IAMCR – Porto Alegre 2004 - Section: Participatory Communication Research
Mitos y deseos sobre desarrollo, participación y comunicación Gabriel Kaplún
Universidad de la República (Uruguay)
[email protected] Resumen - Abstract
Para impulsar transformaciones profundas en direcciones más democráticas e igualitarias precisamos preci samos desmitificar, desmiti ficar, deconstu deco nsturir rir -y a veces descartardesca rtar- algunas algu nas de nuestras nuestra s ideas id eas sobre sobr e el desarrollo, la ciencia y la tecnología, la sociedad civil, las ONGs y los proyectos, la planifi plan ificaci cación ón y las redes. rede s. Y, en medio m edio de todo t odo eso, e so, repensar repe nsar la comunica comu nicación ción.. El trabajo busca deconstruir algunos mitos acerca de estas cuestiones y propone formas alternativas de pensar procesos de comunicación comunitaria y participativa. Myths and Wishes about Development, Participation and Communication
To effect deep transformations in more democratic and egalitarian directions we need to demystify, deconstruct deconstruct -and sometimes throw away- some of our ideas about development, science and technology techn ology,, civil society, NGOs NGOs and projects, planning planni ng and nets. At the same time, we need to rethink communication. This paper want deconstruct some myths about this issues and propose alternatives ways to think in community and participatory communication processes. Pensamos con palabras. Pero, también, el lenguaje nos piensa. Las palabras que usamos están cargadas y no siempre sabemos de qué. Desarrollo, ciencia, tecnología, sociedad civil, proyect proy ectos, os, redes, redes , son palabras palab ras con las que solemos solemo s pensar pensa r algunas algu nas cosas important impo rtantes es para par a nuestro trabajo como comunicadores en ámbitos rurales (y también en muchos otros). Muchas de esas palabras han devenido mitos. El mito, decía Barthes (1957), transforma la historia en naturaleza: hace parecer “natural” y eterno lo que no es más –ni menos- que un producto histórico concreto. El mito es una “palabra despolitizada” en tanto oculta, activamente, las relaciones sociales de poder. Por ejemplo entre colonizadores y colonizados, entre campesinos y terratenientes. El mito es un robo de lenguaje que facilita un abuso ideológico. El interés de algunos se transforma en el interés de todos o, simplemente, “lo que interesa”. El gusto de algunos se transforma en el buen gusto o, simplemente en el gusto. El desarrollo de algunos se transforma, simplemente, en el desarrollo. Tautológicamente, cada cosa se define por sí misma: la ciencia es la ciencia, el desarrollo es el desarrollo y la pobreza es la pobreza. Y lo que es siempre fue. Y siempre será. No puede cambiar: no está en la naturaleza de las cosas. Para hacer posibles cambios, para hacerlos incluso pensables, una operación útil, necesaria, es desmitificar. Historizar otra vez las palabras, politizarlas de nuevo. En este caso especialmente con palabras clave como desarrollo o tecnología. Hacerlo incluso con algunos de los dispositivos intelectuales y organizativos que hemos creado para, supuestamente, intentar cambios: sociedad civil, ONGs, proyectos, redes. 1. Los mitos del desarrollo
Desde fines de los sesenta comenzó un cuestionamiento a las ideas habitualmente manejadas sobre el desarrollo de los países latinoamericanos. Especialmente a la idea del subdesarrollo como una etapa previa al desarrollo, al que podríamos entrar imitando el camino seguido por los países llamados llam ados “desarroll “desa rrollados”. ados”. Las teorías de la depende depe ndenci nciaa plante pla ntearon aron que que,, po por r el contrario, nuestro subdesarrollo era la otra cara del desarrollo de los países centrales. O, más precisamente, que lo que se venía dando en América Latina era un desarrollo dependiente, dependencia marcada por relaciones desiguales de intercambio y por una desigual distribución internacional del trabajo en la que, sistemáticamente, a nuestros países
se asignaba la producción de aquello de menor valor a nivel internacional, valor determinado a su vez por los países centrales. La ruptura de nuestros lazos de dependencia resultaba entonces la llave de un verdadero camino de desarrollo para los latinoamericanos (Cfr. por ejemplo Cardoso y Falleto 1969). En el pensamiento dependentista, sin embargo, se mantenían muchos de los elementos centrales del pensamiento “universal” (occidental, sería mejor decir) sobre el tema del desarrollo y el “progreso”, noción tan cara a la modernidad. Rotos los lazos de dependencia podríamos avanzar hacia un desarrollo que, en definitiva, no se diferenciaría mayormente del de los países centrales. Lo sucedido en las últimas tres décadas haría más pesimista el diagnóstico de los dependentistas. Terminada la guerra fría los países “subdesarrollados” ya no encuentran siquiera la posibilidad de “aprovechar de una manera u otra el conflicto Este-Oeste y así tener un espacio de maniobr a que les permitía financiar su inviabilidad económica. (....) Hoy todos estos países están obligados, bajo la supervisión del FMI, del Ban co Mundial y de la OMC, a insertarse en la economía global donde, para su desventura, una gran mayoría no podrá ni competir ni resistir la competencia y serán marginados por el funcionamiento darwiniano de la economía global y la tecnología.” (de
Rivero 2001:17)
Como señala también de Rivero, en las actuales condiciones parece imposible que los países “subdesarrollados” –o simplemente inviables como prefiere denominarlos-, puedan atraer las inversiones y la tecnología necesarias para transformar sus economías, dando empleo a sus poblaciones –con tecnologías que en verdad ahorran trabajo humano- e ingresos que les permitan integrarse como consumidores al capitalismo global. Pero aún suponiendo que esto fuera posible se plantea una pregunta todavía más acuciante: “¿cómo podrán los 5000 millones de pobladores del mundo subdesarrollado asumir los patrones de consumo que tienen hoy sólo mil millones de habitantes de las sociedades capitalistas avanzadas, sin causar una verdadera catástrofe ecológica?” (de Rivero 2001:20)
Lo que requiere ser cuestionado entonces no es sólo el carácter dependiente de nuestro desarrollo sino el modelo mismo de desarrollo. Un desarrollo que, en verdad, no es capaz de defender ni respetar la vida humana (Dussel 1998). Pero más aún, parece necesario cuestionar la idea de que existiría un único modelo de desarrollo adecuado para todos y en todo lugar. Se requiere entonces un nuevo debate que permita pensar las relaciones entre la economía y el lugar que sea capaz de fundarse en el conocimiento local de la naturaleza (Cfr. Escobar 2000). No sólo es necesario pensar una relación más armónica entre el ser humano y la naturaleza: hay que cuestionar la idea de que es posible “gerenciar” del mismo modo en cualquier parte estas relaciones. Para los años 80 el discurso desarrollista había perdido fuerza en América Latina. Pero esto no implicó una muerte de la idea de desarrollo sino una nueva vuelta de tuerca. Aunque el discurso posmoderno haya proclamado la muerte de las utopías y los grandes relatos, hubo un gran relato que quedó en pie durante los 90. Fue el “gran relato neoliberal” que contaba –y aún cuenta- la siguiente simple historia: el libre y pleno desarrollo del mercado hará la felicidad de todos los hombres. Si por ahora no todos somos felices es porque el mercado no es totalmente libre. La tarea principal es eliminar todas las trabas que impiden su pleno desarrollo. La utopía neoliberal, la ”utopía del mercado total” (Lander 2002a), está basada en una serie de proclamadas “verdades indiscutibles”, en una serie de mitos: Esto significa que no hay límite para la explotación de los recursos de la naturaleza y que los problemas ambientales que preocupan a la humanidad serán superados con la respuesta tecnológica adecuada. Un mito que no tiene en cuenta que la capacidad de carga del planeta ya ha sido sobrepasada en muchos casos y que estamos erosionando a ritmo creciente su capital natural (Lander 2002a:6). El problema no es sólo si el modelo civilizatorio es o no deseable, sino simplemente si es viable.
