Panorama de historia del pensamiento económico
Ernesto Screpanti Stefano Zamagni Editorial Ariel
1ª edición febrero 1997
Barcelona
Este material se utiliza con fines exclusivamente didácticos
SUMARIO Prólogo a la primera edición Introducción
1. Nacimiento de la economía política 2. La revolución del laissez faire y la economía smithiana 3. De Ricardo a Mill 4. El pensamiento económico socialista y Marx 5. El triunfo del utilitarismo y la revolución marginalista 6. La construcción de la ortodoxia neoclásica 7. Los años de la alta teoría (I) 8. Los años de la alta teoría (II) 9. La teoría económica contemporánea (I) 10. La teoría económica contemporánea (II) 11. La teoría económica contemporánea (III)
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CAPÍTULO 2. LA REVOLUCIÓN DEL LAISSEZ FAIRE Y LA ECONOMÍA SMITHIANA 2.1. La revolución del laissez faire 2.1.1. LAS CONDICIONES PREVIAS DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL Los treinta y cinco años que van desde el inicio de la guerra de Sucesión austriaca, en 1741, a la declaración de independencia de los Estados Unidos, en 1776, son de crucial importancia para la historia de Europa, así como para la historia del pensamiento económico. Se trata de un período de profunda crisis política, como demuestran los veinticinco años de guerras, «las más bárbaras de la historia europea», en las que se implicaron, en períodos distintos, todas las grandes potencias del continente: la guerra de Sucesión austriaca (1741-1748), la guerra colonial entre Inglaterra, Francia y España (1754-1763), la guerra de los Siete Años (1756-1763), la guerra ruso-turca (1768-1774). Uno de los principales resultados de esta crisis fue la definitiva consolidación de Inglaterra como principal potencia militar, política y económica de Europa. Entre las transformaciones más importantes de este periodo se cuenta la consolidación del capitalismo agrario, un proceso que fue bastante rápido en Francia e Inglaterra. En Francia, o al menos en las regiones del norte, en Picardía, en Normandía y en la provincia de Paris, surgió una nueva figura social: el fermier, el campesino arrendatario que invertía dinero propio en la mejora de las técnicas productivas y en la ampliación de las dimensiones de la ferme, la hacienda agrícola. En Inglaterra este proceso se vio facilitado por el movimiento de cercado que, iniciado más de dos siglos antes, conoció un auténtico boom a partir de 1760. Entre las consecuencias más importantes hay que recordar las profundas innovaciones técnicas empleadas en los métodos de cultivo, el consiguiente aumento de la productividad y de la producción agrícola, y la aceleración del proceso de expulsión de la mano de obra del campo. Si a ello añadimos el hecho de que precisamente a partir de 1740 tuvo lugar una aceleración del crecimiento demográfico, se entiende enseguida por qué el despegue de la revolución industrial, que tendrá lugar a finales de este periodo, no se verá obstaculizado por aquella escasez de fuerza de trabajo (y de «medios de subsistencia») que habla constituido una de las principales preocupaciones de los mercantilistas. Así, la ocupación industrial pudo aumentar rápidamente a partir de la década de 1760. Una importante condición previa para el inicio de la revolución industrial la constituyen las numerosas innovaciones tecnológicas empleadas en la naciente industria y, sobre todo —aunque no únicamente—, en el sector textil: la jenny de Hargreaves data de 1764; el condensador de Watt, de 1765; el torno de hilar de Arkwright, de 1768. Sin embargo, el proceso no se limita a Inglaterra. Por poner únicamente algunos ejemplos: en 1769, Cugnot construyó en Francia un carro movido por una máquina de vapor, mientras que en Italia, en 1775, Volta inventó el electroscopio condensador, yen 1776 construyó el electróforo y descubrió el gas metano. En resumen, en este periodo se dieron todas las condiciones previas económicas, sociales y tecnológicas del despegue industrial, al menos en Inglaterra. No obstante, las condiciones previas más importantes fueron las culturales, ya que esta fue la época en la que estalló aquella auténtica revolución cultural conocida con el nombre de «Ilustración». Las raíces de este movimiento deben buscarse en la Inglaterra del siglo XVII, y en particular en las ideas de «razón», «experiencia» y «ciencia», que filósofos y científicos como Bacon, Locke o Newton habían tratado de utilizar para sustituir a los viejos ídolos y abolir las antiguas servidumbres intelectuales. En el continente, al insertarse en las distintas tradiciones nacionales, el movimiento asumió características peculiares; así, adquiriría un cariz racionalista en la patria de Descartes, e historicista en la de Vico. El periodo en el que alcanzó su máximo efecto desestabilizador sobre la cultura de la época puede situarse en los años de publicación de la Enciclopedia (1751-1776). La Ilustración desempeñó un importante papel en la historia del pensamiento económico: proporcionó los fundamentos filosóficos al ataque que los economistas de este periodo llevaron a cabo contra el pensamiento mercantilista. En efecto, los años comprendidos entre 1751 y 1776 son, para la economía, los años de la revolución del laissez faire. El mercantilismo, un planteamiento teórico relativamente homogéneo que había dominado el pensamiento económico europeo durante trescientos años, creando casi una comunidad científica internacional, se vio súbitamente atacado desde diversos frentes, y en el transcurso de un cuarto de siglo desapareció de la escena económica. 3
Sin embargo, los nuevos economistas no constituyeron a su vez un nuevo planteamiento teórico homogéneo, ni en cada nación ni a nivel internacional; pero sí empezaron a formarse auténticas «escuelas» —o casi—, como la de los fisiócratas en Francia, o las escuelas milanesa y napolitana en Italia. Sin embargo, como veremos, la homogeneidad de los planteamientos teóricos entre las distintas escuelas era muy escasa, así como, en cierta medida, en el seno de cada una de ellas. El único tema que las unía, por así decirlo, en sentido negativo, era la lucha contra la vieja ortodoxia mercantilista —con las debidas excepciones— y, consecuentemente, el intento de proporcionar un fundamento científico a la doctrina del laissez faire. Habrá que esperar a la síntesis smithiana, que llegará en 1776, para encontrar las condiciones que conducirán, en los cuarenta años siguientes, a la consolidación de una nueva ortodoxia a escala continental. 2.1.2. QUESNAY Y LOS FISIÓCRATAS En este periodo se consolidó en Francia la escuela fisiócrata; sé trataba de una verdadera escuela de pensamiento, con una doctrina que había que defender y propagar, un maestro reconocido, Francois Quesnay (1694-1774) y un aguerrido grupo de discípulos. No disponemos aquí de suficiente espacio para recordar a todos los economistas fisiócratas; nos limitaremos, pues, a exponer las líneas esenciales del pensamiento del maestro. Sus obras económicas más importantes son: las voces «Arrendatarios» (1756), «Granos» (1757) y «Hombres» (1757), escritas para la Enciclopedia; el Tableau économique (1758) y las Máximas generales del gobierno económico de un reino agricultor (1758), todos ellos textos fundamentales del pensamiento fisiocrático; el articulo El Derecho natural (1765) y el Diálogo sobre d comercio (1766), en los que se explican los fundamentos iusnaturalistas del punto de vista favorable al laissez faire y antimercantilista de la escuela fisiocrática. La aportación científica del pensamiento fisiocrático resulta verdaderamente notable. En particular, merecen ser destacados tres aspectos: a) las nuevas y revolucionarias nociones de trabajo productivo e improductivo, introducidas en conexión con un nuevo concepto de riqueza, en virtud del cual la auténtica fuente de riqueza es el producto neto que se obtiene aplicando el trabajo a la tierra: b) la visión de la interdependencia existente entre los diversos procesos productivos y la idea de
equilibrio macroeconómico; c) la representación de los intercambios económicos como flujos circulares de monedas y mercancías entre los diversos sectores económicos. Quesnay suponía que el ciclo productivo era de duración anual, y que el producto final de cada año era en parte consumido y en parte reinvertido como input necesario para la producción del año siguiente. La referencia explícita era la producción agrícola, la única capaz de producir un excedente sobre los costes de reposición y, por ello, la única fuente verdadera de riqueza. Los fisiócratas consideraban el excedente como una especie de don natural de la tierra. Por ello, los agricultores formaban la «clase productiva», mientras que las personas adscritas a las actividades industriales constituían la «clase estéril», no porque no produjeran mercancías útiles, sino simplemente porque el valor de su output se consideraba igual al valor total de los inputs. Finalmente, estaba la clase de los terratenientes, o «clase distributiva», cuya función económica consistía en consumir el excedente creado por la clase productiva y en iniciar, a través de pago de las rentas de la tierra, el proceso de circulación de la moneda y de las mercancías entre los diversos sectores económicos. Los fisiócratas llamaban «distribución» a este proceso de circulación, de donde deriva el nombre de «clase distributiva»: su función era asegurar una buena «distribución» de los ingresos entre los diversos sectores. El modelo del tableau économique es bastante sencillo. En un año, el sector agrícola produce un output de 5.000 millones de livres. De éstos, 1.000 se destinan a reemplazar los medios de producción empleados en agricultura, 2.000 se utilizan para pagar los salarios de los jornaleros y los beneficios de los arrendatarios ( fermiers), además de proporcionar las semillas para el siguiente año. Los restantes 2.000 millones representan el excedente, el produit net . El sector industrial tiene un output de 2.000 millones y un input de 2.000 millones. El tableau muestra cómo los productos de ambos sectores son «distribuidos» en el sistema y cómo es necesaria la circulación de la moneda para asegurar una reproducción regular.
