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Israel Kirzner
Creatividad, capitalismo y justicia distributiva
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Título original: Discovery, Capitalism, and Distributive Justice Israel Kirzner, 1989 Traducción: Federico Basáñez Retoque de cubierta: Titivillus Editor digital: Titivillus ePub base r1.2
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PREFACIO He dedicado mi trabajo durante algunos años a destacar la importancia de la función empresarial en los procesos de mercado. El grueso de esta tarea se ha centrado en comprender cómo las condiciones de equilibrio que sistemáticamente aparecen en estos procesos dependen de la capacidad del empresario para estar alerta y realizar descubrimientos. Las intuiciones sobre el descubrimiento empresarial que este trabajo de economía positiva ha puesto de manifiesto arrojan nueva luz sobre la tradición de la Escuela Austríaca de Economía tal como ha sido desarrollada en las últimas décadas por Ludwig von Mises y Friedrich Hayek. Esta tradición, a la vez que coincide en su modo de entender la economía con algunos elementos esenciales de la tradición dominante, la neoclásica, difiere también de ella en otros aspectos igualmente importantes. En concreto, comprender la función que desempeña el empresario resulta crucial para poder apreciar, frente a las 5
formulaciones de la teoría del equilibrio, el mayor alcance de la tradición austríaca. Al ocuparse de este asunto resulta difícil no advertir la enorme importancia de la función empresarial, no sólo para la economía positiva, sino también para la valoración filosófica y ética que merecen los procesos de mercado. En este libro se desarrollan algunas ideas, sencillas pero importantes, en esta línea. Lo que aquí se sostiene es que las críticas a la justicia de la distribución capitalista de la renta se resienten de su propia incapacidad para ver el capitalismo como un proceso heurístico o «de descubrimiento», por emplear la acertada expresión de Hayek. Cuando la teoría del equilibrio considera el beneficio económico, lo hace bien como resultado plenamente esperado de un plan deliberado o bien como expresión fortuita de la pura suerte. Excluye así la consideración de una tercera posibilidad, por otra parte bien significativa desde el punto de vista moral. A saber, que el beneficio pudiera emerger como resultado de percibir una oportunidad de ganancia hasta entonces inadvertida. Tal ganancia, sostengo, debe ser vista como una ganancia descubierta, categoría ésta que de por sí merece una valoración moral completamente aparte. Este libro sigue la pista a esta idea y llega, al final, a sacar algunas conclusiones radicalmente novedosas sobre la justicia distributiva del capitalismo. Muchos de los temas tratados en este libro han sido objeto de debate en coloquios celebrados dentro del Programa de Economía Austríaca de la Universidad de Nueva York. Algunas partes del libro 6
se expusieron en seminarios del Center for the Study of Market Processes, de George Mason University, así como bajo el auspicio del Social Philosophy and Policy Center, de la Bowling Green State University. Quiero expresar mi agradecido reconocimiento a los participantes en estos seminarios, especialmente a Mario Rizzo, Lawrence White, Jack High, James Buchanan, Karen Vaughn, Robert Tollison, Don Boudreaux, Richard Epstein, Alee Nove, John Roemer, Loren Lomasky y John Gray. También agradezco el apoyo financiero de la Sarah Scaife Foundation y del Moorman Fund. Los teóricos de la justicia distributiva pueden discrepar sobre el mérito a que estos amigos e instituciones se hacen respectivamente acreedores. Pero todos estarán de acuerdo, confío, en que sólo el abajo firmante merece ser reprochado por cualquier yerro que contenga el libro.
ISRAEL M. KIRZNER
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PRÓLOGO DEL AUTOR PARA LA EDICIÓN ESPAÑOLA Me complace enormemente poder dar la bienvenida a la versión en español de Discovery, Capitalism and Distributive Justice. No sólo por el honor que un autor naturalmente siente cuando colegas de otros países prestan atención a su obra, sino, también, por la esperanza de que las ideas que este libro contiene puedan contribuir a mejorar en algo la comprensión de la dimensión moral de la economía de mercado. Confío en que así será el caso entre los inteligentes lectores de los países de habla hispana, tanto en Europa como en el Nuevo Mundo. Si se acepta el mensaje del libro, el interés que esta mejor comprensión reviste debería ser evidente. Se admira el capitalismo como un sistema que mejora eficazmente el bienestar material de las sociedades. Sin embargo, a ojos de muchos, esta eficacia económica conlleva un tremendo coste moral, manifestado en la crueldad e injusticia que sus críticos 9
achacan al sistema. Quienes estamos convencidos de que estos defectos no pertenecen a la esencia del capitalismo no podemos limitamos a encogernos de hombros, confiando en que la sociedad sabrá obtener los beneficios económicos de la economía de mercado aun en el caso de que sus miembros malinterpreten sistemáticamente sus implicaciones morales. Mientras el público, con razón o sin ella, siga pensando que existen profundos defectos morales en el sistema capitalista, el peligro de que no se permita al mercado operar apropiadamente seguirá siendo muy serio. Los desastres económicos y morales que ha comportado el socialismo bien pueden haber sido consecuencia, precisamente, de la profunda ignorancia de que han sido objeto los aspectos morales de la economía capitalista. No consiste la contribución de este libro en ofrecer intuiciones morales o éticas sustancialmente nuevas, sino en presentar el capitalismo y la función del mercado de un modo tal que acabe saltando a la vista lo irrelevante de tantas críticas moralizantes a la justicia capitalista. Demasiado a menudo se ve el capitalismo como un sistema de intercambio que confiere una participación (entre las diferentes clases de factores) en una tarta dada. En esta obra, por el contrario, el capitalismo aparece como un proceso de descubrimiento en el curso del cual se crean los correspondientes ingresos o las rentas respectivas. Esta peculiar comprensión del sistema de mercado (la perspectiva «austríaca») descansa sobre las intuiciones de Mises y Hayek, y resulta particularmente importante a la hora de apreciar la naturaleza y función del puro beneficio empresarial. 10
Nuestra firme convicción es que tal apreciación del proceso capitalista puede conducir a una valoración moral completamente diferente de su sistema de distribución, sin necesidad de cambiar en absoluto para ello de perspectiva ética. Confío de veras en que esta nueva valoración moral contribuirá, por poco que sea, a apreciar de una manera más amplia los patentes logros económicos del sistema de mercado; esta vez, sin malas conciencias ni sentimientos de culpabilidad que, en lo que toca a sus implicaciones morales, están absolutamente fuera de lugar. Gran parte de la animadversión contra el sistema se disolverá por sí misma una vez que el lector entienda el modo en que el mercado permite y fomenta la compasión individual, a la vez que permite y fomenta el que los individuos creen para sí los ingresos de los que sean capaces. Algo que, en definitiva, sólo puede conducir a alentar la emergencia de sociedades productivas en las que la actividad innovadora y creativa del individuo florezca sin estorbos ni molestias. ISRAEL M. KIRZNER Nueva York, abril de 1995
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ESTUDIO PRELIMINAR
1. INTRODUCCIÓN Los estudios de contenido ético están adquiriendo una extraordinaria importancia para la teoría de la libertad. Parece como si después de un largo periodo, dominado por los análisis de tipo utilitaristacontractualista o incluso evolucionista, se estuviera llegando de nuevo a la conclusión de que sólo un ideario liberal profundamente anclado en consideraciones de tipo moral y ético podrá llegar a preponderar. Por otro lado, un número creciente de teóricos de la economía han comenzado a dirigir sus esfuerzos en el ámbito de los principios de la justicia y de la ética, destacando entre ellos el profesor Israel M. Kirzner, autor del libro Discovery, Capitalism and
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Distributive Justice, cuya primera edición en español tiene el lector entre sus manos1. A continuación, analizaremos en este estudio introductorio, primeramente, la importancia que tiene el análisis y articulación de una teoría sobre los principios esenciales de la ética de la cooperación social incidiendo específicamente en la posibilidad científica de llevar a cabo tal teoría. En segundo lugar, explicaremos con brevedad en qué consiste el contenido esencial de la aportación de Kirzner en el campo de la ética de la economía de mercado, comparándola con otras posiciones éticas alternativas que se han desarrollado recientemente en el ámbito de la teoría de la justicia, e indicando cuáles son a nuestro juicio las ventajas comparativas del enfoque propuesto por Kirzner. En tercer lugar, comentaremos la importante influencia que la posición ética desarrollada por Kirzner está teniendo, especialmente en las últimas manifestaciones de la doctrina social de la Iglesia Católica. Tras efectuar, en cuarto lugar, unos breves reparos a determinados aspectos en los que estimamos que la posición de Kirzner podría mejorarse, terminaremos este estudio introductorio 1
Israel M. Kirzner, Discovery, Capitalism and Distributive Justice, Basil Blackwell, Oxford y Nueva York, 1989. Estimamos muy acertada la traducción española del título de esta obra de Kirzner como Creatividad, capitalismo y justicia distributiva, pues como indica el propio autor en el último epígrafe del capítulo 2, los conceptos de discovery («descubrimiento») y creation o creativity(«creación» o «creatividad») son sinónimos dentro del sistema de teoría de la función empresarial que ha desarrollado. Sobre el concepto de creatividad como característica esencial de la naturaleza de todo ser humano puede consultarse Jesús Huerta de Soto,Socialismo, cálculo económico y función empresarial, Unión Editorial, Madrid 1992, pp. 46, 60 y ss, y 8384; y también el excelente y sugestivo ensayo de José Antonio Marina, Teoría de la inteligencia creativa, Editorial Anagrama, Barcelona 1993.
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con un breve resumen de sus conclusiones más importantes.
2. LA IMPORTANCIA Y POSIBILIDAD DEL DESARROLLO DE UNA TEORÍA CIENTÍFICA DE LA ÉTICA SOCIAL Los estudios tradicionales sobre el derecho natural y la justicia se han visto eclipsados por el desarrollo de una concepción de la ciencia económica que, de manera torpe y mecanicista, ha pretendido aplicar al campo de las ciencias sociales una metodología que inicialmente se formó para las ciencias naturales y el mundo de la física. Según esta concepción, la característica «diferenciadora» de la teoría económica consistiría en la aplicación sistemática de un estrecho criterio de «racionalidad», de manera que tanto la acción humana individual como la política económica a nivel general se considerarían determinadas por cálculos y valoraciones de costes y beneficios a través de un criterio de maximización que se suponía hacía posible «optimizar» la consecución de los fines perseguidos a partir de medios dados. De acuerdo con este enfoque, parecía evidente que las consideraciones relativas a los principios éticos como guías del comportamiento humano perdían relevancia y protagonismo. En efecto, parecía que se había logrado encontrar una guía universal del comportamiento humano que, en sus distintos niveles (individual y social), podría llevarse a cabo aplicando un simple criterio maximizador de 15
las consecuencias beneficiosas derivadas de cada acción, sin necesidad, por lo tanto, de tener que adaptar comportamiento alguno a unas normas éticas prefijadas. La ciencia habría logrado de esta forma arrumbar y hacer obsoletas las consideraciones relacionadas con la justicia.
El fracaso del consecuencialismo Sin embargo, el ideal consecuencialista, consistente en creer que es posible actuar tomando decisiones maximizadoras de las consecuencias positivas previstas a partir de unos medios dados y de unos costes también conocidos, ha fracasado ostensiblemente2. Por un lado, la propia evolución de la teoría económica ha demostrado que es teóricamente imposible hacerse con la información necesaria respecto a los beneficios y los costes derivados de cada acción humana. Este teorema de la economía moderna tiene su fundamento en la propia e innata capacidad creativa del ser humano, que continuamente está descubriendo nuevos fines y medios y dando lugar, por tanto, a un flujo de nueva 2
Juan Pablo II, en la demoledora crítica al consecuencialismo que incluye en su encíclica Veritatis esplendor, dice literalmente que «cada uno conoce las dificultades o, mejor dicho, la imposibilidad de valorar todas las consecuencias y todos los efectos buenos o malos de los propios actos: un cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué hay que hacer para establecer unas proporciones que dependen de una valoración cuyos criterios permanecen oscuros? ¿Cómo podría justificarse una obligación absoluta sobre cálculos tan discutibles?» (Juan Pablo II, El esplendor de la verdad, Carta encíclica «Veritatis Splendor», Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1993, pp. 97-98).
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información o conocimiento que hace imposible predecir cuáles serán las futuras consecuencias específicas de las diferentes acciones humanas y/o decisiones políticas que se tomen en cada momento3. Por otro lado, el fracaso del socialismo real, entendido como el experimento más ambicioso de ingeniería social llevado a cabo por el género humano a lo largo de su historia, ha supuesto un golpe demoledor para la doctrina consecuencialista. En efecto, los ingentes recursos dedicados durante casi setenta años para tratar de evaluar en términos de costes y beneficios las diferentes opciones políticas, imponiéndolas por la fuerza a los ciudadanos para conseguir de forma «óptima» los fines propuestos, se han demostrado incapaces de responder a las expectativas que se había puesto en las mismas, generando un importante retraso económico y, sobre todo, un gran sufrimiento humano. Aunque todavía no seamos plenamente conscientes, por falta de la necesaria perspectiva histórica, de las trascendentales consecuencias que la caída del socialismo real tendrá sobre la evolución de la ciencia y del pensamiento humano, ya pueden, sin embargo, comenzar a apreciarse algunos efectos de gran importancia. En primer lugar, destaca el 3
Este teorema es descubierto por los teóricos de la Escuela Austríaca de Economía (Mises, Hayek) y se articula y perfecciona a lo largo de la dilatada polémica sobre la imposibilidad del socialismo que se desarrolla en este siglo, y que también ha puesto en evidencia la grave crisis del paradigma neoclásico-walrasiano, y en general de la concepción estática de la economía, que presupone que los fines y los medios son conocidos y están dados, y que el problema económico es un simple problema técnico de maximización. Véase Jesús Huerta de Soto, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, ob. cit., especialmente los caps. II yIII.
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desarrollo de una nueva teoría económica mucho más humana y realista que, centrada en el estudio del ser humano como actor creativo, pretende analizar los procesos dinámicos de coordinación social que realmente se dan en el mercado. Este enfoque, predominantemente impulsado por la Escuela Austríaca de Economía, es mucho menos ambicioso que el del paradigma dentista que hasta ahora ha inundado los libros de texto de economía confundiendo a generaciones enteras de estudiantes y generando unas expectativas ciudadanas sobre las posibilidades de nuestra ciencia que, como es lógico, ésta no ha sido capaz de cumplir. Otra consecuencia importante ha sido el desarrollo de una teoría evolucionista de los procesos sociales que, también desarrollada por la Escuela Austríaca de Economía, ha puesto de manifiesto cómo las instituciones más importantes para la vida en sociedad (lingüísticas, económicas, jurídicas y morales) surgen de una manera espontánea y consuetudinaria a lo largo de un periodo muy dilatado de tiempo y como consecuencia de la participación de un número muy elevado de seres humanos que actúan en circunstancias específicas de tiempo y lugar muy variadas. Aparecen así una serie de instituciones que conllevan un enorme volumen de información y que superan con mucho a la capacidad de comprensión y diseño de la mente del ser humano, Por último, el tercer efecto que cabe resaltar es el del importante resurgir de la ética y del análisis de la justicia como campo de investigación de excepcional trascendencia en el ámbito de los estudios sociales. Y es que el fracaso teórico e histórico del consecuencialismo cientificista ha vuelto a dar un 18
papel protagonista a las normas de comportamiento basadas en principios éticos de tipo dogmático, cuyo importantísimo papel como insustituibles «pilotos automáticos» del comportamiento y de la libertad humanos comienza de nuevo a ser plenamente apreciado.
La importancia de la fundamentación ética de la libertad Quizá una de las aportaciones más importantes de la teoría de la libertad en este siglo haya sido el poner de manifiesto que el análisis consecuencialista de costes y beneficios no es suficiente para justificar la economía de mercado. No se trata tan sólo de que, como ya hemos visto, gran parte de la ciencia económica hasta ahora desarrollada se basaba en el error intelectual de presuponer un marco estático de fines y medios dados, sino que incluso el punto de vista del análisis mucho más realista y fructífero de la Escuela Austríaca, basado en la capacidad creativa del ser humano y en el estudio teórico de los procesos dinámicos de coordinación social, tampoco es suficiente para fundamentar por sí solo y de una manera categórica el ideario liberal. Y es que, aunque abandonemos el criterio estático de eficiencia paretiana y lo sustituyamos por otro más dinámico basado en la coordinación, las consideraciones de «eficiencia» nunca bastarán, por sí solas, para convencer a todos los que antepongan las consideraciones de justicia a aquéllas relativas a las 19
distintas ideas de «eficiencia». Por otro lado, el reconocimiento de los efectos de descoordinación social («ineficiencias») que a la larga produce todo intento sistemático de coaccionar los procesos espontáneos de interacción humana tampoco garantiza una adscripción automática por parte de todos aquellos cuya preferencia temporal sea tan intensa que, a pesar de los negativos efectos a medio y largo plazo de la intervención, valoren más los beneficios que obtengan a corto plazo de la misma4. En suma, el desarrollo de una fundamentación ética para la teoría de la libertad es imprescindible por las siguientes razones: a) el fracaso mayúsculo de la «ingeniería social» y, en concreto, del consecuencialismo que se deriva del paradigma neoclásico-walrasiano que hasta ahora ha dominado la ciencia económica; b) porque el análisis teórico de los procesos de mercado basados en la capacidad empresarial del ser humano, aun siendo mucho más potente que el análisis derivado del paradigma neoclásico, tampoco es suficiente para justificar por sí solo la economía de mercado; c) porque dada la situación de ignorancia inerradicable en la que se encuentran los seres humanos y su capacidad constante para crear nueva información, éstos necesitan de un marco de principios de comportamiento de tipo moral que les indique, de manera automática, qué comportamientos pautados deben llevar a cabo; y d) porque desde un punto de vista estratégico, básicamente son las consideraciones 4
Estos son, básicamente, los argumentos contra la filosofía «utilitarista» expuestos por Murray N. Rothbard en su análisis crítico de la posición de Ludwig von Mises. Véase Murray N. Rothbard, The Ethics of Liberty, Humanities Press, Atlantic Highlands, Nueva Jersey 1982, pp. 201-213.
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de tipo moral las que mueven el comportamiento reformista de los seres humanos, que en muchas ocasiones están dispuestos a realizar importantes sacrificios para perseguir lo que estiman bueno y justo desde el punto de vista moral, comportamiento que es mucho más difícil de asegurar sobre la base de fríos cálculos de costes y beneficios, que poseen además una virtualidad científica muy dudosa.
La posibilidad de elaborar una teoría de la ética social Todavía un número importante de científicos considera que no es posible concebir una teoría objetiva sobre la justicia y los principios morales. En el desarrollo de esta opinión ha pesado mucho la propia evolución de la economía cientista que, obsesionada por el criterio de la maximización, ha venido considerando no sólo que los fines y los medios de cada actor son subjetivos, sino que, además, los principios morales de comportamiento dependen también de la autonomía subjetiva del decisor. Y es que si en cada circunstancia puede decidirse ad hoc en base a un puro análisis de coste-beneficio, no es preciso que exista moral alguna entendida como un esquema pautado con carácter previo de comportamiento, por lo que ésta se desdibuja por completo y puede considerarse que queda reducida al ámbito particular de la autonomía subjetiva de cada individuo. En contra de esta postura hasta ahora dominante consideramos que una cosa es que las valoraciones, utilidades y costes sean subjetivos, como 21
correctamente pone de manifiesto la ciencia económica, y otra bien distinta es que no existan principios morales de validez objetiva 5 . Es más, estimamos que no sólo es conveniente sino también perfectamente posible el desarrollo de toda una teoría científica sobre los principios morales que hayan de guiar el comportamiento humano en la interacción social. Y de hecho, en los últimos años, han aparecido dos trabajos de gran trascendencia en este campo. Por un lado, la deducción axiomática de la ética de la propiedad privada y de la economía de mercado que debemos a Hans-Hermann Hoppe6; y, por otro lado, la aportación realizada en este libro por Israel M. Kirzner planteando un nuevo concepto de justicia distributiva en el capitalismo. Es importante resaltar cómo ambas aportaciones han sido desarrolladas por teóricos de la Escuela Austríaca de Economía, lo que de nuevo pone de manifiesto las importantes interrelaciones que existen entre el ámbito de una teoría económica correctamente elaborada y el de la ética social 7 . Y es que la ciencia económica, aun 5
«Economics does currently inform us, not that moral principles are subjective, but that utilities and costs are indeed subjective». Murray N. Rotbard, The Ethics of Liberty, ob. cit., p. 202. 6 Hans-Hermann Hoppe parte del axioma habermasiano de que la argumentación entre los distintos seres humanos exige la aceptación implícita de la individualidad y del derecho de propiedad sobre el yo, nuestro ser y nuestro pensamiento, de donde él deduce lógicamente, a partir de este axioma, toda una teoría del derecho de propiedad y del capitalismo. Véanse sus libros A Theory of Capitalism and Socialism, Kluwer Academic Publishers, Holanda, 1989 (especialmente su cap. 7, pp. 127-144); y su más recienteThe Economics and Ethics of Private Property, Kluwer Academic Publishers, Holanda, 1993, caps. 8-10 (pp. 173-208). 7 Aparte de estos dos niveles (el de la teoría económica y el de la ética social), existiría un tercer nivel de tipo histórico-evolutivo, tal y como he intentado poner de manifiesto en mi trabajo «Historia, ciencia económica y ética social», publicado como cap. 7 en Jesús Huerta de Soto, Estudios
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siendo wertfrei o libre de juicios de valor, no sólo puede ayudar a tomar con más claridad posicionamientos de tipo ético, sino que además, y tal y como han demostrado Hoppe y Kirzner, puede hacer más fácil y seguro el razonamiento lógico-deductivo en el ámbito de la ética social evitando los muchos errores y peligros que se derivarían de un análisis estático de teoría económica mal planteado, basado en supuestos irreales de plena información, o incorrectamente elaborado 8 . Además, y de acuerdo con esta concepción, las consideraciones sobre «eficiencia» y justicia, lejos de constituir un tradeoff que permitiría distintas combinaciones en diferentes proporciones, aparecerían como las dos caras de una misma moneda. En efecto, desde nuestro punto de vista, sólo la justicia da lugar a la eficiencia; y viceversa, lo eficiente no puede ser injusto, de manera que ambas consideraciones, las relativas a los principios morales y las de eficiencia económica, lejos de oponerse, se refuerzan y respaldan mutuamente9. de economía política, Unión Editorial, Madrid 1994, pp. 105-109. En este artículo no sólo analizo el contenido de estos tres niveles para el estudio de las ciencias sociales y la gran importancia que tiene el diferenciarlos claramente, sino que además explico cómo son distintas aproximaciones a una misma realidad humana que se complementan y enriquecen mutuamente. 8 No se considera, sin embargo, que la teoría económica puede por sí sola llegar a determinar los planteamientos morales, por lo que carece de fundamento la crítica que Roland Kley recientemente ha efectuado a Kirzner. Roland Kley, Hayek’s Social and Political Thought, Clarendon Press, Oxford, 1994, nota 9 al pie de la p. 228. 9 Por tanto, el trade-off existiría, como mucho, entre el binomio constituido por lo justo y eficiente, y aquel otro derivado de una situación ineficiente e injusta (en la que se coaccione sistemáticamente el libre ejercicio de la función empresarial y se impida la completa apropiación de los resultados de la creatividad humana). Por otro lado, la ineficiencia derivada de la inmoral coacción sistemática ejercida por el Estado sobre la economía es muy distinta de la que creen identificar los economistas
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Uno de los enfoques que más claramente ponen de manifiesto esta clave interrelación es el desarrollado por Israel M. Kirzner en este libro, cuyo contenido esencial pasamos a estudiar a continuación. 3. LA APORTACIÓN ESENCIAL DE KIRZNER EN EL CAMPO DE LA ÉTICA La consideración de que eficiencia y justicia son dos dimensiones distintas que permiten combinaciones en proporciones diferentes es otra de las consecuencias negativas que se derivan naturalmente del paradigma neoclásico que hasta ahora ha dominado la ciencia económica. En efecto, si se cree que es posible decidir en base a un análisis de costes y beneficios, por presuponerse que la información necesaria está dada en un contexto estático, no sólo no es preciso que los actores individuales se atengan a ningún esquema previo de comportamiento pautado de tipo moral que les guíe en su acción (distinto de un mero «maximizar ad hoc su utilidad»), sino que además puede fácilmente llegarse a la conclusión
neoclásicos dentro del paradigma estático de la denominada «economía del bienestar». En efecto, para éstos las medidas de coacción institucional (por ejemplo, de redistribución forzada de la renta), como mucho, dan lugar a efectos distorsionadores que alejan el sistema económico de los puntos paretoeficientes de la curva de posibilidades máximas de producción de la economía, sin darse cuenta de que el daño que causan estas medidas es mucho más profundo, pues dinámicamente impiden que los empresarios coordinen y descubran nuevas oportunidades de ganancia desplazando de manera continuada hacia la derecha la curva de posibilidades de producción de la sociedad. Un ejemplo estándar de esta miope visión estática de los economistas neoclásicos es entre nosotros el de Emilio Albi, Carlos Contreras, José Manuel González-Páramo e Ignacio Zubiri en su Teoría de la Hacienda Pública, Ariel Economía, Barcelona 1994, p. 354.
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(recogida, por ejemplo, en el denominado «segundo teorema fundamental de la economía del bienestar») de que cualquier esquema de equidad impuesto por la fuerza es compatible con los criterios estáticos de eficiencia paretiana. Sin embargo, la consideración del proceso social como una realidad dinámica constituida por la interacción de miles de seres humanos, cada uno de ellos dotado de una innata y constante capacidad creativa, imposibilita el conocer con detalle cuáles serán los costes y beneficios derivados de cada acción, lo que exige que el ser humano tenga que utilizar como piloto automático de comportamiento una serie de guías o principios morales de actuación. Estos principios morales además tienden a hacer posible la interacción coordinada de los diferentes seres humanos y, por tanto, generan un proceso de coordinación que, en cierto sentido, podría calificarse de dinámicamente eficiente. Desde la concepción del mercado como un proceso dinámico, la eficiencia entendida como coordinación surge del comportamiento de los seres humanos efectuado siguiendo unas específicas normas pautadas de tipo moral, y viceversa, el ejercicio de la acción humana sometida a estos principios éticos da lugar a una eficiencia dinámica entendida como tendencia coordinadora en los procesos de interacción social. Por eso, podemos concluir que desde un punto de vista dinámico la eficiencia no es compatible con distintos esquemas de equidad o justicia, sino que surge única y exclusivamente de uno de ellos. Tampoco puede admitirse, como ya hemos indicado, que exista una oposición entre los criterios 25
de eficiencia y equidad. La polémica entre ambas dimensiones es falsa y errónea. Lo justo no puede ser ineficiente, ni lo eficiente injusto. Y es que en la perspectiva del análisis dinámico, equidad o justicia y eficiencia no son sino las dos caras de la misma moneda que, por otro lado, confirman el orden integrado y coherente que existe en el universo social. La supuesta oposición entre ambas dimensiones tiene su origen en la errónea concepción de eficiencia estática desarrollada por el paradigma neoclásico de la «economía del bienestar», así como en la errónea idea de equidad o «justicia social», según la cual los resultados del proceso social pueden enjuiciarse con independencia del comportamiento individual que hayan tenido los partícipes en el mismo. Los desarrollos teóricos de la economía del bienestar en base a los criterios estáticos de eficiencia paretiana surgieron con la vana ilusión de evitar entrar explícitamente en el campo de la ética y han imposibilitado apreciar los graves problemas de ineficiencia dinámica que surgen cuando institucionalmente, en mayor o menor medida, se coacciona el proceso empresarial. La consideración de la economía como un proceso, no sólo permite redefinir adecuadamente la eficiencia en términos dinámicos, sino que además arroja mucha luz sobre el criterio de justicia que ha de prevalecer en las relaciones sociales. Este criterio se basa en los principios tradicionales de la moral que permiten enjuiciar como justos o injustos los comportamientos individuales de acuerdo con normas generales y abstractas de tipo jurídico que constituyen el derecho material, y que básicamente regulan el derecho de 26
propiedad que hace posible la apropiación por parte de los seres humanos de todo aquello que resulta de su propia e innata creatividad empresarial. Además, este punto de vista pone de manifiesto cómo los criterios alternativos de justicia son esencialmente inmorales. Entre ellos es especialmente criticable el concepto de «justicia social», que pretende enjuiciar como justos o injustos los resultados específicos del proceso social en determinados momentos históricos con independencia de que el comportamiento de los artífices del mismo se haya adaptado o no a normas jurídicas y morales de carácter general. La «justicia social» sólo tiene sentido en un fantasmagórico mundo estático en el que los bienes y servicios se encuentren dados y el único problema que pueda plantearse sea el de cómo distribuirlos. Sin embargo, en el mundo real, en el que los procesos de producción y distribución se verifican simultáneamente como consecuencia del ímpetu empresarial, no tiene ningún sentido analítico el concepto de «justicia social», que puede considerarse esencialmente inmoral en tres sentidos distintos: a) desde el punto de vista evolutivo, en la medida en que las prescripciones derivadas de la idea de la «justicia social» van en contra de los principios tradicionales del derecho de propiedad que se han formado de manera consuetudinaria y han hecho posible la civilización moderna; b) desde el punto de vista teórico, pues es imposible organizar la sociedad en base al principio de la «justicia social», ya que la coacción sistemática que exige imponer un objetivo de redistribución de la renta imposibilita el libre ejercicio de la función empresarial y, por tanto, la 27
creatividad y coordinación que hacen posible el desarrollo de la civilización; y c) desde el punto de vista ético, en la medida en que se viola el principio moral de que todo ser humano tiene derecho natural a los resultados de su propia creatividad empresarial. Es de esperar que, conforme la ciudadanía vaya dándose cuenta de los graves errores y esencial inmoralidad que se derivan del espurio concepto de «justicia social», la coacción institucional del Estado que se considera justificada por el mismo irá desapareciendo, al igual que desaparecieron en el pasado instituciones tan odiosas como la del asesinato de los recién nacidos o la de la esclavitud10. La gran aportación de Kirzner consiste, precisamente, en haber puesto de manifiesto que gran parte de las consideraciones sobre justicia distributiva que hasta ahora se han mantenido con carácter mayoritario y que han constituido el «fundamento ético» de importantes movimientos políticos y sociales (de naturaleza socialista o socialdemócrata) tienen su origen y fundamento en la errónea concepción estática de la economía 11 . En efecto, el paradigma neoclásico se basa, en mayor o menor 10
La crítica más estándar al concepto de justicia social la debemos a Friedrich A. Hayek, «El espejismo de la justicia social», vol. IIde Derecho, legislación y libertad, Unión Editorial, Madrid, 2a edición, 1988. 11 Las ideas de Kirzner, hombre de profundas convicciones religiosas, sobre la ética social comenzaron a fraguarse en el apartado 4 (caps. 1113) que sobre «Entrepreneurship, Justice and Freedom» incluyó en su libro Perception, Opportunity and Profit, Chicago University Press, Chicago y Londres, 1979, pp. 185-239; perfilándose aún mejor en su artículo «Some Ethical Implications for Capitalism of the Socialist Calculation Debate», Capitalism, Ellen Frankel Paul, Fred D. Miller Jr., Jeffrey Paul y John Ahrens (eds.), Basil Blackwell, Oxford, 1989, pp. 165182; y que culminan en el presente libro, Discovery, Capitalism and Distributive Justice, cuya primera edición inglesa apareció también en 1989.
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medida, en considerar que la información es algo objetivo y se encuentra dada (bien en términos ciertos o probabilísticos) por lo que es posible efectuar análisis de coste-beneficio sobre la misma. Siendo esto así, parece lógico que las consideraciones de maximización de utilidad sean totalmente independientes de los aspectos morales y que unos y otras puedan combinarse en diferentes proporciones. Además, la concepción estática lleva inexorablemente a presuponer que en cierto sentido los recursos están dados y son conocidos, por lo que el problema económico de su distribución es distinto e independiente del que plantea la producción de los mismos. En efecto, si los recursos están dados, posee excepcional importancia el cómo habrán de distribuirse entre los diferentes seres humanos tanto los medios de producción como el resultado de los diferentes procesos productivos. Todo este planteamiento ha sido demolido por la concepción dinámica de los procesos de mercado desarrollada por la Escuela Austríaca de Economía en general y en concreto por el análisis de la función empresarial y sus implicaciones éticas llevado a cabo por Israel M. Kirzner. Para Kirzner la función empresarial consiste en la capacidad innata de todo ser humano para apreciar o descubrir las oportunidades de ganancia que surgen en su entorno, actuando en consecuencia para aprovecharlas. Consiste, por tanto, la empresarialidad en la capacidad típicamente humana de crear y descubrir continuamente nuevos fines y medios. Desde esta concepción, los recursos no están dados, sino que tanto los fines como los medios son continuamente 29
ideados y concebidos ex novo por los empresarios, siempre deseosos de alcanzar nuevos objetivos que ellos descubren que tienen un mayor valor. Y si los fines, los medios y los recursos no están dados, sino que continuamente están creándose de la nada por parte de la acción empresarial del ser humano, es claro que el planteamiento ético fundamental deja de consistir en cómo distribuir equitativamente «lo existente», pasando más bien a concebirse como la manera más conforme a la naturaleza humana de fomentar la creatividad. Es aquí donde la aportación de Kirzner en el campo de la ética social entra de lleno: la concepción del ser humano como un actor creativo hace inevitable el aceptar con carácter axiomático que todo ser humano tiene derecho natural a los frutos de su propia creatividad empresarial No sólo porque, de no ser así, estos frutos no actuarían como incentivo capaz de movilizar la perspicacia empresarial y creativa del ser humano, sino porque además se trata de un principio universal capaz de ser aplicado a todos los seres humanos en todas las circunstancias concebibles. Este principio ético, que acabamos de enunciar, posee además otras importantes ventajas. En primer lugar, destaca la gran atracción intuitiva que el mismo tiene: parece evidente que si alguien crea algo de la nada, tiene derecho a apropiarse de ello, pues no perjudica a nadie (antes de que se creara no existía aquello que se creó, por lo que su creación no perjudica a nadie y, como mínimo, beneficia al actor creativo, si es que no beneficia también a otros muchos seres humanos). En segundo lugar, se trata, como ya hemos visto, de un principio ético de validez 30
universal muy relacionado con el principio del derecho romano relativo a la apropiación original de recursos que no son de nadie (ocupatio rei nullius), y que además permite resolver el paradójico problema planteado por la denominada «condición de Locke», según la cual el límite a la apropiación originaria de los recursos radica en dejar un número «suficiente» de los mismos para los otros seres humanos. Como bien pone de manifiesto Kirzner, y ésta es quizá una de las aportaciones más originales de su trabajo sobre ética social, su principio basado en la creatividad soluciona y hace innecesaria la existencia de la «condición de Locke», puesto que cualquier resultado de la creatividad humana no existía antes de ser descubierto o creado empresarialmente, por lo que su apropiación no puede perjudicar a nadie. Y es que la concepción de Locke sólo tiene sentido en un entorno estático en el que se presuponga que los recursos ya existen (están «dados») y son fijos y hay que distribuirlos entre un número predeterminado de seres humanos. Kirzner también nos pone de manifiesto, en tercer lugar, cómo en la mayoría de las teorías alternativas sobre la justicia, y en particular en la elaborada por John Rawls, subyace el paradigma neoclásico de plena información que presupone un entorno estático de recursos preexistentes. Aunque Rawls considere en su análisis un «velo de ignorancia», llega a la conclusión de que el sistema más justo es aquel en el que, sin saberse exactamente el lugar que se ocupará en la escala social, pueda cada ser humano sin embargo tener la confianza de que, de «tocarle» la situación más desfavorable, dispondría de un máximo de 31
recursos 12 . Es claro que, considerando la economía como un proceso dinámico de tipo empresarial, el principio ético ha de ser otro bien distinto: la sociedad más justa será aquella que de manera más enérgica promueva la creatividad empresarial de todos los seres humanos que la compongan, para lo cual es imprescindible que cada uno de ellos pueda tener la seguridad a priori de que podrá apropiarse de los resultados de su creatividad empresarial (que antes de ser descubiertos o creados por cada actor no existirían en el cuerpo social), y de que no le serán expropiados por nadie. En cuarto lugar, el análisis de Kirzner puede considerarse complementario de otros estudios 12
El principal problema con la teoría de la justicia de Rawls radica no sólo en los juicios de valor que introduce en su análisis y que no tienen por qué ser aceptados universalmente, sino, sobre todo, en los errores de fundamentación analítica de su sistema. Estos tienen su origen no sólo en la ficción de partida basada en el análisis del contrato social y en el denominado «velo de la ignorancia», sino además en el supuesto de plena información y entorno estático que considera respecto a los bienes sociales (dados y conocidos), lo cual le lleva a estimar justificada la coacción para garantizar no sólo las libertades esenciales, sino también el principio de «maximín» en virtud del cual ha de maximizarse la situación de los menos favorecidos garantizando la igualdad de oportunidades para todos. Este principio carece de sentido analítico en un entorno dinámico en el que los empresarios sean capaces de crear continuamente nuevos bienes y servicios para los ciudadanos, pues con la coacción institucional el proceso empresarial se detiene y aun cuando estáticamente parezca que se garantiza una igualdad de oportunidades, en términos dinámicos este objetivo perjudica a los ciudadanos y especialmente a aquéllos menos favorecidos. Un análisis crítico desde la perspectiva neoclásica de la posición de Rawls ha sido realizado entre nosotros por Ignacio Zubiri en su artículo «Justicia distributiva: enfoques nuevos a un problema antiguo», publicado en Hacienda Pública Española, n.° 91, 1984, pp. 279-301. Zubiri llega a la conclusión de que el poder analítico de Rawls «se basa en la capacidad de creer del que lo lee». Yo más bien añadiría que el análisis de Rawls está viciado desde el punto de vista analítico por presuponer el contexto estático del modelo neoclásico basado en la maximización y no dar entrada a la concepción de eficiencia dinámica empresarial desarrollada por Kirzner.
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importantes que se han desarrollado en el campo de la ética social por parte de teóricos liberales, como son los debidos a Robert Nozick 13 y al ya citado HansHermann Hoppe. En el caso de Nozick, la relación es evidente, pues este autor construye a partir de la concepción del derecho natural en Locke; y en el caso de Hans-Hermann Hoppe, aunque su desarrollo de la teoría ética de la libertad es incluso más axiomático, apriorístico y deductivo que el efectuado por Kirzner, también puede considerarse que uno y otro podrían apoyarse y reforzarse mutuamente. Y en quinto lugar, otra ventaja del análisis de Kirzner es que hace evidente el carácter inmoral del socialismo, entendido como todo sistema de agresión institucional llevado a cabo por el Estado en contra del libre ejercicio de la acción humana o función empresarial. En efecto, la coacción en contra del actor impide que éste desarrolle lo que por naturaleza le es más propio, a saber, su innata capacidad para crear y concebir nuevos fines y medios actuando en consecuencia para lograrlos. En la medida en que la coacción del Estado impida la acción humana de tipo empresarial, se limitará su capacidad creativa y no se descubrirá ni surgirá la información ni el conocimiento que es necesario para coordinar la sociedad. Precisamente por esto el socialismo es un error intelectual, pues imposibilita que los seres humanos generen la información que el órgano director necesita para coordinar la sociedad vía mandatos coactivos. Y además el análisis de Kirzner 13
Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia, Basic Books, Nueva York, 1974. Existe una traducción castellana de Rolando Tamayo publicada por el Fondo de Cultura Económica, México 1988.
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tiene la virtualidad de poner de manifiesto que el sistema socialista es inmoral, puesto que se basa en impedir por la fuerza que los distintos seres humanos se apropien de los resultados de su propia creatividad empresarial. De esta manera el socialismo no sólo se manifiesta como algo teóricamente erróneo o económicamente imposible (es decir, ineficiente), sino también y simultáneamente como un sistema esencialmente inmoral, pues va en contra de la más íntima naturaleza empresarial del ser humano e impide que éste se apropie libremente de los resultados de su creatividad empresarial14. 4. LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA CATÓLICA Y LA APORTACIÓN DE KIRZNER Quizá uno de los aspectos más significativos de las últimas formulaciones de la doctrina social de la 14
Este ímpetu y creatividad empresarial también se manifiesta en el ámbito de la ayuda al prójimo necesitado y de la previa búsqueda y detección sistemática de situaciones de necesidad ajena. De manera que la coacción del Estado o la intervención de éste a través de los mecanismos propios del denominado Estado del bienestar neutraliza y en gran medida imposibilita el ejercicio de búsqueda empresarial de situaciones perentorias de necesidad humana y de ayuda a los prójimos (y «lejanos») que se encuentran en dificultades, ahogando los naturales anhelos de solidaridad y colaboración que tanta importancia tienen para la mayoría de los seres humanos. Esta idea ha sido perfectamente entendida por Juan Pablo II, que recientemente ha manifestado cómo «al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento en los gastos. Efectivamente, parece que conoce mejor las necesidades y logra satisfacerlas de modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien está cerca del necesitado». Juan Pablo II, Centesimus annus: en el centenario de la Rerum Novarum, Promoción Popular Cristiana, Madrid 1991, cap. IV, epígrafe 49, p. 92.
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Iglesia Católica a favor de la economía de mercado radica en la gran influencia que en las mismas han tenido las concepciones de la Escuela Austríaca de Economía, y en particular las de Hayek y Kirzner, el primero un católico agnóstico no practicante, y el segundo un judío practicante profundamente religioso. En efecto, el pensador católico Michael Novak sorprendió al mundo cuando hizo pública la extensa conversación personal que el papa Juan Pablo II y Hayek mantuvieron antes del fallecimiento de este último 15 . Y posteriormente, en su notable libro The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalismo 16, Novak señala el gran paralelismo existente entre la concepción de la acción humana creativa, desarrollada por el Papa en su tesis doctoral titulada Persona y acción 17 , y la concepción de la función empresarial que debemos a Kirzner18. Esta concepción ha sido refinada por Juan Pablo II en su encíclica Centesimus annus, donde 15
«During the last months of his life, Hayek had the opportunity for a long conversation with Pope John Paul II. There are signs of Hayek’s influence in certain portions of the Pope’s encyclical Centesimus annus. In sections 31 and 32 in particular Centesimus annus employs unmistakably Hayekian insights». Michael Novak, «Two Moral Ideas for Business (The Hayek Memorial Lecture, 22 June 1992, London, England)», Economic Affairs, septiembre-octubre 1993, p. 7. 16 Michael Novak, The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalism, The Free Press, Macmillan International, Nueva York 1993. 17 Karol Wojtyla, Persona y acción, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1982, especialmente las pp. 31, 151, 173 y 202, así como Michael Novak, The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalism, ob. cit., p. 117. 18 «Israel Kirzner defines enterprise as an act of discovery, an act of discerning either a new product or service to be supplied for the utility of others, or a new way of providing the same. The Pope sees creativity at work in such acts of discovery and discernment. Like religious freedom, economic initiative also flows from the 'creative subjectivity' of the human person. This line of thought led the Pope to discern the role of enterprise in economic activity». Michael Novak, The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalism, ob. cit., p. 128.
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expresamente se refiere ya a cómo el factor decisivo en la sociedad es la capacidad empresarial o acción humana creativa o, como dice con sus propias palabras, «el hombre mismo, es decir su capacidad de conocimiento», en sus dos variantes de conocimiento científico y conocimiento práctico, que define como aquél necesario para «intuir y satisfacer las necesidades de los demás». De acuerdo con Juan Pablo II, estos conocimientos permiten al ser humano «expresar su creatividad y desarrollar sus capacidades», así como introducirle en esa «red de conocimiento e intercomunicación social» que constituye el mercado y la sociedad. De manera que, para Juan Pablo II, cada vez «se hace más evidente el determinante papel del trabajo humano (yo diría, más bien, acción humana) disciplinado y creativo y el de las capacidades de iniciativa y del espíritu emprendedor como parte esencial del mismo trabajo» 19 . Sin duda alguna, la encíclicaCentesimus annus pone de manifiesto cómo la concepción de la ciencia económica por parte de su redactor se ha modernizado enormemente dando un importante salto cualitativo desde el punto de vista científico, que ha dejado caduca en gran medida la antigua doctrina social de la Iglesia Católica, y que supera incluso a importantes sectores de la propia ciencia económica que hasta ahora han seguido anclados en el mecanicismo del paradigma neoclásico-keynesiano, y que no han sido capaces de dar entrada en sus «modelos» al carácter eminentemente creativo y dinámico de la función empresarial. Por primera vez 19
Juan Pablo II, Centesimus annus, Promoción Popular Cristiana, Madrid 1991, cap. IV, n°s 31, 32 y 33, pp. 66-67.
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en la historia, pues, y gracias a la positiva influencia de la Escuela Austríaca de Economía, la doctrina social de la Iglesia Católica se ha puesto por delante del paradigma dominante de la propia ciencia económica que hasta ahora ha venido ignorando al ser humano creativo y sigue anclado en una concepción estática del mercado y de la sociedad. 5. ALGUNAS OBSERVACIONES COMPLEMENTARIAS DE CARÁCTER CRÍTICO Decía nuestro gran Gregorio Marañón que «al mejor libro puede hacérsele un reparo, y que los pequeños defectos contribuyen a la bondad de los libros —como a la de los hombres— en tanta medida como las virtudes»20. Por ello, no querría terminar este pequeño estudio introductorio a la obra de Kirzner sobre ética social sin referirme a dos aspectos concretos en los que creo que su posición podría ser mejorada.
Kirzner y el supuesto relativismo de los principios éticos según las circunstancias históricas El primer reparo que podemos señalar al análisis de Kirzner se refiere a la concesión, en nuestra opinión injustificada, que efectúa en las páginas (185-186) y (244-245) de su libro, cuando indica que será en aquellas circunstancias en las cuales sean mayores los 20
Gregorio Marañon, «Un tratado magistral», en Obras completas, Espasa Calpe, Madrid 1968, vol. I, p. 261.
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grados de desequilibrio, incertidumbre y creatividad cuando el principio de justicia que propone, basado en la apropiación de los bienes y servicios descubiertos o creados por los empresarios, tendrá mayor relevancia. Sin embargo, Kirzner afirma a continuación que en aquellos mercados y circunstancias particulares relativamente más estables su regla de justicia sería menos relevante. En nuestra opinión, el principio dinámico de justicia propuesto por Kirzner tiene, por el contrario, validez universal, no importa cuáles parezcan ser las circunstancias particulares de cada momento. Y es que siempre que se utiliza la coacción institucional para redistribuir el producto social se está impidiendo en mayor o menor grado el ejercicio de una capacidad creativa que tiene su origen en la más íntima y esencial naturaleza empresarial del ser humano, por lo que se perjudicarán las posibilidades de creación de información y de coordinación del proceso social 21 . Aparte de que no existe ninguna posibilidad analítica para distinguir aquellas situaciones históricas en las cuales el carácter relativamente más «estable» del proceso social supuestamente permita la aplicación de criterios alternativos basados en la justicia social o distributiva de aquellas otras en las que el relativo estancamiento social sea, precisamente, resultado directo del ejercicio sistemático de la coacción estatal con que siempre se manifiestan tales criterios alternativos. En todo caso, el propio Kirzner reconoce que «a medida que una sociedad capitalista se desarrolla y se hace 21
La demostración teórica de esta afirmación puede verse en Jesús Huerta de Soto, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, ob. cit., caps. II-III.
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cada vez más intrincada y “abierta”, parece cada vez mayor la necesidad de introducir en las teorías económica y moral del capitalismo las intuiciones asociadas a la teoría heurística de la creatividad empresarial»22. Nuestro desacuerdo con Kirzner, por tanto, radica en que nosotros consideramos que el principio de justicia basado en la función empresarial que él propone carece de excepciones y es aplicable con carácter universal a todas las circunstancias históricas concebibles en las que intervenga un ser humano dotado por su propia naturaleza de una innata capacidad empresarial y creativa.
La aplicación de la teoría kirzneriana de la empresarialidad al surgimiento de las instituciones y comportamientos morales Recientemente, Israel Kirzner, en dos artículos desconcertantes 23 , ha mantenido la tesis de que la teoría de la función empresarial, que con tanta brillantez y perseverancia ha desarrollado a lo largo de toda su vida académica, no es directamente aplicable para justificar que exista una tendencia espontánea hacia la formación y perfeccionamiento de las 22
Véase la p. 244 de este libro. Israel M. Kirzner, «Knowledge Problems and their Solutions: Some Relevant Distinctions», cap. 10 de The Meaning of Market Process: Essays in the Development of Modern Austrian Economics, Routledge, Londres y Nueva York 1992, pp. 163-179; y también el manuscrito pendiente de publicación presentado en la Reunión Regional de la Sociedad Mont Pèlerin que tuvo lugar en Rio de Janeiro del 5 al 8 de septiembre de 1993, con el título de «The Limits of the Market: The Real and the Imagined». 23
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instituciones sociales. El principal (y único) argumento que Kirzner presenta en apoyo de su tesis es la supuesta existencia de una «externalidad» que impide que las mejoras institucionales relevantes para la sociedad se materialicen en forma de oportunidades de ganancia explícita que puedan ser explotadas y apropiadas por los empresarios. De esta manera, según Kirzner, el proceso de creatividad y descubrimiento empresarial no se llevaría a cabo en el ámbito de las instituciones, pues los empresarios serían incapaces de apropiarse particularmente de los beneficios derivados de su actividad empresarial en el ámbito institucional 24 . Por otro lado, Kirzner mantiene correctamente que en un contexto de mercado no puede considerarse que sea un «fallo» del mismo el hecho de que se dé una situación de «bien público», si es que el Estado impide por la fuerza una adecuada definición y/o defensa de los derechos de propiedad, pues es absurdo calificar de «fallo de mercado» el que no se dé una situación utópica como consecuencia de insuficiencias de tipo institucional; afirmando Kirzner posteriormente, y es aquí donde radica nuestra discrepancia, que estas insuficiencias de tipo institucional pueden también surgir y mantenerse como consecuencia de un supuesto problema de «bien público» que impida, según él, y 24
«There appears no obvious way in which any private entrepreneur could be attracted to notice the superiority of the metric system - let alone any chance of it being within his power to effect its adoption. The externality of the relevant benefit to society arising from a change to the metric system appears to block the translation of this unexploited opportunity, jointly available to members of society, into concrete, privately attractive opportunities capable of alerting entrepreneurial discovery». Israel M. Kirzner, «Knowledge Problems and their Solutions: Some Relevant Distinctions», ob. cit., p. 174.
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como ya hemos mencionado, que la actividad empresarial descubra e impulse las mejoras institucionales precisas. No podemos compartir esta paradójica y restrictiva postura que recientemente Kirzner ha adoptado en relación con la aplicación de su propia teoría de la función empresarial al surgimiento de las instituciones. En primer lugar, y dentro del contexto dinámico del proceso de mercado, no consideramos que los problemas de bien público no sean un fallo de mercado simplemente porque surjan como resultado de una «insuficiencia» institucional. En nuestra opinión, el «problema» de bien público en ningún caso es un fallo de mercado, porque siempre que se da una aparente situación de oferta conjunta e imposibilidad de exclusión de free riders, y en ausencia de la intervención coactiva del Estado, surgen los incentivos necesarios para que la creatividad empresarial se ponga en marcha y, apropiándose de los resultados de la misma, descubra las innovaciones técnicas e institucionales que son precisas para acabar con la supuesta situación de bien público. Esto es, por ejemplo, lo que sucedió en relación con los bienes comunales en el Lejano Oeste americano, que, mientras no fue posible definir adecuadamente los derechos de propiedad sobre la tierra de los distintos usuarios (agricultores y ganaderos), dio lugar a importantes conflictos y dificultades en la coordinación social. Sin embargo, esta situación creó precisamente el incentivo para que los empresarios terminaran descubriendo e introduciendo una importante innovación tecnológica: el alambre de espino, que a partir de 41
entonces permitió separar y definir adecuadamente los derechos de propiedad de amplias extensiones de tierra a un coste muy razonable, con lo cual los problemas previos de bien público quedaron completamente resueltos. Otro ejemplo que se puede poner es el de los faros como ayuda a la navegación marítima y que en muchas ocasiones históricas han sido desarrollados de forma privada, encontrándose empresarialmente procedimientos técnicos e institucionales diversos para obligar a revelar las preferencias, y a que los beneficiarios asumieran su coste (boicot social de los free riders, asociaciones de pescadores y armadores, etc.); y todo ello sin necesidad de mencionar otras innovaciones tecnológicas como la de la navegación vía satélite, que han solucionado, gracias a la creatividad empresarial, los problemas de bien público que existían hasta ahora en ese ámbito. Por tanto, desde un punto de vista dinámico y si el Estado no interviene, el conjunto de bienes públicos tiende a hacerse vacío, gracias a la capacidad creativa de la función empresarial. Es cierto que en el campo de las instituciones sociales (jurídicas, morales, económicas y lingüísticas) los problemas que plantea la apropiación individual de los resultados de la creatividad empresarial son más arduos y difíciles. Pero ello no significa que la misma no se pueda llevar a cabo y que, por consiguiente, no se introduzcan constantemente mejoras. Es más, sin la capacidad creativa de la función empresarial no cabe concebir ni el proceso de generación ni el de desarrollo y mejora de las instituciones sociales más importantes. Esto es lo que, precisamente, puso de manifiesto Menger en su 42
análisis sobre el surgimiento evolutivo de las instituciones sociales, que específicamente aplicó al dinero, y que sólo puede entenderse como resultado del inicial liderazgo empresarial de unos pocos seres humanos relativamente más perspicaces, que se dieron cuenta antes que los demás de que podían lograr más fácilmente sus fines si, a cambio de sus bienes y servicios, pedían bienes más fácilmente comercializables en el mercado, que de esta manera pasaron a ser demandados como «medios de intercambio», comportamiento que a través de un proceso de aprendizaje fue extendiéndose a lo largo del mercado hasta que el medio de intercambio pasó a ser de uso general y por tanto se convirtió en dinero25. Por otro lado, es claro que los lenguajes o idiomas están continuamente evolucionando y que, gracias a la creatividad de múltiples actores, se introducen nuevos términos, se perfeccionan los anteriores, se simplifican y modifican las reglas de gramática, pronunciación, etc., de tal manera que comparando los escritos en diferentes lenguas de distintas épocas se aprecian importantes y muy significativas diferencias. Ninguna de éstas podría explicarse sin acudir a la capacidad y perspicacia empresarial de los usuarios de cada idioma en cada momento histórico. 25
«The happy idea of proceeding in this way could strike the shrewdest individuals, and the less resourceful could imitate the former’s method». Ludwig von Mises, Human Action, Henry Regnery, Chicago, 1986, p. 406; existe una versión española traducida por Joaquín Reig Albiol y publicada por Unión Editorial, 5.a edición, Madrid 1995. Quizá no exista forma más concisa y precisa de referirse al preponderante papel que tuvo la perspicacia y creatividad empresarial en el surgimiento del dinero que estas palabras escritas por Mises en su laudatorio comentario a la aportación de Menger al campo de la teoría sobre el surgimiento y evolución de las instituciones.
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Finalmente, es evidente que no existe un criterio objetivo que permita establecer que una institución «racionalmente» concebida sea más eficiente desde el punto de vista de los procesos sociales dinámicos movidos por el ímpetu de la empresarialidad que las que se han ido formando de manera evolutiva. ¿Es que quizá el esperanto es un idioma más perfecto y «eficiente» que el inglés o el español? ¿Con qué criterios podemos establecer que un sistema métrico es más eficiente desde el punto de vista de los procesos dinámicos de coordinación que otro? Y en lo que se refiere a los principios jurídicos esenciales que hacen posible la coordinación social y el ejercicio de la empresarialidad, son poco numerosos y claramente han surgido a lo largo de un proceso evolutivo, pudiendo reducirse a los principios de respeto a la vida, a la propiedad, a la posesión pacíficamente adquirida y al cumplimiento de las promesas y contratos. La consideración de que la teoría de la función empresarial desarrollada por Kirzner es precisamente, y a pesar de su autor, el eslabón que faltaba para perfeccionar y fundamentar adecuadamente la teoría austríaca sobre el surgimiento y el desarrollo de las instituciones sociales no significa que no pueda teorizarse sobre las posibles mejoras que desde el punto de vista de la eficiencia dinámica puedan realizarse en las instituciones sociales actualmente existentes26. Pero se tratará en todo caso de un trabajo 26
Esta consideración no legitima en forma alguna el análisis neoclásico del derecho y de las instituciones jurídicas que hasta ahora se ha pretendido efectuar suponiendo un contexto de constancia, plena información y una racionalidad estrecha de los agentes económicos basada en el principio de la maximización del beneficio. La contradicción
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de «crítica inmanente», es decir, de exégesis, depuración de vicios lógicos y aplicación de los principios evolutivamente formados a las nuevas áreas y desafíos que vayan surgiendo como consecuencia de la creatividad empresarial (por ejemplo, la aplicación del cuerpo de principios tradicionales del derecho de contratos a nuevas áreas privatizadas en el mar o al «alquiler» de madres, etc.). Podemos, por tanto, concluir que, curiosamente, Kirzner no parece ser lo suficientemente kirzneriano en lo que se refiere al reconocimiento de las posibilidades de aplicación de su propia teoría de la función empresarial al análisis sobre el surgimiento, desarrollo y mejora de las instituciones sociales. 6. CONCLUSIÓN Los anteriores reparos en forma alguna disminuyen en un ápice el gran mérito de la obra de Kirzner en el ámbito de la teoría de la función empresarial y de su aplicación al desarrollo y fundamentación de toda una teoría de la ética social, que ha sido capaz de arrumbar
en la que cae el mencionado análisis del derecho es evidente, pues en el marco estático descrito no harían falta leyes ni instituciones: unos simples mandatos que incorporasen la plena información que se supone disponible sería suficiente para coordinar la sociedad. En contra de este paradigma, estimamos que las normas e instituciones jurídicas no deben juzgarse en los estrechos términos de la eficiencia estática de origen paredaño, comparando costes con beneficios supuestamente conocidos, sino que habrían de juzgarse según el criterio de eficiencia dinámica. Es decir, según que promuevan y fomenten o no la coordinación empresarial del mercado. Por ello, más que normas y fallos jurisprudenciales «óptimos» desde el punto de vista paretiano, han de buscarse normas y fallos jurisprudencialesjustos que, desde el punto de vista de la eficiencia dinámica de los procesos empresariales del mercado, impulsen en el mismo la coordinación.
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los postulados de la «justicia social» o redistribuidora que se fundamentan en el error analítico de presuponer una economía estática con recursos e información dados. La concepción dinámica del mercado permite una más fácil toma de posición en el ámbito ético y refuerza la consideración de que los mercados libres movidos por la función empresarial no sólo son más eficientes desde el punto de vista dinámico sino que además son los únicos justos. Por tanto, no está justificado que ningún actor que actúe empresarialmente cumpliendo los principios tradicionales del derecho de propiedad tenga carga de conciencia alguna cuando se apropie de aquello que se derive de su capacidad creativa. La comprensión de cómo funciona en términos dinámicos el proceso empresarial del mercado hace evidente que el principio esencial de justicia y ética social debe basarse en la apropiación de los resultados de la creatividad empresarial de cada actor, siendo, como es lógico, este principio perfectamente compatible con que dicha creatividad y espíritu empresarial sean también utilizados para, de manera voluntaria, buscar, descubrir y paliar las situaciones de urgente necesidad en las que puedan llegar a encontrarse los distintos seres humanos.