El mito del crecimiento sin fin.
Como se ve el mito del crecimiento sin fin guarda una estrecha relación con otro mito: el del desarrollo lineal y progresivo de la tecnología. Esto supone que para todo problema
actual (económico, social, ambiental, etc.) hay una solución tecnológica a la mano que basta con desarrollar. Supone también que hay un solo camino posible de desarrollo tecnológico, que es el que impulsa “el mercado”. Y, cerrando el círculo, da por sentado que es precisamente este desarrollo tecnológico el que impulsa la expansión del mercado total. Así por ejemplo la globalización neoliberal es mostrada como el resultado inevitable del espectacular desarrollo de la informática y las telecomunicaciones –y de su conjunción en la telemática- ocurrido en los últimos años. Se trata de un mito en tanto supone que las opciones tecnológicas son inexistentes o neutras y no variadas y políticas en última instancia. Y que olvida también que los usos de esa tecnología son también diversos y suponen siempre decisiones políticas. El mito de la naturaleza humana individualista y posesiva .
Es decir: el ser humano es un animal que siempre prioriza su propio beneficio y que quiere poseer un número siempre creciente de bienes. El mito oculta el hecho de que si, efectivamente, millones de seres humanos parecen comportarse hoy de acuerdo a este modelo, su difusión y legitimación es producto de una larga y persistente labor ideológica y política que combate sistemáticamente la presencia práctica de otros valores, tales como la solidaridad o la vida comunitaria. El mito de la Historia universal ,
que ubica en el centro a Europa –y Estados Unidos, su hijo dilecto devenido en padre- y que considera a su modelo civilizatorio como la referencia y el punto de llegada para todas las culturas. Este mito supone que habría unas sociedades más “primitivas” cuya aspiración debe ser “llegar” a la modernidad tal como la han entendido Europa y Estados Unidos. Habría entonces un único camino de “desarrollo” y “progreso” en que unos pueblos van más adelante que otros y tienen por tanto no sólo el derecho sino el deber de “civilizar” a los demás (cf. Dussel 2000).
El mito de la tolerancia y la diversidad .
En las sociedades de mercado todos tienen derecho a expresar libremente sus diferencias culturales, a vivir del modo que lo deseen. Este es uno de los puntos de confluencia importantes entre buena parte del pensamiento llamado posmoderno y la utopía del mercado total. En realidad la globalización neoliberal limita fuertemente las posibilidades de ser y actuar de modos realmente diversos. Por la homogeneización de modos de vida (la “macdonalización” del mundo) pero sobre todo por el destierro sistemático a que son obligadas concepciones enteras, modos de pensar y ver el mundo que se consideran simplemente fuera de la realidad, fuera de lo pensable. Como los de muchos campesinos latinoamericanos (más aún si son indígenas). Finalmente dos mitos asociados son el del “desarrollo histórico espontáneo de la sociedad de mercado cuando no hay interferencias ilegítimas por parte del Estado” y, consecuentemente, “el mito de la disminución del papel del Estado en la sociedad global contemporánea (Lander 2002a:9). En realidad, el desarrollo del “mercado libre” requirió de una fuerte imposición por parte del Estado, como sucedió por ejemplo en el paradigmático caso inglés (Gray 1998). Sin la transformación de la tierra común en propiedad privada no habría sido posible ese desarrollo, y esto se hizo gracias a una fuerte intervención estatal y no por generación espontánea. Piénsese en lo ocurrido en muchos de nuestros países latinoamericano. En el caso uruguayo, por ejemplo, el alambramiento de los campos a fines del siglo XIX requirió el impulso decisivo de una dictadura militar. De modo similar el “mercado libre mundial” requiere para su imposición de fuertes intervenciones estatales, interestatales y supraestatales, como las de la Organización Mundial de Comercio (OMC), el ya vigente NAFTA o el proyectado ALCA. Todo indica que, en verdad, sólo algunos estados se han debilitado en los últimos años: los de los países periféricos y dependientes como los latinoamericanos, sometidos a los programas de ajuste estructural impuestos por los organismos internacionales de crédito. Los de los países centrales en cambio, siguen siendo muy fuertes y, sobre todo, han emergido otros poderes supranacionales como estos mismos organismos de crédito o la OMC. Y se ha fortalecido enormemente el poder de las grandes empresas transnacionales, verdaderos estados privados con fuerza para regular innumerables aspectos de la vida de los
seres humanos en todas partes. Con lo cual lo que en verdad ha sucedido es que muchos temas que antes formaban parte de la discusión pública en sociedades formalmente democráticas, ahora operan desde un terreno privado y supuestamente “no político”: el terreno de la “la economía.” (La noción misma de economía política se considera inapropiada: la economía no es política según la visión neoliberal.) Este conjunto de mitos está en la base del proyecto neoliberal. Un proyecto que, aunque insostenible en el mediano plazo, logró un enorme éxito tras el triunfo de una verdadera contrarrevolución global (Quijano 2000:12) que logró poner en retirada otros modelos posibles de sociedad y presentarse ante el mundo como la única forma posible de organizar la vida. Una forma de vida en donde la figura central no es el “ciudadano”, ni mucho menos el “ser humano” sino el “inversor” y el “consumidor.” Donde la idea de sociedad es sustituida por la de mercado o, lo que es igual, donde la sociedad es vista como un mercado donde todo se compra o se vende. Se trata entonces de una ideología que ha logrado presentar como leyes naturales lo que es diseño político del mundo. En momentos en que algunos gobiernos latinoamericanos cuestionan políticamente este discurso no hay que olvidar que su fuerza principal sigue siendo ideológica. El respeto temeroso con que se mira y escucha la voz de “los mercados” no ha desparecido. Y no estamos diciendo que esos mercados no existan sino recordando que son creaciones humanas y no fuerzas de la naturaleza. 2. Los mitos de la ciencia y la tecnología
