Lawrence LeShan y Henry Margenau
EL ESPACIO DE EINSTEIN Y EL CIELO DE VAN GOGH
Lawrence LeShan y Henry Margenau
EL ESPACIO DE EINSTEIN Y EL CIELO DE VAN GOGH
A Arthur Twitchell, que patrocinó generosamente generosamente la Conferencia sobre Potencialidades Potencialidades Humanas de Palma de Mallorca, en la cual se reunieron los autores, circunstancia que hizo posible esta obra.
Prefacio
Este libro nació de otros dos, La naturaleza de la realidad física (Margenau) y Realidades alternas (LeShan). El primero versa de manera sólidamente científica sobre la realidad física o sensorial y basa sus argumentos filosóficos de la manera habitual en la ciencia física de su momento. El segundo presenta interrogantes y algunas sugestiones y respuestas heterodoxas sobre experiencias que están mucho más allá del interés de los hombres de ciencias, pero que en algunos aspectos los incita a aceptarlas. El estilo de los dos libros concuerda con sus respectivas finalidades: un estilo es convencional, preciso y en cierto modo técnico y limitado en su alcance; el otro no es convencional, sino que es expansivo, tantea en la oscuridad y resulta atrevido en sus metáforas y citas. Nos conocimos en una conferencia dedicada a examinar algunos importantes problemas filosóficos de la psicología moderna. En aquella ocasión hablamos de nuestros libros y dos cosas se pusieron de manifiesto: el primero de los libros nombrados da por descontada la “conciencia” y muestra cómo el espíritu emplea la percepción y la razón para construir la realidad partiendo de sus propias experiencias; el segundo hace resaltar la circunstancia de que el espíritu posee numerosos estados o fases que trascienden los procesos y las experiencias en virtud de los cuales se construye la realidad sensorial o física, sólo que no poseemos una metodología universalmente aceptada, un método único de enfocarlos que les dé una condición sólida. Al comparar las maneras diversas en que ambos libros abordan el espíritu y sus funciones, decidimos emprender un amplio estudio con miras a reconocer y establecer la validez de por lo menos algunas experiencias no sensoriales. Ese empeño significaba que debíamos dar cuenta no sólo de las percepciones y del razonamiento que ellas provocan, como se hace en La naturaleza de la realidad física , sino también de todos los otros estados mentales, estados designados vagamente con expresiones tales como sensaciones internas, esperanzas, intenciones, expectaciones, recuerdos, dolores, decisiones. Estos estados tienen en
común un rasgo que los distingue de las representaciones mentales de lo percibido, las cuales se refieren a la realidad física: no pueden reducirse a términos cuantitativos, no se los puede medir en un sentido directamente físico. Nos planteamos entonces esta cuestión: ¿Cómo tratar estos estados mentales? ¿Hay algún procedimiento que nos permita tratarlos de una manera sistemática que les imparta “realidad”? Este libro se propone abrir el camino hacia dicha meta. Tenemos la esperanza de que habrá de ser seguido por otro libro más profundo sobre la naturaleza misma del espíritu, libro en el cual el objeto de estudio llegue a estar dentro del alcance científico y en el cual la conciencia sea objetivamente analizada, no ya tan sólo atendiendo a la correspondiente conducta, sino de un modo intrínseco. Parecería que un físico interesado en la sistemática de la realidad y un psicólogo interesado en otros métodos de construir u organizar la realidad apuntaran a diferentes finalidades. Pero hubimos de comprobar que no había dos metas o finalidades, sino que más bien se trataba de dos métodos en interacción que se prestaban mutuo apoyo para investigar el mismo tema: comprender las relaciones que hay entre conciencia y realidad. Cada cultura organiza su realidad de una manera específica y sus miembros están convencidos de que ésa es la única visión correcta del universo. Esa organización se desarrolló en respuesta a los problemas más apremiantes y abrumadores del período anterior de la cultura en cuestión y tiene la finalidad de dar una respuesta a esos problemas. Nuestra actual cultura occidental desarrolló su modo de organizar la realidad en respuesta a la necesidad de controlar la enfermedad (después de la Peste Negra) y a otros problemas relacionados con el control del ambiente. Este método se caracteriza por dos ideas centrales: el materialismo (“Lo que puedo puedo ver y tocar es bien real y todo lo demás es menos real”) y el dualismo cartesiano (“Este soy yo [mi conciencia], y todo el resto del mundo está fuera de mí”). En lo tocante a las necesidades que le dieron nacimiento, éste es un método muy poderoso que nos nos procuró un control inmenso y sin precedentes sobre el ambiente “exterior”. Pero, como ocurre con todas las organizaciones de la realidad, semejante método acarreó inexorables problemas que no estaba en condiciones de resolver. Y ésos son los problemas capitales que hoy afronta nuestra cultura, problemas que, como dice el historiador Arthur Toynbee, debemos resolver, pues de otra manera sucumbiremos.
Entre estos problemas, el principal es el hecho de que el método en cuestión constituye un vigoroso instrumento para estudiar la mitad del dualismo cartesiano (“...el resto del mundo está fuera de mí”). Pero resulta un instrumento muy inapropiado y débil para estudiar la otra mitad (“Este soy yo...”). Así llegamos inevitablemente aúna situación en la cual acrecentamos nuestra comprensión de la materia y la energía pero no acrecentamos nuestra comprensión de los espíritus que dirigen el empleo de la materia y la energía. Para dar un ejemplo sencillo hagamos notar que hemos aumentado enormemente nuestra capacidad de librar una guerra desde la época helenística, pero no hemos aumentado nuestra comprensión de las causas de la guerra. A fin de resolver problemas de esta índole, que nacen del desarrollo de nuestra actual estructura de conocimiento, es decisiva una nueva organización de la realidad. La tesis central de este libro postula que el nuevo método ya está en desarrollo y en marcha en una serie de campos científicos y que una clara enunciación de dicho método acelerará su empleo para resolver nuestros problemas más urgentes. Intentamos mostrar aquí en qué consiste tal método, cómo se desarrolló en dos esferas (la física y la psicología) y demostrar que está organizado de una manera tal que hace posible el desarrollo de nuevas soluciones para algunos de los problemas de nuestra cultura. El alcance de esta actitud es desde luego mayor que el que sugieren las dos palabras “física” y “psicología”: aquí se distingue entre las ciencias del mundo exterior y las ciencias del espíritu. Estas últimas comprenden la sociología, algunos aspectos de la filosofía, las artes, la ética y hasta la religión. Comenzamos el libro con una introducción a la nueva visión de la realidad, especialmente tal como ésta se desarrolló en la física y en la psicología. En la primera sección del libro exponemos este nuevo concepto de una manera general e introductoria. En la segunda sección examinamos la metodología del hombre de ciencia físico y ahondamos en el problema del reduccionismo: la idea de que algunos aspectos de la realidad son más “reales” que otros, la idea de que algunos pueden válidamente “reducirse” a otros. Nuestra estimación del reduccionismo y nuestro repudio de su habitual forma materialista, fundado en recientes descubrimientos, constituye la parte central del libro. Contrariamente a los habituales esfuerzos realizados en esta dirección, hemos comprobado que en la física (para no hablar de otros dominios) el reduccionismo no da resultados positivos. La biología no puede considerarse sencillamente “nada más” que química y la conducta conducta humana no puede sencillamente considerarse “nada más” que combinaciones de reflejos. Dentro de la propia física el empleo del reduccionismo determinó más vacilaciones y bamboleos que progreso. En esa
sección examinamos algunas de las implicaciones de la ciencia actual en ámbitos tan diversos como “la realidad en el microcosmo y el macrocosmo”, la “casualidad” y la “finalidad”. En la tercera sección aplicamos la nueva teoría a cinco esferas específicas, en las cuales los problemas no cedieron a la “antigua” metodología. Esas esferas son las que interesan al científico social, conciernen al artista, el músico y al parasicólogo; se refieren al problema de la ética y al problema de la conciencia en general. En cada una de estas esferas la aplicación de nuestra teoría conduce, según nos parece, a fructíferas conclusiones. La colaboración de un psicólogo y de un físico, por más que ambos estén interesados en las implicaciones filosóficas de sus respectivos campos, difícilmente pueda dar como resultado un estilo perfectamente uniforme. Por eso rogamos al lector que sea tolerante con las diferencias de nuestro modo de exposición.