JESÚS HUERTA DE SOTO Profesor Titular de Economía Política Universidad Complutense de Madrid
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CAPÍTULO I INTRODUCCIÓN Este libro tiene como objetivo clarificar un aspecto de la ética del sistema capitalista, a saber, el significado de la idea de justiciadentro de la economía de mercado. Probablemente ningún otro aspecto moral del capitalismo ha provocado controversias tan amargas ni despertado emociones tan violentas. Los críticos del capitalismo han denunciado este sistema como explotador, y lo han condenado por haber creado una estructura de distribución de rentas que consideran injustificable e injusto. Tales denuncias se han centrado a veces en la desigualdad económica que es inseparable del capitalismo, pero es sin duda la acusación de injusticia la que invariablemente subyace y anima estas y otras críticas similares. No me ocuparé aquí, por consiguiente, de toda la gama de cuestiones ético-morales que surgen con el 47
capitalismo. La moralidad del sistema capitalista no sólo depende de su justicia o injusticia, sino también del grado en que facilita o dificulta el ejercicio de la libertad, en que acierta a satisfacer eficientemente las necesidades de sus miembros y a promover sus fines, en que favorece la emergencia en ellos de cualidades nobles o innobles, y de muchas cosas más. No puedo, pues, dejar de insistir en que para tener ideas claras sobre lo que significa la justicia en el capitalismo se requiere adoptar la precaución de tratar esta noción separadamente, dejando aparte otros aspectos morales del sistema. La falta de compasión, por ejemplo, no puede ser considerada equivalente a la perpetración de una injusticia. Por eso, las críticas morales al capitalismo que lo acusan de fomentar la dureza de corazón y el egoísmo no pueden pretender —ni siquiera en el caso de que tal acusación fuera admitida— haber demostrado ya con eso que el capitalismo sea un sistema intrínsecamente injusto. Por la misma razón, defender al capitalismo de la acusación de injusticia no implica de por sí atribuir al sistema una bondad moral ilimitada. Ahora bien, no cabe subestimar la importancia del tema elegido simplemente porque por adelantado reconozca que sus implicaciones éticas son relativamente modestas. Muchos de los defensores del capitalismo se sienten obligados a expresar su defensa en términos apologéticos sólo porque piensan que no se puede negar, al menos, que el sistema permita la injusticia de clases. Es cierto, conceden, que la explotación y la injusticia prevalecen bajo el capitalismo; pero el sistema, después de todo, promueve la prosperidad y/o la libertad individual y 48
otras cosas por el estilo. La razón por la que el capitalismo es despreciado e incluso odiado en gran parte del mundo es precisamente que muchos lo ven como un sistema levantado sobre la injusticia, como si ésta fuera una de sus características esenciales y definitorias. Y es también en gran medida por esa violenta antipatía hacia el capitalismo, sobre el supuesto de su pretendida injusticia, por lo que ningún país moderno ha permitido que éste florezca dentro de sus fronteras sin imponerle ciertas restricciones. Pretender, como este libro pretende, que prácticamente todas las críticas al capitalismo fundadas sobre su supuesta injusticia no sólo son gravemente defectuosas, sino que incluso son en principio seguramente inválidas, se podría juzgar, tratándose de un asunto tan importante, como una pretensión absurda e iconoclasta por mi parte. Si mi pretensión resulta convincentemente probada, y hasta qué punto, es algo que tendrá que decidir el lector. Lo que en cualquier caso no debería ponerse en tela de juicio es la propia importancia de un tema que está en el centro mismo del debate ético y moral en torno al capitalismo.
Discrepancias con la literatura existente sobre el tema La tesis sostenida equivale a denunciar que las discusiones habituales sobre la justicia económica en el capitalismo no han sabido enfocar bien la cuestión, tanto si trataban de atacar el sistema como de 49
defenderlo. Teniendo en cuenta que durante la pasada década se han dedicado al tema de la justicia económica no poco esfuerzo y trabajo, y que la competencia y eminencia de muchos filósofos y economistas que se han consagrado a él están fuera de toda duda, mi denuncia no podrá menos que ser recibida con cierto escepticismo. Será necesario, por tanto, identificar con gran cuidado en los capítulos que siguen la falsa apreciación que atribuyo a la literatura existente, e intentar persuadir al lector de cómo ésta resulta verdaderamente crucial a la hora de valorar adecuadamente la justicia o injusticia del sistema capitalista. En este capítulo introductorio me limitaré a bosquejar las intuiciones básicas que deseo introducir en el debate, a señalar su importancia y a mostrar brevemente en qué medida el tratamiento que hasta ahora se ha dado al tema ha pasado tales intuiciones constantemente por alto. Debo dejar bien claro desde el principio que mis diferencias con la literatura existente no son, en lo esencial, diferencias sobre ética. En realidad, casi nada de lo que voy a tratar a lo largo del libro depende de que aquí se proponga alguna novedad en la valoración moral de los fenómenos económicos. Mi pretensión será bien otra, a saber, que los juicios morales sobre el capitalismo yerran más que nada porque no han acertado a comprender adecuadamente la naturaleza y la forma de operar del sistema capitalista. Mi discrepancia con la literatura existente no es tanto una discrepancia sobre ética cuanto sobre economía; aunque, eso sí, una discrepancia sobre economía que tiene consecuencias inmediatas en cualquier juicio ético que se haga del capitalismo. Quizás resulte 50
conveniente añadir algunas precisiones sobre este aspecto del problema.
Entre la ética y la economía Juzgar adecuadamente cualquier aspecto de la realidad social desde la perspectiva ética exige contar, por supuesto, con un marco válido de criterios éticos que nos sirva de referencia. Pero tal juicio requiere igualmente, y quizás sobre todo, una comprensión positiva válida del sector de realidad que va a ser objeto de valoración. Esto mismo vale para cualquier clase de apreciación moral: lo primero de todo es identificar y comprender convenientemente lo que se desea valorar. Por poner un ejemplo, no se pueden condenar por improcedentes los modales de alguien que durante una ejecución artística sublime arma un ruidoso alboroto en la sala si, previamente, no se ha identificado lo que provoca tal comportamiento. Nuestro juicio sería bien diferente si resultase que el alborotador había advertido que una viga del techo estaba suelta y pendía peligrosamente sobre parte de la audiencia. Dos oyentes igualmente prontos al enfado ante una interrupción brusca de la ejecución orquestal reaccionarían de modo bien diferente si uno de ellos comprendiese qué es lo que ha causado el alboroto, y el otro no. Por lo mismo, para juzgar la moralidad de una transacción económica particular se requiere una comprensión a fondo de los motivos y probables consecuencias de la misma. Juzgar la justicia del 51
sistema de mercado exige conocer antes bien cómo funciona el sistema. Dos jueces que compartieran un mismo conjunto de valores éticos podrían juzgar la moralidad de la economía de mercado de modo bien distinto si uno supiera, y el otro ignorase, cómo funciona de hecho el mercado. Parecen observaciones de sentido común, pero con frecuencia se pasan por alto. Muchas veces se piensa que para defender el sistema de mercado frente a sus detractores éticos es necesario que el defensor discrepe más o menos profundamente de sus adversarios respecto a qué criterios éticos adoptar. Bien podría ocurrir que tales diferencias sobre criterios fueran ocasionalmente responsables de disputas sobre la moralidad del mercado, pero no es lo habitual. Más bien, lo que tales disputas suelen reflejar es, simplemente, la existencia de puntos de vista divergentes sobre la realidad económica. Por consiguiente, partir de un razonamiento económico «positivo» sólidamente fundado es importante, sin más, para llegar a un juicio ético razonable sobre la realidad económica. De hecho, lo que pretendo no es otra cosa que señalar cómo un pequeño defecto en la comprensión económica dominante, en lo que toca al papel que corresponde a los mercados y a su funcionamiento, ha sido responsable de una notable impropiedad en los debates actuales sobre la justicia económica en el capitalismo.
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La definición de capitalismo He venido empleando el término «sistema de mercado» como sinónimo de «capitalismo». Con esto quiero indicar que estoy definiendo el capitalismo, para mis actuales propósitos, como un sistema «puro», es decir, un sistema en el que toda la actividad económica se lleva a cabo a través de mercados libres. Con otras palabras, no deseo ocuparme directamente del capitalismo del mundo real moderno, en el que el funcionamiento de sus mercados —en otras circunstancias, libre— se ve notablemente alterado por una vasta regulación estatal. Para lo que aquí interesa, es importante separar los elementos del mercado en el capitalismo moderno de aquellos otros elementos, también presentes en él, que lo limitan y constriñen. Mi interés recae sobre la justicia del sistema de mercado, y sólo se dirige hacia la justicia del capitalismo real en la medida en que exista relación con sus elementos de mercado. Más en concreto, por capitalismo puro entiendo, por lo que toca a la valoración de su justicia o injusticia, un sistema de adopción descentralizada de decisiones. Tal sistema, como se verá, presupone un marco legal que defina derechos individuales de propiedad privada. Dado este marco, cada uno es libre de decidir qué hacer con cada una de sus posesiones. Puede usarlas para fines de consumo, invertirlas en procesos productivos o venderlas a quienquiera que esté dispuesto a comprárselas al precio que acuerden. Nadie en este sistema se encontraría con que su capacidad para determinar el uso que deseara dar a algo, legalmente de su propiedad, se vería 53
arbitrariamente anulada por la decisión de alguien — legislador, planificador económico central, criminal, o quien sea— que no fuera él mismo. Ni con que su capacidad para vender algo de su propiedad a quien quisiera comprarlo podría ser suprimida por una ley que estableciera que el precio acordado fuera ilegal por ser demasiado alto o demasiado bajo, o que su venta fuera perjudicial para la salud o la moral del comprador. Adviértase que postular un sistema de derechos individuales no es sino otro modo de referirse al capitalismo como un sistema de adopción descentralizada de decisiones. Poder disponer de un recurso o un producto equivale a tener derecho sobre él. La adopción individual y descentralizada de decisiones sólo es posible en un sistema que respete los derechos individuales. Por el contrario, la adopción centralizada de decisiones, o que suponga alguna forma de planificación central, implica, como mínimo, imponer importantes limitaciones al ejercicio del derecho de los individuos a adoptar decisiones de índole económica. El sistema que deseo analizar es el sistema puro de adopción descentralizada de decisiones. Tal sistema se describe como de mercado porque, típicamente, los sistemas de adopción descentralizada de decisiones tienden a generar mercados y sistemas de mercados vigorosos y complejos, y a tales mercados se les define como libres de regulación externa. Las preguntas sobre la justicia económica en un sistema capitalista puro se refieren, por tanto, al funcionamiento y resultados producidos por un mercado libre, tanto de tierra, trabajo y bienes de 54
capital y financieros, como de productos de consumo intermedio o final de todas clases. Sin embargo, conceptualmente al menos, debemos distinguir nítidamente entre dos tipos diferentes de preguntas que pueden plantearse sobre la justicia de un sistema que se basa, estrictamente, en derechos individuales. Nuestro interés concreto en este libro recae sobre uno solo de estos tipos. Un tipo de preguntas (el tipo que aquí no nos interesa) tiene que ver con la justicia de los criterios en virtud de los cuales se realiza la asignación de derechos inicial, esto es, antes de que el proceso del mercado entre en funcionamiento. Desde consideraciones conceptuales, esta cuestión es anterior a la pregunta por la justicia del mercado. Es una pregunta sobre si la propiedad que los individuos ponen en el mercado es justamente suya, esto es, si el sistema legal que asigna tales derechos de propiedad a dichos individuos es justo o no lo es. El segundo tipo de preguntas sólo se plantea una vez que la primera cuestión ha sido satisfactoriamente resuelta. Dado un sistema justo de asignación de derechos individuales de propiedad, la pregunta que sigue se refiere a hasta qué punto elfuncionamiento y resultados de un sistema de derechos individuales se conforma a los cánones de justicia. Es cierto que, en la práctica, los derechos de propiedad de que disfruta un individuo en un mercado concreto son en sí mismos resultado de anteriores procesos de mercado. Pero, conceptualmente, podemos distinguir entre la asignación de derechos existente en el momento en que comenzamos nuestro análisis y los procesos de
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mercado posteriores, por medio de los cuales tales derechos son ejercitados e intercambiados. Tiene su importancia el que afirme que no estoy interesado en plantear, al menos en este libro, el primer tipo de preguntas. La idea del capitalismo, de una economía de mercado, de un sistema de adopción descentralizada de decisiones no presupone un único ni determinado sistema de leyes sobre la propiedad, ni depende de él. De hecho, cabe imaginar una amplia variedad de sistemas de propiedad privada alternativos, capaces todos ellos de satisfacer los requisitos institucionales que exige el capitalismo. Naturalmente, si partimos de un conjunto de criterios de justicia dado difícilmente cabrá declarar que todos esos sistemas alternativos son igualmente justos. Sin embargo, todos podrían servir por igual en un sistema capitalista. Aceptar plenamente la justicia de un sistema de leyes que recoja derechos de propiedad privada es así algo perfectamente compatible con expresar nuestra repulsa moral ante un segundo sistema legal que establezca un modo diferente de acceder a tales derechos. La esclavitud como institución, por ejemplo, es compatible con un sistema bien definido de propiedad privada. Sin embargo, parece claro que dar nuestra aprobación moral al capitalismo en abstracto en modo alguno implica aceptar la esclavitud desde el punto de vista ético. Al limitar mi consideración al segundo tipo de preguntas evito también tener que elegir entre sistemas alternativos de leyes de propiedad. Aquí me ocuparé de principios de justicia que pueden referirse a cualquier sistema de propiedad privada, sin por ello 56
comprometerme con la justicia de algún sistema en particular. Esto significa que, de aquí al final del libro, voy a suponer que los individuos participantes en el capitalismo tienen, de algún modo, justos títulos de propiedad sobre sus posesiones (al menos, que éstos son justos antes de que el proceso del mercado se ponga en marcha). Únicamente me preocupa averiguar hasta qué punto la justicia de este estado inicial de cosas se ve mejorada o comprometida por el posterior funcionamiento de la economía de libre mercado. Si quiero evitar el asunto de la justicia de los sistemas legales de propiedad no es sólo porque sea una cuestión difícil, sino también porque el asunto del que quiero ocuparme es otro. Además, estoy convencido de que la justicia del capitalismo como sistema abstracto de organización social es lógicamente independiente del asunto anterior. Bien podría ocurrir que deseáramos condenar, por injusto, un sistema capitalista que permitiera la esclavitud; pero la injusticia de ese sistema no tendría entonces nada que ver con que el sistema fuera o no capitalista (el carácter capitalista de un sistema no depende en absoluto, por supuesto, de la institución de la esclavitud). Si hemos de tratar de la cuestión de la justicia del capitalismo como sistema es mejor apartar decididamente otras que tienen poco que ver directamente con ella. El mejor modo de seguir, por tanto, es suponer que partimos de un sistema de propiedad privada (el que sea) éticamente aceptable. Ciertamente, podría objetarse que, al limitar el alcance del trabajo, estamos evitando considerar no sólo la cuestión de la justicia o injusticia de 57
determinados sistemas de propiedad privada, sino también la de si es posible justificar alguna apropiación privada (la que sea) de los dones de la naturaleza. Sin duda puede objetarse que, aceptado que el carácter capitalista de un sistema social no depende del sistema concreto de leyes de propiedad que lo gobiernan, sí que depende, y mucho, de la institución de la propiedad privada en cuanto tal. Por consiguiente, una discusión a fondo de la justicia del capitalismo como sistema abstracto no debería en modo alguno obviar la cuestión de hasta qué punto la idea misma de propiedad privada puede hacerse compatible con la idea de justicia. Reconozco que esta objeción es más seria, y por ello quisiera ofrecer dos razones exculpatorias por eximirme de considerar tal cuestión. La primera es que la cuestión acerca de la justicia de la propiedad privada resulta completamente irrelevante para el argumento que quiero desarrollar en este libro. De modo que, si bien es cierto que un tratamiento a fondo de la justicia del capitalismo requeriría ocuparse necesariamente de la enorme literatura existente sobre la propiedad privada, un modesto estudio como el mío no necesita hacerlo. Mi segunda excusa es que, por limitada que sea la relación de la argumentación que ofrezco en este libro con el tema de la justicia de la propiedad privada, no dejaré por ello de hacer referencia a él cuando aparezca.
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La idea de justicia distributiva El asunto de la justicia del capitalismo se ha abordado habitualmente en términos de justicia distributiva. Es decir, se piensa que el mercado, al repartir los recursos de una sociedad entre diversas instancias productivas que compiten entre sí, determina al mismo tiempo los ingresos que obtendrán los miembros individuales de esa sociedad. El proceso del mercado determinaría y asignaría así los ingresos salariales, los ingresos por rentas de capital (tanto financiero como inmobiliario) y hasta el «puro» beneficio. El mercado aparece en este planteamiento no sólo como productor de una «tarta» social, sino también y al mismo tiempo como el que la corta en porciones y reparte éstas entre los distintos individuos. El mercado se ve, por tanto, como «distribuidor» del producto social entre sus participantes, y su justicia o injusticia se identifica con la justicia o injusticia de los criterios de distribución de ingresos. En esta visión, la cuestión de la justicia social del capitalismo no es sino la cuestión de su justicia distributiva. Pues bien, una de las tesis centrales de este libro consistirá en señalar que, en realidad, toda esta idea de distribución es defectuosa, y que reducir el asunto de la justicia al de la justicia distributiva es, por consiguiente, también erróneo, además de seriamente engañoso. Mi recusación de la noción de «distribución» en un sistema capitalista no es, desde luego, original; sin embargo, mis razones para rechazarla sí me parece que lo son. Las críticas anteriores a la distribución 59
capitalista de los ingresos se centraban en la ausencia de una entidad central que fuera responsable de cortar y repartir la «tarta». Pero ya entonces se señaló que los ingresos se determinan impersonalmente, como resultado de la interacción de los innumerables participantes en el mercado. Nunca hay una «tarta» entera que después sea cortada y repartida. «No hay nada en el funcionamiento de una economía de mercado que pueda propiamente denominarse distribución. Los bienes no se producen primero y luego se distribuyen, como sería el caso en una economía socialista»27. La obtención de los ingresos individuales y el proceso mediante el cual se determinan el tamaño y composición de la supuesta «tarta» son simultáneos. De hecho, el tamaño y composición de la «tarta» dependen de los criterios de «distribución» de ingresos tanto como éstos dependen de aquéllos. Hayek, en concreto, ha sostenido que esto convierte en un sinsentido la pregunta misma por la justicia social del capitalismo. Si no existe una instancia que distribuya los ingresos, mantiene Hayek, entonces ni siquiera puede hablarse de si el criterio de distribución de ingresos es justo o injusto: «en un sistema en el que cada cual es libre de hacer lo que quiera con lo que sabe, la idea misma de “justicia social” está vacía y desprovista de sentido, porque en tal sistema ninguna voluntad puede determinar los ingresos relativos de nadie, o impedir que éstos dependan en parte del azar. El término “justicia social” sólo puede tener sentido en una 27
L. Mises, Human Action, Vale University Press, New Haven 1949, p. 255. [Trad. española: La acción humana. Tratado de Economía, 5.ª ed., Unión Editorial, Madrid 1995].
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economía dirigida… en la que a los individuos se les manda lo que tienen que hacer…»28. No es difícil reconocer la fuerza de estas afirmaciones y, sin embargo, me parece importante introducir algunas consideraciones adicionales para estar en condiciones de apreciar adecuadamente los defectos del tratamiento que corrientemente se hace de la justicia social en el capitalismo. Incluso si admitimos, como hace Mises, que al hablar de «distribución de ingresos» en las sociedades capitalistas estamos utilizando una metáfora, podemos no obstante seguir estando interesados en considerar la justicia de los ingresos que se obtienen bajo el capitalismo como si la «tarta» social fuera efectivamente cortada por alguna autoridad central. Y si bien podemos estar perfectamente de acuerdo con Hayek en negar significado estricto al concepto de justicia social en cuanto aplicado a los resultados de un proceso espontáneo, un crítico del capitalismo podría con todo afirmar sin contradicción que el sistema es intolerable en el caso de que tales resultados conformaran un modelo que en una economía dirigida se tuviera por injusto. Hayek mismo admite que un «sentimiento de injusticia ante la distribución de los bienes materiales en una sociedad de hombres libres», si bien no proporciona un fundamento válido para recriminar a un individuo o a un grupo de ellos cooperativamente organizados, sí que puede implicar una cierta culpa generalizada, en la medida en que «estamos tolerando un sistema 28
F. A. Hayek, Law, Legislation and Liberty: The Mirage of Social Justice, vol. 2, Chicago University Press, Chicago 1976, p. 69. [Trad. española: Derecho, legislación y libertad. Vol. II: El espejismo de la justicia social, 2.ª ed., Unión Editorial, Madrid 1988).
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en el que cada cual es libre de elegir su ocupación y por lo tanto nadie tiene el poder ni el deber de vigilar para que los resultados se correspondan con nuestros deseos»29. Mi oposición a la noción corriente de distribución de ingresos no tiene tanto que ver con el hecho de que la «tarta» es espontáneamente producida y «distribuida» a partir de unas condiciones de descentralización, cuanto con el hecho de que nunca se sabe bien qué es lo que se distribuye antes de su efectiva distribución. El proceso espontáneo mediante el cual se produce y «distribuye» la «tarta» es un proceso de descubrimiento. Es decir, que los ingresos se obtienen en el curso del proceso de producción mediante el que se descubre la «tarta»; o, por decirlo de otro modo, la «tarta» se produce en el curso del proceso mediante el cual se descubren los ingresos. Para sentar bien mi tesis tendré que mostrar (a) que el proceso de mercado capitalista es de hecho un proceso heurístico o de descubrimiento, y (b) que el carácter heurístico del proceso capitalista anula completamente la pertinencia de los debates al uso sobre la justicia distributiva bajo el capitalismo.
El mercado como procedimiento de descubrimiento30 Hay dos modos radicalmente divergentes de enfrentarse al mercado capitalista, incluso entre los 29
Ibid. La expresión «procedimiento de descubrimiento» (discovery procedure) es de Hayek. Véase F. A. Hayek, «Competition as a 30
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mismos economistas que admiten que un sistema de precios es capaz de cumplir las funciones asignativas de una economía libre. El primero, que es el dominante y el que aparece ampliamente recogido en la mayoría de los manuales de microeconomía, ve la economía de mercado o de libre competencia como una economía más o menos transida por un conocimiento perfecto. Esto es, la actividad del mercado aparece constituida por innumerables decisiones de compra y venta independientemente adoptadas, cada una de las cuales anticipa e incorpora, más o menos correctamente, todas las demás decisiones. Aunque no se pretende que cada decisor sea realmente omnisciente, sí se considera que está al tanto de todos los precios del mercado; pero esto implica, de hecho, que tiene la capacidad de considerar todas las decisiones relevantes (puesto que, se supone, los precios del mercado son un reflejo de tales decisiones). La elección que haga un individuo, a la vista de este planteamiento, es la mejor que cabe hacer de entre una serie de alternativas claramente conocidas. Estas alternativas son, por así decirlo, ofrecidas por el mercado. Dados los precios de todos los bienes disponibles, cada decisor puede transformar el presupuesto de que dispone en una serie de cestas de bienes alternativas. Estas cestas se encuentran, digamos, ante cada decisor, quien sólo tiene que elegir una. Se sabe que estas alternativas están «ahí»; no se descubre que están ahí, sino que están implícitas en discovery procedure», en New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of Ideas, Chicago University Press, Chicago 1978.
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unas restricciones presupuestarias y en unos precios de mercado conocidos de antemano. De entre estas cestas de bienes alternativas que entran dentro de su presupuesto el decisor selecciona la que considera preferible, de modo que tal selección constituye el conjunto de compras y ventas que realiza en el mercado. La hazaña de un mercado competitivo, en esta visión, consiste en que los artículos comprados y vendidos mediante esta miríada de decisiones de mercado cuadran perfectamente, como consecuencia de unos precios de equilibrio conocidos por todos. Cada intento de compra tiene éxito, y lo mismo cada intento de venta. Todos los artículos susceptibles de ser vendidos a un precio que beneficia (desde sus respectivos puntos de vista) tanto al vendedor como al comprador resultan efectivamente vendidos. En este retrato del mercado no hay sorpresas, no existen beneficios «puros» ni pérdidas «puras». No hay nada que no sea plenamente conocido, no hay la más mínima posibilidad de realizar un descubrimiento 31 . Esta visión de la economía de mercado contrasta fuertemente con la segunda. En esta segunda visión, al contrario que en la primera, el énfasis recae sobre las densas brumas de ignorancia que recubren cada decisión adoptada. El éxito del mercado no consiste ahora en su habilidad para producir precisamente el conjunto de precios de equilibrio que conduce a una infinidad de decisiones perfectamente ajustadas, cada cual adoptada con un perfecto conocimiento de todos los precios. Más bien, 31
Esta brevísima caracterización de la línea de pensamiento dominante inevitablemente resulta, en muchos aspectos, excesivamente simplificadora. Iré añadiendo los oportunos matices más adelante, a medida que vayan siendo relevantes.
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el éxito del mercado se juzga por su capacidad de generar descubrimientos. Con otras palabras, si partimos en cada instante de un trasfondo dado de mutua ignorancia entre los participantes en el mercado, el funcionamiento del mercado irá espontáneamente ofreciendo los incentivos y oportunidades que acabarán conduciendo a dichos participantes a disipar cada vez más esas brumas de ignorancia. Son estas brumas las culpables de que el mercado no acabe de conseguir un perfecto ajuste entre las decisiones, y es precisamente el hecho de que el mercado continuamente genere las intuiciones que las disipan lo que posibilita que se alcance el grado de ajuste efectivamente existente. La primera visión, la dominante, recalcaba que tales decisiones individuales, sin dirección central, venían a hacerse de tal modo que necesariamente cuadraban a la perfección. La segunda visión lo que recalca es cómo al decidir, también sin dirección central, los errores cometidos se ponen de manifiesto y acaban siendo corregidos gradas a los incentivos que introduce el mercado. Para la primera visión, la expresión «dirección central» hace referencia a un cuerpo de conocimientos centralizado, suficiente como para permitir el cálculo directo de patrones de actividades que cuadran entre sí. Para la segunda, la expresión «dirección central» no implica referencia alguna a un cuerpo tal de conocimientos. Al poner el énfasis en la completitud del conocimiento que poseen los participantes en el mercado, resulta razonable para la primera visión tratar el producto agregado como algo definido. El tamaño y composición de esta «tarta» agregada no se 65
descubren sino que, en este planteamiento, se encuentran ya implícitos en las dotaciones de recursos, jerarquías de preferencias y posibilidades tecnológicas de partida, que son los datos del sistema para un momento dado. La producción de tal «tarta» agregada se considera inevitable para unos datos de partida determinados, ya que el resultado de cada decisión de compra, venta o producción viene completamente determinado por ellos. Tales resultados simplemente son, para cada decisor, aquel conjunto (de factores o productos) que ocupa la primera posición en la jerarquía entre las series de alternativas que respectivamente se derivan de unos precios y unas restricciones presupuestarias conocidas por adelantado. En la segunda visión del mercado, esto no es así en absoluto. Ciertamente, el resultado agregado comprende los resultados de todas las decisiones adoptadas en el mercado. Pero tales decisiones no son de ninguna manera, para esta visión, el resultado inevitable de las situaciones reales en que los diferentes individuos se encuentran (es decir, cuando se enfrentan con unos precios y restricciones presupuestarias dados). Lo que un individuo decide hacer no es necesariamente el resultado de sus preferencias y de la serie de cestas de bienes que determinan los precios y las limitaciones presupuestarias, sino más bien el resultado de lo que dicho individuo cree ser el conjunto de oportunidades de que dispone. Debido a la ignorancia que impregna el mercado, el conjunto de oportunidades percibido puede diferir notablemente de las oportunidades realmente contenidas en los precios del mercado. 66
Más aún, las oportunidades que percibe el participante en el mercado realmente deben ser atribuidas a su estado de alerta para advertir lo que, en otras circunstancias, bien podría haber ignorado. En cualquier caso, y por muy ignorante que sea, conoce sin duda bastante sobre lo que le rodea; un conocimiento que se deriva de haber estado alerta ante elementos de información que podrían redundar en su beneficio. Las oportunidades que ve son las que ha descubierto. Del mismo modo que sigue ignorando tantas cosas que podrían haberle sido útiles y reportado beneficios, también podría haber ignorado las oportunidades que de hecho ve. Lo que ha advertido y descubierto a su alrededor, así como las oportunidades que contiene, le han saltado a la vista como resultado de los incentivos que ofrece el mercado. El resultado agregado que emerge de los descubrimientos hechos por los innumerables participantes en el mercado en modo alguno puede describirse como si ya hubiera estado implícito en los datos del mercado. Tal resultado —la «tarta» agregada que resulta de las actividades productivas independientes de tantos decisores atentos, y a la vez ignorantes— sólo admite ser descrito como algo descubierto por aquellos que constituyen el mercado. Bien es verdad que la relativa estabilidad de los resultados del mercado a lo largo del tiempo tiende a enmascarar este carácter heurístico. Cada semana, los habitantes de una ciudad son alimentados, vestidos y alojados en viviendas de un modo que no parece muy diferente del modo en que lo fueron la semana precedente. Para el espectador superficial, la provisión semanal de alimento, vestido o servicios domésticos 67
parece fluir rutinariamente de los recursos oportunos, como si el funcionamiento de la economía pudiera asemejarse al de una máquina que rinde su producción o a un árbol que da sus frutos. Sin embargo, la visión del mercado que estamos describiendo no deja de advertir la superficialidad que supone considerar la economía como una máquina que funciona suavemente o como un árbol exuberante. No tienen nada de automáticos o predeterminados los esfuerzos productivos desplegados en una economía de mercado. Los productos no fluyen automáticamente a partir de los factores, sino que son los dueños de los recursos los que descubren el potencial productivo que en ellos reside y deliberadamente se ponen manos a la obra para sacar rendimiento a sus descubrimientos. Se puede afirmar con toda justicia que los productores realmente crean sus productos; que los crean, como si dijéramos, ex nihilo, esto es, de la nada. Por ejemplo, no se puede decir que el automóvil que sale de una línea de ensamblaje estuviera implícito en el acero y en el trabajo que lo han producido, porque el mero acceso al acero y al trabajo no asegura —ni siquiera bajo condiciones de precios favorables— la emergencia del mismo. La decisión de producir el automóvil es una determinación que resulta de que los recursos necesarios estén de hecho disponibles y de que su despliegue para forjar un coche vaya a proporcionar casi con seguridad un beneficio. Tal «determinación», en presencia siempre de una incertidumbre de fondo, es en último término responsable de la emergencia del automóvil. Pero no es una determinación que esté implícita en el acero o 68
en el trabajo, y ni siquiera en la propia personalidad del empresario. Esta determinación, a saber, la decisión empresarial de producir algo, es un descubrimiento genuino; y el acto que hace efectivo este descubrimiento, un acto de creación. Por consiguiente, lo que el empresario produce como resultado de estos actos creativos es algo descubierto. El producto agregado de una nación (un producto cuyos elementos han sido uno por uno descubiertos) no debe ser considerado por tanto como una «tarta» que, simplemente, está ahí; sino, antes bien, como una «tarta» que ha sido encontrada: como una «tarta» agregada descubierta. En este libro sostendré que el hecho de que el producto nacional sea resultado de un descubrimiento altera drásticamente la manera en que se debe juzgar su modo de «distribución». En particular, el carácter heurístico que atribuimos a la «tarta» social convierte en absolutamente irrelevante gran parte de la literatura al uso sobre la justicia de la distribución capitalista.
La justicia y las porciones de la «tarta» Supongamos que se pone una tarta delante de un grupo de individuos para que se la repartan de algún modo entre ellos. Presente un observador, se solicita de él que pronuncie un juicio ético sobre la justicia o injusticia de la fórmula en virtud de la cual se haya de proceder a cortarla y repartirla. Éste puede sostener que es injusto repartir la tarta en porciones de 69
diferentes tamaños; o, al contrario, que es injusto hacerlo en partes de igual tamaño, si es que unos individuos están más hambrientos que otros o merecen, por cualquier razón, una porción mayor o menor. O bien podría proponer alguna otra teoría de lo justo. Pero, con independencia de la teoría que se aplicase, el punto de partida del observador no podría ser otro más que la existencia misma de la tarta que ha sido puesta ante el grupo de individuos. El acercamiento al asunto de la justicia distributiva capitalista por gran parte de la literatura sobre justicia económica se ha caracterizado, precisamente, por considerar el producto nacional agregado de este modo: como si se tratara de una tarta que se presenta a la sociedad y deba repartirse, de un modo u otro, entre los distintos grupos de demandantes o pretendientes a ella. Una parte notable de la literatura es, por supuesto, bastante menos simplista, en la medida en que son ya muchos los autores que reconocen que, después de todo, el producto social no es una tarta de antemano dada, sino que ha resultado de las contribuciones aunadas de los pertinentes recursos productivos. Sin embargo, y por fundamental que esta intuición resulte, el hecho es que no ha bastado por sí sola para modificar el acercamiento habitual al tema. Incluso si reconoce que la «tarta» social no puede hacerse sin «ingredientes» previamente existentes, la literatura sigue considerando la tarta como dada. Más exactamente, si no tanto la tarta, sí los ingredientes de los que está hecha, que siguen siendo vistos como «puestos» ante la sociedad.
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Ciertamente, la contribución aportada por los propietarios de los diferentes recursos debe tenerse en cuenta de algún modo al elaborar el criterio de justicia aplicable en el reparto de la futura tarta. Sin embargo, mientras estas contribuciones sigan viéndose en último término como «puestas», será imposible escapar a la perspectiva de la justicia distributiva capitalista que considera la tarta como «dada». La verdad es que no parece haber mucha diferencia, desde el punto de vista de la justicia, entre tomar como punto de partida unos ingredientes dados en vez de una tarta dada. De hecho, muchas de las controversias y dilemas clásicos sobre la justicia distributiva tienen su raíz en consideraciones éticas que pretenden abordar, desde un único y mismo conjunto de criterios, ambos casos (el de la tarta dada y el de los ingredientes dados). Por supuesto que algunos de estos dilemas podrían evitarse fácilmente, sólo con que se admitiera que las prescripciones que finalmente resultarían de aplicar indistintamente el mismo conjunto de criterios serían bastante diferentes. Pero lo que quiero señalar no es eso, sino más bien que la premisa inicial —según la cual lo que se quiere repartir ya existe de antemano, ya está «ahí», independientemente de los criterios de justicia distributiva que se adopten— es, en ambos casos, la misma. Pues bien, el argumento que sostengo impugna decididamente la validez de tal premisa. Mi tesis en este libro es que ni los ingredientes previos a la confección de la tarta ni a fortiori la tarta ya hecha son jamás «puestos» ante la sociedad para que ésta se los reparta. Tanto la tarta final como sus
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ingredientes deben ser siempre descubiertos, imaginados, creados. A su vez, las fuerzas que conforman el proceso de descubrimiento se ven fuertemente afectadas por los criterios de justicia distributiva que se consideren relevantes. Mi pretensión no es otra que afirmar que estas circunstancias plantean retos muy serios al tratamiento que habitualmente se hace del tema de la justicia económica. Adviértase que mi objeción a tal tratamiento no se reduce exactamente al argumento de que el tamaño de la tarta sea función de los criterios de justicia distributiva adoptados. Este argumento, indudablemente válido, no ha sido de ninguna manera preterido en la literatura; lo que tampoco significa, tengo que decirlo, que su simple reconocimiento suponga una mejor comprensión de mi propia perspectiva sobre el carácter heurístico o de «descubrimiento» implicado en todo el proceso. El tratamiento habitual del argumento en cuestión tan sólo pretende el reconocimiento de que lo que se pone ante la sociedad no es la tarta, sino únicamente sus ingredientes. Y entonces el argumento simplemente señala que el tamaño de la tarta final puede depender del modo en que la tarta vaya a ser cortada y repartida, y que tal dependencia podría tener relevancia desde el punto de vista ético. Ya hemos visto que este reconocimiento, a la vez que significa un progreso cierto sobre algunas teorías simplistas de justicia económica (simplistas por suponer que el tamaño de la tarta no se ve afectado por alteraciones drásticas en los criterios por los que se reparte), no implica necesariamente advertir el carácter de 72
«descubrimiento» mencionado. En este argumento, aun cuando el tamaño final de la tarta dependiera del criterio que se adoptara para repartirla, el volumen de los ingredientes originalmente dados permanecería absolutamente invariante con respecto a él. Mi argumento, por el contrario, es que no existe nada en absoluto que venga dado de antemano (y, por tanto, que sea independiente de los criterios de justicia distributiva adoptados). No sólo no está dada la tarta final, sino que tampoco lo están los ingredientes. Más aún, el asunto no quedaría resuelto ni siquiera en el caso de que algunos criterios de justicia establecieran justos títulos de propiedad sobre cada unidad de los recursos productivos descubiertos. Esto es así porque existe otro ingrediente, el elemento heurístico o de «descubrimiento», que es cuando menos tan necesario como los demás para confeccionar la tarta. Y este elemento suscita preguntas acerca de la justicia económica que trascienden la simple cuestión de la determinación de la justa propiedad sobre los ingredientes de la tarta. Lo que una teoría de la justicia económica necesita, por tanto, es un planteamiento que reconozca que, en cada uno de los pasos comprendidos en una actividad económica capitalista, no hay ganancia o beneficio que no hayan sido en alguna medida descubiertos. Tanto si nos ocupamos del asunto de la justicia de la propiedad de los recursos como si lo hacemos del origen de los justos títulos de propiedad sobre el producto final, de lo que estamos tratando en el fondo es de la ética de la asignación de algo que ha sido descubierto. Todo hace pensar que en el juicio ético de bastantes observadores importa, e importa mucho, 73
el hecho de que estemos interesados en la asignación de productos que han sido descubiertos o creados, y no tanto de bienes económicos, los cuales son vistos por muchos como bienes que han estado ahí desde el principio de los tiempos.
La importancia de una ética del tipo «quien lo descubre se lo queda» No tengo reparo en afirmar, pues, que el que la actividad económica implique «descubrimiento» es algo que, para muchos observadores, sí que cambia notablemente las cosas. Me parece que ahora éstos no dejarían de invocar un principio ético bien simple que, en ausencia de mi perspectiva del capitalismo, habría tenido un campo de aplicación muy limitado dentro de la economía capitalista. Me refiero al principio de «quien lo descubre se lo queda» (finders keepers). No tengo aquí por objetivo argumentar en favor de una ética basada en este principio, sino, más bien, sostener que tal ética sería coherente con lo que parecen ser intuiciones morales ampliamente compartidas. En este sentido, considero importante dejar claro que, en el caso de que aceptáramos tal ética, lo lógico sería que la aplicáramos a cualquier pretensión capitalista de asignación de ingresos. Una ética como la de «quien lo descubre se lo queda» significa, para lo que aquí nos interesa, algo ligeramente diferente de una ética que atribuyera la propiedad de algo al primero que lo reclamase. Para la primera, por ejemplo, si alguien encuentra en la playa 74
una hermosa concha marina que nunca ha tenido dueño y toma posesión de ella pasa a tener un justo título de propiedad sobre ella; pero no tanto porque haya sido el primero en reclamar su propiedad sino, simplemente, porque se la encontró. No es tan sólo que la concha no tuviera dueño ni alguien que la reclamase antes de ser encontrada, sino que de hecho tampoco había sido descubierta. Con otras palabras, por lo que toca a lo conscientemente conocido por los hombres, la concha no existía antes de ser descubierta. El acto de encontrarla ha implicado, en cierto sentido, su creación. Al parecer, quienes suscriben una ética como ésta atribuyen hasta tal punto la existencia misma del objeto descubierto a su descubridor, que confieren a éste una propiedad natural sobre el mismo. La ética de «quien lo descubre se lo queda» tiene un cierto parecido superficial con la ética sobre la que John Locke elaboró su teoría de la propiedad privada, que estaba basada en la aportación del trabajo. Según Locke, lo que alguien trae a la existencia por medio de su propio trabajo (partiendo de unos materiales sin propietario) es naturalmente suyo. La ética de «quien lo descubre se lo queda» mantiene que lo que ha sido sacado a la luz por el descubrimiento de alguien pertenece naturalmente a éste. Y sin embargo ambas intuiciones no son idénticas. Una cosa es estar convencido de que el descubridor-creador ex nihilo de algo es su propietario natural, y otra pensar que aportar el propio trabajo a la producción de un artefacto, a partir de materiales sin dueño, convierte a uno en propietario natural del artefacto32. Pero que no 32
El lector podría preguntarse si toda esta discusión no se contradice con nuestra afirmación anterior de que no íbamos a ocuparnos
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sean idénticas no significa que necesariamente sean contradictorias. Además, la ética de «quien lo descubre se lo queda» no tiene por qué excluir otros principios éticos que pudieran servir también de fundamento para justificar derechos de propiedad privada. Después de todo, una intuición ética podría aplicarse a los objetos descubiertos y otras a los producidos sin descubrimiento. Esto último es importante, tanto para elucidar la relevancia de una ética del tipo «quien lo descubre se lo queda» para las asignaciones de ingresos que se hacen en el capitalismo, como para admitir la posibilidad de que exista cierta convergencia entre ésta y la ética lockeana (o cualquier otra ética). Si conseguimos demostrar que cualquier tipo de producción implica un elemento de descubrimiento, entonces la universal relevancia de la ética de «quien lo descubre se lo queda» en absoluto queda comprometida por aceptar la validez de principios éticos de justa propiedad aplicables a objetos producidos sin descubrimiento. Por otra parte, si se consiguiera probar que existen aspectos importantes de la producción capitalista que no dependen en absoluto del descubrimiento, entonces suscribirse a la ética de «quien lo descubre se lo queda» no significaría tampoco que ésta fuera necesariamente la única intuición relevante para la justicia económica capitalista. Por tanto, al criticar la literatura existente sobre justicia económica no estoy pretendiendo que directamente de la justicia de las instituciones de propiedad privada en general. Insisto en que no estoy interesado en esto último, a no ser en la medida en que el tema tenga implicaciones para la justicia de los procesos del mercado. Si le estoy dedicando aquí alguna atención es precisamente porque existen importantes implicaciones de esta clase.
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ésta ofrezca razonamientos falaces o intuiciones éticas totalmente irrelevantes. Por el contrario, lo que sostengo es que se trata de una literatura que se resiente de su incapacidad para reconocer la centralidad del descubrimiento en los procesos capitalistas, así como para captar las profundas implicaciones que se siguen de esta centralidad para la justicia distributiva. Llegados a este punto, ya estoy en condiciones de resumir la tesis de este libro.
El descubrimiento y la justicia del capitalismo El proceso del mercado resulta, en todos y cada uno de sus momentos, de decisiones empresariales. Éstas no se han de entender como una mera elección de la alternativa más ventajosa de entre una serie de alternativas dadas y jerarquizadas. Más importante que esto es el hecho de que las decisiones empresariales representan, en un ambiente de incertidumbre inerradicable, la percepción y valoración de las alternativas identificadas como relevantes. Tal percepción y valoración lo son, sobre todo, de oportunidades agazapadas en un futuro más o menos cercano o distante. El ser capaz de verlas y valorarlas equivale, en un sentido muy real, a descubrirlas y crearlas. Por eso se puede decir que los ingresos que se obtienen en el mercado se obtienen, en gran medida, gracias al factor «descubrimiento». Tales ingresos son bien diferentes de los que, se supone, resultan exclusivamente de la retribución recibida al vender 77
servicios productivos en un mercado en equilibrio. Esta última retribución no ha sido descubierta. Por ejemplo, la retribución del trabajo simplemente resulta de optar por la alternativa preferida entre dos perfectamente advertidas por adelantado: el ocio de que se disfruta no trabajando, y el salario que se percibe por trabajar. Elegir trabajar y así percibir un ingreso equivale a seleccionar una de entre dos alternativas previamente descubiertas como tales. Dado que los ingresos que se perciben en un sistema capitalista nunca se reciben, de hecho, bajo condiciones de equilibrio, necesariamente presentan aspectos de ganancia descubierta. Por consiguiente, el único modo de apreciar hasta qué punto es justa la distribución capitalista de ingresos es considerar explícitamente hasta qué punto es justa la propiedad de un valor descubierto. Hay motivos para pensar que, para muchos observadores, los principios de justicia que probablemente se juzgarían relevantes en un contexto de descubrimiento difieren notablemente de los que se propondrían en otro contexto en que el factor descubrimiento estuviera ausente. En concreto, existe en el capitalismo un tipo de ingreso que ha sido objeto recurrente de condena moral por parte de sus críticos: la ganancia conocida como puro beneficio económico. Mostraré aquí, especialmente por lo que a éste se refiere, cómo la consideración de los aspectos heurísticos del capitalismo convierte el puro beneficio en algo mucho más aceptable de lo que podría resultar de una consideración que los excluyera. En la medida en que la actividad empresarial motivada por el puro beneficio se encuentra en la raíz de los procesos 78
capitalistas, deberíamos enriquecer nuestra propia concepción de la justicia de modo que fuera capaz de hacerse cargo de tal actividad. Pero también podremos continuar aplicando concepciones de la justicia que no tengan en cuenta el factor descubrimiento en la medida en que los ingresos capitalistas, incluso en situaciones de desequilibrio, manifiesten características que no dependan directamente de la función empresarial misma.
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CAPÍTULO II LA NOCIÓN DE DESCUBRIMIENTO La noción de descubrimiento es tan central para la tesis que aquí sostengo, y sus matices tan sutiles y esquivos, que sin duda resultará útil dedicar un breve capítulo a la discusión y clarificación de su significado. Pretendo afirmar que los ingresos que se obtienen bajo un sistema capitalista (especialmente, el puro beneficio económico) son ingresos descubiertos, y que el producto nacional agregado de una economía capitalista (la «tarta» que supuestamente se reparte) es una «tarta» descubierta. Quisiera contrastar esta caracterización de las nociones de ingresos y producto agregado con la percepción de ellas que parece subyacer a la literatura económica al uso sobre la justicia económica en un sistema capitalista. Para ello, asociaré el concepto de descubrimiento con los de creatividad y perspicacia o capacidad de alerta, e 81
identificaré el contexto en el que se realizan los descubrimientos como un contexto de radical incertidumbre. Contrastes y discusiones todos ellos que, desde luego, requieren su discusión. Comenzaré con algunos casos paradigmáticos de descubrimiento y de ausencia del mismo.
Tablones de madera y escaleras Imaginemos por un momento que Jones se encuentra accidentalmente atrapado en un profundo hoyo en cuyo fondo, afortunadamente para él, da la casualidad de que hay una buena cantidad de tablones de madera, clavos viejos y alguna que otra herramienta abandonada, un martillo entre ellas. Deseando salir del apuro, Jones se pone a construir una tosca escalera con los materiales y herramientas de que dispone. Probablemente estaríamos todos de acuerdo en afirmar que Jones ha descubierto los tablones y las herramientas que le permiten construir la escalera (pues, ciertamente, no los había fabricado él). Lo que no nos atreveríamos a decir de buenas a primeras, sin embargo, es que Jones descubriera la escalera. Nos parecería mejor decir que la ha fabricado con los materiales y herramientas descubiertos. Propongo que analicemos estos dos aspectos, el del descubrimiento de los materiales y herramientas, por una parte, y el de la fabricación de la escalera, por otra. ¿Qué es lo que distingue las fases de descubrimiento y de fabricación en el proceso que culmina en la escalera? A la hora de formular una 82
distinción entre ambas fases se me antojan importantes algunas consideraciones. 1. El descubrimiento de los tablones, clavos y martillo no fue premeditado, en el sentido de que Jones no se puso deliberadamente a buscarlos; simplemente, advirtió que estaban allí y se dio cuenta de que podían serle útiles para salir del agujero. Por su parte, la construcción de la escalera fue absolutamente deliberada: una vez que los materiales y herramientas se encontraban a su disposición, y que había decidido que el mejor modo de escapar era construyendo una escalera, tanto su decisión de escapar como su puesta en práctica pueden considerarse acciones plenamente deliberadas. Su objetivo estaba claramente definido, a saber, construir una escalera con el fin de escapar, y los medios los tenía a mano, por lo que intencionadamente procedió a disponer los medios en orden al fin. 2. Puesto que la construcción de la escalera fue deliberadamente planeada, cabe suponer que el proceso que llevó hasta ella se conformaba a los patrones clásicos de adopción de decisiones económicas. En la medida en que cabe suponer que Jones prefería escapar antes mejor que después, construir la escalera con el menor esfuerzo posible, subir por una escalera segura antes que por una que pudiera partirse bajo su peso, alimentarse antes que morir de hambre… podemos estar seguros de que el método que empleó para construir la escalera tenía en cuenta todos estos objetivos y restricciones. Sin duda eligió el método que mejor equilibrara su necesidad de escapar cuanto antes, su disgusto por el esfuerzo y por trabajar con el estómago vacío, y su deseo de no 83
partirse la crisma en una escalera frágil. El descubrimiento de los materiales y herramientas, por su parte, no implicó ningún ejercicio de maximización restringida de este tipo, en el sentido de que simplemente advirtió que estaban allí y que le podían resultar útiles. Sólo después de ello se encontró en condiciones de embarcarse en cálculos y de equilibrar objetivos potencialmente conflictivos. 3. En el proceso de construir la escalera no se advierte, a primera vista, ninguno de los elementos de casualidad o suerte que rodearon el descubrimiento de los tablones, los clavos o el martillo. Una vez que fueron descubiertos los medios para alcanzar su objetivo, todo el proceso parece haber quedado totalmente bajo su control, de principio a fin: el descubrimiento de los materiales y herramientas no hizo sino poner la escalera definitivamente a su alcance. Por otra parte, en cuanto que su descubrimiento no fue planeado, cabe atribuirlo a la buena suerte, a la providencia divina o a cualquier otro factor favorable más allá del control humano, sin los cuales Jones quizás nunca hubiera advertido los tablones y, consecuentemente, seguiría aún en el fondo del hoyo. 4. Si bien hemos dicho que el descubrimiento que Jones hiciera de los tablones fue fortuito y más bien resultado de la suerte (por lo que no tiene en ello ningún mérito), podría no obstante decirse que también es en parte atribuible a su perspicacia o capacidad de alerta, así como a su inventiva (ya que si hubiera estado amodorrado no habría descubierto nada). Tales cualidades, empero, parecen ausentes en la construcción misma de la escalera. Una vez que 84
Jones advirtió que los materiales y herramientas estaban a su disposición y que reunían las características oportunas, las decisiones de construir tal escalera y no otra y de hacerlo en un tiempo determinado fueron adoptadas «mecánicamente», por utilizar la expresión de los libros de texto. Dados los objetivos y las restricciones (expresadas éstas en los mismos materiales y herramientas disponibles), la decisión de proceder a la construcción de un objeto no exige ninguna capacidad de alerta por nuestra parte e incluso podría, en principio, ser confiada a un ordenador. El descubrimiento de los materiales aptos para construir la escalera difícilmente podría haber sido realizado, sin embargo, por ninguna máquina, ya que partimos de la premisa de que Jones no tenía la menor idea de que éstos pudieran estar allí y, por tanto, difícilmente podría haber programado ningún artefacto que los localizara. Es más, Jones ni siquiera podía haber pensado de antemano en construir una escalera, ya que sólo después de haber advertido los tablones se encontró en condiciones de darse cuenta de que disponía de los medios para hacerla y así escapar del hoyo. Por consiguiente, el que descubriera los tablones es inseparable de su capacidad de alerta e inventiva, que son cualidades humanas. Si no hubiera estado atento a su entorno y a las posibilidades que encerraba, quizás jamás habría advertido los tablones ni su potencial utilidad, ni siquiera en el caso de que accidentalmente se hubiera dado, en sentido estricto, de narices contra ellos. 5. Resulta evidente de todas formas que tanto el descubrimiento de los tablones como la construcción 85
de la escalera implican un cierto conocimiento previo. Hay que suponer, desde luego, que Jones sabía cómo utilizar un martillo, así como el uso que potencialmente cabía dar a los tablones. Esto presupone cierta idea de qué es una escalera y atisbar entre sus posibles usos el de poder servir para escapar de un hoyo. Sin embargo, estos dos tipos de conocimiento son bien diferentes. El de cómo construir una escalera era un conocimiento contenido en un recurso que se encontraba completamente a disposición de Jones. Aun sin habérselo pensado mucho, podría haber asentido en que del mismo modo que sabía de su propio dominio sobre los tablones, los clavos y el martillo, sabía igualmente que podía construir una escalera con ellos. Al construirla, Jones está, en un sentido muy real, haciendo uso de un conocimiento de cuya posesión es consciente, del mismo modo en que está haciendo uso de unos tablones, unos clavos y un martillo (y si en un principio Jones no hubiera realmente sabido cómo utilizarlos para construir una escalera, podemos imaginárnoslo en el intento deliberado de aprender a hacerlo por medio de una práctica diligente en el uso del martillo). Pero el conocimiento previo que permitió a Jones hacer su descubrimiento no fue deliberadamente utilizado en la realización del mismo. Después de todo, ya partimos de que el descubrimiento no había sido premeditado. Podríamos imaginarnos a los psicólogos analizando la perspicacia o alerta que antes he atribuido a Jones (y a la que hemos en parte atribuido el hecho de que descubriera los tablones) como si estuviera compuesta de ciertos elementos de conocimiento que Jones 86
controlara tácitamente. Pero el caso es que Jones no hizo un uso deliberado de su capacidad de atención con el fin de encontrar los tablones. Simplemente, advirtió que se encontraban allí.
Descubridores y productores El ejemplo anterior nos ha enseñado algunas diferencias importantes entre el hecho de descubrir algo con valor en virtud de cierta capacidad de atención y lo que pudiera considerarse su producción deliberada. Estas diferencias son importantes precisamente porque los procesos de descubrimiento y de producción deliberada coinciden en ser, esencialmente, procesos humanos. Intentaré resumir a continuación las diferencias entre ambos. En los procesos de producción deliberada, el output simplemente se extrae de los inputs, es decir, que el producto aparece como enteramente contenido de antemano en los recursos (naturalmente, la relación de recursos o factores debe ser completa e incluir todos los conocimientos y habilidades relevantes). La decisión de producir aparece así como un mero pulsar la tecla que hace que los inputs o factores se transformen sin esfuerzo en outputs o productos. La mera presencia de los factores asegura la emergencia del producto, de modo que el dominio sobre aquéllos equivale a un completo dominio sobre éste. Dada la decisión de producir, la emergencia del producto es inevitable.
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Como contraste, los objetos valiosos que resultan de un descubrimiento de ninguna manera pueden atribuirse, en absoluto, a los recursos. No existe nada en el pasado que inevitablemente conduzca a la ocurrencia de un descubrimiento. El descubrimiento es, como he repetido machaconamente, no deliberado, en el sentido de que no se emplea factor alguno para llegar a él. Es cierto que hemos atribuido el descubrimiento a la perspicacia, a la capacidad humana de prestar atención o estar alerta para ver «más allá de lo aparentemente dado», pero tal atribución no es en modo alguno comparable a la relevante para la obtención de los productos a partir de los factores. En este último caso, los productos proceden de los factores siguiendo un procedimiento deliberadamente emprendido; en el primero, en ningún momento existe un uso deliberado de la capacidad de alerta. Siguiendo con el ejemplo, no se puede afirmar que la atención que Jones prestara «asegurara» o «garantizara» el descubrimiento; lo más que cabría decir es que Jones advirtió los tablones porque estaba atento o alerta. Esto se debe a que en un proceso heurístico el descubridor no tiene en principio la menor idea de que haya algo que pueda llegar a ser descubierto, y a que, además, su capacidad de atención no basta (pues, como vimos, el proceso también comprende elementos como la suerte o la casualidad). Del mismo modo que se dice que un árbol gigantesco está ya contenido en su semilla, y que el proceso de crecimiento no es sino su «desenvolvimiento» o «despliegue», podría también decirse que el producto ya «existía» in nuce en el conjunto de factores del que finalmente emerge, y que 88
el proceso de producción es, por así decirlo, semejante al de extracción de una perla a partir de una ostra. En este sentido, cada etapa de la producción se puede explicar por las etapas anteriores: del mismo modo que podemos dar plena cuenta de la emergencia de un árbol haciendo referencia a la existencia previa de la semilla, podemos referir un producto a los factores de producción. Sin embargo, el descubrimiento de algo no puede en modo alguno referirse sin más a la existencia de algo anterior. El proceso heurístico no es en absoluto un proceso de conversión, pues cada descubrimiento no es sino una genuina novedad: ninguno puede explicarse sólo por el pasado. Toda la historia pasada, por completa que sea, es incapaz de asegurar o dar plena cuenta de un solo acto de descubrimiento. Es en este preciso sentido en el que consideramos a los descubridores responsables de haber «creado» u originado ex nihilo, de la nada, algo completamente nuevo.
