Instituto Teológico de San Esteban Salamanca
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Jesucristo, revelación del misterio del hombre Ensayo de antropología antropología teológica Martín Gelabert Ballester
Sotero Alperi Colunga Salamanca, 23-5-1998 Curso 1997-98
GELABERT BALLESTER, M. Jesucristo, revelación del misterio del hombre. Ensayo de
antropología teológica, Horizonte dos mil. Textos y monografías, Salamanca-Madrid, San Esteban-Edibesa, 1997, 266 pp.
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El autor es dominico y doctor en teología por la Universidad de Friburgo. Es catedrático de la Facultad de Teología de Valencia, donde enseña Antropología Teológica y Teología Fundamental. Profesor invitado en el Instituto Superior de Ciencias Catequéticas San Pío X, de Madrid. Tiene publicados numerosos artículos en revistas, diccionarios teológicos y obras en colaboración, así como libros sobre temas de su especialidad. El libro que nos presenta Gelabert pertenece a la serie Horizonte dos mil. Textos y monografías, atalaya abierta a nuestro tiempo desde los caminos ya trillados de la mejor tradición dominicana. Este libro es una síntesis a modo de ensayo, que puede servirnos de manual sobre la disciplina antropológica de los estudios teológicos. No es un estudio sistemático completo, sino más bien una presentación fundamental del Dios cristiano que se revela en el ser del hombre, o una explicación del misterio del hombre revelado por Jesucristo. Por tanto no está todo lo que se puede decir sobre el hombre, porque es una antropología adjetivada: una visión cristiana o desde el evangelio, es decir, «teológica». Y no se tocan todos los aspectos hasta agotarlos, sino que sólo aparece lo nuclear (casi nos atreveríamos a decir que lo imprescindible) para comprendernos mejor.
Introducción: ¡Qué buen vasallo si tuviese buen señor!
El problema es cómo decir y presentar a Dios: lenguaje religioso. Para que sean «buenos vasallos» los que escuchan, si sabemos presentar al buen Señor. Un Dios digno de nosotros, sus «vasallos», que es Amor porque nos ama. Ese quehacer es propio de la teología: comprender para mejor creer. I El discurso teológico sobre el ser humano
Implica una perspectiva completa, un punto de vista que se interesa por la totalidad del ser humano; que respeta otras “antropologías” (incluso las asume) pero que pretende explicar la raíz o fundamento de lo humano desde los datos revelados. Y para los hombres y mujeres de hoy: hablar razonablemente y con sentido del ser humano, de su vocación “religiosa” o trascendente. Además esta “teología” del hombre debe ser cristocéntrica, puesto que Cristo es quien nos revela al Padre y nos descubre como hijos de Dios, a la par que nos identificamos como
hermanos. Él es paradigma de humanidad: Dios humanado. Seguirlo es humanizarnos, realizarnos plenamente como personas. Llegar a ser como Cristo: pasión de divinidad. El hombre es un problema o enigma o misterio que no se define, sino que se esclarece en la medida que conocemos mejor a Aquel que es su explicación o razón de ser. Los hombres son el «relato de Dios» (E. Schillebeeckx) Y lo que sorprende es ese amor que Dios nos tiene. Tal es la clave para entender a Dios y al hombre. II El hombre, criatura en busca de sentido
Tiene sentido pensar que la existencia tiene a Alguien personal que la sustenta y la sostiene. La contingencia parece reclamar un absoluto como razón de ser. La fe nos descubre nuestro ser creatural: Dios es Creador “del cielo y de la tierra”. El hombre sufre una crisis de finitud que le lleva a cuestionarse por el valor de la vida. De ahí surgen tanto la actitud filosófica como la curiosidad científica. Pero el interés de los israelitas era de orden salvífico: conocer a Dios es saber relacionarse con Dios. Y la experiencia primigenia fue liberadora: nacieron con conciencia de ser pueblo de Dios. Ante los fracasos de su propia historia, su fe proclamó que