo puede ser posible, desmiente imprevisiblemente la etnografía social del comienzo. “Lo disparatado —concluye Sarlo— es inconclusivo y por eso, en otras dimensiones, puede ser ‘etnográfico’: salgamos a pasear por el mundo donde no hay argumento sino suma de episodios divertidos”. No voy a discutir aquí la hipótesis de que Aira abandona la trama en el desenlace, y que lo hace porque se aburre de lo que viene contando, ni de que el delirio final viene a decir que no hay argumento. Pero sí quisiera decir que me resulta por lo menos extraña la idea de que la pulsión de esta obra sea la de salir a pasear, a registrar, a contar, una suma de episodios divertidos con —sigo citando— la “perfecta distancia del dandy literario que encuentra chistosa o amena toda variación presente.” Por una parte, si uno recuerda que los reparos de Sarlo frente a la amenidad de la narración recorren una y otra vez sus artículos, que uno de los más recientes puede encontrarse en un artículo de 1988 en el que con Hannah Arendt impugna las operaciones de la industria cultural que vuelve “entretenida” —y por lo tanto asi-
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milable, consumible— la literatura de los grandes escritores,53 resulta bastante evidente que en el término “divertido” o “ameno”, atribuidos a los avatares de la ficción airiana, subyace —como un resto tal vez, pero sustrato al fin— algo del orden de una sustracción de valor. No digo que leer a Aira como divertido sea restarle valor estético, en absoluto. Digo que en la trama de palabras-valores de la crítica de Sarlo cuando “lee el presente” en 1988 (el artículo sobre El coloquio está en la sección Leer en presente de sus Escritos sobre literatura argentina), y que en la trama de palabras-valores de la crítica de Sarlo en el artículo del 2006 (donde para restar potencial transgresivo a la operación de Cucurto se la define como “sana diversión”), lo divertido y lo ameno, variaciones de lo entretenido, no constituyen precisamente un valor, esto es, en la perspectiva de Sarlo, un valor que porte distancia crítica en relación con el presente.54 Y habría otra cuestión: esta disonancia en el uso del término “divertido” en el artículo haría serie con otra: lo disonante que resulta el uso extraño y hasta superficial de la categoría de “dandy” atribuida a Aira. Como todos sabemos, precisamente es en “¿Qué es la ilustración?” que Foucault lee el ensayo de Baudelaire sobre el pintor moderno y precisa que tanto la moda (que no hace más que recoger el momento presente como una curiosidad fugitiva o interesante) como la actitud de flânerie (que es la postura del espectador ocioso que se pasea), se distinguen claramente para Baudelaire de la actitud y el hombre 53 El artículo es sobre El coloquio de Alan Pauls, escrito en 1988, antes de que se publique la novela. Sarlo cita a Hannah Arendt: “Muchos grandes escritores del pasado sobrevivieron a siglos de olvido, pero aún no tenemos respuesta a la pregunta sobre si podrán sobrevivir a una hipotética versión entretenida de lo que dijeron”. Y dice después: “Toda la industria cultural está en cuestión en esta frase: Hamlet (sigue Arendt) no puede ser tan entretenido como una comedia musical. La primera palabra que me viene a la cabeza es elitismo, no quisiera merecer el adjetivo”. Para Sarlo Pauls logra hacer exactamente lo contrario que quienes querían adaptar con amenidad a Hamlet. Escribe un relato tragicómico, carente de función: inconsumible. 54 El artículo de Sarlo del 2005 cierra con tres citas de tres novelas en las que la narración del sexo se sustrae al lugar común, a la moda, y produce, por lo tanto, el shock propio de la distancia estética: Vivir afuera de Fogwill, Las noches de Flores de Aira y Glosa de Juan José Saer. Después de quince años de no haber sido Saer. Después de quince años de no haber sido leído en Punto de vista, Aira vuelve a la revista y nada menos que para ser convocado, claramente, como parámetro de valor estético, nada menos que del lado de Saer. Pero en el artículo de 2006, el movimiento es, ligeramente, otro: Aira sigue estando del lado bueno, con Fogwill, pero el repliegue en la valoración de Sarlo, implícito en la atribución de “amenidad”, es por lo menos sugerente.