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FIGURA 2.1. La figura 2.1 muestra las tres clases sociales y los flujos de moneda mediante los cuales éstas se intercambian las mercancías. Al comenzar el año, la clase productiva paga 2.000 millones de rentas a la clase distributiva y 1.000 millones a la clase estéril para adquirir productos manufacturados, y gasta 2.000 millones en el propio sector agrícola para intercambiar materias primas, bienes salario y medios de producción. La clase distributiva gastará 1.000 millones de su renta en la clase estéril y 1.000 millones en la clase productiva, para adquirir productos manufacturados y agrícolas. La clase estéril, que ha recibido 2.000 millones, 1.000 de la aristocracia y 1.000 de los agricultores, los gastará en su totalidad en la clase productiva para adquirir sus inputs y bienes de consumo necesarios. Al final, los 3.000 millones que la clase productiva ha gastado fuera del sector agrícola le serán devueltos de nuevo; de este modo, el ciclo podrá volver a empezar. De este modelo, Quesnay sacó dos importantes consecuencias políticas. La primera se refería a la capacidad «natural» del sistema económico para reproducirse y, en cierto sentido, `para permanecer en equilibrio en tanto no se viera obstruido por la intervención de las autoridades políticas. El equilibrio de reproducción en el que se hallaría el sistema puede definirse como una situación en la que cada sector proporciona a los otros sectores precisamente la cantidad de inputs requerida por éstos, de manera que entre los diferentes sectores y las distintas clases se instauran relaciones de naturaleza funcional, muy semejantes a las que proponía el apólogo de Menenio Agripa. El médico Quesnay estudiaba la estructura económica en la que basaba el organismo social como si se tratara de un organismo natural. El equilibrio al que aquélla tendería de manera natural se veta precisamente como una manifestación del orden natural de las cosas. Resulta evidente la influencia de la filosofía iusnaturalista. Sin embargo, Quesnay fue más coherente y más extremista que Locke, que también había sentido fuertemente dicha influencia, al extraer sus implicaciones políticas. Frente al orden natural, lo mejor que podía hacer el «orden positivo». —es decir, las leyes y las instituciones de la sociedad organizada— era no intervenir. De este modo, quedaba, por así decirlo, «demostrada científicamente» la máxima de Gournay: «laissez faire, laissez passer les marchandises». En efecto, si se les permitía hacerlo, las mercancías irían por si mismas adonde deberían ir para satisfacer la exigencia de reproducción del mecanismo social. La segunda implicación política del modelo fisiocrático se refiere a la doctrina del impôt unique. En ésta se lleva a sus lógicas consecuencias —dándole, de nuevo, un fundamento «científico».— una tesis que ya habían esbozado Vauban y Boisguillebert a comienzos de siglo: que lo mejor que podía hacer la autoridad central en el ámbito de la economía pública era eliminar todo aquel complejo e ineficaz aparato fiscal, heredado de la Edad Media, que obstaculizaba la libre circulación de mercancías y la libre iniciativa privada, además de hacer la recaudación de los impuestos difícil y costosa. El proyecto consistía en imponer un único impuesto sobre un único tipo de requisito productivo, la tierra, que se pagaría con el producto neto. Los otros ingresos se gastarían en «consumos necesarios para la producción; por tanto, no se verían afectados en términos reales. Los impuestos sobre éstos serían transferidos y, en cualquier caso, al final recaerían sobre las rentas de la tierra. En consecuencia, lo mismo daba tasar directamente estas últimas. Los discípulos de Quesnay fueron legión. Aquí apenas tenemos espacio para recordar los nombres de los más importantes: Nicolas Baudeau, Pierre Samuel Dupont de Nemours, Pierre Paul Mercier de la Rivière, Victor Riqueti de Mirabeau, Guillaume François Le Trosne. Sin embargo, debemos decir algo más sobre Anne Robert Jacques Turgot (1727-1781) y Étienne Bonnot Condillac.(1715-1780), dos economistas que, aunque influenciados por el pensamiento fisiocrático, se distanciaron de él en diversos aspectos. El primero, en las Reflexiones sobre la formación y distribución de las riquezas (1766), criticaba la teoría fisiocrática según la cual sólo la tierra estaría en condiciones de producir un excedente. Además, en Observations sur le mémoire de Saint Péravy en faveur de l'impôt indirect (1767), formuló algunas ideas interesantes en torno a los rendimientos decrecientes generados en la agricultura por la intensificación de las inversiones. Finalmente, en Mémoires sur la valeur et les monnaies (1769), trató de formular una teoría del valor 5
estimative, basada en conceptos como la utilidad y la escasez, que no se avenía con la concepción fisiocrática del prix fondamental, es decir, del valor de coste determinado por las condiciones materiales de producción.
Hay que recordar también la teoría subjetiva del valor —más sistemática— defendida por Condillac en Tratado sobre el comercio y el gobierno, considerados con relación recíproca (1776); una teoría influenciada por el análisis de Galiani, sobre todo en la manera de tratar el intercambio entre bienes presentes y bienes futuros. En cualquier caso, Condillac se distanció de Galiani al adoptar la concepción tradicional de utilidad que considera a ésta una propiedad intrínseca de los bienes. En cambio, se diferenció de Turgot al rechazar la teoría que pretende que las partes contratantes obtengan el mismo provecho del intercambio. Finalmente, hay que recordar algunos primeros intentos importantes de aplicar la matemática a la economía, debidos a François Véron de Forbonnais, a Pierre Dupont de Nemours y, sobre todo, a Achylle Nicolas Isnard, en cuyo Trailé des richesses (1781) se encuentra el que quizás constituya el primer y rudimentario —aunque sorprendentemente moderno— esquema de equilibrio económico general. El periodo 1750-1780 puede definirse, con Bousquet, como âge d'or del pensamiento económico italiano. Parecería que en Italia la Ilustración hubiera elegido precisamente a la economía como su disciplina privilegiada. Los economistas interesantes de este periodo se contarían por decenas, pero aquí nos limitaremos a mencionar únicamente a los más importantes. En primer lugar, Ferdinando Galiani (17281787), quien en Della monta (1751) realizó un ambicioso intento de elaborar una teoría general del valorutilidad, mientras que en Diálogos sobre el comercio de trigo (1768) atacó el pensamiento fisiocrático y su teoría de la política económica. Citaremos también a dos economistas napolitanos: Antonio Genovesi (17131769), cuyas Lecciones de economía civil (1765) le elevaron a la posición de «jefe de la gran familia de los economistas italianos»; y Gaetano Filangeri (1752-1788), quien en La scíenza della legislazíone (1780) propuso un vasto proyecto de renovación económica y política inspirado en la Ilustración. Finalmente, dos economistas milaneses, Cesare Beccaria (1738-1794) y Pietro Verri (1728-1797), de los que debemos recordar, respectivamente , Elementi di economia pubblica (de las lecciones impartidas en Milán en los años 1769-1770, no publicadas hasta 1804) y las Meditazioni di economía política (1771), y uno veneciano, Giammaria Ortes (1713-1790), del que por lo menos debemos mencionar Dell'economia nazionale (1774). La contribución más importante de la investigación teórica de Galiani se refiere a la teoría del valorutilidad, que tomó de sus predecesores italianos, desarrollándola hasta donde era posible en una época premarginalista. De Davanzati y Montanari tomó —aunque sin reconocerlo del todo— la tesis según la cual el valor dependería de la utilidad de los bienes y de su escasez. Y avanzó los pasos siguientes. En primer lugar, sostenía que el valor no es una propiedad intrínseca de las mercancías, como tendían a considerar los teóricos del coste de producción, sino una cualidad atribuida a éstas por las preferencias de los sujetos económicos. En segundo lugar, estableció que había que partir de los individuos para definir dichas preferencias. Tanto la utilidad como la escasez dependerían de las necesidades de los individuos. Así, una misma mercancía tendría diferente utilidad para un individuo según la cantidad que hubiera consumido de dicha mercancía: seria tanto más baja, pudiendo incluso llegar a anularse, cuanto más alta fuera la cantidad consumida. Aunque se trata de una tesis apenas esbozada, constituye ya una teoría de la utilidad final decreciente. En tercer lugar —y quizás sea este el aspecto más importante de su análisis, el que ha llevado a Pareto a reconocer en él a un precursor—, Galiani se esforzó en estudiar el comportamiento individual en términos de preferencia entre las cantidades demandadas de más de una mercancía, esto es, de composición de la demanda. La tesis fundamental es que «el valor es una idea de proporción entre la posesión de una cosa y la de otra en el pensamiento de un hombre. Así, cuando se dice que cinco fanegas de trigo valen lo que una bota de vino, se expresa una proporción de igualdad entre poseer una cosa y la otra; de ahí que los hombres, siempre cautelosos para no verse defraudados por sus propios placeres, cambien una cosa por la otra, porque en la igualdad no hay pérdida ni engaño» (p. 39). ¿Qué falta, sino el término «tasa de sustitución», para poder encontrar un pasaje como este en un moderno tratado de microeconomía? Nótese también la hipótesis de racionalidad individual expresada por la idea de la «cautela»en las preferencias. No sólo Pareto, sino también otros economistas neoclásicos podrían haber encontrado en Galiani un importante precursor. Perfectamente consciente del rumbo que estaba tomando la teoría económica en Inglaterra, Galiani procuró asimilar algunas tesis formuladas por los economistas de dicho país, sobre todo en lo referente al coste de producción. Pero, al hacerlo, produjo —mediante un proceso de asimilación y deformación similar al que más tarde seguiría Marshall— algo completamente original. Así, sostenía que, para las mercancías cuya oferta puede hacerse aumentar con la utilización de trabajo, el valor dependería de la «fatiga» ( fatica) sufrida para producidas. Algunos han llegado a ver en esta tesis incluso una teoría del valor-trabajo. Para entender que no es así, ni siquiera hace falta reflexionar sobre el término fatica, que en el dialecto napolitano se utiliza, ciertamente, como sinónimo de «trabajo», pero en una acepción dotada de un 6
menor valor de abstracción y con una clara implicación de «labor penosa». Basta, por el contrario, seguir a Galiani en el cálculo de la contribución proporcionada por la fatica al valor de las mercancías. Dicha contribución dependería, además del tiempo y de la cantidad de trabajo utilizado, también de su precio. Esta tesis resulta ya incompatible con una teoría pura del valor-trabajo. Pero aún se ve más claro cuando Galiani nos dice que es de los «diferentes valores de los talentos humanos [de donde] nace el distinto precio de las "fatigas"» (p. 49). Consideraba, además, que «el valor de los talentos» se debía estimar «de la misma rigurosa manera que se utiliza para las cosas inanimadas y que se rige por los mismos principios de escasez y utilidad, tomados conjuntamente» ( ibíd.). En suma, nos hallamos ante una teoría del coste «real» de producción medido en términos de «fatiga», esto es, de dureza y dificultad del trabajo (o mejor de los trabajos, ya que los talentos son heterogéneos), y valorado a un precio que depende de la utilidad o de la escasez de las dotes naturales. Otra importante anticipación de teorías neoclásicas más recientes se refiere al tipo de interés, que Galiani explicó en función del precio que se debe pagar para igualar el valor del dinero presente con el del dinero futuro. La necesidad de pagar este precio derivaría del hecho de que el dinero futuro se valora menos que el presente. En efecto, «entre los hombres no tiene precio sino el placer, ni se compra otra cosa que las comodidades; y, así coma uno no puede sentir placer sin incomodar y molestar a los demás, no se paga otra cosa que el perjuicio y la privación del placer causados a los otros. La congoja causada a alguien es dolor, por tanto, hay que pagarlo. Lo que se llama fruto del dinero, cuando es legitimo, no es sino el precio de la congoja» (p. 292). El interés es el «precio intrínseco» del «riesgo» y de la «incomodidad» derivados de «entregar una cosa con el acuerdo de recuperar el equivalente» (pp. 291-292), de manera que se verifique la «igualdad entre el dinero presente [...] y el lejano en el tiempo» (p. 290). A causa del riesgo vinculado a la entrega futura del dinero (aunque el razonamiento vale para las «cosas» en general), dos sumas entregadas en tiempos distintos sólo se valoran como iguales si difieren en el «fruto del dinero», Finalmente, hay que recordar la teoría del equilibrio de Galiani y las consecuencias políticas que saca de ella. En Diálogos sobre d comercio de trigo criticaba algunas doctrinas filosóficas, en particular la del producto neto y la del impuesto único. Asimismo, para criticar la teoría del laissez faire, Galiani partió de la tesis según la cual la economía tendería espontáneamente al orden natural, como si estuviera regulada por una «mano suprema». Sin embargo, introdujo una serie de interesantes consideraciones dinámicas, afirmando que la tendencia se realizaría automáticamente sólo a largo plazo; por el contrario, a corto plazo se podrían verificar desórdenes y disfunciones. Sin embargo, el corto plazo podía ser