Yahvé no sólo era el creador del pueblo, sino también de todo cuanto existe y del mismo hombre. Tras la experiencia fuerte del exilio, los profetas suscitaron la esperanza de un nuevo éxodo: Dios que domina los cielos, puede también aniquilar los tiranos; ningún poder, ningún dios hace sombra a Yahvé. Si de la nada hizo todo, si no había nada distinto de Él, podrá también cambiar lo que ya existe. Además es providente y todo lo cuida, sostiene y ordena al bien de los que ama. Es misericordioso y perdonador. Todo lo puede, pues puede todo lo que es posible: no podrá alterar el orden natural, hacer perfectas a las criaturas finitas. Pero sí re-crear al hombre, justificándolo. Dios crea al ser humano: varón y mujer “en una misma carne”, con absoluta igualdad. Los creó libres y autónomos, pero dependientes y necesitados entre sí. Ser uno mismo (naturaleza) y ser de Dios (creación) son dos “aspectos” constitutivos, no contradictorios: el uno se dice desde la razón y el otro desde la fe. El Dios infinito se hace presente en lo finito; lo inmanente toca lo trascendente, sin destruirse entre sí. Cada persona divina deja su impronta personal, algo de su propiedad , en lo creado: la gratuidad del Padre, la receptividad del Hijo y la comunión del Espíritu. Cristo es el mediador universal, la meta de la creación: el mundo tiene un logos, un sentido, una razón, no es puro caos o azar. La Palabra de Dios no sólo crea, sino que hace el mundo inteligible. Jesucristo revela al mundo la voluntad del Padre sobre el cosmos. Por eso es el Primogénito, origen y fin: Dios crea y salva por medio de Cristo. El Espíritu es la inmanencia de Dios, que no sólo interviene en el origen del ser, sino que permanece en el ser, lo vivifica y lo sostiene. Es una presencia sacramental. Lo creado es sacramento de Dios, preparación a la Encarnación. Por el Espíritu nos tropezamos con Dios en la historia, en la realidad cotidiana. Pero hace falta una mirada espiritual.
Dos consecuencias más: el mundo fue creado para el hombre, que debe cuidarlo como un regalo. Dios le ha hecho administrador y jardinero, no propietario, de la creación. El Génesis es un relato “ecologista” que nos impele al reparto justo de los bienes, a la explotación racional de los recursos naturales, a la satisfacción primaria de las necesidades básicas de la humanidad, etc. La felicidad del hombre es la gloria de Dios, pues hemos sido creados para participar de su vida y de su bondad amorosa. El descanso sabático de la creación se hace escatológico: vida resucitada en Cristo, nueva creación. III El hombre, creado con una dignidad sin igual
Aquí tocamos lo constitutivo del hombre, su capacidad para lo divino ( capax Dei), su ser casi como Dios, poco inferior a los ángeles (Sal 8,6) Dios es la medida del hombre. Eso queremos significar con la categoría teológica de la « imagen y semejanza» : la especial relación con Dios. 1. Dignidad humana: la única imagen apropiada de Dios, aquello por lo que es incorruptible el hombre, la causa de su sed de infinito y la posibilidad de que Dios se humanice, que se haya encarnado , que nos haya redimido por Cristo. 2. Inviolabilidad personal : ser signo de Dios, radical igualdad de todos (fraternidad) bajo el señorío de Dios -no despotismo divino-, con valor de absoluto (sólo relativizado por la “absolutez” del otro) Bendición de Dios, que hace del desprecio humano una mentira; la conciencia, el fuero interno, la urdimbre del corazón (afectiva), que es siempre sagrada. El mandato de no matar, que es la cruz, junto al mandato del amor, que es la cara de lo mismo: defender la vida y dignificarla; incluso la de todo “cainita” despreciable, no porque se lo merezca, sino porque yo merezco ser hijo de Dios en el hermano. 