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de la modernidad que tienen un fin más elevado: extraer de la moda lo que ésta pueda contener de poético en lo histórico. Si Constantin Guys es para Baudelaire el pintor moderno por excelencia, lo es porque justo cuando el mundo entero adormece, él comienza su trabajo para transfigurarlo: una transfiguración que no es anulación de lo real sino juego difícil entre la verdad de lo real y el ejercicio de la libertad. “Para la actitud de modernidad —dice Foucault— el alto valor que tiene el presente es indisociable de la obstinación tanto en imaginarlo de modo distinto a lo que es, como en transformarlo, no destruyéndolo sino captándolo en lo que es, respetándolo y violándolo a un tiempo. Pero además: la modernidad no es simplemente para Baudelaire una forma de relación con el presente sino una voluntad que consiste en no aceptarse tal como se es en el flujo de momentos que pasan y en tomarse por lo tanto a sí mismo como objeto de una elaboración ardua y compleja: tal, para Baudelaire, la operación del dandysmo”, la transfiguración del propio cuerpo pero también de la propia existencia en obra de arte. Si hubiera que atribuirle a César Aira la distancia del dandy decimonónico no encontraría otro modo de hacerlo sino aludiendo a la transfiguración del escritor en artista y a la gran obra de transfiguración del realismo en esa etnografía anticipada de las civilizaciones de la Argentina que Aira imagina como mundos a punto de extinción, juego de libertad con el presente que para Baudelaire sólo podía realizarse en ese lugar, diferente de la sociedad o del cuerpo político, que llamaba arte. Desde luego, habría que pensar cómo podría tener lugar esa transfiguración del pintor, del escritor —del etnógrafo— moderno en la presente coyuntura del post, y admitir de inmediato que de ningún modo podría definirse en los mismos términos55. Pero creo que tampoco podría resolverse la pregunta por la relación de Aira con el presente volviendo la operación, superficialmente, a la superficialidad del espectador distante de la actualidad, del paseante ocurrente o delirante, travieso y divertido, esto es, reconduciéndolo al lado más banal, menos complejo, de la empresa moderna —esto es, para Sarlo, la empresa auténticamente artística—. 55 En el marco de esta hipótesis pensé en su momento, en Las vueltas de César Aira, que la forma que adoptaba la vuelta al Arte, su transfiguración, consistía en Aira en la adopción de un como si.
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Es probable también que la disonancia que percibimos en estos usos de “etnografía”, “divertido”, “dandy”, provenga del hecho de que no nos resulte convincente, o adecuado, su atribución a obras como las de Aira, la de Cucurto, inclusive la de Link, en términos de procedimientos de representación, es decir, su atribución a textos desgajados o desvinculados de lo que hoy podríamos llamar “operación”. Resulta claro, creo, que hablar de la literatura de César Aira supone, ya, hoy, hablar del “fenómeno” Aira, es decir, de “algo” que está (explota, se disemina) más allá de cada libro, más allá inclusive de la obra en su conjunto, y que tiene que ver con el gesto que la sustenta, con el acto que está en su génesis y también en su periódica consumación, que la literatura de Aira no es sólo proliferación del relato sino también, y ante todo, acción, performance y que por eso la publicación misma es parte esencial de la obra como acto artístico, como acción. Una prueba de esto podría ser la firmeza con la que ha logrado imponer esta pregunta: no tanto ¿qué escribe? cuanto ¿pero qué hace?, ¿qué es lo que está haciendo con la literatura? Reinaldo Laddaga, en un libro que acaba de editarse y que se está presentando en este momento en Buenos Aires, es bien preciso y lúcido al respecto. Laddaga lee aquí las obras-prácticas de Aira, Mario Bellatin y Joao Gilberto Noll, como emergentes del estado actual de las artes, al cual define como el trance de formación de un imaginario de las artes verbales tan complejo como el que tenía lugar hace dos siglos, cuando cristalizaba la idea de una literatura moderna. La precisión que me interesa traer aquí es la siguiente: estos escritores, dice Laddaga, imaginan en sus libros —como se imagina un objeto de