I
Las significaciones de la realidad
En esta primera sección procuramos despojar (por no decir librar) a la palabra realidad de su significación limitada, inculcada y fija. Nuestro intento tal vez decepcione o tal vez ilumine al lector convencido de que sólo los objetos pueden considerarse reales. El término realidad debe revisarse por dos razones básicas. Una de ellas está en algunos de los recientes descubrimientos llevados a cabo en las ciencias físicas y en la psicología. Las obras de Heisenberg, Schrödinger, Einstein, Born, Freud y Jung no pueden entenderse desde el punto de vista de los métodos de definir lo que es real fundados en el oído, la vista y el tacto. Además es requerida una revisión de nuestras ideas sobre la realidad por ciertos estudios que el terco materialista y el fanático experimentalista, que desdeñan apelar a la teoría, denominan “seudociencias”. Estas últimas comprenden en buena medida la sociología y la economía, desde luego la religión y especialmente un asunto muy antiguo que últimamente cobró creciente interés tanto popular como científico: la parapsicología. Ya no puede sostenerse la antigua posición desde la cual se rechazaban las observaciones de investigadores de este campo, que eran tildadas de fraudes o consideradas como debidas al azar o a ineptitud de los propios experimentadores. Llegar a esta conclusión no fue fácil especialmente para uno de nosotros, acostumbrado como estaba a los rigores de la investigación física. Pero un minucioso estudio de un ámbito limitado de la parapsicología (las percepciones extrasensoriales y ciertos experimentos de telequinesis) lo convenció de que el cuidado puesto en este terreno por quienes trabajan en él, su conocimiento de las teorías del error, de las estadísticas y del cálculo de probabilidades son por lo menos tan cabales como los de la mayor parte de sus colegas científicos. Por cierto que la bibliografía sobre este dominio es muy amplia y que muchos de sus temas son susceptibles de crítica. En algunas publicaciones el rigor no es tan estricto como en las ciencias establecidas; pero esto no quiere decir que puedan ignorarse ya las investigaciones disciplinadas. En los dos capítulos siguientes examinamos la significación de la realidad tal como la estructuró nuestra cultura, exponemos y nombramos sus principales rasgos y luego ampliamos su sentido de suerte que permita incluir en él lo que parece aceptable en las llamadas seudociencias.
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Realidades alternas
"... El espacio de Einstein no está más cerca de la realidad que el cielo de van Gogh. La gloría de la ciencia no estriba en una verdad más absoluta que la verdad de Bach o Tolstoi sino que está en el acto de la creación misma. Con sus descubrimientos, el hombre de ciencia impone su propio orden al caos, así como el-compositor o el pintor impone el suyo: un orden que siempre se refiere a aspectos limitados de la realidad y se basa en el marco de referencias del observador, marco que difiere de un período a otro, así como un desnudo de Rembrandt difiere de un desnudo de Manet.” Arthur Koestler1
La palabra “realidad”, tal como se la emplea en el discurso común, tiene una significación definida, fácilmente comprensible y definitiva. Nuevos fenómenos a menudo son víctimas de su amenazadora y rígida mirada. Esta definición estrecha, un producto de nuestro pasado, está poniendo ahora graves obstáculos a nuestro progreso. Cada individuo nace en una determinada cultura y las orientaciones y creencias básicas de ésta lo forman y permanecen profundamente arraigadas
durante toda la vida en su personalidad. Si el individuo se traslada a una nueva cultura con otras orientaciones y creencias fundamentales, las dos versiones de la realidad resultan discordantes. Y aun cuando ese individuo obre cernió miembro efectivo de la nueva cultura, las orientaciones de la primera continúan influyendo en él. Lo que ocurre con el individuo ocurre también en el campo del conocimiento. Las fuentes a partir de las cuales se desarrolla un campo permanecen en el seno de éste como un armazón que proyecta su sombra y en parte definen lo que es real y lo que es verdadero, lo que tiene sentido y lo que es un disparate, en suma, lo que constituye la forma básica o la esencia de la realidad. Cuando ese campo se desarrolla hasta el punto en que nuevos datos contradicen las viejas creencias, sobreviene un conflicto en el campo del conocimiento. Esto acarrea grandes dificultades y una pugna por reconocer, organizar y resolver los nuevos problemas presentados por el conflicto entre los nuevos datos y las viejas creencias y orientaciones fundamentales. En esa pugna se producen confusiones y una pérdida de comunicación entre muchos de los estudiosos del campo del conocimiento. Hoy la ciencia se encuentra debatiéndose en una de esas pugnas. Algunos de los supuestos básicos, ese armazón de la manera de organizar la experiencia, están en contradicción con los datos que surgen en varios campos científicos. La ciencia se desarrolló vigorosamente en los siglos XVII y XVIII, una época en la que la concepción primaría del mundo era la de que el cosmos había sido hecho por un Dios, por un Dios racional. Esa era la creencia del sentido común; el cosmos era por lo tanto racional y el término racional tenía una sola significación. La tarea de la ciencia consistía en comprender la estructura racional del universo. Petraca (a comienzos del Renacimiento y al considerar el problema de cómo desarrollar una orientación científica en una cultura orientada religiosamente) dijo que un modo de adorar a Dios era comprender y, por lo tanto, admirar su obra. De conformidad con esta concepción, que era la concepción de la cultura, todas las cosas, habiendo sido hechas por un Dios racional, estaban hechas de la misma manera.2 El hecho de que exista una racionalidad única que rige todo el cosmos se convierte a partir de entonces en la creencia y el artículo de fe más importante de la ciencia.3 Quien dude de esa racionalidad será considerado, no como hombre de ciencia, sino como un herético supersticioso. Los supuestos de que el mundo es racional y de que este término tiene una sola significación se afianzan pues en el creciente terreno de la ciencia y en nuestra estructura de conocimiento, lo mismo que los supuestos de que el mundo es
consecuente en su racionalidad, de que todos los fenómenos que se dan en el mundo pueden comprenderse en términos coherentes pues obedecen a leyes coherentes que son accesibles a la razón, hay, pues, una racionalidad, y toda cosa, desde los átomos a las galaxias, desde los sueños a las máquinas, desde la conducta humana hasta el relámpago que surca el cielo, puede comprenderse atendiendo a la racionalidad. La misión de la ciencia consiste en profundizar y ampliar esta comprensión. Con un Dios racional y un cosmos racional, no puede haber lugar para excepciones que se aparten de las leyes de la realidad. Toda entidad sigue las leyes de la racionalidad una y todo fenómeno expresa dichas leyes. San Agustín dijo: “No existe un milagro que viole la ley natural. Trátase solamente de fenómenos que violan nuestro limitado conocimiento de la ley natural”. El propio Dios se encontraba atado en la urdimbre de la racionalidad.4 En la historia de la ciencia este concepto de la racionalidad una se fue clarificando gradualmente y aparecieron algunas de las leyes fundamentales del concepto. El primer progreso científico se llevó a cabo en la esfera de la experiencia en la cual las cosas podían ser vistas y tocadas. En esa esfera, las cosas podían, por lo menos teóricamente, separarse las unas de las otras, contarse, sumarse