3. Autodeterminación: dominio de sí mismo, de sus actos. Para ser libres nos creó Dios y nos liberó Jesucristo. Sólo Dios tiene poder que libera y hace libres, porque da gratuitamente y se da, sin perder nada. Libres para decidir nuestra vida y realizarnos como personas. Libres también, empero, para dejar a Dios (pecado) y esclavizarnos. Es verdad que sólo arriesgándonos por lo definitivo podemos madurar: sólo lo apasionante merece ser vivido, sólo el tesoro que no nos deja indiferentes. Autorrealización como tarea sacrificada, porque se produce mediatizada, amenazada por nuestra condición de finitud. Es el crecimiento personal, que lo es también de la gracia: crecimiento espiritual. Si Jesús fue el hombre libre, en total referencia al Padre, será nuestro guía en nuestro caminar. Del poder egolátrico y egoísta del Mal al servicio fraternal del Amor. 4. Socialidad : ser en relación, sujeto solidario: no curvado sobre sí mismo. Porque antes del mandato bíblico de fecundidad está la sexualidad /afectividad: capacidad para la entrega y la complementariedad. Y porque Dios es relación personal ( Deus trinus) y es encuentro, unidad en la comunidad ( koinonia): así se nos comunica y se nos da ( revelación) Dios es Padre maternal, que nos ha hecho «dos en una sola carne», unos para los otros. Dios nos ha creado “creadores”,
creativos, pro-creadores de vida: sólo nos pertenecemos cuando nos entregamos. Somos personas a la vez “autoposesivas” y “comunicativas” ( pros-opon, per-sona): un «tú» para Dios. 5. Interlocutor de Dios: Así nos ha creado Dios, para que le tratemos «cara a cara», como Moisés: con un amigo. Ya no somos siervos, disfrutamos de su amistad: dialogamos, rezamos, nos dejamos “agraciar”. 6. Semejanza o imagen dinámica de Dios : casi como Dios, pero imágenes creadas: don divino capaz de perfección (santidad) La omoiosis que tiende al modelo hasta adquirir la máxima verosimilitud. De esta pasta estamos hechos. Con este impulso nacemos, con afán de ser más que humanos, plenamente humanos, «glorificados». Acogiendo a Dios, dejándonos “justificar”, nos vamos cristiformando. Somos más historia que naturaleza, pues lo que somos lo realizamos. Por eso los santos son reflejo de Dios: la semejanza perfecta como don escatológico («Sed perfectos como vuestro Padre») 7. Ser unitario: cuerpo espiritual, materia animada, espíritu encarnado. Superando viejos dualismos, seremos cuerpos resucitados, pneumáticos , o sea, totalmente glorificados. Esperamos la comunión con Dios, la vida en el Espíritu: principio de vida eterna (inmortal). Tenemos un “alma”, una sublime dignidad derivada de nuestra relación (dialogante) con Dios. La resurrección significa la continuidad de nuestro Yo humano tras la muerte, de nuestra personalidad: como transformada por el Espíritu en nueva corporalidad. Resucitaremos íntegros, en todas nuestras relaciones y dimensiones. 8. Jesucristo, auténtica imagen de Dios: reflejo de la gloria divina, la semejanza de identidad. «Imagen de Dios invisible», el primogénito: la Encarnación es la dimensión pensada por Dios al comienzo de la creación. Cristo nos revela la cercanía (paternidad) de Dios y nos hace romper los esquemas previos inadecuados: Él es el rostro verdadero, la imagen más fiel: las demás son siempre ídolos, falsificaciones del modelo original. Él es también el paradigma de humanidad, el ideal de hombre realizado históricamente. Ser cristiano es nada más ni nada menos que reproducir su imagen de Hijo ( filiación) El pecado frustró el designio de Dios de hacernos a imagen del Verbo: Cristo nos devuelve la posibilidad de hacernos en todo semejantes a Dios (no iguales) IV El hombre, creado para el amor, la vida y la felicidad
Dios colocó al hombre creado en su propio jardín por amor. Yahvé paseaba cercano y en amistad, imagen simbólica de un estado de armonía que contrasta con la situación histórica del relator. Se nos quiere indicar que Dios tiene un proyecto original para el hombre: su amistad . Y ello conlleva estabilidad personal y ausencia de temor, pues se viven “con sentido” y se asumen -se consienten- las limitaciones naturales. Este estado de gracia original era, pues, una participación de la vida divina (LG 2 ): fuimos creados para el amor, fuente de vida y felicidad. Por ser imagen de Dios , somos capaces de acoger su gracia amorosa. Así hemos sido hechos: con vocación divina al amor de Dios. El desarrollo de ese plan en la historia, su concreción existencial y temporal - la economía salvífica- enmarcan toda la vida humana. Creación y