deseo— figuras de artistas que son menos los artífices de construcciones densas de lenguaje o los creadores de historias extraordinarias, que productores de “espectáculos de realidad”, dedicados a montar escenas en las cuales se exhiben, en condiciones estilizadas, objetos y procesos de los cuales es difícil decir si son naturales o artificiales, simulados o reales. Al mismo tiempo, puede registrarse entre ellos la propensión a emplear sus mejores energías no en producir representaciones de tal o cual aspecto del mundo ni en proponer diseños abstractos que resulten en objetos fijos sino en construir dispositivos de exhibición de fragmentos de mundo, según esa tendencia común entre los artistas contemporáneos a construir menos objetos concluidos que perspectivas, ópticas, marcos que permitan
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observar un proceso que se encuentre en curso, el despliegue de una práctica. Washington Cucurto es, para Laddaga, uno de los emergentes más notables del despliegue de prácticas de este tipo en Argentina, (por el funcionamiento de la máquina del centro editor, tal como lo lee Kamenszain; también por la fantasía con que imagina en sus textos el despliegue concomitante de la vida y la escritura, la escritura incitando el despliegue de la vida, la vida forzando su inscripción en la escritura, en un circuito donde se enlazan en la misma vasta improvisación, que es al mismo tiempo la de acciones corporales y la de inscripciones). Y la forma en que, acorde con esta perspectiva, Kamenszain lee la función de términos como “negras”, “dominicanas”, “yotibenco” —en absoluto la representación banal de diferencias culturales sino el intersticio por donde entra, en forma atolondrada, lo real— sería una prueba de la eficacia de leer el imaginado “realismo” de esta literatura por fuera de los parámetros de la representación. En un orden más general, diría que los presupuestos de lecturas como las de Kamenszain y Laddaga habilitarían para seguir formulando esta pregunta: ¿Hasta dónde la distancia que abre el arte —aun en las actuales coyunturas— tendría que seguir pensándose como crítica del presente, como crítica de la sociedad o de la cultura en la que se realiza? O de otro modo, y si es que seguimos admitiendo que la práctica artística sigue abriendo una distancia en una ecología cultural y social muy modificada como la presente, ¿hasta cuándo la forma de esa distancia tendría que seguir siendo la del desgarramiento, la del trabajo desrealizador, la del socavamiento del lugar común según una economía literaria que definiera esa crítica como esencialmente negativa, como fundada en la negatividad? El artículo de Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas”, que tomo y cito según circuló a fines del año pasado en la web, apunta al nudo de esta cuestión, que es por supuesto el de la autonomía del arte en la sociedad contemporánea, cuando diagnostica que “al perder voluntariamente especificidad y atributos literarios, al perder el valor literario [y al perder la ficción] la literatura postautónoma perdería el poder crítico, emancipador y hasta subversivo que le asignó la autonomía a la literatura como política propia, específica […] Es posible —concluye el párrafo— que ese poder o política ya no puede ejercerse
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en un sistema que no tiene afueras.” Pero más allá del diagnóstico de un estado posterior y diferente al de la autonomía, lo interesante de la intervención es la postulación de la ambivalencia como régimen político de las escrituras del presente, no sólo cuando registra la simultaneidad de dos tendencias (las literaturas postautonómas conviven junto con las escrituras que resisten a esta condición acentuando las marcas de pertenencia a la literatura autónoma) sino cuando lee la ambivalencia que produce esa divergencia entre autonomía y postautonomía en las mismas escrituras postautónomas. Se trata, dice Ludmer, de escrituras que atraviesan la frontera de la literatura pero que en ese movimiento quedan afuera y adentro —“afuera pero atrapadas en su interior” es la exacta fórmula de Ludmer— de modo tal que siguen portando algunos de los signos de la literatura (soporte, nombre de autor, género), al mismo tiempo que aplican a la literatura una