LA SEDUCCIÓN FREUDIANA FREUDIANA (1895–1897)
COLECCIÓN form formas as míni mínimas mas Directores LUCIANO LUTEREAU y PABLO PEUSNER
ALLEJO MAURO V ALLEJO
LA SEDUC SEDUCCIÓN CIÓN FREUDIANA (1895–1897) Un ensayo de genética textual
Vallejo, Mauro La seducción freudiana : (1895-1897) Un ensayo de genética textual – 1° ed. – Buenos Aires Letra Viva, 2012. 158 pp. ; 20 x 13 cm. ISBN 978-950-649-414-8 1. Psicoánalisis. I. Título CDD 150.195
© 2012, Letra Viva, Librería y Editorial Av. Coronel Díaz 1837, Buenos Aires, Argentina
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A Jorge Baños Orellana
Índice
Introducción . . . . . . . . . . . . . . .11 Una imagen 11 | Un juego de palabras en el origen 24 | La théorie, c’est bon... 32 •
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Raíces francesas de la familia freudiana. Sugestión y génesis textual . . . . . . . . . .37 La causa (perdida) de la seducción 37 | Legados paradójicos de Charcot 38 | Una nueva familia 43 | Seudoherencia. Primera etapa: niñeras mal vigiladas 51 | Miopía de la tesis del reemplazo 59 | La fortuna de las histéricas y las histéricas pobres 61 | Psiquiatría de comadres. Herr Freud should try again 71 | Seudoherencia. Segunda etapa: Habemus papam 80 | Genética textual. Uno: el cuerpo sin órganos o el niño como ente textual 95 | Genética textual. Dos: La novela familiar del neurótico 105 | Genética textual. Tres: el impulso del niño 108 | La lección (reprimida) de Bernheim 111 | El retorno de lo reprimido 120 | La cabeza entre las manos 125 | 21 de abril de 1896 132 | Renuncia 136 | Palabras finales 145 •
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Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . 149 Referencias bibliográficas . . . . . . . . . 151
INTRODUCCIÓN
Una imagen
Una fecha y una imagen. El año 1897 marca un momento clave en la vida de Sigmund Freud. Es el año en que aparece su último trabajo estrictamente neurológico, su largo texto sobre las parálisis cerebrales infantiles (Die infantile Cerebrallähmung ). Pero es sobre todo el año en que se produce el gran cisma de su pensamiento, el repentino abandono de la teoría con la cual esperaba revolucionar la medicina de su época, el inesperado rechazo de la hipótesis en la que había depositado unas esperanzas que luego parecerán desmedidas: la teoría que ha llegado a nosotros bajo un nombre que su autor nunca eligió, y que tal vez no hace justicia a su contenido: la seducción. De ese año apenas si nos ha llegado alguna imagen del creador del psicoanálisis. En el compilado de fotos preparado por su hijo Ernst en 1976, aparecen unas pocas fotografías de 1898 de la familia de Freud –por ese entonces el analista de Dora solía sonreír detrás de su 11
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abultada barba– (Freud, Freud & Grubrich–Simitis, 1976). En una de ellas, se lo ve junto a Martha en un banco, y él sostiene en su regazo a su hija Anna, cuyo rostro aparece fuera de foco. En la otra, vemos a toda la familia, incluidos los 5 hijos y la infaltable Minna Bernays, en el patio de la casa de la calle Bergasse. En ese mismo volumen hallamos una fotografía de Freud solo, con ambas manos en los bolsillos del pantalón, parado delante de una pared de la cual cuelgan fotos e imágenes, en su mayoría de Italia. Según Michael Molnar, se trataría de la primera imagen fotográfica “espontánea” del creador del psicoanálisis, pues se lo ve distendido, despreocupado por las poses que solía asumir ante el acontecimiento que por ese entonces significaba una cámara de fotos (Molnar, 2005). Si bien en el libro de 1976 se decía que esta imagen había sido tomada “alrededor de 1898”, Molnar ha intentado establecer que en verdad es de 1897. Partiendo de esta aclaración, cabría agregar que el hijo del psicoanalista no incluyó ninguna otra imagen de su padre de 1897. Una de las pocas fotografías que conocemos de ese año –publicada quizá por vez primera en 1992 por Molnar, en su edición del “diario” de Freud (Molnar, 1992: 208)–, nos muestra a Sigmund rodeado por su madre y tres de sus hermanas, delante de la tumba de su padre, Jacob Freud. Se encuentran en el Zentralfriedhof de Viena –literalmente el Cementerio Central, aunque jamás estuvo emplazado en el corazón de la ciudad–, inaugurado poco antes, en 1874. Según nos alecciona el propio Freud, en su ciudad existía un dicho: “la vida es, como se sabe, muy difícil y muy complicada, y son muchos los ca12
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minos que llevan al Cementerio Central [das Leben ist bekanntlich sehr schwierig und sehr compliziert, und es gibt viele Wege zum Zentralfriedhof]” (Masson, 1985: 9). Allí, los restos de Jacob descansaban cerca de los de Beethoven, Schubert y Brahms. Muchos años después, en 1930, luego de haber vivido 96 años, los restos de Amalia (la madre de Freud) serían sepultados en esa misma tumba. Algo de esa foto incomoda a nuestra sensibilidad moderna. Seguramente sea el imaginar que la familia decidió inmortalizar ese momento. Nos inquieta concebir que posaron precisamente en ese lugar frente a la cámara. Empero, cabe recordar que a fines del siglo XIX, todos los ritos que rodean la muerte (los velorios, la visión del cuerpo sin vida, los entierros) solían ser registrados por los aparatos fotográficos1. En la imagen de 1897, todos los Freud miran hacia abajo, hacia el rectángulo de tierra en el que no hacía mucho habían descendido los restos mortales de ese hombre alegre y jovial, “de sabiduría profunda y fantasía juguetona [von tiefer Weisheit und phantastisch leichtem Sinn]” (Masson, 1985: 213). La tumba –por la forma en que refleja el abrigo de una de las hermanas, sabemos que es de mármol pulido– está cercada por una pequeña reja. Si afinamos la vista, alcanzamos a leer, en caracteres claros: Unser Vater Herr Jacob Freud. En una foto que mucho después retrata esa misma tumba, cuando ya se han unido los 1. Debo esa aclaración a una comunicación personal de Andrea Cuarterolo, quien ha escrito un valioso trabajo sobre esa costumbre en nuestro país (Cuarterolo, 2002).
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restos de Jacob y Amalia, vemos esa reja –quizá sea la misma de 1897– desde arriba (Freud, Freud & Grubrich–Simitis, 1976: 161). En la foto de 1897, los ornamentados sombreros de las mujeres dan a la ceremonia un tenor de mayor solemnidad aún. Sigmund, con sombrero oscuro, mete su mano izquierda en el bolsillo superior de su abrigo, quizá buscando su reloj, quizá por mera costumbre2. Es difícil, si no imposible, averiguar la fecha exacta de esa imagen. Por ejemplo, Michael Molnar cree que fue tomada poco después del 22 de junio de 1897 por el hermano de Freud, Alexander, quien por ese entonces tenía un aparato fotográfico y daba sus primeros pasos en el nuevo arte. El 18 de junio de ese año, Freud le escribe a su esposa Martha: “Mañana viajaremos hacia el Cementerio para inspeccionar la magnífica tumba” [Morgen fahren wir auf den Friedhof, um das herrliche Grab zu inspizieren]3. En efecto, el día 19 Freud y sus familiares fueron al lugar señalado, pero las fotos que tomó Alexander no que2. Costumbre de la cual un libro nos ha dejado una embarazosa anécdota. En el volumen que recoge los resultados de una tardías entrevistas realizadas a Paula Fichtl, criada de los Freud desde 1929, leemos: “Al cabo de pocas semanas de entrar al servicio de la familia, Paula empieza ya a llevarse el costurero al dormitorio de los señores, pues –«nunca supe por qué»– «había siempre grandes agujeros» en el forro de los bolsillos del pantalón de los trajes de Freud” (Berthelsen, 1987: 37). 3. Debo ese fragmento de la correspondencia entre Freud y su esposa a una comunicación personal de Michael Molnar, a quien agradezco su generosidad.
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daron bien. El 22 de ese mes, Freud le comenta a su mujer en otra carta: “Las fotografías de la tumba del padre no funcionaron, debemos ir allí una vez más” [Die Photographien vom Grab des Vaters sind nicht gelungen, wir müssen noch einmal hinaus] (citado en Molnar, 2005: 249 n.). ¿La foto que ha llegado a nosotros es una de las que tomó el torpe hermano el 19 de junio? ¿O ella fue realizada pocos días después, como auguraba Freud en su carta? Preferimos pensar que las cosas sucedieron de otro modo. El padre de Freud había fallecido el 23 de octubre de 1896, por la noche, luego de una lenta agonía que concluyó con “una muerte en verdad suave [ein eigentlich leichter Tod]”, al decir de su hijo (Masson, 1985: 213). No tenemos certezas al respecto, pero vale presumir que la foto que capturó a toda la familia en el Zentralfriedhof fue realizada en octubre de 1897, en el primer aniversario del deceso. Se trata quizá del día sábado 23, exactamente un año después de la muerte. Podría ser también el lunes 25, en conmemoración de la fecha del entierro efectivo. De todas formas, nos inclinamos en favor del día anterior, el domingo 24. Al atareado neurólogo le resultaba dificultoso encontrar suficientes horas libres el sábado o el lunes –incluso a pesar de que por esos meses, y para su lamento de jefe de familia, la “clientela es irreparablemente escasa” (Masson, 1985: 295)–, y por ello sugirió que el encuentro (con foto incluida) se realizase en el único día de la semana en que se tomaba un descanso. Los fabulosos hallazgos concretados en las semanas previas, sobre todo la universalidad del amor a la madre a la manera de Edipo, le hacían presumir que la visita 15
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al Zentralfriedhof no lo perturbaría demasiado. Pero el frenesí de esos días, en que los descubrimientos teóricos y los análisis de sus propios sueños se agolpaban, lo había empujado a menospreciar, con cierta ingenuidad, el peso de la realidad. Sucedió todo lo contrario: el breve paseo por el cementerio, durante ese mediodía soleado –las sombras en la foto muerden con fuerza la superficie de las cosas–, lo había dejado abatido, lleno de tristeza, sobre todo de añoranza hacia ese hombre con el cual solía entenderse tan bien. De regreso en su casa, se encerró en su escritorio con la voluntad de escribir a su amigo Fließ para desearle un feliz cumpleaños; pero no pudo siquiera juntar fuerzas para redactar unas breves líneas. Lo haría recién tres días más tarde (Masson, 1985: 295). Sospechamos entonces que el Freud de la imagen es el autor que hacía poco más de un mes había imprimido a su pensamiento un giro sin retorno: el muy comentado –y mal estudiado– abandono de la teoría de la seducción, comunicado sin aspavientos exclusivamente a Fließ en la carta del 21 de septiembre de 1897. A desentrañar ese momento particular de su obra está dedicado este libro. Si se nos concede cierta libertad, diríamos que esa imagen, con sus figuras macizas sobre un fondo inundado de luz, condensa de modo insuperable las líneas de tensión que vertebrarán nuestra argumentación. Que el padre de Freud esté definitivamente enterrado, nos sirve para anticipar que nuestra lectura del episodio de la seducción no buscará trazar nexos entre la doctrina de 1896 y los avatares biográficos de su autor. Habremos de evitar reducir la metamorfosis de 16
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1897 a una consecuencia de la muerte de Jacob, y menos aún al presunto desenlace: el famoso autoanálisis4. Pero el padre ausente de esa imagen viene a cuento por una razón menos banal. Habrá que estudiar en detalle qué casillero le correspondía a esa figura en el tablero de la seducción; veremos que al comienzo él no contaba para nada, y luego resultó ser la pieza infaltable. La historia de la teoría de la seducción, tal y como veremos, puede ser narrada con diversos lenguajes. Uno de ellos atañe al padre. El derrotero de esa doctrina podría ser reconstruido en función del lugar y la naturaleza que se presta al padre en los sucesivos momentos. Esa imagen nos devuelve un Sigmund Freud que ha perdido algo muy valioso. Estas páginas quieren a su modo reconstruir una segunda pérdida sufrida por él en esos años. Y he allí donde flaquean los incontables textos que han aparecido acerca de ese momento de la historia del psicoanálisis. Pues para comprender qué ha perdido Freud en el instante en que quitó crédito a su conjetura de 1896, es menester haber sopesado qué buscaba con ella, o, dicho en otros términos, por qué razón había cifrado en su veracidad unas esperanzas sin límite. Hasta el presente 4. Marianne Krüll, en su libro de 1979, fue quien más obstinadamente quiso explicar el pasaje desde la seducción al Edipo en función de la relación entre Freud y su padre (Krüll, 1979). La autora, de todos modos, no logra dar verosimilitud a su hipótesis más que a fuerza de una multiplicación de sospechas y conjeturas. Aún así, esas páginas no carecen de interés, sobre todo por las informaciones y documentos que aporta respecto de los antepasados de Freud.
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se ha mirado al episodio de la seducción sobre todo desde el sesgo de lo que él anticipaba; se ha hecho de él un punto cero donde ya se gestaba el hallazgo que arrojaría la gloria sobre el pensamiento freudiano. Y por ese mismo motivo se ha olvidado aprehender en esa teoría el punto de arribo de una incógnita que atormentaba a Freud desde hacía varios años. La teoría de la seducción fue antes que nada una hipótesis sobre la predisposición a la enfermedad. El enigma del basamento de la patología nerviosa había sido hasta ese momento el límite infranqueable del abordaje freudiano5. La seducción, por otro lado, no aportó cualquier noción de predisposición, sino una en especial, que tenía, entre otros méritos, el de recuperar un viejo credo con el que Freud había comulgado desde siempre: el origen de la enfermedad ha de ser hallado en la familia. En 1897 Freud sufre por lo tanto una acallada pérdida. Se nos dirá que esa segunda mirada comete los mismos excesos que su contraria. Si el derrotero es visto desde su empuje inicial, el psicoanálisis efectivamente ha perdido la respuesta a una pregunta gestada en silencio por varios años. Ha perdido la solución de un enigma que su propio texto había alimentado; más aún, su autor sabía que ese enigma era compartido por sus contemporáneos. Si, por el contrario, el recorrido es vislumbrado desde sus consecuencias ulteriores, no se ha perdido mucho, pues el hallazgo de los nuevos conceptos (Edipo, pulsión, etc.) supuso 5. Hemos argumentado esa hipótesis en otra publicación (veáse Sanfelippo & Vallejo, 2012a).
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un bálsamo que sobradamente cerró las heridas de lo abandonado. Cuando aquí se insiste de todos modos en el caudal de lo perdido, no se trata del argumento hecho célebre por Jeffrey Masson, según el cual la teoría de la seducción era más cierta que la del Edipo. En efecto, diversos autores, sobre todo los interesados en los efectos devastadores del abuso infantil, han interpretado el descarte de la seducción como un renunciamiento a captar el peso de la realidad. Por el contrario, nuestra insistencia en la pérdida de la seducción apunta en otra dirección: con el derrumbe de la teoría de 1896 se produjo la renuncia a una concepción de la enfermedad que presentaba dos elementos que la hacían más que deseable: la reconducción límpida hacia una causalidad específica y el postulado de la absoluta curabilidad. Se podría mostrar que es precisamente a propósito de todo ello que los mejores ensayos acerca de la teoría de la seducción –mal que les pese a algunos, se trata de los escritos más abiertamente iconoclastas– demuestran sus falencias. Pues ninguno de ellos, a mi entender, logra esclarecer los motivos de aquella teoría freudiana de 1896. Y allí se aloja lo esencial, debido a que el elemento que funciona como motor del razonamiento de 1896 es el mismo elemento que está en la base del proceso que iremos despejando a lo largo de los apartados: la genética textual.6 En efecto, 6. En lo que sigue el lector podrá comprobar que ese concepto no tiene en este caso ninguna relación precisa o directa con aquello que en crítica literaria se conoce bajo esa misma denominación.
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este libro propone que las más importantes transformaciones o modulaciones sufridas por las ideas freudianas de esos años –por caso, la aparición del padre como el seductor por excelencia, o la emergencia de la primera versión de la novela familiar del neurótico, y sobre todo la acuñación por parte de Freud de un impulso mortífero del niño dirigido a un progenitor– deben ser tomadas como accidentes o avatares producidos por el desenvolvimiento mismo de un texto. No alcanza con ver en ellas las ganancias, a nivel del discurso, de una mejor manipulación de la clínica. No basta con tomarlas como los efectos del progreso de una mirada. Que los pacientes que en el invierno vienés de 1896 habían ubicado a las nodrizas como las responsables de los abusos sexuales sufridos en la infancia, hayan sido reemplazados, llegado el otoño, por sujetos que inculpaban de tales ataques a sus padres, debe ser suficiente para hacernos sospechar que, tratándose de la historia, apelar a las “lecciones de la clínica” puede no conducir a buen puerto. Al menos para esta historia, la clínica no es garantía de nada. Los más ansiosos de los detractores dirán: entonces Freud inventaba todo, todos sus casos eran meras fabulaciones. He allí el desafío de nuestra empresa: evitar por una parte esas precipitaciones, pero por otro, saber leer las modulaciones de los escritos cuando todo realismo se muestra ingenuo. Que se nos ahorre la acusación de idealismo, o vaya uno a saber qué otros rótulos. Eso que aquí llamaremos –sin demasiado afán de precisión– genética textual, pretende devolver al campo del saber una autonomía que, por supuesto, no conlleva la ilusión de que las palabras 20
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no tienen ninguna relación con aquello de lo que hablan. La autonomía tiene menos que ver con una desconfiable impermeabilidad de las ideas, que con la necesidad de tener siempre presente la infinita distancia entre un recorte de la realidad y un ente discursivo que, por costumbre, tiene el mismo nombre que aquel. A modo de ejemplo, el niño del que se trata en la teoría de la seducción no tiene nada que ver con el niño de Tres ensayos de teoría sexual o de las psicologías evolutivas que proliferan en ese fin de siglo. El niño de 1896 carece de sexualidad. Pero la diferencia más valiosa reside en la naturaleza profunda de ese objeto. Ese niño fue el ente textual que la teoría de la seducción requería y producía. Una toma en consideración de esa producción nos será de ayuda para entender por qué razón Freud pudo embarcarse de lleno en su conjetura de 1896 sin sentir la más mínima necesidad de saber algo sobre la infancia. Decir que lo que está en juego es la reintroducción, en el terreno preciso de la historia de las ideas, de esa máxima que celebra el poder creativo del significante, no sería del todo cierto. Nuestra apuesta es, si no más humilde, sí al menos más tangible: mostrar que en algunos casos el texto –en esta oportunidad el texto freudiano incluye sus escritos y sus cartas–, en función de los elementos que agrupa, y en función de las relaciones que teje para sus objetos, es la fuente de la génesis de ciertos giros, de ciertos recortes de nuevos visibles, de ciertos callejones sin salida. Recapitulando, decíamos más arriba que el uso de esa herramienta de trabajo, que atribuye al texto una génesis propia, va de la mano, en nuestro argumen21
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to, de un elemento que las anteriores lecturas habían descuidado. Ese elemento, una vez más, es suscitado por nuestra fotografía de 1897 de un modo tangencial: vemos allí al psicoanalista rodeado por su familia sanguínea. A tal respecto, podemos adelantar que una de las tesis esenciales que aquí será desplegada sugiere leer la teoría de 1896 como una propuesta de un determinismo familiar de la patología, e invita, por un lado, a trazar el boceto de la(s) familia(s) que el texto de la seducción narra, y por otro, a mirar de cerca de qué modo ese esquema sobre el poder de lo familiar se anuda con concepciones previas y posteriores del autor de la Traumdeutung . Es justamente ese elemento el que ha sido desatendido por las interpretaciones canónicas de la teoría de la seducción, y es esa falta lo que explica los dos bandos en que se han posicionado los exégetas: por un lado los que, alertados de las contradicciones que parecen habitar el desarrollo de aquella teoría, han visto en ella, en su calidad de nudo originario del devenir de la disciplina psicoanalítica, la prueba irrefutable, ya sea de la falsedad absoluta del saber sobre el inconciente, ya sea de las reprensibles cualidades morales de su creador –y más de uno ha querido ver en ambas debilidades las dos caras de la misma moneda–. Por otro lado están los psicoanalistas, que no han prestado mayor atención a los detalles de esta historia, contentándose con hacer eco de la estrategia implementada por el fundador para describir cómo y por qué la seducción fue reemplazada por conceptos más nobles. Unos y otros, al descuidar la insistencia del problema familiar en el pensamiento temprano de Freud, se han sentido arrojados 22
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a una elección marcial: o bien condenar íntegramente esos orígenes llenos de malentendidos –extendiendo el rechazo hacia todo lo que pudo seguir–, o bien mirar ese instante fundacional con la tranquilidad y la altivez que asegura el hecho de saber que la superación de tal error reforzaba las bondades de la verdad por llegar. El recurso a la genética textual, y la ponderación de una certeza que desde las bambalinas empujaba al pensamiento de Freud, serán los dos centinelas que nos acompañarán en un recorrido que evitará los excesos de ambos bandos. Más aún, intentaremos mostrar que ya es tiempo de echar por la borda la categoría de error para describir lo sucedido en 1896. De hecho, los iconoclastas y los ortodoxos –estos últimos prosiguiendo un credo promulgado por el propio Freud– coinciden en colocar el rótulo de equivocación a la temprana teoría traumática. A unos, ese calificativo les sirve para mostrar las bases espúreas sobre las que se habría montado toda la doctrina freudiana: dado el carácter conflictivo de las evidencias clínicas que habían sustentado el planteo de la seducción –luego revisaremos con cuidado ese punto–, la tesis capital del psicoanálisis, el Edipo, no sería más que una quimera, pues ella habría resultado de aquellas mismas evidencias. A otros, la insistencia en el carácter erróneo de la conjetura de 1896 les sirve para reflejar el proceso de depuración de una doctrina que, explotando sus tropiezos, ha adquirido una madurez perdurable. El parecido de unos y otros podría ser formulado a la inversa, pues ambos ven en la seducción también el estandarte de una verdad. Para los primeros, esa 23
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verdad se formula de manera llana y tiene el tono de una consigna militante: la disciplina freudiana se montó sobre una falacia, sobre una falsificación, sobre una sugestión instilada por su creador en sus pacientes. Para los segundos, la verdad se confunde con el peso de lo real. La teoría de la seducción tenía el mérito de afrontar una presunta verdad –las pacientes histéricas sufren de fantasías que se alimentan de sus impulsos sexuales–, cuando aún era demasiado pronto. Nuestro abordaje se desentiende de esas separaciones maniqueas. No porque ansiemos situarnos en alguna neutralidad donde nada esté en juego. Todo lo contrario, partimos del supuesto según el cual algo esencial se efectúa en esos últimos años del siglo XIX, algo que merece ser escudriñado con lentes menos obtusas que las de la verdad y el error. Algo que debe ser desentrañado sobre todo a nivel de su motivación: ¿qué buscaba Freud con su tesis de 1896? Y a nivel de su producción: allí la genética textual será nuestra mejor compañera. Un juego de palabras en el origen
Ubicaremos también un juego de palabras en el despuntar de esta obra. Que esos juegos quieran ser utilizados como demostración, es un exceso lamentable que han cometido muchas veces los autoproclamados albaceas del legado freudiano. Así y todo, he aquí el juego de palabras –si es que se trata de tal cosa– con que quisiéramos comenzar este escrito: cuando el 1950 los guardianes de la obra freudiana 24
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(Marie Bonaparte, Anna Freud y Ernst Kris) editaron una versión parcial de las cartas enviadas por Freud a Wilhelm Fließ, dieron a esa mutilada correspondencia un título rimbombante: Los orígenes del psicoanálisis ( Aus den Anfängen der Psychoanalyse). La pretensión era clara y loable. De todos modos, si acertaron en la elección del título se debió a un motivo que no era el suyo: ese libro reflejaba bien los orígenes del saber psicoanalítico, menos por el contenido del material allí reunido, que por la acción que lo hizo posible. Dicho de otro modo, el psicoanálisis encontró sus orígenes en un gesto que, extremando las cosas, podría ser llamado de censura: la desfiguración de unas trazas, el reemplazo de ciertos datos o personajes, y todo eso fue realizado de modo tal que en el resultado perviven las marcas que develan la operatoria de la falsificación. Se podría llegar a decir: al suprimir numerosos fragmentos de esas cartas, los editores ponían en acto una solución de compromiso entre la obediencia al deseo del maestro –Freud quería ver esos papeles ardiendo, de una vez y para siempre, en el fuego de la chimenea más cercana– y el designio de dar a conocer un material que los lectores recibirían con gusto. Empero, apostaremos por otra lectura, una sintomática, que afirma que al suprimir pasajes y esconder ciertos datos, estos hacendosos analistas, sin saberlo, reproducían el decurso mismo de la letra freudiana. En efecto, este libro tiene muchos puntos de contacto con algo que ya ha sido reconstruido, pero sobre lo cual queda mucho por reflexionar: el propio Freud dio, con el correr de los años, versiones muy disímiles sobre lo 25
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sucedido con su teoría y su práctica en la década de 1890 (Makari, 1998; Sanfelippo & Vallejo, 2012b). A partir de 1904, el creador del psicoanálisis construyó relatos diversos y contrapuestos acerca de la mal llamada teoría de la seducción de 1896. Más aún, la convivencia de versiones que riñen entre sí no solamente atravesó al relato histórico construido por el psicoanálisis –empezando por las narraciones del propio Freud– acerca de su pasado remoto, sino que ya en la gestación misma de la teoría de la seducción (1895–1897) resultan evidentes malentendidos de la misma hechura. Respecto del primer punto, recordemos que en 1905, en sus Tres Ensayos, Freud dirá que no puede admitir que en sus escritos de la seducción él haya exagerado la frecuencia de los abusos sexuales a los niños (Freud, 1905: 173). En otro trabajo redactado ese mismo año, nuestro autor dice algo muy distinto: dando a entender por vez primera que algunas escenas de seducción de los neuróticos son fantasías llamadas a recubrir el autoerotismo, agrega que si en 1896 había insistido en ese tipo de traumas, la culpa debía recaer en el azar, pues éste había querido que terminase en su consultorio “un número desproporcionadamente grande de casos en que la seducción por adultos u otros niños mayores desempeñaba el papel principal en la historia infantil” (Freud, 1906: 265–266). Para seguir agregando confusión al asunto, en 1914 hará un doble movimiento que debería ser desentrañado: por una parte, afirma tajantemente que las presuntas seducciones eran siempre fantasías, y por otra, tilda a un ensayo de Abraham de 1907 como la “última palabra” 26
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en el asunto de la teoría traumática... Pues bien, en esas páginas definitivas, el psicoanalista alemán jamás ponía en duda la realidad de las violencias sexuales sufridas por los niños neuróticos...7 Un psicoanalista diría que tantos lapsus –si se nos permite ese término– invita a sospechar que detrás de todo este asunto hay algo que merece ser revisado. El segundo punto recién mencionado es todavía más importante. Ya en el proceso de construcción de la teoría de la seducción, contradicciones no menos groseras salen a nuestro cruce. En los tres escritos de 1896, y en muchas de las cartas a su amigo Fließ, los adultos que cometen los abusos sexuales pertenecen a esos empleados domésticos que engrosaban el hogar de las familias burguesas del siglo XIX: nodrizas, gobernantas, etc. Hacia fines de ese mismo año, Freud, sin dar explicaciones, sostiene, otra vez en su correspondencia, que el padre es siempre el abusador. Que se nos ahorren objeciones de principiantes o advenedizos: esto es, que no se nos diga que el vienés siempre había sabido que el progenitor era el culpable, pero que, para ahorrarse escándalos y diatribas, había ocultado la identidad del agresor en sus publicaciones médicas. Se trata no solamente de que el padre jamás aparecía (en las primeras cartas a su amigo de Berlín) como el responsable de las seducciones, sino que incluso luego de haber sentenciado la culpabilidad uni7. No solamente Abraham no ponía en duda la realidad de esas injurias, sino que los atacantes jamás eran los padres o parientes de la criatura (Abraham, 1907a, 1907b). Nos hemos ocupado de ese asunto en otra publicación (Vallejo, 2012b; véase también Good, 1995).