salvación,
se dan a la vez: la gracia presupone la persona ya constituida. Y la persona implica relación de comunión y alianza con Dios: «el que te creó sin ti no te salvará sin ti», decía San Agustín. Esta llamada de Dios no desaparece: es la huella de la imagen divina (fidelidad), que constituye un a priori existencial (existencial sobrenatural ) anterior a toda operación humana; produciéndose, como efecto, la distancia infinita de lo trascendente y también el deseo o nostalgia insatisfecha de lo absolutamente otro. Además, esta llamada es “cristiana”, pues no se da encuentro con Dios sin Jesucristo. La creación es cristocéntrica (Cristo, alfa y omega) y cristiforme: la acción y venida de Dios al hombre se realiza y consuma a través de Cristo. La función sanante y redentora se sobreañade a la función elevante de la gracia de Cristo. O sea, al principio fue el amor, no el pecado; el paraíso no fue un estado de privilegio que se degradó con el pecado, sino el “boceto” de un futuro plenificado en Cristo ( filiación divina); la protología se orienta hacia la escatología, etc. No hay perfección del amor sin reciprocidad, por eso la amistad gratuita de Dios exige respuesta de fe (mediatizada), nunca del todo clara (si supiéramos no creeríamos) y casi siempre obstaculizada por las apariencias engañosas del orden natural. Dios, verdad y sentido del vivir, no se imponen, si no es con suavidad insinuante por las mediaciones (Cristo es la máxima mediación) y el pecado no es otra cosa que una mala interpretación de éstas. De ahí el riesgo de la fe, la insatisfacción de todo encuentro (siempre imperfecto) con Dios, las actitudes narcisistas del mismo, el paternalismo, las dependencias... El amor verdadero tiene sus exigencias: «permaneced en mi amor» (Jn 15,9) Los bienes preternaturales significan que el amor de Dios es fuente de vida y de felicidad, ya que el amor unifica y confiere equilibrio o estabilidad a la persona ( integridad ). Al amar, el hombre se hace maduro: se autorrealiza en la entrega al otro. Las bienaventuranzas, reflejo del amor cristiano, humanizan y consiguen alegría (evangélica) en medio de la tribulación y la penosidad de la vida. Incluso el amor de la cruz adquiere significado humano. No otra cosa es la victoria sobre la muerte ( resurrección): la perduración del amor. Y el amor de Dios vivifica, nunca se agota. La fragilidad humana no es un límite al mayor amor que Dios nos tiene (inmortalidad ) y que disfrutaremos si escuchamos su llamada (obediencia). Jesús ha prometido el paraíso del Reino: el proyecto original de Dios se ha hecho realidad en un hombre concreto y nos lo ha puesto al alcance de las manos. V El hombre, criatura libre y responsable
Somos libres por naturaleza. El destino está en nuestras manos. Hemos sido hechos para el amor, la vida y la felicidad. Pero al ser criaturas finitas, la realidad total se nos escapa y no controlamos las consecuencias de nuestros actos. Por eso hay posibilidad de respuesta inadecuada a la llamada de Dios. El pecado es la ruptura del diálogo con Dios: sólo somos pecadores cuando desobedecemos y nos alejamos de Dios; es lo contrario de la fe. Equivale a
destruir la “imagen” de Dios. El pecado de Adán fue la desconfianza, la rebeldía. Jesús, al contrario, hizo la voluntad del Padre, fue el “pionero y consumador de la fe”: nos mostró cómo desde la condición humana es posible vivir a Dios. A pesar del rechazo del hombre, la revelación del pecado es a la par una revelación de la misericordia de Dios. El Credo confiesa el perdón de los pecados.