o restarse, y entonces pareció obvio, atendiendo a esta racionalidad una (así como había un solo Dios), que, como parte del universus cuantitativa, luego toda cosa del universo era cuantitativa. (En los capítulos 3-6 se aclarará la significación de estos términos y conceptos.) Partiendo de esta idea se llegó a la conclusión de que un campo de la ciencia sólo podía progresar en la medida en que sus datos (los fenómenos observables en el dominio que la ciencia había elegido para estudiar) fueran cuantitativos. Esto se convirtió en un credo fundamental de la ciencia. Tan fuerte era esta creencia que los individuos no se dieron cuenta de que reducir a lo cuantitativo (contar y medir) es una actividad humana impuesta a nuestro conocimiento de la realidad y se la consideró como parte de la realidad misma. “Dios es un matemático” —la famosa declaración de Leibniz— expresaba claramente nuestra concepción y su historia.5 Poco a poco surgieron otras ideas específicas sobre el mundo racional en el que todo podía verse y tocarse. Una idea capital, aparentemente obvia atendiendo a los datos estudiados, suponía los conceptos de causa y efecto: todos los sucesos tienen causas y las causas existían antes que el suceso. No existe nada que pueda considerarse un suceso sin causa; las causas están primero en el tiempo y a ellas sigue el suceso. Para decirlo en la jerga moderna, el “estado de un sistema” determina un estado posterior. El pasado conduce inexorablemente al presente. Decir que el futuro influye en un suceso presente sería tan insensato como hablar de un suceso sin causa. Esta idea es más
compleja de lo que parece a primera vista. Aristóteles, al ahondar esta cuestión, consideró necesario dividir la “causa” en cuatro clases, cada una de las cuales representaba un aspecto de aquélla. Pero al progresar la ciencia enormemente en la esfera de lo que se puede ver y tocar (la esfera “sensorial”, una esfera de bolas de billar, de ruedas dentadas, de émbolos y ejes, de palancas y poleas, de martillos y clavos, de pólvora que explota y de balas de cañón que surcan el aire, una esfera en la cual la causa inmediata y el suceso correspondiente podían por lo común verse rápidamente o, en todo caso, casi siempre era posible encontrarles una explicación)6 llegó a ser una creencia fundamental de la ciencia la de que el pasado era la causa completa del presente y la de que toda acción era el resultado de fuerzas procedentes del pasado. El futuro no tenía poder para modelar el presente. Como todavía no existía en la esfera sensorial, el futuro no tenía el poder de engendrar sucesos, sino que más bien era sólo un receptáculo por medio del cual el pasado volcaba su contenido en el presente. (En el capítulo 11 analizaremos las significaciones dé causa y efecto detalladamente.) Una clara implicación del supuesto de que el pasado causa lo presente es la de que el cosmos es predecible. Si conociéramos lo bastante sobre el presente, si conociéramos por completo el “estado del sistema”, podríamos predecir lo que haya de ocurrir en el futuro. Como se creía que causa y efecto eran la ley suprema que rige completamente todos los sucesos - tanto un terremoto como las formas de las olas que rompen en la arena; tanto la composición de la Novena Sinfonía como la caída de las hojas de los árboles, tanto la circunstancia de que los salmones se remonten corriente arriba, como el cuadro de Mona Lisa— , todo podía predecirse de antemano con precisión y en sus detalles si poseyéramos suficiente conocimiento exacto. La gran “inteligencia” —del filósofo Laplace del siglo XVIII— que conocía la posición y velocidad de todos los átomos del universo y que por lo tanto, podría predecir todos los futuros acontecimientos, era un concepto que estaba en el fondo de nuestra organización del conocimiento y era un concepto completamente realista.7 Si bien esta implicación tuvo que abandonarse en la esfera de la mecánica de los cuantos,8 no se entendió claramente que ese abandono significaba el colapso completo del sistema de una racionalidad que rige todo el universo. Un universo que puede predecirse de manera absoluta y completa (por lo menos teóricamente) en algunas esferas pero no en otras no es un universo que esté regido en todos sus aspectos por las mismas leyes. (Desde luego que hay ciertas situaciones de disyuntiva. Por ejemplo una mujer está embarazada o no lo está.) Un cosmos completamente coherente no puede ser incoherente en una de sus partes. Una excepción hace que el todo se venga abajo.9
Sobre la base de la estructura de la esfera en la que la ciencia hizo sus primeros grandes progresos, gradualmente se fue desarrollando una tercera hipótesis sobre la racionalidad una que regía el universo. Ese supuesto, probablemente el último en aparecer y el primero en sufrir colapso, consistía en que, lo mismo que en el mundo visual y táctil, toda cosa del universo podía explicarse según líneas mecánicas de empuje y tracción. El cosmos mismo era un gigantesco aparato de relojería —armado y supervisado por Dios, como pensaba Descartes— que podía ser fielmente explicado mediante un modelo mecánico (y sólo válidamente explicado mediante un modelo mecánico). Este supuesto, más útil de lo que parece en su primer examen, comprende la idea de que todo lo que realmente se comprende puede ser visualizado y puede representarse gráficamente con válidas analogía. Y esto es cierto en el caso de la experiencia dentro de los límites de la vista y el tacto. Durante mucho tiempo no se comprendió que podría no ser igualmente cierto en todas las otras esferas, por ejemplo, en la esfera de las cosas demasiado pequeñas para ser vistas o tocadas siquiera teóricamente o en la esfera de la conciencia. Paulatinamente los hombres de ciencia fueron dándose cuenta de que no es posible visualizar los fenómenos observables de una manera coherente en la esfera de la mecánica de los cuantos (el “microcosmo”). Un electrón es una construcción teórica.10 La idea de un electrón sin los números que definen una partícula ordinaria es un disparate. Por ejemplo, no existe un concepto según el cual un electrón ocupe una posición fija en reposo. (En el capítulo 7 consideramos ampliamente esta cuestión.) A causa de nuestra anterior orientación hemos atribuido a los fenómenos observables en esta esfera las cualidades de los objetos de la esfera visual y táctil. Pero un electrón no es una partícula ni es una onda y llamarlo con estos nombres no hace sino confundir nuestro entendimiento. Por eso uno de nosotros llamó a estos fenómenos onta que en griego significa “seres”.11 Necesitábamos un término como éste para ayudar a mantener claramente la idea de que no se trata de “objetos” en el sentido corriente de la palabra, sino que se trata de algo fundamentalmente diferente. (El singular de esa palabra es on. Cada vez que la usamos en este libro la pondremos en bastardilla.) Gracias a la obra de James Clerk Maxwell y al desarrollo general del concepto de campos en física, por primera vez los hombres de ciencia advirtieron que el supuesto de que todos los fenómenos podían visualizarse y explicarse mediante modelos mecánicos no era por completo válido.12 Si bien se comprendió que ese supuesto no resultaba válido en varias esferas estudiadas por la física, este descubrimiento (lo mismo que el descubrimiento de la necesidad de abandonar la idea de que es posible predecir específicamente en la