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versal de aquel, en ulteriores cartas de 1897 –¡y en escritos del siglo siguiente!– los perversos vuelven a ser los empleados. Más adelante el recurso a la genética textual nos permitirá esclarecer ese enigma. En 1896, el futuro analista de Dora deja en claro que su nueva teoría no es tan sencilla como parece: los pacientes jamás relatan espontáneamente las escenas de abuso sexual; bajo ninguna circunstancia se presentan al médico con el recuerdo conciente de esos traumas (Freud, 1896b: 166). En 1914, Freud dice otra cosa. He aquí el modo como se refiere a su “error” de la década de 1890. Se trata de uno de los tantos fragmentos que luego serán evaluados con detalle: “Bajo la influencia de la teoría traumática de la histeria, originada en Charcot, se tendía con facilidad a juzgar reales y de pertinencia etiológica los informes de pacientes que hacían remontar sus síntomas a vivencias sexuales pasivas de sus primeros años infantiles, vale decir, dicho groseramente, a una seducción. (…) El análisis había llevado por un camino correcto hasta esos traumas sexuales infantiles, y hete aquí que no eran verdaderos. (...) Si los histéricos reconducen sus síntomas a traumas inventados, he ahí precisamente el hecho nuevo, a saber, que ellos fantasean esas escenas...” (Freud, 1914: 16–17; las cursivas son nuestras)8 8. “Unter dem Einfluß der an Charcot anknüpfenden traumastichen Theorie der Hysterie war man leicht geneigt, Berichte der Kranken für real und ätiologisch bedeutsam zu halten, welche ihre Symptome auf passive sexuelle Erlebnisse in der ersten Kinderjahren, also grob ausgredückt: auf Verführung
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Más aún, ya en 1905 Freud parecía haber olvidado los pormenores de su teoría de 1896. De hecho, uno de los principales argumentos esgrimidos en sus Tres ensayos para criticar su visión de diez años antes, es planteado del siguiente modo: “a la sazón todavía no sabía que individuos que siguieron siendo normales podían haber tenido en su niñez esas mismas vivencias, por lo cual otorgué mayor valor a la seducción que a los factores dados en la constitución y el desarrollo sexuales” (Freud, 1905: 173). Tenemos allí otra flagrante distracción de Freud, otro indicio de los reparos con que hay que leer al médico vienés cuando él quiere trazar la historia de su doctrina. De hecho, en 1896 el fundador del psicoanálisis no solamente sabía que un sujeto podía conservar la salud luego de haber vivido fuertes vivencias sexuales en la infancia, sino que se tomaba el trabajo de explicar la razón: “Tenemos sabido y admitido que numerosas personas recuerdan con gran nitidez unas vivencias sexuales infantiles, no obstante lo cual no son histéricas. Esta objeción carece de todo peso, pero a raíz de ella podemos hacer una valiosa puntualización. Y es que, según nuestra inteligencia de las neurosis, personas de este tipo en modo alguno podrían ser histéricas; al menos, no como consecuencia de las escenas que concientemente recuerdan. En nuestros enfermos esos recuerzurückleiteten (...). Die Analyse hatte auf korrekten Wege bis zu solchen infantilen Sexualtraumen geführt und doch waren diese unwahr (...). Wenn die Hysteriker ihre Symptome auf erfundene Traumen zuruckführen, so ist eben die neue Tatsache die, daß sie solche Szenen phantasieren...”
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dos nunca son concientes; y más aún, los curamos de su histeria mudando en concientes sus recuerdos inconcientes de las escenas infantiles. En cuanto al hecho de haber tenido ellos tales vivencias, no podríamos modificarlo, ni nos hace falta. Lo advierten ustedes: no importa la sola existencia de las vivencias sexuales infantiles; cuenta también una condición psicológica. Estas escenas tienen que estar presentes como recuerdos inconcientes; sólo en la medida misma en que son inconcientes pueden producir y sustentar síntomas histéricos” (Freud, 1896c: 210; cursivas en el original)9.
Por todo ello, parece ser una sorpresa del destino el hecho que la primera edición mutilada de las cartas a Fließ –que conforman el ineludible work–in–pro gress de la teoría de 1896– haya sido designada con el término origen. Sería posible, entonces, hablar de una mutilación que nombra como origen algo que ya había sido mutilado... en su mismo origen. Pero allí se detiene el parecido, pues en tanto que es fácil colegir con qué finalidad Anna Freud y sus colegas habían escondido o recortado tales o cuales misivas, esa misma inferencia no es válida en el caso de Freud. No solamente porque los motivos de las alteraciones son menos claros o accesibles, sino porque carece de sentido armar una estruendosa caza 9. Esa misma precisión sería realizada por Freud tanto en su Manuscrito K , enviado a Fließ el 1 de enero de 1896, como en la misiva del 17 de mayo de ese mismo año (Masson, 1985: 171, 200).
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de brujas que despeje por qué razón Freud quiso pegar reiteradamente giros que parecen caprichosos, o pergeñar versiones que jamás coinciden. En rigor de verdad, otros historiadores sí se han atrevido a buscar el fundamento de todo eso que, alrededor de las hipótesis de 1896, no encaja entre sí. El tenor de la conclusión a la que han arribado nos alerta sobre las limitaciones a las que se enfrenta toda lectura que pretenda despejar los misterios de la teoría de la seducción en base a un análisis de los intereses personales del médico de Viena. En efecto, esos historiadores han impreso en gruesos caracteres una conclusión tan simplista como malintencionada: Freud mentía. Quizá haya que dejar a un lado la pesquisa de escandalosos afanes freudianos de falsificar sus textos o alterar sus datos clínicos, y ya sea hora de situar todos los giros y “mutilaciones” como derivaciones de una génesis textual, como los restos sintomáticos de las exigencias que un discurso, merced a su existencia, imprime sobre sus componentes. En la imagen de 1897, apenas si podemos observar el rostro de Freud. Allí, una vez más, la fotografía viene en nuestro auxilio: este análisis rechaza todo recurso a la psico–biografía. Una introducción no suele ser el mejor lugar para ofrecer conclusiones, pero adelantemos que también esos errores en el recuerdo –del que el propio texto freudiano parece estar lleno– hablan en favor de la operatoria de una génesis textual. El espacio que conforma una génesis tal, expulsa toda posibilidad de una recuperación o una conciencia del recorrido atravesado. Cuando el texto es tomado como la línea de una génesis, él es 31
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desprovisto de toda capacidad de relatarse a sí mismo los episodios de su transformación. La théorie, c’est bon...
Si de orígenes y equívocos se trata, se nos permitirá abrir un pequeño paréntesis. Una vez más debemos hablar de Anna Freud y sus decisiones editoriales. Cuando los guardianes de la memoria de Freud, enfilados detrás de la hija, dan forma a la Standard Edition de sus obras “completas” –cuyo título original en inglés, The Standard Edition of the Complete Ps ychological Works of Sigmund Freud, jamás fue traducido literalmente–, deben decidir un comienzo que sea digno de la empresa. Y optan por hacer recaer ese honor sobre el informe presentado por Freud en 1886 acerca de sus estadías en París y Berlín. Pues bien, en esas páginas liminares se desliza una leve paradoja que parece anunciar el conflicto al que se enfrentará Freud mediante su conjetura de 1896: en el pasaje de un párrafo a otro, el joven neurólogo primero festeja que Charcot haya acabado con el prejuicio que tiende un lazo entre la histeria y la simulación (“En nuestra época, una histérica podía estar casi tan segura de que la considerarían una simuladora, como lo estaría en siglos anteriores de ser condenada por bruja o posesa” [Freud, 1886: 11], y luego recuerda con qué frecuencia esos enfermos son dados a mentir: “[Charcot] llegó a una suerte de teoría sobre la sintomatología histérica, que tuvo el coraje de reconocer como real y objetiva para la mayor parte de los casos, sin por 32
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ello descuidar la cautela indispensable a causa de las insinceridades de los enfermos” (Freud, 1886: 11). La distancia entre ambos enunciados abre la brecha de la cual el psicoanálisis deberá recuperarse luego de la seducción: Freud dirá que él creyó a pie juntillas en los relatos de las pacientes, para luego comprender que en verdad se trataba solamente de fantasías. La aparición de Charcot en nuestro relato no es casual: habrá que ver si el episodio de la seducción no fue para la nueva ciencia de lo inconciente el exacto equivalente de la trampa de la cual Charcot jamás pudo salir airoso. De hecho, si los fenómenos histéricos de la Salpêtrière, cuya “objetividad” era el verdadero orgullo del maestro francés, eran efectos artificiales de los poderes sugestivos, ya desde muy temprano Freud se preguntará a sí mismo si en su gabinete de Viena no se estaba reproduciendo la misma maldición. Freud, en 1896, lo ponía negro sobre blanco: los pacientes jamás tocan la puerta del consultorio para relatar recuerdos de abuso sexual en la infancia; los enfermos jamás recuerdan a buenas y a primeras ataques de ese tenor. Esos “recuerdos” resultan del trabajo con el médico. Sin embargo, poco después esos “recuerdos” no aparecieron más. A partir de septiembre de 1897, esto es, desde el momento en que Freud no cree ya en la universalidad de la seducción, su gabinete deja de estar poblado de tales “recuerdos” construidos. Nunca más fue verdadera la premisa que supone que en el cien por ciento de los enfermos se colige la operatoria del recuerdo de un atentado sexual o seducción. En sus ulteriores casos clínicos, o en los de sus primeros discípulos, las seducciones –incluso 33
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si concedemos que ahora ellas son fantasías– dejaron de constituir un elemento central del cuadro. Freud solía recordar una frase de Charcot: “La théorie, c’est bon, mais ça n’empêche pas d’exister”. Freud y sus herederos, ante la paradoja recién señalada, elegirán una opción que nadie sensato podrá defender: la teoría estaba errada, pero había algo en la realidad clínica que no podía ser negado: los enfermos rememoran una seducción en su infancia. Los historiadores más críticos concluirán que aquello a lo cual no puede quitarse existencia es otra cosa: Freud sugestionaba a sus pacientes, y gracias a ello los “recuerdos” afloraban en el consultorio. Nos inclinamos esta vez por las bondades del justo medio: lo que verdaderamente existía era la necesidad de despejar ciertos enigmas, lo realmente ineliminable eran las esperanzas de Freud de haber hallado “el gran secreto clínico” [das große klinische Geheimnis] (Masson, 1985: 147)10. En síntesis, esta obra propone ver en el episodio de la seducción algo muy distinto a lo que las versiones canónicas han dicho. No se trató del empuje de una realidad clínica que, en los comienzos, despistó al sa10. Esa es la fórmula elegida por Freud en octubre de 1895 para aludir a su nuevo hallazgo (seducción). En esa misma época también lo caracterizará como “la solución del enigma [die Lösung des Rätsels] de la histeria y la neurosis obsesiva” (Masson, 1985: 148). El entusiasmo que su innovación le genera –recordemos que gracias a ella, siente una “alegría sorda por no haber vivido en vano 40 años” (ibíd.)– lo conduce a elegir una comparación ilustrativa: su reciente hipótesis es el descubrimiento de la fuente del Nilo (caput Nili) de la psicopatología (Masson, 1986: 194; Freud, 1896c: 202).
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bio principiante, al hacerle tomar gato por liebre, realidad por fantasía. Tampoco estuvo en juego el simple placer de Freud de medir hasta qué punto él era capaz de instilar, mediante la sugestión, recuerdos en la mente de sus pacientes. Menos aún estamos frente a la cobardía de un médico que, deseoso de proteger su renombre, evitó ir al cuartel de policía a denunciar a los adultos que, según sus pacientes, habían cometido fechorías inconfesables hacía muchos años. La teoría de la seducción significó antes que nada una de las narraciones perdurables sobre el peso del hogar familiar. Y fue uno más de los sueños revolucionarios de ese fin de siglo: en este caso, el sueño de explicar, sin restos ni lagunas, las enfermedades nerviosas –explicación que al mismo tiempo era el pasadizo hacia su definitiva curabilidad. Fue ambas cosas a la vez. El episodio de la seducción fue un exquisito sueño totalitario.
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RAÍCES FRANCESAS DE LA FAMILIA FREUDIANA. SUGESTIÓN Y GÉNESIS TEXTUAL
La causa (perdida) de la seducción
Casi todas las historias de la teoría de la seducción no logran dar en el blanco, o dejan pasar lo esencial. Ninguno de los recuentos más célebres –me refiero incluso a los iconoclastas (Borch-Jacobsen, 1996; Triplett, 2004)– ha sabido ver qué era lo que el pensamiento freudiano buscaba a través de esa conjetura. Responder a ese interrogante implica asimismo explicar fácilmente el entusiasmo que se apodera de Freud cuando realiza ese descubrimiento. Basta con leer las cartas que el médico de Viena redactó entre fines de 1895 y comienzos del año siguiente: Freud se agita de alegría y augura para sí mismo una gloria eterna. Se trata de las dos caras de una misma moneda. Un recorrido por los textos freudianos anteriores a 1896 –recorrido que por razones de espacio no podremos efectuar aquí– muestra el tejido de los hilos que se anudarán recién con la seducción11. Primero, 11. Al respecto, véase (Sanfelippo & Vallejo, 2012a).
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durante esa etapa temprana Freud no puede despejar la causa de las enfermedades nerviosas; en un momento logra hallar el origen de los síntomas, pero en lo que atañe a la causa última de la afección, el enigma permanece. Por más que él insista, la incógnita se muestra resistente. Más aún, las pocas veces que se anima a ensayar una respuesta, vemos que echa mano al único lenguaje que por ese entonces permite deletrear el suelo de las patologías: la herencia. Segundo, la imposibilidad de dar con esa solución arroja un saldo que Freud repite una y otra vez: no es posible curar las enfermedades. Hasta tanto no se haya atrapado el origen del mal, habrá que contentarse con remediar síntomas12. La teoría de la seducción viene a colmar esos dos vacíos. Daba por fin una explicación sobre la predisposición a la enfermedad, y prometía una curabilidad absoluta y definitiva de las afecciones. Legados paradójicos de Charcot
Es momento de pisar la arena de la genética textual, anunciada en la introducción de esta obra. La teoría de la seducción fue una narración. Constitu yó el primer boceto de la gran narración ofrecida por el psicoanálisis a la cultura moderna: el relato de las desventuras familiares, el recuento de las consecuen12. Esa máxima ya se había demostrado en el caso de Anna O., y Freud adhiere a ella incluso en los Estudios sobre la histeria (Skues, 2006: 38–53).
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cias que un sujeto paga por haber nacido bajo el techo que le tocó en suerte. El psicoanálisis nace con esa hipótesis, pues ella aporta a los puntos que componen la constelación del nuevo discurso (valor de las representaciones inconcientes, de la sexualidad infantil, de la represión) un marco que permite hacer de formulaciones particulares una real teoría de la subjetivación. El marco de anudamiento reside en el poder de lo familiar. Más aún, el pensamiento psicoanalítico atraviesa su bautismo merced al pasaje por la seducción, debido a que el vocabulario de 1896 permite a Freud deletrear de otro modo el aserto sin el cual nada podía ser dicho sobre las enfermedades mentales. Hasta ese entonces, al menos para los maestros alemanes y franceses del neurólogo vienés, las neurosis y las locuras eran siempre un asunto de familia. La herencia era definida como la predisposición necesaria de todo desarreglo nervioso. Causa sui generis, terreno de lindes imprecisas, artilugio tendiente a justificar la cronificación de las afecciones y los fracasos terapéuticos, imagen ideológica donde la condena moral tomaba la forma de una descripción de las sangres corrompidas: la función de la multifacética noción de herencia en la literatura psiquiátrica de fines de siglo XIX, puede ser descrita de varios modos. Pero una cosa es segura: hablar de locura era hablar –con un lenguaje que, aunque impreciso, produjo costosas realidades– de linajes, generaciones pasadas y destinos familiares (Vallejo, 2012a). Pues bien, una de las tesis que habremos de exponer en lo que sigue, propone aprehender en la teoría de la seducción la primera tentativa 39
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de Freud –tan fallida en su afán de veracidad, como exitosa en sus consecuencias– de alterar radicalmente el lenguaje con el cual se narra un fenómeno que no se pone en duda. La formulación de 1896 encarna el paradógico gesto freudiano de, primero, dar nuevo apoyo al adagio que garantiza el terreno común que comparten los médicos de esa época: detrás de toda locura hay un problema familiar; y segundo, mostrar que tanto la naturaleza del objeto familia como la esencia de su operatoria, deben ser analizados con nuevos lenguajes, limpiados de los aires vetustos de lo sanguíneo y exorcisados de los temores racistas de la degeneración. Hablar de gatopardismo no sería del todo correcto, pues muchas cosas cambian a pesar de que otras tantas permanecen donde estaban. La teoría de la seducción adquiere, en nuestro tra yecto, varias facetas encadenadas entre sí. La primera de ellas atañe a lo anteriormente desarrollado. Las páginas de 1896 dan a Freud el tesoro que él venía buscando desde siempre: una explicación simple y ordenada de la etiología de las neurosis. Brindan para cada tipo de enfermedad una causa que es específica. Y prometen para cada una de ellas una curación lógica y fundamentada. La segunda faceta tiene que ver con su efecto más perdurable. Como dijimos más arriba, lo que al parecer era una mera conjetura sobre el poder causal de los traumas sexuales tempranos, encerraba en realidad el legado más prolífico de la irrupción psicoanalítica: las páginas de la seducción retratan, con un lenguaje palpable y colorido, la primer familia freudiana. Mediante la enunciación de los bordes peligrosos de los hogares, a través de la silenciosa 40
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condena de las distracciones de los padres, merced a un lamento incisivo sobre las penurias que un individuo carga sobre sus espaldas por tener los familiares que tiene, la teoría de la seducción construye la primigenia versión del guión que el psicoanálisis actuará desde entonces: detrás de cada enfermedad hay una familia. Y de allí se desprende la hipótesis que en unos instantes desarrollaremos: si su creador depositó tantas esperanzas en sus ideas de 1896, ello no se debió solamente a que éstas le permitían resolver el “gran secreto” de las neurosis, sino también porque le daban la posibilidad de reemplazar un desgastado mecanismo de familiarización por otro más nuevo y sofisticado. De hecho, siempre se ha pasado por alto lo que según nosotros constituye el verdadero aporte de la conjetura de la seducción: con ella, Freud podía explicar, merced a un lenguaje personal y atractivo, la fenomenología que sus contemporáneos habían ubicado en eso que se llama “la clínica”. La seducción mostraba que a los fines de iluminar los patrones familiares de morbilidad –padres e hijos que mostraban afecciones similares o complementarias, familias en las que todos los hijos eran aquejados por alteraciones nerviosas, etc.–, el vocabulario de la herencia no era el más adecuado. Un hecho era indiscutible, la fenomenología no se ponía en duda: toda mirada que quisiera acercarse a la locura, debía ver allí un problema familiar. Una tercera faceta define la irrupción de la teoría traumática de 1896. Esa hipótesis fue el terreno en que germinaron escenas y elementos que se volverían esenciales para el saber psicoanalítico. La producción 41
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de aquellos objetos habrá de ser abordada como la génesis que el propio texto efectúa, por la exigencia misma de su lógica interna. Parcelas fundamentales del discurso freudiano nacieron como retoños de aquella especulación del neurólogo vienés: el rol del padre, el impulso mortífero del niño dirigido a sus progenitores, la “novela familiar del neurótico”. En cuarto y último lugar, la seducción significó la toma de conciencia de los peligros de una técnica que recién empezaba a dar sus primeros pasos. Los años de la seducción marcan el momento en que Freud cayó en las trampas de una sugestión que él creía disuelta o dominada. Mucho más tarde, Freud querrá mostrar que en ese instante había cometido un solo error: tomar por reales las escenas de seducción fantaseadas por sus pacientes. En ese enunciado habita una verdad que el psicoanálisis explotará hasta sus últimas consecuencias: el poder real de las fantasías. Empero, nosotros nos vemos inclinados a interpretar de otro modo lo sucedido. Cegado como estaba por las bondades y las promesas de una teoría que permitía explicarlo todo, Freud no supo medir hasta qué punto él podía estar empujando a sus pacientes a producir los relatos que él esperaba. Las evidencias de ello, ya lo veremos más adelante, no son pocas. Desde el instante en que él dejó de buscar recuerdos de traumatismos sexuales infantiles (consistentes en la irritación real de los genitales) en la base de toda psiconeurosis, los relatos sobre esos accidentes –sea que narrasen lo vivenciado o lo fantaseado, para el caso es lo mismo– desaparecieron de la clínica. Más aún, en cuanto un colaborador cercano de Freud quiso comprobar, en ple42
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no momento de vigencia de la conjetura de la seducción, la veracidad de aquel postulado, la realidad se mostró resistente a la teoría. Charcot y sus discípulos habían llevado a su máxima expresión el intento de esclarecer el origen familiar (hereditario) de la histeria. Habían insistido en esa etiología merced a un paradigma sintomático de la enfermedad, en el cual ese suelo malsano podía ser despertado por muy diferentes agents provocateurs. Freud, como veremos inmediatamente, propuso su propia concepción sobre el origen hogareño–familiar de esa patología. Por otro lado, el anatema que reca yó sobre el maestro francés y sus escritos, respondía a una denuncia que se mostró fundada: la objetividad de los síntomas histéricos, embanderada por Charcot como su conquista más preciada, era absolutamente falsa; los signos espectaculares descritos en sus lecciones eran el producto de sugestiones que los médicos de la Salpêtrière ejercían sin saberlo. El Freud de la seducción no fue ajeno a esa trampa. Pero su doctrina salió mejor parada de ese traspié. Las ideas de 1896 funcionaron como un caldo de cultivo de figuras y conceptos que permitieron al psicoanálisis adquirir su madurez definitiva. Una nueva familia
El 5 de febrero de 1896, Freud envía a revistas médicas de París y Berlín dos artículos. Uno de ellos, escrito en francés (L’hérédité et l’étiologie des névroses) apareció en el número del 30 de marzo de la Revue 43
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Neurologique (Freud, 1896a). El segundo se publicó el 15 de mayo en el Neurologiches Zentralblatt (Freud,
1896b). El tercer “trabajo de la seducción” vio la luz en una publicación vienesa (Wiener klinische Rundschau), por entregas, durante el mes de junio de ese año; el mismo era una versión ampliada de una conferencia que su autor había pronunciado el 21 de abril en la Sociedad de Psiquiatría y Neurología (Verein für Psychiatrie und Neurologie) (Freud, 1896c). París, Berlín y Viena. La Meca de la neurología (hereditarista) francesa (y hogar de la escuela de su maestro Charcot); el centro de la neurología y la psiquiatría alemanas; la ciudad en la cual debía ganarse un renombre. He allí los tres auditorios que Freud escoge estratégicamente para dar a conocer su revolución científica, su mayor descubrimiento, su penicilina de las neurosis. Apenas un mes después de haber redactado el primer boceto de su nuevo paradigma (el Manuscrito K , enviado el 1 de enero), Freud no duda en lanzarlo a los cuatro vientos. No había que perder tiempo: tamaña revolución en el conocimiento y la terapéutica, debía ser proclamada incluso antes de haber sido discutida con algún colega de la materia. No fuera cosa que alguien se le adelantara en la publicidad de ese gran hallazgo... Entre tanto interés por los asuntos sexuales, entre tantos autores trabajando en la indagación de los traumas en las enfermedades nerviosas, había que ser precavido. Y la cautela más sensata consistía en apurar la impresión de las novedades, y decirlas sin pelos en la lengua. Hablando de ediciones y revistas, una cosa no fue casual: la primera publicidad de la teoría de la seduc44
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ción tomó la forma de un escrito dirigido a los discípulos de Charcot con un fin bien preciso: mostrar que la canónica teoría hereditaria de los problemas mentales debía ser rectificada, si no abandonada13. Ese punto ya es sabido, aunque poco se ha reflexionado al respecto: la perspectiva de 1896 fue presentada en sociedad bajo el ropaje de una crítica al poder atribuido tradicionalmente a la herencia14. Una frase de la obra lo refleja a la perfección: “...Charcot, para quien la herencia nerviosa ocupaba el lugar que yo reclamo para la experiencia sexual precoz” (Freud, 1896a: 154). No hace falta afinar mucho la lupa para rastrear el significado de esa sentencia: el trono que hasta ahora era llenado por esa vieja representación de la determinación familiar (léase herencia), debe ser ocupado por una sexualidad específica –la que, encarnándose en abusos sexuales infantiles reprimidos, denota una forma patógena de convivencia hogareña. Aquello que ha sido aún más groseramente pasado por alto es que mediante ese mismo movimiento, el creador del psicoanálisis propuso una explicación alternativa acerca de los patrones familiares de morbilidad. Eso es algo que ya se hace presente, si bien tí13. El texto de Freud fue inmediata y sobriamente reseñado por E. Blin en los Archives de Neurologie de París (Blin, 1896). Un año después Josef Peretti publicó una corta reseña en el Zeitschrift für Psychologie und Physiologie der Sinnesorgane (Peretti, 1897). En ambos casos los reseñadores evitaron criticar las innovaciones del vienés. 14. Quizá el único autor que sí abonó una lectura al respecto fue George Makari, con cuyo texto nos declaramos en total acuerdo (Makari, 1998).