En esta concepción de desarrollo y en este marco ideológico, juegan un papel central la producción de conocimientos y su aplicación. Es decir la cuestión científico – tecnológica. En lo que se ha definido como ciencia hay al menos un par de problemas importantes para la discusión aquí. Por un lado la idea de “la” ciencia hace olvidar el origen concreto de esa construcción social. Por ejemplo la separación entre ciencias naturales y sociales y el establecimiento de las diversas disciplinas en cada uno de estos subcampos tiene un origen preciso en la modernidad europea y sus desarrollos posteriores. Esto es clave, porque las disciplinas establecen campos acotados para los problemas que son pensables y aquellos que ni siquiera pueden plantearse. Y establecen también los modos “correctos” de pensar, de investigar y de crear conocimientos. Campos y modos que excluyen, por ejemplo, la mayor parte de los conocimientos producidos por los pueblos originarios y por los campesinos latinoamericanos. Aunque esos conocimiento demuestren en muchos casos una profunda sabiduría sobre los modos más “racionales” de relacionarse con la naturaleza, por ejemplo. Donde lo irracional, en verdad, resulta más bien la aplicación de los conocimiento “científicos”. Es que la hegemonía epistémica de estas ciencias supone la aceptación del predominio de lo que dio en llamarse “razón” sobre cualquier otra forma de conocimiento. Una razón que se ha autodefinido como algo diferente e independiente del cuerpo y del mundo (cfr. Lander 2000:15). Resulta muy difícil admitir que “la racionalidad humana no es lo que la filosofía occidental asumió ser” (Lakoff y Johnson 1999:4), comprender que no es puramente literal, desincorporada y desapasionada, que es predominante inconsciente y metafórica y está profundamente ligada al cuerpo y al lugar que habitamos (Lakoff y Johnson 1998, 1999). Cuesta admitir que vidente, visión y vista no son cosas independientes (Varela et all. 1997:222). No hay una única razón universal para todo tiempo y lugar, aunque así lo pretenda la razón cartesiana que nos legó la modernidad occidental. Se trata de una racionalidad que, por su propio origen eurocéntrico, excluyó de la “ciencia”, reduciéndolos por tanto a un lugar marginal, a los conocimientos de otras culturas y lugares. La colonialidad del poder europeo (Quijano, 2000) tuvo su continuidad en una colonialidad del saber (Mignolo, 2000). Los conocimientos de los pueblos originarios latinoamericanos y en general los de las “masas incultas”, son considerados a lo
sumo “sabiduría popular”, pero nunca ciencia. Sin embargo estos conocimientos tradicionales y populares son cada vez más objeto de estudio de las ciencias autorizadas, que en muchos casos terminan “devolviéndolos” a la sociedad, ahora sí, como conocimientos “verdaderos”. En los últimos años esto se ha consolidado como un rentable negocio a través de las reglamentaciones internacionales de propiedad intelectual que impulsan organismos como la Organización Mundial de Comercio. La apropiación privada de antiguos saberes comunitarios locales hace que finalmente paguemos alto precio por sus versiones masiva e irracionalmente (valga la paradoja) impuestos a nivel global, trátese de semillas o medicamentos. (Lander 2002b). Las patentes, propiedad ahora de empresas, privatizan un saber que era producido colectivamente y utilizado comunitariamente. La relación entre esta ciencia y sus aplicaciones es un asunto decisivo. Y aquí entramos en el terreno de lo tecnológico y de su “transferencia”, palabra que deja claro la separación entre el dueño del conocimiento y el que lo recibe y sólo puede aplicarlo. Un concepto por cierto muy frecuente en los proyectos de desarrollo rural. Como plantea Santos (1996), al conocimiento llamado científico se ha asociado un tipo de aplicación llamada técnica. La aplicación técnica de la ciencia supone que: 1. Quien aplica el conocimiento está fuera de la situación existencial en que incide la aplicación y no es afectado por ella. 2. Existe una separación total entre fines y medios. Los fines se presuponen definidos y la aplicación incide sobre los medios. 3. No existe mediación deliberativa entre lo universal y lo particular. La aplicación procede por demostraciones necesarias que dispensan la argumentación. 4. La aplicación asume como única la definición de la realidad dada por el grupo dominante y la fuerza. Escamotea los eventuales conflictos y silencia las definiciones alternativas. 5. La aplicación del know-how técnico vuelve dispensable, y hasta absurda, cualquier discusión sobre un know-how ético. La naturalización técnica de las relaciones sociales oscurece y refuerza los desequilibrios de poder que las constituyen. 6. La aplicación es unívoca y su pensamiento es unidimensional. Los saberes locales o son recusados o son funcionalizados y, en cualquier caso, teniendo siempre en vista la disminución de las resistencias al despliegue de la aplicación. 7. Los costos de la aplicación son siempre inferiores a los beneficios y unos y otros son evaluados cuantitativamente a la luz de los efectos inmediatos del grupo que promueve la aplicación. Cuanto más cerrado el horizonte contabilístico, tanto más evidentes los fines y más disponibles los medios. (Santos 1996:19) En la base de este modelo está la idea de que es posible convertir todos los problemas sociales y políticos en problemas técnicos y de gestión. La tecnocracia y la sociedad managerial (Aubert y Gaulejac 1993, Kaplún 2001) son su ideal. En América latina los resultados en materia de destrucción social, cultural y ambiental deberían, al menos, hacer reflexionar antes de insistir en su adopción acrítica. Vale la pena recordar además la crítica que ya Paulo Freire realizara al modelo de transferencia tecnológica, en su ensayo referido a las experiencias extensionistas rurales. La extensión, plantea Freire, refleja generalmente la pretensión de “extender” las cualidades de la institución de la ciencia, consideradas superiores, a sujetos que no las tienen, sustituyendo sus conocimientos “vulgares” por otros “correctos”. Sustituyendo una forma de conocimiento no científico por otra considerada mejor, el conocimiento científico (Freire 1991:24-27). El “equívoco gnoseológico de la extensión” parte de la base que los conocimientos de los campesinos, asociados a su acción cotidiana en su realidad concreta, deben ser remplazados por otros, los que el extensionista trae, provenientes de un conocimiento científico universal, elaborado en otro lugar: la academia, la universidad, la ciencia. La extensión no propone un diálogo entre estas dos formas de conocimiento, sino