mecánica de los cuantos) ocupó una curiosa posición en la ciencia. En otras disciplinas científicas todavía se cree a menudo firmemente que lo que nos impide construir un útil y fructífero modelo mecánico con nuestros datos es nuestra falta de conocimiento antes que algo inherente a los datos mismos. Los físicos pueden reconocer que no es pertinente conceptualizar un electrón como algo que no sea una serie de números (por ejemplo, no se lo puede concebir como una bolita muy pequeña que gira rápidamente), pero, por lo común la mayor parte de los psicólogos aún se aferran a la creencia de que algún día y de alguna manera tendremos modelos mecánicos del espíritu humano y de las sociedades humanas. Esta esperanza y este supuesto están en el fondo de la profunda y brillante indagación de Freud, y el sistema psicoanalítico de describir la personalidad bien podría considerarse como el mayor monumento erigido en honor de esta creencia. Actualmente la ciencia se debate con un profundo problema que implica esta aparente paradoja. A la creencia de que todo cuanto existe es real en el mismo sentido y obedece a leyes consecuentes se opone el conocimiento de que muchos datos (incluso los relativos a nuestra experiencia interior) no pueden hacerse encajar en el mismo sistema racional que tan bien describe lo que existe y ocurre en la esfera visual y táctil de la experiencia. Hemos indicado brevemente algunas de las maneras en que se afrontó este conflicto en la física (como por ejemplo, el abandono del modelo mecánico, el abandono de la idea de que es posible predecir eventos en la mecánica de los cuantos y su reemplazo por la predicción estadística); luego nos ocuparemos más detalladamente de estas cuestiones. Por ahora limitémonos a examinar el problema desde el punto de vista de la psicología. Hemos señalado tres aspectos de la racionalidad una, que, según se creía, podían aplicarse al cosmos: la cuantificación (reducción de los fenómenos a términos cuantitativos), causa y efecto (relación causal que permite predecir) y el uso necesario y válido de modelos mecánicos. Serios trabajos realizados con la intención de aplicar estos tres aspectos al campo de la psicología resultaron infructuosos. Por ejemplo, consideremos el concepto de cuantificación. En los siguientes capítulos expondremos la significación precisa de este concepto, pero su simple definición general bastará aquí. Cuando examina uno la historia de la psicología, comprueba que los serios intentos realizados durante los últimos cien años para abordar en términos cuantitativos las experiencias interiores han fracasado. Y, en realidad, tan grande fue ese fracaso y tan pocas son las esperanzas de alcanzar éxito en ese empeño que hoy ciertos conductistas (un grupo amplio de psicólogos trata de abordar toda
conducta y experiencia atendiendo a motivos mecánicos) ignora los datos primarios de este campo y nuestra experiencia interior pues pretende que ella no existe. Una ciencia que se redefine a fin de desembarazarse de sus datos básicos se encuentra realmente en un grave estado.
Todos los psicólogos recuerdan los grandes esfuerzos realizados para reducir a términos cuantitativos la vida interior. Así hubo una “psicofísica” y hubo “tetraedros del gusto” y “prismas del olfato”.13 Hubo un Herbart con su matemática del inconsciente, un Kurt Lewin con su psicología topológica y un Clark Hull, un Spence, un Guthrie y muchos otros. A pesar de todos sus esfuerzos resultó imposible establecer una vara para medir el miedo o pesar en una balanza la esperanza. Yo puedo decir “Esta mesa tiene exactamente el mismo largo que aquella”, pero no puedo decir ‘Tu placer es exactamente tan grande como el mío”. ¿Y el hombre que camina una milla para obtener un cigarrillo Camel tiene la mitad del deseo de fumar un cigarrillo que el hombre que camina dos millas para obtenerlo? Con animales y personas, los psicólogos trataron de hallar ecuaciones que relacionaran la experiencia interior cualitativa con la conducta exterior cuantitativa... y no llegaron a ninguna parte. Uno tras otro se hicieron intentos para cuantificar la experiencia interior y todos ellos fueron a parar en nada. De nuestra experiencia interior podemos decir que comprende determinaciones cualitativas y éstas eran consideradas como secundarias y fracasos de la ciencia. Uno puede decir “Siento más dolor que ayer”, pero si intentamos decir: “Tengo nueve grados de dolor”, nos damos cuenta de que estamos diciendo un disparate. Podemos decir que Rembrandt era un pintor más grande que Kandinsky. Pero no podemos decir que Rembrandt era tres veces y media más grande que Kandinsky. Sin embargo, tan profunda era la creencia de que todo el universo era cuantitativo que consideramos esta circunstancia más un fracaso de nuestra ciencia que una diferencia en los datos mismos. Nuestros múltiples intentos de aplicar aspectos de la racionalidad una a la experiencia humana —hacer que ésta esté conforme con la realidad tal como la observamos en la esfera visual y táctil— también fracasaron. La posibilidad de predecir nunca era la misma que la posibilidad de predecir lo que ocurrirá con las bolas de billar. Después de más de setenta años de experiencias la mayor parte de los psicoterapeutas llegó a la conclusión de que el único enfoque que tiene sentido cuando se trata de la conducta humana es el de postular que el pasado estuvo determinado y el futuro es libre. (Como veremos en el capítulo 12, ésta es precisamente la conclusión a que se llegó aplicando rigurosamente los modernos
métodos científicos a los datos de la esfera de la conciencia y de la esfera de la conducta con sentido.) Como la idea de la predicción reposa en la idea de que el pasado determina completamente el presente, subsistía un problema importante. En nuestra experiencia es central el sentido de la finalidad de nuestras acciones, de lo que queremos que sea el futuro atendiendo a lo que sentimos y hacemos ahora. Esto es claramente observable. Ignorarlo significa ignorar parte de los datos fundamentales de nuestra existencia. Pero aceptarlo significa destruir la coherencia que, según creemos, rige tanto nuestra experiencia interior como el comportamiento de la bolas de billar. Vociferar contra la “tecnología” (la creencia de que la meta influye en la conducta, cosa que no ocurre con el movimiento de las bolas de billar o con el de las flechas, razón por la que a menudo no se la consideró válida cuando se la usaba como un factor explicativo de la conducta humana) y decir que es “anticientífica” no es ninguna respuesta. Sabemos que hay diferencias en el acto de tomar un aparato de teléfono si nuestra finalidad es telefonear al hospital para preguntar por el estado de un niño enfermo o susurrar palabras de amor a la persona de la que estamos enamorados o quejamos al contratista de obras porque los trabajos están atrasados o hacer una llamada telefónica obscena. Ignorar estas diferencias de finalidad es insensato. Sin embargo, aceptarlas significa violar el axioma fundamental de la ciencia moderna que el universo es consecuente puesto que no hay finalidad alguna en el hecho de que una bola de billar choque con otra y en el hecho de que cada una se mueva a una velocidad y en una dirección perfectamente determinadas por el pasado. La cuantificación, el determinismo y el intento de construir modelos mecánicos fracasaron todos a pesar de los serios y prolongados esfuerzos realizados. Quedaba sólo la creencia de que la racionalidad una, originalmente atribuida a Dios Creador, podría aplicarse algún día a nuestra vida interior en virtud de alguna nueva intuición. Pero lo que ignorábamos al sostener esta creencia era el hecho de que ella va directamente contra toda nuestra experiencia. Ni vivíamos, ni obrábamos, ni sentíamos como si esa creencia fuera verdadera. Vivíamos en una serie de modelos del universo completamente diferentes, vivíamos en diferentes maneras de organizar la realidad, según diferentes definiciones de lo que era real e irreal, sensato e insensato, durante el transcurso de un solo día. Ilustremos esto con la jornada de un imaginario hombre de negocios tenaz y con los pies bien plantados en la tierra. Durante la jornada de trabajo ese hombre está sentado a su escritorio y vive en una realidad que todos conocemos muy bien. Es la realidad que los occidentales concebimos ordinariamente como la realidad real. Es la realidad en que nos atamos los cordones de los zapatos, en que compramos pasajes de avión y tomamos un