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midamente, en aquel primer texto (Freud, 1896a). En síntesis, no es casual que la palabra psicoanálisis haya aparecido por vez primera en ese trabajo, que exponía una nueva narración sobre lo familiar. Desde el comienzo Freud anuncia que sus palabras van dirigidas a los seguidores de Charcot, y sobre todo a su visión sobre la etiología de las neurosis (Freud, 1896a: 143). El médico vienés apila “argumentos de hecho” y “argumentos derivados de la especulación” en su afán de carcomer las bases de la perspectiva hereditarista que rige entre los acólitos del maestro francés. No habremos de recordar todas esas contra-evidencias y objeciones. Solamente emitiremos un diagnóstico: Freud cuenta con todas las cartas como para arrinconar la desgastada teoría de sus antecesores, y señalar que los poderes de la herencia eran una petición de principio sin fundamento. Y allí reside la paradoja sintomática de este escrito: al tiempo que colecciona pruebas en contra de las prerrogativas de lo hereditario, Freud no se atreve a poner del todo en duda la fuerza de ese viejo factor. Léanse las dos primeras páginas de “La herencia y la etiología de las neurosis”. El razonamiento es demoledor: se han cometido tantas falacias y errores al hablar de la etiología hereditaria, que invocar su presencia sería una torpeza imperdonable. Freud no puede aún dar el paso que exige su pensamiento, o al menos no se atreve a escribirlo con todas sus letras. En efecto, se limita a afirmar que la herencia jamás alcanza para producir la enfermedad, y menos aún para decidir qué afección aquejará al individuo (Freud, 1896a: 145). Para ello son necesarias las causas específicas. En 46
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ellas, obviamente, se cifra la novedad de Freud. El autor anuncia con humildad su revolución: toda neurosis tiene una causa específica, que está constituida por un modo particular de influjo sexual; a cada alteración de la sexualidad le corresponde un solo tipo de afección nerviosa (Freud, 1896a: 149). Ya se conoce el resto: en el caso de la neurastenia y la neurosis de angustia, la causa específica es un mal desempeño de la sexualidad en el presente. En lo que a las psiconeurosis respecta, la fuente de la enfermedad son recuerdos inconcientes de atentados sexuales sufridos en la temprana infancia. Freud parece burlarse de los dolores de cabeza que tales problemas e incógnitas venían generando en sus contemporáneos: en cuanto a la histeria y la neurosis obsesiva “la solución de la cuestión es de una simplicidad y una uniformidad sorprendentes” (Freud, 1896a: 151)15. Por todo ello, y sobre todo en función de las críticas a la variable hereditaria, caben dos preguntas complementarias: ¿por qué razón Freud afirma respecto de las causas específicas que “su potencia patógena” solamente es “accesoria respecto de la herencia” (Freud, 1896a: 145)? Peor aún, ¿por qué motivo escribe que “en la patogénesis de las grandes neurosis la herencia cumple el papel de una condición poderosa en todos los casos y aún indispensable en la 15. Al inicio del segundo escrito leemos: “Para mi propio asombro, he hallado para los problemas de las neurosis algunas soluciones simples, pero bien circunscritas...” (Freud, 1896b: 163). Y un poco más adelante: “La naturaleza de la neurosis obsesiva admite ser expresada en una fómula simple...” (Freud, 1896b: 169–179).
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mayoría de ellos”? (Freud, 1896a: 147; cursivas en el original). Ese respeto a la herencia llama la atención viniendo del autor que unas páginas atrás había echado por tierra los supuestos básicos de las teorías que defienden las transmisiones sanguíneas. ¿Por qué motivo sigue hablando de herencia quien había dicho que ello era casi imposible? Recordemos uno de sus argumentos iniciales: “Ciertamente, nuestra opinión sobre el papel etiológico de la herencia en las enfermedades nerviosas debe ser el resultado de un examen imparcial estadístico y no de una petitio principii. Mientras no se haya realizado ese examen, se debería creer tan posible la existencia de las neuropatías adquiridas como de las neuropatías hereditarias. Pero si puede haber neuropatías adquiridas por hombres no predispuestos, ya no se podrá negar que las afecciones halladas entre los ascendientes de nuestro enfermo acaso fueron, en parte, adquiridas. Así, ya no se podría invocarlas como pruebas concluyentes de la disposición hereditaria que se imputa al enfermo en razón de su historia familiar, puesto que rara vez se logra el diagnóstico retrospectivo de las enfermedades de los ascendientes o de los miembros ausentes de la familia.” (Freud, 1896a: 144; cursivas en el original)
¿Acaso Freud tiene entre manos métodos y evidencias estadísticos cuando en su escrito de 1896 apela una y otra vez a la herencia? Nada de eso. Por otro lado, esas referencias paradójicas a la fuerza hereditaria nos recuerdan el escrito de 1895, en el cual 48
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Freud hacía malabares retóricos sin poder hallar una localización precisa a ese factor (Freud, 1895a; véase Sanfelippo & Vallejo, 2012a)16. Pero la diferencia entre las anteriores menciones a esa variable y su pensamiento de 1896 es abismal: ahora cuenta con nociones y términos que le permiten explicar el basamento de las enfermedades más allá de toda predisposición sanguínea. Sobre todo para las psiconeurosis. En efecto, no sé si alguna vez se ha señalado lo siguiente: a partir del momento en que Freud encara la descripción de la histeria y las representaciones obsesivas, la herencia –que había sido caracterizada como condición indispensable de toda enfermedad (Freud, 1896a: 146)– desaparece del texto. La solución es sencilla: dado que es precisamente para estos trastornos 16. Incluso para la neurastenia, en 1896 Freud asignaba a la herencia un rol equivalente al que le había prestado en sus trabajos de 1894 y 1895: “He hallado también personas que presentaban los signos de la constitución neurasténica y en quienes no logré poner en evidencia la etiología mencionada [onanismo], pero he comprobado al menos que en esos enfermos la función sexual nunca se había desarrollado hasta el nivel normal; parecían dotados, por herencia, de una constitución sexual análoga a la que es producida en el neurasténico a consecuencia del onanismo” (Freud, 1896a: 150). Ese fragmento está separado apenas por unas páginas de una declaración muy distinta: “Es indudable que ciertas neuropatías pueden desarrollarse en el hombre perfectamente sano y de familia irreprochable. Es lo que se observa cotidianamente en el caso de la neurastenia de Beard; si la neurastenia se limitara a las personas predispuestas, nunca habría cobrado la importancia y la extensión que le conocemos” (Freud, 1896a: 144).
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nerviosos que Freud está estrenando conceptos promisorios, y dado que ellos permiten entender de otro modo porqué ciertas familias (hogares) parecen favorecer la emergencia de enfermedades, la apelación a la herencia se vuelve superflua, incluso contraproducente. En las cinco páginas dedicadas a desarrollar la nueva perspectiva sobre la histeria y las obsesiones, Freud se olvida de la herencia. Recién en el párrafo que cierra el escrito, y retomando forzadamente el hilo inicial de su exposición, el autor se obliga a sí mismo a convocar la presencia de aquel incómodo objeto. Y al hacerlo comete una grosera contradicción: “Concedo que su presencia es indispensable en los casos graves, dudo que sea necesaria para los casos leves” (Freud, 1896a: 155). Se me concederá que una condición indispensable que no es necesaria... es un híbrido argumentativo. Freud calcula como buen estratega qué lenguaje usar con cada interlocutor. A los franceses les habla de herencia, y presenta en sociedad su hallazgo de la fuente del Nilo, mostrando que de todas maneras el concepto preferido de París no puede ser desechado del todo. Por el contrario, cuando publica en una revista de neurología de Berlín, rápidamente muestra que sus nuevas nociones desplazan por fin el poder de lo hereditario: “Apenas si hace falta indicar todo lo que disminuye, en virtud de la apuntada condicionalidad de los factores etiológicos accidentales, el reclamo de una predisposición hereditaria” (Freud, 1896b: 164). Lo mismo es válido respecto del momento en que se dirige a sus colegas de Viena. En las páginas que de modo más completo presentan por qué 50
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motivo los traumas sexuales infantiles constituyen la verdadera y única predisposición a la histeria, Freud afirma que su reciente hipótesis promete esclarecer “como algo adquirido tempranamente lo que hasta ahora era preciso poner en la cuenta de una predisposición que, empero, la herencia no volvía inteligible” (Freud, 1896c: 201). Si de estrategias enunciativas hablamos, cabe recordar que Freud aprovecha su “trabajo vienés” para anunciar que ya no cree más en la conjetura de los estados hipnoides propuesta por Breuer para describir la etiología de los fenómenos histéricos (Freud, 1896c: 194–19517. Seudoherencia. Primera etapa: niñeras mal vigiladas
Aventuro una solución sencilla de la vacilación freudiana: Freud comete con descuido esas contradicciones al hablar del empuje generacional porque sabe que, en comparación con las visiones hereditaristas, 17. No logro despejar muy bien la decisión de Freud sobre a quién hablar de su hipótesis de la supletoriedad. Esta última era la pieza sin la cual la teoría de la seducción no podía funcionar lógicamente. Pues bien, es entendible que en su “publicación parisina” esa conjetura sea mencionada brevemente (Freud, 1896a: 153). Freud seguramente estaba más al tanto de la fisiología en lengua alemana, y por ello desarrolló con más extensión aquel argumento en una larga nota al pie de su “escrito berlinés” (Freud, 1896b: 167–168 n.). Lo enigmático es que en el trabajo publicado en su propia ciudad, el fundador del psicoanálisis calla a ese respecto (Freud, 1896c: 210, 212).
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su nueva teoría asegura una doble ganancia: no solamente esclarece de modo más acabado la etiología de las neurosis (transformándolas, merced al mismo gesto, en íntegramente curables), sino que ofrece acerca de la fenomenología hereditaria una visión más sugerente. En tal sentido, uno de los términos fundamentales (y olvidados) de los tres escritos de 1896 es el de seudoherencia. El problema de la seudoherencia fue el eje vital del paradigma de 1896, y las modulaciones que él atravesó a lo largo de los meses, constituyen los reflejos irreemplazables de las permutaciones que sufrió la visión freudiana sobre lo familiar. En efecto, la hipótesis de la seducción aglutinó dos retratos sucesivos y complementarios sobre la determinación familiar. Se acuñaron allí dos imágenes disímiles sobre el modo en que el destino del sujeto se decide en función de las dinámicas familiares que rodean su crianza. La teoría traumática de esos dos años constituye el trayecto desde una versión política sobre el hogar, hacia una representación que parece recuperar de modo más firme los prestigios de la sangre. Esta historia se resume en la narración de un recorrido: desde las niñeras mal vigiladas hacia la perversión del padre. Es el reemplazo de una figura por otra lo que alterará lógicamente el significado de una seudoherencia. La progresiva elevación del padre al centro de la escena no solamente desencadenará, a comienzos de 1897, un acrecentamiento de los poderes explicativos de aquella noción, sino que también se constituirá en el secreto de la génesis textual de dos piezas claves: el impulso infantil y sus fantasías de orfandad. 52
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Es necesario avanzar lentamente. En el trabajo enviado a la revista de París, Freud se refiere por vez primera a la manera en que el mecanismo que él expone, ligado a las consecuencias de los recuerdos de prácticas sexuales en la infancia, ilumina efectos que pueden ser confundidos con fenómenos hereditarios. He aquí esa temprana alusión a lo que, en el segundo escrito, será bautizado como seudoherencia: “A veces uno encuentra parejas de enfermos neuróticos que han sido una pareja de pequeños amantes en su niñez temprana y de ellos el hombre sufre de obsesiones, y de histeria la mujer; si se trata de un hermano y su hermana, se podrá tomar equivocadamente por un efecto de la herencia nerviosa lo que en verdad deriva de experiencias sexuales precoces” (Freud, 1896a: 155)
En el texto enviado a Berlín el 5 de febrero, el médico de Viena daba más detalles sobre estos hechos. En la mayoría de los casos en los que los atentados sexuales son cometidos por niños varones sobre sus hermanas, se descubre que en verdad los primeros repiten sobre aquellas los abusos sufridos anteriormente (realizados sobre todo por el personal doméstico). Es en esas consideraciones donde Freud da nombre a la noción que nos interesa. Veamos un largo pasaje: “No es raro que las dos partes de la pareja infantil contraigan luego neurosis de defensa: el hermano, unas representaciones obsesivas; la hermana, una histeria; y ello desde luego muestra la apariencia de
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una predisposición neurótica familiar. Esta seudoherencia [Pseudoheredität] se resuelve a veces, sin embargo, de una manera sorprendente; en una de mis observaciones, un hermano, una hermana y un primo algo mayor estaban enfermos. Por el análisis que emprendí con el hermano, me enteré de que sufría de unos reproches por ser el culpable de la enfermedad de la hermana; a él mismo lo había seducido el primo, y de este se sabía en la familia que había sido víctima de su niñera” (Freud, 1896b: 166)
Por el momento la seudoherencia tiene límites precisos. Esto es, la fenomenología que es menester atribuir a las dinámicas traumáticas de la seducción –y no a la fuerza hereditaria–, atañe exclusivamente a los hermanos: cuando dos hermanos son neuróticos, no hay que ir en búsqueda de sangres corrompidas, sino de detalles sobre sus juegos sexuales. En instantes veremos que aquella noción después será capaz de abarcar patrones familiares de morbilidad mucho más extensos. En tal sentido, la limitación momentánea de sus poderes tiene que ver con el retrato familiar que Freud compone con su cámara a comienzos de 1896. Mediante las tempranas páginas de la seducción, Freud reúne a los miembros de su primera familia: los agrupa frente a su mirada, les asigna a cada uno de ellos un lugar y una pose. Los personajes de ese retrato que durará poco sobre la repisa, son enumerados en los escritos que estamos revisando. Toda la escena se ordena en relación al protagonista principal: el cuerpo del niño indefenso y asexuado. Sus hermanos forman 54
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alrededor suyo un cordón apretado. La fotografía se puebla también de rostros adultos que miran de frente; vemos allí a niñeras, nodrizas, gobernantas, educadores. Detrás de todo, un poco tapado por la escoba que sostiene una criada y por el sombrero de una de las nodrizas, asoma el perfil de un tío. El único que no dirige sus ojos al centro del objetivo es el niño. Mira hacia un costado, como si se sintiese vigilado. En efecto, todo el montaje es supervisado por los padres, que no aparecen en la imagen. Los adivinamos parados en un rincón, pero no sabemos si realmente prestan la debida atención a lo que sucede. En efecto, al menos por el momento, la teoría de la seducción tiene en su reverso una condena de los maltratos perpetrados por los adultos que, ajenos a la familia sanguínea, manipulan el cuerpo y la mente de las criaturas. En La herencia y la etiología de las neurosis, Freud escatima detalles. Habla de los 13 casos de histeria en los que ha descubierto el ataque sexual “brutal” de la infancia. En siete de esos pacientes, estaba en juego una relación entre niños, uno de los cuales (el hermano mayor) repetía de esa forma un abuso sufrido por parte de “una sirvienta o gobernanta” (Freud, 1896a: 152). De todas maneras, no hay ni un solo ejemplo clínico que aporte precisiones más sustanciales sobre los personajes en juego. En Nuevas puntualizaciones... hallamos informaciones más pormenorizadas. Así, por ejemplo, sabemos que de aquellos 13 casos de histeria, dos corresponden a sujetos masculinos (Freud, 1896b: 164). Pero lo más interesante es que nuestro autor se explaya un poco más acerca de los adultos responsables: 55
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“Entre las personas culpables de esos abusos de tan serias consecuencias aparecen sobre todo niñeras, gobernantas y otro personal de servicio, a quienes son entregados los niños con excesiva desaprensión; están representados además los educadores, con lamentable frecuencia [Unter den Personen, welche ich eines solchen folgenschweren Abusus schuldig machten, stehen obenan Kinderfrauen, Gouvernanten und andere Diensboten, denen man allzu sorglos die Kinder überläßt, ferner sind in bedauerlicher Häufigkeit lehrende Personen vertreten]” (Freud, 1896b: 165)
Hablando de las representaciones obsesivas, Freud luego se referirá, en nota al pie, a los detalles de un niño de once años de edad, que había sido abusado sexualmente por “una sirvienta” (Freud, 1896b: 173). Esa identificación de los agresores merece dos observaciones complementarias. Primero, lo que parece estar en juego en esta doctrina es una problematización sobre el hogar que acompaña el desarrollo del niño. Ese hogar es sobre todo el reducto de una interacción política: el enclave social en el cual unos cuerpos se cruzan, en el cual ciertas conductas deben ser vigiladas y castigadas. El hecho de que el protagonista favorito de todo este escenario sea la niñera, indica de sobra que se puede hablar de una determinación familiar–hogareña de la enfermedad sin pasar por la lente de la herencia. Segundo, los padres no carecen de participación en estos traumatismos. La excesiva desaprensión con la que confían sus hijos a otros adultos, señala su responsabilidad. La primera versión de la teoría de la seducción estable56
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ce en voz baja una férrea delimitación entre hogares bien gobernados y hogares en los que el cuerpo del niño queda a merced de los caprichos de adultos inescrupulosos. Decir que la salud o la enfermedad del individuo depende de los buenos o malos padres que tuvo, quizá sea una derivación lógica de tales premisas. El tercer escrito de 1896 agregará algo que, de todas formas, ya estaba suficientemente dicho: quien no haya vivido traumas sexuales precoces, queda por siempre inmunizado contra las psiconeurosis (Freud, 1896c: 210-211)18. Esa sentencia puede ser traducida en una partición entre hogares adecuados y peligrosos. Al respecto, vale traer a colación el contenido del tercer trabajo, redactado entre abril y mayo de 1896. Aquí se produce un ligero avance hacia la postura que Freud abrazará recién a fines de año. En efecto, al momento de establecer la identidad de los abusadores, en La etiología de la histeria el psicoanalista alude por vez primera a los familiares, aunque no dice cuál de ellos estaría en juego. El analista de Dora propone conformar tres grupos de atacantes: en primer lugar, adultos extraños; el segundo grupo está conformado por adultos cuidadores (“niñera, aya, gobernanta, maestro, y por desdicha también, con harta frecuencia, un pariente próximo” [Freud, 1896c: 207]); por último, otros niños, sobre todo hermanos, que repiten con la víctima las atrocidades que ellos sufrieron por parte de algún mayor. 18. Una sentencia similiar ya estaba presente en el Manuscrito K , enviado el 1 de enero de 1896 (Freud, 1896d: 171).