la imposición de uno sobre otro. Por ello Freire (1991:21) caracteriza al extensionismo como un proceso de invasión cultural. Y ya desde el título propone otra forma de pensar la relación entre técnicos y campesinos: “¿extensión o comunicación?” Si la extensión como invasión cultural parte de una teoría de la acción basada en la anti-dialoguicidad (Freire 1991:41), de lo que se trata es de apelar a una teoría de la acción basada en la dialoguicidad, en el diálogo de saberes diferentes. A partir de este diálogo es posible por ejemplo pensar, aún en un contexto globalizado como el actual, modelos locales de “desarrollo”... o de vida, simplemente. Por ejemplo entendiendo la resistencia de muchos campesinos latinoamericanos al modelo dominante de mercado, cuando optan siempre que pueden por una economía de subsistencia (Escobar 1998). Entendiendo a aquella comunidad quechua boliviana que decía a un grupo de técnicos que venían a presentar un gran proyecto para su zona: “Padrecitos, por favor: no nos desarrollen”. Entendiendo la preocupación del movimiento indígena ecuatoriano por construir “tecnociencias con conciencia” (Macas y García 2002). Claro que los modelos locales nunca aparecen puros sino mezclados con los dominante y absorbidos en cierta medida por ellos. Pero frente al manejo de la economía por los técnicos planificadores hay que volver a partir de las prácticas cotidiana de la gente y sus construcciones locales, en tanto constituyen la vida y la historia de un pueblo, las condiciones del cambio y para el cambio. Se trata, en fin, de constituir a los sujetos locales subalternos en una comunidad de “modeladores”, capaces de comprender su propia experiencia histórica y definir su propio modelo (Escobar 1998). 3. Las ONGs: los mitos de la participación y la sociedad civil
Ahora quiero analizar algunos de los dispositivos conceptuales y organizacionales pensados para cambiar la realidad rural y la realidad social en general. En primer lugar la idea de las ONGs y su estrecho vínculo con eso que ha dado en llamarse sociedad civil. El término ONG es bastante nuevo: fue acuñado en los 80 por las Naciones Unidas para legitimar como interlocutores a una serie de organizaciones distintas de los gobiernos en el debate de diversos temas de la agenda mundial: desde los derechos humanos a la cuestión ambiental o el “desarrollo”. El nombre terminó por generalizarse a un conjunto muy grande de instituciones que tenían historias y tienen trayectorias y objetivos diversos. Así por ejemplo hay un conjunto de instituciones surgidas en los años 60 que retoman la tradición de las organizaciones filantrópicas pero le dan un nuevo vuelco a partir de las propuestas desarrollistas de la Alianza para el Progreso. A comienzos de los 70 en Perú un lúcido libro sintetizaba ese momento con el título “De invasores a invadidos” (Riofrío et. al 1973). Decía que en aquellos barrios que habían surgido por invasión ahora aparecían nuevos invasores: un conjunto de instituciones de “promoción del desarrollo”. Esta invasión estaba enmarcada en la estrategia de control y contención social, impulsada por Estados Unidos en una época donde la revolución cubana para muchos latinoamericanos era una vía de salida posible. Este tipo de organizaciones tuvieron luego diversas evoluciones. El llamado “desarrollo de la comunidad” por un lado y la reconceptualización del trabajo social por el otro, llevaron a que muchas de estas instituciones afiliadas al desarrollismo se cuestionaran su rol y lo reformularan en un sentido más crítico (cfr. Núñez 1985). Hubo otro tipo de organizaciones, en los 70 y los 80, creadas o apropiadas por militantes de izquierda que, en la época de las dictaduras militares latinoamericanas, encontraron en ellas un lugar donde seguir “haciendo algo”. Lo mismo ocurrió con muchos académicos desplazados de sus puestos universitarios en ese período, pero estos últimos crearon principalmente centros de investigación. En el primer caso hubo un pasaje de muchos de ellos del pensamiento leninista al pensamiento de Gramsci, se autodefinieron como
intelectuales orgánicos -orgánicos a los movimientos populares-. En este marco encontramos las ONGs de la llamada corriente de la educación popular, que se plantearon a sí mismas como apoyos a los movimientos populares (cfr. Kaplún 2003a) Muchas de ellas incorporaron con fuerza la dimensión comunicacional a su trabajo y algunas se especializaron en esa dimensión, generalmente bajo el rótulo de comunicación popular. Muchos empezaron a visualizar a este tipo de instituciones como un espacio potencialmente articulador de diálogos entre movimientos sociales nuevos y tradicionales, entre actores locales y nacionales, etc. Un espacio articulador de eso que empezaba a nombrarse como sociedad civil, un concepto que en parte venía de Gramsci pero que, como veremos, se prestaba a varias acepciones. Sin embargo esta potencialidad articuladora estaba lejos de cumplirse en muchos casos. Hay quienes dicen por ejemplo que las ONGs “no cumplen este rol articulador para el que potencialmente están capacitadas, porque son respuestas ciegas a angustias sentidas o estrategias de supervivencia de intelectuales desplazados por la crisis económica o por los mecanismo represivos. No cumplen con su rol articulador porque para poder sobrevivir deben ajustarse a las prioridades de acción fijadas por las agencias, frecuentemente ONGs del norte, en vez de responder a las necesidades más urgentes detectadas en su propio medio. La relación entre ONGs del norte y del sur reproducen los vicios de las antiguas relaciones bilaterales, inspiradas en el principio ‘los del norte pensando por la acción del sur’, con el agravante que, por la capacidad de penetración que tienen las ONGs, sus efectos calan mucho más hondo a niveles locales, tienen más capacidad destructiva y constructiva que el propio Estado” (Max Neef 1990)
El tema del Estado es precisamente uno de los ejes que redefine el papel de las ONGs. Durante las dictaduras militares obviamente este tipo de instituciones habían estado muy alejadas del Estado –y el Estado de ellas-. Pasados los gobiernos militares, entre mediados y fines de los 80, al tiempo que menguan los financiamientos externos que las sostenían, muchas inician una creciente relación con el Estado. Tanto que el término ONG , que por ese tiempo empezaba a utilizarse, adquiere un particular sentido para muchas de ellas: se trata de organizaciones que suplen al Estado, que hacen lo que éste dejó de hacer, no quiere seguir haciendo o nunca hizo pero se supone debiera hacer. La acción supletoria de la ONGs suele hacerse ahora además con financiamiento directo o indirecto del propio Estado y ya no sólo de las ONGs del Norte (muchas de las cuales solían además canalizar recursos de sus propios estados). El hecho de que las ONGs asuman muchas tareas antes reservadas al Estado tiene origen sobre todo en un movimiento desde el propio Estado que busca transferir hacia otros actores buena parte de su acción. Por ejemplo a través de procesos de descentralización (transferencia de actividades hacia ámbitos locales) o desinstitucionalización (transferencia hacia la sociedad de tareas de protección de viejos, niños o enfermos, por ejemplo). Este tipo de procesos pueden tener dos orígenes y dos signos bien diferentes aunque se confundan en la práctica. Por un lado pueden formar parte de la tendencia privatizadora neoliberal que propone achicar los Estados. Por otro puede ser parte de la tendencia democratizadora de las izquierdas emergentes que buscan hacer crecer el poder de la sociedad. El problemas es que muchas herramientas de acción se parecen tanto que cuesta distinguir cuándo se trata de uno u otro caso. Un indicador posible –aunque no siempre suficiente- es analizar de dónde proviene el movimiento: si de la sociedad misma que reclama más poder o del Estado que quiere sacarse problemas de arriba, transfiriendo por ejemplo a los pobres la responsabilidad por solucionar su pobreza. Es en esta discusión que palabras como sociedad civil, ciudadanía, participación (y todos sus derivados: participativo, etc.), empiezan a ser terreno de disputa. Las mismas palabras pueden entonces formar parte de proyectos muy diversos e incluso contrapuestos: los proyectos de cuño neoliberal y los de democracia participativa (cfr. Dagnino 2003). Aunque el concepto de sociedad civil tiene una historia larga en América Latina su uso se generaliza desde comienzos de los 80 en el marco de la recuperación del pensamiento gramsciano. Por esa misma época es posible encontrar procesos similares en otras partes del