Descubrimiento y búsqueda Apoyándonos en lo anteriormente dicho, procede ahora dejar constancia de la marcada distinción que existe entre el descubrimiento, del que aquí nos ocupamos, y la búsqueda, que es una actividad bien diferente. Como resultado de un proceso de búsqueda, alguien podría «encontrar» algo valioso en pos de lo cual andaba. Pero el verbo «encontrar» —y la
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distinción es importante— no equivale en este contexto al verbo «descubrir». Supongamos que quiero saber el número de teléfono de Smith. Tengo delante una guía o listín telefónico, sé cómo se deletrea su nombre y conozco su dirección, sé leer y gozo de buena vista. La búsqueda de ese número de teléfono no tiene nada que ver con un descubrimiento, sino que es un simple acto de producción, en la medida en que tengo a mi disposición los recursos necesarios para producir u obtener la información deseada y los uso para efectivamente obtenerla. Se trata de un proceso plenamente deliberado y planeado. Incluso en el caso de que en vez de en una guía telefónica estuviera buscando el número de Smith en un pedacito de papel roto y perdido entre un montón de papel sucio, nunca podría llamar un acto de descubrimiento al hecho de encontrar el número, si es que efectivamente sabía que éste estaba garabateado en uno de esos papeles. Lo que debería decir es que, contando con mis recursos de búsqueda, de esfuerzo y de tiempo, con una papelera potencialmente rica en información y con la capacidad para descifrar mis propios garabatos jeroglíficos, deliberadamente produje la información que buscaba. Aun en el caso de que en mi desesperada búsqueda del número no me quedara más remedio que ir patéticamente preguntando a mis conocidos, o incluso a extraños elegidos al azar, si por casualidad saben el número de Smith, y al final alguien lo supiera y me lo dijera, lo apropiado sería hablar de producción de tal información y no de descubrimiento. Si tal búsqueda deliberada de información en un contexto 90
en el que existe cierta probabilidad de no tener éxito (ya que resulta imposible preguntar a todo el mundo en un tiempo razonable y también sé que sólo un pequeño número de aquellos a los que pregunte lo sabrán) acaba teniendo éxito, podríamos atribuir ex post la información adquirida al hecho de haber tenido a mi disposición los recursos necesarios para ello. Desde luego, la altísima improbabilidad de tener éxito que existe ex ante en estos casos implica que mi dominio sobre los recursos potencialmente generadores de información no garantiza en absoluto el éxito. Con todo, tal dominio sí que me asegura el éxito dentro de unos márgenes. El hecho de que tuviera suerte (más adelante volveremos sobre esto) y encontrara a alguien que supiera el número de Smith y me lo dijera cuando se lo pregunté sólo significa una cosa: que mi proceso deliberado de producción de información funcionó por esta vez. Pero si me resignara a no poder llamar a Smith después de haber rebuscado infructuosamente en la papelera, y después de haber preguntado a todo hijo de vecino y, de repente, advirtiera casualmente su tarjeta de visita justo sobre la mesa, entonces sí que podría decirse que he descubierto el número. No fue la búsqueda lo que produjo el número o lo sacó a la luz, sino el hecho de que tuviera los ojos lo suficientemente bien abiertos como para darme cuenta de lo que tenía ante ellos. A decir verdad, muchos contextos de búsqueda dejan un amplio margen para la realización de auténticos descubrimientos. Así, mientras se busca un determinado libro entre las estanterías de una biblioteca bien puede ocurrir que uno «se tope» con 91
otro libro mucho más interesante y útil que el originalmente buscado, que resulta así descubierto como consecuencia no prevista de un proceso de búsqueda. O, mientras buscaba en la papelera el pedacito de papel en el que había garabateado el número de teléfono de Smith, podría haberme inopinadamente topado con su tarjeta, sin ni siquiera saber de antemano que la tenía. Más adelante mostraré cómo estos casos son meros ejemplos de los muchos modos en que el descubrimiento genuino y la producción pura se encuentran entrelazados en los contextos del mundo real. A los efectos que aquí interesan, es suficiente con reconocer que, en principio, la búsqueda deliberada de información puede conceptualizarse como completamente libre de elementos de descubrimiento y, del mismo modo, el puro descubrimiento como completamente libre de elementos de búsqueda. Una manera útil de distinguir claramente entre búsqueda y descubrimiento es advertir que en la primera existe una buena cantidad de conocimiento previo que la motiva y la hace posible. Es decir, quien busca sabe lo que busca y dónde buscarlo. Como pondremos más adelante de manifiesto, el conocimiento de un buscador no tiene por qué ser perfecto. De hecho, si quien busca algo sabe perfectamente dónde encontrar lo que busca, a eso no se le puede llamar búsqueda. Así, son distintos el caso de quien ha sido invitado a cenar a casa de un amigo y tiene que rebuscar entre los abrigos de los demás invitados para encontrar el suyo, y el de quien sabe que su abrigo es el único que está en el perchero; en este segundo caso, simplemente lo coge, sin necesidad 92
de emprender ningún tipo de búsqueda. Pero, por muy imperfecto que sea el conocimiento de partida, éste resulta ser, al menos para los buscadores que encuentran lo que buscan, un conocimiento perfectamente adecuado para alcanzar su objetivo. Por ejemplo, está claro que si quisiera saber el significado de una palabra rara y para ello consultara un buen diccionario, se podría decir que sé perfectamente dónde encontrar el significado de tal palabra, aunque de hecho todavía no sepa el significado mismo. Sé que no sé el significado de esa palabra, pero sé cómo obtenerlo. Esto contrasta fuertemente con el caso en que no tengo a mi alcance un buen diccionario, pero ocurre que me topo casualmente con la palabra en un periódico y capto el significado que se le da. Hay que afirmar que, en este último caso, he descubierto el significado de la palabra. Otros casos de descubrimiento podrían ser el de descubrir el diccionario, descubrir la existencia misma de una palabra que me resulta nueva, o el hecho de que una palabra que conocía tiene una acepción que ignoraba. Todos ellos, casos de descubrimiento en los que el descubridor descubre algo que no sabía que existía, o cuya disponibilidad ignoraba. Un descubrimiento tiene siempre algo de sorpresa agradable. Por contraste, una búsqueda con éxito bien puede implicar un final feliz, pero difícilmente sorpresa. La distinción entre búsqueda y descubrimiento también se puede abordar estudiando los distintos tipos de ignorancia que respectivamente disipan una búsqueda con éxito y un acto de descubrimiento. En el primer caso se disipa una ignorancia conocida, pues 93
quien busca conoce exactamente la naturaleza de su ignorancia y el procedimiento para disiparla. Por el contrario, lo que un descubridor descubre es un conocimiento de cuya misma ignorancia no era anteriormente consciente. Por ejemplo, descubrir una palabra nueva es descubrir una palabra que uno mismo no sabía que no supiera que existía. Descubrir el significado de una palabra, si uno sabe que ignora su significado, es descubrir que el conocimiento de ese significado está disponible de un modo que uno no sospechaba, es decir, que uno mismo no sabía que no supiera lo fácil que era encontrar su significado. Una ignorancia de tal calibre, absoluta, puede ser ocasión de un descubrimiento serendipítico, casual, pero difícilmente puede dar pie a una búsqueda deliberada. Otra forma de expresar la misma distinción entre búsqueda y descubrimiento es centrándonos en la noción de error. Ignorar un número de teléfono o el significado de una palabra supone cierta ignorancia, pero no necesariamente error. El término «error» se reserva generalmente para actividades que se emprenden sin sacar todo el jugo a una información de la que se dispone. Podría ser un notable error emplear una palabra en un sentido que contradice su verdadero significado, pero en tal caso el error no consistiría en ignorar éste, sino en no saber que uno lo ignora. Si uno pensara, equivocadamente, que conoce su verdadero significado, entonces su incorrecto empleo en una frase simplemente expresaría la propia ignorancia radical del mismo. Un mal uso tal puede ser ocasión de quedar en ridículo, y de hecho algunos que se tienen por menos ignorantes encuentran la mayor ignorancia de otros motivos de hilaridad y 94
regocijo. Pero usar mal una palabra no es en sí mismo un error y, después de todo, el único modo en que cabe usar las palabras es siendo coherentes con los significados que pensamos que tienen. Pero tal mal uso sí sería un ejemplo de error en el caso de que uno debiera de algún modo haber sabido su verdadero significado o, al menos, hubiera sido de algún modo consciente de que ignoraba éste33. La ignorancia existente antes de su disipación mediante búsqueda no es un error, ya que, puesto que uno sabe que es ignorante, el hecho de que todavía lo siga siendo es una señal de que considera que no le vale la pena el esfuerzo por salir de ella, y por tanto prefiere permanecer deliberadamente ignorante en lugar de buscar información. Pero, hay que insistir, no se da aquí ningún tipo de error y, por consiguiente, la búsqueda que finalmente podría emprenderse para disipar tal ignorancia no supone —a diferencia de la realización de un descubrimiento— la corrección de ningún error. Cuando con un descubrimiento se disipa cierta ignorancia, tal disipación no es deliberada y, de hecho, no se incurre en ningún tipo de costes para lograrlo. Con otras palabras, el descubrimiento produce conocimientos sin coste alguno, sin necesidad de sacrificar nada. Se trataba de un conocimiento ignorado tan sólo porque no se había advertido que estaba disponible gratis y sin esfuerzo, y es esta falta de advertencia lo que precisamente constituye un error. En este sentido, un
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Una discusión más amplia de la noción de error puede encontrarse en mi Perception, Opportunity and Profit, Chicago University Press, Chicago 1979, capítulo 8.
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descubrimiento sí que constituye la advertencia y corrección de un error anterior. Estas distinciones entre búsqueda y descubrimiento resultan particularmente importantes para nuestro propósito. Como ya he dicho, la teoría económica al uso y el tratamiento habitual que se hace de la justicia económica en un sistema capitalista ignoran casi por completo el aspecto heurístico. Lo que no significa —sería evidentemente injusto— que esté acusando a la economía ortodoxa de no ser omnisciente; injusto, sobre todo, a la vista de la considerable atención prestada por esta literatura a la existencia de información imperfecta. Lo que critico no es que esta literatura no deje espacio para la ignorancia, sino que no lo deje para la ignorancia «absoluta» y, por tanto, para el descubrimiento. La literatura ortodoxa ha incorporado la economía de la búsqueda e investigación, sí, pero no la economía del descubrimiento. Y lo que sostengo es que el fenómeno heurístico implica intuiciones relevantes para la justicia económica que no lo son para el fenómeno, bien diferente, de la búsqueda.
Descubrimiento y buena suerte Sería tentador interpretar lo dicho hasta aquí como si estuviéramos diciendo que el descubrimiento es simple cuestión de buena suerte. Puesto que un descubrimiento, por definición, no es deliberado, y puesto que lo descubierto estaba de hecho disponible de antemano sin necesidad de incurrir en coste alguno, 96
podría concluirse que sólo ' la mala suerte impedía que el descubridor hubiera realizado antes su descubrimiento y que, de hecho, fue la buena suerte lo que le permitió realizarlo más tarde. Después de todo, si no podemos atribuir al descubridor ningún plan deliberado de descubrimiento, parece natural concluir que el éxito obtenido se debe exclusivamente a su buena fortuna. Pero ya digo que esta conclusión me parece improcedente y que hay que resistirse a admitirla. No se trata sólo de que la ocurrencia de sucesos deseables haya de ser vista como consecuencia únicamente de haber puesto en práctica un plan deliberado, o bien como pura casualidad. Lo que yo digo va más allá, y es que hemos de reconocer que muchas de las cosas buenas que nos ocurren se deben a nuestra capacidad de estar alerta y captar oportunidades que pasan a nuestro lado. El descubrimiento atento de tales oportunidades no es en sí mismo un acto deliberadamente planeado, pero tampoco es en absoluto una simple cuestión de suerte. Hasta cierto punto, pienso que un descubrimiento debe ser atribuido a aquella persona sin cuya atención la buena suerte simplemente habría pasado de largo. Mi pretensión de negar que un descubrimiento con éxito sea pura cuestión de buena suerte juega su papel en este libro. A la hora de emitir un juicio ético sobre la justicia económica capitalista no da lo mismo que un descubrimiento sea tratado como mera cuestión de suerte o que no lo sea. El afortunado beneficiario de la pura buena suerte queda (por lo que toca a su derecho a gozar en exclusiva de los privilegios dispensados por la misma) en una posición ética mucho más débil que aquel que advirtió — 97
porque estaba alerta— una buena oportunidad que pasaba a su lado. Ya se ve que mi pretensión de que el descubrimiento sea algo más que una cuestión de suerte requiere, para ser aceptada, de cierta elaboración y defensa, como mínimo. El argumento central que subyace a esta pretensión es la posibilidad del error, posibilidad que aparece negada en muchos tratamientos del asunto que hace la economía ortodoxa. Negar que pueda darse error es afirmar que cualquier cosa de valor que la fortuna coloque ante alguien, haciéndolo asequible sin tener que incurrir en costes, será instantáneamente advertida y captada. La misma posibilidad de una oportunidad inadvertida sería impensable si se excluye la posibilidad de error. Con estos presupuestos, ningún mejoramiento de la propia situación podría atribuirse a la corrección de un error anterior, sino que habría de serlo a un deliberado acto de producción o a un inesperado golpe de buena suerte. (Más adelante me ocuparé de la posibilidad de que la buena suerte entre a formar parte de un proceso de producción deliberadamente emprendido). Con otras palabras: si excluyéramos la posibilidad de error no quedaría más remedio que atribuir cualquier mejoramiento de la propia situación a la mera explicitación de algo ya implícito en los factores (sobre los que ya se tenía control) o a la pura casualidad. Pero ya hemos visto cómo el fenómeno del error está muy presente en todos los asuntos humanos. Continuamente pasamos por alto oportunidades de mejorar que no nos cuestan nada o, lo que es lo mismo, oportunidades en las que el beneficio obtenible superaría con mucho cualquier coste en el que hubiera 98
que incurrir para lograrlo. Y a todos nos resulta familiar la sensación de reproche que nos invade ex post, cuando caemos en la cuenta, por no haber sabido sacar partido de una situación potencialmente ventajosa para nosotros que fuimos incapaces de advertir. El rechazo inconsciente de estas oportunidades no puede ser conceptualizado como resultante de un coste prohibitivo (que, ciertamente, hubiera sido una razón suficiente para no hacer nada). Desde luego, parece claro que si uno se hubiera comportado «racionalmente» habría tratado de agarrar la oportunidad, en vez de dejarla pasar. A decir verdad, la negación del error que atribuimos a la mayor parte de la discusión económica es un mero corolario del supuesto estándar de racionalidad, en el que ésta aparece como universal y siempre alerta. Los seres humanos racionales no es que sean omniscientes, por supuesto (ya que no parece valer la pena incurrir en algunos costes de obtención de información); pero lo que parece claro es que nunca yerran (en el sentido de que dejen de hacer uso de una información, por pequeña que sea, que previamente hayan considerado digna del esfuerzo que su obtención comporta). Por tanto, hay que reconocer que la presencia del error es un fenómeno frecuente, no menos que importante. Pero si reconocemos la presencia del error, entonces también debemos lógicamente aceptar la posibilidad de su corrección. Tal corrección puede participar de alguna forma en el carácter de descubrimiento no deliberado, pues, incluso en el caso de que el error haya consistido en cierta incapacidad para advertir una oportunidad de mejorar la propia situación (de modo que la corrección del 99
error indicaría la inmediata puesta en práctica de un plan deliberado), la corrección misma debe tomar la forma de descubrimiento de tal oportunidad de mejora. La ejecución de un plan de explotación deliberada de la oportunidad recién percibida sería resultado de un error corregido, pero la corrección misma del error consistiría en un acto de genuino descubrimiento. Por consiguiente, me interesa mucho dejar bien claro que tal corrección no es cuestión de pura suerte. Si lo fuera, entonces habría que hablar de una afortunada desaparición del error, y no tanto de su corrección y, además, el error habría de atribuirse a la desafortunada circunstancia de haber tenido antes una muy mala suerte. Si la buena suerte es la única condición necesaria y suficiente para asegurar una buena percepción de oportunidades, entonces sólo su ausencia puede ser la culpable de antes haberlas pasado por alto. Pero atribuir tal inadvertencia a la pura mala suerte equivale a exonerar al individuo en cuestión de cualquier culpabilidad, ya que, a fin de cuentas, y habida su mala suerte, hizo cuanto estaba en su mano. Adoptar esta postura me parece que supone, una vez más, negarse a reconocer la posibilidad misma del error. Pero el caso es que, al menos ex post, lo que hacemos es culpamos por no haber reparado en lo que teníamos ante los ojos, en lugar de excusarnos por considerar que hemos sido víctimas inocentes de la mala suerte; una mala suerte que, de alguna manera, nos puso la oportunidad ante los ojos sin permitimos caer en la cuenta de que estaba a nuestro alcance el aprovecharla.
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En la misma medida en que, siquiera mínimamente, nos reprochamos haber pasado por alto una oportunidad de este tipo sin advertirla, podemos también atribuirnos cierto mérito cuando finalmente «abrimos los ojos» y la percibimos. Entonces decimos que «por fin hemos descubierto la verdad», que «hemos visto la luz». Lo que nos pone alerta y nos permite ver una oportunidad previamente inadvertida no es la pura buena suerte, sino una fuerte motivación. Una motivación que no se manifiesta, al menos entonces, en el cálculo cuidadoso y detallado de una maximización restringida, sino, antes bien, en una resolución de intensidad tal que lleva a centrar intencionalmente la atención sobre cualquier oportunidad que caiga dentro de nuestro alcance. Descubrir tales oportunidades no es en sí mismo cuestión de buena suerte, sino de motivación. A decir verdad, la buena suerte juega su papel en lapresencia de estas oportunidades que están por advertir, y de hecho alguien podría ser considerado especialmente afortunado si diera la casualidad de que estuviera rodeado de muchas oportunidades favorables. Pero es importante señalar que la percepción de estas oportunidades depende del grado de atención que el potencial observador sea capaz de prestar. Por tanto, si la existencia o presencia de las oportunidades no debe atribuirse a la mediación humana (a diferencia de la existencia de un producto), su descubrimiento sí que debe serlo a la humana perspicacia (y no, desde luego, a un casual golpe de suerte). La tentación de atribuir los descubrimientos exclusivamente a la buena suerte es particularmente 101
fuerte, porque resulta difícil distinguir sin duda en la práctica entre la existencia y el descubrimiento de una oportunidad (y algunos hasta encontrarían serias objeciones filosóficas a la noción misma de «existencia» en el caso de una oportunidad que aún no ha sido descubierta). Así, cuando se contempla el descubrimiento que hiciera Jones de los tablones, los clavos y el martillo en el fondo del agujero, parece fácil confundir la fortuna de que éstos ya estuvieran allí con su descubrimiento mismo por Jones. La distinción se complica al haber muchos modos de existencia posibles. Por ejemplo, resulta más fácil advertir unos tablones bien visibles que los mismos tablones parcialmente ocultos entre escombros. Jones podría haberlos descubierto en el primer caso prestando un mínimo de atención, mientras que ese mismo grado de atención hubiera resultado insuficiente en el segundo caso. Podríamos estar tentados de afirmar que fue entonces la buena suerte de que los tablones no estuvieran ocultos por escombros lo que hizo posible su descubrimiento. Sin embargo, para ser exactos debemos admitir que lo afortunado fue la existencia de los tablones en una forma fácilmente visible, mientras que el hecho de que fueran percibidos por Jones debe atribuirse más bien a su grado de atención. Concluyendo, pues: un descubrimiento debe atribuirse, en concreto, a la conjunción de la buena suerte y de la perspicacia humana, siendo la primera responsable de que lo descubierto esté al alcance del descubridor y la segunda de su efectiva advertencia.
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Buena suerte y buena suerte La conclusión a que hemos llegado sobre el modo en que la pura buena suerte está entremezclada con la perspicacia humana en la ocurrencia de descubrimientos nos permite ahora, por fin, proceder a considerar el papel que desempeña la buena suerte en los procesos de producción deliberados. Hasta aquí he insistido en el carácter deliberado de la producción, incluso de la producción de una información que es objeto de búsqueda, en contraste con el carácter no deliberado del descubrimiento. Esta insistencia me ha llevado a destacar el aspecto de control o dominio por parte del hombre que está presente en los procesos de producción, frente a su ausencia en los procesos de descubrimiento. La decisión de embarcarse en un proceso deliberado de producción, decía, tiene por objeto alcanzar un objetivo definido. Lo que ahora debemos aclarar, pues, es el modo en que esta noción de producción como logro de un objetivo definido es coherente con la presencia de riesgo en los procesos de producción. Esta tarea es particularmente importante por cuanto existe la tentación —que hay que resistir— de ver en la ocasional correspondencia del riesgo con la suerte un elemento que desdibuja la distinción entre producción y descubrimiento. Tentación que es especialmente fuerte en el caso de una búsqueda deliberada de información en condiciones de riesgo, por cuanto un resultado favorable podría asemejarse mucho más a un descubrimiento que a una producción deliberada. La insistencia en preservar la nítida distinción conceptual que he trazado entre producción y 103
descubrimiento resulta particularmente importante, quizás de modo un tanto paradójico, precisamente porque en la práctica el puro descubrimiento y la pura producción aparecen casi invariablemente entrelazados. De hecho, no dejaré de argumentar en todo el libro que toda producción, en el mundo real, implica descubrimiento. El objeto de esta sección consistirá, por tanto, en identificar el carácter noheurístico que está presente en la producción en condiciones de riesgo, con el fin de ponemos en condiciones de apreciar mejor, en último término, el modo en que la producción real inevitablemente contiene importantes elementos de descubrimiento. El punto que interesa destacar en esta sección es que la presencia de riesgo en los procesos deliberados de producción no afecta al carácter «garantizado» (entiéndase bien) de tales procesos. Volviendo sobre uno de los ejemplos de búsqueda que hemos referido: yo estaba buscando el número de teléfono de Smith sin tener un medio directo de encontrarlo y, en mi desesperación, me encontraba preguntando al azar a conocidos y extraños, por si diera la casualidad de que alguno lo supiera. Decía que esto también era búsqueda, es decir, un proceso deliberadamente emprendido con el fin de obtener una determinada información. Si tuviera éxito y acertara con alguien que supiera el número, no podría sin embargo decirse que he descubierto el número, sino, a lo sumo, que he producido la información por medio de mi búsqueda. Ahora bien, alguno podría considerar atrevida tal pretensión, objetando que mi éxito es atribuible a la suerte que tuve al dar con la persona adecuada, ya que el hecho de haber encontrado finalmente el número 104
parece tener más en común con los tablones que Jones tuvo la suerte de descubrir que con la escalera que deliberadamente construyó con ellos. Siguiendo con la objeción, si la característica central de la producción consistiera en la garantía que tiene el productor de que los factores pueden a voluntad ser transformados en el producto pretendido, entonces no podría decirse que mi desesperada búsqueda del número de Smith hubiera producido el número, pues en ningún momento de la búsqueda tuve la menor garantía de alguna vez llegar a saberlo. Tengo que recalcar, en defensa de mi descripción de este modo de dar con el número de Smith como búsqueda (más que como descubrimiento), el carácter deliberado de mi desesperada búsqueda. Sé lo que estoy buscando, y sé que el único modo a mi alcance de tener siquiera una posibilidad, por remota que sea, de encontrarlo es preguntando a todo el mundo y prácticamente al azar. Es cierto, y lo sé, que mi probabilidad de éxito, de toparme con alguien que lo sepa, es bien exigua. Pero, con todo, aun admitiendo que mis esfuerzos puedan resultar vanos, prefiero seguir con la búsqueda. Lo más que mis esfuerzos pueden asegurarme, dadas las circunstancias, es una pequeña posibilidad de éxito. Mi argumento es que si, casi en contra de todas las leyes de la probabilidad, tengo la suerte de tener éxito en la búsqueda, entonces éste debe atribuirse a mi deliberada apuesta. Por supuesto que ésta no me garantiza que vaya a ganar el premio, pero al menos me da una oportunidad de lograrlo. Si efectivamente tengo éxito, no tendré el menor reparo en reconocer mi suerte al acertar contra toda probabilidad; pero no por ello dejaré de afirmar, 105
igualmente, que fue mi deliberada y calculada decisión de apostar por iniciar la búsqueda, aun en esas circunstancias, lo que me colocó en posición de llegar a ser un posible ganador. No hay nada sorprendente en el resultado, pues es exactamente el resultado en pos del cual deliberadamente inicié mi búsqueda. La posibilidad de ganar que había percibido se convirtió de hecho en el factor decisivo que me empujó a aceptar la apuesta. Lo que ocurrió era — dentro de las leyes del juego, naturalmente— perfectamente explicable en función de mis acciones. No puedo pretender gozar de especial presciencia por lo que toca a los resultados de una apuesta, y no fue ninguna «atención» extraordinaria prestada al golpe de suerte que se me aproximaba lo que me animó a aceptar esta apuesta en particular. De modo que si lo que se gana en una apuesta es una información, como en el caso de la búsqueda del número de teléfono, no puede llamarse a tal ganancia un descubrimiento no deliberado, ni atribuirla a mi capacidad de estar atento a una oportunidad que se me puso a tiro. Antes bien, debe verse como el resultado afortunado de una apuesta de producción deliberada, ya que el resultado no es en absoluto distinto del previsto. Si la apuesta hubiera fallado, no por ello habríamos dejado de afirmar que los resultados fueran exactamente los previstos, ya que lo previsto no era la certeza del éxito, sino la mera posibilidad de lograrlo. La buena suerte que entra en un descubrimiento con éxito es, pues, bien diferente de la que pudiera llegar a formar parte de un proceso de producción que, bajo condiciones de riesgo, alcanzara su objeto. En el descubrimiento, la buena suerte previa prepara 106
inesperadamente el terreno para poder sacar ventaja de ella, si es que se está alerta; en la producción, la buena suerte, si es que la hay, corona una apuesta deliberada con un éxito que estaba previsto como posibilidad. En el descubrimiento, estar alerta cuando se da una suerte inesperada produce una agradable sorpresa; en la producción, el que se dé la buena suerte es ciertamente agradable, pero en absoluto es ninguna sorpresa, ya que el resultado siempre había sido en cierto sentido plenamente anticipado.
El elemento heurístico en la producción deliberada Habiendo dedicado casi todo el capítulo a precisar la nítida distinción entre descubrimiento y producción puros, voy ahora a difuminar un poco la clara línea de distinción trazada. No pretendo ser perverso, y menos retractarme de nada de lo dicho hasta ahora, sino más bien destacar que en el mundo real los casos de producción pura son raros (si es que de hecho llegan a darse). La mayoría con mucho de los procesos de producción deliberadamente emprendidos resultan estar incardinados en un contexto que compromete decisivamente el control total que, decía, es esencial en el concepto de producción pura. Para que la planificación deliberada de un proceso de producción equivaliera a una simple decisión por medio de la cual se hiciera emerger el producto a partir de sus factores, se requeriría la garantía cierta de que de hecho no iba a haber sorpresas. Sólo entonces se podría decir, como dijimos, que el control sobre los factores asegura el 107
control sobre el producto. Pero una vez que se admita que un contexto sin sorpresas es prácticamente inimaginable en la realidad, la precisión que pudiera tener cualquier distinción real entre descubrimiento y producción desaparecería definitivamente. Adviértase que con lo anterior no se está diciendo que la presencia de riesgo comprometa la pureza del concepto de producción deliberada. Ya vimos en la sección precedente que el riesgo podía entrar sin problemas, en principio, en la noción de producción pura, si bien también dijimos que la presencia de un riesgo previsto y deliberadamente asumido en modo alguno aseguraba que fuera a haber sorpresas. Lo que introduce el elemento sorpresa en el asunto no es el riesgo calculado, sino más bien una incertidumbre no limitada de antemano que puede dar lugar a consecuencias imprevisibles. La distinción entre riesgo e incertidumbre es bien antigua, desde luego 34 . Para nuestros propósitos, muchas de las controversias en torno a la validez de esta distinción pueden dejarse de lado, pues la distinción que verdaderamente importa aquí es la que existe entre una ignorancia ilimitada (o «abierta») y otra limitada (o «cerrada») 35 . Por ejemplo, sé perfectamente que al tirar una moneda puede salir cara o cruz, aunque no sepa cuál de las dos 34
Sobre la idea de incertidumbre «genuina», desarrollada por Frank Knight, puede verse su Risk, Uncertainty and Profit, Houghton and Mifflin, Boston 1921 (traducido al español por Ramón Verea y publicado con el título Riesgo, Incertidumbre y Beneficio, Aguilar, Madrid 1947), y también Gerald P. O’Driscoll Jr. y Mario J. Rizzo, The Economics of Time and Ignorance, Basil Blackwell, Oxford 1985, capítulo 5. 35 Una discusión de ideas similares se encuentra en casi todas las obras de G. L. S. Schackle, y también en B. J. Loasby, Choice, Complexity and Ignorance, Cambridge University Press, Cambridge 1976.
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posibilidades saldrá cuando la tire. Con todo, sé que los límites de mi ignorancia están bien definidos y de hecho nada de lo que ocurra podrá sorprenderme. Esta ignorancia limitada o «plenamente conocida», como la llamamos antes, no compromete en modo alguno el carácter deliberado o calculado de un proceso de producción. La ignorancia ilimitada, por el contrario, es algo bien diferente, y se da cuando uno desconoce absolutamente los límites de la propia ignorancia; es decir, cuando actúa sin ni siquiera saber qué es lo que ignora. En este caso, las verdades que uno ni siquiera atisba que ignore se presentan como auténticas sorpresas. Son totalmente inesperadas, y no porque las probabilidades estén en contra de que ocurran, sino porque la misma posibilidad de que ocurran ha escapado hasta este momento a la propia capacidad de atención. Lo que me interesa destacar a los propósitos presentes es que la vida está llena de sorpresas. Vivimos en un mundo incierto, pero hay algo seguro: que nos vamos a llevar muchas sorpresas. Actuamos de continuo siendo bien conscientes del hecho de que somos bastante ignorantes en lo que toca a los límites de nuestra propia ignorancia, y de que esta incertidumbre inevitable que rodea nuestras actividades —por muy planeadas que estén— erosiona drásticamente nuestro control sobre los procesos que iniciamos. En este sentido, ya no cabe confiar inocentemente en que nuestro dominio sobre los factores garantiza el mismo dominio sobre el producto.
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Ser conscientes de la inerradicable incertidumbre que envuelve todas las actividades humanas nos pone en condiciones de reconocer que el modelo de decisión racional de los economistas (en el que unos recursos dados son eficientemente asignados para lograr la maximización de unos fines jerarquizados dados) no es más que eso: un modelo. Las decisiones que se adoptan en la vida real nunca se corresponden con exactitud con los perfiles de este modelo. Todo el mundo comprende ahora, además, que la adopción de decisiones en el mundo real necesariamente implica la adopción simultánea de otra decisión: la de establecer los límites que se consideran apropiados en función de la propia ignorancia consciente. Esto significa, en la práctica, que cada decisión implica una determinada imagen, o un determinado conjunto de imágenes alternativas, sobre el estado futuro del inundo que se verá afectado por los resultados de las propias decisiones, de modo que cualquier curso de acción que alguien decidiera seguir estaría en función del conjunto de escenarios que se representara. Con todo, uno es bien consciente de que el futuro estado del mundo puede no conformarse en absoluto a ninguna de las imágenes representadas o previstas y, por así decirlo, está preparado para cualquier sorpresa, agradable o no. Por tanto, cada decisión depende de la propia capacidad de percibir cómo será el futuro y, en concreto, de la propia capacidad de planificar éste racionalmente y verse —al mismo tiempo— realmente libre de sorpresas. Es en este sentido en el que podemos identificar siempre un elemento de descubrimiento en cada decisión de producción deliberada. Para Jones, 110
construir —a partir de los tablones, los clavos y el martillo— una escalera que le permita salir del agujero equivale a hacer un descubrimiento que no difiere en mucho del que antes hiciera de esos materiales y herramientas, pues lo realmente descubierto al construir la escalera es la existencia de una oportunidad de obtener una ventaja que puede aprovechar. Esta oportunidad no resultaba visible en ningún escenario del mundo real, no existía de hecho aparte o independientemente de la decisión de construir la escalera. Infinidad de circunstancias podrían hacer que la oportunidad se desvaneciera, que dejara de ser una oportunidad, o al menos una oportunidad de obtener una ventaja: quizás los tablones se desintegraran al primer martillazo, o el esfuerzo de construir la escalera ahí abajo resultara tan extenuante que hiciera inviable la idea, o quizás se presentara de repente un modo alternativo de salir del agujero mucho más cómodo. Si estas imágenes del futuro hubieran prevalecido en su imaginación, quizás Jones jamás habría construido la escalera, perdiendo así una oportunidad de salir simplemente por no haberla «visto». Si viviéramos en el mundo ideal de los economistas, un mundo de adopción puramente racional de decisiones (en el que todos los elementos y riesgos que intervienen en una decisión son perfectamente conocidos y calculables), sin que quepan sorpresas, entonces la decisión de construir la escalera no habría supuesto haber percibido y aprovechado una oportunidad. En tal mundo, la existencia de esa oportunidad, con sus riesgos asociados perfectamente calculables, hubiera estado 111
patente antes de cualquier posible decisión: no hubiera tenido que esperar a ser descubierta. Por el contrario, la decisión de construir una escalera (o de emprender cualquier acción deliberada) constituye, en un mundo de incertidumbre ilimitada, una expresión de las propias convicciones acerca de cómo será el futuro. Tal expresión de confianza, si es corroborada por los sucesos futuros, parecerá haber sido un destello de presciencia para ver oportunidades que bien podrían no haberse visto. Ponerse a construir una escalera que sale bien, o ejecutar un plan que resulta ser inteligente, es haber descubierto una oportunidad que bien podría haberse perdido por inadvertencia. La existencia de una oportunidad (como que hubiera unos tablones en el fondo del agujero) significa poco para el bienestar humano mientras no sea advertida y aprovechada. El acto de advertir y aprovechar una oportunidad es fundamentalmente diferente del acto de elaborar y ejecutar un plan deliberado. El primero constituye, en cualquier contexto, un acto de descubrimiento. Por eso insisto en que cada decisión de producción que se adopta en el mundo real, en un mundo de incertidumbre ilimitada, comporta siempre un elemento heurístico. Un acto de producción planeada puede acabar en un completo fracaso, por supuesto. El proceso de producción puede fallar por muchas razones, y el producto resultar de menor valor de lo esperado o los costes de producción mucho mayores, por lo que la oportunidad «descubierta» quizás nunca existió en realidad o, al menos, nunca fue realmente atractiva. Jones, por ejemplo, podría haberse decidido a 112
construir la escalera pensando que había descubierto tablones, cuando lo único que en realidad allí había eran viejos cartones pintados. Lo que sostengo, por tanto, no es que todos y cada uno de los actos de producción deliberada constituyan un descubrimiento de valor, sino que en todos ellos hay un cierto elemento no deliberado que se corresponde con el hecho de advertir una oportunidad y no dejarla pasar. Si un acto de producción deliberada acaba teniendo éxito, eso significa que lo advertido fue un descubrimiento genuinamente valioso. Gran parte de lo que argumentaré en los capítulos que siguen se centrará en este elemento de descubrimiento presente en cualquier decisión económica.
Descubrimiento y creación Varias veces he usado los términos «descubrimiento» y «creación» como sinónimos, dando a entender que descubrir una oportunidad es, en cierto modo, crearla, e incluso he empleado el concepto de creación ex nihilo para caracterizar un descubrimiento con éxito. Este uso del lenguaje requiere una justificación que me apresto a ofrecer, y cuya importancia se advertirá más adelante. A primera vista, podría parecer osado —por no decir absurdo o afectado— pretender que Jones ha «creado ex nihilo» los tablones que descubrió en el fondo del agujero. El empleo de tal terminología no significa, sin embargo, que la imagen sea inapropiada o que esté haciendo un uso profano de una metáfora 113
teológica. Por el contrario, esta terminología nos ayudará a comprender la unidad de fondo que existe entre, por una parte, la innovación artística o tecnológica genuinamente creativa y, por otra, el acto más simple de descubrimiento (como, por ejemplo, advertir los tablones). La argumentación que sigue, junto con las intuiciones ofrecidas en la sección precedente, nos permitirá reconocer el elemento creativo que existe en todos y cada uno de los actos de producción que se emprenden en este mundo de incertidumbre ilimitada. Para ello, puede ayudamos nuestra anterior discusión sobre la idea de una actividad de pura producción deliberada, consistente en la planeada transformación de unos factores (inputs) en un producto (output). Insistíamos en que el control sobre los factores nos aseguraba el control sobre el producto, y que la posesión de los primeros significaba un efectivo e irrestricto acceso al segundo. En tal pureza de condiciones es evidente que la decisión de producir se reduce, por así decirlo, a «dar permiso» a los factores para que se transformen en el producto que potencialmente representan. El productor no añade nada: se limita a «asentir». No se puede decir, por tanto, que el producto resultante de un proceso de producción pura se haya originado en el productor, ya que su origen se encuentra únicamente en los recursos o factores empleados, cuya mera existencia es suficiente para asegurar la emergencia del producto. Sin embargo, también veíamos que un descubrimiento puro era algo bien diferente de esto: no hay factores que puedan garantizar un descubrimiento. El descubrimiento es incausado, se 114
origina enteramente en el descubridor, quien lo advierte y aprovecha sin solicitar asistencia de factor alguno. Ya hemos dicho que puede parecer extraño pretender que Jones haya creado u originado los tablones descubiertos (después de todo, éstos ya existían desde antes, como existía América antes de que la descubriera Colón). Hay, al menos, dos sentidos —que analizaremos sucesivamente— en que sería defendible la afirmación de que Jones creó lo que descubrió. Consideremos, para empezar, los tablones que Jones descubrió no físicamente, sino según el conocimiento que Jones tenía de su existencia. Un conocimiento que no existía antes de que Jones realizara su descubrimiento, pues de hecho éste no tenía la menor idea de que los tablones existieran hasta que los advirtió. Si definiéramos el descubrimiento de Jones como la adquisición del conocimiento de lo que ha descubierto, entonces podría pretenderse con toda justicia que fue él mismo quien creó ese conocimiento descubierto, ya que éste se originó enteramente en la atención que Jones prestaba hacia lo que le rodeaba. El conocimiento que constituye su descubrimiento no fue deliberadamente producido a partir de unos factores (recuérdese la distinción que hicimos entre búsqueda y descubrimiento), sino que emergió espontáneamente de su estado de alerta. No parece demasiado descaminada, por tanto, la pretensión de que Jones haya creado su conocimiento descubierto ex nihilo. Podría objetarse, sin embargo, que hacer consistir el descubrimiento de los tablones en el conocimiento 115
de los mismos, más que en los tablones mismos, no impide que aparezcan las dificultades que realmente plantea la metáfora de la «creación». Del mismo modo que los tablones existían antes de ser descubiertos, existía también la información sobre su existencia. Después de todo, la existencia objetiva de los tablones (aun cuando ningún ser humano tuviera noticia de ella) es una fuente de información sobre los mismos no muy diferente de la información que pudiera estar almacenada en la memoria de un ordenador o, por volver a nuestro ejemplo, de la que representa un nombre en un listín telefónico. Pudiera ser que nadie hubiera leído tal nombre todavía, pero difícilmente me atrevería a decir que el primero que lo hiciera habría creado el conocimiento allí contenido. Advertir los tablones en el fondo del agujero no crea ninguna información que no estuviera ya allí, esperando ser «leída», del mismo modo que tampoco lo hace el simple hecho de leer un nombre en un listín telefónico. Parece claro que el conocimiento que subjetivamente poseo después de haberme hecho con la información impresa en el listín no existía en mi memoria anteriormente. Pero también parece una tontería decir, sólo por eso, que he creado el conocimiento que subjetivamente poseo; y, a la vista del hecho de que tal conocimiento existía ya impreso en el listín, aún parecería más injustificado decir que lo haya creado ex nihilo. La afirmación de que Jones originó su propio conocimiento podría ser con todo defendible si dijéramos que una información objetiva no advertida no garantiza su propio descubrimiento. O lo que es lo mismo: el descubrimiento no deliberado de Jones no 116
estaba asegurado por la existencia de esa información objetiva, sino que fue su perspicacia lo que la advirtió. Esta defensa, tengo que decirlo, me parece perfectamente válida. Sin embargo, nos vemos empujados ahora a considerar el segundo de los dos sentidos a los que antes me refería como posibles interpretaciones de la afirmación de que Jones había creado su descubrimiento. Según la segunda interpretación, bien puede decirse que Jones ha creado en un cierto e importante sentido los tablones que advierte. Los tablones ya existían físicamente desde mucho antes, desde luego; pero unos tablones no advertidos son, desde un punto de vista pragmático, tablones que no existen. Esto no es ningún abstruso embrollo filosófico, del tipo de si existe algún sonido cuando un árbol se desploma en la selva primigenia sin que nadie lo escuche. Aquellos objetos cuya existencia ha pasado insospechada e inadvertida para los hombres no han jugado, a fin de cuentas, ningún papel relevante en la historia humana, ni en la secuencia de causas y efectos que la componen. Su inserción en la historia sólo ocurre en el momento de su descubrimiento. Expresando la misma idea en términos más estrictamente económicos, podríamos decir que los tablones carecían de valor económico hasta el momento de su descubrimiento por Jones, momento en el que pasaron de ser algo sin valor económico —y, por tanto, algo prácticamente inexistente— a ser algo de considerable valor para los hombres. Un valor tal, recién creado, debe ser enteramente atribuido a la capacidad de estar alerta de Jones, y no a algún grupo de factores concurrentes (a diferencia del valor de una 117
escalera, que podría ser parcialmente atribuido a los tablones, los clavos y el martillo con que ésta se construyó). Puede decirse, pues, que el valor creado por el descubrimiento de unos tablones hasta entonces sin valor fue creado ex nihilo. Si en la sección precedente he dirigido la atención al elemento de descubrimiento inevitablemente presente en todo acto deliberado de producción que se dé en el mundo real, un mundo «abierto» o de incertidumbre ilimitada, las intuiciones desarrolladas en la presente suponen que existe un elemento creativo en cualquier proceso productivo real. La pura noción de producción deliberada no contenía nada que se correspondiera ni con el descubrimiento ni con la creación, pues lo producido resultaba de la simple transformación de unos factores dados, estando el producto que se pretende obtener totalmente implícito ya en ellos. Pero, como vimos, la producción deliberada en el mundo real siempre es también expresión del descubrimiento y aprovechamiento de una oportunidad, hasta entonces inadvertida, que son fruto de la perspicacia. Advertir tal oportunidad equivale, como decimos, a crearla. Por consiguiente, era verdad que la escalera de Jones no fue creada ex nihilo, sino a partir de los materiales y herramientas que había en el fondo del hoyo; pero, con todo, también es cierto que tenía un aspecto de objeto puramente creado. Jones estaba actuando creativamente al crear la oportunidad de convertir los tablones en una escalera, al añadirles algo que se había originado enteramente a partir de su propia y atenta creatividad.
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La consideración de este elemento creativo en los procesos de producción deliberados nos permite relacionar la noción de creación expuesta con los tipos de creatividad artística o ingenieril, cuya presencia en tales procesos suele admitirse más fácilmente. A un arquitecto, artista o ingeniero con talento que diseña una nueva estructura se le puede llamar creativo precisamente por la novedad de su diseño, ya que usa unos factores para producir algo que no estaba, enteramente al menos, implícito en ellos. El mármol y el cincel a partir de los cuales se crea una escultura genial pueden ser necesarios, pero en absoluto suficientes para asegurar la emergencia de la escultura, ni siquiera con la ayuda de un artista cualificado: lo que se necesita para obtener a partir de estos ingredientes algo completamente nuevo es la creatividad del escultor. Nuestra argumentación ha mostrado cómo en todos y cada uno de los actos de producción, sin importar lo mundano o rutinario que puedan parecemos sus procesos, está cuando menos presente una traza de algún elemento creativo similar al del caso de la escultura. Lo que hace cada productor es usar los factores que es capaz de identificar para producir el objeto que ha decidido producir. Por eso, lo que realmente importa es la decisión creativa del productor, capaz de reconocer entre los factores a los que tiene acceso una oportunidad de producir algo valioso. Esta decisión supone precisamente la misma clase de descubrimiento creativo —y puede que en el mismo grado— que la visión del artista capaz de convertir la piedra en una sublime e inspirada obra de arte. Ambas expresiones de creatividad son del mismo 119
tipo que el descubrimiento puro que hiciera Jones de los tablones en el fondo del agujero.
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CAPÍTULO III EN BUSCA DEL DESCUBRIMIENTO EN LA LITERATURA SOBRE LA JUSTICIA ECONÓMICA Nuestra discusión sobre el significado del concepto de descubrimiento ha mostrado cuán radicalmente difiere éste de la idea, tan central en los análisis habituales, de producción deliberada (en el contexto de unos fines y recursos dados). También hemos visto cómo resulta siempre posible identificar algún elemento de descubrimiento en los procesos de producción del mundo real, a diferencia de los modelos de tales procesos que ofrecen los manuales de economía. Mi argumento en este libro es que para muchos observadores éticos la presencia de este elemento heurístico o de descubrimiento en la adopción de una decisión (y en los ingresos que se pueden percibir como resultado de ella) afecta definitivamente a la propia evaluación de la justicia 121
económica en el sistema capitalista. Mantengo también que la presencia de este elemento no ha sido reconocido en la literatura sobre justicia económica. El presente capítulo se consagra, pues, a la dura tarea de probar esta afirmación, es decir, de demostrar la ausencia, en una gran parte de la literatura, de la apreciación de la circunstancia del descubrimiento y de su relevancia para la justicia económica. El lector puede estar seguro de que no es mi intención examinar pacientemente cada contribución a la literatura para dejar claro que ésta no presta atención a la idea de descubrimiento. En lugar de eso, mi estrategia principal será la de considerar un reducido número de contribuciones relevantes y examinar muy cuidadosamente su tratamiento —en relación con el ideal de justicia— del concepto de puro beneficio económico. Mi pretensión será la de que si el descubrimiento hubiera sido efectivamente reconocido como relevante para la justicia económica, lógicamente deberíamos esperar encontrar tal reconocimiento en el tratamiento del puro beneficio económico, o beneficio empresarial. Si tales tratamientos fueran incapaces de revelar cualquier apreciación del concepto de descubrimiento, como de hecho más adelante mostraré que ocurre, me sentiré entonces autorizado a concluir que la literatura sobre la justicia realmente ha ignorado la relevancia de esta noción. Por otra parte, un breve examen de varias discusiones adicionales que aparecen en la literatura corroborará esta conclusión. Antes de embarcamos en esta búsqueda del descubrimiento puede ser de gran ayuda dedicar unos párrafos a un malentendido que fácilmente podría 122
darse, y que tiene su origen en la identificación que hicimos en el capítulo anterior de descubrimiento con creación.
La justicia de la creación Sería ciertamente injusto con la literatura sobre la justicia económica si la acusara de ignorar la circunstancia de que el producto que ha de ser distribuido (y distribuido con justicia) ha sido creado36. A decir verdad, la literatura ha abordado con frecuencia la cuestión de la justicia económica preguntándose «¿quién produjo la tarta?», o bien «¿qué parte de ésta ha sido producida por este o aquel recurso?». Más aún, se admite ampliamente que el tamaño de la tarta que ha de ser repartida puede depender crucialmente del criterio o modelo de distribución que se adopte. La literatura realmente ha entendido, por tanto, que la misma justicia de un criterio de distribución puede estar determinada, en parte, por el efecto que éste pueda tener sobre el tamaño de la tarta en creación 37 . Sin embargo, tenemos que decir claramente que nada de esto supone, en principio, un reconocimiento de las 36
Los planteamientos sobre la distribución de ingresos que ignoran la circunstancia de que, en el mundo real, los productos emergen únicamente como resultado de acciones humanas han recibido el calificativo de modelos «maná-caído-del-cielo». Véase R. Nozick, Anarchy, State and Utopia, Basic Books, Nueva York 1974, pp. 198, 219 (trad. esp. de Rolando Tamayo, FCE, México 1988). 37 Una ampliación de esta idea puede encontrarse en Arthur M. Okun, Equality and Efficiency, Brookings Institution, Washington 1975.
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intuiciones que son centrales para el asunto que estamos tratando. Aunque mi argumento está basado en la intuición de que un acto de descubrimiento es, en cierto e importante sentido, un acto de creación, y aunque he destacado la correspondencia entre descubrimiento y creación en todos los procesos productivos del mundo real, la novedad que reclamo para mi tesis no es simplemente que un acto de producción sea un acto de creación. Más que eso, mi tesis consiste en sostener que el aspecto creativo de la producción radica únicamente en el elemento de descubrimiento que ésta contiene. Mi insatisfacción con la literatura no se funda tanto en la discusión sobre si la producción es o no creativa, sino más bien en la de cómo debería percibirse el aspecto creativo de la producción. La literatura económica, y la dedicada a la justicia económica en particular, considera creativa la producción en el sentido elemental de que el producto es físicamente diferente de los recursos o factores productivos a partir de los que se origina. Mi propia visión del asunto es que el producto ha sido creado en el sentido bien preciso de que la decisión empresarial de producir constituye un descubrimiento, una creación ex nihilo, es decir, de la nada. Por tanto, afirmar que la literatura sobre la justicia reconoce que la tarta que está por distribuir ha debido primero ser creada no es decir, desde mi perspectiva, nada significativo para lo que aquí nos interesa. De hecho, en este capítulo no buscaremos evidencias de que el carácter creado de la tarta ha sido efectivamente reconocido, sino más bien de que se 124
reconozca el carácter de descubierta de la misma. Lo que buscaremos, por tanto, serán indicios de que la justa reclamación que un agente económico pudiera hacer de su ingreso debería fundarse en el hecho de que éste hubiera creado ese ingreso ex nihilo mediante un acto de descubrimiento.
La atención prestada al beneficio puro Como ya indiqué, prestaré particular atención al tratamiento del beneficio económico puro, también llamado beneficio empresarial. Es relativamente fácil pasar por alto la posibilidad de descubrimiento en otros tipos de ingreso, y de hecho la teoría económica dominante ha tenido un notable éxito operando de este modo. Es decir, excluyendo cuidadosamente de su análisis (especialmente, en sus versiones menos sofisticadas) cualquier posibilidad de descubrimiento. La economía ortodoxa ha emprendido la formidable tarea de meter en cintura la bulliciosa agitación del mundo real, reduciéndola a términos analíticos mediante una serie de experimentos mentales y de heroicas abstracciones. Los modelos analíticos producidos por estas simplificaciones están habitados, en efecto, por agentes decisores eficientes, absolutamente libres de dudas o incertidumbres sobre el futuro; que saben exactamente qué decisiones están adoptando en concreto otros participantes en el mercado, y que se dirigen de modo infalible a la elección de las mejores posiciones relativas que el entorno relevante les permite. En estos modelos no 125
cabe la posibilidad de que se dé un beneficio puro, puesto que es inimaginable que estos omniscientes participantes en el mercado permitieran irracionalmente la existencia continuada de unas diferencias de precios inexplicables e injustificadas. Los ingresos se reducen, en tales modelos, a las ganancias percibidas en mercados perfectamente competitivos por los propietarios de recursos productivos al ponerlos en venta (considerándose los ingresos por intereses como la retribución percibida por los servicios productivos que presta la inversión). Estos modelos económicos han resultado muy útiles para dilucidar importantes propiedades de la realidad económica, habiendo clarificado, en particular, las fuerzas del mercado que operan a la hora de determinar los precios de los factores productivos (y, de este modo, los ingresos por su venta). Puesto que estos modelos han sido cuidadosamente diseñados para excluir los caprichos y extravagancias que introducen la incertidumbre y la sorpresa, puede suponerse que las explicaciones que ofrecen sobre la determinación del precio de los factores y de los ingresos por ellos percibidos se expresan en unos términos que son de suyo incapaces de connotar el menor sentido de descubrimiento. En estos modelos, por tanto, las cuestiones relevantes para la justicia económica reclaman ser tratadas desde una perspectiva de suyo incapaz de hacerse cargo del elemento heurístico. El beneficio, en estos modelos, simplemente no existe (aunque otros ingresos puedan ser, y de hecho sean, plenamente explicados dentro de ellos). Con lo que realmente nos encontramos es con que la literatura de la justicia económica —empapada, 126
como no podía ser menos, de la tendencia económica dominante— evalúa los ingresos por la venta de recursos productivos desde una perspectiva a la que el concepto de descubrimiento resulta completamente extraño. Sin embargo, podría parecer que el fenómeno real del beneficio empresarial es demasiado importante, y demasiado palpable su presencia, como para haber sido completamente eliminado del aparato analítico convencional. Y, efectivamente, los teóricos de la tendencia económica dominante llevan más de un siglo enfrentándose con el fenómeno del beneficio, intentado hacerle hueco de un modo u otro en sus interpretaciones teóricas del sistema de mercado. Por consiguiente, es a estas teorías a donde uno debería razonablemente acudir en busca de, siquiera, un mínimo reconocimiento de la posibilidad misma del descubrimiento puro; y es en el uso que los pensadores dedicados a la justicia económica han hecho de estas teorías donde uno podría esperar encontrar cierta consideración de las implicaciones éticas del descubrimiento. Después de todo, el fenómeno del beneficio resulta de que la suma de los precios pagados por los productos exceda la suma total de los precios pagados por todos los factores productivos, siendo el beneficio la diferencia (que retiene el empresario) entre ambos conjuntos de precios. Este beneficio no puede ser explicado únicamente como el ingreso resultante de la venta de un factor concreto, ya que, por definición, todos los factores fueron tenidos en cuenta en los precios a partir de los cuales se calculó el beneficio. Es de suponer que esta diferencia o beneficio se ha 127
producido porque nadie hasta entonces había sido capaz de anticipar su existencia, y también es fácil concluir que el hecho de haber sido ahora retenida constituye un descubrimiento empresarial. La razón por la que resulta tan fácil pasar por alto el elemento heurístico en los salarios percibidos por el trabajo o en los precios pagados por otros recursos productivos es que parece natural relacionar, como resultado de su venta, cualquier ingreso así percibido con los recursos productivos suministrados. La fuente de los ingresos se atribuye, por supuesto, a la contribución productiva que estos factores prestan. Nada necesita, al menos superficialmente, ser descrito como fruto de un descubrimiento, pues cada ingreso percibido parece haber sido directamente generado por el factor productivo por el que previamente se ha pagado. De la idea de descubrimiento puede perfectamente prescindirse, en la medida en que los productos resultantes siguen atribuyéndose únicamente a los factores. Pero el caso es que el beneficio puro, por su misma definición, no puede atribuirse a los factores. Su fuente no se identifica con nada que tenga el empresario; es, por así decirlo, un beneficio incausado: que ha sido, así de simple, descubierto. De lo anterior cabría razonablemente esperar que los teóricos del beneficio fueran capaces de identificar el concepto de descubrimiento, al menos en el curso de sus discusiones teóricas. Además, y precisamente porque el beneficio no se puede explicar («justificar») como recompensa por los servicios productivos prestados, cabría esperar también que surgieran cuestiones éticas acerca de su legitimidad como ingreso. Y, por lo mismo, que los 128
teóricos de la justicia, al ocuparse de la justicia o injusticia de tales ingresos, fueran igualmente capaces de encontrarles una posible justificación sobre la base de su carácter heurístico. El tipo de cuestiones sobre la justicia del beneficio empresarial que tengo en mente se ejemplifica perfectamente en un breve pasaje del profesor Samuelson en el que éste cuestiona, mediante el análisis del caso de una cosecha desastrosa que proporciona notables ganancias a cierto especulador, la justificación del beneficio especulativo puro 38 . Samuelson reconoce que el especulador ha desempeñado una función social útil, ya que, al reducir en una fecha anterior un consumo relativamente menos necesario, ha hecho posible un consumo algo más necesario en fechas posteriores. Se plantea así la posibilidad de justificar los pingües beneficios que obtienen algunos especuladores por referencia al beneficio social que resulta de sus acciones. Empero, Samuelson se ve forzado a rechazar esta posible justificación, pues, después de todo, un especulador con éxito quizás lo único que ha necesitado para hacer su fortuna es haber sido un poquitín más rápido que sus rivales. Y podemos perfectamente dar por hecho que, si este especulador hubiera efectivamente sido tan sólo un poco más lento, otros especuladores, apenas minutos o segundos más tarde, se habrían hecho con aquellas mismas oportunidades especulativas que su rival acertó a aprovechar un momento antes. Incluso en una ética que justificara los ingresos percibidos como 38
P. A. Samuelson, «Intertemporal price equilibrium: a prologue to the theory of speculation», Weltwirtschaftliches Archiv 79 (1957), p. 209.
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retribución por la prestación de un servicio productivo parecería difícil justificar todos los beneficios que pudiera obtener un especulador que lo único que hiciera fuera impedir que la sociedad realizara, durante no más de unos pocos segundos, un consumo algo imprudente. Aquí tenemos el problema ético que plantea el fenómeno del beneficio puro: que es un beneficio que no se corresponde con ninguna producción adicional. La diferencia entre el bajo precio al que el especulador compra el grano y su precio posterior no resulta de ninguna actividad productiva, ni tampoco de la productividad de factor o recurso alguno. Una visión de la justificación ética de los ingresos que insistiera en identificar una contrapartida productiva a esa ganancia se encontraría, como le pasó al propio Samuelson, con que el beneficio especulativo puro resultaría injustificable. Mi propia posición en el asunto será que el beneficio especulativo puro es, por supuesto, un ejemplo de ganancia descubierta, esto es, un tipo de ganancia para el que las justificaciones de «productividad» son esencialmente irrelevantes. Mi interés por centrarme en este capítulo en el beneficio puro está motivado por la posibilidad de llegar a encontrar algún reconocimiento del carácter heurístico del beneficio puro, y quién sabe si quizás también de la especial trascendencia ética de la idea de descubrimiento. Examinaré los cuatro enfoques principales de la teoría del beneficio empresarial que tradicionalmente recoge la literatura, a saber, los
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enfoques asociados a los nombres de J. B. Clark, F. B. Hawley, F. H. Knight y J. A. Schumpeter39.
J. B. Clark sobre el beneficio y su justicia Resulta particularmente útil empezar con el tratamiento del beneficio puro que hace Clark, un autor ampliamente conocido por haber realizado una consideración explícita de la justicia distributiva en el capitalismo. Aunque no parece que Clark se haya ocupado directamente de la justicia del beneficio puro, sus opiniones sobre el asunto parecen fluir de un modo bastante natural de su teoría general de la justicia y de sus observaciones acerca de la naturaleza del beneficio puro. Para Clark, el beneficio puro es una categoría analítica que resulta de la consideración de la diferencia entre la realidad de un mercado dinámico y el estado estático de un supuesto mercado en equilibrio. En el supuesto estado estático, los hombres «posiblemente podrían seguir produciendo hasta el fin de los tiempos los mismos tipos de bienes… Sus herramientas y materiales no tendrían por qué cambiar, y seguramente no alterarían, ni para bien ni para mal, la cantidad de riqueza producida por su industria»40. Los así llamados «porcentajes normales» de salarios, interés y beneficios serían los «que se 39
El orden en que estos enfoques se discutirán no será el estrictamente cronológico. 40 J. B. Clark, The Distribution of Wealth, Macmillan, Nueva York y Londres 1899, p. 28.