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Inmediatamente después de esa clasificación, Freud desarrolla nuevamente su concepto de seudoherencia. Los nexos sexuales en la temprana infancia entre hermanos y primos son habituales. Imaginen, dice Freud a sus lectores, que quince años más tarde se observa que entre los jóvenes de una familia hay muchos enfermos nerviosos. Se toma esa evidencia, prosigue el autor, como una prueba de una causa hereditaria, cuando el secreto se halla en la predisposición establecida en la infancia (Freud, 1896c: 207-208). Pues bien, la seudoherencia adquiere para nosotros no solamente el estatuto de una pieza estratégica capital del planteo freudiano –pues le permite mostrar que cierta fenomenología se explica más en función de traumas sexuales infantiles que de enigmáticos influjos hereditarios–, sino también el papel de un revelador sobre su noción de familia. El hecho de que aquel concepto se restrinja por el momento a explicar –partiendo de un supuesto que reza que los niños, mediante repetición de lo sufrido, se transmiten o contagian entre sí la predisposición traumática– la aparición de patologías en miembros de igual generación, nos indica que los padres aún no participan de los atentados. Es un hogar sin tiempo, sin herencia, sin generaciones. Luego veremos que a partir del instante en que Freud ubica al padre como seductor universal, la seudoherencia será capaz de explicar también, mediante el recurso al esquema del trauma, el pasaje generacional de afecciones. Así, hasta diciembre de 1896 –momento en que el padre seductor entra en escena– la familia construida por la narración freudiana sigue siendo la descrita 58
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hace instantes: el conglomerado político (y no sanguíneo) en el que cuerpos adultos e infantiles hacen del hogar la fuente de un destino. Miopía de la tesis del reemplazo
A la altura del pasaje de Nuevas puntualizaciones... ofrecido más arriba, los editores de las Obras Com pletas de Freud agregan una nota que se ubica en clara sintonía con el consenso aún reinante entre muchos psicoanalistas. En esa nota se lee que en su trabajo aparecido en Berlín, Freud no mencionaba que los verdaderos abusadores solían ser los padres (Freud, 1896b: 165 n.). Como prueba de ello citan dos evidencias distintas. En primer lugar, aluden a una posterior carta a Fließ en la cual el vienés efectivamente afirma que el padre suele ser el atacante. Ese último enunciado efectivamente existió, tal y como veremos luego. Pero los editores ni siquiera se plantean el interrogante más sencillo: ¿por qué Freud primero atribuyó a las niñeras lo que luego pasó a ser una acción del padre? En segundo lugar, recuerdan que en dos notas agregadas en 1924 a sus Estudios sobre la histeria, el creador del psicoanálisis había informado que el victimario de los traumas en dos de sus pacientes (Katharina y Rosalia) había sido en realidad el padre –y no el tío, tal y como se había escrito en la edición original de 1895– (Breuer & Freud, 1895: 150n., 183 n.). No sé precisar quién creó por vez primera esa versión de los hechos, pero aún hoy se suele aceptar un 59
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argumento que sirve para varios fines. Ese argumento reza que al reemplazar el tío por el padre en su trabajo de 1895, Freud buscaba simplemente resguardar la identidad de sus pacientes, y sobre todo evitarse un crítica escandalizada por parte de sus colegas. Ese diagnóstico es quizá atendible. El problema es que ese mismo razonamiento se utiliza, tal y como vimos en el caso de los editores de las obras freudianas, para justificar las enigmáticas divergencias existentes entre los escritos y las cartas de Freud del período 1896-1897. Las notas al pie de Estudios sobre la histeria ayudan a resolver mágicamente el misterio de esos años: cuando Freud escribía gobernantas, pensaba en padres. No es difícil despejar la razón por la cual esa insensata explicación ha gozado de tal beneplácito hasta el día de hoy. La reutilización de los dos agregados de 1924 es un engranaje esencial de la estrategia de relectura de la seducción a través de la teoría del Edipo: los pacientes relataban seducciones por los padres, Freud creyó en la realidad de los hechos, pero ocultó, por cautela, la identidad de los agresores, poniendo en ese lugar al personal doméstico; luego se dio cuenta de que era todo fantasía, y ese fue su primer encuentro con el Edipo. Esa reconstrucción parece perfecta, pero ninguno de sus componentes se lleva bien con los datos históricos. Para comenzar, la intención de extender el contenido de las notas al pie de Estudios sobre la histeria a los escritos de la seducción es un error grosero. Es sabido que el libro de Freud y Breuer estaba listo mucho antes de que el futuro psicoanalista comenzara a atisbar la teoría traumática de 1896. El error es imperdona60
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ble. Quien haya leído los casos de Katharina y Rosalia sabe que allí no se trata estrictamente de la seducción. Katharina tenía catorce años cuando sucede el primer ataque sexual; y puede recordar sin esfuerzo su contenido. He allí dos condiciones que alcanzan para comprender que la teoría de la seducción no es válida en su caso. En el ejemplo de Rosalia faltan datos precisos, pero podemos suponer que los ataques sexuales se producen también después de la pubertad. Pero la impugnación esencial de eso que podemos llamar la tesis del reemplazo proviene de otra fuente. En las cartas a su amigo berlinés, Freud también atribuye los abusos sexuales al servicio doméstico y los educadores. Se me concederá que Freud no tenía ningún motivo para ocultar a su interlocutor favorito la verdadera identidad de los perpetradores. Tratándose de esa correspondencia, no es posible apelar a razones de decoro o de prestigio académico. Si el vienés podía enviar a su amigo listados puntillosos sobre la menstruación de Martha, ¿por qué misteriosa causa iba a decirle que las seductoras eran niñeras si en verdad se trataba de padres? La fortuna de las histéricas y las histéricas pobres
Debemos quizá retroceder algunos casilleros y recordar algo que hemos dado por sabido. Todos estos desarrollos de Freud, toda esta innovadora visión sobre la familia y los recuerdos, tenían como meta esencial el esclarecimiento de la etiología de las psiconeurosis. El lector habrá notado que los títulos de los trabajos de 61
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1896 (y de sus apartados) anuncian triunfalmente el terreno conquistado: se habla ahora de “etiología” de las neurosis y de la histeria, e incluso el segundo escrito lleva un apartado sobre la etiología “específica” de esa última afección (Freud, 1896b: 164). Ya hemos revisado el modo en que Freud, en su trabajo dirigido a los discípulos de Charcot, decía que los recuerdos de los abusos sexuales infantiles eran la causa específica de las neurosis. Más aún, era posible circunscribir una “relación etiológica constante” entre tal tipo de causa sexual y tal efecto neurótico (Freud, 1896a: 148–149). En ese entonces aventuraba una fórmula sencilla: “Experiencia sexual pasiva antes de la pubertad: tal es, pues, la etiología específica de la histeria” (Freud, 1896a: 151; cursivas en el original). Pero es en los otros dos trabajos donde el fundador del psicoanálisis explicita que la nueva teoría porta, entre otros beneficios, el de despejar el interrogante con el que él se había enfrentado desde que comenzó a estudiar las psiconeurosis. Así, en Nuevas puntualizaciones... Freud recapitula su recorrido, y dice que en los años previos, su intento por estudiar de qué manera el afán de olvidar ciertos traumas daba lugar a los síntomas, no arrojaba un buen resultado, pues muchas personas no caían en la patología como efecto de experiencias similares. En tal sentido, se hacía necesario colegir que había una predisposición previa a las vivencias traumáticas descubiertas, que eran posteriores a la infancia. Es justamente esa condición lo que la hipótesis de la seducción viene afortunadamente a iluminar (Freud, 1896b: 167). Al respecto agregaba una sentencia que, anticipando 62
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otras declaraciones de su tercer trabajo de 1896, tiene un significado muy claro: solamente enfermarán quienes padecieron en su infancia abusos sexuales –nosotros agregamos: quienes se criaron en hogares desfavorables–: “Sólo consiguen «reprimir» el recuerdo de una vivencia sexual penosa de la edad madura aquellas personas en quienes esa vivencia es capaz de poner en vigor la huella mnémica de un trauma infantil” (Freud, 1896b: 167). Ahora bien, en La etiología de la histeria, Freud dice mucho más sobre el asunto. Confiesa que el procedimiento ensayado por él siguiendo a Breuer –consistente en buscar la escena traumática en la que el síntoma se engendró– tenía serias limitaciones, pues en muchos casos el presunto trauma era una vivencia inofensiva, o no era capaz de generar igual reacción en personas distintas (Freud, 1896c: 194). El modo en que el autor presenta el razonamiento que vertebra su nueva perspectiva, es valioso en varios sentidos. En primer lugar, en esta ocasión Freud hace especial hincapié en la ganancia terapéutica de su innovación. Y se atreve a anunciar la curabilidad de la histeria, que hasta entonces había comunicado solamente a su amigo Fließ: “mi expectativa es que un psicoanálisis completo ha de significar la curación radical de una histeria” (Freud, 1896c: 205). Empero, no es ése el punto que quisiéramos recalcar por ahora. En segundo lugar, Freud muestra que la teoría de la seducción es mucho más compleja de lo que se podía suponer a partir de fórmulas como las ya citadas. Lo cierto es que el análisis de cada síntoma conduce a diversos momentos traumáticos, que se encadenan 63
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entre sí. La pregunta fundamental, agrega Freud, es si será posible hallar un recuerdo o vivencia que sea originaria, que haga las veces de origen de la cadena. Por supuesto, la respuesta es positiva. Pues bien, resulta llamativo el término que Freud elige para describir el estado “ramificado” (o en red) de los recuerdos que se descubren en toda neurosis. En el transcurso de apenas dos páginas, el término se repite tres veces: árbol genealógico (Freud, 1896c: 196–198). Los recuerdos y vivencias que tejen toda neurosis, mantienen entre sí nexos multívocos y diversificados. Una representación reenvía a otra, y ésta a una tercera, y esos vínculos recíprocos muestran que la ensambladura de una enfermedad nerviosa compone un cuadro que no admite simplificaciones. Freud indaga en búsqueda de recuerdos, pregunta a sus pacientes por sus represiones, sus conflictos, sus desaires. Comprueba que las historias de sus enfermos son un cúmulo de hechos aciagos y emociones contrastantes. Freud tiene ante sí traumas y ve árboles genealógicos. Intenta ordenar recuerdos y se da cuenta de que la imagen que se ha formado es un árbol genealógico. La expresión (y su insistencia en el escrito) es realmente sintomática. Con ella el texto expresa mucho más de lo que dice. Freud busca accidentes y ve familias. Quiere afinar su oído para capturar mejor los recuerdos, y no hace otra cosa que descubrir linajes. En un instante habremos de aventurar una hipótesis sobre el motivo de la aparición de este síntoma textual, y sobre el modo en que esa misma emergencia se articula con la otra novedad de este “escrito vienés”: la declaración de que también los familiares pueden ser los abusadores. 64
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Vayamos ahora al tercer elemento mediante el cual el trabajo publicado en Viena adquiere su relieve distintivo. Se trata de un deslizamiento que podría ser ilustrado de varias maneras. Sea, por ejemplo, la comparación entre dos fragmentos que parecen transmitir la misma idea. El primero corresponde al pasaje de Nuevas puntualizaciones... antes citado: “Experiencia sexual pasiva antes de la pubertad: tal es, pues, la etiología específica de la histeria” (Freud, 1896a: 151; cursivas en el original). El segundo, obviamente, lo extraemos de la publicación de Viena: “el fundamento para la neurosis sería establecido en la infancia siempre por adultos” (Freud, 1896c: 207). El corrimiento puede parecer mínimo, pero es significativo. En los dos primeros escritos de la seducción, el secreto está en los traumas que atravesó ese niño que luego sería un neurótico. En La etiología de la histeria, la fuente de la enfermedad se equipara con lo que el adulto le ha hecho al niño. Si a ello le sumamos lo que ya hemos anunciado, esto es, que en este tercer trabajo Freud parece poner mayor empeño en identificar a los atacantes, podemos conjeturar que en el transcurso de unos pocos meses la mirada freudiana ha sufrido una leve alteración. En enero o febrero de 1896, Freud veía hogares mal vigilados, teatros de sombras en los que el cuerpo del niño había sido sometido a vejaciones. Entre mayo y junio, todo parece igual, pero nuestro autor acerca la lente hacia esos personajes culpables. Todavía faltan unos meses para que se hable de la perversión del victimario. Pero creo que es posible diagnosticar una mayor atención al perfil de esos mayores: 65
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“...las escenas sexuales infantiles son enojosas propuestas para el sentimiento de un ser humano sexualmente normal; contienen todos los excesos consabidos entre libertinos e impotentes, en que se llega al empleo sexual abusivo de la cavidad bucal y el recto. El asombro que provocan deja sitio enseguida en el médico a una cabal inteligencia. De personas que no tienen reparos en satisfacer con niños sus necesidades sexuales no se puede esperar que se escandalicen por unos matices en la manera de esa satisfacción, y la impotencia que es propia de la niñez esfuerza infaltablemente a las mismas acciones subrogadoras a que el adulto se degrada en caso de impotencia adquirida.” (Freud, 1896c: 213)
Las psiconeurosis son desde ahora el resultado del modo en que ciertos adultos se han comportado con los niños. Por otro lado, forma parte también de ese mismo deslizamiento un último núcleo de este tercer escrito. Tanto de La herencia y la etiología de las neurosis como de Nuevas puntualizaciones... era posible colegir una fórmula: hay buenos y malos hogares. Hay hogares de muros porosos, que no protegen el cuerpo del niño de infracciones capaces de decidir un destino. Y hay hogares bien vigilados, con padres que impiden que sus hijos entren prematuramente al mundo de la sexualidad. Extremando el argumento, podríamos decir que merced a esa afirmación, una vez más, el psicoanálisis establecía un complejo nexo con las teorías hereditarias. En efecto, el paradigma de la degeneración, en el despliegue de su aserto según el cual toda locura es un asunto de familia, había ensa66
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yado una división que jamás fue demasiado fina: hay sangres buenas y malas, linajes limpios y corrompidos. Ser parte de una u otra sangre, ser miembro de uno u otro linaje, era lo que determinaba si un sujeto escaparía o no a la condena de la degeneración. Pues bien, la teoría de la seducción, a través de su moderno lenguaje del trauma y el recuerdo, y a pesar de echar por la borda el vocabulario avejentado de lo sanguíneo, parece redoblar la vieja diferenciación. La visión de 1896 conserva el doble movimiento señalado: establece el maridaje entre locura y familia, y hace descansar su pensamiento etiológico en la discriminación de dos tipos de sistemas familiares. Repitamos que por el momento esa diferenciación opera esencialmente una divisoria de aguas entre hogares políticos, y no entre familias sanguíneas. Pues bien, es precisamente ese designio el que también se refuerza en el tercer escrito sobre la seducción. Ello sucede cuando Freud responde a algunas de las objeciones que podría despertar su argumento. Una de ellas reza que no todos los sujetos que padecieron abusos sexuales en la temprana infancia luego caen en la enfermedad. Es probable que esa objeción le haya sido realizada a Freud el 21 de abril luego de la conferencia original. En efecto, es casi seguro que el texto que ha llegado a nosotros en verdad es una versión corregida y ampliada de la exposición oral. Gracias a las cartas de Freud a su amigo Fließ, sabemos que entre los oyentes se encontraba Krafft-Ebing. Pues bien, este sexólogo conocía muy bien la prevalencia de atentados sexuales contra niños. El cuidado con el que Freud, en la versión escrita, aborda ese interro67
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gante, nos hace presumir que el 21 de abril los médicos de Viena alegaron un dato que parecía poner en apuros la teoría de la seducción: se sabe de muchos sujetos que, habiendo sido abusados en la temprana infancia, luego no adquirieron la patología histérica. Más aún, si el trauma sexual prematuro fuese la causa de la histeria, esa afección debería ser mucho más frecuente en los “estratos inferiores de la población”, pues en los “niños proletarios” tales ataques serían más habituales (Freud, 1896c: 206). Al replicar esas objeciones, Freud da precisiones muy valiosas sobre su perspectiva. La más importante reside en el señalamiento según el cual el recuerdo sobre esos ataques es siempre inconciente en los enfermos. El hecho de que una persona pueda rememorar sucesos de ese tenor, lo protege contra la posibilidad de formar síntomas histéricos (Freud, 1896c: 210). Luego nos ocuparemos de ese enunciado. Lo cierto es que aquella objeción hace tambalear la teoría de la seducción. Freud había batallado largos años por hallar la predisposición de la histeria. Había logrado dar con esa Fuente del Nilo: las vivencias sexuales prematuras. Y resulta que las cosas no son tan sencillas, pues hay individuos abusados que se han mantenido a resguardo de esa enfermedad. Freud parece retroceder: “¿Cuáles serán esos otros factores de que ha menester aún la «etiología específica» de la histeria para producir realmente la neurosis? Este, señores, constituye en sí mismo un tema, que no me propongo tratar” (Freud, 1896c: 208–209). A renglón seguido, el autor recuerda que hay que tener en cuenta la variable cuantitativa, la herencia, la frecuencia 68
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de los atentados, etc. Pareciera que el suelo sobre el que se sostiene la teoría de la seducción se resquebraja. Máxime cuando leemos cómo Freud confiesa sus puntos ciegos: “Por lo demás, yo mismo no considero exhaustiva la serie etiológica antes consignada, ni ha despejado ella el enigma de saber por qué la histeria no es más frecuente en los estamentos inferiores” (Freud, 1896c: 209). Pero Freud esconde un as en la manga. Nos recuerda que su teoría plantea que en toda histeria hay un mecanismo de defensa. La persona quiere olvidar ciertos traumas de la pubertad. Ese intento solamente da nacimiento a síntomas histéricos en los sujetos en los que está presente la predisposición: es decir, en aquellos individuos en los cuales el trauma actual puede asociarse al recuerdo inconciente del abuso sexual de la infancia (Freud, 1896c: 209). Es decir, el desencadenamiento efectivo de la patología depende fuertemente de la defensa posterior a la pubertad. Y ello es lo que permite finalmente explicar que la histeria en las clases inferiores sea menos frecuente que los atentados sexuales infantiles en esa población: “Puesto que el afán defensivo del yo depende de toda la formación moral e intelectual de la persona, no estamos ya privados de toda inteligencia para el hecho de que la histeria sea entre el pueblo bajo mucho más rara de lo que su etiología específica consentiría” (Freud, 1896c: 209; véase también Freud, 1896d: 171)
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Ese prejuicio de Freud se repite en otros momentos de su obra. La divisoria de aguas entre las muchachas burguesas –proclives, en función de su particular moral, a defenderse de vivencias sexuales de la pubertad–, y sus pares proletarias, ajenas a esas cautelas, puede servir para recordarnos una máxima que Freud jamás quiso ocultar: su visión sobre la psicopatología era al fin y al cabo una mirada sobre lo social. Pero lo más importante es que esa divisoria parece redoblar la separación que más presencia tiene en sus escritos de la seducción; nos referimos a la diferenciación entre buenos y malos hogares, siendo la capacidad para velar por el cuerpo del niño la vara que establece la frontera. Más aún, la posibilidad de que convivan en un sujeto el recuerdo de abuso sexual infantil con la perfecta salud, empuja al médico vienés a insistir en el carácter inconciente de las representaciones que conforman la etiología específica de las psiconeurosis. El problema pasa a ser entonces el siguiente: lo que verdaderamente decide la futura aparición de la enfermedad no es la existencia del trauma sexual de la infancia, sino su transformación en un recuerdo inconciente ¿Qué decide que ese tipo de vivencias se conserven o no en la conciencia? Freud no lo sabe, y decide dejar el problema de lado (Freud, 1896c: 210). ¿No habrá sido ese enigma el que empujó a Freud a dejar de publicar momentáneamente acerca de su revolución de la psicopatología?
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Psiquiatría de comadres. Herr Freud should try again
El 21 de abril de 1896, Freud había dictado en la Asociación de Psiquiatría y Neurología de su ciudad una conferencia sobre la etiología de la histeria, que luego, transformada, daría lugar al trabajo que venimos de comentar. Era la primera vez que Freud hablaba de su teoría de la seducción cara a cara con su colegas. Por fin tenía la posibilidad de conocer sin mediaciones la reacción de los otros médicos a su hallazgo del Arca Perdida de la neuropatología. Su primer texto sobre la seducción había aparecido en París hacía apenas tres semanas, y hasta el momento Freud no sabe si el mismo ha sido leído por alguien. Nuevas puntualizaciones... aparecería recién el 15 de mayo en Berlín. En tal sentido, el encuentro del 21 de abril supone una fecha clave para toda esta historia. Una cosa es segura: los respetables oyentes le hicieron saber a Freud que su innovación no era bienvenida. Cinco días más tarde, el orador le escribía a Fließ: “[la conferencia] fue recibida por los asnos [Eseln] con frialdad, y obtuvo de Krafft-Ebing este raro juicio: Suena como un cuento científico [Es klingt wie ein wissenschaftliches Märchen]. ¡Y esto después que se les había mostrado la solución de un problema milenario, un caput Nili! Se pueden ir todos a paseo, expresado eufemísticamente” (Masson, 1985: 194)
Hay un claro contraste entre el humor eufórico y casi arrogante de ese Freud que pretende mostrar a 71
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sus conciudadanos el gran secreto de los secretos, y el modo en que él mismo recordará esa escena casi veinte años más tarde. En su escrito de 1914 se retrata a sí mismo como un humilde científico que fue maltratado por sus colegas: “Desprevenido, me presenté en la asociación médica de Viena, presidida en ese tiempo por Von Krafft-Ebing (...). Yo trataba mis descubrimientos como contribuciones ordinarias a la ciencia, y lo mismo esperaba que hicieran los otros. Sólo el silencio que siguió a mi conferencia, el vacío que se hizo en torno de mi persona, las insinuaciones que me fueron llegando, me hicieron comprender poco a poco que unas tesis acerca del papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis no podían tener la misma acogida que otras comunicaciones.” (Freud, 1914: 20)
Jeffrey Masson mostró hace tiempo que algunos indicios confirman la impresión amarga de Freud. De hecho, en el número del Wiener klinischen Wochenschrift aparecido inmediatamente después de la charla (14 de mayo), y contrariando la práctica habitual, no se publicó el resumen sino solamente su título. No podemos tener certezas sobre el contenido de las críticas que por ese entonces se dirigieron a la teoría de la seducción. Quizá sí podamos vaticinar por qué Krafft-Ebing emitió tan aciago parecer. Es poco probable que se haya escandalizado por la mención de las consecuencias graves (o la prevalencia) de los atentados sexuales contra los niños, pues 72
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él mismo ya había advertido sobre tales hechos en sus obras19. Por el contrario, el padre de la sexología seguramente vio en las palabras de Freud una crítica frontal hacia la base hereditaria de las patologías. Si bien hacia el cambio de siglo Krafft-Ebing comenzará a confesar sus reparos hacia la teoría de la degeneración, e incluso si desde un comienzo él había mostrado la importancia de los accidentes ambientales en el terreno de la psicopatología, siempre cre yó que la verdadera etiología de las enfermedades debía ser hallada en un terreno hereditario (Sulloway, 1979: 277–319; Oosterhuis, 2000: 100–112) 20. Por 19. Jeffrey Masson señala que Freud tenía en su biblioteca varias ediciones de la obra magna de Krafft-Ebing, Psycopathia sexualis. Solamente hizo anotaciones al margen en la novena, de 1894, que habría leído poco después de recibir el ejemplar (con dedicatoria incluida) de parte del autor. Muchos de los párrafos que Freud marcó en esa obra tenían que ver con detalladas descripciones de abusos sexuales infantiles cometidos por adultos (Masson, 1984: 96; veáse Davies & Fichtner, 2006: 305). Por otro lado, las mismas cartas del psicoanalista muestran que él era conciente de esos parecidos. Así, en su misiva del 3 de enero de 1897, al hablar de un paciente que había sido abusado por su nodriza, agrega: “La coincidencia con las perversiones descritas por Krafft[– Ebing] es una nueva, estimable comprobación de realidad” (Masson, 1985: 232). 20. Siguen siendo interesantes los análisis de Sulloway al respecto. Este historiador muestra de qué modo las primeras visiones de Krafft-Ebing, según las cuales las perversiones sexuales eran un efecto de la herencia, habían sido desafíadas por autores como Binet y Schrenck-Notzing. El primero, sobre todo, había intentado mostrar, hacia fines de la década de 1880, que distintas perversiones podían ser adquiridas como
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otro lado, el sexólogo también habría acusado a Freud de estar sugestionando a sus pacientes –más adelante volveremos a ese punto–. En efecto, los dos elementos centrales de la teoría de la seducción no podían ser fácilmente digeridos por la mayoría de los psiquiatras y neurólogos de fines de siglo XIX. Primero, la pujante impugnación de los poderes determinantes de lo hereditario –que era redoblada por la desafiante propuesta de un modelo traumático capaz de explicar de otro modo la fenomenología de los patrones familiares de morbilidad–21. Y segundo, el afán por descubrir etiologías específicas diferenciales para cada una de las grandes enfermedades nerviosas. Existe un pequeño intercambio que muestra que sobre ambos elementos Krafft-Ebing y Freud no podían estar de acuerdo. Nos referimos a los registros que han quedado de la discusión que tuvo lugar el 11 de junio de 1895 luego de una ponencia de Freud sobre las representaciones obsesivas y las fobias. En su intervención, el sexólogo le reprochó a Freud no haber dado sufiefecto de accidentes sexuales en la infancia (Sulloway, 1979: 285–287). 21. Tenemos otro indicio indirecto de que los más fervientes rechazos hacia la teoría traumática se hicieron en nombre del credo sobre la herencia. Así, Paul Julius Möbius, en una reseña de 1898 de un libro de Gattel –por razones que luego veremos, es claro que esas palabras en verdad iban dirigidas a Freud–, afirmaba que los problemas sexuales relatados por los pacientes (incluyendo los histéricos), eran “signos de degeneración y no su causa” (citado en Schröter & Hermanns, 1992: 101).
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ciente peso a la herencia. Este último, en su respuesta, se mostró como un convencido partidario de la etiología diferencial22, 23. Lo más importante es que las críticas oídas ese 21 de abril de 1896, habrían forzado a Freud a torcer el rumbo de su doctrina. Nuestra hipótesis es que el contenido del trabajo La etiología de la histeria no solamente nos acerca lo que Freud dijo en su conferencia, sino el modo en que decidió responder a las voces adversas que rápidamente le hicieron saber que su descubrimiento del caput Nili no iba a ser tomado 22. He aquí la declaración de Freud: “La pregunta [Frage] sobre si uno debe incluir las representaciones obsesivas en la neurastenia, o si, tal y como él [Freud] piensa, aquellas deben ser definidas como una neurosis sui generis, es antes que nada una cuestión [Frage] de nomenclatura, también de convención, de pertinencia. La respuesta depende del punto de vista que el observador asuma respecto del tema de las neurosis en general. Quien ponga el mayor énfasis en la ocurrencia [Vorkommen], encontrará poco motivo para separar las representaciones obsesivas de la neurastenia; pero tampoco lo hallará para diferenciar entre histeria y neurastenia. Por el contrario, quien, al igual que él [Freud], coloca en primer plano la etiología y el mecanismo de las neurosis y asume que la mayoría de las neurosis observadas se presentan “mezcladas”; para esa persona, entonces, se separan sin duda la neurastenia, la neurosis de angustia, las representaciones obsesivas y la histeria” (en Freud, 1895b: 359) 23. Cabe recordar que a pesar de esas diferencias, y a pesar de los reparos que Krafft-Ebing podía mostrar hacia los conceptos de Freud, el sexólogo fue, junto con Nothnagel, uno de los médicos que propuso, a comienzos de 1897, el nombramiento de Freud como Professor extraordinarius (Masson, 1985: 244–245).
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por tal24. Las objeciones lanzadas el 21 de abril, por otro lado, habrían sido la fuente de alteraciones que Freud seguiría imprimiendo sobre su perspectiva en el transcurso del año 18 1896. 96. Afortunadamente hemos podido dar con una reseña del escrito de Freud. Ella, es cierto, es una reacción a la publicación y no a la conferencia original. Para colmo de males, fue redactada por un médico estadounidense, llamado Charles Hamilton Hughes, para la revista Alien Alienist ist and Neurol Neurologis ogist t . Pero aún así, creemos que nos permite sospechar el tenor de las la s intervenciones de los colegas vieneses. Luego de ofrecer un apretado pero preciso resumen del escrito de Freud, el reseñador afirma: “Extraemos esto de la revista de la A.M.A. solamente para condenar el carácter absurdo de las conclusiones tan salvajemente conjeturales, no demostradas e indemostrables. La histeria es una psiconeuropatía constitucional [constitutional psychoneuropathy] con impulsiones mórbidas, caprichos, delirios, alucinaciones e ilusiones (...). Los recuerdos inconcientes son concebidos como manifestaciones patógenas pero no necesariamente como potencia patógena, tal y como afirma el autor. Las manifestaciones histéricas aparecen en aquellas personas fuertemente predispuestas a esta heren24. Que el escrito escr ito no es una un a copia fiel de la conferencia, se deslinda de una declaración de Freud a Fließ del 30 de mayo: “En desafío a mis colegas he redactado con detalle para Paschkis [el editor] la conferencia sobre etiología de la histeria” (Masson, 1986: 201).
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cia neuropática en una edad extremadamente temprana, incluso antes del desarrollo del sentido genésico y [eso] contradice la teoría del autor. El autor es vago [loose] en su lógica y defectuoso en sus observaciones y conclusiones. La histeria, sea cuales fueren sus causas desencadenantes [exciting causes] (...), es frecuentemente una grave dote neuropática [is usually bad neurophatic neuroph atic endowment], latente en el nacimiento pero lista –preparada como el fósforo– para arder cuando es correctamente golpeada. Herr Sigmond [sic] Freud debería seguir intentado [should try again]” (Hughes, 1896: 36)
Al parecer Freud nunca supo de esta última reseña. De todas maneras, sí pudo tener un contacto directo con críticas que seguramente le hicieron recordar la velada del 21 de abril. En efecto, unos meses después, a comienzos de noviembre, Freud le cuenta a su amigo de Berlin que acaba de leer un comentario de un importante impor tante profesor de Wurzburgo, Konrad Rieger, sobre su trabajo Nuevas puntualizacio puntualizaciones... nes... En efecto, este último, en el seno de una publicación sobre el tratamiento de las enfermedades nerviosas, había emitido un duro epíteto contra la innovación freudiana, sobre todo contra su visión acerca de la paranoia: “No puedo concebir que un alienista experimentado pueda leer este ensayo sin experimentar experiment ar verdadero espanto; y la razón de este espanto habría que buscarla en que el autor atribuye la más grande importancia
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a unas habladurías paranoicas de contenido sexual acerca de sucesos puramente casuales, que, aun si no fuesen meros inventos, son por completo indiferentes. Cosas tales no pueden llevar a otra cosa que a una “psiquiatría de comadres” sencillamente horrible [zu einer einfach schauderhaften ‘Altweiber–Psychiatrie’]” (citado en Masson, 1985: 214 214 n.).
De todas formas, retrocedamos un poco en el tiempo. Y volvamos al 21 de abril. A través de algunas declaraciones inmediatamente posteriores a la mala recepción de su trabajo, Freud nos muestra que no ha permanecido impávido. El 4 de mayo, se lamenta de estar “aislado”: “Se han dado consignas de abandonarme (...). Más ingrato me resulta que el consultorio este año por primera vez esté vacío” (Masson, 1985: 196). 196). A comienzos de julio, dice estar e star al borde del desánimo (Masson, 1985: 1985: 202)25. Había, es cier25. Treinta años más tarde, ante sus s us colegas de la Sociedad B’nai B’rith, recuerda del siguiente modo este período de su vida: “En los años que siguieron a 1895 ocurrió que dos fuertes impresiones se conjugaron en mí para producir un mismo efecto. Por una parte, había obtenido las primeras intelecciones en las profundidades de la vida pulsional humana, viendo muchas cosas que desencantaban y hasta podían asustarlo a uno al comienzo; por otra parte, la comunicación comuni cación de mis desagradables hallazgos me hizo perder casi todas mis relaciones humanas de entonces; me sentí como despreciado y evitado por todos” (Freud, 1926: 263). Dado que después de 1895 Freud publicó poco y habló en público en unas pocas ocasiones, es indudable que en la cita recién ofrecida está hablando de la mala recepción que se granjeó su teoría de la seducción. En otro trabajo hemos intentado decons-
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to, otras razones para ello: en junio su padre comienza con los síntomas que lo conducirán a la muerte en octubre, y por esos mismos días Freud se ve obligado a redactar sin ningún interés su texto sobre las parálisis infantiles. De todas formas, no da el brazo a torcer. A fines de mayo le envía a su amigo una densa carta con nuevas precisiones sobre la teoría de la seducción. Se trata de la célebre misiva en la cual el vienés sugiere que en cada neurosis la escena sexual se produce invariablemente en una época particular de la infancia (Masson, 1985: 198-202). Por el momento, Freud abraza la hipótesis según la cual lo decisivo es la fecha del atentado, y no de la represión; unos meses más tarde, elegirá la opción inversa. De a poco su teoría parece retomar fuerzas, incluso a pesar de las resistencias externas. A fines de septiembre le escribe a su amigo: “Hoy supe que un colega de la Universidad declinó una consulta conmigo aduciendo que no se me podía tomar en serio. (...) he vuelto a ver que en la histeria todo encaja y concuerda que es un vivo contento” (Masson, 1985: 211). Dos semanas más tarde, confiesa estar satisfecho con sus curas, y augura que en uno o dos años más podrá “asir la cosa en fórmulas que se puedan comunicar a todos” (Masson, 1985: 212). A comienzos de noviembre, apenas fallece su padre, le sale a su encuentro la crítica de Rieger.
truir la figura de “los diez años de soledad” que Freud mencionará en reiteradas ocasiones para describir su trayecto luego de los Estudios sobre la histeria (Vallejo, 2008).