taxi para ir al aeropuerto. Ese hombre de negocios dirá, como la mayor parte de nosotros, que ésa es la única realidad real y que cualquier otra es ciertamente alguna aberración transitoria. Un día ese hombre de negocios llega a su casa después del trabajo. Sabe que en esa zona se han registrado algunos casos de meningitis y está preocupado por su hijo de tres años. Por la noche, mientras está sentado en el salón de la planta baja, oye que el niño llora arriba. El hombre sube por la escalera terriblemente asustado y murmura: “ ¡Dios mío, que no sea meningitis!” En realidad, está rezando. Toda su conciencia participa en esa acción. El hombre está organizado de tal manera que esto es lo único que tiene sentido para él, que la manifestación de ese deseo en ese momento es el acto razonable que debe hacer. No lo pone en tela de juicio. En ese momento está percibiendo y reaccionando de una manera diferente de la manera en que lo hace durante toda la jornada. En su trabajo sabe que no tendría absolutamente ningún sentido semejante actitud. El universo, tal como ese hombre lo estructura ordinariamente, no responde ni a la emoción ni a la oración. Llega al piso superior y con gran alivio comprueba que el niño no está enfermo. El niño sencillamente se ha despertado durante la noche alterado y asustado. El hombre acaricia a su hijo, lo sostiene en sus brazos y le dice “Todo está bien”. ¿Qué ocurre realmente aquí? El niño se ha despertado confuso y asustado y el padre lo tranquiliza diciéndole “Todo está bien. El universo es bueno, todas las cosas están en orden”. Pero esto no es cierto en el estado de conciencia ordinario y cotidiano de ese hombre, en el modo en que comúnmente organiza la realidad. El hombre vive en un mundo hostil capaz de aniquilarlo a él y a su hijo. Uno no puede decírselo al niño y decirle también “Todo está bien, el universo es bueno”. Pero ese hombre de negocios no está mintiendo; en ese momento se encuentra en una realidad completamente diferente de la realidad vivida durante el día o de la realidad vivida en el momento en que subía por la escalera. Con toda sinceridad dice en efecto “Hay una manera de estar en el universo en la cual el amor trasciende la muerte y en la cual el cosmos no nos aniquilará”. También aquí está organizando la realidad de un modo diferente. Y en ese momento la manera en que el hombre percibe la realidad y la manera en que reacciona frente a ella es completamente verdadera a su entender.14 Después de tranquilizar al hijo, el hombre de negocios va de nuevo a la planta baja. Esa noche él y su mujer salen a bailar. Durante la velada baila del modo habitual, goza más o menos de la danza, piensa en varías cosas, en la música, en su compañera, en lo que han estado hablando, en otras personas, etc.
Súbitamente se da cuenta de que durante un momento —no sabe exactamente durante cuánto tiempo— todo era diferente. Durante ese momento que acaba de pasar no estaba pensando en nada. No estaba ofuscado, no estaba en un trance. No estaba dormido. En realidad, se encontraba bien despierto, sólo que todo su ser hacía sólo una cosa: bailaba. Una vez terminada la danza el hombre se sintió bien, ligeramente exaltado, agradablemente relajado. Si se analiza cuidadosamente ese lapso transcurrido se comprobará que ese hombre había organizado de nuevo la realidad de un modo diferente. Ya no escuchaba la música, ya no bailaba con su mujer, ya no evitaba a las otras personas sino que él, la música y su compañera eran una sola cosa en un sentido fundamental. El hombre se movía como si formara parte de una trama que comprendía la música, la pista de baile, las otras personas y toda la escena. Bailaba mucho mejor de lo que lo hacía comúnmente. Era casi como si él y su mujer experimentaran una especie de telepatía entre sí y como si cada cual respondiera a los movimientos del otro y a las percepciones del otro de una manera muy superior a la habitual. En la realidad que nuestro hombre vivía en ese momento no había separaciones entre las cosas, t odas las cosas fluían las unas en las otras. Después, aquella noche ya en su casa, el hombre de negocios y su mujer se ponen a escuchar una sonata de Beethoven. Durante muchas partes de la música el hombre organiza el universo de un modo diferente del modo en que organiza su vida cotidiana. Lo organiza de tal manera que ya no es él quien está escuchando la música, pues la música y él son una misma cosa. La música está dentro de él así como está fuera de él. El hombre no está hablando de la música ni pensando en ella, sino que está siendo intensamente con la música. Luego se va a dormir y mientras duerme tiene un sueño. En el sueño ocurren cosas extrañas. Aparece un canguro que ronda por una montaña. Tiene el rostro de su hermano mayor y el hombre le habla. El escenario cambia y ahora es submarino. Aparece una hermosa sirena. Durante el sueño el hombre no pone en tela de juicio las “cosas extrañas” que ocurren en él. Sabe que son ciertas. De nuevo ha organizado la realidad de un modo diferente. Un modo en que todas las cosas son posibles, un modo en que pueden hacerse todas las conexiones imaginables. El símbolo y la cosa simbolizada obran recíprocamente de manera constante. Este es nuevamente otro estado de conciencia, otra realidad en la que vive nuestro sujeto. Uno de los caracteres fascinantes de las realidades alternas consiste en que cuando uno realmente las está viviendo tienen perfecto sentido para uno y uno
sabe que es la única manera correcta de ver la realidad. Es sólo una cuestión de sentido común. Para usar una expresión moderna, ese hombre de negocios se encontraba en un estado de conciencia cambiado en los diferentes incidentes que consideramos. Un estado de conciencia cambiado y una realidad mudada son dos lados diferentes de la misma moneda: Cuando describo sus reglas y sus principios limitantes básicos (para emplear la expresión que usa el filósofo del siglo XX C. D. Broad al caracterizar los supuestos fundamentales de la realidad) estoy hablando de una realidad alterna; cuando percibo y reacciono según estas reglas estoy en un estado de conciencia cambiado. Cada uno de nosotros durante todo el día se vale de diferentes construcciones del universo. Nos hallamos en “estados de conciencia cambiados”, nos valemos de “diferentes construcciones de la realidad”, usamos “diferentes sistemas metafísicos”, vivimos en “realidades alternas”... Todo cuanto podemos decir es que estos cambios y desplazamientos son esenciales para nosotros. Ciertamente son universales, se dan en todas las culturas y en todas las épocas que conocemos. Si alentamos el uso de realidades alternas, como en la meditación, la representación teatral, la música seria, etc., acrecentaremos la capacidad de los seres humanos para alcanzar nuevas potencialidades. Si ponemos obstáculos a su uso haremos daño a esas personas. Esto ha quedado demostrado, por ejemplo, en el trabajo experimental de impedir que personas dormidas sueñen mientras se les permite dormir normalmente. Estas investigaciones debieron interrumpirse porque dañaban psicológicamente a los individuos.