El primer pecado fue querer ser como dioses, sin contar con Dios. Adán se puso en lugar de Dios, cual Prometeo solitario en su propio esfuerzo; Jesús, vaciándose en Dios, resultó vencedor. El pecado original es el empeño por ser origen absoluto de sí mismo, sin depender de nadie para existir. Es el absurdo de querer ser sin Dios, la actitud prometeica de la humanidad que impide toda solidaridad: Adán acusa a Eva, ésta a la serpiente. Así se transmite la culpa. Pero Jesús se acerca a los pecadores, soporta su sufrimiento y sus cargas: no buscó culpables, sino que guardó el mal consigo hasta morir por él. En las mediaciones se dan siempre tanto el encuentro como el rechazo de Dios. En el acto culpable se alcanza a Dios, por lo que sólo Él puede liberarnos del pecado. Por eso siempre la gracia amorosa de Dios es lo primero. El pecado personal tiene repercusiones negativas en los demás. El pecado de Adán, además, hace pecadores a sus descendientes. Pero no tiene carácter de “falta personal”. San Pablo afirma un poder del pecado en el mundo que se hace presente en -y da lugar a- los pecados personales. Si la gracia de Cristo necesita ser confirmada por un acto libre humano, la incorporación a esa corriente de pecado que está ahí antes de nuestro nacimiento y que nos influye, exige también ratificación nuestra. «Por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rm 5,12)
Un hombre introdujo el pecado en el mundo, o sea, se afirma el carácter histórico (no ontológico) del pecado, que trae la muerte espiritual que afecta todos los hombres. Y les afecta por la razón de que todos pecan al adherirse a esa corriente de pecado anterior. Hace falta la decisión libre que se apropie del destino previo. El pecado original lo es sólo en sentido análogo. Es un pecado “contraído”, “no cometido”, un estado y no un acto. Es ausencia de gracia, no porque Dios no nos ame desde el primer momento, sino porque todavía falta nuestra decisión de acogida personal: estamos ausentes del dinamismo salvífico de Cristo. Dios no hace magia, no se impone a la fuerza. Se quiere significar la necesidad universal de salvación en Cristo. Nacemos con una ausencia de la influencia “cristiana”. No es algo postizo, sino una gracia no debida que nos falta. No es que la naturaleza esté degradada, sino inclinada al mal. El bautismo no quita nada (fuera de Cristo no hay nada que valga la pena) sino que añade un sí consciente a Cristo ( y un no a los influjos negativos del ambiente) La transmisión del pecado original no transfiere culpa, sino que nos solidariza con todos los seres humanos. Podemos participar del pecado y del bien de nuestros antecesores, ya que la
gracia de Dios nos llega por mediaciones y el pecado es ausencia de tal gracia. El que peca deja de cooperar en esa mediación. El yo humano, en su fuero más interno, es social e histórico. Antes de que nazca la conciencia ya ha comenzado la socialización: lengua, cultura, nuestro estar en el mundo, condicionan la personalidad. El pecado de Adán no es la única influencia recibida, pero nos llega a través de un medio: el pecado del mundo, las «estructuras de pecado». El pecado original originante causa acciones personales ulteriores que van configurando una situación de injusticia endémica, más allá de los individuos, que nos alcanza ( pecado original originado) Somos imágenes de Dios hechas para el bien, pero nos obcecamos con las apariencias engañosas y acabamos haciendo lo que no queremos. El Tentador, el «padre de la mentira», nos conduce al mal, que creemos bien. Nos hacemos enemigos de nosotros mismos. Al negar la fe, nos negamos: la ofensa a Dios es obrar contra nuestro verdadero bien. El pecado debe ser superado por lo que nos humaniza, el amor. Esta es la conversión del corazón. VI El hombre, criatura amada hasta el extremo