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Seudoherencia. Segunda etapa: Habemus papam
La primeras reacciones generadas por la teoría de la seducción movieron a Freud a considerar la necesidad de introducir ciertos cambios en su perspectiva. Salvo el rol central ocupado por la tesis de la supletoriedad –el desarrollo puberal presta un plus de energía a los recuerdos sexuales de la infancia–, la conjetura de 1896 se basaba íntegramente en el lenguaje del trauma, la defensa y las representaciones. En tal sentido, se puede considerar que uno de los giros que Freud ensaya tiene que ver con la imposición de un marco fisiológico más firme a su explicación. En efecto, en las cartas posteriores al 21 de abril Freud baraja la posibilidad de compatibilizar sus innovaciones con las de su amigo Fließ, que por esos mismos meses está dando forma definitiva a su libro sobre la relación entre la nariz y los órganos sexuales (aparecido en 1897 bajo el título de Die Beziehungen zwischen Nase und weiblichen Geschlechtsorganen), y ya comienza a indagar la incidencia de períodos masculinos y femeninos en el funcionamiento orgánico (véase Masson, 1985: 205, 222). Incluso si esos préstamos tomados de su amigo tienen un gran impacto en el modo en que Freud comienza a esclarecer los problemas sexuales –por ejemplo, el problema de la bisexualidad–, es justo recordar que el intento por compatibilizar las teorías de ambos comienza antes de la mala recepción que los médicos dieron al trabajo de Freud a partir del 21 de abril. Por ejemplo, ya el 2 de abril, el vienés le escribe a Fließ a propósito del manuscrito del libro sobre la nariz y el sexo: “Cumple para mí un fervoroso deseo 80
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ver que eres capaz de sustituir mis provisionalidades por las realia” (Masson, 1985: 191). Por ese motivo, creemos que la respuesta de Freud a las objeciones de sus colegas se plasmó en otro tipo de modificaciones a su teoría de la seducción. La mayor resistencia hacia la tesis freudiana de 1896 se habría sustentado en el credo hereditarista que por esos años aún gobernaba el pensamiento neurológico y psiquiátrico. El ataque de Freud hacia ese credo había sido doble, pues no solamente subestimaba el valor causal de la herencia, sino que proponía una explicación alternativa de la fenomenología familiar (seudoherencia). Pues bien, las innovaciones introducidas por Freud en su tercer escrito de 1896, redactado en mayo luego de la exposición oral –recordemos que las innovaciones más importantes se complementaban entre sí: planteo de que los familiares (en sentido amplio) también podían ser abusadores, mayor atención a los rasgos (perversos) de esos atacantes, así como explicitación de la tesis: la enfermedad resulta de algo que los adultos le han hecho a los niños–, y sobre todo ciertos agregados teóricos efectuados en las cartas de diciembre de ese año, todos esos cambios, entonces, serían parte de una estrategia del psicoanalista para recusar las objeciones de sus detractores. En efecto, que Freud rápidamente haya modificado el retrato de la familia que está detrás de cada enfermedad, significa para nosotros una sola cosa: era necesario contar con piezas más firmes para replicar las voces disonantes de sus colegas. Era necesario ofrecer una visión del determinismo familiar que, primero, 81
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tuviera a bien igualar el poder abarcativo de la herencia, y segundo, que fuera capaz de emular un espectro más extenso de la fenomenología hereditaria (patrones familiares de enfermedad). El reforzamiento de la noción de seudoherencia, logrado merced al llamado de un nuevo personaje (el padre) al centro de la escena, toma aquí una función sintomática26. La extensión más importante de la seudoherencia se da en la carta comenzada el 6 de diciembre de 1896, aunque los pasajes que nos interesan seguramente fueron redactados unos días más tarde. Freud se apresta allí a dar un giro inesperado en su perspectiva. De repente, el padre sería el seductor por excelencia: “La histeria se me revela cada vez más como consecuencia de perversión del seductor; la herencia, cada vez más, como seducción por el padre. Así resulta una alternación de generaciones [Die Hysterie spitzt sich mit immer mehr zu als Folge von Perversion des Verführes; die Heredität immer mehr als Verführung 26. Por otra parte, que ese giro haya comenzado en el escrito aparecido en Junio tiene también su demostración sintomática en el “sumario” de sus publicaciones que Freud redacta para la universidad en mayo de 1897. Alterando el contenido del trabajo original, Freud afirma que La etiología de la histeria trataba sobre “...las vivencias sexuales infantiles que se averiguaron como etiología de las psiconeurosis. Cabe definir el contenido de ellas como «perversión»; sus causantes han de buscarse las más de las veces entre los parientes próximos de los enfermos.” (Freud, 1897c: 247). Es necesario subrayar que Freud no menciona los otros dos grupos de posibles atacantes.
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durch den Vater. Es stellt sich also ein Generationswechsel heraus]: 1. [Primera] generación: perversión. 2. [Segunda] generación: histeria, que es después estéril. A veces, en la misma persona, una metamorfosis: perversa a la edad en que está en la plenitud de sus fuerzas, y luego histérica, a partir de un período de angustia. Entonces la histeria no es en verdad una sexualidad desautorizada, sino mejor, una perversión desautorizada.” (Masson, 1985: 224; cursivas en el original) La histeria como efecto de la perversión del seductor.
No hay allí demasiada novedad. Si bien el mote de perverso no era asignado hasta entonces al atacante del niño, lo cierto es que se sospechaba que efectivamente lo era. Aunque más no fuera en la acepción más vulgar y descriptiva, era un perverso quien cometía sobre niños indefensos los actos que Freud había descrito hasta entonces (sexo anal, oral, etc.). La herencia como seducción por el padre. He allí lo esencial. La más temprana escena de la seducción presentaba un cuerpo infantil sometido a los caprichos de todos los adultos que rodean su crianza, de todos los individuos que constituían esa célula económica y política que es el hogar: nodrizas, criadas, hermanos, educadores. Esa teoría (hasta fines de 1896) hacía de la seducción –que siempre era hogareña– la predisposición de toda enfermedad nerviosa. Pero la determinación familiar que sugería era demasiado difusa, y quizá no suficientemente familiar. La introducción del padre como seductor viene a cerrar ese movimiento. 83
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Todavía no se trata del Edipo: el cuerpo del niño aún es asexuado, y la seducción viene de los mayores. Pero la determinación es absolutamente familiar. La herencia como seducción por el padre: el modelo de la seducción ya había mostrado su capacidad para explicar algunos de los fenómenos que siempre se ponían a cuenta del factor hereditario (sobre todo la existencia de hermanos que presentan enfermedades similares o complementarias). La carta de diciembre de 1896 viene a dar a la seudoherencia su fuerza definitiva: su lenguaje del trauma es capaz de explicar a partir de ahora la pieza clave de la mirada hereditarista, el átomo de la visión psicopatológica de fines de siglo. Si un padre presenta conductas perversas, o una moral un poco desajustada, y sus hijos luego padecen trastornos psiconeuróticos –poco después Freud, entusiasmado, agregará la epilepsia27–, no es necesario apelar a la fuerza hereditaria. Todo se explica por la teoría de la seducción. A quienes se habían mostrado incapaces de adherir al nuevo credo debido a que aún permanecían apegados a los gastados esquemas de determinación sanguínea, Freud les promete una solución mucho más seductora. Es hora de calibrar bien los nuevos atributos de la seudoherencia, y la clínica no tarda en responder a las expectativas de Freud. En esa misma carta se nos 27. Ya en la carta del 17 de diciembre de 1896, Freud propone que la fase del “clownismo” del ataque histérico se esclarece por las perversiones de los seductores (Masson, 1985: 239). En la misiva del 11 de enero siguiente, por vez primera atribuye la epilepsia a un abuso sexual muy precoz (Masson, 1985: 235; veáse luego 237-238, 240)
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presenta el primer ejemplo clínico en el cual el padre juega un rol activo. De todas formas, hay que saber sopesar con más cuidado la modificación. No solamente se trata de la entrada en escena del nuevo personaje narrativo, sino de una alteración de la escena global de la seducción. Se produce un significativo cambio en la descripción de la dinámica familiar que motoriza los atentados. Nos permitimos citar un extenso fragmento: “Una de mis pacientes, en cuya historia el padre en extremo perverso desempeña el papel principal, tiene un hermano menor que es considerado un vulgar crápula. Un día se me presenta [él] con los ojos llenos de lágrimas para explicar que no es un crápula sino un enfermo con impulsos anormales e inhibición de la voluntad. (…) el hermano había referido que su quehacer sexual consistía, cuando tenía doce años, en besar (lamer) los pies a sus hermanas cuando se desvestían por la noche. Ante esto, le había sacudido el recuerdo, en lo inconciente, de una escena en la que ella mira (tenía cuatro años) cómo papá en medio del deliquio sexual lame los pies a una nodriza. Así había colegido que el berretín del hijo varón provenía del padre. Y que, en consecuencia, este había sido también el seductor de él. Ahora tuvo razones para identificarse con él, para tomar sobre sí su dolor de cabeza” (Masson, 1985: 225)
Se ha modificado el retrato familiar que describe la antesala de las enfermedades nerviosas. El centro de la escena ahora se lo disputan los niños y el padre. 85
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Circulan identificaciones y culpas. Pero lo más importante reside en las ganancias argumentativas y explicativas del nuevo escenario familiar. A tal punto esta torsión de la teoría de la seducción es prometedora, que Freud se pone a desear que el padre aparezca en los relatos de sus pacientes. Nos referimos a la regocijada expresión del ¡Habemus papam! del 3 de enero, y sobre todo al comentario sobre uno de sus sueños, del 31 de mayo: “El sueño muestra desde luego mi deseo cumplido de atrapar un ‘pater’ como causante de la neurosis” (Masson, 1985: 267). Freud había leído los textos de Bernheim, y debería haber sabido cómo suele responder la “clínica” a los deseos de quien la indaga: apenas Freud balbucea su hipótesis según la cual el padre sería el seductor, en muchos de sus casos ese progenitor comienza a ser señalado como el culpable28. Así, el segundo caso aparece en una carta enviada el 3 de enero de 1897: “Cuando niña, una sensación dolorosa en la vagina al azotar a la hermanita. (...) Esa hermana menor es la única que, como ella, ama al padre, y además padece de lo mismo. Un tic llamativo, pone hocico (del acto de mamar). 28. La cándida creencia de algunos historiadores y psicoanalistas, según la cual Freud en un comienzo no se animó a confesar que el seductor era siempre el padre, merece ahora recibir su tiro de gracia. Incluso después de la carta en la que el vienés habló por vez primera sobre el padre, fechada el 6 de diciembre de 1896, las nodrizas y criadas siguieron apareciendo como las culpables en algunos casos (véase Masson, 1985: 230, 232, 237).
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Sufre de eccema en torno de la boca y de boqueras (...) (Una observación enteramente análoga he reconducido ya una vez al succionar del pene). En la niñez (12 años) tuvo por primera vez la inhibición del habla cuando maldecía con boca llena delante de la preceptora. Su padre tiene un hablar explosivo semejante, como si tuviera la boca llena. ¡Habemus papam! Cuando le lancé el esclarecimiento, primero quedó ganada, después cometió la torpeza de interpelar al propio viejo, quien a las primeras insinuaciones exclamó indignado: ¿Crees que yo pude ser ese? y juró su inocencia sacralmente.” (Masson, 1985: 233-234; cursivas en el original)
Ahora bien, la plasmación definitiva de la nueva teoría de la seudoherencia ocurre en la carta del 11 de enero de 1897. Se trata, a nuestro entender, de la esquela más valiosa de toda la correspondencia. En esas páginas hallamos la presentación más desarrollada del modo en que las escenas de seducción, que suelen repetirse entre miembros del hogar, ofrecen una visión más precisa de los hechos que normalmente son imputados a poderes hereditarios que nunca se explican. En esa misiva Freud le comunica a su amigo sus últimos pensamientos acerca del origen de la psicosis. En esta enfermedad, el abuso sexual ocurre muy temprano, antes de que el aparato psíquico esté del todo terminado. Para ilustrarlo, se refiere a uno de sus pacientes, un hombre histérico. Este sujeto reprodujo con su hermana menor seducciones vividas 87
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anteriormente por él, y la condujo de ese modo a la psicosis. “Uno de mis varones histéricos (mi millonario) ha llevado a la mayor de sus hermanas a una psicosis histérica con desenlace en una confusión completa. Ahora estoy sobre el rastro de su propio seductor, un hombre talentoso que, empero, ha tenido ataques de gravísima dipsomanía después de cumplir cincuenta años. (...) Ahora vienen las escenas entre este seductor y mi paciente; en algunas de ellas participa la hermana menor, de menos de un año de edad. Con esta misma, el paciente retoma después las relaciones, y en la pubertad ella se vuelve psicótica. De ahí puedes deducir cómo en la generación siguiente la neurosis se acrecienta hasta la psicosis, lo que recibe el nombre de degeneración, simplemente por resultar interesada una edad más tierna” (Masson, 1985: 235)
A renglón seguido, Freud agrega un esquema que resume el estado de cada uno de los miembros de la familia en cuestión. Lo más interesante es que las palabras que anteceden ese esquema son: “Por lo demás, la herencia de este caso:”. Luego de los dos puntos viene el gráfico que ahora reproduciremos en su integridad. Freud llama “herencia” del caso a un bosquejo de las relaciones (de seducción) que los integrantes de esa familia han mantenido entre sí. Emulando los árboles genealógicos que se desgranaban en la psiquiatría hereditarista –y cuyo ejemplar más rico fue realizado por Émile Zola para ilustrar el destino de los Rougon-Macquart–, pero suponiendo que la natura88
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leza de los nexos no es ya sanguínea sino traumática, Freud termina de dar a la seudoherencia su estatuto conceptual definitivo. Padre 64 años, sano
Tío talentoso, perverso, desde los 50 años dipsomaníaco
Paciente histérico
hijo mayor demencia juvenil
hermana mayor psicótica histérica
2. [Segundo] hijo alcohólico, aún sano
2. [Segunda] hermana hija algo nerviosa (el paciente representaciones la hizo algo partícipe) obsesivas 3., 4., 5. [Tercera, cuarta, quinta] hermanas absolutamente sanas y respetadas por el paciente
segundo matrimonio
hijo poeta loco hija psicótica histérica hija pequeña? hijo menor?
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Lo que une a los integrantes de las familias no es una sangre más o menos corrompida, sino actos, ataques, caricias, recuerdos. Ha cambiado para siempre el material de esas ligaduras, pero no su poder determinante. El destino de un sujeto se cifra de una vez y para siempre en la familia; que un individuo esté o no condenado a una enfermedad mental, es algo que se decide en su inclusión en un linaje. No porque comparta con sus parientes la sangre o la constitución, sino porque participa de la contingencia de los traumas que acaecen en ese escenario que es el hogar familiar. El gráfico da grandes precisiones sobre el caso, que no figuran en la escueta descripción contenida en la carta. El paciente de Freud había sido abusado por su tío perverso y alcohólico. La mayor de las hermanas, por ese entonces de menos de un año de edad, también es incluida en esos atentados. Más adelante, el niño repite con ella los ataques. También le hizo algo a su segunda hermana. Resultado: ese niño abusado luego presentó una histeria; la hermana mayor, una psicosis, y la otra, cierta nerviosidad. Otras tres hermanas resultaron sanas, pues el niño no retomó con ellas los ataques vividos. El cuadro es más rico aún. El tío perverso tenía un hijo, que fue abusado, no se sabe si por su propio padre o por su primo, el paciente de Freud. Lo que sí es seguro es el efecto: una demencia. El esquema de Freud luego indica otros seis hijos de este tío, los últimos tres de un segundo matrimonio. Salvo los dos más jóvenes, los otros cuatro presentan alguna afección nerviosa. La solución parece sencilla: ellos tam90
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bién sufrieron ataques por parte de su padre, o de su hermano (y hermanastro, respectivamente). Este esquema constituye el primer caso freudiano de la historia. Parece contener mucho menos que cualquiera de los historiales de los Estudios sobre la histeria. Posee incluso bastante menos que los ejemplos mencionados en sus escritos sobre la hipnosis, pues allí al menos podíamos atisbar cómo procedía Freud entre las paredes de su consultorio. Aún así, la carta del 11 de enero de 1897 contiene el primer caso realmente psicoanalítico porque a la frase que se había explicitado en el tercer escrito de la seducción (todas las enfermedades resultan de algo que los adultos le han hecho a los niños) viene a agregarle su complemento imprescindible: no solamente esa injuria es cometida por los familiares, sino que ella y sus efectos continúan circulando por los árboles genealógicos a la manera de un virus contagioso. Pues Freud ha alcanzado la meta que su noción de seudoherencia encerraba dentro de sí. Con sus últimos adelantos, el creador del psicoanálisis había mostrado que su innovación teórica era capaz de traducir a un lenguaje sencillo el enigma de la herencia: esta última se reducía a la seducción por el padre. Tomemos el paisaje típico de la literatura psiquiátrica posterior a 1860: padre alcohólico o nervioso, hija histérica o psicótica. Cualquier médico sabía ver allí el poder de la herencia. Freud, luego de asumir que no se podía pasar por alto así como así la realidad de la fenomenología aceptada por todos, afirma: la teoría de la seducción no solamente da con el secreto milenario de las neurosis, no solamente las transforma en curables, 91
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sino que también muestra que el basamento familiar de las patologías pasa por otro tipo de herencia, muy distinta a la pregonada durante todo el siglo XIX. El médico de Viena avanzó por casilleros: primero señaló que si dos hermanos (o primos) comparten un pabellón en una clínica para los nervios, hay que mirar, ciertamente, hacia la familia para entender de dónde viene esa enfermedad. Pero no para buscar estigmas de degeneración hereditaria, sino para dar con la identidad del abusador que desencadenó la peste. Más tarde, conciente de que los ataques a su hipótesis se esgrimían en defensa de la herencia menospreciada, Freud se impuso a sí mismo una meta más audaz: era menester traducir un espectro más amplio de la fenomenología hereditarista mediante la terminología de los traumas. Para ello produjo la alteración que ya hemos evaluado, consistente en la acusación repentina dirigida al padre. La conjetura de la seducción era capaz de explicar, sin recurrir a la herencia, enfermedades compartidas por hermanos. Con su lupa era también posible fundamentar, renunciando siempre a los artilugios anacrónicos, la transmisión generacional de anomalías. Freud conocía bien la literatura de su época, sabía cuál sería el contenido de la última objeción de sus detractores: su teoría, le espetarían, no nos dice nada sobre un hecho que está demostrado desde mediados de siglo; con ella no podemos explicar el progreso degenerativo, esto es, que en una familia enferma, a medida que avanzan las generaciones, las afecciones son cada vez más graves. Freud, ni lento ni perezoso, el 11 de enero de 1897 resolvió ese tercer enigma. 92
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Entre octubre de 1895 y enero de 1897 se ha producido mucho más que la acumulación de casos que corroboraban las conjeturas. Se ha efectuado la acuñación de un doble retrato familiar: el primero ubicaba en su centro de mayor luminosidad al cuerpo a cuerpo del niño y su nodriza, o más bien al hogar político que rodeaba a esa dupla; el segundo retrato realzaba la figura del padre. Ya no había un escenario que hiciera de tablado de esa relación. Ya no había un punto que vigilara lo que sucedía entre el adulto y el niño. Es un padre que no durará mucho. Es un padre frío, perverso, sin sangre. Lo que él transmite no es una diátesis sino las consecuencias de su comportamiento. Freud nunca llamó teoría de la seducción a todo esto. Nunca llamó teoría al conglomerado de conceptos, imágenes, angustias y esperanzas que se daban cita en su pensamiento de 1896. No lo hacía por una sencilla razón. Para él no se podía hablar de esa teoría como de una entidad autónoma, que hubiese reemplazado una anterior y hubiese sido luego superada por su sucesora. Según Freud en 1896 había demasiadas cosas que luego seguirían siendo válidas, y allí también se conservaban términos e interrogantes más viejos, que nunca perdieron su validez. Siendo así, nosotros propondríamos otro nombre para la conjetura de 1896, un título que capta mejor los alcances de su propuesta. Se trató de una teoría de la seudoherencia. Seudoherencia fue usado por Freud con el mismo descuido que el término seducción. Seducción remite muy rápidamente a algo esencial de esta historia: un trauma sobre el cuerpo infantil determina la enfer93
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medad. Ese término tiene el mérito de señalar piezas que Freud jamás abandonará: la infancia, la sexualidad, y sobre todo un principio que el psicoanalista nunca puso en duda: en el análisis se trata de descubrir hechos en la infancia, acontecimientos reales y precisos (por ejemplo, el despertar de un impulso). El vocablo seudoherencia tiene también sus méritos. Nos recuerda que la tesis de 1896 fue ante todo una mirada sobre la familia. Nos recuerda por qué allí nace el psicoanálisis: no porque esa teoría haya sido una falaz captación de una realidad (el Edipo) que reclamaba ser escuchada, sino porque fue la primera articulación de la máxima que Freud imprimió con fuego sobre el pensamiento moderno: la enfermedad resulta de lo que los adultos hacen a los niños. La patología es familiar, no solo porque se gesta en ese teatro de seducciones que es el hogar, sino porque llega a confundirse con un apellido. La afección se transmite, se comunica, siguiendo las complicadas líneas que arman los enredados árboles familiares29. 29. Nos atrevemos a reconocer un último episodio del problema de la seudoherencia. Más arriba mencionamos cuáles fueron las consecuencias inmediatas del desmoronamiento de la teoría de la seducción. Freud las confiesa en la misma carta en que comunica el abandono de la tesis traumática: renuncia “a la plena solución [leáse curación] de una neurosis y al conocimiento cierto de su etiología”, y recuperación por parte de la predisposición hereditaria de su antiguo poderío (Masson, 1985: 284-285). El 15 de octubre siguiente, Freud plantea que el enamoramiento de la madre es un fenómeno universal, es decir, independiente de las contingencias individuales. Pues bien, si el reemplazo de la familia política (centrada en las niñeras) por la familia sanguí-
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Genética textual. Uno: el cuerpo sin órganos o el niño como ente textual
En unas conferencias de octubre de 1895 se había producido el surgimiento de la infancia freudiana (Anónimo, 1895a; Anónimo, 1895b). En esas exposiciones sobre la histeria se asignaba por primera vez a la niñez una función de peso. A través de enunciados que todavía no eran bien deletreados, Freud afirmaba que lo sucedido durante la temprana edad era lo esencial. Ese primer niño freudiano solo imperfectamente anticipa su imagen posterior y más radical. Hasta mediados de 1897, esa criatura textual denota una superficie corporal sin envés. La niñez es el momento en que se imprimen como recuerdos inconcientes las trazas de los ataques de los adultos. Es el negativo de la familia. Ese niño “recordado” es una marioneta de papel, un cuerpo sin impulsos, casi sin fantasías, capaz a lo sumo de repetir más tarde con sus compañeritos las injurias sexuales recibidas. Esa imagen sufrirá una sorprendente modificación en el transcurso de unos pocos meses de 1897. nea (padre) fue el resorte esencial de la seudoherencia, la caída de la seducción produce el retorno del viejo esquema: el 3 de octubre Freud le dice a su amigo que su autoanálisis le ha enseñado que en su caso el padre no desempeña un papel activo, sino que la verdadera “causante” en su historia –Freud es cuidadoso: sigue creyendo que cosas reales sucedieron en la infancia– había sido su niñera, sobre la cual hablará en la carta siguiente. Es decir, una vez que la familiarización está garantizada por la dupla herencia-Edipo, la familia política vuelve a recobrar su protagonismo.
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De todas formas, antes de asistir a la emergencia de ese segundo niño freudiano, es menester plantear algunas precisiones. Es ciertamente sorprendente la desconexión que existe entre la construcción freudiana de la l a infancia como problema antes de 18 1897 97,, y el modo en que ese mismo asunto era abordado por la literatura médica de la época. En realidad el tópico cubre varios frentes. En primer lugar, tal y como Codell Carter lo señaló en un trabajo pionero, para el momento en que Freud construye su tesis de la seducción, existía una frondosa literatura médica en alemán que ligaba la histeria infantil con problemas sexuales (Carter, 1983). El autor llegó a calcular que un tercio de las publicaciones sobre histeria durante el período 1880-1896, tenía que ver con esa enfermedad en la infancia. La creciente atención prestada a la histeria infantil fue de la mano de un pujante estudio de las actividades sexuales sexuale s de los niños, que hacia fines de siglo dejaron de ser definidas como signos de enfermedad. El nexo entre ambos terrenos no tardó en ser planteado, y desde más o menos 1880 algunos médicos comenzaron a sostener que la histeria infantil era una consecuencia de, por ejemplo, la masturbación –que en algunos casos era vista como un derivado de seducciones que el niño había sufrido por parte de los adultos de su entorno. En tal sentido, sorprende el modo ligero en que Freud se refiere, en sus trabajos de 1896, a la relación entre sexualidad y enfermedades nerviosas en los niños. Hasta ese entonces a Freud le interesaban solamente las afecciones neuróticas en adultos. En tal sentido, es más que normal que en ninguno de 96
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sus trabajos previos se hiciera un estudio detenido de las neurosis en la infancia30. La situación cambia en 1896,, cuando las vivencias tempranas 1896 temprana s adquieren un protagonismo central. Solamente Solament e en su tercer trabajo el creador del psicoanálisis aborda rápidamente, rápidamente , y sin dar indicaciones bibliográficas, la existencia de la histeria en los niños –¿estaría de esa forma respondiendo a una objeción realizada en la velada del 21 de abril?– (Freud, 1896c: 210). 210). En ese mismo escriescr ito, y mediante un giro llamativo (“me enteré por algunos colegas de la existencia de varias publicaciones” [Freud, 1896c: 206]), Freud confiesa que otros autores ya habían advertido la frecuencia con que los niños eran sometidos a seducciones. De todas formas, esa desconexión adquiere un relieve más marcado cuando tomamos en consideración un segundo contexto, estudiado magistralmente por el psicoanalista italiano Carlo Bonomi en diversos trabajos (Bonomi, 1994, 2007, 2009). Este investigador ha reconstruido con mucho detadet alle la experiencia de Freud en el área de las enfermedades nerviosas de la infancia. Apenas regresado de sus estadías en París y Berlín –ciudad esta última en la cual trabajó durante un mes con Adolf Baginsky, un importante experto en pediatría–, en 1886 30. Tal y como nota Carter, es sintomático de su época el fragmento del escrito de Freud de 1888, en el cual, de manera excepcional, aquel se refiere a la histeria en los niños. Allí la observación de “histeria en niñas y niños sexualmente inmaduros” le sirve para recordar cuánto se suele sobreestimar la influencia de la esfera sexual en la provocación de esa enfermedad (Freud, 1888: 56).