mundo, por ejemplo en los movimiento democratizadores en la Europa del Este. Lo común a procesos tan diferente era el protagonismo asumido por –o asignado a- diversos actores sociales “no políticos” en los sentidos partidario y estatal del término. En ese momento hay, por ejemplo, un fuerte énfasis en lo que se llamó los “nuevos movimientos sociales”. En los 90 se produce un deslizamiento del término hacia lo que podríamos llamar la “oenegización” de la sociedad civil, en el doble sentido de entender a “las organizaciones de la sociedad civil” casi exclusivamente como la ONG’s y, por otra parte, impulsar a convertirse en ONGs a diversas organizaciones sociales. Un verdadero proceso de “civilización de la sociedad civil” (Benessahie 2003). En este proceso juegan un papel decisivo las agencias financiadoras y especialmente los bancos multilaterales de desarrollo (BID y Banco Mundial), que proponen la denominación sociedad civil y la idea de “fortalecimiento de la sociedad civil” a las ONG’s, con las que comienzan a relacionarse en ese momento, como un modo de incorporar elementos de participación social a sus programas. Participación que, como se irá viendo, suele ser más bien limitada y “ritual”. Y que, tanto en el caso de los bancos como de las otras agencias financiadoras, se establece a cambio de un acotamiento de las agendas, imponiendo de hecho las prioridades de los actores globales por sobre las de los locales. (cfr. Tussie 1997, Mato 2003). La más reciente denominación de “tercer sector” –tercero en tanto diferente del mercado y del estado- avanza otro paso en la misma dirección. Se presenta así como un “sector” homogéneo al menos en su papel social y político- “al mundo asociativo y de acción voluntaria” (Roitter 2003). Este sector privado con interés por lo público, pasa a tener un papel central en los esfuerzos por involucrar a la sociedad tanto en los megaproyectos financiados por los bancos multilaterales de desarrollo como en los programas compensatorios que buscan paliar los efectos de los programas de ajuste neoliberales. Pero al mismo tiempo esta nueva moda de la sociedad civil ha impulsado el establecimiento de redes y vínculos antes inexistentes o débiles dentro del propio mundo asociativo. Proliferan entonces iniciativas conjuntas, financiamientos compartidos, programas comunes, espacios de encuentro y reflexión colectivos. Estas redes y espacios de encuentro suelen revelar nuevamente la heterogeneidad, pero también permiten construir alianzas más coherentes y reintroducir sentidos más críticos en la acción. El sentido de la “participación” y del propio término “sociedad civil” entran en discusión. En esta dirección resulta especialmente útil recuperar el sentido gramsciano del término, incorporando a la discusión aportes más recientes sobre el problema de la construcción de hegemonía que estaba en su raíz (cfr. Laclau y Mouffe 1987). Se trata de recuperar o potenciar la capacidad de agencia de las ONGs desde el reconocimiento de sus límites, pero es una discusión que trasciende ampliamente el campo de la ONGs y que debe incluir a los “nuevos” y “viejos” movimientos sociales. Y que debe incluir discusiones explícitas sobre el estado y el mercado. 4. La lógica de los proyectos: el mito de la eficiencia técnica
Precisamente hace un tiempo me tocó intervenir en un panel titulado “ONGs ¿lógica social o lógica de mercado?”. Frente a esta pregunta preferí responder de la siguiente manera: “lógica de los proyectos”. Al respecto vale la pena citar un texto muy hiriente pero divertido: “Un proyecto es algo estructuralmente similar a un cuento de hadas. Cenicienta tiene problemas, queda huérfana y la adopta una madrastra perversa con hijas feas e infames. Cenicienta tiene amigos humildes y simpáticos, pajaritos y ratones. Cenicienta quiere ir al baile y no puede. Viene el hada madrina le facilita las gestiones y le da recursos. Cenicienta va al baile, el príncipe se enamora y, aunque surgen nuevos problemas, al final se casan, son felices y los pajaritos cantan y los ratoncitos bailan... Los proyectos son algo parecido. Problemas terribles aquejan a personas lindas,
honestas y humildes. Algunos amigos de estos desposeídos quieren ayudarlos pero no pueden, no tienen con qué. Viene el funcionario internacional y descubre la solución y con su magia para conseguir recursos lo soluciona todo. Las ONGs son algo así como los pajaritos y los ratoncitos que tratan de ayudar a los humildes y simpáticos a ser felices y al hada madrina a realizar sus nobles objetivos. El cuento de hadas son los proyectos. Cenicienta representa a los pobres o beneficiarios. El hada madrina es el funcionario del organismos financiador. Los ratoncitos son las ONGs. La carroza voladora son los recursos financieros. El casamiento con el príncipe es el desarrollo sostenible... La diferencia es que en el mundo real los ratoncitos y los pajaritos son los únicos que se casan con el príncipe, y son las ONGs las que alcanzan su propio desarrollo autosostenido.” (Lofredo 1991) Quienes hemos trabajado en proyectos de desarrollo en ONGs sabemos que esta ironía, aunque nos duela, revela algunas verdades. La elaboración de un proyecto suele partir de diagnósticos en que difícilmente participan los “beneficiarios” y se transforman en un documento adaptado a los requerimientos del financiador, que suele imponer su propia agenda temática. Esta agenda puede incluir temas políticamente muy correctos pero que a veces poco tienen que ver con lo que le preocupaba a los beneficiarios, desde lo ecológico a las cuestiones de género. Con frecuencia el documento resultante pasa aún por varios filtros y traducciones entre las ONG financiadoras del Norte o los organismos multilaterales de crédito que pueden incluso modificarlo o parcelarlo para hacerlo financiable. El dinero puede llegar mucho tiempo después del pedido original, cuando aquellos “beneficiarios” y sus problemas han cambiado bastante, y también puede haber cambiado la propia ONG. La puesta en práctica del proyecto finalmente puede diferir mucho de lo supuestamente aprobado, aunque un informe habilidoso sabrá disimular las diferencias y dar por cumplidos los objetivos y conseguidos los “impactos”. Total que la necesidad o problema de origen y el proyecto ejecutado pueden parecerse como una persona a una caricatura. Y a veces la persona puede ser un campesino sin tierra y la caricatura un cow boy de matinée. Más allá de la cuestión de los financiamientos, la lógica de los proyectos se ha impuesto en la mayor parte de nosotros como una lógica ineludible para garantizar eficacia y eficiencia. Esto en sí mismo puede ser muy dudoso. Como señala Pierre Calame los enormes cambios ocurridos en la agricultura francesa en la posguerra, por ejemplo, no fueron producto de ningún proyecto ...