drástica operación de vaciamiento que vuelve imposible —o impertinente, podríamos decir— darles un valor literario: no se sabe o no importa si son buenas o malas, si son o no literatura. Y más interesante aún que esto es, creo yo, la postulación de la ambivalencia no sólo como rasgo de los objetos que se leen sino como la condición misma de la lectura del presente. Que la ambivalencia es la economía de estas escrituras debería poder demostrarse en el hecho de que no se trata de una ambivalencia interna, intrínseca, de los textos en sí mismos, sino de una ambivalencia que salta de los textos hacia afuera y afecta otros niveles: el de la lectura, el de la recepción, el de valoración. Pienso en la paradoja propuesta por el caso Bruno Morales. Si admitimos las hipótesis de Ludmer, Bolivia construcciones es y no es literatura, no admite categorías estéticas para ser leído y juzgado. Pero sucedió que para defenderlo de la acusación de plagio —de la deslegitimación implicada allí— se abundó en la apelación a estrategias específicamente literarias: el plagio apareció así como la esencia misma de la operación literaria. La Vindicación del plagio, que circuló como la Carta de Puán, y también en blogs que intervinieron en el debate como el de Link, sostuvieron, no sólo que “la valoración de la originalidad es histórica”—un invento de la burguesía que se consolidó definitivamente en el capitalismo con el valor de la propiedad— y no corresponde, digamos, al estado actual de las artes, sino también que el plagio en Bolivia Construcciones no es en modo alguno ocioso o injustificado porque responde a razones estructurales de
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la novela —aquí hay que observar esto: el valor atribuido a las razones estructurales de la novela—, y que además es injusto y paradójico que se pretenda una limitación y se confunda con un grosero plagio aquello que constituye una de las excelencias de la novela —nótese el valor—, su rica trama de intertextualidades”. Lo más interesante, creo yo, es esa vuelta por la que entra por la ventana la atribución de valor: si lo que vindica el plagio es “la excelencia” de su uso en la novela, lo rico de su intertextualidad —de su literariedad—, es evidente que se está discutiendo si el plagio es bueno o malo, y que se está presuponiendo que lo que lo legitima —literariamente— es la exitosa operación literaria: un uso bueno y no malo (grosero). No tendría ningún sentido ver aquí algo así como una contradicción; por el contrario, lo que importa justamente es el modo en que la ambivalencia instala en los textos, es decir, en su lectura y en su recepción, algo del orden de la indeterminación (no indefinición, sino más específicamente indeterminación) de los valores. (Entre paréntesis, quizás aquí, en esta determinación, esté el más claro legado de Aira. La recurrencia con la que la publicación periódica de las novelas de Aira ha instalado una y otra vez la pregunta por el valor —como si nos obligara a preguntarnos cada vez: ¿es buena o es mala?— es la gran conmoción que produjo en el sistema de valores de la literatura argentina y lo que define su gran operación.) La otra pregunta podría plantearse así: ¿hasta qué punto puede hablarse de posición diaspórica referida solamente a textos literarios, es decir, sin cruzar explícitamente las fronteras del libro hacia el despliegue de las prácticas, según la fórmula de Laddaga? Por un lado, ¿alcanzaría el montaje puesto en escena con el seudónimo de Sergio di Nucci y con los avatares del premio 2006-2007 de La Nación-Sudamericana para situar a Bolivia Construcciones en una posición diaspórica? Por otro, ¿hasta qué punto basta que la performance se realice en una novela suelta para hablar de un cambio en el estado mismo de la literatura, o de las artes? No hará falta —mejor dicho: ¿no seguirá haciendo falta— una performance que sea de algún modo una obra (un gesto que es una obra)? ¿No sigue siendo necesaria la firma de artista? Aira, Bellatin, Noll. ¿O esto es lo que se está transformando justamente: la necesidad de la firma de artista? En este sentido, diría que percibo una cierta desmesura entre la atribución de un cambio radical en la literatura y la falta de una obra, un gesto, que firmar (excepción hecha