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Freud aceptó hacerse cargo de la sección de enfermedades nerviosas infantiles del Erstes öffentliches Kinder-Kranken-Institut in Wien (Primer Instituto público para niños enfermos en Viena ), inaugurado por Max Kassowitz. Mantendría ese puesto hasta 1896. Durante 10 años Freud observó y atendió tres veces por semana –ad honorem– a niños que presentaban alteraciones neurológicas, y de esa labor extrajo los materiales para distintas publicaciones (varios artículos breves y tres libros, uno en colaboración con Oskar Rie), nunca traducidas a nuestro idioma. Según la perspectiva de Bonomi, más interesante incluso que su práctica como neurólogo infantil, fue lo que Freud pudo haber escuchado o leído desde que comenzó a ocuparse de ese dominio médico. Por caso, su maestro Baginsky era uno de los autores que más enfatizaba la relevancia de las causas sexuales de la histeria infantil31. Gran parte de la literatura pediátrica estaba teñida por el pavor de la masturbaatr ibuir a esa práctición, esto es, por la decisión de atribuir 31. La tesis central de los textos te xtos de Bonomi atañe a la indicación i ndicación terapéutica que se desprendía tanto de ese modo de concebir la histeria infantil –que se sustentaba en la certeza sobre la acción refleja que los órganos sexuales tenían sobre el funcionamiento nervioso– como de una extendida perspectiva acerca de esa enfermedad en los adultos. Durante Dura nte las dos últimas décadas del siglo XIX, la castración quirúrgica (sobre todo la extirpación de ovarios y la intervención sobre el clítoris) era uno de los métodos terapéuticos más usados para curar la histeria. Según el autor italiano, es necesario tomar en consideración ese trasfondo para entender diversos elementos de la ulterior teoría freudiana, freudian a, sobre todo su noción de castración.
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ca sexual las peores consecuencias, y por el afán de encontrar los medios con los cuales hacer frente a esa epidemia. Bonomi ha sabido recortar dos esquemas conceptuales sucesivos, cada uno de los cuales reordenaba a su modo los problemas del onanismo, la enfermedad y la seducción. El primero de ellos, articulado merced a la concepción sobre el funcionamiento reflejo, entendía que la masturbación, y sus consecuencias, podía ser despertada por todo estímulo (incluido la seducción por otro) que irritase los genitales. En ese cuadrante, las ideas o las imaginaciones del niño no contaban para nada. Sin embargo, un segundo razonamiento se impuso hacia 1880, gracias al cual el niño comenzó a ser depositario de pasiones y fantasías (Bonomi, 2009: 565– 566). Si bien la masturbación no desapareció como asunto, lo central pasó a ser la capacidad de los niños para mentir e imaginar escenarios, entre ellos el de la seducción o abuso por parte de un adulto. En efecto, los enunciados referidos a la infancia tenían que ver también con un dominio distinto, el de la medicina legal. Desde el comienzo del último tercio del siglo XIX, tanto en Francia como en Alemania, hubo muchos desarrollos sobre los atentados sexuales (y de violencia física) cometidos contra los niños. Más aún, en ese territorio prontamente se distinguieron dos perspectivas. La primera de ellas daba crédito a las declaraciones de los niños, asumiendo que los adultos eran capaces de cometer esos abusos. La segunda de ellas, por el contrario, no solamente tendía a quitar credibilidad a esas denuncias –alegando que tales traumas no eran más que imaginaciones y fan99
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tasías de las criaturas–, sino que también ligaba esos reproches a las pasiones e impulsos que el discurso científico comenzaba a atribuir a los niños. Tanto Masson (1984) como Bonomi (2007) han mostrado, por un lado, la cantidad de autores importantes que participaron de esos debates, y por otro, que algunos de esos autores incidieron directamente en la formación de Freud; es el caso de Paul Brouardel (de París) y Adolf Baginsky (de Berlin). Esas reconstrucciones históricas han sabido señalar que las ideas freudianas de la década de 1890 se dieron sobre un trasfondo que ya había garantizado la posibilidad de problematizar, en los cuadrantes de la ciencia, cosas como los abusos sexuales, las fantasías o los impulsos de los niños. De todas maneras –y esta objeción es válida sobre todo para Masson–, esos abordajes, al seguir tan de cerca qué se decía sobre el objeto infancia por esos años, corren el riesgo de pasar por alto la naturaleza del gesto freudiano. La teoría de la seducción de Freud fue ciertamente una narración sobre las derivaciones de los hogares mal gobernados. Fue un relato sobre la crianza mal encaminada. Pero lo fue solo a medias, y sobre todo en un comienzo. Desde sus inicios había tenido por contenido un sopesamiento de los efectos de los traumas, pero su meta esencial e irrenunciable fue siempre la misma: construir un saber sobre la etiología de la enfermedad neurótica de los adultos. Apenas enunciada la conjetura traumática, Freud se dedicó a lo suyo. No decimos que no se haya ocupado de la realidad de los traumas; las cartas a su amigo de Berlín muestran, por ejemplo, que el médico de Viena sigue obsesiona100
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do con la posibilidad de hallar la edad exacta en que se produjeron las escenas en cada tipo de neurosis de defensa. Lo que sí afirmamos es que Freud puso todas sus energías en calibrar mejor su explicación etiológica sobre la defensa. Así –y ello quizá fue en respuesta a algunas observaciones de sus desencantados colegas del 21 de abril de 1896–, cuando el creador del psicoanálisis da verdadero peso a la evidencia de sujetos que, habiendo padecido abusos en la infancia, luego no se han vuelto neuróticos, concluye que lo más urgente es enfrentar el enigma de la razón por la cual en algunos casos ese recuerdo es conciente (y por ende inoperante para la futura defensa). En síntesis, en todo este tiempo el niño freudiano era un ente estrictamente narrativo. Era un objeto dentro de un saber que pretende ser revolucionario. Hay un fragmento del tercer escrito de la seducción que merece ser citado. Luego de observar que otros autores ya habían hablado de los abusos infantiles –sigue siendo un problema por qué razón no menciona a hombres de la talla de Brouardel, Tardieu o Baginsky, cuyos libros figuraban en su biblioteca–, Freud escribe un llamativo enunciado: “No he tenido tiempo de recopilar otros testimonios bibliográficos, pero aun si estos fueran los únicos, habría derecho a esperar que, incrementada la atención hacia este tema, muy pronto se corroboraría la gran frecuencia de vivencias sexuales y quehacer sexual en la niñez” (Freud, 1896c: 206). Es cierto que Freud está algo apurado por comunicar al mundo su descubrimiento de la fuente del Nilo –y prefiere cometer evidentes descuidos en cuanto a erudición respecta, con tal de que su hallazgo de despa101
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rrame por los cuatro vientos. Aun así, es sorprendente el desinterés que muestra hacia la literatura sobre la infancia. Pero sucede que a Freud le basta con lo que ya tiene. Él ya sabe que en todos los casos de neurosis hay recuerdos inconcientes de traumatismos sexuales tempranos, que adquieren valor causal mórbido luego de la pubertad. Por el momento no le interesa saber qué sucede realmente en la infancia. En otras palabras, su marco de la seducción –en el cual se conjugan la tesis de la supletoriedad y el mecanismo de la defensa– ha generado el objeto niño que allí se precisa. El niño vale solamente como recuerdo. Así como su cuerpo no tiene profundidades –pues él solo cuenta como receptor de los abusos, y carece de impulsos propios–, él mismo no tiene otra existencia que la del recuerdo. Es doblemente un ente textual, como componente del relato de los pacientes, pero sobre todo como pieza de un saber. Freud no solamente se abstiene de sospechar estadísticas referidas a la pedofilia. No solamente se olvida de la frondosa literatura de medicina legal que aportaría elementos sobre cómo reconocer la veracidad de los abusos, sus rastros físicos, etc. Tampoco se toma el trabajo de enunciar su experiencia en el área de la clínica infantil. En ningún momento dice que desde hacía diez años él era un experto en problemas nerviosos de los niños. Es que existe un abismo entre esos niños de carne y hueso que él observa tres veces por semana en la clínica de Kassowitz, y el niño del que habla en sus trabajos de 1896. Este último es el que sostiene su teoría de la seducción. Dicho de modo inverso, su conjetura traumática des102
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cansaba en la existencia de un niño exclusivamente textual, nacido de las exigencias de sus conceptos, engendrado por su mirada acerca del poder de los recuerdos en las patologías de los adultos. Podemos ilustrar esa tesis con otra parábola. El Freud que en 1896 sí miraba al niño de carne y hueso, no es el precursor del autor de Tres ensayos, sino el continuador de ese médico que, todavía en 1893, cada vez que se enfrentaba a un caso de enuresis infantil, no tenía mejor idea que manipular las piernas del pequeño para registrar un signo motor muy curioso (Freud, 1893). Los miembros resecos y paspados que el médico extendía y contraía a gusto los días martes, jueves y sábado de 3 a 4 de la tarde, pertenecían a una infancia real que se ubicaba en un registro muy distinto al texto que fundaba el único suelo en que el niño seducido cobraba vida. Recién en los inicios de 1897 Freud comienza tímidamente a anotar algunos interrogantes sobre la psicología y la fisiología de los niños. El 11 de enero se ocupa de cosas que suceden con el cuerpo infantil: parece indicar que en la infancia el reinado del olfato determina que toda la superficie corporal, la orina y la sangre, generen excitación (Masson, 1985: 237). El 8 de febrero le pide a su amigo berlinés algunas precisiones sobre el momento en que el asco aparece en los niños. A renglón seguido, leemos: “¿Por qué no voy a la habitación de los niños y hago experimentos con Annerl [Anna]? Porque con 12 ½ h de trabajo no tengo tiempo para ello” (Masson, 1985: 246). Recién en octubre de ese año Freud comienza a preguntarse por su propia niñez, y el día quince por pri103
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mera vez se atreve a emitir un postulado sobre la mente infantil: todos los niños se enamoran de su madre (Masson, 1985: 293). Creemos que en ese momento nace otro niño en la pluma de Freud, nace esa otra infancia que terminará plasmándose en las páginas de los Tres ensayos de 1905. Desde finales de octubre de 1897 Freud da muestras de una curiosidad inédita sobre la infancia real, y empieza a poner sobre el papel los enunciados merced a los cuales su pensamiento alteró profundamente la imagen moderna sobre la niñez. El 27 de octubre de 1897 reconoce en la niñez un período de “ansia”, durante el cual se gestan las fantasías y se cultiva la masturbación (Masson, 1985: 296). Si octubre de 1895 marcaba el nacimiento de aquel primer niño freudiano, el 27 de octubre de 1897 cobra vida una nueva visión sobre la relación entre infancia y sexualidad: esta última deja de ser algo que le viene de afuera, y pasa a adueñarse de sus impulsos internos32. Freud no pierde tiempo, y se apresura a llenar las visibles lagunas de su conocimiento sobre la mente infantil: el 5 de noviembre recibe un libro de James Mark Baldwin (Masson, 1985: 299). Para ser precisos, hay que recordar que ese inédito deseo de saber sobre la infancia es contemporáneo de su transformada preocupación por la sexualidad. En efecto, en ese mismo mes de noviem32. Ese gesto se complementaría con una segunda introyección, esta vez de la familia. Hasta ese entonces la familia tocaba al niño desde fuera a través de su malos cuidados. Desde octubre de 1897, y merced al Edipo como un “gran motivo enmarcador universal”, lo familiar tiñe ya las entrañas del pequeño.
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bre –por ese entonces estaba leyendo un importante tratado de Albert Moll sobre la Libido sexualis– da consistencia a una tesis que lo mantendrá ocupado por mucho tiempo: el progresivo abandono, durante la infancia, de ciertas “zonas sexuales” como la boca o el ano, y sus consecuencias para el mecanismo de la defensa (Masson, 1985: 301–304). Genética textual. Dos: La novela familiar del neurótico
Más arriba vimos que el padre freudiano de fines de 1896 fue una respuesta a una demanda de la teoría. Esa figura paterna fue el artilugio que un decir precisaba para afinar su pretensión de reemplazar la mirada hereditarista. El armado de ese protagonista textual fue la pieza esencial de un discurso que quería fundar un nuevo modo de familiarismo mórbido. Invirtiendo una fórmula que, a nuestro entender, condensa el secreto de la teoría de la seducción/seudoherencia, podemos decir que el padre fue el ente narrativo que, colocado en los escenarios de seducción, permite al mismo tiempo explicar y disolver la herencia. Pues bien, la emergencia de ese nuevo objeto desencadenó una génesis textual que puede ser formalizada con la ayuda de las cartas a Fließ. Ya vimos la vertiginosa construcción de ese padre: el 6 de diciembre de 1896 hace su entrada triunfal en el texto freudiano; el 3 de enero siguiente el ¡Habemus papam! proclama las esperanzas que la teoría deposita en la asignación de un rol específico a este nuevo personaje; 8 días más 105
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tarde, la familia degenerativa, gracias a estos giros, se ha convertido en la familia freudiana. Ese paso adelante hace que Freud vuelva a confiar plenamente en su teoría. El perfeccionamiento del poder seudohereditario –el neologismo me pertenece– de su explicación, empuja a su autor a augurar nuevas conquistas: el 12 de enero su teoría quiere anexarse una fundamentación de la epilepsia; el 17 del mismo mes, Freud comienza a abrigar el deseo de establecer paralelos entre sus historias de seducción y los fenómenos de posesión de la Edad Media (Masson, 1985: 238–241). De todas maneras, por el momento nos interesa otra producción, otro efecto de la figura de familia que Freud ha moldeado desde fines de 1896. Nos referimos a la aparición de un esbozo de lo que luego será conocido como la novela familiar del neurótico. De hecho, en la carta del 24 de enero de 1897, leemos lo siguiente: “En la histeria discierno al pater por las altas exigencias que se plantean en el amor, por la humillación ante el amado o por el no–poder–casarse a causa de unos ‘ideales’ incumplidos. Fundamento, desde luego, la altura del padre que se inclina condescendiente hasta el niño [Grund natürlich die Hoheit des Vaters, der sich zum Kind herabläßt]. Es comparable con esto, en el caso de la paranoia, la combinación entre delirio de grandeza y poesía de enajenación respecto del linaje [Dazu vergleiche bei der Paranoia die Kombination von Größenwahn mit Entfremdungsdichtung über die Abkunft]. Es el reverso de la medalla” (Masson, 1985: 242).
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Varias cosas son importantes de ese fragmento. Por una parte, es evidente que Freud comienza a atribuir a los sucesos de la infancia la determinación de cosas que van más allá de la etiología específica de la enfermedad. Esos ataques también tienen consecuencias en otras esferas; por ejemplo, en la modalidad erótica que el sujeto implemente en su edad madura. Por otra parte –y esto es algo que el autor ya había atisbado poco antes–, la fantasía empieza a tener un rol especial en toda esta historia. Por el momento, ciertos contenidos de fantasía son derivados de los abusos infantiles33. De todas maneras, lo que más interesa a nuestro argumento es la emergencia de esa “poesía [léase fantasía] de enajenación respecto del linaje”. Esa idea volverá a aparecer en el Manuscrito M de fines de mayo, en el cual Freud sostiene que esa fantasía sirve para “ilegitimar a los ‘embarazosos’ parientes” (Freud, 1897a: 266)34. Unos años más tarde, la no33. No tendremos oportunidad de desarrollar ese punto en detalle, pero es necesario recordar que en plena vigencia de la teoría de la seducción, la fantasía ya tiene una función y una definición muy precisas: normalmente ella es un derivado de los hechos traumáticos, y tiende a recubrirlos o desfigurarlos (véase Masson, 1985: 249, 254, 256, 263-264, 268, 274). El impulso también es entendido en un comienzo como un derivado del trauma. Ello se plantea por vez primera el 2 de mayo de 1897 (Masson, 1985: 254). Véase infra. 34. En esa segunda ocasión, Freud agrega: “Agorafobia parece depender de una novela de prostitución, que a su vez se remonta a esa novela familiar. Mujer que no quiere salir sola asevera entonces infidelidad de la madre” (Freud, 1897a: 266). Nótese que es la primera vez que Freud utiliza el tér-
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vela familiar será reinterpretada mediante el lenguaje
del Edipo –lo mismo sucederá con el otro producto de génesis textual, que analizaremos en lo que sigue–. Empero, esa novela fue engendrada con otros fines, y a trav través és de otro idioma. Esa fantasía fue la primera respuesta del niño textual freudiano. Ese niño que debía su destino enfermo a sus parientes abusadores, a busadores, un día construyó una fantasía que tenía por temática su origen, su procedencia. Su primera fantasía familiar fue la de no ser hijo de esos padres traumáticos. La novela familiar fue la venganza que aquel niño pergeñó contra los adultos que habían determinado su padecimiento. Genética textual. Tres: el impulso del niño
El mismo niño que en enero de 1897 teje fantasías de orfandad, no tardará en introyectar mecanismos más palpables de reacción hacia los familiares que han atentado contra su integridad. En una esquela escrita el 2 de mayo, Freud por vez primera da sus primeros pasos en el mundo de los impulsos. Lo hace en el contexto de una valiosa intelección sobre la arquitectura de las neurosis. En la histeria lo reprimido no serían los recuerdos sino los impulsos derivados de las escenas traumáticas. Por el instante, el impulmino “novela familiar”, y ella ya no es exclusiva de la paranoia. Por último, en su escrito escrit o definitivo de 1908, Freud incluirá esa fantasía de infidelidad como uno de los componentes de la novela familiar.
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so es un retoño del recuerdo (Masson, 1985: 254). Y no no sabemo sabemoss nada sobr sobree su su conteni contenido. do. Esa deuda es saldada en el Manuscrito N , enviado junto con la esquela del 31 de mayo. En ese borrador se anuncia un paso muy valioso, que cumplirá un rol sobresaliente en la ulterior teoría psicoanalítica; Freud se pregunta si algunos impulsos no podrán provenir de fantasías (y no de hechos acaecidos) acaec idos) (Freud, (Freu d, 1897b: 1897b: 268). Pero no reside allí el verdadero aporte de ese borrador. La real innovación se encuentra en el primigenio planteo de un impulso. Citemos ese pasaje: “Los impulsos hostiles hacia los padres (deseo de que mueran) son también un elemento integrante de la neurosis (…) Reprimidos son estos impulsos en períodos en que se mueve a compasión por los padres: enfermedad, muerte de ellos (...). Parece como si este deseo de muerte en los hijos varones se volviera contra el padre, y en las hijas mujeres, contra la madre” (Freud, 1897b: 1897b: 268).
En nota al pie los editores de la correspondencia con Fließ se apresuran a calificar esta última sentencia como la primera referencia al Complejo de Edipo. Es innegable que ya en esas hojas enviadas a su amigo se trata de un atisbo del futuro complejo nuclear. Empero, no hay que olvidar que Freud habla de este nuevo impulso mortífero cuando aún cree en su teoría traumática. Dado su afán por identificar al padre como principal culpable de las seducciones (y por ende de las neurosis), es menester tomar la enunciación de ese impulso de muerte muert e como 1099 10
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el producto de una génesis textual: ese deseo mortímor tífero es otra venganza por los ataques recibidos recibi dos35. Esa genética vuelve a sernos imprescindible: en la pluma freudiana, el primer impulso de los hijos hacia sus progenitores, es el mortífero. Freud no dice: se ama al padre del sexo opuesto, y por eso se odia al del mismo sexo. No hay rastro de ello. Luego de haber apilado narraciones en que el cuerpo asexuado de los niños era sometido a abusos por parte de los mayores, Freud dice: los niños quieren matar a sus padres36. Aún falta algo de tiempo para que se coagule la escena del Edipo; en ella, el impulso sexual de repente se muda al interior del niño, y se asegura una determinación determinaci ón familiar que redistribuye las culpas: la pedagogía familiar sigue siendo lo que marca el destino, pero la culpabilidad se diluye en la indecisión de no saber quién ha empezado el juego –si el niño que ama y odia, o el progenitor que, repitiendo su infancia, responde a esa trampa–. Se nos podría hacer una objeción punzante. Ni en el pasaje sobre la novela familia ni en el fragmen35. Masson había propuesto tomar esos impulsos como “saludables signos de protesta” de los niños abusados (Masson, 1984: 121–122). Que se nos ahorre toda acusación de volver a caer en las ingenuidades de ese psicoanalista. Nosotros tomamos esos impulsos como la reacción del personaje de la seducción, pero agregamos que ese personaje es un agente textual. 36. Quizá sea últil recordar que este Manuscrito fue redactado en los días en que Freud había tenido un sueño en el que él demostraba “sentimientos hipertiernos” hacia Mathilde, una de sus hijas (Masson, 1985: 267).
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to sobre los impulsos, se declara que esos atributos sean del niño. Esa aclaración es justa. Sí serán del niño el enamoramiento de la madre y los celos hacia el padre que Freud sentencia el 15 de octubre, luego de anunciada la caída de la seducción. En efecto: la disolución de la conjetura traumática es la puerta de entrada hacia la posibilidad de llenar de contenidos la idea de infancia. Antes de ese movimiento –y esto es válido para la aparición de la fantasía de orfandad y el impulso mortífero– el niño no solamente es un mero ente textual (del saber y del recuerdo) sino que es indistinguible del adulto que él será. Uno y otro son superficies sin sombras, carentes de impulsos, meros escenarios donde los traumas (familiares) hacen de las suyas. La lección (reprimida) de Bernheim
Para evitar que todo nuestro desarrollo despertase indignaciones encendidas –quizá ya es tarde– deberíamos haber adelantado el argumento que de alguna forma nos permitió manipular de tal forma las fuentes de mediados de la década de 1890. Hemos mostrado que la teoría de la seducción fue la respuesta al enigma de la etiología, lo cual equivale a decir que fue el anuncio enfervorizado de la curabilidad de las afecciones. Y hemos querido describir de qué modo la tesis de 1896 fue las dos caras de otra moneda: fue la voluntad de dar nuevos bríos al aserto del origen familiar de las enfermedades, y fue también el suelo de la génesis de una perdurable representación de 111
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la familia. Y a esa representación, a los hilos que la tramaban, le hemos dado la libertad de producir a su vez, en su calidad de motor textual, cierta imagen del niño y de sus fantasías. Nuestro lector crítico nos dirá: “Muy bien, usted ha procedido como si se tratase solamente de palabras, discursos, hipótesis, expresiones, incluso de eso que usted llama génesis textual. Pero estaba en juego la clínica, los pacientes, sus relatos. Freud escribía sobre lo que escuchaba, sobre lo que veía, sobre lo que hacía en su consultorio. Usted ha elidido lo más importante: 1896 marca el instante en el que Freud se enfrentó cara a cara, en el sentido más material que valga, con una realidad clínica que revolucionaría el pensamiento moderno”. Nos llevaría demasiado tiempo replicar una a una las objeciones de ese tenor. Y no queremos repetirnos demasiado. Esa pintura realista de la seducción no solamente se lleva mal con las fuentes, sino que es incapaz de responder los interrogantes más sencillos: ¿por qué de repente los pacientes se pusieron hablar de abusos sexuales?, ¿por qué de repente dejaron de hacerlo, más o menos en septiembre de 1897?, ¿por qué primero vino una oleada de enfermos que culpaban a las nodrizas y luego hicieron fila delante del consultorio de Freud quienes inculpaban al padre? “Ah, nos dirá nuestro lector –que quizá afortunadamente conoce una extensa bibliografía que en nuestro medio ha circulado poco–, entonces usted volverá a decir que Freud mentía, que inventaba los ejemplos clínicos, y que luego nunca se atrevió a confesarlo”. Nada de eso. Se trata simplemente de mostrar que las propias páginas freudianas 112
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de la última década del siglo XIX despejan con bastante precisión de qué estaban hechos esos materiales clínicos, esos relatos de abusos con los que armó su sueño etiológico. Muchos malentendidos acerca de la teoría de la seducción se habrían evitado si los trabajos de 1896, así como las cartas, hubiesen sido leídos con menos prejuicios –y esta observación vale también para el propio Freud, pues sus posteriores relatos sobre 1896 fueron los primeros responsables de varios callejones sin salida–. Para cualquiera que mire desde la distancia la hipótesis de la seducción, un interrogante se impone por su propio peso. Cuando se toma en cuenta el contenido de las escenas reconstruidas en 1896, surge por sí misma la pregunta por la posibilidad de que tales materiales hayan sido “alentados”, “promovidos” o “instilados” por el dispositivo analítico37. Eso fue precisamente lo que le sucedió a Freud, ese fue justamente el interrogante que él supo explicitar cuando volvió su mirada hacia lo acontecido después de Estudios sobre la histeria. Tanto la insistencia con que planteó esa duda, así como el modo en que la enunció, no hacen más que generar la sospecha de que la sugestión jugó en 1896 un papel más que evidente. Podemos comenzar en orden inverso, por la conferencia sobre la feminidad, de 1933. Cuesta reprimir una sonrisa cuando, luego de recordar cuán bien conocía Freud las obras de Bernheim, leemos que escribe lo siguiente: “En la 37. En lo que sigue, retomamos los planteos de Borch-Jacobsen (1996), agregando algunas evidencias que abonan la participación de la sugestión en el episodio de 1896.
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época en que el principal interés se dirigía al descubrimiento de traumas sexuales infantiles, casi todas mis pacientes mujeres me referían que habían sido seducidas por su padre. Al fin tuve que llegar a la intelección de que esos informes eran falsos, y así comprendí que los síntomas histéricos derivan de fantasías, no de episodios reales” (Freud, 1933: 111–112)38. Si dirigimos la mirada a su escrito autobiográfico de 1925, pareciera que el creador del psicoanálisis está confesando más de lo pretende: “Bajo el esforzar a que los sometía mi procedimiento técnico de aquella época, la mayoría de mis pacientes reproducían escenas de su infancia cuyo contenido era la
seducción sexual por un adulto. (...) Si alguien sacude la cabeza con desconfianza ante mi credulidad, no podría yo decirle que anda del todo descaminado, pero aduciré que era la época en que acallaba mi crítica a fin de volverme imparcial y receptivo frente a las muchas novedades que diariamente me sa38. Podemos adelantar el motivo de nuestra sonrisa. En efecto, el médico vienés conocía muy bien la objeción de Bernheim hacia Charcot: el maestro de París, como cualquier médico, pudo haber sugestionado, sin saberlo, a sus pacientes. En su prólogo a un libro de Bernheim, redactado en 1888, Freud refería así esa crítica: “por el estudio del grand hypnotisme no averiguaríamos qué alteraciones de la sensibilidad dentro del sistema nervioso de los histéricos se relevan entre sí frente a diversos tipos de intervención, sino sólo qué propósitos sugirió Charcot a sus sujetos de experimentación, de una manera inconciente para él mismo” (Freud, 1888 [1889]: 84; el segundo destacado nos pertenece).