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alcanzarían si una sociedad estuviera perfectamente organizada, y libre, a la vez, de las perturbaciones que causa el progreso»41 . Aunque estos porcentajes sean los propios de un estado de equilibrio supuesto o imaginario, son no obstante «aquellos en torno a los cuales oscilan siempre los porcentajes de pago por trabajo y capital en las fábricas, campos, minas, etcétera reales»42. Esto es así porque, aunque el estado estático sea imaginario, «las leyes estáticas son, sin embargo, leyes reales. Las fuerzas operantes en un mundo que se mantuviera estable y en funcionamiento uniforme serían las mismas que operarían en el cambiante mundo real. Siempre se las podría contemplar operando en conexión con otras fuerzas, pero tendríamos que imaginárnoslas si quisiéramos contemplarlas actuando en solitario. Si las estudiamos separadamente, es con el fin de llegar a entender siquiera algo de lo que pasa en una sociedad dinámica»43. En el estado estático imaginario, el precio que se pagaría por la contribución de cada unidad de recurso productivo al producto final se identificaría con el valor añadido a la producción total por la presencia de esa misma unidad de recurso. «En otras palabras, la libre competencia tiende a dar a los trabajadores lo que el trabajo crea, a los capitalistas lo que crea el capital, y a los empresarios lo que crea su función de coordinación» 44 . Esta es la famosa teoría de la distribución de la productividad marginal que Clark desarrolló, hasta sus detalles más insignificantes, en 41
Ibid., p. 29. Ibid. 43 Ibid., p. 30. 44 Ibid., p. 3. 42
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su mamotrético tratado. Está suficientemente claro que Clark vio en esta teoría una justificación completa de la justicia económica del capitalismo, y parece igualmente claro que fue el exponerla lo que le motivó a escribir su tratado. Al exponer su tesis, desde el primer momento dice que «depende más de la verdad de esto de lo que cualesquiera palabras introductorias pudieran exponer. Lo que está en juego es el derecho mismo de la sociedad a existir en su forma presente y a continuar existiendo así»45. En este estado estático de perfecta justicia clarkiana no hay lugar, empero, para el beneficio puro. «El beneficio no tiene sitio en condiciones estáticas tales. Los dos ingresos que son permanentes e independientes de los cambios dinámicos son, respectivamente, los productos del trabajo y del capital. Cada uno de ellos está directamente determinado por la ley de la productividad final…» 46 El beneficio sólo puede emerger bajo condiciones dinámicas. Aunque Clark no está, dentro de la perspectiva estática de su estudio, directamente interesado en el fenómeno del beneficio puro, deja no obstante bastante claro cómo operaría éste bajo condiciones dinámicas. Según Clark, el beneficio puro emerge como resultado conjunto de dos circunstancias, a saber, el «cambio dinámico» y la «fricción económica». Como ejemplo de cambio dinámico, Clark señala «una mejora en los métodos de producción» (del tipo de una invención, por ejemplo). El resultado final de tal mejora será un incremento en los salarios: «Los 45 46
Ibid. Ibid., p. 201.
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salarios tienden ahora a igualar lo que el trabajo puede ahora producir, que es más que antes»47. Sin embargo, mientras esta tendencia sólo sea tendencia, los salarios serán más bajos que su nuevo y más alto nivel estático, por lo que el empresario obtendrá temporalmente un beneficio. «La diferencia o brecha entre los salarios reales y el valor estático estándar es resultado de la fricción; porque, de operar la competencia sin obstáculos, los beneficios empresariales puros se anularían tan pronto como se crearan y los empresarios, en cuanto tales, jamás podrían obtener ni retener el más mínimo ingreso… La teoría dinámica, por una parte, tiene que dar razón de esa fricción de la que depende la participación de los empresarios; la ley estática, por otra, determina los salarios que resultarán cuando la fricción haya sido totalmente superada, así como cuáles serían ahora mismo éstos si la fricción desapareciera en este preciso instante»48. Clark añade también varias observaciones sobre la utilidad social que ve en una fricción que permita la existencia de un beneficio puro. Los empresarios, si no fuera por esta fricción, «no tendrían ningún incentivo que repercutiera en su propio interés para llevar a cabo ninguna mejora, y está claro que las aportaciones que son difíciles y costosas estarían en peligro de no ser realizadas jamás. El beneficio es el aliciente que asegura las mejoras… Para asegurar el progreso, este
47 48
Ibid., p. 405. Ibid., pp. 410-11.
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aliciente debe ser suficiente como para hacer que los hombres superen obstáculos y corran riesgos»49. El punto de vista de Clark sobre el beneficio puro queda bastante claro: éste es resultado de cambios dinámicos, parte de los cuales, al menos, están inspirados de hecho por la respuesta del empresario al aliciente que supone el beneficio. Si el beneficio generado por el cambio no se reduce inmediatamente a cero por acción de la competencia es gracias a la existencia de «fricciones». El beneficio, aunque pueda servir como aliciente para superar obstáculos y correr riesgos, no se contempla (a diferencia de los salarios y otros ingresos por la venta de factores productivos) como una contraprestación establecida que se haga al propietario del recurso por la contribución productiva de éste. El invento que eleva la productividad del factor trabajo tampoco se ve como algo producido por el empresario. Clark no tiene nada que objetar al hecho de que, tras haberse superado las fricciones, sean los salarios los que permanezcan elevados, sin que el empresario, que fue quien de hecho introdujo el invento, obtenga por ello mayores ingresos. La dificultad y el coste de introducir mejoras, a los que se refiere Clark, no justifican para él nada, a no ser la fugaz oportunidad de obtener algún beneficio. Por otro lado, en ninguna parte sugiere Clark que los beneficios temporalmente obtenidos por el empresario innovador hayan sido de algún modo resultado de la explotación de los factores permanentes, a saber, trabajo y capital. Al parecer, 49
Ibid., p. 411. Para una crítica de la teoría del beneficio de Clark, véase F. H. Knight, Risk, Uncertainty and Profit, Houghton Mifflin, Boston y Nueva York 1921, p. 35 y nota.
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Clark considera que los enormes beneficios sociales generados por la innovación empresarial son justificación suficiente para que los empresarios retengan su parte de beneficio, el beneficio puro, ya que, sin él, a duras penas cabría esperar que los empresarios se dedicaran a superar obstáculos y correr riesgos. Supongo que esto es lo que N. Scott Arnold quería decir cuando recientemente se refirió (sin citar la fuente) a que Clark pensaba que «los empresarios merecen sus beneficios como recompensa por soportar la incertidumbre» 50 (aunque uno podría desear discutir el modo concreto en que Arnold expresa su interpretación de Clark). En ningún momento encontraremos en las discusiones de Clark una explicación de cómo es posible, simplemente mediante la superación de obstáculos y la asunción de riesgos, hacer inventos e introducir mejoras en las técnicas de producción (tampoco explica Clark con detalle la naturaleza de las fricciones que impiden la inmediata desaparición de los beneficios así generados). Si seguimos la teoría de la justicia de Clark hasta la distribución funcional de ingresos nos acabamos topando con un rompecabezas. Según Clark, un ingreso está justificado cuando se percibe a cambio de la prestación de un servicio productivo, pagándose tal servicio a su auténtico valor de mercado. Por un lado, parece que Clark no reconoce que los empresarios presten servicios productivos, ni siquiera bajo condiciones dinámicas. Por otra, no parece dispuesto a discutir la justicia de la obtención de beneficios empresariales, a la vista de la utilidad social que se sigue de permitir a los 50
N. Scott Arnold, «Why profits are deserved», Ethics 97 (1987), p. 395.
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empresarios responder a los alicientes del beneficio. No se nos ha requerido aquí para que busquemos ninguna nueva interpretación de Clark que resuelva estas paradojas. Para nuestros propósitos, lo que interesa destacar es que en ningún momento se considera la innovación que realiza el empresario como un descubrimiento. En ningún momento se refiere Clark a una posible justificación del beneficio puro sobre la base de que éste se haya originado en el descubrimiento del empresario, ni en la posibilidad de mejora ni en la cesura o brecha temporal entre precios y costes que tal mejora ha introducido. A decir verdad, la disciplina que Clark se autoimpuso de limitar su trabajo exclusivamente a un enfoque estático le liberaba de la tarea de explorar la naturaleza o el estatuto ético del beneficio puro, ya que el beneficio es un fenómeno estrictamente dinámico. Cabría objetar, precisamente por esta razón, y en contra de las conclusiones negativas a que he llegado en el párrafo anterior, que el silencio de Clark quizás no se debería interpretar como concluyente en un sentido ni otro. Sin embargo, parece justo concluir que este silencio es bien elocuente. El exclusivo interés por el estado estático, como hemos visto, estaba basado en su convicción de que son las fuerzas que gobiernan ese estado imaginario las dominantes e importantes en el mundo real del cambio dinámico. «En el centro de cualquier cambio siempre hay fuerzas en acción que fijan los porcentajes a los que, en cada momento, salarios e intereses tienden a conformarse. Por muy agitada que esté la mar, hay un nivel de superficie ideal que se proyecta a través de las olas, fluctuando la turbulenta superficie real por encima o 137
por debajo de él. Análogamente, hay estándares estáticos con los que los valores reales de los salarios e intereses tienden, aun en los más turbulentos mercados, a coincidir»51. Fue ésta la razón por la que Clark pensó que su estudio estático proporcionaba un marco adecuado para defender la justicia de la distribución de ingresos en una economía capitalista real, esto es, dinámica. Dado el peso que Clark atribuyó a la justicia de estas participaciones estáticas o permanentes en los ingresos correspondientes al trabajo y el capital, no parece del todo ilegítimo considerar significativa su incapacidad para identificar la presencia de un elemento heurístico en los beneficios puros.
Frederick Hawley y su teoría del beneficio basada en el riesgo Se cita frecuentemente a Frederick B. Hawley (cuando de hecho se le cita) como un teórico del beneficio que vivió en el cambio de siglo, y hoy ya medio olvidado. No obstante, su teoría del beneficio fue tomada realmente en serio cuando la publicó. En el repaso a la literatura que hiciera Knight, antes de escribir su obra Risk, Uncertainty and Profit, consideraba éste la teoría de Hawley como una de las primeras contribuciones de las que se veía obligado a disentir y, al mismo tiempo, como una de las que cabía aprovechar algunos elementos de lo que, en su 51
Clark, op. cit., p. VI.
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opinión, era la teoría correcta. Las consideraciones éticas o normativas no parecen haber sido la principal preocupación de Hawley, que se concretaba más bien en que los economistas fueran capaces de caracterizar correctamente el fenómeno del beneficio normal; ya que, pensaba, la teoría económica existente (especialmente la de J. B. Clark) no era capaz de ello. Aunque las consideraciones éticas no fueran para él las más importantes, su conceptualización de la función empresarial y de la participación en el ingreso por beneficios contienen, con todo, claras implicaciones para una teoría de la justicia económica. De hecho, los defectos de su teoría positiva se manifiestan en los correspondientes errores en sus conceptos de justicia económica. Aunque no es mi principal propósito, desde luego, hurgar en los errores que los economistas hayan podido advertir en la teoría del beneficio de Hawley, mi interés por la justicia del beneficio puro requiere una consideración, bien que breve, de algunos de sus aspectos. Su teoría del beneficio es tanto más importante, además, cuanto que parece haber no sólo influido en muchos autores de libros de texto de las primeras décadas de este siglo, sino haber inspirado también un intento de revivir el impulso básico de la tradición contenida en esos libros de texto poco después de la segunda guerra mundial52. La tesis central de Hawley consistía en que la «función distintiva del empresario» reside en la «asunción de riesgos», y que el beneficio económico es «la recompensa económica por los servicios
52
Al respecto, véase M. Bronfenbrenner, «A reformulation of naive profit theory», Southern Economic Journal (abril 1960), pp. 300-309.
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prestados al aceptar el riesgo industrial»53. Sin nadie que asumiera este riesgo, en un mundo incierto como el nuestro no existiría, sencillamente, producción industrial alguna. De hecho, es el empresario quien inicia el proceso productivo al aceptar unos riesgos que son inevitables. El beneficio, la recompensa por la asunción del riesgo es, al mismo tiempo, el aliciente que de hecho persuade al empresario a decidir asumir los riesgos implicados en la producción54. Esta recompensa y aliciente no son en absoluto comparables a la cantidad pagada por un involuntario portador de riesgos para asegurarse contra ellos, traspasando de este modo el riesgo al asegurador. El pago de la póliza («una suma suficiente para cubrir las pérdidas actuariales o medias asociadas a los diversos riesgos que asumen el empresario y sus aseguradores») 55 se incluye entre los costes soportados por el empresario. El argumento de Hawley es que no habrá producción alguna hasta que no se persuada al empresario para que asuma los riesgos asociados a la producción, tentándole con la halagüeña perspectiva de obtener un excedente sobre los costes, incluyendo el del seguro. La necesidad de este aliciente procede de «las molestias de la incertidumbre» 56 , esto es, del hecho de que un hombre de negocios, aun cuando tenga confianza en la validez de su juicio actuarial en el largo plazo (en el que pérdidas y beneficios tienden a equilibrarse entre 53
F. B. Hawley, «Enterprise and profit», Quarterly Journal of Economics 15 (noviembre 1900), p. 75. 54 F. B. Hawley, «Reply to final objections to the risk theory of profit», Quarterly Journal of Economics, 15 (agosto 1901), p. 613. 55 Ibid., p. 610. 56 Ibid., p. 604.
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sí) 57 , no asumirá el riesgo asociado a un proyectoparticular a menos que sea compensado por tales molestias («… nadie asumirá los riesgos industriales a menos que albergue la expectativa de obtener una compensación superior al valor actuarial del riesgo en cuestión»)58. Hubo de ser Frank Knight quien también señalara las debilidades de la teoría de Hawley. Advertirlas, de hecho, nos permitirá ver con claridad cómo su propio enfoque del asunto le dificultaba reconocer el papel central que el descubrimiento desempeña a la hora de entender el beneficio. Con todo, es importante saber que Knight, a pesar de advertir los defectos de la teoría de Hawley, se vio conducido a elaborar una nueva teoría del beneficio en la que el descubrimiento tampoco jugaba ningún papel. El problema con el enfoque de Hawley, señala Knight, consiste en la confusión (que Hawley compartía con sus primeros críticos, siendo J. B. Clark el más importante entre ellos) «de suponer que el empresario conoce el valor actuarial de los riesgos asumidos» 59 . Tanto Hawley como sus críticos habían ignorado «la distinción fundamental entre la recompensa que se recibe por correr un riesgo conocido y la recompensa por asumir un riesgo cuyo valor se desconoce» 60 . Knight reservaría el término «incertidumbre» para lo esencialmente indeterminado e inconmensurable, debido a la completa imposibilidad de predecir alteraciones futuras. El defecto de Hawley radica en su 57
Ibid. F. B. Hawley, «The risk theory of profit», Quarterly Journal of Economics 7 (julio 1893), p. 460. 59 F. H. Knight, op. cit., p. 43. 60 Ibid., pp. 43-44. 58
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idea de las «molestias» que acompañan a la aceptación de un riesgo cuyo valor es conocido: «una elemental consideración nos mostrará que no puede haber molestias insuperables en el hecho de estar expuestos a un riesgo asegurable, porque si éste se diera sería asegurado; por tanto, tampoco puede haber ningún ingreso peculiar que proceda de esta supuesta indisposición o molestia»61. Para nuestros propósitos actuales es suficiente con hacer notar que, de conocerse el valor actuarial de cualquier riesgo, apenas tendría relevancia económica alguna lo que el empresario pudiera descubrir. Para Hawley, es cierto, los beneficios obtenidos por el empresario en un negocio que comporte riesgo son «residuos no predeterminados»; sin embargo, como apunta Knight, no hay nada que Hawley reconozca como indeterminado si se considera un número suficiente de negocios de ese tipo. Tampoco asocia Hawley el beneficio obtenido en una aventura empresarial concreta con el ejercicio de cierta capacidad especial de pronosticación por parte del empresario, sino que, para él, el residuo no predeterminado que se obtiene como beneficio está ya allí. Así de simple. Esta allí, de alguna manera tiene que estar allí, o de lo contrario los empresarios no asumirían los riesgos necesarios. No hay el más mínimo atisbo, en ninguna de las extensas exposiciones que hace Hawley de su teoría del beneficio, de que el empresario obtenga el beneficio gracias a lo singular de su visión. El beneficio empresarial se justifica, según sugiere la teoría de Hawley, no porque el empresario sea quien lo haya 61
Ibid., p. 46.
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encontrado, sino simplemente porque es el aliciente que se necesita para que éste acceda a soportar las molestias que acarrea la asunción de riesgos. A pesar del énfasis de Hawley en la incertidumbre (lo que indica que ha sido capaz de reconocer la importancia de la función empresarial en la disipación de la ignorancia), su teoría del beneficio definitivamente coloca a éste fuera del alcance explicativo de cualquier criterio heurístico de justicia económica.
Frank Knight y su teoría del beneficio basado en la incertidumbre Apoyándose en algunas ideas de Clark y Hawley, Frank H. Knight elaboró su propia teoría del beneficio basado en la incertidumbre. Clark veía el cambio dinámico como fuente del beneficio, y Hawley consideraba éste como fruto residual del riesgo. Al refutar estas teorías, Knight reconoció, sin embargo, que «hay un principio de verdad tanto en la teoría dinámica como en la del riesgo, de modo que la verdadera teoría debe ser capaz de hacerse cargo en alguna medida de ambos puntos de vista. Por una parte, el beneficio está de hecho ligado con el cambio económico (porque el cambio es condición de incertidumbre) y, por otra, claramente resulta del riesgo, o lo que acertadamente se considera como tal; ahora bien, estamos hablando de un único tipo de riesgo, de uno que no es susceptible de medida»62. El 62
Ibid., p. 48.
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beneficio, que en la teoría de Knight resulta de la diferencia (generada por la incertidumbre) entre el valor anticipado y el valor real del rendimiento de los recursos, consiste en «la diferencia entre los ingresos en desequilibrio y en equilibrio, o entre los ingresos ex post y ex ante, más que en… compensaciones por asumir riesgos»63. Tengo motivos para formular una queja, sin embargo, contra la teoría del beneficio de Knight, y es que en esta teoría los beneficios aparecen en el regazo del empresario como caídos del cielo. El empresario, simplemente, ha tenido la inspiración de ponerse en el lugar adecuado para recogerlos: en modo alguno han resultado de su perspicacia para ver dónde y cómo hacerse con ellos. Para Knight, el empresario que tiene éxito no debe éste a su presciente anticipación para descubrir cómo beneficiarse de unos cambios que podrían estar ya incoados, sino al simple hecho de resultar afortunado beneficiario de irnos cambios absolutamente imprevisibles 64 . Esto no equivale a afirmar que Knight no sea plenamente consciente del incentivo que la expectativadel beneficio supone para la actividad empresarial65. Más bien, supone señalar que, para él, la advertencia de una expectativa de beneficio no tiene mucho que ver con cierta especial capacidad de alerta o perspicacia por parte del empresario: «Tanto los beneficios como las pérdidas 63
Bronfenbrenner, op. cit., reimpreso en W. Breit y H. M. Hochman (eds.), Readings in Microeconomics, Holt, Rinehart and Winston, Nueva York 1971, p. 413, 2.a ed. 64 La defensa del beneficio empresarial que hace H. B. Acton en The Morals of Markets, Longman, Londres 1971, pp. 29-32 (trad, esp.: La moral del mercado, Unión Editorial, Madrid 1978), parece estar fundada en una visión similar a la de Knight. 65 Knight, op. cit., p. 363.
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resultan en muchos casos de circunstancias absolutamente ajenas a la capacidad de previsión humana»66. No es en absoluto accidental que Knight «fervientemente» 67 sostenga la opinión de que las pérdidas empresariales agregadas son mayores que los beneficios agregados. Tampoco parece que Knight reconozca la posibilidad de que sea el empresario quien inicie un cambio del que puedan derivarse beneficios (algo en lo que Schumpeter había insistido); y, menos aún, de que sea capaz de percibir posibilidades que a otros hayan podido pasar inadvertidas. Es cierto que Knight habla de las dificultades que aparecen en la actividad empresarial como consecuencia del juego entre «discernimiento y suerte»68. Si se lee atentamente, sin embargo, resulta que el discernimiento empresarial del que Knight habla tiene ante todo que ver con la cuidadosa ejecución, en un mundo incierto, de las rutinarias tareas de gestión, y no tanto con la capacidad de discernir dónde y cómo aprovechar oportunidades de obtener un beneficio puro. No parece que Knight haya perdido mucho tiempo analizando la justicia del beneficio puro en Risk, Uncertainty and Profit o en escritos posteriores. En su conocida crítica, por razones éticas, de la economía del laissez-faire en 1922, Knight encontró muchos motivos para oponerse a la ética de la distribución de
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Véase F. H. Knight, voz «Profit» en la Encyclopedia of Social Sciences, vol. 12, reimpreso en W. Fellner y B. F. Haley (eds.),Readings in the Theory of Income Distribution, Blatáston, Philadelphia y Toronto 1949, p. 546. 67 Knight, Risk, Uncertainty and Profit, p. 365. 68 Véase, por ejemplo, Knight, op. cit., pp. 278 y ss.
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los beneficios 69 , pero en ningún momento formuló directamente la pregunta acerca de la justicia del beneficio empresarial puro. Esto tiene mucho que ver, sin duda, con su convicción de que los beneficios son generalmente inferiores a las pérdidas: «Tanto para la ética abstracta, como para el interés social en que existan las adecuadas motivaciones, la propuesta de reducir los beneficios suscita inmediatamente la cuestión de qué procedimiento seguir para reducir las pérdidas» 70. No parece difícil conjeturar que Knight considera el beneficio puro como fundamentalmente inmerecido; no sólo porque no reconozca validez ética alguna a los resultados del descubrimiento —es bastante explícito, de hecho, en reconocer el esfuerzo como lo único capaz de merecer tal validez71—, sino porque, para Knight, la obtención del beneficio no debe verse como resultado favorable de ningún, absolutamente ningún acto de descubrimiento. El empresario schumpeteriano y el beneficio Lo que Schumpeter piensa de la función empresarial es de todos conocido, al igual que el hecho de que su concepción del beneficio se deriva directamente de su teoría de la empresa. Para Schumpeter, la función empresarial consiste en «la formulación de nuevas combinaciones», en inventar nuevos métodos de
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Véase F. H. Knight, The Ethics of Competition, A. M. Kelley, Nueva York 1951 (1935), pp. 54 y ss. (trad, esp.: Ética de la sociedad competitiva, Unión Editorial, Madrid 1976). 70 Knight, voz «Profit», op. cit., p. 546. 71 Knight, The Ethics of Competition, p. 56.
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producción y nuevos productos72. El énfasis no recae tanto en la invención de novedades, cuanto en la puesta en práctica de éstas73, es decir, en «conseguir que se hagan las cosas»74. Mientras que el empresario de Knight se esfuerza en llevar a cabo sus tareas de gestión en un mundo incierto (incierto a causa de lo imprevisible de los cambios), el empresario de Schumpeter es el líder que introduce, gracias a sus capacidades de iniciativa y visión, las innovaciones responsables del continuo cambio que caracteriza el capitalismo schumpeteriano. Estas innovaciones empresariales constituyen la «incesante tormenta de destrucción creativa» 75 que continuamente elimina los productos y técnicas existentes en favor de otros nuevos. Los beneficios que obtienen los empresarios schumpeterianos no son ganancias fortuitas, sino ganancias deliberadamente creadas mediante sus «nuevas combinaciones». Al llevarlas a la práctica, el empresario crea una divergencia entre ingresos y costes, beneficiándose de la diferencia durante el tiempo que lleva al ejército de «imitadores» competir con él hasta reducir tal diferencia o beneficio a cero. El proceso capitalista consiste precisamente en esta interminable serie de innovaciones y sucesivas rondas de nuevos beneficios que la competencia se encarga de erosionar hasta anularlos. Samuelson acertaría a verter esta visión schumpeteriana en una atinada 72
Véase Joseph A. Schumpeter, The Theory ofEconomic Development, Harvard University Press, Cambridge 1934, pp. 74 y ss. 73 Ibid., pp. 88 y s. 74 J. A. Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, Harper and Row, Nueva York 1950, 3.a ed., p. 132. 75 Ibid., 87.
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metáfora: «Es la innovación lo que arranca a la cuerda del violín su sonido: de no ser por ella, la cuerda dejaría de vibrar y el sonido acabaría muriendo. Pero he aquí que, antes de que esto ocurra, se produce una nueva innovación y la cuerda entra de nuevo en movimiento. Exactamente lo mismo ocurre con la tasa de beneficios en la vida económica»76. Una vez que la competencia ha devuelto la cuerda del violín a su estado estacionario, la economía entra de nuevo en un flujo circular (que es la contrapartida schumpeteriana al equilibrio general walrasiano). Ingresos y costes se igualan en él, acoplándose, «con la fidelidad de una sombra», el «valor de los medios de producción originales… al valor del producto» 77 . La obtención de beneficios queda excluida en la medida en que se prosiga con las actividades de producción ya existentes. Por consiguiente, es la innovación empresarial lo que saca a la economía de este estado, al permitir producir algo ya existente con menos recursos o con recursos más baratos, o algo nuevo y más lucrativo con los mismos recursos. En ningún momento sugiere Schumpeter, ni en lo más mínimo, que los beneficios así obtenidos deban ser considerados como la recompensa que merece el empresario por asumir ciertos riesgos; antes bien, es estrictamente el capitalista quien, según él, soporta de hecho todo el riesgo de la aventura empresarial 78 . Los beneficios empresariales se obtienen así mediante la innovación de nuevas combinaciones de producción, es decir, sacudiendo a 76
P. A. Samuelson, Economics, McGraw-Hill, Nuva York 1970, 8.ª ed. p. 729. 77 Schumpeter, Theory of Economic Development, cit., p. 160. 78 Ibid., pp. 75,137.
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la economía y sacándola del estado de equilibrio. Queda claro, por tanto, que la incertidumbre no pinta absolutamente nada en todo el asunto. Schumpeter no negaría, desde luego, que el empresario queda efectivamente expuesto a la incertidumbre en virtud de la actividad misma que realiza; e indudablemente concedería que es el empresario con éxito quien de hecho tiene una visión más precisa del futuro. Sin embargo, es igualmente indudable que Schumpeter nunca vio el beneficio como aquello que descubre precisamente el empresario, como queda claro por su discusión de las cualidades que requiere el liderazgo (rasgo definitorio, para él, de la función empresarial) 79 . Schumpeter resalta que la dificultad propia de la actividad de liderazgo —y lo que hace de éste un recurso escaso— no es la de descubrir oportunidades de beneficio, sino la de hacerse con él una vez que ha sido percibido. No forma parte de esta actividad, insiste Schumpeter, «“encontrar” o “crear” nuevas posibilidades. Éstas siempre están presentes, y todo tipo de personas se hace continuamente con ellas. En algunos casos, científicos y literatos las conocen y analizan en sus obras; en otros, realmente no hay nada que descubrir sobre ellas, pues son bastante obvias»80. La dificultad del liderazgo en general, y en particular del «liderazgo económico» (esto es, de la función empresarial), consiste en ser capaz de romper con los modos de actuación establecidos o al uso. Lo que se necesita no es tanto una capacidad de visión superior cuanto una voluntad o determinación superior. «En el pecho 79 80
Ibid., p. 84 y ss. Ibid., p. 88.
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de quien decide emprender algo nuevo se dejan sentir, pugnando contra el proyecto en estado embrionario, la fuerza y el peso del hábito. Si verdaderamente se pretende, a pesar del trabajo y las preocupaciones cotidianas, ganar tiempo y perspectiva para concebir y desarrollar la nueva combinación, lo que entonces se requiere es un tipo de determinación o esfuerzo de voluntad realmente nuevo, incluso distinto»81. Es cierto que gran parte del contenido de la noción schumpeteriana de función empresarial, entendida ésta como liderazgo, podría incorporarse fácilmente a una idea de la función empresarial entendida como «capacidad de visión-y-descubrimiento». Resulta lógico pensar que la intensidad de la determinación con que alguien persigue lo que parece una oportunidad de beneficio es una manifestación de la claridad con que tal persona «ve» dicha oportunidad. En consecuencia, el elemento principal del liderazgo económico schumpeteriano no tiene por qué identificarse exclusivamente con la determinación de hacerse con unas posibilidades que todo el mundo percibe; antes bien, puede hacerse equivaler, a todos los efectos, con una capacidad de visión superior que permite ver como realmente rentables lo que para otros no pasan de posibilidades abstractas. Pero el caso es que Schumpeter es bien explícito al insistir en que es la innovación, y no el descubrimiento, lo que identifica al empresario y en lo que esencialmente consiste su contribución al proceso económico. Esto significa que cualquier consideración de justicia económica que sea fiel a la visión schumpeteriana del proceso empresarial no puede 81
Ibid., p. 86.
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considerar el beneficio como una ganancia descubierta (ya que éste siempre habría estado, en principio, a la vista de todos). Lo que inspira la actividad del empresario con éxito no es el ver lo que otros no ven, sino el poseer la voluntad, la determinación y las cualidades de liderazgo necesarias para hacerse con aquello que todos ven pero con lo que nadie se hace. En este esquema, igualmente cabría atribuir los beneficios obtenidos a las cualidades de liderazgo que no hacerlo 82 . Pero el caso es que Schumpeter parece predispuesto a considerar el beneficio generado por tales cualidades de un modo análogo a como la teoría neoclásica atribuye el producto del trabajo al trabajo. Del mismo que no hay ningún elemento de descubrimiento en los salarios neoclásicos, tampoco lo hay en el beneficio empresarial schumpeteriano.
Algunas observaciones sobre el beneficio en Mises Ludwig von Mises es el único economista cuya teoría del beneficio puede inequívocamente describirse como basada en el descubrimiento, y es de hecho la teoría misiana del proceso empresarial la que se encuentra en el corazón mismo de la visión del mercado que preside este libro. Mises presenta su teoría del beneficio de una manera muy simple: «Lo que hace que el beneficio surja es el hecho de que el empresario que juzga los precios futuros de un 82
Ibid., p. 143.
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producto mejor que otros efectivamente compra algunos o todos los factores de producción a unos precios que, vistos desde el punto de vista del futuro estado del mercado, son demasiado bajos. De este modo, los costes totales de producción —incluyendo los intereses pagados por el capital invertido— quedan por debajo de los precios que el empresario obtiene por la venta del producto. Esta diferencia constituye el beneficio empresarial»83. El énfasis recae aquí sobre la superioridad del juicio del empresario que efectivamente obtiene beneficios, por lo que la atención se debe dirigir hacia las circunstancias responsables de los errores que se revelan como oportunidades de beneficio puro: «La fuente última de la que beneficios y pérdidas empresariales se derivan es la incertidumbre sobre las futuras relaciones entre oferta y demanda. Si todos los empresarios pudieran anticipar correctamente el estado futuro del mercado, no habría beneficios ni pérdidas… Un empresario determinado puede obtener beneficios únicamente si anticipa las condiciones futuras de un modo más exacto de lo que lo hacen los demás» 84 . Las oportunidades de obtener un beneficio surgen precisamente de la imperfección de la capacidad humana de previsión: el coste de los factores puede ser menor que el precio que en el futuro se pagará de hecho por el producto. El empresario superior, al disponerse a sacar ventaja de su propia percepción de estas discrepancias, se hace con las oportunidades de beneficio. Dicho brevemente, tal empresario ha 83
L. von Mises, Planning for Freedom and other Essays and Addresses, Libertarian Press, South Holland 1962, 2.a ed., p. 190. 84 L. Mises, Human Action, Yale University Press, New Haven 1949, p. 291.
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descubierto brechas o diferencias de precios generadas por errores del mercado. Aunque la teoría misiana del beneficio puede describirse con todas las de la ley como una teoría basada en el descubrimiento, el hecho es que Mises no resaltó este aspecto de su teoría. Lo que sin duda tiene algo que ver con su tratamiento estrictamente utilitario de las cuestiones de justicia económica. En la mayor parte de su trabajo, Mises nunca se enfrentó a las pretensiones de quienes cuestionaban la justificabilidad moral del beneficio puro, ya que le bastaba con apuntar a las innumerables consecuencias positivas que para el incremento de la riqueza y el bienestar se derivan del proceso del mercado cuando éste está centrado en la actividad empresarial. En las raras ocasiones en que se molestó en examinar esas objeciones pretendidamente éticas, lo que de hecho hizo fue limitarse a descartarlas: «No hay otro criterio para determinar lo que es moralmente bueno y lo que es moralmente malo que considerar los efectos producidos por una determinada actuación desde el punto de vista de su contribución a la cooperación social» 85 . Como es obvio, Mises, operando desde tal perspectiva ética, no se sintió en ningún momento llamado a defender la justicia de los beneficios empresariales acudiendo a ninguna ética del descubrimiento. Sin embargo, es inevitable reconocer que su profunda comprensión del proceso del mercado claramente apunta a la consideración de todas las ganancias obtenidas en tal proceso como ganancias 85
L. von Mises, Planning for Freedom, cit., p. 145; véase también su Human Action, cit., pp. 715 y ss.
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descubiertas. De hecho, Mises es capaz de identificar el rastro dejado por el ejercicio de la función empresarial en todas y cada una de las acciones emprendidas en el mercado. Y, como ya se ha indicado, el beneficio empresarial es, desde la perspectiva misiana, un beneficio descubierto. Mi pretensión en este libro, por tanto, es señalar cómo esta perspectiva transforma (o debería transformar) las discusiones sobre la justicia económica de la distribución capitalista.
Algunas observaciones sobre Rawls Mi objetivo en este capítulo no es hacer un estudio de la literatura relacionada con la justicia económica sino, más bien, rastrear cualquier evidencia de atención prestada a los elementos heurísticos implicados en los ingresos que generan los procesos del mercado. Las secciones precedentes de este capítulo han mostrado cómo la literatura sobre la teoría del beneficio ha sido incapaz de reconocer, con la excepción del caso de Mises, el carácter de descubrimiento del beneficio empresarial puro. Antes de concluir el capítulo procede examinar algunas de las más recientes e importantes contribuciones a la teoría de la justicia económica, en las que también encontraremos evidencia de una clara incapacidad, o falta de voluntad, para reconocer el carácter heurístico de los ingresos generados por el mercado. Al igual que en las secciones anteriores, el énfasis recaerá sobre la
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comprensión económica que expresan las contribuciones objeto de discusión. La teoría de la justicia de John Rawls se elogia como una contribución filosófica de primer orden, y efectivamente constituye un cuerpo doctrinal de carácter magistral. Prescindiendo del mayor o menor mérito de sus conclusiones, es un hecho que Rawls ha conseguido convertir su tema de estudio en un interés prioritario entre los filósofos, economistas y teóricos de la política de nuestro tiempo. Mi propio interés en esta teoría no tiene directamente que ver con sus fundamentos morales, ni tampoco con las conclusiones a las que de hecho llega, sino con la comprensión de las relaciones y procesos económicos que informa sus discusiones. La comprensión que Rawls tiene de los mercados está sólidamente enraizada en la tradición neoclásica de la economía del bienestar: «Bajo ciertas condiciones, los precios formados en libre competencia determinan los bienes que se producirán, además de asignar los recursos de tal manera que no hay modo de mejorar ni la elección de los métodos de producción por parte de las empresas, ni la distribución de los bienes que resulta de las adquisiciones que hacen las economías domésticas… A partir de este punto, la posibilidad de realizar intercambios mutuamente ventajosos desaparece, y tampoco cabe ningún proceso productivo factible que produzca mayor cantidad de un bien deseado sin requerir una reducción en la producción de algún otro»86. Como Rawls manifiestamente reconoce, esta 86
J. Rawls, A Theory of Justice, Harvard University Press, Cambridge 1971, pp. 271 y ss. (trad, española, FCE, México).
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comprensión de los mercados presupone que ya se ha alcanzado el equilibrio general (que es el prerrequisito para lograr precios competitivos en toda la economía, en este uso del término). Además, y lo que es más importante, Rawls acepta sin discusión la doctrina de que «teóricamente, al menos, un régimen socialista puede aprovechar las ventajas [de una economía de mercado]»87. La aceptación de esta doctrina por parte de Rawls ejemplifica perfectamente la comprensión de los ingresos capitalistas que aquí se repudia. Podemos distinguir dos elementos erróneos —o, cuando menos, altamente dudosos— que sostienen la creencia de Rawls en la «compatibilidad de las transacciones y acuerdos del mercado con las instituciones socialistas» 88 . Esta creencia descansa en las ideas equivocadas, primero, de que el proceso del mercado, en las economías capitalistas, no depende en ningún sentido relevante de una actividad empresarial motivada por el beneficio privado; y, segundo, de que es posible trazar una nítida línea divisoria «entre las fundones asignativa y distributiva de los precios». Examinaremos ambas ideas o perspectivas consecutivamente. Que Rawls asuma que la actividad empresarial privada motivada por el beneficio no es esencial en el proceso de mercado capitalista se deduce claramente de su creencia de que el mercado, en principio, podría operar en un sistema socialista (esto es, en un sistema que excluye las empresas motivadas por el beneficio privado) como si éste fuera capitalista. De hecho, 87 88
Ibid., p. 271. Ibid., p. 273.
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sobre esta suposición se funda la opinión (asociada con las contribuciones, que datan de los años treinta, de los economistas Oskar Lange y Abba P. Lemer) de que los planificadores socialistas no tienen más que hacer que limitarse a anunciar los precios y a permitir que los gestores de las empresas socializadas los consideren como «parámetros», lo que supuestamente conduciría a éstos a adoptar las mismas decisiones de producción que tales precios inspirarían a los empresarios capitalistas en un sistema capitalista. Como bien comprendieron tanto Mises como Hayek, la perspectiva Lange-Lemer simplemente supone que la competencia empresarial activa (que innova nuevos precios, nuevos productos o nuevos métodos de producción) no juega ningún papel esencial en el proceso de mercado capitalista. De hecho, la célebre controversia de entreguerras en torno a la posibilidad del cálculo económico socialista giraba, en el fondo, sobre la veracidad o falsedad de tal perspectiva. Como ha quedado claro en estudios recientes, la cuestión cardinal, la que separa la negación de la posibilidad misma del cálculo económico socialista por parte de Mises-Hayek de la afirmación de esta posibilidad por parte de LangeLemer, es el papel que juega la competencia empresarial activa en los mercados capitalistas89. Para Mises y Hayek, la idea de que los mercados capitalistas podrían funcionar sin empresarios ávidos de beneficio no era sino pura ilusión. Como ya habrá quedado claro, soy plenamente partidario de la postura de Mises y Hayek. La implícita aceptación por parte de Rawls de 89
Véase D. Lavoie, Rivalry and Central Planning, Cambridge University Press, Cambridge 1985.
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la perspectiva Lange-Lerner, por tanto, no sólo invalida su creencia de que el socialismo puede incorporar el proceso del mercado, sino que también ilustra mi pretensión de que Rawls fue incapaz de reconocer el aspecto de descubrimiento de los ingresos generados por el mercado. Descartar de antemano la necesidad del descubrimiento empresarial en los procesos del mercado equivale a descartar la incertidumbre y los errores que, precisamente, los procesos del mercado capitalista tienen por función disipar. No es accidental que Rawls discuta en varias ocasiones en su teoría de la justicia la cuestión de la incertidumbre (particularmente, por sus implicaciones en el establecimiento, desde detrás del «velo de ignorancia», de un marco de justicia previo) y no manifieste en ningún momento, sin embargo, que es consciente de la enorme incertidumbre y error que impregnan y caracterizan la actividad económica en el mundo real. La segunda idea que subyace a la creencia de Rawls en la compatibilidad entre la economía de mercado y el sistema socialista es la de que existe una clara distinción entre las funciones asignativa y distributiva de los precios de mercado. Esta idea me recuerda, sin que haya que confundirla con ella, a la vieja suposición de que cabe discutir sobre criterios de distribución alternativos sin tener en cuenta que el tamaño de la tarta finalmente producida y repartida se verá afectado por la elección que se haga. Así, por ejemplo, el exponente más famoso de esta suposición, John Stuart Mill, distinguió expresamente entre las leyes que rigen la producción de la riqueza y la cuestión de su ulterior distribución: «Las leyes y 158
condiciones de la producción de la riqueza tienen características comunes con las leyes físicas… Hay leyes últimas —no establecidas por nosotros, y que no podemos alterar— con las que no cabe sino conformarse90. No ocurre así con las leyes que rigen su distribución, que son cuestión de simple institución humana: una vez que la riqueza está ahí, los hombres, individual o colectivamente, pueden hacer con ella lo que les apetezca. Pueden ponerla a disposición de quien deseen y con las condiciones que les plazcan»91. Para J. S. Mill, obviamente, la discusión sobre la distribución podía llevarse a cabo considerando la tarta como si ésta ya estuviera «ahí»; empleando la terminología de Nozick, como si se tratara de «manácaído-del-cielo». Rawls, para ser honestos, no puede ser acusado de compartir esta postura. Al contrario, comprende perfectamente que el tamaño final de la tarta puede verse notablemente afectado por el criterio de distribución adoptado. Únicamente que cree, con todo, que cabe aislar la función de eficiencia asignativa de los precios del mercado de su función distributiva. Pretendidamente, los precios «de mercado» socialistas han de servir de «indicadores para trazar un programa eficiente de actividades económicas. A 90
Esta cita está tomada de la primera edición, en 1848, de los Principles of Political Economy (la referencia se encuentra en la siguiente nota, p. 200, n.º 1). 91 John Stuart Mill, Principles of Political Economy with some of their Applications to Social Philosophy, Longmans and Green, Londres 1909 (1848), edición de Ashley, pp. 200 y ss. Para Hayek, se trata de «la frase más estúpida jamás pronunciada por un economista famoso» (F. A. Hayek, «The Origins and Effects of our Morals: A Problem for Science», en C. Nishiyama y K. Leube [eds.], The Essence of Hayek, Hoover Institution Press, Stanford 1984, p. 323).
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excepción del caso de las rentas percibidas por el trabajo, sea éste cual fuere, los precios socialistas no se corresponden con rentas percibidas por individuos particulares. Antes bien, la imputación de las rentas que han de percibir los activos naturales y colectivos es algo que corresponde al estado y, por consiguiente, sus precios no cumplen función distributiva alguna»92. Rawls cita al eminente economista socialista británico James Meade como fuente de su opinión de que, «para que los acuerdos del mercado sean compatibles con las instituciones socialistas, es esencial ser capaz de diferenciar entre las funciones asignativa y distributiva de los precios». Esta doctrina de MeadeRawls ejemplifica perfectamente el tipo de ceguera que, en mi opinión, ha caracterizado habitualmente la comprensión del proceso capitalista de distribución de los ingresos. Meade dedicó un libro (bien breve, por cierto) a analizar acuerdos institucionales alternativos que permitieran hacer frente a «problemas que pudieran surgir de posibles conflictos entre los aspectos de eficiencia asignativa y de eficiencia distributiva de los precios y, en particular, del nivel real de los salarios»93. En él, Meade considera sistemas tales como «el estado sindical» y «el estado de bienestar», y otros esquemas alternativos en los que se restringen los derechos de propiedad privada, para pasar a examinar los efectos que estos intentos por alcanzar una mayor igualdad distributiva podrían tener sobre la eficiencia asignativa. Meade es plenamente consciente de que 92
Rawls, op. cit., p. 273. J. E. Meade, Efficiency, Equality and the Ownership of Property, Harvard University Press, Cambridge 1965, p. 23. Véase también Okun, op. cit. 93
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modificar las implicaciones distributivas de los precios de mercado capitalistas puede alterar, e incluso volver ineficiente, la estructura de incentivos. Pero esta advertencia, de hecho, se limita estrictamente a la percepción de los efectos que los incentivos pueden tener sobre decisiones de mercado que, supuestamente, han sido adoptadas con pleno conocimiento de todas las demás decisiones adoptadas en cualquier lugar del mercado. Con otras palabras, Meade supone que la alerta empresarial es tan completa e instantánea como para convertir en innecesario e irrelevante cualquier proceso empresarial. Esta afirmación exige, sin duda, algo más de elaboración. Imaginemos un participante en el mercado al que se ofreciese elegir entre alternativas conocidas (por ejemplo, tomarse el día libre o ganar 10 dólares trabajando) y que efectivamente escogiera una de ellas (pongamos que tomarse el día libre). Una alteración en el atractivo relativo de las alternativas ofrecidas (digamos que un aumento en la paga hasta 20 dólares) puede inducir un cambio en la elección del individuo en cuestión (quien puede ahora decidir trabajar). Se entiende, pues, que el cambio en el atractivo relativo de las alternativas ha generado una estructura diferente de incentivos. Este tipo de incentivo es el requerido para hacerse con una alternativa ya percibida (la oportunidad de trabajar a cambio de cierta paga). Consideremos ahora un mercado cuyos participantes no son plenamente conscientes de todas las alternativas realmente a su alcance. Alguien que trabaja por 10 dólares al día bien puede ignorar que cierto empresario de los alrededores —que 161
recientemente ha ampliado su negocio, y urgentemente necesita nuevos empleados— con mucho gusto estaría dispuesto a pagarle 20 dólares. En este caso, la diferencia entre el salario actual de 10 dólares y el potencial de 20 ofrece un incentivo para la alerta empresarial. Esta diferencia no es la que se requiere para vencer el atractivo de no hacer nada (ya que partíamos de que el trabajador estaba dispuesto a renunciar a un día libre a cambio de tan sólo 10 dólares), pero sí la necesaria para despertar la atención de un empresario (posiblemente, el trabajador mismo) que podría obtener un beneficio (que podríamos considerar como la ganancia a que tiene derecho como descubridor de la diferencia de salarios) reconduciendo sus energías como trabajador hacia el trabajo mejor pagado. Este incentivo del beneficio puro juega un papel clave —el papel clave, a decir verdad— en la capacidad operativa de los mercados, y tan central resulta de hecho para el funcionamiento del mercado capitalista que debería resultar evidente que sus efectos sobre la distribución no pueden realmente separarse de sus efectos sobre la eficiencia (entendiendo aquí por eficiencia la capacidad del mercado para coordinar las decisiones del mercado). Tanto Meade como Rawls ignoran este vínculo inevitable entre los efectos distributivos y los efectos sobre la eficiencia de los precios de mercado. De todo esto concluyo que el planteamiento rawlsiano de la justicia —con independencia de la mayor o menor fortaleza o debilidad de sus fundamentos— es incapaz de hacerse cargo de las posibles implicaciones éticas del carácter heurístico o
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de descubrimiento que comportan los ingresos en un sistema capitalista.
Nozick y el descubrimiento capitalista Dejo para más adelante la discusión sobre las implicaciones que podría tener una ética del descubrimiento para la teoría de la justicia de Robert Nozick94. La presente sección sólo pretende apuntar brevemente cómo las ideas sobre el funcionamiento de la economía que subyacen tanto a su teoría como a sus críticas de teorías alternativas, si bien de ninguna manera incompatibles con un planteamiento heurístico de los ingresos capitalistas, de hecho no le condujeron a advertir la posibilidad de tal compatibilidad. Las breves referencias que hace Nozick a la teoría del beneficio explícitamente revelan su familiaridad con la idea de que el beneficio puro resulta del diferente grado de alerta, entre los distintos empresarios, sobre las oportunidades existentes95. Tal familiaridad debería haberle permitido reconocer que los ingresos capitalistas representan, en realidad, descubrimientos empresariales. Pero no ha sido así, y de hecho se puede argumentar que esto tiene bastante que ver con la circunstancia de que su propia teoría de la justicia le permite percibir, sin cambiar de perspectiva, la posible justicia de tales ingresos sin 94 95
Nozick, Anarchy, State and Utopia, cit., capítulos 7 y 8. Ibid., p. 262, y p. 349 n. 18.
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necesidad de hacer referencia a ningún carácter heurístico que éstos pudieran manifestar (y, por supuesto, siempre cabe que Nozick esté convencido de que cualquier posible carácter heurístico de los ingresos capitalistas es irrelevante, de hecho, para una teoría de justicia). De todos modos, podría pensarse que la comprensión que Nozick tiene del proceso económico debería verse —a pesar de su silencio sobre el asunto— como perfectamente compatible con la perspectiva heurística que se adopta en este libro. Nozick, parece, no puede ser ignorante del aspecto de descubrimiento de los ingresos capitalistas; lo único que ocurre es que no está en condiciones de atribuirle ninguna trascendencia ética. Si bien no necesito negar que tal lectura de las ideas económicas de Nozick pueda ser defendible, debo confesar, empero, que me parece poco convincente. Nozick dedica muchas, muchas páginas a examinar posibles fundamentos para los derechos de propiedad privada, y se ocupa de la noción de justa adquisición tanto a partir de la naturaleza como en el caso de que exista un legítimo propietario anterior. Sin embargo, en ningún momento sugiere, a pesar de tantas oportunidades como tiene de hacerlo, que el descubrimiento pueda ofrecer, siquiera, una mínima base para entablar una discusión ética. Resulta difícil no sacar la conclusión de que Nozick, simplemente, no ha sido capaz de percibir el carácter heurístico de los ingresos capitalistas. Reconocer que el beneficio puro puede resultar de una percepción superior sobre cómo hacerse con unas oportunidades de beneficio aún no explotadas no garantiza, de suyo, que se comprenda el aspecto de descubrimiento asociado a 164
todos los ingresos que se obtienen en un sistema capitalista. Más aún, ni siquiera asegura que se comprendan los aspectos económicos y morales del descubrimiento que hacen de la perspectiva heurística un tipo de perspectiva definitivamente diferente de cualquier otra.
Economía y justicia económica En este capítulo hemos examinado las intuiciones de carácter económico sobre las que se basan las discusiones al uso en torno a la justicia económica del capitalismo, y lo hemos hecho en busca de indicios de la existencia de algún reconocimiento del carácter de descubrimiento de los ingresos capitalistas. Nuestra búsqueda se ha dirigido, en particular, hacia el modo de entender el beneficio empresarial puro. Pues bien, ha quedado bien claro que, a excepción de Mises, ninguno de los autores considerados —economistas o filósofos de la justicia— manifiestan el menor signo de reconocer lo que buscábamos. Es esta falta de reconocimiento lo que sostiene mi argumento de que la literatura sobre la justicia económica manifiesta defectos y lagunas evidentes. Si el proceso económico capitalista, como argumentaré en el siguiente capítulo, descansa realmente sobre la base de continuos descubrimientos y si, como he argumentado en el capítulo anterior, el descubrimiento realmente altera la naturaleza de las actividades económicas y de sus resultados, entonces parece bastante razonable esperar que cualquier 165
valoración de la justicia distributiva del capitalismo sea capaz de apreciar estas circunstancias. El siguiente capítulo desarrolla con algún detalle la comprensión de la economía capitalista hacia la que queremos atraer la atención, y los capítulos restantes sacarán a la luz algunas de sus implicaciones más significativas para la cuestión de la justicia económica.
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CAPÍTULO IV EL MERCADO COMO PROCESO DE DESCUBRIMIENTO La afirmación de que el mercado constituye un proceso de descubrimiento ocupa un lugar central en la tesis que este libro defiende, pues sólo si se parte del reconocimiento de su carácter heurístico cabe empezar a valorar correctamente la justicia de los ingresos generados por el mercado. Este capítulo, por consiguiente, se propone dejar bien claro tal carácter, sin explorar, a diferencia de los que siguen, ninguna de sus implicaciones normativas. Su propósito es persuadir al lector, simplemente, de la validez de mi afirmación de que cada precio pagado en el mercado o cada ingreso percibido forman parte de un complejo sistema de procedimientos de descubrimiento; esto es, de que cada transacción es resultado de descubrimientos simultáneos realizados por todas las 167
partes implicadas. Más aun, sostengo que la estructura final de distribución de ingresos y la producción total de una sociedad capitalista deben ambas ser reconocidas también como resultados descubiertos. Comenzaré con un pequeño ejemplo para ilustrar lo que quiero decir con eso de que una transacción de mercado representa un conjunto de descubrimientos simultáneos por las partes implicadas. Considerar atentamente este ejemplo tan trivial será de ayuda cuando intente, un poco más adelante, argumentar la pretensión más general de este capítulo en relación a todas las transacciones, tomadas tanto separadamente como un todo.
El caso simple de un intercambio entre dos partes Partamos de que Jones tiene 20 manzanas y Smith 10 pomelos. Supongamos que Jones preferiría tener pomelos en vez de manzanas (de hecho, preferiría 7 pomelos a todas sus manzanas) y que Smith preferiría, por el contrario, manzanas en vez de pomelos (de hecho, estaría dispuesto a cambiar todos sus pomelos por 15 manzanas). En este supuesto, está claro que se dan las condiciones requeridas para que exista un intercambio mutuamente ventajoso entre ambos. Smith, sigamos imaginando, ofrece a Jones sus pomelos a cambio de sus 20 manzanas, y Jones acepta la oferta: renuncia a sus 20 manzanas y adquiere en su lugar los 10 pomelos. Tanto Smith como Jones han salido ganando en esta transacción más allá, incluso, de lo que cada cual había estimado que ganaría. 168
A primera vista, no parece que se advierta en esta pequeña historia ningún elemento de descubrimiento, y hasta podría pensarse que Jones ganó con la transacción simplemente porque Smith le ofreció un trato a todas luces atractivo. Ni siquiera parece que Smith, a quien atribuimos la iniciativa en el trato, haya descubierto nada: no hizo más que sacar partido de la situación. De hecho, dada la jerarquía de preferencias postulada, se limitó a entablar una relación de intercambio con Jones con el fin de hacerse con una ganancia que estaba a su alcance. Dadas las dotaciones iniciales, el origen de las ganancias de que ambos disfrutan se encuentra en las respectivas preferencias de partida, que hemos supuesto invertidas respecto a las dotaciones. Dadas éstas, estaba claro que tanto manzanas como pomelos se encontraban inicialmente en las «manos equivocadas». Fueron estas circunstancias iniciales, es decir, la estructura de preferencias y de propiedad, las que hicieron que el intercambio resultara beneficioso para ambas partes. Si alguien preguntara qué es lo que justifica que Jones disfrute de su parte de la ganancia en este intercambio, cabría responderle sin más que Jones era afortunado poseedor de un artículo por el que existía una fuerte demanda (de hecho, el ansioso comprador de sus manzanas gustosamente ofreció sus pomelos a cambio). No parece que haya ninguna necesidad (ni posibilidad tampoco) de argumentar que Jones tiene derecho a su ganancia porque la haya descubierto. Sin embargo, no nos será difícil advertir, si consideramos el asunto más detenidamente, que el factor descubrimiento está en el corazón mismo de esta historia. Pues, si bien partimos postulando que se 169
daban las condiciones para un intercambio mutuamente ventajoso, lo que no hicimos fue postular que tanto Jones como Smith —o a estos efectos, cualquier otro— supieran que tales condiciones efectivamente se cumplían. Supongamos que, en un primer momento, nadie supiera que se cumplían: Jones podría ignorar que Smith tuviera pomelos, que prefiriera tener manzanas a tener pomelos, etcétera. En este caso, está bien claro que no va a tener lugar ningún intercambio entre pomelos y manzanas. Como barcos que se cruzan en la oscuridad, Jones y Smith podrían cruzarse en la calle sin advertir ni en lo más mínimo la situación económica del otro. El simple hecho de que se satisfagan las condiciones para un intercambio mutuamente ventajoso no garantiza en absoluto que éste tenga por qué realizarse. De modo que si, como de hecho ocurre, se acaba realizando, entonces difícilmente cabe atribuir las ganancias obtenidas a la mera existencia de las condiciones que propician el intercambio. Para que llegaran a obtenerse las ventajas que se podrían derivar del mismo, tanto Jones como Smith deberían de algún modo haber descubierto algo que cada uno de ellos ignorara que estaba por descubrir. Adviértase que no pretendo decir que el intercambio que efectivamente se realiza haya requerido algún tipo de investigación deliberada por la que Jones y Smith finalmente concluyeran que el intercambio podría ser provechoso para ambos. Mi pretensión de que ninguno era consciente de que se satisficieran tales condiciones equivale a decir, a fin de cuentas, que ni Jones ni Smith tenían la menor idea de que había algo que ponerse a buscar. Jones se cruza a diario con cientos de personas 170
por la calle, y no parece que vaya a ponerse a considerar si vale la pena interrogar siquiera a una de esas personas, preguntándole si tendría algo interesante que ofrecerle a cambio de sus 20 manzanas. Si el descubrimiento que condujo al intercambio fue resultado de una búsqueda deliberada, entonces tal descubrimiento requiere el descubrimiento previo de que tal búsqueda podría llegar a ser de hecho fructífera y digna del empeño. La transacción finalmente efectuada no podría haberse consumado sin el descubrimiento previo de una información de cuya misma carencia ambos eran ignorantes. Adviértase, además, que el descubrimiento inicial que condujo al intercambio bien podría haber sido realizado por otra persona (por alguien, en cualquier caso, con talento empresarial). Quizás Brown, tras haber advertido las dotaciones iniciales de Smith y Jones, y haber presentido de algún modo sus respectivas preferencias, se decidiera a entablar relaciones con ambos de modo simultáneo, ofreciendo tratos que permitieran mejorar la situación de los tres. Brown podría ofrecer a Smith 15 manzanas a cambio de sus 10 pomelos, y a Jones 7 pomelos a cambio de sus 20 manzanas. En cualquier caso, tanto si el primer paso con carácter empresarial es dado por Brown como por Smith o por Jones, lo que debe quedar claro es que tanto Smith como Jones han tenido que «descubrir algo». Con otras palabras, cada uno de los participantes en la transacción ha debido caer en la cuenta de que había estado operando, hasta ese momento, sobre una concepción equivocada, por cuanto había sido incapaz de reconocer una 171
oportunidad de ganancia que tenía a su alcance. Que la transacción finalmente se consume se debe a que ambos participantes han logrado disipar, de algún modo, las tinieblas de la propia ignorancia inicial; una ignorancia que les impedía, incluso, preguntarse por la factibilidad misma de un trato entre sí. Resulta claro, a la luz de estas consideraciones, que Jones o Smith pensarán —al considerar más tarde la ganancia que se ha derivado de su trato— que ésta debe atribuirse, en último término, al hecho de haber sido finalmente capaces de descubrir el error en que se encontraban. Hasta el punto de que, de no haberlo descubierto, de no haber advertido su error, nunca habrían obtenido la ganancia que obtuvieron. Incluso si fue la oferta de Smith lo que abrió los ojos a Jones, el caso es que éste sólo estuvo en condiciones de comprender la situación en que ambos se encontraban (respecto a un posible intercambio) una vez que prestó atención en serio a tal oferta. Por consiguiente, si bien el descubrimiento de Smith (o quizás de Brown) resultó decisivo para desencadenar el proceso de descubrimiento por parte de Jones, el caso es que fue él mismo quien acabó realizando su «descubrimiento particular», y que fue únicamente este descubrimiento el que finalmente le movió a entrar en el trato. No puede negarse que era el conjunto mismo de condiciones de partida, es decir, la estructura inicial de derechos de propiedad y de jerarquías de preferencias, lo que constituía la oportunidad de obtener unas ganancias que tanto Jones como Smith habían pasado por alto. Pero una oportunidad de beneficio que se esfuma sin ser advertida no 172
constituye una ganancia, del mismo modo que unos simples maderos sin descubrir no equivalen a una escalera. Jones estaba realmente haciendo un descubrimiento al advertir aquellos maderos en el fondo de su agujero, un descubrimiento al que debe atribuir el haber dispuesto de los medios necesarios para construir la escalera. A decir verdad, la previa existencia física de los maderos en espera de ser descubiertos constituía la condición necesaria para que el descubrimiento pudiera tener lugar. Pero la diferencia crítica acontece, cronológicamente hablando, con el descubrimiento. De modo similar, la ganancia que Jones obtuviera debería atribuirse, en términos cronológicos al menos, al descubrimiento que diera pie al intercambio. Con frecuencia damos por supuesta la existencia de cierto conocimiento. Cuando se verifican las condiciones objetivas para que exista una oportunidad de beneficio tendemos a suponer —sin pensarlo mucho— que todas las partes implicadas son conscientes de la existencia de estas condiciones, por lo que resulta fácil sacar la conclusión de que la ganancia que resulta de aprovechar una oportunidad es atribuible simple y llanamente a la mera existencia de éstas. Sin embargo, ya hemos visto cómo en absoluto tiene por qué ser éste el caso y cómo, con frecuencia, muchas oportunidades de beneficio pasan de largo sin haber sido advertidas (y, por consiguiente, sin generar una ganancia). Pero si son advertidas, entonces la ganancia así obtenida debe considerarse, sin dudarlo, como una ganancia descubierta, sean cuales fueren las implicaciones éticas deducibles de una descripción tal —heurística— del suceso. 173
Es cierto que algunos descubrimientos pueden parecer poco excitantes. Que Smith descubriera que Jones tenía manzanas, podría pensarse, era algo que tenía que ocurrir antes o después. Una vez que Smith agitara los pomelos ante los ojos fascinados de Jones y le convenciera de que su oferta iba en serio, parece difícilmente imaginable que Jones no se diera cuenta del error en que anteriormente se encontraba. Reconozcámoslo: el «descubrimiento» de Jones, e incluso el de Smith, quizás no lo parezcan tanto (lo que también impone sin duda ciertos matices a sus implicaciones éticas). Mi posición, sin embargo, creo que ha quedado suficientemente clara: la transición de un estado en que aún no se ha advertido la oportunidad de realizar un intercambio mutuamente ventajoso a otro en el que éste ya se ha consumado sólo puede ser resultado de ciertos descubrimientos. Lo que un ejemplo tan trivial como el expuesto pretende es hacer intuir que las ganancias resultantes de una transacción no tienen necesariamente por qué ser estrictamente explicables (explicables en el sentido de explicación positiva o de justificación moral) en términos de realidades económicas objetivas por las que tal transacción sea en sí misma ventajosa. Más bien parece necesario admitir, en la secuencia de sucesos que conducen a advertir la ganancia, un momento en el que se producen ciertos descubrimientos de carácter crucial. Al analizar el proceso del mercado debemos preguntamos, por consiguiente, si hubiera sido posible realizar tales descubrimientos en el curso del proceso y como parte integrante del mismo. Lo que sostengo, de hecho, es que el proceso del mercado consiste en una serie de 174
descubrimientos, por lo que las ganancias obtenidas con las transacciones que constituyen las etapas del proceso constituyen ganancias descubiertas. Ilustrar esta tesis resultará útil, y lo haremos considerando atentamente el mercado más simple que cabe imaginar, a saber, el de una única mercancía bajo condiciones de competencia.