“del tipo Banco Mundial u ONG de desarrollo. En cambio hubo un proyecto de modernización de la agricultura francesa que mereció el consenso implícito de las fuerzas vivas de la agricultura, del Estado y de la nación. Fue en torno a ese proyecto, a esa representación común del futuro, del imaginario colectivo, que se organizaron las energías, se estructuraron las instituciones y se implementaron los procedimientos financieros y técnicos. ¿Por qué entonces tanta insistencia en los “proyectos de cooperación” y ayuda pública cuando es evidente que mil proyectos de desarrollo solidario no harán nunca un desarrollo solidario? (...) Digámoslo en voz alta: ¡la noción de “proyecto” no existe en la naturaleza! No es un elemento constitutivo “natural” de la evolución de los sistemas bio-socio-técnicos (sino) el producto de una lógica institucional. Desde el momento en que el Banco Mundial concede préstamos, las ONG de desarrollo hacen donaciones y recurren para ello a la generosidad del público y a cofinanciaciones del Estado o de la Comunidad Europea, hay que determinar un objeto cerrado cuyos contornos en el tiempo y el espacio se delimitarán y para el cual producen criterios de receptividad y elección y se definen principios de evaluación. El proyecto es una necesidad para el que financia, no para el que recibe. (...) Pienso a menudo en esto cuando recibo en la Fundación proyectos de desarrollo rural integrado, presentado por asociaciones campesinas de Africa. El modelo, los términos, los argumentos están completamente moldeados por las necesidades internas, las lógicas institucionales de las instituciones que los financiarían. En la India, asociaciones de intelectuales desempleados llegaron a crear incluso sociedades de servicio a los movimientos populares de los países del sur para “elevar sus proyectos”, reteniendo una comisión
del 20 por ciento (lo que desnuda) la importancia y el costo de la mediación entre dos universos. (...) Los ex refugiados políticos latinoamericanos son mediadores maravillosos. La mayoría hace una vez al año su vuelta por Europa en busca de socios capitalistas (precedidos) de un fax conminatorio (que dice) “X o Y va a venir a verlo tal día a tal hora para presentarle las muestras del año; por favor, le agradeceríamos que nos tenga al tanto respecto de las nuevas modas y que lo reciba con agrado”. Deben enfrentar a una clientela variada, contradictoria y versátil. En la Fundación no se habla como se habla en una ONG holandesa, en el Ministerio francés de la Cooperación o en la Comunidad Europea. ¡Qué oficio! A uno, hay que hablarle del papel de las mujeres; a otro, del desarrollo integrado; a la Fundación, de capitalización de experiencias; al último del lugar de los curas.”(Calame 1994:155-156) Yo mismo realicé una vez una de estas giras europeas y doy fe que no exagera. Pero quizás la anécdota que más retuve fue la contracara de este moldeamiento institucional de los financiadores del norte sobre los movimientos del sur. Un funcionario de una agencia de cooperación europea me informó que América Latina en general y mi país en particular habían dejado de ser prioridad para ellos, para priorizar en cambio Europa del Este y Africa. Pero luego me confesaba las dificultades que estaban teniendo en ambos casos para conseguir “buenos proyectos” como los que solíamos enviarles nosotros. Con los africanos incluso, les pasaban cosas insólitas como la siguiente: aprobaban un proyecto, lo enviaba a la institución local para su firma final y pasaban meses sin noticias. Cuando, ya preocupados, llamaban, les decían que estaban esperando que vinieran, porque cómo se puede acordar algo con alguien sin verse las caras, saludarse, darse la mano, besarse... “La gente tiene problemas y el Estado tiene programas”, se ha dicho. Podríamos agregar: y las ONGs tienen proyectos. Proyectos y programas suelen proceder por parcelamientos de la realidad: un programa o proyecto para viejos, otro para jóvenes, uno de salud, otro de vivienda... En la vida cotidiana de las personas conviven viejos y jóvenes, problemas de salud y vivienda. Uno se acostumbra a recurrir a agencias distintas según el problema / necesidad, según la edad o el lugar en que vive. De pronto aparece un proyecto y uno puede resolver una “necesidad insatisfecha”. Cuando el proyecto se termina volvemos a nuestra insatisfacción anterior, pero tal vez aparece otro proyecto, que puede resolver otra cosa al menos. A veces hay varios proyectos juntos funcionando en la misma zona, y entonces cada uno realiza su diagnóstico al comienzo, su evaluación de resultados e impactos después. Unos hacen encuestas y otros, más participativos, hacen talleres. Un día el vecino se cansa de que lo encuesten a cada rato: primero sobre los viejos, después sobre los niños, más tarde sobre vivienda y otro día sobre salud. Y al final pone un cartel en la casa: “Encuestas 10 pesos”. Detrás de la lógica de los proyectos está la lógica de la planificación. El problema de esta lógica es, a mi juicio, haberse generalizado como una lógica, única y universal. La planificación y toda la ingeniería de técnicas sociales se imponen como un modo de presión para la adopción de un cierto tipo de racionalidad instrumental, que establece cierto tipo de conexiones entre medios y fines. Planificar puede ser así un modo de aplanar: aplanar diferencias y conflictos, aplanar complejidades y procesos para hacerlos más manejables. Cuando esta ingeniería se expande en el campo específicamente comunicacional se convierte en cosas como el marketing social: el cambio se puede vender como un producto más. 5. Alternativas de la planificación y planificación alternativa
¿Todo lo anterior lleva a descartar la idea la planificación como una actividad valiosa y útil? A mi juicio no. Planificar no sólo no es malo: es algo que de hecho hacemos todos en la vida cotidiana y en la acción social. El problema es cómo. El problema es qué entender por planificación.