Hasta ahora es muy limitado el grado en que la psicología y las ciencias sociales en general aceptaron la idea de diferentes realidades. Por lo común, hoy los psicólogos no afirman la idea de una validez igual de estas realidades. Las ciencias sociales consideran en general la esfera sensorial, el estado de conciencia cotidiano común; como la esfera “correcta” y consideran las demás como debidas a alguna aberración o a otra causa análoga. Literalmente esos otros estados se apartan del “correcto”.15 En psicología expresiones despectivas tales como pensamiento “concreto”, “regresivo” o “esquizofrénico” se emplean para designar los varios estados de conciencia cambiados o “alterados”, con la idea implícita de que el psicólogo probablemente pueda curarlos si lo desea. En el fondo de esto está la afirmación de Freud: “Donde estuvo el ello estará el yo”.16 Actualmente un grupo de psicólogos hasta intenta reducir los sueños al control activo de la conciencia y trabaja con lo
que ellos llaman “soñar lúcido” (estados oníricos en los que uno se da cuenta de que está soñando). Para el antropólogo es claro que el aborigen está entregado al pensamiento “primitivo” o “mágico” y que en cualquier punto en el que las ideas del antropólogo y del aborigen sobre un determinado problema difieren, es el nativo quien ha perdido contacto con la realidad. Cuando los sociólogos discuten la diferencia que hay en las orientaciones de la clase “inferior”, “media” y “superior”, generalmente consideran que las opiniones de la clase media son las más efectivas y las que están más cerca de la visión conecta, de la realidad “real”. Probablemente sea significativo el hecho de que los sociólogos por lo general son de la clase media. En la medida en que aceptan que los seres humanos viven en diferentes realidades, las ciencias sociales adoptaron un procedimiento para investigar qué cosas sean estas realidades. El procedimiento consiste en obtener la descripción más acabada posible de los supuestos básicos —los principios limitantes básicos— de una particular realidad. Esto se lleva a cabo de dos maneras. La primera consiste en preguntar sobre esos supuestos. Por ejemplo, se pregunta al informante “¿Obedece Mana17 a la voluntad humana?” La otra manera es observar, escuchar y determinar qué principios limitantes básicos pueden estar operando si las acciones y las palabras tienen sentido.18 Por ejemplo, si nuestro hombre de negocios dijo “ ¡Por Dios, que no sea meningitis!” estaba construyendo la realidad de una manera tal que las oraciones tenían sentido y podían ser respondidas. El universo puede responder a la emoción si ella está propiamente expresada. Esta es pues una de las reglas de esta realidad alterna particular. Una tercera manera, que últimamente se ha hecho popular, es la de que los propios científicos sociales experimenten deliberadamente estados de conciencia alterados, ya mediante el uso de LSD, ya mediante la meditación, para descubrir luego el cosmos tal como lo percibieron en el apogeo de su experiencia. De suerte que los científicos sociales observan el modo en que sus sujetos organizan y perciben la realidad en varias situaciones. Examinan y tratan de analizar la estructura y naturaleza de las diferentes organizaciones de la realidad. A veces llegan a definir en qué situaciones se producen variaciones respecto de “la visión correcta” (la visión del científico social), como ocurre en el sueño, en la psicosis, en los estados provocados por las drogas. Además, el científico social tiene que establecer una diferencia entre estados de conciencia “normales” y
“patológicos”. Muy poco es lo que se ha hecho hasta ahora en esta importante esfera. Es evidente que si tenemos a 437 esquizofrénicos en un hospital para enfermos mentales, ello no significa que tengamos 437 diferentes construcciones válidas de la realidad. Significa sencillamente que tenemos 437 esquizofrénicos. Pero, ¿cuántas construcciones válidas de la realidad hay? Personalmente, por ejemplo, creemos que su número es comparativamente pequeño, pero sólo conocemos unas pocas reglas para determinar la validez de una construcción de realidad. Esas pocas reglas que conocemos son: 1) la construcción debe ayudarlo a uno a alcanzar las metas reconocidas como válidas en el estado en cuestión o debe dar respuesta a las preguntas definidas por sus reglas como preguntas reales; 2) debe ser internamente consecuente; 3) debe ser —pues somos seres humanos— un estado de conciencia que los seres humanos puedan usar y en el que (aunque sea sólo brevemente) puedan continuar funcionando y sobreviviendo. Eso es todo cuanto sabemos.19 Los científicos sociales no están interesados en uno u otro dominio de la realidad. Les interesa la manera en que los sujetos organizan su experiencia total en un determinado momento y en una determinada situación. Los físicos abordan la cuestión de las realidades alternas de modo muy diferente y hasta más modesto. Dividen el mundo en distintos “dominios” de estudio. Identifican dichos dominios con nombres tales como “mecánica”, “termodinámica”, “química”, “geometría plana”, “neurología”, “psicología” y “sociología”. En cada dominio de la experiencia que estudian, los físicos se hacen ciertas preguntas: “¿Cuáles son los fenómenos observables en este dominio?” “¿Qué clase de mediciones se pueden hacer aquí?” “¿Cuáles son las leyes relativas a los fenómenos observables en este dominio?” En las páginas siguientes nos ocuparemos de estas cuestiones desde un punto de vista más general. En los capítulos 3, 4, 5, 6 y 7 las trataremos con más detalles y con mayor “rigor científico”. En cada dominio, las entidades, sus propiedades observables y sus leyes son diferentes. Todas son compatibles, no contradictorias, pero son diferentes. Además cuando se franquean ciertas fronteras que separan grupos de dominios (o esferas), los fenómenos observables y las leyes relativas a ellos son verdaderamente muy diferentes, tan diferentes que para abordarlos un físico debe echar mano de lo que en rigor de verdad es una diferente construcción de la realidad. En los últimos capítulos dedicados al reduccionismo analizaremos minuciosamente este hecho. Los datos del físico correspondientes a ciertas esferas sólo pueden “explicarse” — hacerse legítimos— apelando al supuesto de que en esas esferas el universo debe