La oferta y la demanda Consideremos un mercado, pongamos que de pescado fresco, que opera bajo condiciones de competencia y en el que a diario concurren multitud de vendedores y compradores. Cuando se supone que los precios van a ser altos entra más pescado en el mercado, y al contrario si se prevé que bajarán. Por lo que se refiere a la demanda, los precios bajos la aumentan y los altos la contraen. Es la situación que recoge el clásico diagrama en que se cortan las curvas de oferta y demanda (figura 1).
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FIGURA 1
Puesto que la cantidad ofrecida es directamente proporcional al precio, la curva de oferta es ascendente; por razones simétricamente contrarias, la de demanda es descendente. La posición de equilibrio E la marca el punto de intersección de ambas. Al precio de equilibrio pe todos los que quieren comprar pescado pueden hacerlo en las cantidades que desean, y los que venden encuentran compradores para todo el pescado que ofrecen. El análisis económico al uso procede a mostrar cómo, dadas las condiciones de oferta y demanda señaladas, el mercado rápidamente gravitará hacia el 176
precio y la cantidad de equilibrio. La historia que se cuenta en los cursos de economía elemental y en los manuales sigue como se relata a continuación. Si se supone que el precio en el mercado es inicialmente superior que pe, por ejemplo, ph, un precio al que la cantidad ofrecida excede a la demandada, los vendedores, al advertir que pueden quedarse con pescado sin vender, recortan sus precios en competencia con los otros posibles vendedores, acercándose así al nivel de equilibrio. Si, por el contrario, suponemos ahora que el precio está por debajo del de equilibrio y la cantidad demandada excede a la ofrecida, los compradores, a quienes resulta imposible hacerse con todo el pescado que desean, comienzan a competir entre sí, forzando los precios al alza y hacia el equilibrio. El resultado es que, tanto si los precios están por debajo como por encima del de equilibrio, la competencia tenderá a forzar su corrección hacia el mismo. Un relato como éste, al que subyace la idea de que existe un mercado tendente al equilibrio, es perfectamente admisible en sus líneas generales. Lo que deseo subrayar es que cada transacción realizada en tal mercado realmente expresaría descubrimientos tanto por parte de los compradores como de los vendedores. En línea con nuestra argumentación, y a menos que quisiéramos suponer unas condiciones iniciales de omnisciencia en ambas partes (en cuyo caso el equilibrio se alcanzaría instantáneamente), el proceso hacia el equilibrio de precios y cantidades no podría sino describirse como un proceso de aprendizaje por descubrimiento.
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Consideremos por un momento qué significa realmente la suposición de que los precios están por encima del de equilibrio. Ante todo, tal suposición implicaría que tanto compradores como vendedores estarían cometiendo errores que, literalmente, les están costando caro: quienes compran a un precio superior al de equilibrio lo hacen porque erróneamente creen que habrá suficientes compradores dispuestos a ello y, por lo tanto, los vendedores no se verán forzados a recortar sus precios; por su parte, los vendedores que se quedan con pescado sin vender a causa de lo elevado del precio lo siguen manteniendo con el convencimiento equivocado de que encontrarán compradores a tal precio. Tanto compradores como vendedores, por tanto, han sobrestimado erróneamente la propensión de los compradores a pagar un precio superior. Como resultado de esta serie de errores por ambas partes, quienes compraron lo hicieron a un precio «demasiado alto», a la vista del nivel real de demanda; peor aún, muchos compradores potenciales dejaron de comprar a causa del precio tan elevado que los vendedores equivocadamente insistían en solicitar. Si éstos hubieran advertido que a ese precio se acabarían quedando con pescado sin vender, sin duda que habrían preferido vender a un precio inferior, con lo que además habrían atraído compradores adicionales: aquellos a los que no les gustaba tanto el pescado como para estar dispuestos a pagar un precio superior, por encima del de equilibrio. Con otras palabras, un precio por encima del de equilibrio significa que el pescado se queda sin vender incluso si se dan las condiciones, por lo que toca a tal pescado, para que se 178
realice un trato que beneficie tanto a los vendedores como a los potenciales compradores. Lo que ocurre cuando los vendedores bajan sus precios al advertir que se están quedando con pescado sin vender es que han descubierto el error en que antes se encontraban. La mano invisible del mercado no ha forzado los precios a la baja de un modo misterioso, sino haciendo que los vendedores caigan en la cuenta de que su idea anterior de las condiciones del mercado había sido excesivamente optimista. Esto, y no otra cosa, es lo que finalmente les conduce a bajar deliberadamente los precios. Descubrimientos similares tienen lugar cuando los precios están originalmente por debajo del de equilibrio, dando lugar a una demanda insatisfecha. En este caso son los compradores quienes caen en la cuenta de su excesivo optimismo previo, al comprobar que les es imposible obtener pescado al precio al que estaban dispuestos a pagarlo, advirtiendo, al mismo tiempo, que no hay otro modo de poder comprarlo que atraer a compradores y vendedores que inicialmente no habían entablado relaciones. Los compradores, en efecto, no habían pensado en pagar un precio superior, ya que suponían que dispondrían de suficiente pescado al precio inferior que ya estaban pagando. Los vendedores potenciales, por su parte, no se habían preocupado de anunciar su deseo de vender a un precio superior, ya que también imaginaban que habría suficientes vendedores que se satisfarían con vender cuanto los compradores desearan adquirir al precio inferior. Por consiguiente, el proceso por el que la ley de la oferta y la demanda empuja el precio del mercado 179
hacia el equilibrio es realmente un proceso de descubrimiento espontáneo. En cada momento, el precio del pescado expresa lo que compradores y vendedores han aprendido hasta entonces. Con todo, es muy posible que los descubrimientos realizados no sean suficientes y que los vendedores aún tengan que seguir bajando sus precios. La cuestión, sin embargo, es que los compradores que se han incorporado al mercado como resultado de la reducción de precios inducida pueden disfrutar de su compra (al igual que los vendedores de sus retribuciones) sólo porque la experiencia del mercado ha permitido ciertos descubrimientos. Si aun así quedara pescado sin vender, sería porque aún cabrían ulteriores descubrimientos. Lo que he descrito como descubrimiento generado por las fuerzas del mercado satisface la definición (recogida en el capítulo segundo) de la idea de descubrimiento, en cuanto algo diferente de un conocimiento deliberadamente adquirido. La ignorancia que impedía a los vendedores disminuir los precios era una ignorancia de la que éstos no eran conscientes, pues si pedían un precio superior al de equilibrio era simplemente porque estaban firmemente convencidos de que a ese precio acudirían compradores suficientes como para no verse obligados a aceptar uno inferior. Nadie esperaba las lecciones impartidas por el mercado, que fueron enseñadas frustrando inesperadamente las expectativas de vendedores (quienes confiaban poder vender a un precio superior) o de compradores (quienes esperaban poder hacerlo a uno inferior). Una
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vez aprendida la lección, resulta sin duda difícil ignorar los mensajes que envía el mercado. Antes de concluir nuestra argumentación sobre las fuerzas de la oferta y la demanda en un mercado con una sola mercancía parece útil completar este relato de manual, ya que la historia que hemos estado interpretando en términos heurísticos no es del todo satisfactoria. Se recordará que, según este relato, el precio inicial excesivamente elevado o por encima del de equilibrio tendía a la baja por efecto del exceso de oferta que él mismo generara. Pues bien, en este relato podría dar la impresión de que todo el pescado acabaría siendo vendido, en cualquier momento a lo largo del día, a un mismo precio: los vendedores todos, como si actuaran concertados, bajarían sus precios al unísono una vez que advirtieran que se estaban quedando con pescado sin vender. Un relato como éste resulta perturbador, incluso admitiendo que ciertas simplificaciones son inevitables en pro de la efectividad didáctica. Suponer que todo el mundo solicita y percibe en un instante determinado el mismo precio equivale bien a excluir la posibilidad misma de precios en competencia, bien a suponer que la competencia alcanza sus resultados instantáneamente. Si queremos entender el proceso competitivo que resulta de las fuerzas de oferta y demanda no queda más remedio que ampliar el relato del manual y reconocer que distintos compradores y vendedores pueden estar pagando y percibiendo precios diferentes. Hacerlo nos permitirá advertir una nueva dimensión según la cual se realizan descubrimientos en el curso del proceso de mercado.
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Si admitimos que compradores y vendedores pueden estar, en un momento inicial cualquiera, ofreciendo, solicitando y aceptando precios diferentes por un pescado de idéntica calidad, estamos entonces reconociendo que existe toda una amplia gama de nuevas situaciones en las que puede darse ignorancia en el mercado. No sólo cabe que compradores y vendedores sobrestimen el interés de los compradores por comprar (conduciendo a contratar a precios «erróneamente» elevados) o de los vendedores por vender (conduciendo a contratar a precios «erróneamente» bajos), sino que, además, algunos compradores pueden estar aceptando contratar con algunos vendedores a precios superiores a los que otros vendedores están solicitando y, del mismo modo, algunos vendedores pueden estar conformándose con percibir de unos compradores precios inferiores a los que otros están pagando. El comprador que paga un precio superior al necesario, es decir, superior al que algunos vendedores solicitan, lo hace a todas luces en razón de una ignorancia de la que no es consciente. Si estuviera al tanto de la existencia de precios más bajos o de la posibilidad de obtener información acerca de unos posibles precios más bajos sin duda que no pagaría sin más el precio superior. Y lo mismo puede decirse de los vendedores que aceptan percibir precios inferiores que los que otros compradores están de hecho pagando. Estas formas de ignorancia inconsciente por parte de compradores y vendedores existen en cualquier mercado en el que se contraten idénticas mercancías a precios diferentes. Ahora bien, el mercado no hace notar automáticamente esta forma de ignorancia frustrando 182
de modo repentino las expectativas de compradores o de vendedores, como hacía cuando los precios —por demasiado altos o bajos— dejaban a los vendedores con pescado sin vender o a los compradores sin poder comprarlo. No hay nada que asegure que los compradores que pagan precios superiores no vayan a continuar haciéndolo indefinidamente, aunque otros estén pagando precios inferiores. Nada garantiza que el primer grupo de compradores acabe advirtiendo la existencia del segundo grupo de vendedores, o que estos últimos, que siguen vendiendo a precios inferiores, adviertan que existe un grupo de compradores que pagan precios superiores. No obstante, cabe anticipar casi con toda seguridad que los precios tenderán a converger y que compradores y vendedores acabarán saliendo de su error. El caso es que, mientras sigan dándose diferencias de precios en diferentes lugares del mercado, se estarán pasando por alto oportunidades clarísimas de obtener beneficios empresariales. Los compradores que valoran en mucho el pescado (y han pagado de hecho precios elevados por hacerse con él) podrían haberlo obtenido por menos; algunos vendedores que estarían dispuestos a vender el pescado incluso a un precio inferior (y que de hecho no están solicitando precios elevados) podrían obtener más por el mismo pescado; y terceras partes, que ni venden pescado ni desean comprarlo, podrían no obstante obtener un beneficio empresarial neto comprando a quienes venden a precios inferiores al de equilibrio y vendiendo a quienes compran a precios superiores. Una oportunidad de beneficio como ésta difícilmente pasa inadvertida y, una vez advertida, 183
conduce hacia la convergencia de precios, reflejando así los descubrimientos que se han realizado en el mercado. Estos descubrimientos, que constituyen un elemento esencial del proceso del mercado, junto con los descubrimientos anteriormente mencionados (aquéllos que inopinadamente frustran las expectativas excesivamente optimistas de compradores y vendedores) conducen al mercado que estudiamos hacia un precio único de equilibrio, precio al que no se producen excedentes ni escasez. Cada etapa del proceso del mercado consiste así en una continua revisión de las opiniones de sus potenciales participantes acerca de la situación del mercado. Estas revisiones pueden ser resultado, como hemos visto, de una abrupta toma de conciencia de haber sido hasta entonces demasiado optimistas, o bien de haber estado pasando por alto ciertas oportunidades de beneficio realmente atractivas que estaban al alcance de la mano. Estos descubrimientos, y no otra cosa, es lo que expresan las cambiantes series de ofertas y demandas que se registran en los mercados. Durante el curso del proceso de mercado, cada cantidad de pescado vendida representa un pescado descubierto para los compradores y, cada venta, un ingreso igualmente descubierto para los vendedores. Para un comprador que consigue pescado, éste ha sido descubierto en el sentido de que se le ha mostrado como asequible a un precio particularmente atractivo. De hecho, la posesión inicial del dinero pagado por el pescado no era de suyo suficiente para asegurar su adquisición: sólo un descubrimiento hizo esta compraventa posible.
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Para el vendedor que consigue colocar su pescado, el ingreso resultante ha sido igualmente descubierto, en el sentido de que no bastaba la posesión inicial del pescado para asegurarlo: fue necesario que el vendedor descubriera, además, que existían compradores dispuestos a pagar tal cantidad de dinero por tal cantidad de pescado.
El mercado de muchos mercados Hemos tomado nota del elemento de descubrimiento que interviene en una transacción aislada, así como de la función del mismo en un proceso de mercado confinado a un único mercado. Queda aún por reconocer y examinar el carácter heurístico presente en una economía con muchos mercados. La actividad de intercambio, en una economía con muchos mercados, no se confina a la compraventa de una única mercancía, sino de muchas. El proceso equilibrador del mercado toma entonces la forma, no de muchos precios convergiendo hacia uno solo y hacia el nivel de liquidación, sino de movimientos análogos simultáneos en los precios de muchas mercancías. Me parece que habrá quedado ya suficientemente claro que cada uno de estos movimientos expresa descubrimientos por parte de potenciales compradores y vendedores, realizados, en este complejo contexto, según múltiples dimensiones susceptibles de consideración para cada mercancía. Por vía de ejemplo, un comprador distribuye su renta entre diversas mercancías, atendiendo a diferentes 185
precios y calidades. Al decidir tales asignaciones opera sobre su percepción de la disponibilidad de ciertas mercancías y de los precios que deberá satisfacer para asegurarse su adquisición. Es muy probable, con todo, que tal percepción sea parcialmente incorrecta. De hecho, el curso del proceso del mercado consiste precisamente en la revisión de percepciones como ésta. Una determinada suma de dinero o una determinada capacidad adquisitiva inicial en absoluto garantizan que vaya a poderse conseguir la cesta de mercancías óptima que tal suma podría idealmente comprar. El comprador potencial debe descubrir, además, el espectro real de precios que debe pagar y las mercancías efectivamente susceptibles de adquisición. A medida que se van produciendo descubrimientos por lo que toca a mercancías hasta entonces inadvertidas y a insospechadas oportunidades de precios, las asignaciones y pujas van siendo modificadas. El proceso de mercado consiste precisamente en esta sucesión de conjuntos de transacciones, siempre cambiantes, que emergen como resultado de la interacción de tales pujas. En cada momento, las mercancías adquiridas por los compradores y los ingresos percibidos por los vendedores representan los descubrimientos respectivamente realizados hasta entonces por unos y otros. También expresan, por supuesto, los errores que ambos siguen cometiendo, y que otros habrían cometido de haberse incorporado al mercado si hubieran sido conscientes de las posibilidades reales del mismo. Los descubrimientos empresariales podrán seguir realizándose en la medida en que existan, sin aprovechar oportunidades 186
de realizar un intercambio mutuamente ventajoso entre un par cualquiera de participantes en el mercado y con respecto a un par cualquiera de mercancías de las que sean propietarios. En un mercado con múltiples mercancías, el descubrimiento de una oportunidad tal probablemente producirá una cascada de nuevos cambios en las decisiones de compra y venta, así como nuevas oportunidades de intercambios mutuamente ventajosos. Como decimos, el proceso de mercado consiste precisamente en la sucesión de descubrimientos así inducidos. Un proceso que sólo se detendría, en ausencia de cambios exógenos, en un imaginario estado final en el que los participantes en el mercado alcanzaran una completa y perfecta toma de conciencia mutua. Es decir, cuando todas las oportunidades de realizar intercambios mutuamente ventajosos hubieran sido ya aprovechadas y no quedara en consecuencia lugar para ulteriores descubrimientos empresariales. Aunque mi relato del proceso heurístico en este mercado no ha prestado atención explícita a las decisiones de producción, resulta evidente que la función de producción reviste dimensiones heurísticas adicionales. No sólo por ampliar el ámbito de descubrimiento a nuevos productos o a nuevos métodos de producción, sino también porque los productores pueden descubrir, además, que caben nuevas fuentes de provisión para unos factores de producción dados, o que caben acuerdos más favorables con proveedores con los que ya se trabajaba. Todos estos descubrimientos modifican de continuo tanto los precios de los productos como los de los factores, y cada una de estas series de modificaciones 187
forma parte del proceso heurístico o de descubrimiento del mercado. La suspensión de este complejo proceso sólo es concebible en el caso absolutamente imaginario de que el modelo y estructura de cada proceso de producción fueran tales que no cupieran cambios en éste que pudieran conducir, por una mejora en el empleo de los factores o en la venta de los productos, a una nueva posición preferible en términos paretianos. (Vulgarizando, ésta sería aquella en la que, por comparación con una posición inicial dada, la mejora en la situación de unos participantes no empeoraría la de ningún otro). En ausencia de una posición tal, la experiencia de cada día de mercado representa la puesta en práctica de los descubrimientos realizados. En concreto, la disponibilidad de cada producto a los precios que prevalecen en el mercado es resultado de complejos descubrimientos mutuos que han realizado empresarios, propietarios de factores de producción y consumidores. De modo similar, el ingreso percibido por cada proveedor es resultado de complejas series de descubrimientos mutuos de la misma índole. En particular, el beneficio neto que obtienen aquellos empresarios que han estado alerta durante el proceso del mercado (advirtiendo, por ejemplo, que cabía adquirir los factores de producción a un precio inferior a los respectivos ingresos marginales con ellos generables) es consecuencia indiscutible de los descubrimientos realizados al haber advertido que existían discrepancias y, consecuentemente, oportunidades de beneficio en el mercado.
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La competencia como proceso de descubrimiento Fue Friedrich A. Hayek el primero en explicitar la intuición de que la competencia dinámica es la fuerza impulsora del proceso del mercado y en reconocer, además, que este proceso toma la forma de continuo descubrimiento de una información que, simple y llanamente, no estaba en un primer momento en manos de nadie96. Una vez que se está al tanto de la decisiva aportación de Hayek no resulta difícil captar el modo en que cada etapa del proceso de mercado es expresión de la competencia dinámica (que cada una de estas etapas consiste, a su vez, en un descubrimiento realizado en el mercado, es algo que ya habíamos visto). Nada se opone, por consiguiente, a que admitamos con prontitud la mencionada tesis hayekiana de que el proceso competitivo del mercado de continuo genera un flujo de información que, de no ser de este modo, no estaría disponible de ningún otro. Esta noción de competencia dinámica contrasta marcadamente con el concepto estático de competencia que suele encontrarse en los manuales de economía. En éstos, la idea de competencia hace referencia a un estado de cosas en el que el número de participantes (compradores y vendedores) es tan elevado, y el conocimiento de las posibilidades que ofrece el mercado tan generalizado, que es inconcebible que un participante consiga realizar un trato cuyas condiciones no sean simultáneamente 96
F. A. Hayek, «The meaning of competition», en Individualism and Economic Order, University of Chicago Press, Chicago 1948; «Competition as a discovery procedure», en New Studies in Philosophy, Politics, Economics and History of Ideas, University of Chicago Press, Chicago 1978.
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igualadas por otros innumerables participantes. Dado que el equilibrio es un estado incompatible con la percepción de oportunidades de realizar nuevos intercambios mutuamente ventajosos, se admite hoy ampliamente que una noción de competencia como la descrita, esto es, estática, no tiene sentido en un mercado que no haya alcanzado ya de algún modo el equilibrio, al igual que la imposibilidad de que ésta conduzca a descubrimientos genuinos. Por consiguiente, la noción estática de competencia caracteriza un estado de cosas en el que el proceso heurístico del mercado es inconcebible. Por contraste, la noción dinámica de competencia en la que insiste Hayek remite a un estado de cosas en absoluto resuelto y, por eso mismo, al potencial heurístico que encierra el proceso del mercado. En el curso de este proceso, los estadios previos se revelan expresión de decisiones erróneas y los posteriores, de fructíferas intuiciones, adoptando la competencia diversas modalidades. Por ejemplo, de nuevo producto que se introduce en el mercado (lo que equivale a descubrir que es posible y rentable producir un artículo hasta entonces explícita o implícitamente rechazado) o de nuevas técnicas en los procesos de producción (descubriendo así la viabilidad técnica o económica de técnicas cuya disponibilidad no se valoraba hasta ese momento). Lo que se requiere para el proceso dinámico del descubrimiento competitivo, entonces, no es la presencia de un número elevado de compradores y vendedores, sino permitir completa libertad de entrada a posibles compradores y vendedores, ya se trate de productores, propietarios de factores o consumidores. 190
La libertad de entrada constituye tanto una sana amenaza a quienes ya se encuentran en el mercado, forzándoles a continuar alerta, como un efectivo cumplimiento de la amenaza misma. Los productores que han sido agraciados con el favor del público se hallan bajo la presión de servirlo con más eficacia, detectando la disponibilidad de oportunidades, hasta entonces inadvertidas, que tendrán que introducir si quieren contrarrestar el empuje de los recién llegados; éstos, a su vez, entran precisamente porque han logrado explotar oportunidades así. La libertad de entrada a recién llegados destruye así cualquier situación de privilegio de que pudieran disfrutar quienes ya se encuentran en el mercado, impidiéndoles dormirse en los laureles o relajar su alerta empresarial. Y es esta misma presión dinámica de la competencia la que genera la incesante serie de descubrimientos… lo que Schumpeter llamaba la «incesante tormenta de destrucción creativa»97… que constituye el proceso del mercado. Lo que productores, propietarios de factores y consumidores decidan hacer en cada momento, por consiguiente, será decidido bajo esta particular presión de la competencia que lleva a descubrir, advertir o estar alerta ante cursos de acción alternativos hasta entonces inadvertidos. Del mismo modo, lo que decidan producir, los ingresos y beneficios que obtengan, y los bienes de consumo que proporcionen, son todos, en mayor o menor grado, resultado de descubrimientos alentados por la presión de la competencia. Ahondaremos a continuación en estas 97
J. A. Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democraty, 3.a ed., Harper and Row, Nueva York 1950, p. 87.
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intuiciones, tomando buena nota del carácter empresarial de la competencia dinámica que la libertad de entrada hace posible.
Competencia y empresarialidad No hay más remedio, si se quiere profundizar en la comprensión del carácter heurístico de cada etapa del proceso económico en mercados competitivos y dinámicos, que reconocer la naturaleza de la función empresarial y su decisiva importancia para esta misma competencia 98 . De hecho, la diferencia entre la adopción de una decisión empresarial y el modelo económico de adopción de decisiones no empresariales es aguda y profunda. En el análisis que los manuales de economía hacen de las decisiones no empresariales se presume en el agente decisor una nítida percepción de los objetivos alternativos que pretende y de su utilidad marginal relativa, así como de los medios y recursos de que dispone para alcanzarlos. Su «decisión» se reduce, en este modelo, al mero cálculo matemático por el que se determina la maximización de su utilidad al asignar los recursos de que dispone entre los objetivos que se propone. Si bien esta concepción formal de la adopción de decisiones en un contexto no empresarial no necesita presuponer omnisciencia alguna por parte del decisor (puesto que su decisión bien puede consistir en la 98
En mi Competition and Entrepreneurship, Chicago University Press, Chicago 1973, pp. 2, 3, amplío ideas tratadas en esta sección.
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determinación de procurarse más información), sí que presupone un marco sin sorpresas. Hasta tal punto se presupone en la adopción no empresarial de decisiones que la percepción de los objetivos alcanzables con los medios de que se dispone ha de ser la correcta que, por muy esquemáticamente que uno se represente el contexto de decisión, cualquier información adicional obtenida gracias a una búsqueda deliberada puede completar la representación de tal contexto, pero jamás demostrar que la percepción original fuera errónea. Por contraste con el modelo de decisión no empresarial expuesto, las decisiones empresariales se revelan como esencialmente especulativas. Por cuanto su adopción tiene lugar en un mundo incierto en el que toda acción deliberada está inevitablemente sujeta a sorpresas (y no siempre agradables), la decisión empresarial comprende, sobre todo, la identificación mental de los contextos presente y futuro dentro de los cuales se emprenden tales acciones. Por consiguiente, la actividad empresarial no representa tanto la persecución del óptimo curso de acción que determinan unas condiciones y objetivos dados, cuanto la persecución de unos objetivos que la decisión empresarial misma revela como rentables y susceptibles de lograrse. En la terminología que hemos adoptado, la actividad empresarial expresa el auténtico descubrimiento. En el contexto de Crusoe, la adopción empresarial de decisiones supone llevar a la práctica el convencimiento de que existe un nuevo objetivo u oportunidad (empresarialmente descubierta) que se presenta, a la vez, como deseable y factible. En el 193
contexto del mercado, la decisión empresarial adopta la forma de percibir discrepancias en la estructura de precios del mercado; esto es, el empresario cree que puede comprar un producto a un precio menor que aquél al que conseguirá venderlo. En concreto, piensa que podrá adquirir factores a un coste total menor que el ingreso que obtendrá iniciando un proceso productivo y vendiendo lo producido. En estas situaciones, la oportunidad empresarialmente percibida y perseguida ha sido descubierta o, en cierto sentido, creada. Hasta entonces, estas oportunidades de «arbitraje» no habían sido advertidas ni por el empresario ni por terceros (pues, de haberlo sido, ya habrían sido explotadas y eliminadas), siendo esto lo que permite afirmar que la acción empresarial misma por la que se aprovechan tales oportunidades de beneficio puro constituye el descubrimiento de las mismas. Una de las pretensiones más importantes de este libro es, precisamente, la de sostener que todas y cada una de las acciones de mercado emprendidas en un mundo incierto como el nuestro contienen un inerradicable elemento especulativo o empresarial. Para nuestros propósitos actuales quizás baste con resaltar que el proceso de mercado dinámicamente competitivo que estamos discutiendo depende funcionalmente de series incesantes de descubrimientos empresariales como los referidos. Ludwig von Mises lo expresaba así: El impuso motor del proceso del mercado procede… de los empresarios que se dedican a la promoción y a la especulación. Gente atenta a beneficiarse aprovechando brechas o diferencias 194
de precios, ágiles de mente y con una visión de mayor alcance que la ordinaria, husmean a su alrededor en busca de fuentes que puedan reportarles beneficios. Compran allí donde piensan que los precios son bajos, y venden donde estiman que son altos… La especulación en pos del lucro constituye la fuerza motriz del mercado no menos que de la producción99. Para Mises, el curso del mercado empresarialmente dirigido resulta particularmente apto para la realización de descubrimientos sociales: Es el empresario quien impide la persistencia de un estado productivo incapaz de satisfacer las necesidades más urgentes de los consumidores a los mejores precios… No es la mentalidad de los promotores, especuladores y empresarios lo que les hace diferentes de los demás, sino su poder y energía mentales superiores. Son líderes en el camino que conduce al progreso material, los primeros en comprender la diferencia que existe entre lo que se ha hecho y lo que se podría hacer. Adivinan lo que los consumidores quisieran tener y se toman en serio el intento de proporcionárselo100. La competencia entre los empresarios no es, a fin de cuentas, sino una competencia entre las diversas 99
L. von Mises, Human Action, Yale University Press, New Haven 1949, pp. 325 y ss. 100
Ibid., p. 333.
Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, ed. E. Cannan, Modern Library, Nueva York 1937, p. 432. Véase también E. Ullman-Margalit, «Invisible-hand explanations», Synthese 39/2 (octubre 1987), pp. 263-91.
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posibilidades que los hombres tienen de escapar al malestar mediante la adquisición de bienes de consumo… La competencia empresarial refleja en el mundo externo el conflicto que la inexorable escasez de factores productivos produce en el interior de cada uno… El proceso de determinación de precios es un proceso social, que se consuma en la interacción de todos los miembros de la sociedad. Compitiendo en cooperación y cooperando en competencia, cumplen todos una función instrumental respecto del resultado, a saber, la estructura de precios del mercado, la asignación de los factores de producción entre las diversas líneas de satisfacción de necesidades, y la determinación de la participación en ellas de cada individuo101. La rotunda afirmación que hace Mises del carácter empresarial del proceso de mercado destaca el papel de los empresarios profesionales. Se trata, sin embargo, de una simplificación deliberadamente introducida para facilitar la exposición. En realidad, como implican las afirmaciones concluyentes de estas citas, los fenómenos del mercado reflejan actividades competitivas —y consecuentemente empresariales— por parte de todos los participantes en el mercado. El mismo Mises lo deja bien claro: «Toda acción supone siempre especulación… En cualquier economía real no hay actor que no sea siempre un empresario y un especulador» 102 . Mi insistencia, en este libro, en el elemento heurístico inherente en todas y cada una de las transacciones de mercado se basa en esta misma intuición, es decir, en que existe un elemento 101 102
Ibid., p. 335. Ibid., p. 253.
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empresarial en toda decisión de mercado que se adopte en el mundo real. Debería saltar ya a la vista la congruencia que existe entre el ejercicio de la empresarialidad creativa, por un lado, y la fuerza dinámica de la libertad de entrada competitiva, por otro. En mi discusión sobre la libertad de entrada destaqué que la combinación entre la amenaza de entrada y su efectiva realización generan un flujo incesante de descubrimientos en el mercado. Ahora resulta fácil advertir cómo cada uno de tales descubrimientos posee carácter empresarial. Si existe libertad de entrada, completa libertad para aprovechar las oportunidades de beneficio que se perciban, los empresarios potenciales gozarán de los alicientes precisos para detectar discrepancias de precios de las que beneficiarse. Aprovechar tales oportunidades significa, principalmente, actuar en orden a introducir nuevas posibilidades de producción donde los ingresos esperados excedan a los costes de factores. Incluso allí donde las oportunidades consistan en el descubrimiento de modos más lucrativos de comprar factores y/o vender productos para líneas de producción ya dadas, estos mismos descubrimientos son también, por cuanto implican ir más allá del modo habitual de hacer las cosas, claramente empresariales. De modo semejante, sólo cabe esperar descubrimientos empresariales en aquellas áreas cuya entrada no esté bloqueada (por barreras institucionales o, más frecuentemente, por exclusión del acceso a unos recursos monopolizados). El bloqueo no sólo impide la innovación empresarial por parte de nuevos competidores potenciales, sino que 197
además elimina la presión de la competencia sobre los ya establecidos, debilitando paulatinamente su fibra empresarial. Mi insistencia en el elemento heurístico presente en todas y cada una de las transacciones de mercado se apoya en la intuición de que, por definición, una sociedad de mercado supone, cuando menos, una apreciable libertad de entrada y, consecuentemente, un elemental ámbito de ejercicio para el potencial empresarial Mientras el grado de libertad de entrada puede variar ampliamente entre diferentes sociedades de mercado (o entre mercados de una sociedad dada), la esencia del mercado continúa siendo el dejar espacio, en alguna medida, para la determinación competitiva de precios y la introducción de nuevos productos. Es esta precisa circunstancia la que nos garantiza que las transacciones de mercado retendrán unas características heurísticas y especulativas mínimas.
Los precios de mercado como red de comunicación Hay que agradecer al trabajo de Friedrich A. Hayek la amplia difusión que actualmente encuentra la comprensión de la importantísima función comunicativa que cumplen los mercados y sus precios en la economía. Precisamente porque la adopción de decisiones está descentralizada en una sociedad de mercado, de modo que las incontables decisiones independientes carecen del beneficio de una coordinación deliberada por parte de unas 198
autoridades centrales, los formidables logros de la economía de mercado constituyen un ejemplo sobresaliente de lo que ha sido llamado orden espontáneo. Hoy se comprende que la realización de un orden espontáneo, a menudo identificado con la «mano invisible» de Adam Smith, depende de la generación espontánea de flujos de información dirigidos hacia decisores descentralizados, quienes de esta manera pueden adoptar decisiones independientes sin por ello dejar éstas de estar eficaz, eficiente y «racionalmente» relacionadas103. Lo que del mercado aleja el espectro del caos —la imagen de incontables decisiones independientes entrechocando en frustrante y anti-económico desacuerdo— es el flujo espontáneo de información en que el proceso de mercado mismo consiste. Aunque las decisiones de cada participante sólo se vean directamente constreñidas por los límites de sus derechos de propiedad, cada decisión tiende a tener en cuenta las decisiones de los demás en virtud del limitado conjunto de oportunidades que éstas delimitan. Desde luego que no es suficiente con advertir que una decisión sólo cabe adoptarse dentro del conjunto de oportunidades que delimitan las decisiones ajenas. De hecho, el caos del mercado sólo puede evitarse si los decisores son plenamente conscientes de sus respectivos límites y parámetros operativos. Al sostener que los participantes en el mercado tienden a considerar las decisiones ajenas estoy atrayendo la atención sobre la propiedad de éste 103
Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, ed. E. Cannan, Modern Library, Nueva York 1937, p. 432. Véase también E. Ullman-Margalit, «Invisible-hand explanations», Synthese 39/2 (octubre 1987), pp. 263-91.
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de comunicar a sus participantes una información significativa. Nuestra pretensión en este libro es que este proceso de generación de flujos de información consiste en las incontables series de descubrimientos empresariales que efectúa cada decisor. Esta tesis requiere sin duda una elaboración más cuidadosa. Se afirma a veces que los precios de mercado comunican información, que sirven de «señales» conductoras para constituir una trama coordinada a partir de decisiones independientes, de modo que por el mero hecho de adoptar estos precios como puntos de referencia los decisores tienen garantizado que sus acciones de compraventa encajarán básicamente entre sí. Una afirmación ésta, sin duda, que tiene mucho de verdad. Empero, el argumento que antes he expuesto va mucho más allá de la tesis de que los precios de mercado constituyen una red coordinada de señales. Una cosa es imaginar un sistema de señales coordinadas de precios ya en funcionamiento y otra, bien diferente, contemplar el proceso de mercado — en su continua modificación de la estructura de precios— encaminándose hacia una coordinación potencialmente mayor. Es este último proceso de modificación —un proceso de aprendizaje espontáneo— el que estoy describiendo como constituido por actos de descubrimiento empresarial. Dicho claramente, lo que afirmo es que si los precios de mercado son capaces de servir, en un momento cualquiera, como señales razonablemente útiles para encaminar estas decisiones independientes hacia un diseño coordinativo, es porque son manifestación del curso anterior seguido por este proceso de
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modificación de aprendizaje y descubrimiento espontáneos. Todo esto tiene su importancia para mi pretensión de que los ingresos del mercado son ingresos descubiertos y de que, de hecho, todas las transacciones de mercado expresan elementos heurísticos. No cabría ningún descubrimiento empresarial posterior, en efecto, si unos precios de mercado dados y conocidos constituyeran de suyo señales informativas infalibles acerca de las decisiones ajenas. En este caso, a duras penas podría sostener que las transacciones efectuadas a tales precios necesariamente expresaran elementos heurísticos, viéndome obligado, muy por el contrario, a admitir que los resultados del mercado no son más que las consecuencias «inevitables» y «automáticas» de un sistema de señales dado. Quisiera apuntar, sin embargo, que los precios de mercado del mundo real nunca llegan a modificarse tanto unos respecto a otros que su estructura ofrezca un sistema de señales que infaliblemente garantice el encaje entre ellos. Más aún, el potencial del mercado para generar un aprendizaje y descubrimiento espontáneos radica precisamente en la circunstancia de que los precios del mercado real son siempre sustancialmente diferentes de los que marcaría un sistema de señales tal. Lo que motiva e inspira el descubrimiento empresarial es la perspectiva de obtener beneficios puros, y ésta depende más que nada de la posibilidad de identificar lagunas e imperfecciones en el sistema de señales que unos precios dados proporcionan en cierto momento. Por consiguiente, mi pretensión de que las transacciones de mercado consisten en actos de 201
descubrimiento se apoya en la intuición de que éstas invariablemente implican apuestas de precios y ofertas que el proceso de mercado, en etapas posteriores, acabará revelando como señales (parcialmente, cuando menos) falsas y engañosas. Lo interesante está en que los precios acordados en cualquier transacción emergen de las apuestas especulativas y las ofertas tentativas que realizan aquellos con mentalidad empresarial que suponen, muy correctamente, que podrían obtener alguna ventaja de las «lagunas» del mercado. Al aprovecharlas no sólo están aprovechando sus descubrimientos de cómo obtener beneficios, sino, posiblemente, también estrechando la trama misma de precios, asemejándola aún más a una estructura que pudiera servir como un sistema de señales plenamente coordinado. Mercados, descubrimiento y planificación central He querido hacer recaer el énfasis de este libro sobre el carácter heurístico que, según vengo sosteniendo, presentan cuantas transacciones se efectúan en un sistema de mercado. La razón de este proceder está en que considero que la cuestión de la justicia económica capitalista, por la que aquí estoy particularmente interesado, tiene mucho que ver con tal carácter. Lo que no significa que no tenga su interés tomar nota de la notable significación que la noción de descubrimiento reviste en sistemas económicos bien diferentes del capitalista, sobre todo porque los sistemas capitalistas del mundo real ordinariamente
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contienen elementos de control gubernamental o, en general, ajenos al mercado, más que apreciables. He argumentado anteriormente que todas las transacciones de mercado expresan descubrimientos, ya que pertenece a la esencia de la economía de mercado el ofrecer un ámbito, mayor o menor, para la aparición de innovaciones productivas y la formación de precios competitivos. Es decir, para el ejercicio de la visión empresarial dentro de un contexto especulativo. Me parece que este aspecto empresarial y especulativo de las decisiones debería reconocerse como un rasgo característico de cualquier verdadera decisión, dentro de cualquier tipo de marco social, y no sólo, por tanto, como exclusivo del capitalismo de mercado. Lo que sí es propio del capitalismo de mercado es el amplio margen que ofrece para tales decisiones, en la medida en que su misma esencia consiste en la adopción descentralizada de éstas, factible gracias a un sistema de derechos de propiedad privada de amplia difusión. Por contraste, la posibilidad misma de adoptar decisiones empresariales y especulativas en un sistema de adopción centralizada de decisiones puro, en el que cualquier decisión imaginable se encuentra sometida a la autoridad de una agencia de planificación central, queda confinada al ámbito de operación de esa misma agencia. Con esto no pretendo en absoluto negar el carácter heurístico de tal planificación. (De hecho, una economía como la de Crusoe es una economía de planificación central, y no por ello deja cada decisión de realizarse en un contexto especulativo). En los sistemas de planificación central reales, por supuesto, sólo hay 203
margen para el descubrimiento empresarial en aquellos agentes del sistema a quienes de hecho se permita un cierto grado de elección discrecional (incorporando ésta la responsabilidad de identificar los entornos presente y futuro relevantes). Mi pretensión de que cada decisión —de mercado o no— implique un elemento de empresarialidad especulativa es mero eco de la pretensión, expuesta en el capítulo dos, de que cada decisión adoptada en un contexto «abierto» implica un elemento de descubrimiento. Esto sigue siendo verdadero para cualquier decisión con independencia de dónde se adopte, ya sea en un sistema capitalista o socialista puros, o en cualquier mezcla imaginable de ambos. Lo que hace que el carácter heurístico y especulativo de las decisiones de «mercado» resulte especialmente relevante para los asuntos de justicia económica es el conjunto de circunstancias que paso a enumerar. En primer lugar, el hecho de que sólo bajo el capitalismo de mercado está tan extendida la adopción de decisiones, puesto que la esencia misma del sistema consiste en su descentralización. Cada modificación institucional del grado de descentralización permitido necesariamente reduce el margen de empresarialidad especulativa existente. En segundo lugar, sólo bajo el capitalismo de mercado cabe describir los ingresos que alguien obtiene como inequívoca consecuencia de sus propios descubrimientos empresarialesespeculativos. En los sistemas centralizados resulta evidente que es la dirección central la que en mayor o menor medida asigna los ingresos, si bien es igualmente cierto que en tales asignaciones los elementos especulativos necesariamente forman 204
parte de la decisión. De hecho ya he indicado que no es en absoluto incorrecto describir la acción de los planificadores centrales como empresarial (en función de cualesquiera fines —sociales o personales— que motiven sus decisiones). Empero, difícilmente cabe entender los ingresos resultantes como algo que corresponda a sus destinatarios en virtud de sus propios descubrimientos empresariales; no, al menos, en la medida en que tales ingresos resulten de decisiones centralizadas. Por lo mismo, no cabe en las economías centralizadas argumentar a favor o en contra de la justicia de ningún modelo dado de distribución de ingresos por referencia al carácter heurístico de las diferentes participaciones en los ingresos: en la misma medida en que han sido centralmente asignados a sus destinatarios, y no ganados como fruto de decisiones especulativas por parte de éstos, tales ingresos no pueden ser descritos como si hubieran sido descubiertos. Por consiguiente, las ganancias correspondientes a los agentes económicos no admiten ser descritas como descubiertas en las siguientes circunstancias: (1) en una economía de planificación central en la que los ingresos están asignados (ya sea directamente o por medio de sistemas cerrados de incentivos rígidamente controlados); (2) en una economía descentralizada en la que se imaginen todos sus precios y variables de calidad en perfecto equilibrio. En una economía de planificación central, como ya hemos visto, no cabe decir que los destinatarios individuales hayan descubierto sus ganancias, puesto que no fueron sus decisiones las que las generaron. En una economía no centralizada en imaginario equilibrio perfecto, por su 205
parte, las ganancias obtenidas por los participantes en el mercado sí son realmente resultado de sus decisiones, si bien carecen de cualquier rasgo empresarial o especulativo. Las condiciones de equilibrio hasta tal punto implican que muchos de los datos esenciales del mercado son de antemano conocidos por todos los participantes relevantes, que sus acciones pueden ser descritas como totalmente determinadas por las circunstancias, sin que quede margen alguno para una visión empresarial e imaginativa. La tesis de este libro, por tanto, critica las discusiones habituales sobre justicia económica bajo la asunción de que éstas ignoran el elemento heurístico de los ingresos capitalistas. Se apoya, para ello, sobre dos intuiciones que siguen líneas de argumentación parejas. Según la primera, tales discusiones con frecuencia consideran el sistema capitalista, por lo que toca a los requisitos de una justa distribución, como si éste fuera comparable en plano de igualdad con una economía de planificación central. Es decir, como si los principios de justicia desarrollados para tal economía fueran directamente relevantes para la valoración de la justicia económica capitalista. Hemos tenido ocasión de ver cómo esta perspectiva pasa por alto una diferencia fundamental entre ambos sistemas. A saber, que el capitalismo, a diferencia de la planificación central, ofrece a todos la oportunidad de obtener ganancias descubiertas. Según la segunda, estas mismas discusiones tienden a considerar el sistema capitalista como si en todo momento operara bajo condiciones de equilibrio general. Ya hemos comprobado cómo este 206
planteamiento fuerza la exclusión de un rasgo decisivo del capitalismo real; un rasgo, por lo demás, que no se encuentra en el modelo del equilibrio general. Precisamente, el carácter heurístico de sus ingresos. Al igual que el segundo capítulo se dedicó a explorar el significado del elemento heurístico, éste ha destacado el carácter de descubrimiento de los ingresos capitalistas. Me quedan aún por mostrar las posibles implicaciones éticas de estas intuiciones, tanto de las referentes a la teoría económica de las decisiones especulativas que se adoptan en el capitalismo, como de las relativas al carácter filosófico de las ganancias descubiertas. A esta tarea dedicaré los dos capítulos que siguen.
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CAPÍTULO V LA REGLA: «QUIEN LO DESCUBRE SE LO QUEDA» La tesis central de este libro consiste en señalar hasta qué punto la comprensión a fondo del sistema capitalista y, especialmente, de su modo de asignar los ingresos, requiere contar con un criterio ético que, por desgracia, ha sido invariablemente ignorado por la literatura sobre justicia económica. Una vez que se reconoce que el sistema capitalista es un proceso de descubrimientos espontáneos, parece igualmente lógico suponer que la evaluación de la justicia de sus asignaciones de ingresos debe hacerse a la luz de criterios que resulten apropiados a un contexto de descubrimiento. Me parece, sin embargo, que la literatura al uso ha sido incapaz de comprender bien la cuestión por haber pasado por alto, precisamente, el carácter de descubrimiento de los ingresos 209
capitalistas. Con el fin de enderezar todo el asunto desde el principio, me propongo analizar un criterio que se me antoja candidato atractivo para evaluar la justicia económica en un contexto heurístico; a saber, el que se resume popularmente en la expresión «quien lo descubre se lo queda». El análisis se dividirá en dos razonamientos bien diferenciados, ocupando el primero de ellos el presente capítulo y el segundo, el siguiente. No es mi intención en este primer capítulo entrar en valoraciones éticas o filosóficas de la regla de «quien lo descubre se lo queda», ni tampoco proceder a su evaluación desde una perspectiva económica. Más bien, intentaré definir lo más claramente posible en qué consiste, así como determinar (también sobre lo expuesto en los capítulos segundo y cuarto) su posible relevancia dentro del sistema capitalista. Ni que decir tiene que el hecho de establecer la importancia potencial de cualquier candidato a criterio de justicia económica dentro del capitalismo no es razón suficiente para que ese criterio se convierta en el modelo estándar de la justicia económica capitalista. Para esto último se requiere, evidentemente, que se sepa argumentar con convicción el mérito ético del criterio en cuestión. Este capítulo, sin embargo, no aborda semejante incursión ética. Lo que se propone, al establecer la importancia potencial que reviste tal regla para el capitalismo y su particular justicia económica, es más bien demostrar la amplitud de su campo de aplicación al proceso capitalista de asignación de ingresos (en el supuesto caso de que tal regla se llegase efectivamente
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a considerar como un criterio éticamente significativo). La consideración de la regla de «quien lo descubre se lo queda» desde una perspectiva propiamente ética pasa, por tanto, al capítulo siguiente, en el que intentaré argumentar del modo más convincente posible cómo esta regla, si bien no consigue presentarse de un modo suficientemente inequívoco como el paradigma filosófico de justicia económica, sí que parece satisfacer, por lo que se refiere al modo de entender la justicia en un contexto heurístico, intuiciones éticas generalmente compartidas. Creo que ambos capítulos, tomados conjuntamente, ofrecen un sólido argumento en favor de un replanteamiento radical de nuestra valoración de la justicia capitalista; un replanteamiento en el que las intuiciones de la regla de «quien lo descubre se lo queda» pueden desempeñar un papel substancial.
«Quien lo descubre se lo queda» y el derecho de propiedad privada El principio de «quien lo descubre se lo queda» afirma que un objeto sin propietario se convierte en legítima propiedad privada de la primera persona que, habiendo descubierto su disponibilidad y valor potencial, toma posesión de él. A simple vista podría parecer que esta regla tiene un alcance bastante reducido, en gran medida limitado a la adquisición de objetos sin propietario que se toman de la naturaleza, como en el caso de las conchas encontradas en la playa. 211
Ciertamente, parece que esta regla tiene poco que decir ante las «grandes» cuestiones de justicia económica que plantean las asignaciones de ingresos, la legitimidad del beneficio capitalista o del interés, la posible explotación del trabajo, y otras por el estilo. Empero, mostraré en el presente capítulo cómo este principio, una vez que se ha captado adecuadamente todo su alcance, puede efectivamente aplicarse a la evaluación de la justicia de los ingresos capitalistas. Sin embargo, antes de hacerlo debo relacionar esta regla con la cuestión, mucho más amplia, de la legitimidad de la propiedad privada en general. Efectivamente; antes de abordar ningún planteamiento relacionado con la justicia de la asignación de ingresos que se verifica en el sistema capitalista, se debe aceptar, por el propio bien del razonamiento, la legitimidad de la característica definitoria del capitalismo. A saber, la total dependencia del sistema respecto del derecho individual de propiedad. Desde esta perspectiva, una regla como la de «quien lo descubre se lo queda», aplicada a una primera adquisición a partir de la naturaleza, puede desempeñar un papel verdaderamente fundamental en todo el asunto; análogo, de hecho, al que desempeña la teoría lockeana de la propiedad privada. Tanto la regla de «quien lo descubre se lo queda» como el principio de Locke (que afirma que el derecho de propiedad sobre objetos hasta entonces sin dueño se origina por la aplicación a éstos del propio trabajo) ofrecen un fundamento adecuado para legitimar la propiedad privada; eso sí, sólo en la medida en que la propiedad de esa posesión pueda retrotraerse hasta 212
una original adquisición a partir de la naturaleza. En cualquier caso, hemos de poder diferenciar entre estos dos modos de justificar la propiedad, ya que, a pesar de una cierta ambigüedad en su razonamiento, difícilmente cabe sostener que el principio de adquisición original de Locke se funde sobre una ética derivable de la regla «quien lo descubre se lo queda»104. Sí es cierto, con todo, que cualquier principio de adquisición original probablemente coincidirá en lo esencial con un principio que esté basado en el derecho que se deriva del descubrimiento, aunque sólo sea porque es bastante probable que la primera persona en aplicar su trabajo sobre un objeto hasta entonces sin propietario sea precisamente su primer descubridor. Pero también parece claro que Locke basaba su teoría fundamentalmente en la circunstancia del primer trabajo aplicado, y no en la del primer descubrimiento 105 . Por consiguiente, una primera posesión no acompañada de trabajo no confiere, por mucho que siga a un descubrimiento original, ningún título de propiedad lockeano. Como veremos en el capítulo siguiente, la base ética que sostiene el principio de Locke difiere notablemente de la que podría subyacer a una regla como «quien lo descubre se lo queda» y, por lo mismo, las limitaciones a la adquisición original que se apoyan en la famosa cláusula de Locke no son en concreto aplicables a la 104
Una discusión de este punto puede verse en H. M. Oliver, A Critique of Socioeconomic Goals, Indiana University Press, Bloomington 1954, p. 42, así como en Israel M. Kirzner, Perception, Opportunity and Profit, University of Chicago Press, Chicago 1979, pp. 195 y ss. 105 Véase, más arriba, el Capítulo I, p. [58], para la distinción entre la idea de ser propietario de algo por haberlo descubierto (finder,keeper) y la de serlo por haber sido el primero en reclamar la propiedad en una adquisición original a partir de la naturaleza (first claimant).
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adquisición original que resulta de un descubrimiento. Sin embargo, a pesar de las diferencias entre el principio de Locke y nuestra regla, ambos parecen servir un propósito similar (dentro, por supuesto, de sus respectivos marcos éticos): el de legitimar el sistema de propiedad privada en cuanto elemento central del sistema capitalista. En modo alguno significa esto, en absoluto, que las teorías de la justicia económica se conformen por lo general con una defensa de la justicia capitalista que pretenda basarse únicamente sobre alguna legitimación de la adquisición original de tipo lockeano. Sin embargo, una teoría de la justicia capitalista basada en la adscripción de derechos o títulos de propiedad, como la tan convincentemente expuesta por Robert Nozick106, podría parecer basada en una regla del tipo «quien lo descubre se lo queda» por lo que respecta a la adquisición original, de manera bastante similar a como Nozick hace descansar su propia teoría en el proceso de apropiación lockeano. (Con todo, en el Capítulo VI demostraré que esta regla incluso ofrece una base mucho más firme en este punto). En otras palabras, si se parte del convencimiento de que cualquier adquisición original basada en la regla «quien lo descubre se lo queda» está legitimada, cabe entonces argumentar —como hace Nozick— que todas las transacciones comerciales subsiguientes (esto es, voluntarias y no fraudulentas) poseen una legitimidad estrictamente derivada, al igual que todas las asignaciones de ingresos implicadas en tales 106
Robert Nozick, Anarchy, State, and Utopia, Basic Books, Nueva York 1974.
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transacciones de mercado. Supuesto entonces que no se permiten injusticias que posteriormente deterioren el entramado de intercambios capitalistas (injusticias que sólo pueden consistir, para Nozick, en no respetar la plena integridad de los títulos de propiedad basados en el caso de la adquisición original), el resultado de los procesos capitalistas de asignación de ingresos es inmune a una crítica realizada desde consideraciones de estricta justicia. Desde la perspectiva de la teoría de los títulos de propiedad, por tanto, la ética de la regla «quien lo descubre se lo queda» adquiere, una vez aceptada, una relevancia que abarca todo el ámbito de la justicia económica. Sin embargo, como probaré en este capítulo, el alcance que la ética de tal regla adquiere a la hora de entrar a valorar la justicia capitalista va mucho más allá del ámbito de una teoría de títulos de propiedad. Tanto si se suscribe esta teoría como si no, la aceptación de una ética del tipo «quien lo descubre se lo queda» puede modificar sustancialmente la propia valoración sobre la justicia de los ingresos capitalistas. La relevancia de la ética de tal regla se extiende, por tanto, más allá de sus estrictas implicaciones sobre la legitimidad de una adquisición original a partir de la naturaleza. Pero para poder mostrar esto último debo someter primero a un análisis crítico la teoría de los títulos de propiedad de Nozick.
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Títulos de propiedad y error La defensa de la justicia del sistema capitalista que lleva a cabo Nozick con su teoría adscriptiva de títulos descansa en gran medida sobre la consideración del carácter voluntario de las transacciones de mercado107. Es decir, una vez que centramos la atención en una sociedad cuyos títulos de propiedad son todos legítimos, cualquier resultado del proceso del mercado será siempre —con la condición de que proceda de intercambios voluntarios— igualmente justo. Desde luego, no todas las transferencias de propiedad en el mundo real satisfacen tal condición: «Algunos roban a otros, les engañan o incluso esclavizan, apoderándose de sus productos e impidiéndoles vivir como quisieran, forzando incluso su exclusión del libre juego del mercado. Ninguno de estos procedimientos son admisibles, por supuesto, como modos legítimos de transferencia de propiedad» 108 . Pero, todo hay que decirlo, tampoco ninguno de ellos responde al sistema ideal capitalista de libre mercado, en el que los derechos de propiedad son íntegramente respetados y existe plena libertad de entrada para potenciales competidores. Dentro de este sistema de mercado ideal, todas las transacciones son, por definición, completamente voluntarias. «El que las acciones de una persona sean voluntarias o no 107
Esta sección desarrolla algunas ideas expuestas por el autor, si bien desde diferente perspectiva, en Perception, Opportunity and Profit, cit., pp. 201-205. 108 Cfr. R. Nozick, op. cit., p. 152.
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depende de lo que limite sus alternativas. Si los límites son físicos, por ejemplo, el carácter voluntario de las acciones no resulta modificado. Tal es el caso, pongamos, de que voluntariamente decida ir a algún sitio caminando cuando preferiría ir volando, dada mi imposibilidad física de hacer lo segundo sin auxilios exteriores. Otras veces son las acciones de los demás las que limitan mis posibilidades de actuación, y entonces el que mis acciones sean voluntarias o no depende de que los demás tengan o no derecho a actuar como lo hacen»109. En el mercado ideal, toda acción se halla limitada por la justa posesión de propiedades, de modo que ninguna acción del mercado perjudica el carácter voluntario de las acciones de aquellos otros con los que se realizan tratos. Si, continuando con el ejemplo de Nozick, Wilt Chamberlain gana una suma increíble de dinero vendiendo sus talentos a un equipo de baloncesto, podría decirse que tiene un justo título sobre tales ingresos precisamente en virtud de que «cada una de las personas» que pagan por verle «elige libremente darle 25 centavos. Podrían haber gastado ese dinero en el cine, en dulces o en ejemplares de la revistaDissent o del Monthly Review. Pero todos ellos, o al menos un millón de ellos, coincidieron en dárselo a Chamberlain a cambio de poder verle jugar al baloncesto» 110 . Este razonamiento, basado esencialmente en la voluntariedad de las transacciones comerciales, resulta con todo vulnerable a cierta crítica.
109 110
Ibid., p. 262. Ibid., p. 161.