muy largo. Habría, pues, amplio espacio y óptimas razones para tratar de corregir los mencionados desórdenes y disfunciones mediante las leyes. El laissez faire no estaría justificado a corto plazo, pero tampoco se podrían establecer criterios generales para la intervención pública en la economía. Qué medidas resultarán más convenientes dependerá, fundamentalmente, de las circunstancias de tiempo y lugar en las que se tomen. Esta actitud pragmática respecto al laissez faire se halla también presente en otros economistas italianos de la época. Genovesi, Beccaria y Verri, por ejemplo, fueron favorables a la libertad económica, que consideraron —desde el punto de vista de la Ilustración— como una manifestación del principio, más general, de la libertad humana. La justificaron teóricamente con la tesis de que la naturaleza tiende a llevar las cosas humanas a una situación de equilibrio si se le deja la libertad para hacerlo; Genovesi apoya esta tesis con un argumento similar al humeano del mecanismo precios-flujo monetario. Sin embargo, en la práctica limitaban la aplicación de la libertad de comercio sólo al interior de su país. Para ellos, en el comercio exterior el Estado debía guiar y regular los flujos de exportaciones e importaciones en función de los intereses nacionales, que podían no coincidir con los de cada ciudadano en particular. De modo más general, se puede afirmar que entre estos economistas predominó una tendencia al eclecticismo teórico y al pragmatismo político. Por ejemplo, de los economistas franceses se recuperó el concepto de producto neto, así como el del impuesto único —aunque con cautela—, mientras que de Galiani se tomó la teoría del valor. En lo que respecta a la teoría de la política económica, especialmente en materia monetaria, se mantuvieron más ó menos en el ámbito del pensamiento mercantilista. Filangeri y Ortes, en cambio, se mostraron más firmes partidarios del laissez faire. El primero, avanzando considerablemente en la construcción de un sistema normativo inspirado en: la Ilustración, fue un acérrimo defensor del laissez faire, justificándolo en economía con el argumento de que una reducción de las importaciones provocaría represalias por parte de los Estados competidores y, por tanto, desembocaría en una reducción de las exportaciones. El segundo justificó su posición librecambista con la tesis de que, en ausencia de barreras proteccionistas, las exportaciones e importaciones de un determinado país tenderían a equilibrarse. Ortes construyó también un vasto sistema teórico original, basándolo en el presupuesto de que la producción nacional se vería limitada por las dimensiones de la población, la cual, a su vez, no podría crecer más allá de la capacidad de sustento ofrecida por los recursos naturales de que se hallara dotado el 7
país. Es preciso recordar que Ortes fue uno de los muchos «precursores» de Malthus en lo que se refiere al principio de población, pero también anticipó la, teoría de los rendimientos decrecientes en agricultura. También merecen ser recordadas algunas contribuciones de Beccaria y de Verri. En Beccaria hallamos un esbozo de la teoría de la división del trabajo y de los rendimientos crecientes en la industria, además de una intuición de la indeterminación de los precios en un régimen de duopolio. En Verri se encuentra una teoría elemental de la curva de demanda, especificada en forma de hipérbole equilátera. Verri era más crítico que Beccaria respecto a los fisiócratas. De especial interés resulta su crítica, sustancialmente parecida a la que más tarde formularía Smith, a la tesis según la cual la «clase estéril» no produciría excedente. Vera afirmaba que el producto de las diversas industrias debe calcularse en valor, y, en términos de valor, producen excedente todas las actividades que rinden beneficios por encima de los salarios y los costes de reposición. Beccaria y Verri compartían una concepción subjetivista y hedonista de los fenómenos económicos. Partiendo de una filosofía sensualista y materialista, trataron de explicar el comportamiento humano en términos utilitaristas: en las decisiones económicas, los individuos actuarían movidos exclusivamente por la búsqueda del placer y el miedo al dolor. Pero no sólo en esto los dos economistas milaneses se anticiparon a Bentham, sino también al plantear como objetivo de la acción pública la «máxima felicidad dividida entre el mayor número», tesis de Beccaria, y también al creer posible la medida del placer, que Verri consideraba realizable en términos monetarios. Asimismo, resultan interesantes algunos intentos de utilizar la matemática en el razonamiento económico y las discusiones metodológicas que suscitaron. Entre estas primitivas contribuciones a la economía matemática, recordaremos el Tentativo analítico sui contrabbandi ( Il Café , 1764) de Beccaria, caracterizado por la inteligente utilización de métodos algebraicos, y el Saggio sull'influenza dell'analisi nelle scienze politiche ed economiche applicata ai contrabbandi (1792) de Guglielmo Silio, que recupera y profundiza en el problema de Beccaria. Otras contribuciones a la economía matemática de este periodo, debidas a Paolo Frisi, Luigi Valeriani Molinari y Adeodato Ressi, además de Verri y Ortes, abordaban predominantemente el problema de la determinación del precio en base a las fuerzas de la oferta y la demanda. Hay que mencionar especialmente el intento de construir un modelo dinámico del proceso de ajuste del comercio en un sistema de tres países, realizado por Giambattista Vasco en Saggio politico della moneta (1772). 2.1.4. HUME Y STEUART En Gran Bretaña, las contribuciones más importantes de este periodo provinieron de David Hume y James Denham Steuart (1712-1780). Los Political Discourses son importantes para la historia del pensamiento económico, sobre todo, porque en ellos, desarrollando ideas y métodos de Petty y Locke, Hume sentó las bases del librecambismo económico inglés. Recordemos brevemente la teoría del ajuste de la balanza de pagos basada en el mecanismo precios-flujo monetario, ya mencionada en el apartado 1.2.5. Según esta teoría, un surplus de la balanza comercial no podría producir beneficios permanentes, ya que automáticamente activaría un proceso reequilibrador. En efecto, la afluencia de oro generada por el superávit comercial harta subir los precios internos, mientras que descenderían los de los países competidores en déficit. A causa de los consiguientes cambios de competitividad, las balanzas comerciales se reequilibrarían gradualmente. Las implicaciones librecambistas de esta teoría resultan evidentes. Respecto a la moneda, Hume elaboró una versión dinámica de la teoría cuantitativa, en la que reconocía la posibilidad de que un aumento de la oferta de dinero tuviera también efectos reales importantes, aunque momentáneos; señaló que el aumento de los precios causado por el aumento de la moneda en circulación se transmitiría gradualmente de un sector a otro de la economía en la medida en que se gastara la afluencia-inicial de dinero. En este proceso de transmisión, muy semejante al mecanismo multiplicador, los incrementos de los gastos pueden generar también, junto a los aumentos de los precios, una expansión de la producción y del empleo. Se trataba de un importante reconocimiento de la validez de las teorías mercantilistas, al menos en la medida en que no estaba bien definida la amplitud del intervalo temporal en el que se desarrollaría el proceso multiplicador, bastarda reconocer, como sugerirá Keynes, que siempre se vive en una transición. Sin embargo, nadie sabrá utilizar esta intuición en defensa del mercantilismo. Por otra parte, el ataque de Hume se desarrolló también en otros dos frentes, en ambos con éxito. En primer lugar, Hume negó que el volumen del comercio internacional fuera fijo y, en consecuencia, que un país únicamente pudiese aumentar sus riquezas a expensas de los otros. En lugar de ello, sostenía que el aumento de la riqueza de un país, en la medida en que es un aumento de la riqueza real —esto es, del nivel de actividad económica—, fomentaría, mediante las importaciones, un aumento paralelo de actividad en los 8
otros países. En segundo lugar, negó que el tipo de interés tuviera que variar inversamente a la oferta de moneda. Por el contrario, sería el mismo aumento de la actividad económica el que, incrementando la dotación de capital real de un país, harta disminuir la tasa de beneficio y, con él, el tipo de interés. Estas cuatro tesis fundamentales de Hume —el mecanismo precios-flujo monetario, la teoría cuantitativa de la moneda, la teoría del crecimiento del volumen del comercio internacional y la explicación de la disminución del interés como fenómeno real— serán aceptadas en bloque por el pensamiento económico inglés y europeo, y constituirán los pilares, si bien en versiones revisadas y corregidas, del librecambismo económico del siglo XIX. Sin embargo, si fue importante este primer ataque sistemático al pensamiento mercantilista, no lo fue menos la última defensa de dicho sistema, intentada —quince años más tarde— por Steuart. En los Principles of Political Economy (1767) hallamos, en primer lugar un rechazo de la teoría cuantitativa de la moneda, con rasgos similares a los delineados por North. Para Steuart, la variable crucial en la ecuación del intercambio era la velocidad de la circulación, la cual, en función de las variaciones del atesoramiento, se modificaría de manera tal que la cantidad de moneda en circulación sería siempre proporcional a las necesidades del comercio. El volumen de las transacciones dependería del nivel de actividad, mientras que los precios vendrían determinados por las fuerzas de la competencia y por las condiciones de coste. Por lo tanto, el valor de las transacciones dependería de fuerzas reales. La cantidad de moneda que excediera de las necesidades del comercio sería atesorada. Si, por el contrario, la cantidad de moneda fuera escasa, la moneda atesorada disminuiría y, en caso necesario, el oro afluiría a la ceca para ser acuñado. Steuart negó el principio según el cual la mejor manera de servir a los intereses colectivos consistía en dejar vía libre a los intereses privados. Definió la demanda en términos de la necesidad de mercancías acompañada de la capacidad de pago, y negó que las necesidades y la capacidad de pago fueran siempre capaces de garantizar el pleno empleo. Además, observó que la introducción de máquinas podría generar desempleo por razones no muy distintas de las que medio siglo después aduciría Ricardo: la reabsorción de la mano de obra en otros sectores no sucedería automáticamente; sería, por lo tanto, el Estado el encargado de asegurar dicha reabsorción tomando las medidas oportunas. Para lograr el pleno empleo, el Estado debía fomentar las exportaciones, favoreciendo el aumento de la competitividad de los productos nacionales. A tal fin, Steuart predicaba el salario de subsistencia, aunque no confiaba en ningún mecanismo automático para obtenerlo: la fijación del salario era uno de los ámbitos en los que había de intervenir la legislación. En relación al tema del salario, Steuart se incorporó a un debate que ocupó al pensamiento económico inglés durante toda la fase de transición del mercantilismo al librecambio. Por una parte, estaban quienes sostenían la necesidad de mantener los salarios bajos para desalentar «el vicio y el ocio», una vieja tesis mercantilista defendida con fuerza todavía, en 1757, por Malachy Postelthwayt, en Britain's Commercial Interest, Explained and Improved . Se consideraba que el crecimiento demográfico podía servir a este propósito; pero el Estado había de contribuir, por ejemplo, desalentando la «caridad» hacia los pobres y aboliendo la legislación relativa. Por otra parte, se hallaban aquellos que —por el contrario— sostenían que los niveles salariales altos podían contribuir a estimular los esfuerzos humanos y a mejorar la capacidad laboral. A este grupo pertenecían, por ejemplo, Robert Wallace, Nathaniel Forster y Thomas Mortimer; evidentemente, Steuart no. Finalmente, hallamos en Steuart una interesantísima teoría historicista del desarrollo económico, que —de manera acertada— se ha considerado la mejor justificación histórica del mercantilismo. El desarrollo económico de una nación se realizaría en tres estadios. En el primero, la demanda efectiva que actúa como motor del crecimiento estaría constituida principalmente por los gastos voluntarios de las clases ricas del país. La expansión de la actividad económica permitiría, por una parte, la introducción de maquinaria en la industria y de mejoras de producción en la agricultura, con los consiguientes aumentos de la productividad del trabajo, y, por otra, la producción de un surplus agrícola capaz de soportar el crecimiento del sector industrial. Se entraría en el segundo estadio del desarrollo cuando el país estuviera en condiciones de producir un surplus para las exportaciones. Entonces, el lujo habría de ceder el paso a la frugalidad, y sería el superávit comercial el que sostendría el desarrollo. El tercer estadio se daría cuando el país ya no pudiera mantener permanentemente un superávit de la balanza comercial. En tal caso, el crecimiento debería apoyarse de nuevo en la demanda interna, y el lujo podría volver a desempeñar su papel de estímulo. En cualquier caso, en esta tercera fase probablemente se daría una reducción del ritmo de crecimiento. En los tres estadios habría lugar para la intervención estatal, tanto para regular la demanda interna —por ejemplo, con leyes suntuarias— como para regular los flujos comerciales —con los habituales métodos mercantilistas—.