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lían al paso. Cuando después hube de discernir que esas escenas de seducción no habían ocurrido nunca y eran sólo fantasías urdidas por mis pacientes, que quizá yo mismo les había instilado, quedé desconcertado un tiempo (…) Tampoco creo hoy que yo instilara, «sugiriera», a mis pacientes aquellas fantasías de seducción.” (Freud, 1925: 32–33; las cursivas me pertenecen)
Deberíamos seguir con un comentario de su pasaje de 1914 (“Bajo la influencia de la teoría traumática...”), pero ya lo hemos citado en la introducción de este libro. Quizá más elocuente aún es un breve fragmento de un escrito técnico de 1913: “Es verdad que en los tiempos iniciales de la técnica analítica atribuíamos elevado valor, en una actitud de pensamiento intelectualista, al saber del enfermo sobre lo olvidado por él, y apenas distinguíamos entre nuestro saber y el suyo. Considerábamos una particular suerte obtener de otras personas información sobre el trauma infantil olvidado, fueran ellas los padres, los encargados de la crianza o el propio seductor, como era posible en algunos casos; y nos apresurábamos a poner en conocimiento del enfermo la noticia y las pruebas de su exactitud, con la segura expectativa de llevar así neurosis y tratamiento a un rápido final. Serio desengaño: el éxito esperado no se producía” (Freud, 1913: 141–142; las cursivas me pertenecen)
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Para concluir, podemos recordar un pequeño escrito de Freud redactado en febrero de 1898, es decir, en un momento en que el psicoanalista, con ciertos titubeos, intenta dejar atrás su teoría de la seducción. Veamos el modo en que el autor describía por ese entonces cómo actuaba en su consultorio a la hora de hablar de vivencias sexuales: “En algunas otras circunstancias, por ejemplo en el caso de muchachas que han sido educadas sistemáticamente para disimular su vida sexual, uno deberá conformarse con un grado muy modesto de sinceridad en la respuesta. Además, cuenta aquí que el médico experto no enfrenta a sus enfermos sin estar él preparado, y de ordinario no les pedirá esclarecimiento, sino la mera corroboración de lo que conjetura. A quien
se avenga a seguir mis indicaciones sobre el modo en que es preciso explicarse la morfología de las neurosis y traducirla a lo etiológico, sólo muy pocas confesiones más deberán hacerle los enfermos” (Freud, 1898: 259; las cursivas me pertenecen)39 39. Unas páginas más adelante Freud manifiesta cuán férreamente cree en la etiología sexual de los cuadros de neurastenia y neurosis de angustia. A los fines de demostrar por qué razón él no admite casos negativos, agrega: “Si pues, frente al caso, uno diagnostica con certeza una neurosis neurasténica y agrupa sus síntomas de manera correcta, podrá traducir la sintomatología a una etiología y entonces pedir sin ambages al enfermo la corroboración de las conjeturas que uno ha hecho. No debe desorientarnos que inicialmente nos con-
tradiga; si uno persevera en lo que ha inferido e insiste en lo inconmovible de su convencimiento, termina por triunfar
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Esos desordenados fragmentos muestran que la duda sobre la naturaleza sugestiva de las escenas de seducción no fue una invención de historiadores malintencionados. Pero también dicen bastante sobre cómo procedía Freud en su gabinete en el momento en que estaba absolutamente convencido de la veracidad de sus hipótesis (y de su utilidad clínica). De todas formas, los pasajes freudianos que recapitulan el pasado de ese pensamiento tienen sus limitaciones (sintomáticas). Así, el primer fenómeno que quiséramos abordar en detalle consiste precisamente en un rasgo de su pensamiento de 1896 que Freud elidió groseramente en sus textos de madurez –por caso, cuando en 1914 dice, en el fragmento citado en la introducción, que “los histéricos reconducen sus síntomas a traumas inventados”–. Sobre esa supresión se montaron las versiones canónicas acerca de la teoría de 1896. En efecto, los tres escritos de la seducción dicen y reiteran que, primero, los pacientes jamás conservan recuerdos concientes de los abusos sexuales, y segundo, que por ende jamás relatan espontánea o voluntariamente esas escenas de profanación40. El primer trabajo, publicado en París, establecía ya esa precisión. Más aún, explicitaba su reverso necesario: dado que los enfermos no cuentan de buesobre toda resistencia” (Freud, 1898: 262; las cursivas me pertenecen). 40. En unos instantes nos ocuparemos de un agregado que Freud realiza en el tercer escrito: si un sujeto recuerda esos accidentes infantiles, entonces no enfermará a raiz del trauma, pues los abusos tienen poder patógeno solamente en calidad de recuerdos inconcientes.
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na gana esos traumas, estos últimos “emergen” gracias exclusivamente a la “presión” que el dispositivo implementa. “Pero es que los enfermos jamás cuentan esas historias espontáneamente, –ni en el curso del tratamiento ofrecen nunca al médico de una sola vez el recuerdo completo de una escena así. Sólo se logra despertar la huella psíquica del suceso sexual precoz bajo la más enérgica presión del procedimiento analizador y contra una resistencia enorme, y por eso es preciso arrancar-
les el recuerdo fragmento por fragmento, y en tanto se despierta aquel en su conciencia, ellos caen presa de una emoción difícil de falsificar” (Freud, 1896a: 152; la cursiva me pertenece)
La no existencia de recuerdos concientes de los ataques será repetida en las dos publicaciones restantes (Freud, 1896b: 166; Freud, 1896c: 203, 210)41. El trabajo editado en Berlín, enviado el mismo día que el 41. Por otro lado, La etiología de la histeria contiene giros más elocuentes aún para mostrar hasta qué punto el analista debía asumir una actitud “activa” si quería que esos “recuerdos” aflorasen: “Si tenemos la perseverancia de llegar con el análisis hasta la niñez temprana (...), en todos los casos moveremos [veranlassen] a los enfermos a reproducir unas vivencias que por sus particularidades, así como por sus vínculos con los posteriores síntomas patológicos, deberán considedarse la etiología buscada de la neurosis” (Freud, 1896c: 202; la cursiva me pertenece); “sólo en virtud de la más intensa compulsión del tratamiento pueden ser movidos a embarcarse en su reproducción [sie können nur durch den stärksten Zwang der Behandlung bewogen werden, sich in deren
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anterior, agrega una pieza que nos interesa, y que reaparecerá con más fuerza en La etiología de la histeria. Dentro de las objeciones que Freud intenta responder por anticipado, expone la siguiente: “hay que guardarse de instilar a los enfermos, por medio del examen, esta clase de supuestas reminiscencias” (Freud, 1896b: 165). En esa oportunidad, el autor no desarrolla una respuesta extensa contra esa incómoda duda. Sí lo hará en el tercer escrito, por un motivo que luego despejaremos. De hecho, en La etiología de la histeria reaparece la pregunta sobre “si no sería muy posible que el médico instilara [aufdrängt] estas escenas como un presunto recuerdo al enfermo complaciente” (Freud, 1896c: 203). Freud comienza diciendo que él jamás ha conseguido imponer a sus pacientes un recuerdo, pero su respuesta de más peso tiene que ver con la enunciación de una serie de garantías que hablan en favor de la realidad objetiva de los traumas infantiles (Freud, 1896c: 204). Primero, la uniformidad de las escenas. Segundo, esos recuerdos son las piezas faltantes del rompecabezas, sin cuya presencia el resto de los elementos de la neurosis son incomprensibles. Tercero, hay una demostración terapéutica, pues el hallazgo de ese momento traumático se salda con la curación de la enfermedad. Cuarto, la seudoherencia, esto es, la existencia de casos en que dos sujetos que en su infancia mantuvieron relaciones sexuales, luego se vuelven neuróticos.
Reproduktion einzulassen]” (Freud, 1896c: 203; la cursiva me pertenece).
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El retorno de lo reprimido
Freud tenía un motivo muy sencillo y atendible para responder de antemano a la objeción de estar sugestionando a sus pacientes. Sucede que esa crítica le era muy conocida. En efecto, los primeros lectores de Estudios sobre la histeria vertieron la acusación (o la sospecha) de que un influjo sugestivo podía estar operando en el “material clínico” que Breuer y Freud presentaban. Una crítica en tal dirección había realizado nada menos que Eugen Bleuler en su reseña del trabajo de los médicos vieneses, poco después de su aparición. Luego de referir que Freud no trataba mediante hipnosis, sino que los pacientes eran invitados a sumirse en un “estado de concentración” particular, agrega: “...la histeria se resiste aún a una definición precisa, y por ende no podemos estar del todo seguros que el “estado de concentración” no sea sencillamente una forma de hipnosis. Es también posible que los éxitos terapéuticos del “método catártico” estén basados simplemente en sugestión, y no en la abreacción del afecto extinguido” (Bleuler, 1896: 74).
J. Michell Clarke, en el comentario aparecido en Brain acerca de ese mismo libro, refuerza aún más esa crítica: “La necesidad de tener presente, al estudiar pacientes histéricos, la gran facilidad con la que responden a sugestiones, debe ser reiterada, dado que tal vez ahí
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reside el punto débil del método de investigación [de Breuer y Freud]. El peligro es que en tales confesiones los pacientes serían propensos a hacer declaraciones en conformidad con la más pequeña sugestión que se les haga –puede ser que la sugestión les sea dada de forma inconciente– por el investigador” (Clarke, 1896: 414).
Todo ello nos permite entender más fácilmente por qué razón Breuer, en la discusión sobre las tres conferencias de Freud acerca de la histeria, celebrada los días 4 y 11 de noviembre de 1895, elige responder de antemano a esa posible advertencia dirigida contra su colega: “Contra la sospecha de que los recuerdos de los pacientes podrían ser productos artificiales sugeridos por el médico, Breuer puede asegurar en función de sus propias observaciones que es enormemente difícil imponer algo, o convencer de algo, a este tipo de pacientes” (citado en Sulloway, 1979: 508; he realizado la traducción desde el original, recogido en Nachtragsband de Freud, p. 326)
Tal y como lo han mostrado Borch-Jacobsen y Shamdasani, la denuncia del elemento sugestivo de la terapia analítica –y por ende, de la naturaleza sugestiva de las realidades clínicas del psicoanálisis– será una constante por parte de los médicos que miraron con recelo el auge del nuevo discurso (2006: 180– 212). Muchos de esos detractores practicaban o habían practicado la terapia hipnótica o sugestiva, y es121
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taban muy al tanto de las críticas de Bernheim hacia la teoría de Charcot. En el cambio de siglo, la sospecha de que la sugestión inconciente por parte del terapeuta o investigador podía alterar los hechos clínicos, constituía un tema de ardoroso debate. En esta ocasión nos contentaremos con recuperar las críticas que apuntaron a ello en el momento en que Freud aún no había comunicado públicamente su abandono de la teoría de la seducción –recordemos que ello sucederá recién en 1904 y 1905–. Así, podemos recuperar la reseña de Robert Gaupp sobre el escrito de Freud de 1899, Recuerdos encubridores. “Cualquiera que pueda dar a sus preguntas un sesgo sugestivo, ya sea de modo conciente o inconciente, puede obtener de pacientes susceptibles cualquier respuesta que se acomode a su sistema. Esa puede ser la razón por la cual los psicoanálisis de Freud están llenos de materiales que otros investigadores buscan en vano. Poner un rótulo científico a un concepto es una buena antesala para obtener el resultado esperado” (Gaupp, 1900: 38)
De todas maneras, hay dos fuentes que son más importantes aún, pues señalaron la presencia del influjo sugestivo en los textos mismos de la seducción. En primera instancia, cabe recuperar el modo en que un colaborador directo de Krafft-Ebing, llamado P. Karplus, reseñó un trabajo de un temprano discípulo de Freud, Felix Gattel –sobre quien luego volveremos–. Tal y como señalan los historiadores que han analizado esa reseña, es fácil adivinar que esas palabras iban 122
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en verdad dirigidas a Freud –y venían en realidad de boca del sexólogo– (Schröter & Hermanns, 1992). Citemos un fragmento de esa reseña, el cual pareciera acercarnos el sentido exacto de la célebre acusación de Krafft-Ebing del 21 de abril (suena como un cuento científico): “Una vez que ha desenterrado un trauma infantil, no se le viene a la mente disipar la objeción inevitable de que los pacientes habrían inventado una historia bajo la presión de la anamnesis sexual...” (citado en Schröter & Hermanns, 1992: 102). En segunda instancia, tenemos la voz de Leopold Löwenfeld. En 1899 aparece la segunda edición ampliada –la primera había sido de 1891– de su libro sobre la importancia de los hechos sexuales en los padecimientos nerviosos (Sexualleben und Nervenleiden). En esa segunda edición, hay un capítulo enteramente dedicado a la perspectiva de Freud sobre la etiología sexual (Löwenfeld, 1899: 192–200). Es el único autor que merece un tratamiento tan detallado. Como no podía ser de otro modo, Löwenfeld se refiere a la perspectiva freudiana tal y como ésta había sido presentada en los últimos escritos de Freud aparecidos en revistas médicas –esto es, en los trabajos de la seducción más el escrito de 1898, La sexualidad en la etiología de las neurosis. Löwenfeld muestra que ha leído con cuidado las páginas de 1896, y destaca que Freud no sabe de qué depende que los recuerdos sexuales de la infancia sean inconcientes en algunos sujetos (Löwenfeld, 1899: 194–195). Por ese motivo, no duda en calificar como “muy incompleta” la perspectiva de su colega. Por otro lado, agrega, la constancia de las vivencias sexuales infantiles en 123
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la histeria no ha sido de ningún modo comprobada. Es cierto que Freud nos ha dicho que él ha verificado su hipótesis en el cien por ciento de los 18 casos que él ha sometido a indagación. De todas maneras, prosigue el autor, solamente cuando vemos cómo procede realmente Freud, podemos concluir que es imposible dar crédito a esas evidencias. A renglón seguido, Löwenfeld cita el pasaje de La etiología de la histeria en el cual se dice que los enfermos nada saben de las escenas traumáticas antes de análisis: “solo en virtud de la más intensa compulsión del tratamiento pueden ser movidos a embarcarse en su reproducción”, y que incluso les deniegan creencia después del esclarecimiento (Freud, 1896c: 203). Luego de ello, el psiquiatra dice: “Estos comentarios [de Freud] muestran dos cosas: 1. Que los enfermos estaban sometidos a una influencia sugestiva de parte del analista, por lo cual la emergencia de las escenas mencionadas fue acercada a su imaginación. 2. Que a las imágenes de fantasía [Phantasiebildern] que habían emergido bajo la influencia del análisis, se les negó definitivamente reconocimiento como recuerdos de hechos reales. Para esta última deducción tengo también una experiencia directa. Uno de los casos en los que Freud aplicó su método analítico, llegó por azar a mi observación. El paciente en cuestión aclaró de manera rotunda que la escena sexual infantil que en su caso el análisis había aparentemente descubierto, no era más que una fantasía y nunca había sido realmente vivida por él” (Löwenfeld, 1899: 195–196)
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La cabeza entre las manos
No sabemos exactamente cuándo Freud dejó de utilizar la hipnosis en su consultorio. En diversas declaraciones dio a entender que ese abandono se produjo entre 1895 y 1896. Está fuera de duda que la técnica exploratoria usada por el creador del psicoanálisis al momento en que construye su teoría de la seducción, no se basaba en el sueño hipnótico. Por el contrario, si bien en los escritos de 1896 no se dan demasiadas precisiones sobre sus herramientas clínicas, es evidente que en ese entonces Freud hacía uso del método presentado en detalle en Estudios sobre la Histeria, conocido normalmente por la expresión de “la mano en la frente”. Freud no tiene problemas en admitir que ese artilugio lo aprendió de Bernheim (Freud & Breuer, 1895: 127). Y sabía muy bien –pues había leído al maestro de Nancy– que renunciar al sueño hipnótico no conllevaba inmediatamente prescindir del influjo sugestivo. Más aún, era conciente del parentesco estrecho entre esa técnica y la hipnosis, tal y como se colige de otro momento de la obra: “Para explicar la eficacia de este artificio yo podría decir, tal vez, que corresponde a una «hipnosis momentánea reforzada»; no obstante, el mecanismo de la hipnosis me resulta tan enigmático que preferiría no requerirlo para esa elucidación. Juzgo que la ventaja del procedimiento reside más bien en que por medio de él yo disocio la atención del enfermo de su busca y meditación concientes, en suma, de todo aquello en
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lo cual pudiera exteriorizarse su voluntad...” (Freud & Breuer, 1895: 277)
De hecho, cuando afinamos la mirada y vemos en qué consistía puntualmente esa “mano en la frente”, descubrimos varias cosas. Primero, la pieza clave de esa escena es la certeza de Freud. El médico parte del axioma según el cual cuando él ejerza la presión en la frente del enfermo –o cuando deje de ejercerla, según la viñeta que se tome–, éste verá en su mente una imagen, o tendrá una representación, que es precisamente aquella que el análisis precisa para comprender el cuadro (Freud & Breuer, 1895: 127). Segundo, está en juego una expectativa del médico: el analista espera algo de su paciente, y se lo dice. Cuando presione en su frente, usted verá una imagen, les aclara el neurólogo: “Es lo que buscamos” (ibíd.). En otro momento, leemos que se dirigía de este modo a sus pacientes: “Le afirmo que sólo así podremos hallar lo buscado, que así lo hallaremos infaliblemente” (Freud & Breuer, 1895: 277). Nuestro tercer hallazgo tiene que ver con un detalle: lo que ha llegado a nosotros bajo el dulce nombre de “mano en la frente”, incluía en muchos casos una manipulación corporal que reforzaba el lugar de poder del médico. Citemos a Freud: “Ponía la mano sobre la frente del enfermo, o tomaba su cabeza entre mis manos, y le decía” (Freud & Breuer, 1895: 127; las cursivas me pertenecen; véase también p. 277)42. 42. Freud sabía muy bien que, al menos en su caso, tocar a los pacientes no dejaba de tener efectos. En la carta enviada a
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Esas cosas contenía la caja de herramientas con la que Freud trabaja cuando comienza a dar forma a su teoría de la seducción. Sus escritos de 1896 no presentan relatos clínicos detallados, pero sí nos dicen, primero, que los enfermos jamás recuerdan espontáneamente los traumas; segundo, que llegan a realizar esas “rememoraciones” solo bajo la presión del método; y tercero, que en algunas ocasiones, luego de haber recuperado esos instantes traumáticos, no los reconocen como verdaderos recuerdos... Allí no termina la historia, pues las cartas a Fließ brindan finalmente un reflejo de qué pasaba entre las cuatro paredes de la casa ubicada en Bergasse 19. Los historiadores más críticos se han servido de esa correspondencia para resaltar el carácter autopredictivo –y por ende sugestivo– de las ideas freudianas. De hecho, las cartas nos acercan cronologías y secuencias que son muy llamativas. Una y otra vez sucede que Freud adelanta una hipótesis que le gustaría demostrar, y poco tiempo después aparecen ejemplos clíniBerlin el 13 de marzo de 1895, el vienés nos brinda una valiosa imagen de las cosas que sucedían en su consultorio: “La señora Ka. me hizo llamar de nuevo ayer a causa de dolores espasmódicos en el pecho; de ordinario tiene dolores de cabeza. He inventado para su caso una terapia asombrosa, busco ciertos lugares sensibles, presiono sobre ellos y provoco estremecimientos que la alivian. Estos lugares eran antes supraorbitario [y] etmoide, ahora son (para el espasmo del pecho) dos lugares del tórax a la izquierda, idénticos a los míos” (Masson, 1985: 121). ¿No se tiene acaso la sensación de estar leyendo a Charcot? El presentimiento no es errado, pues el creador del psicoanálisis está a punto de repetir otra aventura charcotiana...
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cos que precisamente avalan esa conjetura. Ya vimos que el 8 de octubre de 1895 Freud decía que él “olfateaba” que la precondición de la histeria residía en la seducción sexual en la infancia (Masson, 1985: 146). El 2 de noviembre, sin demora, Freud escribe: “Hoy puedo agregar que un caso me ha proporcionado lo esperado (¡espanto sexual, es decir: abuso infantil en una histeria masculina!)” (Masson, 1985: 153). Para comienzos de febrero de 1896, según uno de los escritos publicados, Freud ya contaba con 13 casos que confirmaban su teoría (Freud, 1896b). Para mayo, ya tenía 18. Otro tanto sucede respecto de los vaivenes que la teoría atravesó en lo atinente a la identidad de los abusadores. El 6 de diciembre de 1896, luego de haberse referido a muchos casos en que esa premisa no era cierta, abriga la idea según la cual el abusador debe ser el padre. En las cartas siguientes, Freud muestra que numerosos pacientes de esos días le han dado la razón... Las cartas enviadas a Berlín muestran facetas menos reconfortantes del accionar del psicoanalista. Nos referimos sobre todo a una esquela enviada el 3 de enero de 1897. Allí Freud se refiere a un caso del que ya hemos hablado. El médico está convencido de que los síntomas de la paciente son un resultado de un abuso cometido por el padre. “Cuando le lancé el esclarecimiento, primero quedó ganada, después cometió la torpeza de interpelar al propio viejo, quien a las primeras insinuaciones exclamó indignado: ¿Crees que yo pude ser ese? y juró su inocencia sacralmente.
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Ella se encuentra ahora en la más enérgica revuelta, dice creerle, pero da pruebas de identificación con él por el hecho de que se vuelve insincera y pronuncia falsos juramentos. La he amenazado con despedirla, y entretanto me he convencido de que ya ha adquirido una buena parte de certeza, que no quiere reconocer ” (Mas-
son, 1985: 234; las cursivas me pertenecen)
Otras cartas facilitan el acceso a lo que es esencial en toda esta historia –como siempre, Freud no dejó de incluir lo esencial incluso en sus escritos de 1896, tal y como luego veremos–. En efecto, los ejemplos citados en las hojas enviadas a Fließ demuestran que aquello que realmente primaba era la necesidad teórica de Freud. El psicoanalista estaba tan convencido de su axioma –y tan encantado con sus promesas terapéuticas–, que en muchas ocasiones no buscaba el recuerdo preciso del trauma. Los síntomas y otros elementos del cuadro le bastaban para saber que existía el recuerdo inconciente de un abuso sexual cometido en la infancia. Vale aquí recuperar un ejemplo referido el 28 de abril de 1897. El día anterior había comenzado a tratar a una nueva paciente. Ese mismo día, el 28, tuvo lugar la segunda sesión, y en ella la mujer le comunica que veía un impedimento para proseguir la terapia: ella no puede dar nombres, sospecha que personas destacadas son culpables de “tales cosas”. [La reconstrucción no es clara, la paciente parece referirse a asuntos sexuales, ataques cometidos por “hombres destacados, nobles”]. Freud le contesta:
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“Entonces hablemos claramente. En mis análisis, los culpables son los más allegados, padre o hermano . –No tengo nada con un hermano [responde la paciente].– Entonces, con el padre [agrega Freud]. Y ahora se averigua que el padre, presuntamente noble y digno de respeto en lo demás, la tomaba en la cama de manera regular entre 8–12 años y la usaba externamente («mojada», visitas nocturnas). (…) Una hermana seis años mayor, con quien se franqueó años después, le confesó haber pasado por las mismas vivencias con el padre. (…) Naturalmente, no pudo hallarlo increíble cuando le dije que en la más temprana infancia tuvieron que ocurrir cosas parecidas y peores ”
(Masson, 1985: 253; las cursivas me pertenecen).