El mismo Espíritu que aleteaba desde los orígenes de la creación se hace personalmente consciente cuando le acogemos. Es el misterio de la inmanencia del Dios trascendente. Ese Dios oculto, a quien nadie ha visto jamás, se hace tan cercano como lo más íntimo de mi intimidad. Y lo experimento como vivo, me siento “agraciado”. No es una introspección sublimada, espiritualista, la expansión de nuestra conciencia, un “Sí mismo” transpersonal. Estas mediaciones pueden servirnos para acoger al Tú trascendente y personal de Dios. Nuestra experiencia histórica y personal es de desgracias. Lo más cercano es el sufrimiento y el mal del mundo. Anhelamos y suspiramos por “otra cosa”, por un mundo feliz, más humano y en paz. Vivimos una gracia “en esperanza”. Es importante ofrecer signos anticipadores de salvación, como Jesús manifestó en su vida de entrega por los que sufrían. Y vivir, aunque parcialmente, algo de esa liberación. Además hablar de gracia es hablar de la presencia de Dios, que implica también una imagen de Dios. En el AT siempre es un Dios escondido que se acerca y dialoga con el hombre. En Jesús se nos revela la imagen más perfecta de Dios Padre: gracia, perdón y misericordia. Todo lo que no humanice y salve al hombre, distorsiona la imagen de Dios. Hay signos en nuestro mundo que nos revelan algo de la gracia de Dios: la experiencia creativa en el arte, la espontaneidad de la fiesta, la conmutación de la pena capital. La gracia es la actitud fundamental de Dios. Se destaca en toda la historia de salvación, especialmente en los kairoi más relevantes: creación, elección, Encarnación y Pentecostés. El hesed hebreo (= amor, misericordia) expresa un atributo divino principal: Dios es rico en hesed y emet , mantiene su amor y fidelidad. Su acción es siempre amor desproporcionado, gratuito, inmerecido, fecundo. Con Cristo nos ha venido la gracia y la verdad, la kharis salvadora. María es la “agraciada”, la llena de “gracia” (= hen, hebreo) y el evangelio de Jesús es la gran noticia de esa gracia salvadora, propia de un Dios que nada tiene que ver con un juez de recompensas y
castigos. Un Dios que se alegra con el pecador arrepentido, que ofrece liberación en vez de pesadas cargas, que perdona antes de la penitencia: la gracia o acción de Dios transforma. Dios ofrece mucho más de lo que cabe esperar. Ser justo para los judíos era poner su confianza en Dios y cumplir la ley. Pablo sigue la primera corriente, Mateo y Lucas siguen la segunda. Pero hay un matiz importante: los mandamientos para una vida buena son consecuencia (no causa) de la fe en Jesús. La verdadera salvación está en Jesucristo: el justo se hace pecado para que el pecador sea justificado. Así se mostró la justicia de Dios, por la muerte de un hombre que amó a sus enemigos. Dios es justo porque otorga su gracia, porque es misericordioso y no tiene en cuenta el pecado de los hombres. La gracia sobreabunda en el pecado. Por Cristo hemos conocido que Dios no hace justa venganza, sino buena justificación. Pero eso no exime del esfuerzo, pues la gracia hace emerger del interior del hombre una fuerza que le “recrea” y que le impulsa a vivir en amor agradecido. En el Espíritu, todo me es permitido, aunque no todo me conviene. La gloria de Dios es que el hombre viva y sea feliz. Dios se alegra de que nos promocionemos y crezcamos en humanidad. Pero a veces pareció que Dios hacía sombra al hombre, que era su rival. El optimismo pelagiano creyó que la naturaleza era capaz de evitar el pecado, que Cristo nos facilitaba el camino como ejemplo de perfección, como fuente de moralidad. Agustín defenderá la necesidad de la gracia, minusvalorando quizás al hombre. La desconfianza aumenta en Lutero: el pecado original es la concupiscencia personal, que impide toda libertad en los asuntos de Dios. No somos libres para no pecar. La ley nos descubre pecadores, no nos evita el pecado. Gracias a la cruz de Cristo nos viene una “justicia ajena”, que acogemos por la fe. Dios no nos imputa el pecado, pero seguimos siendo pecadores. El pecado es dominado, ya no somos impíos. Trento insistió en la libertad del hombre no justificado para pecar o no pecar. El pecado original no ha corrompido totalmente la naturaleza humana. Y la gracia que justifica otorga un efecto en el interior del hombre: la justicia de Dios es también de la criatura. Esta gracia