No existe uno sino muchos modos de entender la planificación. Para ordenar la discusión en torno a esos modos diversos puede ser útil situarlos en relación a dos ejes. En un eje ubicamos dos posturas opuestas en torno a la concepción de realidad y racionalidad manejada. De un lado la creencia en que la realidad es relativamente simple y controlable y que un esfuerzo racional suficiente permite prever todo lo que puede suceder y las consecuencias de cualquier acción para cambiar o mantener las cosas como están. En el otro extremo la convicción de que la realidad es esencialmente compleja y poco predecible y que, por tanto, lo esencial es aprender continuamente para adaptarse activamente a la realidad y transformarla a la vez. En el primer caso se pone el acento en el plan: una previsión lo más anticipada posible sobre lo que debe hacerse y se hará, corrigiendo las eventuales desviaciones cuando sea necesario. En el segundo se preferirá una planificación continua, casi cotidiana que, sin dejar de tener a la vista una orientación general, vaya aprendiendo desde la práctica misma de transformación, analizando los obstáculos y las oportunidades que se presentan. Entre ambas posturas extremas habrá una gama de posibilidades intermedias, que combinen aspectos de una y otra manera de entender la planificación. En el otro eje ubicamos también dos posturas extremas. Una que entiende que la planificación es tarea de expertos, de técnicos que manejen adecuadamente los conocimientos y herramientas del campo específico de que se trate: económico, social, agrícola, etc. Esto aseguraría la calidad y viabilidad técnica de la planificación, la perfección del diseño. En otro extremo una postura que entiende que, para tener éxito, una buena planificación debe partir de y ser realizada directamente por aquellos que van a ser afectados, para bien o para mal, por lo que se hará. Porque ellos conocen directamente muchos de los problemas en juego, saben mucho de lo que hay que saber para resolverlos. Y porque además sin ellos no es posible resolver en serio esos problemas: el plan que se les impone es vivido como algo externo que es preferible sabotear o que se cumple sin convicción, fracasando por ello con demasiada frecuencia. Aquí la preocupación está más centrada en la viabilidad social y política. También entre estas dos posturas extremas es posible encontrar una gama de combinaciones y posibilidades intermedias. El siguiente gráfico ilustra sobre la ubicación posible de algunos de los distintos enfoques de planificación en torno a estos dos ejes, aún sabiendo que esta ubicación es relativa y que en cada caso específico el enfoque particular puede moverse tanto en sentido vertical como horizontal. La planificación “clásica” o “racional comprehensiva” (Middleton 1986) se ubica en el ángulo del control técnico alto y la participación social baja. La planificación distributiva, que es la que hacen los Estados cuando elaboran sus presupuestos, está sometida a múltiples presiones y discusiones políticas. El enfoque innovativo plantea que, como no se puede cambiar todo a la vez en una organización o en una comunidad, puede ser útil introducir una innovación concreta en un lugar, que sea capaz de provocar y potenciar otros procesos de cambio. La planificación negociada busca involucrar a diversos actores en la discusión, pero mantiene las decisiones en manos de los planificadores. Es la que han adoptado algunos municipios para diseñar planes de desarrollo urbano, por ejemplo. Vamos finalmente a la planificación participativa, idea de moda por cierto. No es simple saber cómo encarar la planificación desde los enfoques participativos. Porque no es fácil saber cómo involucrar realmente a los actores en juego, que casi nunca pueden ni quieren participar totalmente y en todo. Porque no es fácil saber cómo asegurar a la vez viabilidad técnica sin terminar imponiendo racionalidades ajenas. Tampoco es fácil saber cómo moverse en el eje de los procesos: algunos manuales de planificación participativa en comunicación, por ejemplo, parecen agregar participación a la lógica clásica, pero manteniendo la idea del plan cerrado de largo plazo, más hacia la izquierda que lo que aparece en el gráfico. La complejidad de las técnicas propuestas, a su vez, hacen que parezca difícil involucrar realmente en la planificación al ciudadano de a pie o al campesino de alpargatas. Creo que nos falta todavía construir herramientas teóricas y metodológicas
más sólidas para hacer de los procesos de planificación participativa algo más eficiente y democrático simultáneamente. En lo personal en esta búsqueda he ido construyendo algunas herramientas conceptuales. Comparto aquí, sintéticamente, dos de ellas. La primera fue pensada para proyectos de intervención en una comunidad, un grupo o una organización, viniendo desde fuera. Es lo que suele suceder con los técnicos de cualquier área en su trabajo con comunidades rurales o urbanas. Habitualmente partimos de problemas y/o necesidades a la hora de diagnosticar. Pero el punto de partida de la acción es casi siempre un deseo. O debería serlo. En realidad un problema y una necesidad son también deseos en el fondo. Cuando alguien dice “Acá lo que necesitamos es agua; el principal problema es la falta de agua”, probablemente está diciendo: “Yo quiero que haya agua, para mí eso es lo más importante: es mi deseo más fuerte”. Pero si alguien dice “No, acá lo que hace falta es una cancha de fútbol”, está diciendo que ése es un deseo más fuerte para él, una “necesidad” con mayor prioridad. Tal vez incluso esté diciendo que la cancha puede ser un punto de encuentro que permite a su vez generar otros... que harán posible incluso pelear por el agua y por otras cosas. Siguiendo a Max Neef (1993) podemos ser más precisos. Tal vez lo que se está priorizando no sea el agua (a la que de algún modo ya se accede, aunque sea escasa o de mala calidad) sino un tipo de satisfactor específico para la necesidad de agua: por ejemplo cañerías que llevan el agua hasta una zona, canillas (grifos) de uso comunitario o dentro de cada vivienda, etc. Distinguir entre necesidad y satisfactor ayuda a entender por qué algo que es “necesario” para unos no lo es para otros: aunque la necesidad sea “universal” los modos de satisfacerla varían en cada tiempo, lugar y cultura. También es posible comprender, por ejemplo, que la lucha por hacer llegar las cañerías hasta la zona o el trabajo colectivo para construir la cancha pueden ser dos satisfactores para la misma necesidad: la necesidad de participación social, la necesidad de establecer o restablecer vínculos en la comunidad y constituirse o reconstituirse como actor social, como sujeto colectivo con capacidad de actuar e incidir. Con capacidad para “planear sus sueños” (Núñez 1998). También las necesidades y problemas de comunicación pueden confundirse fácilmente con satisfactores de esa necesidad. Personalmente entiendo por comunicación dos cosas entrelazadas: vínculos y sentidos. Cuando una persona, una organización, una comunidad, dicen tener problemas o necesidades de comunicación se refieren a una de dos cosas o, con más frecuencia, a ambas a la vez: la necesidad / dificultad para establecer o restablecer vínculos (entre ellos, con otros) y la necesidad / dificultad para producir y hacer circular sentidos (entre ellos, con otros). Así visto, un periódico, un video, una radio, una campaña no son necesidades sino posibles satisfactores de necesidades de comunicación. Tal vez un análisis más detenido permita entender mejor cuál es o cuáles son los problemas o necesidades en juego y cuál es el mejor modo de encararlos colectivamente. Y