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2.2. Adam Smith 2.2.1. EL «RELOJ MECÁNICO» Y LA «MANO INVISIBLE» La teoría de la gravitación universal de Newton, al contribuir a la difusión de la idea de un universo ordenado y racional, ejerció una gran influencia en el pensamiento ilustrado: Según esta idea, los fenómenos naturales son reducibles a movimientos de los átomos regulados por leyes intrínsecas al estado de naturaleza. Dios habría creado el universo y, al mismo tiempo, las leyes que lo regulan, y después se habría hecho a un lado. No sería necesaria su intervención continua para mantener unido el mundo, que sería capaz de autorregularse completamente. Es más, puesto que el orden natural es racional, su conocimiento resulta accesible a la inteligencia humana. Este era el punto culminante de una concepción filosófica que ya había sido planteada por Descartes: el conocimiento racional es posible, y cuanto más abstracto es más preciso resulta; la matemática constituye su instrumento más eficaz y potente, más potente que la propia observación. Esta concepción, a cuya difusión en Gran Bretaña contribuyeron sobremanera las universidades escocesas, traspasó los límites de las ciencias naturales y gozó de un éxito enorme incluso en la filosofía moral, donde su influencia enlazó y se confundió con la del iusnaturalismo. La idea de «orden natural» desempeñó un papel fundamental en el nacimiento de la economía política clásica: en ella tomó cuerpo la convicción de que las relaciones entre los hombres están reguladas por leyes mecánicas objetivas, con las que las leyes del Derecho positivo, elaboradas por los propios hombres, podían esperar a lo sumo no entrar en contradicción. Sin embargo, la influencia que en el siglo XVIII ejercieron las ciencias naturales sobre las ciencias sociales no resulta explicable únicamente por el enorme prestigio adquirido por las primeras; se explica también y mejor— por una exigencia teórica en el seno del pensamiento social y político de la época. El principal problema de la filosofía política europea en el periodo que va del inicio del Renacimiento a la Revolución francesa consistía en dar cuenta de la vida social sin recurrirá presupuestos metafísicos. En la Edad Media, el consenso social se regla por dos principios fundamentales: el de autoridad y el de lealtad, ambos justificados: por la suposición de la existencia de Dios. El problema del pensamiento social moderno era: ¿cómo es posible la vida social humana si se prescinde de estos dos principios y de su justificación metafísica? Una primera respuesta a esta pregunta la dieron Maquiavelo y Hobbes el natural egoísmo de los hombres hace imposible la vida social libre, y necesario el Estado absoluto; el principio de autoridad se basa en el monopolio del poder, y no necesita legitimación; se rige por la violencia, y no obtiene la obediencia sino en virtud de la fuerza. A los ciudadanos, conscientes de un primitivo «contrato social» de sumisión y movidos por el instinto de conservación y el deseo de seguridad, sólo les queda obedecer. De los repetidos actos de obediencia nació la sociedad civil. La alternativa sería la disgregación social y la ley de la selva. Así, es la fuerza la que fundamenta el Estado, y el Estado el que hace posible la vida social. Ahora bien, esta solución podía resultar adecuada para los Estados absolutistas de los siglos XVI y XVII, pero no a partir de 1649, el año de la proclamación de la república inglesa, y, sobre todo, después de la revolución Gloriosa (1688) y la declaración de derechos (1689). Las clases sociales emergentes creadas por el desarrollo capitalista, excluidas del gobierno en los Estados absolutistas, luchaban por obtener lo que les pertenecía, si es cierto que dinero es poder. Así, por una parte necesitaban una filosofía política en la que pudiera justificarse la sociedad civil independientemente de la existencia del Estado. Por otra, era necesario que dicha justificación tuviera en cuenta los procesos reales de transformación de la riqueza. Si la filosofía del Leviatán partía de la suposición del egoísmo natural de los individuos para justificar el Estado, entonces se trataba de demostrar que la vida social libre era posible incluso en presencia de los egoísmos individuales. Y como quiera que el ámbito de acción de los egoísmos humanos es el de la actividad económica, era necesario un desplazamiento del interés de la política a la economía. Finalmente, puesto que había que excluir cualquier justificación de índole metafísica, también era necesario formular dicha justificación en términos «científicos», en lugar de hacerlo en términos puramente especulativos. Una de las vías que se intentaron fue la iusnaturalista. Existiría un «orden natural», que presupone la libre exteriorización de las actividades humanas. El «orden positivo», basado en las leyes y las convenciones, fundamenta el Estado, pero únicamente es legítimo si no entra en contradicción con el anterior. Se trataba de un camino peligroso, como demostraron las dificultades que encontró Locke para justificar la desigualdad en la distribución de la propiedad y de la riqueza, y como demostrarían aún mejor los resultados radicalmente igualitaristas que aquella filosofía llegó a producir en Francia. 10
Una vía distinta fue la que intentaron los empiristas y los filósofos del «sentido moral» ingleses y escoceses, que partían de la suposición de la existencia de una natural «benevolencia», o «sentido de humanidad», o «simpatía en la actitud del hombre hacia sus semejantes. Si los individuos no son naturalmente egoístas, tienden espontáneamente a asociarse, y no es necesaria ninguna intervención externa para dar sentido a la vida social; ni Dios ni el Estado son necesarios: es suficiente suponer una particular estructura de la psique humana. Ahora bien, aparte del hecho de que con ello se resolvía el problema simplemente negando su existencia, la principal dificultad de tal planteamiento radica en que la suposición de la que depende —la benevolencia— no sólo no responde al sentido común, sino que tampoco resulta sustancialmente distinta de otras suposiciones metafísicas; no es, por lo tanto, menos arbitraria e indemostrable que ellas. Tanto Hume como Hutcheson —el maestro de Smith—, así como el propio Smith, se movieron en esta dirección. Sin embargo, la principal contribución de Smith, la que ha hecho que se le considere el padre a la vez de la ciencia económica y del liberalismo moderno, nació precisamente en el momento en el que introdujo una innovación en aquella tradición. El golpe de genio no consistió en rechazar el planteamiento empirista, sino en llevarlo hasta sus últimas consecuencias lógicas, prescindiendo incluso de la arbitraria hipótesis de la benevolencia. Con el «teorema» de la «mano invisible», Smith tratara de demostrar simplemente esto: que los individuos sirven al interés colectivo precisamente en tanto se guían por el interés personal.