entenderse de conformidad con una organización de la realidad muy particular. Para ilustrar lo que estamos diciendo consideraremos esta cuestión: ¿Qué ocurre cuando de la esfera de las cosas que podemos ver y tocar pasamos. a la esfera en la que las entidades son demasiado pequeñas para ser observadas o tocadas directamente o con instrumentos? Como en esta esfera las características visuales y táctiles ya no están presentes, los conceptos referentes a ellas no tienen sentido. Tomemos una bola de billar azul y reduzcamos su tamaño a una milésima parte de sus dimensiones originales. La bola es ahora una mota en un rayo de sol, para decirlo en leguaje védico. Reduzcámosla ahora otro millón de veces. La bola queda ahora completamente fuera del dominio táctil y visual. El color es causado por el reflejo de una particular longitud de onda de luz en el ámbito en que nuestros ojos son sensibles a ella. Nuestra encogida bola de billar es ahora más pequeña que esas longitudes de onda. No puede reflejar luz. ¿Cuál es entonces su color? No tiene ningún color. Ni siquiera puede hablarse de una ausencia de color. Sencillamente el término no tiene aplicación aquí, así como no cabe hablar de “sonoridad” en el caso de una nube o de “peso” en el caso de una longitud de tres metros. También la contextura pierde su significación. ¿Cómo puede uno establecer si la “superficie” de nuestra microbola de billar es ahora “rugosa” o “lisa”? En verdad, ya ni siquiera estamos seguros de lo que queremos decir con esta pregunta puesto que tampoco estamos seguros de que la bola tenga una superficie. ¿Cómo podría asegurarlo uno? Ya no podemos ni ver ni tocar su superficie ni siquiera teóricamente. Y si nada podemos decir de su superficie, ¿qué diremos de su “forma”? Podremos decir lo que se nos antoje sobre su “forma”, pero sencillamente no hay manera de establecer si estamos en lo cierto o estamos equivocados. (Si uno dice que la bola de billar ene ahora forma de empanada y otro dice que tiene la forma de una cinta, no h v modo de determinar cuál de los dos tiene razón.) El término “forma” ha p ardido aquí su significación y relevancia; ya no se lo puede aplicar. La forma es una propiedad de la esfera visual y táctil y resulta inaplicable en esta esfera de onta en miniatura. Análogamente, el concepto de “tamaño” se hace cuestionable y azaroso en este nivel. Aquí ya no es perfectamente claro lo que queremos significar con él. No se puede preguntar “¿Qué tamaño tiene un electrón?”. Es como si preguntáramos “¿Qué espesor tiene el Ecuador?” (Conocemos su longitud.) Esta es una situación
en la que la respuesta a nuestra pregunta está parcialmente determinada por la estructura del experimento, así como las dimensiones de un cometa están parcialmente determinadas por su proximidad al sol (por más que su masa continúe siendo la misma) o bien como ocurre con el tamaño de un globo inflado que está parcialmente determinado por la presión del aire que lo rodea. En todo caso, el tamaño no es la característica esencialmente simple y estable que es en los niveles en los que podemos observar visualmente las cosas. Esto se debe en parte a que la “superficie” es un concepto visual que no tiene cabida aquí. No podemos describir la superficie de una partícula subatómica, no podemos siquiera decir qué posición ocupa la superficie (¿a qué distancia está la superficie del centro de un on si no podemos determinar su forma?). También el “movimiento” se convierte en algo completamente diferente en estas esferas no visuales de lo que es en situaciones en las que nuestros ojos pueden servimos. Aquí lo máximo a que podemos aspirar es hallar un signo de que un determinado on estuvo en un lugar y ahora está en otro, pero no podemos decir lo que ese on hizo en el ínterin. Por cierto que hay excepciones: el curso de una cámara de niebla siempre se asigna, sin dificultad conceptual, a la misma partícula. Como, por lo que se sabe, una partícula subatómica dada puede no tener ninguna organización interna y como no podencos ver su superficie, no hay manera de distinguir una partícula de otra. En cuanto a la posición que ocupe, lo mejor que podemos hacer es expresarlo con las palabras del físico Arthur Eddington: “está como cubriendo toda una distribución de probabilidad”. 20 (Existe otro rasgo único que caracteriza a los miembros del microcosmo atómico y nuclear: las propiedades esenciales de esos miembros son precisamente las mismas. Todos los electrones, protones, neutrones —en verdad, todos los núcleos atómicos— tienen, según los experimentos, la misma masa y la misma carga que otros electrones, protones o neutrones. El error probable en sus valores es extremadamente pequeño. Esta es otra de las razones de que no se los distinga. En el macrocosmo nunca se encuentra semejante unicidad; nunca dos cuerpos de la naturaleza tienen precisamente la misma masa, el mismo tamaño o la misma forma... a menos que hayan sido hechos por el hombre. Este hecho que los físicos dan por descontado nunca suscitó una explicación de parte de los filósofos.” A menudo decimos que un electrón atómico está en cierta órbita pero esto no implica la característica visual de trasladarse de un punto a otro punto al seguir la órbita. Tampoco se trata de “saltar” de un estado orbital a otro en el sentido de hallarse el electrón en una situación intermedia al saltar. 21 (En el capítulo 20 trataremos este tema.)
En aquellas esferas de la experiencia en que las entidades son demasiado pequeñas para ser vistas o tocadas ni siquiera teóricamente, conceptos como tamaño, forma, superficie y movimiento cambian y hasta pierden la significación que tenían en la esfera visual y táctil. La “localización” en estos niveles asume pues una nueva significación. Un on puede localizarse cuando acaba de estar en interacción con una entidad lo bastante grande para ser visualmente percibida. Un electrón da contra una pantalla de escintilación y vemos el destello. Podemos decir que el electrón estuvo en interacción con la pantalla entonces. En principio, es todo cuanto podemos decir. O, en el caso de una cámara de niebla podemos decir que se forma una línea de gotitas de agua. No vemos el electrón; lo que vemos es un instrumento mayor que fue afectado de una manera particular por un electrón un instante antes. ¿Dónde está ahora el electrón? Sólo podemos decir de nuevo “su localización está como cubriendo toda una distribución de probabilidad’’. En la esfera de lo muy pequeño (el “microcosmo”), no podemos definir el tamaño, la forma, la identidad o la posición ocupada con el mismo sentido en que lo hacemos con las cosas que podemos ver. Por eso es razonable suponer que la manera en que las cosas obran entre sí será también diferente. Si observamos la interacción de dos bolas en una mesa de billar comprendemos la naturaleza de causa y efecto que propulsa una bola en una dirección y la otra en otra después de haber chocado. Sabemos de qué bola se trata, la distinguimos. Si tuviéramos bastantes conocimientos y fuéramos matemáticos podríamos predecir exactamente el curso de las bolas y las direcciones que tomarán, así como cuánto trecho recorrerán antes de detenerse. En rigor de verdad, eso es lo que hace un buen jugador de billar con pasmosa precisión. Pero en la esfera de los onta , que no podemos observar permanentemente, sino en la que vemos ocasionalmente efectos de su presencia, en la que a menudo no tenemos manera de distinguir de qué electrón se trata después de haber entrado dos electrones en colisión, en la, que cuanto más exactamente podemos medir la posición de un on , menos seguros estamos sobre su cantidad de movimiento y viceversa, en la que no pueden aplicarse las características visuales, cabe esperar que los modos en que las entidades se afectan recíprocamente sean diferentes de los modos en que se afectan las bolas de billar. 22 Como no podemos diferenciar un on de otro, no podemos predecir lo que hará un determinado on. Como los onta operan obedeciendo a una ley y no a un capricho, podemos empero predecir estadísticamente lo que harán. Para aclararlo más consideremos el ejemplo siguiente : supongamos que yo