Nótese bien: en dos sesiones Freud ya habría obtenido de esta paciente todas esas confesiones. Esa viñeta es quizá el mejor ejemplo de los errores que más tarde Freud pondrá a cuenta del “analista salvaje”. Más aún, el lector habrá advertido que, de ser fidedigna la reconstrucción de Freud, fue él quien le indicó a la paciente, primero, que entonces el padre debía estar detrás de sus síntomas –y allí la paciente relata experiencias de la época de latencia–, y segundo, que seguramente cosas similares habían sucedido en la más temprana infancia. De todas formas, el ejemplo que merece toda nuestra atención es el más célebre de todos, el que ha hecho correr más tinta: el del propio Freud, o en verdad, el de su padre. La primera mención a él se produce en la carta del 8 de febrero de 1897, es decir, en el período en que el psicoanalista busca confirmacio130
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nes a su nueva certeza sobre la culpabilidad del progenitor. “Por desgracia, mi propio padre ha sido uno de los perversos y se ha hecho culpable de la histeria de mi hermano (cuyos malestares son, todos ellos, identificación) y de una hermana menor. La frecuencia de esta circunstancia me hace dudar a menudo” (Masson, 1985: 246). Pues bien, es evidente que Freud atribuye a Jacob la responsabilidad de las enfermedades de sus hijos por mera deducción. Observa que sus hermanos padecen ciertas afecciones nerviosas, y deduce que por lo tanto han sido abusados por ese hombre que había fallecido hacía unos pocos meses. En ninguna de las cartas que siguen aparece algún recuerdo ligado al padre. Tampoco refiere haber preguntado a sus hermanos por recuerdos de atentados infantiles. Unos días después de haber comunicado la caída de la teoría de la seducción, y poco después de haber comenzado su “autoanálisis”, Freud puede afirmar sin dificultad que en su caso el padre no había desempeñado ningún papel activo (Masson, 1985: 288). Tal y como adelantamos hace instantes, sus escritos de 1896 también dejaban en claro que la búsqueda de recuerdos de ataques sexuales no era lo primordial. Nos referimos a un fragmento del último trabajo: “...los títulos etiológicos de las escenas infantiles no descansan sólo en la constancia de su aparición en la anamnesis de los histéricos, sino, sobre todo, en la comprobación de los lazos asociativos y lógicos entre ellas y los síntomas histéricos, prueba que les resultaría a ustedes evidente como la luz del día si hi-
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ciéramos la comunicación completa de un historial clínico.” (Freud, 1896c: 208; la cursiva me pertenece; véase también Freud, 1896b: 166)
La veracidad de la conjetura de la seducción (en cada caso de neurosis existe la huella inconciente de un abuso sexual temprano), arguye el autor, no se comprueba solamente mediante el “hallazgo” del recuerdo traumático; sino sobre todo en el hecho que ese recuerdo es el único que hace inteligible el caso. 21 de abril de 1896
Lo antedicho nos permite conjeturar el motivo de la mala acogida brindada a la conferencia de Freud por parte de los médicos vieneses el 21 de abril de 1896. La razón de esa resistencia era doble. Por una parte, los colegas habrían cuestionado el modelo etiológico propuesto, según el cual el atentado sexual infantil funcionaba como causa específica y diferencial de las enfermedades nerviosas. Esa primera resistencia se habría encarnado en dos argumentos distintos: primero, en la proclamación del poder de lo hereditario, y segundo, en la recuperación de una evidencia que parecía dejar mal parado al esquema freudiano; esa evidencia tenía que ver con la existencia de sujetos que no padecen histeria a pesar de haber sufrido ataques sexuales en su infancia. Por otra parte, habrían explicitado su sospecha de que las presuntas evidencias clínicas de Freud 132
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dependían más de su influjo sugestivo que del mecanismo normal de la histeria43. Según nuestra lectura, un análisis cuidadoso del escrito La etiología de la histeria arroja indicios no solamente del contenido de las observaciones obser vaciones de los oyentes de aquella conferencia, sino también del modo en en que Freud se apropió de esos argumentos para decidir su respuesta. El creador del psicoanálisis tomó todas las objeciones y reutilizó esos razonamientos para imprimir a su teoría un giro que es posible analizar. Una primera reacción de los médicos era seguramente algo que el conferencista había anticipado. antici pado. Lo profesionales vieneses hicieron saber su indignación ante ese intento por menoscabar los atributos mórbidos de su querida herencia. Ellos estaban de acuerdo con que los accidentes sexuales podían jugar un papel importante en el desencadenamiento de las enfermedades nerviosas, pero hacer de aquellos traumas la única causa específica (y casi suficiente) de la histeria, era ciertamente un despropósito. Sobre todo porque ello suponía cuestionar un dogma que los maestros (entre ellos, el allí presente Krafft-Ebing) habían transmitido con esmero. Pues bien, ya hemos visto de qué manera Freud hizo frente a esa resistencia. Su estrategia consistió en incluir, entre los adultos responsables de los atentados, a los familiares. Todavía no se trata del padre. Pero esa innovación, tal y como comprobamos más arriba, le permitió reforzar el concep43. La escena del 21 de abril parece confirmar el caracter premonitoio del sueño que Charcot relata a Freud en su carta del 30 de junio de 1892... (Vallejo, 2009)
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to de seudoherencia, que con el correr de los meses recibiría más poder aún. Esas modificaciones habilitaban un paralelismo más firme entre el nuevo lenguaje y los viejos esquemas, pues gracias a esos cambios los fenómenos de la literatura hereditarista eran explicados, uno por uno, de manera alternativa. El segundo frente de resistencia apuntaba también al esquema etiológico explicitado por Freud en su exposición. Muchos de los presentes conocían las obras de Krafft-Ebing, por lo cual seguramente alguien de su círculo le hizo saber al precipitado orador que la literalitera tura médica estaba repleta de casos en los que abusos sexuales infantiles no habían derivado en la producción de histeria. Pues bien, mi tesis es que en la versión escrita Freud dio mucho espacio a esa objeción, porque la respuesta a ella implicaba dos ventajas. Por un lado, le permitía mostrar que su teoría de la seducción era más compleja de lo que en un comienzo parecía; no se trataba de imputar al hecho sexual un poder causal, sino que lo esencial era que el recuerdo de ese acontecimiento haya sido conservado por fuera del campo de la conciencia. Por otro lado, la ganancia más significativa que Freud podía obtener de esa crítica, era que le permitía derribar la sospecha de la sugestión. Es como si Freud, aguantando una sonrisa de placer, les replicara a sus contrincantes: me dicen al mismo tiempo que yo le metí a los pacientes esos recuerdos en la cabeza, y que los anales de la l a medicina han conservado numerosos ejemplos de sujetos que padecieron esos abusos sin demasiadas consecuencias. Está fuera de duda que el punto II de La etiología de la histeria –que abarca nada menos que 10 páginas 1344 13
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y que está enterament enteramentee dedicado dedicado a respo responder nder a posibles objeciones– constituye la mejor fuente de información sobre lo sucedido el 21 de abril de 1896. En ese punto son resumidas y replicadas cada una de las voces disconformes de aquella velada. La primera de ellas tenía que ver con el problema de la sugestión, y ya vimos cuál fue la contra contraofens ofensiva iva de Freud. La misma ocupa 3 páginas. La segunda reúne dos argumentos opuestos: unos dirán que tales abusos son demasiado raros, en tanto que otros afirmarán lo contrario; señalando la alta frecuencia de tales ataques, “sosten“sostendrán también que, a poco que se lo investigue, fácilmente se descubrirán personas que recuerdan escenas de seducción sexual y de abusos sexuales en su niñez, a pesar de lo cual nunca han sido histéricas” (Freud, 1896c: 206)44. El autor llena otras 3 páginas para responder a ese último argumento. Que Freud hable de repente de “la experiencia de que muchas personas que no se han vuelto histéricas recuerdan escenas de esta índole” (Freud, 1896c: 208), más aún, que en el transcurso de unas pocas páginas reitere tres veces 44. Una firme prueba de que esta última observación le fue planteada a Freud el 21 de abril reside en el contenido de su segundo trabajo, Nuevas puntualizaciones... En efecto, allí Freud adelantaba tres posibles críticas a su nueva teoría: primero, los ataques sexuales a niños son demasiado frecuentes; segundo, los mismos no pueden tener graves consecuencias, pues afectan a un ser asexuado; asexua do; tercero, hay que cuidarse de instilar en los pacientes pac ientes esos recuerdos (Freud, 1896b: 165). 165). En un autor como Freud, nada refleja mejor su pensamiento que las impugnaciones que él pone en la mente de su posible lector.
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esa evidencia, habla en favor del peso que ha adquirido para él esa crítica. Otros dos posibles contra–argumentos son resueltos rápidamente, con un par de párrafos para cada uno. Renuncia
Tenemos, entonces, que Freud se tomó muy en serio la sospecha de la participación de la sugestión. Pero estaba demasiado enamorado de su novedad como para permitirse dudar de su buena fe o de sus resultados45. Incluso miró para otro lado cuando, siguiendo los encadenamientos a los que era conducido por sus adversarios, era empujado a confesar que ese 21 de abril se había perdido mucho de lo ganado. De hecho, la euforia sentida hacia la seducción se debía a que esta explicación permitía localizar qué punto cero hacía posible que conflictos nimios de la pubertad generaran enfermedad en algunos sujetos y en otros no. Ahora, ante la conclusión de que lo realmente decisivo no era el trauma, sino el almacenamiento inconciente de su huella, era apremiante tener la capacidad de discriminar qué decidía que en tal o cual individuo esa huella sea conciente. Pues bien, eso era un enigma. Empero, esas vacilaciones eran detalles sin demasiada importancia. Lo más valioso estaba en el paso 45. Recordemos el chiste que Freud se hace a sí mismo en la carta del 21 de septiembre: “Rebekka, quitate el vestido, has dejado de ser una novia” (Masson, 1985: 286).
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adelante realizado. Las neurosis eran curables. Su etiología, transparente como el agua. Las comprobaciones no paraban de llegar. Nada parecía capaz de arruinar ese sueño. Para mayor regocijo aún, el nuevo lenguaje parecía destinado a ganarse tarde o temprano el aprecio de todos. ¿Acaso no era evidente que este nuevo vocabulario tenía todo lo necesario para transcribir en letras claras la fenomenología hereditaria pregonada por los grandes maestros? La tradición podía estar tranquila, esta revolución no ponía en duda el origen familiar de la patología –menos aún desde que ha perfeccionado su concepto de seudoherencia–, simplemente mostraba que su mecanismo pasaba por algo distinto a una sangre degenerada. Y coronaba ese descubrimiento con la promesa de la curabilidad de las enfermedades. Ahora bien, allí hubo un problema imprevisto. Freud sabía que el anuncio del descubrimiento del origen del Nilo no podía ser realizado con timidez. El lanzamiento de tamaña novedad requería una voz decidida y un temple altanero. En tal sentido, en los escritos de 1896, el médico daba una evidencia contundente de la veracidad de todo su planteo: el éxito terapéutico obtenido (Freud, 1896c: 199). No obstante, las cartas a su amigo alemán muestran que el psicoanalista, incluso desde el inicio de la teoría de la seducción, se lamentaba constantemente de su incapacidad de logar una cura definitiva de algún caso...46 46. Por ejemplo, el 4 de mayo de 1896: “Más ingrato me resulta (…) [que] no pueda iniciar una nueva cura, y que de las antiguas aún no haya acabado ninguna” (Masson, 1985: 196).
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No es nuestro objetivo reconstruir en detalle el derrotero que condujo a Freud a comunicar el abandono de la teoría de la seducción en su carta del 21 de septiembre de 1897. Es imposible quitar peso a muchas de las razones presentadas en esas páginas para explicar la decisión tomada. La primera de ellas es implacable: “Las continuas desilusiones en los intentos de llevar ‘un’ análisis a su efectiva conclusión” (Masson, 1985: 284). La segunda reza que es poco probable que tantos padres sean perversos. Tercero, la inexistencia en lo inconciente de un signo de realidad con el que sea posible distinguir el recuerdo de un hecho real de una fantasía. Cuarto y último, en las psicosis no se llega al recuerdo temprano. Ya lo dijimos más arriba: las conclusiones inmediatas que Freud extrae del quiebre en su pensamiento, parecen iluminar a posteriori cuáles habían sido las apuestas más importantes de su paradigma de la seducción: “Influido por todo ello, me dispuse a una doble renuncia: a la plena solución de una neurosis y al conocimiento cierto de su etiología en la niñez (...). Parece de nuevo discutible que sólo vivencias posteriores den el impulso a fantasías que se remonten a la niñez, con El 17 de diciembre de ese mismo año: “También por otros casos podría estar contento, pero todavía ninguno está acabado” (239). El 3 de enero de 1897: “Pienso en Pascuas (…). Quizá para entonces haya podido terminar un caso” (232). El 7 de marzo: “Sigo sin poder terminar un caso” (247). El 16 de mayo: “me he dicho que por lo tanto debía esperar todavía más tiempo para una cura completa” (260).
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lo cual el factor de una predisposición hereditaria recupera un imperio del que me había impuesto como tarea desalojarlo – en interés del esclarecimiento total de la neurosis” (Masson, 1985: 284-285)
Soñar con curar las neurosis; acceder al fin a un saber sobre su etiología específica; acabar con el familiarismo hereditarista (y reemplazarlo por un familiarismo del trauma). He allí los tres designios encadenados de la teoría de la seducción. Y allí tenemos las tres cosas que el psicoanálisis perdió ese 21 de septiembre –lo que su teoría ganó con ello no entra en las miras de nuestro análisis–. El discurso psicoanalítico nunca más recobrará la capacidad de articular claramente una fundamentación precisa del origen de las psiconeurosis. Jamás recuperará la certeza de que su acción podía sanar definitivamente toda afección. Y ya no podrá dejar –hablo al menos del trayecto freudiano– de endilgar cierto peso causal a una enigmática “constitución” heredada47. La primera formulación del complejo de Edipo –en términos estrictos, el sintagma “Complejo de Edipo” nacerá recién unos 13 años más tarde (Sosa, 1995)– deja en claro que a partir de ahora hay escenarios universales y no contingentes, y para colmo de males, en los futuros enfermos esos escenarios parecen salir a la luz más tem47. En tal sentido, ¿será aventurado tomar como otro derivado del abandono de la seducción, la decisión de Freud de ingresar a la sociedad judía B’nai B’rith? De hecho, Freud se une a esa institución el 29 de septiembre de 1897 (Klein, 1985: 72). Dos años antes le habían propuesto adherirse a la sociedad, pero Freud había rechazado la invitación.
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prano. Nos referimos al siguiente pasaje de la carta del 15 de octubre: “Un único pensamiento de valor universal me ha sido dado. También en mí he hallado en enamoramiento de la madre y los celos hacia el padre y ahora lo considero un suceso universal de la niñez temprana, aunque no siempre tan temprana como en los niños hechos histéricos” Masson, 1985: 293; las cursivas me pertenecen)
En la determinación de las neurosis, ahora el papel principal es desempeñado por “grandes motivos enmarcadores universales”, tal y como son denominados pocos días después (Masson, 1985: 296). En efecto, la nueva fuerza dada a la herencia debe verse no solamente en el protagonismo ganado por condiciones que no dependen de las vivencias individuales –por ejemplo, el impulso incestuoso–, sino por la creciente certeza del psicoanalista de que esas invariantes presentan, en los neuróticos, ciertas diferencias desde el comienzo. Estaba en juego un conjunto de renuncias demasiado importantes, y confesar públicamente el giro se le hacía difícil a un autor que había comunicado originariamente su revolución con asumida soberbia. La primera oportunidad en que aparece por escrito una noticia del abandono de la seducción es en 1904, en un libro de Leopold Löwenfeld titulado Die psychischen Zwangserscheinungen. En esas páginas el psiquiatra avisa que Freud ya no concede una significación tan importante a los hechos reales de la infancia, sino que 140
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tiene en cuenta las fantasías generadas en esa etapa de la vida. En apoyo de su presentación, el autor reproduce pasajes de unas cartas que Freud le había escrito al respecto (el fragmento de Löwenfeld es citado in extenso en Masson, 1984: 127-128)48. Sea como fuere, creemos que otros factores empujaron a Freud a echar por tierra su teoría de la seducción. Sobre todo existen pistas de que el problema de la sugestión ayudó no solamente para edificar la visión de 1896 sino también para derrumbarla. Para empezar, vale retomar una observación realizada por Frank Sulloway en su libro de 1979, y luego pocas veces utilizada por los historiadores (Sulloway, 1979: 513-515). Más o menos en mayo de 1897 Freud recibe, para su sorpresa, a un médico de Berlín, Felix Gattel, que quiere introducirse en sus doctrinas (Masson, 1985: 261). El objetivo de la estadía de 6 meses de este joven profesional es bien preciso: someter a indagación 100 pacientes (de la clínica dirigida por KrafftEbing) que padecen neurosis actuales, para comprobar si la teoría etiológica de Freud es correcta. Gattel quería dejar de lado los casos de histeria, pero en 48. Esa sorprendente demora de Freud fue la causa de que incluso durante la primera década del siglo XX –y con total razón, pues no existían documentos que contuvieran la retractación del vienés– figuras muy importantes de la psiquiatría alemana (Kraepelin, Oppenheim, Bleuler, Aschaffenburg) criticaran en los más duros términos a la teoría freudiana por el valor superlativo que Freud otorgaba a los abusos sexuales en la etiología de las enfermedades mentales (Decker, 1977: 101–103, 188, 315). Esa demora está aún mejor analizada en (Roazen, 2002: 5–8; véase asimismo Schimek, 1987).
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su muestra finalmente hubo 17 casos que presentaban formas leves de esa patología. Primera sorpresa de su trabajo: la histeria parecía mucho más frecuente de lo que se suponía. Pero el hallazgo más curioso fue otro. Gattel creía firmemente en la palabra de su maestro, pero solamente en 2 de los 17 casos estudiados pudo dar con recuerdos de ataques sexuales infantiles cometidos por adultos (pero nunca por parte del padre). Recordemos que en mayo de 1896, Freud decía haber analizado 18 casos, y en todos ellos había hallado sin dificultad el recuerdo del atentado sexual... Pues bien, la carta del abandono de la teoría de la seducción fue escrita por Freud un día después de regresar de unas vacaciones en Italia pasadas junto con... Gattel. Si bien la monografía de Gattel acerca de sus resultados apareció en 1898, el estudio fue realizado durante el año anterior, y es más que probable que para septiembre el discípulo ya tuviera en su poder las conclusiones obtenidas. ¿Se habrá privado de contárselas a su maestro durante alguna caminata por Venecia?49 De todas maneras, según nuestro parecer, el verdadero destino de la teoría de 1896 dependió de una mo49. Unos años después, Schröter y Hermanns hicieron un estudio mucho más cuidadoso de la colaboración entre Freud y Gattel. Señalaron que en sus consideraciones sobre la histeria, Gattel mostraba que no había realizado exploraciones muy detenidas de los recuerdos de los pacientes. A pesar de ello, y a pesar incluso de las críticas que realizan a la aproximación de Sulloway, la pregunta por el rol que pudo caberle a Gattel en la caída de la seducción sigue teniendo pertinencia.
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dificación en la técnica analítica. Si, extremando las cosas, podemos aventurar que Freud “deducía” o “reconstruía” recuerdos de abusos mientras tomaba entre sus manos las cabezas de sus pacientes, entonces cabe sospechar que los hechos clínicos comenzaron a ser muy distintos a partir de que la “presión del procedimiento analizador” no fue tan “enérgica”. Creo que podemos saber con precisión cuándo sucedió esa disminución de la energía, podemos ubicar en el calendario el día en que los enfermos dejaron de salir siempre despeinados y con dolor de cuello del consultorio de Freud. El basamento de la teoría de la seducción se desmorona a comienzos de julio de 1897. En una carta del día 7, el vienés escribe: “La técnica empieza a preferir cierto camino como el más natural” (Masson, 1985: 274). Los editores de la correspondencia están en lo cierto cuando ven allí una alusión al reemplazo de “la mano en la frente” por la asociación libre. Mi hipótesis es que desde el momento en que Freud dejó de asumir un rol tan expectante –y, por ende, sugestivo– en la escucha de sus pacientes, a partir del día en que las cabezas de los enfermos fueron dejadas tranquilas, los “recuerdos” de seducción pasaron a ser cosa del pasado. Desde los primeros días de julio de 1897, los “recuerdos” de los atentados sexuales en la infancia dejaron de llegar a los oídos del analista. Y todo indica que se trató de algo terminante: nunca más las sesiones psicoanalíticas estuvieron dedicadas a desenterrar ese tipo de escenas –ya sea que se las tomara como fantasía o como realidad–. Ya hemos visto, a partir de declaraciones de Freud realizadas décadas más tarde, que el psicoanalista lo143
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gró sospechar que el influjo sugestivo quizá había cumplido un incómodo rol en el episodio de la seducción. De hecho, es posible decir que Freud tuvo tempranamente conciencia de ello. Si bien el 21 de septiembre de 1897 dice que su perspectiva sobre los traumas sexuales infantiles ya no es cierta, el creador del psicoanálisis volvió a dar crédito a sus viejas ideas en los meses que siguieron. Las cartas a Fließ de fines de ese año, y de comienzos del siguiente, así lo demuestran. Y una de esas cartas, enviada el 12 de diciembre, respalda nuestra conjetura. En ella se refiere a una cura dirigida por su ex paciente Emma, la víctima del pastelero: “Mi confianza en la etiología paterna ha aumentado mucho. Eckstein, directamente con un designio crítico, ha tratado a su paciente de modo de no darle el menor indicio sobre lo que ha de venir de lo inconciente, y recogió empero de ella idénticas escenas paternas etc. [Die Eckstein hat ihre Patientin direkt in kritischer Absicht so behandelt, daß sie ihr nicht die leiseste Andeutung gegeben, was aus dem Unbewußten kommen wird, und von ihr dabei die identischen Vaterszenen u. dgl. erhalten]” (Masson, 1985: 312; la cursiva me pertenece)
¿Por qué Freud se habría tomado el trabajo de hacer esa aclaración, que hemos resaltado en la cita? Esa sentencia transmite un mensaje muy claro: es posible trabajar con un paciente de modo tal de darle indicios de lo que ha de venir de su inconciente. Es lo que Freud hacía –y ahora, cuando escribe esa carta, 144
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ya lo sabe– desde que aplicaba “la mano en la frente”, es lo que el psicoanalista había hecho durante toda la teoría de la seducción. Pero la sentencia dice más cosas todavía. Si Eckstein pudo reconstruir esos traumatismos paternos a pesar de –aludimos al empero [dabei] de la cita– no haberlos sugerido, es porque Freud para ese entonces tiene plena certeza de que ese tipo de sugestiones existen... Freud, cuando redacta esas líneas, se confiesa a sí mismo que él se había equivocado en mayo de 1896 al decir que instilar esos recuerdos en los enfermos no era posible. Sí, la sugestión, por más sutil que fuese, tenía el poder de meter en la cabeza de las histéricas ese tipo de recuerdos. Sobre todo si uno les adelantaba “lo que ha de venir de lo inconciente”... Palabras finales
A lo largo de este ensayo, hemos devuelto a la teoría de la seducción su estatuto olvidado y reprimido: la hipótesis de 1896 fue esencialmente una explicación del familiarismo de la enfermedad. Ello se comprueba en tres dimensiones de esa conjetura: sus antecedentes, su contenido y sus efectos. Sus antecedentes: el vocabulario de 1896 pone al hogar familiar en el lugar de la causa de la patología, haciendo de ese modo el relevo de la única estrategia que hasta ese entonces poseía Freud para deletrear imperfectamente el fondo de las afecciones: la herencia. Su contenido: la seducción fue una descripción condenatoria de ciertas familias. Algunos funcionamientos fami145
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liares creaban las condiciones en que la enfermedad podía luego desarrollarse. Había buenas y malas familias: criarse en unas u otras determinaba que ciertos sujetos escapasen o no al destino del sufrimiento. Más aún, los conceptos de 1896 explicaban de modo sencillo e ilustrativo la fenomenología que las torpes teorías hereditarias habían utilizado desde antaño para mostrar el peso de los linajes. Merced a su argumentación de 1896, Freud reemplazó el lenguaje enmohecido del empuje de la sangre, por las vívidas imágenes de las consecuencias de la convivencia familiar. Es cierto que con ello el reducto de la familia no ganó en candidez. Pero su retrato se adecuó a lenguajes más manipulables, y dio sustento a sueños curativos más creíbles. En términos estrictos, la teoría de la seducción condensa en verdad el trayecto desde una familia política (el hogar con sus empleados domésticos rodeando el cuerpo del niño) hacia una economía política de la sangre (que luego terminaría de plasmarse en el Edipo). Por último, el familiarismo de 1896 se aprecia en los efectos que desencadenó: el derrumbe de 1897 produjo inmediatamente el temor de ver resurgir de sus cenizas los atributos y los alcances de un determinismo hereditario ahu yentado hacía poco. Y volvió a colocar en sus carriles las implicancias no deseadas de este último: una explicación causal poco precisa y la imposibilidad de una promesa sanadora. Que la teoría de la seducción haya sido la más temprana acuñación del familiarismo que el psicoanálisis jamás dejaría de lado, implica asimismo que en esas nociones de 1896 se plasmó lo más distin146
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tivo de la mirada freudiana. Si se toman uno a uno los elementos que el pensamiento psicoanalítico comienza a apilar en la última década del siglo XIX, es difícil establecer por qué resquicio aquel discurso iba a exigir cierto derecho a la originalidad. El valor causal de las experiencias sexuales de la infancia, la importancia de los procesos inconscientes, la posibilidad de reconducir casi toda enfermedad a la operatoria de un trauma que vale en su estatuto de representación –pareciera que las cuentas de ese collar emergen, más o menos dispersas, en un coro del que participan las grandes voces de la neuropatología de fines de siglo. De todas maneras, apelar a la categoría de originalidad a esta altura de la historia reenviaría a disputas un tanto inservibles. Lo que nos interesa es más bien aislar la inspiración que permitió al decir freudiano el reordenamiento de aquellas piezas en un bricolage que marcó un giro sin retorno en las ciencias del hombre. La teoría de la seducción lo hizo mediante un doble acto, uno de cuyos reversos se desmoronó con la misma precipitación que su nacimiento, en tanto que el otro, más resistente, se confundió con el destino mismo del sujeto moderno esculpido por el psicoanálisis. Primero, la conjetura de la seducción abonó una concepción absolutamente etiológica de la enfermedad, proponiendo para cada tipo de afección un modo específico de origen sexual. Dada la explicación que por ese entonces esgrimía Freud sobre el mecanismo de formación de síntomas, la nitidez de la causa tenía por corolario natural la sincera esperanza de una curabilidad absoluta de las neurosis. Ese primer conglomerado de creencias y augu147
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rios se desvaneció en 1897. El segundo movimiento se confunde con ese afán de familiarización de la patología: la hipótesis de la seducción marca el punto cero de eso que podría ser llamado la antropología agónica del psicoanálisis. El sujeto es, tanto para la tesis de 1896 como para todo lo que después se escriba bajo el nombre de la disciplina psicoanalítica, el efecto de una lucha constante –dirimida en los escenarios de la realidad y de la fantasía– con los otros. El individuo nace, se desarrolla y crece en la trabazón infinita –hecha de impulsos, cuidados, descuidos y deseos– que lo liga a los personajes de esa arena imprevisible (siniestra y acogedora) que es la familia.
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Agradecimientos
Este breve ensayo resulta de la reescritura del último capítulo de mi tesis doctoral, defendida en marzo de 2012 en la Universidad Nacional de La Plata (Vallejo, 2012a). Reitero aquí los agradecimientos que figuran al inicio de esa tesis, sobre todo a mi director Hugo Vezzetti. Quisiera expresar también las gracias a las distintas personas que leyeron versiones preliminares de este trabajo: María de las Nieves Agesta, Micaela Cuesta, Jorge Baños Orellana, Marcela Borinsky. Alejandro Dagfal merece una mención especial en esa lista, pues no solamente se desempeñó como lector y jurado de la tesis doctoral, sino que luego mostró su abierto entusiasmo –y su espíritu crítico– hacia el proyecto de este texto. A Luis Sanfelippo le corresponde también un lugar de privilegio en estas expresiones de gratitud. El estudio de los primeros escritos freudianos ha sido una tarea que hemos compartido en los últimos años. Muchas de las ideas expresadas en este ensayo derivan de conversaciones e intercambios con él. Fernando Gabriel Rodríguez me ayudó en 149
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más de una ocasión con las fuentes en alemán, y por ese motivo le estoy agradecido. Por último, debo a la generosidad de Carlos Walker el acceso a algunos de los materiales utilizados en mi investigación.
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Referencias bibliográficas
He utilizado la edición castellana más popular de los escritos de Sigmund Freud. Pero también me he servido de la versión alemana, publicada en 17 volúmenes (Gesammelte Werke, Fischer Taschenbuch Verlag, Frankfurt an Main, 1999). En el caso de las cartas a Wilhelm Fließ, he consultado asimismo el texto en alemán (Briefe an Wilhelm Fliess, 1887-1904 , Fischer, Frankfurt an Main, 1985). De allí provienen los fragmentos en alemán incluidos entre corchetes en varios pasajes de este libro. Abraham, K. (1907a) Sobre la significación de los traumas sexuales infantiles en la sintomatología de la demencia precoz. En K. Abraham (1955) Psicoanálisis y Psiquiatría (pp. 13–19). Buenos Aires: Lumen-Hormé. Abraham, K. (1907b) La experimentación de traumas sexuales como una forma de actividad sexual. En K. Abraham (1980) Psicoanálisis clínico (pp. 35-47). Buenos Aires: Hormé. Anónimo (1895a) S. Freud: Über Hysterie. Wiener klinische Rundschau, 9, 42, pp. 662 ss.; 43, pp. 769 ss.; 44, pp. 696 ss. Recogido en Sigmund Freud (1987) Gesammelte Werke. Nachtragsband. Texte aus den Jahren 1885– 1938 (pp. 328-341). Frankfurt am Main: Fischer.
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