Una tentativa parecida la habla realizado el médico Quesnay, quien, sin embargo, desde el punto de vista filosófico había permanecido vinculado a un planteamiento iusnaturalista, mientras que se había servido de una analogía biológica para demostrar la tendencia natural al orden de los agregados sociales. El orden natural de Quesnay se asemejaba sobremanera al apólogo de Menenio Agripa, y no lograba enfocar el papel que desempeñarían las acciones humanas a la hora de asegurar el equilibrio social. Los sujetos económicos a los que se refería Quesnay eran agentes sociales colectivos, clases de individuos, pero no individuos. Smith estuvo muy influenciado por Quesnay; más bien se puede decir que el componente propiamente «clásico» de su pensamiento, que después sería desarrollado por Ricardo y sus seguidores, surgió precisamente del intento de asimilar algunas ideas fundamentales, y de corregir algunos errores secundarios, del pensamiento de Quesnay. Sin embargo, hay otro componente del pensamiento de Smith que se distancia claramente del planteamiento fisiocrático, y es el que pretende demostrar el teorema de la mano invisible. Aquí desaparecen los agentes colectivos, y las analogías organicistas resultan inútiles. El modelo científico de referencia es la mecánica; los objetos estudiados son átomos sociales. No en vano Smith está considerado el fundador de la ciencia económica incluso por los economistas neoclásicos, además de por los clásicos. 2.2.2. DESARROLLO Y DISTRIBUCIÓN DE LA RENTA En 1776, se publicó la Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, sin duda uno de los pilares del pensamiento económico moderno. La obra se inicia con un análisis «de las causas de las mejoras del poder productivo del trabajo», mejoras que inmediatamente se señalan como las condiciones principales del crecimiento de la riqueza real. La división del trabajo es el proceso mediante el cual una determinada operación productiva se subdivide en cierto número de operaciones separadas, cada una de ellas realizada por individuos distintos. Con la división del trabajo aumenta la habilidad del trabajador, se reducen los tiempos muertos vinculados a la transferencia del trabajador de una actividad a otra y, sobre todo, se incentiva la actividad de investigación tecnológica. Por otra parte, la división del trabajo está «limitada por la extensión del mercado», desde el momento en que sólo resulta posible cuando se puede producir para un mercado lo suficientemente grande, y únicamente puede intensificarse si el mercado se halla en expansión. A su vez, el mercado resultará tanto mayor cuanto más desarrollados sean los sistemas de transporte y comunicación, cuanto más difundidos estén los sistemas crediticios y monetarios que facilitan la comercialización de los productos y cuanto más intenso sea el crecimiento del volumen de producción. Según Smith, en la sociedad capitalista existe un mecanismo acumulativo que opera según la siguiente secuencia: división del trabajo, crecimiento de la producción, extensión de los mercados, intensificación de la división del trabajo, aumento de la productividad laboral, y así sucesivamente; un auténtico círculo virtuoso de desarrollo. Si la división del trabajo es la que pone en marcha el proceso de crecimiento, la acumulación de capital es la que lo alimenta. Smith subdividió el capital en capital fijo, consistente en maquinaria, instalaciones, edificios, etc., y capital circulante, el empleado en comprar materias primas y en pagar trabajo y energía. El fondo de salarios es la parte del capital circulante que sirve para remunerar el trabajo. En 11
términos reales, es una parte de los bienes producidos en un ciclo productivo que sirve para mantener a los trabajadores empleados en el ciclo productivo siguiente. En efecto, los salarios se pagan antes de la venta del producto, y para los capitalistas —que los anticipan— constituyen capital. La teoría de la distribución de la renta entre las clases sociales desempeña un papel fundamental en la teoría smithiana del desarrollo. En efecto, las tres clases fundamentales: capitalistas, trabajadores y terratenientes, se diferencian entre sí tanto en el tipo de requisitos productivos que poseen —capital, trabajo y tierra—como en la forma que adoptan sus respectivas rentas: beneficios, salarios y rentas de la tierra. La conexión entre los tipos de requisitos productivos poseídos por las diversas clases y el modo en que gastan sus rentas constituye la esencia de la teoría de la acumulación de Smith. Los terratenientes, que no poseen capital productivo, no están interesados en su crecimiento y carecen de estimulo para ahorrar y acumular capital; Su propensión al ahorro es nula, como lo es su contribución al incremento de la riqueza nacional. Los trabajadores, por su parte, únicamente poseen su trabajo. Las coaliciones de los capitalistas y su capacidad de influir en el gobierno y el Parlamento cooperan con las fuerzas de la competencia en el mercado de trabajo para empujar al salario real al nivel de subsistencia; y con una renta de subsistencia la propensión al ahorro no puede ser sino nula. Por ello, ni siquiera los trabajadores realizan una contribución positiva al incremento de la riqueza de la nación, aunque se realicen una contribución esencial a su producción. Los capitalistas, en cambio, poseen el capital productivo y aspiran a su ampliación, por lo que tendrán una elevada propensión al ahorro: de ahí que, cuanto mayor sea la parte de la renta nacional que corresponda a beneficios, más alto será el ritmo de crecimiento de la riqueza de la nación. El interés general de la nación, por tanto, coincide con el interés particular de la clase burguesa. También resulta importante en esta concepción la distinción smithiana entre trabajo productivo e improductivo. El primero es el empleado en producir mercancías; el segundo, el empleado en servicios personales u otras actividades asimilables a éstos. Smith tenía en mente la diferencia que existe entre los obreros que dependen de los capitalistas y los sirvientes que dependen de las «clases ociosas». La acumulación es acumulación de las mercancías. Por ello, el trabajo productivo resulta indispensable para mantener la acumulación, mientras que el improductivo no. De ahí la exigencia, para una economía que pretenda crecer, de reducir al mínimo el porcentaje de trabajadores empleados en actividades improductivas. 2.2.3. EL VALOR Smith realizó también una importante contribución al problema de la explicación del valor de las mercancías, aunque no llegó a formular una teoría totalmente satisfactoria. Su punto de partida era el reconocimiento del hecho de que la estructura de un proceso productivo puede representarse en términos de la serie de cantidades de trabajo empleadas para producir los bienes. En efecto, incluso el telar que utiliza el trabajador para producir el tejido ha sido producido, a su vez, mediante el trabajo, ayudado por otros medios de producción. «El trabajo, por tanto, es la medida real del valor de cambio de todas las mercancías. El precio real de cada cosa, lo que cada cosa cuesta realmente a quien necesita adquirirla, es el esfuerzo y la molestia de adquirirla. (p. 133). Smith dedujo de ello que un requisito previo necesario para que una mercancía tenga valor es que ésta sea el producto del trabajo humano. Por otra parte, el valor de un bien se mide por la cantidad de trabajo que dicho bien puede «exigir»: «el valor [de las mercancías] para quien las posee y necesita intercambiarlas con algún nuevo producto es exactamente igual a la cantidad de trabajo que éstas le permiten comprar o exigir». Smith vio claramente que la medida del valor en trabajo exigido no coincide con la cantidad de trabajo contenido en las mercancías. Tal coincidencia se podría verificar al menos «en aquel estadio primitivo y tosco de la sociedad que precede a la acumulación de capitales y a la apropiación de la tierra [...]. Si en un pueblo de cazadores, por ejemplo, matar un castor cuesta normalmente el doble de trabajo que matar un ciervo, de manera natural un castor se intercambiará por dos ciervos. Es natural que lo que habitualmente es el producto del trabajo de dos días o dos horas tenga un valor doble de lo que usualmente es el producto del trabajo de un día o una hora [...]. En esta situación, todo el producto del trabajo pertenece al trabajador, y la cantidad de trabajo comúnmente empleada para obtener o para producir una mercancía es la única circunstancia que puede regular la cantidad de trabajo que ésta debería habitualmente comprar, exigir o recibir a cambio. (pp. 150-151). En estas especiales condiciones, pues, la cantidad de trabajo exigido coincide con la cantidad de trabajo contenido. Las cosas cambian cuando se pasa de un sistema en el que todo el producto del trabajo pertenece al trabajador a uno en el que el control de los medios de producción —y, en consecuencia, de la producción— ya no está en manos de aquél. Cuando, además de los trabajadores, participan en la división del producto los 12
capitalistas y los terratenientes, el valor de cambio de una mercancía debe ser tal que permita el pago de un beneficio y de una renta de la tierra, además de un salario. De ello se deriva que la cantidad de trabajo que la mercancía puede pagar debe ser superior a la empleada para producirla. Por tanto, en una sociedad capitalista el trabajo contenido ya no constituye una buena medida del valor de cambio de las mercancías. El trabajo exigido es un precio relativo; es el valor de una mercancía expresado en términos del de otra: el trabajo que se puede comprar con ésta. Desde el momento en que el precio depende de las rentas pagadas para producir la mercancía, Smith lo expresa como suma de dichas rentas: salarios, beneficios y rentas de la tierra Aquí en aras de una mayor simplicidad ignoraremos las rentas de la tierra. Imaginemos una economía en la que se produce, en una tierra gratuita, una sola mercancía —pongamos trigo— a partir de sí misma (semillas) y del trabajo. La mercancía, que mediremos en toneladas, se utiliza, además de como bien de capital, como bien salarial. Asumamos también en aras de la simplicidad, que el salario se pague después de realizado el trabajo. Sea k el coeficiente de capital, esto es la cantidad de semillas necesarias para producir una tonelada de trigo; l el coeficiente de trabajo, es decir la cantidad de horas-trabajo utilizadas directamente para producir una tonelada de trigo. Si λ es el trabajo directa e indirectamente contenido en una tonelada de trigo, λ k será el contenido en las k toneladas de trigo utilizadas como semillas. Por tanto, será: λ =
l + λ k =
l l − k
Ahora, sean r la tasa de beneficio; w y p, el salario monetario y el precio monetario de una tonelada de trigo; p/w será el trabajo exigido por ésta, y w/p, el salario real. El precio del trigo será igual a la suma de los costes soportados para producido y los beneficios obtenidos por los capitalistas. El coste del trabajo es wl; el coste del capital, pk ; el beneficio, pkr . Por tanto, tendremos que p = wl + pk + pkr . Expresando el precio en trabajo exigido: p w
=
l+
p w
k (1 + r ) =
1 1 − k (1 + r )