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de Cucurto que, con la lección mejor aprendida de Aira, inventa un personaje y lo pone en ficción). Y diría también que lo más interesante de los gestos críticos de Laddaga y Kamenszain está en el modo en que ensayan una “ontología del presente”, atenta al estado actual de la literatura, a su puesta en crisis, al mismo tiempo que conservan, mejor: que retienen, que captan la forma de insistencia de la literatura en fuga. No es casual, en este sentido, que sea una lectura atenta a sus “mejores” resoluciones, a sus mejores expresiones. Laddaga usa una fórmula muy precisa, y muy interesante: “Estos son, en efecto, los libros de escritores ambiciosos”. Se refiere a estos libros del final del libro, libros de una época en que lo impreso es un medio entre otros de transporte de la palabra escrita, y que se escriben un poco contra esa forma material, contra este vehículo, como si quisieran forzarlo, modificarlo, reducirlo a ser el medio a través del cual se transmite la conmoción de individuos situados en el tiempo y el espacio, conmoción que se prolonga y se despliega en construcciones veloces de lenguaje que se publican sin reserva o correcciones. Y dice en otro lugar: “Estos escritores toman los modelos para las figuras que describen menos de la larga tradición de las letras que de otra más breve, la de las artes contemporáneas, tanto que es posible preguntarse si no obedecen secreta o abiertamente a una fórmula que podría cifrarse, si se quisiera efectuar una discreta variación sobre cierta expresión de Walter Pater (“all art aspires to the condition of music”), de esta manera: toda literatura aspira a la condición del arte contemporáneo. Toda literatura, en todo caso, que sea fiel a la tradición de la cultura moderna de las letras en lo que en ella había de más ambicioso, pero que al mismo tiempo reconozca que el escritor que se encuentra en la descendencia de un Borges, un Lezama Lima, una Lispector, opera ahora en una ecología cultural y social muy modificada.” Lo fundamental es el término “ambicioso”, ese señalamiento de una ambición, que no puede ser sino una ambición artística —la ambición de Arte que vemos en Aira, en Bellatin, también en Cucurto— y sería, al menos, en principio, el indicio de una desmesura, de una intención, de un deseo, que sobrepasa la medianía, lo cotidiano, el mundo en su
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realidad, en su generalidad. La ambición como marca de una diferencia —de una distancia decíamos antes— que de algún modo subsiste. Tal vez podamos decir: la ambición en tanto indicio de algo así como la supervivencia del aura. Tomo la expresión de Georges DidiHuberman y “La supervivencia del aura en el mundo contemporáneo”, un artículo de 1996 que integra como el último capítulo Ante el tiempo, de 2001. La pregunta de Didi-Huberman es: ¿Qué sentido tiene hoy, sesenta años después de Benjamin, reintroducir la cuestión, la hipótesis, la suposición del aura? El arte que nos es contemporáneo ¿no se inscribe en —y no se inscribe en él— lo que Benjamin llamaba “la época de la reproductibilidad técnica”, época considerada como la causante de la muerte, o al menos de la decadencia, del aura? La potencia, la productividad, de la reflexión de Didi-Huberman proviene del hecho de que parte de una lectura bien ajustada del concepto de decadencia del aura en Benjamín: si el aura nombra una cualidad antropológica originaria de la imagen y el origen no es en ningún caso la fuente sino “lo que está en tren de nacer en el devenir y en la decadencia”; la decadencia en la época moderna no significa en Benjamin desaparición sino antes bien un rodeo hacia abajo, una inclinación, una desviación, una inflexión nuevas, y la decadencia del aura supone —implica, desliza por debajo, envuelve, sobreentiende, pliega a su manera— el aura en tanto que fenómeno originario de la imagen, fenómeno “inacabado” y “siempre abierto”. Didi-Huberman se pregunta si se puede suponer el aura en las obras del siglo XX, entendiendo por suposición la producción de una hipótesis, y lo que se contesta es que puede intentarse, siempre con el riesgo de admitir que tal suposición es difícil de construir: demasiado molesta y cargada de pasado en un sentido; demasiado fácil, incluso dudosa, en otro. En cualquier caso, esta