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Cabría insistir en que una cosa es reconocer que los que pagaron a Chamberlain por verle jugar lo hicieron libremente, esto es, sin ser obligados, y otra bien distinta sostener el legítimo título de Chamberlain a cobrar ese pago: el mero hecho de que los espectadores se ofrecieran espontáneamente a pagarle no tendría por qué implicar necesariamente que tal transferencia fuese justa. Después de todo, los espectadores podrían haber sido engañados, haciéndoseles falsamente creer que ésa era su última oportunidad de verle jugar en la temporada, o quizás que Chamberlain era mejor jugador de lo que en realidad era. Si los espectadores hubiesen sabido toda la verdad, quizás algunos no habrían pagado por ver el partido. Es cierto que nadie les obligó a pagar a punta de pistola, que pagaron voluntariamente, e incluso pudiera ser que nadie les engañara deliberadamente y que se tratara en realidad de un malentendido, con lo que ni Chamberlain ni sus representantes podrían ser acusados de haber defraudadovoluntariamente al público. Una vez que todos supiesen la verdad, sin embargo, estos espectadores —u observadores éticos imparciales— podrían llegar a pensar que el dinero pagado había sido transferido a consecuencia de un malentendido tan serio que la legitimidad misma de la transferencia quedaba en entredicho e, incluso, también la voluntariedad misma del pago efectuado. Podría alegarse, en otras palabras, que los espectadores no querían realmente pagar por ver lo que de hecho vieron. La justicia requeriría entonces la devolución de los pagos, aunque la ley de
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intercambios capitalista (recuérdese el caveat emptor) declarara intocable la transacción ya efectuada111. Una defensa nozickiana de la justicia de las transferencias del mercado podría intentar desviar esta crítica refinando la definición de lo que es una transacción mercantil legítima. Se solicitaría al crítico, además, que fuera él quien definiera el grado de «plena consciencia» que, en su opinión, haría éticamente incuestionable una transacción desde el punto de vista de la apreciación por parte del público para, a continuación, lógicamente pedirle que definiera la transacción mercantil en términos de lo que entendiera por «plena consciencia». El sistema legal capitalista ideal debería declarar nula, y de hecho debería garantizarse que así ocurriría, cualquier transacción improcedente sobre la base de un estándar ético así definido. En tal sistema, cabría insistir, únicamente las transferencias de títulos de propiedad efectuadas al margen de cualquier error de apreciación deberían ser consideradas legítimas. La opinión de Nozick sobre la justicia de los elevados ingresos de Chamberlain seguiría siendo válida, en gran medida, porque cabe presumir que gran parte de tales ingresos procedería de pagos efectuados por admiradores con un conocimiento exacto del valor de lo que están pagando, y que pagan a gusto. No obstante, la validez de la defensa del sistema basada
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Véase también Perception, Opportunity and Profit, cit., pp. 207-209, para la importancia de la legislación sobre el error en cualquier discusión sobre la moralidad del capitalismo. Un tratamiento temprano y fascinante del asunto se encuentra ya en Gulian C. Verplanck, An Essay on the Doctrine of Contracts: Being an Inquiry How Contracts are Affected in Law and Morals by Concealment, Error, or Inadequate Prices, Nueva York 1825.
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en esta particular teoría de títulos de propiedad no escapa a ulteriores cuestionamientos. Esta defensa presupone que, una vez filtradas todas las posibles transacciones improcedentes por error de apreciación, la mayor parte de las transacciones seguiría siendo válida, por lo que, en general, el grueso de las asignaciones de ingresos y de títulos de propiedad en el sistema capitalista resultaría inmune a la acusación de injusticia sobre tal base. Ahora bien, ¿y si pudiera demostrarse que prácticamente todas las transacciones del mercado incluyen un cierto margen de error? En el caso de admitirse tal objeción, ¿podría ponerse también en duda la legitimidad de todos los títulos de propiedad originados por las operaciones del mercado? Déjeseme mostrar el modo en que este cuestionamiento de la supuesta voluntariedad de los intercambios del mercado, realizado sobre la base del malentendido o el error, puede formularse de un modo creíble. El hecho de que el proceso del mercado encuentre en la ignorancia y en el descubrimiento rentable de la misma su principal y mayor impulso explica que existan motivos para semejantes dudas. Como señalaba en el capítulo anterior, cualquier comprensión a fondo de la economía de mercado revela el papel central que el error de apreciación desempeña en condiciones de desequilibrio. Más aún, la capacidad de los mercados para aproximarse al equilibrio (con precios en tomo a los niveles de «clearing» o de compensación de las fuerzas de oferta y demanda, y con una clara tendencia al pleno aprovechamiento de todas las oportunidades de 220
realizar cambios mutuamente ventajosos) se deriva precisamente de que los errores generan aquellas oportunidades de obtener beneficios que atraen y dan pie al descubrimiento empresarial. Dicho de otro modo, lo que confiere a los mercados su grado de eficiencia social es la dinámica generada por la existencia misma de los errores de apreciación. Ahora bien, a la hora de defender la justicia capitalista desde una teoría de títulos de propiedad el problema estriba en que cabría sostener que tales errores privan a las transacciones de su carácter voluntario, si es que por transacción voluntaria se entiende la efectuada con pleno conocimiento de todos los hechos relevantes. La importancia crucial del error en el proceso de mercado parece poner así en cuestión la voluntariedad misma de la mayor parte de sus transacciones. El error que se da en el mercado, como ya vimos, puede adoptar diferentes modalidades, empezando por la oferta de compra a un precio superior al que otros satisfacen en el mismo mercado. Puede consistir en comprar (o vender) a un precio alto (o bajo), ignorando que precisamente como resultado de ese mismo precio se está produciendo un excedente (o escasez) de mercancías que requerirá de los vendedores (o compradores) una disminución (o aumento) de los precios. O bien consistir en producir algo tan poco demandado que su producción no resulta en absoluto rentable; o, lo que en última instancia es lo mismo, en dejar de producir algo con una demanda potencial tan elevada como para justificar de sobra incurrir en sus costes de producción. También podrían consistir en la utilización de métodos de producción innecesariamente costosos. 221
En definitiva, lo que quiero señalar es que cada uno de estos errores es causa de transacciones que no deberían haberse realizado nunca de haber sido previamente advertidos. Al mismo tiempo, nadie tendría por qué resultar necesariamente acusado de haber defraudado o deliberadamente engañado a otros en ninguna de estas situaciones. Con todo, alguna de las partes podría sinceramente creer que la transacción efectuada no fue en cierto sentido completamente voluntaria, ya que el consentimiento en la misma se otorgó sobre el convencimiento equivocado de conocer todos los hechos relevantes. De ser de algún modo periféricos al núcleo central de la actividad del mercado, el reto que estos errores plantearían a una defensa de la justicia capitalista basada en los títulos de propiedad no sería tan serio. Acabamos de ver, sin embargo, su misma centralidad en el funcionamiento de la economía de mercado112. Por consiguiente, y como resultado en parte de los planteamientos críticos expuestos, la regla de «quien lo descubre se lo queda» cobra una relevancia para la cuestión de la justicia capitalista que va mucho más allá de su papel en el asunto de la determinación de la legitimidad de la adquisición original de recursos escasos a partir de la naturaleza.
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Más adelante, en este mismo capítulo, nos ocuparemos de la opinión más estricta en relación a la regla del «caveat emptor», que arguye que todo participante en el mercado de hecho acepta la cláusula implícita de que la sorpresa no se considerará razón suficiente para revocar una transacción ya efectuada.
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«Quien lo descubre se lo queda» y el error de mercado La clave de todo este embrollo se encuentra en la circunstancia que expongo a continuación. A saber, que una regla como la nuestra puede neutralizar los problemas éticos que, según los críticos, surgirían del supuesto deterioro, a causa del error, del carácter voluntario de las transacciones de mercado. De hecho, cabría considerar el error como «la otra cara de la moneda» de tal regla, de modo que dondequiera que un vendedor se arrepintiera, tras conocer toda la verdad, de haber vendido, una regla como ésta garantizaría el derecho del comprador a que no se invalidara la operación realizada. Y lo mismo cabría decir cuando fuera el comprador, una vez conocida toda la verdad, quien se arrepintiese de su compra. Obsérvese, en cualquier caso, que esta regla no justifica por sí sola la legitimidad de toda transferencia equivocada; es más, ni siquiera hemos pretendido aquí que la justicia requiera sujetarse a alguna variante suya. Lo que sí parece apuntable es la extensa aplicabilidad de una regla semejante, llegado el caso de que apelar a ella pareciera necesario en el ámbito de la justicia económica. El asunto que nos ocupa, digámoslo, tiene relación únicamente con el ámbito de aplicación de tal regla. Desde esta perspectiva procede reconsiderar, por consiguiente, el desafío que el error representa para la justicia capitalista. Hemos analizado cómo los intercambios en el mercado se ven invariable y profundamente afectados por la presencia de errores, incluso en ausencia de 223
fraude o de cualquier tipo de equivocación significativa que el derecho convencionalmente considere causa de nulidad de una transacción. Ya mencioné la posibilidad de que los críticos pudieran concluir a partir de este hecho que la justicia de las transacciones mercantiles quedaba consecuentemente en entredicho. Una posible refutación de esta crítica consistiría en argumentar que tales transacciones se realizan con plena consciencia, al menos, de la posibilidad de error, de modo que difícilmente podría una parte alegar razones poderosas de justicia para invalidar una transacción errónea. Al fin y al cabo, el contratante sabíaque podía estar cometiendo un error; si a pesar de ello se decidió a contratar, por ese mismo acto asumía conscientemente el riesgo de un posible error. Por vía de ejemplo, si condiciones meteorológicas adversas estropearan las vacaciones de cierto turista, en absoluto podría éste considerar como injusticia que el hotelero se negara a reembolsarle el dinero que depositó como reserva de plaza. No tendría ningún sentido que el turista se empeñara en argumentar que, de haber sabido que iba a estar todo el tiempo lloviendo, por supuesto que no habría reservado la habitación. Después de todo, se exponía a que lloviese: sabía que podía llover. Al hacer la reserva asumía conscientemente el riesgo del mal tiempo, por lo que no son argüibles, al objeto de anularla, error o suceso imprevisible alguno. Pero los críticos seguirían en sus trece, defendiendo su posición con la distinción entre el error cuyo descubrimiento no produce sorpresa y el que sí la produce. Si bien cabe considerar altamente 224
improbable que llueva varios días seguidos, nunca se podrá mantener que la lluvia era un suceso totalmente imprevisible. Como enseñaba el profesor Shackle, un suceso con baja probabilidad de ocurrencia puede ser perfectamente previsible, si es que se imaginó y consideró posible su ocurrencia. Si me toca la lotería, puedo decir que me ha sucedido algo que siempre consideré altamente improbable; ahora bien, difícilmente cabe describir el suceso como asombroso o sorprendente, ya que la lotería siempre le ha de tocar a alguien. «La sorpresa es esa dislocación y subversión de pensamientos preconcebidos que resulta de la experiencia real de aquello que se excluía de lo posible, o de algo que nunca habíamos imaginado y no era por tanto valorado ni como posible ni como imposible: un suceso imprevisto o imprevisible»113. El suceso previsto —aun previsto con una ocurrencia altamente improbable— no tiene por qué ocasionar excesiva sorpresa si efectivamente ocurre. Los críticos fácilmente concederán que el error que no produce sorpresa genuina no invalida la justicia de las transacciones de mercado, pero sí insistirán en que el que la produzca sin duda que invalidará, al menos, las transacciones erróneas. La parte equivocada puede siempre insistir en que nunca asumió conscientemente el riesgo de que cierto suceso pudiera ocurrir; pero esto es así, precisamente, porque tampoco imaginó siquiera su misma posibilidad. Más aún, aun cuando se argumentara, en contra de los críticos, que los 113
George L. S. Shackle, Epistemics and Economics, Cambridge University Press, Cambridge 1972, p. 422. (Trad. esp. de Francisco González Aramburu, Epistémica y Economía, FCE, Madrid 1976).
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contratantes saben perfectamente que viven en un mundo lleno de sorpresas (por lo que presumiblemente aceptan, incluso, el riesgo de una sorpresa total), los críticos seguirían sin dar su brazo a torcer. El que los contratantes asuman el riesgo de posibles sorpresas, ¿significa sin más que sean realmente conscientes del contexto de intercambio? O, si requerimos la disposición a contratar con pleno conocimiento de todas las circunstancias relevantes como condición para calificar una transacción como voluntaria, ¿hasta qué punto no admitirá todo empresario, honestamente, que su transacción no lo ha sido del todo? Es decir, se puede pensar que cada una de las partes, por el mismo hecho de aceptar deliberadamente la posibilidad de una sorpresa imprevisible, renuncia a la revocación de su transacción desde consideraciones éticas. La voluntariedad de la transacción, no obstante, sigue siendo cuestionable. ¿Acaso no implica una inerradicable contradicción lógica la idea de «esperar una sorpresa»? Si una sorpresa resultara inesperada, como corresponde a toda sorpresa, ¿se habría realizado la transacción «con pleno conocimiento»? Definitivamente, si las circunstancias relevantes para una transacción fueran completamente imprevisibles (en el sentido de Shackle), y si la legitimidad de la misma se hiciera descansar únicamente en su carácter voluntario, ¿no quedaría ésta empañada ante una sorpresa? La importancia de la regla de «quien lo descubre se lo queda» se revela claramente ahora, una vez que hemos obligado al crítico a concretar su impugnación de la justicia de las transacciones erróneas por medio 226
de ejemplos en los que el error se descubre a través de la sorpresa. De los participantes en el mercado que se han beneficiado como resultado de errores cometidos por otros, ¿qué se puede esperar, sino que sostengan que sus beneficios (aparentemente obtenidos a costa de los que han resultado sorprendidos) representan un descubrimiento, y que la justicia, definida en términos de tal regla, les otorga legítimo título de propiedad sobre ellos? Los sorprendidos por el descubrimiento, en cualquier caso, difícilmente podrán pretender haber sufrido una injusticia. Imaginemos por un momento que el propietario de cierto recurso lo vende a bajo precio y descubre más tarde, para su sorpresa, que el empresario que se lo compró lo ha utilizado de un modo inesperado e innovador en un proceso productivo altamente rentable. El vendedor lamentará el error de haberlo vendido por debajo del que, advierte ahora, era su valor «real»; y el crítico de la justicia capitalista cuestionará la legitimidad de la ganancia obtenida gracias a lo innovador del uso del recurso, preguntándose qué derecho puede tener el empresario sobre ella. Este, si aceptásemos una regla del tipo «quien lo descubre se lo queda», haría bien en eludir basar su reclamación únicamente sobre la legitimidad de su título de propiedad; mejor le sería argüir que la ganancia, medida por la diferencia entre el valor «real» del recurso y el valor que le atribuía su propietario original, es un beneficio totalmente descubierto y que, en cuanto tal, pertenece en justicia a su descubridor. La misma razón por la que se cuestiona la validez del derecho del empresario, a saber, la circunstancia que el descubrimiento del valor 227
«real» del recurso constituye una sorpresa total para el vendedor (lo que implica una limitada capacidad de advertencia por su parte a la hora de vender), permite apreciar que tal valor fue precisamente descubierto por el empresario mediante su espíritu de iniciativa e innovación. Por consiguiente, el valor adicional del recurso, que todos advierten ahora, fue descubierto en realidad por el empresario. Si aplicamos la regla de «quien lo descubre se lo queda» no cabe seguir pretendiendo la revocación de la venta del recurso, pues ello significaría asignar al vendedor una ganancia que no fue él, sino el comprador, quien descubrió. Y el vendedor, precisamente porque desconocía el valor «real» del recurso, debe reconocer que las ganancias derivadas de su descubrimiento pertenecen en justicia a otro. Desde la perspectiva heurística, la razón que pretendidamente anularía la venta por una supuesta involuntariedad es la misma que priva tal pretensión de sentido, puesto que la regla de «quien lo descubre se lo queda» asegura que los beneficios descubiertos son de su descubridor. Visto lo cual, examinaremos ahora atentamente cómo esta regla justifica el fenómeno general del puro beneficio dentro del capitalismo.
«Quien lo descubre se lo queda» y el beneficio empresarial Señalábamos en el capítulo tercero, al examinar la literatura económica concerniente al puro beneficio empresarial, lo incompleto de los acercamientos 228
convencionales a la justicia capitalista. Advertíamos, por ejemplo, que la famosa defensa de la misma basada en la productividad marginal que hiciera John Bates Clark no acertaba a proporcionar ninguna justificación de la legitimidad del beneficio puro. Este no se puede conceptualizar como algo «producido» por el empresario, ya que este último bien podría haberse limitado a comprar algo a cierto precio y revenderlo a otro mayor. La discusión de ciertos problemas asociados a la teoría nozickiana de los títulos de propiedad, tal como la expuse en las secciones precedentes de este mismo capítulo, sugería que este planteamiento tampoco era plenamente válido como defensa del puro beneficio empresarial, ya que el mismo fenómeno de un beneficio así implica cierta ignorancia tanto por parte de los que venden al empresario como de aquellos que a continuación compran de él. Es fácil ver ahora cómo nuestra regla proporciona una teoría de la justicia que permite conferir legitimidad al beneficio empresarial puro. Mostrábamos en capítulos anteriores cómo cualquier caso de beneficio puro constituye en el fondo un auténtico caso de descubrimiento. Estos beneficios se obtienen como resultado de la habilidad de comprar y vender en diferentes mercados: de comprar donde los precios sean bajos, y de vender, ahora o en el futuro, donde o cuando el precio aumente. No es relevante si se derivan de la simple actividad de arbitraje en la que el objeto vendido es físicamente idéntico al que se compra, o si son consecuencia de una compleja serie de decisiones industriales y financieras en el curso de las cuales los factores se adquieren a un coste total inferior a los 229
ingresos que resultan de la venta final del producto. En ambos casos, lo relevante es que el beneficio puro supone una diferencia entre lo pagado y lo percibido, y es precisamente esta diferencia la que plantea serias dificultades conceptuales. Uno se pregunta cómo es posible que alguien venda a bajo precio aquello que otro conseguirá vender, apenas poco más tarde, a un precio superior. No cabe responder con que el primer vendedor no puede esperar a que aumenten los precios, o soportar los costes de distribución, o cosas por el estilo, porque el concepto de beneficio puro implica que éste existe más allá de cualquier coste de interés implícito, de distribución o de lo que sea. De nuevo cabe preguntarse: ¿y por qué los que compran a precios elevados pagan esos precios y no otros inferiores? Lo que tiene que quedar claro es que no se pueden considerar estas diferencias de precios en función de los costes de obtención de información, esto es, sostener que aquellos que venden a bajo precio (o compran a uno alto) obran así al objeto de ahorrarse el coste de descubrir dónde se está comprando a precios más elevados (o vendiendo a precios inferiores). La razón estriba en que esta explicación supondría que el empresario que obtiene beneficios de hecho ha incurrido en el coste de descubrir tal información, por lo que sus beneficios puros se reducen a cero, al ser la diferencia entre el precio de compra y de venta igual a lo invertido en información. Y si se diera que el empresario en cuestión adquiere tal información sin incurrir en costes, tendríamos que admitir entonces que sus beneficios no son más que el justo valor de mercado de la información que utilizó, 230
por lo que su ganancia es simplemente el valor de mercado de un recurso que casualmente posee, con lo que de nuevo excluimos tales beneficios de la categoría de beneficios puros. El fenómeno del beneficio puro, basado en esta problemática diferencia entre los precios aceptados por los primeros vendedores y aquellos pagados por los segundos compradores, no puede entenderse por tanto sino como resultado de la pura ignorancia. Esta, veíamos, no puede disiparse en modo alguno por muchos costes en los que se incurra ni a través de una búsqueda diligente, porque acontece que se es ignorante de la propia ignorancia (o, lo que es lo mismo, se desconocen las posibilidades que puede ofrecer tal búsqueda). La poca predisposición de los economistas a ocuparse del fenómeno de la pura ignorancia es lo que frecuentemente les ha conducido a imaginar que el puro beneficio jamás es viable en realidad. Pero es la pura ignorancia por parte de los vendedores de la posibilidad de vender a precios más altos que los ofrecidos, o la de los compradores de comprar a precios inferiores, lo que provoca esas diferencias de precios que suponen, para sus descubridores, un beneficio puro. Si no queremos tratar el beneficio puro como un simple valor de mercado implícito para la información del empresario, hay que imaginar necesariamente que éste también desconocía la existencia de una oportunidad de beneficio antes de advertirla. La naturaleza del beneficio puro es tal que no cabe darse sino como resultado de un acto de puro descubrimiento. De hecho, todas las reservas acerca del descubrimiento que discutíamos en el capítulo 231
segundo son perfectamente aplicables a la obtención del beneficio puro. La ignorancia absoluta no se puede transformar en una acción rentable a menos que se descubra algo que previamente se desconocía. Del empresario perspicaz y alerta que advierte una diferencia de precios y aprovecha la oportunidad que se le presenta no se puede decir que haya producido, literalmente hablando, absolutamente nada, sino que, simple y llanamente, ha descubierto una ocasión de obtener un beneficio puro. Todo esto debería bastar para comprender cómo nuestra regla podría proporcionar la justificación del beneficio puro que andamos buscando. El empresario perspicaz ha descubierto una oportunidad hasta entonces no reclamada por nadie y que nadie, de hecho, había siquiera advertido, pues de lo contrario ya habría sido aprovechada. Al descubrirla y aprovecharla, este empresario se encuentra en la misma situación del que se tropieza con un objeto sin propietario previo y se hace con él. Según la regla de «quien lo descubre se lo queda», este último tiene todo el derecho del mundo a quedarse con lo que ha encontrado.
La importancia de una regla del tipo «quien lo descubre se lo queda» Todo esto confirma lo ya apuntado: que la importancia de una regla como la nuestra va mucho más allá de la mera legitimación de la adquisición original a partir de la naturaleza. En realidad, va 232
mucho más allá, a la hora de legitimar la justicia capitalista, de cualquier justificación que ofrezcan planteamientos como el de Nozick. De aceptarse, una regla como ésta podría transformar radicalmente la propia perspectiva de la justicia del proceso capitalista de mercado en relación a su modo central de operación, y no sólo por lo que toca a sus aspectos periféricos. Los logros económicos del sistema capitalista, como se argumentaba por extenso en el capítulo cuarto, surgen principalmente del incesante proceso competitivo de descubrimiento empresarial. El incentivo que impulsa el proceso, la chispa que enciende la perspicacia empresarial —tan imprescindible, por otra parte, para que funcione este mismo proceso— es el aliciente de obtener un beneficio económico puro, siendo la expectativa de su descubrimiento y obtención lo que empuja a los empresarios a comprar y vender, a innovar y producir. Así, y no de otro modo, es como se generan las tendencias al equilibrio que tanto destacan las exposiciones convencionales de las causas de la eficiencia capitalista. Por consiguiente, parece quedar claro que lo que agita el mercado a cada momento no es sino la inagotable búsqueda del puro beneficio. Sin embargo, el fenómeno del beneficio puro es precisamente lo que queda sin explicar en las teorías actuales que se ocupan de la justicia económica. Una teoría que defienda la justicia de las asignaciones de ingresos dentro del capitalismo y que no ofrezca una justificación de los beneficios puros no sólo es incompleta sino que, además, resulta incoherente, con una incoherencia que nace de su misma incapacidad para hacer frente a los dilemas éticos que 233
acompañan al motivo principal que impulsa el sistema capitalista. Una regla como «quien lo descubre se lo queda», por el contrario, es perfectamente capaz de hacer frente a tales dilemas y por ello, de aceptarse, cobra una importancia crítica a la hora de explicar el proceso capitalista, en la misma medida en que no sólo tapa el hueco que dejaban intentos de explicación anteriores, sino que, además, se enfrenta resueltamente a la cuestión radical de la justicia capitalista. Las críticas lanzadas contra la distribución capitalista de ingresos en función de criterios de justicia, también es cierto, se han centrado tradicionalmente en cuestiones ajenas a la justicia misma de los beneficios puros. El grueso de estas críticas incidía en el modo en que los procesos capitalistas asignan ingresos, respectivamente, a capitalistas y trabajadores. Los «beneficios» del capitalista que resultaban, para la crítica marxista, de una supuesta explotación del trabajo, por ejemplo, no eran en absoluto beneficios puros, sino que pertenecían a un conglomerado de categorías de ingresos analíticamente dispares, entre las que destacaba el interés del capital. El objeto principal de crítica era la justicia de los ingresos (intereses) que percibía una clase que, supuestamente, no contribuía personalmente al proceso productivo. Pero, de hecho, el volumen de beneficio «puro» que obtenían los empresarios no era sino una pequeña fracción del total de los beneficios capitalistas (en el sentido más amplio de éstos empleado por los economistas clásicos y, especialmente, por Marx). Que el beneficio puro apareciera tan poco en las discusiones clásicas 234
sobre la justicia capitalista no es, desde luego, casualidad; simplemente, tal beneficio no constituía un fenómeno suficientemente relevante. Ahora bien, si toda la importancia de nuestra regla fuera exclusivamente función de su relación con la justicia de tales beneficios, un crítico podría argüir, y al parecer con toda la razón, que su papel tampoco es tan central en la cuestión más amplia de la justicia capitalista. Mi insistencia en la importancia capital de una regla como «quien lo descubre se lo queda» para la propia justicia capitalista se basa fundamentalmente, a pesar de todo, en su relevancia a la hora de legitimar los beneficios puros. A decir verdad, las críticas más fastidiosas relacionadas con la justicia de los ingresos capitalistas nunca han cuestionado una sola categoría de estos ingresos sino todas ellas, esto es, todo pago percibido por un participante en el proceso capitalista por un servicio productivo que —a juicio de los críticos— nunca se ha prestado. El punto crucial en estas críticas parece derivarse de la intuición ética (cuya coherencia no es ahora objeto de nuestra discusión) de que sólo quienes activa y personalmente participan en la producción tienen derecho a participar en lo producido, por lo que la injusticia última que parece impregnar el sistema capitalista es que éste confiere a algunos de sus miembros una participación en las ganancias sin que medie contribución aparente alguna por su parte al proceso productivo. Esta crítica no sólo afecta al beneficio empresarial puro, sino que, después de varias décadas de literatura sobre el tema, parece claro que la crítica misma sólo retiene un mínimo de coherencia por 235
referencia a tal beneficio. Las ganancias de capital que los economistas no-marxistas consideran como interés pueden perfectamente defenderse de estas críticas, y de hecho lo han sido sin problema en los últimos cien años. Para un teórico de la productividad, por ejemplo, el interés se paga del producto adicional que resulta de la contribución marginal del capital al proceso productivo, y así ha de ser si los consumidores se han de beneficiar de ella. Mientras los críticos podrán discutir si el capitalista realiza o no un sacrificio personal en rigor comparable al de los empleados, lo que está claro es que no pueden seguir insistiendo, dentro de esta teoría del interés, en que éste no está relacionado con su contribución al proceso productivo. Para un teórico de los títulos de propiedad, por su parte, la justicia de las ganancias del capital simplemente se deriva de que los participantes en el mercado (prestamistas y prestatarios) voluntariamente han acordado el efectivo pago de un interés sobre los préstamos (desde consideraciones éticas, el fundamento de estos pagos se considera irrelevante, y tanto da que se trate de una preferencia temporal neta positiva o lo que sea). El beneficio puro parece, por tanto, el único realmente amenazado por las críticas a la justicia capitalista, si es que ésta ha de defenderse únicamente desde una teoría de la productividad o desde una de atribución de títulos de propiedad. Ninguna justificación en términos de productividad parece justificar, en efecto, una participación tal en los ingresos, por cuanto, por definición, beneficio puro es aquel que queda en manos del empresario capitalista 236
una vez que todos los costes de producción, tanto explícitos como implícitos, han sido deducidos de los ingresos brutos. Tampoco una teoría de títulos de propiedad ofrece una justificación aceptable del beneficio puro, como hemos tenido ya ocasión de ver. Va a resultar así que, después de todo, el cuestionamiento de la justicia capitalista desde consideraciones éticas reviste particular interés en el caso que nos ocupa. Por eso mismo, me gustaría mostrar el enorme campo de aplicación que encuentra la regla «quien lo descubre se lo queda» dentro del sistema capitalista, lo que haré mediante consideraciones adicionales, que van más allá de las directamente pertinentes al caso del beneficio puro.
«Quien lo descubre se lo queda» y la justicia de los ingresos por factores Si dejamos de lado el asunto de la adquisición original a partir de la naturaleza, nuestras argumentaciones sobre el ámbito y relevancia de esta regla se han centrado hasta aquí en la discusión de la categoría del beneficio puro. Bien podría parecer que con esto secundamos la posición tradicional que trata los otros tipos de ingresos, en particular los procedentes de la venta de factores productivos, como perfectamente comprensibles y defendibles sin referencia alguna a intuiciones asociadas a reglas como la nuestra. Soy de la opinión, sin embargo, de que esta regla también es relevante para el análisis de los ingresos por factores;
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más aún, de que la justicia de tales ingresos apenas puede justificarse sin ella. Las razones por las que la opinión más extendida considera innecesaria una regla heurística u otra afín para explicar estos ingresos son bastante sencillas. El análisis económico de los ingresos por factores se ha venido realizando de acuerdo con una estricta distinción analítica entre la posesión de un recurso y la empresarialidad. En la corriente económica dominante, el propietario de un recurso aparece caracterizado por lo general como alguien que ha de decidir si vender o no atendiendo a unos precios dados, que son iguales para todos los propietarios de factores similares. En otras palabras, se da por supuesto que los mercados de factores son «perfectamente competitivos», lo que equivale a suponer un modelo de mercado que destaca por la ausencia de cualquier función empresarial. La teoría económica ha tenido en cuenta, desde luego, el caso del monopolio de factores, pero lo ha hecho dando por supuesto que los parámetros de este mercado son perfectamente conocidos por todos sus participantes, excluyendo así cualquier comportamiento empresarial por parte del propietario de factores, con independencia de que se trate de mercados perfectamente competitivos o monopolistas. En este modelo, el propietario de un recurso se encuentra con una curva de demanda dada y perfectamente conocida de la rentabilidad de su recurso, y lo único que tiene que decidir es en qué punto de la curva situarse. Esto muestra que la cuestión de la justicia de los ingresos por factores se ha formulado tradicionalmente en términos, por una parte, de legitimidad de la 238
propiedad del recurso y, por otra, de los derechos del propietario a sus rendimientos productivos. Nada puede «descubrirse» en este modelo y, por consiguiente, tampoco cabe plantearse el asunto en términos heurísticos. Hay que hacer notar, además, que, desde una perspectiva tradicional intransigente y recalcitrante, el énfasis de este libro en la categoría del beneficio puro, y de la función empresarial a la que ésta se asocia, no tendría por qué verse esencialmente alterado al tratar de los ingresos por factores. Puede alegarse razonablemente que sí, que es cierto que la teoría de la corriente económica dominante era defectuosa por la poca atención que prestaba al papel desempeñado por el empresario; y que tampoco debería haber equiparado todos los ingresos a los ingresos por factores en un estado de equilibrio en el que esté ausente la figura del empresario. Empero, continuaría el argumento de la postura tradicional, todo lo que se necesita ahora es introducir la tan preterida función empresarial y prestar así también el debido reconocimiento a la categoría del beneficio puro. Esto debería poder hacerse, qué duda cabe, sin verse obligados a renunciar a la posición que considera que los propietarios de factores carecen de cualquier rasgo empresarial. Lo que desearía señalar en esta sección es que, si bien en el nivel del puro análisis tal pretensión podría tener sentido, en un nivel de abstracción algo inferior el asunto presenta un cariz bien distinto. En el mundo real, después de todo, los propietarios de factores nunca se ven dispensados de hacer frente a oportunidades y responsabilidades típicamente 239
empresariales. Insistir en que las intuiciones de una regla como «quien lo descubre se lo queda» no son relevantes para los ingresos por factores sería mantener una postura que, si bien es ciertamente válida a un nivel analítico, probablemente conduciría a conclusiones erróneas al aplicarse a casos prácticos (incluyendo, en particular, los que conciernen a cuestiones de justicia económica). El ámbito de aplicación de una regla como ésta, en cuanto cuestión de puro análisis, bien podría restringirse al de los puros beneficios empresariales. Sin embargo, no resulta difícil advertir, desde la perspectiva del observador social preocupado por la justicia del sistema capitalista, que las intuiciones que a ella subyacen son significativas para la conceptualización de prácticamente todos y cada uno de los ingresos que se perciben en tal sistema. Si el mercado de trabajo se encontrara en pleno equilibrio, con un salario de equilibrio para cada tipo de trabajo, entonces sería correcto considerar los salarios como una categoría de ingresos por completo ajena al descubrimiento empresarial. Bajo tales condiciones, cada trabajador conocería exactamente el valor de su trabajo y cómo realizarlo en el mercado: sólo tendría que optar entre un día de ocio o un día de salario, no existirían incertidumbres de ningún tipo, y el salario que percibiera le pertenecería en justicia, en virtud del dominio que tiene sobre su persona y de la predisposición del empresario a contratarle por el salario corriente. En estas circunstancias, ni salario ni condiciones de trabajo suponen elemento heurístico alguno, y el trabajador no puede obtener ingresos no descubiertos ni sufrir pérdidas inesperadas, ya que, 240
simplemente, no cabe el más mínimo margen de error por su parte. Sin embargo, en el mundo real el mercado nunca se halla en equilibrio. En la práctica, en un mundo abierto cargado de ineludibles incertidumbres e ignorancias absolutas, ningún propietario de factores puede evitar realizar, en alguna medida, una función típicamente empresarial. Del mismo modo, ningún trabajador se encuentra tampoco ante un mercado en el que sus posibilidades le vienen dadas y son obvias, sino que debe inevitablemente determinar qué trabajo solicitar o aceptar y qué salarios y condiciones laborales procurarse. Esto significa que será el trabajador con mayor mentalidad «empresarial» quien acabará encontrando el empleo que ofrezca sueldos, condiciones laborales, prestigio y posibilidades de promoción mayores; condiciones laborales éstas que pueden sobrepasar con creces las obtenidas por un compañero con cualificación profesional idéntica pero con un menor potencial como empresario. Cuando el propietario de un recurso, en determinadas condiciones laborales, manifiesta su disposición a vender determinadas cantidades del mismo a cambio de una determinada suma de dinero, está con ello exponiéndose a un riesgo empresarial cierto, ya que no tiene garantías de que su oferta será aceptada, y quizás se esté excluyendo a sí mismo del mercado. Además, suponiendo que sea aceptada, no tiene seguridad alguna de estar obteniendo eo ipso el «verdadero» valor «real» o de mercado de su recurso, ya que éste podría resultar mucho más productivo en una industria diferente, o en manos de una empresa 241
distinta de aquella a la que originalmente lo ofreció. De haber advertido otros empresarios potenciales la disponibilidad de tal recurso a tal precio, por ejemplo, habrían estado dispuestos a hacer ofertas más generosas para hacerse con él. Su oferta original, por tanto, podría perfectamente considerarse producto de un error, o de la pura ignorancia; desde una perspectiva empresarial, tal propietario se ha embarcado en una aventura con pérdidas, ya que recibirá por su recurso menos de lo que es su verdadero valor. Por consiguiente, cada unidad monetaria efectivamente obtenida por el propietario a cambio de su recurso constituye un «descubrimiento». Al intentar valorar la justicia de los ingresos por factores así obtenidos, el potencial explicativo de una regla como la nuestra se hace particularmente valer. No debería pensarse, al valorar la justicia de los ingresos por factores, que el elemento empresarial presente en las decisiones de los propietarios puede ser fácilmente preterido como accidental, hasta el punto de ignorarlo sin ulteriores consideraciones. Esto es, no se debe pensar que, al igual que la teoría económica considera que el trabajador de carne y hueso puede ser modelizado como un propietario de factores sin ningún rasgo empresarial, un teórico de la justicia económica puede considerar los ingresos salariales del mismo trabajador como si su componente empresarial fuese despreciable. No ocurre nada, desde luego, porque la teoría económica positiva trate el salario como suma de dos componentes analíticamente distintos: el puro salario, que se corresponde con el salario de equilibrio para el servicio prestado, y el puro beneficio (o pérdida) 242
empresarial, que se corresponde con la diferencia entre el salario efectivamente recibido y el salario de equilibrio para ese servicio. Para los propósitos de la teoría económica aplicada, y bajo la suposición de que será razonablemente pequeña, esta diferencia puede ser ignorada sin mayores problemas. Ahora bien, la situación es bien diferente por lo que toca a la determinación de la justicia de los salarios efectivamente percibidos, ya que incluso un mínimo componente de pura pérdida o beneficio convierte el salario íntegro en un ingreso plenamente empresarial. Que esto es así cabe verlo fácilmente considerando el caso de un empresario que se vale de su propio trabajo para producir algo que luego pone a la venta; como Jones, por ejemplo, quien pide un préstamo para comprar un taxi que él mismo conducirá. Analíticamente, un economista consideraría que el «beneficio» total de Jones (después de deducir todos los gastos, incluido los intereses del préstamo) se compone de: (1) un salario implícito, equiparable al que podría obtener si trabajara para una compañía de taxis; y (2) un beneficio empresarial residual puro, atribuible al carácter empresarial que supone hacer del taxi su negocio. Desde la perspectiva de Jones, sin embargo, las cosas a buen seguro se verían de otro modo, ya que, al trabajar para sí mismo en lugar de para una empresa, ha expuesto todo su trabajo a las incertidumbres empresariales. Desde luego que Jones no considerará todos sus ingresos netos como beneficio puro, pues es consciente de que podría haber ganado un sueldo conduciendo para una compañía de taxis. Lo que probablemente sí hará será insistir en que ni una sola 243
unidad monetaria de las que se lleva a casa era dinero seguro y fácil, asimilable al ingreso típico del propietario de un recurso. Jones, al combinar una auténtica función empresarial con la de propietario de un recurso (su trabajo), ha hecho todos sus ingresos atribuibles a su éxito empresarial. Decir que lo que Jones-el-trabajador percibió no fue sino el ingreso de equilibrio de un propietario de factores que no asume ningún tipo de riesgo o incertidumbre empresariales, y que Jones-el-empresario fue quien se benefició de la diferencia, sería, simplemente, tergiversar los hechos, pues nada de lo que Jones ha obtenido habría sido ganado sin una decidida y fundamental asunción de cierta incertidumbre empresarial por su parte. Sin embargo, las cosas tampoco son muy diferentes para Smith, amigo de Jones, quien prefiere un trabajo relativamente más tranquilo al servicio de Brown, presidente de una compañía de taxis, a cambio de un sueldo. Aunque es verdad que es ahora Brown, y no Smith, quien soporta el riesgo empresarial de mandar a Smith a las calles con su taxi, no obstante Smith también tiene algo de empresario. Del mismo modo que Jones —quien vende sus servicios directamente al consumidor— atribuye sus ganancias a su empresarialidad, Smith… que los vende a Brown… también las ve así en lo que respecta a la venta de su trabajo. ¿Por qué? Pues porque nadie garantizó nunca nada a Smith, quien jamás se encontró en la disyuntiva de tener que elegir entre la alternativa perfectamente definida de dedicar el día a descansar o a ganar un sueldo. Ya hemos visto que alguna duda «empresarial» sin duda asaltaría su mente a la hora de decidirse a trabajar para Brown, incluyendo la de si era 244
consciente de todas las dudas razonables. Después de todo, Brown podría arruinarse y dejarle sin paga, o las compañías de taxis competidoras necesitar más conductores y ofrecerle ingresos muy superiores a los que hasta ahora está obteniendo de Brown. Al vender sus servicios a Brown, Smith no está simplemente convirtiéndolos en su valor monetario, perfectamente conocido y seguro, sino que está, guiado únicamente por su olfato empresarial, dando un paso en la oscuridad y adentrándose en un futuro empresarial incierto. Incluso si después se supiese que los ingresos de Smith son idénticos a los que se pagan en cualquier otra parte, el hecho inalterable es que Smith puso en juego todo su sentido empresarial. Cuando se analiza la justicia del derecho de un trabajador a recibir su salario —o la del de cualquier propietario de factores a los ingresos correspondientes— aparecen razones más que suficientes como para reconocer la relevancia de una regla como «quien lo descubre se lo queda». El trabajo productivo y rentable de Smith para la compañía de taxis de Brown no sólo es resultado, está claro, de que éste descubriera el potencial de aquél. Si se acepta que el descubrimiento es crucial en las cuestiones de justicia, como sostiene esa regla, entonces hay que reconocer que su ámbito de aplicación sobrepasa la esfera del puro beneficio empresarial, y que los ingresos por factores caen también dentro de él. Esta afirmación reclama, con todo, argumentaciones adicionales que formularemos desde un punto de partida un tanto diferente.
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El descubrimiento en la producción, una vez más Recordemos que en el capítulo segundo, tras establecer una nítida diferenciación entre descubrimiento y producción, procedí (un tanto maliciosamente, quizás) a desdibujar la distinción entre ambos. Después de analizar el concepto de descubrimiento genuino y contrastarlo cuidadosamente con el de actividad productiva pura señalé que, en el mundo real, los ejemplos de casos «puros» simplemente no existen, y afirmé a continuación que cada acto de producción, inevitable e invariablemente, manifiesta elementos heurísticos. Esta intuición la encontramos ahora perfectamente ejemplificada en el caso de un propietario de factores que decide transformar sus servicios productivos en ingresos, ya que tal decisión está necesariamente impregnada de elementos empresariales. Recordemos también que el descubrimiento puro difiere de la pura producción en que lo descubierto no puede en absoluto atribuirse a la deliberada decisión del descubridor de lograr un objetivo cuya consecución —en virtud del control que ejerce sobre los factores productivos— tiene plenamente asegurada. Un acto de descubrimiento, decíamos, era aquel que originaba la existencia de algo que antes estaba totalmente fuera del propio alcance. Un acto de pura producción, por su parte, se constituye simplemente por la decisión deliberada de transformar unos factores en productos, sin que se introduzca nada nuevo: el producto obtenido «existía» ya antes de ser producido, si bien de forma incipiente y bajo apariencia de unos factores cuya 246
disponibilidad garantizaba la producción a voluntad. En la pura producción, el control sobre el futuro está garantizado por el control que se ejerce en presente sobre los factores; en el descubrimiento genuino, por el contrario, nada de lo que ocurra en el futuro puede garantizarse mediante algo que exista antes del momento del descubrimiento. En el mundo real, sin embargo, los casos de producción pura no existen, ya que el control sobre los factores nunca garantiza el logro definitivo de los objetivos de producción. En un mundo real abierto a la incertidumbre, la actividad productiva se desarrolla en un marco en el que las oportunidades de producción no son evidentes para todos, sino que deben ser prescientemente anticipadas por el supuesto productor, quien, al aprovechar las oportunidades que adivina, manifiesta su opinión sobre lo que será el futuro. Nada, absolutamente nada en cualquier complejo de factores controlado por el productor, garantiza que éste perciba la particular oportunidad productiva que de hecho advierte. Así que, cuando por fin produce algo a partir de los recursos de que disponía, no podemos pretender que ese producto ya existía embrionariamente en aquéllos. Muy al contrario, ese producto se originó, en cierto sentido, en la visión anticipadora del productor, quien fue capaz de reconocer —en un mundo de incertidumbre— el valor de ese particular acto de producción. Recuerdo esto al lector al objeto de reforzar mi pretensión de que todos y cada uno de los ingresos procedentes de la venta de factores pueden considerarse, en el mundo real, como ingresos 247
empresarialmente generados. El proceso de generación de ingresos a partir de factores en un mercado en equilibrio se asemeja al de la pura actividad productiva, en el sentido de que en él la propiedad de los factores basta para garantizar el ingreso correspondiente, cuyo origen histórico se remonta así con toda precisión a tal propiedad y sin que quepa en lo más mínimo atribuirle carácter heurístico alguno. El contraste entre el puro ingreso por la venta de factores y el puro beneficio empresarial no puede ser mayor. Por una parte, el beneficio empresarial puro emerge del descubrimiento genuino asociado a la percepción de una oportunidad de comprar y vender a precios distintos, y por lo mismo no cabe remontar su origen a algo que poseyera el empresario (el empresario en cuanto tal, además, no es propietario de ningún recurso). Por su parte, la génesis de los puros ingresos por factores se sitúa en la mera posesión de los mismos, suficiente para asegurar los ingresos; de hecho, basta con que el propietario de un factor exprese su voluntad de transformarlo en ingreso, de modo similar a como el puro productor no tiene más que expresar su deseo de transformar los recursos en productos. En el mundo real, sin embargo, no existe propiedad pura alguna de factores: ningún poseedor de ellos está en condiciones de asegurar su transformación en ingresos, por lo que la mera posesión no exime de hacer frente a las incertidumbres de un mundo repleto de sorpresas. La conversión de un factor en ingreso exige adoptar decisiones en un contexto de posibles sorpresas y desengaños, lo que equivale por parte del propietario 248
a expresar su convicción acerca de cómo será el futuro. Pues bien, esta misma expresión constituye un acto de percepción y descubrimiento, y el ingreso así obtenido no puede sin más considerarse perteneciente a su receptor por el simple hecho de ser propietario del factor, como no cabe sin más considerar un producto como la transformación automática por parte del empresario de los factores productivos que controla. Todo esto apoya mi pretensión de que las teorías de la justicia capitalista que no reconocen estos aspectos heurísticos en los procesos de asignación de ingresos no sólo ignoran la categoría de beneficio empresarial puro, sino también el auténtico carácter de todos los ingresos capitalistas, incluidos los ingresos por recursos tal y como se dan en las condiciones de incertidumbre del mundo real.
Consideraciones adicionales sobre el elemento heurístico en la producción Nuestra discusión del elemento heurístico inevitablemente presente en toda decisión de producción quizás nos ayude a entender por qué la literatura sobre la justicia económica ha pasado por alto la amplia relevancia de una regla como «quien lo descubre se lo queda». Cabe preguntarse por qué la teoría considera la producción como si cada decisión se adoptara en un mundo mecánico y sin sorpresas, y cada ingreso por la venta de factores como si el lugar propio de cada unidad de factor estuviese perfectamente definido y fuese evidente para todos, y 249
su valor de mercado igualmente obvio. Gran parte de la respuesta a estas preguntas se encuentra quizás en la distinción entre la perspectiva ex ante y ex post de la actividad de mercado. Cuando se observa el devenir de los hechos económicos es extraordinariamente fácil pasar por alto la incertidumbre que ex anterodea cada decisión en el mercado. Desde una perspectiva ex post, el contexto en que se adoptó la decisión puede parecer menos problemático de lo que aparentaba en el momento de su adopción, por lo que a posteriori parece fácil atribuir los productos a los factores (y, después de todo, realmente fueron los factores los que los produjeron). Así, con la perspectiva que da el tiempo, parece obvio que fue el control previo sobre los factores lo que garantizó la emergencia del producto; y que la decisión de producir consistió en poco más que en «apretar el botón», en permitir al factor-embrión crecer —sin costes ni esfuerzos— hasta convertirse en un producto maduro. Desde esta perspectiva quizás no sea fácil advertir cuán incierto se nos presentaba el futuro en el momento de la decisión, qué poco seguros estábamos de alcanzar el objetivo que nos habíamos propuesto con los recursos de que disponíamos, de que el valor que atribuíamos a tal objetivo respondiera a la realidad, de que realmente dispusiéramos de los factores necesarios, y otras dudas por el estilo. De manera similar, una vez que el propietario de los factores ha logrado efectivamente transformarlos en ingresos quizás olvide las dudas que anteriormente le asaltaban (¡o que deberían haberle asaltado!). Al fin y al cabo, el empresario ha pagado un salario 250
determinado por un día de trabajo, y parece evidente que, al comienzo de la jomada, el trabajador se enfrentaba a la simple alternativa de tomarse el día de descanso o de trabajar por ese salario. Sin embargo, lo que ahora parece el obvio curso de los acontecimientos no tenía por qué ser el que el (entonces) futuro debía inevitablemente seguir. Al empezar el día, las posibilidades eran múltiples y no siempre fácilmente perceptibles; la elección efectivamente realizada, además, no tenía por qué ser la única acertada. Lo que desde la perspectiva de hoy no se considera en absoluto empresarial, desde la perspectiva de ayer podría haber sido algo puramente conjetural. Así, lo que ayer se captaba en una perspicaz e imaginativa expresión de alerta e intuición empresariales, hoy podría pensarse que en absoluto requería de capacidad prospectiva y, volviendo a los ingresos por la venta de factores, daría la impresión de que en su obtención no había implicado elemento heurístico alguno. En la obtención del puro beneficio en el curso de un proceso de compra y venta, por su parte, parecería que éste procede de alguna confusión creada por el empresario entre compradores y vendedores. Es comprensible, pues, que tanta literatura sobre justicia económica haya simplemente pasado por alto el elemento heurístico; y no sólo en los ingresos por factores, sino también en la obtención del puro beneficio empresarial. Sin embargo, nuestros razonamientos deberían haber mostrado ya que una perspectiva ex post demasiado estrecha podría dar lugar a severas confusiones. Si se va a considerar significativa una 251
regla como «quien lo descubre se lo queda», entonces debería reconocerse también su importancia para justificar prácticamente toda percepción de ingresos dentro del sistema capitalista. Es ampliando la propia visión, intentando comprender la incertidumbre que ex ante rodea cualquier tipo de decisión, como mejor se puede captar el elemento heurístico contenido en cualquier decisión adoptada y en todo resultado obtenido. Desde el punto de vista del observador ético que intenta valorar la justicia de las asignaciones de ingresos capitalistas, todo esto puede ser extraordinariamente significativo. Desde esta perspectiva, las realidades del mercado pueden apreciarse en toda su plenitud, y no en términos de modelos que encuentran analíticamente útil hacer abstracción de algunas de las características de la realidad. Lo que a efectos de la teoría económica positiva puede ser una suposición simplificadora eficiente puede convertirse, para los propósitos de evaluación ética, en una tremenda distorsión de la realidad. Con toda seguridad, la exclusión de la incertidumbre ilimitada de los modelos de equilibrio ha tenido el efecto de desviar la atención del carácter heurístico que casi toda percepción de ingresos tiene en un sistema de mercado.
La significación de una regla como «quien lo descubre se lo queda» para la justicia capitalista Como anunciaba al principio, cualquier discusión ética de esta regla heurística queda pospuesta hasta el 252
capítulo seis. En el presente, la atención se ha centrado en su significado y aplicación en el caso de que fuera relevante a efectos de evaluación ética. Y ahora, después del prolijo y minucioso análisis precedente, estamos ya en condiciones de apreciar su importancia en cualquier valoración de la justicia capitalista. La aceptación de esta regla podría modificar drásticamente el grado de dependencia respecto de la teoría de los títulos de propiedad que hasta ahora ha necesitado la justicia capitalista para su defensa. Más aún, podría proporcionar una defensa de las asignaciones de ingresos capitalistas allí donde tal teoría careciera de relevancia o donde, tomada sin más, podría poner esa misma justicia en aprietos. Una razonable conjunción de ambas aproximaciones, la de los títulos de propiedad y la de una regla como «quien lo descubre se lo queda», parece sin embargo ofrecer una poderosa defensa de la justicia capitalista. En primer lugar, una regla tal aportaría una nueva base para defender la adquisición original a partir de la naturaleza, constituyéndose así en uno de los pilares sobre los que elaborar la teoría de títulos de propiedad. Una aproximación tal puede alimentar la ética fundamental de la propiedad privada, sobre la que en último término descansa todo el sistema capitalista. En segundo lugar, esta regla proporciona una defensa directa de la legitimidad del puro beneficio empresarial, especialmente contra acusaciones en las que el error se arguye como causa de invalidación del derecho al mismo. En tercer lugar, ofrece una razón poderosa a favor de la justicia de los ingresos por la venta de recursos, 253
afín a la que ofrece la teoría de los títulos de propiedad, pero de un alcance notablemente mayor. Si cada percepción de ingresos tiene algo de descubrimiento, entonces el propietario de un factor puede reclamar su derecho a él no sólo en virtud de su título de propiedad privada, sino también argumentar, sobre la base de esta regla, que tiene derecho a cuanto el mercado ofrezca por la venta del mismo en quid pro quo. Después de todo, fue él y no otro quien de hecho descubrió la oportunidad que semejante venta representaba, tanto para él como para los compradores. Consideradas conjuntamente, estas tres implicaciones de nuestra regla heurística pueden revolucionar la discusión en tomo a la justicia capitalista. Es más, su aceptación puede ofrecer los incentivos de mercado precisos para realizar descubrimientos socialmente valiosos a todos los niveles. Por consiguiente, no es sólo que esta regla proporcione una defensa del modo en que el capitalismo corta y distribuye la «tarta» que produce sino que, además, puede considerársela en gran medida responsable del tamaño de la misma. Como argumentábamos en capítulos anteriores 114 , lo realmente significativo aquí es algo más que el hecho (ampliamente admitido) de que el tamaño de la tarta depende de su modo de distribución. Mi interés está más bien en señalar que el concepto mismo de una tarta en espera de ser distribuida demuestra ser, desde nuestra perspectiva heurística, fundamentalmente deficiente y engañoso. En absoluto se puede pretender 114
Véanse el Capítulo I, pp. [58-61], y el Capítulo III, pp. [119-121].
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que la tarta social que, desde una perspectiva ex post, será repartida en el proceso de distribución de ingresos capitalista, «existiera» ya en aquellos factores de producción que la sociedad consideraba tener a su disposición; muy al contrario, su mismo tamaño y composición resultan ser descubiertos, «creados», en el curso del proceso empresarial capitalista. La regla «quien lo descubre se lo queda» no es un procedimiento incentivador distributivo ingeniosamente concebido para sacar el mayor partido posible a unos recursos dados, dada una determinada capacidad productiva, sino, más bien, un procedimiento con el potencial incentivador de estimular la realización de descubrimientos de otro modo impredecibles. De una regla como ésta se puede esperar que revele la disponibilidad de unos recursos que de otro modo nunca habría sido advertida, o el uso valioso de recursos conocidos que de otro modo hubiera sido pasado por alto. Y no sólo esto, sino también configuraciones sociales de oferta y demanda, de necesidad y de disponibilidad que, tomadas conjuntamente, pueden incrementar drásticamente el valor social de unos recursos dados y conocidos por la sociedad, incluso por lo que toca a sus capacidades productivas ya conocidas.
La ética de una regla como «quien lo descubre se lo queda» y el largo plazo Aunque no haya sido fácil atraer la atención sobre el elemento heurístico presente en la venta de factores 255
(como en cualquier acto productivo deliberado del mundo real), esto no significa que los ingresos por factores hayan de verse, por supuesto, como purodescubrimiento. El único ingreso que se corresponde con un puro descubrimiento es la categoría analítica de beneficio puro, pues los ingresos por factores manifiestan en diversos grados aspectos tanto de descubrimiento como de generación por simple posesión de un título de propiedad, en función de la importancia del desequilibrio y de la incertidumbre que revistan los mercados de factores concretos. Mi crítica anterior, en este mismo capítulo, del modo en que la literatura al uso sobre la justicia ha tratado los ingresos por factores, considerándolos como la mera realización de su valor de mercado, se había centrado en su incapacidad para apreciar el elemento heurístico en ellos. Ahora bien, de buen grado concedí que allí donde las condiciones del mercado hubieran alcanzado una estabilidad tan pronunciada y reconocible por todos que los propietarios de factores se sintieran prácticamente seguros de obtener un ingreso dado y cierto a cambio de sus factores, tal literatura podría estar plenamente justificada al abstraer de posibles elementos heurísticos residuales. En los casos típicos del mundo real, el teórico de la justicia debe ser capaz de reconocer ambas características de los ingresos por factores: las que son relevantes desde una ética que se sostenga sobre la regla «quien lo descubre se lo queda» tanto como las que lo son desde una pura ética de títulos de propiedad. El error de ignorar estas últimas sería tan serio como el de preterir las primeras. En todo caso, cualquier defensa de la justicia 256
capitalista puede perfectamente apelar a principios éticos distintos de los que dimanan de las propiedades heurísticas del capitalismo real. Quisiera señalar, antes de finalizar el capítulo, que el grado de importancia que los elementos heurísticos puedan tener a la hora de valorar éticamente la justicia capitalista pueden, por supuesto, variar con el tiempo. En un momento determinado, el grado de inestabilidad, desequilibrio e incertidumbre prevalentes en ciertos mercados puede ser tan elevado que nuestra regla resulte extraordinariamente relevante; en otros, algunos mercados particulares pueden haber evolucionado hacia un estado de estabilidad tal que la misma regla sólo conserve, y si acaso, un papel marginal en tal valoración. En ambos casos, difícilmente cabe una predicción sistemática de la dirección que seguirá un mercado particular; no, al menos, sin incurrir en rigideces o ambigüedades. Por una parte, la teoría económica ha puesto un notable énfasis en su conclusión de que los mercados típicos tienden más o menos rápidamente a gravitar, al recibir un «shock» o impacto externo, hacia un nuevo equilibrio. Esto sugiere que diferentes mercados, en diferentes momentos, son capaces de exhibir su potencial heurístico en grados diversos, haciéndose así susceptibles de interpretación a la luz de nuestra regla. Y así sería ordinariamente, si no fuera porque también existen fuerzas en constante funcionamiento que erosionan y contrarrestan tales manifestaciones y, con ello, la relevancia hermenéutica de la misma. Por otra parte, sería razonable señalar lo que bien podría ser una tendencia sistemática a largo plazo y 257
precisamente en sentido contrario. Históricamente, el desarrollo de las economías capitalistas se ha movido de modo constante hacia una riqueza económica mayor, beneficios más altos y estructuras de producción e interrelación de mercados cada vez más complejas. La proliferación de nuevas producciones, tecnologías novedosas y fuentes de recursos de reciente aparición ha venido ocurriendo a un ritmo en tal forma creciente, que el entorno empresarial así creado ha tendido más hacia la oportunidad que la estabilidad, hacia la incertidumbre que el equilibrio. Esta tendencia histórica no sólo es responsable de la creación de un entorno y clima empresariales que han favorecido de forma creciente las innovaciones ingeniosas, sino también de incrementar notablemente el abanico de posibilidades al alcance de los propietarios de factores y recursos en general (en concreto, abriendo nuevos horizontes de creación o descubrimiento de usos innovativos para éstos). Por vía de ejemplo, un joven a punto de terminar sus estudios de bachillerato se ve hoy en día obligado, al objeto de desarrollar sus capacidades productivas al máximo, a ejercitar su talento para el descubrimiento empresarial en un grado de complejidad e incertidumbre tales como no han conocido las generaciones anteriores. A la luz de todo esto, y desde la perspectiva adoptada en este libro, cabe perfectamente sostener que, a medida que el capitalismo progresa, cualquier juicio sobre la justicia de sus asignaciones de ingresos debe prestar atención creciente al elemento heurístico presente en las decisiones adoptadas en el mercado. Si existiera alguna excusa para el tradicional olvido de 258
una regla como «quien lo descubre se lo queda» al tratar la cuestión de la justicia capitalista, ésta descansaría, probablemente, en la circunstancia de que antes (en particular, durante el siglo diecinueve) el sistema capitalista tendía a exigir menos empresarialidad en las decisiones de los propietarios de factores de lo que hoy es el caso. A medida que crece la opulencia en una economía de mercado, mayor es la variedad de sus ofertas, la riqueza de las combinaciones productivas posibles para los factores dados, la importancia de las intuiciones heurísticas…, y también mayor, por supuesto, la relevancia de una regla como «quien lo descubre se lo queda» (caso de que llegara a aceptarse). En el capítulo que sigue procederemos, con esta comprensión del ámbito de aplicación de las consideraciones heurísticas como fondo, a examinar algunas intuiciones éticas ampliamente compartidas, a fin de establecer la plausibilidad y admisibilidad de una ética como la que recoge nuestra regla.