soy un ingeniero que está a cargo de una gran cantidad de máquinas, todas ellas, por lo que yo sé, hechas en la misma fábrica en idénticas condiciones y con materiales idénticos. No puedo distinguir una de otra. No puedo decir cuál de ellas se deteriorará primero, ni qué parte de la máquina se descompondrá primero. Sin embargo, si he estudiado durante mucho tiempo ese tipo de máquinas y si en los libros del establecimiento están registrados los detalles de lo que ocurrió con anteriores máquinas, puedo predecir con gran exactitud cuántas de ellas quedarán fuera de funcionamiento después de transcurrido un determinado período y de qué maneras se deteriorarán. En el caso de estas máquinas imaginarias, ha cambiado la base de la predicción que antes era la relación causal y ahora es la base estadística. El mismo cambio se produce cuando de esferas en que podemos distinguir las cosas con los ojos pasamos a esferas en las que las entidades son demasiado pequeñas para ser vistas. ¿Qué quiere decir esto? Hay una manera de describir el modo en que opera la realidad, modo que tiene perfecto sentido cuando se trata de la esfera visual y táctil. Aquí entran en juego los caracteres que tienen las cosas, tales como forma, tamaño y color y el modo en que acaecen las cosas, es decir, cómo se mueven y entran en interacción las entidades. En este sistema el modo de ser de las cosas determina absolutamente cómo ellas serán posteriormente, y si poseemos suficientes conocimientos podemos hacer predicciones por completo exactas. Cuando se trata de la esfera sensorial, éste es el sistema “correcto” que hay que usar, éste es el sistema metafísico “adecuado”, es la “verdadera” descripción de la realidad. Pero cuando se trata del microcosmo, ese sistema ya no puede aplicarse, las entidades aquí tienen diferentes características, se mueven y obran recíprocamente de maneras muy diferentes. En esta esfera debemos valemos de una diferente descripción de la realidad a fin de tratar científicamente los datos. En el microcosmo el nuevo “sistema metafísico” es el “correcto”, él es la “verdadera” descripción de la realidad. (En los capítulos 8 y 9 diremos algo más sobre este punto.) ¿Cuál sistema es realmente el correcto? Esto depende de la esfera de que se trate. El supuesto de que sólo hay una definición “verdadera” de toda la realidad es anticuada. Como habremos de mostrarlo después, no hay contradicción entre diferentes sistemas válidos de explicación, entre diferentes realidades válidas que son empero profundamente diferentes. Según la clase de mediciones que pueda hacerse en cada esfera, según el tipo
de datos que surgen y según las leyes relativas a los fenómenos observables que deben introducirse para que los datos tengan sentido legítimo, el físico comprueba que debe emplear tres o cinco diferentes “realidades” (“sistemas metafísicos”, “construcciones alternas de la realidad”) para explicar los datos. Decimos “tres o cinco” porque en realidad el físico usa tres, pero si extendiera algo más su método necesitaría por lo menos cinco construcciones de la realidad. Dichas construcciones son: 1 1) La esfera visual y táctil, hasta los límites de la instrumentación. Esta esfera podría llamarse también “sensorial” o de “extensión media”. 2) Esfera de cosas demasiado pequeñas para ser vistas o tocadas siquiera teóricamente: el microcosmo. 3) Esfera de cosas demasiado grandes o cosas que acaecen demasiado a prisa para ser vistas o tocadas, siquiera teóricamente: el macrocosmo. Estas son las tres esferas a las que los físicos aplican su método. Pero hay por lo menos otras dos a las que podrían aplicarlo: 4) Unidades de conducta con sentido de cosas vivas: es decir, unidades de conducta que están por encima del nivel de los reflejos. Esta es la esfera en que los organismos buscan alimentos, corren para escapar del peligro, se acoplan, etc. (En el capítulo 12 definimos más detalladamente esta esfera y la quinta.) 5) La experiencia interior del hombre, incluso la del propio físico. En cada una de estas cinco esferas, si el físico formula sus preguntas (“¿Qué clase de mediciones podemos hacer en esta esfera? ¿Cuáles son aquí los fenómenos observables? ¿Qué leyes podemos postular que relacionen esos fenómenos observables entre sí?”), obtiene respuestas muy diferentes. Como ya se indicó, en la esfera visual y táctil un físico puede llevar a cabo mediciones cuantitativas, ver claramente relaciones de causa y efecto, observar que la condición actual —el “estado del sistema”— inexorablemente conduce al siguiente estado y puede usar modelos mecánicos. En el microcosmo puede realizar mediciones cuantitativas pero no puede observar relaciones de causa y efecto en el sentido habitual —es decir, con miras a predecir sucesos— ni puede usar modelos mecánicos.. Si el físico extendiera su método al dominio de la experiencia interior comprobaría que no puede hacer mediciones cuantitativas, que puede observar relaciones de causa y efecto sólo en el pasado, pero que no puede predecir sucesos específicos en el
futuro, y comprobaría que tiene que incluir la “finalidad” como un elemento observable y que no puede usar modelos mecánicos. Cada una de estas cinco esferas tiene diferentes respuestas a las preguntas del físico: “¿Cuáles son los fenómenos observables aquí?” “¿Cuáles son las leyes que relacionan entre sí estos fenómenos observables?” Por ejemplo, espacio y tiempo son diferentes, según las esferas. No podemos suponer que el espacio que se extiende entre los onta o entre las galaxias sea necesariamente el espacio euclidiano.23 ¿Cómo podemos medir el espacio? El espacio personal —el espacio que emplea mi vida interior y que influye en mi conducta- dista mucho de ser el espacio que puede medirse con una vara. Si mi amada o una hermosa mariposa está a nueve metros de distancia, está muy lejos de mí. Si un tigre suelto se encuentra a cien metros de distancia, “está muy cerca de mí”. (¡Y si sé que ese tigre está hambriento, está aún más cerca!) También en la esfera de las cosas muy grandes o muy rápidas, el tiempo, el espacio, el tamaño, la velocidad y la masa asumen relaciones completamente diferentes de las que tienen en la esfera de las cosas que podemos ver y tocar.24
En la actualidad la física se está debatiendo con este problema. Buena parte de la presente especulación sobre “localización” (similar a la antigua expresión “acción a distancia”), “variables ocultas”, la naturaleza de los onta (partículas o campos) y problemas análogos se debe al hecho de que en el microcosmo y en la esfera visual y táctil son necesarias diferentes construcciones de la realidad. Lo que en una esfera es un problema insuperable —una imposibilidad, un milagro si éste se diera— no presenta ninguna dificultad en la otra. Tampoco existe una racionalidad única (hecha por un Dios racional) que gobierna todo el universo. Para la mayor parte de nosotros resulta inmensamente difícil aceptar el hecho de que haya más de una manera válida en que el mundo marcha. Estamos profundamente condicionados y suponemos que conocemos la única verdad y que todo lo demás es de algún modo menos real. Poner en tela de juicio semejante suposición nos parece que significa abandonar toda razón y situamos en un cosmos caótico e impredecible. Esto nos lleva a esa “ansiedad catastrófica” que el psiquiatra Kurt Goldstein describió como la más grave de todas las ansiedades.