descubrir que aquellos satisfactores tal vez sólo aparentar resolver la necesidad o el problema, pero lo hacen de un modo tan superficial que la necesidad sigue insatisfecha: los vínculos siguen rotos o nunca se crearon, los sentidos siguen sin producirse o compartirse con otros. Cuando muchos coinciden en el deseo de un mismo satisfactor ese deseo puede ser un movilizador grupal, organizacional o comunitario. Otras veces es sólo el deseo de algunos. Sea como sea, del deseo de muchos o de pocos, puede surgir un pedido a alguien de fuera de la organización o de la comunidad. Ese puede ser el origen de la intervención de un técnico, de una organización gubernamental o no gubernamental. Pero detrás de ese pedido explícito habrá que rastrear y procesar con la gente la demanda implícita. Por ejemplo entendiendo a qué necesidad profunda quiere responder el satisfactor que se propone y para el que se pide apoyo. Ello puede llevar incluso a cuestionar el pedido y proponer reformularlo. A la hora de encarar el pedido explícito y la demanda implícita podemos aceptar el encargo que se nos hace y cumplir con él, del modo en que un albañil levanta la pared que se le
encargó, o generar un proyecto compartido, una construcción colectiva en el que se involucra tanto la organización o comunidad como los técnicos que vienen de fuera. Si esto se logra es posible que se generen acciones que trascienden el proyecto puntual, que se inserten en un proceso colectivo más amplio y permanente de la organización o de la comunidad. Un proyecto entonces capaz de movilizar un deseo colectivo y convertirlo en acción, fortaleciendo un proceso social autónomo. Esto es difícil, pero es un horizonte para pensar. Difícil porque los procesos sociales son complejos, pero también porque los “proyectos” de los técnicos introducen tecnologías del pensar que puede tener poco que ver con esos procesos. Pensar desde los deseos y no sólo desde las necesidades puede ayudar a construir una lógica común. Una segunda herramienta conceptual que quiero compartir fue pensada para ayudar a planificar acciones específicas de comunicación tales como campañas, materiales, programas, convocatorias y mensajes en general. Una propuesta que puede ser una alternativa a la creciente moda del marketing social al apuntar a la participación en dos sentidos. Participación a la hora de planificar: la herramienta conceptual busca ser lo suficientemente simple y clara como para poder ser manejada por personas sin formación específica en comunicación ni muchos años de educación formal, sin por ello perder complejidad simplificando tontamente la realidad . Y en segundo lugar porque busca involucrar a otros (de la organización, de la comunidad) en la acción comunicacional misma. Los otros no son entonces personas a las que comunicarle cosas para obtener determinadas conductas, verificadas mediante el feedback corrector, sino personas de cuyos deseos e intereses se parte (prealimentación), y a los que se quiere involucrar en la acción comunicacional. Una participación que se aspira sea creciente, de modo tal que los receptores o destinatarios se conviertan en emisores, en inter-locutores, en actores de un proceso compartido de comunicación. Merecen una breve explicación los tres “ejes” que aparecen en el esquema. El eje conceptual se comprende fácilmente. El eje pedagógico es el camino que se propone a otros entre lo que hoy sienten, creen, piensan y un algo diferente. Es pedagógico en tanto aprender implica cambiar. Es un camino pero no es la llegada necesariamente: cuestionarse algo de lo que se pensaba, sentía o hacía es ya un cambio. Lo que se llegará a pensar, sentir o hacer dependerá de muchas cosas en las cuales jugarán los otros también. El eje comunicacional es habitualmente una metáfora, un relato, un personaje, una frase, un juego de imágenes o palabras. También un eslogan o consigna, palabras que no desprecio: bien construidos son sobre todo figuras poéticas que ayudan a recordar y recordarnos una idea. Y aquí más que nunca vale la etimología de “recordar”: hacer pasar de nuevo por el corazón. 6. Redes y nudos: los mitos de la participación
A la hora de pensar formas organizativas más democráticas y participativas hay una metáfora que se ha metido mucho en nuestro lenguaje en los últimos años: la metáfora de la red (y también en plural: las redes). Organizarse en red aparece como una alternativa a la organización piramidal, una forma más horizontal, democrática e igualitaria. Pero a veces no advertimos que las redes pueden re-producir lógicas dominantes de un modo más sutil, menos visible y, por eso mismo, más poderoso. Son redes que nos atrapan en vez de liberarnos. Este ejemplo puede ilustrar. Una organización ambientalista de una pequeña ciudad rodeada de granjas se representaba a sí misma como una red de diversos actores y organizaciones. Su principal actividad estaba centrada en la separación y recolección discriminada de residuos domiciliarios orgánicos e inorgánicos que luego eran reciclados de diversos modos y consumidos dentro de la zona o vendidos fuera. Al preguntar inocentemente quién estaba en ese centro aparentemente vacío del dibujo surgió una respuesta espontánea que al comienzo causó risa: “Don Atilio”. Después de la risa vino la reflexión. ¿Qué pasa cuando Don Atilio no está? Él concentra buena parte de la
información y los recursos de la red, es quien convoca y coordina las reuniones, etc. Tiene la capacidad de conectar a muchos... y también la de desconectarlos. Su trabajo ha sido decisivo para crear y fortalecer la red, pero también puede ser causa de fragilidad si no se construyen otros roles y se repiensa el suyo. Un caso más preocupante, pero muy frecuente, es el de una red de trabajo con niños y jóvenes en una zona suburbana. Algunos de sus miembros se quejaban de la falta de lazos firmes entre las organizaciones y grupos que integran la red, de la falta de compromisos sólidos de trabajo: “Sólo vienen cuando hay cosas para retirar: alimentos, útiles escolares, etc.” ¿A dónde “vienen”?, preguntamos otra vez con inocencia. “Al local de la red”. ¿Tienen un local propio de la red? ¡Qué bien! ¿Y cómo lo consiguieron? Y ahí nos enteramos: tanto la iniciativa para crear la red, como el local, como los alimentos y útiles entregados provienen de una importante ONG. Seguramente una buena iniciativa. Pero es probable que pase mucho tiempo hasta lograr sentir como propia una red que vino de afuera, con recursos de afuera. Y tal vez nunca se logre. O tal vez sí, pero para ello sea necesario incluso que la ONG se retire. O, como en el caso de una red de organizaciones campesinas que analizamos en la misma oportunidad, el crecimiento y la consolidación se logren sólo a partir de que la ONG externa inicialmente impulsora sea desplazada por las organizaciones locales, no sin conflictos por cierto. Queda además una pregunta que nos vuelve al comienzo: ¿cuáles redes? ¿Redes de contención social o redes de movilización y transformación social? ¿Nudos que unen o que aprietan? Las redes no tienen un sentido único posible. Pueden ser un dispositivo para el cambio pero también un aparato más para no cambiar. Desmitificar para cambiar
Creo entonces que para impulsar transformaciones profundas en direcciones más democráticas e igualitarias precisamos desmitificar deconstruir a veces descartar y otras repensar y reconstruir algunas de nuestras ideas sobre el desarrollo la ciencia y la tecnología la sociedad civil las ONGs y los proyectos la planificación y las redes. Y, en medio de todo eso, repensar la comunicación. Referencias bibliográficas
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