justificante, que en Lutero establece nuevas relaciones entre el hombre y Dios, para Trento establece nueva ontología, vida nueva, libertad cualificada para poder sentirse amado por Dios. La justicia de Dios que nos justifica, nos hace hijos de Dios. Dependiendo de Dios como criaturas, nuestro ser libre no implica necesidad de relación personal. Dios al crearnos nos llama a la filiación divina, nos ofrece su paternidad amorosa. El Abba de Jesús nos hace hijos en el Hijo, por el Espíritu. No es adopción legalista, sino constitutiva: nacemos de Dios. Es don gratuito que acogemos por la fe. El Espíritu que llena a Jesús, y que nos ha prometido en su paso al Padre, es el Espíritu que nos da como regalo y que nos vivifica. Así poseemos a Cristo y nos hacemos hijos de Dios. Por el Espíritu nos asemejamos al Hijo, pues es el mismo principio de actuación que animó a Jesús. A la vez, por ese mismo Espíritu se hace presente ahora Jesucristo, somos miembros suyos y templo de su Espíritu. Toda la Trinidad está habitando en nosotros: Dios mismo se nos da, pero cada Persona deja una impronta; somos “hijos” del Padre, según el modelo
de Jesús, por la acción del Espíritu: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado»
(Rm 5,5)
Sólo nuestro espíritu puede unirse con el Espíritu. Porque sólo Él es trascendente en la inmanencia de mi mismo, habita en mí en el mismo don de la gracia. Y la transformación es sacramental: en esa mediación finita está el Espíritu, pero remitiendo a Dios. Mediante ese don de gracia (accidental) inserto en la interioridad, se refuerza la identidad del sujeto cristiano situándolo “a la altura” de Dios: la misma esencia del Espíritu se difunde sin división por todos los creyentes. Vivir la vida de Dios, vida eterna: misterio de la gracia. Encuentro personal con Dios, que sigue siendo Dios, a la finitud humana. Lo Infinito se hace finito en el hombre, que se diviniza sin despersonalizarse. El modelo de la opción fundamental nos da una idea de la psicología de la gracia: la opción radical por Dios, que condiciona todo nuestro ser y actuar, la suscita Dios con su gracia y nos hace responder a su amor. La analogía de la palabra nos hace comprender mejor cómo ocurre la transformación del hombre justificado por la gracia: hablar es un modo de donación, de encuentro personal. Dios se autocomunica en su Palabra y al interiorizarla, nos configura. La libertad de los hijos de Dios es una gracia: fundamento de una ética evangélica de la teonomía. Es obra del Espíritu, pues donde está éste, «allí está la libertad» (2 Co 3,17) No es posible hacer negocios con Dios, la ley no salva: Dios es gratuito, no nos debe nada. Pero las obras de caridad surgen de la ley del amor, que no se impone desde el exterior, sino que sale de dentro. Lo que importa es la intención de la ley, realizar lo que pretende: relativizar la letra para cumplir su espíritu. La experiencia de Dios (gracia) es indirecta, a base de indicios, conjetural e incluso paradójica: en la cruz de Cristo. Se da en mediaciones finitas, ambiguas. Más que experimentar a Dios, nos experimentamos a nosotros mismos en nuestra relación con Dios. El criterio será la mayor humanización y servicio a los demás; la capacidad de amar y dejarse amar. No es que mi vida explique a Jesús, sino que Jesús explica mi vida cristiana. VII El hombre, criatura destinada a la salvación
La gracia es participar de la vida (eterna) de Dios. Estamos llamados a la plenitud. El deseo de salvación es universal, pero “negativo”: sabemos qué no queremos. Aquí, en la historia del mundo, es posible adquirir fragmentos o anticipos de la salvación definitiva. Sólo en Dios los bienes temporales causan gozo. Y eso equivale a decir que sólo en las mediaciones fraternas. Y además lo que hagamos por el reino será figura de la salvación definitiva. Hay que superar dualismos: la gracia supone la naturaleza; lo eterno supone lo temporal; la encarnación es posible porque lo humano y lo divino se tocan. La salvación integra todas las dimensiones del hombre, tanto corporales como sociales y personales.