suposición no puede satisfacerse con ninguna sentencia de muerte (muerte histórica, muerte en nombre de un sentido de la historia), en la medida en que está vinculada con la memoria, y no con la historia en el sentido usual. En síntesis con la supervivencia. Pero tampoco puede satisfacerse con la coartada dudosa de las ideologías de la restauración. Si algo similar a una cualidad aurática sobrevive en la obra de esos pintores, e incluso sub-yace en ellas, no quiere decir que sobrevive tal cual. El gran acierto de Huberman está en percibir que, más allá de toda oposición tajante entre un presente olvidadizo (que triunfa) y un pasado caduco (que
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está o se ha perdido), Walter Benjamin planteaba la cuestión del aura en el orden de la reminiscencia, y esto es lo que le permite a Huberman situar la insistencia del aura en el orden de la memoria, y más estrictamente en el de la supervivencia y, a la vez, a la supervivencia en el orden de la transfiguración y la imagen dialéctica. Todo el problema, dice Huberman citando a Bataille, en un cierto sentido es el del empleo del tiempo. Hablar de cosas “muertas” o de problemas “perimidos” —en particular cuando se trata del aura—, hablar de “renacimientos” —incluso cuando se trata del aura— es hablar de un orden de hechos consecutivos que ignora la indestructibilidad, la transformabilidad, y el anacronismo de los acontecimientos de la memoria. El planteo de Huberman permitiría pensar la concordancia/divergencia de tiempos en la lectura. Por un lado, pensar lo que Ludmer identifica como la ambivalencia en los textos mismos (el adentroafuera) o lo que Laddaga describe como la confluencia de una dinámica depresiva que causa la multiplicación innegable de los “signos de obsolescencia” (la expresión es de Barthes) de la cultura moderna de las letras y de una dinámica euforizante que causa la percepción de otras posibilidades que emergen en un mundo que sufre cambios sísmicos en todos sus niveles. Uno de los signos más interesantes de esa “obsolescencia” sería el interés por el libro en un momento de cierto debilitamiento de la ansiedad autoral y la valorización creciente de los artefactos verbales que favorecen el desarrollo de lazos asociativos. Pienso en Monserrat, de Daniel Link. Si es cierto, como quiere Ariel Schettini, que la novela es una mezcla de blog y novela de aventuras en las que se confunden, como en las experimentaciones de internet, los límites de los cuerpos (lo público y lo privado) con los espacios límites (lo barrial versus la aldea global) o las jerarquizaciones de los saberes (la opinión, la encuesta, la enciclopedia, la historia, etc.), no menos oportuno es observar que, inicialmente publicándola por entregas en su blog, Link quiso que su novela fuera publicada y distribuida y leída como libro. El movimiento, podemos constatarlo fácilmente, es más bien general: es notable cómo los escritores jóvenes —o los que quieren identificarse como La joven guardia, lo nuevo de lo nuevo— hablan del potencial de circulación y hasta creativo que supone el dinamismo de los blogs, de la publicación en blogs, al mismo tiempo que no sólo no renuncian a sino que procuran, quieren y hasta valoran el posterior pasaje al
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formato impreso, la estabilización y la permanencia en el libro y en el nombre de autor. No tendría ningún sentido ver aquí algo como una inconsistencia; de hecho, los más interesantes de estos autores, como Juan Terranova, reflexionan inteligentemente sobre esta ambivalencia. Pero sí vale la pena, creo, registrar que el deseo de convertirse en escritor y ser leído por un lector, en formato de libro, parece seguir consumándose de algún modo. Otra vez tenemos a Barthes y La preparación de la novela: “Quizás ese gran drama del Querer escribir no pueda ser escrito sino en período de repliegue, de agotamiento de la literatura: quizá la esencia de las cosas aparece cuando están por morir.” “Y si actualmente —decía Barthes en 1979— parece haber una baja en la cotización de la literatura (éste sería otro tema), el Deseo de escribir: funciona —sigue funcionando diría— como una Separación social —separación difícil de asumir, sobre todo porque la literatura aparece como un objeto