Se ve enseguida que el trabajo exigido es mayor que el trabajo contenido porque existe un beneficio; y que es tanto mayor cuanto más alto sea dicho beneficio. Asimismo, se puede decir que el precio de la mercancía no es otro que la suma de los salarios y de los beneficios (y del capital) pagados para producirla. Sin embargo, resulta igualmente claro que la ecuación del trabajo exigido no sirve para determinar el trabajo exigido, que es conocido en la medida en que lo sea el salario real, sino únicamente la tasa de beneficio, que resulta así determinado residualmente. Se obtienen resultados similares en el caso general en el que se producen n mercancías, aunque no es necesario demostrarlo aquí. La teoría del valor basada en el trabajo exigido es una impecable teoría de los precios, si presupone una teoría del beneficio como residuo. Sin embargo, en este asunto Smith se dejó llevar a veces por afirmaciones erróneas. Una de ellas es que un aumento de los salarios puede conducir a un incremento de los precios, en lugar de a una disminución de los beneficios; otra es que el beneficio serviría para remunerar el riesgo, o incluso la disagreableness, afrontados por quien anticipa el capital; otra más es que «salario, beneficio y renta de la tierra son las tres fuentes originarias [...] de todo valor de cambio» (p. 155). Juntas, estas tres afirmaciones harían pensar en una teoría no residual del beneficio, lo cual llevaría a un grave error lógico en una teoría del valor basada en el coste de producción. De estas afirmaciones erróneas surge la llamada teoría aditiva del valor, la teoría que determina el valor de una mercancía con la suma de las rentas pagadas para producirla. Hay que tener presente que, cuando se habla de lo erróneo de dicha teoría, se alude no tanto a la idea de que el precio de la mercancía pueda expresarse como suma de las rentas, sino a la interpretación que hace de las rentas las fuentes originarias del valor. Según tal interpretación, salarios y beneficios vendrían determinados por las fuerzas de la oferta y la demanda en los mercados de «factores»; luego su suma determinaría el valor de la mercancía. Sin embargo, a partir de la ecuación del trabajo exigido se ve enseguida que, si en ésta se predeterminan el salario y el beneficio, no queda ya ninguna variable por determinar el problema está sobredeterminado. No obstante, Smith no llegó a plantear el problema en estos términos, y no sólo no fue del todo consciente de las razones por las que una medida del valor en trabajo exigido resulta preferible a una en trabajo contenido, sino que ni siquiera llegó a comprender las trampas que encerraba una explicación no residual del beneficio en el ámbito de una teoría del valor basada en el coste de producción. 13
2.2.4. MERCADO Y COMPETENCIA La teoría del trabajo exigido desempeñó un importante papel en la teoría smithiana del crecimiento. En efecto, una condición necesaria para la existencia de una tasa de crecimiento positiva es que el trabajo exigido por el producto neto sea superior a la cantidad de trabajo empleada para producirlo. Sólo en este caso puede existir el excedente necesario para sostener la acumulación de capital. Por el contrario, la teoría aditiva del precio, en cuanto tiende al abandono de una explicación basada en el coste de producción, parece destacar las fuerzas de la demanda como determinantes fundamentales de los precios de las mercancías. Unida a una teoría del beneficio como remuneración normal de la actividad empresarial, ésta parece prestarse al intento de demostrar la eficacia en cuanto al reparto (o incluso la justicia distributiva) del equilibrio competitivo. Si bien algunos seguidores de Smith —de los que se hablará en próximos capítulos— continuarán en esta línea más que el propio Smith, no hay duda de que fue él quien inició el camino. Aquí resulta importante la distinción entre precio de mercado y precio natural: el primero es el precio efectivo de una mercancía en un determinado momento; el segundo es el que permite pagar a los trabajadores, los capitalistas y los terratenientes a los tipos normales de retribución. El precio de mercado depende de las fuerzas de la oferta y la demanda. En presencia de un exceso de demanda, el precio de mercado aumentará, mientras que disminuirá si la oferta supera a la demanda. Sin embargo, «el precio natural es, en cierto sentido, el precio central alrededor el cual gravitan continuamente los precios de todas las mercancías» (p. 160); y esto sucede precisamente a causa de la competencia, que regula el funcionamiento de los mercados. Smith ilustró este proceso mediante un ejemplo esclarecedor. Supongamos que un luto público provoque un aumento de la demanda de tela negra. Se intensificará la competencia entre los compradores, lo cual hará aumentar el precio de la tela negra; cuando el precio de mercado supere al precio natural, el capital invertido en la producción de tela negra obtendrá un rendimiento superior al que podría conseguir en otras industrias. Los capitalistas que produzcan esta mercancía se verán estimulados a ampliar la producción, mientras que se transferirán nuevos capitales, procedentes de otros usos, a dicha producción. De ello resultará un aumento de la oferta de tela negra, que en un determinado momento podrá incluso superar la demanda; esto, a su vez, hará disminuir el precio de mercado. Este proceso de ajuste continuará hasta que el precio de mercado vuelva al nivel natural. El precio natural está determinado por los costes de producción, pero realizado en el mercado. Las fluctuaciones del precio de mercado dependen de las fuerzas de la demanda, pero están reguladas por las condiciones de producción. El proceso de ajuste arriba descrito es parte integrante del mecanismo de mercado mediante el que la economía se ajustaría a su vereda de equilibrio «natural». El interés personal es el motor del sistema, la fuerza que le impide sumirse en el caos. El elevado número de operadores, el conocimiento de las condiciones de precio por parte de los compradores y vendedores, la movilidad de los capitales y la ausencia de barreras de acceso, son todas ellas condiciones que limitan, hasta anularla, la capacidad de cada agente individual de influir en los precios en provecho propio. Bajo tales condiciones, las fuerzas del mercado harán que se produzcan precisamente aquellas mercancías y precisamente en aquellas cantidades que mejor satisfagan la demanda final. En una situación de equilibrio, las fuerzas de la demanda regirán la distribución del capital entre las diversas industrias. Mientras que las condiciones de la oferta determinan los precios relativos, las de la demanda determinan las cantidades relativas de los bienes producidos. En esta concepción, el mercado es su propio guardián y se autorregula completamente. De este modo, mientras que todo el mundo es libre de perseguir sus intereses personales, de hecho cada uno resulta controlado por una ley impersonal. Cada uno es llevado por una «mano invisible» a contribuir a la realización de un equilibrio económico que no formaba parte de sus intenciones. Se trata del teorema smithiano de la «mano invisible», que afirma que, en condiciones de equilibrio competitivo: a) la producción permite ofrecer aquellas mercancías que demandan los consumidores; b) los métodos productivos elegidos son los más eficientes; c) las mercancías se venden al precio más bajo posible, es decir; a aquel que representa «lo que
realmente cuesta la mercancía a la persona que la lleva al mercado». El límite principal de esta magnífica construcción es que quedó sin demostrar. En particular, Smith no logró demostrar ni que aquel equilibrio existe, ni que es único, ni que es estable. Sin embargo, respecto a 14
estos tres puntos —si bien son fundamentales— no se puede ser demasiado severo con Smith, puesto que aún hoy los economistas han de vérselas con los problemas de su unicidad y su estabilidad, mientras que los de su existencia sólo se han resuelto en época muy reciente. 2.2.5. LAS DOS ALMAS DE SMITH Resulta conveniente concluir esta breve exposición del pensamiento de Smith volviendo a una tesis a la que habíamos aludido al comienzo de este apartado. Existen dos componentes distintos en la teoría económica smithiana. Para simplificar, los llamaremos componente macroeconómico y componente microeconómico. Están estrechamente ligados entre sí y es difícil separarlos, pero resulta posible y útil hacerlo. Los núcleos fundamentales de dichos componentes están constituidos por la teoría del excedente y la del equilibrio competitivo individualista. Las propias raíces filosóficas de ambas teorías son distintas: se podría fácilmente rastrear las fuentes empiristas y «moralistas» de la teoría del equilibrio competitivo remontándonos a la influencia de Hume, de Hutcheson y de Shaftesbury, una línea que enlazará a Smith con Bentham y Stuart Mill; igualmente, no sería difícil remontarse a la raíz iusnaturalista de la teoría del excedente y a la influencia de Locke y de Quesnay, línea de pensamiento que continuará posteriormente con Ricardo y los socialistas ricardianos. Pero no es este el lugar adecuado para profundizar en dicho tema; baste haberlo mencionado. Únicamente añadiremos que, si bien Smith se mostró perfectamente consciente, en el plano filosófico, sólo del primer tipo de influencia, no por ello el segundo es menos fuerte, tal como lo demuestra la presencia en su obra de la tensión —plenamente iusnaturalista— entre el ser de la historia y de las instituciones, por una parte, y el deber ser del orden natural, por la otra. Esta tensión llevará a Smith a esbozar una teoría del beneficio basada en la explotación, así como a maldecir «el espíritu de monopolio de los comerciantes y manufactureros que ni son, si habrían de ser, los gobernantes de la humanidad» (p. 483). Resulta posible vincular todas las ideas de Smith a aquellos dos componentes teóricos: el macroeconómico, basado en la teoría del excedente, y el microeconómico, basado en la teoría del equilibrio competitivo individualista. Por ejemplo, el primero constituye la base de la teoría del crecimiento, y fue elaborada, en efecto, en un intento de adaptar el análisis de Quesnay a una economía no estacionaria, con todo lo que de ello se deriva en cuanto a los agentes económicos colectivos, las clases sociales, los tipos de renta y las formas de gasto. También pueden vincularse a este primer componente la distinción entre trabajo productivo e improductivo, la explicación del valor en términos de trabajo contenido y exigido, y la teoría del beneficio como renta residual. La segunda teoría, en cambio, constituye el fundamento del teorema de la mano invisible, de la idea de la economía capitalista competitiva tomo orden económico natural, de la teoría aditiva de los precios en conexión con la explicación del beneficio como remuneración del riesgo y de la teoría de los diferenciales salariales. Los sujetos económicos que aparecen en esta segunda teoría ya no son agentes colectivos, como las clases sociales, sino individuos: por ejemplo, compradores o vendedores de una determinada mercancía que deciden qué cantidad demandar u ofrecer sobre la base de un precio que ellos no pueden alterar, o bien unos determinados capitalistas que deciden transferir las inversiones de un sector a otro en busca de una mayor tasa de beneficio. Para entender hasta qué punto estos dos componentes de la teoría de Smith son verdaderamente distintos y, sin embargo, se hallan estrechamente vinculados entre sí, resulta conveniente observarlos aplicados a un problema específico: el de la explicación de la naturaleza del trabajo y del nivel de su retribución. El capítulo V del libro I de la Riqueza de las naciones se inicia con las siguientes palabras: «El precio real de cada cosa, lo que cada cosa cuesta realmente a quien necesita adquirirla, es el esfuerzo y la molestia de adquirirla. El valor real de cada cosa para quien la ha adquirido y necesita emplearla o intercambiarla con otra es el esfuerzo y la molestia que ésta puede ahorrarle, imponiéndosela a otros. Lo que se adquiere con moneda o bienes se compra con el trabajo, igual que lo que se adquiere con el esfuerzo del propio cuerpo. Esta moneda y estos bienes nos ahorran, en efecto, dicho esfuerzo. Éstos contienen el valor de cierta cantidad de trabajo que nosotros intercambiamos con lo que en aquel momento se considera que contiene una cantidad igual. El trabajo es el primer precio, la originaria moneda de compra con la que se pagan todas las cosas. No ha sido ni con el oro ni con la plata, sino con el trabajo, como se han adquirido originariamente todas las riquezas del mundo, y su valor, para quien las posee y necesita intercambiarlas con algún nuevo producto, es exactamente igual a la cantidad de trabajo que éstas le permiten comprar o exigir» (p. 133). Este famoso pasaje se ha interpretado de dos maneras totalmente diferentes correspondientes a dos líneas de pensamiento distintas. Ricardo y sus seguidores, los socialistas ricardianos, así como Marx y los marxistas, han puesto el acento en la «cantidad de trabajo» con la que se han producido las mercancías y que ha sido exigida por 15