Metodología
Según el autor, se trata «de iluminar el misterio del hombre desde la perspectiva de un Dios que, tal como Jesús lo revela, es un Dios de amor, que sólo quiere la vida y cuya alegría es la felicidad y el bienestar del hombre» (p. 9) Quiere ser un libro de teología ( fides quaerens intellectum) con una visión positiva del hombre, puesto que parte de la revelación de Jesús (Dios salva) Cristo. Además el autor pretende implicarse en el estudio, las palabras le comprometen: «en definitiva, se trata de su propia salvación» (p.22) El esquema es como sigue: 1. Lo que es el hombre: ser creatural. El sentido de la vida 2. Cómo es: «imagen y semejanza de Dios». Dignidad personal 3. Para qué le creó Dios: el designio de Dios. La felicidad 4. Criatura libre y responsable. El obstáculo al proyecto divino: el pecado 5. Criatura amada y «agraciada». Filiación y justificación. Inhabitación del Espíritu 6. Criatura destinada a la salvación. Encuentro definitivo con Dios La condición de criatura (finitud) como don de Dios será la clave para muchas cuestiones: el mal, el silencio de Dios, el pecado. Es sugerente el arranque desde la cuestión del sentido y el enfoque social y ecológico. Destinado desde siempre a la amistad con Dios, tiene el hombre una dignidad especial. La categoría bíblica de «imagen y semejanza» se interpreta en categorías de persona, con los elementos constitutivos de libertad y responsabilidad. De ellos nace la posibilidad de no responder a la vocación divina. Y esa respuesta negativa repercute en todos los hombres a lo largo de la historia. Pero Dios es fiel y ofrece su gracia justificante. La acogida del Espíritu es una experiencia de gracia que apunta a la meta final: el encuentro de comunión con Dios. El autor es dominico y buen conocedor de Santo Tomás, al que cita con inteligencia y acierto. Aprovecha lo mejor del Aquinate, sin ahorrar matices, como suelo nutricio. Pero aprovecha también autores actuales y manuales de antropología con cierta solera. El Magisterio también ocupa buena parte de las referencias: Vaticano II (GS, LG), Juan Pablo II, Catecismo de la Iglesia Católica. Al final de cada capítulo nos ofrece una bibliografía básica seleccionada. Se expresa en lenguaje claro (aunque una segunda edición necesitaría corregir varias faltas de ortografía) y actual, se lee con cierto placer. El libro no se hace pesado. Va a los temas in recto, sin florituras.
Juicio valorativo personal
En todo el libro subyace un planteamiento cristológico: «Cristo es la clave del enigma humano, la superación de toda antropología» (p. 18) Es la intención nada disimulada del autor. Ahora bien, ¿no se da un “salto mortal” desde el hombre, el ser humano concreto, hasta el hombre Jesús de Nazaret, el Cristo, el Señor? Leyendo el texto he tenido la impresión muchas veces de estar con una “cristología camuflada”. Desde unos presupuestos “cristológicos” asumidos, deduce el autor el proyecto humano del cristiano. Se echa de menos un anclaje mayor en la experiencia del hombre actual, un diálogo con los “discursos extrateológicos” que tocan los temas tratados (J. L. Ruiz de la Peña) y las consecuencias eclesiales y pastorales. Pero es probable que esta labor la deje el autor conscientemente para el lector. Él nos ha ofrecido la síntesis teológica de la fe. Las aplicaciones a la praxis, ligeramente insinuadas, caen fuera del alcance del texto. Son gratas las conclusiones al final de cada tema, que resumen su contenido y sirven de enlace con el tema siguiente. Así el discurso es coherente y ayuda a ir asimilando las ideas poco a poco, a la par que se relacionan entre sí. Quizás sea este el mayor valor del libro de Gelabert: su habilidad para mostrarnos la visión global de lo más medular del ser humano. Nos da la base para afrontar con éxito otros tratados sistemáticos más densos. Sugerente la analogía del pecado original, sus mediaciones antropológicas; luminosas las imágenes de la gracia como opción fundamental y palabra acogida que transforma al hombre; clarificadora la salvación que integra todas las dimensiones humanas; importante el aspecto positivo del pecado; la dependencia como problema de la creación; la imagen de Dios como dignidad constitutiva del hombre: lo más gustoso. Sotero Alperi Colunga