pasado (camino al demodé: fin de la transferencia), también como un gusto por el pasado, un arcaísmo—. Quizás —cierra Barthes la entrada— todo Deseo lo sea, y el pasado es siempre lo más difícil de asumir en un mundo que ha hecho de la Renovación (desde el siglo XVIII: la Teomanía) un mito.” Lo inquietante de ese libro no escrito que está en el centro de El desperdicio (2007), la última novela de Matilde Sánchez, podría ser un signo, indirecto y ficcional, de esa tensión: el libro como desperdicio —ese resto que se tira o que hay que descartar: lo que (ya) no se escribe—, y a la vez, en la voz que quiere escribir hoy, el libro desperdiciado —eso que se extraña y se lamenta como proyecto malogrado y que por eso mismo todavía es la cifra de un Deseo—. Pero la idea de la supervivencia del aura también es muy operativa para pensar el modo —el sentido, la forma— en que subsisten los valores estéticos, la apuesta por la distancia estética en la lectura. Didi-Huberman demuestra, de modo brillante, cómo los debates actuales sobre el “fin de la historia” y, paralelamente, sobre el fin del arte, son burdos y están mal planteados, porque se fundan en modelos de tiempo inconsistentes y no dialécticos, pero también lo dudosas que son las coartadas de las ideologías de la restauración (él se refiere a las artes plásticas y habla de los resentimientos de todo género contra la modernidad en el sentido de contemporaneidad: “regreso” redentor de los valores del arte del pasado, nostalgia del subject matter religioso, reinvindicación
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de espiritualidad o de sentido). Sarlo dedica todo un ensayo a rechazar la atribución a su posicionamiento de lectura de nostalgia del pasado. Sarlo no se quiere de ningún modo nostálgica, y en ese rechazo afirma, por supuesto, que su apuesta por la autonomía del arte se pretende atenta a sus transformaciones, a su dialéctica temporal, a su coyuntura histórica. (“Como no tengo la superstición del pasado, es posible que no enferme del optimismo experiencial del presente”, Tiempo presente, 226, “Retomar el debate”.) Con todo, la pregunta que podría hacerse es: ¿Cuánto resiste la lectura del presente con las categorías del pasado? Pero también: ¿Cuánto la resistencia a las formas del presente convierte a la apuesta por el valor estético en prescriptiva? ¿Cuánto esa resistencia convierte a las categorías de la modernidad crítica en valores del pasado, cerrados a la dialéctica misma del presente, o, si se quiere, de la modernidad?
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Referencias bibliográficas Augé, Marc (1998). El viaje imposible. El turismo y sus imágenes. Barcelona, Gedisa. Barthes, Roland (2005). La preparación de la novela. Buenos Aires, Siglo XXI Editores. Cucurto, Washington (2003). Cosa de negros. Buenos Aires, Interzona. Cucurto, Washington (2005). Las aventuras del Sr. Maíz. Buenos Aires, Interzona. Cucurto, Washington (2006). El curandero del amor. Buenos Aires, Emecé. Didi-Huberman, Georges (2006): Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora [2000]. Foucault, Michel (1991). “¿Qué es la ilustración?” en Saber y Verdad. Madrid, Las Ediciones de la Piqueta. Geertz, Clifford (1991). El antropólogo como autor. Buenos Aires, Paidós. Giordano, Alberto (2006). Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas. Rosario, Beatriz Viterbo Editora. Kamenszain, Tamara (2007). La boca del testimonio. Lo que dice la poesía. Buenos Aires, Norma. Laddaga, Reinaldo (2007). Espectáculos de realidad. Ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las últimas dos décadas. Rosario, Beatriz Viterbo Editora. Link, Daniel (2007). Montserrat. Buenos Aires, Editorial Mansalva. Ludmer, Josefina: “Literaturas postautónomas” (diciembre 2006) y “Literaturas postautónomas 2” (mayo 2007) en www.loescrito.net. Mattoni, Silvio: “La fabricación de un idioma” en Suplemento Cultural de La voz del interior, setiembre 2003. Porrúa, Ana. “Un barroco gritón” (sobre Cosa de negros) en www.bazaramericano. com Sánchez, Matilde (2007) El desperdicio. Buenos Aires, Alfaguara. Sarlo, Beatriz. “¿Pornografía o fashion?” en Punto de Vista, Nº 83, diciembre 2005. Sarlo, Beatriz. “Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia” en Punto de Vista, Nº 86, diciembre 2006.