éstas. En este contexto, por trabajo se entiende «gasto de energía», un servicio productivo que puede definirse merceológicamente y medirse con una unidad objetiva, por ejemplo horas de trabajo por hombre . Esta mercancía entra en la producción de otras mediante relaciones técnicas objetivas y se intercambia con otras mediante relaciones de intercambio objetivas. Su papel productivo y su valor son independientes de las decisiones de los individuos y de su psicología. La determinación de su precio y de su papel productivo puede realizarse en términos macroeconómicos, ignorando completamente a los individuos particulares. De ahí que una teoría de la distribución basada en el concepto de «salario» como «salario natural» y en el de «excedente» como «deducción del producto del trabajo» no puede ser sino una teoría macroeconómica, y no requiere fundamento microeconómico alguno. Del mismo modo, una teoría del valor basada en el trabajo contenido y en el trabajo exigido no puede ser sino una teoría objetiva del valor, y no requiere fundamento psicológico alguno. Una interpretación completamente distinta del anterior pasaje es la formulada por Jevons, sobre la base de las teorías propuestas por Bentham y Gossen, más tarde aceptada por todos los economistas neoclásicos. Señalemos, sin embargo —a modo de inciso—, que ya Galiani había tratado de explicar de esta manera la teoría del valor-trabajo (de Locke y de Petty). Jevons insiste en el aspecto de la «fatiga y el fastidio» del trabajo. Éste se define ahora como un «esfuerzo penoso del cuerpo y de la mente ejercido parcial o totalmente con la perspectiva de un bien futuro» (p. 221). Se trata, evidentemente, de «un caso de utilidad negativa». Su medida se expresará en términos de «penalidad», y no es posible definirla como magnitud objetiva. En efecto, cada individuo tiene sus propias ideas acerca de cuán «penoso» le resulta su trabajo. Una teoría del precio del trabajo que parta de esta interpretación forzosamente habrá de tener fundamentos microeconómicos, al no poder dejar de considerar las decisiones individuales. Así, las teorías del valor y de la distribución que pretendan interpretar el trabajo en este sentido no podrán evitar partir de la psicología de los individuos; y se las podrá definir razonablemente como teorías subjetivistas del valor y de la distribución. No hay duda de que el pasaje de Smith se presta a ser interpretado legítimamente de ambas maneras. Pero aún hay más. El capitulo X del libro I, en el que Smith afrontó el problema de la estructura de los diferenciales salariales, empieza así: «Las ventajas y las desventajas de los distintos empleos del trabajo y de los fondos en el mismo ambiente deben ser, en su totalidad, iguales o tender continuamente a la igualdad. Si en un mismo ambiente un empleo fuera de manera evidente más o menos ventajoso que los otros, serían tan numerosas las personas que se amontonarían en el primer caso o lo abandonarían en el segundo, que harían que muy pronto sus ventajas o desventajas volvieran al mismo nivel que para los otros empleos. Así sucedería al menos en una sociedad donde las cosas se abandonaran a su curso natural, donde existiera perfecta libertad y donde cada hombre fuera perfectamente libre tanto de elegir la ocupación que juzgara más conveniente como de cambiarla cada vez que le pareciera oportuno. El interés llevaría a cada hombre a buscar el empleo ventajoso y a abandonar el desventajoso» (pp. 201-202). Este pasaje parece dar la razón a la interpretación neoclásica: Efectivamente, obsérvese la referencia a las decisiones individuales en el texto destacado por nosotros en cursiva, donde Smith habla de «cada hombre» y de su libertad de «elegir». La legitimidad de dicha interpretación la confirma el hecho de que, para Smith, la primera determinante de los diferenciales salariales la constituye la «cualidad de agradable o desagradable», o bien la «levedad o dureza» del trabajo. Así, a fin de que «las ventajas o desventajas de los diversos empleos del trabajo» sean «perfectamente iguales» es necesario que los diferenciales salariales reflejen las diferencias de «penalidad». Esto sucedería en una situación de libre competencia, esto es, en una situación en la que «existiera perfecta libertad y donde cada hombre fuera perfectamente libre de elegir [...]». Y a este punto de vista es al que nos referíamos al hablar de la teoría del equilibrio competitivo individualista como del componente microeconómico del pensamiento de Smith. Naturalmente, Ricardo y Marx disentirían de tal interpretación, y no estarían del todo equivocados. En efecto, el segundo determinante de los diferenciales está constituido —siempre según Smith— «por el alto o bajo coste de aprendizaje»; y éste puede interpretarse como un determinante objetivo. Efectivamente, los costes de aprendizaje de un oficio —sugerirá Marx— vienen dados por la cantidad de trabajo empleado para producir una determinada capacidad laboral, y pueden determinarse con referencia a la «tecnología educativa» disponible en una sociedad dada en una época dada, es decir, de nuevo en términos objetivos y macroeconómicos. A este tipo de interpretaciones nos referíamos cuando aludíamos a la teoría del excedente como el componente macroeconómico del pensamiento de Smith. Veremos que casi todos los seguidores de Smith en la época que va desde la publicación de la Riqueza de las naciones hasta el final de las guerras napoleónicas desarrollarán precisamente las ideas vinculadas a la teoría del equilibrio competitivo individualista; lo cual —sea dicho de paso— explica también por qué Ricardo, para restablecer la autoridad de la teoría smithiana del excedente, habrá de hacer 16
una revolución tomando precisamente a Smith como blanco preferente. Sólo resta añadir, para mayor claridad, que una contribución fundamental al desarrollo teórico y a la consolidación cultural del componente microeconómico del pensamiento de Smith, en detrimento del macroeconómico, fue la realizada por Bentham, el fundador del utilitarismo. Más adelante volveremos sobre ello. 2.3. La ortodoxia smithiana 2.3.1. UNA ÉPOCA DE OPTIMISMO Los cuarenta años transcurridos desde la publicación de la Riqueza de las naciones a la de los Principios de Ricardo constituyeron una época de entusiasmo y optimismo, tanto para la burguesía inglesa, que se hallaba en la fase más intensa de la revolución industrial, como para la continental, en particular la francesa, inmersa en el intento de realizar el sueño de la Ilustración. Seguramente ninguno de los intelectuales de la época representó mejor esta ola de entusiasmo que William Godwin (1756-1836) y Antoine Nicolas de Condorcet (1743-1794): el primero, con sus tesis sobre la perfectibilidad humana y su programa de reforma radical de la sociedad, expresadas en la Investigación acerca de la justicia política (1793); el segundo, con la idea, planteada en Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1795), del progreso continuo del conocimiento científico y de las bases morales de la convivencia social. Es cierto que tampoco faltaron voces pesimistas. Una fue la de Thomas Robert Malthus (1766-1834), quien precisamente en 1798, en una polémica frente al optimismo de Godwin, publicaba el Ensayo sobre el principio de población. Sin embargo, se trataba de la voz aislada de un pastor conservador, exponente del punto de vista de una clase de la que no se podía esperar sino pesimismo en una época en la que la burguesía, sus mercancías, sus armas y sus ideas, triunfaban en todos los frentes. El «principio malthusiano de población» es una expresión, formulada de manera neta y clara, de aquel antiguo pesimismo religioso referente a la naturaleza avariciosa y los efectos de la incontinencia humana, que ya Botero, Cantillon, Ortes y otros habían expresado: los medios de subsistencia ofrecidos por la naturaleza crecían según una progresión aritmética, mientras 'que las bocas que alimentar crecían a un ritmo exponencial. En Malthus encontramos además la capacidad de extraer todas las consecuencias políticas de su «principio». Puesto que las clases bajas no son capaces, como las altas, de usar el freno moral para controlar los efectos catastróficos de aquella ley de la naturaleza, entonces debe permitirse al menos que la naturaleza cuide de sí misma. Ergo: la beneficencia y la ayuda a los pobres deben ser desalentadas y abolidas. Desde el punto de vista de la teoría económica, el principio de población es importante sobre todo por el uso que de él hicieron Ricardo y Torrens en su teoría de los salarios. Sin embargo, hay que recordar también las implicaciones que dicho principio tenía para los rendimientos decrecientes en agricultura, tema sobre el que ya James Anderson (1739-1808), en An Inquiry into the Nature of the Corn Laws (1777), había formulado importantes tesis. Volveremos a hablar de ello en el próximo capitulo. En cualquier caso, y como ya se ha mencionado, Malthus representaba una excepción respecto al general optimismo de los economistas postsmithianos; probablemente «postsmithiana» sea el mejor término para definir una economía política que finalmente había encontrado sus foundations en la Riqueza de las naciones. Por primera vez, en toda Europa los economistas descubrieron que hablaban el mismo lenguaje y que tenían las mismas ideas de los propósitos, los límites y el objeto de investigación de la ciencia económica: las que les había asignado Smith. Esta homogeneidad teórica, tanto tiempo buscada y finalmente hallada, tenía su precio, como demuestran los escasos progresos realizados por el análisis económico en este período. Pero el aspecto que más merece ser destacado en el panorama de la economía postsmithiana es este: que los pocos economistas que realizaron alguna contribución original en esta época se mantuvieron todos en la línea de uno solo de los dos componentes del pensamiento de Smith, el del equilibrio competitivo individualista. 2.3.2. BENTHAM Y EL UTILITARISMO Una de aquellas contribuciones fue el utilitarismo, la conclusión natural de una línea de pensamiento que vincula a Jeremy Bentham (1748-1832) con Shaftesbury, pasando por Hume, Hutcheson y Smith. No hay que olvidar, sin embargo, las influencias de Beccaria y de Helvétius, ni las de los «teólogos» Priestly y Paley. Ante todo, hallamos en el utilitarismo una nueva manera de concebir la motivación de las acciones humanas. El impulso dado a la especialización del trabajo y, más en general, las características del modo de 17