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CAPÍTULO VI LA ÉTICA DE «QUIEN LO DESCUBRE SE LO QUEDA» A lo largo del libro vengo subrayando el elemento heurístico o empresarial que, en mi opinión, proporciona el impulso motor a los procesos de mercado. Repetidas veces he prometido demostrar que la aceptación de este elemento permite, por no decir que implica, la apreciación de una dimensión ética del mercado hasta ahora ignorada. También he sugerido, una y otra vez, que el carácter heurístico de los procesos mercadológicos apunta a la relevancia ética de una regla como «quien lo descubre se lo queda» a la hora de valorar la justicia económica de los procesos de asignación de ingresos en el capitalismo. El presente capítulo me permitirá cumplir estas promesas y trabajar todas estas sugerencias. Pero, antes de hacerlo, me parece de gran 260
utilidad reflexionar sobre lo que cabe o no esperar de este capítulo. Mi primer y más importante deber consiste en aclarar que en absoluto sostengo que el mero reconocimiento del descubrimiento empresarial exija de suyo alguna convicción ética particular. Alguien puede estar perfectamente convencido, sobre fundamentos éticos independientes, de que encontrarse algo no confiere ningún título de propiedad a su descubridor, es decir, no otorga a éste ningún derecho frente a otros o frente a la sociedad en general. Reconocer la función clave que el descubrimiento desempeña en los procesos de mercado no tiene por qué implicar modificar tales convicciones, ya que entender el mercado competitivo como un proceso heurístico es una cuestión de economía positiva, algo que ha de reconocerse con independencia de cómo se valoren los aspectos e implicaciones éticas del descubrimiento. En todo caso, las lecciones que enseña la economía positiva no tienen por qué modificar los propios criterios de valoración normativa o ética. Aquí sostendré que, dadas unas intuiciones éticas ampliamente compartidas por lo que toca al descubrimiento y sus consecuencias, una comprensión del proceso capitalista como proceso heurístico debería permitir apreciar unas características éticas del sistema capitalista que de otro modo fácilmente se pasarían por alto. Mi tarea en este capítulo no tiene por tanto nada que ver con enseñar una nueva ética, y de hecho en absoluto pretendo enseñar ética alguna. Mi interés está más bien en mostrar que los fundamentos éticos de una regla como «quien lo descubre se lo queda» 261
gozan ya de hecho de amplia aceptación. Aceptada esta premisa, creo que las demostraciones del libro por lo que toca al carácter heurístico del proceso de mercado permitirán a muchos observadores críticos con el capitalismo llegar a unas conclusiones éticas que de otro modo fácilmente se les hubieran escapado. También quiero dejar claro que no pretendo aquí persuadir a nadie de la potente carga ética de una regla como la nuestra, y que ni siquiera intento establecer ese fundamento ético que tengo por tan ampliamente aceptado. Me basta con señalar que se trata de un fundamento que efectivamente goza de amplia aceptación, sin ni siquiera entrar a considerar si también lo comparto. Por consiguiente, no debe interpretarse este capítulo como un ensayo de filosofía moral, sino como un ejercicio de aplicación de lo que creo un punto de vista que forma parte de la filosofía moral del hombre corriente. Retomaremos este punto enseguida. Mi segundo deber consiste en repetir que no estoy en absoluto equiparando justicia con moralidad por el hecho de solicitar un reconocimiento de las implicaciones éticas del descubrimiento a la hora de valorar la justicia capitalista. Si la perspectiva heurística me conduce a defender la asignación de ingresos capitalista contra cargos de injusticia, no por ello estoy proporcionando ninguna apología definitiva de la moralidad de tales asignaciones, y mucho menos del sistema capitalista en su conjunto. Existen, de hecho, algunos acercamientos a la cuestión bien diferentes, para los que declarar una desigualdad como justa equivale a confirmarla limpia de toda
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culpa moral 115 . Detectar cualquier implicación moralmente indeseable de desigualdad puede ser suficiente para declarar ésta injusta, pero no creo que en este asunto valga la pena enfrascarse en disputas que tengan que ver con definiciones. Por lo que a mí toca, considero preferible tratar las cuestiones morales una después de otra, desenredando líneas de argumentación que invoquen criterios morales distintos (mas no por ello necesariamente incompatibles). Al apelar a las propias intuiciones del lector en favor de una regla del tipo «quien lo descubre se lo queda» no estoy apelando a sus intuiciones sobre una supuesta moralidad absoluta de tal regla. Simplemente, le estoy pidiendo que reconozca que ésta proporciona una primera parada, aceptablemente cómoda, en un viaje previsiblemente largo y difícil por el mundo del análisis moral aplicado; un lugar de tránsito, razonablemente seguro, desde el que considerar cuál será el siguiente paso analítico y a dónde parece que éste nos pueda conducir. Considerar justa una regla como «quien lo descubre se lo queda» equivale a reconocer que ésta nos conduce, moralmente hablando, a un punto desde el que cabe confiar en poder continuar el viaje. Mientras no nos engañemos pensando que la primera parada forzosamente representa nuestro destino final, podremos beneficiarnos, y mucho, si consideramos este primer paso como diferente de los que le seguirán. Mi tercera y última alegación preliminar tendrá forma de reconocimiento. Las intuiciones morales que 115
Tal parece ser el caso de Kai Nielsen, Equality and Liberty. A Defense of Radical Egalitarianism, Rowman and Allanheld, Totowa, Nueva Jersey 1985.
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pretendo alcanzar partiendo de una comprensión del mercado como procedimiento de descubrimiento dan por supuesto una aceptación básica de los elementos centrales de la teoría de la justicia desarrollada por Robert Nozick, por lo que mis propios planteamientos deberían considerarse, por así decirlo, dependientes o como «a hombros» de su teoría adscriptiva de títulos de propiedad. Me parece, a pesar de la extensa literatura crítica que ha ido surgiendo en torno al trabajo de Nozick, que los elementos fundamentales de su teoría siguen gozando de un amplio reconocimiento. Si bien confío en poder mostrar que algunas de las características de la ética asociada a nuestra regla son compatibles con intuiciones que, no obstante su crucialidad, no se encuentran en Nozick, esto no cambia el hecho de que una ética como la de nuestra regla se ve en último término forzada a apelar a las mismas nociones básicas de derechos y del papel de justos títulos de propiedad en una teoría de la justicia que las que sustentan la teoría nozickiana. Este reconocimiento, desde luego, implica tanto costes como beneficios. Por una parte, aceptar el carácter fundamental de la teoría de Nozick me permite remitir a sus propios argumentos en muchos temas y no verme así obligado a tener que explicar todos los fundamentos filosóficos de los resultados que me propongo alcanzar. Esto facilitará centrarme, además, en la contribución marginal que deseo hacer al asunto de la valoración ética del capitalismo. Mi dependencia del sistema de Nozick, sin embargo, podría dar la impresión de implicar que quienes no acepten su teoría tendrían poco que aprender de este capítulo; o que mis 264
conclusiones, para quienes están convencidos de que la teoría de Nozick carece de implicaciones morales, no revisten el menor interés. Lamentaría que así fuera, ya que parte al menos de mis conclusiones permite reforzar, protegiéndolos de críticas aparentemente destructivas, los mismos fundamentos de Nozick a los que invoco como autoridad reconocida. Los escépticos con las conclusiones de Nozick quizás encuentren éstas más creíbles una vez que las contemplen desde la perspectiva que aquí ofrezco.
La función de las intuiciones morales A lo largo de este capítulo, como ya indicaba, apelaré a las intuiciones morales del lector, al objeto de probar que una regla como «quien lo descubre se lo queda» concuerda con intuiciones morales generalmente compartidas. Se ha hablado mucho en los últimos años de si sería posible utilizar este tipo de intuiciones en la elaboración de una teoría de la justicia. Según Rawls 116 , entre otros 117 , estas «creencias morales ordinarias e irreflexivas» 118 desempeñan un papel fundamental a la hora de alcanzar un «equilibrio reflexivo», con independencia de que se las denomine «intuiciones morales», «juicios impremeditados» o «convicciones». Este equilibrio reflexivo habría de 116
John Rawls, A Theory of Justice, Harvard University Press, Cambridge 1971, pp. 47 y ss. 117 Véase K. Nielsen, op. cit., pp. 24-38. 118 Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously, Harvard University Press, Cambridge 1977, p. 155.
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descansar sobre la aceptación de dos elementos: algunas convicciones fundamentales concretas y un conjunto de principios que proporcionen a éstas coherencia. En cuanto método, ha sido descrito en filosofía moral como «un partir de nuestras convicciones iniciales, para proceder y retroceder entre éstas y los principios morales, modificando una pretensión teórica por aquí, cambiando un criterio reflexivo por allí, abandonando un supuesto principio o una creencia básica más allá… hasta alcanzar un estado en que nuestros juicios, debidamente depurados y ajustados, encajan perfectamente con nuestros principios y teorías» 119 . Otros filósofos, sin embargo, se han mostrado escépticos con depositar tanta confianza en nuestras convicciones e intuiciones iniciales. En su opinión, los principios morales deberían ser probados con independencia de nuestras creencias, ya que confiar en tales intuiciones morales precríticas equivale a «enmascarar como filosofía lo que en realidad es una política»120. Me parece, sin embargo, que mi modo de proceder aquí, al apelar a intuiciones morales ampliamente aceptadas, escapa a estas críticas. Como ya señalé, no es mi propósito embarcarme en ofrecer principios de filosofía moral, sino más bien indagar en los de mis lectores. No pretendo tanto demostrar la superioridad ética de una regla como «quien lo descubre se lo queda» cuanto mostrar que, dadas unas posiciones éticas generalmente aceptadas, la coherencia de esta regla con ellas no es tan difícil de admitir. De hecho, 119
K. Nielsen, op. cit., p. 26. R. M. Hare, «Liberty and equality: how politics masquerades as philosophy», en E. F. Paul, F. D. Miller, Jr., and J. Paul (eds.),Liberty and Equality, Basil Blackwell, Oxford 1985, p. 5. 120
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no estoy interesado en seguir el método que conduce al equilibrio reflexivo (depurando creencias e intuiciones aquí y allá) sino, simplemente, en explorar las implicaciones morales de creencias generalmente aceptadas, depuradas o no, comoquiera que estén.
Los fundamentos de Nozick Para bien o para mal, tengo la impresión de que la mayoría de la gente posee un arraigado sentido de la propiedad, y de que su concepto de la justicia se basa firmemente sobre la convicción de que es posible hacer valer títulos legítimos de propiedad que, en circunstancias normales, no cabría violar sin cometer una injusticia. Ahora bien, pudiera ocurrir que ese sentido de la propiedad y su relación con concepciones de la justicia ampliamente compartidas no expresaran una instancia moral fundada sobre la sana reflexión filosófica, sino quizás un modo de pensar basado en la costumbre, en intereses de la clase burguesa, en una aberración psicológica inducida por la debilitación moral que causa el capitalismo, en una argumentación incorrecta, o en lo que fuera. No es algo, en todo caso, que realmente nos importe, ya que aquí nos basta con que esta postura o instancia moral sea lo suficientemente compartida por una mayoría. Es a esta perspectiva, seguramente, a la que con tanta fuerza apela la articulación que hace Nozick de su
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teoría adscriptiva de la justicia121. Desde ella, la misma posibilidad y adecuación moral de los justos títulos resulta tan primordial e importante para la integridad del individuo, que el protegerla de ataques parece invocar un sentido moral propio: el sentido de la justicia. Por tanto, una sociedad en la que escrupulosamente se respeten las normas relativas a la adquisición y transferencia de propiedades debe considerarse como justa, con independencia de que pudiera padecer otras lacras morales. Tal es la difusión de este sentido moral (es decir, de que no cabe violar un título de propiedad legítimo, común o privado, sin cometer una injusticia) que incluso quienes intentan abolir la propiedad privada sobre argumentos de justicia no pueden evitar a veces fundamentar en él su pretensión. John Roemer, al desarrollar concienzudamente su oposición a la 121
Es esta visión la que parece contradecir, a pesar de su elegancia y poder explicativo, el «análisis económico del derecho», asociado a los trabajos de Ronald Coase y Harold Demsetz. Como dice Charles Fried en Right and Wrong (Harvard University Press, Cambridge 1978, p. 92), el análisis económico del derecho «busca discernir qué asignaciones de derechos, en un mundo real de costosas negociaciones, se aproxima más a la eficiente, esto es, a aquella situación que respondería a un óptimo de Pareto en un mundo sin fricciones y sin costes de transacción». En esta perspectiva utilitarista, «los derechos se asignan instrumentalmente, en orden a asegurar la eficiencia como consecuencia» (ibid., p. 97). Para Fried, «lo llamativo de este modo de ver las cosas es la separación que se introduce entre decisiones éticas y decisiones sobre derechos» (ibid., p. 96). El análisis económico del derecho ofrece un potente instrumento para explicar particularmente bien algunos sucesos históricos relacionados con instituciones de propiedad. Pero el acercamiento ético a la propiedad, más difundido, no está dispuesto a renunciar a sus convicciones sobre la base moral de la propiedad fundada en consideraciones históricas. «El análisis económico del derecho ofrece innumerables razones válidas para aquellas asignaciones de derechos que intuitivamente nos parecen obvias, pero tales razones no tienen nada que ver con cierta “bondad” o “maldad” intrínsecas [de las situaciones en que se encuentran quienes han sufrido perjuicios civiles y quienes se los han infligido]». (Ibid., p. 98).
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institución de la propiedad privada desde presupuestos marxistas, remonta gran parte de la supuesta explotación capitalista al «robo y el saqueo», ejemplificados en el movimiento a favor del cercamiento de tierras que privó de libertad al campesino, «quien anteriormente había disfrutado de acceso a las tierras comunales y solía ser dueño de un pequeño rebaño y, quizás, hasta de un pedazo de tierra propio»122. Partiendo del sentido moral de la justicia, el énfasis recae, precisamente, sobre el imperativo moral que excluye el robo y el pillaje como modos de adquisición; es decir, sobre los tratos estrictamente justos. Lo que hace la teoría de Nozick es enfocar con inusual intensidad la posibilidad de una sociedad en la que las posesiones individuales no procedan del robo o el pillaje, ni originalmente ni en el decurso histórico. Si fuera éste el caso, argumenta Nozick, la justicia estaría garantizada, pues si nadie hubiera adquirido posesiones injustamente difícilmente cabría declarar injustos los resultados. En lo que queda del capítulo, me apoyaré en gran medida sobre esta noción «histórica» de lo justo, es decir, basada en la idea de un pasado sin adquisiciones injustas. Admitir la importancia de que no se den robo o saqueo no obliga de por sí, en pura lógica, a comprometerse con el uso lingüístico que hace Nozick 122
J. Roemer, Free to Lose: An Introduction to Marxist Economic Philosophy, Harvard University Press, Cambridge 1988, p. 58. Por supuesto, como aclara Roemer, esta posición fue especialmente sostenida por Marx mismo, quien ya había ridiculizado los relatos «idílicos» sobre la primitiva acumulación del capital con palabras como éstas: «En la historia real, resulta obvio que… el papel principal correspondió a la conquista, la esclavitud y el robo». Capital. A Critique of Political Economy, International Publishers, Nueva York 1967, p. 714.
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del término «injusticia», cuyo significado restringe injustificadamente a los mencionados conceptos y sus equivalentes. El robo puede ser una forma de injusticia, pero quizás quepan otras; como, por ejemplo, dejar de compartir con otros la propia riqueza. Sin embargo, me parece que la mayoría de nosotros diferencia claramente entre la repulsa moral que se pudiera sentir ante el robo o saqueo de lo que en justicia pertenece a otro, y cualquier enfado ante alguien que rehusara compartir sus bienes, o ante cualquier otro tipo de deficiencia ética. Antony Flew no estaba nada lejos de dar en el blanco, lingüísticamente hablando, cuando recusaba enérgicamente el término «justicia» para referirse a «la tarea de forzar la igualdad de resultados»123. El uso que hace Rawls del término «justicia», para describir el conjunto de imperativos morales a los que apunta su teoría, quizás resulte, para la mayoría de nosotros, forzar excesivamente la terminología. Kai Nielsen seguramente se encuentre sobre fundamento lexicográfico sólido cuando afirma (contra Flew) que el término «justicia» puede ser legítimamente aplicable a preocupaciones morales adicionales, además de las violaciones de justos títulos de propiedad124. Pero la verdad sigue siendo que parece existir amplio acuerdo sobre la importancia de distinguir tajantemente entre la conveniencia de protestar contra el robo y el saqueo, y la de alcanzar otros objetivos ético-morales125. El uso lingüístico que 123
Antony Flew, The Politics of Procrustes, Prometheus Books, Buffalo 1981, p. 33. 124 K. Nielsen, op. cit., p. 11. 125 Sin duda que la expresión «robo y saqueo» puede ampliarse hasta incluir cualquier reticencia a someter las propias posesiones a modelos
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hace Nozick del término «justicia» respeta y refleja este común sentir, por lo que procederé, sin más excusas dilatorias, a explorar sus posibles implicaciones, así como las del mencionado acuerdo sobre la oportunidad de realizar tales distinciones morales. Lo que espero poder mostrar es cómo este común sentir, a la luz de las intuiciones heurísticas desarrolladas en los capítulos precedentes, concluye en una defensa de la justicia capitalista de mayor alcance de lo que el mismo Nozick supone. De hecho, los asuntos en cuestión afectan al corazón mismo del debate sobre la justicia de la institución de la propiedad privada.
El fundamento de una propiedad privada legítima Sin dejar la teoría del derecho de Nozick, mi pretensión será la de sostener que el descubrimiento tiende a conferir, a los ojos de muchos, legítimo título de propiedad sobre lo poseído. Basaré mi argumentación sobre intuiciones que no se limitan a las que reconocen la validez de la teoría adscriptiva de títulos o derechos de propiedad y que, de hecho, parecen cruciales para diversas teorías de la justicia, sean de corte nozickiano o no. Todas estas teorías parecen coincidir en que, para que alguien pueda reivindicar en justicia cierta posesión, debe ser en principio capaz de establecer de distribución basados en criterios morales. Sin embargo, insisto en que no es ese el modo en que ordinariamente se emplea esa expresión.
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algún lazo diferencial con respecto a ella, algo que le diferencie significativamente de otros. Por ejemplo, haberla producido, trabajado, inventado, firmado o haberse empeñado tanto en ella que se le pueda juzgar como merecedor de la misma. Una objeción fundamental a la institución de la propiedad privada nace precisamente de la supuesta imposibilidad de determinar con claridad tales lazos en relación a ciertos recursos naturales, es decir, lazos que diferencien la propia relación de las de otros. Siempre se deberá exigir a John Doe, pongamos por caso, que demuestre el modo moralmente relevante en que cierta propiedad debería ser en concreto suya (y no de cualquier otro, de nadie, o de todo el mundo). Los argumentos igualitaristas —excepto aquellos en los que el imperativo de igualdad de resultados constituye el «fundamento» mismo de la intuición moral126— se basan casi siempre, de un modo u otro, en el supuesto de que no cabe establecer tal lazo o relación. Quienes rebaten tal supuesto lo que hacen es sugerir, precisamente, varios nexos posibles entre alguien y su posesión. Al exponer la refutación que la teoría de los justos títulos hace del igualitarismo, cierto filósofo (igualitarista) formuló su refutación como sigue: «Los bienes que se han de repartir no caen llovidos cual maná del cielo, sino que vienen acompañados de títulos de propiedad. Alguien los ha producido, comprado, cedido, heredado, encontrado, luchado por hacerse con ellos y conservarlos. Pensar que cabe preterir sin más estos títulos a la hora de
126
Véase, por ejemplo, Nielsen, op. cit., pp. 7-8.
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elaborar modelos ideales de distribución equivale a no respetar a tales personas»127. Una teoría adscriptiva de títulos o derechos de propiedad debería mostrar con suficiente claridad, antes de nada, lo convincente de las pretensiones sobre las que descansa. Quisiera prestar atención, en este capítulo, a una de las frases de la acotación anterior («Alguien los ha… encontrado»), ya que me parece que las reclamaciones o pretensiones de tal teoría adscriptiva que se apoyan en esta idea han sido en gran medida menospreciadas. Mi intención es argumentar que cuando John Doe encuentra algo — una concha, una oportunidad de beneficio, o lo que sea—, por este mismo hecho se establece una relación moralmente significativa sobre la que hacer descansar una reclamación de títulos o derechos válida, si es que se desea ser coherente en la aplicación de ciertas intuiciones morales ampliamente compartidas. Sin embargo, en primer lugar conviene atender a otras relaciones más fácilmente comprensibles, como la recogida en primer lugar en la lista («Alguien los ha producido…»).
La producción como fundamento de títulos de propiedad justos No cabe duda de que, para mucha gente, quien produce un objeto se constituye en su legítimo propietario. Es por esta razón, seguramente, por la 127
Ibid., p. 63.
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que el principio de justicia distributiva según la respectiva contribución productiva apenas ha sido impugnado. Como señalaba Milton Friedman, «incluso los críticos internos más severos del capitalismo implícitamente admiten como éticamente correcto que la retribución se ajuste a la propia contribución»128. A los ojos de los críticos marxistas, el capitalismo es explotador e injusto precisamente porque, desde su punto de vista, «el trabajo lo produjo todo y, sin embargo, sólo se quedó con una parte…». Considerar el producto como algo que resulta, moralmente hablando, únicamente de la acción del trabajo, implica contemplarlo como enteramente procedente de éste y, por consiguiente, el trabajador puede fundar su pretensión incondicional a un justo título de propiedad sobre él en la misma medida en que éste deba su existencia toda únicamente a sus esfuerzos laborales. Pero si el producto se contemplara, moralmente hablando, como resultado no sólo del trabajo, sino de éste en conjunción con otros factores e instrumentos productivos, entonces podríamos concluir con la ética capitalista de Milton Friedman: «A cada cual según lo que él y sus instrumentos produzca» 129 . A decir verdad, es precisamente el hecho de que la producción requiera las contribuciones cooperativas de muchas personas (asalariados, propietarios, capitalistas y empresarios) lo que plantea el problema de cómo distribuir el producto entre quienes conjuntamente lo han producido. Este problema equivale a desenredar e 128
Milton Friedman, Capitalism and Freedom, University of Chicago Press, Chicago 1962, p. 167 (Trad. esp.: Capitalismo y libertad, Rialp, Madrid 1966). 129 Ibid., pp. 161 ss.
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individualizar las contribuciones realizadas por los distintos miembros del equipo productivo, y es aquí de hecho donde surgen un sinfín de dudas y controversias. Lo que conviene hacer notar es que estas dudas y controversias nacen precisamente de una premisa moral comúnmente aceptada; a saber, que el producto pertenece por derecho a quienes lo produjeron. La propia naturaleza de la producción ha contribuido, empero, a poner de manifiesto cierta debilidad —algo así como su talón de Aquiles— en el argumento moral que fundamenta la propiedad en la producción. Producir consiste en transformar inputs en outputs, recursos o factores en productos. Pues bien: tanto si consideramos «productor» al dueño de los factores que acabarán constituyendo el producto, como al empresario que, si bien no posee ningún recurso, sí que coordina éstos para generarlo130, parece claro que la pertinencia de su reivindicación sobre la propiedad del producto dependerá crucialmente de la legitimidad misma del control que se ejerza sobre los factores. El argumento moral basado en la producción es, por fuerza, inconcluyente o incompleto, por lo que precisa del complemento de una teoría de derechos o títulos legítimos de propiedad sobre los recursos productivos. Los teóricos de los derechos de propiedad han comprendido perfectamente el reto, por supuesto, y esa es la razón por la que sostienen con energía la posibilidad de establecer tales títulos. De hecho, casi han invertido el orden del razonamiento: no se trata 130
Frank H. Knight Risk, Uncertainty and Profit, Houghton Mifflin, Nueva York 1921, p. 271.
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ya tanto de que una ética de la producción necesite del complemento de una teoría de derechos de propiedad sobre los recursos, cuanto de que la legítima propiedad sobre éstos (adoptado ahora como el punto de partida incuestionable) introduce un argumento moral a favor del productor. En efecto, el título de éste sobre el producto se hace derivar ahora del que anteriormente tenía sobre los recursos. Sin embargo, el intento de fundamentar un título de propiedad legítimo sobre los recursos no es tarea fácil, pues la consideración de este asunto nos conduce rápidamente a la raíz del problema. A saber, cómo establecer tales títulos sobre los factores de producción «originales», esto es, sobre los recursos no producidos por nadie o directamente proporcionados por la naturaleza. El argumento moral a favor de la propiedad fundado en la producción acaba así dependiendo, en última instancia, de una teoría de derechos sobre los recursos naturales. Es decir, de una teoría necesariamente no fundada en la producción. Mi argumentación, como se verá, consistirá en mostrar cómo una teoría de derechos de propiedad basada en el descubrimiento (frente a la basada en la producción) puede convertirse en fundamento moral para una teoría de derechos que comprenda no sólo los bienes producidos sino también, y simultáneamente, los recursos originales directamente procedentes de la naturaleza (sin los que, además, no cabe en último término concebir la producción). A tal objeto, examinaremos brevemente los problemas con que se ha topado la filosofía moral en su búsqueda de una base moral convincente sobre la que establecer títulos legítimos sobre los recursos 276
naturales, para a continuación analizar las dos grandes clases de recursos ahí comprendidos: el trabajo y la tierra. Por trabajo entenderé los talentos innatos y las habilidades de los hombres en cuanto agentes de producción y, por tierra, las materias primas y las fuentes naturales de energía. Este repaso rápido nos permitirá apreciar el agudo contraste que, quiero resaltar, existe entre el descubrimiento como fundamento de los títulos de propiedad, por una parte, y otras fundamentaciones más convencionales, por otra.
Autoposesión y legítima adscripción de títulos de propiedad No cabe duda de que la mayoría de la gente siente como innata la certeza moral de que nadie puede negarles el derecho a ejercitar libremente sus talentos congénitos, así como a gozar de aquello cuya existencia quepa atribuir únicamente a éstos. De hecho, muchos consideran tales derechos inseparables del derecho a ser respetados como individuos libres131. De ser reconocidos, estos derechos de autoposesión apoyan con fuerza el criterio de la teoría adscriptiva de títulos de propiedad según el cual se reconoce como propietario legítimo de algo a su productor. El concepto de autoposesión no sólo legitima directamente tales títulos —en la medida, 131
Véase Murray N. Rothbard, For a New Liberty: The Libertarian Manifesto, Collier Books, New York 1978 (ed. rev.), pp. 28 y ss.
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por supuesto, en que efectivamente quepa atribuir el producto a los propios esfuerzos del productor (o a los de aquellos empleados cuyos servicios laborales éste ha contratado, según un acuerdo voluntario libremente negociado)— sino que resulta central, además, en las teorías de títulos de propiedad que comúnmente se aplican a las dotaciones naturales u originales de recursos físicos. Por consiguiente, como veremos, las justificaciones lockeanas de la propiedad privada (de tierra, por ejemplo) se basan en la legitimidad del título (del campesino, en este caso) sobre el trabajo con que se combinan los recursos naturales132. Quienes defienden ante todo la igualdad y, en general, los críticos de la institución de la propiedad privada han considerado siempre necesario cuestionar a fondo esta idea tan difundida de autoposesión. Aparte cierta propensión filosófica a creer que las destrezas y habilidades de los distintos individuos no difieren significativamente de no mediar diferencias previas de crianza, educación u oportunidades (por lo que la autoposesión difícilmente podría explicar, de por sí, diferencias de propiedad sistemáticas justificables) 133 , los egalitaristas han enfatizado, en particular, «la arbitrariedad moral» 134 de las diferencias en destreza o talento cuya base sea genética. Y han concluido que, por basarse sobre tal arbitrariedad moral, la autoposesión que confiere legítimo título de propiedad a los propios talentos, 132
Véase Richard A. Epstein, «Possession as the root of title», Georgia Law Review vol. XIII (1979), p. 1227. 133 Confróntense los argumentos contra la meritocracia, cuidadosamente diseñados, de K. Nielsen, en op. cit., capítulos 7 y 8. 134 Ibid., p. 181; véase también Roemer, op. cit., p. 154.
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habilidades o rasgos caracteriológicos no puede ser de suyo justa. Por eso, para Rawls, «uno de nuestros juicios reflexivos irrenunciables es el de pensar que nadie merece la posición que ocupa en la dotación natural de talentos…»135. Debido a lo inmerecido de los talentos, argumenta Rawls, ningún sistema que permita que las distintas participaciones en la distribución vengan determinadas en función de éstos podrá ser considerado justo. La actual distribución de recursos y riquezas… es el efecto cumulativo de distribuciones previas de activos naturales (o sea, de talentos y destrezas) en cuanto éstos han sido desarrollados o descuidados con el tiempo, y su uso favorecido o perjudicado por circunstancias sociales y por contingencias tan casuales como el accidente o la buena suerte. Intuitivamente, la injusticia más evidente del sistema de libertad natural es que permita que las distintas participaciones distributivas se vean influidas, de modo absolutamente improcedente, por factores tan arbitrarios desde un punto de vista moral como éstos136. Nozick ha diseccionado cuidadosamente el razonamiento que liga la arbitrariedad moral de las dotaciones genéticas con la pretendida injusticia de un sistema que permite recompensar el talento y el carácter, e infiere que Rawls llega a su particular conclusión por partir de una perspectiva estrecha y 135 136
Rawls, op. cit., p. 104. Ibid., p. 72.
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rígida en lo que toca a (1) la raíz de las propias decisiones, y (2) la legitimidad de la autoposesión. Rawls atribuye todas las elecciones humanas, al parecer, a una herencia genética y a unas circunstancias familiares y sociales inmerecidas, lo que apenas deja margen a la propia autonomía y responsabilidad personales. Como señala Nozick, «rebajar de este modo la autonomía personal y la responsabilidad primera por las propias acciones resulta arriesgado en el caso de una teoría que, si no fuera por esto, pretende proteger la dignidad y el respeto que unos seres autonómos merecen»137. Y, lo que es más importante, Nozick concluye que Rawls concibe la distribución de las destrezas naturales como un «activo colectivo»: «todo el mundo tiene algún derecho o título sobre la totalidad de los activos naturales (tomados en su conjunto), sin que nadie pueda presentar reivindicaciones diferenciadas» 138 . Claramente dicho: la autoposesión es esencialmente incompatible con la justicia rawlsiana. Por consiguiente, la disputa en tomo a la autoposesión se resuelve en la cuestión de si la arbitrariedad moral que rodea la dotación natural o innata de cualidades en alguien justifica tratar éstas como parte de un conjunto de recursos perteneciente a toda la raza humana. Si todos los recursos humanos se tuvieran por un activo colectivo, resulta evidente que el concepto de individuo quedaría severamente afectado, ya que éste pasaría a concebirse en abstracto, esto es, como distinguible en principio de todas sus cualidades personales socialmente valiosas. Como 137 138
Nozick, op. cit., p. 124. Ibid., p. 228.
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comenta Nozick, la postura de Rawls «insiste demasiado en la distinción entre alguien y sus cualidades, habilidades o rasgos especiales. Que el concepto de persona quede a salvo, cuando la distinción se hace tan fuerte, es asunto más que discutible» 139 . Sin embargo, el caso es que Nozick apenas puede ofrecer argumentos que contradigan directamente la pretensión de que la arbitrariedad moral de las dotaciones naturales efectivamente erosiona la legitimidad de la autoposesión. Al no querer insistir en la distinción entre alguien y sus talentos, Nozick simplemente apoya de hecho la posición a favor de la autoposesión. Lo cual, en contra de los juicios reflexivos de Rawls, es perfectamente coherente con convicciones morales ampliamente compartidas sobre la integridad personal o individual. El caso, no obstante, es que aún no hemos ofrecido ninguna razón a favor de la posición de que los activos naturales ligados al físico de una persona (por vagamente que sea) pertenecen a ésta en exclusiva. ¿Por qué deberían ser tratadas estas dotes naturales de modo diferente a como lo son otros recursos, no humanos, pero igualmente naturales? No obstante la dificultad de establecer el principio de propiedad privada sobre los recursos físicos naturales, el asunto no admite posposición.
139
Ibid. (cursivas en el original).
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La adscripción de títulos de propiedad sobre recursos físicos naturales El mayor problema al que se enfrentan las teorías de derechos de propiedad consiste sin duda en dar razón de la primera adquisición privada de recursos originales a partir de la naturaleza. ¿Cómo pueden convertirse un pedazo de tierra, o incluso una bellota, que inicialmente no eran míos (aunque tampoco fueran de ningún otro), en algo de mi propiedad? ¿Qué acción personal por mi parte puede de repente imponer sobre los demás el imperativo moral de respetar mis derechos de propiedad sobre algo que hasta entonces no era mío? Las justificaciones tradicionales de la adquisición inicial se han apoyado en la teoría del trabajo de Locke, quien, a su vez, se basaba en el supuesto de la autoposesión. Siendo su única dificultad la de explicar cómo unos recursos físicos sin propietario y poseídos en común por toda la humanidad 140 podían pasar a convertirse en propiedad de un individuo particular, encontraba la solución en la propiedad de cada cual sobre su propia capacidad de trabajo. «Aunque la tierra y las criaturas inferiores sean comunes a todos los hombres», reza el famoso pasaje, cada cual tiene en propiedad su persona, sobre la que 140
Sobre la cuestión de si Locke suponía que en el estado de naturaleza los recursos carecían de propietario, o eran propiedad común de todos, o simplemente «se tenían en común», véase Epstein, op. cit., pp. 1229 y ss; y Onora O’Neill, «Nozick’s Entitlements», Inquiry (1976), reimpreso en J. Paul (ed.), Reading Nozick, Rowman and Littlefield, Totowa 1981, p. 316.
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ningún otro tiene derecho. Con razón podemos decir que el trabajo de su cuerpo y sus manos le pertenecen. Cualquier cosa, por tanto, que alguien saque del estado en que la naturaleza lo ha dejado al mezclarlo con su trabajo, por el hecho mismo de combinarlo con algo que es suyo, lo hace igualmente de su propiedad141. Mucha tinta ha requerido el esfuerzo de explicar la filosofía moral que subyace a la teoría de Locke. Esfuerzo especialmente complicado (en particular, por su importancia para la defensa de las instituciones de propiedad capitalistas) debido a la famosa condición con la que Locke delimita la aplicación de su tesis. Combinar el propio esfuerzo con un objeto natural sin propietario no asegura legítimo título de propiedad sobre él en todas las circunstancias, estipula la letra pequeña: «sólo en caso de que quede suficiente, y de comparable calidad, a disposición de los demás»142. Es justo reconocer que el debate actual ha sido, cuando menos, escéptico con la teoría de Locke. Dejando de lado la discusión a que ha sido sometida la premisa de la autoposesión, los críticos han puesto seriamente en tela de juicio el simple supuesto de que combinar el propio trabajo con un objeto sin propietario sea suficiente justificación moral para proceder sin más a su anexión (y, esto, aun en el caso de que se cumpla la condición impuesta por Locke). Hasta los más acérrimos y sólidos defensores de la propiedad privada capitalista han vacilado en aceptar los fundamentos lockeanos. Así, Epstein encuentra 141
John Locke, An Essay Concerning the True Original Extent and End of Civil Government, sección 27. 142 Ibid.
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bastante difícil de entender cómo puede ser suficiente con aplicar el propio esfuerzo sobre un recurso natural para que el resto del mundo se vea por ello condicionado. ¿Quién puede afirmar que, sin el consentimiento previo de los demás, tiene derecho a trabajar sobre algo que no es suyo?143 Nozick mismo se pregunta: «¿Y por qué mezclar lo que tengo con lo que no tengo no puede ser un modo de perder lo que tengo, en lugar de un modo de obtener lo que no tengo? Si tuviera una lata de zumo de tomate, por ejemplo, y la vertiera al mar… ¿me convertiría por eso en propietario del mar? ¿No habría, más bien, tirado tontamente mi zumo de tomate?»144 Esta línea argumentativa no parece viable. Antes he sostenido que los planteamientos de la teoría adscriptiva se ajustan más que otros a intuiciones morales generalmente aceptadas por lo que toca al establecimiento de derechos de propiedad y ahora, sin embargo, parece que estas intuiciones se enfrentan a serias dificultades. En la misma medida en que una teoría de la propiedad depende de una idea de anexión a partir de la naturaleza que sea moralmente aceptable, tal teoría parece apoyarse, un tanto acrítica e insatisfactoriamente, sobre la premisa de la autoposesión. Más aún, el camino que conduce a entender la institución de la propiedad privada bajo el capitalismo parece bloqueado incluso si aceptamos la premisa de la autoposesión. Y no sólo por los retos que plantea la condición de Locke, sino también por una cierta arbitrariedad en su tesis de que cabe apropiarse de algo mediante su combinación con el propio 143 144
Epstein, op. cit., pp. 1227 y ss. Nozick, op. cit., pp. 174 y s.
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trabajo. No obstante lo dicho, argumentaré a continuación que estas dificultades, planteadas por intuiciones ampliamente compartidas, desaparecen al prestar la debida atención al papel que el descubrimiento desempeña en el establecimiento de títulos de propiedad justos. En mi opinión, esto nos permitirá aclarar la legitimidad moral de reglas heurísticas del tipo «quien lo descubre se lo queda», e incluso permitirá defender estas mismas convicciones en lo que respecta a los derechos de propiedad. Igualmente útil resultará, pienso, atender al modo en que la discusión contemporánea sobre estos derechos, tal y como se lleva a cabo en el ámbito de la filosofía moral, implícitamente excluye la posibilidad de adoptar una perspectiva heurística.
Recursos y «tartas» ya dados Una minuciosa consideración de los debates en torno a la adquisición justa a partir de la naturaleza revela con claridad cómo, casi invariablemente, el supuesto implícito e indiscutido en todos ellos es que el objeto que se adquiere ya está allí. En el caso de la concha de la playa, esperando a que la cojan; en el de la tierra del bosque, aguardando a que la conviertan en granja feraz. Desde el mismo momento del nacimiento, los talentos y dotes sobre los que se basa la tesis de la autoposesión están cuidadosamente empaquetados en algún lugar de la personalidad del individuo al que van asociados. Sobre este punto precisamente quisiera disentir con las teorías de títulos de propiedad. Para 285
éstas, siguiendo las discusiones en la literatura al uso, el mundo se presenta como si desde un principio estuviese a la espera de ser objeto de apropiación. Las implicaciones de esta perspectiva han sido enormemente importantes —si bien desafortunadas, en mi opinión— para la valoración ética de la institución de la propiedad privada. El fundamento último de un capitalismo justo bien puede descansar, como considera la teoría adscriptiva de títulos de propiedad, en la posibilidad de una adquisición original justa a partir de la naturaleza. Lo cual no significa sino que, en un sistema capitalista ideal, basado exclusivamente en tal adquisición y en posteriores transferencias de títulos igualmente justas, cualquier resultado que se siga deberá tenerse siempre por justo, con independencia de la forma que adopten las estructuras resultantes de distribución de riqueza o renta, o la intergeneracional. ¿Qué implicaciones se siguen de esto para la perspectiva del mundo propia de la teoría adscriptiva? En primer lugar, no es sólo que se considere que los recursos originalmente tomados de la naturaleza a comienzos de la historia del sistema «ya estaban allí» por entonces, como esperando a que alguien se apropiase de ellos. Es que, además, los flujos de productos que procedan de las empresas capitalistas, las familias y las fábricas durante todos los siglos posteriores han de considerarse también «como si hubieran estado ya allí» (en forma incipiente o embrionaria, por supuesto). Esta última afirmación puede parecer extraña, por lo que merece cierta elaboración. Al ocuparse de la ética de la distribución capitalista, Nozick argüía que «la situación no es la de 286
primero haber fabricado algo para después plantearse quién se lo ha de quedar. Muy por el contrario, las cosas vienen al mundo de la mano de personas que ya tienen el correspondiente título de propiedad sobre ellas» 145 . Así, pues, el título de alguien sobre cierto factor productivo se extiende a cualquier producto con él elaborado. Al adquirir ciertos recursos originales del estado natural, el primitivo propietario está ipso facto adquiriendo un derecho sobre todo producto que en el futuro quepa atribuir en exclusiva, directa o indirectamente, a los mismos. En el conjunto de todas las adquisiciones originales a partir de la naturaleza, por tanto, se encuentran ya contenidas, bien que implícita y embrionariamente, todas las estructuras de distribución de ingresos y riqueza que harán su aparición posteriormente. Hay que admitir, por supuesto, que cuando el primitivo campesino lockeano tomaba originalmente posesión de una parcela de tierra, arrancándosela a la jungla primigenia, no estaba por ello necesariamente comprometiéndose con planes de producción que abarcasen el futuro lejano. Puede que aún no hubiera decidido siquiera si sembrar trigo, cebada o qué, ni cuándo lo haría; si su granja seguiría siendo siempre la granja que hoy es o, sucumbiendo al proceso urbanizados acabaría por convertirse en solar para un edificio de oficinas o apartamentos. Estas decisiones sólo se tomarán en siglos venideros, en el transcurso de la historia económica. Podría argumentarse, por consiguiente, en defensa de la literatura de los títulos de propiedad, que si bien puede atribuirse a ésta una consideración de los recursos en que éstos se suponen 145
Ibid., p. 160.
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ya allí, no cabe declararla culpable de hacer lo mismo con futuros productos. Éstos sólo aparecerán una vez adoptadas las correspondientes decisiones económicas; siglos más tarde, seguramente: mucho después de la adquisición original de los recursos a partir del estado natural. Sin embargo, desde la perspectiva mencionada, las decisiones económicas posteriores, una vez adoptadas, clarifican e identifican restrospectivamente las intenciones que, explícitamente o no, condujeron a conformar la estructura adquisitiva original. Las distribuciones posteriores de productos resultan así, en cierto modo (es decir, una vez adoptadas las correspondientes decisiones con el transcurso del tiempo), haber estado contenidas en la adquisición original. Recordemos que la perspectiva de los títulos de propiedad parece adscribir por completo los productos a los factores de los que proceden (y por eso ve emerger cada unidad de producto acompañada de la correspondiente etiqueta de propiedad: la que identifica a los propietarios de los recursos utilizados en su elaboración). Esta perspectiva, recordando lo dicho en el Capítulo II, coincide con la que considera la producción como producción pura, esto es, como si el control sobre los factores asegurara el control sobre los productos, o como si los segundos estuvieran ya contenidos en los primeros. Una vez que se tiene control sobre los primeros y se toma la decisión de producir algo, la emergencia del producto resulta inevitable. Si bien una determinada combinación de factores podría dar lugar, operando bajo escenarios de decisión alternativos, a diferentes producciones, cada una de éstas está ya en cierto sentido implícita en la 288
combinación original de factores. La decisión por la que se rechazan todos los planes de producción alternativos, por tanto, necesariamente atrae la atención sobre la única posibilidad restante. Una vez adoptada ésta, cabe considerar retrospectivamente el producto que sale de las cadenas de ensamblaje como si realmente estuviera ya allí, en la combinación de factores originalmente adquiridos. Y lo que es cierto de cualquier decisión posterior con respecto a un conjunto de factores, lo es también de las miríadas de decisiones adoptadas a lo largo de toda la historia con respecto al conjunto de todos los recursos originalmente adquiridos a partir de la naturaleza. No es sólo que por estar allí los recursos o factores también lo esté ya el flujo de productos de toda una sociedad durante siglos. Es que, si la historia de la producción fuese la del despliegue de un tapiz que, al menos desde la perspectiva ex post, se contemplara como si hubiera estado siempre allí, a la espera de ser extraído el producto a partir de unos factores o recursos que se tienen en propiedad, entonces la estructura de distribución que recogiera el tapiz sería la de una determinada tarta dada que hubiera sido troceada ya en el momento de la adquisición original de tales factores o recursos146. 146
Loren Lomasky reprendía no hace mucho a Bruce Ackerman por adoptar implícitamente una perspectiva restrictiva similar. Ackerman ofrecía, en Social Justice in the Liberal State (Yale University Press, New Haven 1980, pp. 31y ss), una historieta «espacial» en la que los pasajeros llegaban a un nuevo mundo en el que existía un único recurso productivo escaso, el «maná». Advirtiendo el peligro de que se desataran luchas por su control, los pasajeros comenzaron a debatir la cuestión de su distribución inicial, y concluyeron que el modelo moralmente pertinente de hacerlo era según la regla de simple igualdad. Lomasky critica a Ackerman («¿Acaso no habrá amañado la historia? Seguro que sí…»), y elabora una lista de las características que hacen inadecuada
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Que todo esto se da a entender en la teoría adscriptiva de títulos viene a reafirmar nuestra idea de que esta teoría, como otras en la literatura de los derechos de propiedad, ha ignorado la posibilidad del descubrimiento en la producción y en la adquisición original 147 . Veíamos en el Capítulo II cómo la introducción de un elemento heurístico en la producción del mundo real tomaba ésta no susceptible de análisis desde un modelo de producción pura, ya que, admitido tal elemento, necesariamente hay que dejar de pensar que el control sobre los factores asegura también el de los productos. Cada decisión constituye un acto creativo, un acto de fe en el que se expresa la visión que el agente decisor tiene de lo que es un futuro esencialmente incierto. Los recursos por sí mismos no garantizan la producción de nada (al menos, desde luego, de nada de valor), por lo que aquello que finalmente resulta de la decisión de organizar unos recursos no puede ser enteramente atribuido, ni siquiera a posteriori, a los la historieta para una valoración de la apropiación individual de recursos naturales sin propietario previo. Uno de sus argumentos, expuesto en Persons, Rights, and the Moral Community (University of Oxford Press, Nueva York y Oxford 1987, pp. 132 y ss), es que «el maná simplemente está ahí. Nadie ha plantado sus semillas, lo ha extraído de una mina, lo ha cogido en redes o ayudado a crecer. El maná es maná, y con esto ya está todo dicho». Lo que quiero decir es que incluso lo que procede del maná está también presente en él desde un comienzo de un modo real, esperando sin más a ser distribuido. Trocear y repartir un maná dado equivale a repartir lo que de él procede. 147 Aunque nuestra discusión en esta sección se haya centrado en la teoría de los títulos de propiedad, su carga crítica se dirige por igual al planteamiento de Rawls, quien trata los recursos (y sus correspondientes productos) exactamente igual que Ackerman trata su maná. Desde detrás del «velo de ignorancia» (a fin de cuentas, una metáfora paralela a la del «cohete espacial» de Ackerman), las materias primas pendientes de distribución reciben exactamente la misma consideración que el maná por parte de los viajeros de Ackerman.
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recursos mismos. Muy por el contrario, la producción ha de contemplarse como el fruto de una decisión puramente empresarial por la que ciertos recursos se combinan y disponen funcionalmente de cierto modo. Sin embargo, la decisión empresarial a la que ha de atribuirse el producto resultante no puede considerarse en sí misma un factor o recurso natural. El talento empresarial no es un instrumento más al alcance del decisor, algo que de forma consciente y deliberada éste pueda emplear para lograr un objetivo previamente advertido y deseado 148 , sino, antes bien, es la misma percepción de la posibilidad y rentabilidad del mismo. La percepción puramente empresarial de una oportunidad de producción rentable no puede enmarcarse en un modelo de producción pura, como el que ha servido de patrón para la teoría adscriptiva de títulos. La adopción empresarial de decisiones149 (que en este libro llamo descubrimiento puro) no se identifica, pues, con la conversión de recursos en productos, sino con el convencimiento (en un contexto de incertidumbre inerradicable e inescrutable) de que intentar tal conversión resulta rentable. Mi hipótesis, por consiguiente, es que la teoría de adscripción de títulos (como otras teorías de derechos 148
En mis Perception, Opportunity and Profit, University of Chicago Press, Chicago 1979, pp. 180 y ss, y Discovery and the Capitalist Process, University of Chicago Press, Chicago 1985, pp. 21 y ss, pueden encontrarse referencias y elementos para una discusión de las consecuencias de haber seguido a Schumpeter en su decisión de no considerar la función empresarial como factor de producción. 149 Una discusión más amplia de la naturaleza de la función empresarial puede encontrarse en mis obras Competition and Entrepreneurship, University of Chicago Press, Chicago 1973; Perception, Opportunity and Profit (cit.), y Discovery and the Capitalist Process (cit.).
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de propiedad) considera tanto los recursos como los productos «como si ya estuvieran allí», a la espera de ser asignados. La implicación moralmente significativa de este modo de ver las cosas es que obliga a considerar la existencia de los recursos y productos como independiente de toda decisión humana, ya sea la de apropiarse unos recursos a partir de la naturaleza, ya la de transformar éstos en productos. Esta visión impide absolutamente que un individuo pueda ser considerado como fuente u origen de algo valioso, ya que nada de valor puede deber su existencia a una decisión suya. Incluso si cupiera acreditar con seguridad a una determinada decisión de producir la emergencia de ciertos productos a partir de unos recursos, esta misma visión nos disuade de atribuir la existencia del producto a la decisión del productor. Y es que, en esta visión, el producto ya existe realmente, incluso antes de la misma decisión de producir, bajo la forma de combinación de recursos. Mi alegación es que esta visión tan restringida de la producción es la responsable del camino sin salida que describía en la sección precedente. Si el productor no originó el producto, entonces su título sobre él debe derivarse del que tenía sobre los recursos a partir de los cuales lo obtuvo. Sin embargo, este modo de proceder acaba enfrentándonos, antes o después, al problema de cómo adquirió el productor su título sobre los recursos «originales» (es decir, sin propietario) y que tampoco originó él mismo. Si hemos de introducir intuiciones morales basadas en un elemento heurístico en la discusión sobre los derechos de propiedad no es sino porque, a 292
cada momento, nuestra propia percepción del mundo de los recursos y de la producción nos lo está exigiendo. Rehusaremos considerar los recursos adquiridos a partir de la naturaleza, por consiguiente, como si ya estuvieran allí y, con mucha más razón, también la creencia de que el producto social es como una tarta que, sobre una bandeja, aguarda a ser repartida.
La propiedad en un mundo de descubrimientos En un mundo rico en oportunidades de descubrimiento, parece un error fundamental, moralmente hablando, tratar los recursos y productos como si nunca hubiera sido necesario descubrirlos, como si hubiesen estado ya allí desde el principio de los tiempos. Si, como argumentaré, un recurso no descubierto es, moralmente hablando, un recurso inexistente, entonces es de importancia crucial para la valoración moral de la institución de la propiedad reconocer que los recursos (y, a fortiori, los productos) llegan a existir como resultado precisamente de descubrimientos, esto es, de un presentimiento y una visión puramente empresariales. Una vez introducido el elemento de un posible descubrimiento, sabemos, por nuestras discusiones en el Capítulo II, que los productos jamás llegan a existir —en el sentido que aquí interesa— como mero resultado de la transformación de los recursos. No puede ser así, puesto que, de serlo, tendríamos que afirmar entonces que el producto ya existía, de forma 293
incipiente, en aquellos recursos que aseguran su disponibilidad a voluntad. Sin embargo, tanto recursos como productos llegan a existir únicamente en virtud de actos puramente heurísticos. Los recursos naturales descubiertos adquieren una existencia relevante por el acto de su descubrimiento, puesto que un recurso sin descubrir simplemente no existe a efectos humanos o morales relevantes. La decisión empresarial por la que los recursos se organizan para lograr los objetivos de producción es lo que hace existir esos mismos objetivos; antes de ella, los recursos no proporcionan control sobre nada. No es sólo que los productos no estuvieran presentes en su forma física final; es que eran tan totalmente inexistentes como los recursos por descubrir. Como argumentaba en capítulos anteriores, la producción y el intercambio en los mercados capitalistas se realizan en condiciones que requieren del descubrimiento a cada momento. La condición humana es tal que quienes permanecen alerta pueden percibir de continuo oportunidades hasta entonces inadvertidas de mejorar su situación, o bien peligros que evitar hasta entonces igualmente insospechados. El curso de los acontecimientos nunca se parece a desenrollar un tapiz ya tejido en la fábrica del pasado, sino que aparece siempre repleto de novedades y sorpresas genuinas. Las decisiones que concretan e impulsan este proceso son siempre decisiones auténticamente «originantes», como nos enseñaba Shackle150. Una vez reconocido este peculiar carácter de la historia 150
Véase, p. e., G. L. S. Shackle, Epistemics and Economics: A Critique of Economic Doctrines, Cambridge University Press, Cambridge 1972, pp. 351 y ss.: (trad, esp. en FCE, México) o su Decision, Order and Time, Cambridge University Press, Cambridge 1970, 2.ª ed.
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humana, y especialmente de la económica y empresarial, no podemos seguir conformándonos con una filosofía moral que, en su apreciación de los derechos e instituciones de propiedad, percibe el mundo como si el futuro consistiera en una interminable serie de depósitos de maná perfectamente advertidos y a la espera de ser asignados y distribuidos. Debemos preguntarnos, por tanto, por el modo en que el descubrimiento puro forma parte de esas intuiciones generalmente aceptadas sobre la propiedad que encontrábamos compatibles, en tantos aspectos importantes, con la comprensión de la institución de la propiedad de la que participa la teoría adscriptiva de la justicia. Mi tesis será bien simple: la intuición moral que suele ver en la producción el origen de un título legítimo de propiedad sobre el producto no se basa en una ética del tipo «a la tarta por sus ingredientes», en la que el título sobre los ingredientes confiere derecho sobre la tarta resultante. El productor no tiene derecho al producto por haberlo producido mediante la combinación y transformación de unos ingredientes de su propiedad, sino más precisamente por haberlo originado auténticamente ex nihilo, gracias al «descubrimiento» empresarial de una oportunidad de confección a partir de materias primas (que, por sí mismas, en absoluto constituían el producto, ni siquiera en forma incoada, hasta el momento mismo en que efectivamente tuvo lugar el descubrimiento). Jones, el productor de aquella escalera que fue fabricada a partir de unos tablones viejos encontrados en el fondo de su agujero, realmente la construyó «de la nada»: ésta no existía 295
sino en su ingeniosa y perspicaz mirada. Antes de apreciar la posibilidad y conveniencia mismas de apañarse una escalera, todo lo que tenía a su disposición eran trastos viejos e inservibles que hasta él mismo daba por verdadero estorbo. Sostengo, pues, que es el origen empresarial de un producto lo que en último término alienta la idea de que el acto de producción puede ser fuente de un título de propiedad justo. La aceptación de esta tesis, en mi opinión, transforma la propia perspectiva de los fundamentos morales de la institución de la propiedad privada en prácticamente todos sus aspectos.
Quien lo descubre se lo queda (1) Andando por casa, mientras atravieso de una habitación a otra, se me cae una moneda por un agujero del bolsillo. En cuanto advierto su pérdida me doy la vuelta para recogerla y, de no dar con ella de inmediato, procedo a buscarla por los alrededores de la habitación. Aunque aún no la haya encontrado, la sigo considerando todavía de mi propiedad y, si una visita la viera, no por eso le permitiría quedársela. Pero si la pérdida hubiera tenido lugar mientras paseaba por una plaza pública llena de gente, el asunto sería, desde luego, bastante diferente. Cuando descubra la pérdida, la consideraré como definitiva y dejaré de considerar la moneda como parte de mi dinero. Si por casualidad la encontrase en la calle, es como si hubiera encontrado una moneda que otra persona perdiera. Si viera a alguien tropezarse con ella y metérsela en el 296
bolsillo, no por eso podría pretender haber sido robado; simplemente, alguien habría tenido más suerte que yo. La moneda «perdida» en mi casa «tiene que acabar por aparecer», por lo que su pérdida temporal no significa que ya no me pertenezca; la perdida en Times Square, empero, ha salido de mi vida para siempre: es, por lo que a mí respecta, como si ya no existiera. Si yo, u otra persona, la encontrara, a todos los efectos la consideraría distinta a la que en su momento perdí. (2) Caminando por un terreno montañoso y salvaje, sobre el que jamás nadie ha establecido dominio alguno, llama mi atención el fulgor de algo que reluce. Resulta ser un diamante en bruto, hallado en un lugar donde jamás nadie imaginó que pudiera haberlos. (3) Estando tumbado, o paseando junto al mar, o esperando el tren, de repente se me ocurre una nueva y brillante idea. Esta acaba resultando útil, sólo para mí o, quizás, también para otras muchas personas (en cuyo caso su hábil explotación podría hacerme rico). Lo descubierto, en cada uno de estos casos, parece haber entrado en el mundo de los intereses humanos desde un estado de virtual inexistencia. En el caso de la idea brillante, ni procedía de recursos anteriores ni era resultado de un programa de investigación deliberadamente emprendido, por lo que, aparte posibles causas psicológicas, simplemente brotó en mi mente, sin que se sepa de dónde venía. De manera similar, el hallazgo del diamante en bruto constituye el descubrimiento de algo que nadie estaba buscando: nadie sospechaba su existencia y, de hecho, a efectos humanos era como si no existiera, hasta el punto de 297
que mi descubrimiento puede considerarse como su creación en el sentido moral más directamente relevante. Incluso la moneda perdida en Times Square debería considerarse, a pesar de su presencia física, como si hubiera dejado de existir: sólo volverá a la existencia cuando yo, u otra persona, la encuentre (ya que parece claro que ni yo ni nadie piensa que valga la pena ponerse a buscarla por toda la plaza). A todos los efectos, repito, la moneda había dejado de existir. El físico en cuanto tal no tiene por qué preocuparse: la indestructibilidad de la materia no se discute, nadie está aquí negándole existencia física a la moneda. Pero, por lo que toca a los hombres, sus obligaciones, títulos, sueños y temores, la pérdida es el final de la propia historia de la moneda. Su descubrimiento, ya sea por mí u otra persona, da comienzo a una historia completamente nueva. Supongo que esto está en línea con intuiciones que muchos de nosotros compartimos, según las cuales quien encuentra la moneda en Times Square o el diamante en bruto, o se le ocurre una idea original, es en justicia propietario de lo descubierto. Quien descubriera la moneda debería ser su dueño, sostengo, no porque la hubiera fabricado a partir de sus elementos, sino porque ésta cobró existencia para él, mientras que para el resto del mundo seguía sin existir. Por lo que a otros toca, su descubridor la originó, y esta es la razón por la que tiene perfecto derecho a quedársela. Si otros le arrebatasen la moneda o el diamante, no dudo que todos pensaríamos que se trata de una injusticia, de un acto de robo o saqueo. Admito, desde luego, que decir que quien descubrió la moneda (o el diamante en bruto, o un 298
yacimiento de petróleo, o un nuevo continente o planeta) creó o dio origen a lo descubierto es, en cierto sentido, hablar en términos metafóricos. Colón no creó América realmente, sino que ésta ya existía antes de su descubrimiento. El diamante en bruto, a fin de cuentas, tenía que estar ya ahí para poder ser descubierto; en sentido literal, no fue creado por su descubridor. Lo que quiero decir es que esta metáfora, si es que es tal, expresa perfectamente lo que creemos ser una verdad moral evidente; a saber, que la existencia física anterior del diamante o de la moneda es absolutamente irrelevante. Al inspirado escultor que coge un trozo de mármol bruto y lo transforma en una magnífica obra de arte cabe atribuir la creación de algo, mientras que a la existencia anterior del mármol apenas puede atribuirse mérito alguno: simplemente ha sido trabajado por el escultor. El crédito moral y la posesión económica de la obra pertenecen a su creador no porque el mármol fuera suyo, o empleara su propio trabajo o su propio cincel (en vez del trabajo de alguien injustamente explotado o un cincel robado), sino por el hecho de que fue él quien la creó. ¿Es él su autor? Pues no se hable más: la obra de arte es suya, le pertenece. Si algo debe su existencia, en el sentido moral más relevante, al acto creativo de una persona, entonces nadie tiene derecho a privarle del disfrute de su creación151.