LOS AUTORES
ARCE, Rafael: es Profesor y Licenciado en Letras. Jefe de Trabajos Prácticos en las cátedras Literatura Argentina I y II de la Facultad de Humanidades y Ciencias (Universidad Nacional del Litoral). Doctorando en la Facultad de Humanidades y Artes (Universidad Nacional de Rosario) y Becario de CONICET. Su plan de tesis doctoral (“Juan José Saer: la genealogía de la novela”) propone una lectura desconstructiva del realismo novelesco en el conjunto de la obra narrativa saeriana. CATALIN, Mariana: es Profesora en Letras y Becaria de CONICET. Con esta beca desarrolla el proyecto de investigación doctoral “Nuevas experimentaciones en la narrativa argentina contemporánea: las poéticas de Sergio Chejfec y Sergio Bizzio, después de Babel. Es además profesora en la cátedra Literatura Argentina I de la Universidad Nacional de Rosario y miembro del Centro de Estudios en Literatura Argentina de dicha universidad. CONTRERAS, Sandra: Profesora Titular de Literatura Argentina I en la Universidad Nacional de Rosario. Desarrolla, como investigadora adjunta en CONICET, el proyecto “Problemas del realismo en la narrativa argentina contemporánea”. Es autora del libro Las vueltas de César Aira (Beatriz Viterbo Editora, 2002), de diversos artículos sobre narrativa argentina contemporánea, y de los capítulos sobre Benito Lynch y Lucio V. Mansilla en la Historia Crítica de la Literatura Argentina, dirigida por Noé Jitrik. Actualmente coordina la Maestría en Literatura Argentina (UNR) y dirige el Centro de Estudios en Literatura Argentina, también de la UNR. Desde su fundación en 1991, es una de las directoras de Beatriz Viterbo Editora. GARBATZKY, Irina: es Profesora en Letras (Universidad Nacional de Rosario). Se desempeña como Auxiliar en la cátedra Literatura Iberoamericana II y es Becaria doctoral de CONICET. Su investigación se titula “Oralidad, poesía y performance. Las prácticas poéticas riopla-
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tenses hacia fin de siglo XX”. En ella trabaja con las prácticas poéticas ligadas a la teatralidad y la performance que llevaron adelante poetas y performers en el contexto de la transición democrática. GIORDANO, Alberto: Investigador Independiente de CONICET; crítico y ensayista. Profesor estable del Doctorado en Humanidades, la Maestría en Literatura Argentina y la Maestría en Psicoanálisis de la Universidad Nacional de Rosario. Actualmente desarrolla una investigación sobre “Autofiguración y experiencia en diarios de escritores latinoamericanos”. Dirige el Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria de la UNR. Entre sus libros se encuentran: El giro autobiográfico de la literatura argentina actual (2008); Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas (2007); Modos del ensayo. De Borges a Piglia (2005) y Manuel Puig, la conversación infinita (2002). MARTINEZ, Luciana: es Profesora en Letras, Doctoranda de la Universidad Nacional de Rosario y Becaria de CONICET. Su investigación se aboca al estudio de la ficción científica en el Río de La Plata desde una perspectiva comparativa respecto de las manifestaciones anglófonas del género, en especial en relación con la denominada New Wave Science Fiction. MOLINA, Cristian: es Profesor en Letras (Universidad Nacional de Rosario). Se desempeña como Auxiliar en la cátedra de Literatura Europea II en la Universidad Nacional de Rosario. Es Becario de CONICET y ha sido Becario de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica. Desarrolla su tesis de maestría “Relatos de mercado en Argentina: los casos de Salvador Benesdra, de César Aira y de Washington Cucurto” y su tesis de doctorado “Relatos de mercado en el Cono Sur (1989-2008)”.
ÍNDICE
Alberto Giordano: Presentación ....................................................
5
Rafael Arce: La genealogía del monstruo ...................................... 17 Luciana Martínez: Mario Levrero: parapsicología, literatura y trance .................................................................................................. 33 Irina Garbatzky: Raúl Escari, escritor, happenista ...................... 59 Alberto Giordano: Por una ética de la supervivencia. Un final feliz (Relato sobre un análisis) de Gabriela Liffschitz .... 73 Mariana Catalin: Sergio Bizzio: el presente entre la novela y la televisión ............................................................................................ 89 Cristian Molina: Relatos de mercado. Una definición y dos casos de la literatura latinoamericana ........................................................ 113 APÉNDICE. Sandra Contreras: En torno de las lecturas del presente ............................................................................................. 135 LOS AUTORES ............................................................................... 155
Este libro se terminó de imprimir en Borsellino Impresos, Ovidio Lagos 3562/78, Rosario en el mes de agosto de 2010.