producción capitalista habían llevado a considerar a los individuos no como partes integrantes de un todo interdependiente, sino como átomos sociales en pugna con las fuerzas impersonales e inmutables del mercado. Con la difusión de la convicción de que el sujeto económico es un ser egoísta y competitivo, se abría camino también la idea de que todos los motivos de las acciones humanas derivaban del deseo de lograr el placer y evitar el sufrimiento. Dicha creencia constituye el núcleo del utilitarismo y su formulación canónica se halla en los escritos de Jeremy Bentham, de manera especial en An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, de 1780. El libro se inicia con la afirmación de que cualquier motivación humana, en cualquier tiempo y jugar, puede explicarse mediante un único principio: el deseo de maximizar la utilidad. «Por utilidad se entiende aquella propiedad de un objeto cualquiera de producir beneficio, ventaja, placer, bien o felicidad [...] o de impedir el sufrimiento, el mal o la infelicidad a aquel de cuyo interés se trate» (p. 86). Al reducir todos los motivos humanos a un solo principio, Bentham sentó las premisas para la construcción de una ciencia de la felicidad humana; una ciencia dotada de precisión matemática como la física. E incluso propuso un método para la cuantificación de los placeres: «el valor de un placer o de una penalidad será mayor o menor en relación a siete circunstancias: su intensidad, su duración, su certeza o incerteza, su proximidad o lejanía, su fecundidad, su pureza, su extensión» (p. 97). Otro de los pilares de la concepción benthamiana es la idea de que los seres humanos, además de hedonistas, son también egoístas: «en condiciones normales de vida, en cada corazón humano, el interés propio predomina sobre todos los demás intereses juntos. [...]. El interés propio tiene sitio en todas partes» ( Economic Writings, vol. 3, p. 421). Ambas ideas serán asimiladas por las posteriores teorías del valor-utilidad. Smith había rechazado la concepción según la cual el valor de cambio se explica por la utilidad de los bienes. Se había servido del célebre ejemplo del agua y los diamantes (el agua posee un elevado valor de uso y un bajo valor de cambio, al contrario que los diamantes) para ilustrar la ausencia de una relación necesaria entre utilidad y valor. Los economistas neoclásicos explicarán después que no es la utilidad total de un bien la que determina su valor de cambio, sino la utilidad marginal, o sea el incremento de utilidad que se deriva de un pequeño incremento de la disponibilidad del bien. Pero ya Bentham razonaba más o menos de esta manera: «Los términos riqueza y valor se explican mutuamente. Un artículo puede entrar en la composición de una masa de riqueza sólo si posee un cierto valor. Y es por el grado de este valor por el que se mide la riqueza. Todo valor se basa en la utilidad. [...]. Donde no hay uso, no puede haber valor» ( An Introduction..., p. 83). Y sigue: «el valor de uso es la base del valor de cambio. [...]. Tal distinción deriva de Adam Smith, pero éste no le ha atribuido un significado claro. [...]. La razón por la que el agua no tiene un gran valor de cambio es que está igualmente desprovista de valor de uso. Si toda la cantidad de agua requerida está disponible, el excedente no tiene ningún tipo de valor. Lo mismo sucedería en el caso del vino, del trigo y de cualquier otra cosa» (pp. 87-88). Como se puede ver, aquí se anticipa —aunque de manera confusa y sin cuestionar excesivamente la autoridad de Smith— el principio de la utilidad marginal y su vinculación a la teoría del valor. 2.3.3. LOS ECONOMISTAS SMITHIANOS Y SAY Bentham fue el iniciador de una tendencia de los economistas, postsmithianos que puede parecer sorprendente a quienes están habituados a identificar la teoría «clásica» con la ricardiana: la tendencia a buscar la explicación del valor en el valor de uso, en lugar de hacerlo en el coste de producción. Esta inclinación fue especialmente clara en los seguidores alemanes de Smith. Por ejemplo, Friedrich Soden (1753-1831), en Die Nationalökonomie (1804), transformó la distinción smithiana entre valor de uso y valor de cambio en la de valor «positivo» y valor «comparativo», afirmando que únicamente el primero es propiamente valor; éste dependería de la utilidad que tienen los bienes respecto a la necesidad que deben satisfacer. Johan Friedrich Lotz (1778-1838), en Revision der Grundbegriffe der Nationalwirtschaftlehre (1811), avanzó en esta dirección hasta hacer derivar el valor comparativo, que expresaría la comparación entre dos valores positivos, de la escasez de los bienes y del sacrificio que se debe realizar para hacerlos disponibles para la satisfacción de las necesidades. Sin embargo, quien continuó por este camino hasta el punto de ir conscientemente más allá de Smith fue James Maitland Lauderdale (1759-1839), quien, en la Inquiry into the Nature and Origin of Public Wealth (1804), no sólo rechazó la teoría del valor de Smith, sino que incluso percibió las implicaciones que tal rechazo tenía en el plano de la teoría de la producción. Sobre el tema del valor, Lauderdale centró el análisis en las fuerzas de la oferta y la demanda, tratando de explicar las últimas por los factores subjetivos que definen las necesidades humanas y las primeras por la escasez de las mercancías necesarias para 18
satisfacer dichas necesidades. En cuanto a la producción, fue de los primeros en plantear la tesis de que, para comprender el papel desempeñado por las máquinas en el proceso productivo y en la producción de riqueza, no hay que atender tanto a su capacidad de cooperar con el trabajo como a la de sustituirlo. De ello dedujo lógicamente una teoría de los tres factores productivos, trabajo, tierra y capital, y de su combinación en la producción. Sobre el tema del valor, Lauderdale centró el análisis en las fuerzas de la oferta y la demanda, tratando de explicar las últimas por los factores subjetivos que definen las necesidades humanas y las primeras por la escasez de las mercaderías necesarias para satisfacer dichas necesidades en cuanto a la producción, fue de los primeros en plantear la tesis de que, para comprender el papel desempeñado por las máquinas en el proceso productivo y en la producción de riqueza, no hay que atender tanto a su capacidad de cooperar con el trabajo como a la de sustituirlo. De ello dedujo lógicamente una teoría de los factores productivos, trabajo, tierra y capital, y de su combinación en la producción. Tesis similares eran formuladas en Francia por un economista que, a diferencia de Lauderdale, se consideraba a sí mismo discípulo de Smith: Jean-Baptiste Say (1767-1832), el «optimista». En el Tratado de economía política (1803), Say mezcló de modo insólito las dos tesis fundamentales de la teoría smithiana del valor, la concerniente a la dependencia de las variaciones de los precios de mercado de las fuerzas de la demanda y la relativa a la dependencia de los precios naturales de las condiciones de producción. A partir de ello formuló una teoría, en realidad más parecida a la de Galiani, cuya influencia era todavía fuerte en Francia, donde había sido consolidada por Condillac. El valor de las mercancías dependería de las fuerzas de la demanda y de los costes de producción. De las primeras daría cuenta la utilidad de los bienes; de los segundos, las dificultades para ofrecerlos. Resulta interesante ver qué teorías de la producción y de la distribución se vincularon a esta teoría del valor. La producción de los bienes requiere el empleo de tres tipos de «servicios productivos»: los del trabajo, del capital y de la tierra. Puesto que el valor de los bienes depende de la demanda tanto como de los esfuerzos realizados para satisfacerla, y dado que dichos esfuerzos requieren el empleo de aquellos tres servicios productivos, el valor no podrá ser enteramente reducido a trabajo: los tres servicios contribuyen a su formación. Además, cada servicio productivo recibe una renta, que está determinada por la demanda de los bienes que aquél contribuye a producir. El intermediario entre los comerciantes de los productos y los de los servicios productivos es el empresario. Éste compara el precio que los consumidores están dispuestos a pagar por un bien con los gastos necesarios para producirlo, esto es, con los costes de los servicios productivos. De esta manera, la demanda de los bienes de consumo se transforma en demanda de servicios productivos, y los precios de estos últimos pasarán a depender de su contribución indirecta a la satisfacción de las necesidades de los consumidores. La tesis de la dependencia de los valores de las mercancías de los precios de todos los servicios productivos, vaga racionalización de la smithiana teoría aditiva de los precios, condujo a Say de un modo casi natural —si bien todavía confuso— a una extraña teoría de la distribución, extraña respecto a sus orígenes smithianos: cada servicio productivo recibiría un precio proporcional a su contribución productiva. Así, la economía capitalista no sólo sería eficiente en la asignación de los recursos en función de la demanda, como sostenía el teorema de la mano invisible, sino también justa en la distribución de la renta producida. El vinculo entre Say y Smith es indudable, pero resulta evidente que Marx no andaba errado respecto a la naturaleza de dicho vínculo cuando afirmaba, en Teorías sobre la plusvalía , que «Say separa las nociones vulgares que aparecen en la obra de Adam Smith y las desarrolla en una cristalización peculiar» (vol. 3, p. 501). Say también superó a Smith en el intento de justificar el laissez faire. Smith se había limitado a sostener que la avidez de los capitalistas llevaría a una economía competitiva a asignar los recursos de modo tal que se satisficiera la demanda de mercancías en los diversos mercados; pero también había evidenciado que el proceso de ajuste debería pasar por la aparición y desaparición de ineludibles procesos de desequilibrios sectoriales. Quedaba abierto el problema de si tales situaciones de desequilibrio se compensarían entre sí, de manera que, en cualquier caso, se asegurara la igualdad entre la oferta y la demanda en el conjunto, o bien pudieran generar una situación de desequilibrio macroeconómico. Parecía que Smith había intuido vagamente esta segunda posibilidad cuando teorizaba la tendencia de la tasa de beneficio a caer como consecuencia de un exceso de oferta de capital en todas las industrias. Say, en cambio, trató de demostrar la imposibilidad de un exceso de oferta generalizado. Es la famosa «ley de Say», conocida también como « loi des débouchés» o «ley de los mercados», según la cual la oferta crea siempre su propia demanda. En primer lugar, Say se limitó a observar que el valor de la producción global es necesariamente igual al valor global de las rentas distribuidas. Se trata de una identidad contable que nadie discutiría. Puesto que las rentas constituyen poder de compra, se puede decir asimismo que las mercancías producidas crean siempre un poder de compra correspondiente a su valor. De ello a decir 19
que la producción crea siempre la propia demanda parece no haber más que un paso; pero en realidad se trata de un paso enorme. Hay que añadir que las rentas son completa e inmediatamente gastadas, hipótesis que Say trató de justificar sobre todo en el Cours complet d'économie politique pratique (1828), en un intento de responder a las diversas criticas que se habían alzado contra su primera formulación de la ley, y teniendo en cuenta las controversias que ésta había generado tanto en el continente como en Inglaterra. En cualquier caso, el enunciado más simple y claro de la hipótesis de la que depende la validez de la ley se halla en el Tratado: «Hay que subrayar que una mercancía cualquiera, apenas es colocada en el mercado, ofrece una salida a otros productos por el importe total de su valor. En efecto, cuando un productor ha fabricado un bien cualquiera tiene una extrema necesidad y deseo de venderlo, a fin de que el valor de su producto no se le disuelva entre las manos. Pero no tiene menos prisa en deshacerse del dinero que obtiene con la venta del bien, precisamente también para que el valor de este dinero no se anule al permanecer inactivo. Ahora bien, uno no puede deshacerse de su dinero si no es comprando algún producto. Está claro, pues, que la simple producción de un bien proporciona inmediatamente una salida a otros productos» (pp. 141-142). Así, el poder de compra generado por la producción ya no es sólo demanda potencial; sino también demanda efectiva. Esto Lleva a la conclusión de que son imposibles las situaciones de exceso de oferta agregada, incluso cuando cada una de las mercancías se halle en desequilibrio. La ley de Say excluye la posibilidad de crisis o superabundancias generales. Queda por ver si también excluye el desempleo. Volveremos sobre ello en el próximo capítulo, cuando tratemos del uso ricardiano de la ley de Say.
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