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Obviamente, esta sección en absoluto agota el análisis de todas las intuiciones relacionadas con el descubrimiento. En el siguiente capítulo se discuten algunas objeciones bien serias que cabe plantear sobre la moralidad de nuestra regla.
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El descubrimiento y los derechos de propiedad Si mi interpretación de la regla que sostiene que «quien lo encuentra se lo queda» ha sido acertada, disponemos ahora de una poderosa herramienta de comprensión con la que poder apreciar en su justo término algunas convicciones morales relativas a la santidad e inviolabilidad de los derechos de propiedad. Hemos visto que los bienes económicos llegan a la existencia como resultado de las decisiones empresariales de comprar ciertos recursos y combinarlos para transformarlos en productos. Estas decisiones constituyen actos de descubrimiento, en el sentido de ser verdaderamente originantes de los productos que salen de las líneas de ensamblaje. La existencia previa de los recursos no contradice en absoluto nuestra percepción de la creatividad propia de la decisión empresarial, puesto que los recursos no aseguran de por sí el producto (no, al menos, en un mundo de incertidumbre ilimitada como el nuestro). Más en concreto, lo que no aseguran es su valor económico. Por eso puede decirse que el empresario, al decidir producir, está viendo unas oportunidades que otros no han visto (pues, de haberlas visto, esos recursos ya no estarían disponibles, o el valor del producto habría caído por efecto de la competencia hasta hacer su producción no rentable). Al decidirse a comprar unos recursos y vender lo producido con un margen de beneficio puede decirse, con toda razón, que el empresario ha descubierto o creado un valor en
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aquéllos que nadie más había descubierto hasta entonces. Lo cierto es que la creatividad empresarial del productor otorga a éste título sobre lo creado en función exclusiva de su derecho a disponer de los recursos. Si el escultor hubiera robado el mármol, o lo hubiera adquirido fraudulentamente, lo creado estaría inseparablemente ligado a lo robado. El descubrimiento que hace el empresario-productor de una oportunidad de beneficio, aun cuando pudiera ser visto como efectivo descubrimiento del valor real de ciertos recursos (en comparación con el valor «equivocado» que les asigna el mercado), no crea nada ex nihilo. Esos recursos pertenecían a otros y eran valorados por ellos (aun cuando no en su valor real), y ciertamente existían antes de que nuestro empresario los robase y transformara en algo que nadie imaginaba. Parece claro, por tanto, que el título basado en el descubrimiento del productor a lo producido debe hacerse depender a su vez de la legitimidad del título que éste tenga sobre los ingredientes necesarios para su producción. En último término, llevando la lógica del razonamiento hasta el final, procede preguntarse por cómo llegaron los propietarios de los recursos improductivos originalmente adquiridos de la naturaleza a convertirse en sus únicos propietarios legítimos, cuestión ésta de importancia ética capital tanto para los defensores de la teoría adscriptiva de títulos como para los que apelan a criterios heurísticos. Porque hay que sostener con firmeza que la suma de todos los descubrimientos puros efectuados en el devenir de la historia no puede borrar de por sí una sola injusticia 301
que pudiera haber ocurrido en el momento de la adquisición original a partir de la naturaleza. Si los recursos originales inicialmente adquiridos hubieran sido injustamente robados a otros, o a la raza humana en general, todos los empleos valiosos descubiertos que posteriormente pudieran derivarse de ellos (o de los productos con ellos fabricados, y así sucesivamente) no serían sino esculturas cinceladas en mármol robado. Una ética de acceso a la propiedad por el descubrimiento entiende la justicia de la adquisición original a partir de la naturaleza de un modo bien distinto a como lo han hecho los teóricos de la adscripción de títulos. Hasta ahora, y al objeto de justificar la adquisición lockeana, éstos han confiado (como Locke mismo sugirió hacer) en lo que en el fondo es una modificación de la ética del tipo «a la tarta por sus ingredientes». Como mi trabajo es mío, reza el argumento, cualquier objeto natural sin propietario que mezcle con él pasa a ser también mío. Ya hemos tenido ocasión de comprobar las serias dificultades que plantea este tipo de razonamiento. La ética de una regla como «quien lo descubre se lo queda» permite ver las cosas de otro modo. Cuando me encuentro con un objeto natural sin propietario y considero su apropiación rentable, proceder a tomar posesión física del mismo equivale a descubrirlo (o, al menos, a descubrir que su apropiación sería rentable). Lo que nadie piensa que merezca ser poseído carece, por eso mismo, de valor alguno; económica y moralmente hablando, no existe. Al descubrir algo, al advertir su valor potencial, de hecho lo traigo a la
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existencia: por asignarle un valor, el que sea, el recurso en cuestión se convierte en mío. El descubrimiento pasa así a ser la clave para comprender nuestras convicciones en torno a la propiedad, desde sus mismos comienzos hasta la actualidad. Los recursos legítimamente adquiridos a partir de la naturaleza han sido recursos descubiertos, y sus posteriores conversiones y transformaciones no representan sino incrementos, igualmente descubiertos, de su valor. Por consiguiente, las asignaciones de ingresos que en un momento cualquiera resultan de un proceso capitalista justo cabe considerarlas simple y directa consecuencia de actos de descubrimiento creativos u originantes, tanto actuales como anteriores. Nuestra ética, la expresada en una regla del tipo «quien lo descubre se lo queda», quizás puede entenderse de un modo más completo si examinamos ahora la perspectiva radicalmente novedosa que nos ofrece de la famosa condición de Locke.
El descubrimiento y la condición de Locke: implicaciones revolucionarias La famosa condición de Locke (la que incluye en su teoría de la combinación del trabajo en la adquisición a partir de la naturaleza) estipula que cualquier adquisición natural sólo será legítima «en caso de que quede suficiente, y de comparable calidad, a disposición de los demás». Tanto defensores como críticos de la institución de la propiedad privada han 303
insistido en las enormes implicaciones potenciales de esta condición. Para los críticos, es una condición poco menos que imposible de satisfacer. «El relato de Locke… podría ser creíble en el caso de poblaciones muy diseminadas y de un terreno razonablemente fértil. En tal situación, la condición podría cumplirse. Ahora bien, por decirlo suavemente, una situación tal difícilmente se da en nuestro mundo»152. Lo llamativo del caso es que, en un mundo de recursos escasos, la condición de Locke simplemente no puede ser satisfecha. Esto, a su vez, plantea cuestiones enigmáticas y difíciles, pues es evidente que la propiedad privada sólo tiene sentido en un mundo tal. Ahora bien, una aplicación lógica de la condición de Locke «hace imposible que alguien pueda jamás adquirir la propiedad de algo. Así, aunque el primer poseedor dejase suficiente para el resto, seguramente el segundo, el tercero, u otro más remoto aún, no tendrían a su vez posibilidad de realizar adquisición alguna, ya que, de hacerlo, privarían a otros de poder hacer lo mismo. Dado que fue la primera apropiación por parte del primer poseedor lo que limitó los derechos de potenciales propietarios posteriores, se deduce que el primero no puede actuar sin que su conducta infrinja o viole los derechos de adquisición de los demás»153. Nozick intenta salvar una base lockeana para la adquisición original ampliando la condición, de modo que ésta retenga cierta relevancia práctica: será legítima y permisible cualquier adquisición que no 152
Nielsen, op. cit., p. 254. Véase también Roemer, op. cit., p. 157. Epstein, op. cit., p. 1228, desarrollando el razonamiento anterior de Nozick (op. cit., pp. 174-178). 153
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empeore la situación de los demás. Incluso si no quedara suficiente para otros, éstos podrían, no obstante, acabar mejor gracias a las muchas ventajas derivadas de los procesos de producción e intercambio capitalistas 154 . Algunos críticos han aceptado la ampliación de Nozick 155 ; otros la han encontrado forzada y difícilmente admisible 156 . Lo cierto es que va más allá de la propia formulación lockeana y que no está en absoluto claro que un sistema capitalista vaya siempre a satisfacerla. Nozick concluye, no muy convincentemente, quizás, del siguiente modo: «Creo que un sistema de mercado al que se deje operar libremente no se apartará de hecho en su funcionamiento de la condición de Locke» 157 . Todo esto, como los críticos de Nozick no han tardado en señalar, difícilmente constituye una fundamentación sólida, desde la filosofía moral, de los derechos de propiedad capitalistas, y tampoco de las implicaciones de largo alcance, en lo que toca a la distribución de rentas, que se siguen de la teoría adscriptiva de títulos, y que Nozick pretende construir sobre la base de tales derechos. Debería tenerse presente, sin embargo, que la premisa que subyace a la admisión aparentemente unánime de la necesidad de mantener la condición lockeana (o de alguna variante suya) presupone algo que no deberíamos dar en absoluto por sentado. A saber, que, sin una condición de tal tipo, la apropiación de un recurso natural sin dueño perjudicaría los intereses de otros. A menos que 154
Nozick, op. cit., p. 177. O. O’Neill, op. cit., pp. 312 y ss. 156 Roemer, op. cit., pp. 156 y ss. 157 Nozick, op. cit., p. 182. 155
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hubiera «suficiente» para otros, éstos se verían perjudicados por la anexión privada de algo anteriormente considerado posesión común; y, aun cuando ese algo careciera de anterior propietario, la premisa establece que mi adquisición no podría considerarse justa. Así formulada, la premisa resulta verosímil. Y, sin embargo, su aplicación a la adquisición original a partir de la naturaleza presupone algo en absoluto evidente. Creer que tu adquisición de un recurso natural escaso es efectivamente perjudicial para mí presupone que yo ya tenía alguna reivindicación sobre él antes de tu acto de adquisición; más, presupone que el recurso existía (o iba a existir) antes de tu apropiación. Mis argumentos en las secciones precedentes habrán dejado en claro el cuidado que debemos tener de no aceptar acríticamente estas suposiciones. Si supusiéramos que toda la especie humana comparte la provisión de cierto recurso escaso conocido, cualquier apropiación de una parte del mismo por alguien empeoraría mi posición (y la de todos los demás) al reducir el tamaño de la provisión en la que participo. Si alguien cogiera algo para sí, lo haría a costa de que no quedara suficiente para mí. Incluso si lo que tu acto de apropiación sustrajera de la provisión común aún no existiera, pero cupiera esperar con fundamento que llegaría a existir, sería fácil advertir que tu adquisición podría perjudicarnos al resto, por cuanto eliminaría de nuestras expectativas algo en lo que creíamos poder confiar. Ahora bien, y este es el punto crucial, si tu acto adquisitivo consistiera en originar algo sin existencia anterior y cuya misma posibilidad nadie hubiera 306
anticipado, es difícil pensar que esa adquisición pudiera perjudicar a alguien. No me has impedido disfrutar de algo de lo que en otro caso podría haber disfrutado, pues ni siquiera sabía que hubiera nada allí de lo que disfrutar, o que pudiera haberlo en el futuro. Es en este caso donde mejor se pueden apreciar las perversas y extensas implicaciones morales que se siguen de tratar todos los objetos físicos existentes (incluso los que no entran en las esperanzas, ilusiones o ansiedades de nadie) como si ya formasen parte de nuestros cálculos. Considerar un yacimiento insospechado de petróleo como si hubiese estado desde siempre ahí conduce a pensar que el agente prospector que se lo apropia, al advertir lo que ha encontrado, está quitando algo al resto de la humanidad. Se trata de una muy seria malinterpretación de los hechos moralmente relevantes, y con toda seguridad puede afirmarse que la premisa que subyace a la condición lockeana no es aplicable en semejantes situaciones. Estas observaciones parecen coherentes con convicciones morales ampliamente compartidas. Incluso Nozick, quien atribuye gran importancia a mantener una reformulación apropiada de la condición lockeana, parece haber apreciado, hasta cierto punto, al menos, la fuerza de nuestras intuiciones, pues de lo contrario no habría suscitado estas consideraciones. Nozick considera el caso de alguien que «se apropia de la provisión total de algo de un modo tal que no priva de nada a los demás. Por ejemplo, después de descubrir una nueva sustancia en un lugar remoto y advertir sus eficaces propiedades curativas en el tratamiento de cierta enfermedad. Si se 307
apropiara de toda la provisión, no por ello empeoraría la situación de los demás. Antes bien, de no haberse topado inopinadamente con tal sustancia nadie lo hubiera hecho y todos se habrían quedado sin ella»158. ¡Bien visto! La lógica moral que origina la condición de Locke no es aplicable aquí, así de simple, ya que nadie conocía esa sustancia ni podía remotamente imaginar sus propiedades curativas. Lo que quisiera destacar, en contra de Nozick y de los demás teóricos de los derechos de propiedad, es que la situación no es muy diferente de la descrita en el caso de que todos conocieran la existencia de la «nueva» sustancia, pero no así sus propiedades curativas. Si, pensando todos que carece de valor alguno, alguien advirtiera las valiosísimas propiedades curativas de cierta sustancia, ¿en qué sentido podría haber privado a alguien de algo? De no haberlas descubierto él, ¿quién nos garantiza que algún otro lo habría hecho? Todo hace pensar, más bien, que los demás se habrían quedado sin cura. Cabe seguir argumentando que la situación no sería demasiado diferente en caso de que se conociera la existencia de la sustancia e, incluso, que sus propiedades curativas fueran de dominio público, pero aconteciera que nadie se hubiera apropiado de ella (al subestimar, quizás, su potencial comercial, pensando que los costes de transformarla en medicina hacían el proceso ruinoso, o al creer erróneamente que la sustancia era tan común que su apropiación era innecesaria, o lo que fuere). El empresario que se apropia de la sustancia (porque cree que tal apropiación será comercialmente rentable) ha 158
Ibid., p. 181.
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descubierto el valor de lo que otros consideraban sin valor. Tampoco ha privado a nadie, por tanto, de algo que los demás considerasen valioso. Más aún, de no haber sido él quien descubriera el verdadero valor comercial de la sustancia, no existe la menor garantía de que algún otro lo hubiera hecho. Todo hacer pensar, una vez más, que los enfermos habrían seguido sin el tratamiento apropiado. A pesar de que Nozick admita algo parecido a una ética del tipo «quien lo descubre se lo queda» al analizar el caso anterior, de inmediato matiza su defensa de la apropiación por parte del descubridor. Por lo que toca a la nueva sustancia, señala que, «conforme pasa el tiempo, la probabilidad de que alguien se acabe topando con ella va en aumento»159. Esto sugiere, según Nozick, que la condición lockeana juega su papel después de todo en el asunto que nos ocupa y que, si bien la apropiación de la sustancia podría ser legítima, su legitimidad misma podría estar temporalmente limitada. Todas estas consideraciones plantean cuestiones muy sutiles para una ética como la que recoge nuestra regla. Mantener que un objeto natural hoy descubierto por ti podría haber sido mañana descubierto por mí o por cualquier otra persona, de modo que tu apropiación de hoy habría ido en detrimento de su disponibilidad futura para otros, no es sino reescribir la historia a luz de acontecimientos posteriores. Nadie podía predecir, hasta el momento de efectuarse tu descubrimiento, que otros podrían haber hecho lo mismo en el futuro, puesto que nadie tenía aún la menor idea de que existiera algo por descubrir. 159
Ibid.
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Declarar tu apropiación perjudicial para otros supone, indirectamente, tratar los recursos naturales por descubrir como si siempre hubiesen estado allí o fueran a estarlo (en el sentido moral que aquí nos interesa). El caso es que Nozick no ofrece ningún fundamento filosófico en apoyo de tal consideración, pues, ex ante, no está nada claro que el descubridor obre injustamente al originar para sí algo que, en ese momento, no existe (y, desde la perspectiva de ese momento, jamás existirá) absolutamente para nadie más. Sin embargo, la ética de una regla como «quien lo descubre se lo queda» exige ulteriores consideraciones del argumento según el cual la probabilidad de que la nueva sustancia vaya a ser descubierta en el futuro requiere aplicar la condición lockeana. Concedamos, por el bien de la discusión, que tu apropiación de una sustancia que yo habría descubierto más tarde realmente me perjudica en algún sentido moral relevante. Los teóricos de la propiedad, incluyendo a Nozick, piensan que este perjuicio daña irremisiblemente la justicia de tu apropiación. Preguntémonos por qué. En general, parece claro que cualquier acto tuyo que dañe o perjudique a otro debe considerarse injusto, si es que tal daño implica una violación injustificada de derechos ajenos. En el caso del descubrimiento, sin embargo, el daño hecho a otros (concediendo, como decimos, que efectivamente haya daño) no es en absoluto tan obviamente injusto. Supongamos que alguien escribe una inspiradísima novela sobre un tema cuya originalidad e interés reconocen con entusiasmo inusitado tanto la crítica como el público. 310
Según la premisa adoptada, el autor, al publicarla, está perjudicando a cuantos piensan que ellos también podrían haber dado el golpe editorial con un tema así. ¿Podemos pretender, de verdad, que nuestro autor ha actuado injustamente al publicar su novela? ¿No deberíamos sostener, más bien, que no ha hecho sino ejercer su derecho a difundir aquello de lo que él, y sólo él, es autor? Otras personas podrían haber escrito libros parecidos, desde luego, pero eso en absoluto significa que nuestro autor no pudiera publicar su novela con plena libertad160. Una teoría adscriptiva del derecho debería reconocer que, de no mediar violación alguna de derechos ajenos, ningún daño causado a otros como resultado del libre ejercicio de los tuyos debería considerarse injusto. Ninguna otra persona tiene derecho alguno sobre tu libro (¿acaso fue otro, y no tú, quien de hecho lo escribió?). Bien puede ser que otros hayan resultado perjudicados por el ejercicio de tus derechos, pero de ninguna manera has privado a nadie de los suyos. Una vez más, parece que la verosimilitud de la condición lockeana se deriva del error de considerar los recursos naturales sin propietario como si ya estuvieran ahí, de modo que hasta parece tener sentido hablar de los derechos que otros pudieran tener sobre ellos e, incluso, tachar de injustos los actos de adquisición que los frustraren. Parece, pues, que las intuiciones heurísticas en que vengo insistiendo contienen implicaciones altamente destructivas para la justicia estricta que estipula la condición de Locke.
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Véase también mi Perception, Opportunity and Profit, pp. 219-223, en relación a los argumentos expuestos en esta sección.
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Descubrimiento, moralidad y buena suerte Mi pretensión de que el elemento heurístico en el proceso capitalista debería considerarse como origen de muchas de nuestras convicciones morales sobre los derechos de propiedad es discutible desde ciertas posiciones. Parece indudable, desde luego, que, en la misma medida en que el descubrimiento difiere de la búsqueda deliberada de un objetivo consciente, no cabe atribuir el éxito del descubridor a su esforzada determinación, su dedicación exclusiva o su esmerada y profunda concentración. En mi acto de descubrimiento no puede haber lugar para el esfuerzo, la dedicación o la concentración, o de lo contrario no se trataría de un descubrimiento, sino del logro de un objetivo planeado. Pero, de ser así, ¿no significa esto sino que deseamos conferir un justo título de propiedad a quienes no tienen otro título moral que el de afortunados beneficiarios de la pura buena suerte? La buena suerte, sin embargo, parece una base moral extraordinariamente débil para sustentar sobre ella una institución tan importante como la de la propiedad privada. (Recordemos cómo señalábamos, en una sección anterior de este mismo capítulo, que la «arbitrariedad moral» de las diferencias con base genética en habilidades y talento ha sido con frecuencia aducida para criticar la justicia de la autoposesión. Como apunta Roemer, «si alguien viera la distribución de esos talentos como moralmente arbitraria y de suyo cuestión de buena o mala suerte, perfectamente podría oponerse a un modo de 312
organización económica que permitiera a la gente beneficiarse de lo que le ha tocado en suerte al nacer» 161 . Incluso quienes consideran las personas como inseparables de sus cualidades o dotes naturales podrían compartir los recelos de Roemer ante la justicia de tal modo de organización económica). Como respuesta a esta objeción, debo recordar al lector la discusión del Capítulo II en que refutaba la tesis según la cual cada suceso deseable debe atribuirse por completo a la arbitrariedad moral de la pura buena suerte, a no ser que fuera resultado de la cuidadosa y deliberada ejecución de un plan previo. Argumentábamos ahí cómo muchas cosas buenas entran en nuestra vida gracias únicamente a nuestro perspicaz aprovechamiento de unas oportunidades que, simplemente, se nos presentan ante las narices. No basta, por consiguiente, la buena suerte por sí sola para traemos todas esas cosas buenas, sino que se requiere también como condición la interesada alerta del beneficiario. Ésta es la que transforma algo inexistente, esto es, complementamente ignorado, en un recurso percibido y plenamente existente. En otras palabras, es tal perspicacia o alerta (interesada o motivada por la expectativa de un posible beneficio) lo que nos permite ver al descubridor como autor y creador de lo que ha descubierto. Quienes miran con recelo la buena suerte del descubridor o se quejan de la arbitrariedad de la diosa Fortuna por haber favorecido antes a éste que a ellos no son muy distintos de quienes, no habiendo escrito jamás una novela original, se quejan de que, de no haberla escrito su autor, podrían haber sido 161
Roemer, op. cit., p. 154.
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ellos quienes lo hubieran hecho. El hecho indiscutible es que fue otro quien la escribió, no ellos, y por eso no tienen derecho a reclamación alguna. De manera similar, da la coincidencia de que quienes se quejan de la arbitrariedad de la fortuna son quienes no captaron esa oportunidad (concedamos que, de haberles favorecido la suerte, podrían haber sido ellos quienes la captaran). Conste que no estoy diciendo que otros podrían haberse beneficiado de esa misma buena suerte que favoreció al efectivo descubridor: soy plenamente consciente de que en muchas ocasiones es la suerte quien coloca al descubridor en una posición especialmente favorable para advertir lo que se encuentra a su disposición. Sólo quiero sostener que, una vez considerados cuantos beneficios pudiera deparar la buena suerte, el descubridor con éxito sigue siendo el efectivo originador de su propio éxito, ya que, sin su alerta y perspicacia, la buena fortuna simplemente habría pasado de largo. No necesita disculparse, pues, por cualquier arbitrariedad moral que pudiera rodear su descubrimiento, ya que, en último término, a él y sólo a él mismo debe su éxito. (Estas consideraciones se han reforzado, por supuesto, únicamente al objeto de destacar el caso en que otros podrían haberse beneficiado también de la buena suerte, pero —de un modo u otro— desaprovecharon la ocasión). Las consideraciones precedentes no son completamente irrelevantes para la discusión de la supuesta arbitrariedad moral de la lotería genética, en virtud de la cual algunos individuos con buena estrella se ven adornados con talentos superiores a los de otros. En nuestro repaso a la teoría adscriptiva de la justicia 314
quedó este asunto un tanto en el aire, ya que no parecía del todo claro cómo podía aprobar un partidario de esta teoría tal lotería como justa (a no ser apelando a nuestras intuiciones básicas relativas a la autoposesión). Lo que deberíamos reconocer ahora es que la buena suerte, bajo la forma de dotación genética o herencia socio-cultural, nunca basta por sí sola para asegurar que su beneficiario efectivamente advertirá lo que la buena fortuna ha puesto ante él. Sin una perspectiva empresarial, talento, habilidad, carácter, e incluso belleza y fuerza física pasarán inadvertidos y sin valorar. En circunstancias normales, el beneficiario de una dotación superior será seguramente el primero en apreciar lo que tiene delante. Empero, una y otra vez encontramos casos en los que sólo algún educador, empresario, entrenador o cónyuge especialmente atentos tienen la necesaria fe en el potencial de alguien como para asegurar que no se desperdiciará nada de su valor social. La dote personal puede ser asunto de la arbitrariedad moral, pero saber aprovecharla y sacarle todo su potencial de mercado precisa de esa interesada alerta individual que venimos identificando con la creación, por parte del descubridor, de aquello que descubre. De modo que una ética basada en el descubrimiento, como la expresada por el refrán «quien lo descubre se lo queda», reafirma la justicia de la adquisición original a partir de la naturaleza según dos líneas argumentativas. En primer lugar, ofrece una perspectiva novedosa de la adquisición original, al verla más como el descubrimiento y originación de un recurso natural sin dueño que como una cuestión de combinar con él el propio trabajo. En segundo lugar, 315
al reforzar su premisa de la autoposesión, ofrece también apoyo a la teoría lockeana de la adquisición original que se basa en la combinación de un recurso con el propio trabajo. Todo esto conduce, concluyendo ya este capítulo, a revisar la relación entre una ética heurística y una aproximación a la justicia distributiva desde la teoría adscriptiva de títulos.
Descubrimiento y derecho Gran parte de este capítulo ha consistido en una revisión crítica de la teoría adscriptiva de la justicia. En particular, de los planteamientos que ésta se hace sobre la adquisición original y de su aceptación de la lógica moral que subyace a la teoría lockeana. Sin embargo, es cierto que comencé el capítulo reconociendo una deuda fundamental hacia la teoría adscriptiva de Robert Nozick, así como describiendo la teoría heurística como «a hombros» de la misma. Al finalizar este capítulo, creo que sería de gran utilidad repasar brevemente el modo en que una teoría de la justicia capitalista basada en una regla heurística descansa sobre la base de tal teoría. Según ésta, «una distribución es justa si resulta de otra igualmente justa mediante un procedimiento justo. Las maneras legítimas de pasar de una distribución a otra se especifican en virtud del principio de transferencia de la justicia, y los primeros “movimientos” legítimos se especifican, a su vez, por el principio de justicia en la adquisición. Cualquier 316
situación que se derive de otra situación justa mediante pasos justos será también justa» 162 . El esbozo que he realizado del acercamiento de una regla como «quien lo descubre se lo queda» a la justicia distributiva, es decir, de una teoría heurística de la justicia, se enmarca plenamente en una teoría adscriptiva. Se diferencia de la teoría adscriptiva de Nozick, sin embargo, en los detalles que conciernen a los principios de justa adquisición y justa transferencia. Nozick se apoya, por lo que toca a la adquisición original, en una base lockeana, mientras que yo quisiera llamar la atención sobre las intuiciones de la ética heurística. La noción nozickiana de transferencia justa depende completamente de la justicia de una transferencia voluntaria, mientras que nuestra teoría atiende a los omnipresentes elementos heurísticos que caracterizan las transacciones en un mercado en desequilibrio. El modo más importante en que nuestra teoría heurística se basa en la de Nozick es en su rechazo de los principios de justicia referidos a estados finales y a otros estados históricamente conformados. Las intuiciones morales ampliamente compartidas a las que me refería al comienzo del capítulo dan cuenta de nuestra apreciación por una teoría, como la nozickiana, que no apela únicamente a los procesos históricos para declarar justas ciertas situaciones. La teoría de Nozick, es cierto, se apoya sobre la justicia de las etapas anteriores que conducen a la distribución actual; pero no apela únicamente, de modo simplista, a un limitado número de principios
162
Nozick, op. cit. p. 151.
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específicos en función de los cuales cupiera conformar una distribución justa163. Una vez que se acepta el marco nozickiano, los elementos heurísticos que he defendido encajan en él perfectamente. Según mi opinión, estos elementos transforman la teoría adscriptiva de títulos o derechos de propiedad en una teoría de la justicia que se adapta con extraordinaria precisión a criterios generalmente admitidos acerca de la propiedad y la justicia 164 . Es más, la introducción de estas intuiciones sobre el descubrimiento aporta el potencial para persuadir a aquellos críticos de la justicia capitalista que encontraban la teoría adscriptiva, tal como fue enunciada en un principio, poco convincente en su tratamiento de ciertas cuestiones fundamentales particularmente problemáticas.
163
Véase Nozick, ibid., pp. 153-160. Véase el capítulo VII para una discusión adicional del modo en que la perspectiva heurística y la adscriptiva de Nozick se complementan mutuamente. 164
318
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CAPÍTULO VII EL DESCUBRIMIENTO Y LA JUSTICIA DEL CAPITALISMO Ha llegado el momento de atar cabos y exponer sucintamente lo que las discusiones anteriores nos han enseñado, en su conjunto, sobre la justicia capitalista. He argumentado [1] que el proceso capitalista está compuesto, de modo muy significativo, por los numerosos actos de descubrimiento empresarial que realizan todos los que participan en el mercado; [2] que los actos de descubrimiento han de ser cuidadosamente distinguidos de los actos de producción deliberada si se está hablando en términos de economía positiva; [3] que la noción de descubrimiento implica, a nivel ético, ciertas intuiciones que, para muchos, otorgan a la regla de «quien lo descubre se lo queda» una destacable consistencia moral; de modo que [4] los tratamientos 320
al uso de la justicia en el sistema capitalista precisan de una revisión a fondo, con el fin de encontrarse en condiciones de incorporar toda la carga moral contenida en una regla del tipo de «quien lo descubre se lo queda». Todo esto acaba conformando una perspectiva de la justicia capitalista de enorme importancia; una perspectiva que, desgraciadamente, se echa de menos en las discusiones filosóficas y económicas habituales. Si bien no es en modo alguno mi intención minimizar su importancia, tampoco quisiera exagerar el papel que desempeña el descubrimiento en relación a la justicia del capitalismo y, menos aún, en relación a la moralidad del capitalismo en general. En cualquier caso, quiero dejar claro que no ha sido mi objetivo en este libro pretender que el descubrimiento y sus implicaciones de carácter moral hayan de ser las únicas consideraciones morales relevantes al abordar la cuestión de la justicia o injusticia de las asignaciones de ingresos en el sistema capitalista. Este capítulo final quiere llamar la atención, por tanto, sobre algunas cuestiones que han de tenerse bien presentes al tratar de los principios morales sobre los que se asienta el fenómeno del descubrimiento, y sobre las aplicaciones particulares del mismo. También sugiere lo fructífera que puede resultar la integración de los criterios de justicia económica de carácter convencional con perspectivas tan novedosas como las que se derivan de la consideración del fenómeno del descubrimiento. Confiemos en que tal integración proporcione una perspectiva adecuada y desde la que quepa ponderar mejor la justicia
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económica de la distribución de ingresos en un sistema capitalista.
Una revisión de la máxima «quien lo descubre se lo queda» Ya mostramos en los capítulos precedentes cómo la regla «quien lo descubre se lo queda» es perfectamente coherente con criterios éticos ampliamente compartidos, y de hecho nos remontamos, para verlo mejor, hasta la intuición de que el descubridor puede ser considerado como el creador de lo que descubre. Con todo, no hay que dejar de considerar un serio argumento en contra de la ética de nuestra máxima, a saber: que lo que el descubridor obtiene necesariamente resulta de explotar la ignorancia de otros, lo que está peligrosamente cerca de decir que lo obtenido es consecuencia de una estafa. Es un argumento que quedaba por considerar, aunque algunos de sus elementos ya fueran tratados indirectamente o de pasada en discusiones anteriores. Veámoslo ahora con más detenimiento. En el Capítulo V examiné el caso del empresario que compra a bajo precio y revende a un precio mayor. Discutí entonces el problema que esto podría suscitar al considerar la cuestión de la justicia de tal transferencia, ya que el vendedor original podría argüir que su consentimiento a la venta a bajo precio fue dado sin ser consciente del «verdadero» valor de lo vendido, por lo que la transferencia no fue 322
completamente voluntaria, al faltar plena advertencia o perfecto consentimiento. Señalé entonces que la circunstancia misma de que el vendedor ni siquiera sospechara ese mayor valor (lo que podría argüirse en favor de una propuesta, supuestamente razonable, de invalidar la venta por error de apreciación) nos garantiza, antes bien, que el beneficio puro que obtiene el empresario al vender a un precio mayor ha sido enteramente descubierto por él. Esto nos convencía de que, dado un criterio como el recogido por la máxima «quien lo descubre se lo queda», no cabe revocar la transferencia original so pretexto de error en el vendedor, ya que tal revocación equivaldría a asignar a tal vendedor una ganancia que no fue descubierta por él, sino por otro. Nos enfrentamos ahora con el argumento de que el descubrimiento del empresario constituye una explotación de la ignorancia supina del vendedor por lo que toca al verdadero valor de lo que vendía. No se nos pide aquí que invalidemos la venta original pretextando error, sino que condenemos al empresario por beneficiarse de su descubrimiento. Es decir, que concedamos que, incluso si el descubrimiento constituye una clase de generación o creación, no cabe admitirlo como justo título de propiedad cuando es realizado a costa de la ignorancia supina de otro. Quien considerara justa tal explotación del ignorante no podría estar muy lejos de aprobar una ganancia que resultara de engañar deliberadamente a la otra parte contratante. (Seguramente condenaríamos una actuación como fraudulenta aun en el caso de que la víctima hubiera voluntariamente firmado un acuerdo en el que 323
aceptara renunciar a cualquier intento de invalidar el trato sobre la base de que hubiera podido existir un error de apreciación). Por supuesto que nuestro empresario, que obtiene su ganancia comprando a bajo precio y vendiendo a un precio mayor, no ofreció al vendedor original ninguna garantía de que el precio que él ofrecía era el mayor que cabía obtener de cualquier otro comprador. Su ganancia resulta, a todas luces, de no haber divulgado cierta información que el vendedor podría haber deseado conocer y que, de haberla de hecho conocido, le habría con toda seguridad disuadido de vender. La pregunta que la crítica se hace, por tanto, es la siguiente: ¿es que hay acaso tanta diferencia, desde el punto de vista moral, entre estafar a la otra parte suministrándole información engañosa, y obtener un beneficio en el mercado a sabiendas de que la otra parte vende porque tiene una idea equivocada del verdadero valor de mercado de lo que vende? Este modo de presentar el argumento en contra de la ética del criterio «quien lo descubre se lo queda» apunta a una posible contradicción entre dos juicios morales comúnmente sostenidos. El primero afirma que quien descubre una hermosa concha en la playa puede con toda justicia considerarse su legítimo propietario, en el caso de que tal concha no perteneciera ya a algún otro. El segundo sostiene que es injusta la ganancia que resulta de un trato que únicamente puede llevarse a fin sobre la deliberada ocultación de una información tan crucialmente relevante que, de haberla conocido la otra parte, se habría abstenido de contratar. ¿Existe, por tanto, algún error lógico en nuestra argumentación de que, 324
sobre la base de la ética del criterio «quien lo descubre se lo queda», el beneficio empresarial es un beneficio justo? Este dilema no puede resolverse sin profundizar un poco más en el asunto. Imaginemos por un momento alguien que pasea por la playa y que, ante una bellísima puesta de sol, se queda contemplándola embobado. Tanto, que ni siquiera advierte la existencia de una concha marina de extraordinaria belleza justo delante de él, en la arena (si la hubiera advertido, desde luego que se habría agachado al instante para recogerla e incorporarla a su colección). Otro paseante, sin embargo, advierte casualmente la presencia de la concha y elabora el siguiente plan de acción: sigilosamente, para no alertar al espectador de la puesta de sol, se acerca y, con un movimiento tan rápido como silencioso, se hace triunfante con la concha ante las narices mismas del primero. ¿Puede decirse que el descubridor de la concha ha explotado la ignorancia del espectador de la puesta de sol? ¿Tenía alguna obligación moral, en estricta justicia, de haberle avisado de lo que tenía junto a sus pies? Al no haberle querido avisar o alertar, ¿le estaba «engañando», en el mismo sentido en que podría engañarse a alguien para que venda algo a bajo precio, convenciéndole falsamente de que se trata de un objeto sin apenas valor? Cuando el espectador vuelve en sí y se da cuenta de la oportunidad que ha perdido a causa de su arrebato estético, ¿se dirigirá al otro paseante y le increpará por haberle injustamente «robado» algo que era suyo? ¿Aceptará el argumento del otro de que él, por su parte, se había meramente limitado a recoger una concha sin dueño 325
(casualmente cerca del espectador de la puesta de sol, sí, pero en cualquier caso absolutamente sin dueño)? Y si alguien que hubiera observado la escena juzgara la apropiación de la concha con cierta censura moral, por el hecho de que fue efectuada con sigilo, deliberadamente anticipándose el otro paseante a un descubrimiento que el arrebatado espectador habría con toda seguridad realizado apenas unos segundos más tarde, ¿no debería censurarse del mismo modo a cualquiera que recogiera una concha marina sin dueño, sin atender a otras circunstancias? Incluso si la concha no estuviera a los pies de nadie, ¿no podría acaso llegar a ser advertida, antes o después, por alguien que casualmente acertara a pasar por allí? Puesto que cualquier hipotético descubridor futuro carecería de mejor título para reclamar la concha que cualquiera que se la hubiera efectivamente apropiado ya, claramente se advierte la frustrante paradoja a la que conduce esta línea argumentativa. Una vez que se ha admitido la legitimidad de la apropiación por descubrimiento, hay que reconocer que tal apropiación no puede realizarse sin aprovechar una falta de atención o alerta en cualquier otro potencial descubridor. Estas dificultades parecen proceder de la tendencia a pensar que el conocimiento puede obtenerse sin costes, y a tratar este conocimiento supuestamente asequible de modo gratuito, desde el punto de vista moral, como si ya se hubiera de hecho obtenido. Así, la acción de recoger la concha que está a los pies del espectador de la puesta de sol mediante un movimiento sigiloso podría considerarse como un privar a este último de un conocimiento al que tiene 326
derecho. Podría parecemos una estafa, también, el hecho de que alguien se beneficiara al no divulgar una información que algún otro podría haber obtenido por sí mismo sin incurrir en coste alguno. Impedir que alguien pudiera hacer un descubrimiento al no proporcionarle acceso gratuito a cierta información podría parecer, a estos efectos, casi lo mismo que proporcionarle una información incorrecta a sabiendas de que lo es. Sin embargo, una vez que se ha comprendido que cabe pasar por alto, sin razón aparente alguna, cualquier información asequible (incluso gratuitamente asequible), entonces el descubrimiento deja de parecer tan moralmente cuestionable. Lo único que ha hecho el descubridor con éxito ha sido estar más alerta que otros; en modo alguno «impedir» que otros hicieran ese descubrimiento. No parece, por tanto, que exista ningún imperativo moral definitivo basado en consideraciones de justicia por el que uno tuviera la obligación de divulgar lo que sabe, incluso si esa información pudiera resultar útil a otros, e incluso aunque tal información pudiera ser proporcionada sin incurrir en coste alguno. Por supuesto, podría haber poderosas razones morales que convirtieran en un deber hacer saber algo a otro, pero el dejar de hacerlo no parece que confiera sin más al otro ningún título para considerar que se le ha privado de algo que era (o debería haber sido) suyo. Jamás se le privó de nada ni se le engañó, ni siquiera en el caso de que el individuo mejor informado hubiera obtenido alguna ventaja al faltar deliberadamente a una posible obligación moral de informar sin coste a otros de algo cuyo conocimiento 327
les podría haber sido útil. Dejar de divulgar cierta información (sin por ello desfigurarla o tergiversarla) quizás no sea muy noble y puede que sea, incluso, realmente repugnante en ciertas circunstancias; pero, de suyo, no constituye ni robo ni fraude. Quizás parezca demasiado fina la línea divisoria entre dejar de compartir una información y deliberadamente ocultar una información que de otro modo habría sido con toda seguridad descubierta. Pero tal línea, por fina que sea, es moralmente muy significativa. Este último caso de deliberada ocultación de información es, a su vez, bien diferente desde el punto de vista moral del caso en el que alguien tergiversa cierta información en beneficio propio. La argumentación expuesta apunta seriamente a la idea de que las intuiciones comúnmente compartidas acerca de los descubridores que se convierten en propietarios no tienen por qué ser consideradas necesariamente contradictorias con otras intuiciones morales, igualmente compartidas, que condenan el fraude; y que tampoco ha de mirarse con recelo la explotación de una ignorancia ajena que sea fruto de la ocultación deliberada de ciertas verdades que, en caso contrario, habrían sido bien evidentes para todos. Los asuntos morales nunca han sido simples ni fáciles, desde luego. En concreto, parece que existe como una gradación moral por lo que toca a la censurabilidad de la obtención de ciertos beneficios como consecuencia de dejar de revelar cierta información. Por lo que aquí nos interesa, el problema en cuestión parece ser la dificultad de algunos para comprender que no cabe siquiera cuestionarse, en términos de justicia, la legitimidad de 328
la explotación de un descubrimiento realizado por alguien como consecuencia de haber estado alerta cuando otros no lo estaban, simplemente porque se pretenda que con ello los otros han quedado imposibilitados para realizar ese mismo descubrimiento, o que los otros podrían haber sido los que lo hubieran realizado. Además, cualquier escrúpulo moral o remordimiento residual que aún pudiera subsistir, por razones distintas de la estricta justicia, en tomo a la decencia de la obtención de un beneficio como consecuencia de la ignorancia vencible de los otros, resulta cada vez más mitigado a medida que las relaciones entre las partes se hacen más y más impersonales. En cualquier caso, tales escrúpulos deberían tender a desaparecer a medida que la tarea de informar a los otros resultase más y más costosa. Por último, cualquier escrúpulo acerca de la moralidad de un sistema basado en el descubrimiento empresarial debe tener en cuenta esa estructura general de incentivos cuya existencia misma depende de que se admita o no el beneficio puro. Como ya se indicó, si se proscriben el descubrimiento y los beneficios que de él se derivan lo más probable es que aquellos por quienes se sufre tanto —en razón de la explotación de su ignorancia— acaben, sistemáticamente, peor informados y peor provistos que en un sistema capitalista de libre mercado, en el que el beneficio empresarial proporciona la motivación y el incentivo para realizar esos mismos descubrimientos. Una simple regla como «quien lo descubre se lo queda» puede parecer un tanto cruda desde el punto 329
de vista moral, en la medida en que se piense que no presta suficiente atención a los sutiles matices morales que rodean a la obtención de un beneficio como consecuencia de la ignorancia ajena165. Sin embargo, y como contrapartida, parece que tal regla proporciona un sólido fundamento, en términos de justicia, sobre el que construir el armazón capitalista. De hecho, parece una exigencia irrenunciable que las teorías sobre la justicia del capitalismo incorporen una ética tan ampliamente compartida como la que se expresa en nuestra regla.
El descubrimiento y la primera posesión Nuestras discusiones han iluminado el sentido en que las instituciones capitalistas de propiedad convencionales están en conformidad con juicios morales ampliamente compartidos sobre la justicia del descubrimiento. La regla de «quien lo descubre se lo queda» arroja una especial claridad, en concreto, sobre las presuposiciones capitalistas en tomo a la legitimidad y justicia de la propiedad privada y del puro beneficio empresarial. No quisiera dar la impresión, sin embargo, de que esta regla constituye un criterio moral infalible en cuestiones de justicia distributiva, o que permite resolver sin error situaciones de otro modo ambiguas. El principio que ofrece esta regla debería ser incorporado a cualquier 165
Estas sutilezas son sin duda la causa de que existan tan apasionados desacuerdos con respecto a la moralidad del insider tradingen los mercados de valores.
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valoración moral que se hiciera de la justicia capitalista, desde luego; tal principio no tendría por qué ser siempre suficiente, empero, como para permitir alcanzar por su sola aplicación conclusiones definitivas en casos controvertidos. La regla de «quien lo descubre se lo queda» ciertamente deja sin responder una serie de preguntas engorrosas sobre sus aplicaciones prácticas, si bien muchas de ellas también encuentran su paralelo en cuestiones similares que se plantean al aplicar criterios alternativos de justicia. Considérese, por ejemplo, el término «descubrimiento», o «encuentro». No es en absoluto mi intención sostener que el primer descubridor de un recurso deba ser tenido por su justo dueño sin más, es decir, aun en el caso de que ni siquiera moviera un dedo para tomar posesión de lo encontrado o descubierto. Me siento inclinado a afirmar, por el contrario, que el hecho de que alguien descubra un recurso abandonado sin tomar posesión de él implica, en realidad, que no ha descubierto su verdadero valor, por lo que es el primero en tomar posesión de algo quien realmente debe ser considerado como el genuino descubridor de su valor económico. Casos que surgen por dilemas como éstos vienen colapsando los tribunales de justicia desde hace milenios. Recientemente, Richard Epstein ha citado algunos casos clásicos en los que estas cuestiones están en el centro del problema. En el caso Pierson contra Post, por ejemplo, un caso de principios del siglo diecinueve, el demandante, Post, se querella porque «se encontraba persiguiendo un zorro con la ayuda de sus perros por una zona arenosa sin dueño cuando, de 331
repente, Pierson apareció no se sabe de dónde y capturó la alimaña, reteniéndola aun después de que Post reclamara su devolución. Post se querelló entonces contra Pierson afirmando que éste le había perjudicado indirectamente al tomar posesión del zorro»166. El asunto se reduce a determinar si el hecho de que Post anduviera a la zaga del zorro —que habría capturado de no mediar la interferencia de Pierson— constituye un título válido de posesión del mismo. La regla de «quien lo descubre se lo queda» tiene poco que decir en la resolución de un caso como éste, ya que la cuestión no es quién vio primero el zorro, sino quién se hizo primero con él. En otro caso, de finales del diecinueve, Swift contra Gifford, «surgió una disputa entre dos tripulaciones acerca de la propiedad de una ballena. La tripulación del Rainbow había arrojado un arpón que, con su sedal aún atado, se clavó firmemente en un flanco de la ballena, aunque ésta acabó escapando. La tripulación del Hércules la capturó entonces, siendo así que el Rainbow aún no había abandonado la caza». El caso giró en torno a «una costumbre marítima universal» por la cual «se asignó la ballena al Rainbow, ya que fue su arpón el primero en clavarse en la ballena, aunque fuera el Hercules quien primero la capturase»167. Este caso muestra, al igual que otro que también cita Epstein sobre unos derechos de regadío, el papel que desempeña la tradición en la determinación de lo que constituye posesión. Resulta evidente que la simple regla de «quien lo descubre se 166
Richard A. Epstein, «Possession as the root of title», en Georgia Law Review (1979), p. 1224. 167 Ibid., pp. 1230 ss.
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lo queda» no sirve de mucho en la resolución de estas disputas. Si tantas y tales son las ambigüedades cuando se trata de tomar posesión de zorros, aguas o ballenas, podemos imaginar lo complicado que debe resultar definir qué es lo que constituye el descubrimiento efectivo de un pedazo de tierra. ¿Qué acciones constituyen la anexión de unas tierras, en cuanto algo distinto del mero descubrimiento de que carecen de dueño y de que son, de hecho, desconocidas para otros? ¿Cuánto hay que trabajarlas para quedárselas? Estos dilemas tendrán que dilucidarse mediante la elaboración de leyes sobre la propiedad privada de la tierra. Una regla como la de «quien lo descubre se lo queda» bien podría servir de fundamento último para su elaboración, pero difícilmente podría ayudar a formular criterios específicos que sirvieran para llevar a la práctica los principios generales sobre la adquisición originaria de propiedad.
Problemas de rectificación y de restitución Otro tipo de recusación a la justicia de cualquier sistema capitalista tiene su origen en la posibilidad de que los actuales títulos de propiedad pudieran derivarse, históricamente, de actos injustos de robo o pillaje perpetrados en el pasado. Como ya se indicó en el capítulo anterior, Marx dirigió su mordaz atención hacia esta posibilidad (o hecho histórico). Una regla como la de «quien lo descubre se lo queda» no permite averiguar en absoluto en qué momento, si es que lo 333
hubiera, los actos de injusticia pasados dejarían de impedir la legitimidad de los títulos de los actuales propietarios. Los teóricos de los justos títulos de propiedad han debatido interminablemente el asunto, llegando de hecho a proponer varios modos de reconciliar el respeto a los actuales títulos con la repulsa moral que provocan los antiguos métodos de adquisición de los mismos. No parece de ninguna manera claro, en cualquier caso, que las intuiciones contenidas en la máxima «quien lo descubre se lo queda» puedan servir para iluminar en lo más mínimo el asunto.
Tartas descubiertas y tartas dadas Mi crítica a la literatura sobre la justicia se ha centrado en gran medida en la acusación de que ésta considera los factores productivos y los productos como dados, como si de hecho hubieran estado al alcance de la mano desde siempre, a la espera únicamente de ser distribuidos. Mi argumento, por el contrario, es que los recursos y productos siempre han tenido que ser descubiertos: nunca habían «existido» antes del preciso momento en que fueron efectivamente descubiertos por el empresario. Sobre este argumento, y no sobre otro, es sobre el que me he apoyado para defender la ética que expresa nuestra máxima, así como para señalar su importancia a la hora de juzgar la justicia de las asignaciones de ingresos en un sistema capitalista.
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Sin embargo, tampoco se puede afirmar que el modo estándar de enfocar la cuestión del fundamento económico y de la justicia de los procesos capitalistas sea —por el simple hecho de prescindir de la noción de descubrimiento— completamente erróneo. De hecho, cabe percibir el capitalismo desde una perspectiva en la que los elementos heurísticos aparezcan en un segundo plano. Y no parece sensato, desde luego, dejar que se pierdan las intuiciones sobre la justicia que resulten de ella, por mucho que la propia concepción del capitalismo haya ahondado en la cuestión con el fin de incorporar tales elementos. No debería terminar este libro, por tanto, sin dejar bien claro el sentido en que pienso que el descubrimiento está de hecho ligado con los aspectos de «pura producción» del mercado (aspectos éstos que la literatura al uso, por desgracia, ha destacado casi de modo exclusivo). Estoy convencido, pues, de que una comprensión amplia y enriquecida de los procesos capitalistas debería ser capaz de integrar tanto los elementos de descubrimiento como los de cualquier otro tipo, si es que quiere alcanzar una apreciación plena de los criterios apropiados para emitir un juicio sobre su mayor o menor justicia. El sentido en que cabe percibir el capitalismo sin prestar atención a sus elementos heurísticos aparece en una comprensión ex post del mismo. Como ya dije, una visión ex post tiende a minusvalorar o relegar a un segundo plano la incertidumbre que inevitablemente existe en el mundo; ya que, si bien ésta es palpable de modo manifiesto ex ante, invariablemente tiende a escapársenos cuando miramos hacia atrás en la historia. Cuando se considera ex post, el curso de los 335
acontecimientos parece con frecuencia ineludible, necesario: una vez que algo ha sucedido, suele verse con facilidad cómo el efecto siguió sistemática e ineludiblemente a la causa. Al mirar hacia el pasado resulta fácil caer en la cuenta de lo ciegos que estábamos antes, al no haber sido capaces de ver el curso que estaban tomando los acontecimientos. Parece perfectamente obvio, visto ex post que tales factores productivos habrían de dar lugar a tales productos y en tal cantidad. No parece del todo ilegítimo, desde esta perspectiva, reconstruir a posteriori el análisis del proceso de adopción de decisiones para conformarlo a lo que, según habría de saberse después, acabó efectivamente ocurriendo. Es esto lo que ha conducido a los economistas (y, por consiguiente, a los filósofos que se ocupan de la justicia económica) a tratar el proceso económico como si de un proceso sin sorpresas se tratara. Es decir, como si la función empresarial consistiera no tanto en decidir qué imagen del futuro habrá de ser considerada como la más relevante a efectos de planificación económica, cuanto en seleccionar matemáticamente el mejor curso de acción a partir de programas alternativos de adopción de decisiones que estuvieran ya dados de antemano y fueran perfectamente percibidos como tales. Rotunda y explícitamente me he opuesto a una visión tan exclusivista y estrecha de cómo opera el proceso de adopción de decisiones en el capitalismo. Es una visión que desapruebo tanto en su versión de teoría positiva, por hacer peligrosa abstracción de algunos nexos causales especialmente importantes en el proceso económico, como en su versión de teoría 336
moral, por impedirnos apreciar algunas intuiciones éticas particularmente relevantes. Con todo, una visión que rehusara tomar nota de algunos elementos válidos contenidos en la perspectiva ex post también sería deficiente, en la medida en que hay aspectos del capitalismo cuya trascendencia moral nace de consideraciones que son ajenas al elemento heurístico. No quisiera, de ninguna manera, que la teoría heurística de la justicia perdiera de vista tales consideraciones, y por eso pienso que es aquí —como teoría complementaria de una teoría heurística— donde la teoría adscriptiva de la justicia de Nozick encuentra su lugar natural y cobra todo su sentido168. A medida que la vida de alguien se hace más y más rutinaria, por ejemplo, la regularidad de su programa de actividades acaba conformando, en un entorno estable, un patrón de experiencias repetitivas en el que las sorpresas (las mayúsculas, al menos) no tienen cabida. Por supuesto que nadie está totalmente a salvo de sorpresas ni, por lo mismo, absolutamente dispensado de actuar empresarialmente: ningún entorno es tan estable como para hacer imposibles el descubrimiento o la incertidumbre. Podría ocurrir, sin embargo, que la vida de alguien fuera tan apacible y serenamente repetitiva como para justificar la oportunidad de un análisis desde la perspectiva de la producción pura. Análogamente, a medida que una sociedad se ajusta a los cambios externos y que su economía gradualmente converge hacia modos más 168
Sea dicho esto en adición al sentido en que una pura teoría del descubrimiento, como señalé en el capítulo VI, puede parecer depender del rechazo teórico de la teoría adscriptiva a algunas teorías de la justicia anteriormente mencionadas.
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eficientes de adaptarse a condiciones cambiantes, cabe intentar entender su dinámica operativa en términos de modelos de equilibrio. Podríamos indudablemente criticar estos modelos afirmando que distraen peligrosamente nuestra atención de procesos causales muy importantes (que, por supuesto, no tienen cabida en ellos), pero no podríamos negarles con todo una cierta utilidad. Las simplificaciones analíticas de las que con razón nos quejamos son capaces de captar, a pesar de todo, algunas propiedades de la realidad que tienen su importancia. La teoría adscriptiva de Nozick, al igual que la teoría de la contribución marginal de J. B. Clark, serían muy importantes en un mundo sin grandes sorpresas o en una economía que hubiera entrado en un confortable y uniforme «flujo circular». El problema con estas teorías es que requieren que nos imaginemos un capitalismo que nunca ha existido, es decir, un capitalismo sin sorpresas ni descubrimientos de entidad. A pesar de haber querido centrar la atención en las oportunidades empresariales, que inspiran la aparición incesante de ideas nuevas, y en el impacto continuo de sucesos inesperados, no quisiera dejar de reconocer por ello que, junto a estos elementos heurísticos, e inextricablemente ligados con ellos, existen en el capitalismo otros elementos que conforman patrones repetitivos razonablemente estables. Las intuiciones de la teoría adscriptiva sobre la justicia de las transferencias de propiedad en un intercambio capitalista, enmarcadas como están en un contexto en el que el elemento heurístico no tiene cabida, contienen con todo apreciaciones morales dignas de consideración. Lo mismo podría decirse de 338
las intuiciones clarkianas sobre la meritoriedad de los ingresos capitalistas cuando éstos resultan de la venta de factores. Por una parte, en la medida en que una economía se desarrolla, podemos postular un enfoque sistemático que se ajuste mejor a los datos de que se disponga sobre un corto periodo de tiempo. Las consideraciones morales derivadas de las posturas de Nozick y/o Clark, cabe pensar, serían entonces más relevantes. A medida que la opulencia de una economía crece durante periodos mayores de tiempo, por otra parte, y a medida que las oportunidades de innovación tecnológica son cada vez mayores, las incertidumbres innatas en el mismo carácter libre del mercado hacen de la perspectiva del equilibrio una imagen cada vez menos fiel de lo que es el proceso capitalista. A medida que una sociedad capitalista se desarrolla y se hace cada vez más intrincada y «abierta» parece cada vez mayor la necesidad de introducir en las teorías económica y moral del capitalismo las intuiciones asociadas a la teoría heurística de la creatividad empresarial. Si pareciera exagerada la imagen que he pintado del capitalismo en este libro, precisamente por haber enfocado con tanta insistencia los rasgos heurísticos o de descubrimiento puro presentes en el sistema, creo que se me podría disculpar atendiendo precisamente a la circunstancia histórica recién mencionada. Si bien la producción capitalista puede legítimamente contemplarse, desde la perspectiva tradicional del equilibrio, como una tarta dada a la espera de ser distribuida, por mi parte he querido atraer la atención sobre la importancia creciente que van adquiriendo 339
otras perspectivas bien diferentes desde las que cabe enfocar la realidad. Desde éstas últimas, la producción capitalista se percibe cada vez menos como una tarta dada y a la espera de ser distribuida, y más cada vez como una tarta descubierta, cuyo carácter de descubierta impone, además, sus propios imperativos morales.
El descubrimiento y la defensa del capitalismo Algunos moralistas no dejan de denunciar el capitalismo como un sistema injusto. Aparte otros defectos morales que se le han atribuido, se condena al capitalismo por tratar a los trabajadores y a los pobres injustamente, es decir: por tener por fundamentos la injusticia y la explotación. Mi trabajo no ha pretendido defender el capitalismo simplemente declarando que estas críticas se basan en criterios morales deficientes o erróneos. Antes bien, lo que he intentado ha sido presentar el capitalismo como un sistema que opera de un modo bien diferente a como sus críticos piensan (e, incluso, a cómo piensan muchos de sus defensores y apologetas). Una vez que se entiende plenamente el proceso capitalista, sostengo, cabe apreciar desde una perspectiva moral diferente tanto sus asignaciones de ingresos como las raíces mismas de su sistema de propiedad privada. He insistido en que esta nueva perspectiva nace de una adecuada apreciación del elemento heurístico o de descubrimiento que impregna todo el proceso capitalista. Esta perspectiva heurística no tiene por 340
qué destituir las defensas que ya existen de la justicia del capitalismo, ni restarles valor; si bien, en la medida en que las sociedades capitalistas se hacen más opulentas y «abiertas», y ofrecen mayor libertad de oportunidades, tales defensas se encontrarán con que el apoyo que puede proporcionarles la perspectiva heurística será cada vez más significativo. Una defensa de la justicia capitalista como la que aquí he llevado a cabo no declara al capitalismo libre de deficiencias morales, ni afirma que sea un sistema sin mezcla de mal alguno. Desde luego, no he pretendido que cualquier comportamiento realizado bajo el capitalismo histórico haya sido moralmente aceptable, y ni siquiera justo. Lo que una defensa de la justicia capitalista sugiere, sin embargo, es que no debería rechazarse de buenas primeras un sistema como el capitalista, que ha demostrado una capacidad tan extraordinaria para elevar el nivel de vida de la humanidad, simplemente porque alguien tuviera la sospecha de que tal sistema pudiera estar fundamentado sobre una injusticia innata. De hecho, cabe esforzarse por el propio perfeccionamiento moral dentro de un contexto capitalista sin verse por ello obligado a albergar, secretamente, un cierto remordimiento o sentimiento de culpabilidad por creer que se está participando en una forma de organización social inevitable y fundamentalmente perversa o equivocada.
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ISRAEL MEIR KIRZNER (Yisroel Mayer Kirzner), nacido el 13 de febrero de 1930, es profesor emérito de economía en la Universidad de Nueva York y uno de los economistas más reconocidos de la Escuela Austriaca. Kizner se ha especializado en el desarrollo de la concepción dinámica de la economía (criticando la visión estática de la teoría económica neoclásica) y en el estudio de las consecuencias coordinadoras de la actividad empresarial. En 2006, Kirzner recibió el Premio Mundial de Investigación en Emprendimiento «por el desarrollo de la teoría económica, haciendo hincapié en la importancia del empresario para el crecimiento económico y el funcionamiento del proceso capitalista».
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